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INTRODUCCIÓN

A) MADRE DEL REDENTOR

"La Madre del Redentor tiene un lugar preciso en el plan de la salvación, porque,
`al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido
bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la
filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo que clama: iAbbá, Padre!' (Ga 4,4-6).

Con estas palabras del apóstol Pablo, que el Concilio Vaticano II cita al comienzo
de la exposición sobre la bienaventurada Virgen María (LG 52), deseo iniciar
también mi reflexión sobre el significado que María tiene en el misterio de Cristo y
sobre su presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Pues, son palabras
que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del
Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el
misterio de la plenitud de los tiempos" (RM 1).

En este texto se habla de María desde tres ángulos: en la historia de la salvación,


como madre de Cristo y como figura de la Iglesia. Estos tres aspectos se unifican
en el misterio de Cristo, en el que confluyen, pues la historia de la salvación
culmina en Cristo y la Iglesia es la prolongación de Cristo en su cuerpo. María sólo
puede ser comprendida a la luz de Cristo, su Hijo. Pero el misterio de Cristo,
"misterio divino de salvación, se nos revela y continúa en la Iglesia, a la que el
Señor constituyó como su Cuerpo" (LG 52).

El misterio de María queda inserto en la totalidad del misterio de Cristo y de la


Iglesia, sin perder de vista su relación singular de Madre con el Hijo, pero sin
separarse de la comunidad eclesial, de la que es un miembro excelente y, al
mismo tiempo, figura y madre. María se halla presente en los tres momentos
fundamentales del misterio de la redención: en la Encarnación de Cristo, en su
Misterio Pascual y en Pentecostés. La Encarnación es el momento en que es
constituida la persona del Redentor, Dios y hombre. María está presente en la
Encarnación, pues ésta se realiza en ella; en su seno
se ha encarnado el Redentor; tomando su carne, el Hijo de Dios se ha hecho
hombre. El seno de María, en expresión de los Padres, ha sido el "telar" en el que
el Espíritu Santo ha tejido al Verbo el vestido humano, el "tálamo" en el que Dios
se ha unido al hombre. María está presente en el Misterio pascual, cuando Cristo
ha realizado la obra de nuestra redención destruyendo, con su muerte, el pecado
y renovando, con su resurrección, nuestra vida. Entonces "junto a la cruz de Jesús
estaba María, su madre" (Jn 19,25). Y María estaba presente en Pentecostés,
cuando, con el don del Espíritu Santo, se hizo operante la redención en la Iglesia.
Con los apóstoles, "asiduos y concordes en la oración, estaba María, la madre de
Jesús" (Hch 1,14). Esta presencia de María junto a Jesús en estos momentos
claves, aseguran a María un lugar único en la obra de la redención.

B) MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

María, "la Virgen que concibió por obra del Espíritu Santo" al Hijo de Dios, está en
el centro del Credo apostólico. El parto virginal es, en primer lugar, una confesión
de fe en Cristo: Jesús es de tal modo Hijo único del Padre que no puede tener
ningún padre terreno. Bajo esta luz María aparece situada en su lugar privilegiado
dentro de la historia de la salvación. Dios ha mirado "la pequeñez de su sierva"
para cumplir en ella "las grandes cosas" que había prometido "a Abraham y a su
descendencia". El fíat de María es, pues, la realización y la superación de la fe
esperanzada de Abraham. "Ha acogido a Israel, su siervo, recordándose de su
misericordia" (Lc 1,54).

En la alianza, que Dios establece con su pueblo, y en la comunión, que Cristo


realiza con la Iglesia, María aparece como la Hija de Sión por excelencia y
también como la Iglesia naciente, inicio y realización plena de la Iglesia. Así, pues,
el misterio de María se encuentra inmerso en otro misterio más amplio: el misterio
de Cristo y el misterio de la Iglesia. Por eso los evangelios la describen como la
madre virginal de Jesús y también como la Esposa de Cristo-Esposo en las bodas
mesiánicas, que son la anticipación de las bodas de la Esposa y del Cordero en la
realización escatológica de la Alianza.

En esta relación esponsal entre Dios e Israel, entre Cristo y la Iglesia, María se
sitúa del lado de Israel, del lado de la Iglesia. Al llegar la plenitud de los tiempos
una mujer representa al Israel de Dios, predestinada por Dios para desposarla.
María, personificación de Israel, se convierte en la imagen de la Iglesia. Por eso
se le ha llamado: "María, la primera Iglesia". 1 Implícitamente los evangelios darán
a María el título de "Hija de Sión", que en el Antiguo Testamento designa a Israel
en sus relaciones con Dios. Explícitamente, el Vaticano II llama a María: "la Hija de
Sión por excelencia" (LG 55). Y Juan Pablo II habla de María como "la Hija de
Sión oculta", que Dios asocia al cumplimiento de su plan de salvación. "El solo
nombre de Theotókos, Madre de Dios, contiene todo el misterio de la salvación",
afirma San Juan Damasceno. La Theotókos es el testimonio fundamental de la
encarnación del Verbo, el icono de la Iglesia, el signo anticipado del Reino y la
Madre de los vivientes.

Según la antigua y vital intuición de la Iglesia, María, sin ser el centro, está en el
corazón del misterio cristiano. En el mismo designio del Padre, aceptado
voluntariamente por Cristo, María se halla situada en el centro de la Encarnación,
marcando la "hora" del cumplimiento de la historia de la salvación. Para esta
"hora" la ha plasmado el Espíritu Santo, llenándola de la gracia de Dios.
1 J. RATZINGER.-H.U. VON BALTHASAR, Marie premiére Église, Editions Paulines 1981.

C) MARÍA EN EL MISTERIO DE CRISTO

El capítulo VIII de la Lumen gentium lleva como título: "La bienaventurada Virgen
María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia ". En este título se
percibe el eco del texto de la carta a los Efesios sobre la significación del
matrimonio cristiano: "Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la
Iglesia" (Ef 5,32). En la Escritura, la unión del hombre y la mujer es el símbolo de
la alianza entre Dios y su pueblo: Dios es el esposo e Israel es la esposa;
después, Cristo es el esposo y la Iglesia la esposa (2Co 11,2). El Concilio nos
invita a situar a María en este contexto esponsal del misterio de Cristo y la Iglesia.
Como dice una judía de nuestro tiempo: "La virginidad de María consiste en el don
total de su persona, que la introduce en una relación esponsal con Dios".2

Uno de los iconos marianos más repetido de la Iglesia de Oriente es el de


la Odigitria, es decir, "La que indica la vía" a Cristo.3 María no suplanta a Cristo, lo
presenta a quienes se acercan a ella, nos guía hacia El y, luego, escondiéndose
en el silencio, nos dice: "Haced lo que Él os diga". Como dice San Ambrosio,
"María es el templo de Dios, no el Dios del templo ". Toda devoción mariana
conduce a Cristo y, por Cristo, al Padre en el Espíritu Santo. Por ello, como
Moisés, debemos acer-
2AVITAL WOHLMAN, en María en el hebraísmo, Simposio internacional de Mariología, celebrado en Roma en octubre de 1986, Bologna 1987, p. 9-38.

3 Desde el punto de vista artístico e iconográfico el icono llamado Brephocratousa, o sea, Madre con el Niño, es el más frecuente y casi obligatorio en Oriente. Cfr G. GHARIB, Le
Icono Mariane, Roma 1987.

carnos a ella con los pies descalzos porque en su seno se nos revela Dios en la
forma más cercana y transparente, revistiendo la carne humana.

El fíat de María se integra en el amén de Cristo al Padre: "He aquí que yo vengo
para hacer, oh Padre, tu voluntad" (Hch 10,7), "porque he bajado del cielo no para
hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha mandado" (Jn 6,38). El fíat de
María y el amén de Cristo se compenetran totalmente. No es posible una
oposición entre Cristo y María. Como son inseparables Cristo cabeza y la Iglesia,
su cuerpo. Quienes temen que la devoción mariana prive de algo a Cristo, como
quienes dicen "Cristo, sí, pero no la Iglesia", pierden la concreción histórica de la
encarnación de Cristo. Cristo queda reducido a algo abstracto, como un aerolito
caído del cielo para inmediatamente volver a subir a él, sin echar raíces en la
tierra y en la historia pasada y futura de los hombres.

La inserción de María en el misterio de Cristo cobra una inmensa importancia hoy


para la Iglesia y para nuestra sociedad. Frente al modo tecnicista de pensar, que
valora el hacer, producir, planificar..., sin acoger nada de nadie, sino confiando
sólo en sí mismo, María, que renuncia a sí misma y se ofrece para que acontezca
en ella la Palabra de Dios, nos muestra el verdadero camino de la fe. De otro
modo ocurre lo que proclama el profeta Ageo: "Vosotros habéis sembrado mucho
sin cosechar nada" (Ag 1,6). "Lo que la fe católica cree acerca de María se funda
en lo que cree acerca de Cristo, pero lo que enseña sobre María ilumina a su vez
la fe en Cristo" (CEC 487)

D) MARÍA EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA

La mariología se coloca en el misterio unitario de Cristo y de la Iglesia, como la


expresión personal de su conexión. La Iglesia, en su hacerse un solo espíritu de
amor con Cristo, permanece siempre un ser-en-frente del Esposo. Así la íntima
unión de Cristo y la Iglesia aparece clara en la expresión esposo-esposa, cabeza-
cuerpo.

María tiene su lugar en el acontecimiento central del misterio de Cristo, pero de


Cristo considerado como Cristo total, Cabeza y cuerpo; y, en consecuencia,
juntamente con la Iglesia. En ambos aspectos de este único misterio, María ocupa
un puesto único y desempeña una misión singular. El culto de la Madre de Dios
está incluido en el culto de Cristo en la Iglesia. Se trata de volver a lo que era tan
familiar para la Iglesia primitiva: ver a la Iglesia en María y a María en la Iglesia.
María, según la Iglesia primitiva, "es el tipo de la Iglesia, el modelo, el compendio
y como el resumen de todo lo que luego iba a desenvolverse en la Iglesia, en su
ser y en su destino".4 Sobre todo la Iglesia y María coinciden en una misma
imagen, ya que las dos son madres y vírgenes en virtud del amor y de la
integridad de la fe: "Hay también una, que es Madre y Virgen, y mi alegría es
nombrarla: la Iglesia".5

San Pablo ve a la Iglesia como "carta escrita no con tinta, sino con el Espíritu de
Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones " (2Co
3,3).
4 H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958.

5 CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Pedagogo 1,6,42.

Carta de Dios es, de un modo particular, María, figura de la Iglesia. María es


realmente una carta escrita con el Espíritu del Dios vivo en su corazón de creyente
y de madre. La Tradición, por ello, ha dicho de María que es "una tablilla
encerada", sobre la que Dios ha podido escribir libremente cuanto ha querido
(Orígenes); como "un libro grande y nuevo" en el que sólo el Espíritu Santo ha
escrito (S. Epifanio); como "el volumen en el que el Padre escribió su
Palabra" (Liturgia bizantina).
El misterio de María, misterio de la Iglesia, nos abre a la fecundidad de la fe,
haciendo de nosotros la tierra santa, que acoge la Palabra, la guarda en el
corazón y espera que fructifique. María es la expresión del hombre situado frente
a la llamada de Dios. En María aparece la realización del hombre que, en la fe,
escucha la apelación de Dios, y, libremente, en el amor, responde a Dios,
poniéndose en sus manos para que realice su plan de salvación. Así, en el amor,
el hombre pierde su vida y la halla plenamente. María, en cuanto mujer, es la
representante del hombre salvado, del hombre libre. María se halla íntimamente
unida a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad (CEC 963ss).

María revela a la Iglesia su misterio genuino. María es la imagen de la Iglesia


sierva y pobre, madre de los fieles, esposa del Señor, que camina en la fe, medita
la palabra, proclama la salvación, unifica en el Espíritu y peregrina en espera de la
glorificación final:

Ella, la Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo, en cuyo misterio
encuentra su verdadera luz el misterio del hombre (GS 22), como prenda y
garantía de que en una pura criatura -es decir, en ella- se ha realizado ya el
designio de Dios en Cristo para la salvación de todo hombre. Al hombre moderno,
frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la
sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin término, turbado en el
ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte,
oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos
de náusea y de hastío, la Virgen, contemplada en su trayectoria evangélica y en la
realidad que ya posee en la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una
palabra confortante: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión
sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el
tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida
sobre la muerte (MC 57).

La única afirmación que María nos ha dejado sobre sí misma une los dos aspectos
de toda su vida: "Porque ha mirado la pequeñez de su sierva, desde ahora me
dirán dichosa todas las generaciones" (Le 1,48). María, en su pequeñez, anuncia
que jamás cesarán las alabanzas que se la tributarán por las grandes obras que
Dios ha realizado en ella. Es la fiel discípula de Cristo, el Cordero de Dios, que
está sentado sobre el trono de Dios como vencedor, pero permaneciendo por toda
la eternidad como el "Cordero inmolado" (Ap 13,8). Es lo mismo que confiesa
Pablo: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2Co 12,10). Este es -el camino del
cristiano, "cuya luz resplandece ante los hombres... para gloria de Dios" (Cfr Mt
5,14-16). El cristiano, como Pablo, es primero cegado de su propia luz, para que
en él se encienda la luz de Cristo e ilumine al mundo.

También nuestra generación, lo mismo que todas las anteriores, está llamada a
cantar a María, llamándola Bienaventurada. Y la proclamamos bienaventurada
porque sobre ella se posó la mirada del Señor y en ella realizó plenamente el plan
de redención, proyectado para todos nosotros. De este modo la reflexión de fe
sobre María, la Madre del Señor, es una forma de doxología, una forma de dar
gloria a Dios.

E) DANDO VUELTAS A LAS PALABRAS

Según la Dei Verbum, la revelación se realiza "con palabras y con hechos" (n.2).
"También los hechos son palabras", dice San Agustín.6 Los personajes bíblicos
nos manifiestan la Palabra de Dios con lo que nos dicen y con sus gestos. Nos
hablan con lo que dicen y con lo que son. Abraham es, en su persona, una palabra
de Dios. Como lo es Ezequiel: "Ezequiel será para vosotros un símbolo; haréis
todo lo que él ha hecho" (Ez 24,24). María también es Palabra de Dios, no sólo
por lo que dice, o lo que se dice de ella en la Escritura (que es muy
6 SAN AGUSTIN, Discurso 95,3: PL 38,905.

poco), sino por lo que hace y es ella. De este modo, con María, Dios habla a la
Iglesia y a cada uno de sus miembros. María es la única de la que se puede decir
con todo realismo que está "grávida" de la Palabra de Dios.

En la presentación de María parto siempre de la Escritura, Antiguo y Nuevo


Testamento, que se iluminan mutuamente, pues la primera alianza conduce a la
nueva, que la ilumina y lleva a plenitud. Así las figuras de María encuentran en ella
el esplendor pleno del designio de Dios. Esto es lo que han hecho los Padres, de
cuya Tradición beberé, lo mismo que de la liturgia y de la iconografía cristiana.
San Buenaventura escribe: "Toda la Escritura puede compararse con una cítara:
una cuerda, por sí sola, no crea ninguna armonía, sino junto con las otras. Así
ocurre con la Escritura: un texto depende de otro; más aún, cada pasaje se
relaciona con otros mil".7 Los pocos textos del Nuevo Testamento que hablan de
María están en relación con otros mil textos del Antiguo y del Nuevo Testamento. A
su luz se nos ilumina el sentido profundo del misterio de María dentro de la historia
de la salvación. María es la "Mujer" que compendia en sí el antiguo Israel. La fe y
esperanza del pueblo de Dios desemboca en María, la excelsa Hija de Sión.

Me acerco, pues, a María desde la Revelación bíblica, que es la perspectiva


fundamental. En la Escritura, el Espíritu Santo, a través de autores humanos, nos
ha diseñado el icono de la Madre de Jesús para ofrecerlo a la Iglesia de todos los
tiempos. Y desde la Tradición patrística,8 porque la comu-
7 SAN BUENAVENTURA, In Hexaemeron, col. 19,7.

8 C. IGNACIO GONZÁLEZ, María en los Padres griegos, México 1993.

nidad eclesial, en su existencia, ha profundizado en su comprensión bíblica, hastá


llegar a la reflexión de la Lumen gentium, y al magisterio pontificio posterior,
sobre todo la Marialis cultus de Pablo VI y la Redemptoris Mater de Juan Pablo
II. La Lumen gentium presenta en la primera parte (52-54) la mariología bíblica,
en la que se subraya la unión progresiva y plena de María con Cristo dentro de la
perspectiva de la historia de la salvación. Y en la segunda parte (55-59) presenta
la relación entre María y la Iglesia y entre la Iglesia y María.9

También me acerco a María desde la liturgia, donde la comunidad cristiana


expresa y alimenta su relación con María. La liturgia tiene su estilo propio de
afirmar y testimoniar la fe. La liturgia, en su forma celebrativa, nos da una visión
interior, de fe, basada en la revelación y enriquecida con toda la sensibilidad
secular de la Iglesia. Es, sin duda, el lenguaje más apto para entrar en comunión
con el misterio de Cristo, reflejado en su Madre, la Virgen María. La memoria de
María en la liturgia va íntimamente unida a la celebración de los misterios del Hijo
(MC 2-15) y así aparece como modelo de la actitud espiritual con que la Iglesia
celebra y vive los divinos misterios (MC 16-23). "En la celebración del ciclo anual
de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a María
santísima, Madre de
9 La Redemptoris Mater se estructura según el esquema conciliar. Con una fuerte impregnación bíblica, presenta primero a María en el misterio de Cristo (7-24) y luego en el centro
de la Iglesia en camino (25-38), para subrayar finalmente su mediación maternal (38-50). La novedad respecto al Concilio está en la insistencia en la dimensión histórica: presenta a
María en su itinerario de fe, señalando su carácter de "noche" y "kenosis''.

Dios, unida indisolublemente a la obra salvífica de su Hijo; en María admira y


exalta el fruto más excelso de la redención y contempla con gozo, como en una
imagen purísima, lo que ella desea y espera ser" (SC 103).

En los prefacios marianos y en los textos de las fiestas marianas -además de las
fiestas marianas distribuidas a lo largo del año litúrgico, hay 46 Misas en
honor de la Virgen María para los sábados y para celebraciones de los santuarios
marianos-, en todos estos textos María aparece insertada en el misterio de Cristo
y de la Iglesia, como único misterio de la salvación. También es importante ver la
presencia de María en la Liturgia de las Horas, con sus himnos, antífonas,
responsorios, preces, además de las lecturas bíblicas y patrísticas. Cada día, en
las Vísperas, la comunidad cristiana se une al canto de María,
al Magnificat, alabando a Dios por su actuación en la historia de la salvación.

A lo largo del año litúrgico, la Iglesia celebra las fiestas de la Virgen María,
uniendo su memoria al memorial del misterio de Cristo. Adviento y Navidad se han
convertido en tiempo mariano por excelencia. En estos tiempos contemplamos,
junto a Jesucristo, el Mesías esperado y encarnado, a María que lo esperó, lo dio
a luz, le acogió en la fe y le presentó a los pastores, a Simeón y a Ana, símbolos
de Israel, y a los magos de oriente, representantes de todos los demás pueblos.
En cuaresma y pascua, en la Iglesia oriental, la liturgia celebra a María junto a la
cruz de Cristo y junto a la Iglesia naciente en Pentecostés.
Las fiestas de la Anunciación, la Inmaculada, Santa María Madre y la Asunción
nos van recordado a lo largo del año litúrgico la presencia materna de María junto
a su Hijo, junto a la primera comunidad y junto a nosotros en nuestro camino hacia
la gloria. En toda la liturgia, como nos la presenta la Iglesia después del Vaticano
II, descubrimos la presencia entrañable de María, "unida con lazo indisoluble a la
obra salvífica de su Hijo" (SC 103). Cristo Jesús, desde su nacimiento hasta su
pascua, es el centro del culto litúrgico. Pero Dios, en su designio de salvación,
quiso que en el anuncio del ángel, en el nacimiento en Belén, en la Epifanía, en la
casa de Nazaret, en la vida pública, al pie de la cruz y en medio de la comunidad
congregada en espera del Espíritu Santo, estuviera presente María, la Madre de
Jesús, como primera discípula de Cristo. Por ello está también presente en la
celebración litúrgica del misterio de Cristo.

Celebrando el misterio de Cristo, la Iglesia conmemora con frecuencia a la


Bienaventurada Virgen María, unida íntimamente a su Hijo: pues recuerda a
la mujer nueva que, en atención a la muerte de Cristo, fue redimida en la
concepción de un modo sublime; a la madre que, por virtud del Espíritu Santo,
engendró virginalmente al Hijo; a la discípula, que guardó diligentemente en su
corazón las palabras del Maestro; a la asociada al Redentor que, por designio
divino, se entregó total y generosamente a la obra del Hijo.10
10 Colección de Misas de la Bienaventurada Virgen María, Decreto de la C. para el culto del 15-8-1986.

Y de la liturgia, como prolongación, brota la piedad mariana, que la Marialis


cultus ofrece a los fieles, resaltando la nota trinitaria, cristológica y eclesial del
culto a María (25-28). La fe de la Iglesia permanece en su viva integridad,
imperturbablemente celebrada en la liturgia. La mariología, pues, no puede
considerarse como un tratado separado de los demás, sino en un contexto más
amplio y orgánico, explicando sus conexiones con la cristología, la eclesiología y
el conjunto del misterio de la salvación. "María, rostro maternal de Dios, es el
signo de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en
comunión... Por medio de María Dios se hizo carne; entró a formar parte de un
pueblo; constituyó el centro de la historia. Ella es el punto de enlace del cielo con
la tierra. Sin María, el evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en
ideología, en racionalismo espiritualista".11 "El Verbo inefable del Padre se ha
hecho describible encarnándose de ti, oh Theotókos; y habiendo restablecido la
imagen desfigurada en su antiguo esplendor, él la ha unido a la belleza divina.
Visto que Cristo como Hijo del Padre es indescriptible, él no puede ser
representado en una imagen... Pero desde el momento en que Cristo ha nacido de
una madre describible, él tiene naturalmente una imagen que corresponde a la de
la madre. Por tanto si no se le puede representar por la pintura, significa que él ha
nacido sólo del Padre y que no se ha encarnado. Pero esto es contrario a toda la
economía de la salvación".12
11 Documento de la III Conferencia del CELAM: Puebla. Comunión vparticipación, Madrid 1982, n. 282 y
301.
12
Cfr el Kondakion del domingo de la Ortodoxia y en TEODORO ESTUDITA: PG 99,417C.

Las iglesias orientales se distinguen por su riqueza iconográfica. También por


la Redemptoris Mater desfilan, como iconos de la Theotókos, las múltiples
representaciones de la Virgen: "la que es camino que lleva a Cristo " (Odigitria), "la
orante en actitud de intercesión y signo de la presencia divina en el camino de los
fieles hasta el día del Señor" (Déisis), "la protectora que extiende su manto sobre
los pueblos" (Pokrov), "la misericordiosa Virgen de la ternura " (Eleusa) y también
"la que abraza con ternura" (Glykofilousa). Pero también "el icono de la Virgen del
cenáculo" como "signo de esperanza para todos aquellos que, en diálogo fraterno,
quieren profundizar su obediencia de la fe" (RM 31-34).13 Los iconos, en su
lenguaje figurativo, nos revelan una realidad interior, que los creyentes de todos
los tiempos nos han transmitido como voz de la presencia de María en la Iglesia.

En círculos abiertos en espiral, cada capítulo se apoya en los anteriores y en los


posteriores. Se trata de un movimiento de ida y vuelta, del Nuevo Testamento al
Antiguo y del Antiguo al Nuevo. Es un pensar y repensar, acercándonos a María,
dando vueltas en torno a su misterio. La repetición es siempre igual y distinta,
pues los diferentes estadios se apoyan y potencian mutuamente; se trata de un
lenguaje y un saber no coactivo, sino persuasivo, que busca la comunión de amor
con María en mente, corazón y fantasía. Se trata de una meditación-
contemplación que vuelve sobre los mismos temas para saborear-
13 E. TOURON DEL PIE, Redemptoris Mater, NDM, p.1684-1689.

los y asimilarlos vitalmente.14 Mi deseo es dibujar ese rostro de María, que


siempre se le puede seguir mirando y es siempre nuevo. La Escritura es profecía,
anticipo y promesa de los tiempos futuros y, sobre todo, de su cumplimiento
mesiánico y escatológico. La escucha atenta de la Palabra de Dios lleva al amor y
a la sabiduría, pues se trata de volver la mirada hacia El para ser iluminados por
El (Sal 34,6). Sólo quien escucha y medita en su corazón percibe la honda riqueza
del plan de Dios, convirtiéndosele la Escritura en una fuente perenne, en un río
siempre en crecida.

Se trata de seguir el método de María misma, que "guardaba todas las palabras
en su corazón y las daba vueltas ". María "compara", "simboliza", "relaciona" unas
palabras con otras, unos hechos con otros, busca una "interpretación", "explicarse"
los acontecimientos de su Hijo, a la luz de las prefiguraciones del Antiguo
Testamento (como se ve en el Magnificat).15 El Papa Juan Pablo II invoca a María,
diciéndole: "Tú eres la memoria de la Iglesia! La Iglesia aprende de ti, Madre, que
ser madre quiere decir ser una memoria viva, quiere decir guardar y meditar en el
corazón".

El misterio de la Virgen Madre, Esposa de la Nueva Alianza, la convierte en icono


de todo el misterio cristiano. "Mi deseo es que tu Icono, Madre de Dios, se refleje
continuamente en el espejo del alma y lo conserve puro hasta el fin de los
siglos".16
14 Éste es el estilo de Juan Pablo II, de un modo particular en la Redemptoris Mater
15 Todos estos significados tiene el verbo griego symbiálló, que usa San Lucas (2,19).
16 Pseudo-Dionisio Areopagita.

01. PONDRÉ ENEMISTAD ENTRE TI Y LA MUJER


"El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo está patente en el
Nuevo" (DV 16).

A) MARÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Un único y mismo plan divino se manifiesta a través de la primera y última alianza.


Este plan de Dios se anuncia y prepara en la antigua alianza y halla su
cumplimiento en la nueva. Cristo está prefigurado en todo el Antiguo Testamento.
Y con Cristo encarnado está unida su Madre, de quien El toma su carne. María, en
el designio divino, forma parte del plan de salvación realizado en Cristo. También
María, por tanto, está prefigurada en la antigua alianza. En el Antiguo Testamento
se hallan textos que el Evangelio refiere explícitamente a María, viendo en ella su
cumplimiento. "La economía del Antiguo Testamento estaba ordenada, sobre todo,
para preparar, anunciar proféticamente y significar con diversas figuras la venida
de Cristo redentor universal y la del reino mesiánico... Los libros del Antiguo
Testamento manifiestan la formas de obrar de Dios con los hombres...,
ofreciéndonos la verdadera pedagogía divina" (DV 15). "Los libros del Antiguo
Testamento, recibidos íntegramente en la proclamación evangélica, adquieren y
manifiestan su plena significación en el Nuevo Testamento, ilustrándolo y
explicándolo al mismo tiempo" (DV 16).

La mirada al Antiguo Testamento es retrospectiva. Partiendo de Cristo y de María


ascendemos por el cauce de la historia de la salvación, iluminando el itinerario que
Dios ha seguido y descubriendo en la primera alianza la tensión íntima hacia la
nueva. Así los textos del Antiguo Testamento, "como son leídos en la Iglesia y
entendidos bajo la luz de una ulterior y más plena revelación, iluminan la figura de
la mujer Madre del Redentor, insinuada proféticamente en la promesa de victoria
sobre la serpiente" (LG 55).

Al anuncio del ángel, María responde: "He aquí la esclava del Señor, hágase en
mí según tu palabra" (Lc 1,38). Con esta respuesta expresa el deseo de que se
cumpla el plan de Dios. De este modo, la Virgen de Nazaret acepta, en nombre de
toda la creación, la salvación que Dios envía en el Mesías que ha de nacer de ella.
Para que la salvación se realice es necesario que el Redentor se haga hombre y
eso es lo que María acepta. En ella, la humanidad, aunque caída, se ha mostrado
capaz de acoger la salvación. Mediante el fíat de la fe, María, en nombre de la
humanidad y en favor de la humanidad, acoge la redención que Dios nos ofrece
en Cristo: "Esta persona humana que llamamos María es en la historia de la
salvación como el punto de esta historia sobre el que cae perpendicularmente la
salvación del Dios vivo, para extenderse desde allí a toda la humanidad".1

María, en quien se resume el misterio de la Iglesia, es también la síntesis de su


larga historia. Los orígenes de María se remontan al alba de la creación, cuando el
Padre ordena todas las cosas a Cristo. Pues la historia no comienza con el
pecado de Adán, sino en el instante en que el Padre crea todas las cosas en
Cristo y ordenadas a El. Por ello, la concepción de María fue santa, inmaculada,
en razón de Cristo, que nacería de ella. María, pues, es santa en su origen, con
todos los hombres que, antes de nacer del pecador Adán, nacen del Padre,
creados en el Hijo y en vistas a Él. Es virgen y madre, como la creación original
sobre la que aletea el Espíritu, a fin de que de su seno nazcan Cristo y la multitud
de los hombres, discípulos de Cristo. Es virgen y madre con la nación judía, que,
por la fe en la palabra, llevaba la semilla mesiánica. Y con la Iglesia de la nueva
alianza, María es virgen y madre de todos los fieles, en su comunión de muerte y
gloria con Cristo.

En María tenemos, pues, la imagen, el icono del hombre redimido. Pablo la


nombra una sola vez y sin nombre, pero la inscribe en la constelación trinitaria del
Padre, que envía, y del Hijo y el Espíritu, que son enviados, para que nosotros
recibiéramos la filiación divina: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que
recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: iAbbá,
1 K. RAHNER, Mariá, Madre del Señor, Barcelona 1967, p.47.

Padre!" (Ga 4,4-6). María es la humilde sierva, pero Dios la puso al servicio del misterio de la concepción del Hijo con el poder del Espíritu

Santo, cuando le plugo realizar este misterio en el mundo. Por esto, el Espíritu Santo, que mueve a los fieles a amar a la Iglesia, vuelve su
corazón también hacia aquella en quien la Iglesia se encuentra toda entera. San Jerónimo, comentando el versículo del Salmo: "La tierra ha

dado su fruto" (Sal 67,7), dice: "La tierra es la santa María que es de nuestra tierra y de nuestra estirpe. Esta tierra ha dado su fruto, es decir,
ha encontrado en el Hijo lo que había perdido en el Edén. Primero ha brotado la flor; y la flor se ha hecho fruto para que nosotros lo
comiéramos y nos alimentáramos con él. El Hijo ha nacido de la sierva, Dios del hombre, el Hijo de la Madre, el fruto de la tierra".2

María es la tierra fecundada de donde ha brotado el Salvador; no sólo ha pasado


a través de María, sino que procede de María. De María ha asumido el Hijo de
Dios carne y sangre, ha entrado realmente en la historia de los hombres,
participando de nuestro nacer y de nuestro morir.

B) LA MUJER DEL PROTOEVANGELIO


Dios creó el mundo y, al contemplar cuanto había hecho, vio que era muy bueno
(Gn 1,31). Pero en este mundo armonioso, salido de las manos de Dios, el pecado
introduce la división. Al diálogo con Dios, que des-
2 SAN JERÓNIMO, Tratado sobre el salmo 66.

ciende en la brisa de la tarde a pasear con su creatura, sigue el miedo de Dios. Aún antes de que Dios interven ga (Gn 3,23), Adán y Eva "se

esconden de Yahveh entre los árboles" (3,8); Dios tiene que buscar al hombre, llamarle: "¿Dónde estás?". La expulsión del lugar de la
comunión, del jardín del Edén, es la ratificación de esa ruptura con Dios. El diálogo entre el hombre y la mujer, que el amor unía en una sola

carne, se cambia en deseo de dominio (Gn 4,16). Al diálogo del hombre con la creación, como tierra que el hombre custodia y cultiva, sigue,
en contraposición, el sudor y trabajo doloroso con que el hombre tiene que arrebatar el fruto a la tierra.

Estas rupturas y hostilidades, que entran en el mundo, no formaban parte del plan de Dios "en el principio" de la creación. Son el fruto del
pecado del hombre que ha querido "ser como Dios", sustituir a Dios en la conducción de su vida. Pero algo no ha cambiado: la relación de
Dios con el hombre. El hombre ha cambiado, pero Dios, no. Dios, que conoce el origen del pecado del hombre, seducido por el maligno,
interviene para anunciar la sentencia contra la serpiente:

Por haber hecho esto,


maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre caminarás,

y polvo comerás todos los días de tu vida. Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu estirpe y la suya:
ella te aplastará la cabeza

mientras tú acechas su calcañar (Gn 3,14-15).

La maldición divina contra la serpiente anuncia la lucha implacable entre la mujer y la serpiente, lucha que se extiende a la estirpe, al semen
de la serpiente y a la descendencia de la mujer, que es Cristo. El combate permanente, que recorre toda la historia, entre el bien y el mal, entre
la justicia y la perversión, entre la verdad y la mentira, en la plenitud de los tiempos se hace personal entre Cristo y Satanás. La estirpe de la

mujer, que combate contra la estirpe de la serpiente, es una persona, el Mesías. El es quien aplastará la cabeza de la serpiente. Ciertamente
"la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana... María, Madre del Verbo encarnado,
está situada en el centro mismo de aquella enemistad, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia
misma de la salvación". Pero, con la entrada de María en el misterio de Cristo, como "bendita entre las mujeres", está decidido que la

bendición triunfará sobre la maldición:

María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de

la que habla la Carta paulina: "Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo..., eligiéndonos de antemano para ser sus hijos
adoptivos" (Ef 1,4-5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella enemistad con la que ha sido

marcada la historia del hombre. En esta historia, María sigue siendo una señal de esperanza segura (RM 11).

La serpiente acecha en todo momento el nacimiento de cada hombre para morderle el talón, pero María se le ha escapado, sin tocarla con su
veneno. Es la Inmaculada concepción. Así se entrelaza el Génesis con el Apocalipsis, donde aparece "una mujer vestida de sol", que está
encinta y da a luz un hijo contra el que se lanza "un enorme dragón rojo". "El dragón se coloca ante la mujer que está a punto de dar a luz

para devorar al niño apenas nazca". Pero la victoria será de la mujer y su hijo, de María y del Hijo de Dios, que nace de ella, "mientras que el
gran dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás porque seduce a toda la tierra, es precipitado sobre la tierra" (Ap 12).

La existencia de María, al contrario de la de todo hijo de Adán, se halla desde el primer instante bajo la gracia de Dios. Ni un momento estuvo
marcada con el sello del pecado original, que está en el origen de nuestra concepción y de nuestra existencia. María es el signo de la total

elección de Dios y de la entrega de todo su ser a Dios y a la lucha contra la serpiente. En ella se anticipa el triunfo de su Hijo sobre el pecado,
salvación que se ofrece a cada hombre pecador en el bautismo. María, a través de su Hijo, inaugura la era del Reino de Dios, al ser totalmente
salvada del pecado desde su misma concepción. María, en toda su persona, pertenece a Dios como su único Señor. Así es signo de la nueva

creación que nace de lo alto, de Dios. Es la nueva Eva, la primera criatura del mundo futuro, del mundo nuevo inaugurado con la
Encarnación. "Alégrate" es la primera palabra de la nueva alianza, la primera palabra de la aurora del mundo nuevo, anunciado por los

profetas, heraldos del Mesías: "iExulta, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu' rey" (Za 9,9). Esta es la
primera palabra que, dicha a María, Dios dirige al mundo el día en que llegó su cumplimiento. El Salvador llega y se nos invita a aclamarlo con

alegría.

Cristo destruirá el poder de la serpiente. Ya el profeta Isaías describe el mundo inaugurado por el Mesías como un mundo nuevo, recreado, en

el que la serpiente no constituirá un peligro para el hombre, descendiente de la mujer: "El niño de pecho hurgará en el agujero del áspid y el
niño meterá la mano en la hura de la serpiente venenosa" (Is 11,8). Como Adán es cabeza de la humanidad pecadora, Cristo es Cabeza de la
humanidad redimida. Cristo es "la simiente de la mujer que aplasta la cabeza de la serpiente":

Por eso Dios puso enemistad entre la serpiente y la mujer y su linaje, al acecho la una del otro (Gn 3,15), el segundo mordido al talón, pero

con poder para triturar la cabeza del enemigo; la primera, mordiendo y matando e impidiendo el camino al hombre, "hasta que vino la
descendencia" (Ga 3,19) predestinada a triturar su cabeza (Lc 10,19): éste fue el dado a luz de María (Ga 3,16). De él dice el profeta:

"Caminarás sobre el áspid y el basilisco, con tu pie aplastarás al león y al dragón" (Sal 91,13), indicando que el pecado, que se había erigido y
expandido contra el hombre, y que lo mataba, sería aniquilado junto con la muerte reinante (Rm 5,14.17), y que por él sería aplastado aquel

león que en los últimos tiempos se lanzaría contra el género humano, o sea el Anticristo, y ataría a aquel dragón que es la antigua serpiente
(Ap 20,2), y lo ataría y sometería al poder del hombre que había sido vencido, para destruir todo su poder (Lc 10,19-20). Porque Adán había
sido vencido, y se le había arrebatado toda vida. Así, vencido de nuevo el enemigo, Adán puede recibir de nuevo la vida; pues "la muerte, la
última enemiga, ha sido vencida" (lCo 15,26), que antes tenía en su poder al hombre.3

Éste es el anuncio del protoevangelio, el anuncio de la victoria sobre el Tentador, mentiroso y asesino desde el principio. A la luz de Cristo y de
la redención, se ilumina el significado último del anuncio del Génesis. Dios no se deja vencer por el mal. María es el signo glorioso de esta
victoria de Dios sobre el poder del maligno. Con su Inmaculada concepción María es un signo de esperanza para todos los hombres redimidos

por Cristo (CEC 410-411).

C) LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

La Inmaculada concepción de María es una verdad de fe, vislumbrada por algunos Padres, discutida en los siglos XII-XIII y proclamada por Pío

IX el 8 de diciembre de 1854 con la bula Ineffabilis Deus. Proclamar la

3 SAN IRENEO, Adv.haer, III,23,7.

Inmaculada concepción de María significa reconocer que María, por gracia, ha sido redimida, anticipando en ella la salvación que Cristo ha
traído al mundo para todos los hombres:

Redimida de un modo eminente, en atención a los futuros méritos de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida

con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo... Al
mismo tiempo ella está unida en la estirpe de Adán con todos los hombres que han de ser salvados (LG 53; CEC 490-493).
María no está situada fuera de la redención. Es de nuestra carne, de nuestra raza, "de la estirpe de Adán". Es redimida como todos nosotros
por su Hijo. Pero ella es redimida desde su concepción, completamente iluminada para que el Sol que nace de ella, Cristo, no sea

mínimamente ofuscado. Madre del Día, ella no conocerá la noche, será la primavera de la humanidad renovada.4 María es la profecía viviente
de la realidad a la que todos estamos predestinados: "El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, nos ha elegido en Cristo, antes de la

creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor" (Ef 1,4). A todos nos lleva el Padre en su corazón como hijos
amados.

Todo fiel es liberado del pecado original por el bautismo, que lo hace remontarse más allá del pecador Adán,

4 Cfr A.D. SERTILLANGES, Il mese di Maria, Brescia 1953.

hasta la filiación divina de Cristo, que "existe antes de todas las cosas" (Col 1,17). La gracia, que el fiel encuentra en Cristo, es mucho más

grande que el mal causado por la falta de Adán (Rm 5,15-17). En su raíz, el hombre ha sido creado en Cristo y hacia Cristo (Col 1,15s); luego,
el pecado sobreviene, contradiciendo la alianza paternal y filial que Dios, al crear al hombre, establece con él. En su raíz, el hombre se
sumerge, no en el pecado, sino en una gracia original, puesto que, antes de depender de Adán, ha sido creado por Dios en Cristo y hacia El.

Para María, la inocencia de su entrada en la existencia deriva de su relación materna con aquel cuya encarnación en el mundo es la fuente de

toda gracia. El misterio de la mujer encinta, en perpetua enemistad con la serpiente antigua, es, en primer lugar, el misterio de María. María es
santificada desde su concepción "en vista de los méritos de Cristo", por su comunión con El. María pertenece a la humanidad pecadora por la

gracia misma que la distingue. Su santidad original no la separa, no es un privilegio de excepción, sino de plenitud y anticipación. El origen de
María coincide con la inocencia original, inicial, en que toda la humanidad es creada. Pero, en ella, la inocencia es llevada a tal plenitud que el

pecado no la alcanzó. Con toda la creación, María es creada en Cristo y hacia El; pero en ella la relación con Cristo es de tal inmediatez que el
pecado no se ha interpuesto entre ella y su Salvador.5

Frente al "espíritu moderno", que ve al hombre como árbitro absoluto de su propio


destino y artífice único de su vida, en María resuena la afirmación de la absoluta
primacía de la iniciativa de Dios en la historia de la reden-
5 F.X. DURRWELL, María, meditación ante el icono, Madrid 1990.

ción. Por ello, en la edad moderna se llegó a la definición del dogma de la


Inmaculada Concepción. Sus raíces son indudablemente bíblicas: "En el
título llena de gracia, utilizado por el ángel al dirigirse a María, leído a la luz de la
tradición, se ofrece el fundamento más sólido en favor de la inmaculada
concepción de María. El sentido de `transformada por la gracia ' parece constituir
efectivamente el mejor fundamento del dogma".6 María entró en la existencia
como un ser redimido. Como Madre de Dios, ha sido redimida de la manera más
perfecta, desde el momento de su concepción.

Ciertamente, Lucas no dice que María fue tal desde el comienzo de su existencia;
sin embargo, si se comprende bíblicamente el concepto de gracia como
eliminación del pecado y de sus consecuencias en la riqueza del don de la vida
nueva (Ef 1,6s), se puede concluir: "Si es verdad que María quedó totalmente
transformada por la gracia de Dios, esto incluye que Dios la preservó del pecado,
la purificó y santificó de modo radical. Según el testimonio pascual de los
orígenes, en ella es donde se cumple el nuevo comienzo del mundo; ella es la Hija
de Sión escatológica en la que el pueblo de Israel se convierte en nueva creación,
sin dejar de ser el pueblo de las promesas: misterio de la continuidad de la estirpe
en la discontinuidad de la gracia".7

Duns Escoto fue quien tuvo la intuición de la praeservatio: el mediador único y


perfecto Jesucristo escogió para su Madre un acto perfectísimo de mediación,
como fue el de "haber merecido preservarla del pecado original".8
6 Cfr Ineffabilis Deus.
7 Cfr R. LAURENTIN, La Vergine Maria. Mariologia postconciliare, Roma 1983, p.220.
8 J. DUNS ESCOTO, Opus Oxiniense, Ordinatio III.

De esta manera quedaba a salvo la necesidad universal de la redención realizada por el Señor, mientras que se subrayaba la elección
absolutamente libre y gratuita de María por parte de Dios. La elección por parte del Padre realiza también en María a través de la mediación

única y universal del Hijo Jesús, por cuyos méritos ante el Padre quedó preservada inmune de la condición universal del pecado original y
puede, por tanto, existir de manera totalmente conforme al designio de Dios.

La liturgia de la Inmaculada, además de la exención del pecado original, celebra principalmente la plenitud de la gracia de María y su fidelidad
a la voluntad de Dios. El misterio de María es un misterio de elección divina, de santidad, de plenitud de gracia y de fidelidad al plan de Dios:

Esta "resplandeciente santidad del todo singular" de la que fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción" (LG 56), le viene toda
entera de Cristo: "ella es redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo" (LG 53). El Padre la ha "bendecido con toda

clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef 1,3) más que a ninguna otra persona. El la ha "elegido en él, antes de la
creación del mundo, para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor" (Ef 1,4). (CEC 492)

La tradición bizantina en Oriente y la tradición medieval en Occidente han visto en el kecharitomene ("llena de gracia") la indicación de la
perfecta santidad de María. Kecharitomene indica que María ha sido transformada por la gracia de Dios: es la "gratificada", como traduce la
Vetus latina. Se indica el efecto producido en María por la gracia de Dios. Es lo mismo que dice San Pablo de los cristianos que han sido
tocados y transformados por la gracia de Dios: "Dios nos ha transformado por esta gracia maravillosa" (Ef 1,6), como comenta San Juan

Crisóstomo, que conocía bien el griego.9 El perfecto de la voz pasiva, utilizado por Lucas, indica que la transformación de María por la
gracia ha tenido lugar antes del momento de la Anunciación.

¿En qué consiste esta transformación por la gracia? Según el texto paralelo de la carta a los Efesios (1,6), los cristianos han sido
"transformados por la gracia" en el sentido de que, "según la riqueza de su gracia, alcanzan la redención por su sangre, la remisión de los

pecados" (1,7). María es, pues, "transformada por la gracia", porque había sido santificada por la gracia de Dios. Así lo interpretan los Padres
de la Iglesia: "Nadie como tú ha sido plenamente santificado; nadie ha sido previamente purificado como tú".10 María ha sido previamente

"transformada por la gracia" de Dios, en consideración de su misión: ser la Madre del Hijo de Dios. Mediante la gracia Dios prepara para su
designio de salvación a la Madre virginal del Mesías.

El icono de la Panagía o "Toda Santa", que se venera en la Iglesia rusa, lo expresa maravillosamente. La Madre de Dios está en pie con las
manos en alto en actitud

9 SAN JUAN CRISOSTOMO, In epist. ad Eph. 1,1,3: PG 62,13-14.


10 SAN SOFRONIO, Or. II, in Annut. 25: PG 87/3,3248.
de total apertura a Dios. El Señor está con ella bajo la forma de un niño rey, visible en la transparencia de su seno. El rostro de María es todo
estupor, silencio y humildad, como invitándonos a "mirar lo que el Señor ha hecho de mí en el día en que dirigió su mirada a la pequeñez de su

sierva".

Dios es el Santo por excelencia. Pero Dios hace partícipes de su santidad a sus elegidos, haciéndoles santos. Con esta participación en la

santidad de Dios, sus elegidos entran a vivir en comunión con El, en la fe y en la respuesta al amor de Dios. De este modo los santos entran
en la gracia de Dios, envueltos en la nube de su gloria, liberados de las tinieblas del pecado. Desde el siglo II, con San Justino, a quien siguen

San Ireneo y San Epifanio, se ha contrapuesto la fe de María a la incredulidad de Eva. En esta fe de María la Iglesia ha visto la santidad
singular de María, que supera "a los querubines y a los serafines":

Es verdaderamente justo glorificarte, oh Theotókos, siempre bienaventurada y toda inmaculada, Madre de nuestro Dios. Más venerable que
los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines, a ti, que sin mancha has engendrado a Dios, el Verbo, te magnificamos,
oh verdadera Theotókos.11

La tradición cristiana, como aparece en la iconografía, ha visto en el pronombre "ésta" una referencia a la mujer, madre del Mesías, es decir, a

María. El arte cristiano ha representado a María aplastando

11 Himno mariano "Es verdaderamente justo" de la liturgia y de la piedad bizantina.

con su pie la cabeza de la serpiente. La serpiente está enroscada en torno al globo terrestre, suspendido en el espacio. María, radiante y

coronada de estrellas, domina el globo y con un pie pisa la cabeza de la serpiente. Ya la traducción de San Jerónimo de la Biblia,
la Vulgata, traduce en femenino el texto del Génesis: "ésta te aplastará la cabeza" (Gn 3,15). Esta traducción se hizo tradicional en la Iglesia

latina.

D) MARÍA, TIERRA VIRGEN DE LA NUEVA CREACIÓN

Mateo 1,1, -"Libro de la génesis de Jesucristo", recuerda a Génesis 2,4: "Éste es el libro de la génesis del cielo y de la tierra", así como a Gén

5,1: "Éste es el libro de la génesis de Adán". El paralelismo evidente parece significar que el nacimiento de Jesús inaugura una nueva
creación: el segundo Adán se corresponde con el primero. María es, pues, la tierra del acontecimiento de este nuevo comienzo del mundo. Lo

mismo que el Espíritu desplegó sus alas sobre las aguas de la primera creación, suscitando la vida (Gn 1,2), así desciende ahora sobre la
Virgen, que le acoge, concibiendo a Jesús.

Los Padres, con una bella expresión, llaman a María la "tierra santa de la Iglesia", donde germina la Palabra y produce fruto, el ciento por uno,
Cristo, la Palabra hecha carne. María "guardaba la Palabra en su corazón" (Lc 2,19;2,51) y ésta "no vuelve al Padre sin producir su fruto", el

fruto bendito del seno de María. María no es otra cosa que "la madre de Jesús".12 María, con su fíat, ha renunciado a sí misma para estar
totalmente a disposición del Hijo. Y, de este modo, María ha logrado la plenitud de su persona y de su misión. María es la verdadera tierra, de

suyo estéril, caos y vacío, pero fecundada por Dios con su Espíritu.

Cuando fueron creadas la tierra y la humanidad, en las que nacería el Hijo encarnado, su rostro no estaba sucio por el pecado. María, de la
que iba a nacer el Hijo, comparte la inocencia original de la creación y de la humanidad salida de las manos de Dios. Concebida sin pecado,
María es anterior al primer pecado del mundo y de cualquier otro pecado; ella es "más joven que el pecado, más joven que la raza de la que

ha salido". Nacida largos milenios después del pecador de los orígenes, es anterior a él, mucho más joven que él; ella es "la hija menor del
género humano", la que no ha llegado nunca a la edad del pecado.13
Jesús, en primer lugar, es anterior a todo antepasado, si bien es llamado el último
Adán (1Co 15,45). El es descendiente de Adán, pero su origen es eterno,
engendrado por el Padre en la santidad del Espíritu Santo. "Existe antes que
todas las cosas" (Col 1,17). María es creada en este misterio del Hijo, inseparable
de él en su inocencia original, anterior al pecado de sus antepasados. Cuando el
anuncio del ángel vino a sorprenderla, la gracia la había preparado para ese
anuncio: "iAlégrate, llena de gracia! ¡Alégrate, tú, a quien la gracia ha santificado;
tú, que
12 San Juan en todo el Evangelio no la llama nunca María, sino "mujer" o la "madre de Jesús ". Cfr. I. DE
LA POTTERIE, Le mire de Jésus, Marianum 40(1978)41-90.
13 G. BERNANOS, Diario de un cura rural, Barcelona 1951, p.58-59.

has sido hecha agradable a Dios!". Fue santificada desde siempre y en vistas de
este anuncio. La maternidad de la mujer coronada de estrellas, de la que habla el
Apocalipsis, data de los orígenes de la humanidad. "La antigua serpiente ", la del
Génesis, está desde entonces ante la mujer dispuesta para devorar al hijo cuando
nazca (Ap 12,4). La enemistad enfrenta desde siempre a la mujer embarazada y a
la serpiente, a causa de la semilla mesiánica que lleva en ella. Las palabras del
Génesis (3,15) valen para Eva, de cuya descendencia nacería el Mesías, pero
mucho más para la mujer en quien se cumplirá la maternidad mesiánica.

Igualmente el nacimiento virginal de Cristo tiene una gran significación para la


historia de la salvación. Como afirman los Padres, Jesús debía nacer de manera
virgen para poder ser el nuevo Adán. Si Jesús, el nuevo Adán (ICo 15,45-49), no
hubiera nacido de una virgen, no podría ser el inicio y la cabeza de la nueva
creación. Con el primer Adán nos encontramos en el momento de la creación, al
comienzo de la historia humana; con el nacimiento virginal de Jesús nos situamos
al principio de la nueva creación, en el umbral de la historia de la salvación.
Algunos Padres, como San Ireneo, aluden a la arcilla con la que Dios formó al
primer hombre, que era todavía "tierra intacta", "virginal", pues aún no había sido
arada ni trabajada por el hombre. Ahora bien, Adán es el fruto del seno de esta
tierra todavía virgen. Teniendo esta imagen ante los ojos, se comprende el
simbolismo de este texto de Máximo de Turín, obispo del s. V:

Adán nació de una tierra virgen. Cristo fue formado de la Virgen María. El suelo
materno, de donde el primer hombre fue sacado, no había sido aún desgarrado
por el arado. El seno maternal, de donde salió el segundo, no fue jamás violado
por la concupiscencia. Adán fue modelado de la arcilla por las manos de Dios.
Cristo fue formado en el seno virginal por el Espíritu de Dios. Uno y otro, pues,
tienen a Dios por Padre y a una virgen por madre. Como el evangelista dice,
ambos eran "hijos de Dios" (Lc 3,23-38),14

Cristo, nuevo Adán, nace "de Dios", en el seno virginal de María. La promesa de
Isaías se cumple concretamente en María. Israel impotente, estéril, ha dado fruto. En
el seno virginal de María, Dios ha puesto en medio de la humanidad, estéril e
impotente para salvarse por sí misma, un comienzo nuevo, una nueva cr eación,
que no es fruto de la historia, sino don que viene de lo alto, don de la potencia
creadora de Dios.

Cristo no nació "de la voluntad de la carne, ní de la voluntad de varón". Por esta


razón es el nuevo comienzo, las primicias de la nueva creación. "La acción del
Espíritu Santo en María es un acto creador y no un acto conyugal, procreador.
Pues bien, si es un acto creador, significa una repetición del comienzo primordial
de toda la historia humana. Es un nuevo comenzar la creación, un retorno al
tiempo anterior a la caída del pecado".15 La acción del Espíritu Santo en María es
un acto creador Y significa una renovación del comienzo primordial de toda la
historia humana. Así como el Espíritu Santo, en la cre-
14 MÁXIMO DE TURIN, Sereno 19: PL 57,571.
15 I. DE LA POTTERIE, Mamá en el misterio de la alianza, Madrid 1993, p.1 73.

ación, "se cernía sobre las aguas " (Gn 1,2), así también el Espíritu Santo
descendió sobre María al principio de los tiempos de la nueva creación. El Espíritu
Santo plasma a María como nueva criatura (LG 56), 16 es decir, inmaculada, para
que pueda acoger a Cristo con el fíat de su libre consentimiento y concebirlo en la
carne.

María, plasmada por la gracia y acogedora de la palabra de Dios, nos ofrece en su


virginidad los rasgos de la nueva creación. La iniciativa libre y gratuita del Padre
está en el origen del nuevo comienzo del mundo, como lo fue del primer
comienzo. El Espíritu cubre a la Virgen con su sombra lo mismo que un día cubrió
las aguas de la primera creación. El acontecimiento se cumple gracias al Hijo, que
toma carne en María, así como el primer comienzo tuvo lugar "por él y en él" (Col
1,16). En la primera creación, como en la nueva, hay una tierra virgen y un Padre
celestial. "Por ello hay que decir con toda verdad que María, por nosotros y para
nuestra salvación, franqueó al Verbo la entrada en nuestra carne de pecado".17 El
seno de María, les gusta repetir a los Padres, es el templo donde se celebran las
bodas entre la divinidad y la humanidad. Con María el tiempo gira sobre sus
goznes dando paso a una nueva era, a la nueva creación.

El Espíritu aleteaba sobre la creación y la hacía materna, capaz de dar la vida. La


tierra nacía virgen y ya materna, materna en su virginidad, por el poder del
Espíritu. Este instante original de la creación, al mismo tiempo virgen y materna,
emerge en la historia de María
16 Cfr las citas patrísticas de este n° 56 de la LG.
17
K. RAHNER, La Inmaculada Concepción, en Escritos de Teología I, Madrid 1961, p.226.

y encuentra en ella su cumplimiento, por el mismo poder del Espíritu. El tiempo de


plenitud, en el que Dios envía a su Hijo, nacido de una mujer, corresponde al
tiempo primordial y lo lleva a su perfección. Las realidades del fin son preparadas,
en secreto, desde los orígenes: "Publicaré lo que estaba oculto desde la creación
del mundo" (1VIt 13,35). En la maternidad virginal de María se expresa
humanamente el misterio de Dios, que engendra al Hijo en el Espíritu Santo. En
María virgen el fruto madura sin que se marchite la flor; el fruto mismo confiere
a la flor su esplendor. En ella es honrada la tierra virginal y materna, sobre la que
aletea el Espíritu Santo; es honrada toda mujer que da a luz un hijo de Dios y es
honrada la "Hija de Sión", la nación mesiánica que lleva, de parte del Espíritu, al
Mesías en sus entrañas. Es glorificado Dios Padre en su paternidad respecto a
Jesús, concebido del Espíritu Santo y de María.

Sobre María se refleja, como primicia, el resplandor del nuevo Adán, que ella lleva
en su seno. En María, la modelada por la gracia, resplandece la criatura
"recreada" en Cristo, imagen perfecta de Dios. "María es la planta no pisada por la
serpiente, el paraíso concretado en el tiempo histórico, la primavera cuyas flores y
frutos no conocerán jamás el peligro de la contaminación. En María brota un
germen de vida eterna y de una nueva humanidad. En ella está simbólicamente
encerrada toda la creación purificada y transparente de Dios... Con María nos
damos cuenta de que el paraíso no se ha perdido totalmente en el pasado y el
reino no está interminablemente asentado en el futuro; hay un presente en el que
la tierra ha celebrado sus esponsales con el cielo, la carne se ha reconciliado con
el espíritu y el hombre salta de gozo delante del Dios grande".18

María es el primer fruto de la nueva creación: "Ella, la mujer nueva, está al lado de
Cristo, el hombre nuevo, en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz el
misterio del hombre como prenda y garantía de que en una simple criatura -es
decir, Ella- se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de
todo hombre" (MC 57). En cuanto plasmada por el Espíritu Santo, colmada y
guiada por El, María es el modelo acabado del hombre realizado en conformidad
con la voluntad y la gracia del Padre. "María no es una mujer entre las mujeres,
sino el advenimiento de la mujer, de la nueva Eva, restituida a su virginidad
maternal. El Espíritu Santo desciende sobre ella y la revela, no como
`instrumento', sino como la condición humana objetiva de la encarnación".19

Lo mismo que en el nuevo Adán se contemplan los rasgos de la nueva criatura,


recreada según el proyecto de Dios, así también en María, unida singularmente a
El por la maternidad, se reflejan estos mismos rasgos en la especificidad de su
condición femenina. María atestigua que la vocación del hombre es el amor. Sólo
amando, el hombre manifiesta la imagen de Dios que lleva dentro de sí, grabada
en la creación y recreada en la redención. Fuera del amor el hombre no es
realmente hombre.

Es cierto que Cristo es el "modelo transcendente de toda perfección humana ", sin
embargo, solamente en María, persona humana y sólo humana, nos es posible
descubrir "todo lo que la gracia puede hacer de una criatura
18 L. BOFF, E! rostro materno de Dios, Madrid 1979, p.284; 158-159.
19. P. EVDOKIMOV, La mujer y la salvación del mundo, Salamanca 1960, p.207.

humana... La Virgen es, pues, nuestro modelo sin restricción. En María


encontramos la perfección de una persona humana como nosotros, llevada al
punto más alto que sea posible alcanzar",20 Como se expresan los Padres, "María
es el recinto primordial del paraíso, en donde la flor más bella de la nueva
creación no es más que el signo de la fuente divina. Allí se esconde y se
encuentra la fuente secreta, en donde el Logos mismo quiso manifestarse en el
corazón de la criatura humana".21 Con su fe y obediencia, en contraposición a Eva,
María, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, restaura nuestra relación filial
con el Padre en Cristo, su Hijo.

E) MARÍA-EVA

Los dos primeros dogmas marianos -la virginidad y la maternidad- unen


indisolublemente a María con la fe en Cristo. La atención a María surge dentro del
ámbito de interés por su Hijo, Señor y Salvador. Cuando se afirma su condición
divina y su misión salvífica se advierte la necesidad de hablar de la virginidad de
María y de su maternidad divina. Se habla de la Madre para glorificar al Hijo, para
confesar su origen eterno y su significado salvador para los hombres, al nacer de
una mujer.

