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Contenido

¿Qué es un aventurero? .................................................................................... 2


Gustavo Bueno ............................................................................................... 2
Función social de la Universidad Popular ........................................................ 11
Gustavo Bueno ............................................................................................. 11
Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura. Ciencia de la cultura y
filosofía de la cultura ........................................................................................ 23
Gustavo Bueno ............................................................................................. 23
Mundialización y Globalización ........................................................................ 41
Gustavo Bueno ............................................................................................. 41
Etnocentrismo cultural, relativismo cultural y pluralismo cultural ...................... 51
Gustavo Bueno ............................................................................................. 51
Nota sobre las seis vías de constitución de una disciplina doctrinal en función
de campos previamente establecidos .............................................................. 57
Gustavo Bueno ............................................................................................. 57
El concepto de creencia y la Idea de creencia ................................................. 62
Gustavo Bueno ............................................................................................. 62
Sobre el concepto de «memoria histórica común» ........................................... 74
Gustavo Bueno ............................................................................................. 74
El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales y el «No a la guerra» de los
Premios Goya................................................................................................... 79
Gustavo Bueno ............................................................................................. 79
«En nombre de la Ética» .................................................................................. 84
Gustavo Bueno ............................................................................................. 84
El español como «lengua de pensamiento» ................................................... 107
Gustavo Bueno ........................................................................................... 107
Santiago González Noriega, los «profesionales de la cultura» y los «hombres
de izquierdas» ................................................................................................ 123
Gustavo Bueno ........................................................................................... 123
El Proyecto Symploké .................................................................................... 126
Gustavo Bueno ........................................................................................... 126
Ante la reforma de la Constitución española de 1978 .................................... 152
Gustavo Bueno ........................................................................................... 152

1
Octubre de 1934............................................................................................. 164
Gustavo Bueno ........................................................................................... 164
La viscosa ideología pacifista de la farándula socialdemócrata ..................... 171
Gustavo Bueno ........................................................................................... 171
Tratado o Constitución ................................................................................... 181
Gustavo Bueno ........................................................................................... 181

¿Qué es un aventurero?
Gustavo Bueno

El aventurero es la contrafigura del viajero, pero tampoco es el prototipo del


ciudadano libre. El valor del aventurero habrá que medirlo por el valor del
destino al que sus aventuras hayan podido llevarle

Ignacio Gracia Noriega, que nos contó hace unos quince años un «viaje
con aventuras y aventureros» –El viaje del obispo de Abisinia a los santuarios
de la cristiandad, que obtuvo el premio Tigre Juan de 1986– nos ofrece ahora
en este libro una serie muy nutrida de relatos de aventuras, o de aventureros
sin viaje propiamente dicho (según el concepto que más adelante expondré). El
viaje de Juan Gondár, el Obispo de Abisinia, acompañado de su fámulo
Isboseth, de su mono Don Babuino o Don Balbino y de su Biblia árabe, era un
viaje imaginario y, en todo caso, el viaje de alguien que no siendo asturiano
quiso pasar por Asturias, como lo fue el viaje, esta vez real, de otro portador de
biblias, George Borrow, «Don Jorgito el inglés», sobre el cual también ha
escrito Gracia Noriega. Pero en este libro nos encontramos con aventuras de
asturianos fuera de Asturias; asturianos que fueron de carne y hueso y cuya
realidad no ofrece mayor resistencia a la transparencia, elegancia y amenidad
características del narrador de la que podrían ofrecer unas aventuras
imaginarias moldeadas a su medida.
1. El capítulo central, que es el segundo, de este libro, se organiza en
torno a siete personajes escogidos acaso como símbolos de la disposición de
los asturianos a aventurarse por todos los continentes. Por Europa, desde
luego (Pintaius), por Asia (Fray Melchor García Sampedro), por África (Amado
Osorio) y, la mayoría, por América (Gonzalo Díaz de Pineda, Pedro Menéndez
de Avilés, el Virrey Abascal, e Íñigo Noriega). También podría haberse citado a
un aventurero asturiano en Oceanía, quien descubrió un continente y bautizó
su descubrimiento con el nombre de «Australia», Don Pedro Fernández de
Quirós. Un hombre que no logró ser oído en la corte de Felipe III a pesar de
que envió a ella más de 50 Memoriales relatando su descubrimiento.
Antecede al capítulo central un primer capítulo orientado a la exposición de
las aventuras asturianas en términos abstractos, es decir, no
referidas nominatim a aventureros con nombre y apellidos. En este primer
capítulo se introducen las principales «categorías profesionales» de los
aventureros, además de una «categoría cero», la de los anónimos: los

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balleneros, los marinos mercantes, los raqueros, los cazadores de osos, los
arrieros...

Y, por último, termina la obra con un tercer capítulo («Otros aventureros»)


que nos va ofreciendo las semblanzas de más de 50 aventureros asturianos,
casi todos «americanos», y alguno de tanta importancia como los del capítulo
central. Un conjunto cuyo elevado cardinal podría tomarse como símbolo de la
multitud de asturianos que «entraron» en América, desde los primeros años del
descubrimiento, y que desmienten la opinión tan extendida de que Asturias sólo
en época muy tardía habría tenido que ver con la entrada de españoles en el
nuevo continente.

2. Gracia no cree necesario comenzar su libro definiendo la «aventura» en


general y, por tanto, definiendo la «clase de los aventureros». Incluso parece
presuponer que estas definiciones son imposibles y, en todo caso, inútiles. «Es
ocioso intentar la definición de la aventura.»

Y, sin duda, tiene razón, al menos si entendemos la definición en su


sentido estricto, a saber, como definición positiva, por género y diferencia, por
ejemplo, pues las definiciones llamadas «inductivas» más que definiciones de
una clase dada, vienen a ser reglas para determinar sus elementos. Cuando la
regla es precisa, porque parte de un término base y de una operación bien
delimitada, la determinación puede ser rigurosa e inequívoca, como ocurre en
las llamadas «definiciones por recurrencia» (por ejemplo, cuando partiendo del
término «0», como base o término canónico de la construcción, y del concepto
«s» –término «siguiente» resultado de sumar al anterior «+1»– establecemos la
regla de numeración de los términos de la clase «números naturales» diciendo:
«esta clase consta de 0; de s0=0+1=1; de s1=1+1=2; de s2=2+1=3; &c.»). Pero
cuando la regla no alcanza ese rigor, porque aunque parta de un término base
(acaso a título de primer analogado) más o menos preciso, no dispone de
operaciones unívocas, entonces la construcción no conduce con seguridad, no
ya a la determinación del concepto de la clase a definir, ni siquiera a la
determinación de sus elementos; esto ocurre, por ejemplo, cuando se utilizan
operaciones orientadas a determinar términos semejantes al término canónico,
como cuando decimos: «color rojo es el color de la sangre y de todos los
colores semejantes a ella, así como de los semejantes a los semejantes»; al no
ser transitiva la relación de semejanza, no puedo pasar de «a semejante a b» y
de «b semejante a c», y de «c semejante a d» a «d semejante a a», respecto
del mismo parámetro de semejanza. En nuestro caso, una definición inductiva
de aventurero asturiano podría sonar así: «aventureros asturianos son: Pintaius
y todos los asturianos semejantes a Pintaius y los que son semejantes a estos
semejantes.» Pero tal definición no nos daría una mínima seguridad, y no sólo
porque su base canónica («Pintaius», del que no se sabe casi nada) sea
excesivamente borrosa, sino, sobre todo, porque los parámetros de la
semejanza irán cambiando de forma tal que la enumeración no nos llevaría ni
siquiera a la determinación de los elementos de una clase borrosa. Pero
también es cierto que el modo como suelen establecerse las enumeraciones de
los elementos de una clase dada (por ejemplo, la enumeración de los
aventureros asturianos que figuran en este libro) es un modo que tiene mucho

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de inductivo; y este modo puede ser certero cuando el que hace la
enumeración tiene «buen juicio», es decir, sabe mantener los parámetros
pertinentes, como le ocurre a un buen catador, en materia de vinos. Tal es el
caso sin duda de Ignacio Gracia Noriega, que, en consecuencia, podría
responder a un supuesto crítico pedante que argumentase desde las
posiciones propias de un profesor de lógica inductiva, lo que el gran orador
Antifón respondió a un dramático pedante que le objetaba algo así como lo
siguiente: «¿Cómo te atreves a hablar en público sin saber definir la
metonimia?» Antifón le había respondido: «No sé definirla, pero escucha mi
discurso y encontrarás muchas.» Gracia podría responder: «No puedo definir el
concepto de aventurero, pero lee mi libro y encontrarás muchos; y muchos más
de los que tú podrías encontrar partiendo de una definición ya fuera inductiva,
ya fuera deductiva, porque, aunque partieses de ella, el poco talento que
demuestras tener al formular esta objeción no te permitiría aplicarla con buen
juicio.»

3. Ahora bien, la cuestión que yo quiero plantear aquí no va referida a la


posibilidad de una enumeración certera de un conjunto de aventureros
asturianos –posibilidad que se hace real al leer el índice de este libro– sino que
va referida a la imposibilidad de definir el concepto de aventura (o de
aventurero) en general y de aventurero asturiano, en particular. ¿De dónde
deriva esta imposibilidad? ¿Acaso el término «aventura» o el término
«aventurero» no tiene un significado utilizable con precisión por quien tiene un
«buen juicio» en lo tocante a la lengua española?

Un modo de responder a estas preguntas puede ser el que comienza


dudando del carácter positivo que suele atribuirse al significado de «aventura»
o de «aventurero» en español. Porque si este significado aparentemente
positivo, fuese negativo, entonces no tendría nada de particular la imposibilidad
de definir positivamente el término «aventura» o el término «aventurero».
En efecto, un concepto negativo, por ejemplo, el concepto de una «clase
complementaria» de una clase positiva dada no admite definiciones positivas,
puesto que en esta clase podrán contenerse varios conceptos positivos: en el
concepto negativo «figura no triangular» se contienen múltiples conceptos
geométricos tales como «figura cuadrada», «figura redonda» o «figura
rómbica». Un concepto negativo, aunque sea claro (en su negación) es
intrínsecamente confuso en sus contenidos y si esto es así, lo que procede
para eliminar en lo posible la confusión de un concepto negativo, es decir, para
hacer de él un concepto distinto, es renunciar a la definición positiva y recurrir a
la clasificación, una vez perfilada su definición negativa. Definición negativa
que, a su vez, sólo tiene sentido en función de algún concepto positivo
previamente establecido.
4. Como concepto positivo de referencia tomaré, en esta ocasión, el
concepto de homo viator (viajero), entendido según la definición que ensayé en
el Prólogo a la monumental obra de Pedro Pisa Menéndez, Caminos reales de
Asturias (Pentalfa, Oviedo 2000). Sin duda, más de un lector dispondrá de
mejores definiciones, pero es obvio que yo no puedo utilizarlas hasta que él,
amablemente, después de leer este prólogo, me las comunique.
Supondré en resolución que el concepto de «viajero» implica el concepto
de «camino», que no será otra cosa sino un itinerario ya establecido que
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conduce con seguridad a algún lugar (por ejemplo, a alguna posada) y que, por
consiguiente elimina cualquier sorpresa en materia de rutas. Esta es la razón
por la cual hay que tratar con mucha cautela la famosa fórmula de Antonio
Machado: «el camino se hace al andar»; porque cuando alguien anda
recorriendo un itinerario que todavía no es camino, no puede decir que está
haciendo el camino; porque para que su itinerario resulte ser un camino (y no
meramente un sendero) no será suficiente haberlo seguido, sino que hará falta
haberlo re-corrido, re-andado; hará falta «volver a las andadas», pues sólo de
este modo podrá comprobarse su «viabilidad pública», la viabilidad repetible de
mi itinerario y su seguridad como camino. Un camino es siempre, según esto,
un «camino trillado». Y esto no lo digo yo, lo dice, por ejemplo Covarrubias y,
antes que él, lo dijo Fray Luis de León al comentar en Los nombres de
Cristo, el nombre «Camino»: «por manera que este nombre, camino, de más
de lo que significa con propiedad, que es aquello por donde se va a algún lugar
sin error...»
El camino es pues la norma del viaje; por lo que el viajero es, con
propiedad, quien recorre algún camino, algún itinerario ya establecido y
reglado. Un itinerario que no tiene por qué ser, salvo por abstracción,
estrictamente espacial-geográfico. Un itinerario es, así, alguna línea del
espacio, pero del espacio antropológico, que incluye siempre la temporalidad,
la duración. Ningún camino, ni el geográfico, puede recorrerse en un instante,
fuera del tiempo. El itinerario es siempre una «línea en el tiempo de una vida»,
ya sea ésta una vida terrena, inmanente, aunque incierta (quia vitae sectabor
iter?), sea de una vida espiritual, trascendente, el Itinerarium mentis in
Deo, que San Buenaventura pretendió reglar, jalonar y graduar.
5. Los caminos se dibujan en el espacio antropológico, y a este espacio lo
consideraremos organizado en torno a tres «ejes» mutuamente inseparables
sin duda, pero disociables; ejes que pasan, respectivamente, o bien por el
espacio físico (no sólo geográfico: ahí está el fingido Viaje a la Luna de Cyrano
de Bergerac, o el viaje a la Luna real de los astronautas del Apolo XI), o bien
por el espacio social y humano (aunque fuera tan reducido como lo era el
«viaje a Citerea» practicado por algunos miembros de la clase ociosa francesa
del Antiguo Régimen) o bien por el espacio praeterhumano en el que habitan
los dioses o los númenes (y que algunas personas quieren recorrer
transportados en ciertos vehículos místicos, grandes o pequeños, ya tengan la
forma de pastillas redondeadas que nos transportan a los viajes psicodélicos,
ya tengan la forma de las meditaciones trascendentales).
Dejamos de lado los viajes, no ya fingidos o imaginarios, sino simplemente
metafóricos, es decir, los viajes que pueden tener lugar sin necesidad de
desplazamientos por caminos reales (por ejemplo, Viaje alrededor de mi
cuarto de Maistre) y cuya contrafigura serían las aventuras sin desplazamiento
físico que al parecer habría que atribuir a algunos grandes científicos («Einstein
o la aventura del pensamiento»).
6. En efecto, la aventura sería, en cierto modo, por lo que a su itinerario se
refiere la contrafigura del viaje; y el aventurero la contrafigura del viajero. Pues
el aventurero –tal sería su concepto negativo– sería el hombre que, saliéndose
de los caminos triviales, normales, sigue itinerarios «anormales», no
establecidos; y en el caso de que recorra caminos reales, acotados y reglados,
no lo hará buscando en ellos la seguridad específica que éstos caminos le
ofrecen como itinerario lineal, sino precisamente los sucesos puntuales,

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eventos o contingencias que siempre podrán salirle al paso en el camino
propiamente dicho.

El aventurero, según esto, a diferencia del viajero no se mueve por rutas


seguras en las cuales la sorpresa, al menos en lo que al itinerario se refiere,
puede quedar eliminada o conjurada. Se opone a la rutina característica del
viaje, o bien porque se enfrente a aventuras fuera de caminos («aventuras sin
viaje», por tanto) o bien porque se enfrenta con «viajes con aventuras». Dicho
en forma geométrica: porque se enfrenta, acaso porque las busca, con
aventuras lineales (aventuras de itinerario) o con aventuras puntuales
(aventuras de suceso). Dejemos de lado, por tanto, los itinerarios sin sucesos y
los sucesos que puedan tener lugar al margen de cualquier itinerario: éstos,
porque ya no serían aventuras; aquellos porque un itinerario, aunque haya
cobrado la forma de camino, jamás puede agotar el espacio por el que discurre
hasta el punto de que pueda decirse que ya ha quedado descartada la
posibilidad de cualquier evento. Y esto sin necesidad de salirse de la red de los
caminos efectivos: los cruces de caminos no pertenecen a la estructura interna
de cada uno de los caminos que se cruzan y, por consiguiente, cada cruce
constituye, en cierto modo, un evento, una contingencia, es decir, la posibilidad
de un divertículo capaz de extraviar al que marcha siguiendo una vía en sí
misma segura.

7. Podemos establecer, en virtud de lo que llevamos dicho, un primer


criterio de clasificación general de las aventuras y de los aventureros en dos
tipos: el tipo de las aventuras (o aventureros) de itinerario («aventuras sin
viaje») y el tipo de las aventuras (o aventureros) de suceso («viajes con
aventuras»).

Como aventureros de itinerario consideraremos a todos aquellos que


andan por itinerarios nuevos (y que muchas veces ni siquiera pueden ser
transformados en caminos), por las razones que sean. Y no constituye razón
alguna apelar a un «afán de aventuras» del aventurero, para explicarlo, como
tampoco da razón de la capacidad somnífera del opio quien apela a su virtud
dormitiva. Puede haber razones de muy diversa índole, por ejemplo, el deseo
de evadirse de los caminos establecidos, el deseo de liberarse de la rutina; una
liberación que algunos confundirán con la libertad cuando acaso sólo consiste
en una libertad-de respecto de ciertas situaciones opresivas o insoportables de
la vida reglada. Así pretendían «explicar» muchos teóricos y, además, en
nombre de un pensamiento de izquierdas, el «espíritu aventurero» de tantos
asturianos y, en general, de tantos españoles. Según esta explicación, ese
espíritu de aventuras, más que de la libertad derivaría de la necesidad de
evadirse del hambre o de las miserias que esperaban a los aventureros si
hubieran permanecido en su propia tierra. Explicación, a mi entender, muy
grosera, si se tiene sencillamente en cuenta, en primer lugar, que muchos
hombres, a pesar de su vida miserable, o no se atreve a salir de su tierra en
busca de aventuras o, cuando emigran, procuran ser contratados previamente
o recomendados a amigos o parientes que les esperan en los puntos de
llegada: es decir, emigran como viajeros, no como aventureros. También hay
que tener en cuenta, en segundo lugar, que los que salen en busca de

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aventuras no son precisamente los más «necesitados» de su tierra. Hernán
Cortés no formaba parte precisamente de las familias más «necesitadas» de
Extremadura; ni Pedro Menéndez de Avilés pertenecía a las familias más
«necesitadas» de Asturias.

8. Los aventureros del primer tipo, los que se enfrentan con itinerarios
nuevos o imprevistos, podrían clasificarse en tres categorías, según el eje del
espacio antropológico al que más se aproxime la línea de su itinerario.
Distinguiremos así:

(1) Aventureros en el espacio físico, aventureros que siguen


rumbos nuevos, por tierra o por mar, rutas desconocidas que
generalmente discurren por lugares alejados de la «Ciudad» o del
Reino del que el aventurero es oriundo; pero también podrán
aparecer, como veremos, en lugares circunscritos al propio Reino
y aún a la propia Ciudad. Por eso, la lejanía del lugar de origen,
su exotismo, no es condición necesaria ni suficiente del itinerario
de un aventurero. El itinerario del Apolo XI conducía a sus
tripulantes al lugar más alejado, hasta entonces, al que pudo
haber llegado cualquier navegante; sin embargo este itinerario
había sido milimétricamente programado, como previstas estaban
también las circunstancias de su destino, la Luna. En este sentido
habría que desaprobar la equiparación, como itinerario de
aventuras, del itinerario de Armstrong y el itinerario de Colón.
Colón fue un aventurero, pero Armstrong no lo fue en absoluto,
estaba mucho más «teledirigido» por la NASA de lo que Colón
pudo estar «teledirigido» por los Reyes Católicos. Y, por cierto,
también Colón estuvo teledirigido, en una medida mucho más
grande de lo que suele reconocerse, por los planes de los Reyes
Católicos: sería hora ya de rebajar un poco la gloria de Colón
como aventurero, subrayando precisamente sus semejanzas con
un astronauta de nuestros días.

El aventurero por antonomasia es el que sigue itinerarios nuevos,


imprevistos, extra-vagantes, el periegeta, el explorador, pero
también hay que reconocer la existencia del aventurero urbano
que, en la gran Ciudad, se extravía por la trama de calles o
callejas descubriendo acaso nuevos itinerarios, nuevos
«corredores» que discurren por los cruces de unas calles con
otras, a través de las vías principales y de las secundarias;
porque estos cruces, según hemos dicho, no están previstos en la
estructura de cada calle o de cada calleja.

(2) En un segundo grupo pondremos las aventuras y los


aventureros que puedan tener lugar principalmente en los
itinerarios del espacio social. Sin duda, los nuevos itinerarios que
puedan abrirse en el espacio social presupondrán itinerarios
geográficos congruentes, pero no se reducen a ellos. Habrá, en
consecuencia, aventuras de itinerario social en lugares exóticos

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(por tanto, después de recorrer un itinerario de aventura, pero
también, simplemente, después de un viaje previo perfectamente
«programado») y habrá también aventuras de itinerario social,
desarrolladas en el ámbito de la propia Ciudad o del propio Reino.
Precisamente son los aventureros de esta clase aquellos que
confieren al término una cierta connotación peyorativa, la que
arrastra la palabra «aventurero» en cuanto maquinador (en el
momento de cruzar diversos itinerarios regulares y lícitos), o en
cuanto empresario oportunista, arriesgado y sin escrúpulos, o
bien en cuanto revolucionario político que, ignorante de los
itinerarios regulares, lanza imprudentemente a sus seguidores al
fracaso o a la muerte.

(3) En tercer y último lugar he de referirme, por razones


sistemáticas, a los aventureros de itinerarios praeterhumanos (ni
geográficos, ni humanos) como son, por antonomasia, los
itinerarios religiosos. Estos itinerarios desbordan unas veces el
círculo de la propia religión y conducen al aventurero a religiones
relativamente extrañas, que implican abjurar de la propia. Un
célebre aventurero holandés, que llegó a tener la confianza de
Felipe V, Juan Guillermo, barón de Riperdá, había ya abjurado,
en sus primeros tiempos de Holanda, del catolicismo; volvió a
convertirse a esta religión cuando vio las posibilidades de medrar
en España; al cabo de los años, vuelto a Holanda, abjuró de
nuevo en 1730 del catolicismo y, tras una serie de avatares,
acabó en Marruecos haciéndose musulmán, con el nombre de
Osmán Bajá.

Otras veces estos itinerarios espirituales de aventura se abren


camino sin necesidad de salir del propio recinto geográfico: a esta
clase pertenecía el itinerario que solía recorrer el hereje o el
alumbrado, que partiendo de su experiencia personal, incubada y
desarrollada en Piedrahita o en Valladolid, solía conducirle a la
hoguera.

9. Las aventuras de suceso, las aventuras eventuales, son aquellas que no


necesitan itinerarios insólitos, porque se nutren de contingencias que pueden
surgir ante el caminante en su viaje por los caminos más reales. Giraldo se
pone en camino por el Camino de Santiago. Antes de iniciar su peregrinación
se había prometido con una joven de su pueblo. He aquí su aventura, una vez
internado en el camino hacia Compostela: inesperadamente el diablo se le
aparece, bajo la forma de Santiago Apóstol y le induce a castrarse. Giraldo así
lo hizo, muriendo en consecuencia. Pero su alma, que no había muerto, fue
transportada a Roma, esta vez siguiendo un itinerario espiritual puro. En Roma
la totalidad de los Santos, en presencia de la Virgen y de Santiago lo declaró
inocente. Lo devolvieron a la vida y lo transportaron, siguiendo el mismo
itinerario espiritual aunque recorrido en sentido contrario, al mismo punto del
Camino en el que se encontraba al morir. ¿Qué más podríamos decir por
nuestra parte? Que las aventuras de Giraldo implican un itinerario insólito,

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absolutamente exótico, puramente espiritual; y que, en este sentido, las
aventuras de Giraldo son «aventuras de itinerario». Sin embargo, tendríamos
que añadir que esta aventura de itinerario extra-vagante tuvo su comienzo en
una aventura de suceso, de un suceso ocurrido a lo largo de una marcha
rutinaria por un camino real. Concluiremos, por tanto, diciendo que las
aventuras de Giraldo son también aventuras de suceso, antes aún que
aventuras de itinerario.

Sin duda, las aventuras de suceso pueden tener lugar en itinerarios


exóticos, pero no necesariamente. El itinerario de los astronautas, a los que
nos hemos referido, que pusieron por primera vez el pie en la Luna fue, hasta
la fecha, el itinerario más exótico recorrido en realidad, y no sólo en la
imaginación; pero el único suceso extraordinario que los astronautas del Apolo
XI pudieron constatar, fue precisamente la ausencia de los sucesos
extraordinarios que eran esperados por mucha gente y que algunos, sin duda,
para no defraudar las expectativas, supusieron se habían producido (se habló
de contactos entre Armstrong y los extraterrestres, que las autoridades habrían
mantenido en el más riguroso secreto).

Sin embargo, según su concepto, las aventuras de suceso tendrán lugar


principalmente cuando el caminante transite por itinerarios ya trazados, por
caminos reales. Acaso podríamos tomar a Don Quijote como símbolo del
aventurero de sucesos. Don Quijote no necesita salir fuera de los caminos del
Reino para experimentar las más sorprendentes aventuras: unas, debidas a
sucesos que ocurren, al parecer, espontáneamente (son las aventuras de la
Primera Parte); otras debidas a sucesos preparados a posta por otras personas
ociosas (son las aventuras de la Segunda Parte). En cualquier caso, Don
Quijote sabe que los sucesos extraordinarios aparecerán en los caminos o a lo
sumo en las posadas de los caminos, que no son posadas definitivas: «Vale
más camino que posada.» Esta podría ser la fórmula del aventurero que busca
sucesos extraordinarios antes que itinerarios exóticos.

10. Tendríamos que comenzar ahora a cumplir con la tarea de


«diagnosticar», con arreglo a los tipos y variedades de aventureros que hemos
dibujado, a los numerosos aventureros con los cuales va a tomar contacto el
lector del amenísimo libro de Ignacio Gracia Noriega que tiene en sus manos.
Pero no voy a hacer semejante cosa, entre otras razones por el recuerdo de
aquella observación de Voltaire: «La mejor manera de resultar odioso es decirlo
todo.» Dejo, en conclusión, al lector interesado las tareas del diagnóstico y del
análisis, con la confianza de que él podrá hacerlo mejor que yo y más
críticamente si dispone de tipologías más certeras. Y, en cualquier caso, el
lector sabrá decidir, mejor que yo, si los balleneros asturianos son antes
aventureros de itinerario, que aventureros de sucesos, o si los arrieros por el
contrario son antes aventureros de sucesos, que aventureros de itinerario. El
lector sabrá decidir si el «Paso Honroso» nos pone en presencia de una
situación extrema de aventura de sucesos. No sólo porque Pero Rodríguez de
Lena «no tuvo que alejarse mucho de Asturias para ser testigo de una de las
mayores aventuras, si no la mayor de la caballería andante española», sino
porque Suero de Quiñones como aventurero principal, no tuvo que moverse del

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puente de San Marcos de Órbigo para recibir a los aventureros que llegaban al
puente, a partir del sábado día 10 de julio de 1434, con la pretensión de forzar
el paso. El lector juzgará si Gonzalo Díaz de Pineda, Pedro Menéndez de
Avilés o Amado Osorio fueron antes aventureros de itinerario geográfico que
aventureros de itinerario social; y si el Virrey Abascal o Íñigo de Noriega fueron
antes aventureros de itinerarios sociales que aventureros de itinerarios
geográficos (a pesar de que corrieran sus aventuras lejos de España; en rigor
no tan lejos, puesto que se movieron dentro del Reino). También tendrá que
decidir el lector si Fray Melchor García Sampedro fue aventurero por haber
andado «por los caminos del Extremo Oriente» o más bien por haberse
internado en un itinerario espiritual que le llevó al martirio. ¿Y Fray Francisco
Menéndez? ¿Y Fray Servando Teresa de Mier Noriega?

11. Terminaré presentando una paradoja. Paradoja al menos para todos


aquellos que den por descontado que los aventureros y, sobre todo, los
aventureros de itinerario, los trotamundos, se mueven impulsados por la
libertad y, más aún, la representan. Pero el aventurero –tal es la paradoja–
parece rondar también los límites en los que puede moverse la libertad
humana, sencillamente porque el ritmo de sus movimientos se mantiene a una
escala distinta en la que se mantiene el ritmo que solemos exigir a los
movimientos libres. Éstos requieren el pleno conocimiento de los objetivos y de
las consecuencias de la acción, el «dominio del hecho» (como dicen los
maestros del Derecho Penal). Pero un tal pleno conocimiento sólo es posible
en el marco de la Ciudad, de una Ciudad en la que las órbitas de los
ciudadanos están ya previstas por las normas que conforman la conducta de
las personas libres, como previstos han de estar los tipos de esas órbitas que
conducen al ciudadano al delito, en general, y al delito de imprudencia, en
particular. Todo lo que suponga oscurecimiento de sus objetivos y de sus
consecuencias llevará al ciudadano al terreno de las acciones imprudentes y
aún temerarias; acciones en las que se amenguan los grados de libertad y, en
el límite, cuando el aventurero tiene primero que disparar, para apuntar a
continuación, se reducen a cero.

Pero el aventurero tiene mucho, por naturaleza, de imprudente y tiene


mucho de temerario. Sus objetivos son necesariamente borrosos; desconoce
también las consecuencias de sus actos, realizados en sus itinerarios de
aventura. En esto se diferencia el explorador auténtico que se abre camino por
primera vez en una selva lejana, del viajero que recorre después su camino con
libertad, con «pleno dominio del hecho» (guiado y escoltado, en el safari, por la
Agencia de Viajes y con la póliza de seguros al día).

En todo caso, difícilmente podríamos hacer del aventurero el prototipo del


ciudadano libre que propugnaron los revolucionarios de la Libertad, de la
Igualdad y de la Fraternidad. Sólo que esto no merma el valor del aventurero,
pues ¿acaso la libertad es la medida del valor? Una acción por ser libre, no ha
de ser valiosa. Una acción libre puede ser delictiva o perversa. De donde se
sigue que la libertad, por sí misma, no merece el respeto que tantas
constituciones democráticas le conceden. El respeto hay que concedérselo a

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los resultados de la acción libre, a los resultados de la libertad, y no a la libertad
misma.

En conclusión habrá que decir que el aventurero, no por no ser hombre


libre, en sentido civil, carece de valor. Su valor está en otra parte, en
su destino, cuando éste sea valioso. El valor del aventurero habrá que medirlo,
en efecto, no tanto por sus aventuras cuanto por el valor del destino al que
estas aventuras hayan podido llevarle.

10 de junio de 2002

Función social de la Universidad Popular


Gustavo Bueno

Conferencia pronunciada en el acto de inauguración de las actividades


conmemorativas de los veinte años de la Universidad Popular de Gijón

Introducción

1. Veinte años es una cantidad de años que ya puede considerarse como


una «fracción (parte) formal» del siglo; y, desde luego, rebasa ya los quince o
dieciséis años de duración de una generación, considerada como la unidad del
ritmo histórico desde Tácito hasta Dromel (cuyo libro lleva la cita de Tácito) y
Ortega.

2. Decimos esto porque si la vida individual se mide por años y la vida


social o histórica de las instituciones se mide por siglos o por generaciones, la
Universidad Popular de Gijón ya ha traspasado las medidas de una vida
individual y ya puede considerarse como una institución consolidada.

3. La Universidad Popular tiene ya historia. Ya pueden contarse en ella


«generaciones» de gestores, profesores, alumnos. Se inició en los días de la
victoria socialista en las elecciones del Ayuntamiento de Gijón, y en las de
España. Hay que considerarla por tanto como un proyecto que, aunque tenga
precedentes, sin duda, fue puesto en marcha por el Ayuntamiento de Gijón en
el mismo año en el cual el Partido Socialista Obrero Español inició su etapa de
gobierno, durante una generación. Esperamos que la vida de la Universidad
Popular de Gijón se mantenga en lo sucesivo, cualquiera que sea el signo
político de los tiempos.

I. ¿Qué vamos a entender por «función social» de la Universidad Popular?

1. «Función social» es expresión que puede entenderse en un sentido


genérico, el que se deriva de tomar el término «social» como referido a la
sociedad humana, en general. Es el sentido que alcanzaba en el sintagma
«Universidad y Sociedad», que constituyó durante los años sesenta y setenta
un tema incesante de conferencias, mesas redondas, debates, &c. Yo he

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pronunciado por lo menos quince conferencias sobre este tema en aquellos
años; confieso que dedicaba su primera parte a criticar el título que se me
había propuesto.

a) Que la Universidad Popular, como institución, tiene una función social


que la «justifica» y la «exige» es una tautología; puesto que toda institución es
social y sólo por serlo nace, vive y hasta muere, según el ritmo propio de las
instituciones.

b) Pero además la Universidad Popular, como universidad, tiene un


carácter social explícito. Porque el nombre de «Universidad» comenzó (con
referencia a instituciones similares a la nuestra) designando una corporación en
cuanto tal («Universitas» se refería, en principio, no ya a sus contenidos,
tareas, misiones... sino a la asociación, corporación o Universitas Magistrorum
et Scholarium; es decir, la Universitas se refería a una institución ya
preexistente, denominada Schola o Studium generalis.) El nombre de
«Universidad», por antonomasia, fue muy posterior, de finales del siglo XIV.
Las universidades más antiguas de España (por no hablar de otras), como la
de Sahagún (fundada por Alfonso VI) o la de Palencia (fundada por Alfonso
VIII, que logró su continuidad en la de Salamanca), no se llamaron
universidades, ni siquiera se les llama así en las Partidas de Alfonso X.

«Universidad» comienza a ser, en París, una corporación o asociación de


maestros y discípulos que coexiste con las universidades de tejedores o de
talabarteros; sólo que el rasgo que caracteriza a esta nueva universidad no son
las lanzaderas o los cuchillos, sino los libros, o las letras. Por eso estas
universidades se llamaron «literarias», pero no en el sentido actual que opone
las letras a las ciencias, porque también los libros de Algebra o de Aritmética
tenían letras: la distinción no se establecía entre letras y ciencias sino entre
letras divinas y letras humanas, entre estudios o escuelas de Teología
dogmática y estudios o escuelas de Humanidades.

Es cierto que ese «nombre de asociación» (corporación, sindicato, &c.)


que originariamente es la Universitas Magistrorum et Scholarium hoy se ha
perdido. Y no solamente porque, desde finales del siglo XIV, como hemos
dicho, Universitas ya designa la institución (a la que siguen acudiendo todavía
hoy maestros y alumnos) sino porque en el caso de las universidades
populares, al menos, ya no hay propiamente «alumnos» (o «discípulos» –de
«disciplina», que alude a las correas de castigo–) sino «usuarios» o
«consumidores» de cultura. Este es un rasgo muy importante que puede servir
para perfilar diferencias entre las universidades populares y las universidades
tradicionales. Pues las universidades populares de hoy participan de las
transformaciones experimentadas por las sociedades occidentales, no sólo del
antiguo régimen a la democracia, sino de las democracias del siglo XX
(anteriores a la caída de la Unión Soviética) y las democracias actuales,
vinculadas formal y explícitamente a la sociedad de mercado. Sociedad en la
cual los ciudadanos se constituyen ante todo como usuarios o consumidores de
los bienes o productos que la «sociedad» les ofrece. Incluso en las
instituciones hospitalarias el enfermo sale fuera de la relación tradicional

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médico/enfermo (relación llamada «paternalista»), sustituida por la relación
dispensador de servicios o bienes/usuario o consumidor (usuario de quirófano,
de bisturí, o consumidor de medicamentos).

2. Si es tautológico hablar, en general, de la «función social de la


Universidad Popular» (en cuanto institución o en cuanto universidad), ¿cómo
podríamos abandonar el terreno de las tautologías o de los encarecimientos
retóricos o propagandísticos?

De la única manera posible: partiendo del reconocimiento de que la


expresión «función social» es una denominación abreviada de pluralidades de
funciones muy diversas. Comparando, confrontando y diferenciando la
diversidad de funciones que pueden corresponder a una institución, podremos
ver las analogías con otras instituciones y, sobre todo, con las más afines,
como son las llamadas «instituciones docentes».

En nuestro caso:

a) Ante todo, la propia Universidad tradicional. Este es, sin duda ninguna,
el término fundamental de comparación de la Universidad popular respecto de
la Universidad tradicional. ¿En qué se diferencian? ¿En qué se asemejan?

b) Pero también será obligada la confrontación con otras instituciones


distintas de la Universidad tradicional, sin perjuicio de conformar una
«constelación» de instituciones afines a la Universidad popular:

i. La Iglesia y en particular las Universidades pontificias, o las instituciones


promovidas por la Iglesia, y que en algunos casos se denominaron «clases
nocturnas».

ii. Los Partidos políticos y sus instituciones «formativas» o docentes, por


ejemplo, sobre todo, las Casas del Pueblo.

iii. Las iniciativas privadas de la llamada «sociedad civil», como pudieron serlo
en su tiempo las Sociedades de Amigos del País, impulsadas por
Campomanes, más tarde los Ateneos, y en nuestros días los Clubs o
Asociaciones Culturales.

iv. Por supuesto, todas las instituciones relacionadas con los Museos, los
Teleclubs, y numerosos programas (llamados «culturales», «científicos» o
«educativos») de radio y televisión.

Sólo contrastando las funciones sociales diferenciales podremos esperar


decir algo más preciso sobre la función social de las Universidades Populares.

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3. Ahora bien, en el momento de disponernos a analizar la función social
de una institución, es preciso distinguir dos perspectivas que son siempre
disociables, y que a veces llegan a separarse enteramente:

a. La perspectiva nematológica que envuelve, como una nebulosa


ideológica, a toda institución. Es esta una perspectiva en cierto modo emic (si
tomamos a los agentes de su proyecto como referencia). Se trata de las
funciones asignadas de un modo explícito en los preámbulos de sus
constituciones, en sus reglamentos o en sus hojas de propaganda.
b. La perspectiva efectiva (etic) o positiva, es decir, su funcionalismo
efectivo. Es obvio que la determinación de este funcionalismo depende del
sistema de coordenadas que adoptemos.

Lo importante es esto: no interpretar la nebulosa ideológica como una


mera superestructura encubridora, legitimadora o propagandística (como
podría derivarse del análisis del adjetivo «cultural» que suele acompañar a
muchos de los programas o instituciones que se ofrecen corrientemente: y esto
lo decimos en la medida en que sobreentendemos que el adjetivo «cultural» no
significa absolutamente nada, fuera de un adjetivo de prestigio, de propaganda)
sino advertir que ella, aunque sea falsa en lo esencial, incluye determinadas
funciones positivas. No cabe contraponer, por ejemplo, al modo de la
confrontación que Unamuno propuso entre Don Quijote y San Ignacio, el
«limpiar al caballo a mayor gloria de Dios» o limpiarlo «porque estaba sucio».
Sin duda San Ignacio envolvía su operación prosaica en una nebulosa
ideológica explícita, para nosotros: A.M.D.G.; pero también Don Quijote, al
limpiar a su caballo porque estaba sucio, está respirando en una ideología
social encarnada en Rocinante, como un caballo que debe estar limpio, porque
él es el instrumento para su proyecto de caballero andante.

La Iglesia es una institución real que está envuelta por una nematología
definida por ella misma: es una institución divina; e indirectamente dependen
de esta institución divina las Universidades pontificas. Pero de hecho, la Iglesia
Católica, incluso la Iglesia Católica medieval, desempeñaba otras funciones
estrictamente positivas (funciones de banca, de refugio de peregrinos, de sala
de espera, de promoción de gentes humildes, &c.). Hasta las drogas, como
institución, o las Selmanas Celtas, tienen su nematología: Aldous Huxley, o
Timothy Leary, formularon la ideología de las drogas; la nebulosa ideológica de
las Selmanas Celtas necesita una gran actividad (puesto que, desde luego, no
son celtas); sus funciones positivas son sin embargo otras: asociaciones,
reivindicaciones autonómicas, nacionalistas o racistas, &c.

II. Las funciones sociales de la Universidad facultativa

Como hemos dicho el referente de contraste directo e inmediato, para


nosotros, es la Universidad tradicional o facultativa, puesto que la Universidad
popular se constituye precisamente en función de aquélla. Una función que a
veces se entenderá como opuesta, y otras veces como complementaria.

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A. Funciones tradicionales de la Universidad tradicional según la
nematología universitaria estándar:

1. La institución universitaria tiene ya casi diez siglos, y esto sin contar sus
precedentes clásicos, que fueron, por cierto, instituciones privadas: la casa de
Calias –descrita en el Protágoras–, la Academia platónica y el Liceo de
Aristóteles. Sólo una hijuela del Liceo, la Escuela de Alejandría, el Museo,
comenzó a ser lo más parecido a una universidad de nuestros días.
2. Se comprende, por tanto, que las nematologías vayan evolucionando y
cambiando. Es preciso por tanto clasificarlas. Y nos parece que la clasificación
más importante, no solamente por sus fundamentos teóricos, sino por su
alcance práctico, sería la que establece estos dos grupos de nematologías:
las unitaristas y las pluralistas. Podría decirse que las nematologías unitaristas
subrayan el Unus de la Universitas, en tanto que las nematologías pluralistas
subrayan el alia de la etimología convencional (Unus versus alia). En un caso
se presupone que lo que es uno en principio se refracta en diversas partes; en
el otro caso se presupone que «las cosas múltiples» en su origen, se mueven
hacia una unidad, que acaso es sólo externa o superestructural.
3. Ideologías unitaristas. Las ideologías unitaristas las clasificaremos a
su vez en tres tipos, que podríamos poner en correspondencia, prescindiendo
del orden, con las tres edades que Comte asignó al desarrollo de la
Humanidad.

a. Ideologías teológicas. La formulación más conocida de este tipo de


ideologías es la que se expresa en la concepción de la Universidad como
institución encaminada a promover la salud, o salvación, de los hombres: la
salud del cuerpo individual, encomendada a la Facultad de Medicina, la salud
del cuerpo social, asignada a la Facultad de Derecho, y la salud del alma o
del espíritu, atribuida a la Facultad de Teología. Como Facultad previa,
preparatoria o propedeútica, la Facultad de Filosofía (natural y moral).

b. Ideologías positivas. Estas ideologías aparecen sin duda a raíz de la


revolución científica industrial. La Universidad se redefinirá ahora como
institución que tiene por objeto el cultivo de la ciencia, y sólo desde ella, de
sus aplicaciones técnicas e industriales (lo que diferencia a la Universidad,
según esto, de las llamadas Escuelas especiales, Escuelas de artes y oficios,
&c., es su perspectiva científica). La ideología de la ciencia unitaria
favorecerá la concepción de la Universidad en sentido unitarista. Es muy
importante tener en cuenta que la ideología positiva segrega de la
Universidad propiamente dicha a las Facultades de Teología, al menos en
los países católicos, que en España quedan incluidas en las Universidades
pontificias.

c. Ideologías metafísicas (humanístico espiritualistas). Quizá estas sean las


más influyentes, aunque con otros nombres, en nuestros días. Han sido
promovidas paralelamente al auge de las llamadas «ciencias culturales»; y
en especial es la ideología universitaria que en España ha divulgado Ortega
en varios escritos suyos y especialmente en su Misión de la Universidad.

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Permítaseme dedicar unas palabras a la idea que Ortega tiene de la
Universidad, dada la importancia que esta idea ha alcanzado, teóricamente, en
la nematología de las universidades actuales y su «vigencia» nematológica
(decimos esto porque, de hecho, las ideas de Ortega están enteramente
marginadas en la práctica y en los proyectos universitarios actuales, a pesar de
que se siga citando a Ortega de modo más bien ornamental).

Ortega se situó en las coordenadas generales de este espiritualismo


cultural antipositivista y antimaterialista cuando tuvo que formular su
concepción de la universidad. En su manifiesto Misión de la
Universidad, publicado en 1930 (un año antes de que se presentase en
Londres la comunicación de Boris Hessen sobre las raíces sociales y
económicas de los Principia de Newton, que Ortega ignoró), Ortega comienza
«descargando» a la Universidad de todos los componentes «adventicios» que,
sin embargo, suelen ser tenidos como los verdaderos problemas universitarios.
Por ejemplo, Ortega separa los problemas genuinos de la Universidad de los
problemas derivados de la «cuestión social»: da lo mismo –su esencia es la
misma– si a la Universidad acuden los hijos de la burguesía que si comienzan
a acudir, en su día, los obreros. Tampoco le incumben, según él, las cuestiones
organizativas internas; incluso sugiere que el orden interno de la Universidad
no tiene por qué correr a cargo de los catedráticos, ayudados por la «guardia
suiza de los bedeles», sino que podría ser encomendada a los propios
estudiantes (Ortega prefigura así lo que diez años después sería el SEU, o
Sindicato Español Universitario). Según Ortega la Universidad, la española y la
europea, tiene un problema fundamental: que está des-pedazada, que carece
de unidad. Y es obvio que quien se aproxima, desde una perspectiva unitarista,
a la realidad empírica de la universidad española o europea, lo primero que
tendrá que advertir sería esta falta de unidad, interpretando la pluralidad real
como un des-pedazamiento. Sólo que en lugar de aceptar, como
un hecho, esta pluralidad irreducible de la Universidad, como consustancial de
la institución universitaria, se percibirá como un problema. Un problema, por
tanto, que se le plantea a la Universidad en la medida en que se suponga que
ella tiene una misión propia, a la que corresponde, entre otras cosas, dirigir
su voz propia a las instancias supremas de la política nacional o internacional.

El unitarismo desde el que se intenta concebir la misión de la Universidad


inspirará a muchos ideólogos que antes y después que Ortega han formulado
esquemas, generales o particulares, relativos a la «autonomía universitaria»,
pero en su sentido más profundo, y no en el sentido meramente administrativo.
Sólo cuando la Universidad haya recuperado la unidad que constituye su
esencia, podrá alcanzar esta soberanía de juicio y consejo que le corresponde,
respecto de la sociedad, y le permitirá pronunciar los manifiestos propios de los
sabios.

Pero Ortega, en la línea de Rickert o de Cassirer, no fundará ya la unidad


de la Universidad en la supuesta unidad de la investigación científica, sino en la
realidad radical de la que, según él, brota esa misma investigación, que
constantemente tiende a desvirtuarse, o a eclipsarse, por la «barbarie del
especialismo»: Ortega propone directamente una Facultad de Cultura, como

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núcleo en torno al cual la Universidad podría recuperar la unidad que le
corresponde por esencia. Ortega no entiende, sin embargo, esa Facultad de
Cultura como una Facultad en la que habrían de cultivarse las «ciencias
culturales» de Rickert, sino los grandes esquemas vigentes relativos a la
concepción física del Mundo, de la Historia, de la Vida, ...

Y aquí es precisamente en donde, por mi parte, encuentro el punto más


débil de la formulación que Ortega hizo de la «Misión de la Universidad».
Porque esta Facultad de Cultura es en realidad una Facultad de Filosofía, en la
cual la Filosofía, como la Cultura, habría que entenderla, como es obvio, al
modo como Ortega entendió la Filosofía y la Cultura.

Pero esto es lo que se trata de demostrar. No es un principio del que


pueda partirse para dar cuenta de la unidad de la Universidad y de su supuesta
«misión». El manifiesto de Ortega es, a nuestro juicio, una pseudosolución, que
se sale del marco de los problemas, y a ello se debe, sin duda, el que sus ideas
no hayan sido seguidas de hecho; más aún, si lo hubieran sido, la Universidad
habría quedado prácticamente disuelta.

4. Ideologías pluralistas. Para el pluralismo, por ejemplo, para el


materialismo filosófico, la Universidad es ante todo un conjunto plural de
instituciones a las que no se les puede asignar una misión propia unitaria. En
general, las disciplinas científicas cultivadas en la Universidad tienen, cada una
de ellas, su propio ritmo, su propio «destino», sin perjuicio de la
interdisciplinariedad. Pero, sobre todo, en la institución universitaria se integran
también «disciplinas» que poco tienen que ver con las disciplinas científicas
estrictas, por ejemplo, las disciplinas artísticas, las literarias, o las jurídicas. Y,
por supuesto, las disciplinas filosóficas. Es cierto que el profesor de filosofía
puede considerarse una y otra vez equiparado, en cuanto profesor, al profesor
de Química o al profesor de Mecánica, por sus cursos, horarios de trabajos,
relación con los alumnos, exámenes, calendarios, derechos y deberes
laborales. Pero esto no hace que la Filosofía pueda quedar anegada por las
características derivadas de la condición genérica de los profesores. Más aún,
estas condiciones genéricas contribuyen a una orientación de la filosofía hacia
direcciones que le son ajenas, sin perjuicio de que con ello se constituya una
nueva especialidad, la filosofía filológica o doxográfica, la «filosofía de
profesores para profesores».

La Universidad, como concepto unívoco, capaz de manifestar la estructura


interna de las diferentes partes que contiene, es una ficción. Por decirlo así, no
existe la Universidad, sino el conjunto de sus Facultades, de sus
Departamentos o de sus Disciplinas. Y esto dicho muy lejos del espíritu del
nominalismo. Porque, al menos es lo que pretendo afirmar, no es que no sea
posible un concepto universal, como pueda serlo el concepto de triángulo.
Reconocemos que el término Universidad es un rótulo que, en el tráfico urbano,
designa a una multiplicidad heterogénea de Facultades, Departamentos,
disciplinas, &c., y que contiene una cierta unidad genérica, incluso unívoca;
sólo que esta unidad no es recta, sino oblicua, es decir, no va referida a alguna
estructura genérica interna, común a todas sus partes, sino a alguna estructura

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extrínseca, a alguna superestructura común a esas partes, aún cuando la
institución universitaria se constituye en torno a esa superestructura. Ocurre así
con la unidad del concepto de Universidad como ocurre con la unidad del
concepto libro. ¿Quién puede dudar de que el libro representa un concepto
susceptible de definición rigurosa, incluso unívoca? Solo que este concepto no
será interno a los contenidos propios de cada libro (¿qué tiene que ver un libro
de poemas con un libro de Termodinámica, con una novela o con un catálogo
de libros?). La unidad del libro, del códice, por ejemplo, se funda en su
estructura corpórea, en su volumen, en su encuadernación. Esta estructura es
la que inspira a los editores, a los libreros, en cuanto empresarios industriales o
comerciales, el culto al libro, las Fiestas del Libro (¿de qué libro?, habría que
preguntar), la mitología de la creación de hábitos de lectura de libros (¿de qué
libros?). ¿Quién, salvo el librero, se atrevería a suscribir un manifiesto sobre la
«misión del libro»? Pero la unidad de la Universidad podría equipararse a la
unidad de una «encuadernación institucional», a la que habrían ido ajustándose
las ciencias, artes, disciplinas y técnicas más heterogéneas.

Si el adjetivo «universitario» dice algo –en particular, cuando se aplica a


sujetos tales como «espíritu universitario» o «vocación universitaria», incluso
«ética» o «moral universitaria»– es porque se opone a lo que no es
universitario. Pero la frontera entre lo que es universitario y lo que no lo es, es
una frontera que parece destinada a separar estratos sociales diferentes, con
prestigios coyunturales también diferentes. Las estructuras vinculadas directa o
indirectamente a clases sociales diferentes que suelen denominarse como
«capas intelectuales» y «capas obreras» de la sociedad (denominación ridícula
desde el momento en el que un obrero mecánico, por ejemplo, necesita
ejercitar su intelecto acaso con mucha mayor intensidad que un profesor o un
escriba). La «vocación universitaria» sólo tendría, según esto, como común
denominador, la aspiración de los individuos o de las familias a lograr la
«liberación» de las actividades «mecánicas» propias de los hombres que se
suben a los andamios, que bajan a las minas o que se mantienen sujetos al
tractor; es decir, la aspiración al ascenso social representado simbólicamente
por profesiones tales como abogado, médico, boticario o economista. Por tanto,
el estudiante que, habiendo terminado su bachillerato, dice sentir, y muy
profundamente, una «vocación universitaria», lo que está sintiendo es su
«vocación» (emanada de su familia, de su medio social) por ingresar en un
estamento social constituido por abogados, médicos, arquitectos o
economistas, en tanto estas profesiones gozan de un prestigio mayor del que
suelen tener los obreros industriales, los agricultores o los ganaderos. La
«vocación universitaria» –que, en principio, podría satisfacerse tanto en una
Facultad de Derecho, como en una Facultad de Medicina, en una Facultad de
Física como en otra de Filología semítica– es una vocación falsa, oblicua, y
quien se cree movido por ella para entrar en la Universidad demuestra estar
prisionero en una muy espesa «falsa conciencia». Quien desea ir a Madrid, a
Sevilla, a Valencia o a París en tren, irá a la estación, no ya movido por una
«vocación ferroviaria», sino movido por un interés determinado hacia el objeto
de su viaje. Sólo un maniático iría a la estación impulsado por su «vocación
ferroviaria». Sólo un ingenuo, que en rigor está desinteresado por cada una de
las disciplinas que se cultivan en la Universidad, puede decir que quiere entrar

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en la Universidad, o permanecer en ella, impulsado por su «vocación
universitaria».

B. Funciones positivas de la Universidad facultativa.

Las funciones positivas de la Universidad son sin duda múltiples y plurales:

1. Desde luego las funciones científicas, teóricas, doctrinales, aunque no


sean estrictamente científicas.

2. Pero también otras funciones no científicas, principalmente las de


ofrecer altas titulaciones que permitan el ejercicio de determinadas profesiones.

3. Y desde luego funciones no científicas, de índole doctrinal, aunque con


fuerte carga teórica.

III. La Universidad Popular

A. Funciones sociales de la Universidad Popular en la perspectiva


nematológica.

En muchos lugares podemos investigar la nematología de las


universidades populares, particularmente en los documentos preambulares, en
los discursos de apertura, &c. Buscaríamos en primer lugar estas funciones por
contraste con las de las Universidades facultativas.

1. Ante todo el nombre. «Popular» viene de populus, pueblo, de donde


«público». Pero Universidad popular no es lo mismo que Universidad pública,
en el lenguaje cotidiano. Público se opone a privado (también a la Iglesia o
instituciones privadas). Popular se emplea, en cambio, frente a dos referentes
muy mezclados:
i. En el antiguo régimen el pueblo se oponía a la aristocracia, a los sacerdotes,
a las elites («el pueblo está ilustrado», dice Volney, en Las ruinas de
Palmira, oponiéndolo a la «minoría pequeñísima» de sacerdotes que quieren
mantenerlo en la superstición). Es una denominación que se constata
todavía en las «Repúblicas populares», en cuanto opuestas a las
«Repúblicas burguesas».

ii. En los regímenes democráticos el término popular suele oponerse al término


académico o profesional. Las «clases populares» suelen incluir a los vecinos
de los barrios, a trabajadores no universitarios o no titulados, a profesiones
manuales, &c.

2. «Popular» en Universidad popular se opone sobre todo a la Universidad


facultativa, pero sobre un fondo común. Ante todo, como característica general
de este fondo común, cabría establecer la condición de adultos, mayores de
edad, de los alumnos o de los usuarios. Es decir, de personas que han

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rebasado la mayoría de edad, los estudios primarios y, en nuestros días, los
secundarios, pero que no han accedido a la Universidad.

3. Y esto es el principio de una diferencia de clases, de formación cultural


o científica o profesional. En este sentido la Universidad popular se propone
mirar a estas clases que no han accedido a la Universidad facultativa, y se
dirige a ellas precisamente para cultivarlas, y para cultivar en adelante
actividades que quedan de hecho marginadas de la Universidad tradicional. La
llamada «extensión universitaria» fue asignada como una responsabilidad
propia de la Universidad facultativa.

4. Pero las Universidades populares son en cierto modo la contrafigura de


la Extensión universitaria. Porque se trata de dos corrientes que marchan en
sentido contrario, aunque algunas veces caminen en la misma dirección. Por
ello su confluencia puede llegar a ser turbulenta.

La Extensión universitaria es un movimiento, originado en Inglaterra


(la University extension, que el profesor Stuart de Cambridge fundó en 1871),
sin duda siguiendo precedentes importantes que Leopoldo Palacios señala
con precisión en su libro Las universidades populares, recordando que desde
1800 en Inglaterra existen multitud de asociaciones obreras que seguían la
línea de los institutos mecánicos de Lord Brougham: «todavía en 1845
permanecían las Universidades inglesas estudiando para sí solas, dentro de
sus muros, separadas del mundo».
La Extensión universitaria es pues un movimiento que tiende a proyectar la
Universidad facultativa (cuyo público era la aristocracia y, sobre todo, la
burguesía o las clases acomodadas rurales o urbanas) hacia el pueblo
trabajador, ya sea para repartir sus riquezas, con espíritu de justicia distributiva,
ya fuera para educarle (como decía ingenuamente Adolfo Posada, refiriéndose
a la Extensión universitaria de Oviedo). En este sentido, la tan ponderada por
su «progresismo y preocupación social» Extensión universitaria de Oviedo, por
ejemplo, mantuvo una actitud política paternalista y aún reaccionaria. En
general las Extensiones universitarias podrían ser vistas como mecanismos de
domesticación del espíritu revolucionario, durante el periodo de 1870 a 1914, o
si se prefiere, desde la Guerra Francoprusiana a la Primera Guerra Mundial,
que formaba la parte más peligrosa de la llamada «cuestión social»,
exacerbada por la Comuna de París.

Las Universidades populares surgen en cambio a partir del propio pueblo


trabajador, de sus ideólogos y de las organizaciones obreras. Es el «pueblo»
quien, al margen de la Universidad facultativa, quiere alcanzar la más alta
institución del saber, es decir, la Universidad; y, por ello, se acoge al nombre
(Universidad) porque busca reconstruir la institución «desde el pueblo». Su
fundador, el francés Deherme (que era anarquista), parecía en efecto inspirado
por este principio: que el pueblo, y desde él, alcance los valores máximos que
la historia había concedido a la aristocracia y a la burguesía. ¿No proyectó
también Deherme los «Palacios del Pueblo»? A fin de cuentas es la misma
idea que inspiró a Lenin la edificación del Metro de Moscú o, en otro orden, a
Girón (desde el Ministerio de Trabajo, no desde el Ministerio de Educación

20
Nacional –que atendía a las Universidades facultativas–), la Universidad
Laboral de Gijón, creada como alternativa a una Universidad burguesa de
Oviedo, que por cierto había sido quemada por el pueblo, durante la
Revolución de 1934.

Sin embargo, se comprende que desde la perspectiva de los partidos


revolucionarios, las Universidades populares, y no sólo la Extensión
universitaria, suscitasen recelos a los propios partidos políticos de izquierda,
como se advierte en manifestaciones del propio Lafargue, de Guesde y, en
España, de Besteiro.

En cualquier caso es importante constatar cómo después de la victoria de


la Revolución comunista, la antítesis que hemos apuntado se mantuvo en lo
esencial:

En la URSS a propósito del Proletkult (Proletarskaya Kultura): una


organización cultural educativa fundada en 1917 (A. Bogdanov, Pletnev) que
negaba la continuidad del progreso de la burguesía y del proletariado;
perspectiva que adoptó el propio Marr, con su delirante teoría de los lenguajes
nacionales, como lenguas de imperios, propias de las clases vencedoras y
explotadoras, que sería preciso sustituir por una nueva lengua internacional
emanada del proletariado victorioso. Lenin, como es sabido, se opuso a esta
corriente: «La cultura proletaria tiene que ser el desarrollo del acervo de
conocimientos conquistados por la Humanidad.» De ahí las primeras medidas
de la nueva Unión Soviética: liquidación del analfabetismo (1919), Facultades
obreras (una especie de escuelas medias anejas a los centros de enseñanza
superior), Asociación de Escritores Proletarios de Rusia (Mijail Sholojov –El don
apacible–, &c., que vuelven en parte a las tesis del proletkult, a raíz de la NEP,
en 1923).

En China la Revolución Cultural de Mao (1960), que entre otras cosas


envió a los profesores de las Universidades chinas a reeducarse segando
campos o realizando actividades paralelas.

B. Funciones positivas

1. En cuanto a la oferta. Las funciones positivas en cursos y talleres de la


Universidad Popular de Gijón es muy variada y precisa. El catálogo de
especialidades formativas es muy amplio y comprende diversas áreas. El área
primera se refiere a ocupaciones tales como la agricultura, animación,
expresión dramática, electricidad, turismo, &c.; en el área segunda se inscriben
las atenciones hacia las necesidades educativas específicas relativas a
dinámica de grupos, cocina, entorno personal, &c.; el área tercera comprende
la formación cultural y para el ocio (museos, guitarra, &c.).

2. En cuanto a la demanda. La Universidad Popular de Gijón acoge a una


población en torno a las 2.000 personas (frente a las 40.000 de la Universidad
facultativa asturiana). Es cierto, sin embargo, que no cabe mantener la

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correspondencia entre la oposición Universidad popular /Universidad facultativa
y la oposición entre lo popular y lo profesional (en el sentido de las profesiones
liberales, asociadas tradicionalmente a la burguesía), porque a la Universidad
facultativa acuden ya en nuestros días estudiantes de todas las clases sociales.

Los varones de la Universidad Popular de Gijón, según encuestas fiables,


parecen preferir los cursos, mientras que las mujeres parecen preferir los
talleres.

En cuanto a los motivos de la demanda, sin duda algunos son supletorios


de la Universidad facultativa, o de Escuelas de Artes y Oficios. Hay sin duda
«usuarios titulados» (aunque en una proporción que no alcanza el 10%). Otros
buscan mejorar su situación laboral (aunque en mucha menor medida). Otros
motivos de la demanda son más específicos de una Universidad Popular:
adquisición y mejora de conocimientos, posibilidad de ampliar relaciones
sociales, participar en actividades culturales y ocupar el tiempo de ocio.

Final

1. Las diferencias en la oferta de la Universidad Popular respecto de la


Universidad facultativa la pondríamos, si no nos equivocamos, no solamente en
los contenidos, sino sobre todo en el modo de ofrecerlos.

La Universidad facultativa procede de modo eminentemente teórico y


doctrinal (ya se trate de una doctrina científica o de una doctrina no
estrictamente científica). De ahí la importancia que en la Universidad facultativa
tienen las Matemáticas, la Física general, las disciplinas de carácter teórico que
se contienen precisamente en las llamadas «partes generales» de las
disciplinas correspondientes (Fisiología, Derecho Penal, Derecho Civil, &c.).
Esto es lo que muchos precisamente reprochan a la Universidad facultativa:
que sus licenciados salen de sus Facultades sin saber «nada en concreto»;
acusación errónea, porque la Universidad facultativa no tiene entre sus fines
propios la formación de técnicos o de profesionales en cuanto tales, sino
precisamente el cultivo de disciplinas científicas o doctrinales de carácter
eminentemente teórico. Precisamente por ello se distinguen las Facultades
estrictamente tales de las Escuelas Prácticas Profesionales, desde las
Escuelas para Jueces hasta las prácticas MIR para los médicos.

La Universidad Popular procede en cambio de un modo eminentemente


pragmático, prefiriendo aplicaciones prácticas antes que «doctrinas» o
«teorías» –de hecho hay poca Matemática o poca Filosofía; a lo sumo hay en
ellas más bien divulgación biológica o científica, más próxima a esos esquemas
que Ortega asignaba a la Facultad de Cultura.

En la práctica las Universidades populares se interesan sobre todo por


«hacer cosas», incluso se enseña a mirar un cuadro, o se enseña a leer libros,
antes que ofrecer teorías del Arte o teorías de la Literatura.

22
2. En cuanto a la demanda, la Universidad popular mantiene efectivos sus
proyectos: cubrir las necesidades de una población que no está en general
cubierta por la Universidad facultativa.

Pero esta población –y esto es lo más importante que desearíamos


subrayar– debe comprender también a la misma población facultativa
constituida por todos quienes dejan de ir a una Facultad con respecto de las
otras. Aquí es donde advertimos la fatal influencia de la concepción unitaria de
la Universidad a la que antes me he referido. Sólo cuando enfocamos
unitariamente la Universidad podemos entender sus planteamientos oponiendo
globalmente la «población universitaria facultativa» a la «población no
universitaria facultativa». En una visión pluralista de la universidad la diferencia
se establecerá de este otro modo: «población facultativa propia de una
Facultad determinada» (Medicina, Química, Derecho, Psicología, &c.) y
«población no especializada en una Facultad dada». Pero esta población no
especializada, ya esté adscrita a la Universidad facultativa, ya esté fuera de
ella, podría considerarse con todo derecho como la población potencial de las
Universidades populares.

3. Que, de hecho, la población efectiva de las universidades populares


alcance menos del 10% de titulados universitarios superiores, no quiere decir
que no pueda crecer esta fracción en el público potencial. Para ello habría que
incluir ofertas teóricas en proporción significativa. Es cierto que ello depende
del nivel de los usuarios; pero esta cuestión es coyuntural y tampoco hay que
olvidar que ella se realimenta con la oferta. Una parte del público que asiste a
conferencias no facultativas, en las diferentes salas de la ciudad, podría acudir
a cursos teóricos regulares organizados por la Universidad Popular. Y con ello
la propia estructura de la Universidad Popular se aproximaría a lo que puede
ser dentro de la sociedad del presente.

Esto es lo que os deseo, después de felicitaros por tener ya esta institución


en marcha, gracias al Ayuntamiento de Gijón. Permitidme terminar, como
reivindicación de la teoría, con unas palabras de Lenin: «El pensamiento
abstracto, cuando es verdadero, no nos aleja de la realidad, sino que nos
acerca a ella.»

Reconstrucción de la conferencia pronunciada en el Salón de Actos del Antiguo


Instituto de Gijón, el día 3 de junio de 2002, en el acto de inauguración de las
actividades conmemorativas de los veinte años de la Universidad Popular de
Gijón.

Espiritualismo y materialismo
en filosofía de la cultura.
Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura
Gustavo Bueno
Conferencia pronunciada en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia,
el día 14 de mayo de 2002, al presentar Der Mythos der Kultur.

23
Sección primera Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura. La Tabla I como
tabla gnoseológica.
Sección segunda Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura.
La Tabla II como tabla ontológica.

Presentación

Buenos días. Me agrada poder hablar en Maguncia, una ciudad en la que


estuvo muy presente la filosofía clásica española de Francisco Suárez,
especialmente sus Disputationes Metaphysicae, y la Concordia de Luis de
Molina. En primer lugar quisiera agradecer a la Universidad Johannes
Gutenberg, a su Seminario de Filosofía, en especial al señor profesor Stephan
Grätzel, y al señor Andreas Thimm del Estudio General. Es para mi un honor
poder ofrecer aquí esta conferencia. Pido disculpas por su carácter
esquemático debido a los límites de tiempo. Quisiera también disculparme por
mi alemán oxidado, que es el alemán de un lector, no el de un oyente, ni el de
un hablante.

Introducción

1. La «Cultura» ha llegado a constituirse, a lo largo de los siglos XIX y XX,


en un inmenso campo abierto a la investigación científico-positiva
(investigación diversificada en múltiples disciplinas que suelen englobarse,
desde Heinrich Rickert, mediante el rótulo «ciencias culturales»).

Pero la «Cultura» es también y simultáneamente asunto inexcusable para


la atención filosófica (y esta atención aparece institucionalizada en una
disciplina denominada «filosofía de la cultura»).

Y así como existen (dentro del conjunto de las «ciencias de la cultura») no


sólo disciplinas muy diferentes, sino también diferentes metodologías
científicas (tales como «estructuralismo», «funcionalismo», «evolucionismo»...)
así también existen diferentes «filosofías de la cultura» (entre ellas, y como
más importantes, consideraremos aquí al «espiritualismo» y al «materialismo»
de la Cultura).

Ahora bien: los dominios extensionales de los términos que acabamos de


utilizar (tales como «ciencia», «filosofía», «funcionalismo», «espiritualismo»...)
no tienen límites precisos o claros; se comportan, más bien, como «conjuntos
borrosos», en el sentido de Zadeh. El concepto de «cultura azteca» es un
concepto científico (al menos, es considerado como tal, por la mayoría de los
arqueólogos e historiadores); sin embargo, este concepto esta ejercitando
acaso una Idea de «esfera cultural» cuyo alcance desborda cualquier campo
categorial y nos compromete con determinados presupuestos filosóficos. La
interpretación materialista de las culturas es comúnmente considerada como
una alternativa filosófica (más que científica) a la interpretación espiritualista de
la cultura. Sin embargo no faltan escuelas (por ejemplo, la escuela del
«materialismo cultural» de Julian Stewart, Leslie White o Marvin Harris) que

24
consideran al materialismo como condición necesaria par llevar adelante el
estudio científico de los fenómenos culturales; y tampoco faltan escuelas (por
ejemplo, las escuelas más o menos próximas al «idealismo de Baden» tal
como se expresa e las obras del «marburgés» E. Cassirer, por ejemplo) que
objetan al materialismo cultural su incapacidad de principio para alcanzar una
comprensión genuina de los fenómenos culturales, interpretados como
procesos simbólicos.

