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Consejo Editorial de la colección Monografías

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Margarita G ó m e z Reino, Universidad Nacional de Educación a Distancia
Juan Jesús González Rodríguez, Universidad Nacional de Educación a Distancia
Gonzalo Herranz de Rafael, Universidad de Almería
Julio Iglesias de Ussel, Universidad Complutense de Madrid
Emilio Lamo de Espinosa, Universidad Complutense de Madrid
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Olga Salido Cortés, Universidad Complutense de Madrid

SECRETARIA
Ma Paz Cristina Rodríguez Vela, Directora del Departamento de Publicaciones y Fomento de la Investigación. CIS

Ullán de la Rosa, Francisco Javier


Sociología urbana : de Marx v Engels a las escuelas posmodernas / Francisco Javier Ullán de la Rosa. -
Madrid : Centro de Investigaciones Sociológicas, 2014
(Monografías; 285)
1. Sociología urbana. 2. Teoría sociolc igica. 3- Urbanismo. 4. Capitalismo y poder
316.33

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Colección M O N O G R A F Í A S , N Ú M . 285

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Primera edición, noviembre 2014

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VI Indiice

2.2.2. Ferdinand Tónnies (1855-1936): lo urbano en


el conttnuum comunidad-sociedad 28
2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como
sistema funcional superorgánico 32
2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso
moderno de racionalización 37
2.3. LA CIUDAD COMO VARIABLE INDEPENDIENTE:
SIMMEL, SOMBART, HALBAWCHS ál
2.3-1 • Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de
una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad 41
2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como
productora de alta cultura 46.
2.3-3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico
padre de la sociología urbana? 47

3. LA ESCUELA DE C H I C A G O Y SU H E G E M O N Í A
E N T R E LAS DOS GUERRAS MUNDIALES 51

3.1. CHICAGO O EL EPITOME DE LA NUEVA MODERNI-


DAD AMERICANA ü
^L LA PRIMERA GENERACIÓN DEL DEPARTAMENTO
DE SOCIOLOGÍA DE CHTCAGO 15.
2^ LA SEGUNDA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE
CHICAGO. BIOLOGICISMO, FUNCIONALISMO Y CUL-
TURAI.ISMO ENTRE LA ECOLOGÍA HUMANA Y LOS
COMMUNITY STUDIES 60
3-3-L Consideraciones generales 60.
3.3-2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio
de la ciudad 65
3.3-3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: el
urbanismo como una forma de vida y los estudios
etnográficos de las subculturas de Chicago 74
3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de
Chicago 80
3-3.5. La segunda generación de Chicago y la acción
política. Reformismo y sostenimiento del statu quo
racial en la ciudad: entre el Chicago Área Project y la
Federal Houshig Adm inistratioii 8
Indiice VII

3-3-6. El legado científico: la Escuela de Chicago en-


tre los atisbos de la ciudad posmoderna y las remo-
ras epistemológicas del paradigma moderno 113
3.4. OTROS APORTES DEL PERIODO: SOROKIN Y ZIM-
MERMAN EN HARVARD. SOCIOLOGÍA URBANA EN
GRAN BRETAÑA 1900-1930 116

4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN EL PERIODO


DE POSGUERRA: EL INICIO DE LA FRUCTÍFERA
RELACIÓN CON EL URBANISMO Y LA TERCE-
RA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO
(NUEVA ECOLOGÍA HUMANA Y DERIVA CUANTI-
TATIVISTA) 119

4.1. INTRODUCCIÓN: EL DESEMBARCO DEL URBANIS-


MO EN LA SOCIOLOGÍA URBANA 119
4.2. EL ESTADO, EL CAPITAL Y LOS REFORMADORES SO-
CIALES. BREVE SÍNTESIS DEL URBANISMO DE UN
SIGLO (1850-1960) 120
4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el prece-
dente olvidado. El modelo paradigmático del París
haussmaniano. La obra de Ildefonso Cerda 122
4.2.2. La ciudad-jardín 128
4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como
políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilus-
trado del urbanismo racionalista 145
4.3. SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS CINCUENTA Y SESEN-
TA. LOS INTENTOS DE EXPLICAR LOS EFECTOS DEL
URBANISMO RACIONALISTA 174
4.3-1. Norteamérica: la floración de los estudios so-
bre el suburb 174
4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la so-
ciología urbana en Francia. De las zonas ecológicas
de París al estudio de la vida en los granas ensem-
bles 180
4.4. LA ESCUELA DE CHICAGO EN LOS CINCUENTA Y SE-
SENTA. EL DECLINAR DE LA HEGExMONÍA 186
4.4.1. La Nueva Ecología Humana 188
4.4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis fac-
torial 191

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VIII índice

5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES DE


LOS SESENTA, PRINCIPIOS DE LOS OCHENTA) 197

5.1. SOCIOLOGÍA URBANA Y NUEVOS MOVIMIENTOS


SOCIALES URBANOS: LA NECESIDAD DE BUSCAR
NUEVOS MARCOS TEÓRICOS 197
5.2. LA ESCUELA NEOWEBERIANA DE SOCIOLOGÍA UR-
BANA 203
5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Eco-
logía Llumana y nuevo enfoque neoweberiano 206
5.2.2. Ray Pahl y la Teoría del Estado Corporativo
como gestor de la ciudad 209
5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de
Pahl 213
5.3. LA SOCIOLOGÍA URBANA NEOMARXISTA EN FRAN-
CIA 216
5.3-1. Ilenri Lefebvre (1901-1991) y la corriente mar-
xista humanista 217
5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista
aplicado a los estudios urbanos 222
5.4. LA SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS ESTADOS UNIDOS
DE FINALES DE LOS SESENTA Y SETENTA 237
5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico.... 238
5.4.2. David Ilarvey. La corriente marxista en los Es-
tados Unidos 239
5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos 244

6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POS-


MODERNA Y POSINDUSTRIAL A CABALLO ENTRE
EL SIGLO XX Y EL XXI 247

6.1. LA EMERGENCIA DE LA EPISTEMOLOGÍA POSMO-


DERNA EN LAS CIENCIAS SOCIALES 247
6.2. EL PARADIGMA POSMODERNO Y SU PROYECCIÓN
EN LOS NUEVOS MOVIMIENTOS POLÍTICOS, SO-
CIALES Y CULTURALES 257
6.3. LA ENCARNACIÓN DEL PARADIGMA CULTURAL
POSMODERNO EN EL URBANISMO Y LA ARQUITEC-
TURA DE LA CIUDAD 260

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índice IX

6.4. SOCIOLOGÍA URBANA EN LA BISAGRA FINISECULAR


(1980-2010): ENTRE EL MARXISMO DE LA POSMO-
DERNIDAD Y LOS ENFOQUES POSMODERNOS 275
6.4.1. La reformulación de la sociología neomarxista
frente al reto del posmodernismo y la posmoderni-
dad 275
6.4.2. La sociología urbana posmoderna hasta los
años ochenta 286
6.4.3- Los noventa y el protagonismo de la Escuela de
los Ángeles 298
6.4.4. La sociología urbana del siglo XXI 304

7. A MODO DE EPÍLOGO. ALGUNAS REFLEXIONES


SOBRE EL PASADO Y EL FUTURO DE LA SOCIOLO-
GÍA URBANA 331

7.1. ALGUNOS EJES CENTRALES EN LA HISTORIA DE LA


SOCIOLOGÍA URBANA 331
7.2. ALGUNAS PROPUESTAS PROGRAMÁTICAS PARA EL
FUTURO INMEDIATO 344

BIBLIOGRAFÍA 349

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1. S O C I O L O G Í A URBANA: C O N S I D E R A C I O N E S E N T O R N O
A SU O B J E T O DE E S T U D I O E I D E N T I D A D DISCIPLINAR

1.1. UNA DISCIPLINA DE ESCURRIDIZO OBJETO DE ESTUDIO


Y CONSTANTE INFILTRACIÓN INTERDISCIPLINAR

Dos características han grabado la identidad de la sociología urba-


na, o, mejor dicho, sus dificultades para encontrar una identidad
definida y estable en la que reconocerse. Son estas la dificultad para
definir su objeto de estudio y su elevada porosidad interdisciplinar.
Características que han llevado a algunos hablar de «carácter un
poco atípico de la sociología urbana» (Mela, 1996: 13). Se trata este
de un problema que la disciplina arrastra desde sus mismos orígenes
históricos.
Los fundadores de la sociología no reconocieron a la ciudad
como un objeto de estudio en sí misma (Saunders, 1981; Bettin,
1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2002). Aunque los autores
habían dedicado muchas páginas a analizar fenómenos que más tarde
recaerían de lleno dentro de la zona de influencia del territorio sub-
disciplinar, como los problemas derivados de las condiciones de vida
urbanas, lo habían hecho en tanto que fenómenos producidos por la
estructura y la dinámica social más abarcante, la del proceso histórico
de modernización/industrialización, considerando a la ciudad como
un escenario privilegiado de dichos procesos, por ser el lugar donde
sus efectos se manifestaban con mayor intensidad, pero no como un
subsistema social dotado de autonomía suficiente para justificar una
atención especializada.
Desde principios del siglo XX, sin embargo, algunos autores,
como Simmel, Sombart o Holbawchs, empezaron a fijarse en la ciu-
dad como tal y no como simple emanación del sistema social mayor.
Pueden considerarse, en ese sentido, los pioneros de la sociología
urbana, aunque no llegaron a establecer un proyecto sistemático y
coherente de creación de una nueva subdisciplina. Ni siquiera se lo
plantearon, de hecho. Sus intereses eran particulares, sin visión de
conjunto, y diferentes: Simmel (1903, 1908) y Sombart (1907) se

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2 Francisco Javier Ullán de la Rosa

dedicarían a estudiar la ciudad en tanto lugar de producción de ras-


gos culturales y de personalidad específicos (lo cual les da más méri-
tos para ser considerados padres de la antropología cultural y psico-
lógica que de la sociología urbana sensu stricto), mientras Halbawchs
(1908) se interesará f u n d a m e n t a l m e n t e por el aspecto material, el
entorno construido, de la ciudad, por la vivienda y el u r b a n i s m o ,
como factores de producción de relaciones sociales. C o n su decidi-
da apuesta por los fenómenos socioespaciales fue este ultimo quien
más precozmente exploró la que habría de ser la seña principal de
identidad de la sociología urbana frente a otras subdisciplinas que
también estudiaban (o estudiarían más tarde) la ciudad. Y es por ello
que es necesario reclamarlo como uno de los padres de la sociología
urbana j u n t o con algunos exponentes de la primera generación de la
Universidad de Chicago.
Siguiendo aquellas incursiones pioneras, sería la segunda genera-
ción de sociólogos de Chicago, la conocida como Escuela de Ecología
H u m a n a , la primera en definir explícita y sistemáticamente el objeto
de estudio específico de la sociología urbana, a l u m b r a n d o definiti-
vamente su nacimiento como disciplina, pero también el de la an-
tropología urbana, como es reconocido por la gran mayoría de obras
sobre la historia de esta (Eames y G o o d e , 1977; H a n n e r z , 1980; Low,
1999; C u c ó , 2 0 0 4 ) . La separación entre competencias sociológicas y
antropológicas no estaba dentro de su programa inicial. La Escuela de
Chicago convertiría la ciudad en objeto de estudio por medio de un
aparato teórico que adaptaba los conceptos de la ecología biológica
al estudio de los fenómenos sociales. La sociedad va a ser vista como
un ecosistema más, de naturaleza antrópica, cuyas relaciones vienen
determinadas por la adaptación al ambiente y las leyes de la selec-
ción natural. Cada ciudad constituye, en esta lógica, un subsistema
ecológico, sus barrios otros tantos nichos. El objeto de los estudios
urbanos es, pues, dicho ecosistema, entendido como un espacio deli-
mitado físicamente (el entorno antrópico construido) y las relaciones
sociales que se establecen entre los que lo habitan. Relaciones que no
son meros productos del sistema social en su conjunto sino que están
ligadas en una relación sistémica a las características y las lógicas del
ecosistema urbano.
En los años cincuenta, la aplicación a los estudios sobre la ciu-
dad del organigrama m e t ó d i c a m e n t e diseñado por Parsons (1951)
para acotar los objetos de estudio de las distintas disciplinas sociales,
quebró la u n i ó n entre ecología (espacio) y estudios de c o m u n i d a d

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 3

(cultura). El espacio sería desde entonces el feudo «natural» de la so-


ciología urbana mientras la cultura era entregada a la nueva disciplina
que ahora nacía del padre chicaguense: la antropología urbana.
A partir de los años sesenta, la llamada Nueva Sociología Urbana
se planteara una revisión profunda del marco teórico de la Ecología
H u m a n a , considerado deficiente, abriendo una caja de Pandora que
a p u n t o estaría de liquidar recién nacida la disciplina. La furia edípica
contra el padre chicaguense se manifestó en una puesta en cuestiona-
miento del propio estatuto de la sociología urbana, de su pertinencia
como tal. Y ello desde dos frentes, el epistemológico y el interdisci-
plinar, que pueden considerarse como distintos a u n q u e en m u c h a s
ocasiones han actuado en estrecha colaboración.

1.2. EL FRENTE EPISTEMOLÓGICO: LA CRÍTICA AL ESPACIO


URBANO COMO FACTOR DE CAUSALIDAD SOCIOCULTURAL

Regresando al estructuralismo sistémico de los primeros sociólogos


y a un etnocentrismo parcialmente inconsciente, que confundía la
parte (Occidente) por el todo ( m u n d o ) , algunos autores van a negar
cualquier papel de causalidad al entorno construido, rebajándolo de
nuevo al rango de variable dependiente del sistema social. La primera
en abrir fuego fue quizá Ruth Glass en 1955 desde G r a n Bretaña: «No
hay un objeto propio de la sociología urbana con identidad distintiva
propia» (Glass, 1989 [1955]: 51), escribió: «En un país altamente ur-
banizado como G r a n Bretaña, la etiqueta 'urbano puede aplicarse a
casi cualquier rama de los actuales estudios sociológicos. En esas cir-
cunstancias carece absolutamente de sentido aplicarla» (Glass, 1989
[1955]: 56). Diez años después, G i d e o n Sjoberg identifica tres difi-
cultades fundamentales en la sociología urbana: la especificación de
sus objetos clave, el establecimiento de los límites entre el subsistema
ciudad y el sistema social general y, su etnocentrismo (el estudio de
lo urbano se había limitado hasta entonces al de la ciudad occidental,
con ausencia de enfoque comparativo y de una teoría general univer-
sal) (Sjoberg, 1965).
El ataque más conocido provino de la p l u m a de Manuel Castells,
quien, en su primera reflexión sobre el tema, en 1968, se pregun-
taba Y a-t-il une sociologie urbainé? (¿Existe la sociología urbana?).
Pregunta que volvería a formular en su obra La question urbaine, de
1972. En ella, Castells, con el objetivo de salvar la sociología urbana,

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4 Francisco Javier Ullán de la Rosa

elabora un programa para depurarla de toda traza de determinismo,


e incluso causalidad, espacial. Parafraseando la metáfora marxiana del
fetichismo de la mercancía, Castells denuncia la causalidad espacial
como pura ideología, «fetichización» del espacio, una representación
imaginaria que impide ver la verdadera realidad: el espacio es siempre
una expresión de la estructura social, es conformado por el sistema
económico, político e ideológico, el m o d o de producción, la econo-
mía política (Castells, 1972). Predominancia de lo relacional sobre lo
físico que ya había sido (re)introducida por su maestro en Nanterre,
H e n r i Lefebvre, en La somme et la reste (1959). En la c o n t e m p o r a n e i -
dad esa economía política es la del capitalismo y, al estar sus lógicas
presentes en todo el planeta (campos, ciudades, primer y tercer m u n -
do) no tiene sentido singularizar a la ciudad dentro del sistema. Si
la ciudad fuera una variable independiente habría que suponer que
existen ciertas prácticas sociales que solo se observan en ciudades.
Esto no se sostiene empíricamente, nos dice Castells. Si el objeto de
estudio fuera el espacio, habría que suponer que el compartirlo con-
duce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los
tipos de relaciones sociales entre personas y no su proximidad física
los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu veci-
no p u e d e llevarte a amarlo u a odiarlo, el tipo de relación no se puede
extraer a priori de la variable espacial (Castells, 1974).
El debate sobre el objeto de estudio continuó a lo largo de los
ochenta y noventa. C o n la llegada de la globalización (tanto como
fenómeno empíricamente observable que c o m o m o d a e ideología
académica) prendieron de nuevo con fuerza las viejas ideas evolucio-
nistas que veían en la historia la consumación de un proceso global,
inescapable, de urbanización. «Empíricamente — d i c e Z u k i n — si
procesos globales de urbanización y "metropolitanización" cubren la
faz de todas las sociedades, entonces el estudio de las ciudades per se
se revela superfluo. Metodológicamente, si las ciudades se limitan a
reproducir las contradicciones de una estructura social dada, e n t o n -
ces el estudio de las ciudades es esencialmente idéntico al estudio de
la sociedad en su conjunto» (Zukin, 1980: 6)
A principios de los ochenta, el neoweberiano Saunders, desde
un enfoque menos materialista que el de Castells, volvía de nuevo a
subsumir la especificidad de la ciudad en el m a g m a amorfo del sis-
tema social general. En las sociedades modernas, argumentaba, con
su alta movilidad social y geográfica y la permeabilidad capilar de
la cultura difundida por los medios de comunicación de masas, no

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 5

tiene sentido considerar a la ciudad o al campo como sistemas so-


ciales autocontenidos. No hay actividades sociales que se produzcan
únicamente en la ciudad o en el campo (Saunders, 1981). Y unos
años más tarde Sauvage y Warde afirmaban con toda rotundidad que
la sociología urbana no tiene objeto teórico y que la etiqueta de «ur-
bano» es «mayormente una bandera de conveniencia» (Savage and
Warde, 1 9 9 3 : 2 ) .

1.3. EL FRENTE INTERDISCIPLINAR: LA SOCIOLOGÍA URBANA EN


EL SENO DE UNA DISCIPLINA URBANA MÁS ABARCANTE

El segundo ataque a la identidad distintiva de la sociología urbana


no provino de aquellos que ponían en duda la naturaleza causal, es-
tructurante, del entorno antrópico urbano sino, por el contrario, de
quienes la defendían con convicción.
Muchos académicos concluyeron que si el espacio urbano posee
unas características tan definidas se hacía necesario, para poder ana-
lizarlo en toda su complejidad, no dividir sino, al contrario, volver a
reunir los distintos enfoques urbanos dispersos transversalmente por
las grandes disciplinas sociales clásicas. El movimiento en pro de crear
una nueva «disciplina de disciplinas», centrada en torno al núcleo de
coalescencia de lo espacial, puede y debe entenderse en el contexto
más amplio de la reacción posmoderna al paradigma de la moderni-
dad y su proyecto de división racional de las esferas del conocimiento,
tachado de mera ideología (Beck, 1992; Khan, 2001). Esta reacción
acabó desembocando en el nacimiento de los llamados Urban Studies,
considerados ya a principios de los sesenta en los Estados Unidos
como «un campo académico emergente» (Woodbury, 1960; G u t m a n
y Popenoe, 1963). Este movimiento de «ecumenismo urbano» fue
protagonizado fundamentalmente por y desde las universidades an-
glosajonas, y es en buena parte fruto de su estructura organizacional
flexible, dispuesta ya de entrada a la interdisciplinaridad. Es en este
m u n d o anglosajón donde la nueva disciplina iría progresivamente to-
mando cuerpo, con el surgimiento de departamentos, títulos univer-
sitarios, revistas especializadas y muchos manuales (Sinha y Achuta
Rao, 1968;Walsh, 1971;Gloor, 1974; Loewenstein, 1977; Montero,
1978; Phillips y LeGates, 1981; Rand Corporation, 1986, 1995;
Steinbacher.y Benson, 1997; Paddison, 2 0 0 1 ; Gottdiener y Budd,
2005; Patel y Deb, 2009; Hutchison, 2010) y en ella convergieron

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6 Francisco Javier Ullán de la Rosa

geógrafos, antropólogos, sociólogos, o urbanistas, entre otros. Uno


de los grandes difusores de los Urban Studies fue la casa editorial
Sage, como puede observarse en la cantidad de manuales y obras
publicadas bajo ese sello.
En ese m u n d o anglosajón, la convergencia entre disciplinas fue
especialmente fuerte, en el caso de la sociología y la geografía urbanas.
En los años setenta y ochenta, con la intermediación del neomarxis-
mo entonces imperante, «la distinción entre los dos campos disci-
plinarios parece desaparecer casi completamente» (Mela, 1996: 18).
Ejemplo paradigmático son los trabajos del geógrafo neomarxista
David Harvey (1973, 1985a y b, 1987 a y b), prácticamente indis-
tinguibles de los de los sociólogos. La interdisciplinariedad recibiría
un ulterior empujón cuando la irrupción del paradigma posmoderno
en todas las ciencias sociales condujo a la geografía, la sociología y la
antropología urbanas a estudiar los aspectos semióticos y subjetivos
de la ciudad y su espacio construido. Enfoque que ha continuado en
autores como los de la llamada Escuela de los Angeles (Scott, 1986;
Soja, 1990; Davis, 1990), que son reclamados respectivamente por la
geografía (Racine, 1996), la sociología (Dear y Dishman, 2001) o la
antropología (Cucó, 2004) como «de los nuestros».

1.4. LAS ULTIMAS DOS DECADAS: LA IDENTIDAD DE LA


SOCIOLOGÍA URBANA SIGUE AÚN INMERSA EN EL DEBATE

Desde aquellos lejanos días de Glass (1955) o Sjoberg (1965) el de-


bate acerca del objeto disciplinar en el seno de la sociología urbana
no ha cesado pero la capacidad de resiliencia de la disciplina, incluso
en medio de sus más agudos ataques existenciales, es sorprenden-
te. Como nos advierte Zukin a propósito de los nuevos sociólogos
urbanos que pusieron en duda el objeto de estudio: «Sin embargo,
[todos ellos] —Castells no menos que otros— han continuado ge-
nerando estudios bajo esa rúbrica» (Zukin, 1980: 9). En efecto, la
pregunta que se hacía Castells en 1968 no fue nunca otra cosa que
mera retórica para llamar la atención sobre sus propias tesis en socio-
logía urbana. Sus invectivas contra la «fetichización» del espacio en
absoluto suponen una cancelación del mismo en sus investigaciones
sino tan solo una reformulación de su papel. Para Castells, el espacio
urbano si bien quizá no sea estructurante, no deja de estar ahí. La
metáfora empleada (un poco confusamente) por él mismo (1974) es

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 7

la de un juego de ajedrez que se juega en un tablero abierto y diná-


mico. Este tablero es el m o d o de producción (que no la ciudad): es
el quien establece las reglas del juego, lo que las piezas p u e d e n hacer.
C o m o en el juego del ajedrez, las piezas están constantemente en
movimiento, redefiniendo a cada turno las relaciones estructurales
entre ellas. Castells dice estar interesado no en el tablero en sí sino
en las piezas, o mejor dicho en sus relaciones de ataque y defensa, es
decir, en sus luchas de clase. A u n así la ciudad sigue estando absolu-
tamente presente en sus análisis, como escenario pero también como
actor p o r q u e Castells no se dedica a estudiar indiscriminadamente
todas las «piezas» del tablero sino que decide posar su lente sobre un
tipo m u y concreto: aquellas que ocupan «casillas» urbanas. Así, su
estudio de los movimientos sociales una Sociologie des mouvements
sociaux urbains (1974). El espacio urbano, a u n q u e no sea nada más
que como factor delimitante y no estructurante está en cualquier caso
bien presente. Quizá no fuera en ese m o m e n t o una sociología de la
ciudad pero n u n c a dejó de ser u n a sociología en la ciudad. No serán
quizá las relaciones entre el espacio construido jy la sociedad pero son
aún las relaciones sociales en el espacio construido. Más tarde, sin
embargo, al desarrollar su teoría de la sociedad-red y del espacio de
los flujos, Castells volvería de nuevo a retomar la idea fundante de
la sociología urbana en Chicago: la de la ciudad como subsistema
dentro del sistema social. Castells retomará, entre otros, los trabajos
de Berry («Las ciudades son sistemas dentro de sistemas de ciudades»
[Berry, 1964: 147]). En Castells, el sistema social es la sociedad-red
globalizada del capitalismo informacional, en la cual las ciudades no
son meros escenarios d o n d e ocurren cosas sino que cumplen una
función fundamental en tanto tales: son los n o d o s del sistema-red,
que producen y c o n s u m e n los diferentes flujos de los que el sistema
esta hecho. Por si fuera poco Castells es uno de los impulsores de lo
que se ha revelado en las últimas décadas c o m o un objeto emergente
de la sociología urbana, uno que, ya por sí solo podría justificar su
supervivencia disciplinar: el estudio de la gobernanza y, más con-
cretamente, de la gestión política de los problemas urbanos en las
grandes aglomeraciones metropolitanas (Castells y Borja, 1998). Esta
es, de hecho, la única posibilidad de salvación que le conceden n e -
gacionistas radicales como Savage y Warde, para quienes es la única
dimensión de los estudios urbanos que no puede ser reducida a otras
disciplinas. Las ciudades son en sí mismas instituciones políticas que
necesitan información rigurosa y sistematizada para poder gestionar la

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8 Francisco Javier Ullán de la Rosa

vida social en su territorio. Lo único q u e p u e d e distinguir a la sociolo-


gía u r b a n a , nos dicen Savage y W a r d e , es su proyecto de elaboración
de un cierto marco teórico para e n t e n d e r estos p r o b l e m a s . Así, a u n -
q u e algunos p r e t e n d a n reducir el rol del sociólogo u r b a n o al de un
m e r o «intermediario entre la teoría social y los p r o b l e m a s urbanos»
(Savage y W a r d e , 1 9 9 3 : 2), ni estos, ni Castells, ni la mayoría de los
que pusieron seriamente en cuestión el futuro de la sociología u r b a -
na, se h a n atrevido a liquidarla del t o d o .
T a m p o c o en el otro frente los ataques han d e s e m b o c a d o en c o n -
quista ni r e n d i c i ó n . A pesar de la aparición, hace ya c i n c u e n t a años,
de un rival tan fuerte c o m o el proyecto multidisciplinar de los Urban
StudieSy la sociología u r b a n a sigue h o y existiendo (o más bien coexis-
tiendo) en el seno de la gran familia de las ciencias sociales. Y ello
tanto en N o r t e a m é r i c a ( d o n d e los Urban Studies cuajaron con m u -
cha fuerza) c o m o en E u r o p a d o n d e (con excepción de la universidad
británica) no lo hicieron. En la E u r o p a c o n t i n e n t a l , u n a e s t r u c t u r a
universitaria más rígida hizo prevalecer la inercia de las c o m p a r t i -
mentalizaciones académicas ya establecidas. Y es p a r t i c u l a r m e n t e en
Francia, principal foco de la nueva sociología u r b a n a en los sesenta
y o c h e n t a y, con u n a aristocracia universitaria p a r t i c u l a r m e n t e fuerte
(magistralmente fotografiada p o r B o u r d i e u en su Homo Academicus
[Bourdieu 1984]) d o n d e la resistencia a derribar m u r o s ha sido quizá
mayor. Y ello a pesar de ser el foco más fuerte de las corrientes filosó-
ficas y epistemológicas p o s m o d e r n a s , c o n sus F o u c a u l t , Baudrillard,
Lyotard, Barthes, Deleuze, G u a t t a r i . . . Véanse c o m o p r u e b a los si-
guientes fragmentos que describen el estado de la cuestión en el m u n -
do francófono en los albores del siglo XXI:

No hay casi comunicación entre los dos grupos de investigadores


que se ocupan de la ciudad [los sociólogos y los geógrafos]. Los se-
gundos tienen la impresión de que los primeros hablan de una enti-
dad tratada in absentia, es decir, de un ser sin cuerpo, sin substancia
ni lugar [...] A lo que los primeros replican que los otros analizan
un cuerpo sin alma, pues a ciudad, siguiendo a Aristóteles y San
Agustín, es un conjunto de hombres antes que ser un conjunto de
piedras (Corboz, 2001: 25).