Un ejemplo evidente del valor cristológico y salvífico de la reflexión de fe sobre la


Madre de Jesús es el para-
20 L. BOUYER, Humanisme marial, Etudes87(1954)158-165.
21
L. BOUYER, Le tróne de la Sagesse, Paris 1961.

lelismo, que apareció enseguida en la reflexión patrística, entre Eva y María,


forjado sobre el paralelismo paulino entre Adán y Cristo (Rm 5,14; 1Co 15,22-45).
María es la primera testigo de la obra de salvación realizada por el Padre en el
Hijo y el Espíritu Santo. Ella nos testifica en primer lugar que la humanidad, por
obra de Cristo y del Espíritu Santo, se ha hecho una humanidad nueva,
recapitulada en el nuevo Adán y en la nueva Eva. El viejo Adán falló y su pecado
arrastró en su caída a toda la humanidad (1Co 15,22). Pero Dios mantuvo su
designio con relación a la humanidad y, de nuevo, lo recreó en el nuevo Adán,
Cristo "espíritu vivificante" (Rm 5,14ss; 1Co 15,45ss). También Eva, la mujer
primera, creada como "ayuda" de Adán, falló "ayudando" a Adán en su caída. Dios,
para devolver al hombre la vida, ha suscitado una nueva Eva, María, que con su fe
y obediencia ha "ayudado" al nuevo Adán, aceptando ser su madre y
permitiéndole, de este modo, llevar a cabo la Redención. Como nueva Eva,
"madre de los vivientes", junto a la cruz de Jesús está María, la "mujer", acogiendo
como hijos a los "hermanos de Jesús" (Jn 20,17Hb 2,11), hijos adoptivos del
Padre (Jn 20,17;Ga 4,6-7). María, nueva Eva, personifica a la Iglesia en cuanto
"madre de los vivientes", es decir, de los rescatados por Cristo. "En Cristo, nuevo
Adán, y en María, nueva Eva, se revela el misterio de tu Iglesia, como primicia de
la humanidad redimida".22

Este paralelismo entre Eva y María aparece ya en el siglo II con Justino y con
Ireneo. San Justino ve una situación análoga en Eva y en María. Sólo que Eva,
desobediente, engendra el pecado y la muerte, mientras que María, con su
obediencia y su fe, engendra la salvación, al hacerse Madre del Salvador:

Si Cristo se ha hecho hombre por medio de la Virgen, es que ha sido dispuesto


(por Dios) que la desobediencia de la serpiente fuera destruida por el mismo
camino que tuvo su origen. Pues Eva, cuando aún era virgen e incorrupta,
habiendo concebido la palabra que le dijo la serpiente, dio a luz la desobediencia y
la muerte; mas la Virgen María concibió fe y alegría cuando el ángel Gabriel le dio
la buena noticia de que el Espíritu del Señor vendría sobre ella y la fuerza del
Altísimo la sombrearía, por lo cual, lo nacido en ella, santo, sería Hijo de Dios.23

Y San Ireneo desarrolla este paralelismo entre Eva y María. Para él, el plan de
salvación consiste en la recreación de lo que había destruido el pecado. Para ello,
Cristo ocupa el lugar de Adán, la cruz sustituye al árbol de la caída y María
sustituye a Eva. Después de enunciar las grandes líneas del designio de Dios,
escribe:

Paralelamente hallamos a María, virgen obediente. Eva, aún virgen, se hizo


desobediente y así fue causa de muerte para sí y para todo el género humano.
María, virgen obediente, se convirtió en causa de salvación para sí misma y para
todo el género humano... De María a Eva se restablece el mismo circuito. Pues
para desligar lo que está atado hay que seguir en sentido inverso los nudos de la
atadura. Es por esto por lo que Lucas, al comienzo de la gene-
22 Prefacio V de Santa María Virgen.
23
SAN JUSTINO, Diálogo con Tritón 100,4-5: PG 6,709D;712A.

alogía del Señor (Lc 3,23-38), ha llegado hasta Adán, mostrando que el verdadero
camino de regeneración no va desde los antepasados hasta El, sino desde El
hacia ellos. Y también así es cómo la desobediencia de Eva ha sido vencida por la
obediencia de María. En efecto lo que la virgen Eva ató con la incredulidad, María
lo desató con la fe.24

Según San Ireneo, María toma el papel de Eva. Eva se hallaba en una situación
particular, de la que dependía la condición y la salvación de todo el género
humano. Eva falló y Dios en su lugar ha puesto a María, que ha vencido con la
obediencia y la fe:

Y como por obra de una virgen desobediente fue el hombre herido y, precipitado,
murió, así también fue reanimado el hombre por obra de una Virgen, que obedeció
a la palabra de Dios, recibiendo la vida... Porque era conveniente y justo que Adán
fuese recapitulado en Cristo, a fin de que fuera abismado y sumergido lo que es
mortal en la inmortalidad. Y que Eva fuese recapitulada en María, a fin de que una
Virgen, venida a ser abogada de una virgen, deshiciera y destruyera la
desobediencia virginal mediante la virginal obediencia.25

Eva con su desobediencia atrajo la muerte para sí y para toda la humanidad.


María, en cambio, con su obediencia fue causa de salvación para sí misma y para
toda la humanidad:
24 SAN IRENEO, Adv.haer. II1,92: PG 7,958-960.
25 SAN IRENEO, Demostración de la prediación apostólica 33, Madrid 1992, p. 124ss.

Como por la obediencia en el árbol de la cruz, el Señor disolvió la desobediencia


de Adán en el otro árbol, así fue disuelta la seducción por la que había sido mal
seducida aquella virgen Eva destinada a su marido, por la verdad en la cual fue
bien evangelizada por el ángel aquella Virgen María ya desposada. Así como
aquella fue seducida por la palabra del ángel para que huyese de Dios
prevaricando de su palabra, así ésta por la palabra del ángel fue evangelizada
para que llevase a Dios por la obediencia de su palabra, a fin de que la Virgen
fuera abogada de la virgen Eva. Y, para que así como el género humano había
sido atado a la muerte por una virgen, así también fuese desatado de ella por la
Virgen. Y que la desobediencia de una virgen fuese vencida por la obediencia de
otra Virgen. Si, pues, el pecado de la primera criatura fue enmendado por la
corrección del Primogénito, y si la sagacidad de la serpiente fue vencida por la
simplicidad de la paloma (Mt 10,16), entonces están desatados los lazos por los
que estábamos ligados a la muerte.26

Tertuliano aplica el paralelismo de Eva una veces a María y otras a la Iglesia. 27 La


visión de la Iglesia como
26 SAN IRENEO, Adv Haer. V,19,1.
27
TERTULIANO, De carne Christi 17: PL 2,782; De anima 43: PL 2,723; Adv. Marcionem 2,4:PL 2,4:PL
2,289; en este último texto une las dos aplicaciones: a María y a la Iglesia.

Nueva Eva aparece ya en la segunda carta de Clemente: "Porque la Escritura


dice: hizo Dios al hombre, varón y mujer. El varón es Cristo; la mujer, la
Iglesia".28 La aplicación del doble paralelismo Eva-María y Eva-Iglesia, llevó a un
tercer paralelismo: María-Iglesia. De una y de otra se dice: "La muerte nos vino
por Eva, la vida por María",29 o por la Iglesia. Inspirado en estos textos patrísticos
se lee en el Missale Gothicum: "Eva ha traído la muerte al mundo; María, la vida.
Aquella con el jugo de la manzana bebió la amargura; ésta, de la fuente de su Hijo
bebió la dulzura".

Eva, "madre de los vivientes", es el nombre que la dio Adán después del pecado
(Gn 3,20). Antes la había llamado "mujer ", subrayando la relación entre él y ella
(Gn 2,23). Eva había sido creada como "ayuda " del hombre (Gn 2,18-24). Siendo
la primera mujer, Eva, como Adán, está puesta en una situación singular, de la que
depende la suerte del género humano. Seducida por la serpiente, con su
desobediencia, igual que la de Adán, arrastra en su caída a toda la humanidad.
Pero, después de su caída, la mujer recibe la tarea de luchar contra la estirpe de
la serpiente, contra el mal (Gn 3,15). Por eso con Eva y su descendencia se inicia
una lucha perenne entre los hombres y la serpiente, el Maligno. En esta lucha la
maternidad de la mujer cobra una importancia fundamental, pues será un
descendiente de ella quien vencerá, aplastando la cabeza de la serpiente.

Cristo, nuevo Adán, también ha dado a su madre el nombre de "mujer " (Jn
2,4;19,26), nombre que la dará también la Iglesia (Ap 12,1.6). María toma el lugar
de Eva,
28 CLEMENTE, JlEpistola ad Corinthios 14,2.
29 SAN JERÓNIMO, Epistola 22,21: PL 22,408.

ocupando como ella un lugar único en la economía de la salvación. Frente a la


desobediente Eva, María es "la sierva del Señor" (Lc 1,38), la que se ofrece
como "ayuda" para llevar a término el designio de Dios:30 "Cuando llegó la plenitud
de los tiempos, Dios mandó a su Hijo, nacido de mujer, para rescatar a los que se
hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5). María
participa, como mujer, en la realización del plan de Dios: la salvación de los
hombres. Como Cristo ocupa el lugar de Adán y la cruz sustituye al árbol del
paraíso, María ocupa el lugar de Eva. Eva acoge la palabra de un ángel caído y
María, en cambio, acoge a Gabriel, "uno de los ángeles que están ante Dios" (Lc
1,19). María, como sierva de Dios, participa en la salvación, acogiendo en su seno
al Salvador y acompañándolo fielmente hasta la hora de la cruz. Con aceptación
plena de la voluntad de Dios, María declara: "He aquí la sierva del Señor, hágase
de mí según tu palabra". Es la expresión de su deseo de participar en el
cumplimiento del designio de Dios. Con su obediencia se pone al servicio del plan
de salvación, que Dios la ha anunciado. En cuanto mujer se ofrece totalmente
como "ayuda" del hombre, convirtiéndose en Madre del Mesías, permitiéndole ser
el Nuevo Adán, cabeza de la nueva humanidad. María, pues, a diferencia de Eva,
ha asumido el papel de la virgen obediente, causa de salvación para sí y para todo
el género humano.

Desde la cruz, cuando todo se ha cumplido, Jesús llama a su madre "Mujer" y le


confiere una maternidad en relación a todos los hombres. Ella es "la madre de los
vivientes". El árbol de la cruz ha sustituido al árbol de la caída.
30 Siervo, en la Escritura, se aplica a los elegidos de Dios para realizar sus planes. Cfr Is 42,1-9; 49,1-6:
50,9- 11; 52,13-53,12.

La cruz es su contrario: árbol de la vida. Del costado de Cristo muerto, y con el


corazón traspasado, como de Adán dormido, brota la nueva vida. Se ha cumplido
el juicio sobre la serpiente: "Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de
este mundo será arrojado fuera. Pues, cuando yo sea levantado de la tierra,
atraeré a todos hacia mí" (Jn 12,31-32). Todas las realidades del comienzo,
destruidas por el pecado, han sido restituidas a su estado original. Cristo es
puesto en "el jardín", "en el que había un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía
había sido puesto" (Jn 19,41).

La mujer, alegría y ayuda adecuada del hombre, se convirtió en tentación para el


hombre, pero siguió siendo "madre de todos los vivientes": E ia, como es llamada
después del pecado. Ella conserva el misterio de la vida, la fuerza antagonista de
la muerte, que ha introducido el pecado, como poder de la nada opuesto al Dios
creador de la vida. La mujer, que ofrece al hombre el fruto de la muerte, es
también el seno de la vida; de este modo, la mujer, que lleva en sí la llave de la
vida, toca directamente el misterio de Dios, de quien en definitiva proviene toda
vida, pues Él es el Viviente, la misma Vida. María es "la mujer ", madre del Viviente
y de todos los vivientes.

Esta simbología Eva-María la desarrolla ampliamente el arte cristiano. Sobre las


puertas de la catedral alemana de Hildesheim, el obispo Bernward (s.XI) opuso a
Eva y a María; y sobre su evangeliario quiso que el busto de Eva fuese pintado
sobre la puerta cerrada del paraíso, mientras María aparecía sobre la puerta
abierta del cielo. En él puso esta inscripción: "La puerta del paraíso, cerrada por la
primera Eva, ya ha sido abierta para todos por medio de santa María ". María es la
Viviente por excelencia, es decir, la nueva Eva, que transmite la vida, pues ha
sido liberada del poder de la muerte por el Señor de la vida.

Concluyo con una cita del cardenal J.H. Newman: "Como Eva fue desobediente e
infiel, María fue obediente y creyente. Como Eva fue la causa de la ruina, así
María fue la causa de la salvación. Como Eva preparó la caída de Adán, así María
preparó la reparación que debía realizar el Redentor. Si Eva cooperó a un gran
mal, María cooperó a un bien aún más grande". Es lo que canta la liturgia
del Adviento:

Te alabamos, Padre santo, por el misterio de la Virgen Madre. Porque, si del


antiguo adversario nos vino la ruina, en el seno virginal de la hija de Sión ha
germinado aquel que nos nutre con el pan de los ángeles... La gracia que Eva nos
arrebató nos ha sido devuelta en María. En ella, madre de todos los hombres, la
maternidad, redimida del pecado y de la muerte, se abre al don de una vida
nueva. Allí donde había crecido el pecado, se ha desbordado tu misericordia en
Cristo, nuestro Salvador.31

F) LA MUJER VESTIDA DE SOL

En la historia de la salvación, el final explica los comienzos, pues la plenitud


ilumina y da sentido al conjunto. La mujer de Ap 12, que con los dolores del parto
31 Prefacio IV de Adviento. Cfr S. ROSSO, Adviento, NDM, p. 33-64.

da a luz al Salvador, representa la unidad indisoluble de toda la comunidad de


Dios: Israel-María-Iglesia.

El designio del Padre estaba inscrito en el mundo mismo antes de la historia de


los primeros hombres, pues todo es creado en Cristo y hacia Cristo y todo
subsiste en El. El germen de la nueva creación ya estaba sembrado en la primera.
La creación estaba destinada desde siempre a concebir en ella al Hijo y a la
multitud de sus hermanos reunidos en torno a El. La creación nace bajo el
bautismo de las alas maternales del Espíritu: "Y el Espíritu de Dios aleteaba sobre
las aguas" (Gn 1,2).

El Espíritu creador, eterna concepción divina, da a la tierra su ser maternal, el


seno en el que Dios engendra a su Hijo en el mundo, la cuna de Aquel hacia quien
todo fue creado. El Espíritu, que aleteaba sobre las aguas vírgenes y maternales
de la creación, aleteará un día sobre una mujer del linaje de Adán. Sembrada en la
creación entera, la promesa mesiánica se ha concentrado después en una nación
elegida, Israel, y se cumplirá en una mujer de ese pueblo, María, Hija de Sión. El
Espíritu, que aleteaba sobre las aguas y acompañaba a Israel, se ha posado
sobre María y ha hecho madurar en ella el fruto prometido, el fruto bendito de su
vientre: Jesús. La vocación de esta mujer se remonta, pues, al alba de la creación:
ella lleva a término la vocación de la tierra, la vocación de Israel. La liturgia pone
en sus labios: "Desde la eternidad fui constituida; desde el comienzo, antes del
origen de la tierra" (Pr 8,23).32

La mujer vestida de sol es, en su interpretación más primitiva, el símbolo de la


Iglesia. El número de estrellas es una prueba de ello. Los números, tan usados
32
Fiesta de la Presentación.

en el Apocalipsis, son "cifras", que todo lector iniciado sabe descifrar (Ap 13,18).
Doce, y sus múltiplos, es la cifra eclesial, el indicativo de la Iglesia (Ap 21,14).
Pero la Iglesia no es una colectividad, sino una comunidad de personas, unidas a
Cristo y entre sí por el Espíritu Santo. La Iglesia, por ello, se personaliza en cada
fiel: "La Iglesia entera está en cada uno".33 Está toda entera, de un modo singular,
personificada en María.

La mujer con doce estrellas, madre de Cristo, es símbolo de la Iglesia de la


primera alianza,34 que lleva en su carne al Mesías que había de venir. Es también
el símbolo de la Iglesia del Nuevo Testamento, que, tras el nacimiento de Cristo,
da a luz "al resto de su descendencia" (Ap 12,17). María es la persona en quien
Israel ha dado a luz para el mundo a Cristo; y es también a María a quien Cristo,
señalando al discípulo, ha dicho: "He ahí a tu hijo" (Jn 19,26). La Iglesia de la
primera alianza y la de la última se unen en María y se expresan en ella: "La
Iglesia está toda entera en María". María es el icono de la Iglesia, porque en ella
se encuentra contenido, personalizado, todo el misterio de la Iglesia, como en
ningún otro miembro de la Iglesia.

Para el pensamiento oriental, como se expresa su conocido representante P.


Evdokimov, "la Virgen es el corazón de la Iglesia", pero también es "la ofrenda
más pura" de la humanidad, la "consanguínea" de Cristo y la prefiguración de la
Iglesia:

La humanidad lleva su ofrenda más pura, la Virgen, y Dios la convierte en el lugar


de su
33 SAN PEDRO DAMIÁN, Opuso. XI, Dominus vobiscum, 5 y 6: PL 145,235.
34 Iglesia es la traducción de la palabra hebrea gahal, que designa a la asamblea de Israel.

nacimiento y en la Madre de todos los vivientes, la Eva cumplida: "¿Qué podemos


ofrecerte, oh Cristo? El cielo te ofrece los ángeles, la tierra te presenta sus dones,
pero nosotros los hombres te ofrecemos una Madre-Virgen", canta la Iglesia en la
vigilia de Navidad. Como se ve, María no es "una mujer entre las mujeres", sino el
advenimiento de la Mujer restituida a su virginidad maternal. En la Virgen toda la
humanidad engendra a Dios y por eso María es la nueva Eva-Vida; su protección
maternal, que cubría al niño Jesús, cubre ahora al universo y a cada uno de los
hombres... Su humanidad, su carne, se hacen la de Cristo; su Madre se hace
"consanguínea" suya y ella es la primera que realiza el fin último para el que ha
sido creado el hombre. Y al engendrar a Cristo, como Eva universal, lo engendra
para todos y lo engendra en cada alma; por ello toda la Iglesia "se alegra en la
Virgen bendita" (S. Efrén). De este modo la Iglesia es prefigurada en su función de
matriz mística, de engendradora perpetua, de perpetua Theothóhos.35

La Virgen María, modelada por el Espíritu Santo, es cantada en la liturgia como


primicia de la nueva creación:

En verdad es justo darte gracias, Padre Santo, porque hiciste a santa María
Virgen madre y cooperadora de Cristo, autor de la nueva alianza, y la constituiste
primicia de tu nuevo pueblo. Porque ella, concebida sin mancha, y colmada con
los dones de la gracia, es en verdad la nueva mujer, la primera discípula de la
nueva ley; la mujer alegre en el servicio, dócil a la voz del Espíritu Santo, solícita
en custodiar tu palabra; la mujer dichosa por la fe, bendita por su Fruto, enaltecida
entre los humildes; la mujer fuerte en la tribulación; fiel al pie de la cruz de su Hijo,
gloriosa en su salida de este mundo.36
36 p EVDOKIMOV, L'ortodossia, Bologna 1965, p. 215. 36 Prefacio de la Misa "Santa María la mujer
nueva".

02. BENDITA TÚ QUE HAS CREÍDO


A) HIJA DE ABRAHAM

La fe de María es la fuerza integradora de su vida. Si hay algo que revela la


grandeza de María es la exclamación de Isabel: "Dichosa la que ha creído que se
cumpliría lo que le fue dicho de parte del Señor " (Le 1,45).1 María es un signo de
la gracia de Dios y de la actitud responsorial a la iniciativa libre y benevolente de
Dios.

La fe de María puede parangonarse a la de Abraham, llamado por el Apóstol


"nuestro padre en la fe" (Rm 4,12). En la economía salvífica de la revelación
divina, la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de
María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza (RM 14).

María está situada en el punto final de la historia del pueblo elegido, en


correspondencia con Abraham
1 R. GUARDINI, El Señor I, Madrid 1960, p.33 Y. CONGAR, María y la Iglesia, Barcelona 1967, p. 455-465.

(Mt 1,2-16). Abraham es el padre de los creyentes (Rm 4) y el paradigma de los


justificados por la fe. A Abraham le fue hecha la promesa de un hijo y de una tierra
(Gn 12,lss); y efectivamente, aún siendo anciano, Dios le dio un hijo de Sara, su
mujer estéril. Y, cuando Dios le pidió a Isaac, el hijo de la promesa, el patriarca
obedeció, "pensando que poderoso era Dios aún para resucitar de entre los
muertos" (Hb 11,19), y Dios en el monte proveyó con un cordero. Abraham en su
historia vio que Dios es fiel; aprendió existencialmente a creer. Apoyado en Dios
recibe la fecundidad de su promesa.

Abraham, el padre de los creyentes, es el germen y el prototipo de la fe en Dios. Y


en María encuentra su culminación el camino iniciado por Abraham. El largo
camino de la historia de la salvación, por el desierto, la tierra prometida y el
destierro, se concretiza en el resto de Israel, en María, la hija de Sión, madre del
Salvador. María es la culminación de la espera mesiánica, la realización de la
promesa. El Señor, haciendo grandes cosas en María "acogió a Israel su siervo,
acordándose de su misericordia, como había prometido a nuestros padres, en
favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1,54-55). Así toda la
historia de la salvación desemboca en Cristo, "nacido de mujer " (Ga 4,4). María es
el "pueblo de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la
gracia creadora de Dios.2

María, hija de Abraham, con su fe supera las incredulidades de los hijos de


Abraham. En María se cumple el signo que Acaz, en su incredulidad, no había
querido pedir a Dios, cuando, por el profeta Isaías le invitaba a confiar en Él en
vez de aliarse con Asiria: "He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le
pondrán por nombre Emmanuel" (Mt 1,23; Is 7,14). María no duda de Dios, como
lo hizo Acaz. La fe de María borra la incredulidad de Israel y así madura en el seno
de Israel el "fruto bendito" de Emmanuel.

El acto de fe presupone una experiencia inicial de conocimiento inmediato y


sensible. Dios se comunica con los hombres a través del tacto, del oído, de la
vista (1Jn 1,1-3). Esta es la experiencia de los apóstoles. Pero existe otra
experiencia más profunda aún, corporal y espiritual, que es la experiencia de
María: "En la encrucijada de todos los caminos, que van del antiguo al nuevo
testamento, se sitúa la experiencia mariana de Dios, tan rica y al mismo tiempo
tan misteriosa que apenas puede describirse; y tan importante que aparece
siempre como trasfondo de lo que se manifiesta. En María, Sión se transforma en
la Iglesia, el Verbo se hace carne, la cabeza se une al cuerpo. Ella es el lugar de
la fecundidad sobreabundante".3 La característica de la experiencia de María es
que se trata de una experiencia maternal, que implica las profundidades del
cuerpo, de su seno.

Ya en las palabras de Isabel - "Dichosa la que ha creído que se cumplirían las


cosas que le fueron dichas de parte del Señor" (Lc 1,45)- se ve que la maternidad
divina de María no fue simplemente una maternidad física, sino maternidad
espiritual, fundada sobre la fe. Como comentará san Agustín: "La Virgen María dio
a luz creyendo al que había concebido creyendo... Después que habló el ángel,
ella, llena de fe, concibiendo a Cristo antes
2 CEC 144-149.
3
U. VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica I, Madrid 1985, p.299.

en el corazón que en el seno, respondió: He aquí la sierva del Señor, hágase en


mí según tu palabra".4 La llena de gracia es también la "llena de fe". Ha creído lo
increíble: que concebiría un hijo por obra del Espíritu Santo. Y concluye Agustín:
"María creyó y en ella se cumplió lo que creyó. Creamos también nosotros para
que lo que se cumplió en ella se realice también en nosotros".

Ser madre de Jesucristo implica acompañarle en su misión, participar de su


misión, compartiendo sus sufrimientos, como dirá San Pablo: "Sufro en mi carne lo
que falta a la Pasión de Cristo" (Col 1,24). María, como verdadera hija de
Abraham, ha aceptado el sacrificio de su Hijo, el Hijo de la Promesa, pues Dios,
que sustituyó la muerte de Isaac por un carnero, "no perdonó a su propio Hijo,
sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros" (Rm 8,32), como verdadero
Cordero que Dios ha provisto para que "cargue y quite el pecado del mundo" (Jn
1,29; Ap 5,6). María, pues, como hija de Abraham, acompaña a su Hijo que,
cargado con la leña del sacrificio, la cruz, sube al monte Calvario. El cuchillo de
Abraham, en María, se ha transformado en. "una espada que le atraviesa el
alma" (Lc 2,35).

Con la respuesta de María al ángel - "he aquí la sierva del Señor, se cumpla en mí
lo que has dicho"-, la fe de Abraham y de todo Israel llega a su perfección. Ya a
Abraham se le había pedido una obediencia de fe extraordinaria cuando Dios le
pidió que le restituyera en el Moria aquel don que, por la fe, había recibido, el hijo
de la promesa, en un sacrificio materialmente interrumpido pero espiritualmente
cumplido. Pero con
4
SAN AGUSTÍN, Sermo 215,4: PL 38,1074.

María Dios llega hasta el fondo. Cuando María está bajo la cruz no interviene
ningún ángel que interrumpa el sacrificio del Hijo, y María debe realmente restituir
a Dios su Hijo, el Hijo de la promesa cumplida.

María ofreció a su Hijo ya en el templo,5 con un ofrecimiento que llega a su


culminación en el Calvario. Jesús es el primogénito ofrecido como Isaac pero no
perdonado. Todo primogénito de Israel es rescatado de la muerte, como lo fueron
en Egipto cuando murieron los primogénitos egipcios. Pero Jesús, el Primogénito
del Padre, no fue liberado de la muerte, pues fue ésta la que nos ha liberado a
todos de la muerte. Y María, no sólo se somete a las leyes que mandan la
oblación del primogénito (Ex 13,11-16) y la purificación de la madre (Lv 12,6-8),
sino que se nos presenta como tipo de la aceptación y de la oblación: acoge al
Hijo del Padre para ofrecerlo por nosotros.

Abraham sube al monte con Isaac, su único hijo, y vuelve con todos nosotros,
según se le dice: "Por no haberme negado a tu único hijo, mira las estrellas del
cielo, cuéntalas si puedes, así de numerosa será tu descendencia". La Virgen
María sube al Monte con Jesús, su Hijo, y desciende con todos nosotros, porque
desde la cruz Cristo le dice: "He ahí a tu hijo" y, en Juan, nos señala a nosotros, los
discípulos por quienes El entrega su vida. María, acompañando a su Hijo a la
Pasión, nos ha recuperado a nosotros los pecadores como hijos, pues estaba
viviendo en su alma la misión de Cristo, que era salvarnos a nosotros.

Si Abraham recibe el nombre de "padre de todos nosotros, los creyentes" (Cfr Rm


4,16), ¿cómo no llamar a
5 El verbo presentar (parastesai, poner delante) que usa Lc 2,22, es un verbo litúrgico-sacrificial; se usa para indicar la presentación de las ofrendas para el sacrificio.

María "Madre de todos los creyentes"? Ella hace lo que siempre hubiera debido
hacer el pueblo elegido en Abraham: vivir su historia a partir de la fe. Se diría que
en María se le da una vez más la posibilidad de ser lo que siempre debiera haber
sido según el plan de Dios. La fe que se requiere a María es propia del Antiguo
Testamento: el reconocimiento de que Dios actúa aquí y ahora y la obediencia a la
llamada a colaborar en tal actuación, encaminándose hacia lo desconocido. Así
empezó la vida del pueblo elegido en Abraham. En la hora de la Anunciación,
María se decide a existir enteramente desde la fe. En adelante ella no es nada al
margen de la fe; todo lo que es, es cumplimiento de la fe. La fe se hizo la forma de
su vida personal y la realidad en que creía se convirtió en contenido de su
existencia. Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo. Al hacerse
madre se hace cristiana. Este hecho es tan sencillo como profundo. El Redentor
de todos es su Hijo. En la tarea que afecta a todos, ella realiza lo más propio suyo:
entrar como madre en su propia redención.

María, como nos la presenta el icono de la Pistéusasa, es "la que ha creído". Y el


icono bizantino de la Odigitria, "la que indica el camino", nos la muestra
indicándonos el camino de la salvación a través de la "obediencia de la fe": con la
mano derecha nos muestra al Niño sostenido sobre su brazo izquierdo. Así nos la
pinta también Juan Pablo II a lo largo de toda la encíclica Redemptoris Mater: "La
fe de Abraham constituye el inicio de la antigua alianza, la fe de María da inicio a
la nueva alianza" (n.14). "La obediencia de la fe" (Rm 4,11) es el leitmotiv de toda
la encíclica.6 Y la culminación de esta obediencia
6
Cfr n.13,15,16,18,29.

está en el monte Calvario, que recuerda el monte Moria donde sube Abraham a
sacrificar a su hijo Isaac (Gn 22). Esta obediencia de la fe sitúa a María en
camino, recorriendo el itinerario de la fe (RM 39.43), como hizo el mismo
Abraham, saliendo de Ur "hacia la tierra que te indicaré" (Gn 12,1-4), que la carta
a los Hebreos nos presenta como "obediencia de la fe": "Por la fe Abraham, al ser
llamado por Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y
salió sin saber a dónde iba. Por la fe, peregrinó por la Tierra prometida..." (Hb
11,8ss). Este peregrinar en la fe es la expresión del camino interior de la historia
de María, la creyente: "La bienaventurada Virgen María avanzó en la
peregrinación de la fe y conservó fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz " (LG
58). El "punto de partida del itinerario de María hacia Dios" fue "el fíat mediante la
fe" (RM 14). "En la penumbra de la fe" (RM 14) procede toda la vida de María,
pasando "por la fatiga del corazón", "por la noche de la fe" (n.17) hasta llegar a la
gloria plena del alba de la resurrección, el día que de lejos Abraham "vio y se
alegró" (Jn 8,56).

B) PARA DIOS TODO ES POSIBLE

Abraham, el "padre en la fe" (Rm 4,11-12.16), es la raíz del pueblo de Dios.


Llamado por Dios (Heb 11,8), con su Palabra creadora Dios fecunda el seno de
Sara con Isaac como fecunda el seno de la Virgen María con Jesús, pues
"ninguna Palabra es imposible para Dios" (Gn 18,14; Lc 1,37). La
"descendencia" de Abraham llega en Jesucristo. La Palabra prometida se cumple
por la Palabra creadora: en Isaac como figura y en Jesucristo como realidad
definitiva (Ga 3,16).

Así como Cristo es llamado nuevo Adán, nuevo Isaac, Jacob, Moisés, Aarón..., sin
embargo, no es nunca aludido como nuevo Abraham. Es Isaac, su hijo, la figura
de Cristo. Abraham no es figura de Cristo, sino de María. Abraham es constituido
padre por su fe; es la palabra de Dios sobre la fe. Y la fe nunca se le atribuye a
Cristo. Sí se atribuye, en cambio, a María, proclamada bienaventurada por su fe.
Abraham y María han hecho la experiencia de que "para Dios nada es imposible".7

La fe de María, en el instante de la Anunciación, es la culminación de la fe de


Israel. Dios colocó a Abraham ante una promesa paradójica: una posteridad
numerosa como las estrellas del cielo cuando es ya viejo y su esposa estéril.
"Abraham creyó en Dios y Dios se lo reputó como justicia" (Gn 15,5). Así es como
Abraham se convirtió en padre de los creyentes "porque, esperando contra toda
esperanza, creyó según se le había dicho" (Rm 4,18). Como Abraham cree que
Dios es capaz de conciliar la esterilidad de Sara con la maternidad, María cree
que el poder divino puede conciliar la maternidad con su virginidad.

María, que había participado con ansiedad y esperanza virginales en la


expectación de su pueblo en la venida del Mesías; ella, que sobresale entre los
"pobres de Yahveh", que todo lo esperan del Señor, se siente llamada en el
momento culminante de la historia de la fidelidad de Dios y da su consentimiento a
los planes de Dios. Con su
7 Cfr M. THURIAN, María, Madre del Señor, figura de la Iglesia, Bilbao 1968, p.94ss.

fíat María se coloca del lado del acontecimiento de la salvación en Cristo y deja
espacio para que Dios actúe. La historia de la salvación, cuya iniciativa pertenece
enteramente a Dios, se acerca al hombre en María, a quien Dios invita a entrar en
ella con la libertad de la fe. Y María se ha fiado de Dios y se ha puesto a su
disposición. Dios ha tomado posesión de su corazón y de su vida. En este marco
de la Anunciación se repite la palabra clave de la historia de Abraham: "Porque
nada es imposible para Dios". De las entrañas muertas de Sara y de la ancianidad
de Abraham Dios suscita un hijo, que no es fruto de la "carne y de la sangre", sino
de la promesa de Dios. Del poder de Dios y de la fe de Abraham ha nacido Isaac.
La fe fue la tierra donde germinó la promesa; en la fe como actitud del hombre se
recibe el poder de Dios. En la virginidad de María y por el poder del Espíritu nace
el "llamado Hijo de Dios", fruto de lo alto y de un corazón hecho apertura ilimitada
en la fe en "quien todo lo puede" (CEC 273).

María se inserta en la nube de creyentes (Hb 12,1; CEC 165 ), siendo la primera
creyente de la nueva alianza, como Abraham es el primero de la antigua alianza.
En María, hija de Israel, se hace presente toda la espera de su pueblo. Israel está
sembrado por la palabra de Dios y engendra en la fe la Palabra. Abraham ha
creído y su hijo es declarado "hijo del espíritu" (Ga 4,29). Sus descendientes son
"hijos de la promesa". La Hija de Sión es consagrada a Dios, es madre por la
carne y por la fe en Dios, que la toma por esposa, y la hace madre en su
virginidad. Ella es por excelencia la hija de Abraham el creyente: "Dichosa tú que
has creído" (Lc 1,45), le dice Isabel. Su mérito fue el de creer. Su virginidad
maternal no la aparta de la comunidad judía, sino que la sitúa en el corazón de su
pueblo y en su cumbre. Más que en Sara la palabra fue operante en ella. Más hijo
de la fe que Isaac fue la concepción virginal del Hijo de Dios en María. La fe en el
Dios de los imposibles brilló más en María que en Abraham.

Abraham creyó la promesa de Dios de que tendría un hijo "aún viendo como
muerto su cuerpo y muerto el seno de Sara" (Rm 4,19; Hb 11,11). Y "por la fe,
puesto a prueba, ofreció a Isaac, y ofrecía a su primogénito, a aquel que era el
depositario de las promesas" (Hb 11,17). Son también los dos momentos
fundamentales de la fe de María. María creyó cuando Dios le anunciaba a ella,
virgen, el nacimiento de un hijo que sería el heredero de las promesas. Y creyó,
en segundo lugar, cuando Dios le pidió que estuviera junto a la cruz cuando era
inmolado el Hijo que le había sido dado. Y aquí aparece la diferencia, la
superación en María de la figura. Con Abraham Dios se detuvo al último momento,
sustituyendo a Isaac por un cordero: "Abraham empuña el cuchillo, pero se le
devuelve el hijo... Bien diverso es en el Nuevo Testamento, entonces la espada
traspasó, rompiendo el corazón de María, con lo que ella recibió un anticipo de la
eternidad: esto no lo obtuvo Abraham".8

Ante lo incomprensible de la promesa divina, Abraham "no cedió a la duda con


incredulidad; más bien, fortalecido en su fe, dio gloria a Dios, con el pleno
convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo prometido" (Rm 4,20). Es
la fe que brilla en la anunciación y en toda la vida de María. Ante lo incomprensible
de la actuación de Dios y de las palabras de su Hijo, María no ha cedido a la duda
de la incredulidad, sino que lo ha acogido y ahondado con la meditación en su
corazón. Ella ha acogido la palabra en la tierra buena de su corazón y ha
esperado que diera su fruto.
"María respondió al ángel: ¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc 1,34). María, con esta pregunta, no pide una explicación para
comprender -como hace Zacarías (Lc 1,18)-, sino para saber cómo realizar la voluntad de Dios. Pide luz y ayuda para hacer la voluntad de

Dios, que el ángel le ha manifestado. María pronuncia el fíat en la forma en que Cristo lo pronunciará en Getsemaní: "hágase en mí según tu
voluntad". "Sí, Padre, porque así te ha parecido a Ti..." (Mt 11,26). Es lo que la Iglesia y cada creyente repite cada día, con la oración del

Padrenuestro: "Hágase tu voluntad".

"En un instante que no pasa jamás y que sigue siendo válido por toda la eternidad, la palabra de María fue la respuesta de la humanidad, el
amén de toda la creación al sí de Dios" (K.Rahner). En ella es como si Dios interpelase de nuevo a la libertad humana, ofreciéndole una
posibilidad de rescatarse. Este es el significado profundo del paralelismo, tan repetido en los Padres, Eva-María: "Lo que Eva había atado con

su incredulidad, María lo desató con su fe".9

De aquí el significado de María para el hombre de hoy, que vive en la


incertidumbre, sintiéndose amenazado por todas partes y ve en peligro el sentido
de su vida. La figura de María le permite mirar con confianza el sentido de su
existencia. En María se percibe con exactitud el eco de su fe en Cristo y el último
sentido de la vida establecido por El: "María es la imagen del hombre redimido por
Cristo. En ella se da a conocer el cambio obrado en el hombre salvado por Cristo
y viviente en la Iglesia. En María se manifiesta con toda su luz la grandeza y
dignidad del hombre
8
S. KIERKEGAARD, Diario X A 572.
9
SAN IRENEO, Adv. haer. III,22,4.

redimido, tanto en su estadio inicial, que pertenece a la historia, como en su


estadio de perfección, que cae más allá de la historia".10 "Si la Iglesia es el ámbito
en que nace la nueva humanidad, María es la célula germinal y su plenitud. Pues
ella ha llegado ya a esa plenitud, hacia la que marcha el pueblo de Dios en
peregrinación larga e incansable",11

C) CAMINO DE LA FE

El Concilio Vaticano II ha afirmado que María ha caminado en la fe; más aún, ha


"progresado" en la fe: "También la bienaventurada Virgen avanzó en la
peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, en
donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (Jn 19,25)" (LG 58). María se
consagró a la voluntad salvífica de Dios, "como cooperadora de la salvación
humana por la libre fe y obediencia" (LG 56). Esta fe de María, como la de
Abraham, va mucho más allá de lo que comprende. Acepta sin reservas la palabra
que el Señor la comunica. Y esa aceptación abarca todo lo que en el camino el
Señor le irá mostrando a su tiempo.

"Ya desde el Antiguo Testamento la figura y la misión de María se presenta como


envuelta en la penumbra de los oráculos proféticos y de las instituciones de Israel.
En los umbrales del Nuevo Testamento se levanta sobre el horizonte de la historia
de la salvación como síntesis ideal del antiguo pueblo de Dios y como madre del
Cristo Mesías. Y luego, a medida que Cristo, `sol de justicia' (Ml 3,20), va
avanzando por el firmamento de la nueva alianza, María sigue su trayectoria como
sierva y discípula de su Señor, en un crescendo de fe. En el punto más alto de su
culminación, que es el misterio pascual, Cristo hace de su madre la madre de
todos sus discípulos de todos los tiempos. De aquella hora la Iglesia aprende que
María pertenece a los valores constitutivos de su propio Credo".12

María, desde el momento de su fíat, es Israel en persona, es la Iglesia en persona.


Con su fíat se convierte en Madre de Cristo, pero no sólo en sentido biológico,
sino como realización de la alianza establecida por Dios con su pueblo. María es
proclamada dichosa "porque ha creído en el cumplimiento de las palabras del
Señor" (Lc 1,45). Es lo que confirmará más tarde el mismo Jesús, ampliándolo a
todos los creyentes: "Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la guardan"
(Lc 11,28). En la maternidad de María se da el factum y el mysterium, el hecho y
su significado salvífico: madre en su seno biológicamente y en su corazón por la
fe. Las dos cosas son inseparables. El hecho sin significado quedaría ciego; y el
significado sin el hecho, estaría vacío. La mariología se presenta auténticamente
cuando se basa sobre el acontecimiento interpretado a la luz de la fe. No se
puede, por tanto, confinar la maternidad de María en el orden biológico. La
salvación operada por Dios en la historia se realiza plenamente en el misterio de
Cristo y de la Iglesia. Ya la concepción de Jesús supone una fe que supera la fe
de Abraham (y más la de Sara que ríe incrédula). La Palabra de Dios, que quiere
hacerse carne en María, requiere una aceptación sin
10 M. SCHMAUS, Teología dogmática I, Madrid 1963, p.36.
11 Ibídem, p.284.
12 A. SERRA, Biblia, en NDM, Madrid 1988, p.378-379.

reserva, con toda su persona, alma y cuerpo, ofreciendo toda la naturaleza


humana como lugar de la Encarnación.

La fe de María es un acto de amor y de docilidad, suscitado por el amor de Dios,


que está con ella y la llena de gracia. Como acto de amor es un acto totalmente
libre. En María se da plenamente el misterio del encuentro entre la gracia y la
libertad. Esta es la grandeza de María, confirmada por Jesús, cuando una mujer
grita en medio de la gente: "Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te
amamantaron" (Lc 11,27). La mujer proclama bienaventurada a María que ha
llevado a Jesús en su seno. Isabel la había proclamado bienaventurada, en
cambio, porque había creído, que es lo que confirmará Jesús: "Dichosos más bien
los que oyen la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,28). Jesús ayuda a aquella
mujer y a todos nosotros a comprender dónde reside la verdadera grandeza de su
Madre, que "guardaba todas las palabras en su corazón" (Lc 2,19.51).

Ante lo que no entiende, María guarda silencio, un silencio de acogida,


conservando en su corazón esa palabra de Dios, que son los hechos de su Hijo.
Es, a veces, un silencio doloroso, de renuncia, de abandono a los planes de Dios,
el Padre de su Hijo. María fue preservada de todo pecado, pero no de "la fatiga de
la fe". Si a Cristo le costó sudar sangre entrar en la voluntad del Padre, a María no
se la privó del dolor, de la agonía en la peregrinación de la fe, para ser la madre,
no sólo física, sino en la fe, de Jesús, "cumpliendo la voluntad de Dios" (Mc 3,33-
35). San Agustín comenta este texto, diciendo:

¿Acaso la Virgen María no hizo la voluntad del Padre? Ella que, por la fe creyó,
por la fe concibió y fue elegida por Cristo antes de que Cristo fuera formado en su
seno, ¿acaso no hizo la voluntad del Padre? Santa María hizo la voluntad
del Padre enteramente. Y por ello es más valioso para María haber sido discípula
de Cristo que haber sido su Madre. Antes de llevar al Hijo, llevó en su seno al
Maestro. Por ello fue dichosa, porque escuchó la palabra de Dios y la puso en
práctica.13

María es madre de Jesús en lo profundo de su corazón. Lo es por don de Dios y


por su acogida del don: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). En su fe,
María acoge a Dios, que engendra en ella a su Hijo en el mundo, por obra del
Espíritu Santo. El mérito de María fue el de creer; el de acoger: "El ángel anuncia,
la Virgen escucha, cree y concibe. El espíritu cree, el seno concibe".14 María
acoge en su alma y en su cuerpo al que es la Palabra de Dios. Esta fe acogedora
es, ella misma, un don de Dios, un fruto del Espíritu. El "he aquí la esclava del
Señor" de María nos hace presente la distancia entre el Señor y la sierva. La
sierva obedece al Señor. Pero esta obediencia, que caracteriza la vida de María y
la existencia cristiana, es lo contrario de la pasividad. El "aguardar despierto", la
"disponibilidad activa", es la arcilla húmeda en la cual, y sólo en ella, puede
imprimirse la forma de Cristo.15 En el adviento, la Iglesia nos invita a abrazar con
especial afecto a María, porque de ella misma, que durante nueve meses llevó a
Jesús en su seno, tuvo origen nuestro adviento.
13 SAN AGUSTÍN, Sereno 72A.
14 SAN AGUSTÍN, Sermo 13: PL 38,1019.
15 U. VON BALTHASAR, Gloria I, p.502.

Fe y virginidad maternal están unidas en María. La fe es siempre virginal, se


apoya siempre en Dios, busca en Él la salvación y cree en lo imposible. La Virgen
María se entrega al poder que triunfa en la flaqueza (2Co 12,9), al Dios de lo
imposible (Le 1,37), que "de las piedras puede suscitar hijos de Abraham" (Mt 3,9).
En su virginidad creyente, María es el símbolo acabado de la fe. El Espíritu es la
fuerza de su fe y de su maternidad y el sello de su virginidad: él suscita la vida de
María, dando la fe que acoge esta vida. La fe forma parte de la gracia de la
maternidad que Dios concede a María.

Pero siendo toda receptiva, María no está pasiva, coopera en su corazón y en su


cuerpo. Pues el espíritu que se apodera de ella es el dinamismo de Dios, que se
derrama en el hombre haciéndolo participar de su acción. Receptora, la fe es
activa: acoge con solicitud. María concibió en su alma antes que en su cuerpo:
ésta es la forma de actuar de Dios, cuya gracia se da haciéndose acoger por la fe.

D) DISCÍPULA DE CRISTO

El plan divino al que María presta su consentimiento, la transciende por completo,


hasta el punto de que ella misma tiene que abrirse a la fe en Él. Y el misterio, que
la envolvió a ella, envuelve a todo creyente que se acerca a ella y, a través de ella,
al misterio de Cristo, su Hijo.

Al principio es la madre la primera en educar al Hijo, introduciéndolo en el


conocimiento del Antiguo Testamento, que lo lleva a descubrir la misión de su vida,
como cumplimiento de las promesas. Pero, en realidad, no ha sido la madre, sino
el descubrimiento propio, en el Espíritu, del mandato del Padre lo que le ha
revelado su propia identidad y su misión salvadora. Y aquí se trastrueca la
relación entre María y su Hijo. Será el Hijo quien eduque a su Madre, que pasa a
ser discípula de su Hijo.
María, como discípula de Cristo, caminará en la fe hasta llegar a la madurez que
la permita estar en pie bajo la cruz y poder, luego, en la Iglesia en oración, recibir
el Espíritu Santo destinado a todos los creyentes.

Este camino de la fe, como discípula de Cristo, está marcado desde el principio
por el signo de la espada anunciada por Simeón y que, a lo largo de su vida,
traspasará su alma. Todas las escenas que nos trasmiten los evangelios están
marcadas por este signo de la espada. Es cierto que Jesús le ha estado sometido
por treinta años (U 2,51). Pero Jesús ha llevado a su madre desde la relación
física con Él a una relación en la fe. Lo importante es la fe en Él como Palabra de
Dios hecha carne. Jesús, con sus bruscas respuestas irá cortando los lazos
carnales, para llevar a su madre a una fe totalmente abierta al plan de Dios, su
Padre, el único que cuenta, aunque José y María "no lo comprendan " (Le 2,50). Es
la "hora" fijada por el Padre la que Él espera para manifestarse y no la de María:
"¿Qué tengo que ver yo contigo, mujer?" (Jn 2,4). Sólo su fe, que la lleva a decir:
"haced lo que Él os diga", obtiene una anticipación simbólica de la hora de la
salvación en la cruz.

Cuando a Jesús le anuncien que su madre ha ido a visitarlo y que está a la puerta,
no la recibirá, sino que señalando a sus discípulos dirá: "¡He aquí mi madre y mis
hermanos! Quien cumple la voluntad de Dios, éste es mi hermano, mi hermana y
mi madre" (Mc 3,34-35). ¡La primera en cumplir la voluntad de Dios entre todos los
presentes es María! ¿Pero lo habrá comprendido ella misma? La espada de
Simeón seguramente ha seguido penetrando su alma en su regreso a casa. Su
Hijo se le escapa. Ella sólo lo encuentra entre los oyentes de su palabra. Jesús no
le consiente que se sienta dichosa "por haberlo llevado en su seno y haberlo
amamantado". Dichosa, sí, pero "dichosa tú, porque has creído que se cumplirían
en ti las palabras que te han sido dichas", pues "dichosos más bien los que
escuchan la palabra de Dios y la guardan" (Lc 11,28).

Es el Hijo el primero en usar la espada que atraviesa el alma de María. Pero así
Jesús prepara a su madre para que pueda permanecer junto a la cruz entregando
al Hijo al Padre por los hombres y alumbrando a la Iglesia como madre del Cristo,
Cabeza y cuerpo: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19,26). Como Jesús experimenta
el abandono del Padre así la madre experimenta el abandono del Hijo. Así la fe de
María llega a su plenitud para poder asumir la maternidad espiritual de todos los
nuevos hermanos de Jesús.

Si Jesús fue tentado, María, que se mantuvo siempre unida a Él, también lo fue.
La fe se prueba en el crisol (1P 1,7). El Apocalipsis dirá que el "dragón se detuvo
delante de la mujer que iba a dar a luz" y que "se lanzó contra la mujer que había
dado a luz al Hijo varón" (Ap 11,4.13). Es cierto que aquí la mujer es directamente
la Iglesia, pero María es "figura de la Iglesia" y no puede serlo sin pasar por esta
prueba tan fundamental en la vida de la Iglesia. Los Padres han repetido que lo
que se dice universalmente de la Iglesia se dice de modo singular de cada
creyente y de modo especial de María.

En esta peregrinación de la fe, como hija de Abraham, María se mantuvo fiel hasta
la cruz. Y habiendo seguido a Cristo en esta vida, le siguió también en el triunfo,
asunta en cuerpo y alma a los cielos. Y por eso sigue presente, guiando en el
camino de la fe a todos los discípulos de Cristo: "María, cuya historia nos atestigua
que fue la Madre del Señor, vive hoy en la comunión de los santos; puesto que
posee esta existencia actual, está en relación con la vida de la Iglesia y con la vida
de fe de los cristianos"16 María, que participa de la liturgia celeste en torno al
Cordero, continúa en el cielo, en la comunión de los santos, aquella oración que
hacía en el cenáculo esperando Pentecostés (Hch 1,14).

"En la expresión feliz la que ha creído podemos encontrar como una clave que
nos abre a la realidad íntima de María" (RM 19). Toda la encíclica Redemptoris
Mater sigue esta clave. Según el Papa:

María recorrió un duro camino de fe, que conoció una particular fatiga del corazón"
o «noche de la fe" (18), cuando participó en la "trágica experiencia del Gólgota"
(26). Su fe fue como la de Abraham, "esperando contra toda esperanza" (14), de
modo que al pie de la cruz llegó hasta el heroísmo (18). La fe de María fue un
"constante contacto con el misterio inefable de Dios" (17), pero sobre
16 M. THURIAN, Figura, dottrina e lode di Maria nel dialogo ecumenico, II Refino 28(1983)245.

todo un "abandono" en las manos de Dios sin reservas y una consagración total
de sí misma al Señor (13). Y actualmente ya "la peregrinación de la fe no
pertenece a la madre del Hijo de Dios" (16), pues ha superado el umbral de la
visión cara a cara. Pero, "en la Iglesia de entonces y de siempre, María ha sido y
es sobre todo la que `es feliz porque ha creído': ha sido la primera en creer" (26).
Todos los testigos de Cristo, "en cierto modo participan de la fe de María" (27);
más aún, "la fe de María se convierte sin cesar en la fe del pueblo de Dios en
camino. Es una fe que se transmite al mismo tiempo mediante el conocimiento y el
corazón. Se adquiere o se vuelve a adquirir constantemente mediante la oración"
(28).

En el prefacio de "La Bienaventurada Virgen María, linaje escogido de Israel", la


Iglesia canta:

En verdad es justo darte gracias, Señor, Padre santo: Que en la Bienaventurada


Virgen María pusiste fin y coronamiento a Israel y diste inicio a la Iglesia, para
hacer patente a todos los pueblos que la salvación viene de Israel, que tu nueva
familia brota de un tronco sagrado. Pues, María, por su condición, es la hija de
Adán que, por su inocencia, reparó la culpa de la madre; ella, por la fe, es del
linaje de Abraham, porque, creyendo, concibió en su seno virginal; ella, por la
estirpe, es del tronco y de la raíz de Jesé, de la que brotó, cual bella flor,
Jesucristo, Señor nuestro.

03. BENDITA TÚ ENTRE LAS MUJERES


"Desde Sión, la hermosa, Dios resplandece"
Sal 50,2.

A) MATERNIDAD VIRGINAL

La Iglesia en su profunda perfección es femenina. Ya en el Antiguo Testamento la


comunidad de Israel es descrita ante Dios como novia o esposa. Y lo mismo la
Iglesia, en el Nuevo Testamento, aparece como esposa en relación con Cristo
(2Co 11, lss) que llega a las bodas escatológicas entre el Cordero y la mujer
adornada para la fiesta. Esta feminidad de la Iglesia abarca la totalidad interna de
la Iglesia, mientras que los ministerios, incluso apostólicos, no son más que
funciones dentro de ella.

Para situar a María en el plan de salvación, que el Señor nos ha revelado, es


necesario ver la continuidad entre el nuevo y el antiguo Testamento. Toda la obra
salvífica tiene a Dios por autor, aunque la ha realizado mediante algunos elegidos.
María entra en esta nube de elegidos, testigos del actuar de Dios. En ellos
descubrimos el ser de Dios a través de su actuar. De este modo la vocación de
algunas mujeres de la historia de la salvación nos ayuda a comprender la
vocación de María dentro del plan de salvación de Dios. Las mujeres estériles,
que conciben un hijo por la fuerza de Dios, son signo del actuar gratuito de Dios,
que es fiel a sus promesas de salvación.

La llamada de María, en la plenitud de los tiempos, es una llamada singular,


enteramente gratuita de parte de Dios. Y, sin embargo, no está disociada de la
historia de la promesa y del actuar de Dios en esa larga historia. No se trata de
aplicar a María textos bíblicos "por acomodación", sino de ver a través de la
actuación de Dios en otras vocaciones, cómo es el actuar de Dios en su plan de
salvación y que se realiza plenamente en María, madre del Salvador. San Lucas
mismo nos presenta la concepción de Jesús en el seno de María en continuidad -y
discontinuidad, por su singularidad- con el Antiguo Testamento, al narrarnos el
anuncio a María en paralelismo con el anuncio de Juan Bautista en el seno de
Isabel, vieja y estéril (Lc 1,13.18) y al responder a María con las mismas palabras
dirigidas a Sara, la estéril, al concebir a Isaac: "porque nada es imposible para
Dios" (Lc 1,37). De este modo Lucas pone la maternidad virginal de María en
correspondencia con las intervenciones de Dios en el origen de la existencia de
sus elegidos.1
La virginidad de María es un dato de fe proclamado por toda la tradición de la
Iglesia. Ya San Ignacio de Antioquía escribía a los cristianos de Éfeso: "Nuestro
Dios, Jesucristo, fue llevado en el seno de María según el designio divino porque
ella provenía de la descendencia de David.
1 C.I. GONZÁLEZ, María, Evangelizada y Evangelizadora, Bogotá 1989.

Pero esto sucedió por obra del Espíritu Santo". Y lo mismo proclama el Credo
Apostólico, que confiesa que Jesús ha "nacido de María Virgen por obra del
Espíritu Santo".

La virginidad de María exalta, en primer lugar, la divinidad de Cristo, que no nace


"de la sangre, ni del deseo de la carne, o del deseo del hombre" (Jn 1,13). Si se
niega la concepción virginal de Cristo por parte de María, se está admitiendo la
intervención de un padre terreno en su nacimiento en la carne. Y esto significa
negar el origen divino de Cristo o la unidad de la persona de Cristo, como hacía
Nestorio, quien afirmaba que, en Cristo, junto a la persona del Hijo de Dios, había
otra persona humana engendrada por un hombre. Poner entre Cristo y el Padre
que está en los cielos un padre humano sería destruir todo el evangelio. San
Ambrosio, contra los docetas, considera que el nacimiento de Cristo no es
aparente, sino real. Cristo era simultáneamente Dios y hombre, verdadero Dios y
verdadero hombre. Como consecuencia del nacimiento del Hijo, la Theotókos se
ha hallado libre de la esclavitud del pecado y, por ello, su virginidad ha quedado
intacta. Con la encarnación del Verbo se ha inaugurado la nueva creación y el
nuevo nacimiento de la Iglesia, réplica y manifestación terrena de su nacimiento
eterno y arquetipo y garantía del nacimiento bautismal.2

María resplandece con una luz que no es propia ni finalizada en ella. Está, como
una vidriera, traspasada por la luz del Sol. Esa luz del sol, a través de María, nos
llega viva y gloriosa. Todo cristiano está llamado a ser vidriera o espejo de la gloria
de Dios: "Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos, como en un
espejo, la glo-
2 SAN AMBROSIO, De incarnationis Dominicas sacramento liben unos, PL 16,817-846.

ria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más
gloriosos" (2Co 3,18). En María esto se ha realizado perfectamente: "En su vida
terrena ella ha realizado la figura perfecta del discípulo de Cristo, espejo de todas
las virtudes".3 Como Juan Bautista, no es María la luz, pero da testimonio de la luz
(Jn 1,8). Sólo Cristo es la luz del mundo, pero María, más que cualquier otro, da
testimonio de la Luz. En María, pura transparencia, la luz de Dios se ha difundido
viva en toda su riqueza: "Espejo nítido y santo de la infinita belleza".4

En los himnos marianos de las iglesias orientales se aplicarán a María, como


expresión de su maternidad virginal,-diversos hechos milagrosos de la Escritura,
como el de la zarza ardiente, que arde y no se consume (Ex 3), el vellón de
Gedeón sobre el que cae el rocío milagrosamente (Jc 6,36-40), el bastón de Aarón
que florece (Nm 17,16-26). Estos milagros revelan cómo el contacto con Dios
renueva y transfigura la creación, superando las leyes naturales, que rigen el
mundo caído por el pecado. Estos hechos son signos de la renovación
escatológica de toda la creación y, al mismo tiempo, son figuras del milagro de la
virginidad inviolada de María en el nacimiento del Verbo divino encarnado en ella.

Y esto lleva a la afirmación de la virginidad después del parto. La santificación


única, fruto de la posesión de María por el Espíritu Santo, supone una vida
singular, íntegramente consagrada a Dios. Se aplica a María la visión del templo
de Ezequiel: la puerta del templo debe quedar cerrada porque ha pasado por ella
el Señor (Ez 44,2). Este quedar permanentemente cerra-
3
PABLO VI, Discurso de clausura de la 3' sesión del Concilio Vaticano II, el 21-11-1964.
4
Idem, Discurso de clausura del Concilio, el 8-12-1965.

da la puerta del templo se hace signo de la virginidad perpetua de María.


Habiendo pasado por ella el Señor, queda cerrada como morada de Dios para
siempre.

El vellón de lana de la historia de Gedeón es uno de los símbolos más repetidos


en la liturgia y piedad mariana. "Gedeón dijo a Dios: Si verdaderamente vas a
salvar por mi mano a Israel, como has dicho, yo voy a tender un vellón de lana
sobre la era; si al alba hay rocío solamente sobre el vellón y todo el suelo queda
seco, sabré que tú salvarás a Israel por mi mano, como has prometido" (Jc
6,36ss). En el simbolismo mariano el vellón es visto como imagen del seno de
María, fecundado por el rocío de lo alto, el Espíritu Santo.

En un ambiente seco como el de Palestina, el rocío es signo de bendición (Gn


27,28), es un don divino precioso (Jb 38,28;Dt 33,13), símbolo del amor divino (Os
14,6) y señal de fraternidad entre los hombres (Sal 133,3); es, igualmente,
principio de resurrección, como canta Isaías: "Revivirán tus muertos, tus
cadáveres revivirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo;
porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra echará de su seno las sombras " (Is
26,19). Es fácil, pues, establecer el paralelismo entre el vellón y el rocío, por un
lado, y, por otro, el seno de María fecundado por el Espíritu Santo y transformado
en principio de vida divina. El vellón es el seno de María en el que cae el rocío
divino del Espíritu Santo que engendra a Cristo. La liturgia sirio-maronita canta:

Oh Cristo, Verbo del Padre, tú has descendido como lluvia sobre el campo de la
Virgen y, como grano de trigo perfecto, has aparecido allí donde ningún sembrador
había jamás sembrado y te has convertido en alimento del mundo... Nosotros te
glorificamos, Virgen Madre de Dios, vellón que absorbió el rocío celestial, campo
de trigo bendecido para saciar el hambre del mundo.
Virginidad y maternidad divina se entrecruzan en la imagen del vellón empapado
de rocío. La grandeza de María está en esta irrupción de lo divino en lo humano,
que está abierto y disponible a lo divino. Y, de este modo, en María brilla para la
Iglesia un horizonte de luz y gracia, como signo de un mundo renovado sobre el
que desciende el rocío vivificante de Dios.5 Y, junto al símbolo del vellón, hay otros
muchos en la tradición patrística. San Efrén canta: "Vara de Aarón que germina, tu
flor, María, es tu Hijo, nuestro Dios y Creador". La "puerta cerrada" del templo de
Ezequiel - "Esta puerta permanecerá cerrada. No se la abrirá y nadie pasará por
ella, porque por ella ha pasado Yahveh, el Dios de Israel. Quedará, pues
cerrada" (Ez 44,2)- es un signo de María: "Tú eres la puerta cerrada, abierta sólo a
la Palabra de Dios". Junto con la imagen del "huerto cerrado" del Cantar de los
cantares será un símbolo de la virginidad de María, por la que pasa el Señor sin
romper los sellos de su virginidad.

La piedad mariana ha asumido toda esta constelación de símbolos del Antiguo


Testamento, transfigurándolos y haciéndoles brillar con una nueva luz. En la Edad
media Walther von der Vogelweide celebra a María: "Tú; sierva y madre, mira a la
cristiandad en angustia. Tú, vara florida de Aarón, aurora de la mañana que nace,
puerta de Ezequiel que jamás nadie abrió, a través de la cual pasaba la gloria del
rey. Una zarza que arde y no deja ninguna quemadura: verde e intacta en todo su
esplendor, preservada de todo ardor. Era ésta la sierva, la toda pura, la Virgen
inmaculada; tú eres semejante al vellón de Gedeón, bañado por Dios con su
celeste rocío".