Nos encontramos, sin duda, ante «conjuntos borrosos». Pero a la vista de


los ejemplos recién propuestos cabe pensar que la «borrosidad» que parece
afectar a todos ellos no es siempre del mismo género, y que existen formas
muy diversas de borrosidad.

Nuestro propósito en esta ocasión es trazar entre estos «conjuntos


borrosos» («ciencia de la cultura», «filosofía de la cultura», «espiritualismo»,
«materialismo») algunas líneas de delimitación de carácter abstracto, definidas
en el contexto de un determinado «sistema de coordenadas», con un objetivo
no tanto orientado a la transformación (sin duda utópica) de unos conjuntos
borrosos en otros conjuntos claros y distintos, cuanto orientado a establecer y
«medir», en función de los límites abstractos propuestos, las diferentes
variedades de la «borrosidad» que damos por supuestas. La retícula de
paralelos y meridianos que los geógrafos arrojan intencionalmente sobre la
superficie terrestre no discrimina, salvo en el mapa, cuadriculas incomunicadas,
con fronteras nítidas e intraspasables; sin embargo esa retícula artificiosa sirve
precisamente para medir los incesantes procesos de desbordamientos,
violaciones e interacciones que tiene lugar entre los sectores separados por
líneas fronterizas claras y distintas.

2. Dos son las «retículas» que nos proponemos arrojar sobre el «campo de
la cultura» (en su sentido más amplio, el que opone sin mayores
averiguaciones el «campo de la Cultura» a los «campos de la Naturaleza o de
las Matemáticas»).

Ante todo, una retícula, que designaremos como retícula I, a través de la


cual pretendemos establecer criterios pertinentes para determinar los «ámbitos
de jurisdicción» de las disciplinas culturales, tanto de las disciplinas de carácter
científico, como de las disciplinas de naturaleza filosófica.

Pero también otra retícula, que designaremos como retícula II, mediante la
cual pretendemos establecer criterios pertinentes para determinar las
diferencias entre las concepciones ontológicas que podamos reconocer como
alternativas doctrinales filosóficas.

La retícula I tiene un alcance eminentemente gnoseológico, si entendemos


la Gnoseología como una teoría de las ciencias positivas contradistinta de la
llamada Epistemología, como teoría del conocimiento; contradistinción que sólo
alcanza pleno sentido cuando presuponemos que una ciencia positiva no tiene
por qué ser entendida esencialmente como una forma de conocimiento

25
(tenemos que remitirnos en esta cuestión a nuestra Teoría del Cierre
Categorial (vol. 1, Pentalfa, Oviedo 1992 ). Pero aun cuando la Gnoseología,
en sentido estricto, se circunscriba al análisis de la estructura de las ciencias
positivas, habrá que considerar como cuestiones obligadas de esa misma
Gnoseología a todas aquellas que se refieran al análisis de disciplinas que, aun
no siendo ciencias positivas, utilizan estructuras lógicas muy similares a las que
encontramos en las ciencias positivas (como es el caso de las disciplinas
filosóficas, de las disciplinas jurídico-doctrinales, o de las disciplinas teológico-
dogmáticas) y son, por tanto, contrafiguras, de consideración inexcusable, de
las ciencias positivas. (Además, durante amplios periodos históricos, estas
disciplinas han sido consideradas como ciencias deductivas, de rango similar al
de los Elementos de Euclides: las Disputationes Metaphysicae de Francisco
Suárez, la Ethica more geometrico demonstrata de Benito Espinosa, o la Reine
Rechtslehre de Hans Kelsen).
La retícula II que vamos a arrojar sobre el campo de la cultura
filosóficamente considerado tiene una alcance ontológico, puesto que los
puntos de referencia que ella utiliza son precisamente aquellos (de Mundo, de
Homine, de Numine) en torno a los cuales se estructuró la Metaphysica
specialis tradicional, desde Hurtado de Mendoza y Francis Bacon hasta Leclerc
o Christian Wolff. Esta organización de la Metaphysica specialis se refleja de
algún modo en la Ontología especial del materialismo filosófico en cuanto
doctrina de los tres géneros de materialidad. La Ontología de la Cultura tiene
que ver (suponemos) con todo cuanto se contiene bajo la rúbrica de la
Ontología especial (pero en cambio, carece de toda conexión, al menos desde
un punto de vista materialista, con todo cuanto pueda caer bajo la rúbrica de la
Ontología general, en cuanto doctrina de la materia en su sentido ontológico-
general).
Sección I
Ciencia de la cultura y filosofía de la cultura
La Tabla I como tabla gnoseológica.

1. El objetivo de esta sección es la determinación de algún criterio que


tenga capacidad para establecer una línea divisoria general que permita dar
cuenta de la diversidad, que suponemos efectiva, entre los tratamientos
técnicos y científico-positivos que han logrado abrirse camino en los terrenos
que englobamos bajo el rótulo general de «campo de los fenómenos
culturales» y los tratamientos de esos mismo campos, muchas veces ya
previamente roturados por las técnicas y las ciencias positivas de la cultura,
que reconocemos como filosóficos.

Los problemas implicados en el trazado de una línea divisoria semejante


en el campo de las «categorías culturales» son análogos a los problemas que
plantea el trazado de una línea divisoria general, en el campo de las categorías
naturales o matemáticas, entre los tratamientos técnicos y científico-positivos
propios de las técnicas y ciencias positivas de la Naturaleza o del mundo
matemático y los tratamientos de esos mismos contenidos que suelen ser
reconocidos como filosóficos. Pero los problemas propios de cada uno de estos
órdenes de disciplinas, sin perjuicio de sus analogías, son diferentes en cada
caso.

26
En efecto, mientras que los tratamientos técnicos o científicos-positivos de
los campos físicos, biológicos o matemáticos han logrado una autonomía,
incluso un «cierre» peculiar que permite casi siempre deslindar, o «mantener a
raya» al menos, las cuestiones filosóficas aunque sea negándoles el sentido
(«¿qué puede decirse acerca del espacio fuera de la Geometría?» preguntaba
hace más de 70 años Moritz Schlick), los tratamientos técnicos o científico-
positivos de los campos culturales casi nunca logran este tipo de «autonomía
categorial» y menos aun los grados propios de un cierre sostenido en sus
campos respectivos. Para decirlo en una terminología bien conocida, aunque
muy comprometida y discutible: las técnicas y ciencias positivas en los campos
naturales o matemáticos logran con mucha frecuencia segregar las cuestiones
que tengan que ver con los «juicios de valor» ateniéndose a las «cuestiones de
hecho»; muy pocas metodologías técnicas o científico-positivas aplicadas a los
campos de la cultura pueden «poner entre paréntesis» los valores que afectan
a cualquier contenido cultural. Y esto significará para muchos que cualquier
tratamiento técnico o científico-positivo de un campo cultural entrañará siempre
una filosofía más o menos explícita. (Por nuestra parte, no podemos aceptar
estos criterios, que implican la tesis de la «libertad de valoración», en el sentido
de Max Weber, que sería propia de las ciencias positivas, en general, puesto
que partimos del supuesto de que no sólo las ciencias culturales –que, de
acuerdo con la tesis de Rickert, dicen referencia a valores– sino tampoco las
ciencias naturales o matemáticas pueden considerarse como disciplinas
absolutamente «libres de valoración»; y en lugar de tales criterios utilizaríamos
otros que la teoría del cierre categorial establece entre las disciplinas, naturales
o culturales, que logran alcanzar un estado alfa-operatorio y las disciplinas,
naturales o culturales, que no pueden rebasar el estado de construcción beta-
operatorio).

2. No es este el lugar oportuno para suscitar de nuevo la cuestión de las


diferencias entre las técnicas, tecnologías o ciencias positivas naturales o
matemáticas, y las técnicas, tecnologías o ciencias positivas culturales, que
sean reconocidas como tales cualquiera que sea el «grado de su cientificidad».
Nos será suficiente partir, como cuestión de hecho, de la constatación
siguiente: que, al menos las técnicas o investigaciones científicas de los más
diversos campos culturales (y no sólo las investigaciones ejercidas en los
campos naturales o matemáticos) mantienen una firme voluntad de abstención
en sus trabajos de cualquier planteamiento filosófico. El lingüista que investiga
el proceso de diptongación de las vocales latinas en las lenguas románicas, no
quiere, ni acaso necesita, saber nada acerca de la «libertad creadora», o de la
«espiritualidad» del lenguaje humano en general; el investigador positivo de las
religiones propias de las más diversas sociedades humanas, primitivas o
recientes, no quiere saber nada (como dice, por ejemplo Evans-Pritchard)
acerca de la verdad y ni siquiera del origen de los dogmas de esas religiones
(cuestiones que ninguna filosofía de la religión podría poner entre paréntesis).
También es cierto que tampoco cabe hablar «en general»: mientras que la
antropología del parentesco tiene un ancho margen para investigar, fuera de
toda preocupación filosófica, el origen y aun la verdad funcional de las
diferentes formas de familia (la poligamia tendrá que ver con los pueblos
pastores y agricultores, la poliandria, generalmente ligada a la institución de la
«occisión de las hembras recién nacidas», tiene que ver con pueblos que sólo

27
disponen de terrenos cultivables muy reducidos), en cambio los antropólogos
que investigan el «origen de la Idea de Dios» difícilmente podrán prescindir de
todo presupuesto filosófico (las investigaciones de Wilhelm Schmidt y su
escuela presuponían explícitamente la doctrina tomista de las cinco vías para
llegar racionalmente al conocimiento de la Idea de Dios; una doctrina que,
según ellos habrá de suponerse ejercitada ya por los pueblos más primitivos).

A pesar de todo partimos, como si fuese un «hecho académico», del


reconocimiento habitual de las profundas diferencias entre las «disciplina
culturales» o «humanísticas», que mantiene una orientación técnica o científico
positiva (la Lingüística, la «Ciencia de la religiones comparadas», la Historia del
arte, o la Antropología política) y las «disciplinas culturales» o «humanísticas»
que mantienen una orientación filosófica (la Filosofía del Lenguaje, La Filosofía
de la Religión, la Filosofía del Arte, la Filosofía Política...). Y este
reconocimiento es, en principio, independiente del alcance y valoración que se
otorgue a las disciplinas de las diferentes clases (es frecuente, por parte de
muchos investigadores científico-positivos de la cultura, considerar a las
disciplinas filosóficas como mera retórica o, a lo sumo, como ciencia en estado
infantil), y al alcance y valoración de sus relaciones (¿las disciplinas científico-
positivas tienen, respecto de las correspondientes disciplinas filosóficas, una
independencia mayor, incluso absoluta, de la que puedan tener las disciplinas
filosóficas respecto de las ciencias positivas? ¿hasta que punto hay que tener
en cuenta la enorme influencia de hecho que sobre las investigaciones
realizadas en el campo de las ciencias culturales han ejercido o siguen
ejerciendo escuelas filosóficas tales como la Fenomenología de Husserl, el
Materialismo histórico marxista o el «Existencialismo»?).

3. Por nuestra parte, ensayaremos la aplicación de ciertos criterios


procedentes de la teoría del cierre categorial, que presuponen la organización
categorial de los campos susceptibles de recibir un tratamiento técnico o
científico-positivo. Decir que una disciplina está organizada categorialmente
equivale a afirmar que si ella logra resultados efectivos, y no sólo intencionales,
es en la medida en que ella se mantiene en la inmanencia de una categoría,
que justamente se delimita «desde dentro», es decir, a partir de los procesos
mismos de construcción tecnológica o científico positiva. La «organización
categorial» de la Geometría excluye la posibilidad de demostración de un
teorema geométrico apelando a métodos sociológicos, o físicos o biológicos; la
«organización categorial» de una ciencia biológica (en la medida en que sea
irreducible a la condición de ciencia físico-química) excluye la posibilidad de
construir una morfología orgánica (la figura de una bacteria, o la de un bazo, o
la de un ojo) utilizando únicamente conceptos bioquímicos. Las construcciones
más firmes de la Geometría, de la Mecánica o de la Biología son aquellas que,
procedentes sin duda de construcciones técnicas precursoras, y mediante el
cierre establecido dentro de sus categorías respectivas, logran establecer
verdades científicas. La exaltación, creciente en nuestros días, de las ventajas
de la interdisciplinariedad en la investigación tecnológica y científica perdería
todo su sentido si no se tuviese en cuenta la categoricidad previa de las
disciplinas respectivas.
Atendiendo a la etimología del término concepto (que conserva la
referencia a las operaciones manuales que tienen que ver con el capere latino:
28
agarrar con el puño, «cazar», ajustar») venimos llamando «conceptos» a todas
las configuraciones procedentes de operaciones técnicas o científicas que
logran una delimitación más o menos precisa en su campo, ya sea (para
atenernos al «eje sintáctico») en el terreno de los términos (concepto de
triángulo, de circunferencia, &c., del Libro I de Euclides), ya sea en el terreno
de las relaciones (conceptos de igualdad, de congruencia, de homotecia...) ya
sea en el propio terreno de las operaciones (concepto de adición, producto,
diferenciación).
Los conceptos científicos son los ejemplos más plenos de conceptos
categoriales estrictos. Pero por su categoricidad, sin duda no siempre plena (y
en muchos caso, deficiente), también consideraremos como conceptos a
muchas figuras técnicas o tecnológicas sobre todo si tienen un carácter
mecánico (por ejemplo el concepto de «motor de dos cilindros») pero también
si mantienen un carácter mágico (el ceremonial romano conocido
como suovetaurilia podría considerarse como un concepto cuya naturaleza
«mágica» no supone la ausencia de una voluntad de delimitación positiva de un
campo de influencia propio: si el análisis de Hofpner es aceptado, el oficiante
comenzaba delimitando –es decir conceptualizando de modo positivo– el área
en la cual podría ejercerse «bajo control» su poder mágico, haciendo dar tres
vueltas alrededor del terreno marcado al cerdo, al carnero y al toro, a los cuales
sacrificaría más tarde a fin de conseguir que su sangre comunicase su energía
al campo laborable).
Ahora bien, es suposición central de la teoría del cierre categorial que la
conceptualización de los términos, operaciones y relaciones de un campo
categorial dado no «agota» la materia real contenida en ese campo. La
morfología de un bazo, de un pulmón o de una bacteria, no «agota» la
integridad de la materia contenida en el bazo, en el pulmón, o en la bacteria. La
configuración triangular no «agota» la realidad de la materia configurada
triangularmente.

Este carácter abstracto de la conceptuación categorial explica, por un lado,


la posibilidad de la interdisciplinariedad, en cuanto al desarrollo de nuevas
construcciones tecnológicas o científicas; pero explica, por otro lado, la
posibilidad de las Ideas entendidas como resultantes de la confrontación de
conceptos vinculados a diferentes categorías, en el momento en el cual estas
categorías estén siendo «desbordadas» precisamente en función de la
comunidad de materiales que no quedan agotados por la conceptuaciones
correspondientes. Según esto las Ideas, ni «bajan del cielo» (como pudo
pensar San Agustín o Descartes) ni «emanan de la conciencia o de la razón
pura» funcionando en régimen de «vacío» de cualquier contenido categorial
(como pensó Kant, y sucesores). Ni son, por consiguiente, intemporales o
coeternas: las Ideas tienen una historia, y, por ejemplo, la propia Idea de Dios
de la Teología natural, lejos de ser una Idea eterna solo habrá comenzado a
funcionar en sociedades civilizadas relativamente recientes del primer milenio
anterior a nuestra era.

Las Ideas proceden, en suma, de conceptuaciones previas; de


conceptuaciones tecnológicas o científicas. Si nos atenemos a las tres Ideas
por antonomasia de la tradición escolástica vigente aún en Kant (es decir, a la
Idea de Mundo, la Idea de Hombre y la Idea de Dios), podemos ensayar esta
29
tesis: la Idea de Mundo no sería una suerte de «secreción» de la razón pura
funcionando por silogismos hipotéticos, sino una construcción límite procedente
acaso de un objeto técnico, el «cofre de la novia» (o mundus) ampliado a
dimensiones tales que lo hagan capaz de contener a todas las «joyas» que
Dios creador haya podido ir introduciendo en su interior. Ni la Idea de Dios
procedería de lo alto, ni de la razón subjetiva pura ejercitando los silogismos
disyuntivos, sino de las experiencias técnicas o políticas con animales
numinosos de muy distintas especies y géneros. Tampoco la Idea de Alma,
humana o animal, procede de vivencias internas dadas en la conciencia, sino
de sensaciones «propioceptivas» compuestas con representaciones de otros
hombres o animales que se mueven o se transforman en cadáveres. Y en
cualquier caso, el número de Ideas, que la historia ha ido acumulando rebasa
ampliamente las tres ideas tradicionales.

En la medida en la cual las Ideas derivan de conceptos, cabría


considerarlas como conceptos ampliados transcategoriales o como «conceptos
de segundo grado».

Si las disciplinas técnicas o científicas las referimos siempre a formas de


conceptuación técnica o científico-positiva, las disciplinas filosóficas las
referiremos, siguiendo la tradición platónica, a la Ideas (Kant, como es sabido,
ensayó la redefinición de la filosofía metafísica por su referencia a las tres
Ideas consabidas, a la Idea antropológica, a la Cosmológica, y a la Teológica)

Las fórmulas precedentes permiten ensayar una concepción de la filosofía


más precisa (incluso más positiva) de la que puedan alcanzar las concepciones
de la filosofía como «investigación de la primeras causas» o de los «primeros
principios» o como «meditación sobre el Ser» o «meditación sobre la Nada» o
«meditación sobre la Muerte». Entendemos la filosofía, tal como se ha
desarrollado históricamente en la tradición helénica, como análisis y
confrontación de las Ideas, por oposición al análisis y confrontación de los
conceptos que caracterizan a las ciencias positivas. Y en la medida en que las
Ideas procedan de conceptos, reconoceremos como característica de la
filosofía la condición de saber de segundo grado.

4. Si aplicamos ahora la distinción entre conceptos e Ideas a los «campos


de la Cultura» obtendremos la posibilidad teórica de clasificar los términos de la
constelación semántica «cultura» (aunque estos términos, en cuanto a sus
significantes, no se reduzcan al significante mismo «Cultura», como pueda ser
el caso de los términos paideia, crianza, Bildung,...) en dos grandes clases:
aquella a la que pertenecen los términos culturales que expresan conceptos
culturales y aquella otra en la que puedan incluirse los términos que expresan
Ideas vinculadas a la cultura o a los componentes de la cultura. Los términos o
significantes que están afectados por el «coeficiente cultural» expresarán
muchas veces acepciones del propio significante «cultura»; otras veces serán
términos que expresan conceptos o Ideas que forman parte del entramado de
algún campo cultural, y no, por ejemplo, del entramado de algún campo natural:
«vaso campaniforme» es un significante que nos remite a un campo
cultural; termes lucifugus es un significante que nos remite a un campo natural.

30
Ahora bien, la clasificación de los términos culturales en estas dos clases
«teóricas» no es obviamente la única clasificación posible y pertinente en
cualquier contexto. Cabe ensayar otros criterios de clasificación relativamente
independientes del criterio según el cual distinguiremos los conceptos y las
ideas de cultura; independencia que no ha de entenderse
como separabilidad absoluta de las diversas clasificaciones, sino
como disociabilidad de las mismas, a saber, la que se deriva de la posibilidad
de componer o «cruzar» las clases obtenidas a partir de un criterio determinado
con las clases obtenidas a partir de otro criterio. Si lográsemos determinar un
conjunto de criterios que pudieran cruzarse mutuamente (lo que garantizaría su
disociabilidad), podríamos afirmar que nos encontraríamos ante un sistema
clasificatorio que podría ser representado en una tabla de clasificación (en este
caso, la Tabla I).

A continuación presentamos un sistema de cuatro criterios de clasificación


de los términos que expresan o bien acepciones del propio término «cultura» o
equivalentes, o bien otros de términos de su misma constelación semántica.

5. El primer criterio que tendremos en cuenta es el que resulta de la


aplicación al campo de la cultura de la distinción general que venimos
considerando, a saber, la distinción entre conceptos e Ideas. Según este
criterio (decisivo, frente a quienes tienden a considerar que todo pensamiento
sobre la cultura implica ya una Idea de la cultura) los términos que tienen que
ver con la Cultura se clasificarán en uno de estos dos grupos: el de los
«conceptos culturales», y el de las «Ideas sobre la Cultura».

A tenor de la distinción general, veremos a los conceptos culturales como


determinaciones de un campo cultural en el que una parte aparece «recortada»
respecto de otras partes de ese campo. Según esto, los conceptos culturales
estarían construidos desde una perspectiva diamérica, respecto del campo
cultural de referencia. El concepto cultural «cultura azteca» se delimita frente al
concepto de «cultura maya» o frente al concepto de «cultura incaica». En
cambio, las Ideas que tiene que ver con los campos culturales estarían en
principio organizadas desde una perspectiva metamérica respecto de los
campos culturales considerados en su propia inmanencia. Estas ideas se
organizarían preferentemente en el momento en el cual los conceptos
culturales, en lugar de mantenerse en su contextos diaméricos propios, se
considerasen según las conexiones que ellos puedan mantener con otros
términos «exteriores» a las partes constitutivas del campo cultural.
Por lo demás, y en general, las Ideas culturales presupondrían conceptos
culturales previos. La Idea de cultura, en concreto, lejos de «bajar del cielo» o
«emanar de la conciencia pura de los hombres» (como hoy pretenden diversas
escuelas idealistas) proceden de conceptos y aun de conceptos técnicos
previamente establecidos. Sabido es que la Idea de cultura animi (expresión
que, en Cicerón y en otros clásicos latinos, desempeña la función de una Idea,
y no meramente de un concepto, sin perjuicio de que, a su vez, esta Idea
pueda ser reducida a la condición de un concepto de Cultura que se
desprenderá ulteriormente de la Idea) procede del concepto técnico de agri-
cultura; un concepto operatorio que nos remite a las operaciones de labrar,

31
sembrar o cosechar las tierras vírgenes («naturales»). La expresión «cultura»
sigue significando en español hasta el siglo XVIII y XIX el mismo concepto
técnico original vinculado a la agricultura («culturas de Oviedo» = cultivos o
campos cultivados en los alrededores de Oviedo; y lo que es más interesante,
dado el contexto lingüístico, es un cartel que puede leerse en Maguncia –y que
había sido recuperado en el departamento del profesor Grätzel– con la
inscripción: Kulturen betreten vervoten, es decir, «Prohibido entrar en los
cultivos»). Ahora bien: cuando metafóricamente se sustituyen las tierras
vírgenes (sin cultivar) por las almas salvajes (infantiles, intactas)
comenzaremos a hablar del cultivo de estas almas vírgenes mediante las
disciplinas de la educación o la conformación; un cultivo que dará un nuevo
aspecto a las «almas cultivadas» y unos frutos nuevos. Hablaremos de
la cultura animi no tanto como un nuevo concepto, sino como una Idea que se
hará equivalente nada menos que con la Idea «humanística» del hombre libre:
la cultura animi, las «humanidades» –es decir, todo aquello quoad humanitatem
pertinent– definirán a los hombres libres con respecto de las bestias, pero
también con respecto de los esclavos –bestias parlantes– y con respecto de los
bárbaros.
La transformación de un concepto categorial de cultura en una Idea de
cultura puede tener lugar de muy diversas maneras. Por ejemplo, partiendo del
concepto categorial «Europa» (concebido como una «esfera cultural») puedo
regresar a la Idea universal-distributiva misma de «esfera cultural»,
abstrayendo sus componentes específicos; pero puedo también, por vía
de progressus, erigir a «Europa» en el prototipo o modelo atributivo de
cualquier otra «esfera cultural» que aspire a ser considerada como
verdaderamente humana (como lo hizo Husserl en su Krisis).

6. El segundo criterio para clasificar los términos culturales, (tanto si nos


remiten a significados que tienen forma de conceptos como si nos remiten a
significados que tengan forma de Ideas) se apoya en la oposición entre lo que
es particular o específico (hablaremos de «términos culturales determinados»)
y lo que es universal o genérico (respecto del «todo complejo» constituido por
los campos culturales, para seguir la fórmula de Tylor).

Esta distinción es funcional y, por tanto, sus valores dependen de los


parámetros que tomemos en cada caso. En ningún caso habrá que suponer
que los conceptos queden del lado de lo particular o específico mientras que
las Ideas deban situarse del lado de lo universal o genérico. Lo importante es
constatar cómo los conceptos culturales pueden alcanzar un grado notable de
indeterminación o generalidad («cultura de un pueblo» es término que suele
figurar como concepto etnológico genuino) y cómo las Ideas culturales pueden
mantener su vinculación a determinaciones particulares muy precisas, como es
el caso de la Idea de la latinitas erigida en la Antigüedad o en el Humanismo
renacentista como prototipo de la cultura más genuina.
7. Como tercer criterio de clasificación de los términos culturales
tomaremos la distinción que media entre la cultura subjetual (por ejemplo,
la cultura animi) y la cultura objetual. Con la cultura subjetual tiene que ver todo
aquello que se pone en referencia con las modificaciones, adquisiciones,
habilidades, &c., de un sujeto corpóreo operatorio, como sustrato que recibe
hábito o capacidades, ya sea como consecuencia de un cultivo, formación o
32
disciplina características, ya fuera, si se aceptase el punto de vista teológico o
espiritualista, como consecuencia de una ciencia inmanente e infusa. Lo que
tiene que ver con la cultura objetual es todo aquello que suponga que existe, no
ya tanto como residiendo en el sujeto operatorio, cuando actuando fuera de él,
ya sea como Cultura extrasomática material, ya como Cultura intersubjetual
(intersomática o social). Para decirlo de un modo más expresivo: mientras que
la Cultura subjetual se sostiene en el sujeto operatorio, es el sujeto operatorio
quien aparece sostenido y envuelto por la Cultura objetiva.

Es muy importante tener en cuenta que la distinción entre cultura subjetual


y cultura objetual no ha de entenderse simplemente como una distinción entre
dos entidades exteriores, que acaso sean capaces de yuxtaponerse o de
coexistir pacífica o polémicamente. La oposición entre estas dos modulaciones
de la cultura se parece más a la oposición que los geómetras llaman
«oposición dual» (como pueda serlo la oposición que media entre el punto y la
recta del plano euclídeo). En la oposición dual, cada término presupone el
opuesto y aun se define por su mediación: el punto es la intersección de
infinitas rectas y la recta es una coalineación de infinitos puntos. Desde una
perspectiva materialista, no hay posibilidad de admitir una cultura subjetual que
no diga referencia a la cultura objetual, como tampoco hay posibilidad de
admitir una cultura objetual que no diga referencia, al menos oblicua, a una
cultura subjetual.

8. El cuarto y último criterio que tendremos en cuenta se acoge a la


conocida distinción de Pike entre la perspectiva emic y etic. Estas perspectivas
se constituyen según que, en el momento del análisis, nos situemos o bien en
el punto de vista del agente, o bien fuera de él. La distinción de Pike, expuesta
desde coordenadas espiritualista es susceptible de una reconstrucción
materialista (puede verse nuestro libro Nosotros y Ellos, Pentalfa, Oviedo
1990).
Aplicada al campo que nos ocupa, convendría advertir que la
distinción emic/etic puede incorporar respectivamente, o bien la actitud práctica
(«comprometida») del analista que identifica o rechaza los contenidos
culturales considerados (por tanto, la actitud de quien valora, positiva o
negativamente, estos contenidos) o bien la actitud distante (o «no
comprometida», llamada a veces «especulativa») de quien pretende mantener
una actitud neutral («libre de valoración»). La situación «desde fuera» es
ambigua dado el carácter negativo de su definición («no emic»). Son posibles
muchas perspectivas «exteriores», existen muchas plataformas externas
respecto de un contenido cultural determinado.
¿Y cómo es posible reconocer siquiera la posibilidad de situarse etic no ya
ante una determinación cultural cualquiera sino ante la cultura humana en
general? Sugerimos que acaso sea el punto de vista de la Etología el único que
abre la posibilidad (al menos desde las coordenadas del materialismo) de una
consideración etic de las culturas humanas en general.
Tabla I
Conceptos de Cultura e Ideas de Cultura
(gnoseológica)
Criterio 1 Conceptos Ideas Criterio 1

33
Criterio 2 (de Cultura) (de Cultura) Criterio 4
1a 2a 5a 6a
Mi habilidad para Mis Habitus Latinitas
Perspecti
injertar árboles «culturas» Cultura Europa (Huss
va
(cultivos, animi erl, Ortega)
Cultura emic
tierras
determinad
cultivadas)
a
1b 2b 5b 6b
(a esferas
Habilidades de Otras culturas Educación La cultura
oa
injertar (mesopotámi Paideia egipcia como
component
abribuidas a cas, mayas), Bildung matriz de Perspecti
es
otros hombres otros otras culturas va
culturales)
componentes etic
culturales
(cabezas
jíbaras)
3a 4a 7a 8a
Educación, paid Instituciones Espiritualis Espiritualism
eia... de las culturales de mo o Perspecti
sociedades en casa humanista sobrehumani va
general sociedad, sta emic
«culturas
Cultura
circunscritas»
Indetermin
3b 4b 7b 8b
ada
Totalizaciones fenoménicas Naturalism Materialismo
(subjetivas y objetivas) de o cultural Perspecti
esferas y componentes en el anticultural Espiritualism va
sentido de Tylor o o organicista etic
infracultura (Frobenius,
l Spengler)
Cultura Cultura
Cultura desde Cultura desde
Criterio 2 desde desde Criterio 4
perspectiva perspectiva
Criterio 3 perspectiva perspectiva Criterio 3
subjetual objetual
subjetual objetual
Sección II
Espiritualismo y materialismo en filosofía de la cultura
La Tabla II como tabla ontológica.
1. En la Introducción a este ensayo hemos presentado la Ontología de la
Cultura como un análisis de la Idea de Cultura (y, a su través, de los conceptos
de cultura) definido, no ya tanto como una penetración «en el ser de la Cultura»
en si mismo o absolutamente considerado, sino como una confrontación de la
Idea de Cultura (y a su través, de los conceptos de Cultura) con los tres
núcleos en torno a los cuales se organizó tradicionalmente la Metaphysica
specialis: el de Natura, el de Homine y el de Numine. (Dejamos de lado la
cuestiones que podría suscitarse al confrontar la Idea de Cultura con el «Ser»
en cuanto núcleo de la Metaphysica generalis). Los tres núcleos de
la Methaphysica specialis se reflejan en la Ontología Especial materialista a
través respectivamente de los Tres Géneros Máximos de materialidad: la
materialidad primogenérica (M1, coordinable con la Idea Cosmológica), la

34
materialidad segundo genérica (M2, coordinable con la Idea Antropológica), y la
materialidad terciogenérica (M3, coordinable con la Idea Teológica). En
los Ensayos materialistas del autor (Taurus, Madrid 1972) y en el
opúsculo Materia (Oviedo, Pentalfa 1990, que corresponde al artículo
encargado por la Europäische Enzyklopädie zur Philosophie und
Wissenschaften que dirige el profesor Hans Jörg Sandkühler) puede
encontrarse una exposición más detallada de estas cuestiones.

En la ocasión presente, se trata de utilizar los tres géneros de la


materialidad como criterios para establecer las principales ideas alternativas a
través de las cuales se nos presenta la posibilidad de reconocer una
«Ontología de la Cultura» o, si se prefiere, una Filosofía de la Cultura
desarrollada desde una perspectiva ontológica, antes que desde una
perspectiva gnoseológica.

2. Al confrontar las ideas sobre la cultura con la Idea Cosmológica (M1)


constatamos, como alternativa fundamental, la posibilidad de desarrollar la Idea
de Cultura en la línea del espiritualismo por un lado, o, por otro lado, la
posibilidad de desarrollar la Idea de Cultura en la línea del materialismo.
Cuando hablamos de «espiritualismo» nos referimos a la acepción
filosófica y no meramente mitológica (que es la que interesa a los etnólogos y
antropólogos) de este término. En efecto, «espiritualismo» como concepto
etnológico (muy próximo al concepto de «animismo», tal como lo expuso Tylor)
designa un conjunto de creencias (extendidas en la mayor parte de las
sociedades, y no sólo «subdesarrolladas», sino también «desarrolladas»)
según las cuales existen ciertas entidades incorpóreas (o dotadas de cuerpos
sutiles, de naturaleza gaseosa, pneuma) que, o bien residen en el interior de
los cuerpos orgánicos (animales, hombres) pero pudiendo en general
desprenderse de ellos en ocasiones determinadas, o bien residen en lugares
cercanos a la Tierra (por ejemplo en su envoltura atmosférica) o, a veces, en
lugares lejanos a la Tierra ocupados por los planetas o por las estrellas fijas.
Estos espíritus, son conocidos como animas, demonios o entidades espirituales
(en el «espiritismo»).
La concepción filosófica del espíritu (aunque tiene que ver sin duda con los
«conceptos etnológicos»), es más abstracta. Espíritu, desde el punto de vista
del sistema hilemórfico de los antiguos, es una Idea límite; en el sistema
hilemórfico, toda entidad real, finita y corpórea ha de considerarse como
compuesta de un principio pasivo llamado materia (hyle) y de uno activo
llamado forma (morfé). Ahora bien, del compuesto hilemórfico derivarían, por
abstracción y paso al límite, por un lado la Idea de una «Materia
amorfa» (separada de toda forma), que algunos identificarán con una «materia
prima» común y aún previa a todas las entidades existentes, y, por otro lado, la
Idea de una «Formas separadas» (de la materia) pero conservando el principio
de su actividad y, por tanto, su «inteligencia», que culminará en la Forma
Suprema, entendida como Acto Puro en la tradición aristotélica. Las entidades
espirituales, en cuanto formas activas separadas, en tanto siguen
constituyendo parte del Mundo natural o cósmico serán identificadas una veces
con la almas espirituales actuantes en los hombres (según la tradición
agustiniana, renovada en la época moderna por Gómez Pereira –en su doctrina
del automatismo de las bestias– y por Descartes) o bien con las formas
35
separadas activas identificadas con los ángeles entendidos como Inteligencias
Separadas (Suárez, Disputación XXXV).

Si quisiéramos establecer un común denominador entre el espiritualismo


etnológico y el filosófico, frente al materialismo (a fin de evitar las dificultades
que presenta una definición directa de la materia) acaso el mejor procedimiento
fuera acudir a la mediación de la Idea de la Vida. Con relación a esta idea
definiríamos el espiritualismo como el rótulo de toda concepción que admite la
posibilidad de la vida de entidades separadas de los cuerpos orgánicos; en
función de esta Idea definiríamos el materialismo como el rótulo de cualquier
concepción que vincula internamente la vida a los cuerpos orgánicos. En el
sistema de Gómez Pereira o en el de Descartes, por ejemplo, se presupone
que el espíritu incorpóreo sigue viviendo aún cuando el cuerpo orgánico (un
autómata), sobre el cual el actúa, haya sido descompuesto. Y cuando ese
espíritu actúa sobre la máquina orgánica, se supondrá que su vida y, en
general, su actividad es independiente del movimiento de esa máquina que, en
cuanto automática, ni siquiera podría decirse que vive, y menos aun que siente,
percibe, desea o piensa.

Ahora bien: el espiritualismo, definido como forma separada activa, es una


idea que se recorta obviamente en el ámbito de la Idea Cosmológica, mediante
un postulado de desconexión de ciertos contenidos de esta Idea respecto de
los restantes. Las formas separadas activas podrán ser concebidas como
partes de la Naturaleza, e incluso podrán ser consideradas como espíritus
actuantes y en cierto modo vivientes («la cultura como ser viviente») en la
medida en la cual se les supone una capacidad creadora, una «vis activa»
independiente del resto de las partes del universo cósmico (y esto sin perjuicio
de que, a veces, pueda concebírselas como dependientes de un Espíritu
universal cósmico y a veces trascendente, de naturaleza divina).

El materialismo, en cambio, niega la posibilidad de que existan entidades


espirituales, y entre otras razones, porque si se aceptase esta posibilidad
quedaría en entredicho el llamado «Principio de la conservación de la energía»
(que se levantó precisamente en contra de ese género de espiritualismo
biologista que, durante el XIX, se denominó «vitalismo»).

Así definidos tanto el espiritualismo, como el materialismo se nos


presentan como alternativas que se abren camino en el ámbito mismo de la
Idea Cósmica, de la «Naturaleza».

Y cuando aplicamos estas definiciones del espiritualismo y del


materialismo al campo de la cultura tendremos que considerar como
espiritualistas a todas aquellas concepciones que atribuyan la génesis y
estructura de las formas culturales a un proceso creador o «poietico», que
«emerge» acaso de algún sustrato humano, de algunos o de todos los pueblos
y que se despliega orientado por un destino propio independiente de la materia
corpórea a la que acaso utiliza instrumentalmente. Hablaremos de materialismo
cultural cuando reconozcamos la necesidad de descubrir en cualquier proceso
de «creación» o «producción cultural» la influencia determinante de otras

36
formas o energías corpóreas, orgánicas (humanas o protohumanas),
inicialmente pre-culturales; influencia a través de la cual el desarrollo de las
formas culturales habría de quedar «intercalado» en procesos cósmicos
«envolventes» y muy especialmente vinculado con los procesos de formación y
desarrollo de las llamadas «culturas animales».

3. Cuando confrontamos la Idea de Cultura con la Idea antropológica (en la


que se contienen fundamentalmente los sujetos operatorios) las alternativas de
desarrollo son múltiples, pero podríamos reducirlas a las siguientes:

(a) una alternativa humanista que tiende a identificar la Idea de Hombre


con la Idea de Cultura. La habitual definición del hombre como «animal
cultural» realiza plenamente esta alternativa, tanto si la definición se interpreta
en la línea del espiritualismo, como si se interpreta en la línea del materialismo
cultural.

(b) una segunda alternativa se abrirá a quienes estén dispuestos a separar


la Idea antropológica de la Idea de Cultura. Alternativa de algún modo
«ahumanística», que podría desplegarse en dos versiones: la que considere a
la Cultura como una realidad que se mantiene «por encima del hombre», que
quedará por tanto desbordado por la Cultura («culturalismo sobrehumanista») y
la que considera a la Cultura como una realidad que habría que considerar
como una entidad que permanece por «debajo del hombre» a quien llegará a
corromper (vestigios de este «infrahumanismo de la cultura» pueden
perseguirse en una tradición que va desde los cínicos hasta Rousseau y que
encuentra hoy grandes defensores en militantes «contraculturales», al modo de
Zerzan). También los «antihumanistas radicales» pueden mantener actitudes
contraculturales cuando consideran a las culturas humanas como meros
«aparatos ortopédicos» habilitados por el «mono mal nacido» (Bolk, Daqué,
Klages).

(c) una tercera alternativa se presentará cuando la cultura sea interpretada


como un proceso que no es propiamente ni humano, ni infrahumano ni
sobrehumano, sino sencillamente como un proceso praeterhumano. La génesis
y el desarrollo de la cultura tendrá lugar ahora a través del hombre; pero éste
se mantendrá en sus propios ritmos antropológicos característicos, que no
tienen mucho que ver con los ritmos propios del desarrollo histórico de las
culturas.
4. La confrontación, en tercer lugar, de la Idea de Cultura con la Idea
teológica es obligada para todo aquel que tome en serio la tesis del origen
histórico de la Idea moderna de Cultura, tal como se presenta en El Mito de la
Cultura, en el que se ha esbozado la tesis según la cual la Idea moderna de
Cultura (y, con ella, los principales contenidos que la integran: lenguajes,
religiones, sistemas políticas, artes, moral, &c.) no ha brotado «ex nihilo» sino
que es resultado del proceso de disolución de la Idea medieval teológico-
dogmática del Reino de la Gracia (otorgada por el Espíritu Santo) y de su
sustitución, más o menos secularizada, por un Reino de la Cultura (expresión
del «Espíritu del Pueblo»). Un Reino de la Cultura llamado a ejercer las
funciones del reino por él eclipsado, las funciones de un principio medicinal,

37
elevante y santificante. Es cierto que, en virtud del proceso que llamamos
«inversión teológica», que habría tenido lugar en la época moderna, Dios «se
vuelve hacia el Mundo y hacia el Hombre» hasta el punto de llegar a
identificarse con ellos, al menos en el terreno de la filosofía (mantendrá su
distinción en la Teología Dogmática). Desde el punto de vista de la inversión
teológica, estaría justificado «poner entre paréntesis» la Idea teológica en el
momento del análisis del significado de la Idea de Cultura. Pero en la medida
en la que es a través de la Idea teológica como se llega a la propia Idea de
Cultura, siempre habrá de considerarse importante la reconstrucción de las
relaciones que la Idea de Cultura pueda mantener con el Dios trascendente
que la propia Idea de Cultura contribuyó a sepultar en sus seno.

Si confrontamos la Idea de Cultura con la Idea teológica, las dos grandes


alternativas que se nos abrirán será las siguientes:

(T) La alternativa teológica, que actuará cuando en la Ontología de la


Cultura se haga figurar, de un modo más o menos explícito a la Idea Teológica.
Y esto de dos maneras: unas veces, interpretando a todo el «mundo de la
cultura» (conjuntamente acaso con el «mundo de la naturaleza») como «obra
de Dios», como la misma «creación del universo» llevada a efecto por un Dios
que busca comunicarse simbólicamente con los espíritus finitos previamente
creados por él, a través de las formas culturales (o naturales). La metafísica de
Berkeley, podría, desde la perspectiva de la Filosofía de la Cultura,
reinterpretarse como una onto-teología de la cultura; y, lo que podría parecer
paradójico (dada la textura espiritualista del «idealismo material»), como una
ontología materialista de la cultura, si nos atenemos a la definición que venimos
dando del materialismo de la cultura (como inserción de los procesos culturales
en el contexto de otros procesos cósmicos, que, en nuestro caso se presentan
como teológicos). No estará fuera del lugar advertir aquí que esta interpretación
del idealismo material del Berkeley como materialismo de la cultura (a la que
nos obliga la concepción expuesta del materialismo cultural) coincide
plenamente con la interpretación que Fichte hizo, desde su idealismo absoluto,
del propio idealismo de Berkeley.

Sin embargo, lo que precede no excluye la posibilidad de una ontología


espiritualista, muy próxima a la Idea Teológica, en el momento en el cual esta
idea comience a aproximarse a la Idea de Hombre en cuanto espíritu creador
identificado prácticamente con el espíritu divino. En el propio Fichte, podríamos
advertir los rasgos principales de esta ontología espiritualista, cuasi-teológica,
de la cultura; rasgo que cabe apreciar también en teólogos católicos del
presente (al modo de Karl Rahner) que tienden a ver en la cultura humana la
continuación de la «creación divina», de «la obra de los Seis días».

(A) La alternativa ateológica tendría que ser recorrida por toda ontología de
la cultura que considere necesario desvincularse de la idea teológica e incluso
oponerse a esta idea (como pudiera ser el caso del «ateismo postulatorio» que
suele relacionarse con Nietzsche, Scheler, o N. Hartmann).

38
5. Como un último criterio (que podríamos considerar subordinado al
criterio 1, y por ello no le adscribimos siquiera un numero de orden, sino que le
atribuiremos el 0) podríamos tener en cuenta la distinción, ya utilizada en la
tabla I, entre la perspectiva subjetual y la perspectiva objetual a fin de
establecer un nexo interno entre la Tabla II (Ontológica) y la Tabla I
(Gnoseológica).
Tabla II
Concepciones ontológicas de la Cultura
(ontológica)
Criterio 2
Cultura /
Idea
a b c
antropológic
Identificación Separación Identificación
a (M2)
Cultura- Cultura-Hombre parcial Criterio 0
Criterio 1
Hombre (sobre, infra (praeterhumanis
Cultura /
(Humanismo) Humanismo) mo)
Idea
cósmica
(M1)
Aa Cassir Ab Ac N. Perspecti
Herder er Romanticismo Hartmann va
A Fichte Ortega subjetual
Espiritualis Scheler Hege
Perspecti
mo Frobeniu l
va
s
objetual
Spengler
Ba Bb Etologis Bc Freud
Perspecti
Berkele mo
va
y Wilson
subjetual
B Moris
Materialism Teilhar Morga Culturas Marx
o d de n extraterrestr Perspecti
Chardi Tylor es va
n Stewar objetual
t
Criterio 3
Cultura /
Idea T A T A T A Criterio 0
teológica
(M3)

Final

Concluiremos explicitando dos puntos muy importantes implícitos en la


exposición que precede.

1. El primero tiene que ver con la relación entre las tablas I (Gnoseológica)
y II (Ontológica). Las retículas 1 y 2 sobre las que están construidas las tablas
respectivas, no son «conmensurables» o «coordinables» punto a punto. Ni
39
siquiera cabe considerar a la Tabla II como una ampliación o «detalle» del
cuadrante constituido por los cuadros (7a, 7b, 8a, 8b) de la Tabla I. Aún cuando
efectivamente la Tabla II pueda coordinarse globalmente con el cuadrante
citado de la Tabla I, no será posible una coordinación punto a punto, debido a
que los criterios utilizados en estas tablas no son siempre los mismos. La Tabla
II no contiene el criterio 3 (que distingue la perspectiva subjetual de la objetual)
de la Tabla I; por su parte, la Tabla I no contiene ni el criterio 1 (que distingue el
espiritualismo del materialismo) ni el criterio 2 (humanismo, ahumanismo,
praeterhumanismo) de la Tabla II.

La «inconmensurabilidad» de las tablas I y II nos depara la ocasión para


constatar la riqueza y variedad de perspectivas desde la cuales podemos
aproximarnos al «campo de la Cultura» y, en particular, para apreciar el
significado del «principio de Symploké» (Platón, el Sofista, 251e-253e) en el
punto en el cual este establece que «no todo está vinculado con todo»

2. El segundo punto tiene relación con la tabla II. Si asignamos a las


ciencias positivas los conceptos categoriales (que, suponemos no agotan la
realidad de sus campos respectivos) y asignamos a la Filosofía las Ideas (que,
según hemos dicho, no proceden del cielo ni de una conciencia a priori sino de
los propios materiales conceptualizados a través de la técnicas y de las
ciencias), podríamos arriesgarnos a concluir:

(1) que no cabe hablar de una «Ciencia Universal de la Cultura» que fuera
capaz de abarcar, no solamente la culturas animales, sino también a las
culturas humanas. Ni siquiera la «Antropología Cultural», definida como
«ciencia de la cultura humana», será algo más que un proyecto utópico, un
«fantasma gnoseológico».

Además es preciso registrar el hecho de la constitución de disciplinas que


aún teniendo una génesis indudablemente cultural (el caso de la Geometría, el
de la Electro tecnología o el de la Física nuclear) no pueden ser consideraras
como «ciencias de la Cultura» (como sugirió Gaston Bachelard). Pero tampoco
pueden ser consideradas en todos los casos como «ciencias naturales»: tal es
la situación de la Geometría. Y este es uno de los principales argumentos para
dejar de lado el dualismo dicotómico Naturaleza / Cultura, en nombre del cual
muchos dan por descontado que una disciplina científica que no pueda ser
considerada como ciencia natural habrá de ser necesariamente clasificada
como ciencia cultural.

(2) Si no existe una «ciencia universal de la Cultura», mucho menos podrá


hablarse de una Filosofía de la Cultura como disciplina exenta y relativamente
autónoma. Y no porque la Filosofía de la Cultura no exista, sino por que existen
diversas filosofías de la Cultura incompatibles entre sí tanto en métodos como
en doctrinas. Sólo podrá defender (acaso «deducir») la tesis de una filosofía
autónoma de la Cultura quien presuponga o bien que las «ciencias de la
Cultura» se mantienen en el terreno de la «descripción» de los fenómenos
culturales, o bien que la realidad de la Cultura pudiera ser comprendida dentro
de una Idea de Cultura interpretada como si ella fuese una Idea exenta e

40
inteligible por sí misma. Solamente desde una «hipótesis extrema» podría
hablarse de una Filosofía de la Cultura como sistema autónomo y exento, a
saber: desde la hipótesis de la reductibilidad de la «omnitudo realitatis» a la
condición de «cultura creada por el hombre» o por Dios. Es decir, desde la
hipótesis de una ontología panculturalista que hemos asociado a Berkeley o a
Fichte.

Según esto será preciso concluir que los conflictos entre las diferentes
filosofías de la Cultura no podrán dirimirse en un supuesto ámbito autónomo de
la Filosofía de la Cultura. Será preciso remontarse a otros principios dados,
fuera de la Filosofía de la Cultura y aun de la Cultura misma. No cabe
«apoyarse en la cultura» al menos desde una perspectiva materialista para,
desde ella, tratar de dibujar una determinada concepción del Mundo capaz de
resolver las cuestiones relativas a Dios, al espíritu, a la libertad o a otras
cuestiones semejantes. Es la «concepción del Mundo» la que determina una
Filosofía de la Cultura.

Conferencia en la Universidad Johannes Gutenberg de Maguncia


leída en lengua alemana por el autor, en traducción de Nicole Holzenthal,
el día 14 de mayo de 2002, al presentar Der Mythos der Kultur

Mundialización y Globalización
Gustavo Bueno

Se intenta determinar un criterio objetivo que permita establecer una diferencia


entre los términos, usualmente confundidos, de Mundialización y Globalización.

1. He aquí dos términos de máxima actualidad que en nuestros días están


en boca de todos, tanto en las bocas de los altos funcionarios, políticos o
banqueros que se reúnen en edificios bien protegidos policialmente de
ciudades como Seattle, Davos, Gotemburgo, Génova, como en la boca de
quienes acuden a esas ciudades a las manifestaciones «anti-globalización» (o,
por un modelo alternativo de globalización) o, sencillamente, se reúnen en
lugares elegidos por ellos (Portobello, por ejemplo).

«Todo el mundo» –puede decirse– tienen sus propios saberes y opiniones


sobre la «globalización», otras veces designada como «mundialización». Pero
ocurre que estos saberes y opiniones, ya sean técnicos, científicos o
ideológicos, son muy diversos. Un teólogo católico, un teólogo protestante o un
ortodoxo –por no decir un musulmán, un hebreo o un confuciano– tendrá
probablemente un concepto de la globalización y de la mundialización muy
distinto del que pueda tener un economista tecnócrata, demócrata y agnóstico,
un marxista, un «demócrata participativo», un anarquista o un humanista-
indigenista.

Tendría por ello poco sentido que, por mi parte, aprovechase esta solemne
ocasión para exponer mis propias opiniones sobre el particular, como si los
ilustres miembros de un auditorio tan distinguido como el presente, que ya tiene

41
sus propias opiniones formadas al respecto, necesitasen conocer con urgencia
una opinión más; una opinión que, ni ellos ni yo, podríamos en ningún caso
considerar como sabiduría llovida del cielo, cuya importancia o novedad
justificase o exigiese su inmediata revelación.

2. Entonces ¿por qué he aceptado una tarea tan comprometida, por qué
me he decidido a enfrentarme, en general, con las ideas de mundialización y
de globalización? Sencillamente porque yo no voy a hablar propiamente de la
globalización, ni voy a hablar de la mundialización, en sí mismas consideradas.
No se alarmen. No voy, por ello a «salirme» del tema anunciado: voy a hablar
de las relaciones entre estas dos Ideas.
Es evidente que para hablar de las relaciones entre los términos de un
modo que no sea estrictamente algebraico es necesario tener en cuenta la
materia, significado o contenido de estos términos. Sin embargo, cuando nos
mantenemos estrictamente en la consideración de sus relaciones, la materia,
significado o contenido de los términos globalización y mundialización, aunque
no pueda ser eliminada, si puede ser «desviada» en nuestro tratamiento de su
posición frontal, de suerte que en lugar de ofrecérsenos como materia
directa se nos ofrezca como materia oblicua. No es lo mismo tratar en directo
del punto y de la recta como elementos de la Geometría de Euclides que tratar
de sus relaciones, de suerte que puedan quedar desviados, en perspectiva
oblicua (y acaso definitiva, según el formalismo de Hilbert) sus supuestos
contenidos absolutos.
3. Ahora bien, ocurre que tampoco existe unanimidad, consenso o acuerdo
en el momento de caracterizar la naturaleza de las relaciones que ligan a los
términos mundialización y globalización. Nuestra primera tarea habrá de
consistir, en consecuencia, en clasificar estas opiniones (o teorías para
algunos) sobre tales relaciones.
Y el criterio de clasificación más inmediato que conozco es el que pone a
un lado las relaciones de identidad (esencial, sin perjuicio de diferencias
accidentales o secundarias) y al otro las relaciones que
dicen diferencias. Podríamos entonces distinguir dos grandes familias o grupos
de opiniones o teorías al respecto.

4. En el primer grupo incluiremos a todas las opiniones o teorías que


defiendan de algún modo la tesis según la cual los términos mundialización y
globalización son equiparables porque dicen lo mismo en esencia y porque sus
diferencias no serían tanto reales (o conceptuales) cuanto verbales
(«semánticas», decían ya, en casos como éste, algunos procuradores en
Cortes de hace treinta años y siguen diciendo hoy algunos diputados del
Parlamento democrático). Algunos teóricos de este grupo precisarán el alcance
de la expresión «diferencias verbales», a través de las diferencias que puedan
existir entre dos lenguas reconocidas, como puedan serlo el inglés o el
español. «Globalización», dirán algunos, sería término propio de la lengua
inglesa y su utilización en español, en competencia con el término
«mundialización», constituiría un anglicismo que muchos puristas desearían ver
borrado (así se expresó el señor Enrique V. Iglesias, Presidente del Banco
Interamericano de Desarrollo en una conversación que mantuvimos en Oviedo
el día en que fue nombrado «Hijo adoptivo» de la ciudad). Decir
«globalización» en lugar de decir «mundialización», sería como decir
42
«oftalmólogo» en lugar de decir «oculista». Habrá matices diferenciales, sin
duda (no hay dos términos enteramente sinónimos), pero estos matices serían
considerados irrelevantes cuanto a las «esencias».

Ahora bien, las teorías u opiniones incluidas en este primer grupo no nos
parecen bien fundadas. Ni siquiera en virtud de las adscripciones lingüísticas
que se les atribuyen («globo» y «global» son términos del español de origen
tan latino como «mundo» o «mundial»). La identidad entre las ideas de
globalización y mundialización sólo puede mantenerse en el supuesto (que
constituye una petición de principio) de una definición estipulativa de la
mundialización por la globalización o recíprocamente. Pero una tal
equiparación estipulada tendría que saltar por encima de las diferencias
objetivas que cabe advertir y sobre las cuales se apoyan las teorías u opiniones
que incluimos en el segundo grupo.

Por tanto, si reconocemos los fundamentos como nosotros lo hacemos de


las opiniones o teorías del segundo grupo, la objeción fundamental que
dirigimos contra las teorías de la equiparación no puede ser otra sino la de
la ignorantia elenchi.

5. Nos atendremos, por tanto, a las teorías (u opiniones) del grupo


segundo, que comprende a todas aquellas que sostengan la diferencia esencial
entre globalización y mundialización. Ahora bien, los criterios para establecer y
valorar estas diferencias pueden ser de muy distinto orden. Tendremos pues,
ante todo, que clasificar estos diferentes «órdenes».

Acaso el criterio más profundo para establecer las diferencias entre estos
órdenes sea el que distinga los fundamentos que se atienen, o bien, (A) a
(supuestas) diferencias de orden material (categorial podríamos decir), o bien
(B) las que se atienen a diferencias de orden estructural, es decir, que tengan
que ver con ideas tan generales como las de todo y parte (lo que será
pertinente, en principio teniendo en cuenta que la globalización implica
operaciones de totalización).

En realidad, los criterios (A) vienen a presuponer que los procesos de


mundialización y los de globalización tienen la misma estructura lógico-
material, por lo que sus diferencias habría que tomarlas de los campos
categoriales a los cuales se aplican. De este modo, entre los criterios (A)
citaríamos, como los más utilizados, los dos siguientes:

(1) La mundialización y la globalización serían procesos operatorios de la


misma estructura, que se aplicarían a dos campos o fases históricas, por
ejemplo, diferentes (aunque formasen parte de una misma categoría): la
mundialización designaría a los procesos de totalización (social, comercial,
política...) que tuvieron lugar en la era de los descubrimientos modernos
(América, principalmente), es decir, en la era de las tecnologías paleotécnicas
(en el sentido de Mumford) aunque tuvieran precedentes; mientras que la
globalización se utilizaría de hecho para designar a los procesos de totalización

43
vinculados a las neotecnologías, principalmente a las que implican la energía
eléctrica (telégrafo, teléfono, automóvil, avión, televisión, Internet...).

Esta distinción, que nos es propuesta de vez en cuando, tiene sin duda un
fundamento cuanto a los conceptos asignados a cada término. Lo que carece
ya de todo fundamento es la asignación a los términos de tales conceptos. Por
la misma razón podríamos mudar esta asignación, llamando globalización a la
mundialización o recíprocamente.

Las diferencias en este orden parecen por tanto lingüísticamente gratuitas


o puramente convencionales. Pero sobre todo dejan escapar diferencias de
concepto efectivas que están envueltas, como mostraremos, en los términos
globalización y mundialización, y que no habría por qué desaprovechar.

(2) Mundialización y globalización son procesos de similar estructura pero


aplicada a campos categoriales diferentes. Por ejemplo, el término
globalización se aplicaría a la categoría económica («globalización» designaría
al proceso de totalización económica e instrumental, llevado a cabo sobre todo
a raíz del hundimiento de la Unión Soviética y, con ella, la política bilateral de
bloques de la «guerra fría» y la consolidación de un mercado mundial continuo,
descolocación de las empresas multinacionales, abaratamiento de costos, &c.);
otros dirán sencillamente que la globalización no es otra cosa sino la extensión
planetaria del modo de producción capitalista. Esta extensión alcanza a la
antigua URSS y a China. En cambio, el término mundialización, tendría que ver
con categorías no estrictamente económicas, sino por ejemplo, políticas,
religiosas, tecnológicas; mundialización equivaldría a «cosmopolitismo», si
tenemos en cuenta que «mundo» traduce ya en los clásicos el termino griego
«cosmos».

También esta distinción es gratuita, no cuanto a los conceptos desde


luego, sino cuanto a la asignación de los nombres; puesto que si no se dan
otras razones, aunque se admita la distinción de los conceptos
correspondientes (lo que en cualquier caso no es muy claro: las categorías
económicas no son independientes de las tecnológicas o de las políticas), tan
gratuito sería llamar mundialización a la globalización así entendida, como a lo
contrario. Y también quedarían eclipsados los conceptos obtenidos en ambos
términos y que obran en ellos siempre de un modo más o menos consciente.

6. Estas consideraciones nos advierten sobre la naturaleza de nuestro


propósito: lo que buscamos es una distinción conceptual, desde luego, pero tal
que la asignación de los nombres («globalización», «mundialización») no sea
gratuita, sino que esté justificada, en virtud de que la diferenciación de los
términos corresponda a una diferenciación de los conceptos. ¿Cómo? De la
única manera que cabe la justificación en este terreno: en la propia historia
etimológica de los términos, pero en tanto que esta historia envuelve un
proceso de desarrollo («noetológico», en algún sentido) de ideas holóticas, en
este caso, y que suponemos obrando en dicho proceso. No se trata de
apoyarnos simplemente en argumentos etimológico-históricos a fin de justificar,
por así decir, la distinción por la etimología. No somos gramáticos y más bien al

44
revés tratamos de justificar (o reinterpretar) la etimología y la historia de los
términos por la distinción establecida en el terreno pertinente: aquel en el cual
actuase (en los decursos empíricos de la historia de los conceptos) una lógica
capaz de mantener «noetológicamente» el curso de ciertas relaciones
vinculadas a determinadas estructuras (aquí las holóticas). La situación podría
compararse con aquella en la cual el historiador de la Aritmética, va
constatando los primeros y sucesivos conatos de simbolización numérica pero
no como meros datos «empíricos», sino en la medida en la que la sucesión de
los diversos intentos puede ser interpretada, al menos, parcialmente, como
resultado de la «lógica interna» en virtud de la cual pueda decirse que es la
estructura de la teoría de los números la que está guiando de algún modo, por
razones objetivas, el curso empírico de los «ensayos» de simbolización
numérica.

En nuestro caso, tal es nuestra tesis, la estructura desde la cual nos


disponemos a reinterpretar los datos de la Filología, de la Etimología o de la
Lexicografía, es la estructura holótica, de la que se ocupa la llamada «Teoría
de los todos y las partes». Desde esta estructura los propios datos etimológicos
o históricos que arrastran los términos de referencia se recomponen, al menos
parcialmente. Sólo aparentemente podrá parecer, por tanto, que estamos
siendo reabsorbidos por la Filología. La verdad es la contraria: intentamos
reabsorber la Filología en la lógica material y reexponerla desde ella. Dicho de
otro modo: de lo que tratamos es de establecer unas relaciones firmes entre
mundialización y globalización tales que estando objetivamente establecidas de
un modo riguroso, sean a la vez asignables a los términos de referencia (lo que
nos permitirá a su vez concluir que estos términos envuelven ya de algún modo
nuestras definiciones). Desde esta perspectiva tratamos de desarrollar una
«teoría formal» y establecer finalmente algunas proposiciones desde las cuales
sea posible reinterpretar algunos hechos.

7. Desde la perspectiva de la teoría holótica, las diferencias entre


globalización y mundialización pueden ser expuestas de modo terminante –
según diferencias, insistimos que habrían de quedar reflejadas en la historia
misma de los términos respectivos– de la siguiente manera.

La globalización es una operación o conjunto de operaciones, realizadas


por un sujeto operatorio o por un grupo cooperativo de sujetos (teniendo en
cuenta que cooperación no implica siempre armonía, sino conflicto entre los
sujetos cooperantes). Y es una operación de totalización cuyo resultado es la
construcción de un «globo». Presuponemos, en esta caracterización, que las
operaciones de las que hablamos son manuales («quirúrgicas») y, por tanto, se
aplican a cuerpos, sin olvidar que los símbolos algebraicos o los mapas
geográficos son también cuerpos que referimos a otros cuerpos; por
consiguiente, que una totalización, en cuanto es resultado de operaciones
«quirúrgicas» (manuales), ha de entenderse como construcción o configuración
de un cuerpo a partir de partes suyas o de términos que una vez constituido el
todo, puedan figurar retrospectivamente como partes.

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¿Y qué es un globo, desde una perspectiva operatoria? Genéticamente,
sin duda, es el resultado de una globalización, lo que significa (para quien
creyese que estamos moviéndonos en un terreno de tautologías) que no cabe
suponer dados «globos» previamente a las operaciones de globalización; sin
perjuicio de que, una vez cumplido el resultado de la operación podamos
segregar este resultado (el globo, en nuestro caso) de acuerdo con los
principios generales de los cursos que venimos denominando alfa-operatorios.
Por lo demás, las operaciones que se resuelven en la conformación de un
globo pueden proceder de muchas maneras, ya sean componiendo, ya sean
segregando (el «globo ocular» resulta sin duda de la disección de tejidos
«adheridos» a él en el continuo orgánico). Pero no ya genéticamente, sino
estructuralmente un globo es sencillamente una esfera (o un esferoide); al
menos Cicerón dice que globus, en latín, se corresponde con el
término sphairos, en griego. Estructuralmente por tanto, y cualquiera que haya
sido la vía que haya conducido hacia él, un globo es un cuerpo esférico, de
radio finito, cuyo contorno es la superficie esférica y su dintorno es el conjunto
de «partes englobadas» en ellas. Su entorno es el conjunto de cuerpos
(esféricos o no) capaces de incidir sobre el dintorno del globo, susceptible de
recibir su influencia.
Por este motivo, una esfera de radio infinito ya no será un globo, sino un
concepto geométrico límite, que no puede ser localizado en ninguna región del
mundo «porque su centro estaría en todas las partes y su circunferencia en
ninguna».
El concepto de «globo» no implica por tanto su unicidad y es compatible
con una pluralidad de globos, de globalizaciones. Esto no quiere decir que los
diferentes globos o esferas hayan de distribuirse siempre como una
multiplicidad de partes diversas. Pueden estar éstas en contigüidad y, sobre
todo, intersectadas y aun incluidas unas en otras, como si se tratase de
estructuras o de capas concéntricas. Esta es la situación más interesante para
nosotros porque en ella es donde aparece la distinción entre una
esfera englobante y otra esfera o esferas englobadas; relación que en la Lógica
de clases suele simbolizarse como relaciones de inclusión entre clases.

En realidad, las relaciones posibles que cabría establecer entre las esferas
o globos son las consabidas relaciones que en la Lógica de clases se conocen
como relaciones de disyunción, de intersección (parcial) o de inclusión;
relaciones que Euler representó precisamente por medio de círculos o esferas
(sin perjuicio de que las clases lógicas fuesen principalmente totalidades
distributivas y los círculos o esferas de Euler fuesen totalidades atributivas).

Sin embargo, a través de la representación de Euler podemos establecer


las conexiones entre las esferas englobantes (de otras esferas) y
los géneros de Aristóteles-Porfirio; y, por consiguiente podremos redefinir el
concepto aristotélico-porfiriano de Género supremo o categoría como una
esfera englobante que, a su vez, no está englobada en otra de su materia, es
decir, como una esfera englobante máxima. Pero este es justamente el
concepto lógico-material (topológico) que preside la construcción del concepto
de Civilización, tal como lo expuso Arnold Toynbee; concepto cuyas
conexiones con los debates de nuestros días sobre la «globalización»
económica y cultural son evidentes. En efecto, según Toynbee, las
46
civilizaciones, en las que según él, se repartiría la integridad de la cultura
humana, son «globales», porque ninguna de las unidades que las constituyen
puede ser entendida plenamente sin hacer referencia a la civilización que las
abarca. Huntington subraya cómo las civilizaciones, para Toynbee, «engloban
sin ser englobadas». Y añade: una civilización es una «totalidad» que posee un
cierto grado de integración, en la que sus partes están definidas (como dice
Melk) por su relación recíproca con el todo. Una civilización es un «todo
complejo», había dicho, un siglo antes, Tylor.
Sobre esta idea de las civilizaciones englobantes y no englobadas, y de la
imposibilidad de que una civilización incorpore a su ámbito a otras
civilizaciones englobantes, se apoya Samuel P. Huntington en el desarrollo de
su teoría sobre el Choque de civilizaciones, a la que los acontecimientos del 11
de septiembre de 2001 dieron una inesperada actualidad ideológica. La teoría
del choque de civilizaciones, en este caso el choque entre la civilización
occidental y la civilización islámica, podía servir para «legitimar» y orientar la
respuesta de los EEUU, de acuerdo con la llamada Carta de América, de 14 de
febrero de 2002, suscrita también por Huntington.
8. La globalización dice, en resolución, multiplicidad de globalizaciones, y
posibilidades muy variadas de relaciones (de asimilación, de conflicto, de
intersección, &c.) entre ellas. Pero la Idea de Mundo, tiene una estructura muy
diferente. Ante todo, el Mundo no es un todo, y si lo presentamos como tal,
como complexio omnium sustantiarum, será en virtud de meras operaciones
intencionales, y no efectivas, de operaciones metafísicas atribuidas a un
Demiurgo divino.

Porque el Mundo es una pluralidad que propiamente, no tiene contorno ni,


por tanto, entorno. La Idea de Mundo puede utilizarse en plural, pero con la
condición de que esos mundos (otras veces llamados «universos») no queden
«englobados» en los demás, porque entonces se reducirían a un único Mundo.
Ni siquiera deben intersectarse: cada mundo «se vuelve sobre sí mismo» y
precisamente entonces empieza a constituirse como tal, como un universo. No
existe «comisario de exposición» de pintura, organizada en torno a Picasso,
Antonio López o a Saura que no hable del «universo de Picasso», del
«universo de Antonio López» o del «universo de Saura»; lo que quiere decir el
señor comisario con ello es probablemente que fuera del conjunto de cuadros
que él controla, los demás cuadros existentes no le interesan, que el conjunto
de cuadros que él controla ha de considerarse por sí mismo, en el recinto de la
exposición, y en el cual los visitantes deberían olvidarse de cualquier otra cosa
y, si fuera posible, no salir jamás del recinto. Un Mundo, cabría decir, no tiene
(como si fuese una mónada lebiniziana) «ventanas al exterior». Cuando Popper
habla de «los tres Mundos», también estaba subrayando su presunta
incomunicación; y cuando se habla de «pequeños mundos», «microcosmos», o
en general de los «mundos económicos» se está aludiendo a las supuestas
leyes autónomas que regirían para cada uno de ellos. El mundo es por tanto
«autista», único, porque aun cuando reconozcamos algo fuera de él, no lo
consideramos. «Cada persona es un mundo», se dice en este mismo sentido.
Pero con el globo no ocurre esto, porque, como hemos dicho, los globos
pueden estar encajados unos en otros, como en una caja china.