¿Es esta supervivencia de la separación académica de las di-


ferentes ciencias de lo u r b a n o u n a m e r a reacción tribal del Homo
Academicus? N o , las posiciones no son fruto ú n i c a m e n t e del interés
político disciplinar: existen t a m b i é n quienes las defienden en aras de

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 9

un renovado positivismo. Un ejemplo en este sentido es la obra de los


geógrafos urbanos Pumain y Robic Théoriser la ville (1996). En este
ensayo, tras haber reconocido, en lo que puede considerarse como un
antimanifiesto de la interdisciplinaridad que «no existe, sin embargo,
una teoría unificadora que explique de manera satisfactoria los diver-
sos aspectos del fenómeno urbano» afirman su voluntad de limitarse
«a las teorías de la ciudad» que la piensan como un objeto geográfico.
Excluimos, por tanto, las interpretaciones que parten de un enfoque
más bien sociológico como, por ejemplo, todas aquellas que definen
la ciudad como «el lugar de maximización de la interacción social»
(Pumain y Robic, 1996: 108). Este planteamiento tan atomizador
supone un repliegue defensivo que trata de salvar una identidad p r o -
pia ante la amenaza de dilución del objeto de estudio geográfico en
el océano de los estudios urbanos pero también deja traslucir u n a
convicción de cuño modernista.
La geografía urbana atraviesa por procesos m u y similares a los de
la sociología urbana: dividida entre los defensores a ultranza de los
confines disciplinares y los partidarios de un acercamiento interdisci-
plinar. Entre los segundos, y sin volver a mencionar al más conocido
Harvey, tenemos, de nuevo en Francia, la geografía h u m a n i s t a de
Racine (1996). Pero es de la primera posición de la que cabe ahora
hablar. Esta posición está perfectamente ilustrada en la obra colecti-
va de Derycke et al. Penser la ville: théories et modeles (1996), en la
cual se incluye el citado texto de P u m a i n y Robic: un volumen que
intenta regresar a paradigmas p u r a m e n t e espaciales en la tradición
de Crystaller (1933). En estos autores no hay ni una sola m e n c i ó n a
la gente, sea como individuos o como grupos. Lo que se p r o p o n e es
el enfoque ecológico, pero en una versión no humanista del m i s m o ,
m u y diferente de la que desarrolló la Ecología H u m a n a de la Escuela
de Chicago. Los textos dejan m u y claro que la disciplina ha de cen-
trarse en el estudio de la ciudad c o m o organismo físico-espacial y del
sistema espacial de ciudades en el que esta se inserta, sin entrar en su
composición social interna. Es c o m o si se estudiara la ciudad como
un bosque, describiendo su forma tal y como se ve desde el aire, sus
movimientos en el espacio (es decir, su expansión o contracción a lo
largo del tiempo), su interacción con el e n t o r n o y con otros ecosiste-
mas (otros bosques, sabanas, ríos, tierras cultivadas) pero sin decirnos
nada de la composición y funcionamiento de los animales y plantas
que en él viven y le dan vida. Esta geografía urbana purista ha encon-
trado sus señas de identidad, por el contrario, en una hiperreificación

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10 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de la ciudad, concentrándose en estudiarla como un organismo físico


(o biológico) con existencia propia al margen de sus elementos cons-
tituyentes.
El reduccionismo geográfico de los Derycke y compañía es un
ejercicio de hiperespecialización disciplinar que intenta levantar ba-
rreras rígidas para detener el trasvase interdisciplinar. También prove-
niente de Francia y siempre con el objetivo de contrarrestar el avance
de unos Estudios Urbanos generales es la propuesta del sociólogo
Grafmeyer (1994) defendiendo la irreductibilidad de los siguien-
tes tres enfoques: el morfológico-funcional (terreno de la geografía
urbana), el puramente funcional (feudo de la economía urbana), y
el relacional (que sería, finalmente, el de la sociología urbana). Los
tres enfoques tienen un denominador común, el análisis del espacio
como factor estructurante de lo humano pero cada uno de ellos se
ocuparía de una dimensión diferente de dicha actividad.

1.5. UN INTENTO FINAL DE DEFINICIÓN DE LA SOCIOLOGÍA


URBANA

Los apartados anteriores quizá hayan confundido al lector y le hayan


dejado con la impresión de que deseamos concluir este capítulo con
una declaración de impotencia con respecto al estatuto de la socio-
logía urbana. Nada más lejos de nuestra intención. Planteados todos
los problemas y analizados los principales debates en el seno de la
disciplina, quiero ahora intentar restituir a la sociología urbana la
identidad puesta bajo sospecha y ofrecer una definición de la misma
que sea al mismo tiempo lo más acotada, operativa, y actualizada
posible. Soy consciente de que la definición perfecta no existe y que
o que ofrezco a continuación es un acercamiento a la cuestión que
puede ser sometido a ulterior crítica y a debate pero soy así mismo
consciente de que una historia de la sociología urbana, como la que
se presenta en este libro, necesita de una definición de la disciplina,
por muy imperfecta o abierta a discusión que esta pueda ser. Y, en
aras de alcanzar dicho objetivo, se debe partir, en mi opinión, del
necesario cumplimento de dos condiciones iniciales:

1) La separación analítica de la ciudad de los procesos macroprocesos


sociales sistémicos y la superación del mito de un planeta total-
mente urbanizado. Dicho de otro m o d o : si la ciudad puede

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 11

observarse como un objeto de análisis en sí mismo es p o r q u e


existen límites, diferencias, entre esta y otras formas de orga-
nizar a las personas en el espacio. La ciudad debe entenderse
c o m o un territorio antrópico «urbanamente» construido que
se diferencia de otras formas de transformación antrópica del
espacio, c o m o las rurales o las de la vida n ó m a d a . C o m o han
señalado Arnould et al. (2009) la predominancia de lo urbano
no quiere decir que no exista ya lo rural. Lo que ocurre es que
no hay separación dicotómica, sino un contínuum, algo que,
por cierto, ya decía T ó n n i e s (1947 [1887]). Lo rural y lo urba-
no se entremezclan de forma dinámica para dar lugar a i n n u -
merables combinaciones que, no en todos los casos, caminan
en el sentido unilineal a p u n t a d o por el evolucionismo m o d e r -
n o . Y al mismo tiempo que hay urbanización, se observa, en
los países más centrales del s i s t e m a - m u n d o una creciente vuel-
ta al c a m p o , a la agricultura ecológica, por ejemplo.
2) La aceptación sin ambages de la recíproca relación, estructurada y
estructurante a la vez, entre espacio urbano construido y procesos
sociales (actores y relaciones entre ellos). Así ha sido reconocido
implícita o explícitamente hasta la saciedad, por la mayoría de
los grandes sociólogos urbanos (Frey, 2 0 0 3 ) . La sociología ur-
bana encuentra su razón básica de ser en el estudio de los p r o -
cesos sociales que dan forma a la morfología física del espacio
construido y en el estudio de las formas en que dicho espacio
construido condiciona las relaciones sociales que se desarrollan
en su seno. Es decir, en relación sistémica de retroalimentación
entre espacio y sociedad.

U n a definición razonable de sociología urbana debe saber c o m -


binar y cultivar estas dos dimensiones refrenando sus tentaciones de
expandir su objeto de estudio en otras direcciones. Esa definición
podría, entre otras posibles fórmulas, resumirse en la siguiente: sub-
disciplina de la sociología que se especializa en el estudio de las funciones
de los subsistemas sociales urbanos dentro del sistema social general y en
el estudio de las relaciones sistémicas entre el espacio construido urbano y
los procesos sociales que en este —y exclusivamente en este, lo que excluye
otros espacios o hábitats como el rural— se desarrollan. La sociología
urbana es la disciplina que se centra en la dimensión sistémica y estruc-
tural de la ciudad: en el rol de las ciudades en el sistema social mundial
(siguiendo la estela de Castells o Sassen); en el estudio de la relación

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12 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sistémica entre la forma espacial y la estructura social analizando cómo


diferentes estructuras espaciales generan (o no) diferentes estructuras de
relaciones sociales y modos de interacción social. La sociología urbana es
aquella que continua en la senda ecológica, estudiando la distribución
de los varios grupos y actividades en el espacio y las relaciones entre es-
tos; y debe añadir a todo ello una dimensión práctica que le dé recono-
cimiento y sentido en la sociedad, estudiando las causas, consecuencias
y posibles soluciones de los problemas urbanos (congestión, contamina-
ción, desigualdad, pobreza, crimen, vivienda) siguiendo la estela de los
fundadores de la sociología. Esta última dimensión aplicada la conduce
inexorablemente también al estudio de la política urbana, aún a riesgo
de meter un pie en el huerto de la ciencia política.
La sociología urbana p u e d e y debe apoyarse en los estudios cul-
turales que hace la antropología, así c o m o , en los estudios más p u -
ramente espaciales de la geografía, pero debe resistir a la tentación
de convertirlos en sus objetivos de investigación. Así, una sociología
urbana con identidad debe dejar a la antropología urbana el estudio
de ciertas temáticas (que a veces, sin embargo, figuran en los catá-
logos de la sociología urbana), como la teorización sobre la existen-
cia de experiencias, valores o estilos de vida urbana universales o los
imaginarios culturales que construyen las identidades idiosincráticas
de barrios y ciudades. No hacerlo sería despojar a la antropología
urbana de su objeto específico de estudio, m i n a n d o su razón de ser
como subdisciplina propia y haciendo a ambas, en la práctica, in-
distinguibles (lo cual no dejaría de ser más que volver a los orígenes
chicagüenses de la disciplina: una posición que tiene sus defensores,
pero que no es la que se pretende defender en esta obra).
O t r a cuestión fundamental es la relación entre la sociología urba-
na y el urbanismo. Al hacer de la relación espacio construido/estruc-
tura y procesos sociales el objeto central de la disciplina, la sociología
urbana sella una alianza indisoluble con la ciencia del urbanismo en
la cual también se hace a veces difícil establecer fronteras nítidas.
Desde al menos mediados del XIX la construcción del espacio urba-
no (las características de sus edificios, residenciales o no; sus espacios
no construidos, públicos o privados; la forma en que todos ellos se
distribuyen en el territorio; la gestión del tráfico...) ha dejado de ser
un proceso espontáneo en m u c h a s ciudades para convertirse en un
fenómeno planificado por un conglomerado de actores sociales (pú-
blicos y privados) de acuerdo a un conjunto de directrices técnicas,
legales e ideológicas. La importancia de esta construcción planificada

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 13

del espacio (o, inversamente, de la no planificación del mismo) para


las relaciones sociales que en él se dan es tan grande que obliga a
cualquier historia de la sociología urbana a convertirse, de alguna
manera, también en una historia del urbanismo o de la forma urba-
na. El lector descubrirá a lo largo de los próximos capítulos que esa
ha sido nuestra apuesta. Pero dicha alianza con el urbanismo, t a m p o -
co se le escapará al lector, nos devuelve de nuevo, como en un bucle
sin fin, al problema de los límites disciplinares. Fijar fronteras entre
la sociología urbana y el urbanismo no es tan difícil, sin embargo: la
sociología es una ciencia teórica, explicativa, mientras que el urbanis-
mo es básicamente una disciplina técnica, aplicada. La misión de la
sociología urbana en ese sentido es teorizar los planteamientos urba-
nísticos concretos, relacionándolos con el contexto social e histórico
más abarcante. El problema viene de nuevo con subdisciplinas como
la antropología cultural. A los sociólogos urbanos, evidentemente, no
escapa que el urbanismo tiene una dimensión cultural m u y fuerte los
edificios, el diseño de la ciudad, obedecen a códigos culturales éticos
y estéticos determinados. Ni el urbanismo ni su compañera aún más
técnica, la arquitectura, son ciencias exactas desprovistas de contexto
social y valores culturales. Las ciudades y los edificios se diseñan de
maneras determinadas para emitir mensajes determinados y cumplir
funciones determinadas de acuerdo a ideas culturalmente construidas
sobre las formas más deseables de organizar el espacio y a la gente
en él. Ahora bien, hemos dicho que el estudio de la dimensión es-
trictamente cultural pertenece a la antropología urbana. Pero ¿cómo
estudia la sociología urbana los efectos del urbanismo sobre el sistema
social sin penetrar en este campo de la semiótica y la ideología urba-
nística? La respuesta es: no puede y, de hecho, lo hará, lo cual es, de
alguna manera, volver a introducir la antropología en la sociología
urbana por la puerta de atrás del urbanismo. C o m o vemos, es m u y
difícil desembarazarse c o m p l e t a m e n t e del dilema de los límites sub-
disciplinares.

A pesar de todo ello, a pesar de esta innegable labilidad, creo


que p o d e m o s afirmar que la sociología urbana posee atributos para
reclamar una identidad propia. Ello no quita para que sus fronteras
sigan siendo imprecisas, preñadas de yuxtaposiciones y de intersticios
por los que se cuelan los vientos de otras disciplinas. Esa será siempre
una de sus señas de identidad, inevitable. U n a marca al hierro que
emerge de su nacimiento en un territorio de frontera: en el confín
entre lo espacial (la ciudad como realidad física, que le da su raison

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14 Francisco Javier Ullán de la Rosa

d'étre) y lo estructural-sistémico (los procesos del sistema social que se


manifiestan en la ciudad pero no son solo un producto de la ciudad).
Trazar los límites entre estas dos esferas, lo espacial concreto y lo
sistémico supraespacial, será siempre una tarea espinosa. Una posible
solución para zafarnos de una vez por toda de este debate puede estar
en propuestas como la de Racine (1996) o Kauffman (2001, 2009),
quienes abogan por una tercera vía para la sociología urbana a medio
camino entre el aislacionismo y la absorción en el seno de los Urban
Studies. Una tercera vía que, partiendo de esta definición razonable
de un objeto de estudio propio, relativiza dicho objeto reconociendo
su naturaleza fundamentalmente instrumental, heurística, no absolu-
ta, y plantea a partir de ahí la necesidad ineludible de construir una
confederación (que no absorción centralista) de disciplinas urbanas
para caminar, juntos todos, pero desde una eficiente división acadé-
mica del trabajo, hacia el futuro.

1.6. DE LA DEFINICIÓN DEL OBJETO DE LA SOCIOLOGÍA URBANA


A LA HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA URBANA

Si el objeto de estudio de la sociología urbana ha tenido desde sus


inicios problemas de definición de ello ha de seguirse, con meridiana
lógica, que tampoco la historia de la disciplina presentará un cuerpo
teórico de nítida silueta. En efecto, hasta un cierto punto, así es. «La
historia de la sociología urbana es discontinua, imposible de reducir
a una evolución lineal alrededor de un único tema» (Saunders, 1981:
10), nos dice uno de sus más conocidos exponentes. Y citando las pa-
labras de otro, esta característica convierte a la producción sociológica
urbana en «un agregado heterogéneo de resultados de investigación
que giran en torno a cuestiones y problemas formulados de manera
diversa en el curso de debates surgidos en momentos históricamente
diferentes y en contextos nacionales con problemas sociales y territo-
riales no siempre comparables» (Mela, 1996: 16).
Punto de partida que no debe descorazonar a quien pretende,
como es el caso, realizar una crónica histórica de la disciplina. U n a
disciplina tan fragmentada como esta (en escuelas, estudios regiona-
les, autores individuales difíciles de colocar en cajones categoriales)
constituye, sin duda, no solo un reto para la historia de las ciencias
sino una necesidad, pues es absolutamente obligado ofrecer al públi-
co (sea especialista o general) algún tipo de mapa cognitivo que le

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Sociología urbana: consideraciones en torno a su objeto de estudio... 15

permita navegar por su intrincada red fluvial de autores y escuelas.


Este libro pretende ser un ejercicio clasifícatorio y descriptivo que
reduzca la diversidad fenomenológica que presenta la producción
sociológica sobre la ciudad a unos mínimos esquemas panorámicos
que ayuden a comprender los principales debates, propuestas teórico-
metodológicas, líneas de investigación y resultados obtenidos por la
disciplina desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días.

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18 Francisco Javier Ullán de la Rosa

había atravesado un umbral de eficacia verdaderamente significativa);


d) mutaciones sociales y culturales (desintegración de las estructuras
familiares tradicionales — l a familia extendida e incluso la familia n u -
clear— y de los valores culturales heredados del pasado, sustituidos
por secularización, agnosticismo, ateísmo, h e d o n i s m o . . . ; e) disfun-
cionalidades psicosociales que afectaban al comportamiento de una
buena parte de la masa social (aumento de la depresión, suicidios,
stress, angustia, ansiedad, alcoholismo, prostitución, malos tratos y
abusos sexuales, criminalidad...). Problemas todos ellos localizados
principalmente en las grandes ciudades y que preocuparon a los au-
tores de todas las tendencias políticas. Pioneras en este sentido fueron
las obras del alemán (afincado en Inglaterra) Engels The condition of
the Working Class in England in 1844 (1845), desde la izquierda, y la
m o n u m e n t a l obra comparativa, desde la derecha, Ouvriers européens.
Etudes sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des popu-
lations ouvrieres de TEurope (1855), del francés Fréderick Le Play (con-
siderado uno de los decanos de la sociología en Francia, tiene incluso
estatua en los Jardines de Luxemburgo en París) (Brooke, 1970).

El estudio de lo urbano queda subsumido en el estudio general


del proceso de modernización e industrialización

Sin embargo, n i n g u n o de los primeros analistas sociales consideró


necesario desarrollar una teoría específica para explicar estos fenó-
menos desde la variable causal de lo urbano (Saunders, 1 9 8 1 ; Bettin,
1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2 0 0 2 ) . A u n q u e un p u ñ a d o
de ellos, c o m o Simmel, S o m b a r t o Halbawchs, se atrevió a considerar
a la ciudad en sí misma, en tanto realidad de poblamiento espacial,
como un factor explicativo de los procesos sociales, bien que fuera
parcial, lo cierto es que ni siquiera estos fueron capaces de desarrollar
ese p u n t o de partida sobre un armazón teórico-metodológico rigu-
roso. En cuanto a los demás (que son, por otra parte, los cabezas de
cartel de la sociología de la época) se observa un consenso cuasi gene-
ral en torno a la tesis de que la cuestión urbana no es otra cosa más
que una manifestación de procesos históricos y/o estructurales m u -
cho más amplios: para los socialistas, c o m o Marx, Engels o T ó n n i e s ,
el de las lógicas del m o d o de producción capitalista, para los libera-
les el del desarrollo de procesos de modernización racionalizadora
(Small y la primera generación de la Escuela de Chicago, Weber) o la
complejidad funcional creciente del superorganismo social (Spencer,

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Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 19

D u r k h e i m ) , por citar solamente los autores más significativos y los


que encarnan, hasta cierto p u n t o , enfoques teóricos distintos.
El único caso en que los primeros sociólogos parecen haber apre-
ciado la ciudad como un objeto de estudio en sí m i s m o es cuando
hacen retrospección histórica en busca de los orígenes del m u n d o
m o d e r n o . Se encuentran entonces con la ciudad medieval europea y
la reconocen, a esta sí, como un sujeto a u t ó n o m o que merece ser es-
tudiado como tal. Weber (1924) analizó la ciudad medieval con todo
detalle, por considerarla actor decisivo en la ruptura del orden polí-
tico y económico feudal y en la generación de los procesos racionales
que conducen a la m o d e r n a sociedad capitalista. D u r k h e i m ( 1 8 9 3 ,
1895) también buscará el proceso de división del trabajo que c o n d u -
ce al desarrollo de la «solidaridad orgánica»en las ciudades medievales
y M a r x y Engels (1998 [1848]) p o n d r á n sus ojos en la ciudad de la
Edad Media como lugar insular, específico y único, d o n d e se gesta,
en medio del océano feudal, su antítesis capitalista. Pero ese prota-
gonismo que le conceden a la ciudad medieval se apaga a la hora de
estudiar la fase histórica siguiente, marcada por el triunfo de los siste-
mas burocrático/racionalistas (en Weber) o del m o d o de producción
capitalista (en Marx y Engels). Ahora, en el siglo XIX o principios
del XX, la ciudad ya no es ni el lugar que produce en sí mismo la
división social del trabajo ni la expresión de un específico m o d o de
producción, pues estos se han extendido por todo el territorio. Son
concomitantes con el sistema social en su conjunto y, por ello, no se
considerará útil estudiar la ciudad por sí misma. Y lo que vale para
la ciudad c o n t e m p o r á n e a se predica también de otras formaciones
urbanas en épocas pasadas de la historia, como la ciudad antigua, por
ejemplo. Solo la ciudad medieval, a u t ó n o m a políticamente y lugar
de creación de un sistema económico propio, distinto del resto del
territorio, es analizada como un sujeto específico de estudio.

No se consideró necesario, pues, elaborar una teoría de la ciu-


dad, un estudio de las ciudades en sí mismas y, en este sentido, no
se p u e d e hablar aún de una existencia de la sociología urbana como
tal, como subdisciplina con estatuto propio dentro de la gran familia
de la sociología. El tema urbano está c o m p l e t a m e n t e ausente de los
escritos de algunos de los considerados fundadores de la sociología,
como el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) (Pareto, 1916). En el
caso de otros, como Marx, Engels, D u r k h e i m , T ó n n i e s o Weber no
sería del todo correcto, ni justo, decir que no hicieron sociología ur-
bana, pues todos estos autores estudiaron fenómenos y procesos que

fial proiegido por derechos de autor


20 Francisco Javier Ullán de la Rosa

más tarde serían centrales para esta subdisciplina. Lo que ocurre es


que se trata de una sociología urbana avant la lettre, que no es re-
conocida conscientemente por los autores en su singularidad. U n a
sociología urbana no sistematizada ni dotada de herramientas teóri-
co-metodológicas propias, que hay que ir descubriendo en la prolija
producción sociológica de estos autores.