B) MUJERES ESTÉRILES, FIGURAS DE MARÍA

Por su maternidad virginal María es situada en la línea de las mujeres de la


historia de la salvación, cuya esterilidad fue especialmente bendecida por Dios,
haciéndolas fecundas (CEC 488-489). Desde Sara, la mujer de Abraham, hasta
Ana, la madre de Samuel, y en el nuevo Testamento Isabel, la madre de Juan
Bautista, aparece la voluntad de Dios de conceder a una mujer estéril un hijo
predestinado a una misión particular. En la esterilidad humana, Dios muestra que
el hijo es fruto únicamente de su designio y de su poder. Cuando Dios quiere
suscitar un salvador de Israel, Dios lo hace en la esterilidad humana para que
aparezca clara la gratuidad de su intervención. En este contexto aparece la
profecía de Isaías sobre la virgen que concebirá y dará a luz un hijo, a quien
pondrá por nombre Emmanuel, Dios con nosotros. Esta actuación de Dios culmina
en María, la virgen de Nazaret, que concebirá y dará a luz al Mesías. María, hija
de Sión, recoge y sintetiza en sí la herencia de su pueblo. "La sorpresa
inesperada del acontecimiento es la regla de la actuación de Dios. El ser más
inadecuado, aquel en el que nadie habría
5 G. RAVASI, L 'albero di María, Milano 1993.
pensado (y él menos que nadie), se convierte en objeto de la llamada de Dios.
Inadecuadas son las mujeres estériles para concebir y alumbrar a los hijos de la
promesa o a los profetas: Sara, Rebeca, Raquel, la madre de Sansón, Ana, Isabel;
más inadecuada es la virgen María para dar a luz al Hijo del Altísimo".6

En su deseo de virginidad, María se sentía orientada hacia un estado de vida que,


a los ojos de la gente, era igual a la esterilidad. De ello encontramos un eco en
el Magnificat, donde María habla de la situación de "humillación" (tapeinósis) de la
sierva de Dios (Lc 1,48). En este versículo María repite las palabras de Ana, la
madre estéril de Samuel, que había dirigido a Dios esta plegaria: "Si te dignas
reparar en la humillación (tapeinósis) de tu esclava" (1S 1,11). También Isabel,
madre de Juan, era estéril, más aún, llamada por todos "la estéril". Por ello
dirá: "Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar
mi oprobio entre los hombres" (Lc 1,25). María, como Isabel, entra a formar parte
de la larga serie de mujeres "estériles" del Antiguo Testamento, que fueron madres
gracias a la bendición de Dios.? "Así, pues, la estéril prepara el camino a la
Virgen".8

Todos estos casos de mujeres sin hijos bendecidas por Dios tienen un sentido
para la historia de la salvación: son una preparación de la figura de María, que fue
bendecida por Dios, haciéndola madre del Salvador, conservando su virginidad. La
maternidad virginal de María es el térmi-
6 U. VON BALTHASAR, Teodrarnmatica, Milano 1980-1983, III, p.250.
7 Sara (Gn 18,9-15), Rebeca (Gn 25,21-22), Raquel (Gn 29,31;30,22-24), la madre de Sansón (Je 13,2-7), Ana, madre de Samuel (1S 1,11.19-20).
8 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario al Génesis: PG 54,445-447.

no de esta historia de salvación: tanto en las estériles como en la Virgen, la


maternidad es un don singular de Dios: "para quien nada de lo dicho es imposible"
(Lc 1,37). Sólo Dios puede abrir el seno estéril a la maternidad y, más maravilloso
aún, sólo Dios puede hacer que una virgen, sin dejar de ser virgen, sea madre. No
sin motivo dirá el ángel a María: "El Señor está contigo". Sólo el Señor podía
vincular la virginidad y maternidad de María, Madre del Hijo de Dios.

En todos estos casos se trata del nacimiento de hombres destinados a una misión
en la historia de salvación de Israel. En ellos se revela la presencia de la palabra
creadora de Dios en favor de su pueblo. Por eso dice Isaías: "Grita de júbilo, estéril
que no das a luz, rompe en gritos de júbilo y alegría, tú que no has tenido dolores
de parto, pues son más los hijos de la abandonada que los hijos de la casada,
dice Yahveh" (Is 54,1).

Ana, la mujer predilecta de Elkana, no tenía hijos, porque "el Señor le había
cerrado el seno", "haciéndola estéril" (1S 1,5.6). El dolor y soledad de Ana se
transforman en plegaria en su peregrinación al santuario de Silo, "desahogando su
alma ante el Señor" (1S 1,15): "iOh Yahveh Sebaot! Si te dignas mirar la aflicción
de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de tu sierva y darle un hijo varón, yo lo
entregaré a Yahveh por todos los días de su viday la navaja no tocará su cabeza"
(1,11).

El Señor, "que mira las penas y tristezas para tomarlas en su mano" (Sal 10,14),
escuchó la súplica de Ana, que "concibió y dio a luz a un niño, a quien llamó
Samuel, porque, dijo, se lo he pedido a Yahveh" (1S 1,20). Siendo estéril, el hijo
que le nace es totalmente don de Dios, signo del amor bondadoso de Dios. Del
seno seco de Ana, Dios hace brotar el vástago de una vida maravillosa. La
esterilidad de Ana, que engendra al profeta Samuel, es imagen viva de la
virginidad de María, que da a luz al Profeta, al Hijo de Dios. En ambos casos, con
sus diferencias, el hijo es un don de Dios y no fruto del deseo humano.

Y Ana, consciente del don de Dios, entona el canto de alabanza a Dios, preludio
del Magnificat de María. El himno de Ana canta la victoria del débil protegido por
Dios: la mujer humillada es exaltada y exulta de alegría, gracias a la acción de
Dios. El núcleo del canto de Ana confiesa el triunfo de Dios sobre la muerte: un
seno muerto es transformado en fuente de vida, devolviendo la esperanza a todos
los desesperados: "Mi corazón exulta en Yahveh, porque me he gozado con su
auxilio. iNo hay Dios como Yahveh! El arco de los fuertes se ha quebrado, los que
se tambalean se ciñen de fuerza. La estéril da a luz siete veces, la de muchos
hijos se marchita. Yahveh da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar,
enriquece y despoja, abate y ensalza. Yahveh levanta del polvo al humilde para
darle en heredad un trono de gloria" (1S 2,lss). El cántico de alabanza se
transforma en canto de esperanza para todos los pobres de Yahveh, que ponen su
confianza en El. Y, si toda mujer de Israel veía en la bendición del propio seno un
signo de la gracia de Dios, entre ellas María, Madre del Mesías, es la bendecida
por excelencia; ella es realmente "la bendita entre las mujeres".

C) MUJERES DE LA GENEALOGÍA DE JESÚS

El relieve que se da a la madre de Jesús en la genealogía aparece ante todo en el


cambio literario al llegar el momento de hablar de ella: "Abraham engendró a
Isaac; Isaac engendró a Jacob; Jacob engendró a Judá... y Jacob engendró a
José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, el llamado Mesías" (Mt 1,2-16).
En el relato siguiente (v.18-25) se aclarará el sentido de dicho cambio. Pero ya es
significativa la presencia de cuatro mujeres en la genealogía, como preparación
para el hecho insólito que supone el salto a María, como Madre de Jesús.

Todas estas mujeres fueron instrumento del designio de salvación de Dios,


aunque caracterizadas por sus uniones matrimoniales irregulares (extranjeras o
pecadoras). Estas son las mujeres que Mateo escogió y no otras quizás más
significativas en la historia de Israel. La acción de Dios a través de modalidades
humanamente "irregulares" subraya la gratuidad de la elección divina y prepara la
narración de la maravilla realizada por el Altísimo en la Virgen María. Mateo
comienza su evangelio (c.1-2) viendo a María como el seno de la nueva creación,
en donde el Dios de la historia de la salvación actúa de una forma absolutamente
gratuita y sorprendente.

Mateo, aunque subraye el vínculo legal de Jesús con `José, hijo de David ", afirma
que lo que aconteció en María no es obra de padre humano, sino del Espíritu
Santo: "El nacimiento de Jesús, el Mesías, fue así: su madre María estaba
prometida a José y, antes de vivir juntos, resultó que había concebido por obra del
Espíritu Santo" (Mt 1,18).

Esta concepción es fruto de la acción de Dios: la misma acción que en las


situaciones irregulares de las mujeres de la genealogía manifestó la fidelidad y el
poder de Dios. De este modo, si, gracias a la ascendencia davídica de José,
Jesús es legalmente hijo de David, gracias a la inaudita concepción virginal por
obra del Espíritu Santo, es Hijo de Dios (Mt 2,15). En María se realiza la
esperanza mesiánica davídica mediante una acción divina sorprendente,
improgramable. María es el seno de la nueva creación en donde la acción divina
en el Espíritu realiza la maravilla de la Encarnación del Hijo y del nuevo comienzo
del mundo.

Jesús, hijo de David, es hijo de Tamar, de Rut, Rahab y Betsabé, las cuatro
mujeres, además de María, que incluye Mateo en la genealogía. Cada una de
ellas tiene un significado. Tamar es una mujer cananea, que se fingió prostituta y
sedujo a su suegro Judá, de quien concibió dos hijos: Peres y Zéraj; a través de
Peres Tamar quedó incorporada a los antepasados de Jesús (Gn 38,24). Rahab
es una prostituta pagana de Jericó, que llegó a ser ascendiente de Jesús, como
madre del bisabuelo de David (Jos 2,1-21;6,22-25). Rut es una extranjera,
descendiente de Moab, uno de los pueblos surgidos de la relación incestuosa de
Lot y sus hijas y, por ello, despreciado por los hebreos; pero de Rut nació Obed,
abuelo de David, entrando así en la historia de la salvación, como ascendiente del
Mesías. En Israel se hará clásica la bendición de los ancianos, incorporando a Rut
a las madres del pueblo elegido: "Haga Yahveh que la mujer que entra en tu casa
(Rut) sea como Raquel y como Lía, las dos que edificaron la casa de Israel" (Rt
4,11). Betsabé, la mujer de Urías, el hitita, perpetró el adulterio con David (2S 11),
pero se hizo ascendiente de Jesús, dando a luz a Salomón.

Con tales uniones cumplió Dios su promesa y llevó adelante su plan de salvación.
Tamar fue instrumento de la gracia divina para que Judá engendrase la estirpe
mesiánica; Israel entró en la tierra prometida ayudado por Rahab; merced a la
iniciativa de Rut, ésta y Booz se convirtieron en progenitores de David; y el trono
davídico pasó a Salomón a través de Betsabé. Las cuatro mujeres comparten con
María lo irregular y extraordinario de su unión conyugal. Nombrándolas Mateo en
la genealogía llama la atención sobre María, instrumento del plan mesiánico de
Dios, pues fue "de María de quien nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16). Esto
sucede, dice Lutero, porque Cristo debía ser salvador de los extranjeros, de los
paganos, de los pecadores. Dios da la vuelta a la cosas. María, en el Magnificat,
canta este triunfo de lo despreciable, que Dios toma para confundir lo que el
mundo estima.

Desde el comienzo mismo del evangelio, advierte cuántas cosas se ofrecen a


nuestra consideración... Conviene averiguar por qué, recorriendo el evangelista la
línea genealógica por el lado de los varones, sin embargo intercala el nombre de
varias mujeres; y ya que le pareció bien nombrarlas, por qué no las enumera a
todas, sino que, dejando a un lado las más honorables, como Sara, Rebeca y
otras semejantes, sólo menciona a las que se hicieron notables por algún defecto,
por ejemplo a la que fue fornicadora o adúltera, a la extranjera o a la de bárbaro
origen... Levanta tu mente y llénate de un santo escalofrío con sólo oír que Dios
ha venido a la tierra. Porque esto es tan admirable, tan inesperado, que los
ángeles en coro cantaron por todo el orbe las alabanzas y la gloria de semejante
acontecimiento. Ya de antiguo los profetas quedaron estupefactos al contemplar
que "se dejó ver en la tierra y conversó con los hombres" (Ba 3,38). En realidad,
estupenda cosa es oír que Dios inefable, incomprensible, igual al Padre, viniera
mediante una Virgen y se dignara nacer de mujer y tener por ancestros a David y
a Abraham. Pero, ¿qué digo David y Abraham? Lo que es más escalofriante: a las
meretrices que ya antes nombré... Tú, al oír semejantes cosas, levanta tu ánimo y
admírate de que el Hijo de Dios, que existe sin haber tenido principio, haya
aceptado que se le llamara hijo de David, para hacerte a ti hijo de Dios... Se
humilló así para exaltarnos a nosotros. Nació él según la carne para que tú
nacieras según el Espíritu.9

La genealogía de Jesús, en Lucas, es más universal que la de Mateo, ya que se


remonta, más allá de Abraham, hasta Adán. De los dos se dice: "hijo de Dios" (Lc
3,23.38), sin padre terreno. También para Lucas, en el nuevo comienzo del
mundo, inaugurado por el nuevo Adán, se alude a la presencia de María, y a su
concepción virginal. De este modo establece la relación entre Jesús, nuevo Adán,
y el Adán primero, padre de todos los hombres.
9 SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario al evangelio de Mateo, Homilía I y II: PG 57,21-26.

El Señor, al hacerse Primogénito de los muertos (Col 1,18) recibió en su seno a


los antiguos padres para regenerarlos para la vida de Dios, siendo él el principio
de los vivientes (Col 1,18), pues Adán había sido el principio de los muertos. Por
eso Lucas puso al Señor al inicio de la genealogía para remontarse hasta Adán
(Lc 3,23-38), para significar que no fueron aquellos quienes regeneraron a Jesús
en el Evangelio de la vida, sino éste a aquéllos. Así también el nudo de la
desobediencia de Eva se desató por la obediencia de María; pues lo que la virgen
Eva ató por su incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe.10

La genealogía de Mateo muestra a Jesús como "Hijo de Abraham", hijo de Israel,


fruto bendito de la elección de Dios sobre Israel, que, a pesar de sus infidelidades,
de su esterilidad, por la gracia inquebrantable de Dios, ha dado a luz en el seno
virginal de María al hijo de la promesa, al Salvador.

La genealogía de Lucas asciende hasta Adán, "hijo de Dios". Un árbol genealógico


que llega hasta Adán nos muestra que en Jesús no sólo se ha cumplido la
esperanza de Israel, sino la esperanza del hombre, del ser humano. En Cristo el
ser herido del hombre, la imagen desfigurada de Dios, ha sido unido a Dios,
reconstruyendo de nuevo su auténtica figura. Jesús es Adán, el hombre perfecto,
porque "es de Dios".

Las dos genealogías unidas nos dicen que Jesús es el fruto conclusivo de la
historia de la salvación; pero es El quien vivifica el árbol, porque desciende de lo
alto, del Padre que le engendra en el seno virginal de María, por obra de su
Espíritu Santo. Jesús es realmente hombre, fruto de esta tierra, con su genealogía
detallada, pero no
10 SAN IRENEO, Adv.haer., III,22,4.

es sólo fruto de esta tierra, es realmente Dios, hijo de Dios, como señala la ruptura
del último anillo del árbol genealógico: "...engendró a José, el esposo de María, de
la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1,16).

D) DÉBORA, JUDIT Y ESTER

Débora aparece como juez y profeta de Israel. El profeta bíblico es el intérprete de


la historia a la luz de la Palabra de Dios: "Yahveh me ha dado una lengua de
discípulo para que sepa dirigir al cansado una palabra alentadora. Mañana tras
mañana despierta mi oído, para escuchar como un discípulo: El Señor me ha
abierto el oído" (Is 50,4). Es lo que Dios ha hecho con Débora. Con su palabra,
recibida de Dios, Débora revela el poder de Dios en medio de un pueblo que vive
desesperado. Su misión es desvelar que la historia que el pueblo vive es historia
de salvación, porque Dios está en medio de su pueblo.

Israel, liberado de la esclavitud de Egipto, se halla conquistando la tierra


prometida, que habitan los cananeos. Pero, en la fértil llanura de Izre'el, el rey
Yabin, bien armado con sus carros de guerra, opone una fuerte resistencia a
Israel, gobernado por el titubeante Sangar y su débil general Baraq. En este
momento Dios elige una mujer para salvar. a Israel: "En los días de Sangar, hijo
de Anat, en los días de Yael, no había caravanas... Vacíos en Israel quedaron los
poblados, vacíos hasta tu despertar, oh Débora, hasta tu despertar, oh madre de
Israel" (Jc 5,6-7). Una mujer, en su debilidad, es cantada como la "madre de
Israel", porque muestra a Israel la presencia potente de Dios en medio de ellos. Es
lo que canta Débora en su oda admirable, que respira la alegría de la fe en Dios
Salvador: "Bendecid a Yahveh" (Jc 5,9), que en la debilidad humana, sostenida
por Él, vence la fuerza del enemigo Sisara, que "a sus pies se desplomó, cayó,
yació; donde se desplomó, allí cayó, deshecho" (v.27). Esta es la lógica de Dios,
que sorprende a los potentes y opresores. Es la conclusión del cántico: "iAsí
perezcan todos tus enemigos, oh Yahveh! iY sean los que te aman como el sol
cuando se alza con todo su esplendor!" (v31).

Es lo que se cumplirá plenamente en María. El Señor se fijará en la pequeñez de


su esclava para realizar en ella "grandes cosas ", "desplegando la potencia de su
brazo... para derribar a los potentes de sus tronos y exaltar a los humildes" (Lc
1,51s). En realidad "Dios ha elegido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte.
Dios ha escogido lo pobre y despreciable del mundo, lo que no es, para reducir a
la nada lo que es" (1Co 1,27-28). "¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según
el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le
aman?" (St 2,5). La conciencia de la propia pobreza y simplicidad brilla en María,
como en Débora, pero, al mismo tiempo, sabe que tiene una misión que cumplir
en la historia de la salvación. Así se ofrece como "sierva del Señor " para que a
través de ella realice su obra. Como Débora ha sido llamada "madre de Israel",
María ha sido llamada desde la cruz "madre de los creyentes".

Judit, la "judía" por excelencia, como Débora y Ester, es madre de Israel. Judit es
situada en Betulia, es decir, en Betel, la "casa de Dios". En Judit aparece el Dios
de la revelación, que da la vuelta a la historia, exaltando al débil y humillando al
potente: "No está en el número tu fuerza, ni tu poder en los valientes, sino que
eres el Dios de los humildes, el defensor de los pequeños, apoyo de los débiles,
refugio de los desvalidos, salvador de los desesperados" (Jdt 9,11). Judit es la
judía fiel; Betulia es la casa de Dios, viuda defendida por Dios que destruye el
orgullo de Nabucodonosor, aplastando la cabeza de su general Holofernes. De
este modo Judit es el prototipo de la debilidad que vence la violencia, el mal, el
Anticristo, como aparece en la catedral de Chartres y en infinidad de obras de
arte.

La liturgia11 repite en honor de María la bendición que el sacerdote Yoyaquim, con


los ancianos de Israel y los habitantes de Jerusalén, pronuncian sobre ella: "Tú
eres la gloria de Jerusalén, el orgullo de Israel, tú el honor de nuestro pueblo. Al
hacer todo esto con tu mano has procurado la dicha de Israel y Dios se ha
complacido en lo que has hecho. Bendita seas del Señor Omnipotente por siglos
infinitos" (Jdt 15,8-10). Y Ozías, jefe de la ciudad de Betulia, la aclama: "iBendita
seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra! Y bendito sea
Dios, el Señor, Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado para cortar la
cabeza del jefe de nuestros enemigos" (Jdt 13,18). Estas bendiciones se cumplirán
plenamente en María, cuyo Hijo aplastará realmente la cabeza del jefe de
nuestros enemigos.
Ester aparece en un momento en que Israel está amenazado de muerte.
Entonces la Palabra de Dios, palabra de esperanza en medio de la persecución,
se expresa una vez más a través de la debilidad de una mujer, huér-
11 Segunda antífona de Laudes del común de la Virgen María y en el salmo responsorial del tercer
esquema de Misas del común de la Virgen.

fana de padre y madre, adoptada por su tío Mardoqueo. Ester, "bella de aspecto y
atractiva", modelo de fe en Dios y de amor a su pueblo, se enfrenta al enemigo
Asuero y Amán, que han decretado la aniquilación de Israel. Ester, en su debilidad
se apoya únicamente en Dios, al que dirige su oración, alternando el singular y el
plural porque se dirige a Dios en su nombre y en el del pueblo:

Mi Señor y Dios nuestro, tú eres único. Ven en mi auxilio, que estoy sola y no
tengo otra ayuda sino en ti, y mi vida está en peligro. Yo he oído desde mi infancia,
en mi casa paterna, que Tú, Señor, elegiste a Israel de entre todos los pueblos, y
a nuestros padres de entre todos sus mayores para ser herencia tuya para
siempre, cumpliendo en su favor cuanto prometiste. Ahora hemos pecado en tu
presencia y nos has entregado a nuestros enemigos porque hemos honrado a sus
dioses. iJusto eres, Señor! Mas no se han contentado con nuestra amarga
esclavitud, sino que ... han decretado destruir tu heredad, para cerrar las bocas
que te alaban y apagar la gloria de tu Casa y de tu altar... No entregues, Señor, tu
cetro a los que son nada. Que no se regocijen por nuestra caída, sino vuelve
contra ellos sus deseos y el primero que se alzó contra nosotros haz que sirva de
escarmiento. Acuérdate, Señor, y date a conocer en el día de nuestra aflicción...
Dame valor y pon en mis labios palabras armoniosas cuando esté en presencia
del león... Líbranos con tus manos y acude en mi auxilio, que estoy sola y a nadie
tengo, sino a Ti, Señor... Oh Dios, que dominas a todos, oye el clamor de los
desesperados, líbranos del poder de los malvados y líbrame a mí de mi temor (Est
4 del texto griego).

La voz de Ester es la voz de todos los oprimidos, que esperan que Dios intervenga
y les salve, dando la vuelta a su suerte. El impío Amán, que se había exaltado, es
destruido y el perseguido Israel es exaltado y glorificado. Y "porque en tales días
los judíos obtuvieron paz contra sus enemigos, y este mes la aflicción se trocó en
alegría y el llanto en festividad, los días que conmemoran este acontecimiento
deben ser días de banquetes y alegría en los que se intercambian regalos y se
hacen donaciones a los pobres" (9,22). Ester queda en la historia y en la liturgia de
Israel como testigo de vida y de alegría. Ester es semejante a un río de agua
fresca que fecunda la vida de Israel, como afirma Mardoqueo en el final del libro:

De Dios ha venido todo esto. Porque haciendo memoria del sueño que tuve,
ninguna de aquellas cosas ha dejado de cumplirse: ni la pequeña fuente,
convertida en río, ni la luz, ni el sol, ni el agua abundante. El río es Ester, a quien
el rey hizo esposa y reina. A través de ella el Señor ha salvado a su pueblo, nos
ha librado de todos los males y ha obrado signos y prodigios como nunca los hubo
en los demás pueblos (Del c. 10 del texto griego).

María, glorificada en el cielo, introducida como Ester en el palacio del Rey, no se


olvida de su pueblo amenazado, sino que intercede por él hasta que el enemigo
sea totalmente destruido. El Papa Juan Pablo II dice que "la mediación de María
tiene el carácter de intercesión" (RM 21). La alegría vuelve a Israel no a través de
la fuerza, sino a través de la palabra y de la persona de una mujer. Ella es el signo
de la esperanza. En Ester que, confiando en Dios, salva a Israel con su
intercesión ante Asuero, hallamos la imagen de María como "abogada" nuestra,
como canta una de las primeras oraciones marianas: "Sub tuum
praesidium", compuesta en Egipto hacia el siglo III:

Bajo tu misericordia buscamos refugio, oh madre de Dios. No desprecies las


súplicas de quienes estamos en peligro, mas líbranos del mal, tú que eres la única
pura y bendita.

En todos estos casos de vocaciones femeninas aparece con claridad la elección


divina en favor de su pueblo. Es Dios que pone sus ojos en ellas para llevar
adelante su designio de salvación. Con razón la Iglesia ha elegido para la liturgia
mariana algunos textos de estos libros, que nos muestran el modo de actuar de
Dios en favor del pueblo a lo largo de la historia de la salvación, que se continúa y
llega a su culmen en María y en su Hijo Jesucristo.

E) ¡BENDITA TÚ ENTRE LAS MUJERES!

María, como todas estas mujeres, y más que ellas, se ha dejado plasmar por el
amor de Dios y por ello es "bendita entre todas las mujeres ", "todas las
generaciones la llamarán bienaventurada". En María se ha cumplido plenamente
el designio creador y salvador del Padre para todo hombre. María ha recibido,
anticipadamente, la salvación lograda por la sangre de Cristo. La singularidad de
su gracia recibida sitúa a María entre las mujeres, en el corazón mismo de la
humanidad. La singularidad propia de María es la de la plenitud y no la de la
excepción. Dios le concede en plenitud la gracia impartida a la Iglesia entera,
ofrecida a toda la humanidad. Ella es el icono de la salvación que Dios realiza
para nosotros en Jesucristo. En la contemplación de esta imagen, cada cristiano
tiene el gozo de descubrir la gracia que Dios le ofrece.
"iBendita tú entre las mujeres!", exclama Isabel. En la Biblia, la gloria de la mujer está en la maternidad. Isabel reconoce en María la

maternidad más maravillosa que pueda haber: más que la suya y la de todas las mujeres agraciadas por Dios con la maternidad imposible. El
Apocalipsis lanza sobre la historia del pasado una mirada de profeta y sondea el misterio escondido. Contempla a la Iglesia de la primera

alianza bajo la imagen de una mujer que, desde siempre, llevaba a Cristo en su seno. La presencia de Cristo en la humanidad se remonta
hasta el alba de los tiempos. La antigua serpiente colocada ante la mujer encinta y que acecha al niño que va a nacer para devorarlo es la del

paraíso terrestre (Ap 12,4.9). La Iglesia de Cristo existía desde entonces, representada por la primera mujer, en quien estaba depositada,
como una semilla, la promesa del Mesías (Gn 3,15). Ha llevado a Cristo en un adviento multisecular, gritando en los dolores del parto, a través
de su historia atormentada.

En la persona de Eva la promesa esta destinada a la humanidad entera. Poco a poco la promesa se concentra y se dirige a una raza, la de
Sem (Gn 9,26); a un pueblo, el de Abraham (Gn 15,4-6;22,16-18); a una tribu, la de Judá (Gn 49,10); a un clan, el de David (2S 7,14). La

promesa se precisa y el grupo se estrecha; se construye una pirámide profética en búsqueda de su cima: María.

iBenditas son por ella todas las mujeres! El sexo femenino ya no está sujeto a la maldición; porque tiene un ejemplar que supera en gloria a los

ángeles. Eva está curada. Alabamos a Sara, la tierra en que germinaron los pueblos; honramos a Rebeca, como hábil transmisora de la
bendición; admiramos a Lía, madre del progenitor según la carne; aclamamos a Débora, por haber luchado sobre las fuerzas de la naturaleza

(Jc 4,14); llamamos dichosa a Isabel, que llevó en el seno al precursor, que saltó de gozo al sentir la presencia de la gracia. Y veneramos a
María, que fue madre y sierva, y nube y tálamo, y arca del Señor... Por eso digámosle: "Bendita tú entre las mujeres", porque sólo tú curaste el
sufrimiento de Eva; sólo tú secaste las lágrimas de la que sufría; sólo tú llevaste el rescate del mundo; a ti sola se confió el tesoro de la perla
preciosa; sólo tú quedaste encinta sin placer; sólo tú diste a luz al Emmanuel, del modo como él dispuso. "Bendita tú entre las mujeres y

bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42).12

12 PROCO DE CONSTANTINOPLA, Sereno 5,3: PG 65,716-721.

Israel es una nación materna. La bendición es concedida a la descendencia de Abraham: "Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus

entrañas" (2S 7,12); "yo suscitaré a David un vástago" (Jr 23,5). Una "virgen encinta que da a luz un hijo" (Is 7,14) será el signo de la
salvación; "hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5,2). Las promesas mesiánicas se repiten, pues se hacen al "seno de la

hija de Sión". La nación llevaba, pues, oculto en ella al Cristo futuro: "No dice a tus descendientes, como si fueran muchos, sino a tu
descendencia, refiriéndose a Cristo" (Ga 3,16). La risa, que suscitó el nacimiento de Isaac (Gn 17,17), es interpretada por Juan como la
expresión de la alegría que hace estremecer a Abraham la vista de Cristo: "Vuestro padre Abraham se alegró deseando ver mi día: lo vio y se
regocijó" (Jn 8,56). En el nacimiento milagroso de Isaac, el patriarca se alegra por el nacimiento de su descendiente más ilustre.

Dios se ha declarado padre de uno de los hijos de David: "Haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus entrañas... Yo seré para él
padre y él será para mí hijo" (2S 7,12-14). La promesa concierne a Salomón y, tras él, a todo el linaje de David. Pero la tradición judía la ha
interpretado como del último y más grande hijo de David (Sal 89); la epístola a los Hebreos (1,5) la aplica directamente a Cristo Jesús. Esta
diversidad de interpretaciones posibles significa que la gloria filial del último de la estirpe refluye sobre sus antepasados, hasta Salomón. Jesús

resucitado abrió a sus discípulos la inteligencia para que comprendieran las Escrituras: todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los
profetas y en los Salmos acerca de El (Lc 24,44-45).

María pertenece a las tres fases de la historia de la salvación: al tiempo anterior a Cristo, al período de la vida terrena de Jesús y al tiempo
posterior a Cristo. Y en estas tres fases está con un significado singular y, al mismo tiempo, desempeña un papel de unión en la transición de

una fase a otra. María, Hija de Sión, une a Israel con la Iglesia de Cristo. Pero María precede a la Iglesia en cuanto que, antes de que ésta sea
constituida, Israel se hace Iglesia en la persona de la Virgen en virtud de su obediencia y de su fe. La Iglesia está en María, su célula original,
como está la planta en la semilla. Pero, al mismo tiempo, hay que afirmar que María está en la Iglesia, como uno de sus miembros. Así
aparece en Pentecostés en medio de la comunidad orante que recibe el Espíritu Santo.13

Israel era, pues, una nación materna, bendita entre todas las naciones, que
llevaba a Cristo en su seno. Mientras los paganos habían estado "sin Cristo" (Ef
2,12), el pueblo judío lo poseía. "Jesús era la sustancia de este pueblo ".14 Y María
es el lazo de la historia de Israel con la Iglesia, como madre de Cristo, a quien
introduce en la estirpe humana. Así María queda indisolublemente unida a Cristo y
asociada a El en la obra redentora, como queda ligada a la Iglesia, cuyo destino
anticipa como primer miembro que realiza la forma más perfecta de su ser, es
decir, la comunión con Cristo.15

En María se unen inseparablemente la antigua y la nueva alianza, Israel y la


Iglesia. Ella es "el pueblo
13 R. LAURENTIN, María, prototipo y modelo de la Iglesia, en Mysterium salutis, IV/2, Madrid 1975, 312-
331.
14 SAN AGUSTÍN, De civitate Dei 17,11: PL 48,575.
15 R. LAURENTIN, Compendio di mariologia, Roma 1956.

de Dios", que da "el fruto bendito" a los hombres por la potencia de la gracia
creadora de Dios. Es el Espíritu de Dios, que aleteaba en la creación sobre las
aguas del abismo, el que desciende sobre María y la cubre con su sombra,
haciendo de ella la tienda de la presencia de Dios, la tienda del Emmanuel: Dios
con nosotros.

04. ALÉGRATE, MARÍA, LLENA DE GRACIA

A) EL NOMBRE DE LA VIRGEN ERA MARÍA

El relato de Lucas de la Anunciación es, sin duda, el texto más importante sobre
María.1 En unos pocos versículos se halla expresado el contenido central de la
historia de la salvación. María, verdadera hija de Israel, recibe de un ángel el
anuncio de que ella va a ser la Madre del Mesías, hijo de David e Hijo de Dios.
Casi todos los aspectos del misterio de María están recogidos en este texto. María
viene a ser la Madre del Hijo de Dios, a quien concibe virginalmente. En vista de
su maternidad divina María ha sido colmada de gracia, "la llena-de-gracia ", como
la llama el ángel en su saludo. Y es que toda la vida de María es el fruto y eclosión
en ella de la gracia de Dios.

Lucas, -como los demás evangelistas-, hace teología al mismo tiempo que narra
hechos reales. Teología e historia no se contraponen, sino que se complementan
mutuamente. La teología es la explicación del hecho y el
1 Es incontable el número de artistas, pintores y escultores, que han representado esta escena; los Padres de la Iglesia, teólogos y autores espirituales han dejado incontables
homilías, comentarios y meditaciones sobre esta página del Evangelio.

hecho es el fundamento de la teología. El mejor historiador es el que no se


conforma con narrar escuetamente el acontecimiento, sino el que le enmarca en
las causas que lo motivan y en el significado que tiene en su entorno. Esta
relación entre teología e historia explica el recurso constante al Antiguo
Testamento para interpretar los hechos que narran. Descubrir el trasfondo
veterotestamentario de los relatos del evangelio no es negar su con-tenido
histórico, sino situarlos en su contexto, para descubrir su auténtico significado.

María no es un mito ni una vaga abstracción. Su identidad es bien precisa. Es "la


virgen, prometida a un hombre de la casa de David llamado José", que vive "en
una ciudad de Galilea, llamada Nazaret", una aldea insignificante y despreciada
(Jn 1,46), y lleva un nombre bastante común en su ambiente: Miryám. Su esposo
es conocido como el carpintero (Mt 13,55), y se sabe de él que era un hombre
"justo" (Mt 1,19), que supo aceptar y compartir con ella el misterio de Dios que
había entrado en su vida. Del relato evangélico se deduce la fe profunda de esta
mujer, que se dejó plasmar totalmente por el Señor y acompañó a su Hijo en el
camino de una existencia marcada por los designios misteriosos del Eterno. María
fue una mujer meditativa (Le 2,19.51), experta en el silencio y en la atención a la
palabra de Dios, mujer fuerte en el dolor. Como "los pobres de Yahveh", de cuya
espiritualidad se siente cercana, María celebra las maravillas del Señor y aguarda
en la esperanza su salvación. Es la "sierva del Señor " que, en la escuela de su
Hijo, entra a formar parte de la comunidad mesiánica, la Iglesia...

Esta mujer concreta, María de Nazaret, fue el lugar elegido para la llegada de Dios
en carne al mundo.

Ella es la mujer elegida por Dios para realizar el nuevo comienzo del mundo. A ella
es enviado el ángel Gabriel:

Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a
una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el
nombre de la virgen era María. Y, entrando donde ella, le dijo: Alégrate, llena de
gracia, el Señor está contigo (Lc 1,26-28).

Dios Padre responde a las esperanzas de su pueblo y envía su ángel a María, hija
de Sión. Y María, nueva hija de Sión, acoge la promesa mesiánica en nombre de
todo el pueblo. Dios vuelve a habitar en medio de su pueblo, en María, que se
convierte así en el nuevo templo de Dios, en la nueva arca de la alianza. La
elección de María, como hija de Sión, por parte del Padre de las misericordias se
basa en la extrema gratuidad del amor de Dios, que la colmó de gracia.

En el relato de la Anunciación es posible ver el esquema de la alianza, con las


palabras del mediador y la respuesta de fe del pueblo: "Nosotros haremos todo lo
que el Señor nos ha dicho".2 El mediador sería el ángel Gabriel y la respuesta de
fe la de María, que aparece como figura del Israel fiel, que acoge la nueva y
definitiva alianza. Al final, Lucas señala que "el ángel la dejó", como para llevar a
Dios la aceptación de María, como Moisés subió a referir a Dios la respuesta del
pueblo (Ex 19,8-9). También se puede ver el esquema de la vocación con su
saludo, sor-presa del destinatario, mensaje, signo y consentimiento.
2 Cfr Ex 19; Jos 1,1-18; 24,1-24...

María, de este modo, aparece como la criatura llamada por Dios, que se deja
plasmar incondicionalmente por El.

En su total libertad el Padre quiso que el Hijo naciera de una virgen. Dios está con
María y María con Dios. La plenitud de gracia es un índice de la santidad de María
virgen y de su consagración plena a Dios. La virginidad de María es signo de la
novedad del Reino, signo de pobreza, que apela a la omnipotencia de Dios y de
consagración total al servicio de Dios.

María se hace Madre de Dios, del Cristo histórico, en el fíat de la anunciación,


cuando el Espíritu Santo la cubre con su sombra... En María se manifiesta
preclaramente que Cristo no anula la creatividad de quienes le siguen. Ella,
asociada a Cristo, desarrolla todas sus capacidades humanas, hasta llegar a ser
la nueva Eva junto al nuevo Adán. María, por su cooperación libre en la nueva
alianza de Cristo, es junto a El protagonista de la historia... Su existencia entera es
una plena comunión con su Hijo. La maternidad divina la llevó a una entrega
total.3

B) ¡ALÉGRATE!

¡Alégrate! (chaire) es el eco de la invitación a la alegría que los profetas dirigen a


Sión.4 En la Anunciación
3 PUEBLA, Comunión yparticipación, Madrid 1982, n. 287,292,293.
4 Cfr. Jr 2,21-23; So 3,14; Za 9,9; Lm 4,21.

de Jesús llega a su cumplimiento la invitación de los profetas. La salvación de


Dios llega a la tierra. Es la hora del cumplimiento: "iAlégrate, hija de Sión, lanza
gritos de júbilo, hija de Israel! ¡Regocíjate y llénate de gozo con todo el corazón,
hija de Jerusalén! Yahveh ha revocado los decretos dados contra ti y ha
rechazado a tu enemigo. El rey de Israel, Yahveh, está en medio de ti. No verás ya
más el infortunio" (So 3,14-15). "Concebirás en tu seno" (Lc 1,31) corresponde a la
palabra de Sofonías: "Yahveh está entre tus muros", literalmente "dentro de ti", "en
ti" (So 3,15), como traducen los Setenta. María es la ciudad nueva de la presencia
de Dios, el arca de la presencia de Dios en medio de los pueblos.

La alegría que los profetas deseaban a la Hija de Sión llega y se propaga con
María, que concentra y personifica los deseos y las esperanzas de todo el pueblo
de Israel. Así lo entienden los Padres de la Iglesia. San Germán de
Constantinopla, por ejemplo, dice: "Alégrate, tú, la nueva Sión, la Jerusalén divina,
la ciudad santa de Dios, el gran Rey; en tus moradas se conoce al mismo
Dios".5 "Ella (María) es verdaderamente la ciudad gloriosa, ella es la Sión
espiritual".6 A partir de ahora, Dios mismo se hará presente y se dará a conocer en
la morada divina de la Hija de Sión, la ciudad santa de Jerusalén: aquí, en el seno
de María, la nueva Hija de Sión.

Con razón el Concilio Vaticano II dice: "María sobre-sale entre los humildes y
pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. En fin, con ella,
excelsa Hija de Sión, tras la larga espera de la promesa, se cumple la ple-
5 SAN GERMÁN DE CONSTANTINOPLA, In Present. SS. Deiparae 1,16: PG 98,306D.
6 IDEM, In S. Mariae Zonam: PG 98,373A.

nitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía" (LG 55). Y con tal título
llama a María repetidas veces Juan Pablo II en la Redemptoris Mater (RM 3,8...).

San Sofronio, patriarca de Jerusalén (+638), en una homilía, comenta: "¿Qué dirá
el ángel a la Virgen bienaventurada? ¿Cómo le comunicará el gran
mensaje? iAlégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo".7 Cuando se dirige a
ella, comienza por la alegría, él, que es el mensajero de la alegría. En la liturgia
bizantina, la alegría llena sus himnos y antífonas. Merece la pena citar el primer
canto del célebre himno Akátisto:

"Un ángel de primer orden fue enviado desde el cielo a decirle a


la Theotókos: ¡Alégrate! Y lleno de admiración al ver que os encarnabais, Señor, al
son de esta palabra inmaterial, estaba ante ella exclamando:

¡Alégrate, tú, por quien resplandecerá la alegría!


¡Alégrate, tú, por quien se acabará la maldición!
¡Alégrate, tú, por quien Adán se levanta de su caída!
¡Alégrate, tú, que enjugas las lágrimas de Eva!
¡Alégrate, cima inaccesible al pensamiento humano!
¡Alégrate, abismo impenetrable aun a los ojos de los ángeles!
¡Alégrate, porque tú eres el trono del gran Rey!
¡Alégrate, porque tú llevas en tu seno a aquel que sostiene todas las cosas!
¡Alégrate, Estrella mensajera del Sol!
¡Alégrate, Seno de la divina encarnación!
¡Alégrate, tú, por quien se renueva la creación!
¡Alégrate, tú, por quien yen quien es adorado el Creador!
" 8
¡Alégrate, Esposa no desposada! iVirgen! .
7 SAN SOFRONIO DE JERUSALEN, Or.II in Annunt 17: PG 87/3, 3236D. Esta larga homilía es un precioso comentario a todo el evangelio de la anunciación, que habría que citar por
entero: PG 87/3, 3217-3288. Cfr. igualmente, las homilías marianas de SAN ANDRÉS DE CRETA: PG 97,805ss.
8 Este himno griego, compuesto en honor de la Madre de Dios, se atribuye a Romano el Melode (s.VI-VII), el gran cantor de la Iglesia griega; su nombre aká tisto, "no sentado",
indica que se cantaba en pie: PG 92, 1335-1348. Cfr. E. TONIOLO, Akáthistos, NDM, p.64-74.

La alegría, a la que invita el ángel a María, resuena en todo el evangelio de la


infancia según Lucas. La resonancia de esta alegría se percibe en el fíat de María
y, más claramente, en la visita de María a Isabel: "Pues así que sonó la voz de tu
salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1,44). Y es también
un pregón de alegría el que se escucha en el mensaje de los ángeles a los
pastores: "No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para
todo el pueblo" (Lc 2,10).

El júbilo mesiánico al que la "Hija de Sión" fue tantas veces invitada por los
profetas invade el corazón de María. ¡Alégrate!, dice el ángel, y estalla la alegría
del Espíritu Santo, que es la alegría de Dios en su paternidad respecto al Hijo. En
María brota un sentimiento poderoso y se despliega en el canto: "Mi alma glorifica
al Señor y mi espíritu se regocija en Dios, mi salvador, porque se ha fija-do en la
pequeñez de su sierva" (Lc 1,46-48).

C) LA LLENA DE GRACIA

En el saludo, el ángel no llama a María por su nombre, sino que la llama


simplemente "llena de gracia" (kecharitomene). La gracia es la identificación plena
de María. Es la gracia de Dios la que hace que María sea María, la elegida para
Madre del Mesías. "Alégrate, tú que has sido colmada de gracia". Llamada por
Dios a ser la Madre del Mesías, María ha encontrado gracia a los ojos de Dios,
como ella misma canta en el Magnificat: "Ha puesto sus ojos sobre la pequeñez
de su sierva". María es la Hija de Sión con la que Yahveh celebra sus desposprios
porque la ha visto "con complacencia" (Is 62,4-5), y, como la "virgen Israel ", se
alegra porque Yahveh "conserva su amor" sobre ella (Jr 31,3-4).

Llena de gracia es un título único. Efectivamente en María derramó el Padre la


plenitud de su gracia y de su amor, con vistas a su vocación de madre del Mesías.
Por eso María fue colmada de gracia a priori, por su predestinación a la
maternidad divina. María es, pues, la proclamación viviente de que el comienzo de
toda relación con Dios es la gracia de Dios, que se inclina sobre la criatura. La
gracia es el lugar del encuentro entre Dios y el hombre. Dios es presentado en la
Escritura como "rico", lleno "de gracia" (Ex 34,6). Pero Dios es "rico de gracia" en
forma activa, como quien llena de gracia. María es "llena de gracia" como quien es
colmada de gracia. Y entre Dios y María está Jesucristo, el mediador, que es
"lleno de gracia" (Jn 1,14) en ambos sentidos: como Dios El llena de gracia a la
Iglesia y, en cuanto hombre, es colmado de gracia por el Padre; más aún, "crece
en gracia" (Lc 2,52). San Pablo exclama: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones
espirituales, en los cielos, en Cristo, el amado" (Ef 1,3.5). En la Redemptoris
Mater, Juan Pablo II comenta ampliamente este texto:

En el misterio de Cristo María está presente ya "antes de la creación del mundo"


como aquella que el Padre "ha elegido" como Madre de su Hijo en la Encarnación,
y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de
santidad... Si esta elección es funda-mental para el cumplimiento de los designios
salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la
destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la
elección de María es del todo excepcional y única (RM 8-10).

Pablo (Ga 3) y Juan nos revelan el tránsito del Antiguo al Nuevo Testamento en su
raíz más profunda: "De su plenitud hemos recibido gracia por gracia. Porque la ley
fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por
Jesucristo" (Jn 1,16-17). Los padres de Juan "eran justos porque guardaban
irreprochable-mente la ley del Señor" (Lc 1,6); María, en cambio, es la llena de
gracia, más allá de la justificación de la ley, por la elección libre y gratuita de Dios.
María es la plenamente agraciada, colmada de la gracia de su Hijo Jesucristo.

De la gracia de Dios, María es un icono para todos nosotros. De María se puede


decir lo que vale para todos nosotros, ¿qué había hecho María para merecer el
privilegio de dar al Verbo su humanidad? ¿Qué había creído, pedido, esperado u
ofrecido para venir al mundo santa e inmaculada? Busca, dirá San Agustín, el
mérito, la justicia, busca lo que quieras y verás que en ella, al comienzo, no
encuentras más que la gracia. María puede hacer suyas las palabras de San
Pablo: "Por gracia soy lo que soy" (1Co 15,10).

La gracia es el favor de Dios, que "hace gracia a quien quiere hacer gracia y tener
misericordia de quien quiere tener misericordia" (Ex 33,19). Se trata de un don
total-mente gratuito de parte de Dios "rico de gracia y fidelidad, que mantiene su
palabra por mil generaciones" (Ex 33,12). Así es como María ha hallado gracia a
los ojos de Dios.

Este saludo del ángel a María como "la-llena-degracia" prepara el primer anuncio:

No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Y he aquí que
concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El
será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David,
su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin (Lc
1,30-33).

El hijo recibirá el trono de David, su padre, es decir, será el heredero de David, el


hijo de David por excelencia, el Mesías. El hijo que María concebirá en su seno y
dará a luz será "Hijo del Altísimo" y Mesías.

D) EL SEÑOR ESTÁ CONTIGO

La segunda parte del saludo del ángel: "El Señor está contigo", es una fórmula que
encontramos frecuente-mente en el Antiguo Testamento. Se usa siempre que el
hombre recibe una misión que supera su capacidad humana, como en el caso de
Moisés (Ex 3,12), Josué (Jos 1,9), o Gedeón (Jc 6,12). A David le dice igualmente:
"He estado contigo en todas tus empresas" (2S 7,9). Con dicha fórmula se
promete la asistencia de Dios para el cumplimiento de la misión encomendada. La
afirmación del ángel, - "El Señor está contigo"-, sitúa a María en el hilo conductor
de la alianza pactada por Dios con su pueblo. En María se reanuda la alianza
sellada con Abraham, con Moisés y con David.

"El Señor está contigo" o "Yo estoy contigo" se repite en la Escritura siempre que
Dios confía una misión especial en favor del pueblo. Tras la muerte de Abraham
se le garantiza esta presencia del Señor a Isaac (Gn 26,23), a Jacob (Gn 28,15).
Es lo que escucha Moisés cuando Dios lo envía a liberar al pueblo de la esclavitud
de Egipto; lo que escucha Gedeón en situación parecida (Jc 6,12.16). Saúl saluda
con estas palabras a David en el momento del combate singular contra Goliat,
donde peligra la existencia misma del pueblo (1S 17,37). Cuando David
encomienda a Salomón y a los jefes de Israel la construcción del templo les repite
este mismo saludo (lCro 22,18-19). Es la bendición que da Ozías a Judit cuando
ésta parte para cumplir su misión salvadora: "Ve en paz, el Señor esté
contigo" (Jdt 8,35). Con estas mismas palabras es confortado el joven Jeremías
para su misión (Jr 1,8). De la misma forma se siente alentado el "resto de Israel" al
regresar a Jerusalén para reconstruirla (2Cro 36,23). Y el mismo Jesucristo alienta
a sus discípulos a la misión de anunciar el evangelio a todas las naciones,
diciéndoles: "Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo " (Mt 28,20). Así el
anuncio "el Señor está contigo, no temas" está dirigido a la pequeñez de María
como invitación a participar en el plan divino de salvación por su Hijo Jesucristo.

Todos los elegidos por Dios han experimentado su impotencia ante la misión que
se les encomendaba. Al anunciarle a Moisés su misión, dijo: "¿Quién soy yo para
presentarme ante el Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?". Y Dios le
contestó: "Yo estaré contigo" (Ex 3,11-12). Lo mismo acontece con Gedeón. Al
aparecérsele el ángel, empieza por decirle: "Yahveh está contigo, valiente
guerrero". Con ello se anticipa a la objeción de Gedeón, que, con todo, alega la
debilidad de su familia y su propia pequeñez para salvar a Israel de Madián:
"Pero, Señor, ¿con qué liberaré a Israel?". La respuesta es siempre la misma:
"Puesto que estaré contigo, derrotarás a Madián como a un solo hombre " (Jc 6,11-
16).

¿Puede decirse lo mismo del saludo del ángel a María? ¿Es la maternidad, para
una mujer, una misión que supera su capacidad? Más bien es la vocación
ordinaria de la mujer. Pero lo que una mujer no puede hacer es dar a luz un hijo
sin la intervención del varón, es decir, virginalmente. Este segundo miembro del
saludo del ángel prepara la segunda parte del anuncio del ángel: "El Espíritu
Santo vendrá sobre ti". La virtud del Altísimo cubrirá a María para que ella pueda
concebir y dar a luz virginalmente a aquel que "será llamado Hijode Dios". Para
que esto pueda realizarse es absoluta-mente indispensable que "el Señor esté
con ella".
Por ello hay que decir que con María Dios no sólo ha usado gracia, dándola un
don gratuito, sino que se ha dado El mismo en su Hijo: "El Señor está contigo".
María es "la llena de gracia porque está llena de la Gracia". 9 Esta gracia, la
presencia de Dios en ella, hace de María la "Inmaculada", como la llama la Iglesia
latina, o la "Toda santa" (Panagía) como la llama la Iglesia ortodoxa. La primera
subraya el elemento negativo de la gracia de María, que consiste en la ausencia
de todo pecado, incluso del pecado original; y la segunda pone de relieve el
aspecto positivo, es decir, el esplendor de la santidad de Dios reflejado
plenamente en María. María es la Iglesia naciente, según el designio de Dios,
"toda gloriosa, sin mancha ni arruga o algo semejante, sino santa e inmaculada"
(Ef 5,27).

La Iglesia es librada, purificada, de toda mancha; María es preservada de toda


mancha. La una tiene arrugas que serán un día quitadas; la otra, por gracia de
Dios, no pasó por ellas. Pero María, la llena de gracia, muestra a la Iglesia, a cada
uno de nosotros, que al comienzo de todo está la gracia, la elección gratuita de
Dios, que en Cristo se ha acercado a nosotros y se nos ha dado por puro amor.

A la Iglesia, los mensajeros de Dios se dirigen siempre con el mismo saludo del
ángel a María: "Gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor
Jesucristo. Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios
que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en El habéis sido enriquecidos en
todo..., pues ya no os falta ningún don de gracia" (1Co 1,1-6). Pablo no se cansa
de anunciar a los
9
C. PEGUY, Le mystére des Saints Innocents, Milan 1979,p.123.

creyentes la gracia de Dios. Lo considera como la misión que le ha sido


encomendada por Cristo: "dar testimonio del mensaje de la gracia de Dios " (Hch
20,24). El "Evangelio es la proclamación de la gracia de Dios" (Hch 14,3;20,32). Es
su misma experiencia: "Por medio de Cristo hemos obtenido, median-te la fe, el
acceso a esta gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la esperanza de
la gloria de Dios" (Rm 5,2).

La gracia es el principio de la gloria. La gracia hace que comience en nosotros la


vida eterna, nos hace gustar ya en esta vida la presencia de Dios, como primicia.
"Quien tiene la primicia del Espíritu y posee la esperanza de la resurrección tiene
ya presente lo que espera".10 La gracia es la presencia de Dios. Las dos
expresiones: "llena de gracia" y "el Señor está contigo" van unidas, una detrás de
la otra. Esta presencia de Dios se realiza en la Iglesia en Cristo, el Emmanuel,
Dios con nosotros. "Cristo en nosotros es la esperanza de la gloria " (Col 1,27).
Como testimonia Sor Isabel de la Trinidad: "Yo he encontrado el cielo sobre la
tierra porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día que he entendido esto
se me ha iluminado todo y quisiera comunicar este secreto a cuantos amo".11
Como María, como Pablo, cada creyente puede decir: "Por la gracia de Dios soy
lo que soy". La salvación, en su raíz, es gracia y no resultado del deseo o esfuerzo
humano: "Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene
de vosotros, sino que es don de Dios " (Ef 2,8). Y toda la vida cristiana es gracia
antes que ley; más aún, la gracia es la ley nueva del cristiano, ley del Espíritu.
Este es el distintivo cristiano
10 CIRILO DE ALEJANDRÍA, Comentario a 2Cor 5,5: PG 74,942.
11 SOR ISABEL DE LA TRINIDAD, Cartas 107, Roma 1967, p.204.

en relación con toda otra religión o ética humana. En el cristianismo existe la


gracia, porque hay una fuente de la gracia: la muerte redentora de Cristo.

En la cultura tecnológica actual ha desaparecido hasta la noción de gracia de


Dios. La mentalidad moderna se funda en el pelagianismo más radical. María,
imagen de la Iglesia, nos invita a proclamar que en la vida cristiana todo es gracia,
don de Dios. A cada cristiano es dirigido el anuncio del ángel a María: ¡Alégrate,
llena de gracia! Y si nos sorprende este anuncio, el ángel también a nosotros nos
dice: ¡No temas, porque has hallado gracia delante de Dios! Este hallar gracia a
los ojos de Dios es la fuente de nuestra alegría. 12 La gracia es la que engendra la
alegría y, una vez experimentada, nos lleva, en medio de las tribulaciones,
a "buscar la alegría en el Señor" (Sal 37,4), pues sólo en El se halla la alegría
verdadera y plena. Y el Señor, que es "gracia y fidelidad" (Ex 34,6), no nos
defrauda. En medio de nuestras debilidades Él siempre nos repetirá: "Te basta mi
gracia" (2Co 12,9). Y, como la gracia de Dios provoca nuestra acción de gracias, le
res-ponderemos: "Tu gracia vale más que la vida" (Sal 63,4).

E) LA PLENAMENTE REDIMIDA

En María, la primera redimida, la plenamente redimida, resplandece la maravillosa


gratuidad del amor de Dios. María nos sitúa ante el designio y la ini-
12 En griego charis (gracia) y chara (alegría) casi se confunden.

ciativa del Padre, que la elige como Madre de su Hijo. Nos sitúa ante el Hijo, que
en su amor gratuito se hace carne para rescatarnos del señor de la muerte. Y nos
sitúa ante el Espíritu Santo, que realiza el designio del Padre en su seno,
engendrando al Redentor, sin la colaboración "de varón".

En María aparece todo el misterio cristiano como realización del designio salvífico
del Padre, que se realiza en la historia de los hombres mediante las misiones del
Hijo y del Espíritu Santo. El capítulo dedicado a la Virgen en la LG se abre y se
cierra con una referencia trinitaria (n.52 y 69). María se sitúa en el punto final de la
antigua alianza y en el punto de partida del misterio de salvación, realizado en
Cristo.
La gracia de Dios, que hace de María la Iglesia santa e inmaculada, es "gracia de
Cristo". Es la "gracia de Dios dada en Cristo Jesús" (1Co 1,4). Se trata de la gracia
redentora de Cristo. Su gracia es gracia de la nueva alianza. María -según la
definición dogmática de la Inmaculada concepción- "ha sido preservada del
pecado en previsión de los méritos de Jesucristo Salvador".13 En este sentido,
María, como es madre virgen, es también hija de su Hijo, como la llama Dante:
"Virgen Madre, hija de tu Hijo".14 Y, antes, San Pedro Crisólogo, en una homilía,
dice a María: "Virgen, tu Creador es concebido de ti, de ti nace la fuente de tu ser;
quien trajo la luz al mundo de ti viene a la luz en el mundo".

La encarnación del Hijo de Dios en el seno de María es la aurora de la nueva


alianza. Tomando nuestra
13 Denz. n.2803.
14 DANTE, Paraiso XXXIII,1.

carne y nuestra sangre de una de nuestras "hermanas", Dios realiza una nueva e
inaudita forma de "estar con nosotros", "en medio de nosotros". La comunión de
Dios con el hombre, su alianza, alcanza la expresión plena.

Y lo primero que suscita la gracia de Dios es la acción de gracias: "Continuamente


doy gracias a Dios por vosotros a causa de la gracia de Dios " (1Co 1,4). Este dar
gracias a Dios no es devolverle el favor, sino que significa reconocer la gracia,
aceptar la gratuidad; "no querer salvarse uno a sí mismo y pagar a Dios" (Sal
49,8). Dar gracias significa aceptarse en la propia indigencia y dependencia de
Dios: reconocer que todo es obra de Dios. Es lo que expresa María en
el Magnificat: "Mi alma glorifica al Señor..., porque grandes cosas ha hecho en mí
el Omnipotente". Es la alabanza, la exultación, proclamando las maravillas del
Señor. María no se atribuye a sí ningún mérito; proclama que ha hallado gracia a
los ojos de Dios, que se ha inclinado hacia su pequeñez.

El tiempo litúrgico, que se asigna a María, es fundamentalmente el adviento. En


María se hace espera gozosa y cierta el nacimiento inminente del Hijo, al
comienzo del Evangelio. Y María está también presente, al comienzo de los
Hechos de los Apóstoles, en la espera gozosa del nacimiento de la Iglesia con el
descenso del Espíritu Santo. Y con María, asunta al cielo, esperamos la vuelta
gloriosa del Señor y nuestro triunfo con El.

En la liturgia bizantina se proclama en todas las fiestas marianas -excepto la de la


Presentación de María en el templo- el texto de la visión nocturna de Jacob de la
escala que une el cielo y la tierra. La elección de María es vista en relación con la
elección de Israel. En María se cumplen las promesas hechas a Jacob. María es
el punto culminan-te de la misión de Israel en cuanto pueblo elegido. A través de
María Dios ha bajado a la tierra, poniendo su tienda entre nosotros. Con su
maternidad divina, María entra en el designio salvador de Dios, convirtiéndose en
la escala a través de la que Dios desciende a la tierra. Así en el himno Akátisto se
saluda a María con estas palabras: "Alégrate, escala celeste vista por Jacob ". El
texto subraya la presencia de Dios en el lugar de la teofanía: "Este lugar no es
sino la casa de Dios y la puerta del cielo " (Gn 28,17). María, Madre de Cristo, es el
lugar de la presencia divina, casa de Dios y puerta del cielo. Por María Dios
desciende a la tierra.15
15 La liturgia bizantina es la más intensamente mariana de todas las liturgias cristianas por su rica
teología y por su dulce sentimiento de devoción y afecto a María. Una imagen aparentemente poética
como la de la "escala de Jacob" aplicada a María, la liturgia la da un sentido tipológico pleno,
insertándola en el contexto de la historia de la salvación. Cfr. A. KNIAZEFF, La madre di Dio nella Chiesa
ortodossa, Milán 1993.

F) ZARZA ARDIENTE

La liturgia mariana, a veces, saca el texto bíblico de su contexto original y lo aplica


a la Virgen como imagen o alegoría de una verdad de fe. En este caso no se trata
de dar fundamento bíblico a dicha verdad, sino de dar una expresión bíblica y
poética a esa verdad. Otras veces no se trata sólo de un uso alegórico, sino de un
uso tipológico de un acontecimiento del Antiguo Testamento, que halla su
cumplimiento en el misterio de Cristo, al que está unida la Virgen, su Madre, que
ocupa un lugar único en el designio de Dios. La antigua y la nueva alianza forman
una unidad en el plan de Dios. De este modo en el Evangelio, en la Liturgia y en la
Tradición de la Iglesia, ciertos textos del Antiguo Testamento hallan su "sentido
pleno" en María.

El Exodo es un memorial de la intervención salvadora de Dios. Cada vez que se


proclama se hace presente esa fuerza salvadora de Dios. "Cada generación debe
considerarse como si ella misma hubiera salido de Egipto", dice el tratado del
Talmud sobre la Pascua. Por eso el Exodo es una revelación de Dios que actúa
dentro de la historia. La confesión de fe de Israel proclama constante-mente:
"Yahveh que nos ha hecho salir de Egipto". Este acontecimiento fundamental de la
historia y de la fe de Israel es vivido, anticipadamente por Moisés, el primer
peregrino "al monte de Dios, el Horeb", donde Dios le revela su nombre en la
teofanía de la zarza ardiente "que ardía, pero no se consumaba" (Ex 3,lss).

El fuego en las teofanías es el símbolo de la cercanía y de la trascendencia divina.


La llama está fuera de nosotros y, como la luz, no puede ser aferrada; es algo que
nos transciende. Y, sin embargo, nos traspasa con su calor y con su esplendor;
nos envuelve y nos penetra con su presencia. "En María, el Espíritu
Santo manifiesta al Hijo del Padre hecho Hijo de la Virgen. Ella es la zarza
ardiente de la teofanía definitiva: llena del Espíritu Santo, presenta al Verbo en la
humildad de su carne dándolo a conocer a los pobres (Lc 2,15-19) y a las
primicias de las naciones" (CEC 724).
Desde este simbolismo, los Padres y la liturgia han llamado a María "Zarza
ardiente". La zarza que arde y no se consuma es aplicada como signo de la
virginidad y de la maternidad divina. Un texto litúrgico, dirigiéndose a María,
proclama: "En la zarza que Moisés vio que no se consumaba nosotros
reconocemos tu virginidad permanente". Y, de los innumerables textos patrísticos,
podemos citar a San Gregorio de Nisa, el gran Capadocio del siglo IV:

Lo que era figurado en la llama y en la zarza fue abiertamente manifestado en el


misterio de la Virgen. Como sobre el monte la zarza ardía y no se consumaba, así
la Virgen dio a luz pero no se corrompió. Y no te parezca inconveniente la
semejanza con la zarza, que prefigura el cuerpo de la Virgen, que ha dado a luz a
Dios.

