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INTRODUCCIÓN

I. PARA UN PRIMER ACERCAMIENTO AL MISTERIO EUCARÍSTICO

1. «¡Mysterium fidei!»

Al comienzo del tratado sobre la Eucaristía es necesario recordar que nos


disponemos a estudiar el «Mysterium fidei», como proclama la Iglesia cada día en la
aclamación, después de la consagración. Podemos decir que, la Eucaristía es el misterio de
la fe en cuanto que contiene a Cristo en su misterio de salvación y en él convergen todos
los otros misterios de la Iglesia. Es el misterio que está en el centro de la fe y de la vida del
Pueblo de Dios. Es la recapitulación de todos los misterios.

La Eucaristía, en cuanto misterio de fe, compromete cotidianamente, probablemente


más que otros misterios, la fe personal y eclesial. De hecho, cada día nos encontramos con
este misterio en la celebración eucarística, como sacerdotes y como simples cristianos; a
diferencia de otros sacramentos, que se reciben de una vez para siempre (bautismo,
confirmación, orden sacerdotal), o de tanto en tanto, como la penitencia, o de otras
verdades de fe, que quedan lejanas de nuestra consideración inmediata, la Eucaristía exige
de nosotros, por el contrario, un acto de fe cotidiano y renovado.

Se puede decir, además, que la Eucaristía constituye el misterio que demanda


la opción fundamental de la fe. Así fue en el momento de la revelación del misterio del Pan
de vida (Jn 6, 60ss.). Así es para los hombres de todos los tiempos que deben confesar la
presencia real de Cristo bajo las especies del pan y del vino y la realidad del sacrificio de
nuestra redención, allí contenido. Cuando en ciertos momentos de la historia se ha
debilitado la fe, se ha tratado, en seguida, de reducir el alcance del misterio para hacerlo
comprensible y razonable, vaciándolo, sin embargo, de sus contenidos. Pero, de manera
espontánea, junto a la infiltración de tales teorías en el Pueblo de Dios, se ha sentido una
espontánea, apasionada y amorosa reacción de adoración hacia la Eucaristía, del mismo
modo que el cuerpo reacciona cuando un elemento extraño se infiltra en el organismo.

La fe viva, pues, atenta a los propios fundamentos a los que alcanza la certeza de la
revelación y de la verdad –Escritura, Tradición, Magisterio– y con la fuerza sobrenatural
que le es propia, permanece como el primer y constante presupuesto metodológico para el
estudio de la Eucaristía, tanto para quien explica la materia, como también para quien la
escucha y la sigue. A este propósito, podemos recordar las palabras de Pablo VI en la
Encíclica sobre la Eucaristía Mysterium Fidei (3-XI-1965): «En primer lugar queremos
recordaros una verdad bien sabida, pero muy necesaria para eliminar todo veneno de
racionalismo, verdad que muchos católicos han ratificado con su propia sangre y que
célebres Padres y Doctores de la iglesia han profesado y enseñado constantemente, esto es,
que la Eucaristía es un altísimo misterio, más propiamente, como dice la Sagrada Liturgia
es el Mysterium Fidei: sólo en él, de hecho, como sabiamente dijo Nuestro predecesor
León XIII, se contienen con singular riqueza y variedad de prodigios, todas las realidades
sobrenaturales... Luego es necesario que nos acerquemos, particularmente a este misterio,
con humilde reverencia, no siguiendo razones humanas, que deben callar, sino
adhiriéndonos firmemente a la divina Revelación» (nn. 15-20ss.).

Pero al hablar del misterio eucarístico, no es necesario insistir solamente en la


dimensión de misterio, como si se tratase sólo de oscuridad de fe en la Eucaristía; la fe es
también luminosa, es más, debe clarificar que el sentido de misterio, según el genuino
significado bíblico, nos remite a una manifestación del designio de Dios escondido, a una
revelación y comunicación de su vida. Y en este sentido tenemos en el misterio eucarístico
una síntesis de la revelación. Como afirma un exegeta católico: «En la Santísima Eucaristía
tenemos todo lo que Dios ha hecho y hará en la historia de la salvación» (A. Stöger).

Un texto del concilio Vaticano II recuerda: «En la santísima Eucaristía se contiene


todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo que
con su carne vivificada y vivificante por la fuerza del Espíritu Santo, da la vida a los
hombres» (PO 5). Se trata de un texto plenario, lleno de referencias a la realidad del
misterio de Cristo en el Espíritu.

En efecto, cuanto más se profundiza en el misterio de la Eucaristía, tanto más se


percibe su riqueza teológica. Cada aspecto de la fe y de la vida cristiana encuentra en él un
punto de referencia. En efecto, es la síntesis y el culmen del misterio y de los misterios
cristianos: es «fuente y culmen de la evangelización» (PO 6 y AG 9). De hecho, este
misterio contiene y celebra el misterio pascual de Cristo, piedra clave de toda la economía
de la salvación.

2. La Eucaristía en la analogía de los misterios

Un principio metodológico útil de la teología es el de la «analogia mysteriorum» o


el de la «connexio mysteriorum», es decir, el estudio de la relación entre los misterios y, en
consecuencia, el vínculo entre la teología eucarística y los otros tratados teológicos. He
aquí, pues, una breve síntesis que ayude a comprender, ya desde el comienzo, el sentido de
unidad de la teología en torno a la Eucaristía.

Con la teología trinitaria. Son muchas las relaciones de la Eucaristía con la


Trinidad. Es el don del Padre, la presencia del Verbo encarnado, muerto y resucitado, la
efusión del Espíritu Santo. En la celebración litúrgica, la plegaria eucarística expresa, con
toda su riqueza, el dinamismo trinitario descendente y ascendente de la historia de la
salvación que culmina y se hace presente en la Eucaristía. Es un misterio que lleva en sí
una característica impronta trinitaria y la inscribe en el misterio de la Iglesia y del cristiano,
el cual accede a la plenitud de la vida trinitaria por la Eucaristía, hecho partícipe de la
divina naturaleza (UR 15).

Con la teología de la creación. Se distingue un vínculo particular. Los frutos de la


tierra y del trabajo del hombre se transforman, sustancialmente, en el cuerpo y en la sangre
de Cristo. La acción poderosa de Dios Creador, que crea las cosas de la nada es invocada, a
menudo, por los Padres para dar razón de la transformación de los elementos. Como indica
muy bien la Constitución GS 38, el valor de las cosas creadas y del trabajo del hombre
tiene como culmen la Eucaristía.

Con la Cristología. El nexo es, todavía, más explícito y rico. El misterio eucarístico,
de hecho, hace referencia a la luz de la revelación, a la encarnación, a la pasión y muerte, a
la resurrección del Señor, a su definitivo retorno. Cristo mismo, en la plenitud de sus
misterios y en la eficaz fecundidad de la redención, se hace presente y se comunica, a partir
del misterio de su Pascua.

Con el tema de la Gracia. Podemos comprender el nexo tan pleno del misterio de la
gracia porque la plenitud de la vida divina se nos comunica con este misterio que contiene,
como se expresa el concilio de Trento, no sólo la santificación, sino al autor mismo de la
santidad 1. Él nos abre, de hecho, a la comunión trinitaria, a la conformación con Cristo, a
la vida según el Espíritu y a la plenitud de la filiación divina.

Las virtudes teologales. Están en íntima relación con la Eucaristía. Ésta las exige y
las ejercita, las alimenta y las hace crecer. Es «misterio de fe», sostén y viático de la
esperanza que nos da la prenda de la vida futura («futurae gloriae nobis pignus datur»). De
modo muy especial, es el sacramento de la caridad, según cuanto dice santo Tomás: «Del
mismo modo que el bautismo es llamado el sacramento de la fe, así la Eucaristía es llamada
“sacramento de la caridad, que es el vínculo de la perfección” (S. Theol. III, q. 73, a. 3 ad
3). De hecho, ella posee y comunica un dinamismo operativo de caridad hacia Dios y hacia
el prójimo, en cuanto culmen del amor de Cristo por el Padre y los hermanos, memorial de
su muerte gloriosa.

Con el tratado sobre la Iglesia las relaciones son de una gran riqueza y fecundidad.
Se pueden resumir en el doble aforismo acuñado por H. de Lubac: «La Eucaristía hace la
Iglesia. La Iglesia hace la Eucaristía». Tan íntima relación se deduce de la teología
patrística y medieval, en la cual la equivalencia de las expresiones Eucaristía=Corpus
Mysticum es fuertemente subrayada. En efecto, la Eucaristía es el «Corpus mysticum», es
decir, sacramental de Cristo. Y la Iglesia es el «Corpus reale», el cuerpo de Cristo aquí en
la tierra. Se puede afirmar con la teología más iluminada que el culmen de la eclesiología
es, precisamente, la eclesiología eucarística. De hecho, la Iglesia es el Cuerpo del Señor en
virtud de la Eucaristía, que es el Cuerpo y la Sangre del Señor que hace de todos un solo
Cuerpo y un solo Espíritu. La Iglesia es revelada plenamente por la Eucaristía en su
misterio y en sus exigencias. Ella alcanza en plenitud su ser, el Cuerpo del Señor. Además,
fuera de la Iglesia no hay Eucaristía.

La ordenación de todos los sacramentos hacia el misterio eucarístico es tema


clásico de la reflexión teológica. Ya ha sido ampliamente expuesta por santo Tomás de
Aquino en la S. Theol. III, q. 65, a.2. Bautismo y confirmación, sacramentos de iniciación
cristiana, miran hacia su cumplimiento y hacia la continua renovación de su propia gracia,
que se realiza en la Eucaristía. Particulares vínculos y exigencias median entre el
sacramento de la penitencia y la unción de los enfermos con la Eucaristía. El orden sagrado
está en función de la celebración del misterio; la gracia del matrimonio cristiano se
acrecienta y profundiza en el misterio eucarístico que es, también, «misterio nupcial»,
momento de alianza entre Cristo y su Iglesia, modelo de la donación de los esposos.

Finalmente, con la escatología las relaciones son múltiples. Es el banquete del


Reino y la promesa de la gloria futura. Celebramos el misterio hasta que Él vuelva, o en
espera de su venida. Es prenda de la resurrección futura (Jn 6, 54), «fármaco de
inmortalidad y medicina que nos preserva de la muerte» (san Ignacio de Antioquía, Ad
Eph. 20, 2). La Eucaristía, presencia del Resucitado, es pascua del universo, anuncio de los
cielos nuevos y de la tierra nueva (GS 38-39). La Eucaristía, semilla de inmortalidad
depositada en nuestro cuerpo, es prenda y esperanza de la resurrección final de la carne.

En síntesis, el misterio eucarístico contiene una referencia al pasado salvífico hecho


presente en el memorial de la Pascua del Señor. Es la plenitud de la salvación en el hoy de
la Iglesia que, casi nace y renace sacramentalmente del misterio de la cruz celebrado en la
Eucaristía. Ella suscita y celebra la necesaria tensión escatológica hacia el futuro. Según
atestiguan el NT y los escritos primitivos, así como la Didachè X, es en el interior de la
celebración eucarística donde florece en los labios de la Iglesia el grito escatológico:
«Marana-thà: ¡Ven Señor, Jesús!»

3. El centro de la fe, del culto y de la vida

El misterio eucarístico es el centro de la fe, como se ha dicho, porque contiene el


misterio pascual, kerigma fundamental de nuestra salvación: el misterio de Cristo salvador
y la confesión de nuestra salvación.

Es el centro del culto cristiano porque la Eucaristía es el momento central de la vida


de la Iglesia, fuente y culmen de su experiencia, como expresa bien la Constitución SC 10.

Es el centro de la vida porque de la celebración eucarística, fuente y culmen de la


vida de la Iglesia, manan los dones de la gracia y nacen compromisos precisos de vida
personal, comunitaria y social.
La consideración plenaria del misterio nos permite explicitar, con la teología
clásica, los tres aspectos de la Eucaristía:

• «sacramentum»: y, por consiguiente, el sacrificio eucarístico en sus componentes,


el pan y el vino transformados en el cuerpo y en la sangre del Señor;

• «res et sacramentum»: la celebración misma con toda su riqueza de contenidos;

• «res sacramenti»: la gracia sacramental de comunión con Cristo y con la Iglesia


que lleva a desarrollarse en una existencia, en un compromiso de vida eucarística en la
Iglesia y en el mundo.

4. Una rica síntesis inicial de la teología del Vaticano II

El concilio Vaticano II, a pesar de no haber tratado, ex profeso, el misterio


eucarístico, trazó una síntesis autorizada a través de algunos números clave que nos
permitimos sólo recordar en su contenido esencial:

• SC 47: La síntesis del misterio de la Eucaristía.

• LG 3, 7: Centralidad de la Eucaristía en el misterio de Cristo y de la Iglesia; 11:


aspecto cristológico y eclesial; 26: el centro de la teología de la Iglesia local: la Eucaristía
hace la Iglesia.

• PO 5-6: Presencia personal, acción del Espíritu, fuente y culmen de la vida de la


Iglesia y de su acción pastoral.

• UR 15: La celebración eucarística y su dimensión trinitaria y eclesial en las Iglesias


de Oriente.

• AG 9: Eucaristía y evangelización.

• GS 38: Perspectivas cósmicas y escatológicas del misterio eucarístico.

Una primera y rica síntesis de las enseñanzas conciliares se encuentra en la


Instrucción Eucharisticum Mysterium de 25 de mayo de 1967.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece, en su segunda parte, sección


segunda, art. 3, un breve pero intenso tratado catequético sobre la Eucaristía en los nn.
1322-1419. Se trata de un texto que es preciso tener presente para la síntesis teológica que
la Iglesia misma nos ofrece.
5. Muchos nombres para una realidad única

Muchos son los nombres de la Eucaristía en la tradición eclesial. Es preciso, ya


desde el principio, tener esto en cuenta como lo hace el Catecismo de la Iglesia
Católica nn. 1328-1332.

• Fracción del pan («fractio panis», «klasis tou artou»), expresión que nos remite al
gesto de la Cena, a la acción de Jesús entre los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-25), a la
praxis de la comunidad apostólica (Hch 2, 42-46; 20, 7-11).

• Coena dominica, Cena del Señor o señorial («Kyriakos deipnos»: 1 Co 11, 20), en
referencia a la Cena en la que Cristo instituyó la Eucaristía y a la Cena que comparte con
nosotros, en espera del banquete escatológico (Ap 3, 20). A veces, se sintetiza en la
palabra «Dominicum» o «convivium dominicum».

• Sinaxis eucarística, asamblea eucarística (1 Co 1, 17-23), celebrada en la reunión


de los fieles.

• Eucaristía o Acción de gracias, en referencia al agradecimiento cumplido por el


Señor en la última Cena y al agradecimiento de la Iglesia en su plegaria «eucarística». Hoy
se prefiere celebración eucarística. Alguna vez se habla, también, de «euloghia», bendición.

• En latín litúrgico se designa con términos como «actio, sacrificium, munera,


mysteria, mysterium, oblatio, sacramentum (Sanctissimum sacramentum), victima
sancta...».

• Sacrificio (santo), en todas las acepciones: de la misa, vivo y verdadero, de


alabanza, espiritual...

• Memorial, del hebreo «zikkarôn»: acción que representa el acontecimiento, las


palabras de Jesús en la última Cena: «Haced esto en memoria mía».

• Anaphora, prosphora (la acción de la oblación, y los dones ofrecidos) que indican
la plegaria eucarística y la presentación-ofrenda de los santos dones.

• Ta Aghia, «sancta» las cosas santas, con el primitivo sentido del «sanctorum
communio», comunión en las cosas santas, según la antigua fórmula de presentación de los
dones antes de la comunión: «ta aghia tois aghiois», «las cosas santas a los santos».

• Leitourghia, santa o divina, que indica la celebración eucarística en Oriente.


• Corpus Christi, caro Christi, Sanguis Christi, aplicada a las realidades eucarísticas
del cuerpo y de la sangre del Señor.

• Comunión, Koinonia, según la terminología paulina de 1 Co 10, 16-17.

• Missa, misa, Missarum sollemnia... En referencia al sentido primitivo de «missa


est oblatio ad Deum» (ha sido enviada la oblación al Señor), al significado de envío o de
misión, después de la celebración: dimissio, missio...

• Pan, vivo y verdadero... en referencia a Jn 6... Panis angelicus o panis


angelorum, según la liturgia del Corpus, compuesta por S. Tomás.

• Quddasa, Qurbana: cosas santas, oblación, según la terminología oriental, siríaca y


caldea...

• Fármaco de inmortalidad, viático...

II. CUESTIONES DE METODOLOGÍA TEOLÓGICA

1. Hacia una renovación de la teología eucarística

El período que va desde el año 1965, año en que finaliza el concilio Vaticano II y
año de la publicación de la Encíclica de Pablo VI sobre la Eucaristía Mysterium Fidei, hasta
nuestros días, ha sido particularmente fecundo en escritos sobre la Eucaristía. En las
bibliografías especializadas se cuentan más de 2000 títulos bibliográficos. En torno a la
Eucaristía, a nivel de investigación teológica y de praxis litúrgica se recogen y concentran
muchos intereses de diferentes tipos: exegético, teológico, litúrgico, pastoral, ecuménico...
Trataremos de ofrecer una breve panorámica:

Desde el punto de vista bíblico

Son muchos los estudios exegéticos que han ofrecido una rica y renovada exégesis
y teología bíblica sobre los así llamados «relatos de la Institución». En particular, cabe
destacar los estudios literarios, ambientales, como aquéllos que hacen referencia al tiempo
pascual, los ritos de la Pascua judía y su relación, real o inexistente, según las diversas
sentencias, con la institución eucarística...
Particular importancia revisten los estudios bíblicos sobre el género literario
subyacente a la institución de la Eucaristía, a partir de las plegarias bíblicas, de modo
especial la «Berakàh» y la «Todàh».

Son notables también, los estudios referentes a la teología de Juan sobre el pan de
vida, a nivel de exégesis y de teología.

Igualmente algunos autores se aventuran en una posible relectura eucarística de


otros textos del N.T., además de los conocidos de Pablo y de los Hechos de los Apóstoles.

Perspectivas litúrgicas

La publicación y el renovado estudio de las plegarias eucarísticas y anáforas de


Occidente y de Oriente suscitó un gran interés: textos, estructura, contenidos teológicos...
con la historia de las fuentes y la necesaria complementariedad de las tradiciones litúrgicas
orientales y occidentales. Se añade también el hecho de la composición de las nuevas
plegarias eucarísticas oficiales de la Iglesia y de las libres, que proliferaron, especialmente,
en el momento de la renovación litúrgica.

Desde el punto de vista de la renovación litúrgica son innumerables los estudios


sobre la reforma de la celebración litúrgica, la concelebración, la comunión bajo las dos
especies y los nuevos textos del Misal romano y del Leccionario.

Nuevas investigaciones teológicas

La teología eucarística se ha enriquecido, notablemente, con diversas


contribuciones y perspectivas:

• de orden simbólico y sacramental, sobre la perspectiva antropológica y cultural de


los elementos de la Cena y de la estructura de la Cena y de la misa como comida sagrada o
banquete sacrificial;

• de investigaciones referentes a la presencia real en el ámbito de una teología de la


presencia de Cristo en la Iglesia;

• de otros aspectos complementarios de la vida eucarística, especialmente a nivel


eclesiológico, ético, político...

Los diálogos ecuménicos


Fruto de una nueva postura hacia la Eucaristía y de nuevos estudios e
investigaciones bíblicas y sobre la tradición litúrgica son los diálogos sobre este tema:

• la convergencia inicial con los ortodoxos;

• los progresos del diálogo con los anglicanos;

• las nuevas posturas de algunos protestantes;

Estos progresos son destacados en los Documentos de diálogo bilaterales con la Iglesia
Católica, y de modo especial en el BEM (Bautismo, Eucaristía, Ministerio) o Documento
de Lima preparado por la comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las
Iglesias de Ginebra, de 1982.

Un progreso y una novedad de perspectiva

Se puede decir que hoy, no son de gran interés para la teología las encarnizadas
discusiones anteriores al Vaticano II sobre la teología de la presencia real, con las diferentes
explicaciones de tipo escolástico o moderno; pocos son los estudios que se preocupan de
poner en claro la modalidad del sacrificio eucarístico y la relación con el único sacrificio de
la cruz; son también lejanas las posiciones teológicas que negaban la presencia real y la
transustanciación de los años 60 y 70. Pero es preciso preguntarse si estos problemas no
deben proponerse de nuevo, con fuerza, a la luz del Magisterio de la Iglesia, evitando
algunas posiciones superficiales.

Mayor interés se revela de la visión global de la Eucaristía a la luz de la Biblia y de


la tradición cultual del memorial de la Pascua. Nuevos temas teológicos, como la relación
entre el Espíritu Santo y la Eucaristía o la Eucaristía y la Iglesia han atraído la atención de
los teólogos. Mucho interés han suscitado las cuestiones existenciales y sociales en
referencia al necesario influjo de la celebración eucarística en la vida personal y social de
los cristianos, según la tradición bíblica y patrística.

El mismo interés ecuménico de la cuestión lleva a reencontrarse en un lenguaje


común y posiciones teológicas conciliadoras, aunque estemos todavía lejos de alcanzar una
verdadera convergencia ecuménica en la doctrina eucarística.

2. Temas y propuestas para un tratado teológico sobre la Eucaristía

La riqueza de aspectos parciales en la reflexión sobre la Eucaristía parece estar en


contraste con la exigüidad de los resultados globales a nivel de tratados orgánicos. Según
G. Colombo, uno de los más competentes teólogos italianos: «Desde hace ya veinte años la
reflexión teológica sobre la Eucaristía está sustancialmente parada». Los resultados
obtenidos en el fervor de la renovación han sido ratificados. Pero se observa todavía una
falta notable en el campo de los manuales. Síntesis apreciables se dan alguna vez a nivel de
manuales parciales, en el ámbito bíblico o litúrgico. Falta, no obstante, una exposición
global armónica. Los textos que se han arriesgado a proponer una síntesis son
insatisfactorios o, de nuevo, incompletos.

Sobre este tema considero extremadamente importante algunos estudios


fundamentales, con la correspondiente bibliografía.

Bibliografía

• G., COLOMBO, Per il trattato sull’Eucaristia, en «Teologia» 13 (1988) 95-31; 14 (1989)


105-137.

• C. MAGNOLI, Saggio di bibliografia eucaristica (1980-1989), en AA.VV., L’Eucaristia


celebrata: professare il Dio vivente. Linee di ricerca, Roma, CLV, 1991, pp. 126-146.

• C. ROCCHETTA, Introduzione: «Universa nostra charitas est Eucharistia», en «Universa


nostra charitas est Eucharistia». Per una teologia dell’Eucaristia come teologia della
comunione e del servizio, Bologna, Ed. Dehoniane, 1994, pp. 11-28.

• PHILIP J. ROSATO, Linee fondamentali e sistematiche per una teologia etica del
culto, en AA.VV., Liturgia. Etica delle religiosità, Coro di Morale V. 5, Brescia,
Queriniana, 1995, pp. 11-73.

El estudio de G. Colombo, de carácter sistemático, pasa revista, en la primera parte,


a algunas de las primeras síntesis y contribuciones sobre la Eucaristía del período
postconciliar. Además de resaltar algunos problemas (presencia real, simbolismo), el autor
considera que el endurecimiento de los tratados clásicos ha llevado a una indecisión en la
propuesta de nuevos, válidos y actualizados tratados o manuales sistemáticos.

En la segunda parte del estudio toma en consideración algunos de los tratados


científicos ofrecidos recientemente por algunos autores para el estudio sistemático,
haciendo notar valores y defectos. Entre otros los de J. De Bacciocchi, J. Betz
en Mysterium Salutis, J. Auer, M. Gesteira Garza, J. A. Sayés, J. Saraiva Martins y L.
Ligier en sus respectivos tratados.

Por su parte, el teólogo milanés propone una posible futura articulación del tratado
en estos tres puntos de contenido y de método:
1. La celebración de la Eucaristía: revelación de la existencia del rito en la complejidad de
sus elementos constitutivos como hecho histórico; y, consecuentemente, la identificación
de su razón de existir.

2. El significado de la Eucaristía. Dicho significado debe ser puesto a la luz a partir de la


relación con Cristo, tanto en la institución de la Eucaristía, como en su relación con el
Cristo actual de la gloria. Junto a este principio cristológico se debe enuclear la relación
con la Iglesia, el tema de la presencia y del sacrificio, posiblemente en una unidad de
propuesta, la relación con el Cristo glorioso y el vínculo con el misterio cristiano en toda su
complejidad.

3. El tercer momento de la reflexión teológica debe clarificar la finalidad de la


Eucaristía en su orientación eclesiológica, la cual requiere también una reconstrucción de
la eclesiología a partir de la Eucaristía.

La contribución de C. Magnoli propone, ordena y analiza los estudios más importantes


sobre la Eucaristía de manera descriptiva; estos datos nos hacen percibir las líneas en las
que se mueven los intereses del último decenio:

1º. Reseñas bibliográficas. 2º. Estudios bíblicos. 3º. Estudios litúrgicos y entre estos: a) los
manuales; b) la Misa del Vaticano II; c) la cuestión de la ritualidad; d) la historia de la
celebración eucarística; e) la plegaria eucarística, con una atención específica a dos autores
italianos con contribuciones de gran relieve (C. Giraudo y E. Mazza), y otros que han
estudiado la tradición de las anáforas, con una atención particular al tema de la epiclesis.

Algunos de estos estudios, recogidos en la bibliografía general y en las bibliografías


propias de cada capítulo serán tenidos en la debida consideración.

El estudio de C. Rocchetta es de carácter propositivo y metodológico. Se funda, de hecho,


en los sensibles cambios que la teología de la Eucaristía experimenta, inmediatamente,
desde la primera concepción primitiva a una teologización posterior, hasta el momento del
nacimiento del tratado teológico sobre la Eucaristía.

Efectivamente, al principio prevalecía el trinomio indisociable: Iglesia, eucaristía,


caridad. Después se impuso otro trinomio: Praesentia realis, Sacrificium, Sacramentum.

Hoy se dan urgencias teológicas que requieren la atención para una serie de temas
teológicos conectados con la Eucaristía y la vida de la Iglesia:

• Del hombre al Cristo de la Eucaristía.

• Del Cristo a la Eucaristía del hombre.

• De la Eucaristía a la Trinidad.

• De la Trinidad a la Iglesia de la Eucaristía.


• De la Iglesia de la Eucaristía a la Iglesia de la caridad.

• De la Iglesia de la caridad a la Iglesia del servicio al mundo.

La propuesta de P. J. Rossato acentúa el carácter ético-normativo de la Eucaristía, como


momento antropológico, vivido por Cristo, ordenado al culto a Dios y a la vida cultual de
los cristianos.

Como se puede apreciar son perspectivas complementarias, acentuaciones temáticas


y metodológicas que están todavía buscando una síntesis omnicomprensiva.

3. Una propuesta concreta

La reflexión de G. Colombo pone en guardia a quien quisiera escribir un tratado


teológico. Cada autor, corre el riesgo de incurrir en inevitables carencias de método, de
contenidos y de estructura. Con todo, una elección debe hacerse a la espera de tiempos más
maduros para un nuevo tratado orgánico.

En este sentido nuestra propuesta se articula desde una visión general del misterio
eucarístico en dos partes:

I PARTE: LA EUCARISTÍA A LA LUZ DE LA ESCRITURA, DE LA TRADICIÓN


PATRÍSTICA PRIMITIVA Y DEL MAGISTERIO.

II PARTE: TEOLOGÍA DEL MISTERIO EUCARÍSTICO

CONCLUSIÓN: EUCARISTÍA Y VIDA.

La primera parte, dividida en tres grandes capítulos, quiere pasar revista a la revelación del
misterio eucarístico, a la primitiva tradición patrística y litúrgica y a los documentos más
importantes de la Iglesia. Mientras que el tratado de la revelación es más preciso y
concreto; para las otras dos partes se ha procurado una visión de conjunto.

La segunda parte estudia, en síntesis y con un cierto vínculo que debe ser tenido siempre
presente, los tres grandes temas de la Eucaristía, con la sabia propuesta de distinguir para
unir: el sacrifico, la presencia y el banquete de comunión. También desde el carácter
esquemático de cada una de las partes se trata de dar plena razón de los temas teológicos
que un tratado sobre la Eucaristía no puede, de ninguna manera, dejar como información y
como tendencia teológica segura.
Una conclusión, del mismo modo que al principio una premisa, trata de poner de nuevo a la
Eucaristía en el centro de la vida de la Iglesia, para una Iglesia que sea comunidad
eucarística y presente en el mundo, un rostro eucarístico.

A esta tradición de carácter dogmático se debería añadir un tratado de índole histórica,


litúrgica y pastoral sobre la celebración de la Eucaristía 2.

PRIMERA PARTE
LA EUCARISTÍA EN LA BIBLIA, EN LA TRADICIÓN Y EN
EL MAGISTERIO

CAPÍTULO PRIMERO. LA REVELACIÓN DEL MISTERIO EUCARÍSTICO

PREMISA METODOLÓGICA: Algunos autores comienzan el tratado con una referencia a


la realidad antropológica de la Eucaristía (pan y vino), banquete de comunión, sacrificio,
etc. Otros prefieren partir de la prefiguración de la Eucaristía en el A.T. Personalmente me
parece más correcto referirme al origen mismo de la Eucaristía en su revelación del N.T.,
volviendo a poner en orden la institución de la última Cena, la praxis de la Iglesia en el
N.T., la revelación de la Eucaristía en Juan, puesto que se trata de un texto más tardío, y
otros textos eucarísticos del N.T. La parte más larga e importante es, sin duda, la que hace
referencia a la Institución, en la cual tratamos de recoger toda una rica teología bíblica que
resume las prefiguraciones de la Eucaristía en el A.T.

SECCIÓN PRIMERA: Los relatos de la institución de la Eucaristía

Sumario:

La exposición del tema está articulada y requiere una visión clara del conjunto ya desde el
principio. Estos son los temas progresivos a tratar: 1. Los textos de la institución. 2. Los
diferentes contextos. 3. Los elementos de la Cena. 4. Los gestos rituales. 5. Las palabras de
la institución y su significado. 6. Contextos rituales significativos. 7. Las tres categorías
indisolublemente unidas: cena, presencia, sacrificio y cena, cruz, misa. 8. Algunas
orientaciones de teología bíblica.

Bibliografía:

Además del tratado general que se encuentra en los manuales son interesantes para el
estudio bíblico:

• AA.VV., La Cena del Signore en «Parola Spirito Vita», Quaderni di lettura biblica n. 7,
Bologna, Ed. Dehoniane, 1987.

• P. BENOIT, I racconti dell’Istituzione dell’Eucaristia e il loro valore, en Esegesi e


Teologia, Roma, Ed. Paoline 1964.

• J. COPPENS, L’Eucharistie, sacrement et sacrifice de la Nouvelle Aliance, fondament de


l’Eglise, en J. GIBLET, Aux origines de l’Eglise, Desclèe de Broker, 1965, pp. 210-239.

• A. DESCAMPS, Le origini dell’Eucaristia, en AA.VV. L’Eucaristia, simbolo e realtà, pp.


53-111.

• J.L. ESPINEL, La Eucaristía del Nuevo Testamento, editorial San Esteban, Salamanca
1980.

• E. GALBIATI, L’Eucaristia nella Bibbia, Milán, IPL 1982.

• J. JEREMÍAS, Le parole dell’ultima Cena, Brescia, Paideia 1973.

• F.X. LÉON-DUFOUR, Le partage du pain eucharistique selon le Nouveau Testament, París,


Seuil 1982; vers. italiana: Condividere il pane eucaristico secondo il Nuovo testamento,
Turín-Leumann, LDC, 1983.

• A. MARCHADOUR (y otros) L’Eucaristia nella Bibbia, Turín, Gribaudi 1983.

• S. CIPRIANI, Eucaristia, en Nuovo Dizionario di Teologia Biblica, Ed. Paoline 1988, pp.
521-530. Aquí nos podemos referir a los comentarios bíblicos a los textos de la institución
de Mateo, Marcos, Lucas, Pablo...

I. LOS TEXTOS DE LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA


La tradición de los apóstoles nos ha transmitido adecuadamente cuatro textos o
relatos de la institución de la Eucaristía en la última Cena. Estos son:

– Mc 14, 22-24;

– Mt 26, 26-28;

– Lc 22, 19-20;

– 1 Co 11 23-26.

La antigüedad de los textos está aseguradaza, especialmente por Pablo que se


refiere a una transmisión hecha a la Iglesia de Corinto al comienzo de su predicación. Pero
también por la tradición del arcaico texto de Marcos. Se han elaborado numerosos estudios,
como se puede ver en la abundante bibliografía, sobre estos textos. Estamos ya muy lejos
de tener que construir una apologética sobre la autenticidad de los textos contra la crítica
liberal y racionalista que no quería creer, de ninguna manera, en la institución de ritos
sacramentales por parte de Jesús.

La actual exégesis sobre los textos de la institución está bastante acorde en la


sustancia, exceptuando algunas posiciones minimalistas. El interés de los biblistas es de
diverso género: algunos quieren colocar las palabras de Jesús en la última Cena en el
contexto de las comidas de Jesús con sus discípulos. Para otros el interés hace referencia a
la conciencia que Jesús tenía de su muerte inminente, cuando se alude a ella en las palabras
sobre el pan y sobre el cáliz, y por lo tanto, sobre el sentido de su sacrificio existencial
próximo. Para otros se trata de tener una comprensión global de los textos a la luz de la
tradición judaica tanto de las comidas, como especialmente de la Cena Pascual.

El interés global, consecuentemente, se desplaza de un estudio de las palabras de la


institución para encontrar una prueba de la presencia real a la comprensión total de las
palabras de Cristo en el texto transmitido, en la posible reconstrucción de sus palabras
arameas o hebreas, en la plena comprensión de dichas palabras institutivas y en la densidad
de los diferentes contextos rituales y existenciales. Por eso, el estudio atento de los textos y
de sus semejanzas, de los contextos, y del significado global de la revelación que Jesús ha
hecho y que la comunidad apostólica nos ha transmitido, con la exacta «parádosis» de las
palabras de la cena, debe ser meticuloso y preciso, de manera que se puedan captar todas
las resonancias originadas por las palabras del Señor y toda la teología que la comunidad
primitiva ha sido capaz de descubrir en las múltiples alusiones.

He aquí en una sinopsis los textos de la institución, distribuidos según la doble


tradición marco-mateana y lucano-paulina.
v. 22. Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo:
«Tomad, éste es mi cuerpo».

v. 23. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella.

v. 24. Y les dijo: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos.

v. 26. Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus
discípulos, dijo: «Tomad comed, éste es mi cuerpo».

v. 27. Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Bebed de ella todos,

v. 28. porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de
los pecados.

v. 19. Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Éste es mi
cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío».

v. 20. De igual modo, después de cenar, la copa, diciendo: «Esta copa es la Nueva Alianza
en mi sangre, que es derramada por vosotros.

v. 23. Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en
que fue entregado, tomó pan,

v. 24. y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Éste es mi cuerpo que se da por vosotros;
haced esto en recuerdo mío».

v. 25. Asimismo también la copa después de cenar diciendo: «Esta copa es la Nueva
Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío».

v. 26. Pues cada vez que coméis de este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del
Señor, hasta que venga.

De un simple examen de los textos, como aparece en la sinopsis, podemos sacar


algunas conclusiones:

• existe entre ellos una unanimidad sustancial tanto por cuanto hace referencia al hecho
mismo de la institución, como por el contenido;

• pero subsisten variantes que revelan diversas tradiciones.


Evidentemente no nos encontramos ante las «ipsissima verba Christi», como si
hubieran sido registradas o transcritas en directo. Los textos están claramente elaborados,
ciertamente, a partir de las palabras de Cristo. Revelan una simplificación, un cierto
hieratismo, una evidente simetría, entre los dos momentos del pan y del cáliz, como para
favorecer una exacta retención «mnemónica» y una exacta «tradición oral» del uno y del
otro en fórmulas, ahora ya litúrgicas, o de uso en la celebración de la fracción del pan.

Son textos ya en uso para la celebración de la Cena del Señor en la comunidad


apostólica, según las palabras, los gestos y los elementos de la última Cena, con el
significado dado por el Señor, y según su mandato.

Los cuatro textos dependen de una fuente común que sería el texto más primitivo y
simple, al cual, seguidamente, se han añadido palabras y detalles de carácter literario,
explicativo del sentido de algunos vocablos, para su plena comprensión. Para algunos sería
el texto de Marcos. Para otros, la mayoría, el texto de Pablo o incluso un texto primitivo
híbrido.

Algunos consideran el texto de Lucas muy primitivo, por su estructura atípica


respecto a los otros. De hecho, éste refiere, junto a la palabra escatológica, una primera
bendición del cáliz con una súplica escatológica, después la acción de gracias sobre el pan
y, después de nuevo, sobre el cáliz (Lc 22, 14-19). En algunos manuscritos (Códice D de
Beza, Cambridge), en la Vetus latina y en algunas versiones siríacas faltan los vv. 19b.20 en
el relato de Lucas. De estas omisiones algunos han querido sacar algunas conclusiones de
orden doctrinal. Para Lucas no serían si no una reminiscencia de la cena pascual: primero la
bendición del cáliz, después el pan; se daría la ausencia de una anámnesis y del sentido
sacrificial dado al cáliz. Sin embargo, no se considera hoy de gran importancia esta
omisión; más bien revelaría, para algunos, las raíces de una praxis primitiva y de una cena
de Jesús en la cual se pueden vislumbrar tres momentos:

– los ritos iniciales (Lc 22, 14-18),

– la cena verdadera y propia (Lc 22, 19)

– y los ritos finales 3.

Para una exacta comprensión de algunos detalles conviene evidenciar que Pablo hace
alusión en el v. 23 a una tradición: «Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido».
En tal caso estamos ante un texto primitivo que recuerda la primera predicación a los
Corintios, hacia el año 55, y el momento en el que él mismo recibió esta tradición como
proveniente del Señor, hacia el año 50.

A pesar de las semejanzas, y aunque dependientes de una fuente común, los textos son
clasificados, generalmente, en torno a dos tradiciones diferentes:

Marcos y Mateo se asemejan y constituyen la tradición petrina de Jerusalén.


Lucas y Pablo son similares y constituyen la tradición paulina de Antioquía.

Pero es preciso llegar a la distinción hecha por algunos de dos impostaciones doctrinales
diferentes: una que daría a la Cena un carácter festivo, pascual (la primera) y la otra que
insistiría en el carácter sacrificial, fúnebre (la segunda).

No es difícil localizar las semejanzas y diferencias verbales entre las dos tradiciones
evangélicas. Las más notables son éstas:

– Mateo expresa la invitación: tomad, comed... bebed todos de él; Marcos: tomad... y todos
bebieron.

– la palabra sobre el pan: euloghesas (Mateo y Marcos), eucharistesas (Lucas y Pablo).

– el acento puesto en las palabras sobre el pan en Lucas y Pablo: que se (entrega) por
vosotros;

– la colocación de las palabras sobre el cáliz: mientras cenaban (Marcos y Mateo), después
de la Cena (Lucas y Pablo);

– la forma directa «ésta es mi sangre» (Marcos y Mateo) o indirecta (este cáliz es...),
(Lucas y Pablo);

– la referencia a la alianza en mi sangre (Marcos y Mateo), que es llamada «nueva» en


Lucas y Pablo;

– la referencia a la multitud por la que se derrama la sangre (Marcos y Mateo) y la


acentuación del «por vosotros» (Lucas y Pablo);

– es exclusiva de Mateo la fórmula sobre el cáliz: para la remisión de los pecados.

El mandato de repetir está ausente en Marcos y Mateo y presente en Lucas y Pablo, el cual
lo repite también para el cáliz, con la añadidura de la palabra «osakis» cada vez... La
ausencia del mandato de repetir en Mateo y Marcos no se debe considerar una omisión
querida que indicaría la no voluntad institucional de repetición del gesto del Señor. Jesús
habría celebrado la Cena, pero no habría instituido un rito a repetir. Sin embargo, esta
interpretación restrictiva no se sostiene; la repetición está implícita en la praxis de la Iglesia
cuando tales Evangelios se escriben. Como observa P. Benoit una rúbrica se cumple,
también si no se repite verbalmente. La Iglesia hacía esto como memorial de Jesús, aunque
en Mateo y Marcos la rúbrica («Haced esto...) no aparece.

Pablo, por su parte, añade algunas palabras que parecen una explicación del sentido del
hacer esto como memorial. En algunas tradiciones litúrgicas posteriores estas últimas
palabras de Pablo son puestas en directo, como propias de Jesús, y contienen algunos
añadidos. Cfr. infra.
II CONTEXTOS DE LA INSTITUCIÓN

El estudio de los diferentes contextos de la Cena en la que Cristo instituye la


Eucaristía es bastante interesante para comprender el sentido de su institución. Tres son los
contextos esenciales considerados por los autores que comportan también una problemática
particular.

1. ¿Una cena pascual?

Una cosa es cierta, la institución ha sido realizada durante una cena, como se
evidencia de los textos y del contexto. Una cena de intimidad, de adiós, en un ambiente
religioso como el de las comidas judías. Pero ¿de qué tipo de cena se trataba?

Una primera cuestión a resolver se refiere al sentido pascual de la última Cena, es


decir, saber con certeza si la institución de la Eucaristía se realizó en el ámbito ritual y, por
lo tanto, simbólico de la cena pascual de los judíos, aunque con la obvia novedad conferida
por Jesús a dicha cena pascual, con sus gestos y sus palabras. No se trata sólo de satisfacer
una curiosidad sobre el ritual seguido, sino de comprender el sentido que tal aspecto tendría
en el conjunto de la revelación. Dos son los aspectos a subrayar: el sentido ritual de la cena,
con referencia al desarrollo del rito, y el sentido religioso de la pascua, asumido
eventualmente por Jesús. En efecto, si Jesús inserta su cena en el ámbito del rito pascual,
asume toda un historia salvífica por ella representada para el pueblo de Israel, lleva a
cumplimiento las figuras, y las lanza hacia el futuro, instituyendo así la nueva Cena de la
nueva Pascua.

El problema

No todos los autores están de acuerdo en este problema. Son contrarios,


explícitamente, al hecho de que Jesús haya celebrado una cena pascual en la que haya
instituido la Eucaristía, muchos autores, entre los cuales destaca E. Mazza y, especialmente,
X. Léon-Dufour que desestima puntillosamente todos los argumentos positivos de J.
Jeremías que es el más favorable 4. Con él están por el sentido pascual, entre otros, Betz,
Descamps y Giraudo.
La cuestión sigue sin resolverse por las incertezas que derivan de la cronología y de
los escasos datos explícitos que puedan dirimir la cuestión en un sentido o en otro.

Una primera dificultad contra la tesis pascual era ofrecida por la diferente
cronología de la Cena pascual según los Sinópticos y según Juan. En efecto, según los
Sinópticos, Jesús celebra la cena la víspera del viernes. Dicho viernes, sin embargo, según
Juan, sería precisamente el día ritual de la Pascua, como hacen ver los sumos sacerdotes
que se niegan a entrar en la residencia de Pilatos, para poder comer la Pascua (Jn 18, 28); la
prisa por la sepultura de Jesús se justifica por las mismas razones (Jn 19, 42). Según el
evangelista Juan, Cristo, el Cordero, es sacrificado a la hora en la que eran sacrificados en
el templo los corderos para la Cena pascual de la tarde y aquel día era el día de la
Preparación, parasceve (19, 14.31.42).

Diversos intentos se han dado para poner de acuerdo estas aparentes discordancias.
Jesús habría podido celebrar la cena según un calendario y un cómputo diferente, seguido
por algunos, como los esenios y la comunidad de Qumrán, como aparece en el libro de
los Jubileos. Es la solución de A. Jaubert 5.

En concreto, y siguiendo la cronología judaica, la Cena de Jesús habría tenido lugar


el 4 de abril (el martes de la semana) o el jueves día 6. La muerte de Jesús sucede el viernes
7 de abril, fecha solemne de la Pascua, entre el 13 y el 14 del mes lunar de Nisán. Aquel
año la Pascua, el 14 de Nisán, coincidía también con el sábado.

Para otros autores no existe dificultad por el hecho de que una inmolación ritual de
los corderos se hiciera la vigilia del 14 Nisán. También con un cordero no inmolado
oficialmente por los sacerdotes en el templo se podía celebrar la pascua. Jesús, por lo tanto,
habría celebrado la Pascua o martes o jueves, anticipándola a la fecha oficial. Juan, sin
embargo, es fidedigno por cuanto respecta a la fecha oficial de la Pascua y por su deseo de
hacer coincidir la inmolación de Cristo en Cruz con el momento de la inmolación de los
corderos en el templo.

Los indicios de una cena pascual

J. Jeremías enumera claramente 14 indicios a favor del sentido pascual de la Cena


de Jesús. Léon-Dufour rebate puntillosamente uno por uno tales indicios. Es preciso decir
que ni todas las pruebas aducidas por uno convencen ni todas las contestaciones propuestas
por el otro son apodícticas.

Es claro el mandato de Jesús de ir a preparar la Pascua, en el cual concuerdan todos


los Sinópticos, especialmente Lc 22, 7-13 con las palabras de Jesús en el v. 15: «He
deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de mi pasión...»
Otros indicios como las palabras de la bendición y de la acción de gracias, del memorial,
los alimentos, el canto de los salmos... podrían ser comunes a una comida religiosa. Llama
la atención, sin embargo, la sobriedad de alusiones típicamente pascuales en el interior de
la cena. Ciertamente, no se menciona el Cordero. Con todo la tradición apostólica, a partir
de Pablo, y después de Juan considera la muerte de Jesús en cruz en clave pascual: «Cristo
nuestra Pascua ha sido inmolado» (1 Co 5, 6-8). La tradición patrística es generosa al
presentar la cruz, la resurrección y, por lo tanto, la misma Cena del Señor, como realización
de la Pascua 6 y, por lo tanto, la Eucaristía en una clave típicamente pascual.

La interpretación pascual de la Cena del Señor se ha convertido en algo casi normal para la
teología litúrgica del Vaticano II que ha sacado a la luz la expresión «paschale
mysterium», (SC 5, 61; PO 5) y por los textos litúrgicos postconciliares.

Queda siempre como punto de referencia para esta interpretación el contexto apuntado por
los Sinópticos y, especialmente, la insistencia verbal de Lucas sobre el deseo de Jesús de
comer la Pascua con los discípulos.

Se puede decir que los Sinópticos hacen pascual la Cena en el sentido de que se trata de la
Cena de la Pascua de Jesús. Juan ve la inmolación del Cordero pascual en Cruz y Pablo
personaliza la Pascua en la inmolación y en la resurrección de Cristo que es nuestra Pascua.

Estamos muy lejos de alcanzar una unanimidad sobre este punto. También algunos
exegetas y liturgistas, precisamente privilegiando el texto de Lucas, pero en virtud de su
estructura algo singular (bendición del cáliz, bendición del pan, bendición del segundo
cáliz) están seguros de encontrar sólo una cena de adiós, en la cual el Señor no habría
utilizado las fórmulas de la Cena pascual sino sólo la de la «Birkat ha mazon», o bendición
del pan (del ácimo) 7.

Sin embargo, el carácter pascual de la muerte del Señor y de su resurrección no hay que
descartarlos e, indirectamente, esta visión pascual ilumina la Cena de Jesús, que permanece
envuelta en el misterio de la Pascua.

El ritual de la Cena pascual

Puede ser útil recordar en este momento algunas líneas esenciales de la celebración
de la Cena pascual.

Las fuentes más antiguas que hacen referencia al hecho y al rito se encuentran en
los textos primitivos del Antiguo Testamento: Esd 12, 1-8; Dt 16; Lv 23, 5-8; Nm 28, 16-25.
Estos ritos iniciales han cambiado, seguidamente, a lo largo de los siglos. Una
reconstrucción del ritual pascual en tiempos de Jesús es sólo una hipótesis; los textos que
conocemos de la Mishnà son posteriores pero, quizás, transmiten gestos y palabras del
tiempo de Jesús. Es peligroso referirse a los rituales que ahora conocemos, sin tener esta
conciencia para verlos con un cierto relativismo.

El ambiente era preparado cuidadosamente por la «haburàh» fraternidad o


pequeños grupos. Eran excluidos las mujeres y los no circuncidados. El cordero era
inmolado en el momento de la vigilia del 14 Nisán, o antes de aquel día.

Los alimentos pascuales eran: pan ácimo (pan de la amargura) en recuerdo de la


prisa por salir de la tierra de Egipto; el cordero asado, en recuerdo de la inmolación del
cordero; las hierbas amargas (moror) para recordar la amargura experimentada en Egipto;
el haroset o amasijo de fruta (quizás en recuerdo del trabajo de los israelitas en Egipto), la
copa de vino rojo mezclada con agua... Otros alimentos pascuales eran el huevo, el jugo de
limón, el vinagre o el agua salada para aliñar las hierbas amargas...

El esquema de la celebración comprendía muchos momentos con cuatro seder u


órdenes. El rito tiene el nombre de Seder Haggadah shel pesah 8.

1º SEDER o Qiddush: Se trata de los preliminares de la cena. Comprende los


siguientes ritos: 1. Bendición del cáliz (Qaddesh). 2. Bendición al partir el pan (Carpas)
después el lavatorio de las manos (U-rrhaz). 3. La división de los ácimos (Jaház).

Se trata de ritos, palabras y plegarias iniciales: Bendición de la primera copa; se


prueba, ablución... Se comen los aperitivos: hierbas amargas... Se parte el pan ácimo: «Esto
es el pan de la aflicción que nuestros padres comieron en tierra de Egipto...»

2º SEDER o Maggid. Aquí se recita la haggadah de Pascua. Comprende estos ritos:


1. Pregunta del niño (Mah Nishtanah) sobre la peculiaridad de la cena de esta noche. 2.
Introducción I al Midrash o narración de la Pascua. 3. Baraïta de los cuatro hijos (el sabio,
el impío, el simple y el incapaz de preguntar). 4. Introducción II al Midrash o narración de
la Pascua. 5. Midrash solemne de Pascua, al cual algunos ritos añaden 6. El Midrash de las
cuatro noches. 7. Otros añaden todavía el Dayenou («nos hubiera bastado»). 8. Sigue la
Constitución de Rabban Gamaliel con las tres (o cuatro) palabras clave: Pesah (cordero
pascual), matsah (ácimos), Maròr (hierba amarga). 9. Monición: «En cada generación...»
10. Invitación a la bendición... 11. Recitación de la primera parte del Hallel (Salmos 112,
113, 1-8). 12. Bendición del pan ácimo o Mozì mazzah. 13. Cena o Shulhan ‘orech que
significa poner la mesa. 14. Distribución finalmente de la cena del zafún o ácimos
escondidos.

Es la liturgia pascual: se bendice la segunda copa. Catequesis sobre la Pascua,


provocada por la pregunta del hijo. Narración del Padre de familia... con otras añadiduras
(la «baraïta» de los cuatro hijos, el midrash de las cuatro noches...). Las palabras clave del
memorial: «En cada generación cada uno de nosotros tiene el deber de considerarse como
si él hubiera salido de Egipto... Porque el Santo... no liberó sólo a nuestros Padres sino que
a nosotros también nos liberó junto con ellos... Por tanto es nuestro deber (alzando la copa)
rendir homenaje, alabar, celebrar, glorificar, exaltar, magnificar, encomiar... Aquél que hizo
a nuestros Padres y a nosotros todos estos prodigios...» Sigue la primera parte
del Hallel (Sal 112-113). Bendición por la redención; se bebe la segunda copa; se
distribuye el pan ácimo con las hierbas amargas y el haroset y se come el cordero. Cena.