Los marcos epistemológicos e ideológicos finiseculares


y el estudio de la ciudad

Los estudios urbanos en esta época se inscriben en los marcos teóri-


cos generales con los que empezaba a analizarse la sociedad y quedan
atrapados en los debates disciplinares más generales. Estos debates
alineaban a los autores, grosso modo, en dos grandes bandos episte-
mológicos: el positivista (en el cual debemos incluir al t á n d e m Marx/
Engels, a D u r k h e i m , a Halbawchs y a Small en los Estados Unidos)
y el no positivista de la llamada verstehen o sociología interpretativa
en el que debemos incluir a la escuela alemana (que p o d r í a m o s casi
considerar como u n a Escuela de Berlín pues todos excepto T ó n n i e s
enseñan en dicha universidad: Simmel, Tónnies, S o m b a r t y Weber) y
a la corriente del Pragmatismo en Chicago (Mead, Dewey, hasta cier-
to p u n t o T h o m a s y Znaniecki). D e n t r o del b a n d o positivista se desa-
rrollaba u n a segunda división no menos i m p o r t a n t e entre los marcos
teóricos del materialismo histórico de los M a r x y Engels y el funcio-
nalismo de los Spencer (a quien no trataremos aquí directamente por
apenas haberse ocupado de la ciudad) y D u r k h e i m . De manera trans-
versal al debate epistemológico se situaba el político-ideológico, que
separaba a socialistas (Marx/Engels, T ó n n i e s , Sombart, Halbawchs)
de liberales (Simmel, D u r k h e i m , Weber, los de Chicago). Es decir, ya
en estos m o m e n t o s están presentes las posiciones que se contenderán
la arena de las ciencias sociales durante todo el siglo XX.
Me permito, a continuación, repartir el grupúsculo de autores
más significativos en dos grandes c o m p a r t i m e n t o s de acuerdo a su
posicionamiento epistemológico con respecto a la ciudad. Todo ello con
el propósito de hacer heurísticamente más accesible la abigarrada y
diseminada producción de estudios y reflexiones sobre lo urbano que
se generan en este periodo, pero advirtiendo que dichos comparti-
m e n t o s no son de n i n g u n a m a n e r a estancos y que existen filtracio-
nes, influencias entre ellos, así c o m o , acabamos de decirlo, principios
teóricos e ideológicos compartidos. La clasificación se ha realizado en

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Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 21

base al cruzamiento de varios principios: epistemológicos los unos,


de orientación política los otros. C o m o resultado de ello obtenemos
las siguientes categorías:

1) Autores que no reconocen a la ciudad como un objeto de estudio


en sí mismo', porque para ellosdios el espacio urbano es una variable
variabl
dependiente, un mero reflejo de otros mecanismos sociales.
G r u p o en el que tendríamos que distinguir entre los materia-
listas históricos adscritos al socialismo político (Marx, Engels,
Tónnies) y los protofuncionalistas más o m e n o s declarados
(como D u r k h e i m ) o no (como Weber) de tendencia liberal.
2) Autores que sí reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en
sí mismo\ p o r q u e para ellos el espacio urbano es una variable
independiente, un factor de causalidad que determina o con-
diciona otros procesos sociales. Es en este grupo d o n d e tene-
mos que buscar a los verdaderos precursores de la sociología
urbana y en él p o d e m o s distinguir entre culturalistas (Simmel,
Sombart), de orientación política liberal y un ecléctico m e -
todológico como Maurice Halbawchs, cercano al socialismo,
que incorpora aspectos marxistas, funcionalistas e incluso eco-
lógicos y a quien los franceses consideran, tanto por su rigor
metodológico como por sus temas de estudio, el padre de la
sociología urbana en Francia (Amiot, 1986; Fijalkow, 2 0 0 2 ) .

En este segundo grupo es necesario resaltar especialmente a


quienes sin d u d a merecen el título de primeros padres de la sociolo-
gía urbana en Norteamérica y en el m u n d o , por lo t e m p r a n o de sus
trabajos (los primeros se anticipan a los de Halbawchs en casi dos
décadas): me refiero a la primera generación del D e p a r t a m e n t o de
Sociología de Chicago, la anterior a la Ecología H u m a n a , fundada
por Albion Small en 1 8 9 2 . Bajo la guía de Small los investigadores
de Chicago se aplicaron tenazmente a expurgar la e n o r m e m o n t a ñ a
de datos estadísticos oficiales de la ciudad de Chicago (censos, regis-
tros catastrales, de la seguridad social, estadísticas de criminalidad,
etc.) cruzándolos con diferentes áreas geográficas de la ciudad para
elaborar los primeros modelos relaciónales entre espacio urbano y
procesos sociales. De todos esos trabajos quizá el que merezca u n a
glosa individual sea el de Charles Cooley, quien alterno su militancia
en el Pragmatismo culturalista con el positivismo. Sello de identidad,
por cierto, que acabaría por plasmarse en el proyecto ecológico de

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22 Francisco Javier Ullán de la Rosa

los veinte y treinta y que distinguiría a buena parte de los chicagüenses


hasta los años cincuenta. Con su The Theory of Transportation (1894)
Cooley dio el primer paso de gigante en el tratamiento de temáticas
específicamente urbanas (en este caso, los efectos de las redes de trans-
porte urbanos sobre la estructura social y económica), que serían des-
pués ampliamente desarrolladas por todas las subdisciplinas del ramo
(sociología, geografía y economía urbanas). La primera generación de
Chicago merece, más que ningún otro grupo de autores, un amplio de-
sarrollo como precursores de la sociología urbana. Sin embargo, he con-
siderado más apropiado incluirla en el siguiente capitulo, describiendo
la sociología de Chicago como un conjunto, por cuanto que entre la
primera y la segunda generación se observa un claro continuismo.
Por otro lado, y por encima de las diferencias señaladas, todos los
autores presentan un denominador común epistemológico e ideológi-
co fundamental: todos abrazan con entusiasmo el paradigma de la m o -
dernidad, la cosmovisión predominante en el Occidente de la época, y
ello se refleja en el estudio de la ciudad. El paradigma de la modernidad
hace de la ciudad, sin que ello sea reconocido explícitamente, un obje-
to privilegiado de estudio, al menos de dos maneras diferentes:

a) La ciudad es estudiada como escenario del avance


de la modernidad

Las formas complejas de organización social y sus complejos pro-


ductos culturales (sea en forma de valores o de tecnologías) son,
como lo indica la propia etimología de la palabra civilización, intrín-
secamente urbanos. Así, sin haberlo en realidad reconocido nunca (e
incluso habiéndolo algunos, como Marx y Engels, negado explícita-
mente) todos los autores colocan a la ciudad (y la ciudad occidental
en concreto) en el centro de sus esquemas teóricos al presentar una
correlación entre el proceso histórico de modernización y el de ur-
banización. El proceso de urbanización y la ciudad como construc-
ción histórica son colocados en el punto de llegada de la teleología
evolucionista a la que todos los autores adhieren y es convertido a la
vez en causa y consecuencia de los «logros» occidentales: el progreso,
la complejidad, la racionalidad creciente, la conquista de la natu-
raleza... En ese planteamiento la ciudad no es vista como un ob-
jeto en sí mismo, sino como parte de un proceso histórico general.
U n a ciencia de lo urbano no era necesaria puesto que el proceso de
modernización conduciría finalmente, por la lógica inexorable del

fial proiegido por derechos de autor


Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 23

sistema, que este sea socialista o liberal es indiferente, a la total ur-


banización (industrialización/modernización, en resumidas cuentas,
occidentalización) del planeta. Es de esta premisa que surge indefec-
tiblemente la famosa dicotomía rural/urbano. Porque la convicción
en el inexorable futuro urbano de la humanidad hacía de los rasgos
rurales trasplantados a la ciudad (vía emigración) elementos desti-
nados a desaparecer eventualmente por incompatibilidad funcional
con la modernidad urbana. U n a visión que la sociología urbana pos-
moderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica
y apriorística y demostrando su afirmación con hechos, al encontrar
innumerables rasgos «premodernos» (sistemas de salud chamánicos,
liderazgos carismáticos cuasi feudales, estructuras ciánicas, xenofo-
bia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno...) gozando
de m u y buena salud en el habitat urbano.

b) Los problemas urbanos son percibidos como un desafío


al paradigma m o d e r n o

La ciudad industrial debía ser, de acuerdo con este paradigma m o -


derno, el epítome del progreso obtenido a través de la ciencia, la
tecnología y la administración racional-burocrática. Y, sin embar-
go, la realidad de la vida urbana, con su degradación ambiental y
su miseria social y moral no se ajustaba en absoluto a dicho para-
digma. La ciudad era el escaparate más espectacular de los efectos
colaterales de la economía de mercado de la primera y segunda re-
volución industrial, que entraban en trayectoria frontal de colisión
con su ideología triunfalista, con el optimismo del progreso. La
racionalidad del progreso parecía engendrar en sus propias entrañas
un monstruo de irracionalidad que la roía por dentro. Esta contra-
dicción se había convertido en el tema inspirador de muchos litera-
tos y otros artistas desde el principio de la industrialización, dando
lugar al nacimiento de algunos de nuestros más conocidos tópicos
modernos. Había iniciado Goya en 1799 advirtiendo que «El Sueño
de la Razón Produce Monstruos», había continuado Goethe con su
Fausto en 1806 (el sueño moderno de dominio absoluto de la na-
turaleza no puede venir sino de un pacto diabólico), poco después
seguido del Frankenstein o el moderno Prometeo de M a r y Shelley
(1818) en el que se recuperaba el viejo mito clásico (que también
era, a fin de cuentas, el del Génesis): imitar a Prometeo, aspirar al
control de la naturaleza a través de la ciencia, solo puede volverse

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24 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en nuestra contra. El control de la naturaleza es prerrogativa de la


divinidad. Solo ella p u e d e hacer las cosas bien. El ser h u m a n o solo
p u e d e producir m o n s t r u o s . El m i t o había sido finalmente c o m p l e -
tado, con m a y o r refinamiento psicológico, en el ombligo de todas
las pesadillas urbano-industriales de la época, la Inglaterra Victoria-
na, a través de m e m o r a b l e s metáforas de la sociedad c o m o el Doctor
Jekyll y Mr. Hyde (1886) o El retrato de Dorian Grey ( 1 8 9 0 ) , tras
cuyas civilizadas epidermis se ocultaba todo el h o r r o r de la miseria
de su t i e m p o : el personaje antisocial, en que la ciencia transformaba
al afable doctor; el retrato escondido en un desván que se hacía cada
día más r e p u g n a n t e c o m o precio a pagar por la d e s l u m b r a n t e be-
lleza del d a n d y Grey. Un h o r r o r que el O c c i d e n t e había exportado
al resto del m u n d o y que C o n r a d retrataría m a g i s t r a l m e n t e en El
Corazón de las Tinieblas ( 1 8 9 9 ) .
Pero los sociólogos no podían contentarse con metáforas poéticas
que estaban, además, impregnadas de un romanticismo en el fondo
no m u y comprometido con la razón. Los sociólogos no eran poetas,
eran hombres de ciencia, y, en ese sentido, apóstoles convencidos del
racionalismo. Un racionalismo que era epistemológico y axiológico al
mismo tiempo: que afirmaba la existencia de una explicación objetiva
para todos los fenómenos y saludaba el triunfo del progreso, del orden
frente al caos y la entropía y creía firmemente en un futuro más feliz
para el género h u m a n o a través de la ciencia. Bajo esas premisas, los
efectos perversos de la industrialización, entre ellos los llamados pro-
blemas urbanos, se convirtieron en una obsesión para la sociología,
hasta el p u n t o de ser en buena parte los causantes de su nacimien-
to. El objetivo era desmentir las alegorías literarias: demostrar que la
m o d e r n i d a d no era un m o n s t r u o esquizofrénico con dos cabezas y
que no estaba destinado a producir horror para siempre. Optimistas
convencidos, todos nos dirán que aquellos aspectos oscuros eran solo
fases transitorias de la evolución de la sociedad, desajustes temporales
del sistema el cual, por la propia lógica interna a su funcionamiento,
tiende a la armonía (porque si no desaparecería). Si bien los autores
difieren en su percepción acerca de cómo se producirá esto (por el
propio mercado, para los unos, por la sociedad socialista sin propie-
dad privada, para los otros) todos confían finalmente en el reajuste
del sistema. La paradoja se muestra así como un mero espejismo: la
realidad funciona por parámetros racionales, no es un sistema caótico,
y, conocidos racionalmente sus mecanismos, puede ser racionalmente
reconducida por la senda del progreso.

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Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 25

2.2. LA CIUDAD COMO VARIABLE DEPENDIENTE: MARX, ENGELS,


TÓNNIES, DURKHEIM Y WEBER

2.2.1. KarlMarx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895):


la ciudad como expresión del modo de producción

En la antigüedad, las ciudades nunca llegaron a ser el espacio genera-


dor de un nuevo modo de producción. Los grandes latifundistas, el
poder político de base tributaria, vivía, ciertamente, en las ciudades
pero la economía era básicamente agraria y la existencia material de
la ciudad, con su división social del trabajo y su estructura de clases,
descansaba completamente en la obtención de la plusvalía agrícola.
La ciudad no era otra cosa que un centro administrativo para gestio-
nar el modo de producción agrario y sus relaciones sociales (una arti-
culación de pequeños propietarios, latifundistas, aparceros, arrenda-
tarios, clientes y esclavos cuyas características, composición concreta
y relaciones estructurales variaron significativamente a lo largo del
tiempo y del espacio). La ciudad nunca generó un modo de produc-
ción propio. C o n el desplome de la estructura política del Imperio
Romano, el latifundio y sus relaciones de producción simplemente
se hicieron insostenibles y la sociedad regresó al modo de producción
agrario basado en las relaciones de parentesco o se reconstituyó en
las nuevas formas de dominación feudal. La Edad Media comien-
za con la hegemonía de lo rural como lugar de la historia pero ve
poco a poco crecer en su seno una nueva lógica económica basada
en una nueva división del trabajo (Marx y Engels, 1998 [1848]).
Es en la Edad Media el momento en que la división entre ciudad y
campo tiene una verdadera existencia estructural, es la expresión de
una contradicción esencial entre dos modos de producción distintos.
Y como bien advierte Lefebvre (1972: 71) «para Marx, la disolución
del modo de producción feudal y la transición al capitalismo se en-
cuentran ligada a un sujeto, la ciudad».
Se trata, eso sí, de la ciudad occidental. Al igual que Weber, para
Marx y Engels la asociación entre capitalismo y urbanismo es un
fenómeno que ocurre solamente en Occidente. En el resto de los
estados agrarios se desarrolla otra modalidad de economía política,
basada en el control despótico del Estado sobre poblaciones campe-
sinas organizadas en torno a estructuras comunitarias de parentesco,
el llamado modo de producción asiático al que Marx dedicaría sobre
todo los Grundrisse (1989 [1857]), y cuyas características inhibirían

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26 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el nacimiento de una burguesía capitalista. Mientras, en Occidente,


el germen del nuevo m o d o de producción rápidamente empezaría a
crecer gracias al establecimiento de una red de relaciones entre los
distintos centros urbanos que incluso genera una división espacial del
trabajo: especialización de ciertas ciudades en la producción de artí-
culos o de servicios comerciales o financieros concretos. Sin embargo,
el «océano feudal» que lamía las murallas de las ciudades por sus
cuatro costados, impidió durante m u c h o tiempo, tanto desde dentro
como desde fuera, el despegue del incipiente sistema económico y su
transformación en un m o d e r n o capitalismo industrial. Desde fuera,
la sujeción de las masas campesinas a la servidumbre de la gleba y,
desde dentro, la regulación del trabajo y la producción operada por
unos gremios corporativos que imitaban las relaciones jerárquico-
paternalistas de la aristocracia feudal, obstaculizaron durante siglos
la que Marx y Engels consideraban condición sine qua non para la
aparición del m o d e r n o capitalismo industrial (Marx y Engels, 1998
[1848]): la conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía que
pudiera venderse y comprarse libremente en un mercado supralocal
de dimensiones suficientemente grandes. Los siglos XV al XVIII pue-
den resumirse como la historia del surgimiento y consolidación, en el
marco de los Estados nación m o d e r n o s , de dicho mercado de trabajo,
que disuelve y sustituye progresivamente las rígidas relaciones de pro-
ducción feudales, personalizadas, cargadas de valores y emociones, y
las sustituye por relaciones monetarizadas, anónimas, utilitaristas y
racionales. Dicha sustitución se había operado casi c o m p l e t a m e n t e
a mediados del siglo XIX, cuando Engels y Marx escriben sus obras.
Por entonces la agricultura, en la Europa Occidental, es ya plena-
m e n t e u n a actividad capitalista, d o m i n a d a por las relaciones socia-
les de mercado, y es en ese sentido que M a r x y Engels negarán que
campo y ciudad, en tanto cuales, sean sujetos reales de análisis. Serán
considerados c o m o dos dimensiones de la misma formación social
(Katznelson, 1993), la conformada por la hegemonía del m o d o de
producción capitalista, y la ciudad estudiada únicamente en cuanto
lugar d o n d e se concentran con mayor intensidad sus efectos y con-
tradicciones.

Sin embargo, como nos recuerdan, entre otros, Saunders (1981)


o Merrifield (2002), no es exacto que M a r x y Engels negaran comple-
tamente a la ciudad un papel en su esquema de análisis del m o d o de
producción capitalista (o en su programa político para superarlo por
medio de la lucha de clases). M a r x y Engels considerarán las ciudades

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Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 27

como catalizadores de la evolución del propio m o d o de producción


capitalista, es decir, como factores de causalidad al fin y al cabo. Y
ello, en su doble circunstancia espacial de lugar de intensa concentra-
ción demográfica de trabajadores y de vector físico que agudiza sus
condiciones de explotación por causa de las deficiencias de su espacio
construido. Las ciudades fomentan en su seno —gracias a procesos
sistémicos de sinergia— fenómenos c o m o el avance científico-técni-
co, procesos de concentración monopolística del capital y mayores
cotas de división del trabajo (producto a su vez de los propios avances
técnicos, de la necesidad de resolver problemas derivados de la densi-
dad de población urbana y de la propia heterogeneidad social que la
densidad demográfica produce). Ese efecto catalizador conducirá, sin
embargo, a la profundización de las contradicciones del sistema, que
acabarán por destruirlo y sustituirlo por un nuevo m o d o de p r o d u c -
ción: el socialismo. El proletariado que deberá dar inicio a la lucha
por el socialismo será, de acuerdo con esta lógica, un proletariado
urbano. Era en la ciudad y no el c a m p o , gracias a su concentración
espacial de proletarios explotados y a las condiciones de precariedad
de su vida material cotidiana, d o n d e se estaban gestando los procesos
de aparición de una conciencia de clase y movilización obrera. La
urbanización es así, para M a r x y Engels, u n a condición necesaria para
la construcción del socialismo.
Es en ese sentido que hay que apuntar algunos trabajos realiza-
dos en solitario por Engels y que trataron p r o p i a m e n t e de problemas
específicamente urbanos, c o m o el precoz The condition ofthe Working
Class in England in 1844 (1845) y el posterior The Housing Question
(1872). Trabajos ambos que supusieron un notable esfuerzo de d o -
cumentación empírica de las condiciones de vida de la clase obrera
en las ciudades. Engels fue el primer marxista en ligar explícitamente
las lógicas del m o d o de producción capitalista con los procesos de
desarrollo urbano y fue, en ese sentido, el primer sociólogo urbano
marxista, a u n q u e fuera avant la lettre. Y, sin embargo, Engels no pro-
fundizó m u c h o más allá de lo p u r a m e n t e material: n u n c a se interesó
por la cultura urbana, por sus formas específicas de vida (Merrifield,
2 0 0 2 ) . La razón de esta ausencia debe achacarse de nuevo al plan-
teamiento estructuralista de partida: para Engels es el capitalismo el
determinante último de los estilos de vida urbanos, en este caso de la
miseria material y moral del proletariado de los slums, no la ciudad
en cuanto tal. En los dos trabajos mencionados, Engels deja clara su
convicción, mensaje que lanza a los reformistas liberales de su época,

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28 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de que la miseria urbana únicamente se podrá superar mediante la


transformación de la sociedad en su totalidad. Su enfoque, como el
de sus discípulos marxistas del siglo XX, era clara y profundamente
estructuralista: es el sistema capitalista en sí mismo, y no las acciones
individuales de los individuos «capitalistas» el que causa la pobreza y
la cochambre en la que vive el proletariado urbano. Por eso, aunque
la burguesía haya intentado puntualmente mejorar las condiciones
de vida de los slums (los programas reformistas que mencionábamos
más arriba), incluso en ocasiones — p o r qué no admitirlo— con un
loable y desinteresado espíritu filantrópico, estas experiencias estarán
siempre inexorablemente condenadas al fracaso mientras la lógica de
las relaciones de producción no cambie: por cada slum que se de-
rribe para construir un barrio más h u m a n o surgirá más pronto que
tarde otro en otra parte. O dos. O muchos más, pues el capitalismo
tiende con velocidad siempre creciente a expandir sus lógicas a más
y más sociedades del planeta, atrapando siempre más poblaciones en
la telaraña de sus relaciones de explotación. El tiempo no hizo otra
cosa más que corroborar esta afirmación, sembrando slums por toda
la tierra: de Yakarta a Rio de Janeiro, de Kabul a Ciudad del Cabo,
en un proceso de dimensiones tan globales que probablemente haya
superado la estimación más atrevida del viejo Engels. Un proceso que
Mike Davis documenta magistralmente en su reciente libro Planet of
Slums (2006), de título m u y evocador.

2.2.2. Ferdinand Tonnies (1855-1936): lo urbano en el


contínuum comunidad-sociedad

Tonnies fue uno de los padres de la sociología académica en Alema-


nia, co-fundador de la Asociación Alemana de Sociología en 1909.
H o m b r e de ideas y preocupaciones socialistas, escribió una biografía
sobre Marx en 1921 y llegó incluso a militar políticamente en el
Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) si bien ya casi al final de su
vida, en 1932 (Merz-Benz, 2005). C o m o muchos otros intelectuales
de su época, Tonnies mostró un gran interés y preocupación, teñida
de inquietudes sociales, morales y políticas, por los efectos negativos
de aquel capitalismo industrial que le tocó vivir en primera persona.
En Alemania, país de industrialización algo más tardía que el Reino
Unido, ese proceso coincide, de hecho, casi de forma exacta, con su
propia andadura biográfica e intelectual, produciéndose el despegue
más fuerte en los años que van desde la unificación (1870) hasta la

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30 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de vida e m i n e n t e m e n t e rural, con economía poco o nada orientada


al mercado, bajo nivel de división social del trabajo y, por tanto, alto
grado de h o m o g e n e i d a d social y cultural, cuya expresión espacial por
excelencia es la aldea que se organiza a través de relaciones de pa-
rentesco o de vecindad, marcadas por vínculos sociales directos, no
mediados por las instituciones, de naturaleza en buena parte afectiva,
moral y adscrita. La gesellschaft (sociedad), por su parte, parece ser el
exacto reverso dicotómico de aquella otra: es el sistema social de las
modernas sociedades industriales, una forma de vida eminentemente
urbana, con u n a economía orientada al mercado, alto nivel de divi-
sión social del trabajo, de gran heterogeneidad sociocultural y cuya
expresión por excelencia es la ciudad y, más concretamente, la gran
metrópoli contemporánea, que se organiza, socialmente, a través de
relaciones basadas en el contrato legal entre desconocidos, de n a t u -
raleza p u r a m e n t e instrumental, mediadas por instituciones, públicas
o privadas, de carácter burocrático-racional (Tónnies, 1955 [1887]).
Pero se notará que he decidido utilizar y resaltado en cursiva los tér-
minos «en buena parte», «parece», «eminentemente», y «por excelen-
cia». La intención es la de dejar patente que T ó n n i e s no utiliza su des-
cripción en un sentido radicalmente dicotómico y, con ello, deshacer
un entuerto que ha hecho del sociólogo alemán el presunto padre
de la famosa y popularizada dicotomía campo/ciudad. En contra de
lo que m u c h o s piensan, las categorías tónnianas no son absolutas y
c o m p l e t a m e n t e excluyentes. Esa ha sido la lectura vulgar, o ideoló-
gicamente interesada, que se ha hecho, intencionadamente o no, del
autor alemán en el siglo XX, de la que es especialmente culpable una
izquierda antiurbanita que veía en la ciudad la encarnación de todos
los males del capitalismo y que abogaba por una agenda política co-
munitarista y ruralizante (Deflem, 2 0 0 1 ) . Un antiurbanismo cuyas
raíces, si acaso, hay que buscarlas, como veremos unas páginas más
adelante, en su c o n t e m p o r á n e o y paisano Georg Simmel (1909). Para
T ó n n i e s aquellas categorías eran solamente conceptos heurísticos, lo
que más tarde Weber denominaría tipos ideales. Gemeinschaft y ge-
sellschaft representan para T ó n n i e s las dos formas estructuralmente
puras de un proceso de cambio social m u y complejo que se presen-
ta empíricamente c o m o un contínuum de situaciones concretas en
las que cada sociedad, país, localidad, presenta grados variables de
preindustrialización/tradicionalidad/ruralidad y de industrialización/
m o d e r n i z a c i ó n / u r b a n i s m o . Sin negar que p u e d a n existir sociedades
que se ajusten casi c o m p l e t a m e n t e a los tipos ideales, T ó n n i e s afirma

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32 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el puro individualismo competitivo del capitalismo. En resumidas


cuentas, su teoría de la gemeinschaft refleja las ideas socialdemócratas
de su faceta de h o m b r e político.