Ya antes de que el concilio de Éfeso proclamara a María como Theotókos, Madre


de Dios, Proclo, en una homilía dará a María este título, revistiéndolo con multitud
de imágenes bíblicas, entre otras la de la zarza ardiente:

El motivo de nuestra reunión de hoy es la santa Virgen María Theotókos, tesoro


inmaculado de virginidad, paraíso espiritual del segundo Adán, oficina en la que se
ha llevado a cabo la unión de las dos naturalezas en Cristo, mercado del salvífico
intercambio, tálamo en el que el Verbo ha desposado la carne, zarza viva que no
fue consumada por el fuego del parto divino, verdadera nube ligera que dio a luz a
Aquel que, con su cuerpo, está por encima de los querubines, vellón regado con el
rocío celestial.

En uno de los himnos marianos de la Iglesia etiópica, se canta a María: "Tú eres la
zarza vista por Moisés en medio de llamas y que no se consumaba, la que es el
Hijo del Señor. El vino y habitó en tus entrañas y el fuego de su divinidad no
consumió tu carne". Y en la Iglesia bizantina, en el Ottoico se dice:

La sombra de la ley desapareció cuando apareció la gracia. En efecto, como la


zarza ardiente no se consumaba, así tú engendraste siendo Virgen y
permaneciste Virgen. En lugar de la columna de fuego, se ha alzado el Sol de
justicia; en lugar de Moisés, Jesús, salvador de nuestras almas.

En este mismo sentido el Ottoico aplica a María otros hechos milagrosos del
Antiguo Testamento:

Ya antiguamente el Mar Rojo ofreció una imagen de lo que aconteció a la Virgen


María. Allí fue Moisés quien dividió las aguas; aquí fue encomendada a Gabriel la
misión de intermediario del prodigio. Entonces Israel atravesó el abismo a pie
enjuto; ahora la Virgen engendra a Cristo sin semen humano. Después del paso
de Israel el mar permaneció intransitable; la Inmaculada, después del nacimiento
del Emmanuel, permaneció sin mancha. Oh Theotókos, te sabemos Madre por
encima de las leyes naturales. Tú has permanecido Virgen de modo inefable e
incomprensible. La lengua no puede expresar la maravilla de tu parto. En efecto tú
has concebido en forma gloriosa e insondable es el modo como aconteció el parto.
Allí donde Dios quiere, el orden natural es superado.

Como el cuerpo glorioso de Cristo resucitado participa de la gloria del mundo


futuro, y nosotros estamos llamados a "ser semejantes a El, pues le veremos
como es" (1Jn 3,2), la himnografía aplica a la virginidad de María en el parto la
analogía de la gloria de la resurrección: "Dejando intactos los sellos, oh Cristo,
saliste del sepulcro, tú que en el nacimiento has dejado intacto el seno de la
Virgen y nos has abierto las puertas del paraíso". 16 "Cuando te has encarnado has
dejado intacto el seno de la Virgen y tampoco has roto los sellos de la tumba, Rey
de la creación".17
16 lo Tropario, oda 6a del canon de San Juan Damasceno.
17 0
2 theotokion de Teofanes.

05. CONCEBIRÁS Y DARÁS A LUZ UN HIJO

A) LA VIRGEN-MADRE

La virginidad y maternidad están indisolublemente unidas, iluminándose


mutuamente tanto en María como en la Iglesia. Tanto María como la Iglesia están
virginalmente orientadas a unirse totalmente con Cristo en el Espíritu Santo, sin
dejarse seducir por los ídolos o seducciones ideológicas del mundo. Por ello,
ambas son fecundas, engendrando vida para el mundo. María es la puerta
celestial por la que entró Dios visiblemente en este mundo. Ahí se manifiesta el
título de Virgen Madre. En efecto, para engendrar a Dios en la carne, tenía que ser
virgen, es decir, desposada con Dios; y como engendró a Dios en la carne, fue
madre.

¡Cosa admirable! La Virgen se hace Madre y permanece virgen. Observa de


nuevo el orden de la naturaleza. Entre las otras mujeres, si una es virgen no es
madre. Y cuando se hace madre, ya no tiene la virginidad. En este caso, ambos
atributos concurren en la misma persona. Porque ella misma es madre y virgen. Ni
la virginidad impidió el parto, ni el parto disolvió la virginidad.1

En virtud de la gracia de Dios, de la que está llena, María fue preparada para su
misión: ser la Virgen-Madre del Hijo de Dios. En su espíritu llevaba grabada la
vocación a la virginidad y a la maternidad. Este es el fruto de la gracia de Dios,
que ha modelado a María, infundiendo en ella el deseo de virginidad, para hacerla
madre de su Hijo. Y la misma gracia le da esa gozosa aceptación de los designios
de Dios: "Hágase en mí según has dicho".2 El fíat expresa la alegría del abandono
total al querer de Dios.
María, desposada con José, aspira existencialmente a la virginidad y a la
maternidad. Lo que no sabe es cómo se pueden compaginar las dos cosas. Dios
ha concedido muchas veces un hijo a mujeres estériles. Pero su situación es
única, sin precedentes. ¿Cómo será lo que se le anuncia? Es lo que pregunta al
ángel y lo que éste le aclara: será una maternidad virginal, sin intervención de
varón: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra. Por lo cual, el que nacerá será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35).

"Pues yo no conozco varón", dice María, es decir "soy virgen", como traduce
Cayetano y otros comentaristas antiguos. ¿Cómo hay que interpretar estas
palabras de María? Ciertamente sería un anacronismo en este momento de la
historia de la salvación hablar de un propósito, y más aún de voto, de permanecer
virgen.
1 S. GREGORIO NISENO, Hom. in natalem Domini: PG 46,1136.
2 Lucas, para expresar el fiat de María emplea el optativo genoito, que expresa "un gozoso deseo" de que no tiene nada de resignación u obligada sumisión.

Pero sí expresa una orientación, una inclinación profunda a vivir virginalmente, un


deseo de virginidad, que María experimenta y vive existencialmente, aunque no
haya tomado forma de resolución, pues ha aceptado los desposorios con José,
siguiendo las costumbres de su tiempo y de su ambiente. Pero la aspiración de su
alma se orienta en otra dirección. Esta paradoja interior recibe una solución
maravillosa en el momento en que el ángel le anuncia que ella será madre del
Mesías, del Hijo de Dios, de una manera virginal. Por obra del Espíritu Santo,
virginidad y maternidad irán unidas en María por caminos llenos de misterio.

Esta es la interpretación de Santo Tomás, que habla "del deseo de


virginidad".3 Con fina intuición lo ha expresado Romano Guardini en este texto que
sintetizo: "María ha concluido sus esponsales y no ha podido vivirlos más que
como el inicio de un camino que habría de conducirla al matrimonio en el pleno
sentido de la palabra. Sin embargo, no podía comprenderse a sí misma en una
situación semejante, porque a ello se oponía la orientación más profunda de su
vida. Si se le hubiera preguntado qué sesgo debían tomar las cosas, hubiera
respondido que no lo sabía. María no tiene a mano más que las nociones de
matrimonio y de maternidad. De aquí que María se ha desposado o, más bien, ha
aceptado los desposorios que le ha propuesto su tutor, pero, al mismo tiempo,
abriga la convicción íntima de que los acontecimientos seguirán un curso
diferente... En este estado, María vive para Dios, llena de confianza, perseverando
en presencia de lo incomprensible, dejándolo todo en manos de Dios. Y cuando al
fm el ángel le transmite el men-
3
SANTO TOMAS, Sum.Theol. III,q.28 a.4.

saje de que ha ser Madre por obra y gracia del Espíritu Santo, su alma profunda
dirá: iDe modo que era esto!".4
San Bernardo termina su comentario de la Anunciación, dirigiéndose a María con
transido lirismo:

Has oído, Virgen, el hecho; ya has oído también el modo. Las dos cosas son
maravillosas, las dos son jubilosas. Alégrate, hija de Sión; grita exultante, hija de
Jerusalén (Za 9,9). Ya que a tus oídos se les anunció el gozo y la alegría,
escuchemos también nosotros de tu boca la gozosa respuesta que anhelamos,
para que se alegren los huesos quebrantados (Is 51,10)... El ángel está
aguardando la respuesta. Señora, también nosotros esperamos esa palabra tuya.
Responde ya, oh Virgen, que nos urge... Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe,
los labios al consentimiento y las entrañas al Creador. Mira que está a la puerta
llamando el deseado de todos los pueblos (Ap 3,20). iAh, si por retrasarte pasa de
largo! Después tendrás que volver angustiada a buscar de nuevo al amor de tu
alma (Ct 5,6). ¡Levántate, corre, abre! Levántate por la fe, corre con la devoción,
abre con el consentimiento.5

El mensaje del ángel a María, además del anuncio déla concepción virginal,
anuncia también el nacimiento virginal de Jesús, según numerosos testimonios de
la tradición patrística. San Cirilo de Jerusalén, comentando Lc 1,35, dice: "Su
nacimiento fue puro, inmaculado; porque
4 R. GUARDINI, La Madre del Señor, Madrid 1960,p. 39-43.
5 SAN BERNARDO, De Laudibus Virginis Matris IV,,8: PL 183,83-84.allí donde alienta el Espíritu Santo queda suprimida toda mancha. El nacimiento carnal del Hijo único de la
Virgen fue, pues, un nacimiento sin mácula".6

En virtud de la concepción virginal y del parto virginal el niño será llamado "Hijo de
Dios". Tanto la concepción virginal como el nacimiento son obra del Espíritu Santo:
forman un todo. La diferencia está en que la concepción virginal tuvo
lugar secretamente, en el seno de María, mientras que el nacimiento, como signo
de aquella, fue exterior, sin lesión corporal para la madre y, por consiguiente, sin
pérdida de sangre ("no de la sangre", dirá Juan). A la luz de estos dos signos se
revela la filiación divina de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios, porque no es José,
sino Dios mismo su Padre: de ello es signo el nacimiento virginal. 7 Romano el
Melode pone en labios de María estas palabras dirigidas a su Hijo:

Tú eres mi fruto, tú eres mi vida. Por ti he sabido quién soy y que tú eres mi Dios.
Por el sello inviolado de mi virginidad, yo puedo proclamar que tú eres el Verbo
inmutable hecho carne.8

B) LA MADRE DE JESÚS

La virginidad de María es la explicitación del dato cristológico de que Jesús


reconoce como padre únicamen-
6 SAN CIRILO DE JERUSALEN, Cat. XII, 32: PG 33,765A.
7 Cfr. el análisis detallado de I. DE LA POTTERIE, María en el misterio de la alianza, Madrid 1993.
8 ROMANO EL MELODE, Homilía de Navidad, II,1. Sobre la virginidad de María: CEC 496-511.

te al Padre celeste. Cuando, a los doce años, María le diga: "Mira tu padre y yo,
angustiados, te buscábamos", Él le responderá: "¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?" (Lc 2,48-49). Un
hombre no puede tener dos padres, dice con concisión Tertuliano.9 Por
consiguiente, para ser la madre del Hijo de Dios, que no puede tener ningún otro
padre más que Dios, María debe ser virgen, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo.

El evangelio de Juan es muy diferente de los sinópticos. Juan nos ofrece una
visión teológica y espiritual de la vida de Jesús, el Verbo hecho carne. El misterio
de la Encarnación es el corazón del cuarto evangelio, aunque no contenga ningún
relato de la infancia de Jesús. Un hecho llamativo es que Juan nunca nombra a
María por su nombre. Si no tuviéramos los otros evangelios, ni siquiera
conoceríamos el nombre de "la madre de Jesús ", como la designa Juan.10 Juan
presenta a ciertas personas como "tipos" o símbolos y entonces el nombre de
esas personas es secundario. Dos ejemplos típicos son el de "la madre de
Jesús" y el del "discípulo que Jesús amaba". En el evangelio de Juan, todo lo que
Jesús dice y hace viene a ser "signo" y "símbolo " de otra realidad misteriosa que
sólo se percibe con los ojos de la fe. Esto no quiere decir que los episodios que se
narran no hayan ocurrido, sino que son tan reales que para quien los mire y
contemple con los ojos de la fe le revelan el misterio oculto en ellos.

Con relación a María, Juan concentra toda su atención en la función que ella
cumple en relación a Jesús: es la madre de Aquel que es el Hijo de Dios, la madre
del Verbo
9 TERTULIANO, Adv.Marc. 4,10.
10 Cfr. Jn 2,1.3.5.12;6,41;19,25.

encarnado. La Encarnación consiste en que el Hijo de Dios se hace hombre,


asumiendo un cuerpo humano, nacido de mujer, "la madre de Jesús". Siendo
Jesús la figura central del evangelio, Juan nunca dice que "sea el Hijo de
María", poniendo el acento sobre la persona de la madre. Para Juan, la madre
importa en relación al Hijo. Ella es "la madre de Jesús".

En cambio, por dos veces, Juan usa la fórmula "el hijo de José " (1,45; 6,42). Pero,
en ambos casos, lo hace para describir la convicción de otros y no la suya propia.
Juan conoce perfectamente la concepción virginal de María y le atribuye un valor
fundamental en el contexto concreto del misterio de la Encarnación del Verbo
(1,12-13). Son los habitantes de Galilea quienes murmuran porque Jesús ha dicho
que "ha bajado del cielo". Ellos no pueden admitirlo y dicen: "¿No es éste Jesús, el
hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos?" (6,42). Pero al final de la
perícopa, Juan invierte totalmente la situación: "Sólo el que viene de parte de
Dios, ése ha visto al Padre" (6,46). Juan, partiendo de la opinión de los hombres,
pasa a afirmar la filiación divina de Jesús: El viene de Dios, ha visto al Padre, tiene
a Dios por Padre. Es el camino desde la incredulidad de los judíos en el misterio
de la Encarnación y de la filiación divina de Jesús a la verdadera fe en la
revelación del Padre y del "Unigénito que viene del Padre" (1,14). Todo hombre
que recorre este camino tiene "vida eterna" (6,47). Juan, pues, cita la opinión de
las gentes únicamente para responder: Jesús no es el hijo de José. ¿Por qué?
Porque Jesucristo es "el Hijo del Padre" (2Jn 3;Jn 5,18).

De aquí que en Juan la maternidad de María se vea, igualmente, en la perspectiva


de la Iglesia, porque su maternidad y su virginidad se prolongarán en la
maternidad virginal de la Iglesia con relación a los creyentes. Es decir, lo que le
interesa a Juan es el papel que María ha desempeñado en la historia de la
salvación, en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia.

Para Juan, el hombre concreto Jesús es el templo de la presencia de Dios. En


Jesús, Dios está presente en medio de nosotros. El es el Hijo de Dios. La unidad
entre el Hijo de Dios, que viene del Padre, y el hombre Jesús, que ha aparecido
en medio de nosotros, es lo que Juan quiere mostrar en todo su evangelio: "El
Verbo se hizo carne" (1,14; Cfr. lJn 1,2). Pero, ¿se interesa de la concepción
virginal o no dice nada de ella? En el prólogo, Juan dice:

Mas a cuantos le recibieron, les dio poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos
que creen en su nombre; el cual no de las sangres, ni de la voluntad de la carne,
ni de la voluntad del hombre, sino de Dios fue engendrado (Jn 1,12-13).11
11 Esta traducción en singular del v. 13 es la de la Biblia de Jerusalén, aunque casi todas las
traducciones lo leen en plural, refiriéndose al nacimiento espiritual de los cristianos. Para la
justificación del singular, ver I. DE LA POTTERIE, o.c., p.128-158, con la bibliografía correspondiente.

Las citas patrísticas del siglo II, del v.13, traen todas el singular. Los manuscritos de la Biblia, que son
posteriores, traen, en cambio, el plural. La forma plural aparece, por primera vez en Alejandría, en el
contexto de la polémica contra los gnósticos. Tertuliano acusa a los valentinianos de haber introducido
fraudulentamente el plural "para apoyar sobre un texto de Juan la existencia de sus elegidos-
espirituales": "¿Qué significa, pues, el cual no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la
voluntad del hombre, sino de Dios ha nacido?" Es éste el giro que yo empleo con preferencia, y quiero
acorralar a sus falsificadores. Pretenden ellos, en efecto, que se ha escrito así: "los cuales no de la
sangre, ni de la voluntad de la carne o del hombre, sino de Dios son nacidos", como si estas palabras
designaran a aquellos que creen en su nombre, y que se mencionan más arriba; lo hacen a fin de
mostrar que son ellos esta simiente misteriosa de "Elegidos" y "Espirituales", qué se atribuyen a sí
mismos. Pero, ¿cómo puede afirmarse tal cosa, siendo así que todos aquellos "que creen en su
nombre" nacen, según la ley común del género humano, de la sangre y de la voluntad de la carne y del
hombre, incluyendo al mismo Valentino? Así que está escrito en singular, de modo que se aplica al
Señor: "sino de Dios ha nacido"; aplicación justísima, en cuanto Verbo de Dios. TERTULIANO, De Carne
Christi 19,1-2.

En este pasaje Juan juega con dos tiempos del mismo verbo: el perfecto para los
cristianos y el aoristo (en singular) para Cristo, lo mismo que en su primera carta:
"Sabemos que todos los que han nacido de Dios no pecan, pues el Engendrado
por Dios les guarda y el maligno no les toca " (1Jn 5,18). Para los creyentes, en los
que se ha hecho realidad el renacimiento bautismal, Juan utiliza el perfecto,
indicando una situación actual, consecuencia de una acción pasada. El cristiano
es alguien que ha nacido de Dios, alguien en quien la Palabra de Dios y el Espíritu
han transformado en un nuevo ser: un hijo de Dios. La Encarnación de Cristo, en
cambio, es un hecho histórico, que tuvo lugar en un momento determinado, a
principios del siglo primero. Para expres2rlo, Juan emplea el aoristo, el tiempo
pasado: "Aquel que fue engendrado por Dios". Es el tiempo usado en Jn 1,13,
donde se describe, por tanto, la Encarnación de Cristo, y no el nuevo nacimiento
de los cristianos.12
12 Cuando Juan, en su evangelio, describe una cualidad de la vida cristiana, lo hace siempre por
analogía con Cristo: "Yo soy la resurrección y la vida... El que cree en mí vivirá " (11,25). Esta analogía se
encuentra también en el prólogo, siempre que se lea en singular el v.13: venimos a ser hijos de Dios en
la medida en que creemos en el nombre de aquel "que ha sido engendrado por Dios". Él es el Hijo de
Dios; nosotros llegaremos a ser hijos de Dios. Si nos abrimos al misterio de Cristo por medio de la fe,
entonces se imprimirán en nuestra vida los diversos aspectos del misterio de Cristo. Éste es el
comienzo y la conclusión del cuarto evangelio: "Estas señales fueron escritas para que creáis que
Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre" (20,31).

Si Cristo no ha sido engendrado por "la voluntad de varón " es claro que su
concepción ha sido virginal. Si ningún hombre ha intervenido en la manera en que
el Hijo de Dios ha tomado carne humana, es que ha sido una concepción
virginal. Ya San Ireneo escribe:

No nació de la voluntad de un varón. José no tuvo parte alguna en su nacimiento;


únicamente María colaboró con Él, manteniéndose disponible, para que
comprendiésemos que su venida en la carne no era fruto de la voluntad de un
hombre, sino de la voluntad de Dios.13

Y no sólo la concepción virginal, sino también el parto virginal se encuentra en el


evangelio de Juan: "El cual no nació de las sangres..." (Jn 1,12). En castellano es
extraño hablar de "sangres" (damin), pero es como está en el original, haciéndose
eco del texto del Levítico, sobre las leyes de purificación de la mujer que ha dado
a luz: "ella quedará en casa durante treinta y tres (o sesenta y seis) días en las
sangres de su purificación... Luego el sacerdote hará por ella la expiación y será
pura del flujo de sus sangres" (12,4-7). En este contexto se comprende la
expresión de Juan: "el cual no nació de las sangres". Jesús, al nacer, no causó
efusión de sangre en su madre. En otros términos: en el nacimiento de Jesús no
habría tenido lugar impureza ritual alguna de la madre, porque no se dio pérdida
de sangre. Tenemos aquí un indicio escriturístico de lo que los teólogos llaman
"virginidad en el parto".

Hipólito, en el siglo segundo o comienzo del tercero, contraponiendo el nacimiento


de Simón el Mago al de Cristo, escribe: "Simón no era Cristo, el que ha sido, es y
será; era simplemente un hombre, salido de simiente humana, puesto en el mundo
por una mujer, nacido de las sangres y del deseo carnal, como cualquier otro".14 Y
así otros muchos Padres. San Ambrosio escribe: "Abrió el seno de su madre para
salir de él inmaculado". Y San Jerónimo: "Admitimos
13 SAN IRENEO, Advhaer. III,21,5,7. Cfr. SAN JERÓNIMO, Epist. 65,8,2: PL 22,267.
14 HIPÓLITO, Elenchos III,9,2.

que la madre que da a luz un hijo queda manchada por la sangre...; ipero que
nadie piense esto de la Madre del Salvador!".15

San Gregorio de Nisa es el primero de los Padres griegos que expone de manera
explícita la virginidad de María en el parto, entendida como integridad física. Dice:

Así como la Virgen misma no supo de qué manera en su cuerpo se formó el


cuerpo portador de Dios, así tampoco sintió su nacimiento, según el profeta dio
testimonio de que el parto sería indoloro. Porque dice Isaías: "Antes de que
viniesen los dolores del parto, dio a luz un varón " (Is 66,7). Por eso él fue elegido
para renovar el orden de la naturaleza en ambos sentidos: porque ni empezó a
existir por placer; ni salió de la madre con fatiga. Y todo esto sucedió de modo
conveniente y no sin razón. Pues así como aquella (Eva) que por el pecado
introdujo la muerte en la naturaleza, fue condenada a dar a luz en medio de
dolores y fatigas, convenía que la madre de la vida comenzara a concebir con
gozo, y con gozo terminara con el parto. Por eso el arcángel le dice: "Alégrate,
llena de gracia" (Le 1,28), liberándola con esa palabra de la tristeza que desde el
principio acompaña el dar a luz, a causa del pecado.16

En Juan se da una conexión entre el hecho y su significación, entre el


acontecimiento histórico y su sentido
15 SAN AMBROSIO, In Lc2,57: PL 15,1655; SAN JERÓNIMO, Adv. Helvidium 8: PL 23,201B-C.
16 SAN GREGORIO DE NISA, Sobre el Cantar de los cantares PG 44,1037-1062.

teológico. La maternidad virginal de María es un hecho histórico, pero con un


significado teológico que sitúa a María en el corazón del misterio de la salvación.
La doble misión de María, como madre y como virgen, la coloca en relación
permanente con la venida del Hijo de Dios al mundo, es decir, con el misterio de la
Encarnación y del anuncio de la salvación a los hombres. El hecho biológico de la
concepción virginal no puede nunca separarse del significado profundo que el
hecho encierra. Se trata, a la vez, del hecho asombroso y singular consistente en
que una mujer sea madre sin dejar de ser virgen y, al mismo tiempo, de su
significación para la fe cristiana. Dios se revela en los acontecimientos concretos
de la historia de la salvación.

El nacimiento virginal se presenta como signo de la filiación divina de Jesús. Su


nacimiento fue un nacimiento "santo" (Lc 1,35), un nacimiento que tuvo lugar sin
pérdida de las "sangres" (Jn 1,13), sin intervención de varón. "El nacimiento
virginal es el origen necesario de aquel que es el Hijo de Dios"; "Nacer sin
intervención alguna de un padre terreno es el origen intrínsecamente necesario de
aquel que podía decir a Dios Padre mío, de aquel que, incluso en cuanto hombre,
era radicalmente hijo, el Hijo de ese Padre".17 "Ha de quedar claro que el
nacimiento virginal es, ante todo, una afirmación cristológica: Jesús es el Hijo del
Padre eterno de una manera tan singular que no podía tener también un padre
terreno".18 "La maternidad virginal constituye el signo de la filiación divina; es su
manifestación en la carne".19
17 J.RATZINGER, La figlia de Sion, Milano 1972, p.49.
18 H. URS VON BALTHASAR, Marie, premiére Église, p.7.
19
J. GALOT, La conception virginale du Christ, Gregorianum 49(1968)637-666.

Es lo que hallamos en la tradición patrística. Tertuliano dice: "Si Cristo nació de un


ser humano, entonces es claro que tuvo que ser de una virgen. De lo contrario, si
su madre no hubiera permanecido virgen, hubiera tenido dos padres: Dios y un
hombre".20 Lo mismo dice Proclo de Constantinopla, gran mariólogo de la Iglesia
griega del siglo IV-V "Un Hijo único no puede nacer de dos padres. Aquel que no
tiene madre en el cielo, no tiene padre en la tierra ".21 Decir, pues, que María es
virgen es, ante todo y esencialmente, proclamar un misterio de Cristo, el misterio
de Cristo, "verdadero Dios y verdadero hombre". "Nacimiento de Cristo del Padre,
sin madre. Nacimiento de Cristo de la Madre, sin padre. Los dos son maravillosos.
El primer nacimiento tuvo lugar en la eternidad; el segundo, en el tiempo".22

A los Padres les gusta repetir que "la profecía de Isaías preparó la credibilidad de
algo increíble, explicando lo que es un signo: `Pues el Señor os dará un signo: He
aquí que una virgen concebirá en su seno y dará a luz un hijo' (Is 7,14). Un signo
enviado por Dios no sería tal, si no envolviese alguna novedad extraordinaria. iNo
es un signo lo que todos los días sucede, es decir, que una joven no virgen
conciba y dé a luz! Pero isí es un signo el que una virgen sea madre!".23

Rufino de Aquileia dirá que para aceptar que Jesús nació de la Virgen por obra del
Espíritu Santo "se requiere un oído limpio y un entendimiento puro":
20 TERTULIANO, Adv. Marcionem W 10,6-7.
21
PROCLO, Or. 4, in natalem diem Domini 3: PG 61,714B.
22
SAN AGUSTÍN, Sermo 4: PL 46,982.
23
TERTULIANO, Adversus Marcion III 13,4-5: contra los que afirman que almah significa sólo joven y no
virgen. Cfr. San JUSTINO, Apología 1" 33,1; Diálogo 43,7-8; 66,1-67,2; 71,3; 84,1-3; SAN
IRENEO, Adversus haeresesIII,21,1-5; ORÍGENES, Contra Celso I 32-51; SAN JUAN CRISOSTOMO, In
Matheum Hornilla 4,2-3...

iUn parto nuevo fue dado al mundo! Y no sin razón. Pues quien en el cielo es el
Hijo único, también en la tierra nace único y de modo único. De todos conocidas y
evocadas en los Evangelios (Mt 1,22ss) son, a este respecto, las palabras de los
profetas, afirmando que "una virgen concebirá y dará a luz un hijo" (Is 7,14). Pero
también el profeta Ezequiel había preanunciado el modo admirable del parto,
designando simbólicamente a María "puerta del Señor", es decir, a través de la
cual el Señor entró en el mundo: "La puerta que da al oriente estará cerrada y no
se abrirá ni nadie pasará por ella, porque el mismo Señor Dios de Israel pasará a
través de ella, y estará cerrada" (Ez 44,2). ¿Pudo decirse algo más claro sobre la
consagración de la Virgen? En ella estuvo cerrada la puerta de la virginidad; por
ella entró en el mundo el Señor Dios de Israel y, a través de ella, salió del vientre
de la Virgen, permaneciendo asimismo cerrada la puerta de la Virgen, pues
conservó la virginidad.24
24 RUFINO DE AQUILEIA, Expositio symboli, 8-11.

Con la confesión de fe en la concepción virginal, la Iglesia confiesa que Cristo, el


Salvador; es puro don, irrupción gratuita de Dios, no logro humano. Y esto para
todo cristiano. La salvación en Cristo es don y no conquista humana. Cristo es
don, que se acoge en la fe, como María Virgen.

Una concepción por obra del Espíritu Santo y cuyo fruto es el Hijo de Dios, nacido
del Padre antes de los siglos, sólo puede ser virginal. Y además la acción del
Espíritu Santo transforma totalmente el ser de María. Por eso la Iglesia confiesa la
virginidad de María en el nacimiento y también después del nacimiento. San
Ambrosio fue el primero en dar el fundamento teológico a la fe en la perpetua
virginidad de María. Pero en los Padres y en la liturgia la Iglesia celebró siempre a
la "siempre Virgen".25

San Cirilo de Alejandría exclama en el concilio de Efeso: "Ella es, a la vez, madre
y virgen: ioh misterio admirable! ".26 He aquí la paradoja de la fe cristiana, pues lo
que se dice de la madre de Jesús reviste un valor tipológico para la vida de los
creyentes en la Iglesia. La virginidad de María, ligada desde el principio al núcleo
central de la fe en Cristo, tiene un valor soteriológico. El misterio del parto virginal
se relaciona con el misterio de la pascua: "¿Dónde está la fanfarronería de los
llamados inteligentes? La verdad es que nuestro Dios Jesús, el Ungido, fue
llevado por María en el seno conforme a la disposición de Dios; del linaje, cierto,
de David; por obra, empero, del Espíritu Santo. El cual nació y fue bautizado, a fin
de purificar el agua con su pasión. Y quedó oculta al príncipe de este mundo la
virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor:
tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios". 27 El "parto
virginal" es el acontecimiento en que Dios se hizo visible al mundo en forma
humana por primera vez, así, como, después de los dolores de
25 C. POZO, María en la obra de la salvación, Madrid 1974.
26 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Hom. 4: pg 77,991C.
27 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Efesios CVIII-XIX.

la pasión y de la cruz, el Señor se manifestó a los hombres en la gloria de la


resurrección.

Así es como también, al nacer, el Hijo, "lejos de menoscabar, consagró la


integridad virginal de la Madre" (LG 57). El desarrollo del tema de la virginidad de
María después del parto es fruto del deseo de ver en María un modelo luminoso
de la existencia ofrecida totalmente a Dios. La "toda santa" es guía concreta para
la vida de los monjes y de las vírgenes consagradas, así como para todos los
bautizados que desean vivir en plenitud la gracia del don recibido en el bautismo
mediante la radicalidad de su fe.

C) THEOTÓKOS: MADRE DE DIOS

Con Pablo comienza la vinculación de la mariología a la cristología, mediante el


testimonio de la maternidad divina de María y de su significado salvífico: "Cuando
llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su propio Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo el régimen de la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la
ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4,4-5).

María, como mujer, está inserta en la Encarnación mediante su maternidad: "La


palabra de Dios puede entrar realmente en la serie generacional de la humanidad
sólo mediante la concepción, la gravidez y el parto de una mujer. De esta manera
se advierte la relación adamítica, como señala Pablo: `lo mismo que la primera
mujer se deriva del hombre, así ahora el hombre existe de nuevo mediante la
mujer' (1Co 11,12). Y si la madre en cuestión es la madre de un niño humano que
es personalmente Dios, entonces deberá llamarse con
28
derecho Theotókos, engendradora de Dios".

El Evangelio de Lucas señala los dos momentos fundamentales de la maternidad


de María: concebirás y darás a luz (Lc 1,31), que aparecen también en Mateo: "lo
engendrado" en María es obra del Espíritu Santo y "ella dará a luz un hijo " (Mt
1,20s). Los dos momentos estaban anunciados en la profecía de Isaías: "Una
virgen concebirá y dará a luz
un hijo" (Is 7,14). La Iglesia latina ha subrayado el primer momento llamando a
María Dei Genitrix, que se fija en el engendrar, mientras que la Iglesia griega
subraya el segundo, al llamarla Theotókos, que se refiere al momento del parto.

Sin embargo hay que decir que en la lista genealógica de Jesús, recogida por
Mateo, el verbo "engendrar" se reserva a los hombres; el papel de las mujeres se
expresa con la preposición de (ek): "Judá engendró a Fares y a Zéraj de Tamar.
Salma engendró a Booz de Rajab. Booz engendró a Obed de Rut. David engendró
a Salomón de la mujer de Urías" (Mt 1,3.5.6). Hablando del nacimiento de Jesús,
Mateo usa por tres veces la misma preposición de (ek), una vez para María, de la
que fue engendrado Jesús (1,16), y dos veces para el Espíritu Santo: "Lo que ha
sido engendrado en ella es de (ek) el Espíritu Santo" (1,18.20). Es el Padre quien
engendra al Hijo. Concebido del Espíritu Santo y de María, Jesús es "Hijo de
Dios". Dios es el Padre que engendra, el Espíritu es su acción. María es el seno
donde se cumple en la tierra la obra de Dios en su paternidad eterna.
28
U. VON BALTHASAR, Teodramatica III, p.269.

Jesús nace divina y humanamente de su Dios y Padre, concebido a la


vez del Espíritu Santo y de María. Los hijos de Dios nacen igualmente de (ek) el
Espíritu Santo (Jn 3,5.6.8), en el agua bautismal de la Iglesia.

Madre de Dios es el más antiguo e importante título dogmático de la Virgen. Es la


definición dogmática del Concilio de Éfeso en el año 431 para combatir la herejía
de Nestorio. Es cierto que en el Nuevo Testamento no aparece explícitamente el
título "Madre de Dios", dado a María. Pero, sí hallamos las afirmaciones que, bajo
la atenta reflexión de la Iglesia iluminada por el Espíritu Santo, llevan a sacar esa
conclusión. De María se dice que ha concebido y dado a luz un hijo, que es Hijo
del Altísimo, santo e Hijo de Dios (Lc 1,31-32.35). Es llamada corrientemente en
los evangelios: la Madre de Jesús, la madre del Señor (Lc 1,43), o simplemente
"la madre", "su madre" (Jn 2,1-3). A la vez que la Iglesia, en su comprensión
progresiva de la fe, se esclarece a sí misma quién es Jesús, se le esclarece,
consiguientemente, de quién es madre María.

Los Padres sabían muy bien que en las controversias en torno a la divinidad del
Hijo estaba en juego el mismo anuncio y ofrecimiento de la salvación, que
acontecieron en El. La glorificación y confesión de Jesús tuvieron, desde los
orígenes, un carácter soteriológico. Y la defensa de la fe en Cristo, causa de
nuestra salvación, se convirtió al mismo tiempo en testimonio en torno a María, la
Madre del Señor. En ciertos ambientes judíos (como los ebionitas) y en ambientes
helenistas (como los adopcionistas), se tendía a acentuar la dimensión humana de
Jesús, llegándose a eliminar su divinidad. En este contexto, el interés ortodoxo por
María se preocupó por afirmar la concepción virginal de María, que implicaba la
absoluta iniciativa divina ya desde el comienzo de la historia de su Hijo. En
dirección opuesta, contra los gnósticos y los docetas, que reducían a pura
apariencia la humanidad de Cristo, la Iglesia afirmó la verdadera humanidad de
Cristo y, en consecuencia, su nacimiento de mujer. Así es como, junto a la
virginidad de María, signo del origen divino del Hijo, la Iglesia afirma la maternidad
divina de María.

El título de Madre de Dios nos testifica que Cristo es verdadero hombre y


verdadero Dios. De otro modo se podría únicamente decir que María es Madre de
Jesús. Pero, confesando que María es Madre de Dios, afirmamos que Cristo es
Dios y hombre en una misma y única persona. Dios se ha unido al hombre en la
unidad más profunda que exista: la unidad de la persona.

En un principio, durante el período de lucha contra las herejías gnóstica y


donatista, la maternidad de María es considerada sólo como maternidad física.
Los gnósticos y los donatistas negaban que Cristo tuviese un verdadero cuerpo
humano; no aceptaban que hubiese tomado un cuerpo de la carne de una mujer.
Contra ellos, la Iglesia afirmó con fuerza que Jesús era verdaderamente hijo de
María, "fruto de su seno" (Lc 1,42). María, por tanto, era verdadera madre de
Jesús. Según algunos de estos herejes, Cristo había nacido de María, pero no
había sido concebido en María, es decir, de su carne. Cristo habría nacido a
través de la Virgen, pero no de ella: "puesto desde el cielo en María salió de ella
pasando por ella y no siendo engendrado por ella, de modo que María en vez de
madre sería la vía del nacimiento de Cristo".29 "María no habría llevado en su seno
a Jesús como hijo, sino como huésped".30

La referencia a la maternidad divina de María está ya presente en el Símbolo


apostólico, atestiguado en la Traditio apostólica de Hipólito, del comienzo del siglo
III: ¿Crees tú en Jesucristo, Hijo de Dios, que nació por el Espíritu Santo de la
Virgen María...?31 La maternidad de María, en esta primera fase, sirve más que
nada para demostrar la verdadera humanidad de Jesús. Y en este período se
formó el artículo del Credo: "Nacido del Espíritu Santo y de la Virgen María". Es la
confesión de fe en Jesús como Dios y hombre, en cuanto engendrado por el
Espíritu Santo y por María. Pero es en el Credo niceno constantinopolitano (381)
donde la mención de la Virgen María está cargada de significado soteriológico.
Afirmando que Jesucristo es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre,
concluye: "que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los
cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María la Virgen". 32 La
virginidad de María se presenta como la señal ineludible del hecho de que aquel
que es concebido en ella no es fruto de acción humana, sino de Dios, aunque se
afirma igualmente que en ella y de ella se ha hecho verdaderamente hombre.
29 TERTULIANO, Contra los Valentinianos 27,1. Desde San Ireneo son muchos ,los Padres que rechazan la expresión de los docetas: "El Verbo ha pasado por el seno de María
como agua por un canal".
30 TERTULIANO, Sobre la carne de Cristo 21,4. San Ireneo dirá que quien no comprende el nacimiento de Dios de la Virgen María tampoco podrá comprender la Eucaristía.
Cfr. Advhaer. V,2,3.
31 HIPÓLITO DE ROMA, Tradición apostólica, Salamanca 1986, p.76.
32 Es significativo que en el texto original griego la preposición de rige tanto para la mención del Espíritu Santo, principio divino, como para María, principio humano de la
encarnación del Hijo de Dios.

Luego, durante las controversias del siglo V cuando el problema central no es el


de la humanidad de Cristo, sino el de la unidad de su persona, María es
proclamada Theotókos, Madre de Dios. La maternidad de María es vista en
relación a la única persona del Verbo hecho hombre. Y, como esta única persona
que María concibe según la carne no es otra que la persona divina del Hijo,
consecuentemente ella es verdadera "Madre de Dios". Aunque María ha dado a
Jesús sólo su humanidad y no la divinidad ha de ser considerada Madre de Dios,
porque en Cristo humanidad y divinidad forman una sola persona. Con el Concilio
de Efeso, la Iglesia profesa: "Si alguno no confiesa que Dios es verdaderamente el
Emmanuel y que, por tanto, la Santa Virgen, habiendo engendrado según la carne
al Verbo de Dios hecho carne, es la Theotókos, sea anatema".33

Así se responde a los intentos reduccionistas respecto a Cristo y, en


consecuencia, respecto a María de parte de Nestorio, que ve en Cristo dos
personas: la divina y la humana; el Verbo divino se habría hospedado en el
hombre Jesús como en un templo. En consecuencia María sería sólo Madre de
Jesús y no se le podría llamar Theotókos, Madre de Dios. Contra Nestorio el
Concilio de Efeso declara, según la carta de Cirilo a Nestorio:

Los santos Padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa


Virgen, no en el sentido de que la naturaleza del Verbo y su divinidad hayan
tomado su principio del ser de la santa Virgen, sino en el sentido de que el Verbo
se dice nacido según su carne, habiendo sacado de ella su santo cuerpo
perfeccionado por el alma racional, con el cual estaba unido según la hipóstasis.34
33 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Anatematismo I contra Nestorio en Enchiridium syrnbolorum, n.252.
La proclamación de María como Theotókos provocó el júbilo en el pueblo de Éfeso, que esperaba a los
Padres fuera del aula conciliar y los acompañó con velas y cantos a sus casas. Entonces se
multiplicaron las fiestas, iconos, himnos e Iglesias dedicadas a María Madre de Dios.
34 DS 251.

En contra del monofisismo, que tendía a eliminar la carne de Cristo, la afirmación


de la maternidad de María declara la plenitud de la humanidad del Hijo;
igualmente, el título de Virgen, afirmando la primacía de Dios en la encarnación,
no niega la humanidad del Verbo. El concilio de Calcedonia (451) da la fórmula
definitiva:

Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de
confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., engendrado
del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos
días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de
Dios, en cuanto a la humanidad.35
35 DS 301.

Finalmente, el concilio del Laterano, convocado en el 649, dará la formulación


oficial de lo que se había ido definiendo en los siglos V y VI: María es virgen antes
del parto, en el parto y después del parto. Así se expresa en el tercer canon:

Si alguno no confiesa, según los santos Padres, que la santa siempre virgen e
inmaculada María es en sentido propio y verdadero Madre de Dios, ella que al
final de los siglos, sin semen humano, ha concebido en modo único y verdadero
por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo, nacido de Dios antes de todos
los siglos, y que le ha engendrado permaneciendo íntegra su virginidad,
permaneciendo íntegra también después del parto, se anatema.36

Quien confiese, por fidelidad a la Escritura, que Jesús es Señor y Cristo,


reconocerá también la concepción virginal y la maternidad divina de María en su
integridad. El que niegue estas verdades relativas a ella comprometerá
inevitablemente la fe en el Hijo de Dios, hecho hombre en la Virgen María por
nosotros los hombres y por nuestra salvación. Dios mismo se ha encarnado en el
seno de María, verdadero Dios y verdadero hombre, pues en Cristo no hay dos
personas, sino una única Persona.37
36 DS 503. CEC 456-469. Y con precisión total, la constitución Cum quoruindan hominum condena a
quienes confiesen que la'beatísima" Virgen María no es verdadera Madre de Dios ni permaneció
siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes del parto, en el parto y perpetuamente después
del parto: DS 1880.
37 "Para aclarar el título de madre de Dios hay que analizar el sentido de la maternidad, que no consiste
sólo en el acto con el que la mujer concibe y da a luz al niño. Constituye una relación permanente de
persona a persona, sobre el fundamento de la generación. Una madre es madre de la persona de su
hijo. Según la expresión repetida en el concilio de Calcedonia, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
hombre, es 'uno solo y el mismo'. Así, pues, no hay antes una relación de María con el hombre Jesús, a
la que se añadiría posteriormente una relación con Jesús Hijo de Dios. Hay 'una y misma' relación de la
persona María con la persona divina del Hijo. Se trata de una relación directa con Dios, puesto que el
Hijo es Dios...La filiación temporal es la prolongación de la filiación eterna, como su manifestación en el
mundo. El Padre engendra, temporalmente, a su Hijo por obra del Espíritu Santo, y lo hace con el
concurso de María. La grandeza de María consiste en ser la asociada del Padre en esta generación": J.
GALOT, Maria, la donna nell'opera delta salvezza, Roma 1984, p.99-107.

El título de Madre de Dios es una defensa contra todo intento de hacer de Jesús
una idea en vez de aceptarlo como una verdadera persona. María ha anclado a
Dios en la tierra y en la humanidad, haciendo de él para siempre el Emmanuel, el
Dios con nosotros. María acoge e introduce en el género humano al Salvador y la
salvación. La Virgen de Nazaret se ha abierto al Espíritu Santo en la fe y en la
obediencia y en ella se ha realizado el nacimiento terreno del Hijo nacido
eternamente del Padre en el Espíritu Santo. Ya a comienzos del siglo II, San
Ignacio de Antioquía, escribe a los fieles de Esmirna: "Estáis bien persuadidos en
cuanto a Nuestro Señor; que es en verdad de la estirpe de David según la carne,
Hijo de Dios por la voluntad y el poder divinos, verdaderamente nacido de una
Virgen". Y a los Efesios les escribe: "Pues nuestro Dios, Jesús el Cristo, según la
dispensación divina, fue concebido por María en su seno, de la semilla de David y
del Espíritu Santo".38
38 SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Esm. 1,1; Efes. 18,219,1.

D) MARÍA Y LA MATERNIDAD VIRGINAL DE LA IGLESIA

En las controversias cristológicas de los padres griegos, el título


de Theotókos estaba más en función de Cristo que de María, aunque fuera un
título mariano. Fueron los Padres de la Iglesia latina, sobre todo san Agustín, los
que dieron un tercer paso. María es madre en sentido personal y no solamente en
sentido biológico. La maternidad de María es vista como maternidad en la fe. La
insistencia en la fe de María es precisamente el motivo de inspiración de este
desarrollo del dogma mariano de la maternidad virginal. En sintonía con la
perspectiva evangélica, la Virgen es considerada como la figura ejemplar del
creyente. San Agustín fue quien llevó a su plenitud el desarrollo del tema de la fe
de María:
Mayor merecimiento de María es haber sido discípula de Cristo que el haber sido
madre de Cristo. María es bienaventurada porque oyó la palabra de Dios y la puso
en práctica; porque más guardó la verdad en la mente que la carne en el vientre.
Verdad es Cristo; carne es Cristo; verdad en la mente de María, carne en el
vientre de María, y vale más lo que se lleva en la mente que lo que se lleva en el
vientre.39

Así es como la fe de María es ejemplar; ya que expresa su entrega incondicional a


Dios en la fe: "Tampoco hubiera aprovechado nada el parentesco maternal a
María si no hubiera sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su
carne".40 Bajo esta luz Agustín afirma la perpetua virginidad de María:

Debido a su santa concepción en el seno de una virgen, realizada no con el ardor


de la concupiscencia de la carne, sino con el fervor de la caridad que emana de la
fe, se dice que Cristo nació del Espíritu Santo y de la Virgen María. ¿Quién
comprenderá la novedad inusitada, única en el mundo, increíble pero hecha
creíble y creída increíblemente en todo el mundo, de que una virgen concibió, una
virgen dio a luz y, dando a luz, siguió siendo virgen?41
39 SAN AGUSTÍN, Sereno 25,7
40 SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate 3,3.
41 SAN AGUSTÍN, Sermo 214,6: PL 38,1069; Sermo 190,2: PL 38,1008.

En la Iglesia, la virginidad sólo tendrá sentido con este significado: para, a


imitación de María, ser una persona "indivisa, santa e inmaculada, dedicada
únicamente a las cosas del Señor" (1Co 7,34), en una especie de maternidad
espiritual, según la promesa de Jesús a quienes escuchan y guardan con fe pura
la Palabra de Dios (Lc 8,12).

María es llamada la Virgen, la Santísima Virgen. Aparece, pues, en contraste con


la "Virgen Sión" o la "Virgen Israel" a la que los profetas reprochan sus
infidelidades al Dios de la alianza. En el Nuevo Testamento, pues, la Virgen Sión
se aplica a María para dar a entender que, por primera vez, la virginidad de la hija
de Sión, su perfecta fidelidad a la alianza, se realiza ahora en la Madre de Jesús.
De este modo María, figura Synagogae, es al mismo tiempo icono y arquetipo de
la Iglesia en el contexto de la alianza. Su virginidad de la carne es signo de su
"virginidad del corazón" o "virginidad de la fe", es decir, de la integridad y pureza
de la fe. Esta virginidad interior de María es la que da valor a su virginidad física. Y
a este nivel del corazón, a este nivel interior de la virginidad, se aplica a María el
tema profético de la "Virgen Sión", la Hija de Sión. Y es precisamente esta
fidelidad interior o virginidad del corazón la que hace a María figura de la Iglesia.
La virginidad del corazón es necesaria para todos en la Iglesia (2Co 11,2), porque
consiste en la "virginidad de la fe"; la Iglesia ha de pasar de la "fornicación" a
la "virginidad".42
Esta actitud de fidelidad es la que expresó el pueblo de Dios en el momento de la
conclusión de la Alianza en el Sinaí: "Nosotros haremos todo cuanto ha dicho
Yahveh" (Ex 19,8). En el fíat, expresando su pleno consentimiento a lo que ha
dicho el Señor, María personifica a la Hija de Sión y se hace imagen del nuevo
pueblo de Dios, que es la Iglesia.

María es Madre de Dios no sólo porque lo ha llevado físicamente en su seno, sino


porque lo ha concebido antes en su corazón con la fe. Nosotros no podemos
tomar a María como modelo en el primer sentido, pero sí en el segundo,
concibiendo a Cristo en el corazón por la fe. Haciéndose intérprete de la tradición,
San Agustín dice:

María alumbró a vuestra Cabeza, la Iglesia os alumbra a vosotros, puesto que


también ésta es madre y virgen al mismo tiempo: madre por el seno de amor,
virgen por la incolumidad de la fe. Ésta alumbra a pueblos que son miembros de
uno solo, de la que es cuerpo y esposa, comparable también en esto a aquella
única Virgen María que en muchos es madre de la unidad.43
42
SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 147,10.
43 SAN AGUSTÍN, Sermo 192,2: PL 38,1012. Cfr. H. RAHNER, María y la Iglesia, Bilbao 1958.

San Agustín relaciona constantemente el nacimiento virginal de Cristo, por obra


del Espíritu Santo y de la Virgen María, y la maternidad virginal de la Iglesia:

Nacido por obra del Espíritu Santo y de la Virgen María. He aquí por qué vía vino,
quién vino y a quién viene: a través de la Virgen María en la que actuó el Espíritu
Santo, y no un marido humano, el Espíritu Santo fecundó a la casta, dejándola
intacta... Igualmente la Santa Iglesia es virgen y da a luz. Imita a María que dio a
luz al Señor. ¿Acaso la Santa María no era virgen y, sin embargo, dio a luz y
permaneció virgen? Así también la Iglesia: da a luz y es virgen. Y si reflexionas, da
a luz también a Cristo, porque son sus miembros quienes son bautizados... Por
tanto, si la Iglesia da a luz los miembros de Cristo, quiere decir que es
completamente semejante a María.44

Jesús fue el primero en aplicar a la Iglesia creyente el título de "Madre de Cristo",


cuando declaró: "Mi madre y mis hermanos son quienes escuchan la Palabra de
Dios y la ponen en práctica" (Lc 8,21; Mc 3,31; Mt 12,49). Y comenta San Agustín:

Comprendo que nosotros seamos hermanos de Cristo y que sean hermanas de


Cristo las santas y fieles mujeres. ¿Pero en qué sentido podemos ser madres de
Cristo? ¿Nos atreveremos a llamarnos madres de Cristo? ¡Ciertamente, nos
atrevemos a llamarnos madres de Cristo! No me atreveré a negar lo que ha
afirmado el mismo Cristo. Animo, pues, hermanos, observad cómo la Iglesia es la
esposa de Cristo, lo cual es evidente. Lo que es más dificil de comprender,
aunque es verdad, es que sea la madre de Cristo. La Virgen María ha precedido a
la Iglesia como su figura. Ahora os pregunto: ¿cómo es que María es madre de
Cristo si no es porque ha dado a luz los miembros de Cristo? Miembros de Cristo
sois vosotros, a quienes estoy hablando: ¿quién os ha dado a luz? Oigo la voz de
vuestro corazón: "la Madre Iglesia", esta madre santa, semejante a María, da a luz
y es virgen... Los miembros de Cristo dan a luz, por tanto, con el Espíritu Santo,
como María virgen dio a luz a Cristo con su vientre; así, pues, seréis madres de
Cristo. No es una cosa lejana a vosotros; no está fuera de vuestro alcance; no es
incompatible para vosotros; os habéis convertido en hijos, sed también madres.45

"¿De qué me sirve a mí -decía Orígenes- que Cristo haya nacido una vez de
María en Belén, si no nace también por la fe en mí?".46
44 SAN AGUSTÍN, Sermo 213,3.7: PL 38,1061.1064.
45 SAN AGUSTÍN, Sermo 72A.
46 ORÍGENES, Comentario al Evangelio de Lucas 22,3.

La Lumen gentium, en fidelidad a la Tradición patrística, afirma:

La Bienaventurada Virgen, por el don de la maternidad divina, con la que está


unida al Hijo Redentor, está unida también íntimamente a la Iglesia. La Madre de
Dios es tipo de la Iglesia "en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión
con Cristo".47 Porque en el misterio de la Iglesia, que con razón también es
llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen María la precedió, mostrando
en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo
y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer
varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo, como nueva Eva, prestando fe,
no adulterada por duda alguna, no a la antigua serpiente, sino al mensaje de Dios.
Dio a luz al Hijo, a quien Dios constituyó como primogénito entre muchos
hermanos (Rm 8,29), a saber: los fieles a cuya generación y educación coopera
con materno amor. Ahora bien, la Iglesia, contemplando su arcana santidad e
imitando su caridad, y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, también es
hecha Madre, por la palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la
predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y también ella es virgen que
custodia pura e íntegramente la fe prometida al Esposo e, imitando a la Madre de
su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la
sólida esperanza, la caridad sincera (LG 63-64).

En la piscina bautismal, la Iglesia "se hace madre de todos los fieles por obra del
Espíritu Santo, permaneciendo virgen".48 "La santa Iglesia, virgen por la castidad,
fecunda por la prole, nos da a luz cual virgen fecundada no por un hombre, sino
por el Espíritu Santo".49 San Cipriano dirá con concisión: "No se puede tener a
Dios por Padre si no se tiene a la Iglesia por madre". 50 Llegamos a Dios, nuestro
Padre, por medio de la Iglesia, nuestra madre. Algo similar dirá San Agustín: "La
Iglesia sola es nuestra madre, según lo que dice el Apóstol: `quien os engendré fui
yo' (1Co 4,15). Quien desprecia a la Iglesia, no puede confiar en la gracia de Dios,
su Padre".51
47SAN AMBROSIO, Expos. Lc II,7: PL 15,1555.
48 DÍDIMO ALEJANDRINO, Sobre la Trinidad II,13: PG 39,692.
49
SAN AMBROSIO, Exposición del Evangelio según San Lucas II,7.
50 SAN CIPRIANO, De catholica Ecclesiae unitate 6.
51 SAN AGUSTÍN, Sermo 92.

06. ¿CÓMO ES QUE LA MADRE DE MI SEÑOR VIENE A


MÍ?

A) ARCA DE LA ALIANZA

"Concebirás en tu seno" (Lc 1,31) expresa el cumplimiento de los anuncios


proféticos a la Hija de Sión: "Alégrate, Hija de Sión; Yahveh, Rey de Israel, está en
tu seno (o en medio de ti)" (So 3,16-17). Por medio de María se realiza la
aspiración del Antiguo Testamento, la habitación de Dios en el seno de su
pueblo.1 El "seno de Israel" indica la presencia del Señor en el Templo (So 3,5; Jl
2,27). El tabernáculo y el templo son la morada de Dios en el seno de Israel, en el
arca de la alianza: "No tiembles ante ellos, porque en tu seno está Yahveh, tu
Dios, el Dios grande y terrible" (Dt 7,21). María, Hija de Sión, va a ser la Madre del
Mesías y, en el momento de su concepción virginal, Yahveh vendrá a morar en su
seno, como en el arca de la alianza. Hija de Sión, Madre del Mesías, Morada de
Dios, tales son los títulos que pueden darse a María, contemplándola desde la
perspectiva del Antiguo Testamento, que San Lucas ha querido subrayar.2
1is 12,6; Sal 46,6; Os 11,9; Mi 3,11.
2
M. THURIAN, María, Madre del Señor, figura de la Iglesia, Zaragoza 1966, p. 29.

María, pues, es presentada en el evangelio como la nueva arca de la alianza,


sobre la cual baja la nube del Espíritu, lo mismo que descendía y moraba sobre la
tienda de la reunión de la antigua alianza (Lc 1,35; Ex 40,35). Dios que en su
espíritu bajó a morar en el monte Sinaí, más tarde en el arca y luego en el templo
bajo la forma de nube, descansa ahora en el seno de María de Nazaret. Ella,
envuelta por la nube del Espíritu, fuerza del Altísimo, está llena de la presencia
encarnada del Hijo de Dios.

El saludo gozoso, que el ángel dirige a María, anuncia el cumplimiento de la nueva


alianza, que viene a realizarse en ella, la virgen esposa de José, madre virginal
del Hijo de Dios. El Espíritu creador, anunciado por los profetas (Is 32,15; 44,3; Ez
37,1-14), realiza en María el milagro de la nueva creación. El "Espíritu
nuevo" viene a realizar la nueva alianza.

María se encuentra entre la antigua y la nueva alianza, como la aurora entre el día
y la noche.3 Juan Bautista, aún en el seno de su madre, exulta de alegría al oír la
voz del Esposo de la nueva alianza, presente en el seno de María: "El que tiene a
la novia es el novio, pero el amigo del novio, el que asiste y le oye, se alegra
mucho con la voz de novio. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su
plenitud" (Jn 3,29).

La descripción de Lucas, que nos presenta a María subiendo "con prisa" a la


montaña de Judá, evoca las palabras del libro de la Consolación de Isaías: "i Qué
hermosos son sobre las montañas los pies del mensajero de la buena nueva que
proclama la paz, que trae la felicidad, que anuncia la salvación, que dice a Sión:
Tu
3SANTO TOMÁS, In libro IV Sententiarum d.30,q.2,a.1.

Dios reina!" (Is 52,7). María es la primera mensajera de la Buena Nueva; en su


seno lleva el Evangelio. La exultación suscitada por el Mesías en Isabel y en el
hijo que salta de gozo en sus entrañas es la alegría del Evangelio que se difunde,
transformando a las personas, "llenándolas del Espíritu Santo".

Lucas nos presenta, en paralelo, el anuncio a Zacarías (1,5-25) y el anuncio a


María (1,26-38). Colocando el uno junto al otro y comparándolos, Lucas nos
muestra cómo en Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, se cumple el tiempo de la
preparación y con Jesús, el Hijo de María, se inaugura el cumplimiento del
designio salvífico de Dios. Cada uno de los dos anuncios tienen su lugar propio. El
anuncio a Zacarías tiene lugar en el Templo de Jerusalén, "a la derecha del altar
del incienso" (Lc 1,11). Es el lugar más santo de Israel, el pueblo de la Antigua
Alianza. El anuncio a María, en cambio, se realiza en "una ciudad de Galilea,
llamada Nazaret" (Le 1,26). Con Jesús cesa la economía del templo de piedra. En
vez del lugar sagrado, el anuncio a María ocurre en una zona profana, la "Galilea
de los gentiles" (Is 8,23; Mt 4,14-15), en los confines entre Israel y los otros
pueblos, una región despreciada (Jn 1,46; 7,52). El anuncio de la nueva y eterna
Alianza no se hace en Jerusalén, ni en el templo, sino en Galilea, en la franja de la
Tierra Santa, donde conviven hebreos y no hebreos. En el designio de Dios,
Nazaret y María aparecen como el signo de la superación de las barreras, signo
de la universalidad de la salvación. Jesús, presencia de Dios entre los hombres,
no viene a habitar en el templo, sino en María y en "aquellos que escuchan la
palabra". La persona misma de la Virgen parece presentarse ya como el nuevo
templo. Lucas nos dice que el ángel Gabriel "entró donde ella" (Le 1,28). La
persona misma de María es el lugar donde Dios desciende a dialogar con ella.
Están comenzando los tiempos nuevos. El Dios de la Alianza, encarnándose en el
seno de una mujer de "la Galilea de los gentiles " es el Dios que se acerca a "toda
persona de cualquier nación, que lo tema y practique la justicia" (Hch 10,35).

El anuncio del Precursor está rodeado de toda la solemnidad del culto judío; el
ángel se dirige a un sacerdote mientras ejerce su ministerio en el Santo de los
Santos, con afluencia del pueblo, que en silencio aguarda y se une a la oración del
sacerdote. Frente a esta solemnidad es sorprendente la simplicidad de la
anunciación a María, de la que sólo se nos da su nombre, mientras que de
Zacarías se hace constar su linaje sacerdotal, como descendiente de Aarón, igual
que su esposa Isabel. De María, San Lucas no nos da ninguna noticia de sus
antepasados ni de sus méritos. María es la muchacha elegida gratuitamente por
Dios: "la llena de gracia". Zacarías "tiene una visión" "a la hora del incienso",
cuando el ángel le declara que su oración ha sido escuchada. De María no nos
dice ni la hora, ni lo que estuviera haciendo ni que tuviera ninguna visión. María
simplemente "oyó una voz que la saludaba".

En el paralelismo de los dos anuncios aparecen las diferencias entre la antigua y


la nueva alianza. Es el mismo ángel Gabriel el que hace los dos anuncios, como
lazo que los relaciona. Pero las diferencias son notables. Zacarías e Isabel eran
"irreprochables ante Dios y seguían escrupulosamente todos los preceptos del
Señor" (1,6), María es "la llena de gracia", es decir, se encuentra bajoel favor de
Dios, colmada de su benevolencia gratuita. En Zacarías se destaca la acción
humana; en María resplandece la iniciativa libre, gratuita y poderosa de Dios.
Zacarías "entra en el santuario del Señor" y allí encuentra al ángel. María no tiene
que desplazarse, porque es el ángel quien "es enviado donde ella". En la nueva
alianza, no es el hombre quien va hacia Dios, sino Dios quien viene a buscar al
hombre. Antes los hombres debían "subir" al templo para hallar la presencia de
Dios, ahora es Dios quien "baja" a los hombres. En María Dios desciende en medio
de los hombres. El anuncio del nacimiento del Hijo de Dios tiene lugar lejos de
Jerusalén y de su templo, porque con la Encarnación María es consagrada como
nuevo templo, como nueva arca de la alianza, como nueva morada de Dios. Más
tarde serán llamados templo de Dios, además de Cristo, también la Iglesia y los
cristianos (Jn 2,21; 1Co 3,16; 6,19).