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El autismo que es, según esto, constitutivo de la Idea de Mundo, cabe sin
embargo considerarlo como resultado de una operación meramente
intencional, puesto que no existe nada parecido a un «universo Picasso». La
«mundialización local», si cabe hablar así, es, por ello mismo una operación
que puede llegar a tener un signo opuesto a la operación globalización. Pues la
globalización, en cuanto englobante, dice incremento o ampliación de
materiales «exteriores» al conjunto inicial; pero la mundialización, si es local,
dice restricción, abstracción de materiales externos. Solamente habría una
posibilidad de que una mundialización no fuese realmente restrictiva, a saber,
cuando el mundo sea único, dotado de unicidad. Y este es el caso del Mundo
por antonomasia, el Mundo en cuanto término de la tríada de la metafísica
tradicional: Mundo, Alma, Dios; el Mundo, como decía Mauthner, no admite
plural, «por lo que sería una insolencia hablar de mundos, como si existiera
más de uno».

Ahora bien, este Mundo único ha de carecer, como ya hemos dicho de


exterioridad y, por tanto, de contorno. Luego, según lo dicho, no puede
considerarse como resultado de una totalización efectiva. El Mundo, en cuanto
se concibe como un todo, resulta de una totalización imaginaria que sólo puede
llevarse a cabo «gracias a Dios». En efecto, «mundo» designaba
originariamente el cofre de la novia, todavía hoy llamamos mundo al baúl. Las
joyas y otros útiles heterogéneos, que constituían el ajuar de la novia, se
guardaban en un mundo, en un receptáculo, cerrado en el entorno, acaso
vacío. La metáfora que suponemos pudo dispararse a partir de esta operación
fue la siguiente: ampliar el mundo, el cofre, a extremos infinitos; considerar al
espacio vacío, al receptáculo como un lugar en el que Dios fue depositando su
obra de los seis días, a la manera como la novia depositó sus joyas en el cofre
o el emigrante sus enseres en el baúl. Y con todo esto queremos decir que el
Mundo sólo alcanza su sentido como totalidad «a través de Dios»; pero esta
totalidad es imaginaria, porque el Mundo no tiene límites. Ni siquiera en el caso
en el que él se suponga finito: como es sabido Einstein recogió estas ideas
estableciendo que el Mundo es finito pero ilimitado. Y en tanto que los globos o
esferas pueden englobar a otras esferas, como ocurría con las esferas
homocéntricas de Eudoxio que, con el centro en el globo terráqueo iban
envolviéndose unas a otras y eran envueltas por la última esfera englobante o
cielo de las estrellas fijas, formaban el Mundo, el cosmos, un sólo Mundo;
porque si un Mundo mayor envolviese al Mundo efectivo, lo refundiría en él
formando un único Mundo. No cabe hablar pues de mundo de mundos como
tampoco cabe hablar de nación de naciones.

La mundialización es, según esto, un proceso literalmente opuesto al de la


globalización. Y el único criterio de distinción relativa será éste: el globo es
cerrado en sí mismo, mientras que el mundo desborda toda globalización. Por
ello, si la globalización se aplica a las categorías económicas, la mundialización
desbordará estas categorías y acogerá a otras diferentes, de carácter social,
político, religioso, cultura, &c.

9. De lo que precede deducimos que así como para hablar de


mundialización estricta no es preciso dar parámetros, porque sólo existe una

48
mundialización, para hablar en concreto de globalización, englobante o
englobada, hay que dar parámetros, porque sin ellos el concepto pierde todo su
sentido; además, un cambio de parámetros altera también las relaciones de
globalización que habíamos considerado.

Es obvio que en los debates de nuestros días sobre la globalización, el


parámetro es el Género humano como totalidad que vive precisamente en
el Globo terráqueo (en «el Globo», a secas, como se decía a título de
galicismo, en el siglo XVIII); es decir, en la Tierra anterior a los viajes
interplanetarios y a la «colonización de las galaxias», de las que ya se hablaba
en el Viaje a la Luna de Cyrano de Bergerac.

En este terreno hablaríamos mejor de mundialización, en sentido


ampliativo. Pero la globalización, referida a Gea (que algunas escuelas, como
las de Lovelock y Margulis, han considerado como un todo orgánico
autoregulado) y a los hombres que viven en ella constituyen hoy por hoy la
globalización límite (englobante y no englobada) si dejamos de lado cualquier
«contacto en la tercera fase». Una globalización que ha de verse como
resultado de procesos de globalización ampliativa sucesiva, procesos cuyo
límite sólo tiene sentido positivo si van referidos a la esfericidad de la Tierra,
que puede ser compartida con otras globalizaciones de su ámbito. Como
esquema prototipo de globalización político geográfica de la Humanidad
terrestre podríamos citar el esquema que ofreció Kelsen: un globo terráqueo
cuya superficie esférica esté dividida en círculos (proporcionales a las
dimensiones territoriales de cada Estado) y en círculos que no sean sino las
bases de otros tantos conos cuyos vértices confluyan en el centro de la Tierra.

Desde esta perspectiva el primer proyecto de globalización que podríamos


citar habría sido el del Imperio de Alejandro; y la primera globalización efectiva
habría tenido lugar en el siglo XVI, cuando Carlos I, pudo dar a Juan Sebastián
Elcano un «globo terráqueo» con la divisa: Primus circumdedisti me. Por
supuesto esta globalización no podría considerarse como desarrollada en un
terreno estrictamente económico, implicaba también una intención de
globalización política y, por supuesto, cultural y religiosa.

10. Las ideas expuestas sobre la estructura lógico-holótica de la


globalización nos permiten formular tres proposiciones (referidas a la
globalización, relativa al parámetro «género humano terrestre») con las que
pondremos fin a nuestro análisis.

Proposición I. La globalización no se termina en la constitución de alguna


esfera sustantiva con «identidad propia». Una globalización, como proceso
operatorio es siempre una concatenación abstracta, morfodinámica, que
logra, a partir de una zona previamente configurada, extender un circuito o
torbellino cuya recurrencia o sostenibilidad ampliativa depende, no solamente
de las partes internas de la zona de origen, sino de la capacidad de
absorción de energías del medio o de otras zonas subordinadas.

49
Proposición II. La globalización, en cuanto totalización, afecta al todo; pero no a
la integridad de sus partes. En la globalización se nos ofrece el todo pero no
todas las partes: totum, sed non totaliter. Aunque cabe advertir una tendencia
entre quienes utilizan el término globalización, sobre todo si lo utilizan
críticamente, al suponer que la globalización es totalitaria, en el sentido
integral de todas las partes, de suerte que pueda decirse que «todas ellas
han de estar en todas». Pero muchas de estas partes concatenadas por la
globalización, quedarán sin globalizar; más aún, la globalización próxima a
sus límites máximos, puede determinar un número cada vez mayor de
unidades políticas globalizadas (de «globos políticos autónomos»: antes de
la «globalización» de la que hoy hablamos había 80 estados en la ONU; en
nuestros días el número asciende a 184). Todavía más: aun suponiendo que
la globalización de un campo material dado llegase a borrar a otras posibles
líneas de globalización, y actuase como globalización única, no por ello el
campo total quedaría «agotado» en el circuito de la globalización de
referencia, porque (en virtud del principio de symploké) muchas partes
permanecerían «deslocalizadas» de ese supuesto circuito globalizador y
totalizador.

Proposición III. La globalización del género humano terrestre sobre la Tierra es


una totalización operativa cuyo sujeto operatorio no puede ser el propio
Género humano como totalidad, puesto que este Género humano es antes
un resultado, a lo sumo, que un principio de la operación. Por consiguiente la
globalización, y aun las globalizaciones máximas, han de correr a cargo de
sujetos operatorios parciales. Pero el nombre que mejor conviene a estas
partes orientadas a globalizar a la Humanidad de un modo real es el nombre
de Imperio.

Ahora bien: como las globalizaciones máximas pueden partir de «centros


diferentes», los procesos «imperialistas» de globalización si son simultáneos
darán lugar necesariamente a conflictos que no tienen por qué ser
interpretados como «conflictos de civilizaciones», sino como conflictos de
proyectos de globalización, si es que a cada proyecto de globalización dado
puede corresponder uno alternativo, una antiglobalización, que casi siempre
incluye un proyecto de globalización alternativa. Una vez terminada la II Guerra
Mundial los dos proyectos de globalización enfrentados durante los largos años
de la Guerra Fría fueron el de la Unión Soviética y el de los Estados Unidos.
Derrumbada la Unión Soviética el único proyecto de globalización efectivo que
permanece es el de los Estados Unidos, actuando en funciones de Imperio
universal. Esta es la razón por la cual la globalización por antonomasia puede
situarse a comienzos de los años noventa. Pero otros proyectos de
globalización se preparan en contra: algunos, sin adscripción estatal fija,
aunque sean internacionales (como ocurre con los movimientos
«antiglobalización»); otros con adscripciones políticas más o menos precisas,
que podemos llamar el Islam o China.

11. Concluiremos diciendo que una globalización, que tiene como radio un
círculo máximo, por mucha capacidad englobante de otras que posea, siempre
podrá ser englobada o intersectada por otras globalizaciones. Es decir, jamás

50
podemos considerar que, tras una globalización máxima, habremos conseguido
agotar la realidad y dar «fin a la historia». Cualquier globalización podrá quedar
siempre desbordada por otras globalizaciones o por otros procesos que ni
siquiera lo son: cualquier globalización quedará siempre desbordada
precisamente por la realidad misma del Mundo.
Intervención en el acto de recepción del premio Paul Harris,
concedido al autor por el Rotary Club de Oviedo,
ceremonia celebrada en el Auditorio de Oviedo
el sábado 6 de abril de 2002.
Etnocentrismo cultural,
relativismo cultural y pluralismo cultural
Gustavo Bueno

Se constata en las discusiones del presente la efectividad de un trilema entre


cuyas opciones sería preciso elegir (quien impugna el relativismo cultural habrá
de ser clasificado como etnocentrista o como pluralista, &c.), se denuncia cual
pueda ser la fuente de este trilema, y se propone una cuarta vía a través de la
cual podamos liberarnos del sistema de disyuntivas constatado.

1. El incremento de la inmigración resucita el debate entre el relativismo y


el etnocentrismo

En estos últimos años, y a consecuencia del incremento de inmigrantes


procedentes del llamado «tercer mundo» a los diversos países de Europa,
vuelven a resurgir con gran virulencia los debates entre relativistas culturales o
integracionistas con los «intolerantes» que exigen la adaptación del inmigrante
a la cultura propia del país de acogida. Y ello sin perjuicio de que la
«adaptación» requiera, por parte de quien debe adaptarse, desprenderse de
instituciones consideradas como «señas de identidad» de la cultura de origen
(pongamos por caso: el shador, la burka, la poligamia, la ablación del clítoris, la
circuncisión, el disco labial, el vudú, la institución de los maridos visitadores, la
pena de lapidación o de mutilación, la vendetta, &c.).

Las acusaciones que los defensores del relativismo cultural, o los


defensores del pluralismo, dirigen contra quienes no comparten sus puntos de
vista, suelen canalizarse a través de algo que ellos consideran como la más
terrible denuncia: «etnocentrismo». Ser acusado de etnocentrista es tanto,
prácticamente, como ser acusado de intolerante, intransigente, arcaico, racista,
violentador de los derechos humanos, «carne de la derecha más
conservadora», e ignorante del ABC de la Antropología moderna,
caracterizada ad hoc precisamente como disciplina constituida desde la
perspectiva del pluralismo o del relativismo cultural.

Y, en efecto, la Antropología, como disciplina científica, comenzó en el


siglo XIX (Edward Burnett Tylor, Lewis Henry Morgan, &c.), por no referirnos a
sus precedentes (Joseph François Lafiteau, Charles de Brosses, &c.),
reconociendo la pluralidad de culturas (entendidas como «esferas culturales»);

51
pluralidad que parecía ligada a los métodos comparatistas característicos de la
nueva disciplina.

El pluralismo cultural, en la etapa del evolucionismo antropológico


(Morgan, Federico Engels) parecía compatible muchas veces con el postulado
de una posible confluencia de las diversas esferas culturales en
una Civilización universal. Postulado que muchos consideraban como
encubriendo un monismo cultural, y aún un etnocentrismo de signo europeo,
dado que la «Civilización» era generalmente concebida a imagen y semejanza
de la «Cultura europea», que encontraba además en esa ideología la
justificación del colonialismo (el colonialismo, entendido como el único modo a
través del cual las culturas del presente, situadas en la época del salvajismo o
de la barbarie, podrían alcanzar, sin necesidad de que transcurrieran siglos o
milenios, el estadio superior de la civilización... europea).
En las escuelas antropológicas posteriores al «evolucionismo», por
ejemplo, en las escuelas funcionalistas (representadas por Bronislaw
Malinowski) y después, en algunas variables del estructuralismo
(representadas por Claude Levi-Strauss), el pluralismo cultural fue
deslizándose poco a poco hacia un relativismo radical: cada esfera cultural
tendría su propia estructura interna (emic), que sería imposible entender desde
fuera (etic). Por ello cabrá decir, con Levi-Strauss: «Salvaje es quien llama a
otro salvaje.» De este modo el relativismo cultural comenzará a asociarse a un
«espíritu moderno» (que algunos interpretarán pascalianamente como un sprit
de finesse), el espíritu de la comprensión, de la tolerancia, del respeto por el
«otro» y por su «sensibilidad», que se contrapone al sprit géométrique, rígido,
intolerante, «imperialista», ciego para todo aquello que no presupone una
evidencia universal, por encima de cualquier sensibilidad individual o de grupo.

2. Nos encontramos no ante alternativas, sino ante disyuntivas: el trilema

Lo más grave del asunto es que estas tres actitudes o filosofías de la


cultura que designamos como monismo cultural («etnocentrismo», para sus
adversarios), relativismo y pluralismo cultural, no se presentan como meras
alternativas, sino como disyuntivas entre las cuales hay que elegir. ¿De donde
deriva la disposición disyuntiva de estos tres modos de entender las relaciones
que entre sí pueden mantener supuestamente las esferas culturales?

Sin duda, a nuestro entender, del mismo concepto de «esfera cultural»,


entendida como una totalidad relativamente cerrada (un «todo complejo», en
sentido atributivo), autosuficiente, sin perjuicio de las prestaciones e influencias
que pueda recibir de las restantes esferas culturales que constituyen el
conjunto o totalidad distributiva de la cultura, entendida como esfera cultural.
Como paradigma del concepto de «esfera cultural», en este sentido, cabría
considerar a cada uno de esos «superorganismos» que Oswald Spengler llamó
precisamente «culturas».

Sin embargo, acaso el mejor modo de mostrar hasta qué punto el


esquema de las esferas culturales está vivo y actuante en nuestros días,
incluso entre gentes que ni siquiera emplean esta denominación, es analizar la

52
expresión «señas de identidad», tantas y tantas veces utilizada por políticos,
periodistas, intelectuales o radiofonistas, para referirse a lo que ellos
consideran «su cultura propia». Porque la inocente fórmula –«señas de
identidad»– en realidad sólo tiene sentido en función de una esfera cultural
presupuesta, es decir, de una esfera cuya identidad (de índole sustancial) se
presupone, y de la que resultaría ser un mero indicio la «seña de identidad»
considerada. Así, la sardana sería una seña de identidad de una supuesta
cultura o esfera cultural catalana, y el aurresku sería una seña de identidad de
una supuesta cultura o esfera cultural vasca. Lo que equivale a decir que la
importancia, el significado, el alcance, &c., de la sardana (o el del aurresku) no
puede captarse por sí misma, ni siquiera por las semejanzas que pueda
mantener con instituciones de otras esferas culturales, sino por lo que tiene de
revelación, indicio o seña de una identidad presupuesta, que se aplica
precisamente a la cultura de referencia, y no a la seña de identidad en sí
misma, en su suposición material.

Ahora bien, al poner en un plano de confrontación, cuanto al valor,


consistencia, dignidad, originalidad, &c., a las diversas esferas culturales, cabe
dar una «razón lógica» del sistema de alternativas (disyuntivas) que hemos
establecido; pues este sistema tiene que ver con el sistema de cuantificadores
de la lógica de predicados, vinculados a los valores {1, 0} de verdad:

(1) O bien afirmamos que, entre las diversas esferas culturales del todo
distributivo de culturas, sólo una esfera cultural puede considerarse como
soporte de valores auténticos; es decir, que solamente existe una esfera
cultural que merezca ser considerada como cultura auténtica o verdadera (las
demás esferas culturales serían reflejos, de-generaciones, o meras apariencias
o fenómenos de la «cultura verdadera»).

(2) O bien afirmamos que todas las esferas culturales valen igual, en
cuanto culturas que encuentran su sentido precisamente en la concavidad de
su propia esfera: «Todas las culturas son iguales», leemos en una enorme
placa instalada en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México.

Y esta afirmación se desarrolla en otras dos versiones dicotómicas (puesto


que la igualdad no implica conexidad):

(2A) «Todas las culturas son iguales», pero en régimen de disyunción, de


separación, incluso de inconmensurabilidad «megárica» (que puede alcanzar la
situación de la incompatibilidad). Es evidente que la fórmula de esta opción
equivale a la fórmula opuesta: «Todas las culturas son desiguales», sin que
quepa hablar por ello de contradicción lógica, porque la igualdad postulada se
refiere en unos casos a igualdad en dignidad, en derechos, &c., de las esferas
que, sin embargo, se consideran desiguales en contenidos o en identidad
numérica o sustancial.

(2B) «Todas las culturas son iguales», pero sin necesidad de presuponer
entre ellas un régimen de separación; por el contrario, postulando la posibilidad

53
y conveniencia de una convivencia o yuxtaposición de los hombres
pertenecientes a las diversas culturas (este era el esquema que Américo
Castro utilizó para describir la supuesta convivencia, bajo Fernando III el Santo,
de las tres religiones –judíos, moros y cristianos– que hoy se acostumbra a
traducir como la convivencia entre «las tres culturas»).

La opción (1) es la del monismo cultural (que desde las otras opciones se
percibirá como etnocentrismo); la opción (2A) es la del relativismo cultural; y la
opción (2B) es la del pluralismo cultural o multiculturalismo. Entre estas tres
opciones sería preciso, al parecer, elegir.

3. Ilustraciones críticas de cada uno de los miembros del trilema

El monismo cultural (prácticamente el etnocentrismo, si dejamos de lado,


de momento, los intentos de crear una «cultura universal» obtenida por
refundición de todas las esferas culturales) es, sin duda, sin necesidad de ser
denominada de este modo, la perspectiva más tradicional, sin perjuicio de las
interpretaciones del principio de la homomensura de Protágoras –«el hombre
es la medida de todas las cosas»– como un hombre moldeado por cada cultura
(en el sentido del relativismo cultural). Sin embargo, el monismo cultural puede
ser presentado y «justificado» a partir de dos fuentes bien distintas:

La primera quiere mantenerse en el terreno de los hechos, es decir, al


margen de los juicios de valor. Si sólo cabe hablar de una esfera cultural de
referencia, de la cual todas las demás fuesen reflejos o incluso
degeneraciones, es porque todas las esferas culturales realmente existentes en
la tierra habrían sido originadas por una cultura originaria, y serían como
pulsaciones de esa cultura madre, identificada con la cultura egipcia. Tal fue,
como es sabido, la visión monista de la cultura defendida por la escuela del
llamado difusionismo radical, de Sir Grafton Elliot Smith, o de William James
Perry (The Children of the Sun, 1923).

La segunda no duda reivindicar el monismo cultural, incluso el


etnocentrismo, pero en nombre, no ya de realidades que acaso sólo están
demostradas por una ciencia ficción, sino en nombre de unos valores, no ya
pretéritos sino futuros, que se imponen desde una esfera cultural dada a quien
se identifica con ella. Para Pericles o para Platón los valores de la «paideia» (o
cultura griega) eran los únicos valores que podían oponerse a los pueblos
bárbaros; para los españoles que entraron en América los valores cristianos
(que no solamente eran valores religiosos, sino también morales, éticos,
ceremoniales, políticos, artísticos), solían ser vistos como los únicos valores
que debían prevalecer sobre los dioses bárbaros, inspirados por el diablo; para
la mayor parte de los científicos e ingenieros occidentales (y no sólo los de la
época positivista), los valores de la «cultura occidental» (que comprende tanto
los valores científicos como los valores democráticos) serán los únicos valores
que pueden ser aceptados y que deben ser ofrecidos a los demás pueblos;
dentro de esta misma perspectiva Richard Rorty ha defendido recientemente la
necesidad de asumir la posición «etnocentrista» en todo cuanto concierne a los
valores de verdad y a otros criterios propios de nuestra cultura.

54
Ahora bien: el monismo cultural, como etnocentrismo, es hoy difícilmente
defendible, y muchos de los argumentos del relativismo y del multiculturalismo
pueden servir para reducirlo a sus justos límites. Pero tampoco consideramos
defendible al relativismo cultural, en tanto él se enfrenta a la evidencia de la
superioridad de unas «culturas» frente a otras, tanto en el terreno tecnológico,
como en el científico y aún en el político. ¿Y la opción del integracionismo
cultural? Si se interpreta como mera convivencia o yuxtaposición de pueblos o
de religiones diferentes, nos parece evidente que una tal opción es, en
realidad, vacía, más bien un deseo, de índole irenista. No puede decirse que
convivan, o que coexistan, ni siquiera pacíficamente, grupos sociales con
diferentes culturas, salvo si algunos se mantienen en sus ghettos, frente a
quienes mantienen las posiciones dominantes. La integración efectiva sólo será
aparente (una integración por yuxtaposición), hasta tanto que los grupos
sociales en posición dominada, o bien alcancen posiciones dominantes, o bien
se desprendan de sus instituciones incompatibles con las de la sociedad de
acogida. Así ocurrió con moros, judíos y cristianos en la Sevilla medieval: el
mito de la convivencia que puso en circulación Américo Castro está siendo
contestado en nuestros días (Antonio Domínguez Ortiz, Francisco Rodríguez
Adrados, Serafín Fanjul García).

4. El mito de las esferas culturales como fuente del trilema

Pero, ¿cómo podríamos rechazar cada una de las tres opciones del trilema
(monismo, relativismo, pluralismo) sin rechazar el trilema mismo? Porque es
evidente que una vez aceptado el trilema (en nuestro caso, el dilema
bifurcado), no tendríamos más remedio que acogernos a alguna de sus
opciones. Es evidente que, una vez aceptado el trilema por algún crítico, si éste
descarta que el autor por él criticado es relativista o pluralista, tendrá que
lanzar contra él la temible acusación de etnocentrista.

Se trata, por tanto, por mi parte, de regresar más atrás del trilema, es
decir, se trata de denunciar el supuesto sobre el cual el trilema está
funcionando a toda máquina en nuestros días, sin que periodistas,
intelectuales, políticos y radiofonistas, pero también historiadores, sociólogos y
antropólogos, se den cuenta de ello.

Y este supuesto es el de las esferas culturales, entendidas como entidades


sustantivas que ofrecen al investigador muy diversas «señas de identidad» de
su sustancia (¿de qué si no?): de una sustancia que se supone procedente de
los tiempos más arcanos y que pretende mantener su identidad, considerada
como el valor supremo y sagrado. Pero no existen esferas culturales en ese
sentido. Las esferas culturales son sólo construcciones ideológicas, pura y
simplemente mitos.

Lo que nos permitirá añadir una cuarta opción al sistema de las tres
opciones, (1) (2A) (2B), que hemos establecido a partir del supuesto de las
esferas culturales: que no ya una o todas las esferas culturales pueden
tomarse como sujetos o soportes de valor, sino ninguna.

55
Y si no existen esferas culturales como entidades dotadas de identidad
sustantiva (idiográfica, numérica, delimitada en el todo distributivo), entonces
las opciones, o los conceptos mismos de etnocentrismo, de relativismo cultural
y de pluralismo de esferas culturales se disuelven. Las esferas culturales no
son entidades dotadas de una identidad sustancial propia; a lo sumo, son
entidades fenoménicas, delimitadas acaso a lo largo de los siglos (cuando no
inventadas ad hoc por grupos, pueblos o naciones en busca de Estado), por
aislamiento de otras esferas fenoménicas, o por mezcla de algunas de ellas. Y
con esto queremos decir que los diagnósticos (o acusaciones) tanto de
etnocentrismo, como de relativismo o de pluralismo, son diagnósticos o
acusaciones imposibles, si nos mantenemos en un terreno científico o
filosófico. Son diagnósticos o acusaciones que sólo podrán mantenerse en el
terreno doxográfico de las opiniones confusas y oscuras acerca de las
nebulosas ideológicas que se forman en una coyuntura determinada. ¿Acaso
puede admitirse, en el terreno científico, como diagnóstico psicológico o
psiquiátrico, la posesión o la obsesión diabólica? Pero, según nuestra tesis, el
diagnóstico de etnocentrismo o el de relativismo, en el terreno de la
Antropología, no va más allá de lo que pudiera ir el diagnóstico de posesión
diabólica, o el de obsesión diabólica, en el terreno de la Psiquiatría.

5. Reducción de las esferas culturales sustantivas a esferas culturales


fenoménicas

No existen esferas culturales dotadas de una identidad sustantiva. Esas


esferas sólo tienen una identidad fenoménica, la suficiente para comenzar a
organizar las descripciones etnográficas y etnológicas pertinentes.

Identidades fenoménicas, porque su unidad se resuelve en un sistema,


conglomerado o concatenación, ya sea de rasgos culturales (pautas,
instituciones, elementos) pero también naturales (raciales, por ejemplo)
o terciogenéricas (como puedan serlo las relaciones pitagóricas del triángulo
rectángulo, que no son ni naturales ni culturales, y esto dicho frente a los
dualistas que siguen considerando como un principio fundamental el de la
distinción en el Universo entre la Naturaleza y la Cultura, una última pulsación
acaso de la antigua distinción entre la Materia y el Espíritu).

Ahora bien: la reducción de las esferas culturales, dotadas de identidad


sustancial, a la condición de esferas culturales dotadas de unidad fenoménica,
no debe ser confundida con la reducción de la teoría de las esferas culturales a
alguna de las teorías agregacionistas de la cultura (a la teoría de los mosaicos
culturales, por ejemplo). La clave de estas últimas teorías podemos ponerla en
un proceso de «sustantivación de las partes» (de los rasgos, pautas,
elementos) enfrentado al proceso de «sustantivación del todo complejo» que
conduce a la esfera cultural sustantiva.

Pero también la sustantivación de las partes sería gratuita: una esfera


cultural no es el resultado de la agregación de supuestos elementos culturales
(que algunos llaman memes) preexistentes. Los elementos o rasgos culturales
son figuras que se conforman a partir de las propias totalidades fenoménicas, y

56
precisamente en el momento en que estas se descomponen o despiezan en
partes formales en el mismo proceso del choque cultural. Tampoco los ojos, o
las frentes, como pensaba Empédocles, preexistieron a los animales que se
hubieran podido formar a partir de la unión de esos «miembros solitarios» que
habrían dado lugar, primero, a monstruos horrorosos que la adaptación al
medio tendría que haber pulimentado poco a poco. Un hueso fémur no precede
al organismo vertebrado, pero una vez formado puede ser extraído del animal,
conformándose como una figura, elemento, valor o contravalor de
la fábrica orgánica. Los elementos, rasgos, instituciones culturales... no son
previos a las esferas culturales fenoménicas, pero pueden ser despiezados,
transportados e incorporados, con las deformaciones eventuales, a otras
esferas culturales, o bien como elementos con capacidad de integración con
otras partes suyas, o bien como elementos con capacidad disolvente del
conjunto fenoménico constituido por una esfera cultural dada. Y todo esto sin
perjuicio de que la incorporación de un elemento o rasgo procedente de una
esfera cultural dada a otra, no sea siempre «limpia», puesto que arrastrará casi
siempre otros elementos, astillas o rasgos de la esfera cultural de origen.

6. No existen conflictos de culturas, pero tampoco integración de culturas


o relativismo cultural

No cabe hablar, según lo que hemos dicho, por tanto, de conflictos de


culturas, o de conflictos de civilizaciones; tampoco cabrá hablar de integración
o de expansión de culturas. Todas estas expresiones habrían de ser
reexpuestas en términos de conflictos de elementos culturales, o de
integración, o de difusión de elementos o rasgos culturales. Por ello, quien
considere a un elemento cultural (pongamos por caso, el sistema democrático)
como universal, no podrá sin más ser acusado de etnocentrismo. Menos aún
podrá ser acusado de etnocentrismo (o de monismo cultural) quien reconozca y
defienda la universalidad del teorema de Pitágoras, como elemento
desprendido, no ya de la cultura griega, sino de toda cultura, como estructura
válida para todas las culturas, por encima de cualquier relativismo.

Niembro, 23 de marzo de 2002


Gustavo Bueno

Nota sobre las seis vías de constitución de una disciplina doctrinal en función
de campos previamente establecidos
Gustavo Bueno
Se explicitan los criterios que determinan seis vías de constitución
de una disciplina doctrinal en la Teoría del Cierre Categorial
Carlos Iglesias y Alberto Hidalgo me piden que haga explícitos los criterios
de la enumeración de las seis vías de constitución de una disciplina que figuran
en ¿Qué es la Bioética? (Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001, págs.
33-46), supuesto que esta enumeración no fuera meramente empírica:
«Desde la perspectiva gnoseológica distinguimos, por nuestra parte, seis
modos según los cuales (desde la perspectiva de la teoría del cierre
categorial) puede comenzar a constituirse una nueva disciplina («nueva»
respecto del sistema de disciplinas preexistente en la época histórica de
57
referencia); por tanto, seis vías diversas, seis alternativas genealógicas,
no enteramente excluyentes, que pueden ser tenidas en cuenta (en gran
medida desde una perspectiva crítica, no sólo para descartar, en cada
caso, las no pertinentes, sino para descartar a las eventuales
conceptualizaciones que sobre una disciplina dada, como pudiera serlo
la Bioética, tuvieran lugar desde esas vías) en el momento de determinar
qué curso concreto de desarrollo pudo seguir la disciplina de referencia,
en nuestro caso, la Bioética. La determinación de la vía a través de la
cual se ha constituido de hecho una disciplina dada no es por tanto sólo
una «cuestión histórica», puesto que, en general, como ya hemos
reconocido, la estructura gnoseológica de una disciplina no es
enteramente disociable de su génesis, ni recíprocamente.
1. Segregación interna. Esta alternativa puede tomarse en consideración
cuando partimos de una disciplina dada G que se suponga constituida
sobre un campo con múltiples sectores o partes atributivas (S1, S2, S3), o
con diversas partes distributivas (especies, géneros, órdenes, &c. E1, E2,
E3), o con ambas cosas a la vez. La Biología, como disciplina genérica,
comprende múltiples sectores (por ejemplo, los que tienen que ver con
las funciones respiratorias, digestivas, &c.) y muy diversas partes
distributivas (por ejemplo hongos, vertebrados, peces, mamíferos, &c.).
A partir de la Biología general podemos constatar cómo se constituyen,
por segregación interna, disciplinas biológicas específicas o particulares.
Estas disciplinas se «segregan» de la Biología general como el detalle
se segrega del conjunto; pero aunque sigan englobadas en la categoría
común, sin embargo pueden constituirse en especialidades que
requieran terminología, métodos, aparatos característicos, es decir, que
requieran constituirse como nuevas disciplinas (subalternadas, sin duda,
a la disciplina general). Los motivos por los cuales una categoría dada
se desarrolla por alguno de sus sectores o de sus partes distributivas no
son necesariamente internos a la categoría (aun cuando los contextos
determinantes y sus desarrollos hayan de serlo) sino que pueden ser
ocasionales (motivos económicos, de coyuntura, tecnológicos, &c.). Esto
significa que el desarrollo interno de una ciencia genérica, no por ser
interno ha de entenderse como un proceso homogéneo, armónico, sino
más bien como un proceso aleatorio, desde el punto de vista
sistemático. Una categoría, en su desarrollo, se parece de hecho más a
un monstruo que a un organismo bien proporcionado.
En principio las nuevas disciplinas se mantienen en el ámbito de las
líneas generales de la categoría; sin embargo no por ello cabe decir que
las disciplinas segregadas sean una simple «deducción», o reproducción
subgenérica de las líneas genéricas, porque bastarían las diferencias de
métodos para dar lugar a diferentes disciplinas dotadas de gran
autonomía en sus desarrollos. Podríamos poner como ejemplo
la segregación de la Mecánica de Newton, que comportaba la traslación
de sus leyes (formuladas por referencia a los astros) a los corpúsculos
de las nuevas teorías mecánicas, a partir de Laplace: la simple
diferencia de escalas implicaba adaptaciones de constantes,
parámetros, nuevos dispositivos experimentales, &c.
2. Segregación oblicua o aplicativa. La segregación aplicativa u oblicua
se diferencia de la segregación interna en que la disciplina constituida no

58
sólo tiene motivaciones extrínsecas (aunque con fundamento interno),
sino que es ella misma extrínseca desde su origen. Ahora la categoría
genérica ha de considerarse refractada o proyectada en otras
categorías, a título de aplicación. Pero los contextos determinantes
nuevos ya no son internos a la categoría de referencia. Por ejemplo, la
teoría geométrica de los poliedros se aplica a los cristales, para dar lugar
a una cristalografía geométrica, que se segrega de la geometría, pero no
por desarrollo interno de esta disciplina sino por desarrollo oblicuo (no
hay razones geométricas para la segregación de cierto tipo de poliedros
cristalográficos). Otro tanto ocurre con la llamada óptica geométrica.
3. Composición e intersección de categorías (o de disciplinas). Es un
proceso similar al anterior sólo que ahora no puede hablarse claramente
de «una disciplina dominante» que se aplique oblicuamente a un campo
«que la desborda», sino de una confluencia o intersección de diversas
disciplinas, y esto de muchas maneras: la confluencia de la Aritmética y
la Geometría en le Geometría Analítica, o la confluencia de la Química
clásica y la Física en la Química Física. La intersección puede dar lugar
a términos nuevos, por ecualización de los campos intersectados. Sin
embargo, las situaciones cubiertas más propiamente por esta tercera
alternativa son las llamadas «disciplinas interdisciplinares» (tipo
«Ciencias del Mar», en la que confluyen categorías tan diversas como la
Geología, la Biología, la Química, la Economía Política, la Geografía,
&c.). Estas disciplinas, constituidas en torno a un sujeto de atribución, no
son desde luego una ciencia categorial, pero sí pueden dar lugar a
disciplinas dotadas de una unidad práctica, aunque externa, que le
confieren una estructura que no es suficiente para disimular su
naturaleza enciclopédica.
4. Descubrimientos o invenciones de un campo nuevo (que será preciso
coordinar con los precedentes). Excelentes ejemplos de esta alternativa
nos lo ofrece el Electromagnetismo o la Termodinámica, respecto del
sistema de la Mecánica de Newton, o la Fitosociología respecto de la
Taxonomía de Linneo y sucesores.
5. Reorganización-sustitución del sistema de las disciplinas de
referencia. Este proceso es enteramente distinto de los precedentes. En
aquellos las nuevas disciplinas se formaban en relación con otras
anteriores, que habían de mantenerse como tales; por consiguiente las
nuevas disciplinas habían de agregarse a las precedentes. Pero la
reorganización supone la destrucción total o parcial, la aniquilación o la
reabsorción de determinadas disciplinas dadas en la nueva. La
reorganización es unas veces sólo una reagrupación de disciplinas
anteriores, pero otras veces exige la reforma y aun la aniquilación de las
precedentes. Los ejemplos más ilustrativos de aniquilación pueden
tomarse de la Sociología y de la Filosofía de la Religión. No son
disciplinas que puedan considerarse agregadas sin más al sistema de
las disciplinas precursoras, ni son meros nombres nuevos para antiguas
disciplinas, acaso dispersas. La Sociología de Comte supone la
propuesta de aniquilación de la Psicología, sustituida por una Física
social; la Filosofía de la Religión contiene el principio de la aniquilación
de la Teología Fundamental como disciplina filosófica.
6. Inflexión. Llamamos inflexión a un modo de originarse disciplinas en

59
función de otras, partiendo acaso de una proyección oblicua a otros
campos, o de una intersección con ellos, incluso a veces de algún
descubrimiento o invención, pero de suerte que mientras en todos estos
casos, las «nuevas construcciones» tienen lugar fuera de las categorías
originales, en la inflexión la novedad (ya sea debida a la intersección, a
la invención, &c.) refluye en la misma categoría (la invención, el
descubrimiento, por ejemplo, se mantienen o son reformulables en el
ámbito de las categorías de referencia) como si fuese un repliegue
producido en ella merced a las estructuras que se habrían determinado
por procesos extrínsecos pero que son, en el regressus, «devueltas» a
la categoría. Cabría ilustrar este procedimiento con la Electroforesis,
como disciplina de investigación biológica (las estructuras dadas en
tejidos, células, &c., proyectadas en un campo electromagnético,
determinan comportamientos propios de los tejidos vivientes, con un
significado biológico característico, pero que no podría haber sido
«deducido» del campo estricto de la Biología).» (Gustavo Bueno, ¿Qué
es la Bioética?, Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2001, págs. 33-
35.)

Ante todo, conviene subrayar que las disciplinas doctrinales de las que
hablamos no hay que entenderlas exclusivamente como ciencias categoriales
estrictas (de algún modo, como «categorías»), sino también como géneros
subcategoriales (como pudiera serlo la Geometría Proyectiva respecto de la
Geometría en general) o como disciplinas no estrictamente científicas, en su
sentido más riguroso (como pudiera serlo la Sociología o la Filosofía de la
Religión). Pero los campos de las disciplinas de las que hablamos, aún cuando
no sean estrictamente campos categoriales, pueden ser considerados por
analogía, como si lo fueran.

Supondremos también que el «sistema de disciplinas», científicas o


analogadas, propio de una época histórica, queda reflejado en las
clasificaciones de las ciencias utilizadas en tal época, ya sea en
representaciones explícitas (como pueda serlo el «sistema de las ciencias» de
Comte, el de Ampere, o el de Ostwald) ya sea en las taxonomías implícitas en
los planes de estudios o en la organización de las Facultades universitarias,
que constituyen por tanto un material imprescindible para la investigación
gnoseológica.

Presupondremos, en esta nota, que dado un estado de disciplinas o


ciencias de referencia, ninguna disciplina o ciencia nueva surge ex nihilo, es
decir, sin que esa nueva disciplina o ciencia pudiera no tener nada que ver con
alguna de las disciplinas o ciencias establecidas, y aún con el sistema de las
mismas. Las mismas contribuciones que tecnologías nuevas puedan suponer
para la constitución de nuevas disciplinas tendrían también lugar a través de
disciplinas ya constituidas.

60
2

Esto supuesto habría que tener en cuenta, según un primer criterio, dos
modos diferentes de surgimiento de una disciplina nueva a partir de un sistema
de disciplinas establecidas:

A) El modo del «desprendimiento», respecto de un campo o categoría dada, de


algún componente suyo (parte determinante, integrante, especie,...), dotado
de fertilidad suficiente como para poder constituirse en un campo de
investigación relativamente autónomo (cuanto a metodologías, problemática,
instrumental, &c.). Utilizando una metáfora jurídico política, podríamos
denominar a este modo como «modo de la emancipación» (que no implica la
anulación de todo nexo con el «género generalísimo»).

B) El modo de la «incorporación» en una categoría dada de contenidos propios


de otras categorías o campos, de suerte que una tal incorporación de lugar a
contextos determinados nuevos. El término «incorporación» se toma aquí en
sentido muy amplio; en todo caso, no se reduce al concepto de
«involucración entre categorías», que tiene un alcance más preciso (por
ejemplo: hablamos de «involucración de la Biología y de la Cristalografía» en
situaciones, gnoseológicamente relevantes, tales como las constituidas por la
presencia de cristales no orgánicos de calcita en la especie Paracentrotus
lividus, que obligan a confrontar las categorías cristalográficas y las
biológicas; o bien, hablamos de «involucración de la Aritmética y de la
Geometría» en situaciones gnoseológicas relevantes tales como la
constituida por la «relación de Leibniz»: 1/1 – 1/3 + 1/5 – 1/7... → π/4, que
obliga a comunicar los géneros matemáticos, tradicionalmente designados
como cantidad discreta y como cantidad continua, considerados como
incomunicables).

Un segundo criterio habrá de tener en cuenta el orden de novedad


(respecto del campo o categoría dados) de la nueva disciplina constituida.
Según este criterio podemos distinguir tres órdenes de novedad:
I. La nueva disciplina (o ciencia) no desborda el campo o categoría precursora,
sino que puede afirmarse que se mantiene en el ámbito de este campo o
categoría.
II. La nueva disciplina (o ciencia) desborda el campo o categoría precursora y
nos hace «poner el pie» en un campo o categoría (o subcategoría) nueva.
III. La nueva disciplina (o ciencia) implica una reorganización del sistema
mismo de disciplinas tomado como referencia.

Cruzando los dos criterios anteriores resultan las seis vías de constitución
de disciplinas o ciencias de las que venimos hablando:

61
I. Modos de constitución de primer orden

(1) El proceso de «desprendimiento» puede tomar la forma de una exportación


o segregación de alguna parte a de la categoría A, al exterior del conjunto
restante de partes de A, sin que esto signifique que a no siga «envuelta»
por A, a título, por ejemplo, de especie cogenérica.

(2) El proceso de «incorporación» puede tener lugar cuando la categoría B (la


cristalográfica, por ejemplo), logra incorporar de algún modo algún campo
que le es exterior (como pueda serlo el de la teoría geométrica de los
poliedros), pero que, aplicado a él, puede proyectar como modelo
heteromorfo relaciones no deducibles.

II. Modos de constitución de segundo orden

(3) El proceso de «desprendimiento» puede tener lugar por regressus de los


campos o categorías precursoras, de cuya composición (por ecualización,
por ejemplo) pueda resultar una categoría o campo envolvente. De las
disciplinas zoológicas, compuestas con las botánicas, surgirá la Teoría
celular, fundamento de una Biología general.

(4) El proceso de «incorporación» tendrá lugar preferentemente en un proceso


de aplicación de categorías preexistentes a alguna invención tecnológica o a
algún descubrimiento de hechos hasta entonces desconocidos. Tal sería el
caso del surgimiento del Electromagnetismo o de la Fitosociología.

III. Modos de constitución de tercer orden

(5) El proceso de «desprendimiento» tendrá lugar cuando alguna de las


categorías quede demolida, de suerte que las partes desprendidas, junto con
otras, puedan reorganizarse en un campo o categoría nueva. Tal sería el
caso de la Sociología, respecto del sistema de disciplinas que contiene a la
Teología y a la Psicología.

(6) El proceso de «incorporación» se producirá en los casos en los cuales la


incidencia mutua de las categorías determine una inflexión en alguna de ellas
capaz de reabsorber, o limitar, pero sin demoler, campos o categorías
precursoras. Tal sería el caso de la Bioética, respecto de la Ética o respecto
de la Medicina.

El concepto de creencia
y la Idea de creencia
Gustavo Bueno
Intervención inaugural de las Jornadas sobre superstición, creencia y
pseudociencia, celebradas en Gijón del 27 al 29 de noviembre de 2002,
organizadas por la Sociedad Asturiana de Filosofía

62
Comparezco muy gustoso en estas Jornadas organizadas por la Sociedad
Asturiana de Filosofía, que ha tenido el acierto de fijar como tema para este
año el de la Superstición, creencia y pseudociencia. Mi propósito, en el umbral
de estas Jornadas, es dibujar las líneas generales de una Idea de creencia que
mantenga la conexión con otras partes del materialismo filosófico. Por
supuesto, la ocasión no permite sino un desarrollo puramente esquemático de
estas cuestiones.
I
Los dos momentos de la creencia:
epistemológico y ontológico

1. Comenzamos suponiendo que


«creencia» es un nombre singular, pero denotativo de una pluralidad, que se
nos hace más cercana cuando utilizamos el término en plural, «las creencias».
Por tanto, «creencia» lo interpretaremos gramaticalmente como un
singular genérico o universal, como una totalidad distributiva, que contiene en
su extensión múltiples especies de creencias, y a su vez, a través de estas
especies, o directamente, múltiples creencias individualizadas, individualizadas
por su contenido (sin perjuicio de que, a su vez, estas singularidades
individuales puedan multiplicarse oblicuamente al modo de «universales
noéticos», en función de los sujetos individuales que las mantengan: el Escorial
es sin duda un edificio singular, pero su silueta se multiplica, «noéticamente»,
en todas las retinas oculares o corticales que lo perciben). La creencia en los
dioses olímpicos es una creencia individualizada que pertenece a la especie de
las creencias religiosas secundarias; esa creencia individualizada, que
constituye un contenido de la cultura objetiva griega, se encontrará
«multiplicada» en los diversos ciudadanos que «participaban» de ella.

La suposición sobre la multiplicidad de creencias específicas se mantiene


aquí contra las teorías «monistas» de la creencia, según las cuales la creencia
sería única, a la manera de un todo atributivo cuyas partes, centrales o
periféricas, pudieran ponerse en correspondencia con las diversas creencias
específicas. Esta visión monista de las creencias fue de algún modo defendida
63
por Malebranche (para quien todas las creencias, incluida la creencia en la
existencia del Mundo exterior, derivaban de la creencia en Dios, «en quién
veíamos a todas las cosas»), y también, a su modo, por Antonio Gramsci (lo
que se explica, acaso, por la influencia de Benedetto Croce).

2. Como universal, el término «creencia» (por tanto, cada especie de


creencia, o cada creencia singular) no alude a una idea simple, sino a una idea
de estructura conceptual originariamente binaria, como constituida por
dos momentos inseparables aunque disociables. A cada momento de la idea
corresponderá un concepto de creencia. Habría que hablar, por tanto, de
dos conceptos de creencia, inseparables aunque disociables.
Estos dos conceptos de creencia no se comportan como dos términos
correlativos (al modo de la correlación derecha/izquierda propia de los cuerpos
que mantienen una asimetría bilateral enantiomorfa) sino más bien, en
principio, como los términos de un dualismo (en sentido geométrico). Tales
momentos podríamos denominarlos, por lo que diremos, el momento
subjetivo (o psicológico, epistemológico) y el momento objetivo (o material,
ontológico) de la creencia. Cuando logremos disociar cada momento de su
dual, diremos que hemos alcanzado los correspondientes conceptos de
creencias (subjetiva, objetiva).

Pero la Idea de creencia, tal como la presentamos aquí, aparecerá como el


proceso capaz de abarcar ambos momentos (ambos conceptos).

3. Sin embargo, el tipo de las relaciones duales, utilizado en geometría, no


es del todo adecuado para recoger el tipo de conexión que media entre los dos
conceptos que suponemos actúan en la constitución de la Idea de creencia. La
dualidad no supera la discontinuidad (o ruptura) entre los términos duales, por
ejemplo, entre los puntos y rectas: hay que partir de la recta para obtener los
puntos, por intersección con otras rectas; y hay que partir de múltiples puntos
alineados (es decir, de rectas intersectadas) para llegar a la recta, es decir, hay
que cortar abruptamente una recta dada por otras rectas, para obtener los
puntos.

Más cerca de la conexión que media entre los dos momentos de la


creencia, en cuanto éstos son inseparables (aunque sean disociables), está la
conexión que media entre el anverso y el reverso de un objeto (una moneda,
un billete) cuando el anverso y el reverso puedan darse en continuidad, como
ocurre en una cinta de Möbius. Desde esta perspectiva entenderíamos la
conexión que la idea de creencia podría llegar a establecer entre los dos
momentos o conceptos que hemos distinguido de la creencia, en tanto ellos
son disociables pero inseparables.

4. Ante todo, el momento subjetivo, al que corresponde el concepto


psicológico de creencia. Desde esta perspectiva, la creencia es el contenido de
un sujeto psicológico, al cual contenido éste sujeto presta un asentimiento tan
intenso que llega a tomarlo como real y verdadero. Ilustra muy bien este
momento subjetivo de la creencia la situación irónica descrita en los siguientes
términos: «Fulano sufre por sus creencias: cree que calza el 40 y calza el 42»;

64
porque «creencias» se toma aquí (gracias al componente crítico de la ironía) en
su momento subjetivo, como un «sentimiento» o «juicio» erróneo alojado en la
«mente», en el ánimo o en el cerebro de Fulano.

Pero hay algo más: desde la perspectiva psicológico subjetiva, la creencia


se nos presenta como un sentimiento, juicio, vivencia o proceso subjetivo tal
que quien «lo vive» experimenta un «sentimiento de realidad» (término de W.
James), en virtud del cual su «sentimiento» lo sitúa emic enfrente del contenido
material de la creencia, como si este contenido fuese una realidad distinta de
su propia vivencia o sentimiento.

Ortega o Jaspers añadían esta nota: la creencia implicaría el sentimiento


del sujeto de estar «envuelto» por la creencia, de suerte que de ninguna
manera la creencia apareciese como alojándose en el sujeto. Esta precisión
sobre el carácter «envolvente» de la creencia parece muy ilustrativa, aunque es
errónea en general, sencillamente porque no todo contenido de creencia es
envolvente; es suficiente que el contenido esté enfrente de mí, como cuando
digo que creo que el Sol que sale cada día es el mismo, con identidad
sustancial, que el de ayer (y no un Sol nuevo, procedente de un «poblado del
Sol», como creían los byraka).

Conviene advertir que el concepto subjetivo de creencia puede ser


considerado, por separado, como contradictorio (es decir, como si no fuera un
concepto), puesto que sólo puede mantenerse como tal suponiendo que el
concepto o materia de la creencia, en rigor, ha de ser reducido a la condición
de «contenido de conciencia» (o de la «mente») para después, desde ahí, ser
objetivado mediante un procedimiento tan ramplón como es el de la
«proyección» de supuestos contenidos subjetivos sobre la «pantalla» de la
realidad. Pero la «proyección» es sólo una metáfora tomada de la
superposición, mediante la linterna o la antorcha, de una figura corpórea ya
conformada sobre una pantalla blanca o manchada; pero el concepto de
«proyección» se diluye cuando pretende utilizarse para dar cuenta de la
conformación misma de la figura que se nos aparece (por ejemplo, la figura de
un «ánima en pena»).

El concepto psicológico de creencia sólo se entiende, por tanto, en cuanto


concepto crítico epistemológico. Sólo quien ha criticado el sentimiento de
realidad inherente a una creencia, y ha determinado sus componentes
alucinatorios o erróneos, puede mantener el concepto psicológico de creencia.
En realidad, por tanto, lo que llamamos concepto psicológico de creencia
debería ser reducido a la condición de un subproducto del concepto objetivo de
creencia, transformado en concepto epistemológico-crítico.

El concepto crítico de creencia tiende, por tanto, a ver en las creencias


meros contenidos mentales (con lo cual, dicho sea de paso, las creencias
dejarían de serlo). Más aún, el concepto crítico de creencia, recíprocamente,
tiende a ver a la mente, cuando ella está «poblada» de creencias, como
un credendario, denominado a veces mentalidad, por ampliación del sentido
(crítico por cierto) que Lévy-Bruhl dio a la mentalidad primitiva, como conjunto

65
de creencias que violan, según él, las leyes de la lógica –identidad, tercio
excluido, &c.–, es decir, como mentalidad prelógica.

No deja de ser paradójico, constatar que en los años sesenta del pasado
siglo, sociólogos e historiadores «marxistas», pero interesados por recuperar,
contra los economicistas, la importancia histórica de las «superestructuras»,
fundaron una nueva disciplina histórica a la que denominaron «Historia de las
mentalidades».

En resolución, el concepto subjetivo de creencia no se nos da tanto en


perspectiva emic (puesto que el creyente no toma su creencia como contenido
de conciencia) cuanto en perspectiva etic (como concepto del crítico, que ha
reducido la creencia, como alucinatoria o errónea, a la condición de un
contenido mental, y ha añadido después el ramplón mecanismo de la
proyección, atribuido al creyente).
5. El momento objetivo de la creencia es aquel que nos la presenta según
la materia o contenido objetivo (ontológico) que se abre al sujeto a través de la
creencia. La «creencia» designará ahora, inmediatamente, al contenido
objetivo de la misma (por ejemplo, el Sol que sale cada día como el mismo Sol
que salió ayer), y es desde este contenido objetivo, y sólo desde él, como
podemos decir que es la materia de la creencia la que al «refractarse» en el
sujeto, determina en él la creencia en el Sol. Pero el creyente, desde un punto
de vista emic, no se comporta, en cuanto creyente, como tal creyente. Quien ve
el Sol brillando en el cielo, no «cree ver» el Sol, simplemente lo ve; y
únicamente puede decir que «cree verlo» cuando le asalta alguna duda sobre
la salud de sus ojos.

En consecuencia, la relación entre el momento subjetivo y el momento


objetivo de la creencia no es en modo alguno complementaria, sino dialéctica.

6. La Idea de creencia que estamos exponiendo es la misma idea del


proceso del dualismo circular que nos lleva del contenido objetivo al contenido
subjetivo, con el retorno correspondiente. Un proceso similar habría sido
recorrido por Pascal cuando «creía» poder decir, aunque en lenguaje
metafísico, que «en cuanto cuerpo el espacio me reabsorbe como a un punto,
pero en cuanto espíritu, yo reabsorbo al espacio».

7. La Idea de creencia, cuando se analiza en función de los conceptos


consabidos de sujeto y objeto, en situación metamérica, es una idea dual
circular, de estructura dialéctica, pero contradictoria, aunque ella se haga
consistir en una reiteración indefinida de contradicciones que fueran
anulándose sucesivamente (como ocurriría en una «solución» de la paradoja
russelliana del bibliotecario que consistiera en montar un dispositivo mediante
el cual el que bibliotecario, o una máquina, inscribiese y borrase sucesivamente
en el catálogo-problema el título del catálogo de los catálogos que no se citan a
sí mismos). De este modo, los contenidos ontológicos de las creencias se
destruirían críticamente al ser reducidos al campo mental subjetivo, y los
contenidos subjetivos quedarían anulados o reabsorbidos, como si fuesen
signos formales, «que manifiestan cosas distintas de sí mismos, sin praevia

66
notitia sui a las potencias cognoscitivas. En la tradición escolástica, solamente
los conceptos del entendimiento, dado su carácter espiritual, podían ser signos
formales; pero desde una perspectiva materialista la función de los signos
formales abría de ser traspasada precisamente a las percepciones apotéticas.
Quien percibe el Sol que sale cada día lo hace porque no percibe los
sacudimientos de la retina ocular y de la retina cortical; lo que percibe es el Sol
que sigue su curso, y para ello será preciso que los procesos cerebrales
correspondientes sean «enteramente trasparentes», es decir, consistan en des-
aparecer para que el Sol pueda aparecer a la percepción o a la creencia.
8. Si no es viable el entendimiento de la «circulación» entre los términos,
metaméricamente dados, sujeto (S) y objeto (O), será preciso recurrir a otros
modos de dar cuenta de esta circulación dual continua. En otros lugares
(Cuestiones cuodlibetales, Mondadori, Madrid 1988, Cuestión 2, págs. 88 y
sigs., y Cuestión 10, pág. 382 y sigs.) hemos sugerido el modo diamérico de
llevar adelante la resolución de esta cuestión (el modo diamérico es muy
próximo al tratamiento de los términos S y O como si fuesen conceptos
conjugados. Se trataría de descomponer o fragmentar a S en múltiples [S1, S2,
S3... Sn] y a O en múltiples [O1, O2, O3... On] a fin de concebir la conexión
diamérica de los Si a través de los Oi y de los Oi a través de los Si.

Según esto, entenderemos las creencias no ya tanto como un movimiento


del sujeto que nos lleva hacia el objeto, o como una acción del objeto que nos
lleva hacia el sujeto, sino como un campo de operaciones y relaciones entre
sujetos a través de objetos, y entre objetos a través de sujetos.

9. La consecuencia inmediata de este modo de acercarse a las creencias


es bien clara: las creencias son originariamente sociales; lo que implica que la
creencia, en su sentido psicológico e individual, no puede tomarse como un
concepto primitivo, pese a las pretensiones de muchos psicólogos. La creencia
en su sentido subjetivo-psicológico, sería un concepto derivado de un campo
social y, por tanto, había que entenderla como una creencia-límite, que
llamamos creencia a la manera como llamamos elipse a la circunferencia con
distancia focal nula.

10. Otra conclusión que podríamos extraer de las premisas señaladas: que
las llamadas creencias subjetivas, o psicológicas, no son verdaderas
creencias, sino pseudocreencias o falsas creencias, apariencias de creencias.
No son creencias sino delirios o alucinaciones; o bien acaso, reducciones
artificiosas o delirios metódicos que pretenden haber partido de la subjetividad
y haber llegado a poner el pie en creencias objetivas.
Como situaciones «canónicas» de pseudocreencias construidas en el siglo
XVII –el siglo de los sueños– por Cervantes y por Descartes, citaríamos la
creencia del licenciado Vidriera, según la cual su cuerpo era de vidrio, y por ello
se envolvía de telas o trapos para evitar ser quebrado, y la creencia de Renato
Descartes, según la cual su espíritu se hacía presente a sí mismo en
el cogito (para lo cual tenía que dudar metódicamente de la realidad de los
hombres que veía pasar, considerándolos como autómatas o como
apariencias). Ahora bien: verse a sí mismo como un hombre de vidrio ¿no es
un delirio, por lo menos tan grande, como ver a los demás como autómatas? La

67
duda cartesiana en la realidad de los cuerpos exteriores no plantea tanto una
cuestión metafísica, cuanto una cuestión de óptica relativa a la salud de
nuestros ojos.

11. Corolario de la tesis precedente: que todo aquello que sea concebido
como «contenido psicológico puro» no podrá ser llamado creencia, sino por
abuso de las palabras. Más bien habría que llamarlo opinión, fe, confianza,
sospecha, suposición, esperanza, hipótesis teórica o mito; porque todos estos
contenidos se dan ya como «criticados». (Ortega, víctima de la oposición
metamérica entre S y O, contraponía las Ideas, como contenidos subjetivos
«que están en mí», a las creencias, en las que el creyente «estaría». Pero esta
denominación no puede suscribirla quien entiende a las ideas como ideas
objetivas.)

12. El mito, como tal, no será, por tanto, una creencia, si aparece como un
relato dramático que precisamente no requiere el asenso del que lo escucha
como relato del narrador (a quien prestará una mayor o menor confianza). Otra
cosa es que podamos hablar de creencias míticas.

13. Podemos ahora establecer la tesis según la cual los dos momentos de
la creencia no son simétricos en cuanto a su «intervención» en la constitución
de la Idea de creencia, porque el momento originario o primitivo a partir del cual
se construye la Idea de creencia, es el momento ontológico.

La Idea de creencia es, según esto, una idea ontológica, antes que una
idea psicológica o incluso que una idea epistemológica. Pues estas ideas
(psicológicas, epistemológicas) sólo podrán concebirse como subordinadas a la
Idea ontológica, incluso como subproductos suyos.

Decimos que la Idea de creencia es ontológica en el mismo sentido en el


que llamamos «ontológico» al argumento de San Anselmo para probar la
«creencia» en la existencia de Dios. Sólo que la estructura ontológica de las
creencias, sin perjuicio de la reverencia debida a San Anselmo, no tendría por
qué ser entendida teológicamente. La característica ontológica de la creencia la
pondremos en el hecho de que, en cualquier verdadera creencia, el contenido
semántico (esencia material) de la creencia requiere poner su existencia más
allá de los contenidos oblicuos (formales o reflexivos) de orden psicológico que
la acompañen.

Las creencias, en resolución, son ontológicas porque son constitutivas de


las partes mismas de lo que llamamos «realidad» o «mundo».

14. Luego si todas las verdaderas creencias son ontológicas o constitutivas


de la realidad, ¿quiere decirse que todas las creencias habrán de ser
verdaderas?

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Nuestra respuesta es «sí», de algún modo. Y con esta respuesta
queremos alejarnos, ante todo, de la radical propuesta de separación que
Bertrand Russell estableció entre conocimiento y creencia.

Toda creencia, por cuanto contiene el esquema mismo de la constitución


de la realidad, habrá de tener algo de conocimiento y, por tanto, un fundamento
de verdad, un fulcro, como lo hemos llamado en otras ocasiones, en que
apoyarse. Y tomamos aquí «verdad» en el sentido de la identidad entre los
cursos diversos de objetos constituidos que nos ponen ante una realidad
causal (realidad tiene que ver con res, traducido al español por cosa, cuyo
concepto es muy próximo al de causa).
Concluimos: si las creencias son sociales es porque están fundadas en
fulcros reales: sólo porque las creencias son verdaderas pueden ser sociales,
salvo que admitamos la telepatía. ¿Cómo podría socializarse una creencia
subjetiva si no tuviese un fulcro en que apoyar la comunicación? Habrá que
afirmar, por tanto, que las creencias no son verdaderas por ser sociales o
«ilusiones socializadas» (pese a las pretensiones del sociologismo) sino que
pueden socializarse porque son, de algún modo, verdaderas.

15. La verdad concedida, en algún tanto, a toda verdadera creencia, no


significa que haya que renunciar a toda demolición crítica de determinados
contenidos de creencias concretas mantenidas por un grupo social
determinado. Significa sólo que habrán de deslindarse los fulcros de referencia,
reconociendo que sobre estos fulcros se entretejen mitos, reconstrucciones,
fantasías. La crítica de las creencias no consiste por tanto en aniquilarlas (lo
que es imposible) cuanto en distinguir sus componentes constitutivos
(ontológicos) y sus componentes adventicios o supersticiosos.

16. Las creencias, social e históricamente dadas, por su carácter colectivo


y múltiple, tenderán siempre a entretejerse con partes adventicias, gratuitas o
imaginarias. Son las creencias «enmarañadas» que sobreañaden, al canon de
referencia, los componentes adventicios que las convierten en creencias
supersticiosas. Por analogía, los etólogos y los psicólogos, con Skinner, llaman
supersticiones, también con abuso del término, a ciertos aditamentos que los
animales o los hombres sobreañaden, por vía individual, al esquema etológico
de sus conductas; pero la superstición de las palomas ya no es una creencia,
porque carece de componentes lingüísticos, es decir, porque no es social, sino
individual; y sólo mediante el lenguaje una conducta individual «supersticiosa»
podría ser representada ante otros individuos, lo que no excluye que algunos
puedan también imitarla. Sólo cuando las conductas supersticiosas, en el
sentido etológico, están incorporadas a conductas lingüísticas socializadas,
podremos aludir a la estructura pseudo causal (en modo alguno causal, como
pretenden tantos psicólogos) que caracteriza a la superstición, por ejemplo, a
las conductas de la llamada, por Frazer, magia homeopática, que ya pueden
ser llamadas creencias. Pero atribuir pseudocausalidad, incluso causalidad, a
las conductas «supersticiosas» procedentes del «refuerzo», a las palomas, es
antropomorfismo. La paloma, que da vueltas sobre sí misma, antes de ir al
dispensador de la bola de alimento, no lo hace porque atribuya a sus vueltas
una eficacia causal sobre el dispensador de las bolas: esta atribución se la

69
hace Skinner. Las vueltas que la paloma da antes de dirigirse al dispensador,
más que como orientadas causalmente hacia él, habrá que interpretarlas como
dirigidas a la consolidación del control del animal sobre sus propias anamnesis.

En cualquier caso, si bien las conductas supersticiosas, en sentido


etológico, son individuales (tienen un funcionamiento individual, lo que equivale
a decir que no son en sí mismas supersticiosas, sino únicamente por relación al
canon causal utilizado por el etólogo), no toda conducta individual, sobre todo
en el hombre, es supersticiosa, aunque no sea simple sino envuelta por
«rasgos adventicios» (pero dotados de un funcionalismo en la conducta
práctica de cada sujeto).

Hablaríamos en estos casos de conductas idiorítmicas (el sujeto prefiere


atenerse a rituales o ceremonias propias al leer el periódico, al afeitarse, &c.,
sencillamente porque ellas facilitan su control, miden el tiempo, &c.) en
recuerdo de aquellos monjes del Monte Athos que, cada uno de los cuales,
«vivía a su aire», a diferencia de los monjes nomorítmicos, que regulaban su
conducta según normas comunes muy estrictas.
17. Además, las creencias cuando no son sólo sociales (o propias de un
grupo), sino están orientadas en el sentido de un enfrentamiento del grupo que
las comparte con otras creencias propias de otros grupos sociales, nos ponen
en la vecindad de las ideologías. Estas creencias «enmarañadas», enfrentadas
a otros grupos, están en efecto muy próximas a lo que desde Marx llamamos
«ideologías». Las ideologías son, en efecto, creencias constitutivas del mundo
social.

Toda filosofía es, de algún modo, una ideología, aún cuando no toda
ideología sea filosófica. Le falta la crítica y la confrontación con otras
ideologías. Se trata de una diferencia estilística, si se quiere, pero de
importancia central.

En otros lugares hemos llamado «nebulosas ideológicas» a los sistemas


de creencias interesadas en el sostenimiento, reivindicación, defensa o análisis
frente a otros grupos sociales, de alguna institución «en marcha» (como
puedan serlo las drogas, la televisión, la democracia o la Biblia).

18. Los fulcros sobre los cuales se apoyan las creencias (o las ideologías)
son de dos tipos:

• O bien son fulcros constituidos por los otros sujetos que comparten la
creencia
• O bien son fulcros constituidos por objetos
19. Ejemplo de fulcros sociales: la creencia milenarista de El Profeta, Juan
de Leyden, y de sus seguidores, en el inminente fin del mundo. Se trataba de
una creencia errónea, pero apoyada en el fulcro de un grupo de creyentes
que esperaban la justicia y el fin de sus miserias. Había una verdadera
creencia en la «comunidad del deseo»; pero esta verdad estaba entretejida con
todo tipo de fantasías absurdas de orden teológico y astronómico.

70
Análisis análogos podríamos llevar a cabo para enjuiciar algunas creencias
de Don Quijote. Porque Don Quijote no es el Licenciado Vidriera. Don Quijote
es un personaje de ficción. Pero él y otros muchos (los lectores de los libros de
caballerías) creían en los valores que Don Quijote encarnaba; y si Cervantes
criticaba esos valores, es porque comenzaba reconociendo su vigencia
moribunda.

20. Cuanto a la creencia en Dios del argumento ontológico anselmiano: el


fulcro de esta creencia, recogida por el argumento, podría ponerse en la
creencia en un Tu concreto, Cristo, representado por una Cruz que está
enfrente de los monjes y la figura de un cuerpo clavado en ella, irreductible a
una alucinación (salvo desdoblamiento de personalidad). La creencia de San
Anselmo y los monjes estaría apoyada en el fulcro de una persona real, Cristo
(en palabras de Pascal: «Sólo se llega a Dios a través de Jesucristo»). Una
persona que se muestra a los monjes entretejida con teorías teológico
metafísicas que hablan de un «Ser cuyo mayor no puede ser pensado»; por
tanto de una Ida que haría imposible el «retorno» desde ella misma al Cristo
que está haciéndose presente a la percepción apotética de los monjes.

II
Clasificación de las creencias

Esbozaremos tan solo la línea programática de esta clasificación de las


creencias, que toma como criterio la doctrina del espacio antropológico propia
del materialismo filosófico.

Las creencias podrían ser clasificadas en tres grupos simples,


correspondientes a los tres ejes del espacio antropológico.

A. Creencias circulares

Creencias en la realidad del grupo social y del espacio social derivado, si


seguimos a Stern y a Piaget, de las experiencias en torno al llamado «espacio
gustativo» o bucal. En los mamíferos dotados de lenguaje, la creencia en un
grupo social arrancaría de la conducta de «chupar el mundo a través del pezón
de la madre».

También las creencias políticas, de naturaleza casi siempre ideológica, se


reducirían principalmente al eje circular.

B. Creencias angulares

Se incluirán en este grupo las creencias propias de las religiones


primarias. La creencia en el oso que el cazador tiene enfrente es mucho más
verdadera que la creencia de ese cazador en su cogito (por tanto, en
su ánima).

71
Las creencias religiosas no proceden de la «proyección» de supuestas
vivencias anímicas subjetivas, como pretendió la teoría animista de Tylor. Es
preciso disponer de pantallas sobre las cuales proyectar esas supuestas
experiencias: sobre los animales puedo «proyectar» las ánimas; lo que no tiene
sentido es proyectar los animales sobre las ánimas.

Las creencias propias de las religiones secundarias incluyen todo el


mundo de las mitologías politeístas.

Mucho más problemáticas son las creencias propias de las religiones


terciarias, en la medida en que estas se resuelven en creencias circulares (la
creencia en la propia Iglesia, en la Sinagoga, en la comunidad de los fieles).