2.23. Emile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema


funcional superorgdnico

Emile D u r k h e i m , fundador del primer D e p a r t a m e n t o de Sociología


en Europa, en la Universidad de Burdeos en 1895, es el primer gran
adalid del positivismo empirista en sociología (Giddens, 1974, 1978).
Para reducir la e n o r m e multiplicidad de los datos empíricos a una rea-
lidad aprehensible recurre al m é t o d o de la inducción estadística, que
desarrolló en sus Reglas del método sociológico (1895). Así, D u r k h e i m
será uno de los primeros sociólogos, junto con la primera generación
de Chicago, en hacer uso intensivo de los datos estadísticos (datos
empíricos reducibles a expresión matemática) para extraer de ellos
teorías generales sobre fenómenos sociales. La primera aplicación de
este m é t o d o , y p r o b a b l e m e n t e la más conocida, la constituye su obra
El suicidio (1898), que dedica a uno de aquellos problemas que pare-
cía haberse agudizado en las m o d e r n a s ciudades y que a t o r m e n t a b a
a los apóstoles del progreso. En ella intentará explicar a partir de
leyes sociológicas lo que aparentemente se presenta como una acción
motivada por razones p u r a m e n t e personales. Para llegar a descubrir
dichas leyes procederá por observación de una muestra estadística de
suicidios que cruzará con otros tipos de datos (clase social, religión,
sexo, edad, estado civil, nivel educativo, nacionalidad...) en busca
de patrones que él había d e n o m i n a d o «variaciones concomitantes»
( D u r k h e i m , 2 0 0 0 [1895]). Sin embargo no introduce la variable re-
sidencial, lo que habría hecho del estudio un verdadero ejemplo de
sociología urbana. El resultado es de sobra conocido: mayores tasas
de suicidio entre hombres que entre mujeres, entre solteros que entre
casados, entre protestantes que entre católicos y, lo más interesante,
la clasificación del suicidio en cuatro tipologías (altruista, fatalista,
egoísta y anómico).

Estas leyes sociológicas universales remiten finalmente a u n a


realidad estructural y sistémica que existe más allá de las acciones
particulares de los individuos (en esto coincide con M a r x ) . Esta rea-
lidad estructural es lo que D u r k h e i m había llamado «hechos sociales»
ya en su tesis doctoral, La división del trabajo social, de 1893. Estos
«hechos sociales» son fenómenos colectivos, materiales o inmateriales

fial proiegido por derechos de autor


Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 33

(valores, sentimientos), que no son reducibles a la suma de sus partes,


es decir, que son a u t ó n o m o s de las acciones o voluntades individua-
les, impulsados por su propia «lógica», y que c o m o tales condicionan
(aunque no determinan) las acciones de los individuos ( D u r k h e i m ,
1995 [1893]). La concepción del sistema social como una realidad
dotada de existencia ontológica convierte a D u r k h e i m en continua-
dor del protofuncionalismo que había comenzado con el Social Statics
de Spencer en 1851 (Perrin, 1995). A m b o s p u e d e n considerarse, con
todo mérito, abuelo y padre, respectivamente, del funcionalismo que
a partir de los años veinte y durante medio siglo dominaría la socio-
logía desde sus cuarteles generales en el m u n d o anglosajón (y más
concretamente desde Chicago). Pero mientras en Spencer este fun-
cionalismo quedó en sus obras posteriores articulado con un evolu-
cionismo biologicista, el de D u r k h e i m es p l e n a m e n t e sociológico y, si
bien el inevitable substrato evolucionista n u n c a desaparece del todo,
presenta fuertes tendencias al enfoque sincrónico, como después el
norteamericano. T a m b i é n como aquel, su visión sistémica está exen-
ta de la causalidad economicista propia del materialismo histórico o
de alguna alusión a la lucha de clases y, en cambio, su concepto del
«hecho social» subscribe los dos principios básicos de la posterior teo-
ría funcionalista: el del superorganismo sistémico que se autorregula
para mantenerse siempre en equilibrio con independencia de las ac-
ciones individuales o colectivas de los actores sociales; y el de la m u -
tua interdependencia de todos los subsistemas o partes del sistema,
igualmente importantes para su funcionamiento (Parsons, 1951).
A u n q u e fue amigo (compañero de escuela) de Jean Jaurés, el
fundador del Partido Socialista Francés, D u r k h e i m n u n c a se implicó
en los movimientos políticos de izquierda y sus tesis p u e d e n conside-
rarse más bien reformistas y no beligerantes con el statu quo (Poggi,
2 0 0 0 ) . Exactamente igual que las del funcionalismo anglosajón. Esto
puede verse perfectamente en algunas de sus preocupaciones princi-
pales, en las que se recortan al trasluz temáticas implícitamente ur-
banas. Sus conceptos de la «solidaridad mecánica» y la «solidaridad
orgánica» son claramente funcionalistas. C o n el segundo de ellos, la
«solidaridad orgánica», D u r k h e i m pretendía contrarrestar, implícita
o explícitamente, la teoría marxista que vinculaba la creciente divi-
sión social del trabajo en la sociedad capitalista c o n t e m p o r á n e a con el
recrudecimiento del conflicto entre los grupos h u m a n o s (clases) que
ella misma iba conformando. D u r k h e i m sustituye en cambio esta
visión negativa de la transformación histórica por una optimista, en

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34 Francisco Javier Ullán de la Rosa

lo que parece u n a clara defensa de la modernización y la sociedad


urbano-industrial: las diferencias complementarias entre las clases
(como la interdependencia, también complementaria de los subsis-
temas en la metáfora funcionalista) no generan tensión sino, por el
contrario, una unidad cooperativa positiva, una solidaridad «orgáni-
ca» (orgánica porque deriva de la lógica externa del funcionamien-
to de un «organismo» social, léase «sistema» si no gusta la analogía
biológica, del que las clases sociales son órganos no independientes)
( D u r k h e i m , 1995 [1893]: 2 0 7 ) . La defensa de la sociedad u r b a n o -
industrial se combina en D u r k h e i m con el historicismo evolucionista
y etnocéntrico (casi ineluctable en los intelectuales de la época) al
comparar dicho organismo armónico con otro que también lo era (y,
de nuevo, esto es funcionalismo) y al que ha sucedido en el tiempo: la
sociedad preindustrial o premoderna, cuya lógica de autorregulación
1
se basaría, en cambio, en la «solidaridad mecánica» . Pues bien, nos
dice D u r k h e i m , distanciándose en esto de románticos comunitaristas
como T ó n n i e s : la sociedad m o d e r n a basada en la heterogeneidad y
la división social del trabajo no solo es funcional sino que genera
una solidaridad más fuerte que la mecánica, permitiendo combinar
el orden con un elemento m u y positivo del que carecían la socieda-
des agrarias preindustriales: la libertad individual ( D u r k h e i m , 1995
[1893]: 2 1 0 ) . C o n ello nos quería decir que la sociedad industrial
supone una evolución positiva, que la historia evoluciona siguiendo
una senda de progreso y que la sociedad urbana occidental es la cús-
pide solitaria (al menos en aquel m o m e n t o ) de ese progreso, avanza-
dilla en un m u n d o aún d o m i n a d o en b u e n a parte por las sociedades
de solidaridad mecánica.

C o m o b u e n reformista, no están exentas de sus escritos las refe-


rencias a los problemas (disfuncionalidades) generados por la brusca
y acelerada transformación histórica que vivía su t i e m p o , periodo
de transición entre sistemas basados en lógicas de funcionamiento
(solidaridades) diferentes. La preocupación por los efectos negativos
de la modernización, que D u r k h e i m necesita reintegrar en una ex-
plicación racional y positiva de la modernización que salve el d o g m a
del progreso, había estado presente desde el principio de su carrera
académica. A uno de estos efectos, el suicidio, le había dedicado,

1
El juego de adjetivos empleado por Durkheim tiende a confundir a los lectores
que se acercan a su obra por primera vez, quizá porque el imaginario colectivo condu-
ce a asociar el término "mecánico" con lo industrial y el "orgánico" con lo agrario.

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Estudios sobre lo urbano en la Europa victorianay de la Belle Époque 35

como vimos, todo un estudio en profundidad. En él quería, entre


otras cosas, romper una lanza a favor de la sociedad m o d e r n a , que
podía ciertamente aparecer ante sus contemporáneos como una so-
ciedad que generaba infelicidad profunda, hasta el p u n t o de i m p u l -
sar al suicidio. D u r k h e i m pretendía demostrar que el suicidio se en-
cuentra presente en todas las sociedades, que simplemente cambia
su forma de acuerdo a la lógica de funcionamiento de cada sistema
2
y que en algunas de sus formas podía, incluso, ser funcional . En sus
siguientes trabajos, y siguiendo la senda abierta por aquel primero,
centraría su atención en elaborar una teoría abarcante que pudie-
ra explicar la mayor parte de estas disfuncionalidades, de las que el
suicidio era solo una posible manifestación. Esta teoría la encontró
en el fenómeno que bautizó con el término de anomia, neologismo
que acabaría alcanzando una e n o r m e popularidad. La a n o m i a es la
situación que se produce cuando, en ciertas condiciones particulares,
el sistema no consigue cumplir su misión de regular la vida de los
individuos, acomodándolos en roles funcionales para el sistema (y
que sean, al mismo tiempo, generadores de sentido para quienes los
desempeñan), todo lo cual se traduce en una panoplia de posibles
c o m p o r t a m i e n t o s «antisociales»: abulia, dejación de las responsabili-
dades laborales (absentismo), familiares (abandono familiar) o ciuda-
danas (abstencionismo electoral, vandalismo, suicidio a n ó m i c o . . . ) ,

2
La tipología de suicidios elaborada por Durkheim encajaba perfectamente, de
hecho, en su dualismo evolucionista más amplio que oponía sociedad tradicional a
sociedad moderna. Así los tipos altruista y fatalista son provocados por las lógicas
imperantes en un sistema social tradicional, donde el individuo es sometido com-
pletamente al control social y cultural de la colectividad: el primero sucede cuando
el sistema solicita el sacrificio del individuo en beneficio de la sociedad (como los
ancianos entre los indios de las praderas norteamericanas que se dejan morir para
no ser una carga), el segundo cuando la opresión de un sistema totalitario sobre el
individuo provoca que este prefiera la muerte a la conformidad (los esclavos que se
quitan la vida para escapar al yugo del trabajo forzado). Los tipos egoísta y anómico
son, por el contrario, producto de las transformaciones llegadas con la modernidad y
no se observan en sociedades tradicionales: el primero es fruto de la liberación del in-
dividuo de aquel control total de la colectividad y en ese sentido es saludado como un
fenómeno, hasta cierto punto, positivo, como un ejercicio de la libertad humana (mi
vida es mía y hago con ella lo que quiero), solo el segundo es visto como una verdade-
ra disfuncionalidad del sistema, producto de su incapacidad para producir sentido en
ciertos individuos, para encajarlos de manera correcta en el engranaje social, lo cual
provoca un sentimiento de alienación, de vacío, de no pertenencia que conduce a la
depresión y a la solución escapista del suicidio (Durkheim, 1989 [1898]).

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36 Francisco Javier Ullán de la Rosa

criminalidad, prostitución, drogadicción y alcoholismo, violencia


intrafamiliar, entre los principales. Pero estos c o m p o r t a m i e n t o s , pre-
ocupantes y necesitados de atención y solución, no invalidan su tesis:
son considerados por D u r k h e i m como «anormalidades» (anomalías
disfuncionales del sistema, podríamos decir en léxico funcionalista)
que no i m p i d e n necesariamente el funcionamiento del sistema pero
a los que hay que poner freno para evitar que rebasen el tamaño crí-
tico en sí p u e d a n poner en peligro la cohesión social en su conjunto.
La anomia es entendida por D u r k h e i m básica y f u n d a m e n t a l m e n t e
en términos de una falta de autorregulación interna de ciertos in-
dividuos. Premisa que lleva implícita una conclusión m u y clara: el
problema se p u e d e desactivar a través de la resocialización, que es un
mecanismo de control social. La lucha de clases queda así arrincona-
da por innecesaria, m u y lejos del horizonte d u r k h e i m i a n o .
Por lo demás, y en la línea de Marx o de Weber, una sociología
estrictamente urbana está ausente de los escritos de D u r k h e i m . Para
el padre de la sociología francesa la distinción entre sociedad y ciudad
en el m u n d o c o n t e m p o r á n e o no tiene sentido. Para D u r k h e i m , como
dice Saunders ( 1 9 8 1 : 86), «la sociedad no es otra cosa que una gran
ciudad». El proceso de urbanización es concomitante con el de m o -
dernización y lo único que hará D u r k h e i m , como antes M a r x y luego
Weber, es dar su propia versión de este proceso cuyo escenario, pero
no su causa, es la ciudad. D u r k h e i m explicará cómo la «densidad m o -
ral o dinámica» de la ciudad (con la que él quiere referirse al intenso
grado de interrelación y el elevado n ú m e r o de las relaciones sociales
que se dan en el espacio urbano) ( D u r k h e i m , 1995 [1893]: 300)
mina, j u n t o con el a n o n i m a t o , el control social tradicional (basado
en la solidaridad mecánica) y la colectividad encuentra problemas
para i m p o n e r un código único de conducta moral. Esto desemboca
en mayor libertad para el individuo pero también en la anomia (los
dos procesos divergentes que también identificaría Simmel) y en el
m a n t e n i m i e n t o de pequeñas comunidades morales (subculturas ur-
banas) en el seno de la sociedad mayor, sin que por ello estas p u e d a n
poner en peligro la supervivencia del sistema social en su conjunto,
pues su influencia sobre los individuos queda circunscrita solo a cier-
tas dimensiones de la vida (prácticas familiares, religiosas, estéticas...)
y es contrarrestada por la existencia de otras comunidades con las que
se ve forzosamente obligada a coexistir en un marco de relaciones co-
m ú n . Nacido en u n a devota familia judía en Francia (Poggio, 2 0 0 0 ) ,
D u r k h e i m hablaba, en este caso, por experiencia propia. Este último

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Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 37

tipo de reflexión estaría preanunciando la Escuela de Chicago con sus


estudios de comunidad. La Ecología H u m a n a de los chicagüenses,
el primero de los brotes del funcionalismo norteamericano, le debe
mucho al protofuncionalismo de Durkheim.

2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno


de racionalización

La única obra que Max Weber dedicó propiamente al estudio de la


ciudad, Der stadt (La Ciudad) es, de hecho, un tratado sobre la ciu-
dad medieval y su papel protagónico en el alumbramiento del capi-
talismo. Pero, como una ilustración casi ejemplar de la dimensión
secundaria otorgada a la ciudad en estos albores de la sociología, Der
stadt fue publicada solo postumamente, en 1921 (aunque sabemos
que fue escrita en la década anterior), como si el propio Weber, en
vida, hubiera renegado de su propia obra. Der stadt sería rápidamen-
te refundida en su siguiente edición, la de 1924, con otros textos,
«sepultada» al interior de su magnus opus, Wirtschaft und gesellschaf
{Economía y sociedad), donde su especificidad urbana se diluiría en
favor de un análisis más panorámico del conjunto del proceso de
modernización (Weber, 1969 [1924]). No sería hasta mucho más
tarde, con su publicación en inglés en 1958, en su forma original
separada del Wirtschaft, que se sacaría a flote de manera más evidente
la dimensión urbana del pensamiento de Weber.
El enfoque weberiano puede, de alguna manera, considerarse la
respuesta intelectual más potente ofrecida por la clase burguesa de
anteguerra al materialismo histórico marxista. Su sociología es, si se
me permite la analogía con las posiciones espaciales del lenguaje po-
lítico, una sociología de centro, o de centro-derecha, según se quiera
interpretar su obra de forma más o menos crítica. Todo ello se refleja
en la centralidad que para él tiene el individuo, la acción individual
y sus motivaciones subjetivas, guiadas por códigos de valores m o -
rales. Sus posiciones académicas se reflejan, de hecho, en sus para-
lelas implicaciones políticas: Weber fue uno de los fundadores, en
1918, del Partido Democrático Alemán, el Deutsche Demokratische
Partei (DDP), de orientación liberal (Kaesler, 1996) (la mayoría de
sus miembros acabarían, tras el paréntesis de la dictadura nazi que
llevó a la disolución de la formación, por integrarse en la Democracia
Cristiana [Frye, 1963]). Participó también como asesor en la re-
dacción de la nueva constitución de la República de Weimar. Sin

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38 Francisco Javier Ullán de la Rosa

embargo, su prematura m u e r t e en 1920, víctima de la G r a n Gripe,


en los albores de su carrera política, hace que dicha dimensión pase
casi desapercibida en el conjunto de su biografía. Sin d u d a la imagen
global de Weber habría sido hoy diferente si esa carrera política no se
hubiera visto truncada en statu nascendi.
Weber, al contrario que M a r x y Engels, era un h o m b r e profun-
d a m e n t e religioso (protestante) y un crítico tanto del estructuralismo
marxista c o m o del positivismo radical (Kaesler, 1996). Para Weber,
la compresión holística de una realidad que existe más allá de las
acciones h u m a n a s (el sistema, la estructura, a los que el materialismo
histórico da el n o m b r e de m o d o de producción o formación social)
era algo que se resistía a aceptar. La base del análisis sociológico deben
constituirla las acciones individuales y las motivaciones de los indivi-
duos que de n i n g u n a manera pueden reducirse, como Weber — e r r ó -
n e a m e n t e — siente que pretende Marx, a meras personificaciones de
relaciones estructurales objetivas. Los individuos no son marionetas
de las estructuras, tienen independencia de acción. No son la clase
o el Estado los que actúan, sino los individuos que los c o m p o n e n .
La tarea de la explicación sociológica es la de intentar c o m p r e n d e r
las acciones de los individuos por medio de la comprensión de los
significados que estos les confieren a las mismas. Pero las acciones
de los individuos no están predeterminadas, lo cual introduce un
elemento de incertidumbre insalvable en la explicación sociológica.
La sociología no puede establecer leyes universales, solo marcos de
probabilidad típica. Lo máximo a lo que p u e d e aspirar como cien-
cia es a elaborar generalizaciones que den cuenta del grado de pro-
babilidad de que determinadas situaciones produzcan determinadas
acciones ( H e k m a n , 1 9 8 3 ; Freund, 1998). Estas generalizaciones son
lo que Weber d e n o m i n a los tipos ideales que p u e d e n ser, a su vez,
históricos (cuando se trata de generalizaciones solamente aplicables a
un contexto histórico particular, c o m o , por ejemplo, el calvinismo o
el capitalismo) o generales (aplicables en cualquier sociedad y época
histórica) (Weber, 1969 [1924]).

Weber advierte en innumerables ocasiones de que estos tipos


ideales no deben entenderse como explicaciones totalizantes de la
realidad sino como aproximaciones siempre parciales. En ello Weber
demuestra la huella dejada en él por la filosofía neokantiana de su
profesor Rickert (Saunders, 1981): para los neokantianos, c o m o para
Kant m i s m o , la realidad empírica es esencialmente caótica e inapre-
hensible. Para comprenderla racionalmente la m e n t e debe ordenarla

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Al Francisco Javier Ullán de la Rosa

apriorísticas, profundamente contaminadas por juicios de valor. Sus


estudios parecen, más bien, el resultado de reflexiones basadas en su
propia percepción de la realidad. Esta falta de solidez científica lo
conduciría, de hecho, a la marginalidad dentro de la c o m u n i d a d uni-
versitaria alemana, d o n d e le costó m u c h o encontrar un hueco profe-
sional, a pesar de las recomendaciones de algunos buenos y poderosos
amigos c o m o Max Weber, Rainer María Rilke o E d m u n d Husserl. La
fortuna personal de que disponía le permitió, sin embargo, soslayar
todas esas dificultades y dedicarse a su obra sin excesivas perturba-
ciones: a u n q u e pudiera importarle el reconocimiento, no dependía
de un salario para vivir o para escribir (Levine, 1 9 7 1 ; Watier, 2 0 0 3 ;
Ritzer, 1992).
Esta relación de retroalimentación entre cultura, personalidad
y base material aparece plenamente desarrollada en su primera gran
obra sociológica Philosopbie des geldes («Filosofía del dinero»), de
1900. En ella nos muestra cómo el dinero tiene una doble realidad,
material e ideal en constante retroalimentación: el dinero es una crea-
ción mental (cultural) del ser h u m a n o que obedece a necesidades ma-
teriales (ordenar las transacciones de mercancías). U n a vez aparecido
como realidad material y estructural el dinero modifica la existencia
de las personas (genera a n o n i m a t o en las relaciones, actitudes como
la codicia, etc.) pero a su vez las personas invisten el dinero de va-
lores, emociones, rituales, símbolos (por ejemplo los estampados en
el papel m o n e d a ) modificando la forma de su práctica e i m p i d i e n d o
para siempre que esta pueda reducirse a sus meras funcionalidades
económicas (Simmel, 2 0 0 4 [1900]). Y así en un círculo de retroali-
mentación infinito. En esta obra está ya presente la ciudad como fac-
tor causal de procesos en si misma, pues para Simmel es la concentra-
ción de personas desconocidas, no ligadas por vínculos de parentesco
en la ciudad lo que habría acelerado el proceso de monetarización
(Levine, 1971).
Esta misma lógica sistémica la aplicaría unos años después al
estudio de la cultura urbana en sus siguientes trabajos Die grosstddte
und das geistesleben (1903), cuya primera traducción a otra lengua
se haría esperar hasta 1950 (The Metrópolis and Mental Life, en un
texto recopilatorio sobre su obra) (Wolff, 1950). En ella Simmel ela-
boraba, c o n t e m p o r á n e a m e n t e con D u r k h e i m , el tema de los apa-
rentes efectos contradictorios que provoca la gran ciudad sobre la
personalidad. La ciudad será considerada por Simmel c o m o un tipo
particular de entorno, un ambiente antrópico, factor causal de un

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46 Francisco Javier Ullán de la Rosa

2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora


de alta cultura

A u n q u e se trata de una figura oscurecida por los grandes nombres


de su tiempo (y también por la m a n c h a en su expediente que supuso
su giro del socialismo al nacional-socialismo en los años treinta) el
sociólogo alemán merece u n a breve reseña en cuanto aportó algunos
puntos interesantes para el estudio de la ciudad. De él destacaremos
dos obras: Der begrijfder stadt undais wesen der stddtebildung (1907),
n u n c a volcada a otra lengua y que podría traducirse por «El concep-
to de ciudad y la naturaleza de la ciudadanía», y Die juden und das
wirtschaftsleben (1911), traducida al inglés en 1913 c o m o The Jews
andModern Capitalism. En la primera Sombart trata de encontrar las
características deflnitorias de la cultura urbana desde una perspecti-
va m u y diferente a la de Simmel, lejos de sus tonos apocalípticos y
decididamente con una visión positiva de la ciudad como sujeto fun-
damental de la civilización. El caso empírico que analizará Sombart,
a pesar de ser alemán (y esto ilustra lo dicho acerca de la hegemonía
de ciertas metrópolis en la historia de la sociología urbana) será el de
París. Lo que caracteriza a la ciudad es, fundamentalmente, que en
ella se produce una concentración de los mecanismos de producción
y reproducción de la alta cultura de una sociedad, de sus manufactu-
ras culturales más sofisticadas y de las clases sociales que las elaboran
y c o n s u m e n (mercados de lujo, las profesiones más especializadas y
minoritarias, el conocimiento y la innovación, el arte oficial y de
vanguardia) (Sombart, 1907; en Voyé, 2 0 0 1 ) .
La segunda obra citada p u e d e considerarse una secuela y un tra-
bajo complementario al de Weber sobre las relaciones entre capita-
lismo y ética protestante. En él Sombart explora el papel jugado por
los judíos en el nacimiento del m o d e r n o capitalismo en las ciudades
medievales. Excluidos, por el particular apartheid religioso de la épo-
ca, de la propiedad de la tierra e incluso de la red paternalista de
protección/explotación feudal basada en la servidumbre, los judíos
fueron desde la Alta Edad Media una casta e m i n e n t e m e n t e urbana.
S o m b a r t trata de demostrar c ó m o su marginalidad dentro de la so-
ciedad y del propio seno de la ciudad, d o n d e el mismo sistema de
segregación religiosa les cerraba las puertas de los gremios, se acabaría
convirtiendo en una insospechada ventaja al forzarles a desarrollar
un capitalismo independiente, de naturaleza financiera y comercial,
m u c h o más flexible que el capitalismo manufacturero corporativo

