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Ordenando la naturaleza

Jardín botánico de la Universidad de Upsala, Suecia


Los estudiantes y el profe se acomodaron en el pasto, debajo de unos árboles.
Había sol, pero algunas nubes prometían lluvia. Estaban en el Jardín botánico de la
Universidad de Uppsala, en Suecia, a casi 70 Km al norte de Estocolmo.
El profe desplegó un antiguo mapa del mundo.

–Este mapa de la Antigüedad –comenzó el profe– es una reconstrucción del que


habría elaborado Ptolomeo, un geógrafo y astrónomo griego del siglo II…

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–…este era el mundo que más o menos conocían los europeos a finales de la
Edad Media –siguió el profe–. Pero eso estaba a punto de cambiar…
–¡Bueno, ahora no nos dejes con la intriga! –protestó Felicia.
–Durante la Edad Media –dijo el profe– los europeos realizaron algunos viajes
importantes, pero aislados, por zonas para ellos inexploradas. Entre los más
conocidos se destacan los viajes del Marco Polo, un mercader veneciano que llegó
en el siglo XIII hasta China y el sudeste asiático relatando maravillas desconocidas.
Pero es a partir del siglo XV cuando países como Portugal, España o Inglaterra
emprenden las grandes exploraciones que recorrerían casi todo el planeta.
–¿Y por qué se largaron a viajar justo en ese momento? –preguntó Julia.
–El tema es complejo –dijo el profe–, y se sabe que había importantes motivos
económicos. Sobre todo se quería comerciar con el sudeste de Asia, de donde
provenían productos valiosísimos para los europeos, como la porcelana, la seda y,
sobre todo, las especias: canela, nuez moscada, clavo de olor y muchas más.
–¿Las especias?¿Tanta importancia tenían… los condimentos? –dijo Felipe,
extrañado.
–Es que no las utilizaban como lo hacemos nosotros ahora –explicó el profe–, es
decir, para darle un “toque” de sabor a las comidas. En aquella época, en la que no
existían las heladeras, era muy difícil conservar los alimentos. Las especias se
utilizaban para que no se echen a perder tan rápidamente. Con este mismo fin,
también se utilizaba el ahumado y salado de los productos. Además, las especias
disimulaban el olor y el sabor de las comidas, que habitualmente no se consumían
en el mejor estado.
–¡Qué invento genial que es la heladera! –remató Paulina.
–Y resulta que estos productos llegaban a Europa a través de Medio Oriente.
Pero en el año 1453 los musulmanes tomaron la capital del Imperio bizantino,
Constantinopla (hoy conocida como Estambul, la ciudad más grande de Turquía), y
dominaron toda la región. Este episodio aniquiló lo poco que quedaba del Imperio
bizantino y se convirtió en un gran obstáculo para el intercambio comercial entre
Europa y Asia. Esta fue una de las causas que impulsaron a los reinos europeos a
buscar caminos alternativos para llegar al Oriente y sus valiosas especias. Los
portugueses buscaron la ruta hacia Oriente rodeando el continente africano y los