3º SEDER o bendición después de la cena: Barech. Comprende:

1. La Birkat ha-mazon o bendición de la comida. 2. La Ha-Rahaman o plegaria referida al


misericordioso. 3. Los versículos del cáliz de Elías.

Después de la Cena se bendice la tercera copa, se hace la gran bendición por la


creación, por la tierra, por Jerusalén y se bebe la tercera copa.

4º SEDER con el canto del Hallel y la birkat ha-shir. Comprende: 1. La segunda


parte del Hallel (Sal 113, 9ss.; 114; 115, 12-18; 116; 117. 2. La Birkat Ha-sir o bendición
del Cántico, con la Yehalleluyha según la tradición babilónica y el canto del
gran Hallel (Sal 136) ó 3. La Nishmat kol hay o bendición del cántico según la tradición
palestinense. 4. La última bendición con la cuarta copa y la nirsha o aceptación.

Se dan otros añadidos como algunos Himnos después de la Haggadah como


1. Vaho ba-hazí halajlah, «lo que sucede a medianoche». 2. El último voto: el año próximo
a Jerusalén. 3. La interpretación de Esd 12, 42: la liberación a medianoche. 4. El cántico del
rabbì Eleazar Salir.

Según este esquema, y en la hipótesis de que Jesús haya seguido este ritual al pie de
la letra, las palabras sobre el pan habrían sido pronunciadas al final del segundo Seder; las
palabras sobre el cáliz, después de haber cenado, al comienzo del tercer «Seder» en el
momento de la tercera copa o cáliz de la bendición...

Permanecen, sin embargo, muy sobrios en los Evangelios y en el testimonio de


Pablo los indicios de una comida meticulosamente pascual. Ninguna alusión, por ejemplo
al cordero en este contexto.

El sentido salvífico de la Pascua

Lo más importante a destacar, sin embargo, es el carácter religioso de la Cena


pascual que resume la historia de la salvación del pueblo escogido: es el memorial de la
liberación; es la renovación de la alianza; es un momento de la constitución del pueblo y de
la renovación de la memoria de su liberación; es espera escatológica de la venida del
Mesías, el cual, según una tradición antigua, debía venir en los días de Pascua.
La Pascua judía es un memorial o zikkarôn, es decir, una celebración litúrgica que
quiere hacer revivir un acontecimiento pasado, una intervención salvífica de Dios, y más
concretamente la liberación de Egipto. Todo israelita debe saber que él mismo ha sido
liberado de la esclavitud. Además, el Éxodo es considerado como el símbolo de una
liberación que todavía se espera, es decir, la salvación escatológica...

No se puede probar que Jesús haya seguido punto por punto el ritual de la Pascua;
es más, se puede conceder que lo haya hecho con mucha libertad y originalidad como se
deducía de su estilo, para nada legalista, y con plena conciencia de referirse no a una
realidad pasada, sino a su Pascua próxima. Pero no se puede negar que ha tenido la
intención de asumir el pleno sentido de la Pascua y así lo han interpretado los evangelistas.
En las palabras de la Cena encontramos todo el peso de la asunción del carácter simbólico
de la Pascua antigua, lo renueva, lo personaliza, lo remite a su muerte próxima que es el
verdadero éxodo liberador, su paso al Padre (Jn 13, 1-2). En este sentido podemos decir
que Juan presenta mejor el sentido pascual de la muerte de Jesús y su inmolación en cruz
como cordero pascual.

Bibliografía:

Para la ampliación cfr.:

• R. CANTALAMESSA, La Pasqua della nostra salvezza, Casale, Monferrato, 1984.

• N. FÜGLISTER, Il valore salvifico della Pasqua, Brescia, Paideia, 1976.

• J. JEREMÍAS, Pascha en Grande Lessico del Nuovo Testamento, IX (1974) 963-984.

2. La pasión

El contexto existencial de la institución es, ciertamente, la pasión de Jesús. Esto


resulta evidente de la ubicación de la Cena en el contexto general de la narración de la
pasión y es subrayado, de manera más particular, por el primitivo relato paulino que saca a
la luz dicha circunstancia en la fórmula de transmisión de la Eucaristía: «En la noche en
que fue entregado» (en tè niktì è paradìdeto) (1 Co 11, 23). Esto resulta precioso para
comprender el verdadero sentido de la Eucaristía. Verdaderamente, es evidente que Jesús
está ya existencialmente en estado de pasión, de sufrimiento, como revelan muchos detalles
de la Cena, tanto en los Sinópticos como en Juan: la tristeza, las alusiones a la traición de
Judas y a la negación de Pedro, al abandono de los discípulos...
Se añade el detalle nada desdeñable de que en la antigüedad cristiana se ha querido
presentar el significado de Pascua como pasión, (de «paschein» = padecer), como afirma
Melitón de Sardes en su Homilía o tratado sobre la Pascua, seguido por otros Padres, como
Agustín. Esto va contra la semántica, pero no contra la realidad. La Pascua de Jesús ha
tenido carácter de Pasión, de sacrificio voluntario.

En este contexto dos son los temas a poner de relieve.

– Por parte de los estudiosos de cristología bíblica se pone en claro la conciencia


que tenía Jesús de su muerte y del género de ésta, anunciada también por medio de la
Eucaristía (H. Schürman, Léon-Dufour...).

– Por parte de la estructura literaria y a la luz de la Biblia, algunos exegetas


interpretan las palabras y los gestos de Jesús como una acción profética que hace referencia
a su pasión y muerte, como ha demostrado claramente J. Dupont 9.

¿De qué se trata? En la Biblia se encuentran muchos ejemplos de acciones


proféticas en las cuales los gestos confieren un particular significado a las palabras como
anuncio de aquello que está por suceder. Es una parábola en acto, un anuncio eficaz.
Algunos ejemplos:

• 1 Sm 11, 7: los pedazos de toros partidos.

• 1 R 11, 29-31: el manto de Jeroboam hecho en doce pedazos para significar la repartición
del Reino en doce pequeños reinos por las doce tribus.

• Is 20, 2-3: el profeta se descalza y se despoja para hacer entender la suerte de Jerusalén.

• Jesús cumple una acción profética con la maldición de la higuera (Mc 11, 12-14).

Jesús, desde esta interpretación, con sus palabras y sus gestos realiza una acción
profética, demostrativa de lo que está por realizarse, su sacrificio. Invita a tomar parte en él.
La suya será una muerte violenta; será también una oblación voluntaria y salvífica. En esta
acción profética entran en juego el pan y el vino, las acciones de Jesús: el partir el pan, el
derramar el vino en la copa, las palabras alusivas a su pasión –sufrimiento y don– pero en
una absoluta conciencia y libertad de lo que está por suceder, como es subrayado, por
ejemplo, en Jn 13, 1-2. Puede anticipar en los signos lo que ya está viviendo. Esto no
significa que el gesto de Jesús se reduzca a una demostración de lo que está por suceder, o
sólo para advertir a los suyos de cuanto sucederá pronto. Es una acción demostrativa,
profética, pero a la vez real y constitutiva. Jesús, de hecho, no se limita a demostrar sino
que invita a comer, a participar y a hacer memoria, seguidamente, de cuanto cumple.

3. El contexto del servicio


La exégesis moderna quiere aclarar también el contexto de servicio de la institución
de la Eucaristía. Esto resulta evidente en Juan 13 con el lavatorio de los pies, humilde gesto
de servicio del Señor y Maestro, preludio del don de la vida por los amigos. Pero es
subrayado también por Lc 22, 26-30 que inserta, después de la institución eucarística, la
perícopa sobre el servicio de los discípulos, de nuevo en busca del primer puesto.

Este contexto evidencia claramente la figura de Jesús que aparece en la Cena y en la


institución eucarística como el Siervo del Padre y de los hermanos. Y subraya, como lo
hará toda la tradición eclesial posterior, el vínculo indisoluble entre Eucaristía y existencia,
entre liturgia y servicio fraterno. Esto recuerda a las comunidades cristianas que no se
puede separar nunca la celebración de la Eucaristía del compromiso del servicio.

III. LOS ELEMENTOS DE LA CENA

De los alimentos de la Cena pascual, o de una cena de adiós, cargados de


simbolismo, Jesús elige los más simples y comunes: pan y vino. Pero su alcance simbólico
debe ser puesto en evidencia a la luz de la historia de la salvación.

1. El pan

El pan, cargado del significado adquirido a lo largo de las páginas de la Biblia,


recibe un sentido profundo y nuevo a partir de las palabras de Cristo.

Es un don de Dios (Sal 104, 14ss.), medio de sustento esencial, al punto que quien
es privado de él muere. En el culto judaico es asumido como símbolo efectivo de la
comunión con Dios en los panes de la proposición y en los sacrificios pacíficos con la flor
de harina (1 S 21, 5; 1 R 7, 48; 2 Cro 13, 11; Esd 35, 23-30; Lv 24, 5-9). El pan ácimo, sin
levadura, recuerda la prisa por huir de la tierra de Egipto; tal hecho era evocado en las
plegarias de la Pascua. Es el pan ácimo de la Pascua (Esd 12 y 13). Pero el pan recuerda
también el alimento ofrecido por el Señor a los israelitas en el desierto, pan de los ángeles
comido por el hombre (Esd 16, 15ss.; Sal 78, 23; 105, 40...). Jesús mismo multiplicó los
panes para saciar a la multitud (Mt 14, 19 y paralelos; Jn 6, 1-11). Él mismo se define como
el Pan de vida y promete un pan que es su carne para la vida del mundo (Jn 6, 26ss. y
51ss.).
2. El vino

Interesante también el simbolismo natural y bíblico del vino, que según las
prescripciones rituales de la Pascua debía ser tinto. El vino, con el pan y el aceite está entre
los elementos esenciales para la subsistencia (Dt 8, 8; 11, 14). Era ofrecido como libación
sobre los sacrificios. Es símbolo de alegría (Sal 104, 14). El banquete con vino es signo de
los tiempos escatológicos (Is 25, 6; Jr 31, 12). Jesús mismo anticipa la alegría mesiánica
convirtiendo el agua en vino (Jn 2, 10ss.) y habla del festín escatológico cerca del Padre,
alegrado por la copa del vino nuevo del Reino (Mt 26, 29).

Por su color, rojo, tiene la capacidad de evocar la sangre y es llamado sangre de


uvas (Gn 49, 11). De este simbolismo sangre-vino está impregnada la figura del Siervo de
YHWH, presentado como un pisaúvas con los vestidos manchados con la sangre de la uva
(Is 63, 1ss.). Jesús en la Cena asume el significado del vino-sangre mediante su palabra que
esclarece, de sobra, la inicial capacidad que tiene el vino de evocar la sangre.

3. La copa

La copa-cáliz es rica en simbolismo. Reclama la participación en las libaciones


rituales de acción de gracias (Sal 16, 5; 123, 5) y de la alianza con YHWH (Sal 22). Pero
tiene también un sentido sacrificial. La sangre de las víctimas era recogida en los cálices de
la aspersión (Esd 24, 6ss.). Beber el cáliz significa aceptar la voluntad del Señor, incluso
cuando esta voluntad es dolorosa (Sal 80, 6). Jesús mismo había hablado de su muerte
como un bautismo y de su aceptación como de un cáliz que se bebe (Mt 8, 11; Lc 13, 2). De
manos del Padre acepta el cáliz de la pasión en Getsemaní (Mt 26, 39 y paralelos). El cáliz
y el vino presentan, al mismo tiempo, la ambivalencia de la alegría, de la liberación y de la
aceptación de la voluntad del Padre; expresan, por lo tanto, el conjunto de las categorías de
alianza-expiación, salvación-comunión y liberación-banquete escatológico de alegría
perenne.

Recordemos finalmente que pan y vino son los alimentos de la Alianza hecha entre
Abraham y Melquisedec (Gn 14, 18ss.) y los frutos prometidos de la Sabiduría a sus
discípulos (Pr 9, 1-6) 10.

IV. LOS GESTOS RITUALES DE LA INSTITUCIÓN


Los evangelistas nos han transmitido en las breves fórmulas de la institución
algunos gestos significativos de Jesús. De hecho, Él no ha dado sólo una enseñanza o ha
cumplido una acción profética. La suya es una compleja acción ritual en la que cada gesto
tiene un significado preciso a comprender en el conjunto de las palabras. Aunque similares,
en parte, a los gestos realizados por el presidente del banquete pascual o por el cabeza de
mesa en una comida, presentan una novedad extraordinaria.

Tomo el pan–el cáliz. Se trata de un gesto simple y funcional. Tomando el pan el


Padre de familia fijaba la mirada en el cielo para bendecir al Señor. Es el gesto de Jesús,
transmitido por la tradición, recordado por las palabras del Canon romano y por otras
liturgias: «y alzando los ojos al cielo...»

Bendijo–dio gracias. La fracción del pan y el ofrecimiento del cáliz eran llevados a
cabo mediante una plegaria de bendición. Lucas y Pablo hablan de «acción de gracias»
(«eucharistesas»). Marcos y Mateo de bendición por el pan («euloghesas») y acción de
gracias («eucharistesas») por el cáliz. Se trata en todos los casos de la plegaria de
bendición, «Berakàh» y de la acción de gracias que acompañaba los momentos de la
comida. Conocemos tales plegarias de bendición por la tradición, bien porque eran
referidas en las comidas comunes, como por tratarse de la bendición pascual:

«Bendito seas, Señor, Dios nuestro y rey de los siglos, que haces crecer el pan de la
tierra». Es la bendición inicial del pan.

«Bendito seas, Señor, Dios nuestro, Rey del universo que haces crecer el fruto de la
vid...» Es una de las bendiciones del cáliz. La gran plegaria de bendición, sin embargo,
suena así: «Bendito seas Señor, Dios nuestro, Rey del universo, que nutres el mundo entero
en tu bondad, en tu gracia y en tu misericordia...»

Jesús, como buen judío, estaba acostumbrado a utilizar este tipo de bendiciones,
como atestiguan los relatos evangélicos, especialmente antes de cualquier milagro (Jn 6,
11; Jn 11, 41-42). Pero él era el Hijo de Dios. Su plegaria tenía siempre acentos originales y
únicos. Es probable que no se hubiera contentado con pronunciar una fórmula sino, más
bien, improvisar una bendición propia al Padre, a la altura de las circunstancias, con el pan
y el cáliz entre sus manos, y en relación con el sentido que dicho gesto asumía por su
muerte próxima. Juan nos ha conservado una plegaria sacerdotal-sacrificial de Jesús en la
última Cena (cap. 17). Podemos, pues, pensar que improvisó una bendición especial,
original, de la cual el texto estereotipo de la institución nos ha conservado el hecho pero no
el contenido. Mucho se lamentaba san Basilio Magno de este silencio, ya que del contenido
de las palabras de bendición de Jesús en la última Cena: «ningún Santo nos las ha dejado
por escrito» (De Spiritu Sancto 27, 66: PG 32, 188).

Partió el pan. Con la misma fidelidad los cuatro relatos de la institución nos han
transmitido el gesto ritual de Cristo. El gesto expresa el compartir; quedará como vocablo
de la eucaristía cristiana primitiva: fracción del pan (Lc 24, 30; Hch 2, 42.46; 20, 7.11; 1
Co 10, 16). En el texto paulino citado se pone a la luz también la participación en el mismo
pan como signo de la comunión en el mismo cuerpo. Quizás esta expresión implica
también el gesto sacrificial del pan-cuerpo partido, según la interpretación de algunos
exegetas como Max Thurian, reforzada por la palabra «klomenon» (partido) que algún
códice antiguo añade a 1 Co 11, 24 para no dejar en suspenso la frase «que será... para
vosotros»: «to yper umon klomenon...» Para Max Thurian también el gesto de verter el vino
en el cáliz podría tener un sentido sacrificial, para indicar que la sangre misma será
derramada...

Tomad, comed. Tomad, bebed. La invitación de Jesús a participar del pan-cuerpo y


del vino sangre, subraya que no se trata de la explicación parabólica de una verdad o del
anuncio de algo que está por suceder, sino que se trata de la invitación a participar de lo que
Jesús mismo ofrece como alimento y bebida.

V. LAS PALABRAS DE LA REVELACIÓN

Las palabras que Jesús pronuncia confieren un significado nuevo, radical e


imprevisto a los habituales alimentos de la Cena pascual o de la Cena de adiós, como otros
prefieren. Con su palabra Jesús reveló misterios y obró prodigios durante su predicación.
Podemos pensar que también en este momento su palabra trae una novedad de verdad y de
sentido.

Los textos de la institución, por su carácter recopilativo, litúrgico, esencial, nos han
transmitido aquello que podemos llamar los textos de un nuevo «haggadàh», o explicación
y proclamación que Jesús presenta de sus gestos, invitando a los discípulos a acoger la
novedad del pan y del vino. El texto de Jn 6, 51 y ss., sobre la revelación del pan de vida,
es interpretado por algunos como reminiscencia de este «haggadàh» de la nueva Pascua
hecho en el momento de la Cena, puesto por Juan en otro contexto, en simetría con cuanto
hacía el padre de familia en la Cena, tanto como relato de cuanto había sucedido como
desde el sentido que tenían los alimentos pascuales. En efecto, él, como hemos visto en el
2º Seder pascual, explicaba el sentido del cordero a comer, del pan ácimo y de las hierbas
amargas. Pero, anteriormente, en la primera fracción del pan se decía: «Esto es el pan de la
aflicción que nuestros padres comieron en tierra de Egipto...» Las palabras de Jesús se
insertan en un clima de explicación del sentido simbólico y real de la Pascua.

Las palabras sobre el pan

Las cuatro redacciones coinciden en la palabra «Esto es mi cuerpo». Lucas añade


«que se entrega por vosotros». Y Pablo «que se da por vosotros».
La brevedad y concisión de la fórmula ha llevado a los exegetas a buscar y
encontrar una posible y conjetural reconstrucción de las «ipssima verba Christi». Se han
fundamentado en tal reconstrucción tanto los católicos J. Bonsirven y J. Dupont, como el
protestante J. Jeremías, llegando casi a las mismas conclusiones. Las fórmulas hebreas o
arameas simplísimas serían:

• En hebreo: ZEH BESARÎ (He aquí mi carne).

• En arameo: DEN (DENA) BISRÎ: (He aquí mi carne).

En los dos casos, se trata de una frase muy simple: esto es mi carne o he aquí mi carne. Si
tal hipótesis es justa, detrás de la palabra que se refiere al cuerpo no aparecería en el
original la palabra soma, a traducir con gûf o gufâ en hebreo, correspondiente a cadáver o
cuerpo muerto, sino la palabra basar, sarx en griego, carne, como en la terminología del
Evangelio de Juan (1, 14 y 6, 51ss.).

La preferencia en los textos griegos de la institución por la palabra soma, puede ser
puesta en relación con la asonancia de la correspondiente palabra referida a la sangre, es
decir, aima; o bien por el sentido peyorativo de la palabra sarx para los cristianos venidos
del helenismo. En la simetría de las dos fórmulas, los vocablos soma-aima parecen,
además, más apropiados para expresar la completa realidad de la persona (carne y sangre),
como se ve por otros textos paralelos (cfr. Mt 16, 17), pero también por la asonancia
mnemónica de la fórmula.

Sin embargo, es plausible la hipótesis que subtiende a la palabra soma o sarx la expresión
hebrea o aramea que no indica sólo la carne, sino toda la persona, la humanidad misma de
Cristo con la connotación de la debilidad de su naturaleza humana. Tal interpretación
ofrece a las otras palabras de Jesús una perspectiva más personalista. El don que Cristo
hace de sí es su humanidad entera. Como observa J. Betz: «Si Jesús quiere dejar en el
despedirse un don que corresponda a su misión, se puede pensar que se deje a sí mismo»
(Eucaristia, en Dizionario Teologico, p. 615).

En hebreo, además, y en arameo no existiría la correspondencia del verbo


griego «estín» que tanta importancia tiene en la reflexión filosófico-teológica para expresar
la identificación del pasaje: esto es mi cuerpo; esto es mi sangre. Sin embargo, se trata,
obviamente, de una identificación bien clara, aunque literalmente y a priori no se podría
excluir una simple lectura simbólica.

Dicha lectura exegética personalista de soma o sarx, con el término


hebreo «basar», es admitida hoy por la mayoría de los exegetas y de los teólogos, a pesar
de que se deba completar con el sentido sacrificial de la palabra «aima», con el propio
significado y las evocaciones cultuales y sacrificiales propias.

El complemento de la frase en Lucas, «que se entrega por vosotros», puede ser leído en
sentido pasivo, o de tiempo, como inminente realización: que esta para ser entregado por
vosotros. La preposición «uper» tiene un sentido oblativo, sacrificial «en favor de». Se
trata de una expresión simétrica con la de la sangre derramada «por vosotros», «por la
multitud». Es evidente el sentido sacrificial, la referencia a la próxima pasión, al don de la
vida en sacrificio, con una clara alusión al Siervo de YHWH que da la vida por la
muchedumbre (Is 53, 1ss.), como explicita mejor todavía la fórmula sobre el cáliz.

Las palabras sobre el cáliz

Las palabras sobre el cáliz, como se ha visto, han llegado hasta nosotros sin
notables diferencias. Mientras en Mateo y Marcos se da una más clara simetría con las
palabras del pan, en una proposición directa, Lucas y Pablo han cambiado sensiblemente la
redacción. En Mateo y Marcos se habla directamente: «Ésta es mi sangre, de la alianza...»
Los otros dos testimonios ponen en forma indirecta la referencia a la sangre: «Éste es el
cáliz de mi sangre...» O bien «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». Por una
metonimia tenemos en esta forma literaria el contenedor (el cáliz) por aquello que allí es
contenido (la sangre); y el efecto (la nueva alianza) por la causa (la sangre derramada).

También para las palabras sobre el cáliz J. Jeremías propone una hipótesis de texto
esencial, en la lengua original de Jesús, hebrea o aramea, con la forma directa que hace
referencia a la sangre o a la sangre de la alianza. He aquí las posibles palabras:

En hebreo: ZEH DAMÎ o DAM BERITHI: He aquí mi sangre, sangre de la alianza.

En arameo: DEN (DENA) IDMÎ o ‘ADAM KEYAMI: He aquí mi sangre, sangre de


la alianza.

En la fórmula sobre el cáliz tenemos la misma estructura que la del pan, pero más
rica en sus evocaciones:

Mi sangre: El vino tinto de la copa es identificado por Jesús con su sangre. También
la sangre, de igual modo que la «carne», evoca toda la persona; la sangre es lugar de la
vida. Como afirma de nuevo J. Betz: «La sangre de Jesús, derramada en la cruz, y en la que
según la concepción semita toda la persona de Jesús está presente (como si estuviera en ella
concentrada y concretizada) se ofrece de nuevo como una realidad presente en el cáliz»
(Eucaristia, en Dizionario Teologico, p. 615). Tenemos, por lo tanto, una evocación
personal y sacrificial al mismo tiempo. La sangre reclama el don voluntario de la persona
misma en el signo interior de la vida, es decir, la sangre.

De la alianza: El pacto, alianza de Dios con su pueblo, estaba bien presente en la


Cena pascual. En la palabra de Jesús se percibe el eco y el cumplimiento del pacto
celebrado por el pueblo, y exclama: «Ésta es la sangre de la Alianza que YHWH ha hecho
con vosotros según todas estas palabras...» (Esd 24, 8). Jesús es el nuevo Moisés que
proclama la nueva alianza. La diferencia consiste en el hecho de que ahora se trata de una
alianza hecha en la propia sangre y no con la sangre de animales (Hb 9, 12).

Alianza nueva: Clara alusión al cumplimento de las promesas de los profetas,


especialmente de Jr 31, 31-33 que habla de una nueva alianza que Jesús indica claramente
realizada en la propia sangre, en el sentido negativo y positivo: remisión de los pecados y
don del Espíritu Santo. Un anuncio de la realidad de la nueva alianza que tendrá lugar con
su próxima muerte, mediante la efusión de la sangre. Consecuentemente, tenemos aquí el
anuncio de un nuevo rito que debe hacer perpetuo y actual el pacto nuevo para el pueblo de
la nueva alianza, realizado una vez para siempre con la muerte de Jesús (Hb 8, 8-13; 9).

Derramada: la palabra griega «enkinomenon» puede significar a la vez «que es


derramada», «que será derramada» o «que es para ser derramada». Se trata de la conciencia
de Jesús ante su próxima muerte violenta, aceptada como sacrificio voluntario. Ya en
la Tradición Apostólica la plegaria eucarística subraya este aspecto voluntario de la propia
entrega a la muerte: «Y mientras se entregaba a la pasión voluntaria...» Una palabra que
encuentra eco en la Plegaria Eucarística II: «Él ofreciéndose libremente a su pasión...» y
también en la Anáfora de Santiago: «Aceptando sufrir voluntariamente por nosotros,
pecadores, él que no cometió pecado, en la noche en que era entregado o, más bien, en que
se entrega por la vida y salvación del mundo...»

Por vosotros y por muchos: Lucas acentúa el «por vosotros» sacrificial que tiene
como término inmediato los discípulos. Mateo y Marcos, sin embargo, sacan a la luz la
universalidad «uper pollon», por la multitud, en un sentido de totalidad o universalidad. De
esto modo Jesús evoca el cumplimiento en él de la profecía del Siervo de YHWH, que da la
vida en rescate de la multitud (Is 53, 12ss.; 42, 6).

Por la remisión de los pecados: Mateo sólo añade estas palabras que son una clara
explicitación del efecto salvífico de la sangre derramada. Alusión al sacrificio de expiación
y de propiciación (Lv 17, 11), a la luz de la Carta a los Hebreos que habla de la efusión de
la sangre necesaria para la remisión de los pecados (Hb 9, 22). Cabe observar que también
la alianza nueva prometida por los profetas comportaba la remisión de los pecados en el
don prometido del Espíritu Santo (Jr 31, 33-34 y Ez 36, 25-27).

Tenemos aquí en síntesis múltiples evocaciones veterotestamentarias. Están


referidas a la pasión y muerte de Jesús que es anunciada y anticipada en el gesto de la
institución eucarística. La Cena alude a la pasión. La Cena, además, con las palabras del
memorial, remite a una posterior celebración del sacrificio de Cristo en el futuro de los
discípulos, mediante la repetición de un gesto que Jesús instituye.

Las palabras de la anámnesis


Lucas y Pablo añaden las palabras de Jesús que manda repetir el gesto como su
memorial. Pablo, muy en particular, dos veces, después de las palabras sobre el pan y sobre
el cáliz. Pablo, por su parte, ofrece, como se verá, una especie de explicación de su sentido
a fin de que pueda ser comprendido por la comunidad helenista. La ausencia de este
mandato de repetir en Mateo y Marcos no significa que Lucas y Pablo hayan inventado la
repetición, a partir de un presunto mandato de Jesús. Al ser una rúbrica, como observa P.
Benoit, no se dice, se cumple.

El sentido profundo de estas palabras está no tanto en el mandato de repetir («haced


esto»), sino en el sentido de la repetición a partir de la persona y obra de Jesús «en
memoria mía» (como mi memorial).

Jesús se refiere, claramente, al mandato de repetir el gesto en su memoria, como


una categoría cultual del Antiguo Testamento, presente de modo particular en la Pascua,
que es el memorial del paso del Señor y de la liberación de la esclavitud del Faraón.

La categoría del memorial (zikkarôn) supone el doble sentido de la memoria: Dios


se acuerda de su pueblo; el pueblo se acuerda de su Dios. Dicho recuerdo, que tiene
muchas variantes específicas en el A.T., posee una especie de «objetividad» real mediante
algunas celebraciones cultuales. El memorial litúrgico, en efecto, es una evocación cultual
que hace presente cuanto recuerda.

Tal era, en particular, la celebración de la Pascua, verdadero memorial objetivo de


la liberación de Egipto. Una de las plegarias rituales, como hemos visto más arriba evocaba
la participación de los comensales en la liberación de los Padres. Dicha plegaria expresa
bien la convicción de un recuerdo, de un memorial en el cual, escuchando la palabra que
recordaba –memorial de la palabra–, comiendo los alimentos pascuales –memorial
biológico-fisiológico–, poniéndose en presencia del Señor con la plegaria de bendición –
memorial de la invocación y comunión con Dios– el pasado se hacía presente como la
misma gracia de liberación; o bien los presentes se hacían contemporáneos de aquella
acción liberadora.

A la luz de este concepto, las palabras del memorial, deben ser entendidas como la
institución del rito, haced esto, que debe hacer presente, en analogía con el memorial
antiguo, el gesto y el evento al cual Jesús se refiere: el don de su cuerpo, la efusión de su
sangre. Se trata de recordar en una evocación, no meramente subjetiva sino objetiva, la
pasión y muerte salvífica de Jesús con sus efectos de salvación. Una doble invitación, por
lo tanto, a hacer esto, pero ya no como evocación de la pascua, o de una comida fraterna o
religiosa, sino como memorial de su persona, consagrada a la muerte redentora. Tenemos,
por lo tanto, una efectiva sustitución del memorial de la Pascua con el memorial de la
pasión de Jesús, en la medida en que ésta es descrita como el verdadero cumplimento de la
Pascua judaica (cfr. supra).

Refuerza esta interpretación la palabra de Pablo que cierra el relato de la


Institución: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz anunciamos la
muerte del Señor, hasta que vuelva». Se trata de una interpretación o explicación del
sentido del memorial hebreo para los helenistas que no tienen esta categoría cultual; y
como si él dijera, según la versión de M. Thurian: «Vosotros actualizáis en la proclamación
de la palabra y en la realidad del misterio que celebráis el acontecimiento de la salvación
realizado con la muerte del Señor, hasta su venida definitiva».

Otras interpretaciones débiles del memorial como: «Haced esto para que Dios se
acuerde mí», no parecen atendibles en el contexto interpretativo de la comunidad primitiva.

La súplica escatológica

Con esta expresión es designada por P. Benoit la frase presente en Mateo y Marcos
después de la institución, pero también en Lc 22, 17-18, antes de la institución: «Os
aseguro que no beberé ya del fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo con
vosotros en el Reino de mi Padre», o bien «hasta que venga el Reino de Dios».

Varias son las interpretaciones de este texto. Para algunos se trata de un voto de
abstinencia en la espera del cumplimiento del Reino mesiánico. Convence más la
perspectiva de P. Benoit que interpreta estas palabras como una rendija de esperanza y de
glorificación futura, un anuncio de victoria, que se abre por Jesús en la espera del Reino del
Padre, pero al cual están invitados los discípulos. Con una bella expresión Benoit dice a
propósito del sentido que estas palabras revestían para la comunidad primitiva: «Esta
palabra contenía una cita al Reino futuro («rendez-vous dans le Royaume»), un futuro que
maravillosamente conviene como perspectiva de esperanza después de la unión al cuerpo y
sangre del Señor. Esta apertura sobre el futuro tomaba toda la importancia, más que el
anuncio ya realizado de que Jesús no bebería ya del vino en la tierra, es decir, que tenía que
morir».

La misma perspectiva de «encuentro escatológico» se encuentra en el texto de


Pablo (1 Co 11, 26). Con la institución de la Eucaristía Jesús invita a un encuentro en el
paraíso y confirma el sentido escatológico de su victoria 11.

A la luz de estas palabras, el cáliz, al igual que en la celebración de la Pascua,


recupera el sentido ambivalente de dolor y de alegría, de sacrificio y de liberación
victoriosa y la muerte desemboca en el anuncio de la resurrección.

Este evidente sentido de victoria de la muerte de Jesús y este sentido escatológico


de la Eucaristía están bien presentes en la conciencia de la comunidad apostólica que no
celebra el memorial del Señor si no a partir de la experiencia de su resurrección. Además,
los últimos recuerdos del gesto del Señor en la fracción del pan no están ligados a la Cena
antes de la muerte, sino a las comidas del Resucitado con los discípulos después de la
resurrección, como en el relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35).

VI. CONTEXTOS RITUALES SIGNIFICATIVOS

Después de haber examinado atentamente el significado global de los gestos y de


las palabras de Jesús, es necesario resumir ahora algunos contextos rituales significativos
de la Eucaristía que, iluminados por las palabras de la institución, dan pleno sentido al
conjunto de la revelación evangélica a la luz del A.T. y de las tradiciones judaicas. Dichas
categorías arrojan también un haz de claridad sobre la celebración actual de la Eucaristía.

1. Haggadàh. La institución contiene las palabras reveladoras de Jesús que se sitúan


en la línea de la catequesis o haggadàh pascual. No se trata de un rito oscuro o mágico,
sino de una acción en la cual, como en la revelación, palabras y ritos se entrelazan para
ofrecer el don de la redención. La palabra que revela el contenido del misterio, está en el
corazón mismo de la institución y celebración de la Eucaristía.

2. Toda’. El gesto de Jesús en la Cena se inserta, según algunos, como C. Giraudo,


en la categoría de «todà zebah», sacrificio de alabanza, propio de la tradición judaica. En
efecto, Jesús cumple una solemne confesión o proclamación de la salvación, de las grandes
obras operadas por Dios para nuestra salvación. Esta proclamación es ya para Jesús mismo
el ofrecimiento de su sacrificio espiritual.

3. Berakah. La Eucaristía, como el mismo nombre indica, es una bendición, una


plegaria de acción de gracias. Tal es el sentido de la plegaria de Jesús al Padre que
acompaña las palabras de ofrecimiento del pan y del cáliz. Jesús se une a la tradición
religiosa de las comidas y de la Pascua que contenían estas palabras de acción de gracias.
Pablo habla del cáliz de la bendición. La celebración de la Eucaristía se realiza siempre,
desde el comienzo de la Iglesia, mediante una bendición y la plegaria eucarística, cuyas
formas primitivas encontramos ya en la Didaché y, posteriormente, en todas las plegarias
eucarísticas.

4. Zikkarôn. La Eucaristía asume y relanza la categoría del zikkarôn o sacrificio-


memorial. Nuestra celebración eucarística es zikkarôn, o sacrificio memorial de la pasión
de Jesús, a la luz de su resurrección. Dos son las categorías de memorial más afines a las
palabras de Jesús.

– En primer lugar el de la Pascua. Pero ahora es necesario tener en cuenta la


superación de la categoría del memorial a la luz de la existencia gloriosa de Cristo. Para
nosotros el memorial tiene un carácter personal: Cristo es nuestra Pascua, como dice Pablo
(1 Co 5, 7). Además, la Pascua no es el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino de una
realidad, que a la luz de la teología apostólica primitiva (Pablo y el autor de la carta a los
Hebreos) está siempre presente.

– El otro aspecto del «zikkarôn», puesto a la luz por Max Thurian para comprender
la Eucaristía, es el del pan, sacrificio pacífico ofrecido como memorial (Le-azkarah)
(cfr. Lv 2, 1-2). Se trata del ofrecimiento de flor de harina, con aceite e incienso, quemado
como memorial ante el Señor: «es un sacrificio, consumado con el fuego, en suave olor al
Señor». El vínculo con el pan eucarístico pone de relieve esta categoría de sacrificio
sacramental, aplicada por la tradición cristiana a la Eucaristía (Justino en el Diálogo con
Trifón, 41, 1 y 117, 3, Orígenes en la Homilía XIII sobre el Levítico...). Jesús en la cruz es
este pan ofrecido en sacrificio de suave olor al que el Padre mira complacido. Cristo en la
Eucaristía es este pan ofrecido al Padre.

5. Berith hadassa. Tenemos aquí una categoría esencial del culto y de la historia de
Israel. Jesús la asume como celebración y memorial de la alianza nueva que procede de la
fidelidad de Dios, de la Hessed YHWH, cuya misericordia era recordada también en las
plegarias de la Cena pascual. La repetición ritual del gesto de Jesús nos permite renovar la
nueva alianza que Dios nos ofrece siempre en el sacrificio de su Hijo.

VII. LAS TRES CATEGORÍAS IMPLICADAS EN LA INSTITUCIÓN

La cena, la cruz, la Eucaristía

A la luz de las palabras de la institución está bien poner de relieve las tres categorías
o momentos implicados en el misterio.

1. La Cena. La Cena de Jesús es el contexto institucional y ritual. Lo recuerda la


tradición. El gesto deberá repetirse en un contexto convivial que imita ritualmente la Cena
del Señor.
2. La cruz. Las palabras de Jesús no se cierran en el horizonte de la Cena. Miran
hacia la cruz, donde realmente el cuerpo será entregado y la sangre derramada, donde será
ofrecida la vida por la muchedumbre y la remisión de los pecados y será sellada la alianza
en la sangre del Cordero. La cruz, por lo tanto, es el término de confrontación, es el
momento pleno del sacrificio de Cristo, anunciado y anticipado en la Cena. Pero la cruz
debe estar indisolublemente ligada a la victoria pascual. De hecho, sólo en la resurrección
tenemos la certeza y se cumple la eficacia del sacrificio aceptado por el Padre y
manifestado como alianza nueva en el Espíritu. El contenido de la Eucaristía está, por lo
tanto, en la pasión gloriosa y no en la Cena que la anticipa. La Eucaristía es memorial del
sacrificio de Cristo y no directamente de su institución en la Cena.

3. La Eucaristía de la Iglesia. Las palabras de Jesús no aluden sólo a la Cena y a la


cruz; miran hacia aquel gesto que repetirán los apóstoles cada vez, «osákis», hasta su
venida. Se trata, pues, de la fracción del pan, de la Cena del Señor que ahora instituye
Cristo para el tiempo de la Iglesia hasta su retorno. Esta Eucaristía de la Iglesia mira a la
Cruz gloriosa como a su contenido memorial a hacer presente, mira a la Cena como a su
ritual institucional a repetir.

El banquete, el sacrificio y la presencia

También estas tres realidades están indisolublemente ligadas. Es obligado captar el


sentido y el vínculo intrínseco de cada una de ellas y de la relación entre sí.

1. El banquete. Se trata de un banquete religioso, sacrificial, que une con Dios y


con los hermanos, celebra la Pascua y la alianza en la comunión con los mismos alimentos
y la misma bebida. Jesús asume esta categoría para realizar la comunión con él y con los
otros comensales del banquete, para participar de la realidad y de los efectos de su cuerpo y
de su sangre. La Eucaristía es esencialmente banquete de comunión, anuncio y
pregustación del banquete escatológico.

2. El sacrificio. El sentido del convite sacrificial y de la referencia al sacrificio de la


cruz es evidente a la luz de las resonancias de la palabra y de los gestos de Jesús que miran
hacia su realización en el momento de la cruz gloriosa e iluminan el contenido. Se trata de
un sacrifico en el don personal y voluntario de la vida (cuerpo y sangre), de un sacrificio de
la nueva alianza, de expiación; un sacrificio del que se entrevé el efecto redentor y la
victoria final en la gloria. Sacrificio de la nueva alianza que supone el don del Espíritu
Santo.

3. La presencia. Todo el sentido de las palabras de la institución y, por lo tanto, del


memorial que debe celebrarse se apoya sobre el realismo de lo que se ofrece, el cuerpo y la
sangre del Señor; se trata de una realidad objetiva y no de un mero simbolismo. Tanta
riqueza de significados y de efectos no puede apoyarse sobre una evocación que sea sólo
simbólica; se apoyan sobre un don real, como evidencian las palabras mismas del Señor. Él
no se sirve del pan o del vino para cumplir una explicación; invita a tomar parte en un
banquete donde el comer y el beber no son simples abstracciones, sino el modo mismo de
participar en la verdad de los hechos.

VIII. PERSPECTIVAS DE TEOLOGÍA BÍBLICA

A la luz de las consideraciones de P. BENOIT que añade a las precisiones de tipo


exegético algunas perspectivas de teología bíblica, parece oportuno añadir algunas
reflexiones para establecer el alcance de las palabras de la Institución.

1. El sentido realista de las palabras de la institución

Para una lectura sin prejuicios del relato de la Cena parece evidente el alcance
realista de las palabras y gestos del Señor. Pero ya que a la experiencia de los discípulos y a
la nuestra, en la celebración eucarística, no resulta evidente un cambio real del pan y del
vino, debemos preguntarnos si no se deben entender estas palabras sólo a nivel de
representación simbólica. La tendencia racionalista a lo largo de toda la historia de la
Iglesia trata de hecho de reducir la Eucaristía a símbolo sin realidad.

Una primera clave de interpretación es la necesidad de no contraponer símbolo a


realidad. En este caso, y en la mentalidad semita de Jesús, el símbolo expresa y revela la
realidad. Toda la Cena pascual, en efecto, es a la vez, símbolo, rito, evocación y real
participación en la liberación del pueblo del yugo del Faraón. La realidad se da en su
plenitud en la múltiple y rica simbología de los alimentos, palabras y plegarias. Jesús hace
lo mismo; emplea toda la fuerza simbólica del pan y del vino, y con la riqueza simbólica y
eficacia de sus palabras ofrece el don de sí mismo, de su sacrificio redentor.
El sentido realista de las palabras y de los gestos de Jesús está en relación con un
hecho real y simbólico a la vez, su muerte en cruz. También en la cruz la realidad se reviste
de un rico simbolismo polivalente. Ya la acción profética que él cumple en la Cena da a su
futura pasión y muerte el significado propio de un sacrificio voluntario, de expiación, de
verdadero éxodo, de nueva alianza y de propiciación para la salvación de la multitud. Que
se trata de una acción realista y que compromete se comprende por el hecho de que Jesús
no habla sólo con la mente al explicar un concepto, no utiliza una parábola gestual para
hacer comprender lo que está por suceder, sino que invita a tomar parte comiendo y
bebiendo su cuerpo y su sangre. Tenemos aquí ahora una analogía con la participación en el
banquete sacrificial o en el de la pascua; se participa realmente, tomando parte de manera
real, comiendo y bebiendo, en una efectiva comunión con la víctima.

A la luz del realismo de la Cena y de la Cruz, que son momentos de vida plena,
debemos interpretar las palabras de Jesús que hablan de identificación real con lo que
ofrece. En efecto, en los símbolos del pan y del vino Cristo se ofrece a sí mismo, su cuerpo
(su carne) y su sangre son ofrecidos en sacrificio. Es el significado evidente de sus
palabras: ESTO es MI CUERPO. ESTO es MI SANGRE.

El realismo evidente de las palabras excluye una explicación parabólica que lo


reduciría todo a un signo sin realidad, a una ilustración simbólica, a una idea que expresa
sólo una voluntad de donación. El lenguaje de Jesús, en este caso, no es comparable a otras
expresiones suyas empleadas para explicar una idea, para revelar un aspecto de su persona.
Se pone también de relieve que la identificación pan/cuerpo, vino/sangre no es del todo
normal en un discurso racional. Y no se ve aquí, ni en otro lugar, indicio alguno de que
Jesús haya querido restringir el sentido de sus palabras a una identificación sólo simbólica.

La fuerza de la identificación podemos encontrarla en las palabras: «Esto es», con


sentido de efectiva realización de identidad. La expresión hebrea o aramea, quizás no tiene
aquella partícula, pero tal vez expresa con más inmediatez y fuerza la identificación: «He
aquí mi carne; he aquí mi sangre». El sentido realista de la palabra del Señor debe ser
comprendido tanto en el conjunto de la Cena como a la luz de la definitiva comprensión
real por parte de la comunidad apostólica.

Para comprender el sentido profundo de tal realismo escuchemos las palabras de


algunos teólogos que parten de los resultados de la exégesis.

En primer lugar escuchemos a P. Benoit que habla del realismo de las palabras de
Cristo: «No es para ilustrar, en medio de tales imágenes, su próximo sacrificio que Jesús
recurrió a estos elementos; lejos de ayudar por sí mismos a comprender la muerte del
cuerpo y la efusión de la sangre, son ellos, por el contrario, los que tienen necesidad de este
acontecimiento para ser comprendidos. El pan y el vino eucarístico no se dirigen, pues, al
espíritu en calidad de símbolos: se encaminan, sobretodo, al cuerpo como alimentos. Es a
título de alimentos que interesan, en primer lugar. Y lo que deben comunicar a quien los
recibe, no es una idea o una enseñanza, sino una realidad muy concreta: el cuerpo y la
sangre del Señor. Tal es el plano concreto y realista en el cual se sitúa la salvación cristiana
y sobre el cual es importante insistir, puesto que este aspecto de las cosas no es apreciado
en su justo valor. La salvación de Cristo interesa al cuerpo y al alma... En la Eucaristía no
es solamente éste o aquel gesto del Cuerpo de Cristo el que actúa en nosotros, sino que es
este Cuerpo mismo en su plenitud de fuente de gracia que viene a nosotros... Esto exige que
el pan y el vino que recibimos sean, verdaderamente, la carne y la sangre del Señor...» 12.

J. BETZ acentúa el sentido real, personalista y salvífico de la presencia: «Ahora


Jesús, en sus palabras de consagración identifica su persona, profetizada como Siervo de
Dios sufriente, con las ofrendas. Esta identidad, más todavía que por el tan frecuentemente
citado «estín» que en el griego bíblico puede tener más significados, es puesta de relieve
por toda la estructura del período, que se destaca decididamente de todas las equivalentes
aserciones alegóricas (vale decir mediante la equiparación del sujeto neutro «esto» a «este
cáliz») por sus predicados concretos. Tal identidad es ilustrada ulteriormente mediante el
carácter de la Cena como acción profética eficaz; y recibe la última confirmación y garantía
del acto de ofrecer y del consumar los dones, que, como su Yo encarnado, Jesús ofrece y
los apóstoles reciben. Por eso, en la Cena el Christus incarnatus et passus se hace
corporalmente presente; sin embargo, no de modo estático, sino en la eficacia de su obra
redentora. La presencia real somática de su persona se une en un todo orgánico con la
presencia actual de su acto sacrificial. La Cena es así la presencia sacramental de todo el
acontecimiento salvífico de Jesús, en el que la persona y su obra están indisolublemente
unidas» 13.

MAX THURIAN, por su parte, pone de relieve el realismo lógico de la presencia que
es requerido por el realismo del memorial. Su texto está aplicado concretamente a la misa,
pero es válido para la Cena: «Si la Iglesia cumple en la Santa Cena este único memorial del
Señor que nosotros hemos venido describiendo, Cristo está allí presente realmente. El
memorial del Señor, sacramento del sacrifico de la cruz y de la intercesión celeste de
Cristo, tiene sentido sólo si el Señor está presente sacramentalmente en la Eucaristía; si no
el memorial no es más que un juego simbólico, tal vez conmovedor, pero sin realidad
ontológica. Es sólo en virtud de la presencia real de Cristo en la Eucaristía que puede ser un
verdadero memorial del Señor, un verdadero sacrificio en sentido bíblico. Todo lo que
hemos dicho adquiere realidad y significado sólo en la medida en que Cristo mismo, real y
personalmente presente actúa en la Eucaristía como sacerdote, como ofrenda y como
alimento» 14.

Toda reducción del sentido realista de las palabras del Señor reduce igualmente el
alcance del realismo de su sacrificio y de los efectos salvíficos de la Eucaristía.
No queda más que asentir con simplicidad ante la evidencia del significado de las
palabras del Señor. He aquí una bella reflexión exegético-teológica de P. Benoit: «¿Cómo
es posible esto? nos preguntamos después con Nicodemo. ¿De qué modo el pan y el vino
pueden convertirse en el cuerpo y la sangre del Señor? Es un misterio de fe que creemos
porque prestamos fe a la palabra del Señor. Él nos dice que éste es su cuerpo, que esto es su
sangre; y hemos visto que su intención y la naturaleza de su salvación no pueden
contentarse con una simple representación simbólica. Ahora bien si él quiere que este pan
nos dé realmente su cuerpo, puede, efectivamente, hacer esto. Su palabra es poderosa,
creadora. Lo que él profiere aquí no es un enunciado, sino una decisión. Él no constata que
el pan es su cuerpo, sino que decreta que esto suceda, que esto se dé. Su lenguaje no es
posterior al hecho, sino que suscita el hecho confiriendo al pan y al vino un valor nuevo...
La eficacia de las palabras de Jesús no cede en nada al realismo bíblico, y lo supera con
mucho porque el objeto de la conmemoración es de un orden totalmente nuevo. Los
elementos de los que se sirve no son ya, solamente, los accesorios de una intervención
divina, los cuales favorecen el recuerdo; son lo esencial de un elemento nuevo y definitivo,
el objeto mismo del sacrificio que ha rescatado el mundo, y cuya presencia debe renovarse
de manera real para alcanzar a los invitados en sus cuerpos» 15.

Admitido el realismo de las palabras de Jesús podremos profundizar en el sentido


de la presencia salvífica, como hace nuestro autor, diciendo que se trata de una presencia
real, física, sensible (o.c., p. 183 y ss.) y desarrollar la dimensión personal de la presencia
indicando cómo en ella se encuentra la síntesis de sus misterios. De todo esto se hablará en
el momento oportuno. Queda, sin embargo, por poner de relieve el hecho de la cualidad de
la presencia del Señor en el don de sí mismo a los discípulos en la Cena. En realidad en la
Cena, como se trasluce de los relatos, no tenemos ni una transformación evidente y
constatable (como se supone que sucede en el milagro de Caná de Galilea), ni una
transfiguración (como en el Tabor), ni se trata de un simple enunciado simbólico (como en
la doctrina y en las parábolas). El don de Jesús permanece ligado al pan y al vino. Se trata
de una presencia y de un don sacramental.

¿Cuál es entonces la relación entre los elementos y la realidad donada? Muchos


autores ya a partir de las palabras de la Cena quieren dar directamente un paso para
explicar la transustanciación. Algunos, como Benoit 16, con una singular perspectiva
bíblico-pascual no privada de interés por la teología. Personalmente no se debe excluir la
posibilidad de remontarse, por el hecho de la presencia, al modo con que ésta se cumple y a
todas las consecuencias. Es mejor, sin embargo, detener aquí el discurso que es
desarrollado histórica y doctrinalmente no a nivel de simple exégesis o de teología bíblica,
sino de una profundización dogmática y teológica posterior. La Biblia no responde
directamente al cómo de la presencia real, o al modo de la presencia, sino al hecho y a la
indeclinable realidad personal y salvífica que excluye toda interpretación débil de la
presencial real. La Iglesia sacará las conclusiones de estos datos para ofrecer su doctrina
sobre el modo de la presencia.
Otros autores desarrollan las sentencias racionalistas sobre el sentido simbólico de
las palabras de Jesús en la Cena. Sentencias que hoy parecen interesar menos al riguroso
estudio exegético de los textos 17.

2. El realismo de la repetición

Tras el realismo de las palabras de la institución es conveniente ahora averiguar el


realismo de la repetición del gesto de la Cena hecho por los apóstoles. Naturalmente se
trata del realismo de las tres categorías a las que hemos aludido: el sacrificio, el banquete y
la presencia. Se trata de verificar en qué sentido la comunidad apostólica entiende la
repetición de las palabras y de los gestos de Jesús.

Fundamento de la repetición son las palabras de la anámnesis: «Haced esto...» Los


discípulos, en efecto, celebran la Cena del Señor, como resulta de las mismas palabras de la
institución que son fórmulas litúrgicas en uso. Toda la fuerza del realismo de la repetición
está, precisamente, en la categoría de memorial. Ya hemos hablado de ello. Completamos
ahora la exposición con las palabras de dos autorizados teólogos.

Escribe L. BOUYER: «El memorial no es una simple conmemoración. Es una prenda


sagrada dada por Dios a su pueblo y que el pueblo conserva como su tesoro espiritual por
excelencia. Esta prenda implica una continuidad, una permanencia misteriosa de las
grandes acciones divinas, de las mirabilia Dei conmemoradas por las fiestas. Es, pues, la
base para una súplica confiada a fin de que la virtud inagotable de la Palabra que ha
producido los «mirabilia Dei» en el pasado los acompañe y los renueve» 18.