En Zacarías, la objeción "¿En qué puedo conocer esto?" revela una falta de fe,
pues ante el anuncio pone sus ojos en la edad avanzada suya y de su mujer
(v.18.20). La pregunta de María, en cambio, no se refiere al contenido del anuncio,
sino a la modalidad de la misma: "¿Cómo será esto, si no conozco varón?" (v.34).
María no duda del poder de Dios, sino que pide que se le indique el camino a
seguir. Lo que María desea es discernir los caminos del Señor para ofrecerle su
disponibilidad radical. Se trasluce la actitud de fe en la respuesta: "He aquí la
esclava del Señor, que me suceda según dices" (v.38). El fíat de María está en el
original griego en optativo, que expresa el deseo gozoso de colaborar con lo que
Dios quiere de ella. Es el gozo de abandonarse a la voluntad de Dios. El elogio de
Isabel, llena del Espíritu Santo - "bendita tú que has creído que se cumplirían las
cosas que te fueron dichas de parte del Señor"- es el contrapeso al reproche del
ángel a su esposo, "porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se
cumplirán a su tiempo".

El paralelismo de las dos anunciaciones culmina en la confrontación entre los dos


hijos que van a nacer: Juan "quedará lleno del Espíritu Santo desde el seno de su
madre" (v.15) y preparará los caminos del Señor (v.16). Jesús no sólo será "lleno
del Espíritu Santo" (Lc 4,1), sino que es concebido por obra del Espíritu Santo y,
por eso, será llamado "Hijo del Altísimo" (1,32), "Hijo de Dios" (v.35). Mientras que
Isabel engendra, María da a luz, porque está excluida la acción del varón; la
concepción del Hijo de María será obra del Espíritu Santo: "El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que va
a nacer será santo y se llamará Hijo de Dios" (v.35). Lo mismo que la nube
"cubría" la tienda (Ex 40,34-35), como signo de que el interior de la tienda estaba
lleno de la gloria de Dios, así el poder del Altísimo "cubrirá" con su Sombra a
María, convirtiéndola en la morada llena del Espíritu Santo. Lo que en Juan es
preparación y espera, en Jesús es cumplimiento maravilloso.

La imagen del arca, lugar en donde se revela de un modo singular la presencia de


Dios a Israel, aparece en filigrana sobre todo en la narración de la visitación de
María a Isabel. María, que lleva en su seno al Mesías, es el arca de la nueva
alianza, el lugar de la presencia de Dios en medio de su pueblo. En el episodio de
la visita de María a Isabel (Lc 1,39-59), el relato de Lucas parece modelado sobre
el del traslado del arca de la alianza a Jerusalén4. El contexto geográfico es el
mismo: la región de Judá. El arca de la alianza, descrita en el libro del Exodo,
capturada por los filisteos, tras la victoria de David sobre ellos, es llevada de
nuevo a Israel en diversas etapas, primero a Quiriat Yearim y luego a Jerusalén.
En ambos acontecimientos hay manifestaciones de gozo; David y todo Israel "iban
danzando delante del arca con gran entusiasmo", "en medio de gran alborozo";
"David danzaba, saltaba y bailaba" (v.5.12.14.16). Igualmente, "el niño, en el seno
de Isabel, empezó a dar saltos de alegría" (v.41.44). El gozo se traduce en
aclamaciones de sabor litúrgico: "David y todo Israel trajeron el arca entre gritos
de júbilo y al son de trompetas" (v.15). También "Isabel, llena del Espíritu Santo,
exclamó a grandes voces" (v.41-42).

Durante la peregrinación, se revela la presencia de Dios en el arca: Uzzá que,


viéndola balancearse sobre el carro, la toca para sujetarla, queda fulminado al
instante. Ante esta manifestación de Dios, David, lleno de temor sagrado,
exclama: "¿Cómo va a venir a mi casa el arca de Dios?". Entonces la llevó a casa
de Obededom de Gat. "El arca de Yahveh estuvo en casa de Obededom tres
meses y Yahveh bendijo a Obededom y a toda su casa". Entonces David hizo
subir el arca de Dios de casa de Obededom a la ciudad de David con gran
alborozo. María sube a la Montaña, a la casa de Zacarías. La exclamación de
Isabel coincide totalmente con la de David: "¿Cómo es que viene a mí la madre de
mi Señor?". Tres meses estuvo el
42S 6,2-16; 1Cro 15-16 y Sal 132.

arca en casa de Obededón, llenándola de bendiciones, como tres meses estuvo


María en casa de Isabel, dichosa de tener junto a sí el arca de la nueva alianza.

De todo este paralelismo se deduce que María es el Arca de la nueva alianza, el


lugar de la presencia de Dios con nosotros. Además, al llamar Isabel a María "la
Madre de mi Señor" (v.43), empleando el título pascual de Jesús como Señor,
señala la condición mesiánica, real, divina del Hijo de María. María es la Madre de
Aquel a quien "Dios ha constituido Señor y Mesías" resucitándolo de entre los
muertos (Hch 2,36), el Hijo de Dios entre nosotros (v.35), el Salvador, Jesús (v.31).
Todo esto hace de María la "Bienaventurada porque ha creído " (v.45). La liturgia,
inspirada en el Evangelio, aplicará a María las figuras del arca, el tabernáculo y el
templo. Como la canta la liturgia maronita: "Bendita María, porque se convirtió en
trono de Dios y sus rodillas en ruedas vivas que transportan al Primogénito del
Padre eterno".

María es el lugar privilegiado de la Epifanía de Dios. En ella nos es mostrado y


ofrecido el Salvador del mundo. María encinta es el lugar de la Shekinah de Dios.
Cubierta por la sombra del Espíritu, la Virgen es el arca santa, morada del
Altísimo, cuya presencia irradia gozo y exultación en el Espíritu Santo. A la luz de
todos los paralelismos entre María y el arca, Lucas nos ha presentado a María
como el Arca de la nueva alianza en camino. Jesús sube en María hacia
Jerusalén, iniciando así aquella larga subida a Jerusalén que es el hilo conductor
del tercer Evangelio.

San Juan Damasceno en una homilía sobre la Dormición de María imagina así la
sepultura de la Virgen:

La comunidad de los apóstoles, transportando sobre sus espaldas a ti, que eres el
arca verdadera del Señor, como en otro tiempo los sacerdotes transportaban el
arca simbólica, te depositaron en la tumba, a través de la cual, como a través del
Jordán, te condujeron a la verdadera tierra prometida, a la Jerusalén de arriba,
madre de todos los creyentes, cuyo arquitecto es Dios.

Y San Atanasio, patriarca de Alejandría, nos ofrece este comentario del encuentro
entre María e Isabel:

María saludó a Isabel: la madre del Señor saludó a la madre del siervo. La madre
del Rey saludó a la del soldado. La Virgen saludó a la mujer casada. Y cuando se
hubieron saludado, el Espíritu Santo, que habitaba en el seno de María, apremió
al que estaba en el seno de Isabel, como quien incita al propio amigo: iDe prisa,
levántate! Sal, endereza las sendas del Mesías, para que El pueda realizarla
salvación que se le ha encomendado.

B) CUBIERTA CON LA SOMBRA DEL ALTÍSIMO

En la Anunciación Lucas evoca ya la sombra que la nube divina extendía sobre el


arca como signo de la presencia del Señor: "Sobre ti extenderá su sombra la
potencia del Altísimo" (Lc 1,35). "La presencia divina que descansaba antes sobre
el tabernáculo, llenaba la casa hasta el punto de impedir a Moisés la entrada en
ella, y luego habitaba el templo de Jerusalén, o más exactamente la parte más
secreta de ese Templo, el Santo de los santos; esa presencia que debía consagrar
por fin el Templo simbólico de la era mesiánica, el ángel Gabriel declara a María
cómo va a realizarse y actualizarse en su seno, transformando sus entrañas
virginales en un santuario, en el Santo de los santos viviente. Esa Presencia divina
que había aprendido a venerar desde su infancia en un único lugar de la tierra, allí
donde sólo el gran sacerdote entraba una vez al año en el gran día de la
Expiación, el ángel Gabriel le enseña ahora que en adelante deberá adorarla en sí
misma".5

Isaías había predicho que la nube de gloria de Dios reposaría sobre Sión: "El
Señor formará, sobre toda la extensión del monte Sión y sobre sus asambleas,
una nube de humo durante el día y un resplandor de fuego llameante por la noche.
Y por encima la gloria de Yahveh será toldo y tienda para sombra contra el calor
diurno, y para abrigo y reparo contra el aguacero y la lluvia" (Is 4,5-6). En el día de
la concepción del Mesías, la nube de gloria reposa sobre la Virgen María,
cubriéndola "bajo su sombra" y llenándola de bendiciones.

En el canto de Isabel se escucha el coro de la comunidad cristiana de los


orígenes, que proclama a María "Madre del Señor" y de los creyentes. María es la
creyente por excelencia: "En el saludo de Isabel cada palabra está cargada de
significado y, sin embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al
final: iFeliz la que ha creído que se
5P. LYONNET, Le récit de 1'Annonciation et la maternité divine de la sainte Vierge, LAmi du Clergé66(1956)43-46.

cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (RM 12). En María
se cumplen las bendiciones de Dios proclamadas en favor de Israel, fiel esposa de
Dios. En María se cumple la bendición de Judit: "Bendita eres tú, hija, delante del
Dios altísimo más que todas las mujeres de la tierra y bendito el Señor Dios,
Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado" (Jdt 13,18). Se cumple también
la bendición de Jael, exaltada en el canto de Débora: "Bendita entre las mujeres
Jael" (Jc 5,24). En María, hija de Abraham, el primer creyente, llega a plenitud la
fe y, por ello, a ella se extiende la bendición de Melquisedec sobre Abraham:
"Bendito sea Abraham del Dios Altísimo, Creador de cielos y tierra y bendito sea el
Dios Altísimo, que entregó a tus enemigos en tus manos" (Gn 14,19-20). María, la
hija de Israel fiel y obediente, recibe la bendición prometida: "Si tú escuchas la voz
de Yahveh, tu Dios..., El te levantará por encima de todas las naciones de la tierra
y te alcanzarán todas las bendiciones..., bendito será el fruto de tus entrañas" (Dt
28,1-14).

C) MI ALMA GLORIFICA AL SEÑOR


"El abrazo suave de la estéril y de la virgen" 6 se ha hecho canto de exultación a
Dios ante la mutua experiencia de su bondad gratuita. En el relato evangélico, tras
las palabras de Isabel, viene el cántico de María, el Magnificat (Le 1,46-55). El
canto de María es portavoz de las esperanzas de los pobres, que encuentran su
cumplimiento en
6SAN BUENAVENTURA, Lignum vitae 1,3.

la humilde sierva de Dios. En labios de María resuena anticipadamente la Buena


Nueva de Jesucristo, que viene a buscar a los pecadores, a los últimos, viudas,
samaritanos, a los pequeños,7 a quienes Jesús proclama bienaventurados (Le
6,20-26). María, que es "bienaventurada" porque ha creído, es la primera en quien
se realiza la novedad del evangelio. En la Virgen Madre, que acoge en la fe la
sorprendente iniciativa de Dios, se ofrece el misterio cristiano en su integridad,
revelado a los pobres y sencillos.

El canto del Magnificat nos muestra cómo María vive inmersa en la tradición de
Israel, basada en la promesa hecha a Abraham y a su descendencia, que se
cumple en las "grandes cosas" realizadas por la misericordia de Dios, que derriba
a los potentes y exalta a los humildes. En esta tradición, en la que vive María, ella
introduce a su Hijo, de tal modo que Jesús, viéndose a sí mismo en las promesas,
descubre en ellas su propia misión.

En filigrana el canto de María revela la matriz bíblica de la inspiración de su vida,


como quien está inmersa en la fe y esperanza de los `anawim', "los pobres de
Yahveh". Los pobres de Yahveh son los humildes, enfermos, oprimidos, la viuda y
el huérfano, lo contrario de los ricos y poderosos. Los pobres de Yahveh son, por
tanto, los que ponen su confianza únicamente en Yahveh, sin confiar en la fuerza
del hombre, en el orgullo o presunción del dinero o el poder. María, y tras ella la
Iglesia a lo largo de los siglos, con el Magnificat exalta el triunfo de Dios a través
de los sencillos, los pobres y olvidados. Como comenta Lutero "María alaba a Dios
porque es Dios": "Lo que quiere decirnos María es: Dios ha dirigido su mirada
hacia mí,
7Cfr. Lc 7,11-17.36-50; 10,29-37; 17,11-19...

pobre sierva, despreciada e insignificante, mientras hubiera podido hallar reinas


ricas, grandes, nobles y potentes... En cambio ha dirigido hacia mí sus ojos llenos
de pura bondad y se ha servido para sus designios de una simple sierva. Todo es
gracia y bondad divina y no mérito mío... ¡Oh, bienaventurada Virgen Madre de
Dios, qué gran consuelo nos ha mostrado Dios en ti! Pues, habiendo mirado con
tanta gracia a tu humildad y nulidad, nos ha recordado que desde ahora no
despreciará, sino que mirará graciosamente a nosotros pobres hombres como tú".8

El Magnificat se abre con la explosión de alegría personal de María, que exulta por
las maravillas que Dios ha hecho en
ella: "mi alma..., mi espíritu..., mi salvador..., me llamarán bienaventurada..., por lo
que ha hecho en mí el Omnipotente". Es el estilo bíblico de los salmos: "Bendeciré
a Yahveh en todo tiempo, sin cesar en mi boca su alabanza; en Yahveh mi alma
se gloría, ióiganlo los humildes y se alegren! Celebrad conmigo a Yahveh... Mi
alma exultará en Yahveh por la alegría de su salvación... Yo me alegraré en
Yahveh, en Dios mi Salvador... Te glorificaré, Señor Rey mío, te alabaré Dios mío,
mi Salvador, glorificaré tu nombre" (Sal 34,2-44; 35,9; Si 51,1). Pero esta explosión
de alegría y exultación personal se hace invitación a todos los pobres a bendecir a
Dios que ha elegido para realizar sus designios de salvación a los sencillos, "a los
enfermos, a los atormentados de dolores y enfermedades, a los endemoniados, a
los epilépticos y a los paralíticos" (Mt 4,24) y ha descartado a los potentes, ricos y
orgullosos.

María anticipa la llamada que hará su Hijo: "Venid a mí, todos vosotros que estáis
cansados y oprimidos y yo
8M.LUTERO, Comentario del Magnificat, en Scritti rebgiasi, Torino 1967, p.431-512.

os aliviaré" (Mt 11,28). María es la primera de esta lista de pobres que ha hallado
gracia ante Dios. Ella es una esperanza para todos los pobres que ponen su
confianza en Dios. Partiendo de las "grandes cosas" que Dios ha hecho en ella,
María le bendice por sus obras salvadoras, por su fidelidad a las promesas hechas
a los padres: "Auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia, como
había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para
siempre". Ella muestra a todos el corazón de Dios:

Con las palabras del Magnificat, en primer lugar, María proclama los dones
especiales que el Omnipotente le ha concedido y, luego, enumera los bienes
universales con los que no cesa de proveer al género humano... "Grandes cosas
ha hecho en mí el Omnipotente". Nada se debe, pues, a sus méritos, ya que ella
refiere toda su grandeza al don de El, quien, siendo potente y grande, suele hacer
fuertes y grandes a sus fieles, que son pequeños y débiles.9

María es la primera cristiana, nos precede en la acción de gracias a Dios, que nos
salva en Cristo. El corazón de María está lleno de la alabanza a Dios. Le resulta
espontáneo referirlo todo a Él. Como su Hijo más tarde, María reconoce la acción
de Dios sobre ella, se alegra y canta agradecida, anticipando el himno de júbilo de
Jesús: "Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido
9BEDA EL VENERABLE, Homilía I,4.

tu beneplácito" (Mt 11,25). María, Hija de Sión, ha sido inundada por la alegría
anunciada por los profetas a Israel. En María el anuncio se ha cumplido. María
proclama la fidelidad de Dios a sus promesas. A Israel se le había prometido un
Salvador y ella es testigo de su llegada. Alborozada lo grita a todos los hombres.
La salvación en ella se ha hecho presente para todos los pobres, que tienen
puesta su confianza en Dios. Nada es imposible para El., como evidencian el
embarazo de la que todos llamaban "la estéril" y su propia maternidad virginal.

El Magnificat es el canto de María, aunque no lo haya escrito ella, porque quien lo


ha escrito lo ha hecho por ella y sobre ella.

El Magnificat es espejo del alma de María. En ese poema logra su culminación la


espiritualidad de los pobres de Yahveh y el profetismo de la Antigua Alianza. Es el
canto que anuncia el nuevo Evangelio de Cristo; es el preludio del Sermón de la
Montaña. Allí María se nos manifiesta vacía de sí misma y poniendo toda su
confianza en la misericordia del Padre.10

Las expresiones del Magnificat, cantadas por la comunidad primitiva, revelan la


situación vital de quienes han conocido la victoria de la resurrección-exaltación
sobre la muerte-humillación del Hijo de María: "Desplegó la fuerza de su brazo y
dispersó a los de corazón soberbio. Derribó de sus tronos a los poderosos y
ensalzó a los humildes" (v.51-52). Todo lo que ha sucedido en la humilde esclava
de Dios,
10JUAN PABLO II, Homilía en Zapopán, AAS 71, p.23

proclamado a la luz de la pascua, es motivo de alegría y esperanza para los


creyentes de las primeras generaciones cristianas, probados por la persecución. Y
lo es para todas las generaciones que siguen llamando a María "bienaventurada".
A veinte siglos de distancia esta profecía se ha cumplido. ¿No ha estado en estos
veinte siglos María en los labios de todos los creyentes, en la oración, en los
himnos, en los iconos, en los templos construidos bajo su advocación..?11

Iluminada por el Espíritu del Señor, que es fuente de profecía, María eleva su
mirada sobre el horizonte de la historia y proclama: "Desde ahora todas las
generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí grandes cosas
el Poderoso, Santo es su nombre" (Lc 1,48-49). A 10 largo de los siglos María será
proclamada bienaventurada porque el Poderoso se ha fijado en su pequeñez, la
ha llenado de su gracia, la ha hecho Madre de su Hijo. El origen y el término de la
bienaventuranza coral a la Madre es el Hijo: para siempre ella será "la Madre de
mi Señor" (Lc 1,43). La bendición de la Madre es inseparable de la bendición del
Hijo: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42).
11También este libro es una voz de nuestra generación que quiere llamar a María bienaventurada.

D) MARÍA MUESTRA A CRISTO A LOS PASTORES Y A LOS MAGOS


San Lucas cuenta que, al nacer Jesús en Belén, un ángel del Señor se apareció a
los pastores que vigilaban por turno durante la noche su rebaño. La gloria del
Señor les envolvió en su luz y se llenaron de temor. Pero el ángel les dijo: "No
temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha
nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor. Esto os
servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un
pesebre" (Lc 2,8-20).

El ángel ofrece como signo a los pastores los pañales en que está envuelto el
niño. Esto quiere decir que el gesto de María, tan común, tiene un significado,
encierra un mensaje por encima de las apariencias. El Hijo de Dios, hecho hijo de
María, ha asumido la condición humana, común a todos nosotros. La "gloria del
Señor que les ha envuelto con su luz" (v.9), y que compete al Hijo de Dios, se
esconde en la pobreza de "los pañales, que envuelven al niño" (v.12). Allí deben
buscarla y reconocerla. "El Señor de la gloria está envuelto en pañales", canta la
liturgia bizantina. Su divinidad se oculta bajo el velo de su humanidad.

Pero, cuando los pastores a toda prisa van a verificar el signo que se les ha
ofrecido, el Evangelio nos dice que "encontraron a María y a José, y al niño
acostado en el pesebre" (v.16). En el lugar de los pañales, Lucas menciona a
María y a José. El niño no está abandonado, sino circundado por el amor de María
y de José, como Salomón, que exclama: "También yo, apenas nacido, me crié
entre pañales y circundado de cuidados" (Sb 7,3-4; Cfr. Jb 38,8-9). No así
Jerusalén: "Cuando naciste, el día en que viniste al mundo, no se te cortó el
cordón, no se te lavó con agua para limpiarte, no se te frotó con sal, ni se te
envolvió en pañales. Ningún ojo se apiadó de ti para brindarte alguno de estos
cuidados, por compasión a ti" (Ez 16,4-5). Fue Yahveh, quien pasó a su lado y
tuvo piedad de Israel y le colmó de su amor y cuidados.

Sobre el primogénito Israel, abandonado en abierta campaña el día de su


nacimiento en Egipto, se inclinó amorosamente el Señor. Sobre el primogénito
Jesús, para quien no hay sitio en la posada, se inclinan María y José con sus
cuidados amorosos. Lucas atestigua que María concibe virginalmente al Niño, lo
da a luz "y lo envuelve en pañales" (Lc 2,7).

En una antífona de la liturgia bizantina se canta así el nacimiento del Señor:

El autor de la vida ha nacido de nuestra carne de la madre de los vivientes. De ella


ha nacido un niño y es el Hijo del Padre. Con sus pañales desata los lazos de
nuestros pecados y enjuga para siempre las lágrimas de nuestras madres. Danza
y exulta, creación del Señor, porque ha nacido tu Salvador... Contemplo un
misterio extraño y sorprendente: la gruta es el cielo, la Virgen es el trono de los
querubines, el pesebre es el lugar donde reposa el incontenible, Cristo Dios.
iCantémosle y exaltémosle!
La tradición de la Iglesia ha visto además, y sobre todo, el signo de los pañales y
del pesebre en relación a las "vendas" y al "sepulcro": "José de Arimatea, pidió a
Pilato el cuerpo de Jesús y, después de descolgarlo, lo envolvió en una sábana y
lo puso en un sepulcro excavado en la roca" (Lc 23,52-53). El Hijo de Dios,nacido
en la carne, asumiendo la condición humana, asume también la muerte. Para ello
ha venido al mundo (Jn 12,27). Un famoso icono ruso de la Navidad representa a
Jesús niño envuelto en pañales y colocado en un pesebre en forma de sepulcro.

Los pañales de la cuna y las vendas de la tumba, dicen los Padres de la Iglesia,
presentan a Cristo en la condición de Adán y Eva al salir del paraíso (Gn 3,7-21).
Después del pecado, pierden su condición de inocencia y se ven sometidos al
dolor y a la muerte. Cristo toma sobre sí esta condición y, a través de la cruz, la
transforma, pasando de nuevo a la gloria: "¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en la gloria?" (Lc 24,26). La tumba queda vacía,
donde quedan únicamente las vendas (Lc 24,12; Jn 20,5-7). Jesús, al resucitar, no
ha dejado la condición humana, sino sólo el aspecto de debilidad, significado en
las vendas de que estaba envuelto. La vendas quedan en el sepulcro, mientras
que Jesús resucita con su humanidad envuelta en los fulgores de la gloria de Dios.
El, nuevo Adán, vuelve al Edén, en la desnudez de la gloria, como se encontraba
Adán antes del pecado, porque la amistad de Dios era su manto.12

San Pablo resume todo esto en un denso texto: "Cristo, siendo de condición
divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo,
tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y
apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó" (Flp 2,6ss).
12Cfr. SAN HIPÓLITO, De Cantico Canticorum 25,5; SAN EFRÉN, Comentario al Evangelio concordado XX,17.23; SAN AMBROSIO, In Lucam X,110.

Éste es el ámbito concreto en que se desenvuelve la fe de María. Desde el día en


que el Hijo de Dios tomó carne en su seno, ella fue llamada a reconocer la
presencia de Dios en la humanidad de un Niño, en nada diferente a los demás.
"¡Verdaderamente tú eres un Dios escondido!" (Is 45,15), podía decir María cada
vez que le cambiaba los pañales.13
13
"Merece la pena citar un texto de Jean-Paul Sartre: "María advierte al mismo tiempo que Cristo es su
hijo, su niño, y es Dios. Lo mira y piensa: 'Este Dios es hijo mío. Esta carne divina es carne mía. Está
hecho de mí, tiene mis ojos; su boca tiene la forma de la mía; se me parece. Es Dios y se parece a mí '.
Ninguna mujer ha podido jamás tener en este mundo a su Dios para ella sola, un Dios niño que se
puede tomar en brazos y cubrir de besos, un Dios caliente que sonríe y suspira. Un Dios que se puede
tocar y que ríe". Citado por G. RAVASI, L'albero di María, Milán 1993,p.324.

No es extraño que se maravillara de lo que los pastores decían y "lo guardara y lo


diera vueltas en su corazón". Los pastores hallaron a Jesús en brazos de su
madre y se alegraron: "se volvieron glorificando y alabando a Dios por lo que
habían visto y oído". Otros, "oyendo lo que los pastores contaban, quedaron
maravillados", pero ahí quedó todo: "escucharon la palabra, la recibieron con
alegría, pero no echó raíces en ellos" (Lc 8,13). María, en cambio, "escuchó la
Palabra y la conservó en su corazón bueno y recto y dio fruto con perseverancia"
(Lc 8,15). San Agustín nos interroga: "¿Estás con los pastores que glorifican y
alaban? ¿Estás con María que conserva y medita? ¿O estás con los que
simplemente se maravillan? Son dichosos los que escuchan la palabra y la
guardan".

Mateo (2,1-12) responde a las objeciones de los judíos, que decían: "¿Es que de
Nazaret puede salir algo bueno?". " ¿Ac. so va a venir el Mesías de Galilea? ¿No
afirma la Escritura que el Mesías procede de la familia de David y de su mismo
pueblo, Belén?".14 Y, al mismo tiempo y quizás principalmente, Mateo propone a la
comunidad judeo-cristiana la ascendencia davídico-real del Mesías y de la
salvación que se ofrece a todas las gentes, significadas por los magos de Oriente.
En ese cuadro mesiánico real, María es presentada como la Madre del Mesías
Rey; los sabios de Oriente parten en busca del "rey de los judíos que acaba de
nacer" (v.2); "entraron en la casa, vieron al niño con su madre María y lo adoraron
postrados por tierra" (v.11). Encuentran a Jesús en los brazos de María.

En la escena de la adoración de los Magos se realiza la profecía del capítulo 60


de Isaías. El profeta celebra la gloria de Jerusalén al regreso de los exiliados de
Babilonia.15 Jerusalén entonces se convierte en madre universal. Dentro del seno
de sus muros acoge a todas las naciones, que suben a la ciudad santa a adorar al
único Señor en el templo. Reyes y príncipes "rostro en tierra se postrarán ante ti y
besarán el polvo de tus pies" (Is 49,23; 60,14). A los ojos del profeta, Jerusalén
aparece como la "Ciudad-Madre".

A esta Ciudad-Madre se encaminan los Magos "llevando oro, incienso y mirra" (Mt
2,11; Is 60,6). Pero los Magos no encuentran al Mesías recién nacido en
Jerusalén, en el Templo, sino en el regazo de María, la Madre Virgen del
Emmanuel. María es el arca donde reposa la Shekinah divina. Es María quien
muestra a Cristo a los pastores y también a los magos. Y en los Magos están
significados todos los gentiles que se abren a la fe en Cristo (Mt 8,11; 28,19). Al
entrar en la casa: "vieron al niño con
14
Cfr. Jn 1,46; 7,41-42.52.
15
Cfr. también Is 56,3-8; 66,20-21; Tb 13,11-13; 14,5-7.

María su madre". Es María quien presenta al mundo a Dios hecho hombre, "Dios
con nosotros".

El simbolismo de la estrella, que guía a los magos a Cristo, se hace imagen del
caminar cristiano al encuentro con Dios. La estrella recoge la imagen de la
columna de fuego que guiaba a Israel por el desierto. Se trata de "su estrella", la
estrella del Mesías, que pone en camino a los magos. "Nosotros somos siempre
forasteros" confiesa David (1Cro 29,15) y la carta a los Hebreos nos amonesta:
"No tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro"
(13,14). También Dios es un peregrino con su pueblo, caminando con él en el arca
de la alianza; es el pastor que camina con su rebaño (Sal 23); tras el encuentro de
los magos, José "tomará al niño y a su madre" y con ellos marchará a Egipto, y de
Egipto volverá a Israel. Dios está siempre en camino. El viaje de los magos es,
pues, el símbolo de la vida cristiana como seguimiento de Cristo, como camino
tras las huellas de Cristo. Quien se instala, como los sacerdotes de Jerusalén,
puede conocer las profecías, pero no encuentra a Cristo. Quien se instala en la
Jerusalén terrestre no subirá a la celeste. Con los magos, sin embargo, "muchos
irán de oriente y de occidente a sentarse en la mesa con Abraham, Isaac y Jacob
en el Reino de los cielos" (Mt 8,11). El creyente verá la luz de la estrella y
saldrá de su casa, de su patria, y llegará "a encontrar al Niño y a María su madre".

07. HE AQUÍ LA SIERVA DEL SEÑOR

A) ENTRE LOS POBRES DE YAHVEH

María se halla entre los anawim, es decir, entre los "pobres de Yahveh", en el
"resto" fiel a la alianza (So 3,12-13). Son los pobres de espíritu, abiertos a los
designios de Dios, que no confían ni esperan la salvación más que de Yahveh.
El Magnificat de María vibra con los sentimientos y piedad de esos pobres. En él
oímos la voz de una mujer, que asimiló de manera tan profunda el espíritu de los
"pobres" que en el momento de la Encarnación llegó a ser su exponente más
perfecta y conmovida. Aunque prometida a un descendiente de David, María se
sitúa entre los pobres. Pobre de corazón, donde Dios se fija, María fue elegida
para la misión más alta, la de dar al mundo el Salvador. Y es esto, la mirada
bondadosa de Dios hacia su pequeñez, lo que María celebra.

Invitada por el ángel a la alegría, María canta: "Mi alma glorifica al Señor" (Lc
1,46). Ella representa a una nación a; la que Dios viene a salvar, nacida en el
desierto, encontrada por Dios al borde del camino polvoriento, que Él ha recogido,
lavado, alimentado, que ha amado misericordiosamente y adornado como a una
esposa (Ez 16). La mujer de las doce estrellas representa también a Eva, a quien
Dios hace misericordia cuando anuncia la enemistad entre ella y la serpiente. Aun
siendo santa, inmaculada, María es ante Dios la criatura que invoca la piedad de
Dios y a quien Dios responde: "Has encontrado gracia" (Lc 1,30). María es madre
por misericordia, creada en la salvación que Dios realiza en Cristo.

Los "pobres de Yahveh" confían tan fuertemente en el poder yen la ayuda de Dios
que su actitud ha pasado a ser típica de la fe bíblica en Dios. El hombre no puede
esperar nada de sí mismo, sino todo de Dios y de su gracia. María ha demostrado
esta fe con su asentimiento y su obediencia a la misión divina y, en
el Magnificat, da expresión agradecida a esa fe en Dios, "Santo es su nombre".
María es una de esas personas que viven enteramente de santo temor y temblor
ante Dios, como antes de ella habían vivido otros en el pueblo de Dios y que,
como ella, habían experimentado la misericordia de Dios: "Su misericordia, de
generación en generación, para los que le temen".

Esta fe, que exalta la misericordia de Dios, no deja huella en María de


resentimiento hacia los poderosos. Ella sabe que el poder de Dios está por encima
de los potentes y que actúa según su gracia. La admiración por la grandeza de
Dios llena toda el alma de María. Dios actúa de forma tan asombrosa que el
hombre temeroso de Dios reconoce la mano divina y experimenta su intervención
en protección del humilde y del pobre. Por eso María, en la acción incomprensible
y exultante de Dios experimentada por ella, ve la acción de Dios para todos los
pobres que ponen en El su confianza. Ella se sabe miembro del pueblo de Israel,
el "siervo" elegido de Dios (Is 41,8). En ella llega a su cima la historia de la
salvación, llegan a su cumplimiento todas las promesas divinas. En ella es
glorificada la fidelidad de Dios.

El centro de interés fundamental de los dos primeros capítulos del evangelio de


Lucas es Israel. Los personajes particulares no tienen ningún relieve individual; se
les describe no por ellos mismos, sino como manifestación de la fe de Israel, de su
esperanza, de su gozo. Sus cánticos, personales, son ante todo cánticos de
acción de gracias de Israel. Bajo este aspecto María no es un caso aparte, a no
ser en cuanto que ella es la personificación más alta de Israel.1

La identificación de María con Israel estuvo preparada por la historia de la


salvación, que se presenta como una concentración progresiva de la elección
divina. De la nación se pasa al "resto" de los pobres de Yahveh, para llegar a
María, el último paso de la preparación del pueblo elegido, ápice de la pirámide de
las elecciones, concentración del "resto" en una persona. Lucas, en la
Anunciación, recoge la profecía de Sofonías (3,14-17), identificando a la Hija de
Sión con María, que exulta por la venida del Mesías a su seno.

El Magníficat está entretejido de expresiones que se aplican a Israel: el gozo, la


pobreza, el servicio, la bienaventuranza se le atribuyen a Israel o a la Hija de
Sión.2 En el Magnificat se pasa insensiblemente de la acción de gracias de María
a la de Israel, de la pobreza de María a la de todos los pobres; así de la
personificación original de Israel en Abra-
1 R. LAURENTIN, Structure et Théologie de Luc I-II, Paría 1957,p.15O.
2 Ha 3,16-18; Dt 26,7; Esd 9,15; Ml 3,11; Dt 2,21.

ham, pasando por la ampliación del pueblo, se vuelve a la personificación en


María, en quien se realiza la promesa.

El Magnificat nos revela que María vive profundamente en el mundo espiritual y


cordial del Antiguo Testamento. El Magnificat expresa lo que siente y piensa su
pueblo entero; hace presente toda su historia. María vive dentro de la gran
expectación del Mesías. María siente que está llegando la "plenitud de los
tiempos"; la revelación en ella puja por su cumplimiento. Como quien está llamada
a dar inicio a ese cumplimiento ella percibe interiormente esa tendencia. La
expectación del Mesías, que vive todo el pueblo, en María se hace personal,
aunque no pueda delinearse de modo muy concreto. Cuando en la hora de la
Anunciación llegó el cumplimiento, con toda la conmoción de aquel hecho
inaudito, en el interior de María, como respuesta a su inexplicable presentimiento,
surgiría como una voz: iCon que era esto!3

María vivió siempre bajo la mirada de Dios en el reconocimiento de su pobreza y


en el incesante himno de alabanza a Aquel que había hecho en ella grandes
cosas. Como "pobre de Yahveh", la Virgen está totalmente llena de la presencia
del Señor, habitada y conducida por El, dócil en dejarse amar por El, que la
escogió y la llenó de su gracia. En su virginidad, María es el silencio en el que
resonó la Palabra eterna, la noche acogedora en que refulge la luz que ilumina a
todo hombre. María es el templo de Dios, la morada santa, habitada por la
presencia del Eterno; es el vacío virginal colmado de la divina presencia, el
ambiente en el que el Omnipotente realiza sus pro-
3 R. GUARDINI, La madre del Señor, o.c, p.40-43.

digios. La oscuridad y el recogimiento del seno de María contienen en la


interioridad y en el silencio la aurora de la nueva mañana del mundo. La Virgen
está en lo profundo, en la fuente de donde brota pura el agua que saciará la sed
de los hombres. María, en su pequeñez, está bajo la mirada de Dios y se deja
plasmar por su gracia. María es la mujer que agrada a Dios, pues "su adorno no
es exterior, sino el interior del corazón, el adorno inmarchitable de un espíritu
apacible y sereno. Esa es la belleza a los ojos de Dios" (1P 3,4).

Como escribe Lutero, comentando el Magnificat: "Para comprender bien este


santo canto de alabanza hay que notar que la bendita Virgen María habla por
propia experiencia, habiendo sido iluminada y amaestrada por el Espíritu Santo,
ya que nadie puede entender rectamente a Dios ni la Palabra de Dios, si no le es
concedido directamente por el Espíritu Santo. Pero recibir tal don del Espíritu
Santo significa hacer la experiencia de El, gustarle, sentirlo. El Espíritu Santo
enseña en la experiencia como en su propia escuela, fuera de la cual no se
aprende sino palabras y charlatanerías. Por tanto a la santa Virgen, habiendo
experimentado en sí misma que Dios obra grandes cosas en ella, humilde, pobre y
despreciada, el Espíritu Santo le enseña este rico arte y sabiduría, según la cual
Dios es aquel Señor que se complace en ensalzar lo que es humilde y en abajar lo
que está en alto".4

Esta primacía del ser sobre el tener y sobre el obrar dispone a María para
escuchar la palabra de Dios, la permite estar atenta a los signos del paso de Dios
y acoger el anuncio del ángel, dejándose cubrir por la sombra del Espí-
4 M. LUTERO, Comentario al Magníficat, Weimar 7,p.546.

ritu Santo: "Atender con María y en María es escuchar el murmullo irresistible de


la fuente que está dentro de nosotros, el Espíritu Santo. Es él la fuerza motora del
amor que reconcilia el universo".5 La virginidad acogedora se expresa en María
como asentimiento en la libertad, como colaboración en la obra de aquel que la
eligió y la plasmó en la gracia, como vínculo indisoluble de su ser virgen con su
ser madre. La oración colecta de la Misa "La Bienaventurada Virgen María, linaje
escogido de Israel", implora:

Oh Dios, que has escogido como Madre del Salvador a la Bienaventurada Virgen
María, que sobresale entre los pobres y humildes; concédenos, te rogamos, que,
siguiendo sus ejemplos, te presentemos el obsequio de una fe sincera y
pongamos sólo en Ti la esperanza de nuestra salvación.
5 C.M. MARTINI, La dorna della reconciliazione, Milán 1985, p.12.

B) HIJA DE SIÓN

Sión es el signo vivo de la presencia de Dios entre los hombres, como el seno de
María es el lugar de Dios con nosotros, el Emmanuel. Sión es "el lugar que
Yahveh ha elegido para que en ella habite su nombre " (1R 11,13; 2R 21,4; 23,27).
La Sabiduría divina proclama: "En Sión me ha establecido, en la ciudad amada me
ha hecho Él habitar; he echado raíces en medio de un pueblo santo" (Si 24,10-12).
"Sabréis entonces que yo soy Yahveh vuestro Dios, que habito en Sión, mi monte
santo, santa será Jerusalén" (J14,17). "En adelante el nombre de la ciudad será:
Yahveh está allí" (Ez 48,35), concluye el libro de Ezequiel. Sión es el signo "de la
ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial" (Hb 12,22).

Hacia Sión, la santa morada del Altísima, confluirán todos los pueblos, como
cantan los salmos de peregrinación.6 "Se llamará a Jerusalén trono de Dios y en
torno a él se congregarán todos los pueblos" (Jr 3,17). Sión es cantada en su
personificación con todas las cualidades de la mujer: virgen, esposa, madre,
viuda, estéril, hija.7 "Tu esposo es tu creador" (Is 54,5). Sión es como un seno
materno, donde todos han nacido.8 Sión es también, como las mujeres estériles de
la historia de Israel, una mujer viuda y estéril, que la fuerza de la gracia de Dios
transforma en fuente de vida: "Exulta, estéril que no das a luz, rompe en gritos de
júbilo y alegría, tú que no has tenido los dolores, que más son los hijos de la
abandonada que los hijos de la casada, dice Yahveh" (Is 54,1). Así puede "no
recordar más la afrenta de su viudez" (Is 54,4), porque "no ha enviudado Israel ni
Judá de su Dios" (Jr 51,5).9

Sión es hija, "la virgen hija de Sión" (Lm 2,13), amada de Yahveh, que es para ella
esposo, padre y madre (Os 11; Is 49,15). El seno de la hija de Sión es la sede de
la presencia de Dios en el templo y en la casa o dinastía de David. A esta hija de
Sión invita a alegrarse el profeta
6 Sal 120-134; 46;48; 84;87; Is 2,2-5; 60.
7 Como esposa, cfr. Os 1-3; Is 5,1-7; Jr 2,2; 31,21-22; Ez 16;Ap 21-22. Como ciudad-madre cfr. Is 49,21; 54,1; 51,18; 48,2; 49,20; 51,18-20; Sal 87.
8 Sal 87; Is 66,7-8.10-11.13; Is 26,18; Mi 4,10.
9 E.G. MORI, Hija de Sión, NDM, p.824-834.

Sofonías: "iAlégrate, hija de Sión, alégrate y exulta de todo corazón, hija de


Jerusalén! iYahveh, rey de Israel, está en medio de ti (en tu seno: be-
qereb)... Yahveh, tu Dios, está en medio de ti, ipoderoso salvador! Exultará de
gozo por ti, te renovará por su amor; danzará por ti con gritos de júbilo, como en
los días de fiesta" (So 3,14ss).

En el saludo del ángel en la Anunciación: "iAlégrate!" (Lc 1,28) resuena el anuncio


denso del gozo mesiánico, dirigido a la "Hija de Sión". El motivo de ese ¡Alégrate!
está en el hecho de que el Señor viene a residir en Sión como Rey y Salvador. El
anuncio "el Señor es rey de Israel en medio de ti", "el Señor, tu Dios, en tu
seno" (So 3,15.17) halla su cumplimiento pleno en María: "concebirás en tu seno...
y reinará sobre la estirpe de Israel por siempre" (Lc 1,31.33). La Hija de Sión,
personificación abstracta de Israel, se actualiza en la persona de María, que
acoge la promesa mesiánica en nombre de Israel. La presencia de Yahveh en la
Hija de Sión se actualiza en el misterio de la concepción virginal de María. En
María encuentra un cumplimiento nuevo e inaudito la esperanza de Israel. El
cumplimiento es tal que supera toda esperanza.

En el anuncio mesiánico se le había dicho a Sión: "iAlégrate vivamente, hija de


Sión! ¡Exulta, hija de Jerusalén! He aquí que el rey viene a ti; es justo y victorioso,
humilde y montado en un asno, sobre un pollino, hijo de asna" (Za 9,9). "iAlégrate,
hija de Sión! iLanza gritos de alegría, Israel! Regocíjate y exulta de todo corazón,
hija de Jerusalén! Yahveh ha retirado las sentencias contra ti, ha alejado a tu
enemigo. iYahveh, Rey de Israel, está en medio de ti, no temerás ya ningún mal!
Aquel día se dirá a Jerusalén: iNo tengas miedo, Sión, no desmayen tus manos!

Yahveh, tu Dios, está en medio de ti, iun poderoso salvador! El exulta de gozo por
ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de
fiesta" (So 3,14-18). "Tierra, no temas, exulta y regocíjate, porque Yahveh ha
hecho maravillas... Hijos de Sión, exultad y regocijaos en Yahveh vuestro Dios...
Sabréis que yo mismo estoy en medio de Israel" (JI 2,21.23.27). "Lanza gritos de
alegría, estéril, que no das a luz; estalla de gozo y de júbi, lo tú, que no has
conocido los dolores del parto, porque más numerosos son los hijos de la
abandonada que los de la desposada, dice Yahveh" (Is 54,1). La invitación a la
alegría es el anuncio de la fecundidad maravillosa de la hasta entonces estéril,
fecundidad debida a que Yahveh vuelve a reanudar sus relaciones de esposo con
Sión. María es el "resto santo" del pueblo de Israel que se transforma en el
germen del pueblo cristiano; es al mismo tiempo "hija de Israel" y "madre de la
Palabra".10

Sobre todo, el símbolo "Hija de Sión" caracteriza a Israel como esposa, madre y
virgen. Se la designa como la "Hija de Sión", la "Madre Sión" y la "Virgen Sión".
Así, pues, bajo el simbolismo de la "Hija de Sión" se presentan los tres aspectos
principales del misterio del pueblo de Israel, que vendrá a ser el misterio de María.
Ella es, en primer lugar; la "Esposa" de Yahveh. Por ello se convierte en la
"Madre" del pueblo de Dios, la "Madre Sión" (Sal 87), pero es simultáneamente la
"Virgen Israel".

El texto hebreo del salmo 87 dice así: "De Sión se dirá: Este y el otro han nacido
de ella" (v.5). Y en la versión de los Setenta dice: "Madre-Sión, dirá un hombre; y
un hombre ha nacido de ella. Y El, el Altísimo la ha
10 J. RATZINGER, La figglia di Sión, Milano 1979, p. 62.

fundado". Y en el Targum del Cantar de los cantares (8,5) se encuentra este


comentario: "En esta hora (mesiánica), Sión, la Madre de Israel, alumbrará a sus
hijos y Jerusalén acogerá a sus hijos que vuelven del exilio ".11 María recibe la
alegría mesiánica en nombre de Sión y en nombre de la nueva Sión, la Iglesia.

En el Nuevo Testamento, la figura simbólica de la "Mujer-Sión" o de la "Hija de


Sión" se aplica a una mujer concreta, María, la Madre de Jesús. María es la mujer
en cuyo seno Dios se hace plenamente presente entre nosotros. A través de
María, la "Mujer", como siempre la llama San Juan, nos ha venido a nosotros la
salvación. El Antiguo Testamento desemboca en María que, al mismo tiempo, es
el punto de partida del Nuevo Testamento, del tiempo mesiánico, del tiempo de la
Iglesia. Toda la esperanza, que ha vivido Israel a lo largo de los siglos, se
condensa en María. María se convierte así en la "Hija de Sión", la Mujer
mesiánica. Con ella comienza el tiempo mesiánico, que no es únicamente el
término de las esperanzas mesiánicas, sino también el tiempo de partida del
tiempo escatológico, del tiempo de la Iglesia, que se prolongará hasta la
consumación final de la historia de la salvación. María es, por ello, imagen de la
Iglesia, donde se realiza el nacimiento de los hijos de Dios, los hijos del Reino: "Al
llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su hijo, nacido de mujer, para
rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibamos la filiación
adoptiva" (Ga 4,4-5; Cfr.4,21ss).
11 Cfr. también Is 60,1-7, donde Isaías celebra el esplendor de Jerusalén, imagen de la nueva Jerusalén,
que se revelará al final de los tiempos como madre radiante.

San Pablo dirá de la Iglesia, nuevo Israel: "Os he desposado a vuestro único
esposo, Cristo, para presentaros a Él como casta virgen". María, Iglesia naciente,
es en su persona concreta esposa, virgen y madre, la imagen perfecta de la
Iglesia. Pero María, en su persona y en su misión, es ya la Iglesia virgen y
fecunda. Ella, según la iconografía, es la Mujer que, al pie de la cruz, recoge el
agua y sangre que brota del costado atravesado de Cristo. María es la Iglesia
fecunda en el agua bautismal, donde engendra a los hijos de Dios, y en la.
Eucaristía con la que los alimenta.12

Cuando los profetas emplean la imagen de la "Virgen Israel", referida a Israel, lo


hacen siempre en el contexto de la alianza (Jr 18,13; 31,4.21). En Am 5,1-6 Israel,
la "virgen", es humillada por sus enemigos -como una virgen que es violada y
deshonrada- porque ha sido infiel a los ojos de Yahveh. El pueblo de Dios sólo
puede ser la "virgen Israel" manteniéndose fiel a la alianza con Dios. La fidelidad a
la alianza es el amor intacto por el que la "virgen Israel" se une a Yahveh, su
único "Esposo".
12
Puede verse en la catedral de Parma el bajo relieve en marfil, del s. XI-XII, esta escena.

El ángel Gabriel se dirige a María como a la hija de Sión. Pero, en su relación de


alianza con Dios, la hija de Sión no era únicamente la "Virgen Sión", sino que,
ante todo, era la Esposa de Yahveh. La virginidad de Israel no es otra cosa que la
fidelidad de su relación esponsalicia con Dios. Esta relación esponsalicia entre
Dios y la Hija de Sión es el símbolo de la relación de alianza entre Dios y su
pueblo. En María el deseo de vivir plenamente para Dios, de vivir en total fidelidad
a la alianza es el deseo de vivir esta relación esponsalicia con Dios. En María se
da la paradoja cristiana: la virginidad se proyecta y expresa en las relaciones
esponsalicias con Dios. La Virgen que se consagra a Dios se hace esposa de
Cristo.13 San Cirilo, en el concilio de Efeso, dice: "Celebramos a María siempre
Virgen, es decir, a la Santa Iglesia, y a su Hijo, Esposo suyo sin tacha".14

La virginidad del corazón de María, que constituye el verdadero significado de su


virginidad corporal, nos permite descubrir el centro del misterio de María,
conduciéndonos al centro del misterio de la alianza. En María hallamos el modelo
perfecto del discípulo de Cristo, que está siempre a la escucha de la Palabra de
Dios (Hch 2,42;22,3). Es lo que nos describe el evangelio, contraponiendo a Marta
y María. Marta, "andaba afanada en los muchos cuidados de la casa". María, en
cambio, "sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra" (Lc 10,38-42). Es la
virgen "preocupada sólo de las cosas del Señor, de cómo agradarle, con el
corazón indiviso, sin distracción" (1Co 7,33-35). Esto es válido también para los
casados, pues Pablo invita a "que los que tienen mujer vivan como si no la
tuvieran".

Esta es la actitud de María en la Anunciación. María está "desposada con un


varón de nombre José", pero, después de la invitación a la alegría mesiánica,
después del anuncio de su maternidad, María responde: "¿Cómo podrá ser esto,
pues yo no conozco varón". Aunque está unida a un varón, ella, que ha sido
transformada por la gracia, "vive como si no lo tuviera". María está totalmente
orientada a la virginidad, entregada totalmente a Dios, "al trato asiduo con el
Señor, sin división" (1Co 7,35). María abre las filas del cortejo triunfante de los
"ciento cuarenta y cuatro mil que fueron rescatados de la tierra y que siguen al
Cordero adondequiera que va" (Ap 14,4).
13 Cfr. el texto litúrgico de la "Consecratio virginum".
14 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, Hom. 4: PG 77,996B-C.

La unión con el Señor de un corazón virginal y no dividido, permite al hombre


abrirse a todos los hombres con amor ilimitado. Así es como se manifiesta la
fecundidad del don total al Señor, que constituye la esencia' de la virginidad
cristiana. La unión indivisa con el Señor no encierra el corazón en sí mismo, en
una especie de intimismo espiritual, porque "Dios es amor" y lleva al amor. En
María aparece esta fecundidad de su virginidad maternal. Su maternidad corporal
con respecto al Hijo de Dios se dilata en una maternidad espiritual con respecto a
todos los hijos de Dios: "Ella es la madre de sus miembros, es decir, de todos
nosotros; porque, por su amor, contribuyó a que los creyentes nacieran en la
Iglesia".15 Es la Madre Sión, la Madre del nuevo pueblo de Dios. Es lo que,
inspirándose en antiguos textos, recoge la Lumen gentium, presentando el
paralelismo entre María y la Iglesia:
15 SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate 6: PL 40,399.

La Iglesia, contemplando la profunda santidad de la Virgen e imitando su caridad y


cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la
Palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo
engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu
Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegra la fe
prometida al Esposo, y a imitación de la Madre del Señor, por la virtud del Espíritu
Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad
sincera (LG 64).

La fe cristiana percibió, desde los orígenes, la presencia de Cristo en el Antiguo


Testamento. Bajo esta luz, el corazón cristiano, amante y orante, fue
comprendiendo que los elogios dirigidos en la Escritura a la Hija de Sión
apuntaban, sobre todo, a la madre de Jesús, en quien encontraban su más alta
justificación. Si Dios estableció enemistad entre la serpiente y Eva, la antepasada
más remota, ¿no valdrían aquellas palabras para María, la madre del Mesías, el
descendiente que aplastaría la cabeza de la serpiente? En la fiesta de la
Inmaculada Concepción de María, la Iglesia pone en sus labios: "Me ha puesto los
vestidos de la salvación, me ha envuelto en el manto de la justicia" (Is 61,10). Le
dirige las alabanzas otorgadas a Judit: "Tú eres la gloria de Jerusalén, la gloria de
Israel, el orgullo de nuestra raza" (Jdt 15,9). Isabel, exclamando: "iBendita tú entre
las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!" (Lc 1,43), aplicó a María la alabanza
dirigida a Judit: "Bendita seas tú, hija del Dios altísimo, entre todas las mujeres de
la tierra, y bendito el Señor Dios" (Jdt 13,18). María es la ciudad de Dios, "de la
que se dicen cosas hermosas" (Sal 87,3). La Iglesia la proclama "reina de los
patriarcas", pues es por ella por quien éstos son antepasados venerables; "reina
de los profetas", pues es a su seno al que han anunciado "el fruto bendito". María
permanecerá por siempre como gloria de Israel. La Iglesia de hoy honra en ella al
pueblo de la primera alianza. Dios, mirándola, "se acuerda de Abraham y de su
descendencia para siempre" (Lc 1,55). La nube luminosa reposa eternamente
sobre "la hija de Sión".

C) SIERVA DEL SEÑOR

Sierva del Señor es el único título que María se atribuye a sí misma. Este título
significa obediencia al Padre y aceptación de su plan de redención a través de la
encarnación del Hijo. La vocación de María es el servicio al Padre y al Hijo. María,
como sierva de Dios, responde al plan de Dios personalmente y en nombre del
nuevo Israel, que es la Iglesia de Cristo. Lo que Israel no llevó a cabo debido a su
incredulidad y desobediencia, lo lleva a cabo María por su fe y obediencia al
Padre. Lo mismo que el primer Israel comenzó con el acto de fe de Abraham, así
el nuevo Israel comienza con el acto de fe de María, sierva de Dios. Dios Padre
quiso que la encarnación del Hijo estuviera precedida de la aceptación de la
madre, de manera que lo mismo que la primera mujer, en el orden de la creación,
contribuyó a la muerte, así esta primera mujer, en el orden de la redención,
contribuyera a la vida. La misión de esta sierva -lo mismo que la del siervo del
Señor- será oscura y también dolorosa. El camino que el Padre le ha trazado al
Hijo, lo ha trazado también para María, su madre. Y María, lo mismo que el Hijo,
se abandona obediente a la voluntad del Padre.

En su pequeñez, María es la "mujer fuerte", que persevera en su fidelidad hasta la


cruz de su Hijo, invitando a todos los discípulos a esperar la manifestación de la
gloria prometida en su Hijo: "Cuando hayan acabado nuestros esfuerzos terrenos,
nuestras `puertas' serán ver y alabar a Dios. Ya no se le dirá a la mujer fuerte:
levántate, trabaja, escarda la lana, atiende a la lámpara, sé diligente, levántate de
noche, abre las manos a los pobres, maneja el huso y la rueca. No tendrás que
hacer nada de esto, ya que entonces mirarás a Aquel a quien tendía tu corazón y
cantarás sin cesar sus alabanzas. Porque allí, en las puertas de la eternidad, se
celebrará a tu Esposo con alabanza eterna". 16 Pasarán las obras de los hombres,
cuando pase la escena de este mundo (1Co 7,31), pero no pasará la acogida
fecunda de la mujer fuerte, que se mantiene siempre junto al Hijo. Ella vivirá
eternamente.
16 SAN AGUSTÍN, Sermo 37,20: PL 38,235.

En el Antiguo Testamento se reconocen siervas del Señor Ana, madre de Samuel


(1S 1,11) y Ester (Est 4,17) y el salmista se reconoce "hijo de tu sierva " (Sal 86,16;
116,16). Israel mismo es, ante todo, "siervo de Yahveh" (Is 41,8...). María canta las
maravillas que Dios ha hecho con su "siervo Israel", "poniendo los ojos en la
pequeñez de su sierva" (Lc 1,48.49). Para ello ha dado su fíat: "hágase en mí
según tu palabra". Con esta expresión recalca el carácter personal de la
aceptación. María expresa el deseo de que suceda en ella lo que el ángel le ha
anunciado. Ofrece su persona a la acción de Dios.

María es la síntesis del antiguo pueblo de la alianza y la expresión más pura de su


espiritualidad. Ella es realmente la "propiedad particular" (Ex 19,5) del Señor,
consagrada enteramente a su servicio. Pero, al mismo tiempo que compendia en
sí misma la fe de la antigua alianza, María es la primera creyente del nuevo
testamento, la primera de aquel pueblo de "corazón nuevo y de espíritu nuevo que
caminará en la ley del Señor" (Ez 36,26-27). Sobre ella, criatura sin pecado y llena
de gracia, desciende el Espíritu que plasma todo su ser y la hace templo de Dios
vivo, después de haber dado su consentimiento libremente: "He aquí la sierva del
Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Con esta palabra, en respuesta
al anuncio del ángel, María, "se consagró enteramente como sierva del Señor a la
persona y a la obra de su Hijo" (LG 56).

"Dijo María: He aquí la sierva del Señor: hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).
Con esta respúesta, comenta Orígenes, es como si María hubiera dicho a
Dios: "Heme aquí, soy una tablilla encerada, que el Escritor escriba lo que quiera,
haga de mí lo que quiera el Señor de todo". 17 Compara a María con una tablilla
encerada que es lo que, en su tiempo, se usaba para escribir. Hoy diríamos que
María se ofrece a Dios como una página en blanco sobre la que El puede escribir
lo que desee.
17 ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, 18.

La Anunciación tiene la estructura "trinitaria" de una pascua anticipada. La


iniciativa de Dios cumple mediante el Espíritu Santo la presencia del Hijo entre
nosotros. A esta excepcional experiencia de gracia, María responde con la acogida
de fe humilde y disponible. El nuevo comienzo del mundo se realiza en el misterio
de la acogida creyente que la Virgen María presta a la iniciativa de gracia del
Eterno.

La humildad de María no es la de la pecadora contrita. Se trata de la humildad


inocente, alegre, de quien no le pasa por la mente dudar que las grandes cosas
que la acontecen son un puro don de Dios. María, en su humildad, puede decir:
"Todas las generaciones me llamarán bienaventurada", no por lo que yo soy, sino
porque "el Poderoso ha hecho grandes cosas en mí".

Como escribe Luis Bouyer, la santidad de María es el fruto maduro de la acción


del Espíritu en el seno de Israel: "La santidad y la maternidad de la Virgen son la
flor y el fruto de la santidad y de la maternidad de gracia de Israel, fruto de la
incubación del Espíritu. Lo mismo que la Iglesia, María sube de la tierra, de su
desierto que florece bajo las ondas de ese cielo, y, sin embargo, baja de Dios,
como el don mismo de la gracia incorporada al ser de la humanidad, a la criatura
caída en trance de salvación". "En María llega el momento supremo de la historia
humana y cósmica, cuando la palabra salvadora es escuchada plenamente
mediante una fe perfecta, su creación suprema, y suscita la respuesta que
alumbrará, no sólo a los salvados, sino ante todo al Salvador mismo".18

María, plasmada por el Espíritu Santo, es la persona más libre que exista: "Donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2Co 3,17). La libertad se nos da
para decir un "sí" gozoso al amor de Dios. Nunca es más libre el hombre que
cuando pronuncia su "sí" en los momentos decisivos de su vida, cuando al ser
llamado responde con todo su ser: "heme aquí".19 Se es plenamente libre cuando
se es capaz de responder con el sí del amor al amor ofrecido. La libertad no
coincide con la autonomía. La autonomía se expresa frecuentemente con el "no",
la libertad, en cambio, se vive en el "sí". Para ello, nuestra libertad es redimida,
capacitada, por el Espíritu Santo (Ga 5,13). Plenamente libre para el amor, María
responde: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra":
18 L. BOUYER, La Iglesia de Dios, Madrid 1973, p.668-672.
19
Cfr. Ordenación sacerdotal o el "sí" que se dicen mutuamente dos novios, que se aman, el día de su
boda.

El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación


de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así
también contribuyera a la vida... Así, María, hija de Adán, aceptando la palabra
divina, fue hecha madre de Jesús, y abrazando la verdad salvífica de Dios con
generoso corazón y sin el impedimento de . pecado alguno, se consagró
totalmente a sí misma, cual sierva del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo,
sirviendo al misterio de la redención con El y bajo El, por la gracia de Dios
omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María no como mero
instrumento pasivo, sino como cooperadora a la salvación humana por la libre fe y
la obediencia (LG 56).

En María, la Iglesia aprende el amor al silencio interior, la escucha profunda en


donde la palabra planta su tienda entre los hombres. Los Padres celebraron la
virginidad de María y de la Iglesia, comparándolas con la luna, que no brilla con
luz propia, sino que se deja iluminar e irradia la luz del sol, que es Cristo: se trata
de "la mujer vestida de sol" del Apocalipsis: "La gran mujer no es solamente la
gloriosa, sino la que sigue siendo terrena, la que engendra con dolor, la que
clama, la perseguida por el dragón, la que huye al desierto, la que buscando
amparo mira a su Hijo arrebatado al trono de Dios. Todo esto ciertamente se lleva
a cabo primero en el destino de la Iglesia que sufre en la tierra, pero también
estuvo prefigurado en el destino terreno de la Madre de Dios... Así como la luna,
astro nocturno, solamente es iluminada por la luz del sol, así como se transforma y
mengua, así sucede con el destino de la Iglesia no transfigurada".20
Y lo mismo que la Virgen María, también la virgen Iglesia canta
su Magnificat, porque ha escuchado la Palabra de Dios, la ha acogido, permanece
en ella, la proclama y la pone en práctica. "La Iglesia, que desde el principio
conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite
constantemente las palabras del Magnificat" (RM 37).