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castellanos financiaron, no sin conflicto y desconfianza, el arriesgado viaje del
genovés Cristóbal Colón, que tenía la intención de llegar Oriente viajando en la
dirección contraria: hacia el oeste por el océano Atlántico.
–¡Y se tropezó con América! –dijo Manuel.
–¡Así es! –siguió el profe– A modo de leyenda se cuenta que todos pensaban que
la Tierra era plana y el almirante descubridor de América fue un adelantado que
defendía la esfericidad del planeta. Pero eso no es cierto: ya desde la Antigüedad se
conocía que la Tierra era una esfera. Es más, Eratóstenes, que llegó a ser director de
la fabulosa Biblioteca de Alejandría, calculó con mucha aproximación el tamaño del
nuestro planeta ¡en el siglo III a. C.!
–¿Entonces por qué nadie se animó antes a hacer el viaje que proponía Colón? –
preguntó Julia.
–Simplemente porque se sabía que la distancia a recorrer era enorme –contestó
el profe–: viajar desde Europa hasta la isla de Cipango (nombre con el que se
conocía a Japón) o a China suponía navegar ¡más de 19.000 km! Una aventura así,
con las embarcaciones que tenían en ese momento, se consideraba imposible.
–¡Era una locura! –dijo Felipe– ¿Colón era un suicida?
–¡No era un suicida, sólo un cabeza dura! –dijo el profe– Utilizando mapas
erróneos pensó que la distancia entre Europa y Cipango era mucho menor: unos
4.500 km. Colón pasó a la historia porque tuvo la suerte de que un continente
gigantesco estaba en su camino. Y durante toda su vida creyó que las tierras a las
que había llegado formaban parte de Asia. Se le atribuye al explorador Américo
Vespucio, nacido en 1454 en Florencia, haber sido el primero en proponer que las
tierras descubiertas por Colón pertenecían a un continente nuevo y desconocido para
los europeos. Con el tiempo, ese continente sería conocido como América, en
homenaje a Vespucio.
–Recién nos contaste que todo esto sucedió en el siglo XV–dijo Paulina– ¿No
comenzaba el Renacimiento más o menos por ahí?
–¿Y qué es eso? –dijo Manuel.
–¡Sí! –contestó el profe– Ese siglo se considera el comienzo del Renacimiento,
que es un período de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. Se lo llama
Renacimiento porque se despertó en Occidente un renovado entusiasmo por el

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estudio de los pensadores de la Antigüedad, sobre todo los griegos, la mayor parte
de los cuales quedaron olvidados durante la Edad Media. Pero sucedieron
muchísimas cosas más…
–Bueno, el encuentro entre dos continentes ya supone gran cantidad de
novedades –comentó Felipe–. ¡Me imagino la sorpresa de los europeos al enterarse
de que había personas viviendo en las tierras que ellos recién descubrían! ¡Es como
si hoy encontráramos personas viviendo en otro planeta!
–Creo recordar –dijo Felicia– que la sorpresa de encontrar gente en el nuevo
continente los llevó a preguntarse si realmente eran seres humanos… Lo cual
motivó interminables debates.
–Y además de toooodo lo que trajo consigo el “descubrimiento” de América –
dijo el profe–, se sumaron otras cosas importantes que cambiarían el mundo. Por
ejemplo, se inventó la imprenta moderna, y con ella se abarató el costo de los libros
y se agilizó la difusión de las ideas.
–¿Pero antes cómo se hacían los libros? ¿Se copiaban a mano? –Preguntó Julia.
–¡Claro! –dijo el profe–. Eran carísimos y encima poca gente sabía leer. Pero
hay más: otro invento revolucionario fue la utilización de la pólvora para fabricar
armas, lo cual cambió las estrategias de batalla para siempre.
–Las balas le ganaron a las espadas –concluyó Manuel, en tono solemne.
–Sumemos otro sacudón de la historia: la Reforma Protestante, que dividió en
dos a la cristiandad. Este proceso fue iniciado en 1517 por un sacerdote católico
alemán llamado Martín Lutero, que se reveló contra la corrupción de la Iglesia.
Pensaba que Iglesia católica se había alejado escandalosamente de la doctrina
cristiana original: usualmente se vendían cargos eclesiásticos y el clero vivía
frecuentemente en la opulencia, mientras la mayor parte del pueblo estaba en la
pobreza y la ignorancia. La corrupción había llegado a uno de sus puntos
culminantes con la venta de indulgencias; es decir, se daba el perdón de los pecados
a cambio de dinero. Lutero decidió entonces apartarse de la Iglesia católica y
predicar un contacto directo con Dios, sin intermedio de una institución: defendió la
idea de que cada persona tiene el derecho a leer e interpretar la Biblia. Además, para
facilitar su lectura y comprensión, cuyas copias siempre estaban en latín, la tradujo
al alemán, el idioma de la gente de su tierra.