«... Es necesario dar a esta palabra el sentido ordinario que tiene en la literatura
rabínica y especialmente litúrgica, de la época. No significa, en absoluto, un acto
psicológico, subjetivo, humano, de vuelta al pasado, sino una realidad objetiva destinada a
hacer continuamente actual ante Dios, por Dios mismo, algo o alguien. Como ha
demostrado muy bien Max Thurian, este concepto de «memorial» está arraigado, también
él, en la Biblia. El memorial no se encuentra allí sólo como un elemento ritual esencial de
ciertos sacrificios, sino como aquello que da el significado final de todo sacrificio, y de
modo eminente, del de la Pascua. Es una institución, se puede decir, establecida por Dios,
dada e impuesta por él a su pueblo, para hacer perenne sus intervenciones salvíficas. El
memorial no sólo asegurará subjetivamente a los fieles su eficacia permanente sino que, en
primer lugar, la asegurará, como por una prenda que ellos podrán y deberán presentarle de
nuevo, la prenda de la propia fidelidad» 19.
En este sentido cada vez que se celebra la Eucaristía el Padre nos presenta a
nosotros y nosotros presentamos de nuevo al Padre el memorial, la realidad misma de la
persona y del sacrificio de su Hijo, memorial único, perenne, definitivo de su amor y de
nuestra redención.

Tal sentido realista es puesto de relieve por los textos eucarísticos de la comunidad
apostólica que serán examinados seguidamente. Pero es justo que se hable finalmente del
sentido del memorial según es interpretado por Pablo en las palabras de la anámnesis y
añadidas sólo por él como explicación: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de
este cáliz anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva». Algún exegeta se pregunta si
estas palabras no son también del Señor. Éstas están referidas como dichas por Jesús mismo
en la liturgia ambrosiana y en el Misal de Stowe. Normalmente son consideradas una
explicación «teológica» del memorial para aquéllos que no conocen el alcance del término
en la tradición semítica. Max Thurian comenta así el texto paulino:

«Esta repetición muestra que Pablo quiere explicar lo que significa el memorial
bajo otra forma. Celebrar la Eucaristía como memorial de Cristo y proclamar su muerte
hasta que el vuelva, son dos expresiones que se explican recíprocamente... Esta
proclamación no es una enseñanza, sino el anuncio solemne de un hecho o de una
persona... Se debe notar que en el texto de san Pablo «proclamar» está en indicativo y no en
imperativo y que el apóstol no quiere hablar de una predicación misionera, en cuanto que
sólo los cristianos participan en la Eucaristía. «Vosotros proclamad» no significa «vosotros
predicad a los de fuera (a los ausentes)», sino «vosotros haced una proclamación solemne
de la muerte del Señor por medio de la Palabra y del Sacramento. ¿Qué significa para la
Iglesia «proclamar la muerte del Señor» si no hacer presente, en la acción eucarística,
iluminada por la palabra de Dios, el acontecimiento único de la muerte redentora de Cristo,
de su sacrificio en la cruz? La proclamación de la muerte del Señor en este fragmento tiene
un carácter esencialmente litúrgico: por medio de la Palabra y del Sacramento, el
acontecimiento de la salvación es actual» 20.

CONCLUSIÓN

Hemos cumplido un largo recorrido por la exégesis y la teología bíblica para


comprender el significado de los relatos de la Institución a la luz de la exégesis moderna y
con la ayuda de teólogos que han estudiado, desde el punto de vista bíblico, su alcance.

La referencia al sentido de las palabras de Jesús y a los frutos de la exégesis y de la


teología bíblica, queda para nosotros un dado adquirido. Esto coincide con la gran tradición
patrística y litúrgica y con la interpretación genuina del Magisterio de la Iglesia. Esto
permanece en la base de todo discurso ulterior de teología eucarística en la triple
perspectiva de memorial, de presencia y de banquete.
Una ulterior investigación de los otros datos bíblicos sobre la Eucaristía refuerza el
sentido de los datos adquiridos en torno a los relatos de la institución.

SECCIÓN SEGUNDA: Otros textos eucarísticos del Nuevo Testamento

Sumario:

1. Los textos eucarísticos de la tradición lucana: A. Los discípulos de Emaús. B. Los textos
de los Hechos. 2. Otros textos paulinos. 3. La revelación del pan de vida en el Evangelio de
Juan: A. Cuestiones previas. B. Exégesis de Jn 6. C. Orientaciones de Teología bíblica. D.
Otros textos joáneos sobre la Eucaristía. Apéndice: A. La Eucaristía en la prefiguración del
A.T. B. Otros textos eucarísticos del N.T.

La doctrina de la Eucaristía contenida en los relatos de la institución es confirmada


por otros textos eucarísticos del Nuevo Testamento que representan la praxis concreta de la
fracción del pan. Estos textos son diferentes en cuanto a su contenido, no homogéneos
como los cuatro relatos arriba estudiados, ocasionales y diversificados por el estilo
redaccional. Se estudian aquí brevemente con una referencia a la bibliografía específica
más importante.

1. LOS TEXTOS EUCARÍSTICOS DE LA TRADICIÓN LUCANA

1. Los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35)

El relato de la manifestación de Jesús a los discípulos de Emaús tiene un claro sabor


eucarístico en algunas de sus expresiones. Se trata de un episodio que debe ser considerado
a la luz del esquema de las apariciones del resucitado que come con sus discípulos. La
secuencia de la aparición se propone, a menudo, como un esquema de revelación o de
liturgia con cuatro momentos característicos: la revelación inicial de la presencia en la
experiencia de la ausencia de Jesús después de la muerte, la revelación mediante la palabra
de la economía de la salvación, la manifestación en la fracción del pan y la experiencia
espiritual que hace regresar a Jerusalén.

En este esquema se presentan, como en filigrana, los momentos de la celebración


eucarística 21. De hecho, podemos subrayar la continuidad de la presencia del Resucitado
con sus discípulos, mediante su palabra y la fracción del pan. Una ausencia inicial del
Maestro es colmada primero con una presencia no percibida, con una intensificación de la
revelación con la palabra, con la manifestación plena de la fracción del pan y con la
presencia eficaz e invisible que «hace resucitar» a los discípulos. La aparición de Cristo
hace de soporte a una catequesis para la comunidad cristiana para que sepa reconocer la
presencia de su Señor en los signos que él ha dejado.

Es un esquema de revelación progresiva del Cristo Resucitado a su Iglesia que tiene


en la fracción del pan el momento culminante.

En este episodio se deben advertir especialmente:

– la fórmula litúrgica del v. 30: «Cuando estaba a la mesa con ellos, tomó el pan,
dijo la bendición, lo partió y se lo dio...»

– las palabras del v. 35: «como lo habían reconocido al partir el pan» («en te klasei
tou artou»).

Estamos aquí ante un momento de experiencia de la presencia del Resucitado que


comparte la comida con los discípulos. Se trata de una experiencia que marca la vida de la
comunidad y que confiere una cierta alegría a la celebración de la Cena del Señor.

Bibliografía:

• CH. PERROT, Emmaus ou le rencontre du Seigneur (Lc 24, 13-35), en AA.VV., La Pâque
du Christ, mystère de Salut, París, Cerf 1982, pp.159-166.

• J. DUPONT, Les disciples de Emmaus, Ibid., pp. 167-195.

• G. GHIBERTI, L’Eucaristia in Lc 24 e negli Atti degli Apostoli, en AA.VV. La Cena del


Signore, pp. 159-173.

2. Los textos de los Hechos de los Apóstoles

En los Hechos encontramos algunos textos referidos, ciertamente, a la Eucaristía


bajo el nombre de fracción del pan.

Hch 2, 42.46: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la


comunión, a la fracción del pan y a las oraciones («te klasei tou artou kai tais
proseuchais»)...partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de
corazón («plantes te kat’oikon arton, metelambanon trofes en agalliasei kai afelotite
kardias»).

Se trata del sumario que recoge la vida de la comunidad después de haber recibido
el bautismo y el don del Espíritu. La perseverancia y la cotidiana asiduidad
(proskarterountes) es la nota de una forma de vida eclesial y comunitaria en torno a la
palabra de los apóstoles, a la comunión (koinonia) entre los hermanos, a la fracción del pan
del Señor y a las plegarias a Dios Padre. Todo animado por la fuerza del Espíritu de
Pentecostés.

Hch 20, 7.11: «El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la
fracción del pan, Pablo conversaba con ellos... Subió luego, partió el pan y comió...» Se
trata de la celebración de Pablo en la comunidad cristiana de Tróade, con la resurrección
del joven Eutico que cae del tercer piso, abrumado por el sueño mientras Pablo predica
largo rato... El detalle del momento, el primer día de la semana, la reunión de la comunidad
y la larga predicación de Pablo como una liturgia de la palabra, ponen de relieve el sentido
eucarístico de este partir el pan.

En Hch 27, 33-38 se habla de otro gesto de Pablo que parte el pan en el barco.
Difícilmente puede ser considerado eucarístico, dadas las circunstancias.

En síntesis, los textos de los Hechos nos ofrecen estos resultados exegéticos.
Encontramos:

• el nombre de la Eucaristía: fracción del pan;

• la realidad de la fracción del pan en la comunidad cristiana, unida a la comida o a la


palabra, como en Tróada;

• el sentido de alegría que invade la celebración, con la alegría pascual y la simplicidad del
corazón;

• el vínculo entre la fracción del pan que constituye la comunidad y los compromisos de
comunión que de ella brotan.

Bibliografía:

• G. GHIBERTI, o.c.
• J. DUPONT, L’union entre les premiers chrétiens dans les Actes des Apôtres, en «Nouvelle
Révue thélogique» 91 (1969) pp. 897-915.

• G. PANIKULAM, Koinonia in the New Testament. A dynamic expression of christian life,


Roma, Analecta Biblica, n. 85, 1979.

2. OTROS TEXTOS PAULINOS

En la parte referente al relato de la institución hemos examinado ya el texto


correspondiente a la 1 Co 11, 23-26. Debemos ahora examinar los otros textos eucarísticos
de la misma carta.

1. 1 Co 10

El capítulo 10 de la Primera Carta a los Corintios contiene una enseñanza válida


sobre la Eucaristía que confirma los datos ya examinados. El contexto de las palabras de
Pablo se encuentra en la amplia respuesta data a propósito de la participación de los
cristianos en los banquetes paganos donde se come la carne sacrificada a los ídolos, o
idolotitos; es un tema iniciado en el capítulo 8. Tras una serie de respuestas que hacen
referencia al aspecto teórico de la cuestión (8, 1-6), la obligada atención de caridad para no
escandalizar a los débiles (8, 7-13) y el comportamiento mismo del Apóstol (9, 1-27), se
llega al capítulo 10.

Pablo propone primero el deber de una vida en armonía con la experiencia


sacramental vivida por los cristianos, sobre el ejemplo del pueblo de Israel, usando una
forma de enseñanza midráshica (10, 1-14). Se alude a la experiencia de los israelitas que
han experimentado la protección del Señor en la nube, la liberación a través del mar, una
especie de bautismo en la nube y en el mar, y han comido y bebido un alimento y una
bebida espirituales. Es evidente el paralelismo con la iniciación cristiana donde los
cristianos han recibido un bautismo y tienen un alimento y una bebida espirituales. Pero
todo ello no es suficiente. Es preciso vivir en fidelidad a esta iniciación. El largo camino de
los israelitas en el desierto es enseñanza válida para la comunidad cristiana, a fin de que
viva en armonía con cuanto ha recibido en los sacramentos.

Pablo inserta, ahora, su enseñanza fundamental, introducida con una llamada de


atención: «Hablo como a personas inteligentes: juzgad vosotros mismos lo que digo» (v.
15). Por una parte continua su discurso sobre la imposibilidad práctica de participar de los
idolotitos y por otra ofrece una preciosa enseñanza sobre la Eucaristía como comunión con
Cristo y comunión eclesial. He aquí el texto central de 1 Co 10, 16-17:

v.16. La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de
Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?

v. 17. Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos
participamos de un solo pan.

El texto recuerda implícitamente un rito de la Eucaristía con la bendición del cáliz y


la fracción del pan. La anticipación del cáliz puede ser en el texto retórica, o bien funcional,
por insistir en la última identificación entre el pan y el cuerpo; o bien revela un orden
primitivo de la Eucaristía, como en la Didaché cap. IX-X. En algunos códices el versículo
17 acaba con una alusión al único cáliz.

La doctrina de estos dos versículos es muchos más rica. El cáliz con el vino, sobre
el cual se pronuncia la bendición es comunión, «koinonia», con la sangre del Señor. Se
afirma la verdad de la Eucaristía y la gracia de comunión con Cristo. Lo mismo vale para el
pan partido que es comunión con el cuerpo de Cristo. Tenemos de nuevo la doble realidad
de las palabras de la Institución soma/aima, cuerpo/sangre.

Tras esta propuesta de comunión vertical, con Cristo, se pone de relieve la realidad
de la comunión horizontal en la Iglesia. El único pan (y el único cáliz), Cristo, es el signo y
la causa de la misma comunión de todos en un solo cuerpo que es la Iglesia. Se establece
así el nexo profundo de la comunión en Cristo mediante el signo y la causa que es la
participación en el único pan y en el único cáliz.

En el v. 16 «soma» es el Cuerpo eucarístico. En el v. 17 «soma» es la Iglesia,


cuerpo del Señor, El único pan-cuerpo (Eucaristía) hace de nosotros un solo cuerpo
(Iglesia). Una proposición que debe comprenderse a la luz de los otros pasajes paulinos que
hablan de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Se subraya, de manera estupenda, la unidad
vertical en Cristo y horizontalmente en la Iglesia, la comunión y la unidad de todos
(cfr. Rm 12, 5).

De esta fuerte identificación cristológica y eclesial brota también la imposibilidad


moral de participar de los idolotitos. En efecto, así es desde la lógica de la Eucaristía la
participación en un sacrificio y una comunión «no quiero que entréis en comunión con los
demonios» (v. 20). Entonces Pablo hace una nueva afirmación sobre el sentido convivial y
sacrificial de la Eucaristía (v. 21):
«No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis participar
de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios». Si esto ocurriera sería como provocar
los celos del Señor.

Cabe observar en este contesto las expresiones eucarísticas: «Poterion


Kyriou» y «trapezes Kyriou», con una doble referencia al Señor glorioso, al cáliz y a la
mesa-altar. La Eucaristía aparece como banquete-sacrificial de comunión con el Señor.

2. 1 Co 11, 17-33

El texto central de este fragmento que hace referencia a la transmisión de la


institución de la Eucaristía, ya ha sido examinado anteriormente. Éste se inserta, de manera
armónica, en el conjunto del texto que es una verdadera y propia «reevangelización» de la
Eucaristía, un nuevo y más preciso anuncio del rito y del sentido de la Cena del Señor, ante
los abusos que Pablo denuncia en la celebración de la Eucaristía.

Se advierte una oposición en el lenguaje y en los hechos entre acciones que


sugieren una reunión pero que de hecho son una división.

En los vv. 17-22 Pablo habla antes de nada, de los abusos que se manifiestan en las
asambleas cristianas, con divisiones y falta de acogida recíproca a la hora de las comidas;
abusos y divisiones, los «cismáticos», que banalizan el sentido del comer la Cena del Señor
(«Kyriakon deipnon faghein»). Pablo piensa en la doble dimensión de la Cena: la atención
al Señor Resucitado, ante cuya presencia se encuentra la comunidad cuando celebra, y en la
misma comunidad, la Ekklesìa, que por la celebración de la Cena del Señor se constituye
como Cuerpo del Señor. El sentido del misterio litúrgico y de la dimensión existencial de la
Eucaristía como expresión y compromiso de caridad son puestos de relieve.

Interviene aquí (vv. 23-26) la narración del sentido de la Cena del Señor que, de
nuevo, con fuerza Pablo reevangeliza, poniéndonos en guardia sobre la necesidad de
reevangelizar continuamente este misterio para no celebrarlo de manera indigna.

En los versículos siguientes (27-34), Pablo vuelve sobre el argumento. Con algunas
afirmaciones importantes:

vv. 27-29. Encontramos por dos veces el sentido de la Eucaristía como comer el pan
y beber el cáliz. En el v. 27 con la correspondiente equivalencia cuerpo/sangre:

«Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del
Cuerpo y de la Sangre del Señor».
Se trata de una lección reforzada por la advertencia del v. 28-29: «Examínese, pues,
cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el
Cuerpo, come y bebe su propio castigo».

Tenemos, por lo tanto, una perfecta identificación que refuerza la convicción de la


realidad (cuerpo/sangre) que se da y de los signos mediante los cuales se ofrece como
alimento y bebida (pan y cáliz). La salvación ofrecida se convierte en condena, allí donde
la comunión no es según el querer de Cristo, allí cuando se comporta indignamente. Sin
una atención a Cristo Señor y al sentido del amor fraterno, manifestado por Él en el don de
sí mismo por la Iglesia que es también aquí recordada, quizás, como Cuerpo del Señor (v.
29), no se vive auténticamente la Eucaristía. Se vuelve de nuevo sobre el vínculo entre
participación sacramental y vida cristiana.

Pablo tiene también un gesto para algunos que están enfermos y débiles o que están
muertos a causa de este modo indigno de participar en la Eucaristía. Probablemente no se
trate propiamente de enfermedades verdaderas sino de debilitamientos en la verdadera vida
cristiana.

Concluyendo la sección sobre los textos paulinos de la Primera Carta a los


Corintios debemos, pues, resumir los contenidos esenciales:

Pablo confirma la existencia de la celebración eucarística en la comunidad


apostólica, describe sumariamente el rito, expresa la fe en el don verdadero del cuerpo y de
la sangre del Señor, en la realidad sacramental del memorial que él explica. El conjunto de
los datos ya recogidos ofrece como contribución específica una reflexión más cuidada y
original sobre la relación Eucaristía-Iglesia, Cuerpo de Cristo en el pan y Cuerpo de Cristo
en los fieles. Alude también a una especie de «ética» eucarística, es decir, a la necesidad de
un comportamiento cristiano que sea vivido en pleno acuerdo con el sentido cristológico y
eclesial de la Eucaristía que se celebra como memorial del Señor y del don de sí por su
Iglesia.

En las cartas paulinas se dan quizás a otros niveles signos explícitos de la Eucaristía
que normalmente no son considerados por los autores o porque no son tan evidentes o
porque nada añaden a la doctrina (cfr. Ef 5, 20; Col 3, 17). Quizás el texto más importante,
de carácter eclesiológico y cristológico es Ef 5, 29. En el discurso sobre el misterio del
matrimonio cristiano, a imagen de la unión entre Cristo y la Iglesia, al sentido bautismal del
v. 26, se puede añadir la referencia «eucarística» y «nupcial-esponsal» de las
palabras: «Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la
cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su
Cuerpo». Algunos padres interpretan en sentido eucarístico y esponsal esta frase que
aludiría a Cristo que se da a sí mismo a la Iglesia, su Cuerpo y su Esposa, mediante el don
de la Eucaristía.
Bibliografía:

Además de las obras exegéticas generales cfr.

• P. GRELOT, Le repas seigneurial, en AA.VV. La Paque du Christ, mystère du salut, 203-


236

• S. CIPRIANI, Eucaristia e Chiesa in San Paolo, en AA.VV. Eucaristia e Chiesa, Verona


1984, pp. 439-454.

3. LA REVELACIÓN DEL PAN DE VIDA EN EL EVANGELIO DE JUAN

En el capítulo 6 del Evangelio de Juan encontramos un texto eucarístico que


podemos calificar como primero y último de la revelación. Primero, en cuanto que se
presenta como anuncio y promesa; último, en cuanto que el cuarto evangelio, en su
redacción definitiva, pertenece a los textos más tardíos del Nuevo Testamento y nos ofrece
la profundización de la doctrina del Maestro que el Espíritu Santo está llevando a
cumplimiento en la comunidad apostólica.

Como es sabido, Juan en la última Cena no narra la institución de la Eucaristía, a


pesar de que en la redacción joánea, la cena de Jesús esté impregnada del misterio
eucarístico. En efecto, las palabras de Jesús y sus gestos, la conciencia de tener que pasar
de este mundo al Padre, el lavatorio de los pies, las palabras sobre la vid y los sarmientos,
sobre el amor fraterno, sobre el don del Espíritu Santo, la plegaria sacerdotal, los himnos
recitados al final de la Cena, son no sólo indicios que concuerdan con el escenario de una
cena de despedida, o de Pascua, sino que también su contenido expresa, de la forma más
completa, el sentido mismo de la Eucaristía.

Tenemos, sin embargo, un largo discurso de Jesús con innegables acentos


eucarísticos en el cap. 6, que es propuesto como anuncio y promesa del Pan de vida que
Jesús dará a los suyos. La importancia de este texto es patente, en cuanto que confirma el
sentido de la revelación de la Eucaristía, como ha sido propuesta en los textos ya
examinados, y enriquece con las peculiaridades literarias y doctrinales joáneas las
perspectivas sobre el sentido salvífico del pan de vida.

Para un estudio minucioso del tema debemos remitirnos a los trabajos exegéticos de
índole general ya citados al comienzo del capítulo, a los mejores comentarios actuales del
Evangelio de Juan y a las contribuciones específicas sobre el tema eucarístico. No se
puede, sin embargo, afrontar el texto de Juan sin algunas precisiones a todo el capítulo 6
del cuarto Evangelio.
1. Cuestiones previas para la comprensión del texto

Unidad redaccional

La exégesis del cap. 6 de Juan está plagada de dificultades desde el punto de vista
redaccional e interpretativo. Hay también autores, como A. Wikenhauser y otros, que no
serían contrarios a colocar este capítulo entre el 4 y 5, en vistas a la unidad literaria. Éste,
de hecho, más que un episodio ligado a aquél que precede y a aquél que sigue, es un bloque
doctrinal autónomo en su redacción y en su intención de catequesis. Es el capítulo más
largo del Evangelio con 71 versículos.

Se discute también sobre su autenticidad joánea. El discurso se introduce de nuevo


en la cuestión exegética general sobre el autor del cuarto evangelio en su totalidad. R.
Bultmann y otros excluyen como pertinente a la redacción de Juan la última sección del
capítulo que habla de la Eucaristía. Pero esto se debe a una tesis general que excluye toda
intención «sacramentalista» en la predicación de Jesús y en el testimonio de Juan.
Tendremos aquí y en otro lugar una adición que depende del testimonio y de la praxis de la
comunidad primitiva. O. Cullman, sin embargo, pone de relieve la dimensión sacramental
del Evangelio de Juan. El capítulo en su conjunto, comprendida la última parte, parece muy
unitario desde el punto de vista redaccional con los conceptos base del Evangelio joáneo:
vida, vida eterna, Hijo del hombre, creer, permanecer... También el estilo circular y
polémico es característico del conjunto del cuarto Evangelio.

Unidad literaria y doctrinal

En el capítulo 6 encontramos un discurso unitario sobre una serie de temas ligados


al arte en una clara progresión, de un hecho milagroso (la multiplicación de los panes) a
una enseñanza sobre el pan de vida. En este discurso se da una continuidad progresiva,
desde el pasado (el maná del desierto), al presente (Jesús como pan bajado del cielo), al
futuro (el pan de la vida que el dará) en la Cena y después en la vida de su Iglesia. Lo cierra
todo un epílogo sobre la fe necesaria para acoger a Jesús, sobre la elección de fe, opción
por Jesús, hecha por Pedro, y concluye con el anuncio, en este contexto, de la futura
traición de Judas.

Nos encontramos ante pasajes, palabras y temas pertenecientes a diversas


circunstancias de la vida de Cristo. En la última parte, en referencia a la Eucaristía, las
palabras de Jesús pueden también ser una elaboración catequética del apóstol, una homilía
eucarística de la comunidad primitiva o un midrash sobre la última Cena y la institución de
la Eucaristía. Tales son las diversas posiciones de los autores.

El problema no es de nuestro tiempo. Sobre el alcance doctrinal de las palabras de


Jesús referentes al pan de vida que debe ser comido, se han dado interpretaciones diversas a
lo largo de la historia de la Iglesia. Autores antiguos, como Ignacio de Antioquía, Justino,
Cipriano, Crisóstomo, Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de Alejandría,
interpretan a Juan en sentido eucarístico sacramental. Otros autores, como Clemente de
Alejandría, Orígenes, Eusebio de Cesarea aplican el texto a la comida de Cristo y de su
palabra, pan de vida mediante la fe. En general, se dice que la interpretación de la escuela
de Antioquía es realista y la de Alejandría espiritualista. Pero se dan matices. Agustín
interpreta en cada una de las dos los sentidos.

En el medievo santo Tomás restaura la interpretación realista de Jn 6, especialmente


en el comentario al cuarto Evangelio. Pero un ilustre discípulo suyo, Cayetano, mantiene la
interpretación espiritualista: «Está claro –escribe él– que no se trata de comer y beber el
sacramento de la Eucaristía, sino de comer y beber la muerte de Jesús». En el medievo,
además, se dan dos interpretaciones eucarísticas que agravan de manera extrema, el
carácter sacramental de la interpretación joánea.

Por una parte tenemos los así llamados «cafarnaítas» que interpretan de manera
realista exacerbada el «comer la carne y beber la sangre», como un proceso biológico, hasta
en la digestión y sus consecuencias fisiológicas. Una posición demasiado realista que es
acusada con la palabra «estercorismo» y desestimada como irrespetuosa.

Por otra parte, encontramos la interpretación de J. de Hus, sobre la absoluta


necesidad de participar al mismo tiempo de la comunión bajo las dos especies («sub
utraque specie») para cumplir la palabra de Jesús. De aquí el nombre de «utraquista» o
hussita.

Entre los reformadores, Lutero y Calvino interpretan los textos joáneos en el


sentido de una comida espiritual o de una acogida permanente de Jesús mediante la fe.

En el concilio de Trento no hay unanimidad respecto a la genuina interpretación del


capítulo. Teólogos y Padres conciliares aportan los diferentes argumentos de la tradición.
Por eso, el Concilio no se pronuncia claramente sobre el sentido eucarístico del capítulo 6,
en parte también para no tener que dar razón a las peticiones de los «utraquistas» sobre la
necesidad de la comunión bajo las dos especies.

Quizás una clave de solución se encuentra en la justa exégesis del capítulo de Juan,
según los autores modernos. No todo debe ser interpretado en sentido espiritual o en
sentido eucarístico, como quizás entendían los Padres, eligiendo una clave totalitaria, pero
en una progresividad. De hecho hoy, los autores, tanto católicos como protestantes, con una
cuidada y lógica exégesis, distinguen las diferentes partes del capítulo y consideran, en la
actual redacción, el verdadero sentido eucarístico de la última sección, a partir del versículo
51c-58. Algunos comienzan antes (v. 48) o después (v. 52).

Claves hermenéuticas de la exégesis moderna

Una clave general de interpretación debe tener en cuenta la calidad del estilo
literario y de la personalidad de Juan como evangelista: él es testimonio y teólogo, atento a
la historia y capaz de penetrar en los misterios, documenta hechos y propone signos y
añade su visión «espiritual» y «sacramental». Su estilo es también como una cantinela
oriental que parece repetir, con diversas modulaciones, la misma melodía, pero cambia
progresivamente. O como el flujo del mar que baña la playa y se retira, para volver de
nuevo con más intensidad.

Entre las interesantes claves de interpretación del capítulo 6 recordamos algunas:

Para F.X. Léon-Dufour debemos distinguir dos perspectivas. La primera es la de


Jesús que habla a sus contemporáneos, pero mira desde lejos a los discípulos de todos los
tiempos. Dirigiéndose a los primeros no puede pensar si no en su acogida mediante la fe.
Comer y beber la carne y la sangre es aceptar a Jesús, su palabra y su persona. Mirando a
los segundos, no puede dejar de pensar también en el modo de entrar en comunión con él,
mediante la palabra y la Eucaristía. Juan, por su parte, escribe como discípulo-testimonio
del Verbo, y como apóstol de la Iglesia. En el primer caso se refiere al sentido de las
palabras de Jesús, cómo y cuándo han sido dichas; en el segundo caso da el sentido
sacramental que ahora tiene en la Iglesia, a partir de la comunión con el cuerpo y sangre del
Señor en la Eucaristía.

Para A. Feuillet, todo el capítulo propone un discurso que es, en su sustancia, propio
de Jesús. Juan lo enriquece con su visión teológica integral del misterio de Cristo, y a la luz
de la praxis sacramental de la Iglesia apostólica. Ciertamente, la última sección del capítulo
no podía ser comprendida hasta el fondo antes de la última Cena, cuando efectivamente
Jesús, de manera clara, expresa el modo de comer a Cristo, pan de vida, y de beber su
sangre.

Para R.E. Brown todo el discurso, en su redacción actual, tiene un sentido


eucarístico global. La última parte se ha insertado aquí, pero proviene probablemente de
una tradición joánea del relato de la última Cena. El Epílogo trata de ponerse en relación
más que con la Eucaristía con el tema axial del capítulo, la persona de Jesús que debe ser
acogida mediante la fe.

Como muchos autores actuales ponen de relieve, además de la interpretación


eucarística es preciso recordar que aquí nos encontramos ante muchos temas teológicos
veterotestamentarios: el éxodo, el maná, la palabra de Dios como alimento, el festín de la
sabiduría...

2. Exégesis eucarística de Jn 6

Con la línea que parece más compartida consideramos que se puede ofrecer una
exégesis del texto que camina progresivamente hacia la revelación de la Eucaristía,
pasando necesariamente por la clave del capítulo que es la aceptación de Jesús como Verbo
Encarnado, pan de vida, mediante la fe don de Dios. Además, el significado propio de la
Eucaristía, de la que es explícito el sentido en los versículos 51c-58, debe ser comprendido
en su integridad global que reclama desde la acogida de Jesús, como el comer su palabra de
vida y hasta el nutrirse del Pan eucarístico. Se recupera así una cierta progresiva unidad en
la revelación, y una necesaria visión de conjunto de las condiciones para vivir la Eucaristía.

Distinguimos en esta unidad progresiva cuatro partes.

Los dos «semeion» iniciales (vv. 1-15.16-21)

La narración del Evangelio se abre con un signo (semeia, v. 26), que es la


multiplicación de los panes (vv. 1-15). Pero en realidad allí está también el milagro signo,
de clara connotación exótica, de Jesús que camina sobre las aguas (vv. 16-21). El signo
tiene una dimensión pedagógica, reveladora. En otros casos, un signo se cierra con la
revelación de Jesús, como en el caso del ciego de nacimiento (Jesús luz del mundo), y de la
resurrección de Lázaro (Jesús es la resurrección y la vida); aunque aquí se pasará de la
multiplicación del pan a la revelación: «Yo soy el Pan bajado del cielo». Pero también en el
caminar sobre las aguas se da la revelación de Jesús con la característica expresión de su
divinidad: «Yo soy» (Egò eimi, v. 21).

Muchos son los detalles del signo de la multiplicación de los panes que se
aproximan al tema de la Eucaristía: la cercanía de la Pascua, la fiesta de los judíos (v. 4); la
fórmula de bendición y fracción: «tomó los panes, dio gracias (eucharistesas) los
distribuyó...» (v. 11, cfr. v. 23). También la orden de recoger los pedazos (klasmata) que
parece una palabra eucarística, de la cual quizás viene el respeto por los fragmentos
eucarísticos, según la tradición de la Iglesia antigua. La abundancia del pan preludia la
riqueza del don del pan de vida para todas las generaciones.

En el milagro de Jesús que camina sobre las aguas podemos distinguir algunas
temáticas de revelación: su divinidad, Yo soy (YHWH) (¿con vosotros?). Tenemos aquí,
como en otros lugares en el evangelio de Juan, la clásica expresión que hace referencia a la
revelación de Esd 3.

El discurso sobre Jesús, pan de vida (vv. 22-51ab)

Sin entrar en mayores detalles, y teniendo en cuenta la revelación progresiva y


enriquecedora de Juan, el discurso sobre el Pan de vida, comienza del signo (v. 6) y
propone progresivamente estas tres series de tesis:

• Existe el verdadero alimento, bajado del cielo, Jesús mismo que debe ser acogido con fe;
el signo que él da es superior al maná del desierto que comieron los padres (vv. 26-33).

• Jesús, «Yo soy», es este Pan de vida, bajado del cielo, entregado por el Padre, un pan que
da la vida a quien viene a él (vv. 35-47).

• Es necesario comer este pan, acercarse a Él mediante la fe, don del Padre (vv. 48-51ab).

El v. 51 hace de puente recopilativo y relanza la temática: Yo soy el pan vivo bajado


del cielo, si alguno come de este pan, vivirá eternamente.

El pan que Jesús dará es su carne (51c-58)

Estamos en la sección central de la revelación eucarística.

v. 51c. y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.

v. 52. Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Tenemos en el v. 51 un retorno circular al alimento (brosis) el cual había prometido
el Hijo del hombre, enriquecido ahora con todos los conceptos propuestos seguidamente:
Pan vivo, Pan de Dios bajado del cielo, Pan que el Padre da... Después de haber afirmado la
identificación del v. 51a con las palabras de la revelación «Yo soy el pan vivo bajado del
cielo», ahora identifica el pan que dará con su carne. En esta palabra, «sarx», retorna el
concepto utilizado en Jn 1, 14 a propósito del Verbo hecho carne. De este modo retorna el
concepto «sarx-basar» que indica la naturaleza humana con su debilidad física, no moral, y
se establece una relación con el Pan bajado, y entre el misterio de la Encarnación y el
misterio del Pan eucarístico. El personalismo del significado de la carne, que señala,
precisamente, la persona entera, es subrayado por el pronombre «mía». La
partícula «per» («hyper») indica la donación de la vida y por la vida, en sentido sacrificial.
En algún códice se subraya con el añadido «que yo daré» («en ego dosso») por la vida del
mundo. Mundo, en este contexto significa toda la humanidad a salvar. Están en juego la
Encarnación acontecida y la Pasión anunciada.

La murmuración o discusión de los judíos es paralela a una anterior murmuración


(v. 41-42). Es justo que ellos puedan maravillarse ante las afirmaciones inauditas de Jesús;
las consideran de antropofagia criminal: comer la carne y beber la sangre son cosas
horrendas y prohibidas. Él, sin embargo, replica sin atenuar mínimamente su propuesta.
Incluso la refuerza en las expresiones.

v. 53. Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del
hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.

v. 54. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último
día.

v. 55. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.

Se trata de afirmaciones en dos hemistiquios, uno negativo y el otro positivo, con


un procedimiento literario y mnemónico hecho por medio de antítesis y aposiciones
simétricas. Jesús, por lo tanto, explicita su propuesta del v. 51c y responde a la objeción de
los judíos sin atenuar las palabras y el sentido realista. Incluso refuerza el realismo del don
con la palabra «troghein» que significa masticar o triturar con los dientes, y añade la
palabra «pinein» por beber la sangre, expresión que confirma el realismo. Además, refuerza
en el v. 55 el paralelismo carne/sangre con el adjetivo verdadero alimento («alezes brosis»)
y verdadera bebida («alezes posis»).

En estos versículos se está enriqueciendo progresivamente de conceptos la


revelación anterior referente al pan de vida: sangre, vida eterna, «Yo lo resucitaré». La
«sangre» es la sed de la vida, indica la persona viviente y su sacrificio: no se bebe la sangre
si antes no se efunde; se apunta aquí, por lo tanto, de manera indirecta al sacrificio
voluntario. La vida eterna indica la vida del Verbo, que tenía al principio y que tendrá tras
su retorno al Padre. Se alude a la resurrección escatológica del último día.

Todo está precedido por la fórmula joánea de un anuncio importante: «En verdad,
en verdad os digo...»

Sobre el trasfondo de la revelación están ya presentes los tres misterios


fundamentales de la misión de Jesús: Encarnación (carne), Pasión (sangre), Resurrección
(yo lo resucitaré, vida eterna). Hay que notar que se subraya la duplicidad de los elementos:
carne/sangre, alimento/bebida, comer/beber. Pero sólo se habla a nivel de signo del pan y
no del vino o del cáliz.

Sólo en la cena se desvelará plenamente el sentido de este alimento y de esta bebida


que son la carne y la sangre del Señor.

v. 56. «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.

v.57. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el
que me coma vivirá por mí.

v. 58. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y
murieron; el que coma este pan vivirá para siempre».

Estos versículos, además de confirmar la propuesta anterior, indican el sentido


salvífico de la Eucaristía como comunión de vida: inmanencia recíproca y duradera, tema
querido por Juan en el capítulo 15: permanecer («menein»); dinamismo y plenitud de vida
que viene del Padre, reposa en el Hijo y es dada a quien come y bebe la carne y la sangre.
En la alusión al Padre se retoma una temática ya desarrollada: el origen divino de Jesús y
del pan vivo bajado del cielo. Se acentúa el personalismo en el díptico: quien me coma
(«trogon me... zesei di’ emé»), vivirá en mí. En el versículo 58 se resume de nuevo todo el
período a partir del v. 51c: el Pan bajado del cielo; no como aquél comido por vuestros
Padres: la figura ha sido superada en dignidad y en los efectos. Se reafirma el sentido
escatológico de la Eucaristía. Pan para la vida eterna.

Epílogo del discurso sobre el pan de vida (vv. 59-71)


En este epílogo tenemos una serie de claves importantes para comprender el sentido
de la revelación de Jesús, pan de vida, y de la Eucaristía que él ha prometido.

Tenemos una murmuración de los discípulos (v. 60), y una afirmación y respuesta
de Jesús donde se alude a su ascensión al cielo, donde estaba antes. Se reafirma su origen
divino, se anuncia su meta que completa el círculo de la vida de Jesús, del Padre al Padre,
mediante su bajada («katabasis») y su subida («anabainosis») (vv. 61-62). Para algunos se
trata de comprender el misterio de Jesús, y del Pan de vida a partir del misterio de su
Ascensión gloriosa. Desde aquel momento será preciso adherirse a Cristo mediante la fe (y
el sacramento).

Siguen dos versículos alusivos al Espíritu Santo y a la fe. «Es el Espíritu quien da
la vida (“to pneuma estín to zoopoioun”), la carne no sirve para nada. Las palabras que os
he dicho son espíritu y vida. Pero hay algunos entre vosotros que no creen» (vv. 63-64).
Las palabras sobre el Espíritu no son fáciles de descifrar. En el lenguaje conceptual y lleno
de alusiones de Juan evangelista pueden significar varias cosas a la vez. Un primer y obvio
significado: sólo el espíritu, y no la carne, es capaz de comunicar la vida. O bien: el
Espíritu hará comprender el sentido de estas palabras. O bien: Cristo dará su carne, carne
pneumática, resucitada y gloriosa, llena de Espíritu Santo.

Retorna en los últimos versículos el tema de la fe don del Padre. Para adherirse a
Cristo es preciso adherirse a sus palabras y a su persona. Algunos lo rechazan. El discurso
de Jesús se convierte en opción fundamental de la fe, también en la revelación del pan de
vida. Y Pedro hace aquí, en este contexto cristológico y eucarístico del evangelio de Juan,
su confesión de fe: «Señor ¿a quién iremos? Tu tienes palabras de vida eterna; nosotros
hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios» (vv. 67-69). Sobre el trasfondo de
esta límpida confesión de fe tenemos la sombra tétrica de Judas el traidor, uno de los doce
(«eis ek ton dodeka») (v. 71).

3. Orientaciones de teología bíblica

Sobre la estela de los resultados de la exégesis, y en simetría con cuanto hemos


hecho con los relatos de la Institución, podemos recoger algunas orientaciones de Teología
bíblica sobre la Eucaristía. Éstas responden a los resultados exegéticos, confortados por la
interpretación de la Iglesia.

Realismo personal de la Eucaristía y riqueza de los misterios


En las palabras de Jesús hay un realismo sin atenuantes referido al Pan que debe
dar, con expresiones claras –carne, sangre, comer, beber–, sin vuelta atrás, también contra
las murmuraciones, de los judíos primero y de los discípulos después. El realismo del don
está ligado también al realismo de los misterios a los que es referido el pan: realismo de la
Encarnación, de la Pasión y de la Resurrección. También son reales los efectos salvíficos,
que alcanzan incluso la promesa de la resurrección. Se trata de un realismo no carnal, sino
espiritual y sacramental. La carne mediante el pan, la sangre mediante el cáliz del vino.

Debemos subrayar el personalismo de las expresiones. Carne y sangre indican la


persona viviente. Jesús juega con el pronombre YO y ME en una sugestiva aposición de
identificaciones: El Pan de vida es mi Carne: YO soy el pan de vida, quien come mi carne,
ME come a mí. Todo parte del Yo misterioso de Cristo, Verbo Encarnado, que ilumina
todos los contenidos para resumirlos de nuevo en él.

Se evidencia claramente la rica síntesis de misterios. Tanto para que puedan ser
contemplados desde la perspectiva del Jesús que habla, como desde la perspectiva de Juan
que relata. Jesús afirma la realidad de su pasado, cerca del Padre, y de su presente, entre los
hombres; pero mira hacia el futuro: la inmediata pasión, resurrección y ascensión. Juan
contempla, ya cuando escribe, todos los misterios de Jesús realizados: la encarnación, la
pasión, la resurrección, la ascensión gloriosa y su presencia permanente en la Iglesia. La
Eucaristía reclama de manera indisoluble:

• La encarnación: La Eucaristía es el Verbo Encarnado, pan bajado del cielo. El cristiano se


nutre del verbo Encarnado porque en el pan de la vida se hace presente el acontecimiento
salvífico que es el Hijo de Dios.

• La pasión-redención: es el misterio del pan-carne, dada por el mundo, la sangre de la


propiciación ofrecida en sacrificio.

• La resurrección: es la carne del Hijo del hombre (título mesiánico de gloria), que
comunica la vida eterna y la resurrección del último día, carne vivificada por el Espíritu.
Sólo la carne resucitada puede comunicar la resurrección.

La síntesis de misterios es propia de la visión cristológica de Juan, tanto en la


revelación de la Encarnación, donde se proyecta la gloria del Resucitado, como en la
narración de las diferentes apariciones de Jesús en su resurrección, donde se manifiesta la
continuidad y el realismo de su encarnación, y la permanencia de los estigmas de su pasión
gloriosa. Jesús no es un fantasma (cfr. Jn 20-21). Hace eco al realismo de Juan, la célebre
expresión de su discípulo Ignacio a propósito de la negación de la verdad de la Eucaristía
(y de la Encarnación) por parte de los docetas del siglo primero los cuales niegan (al igual
que nosotros afirmamos) que la Eucaristía es: «la carne de nuestro Señor Jesucristo, que ha
sufrido por nuestros pecados, y que el Padre benignísimamente ha resucitado» (Ad
Smirm. 7, 1).

En esta acumulación de misterios es útil recordar también el aspecto


claramente trinitario del misterio eucarístico. Es el pan que el PADRE da, pan bajado del
cielo. Es la presencia del HIJO; es la carne vivificada por el ESPÍRITU SANTO.

Los efectos de la Eucaristía y la clave de comprensión del misterio

La Eucaristía es misterio de comunión de la vida de Jesús que viene del Padre y


pasa por los misterios de la carne de Cristo («mysteria carnis Christi»), y es vivificada por
el Espíritu. Es don de la inmanencia recíproca, de la «simbiosis», del dinamismo del amor:
«quien me come y permanece en mí, vivirá por mí y para mí...» Término último de la
comunicación eucarística es el don de la resurrección, a semejanza con la resurrección de
Jesús, aunque sea aplazada al último día. Se anuncia la salvación integral del discípulo. Si
toda nuestra persona, de hecho, debe estar unida definitivamente a Cristo, es preciso que
toda la persona, cuerpo incluido, reciba el don de la resurrección.

La clave de comprensión del misterio eucarístico, se encuentra en los versículos del


Epílogo. Sólo la exaltación gloriosa de Jesús con su ascensión nos permite comprender,
hasta el fondo, la necesidad y la posibilidad de nuestra comunión real, espiritual y
sacramental con Él. El alimento que Jesús nos ofrecerá será su carne gloriosa, vivificada
por el Espíritu. Sólo esta dimensión «pneumática» de Cristo glorioso y de la Eucaristía nos
pueden abrir plenamente al sentido del realismo y del personalismo del don. Es el Espíritu
el que vivifica la carne de Cristo y el pan eucarístico. Finalmente, para comer dignamente
el pan que Cristo da, es necesario haberlo comido, es decir, acogido mediante la fe. Una
fructuosa participación de la Eucaristía supone también la plena acogida de su palabra,
palabra para comer y vivir. En este sentido y con todo ya completo el Pan de vida se nos
presenta como misterio de fe, y opción fundamental de fe, plenitud de vida.

4. Otros textos joánicos sobre la eucaristía

Del conjunto del evangelio de Juan y dada su unidad y riqueza simbólica podemos
tomar otros textos que pueden hacer referencia a la Eucaristía. Se trata, sin embargo, de
referencias secundarias a comprender en la unidad doctrinal del misterio de Cristo y según
la interpretación de la tradición eclesial. Entre estos textos señalamos:

• Jn 2, 1-11, con el episodio de las bodas de Caná de Galilea, para el tema del vino nuevo.

• Jn 19, 34, con el signo de la sangre emanada del costado de Cristo junto al agua. Los
Padres interpretan el agua y la sangre en referencia al bautismo y a la Eucaristía. Pero se
advierte que primariamente se alude al don de la vida (sangre) y después a la efusión del
Espíritu (agua).

• 1Jn 5, 6-8, con la referencia a la sangre de Cristo, sangre de la propiciación.

Más interesante es la lectura «eucarística» de los capítulos 13-17 de la Cena en su


conjunto, tanto en el lavatorio de los pies, como en el símbolo de la vid y los sarmientos o
como en el mandamiento nuevo y la plegaria sacerdotal. A través de una lectura exegética
correcta de estos textos tenemos todo el sentido de la gracia de la Eucaristía. Sobre este
tema es muy interesantes cuanto ha escrito S. Lyonnet 22.

Bibliografía:

Sobre la Eucaristía en Juan es preciso referirse, además de a los estudios generales


sobre la Eucaristía en la Biblia, a los comentarios bíblicos de Jn 6. En particular cfr..

• J. CABA, Cristo Pan de vida. Teología eucarística del IV Evangelio, Madrid, BAC 1993.

• V. PASQUETTO, Incarnazione e comunione con Dio, Roma, Teresianum 1982, pp. 70-97.

• ID., Abbiamo visto la sua gloria, Roma, Ed. Dehoniane 1992, pp. 61-85.

• J. MATEOS-J. BARRETO, Il Vangelo di Giovanni. Analisi linguistica e commento esegetico,


Asís, Cittadella, 1979, pp. 283-334.

• X. LÉON-DUFOUR, Lettura dell’Evangelo secondo Giovanni (cap. 5-12), Edizioni Paoline,


1992, pp.111-250.

• R. SCHNACKEMBURG, Il vangelo di Giovanni. Parte seconda, Brescia, Paideia, 1971, pp.


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• R.E. BROWN, Giovanni, Asís, Cittadella editrice, 1979, pp. 299-393.


• R.FABRIS, Giovanni, Roma, Borla, 1992, pp. 365-429.

• G. SEGALLA, Gesù pane del cielo per la vita del mondo. Cristologia ed Eucaristia in
Giovanni, Padova, Messaggero, 1975.

APÉNDICE

1. La Eucaristía en las prefiguraciones del A.T.

A la luz de la exégesis de los textos del Nuevo Testamento, se puede comprender la


preparación de la revelación del misterio eucarístico en el Antiguo Testamento. Algunos
autores (SAYÉS, LIGIER...) desarrollan esta temática. Para nosotros es suficiente recordar el
hecho y hacer una alusión a algunos textos y símbolos fundamentales.

Son a recordar los símbolos del sacrificio de Melquisedec (Gn 14, 18-20); el maná
del desierto, los diferentes sacrificios de expiación y los incruentos, así como los panes de
la proposición, el nuevo sacrificio predicho por Malaquías (1, 10 y ss.) y los frutos de la
Sabiduría (Pr 9, 1-5).

En la Eucaristía convergen los grandes temas de la teología del Antiguo


Testamento: las comidas religiosas, la alianza, antigua y nueva, el memorial y el Siervo de
YHWH.

Para comprender la Eucaristía y su evolución es preciso referirse a las grandes


temáticas de la Berakah y de la Todà, como explicita la teología eucarística contemporánea.

Todos estos textos tienen un significado tanto a la luz de los pasajes del Nuevo
Testamento, como a la luz de la tradición patrística, litúrgica y en la aplicación hecha por el
Magisterio de la Iglesia.

• SCHENKER, L’Eucaristia nell’Antico Testamento, Milán, Jaca Book, 1982.

• A. SICARI, L’invocazione eucaristica del Vecchio Testamento, en «Communio» n. 64,


1982, pp. 47-58.

2. Otros textos eucarísticos del N.T.


Muchos autores encuentran otros textos explícitos o implícitos en el Nuevo
Testamento. Ciertamente, toda la Carta a los Hebreos supone una visión del sacerdocio y
del sacrificio de Cristo, al enlazarse con la vida de Jesús y con el memorial de la Iglesia. He
aquí algunos textos de la Carta a los Hebreos que merecen una particular atención:

• 2, 14: la carne y la sangre;

• 6, 4-5: los momentos de la iniciación cristiana;

• toda la sección de los capítulos 7-11 sobre el sacerdocio de Cristo;

• 13, 9-16: contraposición entre culto antiguo y culto nuevo 23.

En el Apocalipsis cfr. 3, 20: invitación a la Cena. También tiene una resonancia


eucarística la teología del «Marana tha», invocación recogida por Pablo (1 Co 16, 22) y
presente en el Apocalipsis (22, 20) y en la Didachè X 24. Finalmente el texto de la plegaria
del Señor en el Evangelio de Mateo 6, 11 donde la califica de pan cotidiano
es «epiousion», «supersubstantialis» en latín, que algunos refieren a su sentido eucarístico.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2837.

CONCLUSIÓN

Al final de nuestra investigación sobre los textos de la revelación debemos afirmar


que los textos del Nuevo Testamento contienen la riqueza, la profundidad y la unidad de la
fe sobre la realidad y significado de la Eucaristía. En estos textos tenemos afirmaciones
claras de la fe de la Iglesia. No siempre se tienen las explicaciones del misterio que se
requerirán a continuación y se propondrán por la tradición y por el Magisterio de la Iglesia.
Nosotros tenemos los textos que proclaman el kerigma de la Eucaristía y piden creer en la
verdad expresa de la Palabra.

Los autores sagrados hacen sentir en las palabras de Jesús y en la praxis de la


Iglesia apostólica el vínculo del misterio eucarístico con toda la economía de la salvación,
con la persona y la obra de Cristo y, de modo especial, con su muerte y su sacrificio
redentor, hasta el punto de poder ver en la Eucaristía el misterio central de la economía
sacramental.

Exégesis y teología bíblica de la Eucaristía permanecen como punto de referencia


en la Iglesia tanto en el Magisterio dogmático como en la teología del misterio eucarístico.
A lo largo de la historia de la Iglesia precisiones necesarias referentes a la presencia real, al
sacrificio eucarístico y a la comunión serán ofrecidas por la tradición litúrgica y patrística,
con autorizadas tomas de posición por parte del Magisterio, para salvaguardar el verdadero
y auténtico sentido de las palabras de Cristo como han sido entendidas siempre por la
tradición. Por eso, aunque es verdad que no es suficiente la exégesis y la teología (en las
cuales, por otra parte, se dan también muchas interpretaciones diferentes), sino que es
preciso recurrir a la Tradición y al Magisterio para obtener el sentido católico del misterio
eucarístico, a pesar de un cuidadoso conocimiento de la exégesis católica, a la luz de la
amorosa búsqueda con la que los textos eucarísticos han sido estudiados recientemente,
permanece el punto de partida para toda buena teología actualizada y segura.