C. Creencias radiales

Estas creencias son constitutivas de nuestro mundo entorno. La creencia


en la estabilidad de nuestro hábitat, la creencia en el sistema solar, entretejida
con teorías protocientíficas. Más interesantes son, para el análisis, las
creencias actualmente vigentes en torno al big bang, la creencia en la
evolución biológica o la creencia de algunos científicos en la fusión fría. Se
trata de creencias científicas que presentan sin embargo una notable
diferencia. Podría decirse que la creencia en la evolución es una creencia
verdadera, mientras que la creencia en el big bang es tan solo una teoría,
probable para unos, y absurda para otros. Nada queremos decir sobre la fusión
fría.

Además de estas tres clases de creencias simples habría que distinguir


creencias complejas, ya fueran de naturaleza circular y angular (AB), ya fueran
de naturaleza angular radial (BC), ya fueran de carácter circular radial (AC).

Como ejemplo de creencias tipo AB podríamos citar la creencia en el


marcho cabrío de quienes participan del aquelarre, o la creencia en la
comunidad entre hombres y grandes simios de quienes han suscrito
el Proyecto Gran Simio.

Como ejemplo de creencias tipo BC cabría citar a la creencia en Mitra,


como regenerador de la naturaleza, propia de los asistentes a las ceremonias
de iniciación en el mitreo.

Y como ejemplo de creencias tipo AC citaríamos la creencia en


comunidades antropomórficas de extraterrestres, o la creencia en robots u
ordenadores inteligentes.

La mayor parte de las creencias participan de los tres ejes (ABC); en


consecuencia cuando se establecen las clasificaciones de las creencias en los
términos que preceden es porque se ha atendido al mayor peso relativo
apreciado en algunos de los ejes.

72
III
Las creencias en el conjunto de la cultura humana

1. Creencia y conciencia

Bajo este epígrafe no hacemos sino suscitar la cuestión acerca de si las


creencias son conscientes o inconscientes.

Nos remitimos a la obra citada (Cuestiones cuodlibetales), en donde


hemos procurado llamar la atención acerca de la inanidad de las más
frecuentes definiciones de la conciencia («autopresencia del alma ante sí
misma», «presencia de la realidad, del objeto, ante el sujeto», &c.). La
conciencia procedería de las creencias, cuando estas funcionan como
ortogramas normativos. La conciencia aparecería en el choque de creencias en
conflicto. Esto nos permitiría también definir la falsa conciencia en los términos
que en la citada obra han sido expuestos.

2. Creencia y razón

La cuestión que suscitamos aquí es la de si las creencias son racionales o


irracionales. También aquí tendríamos que debatir la opinión muy común de
que las creencias son irracionales, y que frente a ellas la «razón» o el «logos»
representa un giro nuevo en la historia.

Sin embargo, por nuestra parte, defenderíamos la tesis de que en principio


toda creencia es racional, tesis en gran medida basada en la premisa acerca
del carácter lingüístico de toda creencia. Pero toda conducta lingüística supone
un logos, por tanto una razón; otra cosa es el tanto de verdad que haya de
corresponder a cada creencia. La creencia mítica de la Tierra sostenida por
Atlas no puede en modo alguno considerarse como irracional; por de pronto
presupone ya el desarrollo muy avanzado de una civilización capaz de
representarse a la Tierra como una bola o como un disco que flota en el
espacio. Racional es también la pregunta de por qué esa bola o ese disco que
ya flota en el espacio no se precipita al abismo; racional es también el intento
de explicación mediante el mito antropomórfico de Atlas, que es sin duda falso.
Pero la sustitución de esta creencia por la teoría «racional» de Anaximandro –
la Tierra no cae al abismo porque ocupa el centro del mundo y está en
equilibrio– tampoco nos conduce a una verdad plena.

Por tanto el desarrollo de la razón no implica la destrucción previa de toda


creencia. La razón filosófica o científica no resulta tanto de la aniquilación
previa de las creencias, cuando de la confrontación mutua de las creencias
más heterogéneas y diversas, capaces de «romperse» o «disgregarse» en la
confrontación.

3. Creencia y ciencia

73
Tampoco cabe establecer una disyuntiva entre las creencias y las ciencias.
Una ciencia presupone siempre una creencia, lo cual no implica ningún
absurdo, cuando se ha empezado por advertir que toda creencia es racional.
Por esta misma razón, también, las ciencias pueden instaurar nuevas
creencias, cuando son verdaderas y se socializan, como ha sido el caso del
heliocentrismo.

Final

Terminaremos distanciándonos de la tendencia a contraponer creencias y


ciencias, creencias mitológicas y razón, creencias inconscientes y creencias
conscientes.

Como hemos intentado probar, hay creencias mitológicas que son tan
racionales como puedan serlo las creencias científicas o inspiradas por las
ciencias: el mito de la caverna es una creencia cuya racionalidad es acaso
mucho mayor de lo que pueda serlo la creencia en el big bang. Hay creencias
filosóficas y creencias científicas (con fulcros científicos), y hay creencias
metafísicas (propias de la falsa conciencia) y hay también creencias
anticientíficas. Cada especie de creencias y, sobre todo, cada creencia
individual y concreta (como pueda serlo la creencia en Zeus, dentro de la
especie de creencias religiosas secundarias), necesita un análisis
pormenorizado y particular.
La posición que consideramos filosóficamente más acrítica es la que se
orienta a la crítica de especies de creencias, en lugar de atenerse a las
creencias individuales y concretas envueltas por esas especies, y sobre todo,
la que se orienta a la crítica de la «creencia» general, de la «creencia
inespecífica», oponiéndola, por ejemplo, a una «razón» también inespecífica.
Sobre el concepto de
«memoria histórica común»
Gustavo Bueno
Intervención en la presentación del libro De Bilbao a Oviedo pasando por el
penal de Burgos (Pentalfa 2002), memorias políticas de José María Laso, en la
Sala Príncipe del Ayuntamiento de Oviedo, el 20 de diciembre de 2002

74
No considero necesario reexponer en
esta intervención, que es al mismo tiempo un homenaje a José María Laso, las
ideas que figuran en el prólogo a sus memorias, puesto que se supone que
todos los presentes pueden leerlo.

Me parece en cambio más oportuno hacer algunas reflexiones sobre el


concepto de «memoria histórica», que estos días va y viene, no solamente en
los medios asturianos, sino también en los medios nacionales.

Es evidente que el «recuerdo» de los hechos históricos, como los


recuerdos que constan en la memorias de José María Laso, es el recuerdo
selectivo de los hechos históricos, y por tanto parcial o partidista. Y
precisamente para tratar de eliminar o atenuar esta condición es por lo que a
nuestro juicio se ha inventado el pseudoconcepto de «memoria histórica
común», para presentar como imparciales y objetivos los recuerdos que a
todas luces se abren paso tras los años de amnesia determinada por la
transición democrática. E incluso se ha constituido una institución encargada
del cuidado de la «memoria histórica», y lo que es más sorprendente aún, de
su recuperación (concepto este que implica, si es que quiere ser concepto, que
existe una memoria histórica objetiva, parcialmente perdida o eclipsada, y que
por ello necesita ser recuperada, no ya construida).
Se trata de la ARMH Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica. Izquierda Unida y el Partido Socialista Obrero Español presentaron
formalmente al Congreso de los Diputados, del 9 de septiembre al 4 de octubre
de 2002, proposiciones no de ley en esta dirección (el día 28 de octubre de
2001 la ARMH había encontrado en Prioranza del Bierzo, León, los cuerpos de
trece republicanos fusilados y enterrados en campo abierto el 13 de octubre de
1936).

Por ello los socialistas de la monarquía democrática exhortaron a los


administradores públicos «a coordinarse y cooperar con los medios materiales
y humanos necesarios para facilitar la exhumación, identificación y

75
enterramiento de las víctimas de la Guardia Civil que por defender los valores
republicanos fueron asesinados y enterrados sin identificar en fosas comunes».

Por consiguiente constatamos ya con claridad que la memoria histórica se


aplica selectivamente al contexto de la recuperación de los huesos de los
fusilados por Franco en la Guerra Civil o en la postguerra, enterrados en fosas
colectivas y anónimas; recuperación reivindicativa puesto que, se dice, los
fusilados y asesinados pertenecientes «a la parte de Franco» ya recibieron sus
honores en el Valle de los Caídos.

Y aquí no entramos en la cuestión de la oportunidad y legitimidad de la


operación de desenterrar a los fusilados del «bando republicano» (algunas
veces la recuperación no se ha hecho físicamente, sacando los huesos de las
fosas, sino simbólicamente, poniendo sobre las fosas los nombres de quienes
descansan en ellas). Se trata de analizar qué pueda significar el que esa
recuperación se haga en nombre de la «memoria histórica».

«Memoria histórica» es un concepto espúreo, sobre todo cuando él


pretende tener como referencia el supuesto (metafísico) «archivo indeleble»
cuya custodia estaría encomendada al género humano; y que es susceptible de
eclipsarse ante los individuos, dotados de una memoria más flaca. Por ello
estos tendrán que «recuperar» una memoria histórica común, objetiva, que se
supone ya organizada, aunque oculta (ocultada) a la espera de ser desvelada o
recuperada. Por ello, la «recuperación de la memoria histórica» puede tomar la
forma de una reivindicación: porque se supone que el eclipse de esa memoria
histórica, que se sustenta en el seno del género humano, o en la sociedad, no
es casual sino intencionado.

No se trata de una amnesia, sino de una ocultación, por quienes quieren


«enterrar el pasado». Lo que ocurre es que si no hay amnesia tampoco tendría
que haber memoria.

El concepto de «memoria histórica» pretende remitirnos, por tanto, a un


sujeto abstracto (la Sociedad, la Humanidad, una especie de divinidad que todo
lo conserva y lo mantiene presente) capaz de conservar en su seno la totalidad
del pretérito que los mortales del presente deben descubrir. Esta memoria
histórica tiende a ser una memoria histórica total, que se aproxima a lo que
pudiera ser la memoria eterna de quien vive las cosas tota simul et perfecta
possesio.

Pero este sujeto abstracto, receptáculo de la memoria histórica no existe,


es un sujeto metafísico. No hay «memoria histórica».

La Historia, sencillamente, no es memoria, ni se constituye por la memoria.


Es esta una metáfora muy vieja, sin duda, canonizada por el canciller Bacon de
Verulamio, cuando clasificó a las ciencias en función de las «facultades
intelectuales» que él consideró esenciales: Memoria, Imaginación, Razón. Así,

76
la Historia sería el producto de la Memoria; la Poesía de la Imaginación y la
Filosofía, junto con las Matemáticas, de la Razón.
Esta ocurrencia de Bacon, sin perjuicio de su ramplonería psicologista, fue
tomada en serio por d'Alembert, en el Discurso preliminar de
la Enciclopedia, que la hizo doctrina común entre las gentes de letras, incluidos
a los políticos y a los historiadores.
Pero la Historia, en lo que tiene de ciencia, no es efecto de la memoria, ni
tiene que ver con la memoria más de lo que tenga que ver la Química o las
Matemáticas. La Historia no es sencillamente un recuerdo del pasado. La
Historia es una interpretación o reconstrucción de las reliquias (que
permanecen en el presente) y una ordenación de estas reliquias. Por tanto la
Historia es obra del entendimiento, y no de la memoria.
La memoria (y el recuerdo, como la amnesia) tiene como referencia y
soporte al cerebro humano (singular) de cada hombre. La memoria, por tanto,
sólo puede conservar aquello que cada hombre singular ha experimentado o
vivido, dejando aparte su herencia genética. Por tanto la memoria tiene como
ámbito aquella parte del mundo envolvente que le ha afectado, la memoria
episódica (es decir, aquella memoria mediante la cual las cosas recordadas del
mundo mantienen la referencia al instante de la trayectoria biográfica de quien
está recordando). Otra cosa es la llamada memoria semántica, que tiene que
ver con el lenguaje, con la ciencia, con la «razón».

Nadie puede tener memoria, por lo tanto, de algo que anteceda a su vida
propia. Y por ello la Historia no se reduce a la memoria. Nadie puede
«recordar» la historia de Amenophis IV, el faraón descubierto por los
egiptólogos, a partir de las reliquias (templos, estatuas, jeroglíficos) que siguen
existiendo en el presente. Sólo un impostor o una impostora (acaso un
demente) puede decir que tiene memoria histórica del faraón Amenophis IV,
porque dice recordar, tras un ejercicio de «regresión hipnótica», haber sido una
de sus concubinas.

La distinción fundamental hay que ponerla en la propia memoria cerebral,


como distinción entre memoria individual y memoria personal. Es decir, la
distinción entre el individuo y la persona, que son conceptos conjugados,
aplicada a la memoria.
La memoria individual tiene como materiales propios los recuerdos de la
vida privada, familiar o biológica; la vida que está fuera de la historia, la vida
que estudia el psicólogo.
La memoria personal es la que tiene como material a los recuerdos de la
vida propia pero en relación con la vida pública (política, científica, artística,
profesional). La persona implica siempre a un grupo de personas,
necesariamente dadas en sucesión histórica. Dicho de otro modo, la memoria
personal tiene siempre que ver con la historia. La memoria personal es
necesariamente histórica, y por tanto la memoria histórica no es sino un modo
de designar, de modo redundante, a la memoria personal.

Y entonces ocurre que la memoria histórica o personal es necesariamente


parcial y partidista, porque una persona es sólo una parte de la historia. Y la

77
biografía es importante para la historia en la medida en que ella es una reliquia,
una parte más a interpretar.

La memoria histórica personal es el recuerdo del mundo histórico que a


cada cual, o a su grupo, le ha tocado vivir, especialmente en un sentido activo.
El peligro por tanto de la pretensión de convertir las memorias personales (o
del grupo de personas), necesariamente parciales (partidistas), en memoria
histórica objetiva o total es evidente. En realidad se trata de una pretensión
reivindicativa. ¿Qué quiere decir la «memoria histórica» de los sucesos de
octubre de 1934 en Asturias? ¿Qué es «memoria histórica» del proyecto de
invasión de las guerrillas, a través del Pirineo, en 1945? ¿Qué es «memoria
histórica» de la transición democrática? ¿Quién se atrevería a afectar
imparcialidad científica en esta «memoria histórica» por antonomasia, para los
españoles del presente?

La memoria histórica, en cuanto memoria personal, subjetiva o de grupo


que es, tiene siempre un componente reivindicativo. Y no digo que la
reivindicación no deba hacerse, digo que no debe hacerse en nombre de una
«memoria histórica universal», común y objetiva, puesto que la memoria
histórica es siempre memoria individual, biográfica, familiar o de grupo. Y esto
explica por qué la llamada «memoria histórica» se oculta: porque no es
memoria sino selección partidista. La memoria histórica es a la vez damnatio
memoriae. Por ejemplo, la memoria histórica, que contradictoriamente, propone
borrar un retrato de Girón, ministro de Franco, de la Universidad Laboral de
Gijón. Que propone retirar del callejero de una ciudad los nombres de los
«golpistas» que se alzaron contra la República; una memoria histórica que por
otra parte no pide eliminar los nombres de otros golpistas contra la República,
los de octubre de 1934, como lo fueron Ramón González Peña o Belarmino
Tomás.

Por tanto, las reivindicaciones de las memorias personales, contra todo


tipo de amnesia y de amnistía, no debe hacerse en nombre de la memoria
histórica común, sino en nombre o bien de la memoria individual o familiar, o
bien en nombre de planes y programas políticos o científicos. Esto explica por
qué la llamada «memoria histórica» no es propiamente memoria, sino selección
partidista; por qué se eclipsa de modo funcional, y por qué la «memoria
histórica», paradójicamente, derriba las estatuas de Lenin o de Franco. Dicho
de otro modo, la memoria histórica sólo puede aproximarse a la imparcialidad
cuando deje de ser memoria y se convierta simplemente en historia.

Las memorias de José María Laso, en torno a las cuales estamos todos
reunidos aquí hoy, son por tanto unas verdaderas memorias históricas. Y esto
es debido a que las memorias de Laso son auténticas memorias personales y
no meramente memorias individuales. En las memorias de José María Laso
figuran tanto los episodios de sus detenciones como los incidentes de la batalla
de Kursk; porque la batalla de Kursk, por ejemplo, sin perjuicio de que haya
sido objeto ulterior de las investigaciones históricas del propio Laso, constituyó
no sólo un acontecimiento histórico fundamental del final de la Segunda Guerra
Mundial, sino un acontecimiento que ya figuraba en la biografía de José María

78
Laso, en los años de su formación personal y política. Estas memorias de Laso,
como memorias auténticamente personales, tienen por ello un interés general,
por así decir, público y no solamente privado. Una vez más podemos ver a
propósito de José María Laso, un estoico de pies a cabeza de nuestros días,
como lo más valioso de su vida privada o íntima es al mismo tiempo lo que ella
tiene de vida pública, histórica.

El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales


y el «No a la guerra» de los Premios Goya
Gustavo Bueno

Quienes hablan de la Paz, en general, y dicen «No a la guerra», en abstracto,


deberían meditar en los argumentos que el materialismo histórico ofrece frente
el idealismo histórico. Y deberían también tener en cuenta que el idealismo no
es simplemente una actitud inofensiva, «de buena voluntad», sino que encubre
la mala fe de quien quiere atribuir a la maldad de los demás lo que deriva de la
misma concatenación histórica y social de los hechos; y de quienes con esto se
consideran ya disculpados de toda responsabilidad

El Manifiesto de la Alianza de Intelectuales Antiimperialistas tiene un


gran interés para delimitar los caminos que intentan explorar gentes, que se
consideran de izquierda, pertenecientes a las clases liberales («intelectuales,
artistas, científicos») que no teniendo tras de sí a ninguna fuerza social a la que
representar (un sindicato, un partido político, una iglesia) asumen
solemnemente la representación de la «Razón», la del «Pensamiento» o la de
la «Cultura», para enfrentarse con lo que ellos consideran la derecha y el mal
radical: el imperialismo de Estados Unidos, según el giro que ha tomado tras el
11 de septiembre de 2001. Quien tenga este Manifiesto contra la Barbarie en
sus manos, que se disponga a escuchar, a través de sus profetas, las
revelaciones de la Razón, del Pensamiento y de la Cultura.

Lo verdaderamente asombroso es que, en los días de hoy, algunas


decenas de profesores, artistas, periodistas, cantantes, cineastas... sigan
encontrando la posibilidad de reunirse bajo una bandera que lleva escrita entre
sus pliegues palabras tales como «intelectuales», «pensamiento», «razón» o
«cultura»; palabras que estos individuos utilizan del modo más primario e

79
ingenuo imaginable, acríticamente. ¿Quién de los firmantes podría ofrecernos
una mínima teoría sobre la razón, sobre los intelectuales, sobre el pensamiento
o sobre la cultura? Produce sonrojo ver como los abajo firmantes ponen estas
palabras en su bandera, como si ellos fueran sus abanderados. Yo conozco a
algunos de ellos, y algunos de los más ilustres: me consta que carecen de
capacidad para dar una idea de Razón que pueda dar más de dos pasos, o una
idea de Cultura o de Pensamiento o incluso de «Intelectuales» que pueda
considerarse un poco alejada de los «lugares comunes». Y aunque pudieran
ofrecernos algunos esbozos, ¿quiénes son ellos para levantarlos como
bandera?

Me dicen algunos: «es cierto que la expresión "los intelectuales" es muy


difícil de interpretar, pero sirve para entendernos.» Falso. Sirve para todo lo
contrario, para no entendernos en absoluto.

Dicen los abajo firmantes: «Los intelectuales (en el sentido más amplio y
menos elitista del término) en función del privilegio que supone el acceso al
conocimiento... tienen una responsabilidad tan específica como grave: la crítica
radical y continua de los argumentos esgrimidos por el poder...» Se nos
presentan por tanto unos individuos bajo el título de intelectuales, «pero en el
sentido más amplio y no elitista del término». Ahora bien: el único modo de
ampliar el sentido, de modo no elitista, y ampliarlo en el sentido más ancho,
será considerar intelectuales a todos los hombres, puesto que todos los
hombres tienen entendimiento o inteligencia, es decir, facultades intelectuales.
Más aún, el mecánico electricista que le arregla el motor del automóvil a un
individuo de la Alianza Antiimperialista tiene probablemente más inteligencia de
la que él pueda tener. Y si todos los hombres son intelectuales, o bien los abajo
firmantes quieren decir que se manifiestan en nombre de todos los hombres, lo
que es sin duda excesivo, o bien quieren decir, al utilizar el término
«intelectuales», que se refieren a un subconjunto del conjunto total de los
hombres. Pero no definen en qué consista tal subconjunto, y no será su
condición intelectual la que los defina. Dirán: «nuestra condición se define
porque hemos accedido al conocimiento.» ¿A qué conocimiento? ¿Será algún
conocimiento compartido por pintores, cineastas, profesores de derecho o de
literatura? ¿Y cual puede ser este conocimiento que, además, no sea
compartido por otros muchos hombres?

Pero en seguida vemos que la responsabilidad que se atribuyen esos


intelectuales se define por la «crítica al poder». ¿A qué poder? ¿Al poder del
Estado, en general? Esto ya nos daría la pista: los abajo firmantes son
anarquistas. Pero muchos de ellos nos consta que no son anarquistas, sino
profesores de derecho internacional público, o prestigiosos diplomáticos. Luego
estos al menos, ¿se unen para criticar al poder en el sentido del poder difuso,
del que hablan algunos franceses? Entonces los abajo firmantes habrán
avanzado aún más por la senda libertaria. Pero, ¿con cuantas divisiones
cuenta estos intelectuales de la AIA para conjurar la microfísica del poder? Esta
acechará también a cada intelectual o a cada artista, al relacionarse con los
otros artistas o con otros intelectuales. Concluirán: «nosotros luchamos contra
el poder ligado al imperialismo de USA.» Otra vez les preguntamos, ¿con

80
cuantas divisiones contáis para acometer esta empresa? Responderán: «No
contamos con la fuerza o con el dinero, contamos con la Razón.»

Esto, que no produce vergüenza ajena cuando lo escuchamos de bocas


adolescentes, produce sonrojo e indignación cuando lo escuchamos de bocas
de individuos «profesionales adultos». ¿Acaso el Imperio no cuenta también
con la razón?

El lenguaje idealista y mentalista de los abajo firmantes rebasa los límites


del ridículo. Resulta que, según ellos, el poder, con la complicidad de los
medios, «inunda las mentes». Y resulta algo aún más asombroso: que los
abajo firmantes dicen «haber hecho del pensamiento su herramienta».

Eso sí, hablan del «imaginario colectivo» (sin haberse parado «a pensar»
de donde viene semejante expresión), y no olvidan de ponerse al día, «en
cuestión de género», conminando (¿quienes son ellos para conminar a nadie?)
a escritores/as, profesores/as, científicos/as, investigadores/as, pero
discriminando injustificadamente al género masculino, al incluir en su
enumeración sólo a los artistas (¿por qué no incluyen también a los artistos?).
Se horrorizan del terrorismo de Estado, e incluso de la llamada pena de
muerte (sin haberse siquiera «puesto a pensar» en lo contradictorio de esta
expresión), pero olvidan mencionar al terrorismo de ETA, o a los terroristas que
destruyeron las Torres Gemelas. ¿O es que piensan que las derribó el propio
Pentágono para disponer de un casus belli?
El Manifiesto de esta izquierda indefinida, extravagante y divagante, no
merece el más mínimo respeto. Es un manifiesto ridículo e ingenuo, y lo único
que se podría decir, para salvar a los firmantes (algunos son amigos) es esto: o
bien suponer que lo han firmado sin leerlo, o bien recordar que cien individuos
que, por separado, pueden formar un conjunto distributivo de cien sabios,
cuando se reúnen para hacer un manifiesto como el que comentamos,
constituyen un conjunto atributivo formado por un único idiota.

81
En la ceremonia de distribución de los
premios Goya celebrada el 1º de febrero de 2003 los «artistas e intelectuales»
asistentes, como si tratasen de continuar el Manifiesto de la Alianza de los
Intelectuales, dieron un espectáculo, sobreañadido al de su propia ceremonia,
exhibiendo unas pegatinas con la inscripción: «No a la guerra.» Más aún, uno
de los actores agraciados, rebosante de ingenio, en el momento en el que se
disponía a hablar ante el micrófono, fingió verse obligado a recurrir al guión
para su discurso y, como condensando una supuesta argumentación muy
compleja, para la que se requería la lectura, sacó un papel y leyó la pegatina:
«No a la guerra.» Es decir, hizo lo del vasco del sermón, cuando resumía la
argumentación teológica del predicador sobre el pecado diciendo: «No es
partidario.»

Aquí no se trata de discutir si el rechazo a la guerra es o no defendible. Lo


que se discute es el modo y las circunstancias en las que se manifiesta una
posición al modo del vasco del sermón.

Decir «No a la guerra» en general, o en


abstracto, es superfluo porque prácticamente nadie dirá en abstracto y en
general «Sí a la guerra». Por tanto, un lema semejante, en general o en
abstracto, no se dirige propiamente contra nadie, salvo que se construya ad
hoc el adversario, el maniqueo (como es el caso), es decir, a alguien que
supuestamente dice «Sí a la guerra», en general, en abstracto (lo que sería
equivalente a decirlo inspirado por un afán de destrucción, de aniquilación, de
sadismo, de nihilismo, como haría un loco o Mefistófeles)

82
Lo más importante es que a este alguien implícito, «los artistas e
intelectuales de izquierda» lo identificarán inmediatamente con «la derecha». Y,
en el contexto actual, la derecha será Bush, pero también Aznar, Blair, &c.
(Chirac, en cambio, deberá ponerse a la izquierda, pero en estos detalles no
reparan los artistas.)

Ahora bien, es puro infantilismo


suponer que los Estados Unidos y sus aliados quieren la guerra por motivos
generales, es decir, impulsados por un afán satánico o demente, o incluso por
un mero espíritu de codicia capitalista (el petróleo). Esos «artistas e
intelectuales» debieran analizar las circunstancias que determinan en concreto
una guerra, o incluso el afán del control del petróleo. Si, por ejemplo, se tratase
de una guerra defensiva (contra ataques inminentes o ya en curso, como los
ataques del 11S, los ataques a los kurdos), ¿quién podría arriesgarse a tirar las
armas, en nombre del pacifismo? Esas armas las tomaría inmediatamente el
enemigo. Hablar de paz, de diálogo y de desarme en general, en estas
circunstancias (que habría que analizar en cada caso, desde luego) sería
suicida.

Y si la guerra fuera preventiva, por ejemplo, del posible control del petróleo
de Irak por los terroristas islámicos, o acaso por los chinos, ¿cabría también
decir en general «No a la guerra»? Habría por lo menos que descender incluso
al análisis de los títulos por los cuales pueden considerarse los irakies dueños
«por derecho natural» de un territorio dado y de los recursos que él contiene (el
petróleo, por ejemplo), supuesto que hayan sido los primeros ocupantes,
incluso con cientos de años de ocupación. Pues si, por ejemplo, alguien
defiende que la tierra es de todos, es decir, si defiende la tesis de que el
derecho de propiedad privada no es un derecho natural (como lo defendió la
tradición española que, por boca de Vitoria o de Vives, negó que el derecho de
propiedad fuera un derecho natural), tampoco a un Estado podrá atribuírsele
«por derecho natural» la propiedad de los recursos petrolíferos de su territorio,
si es que estos recursos o su control resultan ser imprescindibles para la
sostenibilidad en el futuro inmediato de la propia sociedad política en la que se
vive. Y entonces la única razón del «propietario» para no ser expropiado, no
será el derecho natural a su propiedad, sino la fuerza de que pueda disponer
83
para resistir la expropiación. Y esto es lo que ocurre de hecho: lo demás es
metafísica idealista.

Sin duda todas estas cuestiones son muy complejas, difíciles y caben
muchos puntos de vista. Por ello es intolerable que unos autodenominados
«intelectuales y artistas» digan, «en nombre de la izquierda», No a la guerra, a
la manera como lo dicen las autoridades religiosas (el Papa, o el Dalai Lama) o
el vasco del sermón; o a la manera ingenua de los partidos de oposición (el
PSOE, en este caso, por boca de su secretario general) cuando, aprovechando
la coyuntura creada por una encuesta en la que un 70% de españoles dicen
«No a la guerra», se apresura a «ponerse delante de la procesión», de forma
que la falsa disyuntiva implícita («Sí a la guerra») sea atribuida explícitamente
al Gobierno y a su partido.
No a la guerra, no al chapapote y al galipote. Los intelectuales y artistas
han creído tener asegurado con estas proclamas la trascendencia, urbi et
orbe, más allá de sus banales ceremonias estéticas. Recuerdan a aquel alcalde
de la época del cantonalismo del siglo XIX español, que no sabía argumentar
en público, y que cuando comenzaba su discurso y se trabucaba, resolvía la
situación, asegurándose además los aplausos del público, exclamando: «¡Viva
Cartagena!». Los intelectuales y artistas creían tener asegurada la
trascendencia y la impunidad de sus declaraciones inofensivas; pero si
hubieran tenido algún reparo se hubieran escondido inmediatamente, como
hacen los caracoles cuando les tocan los cuernos. De otro modo, ¿por qué no
han dicho en otras ceremonias similares estos artistas e intelectuales: «No a la
ETA»? ¿Acaso porque estaban muy cerca de San Sebastián?

No hablo de memoria. He tratado y debatido en varias ocasiones con


«artistas e intelectuales» de este ramo. Puedo asegurar que, en general, las
ideas filosóficas (pues ellos les llaman así, «su filosofía») que «abrigan» son de
un infantilismo sorprendente. Lo mejor que podrían hacer era callarse, es decir,
hablar sólo a través de su arte, pero no «reflexionar» en público ni sobre su
arte, ni sobre cuestiones generales, como si tuvieran especial competencia
para ello. «Escultor, trabaja y no hables» decía Goethe, y repetimos nosotros.

Más aún: su mismo infantilismo encubre a estos artistas e intelectuales la


percepción correcta de la realidad, por ejemplo la interpretación de las
encuestas. Todos los españoles (y los franceses, y los ingleses, y los
luxemburgueses) dirán «no a la guerra» si se les pregunta en general y en
abstracto. Pero la pregunta no es esta. La pregunta es no sólo si en general
hay que hablar de no a la guerra sino, cuando nos atacan, o nos amenazan con
un ataque inminente, es necesario, y prudente, recurrir a la violencia y a la
guerra; o si podemos contentarnos, ya que estamos entre artistas, con ensalzar
a la Paz Perpetua y al amor entre todos los hombres entonando la Novena
Sinfonía.

«En nombre de la Ética»


Gustavo Bueno

84
Muchos de los problemas políticos, económicos y sociales de nuestro presente
suelen recibir, por parte de personas interesadas, un diagnóstico ético.
Se intenta demostrar que este diagnóstico no es siempre inocente
§1
El asesinato de la teoría por un hecho

En una declaración solemne difundida por todos los medios de


comunicación el día 15 de junio de 2003, el dirigente del Partido Socialista
Obrero Español señor Jesús Caldera, intima a todas las fuerzas sociales, y
particularmente al Partido Popular, a que, «en nombre de la Ética», exijan a los
dos diputados socialistas de la Comunidad Autónoma de Madrid, señor
Eduardo Tamayo y señora María Teresa Sáez, como desertores (otras veces,
aunque de modo inadecuado, «tránsfugas») en el momento de la elección de
presidente de la Asamblea de Madrid, la devolución de sus actas de diputados.
En aquel momento tal devolución hubiera permitido la sustitución automática de
los diputados que actuaron por su cuenta, al margen de la disciplina de su
partido, por otros dos nombres tomados de la «lista cerrada y bloqueada», lo
que hubiera hecho posible, en una nueva votación, que fueran elegidos los
señores Francisco Cabaco y Rafael Simancas, como presidentes del
parlamento y del gobierno de la comunidad madrileña, respectivamente (otra
cosa es que posteriormente el señor Simancas, por motivos coyunturales,
declarase que no aceptaría el voto, no ya de los «traidores», pero ni siquiera el
de sus eventuales sustitutos). El señor Caldera, portavoz del Grupo
Parlamentario Socialista, dijo más: «El no proceder de este modo [en nombre
de la Ética] beneficiaría al PP», insinuando, acaso por mecánica aplicación del
principio cui prodest, que, puesto que este episodio (producido en las filas del
PSOE) terminaría beneficiando al PP, éste habría tenido que tener parte en el
comportamiento de los desertores. La consecuencia es obviamente
inadmisible, y sólo la confusión de ideas, alimentada por los intereses
partidistas, puede haber movido la boca del señor Caldera. Que el Partido
Popular obtiene un beneficio político del escándalo socialista es evidente, pero
su causa propia y directa no es otra sino el mismo descalabro del PSOE, en
cuanto partido de la oposición. Que el portavoz de un partido político recurra a
la Ética para convencer a sus rivales políticos de la conveniencia o necesidad
de favorecerle, ¿no tiene mucho de apelación a un «pacto entre caballeros»
(como propuso el señor Llamazares, de Izquierda Unida)? Pero los «pactos
entre caballeros» tienen que ver más con la moral que con la ética.

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La apelación a la ética tiene aquí todo el aspecto del recurso a una cortina
que, con un nombre sublime, lo que busca es ocultar problemas políticos de
fondo. Principalmente estos dos:

1º El problema derivado del supuesto de que los diputados de un partido


político (elegidos por el pueblo) tienen que acatar por disciplina las consignas
de la cúpula del Partido. Y como el análisis de este supuesto podría hacer
tambalear los fundamentos de nuestra partitocracia (con sus listas cerradas y
bloqueadas), lo mejor es evitar este análisis, y zanjar la cuestión acusando a
los diputados elegidos por el pueblo de gravísima «falta de ética».

2º El problema derivado de la explicación extrapolítica que habría que


ofrecer de esta «falta de ética»: que los diputados disidentes sólo pueden
haber actuado movidos por un soborno económico (por parte, se dice en este
caso, de empresas constructoras). En ningún caso, por la razón política por
ellos alegada, a saber, que no estaban dispuestos a aceptar la entrada de
Izquierda Unida, en las condiciones pactadas a última hora, en el parlamento y
gobierno de la comunidad de Madrid. Estas razones no son tenidas en cuenta,
en absoluto, y lo más grave es que la razón por la cual se desestiman es la
petición de principio, por entero gratuita, en la que incurre la «cúpula dirigente»
y según la cual «el pueblo» que votó al PSOE y a IU votó «a la Izquierda»; por
tanto, que la «voluntad popular» votaba «a la Izquierda» (y, a pesar de ello,
sólo sobrepasó al PP en un escaño: lo que demuestra que «el pueblo» no tenía
una opinión común). Pero precisamente es la propia deserción de los diputados
electos la que pone este supuesto en duda, puesto que muchos militantes del
PSOE (y no sólo los desertores) son los que no querían el pacto con Izquierda
Unida, es decir, los que ponían en cuestión la supuesta unidad de la Izquierda,
que aquí se hace funcionar como unidad mítica. Queda pendiente, por tanto, la
cuestión del supuesto soborno (cuya resolución se desplaza hacia los
tribunales de justicia); pero si hubiera habido este soborno, el delito
comprometería en todo caso al PSOE, sin perjuicio de que los sobornantes
tuvieran algo que ver con el PP. Del modo más cínico imaginable, sin embargo,
la estrategia defensiva del Partido Socialista y de Izquierda Unida ha consistido
en presentar al Partido Popular, en todo caso, como el incitador y responsable
de la crisis institucional. Y, posteriormente, se llegaría a acusar de perjuros a
los diputados rebeldes, cuando tomaron posesión de sus escaños (el 23 de
junio), como si el hecho de haber sido elegidos por «el pueblo» implicase un
juramento de fidelidad al Partido que los presentó (incluso cuando éste partido
introducía novedades sustanciales en su programa de pactos); pero de este
modo, al declarar perjuros a los militantes expulsados, los diputados socialistas
podían rasgarse las vestiduras en la cámara saliéndose de ella, y acusando de
cómplices con los llamados perjuros, y de indignidad, a quienes se quedaban
en ella (los diputados del PP). Una maniobra de enmascaramiento digna de
sicofantes atenienses que «no se paran en barras» con tal de disimular sus
propias verguenzas y destruir al adversario a cualquier precio. La importancia
de esta crisis, aunque sea «puntual» en la apariencia, puede medirse si
tenemos en cuenta que, a través de ella, se tambalea toda la doctrina de la
democracia partitocrática y de la representación popular, en virtud de aquel
mecanismo que Spencer llamó el «asesinato de la teoría por un hecho».

86
Ahora bien: durante el primer semestre del año 2003 en curso han tenido
lugar, además de este gravísimo incidente desencadenado en el seno del
PSOE, importantes acontecimientos políticos, tanto a escala internacional (la
Guerra del Irak) como a escala nacional (las Elecciones municipales y
autonómicas del 25 de mayo). En el curso de estos acontecimientos se ha
recurrido una y otra vez, por parte precisamente de las izquierdas, a las
descalificaciones éticas, ya sea de los políticos de centro (considerados, desde
luego, como políticos de derechas, más aún, como herederos del franquismo),
ya sea de los políticos que militan en alguno de los partidos de izquierdas. Las
denuncias que las izquierdas formularon en torno a la supuesta ausencia de
«conducta ética» por parte de los políticos de centro (o de derecha), servía
para pedir (exigir) la dimisión de estos políticos, o bien apoyo para un voto de
censura. Y cuando la presunta falta de ética denunciada recaía sobre militantes
ellos mismos de izquierdas, solía ir acompañada de la expulsión fulminante del
Partido, sin proceso interno previo: este era el mejor modo que el Partido tenía
a su disposición para «desentenderse» de los problemas políticos implicados
en el desencadenamiento de la deserción, para zanjar simplemente el
problema en nombre de la Ética (sólo quince días después de la expulsión la
cúpula del PSOE se vió obligada, por el escándalo, a anunciar que estaban
dispuestos a abrir una investigación interna). Por último, dirigentes de Izquierda
Unida, y también del PSOE, han acusado con frecuencia, durante estos meses,
al presidente Aznar de falta de Ética, al apoyar en las Azores a los Estados
Unidos e Inglaterra en su decisión de intervenir militarmente en el Irak;
dirigentes o militantes de Izquierda Unida, o del Partido Socialista, han llamado
públicamente asesino al presidente, y han «exigido» una y otra vez su dimisión.

En conclusión: no sólo se recurre a las acusaciones de «falta de Ética» del


gobierno popular durante la guerra del Irak; los dirigentes del PSOE y de IU
han vuelto a apelar a la Ética para condenar la conducta de los diputados
desertores de los que ya hemos hablado (decía en el Congreso el secretario
general de los socialistas, Rodríguez Zapatero, para justificar la expulsión del
Partido: «No actuaron en sus convicciones con un mínimum de Ética»).

§2
Es sospechoso quien apela a diagnósticos éticos tratando de problemas
políticos

Nos parecen muy sospechosas las apelaciones a la Ética por parte de los
ideólogos y dirigentes de los partidos de izquierdas en el momento de
enfrentarse al diagnóstico de problemas cuya naturaleza es específicamente
política. ¿No apelaba también de hecho a la ética el propio diputado socialista
desertor, señor Tamayo, al manifestar que su indisciplina era debida a una
«cuestión de conciencia», que le obligaba a evitar el pacto de los socialistas
con los comunistas?

¿Qué alcance tiene por tanto esta apelación a la Ética por parte de los
políticos de izquierdas? A nuestro entender hay que partir desde luego de una
grave confusión y oscuridad de los conceptos; pues una falta grave de ética
podría también serles imputada a quienes llamaron «asesino» al presidente
87
Aznar, tratando con ello de destruirle, no ya sólo como político, sino como
persona. Tampoco es nada evidente la acusación de falta de ética a unos
diputados electos que no cumplen la disciplina del Partido (las presuntas
corrupciones inmobiliarias que a estos desertores pudieran ulteriormente
imputárseles no fueron invocadas en el decreto de su expulsión del PSOE). El
incumplimiento de unas normas de disciplina del Partido, teniendo en cuenta,
además, que la doctrina constitucional hace propietarios a los diputados de sus
actas, una vez elegidos por el pueblo (y por el pueblo en general, no ya por los
partidos que en él actuaron en el momento de la consulta electoral, lo que hace
que los diputados ya no puedan ser considerados tanto representantes de sus
votantes como de todo el pueblo), no podía calificarse en principio de «falta de
ética» (incluso ese incumplimiento podría haber estado inspirado, como hemos
dicho, por motivos éticos) sino de falta política (en todo caso moral, y no ética).
Pero la cúpula del PSOE, en bloque, prefirió adoptar la estrategia del
«linchamiento ético» de los diputados rebeldes, a fin de evitar la posibilidad de
considerarlos como rebeldes, puesto que eran soberanos, y acusándolos en
cambio de corrupción económica (sin pruebas, sin presunción de inocencia), es
decir, acusándoles de un delito ético precisamente porque no podían acusarles
de un delito político.

§3
La sorprendente querencia de las izquierdas democráticas hacia la Ética

¿De dónde mana esta querencia de las izquierdas hacia el terreno de la


Ética? ¿Se trata de una mera confusión de conceptos?

No, porque aunque lo fuera, podrían estar actuando como alimento de la


confusión funcionalismos políticos muy precisos. Y en los casos citados la
apelación a la Ética no sería otra cosa sino un modo de desviar planteamientos
políticos cuya publicación resultaría indeseable, o contraproducente, en la
lucha partidista por el poder. Y esto de diverso modo.

Por ejemplo, el intento de juzgar a Aznar desde categorías


éticas («¡Asesino!») podría estar determinado por un automatismo estratégico
orientado a evitar el enjuiciamiento político de los compromisos del Presidente
del Gobierno con los aliados atlantistas; un enjuiciamiento engorroso, y de
resultados retrospectivos nada claros, puesto que muchos podrían ver o
terminar viendo, que la alianza de España con las potencias atlantistas sólo
podría traer beneficios políticos indudables a España y al gobierno popular. Por
ello, en lugar de un debate político, y aprovechando la oleada de
manifestaciones orientadas, al menos ideológicamente, por consignas y valores
éticos (¡Paz!, ¡No a la Guerra!), una descalificación ética previa podía ser
argumento suficiente para derribar al gobierno, desprestigiando su actuación en
sus «raíces éticas», sin necesidad de entrometerse en los berenjenales del
análisis político, muy poco apropiado, además, para dirigirse a las grandes
masas de manifestantes, políticamente muy heterogéneas, que gritaban,
rebosantes de vivencias éticas: «¡No a la Guerra! ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!»

88
O bien (para el caso de la deserción de los parlamentarios socialistas
madrileños), su descalificación ética permitía hacer recaer la responsabilidad
de la catástrofe a la conducta «puntual», individual, de dos militantes (que, en
principio, fueron presentados como casos aislados de «traición»), y evitaba que
se pusiese en tela de juicio al Partido en su conjunto, o al menos a la cúpula
del Partido que los había nombrado desde hacía años para puestos de
importancia. La apelación a la Ética, por tanto, lejos de ser indicio de una
«conciencia sensible», algo así como una herencia delicada de la estirpe
krausista, acaso ingenua o inocente, pero pura, resultaba ser una apelación
astuta, taimada y malintencionada, propia de sicofantes, tendente ella misma a
ocultar la realidad de la corrupción en el seno del Partido, las banderías
internas ya históricas del socialismo, y los propios errores en la lucha política.

Para decirlo de un modo directo: la apelación a la Ética es sospechosa, en


muchos casos, de mala fe.

En los casos que analizamos, la apelación a la Ética trata de evitar que se


planteen las cuestiones de las responsabilidades que pudieran recaer sobre la
mesa que designó a los desertores como titulares de las listas cerradas y
bloqueadas de candidatos, sobre las luchas internas entre esos «renovadores
por la base» y otras familias del PSOE madrileño o nacional, sobre las posibles
complicidades con las turbias negociaciones relacionadas con «el ladrillo», que
puestas «en escena» podrían deslucir, con su «obscenidad», la imagen pública
del Partido Socialista. Lo más conveniente era, por tanto, justificar la expulsión
con argumentos parecidos a los que pudiera formular la «Comisión de Ética»
de la Federación Socialista de Madrid.

Ahora bien, como la apelación a la Ética, en contextos políticos, no es


ninguna improvisación del Partido Socialista (ni, en parte, de Izquierda Unida),
motivada por la urgencia requerida en el tratamiento de perentorios problemas,
sino que es una querencia constante de las izquierdas ibéricas; y como esta
querencia, sea oscura y confusa, sea clara y distinta, no es en todo caso
inocente (como no es inocente, al menos en su propósito, la esperanza puesta
en las Cátedras de Ética impulsadas por el PSOE, y en la «Comunidad ética»,
nombre con el cual, del modo más cursi imaginable, se designa a los
funcionarios del Estado destinados a impartir y a cultivar la Ética en las
Universidades y otros centros de enseñanza, sobre todo en aquéllos centros
que cuentan con militantes del llamado «movimiento CTS», que también pone
a la Ética como último fundamento de su ideología tecnocrática), se reconocerá
la conveniencia de volver, una vez más, al intento de analizar la misma idea de
la Ética en sus relaciones con la Moral, con el Derecho y con la Política, que los
acontecimientos últimos han puesto tan de moda.

§4
Propósito de este artículo

Lo que necesitamos es una definición de Ética que no sea meramente


estipulativa (o propuesta para ser «consensuada»), ni se base únicamente en

89
los usos lingüísticos propios de una sociedad determinada. Buscamos una
definición operatoria, en relación con objetivos predeterminados, en nuestro
caso, el de ser capaz de garantizar la universalidad de las normas éticas y la
capacidad de distinguir las normas éticas de las normas políticas y morales. El
consenso (por ejemplo, el consenso de la «comunidad ética») en una definición
de Ética no garantiza su operatividad objetiva, porque los funcionarios de una
«comunidad ética» no tienen asegurada la claridad y distinción de sus ideas. El
uso ordinario del término tampoco es fundamento suficiente para determinar
filosóficamente una idea, porque, con mucha frecuencia, las acepciones léxicas
populares de los términos adolecen de oscuridad y confusión (el uso ordinario,
en el español de nuestros días, conduce a llamar «cristalero» a quien vende o
produce vidrios, que, en general, no son cristales sino cuerpos amorfos).

Y si mantenemos el principio de que «pensar es pensar contra alguien»,


resultará imprescindible poner sobre la mesa las definiciones de Ética más
relevantes contra las cuales presentamos nuestra definición operatoria.

§5
Doce definiciones de uso corriente de Ética

Ante todo, ofrecemos una muestra de las concepciones de la Ética más


corrientes en nuestros días, pero que tenemos que rechazar por no satisfacer
los requisitos definicionales que suponemos exige la definición operatoria y de
los que hablaremos en el párrafo siguiente.

Analizaremos doce definiciones de Ética (por supuesto esta docena no


constituye una lista cerrada) correspondientes a otras tantas ideas o
concepciones utilizadas en el presente. Estas definiciones están extraídas de
manuales, artículos o disertaciones cuyos autores no citamos, de modo
deliberado, a fin de evitar cualquier contaminación personal en nuestra
exposición y en nuestra crítica.

(1) La Ética es el tratado de la moral (como la Biología es el tratado o la ciencia


de la vida).

(2) La Ética es el tratado del Bien, o de «lo Mejor». Se sobreentiende, del Bien
o de lo Mejor «para el hombre», y, según algunas teorías «más
adelantadas», también para los animales y para los vivientes en general.

(3) Ética es todo aquello que tiene que ver con la promoción o realización de la
Libertad o de la Justicia. Estas definiciones suelen considerarse como
especificaciones de (2).

(4) Ética como conjunto de normas que afectan a determinados hombres, a


saber, aquéllos hombres que estén dotados de conciencia ética.

90
(5) Ética como conjunto de normas que afectan a individuos que, a su vez,
forman parte de sociedades cristianas, o musulmanas, o simplemente
«civilizadas».

(6) Ética como forma de conducta ajustada a Valores.

(7) Ética como conjunto de normas que una sociedad humana ha de establecer
por consenso (por ejemplo, el que condujo a la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948) para hacer posible la convivencia.

(8) Ética como conjunto de normas que regulan el comportamiento de los


individuos de cualquier sociedad humana.

(9) Ética como conjunto de normas o de formas de conducta derivadas de


imperativos que afectan a todos los hombres.

(10) Ética como obediencia a la norma absoluta de un Imperativo categórico.

(11) Ética como sometimiento de las conductas humanas al deber ser (y no


meramente al ser de los instintos o de los intereses).

(12) Ética como conducta inspirada por el Amor o por la Caridad.

§6
Criterios propuestos para una definición de Ética
Nos atendremos aquí a los criterios distintivos de un tipo de definiciones
reales que se fundamentan en la doctrina del primero de los modi sciendi (la
definición) que forma parte de la Teoría del Cierre Categorial.
Ante todo conviene subrayar que las definiciones reales de las que nos
ocupamos (como pretende ser la definición de Ética) no son meras definiciones
nominales. En éstas, el definiendum tiene como referencia propia la misma
definición, y es sustituible por ésta (el definiendum «cuadrilátero», por
definición nominal, suple por «polígono de cuatro lados», y queda agotado, por
así decir, en la definición con la que se identifica definicionalmente). Pero en
las definiciones reales el definiendum ha de tener un sentido y una referencia
predefinicional, es decir, supuesta previamente a la definición-k que se
considera (lo que no excluye que ese sentido y referencia predefinicional-k
pueda a su vez comprenderse en otras definiciones k-1). Cuando defino
«redondel» por «circunferencia» (como lugar geométrico de los puntos que
equidistan de uno dado), el «redondel» (como definiendum) no queda agotado
en la definitio (circunferencia, como definición nominal de «lugar geométrico de
los puntos...», &c.); ni puede quedar agotado por ella, puesto que «redondel»
nos remite a figuras bidimensionales de la percepción, constituida por partes
finitas (por ejemplo, los cuadrantes) mientras que la circunferencia es
unidimensional (una línea invisible) y está constituida por infinitos puntos. Por
ello la circunferencia no se identifica definicionalmente con el redondel, ni éste
es un simple ejemplo de circunferencia (la «circunferencia» se identifica con el

91
«redondel» a partir de un proceso que, hace ya más de cincuenta años,
describimos como proceso picnológico –ver «Los procesos picnológicos»,
en Theoría, Madrid 1952, nº 1, págs. 22-24 y nº 2, págs. 83-86.–).

Una definición real habrá de satisfacer, según lo dicho, criterios relativos al


propio campo material, fenoménico, en cuyo ámbito se nos delimita de un
modo más o menos claro (o borroso) la figura (o las figuras) cuya definición real
(por tanto, implicando las relaciones con otras figuras del campo) buscamos,
pero a un nivel esencial o estructural. Con esto estamos simplemente
suponiendo que no es posible movernos en un mundo de esencias
(terciogenéricas), jorismático respecto del mundo de los fenómenos
correspondientes.

1. Primer epígrafe: los requisitos de referencia predefinicional

Nuestro primer epígrafe comprenderá los requisitos definicionales que


tengan que ver con esta predefinición del definiendum fenoménico k (si el
campo es un plano, los redondeles, en cuanto contradistintos de los cuadrados
o de los triángulos, pueden constituir el definiendum). Prácticamente los
requisitos incluidos en este primer epígrafe irán orientados a determinar
las referencias de las figuras fenoménicas que van a ser definidas, en tanto son
contradistintas de otras figuras fenoménicas identificables, evitando de este
modo que a la definición propuesta (como esencial) le corresponda otra figura
fenoménica q distinta de la figura k que pretendemos definir. La definición de
«punto» del Libro I de Euclides, «lo que no tiene partes», no sólo tiene como
referencia fenoménica la intersección de dos rectas, sino también, como
recuerda Aristóteles, la sílaba o el alma. Podríamos poner bajo este epígrafe el
criterio tradicional según el cual «la definición debe ajustarse a todo y a sólo lo
definido». En conclusión: si no es posible determinar en el mundo de
referencias k los fenómenos constitutivos del definiendum, tampoco será
posible una definición esencial (la definición de circunferencia por lugares
geométricos no conduciría a un concepto esencial o estructural si no estuviese
establecida de algún modo su referencia a los «redondeles»; con esto nos
oponemos a las pretensiones de algunas matemáticos «espiritualistas» que,
con Karl Von Staudt, creen poder construir y ofrecer una «Geometría sin
figuras»). En cualquier caso, la definición podrá desempeñar el papel de
predicado del definiendum («el redondel es una circunferencia» es una
definición dotada de un sentido en el que la identificación de sujeto y predicado
queda establecida mediante un autologismo). Y aquí cabría fundar también la
regla tradicional que prescribe evitar el círculo vicioso, evitar que lo definido
entre en la definición, como parte formal suya (en las definiciones por
recurrencia, tipo 1=0+1, no hay círculo vicioso).

2. Segundo epígrafe: los requisitos relacionados con la universalidad de


la definición

En un segundo epígrafe incluiremos aquéllos requisitos que tengan que


ver con la estructura lógica material del definiendum fenoménico. En efecto,
esta estructura puede ser la de una totalidad atributiva, o bien la de una

92
totalidad distributiva, y no porque esta alternativa haya de estar ya
predeterminada a priori en el definiendum fenoménico, sino porque cabría que
su determinación tuviese lugar en la propia definición. Asimismo, y en el
supuesto de un definiendum distributivo, la definición deberá precisar si es
universal o si es particular al definiendum. Obviamente, en el caso de
distributividades climacológicas (o graduales) –como puedan serlo las figuras
elípticas respecto de su distancia focal– habrá que establecer los límites de la
universalidad mediante la determinación de los casos límite (por metábasis, por
ejemplo) a partir de los cuales entramos en la extensión de otra definición. Más
aún, en el caso de definiciones distributivas, habrá que establecer si la
definición es alotética (es decir, si cada elemento distributivo dice relación
interna a otro u otros elementos de la clase, de suerte que haya que hablar de
clases binarias, ternarias, &c., y no meramente monarias) o bien si se trata de
definiciones autotéticas, respecto de cada elemento. «Matrimonio monógamo»
es una clase binaria cuya extensión está constituida por pares de elementos,
como también es el caso de las moléculas biatómicas de la Química clásica.
Luego si una definición no contiene la determinación de la forma lógica
material del definiendum, habrá que concluir que la definición k considerada es
confusa y oscura, es decir, es una definición malformada.

3. Tercer epígrafe: los requisitos relacionados con la conexividad

En el tercer epígrafe (supuesta ya la universalidad distributiva de la


definición) incluiremos los criterios relativos a la determinación de la
conexividad o no conexividad de la definición. En efecto, una definición
universal puede ser, respecto del campo fenoménico, no conexa, y puede ser
conexa. La definición (o el predicado correspondiente) de «recta paralela a una
dada» en el plano euclidiano es universal a todas las infinitas rectas del plano,
porque dada una recta cualquiera siempre existirá otra recta paralela a ella.
Pero esta universalidad no es conexa porque el paralelismo no es un predicado
capaz de conexionar a dos rectas cualesquiera del plano; antes bien, el
paralelismo introduce en las rectas del plano una clasificación en clases
disyuntas (no conexas) constituidas por los diferentes haces de paralelas. En
cambio la propiedad o predicado «primos», aplicada a los pares del conjunto de
los números primos, es universal a todos los números primos y conexa.

Por consiguiente, la definición de un predicado o concepto universal que


no contenga la posibilidad de distinguir si se trata de una universalidad conexa
o no conexa, habrá de considerarse como una definición deficiente, blanda o
impotente.

4. Cuarto epígrafe: los requisitos relacionados con la operatoriedad en la


discriminación de los casos concretos

En un cuarto y último epígrafe incluiremos los requisitos que debe reunir


la definitio para ser capaz de discriminar, ante los fenómenos dados del campo
del definiendum, si constituyen casos de la definición o bien si corresponden a
conceptos diferentes. En este epígrafe se contienen por tanto las reglas
operatorias que suponemos implícitas a toda definición real y, por tanto,

93
capaces de introducir clasificaciones efectivas en el campo fenoménico de
referencia.
§7
Crítica a las definiciones (1) (2) (3) de Ética desde criterios comprendidos en el
primer epígrafe
(1) La definición de Ética como tratado de la Moral la impugnamos, como
definición primaria, en virtud de criterios comprendidos en el primer epígrafe.
Obviamente no podemos impugnarla a título de mera definición nominal-
estipulativa, puesto que cualquiera, en principio, puede utilizar el término ética
según su propia definición. La impugnamos en la medida en que con el
término ética designamos también a un campo de
fenómenos ontológicos (antropológicos, zoológicos, conductuales)
materialmente diferente al campo de fenómenos gnoseológicos (tratados,
libros, teorías) que, sin duda, está por otra parte estrechamente vinculado con
el primero.
Ahora bien, la referencia del término ética a un campo ontológico es tan
efectiva, ya en la propia historia léxica del término, como pueda serlo su
referencia gnoseológica, y es más antigua que lo que pueda serlo la referencia
estipulativa a un campo gnoseológico. Bastaría decir, por tanto, a título de
impugnación de la definición (1), que la definición de ética por referencia al
campo ontológico es en todo caso tan legítima como la referencia al campo
gnoseológico; y lo que habría que deducir de ahí es que la definición
gnoseológica de ética mantiene la referencia a un campo material de
fenómenos distinto del campo al que queremos referir nuestra propia definición.
Pero no se trata de una impugnación meramente voluntarista, aunque fuera
legítima («postulo una definición ontológica de ética con el mismo derecho que
otros postulan la definición gnoseológica»), porque al confrontar ambas
definiciones (y dejando aparte razones etimológicas, muy importantes sin duda)
podemos concluir que la definición gnoseológica presupone lógicamente a la
definición ontológica, y puede derivarse de ésta por metonimia, sin que sea
posible recíprocamente defender que la definición ontológica de ética es una
metonimia de la gnoseológica y, por tanto, derivable de ella. Es en virtud de
este argumento, y no en virtud de una primacía meramente léxica (filológica),
por lo que afirmamos la prioridad de la definición ontológica de la ética e
impugnamos en consecuencia la prioridad de la acepción gnoseológica.
El término ética va referido, en efecto, originariamente a una dimensión
ontológica del ser humano y desempeña el papel de un predicado que afecta a
determinados comportamientos humanos (algunos pretenden ampliarlo a otras
especies zoológicas) distinguiéndolos de otros, precisamente porque no reúnen
las condiciones necesarias para recibir tal predicado. Desde una perspectiva
etimológica podría afirmarse que esta dimensión ontológica de la ética va
referida, en algunos casos, a características hereditarias (genéticamente)
atribuidas a ciertos hombres, mientras que en otros casos irá referida a
características derivadas del aprendizaje (por tanto, a características culturales,
en el sentido subjetivo del término, que es común a hombres y animales). Estos
dos tipos de referencias ontológicas del étimo ethos del término ética no
pueden, por tanto, sin más, ponerse en correspondencia con la consabida
oposición entre Naturaleza y Cultura, puesto que también el aprendizaje es, en
gran medida, natural (véase nuestro artículo «La Etología como ciencia de la
Cultura», El Basilisco, nº 9, 1991, págs. 3-37.).

94
La referencia de la ética a la dimensión ontológica natural-genética está
representada por el término êthos (con eta: ηθος), equivalente a carácter de
cada individuo (un carácter asociado a la virtud, areté, de signo aristocrático y
hereditario). Es el término que aparece en el fragmento 250 de Heráclito: «el
carácter (ethos-con eta) del hombre es su demonio.» Esta acepción del
término êthos es la que probablemente actuó primariamente en quienes
acuñaron el término etología (véase el artículo citado anteriormente).
En cambio, la referencia de la ética a la dimensión ontológica del
aprendizaje de los seres humanos, produce el término éthos (con epsilon: εθος)
y nos pone delante de los hábitos (virtudes o vicios) que constituyen, en la
tradición aristotélico escolástica, el contenido primario del campo de la ética. Y,
por supuesto, como ya hemos dicho, también esta dimensión cultural-subjetiva
está considerada por los etólogos y por la Etología.
Ahora bien (y refiriéndonos a la ética en su dimensión ontológico-humana):
es evidente que los comportamientos éticos –antiéticos también, por tanto– de
los hombres habrán de ser inmediatamente contrastados, comparados y
analizados. Y las re-presentaciones, o reflexiones en torno a estos
comportamientos comparados (de los hombres entre sí y con los animales, por
tanto, comparaciones éticas y etológicas), cuando alcancen un mínimum de
sistematismo podrán dar lugar a una disciplina o tratado que recibirá también,
por metonimia, el nombre de «Ética». De este modo, el término ética cobrará
un significado o dimensión gnoseológica en el momento en el cual con él
designemos antes a un libro, como pueda serlo la Ética a Nicómaco de
Aristóteles, o la Ethica more geometrico demonstrata de Espinosa, que algún
tipo de conducta. Ahora Ética, en sentido gnoseológico, irá referida antes a
libros o teorías que a los comportamientos virtuosos o viciosos a los que esos
libros o esas teorías se refieran. Y nos parece evidente que si un libro, un
tratado o una teoría recibe la denominación de Ética, es por metonimia de los
comportamientos éticos reales, a la manera como el templo recibe la
denominación de iglesia por metonimia de la asamblea de los fieles que en el
templo se reúnen. La metonimia podría ir en sentido inverso, en otros casos, es
decir, desde un sentido gnoseológico primario hasta el sentido ontológico
derivado, como es el caso del término «Geografía» aplicado al terreno («la
torturada geografía de Cuenca»). Pero este sentido inverso, que presupone la
prioridad de la dimensión gnoseológica, está fundado, en el ejemplo
considerado, en la misma estructura del término geo-grafía, que alude
directamente al proceso gnoseológico de descripción; lo que no ocurre con el
término ética, que únicamente podría alcanzar el significado gnoseológico a
partir de un previo significado ontológico («etológico»), como significado
primario. Otra cosa es que la acepción gnoseológica, secundaria, del término
ética se consolide léxicamente muy pronto, en cuanto se hayan puesto en
circulación los «Tratados sobre Ética». Con todo, la metonimia de la Ética-
tratado no tiene, en principio, más alcance que el propio de una abreviatura o
síncopa escolar del sintagma «filosofía ética» (en la traducción latina: «filosofía
moral»), contrapuesto, en las escuelas antiguas, a la «filosofía natural» (o
filosofía de la Naturaleza). Así aparece en el Tesoro de Covarrubias: «Ética es
una parte de la filosofía que, por otro nombre, se llama filosofía moral.» Por lo
que habrá que decir que Covarrubias está coordenando ética con filosofía
moral antes que con moral.

95
Se nos aparece aquí el término «moral» como referido, a su vez,
primariamente, a un campo ontológico, que precisamente Cicerón presentó
como traducción del griego τα ηθη: «en lo que se refiere a las
costumbres (mores) que los griegos llaman ta êthe», dice en su Tratado sobre
el destino. De aquí habría podido surgir la ocurrencia de reservar «Moral» para
designar el campo ontológico de la ética, y desplazar este término al campo
gnoseológico. Pero la traducción de Cicerón no justifica esta redistribución de
significantes, porque los mores siguen siendo referidos a las ta êthe, a un
campo ontológico, antes que gnoseológico. Es decir, los mores son costumbres
que, aunque puedan tener una referencia a los individuos, se predican de ellos
en cuanto los individuos son miembros de una gens, de una nación. Son
costumbres en sentido etnológico. Y entonces nos encontramos con el
término mores como término que desborda el ámbito de las conductas
individuales (en el que se mantienen los hábitos, virtudes o vicios,
considerados por la Ética), puesto que va referido principalmente a los grupos
(gentes, naciones, etnias) o a los individuos en tanto son miembros del grupo;
lo que nos induce a no perder la distinción entre Ética y Moral, es decir, a no
confundir las normas éticas con las normas morales.

Por último, la impugnación de la definición (1) de Ética, por los motivos de


prioridad lógica que hemos alegado, se refuerza por una consideración cuyo
alcance ideológico es mucho mayor. Interpretar originariamente la ética como
un predicado atribuible a quienes asumen el oficio de «reflexionar sobre la
Ética» (en sentido ontológico) equivale a atribuir a los miembros de esa
llamada, y muy ridículamente, «comunidad ética» (el gremio de los funcionarios
a quienes se les ha encomendado la enseñanza de la Ética), la condición de
genuinos depositarios de la «conciencia ética», como si la misión de esa
«comunidad ética» pudiera definirse por el objetivo de algo así como la
insuflación de la conciencia ética en el pueblo indocto. Pero, ¿quién podría
admitir semejante concepto de la «comunidad ética»? Ante todo, habría que
comenzar ampliando esa «comunidad ética» al conjunto de todos los hombres
que se comportan éticamente; por lo que el gremio de los profesores de ética,
como comunidad gremial ética, seguiría presuponiendo a la comunidad real
ética, y no al revés.

(2) Ética como el tratado del Bien, o de lo Mejor: una definición que puede
impugnarse desde la perspectiva de diversos epígrafes, pero será suficiente
atenernos al primero. Porque el término Bien (o Mejor) no se ajusta a todo y a
sólo lo definido. Ante todo, porque en el campo de la ética también han de
figurar los vicios, que no son bienes. Y porque el bien, o lo mejor, se aplica
también a campos que no sólo son distintos de los campos que contienen las
conductas éticas, sino que son incompatibles con ellos, como corresponde con
el bien o lo mejor en el sentido político o moral. Hay bienes, en sentido político
(por ejemplo, una guerra) que, sin embargo, desbordan y se contraponen al
bien en el sentido ético. Sin duda hay que constatar una tenaz resistencia a
reconocer como bien a todo aquello que sea incompatible con el bien en
sentido ético, lo que conduciría a considerar como males (Das sogenante
Böse, 1963, de Konrad Lorenz) a supuestos bienes políticos o morales. Pero la
resistencia a reconocer la contradicción dialéctica objetiva entre los bienes o
valores éticos y los bienes o valores políticos o morales no puede ocultar la
96
realidad de que las categorías políticas contienen, como bienes característicos,
auténticas «monstruosidades» éticas. Por lo que sólo en el supuesto de una
destrucción de las categorías morales o políticas estaríamos legitimados para
no reconocer bienes o valores políticos o morales que estén en contradicción
con bienes o valores éticos.

(3) La definición de la Ética por la Libertad («la Ética no es otra cosa sino
la preparación para la Libertad, o la realización de la Libertad») tampoco
satisface los requisitos contenidos en el epígrafe primero, y sólo puede
mantenerse incurriendo en círculo vicioso. En efecto: la definición no se aplica
a todo y sólo lo definido, y, por ello, la Ética no puede definirse por la Libertad.
Hay libertades políticas, colectivas, que poco tienen que ver con la ética: la
libertad política de un pueblo (por ejemplo, la política de un Frente de
Liberación Nacional) implica ordinariamente la transgresión de las normas
éticas más elementales, la guerra a muerte contra los invasores. Pero no sólo
esto: incluso cuando nos referimos a la libertad individual tampoco es imposible
subordinar la libertad individual de una persona a su comportamiento ético. El
criminal (asesino, torturador) puede serlo precisamente en virtud de su libertad,
como es el caso del crimen gratuito propio del «imbécil ético» que busca
realizar el crimen como una forma de arte bella. Y sólo porque es libre es
también responsable. Por tanto, solamente cuando, por definición circular,
presuponemos que únicamente hay libertad cuando hay conducta ética,
parecería que hemos definido la ética por la libertad; pero con este círculo
vicioso arruinaríamos toda la teoría de la responsabilidad, y nos obligaríamos a
tratar a cualquier «criminal ético» como un autómata, por ejemplo, como un
enfermo. Los únicos delitos que cabría reconocer serían los delitos políticos y
morales; lo que implicaría la tesis (gratuita) que se trata de demostrar, a saber,
la tesis de que todo hombre es éticamente bueno, si es libre.

Consideraciones parecidas cabría hacer a propósito de las definiciones de


la Ética por la Justicia. La Justicia, en su sentido positivo, es el «ajuste» de la
conducta a las normas morales o legales vigentes en una sociedad. Pero no
siempre lo que es justo es ético. «Justo es dar a cada uno lo suyo.» Pero esto
presupone una predefinición de «lo que es suyo». De este modo, el
ordenamiento jurídico de la Roma antigua, en la que Gayo formuló su definición
de justicia («dar a cada uno lo suyo», suum cuique tribuere), suponía dar o
devolver al terrateniente su tierra y sus esclavos, lo que implicaba casi siempre
odiosas transgresiones a la ética (trabajos extenuantes, mala alimentación,
torturas, enfermedades y muerte). Quienes están dispuestos a reconocer la
posibilidad de las guerras justas tendrán que admitir que la guerra, aunque sea
justa, implica heridos y muertos, es decir, transgresiones a la ética. Pero
quienes niegan, como contradictoria, la posibilidad misma de una guerra justa,
en nombre de la ética, sólo podrán hacerlo saltando por encima de la condición
política de la guerra (justa o injusta, legitimada o deslegitimada). Sólo
definiendo lo que es justo por la ética (como justicia natural, no ya positiva)
podría definirse la ética por la justicia. Pero con ello estaríamos encerrados en
un puro círculo vicioso.