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–Este hombre fue un adelantado, me imagino que estaría contento con los
avances científicos de la época, ¿no? –especuló Julia.
–¡Nada de eso! –dijo el profe– Lutero creía que la razón era una gran amenaza
para la fe. Incluso escribió “quien quiera ser cristiano debe arrancarle los ojos a su
razón”. Y trató de necio a Copérnico por sugerir que la Tierra giraba alrededor del
sol… Pero hay algo de Lutero que nos interesa desde el punto de vista científico:
intentó determinar la antigüedad de la Tierra…
–¿Y qué conclusión sacó? –preguntó Paulina.
–Que la Tierra tenía aproximadamente unos… 6.000 años.
–¿Tan poquito? –dijo Paulina, muy sorprendida.
–Sí, sí. Y ya volveremos a este tema más adelante –comentó el profe.
–¿Y qué sucedió en esta época en relación a las ciencias naturales? –preguntó
Felipe, llevándolos al tema central.
–¡Excelente pregunta! –siguió el profe– Como estudiamos en el encuentro
anterior, al final de la Edad Media la razón se despegó de la fe y se abrieron nuevos
horizontes en cuanto al pensamiento de la naturaleza. En el Renacimiento perdió
peso el principio de autoridad.
–¿A qué se refiere ese principio? –consultó Manuel.
–Se refiere –explicó Felipe– a que se consideraba que algo era cierto por el
simple hecho de estar escrito en un texto sagrado o ser dicho por una persona
importante, entre otros motivos.
–Si lo decía Aristóteles… era palabra santa –resumió Felicia entre risas.
–¡Clarísimo! –continuó el profe– Respecto de esto, reparemos en una de las
personas representativas de este período: Leonardo da Vinci. Nacido en el año1452
en el pueblo italiano de Vinci, cercano a Florencia, ciudad que se convirtió en el
centro intelectual y artístico del Renacimiento. Leonardo hizo de todo un poco: fue
pintor, inventor, arquitecto, anatomista y muchas cosas más. Leía a los pensadores
antiguos y a los de su época, pero no valoraba sus ideas guiado por el principio de
autoridad, sino por lo que le indicaba la observación y la experiencia. Sostenía que
la experiencia, a la que llamó la “verdadera maestra”, era quien ponía a prueba las
ideas.
–Parece que vamos caminando despacito hacia ciencia moderna –sugirió Felipe.

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–Por otro lado –siguió el profe–, los estudiosos seguían viendo en la naturaleza
la grandeza de Dios, pero se permitían estudiarla sin mezclar sus trabajos con la
religión. Encontraron sentido en estudiar la naturaleza por sí misma, en busca de
explicaciones concretas y soluciones prácticas. Aparecieron grandes genios como
Nicolás Copérnico, que desarrolló la teoría heliocéntrica, de la que ya hablamos;
Johannes Kepler, quien describió el movimiento de los planetas alrededor del Sol en
órbitas elípticas y no circulares; y por supuesto, Galileo Galilei. Este gran hombre
quedó asombrado con un invento reciente, el telescopio. Entusiasmado, puso manos
a la obra y fabricó telescopios más potentes y con mayor calidad de imagen. Los
utilizó para estudiar el cielo, con lo que sacudió las estructuras de la vieja
astronomía. Observó que en la luna había montañas y valles, contradiciendo a
Aristóteles, que decía que la superficie lunar era perfectamente lisa como un espejo.
Esto fue un duro golpe a las ideas de los sabios griegos, que creían que en los cielos
todo era perfección. También descubrió que la Vía Láctea estaba formada por
innumerables estrellas, encontró lunas que orbitaban alrededor de Júpiter, estudió las
manchas solares… Además, utilizó muchas de sus observaciones para probar que la
teoría heliocéntrica de Copérnico era correcta; cosa que le traería muchos problemas
con las autoridades eclesiásticas, quienes lo juzgarían y condenarían a prisión
perpetua por defender una idea que era considerada contraria a las enseñanzas
bíblicas.
–¡No te puedo creer! –se lamentó Paulina.
–Podríamos decir muchísimas cosas más sobre este gran hombre –siguió el
profe–, pero vamos a lo más importante: Galileo experimentaba, dejaba afuera la
religión en los temas científicos (sin dejar de ser cristiano), ponía en duda los
conocimientos establecidos, no se guiaba por el principio de autoridad y aplicaba lo
que hoy denominamos el método científico. Podemos decir que con Galileo, ahora
sí, nace la ciencia moderna.
–Yo les avisé –dijo Felipe orgulloso, y repitió–: íbamos caminando despacito
hacia la ciencia moderna.
–Podríamos hablar de muchos otros pensadores fascinantes de ese momento –
dijo el profe, mirando las gordas nubes que se acomodaban sobre sus cabezas–,