Por eso el cántico de María es a la vez el cántico de la Madre de Dios y el de la


Iglesia, cántico de la Hija de Sión y del Nuevo Pueblo de Dios, cántico de acción
de gracias por la plenitud de gracias derramadas en la Economía de la salvación,
cántico de los "pobres" cuya esperanza ha sido colmada con el cumplimiento de
las promesas hechas a nuestros padres, "en favor de Abraham y su descendencia
por siempre" (CEC 2619).
20 HUGO RAHNER, María yla Iglesia, p.121-122.

08. UNA ESPADA ATRAVESARÁ TU ALMA

A) EL ANUNCIO A JOSÉ

Aunque el Hijo no iba a nacer de unas relaciones conyugales entre María y José,
éste, sin embargo, era el esposo legítimo de María y, en el matrimonio, tenía una
misión importante como padre del hijo de María. José es un "justo " ante Dios,
elegido por Dios para una misión fundamental en la historia de la salvación. Si
Lucas nos presenta el anuncio del nacimiento del Hijo de Dios hecho a María,
Mateo nos presenta el mismo anuncio dirigido a José. Partiendo de la paternidad
legal de José, "hijo de David", Mateo introduce a Jesucristo desde el principio en
la historia de la salvación: Jesús es el cumplimiento de la promesa.

El origen de Jesús como Cristo fue así: estando desposada María, su madre, con
José, antes de que conviviesen, se halló encinta por obra del Espíritu Santo. José,
su esposo, siendo justo y no queriendo denunciarla (o revelarlo), resolvió
separarse secretamente (Mt 1,18-19).

La intención de Mateo -como aparece en la genealogía (1,1-18)- es mostrar que


Jesús desciende de Abraham y de David y que es, por tanto, el Mesías esperado.
La dificultad de Mateo es que Jesús, el Mesías, no desciende de José, en quien
desemboca la genealogía.1 La cadena de padre a hijo queda rota en el último
eslabón: aquí no se habla ya del padre, sino de la madre de la que nace Jesús.
¿Cómo puede ser Jesús el Mesías si no es hijo de José? A esta pregunta
responde Mateo. "Jesús, llamado Cristo" concluye la genealogía, y ahí empalma la
continuación de Mateo: "De Jesús como Cristo el origen fue así". Con otras
palabras: Jesús, el Mesías, nació de la manera siguiente: a pesar de no ser hijo
carnal de José, le corresponden los derechos hereditarios de David y de Abraham.
Es, pues, el Mesías.
1
Mateo, no obstante su preocupación por mostrar el ascendiente davídico de Jesús, transmitió el dato
más difícil para su intención: el hecho de que Jesús no hubiera sido engendrado por José, hijo de
David, como se esperaba. Si actuó así es evidente que "se sentía más ligado por el acontecimiento que
por la letra de las Escrituras". No interpretó los hechos a la luz de sus esperanzas, sino estas
esperanzas a la luz de los hechos. Cfr. R. LAURENTIN, 1 vangeii dell'infanza di Cristo, Torino 1985,
p.430.

Por este motivo José ocupa el centro del relato. Pero se afirma que lo acontecido
en María no es obra de padre humano, sino del Espíritu Santo. Mateo conoce la
concepción virginal de Jesús y trata de demostrar que, a pesar de ella, Jesús es el
Mesías. Es lo que hace con el anuncio a José.

Los dos anuncios, a María y a José, tuvieron lugar en el intervalo de tiempo entre
los desposorios y la cohabitación definitiva de los esposos. Según una
interpretación, María no dice nada a José de lo ocurrido en ella. No quiere
interferir en los planes de Dios para con José. Espera que, como Dios ha
mandado un ángel para revelarle su designio sobre ella, intervenga también con
José revelándole los designios sobre él. En el silencio sufre las dudas y
sospechas de José, aguardando la intervención de Dios.

Pero quizás explique mejor el texto de Mateo otra interpretación. Es posible que
José hubiese llegado a comprender, escuchando el relato de los hechos de labios
de María, cómo había ocurrido todo realmente. 2 Y sabiendo que el embarazo de
María se debe a la acción del Espíritu Santo, José decide "apartarse ante el
misterio". José, comprendiendo que Dios está actuando, decide no interferir en el
designio de Dios con María. Por ello decide apartarse de María en secreto. iCómo
podría él tomar por esposa a María, la llena de gracia! Es el sentimiento de
respeto y de temor ante el misterio de Dios lo que lleva a José a querer alejarse
de María. José, justo3 no ante la ley sino ante Dios, acepta totalmente la voluntad
de Dios. Esto le lleva a decidir alejarse de María en secreto, sin revelar el misterio
de la concepción virginal del Hijo de Dios en María.4
2
El silencio frente a José contrastaría con la actitud de María con respecto a Isabel con la que comparte
su alegría y acción de gracias.
3
El hombre justo ante la intervención de Dios se retira respetuosamente. Es la reacción de
los justos del Antiguo Testamento: la de Moisés en la teofanía del Sinaí; la de Isaías en la visión de
Yahveh en el templo. Cuando Dios interviene en la historia del hombre, el justo se retira con temor
reverencial ante Dios. Esta interpretación que presenta San Bernardo como "eco de los Padres" supera
el nivel de la moral y se sitúa en el plano de la historia de la salvación.
4
El verbo deigmatisai puede significar: denunciar, exponer a la afrenta, pero significa también sacar a la
luz, revelar, hacer visible, manifiesto.

José guarda en su corazón como un secreto precio-so el misterio descubierto en


su esposa. José no se pregunta si María es culpable o no. Su duda o indecisión es
acerca de lo que él debe hacer. ¿Cómo ha de comportarse él, el esposo, en la
situación excepcional en que se encuentra su esposa: encinta por obra del
Espíritu Santo? ¿Qué debe hacer él? Lleno de temor reverencial ante el misterio,
realizado en María, su esposa, José no ve otra salida que retirarse: "separarse de
ella secretamente". José "se dio cuenta claramente de que Dios había puesto la
mano en su mujer y que, por tanto, era intangible para él". 5 Como dice Santo
Tomás: `José quiso devolver a la Virgen su libertad, no porque la creyera culpable
de adulterio, sino por respeto a su santidad: sentía temor de convivir con ella". 6 Y
San Bernardo:
5 R. GUARDINI, o. c., p. 49. Esta interpretación parte de Eusebio de Cesarea: PG 22,879-886.
6 SANTO TOMÁS, Sur,. theo1. Supplementum III q.62 a.3 ad 2.

¿Por qué quiso dejarla? Escucha, no mi opinión, sino la de los Padres. La razón
por la que José quiso dejar a María es la misma por la que Pedro alejó de sí al
Señor, diciéndole: Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador. Es también
la razón por la que el centurión le apartaba de su casa con estas palabras: Señor,
no soy digno de que entres en mi casa. Del mismo modo, José, juzgándose
indigno y peca dor, pensaba que una persona tan grande como María, cuya
maravillosa y superior dignidad admiraba, no debía avenirse a hacer vida común
con él. Veía, con sagrado asombro, que en ella resplandecía la marca
inconfundible de la divina presencia. Ante la profundidad del misterio, como
hombre que era, tembló y quiso dejarla secretamente... También Isabel, ante la
presencia de la Virgen embarazada, se sintióllena de respetuoso temor y, por eso,
exclamó: ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Ésta es, pues, la
razón por la que José quiso dejarla.7

Lleno de respeto hacia María, en quien el Espíritu Santo ha obrado grandes


cosas, José está decidido a dejarla totalmente en las manos de Dios. Pero, en ese
momento decisivo, "estando él en esos pensamientos, he aquí que se le apareció
en sueños un ángel del Señor y le dijo: No temas recibir en tu casa a María, tu
esposa" (Mt 1,20). José escucha la misma palabra que ha recibido María: "No
temas, María" (Lc 1,30). Este "no temas"8 tiene en la Escritura una gran
significación: es la palabra de Dios ante el "santo temor" que experimenta el
hombre ante una revelación de la presencia de Dios. Es este temor ante la
presencia y acción de Dios en María lo que el evangelio supone en José. De aquí
que el ángel le diga: "No temas recibir en tu casa a María, tu esposa; pues, cierta-
mente, lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le
pondrás por nombre Jesús, por-que El salvará a su pueblo de sus pecados" (v.20-
21).

El ángel revela a José su misión en el misterio de María y de Cristo: su misión de


esposo de María y de padre legal de Jesús, a quien como padre "tú pondrás el
nombre". Aunque no sea su padre carnal, José recibe la misión de hacer de padre
a Jesús. Así, al mismo José le queda indicado el sentido y la forma de su vida
ulterior en el servicio del misterio que se ha de cumplir en su casa.
7 SAN BERNARDO, Hom 'Super missus est", II 14: PL 183,68.
8 Cfr. Mt 14,25; 17,7; Mc 9,32; Ap 1,17.

Esto tiene su significación en el cumplimiento de la historia de la salvación, como


señala Mateo: "Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había
anunciado por el profeta, que dice: He aquí que una virgen llevará en su
seno y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que quiere decir
Dios con nosotros" (v.22-23).9 Mateo se interesa de la misión de José y le incluye
en la profecía. Y, según Mateo, será José, y no María, quien dé el nombre al niño:
"Y él le puso por nombre Jesús" (v.25). José, acogiendo la voluntad de Dios, actúa
como esposo de María y como padre legal del Niño-Mesías. A través de José,
Jesús es el descendiente de David, el Mesías de Israel. San Mateo no olvida
anotar el nombre con que el ángel se dirige a José: `José, hijo de David" (v.20).

Aquí queda confirmada la maternidad virginal de María, en la que Mateo


-valiéndose de la versión griega de los LXX que traduce -almah por parthenos- ve
cumplida la profecía: "Ved que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le
pondrán por nombre Emmanuel" (Is 7,14; Mt 1,23). Mientras subraya el
cumplimiento de la esperanza mesiánica en Jesús, pone de manifiesto el
alumbramiento prodigioso de María de aquel que es Emmanuel, el Dios-con-
nosotros. La virginidad de María a los ojos de Mateo y de la tradición cristiana es
vista en relación a Cristo. Cristo no es fruto de un amor humano, sino del Espíritu
Santo. En María el protagonista es el Señor y la virginidad es la expresión de esta
primacía. Cristo no surge del semen humano o del amor que une a María con
José, sino del amor de Dios.
9 Mateo modifica la cita del profeta, cambiando el singular en plural. En vez de "ella le pondrá por nombre" (Is 7,14), dice: "le pondrán por nombre".

El relato de Mateo nos muestra, finalmente, cuál debe ser la manera cristiana de
acoger con espíritu de fe el misterio de la concepción virginal de María. En José,
el esposo de María, hallamos la actitud de fe, humildad y respeto con que acoger
este misterio de la acción de Dios en María: "José hizo lo que el ángel del Señor le
había mandado: recibió a su esposa y, sin tener relaciones conyugales, ella dio a
luz un hijo, al que José puso por nombre Jesús" (Mt 1,24-25).

B) LA PRESENTACIÓN: OFRENDA DEL HIJO

La Anunciación y Encarnación tienen lugar en Nazaret, pero Jesús, hijo de David,


nace en "Belén de Judea, la ciudad de David, por ser José de la casa y de la
familia de David" (Lc 2,4; Mt 2,5). De Belén pasará, como David, a Jerusalén,
donde el anciano Simeón le proclamará Mesías y Salvador, viendo en El la gloria
del pueblo de Israel. Jesús ya en el seno de su madre comienza la subida hacia
Jerusalén y hacia el Templo. El Hijo de Dios, que ha descendido del Padre,
comienza su ascensión hacia el Padre (Jn 16,28). Es María, la Madre, quien lleva
por primera vez a Jesús a Jerusalén y al templo, para "dedicar-lo" al Padre, a las
cosas del Padre.

A los ocho días es circuncidado y José "le puso por nombre Jesús " (Mt 1,25),
nombre "que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno" (Lc 2,21) y que
reveló a José en sueños (Mt 1,21). Después de la circuncisión de Jesús, llegado el
tiempo de la purificación, José y María subieron a Jerusalén a presentar al Niño
"para ofrecerlo al Señor" (Lc 2,22ss). No se trata, según el Levítico (c.12) de una
purificación moral, sino ritual, en cuanto que las fuentes de la vida son protegidas
por la ley de Dios. María es el Israel de Dios que invoca la purificación. Jerusalén,
cananea de nacimiento, abandonada en el campo, como objeto repugnante, el día
de su nacimiento, es vista por Dios, que se compadece de ella: "Te bañé con
agua, lavé la sangre que te cubría, te ungí con óleo. Te vestí con vestidos
recamados, zapatos de cuero fino, una banda de lino y un manto de seda... Te
hiciste cada día más hermosa y llegaste al esplendor de una reina. Tu fama se
difundió entre-las naciones, debido a tu belleza, que era perfecta, gracias al
esplendor con que yo te había revestido" (Ez 16). Esta esposa, colmada de dones,
provoca los celos de Dios con sus infidelidades. Pero Jerusalén sigue siendo la
esposa del Señor: "Pero yo me acordaré de mi alianza contigo en los días de tu
juventud y estableceré en tu favor una alianza eterna... Yo mismo restableceré mi
alianza contigo y sabrás que yo soy Yahveh" (60-63).

En estas palabras hallamos la profecía de la Jerusalén de la Nueva Alianza, la


Iglesia, que Cristo ama hasta entregarse a sí mismo por ella "para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela
resplandeciente a sí mismo, sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada" (Ef
5,25-27). En María se cumple ya lo que Cristo hará con toda la Iglesia. En la
presentación del templo, en el misterio de la ofrenda al Señor de su Hijo, la Hija de
Sión vuelve al primer amor de la Alianza. Y Jesús esofrecido a su Padre celestial,
de quien es realmente Primogénito y a quien pertenece desde siempre.

"El primogénito abre el seno materno" (Nm 3,12), permitiendo a los demás
hermanos pasar por él. Jesús ha abierto el seno de la misericordia del Padre y ha
pasado, el primero, a través de la muerte, dejándonos abierto el acceso al Padre.
Así se ha ofrecido al Padre al ser presentado en el templo: "Por eso, al entrar en
este mundo, dice: Sacrificios y oblación no quisiste; pero me has formado un
cuerpo... para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10,5.7).

En toda la escena de la presentación, el Espíritu Santo aletea en el templo (Lc


2,25.26.27), moviendo, con-solando e inspirando a los ancianos Simeón y Ana.
Simeón es el hombre de la espera mesiánica. Aunque avanzado en edad
mantiene en alto la llama de la esperanza: "él esperaba la consolación de
Israel" (v.25), junto con "los que esperaban la redención de Jerusalén" (v.38).
Simeón es el hombre de la esperanza y del Espíritu. El encuentro con Simeón
acontece antes de la presentación propiamente dicha. Las palabras de Simeón,
iluminado por el Espíritu Santo, iluminan a María el significado del rito. Al coger al
niño en sus brazos, inspirado por el Espíritu, Simeón empieza por dar gracias a
Dios, porque le concede ver al Mesías en el que tenía puesta toda su esperanza.
Simeón descubre en Jesús el cumplimiento de las promesas esperadas,
reconociendo en él "al Cristo del Señor", "la consolación de Israel", y "la luz de las
naciones" como "el Siervo de Yahveh".10 También Ana,11 que día y noche
10 Simeón se inspira en los cantos del Siervo de Isaías: 52,10; 42,6; 49,6; 50,4-9; 52,13-53,12.
11 Ana parece la viuda que describe Pablo: "La viuda pone su esperanza en Dios y se consagra a la
oración día y noche" (1Tm 5,5; Lc 2,37-38).

servía al Señor en el templo, reconoce en el niño al Esperado, "la redención de


Israel". Los dos ancianos reconocen que María, la Hija de Sión, lleva al templo la
Luz verdadera, luz para iluminar a los gentiles y gloria de Israel. Estos dos
ancianos encarnan las palabras del salmo: "En la vejez darán aún fruto, se
mantienen frescos y loza-nos para anunciar lo bueno que es Yahveh, nuestra
roca" (Sal 92,15-16).

A la luz de la profecía de Simeón el gesto de la presentación de Jesús adquiere la


plenitud de su significado: el primogénito es ofrecido totalmente a Dios para
salvación de todos sus hermanos. Desde la Anunciación se le ha dicho a María
que su hijo es el Salvador. Simeón se lo hace presente a la hora de ofrecerlo a
Dios en el templo. Y además Simeón le aclara que su hijo salvará a los hombres
como Siervo de Dios, que será "traspasado por nuestras culpas" (Is 53,5), de modo
que también a ella "una espada le atravesará el alma". María, en ene-mistad
desde Eva con la serpiente, está situada en el corazón del combate que
acompañará a su Hijo, signo de contradicción: o con El o contra El. Santa Catalina
de Siena escribirá: "iOh dulcísimo y amantísimo Amor, la lanzada que tú recibiste
en el corazón es la espada que traspasó el corazón y alma de tu madre. El Hijo
era golpeado en el cuerpo y, de modo semejante, era herida la madre, porque
aquella carne era de ella".12

El episodio de la presentación de Jesús en el templo nos sugiere el relato de la


historia de Samuel. Lo mismo que Elcaná y Ana presentan a su hijo en el
santuario de Silo (1S 2,20), así María y José presentan al
12 SANTA CATALINA DE SIENA, Carta 30.

niño en el templo. Como Elí bendice a los padres de Samuel (2,22), así Simeón
bendice a los de Jesús; lo mismo que en Silo hay algunas mujeres que sirven en
el santuario (2,22), así también en Jerusalén Ana "sirve al Señor día y noche con
ayunos y oraciones" (Lc 2,37); y lo mismo que Samuel "iba creciendo y se ganaba
el aprecio del Señor y de los hombres" (2,26), así también "el niño Jesús crecía y
se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor del Señor " (Lc 2,40). La
diferencia más notable es que Jesús, a diferencia de Samuel, no se quedó en el
templo.
La llegada de Jesús al templo es el cumplimiento de la esperanza mesiánica,
anunciada por Malaquías como "purificación del templo y del pueblo " (Ml 3,1-3).
Simeón, en el Nunc dimittis, canta el cumplimiento de la promesa y de su
esperanza. Pero, tras cantar el cumplimiento de la promesa, Simeón anuncia su
profecía a María. Aquel en quien se cumple la promesa de la salvación es también
"signo de contradicción", objeto de acogida y de rechazo por parte de Israel. Y esto
se repercutirá en María: "A ti misma una espada te atravesará el corazón " (Lc
2,35). Aquella que ha sido presentada con José como fiel observante de la ley de
los padres está también ligada al drama del rechazo de su pueblo. En realidad
Lucas no se ha fijado en la ceremonia de la purificación de la madre. Sólo nos ha
narrado la presentación de Jesús, la ofrenda de Jesús a Dios. Esta será la
purificación de la fe de María a lo largo de toda su vida. La ley no prescribía que
se llevase al Templo al primogénito; el rescate se podía hacer sin necesidad de
presentarlo. Al llevar a Jesús al templo, María manifiesta su fe en que su Hijo es
propiedad del Señor, como Ana lo pensó respecto a su hijo Samuel, que "lo ofreció
a Yahveh para todos los días de su vida, diciendo: es un consagrado a Yahveh"
(1S 1,28).

El evangelio de Lucas no habla de la presencia de María al pie de la cruz. Pero en


su evangelio, la cruz se dibuja ante ella desde el comienzo. La maternidad de
María está marcada por el signo pascual, pues su Hijo no podía llegar sino por la
muerte al pleno nacimiento filial (Rm 1,3). En Israel, todo primogénito pertenece a
Yahveh; los padres deben rescatarlo para que sea su hijo (Ex 13,2.12). Ahora
bien, Jesús es llevado al templo, no para ser rescatado, sino "para ser presentado
al Señor" (Lc 2,22), pues ya había anunciado el ángel que "el niño que nacerá
será santo" (Lc 1,35), consagrado al Señor para siempre. El arrebatamiento junto
a Dios (Ap 12,5) comienza desde el nacimiento, para acabar un día en una
separación total. Tal es el nacimiento completo de Jesús, hasta allí se extiende la
relación materna de María con El. San Bernardo comenta:

El amor de Cristo es como una flecha elegida, que no sólo hirió el alma de María,
sino que la traspasó, para que en su seno virginal no quedara ni una pequeña
parte vacía del amor y, así, ella amase a Dios con toda su persona y fuera
realmente llena de gracia. La traspasó para llegar hasta nosotros y que todos
nosotros participáramos de su amor y, así, ella se convirtiera en la madre de aquel
amor del que Dios es Padre.13
13 SAN BERNARDO, Sermón 29 sobre el Cantar de los Cantares.

Por eso los vínculos humanos entre el Hijo y la madre se van aflojando
continuamente: "¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?"
(Lc 2,49). En torno a Jesús se va formando una nueva familia, unida a él por los
lazos de la fe: "Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la
cumplen" (Lc 11,27). La fe prevalece sobre la carne. A los ojos de María, los
rasgos de Jesús van adquiriendo los rasgos del Cristo de Dios. Es el Padre quien
atrae a sí a su Hijo, quien se lo arrebata a la madre. Juan desde el comienzo de
su evangelio anuncia ya la "hora" suprema: "¿A ti y a mí qué? Mi hora todavía no
ha llegado" (Jn 2,4). La hora de Jesús, la de su pascua, es también la de la Iglesia
en su paso de la antigua a la nueva alianza. Jesús cumple en Caná el primero de
sus signos, que son todos anuncios de "su hora". Y "la madre de Jesús estaba allí"
(Jn 2,1). María no es llamada por su nombre: es la madre de Jesús, a la que
Jesús llama con un nombre inusual: ¡Mujer! Los dos términos convienen a María:
ella es la mujer-madre, el símbolo de la nación de la alianza.

La espada evoca en el lenguaje bíblico la palabra de Dios. 14 Esta palabra está


presente ahora. Los mismos poemas del Siervo, con los que Simeón describe a
Jesús como luz de las naciones y gloria de Israel (Is 42,6; 49,6), afirman:
"Convirtió mi boca en espada afilada" (Is 49,2). La "espada" que atravesará el
corazón de María será, pues, la Palabra de Dios, que se hace presente en su Hijo
Jesús: lo mismo que Israel, también María tendrá que enfrentarse con esta
palabra; no se le ahorrará el esfuerzo de creer (Lc 2,48-51), puesto que tendrá
que guardar y meditar hechos y palabras que no siempre entiende. Pero a
diferencia de
14 Cfr. Is 49,2; Sb 18,15; Ap 1,16; 2,12.16; 19,15.21; Ef 6,17; Hb 4,12.

muchos en Israel, María, como expresión del Israel fiel, perseverará en la fe hasta
el fin, hasta el momento de la cruz.

Como la vida de Cristo, según el evangelio de Lucas, fue una lenta y decidida
"subida a Jerusalén" (Le 9,31), la de María fue igualmente un acompañar a Jesús
en su camino hasta la cruz. Ya las palabras de Simeón: "Una espada atravesará tu
alma", que María, sin duda, guardó en su corazón, fueron un preludio de su
misión: "estar con Jesús junto a la cruz". Juan Pablo II, en la Redemptoris
mater, aplica a María la palabra de la kénosis, que Pablo ha aplicado a Cristo (F1p
2,6-7): "Mediante la fe, María está perfectamente unida a Cristo en su
despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda kénosis de la fe en la historia de la
humanidad" (RM 18). Esta kénosis se consumó bajo la cruz, pero comenzó mucho
antes, en Nazaret y a lo largo de toda la vida pública de Jesús, en esa
"peregrinación de la fe":

No es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a una especie de "noche
de la fe" -usando una expresión de san Juan de la Cruz-, como un velo a través
del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio. 15 Pues
de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el
misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de la fe (RM 17).
15 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte Carmelo L.II, cap. 3,4-6.

En lugar de hablar de los "privilegios" de María, el Vaticano II nos presenta a


María siguiendo las huellas de su Hijo, asociada a El. Y Cristo, aunque no tuvo
pecado alguno, experimentó por nosotros la fatiga, el dolor, la angustia, las
tentaciones y la muerte, todas las consecuencias del pecado. María, como Cristo,
siendo su Madre, aprendió lo que es la obediencia con el sufrimiento, de modo
que podemos decir que tenemos una madre que puede comprender nuestras
enfermedades, nuestra fatiga, nuestras tentaciones, habiendo sido ella probada en
todas esas cosas, semejante en todo a nosotros, excepto el pecado (Hb 4,15;5,8).

Ella es la Virgen, Hija de Sión, que cumpliendo la ley, te presentó en el templo a


su Hijo, gloria de tu pueblo Israel y luz de todas las naciones. Ella es la Virgen,
puesta al servicio de la obra de la salvación, que te ofrece al Cordero sin mancha,
que será inmolado por nuestra salvación en el ara de la cruz. Así, Señor, por tu
designio, el mismo amor asocia al Hijo y a la Madre; los une el mismo dolor y los
impulsa la misma voluntad de agradarte.16
16 Prefacio de la Misa "Santa María en la presentación del Señor".

C) TOMA CONTIGO AL NIÑO Y A SU MADRE

La última perícopa del evangelio de la infancia de Mateo (2,13-21) lleva a Jesús


de Belén a Nazaret. Pero en medio lo conduce a Egipto, haciéndole partir de allí
hacia Nazaret. "El ángel se aparece, no a María, sino a José y le dice: Levántate,
toma contigo al Niño y a su Madre. No le dice, como había hecho antes, `toma a tu
esposa', sino `toma a su madre'. José escucha, obedece y acepta con alegría
todas las pruebas".17 `José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre y se
retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes". Y durante su estancia en
Egipto, Mateo colo-ca la matanza de los inocentes, comentada con las palabras
que Jeremías empleó para describir a las tribus del norte en su destierro. Así
presenta a Jesús cumpliendo la historia de Israel, al revivir el éxodo y el destierro
de Israel. En Jesús se cumple, pues, la esperanza mesiánica. Y a su lado,
siempre presente, está María, su madre, como manifiesta la repetida expresión:
"el niño y su madre" (Mt 2,13.14.20.21). María aparece, pues, como figura de
Israel que esperaba la salvación mesiánica y que entra ahora en ella. La madre
del Mesías, que acoge a todas las gentes (sabios de oriente), es aquí la mujer del
éxodo y del exilio, conducida con el Nazareno a la tierra de sus padres. María
representa así el umbral a través del cual se pasa de la espera al cumplimiento.

María, hija de Sión, peregrina como Israel por el exilio. Su Hijo, es hijo de Israel, a
quien Dios saca de Egipto (Os 11,11), pero es también el Hijo de Dios en quien se
cumple plenamente la profecía: "De Egipto llamé a mi Hijo" (Mt 2,15).
17
SAN JUAN CRISÓSTOMO, Comentario del Evangelio de San Mateo, VIII, 25.
D) TU PADRE Y YO, ANGUSTIADOS, TE BUSCÁBAMOS

El evangelio de la infancia de Lucas se cierra con el episodio de la presencia de


Jesús a los doce años en el templo: "Sus padres iban cada año a Jerusalén, por la
fiesta de pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta,
según la costumbre" (Lc 2,41-42). Al final "bajó con ellos a Nazaret" (v.51). Entre la
subida y la bajada tiene lugar la revelación de Jesús, que llena de asombro a los
que le escuchan en el templo (v.47), y a sus padres (v.48), que "no comprendieron
lo que les decía" (v.50).18 Esta revelación está compendiada en las palabras: "¿Por
qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi
Padre?" (v.49). Esta es la primera palabra de Jesús que nos ha recogido el
Evangelio. Desde el comienzo Jesús pronuncia la palabra fundamental de su vida:
"Mi Padre", revelando el misterio de su ser y de su misión. Su primera palabra se
refiere al Padre que le ha engendrado eternamente y le ha enviado a hacerse
hombre en el seno de María. También a su Padre celestial dirigirá su última
palabra: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Y, una vez
resucitado, también sobre el Padre será su última palabra: "Yo mandaré sobre
vosotros el Espíritu que mi Padre ha prometido" (Lc 24,49).
18 Cfr. el paralelismo con la revelación de Dios a Moisés: Ex 3-4; 33,18-34; o a Elías: 1Re 19.

Esta palabra de Jesús, marcando el contraste con las palabras de María "tu padre
y yo", dejan sorprendidos a María y a José. Es lo mismo que experimentarán más
tarde sus discípulos: "Ellos no comprendieron nada de lo que les decía porque era
un lenguaje oscuro para ellos y no entendían lo que decía" (Lc 18,34). Pero María
conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón. Poco a poco irá
comprendiendo que el desapego de su Hijo no es un signo de distancia, sino de
una nueva cercanía. En la fe irá comprendiendo que su Hijo tiene una misión que
cumplir y se asociará a ella de corazón.

Este episodio tiene un significado simbólico. Es un hecho excepcional, querido por


Jesús, que hasta entonces y después "estaba sometido" a María y a José (Mt
2,51). Jesús recuerda a José y a María la ofrenda que han hecho de El al Padre
en su primera presentación en el templo: él se debe a su Padre. Y un día se
substraerá a sus cuidados, para dedicarse enteramente a la misión que el Padre
le ha confiado. Y, en el cumplimiento de esa misión salvadora, se perderá y no
será hallado hasta el tercer día. Ellos "no entendieron sus palabras", pero "María
las conservó en su corazón". El final del episodio con el encuentro del Hijo en
medio de los doctores admirados de su inteligencia y de sus respuestas es un
anuncio, guardado en el corazón de María, de la gloria en la que encontrará a su
Hijo resucitado.
A través de las palabras de María oímos el eco del gemido de la Esposa del
Cantar de los Cantares: "He buscado al amor de mi alma. Le busqué y no le hallé.
Me levantaré y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de
mi alma" (3,1-2). Pero, también, resuena el gemido de María Magdalena, en la
mañana de Pascua: "Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto" (Jn
20,13). Cuando María suba por última vez a Jerusalén, a la montaña santa de
Abraham, la montaña donde Dios había "provisto un Cordero", durante tres días,
María recordará los tres días en que buscó a su Hijo hasta que lo encontró en el
Templo, ocupado en las cosas de su Padre. La memoria, "las palabras guardadas
en el corazón", le ayudará a vivir en la esperanza.

Pues el episodio del templo es la prefiguración de la Pascua de Cristo, cuando por


tres días será substraído por la muerte a la vista de los suyos. Los dos
acontecimientos tienen como escenario Jerusalén y están enmarcados en la
liturgia de la Pascua. La angustiosa búsqueda de María y de José evoca la tristeza
de los discípulos, que han perdido al Maestro (Lc 24,17), a quien buscan (Lc 24,5)
hasta que El se les aparece "al tercer día" (Lc 24,21). La diferencia entre María y
los demás discípulos es que éstos son "torpes" para comprender y "cerrados" para
creer "lo que dijeron los profetas" (Lc 24,25). María, "aunque no comprendiera",
"guardaba todos estos hechos en su corazón" (v.51). Así María permanece abierta
al misterio y se deja envolver por él. Así, preparada por el anticipo de la pérdida
del hijo a los doce años, puede acoger el designio de la muerte de su Hijo y "estar
en pie junto a El en el momento de la cruz", aceptando que cumpla la voluntad del
Padre. Ella acepta que su Hijo ponga su relación con el Padre por encima de los
vínculos familiares de la carne. Su fe, sin privarla del dolor, le permite aceptar que
la "espada" anunciada le atraviese el corazón hasta la plena manifestación de la
luz pascual.

Este negarse a sí misma en relación al Hijo es el camino constante durante toda la


vida pública (Jn 2,4; Lc 11,27-28). Es la kénosis de María, llevada por su Hijo de
un conocimiento en la carne a un conocimiento de El en la fe, pasándola por "la
noche oscura de la memoria", dice San Juan de la Cruz.19 Esta noche oscura de la
memoria consiste en olvidarse del pasado para estar orientados únicamente hacia
Dios, viviendo en la esperanza. Es la radical pobreza de espíritu, rica sólo de Dios
y, esto, sólo en esperanza.
19 SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida al Monte Carmelo lll, 2,10.

María es, pues, la creyente, que consiente a la palabra de Dios en la fe y se deja


conducir dócilmente por ella, experimentando el misterio, que se le va aclarando
progresivamente. María, guardando la palabra en su corazón, permite que ésta,
como espada de doble filo, la traspase el corazón. De este modo sus
pensamientos van siendo penetrados por el esplendor de esa palabra (Lc 2,35),
que es luz que ilumina a las gentes (Lc 2,32). Es la figura del verdadero discípulo,
que asiente a la iniciativa de Dios, dejándose plasmar por El. La Iglesia naciente
se mira en ella como en un espejo para descubrir su verdadero rostro. Y así nos la
ofrece a nosotros hoy.

E) JUNTO A LA CRUZ ESTABA SU MADRE

Llegó el día en que el niño iba a nacer, para ser llevado junto a Dios: "Estaba
encinta y gritaba con los dolo-res del parto..., dio a luz a un hijo varón... El hijo fue
arrebatado hacia Dios y a su trono" (Ap 12,2.5). Se sabía que los tiempos
mesiánicos nacerían en medio de dolores de parto. Estas tribulaciones han
atravesado los siglos; desde los comienzos, la mujer encinta grita en sus dolores.
El Apocalipsis une el nacimiento doloroso y la glorificación junto a Dios del hijo
varón que da a luz la mujer.

Es sobre el hijo sobre quien han caído los dolores de parto de los últimos tiempos:
"¿No era necesario que Cristo sufriera todo esto para entrar en su gloria?" (Lc
24,26). Pero en el Apocalipsis son los dolores de la madre los que simbolizan las
pruebas mesiánicas, pues la comunidad es inseparable del hijo que lleva en su
carne. Esta comparte los dolores a través de los cuales el niño nace hasta estar
junto a Dios (Jn 16,21).

Jesús es el punto de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el final de uno


y el principio del otro. El es el paso del uno al otro: su "carne es el gozne de la
salvación".20 Pasa de la carne al Espíritu y arrastra a la Iglesia en esta pascua.
Durante su vida terrena, Jesús, "nacido de mujer, bajo la ley" (Ga 4,4), pertenecía
en alguna medida a la primera alianza; estaba reducido a "la condición de siervo",
en la que su misterio filial se encontraba oculto, "hecho en todo semejante a los
hombres" (F1p 2,7). Tenía todavía que "ir hacia el Padre" (Jn 13,1), al que estaba,
sin embargo, unido en lo profundo de su ser (Jn 10,30). Es así como pertenece en
su carne a un pueblo que vivía "según la carne", aun estando destinado a la
filiación (Ga 4,1-3). Pero en la cruz, Jesús muere a la carne, a la ley (Ga 2,19) y,
desde entonces, vive en su Padre (Rm 6,10), en el Espíritu Santo: "Nacido de la
estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el
Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte" (Rm 1,3), cuando "el
Hijo fue arrebatado hacia Dios y a su trono" (Ap 12,5). Tal es la obra de la
salvación: "A través de la cortina, es decir, de su propia carne desgarrada, Jesús
entró de una vez para siempre en el Santuario, adquiriéndonos una liberación
eterna" (Hb 9,12;10,20).
20 TERTULIANO, De resurrectione mortuorum, 8,2: PL 2,931.

Durante la primera alianza, "la mujer" había sido madre de Cristo según la carne.
Pero, por la cruz, Cristo sube de la carne al Espíritu. A su muerte, el velo del
templo se desgarra, la primera alianza expira con él: "vuestra casa queda desierta"
(Mt 23,38). Pero "este templo", Jesús lo reedifica: "El hablaba del templo de su
cuerpo resucitado" (Jn 2,21). Entre uno y otro templo, entre una y otra alianza, hay
ruptura y continuidad: el templo es destruido, pero este templo yo lo
levantaré renovado. La Iglesia de Dios se reúne en este templo reconstruido. En
otro tiempo madre según la carne, la Iglesia pasa a ser compañera en la pascua
de Jesús; como una esposa que formara un cuerpo con él, se duerme con él en su
muerte y se despierta con él en su resurrección.21

"En pie junto a la cruz de Jesús estaba su madre" (Jn 19,25). En torno a la cruz,
en la persona de María, la hija de Sión, está Israel. Con María, los patriarcas, los
profetas y todos los justos de Israel pasan a la nueva alianza. Y en María, la
Iglesia celebra el cumplimiento del misterio pascual de Cristo en su forma plena,
semejante a la del Señor resucitado, puesto que ella realizó en cuerpo y alma el
"paso" pascual de la muerte a la vida. "Las fiestas marianas son una manera de
hacer presente el misterio pascual, del que se celebra el éxito total en un miembro
eminente de la Iglesia".22
21 Cfr. SAN AMBROSIO, In Ps. 118. Sermo 1,16.
22 T. FEDERICI, Anno liturgico, en Diccionario del concilio Vaticano II, Roma 1969, p.605-606.

09. SE CELEBRABA UNA BODA EN CANÁ Y ESTABA ALLÍ


LA MADRE DE JESÚS

A) EL SIGNO DE CANÁ

Los dos textos del evangelio de Juan en que aparece de forma destacada María,
aunque no se mencione su nombre, son el relato de las bodas de Caná (2,1-12) y
el de su presencia junto a la cruz de Jesús (19,25-27). Iluminado por el Espíritu
Santo, que conduce a los discípulos a la verdad plena (Jn 16,13), Juan nos narra
el signo de las bodas de Caná, viendo la relación entre la revelación del Sinaí,
Caná y la Cruz. Caná es la culminación de la revelación del Sinaí y el preludio de
la revelación plena de la Pascua. En el comienzo y en el final de la obra de Cristo,
está junto a Jesús su madre, la Mujer, símbolo de la Hija de Sión, la Virgen Israel.
La fe de Israel culmina en la fe de María:

Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con
confianza la salvación. Con ella, excelsa Hija de Sión, finalmente, tras la larga
espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva
economía (LG 55).

Se trata de la "hora" de la glorificación de Cristo. Como en el Sinaí, "al tercer día",


Yahveh manifestó su gloria a Moisés y el pueblo creyó en Él (Ex 19,9.11), así, "al
tercer día", Jesús manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en El (Jn 2,1.11).
En la Cruz será plenamente glorificado y, "al tercer día", manifestará su gloria en la
resurrección, "levantando el santuario de su cuerpo" (Jn 2,19-21). Los tres
momentos -Sinaí, Caná y Cruz gloriosa- están unidos como tres momentos
fundamentales de la historia de la salvación.

En el Sinaí, Moisés se hallaba entre Yahveh y la asamblea de sus hermanos (Dt


5,5). En Caná, María se halla entre Jesús y los servidores. Ella ocupa el lugar del
mediador: Dice la Madre de Jesús a El: "No tienen vino"... Y dice su madre a los
servidores: "Cuanto El os diga, hacedlo" (Jn 2,3.5). En el Sinaí, el pueblo se
declaró dispuesto a hacer y escuchar todo lo que Yahveh les dijera a través de
Moisés. En Caná, María exhorta a los servidores a hacer cuanto les diga Jesús.
En el Sinaí se oyó el "sí" de la Esposa, la asamblea de Israel, al Esposo, Yahveh,
que establecía la alianza con el pueblo. En Caná nos hallamos también en el
comienzo de las bodas mesiánicas. En el Sinaí, tras la respuesta del pueblo,
Yahveh les dio el don de la Ley. En Caná, cuando los servidores hicieron lo que
Jesús les dijo, según la invitación de María, Jesús dio el don del "vino bueno ",
símbolo de la nueva Ley.

En la tradición judía, Yahveh es el Esposo e Israel es la Esposa. Moisés es el


padrino de bodas. El Sinaí es parangonado a la cámara nupcial. La respuesta de
fe pronunciada por la asamblea de Israel es el "sí" que sella la alianza, como la
apostasía del becerro de oro es el adulterio cometido en el mismo tálamo nupcial.
La invitación de María coincide con las palabras de la asamblea de Israel en el
Sinaí. En la intención del evangelista hay una identificación entre la asamblea de
Israel y María, la madre de Jesús, a quien Él da el título de "Mujer", con el que es
representado en el Antiguo Testamento y en la literatura judía el pueblo elegido. La
"Mujer" de Juan es la "Hija de Sión", a la que aludirá Lucas (MC 57).1
1 A. SERRA, Maria a Cana e presso la croce., Roma 1991.

San Juan, en su evangelio, nos presenta principalmente a Cristo. También en el


relato de las bodas de Caná, fundamentalmente nos habla de Cristo, del
"comienzo de los signos", con los que "manifiesta su gloria ", para que "los
discípulos crean en El". Pero, en este primer signo, es significativa la presencia de
María: "Se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la madre de
Jesús" (Jn 2,1). Lo que sí es cierto es que el significado de la "madre de Jesús"
procede de su relación específica con su Hijo. Lo que a Juan interesa es la misión
de esta "Mujer" en la economía de la salvación. En esta perspectiva de salvación,
María tiene una significación única. El misterio de María sólo se comprende
vinculado al misterio de Cristo y de la Iglesia.

En el evangelio de Juan hay tres etapas fundamentales en la manifestación


gloriosa de Cristo. La primera es la encarnación misma: "Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del
Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad " (Jn 1,14). La segunda es la de
Caná, cuando con su primer signo `Jesús manifestó su gloria" (2,11). Esta etapa
se prolonga en todos los demás signos hasta la manifestación plena cuando sea
glorificado en la cruz. María está presente significativamente en los tres
momentos.

En el relato de Caná lo importante son las bodas y el vino, que en la tradición


bíblica están cargados de un simbolismo excepcional. Desde el principio se
subraya su importancia: "Al tercer día hubo una boda en Caná de Galilea y estaba
allí la madre de Jesús. Fue invitado también Jesús con sus discípulos a
la boda. No tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. En esto dijo
la madre de Jesús a éste: No tienen vino" (2,1-3). En los primeros versículos ya
aparecen las dos palabras repetidas tres veces, sin que se diga nada de los
novios. Desde esta óptica podemos decir que Juan ve, en las bodas de Caná, un
símbolo de las bodas mesiánicas de Jesús con el nuevo pueblo de Dios,
representado en María y los discípulos. Así "Caná es un signo, un símbolo de la
Nueva Alianza".2

Las bodas de Caná anticipan como signo el misterio pascual como acontecimiento
de alianza nupcial, cumplimiento y superación de la alianza del Sinaí. Con el
trasfondo del simbolismo veterotestamentario de los esponsales entre Yahveh y su
pueblo, expresión de la alianza mesiánica,3 el signo de Caná revela a Jesús como
el Esposo divino del nuevo pueblo de Dios, con el que establece la alianza nueva
y definitiva en su misterio pascual. Bajo esta luz, el banquete nupcial de Caná
aparececomo el signo de la llegada del tiempo prometido. Dios, en Jesús, llega a
colmar sobreabundantemente la espera y transforma el agua de las purificaciones
de la antigua ley en el vino nuevo del Reino. El agua de la letra se transforma en
el vino del Espíritu. Esto se realizará plenamente en la "hora" de Jesús, en el
acontecimiento pascual de la pasión, muerte y resurrección, que recorre todo el
evangelio de Juan. Esa "hora" es el momento esperado, anunciado, preparado y
realizado. Es la "hora" de pasar de este mundo al Padre. Es la "hora" de Cristo
como cumplimiento de las promesas. La respuesta del Hijo: "Mujer, ¿qué tengo yo
contigo? Aún no ha llegado mi hora" (2,4), es la invitación a María a pasar del
plano de la necesidad material y de la antigua espera al plano de la novedad del
Evangelio.

En las bodas de Caná, los personajes principales no son los novios, sino Jesús y
su madre, a la que Jesús se dirige llamándola "Mujer", como hará más tarde,
cuando llegue "su hora" en la cruz (Jn 19,26). María y Jesús, dos invitados a las
bodas, son quienes dan órdenes a los sirvientes: "haced lo que él os diga", "llenad
las tinajas de agua", "sacadlo ahora y llevadlo al maestresala". Y los sirvientes
hacen lo que les ordenan: "llenaron las tinajas hasta el borde y, luego, se lo
llevaron al maestresala". Juan subraya la obediencia inmediata y perfecta de los
sirvientes, a quienes no llama criados (douloi) sino sirvientes (diakonoi).4 Con esta
palabra Juan designa a los verdaderos discípulos de Jesús: "Si alguno me
sirve (diakonéi), que me siga, y donde yo esté, allí estará mi
servidor (diakonos)". Los
2 A. FEULLET, L'heure de Jésus et le signe de Cana, Études johanniques, Desclée de Brouwer 1962, p.11- 13.
3 Cfr. Os 2,16-25; Jr 2,1-2;3,1.6-12; Ez 16; Is 50,1 54,4-8 62, 4-5; Ct y Sal 45.
4 El relato está cargado de palabras significativas diáconos, hora, esposo, agua para las purificaciones, vino, comienzo, signo, gloria, creer, discípulos...

"servidores" que obedecen a Jesús representan al nuevo pueblo de Dios, los


discípulos de Jesús, que "siguen" fielmente a su Maestro, le "sirven" y se
mantienen a su lado.

Los esposos de Caná no aparecen sino para la puesta en escena; la acción se


realiza entre Jesús y su madre, sobre el fondo de un banquete nupcial. La madre
constata la falta de vino. No tienen de ese vino cuya abundancia caracteriza a los
tiempos mesiánicos (Is 25,6; J12,24; 4,18; Am 9,13s). El esposo es
progresivamente reemplazado por Jesús, mientras que la esposa se halla
totalmente ausente. Pero, en un plano diferente al del matrimonio, su papel pasa a
ser representado por María. Jesús y María actúan como si fueran ellos los
personajes principales del relato. San Agustín ya lo comprendió así:

El esposo de estas bodas representaba a la persona del Señor; es a él a quien se


dice: Tú has guardado el vino bueno hasta ahora.5

Como esposo designará a Cristo, un poco después, Juan Bautista, el "amigo del
Esposo", que "se alegra grandemente" porque "ha oído la voz del Esposo" (Jn
3,29-30). Cristo es el verdadero Esposo de la Nueva Alianza, que nos da el "vino
bueno", el "vino de las bodas". Como Yahveh con Israel en el pasado, Jesús
concluye con su pueblo la Nueva Alianza. El milagro que realiza es el signo con el
que se manifiesta como Esposo divino del nuevo pueblo de Dios, con el que
quiere establecer una alianza nueva y definitiva, una alianza que llegará a su
pleno cumplimiento en el misterio pascual, cuando la selle con su sangre. También
allí estará presente María. Como escribe San Efrén: "El esposo terrestre de Caná
invitó al Esposo celeste. Y el Señor, pronto a desposarse, vino a las bodas. Pero
El, a su vez, nos ha invitado a nosotros, lo mismo que El y los discípulos habían
sido invitados". La antífona de Laudes de la Epifanía, fiesta de la manifestación
del Señor, canta:
5 SAN AGUSTÍN, Trac. in loan. IX,2: PL 35,1495.

Hoy, la Iglesia se ha unido a su Esposo celeste, porque Cristo, en el Jordán, la ha


lavado sus pecados; los magos, cargados de presentes, acuden a las bodas del
Rey y los invitados se alegran por el agua convertida en vino. Aleluya.

En Caná "el Esposo de aquellas bodas era figura de Jesucristo en


persona".6 Entonces, si Jesús es el Esposo, ¿quién es la Esposa en estas bodas
simbólicas? Israel, concretizado en "la excelsa hija Sión" (LG 55), María. "Ella,
desde el principio, se halla tan íntimamente presente y vinculada a estas bodas,
que el milagro que aquí se realiza se reduce, en realidad, a la colaboración de
estas dos personas: Jesús y la madre de Jesús".7 "En sus gestos y en su diálogo,
la Virgen María y Cristo transcienden ampliamente el plano humano y material de
aquella fiesta, suplantan a los jóvenes esposos de Caná, para venir a ser el
Esposo y la Esposa espirituales del banquete mesiánico". 8 "Si en la densidad del
símbolo Jesús es el Esposo del nuevo pueblo de Dios, María apa
6 SAN AGUSTÍN, In Johannis Evangelium, Tract. CXXIV 9,2: PL 35,1459.
7
E. PRYWARA, citado por I. DE LA POTTERIE, o.c.,p.248.
8
J. CHARLIER, Le signe de Gana. Essai de Théologie joharuúque, Bruselas 1959, p.77.

rece como la figura esponsal de la mujer, la virgen Israel, la Iglesia virgen y madre,
en el pacto nupcial, que es la nueva y eterna alianza".9

María, la Mujer, se comporta como estrecha "colaboradora" de Jesús en la


preparación del "vino bueno", signo de las bodas mesiánicas. "En su calidad de
Esposa de Cristo, María es la primera colaboradora de Cristo. En cuanto Esposa
de Cristo, se hace verdaderamente una ayuda semejante a El (Gn 2,18). En Caná,
ella le ayuda a preparar el vino, a aderezar la mesa del banquete y dirige el
servicio de la casa (Pr 9,1-5). Ya en la hora en que se realiza el signo, Juan nos
muestra a la Virgen-Esposa integrada de la manera más profunda en el plan
redentor".10 María es quien dice a los servidores: "Haced lo que El os diga ". Esto
significa que ella les impulsa a adoptar la verdadera actitud de alianza: la
obediencia a Dios en Cristo. No por causalidad son llamados "servidores", que
hace referencia a los verdaderos "discípulos" de Jesús.
9 B. FORTE, María, la mujer icono del misterio, Salamanca 1993, p.102.
10 Ibídem, p.80.

B) NO TIENEN VINO

En el Antiguo Testamento Yahveh manifiesta su gloria a través de las "grandes


obras", los "prodigios", las "maravillas" que realiza en la creación y en la historia de
su pueblo.11 Igualmente, Jesús manifiesta su gloria con los signos que realiza. El
primer signo de Caná es el inicio de la revelación del misterio de su persona.
Jesús comienza revelándose como el Esposo divino de las bodas mesiánicas, las
bodas de la Nueva Alianza. El "vino bueno" es el primer signo y el prototipo de los
demás signos que realizará Jesús, encaminados siempre a "manifestar su gloria"
y a suscitar la fe en Él. Es también el preludio del signo del "tercer día" de su
muerte-resurrección, sello definitivo de su obra redentora: `Jesús realizó en
presencia de los discípulos otros muchos signos. Estos, -concluirá Juan al final del
Evangelio-, han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de
Dios y, para que creyendo, tengáis vida en su nombre" (Jn 20,30-31).
11 Cfr. Sal 19,2; Nm 14,21-22; Ex 14,18; 16,7; 24,15ss; 29,43; 40,34; 1R 8,10...

El signo del agua convertida en vino es el comienzo de los tiempos mesiánicos, el


inicio de la nueva alianza. "Hasta ahora" no se había dado el "vino bueno".
"Ahora" es sacado, han llegado los tiempos mesiánicos, aunque sólo sea como
comienzo, anticipo de la verdadera hora, la de la cruz, en la que Cristo será
glorificado. Pero ya aquí `Jesús manifestó su gloria y los discípulos creyeron en
El".

El banquete nupcial es un símbolo mesiánico (Mt 22,1-14) y el Mesías es


presentado como el Esposo de su pueblo (Is 54,4-8; 62,4-5; Ap 19,9). Y la
abundancia del vino, "que alegra el corazón del hombre" (Sal 104,15), es
igualmente símbolo de la era mesiánica (Am 9,13-14; Os 14,7; Jr 31,12). La era
mesiánica se caracterizará porque "Yahveh preparará para todos los pueblos,
sobre este monte, un banquete de manjares frescos y de vinos excelentes, de
vinos depurados" (Is 25,6). Cristo es el "vino bueno" y "último", es decir, el Mesías
enviado por el Padre. Y María, la "mujer", es quien nos presenta a Cristo.

En la Escritura, la promesa del vino es con frecuencia el anuncio y el símbolo de la


nueva alianza; el vino es uno de los elementos importantes del festín
mesiánico.12 En el Cantar de los Cantares es frecuente la referencia al vino para
celebrar la unión del esposo y la esposa. 13 Y en el evangelio de Mateo, Jesús
habla explícitamente del vino de la Nueva Alianza: "Nadie echa vino nuevo en
odres viejos; de otro modo se romperían los odres, el vino se derramaría y los
odres se perderían; sino que se echa el vino nuevo en odres nuevos, y así el uno
y los otros se preservan" (Mt 9,17). En forma de banquete de bodas es prometida
la salvación final de Dios: "Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque
han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado de lino
deslumbrante... Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap
19,7-9). Pero ya en la literatura sapiencial aparece la relación entre el vino y la
Sabiduría. La Sabiduría ha organizado un banquete e invitado a las gentes a
beber el vino que ella ha preparado.14 Y en el Targúm y en los escritos rabínicos,
"el vino es uno de los símbolos preferidos de la Torá".15
12 Cfr. Am 9,13-14; Jl 2,24; 4,18; Is 25,6.
13 Ct 1,2.4; 4,10; 5,1; 7,3.9; 8,2.
14 pr 9,2.5; Si 24,17-21.
15 A. SERRA, Contributi dell'antica letteraturagiudaica perl'essegesi di Gv2,1-12 e 19,25-27, Roma 1977. En el Targum sobre Cant 8,1-2 se lee: "En aquel tiempo, se manifestará el
Rey-Mesías a la asamblea de Israel, y los hijos de Israel le dirán: Ven, sé nuestro hermano, subamos a Jerusalén y gustaremos contigo las palabras de la Ley; contigo beberemos
el vino añejo".

En la narración de las bodas de Caná el vino tiene una importancia singular. Se le


nombra cinco veces (v. 3.5.10). Su abundancia es significativa: seis tinajas llenas
hasta el borde. Y es el "vino bueno", muy superior al anterior. ¿Cuál es su
significado dentro del primer signo de Jesús? Los Padres han visto en el "agua de
las purificaciones" una figura de la Ley, que Jesús transforma en la gracia del
Evangelio.16 La purificación mediante la Ley de Moisés ha terminado; ahora será
fruto del Evangelio, de la Palabra de Cristo (Jn 15,3).

El vino nuevo de las bodas de Caná es el vino mesiánico que El ha guardado


hasta ahora, vino que procede del agua de las tinajas destinadas a la
"purificación" de los judíos. Estas tinajas estaban llenas del agua ritual de la Ley
de Moisés. Jesús transforma el agua de la Ley antigua en el vino de la Ley nueva:
"Si la Ley fue dada por mediación de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado
por Jesucristo" (Jn 1,17). Esta palabra del capítulo primero se hace relato en el
segundo. La Ley nueva, Ley de gracia y verdad, nos es dada por Jesucristo, en la
"manifestación" que El hace de sí mismo. Como dice San Agustín: "Cristo ha
reservado hasta ahora el vino bueno, es decir, su Evangelio ".17 Así lo interpretó la
tradición monástica y litúrgica de la Edad Media:

En lo que se refiere al milagro de Caná, el simbolismo es tan rico como simple:


Jesús convierte el agua de la letra en el vino del espíritu. Habiéndola heredado de
la Ley antigua, la transforma en la gracia del Evangelio... De entre los símbolos
que el Evangelio nos ofrece, es éste el más utilizado en la literatura exegética y en
la liturgia.18

María, la hija de Sión, recoge la profecía que compara a Israel con una viña
pisoteada y convertida en erial, en la que "ya no hay vino",- "se lamentan en las
calles por el vino", "desapareció toda alegría, emigró el alborozo de la tierra " (Is
5,1-7; 24,7-13)- y se lo hace presente a su Hijo. Y Jesús, el Esposo, cambia el
agua en vino y "en abundancia". Para esto ha venido Jesús: "para'que tengan vida
y en abundancia": seis tinajas de dos o tres metretas, que equivalían a unos
seiscientos litros. iAún hoy nosotros estamos bebiendo de aquel vino! Con Cristo
llega la abundancia y la alegría de las bodas de Dios con los hombres, anunciada
por los profetas.19 Mandando llenar las tinajas hasta el borde Jesús expresa su
deseo de colmar los corazones de su alegría: "Os he dicho esto para que mi
alegría esté en vosotros y que vuestra alegría se vea colmada" (Jn 15,11).
16 El vino en el Antiguo Testamento es símbolo de la era mesiánica por su abundancia (Am 9,13; Jl 2,19-
26; Jr 31,12); por su cualidad (Os 14,8; Is 25,6; Za 9,17); por su gratuidad (Is 55,1). El simbolismo del
vino está unido al de las bodas de Dios con su pueblo (Os 2,21-24; Is 62,5-8; Jr 31,8-10.31-37; Ct 1,2.4;
2,4; 4,10; 5,1; 7,3.10; 8,2). El Targ•únr aún es más explícito en este simbolismo. Y el Nuevo Testamento
sigue uniendo el símbolo del vino con el Reino de Dios y la Nueva Alianza (Mc 14,25; Lc 22,20; 1Co
11,25... Jesús es el Esposo de las bodas mesiánicas, que ofrece el "vino bueno" del Evangelio (Mt 9,14-
17; Mc 2,18-22; Lc 5,33-39). Cfr. más textos comentados en A. SERRA, o.c.
17 SAN AGUSTIN, Trae. in Ioannern IX,2: PL 35,1459.
18 H. DE LUBAC, Exégése médiévale I, París 1959, p.334-346.
19
Cfr Os 2,4-18; Ez 16; Jr 3,1-10; Is 54,4-5.

La gloria pascual comienza a despuntar, la fe pascual comienza a nacer: "Así


Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en El"
(Jn 2,11). Caná es la primera etapa hacia la hora, en la que el pueblo de la
primera alianza pasará a la alianza nueva en el Espíritu Santo. A esta "mujer",
presente en el primer signo de Jesús, Juan la vuelve a encontrar al pie de la cruz:
"En pie, junto a la cruz de Jesús, estabasu madre " (Jn 19,25). En pie, "la Iglesia
vertical" 20 paralela a la cruz del Hijo, está unida a El en la subida hacia el Padre,
a través de la muerte.

En conclusión, el "vino bueno" de Caná, "conservado hasta ahora" (v.10), es


símbolo de los tiempos mesiánicos, inaugurados con el primer signo de Jesucristo,
que se proyecta a su consumación en la Cruz, cuando llegue realmente la
"hora" de Jesús. "En aquel día" los discípulos conocerán que Jesús es igual que el
Padre en la divinidad, es decir, "que estoy en el Padre y vosotros en mí" (Jn
14,20). Aquel día será el día de la alianza nueva de Dios con los hombres,
continuación y superación de la antigua alianza.

C) HACED LO QUE EL OS DIGA

Mientras María hace presente a Jesús la falta del vino material, Jesús habla de
otra realidad, habla de "su hora". Seguramente que María, como le sucedió en el
templo (Lc 2,48-50), no entendió a qué se refería. Pero María acepta la voluntad
del Hijo y se pone a su disposición, invitando a los sirvientes a hacer lo mismo:
"Cuanto El os diga, hacedlo". María no sabe aún lo que El hará, ni qué sucederá,
pero invita a ponerse a disposición de El.
20 P CLAUDEL en su poema Stabat Mater escribe: Al pie del árbol triunfal,\ he aquí a la Iglesia vertical\
que mira a su primogénito".

En María, la Mujer-Israel, resuena la esperanza del pueblo elegido. Ella recoge la


fe de Israel y se abre al signo inaudito que el Hijo ha venido a realizar, superando
con el "vino bueno" y abundante todas las expectativas de la antigua alianza. Y,
con ella, invita a los "sirvientes" a asumir la misma actitud, propia de la alianza: la
docilidad plena a la voluntad de Dios. Ella se abre al paso de la antigua a la nueva
alianza e invita a Israel a ser Iglesia, a pasar de la ley al evangelio: "Haced lo que
El os diga" (2,5).

Esta fórmula se repite en el Antiguo Testamento en relación con la alianza. Israel,


en respuesta a las promesas que Dios le ha hecho, promete obediencia a Dios.
Así aparece en la conclusión de la alianza en el Sinaí (Ex 19,8; 24,3-7; Dt 5,27) y,
más tarde, en la renovación de la alianza (Jos 24,24; Esd 10,12;Ne
5,12): "Nosotros haremos todo cuanto nos ha dicho Yahveh". A lo largo de la
historia, Israel, Esposa del Señor, hará memoria continua de su "sí" en la falda del
Sinaí. Guardando en su corazón el eco de aquel momento, saborea la frescura de
su primer amor. Las palabras de María -las últimas palabras de María que recogen
los evangelios- son la profesión de fe de María, la Mujer Sión, como lo hizo toda la
comunidad del pueblo elegido en el Sinaí, acogiendo la alianza con Dios.21 Lo que
María pide a todos los servidores respecto a Jesús es que adopten la actitud de la
alianza, la aceptación plena de su palabra, de la voluntad de Dios. Así ella mueve
a los discípulos a creer en El (2,11),22
21 Ya en el fíat de la anunciación hay una alusión al fíat pronunciado por Israel al aceptar la alianza en el Sinaí. Y al final del encuentro con el ángel, éste "partió de ella", como
Moisés que "volvió a referir al Señor las palabras del pueblo" (Ex 19,8).
22 Cfr. JUAN PABLO II, El Íatde María cumplimiento del ratde Israel en el Sinaí, en el Ángelus del 3-7-1983.