CAPÍTULO SEGUNDO

EL MISTERIO EUCARÍSTICO EN LA PRIMITIVA


TRADICIÓN DE LA IGLESIA

La primitiva tradición de la Iglesia, después de los apóstoles, confirma claramente


la comprensión del misterio eucarístico como ha sido transmitido por los textos de la
Revelación. No es nuestra tarea ahora trazar toda la línea de la tradición de los Padres, sino
ofrecer sólo algunas pistas y textos más antiguos que confirman la plena comprensión de la
Eucaristía como celebración del memorial, banquete de comunión y presencia real del
cuerpo y de la sangre del Señor. En la segunda parte, al tratar cada uno de los temas se
podrá evidenciar claramente el testimonio de los Padres posteriores, especialmente el de los
post-nicenos.

El carácter de este breve tratado es de índole introductoria y a nivel de


documentación. En algunos autores dicha documentación tiene también un cierto carácter
apologético. Se quiere evidenciar, de manera clara, que la doctrina eucarística y, de modo
especial, la índole sacrificial de la Eucaristía, no es una invención de la Iglesia después del
concilio de Nicea. Ésta existe incluso desde los primeros siglos.

Bibliografía:

Una buena colección de textos patrísticos sobre la Eucaristía en:

• J. SOLANO, Textos eucarísticos primitivos, 2 vol., BAC, Madrid 1954 1956.

• J. QUASTEN, Monumenta eucharistica et liturgica vetustissima. Florilegium, Bonn 1935-


1937.

Más accesible:

• La teologia dei Padri, IV, Città Nuova, Roma 1975, pp. 157-178.
Una rica cosecha di textos patrísticos en:

• A. PIOLANTI, Il mistero eucaristico, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1983,
pp. 148-204.

• G. DI NOLA, Monumenta Eucharistica. La testimonianza dei Padri della Chiesa,

vol. I, sec. I-IV, Roma, Ed Dehoniane, 1994;

vol. II, sec. V, Roma, Ed. Dehoniane, 1997.

La dottrina eucaristica di Sant’Agostino. Introducción, notas y versión italiana a cargo


de G. DI NOLA, Città del Vaticano, LEV, 1997.

Del mismo director: La dottrina eucaristica di San Giovanni Crisostomo, Città del
Vaticano, LEV, 1997.

I. LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA

En la Didaché, o Doctrina de los Apóstoles, un libro judeo-cristiano de comienzos


del siglo segundo, encontramos el primer testimonio, después de los escritos apostólicos,
sobre la celebración de la Eucaristía.

En el capítulo XIV encontramos una clara indicación de la Eucaristía celebrada en


el día del Señor: «En el día del Señor, reunidos, partid el pan y dad gracias, después de
haber confesado vuestros pecados, para que sea puro vuestro sacrificio...» En el contexto se
hace, por primera vez, una alusión a la profecía de Ml 1, 11: «En todo tiempo y en todo
lugar se me ofrezca un sacrificio puro...»

En los capítulos IX y X de la misma obra encontramos textos de una «bendición


eucarística» con palabras y plegarias particularmente bellas; se hace la bendición sobre el
cáliz y sobre el pan partido; se recuerda el simbolismo del pan: «Del mismo modo que este
pan partido era primero esparcido sobre colinas y recogido se convierte en uno, así se
recoja tu Iglesia desde los extremos de la tierra». El alimento y la bebida sobre los cuales se
pronuncian las plegarias de bendición, son «alimento y bebida espirituales» de los cuales
sólo los bautizados pueden participar 25.

Se discute entre los autores sobre el carácter puramente eucarístico de este texto
primitivo, especialmente por el orden en que se hace la bendición, primero sobre el cáliz y
después sobre el pan partido y porque dichas plegarias se encuentran en libros posteriores
como simples plegarias para las comidas. Pero cuanto se dice sobre la participación
solamente de los bautizados en la Eucaristía calificándola de «alimento y bebida espiritual
para la vida eterna a obra de Jesucristo» es indicio de que dicha bendición ha de
considerarse una expresión, aunque primitiva, de la fe eucarística de la comunidad judeo-
cristiana a la cual pertenece este texto.

Hoy se considera que se trata de un doble rito: uno abierto también a los judíos y
que se trataría de una especie de comida religiosa y el otro claramente eucarístico reservado
a los cristianos 26.

Más claro y doctrinalmente más interesante para nosotros es el testimonio


de Justino, el filósofo cristiano, laico y mártir, en su Apología I, dedicada al Emperador
Antonino Pío, en favor de los cristianos, que se remonta a la mitad del siglo II.

En los capítulos LXV-LXVII nos ofrece la descripción de la celebración eucarística


que sigue al bautismo de los neófitos y que se hace cada domingo en el día del Sol, según
la terminología de los romanos. Los dos esquemas de celebración, sustancialmente
idénticos, nos permiten reconstruir la celebración primitiva en estos momentos: liturgia de
la palabra con la lectura de los Libros del Antiguo y del Nuevo Testamento; homilía del
presidente y plegaria de los fieles; abrazo de paz; presentación de los dones por parte de los
diáconos (pan y vino con agua) y plegaria eucarística a la cual todos responden «Amén» al
final; comunión eucarística, que es llevada también a los ausentes por parte de los diáconos
y «liturgia de la caridad» o comunión de los bienes. Justino indica claramente el sentido de
esta celebración con estas palabras para clarificar cada sospecha sobre las fantasiosas
acusaciones que entonces comenzaban a difundirse sobre la celebración de los misterios
por parte de los cristianos y, en particular, sobre la celebración de la Eucaristía cristiana:

«Este alimento es llamado por nosotros Eucaristía, y a ninguno le es lícito


participar, si no a quien cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, si es purificado con el
baño para la remisión de los pecados y la regeneración, y vive así como Cristo ha
enseñado. De hecho, nosotros lo tomamos no como pan común y bebida común; sino como
Jesucristo, nuestro Salvador que se encarnó, por la palabra de Dios tomó carne y sangre
para nuestra salvación, así hemos aprendido que también aquel alimento, consagrado con la
plegaria que contiene la palabra de él mismo y de quien se nutren nuestra sangre y nuestra
carne es por transformación carne y sangre de aquel Jesús encarnado. En efecto, los
Apóstoles en su memorias llamadas evangelios, transmitieron que les fue dejado este
mandamiento por Jesús, el cual tomo el pan...» 27.

No puede ser más clara la confesión de Justino sobre el sentido de la Eucaristía


sacrificio y comunión, carne y sangre de Jesús, Verbo Encarnado. Una celebración que se
remite al mandato del Señor y que es consagrada con «la plegaria que contiene Su
palabra», con una clara indicación del contenido esencial y de la primitiva estructura de la
plegaria eucarística en la cual, además de la acción de gracias, se inserta una plegaria que
contiene la palabra misma de Jesús con una alusión a las palabras de la institución
eucarística.
Un siglo más tarde, en el libro la Tradición Apostólica de Hipólito, encontramos
diversos signos de la celebración de la Eucaristía, que comprendía la primera plegaria
eucarística que está en el centro de la celebración y contiene claramente las palabras de la
institución, la ofrenda del sacrificio y el fruto de la comunión eucarística que es la plenitud
del don del Espíritu Santo. Faltan en dicho librito de usos litúrgicos de la comunidad de
Roma, alusiones a la Eucaristía conservada en las casas de los cristianos y venerada en sus
fragmentos; los cristianos en aquel tiempo llevan consigo la Eucaristía para la comunión
semanal o bien para la de los enfermos, encarcelados y perseguidos 28.

De la plegaria eucarística de la Tradición Apostólica referimos las palabras que


siguen al relato de la Institución:

«Así pues, en memoria de su muerte y resurrección

te ofrecemos este pan y este cáliz,

dándote gracias porque nos has encontrado dignos

de estar ante ti y de servirte como tus ministros.

Y te pedimos que envíes tu Espíritu Santo

sobre la oblación de la santa Iglesia

y, reuniéndolos juntos,

concedas a todos los que participan en los santos misterios

ser colmados del Espíritu Santo».

Tenemos ya aquí la estructura de una plegaria con la ofrenda sacrificial de la


Eucaristía y la invocación del Espíritu Santo o epiclesis. Textos similares se encuentran
también en las antiguas plegarias eucarísticas orientales, especialmente en la de Serapión y
en el homónimo «Eucologio» que contiene diversas plegarias litúrgicas antiguas.

A partir del siglo III los testimonios sobre la celebración de la Eucaristía son cada
vez más claros, tanto si se refieren al esquema celebrativo que permanece sustancialmente
igual al propuesto por Justino, como por los numerosos textos de plegarias
eucarísticas para la celebración.

Estos textos son un verdadero monumento de fe y de teología de la Eucaristía;


representan la fe de la Iglesia que celebra el misterio en todas sus dimensiones y enriquece
la comprensión de este misterio como memorial-sacrificio de Cristo, comunión del cuerpo
y la sangre de Cristo que hace a la Iglesia una. Son la confesión clara de la realidad
sacramental de la carne y de la sangre de Jesús, acción de gracias al Padre por sus dones,
invocación al Espíritu para que sea Él el autor de la consagración y el don de la comunión
eucarística e intercesión por la unidad de la Iglesia y por el bien espiritual y material de
todos. En el centro de toda plegaria eucarística encontramos siempre, excepto quizás en la
primitiva Anáfora de Addai y María, la narración de la institución.

Para Oriente tenemos, en el libro de las Constituciones Apostólicas, el precioso


testimonio sobre la celebración eucarística del siglo IV, pero que se remonta, sin duda, a
tiempos más antiguos. Más allá de las diferentes anáforas allí referidas se ofrece el orden
de la celebración eucarística con estos elementos, más evolucionados respecto al esquema
de Justino:

• La liturgia de la Palabra, que se concluye con la homilía, precedida por el saludo: «La
gracia de nuestro Señor Jesucristo...»

• La plegaria de los catecúmenos y su despedida, y la plegaria de los fieles que se concluye


con el abrazo de paz.

• La presentación de los dones, precedida por una monición del diácono para la
reconciliación fraterna.

• La anáfora o gran plegaria eucarística pronunciada por el pontífice rodeado por los
presbíteros.

• La comunión de los fieles precedida por el anuncio del Pontífice: «Las cosas santas para
los santos: «ta aghia tois aghiois»; con la respuesta del pueblo: «Uno solo es santo, uno
solo es Señor, Jesucristo, bendecido eternamente por la gloria de Dios Padre» (Fórmula
todavía existente en las liturgias orientales). La comunión bajo las dos especies con las
fórmulas de clara confesión de la fe eucarística: «el cuerpo de Cristo»... «La sangre de
Cristo, cáliz de la vida». Con la doble respuesta del «Amén». La comunión se acompaña
con el canto del salmo 33 que es interpretado en sentido eucarístico: «Gustad y ved...»

• La plegaria después de la comunión, precedida por la monición del diácono: «Después de


haber recibido el precioso cuerpo y la preciosa sangre, damos gracias a Aquél que nos ha
hecho dignos de participar en los santos misterios...»

• La plegaria de bendición sobre el pueblo y despedida del Diácono: «Id en paz» 29.

Bibliografía:

Para las plegarias eucarísticas cfr. el notable estudio de

• L. BOUYER, Eucaristia. Teologia e spiritualità della preghiera eucaristica, LDC, Turín


1969.

La mejor colección de textos de las plegarias eucarísticas en


• A. HANGGI - I. PAHL, Prex Eucharistica. Textus ex variis liturgiis antiquioribus
selecti, Specilegium Friburgense, Friburgo 1968.

• V. MARTÍN PINDADO - J. M. SÁNCHEZ CARO, La gran oración eucarística. Textos de ayer


y de hoy, Madrid 1969.

• E. MAZZA, L’anafora eucaristica, Roma, ELV, 1992.

• AA.VV., Segno di unità. Le più antiche eucaristie delle chiese, Ed. Qiqajon, Bose 1996.

II. LA REALIDAD DE LA EUCARISTÍA: CARNE Y SANGRE DE CRISTO

En la primitiva tradición encontramos también las más claras afirmaciones sobre la


realidad de la Eucaristía.

Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, discípulo de los apóstoles, presenta en sus


cartas su fe en este misterio, subrayando algunos aspectos: La Eucaristía como verdadera
carne del Señor: «Ellos (los docetas) no reconocen la Eucaristía como la carne de
Jesucristo, nuestro Salvador, que ha sufrido por nuestros pecados y el Padre
benignísimamente ha resucitado (Ad Smirn. 7, 1). En otro lugar afirma: «Procurad serviros
provechosamente de la única Eucaristía: una es, en efecto, la carne de nuestro Señor
Jesucristo y uno el cáliz para la unidad de su sangre» (Ad Phil. 4, 1). Signo de unidad y de
comunión, la Eucaristía es carne vivificante: «medicina de la inmortalidad, antídoto para no
morir sino para tener siempre la vida en Jesús» (Ad Eph. 20, 2) De hecho, él une la
memoria de la Eucaristía al sentido de su martirio (Ad. Rom. 4, 1-2) y recuerda su deseo de
la Eucaristía en un texto que sitúa bien juntos el concepto sacramental que une el misterio
eucarístico y la verdad del Verbo Encarnado y de su caridad: «Deseo el pan de Dios, que es
la carne de Jesucristo... y quiero como bebida su sangre, que es la caridad incorruptible»
(Ad Rom. 4, 2).

Justino mártir, del cual habíamos revelado ya el testimonio sobre la celebración


eucarística y la realidad del cuerpo y sangre de Jesús en la Eucaristía, en el Diálogo con
Trifón desarrolla claramente el sentido sacrificial de la Eucaristía a la luz de los sacrificios
del Antiguo Testamento, especialmente de la profecía de Ml 1, 10 y saca a la luz la novedad
absoluta y la unicidad de este sacrificio. Afirma por ejemplo: «Nosotros somos el
verdadero pueblo sacerdotal de Dios... Y ya como anticipo asegura que serán aceptados
todos aquéllos que en su nombre le ofrezcan en sacrificio lo que ha sido establecido por
Jesucristo: la Eucaristía del pan y del cáliz ofrecidos por los cristianos en todo lugar...
Considero que las plegarias y la acción de gracias que se hacen por parte de los justos son
los acostumbrados sacrificios agradables a Dios. De este modo, los cristianos han
aprendido a cumplir sólo estas cosas, en el memorial de su alimento de pan y de vino con
que celebran la memoria de la pasión sufrida por el Hijo de Dios por nosotros» (Diálogo
con Trifón 116-117; PG 6, 745-749).

En otro lugar afirma: «La ofrenda de flor de harina hecha por aquéllos que eran
purificados de la lepra era una figura anticipada del pan eucarístico, dado por nuestro Señor
Jesucristo como ofrenda de su pasión... Nuestros sacrificios, o sea, el pan eucarístico y el
vino que nosotros le ofrecemos en cada lugar, glorifican su nombre» (Ibid., 41: PG 6, 564).

En estos textos tenemos una espléndida afirmación del sentido sacrificial de la


Eucaristía, memorial de la Pasión del Señor, al cual concurren los fieles. El sacrificio
sacramental de la Eucaristía es también el sacrificio espiritual de los cristianos, al cual se
unen ellos con las plegarias y la ofrenda de su vida.

Ireneo de Lyon, testimonio cualificado de la fe de la Iglesia en el siglo II, es el


defensor de la verdad católica contra todas las herejías. Las espléndidas páginas que ha
escrito sobre la Eucaristía tienen una impostación muy original. Él manifiesta la fe de la
Iglesia en la Eucaristía como presencia y sacrificio, como comunión del cuerpo y sangre
del Señor y como gracia vivificante para el alma y para los cuerpos; se trata de una fe
afirmada con claridad; es más, parte de esta fe parece común para afirmar la realidad de la
encarnación, de la Pasión del Señor y de la eficacia para nuestra santificación. He aquí sólo
algún texto emblemático: «Ya que somos miembros de Cristo, nos nutrimos también con
cosas creadas, que él nos dispone haciendo surgir el sol y haciendo llover como quiere: nos
asegura así que el cáliz, realidad creada, es su misma sangre derramada y con ello
acrecienta nuestra sangre, y que el pan, igualmente cosa creada, es su cuerpo con el que
fortalece nuestros cuerpos. El cáliz con agua y el pan reciben la palabra de Dios y se
convierten en la Eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo con el que se acrecienta y
resana la sustancia de nuestra carne» 30.

El pan y el vino son frutos de la tierra pero de ellos «se apodera la palabra de Dios y
la convierte en Eucaristía, es decir, en cuerpo y sangre de Cristo». «Así como el pan terreno
recibiendo la invocación de Dios no es ya el acostumbrado pan, sino la Eucaristía,
compuesta de dos elementos, terreno y celeste, así también nuestros cuerpos recibiendo la
Eucaristía no son ya corruptibles, teniendo la esperanza de la resurrección. Al contrario,
«nuestros cuerpos nutridos con la Eucaristía resurgirán a su tiempo» 31.

Cipriano de Cartago, obispo y mártir del siglo III, es otro testimonio cualificado de
la tradición de la Iglesia. Afirma la presencia real de la carne y de la sangre de Cristo en la
Eucaristía y el sentido sacrificial de este convite que es también el signo y la causa de la
unidad de la Iglesia que tanto tenía él en el corazón.

Por ejemplo, en la bella carta 63 contra los acuarios afirma que, contiene muchas
enseñanzas esenciales sobre la Eucaristía: «No es lícito romper el mandato del Señor en lo
que respecta al sacramento de su pasión y de nuestra redención... En efecto, si el Señor y
Dios nuestro, Cristo Jesús en persona, es el sumo sacerdote de Dios Padre, y si él el
primero se ofreció a sí mismo al Padre, y mandó hacer esto en su memoria, entonces sólo el
sacerdote hace las veces de vicario de Cristo, cuando imita lo que hizo Cristo y, sólo
entonces ofrece a Dios en la Iglesia un verdadero sacrificio en pleno sentido, si está
dispuesto a hacer la ofrenda como la ha visto hacer a Cristo» (Ep. 63, 17 y 14).

Estos testimonios pueden ser suficientes para ilustrar los diferentes aspectos de la fe
de la Iglesia de los primeros siglos en el misterio eucarístico. A partir del siglo IV los
testimonios patrísticos y litúrgicos son innumerables. Tendremos tiempo de ofrecer textos
más cualificados de los Padres en el momento oportuno. La insistencia sobre la presencia
real y sobre el sentido sacrificial de la Eucaristía en los textos de los Padres pre-nicenos es
importante en un momento en el que también fuera de la Iglesia católica son valorados
positivamente estos testimonios primitivos sobre el sentido pleno de la Eucaristía como
presencia y sacrificio de Cristo y como misterio que realiza la Iglesia 32.

III. UNA FE ESCULPIDA Y PINTADA: LOS TESTIMONOS ARQUEOLÓGICOS

Los testimonios de la fe de la Iglesia han quedado esculpidos en la piedra y


pintados sobre los muros de las catacumbas. Son alusivas a la Eucaristía las inscripciones
de Abercio (siglos II-III) y de Pectorius (siglo IV) en las cuales se habla del pan eucarístico
y del vino que presenta la Iglesia (o ¿María?) casta virgen; el lenguaje simbólico de estas
inscripciones asocia voluntariamente la Eucaristía al «pez» que para los primeros cristianos
era la palabra secreta que recordaba, al mismo tiempo, a Jesucristo, Hijo de Dios Salvador
(por las iniciales de la palabra pez en griego «ichtús») y la Eucaristía que era su presencia,
asociada a la multiplicación de los panes y de los peces símbolo de la Eucaristía. Escenas
de la celebración eucarística han sido pintadas en las catacumbas, así como en la capilla
griega de las catacumbas de Priscilla y en los cubículos de los sacramentos de las
catacumbas de san Calixto. Son los testimonios de una fe proclamada y celebrada
unánimemente por la Iglesia durante el primer milenio de su historia 33.

Junto a estos testimonios es preciso tener en cuenta también las múltiples alusiones
a la Eucaristía que se encuentran en las Actas de los Mártires. Notable es el relato del
martirio de la comunidad de Abitene, a principios del siglo IV. En él tenemos el testimonio
de los fieles que, después de haber celebrado el «Dominicum», la Eucaristía del día del
Señor, soportaron el martirio.

IV. UNA FE INICIALMENTE AMENAZADA POR LAS HEREJÍAS

Aunque en la antigüedad no se daban errores referentes a la Eucaristía no podemos


dejar de lado algunos testimonios sobre abusos por parte de los gnósticos. Algunas sectas
tienen una concepción mágica del misterio eucarístico. Se observan cambios en la materia
de la Eucaristía por parte de los acuarios que rechazan consagrar el vino y usan sólo agua, o
los artogiritas que celebran con pan y queso, o los ofitas que celebran con una serpiente
sobre el altar. Algunas sectas celebran con pez o con pan solo. De estas tendencias se hacen
eco los apócrifos del N.T. 34.

CAPÍTULO TERCERO
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA SOBRE LA EUCARISTÍA

La fe de la Iglesia en la Eucaristía, confesada con toda la riqueza de aspectos


resaltados por los Padres en las catequesis y en los comentarios bíblicos, celebrada y
confesada en la celebración misma de los misterios con los textos de las plegarias
eucarísticas, se conservó íntegra, excepto por algunas leves pero totalmente insignificantes
rupturas, a lo largo de los diez primeros siglos del cristianismo. Esta unanimidad a la cual
todavía hoy podemos tener acceso en las fuentes patrísticas, comunes a Oriente y
Occidente, es estímulo de unidad eucarística en la fe y en la vida para todos los cristianos.

Con el medievo esta fe experimenta algunos traumas. En primer lugar con la


tendencia racionalista en la interpretación de la verdad de la Eucaristía como presencia real
del cuerpo y de la sangre del Señor. Pero es sobretodo en el siglo XVI donde la fe sobre el
misterio eucarístico es turbada por parte de Lutero y los otros reformadores los cuales, con
diversos matices, niegan el sentido sacrificial de la Eucaristía, la permanencia de la
presencia del Señor en las especies eucarísticas después de la celebración y, por lo tanto, el
culto de la Eucaristía fuera de la Misa, y para no negar la presencia real, como Lutero que
profesa su fe en la presencia, ofrecen explicaciones insuficientes para salvaguardar el
sentido real de la presencia de Cristo en la Eucaristía.

Estas negaciones que se apartan claramente de la gran tradición de la Iglesia del


primer milenio, marcan profundamente la Iglesia de Occidente, especialmente la Reforma.
Pero también en el campo católico, hasta el siglo XI, aparecen interpretaciones del misterio
que no dan plena razón de la fe de la Iglesia.

Nuestro siglo, tras la firme exposición de la tradición católica hecha en el concilio


de Trento y conservada sin peligros durante cuatro siglos, ha visto una doble tendencia. Por
una parte la manifestación de ciertas teorías interpretativas del misterio eucarístico que no
corresponden con la fe de la Iglesia; y por otra una recuperación y un enriquecimiento de la
teología del misterio eucarístico en la gran polifonía de los aspectos puestos de relieve en la
tradición de Oriente y de Occidente.

Se puede afirmar que en este nuestro tiempo a nivel de reflexión, de celebración y


de compromiso, la Iglesia ha tratado de confesar y de vivir la Eucaristía en toda la plenitud
de aspectos. En esta recuperación no son extraños también los cristianos de la tradición que
se inspira en la Reforma protestante. La búsqueda de una mejor comprensión de la
Eucaristía está en acto; y hay una especie de «nostalgia» por la recuperación de aquella
unidad de fe, y de vida eucarística que, inspirada en las fuentes de la revelación, fue
patrimonio de la doctrina común de la Iglesia de los primeros diez siglos, cuando la Iglesia
estaba unida. Dicha teología, como se verá, es expresada de modo egregio, aunque no
elaborado, en las plegarias eucarísticas de la tradición occidental y oriental.

Aunque reservando para la segunda parte del tratado el estudio más específico y
circunstanciado de algunas intervenciones del Magisterio, especialmente en torno al tema
del sacrificio y de la presencia real, está bien tener hasta ahora una visión sinóptica de las
diferentes intervenciones de la Iglesia y de las razones históricas que lo han provocado,
para poder colocar adecuadamente, junto a la Revelación y a la tradición primitiva, la
norma próxima de fe del Magisterio, tan importante en el ámbito de la doctrina eucarística.

En el espacio histórico ahora descrito, se pone de relieve la atención vigilante del


Magisterio de la Iglesia católica en confrontación con la doctrina y la praxis referentes al
misterio eucarístico. Intervenciones dogmáticas y teológicas, litúrgicas y disciplinares, por
conservar intacta la fe se han sucedido desde el medievo hasta nuestros días, cada vez que
esta fe ha sido negada, o simplemente puesta bajo sospecha o resquebrajada. El papel del
Magisterio ha sido providencial para descubrir y condenar los errores, para favorecer y
nutrir la verdadera fe del pueblo de Dios y para mantener en toda la pureza y riqueza la fe
eucarística de la Iglesia. Un simple repaso de las intervenciones del Magisterio al respecto
se ofrece como la historia de la fe de la Iglesia desde el medievo hasta nuestros días.

En el siglo XI el Sínodo de Roma (con diversas intervenciones en Vercelli y


Florencia) en el año 1059 impone a Berengario de Tours (999-1088) una profesión de fe
eucarística que afirma con fuerza y realismo la presencia de Cristo en la Eucaristía, negada
precisamente por Berengario. En 1079 esta confesión se volvió a proponer con un nuevo
texto que, al afirmar con fuerza el realismo de la presencia y la conversión sustancial,
parece más sobrio que la anterior profesión de fe en la terminología (DS 690 y 700).
En el siglo XIII el concilio Lateranense IV (1215) define en algunos cánones la
recta doctrina católica, ahora ya elaborada filosóficamente, sobre la presencia real y la
transustanciación (DS 802).

En el siglo XV el concilio de Constanza (1414/1418) precisa algunos puntos de la


doctrina eucarística contra J. Wycliffe (DS 1151-1152).

En el siglo XVI el concilio de Trento afronta de manera sistemática y autorizada la


proclamación de la doctrina católica sobre la Eucaristía contra los errores de Lutero,
Calvino y Zwinglio. Fruto de este estudio son: a) en la sesión XIII (1551) la doctrina y los
cánones sobre la presencia real, la transustanciación y el culto eucarístico (DS 1635-1661);
b) en la sesión XXI (1562) el decreto sobre la comunión bajo las dos especies (1725-1734);
c) en la sesión XXII (1562) la doctrina sobre el sacrificio de la misa (DS 1738-1760).

La doctrina del concilio de Trento, amplia, articulada, precisa, queda como un punto
firme de la doctrina de la Iglesia católica sobre la Eucaristía, también por el hecho de que
las grandes afirmaciones de los capítulos doctrinales han sido formuladas en los cánones
como dogma de fe, según la revelación y la tradición de la Iglesia.

En el siglo XVIII con la Bula «Auctorem fidei», Pío VI condena los errores del
Sínodo de Pistoia, entre los cuales uno hace referencia al alcance dogmático del concepto
de transustanciación (DS 2629).

En el siglo XX la atención del Magisterio de la Iglesia hacia el misterio eucarístico


es rica en documentos y orientaciones. Destacamos los más importantes.

Pío X ofrece los documentos Sacra Tridentina Synodus de 1905 sobre la comunión
frecuente (DS 3375-3383) y Quam singulari sobre la primera comunión de los niños, en
1910 (3530-3536).

Del Magisterio eucarístico de Pío XII es justo recordar la encíclica Mediator


Dei sobre la sagrada liturgia (1947), con particular atención a la doctrina sobre el sacrificio
eucarístico (DS 3840-3855). En su famosa encíclica Humani generis sobre los errores
teológicos modernos (1951), hay una autorizada toma de posición por una clara explicación
católica de la presencia real (DS 3891). Hasta los últimos meses de su vida Pío XII tuvo
una vigilante atención a la sacralidad del misterio eucarístico y a la recta doctrina sobre la
presencia real y sobre la transustanciación.

Pablo VI en 1965 promulga la encíclica Mysterium Fidei sobre la presencia real y


sobre el sacrificio eucarístico, para condenar las interpretaciones minimalistas de la
transignificación y de la transfinalización. La encíclica de Pablo VI fue promulgada el día 3
de septiembre de 1965, que entonces era memoria litúrgica de san Pío X, Papa de la
Eucaristía. Esta Encíclica publicada la vigilia de la convocatoria de la última sesión
conciliar, estuvo precedida por autorizadas intervenciones del Papa durante los meses de
abril y junio del mismo año. Estas intervenciones fueron provocadas por las teorías que
fueron difundiéndose entre algunos teólogos, especialmente en Holanda, sobre la presencia
real y la transustanciación.

El Vaticano II en su Magisterio ha ofrecido una amplia cosecha de textos


eucarísticos que forman, en su conjunto, una rica y autorizada síntesis de teología cristiana.
En la doctrina del Vaticano II tenemos casi un centenar de textos sobre el misterio
eucarístico. El Documento Eucharisticum Mysterium (1967) ha ofrecido una síntesis
autorizada de esta doctrina conciliar. Muchos documentos de la reforma litúrgica
postconciliar tienen una estrecha relación con la fe eucarística y con la renovación de la
celebración de la Eucaristía. La fe tradicional no está resquebrajada, más bien se ha tratado
de ofrecer un enriquecimiento de los aspectos globales.

Entre estos documentos es preciso recordar la Constitución Missale Romanum que


sanciona la reforma del nuevo rito de la Misa, la introducción de la concelebración, de las
nuevas plegarias eucarísticas, de la comunión bajo las dos especies, etc. Históricamente se
debe recordar que una primera redacción de los Preliminares al Novus Ordo Missae (1969)
fue fuertemente criticada por algunos autores. Esto llevó a una notable revisión del texto de
la Constitución Missale Romanum (1970) con la añadidura de un Proemio y de la Institutio
Generalis del Misal Romano, con la corrección de algunos números, en particular de los
nn. 7, 48, 55...

Juan Pablo II ha enriquecido el Magisterio eucarístico de nuestros tiempos con


amplias intervenciones, a lo largo de todo su pontificado. El documento magisterial más
autorizado, emanado hasta ahora sobre el misterio eucarístico es, sin duda, la Carta a los
Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1980, con el título Domenicae
Coenae, publicada el 24 de febrero de 1980, seguida por la Instrucción de la (entonces)
Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino Inaestimable donum (3 de
abril de 1980). Este documento toma posición decididamente contra los abusos litúrgicos y
propone de nuevo el misterio eucarístico según la doctrina tradicional de la Iglesia
confirmando algunos temas venerados en la teología de Juan Pablo II: la sacralidad de la
celebración, el sentido comprometido de la participación en el sacrificio, la Eucaristía
como bien supremo de la Iglesia, la relación entre Eucaristía y caridad fraterna, etc.

Este documento posee una rica documentación patrística y litúrgica en las notas que
dejan entrever a un gran experto como colaborador en la redacción (L. Ligier, SJ).

En el Catecismo de la Iglesia Católica tenemos una amplia exposición de la


doctrina católica sobre la Eucaristía. Ésta se encuentra en la segunda parte, en la sección
referente a los sacramentos. Dicho compendio ofrece de manera articulada tanto la riqueza
de la tradición, como la claridad del Magisterio de la Iglesia, con una atención particular al
sentido complementario de la visión del misterio por parte de Oriente y de Occidente.

La articulación de la exposición del Catecismo nos ofrece ya la clave de lectura de


una doctrina plenamente tradicional y renovada a la luz del Vaticano II:

Tras una breve introducción (nn. 1322-1323) se delinea la realidad de la Eucaristía


como fuente y culmen de la vida eclesial (nn 1324-1347) y se explican los diversos
nombres (nn. 1328-1332); se presenta la Eucaristía en la economía de la salvación, con una
breve síntesis de carácter bíblico: el pan y el vino, la institución y el memorial (nn. 1333-
1344). Se evidencia la continuidad de la estructura celebrativa de la Eucaristía, desde el
segundo siglo hasta la celebración actual (nn. 1345-1355). Se describe el sacrificio
sacramental en su dimensión trinitaria: acción de gracias al Padre, memorial del sacrifico
de Cristo y de la Iglesia, presencia de Cristo obrada por el Espíritu Santo (nn. 1356-1381).
Se presenta la Eucaristía como banquete de comunión (nn. 1382-1401). El tratado finaliza
con la presentación del misterio eucarístico en su dimensión escatológica (nn. 1402-1405).
La síntesis doctrinal comprende los nn. 1406-1419.

Esta breve reseña de los documentos más importantes del Magisterio de la Iglesia
nos servirá de punto de referencia en la exposición sistemática de los grandes temas del
misterio eucarístico; en el Magisterio, en efecto, encontramos la norma próxima de nuestra
fe; esto vale especialmente para la Eucaristía, cuya doctrina ha sido competentemente
definida en los aspectos más cualificados, como por ejemplo, sobre el sacrificio de la misa
y la presencia real del Señor en la Eucaristía 35.

CAPÍTULO TERCERO
EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA SOBRE LA EUCARISTÍA
La fe de la Iglesia en la Eucaristía, confesada con toda la riqueza de aspectos
resaltados por los Padres en las catequesis y en los comentarios bíblicos, celebrada y
confesada en la celebración misma de los misterios con los textos de las plegarias
eucarísticas, se conservó íntegra, excepto por algunas leves pero totalmente insignificantes
rupturas, a lo largo de los diez primeros siglos del cristianismo. Esta unanimidad a la cual
todavía hoy podemos tener acceso en las fuentes patrísticas, comunes a Oriente y
Occidente, es estímulo de unidad eucarística en la fe y en la vida para todos los cristianos.

Con el medievo esta fe experimenta algunos traumas. En primer lugar con la


tendencia racionalista en la interpretación de la verdad de la Eucaristía como presencia real
del cuerpo y de la sangre del Señor. Pero es sobretodo en el siglo XVI donde la fe sobre el
misterio eucarístico es turbada por parte de Lutero y los otros reformadores los cuales, con
diversos matices, niegan el sentido sacrificial de la Eucaristía, la permanencia de la
presencia del Señor en las especies eucarísticas después de la celebración y, por lo tanto, el
culto de la Eucaristía fuera de la Misa, y para no negar la presencia real, como Lutero que
profesa su fe en la presencia, ofrecen explicaciones insuficientes para salvaguardar el
sentido real de la presencia de Cristo en la Eucaristía.

Estas negaciones que se apartan claramente de la gran tradición de la Iglesia del


primer milenio, marcan profundamente la Iglesia de Occidente, especialmente la Reforma.
Pero también en el campo católico, hasta el siglo XI, aparecen interpretaciones del misterio
que no dan plena razón de la fe de la Iglesia.

Nuestro siglo, tras la firme exposición de la tradición católica hecha en el concilio


de Trento y conservada sin peligros durante cuatro siglos, ha visto una doble tendencia. Por
una parte la manifestación de ciertas teorías interpretativas del misterio eucarístico que no
corresponden con la fe de la Iglesia; y por otra una recuperación y un enriquecimiento de la
teología del misterio eucarístico en la gran polifonía de los aspectos puestos de relieve en la
tradición de Oriente y de Occidente.

Se puede afirmar que en este nuestro tiempo a nivel de reflexión, de celebración y


de compromiso, la Iglesia ha tratado de confesar y de vivir la Eucaristía en toda la plenitud
de aspectos. En esta recuperación no son extraños también los cristianos de la tradición que
se inspira en la Reforma protestante. La búsqueda de una mejor comprensión de la
Eucaristía está en acto; y hay una especie de «nostalgia» por la recuperación de aquella
unidad de fe, y de vida eucarística que, inspirada en las fuentes de la revelación, fue
patrimonio de la doctrina común de la Iglesia de los primeros diez siglos, cuando la Iglesia
estaba unida. Dicha teología, como se verá, es expresada de modo egregio, aunque no
elaborado, en las plegarias eucarísticas de la tradición occidental y oriental.

Aunque reservando para la segunda parte del tratado el estudio más específico y
circunstanciado de algunas intervenciones del Magisterio, especialmente en torno al tema
del sacrificio y de la presencia real, está bien tener hasta ahora una visión sinóptica de las
diferentes intervenciones de la Iglesia y de las razones históricas que lo han provocado,
para poder colocar adecuadamente, junto a la Revelación y a la tradición primitiva, la
norma próxima de fe del Magisterio, tan importante en el ámbito de la doctrina eucarística.

En el espacio histórico ahora descrito, se pone de relieve la atención vigilante del


Magisterio de la Iglesia católica en confrontación con la doctrina y la praxis referentes al
misterio eucarístico. Intervenciones dogmáticas y teológicas, litúrgicas y disciplinares, por
conservar intacta la fe se han sucedido desde el medievo hasta nuestros días, cada vez que
esta fe ha sido negada, o simplemente puesta bajo sospecha o resquebrajada. El papel del
Magisterio ha sido providencial para descubrir y condenar los errores, para favorecer y
nutrir la verdadera fe del pueblo de Dios y para mantener en toda la pureza y riqueza la fe
eucarística de la Iglesia. Un simple repaso de las intervenciones del Magisterio al respecto
se ofrece como la historia de la fe de la Iglesia desde el medievo hasta nuestros días.

En el siglo XI el Sínodo de Roma (con diversas intervenciones en Vercelli y


Florencia) en el año 1059 impone a Berengario de Tours (999-1088) una profesión de fe
eucarística que afirma con fuerza y realismo la presencia de Cristo en la Eucaristía, negada
precisamente por Berengario. En 1079 esta confesión se volvió a proponer con un nuevo
texto que, al afirmar con fuerza el realismo de la presencia y la conversión sustancial,
parece más sobrio que la anterior profesión de fe en la terminología (DS 690 y 700).

En el siglo XIII el concilio Lateranense IV (1215) define en algunos cánones la


recta doctrina católica, ahora ya elaborada filosóficamente, sobre la presencia real y la
transustanciación (DS 802).

En el siglo XV el concilio de Constanza (1414/1418) precisa algunos puntos de la


doctrina eucarística contra J. Wycliffe (DS 1151-1152).

En el siglo XVI el concilio de Trento afronta de manera sistemática y autorizada la


proclamación de la doctrina católica sobre la Eucaristía contra los errores de Lutero,
Calvino y Zwinglio. Fruto de este estudio son: a) en la sesión XIII (1551) la doctrina y los
cánones sobre la presencia real, la transustanciación y el culto eucarístico (DS 1635-1661);
b) en la sesión XXI (1562) el decreto sobre la comunión bajo las dos especies (1725-1734);
c) en la sesión XXII (1562) la doctrina sobre el sacrificio de la misa (DS 1738-1760).

La doctrina del concilio de Trento, amplia, articulada, precisa, queda como un punto
firme de la doctrina de la Iglesia católica sobre la Eucaristía, también por el hecho de que
las grandes afirmaciones de los capítulos doctrinales han sido formuladas en los cánones
como dogma de fe, según la revelación y la tradición de la Iglesia.

En el siglo XVIII con la Bula «Auctorem fidei», Pío VI condena los errores del
Sínodo de Pistoia, entre los cuales uno hace referencia al alcance dogmático del concepto
de transustanciación (DS 2629).

En el siglo XX la atención del Magisterio de la Iglesia hacia el misterio eucarístico


es rica en documentos y orientaciones. Destacamos los más importantes.

Pío X ofrece los documentos Sacra Tridentina Synodus de 1905 sobre la comunión
frecuente (DS 3375-3383) y Quam singulari sobre la primera comunión de los niños, en
1910 (3530-3536).

Del Magisterio eucarístico de Pío XII es justo recordar la encíclica Mediator


Dei sobre la sagrada liturgia (1947), con particular atención a la doctrina sobre el sacrificio
eucarístico (DS 3840-3855). En su famosa encíclica Humani generis sobre los errores
teológicos modernos (1951), hay una autorizada toma de posición por una clara explicación
católica de la presencia real (DS 3891). Hasta los últimos meses de su vida Pío XII tuvo
una vigilante atención a la sacralidad del misterio eucarístico y a la recta doctrina sobre la
presencia real y sobre la transustanciación.

Pablo VI en 1965 promulga la encíclica Mysterium Fidei sobre la presencia real y


sobre el sacrificio eucarístico, para condenar las interpretaciones minimalistas de la
transignificación y de la transfinalización. La encíclica de Pablo VI fue promulgada el día 3
de septiembre de 1965, que entonces era memoria litúrgica de san Pío X, Papa de la
Eucaristía. Esta Encíclica publicada la vigilia de la convocatoria de la última sesión
conciliar, estuvo precedida por autorizadas intervenciones del Papa durante los meses de
abril y junio del mismo año. Estas intervenciones fueron provocadas por las teorías que
fueron difundiéndose entre algunos teólogos, especialmente en Holanda, sobre la presencia
real y la transustanciación.

El Vaticano II en su Magisterio ha ofrecido una amplia cosecha de textos


eucarísticos que forman, en su conjunto, una rica y autorizada síntesis de teología cristiana.
En la doctrina del Vaticano II tenemos casi un centenar de textos sobre el misterio
eucarístico. El Documento Eucharisticum Mysterium (1967) ha ofrecido una síntesis
autorizada de esta doctrina conciliar. Muchos documentos de la reforma litúrgica
postconciliar tienen una estrecha relación con la fe eucarística y con la renovación de la
celebración de la Eucaristía. La fe tradicional no está resquebrajada, más bien se ha tratado
de ofrecer un enriquecimiento de los aspectos globales.

Entre estos documentos es preciso recordar la Constitución Missale Romanum que


sanciona la reforma del nuevo rito de la Misa, la introducción de la concelebración, de las
nuevas plegarias eucarísticas, de la comunión bajo las dos especies, etc. Históricamente se
debe recordar que una primera redacción de los Preliminares al Novus Ordo Missae (1969)
fue fuertemente criticada por algunos autores. Esto llevó a una notable revisión del texto de
la Constitución Missale Romanum (1970) con la añadidura de un Proemio y de la Institutio
Generalis del Misal Romano, con la corrección de algunos números, en particular de los
nn. 7, 48, 55...

Juan Pablo II ha enriquecido el Magisterio eucarístico de nuestros tiempos con


amplias intervenciones, a lo largo de todo su pontificado. El documento magisterial más
autorizado, emanado hasta ahora sobre el misterio eucarístico es, sin duda, la Carta a los
Sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1980, con el título Domenicae
Coenae, publicada el 24 de febrero de 1980, seguida por la Instrucción de la (entonces)
Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino Inaestimable donum (3 de
abril de 1980). Este documento toma posición decididamente contra los abusos litúrgicos y
propone de nuevo el misterio eucarístico según la doctrina tradicional de la Iglesia
confirmando algunos temas venerados en la teología de Juan Pablo II: la sacralidad de la
celebración, el sentido comprometido de la participación en el sacrificio, la Eucaristía
como bien supremo de la Iglesia, la relación entre Eucaristía y caridad fraterna, etc.

Este documento posee una rica documentación patrística y litúrgica en las notas que
dejan entrever a un gran experto como colaborador en la redacción (L. Ligier, SJ).

En el Catecismo de la Iglesia Católica tenemos una amplia exposición de la


doctrina católica sobre la Eucaristía. Ésta se encuentra en la segunda parte, en la sección
referente a los sacramentos. Dicho compendio ofrece de manera articulada tanto la riqueza
de la tradición, como la claridad del Magisterio de la Iglesia, con una atención particular al
sentido complementario de la visión del misterio por parte de Oriente y de Occidente.

La articulación de la exposición del Catecismo nos ofrece ya la clave de lectura de


una doctrina plenamente tradicional y renovada a la luz del Vaticano II:
Tras una breve introducción (nn. 1322-1323) se delinea la realidad de la Eucaristía
como fuente y culmen de la vida eclesial (nn 1324-1347) y se explican los diversos
nombres (nn. 1328-1332); se presenta la Eucaristía en la economía de la salvación, con una
breve síntesis de carácter bíblico: el pan y el vino, la institución y el memorial (nn. 1333-
1344). Se evidencia la continuidad de la estructura celebrativa de la Eucaristía, desde el
segundo siglo hasta la celebración actual (nn. 1345-1355). Se describe el sacrificio
sacramental en su dimensión trinitaria: acción de gracias al Padre, memorial del sacrifico
de Cristo y de la Iglesia, presencia de Cristo obrada por el Espíritu Santo (nn. 1356-1381).
Se presenta la Eucaristía como banquete de comunión (nn. 1382-1401). El tratado finaliza
con la presentación del misterio eucarístico en su dimensión escatológica (nn. 1402-1405).
La síntesis doctrinal comprende los nn. 1406-1419.

Esta breve reseña de los documentos más importantes del Magisterio de la Iglesia
nos servirá de punto de referencia en la exposición sistemática de los grandes temas del
misterio eucarístico; en el Magisterio, en efecto, encontramos la norma próxima de nuestra
fe; esto vale especialmente para la Eucaristía, cuya doctrina ha sido competentemente
definida en los aspectos más cualificados, como por ejemplo, sobre el sacrificio de la misa
y la presencia real del Señor en la Eucaristía 35.

II. MATERIA Y FORMA DE LA EUCARISTÍA

Como cuestión complementaria, y aunque el tema pueda ser tratado en otro lugar,
conviene recordar ahora algunos principios que afectan a la materia y a la forma de la
Eucaristía. El interés que sugiere tratar en este momento el tema, mejor que en el momento
de hablar de la presencia eucarística, está especialmente en las páginas dedicadas a la forma
de la Eucaristía y en ella a la plegaria eucarística.

1. La materia de la Eucaristía

La materia de la Eucaristía es descrita por el concilio de Florencia en el Decreto


para los Armenios (DS n. 1320): pan de trigo y vino de uva, mezclado con agua.

El pan

Según los relatos de la institución eucarística, Jesús instituyó la Eucaristía con pan y
vino. Con toda probabilidad Jesús se adecuó a la tradición judía, de la cena que precedía el
pan ácimo y el vino tinto, mezclado con agua, para temperar su fuerza. El pan era,
obviamente, de trigo. En el curso de la historia el uso del pan para la Eucaristía ha sido de
diferente calidad, manteniendo siempre el pan de trigo. Lo mismo se dice del vino, que más
allá del color se ha requerido siempre vino de la vid y no una bebida alcohólica, extraída de
otros frutos y aparentemente similar al vino.

Los occidentales han permanecido fieles al uso del pan ácimo. Los orientales, sin
embargo, han usado el pan fermentado. De esta variedad de usos ha brotado también en
ciertos momentos una gran polémica para justificar el uso del pan ácimo o del pan
fermentado. Para los occidentales las razones a favor del pan ácimo son, más allá del uso
hecho por el Señor, el sentido de pureza del pan no fermentado, según las palabras de Pablo
que recuerda la pureza pascual: «Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva;
pues sois ácimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que,
celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino
con ácimos de pureza y verdad» (1 Co 5, 7-8). Pero en el primer milenio, hasta el siglo XI,
también en Occidente se usaba el pan normal. Los orientales, sin embargo, justifican el uso
del pan fermentado para distinguirse de los hebreos, para expresar, por lo tanto, la novedad
de la comida pascual de Cristo Resucitado y para subrayar que se trata de pan que tiene en
sí el sabor del Espíritu Santo y se presenta mejor como signo de alimento.

En la Institución general del Misal Romano n. 282 se confirma la norma del uso del
pan ácimo por la Iglesia latina como única materia de la Eucaristía. Sin embargo, el n. 283
expresa el siguiente principio: «la naturaleza de signo exige que la materia de la
celebración eucarística se presente verdaderamente como alimento». Hay diversos intentos
en la Iglesia para hacer más adecuada esta doble exigencia del pan ácimo y de la forma del
alimento. El canon 924, § 2, precisa la naturaleza del pan que debe ser sólo de trigo y
elaborado recientemente, de modo que no haya peligro de alteración. El c. 926 recuerda la
obligación de celebrar en cualquier parte de la Iglesia latina con pan ácimo. En el Códice
de los cánones de la Iglesia Oriental (CCEO) c. 706 se habla de pan de trigo, hecho
recientemente.

El vino

Según las prescripciones de la Iglesia en la Institución General del Misal


Romano n. 284 y en el c. 924, § 1 y 3, la única materia válida para la Eucaristía es el vino
que debe ser puro, del fruto de la vid, natural y genuino, sin sustancias extrañas y no
alterado, mezclado con un poco de agua.

En la traducción latina el vino era mezclado con agua. La costumbre de mezclar el


agua con el vino viene probablemente de la antigüedad para temperar su fuerza, Dicho uso
parece ya indicado por Justino en la descripción de la celebración eucarística. Pero a este
uso se añaden varias simbologías que provenían de diversas tradiciones. Una se relaciona
con la «sangre y agua» que surgieron del costado de Cristo (Jn 19, 34). Otra proviene de la
teología eucarística de san Cipriano que ve en el agua mezclada con el vino del cáliz la
participación de la Iglesia en el sacrificio de Cristo: «Así pues cuando en el cáliz el agua se
mezcla con el vino, es el pueblo quien se mezcla con Cristo, es el pueblo de los creyentes
quien se junta y se une a aquél en quien cree. Esta mezcla, esta unión del vino y del agua
en el cáliz del Señor es indisoluble. Así la Iglesia, es decir, el pueblo que está en la Iglesia
y que fielmente, firmemente, persevera en la fe, no podrá ya ser separado de Cristo, sino
que le será fiel de un amor que de dos hará uno solo» (Epist. 63, 13). Una tercera
interpretación señala en el agua mezclada con el vino la doble naturaleza divina y humana
en Cristo, como parece sugerir la plegaria que acompaña actualmente el gesto de introducir
el agua en el vino: «El agua unida al vino sea signo de nuestra unión con la vida divina de
aquél que ha querido asumir nuestra naturaleza humana». La cuestión del significado
teológico y simbólico fue explicada por el concilio de Florencia en el Decreto para los
Armenios, el cual añade también el significado del agua como referida al pueblo según el
Apocalipsis (DS n. 1320).

En la tradición oriental tenemos hoy, sin embargo, la prescripción del uso del vino
purísimo, sin ser mezclado con agua (CCEO c. 706). Pero la tradición bizantina conoce
también el «zeon» o agua caliente mezclada con el vino de la primera comunión eucarística
como signo del fervor del Espíritu Santo. N. Cabasilas interpreta este gesto con las
siguientes palabras:

«Esta agua que no es sólo agua, sino que participa de la naturaleza del fuego, al
estar caliente simboliza el Espíritu Santo... Este rito eucarístico significa, pues, el misterio
de Pentecostés... Así a los sagrados dones, que ahora han alcanzado la perfección, se
añade esta agua simbólica» 74.

Según la prescripción del c. 927: «No es, en absoluto, lícito, incluso en el caso de
urgente y extrema necesidad, consagrar una materia sin la otra o incluso la una y la otra,
fuera de la celebración eucarística».

La consideración de la materia de la Eucaristía, a la luz de la Biblia y de la


institución por parte de Jesús, debe ser llevada a la altura teológica que se destina al tema.
Pan y vino, en su simplicidad sacramental, y en el denso significado simbólico a nivel
humano, bíblico y eclesial, nos recuerdan al mismo tiempo la realidad del banquete y del
sacrificio, o si queremos del banquete sacrificial en el cual la plena participación y
comunión con la víctima se cumple a través del gesto fuerte y altamente significativo, a
nivel antropológico, del comer y del beber al mismo tiempo. En esta comunión se expresa
la verticalidad de la relación con Cristo y con su sacrificio y la horizontalidad de la
comunión de todos los participantes en el único banquete y en la única víctima. La
Eucaristía subraya la perfecta comunión y la realización de esta comunión a través de las
realidades humanas fundamentales del alimento y de la bebida sagrada que suponen una
verdadera y comprometedora participación también de nuestra corporeidad.
La fuerza expresiva del banquete eucarístico debe ser puesta de relieve,
especialmente por la comunión en la Eucaristía bajo las dos especies del pan y del
vino, según las prescripciones de la Iglesia que suponen una cierta largueza que debería ser
siempre más favorecida por las Conferencias Episcopales 75.

Lo mismo se dice sobre el uso de la comunión con las hostias consagradas en la


misma Misa (Ibid., 56 h) y Eucharisticum Mysterium n. 31.