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como René Descartes, Francis Bacon o Giordano Bruno… Pero mejor, antes de que
se largue a llover, vamos a estudiar qué sucedía en las ciencias de la vida.
–A ver… –dijo Julia, mientras luchaba por acomodarse una trenza.
–Dicho en pocas palabras –comenzó el profe–: en las ciencias de la vida había
una gran confusión. Los registros sobre las “especies conocidas” eran bestiarios y
herbarios: catálogos que mezclaba especímenes reales y fantásticos. Además, a esto
sumemos las observaciones que traían los exploradores de cada rincón del planeta,
donde se describían nuevas especies, muchas veces acompañadas de exageraciones
y mucha imaginación. Y para colmo, se descubriría un universo nuevo… nuevo,
pero que estuvo siempre al lado nuestro.
–¡Ahora ya me mareaste! Supongo que no es otro continente… –murmuró
Felicia.
–No es un continente –siguió el profe, misterioso–, es un universo que está a
nuestro alrededor pero que no podemos ver…
–¿Será porque es muy chiquitito? –dijo Paulina, simulando duda.
–¡Corrrrrectoooo! –dijo el profe– Y la ventana para asomarnos a ese universo se
llama microscopio. Así como el telescopio nos acercó lo muy lejano, el microscopio
nos acercó lo muy pequeño. Y descubrimos que puede haber un mundo en una gota
de agua.
–¡Un mundo en una gota de agua! –repitió
Manuel, notablemente sorprendido.

–Los primeros microscopios –dijo el profe–, como


el que vemos en esta imagen, se fabricaron alrededor
del año 1590, en los Países Bajos, y consistían
básicamente de una pequeña pero poderosa lente
montada en una estructura metálica. ¿Pueden ver la
lente señalada en la imagen? Con el tiempo se
desarrollaron nuevos modelos cada vez más potentes.

–Uno de los primeros microscopistas –continuó


el profe– fue el holandés Anton van Leeuwenhoek,
nacido en el año 1632. Estudió a través de sus

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microscopios todo lo que caía en sus manos: sangre, piel, saliva, músculos, agua de
charco, plumas, madera, tela de araña, diamantes, ojos de mosquitos… y durante
años describió e ilustró lo que veía: descubrió las bacterias y otros microorganismos
(que en ese momento eran denominados infusorios); observó los glóbulos rojos de la
sangre y los espermatozoides, entre miles de otras cosas.
–Me hubiera gustado ser amigo de Leeuwenhoek –confesó Felipe.
–Una cosa interesante que encontró –dijo el profe– fue que los microorganismos
surgían aparentemente de la nada en cualquier recipiente con agua después de un
tiempo; lo cual fortaleció la creencia en la famosa teoría de…
–¡La generación espontánea! –dijo Felicia–, una idea que venía, para variar,
desde Aristóteles, y decía más o menos que algunos seres vivos podían surgir por
ejemplo de la putrefacción, sin tener padres.
–Pero la generación espontánea también sufrió un primer golpe con los estudios
de Francesco Redi –dijo el profe y preguntó–: ¿Quién se acuerda del célebre
experimento que realizó este italiano?
–¡Yo! –se apuró a decir Julia– Redi puso un trozo de carne en un frasco
destapado y otro trozo en un frasco tapado con una gasa. La carne se comenzaba a
descomponer y en el frasco destapado aparecían gusanos; cosa que no sucedía en el
otro frasco. Concluyó que los gusanos no habían surgido por generación espontánea,
como se creía hasta entonces, sino que nacían de los pequeños huevos que ponían
las moscas; las cuales sólo podían llegar a la carne del frasco destapado.
–¡Impecable! –dijo Paulina, orgullosa de su hermana– Con esto, Redi apoyaba la
idea de que los organismos provienen siempre de otros organismos. Pero Redi se
refería a los seres vivos que podemos observar a simple vista. El descubrimiento de
los microorganismos le dio una nueva oportunidad a la generación espontánea: los
trabajos de Leeuwenhoek y otros investigadores parecían mostrar que estos seres
vivos tan pequeños sí podían nacer de la nada.
–Y seguiría siendo una intriga hasta mucho tiempo después –agregó el profe–.
Recién en el siglo XIX los experimentos de Louis Pasteur pondrían claridad
definitiva al asunto, pero ya nos ocuparemos de esto más adelante. Volvamos al
tema de las especies: los fascinantes animales y plantas llegados de lejanas tierras y
los pequeños seres descubiertos en los microscopios, mostraron que hacía falta un