Los servidores son los que obedecen a Cristo, siguiendo la invitación de María. A
ellos manifiesta Jesús su gloria: "Quien acoge mis mandamientos y los cumple,
éste me ama. Y quien me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y me
manifestaré a él" (Jn 14,21). Éste es el verdadero servidor de Jesús a quien el
Padre "honrará" (Jn 12,26). Al servicio a Cristo, obedeciendo a su palabra, sigue la
manifestación de Cristo. Esta es la experiencia de los servidores de Caná; ellos
son los que "conocen de dónde procede el vino bueno" (Jn 2,9), porque son ellos
quienes han sacado el agua, obedeciendo la palabra de Jesús: "En esto sabemos
que le conocemos, porque observamos sus mandamientos" (lJn 2,3). Los
servidores de Caná son el prototipo del servicio y obediencia a Cristo para entrar
en la Nueva Alianza, como amigos de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo, que
os améis los unos a los otros como yo os he amado... Seréis mis amigos si hacéis
lo que os mando" (Jn 13,34; 15,14).

Después de la boda Jesús "bajó a Cafarnaúm con su madre y sus hermanos y sus
discípulos, y se quedaron allí algunos días" (Jn 2,12). Al principio del relato, María
y Jesús con sus discípulos han llegado separados. Al final, parten unidos. La fe de
María y de los discípulos les ha congregado en torno a Jesús. Son la nueva familia
en la fe: "Al final de la narración, María y los discípulos forman la comunidad
mesiánica, unida en la fe en el Hijo de Dios, que ha manifestado su gloria. Allí está
el núcleo de la Iglesia en torno al Señor, escuchando su palabra y cumpliendo la
voluntad del Padre. María está presente en esta comunidad eclesial. Podemos
imaginar a Jesús que, mientras contempla a este grupo reunido en torno a Él,
dice: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que cumpla la voluntad de
mi Padre celestial, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt 12,49-50).23
23 M. THURIAN, o.c., p.158.

Con el don del vino nuevo y abundante nace el nuevo pueblo de Dios, la comunidad escatológica basada en la fe, de la que María es testigo y
modelo: "Este fue el primer signo realizado por Jesús. Así manifestó su gloria y los discípulos creyeron en El" (v.11). La Virgen es presentada

como discípula de su Hijo, unida a los demás discípulos en el testimonio de la gloria que se ha manifestado en Cristo. En los albores de la
Iglesia naciente María se presenta como miembro significativo de la comunidad asidua y concorde en la plegaria (Hch 1,14); la experiencia de
Pentecostés es común a María y a los discípulos.

El Evangelio nos dice: "Estaba allí la madre de Jesús". Allí está María como Esposa y como Madre. Ella es la "Mujer", como la llama Jesús.

Este título reviste aquí, lo mismo que en el momento de la cruz, una significación especial. Jesús comienza a manifestarse como Mesías, por
ello las relaciones entre El y María no son ya las mismas: no son ya simplemente las relaciones de un hijo con su madre. Al llamar a María

"Mujer", Jesús la está implicando directamente en la misión que Él comienza con su primer signo. Jesús inicia con María -más allá de su
maternidad carnal- una relación distinta en el misterio de la salvación.
Desde aquella hora ya no es "María", sino la "Madre de Jesús". Parece como si quedara sólo su misión de "madre", toda ella relativa al Hijo.
Sólo existe para Él, repitiéndonos las palabras de la Alianza: "Haced lo que El os diga". Esta es la interpretación del papa Pablo VI en la

conclusión de su exhortación Marialis cultus:

Sean el sello de nuestra Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral de la devoción a la Virgen para conducir los hombres a Cristo, las

palabras mismas que ella dirigió a los servidores de las bodas de Caná: haced lo que Él os diga (Jn 2,5); palabras que en apariencia se limitan
al deseo de poner remedio a la incómoda situación de un banquete, pero que en las perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que

aparece como una resonancia de la fórmula usada por el pueblo de Israel para ratificar la alianza del Sinaí, o para renovar los compromisos, y
son una voz que concuerda con la del Padre en la teofanía del Tabor: Escuchadle (Mt 17,5) (n.58).

Y Juan Pablo II en su homilía del 8 de marzo de 1983, en el Santuario de Nuestra Señora de Suyapa, en Honduras, decía:

No podemos acoger plenamente a la Virgen como Madre si no somos dóciles a su palabra, que nos muestra a Jesús como Maestro de la
verdad, a quien debemos escuchar y seguir: "Haced lo que El os diga". María repite continuamente estas palabras, mientras con la mirada nos
muestra al Hijo que lleva en sus brazos.24

24 JUAN PABLO II, OssRom 10 de marzo de 1983.

La Iglesia es el sacramento de Cristo y tiene la tarea de conducir al hombre a Cristo. Icono de la Iglesia, María es pura relación a Cristo.
Contemplando a María, los fieles no se detienen en ella; la imagen no forma pantalla, la madre conduce al Hijo. En Caná, María con su fe e

intercesión prepara el "signo" que manifiesta la gloria de Cristo, suscitando la fe de los discípulos. En la Iglesia, María sigue siendo y haciendo
lo mismo: Movida a compasión por la indigencia humana, sin vino, ella dispone el corazón de los hombres a la fe en la Palabra de Cristo y

mueve a Cristo a darnos el "vino bueno" de la fiesta nupcial.25

25 R. LAURENTIN, La Madonna del Vaticano II, Bergamo 1965.

10. DICHOSO EL SENO QUE TE LLEVÓ

A) MARÍA, LA PRIMERA CREYENTE

María es la tierra buena, preparada por Dios, para sembrar en ella su Palabra.
María acogerá esta Palabra con fe: "Hágase en mí según tu palabra". María no ha
reído como Sara, no ha dudado como Zacarías: ha acogido en la fe de Abraham
"la palabra que le fue dicha de parte de Dios" (Le 1,45). Como hija de Abraham,
"no vaciló en su fe al considerar su cuerpo..., sino que, ante la promesa divina, no
cedió a la duda con la incredulidad; más bien, fortalecido(a) en su fe, dio gloria a
Dios, con el pleno convencimiento de que poderoso es Dios para cumplir lo
prometido" (Rm 4,19-21; Lc 1,37).

María es, en verdad, la primera cristiana, la verdadera creyente que, predestinada


por la gracia divina, entra en su plan de salvación por la total ofrenda de su ser,
por la obediencia alegre y la plena confianza en la palabra de Dios. Dios no obra a
pesar de María y su pobreza, sino en ella y con ella, dándole por gracia la
posibilidad de unirse y de asentir con una fe pura a la verdad de la Buena Nueva.
En esto, María es la bienaventurada creyente, la primera cristiana, la madre de los
creyentes.

La vida de María quedó determinada por la hora de la Anunciación. Esta se


convirtió en el centro vivo de su existencia, desplegándose y ahondándose cada
vez más. En esta hora comenzó su relación con el Hijo de Dios, hecho carne en
sus entrañas. En la convivencia posterior con su Hijo, María hizo y sintió todo lo
que hace y siente una madre. Pero, por otra parte, Jesús era el Hijo de Dios y
transcendía, por tanto, toda posibilidad de relación meramente humana (2Co 5,6).
Por eso, en la relación con su Hijo, en medio de la más entrañable confianza,
hubo siempre una cierta distancia, una cierta falta de comprensión, que también
nos manifiestan los evangelios. María creció en la fe, es decir, en la relación con
su Hijo: "Ellos no comprendieron las palabras que Él les dijo" (Lc 2,50).
Continuamente las palabras, acciones y gestos de Jesús, su manera de vivir y
actuar, van más allá de la comprensión de María.

En vida de Jesús seguramente María no había reconocido todavía en Él al Hijo de


Dios en el sentido pleno de la revelación cristiana. Él era el Hijo de Dios y como tal
estaba en la vida de ella y, paso a paso, iba cobrando vigencia en ella. Con
respeto y confianza sobrellevó ese misterio palpable, perseveró en él, avanzó en
el fe, hasta llegar a la altura de una comprensión que sólo le fue otorgada
plenamente en Pentecostés, cuando Él ya no estaba exteriormente a su lado.
También para María valen las palabras de Jesús a sus discípulos: "Os conviene
que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito... Cuando
Él venga os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16,7.13). En Pentecostés se le
iluminarían a as las palabras y hechos de Jesús que había ido "guardando en su
corazón".

La imagen del perfecto discípulo se da en primer lugar en María. En todo el Nuevo


Testamento María es el modelo de la apertura atenta, de la docilidad fiel y de la
adhesión virginal a Dios y a su Hijo. "Por ese motivo es proclamada como
miembro excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplo
acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad" (LG 53). En frase de K Rahner:
"María es la realización concreta del cristiano perfecto. Si el cristianismo, en su
forma acabada, es la pura recepción de la salvación del Dios eterno y trinitario que
aparece en Jesucristo, entonces es María el cristiano perfecto, puesto que ella ha
recibido en la fe del Espíritu y en su bendito seno -por tanto en cuerpo y alma y
con todas las fuerzas de su ser- la Palabra eterna del Padre". 1

El evangelio de Marcos sólo presenta dos textos en relación a María:

Llegaron su madre y sus hermanos, y quedándose fuera, lo mandaron llamar. La


gente estaba a su alrededor, y le dijeron: ¡Oye!, tu madre, tus hermanos y tus
hermanas están fuera y te buscan. Él les responde: ¿Quiénes son mi madre y mis
hermanos? Y, mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, dice:
Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumple la voluntad de Dios, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre (3,31-35).

Jesús afirma, en primer lugar, la prioridad de los discípulos respecto a cualquier


relación de sangre. La familia según la carne tiene que ceder el puesto a la nueva
familia "escatológica". También la madre es invitada a pasar a la fe con relación a
su Hijo. Así María percibió cómo su Hijo se apartaba de ella, empujándola a una
nueva relación, más elevada, con Él. María asumió este hecho con su actitud
peculiar: perseverando en la fe, guardando en su corazón lo que no entendía,
aguardando hasta que Dios se lo iluminara. En segundo lugar, Jesús nos dice que
todo el que, bajo el impulso del Espíritu, abre su corazón a la palabra de Dios se
hace madre de Jesús, tabernáculo de su presencia, pues "si uno me ama,
guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él, y herremos morada
en él" (Jn 14,23).

El segundo texto de Marcos sobre María está en la misma línea. La predicación de


Jesús en la sinagoga de Nazaret suscita el asombro de sus oyentes, que se
preguntan: "¿No es éste el carpintero, el hijo de María?" (Mc 6,3). Pero el asombro
se transforma en escándalo, provocando la observación de Jesús, "sorprendido
por la falta de fe": "Un profeta sólo es despreciado en su tierra, entre sus parientes
y en su casa" (v 4.6).

Es la única vez que el Nuevo Testamento usa la expresión: "el hijo de María".2
Esta expresión en labios de sus paisanos incrédulos puede reflejar los rumores
malévolos que circulaban en Nazaret, eco de lo que afirmaban algunos judíos:
"Nosotros no somos hijos ilegítimos" (Jn 8,41), que equivaldría a decir "a
diferencia de ti". María estaba incluida en el recelo que sentían sus paisanos
contra su Hijo. María, unida a su Hijo, participa también de la incomprensión,
hostilidad y sospechas que sufrió Jesús. También María debe entrar
progresivamente en la revelación de Jesús como Mesías y Siervo sufriente. Es la
"noche" de la fe, que supone una "kénosis", como afirma la Redemptoris mater:

María sabe que lo ha concebido y dado a luz sin conocer varón, por obra del
Espíritu Santo... Pero no es difícil notar una particular fatiga del corazón, unida a
una especie de noche de la fe..., avanzando en su itinerario de fe... Por medio de
esta fe, María está unida perfectamente a Cristo en su kénosis... Es ésta tal vez la
más profunda kénosis de la fe en la historia de la humanidad... Jesús es realmente
"signo de contradicción" y, por ello, a "ella misma una espada la atravesará el
corazón" (RM 17-18).

Las palabras que Jesús destina a su madre nos delinean el perfil interior de María,
la primera creyente. Jesús parece que aleja a su madre de Él, pero lo que quiere
es mostrar cómo se realiza la verdadera intimidad con Él: "cumpliendo la voluntad
de Dios". Y María es la que, desde el día en que aceptó ser la madre de Cristo
hasta la hora de la cruz, se ha mostrado fiel cumplidora de esa voluntad, como
"sierva del Señor". La Virgen es presentada en la liturgia bizantina como la
inocente Cordera que sigue al Cordero de Dios: "La cordera María, viendo al
propio Hijo conducido al matadero, lo seguía".3

El testimonio de la Escritura nos muestra cómo María supo aceptar y vivir su


relación con Cristo en la fe. Creyendo en Cristo, entra en la comunidad de los
discípulos, unida a ellos en el seguimiento de Cristo, fiel más que ellos en la hora
de la cruz, es testigo con ellos de la experiencia del Espíritu Santo. María aparece
en el evangelio "no como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo
divino, sino como una mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad
apostólica en Cristo (Jn 2,1-12) y cuya función maternal se dilató asumiendo en el
calvario dimensiones universales" (MC 37). Se puede decir que "si por medio de la
fe María se ha convertido en madre del Hijo que le ha sido dado por el Padre con
el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su virginidad, en la misiva fe ha
descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús
durante su misión mesiánica" (RM 20). A partir de su concreta e intensa relación
de madre, María fue avanzando en la fe hasta participar, con su amor de madre,
en la misión universal de su Hijo.

La fe de María es al mismo tiempo vinculación a su Hijo y distancia. Jesús, en la


medida que avanza en su camino, se aleja de su madre. María ve que Jesús, su
Hijo, vive del misterio de Dios, su Padre, distanciándose de ella. Jesús va saliendo
de su familia como ámbito de su existencia para vivir desde su Padre, entregado a
la misión encomendada, cuyo punto culminante será la "hora" de la glorificación
en la cruz. Éste es el tiempo del distanciamiento, pero también de
la vinculación de María a la obra salvadora de su Hijo. María "con la fatiga del
corazón" avanza en la fe, aceptando y asociándose a la misión de su Hijo. "No sin
designio divino" (LG 58) se hallará presente "junto a la cruz de Jesús" (Jn 19,25).
El fíat de la Anunciación, mantenido en fidelidad y silencio, llega en la cruz a su
manifestación plena. Allí es proclamada por Cristo la fecundidad de su fe. Si por
su fe "Abraham recibió una gran descendencia", por su fe, en la hora de la cruz,
María recibió como hijos a todos los redimidos por su Hijo. Con fidelidad, María ha
acompañado el despliegue de la obra salvífica del Hijo. Si con su consentimiento
participó en el inicio de la salvación, su presencia junto a la cruz es la
consumación de su condición de Madre del Salvador. De aquí brota su solicitud
constante por los que en la "hora" de Jesús ha recibido como hijos. María creyó el
anuncio del ángel y concibió al Salvador; en la fe acompañó los pasos de Jesús.
En la fe participó en la realización de la salvación y, como Madre del Salvador,
acompaña maternalmente el camino de los hombres, por quien su Hijo entregó su
vida.

Si María hubiera sido solamente la madre física del Señor, no la podríamos llamar
"bendita entre las mujeres". El Señor mismo rechaza secamente esta opinión.
Pero María, escuchando la palabra y guardándola en su corazón, se convirtió en
verdadera Madre de Cristo. En esto María se une a la Iglesia y se hace el "tipo
excelso de la Iglesia", en cuanto Virgen, Esposa y Madre. La maternidad física fue
un privilegio singular de María. Pero más importante, fundamento de dicha
maternidad física, es su maternidad en la fe. Y ésta la comparte con toda la
Iglesia. En efecto toda la Iglesia es la virgen esposa de Cristo, prometida y
desposada con Él. De este modo, toda la Iglesia vive para formar a Cristo en ella,
haciéndose madre de Cristo.

Miembro de la Iglesia, la Virgen es al mismo tiempo su imagen y modelo,


precisamente a partir de su condición virginal de "perfecta adoradora": "Tal es
María. Tal es también la Iglesia nuestra madre: la perfecta adoradora. Aquí está la
cumbre más alta de la analogía que hay entre ambas".4 En la Virgen María, como
en la virgen Iglesia, la virginidad consiste ante todo en guardar pura la fe, que las
hace acogedoras del misterio divino de Jesús, y vivir plenamente su obediencia
creyente al Dios vivo y santo. Como dice San Agustín en una homilía de Navidad:
"Hoy la santa virgen Iglesia celebra el nacimiento virginal. Porque el Apóstol le ha
dicho: `Os he desposado con un hombre para conduciros a Cristo como virgen
pura'. ¿Por qué como virgen pura, sino por la incolumidad de la fe en la esperanza
y en el amor? La virginidad que Cristo quería en el corazón de la Iglesia, la
fomentó primero en el cuerpo de María. La Iglesia no podría ser virgen si no
hubiese encontrado al esposo, a quien debía ser entregada, en el Hijo de la
Virgen".5 Igualmente, el Vaticano II ve en María, en su fíat, el icono y arquetipo de
la Iglesia:

En el misterio de la Iglesia, que con razón es también llamada madre y virgen,


precedió la santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como
modelo tanto de la virgen como de la madre... La Iglesia contemplando su
prolunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del
Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con
fidelidad... y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida
al Esposo, y, a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo,
conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera
(LG 63-64).

María, la primera creyente, nos muestra siempre a Cristo. Siguiendo los pasos de
su vida, meditando en el corazón como hacía ella, aprendemos a vivir con Cristo y
para Cristo en la cotidianidad de la vida. Contemplando la existencia de María
aprendemos a vivir en la disponibilidad constante a las llamadas de Cristo en cada
instante. Las devociones marianas, como el Ave María, el Ángelus y el Rosario,
nos llevan a vivir en esta proximidad con el Señor, a penetrar en el misterio de su
redención.6

B) DICHOSO EL QUE ESCUCHA LA PALABRA


Jesús se encuentra en casa de Pedro; ante la puerta se ha reunido una
muchedumbre, que ha venido para escucharle. Lc comunican que su madre y sus
hermanos están fuera y desean verle. Jesús, entonces, responde: "Quién es mi
madre y mis hermanos? Y mirando en torno a los que estaban sentados en corro,
a su alrededor, dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la
voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Me 3,31-35; Mt
12,46-50; Lc 8,19-21). La familia de Jesús se halla constituida por aquellos que
cumplen la voluntad del Padre.

La palabra de Jesús, como una espada, proclama que la obediencia a la voluntad


del Padre está por encima de todo lazo carnal. María es invitada a caminar en la
fe, renunciando a sus afectos, para entregar a su Hijo al Padre y acompañarlo en
su misión hasta el final. Sierva de la Palabra, en obediencia al designio del Padre,
caminará en la fe hasta la cruz. Jesús la invita a fundar su alegría no sobre lo que
ha vivido en el pasado, sino abierta al futuro desconocido que le marque la
Palabra del Padre. En fidelidad a esa Palabra, es decir a Dios, María pasará de
Madre de la Palabra a discípula de la Palabra. Jesús mismo se encarga de
purificar a María en su fe y en su memoria, para que ella viva, lo mismo que Él, de
la voluntad del Padre, de toda palabra que sale de su boca.

En Lucas (11,27-28) -sin paralelos- se evoca una vez más a María en su cualidad
de creyente, modelo del verdadero discípulo: "Mientras Jesús hablaba, una mujer
de entre la multitud dijo en voz alta: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que
te amamantaron. Pero Jesús dijo: Más bien, dichosos los que escuchan la palabra
de Dios y la guardan". Jesús transfiere el elogio desde el plano natural al plano de
la fe. Ya Lucas había unido los dos aspectos en el relato de la visitación: "Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre", pero, sobre todo: "¡Dichosa tú
que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá" (Lc 1,42.45). La
verdadera bienaventuranza no está en engendrar físicamente, sino en creer en la
palabra.

La leche de que habla la mujer es claramente la de la madre que nutre a su hijo de


su seno. Pero Jesús cambia el acento de la dicha, aludiendo a otra leche, la de la
palabra de Dios. La tradición hebrea considera frecuentemente a la Torá con una
madre que amamanta a su hijos. Las palabras de la Torá son comparadas a la
leche materna. En el Cantar de los Cantares, la Esposa dice al Esposo: "¡Ah, si tú
fueras mi hermano, amamantado al pecho de mi madre!" (Ct 8,1). El Targum
arameo lo parafrasea, diciendo: "En aquel tiempo, el rey Mesías se manifestará a
la asamblea de Israel, y los hijos de Israel le dirán: ven y sé con nosotros como un
hermano nuestro. Subamos a Jerusalén, y mamemos contigo las palabras de la
Torá, como un lactante mama al pecho de su madre".7

También San Pablo escribe a los Corintios: "Como a niños en Cristo os di a beber
leche y no alimento sólido pues no lo podíais soportar" (1Co 3,1-2). Y San Pedro
escribe esta exhortación: "Ésta es la Palabra: la Buena Nueva anunciada a
vosotros... Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de
que, por ella, crezcáis para la salvación, si es que habéis gustado que el Señor es
bueno" (1P 1,25-2,3).

En conclusión, quien escucha la palabra de Dios es semejante a un niño que se


alimenta de la leche del seno materno. Jesús es fiel a su convicción de que la
verdadera relación familiar con Él no es la carnal sino la que nace de la acogida
en la fe de su palabra. Esto lo dice para todos los que le están escuchando. Pero
se refiere también a su Madre. Ella ha respondido con el fíat a la palabra de Dios,
que conserva en su corazón incluso cuando no la comprende, y "ha creído en el
cumplimiento de las palabras del Señor" (Lc 1,45). María, como tierra buena que
acoge la semilla, "ha escuchado la Palabra, la ha conservado con corazón bueno
y recto y ha dado fruto con perseverancia" (Lc 8,15). "María, si fue dichosa por
haber concebido el cuerpo de Cristo, lo fue mucho más por haber creído en Cristo.
Ningún valor hubiera tenido para ella la maternidad divina, si no hubiese llevado a
Cristo en el corazón".8 Maravilloso fue para María haber amamantado al Hijo de
Dios, pero mucho más maravilloso fue para ella el haberse nutrido de la leche
espiritual, que es la palabra de Dios.

La Lumen gentium afirma que "en el decurso de la predicación de su Hijo, su


Madre recibió las palabras con las que, elevando el reino de Dios por encima de
los motivos y vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los
que escuchaban y observaban la palabra de Dios como ella lo hacía
fielmente" (LG 58). Y Juan Pablo II comenta este texto, diciendo:

Hallándose al lado del Hijo, bajo un mismo techo y manteniendo fielmente la unión
con su Hijo, avanzaba en la peregrinación de la fe. Y así sucedió a lo largo de la
vida pública de Cristo (Mc 3,21.35); de donde, día tras día, se cumplía en ella la
bendición pronunciada por Isabel en la visitación: ¡Feliz la que ha creído! (RM 17).

Si los discípulos (Mt 12,49) y los que siguen a Jesús (Mc 3,34) son llamados por
Jesús "mi madre y mis hermanos", quiere decir que son invitados a formar con Él,
en el Espíritu Santo, la familia del Padre que está en los cielos. En esta familia, las
nuevas relaciones, creadas por el Espíritu Santo, superan todos los lazos
anteriores, fundados en la carne (Mt 7,21). Esto vale para María como para todo
discípulo de Cristo. Ésta es la cruz personal que María debe llevar cada día para
seguir a su Hijo. Fiel a Cristo hasta el momento de su cruz, María le sigue con la
cruz de su maternidad divina. A la elección singular de María corresponde la
singularidad de su cruz. En esa fidelidad, que la mantiene en pie junto a la cruz, se
manifiesta la singular santidad de la Madre. La santidad de la "toda santa" no
consiste únicamente en la ausencia de pecado, sino en su consagración total a
Dios, con un corazón sin división alguna, íntegro para Dios, fiel sierva suya desde
el principio al foral.
Jesús, que "sabía lo que iba a hacer" (Jn 6,6), busca con sus milagros suscitar y
elevar, purificando, la fe de sus discípulos. Como en el signo de Caná, tipo de
todos los demás, el fin que pretende Jesús es "la manifestación de su gloria", para
que "los discípulos crean en Él" (Jn 2,11). No es el milagro en sí lo que cuenta.
Jesús reprochará frecuentemente a quienes sólo buscan "signos y prodigios" (Jn
4,48), a los que le siguen "no porque han visto signos, sino porque han comido y
se han saciado de pan" (Jn 6,26). Por eso insiste: "Buscad, no el pan que perece,
sino el que da vida eterna, el que el Hijo del hombre os dará" (Jn 6,27).

Jesús, partiendo del significado material, pasa a las realidades espirituales, de las
que aquellas son signo: del templo de Jerusalén al templo de su cuerpo (Jn 2,19-
22); del nacimiento en el seno materno al renacer del agua y del Espíritu (Jn 3,3-
5); del agua del pozo de Jacob al agua de la palabra y del Espíritu (Jn 4,10ss); del
pan material al pan de la voluntad de Dios (Jn 4,31-34); del sueño del reposo al
sueño de la muerte (Jn 11,11-14)... Así Jesús se alegra de que "Lázaro haya
muerto sin estar Él allí, para que vosotros creáis" (Jn 11,15), pues "si creen, verán
la gloria de Dios" (Jn 11,40). Ésta es la pedagogía que usa también con su Madre
en el itinerario de su fe. María es la primera en el camino de la fe:

A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella
misma como Madre se abría cada vez más a aquella novedad de la
maternidad, que debía constituir su papel junto al Hijo... María Madre se convertía
así, en cierto sentido, en la primera discípula de su Hijo, la primera a la cual
parecía decir: Sígueme, antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a
cualquier otra persona (RM 20).

María, discípula de su Hijo, es la primera creyente, figura de todo discípulo de


Cristo. A través de ella nos dice Jesús: "Mi misma madre, a la que llamáis feliz, lo
es porque guarda en su corazón el Verbo de Dios, no porque en ella se encarnó el
Verbo para habitar entre nosotros, sino porque ha custodiado dentro de sí ese
mismo Verbo por el cual ella misma fue creada, y que luego en ella se hizo
carne".9

A la iniciativa de la gracia de Dios responde la santidad de María mediante su


obediencia en la fe. "Su santidad es enteramente teologal. Es la perfección de la
fe, de la esperanza y de la caridad. La esclava del Señor se oculta delante de
Aquel que ha reparado en su pequeñez. Ella mira su poder y celebra su
misericordia y su fidelidad. Ella se alegra sólo en Él. Ella es su gloria". 10 La
existencia de María es por entero un itinerario de fe, un perseverar en la
radicalidad del abandono al Dios vivo, dejándose conducir dócilmente por Él en la
obediencia a su palabra. Bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de las
palabras del Señor, ella acoge en la fe la revelación del misterio, en la fe da
testimonio de él, celebra las maravillas del Eterno, iniciadas en ella a favor del
mundo entero, en la fe medita en el silencio de su corazón, viviendo "escondida
con Cristo en Dios" (Col 3,3), en la fe participa de la vida y muerte de su Hijo, en la
fe vive la experiencia pascual y el comienzo de la Iglesia (RM 12-19).11

C) MARÍA GUARDABA ESTAS COSAS EN SU CORAZÓN

La Virgen Madre es el modelo del discípulo, oyente profundo y no superficial de la


Palabra. Mientras quienes "escuchaban lo que decían los pastores se quedaban
admirados" (Lc 2,18), pero sin que sepamos ya nada de ellos, "María, por su
parte, guardaba estas palabras y las meditaba en su corazón" (2,19). Lo mismo se
repite al final del capítulo: "Su Madre guardaba estos recuerdos (palabras,
hechos) en su corazón" (Lc 2,51). La repetición, al final de los relatos de la
infancia, rubrica la continuidad de esta actitud de María.

Lo que recibe, María lo conserva en su corazón. Ella da vueltas a las cosas, las
compara, las relaciona unas con otras. Ya en el momento del anuncio del ángel,
"ella se pregunta qué significa semejante saludo" (Lc 1,29). Lo que pasa es tan
misterioso que le es necesario escrutar incansablemente su sentido y, a fuerza de
sondear su profundidad, su corazón se dilata, a la medida del Espíritu, que "lo
sondea todo, hasta las profundidades de Dios" (1Co 2,10). Las palabras oídas,
como los hechos vividos, la sobrepasan. El Hijo, que ha sido su alegría, crece y se
vuelve su tormento: es la espada que le atraviesa el alma. Ésta no sólo la traspasó
de dolor en el momento del Calvario. Durante toda su vida, María vive el martirio
de la fe, muriendo a sí misma. Hasta el día pascual, en el que la muerte se muda
en resurrección, en el que no se necesita ya hacer preguntas (Jn 16,23), en el que
la madre puede creer en la alegría luminosa del Espíritu, que le "enseña todas las
cosas" Un 14,29), María camina en la fe, con la "fatiga del corazón".

Desde Pentecostés, María no necesita ya conservar todas las cosas en su


corazón. Desde entonces es a Cristo mismo a quien lleva en el corazón. Para
María valen las palabras dirigidas a los apóstoles: "Aquel día vosotros conoceréis
que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros" (Jn 14,20). Pablo dice
de sí: "Cristo está en mí" (Ga 2,20); pero lo afirma también de todos los creyentes:
"Cristo en vosotros" (1Co 1,30). Nacido de María por el Espíritu Santo, Jesús está
de nuevo presente en ella, inefablemente, por el mismo Espíritu por el que el
Padre resucita al Hijo en el corazón de los fieles. Como Pablo, y más que él, ella
puede decir: "Cristo vive en mí".

En conclusión, la fe de María establece entre ella y el Hijo una relación más


estrecha que la misma maternidad física. Ella fue "la primera y la más perfecta
seguidora de Cristo", "que en sus condiciones concretas de vida se adhirió total y
responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en
práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de
servicio" (MC 35).
Así María es la imagen del hombre creado y redimido, que responde en fidelidad
al diálogo con Dios. María se presenta realmente en su situación de creyente ante
la llamada de Dios, interpelada por Él. En el fíat de María, fruto de la gracia,
resplandece la gratuidad creadora de Dios y el asentimiento de la libertad humana
al proyecto divino. El Señor, que elige a María y recibe su consentimiento en la fe,
no es el rival del hombre, sino el Dios que nos ha creado por amor y para el amor.
Dios elige y llama gratuitamente, y el hombre, elegido y llamado, responde en la
libertad y gratitud con su asentimiento. De esto es figura realizada María. Ella,
Virgen fiel, imagen de la acogida del Hijo, es la creyente que en la fe escucha,
acoge, consiente; ella, Madre fecunda, imagen de la paternidad de Dios, es la que
engendra vida, la que en el amor da, ofrece, transmite; ella, Esposa casta, figura
de la nupcialidad del Espíritu, es la criatura que en la esperanza une el presente
de los hombres con el futuro de la promesa de Dios.

D) EL CRISTIANO, MADRE DE CRISTO

Los textos comentados subrayan el carácter espiritual del Reino de Dios,


inaugurado por Cristo. A este Reino no se accede a través de vínculos naturales,
sino mediante la fe. Frente a Cristo caen todos los privilegios de la descendencia
de Abraham y los mismos derechos familiares; ni siquiera su madre puede
sentirse "dichosa por haberlo llevado en su seno". Por muy excepcional que sea la
gloria conferida a la Virgen por su maternidad divina, este privilegio permanecería
fuera de la realidad de la vida cristiana si María no hubiera acogido a Cristo en la
fe. El hecho de haber concebido al Hijo de Dios no es para María la fuente de la
bendición divina. Ésta está ligada al hecho de que María es la fiel oyente de la
Palabra, desde la Anunciación hasta la hora de la Cruz. Al llegar la "hora" de
Jesús, el Hijo y la Madre se encontraron en una total comunión. "María fue
llamada entonces a compartir en su corazón la pasión del Hijo, comulgando del
deseo que había empujado a Jesús a cumplir la voluntad del Padre hasta su
suprema inmolación (Jn 4,34; 14,31; 15,31). María pasó a ser madre, no ya
solamente en virtud de la concepción virginal, sino en razón de su participación,
totalmente espiritual y al mismo tiempo totalmente materna, en la victoria de su
Hijo".12

También la Iglesia es madre, que engendra a Cristo. Y cada fiel engendra a Cristo.
María ha engendrado, por obra del Espíritu Santo, al Hijo de Dios encarnado; el
cristiano es llamado a engendrar a Cristo en su interior por la gracia del Espíritu
Santo, hasta poder decir: "No soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí" (Ga
2,20). Lo que se dice en singular de María y en general de la Iglesia, se afirma en
particular de cada creyente: "Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de
Dios... Si según la carne es única la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas
engendran a Cristo cuando acogen la palabra de Dios". 13 "Cristo nace siempre
místicamente en el alma, tomando carne de quienes son salvados y haciendo del
alma que lo engendra una madre virgen". 14 Isaac de Stella, en la Edad Media,
recogiendo toda esta Tradición, escribe:

Por su generación divina, los cristianos son uno con Cristo. El Cristo solo, el Cristo
único y total, es la cabeza y el cuerpo. Él es Hijo único, en el cielo, de un Dios
único; y en la tierra, de una Madre única. Es muchos hijos y un solo Hijo
juntamente. Como la cabeza y los miembros son un solo Hijo, siendo, al mismo
tiempo, muchos hijos, así también María y la Iglesia son una madre y muchas
madres; una virgen y muchas vírgenes. Ambas son madres, ambas son vírgenes;
ambas conciben virginalmente del Espíritu Santo. Ambas dan a luz, para Dios
Padre, una descendencia sin pecado. María dio a luz a la cabeza sin pecado del
cuerpo; la Iglesia da a luz por el perdón de los pecados al cuerpo de esa cabeza.
Ambas son madres de Cristo, pero ninguna de las dos puede, sin la otra, dar a luz
al Cristo total. Por eso, en las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se
entiende en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la
Virgen María; y lo que se entiende de modo especial de María, virgen y madre, se
entiende de modo general de la Iglesia, virgen y madre. También se puede decir
que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana,
virgen y madre fecunda. Todo lo cual la misma Sabiduría de Dios, que es la
Palabra del Padre, lo dice universalmente de la Iglesia, de modo especial de la
Virgen María, e individualmente de cada alma fiel... Cristo permaneció nueve
meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia
hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma fiel
por los siglos de los siglos. 15

Así lo entendió San Francisco de Asís: "Somos madre de Cristo cuando lo


llevamos en el corazón y en el cuerpo por medio del amor divino y de la
conciencia pura y sincera; lo engendramos a través de las obras santas, que
deben resplandecer como testimonio para los demás".16 Y también San Agustín:
"La Madre lo llevó en el seno; llevémoslo nosotros en el corazón; la Virgen se hizo
grávida por la encarnación de Cristo, se transforme en grávido nuestro corazón
por la fe en Cristo; ella dio a luz al Salvador; dé a luz nuestra alma la salvación y la
alabanza. Que no sean estériles nuestras almas, sino fecundas para Dios". 17

La experiencia de ser "madre de Cristo" es intrínseca al proceso de gestación de


la fe que se da en todo hombre evangelizado por la Iglesia. "El que escucha mi
palabra y la pone en práctica es mi madre". Todo hombre que escucha el Kerigma
de la Iglesia, recibe como María el anuncio del ángel, del enviado de Dios:
"Alégrate, el Señor está contigo, no temas, porque has hallado gracia delante de
Dios y concebirás en tu seno y darás a luz a un hijo, a quien pondrás por nombre
Jesús". Ante este anuncio, el hombre se sorprenderá seguramente como María,
constatando la esterilidad del propio corazón, por lo que el apóstol tendrá que
repetir las palabras del ángel: "No será obra humana, el Espíritu Santo
descenderá sobre ti y la fuerza de Dios te cubrirá con su sombra. Por eso lo que
ha de nacer será santo y será llamado Hijo del Altísimo". Ante este anuncio
maravilloso, que se hace posible en el Espíritu de Dios, el hombre necesitado de
salvación, consciente de su impotencia, podrá responder con María: "He aquí la
sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y en él se gestará un ser
nuevo, en él se formará Cristo por la acción del Espíritu Santo.

El nacimiento virginal de Jesús, signo de la gratuidad absoluta de la Encarnación,


constituye la base y el modelo de nuestro nuevo nacimiento como hijos de Dios.
La concepción y el nacimiento virginales de Jesús son, pues, un signo de la acción
plena de la gracia de Dios respecto a nosotros. La Encarnación es el don gratuito,
la gracia por excelencia, sobre la que el hombre no tiene poder alguno. Puede,
simplemente, recibirla (Jn 1,16). Cristo es el don del Padre a los hombres. "De su
plenitud, nosotros recibimos gracia por gracia". En otros términos, para formar a
Cristo en nosotros debemos hacer aquello que María hizo respecto de Jesús: "Es
necesario que, por un prodigio maravilloso, nuestra Cabeza naciera corporalmente
de una Virgen: quería dar a entender que sus miembros deben renacer, según el
Espíritu, de la Iglesia Virgen". 18

María, primera creyente, marca el camino de todo creyente en Cristo. Ella ha


acogido el anuncio, ha llevado en su seno a Jesús y lo ha dado a luz para el
mundo. Esta maternidad es dada al cristiano por obra del Espíritu Santo en la
Iglesia. La maternidad de María le llevará a acompañar al Hijo en su misión, a
darlo constantemente a los hombres. En el amor materno de María a su Hijo está
incluido el amor hacia nosotros, los pecadores. De la misma manera, el cristiano,
en cuyo espíritu habita Cristo, está llamado a amar a Cristo y a acompañarlo en su
misión, a participar de su misión, amando a los pecadores, amando la misión de
Cristo. Esta maternidad en toda su profundidad no se acaba con la gestación o el
parto, sino que se prolonga en toda la vida de María. El cristiano será también
educado progresivamente en esta maternidad a lo largo de un camino de fe
continuo. Cristo mismo a través del Espíritu dará al cristiano esas entrañas
maternas para acoger a los hombres y llevarles al amor del Padre.

La liturgia, cuando exhorta a los fieles a acoger la palabra del Señor, les propone
con frecuencia el ejemplo de la Bienaventurada Virgen María, a la cual Dios hizo
atenta a la palabra, y que, obediente cual nueva Eva a la palabra divina, se mostró
dócil a las palabras de su Hijo. Por ello la madre de Jesús es saludada con razón
como "Virgen creyente", "que recibió con fe la palabra de Dios" (MC 17). A la
manera de la Bienaventurada Virgen "actúa la Iglesia, puesto que, sobre todo en
la sagrada liturgia, oye y recibe la palabra de Dios, la proclama y la venera; y la
imparte a los fieles como pan de vida" (Ibídem). 19

_________________
1 K. RAHNER, María, Madre del Señor, Barcelona 1967,p.45.

2 En el texto paralelo de Mateo (13,53-58), Jesús es llamado "el hijo de José", subrayando su
ascendencia davídica, como hace siempre Mateo.
3 Comienzo de un himno de ROMANO EL MELODE.

4 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1984, p.295.

5 SAN AGUSTÍN, Sermo 178,4: PL 38,1005.

6 Ver el comentario al Ave María en CEC 2878-2877.

7 U. NERI, El Cantar de los Cantares. Antigua interpretación hebrea, Bilbao 1988. A. SERRA, Maria de
Nazaret. Una fede in cammino, Milán 1993.

8 SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate 3.

9 SAN AGUSTÍN, In Jon ev. trac. X,2.

10 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, p. 294.

11 J. ALFAR0, María, colei che é beata perché ha creduto, Casale Monferrato 1983.

12 F M. BRAUN, La Mére des fideles. Eessi de théologie johannique, Tournai-Paris 1954, p.92.

13 SAN AMBROSIO, Exposición del Evangelio de Lucas II,28.

14 SAN MÁXIMO CONFESOR, Comentario del Padrenuestro: PG 90,889.

15 ISAAC DE STELLA, Discurso 51: PL 194, 1863.1865. Cfr. Oficio de lecturas del sábado de la II semana
de Adviento.

16 SAN FRANCISCO DE ASÍS, Carta a los fieles 1.

17 SAN AGUSTÍN, Sermo 189,3TL 38,1006.

18 SAN AGUSTÍN, De sancta vírginitate 6: PL 40,399.

19 Prenotandos al Leccionario de las Misas de la Virgen María, n.9.

11. JUNTO A LA CRUZ DE JESÚS ESTABA SU MADRE

A) MARÍA, CORDERA SIN MANCHA

Todo lo que estaba prefigurado en el primer signo de las bodas de Caná llega en
la cruz a su cumplimiento. "Jesús, sabe que todo se había cumplido" (Jn 19,28)
tras la escena de la Madre junto a la cruz con las palabras que dirigió a ella y al
discípulo amado (v 25-27). El diálogo del Hijo con la Madre y el discípulo sella el
cumplimiento de "todo", de toda la obra encomendada por el Padre a Jesús (Jn
4,34; 5,36; 17,4).1 Como en Caná, Jesús desde la cruz se dirige a su madre con
el título de "Mujer", que tiene como trasfondo las profecías sobre la "Hija de Sión",
con su significación mesiánica. Ya en Caná Jesús habla de "su hora", aludiendo a
la hora de su muerte y de su glorificación en la cruz. Pero es en la cruz donde
reparte en plenitud el "vino bueno" de la salvación. La "hora" de Jesús, aún no
llegada en Caná, ha llegado en el Calvario, cuando Jesús pasa de este mundo al
Padre (Jn 13,1.19,27).

Y la "hora" de Jesús es también, en cierto sentido, la hora de su Madre, pues


inaugura para ella una nueva maternidad en relación a los que su Hijo rescata
muriendo en la cruz. La hora de Jesús es la hora del ingreso del Hijo del hombre
en la gloria del Padre (Jn 13,31-32); es también la hora en que hace hijos
adoptivos a aquellos por quienes muere, los mismos a quienes declara hijos de su
Madre, representados en el discípulo amado. San Ambrosio dice que "mientras los
apóstoles habían huido, ella estaba junto a la cruz y contemplaba con mirada de
ternura las heridas de su Hijo, porque ella no se fijaba en la muerte del Hijo sino
en la salvación del mundo".2

María está junto a la cruz, no sólo geográficamente, sino unida a Cristo en su


ofrenda, en su sacrificio. María es la primera de quienes "padecen con Cristo" (Rm
8,17). Sufre en su corazón lo que el Hijo sufre en su carne. El cuchillo de Abraham
subiendo al Moria junto a su hijo Isaac, en María se transforma en espada que le
traspasa el alma. Melitón de Sardes, obispo de una de las Iglesias joanneas del
Asía Menor, en una noche de Pascua entre el 160 y el 180, proclama:

La ley se ha convertido en el Verbo, el mandamiento en gracia, la figura en


realidad, el cordero en el Hijo... Éste es el Cordero que no abre boca... Éste es el
Cordero dado a luz por María, la inocente cordera; Él es el que en la tarde fue
inmolado y que ha resucitado de entre los muertos.3

El Hijo único muere, el vínculo terreno con la madre se rompe; la primera alianza,
fundada sobre la carne de Cristo, expira. En la persona de María, el Israel según
la carne y la fe está sometido a Dios hasta en la muerte. Así se inaugura la Iglesia
nueva, de la que se dice: "¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el
bautismo, hemos quedado unidos a su muerte?" (Rm 6,3). En María, de pie junto
a la cruz de Jesús, el Israel de la primera alianza se transforma en la Iglesia de la
nueva alianza. La antigua alianza no queda abolida, sino transformada,
alcanzando su cumplimiento. En Caná, las tinajas de agua no fueron vaciadas
primero para hacer sitio al vino. El agua fue transformada en vino. Del mismo
modo la vida terrena de Jesús no es negada en la resurrección. El Resucitado es
el Crucificado. La cruz es para siempre el trono eterno de su realeza. Y María no
deja de ser la madre de Jesús. Después de la resurrección del Hijo, "la madre de
Jesús" está allí en medio de los discípulos (Hch 1,14). Su maternidad se despliega
en nuevas dimensiones.

A María se la menciona "junto a la cruz de su Hijo", pero no se la menciona en la


resurrección. En los Evangelios no hay huella de aparición alguna del Señor a su
Madre. ¿Ha vivido María sólo mitad del misterio pascual de Cristo, que lo
componen la muerte y la resurrección? Quien habla de María junto a la cruz es el
evangelio de Juan. ¿Y qué es lo que representa para Juan la cruz de Cristo?
Representa la "hora", la hora en que el Hijo del hombre es glorificado, la hora para
la que ha venido al mundo (Jn 12,23.27; 17,1). El momento de la muerte es el
momento en que se revela plenamente la gloria de Cristo. En el momento en que
en el templo de Jerusalén se inmolaban los corderos pascuales, Jesús está
ofreciéndose en la cruz como el Cordero pascual, que anula todos los sacrificios,
inaugurando con su pascua la nueva alianza. Es el momento en que todo llega a
"su cumplimiento".

Para Juan van unidas muerte y resurrección, cruz y exaltación: es el triunfo del
amor sobre la muerte. Por ello en las Iglesias del Asía Menor, de las que Juan fue
fundador y guía, celebraban la Pascua el 14 de Nisán, en el aniversario de la
muerte de Cristo, y no en el aniversario de la resurrección como hacían las demás
Iglesias. Celebrando la muerte de Cristo, celebraban la victoria sobre la muerte.
Así, pues, colocando a María junto a la cruz de su Hijo, Juan sitúa a María en el
corazón del misterio pascual. María, como Juan, ha visto "la gloria de Dios" en el
amor manifestado en la cruz de Cristo. ¿Significa esto que María, junto a la cruz
de su Hijo, no ha sufrido? ¿Acaso no sufrió Cristo aunque llamara a aquella hora
la hora de su gloria?

María avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo


hasta la cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (Jn 19,25), se
condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a
su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por
Ella misma (LG 58).

B) MUJER, HE AHÍ A TU HIJO

Desde la cruz, `Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba,
dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu
madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió con él" (Jn 19,26-27). Jesús
revela, pues, que su madre es también la madre de todos sus discípulos,
hermanos suyos, gracias a su muerte y resurrección: "Ve donde mis hermanos y
diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20,17; Hb 2,11-12). Desde la cruz
Jesús ha entregado su madre a un apóstol, poniéndola bajo su custodia y, por
tanto, la ha entregado a la Iglesia apostólica. Cristo hace a la Iglesia el don
precioso de su madre. Con tal don la Iglesia es ya para siempre la esposa "sin
mancha ni arruga", la "inmaculada", como la llama expresamente Pablo (Ef 5,27).

María está junto a la cruz como madre. Es la hora de la nueva maternidad. En


Caná quiso marcar la hora a Jesús. Allí es ella quien habla a Jesús y a los
sirvientes. Pero ahora, junto a la cruz, tras haber recorrido el camino de la fe, le
llega realmente la hora, con los dolores del parto y la alegría del alumbramiento
(Jn 16,21-23). Y ahora es Jesús quien habla y ella escucha: "Mujer, he ahí a tu
hijo". Ha recorrido el camino desde la primera maternidad a la nueva maternidad,
que abraza a los discípulos a quienes Jesús ama, a sus hermanos, hijos del
Padre, "que escuchan y cumplen la voluntad del Padre" (Mt 12,50).

María no es llamada por su nombre, sino "Mujer" y tampoco Juan es llamado por
su nombre, sino "el discípulo", es decir, los discípulos amados de Jesús. Éstos son
entregados a María como sus hijos, lo mismo que a ellos es entregada María
como madre. Es la palabra de Cristo la que constituye a María en madre y a los
discípulos en hijos. Es una maternidad o filiación que no viene de María, de la
carne o de la sangre, sino de la Palabra de Cristo. Es una gracia de Cristo en la
cruz a la Iglesia, que está naciendo de su costado abierto.

Jesús, antes de morir en la cruz, revela que su madre, en cuanto "Mujer", es


desde ahora la madre del "discípulo a quien Jesús amaba", y que éste, como
representante de todos los discípulos de Jesús, desde ahora es hijo de su propia
madre. De este modo revela la nueva dimensión de la maternidad de María. Y, al
mismo tiempo, revela que la primera tarea de los discípulos consiste en ser "hijos
de María". Esta nueva relación entre la madre de Jesús y sus discípulos es
querida por Jesús, expresada en el momento supremo de la cruz. El
acontecimiento, como sucede frecuentemente en Juan, adquiere un valor
simbólico. Juan presenta las acciones simbólicas personalizadas en personas
singulares, que son tipos de una realidad más amplia: como el encuentro con
Nicodemo, con la samaritana, con Marta y María... También la madre de Jesús y el
discípulo amado cumplen aquí una función representativa.

En este sentido, Juan jamás llama por su nombre al "discípulo a quien Jesús
amaba" ni a "la madre de Jesús", queriendo indicar que no están nombrados en
calidad de personas singulares, sino como "tipo". Se trata de la condición de
madre o mujer, o de la condición de discípulo, por quien Jesús siente siempre
amor. En el evangelio de Juan "los discípulos" en general son los "amigos" de
Jesús (15,13-15). El "discípulo a quien Jesús amaba" representa, pues, a los
discípulos de Jesús, quienes, como tales discípulos, son acogidos en la comunión
de Jesús, hijos de su misma madre. El discípulo de Jesús es testigo del misterio
de la cruz, donde es hecho hijo de la madre de Jesús, pues es acogido como
hermano de Jesús (Jn 20,17). Como escribe M. Thurian: "El discípulo designado
como `aquel a quien Jesús amaba' es, indudablemente, la personificación del
discípulo perfecto, del verdadero fiel a Cristo, del creyente que ha recibido el
Espíritu. No se trata aquí de un afecto especial de Jesús por uno de sus
apóstoles, sino de una personificación simbólica de la fidelidad al Señor".4

Y si el título de "Mujer" es la personificación de la "Hija de Sión", vemos entonces


cumplida la palabra en que la "Madre Sión" llama a sus hijos del exilio a fin de
formar en torno a ella el nuevo pueblo de Dios sobre el monte Sión. En Isaías
leemos: "Alza en torno tus ojos y mira; todos se reúnen y vienen a ti, llegan de
lejos tus hijos, y tus hijas son traídas en ancas" (Is 60,4). Este texto profético, que
ve a hijos e hijas volver del exilio, sirve de fondo a las palabras que Jesús
pronuncia desde la cruz: "Mujer, he aquí a tu hijo". El discípulo que se hace hijo de
la "Mujer" es la personificación de los "hijos de Israel" que en torno a María forman
el nuevo pueblo de Dios sobre el monte Sión, junto a la cruz.

Bajo la cruz de su Hijo, María, como Sión tras el luto por la pérdida de sus hijos,
recibe de Dios nuevos hijos, más numerosos que antes. El salmo 87, que la
liturgia aplica a María, canta de Sión: "¡Qué pregón tan glorioso para ti, ciudad de
Dios: ...Filisteos, tirios y etíopes han nacido allí. Se dirá de Sión: Uno por uno
todos han nacido en ella... El Señor escribirá en el registro de los pueblos: Éste ha
nacido allí. Y cantarán mientras danzan: Todas mis fuentes están en ti". "¡Que
pregón tan glorioso para ti, Virgen María!", nueva Sión. Es la antífona de este
salmo en el Oficio de la Virgen María. María, como Sión reedificada después del
exilio, puede decir: "Quién me ha dado a luz a éstos? Pues yo había quedado sin
hijos y estéril, desterrada y aparte, ¿y a éstos quién los crió?" (Is 49,21). Abraham,
por su fe y obediencia a la palabra de Dios, se convirtió en padre de una multitud
"más numerosa que las estrellas del cielo" (Gn 15,5). María, madre del nuevo
Isaac, por su fe y obediencia, se convierte en madre de la Iglesia, de los hijos de
Dios dispersos por toda la tierra.

María, la madre de Cristo, es la madre de los discípulos de Cristo. María nos ha


acogido como hijos cuando Jesucristo se ha hecho "primogénito entre muchos
hermanos". Haciéndonos hijos adoptivos del Padre, nos ha entregado como hijos
también a su madre: "He ahí a tu hijo". San Agustín nos señala la semejanza y la
diferencia de esta doble maternidad de María:

María, corporalmente, es madre únicamente de Cristo, mientras, espiritualmente,


en cuanto que hace la voluntad de Dios, es para Él hermana y madre. Madre en el
espíritu, ella no lo fue de la Cabeza, que es el Salvador, de quien más bien nació
espiritualmente, pero lo es ciertamente de los miembros que somos nosotros,
porque cooperó, con su amor, al nacimiento en la Iglesia de los fieles, que son los
miembros de aquella Cabeza.5

Bajo la cruz, María ha experimentado los dolores de la mujer cuando da a luz: "La
mujer cuando da a luz está afligida, porque ha llegado su hora" (Jn 16,21). La
"hora" de Jesús es la hora de María, "la mujer encinta que grita por los dolores del
parto" (Ap 12,1). Si es cierto que la mujer del Apocalipsis es, directamente, la
Iglesia, la comunidad de la nueva alianza que da a luz el hombre nuevo, María
está aludida personalmente como inicio y representante de esa comunidad
creyente. Así lo ha visto la Iglesia desde sus comienzos. San Ireneo, discípulo de
San Policarpo, discípulo a su vez de San Juan, ha llamado a María la nueva Eva,
la nueva "madre de todos los vivientes". Con el "ahí tienes a tu hijo" María recibe
su vocación y misión en la Iglesia. Ya Orígenes, partiendo de la idea del cuerpo de
Cristo y considerando al cristiano como otro Cristo, interpreta la palabra dirigida
por Cristo a Juan como dirigida a todo discípulo:

Nos atrevemos a decir que, de todas las Escrituras, los evangelios son las
primicias y que, entre los evangelios, estas primicias corresponden al evangelio de
Juan, cuyo sentido nadie logra comprender si no se ha inclinado sobre el pecho de
Jesús y no ha recibido a María por madre de manos de Jesús. Y para ser otro
Juan, es necesario hacerse tal que, como Juan, lleguemos a sentirnos designados
por Jesús como siendo Jesús mismo. Porque María no tiene más hijos que Jesús.
Por tanto, cuando Jesús dice a su madre: "he ahí a tu hijo" y no "he ahí a este
hombre, que es también hijo tuyo", es como si le dijera: "He ahí a Jesús, a quien
tú has alumbrado". En efecto, quien alcanza la perfección "ya no vive él, es Cristo
quien vive en él" (Ga 2,20) y, puesto que Cristo vive en él, de él se dice a María:
"He ahí a tu hijo", Cristo.6

San Ambrosio nos dice: "Que Cristo, desde lo alto de la cruz, pueda decir también
a cada uno de vosotros: he ahí a tu madre. Que pueda decir también a la Iglesia:
he ahí a tu hijo. Comenzaréis a ser hijos de la Iglesia cuando veáis a Cristo
triunfante en la Cruz". 7 El discípulo, en cuanto dirige la mirada al costado abierto
de Jesús, guiado por la mirada de María, es transformado en hombre nuevo, se
hace hijo de María e hijo de la Iglesia, es decir, cristiano. La Lumen
gentium, colocando a María en la historia de la salvación y en el misterio de Cristo
y de la Iglesia, ha formulado así la doctrina tradicional de María, madre de los
cristianos:

La bienaventurada Virgen, predestinada desde toda la eternidad cual Madre de


Dios junto con la encarnación del Verbo por designio de la divina providencia, fue
en la tierra la esclarecida Madre del divino Redentor y en forma singular
colaboradora entre todas las criaturas y la humilde esclava del Señor. Concibiendo
a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo en el templo al Padre,
padeciendo con su Hijo mientras Él moría en la cruz, cooperó en forma del todo
singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la
restauración de la vida sobrenatural de las almas. Por tal motivo es nuestra Madre
en orden a la gracia (LG 61).

Antes, el concilio ha precisado:

La misión materna de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni


disminuye la única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia. Porque
todo el influjo salvífico de la Bienaventurada Virgen en favor de los hombres no es
exigido por ninguna ley, sino que nace del divino beneplácito y de la
superabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, de ella
depende totalmente y de la misma saca toda su virtud; y lejos de impedirla,
fomenta la unión inmediata dé los creyentes con Cristo (LG 60).
¿Cómo podría ser diversamente? María, "la Madre de Dios es figura de la Iglesia,
como ya enseñaba san Ambrosio, en el orden de la fe, de la caridad y de
la perfecta unión con Cristo" (LG 63). Con relación a Cristo, María es madre y
discípula. Con relación a la Iglesia es madre y maestra. Es madre y maestra
nuestra en cuanto es la perfecta discípula de Cristo. A María se puede aplicar la
palabra de Pablo: "Haceos imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1Co 11,1).

El Papa Pablo VI dio explícitamente a María el título de "Madre de la Iglesia":


"Para gloria de María y para nuestro consuelo, proclamamos a María
Santísima Madre de la Iglesia, es decir, de todo el pueblo de Dios, tanto de los
fieles como de los pastores, que la llaman madre amantísima".8

María permanece madre por siempre. El sello materno que el Espíritu ha impreso
en ella es indeleble. Tal es para siempre la identidad de María: Theotókos es su
nombre. Ha quedado para siempre consagrada al misterio de su Hijo, al servicio
de la concepción santa del Hijo en el mundo. Por eso, María se halla en su ámbito
propio en la Iglesia, que también es siempre madre por la gracia del Espíritu
Santo.

C) HE AHÍ A TU MADRE

Al lado de la Madre está el discípulo "a quien Jesús amaba" (v 16). Se trata del
"tipo" del discípulo, que es objeto del amor del Padre y del Hijo: "El que acepta mis
preceptos y los pone en práctica, ése me ama de verdad; y el que me ama será
amado por mi Padre y también yo le amaré" (Jn 14,21). Es el discípulo fiel hasta
la cruz, testigo del misterio de la sangre y del agua que brotaron del costado
traspasado del Crucificado (Jn 19,35) y testigo privilegiado de la resurrección (Jn
20,8). Es el discípulo que "a partir de aquella hora acoge a la Madre como suya"
(v27).

María y el discípulo amado, aunque tengan un significado simbólico, siguen siendo


personas concretas, con su función personal y su significación propia en el
misterio de la salvación. Sin duda, el misterio se hace en ellos más amplio, pero
no hasta el punto de anular a las personas y convertirlas en puros símbolos. La
madre de Jesús conserva su misión maternal y el discípulo que Jesús amaba ha
de hacerse, de manera cada vez más perfecta, un verdadero discípulo de Jesús e
hijo de María.

Es importante mantener unidas la significación personal y la significación


simbólica de la maternidad de María. Al hacerse madre de todos los discípulos de
Jesús, María se hace madre de toda la Iglesia. No hay contradicción alguna en
decir que María es, a la vez, imagen de la Iglesia y madre de la Iglesia. Como
persona individual, ella es la madre de Jesús. Pero su maternidad corporal con
respecto a Jesús se prolonga en una maternidad espiritual hacia los creyentes y
hacia la Iglesia. Y esta maternidad espiritual de María es la imagen y la forma de
la maternidad de la Iglesia. La maternidad de María y la maternidad de la Iglesia
son, inseparablemente, importantes para la vida filial de los creyentes.

Para hacerse hijos de Dios es necesario hacerse hijos de María e hijos de la


Iglesia. Su Hijo único es Jesús, pero nos hacemos conformes a Él si nos
convertimos en hijos de Dios e hijos de María (Jn 1,12-13). En la medida en que
acogemos en la fe al Hijo único del Padre, crece en nosotros la vida de hijos de
Dios. María que, en la Encarnación, concibió y dio a luz corporalmente a Jesús,
concibe y alumbra espiritualmente a los discípulos de Jesús. Virginalmente en
ambos casos.

María al pie de la cruz es la Iglesia naciente. Desde entonces la Iglesia es


mariana. H. von Balthasar habla del "rostro mariano de la Iglesia". Y C. Journet
escribe: "María se nos presenta como la forma, es decir, como el modelo y el tipo
de la Iglesia. San Pedro pedía a los presbíteros de la Iglesia que fueran los
modelos, los tipos del rebaño que se les había confiado (1P 5,3). En un sentido
incomparablemente más elevado, María es modelo y tipo de la Iglesia. Ella es, en
el interior de la Iglesia, la forma en la que la Iglesia se perfecciona como Esposa
para darse al Esposo. Cuanto más se parece la Iglesia a la Virgen, más se hace
Esposa; cuanto más se hace Esposa, más se asemeja al Esposo; y cuanto más
se asemeja al Esposo, más se asemeja a Dios: porque estas instancias
superpuestas entre la Iglesia y Dios no son más que transparencias en las que se
refleja el único esplendor de Dios".9

La "Hija de Sión", la "Virgen Israel", en tiempos infiel, en María ha sido fiel,


cumpliéndose la palabra de Jeremías: "Vuelve, Virgen Israel; retorna a tus
ciudades. ¿Hasta cuando has de andar titubeando, hija descarriada? Pues hará
Dios una cosa nueva en la tierra: la Mujer buscará a su marido" (Jr 31,22). María
reanuda las relaciones de amor entre Israel y su Esposo Yahveh. Ella es el
símbolo de la Iglesia en su relación esponsal con Cristo.

A partir de este texto de Jeremías, H. von Balthasar muestra el puesto de la mujer


en la Iglesia. En el lenguaje simbólico únicamente la mujer puede simbolizar a la
Iglesia-Esposa. En este sentido puede aplicarse a la Iglesia la escena de María y
del discípulo amado al pie de la cruz. Una "Mujer" y un hombre permanecen junto
a la cruz de Jesús, con una misión de representación tipológica. Pero el discípulo
amado, como figura de todos los discípulos de Cristo, es también figura de la
Iglesia. Él representa a los creyentes en Cristo, en cuanto discípulos, que
escuchan la palabra de Cristo. Entre estos discípulos está también María,
discípula fiel de Cristo. Pero María es, además, figura de la Iglesia en cuanto
Madre, en cuanto comunidad en cuyo seno se congregan en Cristo los hijos de
Dios dispersos. La figura principal no es el discípulo, sino la "Mujer": María. En
cuanto al "discípulo que Jesús amaba", la primera misión que recibe no es ir a
predicar el evangelio, sino aceptar a María por madre, hacerse "hijo" de María.
Para él y para todos los demás apóstoles es más importante ser creyente que
apóstol, nacer como hijo de María más que la misión apostólica. La misión
apostólica le será confiada más tarde, después de la resurrección (Jn 20,21;
21,20-23). Ser hijo de María y de la Iglesia es el aspecto primero y fundamental de
toda existencia cristiana.