97
§8
Crítica a las definiciones (4) (5) (6) de Ética desde criterios comprendidos en el
segundo epígrafe

Las definiciones (4) (5) y (6) serán aquí impugnadas por dejar
indeterminadas las dimensiones lógico materiales al margen de las cuales
(suponemos) es imposible reconstruir la estructura ética de la conducta
humana.

Presuponemos, en efecto, como condición material misma del campo ético


a definir, que la conducta ética se mantiene en un ámbito antropológico, es
decir, que el predicado ético (o contraético) sólo afecta a los hombres (a los
individuos humanos) y a todos los individuos humanos. La ética que buscamos
definir, el definiendum, es pues un predicable universal, respecto del género
humano o de la especie humana; lo que significa que todo aquel que
presuponga un definiendum ético que no sea universal, está sencillamente
definiendo otra cosa de la que nosotros pretendemos definir; y, por
consiguiente, que no cabe diálogo posible con él. Esto significa que la cuestión
del «relativismo cultural» ha de suponerse al margen de la cuestión de la ética,
como también permanece al margen de cualquier relativismo cultural la
cuestión de la validez de los teoremas de Euclides. La cuestión del relativismo
cultural afecta a las normas morales, o políticas, o religiosas, pero no a las
normas éticas. Quién al enfrentarse con la definición de la ética comienza
planteando la cuestión del posible relativismo cultural de las normas éticas,
demuestra que está pisando un terreno distinto de aquel en el que nosotros nos
movemos; porque no se trata de dilucidar si las normas éticas son relativas a
las diversas culturas que se consideren, sino de determinar su contenido,
supuesto que hayan de ser universales. La universalidad de la ética va referida
a los hombres, al eje circular del espacio antropológico. Desde este punto de
vista hay que concluir que la idea de una ética animal, tal como suele ser
utilizada por diversas sociedades de defensa de los animales, Frentes de
Liberación Animal, o la misma Declaración Universal de los Derechos de los
Animales de 1978, y teorizada por los etólogos y «pensadores» que
suscribieron el Proyecto Gran Simio en 1993, es una idea ante todo oscura y
confusa, porque en ella no se determina si la llamada ética animal atribuye
conducta ética a los propios animales (como sujetos de conducta ética) o bien
se limita a considerar a los animales como materiales y objetos, entre otros, de
la conducta ética humana. Lo que suscita a su vez la cuestión central sobre los
fundamentos en virtud de los cuales fuera posible considerar como materia u
objeto de las normas éticas a entidades que no son sujetos éticos, sean
vivientes, animales, vegetales, hongos o protoctistas. También habría que
extender la «materia ética» a las entidades no vivientes (¿es ética una
conducta orientada a demoler una hermosa roca silicea cristalizada?).
La cuestión de la universalidad distributiva del predicado «Ética» renueva
la cuestión misma de los límites del campo humano, en su eje circular. La
dificultad principal, para establecer estos límites, estriba en la imposibilidad de
superponer el campo humano, dado en el espacio antropológico, a la especie
humana (o al Género humano, homo sapiens). ¿Cabe en efecto analizar,
desde el punto de vista de la ética, a los australopitecos o a los neandertales?

98
¿Cabe considerar ética, por analogía, a la conducta de la paloma o del águila
cuando alimenta o protege a sus crías? ¿Y no sería suficiente esta analogía
para considerar como materia de la ética humana, antrópica, a «nuestros
hermanos» (o primos) los póngidos?

En cualquier caso, y en el contexto de nuestro asunto, cabe dejar de lado,


en algún punto, todas estas cuestiones; pues de lo que se trata no es tanto de
admitir o no a los animales no humanos en el campo de la ética (como objetos
o como sujetos) sino de proceder como si el campo humano sólo pudiera ser
definido, al menos en el eje circular, por la conducta ética, supuesto que a ésta
se le da un alcance universal.

Desde nuestro punto de vista habría que concluir que, sin perjuicio de la
universalidad distributiva reconocida en la predefinición a la ética, no es posible
definir el campo humano, en el eje circular, por la ética, salvo que estemos
dispuestos a excluir del campo antropológico a la moral, a la política, a la
economía e incluso a la religión (y, ante todo, a las religiones primarias). El
«círculo» que delimita el campo al que pertenecen los sujetos corpóreos
vinculados por relaciones y operaciones éticas es, desde luego, un círculo
constituido por sujetos humanos (no meramente animales). Pero no cabe
hablar de sujetos humanos a partir de unas ciertas características zoológicas
de naturaleza genética. Es preciso partir de características culturales o
históricas (sociales, políticas, lingüísticas, religiosas). Lo que significa que si
consideramos «humano» a un sujeto corpóreo, no será tanto por sus
características zoológicas, anatómicas o morfológicas abstractas, sino por la
posibilidad (y sin necesidad de dotarle de un alma espiritual) de incorporar
estas características anatómicas o morfológicas, ya desde su estado de
embrión, a un «círculo humano». Según esto, el campo de la ética no tiene
capacidad para delimitar el círculo de lo humano, sino que, al revés, es el
círculo de lo humano (un círculo, por lo demás, de «geometría variable» a lo
largo del desarrollo antropológico e histórico) el que determina el campo de la
ética. Lo que no significa que aquéllos sujetos corpóreos que en un momento
dado quedan fuera del círculo humano sólo merezcan el tratamiento propio de
«cosas». Por de pronto, ciertos animales han merecido un tratamiento
específico (en cuanto númenes o dioses) que no es precisamente ético, pero sí
antiético, a través del sacrificio ceremonial. Por lo general, los animales no
reciben un tratamiento ético en cuanto materia de caza, de matadero, &c., lo
que no excluye, en la medida de lo posible, que haya que dar un trato
«bioético», o sencillamente afectuoso, a gatos o perros domésticos; un trato
que sólo podría ser llamado ético por analogía.

En cualquier caso no hay incompatibilidad lógica entre la tesis de la


universalidad de la ética a todo el campo antropológico y la tesis según la cual
la moral, la política, la economía o la religión pueden seguir siendo
consideradas humanas (desde el punto de vista de la Antropología filosófica)
aún cuando ellas estén «más allá del bien y del mal ético». La compatibilidad
de esta tesis puede fundarse en la condición abstracta que venimos
atribuyendo a las normas éticas (abstractas, precisamente respecto de la
moral, de la política, de la economía o de la religión). Según esto, que las

99
normas éticas se conciban como universales a todos los hombres no significará
que tales normas hayan de «agotar» la integridad de la realidad humana. Las
normas éticas afectan al totum humano, pero de aquí no se seguirá que hayan
de afectarlo totaliter. En particular, para la demostración del carácter no ético y
aún contraético del comportamiento religioso de los hombres ante los animales
numinosos bastaría tener en cuenta la figura del sacrificio ceremonial propio de
las religiones primarias.
De acuerdo con estas consideraciones tendremos que desestimar la
definición (4) porque ella sólo podría sostenerse en el supuesto ad hoc de que
la conciencia ética es universal a todos los hombres y en todos los momentos
de la vida humana. La definición (4) no satisface, por tanto, el criterio de
universalidad distributiva de las normas éticas. La fórmula (4) confunde acaso
la definición de las normas éticas con la cuestión de la «fuerza de obligar» que
corresponde a estas normas, presuponiendo que sólo si la fuerza de obligar
emana de la conciencia ética cabría considerar ética a una conducta. Pero la
idea de una conciencia ética, dotada de fuerza de obligar autónomamente, es
una reliquia del espiritualismo (que sigue presente en la filosofía kantiana del
imperativo categórico) que el materialismo filosófico no puede aceptar. Desde
la perspectiva del materialismo, la fuerza de obligar de la conciencia ética
autónoma podrá explicarse a partir de los procesos psicológicos de
«internalización» de normas sociales propias del grupo.

Recusamos la definición (5) no ya tanto por la heteronomía que ella pueda


encerrar (las normas éticas como mandatos divinos) sino por el relativismo
cultural que ellas arrastran y que, por principio, llevan a desconocer la
universalidad distributiva que reconocemos a las normas éticas en la
predefinición.

Por análogas razones recusaremos también las definiciones (6). Los


valores a los que se apela no son, por sí mismos, universales: en nuestra
sociedad globalizada los únicos valores universales son los valores de la Bolsa;
al menos ellos logran la universalidad propia de la transformación equivalente
de unos en otros a través del mercado. Las tablas de valores no son
universales y, con frecuencia, los valores más altos en la jerarquía de una tabla
no suelen ser valores éticos, sino vitales (valentía, riesgo), políticos o religiosos
(más allá de la ética: el sacrificio de Isaac). Cuando se habla hoy de la
«educación en valores» lo primero que habría que hacer es responder a la
pregunta: ¿en qué valores vamos a educar?

En todo caso, la universalidad de los valores éticos habría que fundarla,


antes que en su condición de valores, en su condición material de valores
éticos. Es la ética la que hace universal al valor, y no el valor el que hace
universal a la ética.

§9
Crítica a las definiciones (7) (8) (9) de Ética desde criterios comprendidos en el
tercer epígrafe

100
Estas definiciones de ética, aún cuando satisfagan, en el mejor caso, el
requisito de la universalidad, contenido en el segundo epígrafe, no se plantean
siguiera la cuestión de la conexividad o no conexividad que habría de afectar a
las normas éticas. Pero la conexividad de un predicado está vinculada a la
condición alotética del mismo. La distributividad universal de un predicado
conexo presupone, en general, la no reflexividad originaria del mismo, lo que es
propio de los predicados alotéticos, sin excluir la posibilidad de su
reflexivización, como resultado de un proceso de construcción de predicados
racionales simétricos y transitivos, o por cualquier otro proceso.

La definición (7) establece, por «definición consensuada» (es decir,


externamente, aunque el consenso esté tomado por una asamblea
parlamentaria, o por la asamblea general de las Naciones Unidas), la
universalidad de las normas de los llamados Derechos Humanos (que tienen
efectivamente, en general, un contenido ético, según hemos expuesto en otro
lugar: «Los 'Derechos humanos'», El Basilisco, nº 3, 1990, págs. 67-88, y El
sentido de la vida, Pentalfa, Oviedo 1996), aunque pretenden derivar estas
normas de una supuesta naturaleza humana, anterior incluso a sus condiciones
históricas, es decir, abstrayendo la lengua, la etnia, el sexo, la cultura, la
religión: «todos los hombres nacen iguales...» Pero se trata de un supuesto, en
sí mismo, puramente metafísico, porque estos hombres abstractos (sin lengua,
raza, cultura, sexo, religión) no existen previamente a sus determinaciones
lingüísticas, étnicas, culturales, &c., en las que aparece, desde el principio de
su historia, repartido el «Género humano». En consecuencia, la universalidad
definida por la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no
puede presentarse como el principio de un progressus que partiera del hombre
originario, sino a lo sumo como el término de un regressus, que tiene mucho de
convenio o ficción jurídica, llevado a cabo a partir de diferencias profundas (que
se constataron vivamente a raíz de la segunda guerra mundial), que se
buscaba atenuar: el impulso procedente de la necesidad pragmática de
establecer un sistema mínimo de normas internacionales que, además, no
estuviesen subordinadas a dogmáticas religiosas propias de cada cultura o
sociedad. Por ello se recurrió al «hombre universal» y al comercio internacional
entre los hombres, dos ideas que aparecen ya como hechos una vez acabada
la segunda guerra mundial.

Pero este «hombre universal» resultaba definido como una universalidad


distributiva, como hombre individual, al cual se le reconocen, al modo
roussoniano, como si fueran derechos subjetivos suyos, incluso características
tales como la pertenencia a un grupo social, a un Estado o a una confesión
religiosa; lo que es filosóficamente inadmisible, porque un individuo humano no
puede considerarse como si fuese una «sustancia personal» dotada de
derechos subjetivos anteriormente a su pertenencia a la sociedad humana. La
misma Declaración Universal de los Derechos Humanos, al atribuir la condición
de persona humana a un organismo procedente de otros hombres, aunque sea
por la mediación de una probeta o por clonación, está ya presuponiendo que
los individuos humanos no son tanto «datos originarios» sino entidades
procedentes de otros hombres previamente definidos.

101
Las definiciones (8), aún cuando van referidas confusamente a las normas
éticas y morales, asumen sin duda la forma de la universalidad, al concebir a
las normas éticas o morales como un tipo especial de aquellas normas
que todas las sociedades humanas necesitan para regular su convivencia. Pero
esta universalidad no tiene en cuenta la condición de conexividad. Las normas
éticas o morales, sean inventadas, creadas o imitadas, así definidas, pueden
ser universales sin necesidad de ser conexas: todos los grupos sociales se
ajustarán sin duda a determinadas normas éticas o morales, pero que no por
ello estas normas son intercambiables o conexas. Las normas morales son
relativas al grupo social y con frecuencia son diferentes e incompatibles (basta
pensar en las normas morales relativas a la regulación de la familia, que en
unas sociedades establecen la norma monogámica, en otras la poliándrica y en
otras la poligámica, sin contar la diferencia entre normas permanentes o
variables). La universalidad conexa que atribuimos a las normas éticas no
puede ser derivada, por tanto, del carácter universal vinculado a la necesidad
de los sistemas de normas a los que toda sociedad está sometida.
Objeciones similares levantamos contra las definiciones (9).
Concedamos ad hominem que todos los hombres están sometidos a
determinados imperativos de naturaleza ética, cualquiera que sea su origen.
Pero al no determinar los contenidos materiales de estos imperativos
universales, la conexividad de las normas éticas queda sin garantizar. Como
contenidos de estos imperativos éticos podríamos poner tanto las letanías del
hechicero dobuano («corta, corta / desgarra y abre / desde la nariz / desde las
sienes / desde la garganta / desde la raíz de la lengua / desde el ombligo... /
desgarra y abre...») como la norma eugenésica de arrojar a los niños
defectuosos por el Taigeto.
§10
Crítica a las definiciones (10) (11) y (12) de Ética desde criterios comprendidos
en el cuarto epígrafe

Las definiciones de Ética que venimos considerando en este cuarto grupo


han de ser rechazadas a partir de los criterios del epígrafe cuarto, relativo a la
capacidad operatoria de las normas éticas (sin excluir la posibilidad de otros
criterios formulados en función de otros epígrafes).

En efecto, la norma (10), de tradición kantiana, sólo considera éticas


aquellas conductas inspiradas por imperativos categóricos autónomos, no
heterónomos o hipotéticos. Pero, al margen de la naturaleza metafísica de esta
distinción (que presupone una filosofía espiritualista de la conciencia
autónoma) y del formalismo con el que se intenta dar cuenta de la
universalidad de las normas éticas (y que tiene como precio, ya señalado por
la ética material de los valores, el no poder ofrecer ninguna norma material
universal, puesto que las normas tendrían que ser creadas por cada persona:
¿o es que Hitler no tenía su propio imperativo categórico?) lo que nos importa
subrayar aquí es la falta de operatividad de este criterio para diferenciar una
norma ética y una norma moral o jurídica. Es evidente que, en nuestra
sociedad, la mayor parte de las normas éticas (por ejemplo, la norma de no
matar, de no herir, de no maltratar, de no robar al vecino, de no calumniarle)
están incorporadas al ordenamiento jurídico, como normas legales

102
(heterónomas). Y, lo que es más importante: su fuerza de obligar deriva antes
de la coacción heterónoma que de la propia conciencia autónoma. En efecto, si
las normas éticas tuviesen esa eficacia autónoma que el idealismo les atribuye,
en cuanto a su fuerza de obligar, ¿por qué habrían de ser reproducidas en el
ordenamiento jurídico?, ¿acaso el ordenamiento jurídico reproduce en forma de
ley obligatoria la fuerza obligatoria que mueve a los organismos a respirar o a
comer? La condición heterónoma de una norma, en lo que concierne a su
fuerza de obligar, no elimina el contenido ético que tal norma pueda tener.
La definición (11) de las normas éticas, basada en la distinción entre
el ser y el deber ser, tampoco satisface los criterios de operatoriedad
discriminatoria. Sencillamente, existen muchos contenidos del deber ser que no
son éticos, por ejemplo, el deber de acudir a filas en caso de guerra, el deber
de disparar o arrojar bombas contra el enemigo. Y no entramos aquí en la
cuestión misma de la distinción entre el ser (el ser humano, su naturaleza, sus
instintos, su curso histórico) y el deber ser. Pues sólo cabe oponer el ser y
del deber ser, en el sentido consabido, cuando se da por supuesto que el ser
que determina histórica, social, política o religiosamente a los hombres, no es
ya, él mismo, un deber ser. De donde resultará que la oposición entre el ser y
el deber ser es una mera distinción escolar, que ha pasado a formar parte,
como un dogma, de la sabiduría de la «comunidad ética», pero que no es otra
cosa sino un modo encubierto de oponer un deber ser a otro deber ser (por
ejemplo, un deber ser ético a un deber ser moral o político). ¿Acaso el deber
ser que impulsaba al Enrique VII de Hume a continuar seguir siendo rey de
Inglaterra no brotaba del hecho de la misma realidad de rey en ejercicio, una
realidad conquistada por la fuerza? Dicho de otro modo: la realidad del reinado
de un rey es, en general, un hecho que hace derecho. ¿O es que sólo puede
derivarse un deber ser de la legalidad (siempre contingente, o tan contingente
como cualquier otro título socialmente arraigado) de una herencia o de una
elección? ¿Cuántos reyes, cuántas dinastías que ya fueron, no debieran haber
sido?

Por último, las definiciones (12) de ética, basadas en el amor (o en la


caridad, o en la filantropía, &c.) tampoco son operativas. Multitud de actos
humanos inspirados por el amor a los hombres (o a un hombre determinado)
tienen un signo negativo desde el punto de vista ético. El amor, en forma de
caridad, llevaba a los inquisidores, «abrasados por la caridad hacia el
pecador», a quemar en la hoguera, o a conmutarles la pena por el garrote, a
los marranos; el amor, en su forma de compasión, lleva a algunos hombres a
dar muerte eutanásica a tetrapléjicos o a otros enfermos dolientes, contrariando
las normas éticas más elementales.

§11
La definición material (materialista)
de las normas éticas
La concepción material (materialista) de las normas éticas, basada no ya
tanto en la génesis de las normas éticas (en su terminus a quo: la conciencia
divina, la conciencia autónoma humana, la conciencia social) cuanto en el
objetivo o terminus ad quem de las mismas (o si se quiere, en sus fines
operis más que en su fines operantis) satisfacen los requisitos definidos que

103
hemos considerado en los epígrafes expuestos en el §4 que precede. Las
normas éticas quedarían así definidas por su objetivo material, que no sería
otro que el de la salvaguarda de la fortaleza de los sujetos corpóreos, en la
medida en que ello sea posible, y por los procedimientos que estén a nuestro
alcance, por ejemplo, mediante la medicina, definida ella misma como una
profesión de naturaleza ética. Pues aquello que es universal a todos los
hombres, y que establece relaciones de conexividad entre ellos, es
precisamente el cuerpo humano. Y al vincular las normas éticas a la
salvaguarda de la vida corpórea de los sujetos humanos, desvinculamos el
campo de la ética del campo de la conciencia. Por ejemplo, si la infidelidad de
un cónyuge respecto de su pareja es éticamente reprobable, lo será en la
medida en que esa infidelidad, hecha pública, produzca deterioro en la firmeza
del otro; pero si esta infidelidad, o el adulterio correspondiente, se mantienen
ocultos, la desviación de la norma moral de la fidelidad conyugal no constituirá
un atentado a la ética. (Para una exposición general de este asunto puede
verse El sentido de la vida, lectura 1, 6.)
Es, por otra parte, evidente que la definición material (materialista) de ética
presupone ya delimitado, como hemos dicho anteriormente, el círculo de los
individuos humanos, entre los cuales tendrá lugar la distributividad de las
normas éticas. Una delimitación que no puede llevarse a cabo en nombre de la
ética, salvo que la ética se tome como signo distintivo, antes que como signo
constitutivo (serían humanos aquéllos sujetos corpóreos respecto de los cuales
mantengo una conducta ética, pero sin que esto implicase que deje de ser
humano lo que no es objetivo de una tal conducta).

En todo caso, la universalidad conexa de la ética materialista es abstracta,


y, por tanto, está sometida a procesos de contradicción dialéctica con normas
morales, sociales, políticas o religiosas. Por ejemplo, en las sociedades en las
que figura la institución de la ejecución capital, la norma ética «no matarás»
queda subordinada a la norma jurídica de la ejecución capital.

Pero también las normas éticas materiales están sometidas a una


dialéctica interna, desencadenada entre ellas mismas, es decir, en la
contraposición de las propias normas éticas. El caso más obvio es el de las
norma ética que autoriza a matar a quien pretende matarme, es decir, la norma
de la defensa propia. Esta norma pone en conflicto la norma ética de la
salvaguarda de la vida del asesino con la norma ética de la salvaguarda de mi
propia vida. También se produce un conflicto entre normas éticas estrictas en
situaciones ofrecidas por «la Naturaleza» en el proceso mismo preciso de la
individuación de los sujetos corpóreos. Situaciones como las de los hermanos
siameses, cuya separación suponga la muerte de uno de ellos, enfrentará a la
norma ética de mejorar (incluso salvar) la vida de uno de ellos, aún
contraviniendo la norma ética de salvar al otro. También en las situaciones en
las que hay que elegir entre la vida de la madre y la vida del feto tiene lugar un
conflicto, tradicionalmente reconocido entre normas éticas.

Sin embargo, la operatoriedad de la definición material de ética se hace


patente, principalmente, en los casos en los cuales las transgresiones a la
moral o a la política se presenten enmascaradas como si fueran transgresiones

104
a la ética, es decir, cuando «en nombre de la ética» se pretenden ocultar, o se
ocultan de hecho, problemas que tienen propiamente un planteamiento político
propio, como son los problemas suscitados por la rebeldía de los dos diputados
socialistas de la Comunidad de Madrid a los que ya nos hemos referido. Al
discriminar, en estas situaciones, la dimensión ética de la dimensión política, no
estamos meramente hablando de nombres, sino de realidades diversas, de
conceptos distintos, y de responsabilidades diferentes.

Muchas situaciones (conductas, actuaciones) calificadas por los políticos


como «atentados contra la ética» son en realidad, como hemos intentado
demostrar, atentados a las normas morales o políticas constitutivas de un
grupo viviente. En efecto, el comportamiento ético exigido a los militantes de un
Partido equivale mucho más a lo que otras veces se llamaba caballerosidad, o
bien honradez, honor o lealtad, que a requerimientos éticos. Porque todas las
virtudes citadas son antes virtudes morales, propias del grupo, que virtudes o
valores éticos propios de los individuos. La caballerosidad es un
comportamiento propio de los caballeros, que han de mantener entre sí
relaciones de cortesía (llevadas a veces al extremo del «dispare usted
primero», en el duelo o en la batalla), evitando los golpes bajos, requiriendo el
cumplimiento de los pactos, &c. Cuando el PSOE requiere al PP «en nombre
de la Ética», para que se solidarice con él, incluso para lograr conseguir que los
diputados disidentes de sus filas devuelvan sus actas, este requerimiento se
hará en nombre de un «pacto entre caballeros». Un pacto que se supondrá
implícitamente establecido, al menos, entre los dirigentes de los Partidos
políticos de la partitocracia, que habrían de mantener entre sí la cortesía
parlamentaria y unos mínimos servicios mútuos (por ejemplo, en cuanto a
sueldos, dietas y privilegios, necesariamente homologables al margen de los
enfrentamientos políticos; también en cuanto a cortesías y favores personales:
«hoy por tí y mañana por mí»; lo que groseramente es percibido por la plebe
frumentaria en la sentencia: «los lobos de la misma manada no se muerden
entre sí»).

Pero la cortesía parlamentaria es la virtud moral o política más degradada


en el hemiciclo de las Cortes de la democracia española de 1978; la regla en
ese hemiciclo son las acusaciones, exigencias, insultos, celadas, trampas,
juicios temerarios sobre chapapotes o guerras, tendidos por los caballeros del
PSOE o de IU a los caballeros del PP en el gobierno. Consideraciones
análogas habría que hacer en torno al honor, a la lealtad, a la honradez o a la
fidelidad o disciplina de partido.

Pero ni la caballerosidad, ni el honor, ni siquiera la lealtad o la honradez


son por sí mismas virtudes éticas, sino virtudes morales, deontológicas,
ciudadanas o políticas, incluso virtudes propias de una banda de cuarenta
ladrones. En ocasiones estas virtudes se enfrentan incluso con la propia ética:
el duelo a pistola entre caballeros contiene la posibilidad de la muerte del otro,
o de la muerte propia. El Médico de su honra se ve llevado incluso a inducir un
asesinato, en nombre de su honor. La traición o la deslealtad no son
formalmente un crimen ético, sino moral o político. Por ello, suele ser
implícitamente admitido, que el traidor o el espía pueda estar movido

105
precisamente por requerimientos éticos, tales como la salvación de su vida o
de su hacienda, o el cumplimiento de objetivos humanísticos o religiosos, que
se dibujan más allá de los límites de un grupo, de una nación o de una
confesión religiosa. Ni el desertor del campo de batalla (ni siquiera el tránsfuga
al ejército enemigo), el traidor, atenta directamente contra la ética (aunque
pueda hacerlo indirectamente, como «daño colateral», si su deserción
contribuye a desmoronar la firmeza del camarada de trinchera).
Que un «Comité de Ética» haya heredado de hecho muchas de las
funciones de los antiguos Tribunales de Honor no es razón suficiente para que
la Ética se confunda con la Deontología, o con la caballerosidad. Es cierto que
la mayor parte de los Códigos morales se mantienen a un nivel tal en el que no
aparecen conflictos con las normas éticas. Pero no por ello hay que concluir
que todo código moral presupone formalmente el respeto a las normas éticas:
basta recordar la institución de la vendetta. Y, sobre todo, basta recordar las
bandas mafiosas de nuestros días que, para subsistir como tales, necesitan
mantener con rigor sus propias normas morales, las estrictas normas que
regulan la lealtad de los bandoleros a la banda, y castigan con la muerte
fulminante (y no sólo con la expulsión del grupo) la traición de los militantes
(como ocurre con ETA o con las bandas de narcotraficantes). Las normas
morales de las bandas mafiosas no son normas éticas, sino normas orientadas
a asegurar la eficacia (a «levantar la moral» de los individuos que constituyen
el grupo) de las actividades más horrendas, como son el asesinato por la
espalda o las masacres con coches bomba. Lo que no quiere decir que la
condenación de los responsables de estos asesinatos o masacres sólo pueda
fundarse formalmente en motivos éticos (en la «violación de los derechos
humanos»). Porque la condenación ha de fundarse en motivos políticos. Así,
en el caso de España, hay que tener presente que ETA no sólo asesina a
«seres humanos», sino que, selectivamente, lo que asesina son «seres
humanos españoles», por lo que ETA no es tanto enemiga de la
Humanidad, cuanto enemiga de España.

Y todo esto lo decimos sin perjuicio de reconocer las indudables


interacciones que determinadas normas morales o políticas han de tener con
las normas éticas. Aún cuando la ruptura, por parte de un militante, de la
disciplina de su partido, o la de la fidelidad de un socio fundador al pacto con el
resto de los cofundadores, no constituya por sí misma una violación a las
normas o valores éticos, sin embargo ello no quiere decir que tales rupturas o
deslealtades no puedan tener implicaciones éticas. Siguiendo ejemplos
anteriores: la infidelidad puede derivar de una falta de firmeza del socio infiel, o
la deslealtad del desertor puede tener que ver con una falta de su generosidad;
pero muy pocos partidos políticos, o muy pocos socios mercantiles,
responderán a la deserción o a la infidelidad de sus socios con «remedios
éticos». Darán por supuesto, aunque no lo digan, que no se encuentran ante
una situación de falta de ética, sino de crisis política o de crisis administrativa
de su sociedad.

En cualquier caso no se trata, por nuestra parte, como algunos podrían


pensar, de pretender un mero cambio de denominaciones, a saber, de llamar
«desviaciones morales» a la deserción, a la traición o a la infidelidad, en lugar
de llamarlas «desviaciones éticas». Dirán algunos: «¿qué más da un nombre u
106
otro? ¿acaso no es todo lo mismo cuanto a la cosa?» Nuestra respuesta es
que no es lo mismo, y que no se trata de un cambio de nombres, sino de un
cambio de conceptos, de conceptuaciones de cosas tales como la traición, la
infidelidad, el asesinato o la deserción política. No es lo mismo llamar
«cuadrado» a un cuadrilátero equilátero que llamarle «paralelogramo
equilátero», pues si así lo hacemos estaríamos muy cerca de la confusión de
este cuadrado con el rombo. Y aunque la confusión pueda ser necesaria en
algunos casos (en aquellos en los que se requiere la ecualización del rombo y
del cuadrado), en otros casos (por ejemplo, en arquitectura) la confusión puede
resultar desastrosa. Otro tanto, y más aún, diríamos cuando nos movemos
entre las figuras que se dibujan en el terreno político.

El español como «lengua de pensamiento»


Gustavo Bueno
Publicado en El Español en el Mundo,
Anuario del Instituto Cervantes 2003, págs. 35-56
I
Planteamiento del problema
1. El enunciado titular del presente ensayo («El español como "lengua de
pensamiento"»), enunciado que amablemente me ha sido propuesto, para su
desarrollo, por el Instituto Cervantes, presupone, puesto que no es redundante,
que hay por lo menos dos clases de lenguas: aquellas que no son «de
pensamiento» y otras que son «lenguas de pensamiento». Y aún cuando el
sintagma «lengua de pensamiento» tenga un significado que no es muy claro y
no es muy distinto (es decir, aunque su significado sea muy oscuro y confuso,
cuanto a lo que a su connotación atañe) sin embargo daremos por descontado
que, al menos denotativamente, «todo el mundo» sabe a qué nos referimos al
hablar de un «lenguaje de pensamiento». La prosa de Fray Luis de Granada, la
prosa del Padre Feijoo o la prosa de Ortega y Gasset serán consideradas
generalmente como ejemplos de obras escritas en «lenguaje de pensamiento»;
mucho más difícil es que alguien considere a la prosa del Código de circulación
como un ejemplo de lenguaje de pensamiento, sin perjuicio de que podamos
reconocer en él un pensamiento «implícito» (una «filosofía», suele decirse hoy),
susceptible de ser analizada y explicitada.
En general, y como criterio de distinción entre una lengua de pensamiento
y una lengua que no es de pensamiento (en el sentido anterior) nos guiaremos
por la distinción, que otras veces hemos utilizado (El papel de la filosofía en el
conjunto del saber, Ciencia Nueva (Los complementarios 20), Madrid 1970, 319
págs.), entre conceptos e Ideas. Supondremos que los conceptos, que
proceden de las operaciones tecnológicas, sociales, &c. se expresan en una
lengua de primer orden, que aparece ya en un estadio muy primitivo de la
civilización; en cambio las Ideas, que surgen de la confrontación de conceptos,
se expresarán en un lenguaje de segundo orden (con muy diversos grados); un
lenguaje que sólo podría conformarse históricamente, a partir del desarrollo de
una lengua de primer orden.

Nuestro punto de partida ha de basarse por tanto en la suposición que el


español ha de clasificarse, por sus potencialidades al menos, entre las lenguas
de segundo orden, es decir, las «lenguas de pensamiento». (Lo que no quiere

107
decir que toda frase escrita en español haya de considerarse como un
fragmento de lenguaje de pensamiento).

El objetivo de nuestro ensayo podría entonces orientarse hacia la


determinación de las razones en virtud de las cuales clasificamos, desde luego,
el español entre las lenguas de pensamiento.

2. Tal objetivo parece traslucir, ante todo, un cierto sello reivindicativo.


Pues ¿a quién se le ocurriría disponerse a dar razones para clasificar el
español como lengua de pensamiento si no fuera porque alguien lo ha puesto
en duda o incluso lo ha negado? Parece que quien no duda o no ha dudado
jamás que el español sea una lengua de pensamiento sólo puede ponerse a la
tarea de «buscar razones», cuando alguien ha puesto en duda lo que él ni
siquiera advierte, por evidente. Pero hay quienes, en los últimos años, han
dudado de la capacidad del español como lengua de pensamiento.

Ante todo, han dudado algunos autores alemanes. El más célebre en este
contexto, M. Heidegger, quien, según testimonio de Victor Farías habría dicho
que sólo en alemán es posible «pensar» (Heidegger y el nazismo, Barcelona
1989, págs. 366-403, &c.) Farías nos informa además de la preocupación de
Heidegger por «limpiar» el alemán de contaminaciones latinas. Por cierto, en
esta preocupación le habría antecedido Krause, que tanta influencia tuvo en
España, por obra de J. Sanz del Río y sus discípulos, que, por cierto, se
limitaron a parafrasear a Krause, como Enrique M. Ureña ha demostrado
(véase, por ejemplo, «Más sobre el fraude de Sanz del Río: las dos versiones
del «Ideal de la humanidad» (1851, 1860) y su original alemán», El Basilisco,
núm. 12, verano 1992); incluso el «Ideal de la humanidad» de Sanz del Río,
que en tiempo fue considerado como la obra cumbre del fundador del
krausismo español fue un plagio literal de un artículo, más o menos olvidado,
del maestro.

Pero no sólo algunos autores alemanes. Recientemente, algunos autores


españoles, que incluso reciben el título de grandes filósofos, de cuyos nombres
no quiero acordarme, han expresado con ocasión de unas ferias del libro en
Frankfurt y otras ciudades alemanas, su opinión acerca de la escasa capacidad
del español para la filosofía. El español, según ellos, sería una lengua muy
adecuada, para la poesía o para la literatura en general, pero no para el
«pensamiento», en su sentido más filosófico. Otra cosa es que se reconozca la
efectividad de un «pensamiento literario».

Ahora bien: ni Heidegger ni los autores españoles de referencia se han


molestado siquiera en dar alguna razón justificatoria de sus opiniones; por ello
me apresuraré a expresar mi propia opinión sobre el particular, diciendo, por de
pronto, que las afirmaciones sobre la incapacidad del español para «pensar»
no sólo son gratuitas sino ridículas. Y si esto es así será preciso explicar tales
opiniones gratuitas y ridículas a partir no ya de cualquier motivo objetivo, sino
de motivos subjetivos, psicológicos o sociales, como puedan serlo en el caso
de Heidegger, un chovinismo estrechamente ligado a lo que Rosenberg
denominó «el mito del siglo XX». En el caso de los publicistas españoles,

108
habría que acudir a algún mecanismo de autoexculpación característico de
quienes, conscientes de su propia inanidad filosófica, hacen responsable de
ella al español que utilizan y no a sus propias facultades personales.

Nuestro objetivo no es, en resolución, reivindicativo, aunque la


reivindicación, si alguien la necesita resultará de nuestra exposición como un
efecto indirecto u «oblicuo».

3. Quien no ha dudado nunca de la capacidad del español para la filosofía


o para el pensamiento puede sin embargo ocuparse del análisis de las razones
por las cuales es posible hablar de una tal capacidad; no se trata directamente
de reivindicar nada, ni se trata de «convencer» a Heidegger, ya fallecido, ni a
sus discípulos, o a los publicistas españoles que hemos citado. Es muy dudoso
que quien ha formado un juicio tan torcido sobre las capacidades del español,
disponiendo de los mismos materiales de los que nosotros disponemos, esté
preparado para rectificar su juicio después de haber escuchado nuestros
argumentos.

4. ¿Por qué entonces seguir con este asunto? La respuesta es bien clara:
porque el enunciado titular «el español como lengua de pensamiento» sólo
comienza a alcanzar su verdadero interés, no ya cuando partimos de la duda
(¿realmente es el español una lengua de pensamiento?), sino cuando partimos
de la certeza de que el español es una lengua de pensamiento. Pues es
entonces cuando podremos formular la cuestión fundamental: ¿acaso cabe
reconocer algún idioma que no sea una lengua de pensamiento?

Si la respuesta fuera negativa, es decir, si supusiéramos que todas las


lenguas son lenguas de pensamiento (si la clase de lenguas que no son
lenguas de pensamiento fuera la clase vacía), sería preciso analizar la
conexión entre las lenguas, en general, y el pensamiento; por tanto, sería
preciso determinar la posible diversidad de lenguas y sus correspondencias
con los diversos tipos de pensamiento.

Y si la respuesta fuera positiva, es decir, si reconocemos la clase de las


lenguas que no son de pensamiento, será preciso determinar las razones por
las cuales el español no pertenece a esa clase de lenguas.

5. Pero la clase «lenguas de pensamiento» no tiene por qué ser unívoca, o


unitaria. Caben variedades, especies diferentes y, por tanto, el análisis del
enunciado titular nos llevará internamente a plantear la cuestión de la variedad,
especie o tipo al cual pertenece el español como lengua de pensamiento. Y,
sobre todo, a plantear la cuestión de la relación entre el español como lengua
de pensamiento y las demás lenguas de pensamiento reconocidas como tales.

II
La lengua española como lengua de pensamiento

109
§I. La supuesta «anomalía española» en lo que se refiere a la disociación
entre el «pensamiento español» y el «pensamiento en español»

1. Lo que denominamos «anomalía española», referida a la supuesta


disociación entre el pensamiento español y el pensamiento en español, es una
anomalía sólo relativa puesto que disociaciones análogas se encuentren
también, a partir del siglo XVI, en otros muchos lugares (pensamiento francés y
pensamiento en lengua francesa; pensamiento alemán y pensamiento en
lengua alemana).

Pero aun siendo la anomalía española sólo de grado, no lo sería de un


modo lo suficientemente significativo, según algunos como para autorizarnos a
concluir que la disociación de referencia ha afectado de un modo característico
a España.

La «anomalía» podría exponerse en estos términos: mientras que las más


grandes figuras del pensamiento francés, a partir del Renacimiento, escribirían
regularmente en lengua francesa (Montaigne, Descartes, Malebranche, Bayle,
Bossuet, Rousseau) y otro tanto ocurriría con el pensamiento inglés (John
Toland, Locke, Hume...), o con el pensamiento alemán (Lessing, Kant, Goethe,
Fichte, Hegel...), en cambio las grandes figuras del pensamiento español
(Vitoria, Suárez, Bañez, Molina, Juan de Santo Tomás, Oviedo...) siguen
escribiendo en latín. De aquí (se dice) que no contemos en español con
pensadores del rango de Montaigne, de Malebranche, o de Kant.

2. Esta anomalía es desde luego, muy relativa, si tenemos en cuenta que


también los grandes pensadores franceses, alemanes o ingleses escriben en
latín muchas de sus obras fundamentales (Bacon, Descartes, Espinosa,
Pufendorf, Leibniz...) y a veces en francés (Leibniz, Holbach...). Lo que nos
importa es analizar los «mecanismos» de la construcción de esta supuesta
anomalía y las diferentes interpretaciones que ella recibe:

A) La interpretación «más adversa» al pensamiento español (interpretación


incorporada a la «leyenda negra», alimentada después por hombres como
Montesquieu o Voltaire) es bien conocida: no podría hablarse propiamente de
pensamiento español (tampoco de ciencia española); no existió tan
pensamiento, ni tal ciencia. Los escolásticos españoles del siglo XVI y XVII son
sólo una reliquia de la barbarie medieval.

Y esto cualquiera que fueran sus causas: se aducirá el clima, la


Inquisición, la historia política (los españoles habrían gastado o despilfarrado
sus energías primero en la lucha contra los moros, después en las absurdas
guerras imperiales que arruinaron en la época moderna las posibilidades de su
economía).

Decía Feijoo en su discurso sobre el Paralelo de las lenguas Castellana y


Francesa:

110
«...los [españoles] que han peregrinado por varias tierras, o sin salir de
la suya comerciado con extranjeros, si son pícaros tanto cuanto de la
vanidad de espíritus amenos, inclinados a lenguas, y noticias, todas las
cosas de otras naciones miran con admiración; las de la nuestra con
desdén. Sólo en Francia, pongo por ejemplo, reinan según su dictamen,
la delicadeza, la policía, el buen gusto. Acá todo es rudez, y barbarie. Es
cosa graciosa ver a algunos de estos Nacionalistas (que tomo por lo
mismo de Antinacionales) hacer violencia a todos sus miembros, para
imitar a los extranjeros en gestos, movimientos y acciones, poniendo
especial estudio en andar como ellos andan, sentarse como se sientan,
reírse como se ríen, hacer la cortesía como ellos la hacen y así de todo
lo demás. Hacen lo posible por desnaturalizarse y yo me holgaría que lo
lograsen enteramente porque nuestra Nación descartase tales figuras.
Entre éstos, y aun fuera de éstos, sobresalen algunos apasionados
amantes de la lengua francesa que prefiriéndola con gran desventaja
frente a la lengua española, ponderan sus hechizos, exaltan sus
primores; y no pudiendo sufrir ni una breve ausencia de su adorado
idioma, con algunas voces que usurpan de él, salpican la conversación,
aun cuando hablan en Castellano. Esto en parte puede decirse que ya
se hizo moda; pues los que hablan Castellano puro, casi son mirados
como hombres del tiempo de los godos.»

B) Una interpretación más favorable al «pensamiento español», pero


igualmente adversa al «pensamiento en español», es la que reconoce la
importancia de la escolástica española como movimiento dotado de «identidad
propia» (dentro de su tradición), pero sigue menospreciando el pensamiento en
español. La «capacidad de los españoles» para el pensamiento del más alto
nivel estaría probada por la escolástica de los siglos XVI y XVII (a); pero sería
esta misma capacidad, así demostrada, la que probaría que el español, como
lengua, no es un instrumento apto para «pensar» (b).

(a) Nicole Holzenthal ha ofrecido recientemente, en un magnífico artículo


(El Basilisco, núm. 30, abril-junio 2001, págs. 43-52), un panorama del estado
de la cuestión sobre la presencia decisiva en la historia del pensamiento
alemán del pensamiento español del siglo XVI y XVII. Está reconocida desde
hace años la presencia en la filosofía alemana de los nombres de Suárez,
Arriaga, Hurtado de Mendoza, Oviedo, Gabriel Vázquez, Vitoria, Benito Pereira
(Karl Eschweiler, «Die Philosophie der spanischen Spätsscholastik auf den
deutschen Universitäten des siebzehnten Jahrhunderts», 1928). Algunos han
llegado a más: el proceso de recepción de la metafísica española dice N.
Holzenthal, exponiendo la tesis de E. Lewalter, ha de concebirse como una
parte integral de la prehistoria del idealismo alemán (se refiere al libro del Ernst
Lewalter, de 1935, Spanisch-jesuitische und deutsch-luterische Metaphysik des
17. Jahrhunderts)

(b) Pero sería la misma canalización latina-escolástica del gran


pensamiento español moderno la que explicaría la sequía del «pensamiento en
español», puesto que habría desviado a grandes pensadores o filósofos
españoles del cultivo de su lengua como lengua de pensamiento. De este

111
modo, mientras que los grandes pensadores ingleses, franceses o alemanes, al
escribir en la época moderna, en su lengua nacional, habrían contribuido
decisivamente a la transformación de estas lenguas «étnicas» o «bárbaras»
(en opinión de los primeros humanistas del Renacimiento, como pudo serlo el
mismo Erasmo) en «lenguas de pensamiento», los grandes pensadores
españoles, al descuidar la lengua española, habrían contribuido a apartarla de
una «evolución normal» o menos anómala.

§2. La reconstrucción de la historia del pensamiento español

1. Nos parece imposible, incluso contando con la interpretación más


favorable de la supuesta anomalía (la que hemos expuesto en el apartado B)
mantener la construcción que presenta a la historia del pensamiento español
expresado en lengua española como la historia de un pensamiento abortado
por las mismas corrientes poderosas de un pensamiento español expresado en
latín, que habría impedido el desarrollo, en la época moderna, de un «español
filosófico» paralelo al desarrollo que habría experimentado el francés, el inglés
o el alemán.

Una tal construcción está planeada por quienes desde el interior y ya en el


siglo XX, se habían «tragado» la leyenda negra subestimando la importancia
del pensamiento español (ya se expresase en latín, ya en español) y
sobrestimando el pensamiento francés, el alemán, o en general, el
pensamiento europeo; considerando, por ejemplo, a Erasmo como la gran
luminaria del siglo XVI, gracias a la cual, y desde lejos (non placet Hispania)
España pudo, en alguna medida, rasgar las tinieblas en las que vivía. Pero sólo
si rebajamos esa sobrestimación de Erasmo como «gran pensador» (¿acaso
sus «pensamientos» desbordaron alguna vez el terreno más pedestre de la
crítica a las devociones, supersticiones o instituciones, en un terreno en el que
las críticas no constituían en España ninguna novedad?) podremos reducir a
sus justas proporciones esa erasmomanía que suscitó Bataillon. (Hemos
tratado este asunto en España Frente a Europa, págs. 63 y sigs.). Y lo que
decimos de Erasmo habría que decirlo también de Descartes (como pensador,
no ya como geómetra), incluso de Kant. También aquí tendría aplicación la
sentencia de Mirabeau: «Los grandes son grandes porque los miramos de
rodillas».
No hablamos de la «ciencia europea» (en cuando contradistinta de la
filosofía europea de la época moderna). Una ciencia sobre cuyo prestigio se ha
apoyado el prestigio del pensamiento europeo. Hablamos del «pensamiento
europeo». Sólo quien lo contempla como si fuera la manifestación más excelsa
de la vanguardia del espíritu humano, y, en todo caso, la norma del
«pensamiento moderno», podrá estar inclinado a devaluar cualquier forma de
pensamiento independiente que haya sido mantenido en España. Por ejemplo,
sólo quien considera el atomismo mecanicista como la filosofía más profunda
de la Naturaleza alcanzada por el pensamiento moderno (Galileo, Descartes {*},
Gassendi), un pensamiento que había sido capaz de arrinconar definitivamente
el hilemorfismo (lo que conducía a revisar, por no decir negar, la teología
eucarística), podrá decir que España se mantuvo en las tinieblas (o que en ella
la mantuvo la Inquisición), por la tenacidad con la que se defendió, nemine

112
discrepante, durante el siglo XVII y el XVIII el dogma de la eucaristía. Y no sólo
por los escritores, en latín o en español (Suárez, Calderón, Gracián,
Polanco...); también por los políticos más «avanzados» del siglo XVIII como
pudo serlo don Zenón de Somodevilla.

Pero ¿por qué no ver también en esta tenacidad en la defensa del dogma
de la transustanciación eucarística, por parte de hombres que eran cualquier
cosa menos ingenuos o ignorantes (Regalado ha demostrado, con análisis
magistrales, cómo Calderón estaba, por lo menos, a la altura de Leibniz), la
manera que el «Pensamiento español» encontró para defenderse del torbellino
mecanicista-nominalista, mediante una concepción firme de la unidad
ontológica de los cuerpos físicos (la unidad del «pan eucarístico», por ejemplo)
o la de los cuerpos políticos (la unidad, tan ligada a la del Imperio, de la
«Iglesia eucarística», por ejemplo) que fuese capaz de resistir su disolución en
las aguas del atomismo o en las del individualismo?

2. Lo más notable de esta construcción de la historia del pensamiento


español se nos presenta en el momento en el cual quienes, no sólo se han
tragado la leyenda negra, sino incluso quienes la han asimilado, se encuentran,
al recorrer la historia del pensamiento español, con muchas Ideas que no
«desmerecen» del pensamiento más avanzado europeo coetáneo; e incluso lo
preceden.

Y entonces, en lugar de volver sobre sus prejuicios, tratando de seguir el


curso natural o interno del pensamiento español, lo que harán es analizar ese
curso desde «el exterior», aplicándole categorías historiográficas acuñadas en
otros países. Sólo apreciarán alguna importancia en el pensamiento español
realmente existente los siglos XVII, XVIII y XIX cuando logren «categorizar»
este pensamiento desde criterios europeos.

De este modo, se comenzará la historia del pensamiento español del siglo


XVI por el erasmismo; y, lo que todavía es más sorprendente, al enfrentarse
con pensadores anteriores a Erasmo pero susceptibles de ser puestos «en su
línea» (como es el caso de Pedro de Osma, maestro de Nebrija), en lugar de
estudiar las condiciones internas, sociales o históricas que determinaron a
estos pensadores, se les tratará desde el rótulo «pre-erasmistas».

Otro tanto ocurre con el cartesianismo. No es que no haya que analizar el


proceso de «recepción del cartesianismo en España»; lo que hay que hacer es,
ante todo, estudiar las condiciones históricas internas que permitieron tal
recepción. Lo que no podrá hacerse es incluir bajo el rótulo historiográfico de
«cartesianismo español» incluso a los precursores de Descartes, como si por
ejemplo, Gómez Pereira, que publicó su Antoniana Margarita en 1550, cuando
todavía Descartes no había nacido, sólo mereciese ser tomado en cuenta en
función de Descartes, en lugar de ser estudiado desde la perspectiva de las
propias tradiciones de los médicos-filósofos españoles (algunos de ellos –
Pedro Dolese, Francisco Vallés, &c.– vinculados a un atomismo anterior al de
Juan de Nájera, Abendaño, o al de Diego Mateo Zapata, atomismo que venía
vía Gassendi o Descartes).

113
Consideraciones análogas había que hacer en lo que respecta a la
ilustración del siglo XVIII. Sólo quien se haya tragado la concepción de la
«ilustración» que ideológicamente ofrecieron los propios ilustrados franceses o
alemanes (y sobre todo el Kant de la «liberación de la razón») puede creer
hacer un favor a Feijoo, o a Mayans o a Jovellanos considerándolos como
cuasi-ilustrados en lugar de aplicarse a analizar la propia evolución interna de
la sociedad española del siglo XVIII y de su pensamiento, sus precedentes en
el siglo XVII y XVI. Sólo desde esa perspectiva será posible evaluar el alcance
de las influencias foráneas.
Influencia que tuvo muchas veces la forma de una reacción en contra –en
modo alguno se trataba siempre de ignorancia– y no de imitación. Feijoo no
ignora el Discurso sobre las artes de Rousseau; da cuenta de él a los tres años
de su publicación, pero para impugnarlo. Ni Oviedo, ni Juan de Santo Tomás
ignoraban a los copernicanos o a los atomistas: sencillamente los sometían a
crítica sutil y, a la sazón, enteramente justificada.

3. Frente a esta construcción gratuita y ridícula, llevada a cabo desde una


perspectiva «externalista», inspirada por la influencia directa o indirecta que los
«prejuicios negros» siguen ejerciendo sobre muchos historiadores, según la
cual la lengua española no pudo seguir una evolución paralela, como «lengua
de pensamiento», a la que siguieron las otras lenguas europeas, hay que re-
construir la historia de la lengua española como «lengua de pensamiento»,
desde una perspectiva «internalista» opuesta. Podríamos partir de una tesis tan
precisa como la siguiente: que la lengua española lejos de haber retrasado su
desarrollo respecto de las restantes lenguas europeas, fue la que antecedió a
estas lenguas, ya en su fase juvenil de romance castellano.

Y ello habría sido debido, como es lógico, no a alguna virtud mágica


interna, sino a las propias circunstancias históricas en las que la lengua
española se desarrolló en la Edad Media, entre judíos y moros. En diversos
puntos de España, señaladamente en el valle del Ebro, en Huesca, en
Tarazona (el Obispo Michael), en Barcelona (Abrahan Barhiyya y Plato
Tiburtinus), pero, sobre todo, en Toledo, después de su conquista por Alfonso
VI (1086), las corrientes del pensamiento griego y arábigo o judío pasaron al
latín europeo pero a través del romance castellano. Pedro Hispano (un judío),
por ejemplo, traducía del árabe al romance castellano y Domingo Gundisalvo
traducía este romance castellano al latín.
Este proceso que había comenzado en el siglo XII (y que Valentin Rose,
en 1874, acuñó con el concepto historiográfico de la «Escuela de Toledo») se
continuó en el siglo XIII, en el reinado de Alfonso X y no acabó aquí. Ello, y, por
supuesto, la historia social y política posterior (en la que el castellano se
convirtió en lengua internacional, el español) explica la riqueza de «obras de
pensamiento» en castellano y luego en español, desde las Partidas de Alfonso
X hasta el Lucidario de Sancho IV, desde el Discurso de la dignidad del
hombre de Pérez de Oliva hasta el Menosprecio de Guevara o el Examen de
ingenios de Huarte; y después Cervantes, Quevedo, Calderón, Gracián...
Precisamente algunos de estos escritores fueron los más apreciados
posteriormente en Alemania (en su artículo ya citado, N. Holzenthal subraya
cómo no suele hablarse de que Lessing hizo su tesis doctoral sobre Huarte de
SanJuan; o que Schopenhauer hiciera la suya sobre Baltasar Gracián, a quien
114
tradujo). Gran mérito de Antonio Regalado es haber presentado a Calderón
como uno de los grandes pensadores españoles a la altura de Pascal o de
Hobbes y haber mostrado el reconocimiento que él tuvo entre los filósofos
alemanes, desde los Schlegel hasta Nietzsche (Calderón. Los orígenes de la
modernidad en la España del Siglo de Oro, Destino, Barcelona 1995)

4. De hecho, la riqueza del vocabulario abstracto de segundo orden


(filosófico) de la lengua española es tan evidente que nos permitiría afirmar que
«es imposible hablar en español sin filosofar». Y esto habría que probarlo en
detalle llevando si cabe mucho más allá ese «género literario» que Feijoo
cultivó a propósito (así lo interpretamos) de la lengua de primer orden, el
género de «los paralelos» entre las lenguas: «en la copia de voces, único
capítulo, que puede desigualar sustancialmente los idiomas [Feijoo no tenía en
cuenta la diferencia en la estructura sintáctica de los idiomas, acaso porque
consideraba a todos los idiomas como realizando una única estructura, la
latina], juzgo que excede conocidamente el Castellano al Francés. Son muchas
las voces castellanas que no tienen equivalente en la lengua francesa; y pocas
he observado en ésta que no le tengan en la Castellana. Especialmente de
voces compuestas abunda tanto nuestro idioma que dudo que le iguale aún el
latino, ni otro alguno, exceptuando el griego».

Los «paralelos» habría que estudiarlos, por supuesto, no sólo en el terreno


léxico, sino también en el terreno morfológico y en el sintáctico, pero ya de la
mera consideración del léxico podríamos extraer importantes consecuencias.

Sin la menor pretensión de iniciar, en este momento, la investigación de


paralelismos de esta índole, se me permitirá constatar, a vuelapluma, algunas
series de palabras propias del román paladino (es decir, no exclusivas del
lenguaje técnico-académico), pero tales que corresponden a diferentes «áreas»
que hoy se delimitan como disciplinas académicas, con la exclusiva finalidad de
marcar el camino por el que podrían avanzar futuras investigaciones.

Nadie podría considerar a la lengua española poco desarrollada como


«lenguaje de pensamiento» después de haber constatado en ella, y en cuanto
lengua ordinaria (no académica), la presencia de series de vocabulario
correspondiente a Ideas ontológicas como las siguientes: «ser», «estar»,
«unidad», «criatura», «nada» (de res nata), «realidad», «cosa», «espacio»,
«tiempo», «causa», «relación», «sustancia», «accidente», «contingencia»,
«posibilidad», «necesidad», «finalidad», «semejanza», «igualdad», «identidad»,
«fundamento», «orden», «mundo», «universo», «todo», «parte». (También
cabría distinguir palabras para expresar totalidades atributivas –por ejemplo las
palabras construidas por el sufijo -ario: «arenario», «ideario», «calendario»,
«herbario», «imaginario», «lapidario», «argumentario»...– así como palabras
para expresar totalidades distributivas, como lo son las palabras en su forma
plural, por ejemplo, «peces», «hombres», «cerezas»).

El vocabulario lógico, gnoseológico o metalingüístico es también muy rico


en el román paladino. Son palabras de uso común: «género», «especie»,
«clase», «particular», «singular», «coherencia», «discurso», suposición,

115
operación; o bien: «verdadero», falso, aparente, engañoso, «sospechoso»,
«dudoso», «incierto», «crítico», &c. Ni siquiera recordaremos, por demasiado
obvio, el vocabulario estético, moral, jurídico o político.

5. En cualquier caso, el pensamiento español no sólo se encuentra


expresado en latín sino también en lengua española; ambas lenguas son inter-
nacionales. Otra cuestión es si cabe hablar, hoy por hoy, de «pensamiento
español» cuando nos referimos al pensamiento de los españoles expresado en
gallego, en catalán, en vasco o en castúo; y no porque no existan grandes
pensadores gallegos, catalanes o vascos, sino porque éstos se han expresado
precisamente en español (Feijoo, Balmes, Unamuno). La lengua española,
precisamente por su desarrollo internacional (la segunda «primera lengua» del
mundo) no se circunscribe a la España peninsular, sino que se extiende a la
totalidad de la «comunidad hispánica».

Otra cosa es que, en nuestros días, se debata, en las Autonomías, la


cuestión de la conveniencia o de la necesidad de encontrar un pensamiento o
filosofía ajustada a las supuestas «identidades culturales» de las Comunidades
Autónomas que conviven en el «reino de Cervantes», y que no quieren ser
reducidas a las condición de meras unidades administrativas. A veces, se
intentará crear, como categoría historiográfica, la Historia de la Filosofía en
Castilla y León; incluso la Historia de la Filosofía de Castilla La Mancha (cuya
unidad es seguramente más administrativa que la anterior). Otras veces, y
desde la América que habla español, se promoverá una «filosofía de la
liberación» –respecto de las filosofías europeas– en Méjico, Perú o Argentina.
Y, por supuesto, también se reivindicará la necesidad de reconocer como
«lengua de pensamiento» al eusquera, gallego, guaraní o quechua (si bien la
mayor parte de estas reivindicaciones no se hacen en nombre de
«pensamiento español», sino en nombre de «identidades culturales» que
precisamente no quieren ser españolas).

6. La riqueza del español como lengua de pensamiento, es muy grande,


pero no insuperable. Tiene sus límites propios.

Estos límites le vienen impuestos, ante todo, por su misma historia. Esta
es la que determina las referencias, los modelos de construcción sintáctica, la
estructura de la gramática (orden de la frase con el verbo central y no terminal
a la manera del alemán) el sistema de tiempos y modos verbales, &c).

Pero si podemos hacer visibles estos límites es precisamente gracias a


que «los límites del Mundo» no son los «límites del lenguaje» (español), sino al
revés. Desde el español (como desde cualquier otro idioma), podemos alcanzar
regiones o aspectos del Mundo que no están recogidos en el propio lenguaje;
por vía de ejemplo, en español no existe palabra, ni por tanto concepto, para
designar al «padre a quien se le han muerto los hijos», palabra que formaría
parte del sistema al que pertenecen otras palabras tales como «viudo» o
«huérfano». Este simple ejemplo, obligaría a retirar la tesis de que «los límites
del lenguaje son los límites del Mundo»; y no porque el español carezca de
término para designar a «el padre a quien se le han muerto los hijos» el Mundo

116
queda limitado por este lado. En el Mundo existen también padres cuyos hijos
han fallecido. Y quien contraargumente que, con todo, y a fin de cuentas,
estamos definiendo ese concepto de «padre sin hijos» por medio del lenguaje,
aunque sea sirviéndonos de una construcción que utiliza otros términos del
mismo, podríamos responder que esta construcción está regida por un
concepto que presisamente no ha sido facilitado por la lengua española.
Además, los límites del español están delimitados por otras lenguas de
pensamiento.

Desde el reconocimiento de los límites del lenguajes «a partir del Mundo»


podemos admitir la posibilidad de un aumento de la riqueza del español (no
sólo de su «copia») sabiendo que ella no es insuperable. Y no ya porque esté
superada por otras lenguas, sino por ella misma, en tanto no es una lengua
clausurada.

Dos son los principales métodos para ensanchar el español como lengua
de pensamiento: la traducción (asimilación, calcos lingüísticos, &c.) de ideas
ofrecidas por otras lenguas, y la creación de neologismos correspondientes a
ideas estrictamente definidas (y que acaso ni siquiera se encuentran
expresadas en otros idiomas).

7. Concluiremos con una proposición que nos parece axiomática: que el


desarrollo del español como lengua de pensamiento sólo es posible mediante
el desarrollo del pensamiento mismo.

Y si nos atenemos a lo que llevamos dicho, el desarrollo, o simplemente el


cultivo del pensamiento en español, no podrá fundarse exclusivamente en el
simple despliegue del «tesoro» de la lengua española. No podemos esperarlo
todo del análisis inmanente, por meditativo, que este análisis sea, de la prosa
del Quijote.

Esto nos lleva a tener que admitir que el desarrollo del pensamiento en
español no tiene por qué ajustarse siempre a las formas armónicas o
«pacíficas». El desarrollo requiere también las formas dialécticas y polémicas.
El «pensamiento» sólo puede desarrollarse enfrentándose a otros
pensamientos a propósito de las «cosas» del Mundo («si no hubiera existido
Cleantes, yo no sería Carnéades»). Dicho de otro modo: no cabe esperar que
el «manso discurrir» del pensamiento islámico, alemán, azteca o gallego,
pueda desembocar en un pensamiento integrador o globalizado susceptible de
ser traducido al español, y reflejado cuidadosamente en sucesivas ediciones
del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Es esta misma
integración o globalización la que suscitará enfrentamientos, roces y hasta
incompatibilidades irreductibles.

Pues no estamos refiriéndonos únicamente al desarrollo de un lenguaje de


primer orden, que se alimenta de los nuevos descubrimientos científicos o de
los nuevos inventos técnicos (y tampoco aquí lo nuevo se acumula sin más a lo
antiguo, porque a veces lo desplaza, como el «telescopio» desplaza al

117
«catalejo»). Estamos hablando de la vida y del desarrollo de un lenguaje de
pensamiento. Y aquí no cabe tanto integrar por acumulación enciclopédica,
cuanto asimilar, pero sabiendo que la asimilación presupone, casi siempre,
como ocurre en los organismos vivientes, la destrucción del alimento, su
«demolición» hasta llegar al nivel molecular.

§3. La querella de la equipotencialidad de las lenguas

1. Se nos plantea ahora la consideración de una cuestión central, la que


podíamos llamar la cuestión de la «querella de la equipotencialidad de los
diferentes lenguajes de palabras», en cuanto medios para expresar el
pensamiento.

Las dos posiciones más radicales ante esta cuestión serían las siguientes:

(1) La que afirma la equipotencialidad plena de todos los lenguajes de


palabras (sin distinción siquiera entre lenguajes de primer orden y lenguajes de
segundo orden). Por tanto la que sostiene que cualquier lenguaje es apto para
decir cualquier cosa que pueda ser dicha en otro lenguaje. El célebre lingüística
K. Pike, que conocía el lenguaje de los clics de los bosquimanos, llegó a
mantener (en mi presencia, año 1985) la tesis de que cualquier texto escrito en
cualquier idioma «podía ser traducido al lenguaje de los clics».

(2) La que niega por completo la tesis de la equipotencialidad, pero no ya


en el sentido de establecer algún tipo de jerarquía lineal, cuanto a potencia de
pensamiento, de unas lenguas respecto de otras, sino en el sentido de
declararlas inconmensurables, intraducibles. Se trata de una versión del
relativismo cultural desarrollado en el terreno del pensamiento, en cuanto está
asociado al lenguaje. A esta posición se aproxima noblemente B.L. Whorf (en
su libro Language, Thought and Reality. Selected Wrintings, Ed. John Carroll,
Nueva York 1956), cuando defiende la tesis de que la lenguas hopi, o la nootka
(isla de Vancouver) tienen una estructura gramatical irreducible a las lenguas
indoeuropeas (sus oraciones no tienen sujeto ni predicado); en la lengua hopi
no hay ni pasado, ni presente, ni futuro.

2. Desbordaría los límites del presente Ensayo esbozar siquiera una


mínima exposición y discusión de estas posiciones extremas ante la cuestión
de la equipotencia de los lenguajes. Sólo podemos tratar de fijar nuestra
posición, en función de las posiciones extremas que acabamos de definir.

Desde luego, tenemos que rechazar la posición que defiende la


equipotencia absoluta. Ante todo, porque sería preciso diferenciar al menos, las
lenguas primitivas de los lenguajes más desarrollados o superiores. De hecho,
es imposible traducir la Ciencia de la lógica de Hegel al lenguaje de los
bosquimanos. El debate habría que restringirlo, en cualquier caso, al terreno de
los lenguajes de segundo orden, a los «lenguajes de pensamiento». Ahora
bien, no conocemos otra forma de defender esta equipotencialidad que no sea
la traducibilidad de los pensamientos expresados en un lenguaje en

118
pensamientos expresados en otro lenguaje. Pero esta forma de defensa
encuentra cerrado el paso por el relativismo cultural-lingüístico.

Sin embargo, lo cierto es que el argumento principal del relativismo


lingüístico, como el del relativismo cultural en general, es el argumento de la
inmanencia: no podemos hablar del Mundo mas que desde un lenguaje, ni
podemos hablar del lenguaje más que desde el propio lenguaje o desde un
metalenguaje que forme parte del lenguaje-objeto (no podemos hablar de otra
cultura más que desde nuestra cultura, &c.)

Pero el argumento de la inmanencia, lingüística o cultural, se apoya en el


supuesto de esa misma inmanencia como identidad megárica de una «lengua»
o de una «cultura». Este supuesto está implícito en el conocido criterio de las
«señas de identidad», puesto que la idea misma de unas señas de identidad da
por descontada una identidad preexistente, y esta es la que se trata de
demostrar. (Lo que se trata de demostrar es que la identidad alegada es algo
distinto de las propias señas que de ellas se aducen). Pero este supuesto es no
sólo gratuito sino erróneo. No existe una inmanencia lingüística, puesto que
entre dos lenguajes siempre cabe establecer operaciones no lingüísticas que
permiten la comunicación o incluso la traducción sin intérprete de un lenguaje
desconocido por el traductor, al menos si este lenguaje es primario. Ni existe
inmanencia cultural, sencillamente porque las culturas, como unidades (o
identidades) internas o cuasi-sustanciales u orgánicas, son unidades o
identidades míticas (sustantivaciones de multitudes de rasgos culturales
descomponibles); por lo que la tantas veces invocada disyuntiva entre el
etnocentrismo cultural, el relativismo y el pluralismo cultural no es tal disyuntiva
(sólo podría haber pluralismo cultural si hubiese culturas idénticas y cerradas
en sí mismas incompatibles entre sí).

Frente a la idea de la inmanencia de las lenguas (o de las culturas),


levantamos la idea dialéctica del conflicto entre las lenguas y las culturas,
cuanto a los rasgos en los que cabe descomponer unas y otras, que no sean
mutuamente asimilables. Sólo de este modo la traducción será posible. Y
cuando no lo sea, los contenidos intraducibles, si no son asimilables (mediante
los conceptos, como ocurre, por ejemplo, en los llamados «calcos lingüísticos»)
deberán ser «destruidos», es decir, descompuestos o demolidos. Sólo así
podrá probar su potencia mayor o menos una lengua frente a otras, una cultura
frente a otras.

Ahora bien, según venimos suponiendo, las diferentes lenguas (unas


cuatro mil en los comienzos del tercer milenio) no son lenguas originarias ni
resultados de una evolución lineal, sino ramificada, y no tienen por qué
encontrarse en el mismo nivel de evolución. Habrá que afirmar que, incluso las
lenguas de segundo orden, no tienen por qué encontrarse siempre en un nivel
análogo de desarrollo.

En gran medida, el mayor o menor desarrollo de una lengua o de una


cultura depende del grado de relación que haya tenido con otras lenguas o
culturas y de la asimilación que haya podido lograr de esas lenguas o culturas;

119
dicho de otro modo, de su historia. Puede asegurarse que una cultura que
hubiera permanecido aislada durante siglos y siglos se mantendría en un nivel
de desarrollo más bajo que las lenguas o culturas más abiertas que se
encuentran en su vecindad. Sólo asimilando estas lenguas (tomando en
préstamo vocabulario, por tanto, conceptos e Ideas) podría ponerse a un nivel
similar.

3. La conclusión acaso más importante, a efectos prácticos, de las ideas


precedentes sobre la naturaleza de una lengua de pensamiento, cuando las
aplicamos a una lengua determinada, es la siguiente: que la condición de
«lengua de pensamiento» atribuida a una lengua dada (sobre todo si el
pensamiento del que hablamos pertenece al rango más alto, y por tanto, ha de
ser aplicado a los pensamientos de otras lenguas, en cuanto pensamiento
universal) no se reduce a predicar de esa lengua tal condición, a la manera
como podríamos predicar de un sólido regular la condición de dodecaedro.
Porque la condición de «lengua de pensamiento superior» obliga, por así decir,
a la lengua de la que se dice satisfacer esa condición a entrar en relación con
la otras lenguas de su rango, a fin de asimilarlas. Y esto implica no sólo
traducirlas a los propios términos, o mediante la creación de otros nuevos –
tanto más potente es una lengua cuanto mayor cantidad de «barbarismos»
pueda asimilar– sino también la demolición de aquellos bloques de otras
lenguas que se consideren en sí mismos intraducibles. Dicho de otro modo:
una lengua de pensamiento, de rango superior no puede admitir otras lenguas
que sea superiores a ella misma; a lo sumo podrá admitir su equipotencia. En
cualquier caso la demolición implica descomposición o análisis de los
contenidos de la lengua asimilada y de las formas culturales asociadas a ella;
lo que habrá de dar lugar a reacciones, muchas veces violentas, por parte de
quienes se consideraban ser los propietarios de tales ideas.