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orden. Ya no se podía confiar en los catálogos de criaturas como los bestiarios, con
su carga de fantasía. Revisar toda la biodiversidad y organizarla se transformó en un
desafío enorme. Y uno de los valientes que emprendió esta tarea fue el sueco Carl
Linnæus, o Linneo.
–Supongo que por eso vinimos hasta Uppsala y su bonito jardín botánico –
razonó Felicia.
–¡Muy astuta! –dijo el profe– Este jardín botánico fue convertido en uno de los
más importantes del mundo por Linneo, cuando trabajó acá. Este hombre nació en el
año 1707 y era hijo de un pastor protestante. Parece que Linneo era bastante
distraído en la escuela, le gustaba más andar por el campo. La mayoría de sus
profesores decían que no era buen alumno ni era apto para estudios superiores. Por
suerte, un profesor apreció su potencial y sugirió que podía ser bueno en medicina.
Con el tiempo se convirtió en uno de los investigadores más prestigiosos de Suecia
y tuvo gran influencia sobre las ciencias de la vida. A pesar de estudiar medicina y
trabajar de médico durante parte de su vida, lo que le apasionaba era la botánica y,
sobre todo, clasificar cosas: plantas, animales, enfermedades, minerales… En esta
tarea de ordenar y clasificar, Linneo se convirtió en un experto. Y se encontró con la
necesidad de nombrar a las especies de una forma simple e inconfundible, ya que
tenían diferentes nombres en cada idioma y región. Los intentos que se habían
realizado anteriormente no tuvieron éxito: dieron como resultado nombres largos y
complejos para cada especie, muy poco prácticos. Con estos problemas en mente,
Linneo desarrolló una forma sencilla de denominar a las especies: la famosa
nomenclatura binominal. Esto es, cada especie se designa con dos palabras: por
ejemplo, el nombre científico de la especie gato es Felis silvestris.
–O sea que –dijo Manuel, casi pensando para sí mismo– la palabra “gato” nos
sirve sólo para los que hablamos español, pero si digo Felis silvestris me
entenderían en cualquier idioma, ¿cierto?
–Eso era lo que quería lograr Linneo –continuó el profe–: que cada especie
tuviera un nombre con el que se pudieran entender los científicos de diferentes
lugares e idiomas, y que no dejara lugar a dudas sobre el organismo del que se
quería hablar.

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–Me parecía que era para los científicos –aportó Julia–, porque si me dicen un
nombre científico seguramente no entendería nada.
–Pero además de proponer la nomenclatura binominal –siguió el profe–, Linneo
reunió a las especies dentro de grupos llamados géneros. A su vez, reunió géneros
formando familias. De la misma manera, grupos de familias componían clases y,
finalmente, las clases se agrupaban en reinos. Con todo esto terminó desarrollando
una clasificación jerárquica.
–Un sistema de grupos dentro de grupos–dijo Felicia.
–¡Exactamente! –dijo el profe– Con el tiempo este sistema se fue
perfeccionando, y se fueron agregando más grupos, de manera que hoy los más
importantes son los siguientes: Dominio, Reino, Phylum (o a veces llamado
División en el caso de las plantas), Clase, Orden, Familia, Género y Especie.