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54 Francisco Javier Ullán de la Rosa

d o m i n a n t e de los WASP (WhiteAnglo-Saxon Protestants) a la que, en


teoría, estaban abocados a asimilarse. Este cóctel multicultural podía
ser, sin duda, m u y estimulante, fuente de m u c h a creatividad, pero
era también un polvorín m u y inestable. Así, a la preocupación de las
luchas de clase (Chicago fue testigo de una huelga salvaje de camio-
neros que paralizó sus calles en 1905, enfrentando a sindicalistas con
comerciantes [Witwer, 2000]) los sociólogos y políticos tuvieron que
añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería
más tarde c o m o el «Verano Rojo», Chicago se vio violentamente sa-
cudida por sangrientos disturbios raciales que tuvieron como origen
la competición laboral desencadenada por el regreso de los veteranos
de la Primera Guerra M u n d i a l . M u c h o s no p u d i e r o n digerir que el
trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los afroamericanos y
se movilizaron para reconquistar el territorio (Pacyga, 2 0 0 9 ) .
Aquella situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía
también otro efecto colateral indeseable, m u c h o más constante e in-
sidioso que la violenta, pero efímera, erupción de los disturbios ra-
ciales: unas altas tasas de criminalidad en general y de criminalidad
organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que
ofrecía la etnicidad. D u r a n t e las décadas a caballo entre el XIX y el
XX la tasa de homicidios domésticos se triplicó (Adler, 2003) y lo
m i s m o puede decirse del resto de los delitos de sangre. Tres cuartas
partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no
resultaban en sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a m e -
canismos de solidaridad étnica al interior de la policía, judicatura
y los jurados populares (Adler, 2 0 0 6 ) . A partir de los años veinte la
imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de
Al C a p o n e , en particular, quedó asociada con la inseguridad y el cri-
m e n . Un crimen que incluso se teñía de un cierto glamour, al menos
en el caso de los grandes bosses de la mafia, investidos por el cine de
la época de un protagonismo que n u n c a antes había tenido n i n g ú n
b a n d i d o tradicional. Era el reverso oscuro del American Dream.
Todos aquellos brotes de «irracionalidad» asustaban y preocu-
paban, por obvias razones, a las clases dominantes de la época. Eran
un desafío al credo racionalista del progreso encarnado en ese sueño
americano. Un sueño americano que, c o m o el de la razón de Goya,
producía m o n s t r u o s . Era necesario diseccionar aquellas anomalías
monstruosas para entender su c o m p o r t a m i e n t o y poder eventual-
m e n t e controlarlo, salvando así el proyecto de progreso de la m o d e r -
nidad. Chicago adoptaría un papel preponderante en dicho esfuerzo

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58 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sobre aspectos de gobernanza local. Aquella implicación en políti-


ca se desarrolló desde los principios de un espíritu liberal-reformista
que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró vi-
rulenta oposición por parte de un establishment m u y conservador (y
parcialmente corrupto), del que formaba parte también la cúpula
dirigente de la universidad. El City Club tuvo que abrirse paso a
codazos en un e n t o r n o político hostil aquejado por la plaga de la
corrupción. Y el e n t o r n o académico no era un santuario en el que
los académicos-reformistas pudieran siempre buscar refugio: las des-
avenencias entre el «demasiado» progresista Dewey y las autoridades
de Chicago forzaron la salida de este en 1904. Catorce años después
le tocaría el turno a T h o m a s , expulsado de la universidad en medio
de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde
siempre mal visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado
«bohemia», T h o m a s sería arrestado en 1918 por el FBI cuando salía
del estado de Illinois en c o m p a ñ í a de la joven esposa de un oficial
del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo la
acusación de haber infringido la Ley M a n n que prohibía «el traslado
interestatal de mujeres con propósitos inmorales». La universidad lo
expulsó i n m e d i a t a m e n t e , sin esperar la sentencia. A u n q u e T h o m a s
fue absuelto de los cargos, su reputación quedó seriamente dañada: el
Chicago Tribune lo atacó d u r a m e n t e , la editorial de la universidad,
que ya había publicado sus dos primeros volúmenes del The Polish
Peasant, rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publicó
en dos fechas sucesivas (la segunda parte vería la luz en Boston) y
otra obra suya, Oíd World Traits Transplanted, tuvo que ser publicada
en 1921 bajo la firma de sus discípulos Robert Ezra Park y Herbert
Miller (quienes solo habían colaborado a una pequeña parte de la
misma) por la negativa de la Carnegie C o r p o r a t i o n (que era la c o m i -
sionaría del trabajo) a publicarlo con su n o m b r e (su autoría no sería
restituida hasta 1951). C o m o apunta Bulmer (1984) los motivos de
tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la inmoralidad del
supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que
el FBI le tendió una trampa. Los ojos del establishment hacía tiempo
que estaban encima de T h o m a s y de su mujer D o r o t h y por sus in-
convenientes planteamientos izquierdistas. La relación con la mujer
del militar p r o b a b l e m e n t e se debía a las actividades pacifistas que
conducía D o r o t h y por aquellas fechas del final del conflicto m u n d i a l .
T h o m a s había tenido ya varios choques violentos con el aparato más
conservador de la m á q u i n a política de Chicago, de cuya Comisión

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62 Francisco Javier Ullán de la Rosa

en EE. U U . para distinguirla de la antropología física dedicada solo


al estudio somático y de fósiles h u m a n o s ) y Ecología H u m a n a es,
en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera en un depar-
tamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e inte-
4
reses antropológicos . D u r a n t e los años veinte el d e p a r t a m e n t o aña-
dió a su plantel «gigantes» de la antropología como Edward Sapir y
Robert Redfíeld, que sin d u d a retroalimentaron a los sociólogos. Allí
también se doctoró el padre de la Ecología Cultural, el antropólogo
Leslie W h i t e (Stocking, 1979). En el American Journal ofSociology, a
pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas
disciplinas y en ella publicaron, hasta bien tarde, los grandes antro-
pólogos de la época (Maliñowsky 1943; Mead, 1943, etc.) En su ar-
tículo de 1915, Park reclamaba la necesidad de llevar el enfoque de la
antropología, «la ciencia del hombre», como él la llama, fuertemente
autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del
«hombre civilizado» (Park, 1915: 3).
Las concomitancias con la antropología no se limitaron a la
adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos biologicis-
ta, inspirado en el naturalismo de Spencer y D a r w i n y que acabaría
desembocando en aquella disciplina en el desarrollo de las corrientes
de la Ecología Cultural (White, 1943; Steward y Shimkin, 1961) y
el Materialismo Cultural (Harris, 1968). Estas pueden encontrarse
también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y
que la llevará a transitar por los caminos del psicologismo y el cul-
turalismo. De manera bastante análoga a c o m o estaba haciendo la
antropología con los pueblos no industrializados desde los tiempos
de Boas ( 1 9 0 1 , 1911), la Escuela de Chicago se embarcará en el estu-
dio de la vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es decir,
de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que Chicago
considerará, de manera aún no del todo clara, c o m o a u t ó n o m o s pero
articulados entre sí: por un lado, el propio enfoque ecológico que no
es determinista sino sistémico, con el que trata de entender cómo
la cultura de los individuos es el p r o d u c t o de las constricciones del
medio y c ó m o a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo
que les lleva a entender cada cultura (o subcultura urbana) como
un p r o d u c t o histórico contingente, que no se explica por leyes sisté-
micas universales sino que genera su propio universo a u t ó n o m o de

4
Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The mental capa-
city ofsavages (1918) y The Nature of Human Nature (1937).

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82 Francisco Javier Ullán de la Rosa

étnicos. La importancia concedida al estudio del crimen m a n t u v o


al D e p a r t a m e n t o de Sociología en una relación m u y estrecha con la
naciente ciencia criminológica y ayudó decisivamente a su desarrollo.
La Teoría de la Desorganización Social fue d o m i n a n t e en criminolo-
gía durante casi todo el siglo XX (Kubrin y Weitzer, 2 0 0 3 ) .
Los estudios sobre el crimen en los guettos étnicos fueron i n n u -
merables. Podemos destacar títulos como Principies of Criminology
(Sutherland, 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in
Chicago (Thrasher, 1927), Delinquency Áreas (Shaw et al., 1929),
Vice in Chicago (Reckless, 1933), Criminal Behavior (Reckless,
1940), Juvenile Delinquency in Urban Áreas (Shaw y McKay, 1942)
o Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al siguiente posi-
cionamiento teórico:
Las características ecológico-espaciales de la zona de transición
provocan una anomia (desorganización social) diferencialmente m u -
cho más alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942)
observaron, después de haber mapeado toda la ciudad y cruzado in-
numerables datos estadísticos a lo largo de varias décadas, que los
barrios estudiados en la zona de transición siempre eran los que pre-
sentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de
la composición étnica de los mismos que había ido variando con el
tiempo. La causa no podía explicarse, pues, por motivaciones indi-
viduales o raciales, sino que debía encontrarse en los procesos que se
operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a)
La pobreza: unos recursos inadecuados m e r m a b a n las capacidades de
la c o m u n i d a d de poder gestionar y resolver los problemas locales. La
gente estaba concentrada en la supervivencia del día a día — m u c h a s
veces en una lucha contra los vecinos por el acceso a los recursos
escasos— y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas tuvieran
ocasión, b) La inestabilidad y movilidad residencial: este objetivo de
abandonar el barrio se iba c u m p l i e n d o conforme el sueño americano
producía el ascenso social. La población no era p e r m a n e n t e ni se
identificaba emocionalmente con el e n t o r n o lo cual llevaba a una
falta de preocupación y de movilización para resolver sus problemas
(nadie invierte en una c o m u n i d a d que se ve como una fase transitoria
de la vida), c) La heterogeneidad racial y étnica: la mezcla de grupos
con valores y lenguas distintas es vista c o m o u n a barrera que dificulta
la comunicación y por lo tanto la coordinación y cooperación para
regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago
eran mayoritariamente favorables a la asimilación cultural y veían el

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94 Francisco Javier Ullán de la Rosa

del m o d e r n o evolucionismo unilineal. Las subculturas urbanas no


eran realidades permanentes. No solo p o r q u e todo estaba, c o m o la
naturaleza, en constante flujo, sino p o r q u e las culturas étnicas de
barrio eran solo un estadio transitorio en un ciclo más general que
afectaba a las relaciones raciales y étnicas: el mismo ciclo ecológico
de invasión y sucesión ya descrito. Así, la primera fase de ese ciclo
era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos
«nativos» previamente establecidos. A esta le seguía una segunda fase
de conflicto por el espacio y los recursos. C u a n d o el conflicto no se
concluye con la expulsión de uno de los grupos a esta fase le sucede
una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el modelo a dos
pero en la realidad los grupos pueden ser m u c h o s más) se ven obli-
gados forzosamente a acomodarse el uno al otro en una coexisten-
cia inestable, n u n c a exenta de tensiones. Finalmente esta dinámica
se c o m b i n a con la del movimiento espacial centro-periferia. C o n el
transcurso del tiempo y las generaciones, los grupos van desplazán-
dose de la zona de transición a la periferia y las diferencias culturales
se van difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura
d o m i n a n t e , la marcada por la clase media originariamente anglo. Así,
los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que los polacos e italianos a
los inicios del XX: despreciados, marginados. Todos habían acabado
por entrar paulatinamente en el crisol y fundirse en el main stream
de la clase media. La asimilación es entendida como un imperativo
ideológico que se deriva de dos premisas: la de un evolucionismo
unilineal que cree que todos los grupos sociales avanzan diacrónica-
m e n t e hacia formas más m o d e r n a s (más homogéneas y universales)
y mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las
diferencias culturales como una fuente de inestabilidad y conflicto
que el sistema tiende a u t o m á t i c a m e n t e a reducir. Esta tesis encuentra
sus ilustraciones más sofisticadas en el trabajo de Cressey Population
Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park sobre rela-
ciones étnicas (Park y T h o m p s o n , 1939, Park, 1950). De la teoría se
desprendía que lo m i s m o debería suceder con los negros o los latinos
en el futuro próximo. Sin embargo, cuando se llega a los grupos ét-
nicos no blancos, la posición de la sociología de Chicago es m u c h o
más conservadora.

En la dimensión urbana, la segregación racial d e m a n d a d a por el


racismo eugenésico fue consciente y sistemáticamente secundada por
la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían proliferado
por todo el país, introducidos por las asociaciones de vecinos, los

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98 Francisco Javier Ullán de la Rosa

Residential Security Maps de la F H A no prohibían expresamente la


concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea roja, y
quizá estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evi-
tar que en el futuro se produjera otra ola de impagos hipotecarios
y desahucios c o m o la que entonces vivía el país) pero el proceso
que provocaron fue exactamente el m i s m o que el de las agencias
financieras de rating cuando degradan la d e u d a soberana de un país:
la tipología se convirtió en la vara de medir de los bancos, confir-
m a n d o y legitimando oficialmente los prejuicios raciales existentes
en la sociedad. A partir de 1 9 3 5 , las entidades de crédito trataron
todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas car-
acterísticas (es decir, sin valorar las capacidades económicas de cada
potencial c o m p r a d o r individual) y las entidades bancarias cerraron
del todo el grifo de la financiación. Obstaculizado por el otro lado el
acceso a la vivienda en los barrios blancos por los covenants racistas,
la incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad
para adquirir una vivienda o financiar u n a actividad empresarial,
posibilidad que se redujo a cero para la clase baja y el l u m p e n p r o l e -
tariado de color, mientras que las últimas poblaciones blancas que
quedaban en las inner cities, a u n q u e tuvieran m e n o s solvencia que
sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión para trasladarse a los
suburbios después de la guerra. La práctica recibió el n o m b r e de
redlining, por la línea roja que delimitaba las áreas a las que el mer-
cado les había negado el crédito.
Hasta 1950, tanto la F H A como el Veterans Administration
Program, que puso en práctica u n a política de créditos blandos para
los veteranos de guerra, establecieron como requisito para abrir el
grifo financiero que los barrios fueran racialmente segregados. La
F H A instruía a su personal para que valorara las «influencias raciales
adversas» que afectaban a un barrio antes de conceder una hipoteca o
un crédito a un p r o m o t o r . Hasta 1948 el UnderwritingManual de la
F H A avisaba expresamente que «la mezcla racial en la vivienda es in-
deseable per se y c o n d u c e a un descenso del valor de las propiedades»
(Wiese, 2 0 0 4 : 96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las
corporaciones locales y sus reglamentos urbanísticos. Los planes de
urbanismo y zonificación y los nuevos códigos de la construcción
combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste de la misma, ha-
ciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros cuali-
ficados, venían hasta entonces construyéndose sus propias casas con
materiales reciciados). Bajo la excusa de aplicar nueva legislación en

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102 Francisco Javier Ullán de la Rosa

m u y bien a p u n t a n algunos de sus críticos pertenecientes a aquella


corriente, la Ecología H u m a n a ignoraba c o m p l e t a m e n t e la d i m e n -
sión de las clases sociales y del conflicto entre ellas, sustituyéndo-
la por la obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza
y la etnia y la «naturalización» ecológica de la estratificación social
(Zukin, 1980; Merrifield, 2 0 0 2 ) . Tampoco está presente apenas en
sus análisis el papel que juega la maquinaria de un Estado al servicio
de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la
estructuración del espacio construido (lo que habría llevado a ver al
Estado c o m o claro cómplice cuando no factor de la degradación de la
Z o n a de Transición, por la dejación de su responsabilidad de invertir
en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un Estado de
Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario). Para la eco-
logía funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas leyes que se
presentan como independientes de la acción h u m a n a : la ley del mer-
cado y la de competencia cooperativa entre grupos. No existe apenas
n i n g u n a crítica al Estado ni a su papel premeditado e institucional en
fomentar la segregación racial urbana.
Una posición realmente beligerante contra el racismo habría su-
puesto una denuncia masiva y decidida al sistema de apartkeid'msú-
tucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y refrendado por el
redliningác la F H A . D i c h a contestación existió en los Estados U n i d o s
y, fue, en efecto, masiva (Bridewell, 1938; Weaver, 1940; M c D o u g a l
y Mueller, 1942; Weaver, 1944; Myrdal, 1944; Kahen, 1945; Dean,
1947; Long, 1947; Abrams, 1947; Weaver, 1948; Groner, 1948,
M i n g , 1949). Entre los que saltaron a la trinchera en contra de la
segregación residencial merece destacar figuras tan importantes
como el director de la New York Housing Authority Charles Abrams
(Henderson, 2 0 0 0 ) , cuyos tonos fueron tan duros que comparó la
legislación de la F H A con las Leyes de N ü r e m b e r g nacionalsocialistas
(Abrams, 1947; Wiesel, 2 0 0 4 ) , o Weaver, el consejero para asuntos
afroamericanos del D e p a r t a m e n t o del Interior. Sin embargo, dichas
críticas están prácticamente ausentes en los escritos de la sociología
de Chicago. Ellos, investigadores infatigables de la gran ciudad, n o -
tarios escrupulosos de sus conflictos raciales y su segregación, callan
significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una de
las causas fundamentales de la misma. Un rastreo por la producción
de la escuela o de los artículos publicados por su revista entre 1920 y
1950 nos ha llevado a identificar solamente dos menciones explícitas
y condenatorias de los Restrictive Covenants (Lohman, 1947; Jones,

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106 Francisco Javier Ullán de la Rosa

masivamente los negros). Esta población, que irónicamente, c o m -


partía una cultura y una lengua c o m ú n con los angloamericanos y
habría sido, teóricamente, más rápidamente integrable desde el p u n -
to de vista cultural que un campesino polaco, se declara de repente
«inasimilable». La explicación: la «dramática» visibilidad externa de
la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los prejuicios
contra los grupos «de color».
La teoría culturalista del interaccionismo simbólico, que había
sido una herramienta m u y potente para combatir los determinismos
genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabili-
dad de la segregación y desinflar toda la fuerza de las argumentaciones
antirracistas: no importa si los negros no son racialmente inferiores a
los blancos, lo que importa desde el p u n t o de vista social es que la ma-
yoría de los blancos creen que esto es así; no importa si los prejuicios
sobre los negros no se apoyan sobre una base empírica y sus mayores
niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo
que importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen
por ello y, en consecuencia, no quieren vivir con ellos. El relativismo
cultural se revelaba, entonces como siempre, como un arma de doble
filo y fue utilizada incluso para justificar las creencias y actitudes de los
racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son producto de
su propio entorno. Pero es que, además, el relativismo escondía, en el
fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cul-
tura y entorno el racismo se aprende en la infancia, con el proceso de
socialización, como el lenguaje. Y como el lenguaje, queda fuertemen-
te grabado en nuestras estructuras cognitivas inconscientes y es m u y
difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5) reconocen que
todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él m i s m o ,
deben de luchar constantemente contra sus prejuicios para tratar de ser
ecuánimes. La conclusión: al menos por el m o m e n t o no hay solución
definitiva al problema del racismo. Lo que propone la sociología de
Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar (que
no eliminar) la tensión social. U n o de esos mecanismos era evitar los
conflictos étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que
emprenderán las autoridades, con la bendición y colaboración de los
ecólogos sociales. El otro, la intervención reformista en los guettos ne-
gros para morigerar los efectos de su marginalidad y rebajar la agresivi-
dad de sus poblaciones.

U n a ilustración casi perfecta de la primera de estas estrategias


la constituye el texto de Joseph L o h m a n , The Pólice and Minority

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110 Francisco Javier Ullán de la Rosa

sáquenla ustedes mismos). No encontraremos en la escuela ecológica


una llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas cons-
tituidas a ambos lados del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la
consolidación de las mismas.
L o h m a n era consciente de que el realojo de los blancos en el
suburbio tardaría aún unos años en completarse. En espera de la «so-
lución final», el sociólogo aboga por establecer un cordón sanitario
policial lo más eficiente posible entre negros y blancos. Para ello el
manual introduce las más m o d e r n a s técnicas de psicología de masas
para instruir a los oficiales sobre cómo controlar los posibles enfren-
tamientos entre negros y blancos para que estos no degeneren en gue-
rra abierta: localizar los p u n t o s de tensión más «calientes» y concen-
trar allí las dotaciones policiales; no exhibir públicamente actitudes
racistas; no emplear violencia excesiva ni indiscriminada; identificar
y aislar i n m e d i a t a m e n t e a los cabecillas, etc. (Lohman, 1947: 84).
La segunda estrategia para desactivar el conflicto es la de actuar
proactivamente en los guettos, mejorando las condiciones de vida de
sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los sociólogos
de la Escuela de Chicago en bloque de haberse aislado en su torre de
marfil. El departamento contribuyó positivamente a consolidar el
Trabajo Social como una disciplina científica siguiendo la línea en la
que ya venían trabajando desde finales del XIX el Settlement House
Movement yda Charity Organization Society (Polikoff, 1999). En 1927
la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review,
una de las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello
le siguieron la publicación de algunos manuales como el Handbook
on Social Case Recording (Bristol, 1936). Algunos de los profesores p o n -
drían en marcha proyectos sociales aplicados, tanto desde la adminis-
tración como desde el sector no gubernamental. A los ya mencionados
casos de Mead o T h o m a s se pueden añadir los de Louis W i r t h (di-
rector durante los años veinte del área de delincuencia juvenil de una

y Zimbardo, 1973). Sus conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los
años pero el estudio se hizo famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mos-
traban cómo, ya desde los primeros días, el doble proceso de internalización del rol y
de conformidad a la norma había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras
por parte de los estudiantes-carceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agre-
sividad contenida entre los estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo comple-
jo actitudinal y comportamental que se observaba en situaciones reales. Como, por
ejemplo, en los campos de concentración nazis o en \os guettos norteamericanos.

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114 Francisco Javier Ullán de la Rosa

tercera generación en los años cincuenta y sesenta. La evidencia de la


solidez de m u c h o s argumentos (profecía autocumplida, interaccio-
nismo simbólico, asociación diferencial etc.) está en que algunos de
sus conceptos fueron retomados por investigadores posteriores y for-
m a n parte hoy día del corpus de conocimiento acumulativo aceptado
por la sociología. El estudio transatlántico de T h o m a s y Znaniecki
(1918-1920) sobre la inmigración polaca se adelanta en muchas dé-
cadas a los estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la ne-
cesidad de investigarlas en todos los p u n t o s de su recorrido espacial.
Es decir, es un pionero absoluto de lo que en los noventa Marcus
acuñará c o m o la «etnografía multisituada» (Marcus, 1995). Harris y
Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del
todo conscientes de sus futuros desarrollos, un nuevo modelo de ciu-
dad que rompía con la explicación m o d e r n a que ponía precisamente
a la centralidad y concentración espacial de funciones y población,
como una de las causas fundamentales del origen de la ciudad y los
principios que la m a n t e n í a n en funcionamiento (el modelo m o d e r n o
clásico de aquellos años, además del de Burgess, es el del geógrafo
Christaller [1933]). Lo que Harris y Ullman observaron c o m o una
tendencia incipiente en Chicago acabaría convirtiéndose en la forma
hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguien-
tes décadas. La escuela p o s m o d e r n a de Los Angeles la considera h o y
el paradigma de la ciudad posindustrial (Dear and D i s h m a n , 2 0 0 1 ;
Dear, 2 0 0 2 ) . Por último, sus avances en la comprensión del fenó-
m e n o de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no biologicista,
de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización
espontánea en el grupo de pares, de la relativa a u t o n o m í a de la cul-
tura con respecto a la economía política, son avances todos ellos que
prefiguran los posteriores aportes de la sociología y antropología pos-
modernas.