4. Tomemos. como ejemplo, por otra parte inexcusable cuando hacemos


«paralelismos» entre la lengua española y el alemán, la Crítica de la razón
pura, como una de las obras cumbre del pensamiento expresado en lengua
alemana, a saber, el pensamiento creador de la «filosofía trascendental»; una
lengua que, según Heidegger, era necesario utilizar «para poder pensar». Por
tanto, una lengua que sería, según eso, intraducible a otras lenguas inferiores,
tales como el latín o el español. Y así lo creeen quienes suponen que la propia
idea de una filosofía trascendental es intraducible a otras lenguas distintas de
la alemana.
Ocurre, es cierto, que el propio termino transszendentale procede del latín,
y fue utilizado como término técnico por los escolásticos (Felipe el Canciller,
Santo Tomás, &c.). A esta circunstancia no suele dárlese, en nuestro contexto,
mayor importancia: se trataría de un simple préstamo léxico que Kant habría
tomado a título de mero significante para designar a un pensamiento totalmente
diferente de la idea escolástica: la «Idea alemana» de lo trascendental no
tendría nada que ver con la «Idea latina» o románica.
Sería acepciones diferentes, susceptibles de ser numeradas en el diccionario
por 1, 2. Y así lo consideran los diccionarios filosóficos, distinguiendo diferentes
«acepciones» en la entrada «trascendental», y, principalmente, la «acepción
escolástica» y la «acepción kantiana».

120
Este proceder sobreentiende, por tanto, que la acepción kantiana es, en
cuanto a su significado, enteramente nueva e independiente de la acepción
escolástica. El pensamiento alemán que creó la filosofía trascendental se
referiría a las «condiciones a priori de la posibilidad de conformación misma de
los fenómenos constitutivos del Mundo». Y este pensamiento constituye la gran
novedad de la filosofía alemana que, en modo algun, podríamos rastrear en la
acepción escolástica latina o romance.
Pero resulta que la trascendentabilidad de la conciencia, con sus formas a
priori de la sensibilidad (espacio-tiempo) y del entendimiento (categorías), y
aun con las Ideas de la razón pura, lejos de ser una «secreción» de la
estructura interna de la lengua alemana (de su Innersprachform) es una
reconstrucción llevada a cabo con ideas anteriores y perfectamente inteligible a
partir del análisis de las diversas líneas que encontramos actuando en el
término «trascendental» a lo largo del desarrollo de la tradición filosófica.
Dos líneas «de evolución» del término trascendental serían necesarias y
suficientes para dar cuenta del núcleo de la filosofía trascendental kantiana.
Dejamos aquí de lado la acepción positiva del término trascendental, que
aparece en el lenguaje jurídico español, utilizado por ejemplo, en los tribunales
de la Inquisición, cuando condenaban a Doña Leonor de Vivero, a «infamia
trascendental a sus descendientes», es ésta una acepción positiva de la
trascendentalidad (no metafísica y a priori) que se justifica, sin embargo, por la
recursividad de las determinaciones que reciben la consideración de
trascendentales (como es el caso de la «infamia» o, para referirnos a un caso
más general en la Teología judeo-cristiana, del pecado original de Adán,
«trascendental a todos sus sucesores») .
(1) La línea que pasa por la doctrina de las propiedades trascendentales
del ser; trascendentales porque desbordan la categorías; una acepción que se
estabilizó en el siglo XII en la obra Summa de bono (Edición M. Wicki, Berna
1985) de Felipe el Canciller.
(2) La línea que pasa por la doctrina de las relaciones trascendentales –
trascendentales porque desbordan la categoría de la relación– tal como
cristalizó en el siglo XVI en las Disputationes de Francisco Suárez.

En efecto: los atributos trascendentales a todos los entes (y el ser, ante


todo), se predican, por analogía de proporcionalidad, de Dios (Acto puro, Motor
inmóvil) y de la Naturaleza (Dios existe o es respecto de su esencia, como la
Naturaleza existe o es respecto de la suya). Pero esta analogía de
proporcionalidad, que sería suficiente en el sistema aristotélico, es de todo
punto insuficiente en la ontoteología escolástica creacionista.

En efecto, el Dios de Aristóteles no es creador de la Naturaleza eterna; ni


siquiera la conoce. La Naturaleza existe, en su línea, independientemente de
Dios, de la misma manera a como Dios existe en la suya. La analogía de
proporcionalidad del ser, o del existir, no suprime por tanto la heterogeneidad
absoluta de estos dos órdenes de existencia. Es una analogía que está más
cerca de la equivocidad que de su univocidad: los análogos son simpliciter
diversa y sólo son secundum quid eadem.
Pero en el creacionismo de los escolásticos cristianos, la Naturaleza, como
conjunto de las criaturas, sólo existe en virtud de la causalidad eficiente de
Dios. Lo que significa que la existencia o el ser sólo puede predicarse de las
121
criaturas por la mediación de la existencia de Dios. Dicho de otro modo, el
«Ser» es un análogo, pero de atribución; un análogo cuyo primer analogado es
Dios, mientras que las criaturas sólo son en virtud de la relación de efecto a
causa que mantienen constantemente con Dios, en cuanto Causa primera
(sobre esta analogía primaria de atribución, o de proporción simple, se fundará
ulteriormente una analogía secundaria de proporcionalidad o proporción
opuesta).
Ahora bien (y aquí establecemos la conexión entre la trascendentalidad del
ser, y la trascendentalidad de la relación): la relación trascendental es una
relación secundum dici (Suárez, Disputación 47), es decir, no es propiamente
una relación categorial, sino un proceso conceptualizado o «dicho» según el
modo de relación categorial. Pues una relación categorial es la que se
establece entre términos preexistentes a esa relación; por ejemplo, para que se
establezca una relación de igualdad mutua entre los segmentos a y b es
necesario que a y b preexistan a la relación. Pero en la relación trascendental
de causalidad creadora, establecida entre la causa y el efecto (tal como se
entendía tradicionalmente, es decir, como relación binaria), uno de los términos
(el efecto) no preexiste a la causa sino que es creado precisamente por ella, es
decir, por el otro término de la relación.
Y esto es tanto como decir que Dios, en cuanto causa creadora de las
categorías, es el término o condición trascendental de la existencia y de la
esencia de la criaturas que constituyen el Mundo. De suerte que podríamos
decir que el propio Mundo es de algún modo una manifestación de Dios. El
espacio y el tiempo infinitos serán una manifestación de la inmensidad divina; y
será el propio Newton quien llegue a decir (en la Cuestón 31 de su Óptica) que
el espacio es el «sensorio de Dios».
De todo lo cual concluimos que la trascendentalidad de la conciencia
kantiana, expuesta en su Transszendentale Elementarlehre, y, ante todo, la
trascendentalidad de las formas a priori de la sensibilidad (el espacio y el
tiempo), es una «transformación» de la concepción que Newton tuvo del
espacio tiempo como sensorios divinos; y la trascendentalidad de la conciencia,
como condición de posibilidad el Mundo y de sus categorías no es, a su vez,
sino una transformación de la trascendentalidad de la relación de causalidad
que Dios mantiene respecto de la Naturaleza, como conjunto de los
fenómenos.
Dicho de otro modo: el trascendentalismo del pensamiento kantiano sólo
puede ser entendido (históricamente) como una transformación del
trascendentalismo del pensamiento ontoteológico escolástico, en virtud del
cual, la función de Dios, como condición trascendental del Mundo de los
fenómenos ha sido sustituida por la conciencia humana; una sustitución que se
hará explícita en el sistema de Hegel. Esto no suprime la originalidad de Kant
en la historia del pensamiento, ni menos aún suprime el carácter
«revolucionario» de este pensamiento (de la «revolución copernicana» de que
él mismo habló). Lo que suprime es la visión de la filosofía trascendental como
una creación ex-nihilo del pensamiento alemán expresado en lengua alemana.

Oviedo, 17 de enero de 2003

Nota

122
{*} Al citar a Descartes entre los representantes del atomismo mecanicista
moderno, tenemos en cuenta, dentro del mecanicismo, el llamado (por O.
Hamelin y otros) �corpuscularismo� cartesiano. Como es sabido, aunque
Descartes se proclamó siempre antiatomista, puede defenderse la tesis de
que lo habría sido antes en el terreno metafísico que en el terreno físico:
Dios, dice Descartes, pudo disponer la existencia de ciertas unidades
elementales indivisibles de la materia, sin que por ello pudiesen ser llamadas
átomos en sentido propio, dado que Dios podría siempre dividirlas, aunque
ninguna criatura de Dios pudiera hacerlo.

Santiago González Noriega, los «profesionales de la cultura» y los «hombres


de izquierdas»
Gustavo Bueno
Publicado en el suplemento Cultura de La Nueva España del jueves 4 de
diciembre de 2003, nº 625, pág. VI, dedicado a Santiago González Noriega,
fallecido el 26 de septiembre de 2003
Hace más de cuarenta años que conocí a Santiago González
Noriega. Venía a visitarme a Oviedo de vez en cuando, como estudiante de la
Facultad de Filosofía de la UCM; me sorprendía su erudición, su curiosidad y
su voluntad de saber. Recuerdo que en una ocasión, después de haber
hablado de la situación de la Metafísica en la Complutense –Ángel González,
como sucesor burocrático de Ortega, la profesaba–, y de haberme suscitado la
cuestión de la contingencia de las leyes naturales, me pidió prestado un tratado
de Topología que estaba yo estudiando por entonces y que le había propuesto
como prueba de la realidad de una legalidad objetiva que subsistía tras la ruina
de la Metafísica tradicional. En años posteriores, en los años 70, mantuve el
contacto con él en Madrid (recuerdo un simposio muy animado en su casa o en
la de un amigo, que acaso pueda rememorar mejor que yo Mariano Antolín o
Pepe Avello) o en Llanes (una cena en su casa de La Pereda, en la que
hablábamos de Goethe y que mejor que yo podría resumir su primo y amigo
mío Ignacio Gracia Noriega). Después perdimos el contacto directo, aunque de
vez en cuando leía algunos de sus trabajos, siempre interesantes. Ahora que la
muerte ha «totalizado» su obra es ya posible comenzar a re-flexionar sobre
ella, como estamos haciendo cada uno desde nuestro observatorio particular
cuantos acudimos a esta cita de La Nueva España.
Pero, en cualquier caso, las miradas, aunque procedan de un mismo
observador, puede dirigirse hacia muy distintos lugares. Tengo delante La
subida al calvario de Pieter Bruegel, un librito precioso que me envía su hijo
Juan, y en el que Santiago González Noriega cultiva el género literario del
cuadro contado. Mi primera intención ha sido ocupar el espacio del que
dispongo con el análisis de este cuadro contado. Pero como mi comentario ha
desbordado el espacio disponible me decido, después de romper los folios
correspondientes, a hacer una «reflexión» más general sobre el amigo que
acaba de fallecer, tomando como pie las palabras que días pasados tuve que
improvisar para responder a la pregunta que un estudiante me hizo en estos
términos: «¿quién fue Santiago González Noriega?».

Tratándose de un amigo, y de un amigo definitivamente ausente, me


pareció que lo más adecuado era responder con palabras parecidas a las que

123
él mismo habría utilizado. Es decir, responder desde la perspectiva que los
antropólogos vienen denominando «perspectiva emic». La dificultad es que
Santiago no ha utilizado palabras para definirse; pero sí ha definido su
contrafigura. Y esto nos hace posible reconstruir la suya como un vaciado. Otra
cosa es si él mismo fue algo distinto de su contrafigura, es decir, si la
contrafigura fue antes lo que él no quería ser que lo que él no era de hecho.
Pero estas cuestiones psicológicas sobre el ego y el super ego se las dejamos
a los psicólogos.

La contrafigura a la que me refiero es presentada por Santiago González


Noriega en la forma de un tipo ideal que él se ve forzado a crear y que
denomina «intelectual progresista». Se trata de una entidad, añade, inspirado
sin duda por Max Weber, «ficticia mas no vacía». El tipo ideal de «intelectual
progresista» le servirá para definir la «actitud crítica» que le parece resumen y
compendio del «intelectual contemporáneo».
¿Y qué es el intelectual contemporáneo? Acaso puede decirse, a través de
las indicaciones que nos ofrece el ensayo El intelectual y la violencia, que el
intelectual contemporáneo es ante todo un «profesional de la cultura».

Lo que ya no es tan fácil de decir es lo que Santiago González Noriega


sobreentiende aquí por cultura. La expresión «profesional de la cultura» parece
ser una abreviatura de «profesional de la cultura superior». Y de la «cultura
superior», el ensayo da al menos una definición denotativa de acuerdo,
podríamos decir, con una costumbre muy extendida en nuestros días, al menos
entre quienes sobreentienden la cultura dentro de lo que en otra ocasión
hemos llamado «cultura circunscrita». Cultura superior es «filosofía, música,
religión, artes plásticas».

Pero ¿cuál es la razón por la cual se engloba en la unidad de la «cultura


superior» estas formas culturales entre las otras múltiples formas que cabría
añadir a la enumeración denotativa (tales como sistemas de parentesco,
agricultura, caza, artes serviles, política...)? Difícilmente podremos encontrar
esa razón en la estricta enumeración que se nos ofrece; esta razón ha de estar
dada en una concepción general del mundo, explícita o implícita. ¿Cuál puede
ser esta concepción general? Nos da una pista el autor al calificar al conjunto
de las formas enumeradas mediante el adjetivo «superior»: filosofía, religión,
artes plásticas... constituyen la cultura superior. Y esto nos lleva al idealismo
alemán, a la filosofía del espíritu, a los tiempos del «espíritu absoluto»
hegeliano o afines. Desde una concepción filosófica materialista, difícilmente
podría justificarse la decisión de englobar a la filosofía, a la música, a la religión
y a las artes plásticas bajo la rúbrica de «cultura superior». Pero esto no viene
al caso, al menos de un modo directo.

Lo que sí viene al caso es constatar que González Noriega, sin duda


acuciado, en cuanto profesor de una Facultad de Sociología, por dar un
fundamento más positivo histórico-sociológico a ese espíritu absoluto, acude a
Gramsci, el fundador del Partido Comunista Italiano, cuya estirpe idealista,
como discípulo de Croce, es bien conocida: «la comunicación de las formas
superiores de cultura –filosofía, música, religión, artes plásticas– y su difusión

124
entre los grupos más numerosos ha sido desde siempre asegurada, y lo es hoy
de modo creciente, por un buen número de profesionales de la cultura –críticos,
profesores, ensayistas, periodistas– cuya actividad, en decir de Antonio
Gramsci, ha tenido su expresión paradigmática en el clero y en su capacidad
para mantener en la Iglesia el difícil equilibrio entre los más refinados artistas e
intelectuales y los hombres más simples» [«los hombres más simples»: ¿cabe
percibir aquí un eco de El nombre de la rosa?]

Pero lo que hoy llamamos «intelectuales», dice González Noriega, vienen


a ser los profesionales de la cultura de nuestros días. ¿Y en qué se diferencian
los intelectuales de hoy del clero medieval moderno? Gramsci respondería: en
que los clérigos eran «intelectuales orgánicos» (como luego lo serán los
intelectuales del Partido Comunista), mientras que los intelectuales de hoy son
intelectuales no orgánicos, y críticos, por tanto, de los intelectuales orgánicos.
¿No tendría que ver con esto esa «actitud crítica» considerada como
«compendio de las peculiaridades del intelectual contemporáneo»?

He aquí «mi reconstrucción» de las ideas que estarían implicadas en la


construcción de Santiago González Noriega.

El intelectual contemporáneo, a través de su actitud crítica ejercita su


función de «profesional de la cultura» de un modo, en cierto modo, opuesto
diametralmente a como la ejercitan los intelectuales orgánicos. Mientras que
para definir a los intelectuales orgánicos podríamos acogernos al tipo ideal de
los «intelectuales custodios de la verdad ya conseguida», mistagógica o por
revelación, de los «intelectuales conservadores», para definir a los intelectuales
contemporáneos, no orgánicos, nos veríamos forzados a acogernos al tipo
ideal del «intelectual progresista». Y el núcleo del progresismo del nuevo
intelectual sería su «actitud crítica».

¿Y cómo delimitar la naturaleza de esa actitud crítica? González Noriega


como si quisiera evitar divagaciones que nos pusieran en peligro de extravío,
acude a una piedra de toque muy precisa: la actitud crítica del intelectual
progresista ante la violencia.

Y es ahora cuando se nos desvelará la naturaleza del intelectual


contemporáneo, del intelectual progresista, si damos por buena la certera
observación o constatación de Santiago González Noriega: el intelectual
progresista en su denuncia y horror ante la violencia se refiere ordinariamente a
la violencia lejana, a los actos de violencia que tienen lugar en los campos de
exterminio, nazis o soviéticos, a la violencia ejecutada en la guerra del Vietnam
(Apocalipsis Now) o en Alabama. El intelectual progresista denuncia
situaciones horrorosas de violencia, concretas, con coordenadas de lugar y
tiempo definidas, pero tales que, por su lejanía, se transforman en abstractas.
«Suceden en un aquí y un ahora, en un puente de Stanleyville y a una hora
determinada del meridiano de Greenwich o Nueva York, y es aquí [dice,
utilizando el análisis de Hegel del aquí y el ahora] donde el objeto que se
pretende más concreto, es donde es precisamente más abstracto».

125
En resolución: el intelectual progresista se lanza, lleno de ira sublime,
contra la violencia, como expresión suprema del mal. Pero para él «el mal es,
sobre todo, el mal que en otra parte hacen otros» (González Noriega escribe
este ensayo en los primeros años de la década de los 90. ¿Cabría aplicar su
observación diez años después al caso de los intelectuales y artistas que en
España se manifestaron aquí y allá, como portadores de la conciencia ética
universal, frente a la guerra de Irak pero sin decir nada sobre los asesinatos
cotidianos cometidos por ETA a nuestro lado?).

¿Por qué ha de ir tan lejos el intelectual progresista hasta encontrar


objetos dignos de su ira?

Porque el intelectual progresista –una caracterización más exacta que la


de «hombre de izquierdas», dice González Noriega– es una existencia dividida
entre el intelectual y el ideal, entre el ideal benéfico, pero no amable, y la
riqueza inagotable de la vida.

«Una contradicción permanente, una desgarrada herida, es la vida del


intelectual. Lo real es el dolor, es este sufrimiento generalizado, este malestar
que la cultura no ha cesado de acrecentar.»

Pero el intelectual progresista, inmerso en una sociedad que para


mantenerse estructurada por los fines burgueses de dominación y de poder,
define la violencia por las formas externas de violencia, se inquieta por ella,
pero desatiende la violencia cotidiana aparentemente imperceptible. «Ante la
diaria violencia que el colectivo social ejerce sobre él en la mayor variedad de
formas: un anuncio interpuesto entre la mirada; un tímido apretón de manos; la
obra de un colega que no cabe reconocer, sino envidiar, porque el colega es
también y ante todo un competidor...».

17 de noviembre de 2003

El Proyecto Symploké
Gustavo Bueno
Presentación del proyecto Symploké,
manuales de filosofía en español

El «Proyecto Symploké» se orienta principalmente a la composición de


manuales de filosofía, escritos en lengua española, y publicados ante todo a
través de internet – www.symploke.net – pero sin descartar la edición en
papel o en otros soportes según vayan aconsejando las circunstancias.

126
No es nada fácil delimitar un concepto de «manual de filosofía». Ante todo,
nos apresuramos a decir que un manual de filosofía no es un «libro de texto».
El libro de texto está calculado para servir de «instrumento» a los alumnos o a
los profesores que, en los establecimientos autorizados, públicos o privados,
sigan cursos regulares, ajustándose a los planes que establecen las leyes
vigentes. A veces incluso hay libros de texto diferentes para profesores y para
alumnos. Los libros de texto de filosofía no son pues otra cosa sino una
especie del género «libros de texto».

La discusión sobre la conveniencia o inconveniencia de los libros de texto


está abierta permanentemente (al margen de las corrupciones más corrientes,
a que ellos puedan dar lugar, se objeta que los libros de texto hacen perezoso
al profesor, e incitan al memorismo al alumno, esterilizando su espíritu de
iniciativa y de investigación). Obviamente todas estas objeciones tienen sus
correspondientes réplicas, a las que aquí no nos vamos a referir.

Pero estas objeciones a los libros de texto, en general, se agravan cuando


van referidas a los libros de texto de filosofía, y se agravan tanto que llegan a
«probar demasiado», o dicho de otro modo, que cabría decir de ellas que van
dirigidas no ya tanto contra la filosofía expresada en un libro de texto, sino
contra la filosofía en general, en la medida en que ella pretenda ser algo más
que «filosofar».

Pero si el Proyecto Symploké no va dirigido, según hemos dicho, a la


composición de libros de texto de filosofía, sino a la composición de manuales
de filosofía, ¿no podríamos dejar de lado el debate acerca de las ventajas o
desventajas de los libros de texto?

En parte sí –en todo aquello en lo que el manual difiere del libro de texto y,
por consiguiente, puede ponerse a salvo de los inconvenientes que a estos se
les atribuyen–. Pero en parte no, y, concretamente, en nuestro caso, en todo
aquello que el manual pretenda ser un «manual de filosofía», que se enfrenta
con la concepción de la filosofía como filosofar.

Un manual de filosofía no es un libro de texto, principalmente porque él no


va destinado al alumno, a fin de proveerle de un instrumento para preparar sus
exámenes, ni tampoco va destinado al profesor para ofrecerle, oficiosamente,
ya preparados los temas propuestos por el plan de estudios, imprescindible en
toda «filosofía administrada», que él se supone puede y aún debe preparar
libremente. Un manual de filosofía pretende ser la exposición completa –dentro
de la reducción de sus límites: un manual no es un tratado– de un conjunto de
doctrinas, ordenadas con cierta independencia de las orientaciones implícitas
en los cuestionarios oficiales (aún sin perjuicio de corresponderse con ellos) y
desarrolladas según sus fundamentos propios, y según las diferencias que
mutuamente mantienen entre sí con otros sistemas doctrinales. Un manual de
filosofía no es por ello un «ensayo» o un conjunto de ensayos; como «género

127
literario» debe asumir la forma de la exposición doctrinal, informativa de
doctrinas (por tanto, de problemas, de respuestas alternativas, &c.), con
indicación lo más precisa posible de datos positivos (fechas, estadísticas,
títulos de obras) pertinentes. Un manual de filosofía es, por tanto, un modelo de
referencia (o un contramodelo) que puede ser utilizado por el profesor o por el
alumno. En el manual el profesor debe poder encontrar una exposición
«objetivada» (en el sentido de que no sean meras opiniones propias subjetivas)
con la cual puede contrastar, impugnándola, corroborándola, desarrollándola,
su personal tratamiento de las cuestiones. Y el alumno puede encontrar en el
manual (en nuestro proyecto, además, de forma gratuita y de acceso directo a
través de cualquier ordenador), exposiciones y datos indispensables para
coordenar y fijar sus conocimientos (el mayor espejismo de quienes,
abominando de manuales o de libros de texto, creen poder sustituirlo por los
«apuntes», que no pueden ser otra cosa sino manuales o libros de texto
plagados de erratas, de ideas distorsionadas, &c.).

Por último, el manual es ocasión permanente para que las dificultades,


dudas, objeciones, &c., que su estudio pueda suscitar en el alumno puedan
también ser atendidas por el profesor, en un terreno mucho menos «subjetivo»
o «autista» que aquel en el cual el profesor se ve obligado a encerrarse cuando
únicamente dispone, como medio objetivo de comunicación entre él y sus
alumnos, de los «apuntes» que los propios alumnos han tomado de él.

Es evidente que, en todo caso, las ventajas que el manual puede tener, en
principio, sólo comenzarán a notarse si los contenidos del manual son buenos.
Pues no es el manual, en general, el que es bueno; es este manual concreto,
en comparación con otros, y según diversos grados de bondad.

Sin embargo, las dificultades de quienes objetan a los libros de texto de


filosofía el pretender «ofrecer la filosofía en un libro», cuando lo único, al
parecer, que cabría intentar, por parte del profesor, según la resobada fórmula
kantiana («no es posible enseñar filosofía, sólo filosofar»), sería que el alumno
«filosofase» con el profesor, se refuerzan, si cabe, cuando nos referimos
a manuales de filosofía, puesto que un manual añadiría a un «simple libro de
texto» ciertos componentes de «prepotencia y dogmatismo» de los cuales el
libro de texto acaso no necesitase.

Pero, ¿qué es lo que se quiere decir con esta distinción entre «filosofar» y
«filosofía», utilizada con frecuencia como arma arrojadiza contra todo aquello
que no sea interrogación, debate, contradebate, es decir, contra todo lo que no
sea aquello que algunos llaman «filosofar»?

Ante todo tenemos que advertir de grave error a quienes pretendan


insinuar que con esta distinción estamos penetrando en alguna peculiaridad de
la Filosofía (que sólo pueda enseñarse «filosofando»); porque otro tanto puede
decirse de la Geometría o de otras disciplinas. También cabría decir: «No
podemos enseñar Geometría, si no es geometrizando.» Quien se aprende de
memoria un teorema de Euclides no aprende geometría; para entenderlo tiene
que geometrizar. De hecho Euclides, además, parece que le dijo a Tolomeo,

128
cuando este le manifestó que eran demasiado difíciles los Elementos que él
había escrito por indicación suya: «Majestad, no hay caminos reales para
aprender Geometría.»

Por ello, y con muy buen juicio, suele disolverse esta supuesta disyuntiva
(o filosofar o filosofía) aduciendo la posibilidad de filosofar mientras se enseña
filosofía, o de enseñar filosofía mientras se filosofa.

Lo que ocurre es que, tras la disyuntiva que nos ocupa, se esconde


seguramente otra distinción, que aparece explícita en otros muchos contextos:
la distinción entre filosofía como «perpetua inquisición, exploración, duda,
buceo...» y la filosofía como sistema. Pues muchas veces, si no todas, cuando
se contrapone el filosofar a la filosofía, lo que se está haciendo es oponer el
«libre torrente del pensamiento» (el filosofar como pensar, como acción y
efecto propio de «el pensador») a la filosofía como sistema doctrinal. Y muchos
de quienes dudan de los manuales de filosofía (o los aborrecen) es porque de
lo que dudan (o lo que aborrecen) es del sistema filosófico, que contraponen al
«ejercicio crítico» propio del filosofar.

Con esto piden el principio, porque dan por supuesto que es posible un
«ejercicio de filosofar crítico» al margen de toda doctrina sistemática. Sin duda,
porque confunden el significado psicológico subjetivo de un «filosofar prístino»
(un cavilar que muchos aprecian ya en el niño de cuatro años, cuando entra en
la fase del ¿por qué?) con el significado histórico y social. Acaso porque
presuponen que el filosofar («interpretado como amor al saber», como si ese
amor al saber no se diera, y aún más intensamente, cuando va referido al
saber entomológico o al saber filatélico) es una exigencia subjetiva originaria,
vinculada a la curiosidad y temen que el sistema, o la doctrina, mate esa
curiosidad. Habría que tener en cuenta, sin embargo, que la pregunta filosófica
tiene poco que ver con la curiosidad, o con el «por qué» infantil (que muchas
veces es un mero estereotipo); la curiosidad aparece en los niños y en los
chimpancés, a quien nadie en su sano juicio puede atribuirles una actitud
filosófica.

Para quien presupone que la filosofía no brota de la curiosidad subjetiva, o


de la ignorancia psicológica, ni siquiera de la duda, sino de saberes firmes
obtenidos previamente a lo largo de un dilatado proceso histórico, es decir,
para quien presupone que la filosofía tiene un origen histórico, que se origina
en la confrontación entre conocimientos firmes y científicos (por ejemplo,
geométricos, como enfrentados también con otros conocimientos firmes), que
suscitarán problemas (y el problema viene siempre después de un teorema) o
asombros, entonces la contraposición entre el filosofar y la filosofía sistemática
habrán de plantearse de otro modo.

Por ejemplo, teniendo en cuenta, o simplemente sospechándolo, que los


problemas filosóficos y el asombro filosófico –por tanto, el «filosofar»– pueden
ser suscitados por el enfrentamiento entre «sistemas metafísicos» diferentes.
La filosofía académica, la filosofía de Platón, surgió –al menos según la tesis
que hemos expuesto en otro lugar– del análisis de los enfrentamientos entre

129
las diferentes metafísicas presocráticas, y con la referencia a saberes tan
firmes como los de la Geometría de su época.

Quienes aborrecen el sistema, porque temen que él mate el filosofar,


sustituyéndolo por dogmas doctrinales, demuestran tener un concepto
puramente escolar (en modo alguno «escolástico», en el sentido histórico) del
sistema filosófico. Porque el sistema filosófico es lo más opuesto al dogma que
cabe imaginar, desde el momento en que un sistema filosófico sólo puede
establecerse en el proceso de enfrentamiento dialéctico con otros sistemas.
Este enfrentamiento implica sin duda un filosofar, y un filosofar continuado,
porque continuas son las presiones que sobre un sistema ejercen los demás.

Por ello hay que dudar de si quienes pretenden reducir la filosofía a la


condición de una «reflexión radical y crítica» saben bien lo que quieren decir.

¿Entienden la reflexión, en sentido


psicológico, como «meditación solitaria», en la cual el «espíritu se inclina sobre
sí mismo», acaso después de adoptar la postura contorsionada que atribuyó
Rodin al Pensador, a la manera como los políticos franceses, los cartesianos
del cogito, inducen a que todos los ciudadanos hagan «un día de reflexión»
antes de las elecciones legislativas? En nuestros días el término «reflexión»
parece dignificar cualquier «pensamiento», por infantil o necio que éste sea
(dice un oyente al intervenir en una tertulia radiofónica: «Sólo quiero hacer una
reflexión: la violencia de género aumenta porque los hombres somos muy
egoístas.»).

Pero si entendemos la «re-flexión» en un sentido lógico objetivo (y no


psicológico subjetivo), es decir, si entendemos la reflexión como una situación
característica que se conforma al proyectar unas ideas sobre otras, a la manera
como el rayo de luz re-flexiona al chocar con un espejo (por ejemplo, si se
entiende la reflexión objetiva como el filtro del programa de un partido político,
a través de otros), entonces la reflexión filosófica requerirá la confrontación de
130
uno o más sistemas filosóficos, o el enfrentamiento de unas ciencias con otras.
El carácter reflexivo atribuido a la filosofía, en este sentido objetivo, ¿puede ser
otra cosa sino la misma condición de «saber de segundo grado», de un saber
que comienza confrontando otros saberes previamente dados?

¿Y qué quiere decir «radical»? «Lo que va a la raíz», se responde de


inmediato. Y esto parece muy claro en su momento negativo: una reflexión que
no se queda en la hojarasca, sino que «penetra más adentro». Pero, ¿dónde
está la raíz de la reflexión filosófica radical? ¿No es algo postulado o
presupuesto a título de primer principio, como el cogito de los cartesianos, o el
Dios de los ontologistas? Pero entonces, el que propone una «reflexión radical»
se nos manifiesta inesperadamente como un fundamentalista. Porque acaso no
hay una raíz o un fundamento único del que todo lo demás dependa. El
fundamentalista dirá que, de no ofrecer una raíz, o un fundamento único, sólo
cabe el escepticismo. Pero otra vez pide con esto el principio. Pues, ¿acaso no
cabría encontrar evidencias in medias res –sin necesidad de llegar a supuestas
raíces–, en construcciones circulares en las cuales los principios son al mismo
tiempo las consecuencias? En cualquier caso, el que propugna una filosofía
como «reflexión radical» debería tomarse al menos la molestia de decirnos a
qué raíces se refiere.

¿Y cuando se habla de «reflexión crítica»? Difícilmente puede encontrarse


una expresión más vaga y pretenciosa. Porque la crítica carece por completo
de sentido si no se dan los parámetros o los criterios. Decir de alguien que
tiene un «espíritu crítico» no es decir nada, desde una perspectiva filosófica; es
decir demasiado, desde una perspectiva psicológica («espíritu crítico» designa
a veces el mero negativismo del adolescente que está dispuesto a criticar
incluso el teorema de Pitágoras que acaba de aprender, sin advertir que criticar
algo puede significar muchas veces, no tanto espíritu de rigor, sino ignorancia
de la cuestión).

Sólo es posible la crítica respecto de determinadas referencias canónicas:


el musulmán critica al judío, y el judío critica al cristiano. La crítica, definida en
un plano lógico, consiste esencialmente en operaciones de clasificación. El
musulmán que critica al judío debe comenzar por determinar sus analogías y
sus diferencias, clasificándolas en categorías más amplias, a fin de poder
tomar partido a través de alguna de ellas. Por ello, quien no dispone de
categorías adecuadas, o de criterios, «después de conocer bien al enemigo»,
no podrá criticarle objetivamente, por mucho «espíritu de crítica» que él tenga;
sus críticas serán siempre desajustadas o indoctas, y el crítico se destruirá en
su misma reputación de tal.

¿O es que quien habla de «reflexión radical y crítica» propugna en filosofía


una especie de «vuelta a Kant», a la filosofía crítica? Poca fuerza de
convicción, al menos para un materialista, tendría este requerimiento de la
«vuelta a Kant». ¿O acaso quien propugna una «reflexión radical y crítica»
quiere volver a Descartes, como «creador de la filosofía moderna edificada por
la crítica a toda autoridad», que ve que la conciencia se ha emancipado de ella
por la razón?

131
Es este un criterio vigente todavía en nuestra época, al menos es el criterio
utilizado por muchos historiadores generales (y por muchos historiadores de la
filosofía en especial) cuando tratan de definir esa «esencia» (descubierta ya
bien entrado el siglo XX) que llaman «modernidad», y que no se reduce a la
condición de un mero concepto historiográfico, por cuanto ella expresa, a su
vez, una idea filosófica sobre la propia filosofía, y sobre el alcance del papel
que pueda corresponderle en la «vida moderna»; una idea directiva, por tanto,
de la organización de los planes de estudio que serían necesarios para la
educación de la juventud en la vida de nuestra época. Pues «modernidad»
significa precisamente, para muchos de quienes hoy creen poder comprender
su «esencia», emancipación de la razón frente a la autoridad, pensamiento
autónomo, &c. Una revolución que habría comenzado con Descartes y habría
culminado con Kant, cuando dijo que la Ilustración era la emancipación del
hombre, mediante la razón, de su culpable incapacidad. Pero una gran mayoría
de los profesores de filosofía, incluso de aquellos que logran asumir
responsabilidades directivas en la organización de los planes de estudios,
consideran que Descartes y Kant siguen siendo los héroes y los modelos de la
«filosofía radical y crítica»; lo que explica a su vez la consideración que
alcanzan estos héroes en sus argumentaciones sobre la pedagogía de la
filosofía y, por supuesto, el puesto principal que se les concede en la Historia
de la Filosofía.
No es esta valoración de Descartes o de Kant, como modelos de la
«reflexión crítica radical», una novedad, en cualquier caso, que se produzca en
nuestros días, sino que es ya una tradición del profesorado de filosofía español,
cuando se ve forzado a definir las diferencias entre su «ciencia» con otras
disciplinas, sobre todo en el momento de organizar un plan de estudios de
bachillerato. El 1853 don Nicomedes Martín Mateos, «apóstol de Bordas en
España», en el escrito que dirigió al Excmo. Sr. Marqués de Gerona (Ministro
de Gracia y Justicia), en una época en la que, como en la nuestra, se estaban
discutiendo los planes de estudio para la nación, decía con absoluta
convicción:
«¿Qué era la filosofía antes de Descartes? Una ciencia de statu
quo, una abstracción de clasificaciones impertinentes, una ciencia de
palabras. El Parlamento había prohibido enseñar máximas contra los
autores antiguos y disputar contra los aprobados por los doctores y por
la facultad de Teología. El escolasticismo había olvidado la sana filosofía
de San Agustín, que enseñaba: "Que hay dos vías para conducir a las
almas, la autoridad y la razón: que si la autoridad es la última en el orden
de excelencia, es la primera en el orden del tiempo" &c. &c. La autoridad
por tanto se había extralimitado, y cuando con ella arguyen a Descartes,
responde: ¡¡autoridades a mí, que dudo hasta si hay hombres!!»
(Nicomedes Martín Mateos, Breves consideraciones sobre la reforma de
la Filosofía, Salamanca 1853, página 7.)
En estos debates aparecen seguramente confundidos el plano psicológico
social (en el que se dirimen las cuestiones de la «libertad», «emancipación de
la autoridad» de unos individuos o grupos frente a otros) con el plano filosófico.
Difícilmente podrá subestimarse la importancia del primer plano, que es el
plano de la psicología, de la sociología y de la historia, en el que transcurre
seguramente la mayor parte de eso que llamamos «filosofar». Pero las
revoluciones psicológicas o sociológicas contra las autoridades, ¿pueden

132
interpretarse sin más como revoluciones filosóficas, mediante las cuales la
«razón» o la «filosofía» alcanza su emancipación? Acaso Descartes o Kant (y
con ellos sus admiradores) tuvieron el sentimiento psicológico de que estaban
«emancipándose de la autoridad en nombre de la razón». Pero, ¿qué alcance
podía tener este sentimiento, más allá de ser una expresión retórica y
autopropagandística? ¿Es que antes de ellos no había habido crítica
continuada, aún cuando psicológicamente esta tomase la forma del comentario
que interpreta o aclara, transformándolas, las doctrinas heredadas? ¿Acaso
Santo Tomás no fue más crítico del hilemorfismo de Aristóteles, interpretándole
a su modo, en su teoría de la transubstanciación, mientras se declaraba
aristotélico, que Descartes, al declarar contra Aristóteles que la cantidad del
pan sagrado era su misma sustancia? ¿Tuvo en cuenta don Nicomedes que
Descartes, cuando dudaba incluso de la existencia de otros hombres, lejos de
estar reivindicando la razón de su cogito, contra la autoridad, estaba
reduciendo su propio cogito a una apariencia similar a las que sentía el
licenciado Vidriera, si es que tomamos en serio la afirmación de que mi ego no
puede ser conformado al margen de los demás hombres, de los cuales, por
tanto, no cabe dudar sin dudar de mí mismo? ¿Y cómo podría la filosofía, en
cuanto «reflexión radical y crítica», someter a crítica radical a un teorema
geométrico bien establecido? ¿Acaso este teorema no lleva incorporada ya la
crítica, pero la crítica geométrica, no la filosófica? ¿Acaso puede darse por
axiomático que la filosofía surge de la duda, antes que de saberes previos bien
establecidos, pero acaso incompatibles con otros, también bien establecidos?
Concluimos: quienes siguen pretendiendo presentar a la filosofía como una
«reflexión radical y crítica», a fin de deducir de esta definición, no sólo el
«peso» que ella debe tener en un plan de estudios de bachillerato, sino
también el lugar de orden que le corresponde (algunos profesores reivindican
para la filosofía un lugar importante en la enseñanza primaria, precisamente
antes de que pueda hablarse de «saberes previos bien establecidos») e incluso
sus propios contenidos, ¿no están de hecho reincidiendo en la concepción
metafísica tradicional de la filosofía como «la investigación de las primeras
causas y de los primeros principios»? ¿Qué otra cosa puede querer decir
«radical», en sentido positivo? «Ir a la raíz», ¿es algo distinto que ir a los
fundamentos, a las primeras causas o principios? Tendría sentido que alguien
reivindique esta voluntad de «saber radical», de ir a la raíz, cuando al mismo
tiempo nos la haya presentado; pues de otra manera no podemos saber a qué
raíz se refiere, ni siquiera si tal raíz existe. Si nos la presenta, tendrá que
hacerlo a través de un sistema filosófico, o bien a través de una «declaración
de principios» dogmáticos, como los que presentaban a la filosofía en su
régimen de ancilla theologiae. Y en cualquiera de ambos casos, ¿no es
excesivo comenzar el debate acerca del «lugar de la filosofía» en el plan de
estudios, así como en los debates acerca de sus contenidos, exigiendo a todos
los que vayan a intervenir en estos debates compartir el sistema filosófico o la
declaración de fe que en ese planteamiento del debate está implicado?

A nuestro entender, y en el momento del debate sobre el lugar, papel,


contenidos, &c., de la filosofía en un plan de estudios, se hace necesario
proceder con una definición práctico operatoria de la filosofía, que no comience
exigiendo cosas tan metafísicas como «primeras causas» o «reflexiones
radicales», es decir, que no comience dando por hecho que el profesor de

133
filosofía (si no ya el libro de texto o el manual) tiene la responsabilidad de
enseñar a sus alumnos a ejercitarse en ese tipo de reflexión radical y crítica, o
en el de conocer alguna causa o primer principio en los que se supone él debe
estar ya impuesto. ¿O acaso puede alguien pensar (sobre todo si fue clérigo)
que por haberse librado de las dogmáticas religiosas, el profesor de filosofía
tiene ya asegurado el ejercicio de una «reflexión radical y crítica»?

Desde hace treinta años venimos proponiendo la conveniencia de definir


(en el terreno práctico operatorio) a la filosofía de un modo positivo, es decir,
teniendo en cuenta los contenidos objetivos más permanentes de los que de
hecho se ocupa, y no de un modo metafísico, alegando los deseos hacia
saberes radicales o hacia primeras causas, a través de la reivindicación de las
Ideas (en el sentido amplio de la tradición platónica, y no sólo en el sentido
restringido –el de las Ideas ilusiones trascendentales de la tradición kantiana–)
como materia propia de la filosofía. Sin duda esta propuesta implica una
reconstrucción determinada, pero esta reconstrucción puede, en gran medida,
mantenerse en el mismo terreno práctico positivo (no metafísico) en el que se
mueven los debates en torno a los planes de estudios, a los libros de texto y a
los manuales de filosofía. Como elementos mínimos de una tal reconstrucción
citaremos los cinco siguientes:

(1) Las Ideas (con mayúscula) están presentes en toda la tradición


filosófica y en los más diversos sistemas filosóficos encontramos Ideas o
elementos, si no idénticos, sí afines y susceptibles de ser puestos en
correspondencia, a través de fenómenos comunes. Así por ejemplo la Idea de
Causa, la Idea de Dios, la Idea de Sustancia, la Idea de Cantidad, la Idea de
Materia, la Idea de Espíritu, la Idea de Tiempo, la Idea de Justicia, &c.

(2) Las Ideas se distinguen de los Conceptos, que se mantendrían en el


terreno de las técnicas, de las tecnologías o de las ciencias positivas.
«Arquitrabe» es un concepto arquitectónico, no es una Idea. «Razón doble» es
un concepto trigonométrico, no es una Idea.

(3) Las Ideas no proceden de una mente divina, ni de una mente humana
(no son «secreciones» de la «razón pura» cuando silogiza en forma categórica,
hipotética o disyuntiva); proceden de Conceptos tecnológicos o científicos,
vinculados a fenómenos operatorios, y precisamente como una reflexión
objetiva, primero entre los conceptos de diferentes categorías, después entre
Conceptos e Ideas, y por último entre las Ideas mismas. Las Ideas aparecen
ya, sin duda, muchas veces, antes de ser «institucionalizadas» como ideas
filosóficas, en la vida social ordinaria, en la filosofía mundana o vulgar. Los
lenguajes de las sociedades que han alcanzado un determinado desarrollo (en
la «civilización») constituyen el mejor reflejo de la presencia de Ideas, sin que
por ello pueda concluirse que las Ideas son meros contenidos lingüísticos.

(4) Las Ideas nunca actúan como entidades solitarias, sino en «sociedad»
con otras Ideas. Los sistemas filosóficos intentan reconstruir esas «sociedades
de Ideas» según líneas características.

134
(5) La diferencia principal entre una filosofía mundana o vulgar y una
filosofía académica (de tradición platónica, y no precisamente universitaria)
podría exponerse diciendo que la filosofía mundana contiene múltiples Ideas,
pero cuyas conexiones sistemáticas se llevan a cabo impulsadas por intereses
ideológicos o tradiciones dogmáticas conscientes o inconscientes.
Generalmente las conexiones, en la filosofía mundana o vulgar, se establecen
por pares (Espacio/Tiempo, Reposo/Movimiento, Materia/Espíritu,
Izquierda/Derecha) o por tríos (Pasado/Presente/Futuro, Poder
legislativo/Poder ejecutivo/Poder judicial) pero sin profundizar en la razón de
estos agrupamientos ni en los vínculos entre los pares, las ternas o las
cuaternas entre sí.

Por este motivo a la filosofía mundana no podemos conferirle el atributo de


«legisladora de la razón». La filosofía académica, en cambio, puede redefinirse
precisamente por su carácter sistemático; sistematismo que sería dogmático
cuando no está confrontado con otras alternativas sistemáticas, y sistematismo
que comienza a poder ya ser llamado crítico cuando contenga esa
confrontación dialéctica. En estas confrontaciones dialécticas de unas cadenas
de ideas con otras, a través de los fenómenos, haríamos consistir el carácter
crítico (clasificatorio) de la filosofía académica. Y como criterio dialéctico de
estas confrontaciones tomaríamos, en primer lugar, la potencia reductora que
un sistema filosófico pueda tener ante los demás, y la resistencia que un
sistema ofrezca a ser reducido por otros.

Insistimos que esta definición de filosofía, en cuanto puede constituir una


dedicación, incluso un oficio, está calculada para que quien filosofa
espontáneamente o profesionalmente pueda dar a sus vecinos alguna
indicación aproximada de su ocupación. Si alguien pregunta a quien está
filosofando espontáneamente, o a un profesor de filosofía: «¿en qué te
ocupas?», puede quedar decepcionado, si no ya estupefacto, si escucha como
respuesta: «Me ocupo en reflexionar críticamente sobre la realidad radical»; o
bien: «Me ocupo en el conocimiento de las primeras causas de las cosas.»
Pues estas respuestas no definen evidentemente su ocupación efectiva (si así
lo creyera alguien, había que creer también que quien está filosofando está
caminando en terrenos propios de algún dios o de algún extraterrestre), sino a
lo sumo las pretensiones de ese «pensador».

En cambio, si en la respuesta dice algo semejante a esto: «Me ocupo en el


análisis de ciertas ideas tales como la idea de Causa, de Principio, de Raíz, de
Reflexión, de Realidad, y de la concatenación entre ellas», quien pregunta
puede recibir una información positiva sobre la ocupación de su vecino más
precisa y similar a la que recibiría alguien que preguntando a un matemático de
qué se ocupa escuchase como respuesta: «Me ocupo del concepto de
conjunto, de los números enteros y fraccionarios, de las tangentes y
cotangentes» (en lugar de escuchar: «Me ocupo de la esencia de la cantidad
que constituye la sustancia del universo»; una respuesta también similar a la de
un gramático que ante la pregunta en qué te ocupas respondiera: «Me ocupo
de los verbos activos o pasivos, de los morfemas de género y de número, de

135
las concordancias y de asonancias», en lugar de decir: «Me ocupo de la forma
de expresión más profunda del espíritu humano»).

El Proyecto Symploké, de manuales de filosofía en español, se inspira en


la concepción de la filosofía académica que acabamos de exponer en este
bosquejo. Por este motivo el Proyecto Symploké es constitutivamente dual,
porque él podrá desplegarse según dos vías, cada una de las cuales
«comprende» de algún modo a la otra:

(I) La vía que podríamos llamar sistemática doctrinal, orientada a expresar


las ideas más importantes de un sistema filosófico en confrontación, desde
luego, con otros. La vía sistemática requiere tomar partido por un sistema; no
es posible una neutralidad, que sería acrítica, por naturaleza. Sin embargo, el
partidismo no implica dogmatismo, si la parte asumida se mantiene en
confrontación dialéctica constante con otras. En principio, un manual de
filosofía podría tomar, como punto de vista, «la parte» de cualquier «sistema
coherente». El Proyecto Symploké toma la parte del materialismo filosófico.

Desde un punto de vista abstracto (abstracto respecto de la vía histórica


de la que hablaremos en II), es decir, poniendo entre paréntesis los vínculos de
filiación entre los sistemas, y suponiendo que los sistemas [S 1, S2, S3] que se
confrontan están ya constituidos, se nos abre una estructura matricial en la que
aparecen, por un lado, en columnas, las Ideas (I1, I2... In) y por otro lado, en
filas, los Sistemas (S1, S2, Sk)
I1 I2 I3 I4 I5 I6 I7 ... In
S1
S2
...
Sk
Un Sistema Sp se nos presenta así, en horizontales, como
una concatenación de Ideas, Ii. La idea de Sustancia, por ejemplo, habrá que
exponerla tanto en el sistema Sq de Aristóteles como en el sistema Sr de
Espinosa. Pero si esta confrontación no se hace desde una parte con
capacidad reductora («crítica»), la confrontación será meramente léxica o
doxográfica.
Una Idea Iq, además de tener que ir referida a Conceptos y a fenómenos
operatorios, se nos presenta como un contenido de diversos Sistemas S. No
cabe en principio hablar de una filosofía (como sistema) que tenga lagunas o
casillas de la matriz en blanco, es decir, que carezca de capacidad para
«reexponer» al menos las más diversas ideas que puedan ser suscitadas; y
aquí podemos encontrar un criterio para diferenciar el filosofar de la filosofía.
Aproximadamente podríamos decir que el filosofar se mueve en la dirección de
las columnas, mientras que la filosofía se mueve en la dirección de las filas.

(II) La vía que suele llamarse histórica, y que conduce a la composición de


una Historia de los Sistemas Filosóficos. «Historia» que no tiene solamente el
136
sentido de una «historia linneana» (exposición de escuelas, doctrinas) sino el
sentido de una «historia evolucionista» o darwiniana, que nos muestra cómo
los sistemas, además de su pluralidad simultánea, han surgido sucesivamente,
a veces por emanación, unos de otros, pero casi siempre por influencia de un
medio fenoménico con sus propias legalidades. Y esto es debido a que un
sistema filosófico, cuando se le considera construido a partir de ideas, no
puede entenderse como una mera transformación de otros sistemas previos.
Las Ideas de las cuales se alimentan los sistemas no son eternas, ni pueden
figurar como átomos ingénitos; las Ideas, que brotan de la Tierra, son
históricas, e incluso las Ideas que pretenden ofrecernos representaciones de
realidades eternas tienen también una fecha de nacimiento: por vía de ejemplo,
la Idea de un Dios monoteísta no es eterna, sino que fue «institucionalizada»
por Aristóteles; la Idea de Cultura no es eterna sino que fue «institucionalizada»
por Herder.

Por este motivo tampoco la Historia de los Sistemas es neutral, también


aquí hay que tomar partido. Es evidente que la vía histórica, en cuanto es
historia filosófica, para no recaer en la mera doxografía (por otra parte
necesaria, desde un punto de vista filológico), tiene que hablar desde un
sistema, de la misma manera que la confrontación sistemática (para no recaer
en la lexicografía) tiene que hacerlo desde la parte de un sistema. Esto
excluye, en general, toda perspectiva de eclecticismo y de confusión entre la
importancia (o trascendencia) histórico cultural de unas ideas o sistemas y su
significado filosófico desde el sistema tomado como referencia canónica. Nadie
puede negar, como cuestión de hecho histórico, la importancia histórica de
Descartes o de Kant; pero desde el materialismo filosófico no cabe reducirnos a
estos criterios, según los cuales Espinosa, o Santo Tomás, habrían de quedar
reducidos a un rango inferior.

Un manual de historia de la filosofía que tenga pretensiones filosóficas, si


está expuesto desde coordenadas materialistas, tendrá que «tirar abajo», o
demoler, una gran parte de las construcciones históricas ofrecidas por el
idealismo. Por ejemplo, desde la perspectiva del materialismo, no podríamos
reescribir, como suele ser habitual, la lección correspondiente sobre Descartes,
presentándolo como «el instaurador del racionalismo moderno», como «el
pensador que ofreció a la filosofía un nuevo fundamento, el cogito». Y no
porque insistamos en buscar precedentes agustinianos, o cualquier otra fuente
(entre ellas a Don Quijote), al cogito, sino simplemente porque no es un
principio. Asimismo, ¿cómo considerar como modelo del racionalismo moderno
a una filosofía que postula una sustancia espiritual, como res cogitans, y la
pone a trabajar en una glándula del esfenoides? Descartes es sin duda un
genio como matemático; pero el chovinismo francés, o el de sus émulos
españoles, al modo de don Nicomedes Martín Mateos, no puede justificar la
decisión de irradiar el prestigio de su genio matemático sobre un sistema
filosófico tan ruin, por no decir ridículo. ¿Y qué decir de Kant, de su idealismo
de la conciencia formal ética, de sus postulados prácticos de la razón, en el que
acoge como necesarios para la vida moral a las ilusiones trascendentales? ¿Y
qué decir de sus fabulaciones sobre el sistema de las categorías, cuyo mérito –
y es muy grande– no es tanto filosófico cuanto estético (el mérito propio de una
construcción tan arbitraria y gratuita como ingeniosa)?
137
5

El Proyecto Symploké que presentamos ahora tiene sin duda bastante que
ver con otra empresa que hace ya más de quince años, al amparo de la nueva
situación creada por los gobiernos de la nueva democracia, llevamos a efecto
Carlos Iglesias Fueyo, Alberto Hidalgo Tuñón y el que esto escribe, Gustavo
Bueno Martínez. Aquel Symploké, sin embargo, más que un manual de filosofía
estaba concebido como un libro de texto, en papel, que pretendía ofrecer a los
estudiantes y a los profesores un conjunto de lecciones ajustadas
puntualmente a los planes de estudios presentados a la sazón por el gobierno
socialista. Sin embargo la perspectiva desde la cual fue escrito ese libro era
también la perspectiva del materialismo filosófico, en el estado de desarrollo
que había alcanzado en aquellos años. Para nuestra sorpresa, esta obra fue
puesta en entredicho por funcionarios del gobierno socialista, cuya
desorientación era tan grande que llegaron a tachar al libro de «prosoviético».
El escándalo que esa censura desencadenó en la prensa nacional, dado que
obligaba a replantear la cuestión de la libertad de cátedra en la nueva
democracia, fue muy notable. Todo se arregló, sin embargo, con ventaja para
el libro, gracias a un programa de televisión (Fernando García Tola me invitó al
programa que él dirigía, Querido Pirulí; yo le pedí, tras agradecer su invitación
a un programa de gran audiencia –quince millones de espectadores–, el
plantear el problema de la libertad de cátedra que se había suscitado a
propósito de Symploké; en los anuncios que la prensa dio de este programa
figuraba mi intervención; cuando llegué al programa –23 de marzo de 1988–
Tola me enseñó un oficio del Ministerio, que acababa de recibir, en el que se
notificaba que Symploké estaba autorizado como libro de texto), y el libro pudo
beneficiarse, en varias ediciones, de la propaganda gratuita que el escándalo le
proporcionaba.
Pero el actual Proyecto Symploké, en el que se prevé la colaboración de
un grupo de profesores idóneos (entre ellos se cuentan también los antiguos
autores de Symploké) es una versión enteramente distinta y autónoma
respecto del libro de texto, ya pretérito, del mismo nombre. Por de pronto
comprenderá una parte histórica, a la que atribuimos tanta importancia como a
la parte sistemática. Además el actual proyecto no está orientado, como hemos
dicho, a componer un libro de texto que corresponda a un cuestionario oficial.
Esta orientado a componer manuales de filosofía sistemática, cuya estructura
no vaya subordinada a ningún plan de estudios vigente (además, siempre
efímero), sino manteniendo su organización propia. Lo que no significa que la
temática propuesta por los cuestionarios vigentes no esté también de hecho
incorporada a los manuales, ni que se dejen de ofrecer guías pedagógicas de
correspondencias que faciliten seguir esos programas. Estas correspondencias
podrán ajustarse no sólo a diversos planes de estudios que puedan sucederse
en España, sino también a otros planes de estudio de Naciones que hablan en
español. El formato electrónico e internet son prácticamente el único
instrumento que permite hoy mantener fluidamente y al día estas
correspondencias.
Por último, los manuales de filosofía objeto del Proyecto Symploké no
están dirigidos, por supuesto, en exclusiva a los estudiantes: su público virtual
es mucho más amplio. Este público potencial no lo es tanto en calidad de
estudiantes que tienen que examinarse (menos aún en calidad de estudiantes

138
de «clases acomodadas», a las que se refiere el Plan general de Instrucción
Pública del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836), sino en calidad de
ciudadanos que han tenido acceso a una instrucción pública o privada, pero
como podría tenerlo cualquier otro ciudadano. Es decir, los manuales que
proyectamos van dirigidos a toda la Nación de los ciudadanos. La razón es que
presuponemos que la filosofía sistemática interesa principalmente, no tanto a
los individuos subjetivos (porque para intentar resolver los «problemas
filosóficos» de un individuo subjetivo existen ya psiquiatras, psicólogos,
masajistas y también grupos de licenciados en filosofía decididos a «practicar
la filosofía» en su función tradicional de «medicina del alma», que ya
asumieron los epicúreos o los estoicos) cuanto al ciudadano que tiene que
formarse juicio (filosófico) en cuanto miembro de una sociedad política.

Un manual de filosofía sistemática no es un libro de texto que haya de


estar subordinado a un cuestionario oficial vigente; su órbita pretende
sobrepasar su intervalo de vigencia que, según nos notifica la experiencia,
suele ser muy corto. En la Nación española, instaurada por la Constitución de
1812, cada diez, pero también cada dos o tres años, un Plan de Estudios ha
sucedido a otro: al Plan del Duque de Rivas, de 4 de agosto de 1836, sucede el
Plan de don Pedro José Pidal, de 17 de septiembre de 1845; a la modificación
de este Plan por don Nicomedes Pastor Díaz, de 8 de julio de 1847, sigue el
Plan de Bravo Murillo de 14 de agosto de 1849. Y así sucesivamente, cada
dos, tres o diez años a lo sumo, hasta nuestros días, los de la Ley de Calidad
de la Educación de 23 de diciembre de 2002, de Pilar del Castillo Vera, así
como el Real Decreto de 27 de junio de 2003 («por el que se establece la
ordenación general y las enseñanzas comunes del Bachillerato»).

Sin embargo, a pesar de las diferencias de órbitas calculadas para un


manual y para un libro de texto, ajustado a un cuestionario vigente, no deja de
tener una gran importancia la confrontación de las órbitas asignadas a los
manuales y a los libros de texto, puesto que ambos tipos de obras tienen
obviamente una gran «porción de masa» común, o incluso objetivos muchas
veces convergentes, que podemos definir mediante la fórmula antes utilizada:
ofrecer un «cuerpo de doctrina» a los ciudadanos de una sociedad política.

Se comprende que los contenidos, ritmos y orientaciones que desde cada


gobierno (según que este sea monárquico o republicano; progresista o
conservador; de izquierdas, de centro, de derecha) pretende imponer en los
libros de texto no sean exactamente iguales (aunque, de hecho, sean mucho
más parecidos de lo que, desde algún punto de vista, podrían preveerse: las
diferencias se aprecian más en los preámbulos de las leyes, que casi ningún
profesor lee, que en los programas concretos, que todo profesor no tiene
posibilidad de no leer). Con esto no queremos decir que las orientaciones,
contenidos, &c., inspiradas en los Preámbulos no hayan tenido de hecho una
gran importancia práctica.

139
En cualquier caso queda abierta la posibilidad de medir, no ya un manual o
libro de texto dado, con el cuestionario oficial vigente, sino inversamente, de
medir los cuestionarios oficiales vigentes que se han sucedido, con las
coordenadas de un sistema filosófico, como pueda serlo el materialismo.

No es esta la ocasión de llevar a cabo una confrontación en forma entre el


concepto de filosofía (y de sus contenidos, historia, &c.) que tomamos como
canon y el de los diversos planes que se han ido sucediendo, refiriéndonos por
nuestra parte a la España de los siglos XIX y XX (sin abandonar, para el futuro,
la misma confrontación en otros países de habla española). Nos limitamos a
exponer aquí algunas indicaciones muy generales, orientadas a determinar el
lugar que puede ocupar nuestro proyecto de manual en relación con la
sucesión de los planes de estudios de bachillerato durante casi doscientos
años (si nos mantenemos, en general, al margen de los planes de estudio
universitarios, se debe a que en la Universidad regía antes el principio de la
absoluta libertad de programación y métodos por parte de cada cátedra que el
del seguimiento de un programa establecida por una autoridad oficial
extrauniversitaria).

La más importante seguramente es la siguiente: que, a pesar de las


apariencias, puede afirmarse que la filosofía, en cuanto tal, no figura en los
planes de estudios que fueron sucediéndose en España durante la regencia de
María Cristina y durante el reinado de Isabel II; pero tampoco figura como tal en
los planes del sexenio revolucionario, ni en los de la restauración borbónica, ni
en los de la dictadura de Primo de Rivera (el «Plan Callejo»), ni en los planes
de la Segunda República (los Planes de Marcelino Domingo y de Villalobos).
Hay que esperar a 1938, a la Ley de Reforma de la segunda enseñanza de
Pedro Sáinz Rodríguez, en plena Guerra Civil, y en la parte de la España
franquista, para ver cómo la filosofía figura como tal, por primera vez, y en un
régimen sui generis, en los planes generales de educación nacional.
Esta afirmación general (sobre la ausencia de la filosofía en las sucesiones
de planes de estudios que han ido sucediéndose en España desde el Plan de
Instrucción Pública de 4 de agosto de 1836 hasta la Reforma de 20 de
septiembre de 1938) podrá hacer creer a muchos estudiosos que no tiene más
objeto que «negar la evidencia». Pero esta creencia puede ser explicada
perfectamente. El estudioso que cree que negar la presencia de la filosofía en
el periodo 1836-1938 es negar la evidencia, es porque está situándose en una
perspectiva etic (la de su propia concepción de la filosofía, de sus partes y de
sus contenidos, que él encuentra, al menos parcialmente, confirmadas en las
diferentes legislaciones que se suceden en este intervalo histórico). Nuestra
afirmación, en cambio, se sitúa en una perspectiva emic, a saber, la de los
propios legisladores. Y es desde esta perspectiva desde la que creemos poder
afirmar que no era la filosofía la que figuraba en los planes de estudios de
referencia, y que por el contrario, es un simple espejismo que sufren quienes
interpretan como «filosofía» determinados contenidos que efectivamente están
presentes en esos planes.

140
En efecto, y ante todo: el término mismo «filosofía» no se utiliza en general
en los Planes de Estudios del intervalo considerado. Sólo incidentalmente se
utiliza el término «filosofía» en el Plan de don Pedro José Pidal, de 17 de
septiembre de 1845; y figura como denominación del Bachillerato superior (que
seguirá a un Bachillerato elemental, de cinco años), al que efectivamente se
pone el nombre de Bachillerato en Filosofía, de dos años, que comprende dos
secciones, una de Letras y otra de Ciencias (en la que se cursan, entre otras
disciplinas, las Matemáticas sublimes, la Química y la Zoología).

En este Bachillerato o Ampliación a la Segunda Enseñanza, equivalente a


los años primeros de las facultades de letras o de ciencias, es en donde figura,
y sólo en la sección de Letras, una asignatura denominada «Filosofía con un
resumen de su historia», junto con la «Economía política», el «Derecho político
y administrativo» y las lenguas inglesa, alemana, latina, griega, hebrea y árabe.
En la Segunda enseñanza elemental, y en su tercer curso, sólo figura la
asignatura: «Principios de Psicología, Ideología y Lógica».

Ahora bien, lo que quiero decir es que estas disciplinas no están


introducidas a título de disciplinas filosóficas, orientadas a poner a disposición
de los estudiantes de Segunda Enseñanza instrumentos para una «reflexión
radical y crítica», o simplemente las líneas maestras de algún sistema filosófico
completo tomado como canon. Estas disciplinas (Psicología, Ideología y
Lógica) parecen calculadas más bien como disciplinas positivas, orientadas a
suministrar una información práctica, de cultura general y preparatoria (el
equivalente de las antiguas Summulae) a los estudiantes sobre algunas
cuestiones muy elementales de Psicología y de Lógica, con algo de Ideología
(una disciplina entonces de moda, comparable con la actual Psicología
evolutiva, y que muy pronto desaparecerá por completo del horizonte
académico).
Pero ocurre que prácticamente en todos los sucesivos planes de estudio,
el modelo «Psicología, Lógica y Rudimentos de Derecho» (a veces «Ética») es
el que se mantiene invariante, desde el Plan de don Pedro José Pidal. Y esto
es tanto más significativo en cuanto que los Planes eran sustitutorios, ya en el
reinado de Isabel II, de los planes anteriores en los que figuraba o bien una
«Lógica y Metafísica» (con recomendación expresa del libro del padre Jacquier,
en la Real Cédula del 12 de julio de 1807), o bien una «Ideología, Religión,
Moral y Política», en el Plan de Instrucción Pública del Duque de Rivas, de 4 de
agosto de 1836.
En el Plan de Bravo Murillo (14 de agosto de 1849), en una segunda
enseñanza de cinco años, se establece, para el quinto año, junto con la
«Física» y la «Historia Natural», la «Psicología y Lógica» y la «Religión y
Moral». El Plan de Claudio Moyano, que había logrado la enseñanza primaria
obligatoria y gratuita, de 23 de septiembre de 1857, establece una enseñanza
media de seis años; en el último año se cursarán unos «Elementos de
Psicología y Lógica» (que un Real Decreto de 26 de abril de 1858 modifica así:
«Elementos de Psicología, Lógica y Ética»). En la reforma del 21 de octubre de
1868, y en el Decreto de 25 de octubre de 1868, Ruiz Zorrilla (que fue Gran
Maestre de la Masonería española) mantiene para el «bachillerato en artes» el
nombre de «Psicología, Lógica y Filosofía moral» (aparece por primera vez la

141
«Antropología», junto con la «Lógica» y «Biología y Ética», en el Bachillerato
superior).
Es en la Primera República, el 3 de junio de 1873, bajo la presidencia de
don Estanislao Figueras (con Eduardo Chao en Fomento) cuando encontramos
un profundo cambio de orientación: un bachillerato de seis años con cuatro
grupos de disciplinas; el tercer grupo comprende [todo ello con un cierto tufillo
masónico]: «Antropología» (o «ciencia del hombre considerado en su espíritu,
en su cuerpo y en la relación entre ambos»), «Lógica» («comprendiendo las
teorías generales y elementales de Doctrina de la ciencia y Enciclopedia de las
principales ciencias particulares»), «Biología y Ética», «Cosmología y
Teodicea» (o «ciencia del mundo y ciencia de Dios, comprendiendo asimismo
los principios universales de Religión»). Pero este Plan de estudios
republicano, en el cual la filosofía sigue teniendo una inspiración espiritualista,
de cuño krausista, se queda en el papel. En 10 de septiembre de 1873 don
Emilio Castelar deja sin efecto el Plan del año anterior, por premura de tiempo,
y la República cae al año siguiente.

La primera reforma importante de la Restauración se establece por Real


Decreto de 13 de agosto de 1880, siendo Ministro de Fomento Fermín de
Lasala, pero sigue el modelo tradicional de la «Psicología, Lógica y Filosofía
moral» para los estudios generales de la enseñanza media. Otro tanto hay que
decir del Plan de Estudios de 16 de septiembre de 1894, ministro Alejandro
Groizar: «Elementos de Psicología, Lógica y Ética», para los estudios
generales de segunda enseñanza («Psicología elemental» en tercer año,
«Principios de Lógica y Ética» en cuarto año). En los estudios preparatorios, en
la sección de ciencias morales, se introduce una «Antropología general y
Psicología», «Sistemas Filosóficos», «Sociología y Ciencias éticas», junto con
«Ampliación de Latín y Elementos de lengua griega», «Estética, Teoría del Arte
e Historia de las Literaturas».

En la «Exposición» del Real Decreto de 13 de septiembre de 1898


(ministro Germán Gamazo) se subraya la importancia de la asignatura de
«Religión», porque «su desaparición dejaría sin base los estudios filosóficos y
morales». Y se apoya en el ejemplo de países de «ilustración superior» tales
como Austria, Alemania, Suecia, Noruega, Rusia, Suiza e Inglaterra (por cierto,
países no católicos en su mayoría). La «Exposición» habla de ciencias
históricas, de ciencias naturales, de ciencias físico químicas, pero también de
«ciencias filosóficas» (entre ellas enumera la Religión, la Psicología, la Lógica y
la Ética) y de «ciencias estéticas» (la Literatura preceptiva y la Teoría e historia
del arte). El Real Decreto establece una segunda enseñanza de seis años. En
el quinto figuran la «Psicología y Lógica»; en el sexto la «Ética y Derecho usual
con Economía política».