– Para que nos quede más claro –continuó el profe–, veamos un ejemplo.
El profe abrió un papel y mostró la clasificación de nuestra propia especie.

Dominio Eukarya (agrupa a los organismos con células eucariotas)


Reino Animalia
Cordados (organismos con notocorda, estructura que en
Phylum
la mayoría de ellos se convierte en la columna vertebral)
Clase Mammalia (mamíferos)
Orden Primates
Familia Hominidae (esto quiere decir, “parecidos al hombre”)
Género Homo (significa “hombre”)
Especie Homo sapiens (“hombre sabio”)
Subespecie Homo sapiens sapiens
–En esta clasificación veo que aparece la categoría subespecie –aportó Felipe.
–Lo puse a propósito –dijo el profe–, para contarles que además de las
categorías que les conté, también hay categorías secundarias o intermedias. Y un
buen ejemplo de estas categorías es la de subespecie. Dentro de una especie puede

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haber varias subespecies, que son poblaciones de la misma especie pero un poco
diferentes entre sí.
–Muchas veces escuché nombrar a nuestra especie como Homo sapiens sapiens
–dijo Paulina–. Ya me queda todo más claro: nuestra especie se llama Homo
sapiens; y Homo sapiens sapiens es el nombre de nuestra subespecie.
–Ahora les cuento –dijo el profe– que Linneo propuso también las reglas para
crear un nombre científico. Ya dijimos que cada especie se nombra con dos palabras.
Pero hay más: ambas palabras se escriben con letra cursiva y en latín, que en ese
momento era la lengua internacional (como ahora lo es el inglés). La primera
palabra del nombre científico, que a su vez es el nombre del género al que pertenece
la especie, se escribe con su letra inicial en mayúscula. La segunda palabra se
escribe toda en letra minúscula.
–¿Y a quién le tocó el honor de inventar el nombre para nuestra especie? –
preguntó Felipe.
–El nombre Homo sapiens lo inventó el mismo Linneo –dijo el profe–: Homo
significa “hombre”, y sapiens significa “sabio”, haciendo referencia a la razón que
el ser humano posee, a diferencia de las demás especies. Pero les cuento algo más,
Linneo puso al hombre dentro de la clasificación de los animales que estaba
desarrollando, y lo puso junto a los monos, ya que son muy parecidos. Esto que a
nosotros nos resulta tan natural, en esa época causó mucho nerviosismo.
–La gente del pasado parece tan susceptible… –reflexionó Felicia.
–Además de clasificar y nombrar miles de especies, Linneo realizó diferentes
viajes de exploración, sobre todo en la península escandinava, en busca de especies
nuevas.
–¡Con lo lindo que es viajar! –suspiró
Paulina.