Ello no quita, por supuesto, para que el modelo merezca severas


críticas. Estas críticas vendrían m u y p r o n t o , incluso al interno del
propio d e p a r t a m e n t o , como veremos, y serían m u y necesarias, pues
el m o d e l o , con todas sus virtudes, adolecía de grandes defectos. U n a
parte de esas taras era causada por las anteojeras epistemológicas del
paradigma de la m o d e r n i d a d : fenómenos como la cultura de bandas,
la identidad bicultural de m u c h o s inmigrantes o el fenómeno de los
hobos no podían entenderse desde dicho paradigma, que tenía se-
rias dificultades para c o m p r e n d e r las realidades multívocas (aferrado
como estaba al principio lógico de identidad: algo no puede ser dos

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118 Francisco Javier Ullán de la Rosa

años sesenta. La Sociológica!Society había sido fundada en 1903. Entre


las figuras que merece la pena destacar están las de Branford y la de
Geddes. Se trata de autores que mezclan la investigación de fenóme-
nos sociales en la ciudad con su abogacía por los proyectos de reforma
urbana de tendencia socialista. A r g u m e n t a b a n que la mayoría de los
problemas urbanos se pueden solucionar con la planificación racional
del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning
and Garden City M o v e m e n t de Ebenezer H o w a r d , un proyecto pa-
recido en cierto m o d o al de T ó n n i e s , de carácter m o d e r a d a m e n t e
idealista, que pretendía crear la sociedad perfecta c o m b i n a d o los as-
pectos más positivos de los dos polos del contínuum rural/urbano.
En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, a u n q u e su
p u n t o de partida es la escuela francesa de Le Play. Se plantearán como
objetivo estudiar la relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la
sociedad. Para Branford el lugar determinaba el trabajo y el trabajo
condicionaba la organización social (Scott y H u s b a n d s , 2 0 0 7 ) . Para
estudiar esta relación desarrollarán una técnica de encuesta en hoga-
res que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo i n s t r u m e n t o
a la batería metodológica de la sociología urbana para el futuro, algo
que no habían apenas empleado los de Chicago. La primera encuesta
la había aplicado Geddes en 1903 en Dunfermline y a ellas le se-
guirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London Survey oj
London Life and Labour (1930) (Savage, 1993). De los ecólogos de
Chicago les aleja su preocupación fundamental con la clase social
más que con la raza o la etnicidad (consecuencia natural de la c o m p o -
sición étnica de la Gran Bretaña de aquellas décadas, que aún no era
la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la Segunda
Guerra M u n d i a l ) , sus tendencias socialistas y su preocupación por
el urbanismo. Al implicarse en el Garden City M o v e m e n t aquellos
primeros sociólogos urbanos británicos contribuyeron al desarrollo
de la forma de residencia rururbana que habría de imponerse en m u -
chos países desarrollados, empezando por los Estados Unidos d o n d e
se conoció como suburb y se convertiría en d o m i n a n t e a partir de los
años cincuenta. U n a forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y
relaciones sociales asociadas, que ya habían detectado los ecólogos de
Chicago pero cuyo análisis habían c o m p l e t a m e n t e ignorado, seduci-
dos por la fascinación por la desviación social y el guetto.

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122 Francisco Javier Ullán de la Rosa

desarrollan y coexisten contemporáneamente: los llamados ensanches


burgueses y la ciudad-jardín suburbana.

4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el precedente olvidado.


El modelo paradigmático del París haussmaniano.
La obra de Ildefonso Cerda

El ensanche nace de la necesidad de dar una solución científica y racio-


nal al problema del hacinamiento y la insalubridad que se había crea-
do en los centros de muchas grandes ciudades como consecuencia del
acelerado y desordenado crecimiento de la población sobre el plano
caótico, laberíntico, de la ciudad medieval precedente. Esa ciudad se
había vuelto un infierno para todos, no solo para los pobres. Las clases
burguesas, y, en especial, los grupos medioburgueses sin posibilidades
de adquirir viviendas individuales en zonas más descongestionadas,
se veían forzados a convivir en la estrecha malla del casco antiguo
con la explosión del chabolismo vertical proletario, contagiándose de
sus mismas enfermedades, asistiendo cotidianamente al espectáculo
de su miseria (material y moral), viviendo con el temor constante a
las filtraciones esporádicas de su rabia contenida. Para las clases altas
dirigentes los cascos históricos suponían un problema multidimen-
sional de gestión pública: sus tugurios y ruinosos edificios un peligro
de epidemia o derrumbe permanente, sus condiciones de vida una
caldera social, sus calles tortuosas el lugar ideal para la revolución ur-
bana (Paris lo había comprobado en sucesivas ocasiones: 1789, 1830
y 1848) y, conjuntamente con sus murallas, un obstáculo enorme
para la circulación, cada vez más intensa, de personas, vehículos y
mercancías. En n o m b r e del «orden y del progreso» se consideró nece-
sario superar los límites de la ciudad medieval, derribar sus murallas
y construir una ciudad más eficiente, abierta al tráfico, al comercio,
al aire y al sol (sinónimos de salubridad) y, por qué no, a las inter-
venciones del ejército y la policía, si era necesario. Y dotar de mejor y
más alojamientos a las clases medias urbanas que formaban la base de
apoyo político de los regímenes, parlamentarios o no, del siglo XIX,
la «clase tapón» necesaria para contener los impulsos revolucionarios
de las crecientes masas proletarias. Un tipo de alojamiento que pre-
servara más adecuadamente la intimidad y la necesidad de «espacio
vital» tanto individual como de clase social que caracterizaba el ethos
de este colectivo. Para conseguir estos objetivos las autoridades plan-
tearon la creación de ciudades nuevas alrededor del casco viejo (y a

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126 Francisco Javier Ullán de la Rosa

el de mayores proporciones y relieve urbanístico de la Europa de su


tiempo). Aunque no puede decirse que Cerda inventara el ensanche
m o d e r n o , sus trabajos son casi contemporáneos a los de Haussman (su
plan, de 1855 en sus primeras versiones, es solo dos años posterior al
inicio de los trabajos del barón francés (Cerda, 1991 [1855]). Por otro
lado, sus diferencias de matiz con aquel y sus esfuerzos para teorizar el
urbanismo lo convierten sin duda en una figura de alcance mundial
que, sin embargo, no ha sido reconocida como se merece en la historia
del urbanismo fuera de las fronteras de su Cataluña y su España nata-
les. Personaje de convicciones reformistas y de izquierda (participó ac-
tivamente en política desde los foros municipales — A y u n t a m i e n t o de
Barcelona—, provinciales — D i p u t a c i ó n de Barcelona— y nacionales
— d i p u t a d o en Cortes—) su proyecto de ensanche es un tentativo de
conciliar la civilización motorizada que, con gran agudeza visionaria,
barruntó, y los ideales bucólicos del Romanticismo. Dicho en sus pro-
pias palabras «Ruralizad aquello que es urbano, urbanizad aquello que
es rural» (Cerda, 1991 [1859]: 1). En ese sentido, puede considerarse
también un exponente precoz del movimiento de la ciudad-jardín. Para
Cerda, la tipología ideal de vivienda debía ser la individual con jardín.
Consciente, sin embargo, de que la densidad de población en grandes
aglomeraciones como Barcelona y las realidades de la economía polí-
tica dificultaban enormemente ese modelo urbanístico, intentó conse-
guir una solución de compromiso. El diseño inicial de sus manzanas,
cuya primera piedra se colocaría en 1860, se parece más, en efecto, a
una ciudad de bloques en edificación abierta que al ensanche en que
después se convertiría, más de estampa haussmaniana. Cerda planteó
dos tipos de alineamientos en cada uno de los cuadriláteros en que
dividió la trama urbana: dos bloques paralelos en los lados opuestos,
con espacio ajardinado en el centro, y dos bloques unidos a «L», con un
gran espacio cuadrado también destinado a jardín. Una ciudad a la vez
densa pero inmersa en el verde. Y sin olvidar la locomoción. A ese efec-
to introdujo otra novedad en el trazado: los vértices de las manzanas
quedaban cortados a bisel por un chaflán, cuya función había de ser
la de dar visibilidad a los vehículos. Cerda, con tintes de futurista a lo
Julio Verne, vaticinaba la inminente conquista de la calle por «locomo-
toras» individuales (Cerda, 1991 [1859]). Similar función facilitadora
del futuro tráfico rodado tienen las grandes vías en diagonal que cortan
a cuchillo la traza ortogonal, ahorrando importantes distancias en el
acceso y salida de la ciudad. El plan de Cerda, como muchos otros, fue
distorsionado en la práctica por los procesos de la economía política: la

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130 Francisco Javier Ullán de la Rosa

pero también, en esa relación sistémica de retroalimentación que la


sociología urbana va a convertir en objeto de sus análisis, las reforza-
ba: el h o m b r e t o m a b a el tren para trabajar en la m a ñ a n a y no regresa-
ba hasta la noche, mientras que la esposa que, a diferencia de la mujer
obrera, no necesitaba trabajar ni se la educaba para ello, se quedaba
gestionando el hogar (con ayuda de la servidumbre, por supuesto) en
un ambiente m u c h o más tranquilo y sano, más adecuado para criar
a los vastagos de la burguesía. Estas ciudades-jardín no eran, sin em-
bargo, imitaciones perfectas del modelo aristocrático en que se ins-
piraban. Eran algo nuevo: barrios planificados y construidos por u n a
empresa p r o m o t o r a constructora de acuerdo a una lógica que era ya
claramente economicista: las parcelas eran de dimensiones estándar y
tamaño m o d e r a d o , no fincas en las que m o n t a r a caballo o ir de caza,
y estaban alineadas en calles de trazado también regular. Y conforme
se fue alargando el mercado se fueron haciendo urbanizaciones con
parcelas y casas de diferentes tamaños, ajustados a los presupuestos
de los potenciales compradores hasta llegar a la forma más modesta
de ciudad-jardín: el adosado, las llamadas terraced houses en el Reino
U n i d o , país que las inventó (terracedporque las aspiraciones ideales a
un jardín individual habían quedado reducidas a un p e q u e ñ o patio,
no m u c h o más grande que u n a terraza). Por último se construían
también con una serie de servicios «básicos» de entrada, como la igle-
sia y algunos locales comerciales. La dependencia de un transporte
colectivo y poco flexible como el tren disuadió de la zonificación
extrema que se produciría en cambio con el suburbio americano.
La más conocida ciudad-jardín de este tipo es Bedford Park, de-
sarrollada a partir de 1875 por el empresario J o n a t h a n Carr en el oes-
te de Londres, a treinta m i n u t o s en tren del centro de la ciudad. Carr
construyó sus casas en el estilo historicista que imitaba la casa típica
de la época de la reina Ana (principios del XVIII) pero empleó ya la
producción en serie, alternando inteligentemente unos pocos m o d e -
los que luego repitió hasta la saciedad. J u n t o a las casas, Carr cons-
truyó iglesia, club social, tiendas y un p u b . Bedford Park es calificada
en algunas historias del urbanismo como la primera ciudad-jardín
(Jones Bolsterli, 1977). Sin embargo, esta afirmación no es correcta:
ya en 1856 en Le Vésinet, a una media hora de París, Alphonse Pallu
había constituido una sociedad constructora para edificar una ciu-
dad-jardín a la anglaise, lo cual quiere decir que el m o d e l o , de origen,
eso sí, reconocidamente inglés, era de sobras conocido por entonces.
La operación se realizó en coordinación con el propio emperador

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134 Francisco Javier Ullán de la Rosa

la compañía, desde el trabajo en sí hasta la educación en la escuela


o la programación cultural (literatura, teatro y, más tarde, cine). El
régimen solía ser siempre de alquiler y restringido a los obreros, lo
cual impedía la instalación de extraños (y, por tanto, la heterogenei-
dad social que pudiera abrir al obrero ventanas a m u n d o s diferentes
del diseñado por el patrón) y dificultaba al proletario la formación
progresiva de un p a t r i m o n i o . C u a n d o este régimen se hacía vitalicio
(en Port Sunlight, por ejemplo, esta regla no se eliminó hasta los
años ochenta del siglo XX) se convertía en una forma de mantener al
obrero atado de por vida, si quería permanecer junto a sus familiares
y amigos en la c o m u n i d a d , a la disciplina del salario en la fábrica.
Inicialmente fuera del ámbito de competencia de los ayuntamientos,
estas urbanizaciones eran c o m o auténticas ciudades privadas dirigi-
das por el patrón-alcalde. El control fue, sin duda, lo que inclinó a
los constructores por el modelo de casa individual para familias n u -
cleares. C o m o otra prueba de este control ejercido sobre los estilos de
vida de toda una colectividad basta citar el ejemplo de Bourneville,
la ciudad-jardín obrera construida por George Cadbury, famoso cho-
colatero británico. C a d b u r y era cuáquero y por ello prohibió en los
límites del medio kilómetro cuadrado de «su» ciudad, la apertura de
pubs, eliminando de esa manera uno de los centros y formas más
populares de sociabilidad entre las clases obreras inglesas. En cambio,
promovió la vida sana a n i m a n d o a sus obreros a realizar deporte y do-
t a n d o a la urbanización de instalaciones adecuadas para ello (Harvey,
1906, Créese, 1992). Y, sin embargo, esta ingeniería urbanística no
pudo a la postre m a n t e n e r plenamente el control cultural o político
sobre las poblaciones residentes (ninguna hasta la fecha lo ha conse-
guido). Así, fue precisamente en las cités-ouvrieres d o n d e se iniciaron
las grandes huelgas revolucionarias de 1936 en Francia (Frey, 1995).
A pesar de lo extendido del fenómeno, la cuestión de las cités-
ouvrieres no parece, sin embargo, haber despertado demasiado interés
entre los sociólogos o geógrafos urbanos de su tiempo y no sería bien
estudiada hasta los años ochenta del siglo XX 1 .

' Uno de los pocos estudios previos sobre el tema es el que dedica el geógrafo
Meynier a la ciudad obrera de Zlin. La valoración que hace Meynier del experimento
checo es decididamente positiva. Este es saludado como una intervención progresista
y el autor la pone en contraste con el "paternalismo" de las cités-ouvrieres de Francia
(Meynier, 1935).

fial proiegido por derechos de autor


138 Francisco Javier Ullán de la Rosa

problema de la vivienda obrera. La idea era desarrollar complejos


residenciales c o m o si fueran sociedades anónimas: los residentes no
serían ni inquilinos ni propietarios sino accionistas de una propiedad
inmobiliaria c o m ú n . Lo cual implicaba la inversión inicial de un ca-
pital por parte de cada m i e m b r o residente para financiar la construc-
ción. La diferencia fundamental entre este tipo de cooperativas y las
originarias de naturaleza comercial residía en la cantidad de capital
inicial que era necesario aportar: m u c h o mayor en el caso de la coo-
perativa residencial, puesto que los gastos de construcción y m a n t e n i -
m i e n t o de las propiedades eran superiores en varios órdenes de mag-
nitud. U n a cooperativa comercial se podía iniciar con una pequeña
tiendita y luego ir ampliando la actividad reinvirtiendo los beneficios
hasta llegar al supermercado (como, en efecto, sucedió). U n a coope-
rativa de viviendas suponía la construcción inmediata de una gran
cantidad de inmuebles (puesto que era un esfuerzo colectivo) que,
después, no generaban beneficios inmediatos (salvo los derivados del
ahorro del pago de un alquiler) que pudieran reinvertirse. A pesar de
estas limitaciones, el sistema podía ofrecer varias ventajas: a) la pues-
ta en c o m ú n de un capital inicial, a u n q u e no fuera suficiente para
construir el inmueble, y la reducción de los riesgos de impago por el
mecanismo de la mutualización eran un i m p o r t a n t e aval que abarata-
ba el precio del crédito; b) permitía construir, además de las propias
viviendas individuales, una serie de servicios comunes (lavandería,
áreas recreativas, etc.) que se m a n t e n í a n con una pequeña cuota y
que de m a n e r a individual habrían sido imposibles de sostener (esta
era, de hecho, una de las grandes ideas del falansterio de Fourier);
c) la construcción del área residencial podía completarse con la de
negocios cooperativos controlados por los mismos accionistas, que
abarataran el precio de los servicios y cuyos beneficios se reinvirtieran
para ir poco a poco pagando el crédito hipotecario, d) C o n el sistema
de copropiedad se producía un e m p o d e r a m i e n t o de los residentes.
Estos, a través de la votación democrática en el consejo de la coope-
rativa, podían tomar decisiones directas sobre los asuntos de la uni-
dad residencial, e) el sistema de accionariado dotaba de flexibilidad
a la residencia: los copropietarios no estaban necesariamente atados
de por vida a la propiedad sino que podían vender su participación
cuando quisieran y mudarse a otro lugar.

Sin embargo, la necesidad de una gran inversión inicial impuso


durante todo el siglo XIX un límite m u y grande al desarrollo de las
cooperativas de vivienda, especialmente para la clase obrera, que era

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142 Francisco Javier Ullán de la Rosa

y las relaciones sociales personalizadas. Es esta la diferencia funda-


mental de la ciudad-jardín de H o w a r d con las precedentes: no es
concebida como una mera ciudad-dormitorio sino c o m o un centro
a u t ó n o m o , i n d e p e n d i e n t e política y e c o n ó m i c a m e n t e de Londres,
llamado a descongestionar la gran ciudad. H o w a r d ponía como tope
demográfico para evitar la congestión y, por tanto, los problemas, el
techo de los 3 0 . 0 0 0 habitantes. En el centro de la misma una galería
comercial cerrada, en estructura de acero y vidrio para ofrecer luz
natural y confort frente a las inclemencias del tiempo d u r a n t e todo el
año, con todos los servicios. Y explotaciones agrícolas en los alrede-
dores que hicieran a la ciudad razonablemente autosuficiente desde
el p u n t o de vista alimentario. La cercanía de las explotaciones debía
contribuir a eliminar intermediarios y, por tanto, a abaratar el costo
de los alimentos, especialmente los frescos, que se habían encarecido
m u c h o en las grandes ciudades, con los consiguientes efectos negati-
vos (avitaminosis) en los niveles generales de salud de las poblaciones
económicamente más débiles. La propuesta de H o w a r d se inscribía,
pues, en un plan m u c h o más ambicioso para reingenierizar toda la
distribución espacial de la población británica y, en ese sentido, p u e -
de considerarse como un proyecto utópico heredero de los primeros
socialistas.
Bajo el paraguas de la G a r d e n Cities and Town Planning
Association, H o w a r d consiguió animar al establecimiento de socie-
dades cooperativas que iniciarían la construcción de dos ciudades-
jardín con viviendas unifamiliares en estilo neogeorgiano, en la co-
rona más periurbana de Londres, 30 o 40 kilómetros más lejos de
las primeras de tipo Bedford Park: Letchworth (iniciada en 1903) y
Welwyn (en 1920). El plano de la ciudad, a u n q u e perfectamente di-
señado, huía del cartesianismo ortogonal del ensanche para favorecer
una trama más «natural», m e n o s m o n ó t o n a y alienante, más agrada-
ble para el paseo, plagada de calles sin salida que disuadían el tráfico y
proporcionaban intimidad. El proyecto de H o w a r d , sin embargo, no
consiguió alcanzar sus objetivos: el modelo cooperativo propuesto,
en ausencia del apoyo financiero del Estado o de la banca, supuso,
como ya se ha dicho, una barrera infranqueable para las clases traba-
jadoras. En consecuencia, las experiencias de Letchworth y Welwyn
quedaron restringidas a un reducido grupo de idealistas de clase m e -
dia, m i n a n d o la propia legitimidad del ideario de Howard. H o w a r d
había contado con que lograría atraer la instalación de industrias a
sus ciudades-jardín, cuyos beneficios, mutualizados, ayudarían al

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146 Francisco Javier Ullán de la Rosa

ingenieros, abogados, economistas, topógrafos, geógrafos). C o n ello


alumbraba el nacimiento de una nueva ciencia, el urbanismo, y la
racionalidad m o d e r n a finalmente se hacía cargo de las riendas del
espacio, clasificando y uniformando a la gente en el territorio, m o d e -
lando así las formas físicas de su vida cotidiana, de acuerdo a lógicas e
intereses m u c h a s veces ajenos a los de la población. El espacio fue así
paulatinamente conquistado, estatalizado por el poder, concreción
del m a n d a t o m o d e r n o de conquista de la naturaleza, con el objetivo
de reingenierizarlo, fuera directamente o delegando dicha c o m p e t e n -
cia a la burotecnocracia privada de los promotores y agentes i n m o b i -
liarios. Y el poder del Estado y del capital, que no habían dejado de
crecer desde aquel lejano día en que su semilla germinara en el suelo
— f u n d a m e n t a l m e n t e u r b a n o — del feudalismo medieval, llegó por
fin al barrio y a las alcobas de la gente.
La primera intervención masiva en materia de planificación
se había hecho en las colonias, concretamente en las españolas en
América. Las Leyes de Indias de 1568 p u e d e n considerarse como
la primera legislación urbanística de la Edad M o d e r n a . Luego llega-
ron, en las metrópolis, los primeros ensanches. C o n ellos, algunos
estados se plantearon ya la necesidad de regular todo el conjunto del
crecimiento urbano con una proyección temporal de medio plazo
que previera los desarrollos futuros, para impedir fenómenos como
el chabolismo de autoconstrucción, la invasión de tierras, o la cons-
trucción p u r a m e n t e especulativa mal integrada en el tejido u r b a n o .
Se trataba, pues, de diseñar la ciudad como se diseña un edificio, de
regular jurídicamente su crecimiento como se regula cualquier otra
actividad. Los instrumentos para ello fueron los reglamentos de zoni-
ficación y los planes de ordenación urbanística (cuya denominación
exacta varía de país a país).
U n o de los primeros países en dotarse de un plan de ordenación
urbanística fue el recién nacido Estado italiano, con su ley del Piano
Regolatore de 1865, que lo establecía solo como reglamento volun-
tario para aquellos municipios que quisieran adoptarlo. R o m a , por
ejemplo, no elaboraría un Piano Regolatore hasta 1883 (Del Prete,
2 0 0 2 ) . En el Reino U n i d o el i n s t r u m e n t o llegaría en 1909, con
carácter de obligatoriedad y con el n o m b r e de Housing and Town
PlanningAct, al que le siguieron, a intervalos regulares que ilustran la
necesidad de adecuarse a una realidad urbana en constante cambio,
los Housing and Town PlanningActs de 1919, 1925 y 1932 (Duxbury,
2 0 0 5 ) . En Francia se llamarían Plans d'aménagement, d'embellissement

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150 Francisco Javier Ullán de la Rosa

nacional, miembros del Consejo Nacional del M o v i m i e n t o , parientes


de influyentes políticos...) decidieron aplicar su propio plan alterna-
tivo. D o n d e debía haberse creado un cinturón verde ahora circula el
tráfico del primer anillo de autopistas de circunvalación de la ciudad,
la M - 3 0 . Las cités-ouvrieres unifamiliares se convirtieron en los col-
meneros bloques de viviendas de barrios como La C o n c e p c i ó n (cu-
yos minúsculos apartamentos, en lugar de dar al prometido jardín,
c o n t e m p l a n el asfalto de la M - 3 0 ) o el Barrio del Pilar. Desarrollos
suburbanos para alojar a los obreros que generaron fortunas c o m o la
de José Banús, amigo personal de Franco, quien después reinvertiría
la plusvalía para urbanizar la Costa del Sol. Mientras, en C a m p a n i a ,
Sicilia o Calabria, la mafia se hacía con una b u e n a parte del pastel in-
mobiliario (gracias, también, a su infiltración en la política) plegando
lospiani regolatori a su propia conveniencia.