¿Inculturación de la materia de la Eucaristía?

La tentación de cambiar la materia de la Eucaristía ha estado siempre presente en la


Iglesia por diferentes razones. En la antigüedad los acuarios consagraban sólo con agua y
los artotiritas querían celebrar con pan y queso. Se debe decir que, a pesar de las
dificultades que la Iglesia tuvo en su expansión misionera para encontrar el pan y el vino
para la Eucaristía, ha sido siempre fiel al mandato del Señor. Hoy que no se dan problemas
para encontrar la materia de la Eucaristía la cuestión se presenta bajo el perfil de la
inculturación.

Se han planteado recientemente problemas acerca de una inculturación de la materia


del pan y del vino para sustituirla con materias que constituyen el alimento y la bebida
propios de las diferentes culturas.

El problema se presenta de manera equivocada cuando se habla de una imposición


de la materia de la Eucaristía a las Iglesias autóctonas de África y de Asia, por parte de una
Iglesia occidental. En realidad, en el caso de la Eucaristía, como en el caso de los otros
sacramentos, se trata simplemente de una aceptación en pleno de la cultura asumida por
Cristo para cumplir su revelación y para darnos la realidad sacramental de su economía de
salvación. Donde el Señor ha fijado claramente los elementos sacramentales, nosotros no
podemos cambiarlos. Y todos juntos, occidentales y orientales, romanos y africanos,
acogemos el don que Cristo nos hace. En la celebración eucarística no somos nosotros los
que disponemos nuestro alimento y bebida para el Señor, sino que es el Señor mismo quien
nos prepara a nosotros el alimento y la bebida de su cuerpo y de su sangre, los signos de su
sacrificio. Por eso, éstos deben ser conformes a su voluntad y no a la nuestra.

El tema ha sido suscitado también en los últimos años en el área protestante. Von
Allmen ofrece en su libro un estado de la cuestión y una respuesta pacata y serena.
También el BEM en el n. 28 hace una breve y discreta alusión al tema a nivel ecuménico.

La cuestión se hizo particularmente ardua en el área de las Iglesias africanas, hace


algunos años, ante la dificultad de celebrar la Eucaristía por la temida amenaza y chantaje
de prohibir la importación de trigo en el Zaire para poner en aprietos a la Iglesia. Sobre este
argumento cfr. la discusión, con amplia reseña de opiniones, y la propuesta del teólogo
africano L. Mpongo 76.

Nuevos problemas de carácter médico

Por cuanto respecta a la materia de la Eucaristía quedan abiertos algunos


problemas, especialmente a causa de algunas cuestiones de orden médico-sanitario.

Como es sabido, una sutil y escondida enfermedad, la celiaquía, o alergia al gluten


del trigo impide comulgar con hostias que contengan gluten.

Algunos sacerdotes que sufren de alergia al alcohol o para los cuales también la
mínima parte de alcohol en el vino es dañina, han planteado el problema de la posibilidad
de usar vino sin alcohol.

La cuestión ha sido objeto de una Carta de la Congregación para la Doctrina de la


Fe a todos los Presientes de las Conferencias Episcopales (18 de mayo de 1995).

En ella se dan algunas normas que hacen referencia tanto a la materia de la


Eucaristía, como a la situación de las personas que no tienen posibilidad de comulgar con
la materia válida.

1º. No son materia válida de la Eucaristía las hostias a las cuales se les ha quitado el
gluten. Son, por el contrario, materia válida si se ha conservado la cantidad suficiente de
gluten que garantice la panificación. Los sacerdotes y los fieles, afectados por la celiaquía,
pueden obtener la licencia del Obispo para celebrar y comulgar con dicho tipo de hostias.

2º. En lugar del vino fermentado pueden usar el mosto los sacerdotes que no pueden
por prescripción médica, tomar ni siquiera la mínima cantidad de alcohol en el vino 77.

2. La forma de la Eucaristía

El tema de la forma de la Eucaristía, requiere una explicación algo más compleja de


cuanto se encuentra generalmente en los tratados sistemáticos. Éste de hecho exige la
integración de alguna cuestión que hoy se ha convertido en importante para la comprensión
del tema, como es por ejemplo la plegaria eucarística.
Teológicamente podemos afirma que el fundamento de la forma sacramental de la
Eucaristía se encuentra en la ejecución de las palabras de Jesús: «Haced esto en memoria
mía». Esto, según la tradición de la Iglesia significa en su forma más plena: cumplir el
memorial con los mismos gestos del Señor, con la repetición de sus palabras, en un marco
de acción de gracias y de alabanza, como él ha hecho.

Históricamente se debe decir que lo que hoy llamamos la forma de la Eucaristía son
los mismos relatos de la institución, tal como se muestra en la exégesis histórico-literaria
son ya fórmulas breves y mnemónicas, por lo tanto, litúrgicas en uso en la primitiva
comunidad para celebrar el memorial del Señor. Sin embargo, en la antigüedad tenemos
algunos textos, como la Didaché y quizás la antigua anáfora de Addai y Mari, que no nos
han transmitido el relato de la institución en el interior de la plegaria eucarística. Tal
ausencia está justificada para algunos por la necesidad de observar la ley del arcano.
Justino en su Apología I, cap. LXVI parece indicar que la plegaria con la que son
eucaristizados el pan y el vino contiene la palabra del Señor, es decir, la narración de la
institución. A partir de la primera Anáfora occidental conocida, la de la Tradición
Apostólica, el relato de la institución aparece en todas las plegarias eucarísticas por
extensión, aunque sea con curiosas variantes tanto para el pan como para el vino.

Según el Magisterio de la Iglesia, expresado por el concilio de Florencia en el


Decreto para los Armenios se indican estas palabras: «Forma de este sacramento son las
palabras con las que el Salvador lo ha consagrado» (DS 1321). Pero en el Decreto para los
Coptos se añade, precisando la fórmula anterior, son consideradas como palabras que
constituyen la forma de la Eucaristía aquéllas que entonces se encontraban en el canon
romano ad litteram, es decir: Hoc est enim corpus meum; Hic est enim calix sanguinis mei,
novi et aeterni testamenti, mysterium fidei, qui pro vobis et pro multis effundetur in
remissionem peccatorum» (DS 1352).

Con la Constitución Apostólica Missale Romanum, del 3 de abril de 1969, Pablo VI


modificó algo estas palabras en el canon romano y en las otras plegarias eucarísticas,
añadiendo a la predicha fórmula latina sobre el pan quod pro vobis tradetur, y quitando de
la fórmula del cáliz la expresión mysterium fidei, puesta ahora al final de la consagración
como palabra del sacerdote a la cual el pueblo responde con la aclamación.

No entramos en la discusión casuística sobre el modo de pronunciar las palabras y


sobre las palabras precisas que es necesario, al menos, pronunciar para tener una
consagración válida. Consideramos como necesariamente válidas todas las palabras de la
consagración pronunciadas adecuadamente con los labios.

Creemos, sin embargo, oportuno extender la cuestión de la forma de la Eucaristía en


su contexto más adecuado para el cual nos parece obligado tratar a nivel teológico, aunque
sea brevemente, estas tres cuestiones que atañen a:

• la teología de la palabra,
• la teología de la plegaria eucarística en general,

• la teología de la epiclesis en especie.

Teología de la palabra eucarística

Un modo de revalorizar el tema de la forma de los sacramentos y de modo especial el de la


Eucaristía ha venido de manos del teólogo K. Rahner en su artículo Parola ed
Eucaristía 78. Nuestro autor pone de relieve cómo la forma de la Eucaristía es una
auténtica proclamación-predicación de la fe por medio de las palabras eucarísticas de Jesús.
Es aquel «proclamad la muerte del Señor» de la fórmula eucarística de Pablo. Ahora,
además de la teoría general sobre la composición de los sacramentos con una palabra eficaz
que proclama y cumple cuanto anuncia, en la Eucaristía tenemos una palabra especialísima
que Rahner llama el Urkerigma, o kerigma original, en cuanto que proclama el misterio
que está en el centro de nuestra fe, es decir, la muerte salvífica del Señor por nosotros: «el
cuerpo entregado... la sangre de la nueva alianza». De este modo la Eucaristía es también
la apoteosis de la Palabra el momento más alto de la Palabra en la Iglesia, porque en ella la
Palabra se hace carne. Una palabra pronunciada con fe, proclamada con la fuerza del
Espíritu Santo con la cual se tiene la máxima eficacia y la máxima densidad de la Palabra.
De tal modo que se puede afirmar que cada palabra en la Iglesia tiende hacia la Eucaristía.
En este sentido la Eucaristía es Palabra hecha carne. Y tras la pronunciación fonético–
consagratoria de las palabras, éstas quedan en la Eucaristía como adherentes al misterio. De
modo que también después de la consagración y mientras duran las especies sacramentales
materia y forma permanecen unidas y en el silencio también adorante de la Eucaristía es
preciso saber escuchar de nuevo la palabra que está en la Eucaristía: «éste es mi cuerpo
entregado por vosotros... mi sangre ofrecida por vosotros».

El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1375) expresa convenientemente con dos


textos patrísticos de Juan Crisóstomo y de Ambrosio la fuerza de la palabra del sacerdote
que, en el poder del Espíritu, cumple el misterio eucarístico.

Teología de la plegaria eucarística

La cuestión de la teología de las plegarias eucarísticas merece en el conjunto del


tratado teológico sobre la Eucaristía una atención particular. Sin embargo, aunque no
podamos dedicar a este tema el espacio deseado, queremos, al menos, ofrecer en síntesis las
líneas fundamentales, remitiendo para un tratamiento más exhaustivo a
la Bibliografía adjunta.
a. Las raíces y el desarrollo

Las raíces de la plegaria eucarística se encuentran en las plegarias de la liturgia


judía de las comidas, de la Cena pascual y también de las plegarias del templo. Más allá de
la evidente dependencia de la acción de gracias de la Cena pascual, como hemos indicado,
o de la Birkat-ha-mazon (E. Mazza), con la fórmula tripartita, bendición, acción de gracias
y súplica, diversos autores hacen remontar nuestra plegaria a la Todà, con la doble
expresión de proclamación y súplica; posiblemente expresada con plegarias de
proclamación, arrepentimiento y ofrenda que acompañan al sacrificio de alabanza zebah-
todà (C. Giraudo). Otros como L. Bouyer encuentran raíces en las plegarias matinales
del Yotzer con el canto de la Queduschà (Santo, Santo, Santo...), y la Tephillah, o Sermonè
Esrè, o plegaria de las dieciocho bendiciones, con intenciones de diversas intercesiones.

Más sabia es la sentencia de L. Ligier que afirma que, fundamentalmente, la Iglesia


ha querido cumplir lo que Jesús ha hecho en la Cena. El núcleo fundamental de la plegaria
eucarística es, pues, la narración de la institución, con otras partes que han sido añadidas
después.

En la Iglesia antigua se pasa de los primeros formularios, como el de la Didaché, a


las plegarias espontáneas (según un esquema lógico-interno), a la codificación de los
diversos formularios, los primeros de los cuales se encuentran en la Tradición
Apostólica, en las Constituciones Apostólicas y en el Eucologio de Serapión... Sólo la
antigua plegaria de los apóstoles Mar Addai y Mar Mari se distingue porque no tiene el
relato de la Institución.

A partir del siglo IV se forman las diversas tradiciones anafóricas con estructuras
propias, con una evolución y creatividad que alcanza en algunas iglesias hasta el medievo.
Entre las diferentes tradiciones anafóricas orientales recordamos las de la tradición
alejandrina (coptos y etíopes), las de la tradición siro-antioquena (particularmente rica), con
las diversas anáforas de las iglesias maronitas, caldeas y armenias. La tradición bizantina
ha conservado el uso de las dos venerables anáforas de san Juan Crisóstomo y de san
Basilio, a las cuales se añade alguna vez también la alejandrina de san Atanasio.

En Occidente, Roma ha mantenido la unidad del canon romano con la variedad de


prefacios. El rito ambrosiano poseía algunas particularidades en la anáfora del Jueves
Santo. La liturgia hispánica, sobre la base de una misma fórmula de consagración, tenía
diversas variantes en las inlatio y en el Vere sanctus y en el post-
mysterium o postridie, después de la consagración.

En la liturgia romana, con la reforma postconciliar, se introdujeron nuevas plegarias


eucarísticas en 1968. Otras fueron añadidas en 1975 y 1976 como plegarias para la
reconciliación y para las misas con niños. En 1973 una carta de la Congregación para el
Culto Divino fijó las normas sobre el uso y creación de las plegarias eucarísticas. Algunas
Conferencias Episcopales han obtenido el permiso para utilizar algunas plegarias por
diversas circunstancias. Las concedidas para la celebración del Sínodo de Suiza, han sido
aprobadas sucesivamente por otras naciones, y recientemente retocadas, con una nueva
versión original en lengua latina.

b. Carácter teológico de la plegaria eucarística

La plegaria eucarística es una plegaria presidencial, reservada al Obispo o al


presbítero. Es una plegaria en la cual se expresa el ministerio del sacerdote celebrante en
nombre de Cristo y de la Iglesia.

Sin embargo, para subrayar que se trata de una plegaria de toda la Iglesia, muchos
son los elementos que en las diversas liturgias son también propios del pueblo, como las
aclamaciones, distribuidas a lo largo de toda la plegaria eucarística y, con frecuencia,
numerosas. Recientes plegarias eucarísticas, como la de la misa con niños, han acogido este
sentido dialógico de la plegaria eucarística que subraya y solicita la participación del
pueblo.

c. Elementos de la plegaria eucarística

Teniendo presente la Institución General del Misal Romano n. 55, podemos


recordar cuáles son los elementos característicos de la plegaria eucarística en el rito romano
en orden lógico: a) La acción de gracias que se expresa especialmente en el prefacio; b) la
aclamación de la asamblea con el Sanctus; c) la epiclesis para pedir el Espíritu Santo a fin
de que transforme el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo; d) la narración de
la institución y la consagración; e) la anámnesis o memorial del misterio pascual de Cristo;
f) la oblación de la Iglesia que en el Espíritu Santo ofrece al Padre la víctima inmaculada y
a sí misma; g) las intercesiones, en comunión con la iglesia celeste y terrestre, por los vivos
y por los difuntos y h) la doxología final que expresa la glorificación de Dios y se concluye
con la aclamación del pueblo: Amén.

El Amén del pueblo, subrayado ya por Justino, era particularmente sentido y


solemne y en las iglesias sonaba, según el testimonio de Girolamo, como un trueno.

Todos estos elementos se encuentran en las diversas plegarias de Oriente y de


Occidente, pero con diversas combinaciones, como muestra este cuadro sinóptico.
ALEJANDRÍA ANTIOQUÍA CANON ROMANO ROMA. NUEVO

Diálogo Diálogo Diálogo Diálogo


Prefacio fijo Prefacio fijo Prefacio variable Prefacio
Intercesiones

Sanctus Sanctus Sanctus Sanctus


Vere sanctus Vere Sanctus 1ª Intercesión Vere sanctus
1ª Epiclesis 1ª Epíclesis: 1ª Epíclesis
Quam oblationem
Institución Institución Institución Institución
Anámnesis Anámnesis Anámnesis Anámnesis
2ª Epiclesis Epíclesis 2ª Epíclesis 2ª Epíclesis
Supplices
Intercesiones 2ª Intercesión Intercesiones
Doxología Doxología Doxología Doxología

d. Estructura teológica de la plegaria eucarística

En el centro de la plegaria eucarística se encuentra siempre el relato de la


institución eucarística como palabra-plegaria-acción de Cristo. Éste es actualizado en
el memorial-oblación que sigue a la consagración y responde al mandato del Señor:
«Haced esto en memoria mía». La Iglesia, pues, «celebrando el memorial, ofrece...»
Además la conciencia de la Iglesia, de celebrar el misterio de Cristo en la gracia y en la
fuerza del Espíritu Santo, se expresa en la epiclesis por la consagración de los dones, para
el agrado del sacrificio, para la santificación de la asamblea eucarística. Toda la plegaria,
desde el principio hasta el final, está invadida por un profundo sentido eucarístico
de acción de gracias, alabanza, memoria de las maravillas de Dios. Finalmente, la Iglesia
tiene conciencia de celebrar el misterio en comunión con todos los fieles, vivos y difuntos y
de orar para que el fruto de la Eucaristía alcance a todos hasta el don de la vida eterna; esto
se da por medio de las intercesiones. La doxología concluye solemnemente la plegaria de
alabanza dirigida al Padre, a través de la mediación de Cristo y en la unidad del Espíritu
Santo, en la santa Iglesia.

De esta simple enumeración de los elementos y de su íntima relación teológica, se


puede creer fácilmente que sólo en el conjunto de la plegaria eucarística, con los textos de
la tradición de la Iglesia o aprobados por ella recientemente, podemos captar el profundo
sentido material y formal de las palabras de la consagración. Fuera de este marco están
privados de su genuino y perfecto sentido. Por eso el uso de plegarias no aprobadas es
ilícito y el riesgo de usar plegarias de dudosa validez sacramental, debe hacer a los
sacerdotes y a los fieles usar las plegarias aprobadas por la Iglesia.

Bibliografía:

Para los textos de las plegarias eucarísticas de la tradición y de la actualidad cfr.,


además del citado libro de

• L. BOUYER, A. HANGGI-I. PAHL, Prex eucharistica. Textus e variis liturgiis antiquioribus


selecti. Ed. Universitaires, Friburgo 1968; Preghiere eucaristiche della tradizione cristiana,
Messaggero, Padua, 1983; Pregare l’Eucaristia. Preghiere eucaristiche di ieri e di oggi,
Brescia, Queriniana, 1982.

• V. MARTÍN PINDADO-J.M. SÁNCHEZ CARO, La gran oración eucarística. Textos de ayer y


de hoy, Madrid, La Muralla, 1969.

• L. MALDONADO, La plegaria eucarística. Estudio de teología bíblica y litúrgica sobre la


misa, Madrid, BAC, 1967.

• E. MAZZA, Le odierne preghiere eucaristiche, Bologna, Dehoniane, 19912.

• ID., L’anafora eucaristica, Roma, ELV, 1992; Segno di unità. Le più antiche eucaristie
delle chiese, Edizioni Quiqajon, 1996.

• AA.VV., Proclamiamo la tua risurrezione. La preghiera eucaristica, Roma, Edizioni


liturgiche, 1992.

• J. CASTELLANO, La spiritualità della preghiera eucaristica, en Ibidem, pp. 67-111.

• ID., Teología y espiritualidad de las plegarias eucarísticas. El testimonio de Oriente y de


Occidente, en «Revista de espiritualidad» 54, (1995), pp. 45-74.

e. La epiclesis

Una cuestión importante y polémica inserta en los temas que hacen referencia a la
forma de la Eucaristía es el valor de la epiclesis eucarística para la consagración de los
dones. Dicha cuestión se presenta de forma polémica, referida a las diferencias de
opiniones entre occidentales y orientales; para los primeros sólo las palabras de la
consagración tienen una fuerza sacramental; para los orientales es la epiclesis la que
consagra los dones eucarísticos. Propuesta de este modo la cuestión parece demasiado
superficial y en parte queda superada. Conviene, pues, explicar mejor el sentido de las
cosas.
Como hemos visto, la epiclesis es una invocación hecha por la Iglesia al Padre a fin
de que envíe el Espíritu Santo para cambiar el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de
Cristo. El puesto de la epiclesis es variable, según las diversas tradiciones. En la tradición
alejandrina y en el canon romano, aunque se dé de una manera más bien escondida, la
invocación al Espíritu es doble: una primera de la consagración (Quam oblationem...), para
la consagración de las ofrendas, una segunda después de la anámnesis y la oblación, para
pedir la santificación de los comulgantes y la aceptación del sacrificio (Supplices te
rogamos...).

En la tradición antioquena, y de modo especial, en las Anáforas de san Juan


Crisóstomo y de san Basilio, se da una única epiclesis omnicomprensiva que se encuentra
después de las palabras de la consagración, la anámnesis y la oblación. El terno de esta
epiclesis es de una gran expresividad y solemnidad y suena como una auténtica plegaria de
consagración, según las palabras de la Anáfora de san Juan Crisóstomo que es una de las
más representativas de la tradición antioquena, y la más conocida en Oriente.

«De nuevo te ofrecemos este sacrificio espiritual e incruento, te invocamos, te


pedimos, te suplicamos: Envía tu santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones puestos
sobre el altar. Haz de este pan el precioso cuerpo de tu Cristo, y de lo que hay en este cáliz
la preciosa sangre de tu Cristo, trasmudándola por virtud de tu Santo Espíritu, a fin de que
para aquéllos que los comulgan sean prenda de purificación para el alma, remisión de los
pecados, comunicación del Espíritu Santo, alcance del reino de los cielos, título de libre
confidencia ante ti y no motivo de juicio y de condena».

El tenor de esta plegaria, después de las palabras de la consagración, parece atribuir en este
momento y a la acción del Espíritu la consagración de los dones. Tanto más que la
bendición del sacerdote, el canto, las mismas ceremonias y gestos de los celebrantes y del
pueblo (a la vez que la postración profunda), subrayan todavía hoy en las iglesias ortodoxas
el momento culminante de la consagración.

Si consideramos, pues, la convicción de los orientales, alimentada por estas


palabras y, por otra parte, consideramos que las epiclesis del canon romano están un tanto
escondidas y la referencia explícita al Espíritu Santo es nula, es normal que se haya creado
por la praxis litúrgica una interpretación teológica diferente. Para los latinos medievales era
impensable atribuir la consagración a la epiclesis que prácticamente no conocían. Para ellos
la consagración se daba mediante las palabras de la institución.

Para los orientales, sin embargo, era lógico atribuir, sin negar la eficacia de las
palabras de la institución, la plenitud de la consagración de los dones a las palabras de la
epiclesis y a la acción del Espíritu Santo.

Una reflexión más profunda debe llevar hoy a insistir sobre el sentido de las
palabras y sobre el momento de la consagración y sobre la necesaria acción del Espíritu
Santo invocado en la epiclesis a partir de una reflexión teológica en la cual emergen estos
datos.
1. Según los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente el cambio del pan y del
vino es atribuido a las palabras del Señor y a su omnipotencia, y a la fuerza transformadora
del Espíritu Santo. Justino habla de las palabras del Señor. Ireneo insiste en la invocación
del Espíritu. La Tradición Apostólica refiere después de la consagración una epiclesis
consagratoria. Los Padres Orientales como Juan Crisóstomo hablan de la eficacia del
trueque del pan y del vino. Es esta doble convicción la que ordena, aunque de modo
diverso, en la plegaria eucarística el sentido de las palabras de la consagración y las de la
epiclesis. La conciencia de la necesidad de la acción del Espíritu Santo para el cambio del
pan y del vino, es afirmada en línea con la teología pneumatológica que atribuye al Espíritu
Santo el poder para hacer nuevas todas las cosas y que junto con Cristo está presente y
actúa en la Encarnación, en el Bautismo, en la Pasión, en la Resurrección y en Pentecostés.
Toda obra de salvación se cumple en el Espíritu Santo. Por lo tanto, también la Eucaristía.
La epiclesis subraya esta verdad y expresa y propone en una humilde plegaria esta
conciencia teológica.

2. La tradición alejandrina anticipa una epiclesis pre-consacratoria sacando a la luz


claramente la necesidad de la acción del Espíritu Santo y coligando esta primera epiclesis a
las palabras del cántico de los serafines: «Sanctus... Benedictus... Qui venit... Pleni
sunt...» («santifica, bendice, ven, llena...»)

3. La tradición antioquena, siguiendo un esquema trinitario en la exposición de la


economía de la salvación de las anáforas, sólo después de las palabras de Cristo y su
memorial, recuerda la acción del Espíritu Santo, poniendo énfasis en resaltar una
continuidad entre el misterio pascual, evocado en la anámnesis, y la realización de
Pentecostés, revelada y actualizada en la epiclesis con la venida del Espíritu Santo.

4. En la diversa posición teológica del Oriente bizantino y de la tradición latina,


tenemos quizás algún subrayado. Occidente quiere subrayar que el sacerdote actúa en la
persona de Cristo (pero lo hace también en la fuerza del Espíritu Santo). El Oriente
bizantino quiere poner de relieve que el misterio eucarístico no es una obra humana, sino
una acción del Espíritu Santo.

5. Sin embargo, esta tradición subraya también la solemnidad de las palabras de la


consagración a las cuales el pueblo se une con un doble Amén.
6. En realidad en ambas tradiciones, pero con diversos matices, y en la diversa
manera de expresar en continuidad discursiva con la plegaria eucarística la doble acción, se
pone de relieve que la Eucaristía es obra de Cristo y de su Espíritu. La eficacia de la acción
sacramental y sacrificial ha de atribuirse a la palabra de Cristo y a la acción del
Espíritu, proferidas por el sacerdote.

7. Muy oportunamente precisa L. Bouyer: «Durante mucho tiempo Oriente y


Occidente se han encontrado en oposición sobre este punto: saber si la Eucaristía era
consagrada con la recitación de las palabras de la institución sobre el pan y el vino, o bien
con la plegaria de la epiclesis, que invoca sobre ellos la venida del Espíritu. Seguramente es
preciso responder que toda la realidad de la Eucaristía procede de la sola palabra divina,
proferida en el Hijo que nos da su carne como alimento y su sangre como bebida. Pero esta
realidad es dada a la Iglesia, como la realidad prometida en su «eucaristía», a la plegaria
con la cual ella se adhiere en la fe a la palabra salvadora. Y el objeto último de esta plegaria
es que el Espíritu Santo de Cristo hace en nosotros viviente la palabra de Cristo. En otros
términos, el consagrador de todas las eucaristías queda solo Cristo, Palabra hecha carne,
en cuanto que él es el dispensador del Espíritu, porque se ha entregado a la muerte y ha
resucitado mediante el poder de este mismo Espíritu. Pero en el conjunto inseparable de la
Eucaristía, esta Palabra evocada por la Iglesia y su plegaria que invoca la realización de la
Palabra con la fuerza del Espíritu Santo, se unen para la realización misteriosa de las
promesas divinas» (Eucaristía... pp. 473-474). Con idéntico espíritu irénico y ecuménico P.
Congar sintetiza: «En el fondo, toda consagración se cumple por medio de las palabras del
Señor, pronunciadas una vez por todas en la Última Cena y de ellas, referidas por el
sacerdote, el Espíritu Santo actualiza la eficacia en nuestras celebraciones».

8. Hoy podemos decir con certeza que la polémica ha decaído algo por parte de los
católicos. Nosotros creemos que la consagración se realiza mediante la acción de Cristo y
del Espíritu. Y que esta acción conjunta se expresa en la plegaria de epiclesis y en la
proclamación de las palabras de la institución. Las nuevas plegarias eucarísticas han puesto
de relieve este obligado equilibrio, con la primera epiclesis antes de la consagración, en la
línea tradicional alejandrina y del mismo canon romano, pero con mayor claridad. Por otra
parte, las plegarias de la tradición antioquena están en uso entre las iglesias orientales
católicas sin que esto suponga un perjuicio a la fe común en la acción de Cristo y del
Espíritu en la Eucaristía.

9 El Catecismo de la Iglesia Católica propone este título significativo para hablar


de la presencia eucarística: La presencia de Cristo obrada por el poder de su Palabra y del
Espíritu Santo (n. 1373). Y cita, hablando de la epiclesis 79 este texto de Juan Damasceno:
«¿Tú preguntas de qué modo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino... en la
Sangre de Cristo? Te lo digo yo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza lo que supera toda
palabra y todo pensamiento... Te basta saber que esto sucede por obra del Espíritu Santo,
del mismo modo que de la Santa Virgen y por medio del Espíritu Santo, el Señor, por sí
mismo y en sí mismo asume la carne» 80.

APÉNDICE: LA CONCELEBRACIÓN: CUESTIONES TEOLÓGICAS Y LITÚRGICAS

La concelebración eucarística es una forma, bastante corriente hoy, de celebración


del sacrificio eucarístico en la cual muchos sacerdotes ofrecen juntos el santo sacrificio. En
su forma litúrgica actual y en la frecuencia con que es celebrada, tras su amplia extensión a
partir del Vaticano II representa, ciertamente, una novedad respecto a la antigüedad
cristiana y a la práctica residual que allí había permanecido, antes y después del concilio de
Trento. Hoy incluso cuando la práctica de la concelebración es pacífica y está regulada por
la doctrina de la Iglesia, se dan algunos problemas de orden histórico, litúrgico y teológico
que merecen también una breve ilustración.

1. El problema histórico

La existencia de una celebración de la Eucaristía presidida por un Obispo o


presbítero en la cual participan otros obispos y sacerdotes, parece acertada por diversos
testimonios. Tal parece el contenido de un testimonio de Eusebio a propósito del Papa
Aniceto que ofreció a Policarpo presidir la celebración eucarística en Roma 81. Más
explícito es el testimonio de la Tradición Apostólica, cap. 4, a propósito de la celebración
de la consagración del Obispo en la cual los obispos y presbíteros participan de la
Eucaristía. Otros testimonios se encuentran en los libros litúrgicos de la Iglesia romana
como son los Ordines Romani.

Menos claras son las noticias referentes al modo preciso de la concelebración y la


forma de participar en ella por parte de los sacerdotes. También por lo que respecta a los
ritos orientales la tradición de la concelebración es cierta, las formas permanecen
ambiguas. Algunas iglesias parece que no conocen una verdadera y propia concelebración
sacramental compartida por todos los sacerdotes participantes, como parece comprobado en
la iglesia armenia, incluso cuando los sacerdotes están en torno al altar.

De las rúbricas de las Ordines Romani se deduce que la concelebración se


manifestaba con algunos gestos comunes, como la posición de los sacerdotes en torno al
altar, o la elevación de la patena por parte de los sacerdotes durante el canon, uniéndose a la
recitación de las plegarias junto al celebrante principal. El uso de la concelebración en
Occidente, reservado a algunas grandes solemnidades, pero siempre más rarefacto,
prácticamente desaparece en el medievo y se conserva sólo a nivel sacramental en el rito
latino en la ordenación del Obispo y en la ordenación de los neosacerdotes. Por el
contrario, se conserva en algunos lugares un tipo de concelebración denominada ritual pero
no sacramental, en la cual, los sacerdotes, revestidos de sus vestiduras, participan en la
concelebración de la Eucaristía sin que haya allí intención de concelebrar
sacramentalmente. Por cuanto respecta a la concelebración en Oriente, la situación es más
compleja y parece que ha habido y subsisten formas de concelebración sacramental y de
concelebración puramente ritual.

Antes de la reforma conciliar, el c. 803 del CIC de 1917 reconocía la existencia de


la concelebración sólo en el caso de la consagración episcopal y de las ordenaciones
sacerdotales.

Cuando hacia los años cincuenta de nuestro siglo, en la renovación teológica avanza
el deseo de restablecer más ampliamente la concelebración, probando formas menos claras
de expresar la concelebración ritual-sacramental, reduciéndola a las misas comunitarias de
más sacerdotes asistentes a la misa de un presbítero, o en la forma de misas sincronizadas,
el Magisterio de la Iglesia con el Papa Pío XII confirma algunos principios fundamentales.

– El 2-11-1954 con la alocución Magnificate Dominum rechazaba la teoría de


algunos teólogos según los cuales una misa en la cual participasen muchos sacerdotes,
aunque no diciendo las palabras de la consagración equivalía a una concelebración
sacramental 82.

– El 22-9.1956 en el Discurso al II Congreso de Pastoral Litúrgica de Asís


confirmaba la necesidad de pronunciar por parte de todos los concelebrantes las palabras de
la consagración y de unirse de este modo a la celebración y ofrenda del sacrificio de Cristo
83. Dicha doctrina, contra toda indecisión y todavía válida hoy, era confirmada por una
dudosa propuesta a la S.S. del Santo Oficio, de 27 de mayo de 1957, a la cual se respondía
con estas palabras: «Ex institutione Christi ille solus valide celebrat, qui verba
consecratoria pronunciat» (DS 3928).

En la constitución Sacrosanctum Concilium, nn. 57-58, se restablecía ampliamente


la concelebración en la Iglesia y con el Decreto Ecclesiae semper, de 7 de marzo de 1965,
se promulgaba el nuevo rito de la concelebración, precisado ulteriormente en la IGMR nn.
161-208 y en la Declaración sobre la concelebración de 7 de agosto de 1972.
La disciplina litúrgica actual referente a la concelebración eucarística no es una
simple vuelta al pasado, sino que en realidad posee una cierta novedad y es un legítimo
desarrollo de las formas antiguas tanto por cuanto respecta al ritual de la concelebración,
como por la frecuencia misma de la concelebración. Tienen, pues, razón los teólogos y los
historiadores de la concelebración al considerar que la concesión del Vaticano II ha ido
bastante más allá de los datos de la tradición. Se equivocan, sin embargo, aquéllos que no
quieren reconocer en esto un legítimo desarrollo teológico y litúrgico, cumplido por la
Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo.

2. La teología de la concelebración

El sentido teológico de la concelebración, ha sido propuesto en los recientes


documentos de la Iglesia reafirmando la triple unidad que ella expresa: la unidad del
sacrificio, la unidad del sacerdocio y la unidad del Pueblo de Dios. Verdaderamente, dicha
doctrina se encuentra expresada por santo Tomás en la Suma Teológica III, q. 82, a. 2 ad 2
y 3. En efecto, como confirma el doctor Angélico «multi (sacerdotes) sunt unum in
Christo», todos, de hecho, actúan en la misma persona de Cristo.

Un problema que se plantea hoy sobre la concelebración es éste: ¿cuántos


sacrificios se ofrecen en una concelebración, tantos cuantos sacerdotes concelebrantes
haya, o bien, un solo sacrificio? La respuesta más cuerda, en la línea de santo Tomás, es la
de la unidad del único sacrificio que viene del único sacerdote. Dicha respuesta no pone en
dificultad el poder percibir el estipendio por parte de cada uno de los sacerdotes
concelebrantes, lo que es en realidad una norma eclesiástica y depende de las costumbres
de las iglesias.

A esta cuestión teológica y a su lógica respuesta, algunos teólogos querrían añadir


una observación de carácter teológico, espiritual y eclesiológico, más o menos en estos
términos. Si la concelebración de muchos sacerdotes es un solo sacrificio, sería mejor no
concelebrar, sino celebrar singularmente para no privar a Dios y a la Iglesia de los fines y
de los frutos que corresponderían a tantas celebraciones como serían las misas de los
sacerdotes individuales. Se trata de un argumento sutil, pero ante el cual, quizás, no es
preciso ceder con demasiada credulidad casi insinuando que la concelebración reste valor
al sacrificio de Cristo y que en el fondo sería mejor disminuir el número de concelebrantes
para aumentar el número de los sacrificios de la misa.

Digamos que si infinito es el valor de cada sacrificio, infinito es también el valor de


una misa concelebrada. Tanto una única misa concelebrada como los diferentes sacrificios
de las misas singulares dependen de los méritos infinitos de Cristo y de la actual
participación de los sacerdotes. Se tratará siempre de valorar al máximo, tanto en las misas
singulares como en las misas concelebradas, esta plena y espiritual participación.
Cuantificar el valor infinito de tantas misas singulares en confrontación con una
concelebración parece arduo. Ciertamente, mucho depende de la calidad de la participación
de los celebrantes y de los concelebrantes; y esto se aplica en la misma medida para la misa
singular como para la concelebración. La Iglesia es sabia y ofrece la necesaria libertad para
concelebrar y para celebrar de manera singular la misa. Está claro que la concelebración
ofrece también notables ventajas, no sólo pastorales y funcionales, sino también teológicas
y espirituales, especialmente en orden a favorecer y manifestar la dimensión de la
comunidad sacerdotal y la unidad del Pueblo de Dios. Por otra parte es verdad, y la
cuestión fue observada hace tiempo por Max Thurian, conviene que el sacerdote no
concelebre siempre, corriendo el riesgo de empobrecer su dimensión de presidente de la
asamblea, sino que sepa celebrar solo, poniendo en acto cuanto comporta su plena
participación en la celebración eucarística. El equilibrio es necesario, incluso a nivel
espiritual y pastoral entre la concelebración y la celebración individual de la misa,
especialmente con el pueblo.

3. Dimensión litúrgica

La actual disciplina de la concelebración en el Rito romano expresa claramente la


voluntad de la Iglesia en el modo de participar en la concelebración. Se trata, pues, de una
concelebración sacramental expresada de manera coherente con determinadas formas
rituales. Ella requiere esencialmente, según el citado Decreto del S. Oficio, que todos los
sacerdotes concelebrantes pronuncien las palabras de la consagración. Sin dicha
participación no se da una verdadera concelebración sacramental. Además, todos los
sacerdotes deben participar en la plegaria eucarística según las fórmulas prescritas y
comulgar bajo las dos especies. A estas dos condiciones de máxima importancia, es preciso
añadir también la norma de concelebrar según las otras prescripciones de la Iglesia. Fuera
de estas condiciones la concelebración ritual y sacramental, hecha, por lo tanto, según la
voluntad de la Iglesia, en realidad no existe.

Bibliografía esencial:

• M. AUGE, Concelebrazione, en NDL pp. 259-269, con bibliografía.

• C. VAGAGGINI, Il valore teologico e spirituale della concelebrazione, en «Rivista


liturgica» 52 (1965) pp. 189-219.

Muy interesante para el estudio de los ritos orientales:

• M. HANNSENS, De concelebratione missae in ritibus orientalibus, en «Divinitas» 10


(1966) 482-559.
Desde el punto de vista teológico y pastoral cfr.

– Documento de la Comisión Episcopal de Liturgia del Canadá: La concélébration.


Repères théologiques pour une pratique renouvelée, en «Notitiae» 29 (1993) pp. 187-243.

CAPÍTULO SEGUNDO

LA PRESENCIA REAL DE CRISTO EN LA EUCARISTÍA

Sumario: La exposición se articula en los siguientes puntos: 1. Panorama histórico


de la fe en la presencia real y de las explicaciones del Magisterio y de la teología. 2. El
dogma de la presencia real: A. La presencia real. B. La transustanciación. C. Corolario de
la presencia eucarística. 3. Algunas investigaciones teológicas sobre la presencia real y
sobre la transustanciación. Apéndice: El culto eucarístico fuera de la misa.

Bibliografía: Cfr. en general los manuales, con las otras obras que serán citadas. Se
trata de una cuestión generalmente expuesta con amplitud, dada su importancia.

PREMISA. El memorial de la pasión gloriosa del Señor comporta su presencia, con su


cuerpo y su sangre, según el sentido genuino de las palabras de la institución, como han
sido comprendidas por la Iglesia apostólica. La misma comunión eucarística con Cristo y
con su sacrificio, exige que esto suceda no mediante un símbolo sin realidad, sino con el
realismo que requiere la «koinonia» con el cuerpo y la sangre del Señor (1 Co 10, 16). El
tema de la presencia eucarística, visto ya ahora a nivel bíblico y patrístico, y comprendido
en la realidad del memorial, es estudiado ahora expresamente, en su problemática
teológica.

Tres son en realidad las grandes cuestiones implicadas en este capítulo esencial del
tratado, como se han presentado a lo largo de la historia y a las cuales ha dado una
respuesta adecuada el Magisterio de la Iglesia:

1. El hecho de la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

2. El modo como se da esta presencia. Ambas cuestiones están conexas.

3. Las consecuencias o corolario que siguen de estos dos principios y que hacen referencia
a la duración de la presencia y la veneración del sacramento.
Efectivamente, nos preguntamos en primer lugar, ¿qué está contenido en la Eucaristía, o
mejor, qué se hace presente en la Eucaristía? Después nos preguntamos ¿cómo se puede
realizar esta presencia, qué relación existe entre los elementos eucarísticos del pan y del
vino y la Persona del Señor, entre el cuerpo y la sangre de Cristo, y el pan y vino del altar?
En consecuencia, se ponen de relieve algunas expresiones de la fe, como la veneración por
el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, la conservación de las especies
sacramentales, la duración de la presencia...

Ya desde la antigüedad cristiana, la pregunta sobre el sentido preciso de las palabras


del Señor, crea una teología que trata de captar, desde la inteligencia de la fe, el profundo
sentido del misterio, inserto en el memorial del Señor. La celebración eucarística no es
un milagro del cual se pueden constatar los efectos sobrenaturales, sino un misterio que es
preciso creer, porque aparentemente nada cambia en el pan y en el vino, según la
percepción de nuestros sentidos. La teología eucarística trata de formular la relación entre
la realidad y las mediaciones simbólicas.

La raíz del tema está totalmente en el dualismo con el cual se nos presenta la
Eucaristía: afirmación de la presencia, del sacrificio, de la comunión del cuerpo y sangre
del Señor; por otro lado tenemos la necesaria verificación de la permanencia del pan y del
vino, según la percepción de nuestros sentidos. Dicho dualismo aparece en las palabras
mismas de la revelación eucarística, donde se enlaza un dualismo verbal. Se habla, en
efecto, de la fracción del pan, de la bendición del cáliz, de partir el pan y de beber
el vino del cáliz; pero se afirma que se trata de la realidad o sustancia
del cuerpo y sangre de Cristo. Estas palabras indican la realidad; aquéllas el aspecto
sacramental y simbólico.

A lo largo de la historia de la Iglesia este dualismo suscitará la adhesión de la fe y


de la búsqueda del lenguaje y de las explicaciones teológicas. En efecto, los cristianos, por
confiarse a la omnipotencia de Dios, tratan de elaborar una formulación racional y
razonable del misterio. El primer milenio, menos racionalista, abunda en las explicaciones
de fe y en la acogida del misterio. El medievo introduce un sistema filosófico para explicar
el sentido de este dualismo. Nuestro siglo ha preferido emprender otras vías en la
comprensión del misterio, tal vez sin respetar el sentido genuino de la realidad.

No siempre en la Iglesia se ha conservado el sentido profundo del equilibrio entre


símbolo y realidad en la Eucaristía. Una afirmación totalitarista de la realidad de la
presencia, puede conducir a un concepto carnal, «cafarnaítico» de la presencia que no
respete el sentido obvio del sacramento. Una acentuación del simbolismo, pone en peligro
la confesión de la fe en el realismo del don y de la presencia del donante para reducirlo
todo a una apariencia o a una convicción subjetiva de la fe. El Magisterio de la Iglesia ha
desarrollado un papel de profundización y de equilibrio de la verdad total. Ha descartado
las formulaciones insuficientes del misterio, tanto por exceso como por defecto. Ha
condenado toda tendencia que quiera vaciar de realismo la Eucaristía. Ha formulado,
respetuoso con el misterio, el dogma de la presencia y su coherente explicación que es la de
la transustanciación. Pero para comprender adecuadamente el alcance de la doctrina de la
Iglesia es necesario estudiar con mucho cuidado las formulaciones y encuadrar su
enseñanza. Por eso también una, aunque breve, panorámica histórica es cuanto más
necesaria a la comprensión de los problemas.

I. PANORAMA HISTÓRICO

1. La antigüedad cristiana

En primer lugar, por cuanto hace referencia al hecho de la presencia. En los textos
eucarísticos de los Padres y de la liturgia de la Iglesia, nos encontramos con el mismo
dualismo revelado en los textos bíblicos. Se afirma con toda claridad la presencia del
cuerpo y de la sangre del Señor, y la dimensión sacramental del pan y del vino. ¿Cómo
traducir, pues, la relación entre la realidad y los signos sacramentales? Igual que para otras
realidades sacramentales, como es el caso del bautismo, se utiliza la terminología que
indica la verdad del contenido y la diversidad del modo. Los términos son similares a los
utilizados para expresar la relación entre el sacrificio de la cruz y el sacrificio eucarístico.
En griego: omoioma (semejanza), eikon (imagen), typos, antitypos, símbolo; otras palabras
son las correspondientes en lengua latina: figura, forma, imago, exemplum, similitudo,
species, sacramentum, mysterium... 84

El sentido obvio de estas expresiones es que no se niega la realidad, sino que se


propone de nuevo en el sentido sacramental con el que nos es dada. Contribuye a establecer
esta diferencia la obvia constatación de que el modo de la presencia eucarística del Señor
es diferente de su presencia puramente divina, de la encarnada durante su vida pública, y de
la gloriosa, después de la resurrección que es, finalmente, la escatológica con la cual él está
a la diestra del Padre. También realmente presente, como está en el cielo, sucede en el
sacramento y a través de los signos sacramentales. La diversa terminología expresa bien
esta diferencia.

Por cuanto se refiere al camino o modo de realizarse la presencia, están los verbos
simples: eucaristizar, bendecir, santificar, hacer; u otros más enérgicos: convertir, con la
palabra griega ghinestai...

Dichas expresiones son utilizadas por los Padres en sentido apologético, o en


sentido catequético, cuando se trata de ofrecer la verdad a los paganos o a los neófitos; o
bien, en un lenguaje puramente litúrgico, cuando con las palabras de la anáfora, se pide a
Dios que esto se haga o se constata en la fe que se ha verificado.
Para indicar el paso de una realidad a otra, a menudo, los Padres utilizan los verbos
compuestos con la partícula «meta» en griego, en latín «trans». Hay toda una serie de
palabras clave usadas en los textos de la antigüedad cristiana: poiein, metapoiein
(conficere), metastoicheioin (transleementare), metaballein (transmutare o convertere),
metithesis (transpositio), metaplasseis y metamorphosis (transformatio), metarrithmesis
(translatio)... 85

A menudo, el modo de explicar lo que sucede en la mutación eucarística es de


carácter catequético o apologético y se reduce a ejemplos, no siempre del todo claros: se
propone un paralelismo entre la Eucaristía y la unión hipostática con la asunción de la
humanidad por parte del Verbo, o la asimilación hecha por el cuerpo humano con el
alimento... El hecho del cambio lo ilustran los Padres a partir de la omnipotencia de Dios
como se manifiesta en la creación de la nada, en el germinar de la vida en las plantas, en el
misterio de la encarnación, en la potencia manifestada por Cristo en sus milagros y en la
transformación de su resurrección gloriosa; y lo atribuyen o bien a la fuerza de la palabra
omnipotente y a la acción de Cristo, o bien al poder del Espíritu Santo.

Finalmente, por cuanto hace referencia a las consecuencias de la presencia en las


especies eucarísticas, recordamos la fe de la Iglesia que cree en la permanencia de la
presencia eucarística: la comunión es llevada a los enfermos; a veces la Eucaristía es
conservada en casa para la comunión; se tiene cuidado de los fragmentos eucarísticos...

Los Padres ilustran tanto el realismo de la presencia como el simbolismo de las


especies sacramentales.

Documentamos con algún texto patrístico estas verdades recurriendo a cuatro


testimonios de la fe, dos de Oriente y dos de Occidente, muy conocidos por su sensibilidad
en el campo de la catequesis.

Cirilo de Jerusalén en su catequesis sobre la Eucaristía se expresa así: «Jesús mismo


se ha manifestado diciendo del pan: «Éste es mi Cuerpo». ¿Quién tendría el coraje de
dudar? Él mismo lo ha declarado: «Ésta es mi sangre». ¿Quién es el que lo pondría en duda
diciendo que no es su sangre? Él, por su voluntad, transformó en Caná de Galilea el agua
en vino, y ¿no es digno de fe si cambia el vino en sangre?... Con toda seguridad
participamos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Bajo la especie del pan te he dado el
cuerpo, y bajo la especie del vino te he dado la sangre, para que tú te hagas, participando en
el cuerpo y en la sangre de Cristo un solo cuerpo y una sola sangre con Cristo... No hay que
considerar como simples y naturales dicho pan y dicho vino: son, por el contrario, según la
declaración del Señor el cuerpo y la sangre. Aunque los sentidos te lleven a esto, la fe, sin
embargo, te sea firme» 86.

Así, Juan Crisóstomo afirma el poder de las palabras de la consagración en una de


sus célebres homilías: «No es el hombre quien hace de las ofrendas el Cuerpo y la Sangre
de Cristo, sino que es Cristo mismo quien ha sido crucificado por nosotros. El sacerdote,
figura de Cristo, pronuncia aquellas palabras, pero su virtud y su gracia son de Dios. Esto
es mi cuerpo dice. Esta palabra transforma lo ofrecido». Anteriormente había afirmado la
presencia de Cristo en el sacerdote: «Ahora está presente Cristo que adorna la mesa; no es,
de hecho, un hombre que cambia las ofrendas en el cuerpo y en la sangre de Cristo» 87.

Ambrosio en su catequesis sobre los misterios explica de este modo cuanto sucede
sobre el altar: «Antes de ser consagrado es pan, pero cuando se añaden las palabras de
Cristo, es cuerpo de Cristo... Y antes de las palabras de Cristo, el cáliz está lleno de agua y
vino; cuando las palabras de Cristo ejercen después su influjo, allí se forma la sangre de
Cristo que ha redimido al pueblo. Ved, pues, de cuántos modos la palabra de Cristo puede
cambiar todas las cosas. Luego, el mismo Señor Jesucristo nos ha asegurado que nosotros
tomamos su cuerpo y su sangre. ¿Acaso debemos nosotros dudar de su veracidad y de su
atestación?» Y en otro lugar: «... La misma naturaleza es transformada... La Palabra de
Cristo que pudo crear de la nada lo que no existía, ¿no pudo transformar en una sustancia
diferente lo que existe? No es menor empresa dar una nueva naturaleza a las cosas que
transformarlas» 88.

De Agustín recordamos sólo el breve texto que invita a la adoración de la carne de


Cristo antes de la comunión: «En esta carne el Señor ha caminado hasta aquí y esta misma
carne nos ha dado a comer para la salvación; y nadie come de aquella carne sin haberla
adorado primero... así que no pecamos adorándola, sino al contrario, pecamos si no la
adoramos» 89.

Por cuanto respecta al misterio del cambio, citamos a algunos Padres más antiguos
y algún texto de las liturgias primitivas:

«El cáliz mezclado y el pan preparado reciben la palabra de Dios y la Eucaristía se


convierte en el cuerpo de Cristo» 90.

«Nosotros comemos los panes presentados con acción de gracias y plegarias sobre
las ofrendas, panes convertidos por la plegaria en el cuerpo santo y santificante» 91.

«El pan es, en un primero momento, común: pero, apenas consagrado por la acción
sacramental, es llamado y convertido en el cuerpo de Cristo» 92.

Del Eucologio de Serapión (del tipo alejandrino) nos remitimos a las palabras de la
epiclesis: «Venga, Dios de la verdad, tu Santo Verbo sobre este pan, a fin de que el pan se
convierta (gennethai) en el cuerpo del Verbo, y sobre este cáliz, a fin de que el cáliz se
convierta (gennethai) en la sangre de la verdad» 93.

De la Anáfora griega de Santiago, hermano del Señor (del tipo antioqueno):


transcribimos las palabras de la epiclesis: «Envía Señor desde lo alto tu santísimo Espíritu
sobre nosotros y sobre estos santos dones propuestos, a fin de que con su santo, bueno y
glorioso descenso santifiques y hagas (aghiase kai poiese) de este pan el cuerpo santo de
Cristo, y de este cáliz la sangre preciosa de Cristo» (PE, 250).
Las anáforas de tronco latino utilizan la palabra «fiat»: «ut nobis corpus et sanguis
fiant» (Canon romano).

Finalmente, la fe en la presencia eucarística se resume en la verdad de las palabras


de la Institución. Autores como Juan Crisóstomo, con su elocuencia, proponen textos de
acogida de las palabras en la fe de este género: «Su palabra es indefectible, mientras que
nuestros sentidos se dejan engañar fácilmente. Él ha dicho: «Esto es mi cuerpo...
Aceptemos y creamos. Muchos nos dicen: «¡Querría ver su cuerpo, su alma, sus vestidos,
su calzado! Pero helo aquí, tú lo ves, lo tocas, lo comes. Tu deseas sólo ver sus vestidos:
pero él mismo se te da a ti no sólo para ser visto, sino para que tú lo toques, lo comas y lo
recibas en ti» 94.