Una novedad de enfoque la ofrece la reforma de Luis Pidal y Mon


(Marqués de Pidal), todavía durante la Regencia de María Cristina, en el
reinado de Alfonso XIII. En este Plan, expuesto en el Real Decreto de 26 de
mayo de 1899, se establece una segunda enseñanza de siete años; en él
aparece por primera vez la denominación «Filosofía», asignada al sexto año
(cuatro horas semanales) y al séptimo año (cinco horas semanales). Sin

142
embargo, bajo esta denominación, lo que encontramos es: «Lógica y nociones
de Psicología» para el sexto año; y «Elementos de Metafísica y de Ética, con
Derecho Natural» para el séptimo año. Pero el Real Decreto del 20 de junio de
1900 (siendo ministro de la regencia Antonio García Alix) vuelve al modelo
tradicional: «Psicología y Lógica» (en cuarto año), «Ética y Sociología» (en
quinto). Otro tanto hay que decir del Plan del Conde de Romanones de 12 de
abril de 1901, y 17 de agosto de 1901: «Psicología y Lógica» en quinto curso y
«Ética y rudimentos de Derecho» en sexto.

Al comienzo del reinado de Alfonso XIII un Real Decreto de 6 de


septiembre de 1903, siendo ministro de instrucción Gabino Bugallal, establece
un Plan de estudios general para obtener el grado de bachiller que estaría
vigente muchos años («el plan del tres»). Se trata de un plan de seis años
comunes (sin distinción de ciencias y letras) y sin grandes novedades por lo
que a nosotros respecta: en quinto año figura como asignatura alterna la
«Psicología y Lógica», en sexto, también alterna, «Ética y Rudimentos de
Derecho».

Durante la Dictadura de Primo de Rivera un Decreto de 25 de agosto de


1926 organiza la segunda enseñanza: es el famoso «Plan Callejo» (del ministro
que lo presenta, Eduardo Callejo de la Cuesta). Este plan establece un
bachillerato elemental de tres cursos y un bachillerato universitario de otros tres
cursos; uno de ellos común y los otros dos divididos en una sección de Letras y
otra de Ciencias. Solamente en la sección de Letras figura la asignatura
«Psicología y Lógica» en quinto curso, y la «Ética» en sexto. El «Plan Callejo»
es por tanto el plan que menos peso dio a las asignaturas que comúnmente
asociamos a la filosofía.

La Segunda República (reforma del 7 de agosto de 1931), siendo ministro


de Instrucción Pública Marcelino Domingo, comenzó manteniendo la
«Religión», aunque como asignatura voluntaria, en segundo curso; y sigue el
modelo consabido: «Psicología y Lógica» en quinto curso, y «Ética y
Rudimentos de Derecho» en sexto curso. Pero más interés tiene el Plan del 29
de agosto de 1934, el llamado «Plan Villalobos» (del ministro de Instrucción
Pública, el salmantino Filiberto Villalobos González), que estableció el
Bachillerato de siete cursos comunes, y en el que figuraba ya por su nombre la
asignatura de «Filosofía y Ciencias Sociales», con cuatro horas en sexto curso
y seis horas en séptimo curso.

El cambio más importante experimentado para la situación de la filosofía


en el bachillerato español tiene lugar en plena Guerra Civil, con la Ley Sáinz
Rodríguez de 20 de septiembre de 1938. Es ahora cuando la filosofía alcanza
su mayor reconocimiento, en cuanto tal, y además, cabría decir, que no ex
abrupto, por cuanto continuaba la perspectiva que le había abierto el Plan
Villalobos en la República. Pero ahora no son ya dos años, sino tres, y además,
concebidos «desde el punto de vista de la filosofía»: una «Introducción a la
Filosofía» en quinto curso, una «Teoría del conocimiento y Ontología» en sexto
143
curso y una «Exposición de los principales sistemas filosóficos» en séptimo
curso. Al mismo tiempo este incremento de horario e incorporación de temas
distintos de los que venían dados a lo largo de un siglo («Psicología y Lógica»)
determinan una necesidad de ampliación del profesorado que, unida a la
creciente expansión de los centros de Enseñanza Media en España, dio lugar a
la constitución de un cuerpo de Catedráticos y Profesores de Filosofía de gran
influencia, y cuya capacidad de presión en nuestros días es, en gran medida,
efecto de aquellos otros.
Ahora bien: ¿a qué se debe el incremento espectacular de la presencia de
la filosofía en el Bachillerato en el comienzo de la «época franquista»? Sin
duda a las condiciones políticas que habían conducido a los rebeldes a
cobijarse bajo la cúpula ideológica de la Iglesia católica, así como a esta misma
institución, a declararse defensora de quienes la protegen, en una «verdadera
Cruzada» contra las amenazas del anarquismo y del comunismo ateo. El nuevo
régimen se trazó, como objetivo ideológico político, la restauración del «ser
auténtico de España», interpretado desde un «humanismo cristiano» que
procuraba resucitar el humanismo católico renacentista del Concilio de Trento.
En suma, la filosofía ocupaba un lugar primordial, pero en su función de ancilla
Theologiae. «El Catolicismo –leemos en el preámbulo de la Ley– es la médula
de la Historia de España. Por eso es imprescindible una sólida instrucción
religiosa que comprenda desde el Catecismo, el Evangelio y la Moral, hasta la
Liturgia, la Historia de la Iglesia y una adecuada Apologética, completándose
esta formación espiritual con nociones de Filosofía e Historia de la Filosofía.»

En teoría, estas funciones atribuidas a los estudios de filosofía en el


bachillerato se mantienen hasta la época de la transición democrática. En
teoría, porque en la práctica la misma naturaleza «escolástica» de esa filosofía,
que requería intrínsecamente el debate con tesis opuestas, constituía un
principio de independencia y apertura (aún dentro de su misma condición
ancilar) que llegaba más o menos lejos según las circunstancias. Lo
verdaderamente significativo es que un régimen, que se cobijaba en la cúpula
de la Iglesia, no hubiera caído en el misticismo antifilosófico que luego
veríamos representado en los talibanes islámicos, sino que, por el contrario,
siguiendo precisamente la tradición escolástica, hubiera creído necesario
recurrir a la filosofía, no sólo para interpretar la fe, sino para combatir a sus
enemigos el anarquismo y el comunismo. Esto era suficiente para que la
filosofía alcanzase una posición firme, como servidora de la fe; su
emancipación era cuestión de tiempo, y en realidad estaba ya lograda, si no en
la representación, sí en el ejercicio. Desde el momento que en clase de
Filosofía había que debatir las pruebas de la existencia de Dios, se estaba ya
poniendo en tela de juicio la propia existencia de Dios.

A partir de 1978 las reformas de los planes de estudios del bachillerato


fueron también sucediéndose. Las asignaturas de filosofía mantuvieron su
presencia, más o menos precaria. Aunque estuvieran libres, teóricamente, de la
cúpula teológica, esta libertad no significó cambios espectaculares, acaso
porque los profesores y los autores de libros de texto continuaban siendo

144
creyentes confesionales, más o menos liberales, y en una gran parte,
seminaristas, curas o frailes exclaustrados, que habían pasado por la guerra
civil. Los cuestionarios oficiales proponen enunciados que están formulados
con una intención ambigua, como si estuvieran destinados a evocar problemas
metafísico teológicos propios de la etapa del franquismo, por ejemplo: «La
dimensión trascendental del hombre», puesto que ellos podían ser tratados
desde una perspectiva abiertamente confesional cristiana (por ejemplo, el tema
«El sentido de la vida»), como puede verse en los contenidos que ofrecían los
libros de texto de la época. En 1987 Symploké se aventuró en el ofrecimiento
de unas respuestas al cuestionario oficial que estuvieran impregnadas
seriamente de materialismo filosófico (incluso en el tratamiento del tema sobre
«La dimensión trascendental del hombre» y «El sentido de la vida»).
Pero Symploké estaba estructurado enteramente en función del hombre, es
decir, se presentaba como una suerte de Antropología filosófica, una
perspectiva humanística que obligaba a forzar muchas veces la materia para
someterla a este objetivo (por ejemplo, el Cálculo lógico, la Lógica de
Proposiciones, la Lógica de Clases o la Metodología del saber científico se
presentaban en el capítulo «Dimensión lógico racional del hombre»); como si la
lógica de clases y la teoría de conjuntos fuesen una «dimensión» humana:
el hombre servía aquí simplemente como leit motiv, a falta de otro, para unificar
la materia total; pero la unificación era aparente, porque obligaba a interpretar a
todas las partes del sistema como «dimensiones» del hombre. La «dimensión
psicobiológica del hombre» (para recoger los temas de psicología del
cuestionario oficial), la «dimensión lógico racional del hombre» (para recoger
los temas de lógica, gnoseología y epistemología), la «dimensión socio estatal
del hombre» (sociología, política y derecho) y la «dimensión trascendental del
hombre» (ética y moral, libertad, persona humana y el problema religioso).

Acaso fuera preciso distinguir los planes de estudios de la etapa en la que


el Ministerio de Educación estuvo controlado por los gobiernos del PSOE (1982
a 1996) y los planes de estudios del control del Ministerio por los gobiernos del
PP (1996-). Cabe señalar muchas diferencias y también analogías. Acaso las
más significativas, desde nuestra perspectiva filosófica, sean las siguientes:

10

En los planes de la etapa del PSOE parece alentar una voluntad de


distanciación de cualquier vestigio de dogmatismo que suele estar vinculado al
sistematismo. Según esto a la filosofía se le asigna un objetivo preferentemente
psicagógico: se trata, al parecer, no ya tanto de ofrecer a los alumnos
información positiva o doctrinal (porque no se trata de «adoctrinar») sino de
educarle en un filosofar que se hace consistir en esa «reflexión radical y
crítica» (una filosofía entendida en sentido genitivo) de la que hemos hablado
arriba. A quienes escribieron la introducción del Real Decreto de 2 de octubre
de 1992 (siendo ministro Alfredo Pérez Rubalcaba) parecía decirles mucho, o
todo, lo de la «reflexión radical y crítica»: «Caracteriza a la Filosofía una
reflexión radical y crítica sobre los problemas fundamentales a los que se
enfrenta el ser humano...» Remacha unos párrafos después: «La principal
justificación de la presencia de la Filosofía en el Bachillerato es la promoción de

145
la actitud reflexiva y crítica». Desde luego, manifiestan que «la afirmación
kantiana de que "no se aprende filosofía, se aprende a filosofar", conserva toda
su verdad...». Los «contenidos» que señala, distribuidos en cuatro grandes
apartados, son también todos ellos de signo «humanista»: 1. El ser humano, 2.
El conocimiento, 3. La acción humana, 4. La sociedad.
En esta época, adquiere un gran impulso una asignatura encomendada
muchas veces a los profesores de filosofía, denominada Ciencia, Tecnología y
Sociedad. Es una disciplina importada de Estados Unidos e Inglaterra que
ofrecía la ventaja, frente a los libros de filosofía convencional, de suscitar temas
de máxima actualidad, relacionando la ciencia con la tecnología moderna y con
los problemas sociales. Nada habría que objetar a los cursos de CTS en sí
mismos considerados; pero al ser presentados casi siempre como la más
auténtica forma de llevar adelante la «reflexión radical y crítica» y dada la
orientación que, en general, se daba al tratamiento de sus temas, se saca la
impresión retrospectiva de que los CTS servían a la socialdemocracia española
para ofrecer un sustituto al materialismo histórico, de estirpe marxista.

También merece la pena destacar que entre los autores de filosofía


contemporánea citados («aunque sin descartar a tantos otros») figuran
Habermas, Wittgenstein, Sartre y Ortega, pero no Husserl, ni Heidegger, que
eran de «obligada referencia» pocos años antes.

En suma, prevalecen los intereses éticos, sociales y constitucionales, el


eclecticismo, y sobre todo la preocupación por hacer reflexionar crítica y
radicalmente a los alumnos al margen de cualquier sistema de ideas.

¿Qué es lo que ha cambiado desde la época en la cual la filosofía, en el


franquismo, era ancilla Theologiae? Se ha liberado de la dogmática religiosa,
pero, ¿se ha liberado de toda dogmática? Nos parece que no: se ha sustituido
una dogmática por otra. La nueva dogmática tiene que ver ahora con la política
democrática, con la Constitución. No se toleraría que un libro de texto, o un
profesor de filosofía, plantease ni esbozase siquiera alguna crítica a la
Constitución o a la Democracia. Ahora no se acusaría, como en la época de
Franco, a un profesor de filosofía de «rojo» o «de ateo»; se le acusaría de
«franquista» o de «fascista», de «antidemócrata». La filosofía, liberada del
régimen de ancilla Theologiae, entra ahora en el régimen de ancilla
Democratiae.

11

Las reformas de los planes de filosofía durante la etapa del gobierno del
Partido Popular, desde 1996, toman una orientación notablemente diferente de
la que había asumido en la etapa socialista, sin perjuicio de semejanzas
interesantes. Por ejemplo, en el Real Decreto de 3 de agosto de 2001 (ministra
Pilar del Castillo Vera), al definir la Filosofía se mantiene la referencia al
sintagma «reflexión radical y crítica», pero curiosamente, se transcribe este
sintagma entre comillas, como distanciándose de él, a la vez que marca una
continuidad con los planes anteriores (al fin y al cabo mientras que
la LOGSE de 1990 establecía una ruptura con la etapa anterior derogando la
146
LGE de 1970, la de Villar Palasí, la LOCE de 2002 se presenta como
una adaptación de la LOGSE de los socialistas). Y, por nuestra parte, creemos
ver en esas comillas una voluntad de despegarse del psicologismo y del
subjetivismo en el que se mantiene el sintagma de marras, haciendo constar
explícitamente que la filosofía, como «reflexión radical y crítica», se ha ocupado
a lo largo de la historia de unos problemas específicos referidos a la totalidad
de la experiencia humana.
La concepción de la filosofía que ahora se trasluce tiene muchos puntos de
contacto con la concepción del materialismo filosófico. Por de pronto, la
filosofía es explícitamente declarada como algo que no es una ciencia, aunque
es racional; no parece derivar de una «naturaleza, deseo o curiosidad» común
a todos los hombres (como si los chimpancés no fuesen también curiosos, sin
por ello ser filósofos), sino de condiciones históricas, puesto que a la filosofía
se le reconoce de hecho como una tradición que pertenece a lo que nosotros
solemos llamar el área cultural de difusión griega. Se le reconoce también un
carácter sistemático, que confiere a la filosofía una suerte de sustantividad
institucional, que podría hacerse consistir en el repertorio de «estructuras
conceptuales» acuñadas por tradiciones vigentes en una sociedad (desde la
doctrina aristotélica de las cuatro causas, hasta la doctrina kantiana de las doce
categorías); una sustantividad institucional que poco tiene que ver con la
sustantividad de quienes la conciben como una «sabiduría exenta». «Un curso
introductorio –se dice en la introducción a la asignatura Filosofía I– debe dotar
a los alumnos de una estructura conceptual suficiente de carácter filosófico.»
Hay que proponer a los alumnos la visión de «la organización sistemática del
propio quehacer filosófico». No se reduce pues la enseñanza filosófica a
doxografía, sino que tiene un carácter sistemático.

A los «apartados» que venían distinguiéndose, se añade uno de carácter


ontológico: «La realidad.»

Se reconocen varios sistemas filosóficos, pero no uno solo. Por tanto se


recomienda que la filosofía se exponga sistemáticamente, y como no puede
recomendar ni siquiera alguno en especial, opta por una solución práctica, que
concilia el sistematismo con el neutralismo: que cada profesor, o cada libro de
texto, exponga sistemáticamente (no doxográficamente) con tal de que su
exposición sea coherente.

Esta solución, ¿no tiene acaso el riesgo de conducir a un relativismo


filosófico, y a una desintegración de la unidad de la disciplina? El riesgo se
evitaría si a esta recomendación se añadiesen consideraciones tomadas del
principio de que un sistema filosófico sólo puede exponerse en confrontación
con los demás; porque de este modo recuperaríamos la unidad de la disciplina,
aunque fuese en la forma de una unidad polémica.

Señalaremos, por último, como una diferencia importante entre los planes
de la etapa del PSOE y de la etapa del PP, el hecho de la «sustitución» de la
disciplina Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) por otra disciplina
denominada Sociedad, Cultura y Religión (SCR). Mientras CTS se encuentra
en franca retirada, tras unos años de auge, la asignatura SCR comienza su

147
periodo de expansión. Es una disciplina que tiene también un gran juego
«estratégico», puesto que permitiría, en principio, introducir el estudio de la
Religión desde una perspectiva confesional (pero plural: católica, evangélica,
judía, islámica) para quien lo desee y neutra para quien lo prefiera. Pero en
todo caso, la Religión queda «inmersa» entre la Sociedad y la Cultura. Dicho
de otro modo, se le imprime un «giro antropológico» a la Religión, difícil de
recusar, porque también puede ser asumido este giro desde una perspectiva
confesional («la Religión es la forma superior de la Cultura»).

12

Sobre la organización de un manual (de los manuales) de filosofía

Un sistema filosófico suele ser entendido como una gran construcción


doctrinal que ha de poder sacar «de su seno» –es decir, de los principios del
sistema– una división de la doctrina íntegra en sus diferentes partes, a las
cuales se hará corresponder el «sistema» de las disciplinas filosóficas (a veces
llamadas «ciencias filosóficas»). De este modo contamos con el sistema de las
ciencias filosóficas de Aristóteles, con el sistema de Wolff o con la Enciclopedia
de las ciencias de Hegel.

Pero no siempre «se le exige» a un sistema filosófico que contenga


también el «sistema de las ciencias filosóficas»; incluso se reprochará a tal
exigencia una contradicción con la idea misma de sistema filosófico, cuyas
partes debieran entenderse vinculadas «de modo continuo, todas con todas»
(la división de un sistema en disciplinas se justificaría a lo sumo en función de
razones prácticas que tienen que ver con la administración, más o menos
burocrática, de la doctrina sistemática en planes de estudios definidos).

Desde la perspectiva del materialismo filosófico, y en virtud del principio


de symploké, es decir, desde el pluralismo materialista, no es admisible la
tesis de la continuidad, que se resiste a distinguir partes diversas; pero
tampoco tiene por qué admitirse la equivalencia del sistema al «sistema de las
ciencias filosóficas». En el pluralismo materialista no cabe tal sistema de las
ciencias filosóficas, comenzando por la tesis de que tales ciencias no se
reconocen como unidades fuera de las categorías. Pero sí cabe reconocer la
multiplicidad de «corrientes» diversas en el proceso de concatenación de las
ideas; a estas diversas corrientes (que no tienen por qué ser interpretadas
como meros artefactos pedagógicos, puesto que tampoco en la realidad «todo
está en todo») podrán corresponder, si no ciencias, sí determinadas
«disciplinas» filosóficas. El sistematismo filosófico no se hará consistir, por
tanto, en una suerte de retícula en la que todos sus puntos estuviesen
interconectados con todos los demás, en función de un principio único, sino
más bien en una multiplicidad (indefinida) de «líneas de concatenación de
ideas» que en lugar de mantenerse sueltas o aisladas se cruzan una y otra vez.
En consecuencia, la cuestión de la «constitución» del sistema de las disciplinas
filosóficas, se plantea en realidad en el materialismo filosófico como el
problema de la clasificación de estas líneas de concatenación, de las que habrá
que partir.
148
Ahora bien: la clasificación de las líneas de concatenación capaz de
conducir a una organización del saber de segundo grado institucionalizado (con
la sustantividad institucional que le confiere el haber sido acuñado en términos,
vocabulario, sintagmas o doctrinas identificadas como filosofía, diferenciado de
los vocabularios técnicos, o anatómicos, o geométricos, o mitológicos) puede
entenderse de dos modos:

O bien como una operación de división de un todo sistemático presupuesto


(aunque esa totalidad no pretenda ser trascendental y dotada de unicidad) en
partes, adaptables a la práctica de una «administración» editorial o didáctica de
la filosofía, o bien como un agrupamiento de las Ideas concatenadas (por
pares, ternas, cuaternas o cadenas más largas), de suerte que estos
agrupamientos puedan constituir unidades temáticas más o menos estables y
susceptibles a su vez de ser coordenadas sistemáticamente.

Estos dos modos de entender la organización de la «materia filosófica


institucional» no tienen por qué interpretarse disyuntivamente; en realidad se
trata de una misma operación de clasificación de la materia, una vez en la
dirección descendente (la que va del todo a las partes) y otra vez en dirección
ascendente (la que va de las partes al todo). Pero siempre la clasificación se
hará en función de determinados criterios que son indisociables del sistema,
implícita o explícitamente, que se despliega a través de esa clasificación.

Cuando presuponemos explícitamente un sistema, como materia a dividir


(por ejemplo el sistema aristotélico, el sistema estoico, el sistema tomista, el
sistema hegeliano) es evidente que la «organización de la materia» –la
distinción entre las disciplinas filosóficas– tendrá que estar determinada por las
mismas líneas del sistema. Dicho de otro modo: no cabrá hablar de «disciplinas
o ciencias filosóficas» en abstracto, porque estas unidades estarán siempre
dadas dentro del sistema; así, la Teología, que es una parte del sistema
aristotélico, desaparecerá como tal disciplina en el sistema del positivismo, que
la reducirá a Sociología; la Teodicea sólo tendrá sentido como disciplina en el
sistema de Leibniz.

Sin embargo, lo cierto es que muchas de estas disciplinas o unidades de


clasificación de la materia filosófica han sido a su vez institucionalizadas en una
tradición universitaria que difícilmente puede ignorarse: Ontología, Cosmología,
Epistemología... Aunque estas disciplinas asuman el formato de «ciencias
especiales» (como la Fisiología, como la Geología), no lo tienen propiamente; y
aunque en su origen estén subordinadas a un sistema, de hecho encuentran
correspondencias, mediante las transformaciones consiguientes, en otros
sistemas. Estas correspondencias sólo podrán establecerse por la mediación
de los fenómenos (de los conceptos fenoménicos operatorios), en función de
los cuales suponemos organizado el saber de una sociedad determinada
(pongamos por caso la distinción entre cuerpos inorgánicos y cuerpos
orgánicos o vivientes).

Cuando nos atenemos a la concepción de la filosofía sistemática como una


«concatenación de ideas» (ideas, entendidas como unidades

149
institucionalizadas dentro de un proceso histórico; y además, ideas que no sólo
resultan de las «columnas» que cruzan diferentes líneas sistemáticas de la
matriz de referencia, sino que también están dadas en función de fenómenos
intercategoriales) lo más prudente, desde una perspectiva práctico dialéctica
que no comienza exigiendo explícitamente un criterio (un sistema determinado)
es plantear la organización de la materia filosófica en partes como una
operación de clasificación de las corrientes de concatenación de las Ideas,
tomando como criterios de correspondencia entre los diversos sistemas y en la
medida en que ello sea posible, los fenómenos comunes o correspondientes a
los diferentes sistemas (pongamos por caso, el fenómeno de la «sociedad
política» tanto para los totalitarios como para los anarquistas; el fenómeno de la
«religión» tanto para los teístas como para los agnósticos o para los ateos).
Supongamos (principio de symploké) que cada una de las Ideas no puede
estar aislada de todas las demás, sino vinculada a otras, pero no a todas ellas
(«no todo está vinculado a todo, del mismo modo, ni desvinculado de todo»).
Podemos entonces distinguir, en el entramado o entretejimiento de las Ideas,
tomando a cualquiera de ellas como referencia, dos sentidos en las corrientes
de concatenación: o bien el sentido expansivo de la concatenación de una idea
con otros círculos de fenómenos y esto de un modo recurrente (en el límite: la
irradiación trascenderá a los diversos círculos del mundo) o bien en un
sentido convergente hacia una idea (o grupos de ideas dados) en torno a los
cuales se centran las demás. Desde este punto de vista, la clasificación
principal que tendríamos que hacer sería aquella que partiendo de las ideas,
como unidades institucionales, y de su concatenación siempre imprescindible,
establezca dos tipos de agrupamiento:

Las agrupaciones de ideas concatenadas en sentido expansivo,


divergente, indefinido, y que por tanto no se dan «centradas» en torno a
algunos círculos de fenómenos característicos, sino a cualquiera de ellos, se
concatenarán a través de Ideas trascendentales a cualquier círculo de
fenómenos particulares; y los agrupamientos de ideas que en principio se
concatenen en sentido convergente hacia un centro o círculo de fenómenos
explícitamente contrapuesto a otros (pongamos por caso, el Estado, el
Derecho, la Biosfera).

La agrupación de las ideas del primer tipo merecerán el título de Filosofía


general; las agrupaciones del segundo tipo darán lugar a Filosofías especiales.
La Filosofía general comprenderá dos géneros principales de
agrupaciones de Ideas, establecidas en función de las Ideas trascendentales,
en el sentido dicho de su institucionalización. Porque las ideas trascendentales
institucionalizadas por la tradición son precisamente las dos siguientes: la Idea
de Realidad (relacionada con la Idea del Ser, a la que muchos la reducen) y la
Idea de Verdad (relacionada con el Conocer, a la que algunos pretendan
reducirla). Probablemente la institucionalización de estas ideas tuvo como
punto de partida la oposición Objeto/Sujeto o bien la oposición Ser/Conocer.
Pero las Ideas de Realidad y de Verdad desbordan la distinción originaria (el
«Conocimiento»; por ello, la «Teoría del conocimiento» se mantiene prisionera
de sus marcos psicológicos, que hablan del sujeto cognoscente).

150
En cualquier caso, las disciplinas filosóficas generales institucionalizadas
(en el vocabulario, en la bibliografía, en los planes de estudios, &c.) que mejor
se corresponden respectivamente con las Ideas de Realidad y de Verdad son
la Ontología (la Metafísica) y la Gnoseología (o Teoría de la Verdad científica y
de la Verdad en general).

En cuanto a las filosofías especiales la pluralidad de las Ideas que pueden


constituirse en centros de convergencia de agrupamientos de Ideas
constitutivas de disciplinas filosóficas especiales (o «centradas») hace que las
posibilidades de clasificación sean aquí indefinidas. Podrá haber disciplinas
filosóficas centradas en torno a una Idea, referida a un círculo de fenómenos
característicos, como pueda serlo la Moda (Filosofía de la Moda), el Toreo
(Filosofía del Toreo), la Arquitectura (Filosofía de la Arquitectura), la Música
(Filosofía de la Música), la Tecnología (Filosofía de la Técnica), la Religión
(Filosofía de la Religión), el Derecho (Filosofía del Derecho), la Guerra
(Filosofía de la Guerra), &c.
Podrá haber disciplinas centradas en torno a dos Ideas referenciales
correlativas: Izquierda/Derecha, Espacio/Tiempo, &c.; a tres: Ciudad/Campo/
Estado, Ciencia/Tecnología/Sociedad, Sociedad/Cultura/Religión, &c.

Es evidente que las filosofías centradas tienen una unidad muy precaria
(en nada se parece a la unidad de un cierre categorial), dada la concatenación
de cada «centro» con otras Ideas. Por ejemplo, la Guerra se concatena con el
Estado, y recíprocamente, por lo que la Filosofía de la Guerra y la Filosofía del
Estado son en realidad inseparables, aunque no se resuelvan la una en la otra.
Pero esto no constituye ningún inconveniente para organizar disciplinas
filosóficas centradas muy diversas, siempre que esas concatenaciones
convergentes mantengan un determinado interés práctico.

Lo que no excluye a su vez el intento de clasificar, por reagrupación, estas


diferentes filosofías centradas. Y aquí otra vez disponemos de múltiples
criterios. Uno de los criterios más sólidamente institucionalizado, al que
corresponden ideas especiales, también institucionalizadas, es aquel por el que
se agrupan, por un lado, las ideas que están centradas en torno a diversos
círculos del espacio cósmico, y, por otro lado, las que están centradas en torno
a círculos dibujados en el espacio antropológico. Corresponden a las ideas
de Naturaleza y de Cultura (o Espíritu). Según esto podríamos clasificar las
filosofías especiales en dos grandes rúbricas, pero con el sentido de un
agrupamiento, no de una división: Filosofía de la Naturaleza y Filosofía de la
Cultura (o filosofía del Espíritu, o Filosofía humana).
La Filosofía de la Naturaleza, es decir, el conjunto de filosofías centradas
en torno a círculos pertenecientes al mundo cósmico, se clasificará según la
división común aceptada que separa, con líneas de frontera muy borrosas, los
fenómenos relativos a los cuerpos inorgánicos (Filosofía física) y los
fenómenos relativos a los cuerpos orgánicos (Filosofía biológica).
Además, reconoceremos la institución de una disciplina que engloba a
todos los centros del espacio cosmológico, tanto de lo inorgánico como de lo
orgánico: es la Filosofía de la Naturaleza.

151
Por su parte, las Filosofías humanas (culturales, del espíritu, &c.),
centradas en torno a fenómenos dados en el espacio antropológico, pueden
clasificarse según los tres ejes que reconocemos en este espacio.
Ante todo los «centros» que puedan ir referidos al eje circular (tales como
«Sociedad Política», «Empresas mercantiles», «Persona humana», «Libertad»,
&c.). Ahora las disciplinas convergentes en este eje se corresponden más bien
a la rúbrica de «Filosofía social y política». También a este eje circular se
refieren las disciplinas normativas tales como la Ética, la Moral y el Derecho.
En torno a los centros que pueden ir referidos al eje angular se
organizarán las disciplinas que tienen que ver con la Filosofía de la Religión.
Y las que se refieren a centros polarizados en torno al eje radial (que no
hay que confundir con el espacio cosmológico: el eje radial es un eje antrópico,
mientras que el espacio cosmológico prescinde de esta connotación, por
segregación del sujeto) puede englobarse en las disciplinas especiales que
suelen denominarse Filosofía de la Tecnología, Filosofía del Arte, Arquitectura,
Música, &c.
Por supuesto cabe establecer disciplinas centradas en torno a contenidos
de dos ejes: circular/radial (sería el caso de Ciencia, Tecnología y Sociedad) o
circular/angular (sería el caso de Sociedad, Cultura y Religión).

Además está instituida una disciplina que engloba a todos los contenidos
del espacio antropológico, y que comprende tanto a la Antropología filosófica
como a la Filosofía de la Historia.

Recapitulamos: el número de disciplinas filosóficas que, desde el


materialismo filosófico, cabe organizar es, en principio abierto, y está
determinado por la materia misma que la realidad ofrece, a través de sus
diferentes círculos fenoménicos. El pluralismo implícito al materialismo
filosófico no favorece una clasificación cerrada (menos aún descendente) de
disciplinas filosóficas, al modo de la clasificación de las ciencias filosóficas de
Aristóteles o de las de la Enciclopedia de Hegel. Pero tampoco excluye la
posibilidad de reconocer fundamento a todas las disciplinas institucionalizadas,
y que, de un modo u otro, son reconocidas tanto en sistemas materialistas
como en sistemas espiritualistas.
Ante la reforma
de la Constitución española de 1978
Gustavo Bueno

Una constitución política no es un conjunto de «reglas de juego»

En diciembre del pasado año 2003 la Constitución española de 1978


cumplió 25 años. Muchos han observado, con cierta sorpresa, que
precisamente en torno a este aniversario, se han incrementado las
manifestaciones de proyectos de reforma a esta Constitución.

152
La sorpresa está fuera de lugar, porque también podría decirse que a una
Constitución que tiene ya un cuarto de siglo de vigencia (ninguna otra
Constitución española, desde la de 1812, duró tantos años), podrían convenirle
ciertas reformas. Sobre todo porque la propia Constitución las prevee, creando
al efecto su Título X («De la reforma constitucional»), en el que se establecen
las normas correspondientes.

La más característica acaso sea la que considera a cualquier Proyecto de


reforma constitucional como un caso particular de «iniciativa legislativa»,
contemplada en el artículo 87, pero en sus puntos 1 y 2, es decir, excluyendo la
posibilidad de una iniciativa popular para la presentación de proposiciones de
ley. Por tanto, la iniciativa de la reforma constitucional, en cuanto es una
iniciativa legislativa, corresponderá según el artículo 166 (que limita, al parecer,
el artículo 87) al Gobierno, al Congreso o al Senado; también a las Asambleas
de las Comunidades Autónomas, a través del Gobierno o de la Mesa del
Congreso. Se diría que el reconocimiento, en la Constitución de 1978, de la
posibilidad de una reforma de ella misma, está contemplado desde la idea de la
«inmanencia jurídica de las Cortes», identificada con el Estado de Derecho.
Idea en virtud de la cual todo proceso político se concebirá (en fórmula de
Torcuato Fernández Miranda) como una «transformación de la ley a la ley». Y
así, en efecto, tuvo lugar la transición por antonomasia: como una
transformación política de la llamada por algunos «Constitución de 1967» (otros
la llaman la «Ley franquista») en la Constitución de 1978.

La cuestión no se plantea, por tanto, por la constitucionalidad o


inconstitucionalidad de los proyectos legales de reforma de la Constitución (y,
por tanto, de los debates públicos previos para la preparación de tales
proyectos). La cuestión se plantea por la oportunidad o inoportunidad (en
términos de prudencia política) de una reforma de la Constitución. Y es obvio
que esta oportunidad o inoportunidad está en función, necesariamente, de la
materia de los artículos que se pretenden reformar. No es lo mismo referir la
reforma, aún dentro del Titulo II («De la Corona») al artículo 56, que instituye la
figura del Rey como Jefe del Estado, que referirla al artículo 57, que establece
la preferencia, a efectos de la sucesión, del varón sobre la mujer. A lo largo de
la campaña electoral de marzo del presente año se han oído de vez en cuando
voces pidiendo que el Jefe del Estado sea también «elegido por el pueblo» (es
decir, pidiendo la reforma del artículo 56); sin embargo, los partidos
mayoritarios, sólo se han referido, algunas veces, en cuanto defensores de los
«valores feministas», a la reforma, y parcial, del artículo 57. Incluso los partidos
parlamentarios que se proclaman republicanos in pectore sólo hablan de la
reforma del 57. En todo caso, estas proclamas in pectore de republicanismo,
desde el momento en que quienes las proclaman aceptan la Constitución y
actúan dentro de ella como parlamentarios, no tienen más relevancia que si
estos se proclamasen testigos de Jehová o miembros de una liga vegetariana.
Pero la práctica totalidad de los partidos parlamentarios, incluso aquellos que
consideran prudente la reforma del artículo 57 (dada la proximidad de la boda
del príncipe Felipe con doña Letizia, de condición plebeya) tienen por

153
imprudente sacar a relucir el artículo 56, cuya reforma arrastraría el Título II
íntegro de la Constitución.
No faltan tampoco quienes consideran que suscitar las «cuestiones de
prudencia» a propósito de la reforma de una Constitución que reconoce la
posibilidad legal de ser reformada, es sólo una excusa para mantener el status
quo. Quienes promueven el «Plan Ibarreche», por ejemplo, suelen acudir a la
comparación de una Constitución política con un sistema de «reglas de juego»,
cualquiera que este sea. «La Constitución –dicen– no es otra cosa sino el
conjunto de unas reglas de juego que los ciudadanos se han dado a sí mismos
para hacer posible su convivencia pacífica.» Por tanto, concluyen, ¿qué
inconveniente puede haber para cambiar estas reglas cuando un «grupo
suficiente» de ciudadanos decida hacerlo? Lo imprudente sería evitar o aplazar
las reformas, porque con el simple aplazamiento estaríamos reconociendo
(imprudentemente) que las «reglas de juego constitucional» no han sido
creadas por los ciudadanos, por el pueblo soberano, que en cualquier momento
podrá cambiar su juicio, o su opinión.

Ahora bien, la analogía de una Constitución política con un sistema de


reglas de juego es una metáfora muy débil y vulgar; una metáfora de la misma
clase de otras, comúnmente utilizadas por los políticos, tales como «nos queda
la asignatura pendiente de la supresión del peaje en las autopistas», o bien,
«mi gobierno –autonómico, nacional– en lo que se refiere a su gestión o a la
articulación de sus proyectos de ley ya tiene hechos sus deberes». Estas
metáforas escolares, que en principio no tendrían mayor importancia,
comienzan a ser significativas de una gran estupidez política cuando se
reiteran una y otra vez: «el primero que comparó a una mujer con una flor fue
un poeta; el segundo, un imbécil.» Las metáforas escolares (asignatura
pendiente, deberes hechos), cuando se han transformado, como metáforas
fósiles, en conceptos prácticos, nos ponen delante de una silueta de político
con mentalidad de funcionario, delante de la silueta de un político funcionario
que entiende la sabiduría política como una práctica rutinaria susceptible de ser
preparada como se preparan los deberes de la escuela, o de ser valorada en
función de un examen escolar. Pero la metáfora de la Constitución política
como sistema de reglas de juego es más peligrosa.

Ante todo, si el «juego» se entiende en el sentido en el que la Teoría de


Juegos da a los juegos de competición, o de ganancia cero, la metáfora es
indocta, porque precisamente en estos juegos no pueden cambiarse las reglas,
porque ellas están impuestas por las mismas relaciones internas que existen
entre quienes juegan: es el caso del «juego» entre empresarios comerciales en
competencia por un mercado; o el «juego» de dos Potencias políticas que
calibran las posibilidades de una declaración de guerra.

Y si el juego se entiende en el sentido de los «juegos convencionales» (el


ajedrez, el parchís, el fútbol, &c.), la metáfora es necia, en primer lugar, porque
tampoco los juegos convencionales pueden arbitrariamente cambiar sus reglas,
cuando estas están ya en marcha, sin destruirse; y porque, en todo caso, una
Constitución política no resulta de una convención o consenso arbitrario
mantenido entre quienes la formulan. El consenso político es el resultado de las

154
presiones deterministas que tienen lugar entre los grupos que han logrado
consensuar sus normas de coexistencia. Ibarreche y el PNV pueden creer que,
dado el amplio consenso previo que parece existir entre muchos vascos para
cambiar la Constitución (y aún para rasgarla entera), ésta podría cambiarse
como si sus artículos fuesen reglas de juego; es efecto de un subjetivismo
primario. Pero Ibarreche y el PNV, como el ERC y el BNG, deben saber que
son todos los españoles, y no sólo los vascos, los catalanes o los gallegos, los
que habrían de intervenir en una reforma de la Constitución.

En cualquier caso, quienes más urgen por la necesidad de la reforma de la


Constitución, no se mueven por el mero deseo de cambio, en abstracto, sino
por el deseo de cambiar algunos artículos en una dirección determinada. Y,
además, no quieren presentar, en general, estas reformas como si estuvieran
próximas a una «ruptura revolucionaria», precisamente porque saben, aunque
sigan utilizando la metáfora de las reglas de juego, como gentes que se
mueven en la política real, que la Constitución no es un sistema de reglas
arbitrarias de juego («la Constitución no es el parchís», se ha dicho), presentan
sus anticipos de proyectos de reforma como simples interpretaciones o
«lecturas» (otra metáfora escolar) de la misma Constitución que, en
consecuencia, seguiría intacta. Por ejemplo, para ellos, «necesidad de reformar
la Constitución» significa, sin más, por ejemplo, la necesidad de transformar, y
en corto plazo, el Senado en una cámara de representación territorial
autonómica, lo que sería solo una simple nueva «lectura» del artículo 69.1 que,
efectivamente, define al Senado como «cámara de representación territorial».
En general, quien habla de la necesidad de la reforma de la Constitución –
sobre todo quienes se consideran dentro de la autodenominada «izquierda»–
van en la dirección de un desarrollo del Estado de las Autonomías: 17 agencias
tributarias autonómicas, 17 tribunales superiores de justicia, 17 policías
militarizadas (por sus jerarquías, sus armamentos y sus competencias), &c. Es
decir, la reforma del Senado, tal como es propuesta, se orienta en la dirección
de la transformación del Estado de la Constitución de 1978 en 17 Estados
federados o libremente asociados (se supone que los unos con los otros).

Pero la orientación federalista (que algunas veces confluye con la


orientación secesionista de algunos partidos nacionalistas) de la reforma de la
Constitución, aunque suele ser atribuida a los partidos de izquierda, nada tiene
que ver con la izquierda política socialista o comunista. Tiene más que ver con
la necesidad, sentida por los dirigentes de ciertos partidos políticos
(socialdemócratas o comunistas) de mantener sus distancias con los llamados
partidos de derecha, en una época en la cual, la caída de la Unión Soviética ha
ido borrando las diferencias políticas, en las democracias homologadas, entre
las izquierdas y la derecha. Al no poder ofrecer, dentro de la estructura
democrática homologada, unas diferencias políticas definidas, recurren al
desarrollo federalista, tratando de encontrar allí las diferencias que buscan. Y
nadie niega una diferencia sociológica entre unas «capas de población»
tradicionalmente identificadas con la izquierda (obreros, ciudadanos con bajo
nivel de renta, &c.) y unas «capas de población» tradicionalmente identificadas

155
con la derecha (empresarios, banqueros, terratenientes, &c.). Lo que se niega
es que estas diferencias en el terreno sociológico puedan traducirse hoy al
terreno político: la «izquierda sociológica» tiene ya muy poco que ver con la
«izquierda política». Las «capas de la población» llamadas «de izquierda»
sociológicamente, han dejado de ser políticamente de izquierdas, en el sentido
del socialismo o del comunismo históricos: los obreros defienden la propiedad
de sus automóviles, de sus apartamentos o de sus segundas residencias si las
tienen (y si no las tienen, quieren tenerlas: ¿quién si no juega a la lotería?). Lo
que reivindican, con todo derecho democrático, esas «capas de izquierda
virtual» es el aumento de los salarios, de su seguridad social, y la posibilidad
de que sus hijos vayan a la Universidad. Lo que quiere decir que los partidos
«de izquierda» que dicen representarlas lo que hacen es tratar de canalizar sus
votos para llevar a cabo una gestión política que en muy poco se diferencia de
la que pueden llevar a efecto los llamados partidos de centro o de derecha, que
también buscan el pleno empleo, el incremento de salarios y la ampliación de la
población universitaria.

Es muy probable que, cualquiera que sea el partido que resulte victorioso
en las elecciones parlamentarias del 14 de marzo de 2004, tenga que afrontar
la reforma de algunos artículos de la Constitución de 1978. Si la Constitución
fuese algo similar a un «sistema de reglas de juego» cabría pensar en la
posibilidad de reformar algunos de sus artículos, aun manteniendo su conjunto.
Obviamente, sería de agradecer que el conjunto de las reformas que se
propongan, se ajusten a algunas ideas directoras, es decir, no sean
simplemente el resultado de una acumulación de reformas políticas sin
conexión interna.

Los esbozos de «proyecto de reforma» que figuran a continuación se


acogen a dos ideas directoras: una determinada Idea de democracia (que
hemos expuesto en un libro reciente, Panfleto contra la democracia realmente
existente) y una determinada Idea de España (expuesta en un libro de hace
unos años, España frente a Europa), pero tomando como referencia concreta el
principio de su indivisibilidad como Nación política que figura ya en el artículo 2
de la Constitución de 1978: «indisoluble unidad de la Nación española.»

La Idea de España que, en vísperas de la composición, dentro de la UE


con otras Naciones políticas, se enfrenta con la Idea de España que tienen las
Potencias europeas hegemónicas (Francia y Alemania) y, sobre todo, con la
Idea de España que tienen la práctica mayoría de los partidos españoles «de
izquierdas», cuando consideran la gestión del Gobierno de Aznar al alinearse,
junto a Polonia, contra el proyecto de Constitución europea (proyecto de
inspiración francesa), como ocasión de un «retraso lamentable» en la marcha
de Europa hacia su unidad (dando por supuesto que esta unidad debe ser un
objetivo prioritario, aunque en ella España quedase relegada a un puesto de
comparsa). Y esto dicho, no sólo en la coyuntura de la campaña electoral, sino
en la coyuntura del ingreso en la UE de diversos Estados europeos.

156
Una «reforma de la Constitución» inspirada por esta idea de la unidad de
España y de la igualdad de los españoles tendrá que ir orientada a acabar con
todas las concesiones, «comprensiones» y veleidades, alimentadas sobre todo
por los partidos de izquierdas, que siguen prisioneros del franquismo y sólo
pueden discurrir, apoyándose en la «memoria histórica», tratando de ir en su
contra, cuando las referencias que el presente plantea ya han cambiado. La
reforma de la Constitución habría de ir orientada, según esto, a despejar las
ambigüedades a las que sus redactores hubieron de acogerse:
«nacionalidades», «respeto a las culturas y costumbres forales», &c. Quienes
hablan hoy de federalismo, y aun de «federalismo asimétrico», siguen
alimentando de un modo u otro, el secesionismo. En la campaña electoral que
tiene lugar estos días la palabra «España» ha vuelto a ser levantada, como
bandera, por el PSOE (salvo en Cataluña; mucho menos por Izquierda Unida,
en la que se encuentra el señor Madrazo), porque teme que sus ambiguos
pactos con Maragall y con Pérez Carod-Rovira pudiera conducirle a su ruina en
las elecciones. Nunca es tarde para que el PSOE vuelva a levantar la bandera
de España; pero es pronto aún, dada la confusión que reina en la cabeza de
sus dirigentes, para asegurar que este partido sabrá sacar las consecuencias
en el supuesto de que obtenga la mayoría absoluta que persigue.

La Idea de España, en la coyuntura de la nueva Constitución de la Unión


Europea, debe ser inmediatamente aclarada en la Constitución española. Pues
precisamente esta coyuntura es la que puede explicar, al menos en parte, el
«paso adelante» que han dado, en los últimos meses, los partidos
nacionalistas-secesionistas (PNV, ERC, BNG), que creen abierta la posibilidad
de una «Europa de los pueblos», en la que Euskalerría, Cataluña o Galicia –por
no decir el Bierzo o el Territorio Vadiniense– pudieran sentarse junto con
Lituania, Chequia, Bosnia, Servia, Croacia... o Chechenia.

Además, los «esbozos de proyectos de reforma de la Constitución» los


presentamos muchas veces como simples precisiones a la redacción de
algunos artículos que, en muchas ocasiones, al menos, pudo no ser
intencionalmente imprecisa o incluso incoherente; muchas veces, ni siquiera
pudo haber sido más precisa (¿cómo podían sospechar los «padres de la
Constitución», cuando estaban creando la figura de las Comunidades
Autónomas, que unos años después surgiría el «plan Ibarreche»?). Ni tampoco
nos referiremos a todos los artículos que pudieran ser susceptibles de reforma,
en el sentido dicho; nos atenemos sólo a los que juzgamos más perentorios.

Ante todo, el artículo 2, en el que se establece «la indisoluble unidad de la


Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles» (y aquí no
vienen a cuento consideraciones genéticas que aducen tantos comentaristas,
confundiendo las cuestiones «de génesis» con las cuestiones «de estructura»).
Pero a continuación, el artículo añade: «y reconoce y garantiza el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad
entre todas ellas». Este es el primer párrafo que requeriría, según nuestras
coordenadas, una reforma urgente. Y no sólo por razones generales, sino

157
simplemente en nombre de la precisión, porque ni «autonomía», ni
«nacionalidad», ni «solidaridad», son términos que los padres de la patria
hubieran tenido a bien definir. Más bien, los «sobreentendían», los «daban por
supuestos». Lo que quiere decir que cada cual lo estaba entendiendo a su
manera.

¿Qué es eso de «nacionalidad»? En su contexto político estricto (que es el


de la Sociedad de las Naciones, en tiempos, o el de la ONU en el presente)
«nacionalidad» es la condición que una sociedad o un individuo tiene en todo
cuanto concierne a su Nación política: «nacionalidad española», «nacionalidad
francesa». La misma Constitución utiliza en Títulos posteriores este concepto
de «nacionalidad»: artículo 11.1: «la nacionalidad española se adquiere...»;
artículo 11.3: «el Estado podrá concertar tratados de doble nacionalidad...».
¿No es incoherente utilizar el mismo término «nacionalidad» en el artículo 2 y
en el artículo 11? En el uso del término «nacionalidad» que hace el artículo 2
resuena demasiado claramente el sonsonete del libro de Pi y Margall (Las
nacionalidades) de inequívoca inspiración federalista. Aquí, algunos padres de
la Constitución, o no se dieron cuenta de la incoherencia, o la dejaron pasar
para no interrumpir «el consenso», pero un consenso sin acuerdo. Porque al ir
las nacionalidades del artículo 2 referidas a la «autonomía de las
nacionalidades», la orientación federalista de este artículo se acentuaba, en
contra de muchos de quienes la firmaron, porque «autonomía» es un término
impreciso, por no decir un sinsentido, que sólo con una aclaración muy precisa
de sus contenidos puede llegar a ser un concepto utilizable. El artículo 137
daba ya una pista: la autonomía de la que gozan los municipios, provincias y
comunidades autónomas se refiere a la que es propia «para la gestión de sus
respectivos intereses». Y estos intereses fueron definiéndose en los Estatutos
de Autonomía, y en muchos casos, la definición no se ha dado por acabada.
Esto se agrava cuando algunas Comunidades reclaman «derechos históricos»
(que la propia Constitución reconoce en su Disposición Adicional primera);
expresión –derechos históricos– que con los años fue transformándose en esta
otra: «comunidades históricas», de uso en nuestros días corriente. Una
transformación que fue paralela a la transformación del término «nacionalidad»
en el término «Nación», justificada con unas reconstrucciones históricas que
confunden los conceptos de «Nación étnica» o «cultural», con el concepto de
«Nación política».

Pero es inadmisible, no sólo por motivos histórico-positivos (¿acaso


Asturias, o Andalucía, o Aragón, no son también Comunidades históricas?
¿Acaso la consideración de «históricas», atribuida a Galicia, País Vasco y
Cataluña, no procede tanto de la historia profunda como de la situación de sus
Estatutos respectivos en el año 1936?), sino sobre todo, porque esta
denominación es incompatible con la igualdad de los derechos de obligaciones
políticas que tienen todos los españoles en cualquier parte del territorio del
Estado (artículo 139).

Ahora bien, una contradicción no queda resuelta porque las proposiciones


que entre sí se contradicen figuren ambas en la misma Constitución. La
Constitución no borra la contradicción, la refuerza. Y vuelve a reforzarla

158
cuando, a lo largo del desarrollo de los Estatutos de las «Autonomías
históricas», se ha llegado a exigir, como condición para acceder a la condición
de funcionario, el dominio de las lenguas vernáculas, porque esta exigencia
está en contradicción con la norma 139.2, según la cual «ninguna autoridad
podrá adoptar medidas que directa o indirectamente obstaculicen la libertad de
circulación y establecimiento de las personas». Si estos obstáculos se supone
que no pueden ser levantados ante las personas que no son funcionarios,
¿cómo levantarlos ante los propios funcionarios?

El artículo 2, como para compensar estas incoherencias y contradicciones,


remata su reconocimiento del derecho a la «autonomía de las nacionalidades»
con la garantía de la solidaridad entre ellas. En rigor, tal como está redactado el
artículo, acaso por descuido, con la garantía del «derecho a la solidaridad». De
lo que resulta la extraña consecuencia, según la cual, la solidaridad es un
derecho de las nacionalidades (¿a dar o a recibir?), antes que un deber o una
disposición «espontánea» de estas nacionalidades. En cualquier caso, la
«solidaridad» entre las nacionalidades no garantiza la «igualdad» entre los
solidarios, porque la solidaridad casi siempre presupone la desigualdad interna,
que queda únicamente neutralizada por su igualación ante terceros (por
ejemplo, el Código Civil español dice en su artículo 1.140, que «la solidaridad
podrá existir aunque los acreedores y deudores no estén ligados del propio
modo y por unos mismos plazos y condiciones»).

En resolución: en nombre de la misma «consistencia» de la Constitución


de 1978, la primera gran reforma de la misma tendría que suprimir, del artículo
2, el término «nacionalidades», sustituyéndolo por los términos que utiliza en el
Título VII: «reconoce y garantiza la autonomía de los municipios, provincias y
Comunidades Autónomas que se constituyan». Sólo así podrá cortarse de raíz
la identificación de las Comunidades Autónomas históricas con supuestas
nacionalidades o «Naciones». Obviamente, habría que suprimir también de
raíz, como meros arcaísmos medievales, todas las disposiciones que
reconocen a las Autonomías «derechos históricos» de carácter foral, o sistema
de tributación diferencial (cupos, conciertos...). Con esto no se atentaría en
modo alguno a la pluralidad de las regiones españolas. Una tal pluralidad
histórica o etnográfica no puede transformarse en un ventajismo para las
Comunidades implicadas en todo lo que se refiere a la igualdad en derechos
políticos y económicos.

En esta misma línea habría que reformar el artículo 3, referido a la


cooficialidad de las lenguas autonómicas y la lengua oficial común. La
oficialidad de una lengua autonómica habría que sobreentenderla como si fuera
necesaria, pero no suficiente en el ámbito de la Autonomía. Pero una lengua,
no por ser oficial debe ser preceptiva, porque basta que fuera potestativa en los
ámbitos de las instituciones autonómicas, pero no en el ámbito de los
ciudadanos que en ellas viven o trabajan. Una lengua oficial para el conjunto
del Estado requiere que ella pueda ser utilizada, y en todo momento y
circunstancia, en todos los Municipios, Provincias y Comunidades Autónomas,
sin que sea un obstáculo para ello la lengua de la Comunidad. La lengua
común sólo lo es realmente en su condición de lengua necesaria y suficiente

159
para los españoles, en el ámbito de su territorio. Pero no es suficiente cuando,
para ser profesor de Matemáticas o de Historia, en Galicia, País Vasco,
Cataluña o Valencia, un ciudadano de Ávila tenga, además, que dominar la
lengua autonómica. Bastaría precisar el punto 2 del artículo 3, en el sentido
siguiente: «las demás lenguas españolas serán también oficiales en las
respectivas Comunidades Autonómicas, de acuerdo con sus estatutos, que
habrán de reconocer el carácter suficiente y necesario de la lengua oficial
común» (no les vendría mal a los señores parlamentarios españoles echar un
vistazo al libro de Santiago González-Varas, España no es diferente, Tecnos,
Madrid 2002).

En esta misma línea sería necesario precisar el artículo 44.1, cuya actual
redacción es totalmente insuficiente si no se explicitan supuestos que el
artículo da, sin duda, por sobreentendidos: «los poderes públicos promoverán y
tutelarán el acceso a la cultura a la que todos tienen derecho». ¿Qué puede
querer decir «acceso a la cultura»? ¿a la cultura azteca o islámica? ¿a la
cultura euskérica, a la catalana o a la castellana? ¿acaso a una cultura
cosmopolita? Bastaría sustituir el término cultura por el término «educación»;
aunque con ello tampoco quedarían resueltas las dificultades en el momento de
fijar los contenidos, pero, por lo menos, neutralizaríamos la contaminación que
el término «cultura» recibe de la doctrina de las culturas nacionales y de los
Estados de cultura que excogitó Juan Teófilo Fichte. En cualquier caso parece
evidente que los contenidos de una educación a la que todos los españoles
tienen derecho tendrá que ver con los contenidos comunes, y no sólo con la
lengua en la que se enseñan. Y entre estos contenidos comunes habrá que
contar, además de los contenidos tomados de las «ciencias comunes a todos
los pueblos» (Matemáticas, Física, Biología...), los contenidos tomados de las
«ciencias propias de cada pueblo». En nuestro caso, la Historia común de
España. Es imposible mantener la unidad indivisible de España prevista por el
artículo 2 sin una educación común en aquello que afecta a una unidad
histórica y social que existe antes de la proclamación de la propia Constitución.

Estos mismos criterios podrían inspirar también la reforma del Senado en


cuanto «Cámara de representación territorial», como la define el artículo 69. La
reforma que propugnan los partidos federalistas, moderados o radicales, en el
sentido de transformar el Senado actual en Cámara de representación de las
autonomías (que a su vez, habrán de estar dotadas de agencias tributarias
propias, de tribunales superiores de justicia...) no podría tener otro efecto que
el de terminar por convertir a las Autonomías en Estados federados que buscan
en el Senado un ámbito de diálogo y confrontación. Un Senado de
Comunidades Autónomas sería el principio de las coaliciones de las
Autonomías que se sientan más solidarias frente a terceras autonomías; con
ello, el principio de igualdad quedará comprometido. Pero bastaría sustituir la
interpretación restrictiva del artículo 69 (que restringe a las Provincias y a la
Autonomías la representación), que lleva a estos efectos inconvenientes, por
una interpretación ampliativa de este artículo incluyendo en él a los Municipios.
Porque el artículo 69 habla del Senado como Cámara de «representación
territorial». Pero en el Título VIII, artículo 137, se declara que la organización
territorial del Estado está constituida por los Municipios, las Provincias y las
Comunidades Autónomas. Luego no hay ninguna razón de principio para
160
excluir a los municipios del Senado, y sólo razones prácticas, derivadas del
número excesivo de municipios que podrían estar representados. Pero esta
dificultad puede soslayarse mediante normas reguladoras pertinentes de ese
derecho municipal «de principio», atendiendo a criterios de población (por
ejemplo, de mayor o menor población) o a otros criterios.

Entendemos que es muy necesaria la reforma del artículo 6, que se refiere


a los partidos políticos. Reforma apoyada ad hominem en la exigencia que el
artículo 6 impone a estos partidos en el sentido de que su estructura interna y
su funcionamiento «deberán ser democráticos».

¿Qué quisieron dar a entender con esto los redactores del artículo? ¿Exigir
a los partidos democráticos comportamientos procedimentalmente
democráticos en cuanto al sistema de elección e sus dirigentes? ¿Acaso
quedaría excluido por ello un partido que decidiera elegir a sus dirigentes por
sorteo? ¿Y qué criterios habrán de aplicarse para considerar a un partido
político como antidemocrático y, en consecuencia, para deslegalizarlo?

Todo depende, como es obvio, de lo que cada cual entienda por


democracia. Si por democracia se entiende, tomando el término en su sentido
sustantivado-abstracto, que es el que adquiere en las taxonomías doctrinales, y
cuyo principal contenido es el de la «democracia procedimental» en la elección
de los representantes, cualquiera que sean los contenidos de los programas
respectivos, entonces el resultado será muy distinto a si la democracia se
entiende en concreto, como forma política de una sociedad de referencia
concreta y determinada, por ejemplo, España o Francia. Pero entonces,
«democracia» –como «República»– no es un sustantivo que pueda ser
desprendido de las sociedades concretas, salvo en los libros que establecen
las taxonomías abstractas de las formas de Gobierno o de Estado. No cabe
hablar de «democracia» o de «república», cuando hablamos de política real,
como si se tratase de un sustantivo abstracto; sólo podemos hablar de
democracia referida a sociedades concretas tales como «democracia
ateniense», «democracia francesa» o «democracia española» (del mismo
modo que cuando hablamos de «república» en un sentido histórico concreto, y
no meramente abstracto y taxonómico, nos referimos a la «república francesa»
o a la «república italiana»). Para decirlo en una fórmula plástica: la democracia
sustantivada-abstracta, se enfrenta, en los libros de taxonomía política, a la
aristocracia o a la tiranía; pero la democracia, en su sentido concreto o
existencial, se enfrenta también a otras democracias. Consecuentemente
establecemos una diferencia inicial entre un individuo que se declara
«republicano» en el terreno de la doctrina abstracta taxonómica, pero sin
determinar si pertenece a la república francesa o italiana y que acaso resulta
ser parlamentario o ministro de la monarquía española o inglesa; y el individuo
que se declara republicano en concreto porque milita formalmente por el
derrocamiento de la monarquía de su propio país. Otro tanto ocurre con la
democracia.

Según esto, los verdaderos enemigos de una democracia concreta no son


quienes se declaran fascistas, sino quienes aun considerándose demócratas

161
taxonómicos, buscan destruir la realidad de la democracia concreta que
tomamos como referencia. Un individuo del PNV, del ERC o del BNG, que
manifiesta su condición de demócrata (en el sentido taxonómico) puede ser
enemigo jurado de la democracia española si entre sus objetivos figura la
separación del País Vasco, de Cataluña o de Galicia de España; porque con
esta separación la democracia española concreta y realmente existente,
quedaría destruida. Que el individuo en cuestión siga considerándose
demócrata «pensando» en una nueva sociedad política resultante de la
secesión con España, muy poco puede interesar a quienes permanezcan fieles
a la democracia española real. El hecho de ser elemento de una subclase de
una clase común no asegura que los elementos o las subclases puedan ser
compatibles entre sí: cristianos y musulmanes, por el hecho de ser subclases
de la clase de las «religiones monoteístas», no son compatibles entre sí. Ni los
soldados del ejército francés de la I y II Guerra Mundial, por el hecho de ser
elementos de la misma clase «soldados», de la que también formaban parte los
soldados del ejército alemán, dejaban de ser enemigos entre sí. No hace falta ir
a buscar a los enemigos de la democracia española entre los militantes de un
partido fascista. Los verdaderos enemigos de la constitución española de 1978
son los militantes de los partidos secesionistas, aunque ellos se consideren (o
sean considerados por los partidos políticos españoles) como demócratas en
sentido taxonómico.

La falta de esta distinción fundamental entre «identidades», ecualizaciones


o semejanzas abstractas sustantivadas, o taxonómicas, es decir, isológicas
(recortadas en el plano de la esencia abstracta), e identidades concretas
(sinalógicas, recortadas en el plano de la existencia) es lo que lleva al absurdo
de reconocer la posibilidad legal, en una democracia, de un partido político que,
aun declarándose demócrata en el terreno taxonómico, y aun sin necesidad de
ser terrorista, es enemigo de la democracia concreta en el terreno sinalógico
(que es aquel en el cual una democracia concreta co-existe, de modo pacífico o
belicoso, con otras democracias). Una sociedad democrática podrá reconocer a
individuos con ideas demócratas taxonómicas, que contemplan el
secesionismo, e incluso tolerar la expresión pública de tales ideas en el terreno
abstracto de la doctrina política; pero no tiene por qué tolerar agrupaciones,
asociaciones o incluso partidos políticos constituidos precisamente con el
objetivo de romper la democracia real, porque tales agrupaciones, asociaciones
o partidos, habrían dejado de moverse en el terreno doctrinal de la opinión,
para tomar la forma propia de los movimiento facciosos.

La reforma del artículo 6 podría limitarse al añadido, al principio del


artículo, de las dos palabras que ponemos entre corchetes: «Los partidos
políticos [no secesionistas] expresan el pluralismo político...» Y al final del
artículo: «su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos [y
no únicamente en abstracto, en sentido doctrinal, sino en concreto, en cuanto
partidos que forman parte interna de la democracia española y que, por tanto,
no tiene el ánimo de descomponerla]».

Por último nos parece también necesario reformar el artículo 15, mediante
la eliminación de la cláusula: «Queda abolida la pena de muerte», y esto aún a

162
sabiendas de que este esbozo de proyecto de reforma es todavía más inviable
que los esbozos que hemos presentado anteriormente, dada la ideología que
se ha ido creando, por inducción de la ideología alemana y de la Constitución
de Bonn. Sin embargo, esta reforma será considerada como ineludible por
todos aquellos que vean la imposibilidad de una sociedad democrática «en
serio» (y no efectos de darse unas «reglas del juego» más o menos
convencionales) sin la institución de la ejecución capital. Si una democracia va
en serio, no podrá permitir todo a los ciudadanos, ni menos aún los crímenes
horrendos. Y sólo mediante la ejecución capital es posible trazar un límite
positivo de lo que está permitido y de lo que no está permitido, de lo que es
compatible con la sociedad democrática y de lo que es inadmisible, porque
inadmisible es reconocer siquiera la posibilidad de que un miembro de esa
sociedad pueda seguir siendo considerado persona y rehabilitarse para su
ulterior inserción social después de haber cometido el crimen horrendo.
Dejamos para otra ocasión el análisis de algunas prácticas que han
conducido a un desvío progresivo de determinados artículos de la Constitución,
sin que sus «guardianes» lo hayan siquiera denunciado. Podríamos hablar aquí
de reformas de la Constitución que han tenido lugar en el terreno de los
hechos, y que son ya prácticamente irreversibles, si mantenemos las
coordenadas actuales del «Estado de las Autonomías». Bastaría citar el
artículo 30, relativo a las «Obligaciones militares de los españoles». La
liquidación del ejército de reemplazo (liquidación inspirada por una, a nuestro
juicio, ridícula ideología pacifista y antimilitarista, de inspiración ética, y no
política, que dio beligerancia a la denominada «objeción de conciencia») y su
sustitución por un ejército profesional, ha reducido a cero esas «obligaciones
militares» del artículo 30 y ha dejado a España en una situación de lamentable
desproporción entre el rango que como Potencia económica y política ha
conseguido alcanzar, y su nivel militar, propio de un Estado subdesarrollado.

Este conjunto de esbozos de propuestas de reformas de la Constitución,


inspirados en determinadas ideas sobre España y sobre la democracia, no se
ofrecen aquí a título de propuestas de reformas de algunas «reglas de juego»
de la Constitución, y menos aún como propuestas utópicas (¿quién podría
considerar como un ideal utópico ni siquiera una Constitución reformada según
las directrices de referencia?). Este conjunto de reformas (en realidad, una
selección de un conjunto más amplio) se ofrece aquí en la suposición de que
ninguna de ellas tiene una razonable probabilidad de prosperar.

¿Y por qué se proponen entonces, aunque sea a título de esbozos? Para


dar una contraprueba de que los artículos de una Constitución no tienen nada
que ver con un conjunto de «reglas de juego», para recordar que los artículos
de una Constitución son el resultado de presiones contrapuestas canalizadas, a
su vez, por ideas-fuerza también contrapuestas e impermeables las unas
respecto de las otras. Estas presiones, contrapresiones, e ideas-fuerza,
confluyen de un modo determinista en la redacción de una Constitución como
la que hoy día nos acoge...

163
Y mientras tanto, ETA seguirá masacrando a los españoles, y nuestros
representantes parlamentarios, ignorantes de la diferencia entre democracia
abstracta-taxonómica y democracia concreta, seguirán reconociendo como
demócratas a los partidos secesionistas, bajo la suposición, primero, de que
ellos no son «violentos», ni tienen conexiones con el terrorismo (y, si la tienen,
los jueces, hasta ahora, no alcanzan a probarlas) y, segundo, que los
atentados terroristas de ETA son antes atentados contra los derechos humanos
que contra España.

Nota final

En el momento de entregar este Rasguño llega la noticia de las matanzas de


Atocha, Santa Eugenia y Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, atribuidas a ETA.
¿Seguirán todavía (en el supuesto de que la policía detenga a los asesinos) los
socialistas y comunistas «éticos» clamando por su reinserción social? ¿Qué
quiere decir el señor Llamazares, en declaraciones ofrecidas minutos después
de los atentados, llamando «nazis» a los asesinos etarras? Esta denominación
no viene a cuento en términos políticos, y ningún politólogo podría aceptarla,
por ser profundamente incorrecta. Pero no se trata de esto: es que ella puede
contribuir (como ha contribuido ya) a desviar el diagnóstico preciso: a saber,
que ETA es el enemigo de España (junto con Pérez Carod o con Ibarreche,
que sólo se diferencia de ella por los métodos utilizados). Pero al diagnosticar a
los etarras de «nazis» la significación política de esta masacre se desvanece,
porque en este contexto, «nazi» –aplicado además a una organización cuyo
cretinismo político les lleva a proclamarse marxistas-leninistas– sólo puede
arrastrar connotaciones de tipo psicológico («nazi» es equivalente a violento,
psicópata, &c.). Esperamos que el Gobierno que salga de las próximas
elecciones deslegalice de modo inmediato a todos los partidos secesionistas y
no sólo a los que tienen vínculos directos con ETA. Pero no sería de extrañar
que en las próximas horas, quienes llaman hoy «nazis» a los etarras de ETA, al
calibrar la catástrofe electoral y política que se les avecina, comiencen a
llamarlos «fanáticos islamistas», con objeto de cambiar la interpretación en una
dirección que, en lugar de dirigirse contra ellos, pueda comenzar a ser dirigida
contra un Gobierno al que se le ha acusado «de haber enviado un ejército de
ocupación a Irak».
La terrible masacre del 11M no puede quedar, desde el punto de vista
político, en un motivo para volver a lamentar la ferocidad de los
terroristas. La masacre del 11M requiere una inmediata reforma de la
Constitución española de 1978, pero en un sentido opuesto al que
pretenden darle los cómplices del terrorismo y del secesionismo, que
están presentes en partidos políticos de la llamada izquierda (por ejemplo
la conexión Maragall-Carod y la conexión Ibarreche-Madrazo).