–Miren esta pintura –dijo el profe–, es una de


las imágenes que más me gusta de Linneo.
Realizó un viaje por el norte de la península
escandinava, por una región llamada Laponia. Acá
aparece con la ropa tradicional de los lapones... y,
por supuesto, con una plantita en la mano.
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–También envió a 17 de sus mejores estudiantes –siguió el profe–, a los que
llamaba “apóstoles”, en viajes de exploración por los rincones más remotos del
planeta. Pero no se imaginen viajes de placer, eran aventuras peligrosas. Tengan en
cuenta que siete de sus “apóstoles” nunca regresaron a Suecia: la mayoría murió a
causa de enfermedades tropicales, uno se ahogó y uno se suicidó.
–¡Upa! –dijo Manuel– Esto se complicó.
–Para ir terminando –comentó el profe–, les cuento que Linneo era
profundamente religioso, como casi todos en su época. Era partidario de la teología
natural, que buscaba comprender la sabiduría divina mediante el estudio de la
naturaleza. Y como buen religioso era también creacionista, es decir…
–Que suponía que las especies habían sido creadas por Dios desde el inicio del
mundo –dijo Felipe, sin titubear.
–Y también era fijista –continuó el profe–, es decir…
–Ser fijista es… ¿tener una idea fija? –bromeó Julia, desatando la risa de todos–.
Ahora hablemos en serio: ser fijista es creer que las especies no han cambiado con el
tiempo, que son “fijas”.
–¡Qué estudiosos y graciosos que están! –dijo el profe– Pero… por muy fijista
que fuese Linneo, supo reconocer que muchas plantas parecen hibridarse, es decir,
nacer mediante la mezcla de especies diferentes. Y estas observaciones lo llevaron a
proponer que era posible que muchas especies de plantas no hayan estado presentes
desde el principio del mundo, sino que hayan surgido posteriormente mediante este
proceso.
–O sea que hay un mínimo aire de evolucionismo en su pensamiento –reflexionó
Felipe.
–Además –agregó el profe–, las especies que Linneo clasificaba en un mismo
género eran tan parecidas, que para algunos investigadores eso sugería que había
algún tipo de parentesco entre ellas. Incluso Linneo llegó a pensarlo…
–Están cayendo algunas gotas –dijo Manuel mirando al cielo.
–Antes de que se largue la lluvia más fuerte les cuento un par de cositas. Una de
ellas es que el botánico y médico alemán Johann Siegesbeck se transformó en
enemigo de Linneo al describir su trabajo como una “aborrecible prostitución”, por

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el hecho de que clasificaba a las especies de plantas en base a sus órganos sexuales.
Pero Linneo encontró su venganza: buscó una pequeña y fea maleza asiática y la
bautizó Sigesbeckia orientalis, en “homenaje” a su enemigo.
–Uno tiende a pensar que esas cosas no suceden y que los investigadores actúan
siempre… racionalmente –concluyó Paulina, con ironía.
–Y un último detalle: fue Linneo quien sugirió que se utilizara el signo de Venus
para designar al sexo femenino y el de Marte para el sexo masculino.
–¡Qué curioso! ¿Qué significan esos símbolos? –preguntó Felicia.
Mientras Paulina dibujaba los símbolos de Venus y Marte en la tierra el profe les
contó:

–El primer símbolo representa el espejo de Venus, la diosa romana del amor y la
belleza. El segundo símbolo representa un escudo y una lanza: son las armas de
Marte, el dios romano de la guerra.

–Creo que está lloviendo un poco más intensamente ¿no? –dijo Felicia, un poco
preocupada.
–¡Sí! ¡Corramos! –dijo el profe.
El día terminaba en Uppsala, con bastante luz todavía: en estas latitudes
oscurece muy tarde en verano y la noche dura sólo unas pocas horas. Y también
terminaba el encuentro de estudio con nuestros amigos corriendo bajo la lluvia del
suave verano de Suecia, entre las amadas plantas de Linneo.

Bibliografía:

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1. Asua, M. Los juegos de Minerva. La historia de las ciencias de la naturaleza
en trece escenas con comentarios. Eudeba. Bueno Aires, 2007.
2. Duque Macías, J. Edad de la Tierra: evolución cronológica de una
controversia en referencia a sus principales protagonistas. En Enseñanza de
las Ciencias de la Tierra, 2002.
3. Gonzales Bueno, A. Carl von Linné. La pasión por la sistemática. Ars
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www.dendramedica.es/revista/v6n2/Carl_von_Linn._La_pasion_por_la_siste
matica.pdf>
4. Moledo, L y N.Olszevicki. Historia de las ideas científicas. Grupo Editorial
Planeta S.A.I.C. Buenos Aires, 2014.
5. Mullet, M. A. Martín Lutero. Javier Vergara Editor. Buenos Aires, 2009.
6. Sagan, C. Cosmos. Editorial Planeta. 10ª Edición. Barcelona, 1987.
7. Soler, M. Evolución. La base de la Biología. Proyecto Sur de Ediciones,
S.A.L. 2003.

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