Los inicios de la política estatal de vivienda: el caso pionero


de Francia

Al m i s m o tiempo que se aprestaban a disciplinar el espacio, los go-


biernos, tripulados por políticos progresivamente más sensibles a los
problemas sociales, decidieron tomar cartas en el asunto de la infra-
vivienda urbana y resolver el problema de una vez por todas. C o m o
se ha c o m e n t a d o ya en varias ocasiones el problema en las grandes
ciudades era realmente dramático. Terribles condiciones de vida que
las clases dirigentes no solo consideraron necesario remediar por ra-
zones humanitarias sino como estrategia de autoprotección (sanitaria
y política). El caso pionero quizá sea la Cité N a p o l e ó n , m a n d a d a
construir por Luis N a p o l e ó n Bonaparte entre 1849 y 1851 (el perio-
do democrático republicano previo a su 18 Brumario, con un gabine-
te ministerial lleno de socialistas) en el centro de París (58 Rué Ro-
e
chechouart en el 9 arrondissement). Inspirado en el falansterio de
Fourier pero de dimensiones modestas, y despojado de sus veleidades
colectivistas, se trata probablemente del primer caso de bloques de
vivienda protegida de la historia c o n t e m p o r á n e a . Un modelo que an-
ticipaba en casi un siglo el urbanismo de b u e n a parte de las ciudades
europeas: cuatro bloques de apartamentos individuales, en un estilo
m u y sencillo y de construcción barata en torno a un patio con jardín
y fuente, para cuatrocientas familias (Carbonnier, 2 0 0 8 ) . Sin embar-
go u n a vez convertido en emperador, Napoleón preferiría ceder los
beneficios del pastel inmobiliario al capital privado (en los ensanches de

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154 Francisco Javier Ullán de la Rosa

por el m o m e n t o la limitación de construir en solares con m u r o s m e -


dianeros al interior del ensanche haussmaniano de Paris. Son ellos
los primeros que renuncian a la decoración superflua del edificio,
por costosa, reduciéndolo, en aras de una eficiencia funcionalista, a
las líneas geométricas puras de su estructura, todo ello en un periodo
d o m i n a d o por el estilo barroquizante del Art Nouveau. Y todo ello
bajo el modelo de construcción en vertical (abaratado por las nuevas
técnicas) el que mejor permitía amortizar el costo de la compra del
terreno (usar el aire, que es gratis, para alojar a más gente en la misma
parcela). Son ellos los que a n t e p o n e n la función a la emoción, los que
empiezan a aplicar la estética del ingeniero, que acabaría desembo-
cando en la concepción mecanicista del urbanismo y de la vivienda,
la casa como machine a habiter, en el aforismo que luego populari-
zaría Le Corbusier.
C o n la guerra la construcción quedó paralizada. Lo cual no hizo
sino incrementar el problema de la vivienda una vez finalizada esta,
con el telón de fondo de unas economías afectadas p r o f u n d a m e n t e
por el conflicto. Es entonces cuando los estados europeos e m p r e n d e n
finalmente la primera construcción masiva de vivienda social en el
marco de un nuevo modelo de política económica que deja atrás
definitivamente el viejo modelo del laissez-faire. Había, además, u n a
urgencia imperiosa que atender: la rabia popular debía ser apacigua-
da para impedir la revolución comunista. La recién creada U n i ó n
Soviética funcionaría a partir de entonces c o m o un perfecto instru-
m e n t o contrapedagógico para las democracias parlamentarias occi-
dentales. Y en su afán por no acabar sus días en una revolución como
la rusa, los estados emprendieron políticas de vivienda semejantes a
las que a partir de los veinte también se pusieron en práctica en el
país de los soviets.
Los planes arquitectónicos y urbanísticos se pusieron en m a n o s
de una nueva generación de arquitectos e ingenieros que, cabalgan-
do a lomos de la m o d e r n i d a d y de la vorágine de transformaciones
culturales que esta había desencadenado, r o m p i e r o n violentamen-
te los cánones estéticos aún impregnados de romanticismo y gusto
aristocrático de sus padres, los constructores de las ciudades-jardín
estilo Q u e e n A n n e y los ensanches historicistas y Art Nouveau, lle-
nos de frontones griegos, torretas medievales, mosaicos dorados y
sinuosas decoraciones orgánicas. Las señales del advenimiento de
aquella época habían ido apareciendo desde hacía décadas: el Crystal
Palace de Londres (1851), los immuebles de rapport haussmanianos,

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158 Francisco Javier Ullán de la Rosa

aberraciones, c o m o h a b í a n h e c h o d u r a n t e t o d o el siglo X I X la ética y


la estética burguesas, es un inaceptable ejercicio de alienación m o r a l
y cultural. El h o m b r e - m á q u i n a m o d e r n o debe aceptarse tal c o m o es
y e n c o n t r a r orgullo en ello ( B a n h a m , 1 9 6 0 ) .

Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enrique-


cido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de
carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a ser-
pientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece
correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.
Manifiesto Futurista, punto 4 (Marinetti, 1909).

[...]Cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las


canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones
ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspen-
didas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puen-
tes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte; y a
las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles,
como enormes cabal os de acero embridados con tubos, y al vuelo
resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una
bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta. Manifiesto
Futurista, punto 11 (Marinetti, 1909).

Y es a partir de ahí, de la exaltación de la nueva naturaleza m a -


quinista del h o m b r e c o m o fase superior de la evolución y de la t r a n s -
formación p e r m a n e n t e del t i e m p o y el espacio q u e la acción h u m a -
na provoca ( B a n h a m , 1960), q u e los futuristas lanzan su proyecto
para la ciudad, un proyecto visionario y totalitario q u e plantea la
destrucción de la c i u d a d histórica, caduca, arcaica, fósil, y su sustitu-
ción p o r u n a c i u d a d - m á q u i n a q u e exalte la velocidad y el p o d e r del
n u e v o h o m b r e . En ella no h a y concesiones para la historia, para el
s e n t i m e n t a l i s m o : el o r d e n n u e v o , la c i u d a d nueva, se ha de c o n s t r u i r
d e s t r u y e n d o c o m p l e t a m e n t e la vieja.
La c i u d a d q u e se p r o p o n e no solo debe a b a n d o n a r la vieja ar-
q u i t e c t u r a historicista y decorativa, s u s t i t u y é n d o l a p o r otra de n a t u -
raleza abstracta, inspirada en la m á q u i n a , sino q u e debe destruir la
p r e c e d e n t e . La ciudad, finalmente f u n c i o n a n d o c o n la lógica de la
m o d e r n i d a d , esa q u e «disuelve t o d o lo sólido en el aire», debe ser u n a
c i u d a d en eterna potencia, en c o n s t a n t e t r a n s f o r m a c i ó n , u n a c i u d a d
autofagocitante, q u e se devore a sí m i s m a p e r i ó d i c a m e n t e . N a d a debe
ser conservado. Los edificios, c o m o todo lo demás, d e b e n de ser t r a n -
sitorios, puesto q u e la ciencia y la técnica están en progreso c o n s t a n t e

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162 Francisco Javier Ullán de la Rosa

gusto de la burguesía, antes historicista, había empezado a cambiar


gracias a la fractura cultural y generacional provocada por la G r a n
Guerra. H a b í a sed de renovación, de cortar amarras con ese pasa-
do de negros recuerdos. En Estados U n i d o s , esos signos de cambio
generacional se habían p r o d u c i d o incluso antes: ya a principios del
siglo Frank Lloyd Wright estaba construyendo mansiones de lujo en
su famoso Prairie Style, con ladrillo visto al exterior y de líneas mini-
malistas y espartanas (Fishman, 1982). Pero lo interesante es que ya
por entonces, Le Corbusier plantea, de m o m e n t o solo sobre el papel,
la vivienda colectiva y el tipo de nuevo urbanismo por el que pasará
a la historia. Para Jencks (2000) su proyecto recoge la virulencia y la
arrogancia del futurismo. En 1922 presentó su plan para una Ville
Contemporaine: en el centro, en un e n o r m e hub intermodal de trans-
portes (estaciones de autobuses y ferrocarril, nudos de autopistas, el
automóvil había de ser el rey de la ciudad) y un grupo de rascacielos
cruciformes de sesenta plantas, en acero y cristal, con aeropuertos
en la azotea. Separados, eso sí, por espacios verdes. Más allá, los blo-
ques de edificios en altura, más bajos, para alojar a los habitantes.
Su voluntad de planificación le lleva, como a H o w a r d unas décadas
antes, a establecer el contingente demográfico para su ciudad. Pero
estamos lejos de la utopía descentralizadora del inglés: aquí impera
el poder de los n ú m e r o s . La ciudad ha de tener tres millones de ha-
bitantes. Las masas, sin duda, eran una expresión de poder. Un año
después, 1 9 2 3 , se publica su manifiesto Vers une architecture del que
se deben destacar dos de sus más conocidas máximas: Une maison
est une macbine-a-habiter («una casa es una m á q u i n a para habitar»,
expresión que condensa la supeditación de la estética a la función) y
Architecture ou Revolution (Le Corbusier trata de sensibilizar a los di-
rigentes de que la modernización de la ciudad es necesaria para evitar
el estallido social). No solo la casa había de ser concebida como una
máquina: t a m b i é n la calle. Le Corbusier fue un gran detractor del
concepto tradicional de calle (la calle, ese chemin des ánes — c a m i n o
de asnos—), debía morir y ser sustituida por una radical zoniflcación
que separara nítidamente entre las zonas peatonales en torno a las re-
sidencias, con función socializadora, y los ejes de circulación (la calle
como «máquina de circular») solo aptos para los coches (todo ello, en
n o m b r e del fomento de una cultura más doméstica y familiar).

En 1925 llegaría su Plan Voisin, patrocinado por la marca de


automóviles h o m ó n i m a (también buscaría el patrocinio de Citroen
y Peugeot pero no lo encontraría), cuyo concepto era semejante al

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166 Francisco Javier Ullán de la Rosa

tiempo también una parte no despreciable de la propia sociedad aca-


baría por hacer suyos aquellos ideales: la funcionalidad de la m á q u i n a
terminaría así por convertirse en erótica. Deseo de lo nuevo y repul-
sión por lo viejo. La conversión del programa racionalista en valor
cultural acabó por consolidarlo, al legitimarlo de cara a la sociedad.
C o m o sucede con cualquier proyecto de ingeniería social totalizante,
acusar a sus ejecutores de dictadores sin escrúpulos es, obviamente,
faltar parcialmente a la verdad. Inyectado paulatinamente en el t o -
rrente sanguíneo de los valores colectivos, los urbanistas m o d e r n o s
acabaron por convertirse, c o m o en cualquier régimen, en i n s t r u m e n -
tos de la voluntad de una parte de la sociedad, en aquellos que le da-
8
ban a la gente «lo que la gente quería» . C o m o en cualquier régimen,
por supuesto, no consiguieron convencer a todos ni d u r a n t e todo el
tiempo: las visiones alternativas siguieron existiendo, a u n q u e relega-
das a la marginalidad y, finalmente, la reacción mayoritaria contra la
«jungla de asfalto» habría de llegar. C o m o todas las demás ciencias
sociales, el urbanismo también sería alcanzado por la onda p o s m o -
derna que empezó a formarse hacia mediados de los años sesenta.
Pero esa es ya otra historia y será contada en otro capítulo.

La vivienda social en las dos posguerras ( 1 9 2 0 - 1 9 6 0 ) .


Norteamérica y Europa: una historia de dos ciudades-jardín
diferentes

Las primeras intervenciones masivas del racionalismo arquitectónico


se produjeron c o n t e m p o r á n e a m e n t e en los países que más golpeados
habían quedado por la G r a n Guerra, todos ellos bajo los auspicios

8
La comentada transformación de Rio de Janeiro, que es paralela a la de la
propia sociedad brasileña es narrada magistralmente por el cantante y escritor Chico
Buarque de Holanda, con la sensibilidad histórica que le confiere ser hijo de uno de
los principales historiadores de su país, en la novela Leite Derramado. El libro narra
la historia de una familia de clase alta de Rio, descendiente de aristócratas portugue-
ses, y su atribulado tránsito por la revuelta historia del siglo XX, a través de un viaje
inmobiliario por la ciudad. El linaje emprende una lenta pero inexorable cadena
descendente de mudanzas: de la finca señorial en la base de la sierra, con su estilo de
vida rural y semifeudal, al palacete romántico en la playa de Copacabana, más tarde
sustituido (para adecuarse al signo de los tiempos, porque hay que ser modernos) por
un apartamento en un rascacielos levantado sobre ese mismo solar, para acabar, por
avatares de la vida, dando con sus huesos en una favela.

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170 Francisco Javier Ullán de la Rosa

La estrategia que desplegó el gobierno norteamericano para pro-


mover la nueva forma de ciudad ya ha sido explicada en sus líneas ge-
nerales. Y también su diseño intencional para dejar fuera de ella a las
poblaciones de color. La F H A había empezado en 1935 introduciendo
una política de acceso a créditos blandos. El gobierno canadiense la
imitaría en los años siguientes, estimulando así su propio fenómeno
de suburbanización (Harris, 2004). En 1938 el gobierno creó otro ins-
trumento en esta dirección, la Federal National Mortgage Association
(FNMA), conocida desde entonces popularmente como Fannie Mae.
Su misión era doble: establecer un mecanismo de seguro sobre las hipo-
tecas concedidas por la F H A y atraer capital al sector permitiendo a las
entidades financieras tratar las hipotecas como si fueran instrumentos
de inversión, agrupándolas en paquetes que podían comprarse y ven-
derse en un mercado secundario. Este sistema de titulación de hipotecas
fue único entre las naciones desarrolladas del m o m e n t o y explica en
buena parte la fluidez del crédito (Fishman, 1987; Baxandall y Ewen,
2000) 1 0 . Finalmente, con el objetivo de premiar a aquellos que habían
arriesgado su vida por la patria (y de desactivar lo que podría haber sido
una b o m b a social de incalculables consecuencias) el gobierno federal
puso en marcha un generosísimo programa de beneficios para los ve-
teranos de guerra a través de la VeteransPreference Act y la Servicemens
Readjustment Act de 1944 (conocidas como el GI Bill of Righ, algo así
como la Carta de Derechos del Soldado Raso). Bajo este paraguas legal
el Department of Veterans Affairs (VA), la segunda instancia adminis-
trativa más grande de los Estados Unidos después del propio Ministerio
de Defensa, fue construyendo una especie de «Estado de Bienestar Plus»
dentro del propio Estado de Bienestar norteamericano, decididamente
mucho más generoso que para el resto de la población: prioridad en la
contratación para empleos públicos, coberturas sanitarias m u c h o mayo-
res, pensiones, seguros de vida... y préstamos hipotecarios a m u y bajo
costo. C o n un número de veteranos, entre la Segunda Guerra Mundial
y la cercana de Corea (1950-1953) que se contaba por millones y, mul-
tiplicado por los integrantes de sus familias, la medida se convirtió en

10
En 1968 el gobierno permitió también a Fannie Mae comprar hipotecas pri-
vadas, no respaldadas por la FHA. Finalmente, en 1970, creó un organismo similar,
la Federal Home Loan Mortgage Corporation (FHLMC), que también recibió un
nombre coloquial, Freddie Mac, con el objetivo de establecer una competencia a
Fannie Mae para crear un mercado secundario más eficiente y robusto (Baxandall y
Ewen, 2000).

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174 Francisco Javier Ullán de la Rosa

colmenas humanas en las afueras de la ciudad, desconectadas de las


redes de transporte y con servicios urbanos muy deficientes o simple-
mente inexistentes que solo se irán colmando, lentamente, a lo largo
de los decenios. Y aún así, a pesar de sus bajas calidades de construc-
ción, los grands ensembles supusieron una mejoría, en estrictos tér-
minos de confort habitativo con respecto a lo que había antes. C o n
ellos el urbanismo se reveló, además, como un instrumento de poder
político y económico (y de corrupción) al que no se sustrajo ningu-
na formación: los partidos utilizaron la concesión de vivienda social
como una estrategia clientelar (la familia a la que su alcalde le había
dado un piso solo podía estarle eternamente agradecida) y como un
instrumento de financiamiento (por medio de las comisiones paga-
das por los constructores) cuando no de enriquecimiento ilícito de
algunos de sus dirigentes (Butler y Noisette, 1983; Flamand, 1989;
Monnier y Klein, 2002; Stebé, 2007; Dryant, 2009).

4.3. SOCIOLOGÍA URBANA EN LOS CINCUENTA Y SESENTA.


LOS INTENTOS DE EXPLICAR LOS EFECTOS DEL URBANISMO
RACIONALISTA

4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el s u b u r b

La literatura sociológica sobre el fenómeno del suburb en Nortea-


mérica es, con unas pocas excepciones (Atkins, 1941; Form, 1944),
prácticamente inexistente antes de 1950. Destaca entre los pioneros
el estudio de Form (1944) sobre el proyecto federal de Greenbelt. A
partir de 1950, siguiendo la estela del White Flight a los suburbios,
el estudio de esta nueva forma urbana se convertirá, sin embargo,
en uno de los temas centrales de las preocupaciones de una socio-
logía urbana que desde Chicago se ha extendido ya por todo el país
(Pearson, 1951; Mumford, 1954; Schnore, 1956; Fava, 1956; Seeley
et al., 1956; Schnore, 1957; Boggs, 1957; Nairn et al, 1957; Dobri-
ner, 1958; Wood, 1958; Strauss, 1960; Gordon, 1960; Berger, 1960;
Mumford, 1961; Dobriner, 1963; Gans, 1963; Chinitz, 1964; Clark,
1966; Gans, 1968). Curiosamente, ninguno de estos autores es de
la Universidad de Chicago. La que había sido la fundadora de los
estudios sobre la ciudad en los Estados Unidos (y el m u n d o ) brilla
extrañamente por su ausencia en el análisis del fenómeno urbano
más importante de aquellas dos décadas. Las razones debemos quizá

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178 Francisco Javier Ullán de la Rosa

de consumo futuro. Ese c o n s u m o se producía, en los suburbs, a la vis-


ta de todos y actuaba como un mecanismo perfecto que inyectaba el
deseo, estimulaba la natural tendencia en las comunidades h o m o g é -
neas a la homeostasis social y lanzaba a la economía hacia velocidades
siempre crecientes de producción y c o n s u m o . El mismo mecanismo
de control social que en las comunidades campesinas autárquicas li-
mitaba el consumo conspicuo a favor de la armonía generada por el
igualitarismo (iguales en la pobreza) (Foster, 1965) en el marco de
una sociedad rica, arrastrada por el torrente de liquidez del crédito
fácil, funcionó en sentido contrario: estimulaba a la gente a consumir
siempre más para no ser menos que el vecino y con ello, para no verse
quizá marcado por los prejuicios de una ética social que achacaba la
pobreza a la raza o a la incapacidad (el famoso arquetipo cultural del
loser). Nacía toda una cultura del c o n s u m o que era frenéticamente
hedonista y progresista (el deseo cuasi erótico por las novedades téc-
nicas — l a nueva lavadora, el coche del a ñ o — se convirtió en un valor
central de la cultura de clase media norteamericana hasta el p u n t o de
devenir uno de los hitos primordiales por los que se medía la progre-
sión del tiempo). Al mismo tiempo el suburb generaba o reforzaba
unos valores culturales claramente conservadores: el incremento del
control social (interno y externo) y la segregación de las castas más
marginales en la inner city hizo descender las tasas de criminalidad en
los suburbs hasta niveles hasta entonces p r o b a b l e m e n t e desconocidos
en la historia (la contrapartida era, por supuesto, que estos a u m e n -
taron en los guettos de color igualmente hasta tasas hasta entonces
inéditas), lo cual, en conjunción con el m a n á del consumo y la propia
homogeneidad social del suburb, generó una profunda sensación de
autocomplacencia. Los habitantes de Suburbia no veían la pobre-
za, no percibían las disfunciones del sistema (esto era especialmente
marcado entre las amas de casa y los jubilados, que prácticamente no
salían n u n c a de las áreas residenciales) y entre ellos se fue sedimentan-
do la idea de que todo era perfecto, con significativas consecuencias
políticas, como probablemente habían deseado quienes planificaron
los suburbs. El propio control social reforzó los valores y prácticas de
una moral social y familiar conservadora: control sobre el c o m p o r t a -
m i e n t o de los jóvenes, que no tenían d o n d e esconderse de la mirada
de los adultos; sobre el de los vándalos; sobre el de los potenciales
maridos o esposas infieles (la infidelidad se hizo especialmente difícil
para las esposas —los maridos a fin de cuentas seguían escapando
del ojo público en la jungla de asfalto de la c i u d a d — a no ser que

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182 Francisco Javier Ullán de la Rosa

París en el que solo hay nichos «burgueses» y «obreros» que, al care-


cer de la nitidez categorial de la etnicidad dibujan espacios urbanos
de bordes más difuminados ( C h o m b a r t , 1952). A ú n así, C h o m b a r t
demostrará en su siguiente obra que es todavía posible aplicar el
enfoque culturalista a una ciudad monoétnica: en La vie quotidien-
ne des familles ouvrieres (1956) la clase obrera es descrita al mismo
tiempo como un grupo construido por las relaciones de producción
(y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural
con estilo de vida y valores propios. Las simpatías de C h o m b a r t y su
equipo están claramente con la clase obrera. No encontraremos aquí
esa relación de repulsión/fascinación por quienes no c o m p a r t e n el
ethos de la clase trabajadora, que era tan c o m ú n entre los de Chicago.
Los sociólogos urbanos franceses, inaugurando una tradición que se
m a n t e n d r í a desde entonces y al menos hasta los ochenta, no son libe-
rales conservadores como los norteamericanos: se trata de gente que,
como C h o m b a r t , ha estado implicada muchas veces directamente en
la resistencia, gente que viene de un entorno claramente crítico con
el sistema y la cultura obrera es descrita en tonos decididamente po-
sitivos.
Su segunda obra, Famille et habitation, publicada en 1960, re-
coge los resultados de una serie de encuestas aplicadas en tres nuevos
polígonos de viviendas (grands ensembles, en francés) de tres ciudades
diferentes, d o n d e el Estado había realojado poblaciones obreras. Se
da el caso que uno de ellos, la C i t é Radieuse de Nantes, era del p r o -
pio Le Corbusier. C h o m b a r t muestra, en lo que es la primera gran
crítica sociológica al visionario h u m a n i s m o funcionalista y raciona-
lista de la Carta de Atenas, c o m o aquellos nuevos barrios no tenían
nada de «radiante» sino que ejercían sobre los obreros u n a nueva for-
ma de violencia, obligándolos a cambiar sus m o d o s de vida al alejar-
los de sus redes de relaciones familiares y de amistad, de su e n t o r n o
espacial dotado de sentido, simbólicamente significativo, exiliándo-
los en un lugar aséptico y h o m o g é n e o mal c o m u n i c a d o con el resto
de la ciudad (para quien no tiene coche). C h o m b a r t y su equipo de
sociólogos dan testimonio de la frustración que generan los nuevos
polígonos y cómo estos constituyen u n a nueva forma de alienación
de la clase obrera, la alienación espacial. Es C h o m b a r t quien acuña
el t é r m i n o , después popularizado, de «ciudad-dormitorio» (banlieu
dortoir, en francés). Por último llaman también la atención sobre
los nuevos procesos de segregación que se están p r o d u c i e n d o en las
banlieues. En teoría, los polígonos periurbanos eran un experimento

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186 Francisco Javier Ullán de la Rosa

ciudad») de 1968. Convertido en un término neutro desde el final


del Antiguo Régimen, con connotaciones estrictamente geográficas,
banlieue p r o n t o adquiriría los tonos peyorativos que tiene actual-
m e n t e en Francia. Sus habitantes serán conocidos como banlieusards,
vocablo cargado de connotaciones peyorativas y estereotipos negati-
vos. C o n la posterior llegada de la inmigración extraeuropea el tér-
m i n o acabaría por adquirir, c o m o había profetizado C h o m b a r t ,
b u e n a parte de las connotaciones clasistas y racistas asociadas al de
guetto.