2. La teología medieval

El medievo es un período muy importante para la formación de la teología clásica


escolástica de la Eucaristía que se reflejará, en parte, en la doctrina del concilio de Trento.

Por cuanto hace referencia a la presencia, alejándose de la sobriedad de los Padres,


se intentan nuevas explicaciones que se presentan ya en diversos autores del siglo IX.

– El realismo físico exagerado. Se afirma la presencia de Cristo en la Eucaristía con


el mismo cuerpo carnal, como estaba aquí sobre la tierra, hasta proponer una serie de
cuestiones que son llamadas bajo el término de «cafarnaitismo» o «estercorismo». En este
realismo se inserta la doctrina de Pascasio Radberto, abad del monasterio de Corbie, con
su Liber de Corpore e sanguine Domini (844). Su posición teológica es clara: en la
Eucaristía tenemos el mismo cuerpo de Cristo, nacido de la Virgen María que ha sufrido y
que ahora está sentado a la derecha del Padre, también cuando esto se da en el sacramento.
Se trata de una posición justa, si nos referimos a la identidad del Cristo de la Eucaristía y
del Verbo Encarnado y glorificado. Hay que notar, sin embargo, que el cuerpo de Cristo ha
sido glorificado y que una cosa es la presencia de la misma realidad de Cristo y otra el
modo de presencia. Algunos acusan a nuestro autor de excesivo realismo, pero no parece
que sea ésta su posición teológica.

– El simbolismo sacramental. Por reacción contra Pascasio Radberto, un monje de


la misma abadía de Corbi, Ratrammo, con su libro De corpore et sanguine Christi (859) al
cual se une Rabano Mauro, proponen explicaciones más matizadas bajo la línea del
sacramentalismo y el simbolismo de los Padres, especialmente de Agustín. Carecen, sin
embargo, de categorías adecuadas. No niegan el realismo de la presencia ni el sentido
salvífico de la presencia del Señor y de la comunión eucarística, sino que insisten en la
diferencia de la presencia del cuerpo y de la sangre de Cristo en su realidad y en el modo de
su presencia sacramental, precisamente porque se trata de un modo diferente de presencia.

La tendencia espiritualista llega al culmen en la exposición del maestro Berengario,


canónigo de Tours, hasta pasar el umbral de la herejía. En efecto, en su obra De sacra
Coena, también reaccionando contra el realismo eucarístico, lo reduce a un puro
simbolismo, hasta tal punto que afirma la presencia de Cristo en la Eucaristía no a nivel de
realidad en el pan y en el vino, sino sólo en la mente y en la fe de aquéllos que creen y
comulgan. La Eucaristía queda pan y vino, pero para quien cree, y en virtud de la fe, el pan
y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo. Una presencia, pues, espiritual, y del todo
sugestiva, sin realismo sacramental. Se come a Cristo con la fe, no con la boca, aunque se
retiene la eficacia salvífica de esta comunión. Se trata, como se ve de una negación de la
realidad de la presencia que se transfiere a nivel simbólico y espiritual en la mente de quien
cree.

Las posiciones de Berengario son condenadas en varios sínodos romanos, mediante


la profesión de fe que debe suscribirse. La primera profesión de fe, del Sínodo Romano de
1059, contiene una fórmula bastante próxima al realismo sacramental de las posiciones de
Pascasio Radberto: «sensualiter, et no solum in sacramento, sed in veritate, manibus
sacerdotum tractari, et frangi et fidelium dentibus atteri» (DS 690). La segunda del Sínodo
de 1079, enriquece el realismo del misterio («corpus natum de Virgine..., pro salute mundi
oblatum in cruce pependit et quod sedet ad dexteram Patris»), atenúa la anterior
formulación las palabras «in propietate naturae et in veritate substantiae» (DS 700).

La herejía berengariana suscita en toda la Iglesia un gran fervor de fe en torno a la


presencia real y personal de Cristo, con la devoción a la elevación de la hostia y del cáliz,
la veneración más prolongada de la Eucaristía y las devociones eucarísticas.

En el siglo XIII, con los grandes escolásticos como Alberto Magno, Tomás y
Buenaventura, tenemos una elaboración más equilibrada. Se afirma la presencia
sacramental y real de Cristo. Se utiliza la terminología presencia, presencia real, continetur,
adest... Se encuentra después en el sistema hilemórfico y en los términos de sustancia y
accidentes la formulación filosófica adecuada para hablar de la presencia de la sustancia de
Cristo y la permanencia de los accidentes del pan y del vino. Se encuentra también el modo
de justificar el cambio: cambia la sustancia, quedan los accidentes. Se forja así la
terminología y la explicación de la transustanciación.

Las grandes síntesis sobre la presencia real de santo Tomás se encuentra expresada
en la S. Theologica III, qq. 75-77. Se trata de una doctrina que representa la mejor
exposición católica: ella ha influenciado en la doctrina posterior del Magisterio. He aquí
una breve guía para la lectura de la síntesis tomista:
• q. 75, a. 1: la presencia real; a. 2-4: sobre la conversión/transustanciación; a. 5: la
permanencia de los accidentes.

• q. 76, a. 1: la presencia del totus Christus; a. 2-3, en cada una de las especies; a. 4: la
cantidad del cuerpo de Cristo en el sacramento; a. 5-6: la presencia a modo de sustancia, no
localmente; a. 7-8: cuestiones referentes a los milagros eucarísticos.

• q. 77: una cuestión de ocho artículos referentes a los accidentes o especies.

Cabe recordar, además de a Tomás, teólogo de la Summa, al también teólogo-poeta de los


preciosos textos litúrgicos de los oficios y de la misa del día del Corpus, fiesta típica del
momento de la fe medieval en la presencia real y personal de la Eucaristía. Fue instituida
por Urbano IV con la Bula Transiturus en 1264, después del milagro ocurrido cerca del
lago de Bolsena. El texto del oficio y de la misa, compuestos, como se cree, por santo
Tomás, fueron adjuntados como apéndice a la bula del Papa.

Diversas intervenciones del Magisterio de la Iglesia precisan progresivamente la


posición católica. El concilio Lateranense IV, (1215), en la profesión de fe contra los
cátaros y los albigenses expresa la doctrina sobre la presencia real en el más límpido
lenguaje escolástico: «sub especiebus panis et vini veraciter continetur, transubstantiatis
pane in corpus et vino in sanguinem potestate divina» (DS 802). El concilio de Lyon (1274)
en la profesión de fe del emperador Miguel el Paleólogo, afirma, a propósito de la
Eucaristía: «in ipso sacramento panis vere transubstantiatur in corpus et vinum in
sanguinem Domini nostri Iesu Christi...» (DS 860).

En el siglo XIV el concilio de Costanza (1414-1418) (DS 1151-1153) condena


algunos errores de J. Wycliffe. Representa una primera reacción a las proposiciones de tipo
escolástico que, según él, no respetan la realidad misma de la Eucaristía. Para él: en la
Eucaristía permanecen la sustancia del pan y del vino, los mismos accidentes del pan y del
vino no se dan sin el propio sujeto. No se puede decir que en la Eucaristía Cristo se
encuentre con la misma y real presencia con la cual está ahora en el cielo. Más que de
transustanciación se trata de una «consustanciación».

En el concilio de Florencia (1438-1445) en la profesión de fe para los armenios, se


formula la doctrina de la presencia con estas palabras: «Ipsorum verborum virtute
substantia panis in corpus Christi, et substantia vini in sanguinem convertuntur; ita tamen
quod totus Christus continetur sub specie panis et totus sub specie vini. Sub qualibet
quoque parte hostias consecratae et vini consecrati, separatione facta, totus est
Christus» (DS 1321).

Estas formulaciones que se inspiran en la límpida doctrina tomista, serán retomadas


en el Concilio tridentino.
3. La posición de los reformadores

Las posiciones de los Reformadores son un tanto diversas. Pero son bastante
unitarias en lo esencial

Lutero presenta estas tres grandes líneas de pensamiento: 1) Afirma convencido la


presencia real de Cristo en la Eucaristía, según las mismas palabras de Cristo; incluso cree
afirmar, mejor todavía que los «papistas», el realismo de la presencia que él sostiene con
fuerza contra las tendencias demasiado simbolistas de otros reformadores. 2) Niega la
transustanciación, de la que se ríe cáusticamente como palabra bárbara y explicación
ridícula. Para él la presencia de Cristo se contiene con la sustancia y bajo la sustancia del
pan y del vino; se trata, más bien, de una consustanciación de Cristo con el pan y con el
vino (empanación, se dirá). El modo de explicar la presencia del Señor es el de su
capacidad de encontrarse en todas partes, «ubique». Se habla, por ello de «ubiquismo»
eucarístico. 3) Admite la presencia del Señor en la Eucaristía sólo «in usu», para la
comunión; niega, pues la permanencia de la presencia fuera de la comunión, y es contrario
al culto eucarístico fuera de la misa que él condena como idolatría, como adoración del
pan.

Zwinglio niega la presencia real y la explicación de Lutero sobre el ubiquismo. La


presencia de Cristo es sólo espiritual. La Eucaristía es sólo una presencia en signo, también
si reclama su pasión y muerte, estimula nuestra fe y es nutrimento espiritual del alma.

Calvino niega las explicaciones de Lutero y de Zwinglio: ni ubiquismo, ni simple


simbolismo. Acentúa la fuerza espiritual «Virtus espiritualis», que al pan y al vino confiere
el Espíritu Santo, en la medida en que es aceptada y recibida por la fe. Admite la presencia
sólo en uso, y es polémico en las confrontaciones de la reserva y de todas las formas de
culto eucarístico fuera de la misa.

A estas posiciones de los reformadores responde el concilio de Trento en la sesión


XIII con el Decreto sulla Santísima Eucaristia de 11 de octubre de 1551 (DS 1635-1661).
La síntesis del trabajo llevado a cabo ha sido expresada en un proemio, ocho breves
capítulos doctrinales de índole expositiva y positiva y 11 cánones. Vale la pena recordar
algunos momentos esenciales de la composición del Decreto.
El 27 de febrero de 1547 en las reuniones de los teólogos menores comienza la
discusión de los artículos heréticos de los reformadores sobre la presencia real, la
transustanciación y el culto eucarístico. Al final de aquel año, durante el período conciliar
celebrado en Bologna, prosigue el examen de los artículos. Reanudado el Concilio en 1551,
bajo Julio III, continúa y es ultimado el examen sobre los cánones entre finales de
septiembre y comienzos de octubre.

Pero antes de la aprobación definitiva se piensa que sería oportuno elaborar algunos
capítulos doctrinales que precedieran a los cánones. Se encargan algunos prelados, pero su
proyecto fue rechazado de nuevo el 8 de octubre. Los legados pontificios redactan entonces
los actuales capítulos que son presentados a los Padres el 9 de octubre. Con fecha 11 de
octubre en la Iglesia tridentina de San Vigilio, capítulos y cánones son aprobados por
unanimidad.

Esta doctrina marca un punto firme y autorizado de la doctrina católica, elaborada sobre la
estela de la Biblia, de la tradición y de las formulaciones de los concilios medievales arriba
citados. A ella se remite con fidelidad todo el Magisterio posterior, como se verá en el
examen doctrinal. He aquí el texto completo de los capítulos y cánones de la XIII sesión.

Decreto sobre el sacramento de la Eucaristía

El sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento, reunido legítimamente en el


Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados y nuncios de la Santa Sede
Apostólica, si bien, no sin peculiar dirección y gobierno del Espíritu Santo, se juntó con el
fin de exponer la verdadera y antigua doctrina sobre la fe y los sacramentos y poner
remedio a todas las herejías y a otros gravísimos males que ahora agitan a la Iglesia de Dios
y la escinden en muchas y varias partes; ya desde el principio tuvo por uno de sus
principales deseos arrancar de raíz la cizaña de los execrables errores y cismas que el
hombre enemigo sembró [Mt 13, 25 ss.] en estos calamitosos tiempos nuestros por encima
de la doctrina de la fe, y el uso y culto de la sacrosanta Eucaristía, la que por otra parte dejó
nuestro Salvador en su Iglesia como símbolo de su unidad y caridad, con la que quiso que
todos los cristianos estuvieran entre sí unidos y estrechados. Así, pues, el mismo sacrosanto
Concilio, al enseñar la sana y sincera doctrina acerca de este venerable y divino sacramento
de la Eucaristía que siempre mantuvo y hasta el fin de los siglos conservará la Iglesia
Católica, enseñada por el mismo Jesucristo Señor nuestro y amaestrada por el Espíritu
Santo que día a día le inspira toda verdad [Jn 14, 26], prohíbe a todos los fieles de Cristo
que no sean en adelante osados a creer, enseñar o predicar acerca de la Eucaristía de modo
distinto de como en el presente decreto está explicado y definido.
Cap. 1. De la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en el santísimo sacramento de la
Eucaristía

Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el


augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se
contiene verdadera, real y sustancialmente [Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero
Dios y hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles. Porque no son cosas que
repugnen entre sí que el mismo Salvador nuestro esté siempre sentado a la diestra de Dios
Padre, según su, modo natural de existir, y que en muchos otros lugares esté para nosotros
sacramentalmente presente en su sustancia, por aquel modo de existencia, que si bien
apenas podemos expresarla con palabras, por el pensamiento, ilustrado por la fe, podemos
alcanzar ser posible a Dios y debemos constantísimamente creerlo. En efecto, así todos
nuestros antepasados, cuantos fueron en la verdadera Iglesia de Cristo que disertaron acerca
de este santísimo sacramento, muy abiertamente profesaron que nuestro Redentor instituyó
este tan admirable sacramento en la última Cena, cuando, después de la bendición del pan y
del vino, con expresas y claras palabras atestiguó que daba a sus Apóstoles su propio
cuerpo y su propia sangre. Estas palabras, conmemoradas por los santos Evangelistas
[Mt 26, 26 ss.; Mc 14, 22 ss.; Lc 22, 19 s] y repetidas luego por San Pablo [1 Co 11, 23 ss.],
como quiera que ostentan aquella propia y clarísima significación, según la cual han sido
entendidas por los Padres, es infamia verdaderamente indignísima que algunos hombres
pendencieros y perversos las desvíen a tropos ficticios e imaginarios, por los que se niega
la verdad de la carne y sangre de Cristo, contra el universal sentir de la Iglesia, que, como
columna y sostén de la verdad [1Tm 3, 15], detestó por satánicas estas invenciones
excogitadas por hombres impíos, a la par que reconocía siempre con gratitud y recuerdo
este excelentísimo beneficio de Cristo.

Cap. 2. Razón de la institución de este santísimo sacramento

Así, pues, nuestro Salvador, cuando estaba para salir de este mundo al Padre, instituyó este
sacramento en el que vino como a derramar las riquezas de su divino amor hacia los
hombres, componiendo un memorial de sus maravillas [Sal 110, 4], y mandó que al
recibirlo, hiciéramos memoria de Él [1 Co 11, 24] y anunciáramos su muerte hasta que É1
mismo venga a juzgar al mundo [1 Co 11, 25]. Ahora bien, quiso que este sacramento se
tomara como espiritual alimento de las almas [Mt 26, 26]) por el que se alimenten y
fortalezcan [Can. 5] los que viven de la vida de Aquél que dijo: El que me come a mí,
también él vivirá por mí [Jn 6, 58], y como antídoto por el que seamos liberados de las
culpas cotidianas y preservados de los pecados mortales. Quise también que fuera prenda
de nuestra futura gloria y perpetua felicidad, y juntamente símbolo de aquel solo cuerpo,
del que es Él mismo la cabeza [1 Co 11, 3; Ef 5, 23] y con el que quiso que nosotros
estuviéramos, como miembros, unidos por la más estrecha conexión de la fe, la esperanza y
la caridad, a fin de que todos dijéramos una misma cosa y no hubiera entre nosotros
escisiones [cfr. 1 Co 1, 10].
Cap. 3. De la excelencia de la santísima Eucaristía sobre los demás sacramentos

Tiene, cierto, la santísima Eucaristía de común con los demás sacramentos «ser símbolo de
una cosa sagrada y forma visible de la gracia invisible»; mas se halla en ella algo de
excelente y singular, a saber: que los demás sacramentos entonces tienen por vez primera
virtud de santificar, cuando se hace uso de ellos; pero en la Eucaristía, antes de todo uso,
está el autor mismo de la santidad [Can. 4]. Todavía, en efecto, no habían los Apóstoles
recibido la Eucaristía de mano del Señor [Mt 26, 26; Mc 14, 22], cuando Él, sin embargo,
afirmó ser verdaderamente su cuerpo lo que les ofrecía; y ésta fue siempre la fe de la
Iglesia de Dios: que inmediatamente después de la consagración está el verdadero cuerpo
de Nuestro Señor y su verdadera sangre juntamente con su alma y divinidad bajo la
apariencia del pan y del vino; ciertamente el cuerpo, bajo la apariencia del pan, y la sangre,
bajo la apariencia del vino en virtud de las palabras; pero el cuerpo mismo bajo la
apariencia del vino y la sangre bajo la apariencia del pan y el alma bajo ambas, en virtud de
aquella natural conexión y concomitancia por la que se unen entre sí las partes de Cristo
Señor que resucitó de entre los muertos para no morir más [Rm 6, 5]; la divinidad, en fin, a
causa de aquella su maravillosa unión hipostática con el alma y con el cuerpo [Can. 1 y 3].
Por lo cual es de toda verdad que lo mismo se contiene bajo una de las dos especies que
bajo ambas especies. Porque Cristo, todo e íntegro, está bajo la especie del pan y bajo
cualquier parte de la misma especie, y todo igualmente está bajo la especie de vino y bajo
las partes de ella [Can. 8].

Cap. 4. De la Transustanciación

Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia
de pan [Mt 26, 26 ss.; Mc 14, 22 ss.; Lc 22, 19 s; 1 Co 11, 24 ss.]; de ahí que la Iglesia de
Dios tuvo siempre la persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que
por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan
en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la
sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada
transustanciación por la santa Iglesia Católica [Can. 2].

Cap. 5. Del culto y veneración que debe tributarse a este santísimo sacramento

No queda, pues, ningún lugar a duda de que, conforme a la costumbre recibida de siempre
en la Iglesia Católica, todos los fieles de Cristo en su veneración a este santísimo
sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios [Can. 6].
Porque no es razón para que se le deba adorar menos, el hecho de que fue por Cristo Señor
instituido para ser recibido [Mt 26, 26 ss.]. Porque aquel mismo Dios creemos que está en
él presente, a quien al introducirle el Padre eterno en el orbe de la tierra dice: Y adórenle
todos los ángeles de Dios [Hb 1,6; según Sal 96,7]; a quien los Magos, postrándose le
adoraron [cfr. Mt 2,11], a quien, en fin, la Escritura atestigua [cfr. Mt 28, 17] que le
adoraron los Apóstoles en Galilea. Declara además el santo Concilio que muy piadosa y
religiosamente fue introducida en la Iglesia de Dios la costumbre, que todos los años,
determinado día festivo, se celebre este excelso y venerable sacramento con singular
veneración y solemnidad, y reverente y honoríficamente sea llevado en procesión por las
calles y lugares públicos. Justísima cosa es, en efecto, que haya instituidos algunos días
sagrados en que los cristianos todos, por singular y extraordinaria muestra, atestigüen su
gratitud y recuerdo por tan inefable y verdaderamente divino beneficio, por el que se hace
nuevamente presente la victoria y triunfo de su muerte. Y así ciertamente convino que la
verdad victoriosa celebrara su triunfo sobre la mentira y la herejía, a fin de que sus
enemigos, puestos a la vista de tanto esplendor y entre tanta alegría de la Iglesia universal,
o se consuman debilitados y quebrantados, o cubiertos de vergüenza y confundidos se
arrepientan un día.

Cap. 6. Que se ha de reservar e1 santísimo sacramento de la Eucaristía y llevarlo a los


enfermos

La costumbre de reservar en el sagrario la santa Eucaristía es tan antigua que la conoció ya


el siglo del concilio de Nicea. Además, que la misma Sagrada Eucaristía sea llevada a los
enfermos, y sea diligentemente conservada en las Iglesias para este uso, aparte ser cosa que
dice con la suma equidad y razón, se halla también mandado en muchos Concilios y ha sido
guardado por vetustísima costumbre de la Iglesia Católica. Por lo cual este santo Concilio
establece que se mantenga absolutamente esta saludable y necesaria costumbre [Can. 7].

Cap. 7. De la preparación que debe llevarse, para recibir dignamente la santa Eucaristía

Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente;


ciertamente, cuanto más averiguada está para el varón cristiano la santidad y divinidad de
este celestial sacramento, con tanta más diligencia debe evitar acercarse a recibirlo sin
grande reverencia y santidad [Can. 11], señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas
tremendas palabras: El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no
discernir el cuerpo del Señor [1 Co 11,28]. Por lo cual, al que quiere comulgar hay que
traerle a la memoria el precepto suyo: Mas pruébese a sí mismo el hombre [1 Co 11, 28].
Ahora bien, la costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie
debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito
que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental. Lo cual este santo Concilio
decretó que perpetuamente debe guardarse aun por parte de aquellos sacerdotes a quienes
incumbe celebrar por obligación, a condición de que no les falte facilidad de confesor. Y si,
por urgir la necesidad, el sacerdote celebrare sin previa confesión, confiésese cuanto antes
[v. 1138 s].

Cap. 8. Del uso de este admirable Sacramento

En cuanto al uso, empero, recta y sabiamente distinguieron nuestros Padres tres modos de
recibir este santo sacramento. En efecto, enseñaron que algunos sólo lo reciben
sacramentalmente, como los pecadores; otros, sólo espiritualmente, a saber, aquellos que
comiendo con el deseo aquel celeste Pan eucarístico experimentan su fruto y provecho por
la fe viva, que obra por la caridad [Ga 5, 6]; los terceros, en fin, sacramental a par que
espiritualmente [Can. 8]; y éstos son los que de tal moto se prueban y preparan, que se
acercan a esta divina mesa vestidos de la vestidura nupcial [Mt 22, 11 s]. Ahora bien, en la
recepción sacramental fue siempre costumbre en la iglesia –de Dios, que los laicos tomen
la comunión de manos de los sacerdotes y que los sacerdotes celebrantes se comulguen a sí
mismos [Can. 10]; costumbre, que, por venir de la tradición apostólica, con todo derecho y
razón debe ser mantenida.

Y, finalmente, con paternal afecto amonesta el santo Concilio, exhorta, ruega y


suplica, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios [Lc 1,78] que todos y cada uno de
los que llevan el nombre cristiano convengan y concuerden ya por fin una vez en este
«signo de unidad, en este vinculo de la caridad»; en este símbolo de concordia, y,
acordándose de tan grande majestad y de tan eximio amor de Jesucristo nuestro Señor que
entregó su propia vida por precio de nuestra salud y nos dio su carne para comer [ Jn 6,48
ss.], crean y veneren estos sagrados misterios de su cuerpo y de su sangre con tal
constancia y firmeza de fe, con tal devoción de alma, con tal piedad y culto, que puedan
recibir frecuentemente aquel pan sobresustancial [Mt 6,11] y ése sea para ellos vida de su
alma y salud perpetua de su mente, con cuya fuerza confortados [1R 19, 18], puedan llegar
desde el camino de esta mísera peregrinación a la patria celestial, para comer sin velo
alguno el mismo Pan de los ángeles [Sal 77, 25] que ahora comen bajo los velos sagrados.

Mas porque no basta decir la verdad, si no se descubren y refutan los errores; plugo
al santo Concilio añadir los siguientes cánones, a fin de que todos, reconocida ya la
doctrina católica, entiendan también qué herejías deben ser por ellos precavidas y evitadas.

Cánones sobre el santísimo sacramento de la Eucaristía

Can. 1. Si alguno negare que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene


verdadera, real y sustancialmente el cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y la
divinidad, de nuestro Señor Jesucristo y, por ende, Cristo entero; sino que dijere que sólo
está en él como en señal y figura o por su eficacia, sea anatema [cfr. 874 y 878].
Can. 2. Si alguno dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la
sustancia de pan y de vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor
Jesucristo, y negare aquella maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan
en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies
de pan y vino; conversión que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación,
sea anatema [cfr. 877].

Can. 3. Si alguno negare que en el venerable sacramento de la Eucaristía se contiene Cristo


entero bajo cada una de las especies y bajo cada una de las partes de cualquiera de las
especies hecha la separación, sea anatema [cfr. 878].

Can. 4. Si alguno dijere que, acabada la consagración, no está el cuerpo y la sangre de


nuestro Señor Jesucristo en el admirable sacramento de la Eucaristía, sino sólo en el uso, al
ser recibido, pero no antes o después, y que en las hostias o partículas consagradas que
sobran o se reservan después de la comunión, no permanece el verdadero cuerpo del Señor,
sea anatema [cfr. 876].

Estos textos esenciales serán retomados en síntesis en el momento de la exposición


sistemática.

4. La teología postridentina

Tras la relevante intervención del concilio de Trento contra los Reformadores 95, la
teología católica defiende desde el modo más radical y como «tesela» de catolicidad la
doctrina del Magisterio, con algunas tendencias que pueden ser peligrosas para la justa
comprensión del misterio:

• Un realismo eucarístico, verdadero en sí, pero que en algunas formulaciones llega a una
especie de «nestorianismo» eucarístico o de «monofisismo», cuando por una parte se
exagera, al menos verbalmente, una presencia demasiado humana (el niño Jesús, el
Prisionero del tabernáculo) o sólo divina (el buen Dios...).

• Explicaciones escolásticas de la transustanciación que no respetan la verdad y la


sobriedad de la formulación tridentina.

• Intentos de aplicar a la doctrina sobre la presencia real, las nuevas teorías sobre la ciencia
física y las definiciones de sustancia, a partir de Descartes y Leibnitz, que define la
sustancia para aplicarla, con un cierto concordismo, al misterio eucarístico.
En nuestro siglo se revela un gran interés por las cuestiones que respectan a la presencia
real. Permanecen en su sobriedad las formulaciones escolásticas, neoescolásticas y
tomistas, sobre la presencia y la transustanciación. Continúan los intentos de explicación, a
partir de las nuevas formulaciones, de la física moderna.

Por reacción, se reactiva en algunos sectores el retorno al simbolismo eucarístico,


mediante una aplicación de la filosofía existencial y fenomenológica que no quiere dar
tanta importancia en la filosofía de las cosas a su realismo sino a su sentido por el hombre,
con gran detrimento de la doctrina sobre la verdad de la presencia real.

Se profundiza en el tema de la presencia desde diversos puntos de vista teológicos:


se intentan nuevas interpretaciones de la doctrina de Trento; se elaboran nuevas síntesis
teológicas, en armonía con los datos bíblicos y litúrgicos. Un nuevo acercamiento, al menos
verbal, se observa en los autores protestantes en la formulación de la fe en la presencia y
del necesario cambio de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo,
tanto en documentos de convergencia ecuménica como en autores individuales.

Sobre el fondo de estas posiciones es preciso interpretar los documentos del


Magisterio de la Iglesia en notables intervenciones. Son las de Pío XII en la Mediator
Dei (20.11.1947) sobre la presencia real y el culto eucarístico, en la Humani
Generis (12.08.1951) sobre la presencia de las fórmulas de fe y la condena de las
interpretaciones de una presencia de Cristo puramente simbólica. A éstas se añaden las de
Pablo VI en la encíclica Mysterium Fidei (03.09.1965) y las precisiones del Credo del
Pueblo de Dios (30.06.1968).

Una debida información sobre posiciones teológicas y sobre la doctrina del


Magisterio se dará en la exposición sistemática.

Bibliografía:

Para una profundización, más allá de los manuales, cfr.

• A. GERKEN, Teologia eucaristica, Ed. Paoline 1977.

• E. SCHILLEBEECKX, La presenza eucaristica, Ed. Paoline 1968 (con algunas reservas para
las interpretaciones históricas).

• J.A. SAYÉS, La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid, BAC, 1976.

• J. CASTELLANO, Presencia de Cristo en la Eucaristía. Exégesis. Teología. Espiritualidad,


Teresianum 1968, pro manuscripto; con una síntesis sobre las posiciones modernas en mi
artículo: Transubstanciación. Trayectoria ideológica de una reciente controversia, en
«Revista Española de Teología» 29 (1969) pp. 305-354.

• D. POWERS, Teologia eucaristica, Brescia, Queriniana, 1969.

II. EL DOGMA DE LA PRESENCIA REAL

Las afirmaciones del Magisterio de la Iglesia sobre la presencia real de Cristo en la


Eucaristía, que se repiten como punto de referencia a la doctrina del concilio de Trento,
deben ser aceptadas como inseparables y coligadas. No se trata, por tanto, de afirmar sólo
la presencia real, sino también el modo de la presencia, que es la transubstanciación, y sus
consecuencias, que son los corolarios sobre la presencia.

Por ello proponemos, a continuación, la doctrina dogmática de la Iglesia, seguida de


algunas precisiones de orden teológico.

1. La presencia real de Cristo en la Eucaristía

Afirmaciones dogmáticas

El prólogo de los capítulos del Decreto sobre la Santísima Eucaristía es de un tenor


solemne y preocupado, con palabras bellas y cargadas de sentido teológico, alusivas al
misterio de la presencia del Señor y al sentido ecuménico de la Eucaristía, en el momento
en el que brota el cisma en torno al misterio eucarístico: «Precisamente aquella Eucaristía
que nuestro Salvador ha dejado en su Iglesia como signo de su unidad y de la caridad, con
la que quiso que todos los cristianos estuvieran enlazados y unidos entre sí». El Concilio
manifiesta, además, su conciencia de proponer doctrinas católicas, en la fe de la tradición y
definidas ahora para siempre.

La afirmación general del Magisterio de la Iglesia está contenida en el canon 1 y en


el capítulo 1 del Decreto sobre la Santísima Eucaristía. Dicha afirmación puede sonar así en
una proposición positiva:
En el santísimo sacramento de la Eucaristía está contenido verdadera, real y
sustancialmente el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y,
por tanto, Cristo todo entero.

En esta afirmación encontramos expresadas estas verdades:

• Lo que está contenido: cuerpo, sangre, alma, divinidad, todo Cristo (totus Christus).

• La cualidad de esta presencia: vere, realiter, substantialiter. La triple afirmación señala la


contestación a las opiniones de los reformadores, Zwinglio, Calvino y otros, que el
Concilio rechaza; una presencia que se realiza: «vere», y no sólo in signo; «realiter», y no
sólo in figura; «substantialiter», y no sólo in virtute. Es una interpretación
coherente. Substantialiter no debe significar sólo ad modum substantiae. La terminología,
sin embargo, por estar contra los reformadores, retoma la doctrina de santo Tomás en
la Summa Th. III, q. 75, a. 1.

Una ilustración general de esta afirmación, aunque sea más concisa en el canon 1, está
contenida en los breves capítulos 1-3 con estas ideas generales que se deducen de la lectura
del texto que debe ser tenido presente, con las notas ilustrativas que lo abastecen:

• Una afirmación general: después de la consagración del pan y del vino, está contenido
nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, bajos las especies de
aquellas cosas sensibles.

• Una respuesta a las objeciones: no choca que Cristo esté en el cielo, según su modo
natural de existir, y esté sacramentalmente entre nosotros en otros lugares con su sustancia,
con aquella forma de existir que aunque apenas podamos expresar con nuestras palabras,
debemos creer y admitir que es posible a Dios.

• Los argumentos: tal es la unánime tradición de la verdadera Iglesia; así deben ser
comprendidas las palabras de Jesús en la última Cena. Se rechazan, pues, todas las teorías
que niegan esta realidad.

• El sentido de la institución: se recuerda el hecho de la institución y el sentido del


memorial del Señor: alimento de los vivientes, remedio de los pecados, prenda de la gloria
futura, símbolo de la Iglesia, Cuerpo místico, en la trabazón de la vida de fe, esperanza y
caridad.

Se subraya en el cap. 3 la excelencia de la Eucaristía sobre los otros sacramentos con estas
anotaciones:
• No sólo contiene la gracia, sino al autor mismo de la gracia, antes incluso de que se use
(ante usum). La fe de la Iglesia, a la luz de las palabras de la institución afirma la presencia
de Cristo todo entero.

• Dicha presencia del totus Christi es afirmada:

• ex vi verborum: el cuerpo bajo la especie del pan, la sangre bajo la especie del vino;

• ex vi naturales concomitantiae: en cada una de las especies totus Christus;

• Cristo, el resucitado, con su unanimidad y divinidad está presente en cada una de las
especies y de sus partes.

Algunas anotaciones

En el texto del tridentino debemos considerar algunos aspectos de gran interés:

1. Aunque ordinariamente se habla de presencia real, la terminología del tridentino


privilegia más bien el realismo de la palabra «continetur», está contenido, que comprende
también la presencia y que se caracteriza como verdadera, real, sustancial y, por lo tanto,
objetiva, ontológica y no simplemente simbólica, figurada o reducida a su dinamismo
espiritual, como quería Calvino. Está claro que la presencia real eucarística tiene su
particular densidad ontológica y su expresión sacramental, diferente de otras presencias,
por reales, de Cristo en la Iglesia. Por eso la SC 7 precisa el sentido de esta presencia
eucarística y Pablo VI en la Encíclica Mysterium Fidei, afirmando la realidad de otras
presencias, precisa que en la Eucaristía se trata de una presencia real por antonomasia.

2. El tridentino acentúa la presencia personal y gloriosa: «totus et integer Christus, verus


Deus et verus homo... qui iam ex mortuis resurrexit non amplius moriturus». Este
personalismo, que el medievo acentuó es más que legítimo y completa la tradición litúrgica
antigua en la cual se acentúa quizás menos este personalismo, insistiendo más en el cuerpo
y en la sangre, tal vez con un lenguaje «cosista» («Las cosas santas»). La exégesis moderna
de las palabras de la institución subraya este aspecto personalista del cuerpo-carne-persona
viviente y de la sangre-vida, como hemos visto. El Magisterio más reciente se mueve en
esta línea 96.
3. Quizás en virtud de este personalismo, la doctrina del «vi verborum» y del «vi
concomitantiae», justa en sí, no debería ser exagerada. Dicha distinción pertenece al
capítulo 3 y no a los cánones que fueron discutidos más ampliamente. Con P. Ligier
podemos decir que no tiene carácter dogmático, sino sólo teológico. En efecto, «vi
verborum», a la luz de la exégesis, «corpo» no designa sólo el cuerpo (sin sangre,
huesos...), y «sangue» no indica sólo el puro líquido de la sangre, sino la persona entera en
la sede de la vida que es la sangre. Es necesario, sin embargo, considerar el sentido
simbólico vigoroso dado a la palabra «cuerpo ofrecido en sacrificio», «sangre derramada
como expiación y alianza».

4. Sin embargo, la distinción «vi verborum», «vi concomitantiae» se funda también sobre
un argumento de santo Tomás que parte de una hipótesis un tanto fantasiosa 97.
Conservando lo esencial de la doctrina del tridentino es preciso considerar la presencia
personal de Cristo bajo cada una de las especies y de sus partes; se debe después afirmar la
presencia del cuerpo viviente en el pan y de la sangre gloriosa en el vino, más que «vi
verborum», «vi sacramenti», en virtud del significado sacramental de las palabras y del
signo mismo del pan y del vino, que aluden al cuerpo sacrificado y a la sangre efundida.

Santo Tomás en este caso había visto bien prefiriendo la terminología «vi sacramenti» y
argumentando sobre la conveniencia de recordar en la separación de sus especies tanto la
efusión de la sangre en la pasión, como la doble ofrenda del pan como alimento y de la
sangre como bebida 98.

5. El tridentino sitúa la presencia real en el justo marco teológico que es el de las palabras
de la institución con la referencia al memorial-sacrificio y a la comunión. En el cap. 5,
hablando del culto al Santísimo Sacramento, no olvidará afirmar que Cristo ha instituido la
Eucaristía para la comunión: «instituido para ser tomado como alimento» (cap. 5).

2. La transubstanciación

Afirmación dogmática

Una segunda afirmación del Magisterio de la Iglesia es propuesta aquí como única,
necesaria y válida explicación de la verdadera, real y sustancial presencia de Cristo en la
Eucaristía: la transubstanciación. Dicha explicación es propuesta como exigencia de la
revelación y del realismo expresados por las palabras de Jesús en la afirmación de las
palabras de la institución sobre la identidad de su cuerpo en el pan que él daba a los
discípulos, tal es la persuasión de la Iglesia de Dios, desde siempre, confirmada ahora por
la definición del Concilio.

Tomemos ahora como punto de partida la doctrina de Trento en cuanto que a ella se
refieren, a continuación, todos los documentos posteriores, del mismo modo que el concilio
de Trento se inspira en las formulaciones de otros concilios precedentes. La doctrina
dogmática, con la conocida definición de la transubstanciación, se encuentra en el canon 2
y en el capítulo 4, casi con idénticas palabras. Tomemos como texto el canon poniendo en
sentido positivo la definición de la transubstanciación, con las palabras en latín:
MIRABILIS ET SINGULARIS CONVERSIO TOTIUS SUBSTANTIAE PANIS IN
CORPUS ET SUBSTANTIAE VINI IN SANGUINEM DOMINI NOSTRI IESU
CHRISTI, MANENTIBUS DUMTAXAT SPECIEBUS PANIS ET VINI. QUAM
QUIDEM CONVERSIONEM CATHOLICA ECCLESIA APTISSIME
TRANSUBSTANTIATIONEM APPELLAT.

Recordemos el texto castellano del capítulo 2 en su formulación negativa: Si alguno


dijere que en el sacrosanto sacramento de la Eucaristía permanece la sustancia del pan y del
vino juntamente con el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y negare aquella
maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la
sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies de pan y vino; conversión
que la Iglesia Católica aptísimamente llama transustanciación, sea anatema.

Explicación de la terminología

Para poder comprender el sentido de la definición en la carta es justo explicar el


contenido de cada uno de los términos para comprender en qué contexto gnoseológico los
Padres han propuesto esta definición. Así podrá también comprenderse mejor el alcance de
la primera afirmación sobre la presencia real. En efecto, en la definición del tridentino está
implicada también una cierta terminología de aquélla que fue llamada la filosofía perenne,
si bien no necesariamente todos los detalles de un pensamiento filosófico están propuestas
en la definición.

Conversio. La palabra clave es precisamente «conversión» que en sentido técnico es


una especie de mutación que se distingue de otros géneros de cambio como la creación (de
la nada a lo positivo), la generación (de lo negativo a lo positivo), la corrupción (de lo
positivo a lo negativo), la «anihilatio» (de lo positivo a la nada).
La conversión es un cambio de lo positivo a lo positivo, con un nexo entre lo que
era y lo que es ahora. Puede ser sustancial, si cambia la sustancia y accidental o formal, si
cambian los accidentes. La conversión sustancial de por sí, exige también el cambio de los
accidentes, porque la sustancia se manifiesta con los propios accidentes. Una conversión
sustancial es una transformación de la realidad y de sus accidentes. Sin embargo, una
conversión accidental no cambia de por sí la sustancia; puede cambiar la forma o la figura,
el significado y la finalidad (transfiguración, transignificación, transfinalización).

La conversión eucarística es obviamente una conversión «sui generis», en cuanto


que cambia la sustancia pero permanecen los accidentes o especie. No se da en la
naturaleza ninguna conversión sustancial que pueda ser puesta en la misma línea de la
conversión eucarística, aunque no se desecha que los accidentes y especie permanezcan
separados de la sustancia y se adhieran a la cantidad como sujeto de conexión.

Todas estas nociones a nivel simple están pre-contenidas en la explicación de la


definición de Trento.

Consciente de la singularidad y unicidad de la conversión eucarística el Concilio


añade dos palabras claves: mirabilis et singularis. Es admirable porque es una obra
sobrenatural y divina, pertenece a las maravillas de Dios. Es singular porque es única en su
género, no existe otra en la naturaleza, y porque el término de la conversión está ya
presente; existe, ya de hecho, el «terminus ad quem» de la conversión: Cristo. Además, es
preciso añadir también esta observación: en la conversión eucarística, se trata de una
conversión entre una realidad de este mundo –pan y vino– y una realidad, en el fondo,
humano-divina, y en la actual economía de la salvación de una realidad gloriosa.

Substantia. Es la palabra clave que explica el tipo de conversión. Ninguna dificultad


en la época del Concilio sobre el contenido de esta palabra: la sustancia (del pan y del vino)
es la realidad propia de una cosa en sí misma, la que la hace igual en la naturaleza a otras
de la misma composición y aquélla que la distingue de cosas diferentes. También en las
cosas iguales en la naturaleza o sustancia pueden darse manifestaciones accidentales
diversas (color, sabor, calidad, peso...). El pensamiento de los Padres de Trento parece
moverse en una línea físico-metafísica, sin llegar a las distinciones, que se darán
seguidamente, en torno a la naturaleza de las cosas con la física de Descartes y Leibniz,
hasta la actual definición de la naturaleza física de las cosas a partir de moléculas,
neutrones, protones...

La conversión que se pide no es sólo de la sustancia, sino de toda la sustancia.


Además, el cap. 4 afirma la conversión de la sustancia del pan y del vino en
la sustancia del cuerpo y sangre. Dicho paralelismo (sustancia-sustancia) es evitado en el
canon. En este sentido el lenguaje bíblico de las palabras de la institución y el de la
revelación del pan de vida en el Evangelio de Juan es más antropológico y personalista que
no el del Concilio.
Especies. Se trata de otra palabra clave. Durante algún tiempo en la discusión se
conservó la dicción del concilio de Costanza contra las teorías de Wycliffe: «manentibus
accidentibus sine subiecto», pero al final la fórmula fue cambiada por el actual epígrafe, en
el que se habla de «especies» y no de accidentes. La razón alcanzada por los teólogos es
porque se trata de una palabra de los Padres, del Concilio (Laterano IV y Florentino) y de
los Santos Doctores.

Especies son las propiedades de las cosas, aquéllas que las hacen accesibles a
nuestros sentidos y califican y manifiestan una sustancia: cantidad, extensión, color, sabor,
peso. Sustancia y especie están siempre de por sí unidas. Cambiada la sustancia, cambian
las dos especies; pero un cambio límite de las especies cambia también la sustancia. No es
tan exacto hablar de especies como de apariencias, como si se quisiera subrayar la no
existencia de las especies que serían sólo apariencias.

Transubstantiatio. Palabra difícil pero expresiva. Contiene muchos esfuerzos de la


Iglesia por profundizar y proponer el misterio eucarístico. En Trento es utilizada, con un
poco de polémica, también contra Lutero que la despreciaba. Algunos Padres quisieron
cambiarla en el último momento por la expresión conversión sacramental. El teólogo
jesuita Laynez, defiende la elección de la palabra, con este argumento: «Aunque la palabra
parezca nueva, siempre se dio según la costumbre de la Iglesia... Dicha palabra fue usada
en el Lateranense IV y los mismos Santos Padres afirman con sus expresiones el mismo
concepto cuando dicen que el pan cambia (transmutari) en el cuerpo de Cristo, o que el pan
se convierte (fit) en cuerpo de Cristo, u otras palabras similares...»

¿De dónde viene esta palabra? Hemos visto como en la antigüedad se dan palabras
similares compuestas con el prefijo griego «meta», y «trans», que indican el modo y el
nivel del cambio. Se afirma que una posible raíz de la palabra puede encontrarse en la
expresión del Padrenuestro según el Evangelio de Mt 6, 11 y Lc 11, 3, donde se habla de
pan «epiousion» «suprasustancial» (en latín «panem supersubstantialem»); expresión que
los comentarios patrísticos atribuyen a la Eucaristía. En Occidente dicho término parece
surgir de nuevo en el medievo con diversas fuentes literarias o doctrinales. Para algunos el
primero en usar esta terminología es Etienne de Baugè, de la escuela teológica de Laon, en
Francia, hacia el año 1100. Para otros se trata de Hildebert de Lavardin, en el mismo siglo
XII. Pero ha sido Rolando Bandinelli, futuro Alejandro III, el primero, y posteriormente
Inocencio III, los que han divulgado esta palabra, quizás con anterioridad a una elaboración
de tipo aristotélico.

En la profesión del Sínodo Romano impuesta a Berengario se utilizará una


terminología muy bella, aunque no esté todavía en uso la palabra: «panem et vinum... per
mysterium sacrae orationis et verba nostri Redemptoris substantialiter converti in veram,
propriam et vivificantem carnem et sanguinem...» (DS 700). Posteriormente la palabra
entra, como hemos visto, en los diversos concilios del siglo XIII: Lateranense IV y
Lionense II. El Florentino usará de nuevo «convertuntur».

Sentido de la definición

Pertenece al contenido de la definición, a la luz de cuanto hemos explicado, esta


serie articulada de afirmaciones:

• después de la consagración, en virtud de las palabras del Señor, no se da ya la sustancia


del pan y del vino;

• se ha dado una conversión total de la sustancia del pan y del vino en el cuerpo y sangre de
Cristo;

• quedan, sin embargo, y sólo, las especies del pan y del vino.

La definición del Tridentino se puede explicar a nivel simple con este razonamiento
articulado:

a. Según las palabras del Señor, claramente expresadas y así comprendidas por la Iglesia
con su fe, el pan no es ya pan, sino el cuerpo de Cristo; y el vino no es ya vino, sino la
sangre de Cristo;

b. Dado que, según el principio de no contradicción, una cosa no puede ser al mismo
tiempo dos, una sustancia no puede ser a la vez dos sustancias y, sin embargo, para nuestros
sentidos el pan y el vino permanecen tales.

c. Es preciso admitir que la única forma de salvaguardar la verdad de las palabras del Señor
es nuestra experiencia y la afirmación del cambio de la sustancia del pan y del vino y la
permanencia de la especie.

El primer principio (a) es un dato de fe; el segundo (b) es un dato de razón y de


experiencia; el tercero (c) es una conclusión de fe y de lógica.

A un nivel más técnico interviene también la filosofía escolástica y el sistema


hilemórfico. Con ello se distinguen bien en las cosas la sustancia de los accidentes. Una
tesis filosófica afirma que, para darse, de manera ordinaria, la unión entre la sustancia y los
propios accidentes, no repugna a la razón que los accidentes puedan permanecer sin la
propia sustancia, adhiriéndose a la cantidad. En este caso, la sustancia del pan y del vino
cambia en otra realidad y los accidentes del pan y del vino quedan, adhiriéndose a su
cantidad. Esta teoría filosófica que era obvia al razonamiento de los teólogos y de los
Padres del Concilio, no está comprendida en la definición de Trento.

Ulteriores precisiones del Magisterio

Puede ser interesante señalar algunas precisiones de carácter doctrinal sobre la


realidad de la conversión eucarística, como han sido propuestas por el Magisterio posterior.

En la Bula Auctorem Fidei de Pío VI contra el Sínodo de Pistoia 99 se reafirma la


necesidad de profesar la transubstanciación que el sínodo juzgaba una cuestión meramente
escolástica.

Pío XII en la Encíclica Humani generis, afirma, contra las teorías de un opúsculo
anónimo difundido en Roma en los años cuarenta, que es insuficiente a la profesión de fe
eucarística la afirmación de aquéllos que reducen las especies eucarísticas a «signos
eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los fieles en su Cuerpo
místico» 100. El mismo Papa en su discurso de 22 de septiembre de 1956 en el Congreso
de Pastoral Litúrgica de Asís, condena como insuficiente la teoría escolástica que reduce la
relación entre la presencia de Cristo en el cielo y la presencia eucarística «a algo llamado
relación real y esencial de contenido y de presencia que las especies eucarísticas tendrían
con el Señor que está en el cielo». Se trata de la confutación de una teoría que algunos
atribuían a un ilustre profesor de la Gregoriana, P. Filograssi 101.

Pablo VI en la Encíclica Mysterium Fidei, entre otras, ofrece estas esenciales


precisiones contra las teorías que se propagan, especialmente en Holanda:

• Es preciso afirmar la transustanciación y no hablar de una simple transignificación o


transfinalización. Se necesita, además, conservar el sentido propio de las definiciones
dogmáticas y de su terminología.

• «Las especies del pan y del vino, tras la consagración, tienen un nuevo significado y un
nuevo fin porque contienen una nueva realidad que llamamos ontológica».

• El Papa ofrece esta explicación de la transustanciación en la terminología literal latina:

«Conversa substantia seu natura panis et vini in corpus et sanguinem Christi, nihil panis et
vini maneat, nisi solae especies, sub quibus totus et integer Christus adest in sua physica
realitate, etiam corporaliter praesens, licet non eodem modo quo corpora adsunt in
loco» (DS 4413).

Se afirma, pues, un cambio de la sustancia o naturaleza y se afirma la realidad


ontológica y la presencia física de Cristo, incluso si es diferente el modo de presencia, en
cuanto no se trata de una presencia local.

Posteriormente en el Credo del Pueblo de Dios, de 1968, se precisa el sentido de las


especies eucarísticas que quedan: «manentibus dumtaxat panis et vini proprietatibus, quas
nostris sensibus percipimus»: quedan sólo las propiedades del pan y del vino que nosotros
percibimos con nuestros sentidos.

Estas propuestas y precisiones del Magisterio son suficientes, no para comprender


el misterio, que supera nuestras capacidades, sino para discernir la formulación teológica
más adecuada, con la cual el Magisterio une indisolublemente el dogma de la presencia real
y el dogma de la transustanciación.

El Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1373-1381) se limita a recoger la doctrina


clásica del Magisterio tridentino y de los últimos Pontífices. Con una nota característica
dedicada a la necesidad de reafirmar el culto de la Eucaristía en nuestro mundo (nn. 1378-
1381) 102.

3. Corolarios de la presencia eucarística

Afirmaciones del Magisterio

Los capítulos 5 y 6, y los respectivos cánones 3 y 4 contienen algunos corolarios


sobre la presencia eucarística que son de la máxima importancia:

1. El capítulo 5 defiende, con palabras de gran fe y piedad, la verdad de la permanencia de


la presencia real, más allá de la misa, y la legitimidad del culto de adoración hacia la
Eucaristía, fuera de la misa, especialmente en la fiesta del Corpus, con sentido de fe y de
gratitud hacia el sacramento que celebra la victoria y el triunfo de Cristo sobre la muerte.

2. El capítulo 6 confirma la costumbre de conservar el santísimo sacramento en las iglesias


para la comunión de los enfermos.
3. El canon 3 afirma la presencia de Cristo, enteramente, en cada una de las dos especies y
también en sus partes, en caso de que fueran divididas.

4. El canon 4 confiesa la permanencia de la presencia real después de la consagración,


también después de la comunión, y antes y después (no sólo en in usu), en las partículas
que sobran y que se conservan tras la comunión.

La fe en la presencia eucarística y la legitimidad del culto eucarístico han sido siempre


reafirmadas por la Iglesia, también en recientes Documentos del Magisterio como la
Encíclica Mediator Dei de Pío XII, Mysterium Fidei de Pablo VI, la carta Dominicae
Coenae de Juan Pablo II y la instrucción Eucharisticum mysterium.

Algunos apuntes

1. La presencia del «totus Christus» en cada una de las especies es un dogma de fe que
brota también de la naturaleza misma del Cristo glorioso que no se puede dividir. En la
afirmación quizás hay algo de polémica contra los husitas, defensores a ultranza de la
comunión bajo las dos especies, como si con una sola no se diera una comunión en
el «totus Christus».

2. La presencia del «totus Christus» también en las partículas singulares y sus divisiones, e
incluso en una parte del vino consagrado en el cáliz, es una verdad de fe. La presencia
gloriosa del Señor no se divide. La antigüedad cristiana ha conservado la fe en la presencia
de Cristo en los fragmentos eucarísticos. En la secuencia del Corpus, Tomás cantó este
misterio: «Se recibe íntegro, sin que se le quebrante ni divida; recíbese todo entero.
Recíbelo uno, recíbenlo mil; y aquél lo toma tanto como éstos, pues no se consume al ser
tomado... Cuando se divide el sacramento, no vaciles, sino recuerda: Cristo tan entero está
en cada parte, cuanto antes en el todo. Se divide sólo el signo no se toca la sustancia; nada
es disminuido de su persona...»