España, 11-M-2004

Octubre de 1934
Gustavo Bueno

164
Algunas consideraciones sobre el setenta aniversario
del frustrado levantamiento contra la II República en Asturias
Todos los años, pero sobre todo cada diez, a partir de Octubre de 1934, se
conmemoran los «hechos» que tuvieron lugar en España y, muy singularmente,
en Asturias. Todavía viven muchos de quienes intervinieron como agentes,
como pacientes o como simples espectadores en aquellos hechos. Todos, o
casi todos, recuerdan los hechos y sus testimonios suelen ser muy apreciados
como «ejercicios» de la llamada memoria histórica.

Pero esta «memoria histórica», fuente indudable de datos para el


historiador, no es un criterio infalible. Cuanto más verdadero sea el recuerdo,
más falsos pueden ser los contenidos recordados, si quien recuerda estaba él
mismo engañado o mediatizado. El concepto de memoria es esencialmente
subjetivo, psicológico, individual: la memoria está grabada en un cerebro
individual, y no en un cerebro colectivo puramente metafísico; sólo se pueden
recordar, por tanto, los acontecimientos que nos han afectado directamente e
individualmente (aunque fuese en actividades llevadas a cabo conjuntamente
con otros individuos).

Hablar de «memoria histórica» como si fuera una entidad colectiva, a la


manera como Jung hablaba de los «complejos colectivos», es como hablar del
pleroma. Los hechos que ofrece una memoria histórica se los ofrece siempre a
quien vive en algún presente; sólo desde el presente puede ejercerse la
memoria histórica y, por consiguiente, según el modo de relatar, podemos
saber tanto del presente de quien relata como de su pasado.

La tarea del historiador no consistirá entonces tanto en «recuperar la


memoria histórica», cuanto, muchas veces, en desmontar esa memoria en sus
partes, en analizarla y en explicarla. En cierto modo la historia crítica consiste
más en demoler una memoria histórica deformada que en recuperarla tal cual.
Quien recuerda su participación hace quizá cuatro décadas en algún aquelarre
o en algún vudú que tuvo consecuencias importantes para un grupo
determinado, por mínima racionalidad en la que se asiente, no podrá tanto
«recuperar» la memoria histórica de aquellas participaciones, cuanto
analizarlas desde el presente, descomponerlas y explicarlas, pero en modo
alguno justificarlas o recuperarlas sin más. La historia es obra del
entendimiento y no de la memoria, y esto dicho a pesar de la metáfora de
Francisco Bacon que tanta fortuna ha tenido y sigue teniendo precisamente a
propósito de Octubre del 34 y otros sucesos colindantes.

Los historiadores, que reclaman, no sin algún fundamento, su especial


autoridad en el momento de analizar los relatos que ofrecen quienes poseen
memoria histórica, tampoco pueden asegurar garantías definitivas. La mejor
prueba es que ante un material empírico y documental más o menos común los
historiadores se dividen en corrientes de opiniones diferentes y aún opuestas
entre sí, y casi siempre correlacionadas con las afinidades políticas que el
historiador pueda tener. Historiadores que militaron o simpatizaron con el ala
izquierda del PSOE darán una visión distinta de quienes militaron o
simpatizaron con la CNT o con el PC. Después de aportar al debate cada cual

165
documentos nuevos, siempre seleccionados, las posiciones respectivas no
suelen moverse ni un milímetro. Parece que el diálogo sirve casi siempre más
que para remover al interlocutor, para reafirmarle en sus posturas. Las
tergiversaciones están además a la orden del día, y están movidas por
ideologías fáciles de determinar.

En la prensa de estos días se me atribuye, por algunos historiadores, «de


izquierda», como si fuera opinión mía (calificada por supuesto de absurda y
gratuita) la interpretación de la insurrección de Octubre como un caso de
«guerra preventiva» (contra el fascismo: Dolfus, Hitler, Viena, Berlín, &c.).
Quienes niegan en redondo que Octubre del 34 fuera una guerra preventiva
están muchas veces movidos (no siempre) por su rechazo de principio al
concepto mismo de guerra preventiva, tal como lo utilizó Bush II en la última
guerra del Irak.

Clasificar a Octubre del 34 como guerra preventiva significará para muchos


una descalificación. Pero quienes hablan de guerra defensiva contra «el ataque
del fascismo» es porque suponen que el ataque fascista iba a venir de modo
inminente después de la entrada de los tres ministros de la CEDA en el
gobierno. Y resulta que esta guerra defensiva se habría desencadenado ante
un ataque aún no recibido, por lo que la guerra defensiva y la preventiva
vendrán a ser lo mismo.

Otros, en cambio, me han objetado que aquel octubre del 34 no fue ni


guerra preventiva ni defensiva, sino simplemente ofensiva contra la República
burguesa. Pero si se hubieran tomado la molestia de leer mi artículo, hubieran
podido advertir que cuando yo utilicé el calificativo de «guerra preventiva» para
octubre del 34, no pretendía decir que no fuera ofensiva contra la república
burguesa (como, a mi juicio, lo fue). Yo estaba utilizando la fórmula «guerra
preventiva» ad hominen, en un debate contra los pacifistas de izquierda
socialista, comunista o republicana que se escandalizaban, en la primavera de
2003, ante el concepto de «guerra preventiva» utilizado por Bush II y sus
aliados. Pero lo que yo dije fue esto: «las izquierdas que hoy se escandalizan
ante las justificaciones de Bush II y sus aliados de la intervención en Irak, como
una guerra preventiva, deberían también escandalizarse ante la justificación
que suelen dar de Octubre del 34 como guerra defensiva contra el fascismo,
puesto que el ataque aún no se había producido». Pero como en los cruces de
opiniones a través de la televisión o de la prensa no suele hilarse fino, el crítico
no quiere saber nada de argumentos ad hominem y te atribuye, sin más
averiguaciones, «el absurdo proceder» de equiparar situaciones históricas tan
distintas como Octubre de 1934 y Febrero de 2003.

¿Quiere esto decir que no es posible la objetividad histórica? No


necesariamente. También puede querer decir que todo relato histórico de
enjundia suficiente implica siempre unas coordenadas, a diferentes escalas, sin
las cuales el relato no es posible. Y sin que esto signifique necesariamente que
estas coordenadas han de entenderse siempre como «prejuicios subjetivos», o
partidistas.

166
Quien mantiene determinadas coordenadas puede pretender (y tendrá que
demostrarlo si puede) que las mantiene como plataforma sólida o verdadera.
Por ejemplo, quien presupone que la democracia parlamentaria española, tal
como se concreta en la Constitución de 1978, es una plataforma firme y
verdadera, acaso la única, para reconstruir la historia de España del siglo XX,
tendrá que interpretar Octubre del 34 como un conjunto de acontecimientos
profundamente antidemocráticos (al menos procedimentalmente), aunque se
suponga que se dirigieran a lograr la justicia social. Por el contrario
quienes recuerdan o buscan «recuperar la memoria histórica» de Octubre del
34 en términos épicos o líricos (se proyecta levantar barricadas, marchas,
estallidos pirotécnicos, &c., en Gijón o en Mieres durante los días de Octubre
de 2004 homólogos a los del 34) difícilmente podrán mantener su interpretación
desde las coordenadas de la democracia y del Estado de derecho (en la
práctica, ni el PSOE actual ni el PP han manifestado su deseo de colaborar en
estos proyectos, excogitados por organizaciones políticas y culturales que,
durante la primavera de 2003, se manifestaron desde el pacifismo más extremo
–«¡No a la guerra!» «¡Paz!» «¡Diálogo!»– como la Fundación Juan Muñiz
Zapico –de CC.OO.–, el Ateneo Obrero de Gijón, Lliberación, PCA, IU, Bloque
por Asturias, Sociedad Cultural Gijonesa, JCA, el foro Arte Ciudad y la
fundación Horacio Fernández Inguanzo).

Otros, aunque reconocen que los sucesos de Octubre del 34 no fueron


«constitucionales II República», los explicarán, y aún otorgaran su simpatía,
atendiendo a su buena voluntad, a su romanticismo, y a su carácter épico y
utópico –como si estos calificativos fueran defendibles en política–.

Otros van más lejos: aunque reconocen, casi como un defecto político, el
carácter utópico y romántico de Octubre del 34, terminan «justificándolo» no
por sus principios, métodos o causas, sino por sus efectos. Es el caso de
Santiago Carrillo:

«Nunca he dudado de la necesidad del movimiento de Octubre de 1934.


No se puede reescribir la historia con un si... condicional. Pero estoy
convencido de que sin aquella lucha España hubiera desembocado en
un régimen fascista, de tipo mussoliniano, rápidamente. Y hubiera
conservado íntegras sus energías, derrotado sin resistencia al régimen
republicano, para participar al lado del Eje en la II Guerra Mundial. Los
acuerdos entre los monárquicos de Goicoechea, Barrera y Lizarza con
Mussolini –publicados posteriormente– la posición de Gil Robles
ofreciéndose a Franco al comienzo de la Guerra Civil, sin contar la
financiación italiana a Primo de Rivera, son datos a mi entender bastante
elocuentes. España se hubiera visto envuelta en la loca dinámica que el
ascenso del fascismo desencadenó en el continente europeo. Otros
países, en éste, se vieron arrastrados a la Guerra del Eje, sin que los
antecedentes de sus relaciones internacionales, marcadas por su
inclinación hacia Francia y Gran Bretaña, lo hicieran previsible. Nos
hubiéramos ahorrado la Guerra Civil, pero no la cruenta represión
fascista, ni las bajas, probablemente más cuantiosas, acarreadas por la

167
participación en la II Guerra Mundial.» (Santiago
Carrillo, Memorias, Planeta, Barcelona 1993, pág. 112).
Siempre se le podría decir a Santiago Carrillo que el desencadenamiento
de futuribles que él despliega, digno de la más sutil ciencia media, tal como la
concibió el padre Molina, no es otra cosa sino un consuelo, más o menos
ingenioso (tanto más ingenioso cuanto más fantástico) para justificar a
posteriori su intervención en los acontecimientos, aún reconociendo (y de un
modo no muy consecuente, por tanto) su fracaso.

Niembro, 3 de octubre de 2004

***

Respuestas de Gustavo Bueno a las preguntas formuladas por La Nueva


España, con motivo del 70 aniversario de Octubre de 1934, publicadas por ese
diario el domingo 3 de octubre de 2004.

1. ¿Octubre de 1934 es el prólogo de Julio de 1936?

Sólo un teólogo, hablando de la ciencia de visión divina, podría decir que


Octubre de 1934 fue «un prólogo en el Cielo» de Julio de 1936. Pero, para
quien no sea teólogo, ni musulmán, será muy difícil considerar a Octubre de
1934 como prólogo de algo que todavía «no estaba escrito». Otra cosa es que,
a partir de Julio de 1936, pudiera ser utilizada esta metáfora para subrayar las
relaciones de continuidad que se percibían con sucesos ocurridos hacía menos
de dos años.

2. ¿Es un ataque a la II República o la primera batalla antifascista


europea?

La «o» de esta pregunta puede interpretarse como disyuntiva o como


alternativa; en el segundo caso la dos opciones pueden ser verdaderas a la
vez. Desde la perspectiva de la Constitución de la II República Española,
Octubre de 1934 fue un ataque a esa Constitución, y así lo vieron los miembros
de su Gobierno y otros dirigentes socialistas, como Besteiro. Desde la
perspectiva de los revolucionarios, de los agentes de la «huelga
revolucionaria», la fórmula «batalla antifascista» pudo ser asumida, siempre
que la insurrección fuese entendida como una Guerra Civil (Brenan dijo que
Octubre de 1934 fue «la primera batalla de la Guerra Civil»). Entre los objetivos
del Comité Revolucionario, presidido por Largo Caballero, podía figurar el de la
preparación de una batalla contra el fascismo, que creían se les venía encima
(no todos: ni Besteiro, ni Araquistain veían peligro fascista en la España de
entonces). En este caso se trataría de una «guerra defensiva» o, como se dirá
después, «preventiva» (es decir, defensiva ante un ataque aún no realizado, y
en este caso visto como inminente). Esta fórmula, u otras análogas
(«insurrección defensiva») fueron compartidas por muchos «huelguistas» como
definición y justificación de sus actos, o como simple pretexto eufemístico para
atenuar responsabilidades en caso de fracaso («a fin de cuentas actuamos en

168
defensa de la República, aunque nuestros procedimientos no fuesen
formalmente democráticos»). Sin embargo, la definición de Octubre de 1934
como el inicio de una batalla y, por tanto, de una guerra antifascista, de
intención puramente apotropaica, orientada a defender el orden constitucional,
gravemente amenazado, me parece a todas luces insuficiente y errónea. No da
cuenta ni siquiera de la terminología que utilizaron sus agentes: «Revolución
social», «Comuna asturiana», &c. Si no todos, un gran sector de sus dirigentes
(el llamado «grupo bolchevique», Largo Caballero, el «Lenin español»,
Araquistain, &c.) tenían en la cabeza el modelo del Octubre rojo de hacía poco
más de quince años. Y muchos cronistas e historiadores de Octubre de 1934,
que en las décadas aniversario anteriores a 1978, y todavía en la
conmemoración de 1984, asumían la perspectiva del relato épico, hablando de
«la Batalla de Campomanes» y de «la Batalla de Oviedo». Dicho de otro modo,
entendían la «Huelga revolucionaria» como el principio de una guerra ofensiva
contra la II República, en cuanto república burguesa, que había que desbordar.

3. ¿Cuál es el culpable histórico de la Revolución de 1934?

«Culpable histórico» es expresión que parece destinada a evitar la


engorrosa cuestión de la «culpabilidad jurídico penal» propia de una Estado de
Derecho, que apuntaría hacia el Comité Revolucionaria Nacional (la «Huelga
Revolucionaria» estaba concebida para todo España y no sólo para Asturias),
que dio la orden de salida, al parecer transmitida a Asturias por Teodomiro
Menéndez (la organización previa de la huelga revolucionaria armada, por su
escala, podría compararse a la organización previa del 18 de julio de 1936).
«Culpable histórico» equivale entonces a «causante histórico». No habría una
causa aislada, sino un efecto, largamente incubado, de la «correlación de
fuerzas» reajustadas tras las elecciones del año 1933.

4. ¿Por qué se hace ahora la revisión del relato histórico?

Probablemente porque la «izquierda convencional», que ha aceptado,


desde 1978, los principios del Estado de Derecho constituido como una
democracia parlamentaria y monárquica, y con una intensa coloración pacifista
(«¡No a la Guerra!» «¡No a la Violencia!» «¡Diálogo!»), ha de tener una gran
urgencia en reajustar las interpretaciones, explícitas o implícitas, que sus
partidos, sindicatos o corrientes mantenían acerca de Octubre de 1934
(algunas de ellas de signo claramente leninista, lo que llevaba a una visión
épica de la Revolución de Octubre). Sería del mayor interés analizar
comparativamente las interpretaciones que, desde las izquierdas, en su
diversas generaciones y corrientes, fueron dándose de Octubre de 1934
durante los aniversarios 1944, 1954, 1964, 1974, 1984 y 1994; en particular
habría que analizar las denominaciones concretas de lo que hoy llamamos, con
fórmula neutral, «Octubre 34» (denominaciones tales como «Huelga General
Revolucionaria», «Revolución Social», «Insurrección», «Batalla antifascista» o
«Golpismo frustrado»).

5. ¿Baja el prestigio de la Revolución y sube el de la República?

169
Probablemente, al menos desde la perspectiva del Estado de Derecho...

6. ¿Qué se pretendía con la Insurrección?

Objetivos diversos, pero que se creían convergentes, en principio. Muchos


se contentaron con la fórmula negativa: «detener al fascismo». Pero quienes
utilizaron las fórmulas de la Revolución Social y otras similares, pretendieron
mucho más, aún cuando estuvieran de acuerdo en el objetivo inicial, derribar la
República burguesa, porque buscaban instalar una República de signo
soviético unos, de signo anarcosindicalista otros, o de signo socialdemócrata
fuerte unos terceros.

7. ¿Qué consiguió?

Redefinir las posiciones en conflicto y mostrar que estas posiciones no


eran meramente especulativas: se midieron mutuamente las fuerzas y se
radicalizaron.

8. ¿La represión fue proporcionada?

El término «represión» suele cubrir dos frentes muy distintos: el de la


represión legal o penal («¿Habrá indultos?», preguntaron, todavía en octubre,
los periodistas al ministro de la Gobernación, señor Vaquero; «Habrá justicia»,
responde el gobernante radical) y el de la represión ilegal o alegal («En la
madrugada del 25 de Octubre fueron sacados de la Cárcel de Sama de
Langreo dieciséis detenidos, cuyos cadáveres fueron encontrados algo
después enterrados en una carbonera entre Tuilla y Carbayín»). Si hubo
desproporción en la represión penal (la cuestión de los indultos) fue por su
clara inclinación hacia la clemencia que podría esperarse en un Estado de
Derecho que incluía la pena de muerte (¿cuántos dirigentes revolucionarios
fueron fusilados tras el proceso legal?).

9. ¿Los combates fueron un banco de pruebas para la guerra civil?

No creo que pueda considerarse como un banco de pruebas, lo que no


quiere decir que algunos revolucionarios o algunos generales que intervinieron
en Octubre de 1934 pudieran sacar alguna experiencia del octubre asturiano.
Pero los planteamientos de la guerra civil fueron, al menos desde el punto de
vista militar, muy diferentes.

10. ¿En qué lado cree que habría estado usted de encontrarse en ese
momento histórico?

Para responder a esta interesante pregunta tendría que comenzar por


poner entre paréntesis todo lo que yo pueda saber sobre las consecuencias,
directas o indirectas, de ese momento histórico a lo largo de los setenta años
posteriores (incluyendo la caída de la Unión Soviética). Haría trampa si me

170
situase en aquel momento histórico con todos esos saberes relativos a su
posterioridad. Pero si pongo entre paréntesis estos saberes, ya no podré decir
que era yo, un niño de diez años entonces, «quien me encontraba en aquel
momento».

La viscosa ideología pacifista


de la farándula socialdemócrata
Gustavo Bueno
Un análisis de las reacciones españolas ante la reelección de Bush
como presidente de los Estados Unidos de América (del Norte)

Farándula y socialdemocracia no son lo mismo. Por de pronto, la farándula


es mucho más antigua: tiene que ver con una danza de la Provenza y con unos
farsantes (creadores de farsas, cómicos de la legua) vagabundos (que algunos
filólogos alemanes, «barriendo para casa», asociaron al verbo fahren, viajar).
La farándula estaba emparentada con el mester de juglaría, y representó ese
espíritu libertario, bullangero, teatral, desenfadado, humanista, utópico,
pacifista, crítico del sistema económico y político, en el cual, sin embargo, los
de la farándula vivían, y al que servían.
La socialdemocracia, que apareció siglos después (como un cuarto género
de izquierda), mantuvo un cierto espíritu libertario, muy moderado y conciliador,
y siempre relativo, incluso frente a la severa disciplina de los partidos marxistas
anarquistas, que consideraban a sus posiciones conciliadoras y gradualistas
como una traición –el «renegado Kautsky»–, como una vuelta al capitalismo.
Aunque la verdad es que también los socialdemócratas, a quienes la
ambigüedad era esencial, porque ella corría como un hilo rojo, tanto en su
génesis como en su estructura, hicieron lo que pudieron. Por ejemplo, al final
de la PGM, cuando el SPD llegó al poder (Ebert, jefe del gobierno; Noske,
ministro de la guerra), fueron fusilados Rosa de Luxemburgo y Liebknecht, los
«espartaquistas»; o, por ejemplo, en la Segunda República española, el PSOE
(obviamente, su ala izquierda, aunque Besteiro, conocido como «marxista de
cátedra», como nos recuerda el diario Informaciones del martes 30 de abril de
1935, en su discurso de toma de posesión como miembro de la Academia de
Ciencias Morales y Políticas, a los pocos meses de la Revolución del 34, no se
atrevió a «condenar la salvajada de octubre») llevó la iniciativa de la sangrienta
revolución de octubre de 1934 contra la «República burguesa». Después de la
SGM la socialdemocracia española, una vez que se sintió amparada por la

171
OTAN («¡De entrada, No!») y por el estado de bienestar en creciente, se hizo
más pacifista, pactista, liberal en las costumbres laicas, y aún «libertaria» (en
palabras del Zapatero incipiente). Sin dejar de hacer lo que pudo en Kosovo y
antes aún en otros lugares más próximos a la memoria histórica (el GAL, por
ejemplo).
Lo cierto es que, a lo largo del siglo XX, la mayor parte de la farándula
europea (Cabaret, Brecht, La Barraca, &c.) se había ido polarizando hacia la
izquierda, en sus versiones divagantes o extravagantes. En España, ya en la
Guerra Civil, comenzó a presentarse bajo el rótulo «Intelectuales y Artistas».
Siguió actuando la farándula contra el franquismo («Libre como el viento») y,
en los años últimos, fueron incorporándose a ella algunas corrientes afines
(entre los «intelectuales»: periodistas, profesores de derecho internacional o de
historia contemporánea, algún que otro diplomático, clérigos anticlericales,
presentadores de televisión, tertulianos, &c.; entre los «artistas»: músicos,
directores de cine, cantantes, residuos de la movida madrileña, actores,
diseñadores, &c.).

Sus actuaciones públicas, como trujamanes de la «conciencia del pueblo»,


consistieron al principio en poner sus nombres entre los cientos y cientos de
firmas que suscribían los manifiestos de protesta contra el Gobierno. Muerto
Franco, ya no necesitaban firmar manifiestos, porque disponían de las páginas
centrales de los periódicos de mayor tirada, de emisoras de radio, de pantallas
de televisión. Representaban el Progreso, la Cultura, la Vanguardia de la
Humanidad, el 0,7%, el Pueblo, la Izquierda; decían representar hasta a la
misma Madre Naturaleza («¡No a las centrales nucleares!», «¡No al trasvase
del Ebro!»).

Había muchos motivos y ocasiones, una vez desmantelados los Partidos


comunistas, para que se produjera la confluencia entre la farándula ampliada y
la socialdemocracia rampante. La ocasión más reciente, en la que la influencia
común llegó a tomar la calle, tuvo lugar en la primavera de 2003, con motivo de
la guerra del Irak (la farándula había quedado paralizada tras el atentado del
11S y la inmediata guerra de Afganistán).

Pero las cosas habían cambiado. Desde Europa el 11S quedaba cada vez
más lejos, y cada vez más cerca el petróleo de Irak y la necesidad sentida por
Francia y Alemania por controlarlo, al margen de Estados Unidos. España
había decidido comprometerse con los Estados Unidos en el mantenimiento del
orden internacional establecido; esperaba, no sin fundamento, que si se
comprometieran también otros Estados europeos, el control del Irak –de su
petróleo– y del terrorismo islámico podría conseguirse plenamente.

Pero la socialdemocracia española vio con claridad que si esto ocurría


podía ya despedirse del gobierno. Optó por unirse a Francia y Alemania y salió
a las calles, teniendo como altavoces a los intelectuales y a los artistas, a la
farándula en general, de cuyas filas salían los lectores de los comunicados en
las manifestaciones. La farándula había heredado las funciones que los frailes
del Antiguo Régimen, incluso en la época del Padre Cádiz, asumieron:

172
predicaba la Paz, la Humanidad, a través de la necesaria caída de Aznar y de
Bush.

Todo encajaba: la España progresista podía golpear con fuerza a Aznar y


a Bush porque tenía con ella a «Europa» (a Francia y Alemania: como si
Inglaterra, Italia, Polonia, &c., no fuesen Europa). Incluso creía también
firmemente que el pueblo americano estaba amordazado por los republicanos:
suponía que el pueblo que alentaba la democracia americana era
evidentemente el pueblo representado por el Partido Demócrata, como su
propio nombre lo indicaba. Se trataba, por tanto, de derribar a Bush para que el
pueblo americano, secuestrado por él, pudiera volver de nuevo a tomar las
riendas de su destino oculto.

Es cierto que no quedaba siempre claro si el enfrentamiento había que


dirigirlo contra Bush o contra el pueblo americano, o a éste a través de aquél. A
Zapatero, por ejemplo, como signo de enemistad hacia Bush, no se le ocurrió
otra cosa sino sentarse cuando, en el desfile de la Castellana del 12 de octubre
de 2003, pasaba la bandera norteamericana. ¿No se había dado cuenta el
entonces aspirante a presidente, que la bandera no representaba al Partido
Republicano sino al Pueblo norteamericano? Se diera cuenta o no, su gesto
era el propio de la ambigüedad constitutiva de la socialdemocracia.

Y llega el año 2004, año de elecciones parlamentarias en España y de


elecciones presidenciales en Estados Unidos. La farándula, en confluencia con
los socialdemócratas, ven la ocasión de sacar rendimiento a las movilizaciones
por la Paz, contra Aznar y Bush, del año anterior. Quienes se manifiestan por la
Paz se supone que se manifiestan también contra Aznar, «que había llevado a
España a la guerra del Irak». La campaña electoral del PSOE encuentra en la
oposición a la guerra del Irak, y en la oposición a Bush, la principal arma para
golpear al gobierno del PP (a Aznar, y a otros dirigentes, la farándula y muchos
socialdemócratas les llaman «asesinos», incluso en el Parlamento).

Y en esto ocurre, como un efecto dignamente ilustrativo de la armonía


preestablecida, tan querida por el pacifismo de todos los tiempos, la masacre
del 11 de marzo del 2004. «Terrible, pero es nuestra ocasión, siempre que no
sea ETA la responsable.»

La masacre del 11M servirá para derribar al gobierno del PP si los autores
han sido los musulmanes. Si hubiera sido ETA la masacre favorecería al
gobierno de Aznar. Hay que descubrir, por tanto, las pruebas, no buscando en
la dirección de ETA, sino en la dirección del terrorismo islámico, fuera
marroquí, fuera argelino, fuera iraquí: lo importante es que hubiera tenido algún
contacto con Al Qaeda, con el Irak.

Y resultó que los terroristas habían sido musulmanes. Luego ya se tenían


los motivos, los planes y se conocían los ejecutores. ¿Que ETA les facilitó la
infraestructura, los planos, &c.? ¡Qué mas daba! Los autores responsables
eran ellos.

173
Y cuando los socialdemócratas ya estuvieron seguros o casi seguros de
que esto había sido así, los intelectuales y artistas, la farándula, junto con los
dirigentes socialdemócratas, en lugar de preocuparse por las víctimas y dejar
para después de los funerales la cuestión de su autoría, lanzaron con toda
energía y prontitud la campaña del 12 y 13 de marzo, al grito de «¡Queremos
saber!».

Lo que querían saber, con una urgencia investigadora incomprensible


(fuera de este contexto), con una urgencia impuesta por las dos fechas, 12 y 13
de marzo, que separaban del 14, día de las elecciones, era que los autores de
la matanza fueron los musulmanes. Y al gritar «¡Queremos saber!» estaban
diciendo implícitamente: «Lo que el gobierno está ocultando», lo cual era
completamente gratuito, porque el gobierno no ocultaba lo que ignoraba, y esto
aunque le pudiese interesar la autoría de ETA. ¿Por qué querían saberlo? ¿Por
qué no reprimían este imperioso deseo de saber para después de atender a las
víctimas? Porque de este modo todo el mundo haría responsable a Aznar,
aunque no fuera por vía jurídica, de la masacre; todo el mundo (es decir, todos
los electores necesarios) pensaría que Aznar era el responsable de la masacre,
por haber llevado las tropas españolas «a combatir contra el Islam en el Irak»,
y que por ello quería ocultarlo. Pero, dice la farándula desde su sabiduría,
contra el Islam no se combate, aunque el Islam se haga terrorista; con el Islam
se dialoga... No hacía falta siquiera explicar este silogismo, todo el mundo lo
intuía.

La farándula, aparte de la socialdemocracia, naturalmente, pudo gozar por


fin de la victoria de Zapatero. Almodóvar, Bardem, Banderas, &c., celebraron
esta victoria a la vez que asumieron la representación de las víctimas y del
género humano en tantos funerales.

«La derecha» había caído por fin en España. Muy pronto caería también la
«derecha republicana» en Estados Unidos. También allí el pueblo tenía que
obtener la victoria, a través de Kerry, el demócrata, en las elecciones del otoño.
También los norteamericanos «querían saber» (lo que ya sabían): que no se
habían encontrado armas de destrucción masiva, olvidando que ninguno lo
sabía cuando comenzó la guerra del Irak. Bush, hombre basto, casi analfabeto,
reaccionario, estúpido... –daba por supuesto la farándula– debía caer ante la
justicia popular, expresada en las urnas democráticas, como antes había caído
Aznar, tras la masacre.

Tan fuerte era la evidencia de la socialdemocracia española en la victoria


del partido demócrata norteamericano, que Zapatero, recién elegido Jefe del
Gobierno, retiró la invitación que se había hecho a una representación del
ejército norteamericano en el desfile de la Castellana del 12 de octubre de
2004. Con este desaire a Bush, a Norteamérica, Zapatero reafirmaba, aunque
sin salir de la ambigüedad, su «europeísmo», es decir, su alineamiento con
Francia y Alemania.

Llega el otoño: elecciones en USA, duelo Bush-Kerry. Jamás habían


interesado tanto en España estas elecciones. Todas las cadenas de televisión

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envían corresponsales especiales; durante días enteros se nos informa, minuto
a minuto, de los incidentes electorales; la expectación crece. La mayoría de los
intelectuales y artistas, españoles y norteamericanos (ahora sobre todo en la
sección de asesores, tertulianos o periodistas), confía plenamente en la caída
de Bush y en el triunfo de la Democracia (suponían, por tanto, que Bush no era
demócrata). «Se han inscrito varios millones más de electores»: la noticia se
comenta de inmediato en las pantallas. Los nuevos electores, probablemente
gente joven y progresista, darán el triunfo a Kerry.

¿Por qué interesó tanto en España el seguimiento de las elecciones


norteamericanas? ¿Por interés hacia Bush o hacia Kerry? ¿Acaso veían en
ellos equivalencias simbólicas, o bien del capitalismo tejano depredador, o bien
del talante demócrata más moderado? No se tenía en cuenta que Kerry, como
los socialdemócratas, mantenía su ambigüedad más intensamente aún que sus
homólogos europeos: también él formaba parte del gran capitalismo
norteamericano; era millonario, al menos consorte; se confesaba católico, pero
sin obedecer al Papa en cuestiones graves, que hubieran servido como materia
de excomunión en otra época: se había divorciado de su mujer y casado con la
millonaria de la salsa de tomate azucarada; había manifestado su apoyo a los
matrimonios de homosexuales, todo lo cual puede estar muy bien, pero no para
un católico. Más ambigüedades: la farándula le tiene por pacifista, pero había
apoyado la guerra del Afganistán y la del Irak. La farándula le tiene por
antimilitarista, pero en plena campaña se disfraza de soldado con una escopeta
en la mano, y prodiga saludos militares, con la mano en la sien, aún cuando va
vestido de civil.

La farándula americana da ciento y raya a la española, al menos en


números absolutos, como es lógico, en su «apoyo profesional» a la democracia
de Kerry. Ya en 2002 Michael Moore había escrito un libro de gran
circulación, Estúpidos hombres blancos; pero sobre todo, había «creado» su
documental Fahrenheit 9/11, que fue premiado en Francia, en Cannes,
naturalmente. Pero también cantaron otros muchos grupos musicales de la
farándula norteamericana, como REM o Bruce Springsteen, que se habían
hecho millonarios a cuenta de la Paz y de la Libertad años antes; y Oliver
Stone, y Woody Allen, y Steve Earle (The Revolution Starts... Now), &c.

¿Acaso interesaba tanto Kerry a la farándula española a causa de la


identificación con sus colegas norteamericanos? No, porque este interés era
común a la farándula española y a la izquierda socialdemócrata.

Más bien parece que si el duelo Bush-Kerry interesaba tanto en España


era porque en él querían ver, tanto la farándula como la socialdemocracia
española, la reproducción ampliada del duelo de meses antes entre Rajoy y
Zapatero. La victoria de Kerry (por la que Zapatero llegó a apostar) significaría
la confirmación de que no solamente el pueblo norteamericano, sino también el
pueblo español, es decir la izquierda socialdemócrata universal (puesto que
también se contaba con la socialdemocracia europea), estaba contra Bush, es
decir, contra la derecha reaccionaria y conservadora, casi fanática. Confiaban

175
por tanto que la España renovada tras la masacre del 11M podría volver a
reconciliarse con el pueblo y el gobierno norteamericano.

Pero llega el martes negro. Bush resulta victorioso, por un margen popular
de cuatro millones de votos. La ideología socialdemócrata y la ideología de la
farándula se derrumban.

Y no importa aquí tanto subrayar las consecuencias que ello pudiera tener
en la política real posterior a la reelección de Bush, y al éxito de las medidas
tendentes a acortar el abismo abierto entre España y el gobierno reforzado de
Bush. Puede suponerse que, sin perjuicio de todo lo ocurrido en las elecciones
de Marzo o de Noviembre, lo más probable es que las aguas desbordadas
vuelvan a sus cauces, que todo pueda seguir igual, o incluso mejor.

Lo que sí parece esencial es tratar de analizar, del modo más claro


posible, a partir de las reacciones de los intelectuales y los artistas, la ideología
de estos intelectuales y artistas, de la farándula, y de la socialdemocracia
rampante.

Pues ocurre que esta ideología, incluso cuando las aguas van volviendo a
sus cauces, se mantiene como si fuese impermeable a los sucesos ocurridos.
Puede afirmarse que las reacciones de estos intelectuales se orienta a digerir
estos sucesos, pero de modo tal que la textura de su ideología permanezca
invariante.

Y así, cuando la nube de intelectuales socialdemócratas (porque ahora –y


esta observación no deja de tener gran interés– los artistas de la farándula
parece que se han ido con la música a otra parte), es decir, asesores,
tertulianos, diplomáticos, periodistas, comienza el análisis de la cuestión, «¿por
qué Kerry ha fracasado, cuando todos esperábamos su triunfo, como su
destino manifiesto?», procede de modos parecidos a los siguientes:

Ante todo, y esto es muy importante, los «intelectuales» evitan en lo


posible reconocer la equivocación de sus pronósticos. Un tal reconocimiento
equivaldría a un rasgón escandaloso en el tejido de la ideología pacifista,
democrática y humanista, del «destino manifiesto» del «género humano», con
la que se cubre tanto a España como a Estados Unidos y a Europa.

Olvidando, en lo posible, lo que se había dicho hasta unas horas antes del
escrutinio, los «intelectuales» se entregarán a la tarea de explicar las causas
del fracaso electoral de los demócratas. Pero, por supuesto, estas causas no
podrán buscarse en el terreno político (desde luego, en el terreno de la misma
democracia procedimental), sino en otros terrenos, que los «analistas» creen
político, pero que en realidad es un terreno psicológico, sociológico o religioso.
Allí irán a buscar la explicación del cataclismo; y no por azar, sino porque no
quieren ir a buscarla en el terreno político, sea porque no necesitan explicación
(porque no «quieren saber nada» en este terreno), sea porque la temen. Pero
las explicaciones extrapolíticas (las que se apoyan en el terreno de la

176
psicología, de la sociología o de la religión) amenazan rasgar ellas mismas el
tejido ideológico de los intelectuales, aunque ellos ni siquiera se den cuenta.
Por ejemplo:

Unos alegarán que la razón del resultado electoral estriba en que los
«roles» (como dicen los intelectuales) o papeles (psicológicos) de Kerry y Bush
han estado cambiados: Kerry es liberal y progresista, pero la imagen que
ofrece es distante, taciturna y elitista; Bush es reaccionario, basto, pero ofrece
una imagen juvenil, próxima, simpática. Por ello «el pueblo norteamericano»
votó a Bush y no a Kerry.

Ahora bien, ¿acaso esta «explicación» no compromete a la misma base de


una democracia? ¿Qué electorado es ese que se deja engañar por el aspecto
simpático de un depredador, o el antipático de un hombre de bien? ¿Es que no
han tenido tiempo los electores para informarse de los proyectos de los
candidatos y de sus antecedentes y consiguientes? ¿Es que han elegido a uno
o a otro según que le supere o no en cinco centímetros de estatura, o que haya
hecho una mueca descuidada ante las cámaras de la televisión? No digo que
un porcentaje importante del pueblo soberano no se conduzca en su elección
por tales criterios. Lo que digo es que si el socialdemócrata que cree en la
democracia acepta este tipo de explicación, resultará ser un consumado
hipócrita o un profundo necio, puesto que él es el primero en no creer en el
«electorado responsable», aunque sea por ficción.

Otros se acuerdan del «voto evangélico». Comentaristas ilustres han


defendido la tesis de que el éxito de Bush se debió al «voto evangélico» de los
electores creyentes, que ven en Bush a un creyente convencido y seguro que
confía en Dios (además de confiar en los dólares, que recuerdan, también a
Kerry y a los demócratas, la necesidad de confiar en él: «In God We Trust»).
Pero, ¿no pone también esta explicación en peligro a la ideología democrática
en el momento en que discrimina en el cuerpo electoral un voto evangélico,
acaso de otro coránico? Evangélicos y coránicos, rubios y morenos, hombres y
mujeres, homosexuales y heterosexuales, ¿no debían quedar reabsorbidos,
para los demócratas, en el cuerpo místico electoral? «Ya no somos galos ni
francos, ya no somos borgoñones ni aquitanos: somos todos franceses.» ¿O es
que habría que comenzar neutralizando el voto evangélico, es decir,
prohibiendo ese voto, o haciendo apostatar a los creyentes, para que el cuerpo
electoral norteamericano se purificase y el sufragio pudiera ser absolutamente
limpio?

Otros acuden a la supuesta condición de «gran comunicador» de Bush. Él


habla mirando al público y suelta frases solemnes, mientras coloca su mano
derecha sobre el corazón: de este modo «logra entrar en la gente», sobre todo
en la gente rural, poco viajada. Otra vez semejante explicación se mantiene al
margen de la política democrática. En realidad la niega, o la convierte en
demagogia o en populismo. Pues lo que se viene a decir con esto es que el
Pueblo es capaz de entregarse a un charlatán, a un comunicador, capaz de
«entrar en su corazón», como se entregó a Mussolini, o a Hitler, que también
eran grandes comunicadores. Si consigue el voto, como lo consiguió Hitler,

177
este voto, se dirá, es democrático sólo en la superficie, pero no lo es
profundamente. ¿Donde está la línea divisoria? En realidad, este tipo de
explicación sólo puede fundarse en una tautología: sólo hay democracia
cuando el electorado vota a un candidato sabiendo lo que quiere, es decir: el
Pueblo debe saber lo que quiere el candidato («¡queremos saber!»), y el
candidato lo que quiere el Pueblo. Para lo cual el candidato (o el Partido)
deberá comenzar por educar al electorado, y de este modo podrá esperarse la
perfecta comunicación entre ambos, entre los políticos y el pueblo.

Esto es lo que están haciendo, con encantadora ingenuidad, los políticos


en estas semanas en Europa, cara al referéndum sobre su Constitución. Los
organizadores, reunidos en Roma estos días, declaran su gran temor de que
los ciudadanos europeos no participen, o de que si participan digan «No».
Decía uno de los ministros más ingenuos, europeísta y socialdemócrata
convencido: «Es precisa una intensa pedagogía previa, orientada a conseguir
que el electorado europeo sepa lo que debe querer, es decir, votar y votar que
Sí para que Europa prospere.» Pero una democracia adulta, ¿acaso no ha de
suponer que el Pueblo ya sabe lo que quiere, y que los diputados y candidatos
son sólo mandatarios suyos, y no pedagogos (o engañadores, o demagogos),
que le condicionan lo que tiene que votar?

Más aún, si siguen esta regla, debieran concluir que cuando un candidato
llega al Pueblo, aunque sea poniendo previamente su mano en el corazón, es
porque en realidad la está poniendo en el corazón del electorado, porque logra
engranar con él, con su voluntad.

Es decir, debieran concluir que los que votaron a Bush, y en particular los
menos letrados, sabían perfectamente lo que querían, como sabían lo que
querían los fascistas italianos que empujaron a Mussolini hacia la marcha sobre
Roma, o los nazis alemanes que encumbraron a Hitler. Otra cosa es que,
pasados los años, después de la derrota, rectificaran, aunque sin reconocer su
error, es decir, imputándoselo a aquéllos a los que habían elegido.
No fueron embaucados: los millones de votantes norteamericanos que
votaron a Bush sabían lo que querían, y además lo sabían en términos
políticos. ¿Y qué es lo que querían? Querían un Comandante en Jefe que
mantuviese el orden internacional representado por la nación en la que ellos
vivían orgullosos, en el Imperio. Y acaso querían esto precisamente porque no
habían viajado demasiado, y no habían tenido ocasión de internarse en la
nebulosa ideológica de los demócratas precisamente más viajados (y más
viajados a costa, por cierto, de la política real, que no era propiamente
pacifista). Dicho de otro modo: los que votaron a Bush son totalmente
responsables, como lo fueron también quienes auparon a Mussolini o votaron a
Hitler (Mussolini o Hitler ofrecían lo que los italianos y los alemanes querían:
otra cosa es que más adelante, tras la derrota, y solamente por
ella, comenzasen a rectificar y llegasen incluso a colgar a Mussolini cabeza
abajo, después de asesinarle, antes de que este pudiera haberse suicidado,
como lo hizo Hitler).

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Otros recurrirán al concepto de «voto del miedo»: Bush habría asustado,
durante la campaña, a su pueblo con el terrorismo, y el pueblo le habría elegido
víctima de ese terror. ¿Qué género de electorado sería ese que se deja
intimidar, cuando el miedo no tuviera causa y fuera puramente psicológico?
Porque si el miedo fuese fundado, y no sólo creado por un charlatán, ¿acaso el
voto del miedo no estaría justificado democráticamente? Pues sería
precisamente el voto del miedo de quienes quieren salvar la democracia de
atentados que ponen en peligro su propia existencia, como la pusieron en el
11S. Lo que no sería justificable en una democracia, sino simple imprudencia,
es, confiando en la celestial armonía preestablecida entre las democracias, y
aún entre las sociedades no democráticas, sería no tener miedo ante un peligro
inminente, hasta el punto de no hacer nada para prevenirlo (incluso mediante
una guerra preventiva).

¿No habrá al menos que contrastar estas explicaciones psicológicas,


sociales o religiosas del fracaso de Kerry, en cuanto ajenas a la inmanencia de
las estructuras políticas, con otras explicaciones basadas en la estructura
política misma de Estados Unidos? ¿Y cómo podría una explicación política de
las elecciones últimas orillar el hecho fundamental de que la democracia
estadounidense se encuentra ejercida por una sociedad política que es al
mismo tiempo, y de un modo incontestable, un Imperio, el Imperio por
antonomasia de nuestros días?

Y un Imperio realmente existente: esto lo saben todos los


norteamericanos, los de Nueva York y los del Middle East, lo saben los
demócratas y los republicanos. Pero lo saben de distinto modo. Los
demócratas ambiguamente, porque saben que el Imperio necesita la fuerza
militar, y al mismo tiempo no quieren saberlo porque respiran en la nebulosa
ideológica del pacifismo. En cambio, los republicanos, más bastos, rurales y
realistas, como lo son también los responsables de las grandes empresas y
corporaciones industriales o financieras, no viven flotando en esa nebulosa, ni
necesitan ambigüedad, tienen los pies puestos en la política real del Imperio.

Todos saben, incluso los más iletrados, que los marines norteamericanos
están distribuidos por toda la Tierra. Todos saben, y por supuesto también los
demócratas (la farándula acaso ni siquiera sabe esto: harto tiene con mirarse al
espejo), que su bienestar depende de su condición hegemónica. Están
orgullosos de ella. Pero los republicanos tienen un patriotismo vivo, fundado en
la historia y en su propio poder. Y han sentido el ataque del 11S en el centro
mismo del Imperio como un ataque a su propia existencia. Saben que su poder
se funda en el control sobre los enemigos y en la ayuda de los amigos; entre
otras cosas, y muy principalmente, en el control del petróleo.

Pero este control requiere un ejército, un poder militar, la bomba atómica...


y si las fuentes de aprovisionamiento, las fuentes del petróleo iraquí, por
ejemplo, corren el peligro de ser controladas por los enemigos (por ejemplo por
China por un lado, y por Francia y por Alemania por otro), entonces habrá que
defenderlas militarmente, porque sólo así se defiende el orden internacional
real, y no sólo el jurídico diplomático. La farándula, y muchos políticos

179
socialdemócratas también, proceden como si no quisieran saberlo, y prefieren
pensar en que sus automóviles, sus autopistas, sus aviones, sus instrumentos
musicales, no tienen nada que ver con el petróleo.

Las dificultades comienzan cuando el Imperio, a través del gobierno en


ejercicio, necesita frenar a los enemigos objetivos (que están a punto de
controlar el petróleo), y encuentran un plausible casus belli, porque al principio
hay consenso sobre el particular (por ejemplo, las «armas de destrucción
masiva»); por tanto, el gobierno cuenta implícitamente con la complicidad de la
oposición demócrata. Y entonces se encuentra con un frente cerrado de
fiscales, de abogados y de cantantes que le acusan de falsedad y de engaño.

El núcleo del «Pueblo» no se deja afectar por esta gritería. Él quiere un


Comandante en Jefe seguro, y no un candidato titubeante que se disfraza
malamente de soldado en la campaña electoral. Y por ello, cuanto más canta la
farándula por todas las pantallas pidiendo la Paz y la retirada de las tropas,
más desconfianza produce en el Pueblo soberano.

Lo que hubiera habido que explicar sería por qué la mayoría del pueblo
norteamericanos no hubiera votado a Bush. Pero el pueblo norteamericano
votó a Bush por razones políticas internas a su Imperio. Y estas razones deben
ser apreciadas, aunque no sean las nuestras, para entender, políticamente, lo
que ha ocurrido. Bush ha dicho a los norteamericanos que tras las elecciones,
y con la unión de todos, Norteamérica, el Imperio, no tiene límites. Esto es
precisamente lo que la mayoría del electorado norteamericano quería
saber; esto es lo que los socialdemócratas y la farándula no pueden reconocer,
aún cuando quieren seguir viviendo en su mismo terreno.
Pero ni la ideología de la farándula española, ni la de los intelectuales
socialdemócratas, se moverá por ello. Sigue presionando en ellos la memoria
histórica: «No nos moverán.» Los intelectuales y artistas tienen abierto todo el
campo de la psicología, de la religión, de la libertad, del humanismo, para
buscar y encontrar alimento inagotable para sus viscosas divagaciones. Cuya
única limitación está en la posibilidad de que el suministro de petróleo no esté
asegurado por las compañías capitalistas y por los gobiernos, que las
coordinan, aunque sean republicanos.

La farándula y sus aliados socialdemócratas dará en pensar que son sus


grandes ideas humanistas y pacifistas las que mueven a los pueblos, al Género
Humano, abrumado por sus razones. Por ejemplo, darán en creer que la
Marcha de la Sal, que promovió Gandhi para reivindicar la libertad de su pueblo
ante el Imperio británico depredador, injusto y explotador, logró el triunfo
cuando los Pueblos, la Humanidad, el Género Humano, reconociendo la
injusticia y la grandeza moral de los pacifistas que marchaban tras Gandhi, hizo
que el Imperio, avergonzado, se retirase. ¿Pero acaso fue esta la razón por la
que aquel Imperio se retiró? ¿Acaso en realidad, a quien convenció Gandhi, y
la muchedumbre de sus seguidores, no fue al Género Humano, sino a los
enemigos del Imperio británico, que aprovecharon la ocasión?

180
Hemos pretendido mostrar que el interés partidista inusitado que la España
de Zapatero, a través de los medios de comunicación, mostró por las
elecciones de Estados Unidos en 2004, no se debe, desde luego, a la mera
curiosidad o expectativa de lo que ocurre en un Imperio cuya influencia se
extiende a toda la Tierra; ni tampoco en el interés que España, que se había
distanciado simbólicamente de Bush, podría tener, tras la victoria de Kerry, en
una nueva y cómoda situación para reanudar las relaciones de amistad
deterioradas, porque esta reanudación tendría que producirse de cualquier
modo. El interés principal no habría brotado tampoco del afán de establecer
paralelismos, sino de la necesidad –esta es nuestra hipótesis– de justificar o
corroborar la legitimación de la victoria, inesperada también, que el PSOE
obtuvo el 14 de marzo.

Del interés de convencer a los demás, y a sus mismas huestes, que se


habían manifestado por la Paz en el año 2003, contra Bush-Aznar, y que fue la
fuente de la que se nutrió el electorado extra de 2004, de que estaban
justificados mundialmente, puesto que hasta el pueblo norteamericano
derrotaba a los conservadores (al PP).

No se trataba, por tanto, de hacer paralelismos o comparaciones más o


menos forzadas. Se trataba de corroborar la ideología pacifista y
socialdemócrata, de justificar su victoria del 14M con la victoria del 2N, vistas
como el «destino manifiesto del mundo decente».

Y a pesar de todo, de los hechos en contra, la ideología se mantiene


incólume ante el intenso tornado. Artistas, intelectuales y socialdemócratas
demuestran tener en el campo ideológico, más que en real, verdadera memoria
histórica: «No nos moverán.»

Tratado o Constitución
Gustavo Bueno
Consideraciones en vísperas del referéndum en España del
«Tratado por el que se establece una Constitución para Europa»

El «Tratado por el que se establece una Constitución para Europa», en


torno al cual se celebra en España un referéndum el día 20 de febrero de 2005,
está naturalmente siendo objeto de debates políticos –y, sobre todo, de

181
propaganda partidista– en los últimas días (ni siquiera en las últimas semanas).
No ha habido tiempo para más: es el primer referéndum que se lleva a cabo
entre los veinticinco miembros de la UE. Una fecha precipitada, según muchos,
como si hubiera estado calculada para evitar debates más amplios. En este
rasguño, más que entrar en el debate político en torno a los artículos del texto,
queremos atenernos a algunos aspectos de la «redacción» de estos artículos.

Sin duda, muchos considerarán que estos aspectos son meramente


exteriores, formales, que no afectan al fondo de la cuestión; otros dirán que son
«cuestiones semánticas» (y dicen esto porque, creyendo que el término
«semántico» pertenece al vocabulario científico de vanguardia, se creen
también liberados de decir «cuestión de palabras», expresión que les parecería
muy vulgar y superficial). El mismo presidente del gobierno, señor Rodríguez
Zapatero, dice a sus partidarios, en un acto celebrado el domingo 6 de febrero,
que da por supuesto que la mayoría no ha leído el texto que va a someterse a
referéndum, o que lo ha leído por encima; pero que esto no importa, porque de
hecho el pueblo ya sabe de lo que se trata y lo que en realidad tiene que votar,
puesto que tiene buen juicio, si vota el Sí.

Sin embargo, las cuestiones que giran en torno a la «redacción» de los


artículos del texto, las cuestiones de palabra, de lenguaje, o las cuestiones
semánticas, si se prefiere, son, a nuestro entender, todo menos superficiales.
En cierto modo son mucho más profundas que las cuestiones sobre los
«contenidos» del articulado, porque desvelan su ideología y su verdadero
alcance. Lo que sí es superficial es pretender que estamos ante cuestiones de
palabras; porque las palabras no serían tales si no hubiese conceptos detrás
de ellas. En consecuencia, el análisis de la «redacción del texto», cuando no es
meramente gramatical, es en rigor un análisis de los conceptos y de las Ideas
que actúan tras las palabras de un modo más o menos claro y distinto, o bien,
de un modo más o menos oscuro o confuso. Mejor aún: de modo oscurantista y
confusionario, cuando los redactores resultan ser oscuros o confusos, no tanto
ya por torpeza o por negligencia, sino porque temen la claridad y la distinción,
es decir, porque buscan la oscuridad y la confusión.

Esta es la razón principal por la cual en los mítines los partidarios del «sí
con la boca grande» –los dirigentes socialistas sobre todo, que buscan
congraciarse con Alemania y Francia, sus aliados ante la guerra del Irak– no
entran en el debate. Simplemente dan por supuesto, como un axioma (como un
dogma) que «Europa» es el único proyecto que puede darnos el bienestar y la
seguridad; más aún: que «Europa» (sin necesidad siquiera de pensar en
España) es un proyecto por sí mismo «hermoso e ilusionante» (sic). Se pide el
Sí como opción indiscutible para cualquier ciudadano «progresista» y de
«izquierdas». Este ciudadano –suponen los dirigentes socialdemócratas y
algunos otros– no sólo es europeo («como lo es la derecha, aunque sea
reaccionaria y aunque no lo quiera»), es también europeísta. Y con el término
«europeísta» quiere darse a entender la visión de Europa como un proyecto
sublime, hermoso e ilusionante, frente a la visión distante de Europa (distante

182
ya sea por motivos históricos, o por motivos antropológicos o culturales). Sin
embargo el verdadero significado práctico de este europeísmo no es
ese. Europeísta es el que quiere integrarse en la Unión Europea (que, por
cierto, no incluye a todos los países europeos); más aún, europeísta es quien
quiere integrarse en la Unión incluso saltando por encima de los perjuicios que
esa integración pudiera acarrear a España (perjuicios que el europeísta, si llega
a reconocerlos, interpretará como pasajeros, como pequeños males
necesarios).
Con esta estrategia se pide el principio que se quiere demostrar: que
el Sí es hermoso y beneficioso, al menos a largo plazo, a un plazo largo que el
europeísta, dotado de ciencia media, finge ya conocer. El No, en cambio –
supone el europeísta, aunque se declare demócrata (y decimos esto porque el
más importante europeísta del siglo XX fue Adolfo Hitler)–, es catastrófico y
regresivo, antiprogresista, reaccionario, intolerable. Y esto dicho cuando es
evidente que un No mayoritario, si se diera, carecería de efectos apreciables,
puesto que nada haría cambiar de momento nuestra situación: España
continuaría dentro de las directrices de Maastricht y de Niza. El Tratado que
establece la Constitución se paralizaría, y se daría opción a proyectar la
construcción de otro mejor, al menos para España (aunque no fuera mejor para
Alemania o para Francia). Pues lo que nos parece evidente es que el Sí dejaría
a los españoles peor de lo que estaban en Niza, es decir, nos haría perder la
situación relativamente ventajosa en la que nos encontramos ahora todavía;
por lo que, en cualquier caso, podría afirmarse que es prudente un No, aunque
fuera a modo de interdicto, un No que no necesitaría ni siquiera estar orientado
hacia la destrucción de la UE, sino a la paralización de su construcción en el
sentido en el que se orienta el Proyecto, y que, nos parece, es perjudicial para
España (en relación con Maastricht y Niza).

El análisis de las palabras utilizadas por los redactores del texto que nos
ocupa arroja resultados lamentables en lo que se refiere a la claridad y
distinción de los conceptos o Ideas que tras esas palabras cabe descubrir. Sólo
unas muestras para indicar por donde podría ir el análisis.

El texto contiene, en lugares importantes, es decir, no ocasionales o


accidentales, términos tales como «solidaridad», «valor», «cultura», «herencia
religiosa y humanística», «libertad de pensamiento y de conciencia». Estos
términos –pertenecientes, por cierto, todos ellos, al vocabulario filosófico– se
utilizan parenéticamente con una inequívoca intención normativa. Ahora bien,
¿hubiera sido mucho pedir a los redactores de un documento de tal
trascendencia que se hubieran parado a analizar ellos mismos los términos que
hemos citado u otros muchos de su escala? ¿O es que la ideología de los
redactores ilumina con tal claridad esos términos que su resplandor cierra sus
mentes –convirtiendo a los redactores en mentecatos– a la posibilidad misma
del análisis?

Se le puede exigir a un «arquitecto de Europa» que haya penetrado un


poco en la estructura de la Idea de Solidaridad, que sepa algo del origen de

183
este término, desprendido por Pedro Leroux, a principios del siglo XIX, de su
estirpe jurídica, para sustituir a los términos «caridad» y «fraternidad». Que
sepa también que «solidaridad», como término utilizado sin parámetros, carece
de sentido, porque encierra significados contradictorios; que sepa también que
«solidaridad» no se opone a «insolidaridad», sino a otra solidaridad (la
«solidaridad obrera» se opone a la «solidaridad patronal»). Que sepa que la
solidaridad es siempre contra alguien (contra otras solidaridades), y por ello,
que el término «solidaridad» puede tener a veces un sentido ético y utópico,
otras veces un sentido moral o de grupo (la «solidaridad de los cuarenta
ladrones») y otras veces un sentido político militar (por ejemplo la «cláusula de
solidaridad» del artículo 329). La «solidaridad europea» debe ser definida
contra terceros, porque si se toma en un sentido ético, estaríamos ante una
mera redundancia de la Declaración de los Derechos Humanos. En resumen:
cuando vemos a estos redactores víctimas del desconocimiento de la
estructura de una Idea tan común como lo es la Idea de Solidaridad, la
desconfianza que ellos nos provocan es muy grande. ¿O es que temen aclarar
que la solidaridad de los europeos (de los europeístas) es una solidaridad
contra terceros que no conviene nombrar? ¿Pero cuáles son estos terceros?
¿Los emigrantes islámicos, ortodoxos o hispanoamericanos? ¿Los yankis?
¿Los chinos? ¿O es que creen en la solidaridad de todos los hombres en el
ámbito de una paz universal? Pero esta creencia, aunque fuese verdadera,
sería metafísica, es decir, quedaría fuera de los horizontes de un documento
político.

¿Y cuando hablan de «valores»? Hay que suponer que los redactores, que
pertenecen a una elite de europeístas cultos (que habrán leído a Max Scheler o
a Nikolai Hartmann) saben que los valores se oponen a otros valores; que los
valores están en conflicto; que los valores son concretos y no abstractos: la
«familia», en general, ¿es un valor o es un contravalor? Del artículo 69 parece
desprenderse que es un valor. Pero si es un valor habrá que determinar si se
trata de la familia monógama (en cuanto se opone a la familia polígama, o a la
poliándrica, o a la homosexual). Pero los redactores no quieren entrar en
detalles. Es decir, no dicen nada. Buscan la oscuridad y la confusión.

Y lo mismo ocurre con los valores religiosos. ¿Es que puede decirse hoy
sin más que la religión es un valor? En todo caso, ¿de qué valores religiosos
están hablando? ¿De los valores cristianos, de los judíos, de los islámicos, de
los jainistas, de los budistas, de los brahmanistas? Hablar de la «herencia
religiosa de Europa», ¿no es un puro acto oscurantista? ¿Creen los redactores
que el genérico «herencia religiosa» resuelve prudentemente el conflicto entre
los valores religiosos propios de las distintas confesiones? Pero no lo resuelve,
porque se limita a ocultar este conflicto, o a dar por supuesto que la UE
decidirá en su momento –una vez que los turcos, o los millones de inmigrantes
musulmanes de Alemania, Francia, Inglaterra o España, reciban
distributivamente la carta de ciudadanía europea– promover los valores
islámicos, subvencionar la educación musulmana, la constitución de mezquitas
y todo lo demás, y tanto en una orientación chiíta como en una orientación
sunita. Como si la única forma de lograr evitar en un futuro próximo los
conflictos entre los valores religiosos pudiera encontrarse en un lugar distinto al
de aquel desde el cual pueda llegarse a la consideración de la religión como un
184
contravalor. Y no sólo refiriéndonos a las religiones positivas (en el sentido de
la alegoría de los tres anillos de Lessing) sino también a la misma «religión
natural» (que es la que Lessing tenía en su cabeza, y que es compatible con el
laicismo).

La redacción del texto hace pensar que el único valor europeo (europeísta)
de cuasiconsenso es el euro, enfrentado con los otros valores de la bolsa de
Francfort, de Wall Street o de Tokio. Efectivamente, los valores del euro son
valores decisivos para la Unión Europea, cuyo núcleo, tal como fue creado por
el Plan Marshall, fue siempre una unión aduanera, como lo sigue siendo, en la
medida en que ésta unión aduanera es la garantía de una fuerte democracia de
mercado pletórico, que hace posible un sostenible estado de bienestar, dentro
del orden capitalista. Lo cual estará muy bien, pero no necesita envolverse con
la Novena Sinfonía.

¿Y qué decir del artículo 70, que reconoce el derecho que toda persona
tiene a la libertad de pensamiento y de conciencia? ¿Quién es la Unión
Europea para reconocer el derecho a la libertad de pensamiento y de
conciencia? ¿Cómo podrá ser reconocido este derecho antes de que se
garantice que existe ese pensamiento y esa conciencia? ¿Acaso un
pensamiento, si es verdadero y científico, puede ser libre? El grado de
ingenuidad de los redactores llega aquí hasta los máximos. ¿No les hubiera
bastado, en efecto, con reconocer el derecho a la libertad de expresión del
pensamiento, supuesto que exista?

Dirán los «europeístas» que estas fórmulas filosóficas tienen poca


importancia. Pero, ¿por qué recurren a ellas? La respuesta es clara: porque no
tienen más remedio. Pero, en todo caso, el modo que tienen de utilizar estas
fórmulas es suficiente para hacernos desconfiar, por ingenuos, torpes, o
demagogos, de los redactores.

Pero vayamos a las palabras más técnicas, en el contexto de los


europeístas, a las palabras «Tratado» y «Constitución», que figuran en el rótulo
del texto que va a someterse a referéndum.

La distinción entre las palabras «Tratado» y «Constitución» no es una


distinción meramente semántica, salvo que se habiliten conceptos genéricos ad
hoc. Es una cuestión de conceptos bien definidos en el Derecho Internacional
Público, que viene, desde hace más de un siglo, utilizando el término Tratado
(o Convenio, o Acuerdo, o Concordato) para designar a los documentos de
derecho internacional que establecen asociaciones, uniones o alianzas entre
Estados soberanos, ya sean estas asociaciones meramente administrativas
(como la Unión Postal Internacional), ya sean políticas (como la OTAN); y tanto
si estas alianzas son organizadas, como si no lo son; tanto si se mantienen en
un plano de igualdad o simetría, como si se mantienen en un plano de
desigualdad o asimetría, como ocurre con los Protectorados. Porque los

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«europeístas», sobre todo si son socialdemócratas –que han propugnado
siempre el principio de la Igualdad– debieran recordar en todo momento que
cuando se habla de asimetría, se habla, aunque sea de un modo oscurantista,
de desigualdad, porque la igualdad requiere simetría (además de transitividad y
reflexividad). Por tanto, cuando se reconoce en Europa un federalismo
asimétrico, de lo que se está hablando es de un reconocimiento de la
desigualdad entre los Estados europeos.

También es de uso común el término «Constitución» para designar un


documento de derecho interno a cada Estado soberano (y así diferenciamos
Constituciones de Estatutos de Autonomía).

Dicho de otro modo: la diferencia entre Tratado y Constitución tiene que


ver con el Estado, y por tanto, con la soberanía, en sentido político. Cuando las
sociedades políticas suscriben un tratado es porque mantienen la soberanía de
sus Estados; podrán estar suscribiendo un tratado de confederación, pero este
Tratado no podrá tomarse por la Constitución de un Estado.

Una Confederación podrá transformarse en un Estado, pero un Tratado


confederativo no puede transformarse en Constitución. La Confederación de
las trece colonias comenzó a revisar el 17 de mayo de 1787, en una
Convención bajo la presidencia de Washington, la Constitución de Estados
Unidos de Norteamérica aprobada el 17 de septiembre de 1787. Cada Estado
perdió su soberanía y, por supuesto, el derecho de veto. Algunos dicen que
apareció de este modo un Estado federal; otros un Estado confederal. Pero
estos dos conceptos no son propiamente estructurales, sino meras
denominaciones extrínsecas tomadas de su origen, de su génesis.

El concepto mismo de Estado federal es contradictorio, si es que sugiere


que el Estado federal es un «Estado de Estados», porque «Estado de
Estados», como «Nación de Naciones», es una contradicción in terminis, muy
fácil de decir con palabras, pero imposible de «pensar» por los ciudadanos, por
mucha libertad de pensamiento que les concedan los redactores del Tratado-
Constitución.

Cuando en la España de hoy algunos partidos políticos propugnan la


transformación de la España de las Autonomías en un Estado federal, no
saben propiamente lo que dicen, o no quieren saberlo, porque el «Estado
federal español» sería como el decaedro regular. Estado federal español o bien
designa a una confederación eventual de los diecisiete Estados soberanos
resultantes de una previa balcanización de España –que jamás podría
conseguirse por vía jurídica, constitucional–, reunidos después en una
Confederación como Estados libres asociados unos con otros; o bien
significaría sólo un nombre para designar a un Estado español muy
descentralizado, como el presente.

¿Cómo se las arreglarán los «europeístas», que no tienen claro –o que no


han logrado consenso– si lo que quieren es una confederación de Estados

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europeos (manteniendo cada cual su soberanía) o unos Estados Unidos de
Europa, a la manera de los Estados Unidos de Norteamérica, es decir, un
Estado europeo? Un Estado que obligaría, por supuesto, a dimitir a los Jefes
de Estado actuales, incluidos el Rey de España, la Reina de Inglaterra y demás
monarquías reinantes descendientes del «suegro de Europa»). Un Estado
europeo, como sujeto, en cuanto tal Estado (no en cuanto asociación), debe
tener un asiento en la Asamblea General de las Naciones Unidas que sustituya
a las veinticinco sillas actuales.

Procediendo como si fuera posible componer los términos Tratado y


Constitución, los redactores introducen una fórmula oscurantista y
confusionaria: «Tratado por el que se establece una Constitución para
Europa.» Como si un geómetra que sabe que no puede construir un decaedro
regular dijera: «Proyecto imposible de construcción de un decaedro regular.»

Un Tratado no puede conducir a una Constitución, salvo que el Tratado


conviniese, contando con el asenso de los ciudadanos, en un proceso
simultáneo de disolución de todos los Estados en cuanto tales, contemplando
la reunión inmediata de todos los ciudadanos en una sola ciudadanía (la
europea) capaz de dar lugar a un cuerpo electoral europeo, y a que un
Parlamento constituyente redactase una Constitución europea, que
ulteriormente recibiese el refrendo de todos los ciudadanos, &c.

Dicen algunos europeístas que lo que ocurre es que las «antiguas» o


«arcaicas» distinciones entre Confederaciones, Federaciones y Estados
federales están ya superadas por el Tratado-Constitución de la Unión Europea.
Y esto debido a que la Unión Europea piensa constituirse mediante el
procedimiento de «ceder cada Estado una parte de su soberanía» que sería
transferida a la Unión. Estaríamos así en situación de soberanía compartida,
que no sería ni la de una Confederación ni la de un Estado federal. Otra vez
meras retahílas de palabras. Porque no hay «cesión de soberanía». La
soberanía no puede cederse, y no cabe confundir cesión de soberanía con
delegación o préstamo de funciones, más o menos sustantivas, pero que
siempre pueden recuperarse. Uno de los artículos más importantes del texto
que analizamos es el que establece que cada Estado miembro puede retirarse
de la Unión (artículo 60). Por tanto, puede recuperar sus préstamos, lo que
sería imposible si los hubiera cedido. En cuanto a la soberanía compartida:
nada tiene que ver con la pérdida de soberanía, puesto que este
compartimiento es un modo de ejercerse la soberanía a través de sus órganos.

Pero el «Tratado para la Constitución» disimula su condición de baciyelmo


cubriéndolo de instituciones aparentemente propias de un Estado democrático:
un Parlamento, un Consejo, una Comisión, un Tribunal de Justicia... y unas
elecciones. Pero se trata de un Parlamento democrático de papel, de un
Consejo ejecutivo de papel, &c.

En efecto: el Parlamento no está constituido por los representantes de los


ciudadanos europeos en cuanto tales, sino en la medida en que ellos están
enclasados según sus respectivos Estados. Los parlamentarios representan a

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los Estados (ni siquiera a los partidos políticos), es decir, son parlamentarios
españoles, alemanes o franceses: no son «europeos». Si se quiere, son antes
españoles, franceses o alemanes que europeos, y no, en el momento de votar,
europeos antes que alemanes, franceses o españoles. De aquí que el peso de
cada ciudadano, en el sistema de las dobles mayorías, sea distinto según el
Estado al que pertenezca. Por ello el Parlamento europeo no es democrático,
ni siquiera procedimentalmente. Tan sólo es democrático si se atiende a la
mecánica de las urnas, pero no a la Ley electoral. Y otro tanto se diga del
Presidente de la Comisión, que tampoco es elegido por los ciudadanos
europeos.

La desatención a estas distinciones entre Tratado (de una confederación) y


Constitución (de un Estado) hace que muchas críticas que se dirigen contra el
proyecto –sobre todo, las que proceden de Izquierda Unida– resulten
desajustadas o sean «injustas». «El proyecto deja de lado el derecho al trabajo,
el pleno empleo, la seguridad social...», se objeta. Sin duda, pero ¿cómo podía
exigírsele a un Tratado estos objetivos, que serían propios de una Constitución,
pero no de un Tratado?

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