4.4. LA ESCUELA DE CHICAGO EN LOS CINCUENTA Y SESENTA.


EL DECLINAR DE LA HEGEMONÍA

La sociología urbana había nacido en los despachos y las aulas de


Chicago entre los años veinte y cuarenta. Pero Chicago no podía dar
empleo a todos los que obtenían su doctorado en el d e p a r t a m e n t o .
M u y pronto la escuela nacida en Illinois empezó a exportar a sus ti-
tulados por todo el país. C o n la diáspora llegaría la diversificación y,
finalmente, Chicago acabaría perdiendo aquella idiosincrasia pionera
que la ha llevado a figurar como protagonista en todas las historias
de la sociología urbana. Se convertiría, simplemente, en un departa-
mento más en el conjunto de la academia norteamericana a u n q u e de
él aún habrían de salir sociólogos de fama universal de la talla de Er-
ving Goffman, c o n t i n u a d o r de aquella corriente tan chicagüense del
interaccionismo simbólico. Sin embargo, antes de apagar por c o m -
pleto la antorcha solitaria de la vanguardia, la Escuela de Chicago
aún habría de dar una tercera generación, cuyo periodo de vigencia
puede fecharse grosso modo desde el final de la Segunda Guerra M u n -
dial hasta principios de los sesenta, con características m u y definidas
y aportes sustanciales a la sociología urbana. Esta tercera generación
está marcada por dos fenómenos: a) La Nueva Ecología H u m a n a b)
el empiricismo cuantitativo de las teorías de rango medio y el análisis
factorial.
Desde los años cuarenta, las tesis de la Ecología H u m a n a c o m e n -
zaban a ser puestas bajo el ojo de la crítica, tanto fuera, en otras uni-
versidades, como entre los m i e m b r o s más jóvenes del d e p a r t a m e n t o .
Ya hacia 1950, el enfoque ecológico tal y como había sido desarro-
llado por Park y su escuela se anunciaba en fase terminal (Berry y
Kasarda, 1977). A las críticas de Davie (1937) o las reformulaciones

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190 Francisco Javier Ullán de la Rosa

C o m o vemos es verdaderamente difícil, más allá del recurso que


hacen a las analogías biologicistas, distinguir a la Ecología H u m a n a ,
y esto ya desde los tiempos de la Escuela de Chicago, de la para-
lela escuela funcionalista que en estos m o m e n t o s d o m i n a b a todos
los departamentos de sociología del m u n d o anglosajón. La Ecología
H u m a n a no es más que una variante del más general funcionalismo.
La ecología de Hawley tendría una continuidad en las siguientes
décadas en m u c h o s trabajos de sociología urbana y sería enriquecida
por las nuevas técnicas de investigación estadística que comentare-
mos en el siguiente apartado. Así, por ejemplo, son significativos los
trabajos sobre desigualdades socioresidenciales entre barrios que utili-
zan metodologías estadísticas mejoradas c o m o los Social Área Analysis
desarrollados por Shevky y Williams (1949) continuados por Shevky
y Bell (1955), o los Cluster Analysis de Tryon (1955). Todos ellos
eran variantes de la estrella metodológica del m o m e n t o , el análisis
factorial, un refinamiento de las correlaciones ecológicas de Park que
usan todos (algunos autores incluso han llamado a esta fase «Ecología
Factorial» [Janson, 1980; Mela, 1996]).
La Nueva Ecología H u m a n a sin duda limó muchas de las rugo-
sidades del primer boceto de Park, Burgess y McKenzie. La extensión
de ciertos fenómenos, hasta entonces privativos de las urbes norte-
americanas, a otras ciudades del m u n d o a partir de los años cincuenta,
mostró que sus aportaciones habían sido bastante acertadas en deter-
minados aspectos, y que podían aplicarse umversalmente. Así, aque-
llos procesos de invasión y sucesión que habían descrito, movidos por
las oleadas de inmigrantes étnicamente diferentes que habían ido lle-
gando a Chicago, provocaron los mismos efectos cuando se repitieron
en Europa. En la posguerra de los cuarenta, una oleada de inmigrantes
caribeños de color «invadió» los barrios obreros blancos de Londres.
Sus poblaciones reaccionaron de la misma manera que lo habían he-
cho en Chicago y en el verano de 1958, la estación ecológica de los
disturbios (Lohman, 1947), cuando todo el m u n d o está en la calle y
se multiplican las posibilidades de contacto, la metrópoli británica
vivió su propia versión de la rabia blanca. Fue en N o t t i n g Hill Gate
y el episodio violento dio nacimiento el año siguiente, como medida
orientada a la integración cultural, al famoso carnaval multiétnico por
el que es famoso hoy en día (The Independent, 2 0 0 8 ) .
De todos los autores que p u e d e n incluirse, de una manera más o
menos estricta, en esta escuela, y bajo la influencia directa de Hawley,
quizá otro que merezca comentar en más detalle sea Otis D u d l e y

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194 Francisco Javier Ullán de la Rosa

una hora después del cierre de colegios electorales en la noche de la


elección presidencial.
El análisis factorial es una metodología estadística que reduce
la enorme masa de información cuantitativa a unas pocas variables
(los llamados factores) explicativas con la que estarían relacionadas el
resto de los datos. Es una técnica que analiza las relaciones de inter-
dependencia entre todas las variables asignándoles un coeficiente (de
0 a 1) en función de su mayor o m e n o r relación de interdependencia.
Aquellas variables que concentran los coeficientes más altos (por en-
cima de 0.7) con respecto a otras variables serían los factores, siempre
asumiendo que existe un margen de error debido a variaciones indi-
viduales que son inevitables (Janson, 1980).
Un ejemplo de la aplicación del análisis factorial a la sociología ur-
bana podría ser el de Lander (1954) en su estudio sobre la delincuencia
juvenil. La metodología estadística fue utilizada para refinar la Teoría
de la Desorganización Social de Shaw y McKay (1942) y encontró que
las siguientes variables estaban correlacionadas, con los mismos coefi-
cientes, tanto con el factor delincuencia como con el factor desorgani-
zación social, de donde deduce que se trata de uno solo:

Hacinamiento .85
Infraviviendas .81
Porcentaje de población de color .70
Régimen de alquiler .57
Baja educación .64
Población nacida en el extranjero .16

El ejemplo muestra con bastante nitidez las fortalezas y debilida-


des de este tipo de enfoque como i n s t r u m e n t o de explicación científi-
ca. El algoritmo matemático permite dilucidar relaciones que no son
evidentes a simple vista, como que la asociación entre delincuencia y
condiciones del habitat es m u y alta (.85) pero que tiene poco que ver
con el origen nacional de los individuos (.16). Sin embargo, la corre-
lación entre raza y delincuencia (.70), sin otra información contextual
adicional, podría conducirnos erróneamente a una explicación racis-
ta. El análisis factorial fue sin d u d a un gran avance en el estudio de las
complejas sociedades urbanas formadas por millones de individuos,
y permitió descubrir relaciones entre procesos que habrían sido m u y
difíciles de ver a través de la observación directa. Sin embargo, en
ausencia de otros marcos teóricos más abarcantes, el análisis factorial

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La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 199

realizada por el leninismo y el estalinismo, y recuperan y reti-


nan su materialismo histórico como herramienta teórico-me-
todológica. Una revisión que se realizaba en paralelo y retroa-
limentación a la liberación, en Europa Occidental, de los
movimientos de izquierda, socialistas y comunistas, de la tute-
la soviética en aras de la construcción de un marxismo político
más humanista y compatible con la democracia.

¿Y por qué en aquel m o m e n t o ? Porque a finales de los años se-


senta las políticas del Estado de Bienestar y más de veinte años de
crecimiento económico a gran velocidad habían transformado p r o -
fundamente ( d o m a d o , aburguesado) a la clase obrera y habían com-
plejizado e n o r m e m e n t e la estructura de clases. C o n el acceso de los
obreros a la propiedad (de su inmueble, de su automóvil) y la pau-
latina proletarización de las clases medias profesionales (deflación de
títulos universitarios, a u m e n t o de nichos laborales de cuello blanco
pero mal p a g a d o s . . . ) la sociedad no podía verse ya desde la simple
dicotomía propietarios-no propietarios. C u a n d o , como sucedió en la
primavera de 1968, los intelectuales asistieron a movimientos sociales
en los que eran los estudiantes universitarios y no los obreros quienes
encabezaban las huelgas y recibían los porrazos de los antidisturbios,
la prueba de que la teoría de la luchas de clases requería nuevas for-
mulaciones se hizo más que patente, tanto entre los marxistas como
entre los no marxistas.
La sociología urbana también tuvo que afrontar el reto de ex-
plicar una nueva serie de fenómenos sociales que empezaron a de-
sarrollarse en las ciudades precisamente durante aquellos años. U n o
de ellos ya lo hemos c o m e n t a d o : los movimientos de una nueva iz-
quierda (así, New Lefi, se llamó, precisamente en el Reino U n i d o ) ,
que reclamaban no solo un cambio de sistema económico o político
sino una revolución cultural. J u n t o a ellos estaban los movimientos
contraculturales p r o p i a m e n t e dichos (generación beat, hippies), que
eran f u n d a m e n t a l m e n t e urbanos. Y exclusivamente urbanos eran los
movimientos vecinales que empezaron a surgir por aquellos años y
que suponían una forma de movilización social m u y novedosa que
requería de nuevos moldes explicativos: movimientos interclasistas,
sin pretensiones de transformación del sistema sociopolítico general
y, por lo tanto, parcialmente desideologizados, despolitizados; movi-
mientos de carácter pragmático formados por vecinos cuya principal
característica en c o m ú n es la de compartir el mismo espacio urbano

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La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 209

aquellos que disponen de propiedad pero con pocas habilidades, o


de habilidades pero pocas propiedades; y la clase baja que no dispo-
ne ni de habilidades ni de propiedades. Rex y M o o r e no hacen otra
cosa q u e regresar a Weber al señalar las diferentes articulaciones entre
propiedad, estatus y habilidades. Así, los obreros de las viviendas de
alquiler protegido poseían en la Birmingham de los años sesenta, gra-
cias a otros factores c o m o la nacionalidad o la raza, de mayor estatus
que los propietarios inmigrantes del centro degradado, lo cual era una
subversión radical de los principios marxistas (Rex y Moore, 1967).
Es interesante observar t a m b i é n c ó m o , en su esquema racionalista,
Weber no puede concebir una clase alta desprovista de habilidades.
Esto es así p o r q u e parte del principio de que la gestión de las institu-
ciones económicas y políticas en el capitalismo m o d e r n o requiere un
alto grado de instrucción y especialización. Dicho posicionamiento
está presente también en los neoweberianos, en el poder de decisión
que le atribuyen a la élite de tecnócratas estatales.

5.2.2. Roy Pahly la Teoría del Estado Corporativo como gestor


de la ciudad

Recogiendo el testigo entregado por Rex y Moore, el p u n t o de parti-


da de Pahl es también la constatación de la ciudad, su espacio físico,
como causa de nuevas desigualdades sociales que vienen a sumarse a
las del m u n d o del trabajo (Pahl, 1970a). Y ello de maneras múltiples
y encabalgadas: los que han de emplear m u c h o tiempo para llegar a
su trabajo están en situación de desventaja respecto a los que emplean
poco pero quizá mejor que estos en otro sentido si aquellos viven al
lado de una autopista o una depuradora de aguas residuales. T a m b i é n
Pahl insiste en que la tarea del sociólogo es estudiar los sistemas de
asignación de recursos pero, a diferencia de Rex y Moore, no conside-
ra, no en un primer m o m e n t o al menos, que las diferencias de acceso
puedan generar verdaderos conflictos de clase (Pahl, 1970a: 2 5 7 ) .
Y ello porque Pahl va a considerar a la población como variable de-
pendiente en el sistema de asignación, siendo los gestores la variable
independiente (Pahl, 1970b: 620). El entero sistema de distribución
puede explicarse a través del análisis de los objetivos y valores de los
actores que asignan y controlan el conjunto de los bienes urbanos. ¿Y
quiénes son estos actores? Los altos cargos de la gestión pública local,
el nivel de la administración a la que Pahl apodó «los perros de en
medio» (Pahl, 1 9 7 5 : 2 6 9 ) .

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214 Francisco Javier Ullán de la Rosa

privatización de los servicios urbanos. La obra de Saunders se plantea


como una reformulación del marco teórico weberiano para ajustarlo
y explicar la ciudad en los albores del nuevo contexto neoliberal y
posindustrial.
Saunders no abandona del todo el concepto de Estado Corporativo.
Al fin y al cabo, y a pesar de la ola neoliberal, nos dice él mismo, el
Estado sigue teniendo un papel crucial en la vida de los ciudadanos.
Su presencia se ha vuelto tan ubicua que a veces no somos conscientes
de hasta qué p u n t o forma parte de nuestras vidas: un tercio de los ha-
bitantes urbanos vivía en casas de propiedad estatal en Gran Bretaña
a principios de los ochenta (Saunders, 1981). La teoría del Estado
Corporativo debe simplemente redimensionarse y adoptar una postura
más humilde. Deben abandonarse las pretensiones generalizado ras que
consideraban el corporativismo como un tipo particular de formación
social y entenderse más bien como una de las posibles estrategias o vías
mediante las cuales ciertos intereses particulares pueden conseguir un
acceso privilegiado al poder estatal o la concesión de explotación de de-
terminados servicios (por ejemplo, la gestión de basuras) cedidos por el
gobierno. El control del Estado, por otro lado, sigue siendo hegemóni-
co (teóricamente) en algunas áreas particulares, como la planificación
del uso del suelo (que en Gran Bretaña estaba y está centralizada) o en
servicios urbanos como la gestión del agua (Saunders, 1985).
La segunda crítica que Saunders hace a los primeros weberianos
se centra en su clasificación de las categorías de residentes en función
de su relación con la propiedad, lo que Rex y Moore habían d e n o m i -
nado «clases habitativas» (Rex y M o o r e , 1967). Saunders reformula
esta cuestión a partir de una nueva visita a Weber y su concepto de
estatus pero también, a u n q u e no lo reconoce explícitamente, a la luz
de las críticas del posmodernismo epistemológico que a principios de
los años ochenta empezaban ya a calar en todos los círculos acadé-
micos. El problema de partida era que Rex, Moore y Pahl daban por
descontada la existencia de un único sistema de valores compartido
por todos los residentes, un sistema de valores que consideraba como
aprioris absolutos lo que eran tan solo valores culturales relativos:
que ser propietario es mejor que vivir de alquiler, que vivir en las
casas de protección oficial de la periferia era más deseable que en las
zonas degradadas del centro. Saunders deconstruye esta afirmación a
la manera posmoderna, aportando datos empíricos de investigacio-
nes como la de Davies yTaylor en Newcastle (1970) o la de C o u p e r
y Brindley (1975) en Bath, que mostraban que los inmigrantes

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220 Francisco Javier Ullán de la Rosa

producción social del espacio urbano es fundamental para la repro-


ducción del sistema social en su conjunto (en el caso c o n t e m p o r á n e o ,
del sistema capitalista). D a d a su función fundamental esta p r o d u c -
ción del espacio es controlada por las clases hegemónicas con el obje-
tivo de reproducir su d o m i n a c i ó n sobre el resto.

El espacio es un producto [...] el espacio así producido sirve como


una herramienta de pensamiento y de acción [...] además de ser un
medio de producción es también un medio de control y, por tanto,
de dominación, de poder. (Lefevbre, 1974: 26).

El espacio es un elemento clave en la producción y reproducción


del sistema capitalista. H a y que estudiar no solo cómo el sistema
produce capital sino también cómo produce y reproduce el espa-
cio, c ó m o los intereses de clase colonizan y mercantilizan el espacio,
usando y abusando del espacio construido, m a n i p u l a n d o ideológica-
m e n t e los m o n u m e n t o s , conquistando barrios enteros.
C a d a economía política produce un cierto tipo de espacio. La
ciudad antigua, por ejemplo, no puede entenderse como una sim-
ple aglomeración de gente y edificios en el espacio: tiene su propia
práctica espacial. Si cada sociedad produce su propio espacio enton-
ces una sociedad que no lo haga será una anomalía. A partir de este
argumento Lefebvre arremetió contra los urbanistas soviéticos a los
que acusa de haber simplemente copiado las formas de diseño urbano
racionalistas, traicionando el h u m a n i s m o socialista (Lefevbre, 1974).
El urbanismo racionalista es la gran bestia del viejo sociólogo, como
lo había sido de C h o m b a r t . Lefevbre lo acusa de totalitario, al i m p o -
ner transformaciones sin consultar a nadie, de haber desfigurado la
ciudad, confundiendo racionalidad con funcionalidad, de aniquilar
los lazos sociales y las identidades. El urbanismo se ha convertido
en una fuerza de producción, como la ciencia. U n a de las formas de
generación de plusvalía es ahora el mercado inmobiliario. Lo que él
llama el «circuito secundario del capital» (el primero sería el capi-
tal industrial). El espacio físico de las ciudades se ha convertido en
objeto de explotación. El espacio ha sido mercantilizado, creado y
destruido, usado y abusado, se ha especulado sobre él y luchado por
él. Traslada al espacio la metáfora marxiana de la fetichización de la
mercancía. Igual que el trabajo queda deshumanizado, alienado de
sus circunstancias concretas al medirse únicamente en términos de su
valor económico, lo mismo sucede con el espacio: aparece la noción

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La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 227

en Occidente p o r q u e queda vaciada de funciones en la nueva eco-


nomía política del feudalismo, que es autárquica. Vuelve a resurgir
a partir de las fortalezas, núcleos administrativos del sistema feudal
(básicamente reducido al control de la violencia), y de los mercados
(al principio m u y locales y pequeños) y va ligada a la aparición del
m o d o de producción capitalista, todavía no d o m i n a n t e sino articu-
lado con la economía política hegemónica, el m o d o de producción
feudal (no regido por una lógica de revolución constante de los m e -
dios de producción, es decir por la maximización del beneficio, sino
por la de obtención de unas rentas agrarias estables por parte de una
clase d o m i n a n t e que las gasta en c o n s u m o suntuario mientras m a n -
tiene a una mayoría de población campesina en una economía de
subsistencia cuasi autárquica). Esta naturaleza subordinada del ca-
pitalismo de las ciudades permite que estas tengan altos grados de
a u t o n o m í a política (son c o m o islas que siguen otras reglas en el mar
de un m u n d o que se rige por las dinámicas feudales). Sin embargo, la
expansión ulterior del capitalismo conduce, paradójicamente, al fin
de la a u t o n o m í a política de las ciudades: necesitadas de maximizar
su eficiencia a través de la economía de escala, las burguesías urba-
nas se unen en alianzas territoriales más grandes: para poder crecer
el capitalismo acaba con la ciudad a u t ó n o m a e «inventa» el Estado
centralizado (durante su primera fase, la comercial, del siglo XVI al
XVIII, todavía bajo el paraguas ideológico p r e m o d e r n o de las m o n a r -
quías absolutas, más tarde, en su fase industrial y financiera, bajo el
Estado-nación liberal).

La ciudad c o n t e m p o r á n e a es un producto de la segunda etapa


del capitalismo, la etapa industrial. La ciudad crece como conse-
cuencia de la migración rural provocada por la transformación de
las relaciones de producción en el campo: la agricultura se some-
te a la lógica capitalista y desintegra las estructuras sociales agrarias.
Terratenientes-empresarios, en aras de la maximización de beneficios,
fusionan explotaciones e inician la mecanización. El resultado es que
sobra gente en el campo y esta ha de emigrar a la ciudad. La industria
se instala en las ciudades p o r q u e en ellas encuentra dos cosas: a) un
gran mercado d o n d e vender sus productos y b) una gran a b u n d a n c i a
de m a n o de obra barata y desechable. Desechable porque los migran-
tes rurales no tienen nada: no pueden volver al campo porque allí no
hay ni tierra disponible para la explotación directa ni trabajo en las
tierras de otros; no existe ya la antigua obligación del señor feudal de
proveer a su sustento, y al emigrar han perdido la red de solidaridad

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228 Francisco Javier Ullán de la Rosa

comunitaria que también los protegía previamente. Están a b a n d o -


nados a sus propias fuerzas. Pero la industria también crea ciudades
nuevas allá d o n d e hay ventajas: materias primas, vías de transporte.
El m o d o de producción también desarrol a una especialización fun-
cional y una división del trabajo entre ciudades, creando jerarquías
de sistemas urbanos.

Castells: teoría del c o n s u m o colectivo y el estudio de los nuevos


movimientos urbanos

O t r o tema althusseriano introducido por Castells es el de la repro-


ducción de la fuerza de trabajo, un tema central en el propio análisis
de Marx y Engels. M a r x y Engels eran p l e n a m e n t e conscientes de que
la reproducción era un m o m e n t o más de la producción, unida a esta
en un bucle sistémico que hacía a ambas m u t u a m e n t e interdepen-
dientes, pues sin la primera simplemente no sería posible la segunda,
pero sin producción de bienes y servicios no habría nada que repro-
ducir. Toda formación social, todo sistema, pues, necesita reproducir
sus fuerzas productivas, es decir, los medios de producción (materias
primas, infraestructuras, capital, conocimiento, tecnología, etc.) y la
propia fuerza de trabajo. El factor fundamental de la reproducción
de la fuerza de trabajo es la reproducción de los medios de consumo
a través de los cuales los trabajadores obtienen los bienes y servicios
que aseguran su supervivencia en el día a día, entre los cuales no solo
se cuentan los medios materiales de subsistencia (alimento, vestido,
alojamiento, transporte) sino los valores culturales y las habilidades y
conocimientos técnicos que requiere la división sociotécnica del tra-
bajo. Los trabajadores deben conocer su oficio pero deben también
conocer el lugar que ocupan en la estructura de clases y aceptar esta
relación desigual, jerárquica e injusta como algo normal, como un
hecho «natural». Para conseguir esto último está la ideología, actuan-
do explícitamente (a través de la propaganda) o implícitamente (en
el proceso de socialización). Althusser, c o m o antes Marx, advierte del
papel crucial que juega el estado liberal burgués en la reproducción
de la fuerza de trabajo del sistema capitalista. Castells introduce aho-
ra un nuevo agente en esta ecuación: la ciudad misma.

Es aquí d o n d e Castells, que había comenzado su obra destru-


yendo el objeto de estudio de la sociología urbana, y p o n i e n d o , por
lo t a n t o , en d u d a su propia existencia, la dota ahora de un nuevo o b -
jeto y vuelve así a imbuirla de pertinencia. El objeto de la sociología

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230 Francisco Javier Ullán de la Rosa

este en la verdadera fuente de orden social en la vida cotidiana, es


decir, un i n s t r u m e n t o de d o m i n a c i ó n . El Estado planificador se alia
desde los cincuenta, en intensidad creciente, con el capitalismo que
no cesa de crecer en su espiral monopolista. Los grandes desarrollos
urbanos, financiados por el Estado, son una herramienta que ope-
ra simbióticamente con los grandes conglomerados monopolísticos
para fomentar su crecimiento.
Castells, en su estudio sobre la urbanización del litoral de D u n -
kerque que realiza junto a Godard, titulado Monopolville: l'entreprise,
l'Etat, l'urbain (1974), afirma que esta solo se comprende si se encuadra
en un sistema social constituido por las grandes empresas (capital m o -
nopolista) y el Estado, en el que este último juega el papel de crear las
condiciones físicas (desarrollo de infraestructuras) para el crecimiento
de una serie de grandes conglomerados metalúrgicos y petroleros. Esta
parte de la costa de la región Nord-Pas-de-Calais se convirtió en los
años setenta en un gigantesco complejo industrial, con la planta de
acero más grande de Francia, astilleros y enormes refinerías. «La centra-
lización de los medios de producción —escribe Castells— requería la
centralización de los medios de consumo». Se hacía necesaria la inter-
vención del Estado para producir infraestructuras y servicios públicos
y eso es lo que hizo, si bien insuficientemente. C o m o dice Merrifield
(2002: 125) «el Estado no podía encauzar el monstruo de Frankenstein
que había creado».
Es aquí d o n d e Castells analiza los efectos sociopolíticos que pro-
voca la situación de unos medios de consumo controlados y suminis-
trados por y desde el Estado, efectos que a p u n t a n al m i s m o tiempo,
con la lógica dialéctica, hacia direcciones opuestas: por un lado el
consumo colectivo ablanda las resistencias de la clase trabajadora, la
aburguesa, y funciona, de esa guisa, como una herramienta de con-
trol del sistema de d o m i n a c i ó n . Pero, por otro lado, también generó
procesos nuevos de movilización política, politizando aspectos de la
vida social hasta entonces no politizados. A partir de los años cin-
cuenta, las luchas obreras, los movimientos sociales, no se moviliza-
rán ú n i c a m e n t e por las condiciones de trabajo o de d o m i n a c i ó n polí-
tica sino que añadirán otras demandas a su lucha o las t o m a r á n como
banderas a u t ó n o m a s de reivindicación al margen de las más generales
del pasado: surgen así movimientos como los vecinales, para reivin-
dicar mejoras en la provisión de esos servicios colectivos, al margen
de los grandes discursos sobre el cambio de la estructura social. Son
los nuevos movimientos urbanos, no siempre revolucionarios, a veces

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La nueva sociología urbana (finales de los sesenta, principios de los ochenta) 231

simplemente reformistas, que piden más participación en la planifi-


cación urbana y rendimiento de cuentas a los gestores políticos de la
misma.
Esos nuevos movimientos protestaban por las consecuencias de
los procesos de renovación urbana y solicitaban la provisión de ser-
vicios que el Estado, debido a las limitaciones de sus recursos, no
puede proveer de manera satisfactoria para todos. A esto es a lo que
Merrifield se refiere con su metáfora sobre Frankenstein. Entre los
años cincuenta y sesenta el Estado creó con sus políticas de bien-
estar unas altísimas expectativas en la ciudadanía. Esas expectativas
se convirtieron en valores culturales políticamente percibidos como
derechos. El resultado será la floración interminable de movimientos
que reclaman esos derechos, justo en los años en que Castells estaba
escribiendo La question urbaine. Son el telón de fondo sin el cual no
se puede entender su obra, que debe m u c h í s i m o a la observación
y análisis de su propia c o n t e m p o r a n e i d a d . Esos movimientos eran
especialmente fuertes en el París d o n d e vivían y enseñaban Castells y
su equipo. Un París que estaba atravesando, en aquellos años, por un
diseñado proceso de neohaussmanización promovido por el régimen
gaullista. «Neohaussmanización» es el término literal que emplea
Castells, término que refleja u n a postura crítica hacia las políticas
urbanísticas que lo sitúa en el mismo bando de C h o m b a r t y Lefebvre.
Castells i m p u t a al gobierno de De Gaulle motivaciones políticas m u y
parecidas a las que impulsaron la renovación parisina en el Segundo
Imperio Napoleónico: control social, dispersión de las clases obreras
en zonas periféricas desconectadas para debilitar su fuerza e impedir
que pudieran tomar el control de las calles o de la misma ciudad,
como ya hicieran los Communards en 1871 (Castells, 1972: 3 1 6 ) .
Es el tema recurrente de la sociología urbana francesa, y m u n d i a l ,
de aquellos años y en esto Castells no aporta n i n g u n a novedad, no
dice nada que no se hubiera ya dicho antes. Las clases trabajadoras
estaban siendo deliberadamente expulsadas del centro de la ciudad y
esta iniciaba un proceso de gentrificación y lavado de cara para con-
vertirse, por un lado, en el centro gestor de la economía francesa en
proceso de internacionalización y, por otro, en uno de los productos
de c o n s u m o turístico m u n d i a l por excelencia, en el contexto de una
economía m u n d i a l en proceso de posindustrialización posindustrial.
Tampoco fue Castells el primero en observar esta segunda t e n d e n -
cia, indicio ya de la posmodernización de la urbe: D e b o r d (1967) y
Lefebvre (1968) se le habían adelantado.

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