3. El misterio más grande de la Eucaristía no es sólo la presencia eucarística, sino la


admirable multipresencia del único Cristo en todas las Eucaristías de la tierra.
4. La permanencia de la presencia Eucarística después de la misa y la comunión es
ampliamente testimoniada por la tradición, por la comunión de los enfermos, los mártires,
los impedidos; la Eucaristía era llevada a casa, para la comunión eucarística intrasemanal,
según el testimonio de la Tradición Apostólica (nn. 37-38). La Iglesia de Oriente, por no
haber conocido un culto eucarístico como el desarrollado en Occidente a partir del
medievo, conoce la conservación del sacramento para los enfermos y celebra la liturgia de
los pre-santificados con la comunión eucarística y en dicha ocasión hace su adoración al
misterio de la presencia del Señor.

5. La misma estructura sacramental de la Eucaristía requiere esta presencia permanente del


Señor. Y la permanencia de las especies se considera que dura hasta que dura la estructura
sacramental del signo del pan y del vino, incluso en partes mínimas. De todos modos, en
cada caso es necesario el máximo respeto por los fragmentos de la hostia consagrada y del
vino.

III. PROFUNDIZACIONES TEOLÓGICAS SOBRE LOS TEMAS DE LA PRESENCIA


REAL Y DE LA TRANSUSTANCIACIÓN

Hemos expuesto y explicado los contenidos esenciales de la fe católica sobre la


presencia real y la transustanciación, como se han propuesto autorizadamente por el
Magisterio de la Iglesia. En la teología eucarística, más allá de cuestiones dogmáticas se
dan también las legítimas investigaciones teológicas, abandonadas a la libre discusión de
los teólogos, con tal que respeten la verdad del dogma. Queremos aquí, de manera sucinta y
sobria, señalar algunos puntos de la teología eucarística para ilustrar también el «status
quaestionis» de alguna doctrina y controversias recientes.

1. La presencia de Cristo en la Eucaristía

El estudio de la presencia de Cristo en la Eucaristía ha tenido en nuestros días un notable


enriquecimiento por parte de la Biblia, la tradición patrística y la liturgia. No entendemos
tratar aquí de manera exhaustiva el tema, sin considerar algunos elementos propios de la
presencia eucarística.

El marco teológico-celebrativo
La presencia del Señor en la Eucaristía debe ser estudiada en su ámbito propio que
es el del memorial y el de la comunión eucarística. Presencia y memorial se exigen
recíprocamente, de otra manera se tendría sólo una celebración puramente simbólica. Pablo
VI en la Mysterium Fidei encuadra el tema de la presencia en el ámbito del sacrificio y del
memorial. Recordamos también las palabras de Max Thurian, ya citadas a propósito del
memorial, sobre la exigencia intrínseca de la presencia verdadera, real y sustancial del
Señor a fin de que el memorial no se reduzca a un simple juego de palabras.

Presencia y comunión se reclaman mutuamente. Si no hay donación de la realidad


del cuerpo y de la sangre del Señor, no hay una «koinonoia» y se banaliza todo el alcance
de las palabras del Señor. Contra el espiritualismo de Calvino, un reformado como Von
Allmen no vacila en afirmar: «Si la Cena comunica a Cristo con la Iglesia, es preciso que
estén realmente presentes el uno y la otra, de otra manera su comunión es imposible.
Indirectamente significa que ya que el Nuevo Testamento conoce tan profundamente el
tema de la comunión eucarística, por el testimonio apostólico, la presencia real de Cristo en
el momento de la Cena es tan evidente como la presencia real de la Iglesia que la celebra»
103.

Culmen de la presencia personal y sacramental de Cristo en la Iglesia

La teología del Vaticano II (SC 7), corroborada por la Mysterium Fidei, ha


redescubierto la múltiple presencia de Cristo en la Iglesia y en la liturgia. No para oscurecer
la presencia eucarística, sino para ponerla más de relieve como momento culminante de la
presencia sacramental de Cristo en la Iglesia. Notemos que la presencia eucarística hace
uso, a partir de la noción misma de presencia, de la riqueza antropológica del término. Que
Cristo está presente quiere decir: está allí, abierto al don y a la comunicación. «El Yo soy»
(Egò eimí) de la presencia eucarística, encarna lo de YHWH, lo del Verbo que ha puesto su
tienda en medio de nosotros, y lo de la presencia del Resucitado en su Iglesia en una
constante «parousía» es decir, presencia.

Los textos del Vaticano II subrayan el carácter personalista de la presencia de


Cristo. A menudo utilizan la terminología «Cristo Verbo Encarnado que ha muerto y ha
sido glorificado» para sacar a la luz el personalismo y la riqueza de sus misterios 104. El
Cristo de la Eucaristía lleva consigo la acumulación de todos sus misterios salvíficos,
vividos en su carne y presentes en su humanidad glorificada.

Su presencia eucarística, como la celeste, es al mismo tiempo divina, encarnada,


victimal, viviente, gloriosa...
Los diversos modos de la presencia de Cristo en la asamblea, en la palabra, en la
plegaria y en el sacramento, son verdaderos y reales. Pero alcanzan su vértice en la
presencia real eucarística que comprende todos estos modos de presencia y añade algo
específico y culminante. La Eucaristía supone la presencia de Cristo en la asamblea, en la
palabra eucarística, en la plegaria eucarística, en la acción sacramental eucarística –de
ofrenda sacrificial y de donación salvífica en el alimento y bebida; pero ella es la presencia
de toda la persona de Cristo en su unanimidad gloriosa, pero como realidad sustancial, que
asume, cambiándolas, el pan y el vino, para ser la máxima penetración ontológica de su
presencia en este mundo.

La presencia de Cristo, sin embargo, es sacramental; se nos da a través de la


mediación del pan y del vino, signos que revelan su persona, a fin de que objetivamente,
según nuestra naturaleza humana, podamos ver, gustar, sentir y saborear su presencia de
modo humano, a través de las especies sacramentales ampliamente «significantes», su
misterio de vida y de donación sacrificial. Es necesario valorar todo el sentido simbólico
del pan y del vino, como ha sido ampliamente recordado.

Una presencia que se comunica a partir del misterio pascual

Ésta es la perspectiva del concilio de Trento y del Vaticano II. La mejor


investigación sobre tema la encontramos en el libro de F.X. Durwell 105. He aquí algunas
indicaciones teológicas del benemérito estudioso del misterio pascual.

• La clave de comprensión de la Eucaristía en toda su riqueza no puede ser más que el


misterio pascual: se excluyen otros puntos de partida y otras claves de lectura que no
ofrecen todas las garantías.

• El misterio pascual es la realidad única, viva y actual de Cristo. El modo de estar presente
en su Iglesia. El misterio pascual es misterio «parusíaco», de presencia, aparición,
comunicación y comunión personal y vital. Es el misterio definitivo, que viene de su
situación definitiva, escatológica y se nos ofrece. Es siempre una presencia pero a través
del signo, que se ofrece en el misterio pascual: el cuerpo entregado y la sangre derramada,
pero ya en su realidad gloriosa y pneumática, colmados de Espíritu Santo.

Somos, pues, invitados a ver en el misterio eucarístico su realidad, no del terminus a


quo (el pan y el vino, la posibilidad terrena de un cambio, las formulaciones filosóficas)
sino del terminus ad quem de la conversión sacramental, es decir del Cristo de la gloria, el
único realmente existente y el único que en la plenitud de su Pascua es aquél que era, que
es y que viene, el Viviente, el Alfa y la Omega. Es desde la contemplación de este Cristo
Señor que estamos llamados a comprender y vivir el misterio eucarístico en todos sus
componentes: presencia, sacrificio, comunión. Sólo a partir de este Cristo pascual, se
entrevé la posibilidad efectiva de la totalidad de su presencia, de la posibilidad de hacerse
presente en todas partes, del efectivo poder de cambiar el pan y el vino en su cuerpo y
sangre gloriosos, de dar en el sacramento-sacrificio-banquete la plenitud de su
comunicación salvífica.

La presencia de Cristo en la Eucaristía, como se explicará mejor, en el capítulo tercero,


es salvífica, es comunicación de salvación. Tal es el sentido de las palabras y de las
fórmulas preparatorias a la comunión. En el rito romano: «El cuerpo... La sangre de Cristo
guarde mi alma para la vida eterna». En el rito hispano-mozárabe: «El cuerpo de Cristo sea
tu salvación... La sangre de Cristo esté contigo como verdadera redención». La fórmula
bizantina: «Se te comunica, siervo de Dios, el venerado y santísimo Cuerpo y sangre del
Señor y Dios Salvador Jesucristo, en remisión de tus pecados y para la vida eterna. Amén».

Bibliografía:

• K. RAHNER, La presenza del Signore nella comunità di culto, en Nuovi Saggi, Ed.
Paoline, Roma 1969, pp. 479-494. Óptima síntesis teológica sobre la relación entre
presencia eucarística y otros modos de presencia.

2. La transustanciación

Después de haber expuesto la doctrina de la Iglesia sobre la conversión


sacramental, debemos hacer ahora algunas ampliaciones y ofrecer algunas informaciones
sobre el debate teológico moderno en torno a este dogma.

Recordemos que toda la fuerza de la definición de la Iglesia parte del dato de fe, es
decir, de la verdad de las palabras de Cristo y del poder de su voluntad que puede hacer y
hace del pan y del vino su cuerpo y su sangre. Toda teoría que no respete este cambio real
reduce la Eucaristía a una presencia puramente simbólica. Pertenece también a la
definición, la permanencia de la especie o propiedad del pan y del vino; ellos son el modo,
el vehículo con el que Cristo nos da, de manera sensible y humana su presencia
sacramental. No son, pues, rectas las explicaciones que reducen las especies a simples
apariencias; ni se puede admitir, la sentencia de algunos autores ortodoxos, como S.
Bulgakov, que habla de una transformación total, también de los accidentes. En dicho caso
Dios nos haría ver, gustar, tocar las especies que en realidad no lo serían ya. Una posición
que ya había sido defendida por Descartes.

A lo largo de la historia de la Iglesia, a partir del medievo, se han dado diversas


interpretaciones de la transustanciación. Clara y clásica es la doctrina de santo Tomás que
ya en su época rebatió algunas teorías contemporáneas no del todo conformes a la fe. Nos
remitimos, por lo tanto, a la S. Theologiae III, qq. 75-77, aunque algunas cosas son
demasiado minuciosas, especialmente en el q. 77.

Es, sobretodo, a partir del concilio de Trento cuando emergen en la Iglesia diversas
teorías que tratan de ir más allá de la definición conciliar, para ofrecer una válida y ulterior
explicación filosófico-teológica que, con frecuencia, se revela más bien inexacta.

Los teólogos ortodoxos, en general, excepto alguno que ha buscado el camino de la


explicación de una presencia total y de una transformación total, rechazan adentrarse en el
campo de la especulación y siguen respetuosos del misterio.

Aplicaciones metafísicas

Entre las teorías clásicas de los teólogos postridentinos enumeramos:

• La teoría de la «anihilatio». La sustancia del pan y del vino deja de ser porque Dios la
aniquila, y la sustituye por el cuerpo de Cristo. Es la sentencia medieval, ya rechazada por
santo Tomás, S. Th., q. 75, a. 3.

• La teoría de la reproducción. Según F. Suárez, en la conversión eucarística se da una


especie de reproducción del Cuerpo de Cristo; esto se da mediante una acción de Dios que
es casi-creativa, aunque no propiamente tal, porque el cuerpo de Cristo es pre-existente.
Una teoría similar es propuesta por el cardenal Lugo.

• La teoría de la «adductio». Según R. Bellarmino, no se trata ni de un aniquilamiento ni de


una reproducción, sino de una venida o «adductio» del cuerpo de Cristo que está en el cielo
en las especies eucarísticas, pero sin movimiento local.

Todas estas teorías no respetan las nociones de «conversión».


• Teoría de la simple conversión. Expuesta por santo Tomás en la q. 75, a. 4 es la más
sobria y es propuesta, generalmente, por los autores escolásticos y neoescolásticos
modernos; está prácticamente subtendida en las definiciones del Magisterio:

• se trata de una simple acción divina que convierte toda la entidad del pan y del vino en el
cuerpo y en la sangre de Cristo. Objeto de esta conversión es la sustancia del pan y del
vino;

• no se da aniquilamiento, sino conversión de una sustancia en la otra; el cuerpo de Cristo y


su sangre ya preexisten, porque se trata de su presencia gloriosa;

• las especies sacramentales tienen una relación real con el cuerpo y sangre en cuanto que
los contienen («realis habitado continendi corpus Christi»).

Las teorías fisicistas

Apenas iniciado el viraje científico en la filosofía, los pensadores cristianos se


sintieron en el deber de aplicar a la conversión eucarística las nuevas explicaciones
científicas, porque tenían miedo que una crisis del sistema hilemórfico pudiese acarrear
consecuencias desastrosas para la fe y la teología eucarística. Así, las nuevas definiciones o
explicaciones de la sustancia eran traducidas en nuevas explicaciones de la
transustanciación. En realidad estas sentencias se han demostrado más peligrosas que la
sobria explicación filosófico-teológica.

Descartes piensa que la esencia de las cosas consiste en su extensión. No acepta,


pues, la explicación escolástica y considera que en la conversión eucarística cambia
también la extensión de las especies que, sin embargo, son mantenidas por el poder de Dios
en suspenso, para hacernos ver y sentir lo que en realidad ya no es. Las partículas del pan y
del vino se unen con el alma de Cristo en una especie de empanación o a la manera de una
unión hipostática de Cristo con el pan.

Leibniz distingue entre la sustancia de las cosas que es un complejo de mónadas y


su manifestación fenoménica: extensión, impenetrabilidad... que derivan de las formas
derivadas de las mónadas. En la Eucaristía las mónadas del pan y del vino cambian en las
mónadas del cuerpo y sangre de Cristo, mientras permanecen los efectos fenoménicos
derivados del pan y del vino.
Similares tendencias se han manifestado en nuestro siglo. Era lógico con algunos
autores preguntarse si obviamente, dado que la sustancia de las cosas está formada por
átomos, moléculas, electrones, no se tuviese que traducir en términos físicos también la
transustanciación. O, incluso, como hizo un cierto L. Beaudiment o el dominicano A.H.
Maltha, si no era justo preguntarse, dado que en una hostia hay tantas sustancias como
complejos moleculares, si en la hostia consagrada hay tantas presencias y se dan tantas
transustanciaciones cuantas son las «sustancias» físicas.

La cuestión fue propuesta de nuevo vistosamente en la teología romana del jesuita


F. Selvaggi, en la revista «Gregorianum» y mereció una respuesta del teólogo milanés C.
Colombo que suscitó un notable consenso y dio a la cuestión un viraje para resituarla en su
verdadero marco teológico y metafísico.

Las teorías simbólicas

Mientras florecían las explicaciones físicas, aparecían, por reacción, las teorías
«simbólicas» de la presencia y de la transustanciación. Vinieron a proponerse en un
opúsculo anónimo La présence reèlle (atribuido al francés Y. de Montcheuil, representante
de la «nouvelle théologie») que prácticamente reducía la presencia a un puro simbolismo
del cuerpo y de la sangre del Señor.

Posteriormente, llegaron las diferentes teorías que han interpretado la presencia real
a partir de la filosofía fenomenológica y existencialista. El núcleo central de estas teorías
está en la determinación de las cosas y de su sustancia, por tanto su verdadero ser, no está
tanto en su realidad física o metafísica (en sí), sino en su relación con la persona (para
nosotros); es la persona la que da el sentido a las cosas; ellas son tales por su significado y
por su destino, por su objeto y finalidad.

Las cosas son después el vehículo de la comunicación interpersonal. En el don de la


taza de té de mi tía, se dijo entonces en un célebre ejemplo, está todo el amor y el don de
mi tía, como en la Eucaristía está el don del Señor.

Muchas han sido las investigaciones sobre estas teorías. Desde el punto de vita
antropológico, catequético y bíblico, infelices han sido también los ejemplos propuestos. A
primera vista podemos decir que es desde estas premisas desde donde se acuñan las
palabras transignificación y transfinalización, como sustitutivas de la transustanciación.
Pensemos en un conocido ejemplo: un pedazo de tela (en sí) se convierte en una bandera
que representa la patria (para nosotros).

La aplicación hecha al misterio eucarístico ha sido propuesta así: las cosas son lo
que son para el hombre, su entidad está no en su composición físico-química, sino en su
sentido y en su finalidad. Ahora bien, lo importante en la Eucaristía no es su composición
físico-química o su entidad metafísica, sino su sentido, que cambia y su finalidad que muta.
Es alimento y bebida espiritual, signo del don espiritual de Cristo a nosotros. Por tanto, la
conversión eucarística se puede considerar como una transignificación y una
transfinalización, un cambio de significado y de finalidad.

Hemos visto como Pablo VI rechaza dichas teorías. Y esto con toda la razón del
mundo. Si el cambio concierne sólo al sentido y al fin de la Eucaristía, se trata entonces, no
de un cambio real, sustancial en sí, sino de un cambio sólo accidental y puramente
subjetivo. Algo que el hombre podría hacer, una mera proyección de sentido y de finalidad,
pero no es un cambio real y sustancial.

Algunos autores han querido investigar la cuestión observando que, si las cosas
tienen su significado y su finalidad, en una dependencia trascendental de Dios Creador,
entonces dicho sentido y finalidad trascendental depende también de su naturaleza. Lo que
se da es, por lo tanto, un cambio de sentido y de finalidad para nosotros, a partir de su
relación trascendente con Dios, como ocurre en la Eucaristía; el cambio de sentido y de
finalidad depende del cambio de la realidad ontológica. No se puede admitir como
explicación total la transignificación o la transfinalización, si no en cuanto exigen un
cambio sustancial, una transustanciación.

Perspectiva teológica

Las diversas teorías sobre la transustanciación han puesto de relieve la fuerza


expresiva del término, la sabiduría de la formulación dogmática del Tridentino que ha
podido salvaguardar la fe y la expresión de la fe de la Iglesia en la Eucaristía, contra las
explicaciones insuficientes o irreconciliables con el dogma.

También en su expresividad, el término y su explicación quedan encuadrados en la


justa perspectiva teológica y en su comprensión mistérica, a la luz de la analogía de la fe.
La transustanciación, por lo tanto, debe ser comprendida en este alto contexto de la fe y de
la teología, sin reducirla al campo meramente filosófico, simbólico, físico, químico,
manteniendo también el sentido de misterio que envuelve el término y el profundo sentido
de la acción de Dios. Es preciso, por lo tanto, volver a la teología de los Padres, teniendo
presente también la especulación racional.

He aquí algunas consideraciones que me parecen pertinentes para una ulterior


investigación teológica, respetuosa con el Magisterio de la Iglesia y con los datos de la fe.
1. La palabra transustanciación y su definición dogmática son la expresión clara y simple
del cambio que se da en la Eucaristía a nivel de realidad ontológica, con la necesaria
permanencia de las especies o propiedad del pan y del vino. Es la exigencia de la verdad de
las palabras de Cristo. Dicho cambio de la sustancia indica la acción profunda y divina
sobre el ser de las cosas, exclusiva, por lo tanto, de Dios.

2. El concepto de transustanciación, sin embargo, es analógico respecto a otras formas de


conversión sustancial, al menos por tres razones:

• es el único caso en la naturaleza, en el que una conversión sustancial no comporta una


conversión de las especies o accidentes;

• el terminus ad quem de la conversión ya preexiste; por lo tanto, no es producido por el


cambio mismo;

• el terminus ad quem de la conversión sustancial sacramental no es del mismo orden


natural, en cuanto que se trata del totus Christus.

3. Dicha analogía está patente en la necesidad de establecer la simetría de la conversión:

• Decir que cambia sólo la sustancia del pan sólo en la sustancia del Cuerpo y de la sangre
de Cristo o en la «sustancia» del totus Christi, parece demasiado poco, por el realismo con
el que se afirma la presencia del Señor en la Eucaristía. Pablo VI afirma que Cristo está
presente en su realidad física, aunque se trata de la conversión de la sustancia o naturaleza
del pan.

• Afirmar que cambia toda la sustancia física del pan y del vino, parece requerir también el
cambio de los componentes físico-químicos de las propiedades del pan y del vino y, por lo
tanto, la conversión en la sustancia físico-química de Cristo. Y también esto es demasiado,
porque no se respeta el dogma que afirma la real permanencia de las especies y parece un
poco exagerado traducir en términos físico-químicos la naturaleza del Cristo Resucitado.

4. La transustanciación, por lo tanto, manteniendo la profundidad de su significado


original, debe ser vista, además, a la luz de algunos misterios que están implicados en la
Eucaristía misma:

• Es a partir del Cristo glorioso y resucitado, Señor de todo lo creado en el cual han sido
hechas todas las cosas y en el cual se asientan todas las cosas, que es preciso comprender el
misterio de la presencia y de la transformación del pan y del vino. Es la perspectiva del
Señorío de Cristo y de su dimensión pascual, escatológica, cuya entidad, aunque se escapa,
sabemos que no está limitada por el tiempo y por el espacio; él tiene el poder de someter
todas las cosas.

• Es a la luz del misterio del Espíritu Santo, creador, santificador y recreador, de su poder
de transformar las cosas y cambiarlas en realidades sobrenaturales que contemplamos la
Eucaristía, la presencia y la conversión actuada durante la celebración.

• Ésta, mi opinión personal, «opinión teológica» y opción teológica está confiada a la


reflexión racional y de fe, sin ninguna pretensión, pero para mantener, en su riqueza
misteriosa y expresiva, el dogma de la transustanciación, al amparo de teorías físicas,
metafísicas y simbólicas que no dan razón de las implicaciones del misterio, como ha sido
expresado por el Magisterio de la Iglesia.

Bibliografía:

Sobre este tema cfr. los estudios ya citados, de modo especial mi


estudio: Transustanciación... donde se encuentra una síntesis documentada de las
discusiones modernas.

APÉNDICE: EL CULTO EUCARÍSTICO FUERA DE LA MISA

El dogma de la presencia eucarística del Señor en la Eucaristía es el fundamento


inquebrantable de la legitimidad del culto eucarístico fuera de la misa, según la doctrina del
concilio de Trento, como hemos visto. El principio es claro. Si el Señor está presente en la
Eucaristía, puede y debe ser adorado. Dicha doctrina ha sido constantemente afirmada por
la Iglesia, a pesar de la negación de los protestantes. También las Iglesias ortodoxas, a pesar
de no tener un culto eucarístico como el de las iglesias de Occidente, profesan la misma fe
y manifiestan la misma adoración hacia la Eucaristía en la reserva eucarística para los
enfermos y en la liturgia de los presantificados.

1. Desde el punto de vista histórico el desarrollo especial del culto eucarístico fuera de la
misa, más allá de la reserva y la comunión de los enfermos, se desarrolla en el medievo,
como reacción a la negación de la presencia real por parte de Berengario de Tours. Dicha
devoción está ligada también a la devoción a la humanidad de Cristo, al deseo de ver la
hostia y al fervor por los milagros eucarísticos. Incluso cuando alguna vez este culto se ha
desarrollado sin un verdadero sentido de la globalidad de la Eucaristía, abandonando la
participación en el sacrificio y en la comunión, ha desarrollado una serie de formas
populares que han hecho una fuerte presión en el pueblo: adoración prolongada,
procesiones, visitas al Santísimo y adoración nocturna.

2. Desde el punto de vista pastoral con la reforma litúrgica se ha restablecido un cierto


orden en la jerarquía de valores entre celebración eucarística, participación del pueblo en la
comunión y adoración. Aunque el Concilio no ha hablado prácticamente de este aspecto de
la adoración (sólo algunos indicios en la PO 5), la Instrucción Eucharisticum Mysterium, ha
restablecido también el orden y el equilibrio doctrinal. A nivel pastoral está claro que la
adoración del Santísimo Sacramento ha perdido muchas de las manifestaciones de otros
tiempos, al menos a nivel cuantitativo, ya que el tiempo reservado ordinariamente a la
adoración es ahora ocupado por las misas vespertinas. Pero una pastoral bien enfocada no
debe abandonar esta dimensión de culto, de fe y de espiritualidad eucarística, como
expresión que se relaciona con la comunión eucarística y prepara a ella de nuevo.

Juan Pablo II ha querido revalorizar el culto eucarístico, después de una cierta crisis, con la
carta Dominicae Coenae, y con las recomendaciones de la Congregación para el Culto
Divino Inaestimabile donum, nn. 20-27.

3. Litúrgicamente el culto al Santísimo está regulado por el apropiado Rito de la comunión


fuera de la misa y culto eucarístico, Roma 1979, aprobado oficialmente en la edición típica
latina en 1973. En las Premisas y en los ritos tenemos las normas que hacen referencia a la
celebración de los actos litúrgicos correspondientes: bendición eucarística y procesión con
el Santísimo. En la estructura celebrativa se prevén los momentos de canto, de silencio, de
escucha de la palabra, de plegaria y de adoración. La adoración puede estar integrada
también en una celebración de la liturgia de las horas. Las procesiones con el Santísimo
hoy, cuando se celebran como auténtica manifestación de fe y con la debida participación,
expresan el sentido profundo de la Iglesia, pueblo en camino, guiada y sostenida por la
presencia de su Señor por los caminos del mundo.

4. Muchos son los motivos teológicos que pueden ayudar a redescubrir y desvelar el sentido
de la adoración eucarística. Fundamentalmente son los de la presencia del Señor, del
respeto que ya en la antigüedad se daba hacia los fragmentos de la Eucaristía, la fe del
Pueblo de Dios, los frutos de santidad... La conciencia de la presencia del Señor, revelada
por la exégesis bíblica y por la teología actual, hace del tabernáculo de nuestras iglesias y
capillas, el lugar de la presencia de Cristo en medio de su Iglesia, más allá de la
celebración. De un renovado amor por la Palabra, no puede dejar de brotar un amor
profundo a la Palabra hecha carne que mora en medio de nosotros.
5. Las actitudes espirituales que deben prevalecer en la adoración del Santísimo
Sacramento, según las bellas recomendaciones expresadas por la Iglesia en
la Eucharisticum Mysterium nn. 49-60, deben estar en sintonía con el misterio mismo de la
presencia, que viene del sacrificio y lleva a la comunión. Una espiritualidad que debe
inspirarse en la plegaria eucarística (alabanza, epiclesis, ofrenda, intercesión) y que se
expresa en adoración, coloquio familiar, comunión espiritual. Las formas de la adoración
pueden ser las más simples, como la plegaria silenciosa y la más solemne, al igual que la
procesión con el Santísimo. Se debe garantizar, sin embargo, siempre una digna celebración
y participación del pueblo.

6. A nivel ecuménico, incluso quedando un elemento de polémica por parte de los


protestantes, la veneración del Santísimo Sacramento constituye uno de los tesoros de la
piedad de la Iglesia católica que alguna vez ha suscitado un poco de nostalgia eucarística en
algunos hermanos protestantes. En el diario del Prior de Taizé, R. Schutz, se lee: «Estos
días me recojo, a menudo, en oración en la pequeña iglesia romana, ante el tabernáculo.
Este lugar está habitado. La fe de la Iglesia católica lo testimonia ya desde los primeros
siglos. ¿Por qué no me recojo ante la reserva del pan eucarístico que conservamos sobre
un pequeño altar, una vez acabada la misa aquí en Taizé? Será porque la fe de nuestras
iglesias de origen no está confirmada por los siglos» (24.05.1969). El mismo BEM en el n.
32 hace una alusión respetuosa.

7. La comunión fuera de la Misa. El modo ordinario de participar en la Eucaristía es


obviamente la celebración de la Misa con la comunión eucarística. Sin embargo, se pueden
dar circunstancias en las cuales la comunión puede ser recibida fuera de la celebración. Un
caso, por ejemplo, puede ser el de la comunión recibida en el marco de una celebración de
la Palabra, a falta de sacerdote para celebrar la Eucaristía, presidida, según las leyes de la
Iglesia, por un laico (catequista, religioso o religiosa) o por un diácono. El otro caso puede
ser el de la comunión fuera de la Misa por una causa razonable, tanto si se trata de un
enfermo, como si se trata de una persona impedida para asistir a la celebración eucarística.
La Iglesia quiere que en todos los casos se observen los ritos prescritos para favorecer la
dignidad y el sentido pleno de esta participación en la Eucaristía que es siempre comunión
en el cuerpo de Cristo y en su sacrificio. Ministro ordinario de la comunión eucarística es el
sacerdote o el diácono. Otras personas, con la debida preparación y misión por parte de la
Iglesia, pueden ser ministros extraordinarios de la Eucaristía 106.

8. El viático o comunión eucarística para los enfermos. Es la última Eucaristía del


cristiano. Puede ser recibida, juntamente, con la unción de los enfermos y eventualmente
durante la celebración de todo el rito eucarístico en la estancia del enfermo, según las
prescripciones de la Iglesia. La unión con Cristo y su sacrificio reviste, en este caso, un
significado especial, ya que la enfermedad y la cercanía de la muerte son vividas a la luz
del misterio pascual. Cristo, tomando posesión, mediante la comunión, de sus fieles los
ayuda a vivir con él el paso hacia la vida eterna, con la ventaja del Cuerpo místico y con la
esperanza de la resurrección final 107.

Bibliografía:

• Il culto eucaristico fuori della Messa, en «Rivista liturgica» 67 (1980) n. 1, monográfico.

• El culto eucarístico, Cuadernos «Phase» n. 23, 1992.

• J. M. CANALS, El culto a la Eucaristía, Centre de Pastoral liturgica, Barcelona, 1996.

CAPÍTULO TERCERO

LA EUCARISTÍA, BANQUETE SACRIFICIAL. COMUNIÓN


CON CRISTO Y CON LOS HERMANOS EN LA IGLESIA

Sumario:

1. Panorama histórico. 2. Enseñanzas del Magisterio. 3. Algunas investigaciones teológicas.


Apéndice: Eucaristía: diálogos ecuménicos e intercomunión.

Bibliografía:

Es clásica la obra de

• H. DE LUBAC, Corpus Mysticum. L’eucaristia e la Chiesa nel medievo, Jaca Book, Milán
1982.

Del mismo autor es justo recordar las páginas centrales sobre la Eucaristía y la Iglesia de su
conocido libro Meditazione sulla Chiesa Ed. Paoline, Milán 1955, pp. 176-196.

• M. GESTEIRA GARZA, La eucaristía, misterio de comunión, Salamanca, Sígueme, 19922.

• AA.VV. Eucaristia e Chiesa. Atti della Settimana Teologica, en «Bollettino della diocesi
di Verona» 70 (1983), número monográfico sobre el tema con varios estudios que se
citarán: I.BIFFI, Eucaristia e Chiesa nel medievo e nel concilio di Trento, en Eucaristia e
Chiesa, o.c., pp. 501-513.
Para una visión del tema en la teología del Vaticano II y en la actual reflexión cfr. los
estudios de

• E. RUFFINI, Eucaristia e Chiesa nel Vaticano II, en Eucaristia e Chiesa, o.c., pp. 515-529.

• G. COLOMBO, Eucaristia e Chiesa nella riflessione sistematica, ibid, pp. 557-574.

• B. FORTE, La Chiesa nell’Eucaristia, D’Auria, Nápoles 1975.

• J.M.R. TILLARD, Chair de l’Eglise, chair du Christ. Aux sources de l’ecclesiologie de


communion, París, Cerf, 1992; versión española. Salamanca, Sígueme 1995.

En la misma línea teológica se inserta el primer documento de diálogo oficial católico-


ortodoxo, suscrito en Mónaco en 1982: Il mistero della Chiesa e dell’Eucaristia alla luce
del mistero della Santissima Trinità.

PREMISA

La Eucaristía, presencia de Cristo y memorial de su sacrificio, está esencialmente


ordenada a la comunión; ella misma es banquete de comunión y es precisamente en la
comunión eucarística donde se da la comunión en el sacrificio de Cristo y en su Persona.
De este modo, Él nos pone en relación con el Padre y con el Espíritu; es, a través de la
comunión eucarística como se realiza el fin mismo de la Eucaristía: hacer la Iglesia,
realizar la comunión con la Trinidad y la humanidad y cumplir el misterio de aquella
unidad que es la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

Está claro que pueden darse diversos modos de participar en la Eucaristía y que la
eficacia del sacrificio eucarístico alcanza a aquéllos que no comulgan; también es verdad
que hay modos de estar en contacto con Cristo presente en la Eucaristía a través de la
adoración y el culto del Santísimo Sacramento; pero, debemos decirlo, incluso para
corregir cierto minimalismo eucarístico que se ha introducido en la visión de la Eucaristía:
el misterio eucarístico que expresa y realiza la comunión con Cristo y entre nosotros
requiere la participación digna y comprometida de los fieles en el banquete eucarístico.

Sobre este tema, aunque se han dado períodos de alejamiento por parte de los
cristianos de la comunión eucarística, no se han dado controversias ni herejías y no se
puede apelar a un Magisterio de la Iglesia articulado, como el que poseemos sobre el
sacrificio y sobre la presencia. La falta de problemas de tipo especulativo no disminuye la
importancia vital de este aspecto de la comunión que por el contrario, como se verá
enseguida, constituye el punto nodal de la reflexión eucarística de hoy, el empeño más
sentido de la Iglesia que quiere vivir según la lógica de la comunión eucarística con todas
las consecuencias, incluso sociales. Y aquí se sitúa también la espiritualidad y la mística de
la Eucaristía hoy, en torno al sacrificio de Cristo y a la comunión con Él, a fin de que se
realice el misterio de la Iglesia-Eucaristía: «muchos un solo cuerpo» (Rm 12, 5; 1 Co 10,
17).

En torno a este aspecto de la Eucaristía tendremos ocasión de aprehender los puntos


más actuales de la teología y de la espiritualidad eucarística, en plena sintonía con el
Magisterio.

1. PANORAMA HISTÓRICO

La relación entre la Eucaristía y la Iglesia que se da mediante la celebración de la


fracción del pan y la comunión eucarística, está ya bien presente en la misma institución de
la Eucaristía, como Cena comunitaria en la cual Jesús realiza la comunión con los suyos en
el momento de su Pasión, a través de su cuerpo y su sangre ofrecidos como alimento y
bebida. Desde la perspectiva de Juan, tanto la Cena como la cruz tienen esta dimensión de
unidad, de reunión de los hijos de Dios dispersos; el servicio, la caridad, la plegaria por la
unidad son el ambiente natural y la exigencia normal de la Eucaristía que Jesús instituye y
manda repetir en su memoria. La doctrina de los Apóstoles vincula conjuntamente la
celebración de la fracción del pan a la realidad de la comunidad cristiana y a sus empeños
de comunión hasta el compartir los bienes. Pero es, sobretodo, Pablo quien en 1 Co 10, 16-
17 afirma la identificación Eucaristía-Iglesia para extraer en 1 Co 11, 17-34 las
consecuencias de la que es una verdadera celebración comunitaria de la Cena del Señor,
sacramento de su donación total a la Iglesia.

En Pablo, pues, el tema de la comunión personal y comunitaria en el cuerpo y la


sangre de Cristo propone esta triple identificación entre la Iglesia y la Eucaristía: 1) a nivel
de lenguaje: tanto la Iglesia como la Eucaristía son cuerpo (soma) del Señor; 2) a nivel
de simbolismo eficaz: la unidad del pan y del cáliz sugiere el simbolismo del único Cuerpo
y del único Espíritu en la Iglesia; 3) finalmente, en la profunda realidad: la Iglesia es
Cuerpo de Cristo porque se nutre del cuerpo de Cristo que es la Eucaristía. Tenemos ya
aquí la fecunda idea desarrollada por los Padres: la Eucaristía hace la Iglesia; la Iglesia
hace la Eucaristía. Una frase que es justa con tal que sea comprendida de este
modo: Cristo dándose a la Iglesia en la Eucaristía la convierte en su
Cuerpo; Cristo, presente en la Iglesia, dándose en la Eucaristía, la celebra y la da a los
suyos. La estructura profunda de estas identificaciones muestra a la Iglesia como aquel
Cuerpo místico y al mismo tiempo real que el Cristo de la gloria tiene sobre la tierra; y
presenta a la Eucaristía como aquel cuerpo misterioso (sacramental), o bien real (objetivo),
que hace de la Iglesia el cuerpo que ella recibe. El cuerpo y la sangre de la Eucaristía
reclaman luego aquel misterio de la total donación de Cristo a la Iglesia como su Esposa y
su Cuerpo, hecha una vez sobre la cruz y repetida en cada celebración eucarística (cfr. Ef 5,
25-27).
En la época patrística la relación Eucaristía-Iglesia es muy sentida; no se puede
imaginar la Iglesia sin verla en torno al único altar, en la perfecta comunión de la fe, bajo la
presidencia del obispo con su presbiterio, como nos sugiere Ignacio de Antioquía:
«Procurad serviros con fruto de la única Eucaristía; una es, en efecto, la carne de nuestro
Señor Jesucristo y uno el cáliz por la unidad de su sangre, uno el altar como uno el obispo
con los presbíteros y diáconos, mis cofrades, a fin de que todo lo que hagáis lo hagáis
según Dios» 108.

De la Eucaristía fluye toda la vida y la acción de la comunidad cristiana y de la


caridad social hasta el martirio. La Iglesia se reencuentra en su propio signo y en su
experiencia fundante en torno al misterio del cuerpo y de la sangre del Señor. Bastan aquí
algunas sobrias ilustraciones de este hecho con los textos patrísticos esenciales.

Cipriano de Cartago nos habla del simbolismo venerado en la tradición antigua:


«Cuando el Señor llama a su cuerpo el pan compuesto por la unión de un gran número de
granos, señala la unidad de nuestro pueblo... Y cuando él llama a su sangre el vino
resultante de un gran número de racimos y granos, y formando una única bebida, él
significa que nuestra grey está hecha de una multitud reconducida a la unidad». Es,
también, él el que sugiere otro simbolismo: «Cuando en el cáliz el agua se mezcla con el
vino, es el pueblo quien se mezcla en Cristo, es el pueblo de los creyentes el que se implica
y se une a aquél en quien cree. Esta mezcla, esta unión del vino y del agua en el cáliz del
Señor es indisoluble. Así la Iglesia, esto es, el pueblo que está en la Iglesia y que fiel y
firmemente, persevera en la fe, no podrá nunca estar separado de Cristo, sino que él será
fiel a un amor que de dos hará uno» (Ep. 63, 13; cfr. Ep. 69, 5.2).

Este tema será retomado con frecuencia por otros Padres posteriores. Agustín
desarrolla con gran intuición catequética el proceso paralelo que lleva a la confesión del
pan y el proceso de los neófitos que se convierten en el Cuerpo de Cristo 109.

Expresiones similares encontramos en un conocido sermón de Gaudencio de


Brescia: «El pan es considerado con razón imagen del cuerpo de Cristo. El pan, en efecto,
resulta de muchos granos de trigo. Ellos son reducidos a harina y la harina después es
pastada con agua y cocida a fuego. Así también el cuerpo místico de Cristo es único pero
está formado por toda la multitud del género humano, llevada a su condición perfecta
mediante el fuego del Espíritu Santo... Por la sangre de Cristo vale, en un cierto sentido la
misma analogía del vino, similar a la del pan. En un primer momento se da la recolección
de muchos granos o racimos en la viña por Él mismo plantada. Sigue el pisar la uva en la
prensa de la cruz...» 110

Pero es, sin duda, san Agustín quien mejor ha explotado cuanto se puede decir de la
relación Eucaristía-Iglesia, desde el múltiple simbolismo de unidad en la unión eficaz del
Cuerpo por medio de la Eucaristía. Hemos recordado ya el vínculo entre Cristo y la Iglesia
en el único sacrificio. Baste ahora citar uno de los muchos textos en los cuales se identifica
el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, con la Eucaristía que es recibida por los fieles: «¿Qué
ves sobre el altar? El pan y el cáliz (...) pero para la ilustración de vuestra fe, os decimos
que este pan es el cuerpo de Cristo y el cáliz es su misma sangre... Pero si queréis
comprender qué es el Cuerpo de Cristo escuchad al apóstol que os dice: “Vosotros sois el
cuerpo de Cristo” (...). Así pues, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, lo que
está sobre el altar es el símbolo de vosotros mismos, y lo que vosotros recibís es vuestra
realidad. Vosotros mismos lo confirmáis diciendo: Amén. Se os dice: He aquí el cuerpo de
Cristo; y vosotros respondéis: Amén, así sea. Sois, pues, miembros de Cristo para
responder en verdad: Amén» 111. Recordemos de nuevo el ya citado texto alusivo al
sacrificio eucarístico que es también sacrificio de la Iglesia: «Éste es el sacrificio de los
cristianos: “También siendo muchos somos un solo cuerpo de Cristo” (Rm 12, 5); y la
Iglesia lo renueva continuamente en el sacramento del altar, conocido por los fieles, donde
se ve que en lo que ofrece (la Eucaristía), se ofrece también a sí misma (la Iglesia)» 112.

Juan Crisóstomo plantea toda su eclesiología sobre el misterio eucarístico que él


celebra con el pueblo; y de ello hace brotar todas las consecuencias de una vida cristiana
comprometida en el amor a los hermanos. He aquí un texto significativo: «Muchos son los
vínculos que nos ligan conjuntamente: una misma mesa es puesta delante de todos..., a
todos se da la misma bebida y nosotros la recibimos también del mismo cáliz. El Padre,
queriendo inducirnos a amar, en su sabiduría ha meditado también esto, que nosotros
bebemos del mismo cáliz, símbolo de la más perfecta caridad... Nosotros hemos sido
hechos partícipes de una mesa espiritual común; debemos, por lo tanto, estar unidos por un
mismo amor espiritual» 113. En efecto, desde esta convicción, Crisóstomo llevará adelante
el paralelismo entre la presencia de Cristo en la Eucaristía y en el hermano, estableciendo
de manera ideal la correspondencia entre el sacramento eucarístico y el «sacramento del
hermano». Célebre es un texto suyo en el cual se expresa así: «La Iglesia no es un museo
de oro y plata... ¿Queréis honrar el cuerpo del Señor? No lo desdeñéis cuando lo veáis
cubierto de harapos; después de haberlo honrado en la Iglesia con hábitos de seda, no lo
abandonéis fuera sufriendo el frío, no lo dejéis en la miseria... Aquél que ha dicho: “Esto es
mi cuerpo”... y que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho esto
también: Lo que os habéis negado hacer al más pequeño, me lo habéis negado a mí mismo»
114.

Este aspecto eclesial tiene su formulación orante en las plegarias eucarísticas con
las cuales la Iglesia celebra el misterio. Ellas expresan todo el misterio de la Iglesia
comunidad, Cuerpo, Esposa y Pueblo de Dios. Ellas ponen a la Iglesia en «estado
eucarístico» mediante las diferentes expresiones de la plegaria: alabanza, acción de gracias,
invocación, ofrenda e intercesión. Ellas afirman, sobretodo, la unidad que se realiza por el
único Espíritu del Señor mediante la comunión en el único cuerpo y en el único cáliz.

En la Anáfora alejandrina de Basilio de Cesarea se pide: «Haznos dignos, Señor, de


comulgar en tus santos misterios, para la santificación del alma, del cuerpo y del espíritu,
para que nos convirtamos en un solo cuerpo y en un solo espíritu...» En la anáfora de
Teodoro de Mopsuestia se señalan estos efectos de la efusión del Espíritu Santo sobre los
dones: «Para que todos juntos seamos hechos unánimes por un mismo vínculo de caridad y
de paz, y nos convirtamos en un solo cuerpo y en un solo espíritu, como llamados estamos
a una sola esperanza de nuestra vocación» 115.
También el canon romano expresa una visión de la Iglesia eucarística como familia
de Dios, pueblo del Señor, comunidad ordenada en los diversos ministerios, Iglesia santa y
católica... 116

Esta conciencia ha permanecido con claridad en la teología eucarística oriental que


habla voluntariamente de una eclesiología eucarística, es decir, de una experiencia de la
Iglesia que nace de la celebración de los misterios. Hay un testimonio, de nuevo, en el
medievo bizantino, Nicolás Cabasilas, el cual escribe a propósito de la Eucaristía, que es
también experiencia del misterio de Pentecostés por la efusión del Espíritu en los dones y
en los fieles: «Los santos misterios representan a la Iglesia no como símbolos, sino como el
corazón representa los miembros y como la raíz de un árbol sus ramas... Los santos
misterios, en efecto, son el cuerpo y la sangre de Cristo, que para la Iglesia es verdadero
alimento y verdadera bebida. Participando en ellos, no es la Iglesia quien los transforma en
el cuerpo humano... sino que es ella misma quien es transformada en estos dones, igual que
el elemento superior y divino prevalece sobre el terreno» 117.

En la teología occidental, este aspecto eclesial de la Eucaristía no está tan


acentuado. Ciertamente no falta la dimensión teológica en la comprensión del misterio.
Santo Tomás tiene muy presente que la gracia de la Eucaristía es «la unidad del Cuerpo
místico», la comunión con Cristo y entre nosotros, la unidad del pueblo cristiano 118. No
faltan teólogos, especialmente del área monástica que han puesto de relieve la admirable
relación teológica y espiritual entre la Eucaristía y la Iglesia. El mismo maestro de santo
Tomás, S. Alberto Magno había escrito: «Como el pan... está hecho de muchos granos los
cuales comunican todo su contenido y se compenetran el uno con el otro, así el verdadero
Cuerpo de Cristo está hecho de muchas gotas de sangre de nuestra naturaleza... mezcladas
entre sí, y así muchos fieles... unidos en el afecto y comunicados con Cristo Cabeza
constituyen místicamente el único cuerpo de Cristo... y por eso este sacramento nos lleva a
hacer la comunión de todos nuestros bienes temporales y espirituales» 119.

Sin embargo, en el medievo la atención primordial se pone sobre otros aspectos: la


presencia, la adoración, el sacrificio. La misma práctica rarefacta de la comunión
eucarística es en provecho de una forma de contemplación de la hostia consagrada;
ciertamente esto no contribuye a desarrollar esta eclesiología eucarística y esta relación
indisoluble entre Eucaristía e Iglesia mediante la comunión del único cuerpo y sangre del
Señor. Algún guiño al carácter eclesial de la Eucaristía se encuentra también en la doctrina
del concilio de Trento especialmente en el proemio del decreto sobre la presencia real
(cfr. supra).

Nuestro tiempo, como tiempo de la Iglesia redescubierta como Cuerpo místico y


Pueblo de Dios en virtud de los sacramentos y de la Eucaristía, parece sin duda más
sensible a este aspecto. A ello ha contribuido el despertar eclesiológico y la reforma
litúrgica, la reflexión conciliar y la misma eclesiología que está a la búsqueda de su
autocomprensión como «Cuerpo de Cristo» por medio de la celebración eucarística,
máxima experiencia del ser Iglesia. Han sido notables los trabajos de H. De Lubac, arriba
citados. Pero sobre este tema han escrito páginas muy bellas también autores protestantes
como J.J. Von Allmen 120: la Eucaristía como revelación de los límites y de la plenitud de
la Iglesia. Estamos en la feliz convergencia de una eclesiología que encuentra su raíz
sacramental en la Eucaristía. Como ha escrito J. Ratzinger: «Se podría definir brevemente
la Iglesia como Pueblo de Dios en virtud del Cuerpo de Cristo», en el sentido de que «el
nuevo pueblo recibe de la Cena del Señor su propia realidad» 121.

Es de nuevo la Eucaristía la que hace la Iglesia, volviendo así a la mejor


comprensión del misterio como realizado por Jesús en la Cena y en la cruz y como ha sido
proclamado por Pablo.

Este filón teológico-espiritual, sin duda, deberá ser de nuevo, estudiado y


desarrollado mejor, pero ya poseemos algunas líneas seguras de doctrina en el más reciente
Magisterio eclesial.

II. ENSEÑANZAS DEL MAGISTERIO

Una nueva sensibilidad en la presentación del misterio eucarístico aparece en los


documentos del Vaticano II. En la LG 3 ya se afirma: «Con el sacramento del pan
eucarístico, se representa y produce la unidad de los fieles». La relación Eucaristía-Cuerpo
místico está claramente expresada en el n. 7: «En la fracción del pan eucarístico
participando nosotros realmente en el cuerpo del Señor, somos elevados a la comunión con
él y entre nosotros». De nuevo en el n. 11 se dice: «Alimentándose del cuerpo de Cristo en
la asamblea santa, muestran concretamente la unidad del pueblo de Dios, que es felizmente
expresada y admirablemente producida por este augustísimo sacramento».

Esta presencia eucarística de Cristo en todas las legítimas asambleas de los fieles,
bajo la presidencia del obispo y en comunión de fe y de amor, hace la Iglesia local en su
más simple expresión, incluso en una comunidad «pobre, pequeña, dispersa», pero que
posee la presencia de Cristo «por virtud del cual se recoge la Iglesia una, santa, católica y
apostólica».

En efecto, «nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra


cosa que a transformarnos en lo que recibimos, a hacernos revestir en todo, en el cuerpo y
en el espíritu, de Aquél en el cual hemos muerto, hemos sido sepultados y hemos
resucitado» 122. En el mismo número de la LG se afirma con la cita de un texto de la
liturgia hispano-mozárabe, a propósito de la Cena del Señor «a fin de que por medio de la
carne y de la sangre del Señor esté estrechamente unida toda la fraternidad del cuerpo»
123.

Estamos en el centro de una eclesiología eucarística que el Concilio presenta


también con estos efectos y estos compromisos: «No es posible que se forme una
comunidad cristiana si no teniendo como raíz y fundamento la celebración de la santa
Eucaristía, de la cual, por lo tanto, debe empezar cualquier educación tendente a formar el
espíritu de comunidad. Y la celebración eucarística, a su vez, para ser plena y sincera debe
avanzar tanto en las diversas obras de caridad y en la recíproca ayuda, como en la acción
misionera y en las diferentes formas de testimonio cristiano» 124.

Juan Pablo II en la Carta Dominicae Coenae ha puesto de relieve este semblante


desarrollando nuevamente algunos aspectos novedosos de la reflexión teológica y de la
espiritualidad eucarística como la relación entre la Eucaristía y la caridad, el prójimo y la
existencia cotidiana.

Tomando como base estas enseñanzas podemos recordar ahora algunos aspectos
sistemáticos que ponen de relieve la relación con la Eucaristía como comunión con Cristo
en la Iglesia.

El Catecismo de la Iglesia católica reserva una bella disertación al tema del


«banquete pascual» (nn. 1382-1405). Es, por lo tanto, obligado referirse a algunos de los
puntos doctrinales en cada uno de los argumentos que seguirán 125.

III. INVESTIGACIONES TEOLÓGICAS

Pasamos ahora a señalar brevemente algunos aspectos de la Eucaristía como


comunión con Cristo, don del Espíritu y comunión con los hermanos en la Iglesia.

1. La Eucaristía comunión con Cristo: riqueza de aspectos y compromisos

La Eucaristía es el cuerpo y la sangre de Cristo entregados a nosotros como


comunión; en ella comemos y bebemos la carne y la sangre de Cristo, nos alimentamos de
Él. La gran riqueza de aspectos de esta comunión está, precisamente, en la riqueza misma
que es Cristo. En primer lugar, la comunión nos une a Cristo en su misterio pascual y, por
lo tanto, a la plenitud de sus misterios; pero Él mismo nos pone en comunión con el Padre
que efunde en nosotros el Espíritu Santo, de manera que la Eucaristía es comunión con la
Trinidad 126. El aspecto sacramental del alimento y de la bebida sugiere, al mismo tiempo,
la vida que él da y la transformación interior en Él; mejor dicho, como dice santo Tomás:
«El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo» 127. La
Eucaristía renueva y acrecienta aquella comunión con Cristo iniciada en el bautismo a fin
de que Cristo viva en nosotros y nosotros vivamos en Él. Ella tiene también un aspecto
esponsal de comunión del Esposo Cristo con la Esposa Iglesia, afirma Teodoreto de
Ancyra: «Comiendo los miembros del Esposo y bebiendo su sangre, nosotros cumplimos
una unión esponsal» 128.

Son muchos los textos patrísticos y litúrgicos que evidencian esta gracia crística de
la comunión eucarística. Valga para todos la enseñanza de Juan Crisóstomo a propósito de
la Eucaristía: «Es el Cuerpo que fue ensangrentado, golpeado por la lanza, por quien brotan
las fuentes de salvación, las de la sangre y del agua por toda la tierra. Cristo es levantado de
los abismos en una luz fulgurante, y dejando aquí sus rayos, ha accedido hasta el trono
celeste. Ahora bien, éste es el cuerpo que él nos da para tener y comer» 129.

Y cuanto confiesan algunos conocidos himnos de la liturgia latina: Adoro te devote,


Ave verum corpus natum...

Como ha sido ya recordado, a propósito de la relación entre Eucaristía y Penitencia,


el primer empeño fundamental de la comunión eucarística es el de una digna preparación.
No nos podemos acercar a la Eucaristía conscientes de pecado mortal. Es la constante
enseñanza de la Iglesia la que inspirándose en san Pablo (cfr. 1 Co 11, 28) pide a todos
examinarse a sí mismos para no comer indignamente el cuerpo del Señor; de hecho, no
sería lógico acercarse al banquete de la comunión con Cristo sin haber cumplido el
obligado camino de conversión en el sacramento de la penitencia. Sólo en caso de
necesidad y no pudiendo confesarse, nos podemos acercar a la comunión, previo el acto de
contrición, y con el propósito de acceder cuanto antes a la confesión sacramental 130.

La comunión con Cristo, puesto que instaura una verdadera «simbiosis» («vive en
mí y yo en él»), requiere el compromiso constante de una vida evangélica, a fin de que se
pueda vivir en Cristo viviendo como Él. La relación entre el comer la Eucaristía y vivir la
Palabra adquiere aquí todas las lógicas consecuencias, especialmente las referentes al
precepto de la caridad.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda como primer efecto de la comunión el


crecimiento de nuestra comunión con el Señor Resucitado, recordando los textos del
evangelio de Juan y un texto eucarístico de la liturgia siro-antioquena (nn. 1391-1392).
Además, la comunión nos separa del pecado, cancela los pecados veniales y nos preserva
del pecado mortal aunque se distingue la especificidad de la Eucaristía respecto al
sacramento de la reconciliación (nn. 1393-1395).

2. La Eucaristía comunión con el Espíritu Santo

La comunión eucarística es comunión con y en el Espíritu Santo. Cristo Resucitado


comunica a sus discípulos la plenitud del Espíritu que es también el don de la Nueva
Alianza en su sangre. Son muchos los textos litúrgicos que subrayan esta relación entre el
Espíritu Santo y la liturgia, como don eucarístico. La epiclesis eucarística recuerda también
esto: desciende el Espíritu sobre los dones a fin de que se llenen de Espíritu Santo los que
comulgan. Recordemos algunos textos patrísticos y litúrgicos.

Quizás uno de los textos más antiguos que ponen en relación la Eucaristía con la
acción y el don del Espíritu Santo es la homilía pascual del Anónimo cuartodecimano, en
ella leemos estas palabras: «Éstos son para nosotros los manjares de la sagrada solemnidad,
ésta la mesa espiritual, éste el gozo y el alimento inmortal. Nosotros que nos nutrimos del
pan bajado del cielo y que bebemos el cáliz que da alegría –como sangre viva y candente
que ha recibido la impronta del Espíritu celeste...» 131. En algunos textos de los Padres
posteriores tendremos la misma idea que vincula el tema, vino, fuego, sangre, espíritu y
caridad.

S. Efrén el sirio canta en uno de sus himnos: «En tu pan está escondido el Espíritu
que no puede ser comido. En tu vino hay un fuego que no puede ser bebido: el Espíritu en
tu pan, el fuego en tu vino, maravilla sublime que nuestros labios han bebido...» El Espíritu
Santo es el fuego al cual se acerca el que es puro y del cual se aleja quien es disoluto». E
Isaac de Antioquía: «Venid a ver, comed la llama que hará de vosotros ángeles de fuego y
gustar el sabor del Espíritu» 132.

Ambrosio de Milán escribe: «La comunión con Cristo es, pues, comunión con el
Espíritu. Cada vez que bebéis recibís la remisión de los pecados y os embriagáis del
Espíritu» (De Sacramenti, V, 3, 17).

El don del Espíritu Santo en la Eucaristía tiene un típico valor eclesial. Un autor
occidental discípulo de Agustín, Fulgencio de Ruspe, escribe entre otras cosas: «Se dice
que el Espíritu viene, mientras es implorado por los fieles, cuando crece y aumenta el don
de la caridad y de la humanidad... Por eso la Iglesia santa, mientras pide en el sacrificio del
cuerpo y de la sangre de Cristo, que le sea enviado el Espíritu Santo, pide, ciertamente, el
don de la caridad con el cual pueda «conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la
paz» (Ef 4, 3) 133... Y con mayor insistencia, estableciendo el paralelismo entre Espíritu
Santo y caridad: «Así el Espíritu Santo que concede a la Iglesia la caridad y en ella la
conserva, santifica con su poder divino el sacrificio» 134.

Las epiclesis consagratorias ponen de relieve la acción del Espíritu Santo que llena
de sí el pan y el vino, de modo que los que comulgan se nutren del pan espiritual y de la
sangre espiritual. En algunas anáforas orientales, entre los gestos de Jesús en la cena se
recuerda que él «llenó el cáliz con su Espíritu...» 135.

3. La Eucaristía comunión con la Iglesia


La comunión eucarística reclama la unión con los hermanos que participan en la
misma mesa eucarística y forman con nosotros la Iglesia-asamblea. Pero la comunión en la
Eucaristía extiende nuestra unidad a todos aquéllos que profesan la misma fe y, en la misma
unidad bajo los legítimos pastores, forman el único Cuerpo de Cristo. Esta comunión «en
las cosas santas» («communio sanctorum») es el vínculo sacramental que hace de toda la
Iglesia el único Cuerpo del Señor, unido en el mismo Espíritu.

Teodoro de Mopsuestia explica así el sentido eclesial de la epiclesis: «El sacerdote


pide entonces que venga la gracia del Espíritu Santo sobre todos aquellos que están
reunidos, a fin de que cuantos son hechos un solo cuerpo por el sacramento del
renacimiento, estén ahora próximos en la unidad del único cuerpo por la participación en el
Cuerpo del Señor y unidos en la comunión y en la paz, en el deseo de servirse
recíprocamente» (PE 208).

Uno de los textos más altos sobre la unidad de todos en Cristo y en la Iglesia,
mediante la comunión eucarística es obra de Cirilo de Alejandría que comenta así el
capítulo 17 de Juan: «Para fundirse en la unidad con Dios y entre nosotros, y para
amalgamarnos los unos con los otros, el Hijo unigénito, sabiduría y consejo del Padre,
planeó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a
los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos consigo y entre sí» 136. La
idea de la concorporeidad y consanguinidad de todos, con Cristo y entre nosotros, es
también propia de Cirilo de Jerusalén en su catequesis mistagógica IV (22ª), n. 3.

Esta conciencia debe avanzar hacia la reconciliación fraterna, hacia la perfecta


comunión eclesial en la misma fe y en el amor a los Pastores de la Iglesia, que queda ya
expresado con la plegaria por el Papa y los obispos, y por todos los otros componentes de
la Iglesia.

El compromiso de vida eucarística que nace de aquí está precisamente en el vivir en


comunión perfecta con la Iglesia, con la conciencia de ser miembros de este Cuerpo.

El Catecismo de la Iglesia Católica, en un número sintético (n. 1396) recuerda el


sentido de la comunión eclesial con el célebre texto de Agustín ya citado arriba 137.

4. La Eucaristía y la fraternidad humana

Como ha escrito Juan Pablo II: «El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte
por sí en escuela de amor activo hacia el prójimo... La Eucaristía nos educa en este amor
del modo más profundo; ella demuestra, en efecto, el valor que tiene a los ojos de Dios
cada hombre, nuestro hermano y hermana, así se ofrece Cristo a sí mismo de igual modo a
cada uno, bajo las especies del pan y del vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico,
debe hacer crecer en nosotros la conciencia de la dignidad de cada hombre. La conciencia
de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el
prójimo» (Dominicae Coenae n. 6 y 4-7).

En la antigüedad cristiana la Eucaristía ha sido el centro de una vasta sociabilidad


sin fronteras que ha dispuesto a la creación de una verdadera y propia vida social de ayuda,
asistencia y promoción que nacía del altar eucarístico. Hoy de nuevo, la Eucaristía educa en
el diálogo, en el servicio, y debe traducirse en una vida social que invita a la condivisión de
los bienes y extiende la caridad a nuevas iniciativas inspiradas por el mismo movimiento de
ofrenda y de don que es el de la Eucaristía.

Podemos decir con un teólogo ortodoxo: «La liturgia eucarística, siendo


fundamentalmente una adoración y una ofrenda, es también una reestructuración activa y
responsable del mundo por parte de los cristianos; ella tiene una dimensión
fundamentalmente política. Puede restaurar el tiempo, el espacio, las relaciones de las
personas humanas entre sí y la relación del ser humano con la naturaleza. Su carácter
eucarístico, es decir, la capacidad de recibir la vida, los otros, los frutos de nuestro trabajo,
la naturaleza, al igual que los dones, la capacidad de ofrecerlos recíprocamente y de
ofrecerlos al mismo tiempo a Dios... en la alegría y en la gratuidad, es diametralmente
opuesto al modo egoísta según el cual se organiza nuestra civilización de consumo» 138.

Los cristianos, pues, son invitados por la Eucaristía a instaurar una civilización del
amor que se inspire en el mismo modo de celebrar, uniendo la adoración y la condivisión y
difundiendo por todas partes la paz de Cristo.

También en este punto el Catecismo (n. 1397) recuerda cómo la Eucaristía nos
compromete en las relaciones con los pobres, citando un bello texto del gran Doctor de la
fraternidad eucarística, Juan Crisóstomo.

Bibliografía:

Para la antigüedad cristiana

• A. HAMMAN, Vita liturgica e vita sociale, Jaca Book Milano 1971.

• Para la actualidad se puede citar el bello documento de la Conferencia Episcopal


Italiana, Eucaristia comunione e comunità, Roma 1983, especialmente los nn. 34-55.

Son muchos los estudios sobre una ética que nace de la celebración y desde la experiencia
eucarística. cfr. por ejemplo, el pensamiento de un ortodoxo:

• C. YANNARAS, La libertà dell’ethos. Alle radici della crisi morale in Occidente,


Dehoniane, Bolonia 1984; y las orientaciones de
• PH. J. ROSATO, Linee fondamentali e sistematiche per una teologia etica del culto, en AA.
VV. Liturgia. Etica della religiosità,. Curso de Moral, v. 5, Queriniana, Brescia 1986, pp.
11- 70.

cfr. también nuestro artículo:

• Eucaristia, pane della pace, en AA. VV., Sul monte la pace, Teresianum, 1990, pp. 151-
174.

cfr. también el documento de base para El XLVI Congreso Eucarístico Internacional


celebrado en Wroclaw, Polonia, mayo de 1997: Eucaristia e libertà, con mi
presentación: L’Eucaristia sorgente di libertà, Centro eucarístico de Ponteranica 1997.

5. La Eucaristía en dimensión escatológica

La Eucaristía reclama enérgicamente la dimensión escatológica de la vida cristiana.


Es comunión con el Cristo de la gloria, prenda de vida eterna y de resurrección corporal. Y
celebrada «hasta que Él venga» comunica una plenitud de gracia que solamente podrá tener
una realización en la vida eterna. Ella es, en efecto, la «prenda de la gloria futura». En esta
perspectiva escatológica queremos hacer alusión a tres dimensiones conectadas con el
misterio de la comunión con Cristo y con los hermanos.

Este aspecto escatológico está presente en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn.


1402-1405) con una serie de enseñanzas bíblicas: el pan eucarístico es prenda de vida
futura, es experiencia del «Marana-tha», anticipación del banquete eterno, esperanza de la
vida eterna.

Eucaristía y comunión de los santos

En la celebración de la Eucaristía y en la comunión entramos en comunión con los


santos de la gloria a través de la presencia de Cristo. Así se expresa claramente la fe de la
Iglesia en las plegarias eucarísticas en las cuales se afirma la comunión con la Virgen María
y los santos y se invoca su intercesión (cfr. SC 8; LG 50 y 51). Esta comunión se extiende a
una intercesión para la salvación eterna de los difuntos, incluyendo a aquéllos cuya fe sólo
Dios ha podido conocer.

Esta comunión es ya un signo, una anticipación de la gloria prometida, y nos viene


dada en Cristo: «concédenos a nosotros tus hijos... obtener la heredad de tu reino, donde
con todas las criaturas, liberadas de la corrupción y de la muerte, cantaremos tu gloria»
139.

Eucaristía y glorificación final

La comunión en Cristo por medio de los signos de su cuerpo y de su sangre que


tocan al hombre en su corporeidad, es la garantía de aquella resurrección corporal que Jesús
mismo ha prometido a quien come su carne 140. Los Padres Apostólicos, especialmente
Ignacio, Justino e Ireneo, han subrayado este misterio de la comunión con Aquél que es
inmortal y que ha prometido la resurrección también a nuestros cuerpos.

La Eucaristía es «el único pan que es fármaco de inmortalidad, antídoto contra la


muerte, alimento de vida eterna en Jesucristo» 141. «De este alimento la sangre y nuestras
carnes se nutren en vistas a la transformación» 142.

«Nuestros cuerpos nutridos por la Eucaristía, depositados en la tierra y disueltos,


resurgirán a su tiempo... Nuestros cuerpos que reciben la Eucaristía, por eso mismo, no son
ya corruptibles, porque tienen en sí la esperanza de la resurrección...» 143.

El concilio Vaticano II habla de esto indirectamente en la Lumen gentium 48


afirmando que Cristo se une a los fieles «con el alimento del propio cuerpo y de la propia
sangre, para hacerlos partícipes de su vida gloriosa».

Cada comunión eucarística deposita en nuestros cuerpos las semillas de la


incorrupción y hace de nuestros cuerpos, también después de la muerte, semillas que no
mueren, sino que esperan la futura resurrección. Como ha escrito Chiara Lubich en una
bella y original intuición teológica: «Se podría decir que en virtud del pan eucarístico el
hombre se convierte en “Eucaristía” para el universo, en el sentido de que está con Cristo,
germen de transfiguración del universo. En efecto, si la Eucaristía es causa de la
resurrección del hombre, ¿no puede ser que el cuerpo del hombre, divinizado por la
Eucaristía, esté destinado a corromperse bajo tierra para concurrir a la renovación del
cosmos? ¿No podemos decir que después de muertos somos nosotros, con Jesús, la
Eucaristía de la tierra? La tierra nos come como nosotros comemos la Eucaristía: por lo
tanto, no para transformarnos a nosotros en tierra, sino a la tierra en «cielos nuevos y tierras
nuevas». Es fascinante pensar que los cuerpos de nuestros muertos cristianos tienen el
papel de colaborar con Dios en la transformación del cosmos» 144.

Los nuevos cielos y la nueva tierra


La Eucaristía en cuanto cuerpo y sangre del Señor resucitado es ya el anuncio de la
«Pascua del universo» de aquella transformación misteriosa de los Cielos nuevos y de la
Tierra nueva. El Vaticano II en la GS 38-39 pone de relieve la continuidad de nuestra
actividad humana con el misterio de la gloria y la espera de las promesas escatológicas. Y
habla de la Eucaristía en estos términos: «Un signo de esta esperanza y un viático para el
camino lo ha dejado el Señor a los suyos en aquel sacramento de fe en el cual los elementos
naturales, cultivados por el hombre, se transforman en su cuerpo y sangre gloriosas, como
banquete de comunión fraterna y pregustación del convite del cielo».

Una plegaria eucarística de la Iglesia retoma estos conceptos y hace alusión al


Reino donde todas las criaturas «serán liberadas de la corrupción y de la muerte». La
Eucaristía, nueva creación, es ya desde esta vida la prenda y la anticipación de la plenitud
de novedad del Cristo resucitado que viene a nuestro encuentro para hacernos partícipes de
la vida inmortal 145.

6. Síntesis de fe y de vida

En la comunión eucarística, cada día, la Iglesia y los cristianos actualizan el


mandato de Cristo: «Haced esto en memoria mía». El sacrificio y la presencia de Cristo se
hacen de la Iglesia a través de la comunión eucarística en la cual se realiza la unión nupcial
entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Porque Cristo se da a la Iglesia en su cuerpo y en
su sangre y la Iglesia es verdadero Cuerpo de Cristo. Podemos traducir en palabras el gesto
inefable de la comunión eucarística. Cristo dándose a su Iglesia, parece decir: «Te doy mi
cuerpo para que tú seas mi Cuerpo; te doy mi sangre para que vivas de mí y como yo». A su
vez la Iglesia entregándose a Cristo en la comunión parece decir: «Te ofrezco mi vida, toda
mi corporeidad, para que tú puedas vivir en mí». Éste es el cambio cotidiano que hace la
Iglesia Cuerpo místico de Cristo, continuamente renovado y «rejuvenecido» por la efusión
del Espíritu que los Padres de la Iglesia ven efundido en el cáliz de la sangre eucarística y
en el cuerpo eucarístico del Señor.

A este Cuerpo de Cristo resucitado se incorporan día tras día todos los fieles que
acceden a la Eucaristía a fin de que en ellos se realice aquella transformación que Agustín
describía con estas palabras: «La fuerza de este alimento es la de producir la unidad, a fin
de que reducidos a ser el Cuerpo de Cristo» convertidos en sus miembros, seamos aquello
que recibimos» 146; es la misma convicción de León Magno en el texto ya citado: «la
Eucaristía no hace otra cosa más que cambiarnos en lo que recibimos» 147.

La Eucaristía es, de nuevo según las palabras de Agustín, «sacramento de la piedad,


signo de la unidad, vínculo de caridad» 148. Ella realiza el misterio de la unidad entre
todos que es, según la plegaria de Jesús y la teología de Pablo, el fin del sacrificio de la
cruz. Como dice Chiara Lubich: «Uniendo los cristianos mediante la Eucaristía a sí mismos
y entre sí en un único cuerpo, que es el suyo, da la vida a la Iglesia en su esencia más
profunda: cuerpo de Cristo, fraternidad, unidad, vida, comunión con Dios» 149.

APÉNDICE: EUCARISTÍA, DIÁLOGO ECUMÉNICO, INTERCOMUNIÓN

Ante el misterio de la Eucaristía, el Catecismo de la Iglesia Católica, después de


haber recordado el texto ya citado de Agustín («O sacramentum pietatis...») exclama:

«Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que impiden
la común participación en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las plegarias al
Señor para que vuelvan los días de la plena unidad de todos aquellos que creen en él» (n.
1398).

Esta paradoja, la Eucaristía fuente de unidad y signo actual de división, nos


introduce en el tema del diálogo ecuménico en torno a la Eucaristía.

1. Diálogos teológicos

Por ser la Eucaristía el signo y la causa de la unidad, el misterio eucarístico es hoy


la manifestación concreta de la división de los cristianos, por el simple hecho de que no
todos los cristianos pueden participar en la única Eucaristía.

Diversos factores comprometen esta dolorosa realidad. La no posibilidad actual de


comulgar en el mismo cáliz y en la misma Eucaristía entre católicos y ortodoxos, viene del
hecho de que, aunque teniendo una misma fe eucarística, aquella fe indivisa del primer
milenio de la Iglesia, diversas son hoy las concepciones respecto a la Iglesia y a su
constitución. El profundo vínculo entre Iglesia y Eucaristía, manifestación de la unidad en
la fe y en la vida y comunión en la misma Eucaristía, impiden hoy una recíproca comunión
eucarística y empujan enérgicamente a la búsqueda de una unidad que permita poder
compartir el mismo altar y el mismo cáliz (cfr. UR 15 y 22).

Más allá de las divergencias en el campo eclesiológico con otras Confesiones


cristianas, por diversos motivos, somos divergentes en la fe eucarística. Para algunas
Iglesias se trata de una concepción diversa del ministerio ordenado y de su necesidad para
la válida celebración del misterio eucarístico. Sólo en la sucesión apostólica y en el
ministerio sacerdotal se tiene una válida Eucaristía, según la doctrina de la Iglesia católica.
Además, en las Confesiones surgidas de la Reforma y también en la Comunión Anglicana,
no se tiene una clara afirmación de la realidad de la Eucaristía y de su sentido sacrificial,
como son creídos por la Iglesia Católica y Ortodoxa, a pesar de los recientes intentos de
acercamiento a las posiciones doctrinales de la Iglesia Católica.

Pero a pesar de todo, en nuestro tiempo han sido notables los esfuerzos puestos en
marcha en las Iglesias para una mejor comprensión y formulación de la fe eucarística, tanto
por parte de autores individuales, como por parte de grupos de diálogo oficial a nivel de
Iglesias, como en documentos de grupos interconfesionales más o menos oficiales. En el
campo de las Iglesias de la Reforma es necesario reconocer el esfuerzo cumplido por
algunos autores para una plena recuperación de la doctrina eucarística tradicional de la
Iglesia primitiva a nivel bíblico, patrístico, litúrgico y teológico.

En el campo del diálogo oficial con los diversos grupos, Iglesias y comunidades
cristianas, es notable el esfuerzo cumplido por la Comisión oficial mixta católico-anglicana
sobre la Eucaristía (ARCIC I) con un notable acercamiento sobre el tema de la presencia,
de la transustanciación y del sacrificio-memorial. Pero el último juicio de la Iglesia católica
pone de relieve que no todas las dudas han desaparecido.

Entre los autores protestantes que han contribuido mucho a la mejor comprensión
de la Eucaristía citamos en particular a J. Jeremías, J.J. Von Allmen, Max Thurian (antes de
hacerse católico), J. De Wateville, cuyas obras hemos citado ya durante el curso de nuestro
estudio.

Otros diálogos sobre el argumento son aquéllos entre católicos y protestantes del
área centroeuropea recogidos en 1971 en el Documento de Combes y publicados bajo el
título interrogativo: ¿Hacia una misma fe eucarística?, Taizé 1972.

En los Estados Unidos han sido diversos los documentos de diálogo sobre la
Eucaristía entre católicos y luteranos. El último fruto de diálogo intereclesial prometido por
el Consejo ecuménico de las Iglesias es la formulación de la doctrina bíblica y teológica
sobre la Eucaristía en el Documento de Lima sobre el Bautismo, Eucaristía y
Ministerio (BEM).

A pesar de las convergencias, al menos verbales, en la síntesis bíblica sobre la


Eucaristía y en el lenguaje litúrgico de la celebración, notables divergencias separan
todavía las Iglesias de la Reforma, en la interpretación y el alcance de la presencia real y
del sacrificio eucarístico, de las posiciones de la Iglesia católica y de las Iglesias ortodoxas.
Divergencias que crean incomodidad y que plantean el problema teológico de una fe que a
pesar de proponerse con idénticas fórmulas verbales se mantiene distinta en la afirmación
de los contenidos de esta fe y en la dimensión real del hecho de la presencia y
del sacrificio eucarístico. Estas diferencias se han agravado después por el hecho de no
encontrar una convergencia doctrinal sobre el tema del ministerio ordenado, sobre el
concepto de la sucesión apostólica y sobre la constitución jerárquica de la Iglesia.
2. Intercomunión eucarística

En estas condiciones de diálogo teológico, la participación común en la Eucaristía,


por muchos deseada como signo de unidad, es posible solamente en ciertas situaciones que
implican a los individuos singulares y no a las comunidades eclesiales como tales, según
las posiciones oficiales de las diversas Iglesias.

Mientras la participación común en la Eucaristía y la misma «concelebración» de la


Cena son comúnmente admitidas entre las confesiones protestantes, comprendida la
Comunión Anglicana, la Iglesia católica y especialmente las Iglesias ortodoxas se sitúan en
posiciones rígidas, es decir, de absoluta negación de un determinado modo de celebrar la
Eucaristía con ministros de las otras Iglesias y también entre ortodoxos y católicos.

La Iglesia ortodoxa ha confirmado recientemente la oposición también a la


hospitalidad eucarística para cristianos individuales de otras confesiones, comprendidos los
católicos. El mismo Patriarcado ortodoxo de Moscú que había concedido la «reciprocidad»
de la comunión eucarística hacia la Iglesia católica en el caso en que los fieles católicos en
caso de necesidad quisieran acercarse a la comunión, ha vuelto a sus rígidas posiciones de
absoluta negación.

La Iglesia católica prohíbe a sus miembros la participación eucarística mediante la


comunión en las otras Iglesias. Solamente en caso de necesidad autoriza a los propios fieles
a acceder a la Eucaristía en las Iglesias en que ésta es considerada válida, es decir,
prácticamente en las Iglesias ortodoxas. A su vez en caso de necesidad admite a la
comunión eucarística a los fieles de las Iglesias orientales que no tienen comunión con la
Iglesia católica, en caso de que «lo pidan espontáneamente y estén bien dispuestos»; «esto
vale para los miembros de las otras Iglesias las cuales, a juicio de la Sede Apostólica, en
relación con los sacramentos en cuestión (en este caso la Eucaristía) se encuentren en la
misma condición que las Iglesias orientales». Los otros cristianos, sin embargo, a juicio del
obispo o de la Conferencia Episcopal, pueden recibir en determinados casos de necesidad
la Eucaristía, a condición de que manifiesten la fe católica sobre este misterio y estén bien
dispuestos 150.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda, en síntesis, la posición de la Iglesia


respecto a la intercomunión (nn. 1399-141).

La Eucaristía queda así en el centro mismo de la unidad de la Iglesia como condena


de las divisiones en el Cuerpo de Cristo y como estímulo de la búsqueda de aquella unidad
«católica», plena y perfecta, en la fe y en la vida, vivida por la Iglesia en los diez primeros
siglos de su existencia, pero con las fisuras e imperfecciones de aquel tiempo. Renunciar a
esta tensión hacia la plena unidad, sobrepasando las etapas de una paciente búsqueda de la
verdad y del amor, sería renunciar al sentido pleno de la Eucaristía como causa y signo de
la plenitud de la unidad eclesial según el querer de Cristo.

3. Eclesiología eucarística

Hay también una cuestión teológica importante a la cual no podemos dejar de


aludir: la eclesiología eucarística. Se trata de un tema importante sobre el cual se ha
alcanzado un cierto entendimiento entre católicos y ortodoxos con el Documento de
Mónaco de 1982. Sin embargo, las posiciones han sido muy diversas por el hecho de la
diversa eclesiología católica y ortodoxa; la primera fundada sobre la comunión en torno al
primado de Pedro y la segunda fundada en torno al principio episcopal y a la comunión
entre las iglesias a nivel episcopal.

Para la Iglesia católica la eclesiología eucarística supone, a la vez, la plenitud de la


Eucaristía y la plenitud de estar el Cuerpo del Señor en la Iglesia católica en la
cual «subsistit» la Iglesia de Cristo. La Eucaristía hace la Iglesia en su unidad jerárquica y,
por lo tanto, en la comunión con el Papa y los Obispos 151.

Diferente es la posición de las Iglesias ortodoxas y de modo especial de algunos


teólogos, como N. Affanassiev y J. Ziziuolas. Según el pensamiento de N. Affanassiev
respecto al sentido de la eclesiología eucarística la Iglesia local se funda en torno al Obispo
152. Más abierto y articulado es el pensamiento del máximo representante actual de la
eclesiología ortodoxa, el metropolita, J. Zizioulas 153.

Bibliografía:

Para las posiciones en la época del concilio Vaticano II:

• J. CASTELLANO, La presencia real en clima ecuménico, en «Ephemerides Carmeliticae»


19 (1968) pp. 354-372.

Para una puntualización crítica sobre el tema cfr.

• B. GHERARDINI, Eucaristia ed ecumenismo, en A. PIOLANTI, Il Mistero eucaristico,


o.c., pp. 631-661.

Entre los otros documentos cfr. Documento di Windsor sull’Eucaristia del 1971.

• AA.VV. Eucaristia. Sfida alle Chiese divise, Messaggero, Padua 1984.


• G.J. BEKES, Eucaristia e Chiesa. Ricerca dell’unità nel dialogo ecumenico, Casale
Monferrato, Piemme 1985.

Sobre el diálogo entre católicos y luteranos cfr.

• K.W. IRWIN, American Lutherans and Roman Catholics in dialogue on the Eucharist; a
methodological critic and proposal, Studia Anselmiana n. 76, Roma 1979.

Respecto al Documento de Lima está, por ahora, siendo contrastado por parte de las
diversas Iglesias. Se necesita esperar al resultado concreto de la consulta para ver cuáles
son los verdaderos puntos de convergencia en torno a los temas fundamentales de la fe
eucarística. Una valoración del Documento desde el punto de vista eucarístico en

• HA SUN HO, La riflessione teologica sull’Eucaristia, alla luce del documento di Lima
“BEM”, P.U.U, Roma, 1991.

Sobre el problema teológico de la intercomunión se puede consultar la obra en


colaboración entre teólogos de diversas denominaciones Vers l’intercommunion, Mame,
París 1970; para una puesta al día:

• G. WAINWRIGHT, Eucaristia, en Dizionario di movimento ecumenico, EDB, Bolonia


1994, pp. 505-509.

Todos los documentos del diálogo ecuménico se encuentran en la edición


completa: Enchiridio Oecumenicum, Ed Dehoniane, I, Bolonia 1986, II, 1988. Para una
exposición y un balance cfr.

• B. SESBOÜÉ, Pour une théologie oecuménique, Cerf, París 1990, pp. 189-243.

• P. MC-PATLAN, The Eucharist makes the Church. Henri de Lubac and John Zizioulas in
dialoge, T&T Clark, Edimburgo 1993.

• JAUME FONTBONA I MISSÉ, Comunión y sinodalidad. La eclesiología eucarística después


de N. Afanassiev en I. Ziziuolas y J.M.R. Tillard, Herder, Barcelona 1994; en breve en su
artículo: La eclesiología eucarística en Oriente y Occidente, en «Phase» 35 (1995) pp. 209-
217.

CONCLUSIÓN: EUCARISTÍA Y VIDA

La Eucaristía es vida. Su celebración está en el centro de la existencia cristiana,


como subrayan hoy, conscientemente, los mejores exegetas de textos eucarísticos. Por eso
como conclusión de nuestras reflexiones teológicas sobre la Eucaristía queremos proponer
algunas consideraciones teológico-espirituales que nos permitan captar, al mismo tiempo,
la plenitud de la experiencia eucarística, sus límites y sus obligados compromisos.

Cuanto aquí queremos decir reproduce de algún modo temas ya tratados, pero los
propone de nuevo con la urgencia de una teología para celebrar y vivir. Desde estas
perspectivas me parece que podemos encontrar las indicaciones más sugestivas de la
pastoral eucarística de hoy que se orienta precisamente hacia una eclesiología eucarística,
para una Iglesia que de la Eucaristía toma las directrices para ser en el mundo sacramento
universal de salvación.

I. EUCARISTÍA, PLENITUD DE VIDA

La celebración eucarística realiza la plenitud de la vida eclesial en la cual converge


la revelación de Dios y la manifestación de la plena humanidad de la Iglesia. En estas tres
dimensiones encontramos esta plenitud de vida: la Trinidad, la Iglesia y la humanidad.

1. Plenitud de comunión con la Trinidad

Si, según la frase de Orígenes, la Iglesia es la «plenitud de la Trinidad», es preciso


afirmar que esto se realiza en la Eucaristía. Aquí tenemos la máxima revelación y
comunicación de Dios, la punta máxima de las relaciones de la Iglesia con su fuente, su
modelo y su meta. El carácter trinitario de la plegaria eucarística desvela el sentido
trinitario de la Eucaristía: del Padre, por Cristo en el Espíritu Santo.

Plenitud de la revelación y comunicación del PADRE. La Eucaristía es el don del


Padre, síntesis de todas las maravillas de la historia de la salvación que de Él provienen,
fuente de aquella vida que el pan de vida nos comunica. La Eucaristía es una
plegaria filial y una acción paterna de Dios. La plegaria expresa de manera ascendente,
hacia Dios Padre, cuanto se da de manera descendente, del Padre hacia nosotros.

Plenitud de CRISTO. La Eucaristía es la presencia de Cristo en su misterio pascual,


como sacerdote y víctima, don de Dios a los hombres, don de los hombres a Dios. En el
Cristo de la gloria tenemos la síntesis de los «misterios de la carne de Cristo». En la
Eucaristía se tiene la máxima presencia de Cristo en la Iglesia a nivel de significado, de
eficacia y de densidad ontológica. La comunión con Él a través de los elementos terrestres
del pan y del vino y de nuestra corporeidad, están para indicar el realismo de la presencia y
de la salvación en la cual están ya implicados nuestros cuerpos y los elementos de la
naturaleza.

Plenitud pentecostal del ESPÍRITU SANTO. La Iglesia que ora y actúa «en el
Espíritu Santo», pide y obtiene este don de Cristo que transforma el pan y el vino y reúne a
la Iglesia en la unidad del único Cuerpo eclesial. El sacerdote que ora y consagra lo
hace «en la persona de Cristo y en virtud del Espíritu Santo». La Eucaristía, cuerpo
glorioso de Cristo, está llena del Espíritu Santo que lo vivifica y es vivificante (cfr. PO 5).
El Señor es la fuente del Espíritu; con la comunión se renueva la efusión de este don que
sucedió sobre la cruz en el día de Pascua, según Juan y en el día de Pentecostés, según
Lucas. El Espíritu del Resucitado es aquél que hace la Iglesia y produce «comunión». La
Eucaristía aparece así como la experiencia de la máxima comunión a nivel vertical y
horizontal, como una imagen viva de la Trinidad. La Iglesia eucarística es Iglesia
trinitaria, hecha a imagen de aquella misteriosa comunión de personas en la única
naturaleza. También nosotros «aun siendo muchos, somos un solo cuerpo». Si Tertuliano
dijo que la Iglesia es «el cuerpo de los Tres», este principio se realiza en el misterio
eucarístico. Unidos en la misma vida divina, cada uno conserva su rostro, su irrepetible
personalidad. Por eso la Eucaristía no cancela si no aquello que es contrario a la unidad del
amor; deja subsistir todas aquellas diferencias de vocación, edad, cultura y carismas que
enriquecen la Iglesia... En una Iglesia que vive la comunión efectiva y afectiva resplandece,
por la Eucaristía, el rostro de Dios uno-trino.

2. Plenitud de vida eclesial

Como ya hemos subrayado, si la Eucaristía hace la Iglesia, es aquí donde tenemos


la máxima experiencia de la comunión con Cristo y entre nosotros que es la esencia misma
de la Iglesia. A nivel de signo la Iglesia nunca se parece tanto a sí misma en cuanto pueblo,
cuerpo, familia, esposa, templo... como cuando celebra la Eucaristía. Pero nunca posee con
tanta intensidad a Cristo y su Espíritu como cuando celebra el misterio eucarístico.

Esto es verdad en la realidad de la Iglesia universal y en la concreción de la Iglesia


particular y local. Por eso, una Iglesia eucarística debe hacer resplandecer las notas de la
Iglesia: unidad y santidad, apostolicidad y catolicidad. La comunión visible con el obispo y
con el Papa, expresada en la plegaria y con el affectus communionis in caritate, in
oboedientia et in unitate, hasta en la disciplina que regula la celebración, es un signo de
comunión efectiva que revela la Iglesia apostólica.
3. Plenitud de humanidad

La Eucaristía, lo hemos dicho, revela a la Iglesia como nueva humanidad, renovada


por Cristo y por su Espíritu. El compromiso de vivir según el Evangelio proclamado es el
signo de una «humanización evangélica».

Pero la misma asamblea ofrece un rostro humanísimo de una Iglesia de hermanos


unidos en la variedad de las personas, de las edades y de las condiciones sociales. Las
personas son valoradas y reclamadas a una conversión del corazón en la mutua caridad. La
acogida, el signo de la paz, el canto que une, el sentido de la fiesta, la llamada de nuevo al
compromiso, la presentación de los dones de la tierra y el compartir los bienes son, entre
otros, signos de una plenitud de humanidad.

II. LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA EUCARÍSTICA: «YA» Y «TODAVÍA-NO»

La gozosa experiencia de plenitud no nos debe hacer olvidar los muchos límites de
nuestra Eucaristía. La celebración del misterio pascual nos remite inexorablemente a su
cumplimiento, al día de «su venida» definitiva. Se vive, pues, en toda celebración el «ya y
todavía-no» de la escatología que acrecienta la esperanza y el deseo de la venida de Cristo.
No se olvide que es en lo interno de la celebración donde brota del corazón de la Iglesia
Esposa, bajo el impulso del Espíritu, el «Marana-thà», como grito impaciente después de
cada encuentro con Cristo que ha dejado casi una herida en el corazón de la Iglesia. Pero
allí está también el «todavía-no» de la historia, es decir, la experiencia no total de ser
Iglesia eucarística por parte de los fieles por diversas razones.

1. El «todavía-no» de la Iglesia eucarística

Podría ser ilustrado este todavía-no de la Iglesia eucarística con algunas pinceladas
provocadoras:

Todavía no reflejamos en nuestra experiencia de Iglesia eucarística, el verdadero


rostro eucarístico, por falta de vida de fe y de caridad, por ignorancia del misterio que
celebramos, por incoherencias con la lógica de la Eucaristía, por la falta de conversión al
misterio pascual y a sus exigencias. Y claro que nosotros limitamos por nuestra parte los
efectos de la Eucaristía que dependen de nuestra libre acogida; por eso, el encuentro
cotidiano en la mesa eucarística nos permite ser renovados constantemente en el misterio
pascual. Tenemos necesidad de la Eucaristía para no resignarnos a la mediocridad de
nuestra experiencia cristiana en la Iglesia.

Todavía-no todos los hijos de Dios que son invitados a la salvación y a la comunión
se sientan a la mesa eucarística. Cada celebración nos permite verificar cuántos sitios están
todavía vacíos y cuántos hermanos faltan a la llamada, o porque todavía no conocen el
Evangelio de la Eucaristía o porque conscientemente lo rechazan, o bien porque sigue
siendo para ellos indiferente.

Todavía-no todas las Iglesias que celebran la Eucaristía han alcanzado la unidad
visible que la Eucaristía quiere formar en una comunión orgánica.

Todavía-no vivimos en la historia lo que sacramentalmente expresamos en la


Eucaristía. De la celebración a la vida, poco a poco se desfigura el rostro eucarístico de la
Iglesia, hasta hacerse irreconocible en los individuos y en la comunidad cristiana el hecho
de que hayan celebrado el misterio y se hayan encontrado con Cristo. Por eso tenemos
necesidad de configurarnos a la Eucaristía cada día porque cada día se desfigura en
nosotros el rostro eucarístico de la Iglesia.

2. Celebrar y proclamar la esperanza

También en la experiencia de tantos límites, la Iglesia celebra sin cambios de


opinión su esperanza y se proyecta hacia el futuro prometido:

Confiesa la comunión con los santos y la esperanza de reunirse con ellos en la


gloria.

Espera la resurrección corporal prometida por el pan que da la vida eterna; reconoce
que la Eucaristía deja en nuestros cuerpos semillas de resurrección que florecen tras el
misterioso período de la muerte y de la sepultura en la novedad de cuerpos resucitados.
Proclama, casi hasta el límite de la utopía, la esperanza de los Cielos nuevos y de la
Tierra nueva que la transformación eucarística prefigura en una «Pascua del universo» (cfr.
GS 38-39).

III. LOS COMPROMISOS DE VIDA EUCARÍSTICA

Entre el «ya y el todavía-no», entre la plenitud y los límites, despuntan los


compromisos de la Eucaristía y la Iglesia vive cotidianamente la celebración del misterio
eucarístico, como realidad y esperanza.

1. Una misteriosa eficacia que no depende de nuestro empeño

Hoy estamos tentados de medir la eficacia de la Eucaristía con el metro de nuestro


compromiso, de hacer depender los frutos de la celebración de nuestra acogida, de
proporcionar el opus operantis Christi con el opus operantis Ecclesiae en el sentido que
hoy tiene esta fórmula: la libre adhesión y respuesta de la Iglesia.

En Cristo, primogénito de toda criatura, en la Iglesia que es sacramento universal de


salvación, la Eucaristía tiene una eficacia y un valor que están confiados a la plegaria
misma de Cristo y superan las experiencias limitadas y constatables de la Iglesia
celebrante.

Un cambio misterioso se da entre el cielo y la tierra en cada Eucaristía, una


penetración de lo divino se insinúa en nuestro mundo en todo altar. Las actitudes de
alabanza y de acción de gracias, la súplica para la venida del Espíritu, la ofrenda y la
intercesión tienen una eficacia cierta aunque misteriosa, con la misma eficacia del misterio
pascual. Cristo no vuelve al Padre, valga la expresión, con las manos vacías. Remite al
Padre la oblación de toda la humanidad de la cual la Iglesia es voz y sacramento. Por eso la
Eucaristía no es extraña a nuestro mundo, también a lo que queda indiferente, como no es
indiferente al mundo Cristo y su misterio de redención.

2. El compromiso de la evangelización
De la Eucaristía nace un empeño de evangelización con todas sus consecuencias:
anuncio gozoso de la resurrección del Señor y de la salvación, preparado por la
preevangelización del testimonio, profundizado en la catequesis, hecho eficaz y
significativo con las obras evangélicas y con el testimonio de la unidad de los creyentes en
Cristo y de la caridad: «a fin de que el mundo crea».

3. El testimonio de vida eucarística

Los gestos sacramentales de la celebración, de la palabra a la plegaria y de la


ofrenda a la comunión, piden una lógica continuidad en una vida que podamos definir
eucarística. El Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ofrece a la Eucaristía su corporeidad para
una penetración en la historia y en la vida. En las palabras y en los gestos de los cristianos
el Cristo de la Eucaristía prolonga su presencia, si estos son conformes al estilo mismo del
Evangelio. Al contrario, en los gestos de justicia, de lealtad, de solidaridad, de servicio,
hechos con la animación interior del Espíritu, el cristiano ofrece en el mundo el rostro de
Cristo en «signos» comprensibles incluso para quien no tiene fe y que remiten al Evangelio
del Señor, al Cristo humilde, pobre, misericordioso y justo que ha pagado en persona el
mensaje de renovación de la humanidad. El cristiano, la Iglesia, las comunidades, se
convierten por la Eucaristía y en la lógica del misterio eucarístico, en «sacramentos del
encuentro con Dios», o bien en expresiones de la benevolencia y de la misericordia de Dios
para todos los hombres.

No hay que maravillarse de que tal vez el testimonio de una vida eucarística pida
hoy, como en los primeros tiempos de la Iglesia, la lógica del martirio: lo evidente de la
muerte violenta, pero también lo escondido del dar la vida y la sangre hasta la última gota,
día tras día.

IV. POR UNA IGLESIA DE ROSTRO EUCARÍSTICO

En densas y sugestivas páginas de espiritualidad eucarística, F.X. Durwell habla del


«rostro eucarístico de la Iglesia», es decir, de aquella imagen ideal que la Iglesia ofrece de
sí cuando celebra la Eucaristía. Los rasgos luminosos del rostro eucarístico son
simplemente los de una Iglesia que ama, en el sacramento del amor de Cristo hasta el don
de la vida; de una Iglesia que cree y sabe, que en la fe posee el secreto de la vida y de la
historia y celebra la fe que le ha sido dada; es una Iglesia que espera y se proyecta hacia el
día del Señor; es una Iglesia destinada a la resurrección, lavada de sus pecados, evangélica
en sus compromisos puesto que evangelizada y evangelizadora. Es una Iglesia «icono de la
Trinidad».

Este rostro eucarístico de la Iglesia está destinado a ser mostrado al mundo en la


continuidad de vida eucarística que brota de la celebración. La Eucaristía es entonces,
como se recordó en el Congreso Eucarístico Nacional de Milán en mayo de 1983,
la forma de vida de la Iglesia, aquel molde interior en la cual se vacía cada día para recibir
en la gracia del Espíritu las semblanzas de Cristo, el primogénito. Sin la Eucaristía la
Iglesia se deforma, no adquiere aquel rostro eucarístico que la hace semejante a Cristo. Con
la Eucaristía se con-forma, día a día, a Cristo en la gracia del Espíritu Santo que es
el iconógrafo interior de la belleza y de la santidad eclesial en el Cuerpo y en los miembros
individuales (F.X. Durwell, o.c., pp. 153-166).

Vivir como se celebra; vivir lo que se celebra, queda la lección de vida cada día
nueva en el don renovado de la Eucaristía.

Este rostro de la Iglesia no puede no ser un rostro mariano. La Iglesia que celebra la
Eucaristía recuerda la presencia de María en el misterio eucarístico. La Eucaristía es
el «corpus natum ex Maria Virgine». En las plegarias eucarísticas la Virgen María es
recordada e invocada. Pero hay más; según la feliz intuición de Pablo VI en la Marialis
cultus 16, María es modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto divino. Toda celebración
eucarística es interiormente mariana porque la Iglesia debe conformarse a su modelo de
escucha de la Palabra, de gratitud, de invocación del Espíritu, de ofrenda de Cristo, de
intercesión por la salvación de todos. En la celebración eucarística y en la vida que brota de
ella, María es modelo de una Iglesia que vive hasta el fondo el misterio que celebra. Así
pues, la Iglesia que celebra la Eucaristía debe ser como María, su modelo: humilde, pobre,
discreta, fiel a Dios y a su gente, materna y acogedora, reserva de esperanza para la
humanidad porque tiende hacia las promesas de Dios que es fiel a su alianza.

El cristiano que participa en la Eucaristía es hecho partícipe del misterio del


Crucificado resucitado, es decir, de aquel misterio que está en el centro de nuestra fe y de
nuestra vida. Juan Pablo II ha escrito: la Eucaristía es la celebración sacramental del
anonadamiento voluntario grato al Padre y glorificado con la resurrección. El cristiano
aprende a ser en la oblación de sí y en el amor hacia los hermanos «eucaristía para el
mundo», así como Cristo ha sido y es siempre en la celebración de la Misa, Eucaristía para
el Padre y para la humanidad (cfr. Dominicae Coenae n. 6).

Bibliografía:

Sobre la relación María-Eucaristía cfr..

• AA.VV., Maria nella comunità che celebra l’Eucaristia, Collegamento Nazionale


Mariano, Roma 1982.
Me permito señalar mi contribución sobre la presencia y ejemplaridad de María como es
propuesta por la gran tradición eclesial en las plegarias eucarísticas de Oriente y de
Occidente La nostra comunione con Maria nella celebrazione del memoriale del Signore,
ibid., pp. 71-100 o bien Vergine Maria, en Nuovo Dizionario di Liturgia, pp. 1553-1580.

El estudio del misterio eucarístico no puede dejar de suscitar al final una acción de
gracias, una «Eucaristía» y al mismo tiempo una súplica. La expresamos con una plegaria
extraída de la Liturgia de san Basilio:

TE DAMOS GRACIAS SEÑOR, DIOS NUESTRO,

PORQUE HEMOS PARTICIPADO EN TUS SANTOS,

INMACULADOS, INMORTALES Y CELESTES MISTERIOS

QUE TÚ NOS HAS DADO PARA EL BIEN

Y SANTIFICACIÓN DE NUESTRAS ALMAS Y DE NUESTROS CUERPOS.

TÚ QUE IMPERAS SOBRE TODO,

CONCEDE QUE LA COMUNIÓN DEL SANTO CUERPO Y SANGRE

DE CRISTO SE CONVIERTA PARA NOSOTROS EN:

FE SIN MIEDO, AMOR SIN FALSEDAD, AUMENTO DE SABIDURÍA, CURACIÓN


DEL ALMA Y DEL CUERPO, VICTORIA SOBRE TODA FUERZA ADVERSA,
OBSERVANCIA DE TUS MANDAMIENTOS Y DEFENSA VÁLIDA ANTE EL
TREMENDO TRIBUNAL DE CRISTO

BIBLIOGRAFÍA GENERAL

NB. Se ofrecen algunas indicaciones generales. En cada capítulo se especifica la


bibliografía pertinente. Los libros señalados con un asterisco (*) pueden servir como
manuales de ayuda para seguir algunos temas del curso.

1. Repertorios bibliográficos recientes


B. SESBOÜÉ, Eucharistie: deux generations de travaus, en «Études» n. 355, 1981, pp. 99-
115.

Eucharistie. Bibliographie internationale 1975-1984. Suplemento 96-98, CERDIC,


Publications, Estrasburgo, 1985.

G. COLOMBO, Per il trattato sull’Eucaristia, en «Teologia» 13 (1988) 95-31; 14 (1989)


105-137.

C. MAGNOLI, Saggio di bibliografia eucaristica (1980-1989), en AA.VV., L’Eucaristia


celebrata: professare il Dio vivente. Linee di ricerca, Roma, CLV, 1991, pp. 126-146.

D.N. POWER, Il mistero eucaristico. Infondere nuova vita alla Tradizione, Brescia,
Queriniana, 1997, pp. 437-444 bibliografía seleccionada en inglés y en italiano.

2. Tratados sistemáticos

A. Tratados clásicos

G. ALASTRUEY, Tratado de la Santísima Eucaristía, Madrid, BAC, 1952.

M. DE LA TAILLE, Mysterium Fidei, París 1931.

I. FILOGRASSI, De Sanctissima Eucharistia, Roma 1957.

V. HERIS, Le mystère de l’Euharistie, París 1952.

(*) C. JOURNET, La messe. Présence du sacrifice de la Croix, Brujas 1958 (ed.


española: Desclée de Brouwer, Bilbao, 1968).

M.J. NICOLÁS, L’Eucaristia, Roma, Ed. Paoline, 1961.

A PIOLANTI Il mistero eucaristico, Firenze, 1955 (ed. española: Rialp, Madrid 1958).

ID. (ed.), L’Eucaristia. Il misterio dell’altare nel pensiero e nella vita della
Chiesa, Roma 1957.

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(*) M. SCHMAUS, Dogmatica Cattolica, IV/1, Turín, Marietti 1966, pp. 227-480 (ed.
española: Rialp, Madrid 1962).

B. Tratados postconciliares

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(*) J. BETZ, La Eucaristía como misterio central, en Mysterium Salutis IV/ 2, Madrid,
Ed. Cristiandad.

A. GERKEN, Teologia dell’Eucaristia, Roma, Ed. Paoline 1977 (ed. española: San Pablo,
Madrid 1991).

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(*) J. SARAIVA MARTINS, I sacramenti dell’iniziazione cristiana, Roma, Urbaniana,


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(*) V. CROCE, Cristo nel tempo della Chiesa. Teologia dell’azione liturgica, dei
sacramenti e dei sacramentali, Turín Leuman, LDC, 1992 (con amplio tratamiento sobre la
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AA. VV., Anamnesis. Eucaristia. Teologia e storia della celebrazione, Casale


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AA.VV., Vincolo di carità. La celebrazione eucaristica rinnovata dal Vaticano II, Ed.
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J.J. VON ALLMEN, Saggio sulla Cena del Signore, Roma, Ave 1968.

DEO PATRI OMNIPOTENTI PER CHRISTUM IN UNITATE SPIRITUS SANCTI


OMNIS HONOR ET GLORIA

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