Ser incorporado como hijos de Dios al misterio de la Iglesia, nuestra madre, es


más esencial que ejercer un ministerio en la Iglesia. En el Calvario, en el momento
en que la Iglesia nace en estas dos personas, en esta mujer y en este hombre,
que simbolizan la Iglesia, las palabras de Jesús son fundamentales para su
recíproca relación. No se trata todavía de enviar al discípulo en misión apostólica,
ni de encomendarle la tarea de proclamar la Buena Nueva y de enseñar, sino
hacerse previamente hijo de María, hijo de la Iglesia, es decir, un verdadero
creyente en la Iglesia. Y aquellos que creen llegan a ser hijos de Dios, hermanos
de Jesús, hijos de María e hijos de la Iglesia.

Lo fundamental en la Iglesia es ser miembro del pueblo de Dios, viviendo en


alianza con Cristo y, en Él, con Dios. Éste es el rostro mariano de la Iglesia. En el
plano simbólico, la Iglesia, como María, es "la Mujer", que vive en alianza con su
Esposo, Cristo. Ésta es la estructura básica de la Iglesia en cuanto Esposa de
Cristo y Madre del pueblo de Dios. La Iglesia es esto en primer lugar. Luego viene
el rostro apostólico, representado en Juan o en Pedro. Ambos aspectos
pertenecen a la estructura de la Iglesia. Pero el rostro mariano expresa el aspecto
interior y más profundo del misterio de la Iglesia.

De aquí que la tradición patrística haya hablado constantemente de la misión


materna de la Iglesia. Fundamentalmente la Iglesia es nuestra madre. A ella le
debemos el haber nacido a la vida cristiana, pues ella nos ha hecho descubrir a
Cristo, nos ha anunciado su palabra y en el bautismo nos ha engendrado como
cristianos. Gracias a la Iglesia, nuestra madre, hemos renacido como hijos de
Dios. Nos ha concebido por la palabra y el Espíritu Santo, nos ha dado a luz en las
aguas del bautismo, nos ha educado con la catequesis, nos ha hecho crecer con
la eucaristía, nos ha cuidado y levantado en nuestras caídas. Nos ha dado
hermanos en la fe con quienes caminar en comunión y cantar en comunidad las
alabanzas del Señor.

D) MADRE DE LOS CREYENTES

Una vez que Cristo nos ha dado su madre, ya puede decir: "todo está cumplido".
Ya puede entregar su espíritu: "Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba
cumplido, inclinando la cabeza entregó su espíritu". Jesús acaba su obra
fundando la Iglesia, de la cual su madre es el símbolo. El vínculo de maternidad y
de filiación, que une a María y al discípulo, a la Iglesia y a los fieles, forman parte
de la "hora", es decir, de la obra de la salvación. Por eso se puede pensar que el
amor filial hacia María, igual que la pertenencia a la Iglesia, es para el cristiano
una prenda de salvación. Todo el que pertenece vitalmente a la Iglesia tiene sus
raíces en el reino de los cielos, del cual la Iglesia, en la tierra, es el sacramento. Y
todo el que ama a María está vinculado a la Iglesia, de la que ella es el símbolo.
Quien rechaza a la Iglesia, quien la desprecia, como quien no ama a María, se
endurece en su orgullo: no es hijo de una madre.

La significación fundamental del misterio de María se encuentra, pues, en su


función esponsal y materna. Ella es madre de Jesús y de los discípulos; y ella es
la "Mujer", Esposa de Cristo, colaboradora de Cristo en su obra salvadora. Y lo
mismo vale para la Iglesia, Esposa y Madre de Cristo. La túnica de Cristo, no rota
por los soldados, es un signo de la unidad de la Iglesia, que se constituye por la
unión entre María y el discípulo amado (Jn 19,24-25). Y esta unión de la nueva
comunidad mesiánica, presente a los pies de la cruz, es reforzada por el Espíritu
Santo, que Jesús infunde cuando, "inclinando la cabeza, entregó su espíritu" (Jn
19,30).10

Las nuevas relaciones entre la "Mujer" y el "discípulo", manifestadas por Cristo


desde la cruz, son la expresión del amor extremo de Jesús en el momento de su
hora. María, la madre de Jesús, simboliza a la Iglesia misma en su misión
materna. Y si María es la Madre del Hijo de Dios hecho hombre, también tiene un
papel en nuestro renacimiento como hijos de Dios. La maternidad de María, que
comenzó en la Encarnación de Jesús, se prolonga en la vida de los cristianos. Ella
es madre del Cristo total; por tanto, también de los discípulos y hermanos de
Jesús.

La maternidad virginal de María, al extenderse a todos los creyentes, implica para


nosotros una invitación a acogerla en nuestra vida y a considerarla como madre
nuestra, al mismo tiempo que recibimos a aquel de quien ella es madre, a Cristo.
En cada uno de nosotros ha de formarse Cristo; por ello también nosotros, como
María, concebimos y damos a luz a Cristo en nosotros. Así lo expresa un texto
anónimo del s. XVI:

Bienaventurada tú, alma virginal, porque de ti ha de nacer el Sol de justicia...


Aquel que nos ha creado nace de nosotros. Y, como si no fuera suficiente que
Dios quiera ser nuestro Padre, quiere que seamos su madre. Alma buena y fiel,
ensancha el seno de tu corazón; abre hasta el extremo tu deseo; no vivas
estrechamente en tu interior, a fin de que puedas concebir a Cristo, a quien el
mundo entero no puede contener. Después de haberle concebido la
bienaventurada Virgen María, continúa aún siendo concebido cada día en mí en
virtud de la fe... Creo que damos a luz verdaderamente a Cristo en la medida en
que nosotros recibimos de su plenitud (Jn 1,16). Es primeramente concebido en
sus palabras; luego el alma fructifica y, por sus buenas obras, Cristo es
alumbrado. Esto es lo que dice San Pablo: "Hijos míos, por quienes siento de
nuevo los dolores del parto, hasta que se forme Cristo en vosotros" (Ga 4,19; 1Co
4,15). Hubo un tiempo en que Cristo fue llevado en el seno y alumbrado
corporalmente por su madre, la Virgen; pero siempre es concebido y alumbrado
espiritualmente por las vírgenes santas. 11

María cumple su misión como madre de todos los discípulos de Cristo,


llevándonos a Cristo. Juan concluye su evangelio, diciéndonos: "Ellos miraban al
que traspasaron" (19,31-37). ¿Quiénes son los que miran? Los que están
presentes al pie de la cruz: María y el discípulo, y con ellos todos los discípulos,
toda la Iglesia. En esa mirada de María y de los discípulos al costado abierto de
Jesús, la madre de Jesús ejerce su misión de madre. Como en Caná dice a los
sirvientes que hagan todo lo que Él les diga, orientándolos hacia Jesús, también
ahora invita a mirar el costado abierto de su Hijo. El discípulo fija la mirada en el
corazón de Jesús gracias a la mirada de la madre, que orienta siempre a los
discípulos hacia el Hijo.

María y el discípulo amado, al pie de la cruz, con la mirada fija en el costado


abierto de Jesús, forman conjuntamente la imagen de la Iglesia-Esposa, que
contempla al Esposo, "levantado de la tierra, atrayendo a todos hacia Él" Un
12,32). La vida profunda de Jesús, la vida de su corazón, simbolizada por el agua
del Espíritu que sale de su costado, se convierte en la vida de la Iglesia. Así la
Iglesia, como repiten los Padres, nació del costado traspasado de Jesús. María
con su fe y con su mirada fija en la llaga del costado de Jesús invita a los
creyentes, sus hijos, a acercarse al corazón de Jesús, donde la Iglesia habita en
su misterio: "Cuando abrieron su corazón, ya había Él preparado la morada, y
abrió la puerta a su Esposa. Así, gracias a Él, pudo ella entrar y pudo Él acogerla.
Así pudo ella habitar en Él y Él en ella". 12

Habiendo dado a luz en el mundo al Hijo único del Padre, la "Mujer vestida de sol"
conoce una fecundidad inconmensurable (Ap 12,17). Ya el salmista había
contemplado en la Sión mesiánica la madre de los pueblos: "Se dirá de Sión: uno
a uno, todos han nacido en ella, y el Altísimo en persona la sostiene. El Señor
escribirá en el registro de los pueblos: Éste ha nacido en ella. Y los que bailan
cantan a coro: En ti están todas mis fuentes" (Sal 87). Transportada al cielo en la
pascua de Jesús, la Jerusalén mesiánica se hace "la Jerusalén de lo alto, nuestra
madre" (Ga 4,26). Siendo María el símbolo y síntesis de la Iglesia se le da a ella
con prioridad la gracia de la maternidad universal. La experiencia de María junto a
la cruz de Jesús dilató su corazón hasta hacerle similar a la "ciudad" abierta a
todos los pueblos.

María, icono de la Iglesia madre, es mediadora por su santidad de amor, que la


une a todos los fieles. Gracias a este vínculo de amor los fieles son amados por
Dios, forman parte de la comunidad de los santos, donde reina la gracia del
Espíritu Santo. María es mediadora del amor universal que el Espíritu deposita en
su corazón. En realidad, todo verdadero cristiano es mediador de gracias: santifica
a otros con el poder del amor que lo santifica a él. El privilegio de la mediación no
separa a María de la comunidad. Su privilegio es de un amor incomparable que la
distingue situándola en el corazón de la Iglesia. En ella la comunión de los santos
es llevada a su máxima intensidad.

E) EL DISCÍPULO LA ACOGIÓ CONSIGO

"A partir de aquella hora el discípulo la acogió como suya" Un 19,27). La madre,
más que entrar en la casa del discípulo, entra en lo profundo de su vida, formando
parte inseparable de la misma. El discípulo la considera su madre. Acoger a María
significa abrirse a ella y a su misión maternal, introducirla en la propia intimidad en
donde ya se ha acogido a Cristo y todos sus dones. Acoger a María expresa una
actitud de fe, la "acogió en la fe", 13 considerándose hijo de María. Desde este
momento la madre de Jesús es también su madre.

Entregándose filialmente a María, el cristiano, como el apóstol Juan, "acoge entre


sus cosas propias" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su
vida interior, es decir, en su "yo" humano y cristiano: "La acogió en su casa". Así el
cristiano trata de entrar en el radio de acción de aquella "caridad materna", con la
que la Madre del Redentor "cuida de los hermanos de su Hijo", "a cuya generación
y educación coopera" (RM 45).

Al momento del nacimiento del Hijo, Dios dice a José: "José, hijo de David, no
temas acoger contigo a María" (Mt 1,20). Y José la tomó consigo. Ahora, en el
momento de su muerte, Cristo encomienda, de nuevo, a Juan que acoja a María y,
"desde aquel instante, Juan la tomó consigo". María, discípula de Cristo, desde el
comienzo al final, vive sin tener donde reclinar la cabeza, necesitando ser acogida,
dependiendo de Dios, que decide de su vida.

Pero Jesús no sólo confía su madre al discípulo, sino que se dirige primero a ella,
señalando en primer lugar el papel de la Virgen María. La misión del discípulo
queda subordinada a la de la Madre, que debe "congregar en la unidad a los hijos
dispersos", que es para lo que ha muerto Él (Jn 11,51-52). La Madre de Jesús es
la Madre de todos los hijos de Dios dispersos y, ahora, congregados por la muerte
de Cristo, su Hijo. Siendo la Madre de Jesús, a los pies de la cruz, María es
proclamada Madre de todos los que con Cristo son una sola cosa por la fe. El
profeta Isaías decía: "Como una madre consuela a un hijo, así os consolaré yo; en
Jerusalén seréis consolados" (Is 66,13). María, nueva Jerusalén, imagen de la
Iglesia, es la refracción y trasparencia materna de la consolación de Dios.

La Iglesia de todos los tiempos, nacida de la cruz de Cristo, es invitada a mirar a


María como Madre y a acogerla con amor filial, como hizo el discípulo a quien
Jesús amaba: "Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos, es decir,
reconocer la relación esencial, vital y providencial que se da entre la Virgen y
Jesús. Ella es la que nos abre la vía que conduce a Él". 14 El discípulo es invitado
a acoger a María, imagen de la Iglesia; como creyente, cada discípulo lleva en su
corazón a la Iglesia como madre amada, confiada a él y a la que él ha sido
confiado.

Con providente designio, Padre santo, quisiste que la madre permaneciese fiel
junto a la Cruz de su Hijo, dando cumplimiento a las antiguas figuras. Porque allí
la Virgen bienaventurada brilla como nueva Eva, a fin de que, así como la mujer
cooperó a la muerte,.otra mujer contribuyese también a la vida. Allí realiza el
misterio de la Madre Sión, acogiendo con amor maternal a los hombres dispersos
y congregados ahora por la muerte de Cristo. 15
____________
1 Desde la cruz Jesús ora al Padre con el salmo 22: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?" y, a un cierto punto, sintiendo el abandono del Padre y viendo junto a la cruz a la Madre,
dice: "Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno
pasé a tus manos, desde el vientre materno Tú eres mi Dios" (22,10-11).

2 SAN AMBROSIO, Espositio in Lucam 10,132.

3 MELITÓN DE SARDES, Sobre la Pascua 7,71.

4 M. THURIAN, o.c., p.237.

5 SAN AGUSTÍN, La santa virginidad 5-6: PL 40,399.

6 ORÍGENES, In Joannem 1,4.

7 SAN AMBROSIO, In Lucam VII,5: PL 15,1787.

8 PABLO VI, Discurso de clausura de la 3ª etapa del concilio AAS 56(1984)1018.

9 C. JOURNET, LÉgliae du Verbe Incarné, II, Paría 1962, p. 432-433.

10 María y el discípulo son los que ve Jesús al inclinar la cabeza: `Jesús, pues, viendo a su madre y
junto a ella al discípulo a quien amaba." (Jn 19,26).

11 Se trata de un tratado de teología mística sobre la inhabitación de Dios en el alma.

12 Anónimo del siglo XVI, citado por I. DE LA POTTERIE, o.c,p.281.

14 PABLO VI, Discurso en el Santuario de N. S. de Bonaria: ASS 62(1970)300-301.

15 prefacio de la Misa "La Bienaventurada Virge María junto a la cruz del Señor".

12. PERSEVERABAN EN LA ORACIÓN CON MARÍA,


LA MADRE DE JESÚS
A) MARÍA, ICONO DEL MISTERIO TRINITARIO

En los Hechos se menciona a María en uno de los sumarios que describen la vida
de la Iglesia naciente: "Todos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu
en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus
hermanos" (1,14). Presente como protagonista en los comienzos de la vida
terrena del Hijo con la disponibilidad total de su fe, María está igualmente presente
en la comunidad orante de la Iglesia naciente, sobre la que desciende el Espíritu
Santo. Los discípulos viven con María la experiencia del Espíritu Santo, que ella
ya ha tenido en la Anunciación.1
1
Son muchas las analogías entre la Anunciación y Pentecostés: A María se le promete el Espíritu Santo
como "potencia del Altísimo", que "descenderá" sobre ella (Lc 1,35); a los apóstoles se les promete
igualmente el Espíritu Santo "como potencia" que "descenderá de lo alto" sobre ellos (Hch 2,8). Y,
recibido el Espíritu Santo, María comienza a proclamar, con lenguaje inspirado, las grandes obras
cumplidas por el Señor en ella (Lc 1,46.49); igualmente, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo,
comienzan a proclamar en varias lenguas las grandes obras de Dios (Hch 2,11). Y todos aquellos a
quienes María es mandada son tocados, movidos, por el Espíritu Santo (Lc 1,41; 2,27). Es ciertamente la
presencia de Jesús la que irradia el Espíritu, pero Jesús en María, obrando a través de ella. Ella aparece
como el arca o el templo del Espíritu, figurado en la nube que la ha cubierto con su sombra. Es esta
presencia de Cristo en la Iglesia la que comunica el Espíritu Santo en todos los hechos de los
apóstoles.

La presencia de María en el cenáculo nos hace ver cómo ella era considerada ya
el centro de la Iglesia apostólica. El Vaticano II une el momento de la Anunciación
y el de Pentecostés, diciendo:

Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la


salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los
apóstoles perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la
Madre de Jesús y los hermanos de Este (Hch 1,14); y a María implorando con sus
ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la
Anunciación (LG 59).

Después de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo, se reúnen en torno a


su Madre los que representaban a la familia de Jesús según la carne, "los
hermanos", y los que representaban la familia en la fe, "los discípulos y las
mujeres que le seguían". María, fiel a Cristo hasta la cruz, participa de su gloria,
viendo reunidos en torno a ella a los rescatados por su Hijo. Su gloria es su nueva
maternidad. Esta es la última imagen de María que nos ofrece la Escritura en su
vida terrena: María, la madre de Jesús, en medio de los discípulos constantes en
la oración. Es la presencia orante en el corazón de la Iglesia naciente.

Si la hora de la Anunciación determinó toda la existencia ulterior de María, algo


semejante ocurre con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Lo que ocurre
en los apóstoles nos ayuda a comprender lo que en aquella hora ocurrió en María.
Hasta entonces los apóstoles están "ante" Jesús, sin comprenderle, a pesar de la
familiaridad de su convivencia. Desde Pentecostés están "en" Él, saben de Él y
hablan de Él como "testigos". Por sus palabras, los oyentes se hacen creyentes.
En María este proceso se ha ido dando a lo largo de toda su vida, bajo la acción
del mismo Espíritu, que la cubrió con su sombra en la Anunciación, pero el núcleo
de la relación con Jesús es análogo al de los apóstoles. Tampoco ella, al principio,
"comprende"; también ella vive en una fe perseverante, hasta que recibe la luz del
Paráclito, que la "lleva a la verdad completa". La totalidad de la existencia de su
Hijo se le hizo patente a la luz del Espíritu. Los diversos acontecimientos, actos,
palabras, que "había guardado en su corazón", se los recuerda el Espíritu y se le
vuelven transparentes. Entonces recibió la respuesta viva al "por qué ", que su
corazón había pronunciado tantas veces ante la actuación de su Hijo (Lc 2,48).

En Pentecostés puede realmente reconocer a su Hijo como el Hijo de Dios hecho


hombre en su seno; comprende su vida como vida del Dios-Hombre y su misión
como acontecimiento de redención de los hombres. También en aquella hora
comprende del todo su misión personal de madre del Hijo de Dios y como primera
redimida. Desde aquella hora, María pudo hacer suyas las expresiones de Pablo:
"Cristo en mí", "yo en Cristo", "no vivo yo, sino que Cristo vive en mí". Allí, en el
Cenáculo con los discípulos, comprendió la misión que su Hijo la encomendara
desde la cruz: "He ahí a tu hijo". Su seno se dilató para acoger al cuerpo de Cristo,
la comunidad de su Hijo.

Después de Pentecostés, como antes, Jesús era para ella su Hijo, con la
entrañable exclusividad de esta relación. Pero, a la vez, ella le comprende ya
profundamente como Cristo, Mesías, Redentor de todos los hombres. Entonces su
amor de madre a Cristo se dilata hasta abrazar a todos los discípulos "a
quienes El amaba". Su amor materno a Cristo asume a aquellos entre los cuales
Cristo es "primogénito entre muchos hermanos". La Madre de Cristo se convierte
en Madre de los creyentes. El Papa Pablo VI, en la Marialis cultus, comenta
ampliamente la relación de María y el Espíritu Santo:

Ante todo es conveniente que la piedad mariana exprese la nota trinitaria... Pues
el culto cristiano es, por su naturaleza, culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o,
como se dice en la liturgia, al Padre por Cristo en el Espíritu Santo... En la Virgen
María todo es referido a Cristo y todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la
eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa y la adornó con dones del
Espíritu Santo... La reflexión teológica y la liturgia han subrayado cómo la
intervención santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret ha sido un momento
culminante de su acción en la historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos
santos Padres y escritores eclesiásticos2 atribuyeron a la acción del Espíritu la
santidad original de María, como plasmada y convertida en nueva creatura por
El; reflexionando sobre los textos evangélicos (...), descubrieron en la intervención
del Espíritu Santo una acción que consagró e hizo fecunda la virginidad de María y
la transformó en Aula del Rey, Templo o Tabernáculo del Señor, Arca de la Alianza
o de la Santificación. Profundizando más en el misterio de la Encarnación, vieron
en la misteriosa relación Espíritu-María un aspecto esponsalicio, descrito
poéticamente por Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu y la
llamaron Sagrario del Espíritu Santo, expresión que subraya el carácter sagrado
de la Virgen, convertida en mansión estable del Espíritu de Dios... De El brotó,
como de un manantial, la plenitud de la gracia y la abundancia de dones que la
adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu Santo la fe, la esperanza y la
caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a
la voluntad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su "compasión " a los pies de la
cruz; señalaron en el canto profético de María (Le 1,46-55) un particular influjo de
aquel Espíritu que había hablado por boca de los profetas; finalmente,
considerando la presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo donde el Espíritu
Santo descendió sobre la naciente Iglesia (Hch 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con
nuevos datos el antiguo tema María-Iglesia; y, sobre todo, recurrieron a la
intercesión de la Virgen para obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a
Cristo en su propia alma (MC 25-26).3
2 Cfr. en la encíclica las referencias.
3
Aún es más extensa la enumeración de relaciones entre María y el Espíritu Santo en la Carta del mismo
Papa Pablo VI al cardenal Suenens con ocasión del XIV Congreso Mariano Internacional del 1975. Cfr.
CEC 721-726.

María, plasmada por el Espíritu Santo, es la mujer del misterio. Ya la escena de la


Anunciación revela cómo está envuelta en el misterio de Dios, al acoger en sí
misma por obra del Espíritu Santo al Hijo del Padre: "Su estructura narrativa
revela por primera vez de un modo absolutamente claro la Trinidad de Dios. Las
primeras palabras del ángel, que definen a María como la `llena de gracia' por
excelencia, son expresión del saludo del Señor, de Yahveh, del Padre, que ella
como creyente hebrea conoce muy bien. Tras su aturdimiento sobre el significado
de aquel saludo, el ángel le revela en una segunda intervención que nacerá de
ella el Hijo del Altísimo, que será el Mesías para la casa de Jacob. Y a la pregunta
de qué es lo que se esperaba de ella, el ángel le manifiesta en una tercera
intervención que el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, de manera que su hijo
será llamado con toda razón el santo y el Hijo de Dios".4

San Francisco de Asís, en una oración, expresa la relación de María con las tres
personas de la Trinidad: "Santa María Virgen, no hay mujer alguna, nacida en el
mundo, que te iguale, hija y sierva del Altísimo Rey, el Padre celestial, madre del
santísimo Señor nuestro Jesucristo, esposa del Espíritu Santo..., ruega por
nosotros a tu santísimo Hijo querido, Señor y Maestro". 5 Y también el Vaticano II,
sitúa a María en el misterio trinitario. El capítulo VIII de la LG comienza y termina
con una referencia a la Trinidad. Implicada en el designio del Padre, María es
cubierta por la sombra del Espíritu Santo, que
4 H.U. VON BALTHASAR, María nella dottrina e nel culto della Chiesa, en Maria Chiesanascente, o.c.,p.48.
5 SAN FRANCISCO DE ASÍS, Oficio de la Pasión del Señor, Fonti Francescane,n. 281.
hace de ella la madre del Hijo eterno hecho hombre. Entre María y la Trinidad se
establece una relación de intimidad única: "Redimida de un modo eminente en
atención a los futuros méritos de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble
vínculo, está enriquecida con esta suma prerrogativa y dignidad: ser la Madre de
Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo"
(LG 53). María es "el santuario y el reposo de la santísima Trinidad". 6 La
maternidad divina de María ha vinculado a María estrechamente con las personas
trinitarias. Por ser madre del Hijo entra necesariamente en relación con el Padre y
también con el Espíritu Santo, por obra del cual le concibe.

A las tres divinas personas hacen referencia los aspectos de la única Virgen-
Madre-Esposa. En cuanto Virgen, María está ante el Padre como receptividad
pura y se ofrece, por tanto, como imagen de aquel que en la eternidad es puro
recibir, puro dejarse amar, el engendrado, el amado, el Hijo. En cuanto Madre del
Verbo encarnado, María se refiere a El en la gratuidad del don, como fuente de
amor que da la vida y es, por tanto, el icono maternal de aquel que desde siempre
y para siempre comenzó a amar y es fontalidad pura, puro dar, el engendrante, la
fuente primera, el eterno amante, el Padre. En cuanto arca de la alianza nupcial
entre el cielo y la tierra, Esposa en la que el Eterno une consigo a la historia y la
colma con la novedad sorprendente de su don, María se refiere a la comunión
entre el Padre y el Hijo, y entre ellos y el mundo, y se ofrece, por tanto, como
icono del Espíritu Santo, que es nupcialidad eterna, vínculo de amor infinito y
apertura permanente del misterio de Dios a los hombres. En María, humilde sierva
del Señor, se refleja, pues, el misterio mismo de las relaciones divinas. En la
unidad de su persona se reproduce la huella de la vida plena del Dios personal.7

La fe, la caridad y la esperanza reflejan en María la profundidad del asentimiento a


la iniciativa trinitaria y la huella que esa misma iniciativa imprime indeleblemente
en ella. La Virgen se ofrece, pues, como el icono del hombre según el proyecto de
Dios. Virgen-Madre-Esposa, María acoge en sí el misterio, lo revela al mundo,
ofreciéndose como lugar de alianza esponsal. Dios escoge a una Virgen para
manifestarse, a una Madre para comunicarse, a una Esposa para hacer alianza
con los hombres.
6 SAN LUIS MARÍA GRIÑÓN DE MONTFORT, Tratado de la verdadera devoción, en Obras, Madrid 1954, p.440.
7 B. FORTE, María, la mujer icono del misterio, Salamanca 1993, p.163ss.

B) MARÍA, HIJA E ICONO DEL PADRE

María conoció en su existencia terrena la triple condición de Virgen, Madre y


Esposa, sin perder nunca ninguno de estos tres aspectos. María es "la Virgen".
Así la reconoce la fe cristiana desde sus orígenes. El credo niceno-
constantinopolitano confiesa, no que es una virgen, sino "la Virgen". La virginidad
no es en ella una etapa de su vida, sino una cualificación permanente: es la
"siempre Virgen".8 La condición virginal de María está de tal modo vinculada a la
Madre del Señor que la fe de la Iglesia ha sentido la necesidad de confesarla
como la "siempre Virgen".9

Frente a Israel, que pierde su virginidad cuando se aparta de la fidelidad al Señor,


único Esposo del pueblo,10 la presentación de María como Virgen manifiesta su
fidelidad plena a la alianza con Dios. La condición física de virginidad remite a una
condición espiritual más profunda: María es la creyente, la bienaventurada por
haber creído en el cumplimiento de las palabras del Señor, acogiéndolas y
meditándolas en su corazón. Profundamente femenina en la capacidad de acogida
radical, de silencio fecundo, de receptividad del Otro, la Virgen se deja plasmar
totalmente por Dios. Su virginidad es la expresión de la radical donación de sí
misma a Dios Padre, dejándose habitar y conducir por El. Así, virgen en el cuerpo
y en el corazón, vivió el inaudito acontecimiento de la anunciación y de la
concepción, por obra del Espíritu Santo sin concurso humano, del Hijo de Dios
hecho hombre.

La Virgen, sin dejar de serlo, es Madre. Y así, María es el icono maternal de la


paternidad de Dios, que tanto amó al mundo que le entregó su Hijo: "El mismo
engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, en los últimos
días, por nosotros y por nuestra salvación, ha sido engendrado de María Virgen,
Madre de Dios, en cuanto a la humanidad". 1i El Hijo de María es el Hijo de Dios,
verdaderamente Dios. Y el Hijo de Dios es el Hijo de María, verdaderamente
hombre. Lo primero guar-
8 DS 150.
9 Concilio Constantinopolitano II, DS 422; Concilio Lateranense I, DS 503.
10 Os 2; Jr 18,13; 31,4.21; Am 5,1-6.
11 Concilio de Calcedonia, DS 301.

da relación con el misterio de la elección de María por parte de Dios para ser la
Madre de su Hijo Unigénito: engendrado desde toda la eternidad en el seno del
Padre es engendrado en el tiempo en el seno virginal de María. María es la tierra
virgen en la que el Unigénito del Padre ha puesto su tienda entre los hombres.
Pero también es verdad que el Hijo de Dios es verdaderamente Hijo de María. No
recibió una apariencia de carne, no se avergonzó de la fragilidad y pobreza de la
carne humana, sino que "se hizo" realmente hombre, plantó de veras su tienda
entre nosotros. La Virgen Madre es verdaderamente el seno humano del Dios
encarnado. El hecho de que el Dios encarnado tenga una Madre verdadera dice
hasta qué punto El es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Llamar a María Madre
de Dios quiere decir expresar de la única manera adecuada el misterio de la
encarnación de Dios hecho hombre.

Dios ha manifestado a Moisés su Nombre: "El Señor, Dios misericordioso y


compasivo, lento a la ira y rico de gracia y fidelidad" (Ex 34,6). El término
"misericordioso" en hebreo se dice taraham, que procede de la raíz raham, que
significa "seno materno", "útero", "matriz". Dios se ha nombrado a sí mismo como
"seno materno" que da la vida. Dios se nos ha revelado, pues, como Madre que
da la vida en la ternura y el amor (Os 11,1-8; Is 63,15-16). Por ello, podemos decir
que la imagen de Dios en la mujer se refleja en su misma fisiología, en todo lo que
la hace capaz de concebir, llevar, nutrir y dar la vida física y espiritualmente. María
constituye "el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del
Padre".12
12 Puebla 282.

Eva significa la "madre de la vida". María, nueva Eva, es este icono viviente de
Dios dador de vida. Por esto es virgen. La virginidad, -de toda mujer-, es como un
sello, que cierra a la mujer, haciendo patente que la mujer no es una hembra
disponible a todos los machos, como ocurre con los animales, sino que está
reservada para dar la vida, participando con el Dios creador y misericordioso:
"Jardín cerrado eres tú, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada" (Ct
4,12; Pr 5,15-20). El Espíritu Santo, que ha inspirado este texto, ha inspirado a la
Iglesia cuando lo ha aplicado a María. Significa que María, la Virgen, es totalmente
de Dios, en la unidad de su ser corporeo-espiritual. María pertenece a Dios en la
totalidad de su existencia, íntegramente, virginalmente. Es el signo de lo que todo
bautizado está llamado a ser: "una sola cosa con Cristo" (Rm 6,5).

La imagen de Dios que nos muestra la concepción virginal de María es la del Dios
de la iniciativa gratuita de amor hacia su sierva y, en ella, hacia la humanidad
entera. En María resplandece la imagen del "Padre de la misericordia" (LG 56),
que sale del silencio para pronunciar en el tiempo su Palabra, vinculándola a la
humildad de una hora, de un lugar, de una carne (Lc 1,26-27). En este asombroso
milagro, Dios es el que tiene la iniciativa, invitando a María y suscitando en ella la
capacidad de respuesta. María lo único que presenta es su virginidad de cuerpo y
de corazón ante el poder de Aquel para quien nada es imposible (Le 1,37). Y
gracias a este puro actuar divino, el fruto de la concepción es también divino, el
Hijo del Altísimo. La virginidad de María no es causa, sino sólo la condición
escogida libremente por Dios como signo del carácter prodigioso del nuevo
comienzo del mundo. María es la Madre del Hijo de Dios, no por ser virgen, sino
porque el Padre la ha escogido como virgen y la ha cubierto con la sombra del
Espíritu. Pero la elección de una virgen expresa el carácter extraordinario del
acontecimiento. La ausencia de un padre terreno pone de manifiesto cómo la
única forma fecunda de situarse ante Dios es la de la acogida en la fe virginal. El
silencio acogedor de un seno de mujer fue escogido por Dios como espacio en
donde hacer resonar su Palabra hecha carne en el mundo. La virginidad de María
se ofrece, pues, como signo del acontecimiento prodigioso que Dios ha realizado
en ella, haciéndola madre de su propio Hijo.

Al confesar, más tarde, la virginidad en el parto, la Iglesia quiso transmitir el


asombro frente a una maternidad virginal, que es signo de lo que sólo Dios puede
realizar: la encarnación del Hijo eterno en la historia de los hombres. La negación
de la virginidad de la Madre, escogida por Dios como lugar y signo del milagro de
la encarnación del Hijo, se traduce inevitablemente en la negación de la condición
divina del Hijo engendrado en ella. Separar el significado del hecho de este signo,
como si lo uno pudiera subsistir sin lo otro, no es legítimo. Afirmar que la condición
virginal no forma parte del "núcleo central del evangelio" ni constituye "un
fenómeno histórico-biológico", sino que es tan sólo una "leyenda etiológica ", "un
símbolo preñante" del giro realizado por Dios en Jesucristo, es contradecir a la
economía de la revelación, hecha de acontecimientos y de palabras íntimamente
vinculados entre sí.13 "El hecho biológico de la concepción virginal no puede
separase jamás del sentido profundo escondido en él... Toda la obra de la
salvación es una intervención de Dios en la historia por medio de hechos
concretos. La revelación del plan de salvación querido por Dios se encuentra
precisamente escondida en esos hechos y no puede separarse de ellos. Lo mismo
ocurre con la concepción virginal de Jesús, que se convierte de este modo en
un símbolo significativo del misterio".14 La negación del hecho de la concepción
virginal, como signo del misterio encerrado en él, se convierte en negación del
mismo misterio.

La Madre de Dios, como imagen maternal de la paternidad divina, nos permite


percibir la imagen de un Dios al que corresponde la primacía y la gloria, pero
cuyos rasgos fundamentales son los de la gratuidad, los del amor entrañable y
maternal. Así se muestra ya en la fe de Israel, cuando habla del amor cariñoso y
envolvente de Dios, parecido al amor entrañable de una madre.15 El cariño o la
misericordia del Padre asumen un rostro, una configuración concreta en María. Es
lo que intenta comunicar el famoso icono de la Madre de Dios de Vladimir, llamado
"Virgen de la ternura", como los iconos de la llamada "Eleúsa", la tierna, la
misericordiosa.16

Pero la Madre de Dios es icono materno del Padre también en su maternidad


espiritual respecto a los que el Padre ha hecho hijos en el Hijo nacido de María:
"Dios Padre ha comunicado a María su fecundidad, en cuanto una pura criatura
era capaz de recibirla, para concederla el poder de producir a su Hijo y a todos los
miembros de su cuerpo místico".17 A esta luz comprendemos la mediación
maternal de María y su presencia, no sólo junto a su Hijo, sino también junto a
todos los que son hechos hijos en el Hijo (LG 60-62; RM 21-24).
13 Esta concepción aparece en el Nuevo catecismo holandés yen H. KÚNG, Ser cristiano, Madrid
1977,p.580.
14
1. DE LA POTTERIE, o. c.,p.146s.
15
Rahem, rahamim significa "útero materno", "amor entrañable", referido a la matriz. Cfr. Jr 31,20; Is
49,14-15; 66,13...
16 Cfr. G. GHARIB, Iconos, en NDM.
17
SAN LUIS GRIÑÓN DE MONFORT, Tratado de la verdadera devoción, p.446.
C) MADRE DEL HIJO

María es la Madre del Señor (Lc 1,43), según el testimonio de la Escritura; la


Madre de Dios, como la define la fe de la Iglesia en Calcedonia (451): "Siguiendo,
pues, a los santos Padres, todos a una enseñamos que ha de confesarse a uno
solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo..., engendrado del Padre antes de
los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y
por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, Madre de Dios, en cuanto a la
humanidad".18 Y, antes aún, el concilio de Efeso (431) había precisado: "Porque no
nació primeramente un hombre vulgar de la santa Virgen y luego descendió sobre
él el Verbo; sino que unido desde el seno materno, se dice que se sometió a
nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne... De
acta manera, los santos padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre de
Dios (Theotókos) a la santa Virgen".19 Y ya antes la Iglesia en su oración había
llamado a la Virgen "Madre de Dios", como aparece en el tropario del siglo III: "Sub
tuum praesidium": "Bajo tu protección nos acogemos, Santa Madre de Dios...".
18 DS 301.
19
DS 251.

Esta maternidad abarca en primer lugar el nivel físico de la gestación y del parto,
con todo el conjunto de cariño y solicitud que lleva consigo: "Dio a luz a su Hijo
primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no había
sitio para ellos en la posada" (Lc 2,7.12.16). Al mismo tiempo abarca la
preocupación maternal por aquel que "iba creciendo en sabiduría, en estatura y en
gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2,52). Esta preocupación la expresa
María, al encontrarlo en el templo a los doce años: "Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando" (2,41-50). Las
relaciones maternales eran tan perceptibles que Jesús es señalado simplemente
como "el hijo de María" (Mc 6,3). La fidelidad a los textos nos hace percibir en
estas alusiones la profundidad de la comunicación de vida y de afectos que existía
entre Jesús y su Madre. Los episodios de Caná y el de la Madre al pie de la cruz
son una prueba más de ello. Y, sin embargo, en estos textos se vislumbra la
voluntad de Jesús de superar estas relaciones tan profundas, llevando a su Madre
a otra dimensión más alta: la de la fe (Le 8,19-21; 11,27-28). El testimonio de la
Escritura nos hace comprender cómo María supo aceptar y vivir este "paso a la
fe".

El Padre de la misericordia quiso que precediera a la encarnación la aceptación de


la Madre predestinada, para que, de esta manera, así como la mujer contribuyó a
la muerte, también la mujer contribuyera a la vida... Así María, hija de Adán, al
aceptar el mensaje divino se convirtió en Madre de Jesús y, al abrazar de todo
corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se
consagró totalmente, como esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo,
sirviendo con diligencia al misterio de la redención con El y bajo El, con la gracia
de Dios omnipotente (LG 56).

El hecho de que aquellos que Cristo ha rescatado se hayan hecho, por medio del
Espíritu Santo, hijos adoptivos del Padre, ha generado una nueva fraternidad: la
fraternidad en el Padre y en el Hijo por medio del Espíritu Sa>ato. Se puede
hablar de una nueva familia: los hombres se han convertido en hermanos de
Jesús, hijos del Padre, mediante el Espíritu Santo (Jn 20,17; Hb 2,11-12). Como
hermanos suyos, Cristo les ha declarado hijos de su Madre, confiándoles a sus
cuidados. Ella puede interceder ahora con todo derecho en favor de ellos, siempre
que les falte el "vino", la alegría, la fiesta. Nueva Eva, madre de los vivientes,
María es la "ayuda" ofrecida a Cristo para que se encarnara y, tomando
verdaderamente la carne humana, verdaderamente nos redimiera, "llevando
mediante su oblación a la perfección para siempre a los santificados". Para
siempre María está como "ayuda" junto a Cristo intercediendo por quienes el Hijo
le ha confiado como hijos. María es mujer y madre y, por tanto, "ayuda".

La maternidad de la Virgen constituye, pues, la figura humana de la paternidad


divina, como atestigua la oración litúrgica oriental, que dirigiéndose a María
dice: "Tú has engendrado al Hijo sin padre, este Hijo que el Padre ha engendrado
antes de los siglos sin madre".20 La generación física del Hijo, seguida por la
constante solicitud maternal, manifiesta la gratuidad del amor de la Madre, que se
dilata a las relaciones de caridad atenta, concreta y cariñosa con los demás y a su
maternidad espiritual universal. En este amor maternal se refleja el amor eterno
del Padre, su amar sin verse obligado a amar, su amor totalmente gratuito. Dios
Padre no nos ama porque seamos buenos, sino que nos hace buenos al amarnos.
Esta gratuidad luminosa, este gozo de amar encuentra su imagen en la prontitud
de María al asentimiento, en su disponibilidad para el don, aunque la lleve hasta la
cruz. Realmente el Padre plasmó en María la imagen de su paternidad. Es primero
y ante todo por su participación en la paternidad de la primera Persona como
María llega a ser la madre del Hijo. El Hijo acepta esta filiación temporal del mismo
modo que desde la eternidad acepta la procesión que le viene del Padre y le
constituye Hijo. De esta manera, "Dios ha hecho de la filiación humana del Verbo
una imagen de su filiación divina".21
20 Citado por P. EVDOKIMOV en La mujer y la salvación del mundo, p.159.
21 R. LAURENTIN, La Vergine Maria, Roma 1970, p.238.

María es la madre que acompaña en el amor durante toda la existencia humana


del Señor entre nosotros. Su participación en la vida, muerte y resurrección del
Salvador se caracteriza por el vínculo materno, el amor entrañable, que la lleva a
acoger a Cristo, a presentarlo a Isabel, a los pastores y a los magos, a ofrecerle a
Dios en el templo, y a invitar a todos a hacer "todo lo que El diga"... María no se
interpone, sino que siempre colabora en la misión del Hijo. Lo mismo que el
Padre da su Hijo a los hombres, así María, icono materno del Padre, ofrenda el
Hijo al Padre y a los hombres. Su participación en la redención no es otra que la
de entregar su Hijo a los hombres, uniendo su intercesión y ofrenda al único y
perfecto sacrificio de Cristo:

Efectivamente, la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y


posee un carácter específicamente materno que la distingue de las demás
criaturas que, de un modo diverso y siempre subordinado, participan de la única
mediación de Cristo, siendo también la suya una mediación participada (RM 38;
Cfr.21-23).

Es claro que la fe cristiana confiesa que "Dios es único, como único también es el
mediador entre Dios y los hombres: un hombre, Jesucristo, que se entregó a sí
mismo para redimir a todos" (lTm 2,5s). Pero la participación de María en la obra
de su Hijo no oscurece esta única mediación de Cristo:

Uno solo es nuestro mediador según las palabras del Apóstol... Sin embargo, la
misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en
modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su
poder. Pues todo el influjo salvífico de la santísima Virgen sobre los hombres no
dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la
sobreabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste,
depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir
la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta (LG 60; Cfr. 62).

Esta mediación de María tiene su origen en el beneplácito libre y gratuito de Dios;


se basa en el ser maternal de María, en el que el Padre ha impreso gratuitamente
una huella de su paternidad; consiste en la doble misión de la "maternidad
espiritual" por la que la Madre de Dios contribuye a engendrar a Cristo en el
corazón de los creyentes, y de la "intercesión", en virtud de la cual María une su
propia ofrenda y la de los fieles al sacrificio del Salvador, ofrecido y acogido por el
Padre.

Dado que los dones y la llamada de Dios son irrevocables (Rm 11,29), la
participación de María en el misterio de la generación del Hijo está grabada
indeleblemente en su ser. El "ser maternal", que le ha sido concedido por Dios, es
irrevocable en la eternidad de la fidelidad divina. María vive plenamente en la
Trinidad como "Madre del Hijo" y, gracias a esta presencia viva en el misterio
trinitario, actúa en la historia de la salvación conforme a ese ser maternal.
Después de Pentecostés, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo, parten a la
misión, evangelizan, fundan comunidades cristianas. Pero de María no
encontramos ni en los Hechos ni en las Cartas ni una palabra más. María queda
en el silencio, como si de ella no hubiera más que decir que "estaba con los
apóstoles perseverantes en la oración".
María es el icono de la Iglesia orante. Es lo que ha querido representar el Icono de
María en la Ascensión de Jesús al cielo, de la escuela de Rublev (s.XV),
conservado en la Galería Tretakob en Moscú. Este icono no se fija sólo en el
momento de la Ascensión, sino que nos quiere mostrar la vida de la Iglesia y, en
particular, el carisma de María tras la Ascensión de Jesús al cielo. Allí está
también San Pablo que no estaba entre los apóstoles en el momento de la
Ascensión. En el icono, María está en pie, con los brazos abiertos en actitud
orante, como aislada del resto de la escena por la figura de dos ángeles vestidos
de blanco. Pero está en el centro, como el árbol maestro que asegura el equilibrio
y estabilidad de la barca. En torno a ella están los apóstoles, todos con un pie o
una mano alzada, en movimiento, representando a la Iglesia que parte a la misión
evangelizadora. María, en cambio, está inmóvil, bajo Jesús, justo en el lugar
desde donde El ha ascendido al cielo, corno queriendo mantener viva la memoria
y la espera de El. Desde su asunción a los cielos

"no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa
obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de
los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y
ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada" (LG 62). 'Así, la
que está presente en el misterio de Cristo como madre, se hace -por voluntad del
Hijo y por obra del Espíritu Santo- presente en el misterio de la Iglesia. También en
la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabra
pronunciadas en la cruz: `Mujer, ahí tienes a tu hijo', `Ahí tienes a tu madre "' (RM
24).

D) ESPOSA EN EL ESPÍRITU SANTO

Se ha dicho del Espíritu que es la humildad de Dios. El está, en efecto, en total


referencia a otros: al Padre, del cual él es el Espíritu de paternidad; y al Hijo, del
cual él es el Espíritu de filiación. No se afirma nunca frente al otro; es su
interioridad, su profundidad. El no es ni el engendrante ni el engendrado; no es el
amante ni el amado, ni el revelador ni el revelado; él es el engendramiento, el
amor, la revelación, todo al servicio del Padre y del Hijo. María, invadida por este
misterio, vive en referencia al Padre, por quien ella es madre; a Cristo, del cual es
madre. Del mismo modo que el Espíritu no tiene nombre, así María en el
evangelio de Juan no tiene nombre, se eclipsa en su misión y es llamada "la
mujer" o "la madre de Jesús". Pero la humildad es siempre exaltada. El Espíritu,
que es la humildad de Dios, es también su gloria, llamado "Espíritu de gloria " (1P
4,14). En él brilla la inmensa grandeza de Dios, su poder de infinita paternidad, de
amor ilimitado. La humildad es la acogida que María da al poder de Dios. En su
desnudez se deja vestir del sol. "El Espíritu Santo, que por su poder cubrió con su
sombra el cuerpo virginal de María, dando en ella inicio a la divina maternidad, al
mismo tiempo hizo su corazón perfectamente obediente a aquella
autocomunicación de Dios, que superaba todo pensamiento y toda capacidad del
hombre".22 El Espíritu Santo es, en María, el sello del amor personal del Padre y
del Hijo.
22 JUAN PABLO II, Dominum et Vivifloantem, n.51.

María es obra del Espíritu Santo, según expresión de los Padres. Ocupa un lugar
privilegiado en el misterio cristiano por obra del Espíritu Santo, que la enriqueció
con sus dones para que fuera la Madre de Cristo y el modelo de la Iglesia. María
es la llena del Espíritu Santo desde su concepción inmaculada y en su maternidad
"por obra del Espíritu Santo". Y, en Pentecostés, en medio de la comunidad
cristiana, está María para ser colmada de nuevo con el fuego del Espíritu Santo.
Por eso en los textos litúrgicos se la llama la "Virgen de Pentecostés", "Nuestra
Señora, la llena del Espíritu". El evangelio de San Lucas comienza destacando la
relación del Espíritu Santo con María - "el Espíritu vendrá sobre ti"-, y termina con
el nacimiento de la Iglesia por obra también del Espíritu: "recibiréis la fuerza del
Espíritu que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos...".

San Francisco de Asís ha llamado a María Esposa del Espíritu Santo. Y es que
Jesús ha unido para siempre a María y al Espíritu Santo, mucho más de lo que
puede unir un hijo a su padre y madre. Jesús es para siempre, en el Reino del
Padre, en la Iglesia, en la Eucaristía... el "engendrado por el Espíritu Santo y por
la Virgen María". En María la Palabra se ha hecho carne por obra del Espíritu
Santo. Este título de "Esposa del Espíritu Santo" era frecuente en la piedad y
teología antes del Concilio. Pero como no aparece en la Escritura ni en la tradición
patrística el Vaticano II decidió evitarlo. En la Escritura la unión esponsal
caracteriza las relaciones entre Yahveh e Israel; y en el Nuevo Testamento esta
relación se transfirió a Cristo y la Iglesia. Los Santos Padres tampoco usan este
título en relación a María; prefieren llamar a María "Sagrario del Espíritu Santo",
"Arca de la Nueva Alianza", "Tálamo del Espíritu Santo". Así el Concilio ha
reservado el término de esposo a Cristo y el de esposa a la Iglesia. A María le da
el título de "Sagrario del Espíritu Santo" (LG 53), con el que se indica la relación
de intimidad extraordinaria de María con el Espíritu Santo. Y creo que se puede
hablar de María "Esposa en el Espíritu Santo".

Todo lo que ocurre en María realiza lo que la fe y la esperanza de Israel había


confesado a través de la imagen de la alianza nupcial: "El Señor te prefiere a ti y
tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se casa con su novia, así se casará
contigo tu constructor; así se gozará contigo tu Dios" (Is 62,4s). "Te desposaré
conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en
ternura; te desposaré en fidelidad, y tú conocerás al Señor" (Os 2,21-22)

El título de esposa es el que más inmediatamente sitúa a María en el misterio de


la alianza. Y, puesto que la alianza prometida está vinculada al Espíritu y la Virgen
ha sido cubierta por su sombra, en este título esponsal se evoca de modo especial
la obra del Espíritu Santo en María. El misterio nupcial de la Virgen Madre la sitúa
en relación con Aquel que es, en el misterio de Dios, la nupcialidad eterna del
Padre y del Hijo y, en la historia de la salvación, el artífice de la alianza esponsal
entre Dios y su pueblo.

La imagen de Dios que nos ofrece María, como esposa, es la del Dios cercano,
que se hace Emmanuel, Dios con nosotros. En el seno de María Dios se une a los
hombres en alianza nupcial. El Espíritu Santo, que cubre a María con su sombra,
hace presente en el interior de nuestra carne el misterio trinitario. En el seno de
María, por obra del Espíritu Santo, se unen el Padre engendrante y el Hijo
engendrado tan realmente que el engendrado por María en el tiempo es el mismo
y único Hijo de Dios, engendrado en la eternidad. El Espíritu Santo, amor
personal, une en el seno de María, el Hijo amado con el Padre amante.

El Espíritu Santo es la nupcialidad, el vínculo de amor eterno entre el Padre y el


Hijo, y también el vínculo de amor que une al Padre con el Hijo encarnado en el
seno de María. El Espíritu Santo es también el vínculo de la alianza entre Dios y
los hombres en la Iglesia. María, arca de la alianza, Esposa de las bodas
escatológicas entre Dios y su pueblo, está íntimamente vinculada al Espíritu
Santo, derramado sobre ella para actuar la nueva y eterna alianza, sellada en la
sangre de Cristo. En el Espíritu Santo, María se une con el Padre y con el Hijo. En
el Espíritu Santo, María participa de la fecundidad del Padre y de la filiación del
Hijo. Esposa en el Espíritu, María se nos presenta como la transparencia de su
acción esponsal, como vínculo de unidad, sello del amor divino en su vida trinitaria
y en su actuación salvadora. Madre del Hijo de Dios, hija predilecta del Padre,
María es "templo del Espíritu Santo" (LG 53), "sagrario " y "mansión estable del
Espíritu de Dios" (MC 26). El Espíritu es el que hace de María la Esposa,
haciéndola Virgen Madre del Hijo y de los hijos de la nueva alianza.

María es, por tanto, icono del Espíritu Santo. El Espíritu Santo siempre se
manifiesta a través de la mediación de otra persona. No habla con voz propia, sino
por medio de los profetas. Nadie tiene experienciadirecta del Espíritu Santo, sino
de sus efectos, de las maravillas que obra en el mundo y en la historia de la
salvación. En María se refleja el ser y el obrar del Espíritu. Poseída por el Espíritu
desde el primer instante, en la encarnación, en el Calvario, en Pentecostés y en la
vida de la Iglesia coopera con El, actúa bajo su impulso y posibilita su transmisión
a la Iglesia. Ella es la realización perfecta de la comunión con Dios que el Espíritu
Santo suscita y lleva a cabo en la Iglesia. María no suplanta al Espíritu Santo, sino
que da rostro humano a su acción invisible. La Virgen, pues, "plasmada por el
Espíritu", es icono del Espíritu Santo, reflejo de su misterio nupcial:

Profundizando en el misterio de la encarnación, los Padres vieron en la misteriosa


relación Espíritu- María un aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por
Prudencio: la Virgen núbil se desposa con el Espíritu (MC 26).
A través de imágenes bíblicas, San Luis Grignon de Monfort expresa la relación
íntima y singular de María con el Espíritu Santo: María es la fuente sellada, el
paraíso terrestre de tierra virgen, inmaculada, donde habita el Espíritu Santo. Este
lugar tan santo es guardado, no por un querubín, sino por el mismo Espíritu Santo.
Con el Espíritu Santo, María produce el más grande fruto que jamás se haya
dado: un Dios-hombre. Por medio del Espíritu Santo, María continúa engendrando
a los cristianos: "El Espíritu Santo, que se desposa con María, y en ella y por ella y
de ella produjo su obra maestra, el Verbo encarnado, Jesucristo, como jamás la ha
repudiado, continúa produciendo todos los días en ella y por ella a los
predestinados por verdadero, aunque misterioso modo".23

Jesús, al morir en la cruz, "inclinando la cabeza, entregó su espíritu " (Jn 19,30). Y,
a continuación, del costado abierto de Cristo, salió sangre y agua, cumpliéndose la
profecía de Jesús, que había anunciado que de su seno brotarían ríos de agua
viva, corno signo del Espíritu que recibirían los que creyeran en El (Jn 7,39). Allí,
bajo la cruz, estaban María y Juan. Ellos son los "creyentes en El" que asisten al
cumplimiento de la promesa, recibiendo el Espíritu de Cristo. Bajo la cruz, pues,
estaba María recibiendo el Espíritu Santo, como inicio e imagen de la Iglesia.

En Pentecostés, María queda inmersa en el fuego del Espíritu Santo. Ya no está


sólo cubierta por la sombra del Espíritu Santo, sino penetrada por su fuego junto
con los discípulos, fundida con ellos, transformada en el único cuerpo de Cristo,
que es la Iglesia. Ella, en el corazón de la Iglesia, transfigurada por el Espíritu
Santo, es la memoria viva, testimonio singular del misterio de Cristo. Y hasta el
final de los tiempos María permanece en el corazón de la Iglesia "implorando con
sus ruegos el don del Espíritu Santo" (LG 59).
23 S. LUIS GRIGNON DE MONFORT, o.c.

13. UNA MUJER VESTIDA DE SOL

A) ISRAEL-MARÍA-IGLESIA

El capítulo 12 del Apocalipsis nos recuerda el relato del Génesis (3,15), donde se
anuncia la perenne enemistad entre la mujer y la serpiente, entre la descendencia
de ésta y la descendencia de aquella, hasta que la descendencia de la mujer
aplaste la cabeza de la serpiente, "serpiente antigua, que tiene por nombre Diablo
y Satanás y anda seduciendo a todo el mundo" (Ap 12,9). También evoca el
Exodo, con la alusión al desierto (v.6) y con "las alas de águila" dadas a la mujer
para volar hacia él (v.14): "Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y
cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí" (Ex 19,4).
Este trasfondo permite reconocer en la Mujer al Israel de la espera y, sobre todo,
al nuevo Israel del cumplimiento.
Al centro aparece una figura gloriosa: es una mujer vestida de la luz del sol, como
lo está Dios mismo (Sal 104,2), apoyada sobre la luna, coronada de doce
estrellas. Esta mujer evoca a la del Cantar de los Cantares: "¿Quién es ésa que
surge como la aurora, bella como la luna, esplendorosa como el sol, terrible como
escuadrones ordenados?" (6,10). Esta Mujer es la Madre, la Esposa, la Ciudad
Santa, símbolo de la salvación, encinta del Mesías. Los dolores del parto
aparecen en los profetas como imagen del preludio de la llegada del Mesías.

Por ello, en esta Mujer, vestida del sol, del Apocalipsis, encontramos un gran
símbolo del misterio de María, la Virgen Madre que da a luz al Mesías. 1 En la
Tradición se ha visto en esta Mujer misteriosa el símbolo de la Iglesia, nuevo
pueblo de Dios, y el símbolo de María, la Madre de Jesús. Pero, para entender
este simbolismo, hay que partir viendo en esta Mujer el símbolo, en primer lugar,
de Israel, la Hija de Sión, la Madre Israel, de la que ha nacido el Mesías: "la
salvación viene de los judíos" (Jn 4,22). Jesús, en cuanto hombre, tiene una
ascendencia judía, es hijo de la Mujer Sión. Pero, en el Nuevo Testamento, la
Mujer Sión es la Iglesia. Y, uniendo a Israel y la Iglesia, aparece María, donde
desemboca la esperanza de Israel y se inicia la Iglesia.
1 En el v. 5 se cita el salmo 2, que anuncia al Mesías.

La mujer vestida de sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la


Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones; pero no es
nunca abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Sión-María-
Iglesia es siempre la Mujer, que no pertenece a la tierra. Es una figura
celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona
de doce estrellas" (Ap 12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que ya
describiera Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria de
Yahveh alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el
resplandor de la luna, sino que Yahveh será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu
esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque Yahveh será tu
eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende
del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo...
La Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, tenía la gloria
de Dios" (Ap 21,2.10-11). "El trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y los
siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente.
Ya no habrá noche ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol,
porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (Ap
22,3-5).

La luna puede ser muy hermosa. Cuando es luna llena, la naturaleza se nos
ofrece magnífica en el profundo silencio de la noche. Todo produce una sensación
de tranquilidad, de calma, de paz. Pero esta luz de la luna no le pertenece, es una
luz recibida. La belleza de la luna no es más que un reflejo del esplendor del sol.
Brillando con la luz que recibe del sol es maravillosamente hermosa. Los Padres
han aplicado este simbolismo a la Iglesia y a María: "hermosa como la luna" (Ct
6,10). Pero la luz, el esplendor de la Iglesia, y de María, es gracia. En la Escritura
y en la liturgia, la imagen del sol se aplica a Dios y a Cristo. El es el Sol de justicia:
"Dios es luz" (lJn 1,5) y la fuente de la luz (lJn 1,7). La Mujer vestida del sol es la
Iglesia vestida de Cristo. Pero, además, está "coronada con doce estrellas", donde
la Tradición ha visto a los "doce apóstoles del Cordero" (Ap 21,14), fundamento de
la nueva Jerusalén, que a su vez nos remiten a las doce tribus de Israel.

Así, la Mujer coronada de doce estrellas es una imagen del antiguo y del nuevo
Israel en su perfección escatológica.

La Sión escatológica, que resplandece en todo su esplendor, no brilla con luz


propia, sino gracias a la gloria de Dios: está revestida de la gloria de Dios: "Porque
la gloria de Dios la ilumina y su lumbrera es el Cordero" (Ap 21,23). En la
Tradición patrística yen la liturgia ha tenido una gran resonancia el símbolo de la
luna: "el misterio de la luna".2 Sión-María-Iglesia no tiene luz propia, sino cual luna
misteriosa, junto al Sol, devuelve reflejada hacia los hombres la claridad de El, que
resplandece en su rostro (LG 1).

La mujer estaba encinta y, precisamente por ello, revestida de sol. Dios mismo la
había preparado su traje de bodas, cubriéndola con el Espíritu de gloria. Es la
nube que guió al pueblo del éxodo, la que cubrió la cima del Sinaí, la que llenó la
tienda de Dios en el desierto y el templo en el día de su dedicación. Es la gloria de
Dios que, según el anuncio de Isaías (4,5), se extenderá sobre la asamblea
reunida en el monte Sión, cuando lleguen los días profetizados. Es la nube que
cubrió a Jesús en la transfiguración (Mc 9,7). Esta espesa nube de luz, cargada de
la gloria de Dios, cubrirá a María, revistiéndola de luz. María es la mujer rodeada
de la gloria de Dios. El Espíritu Santo, que es el Espíritu de la gloria de Dios (1P
4,14), envolverá a María con su sombra luminosa, nube de fuego. El Espíritu de
gloria y de poder (Rm 6,4; 2Co 13,4; Rm 8,11) desciende sobre María y la hace
madre del Hijo de Dios en el mundo.
2 Cfr. H. RAHNER, "Mysterium lunae", en La Eclesiologia dei Padri, Roma 1971.

Esta Mujer, vestida de sol, con la luna bajo sus pies y coronada con doce estrellas,
es la Mujer en trance de dar a luz. Es la Mujer que está encinta y que grita con los
dolores de parto. Son los dolores escatológicos de la Hija de Sión en cuanto
madre. Así la describe el profeta Oseas: "Retuércete y grita, hija de Sión, como
mujer en parto" (Mi 4,10). Y con gran vigor Isaías describe este gran
acontecimiento escatológico: "Voces, alborotos de la ciudad, voces que salen del
templo. Es la voz de Yahveh, que da a sus enemigos el pago merecido. Antes de
ponerse de parto, ha dado a luz: antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a
luz un varón. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Quién vio nunca algo igual? ¿Es
dado a luz un país en un día? ¿Una nación nace toda de una vez? Pues apenas
ha sentido los dolores, ya Sión ha dado a luz a sus hijos. ¿Voy yo a abrir el seno
materno para que no haya alumbramiento?, dice Yahveh. ¿Voy yo, el que hace
dar a luz, a cerrarlo?, dice tu Dios. Alegraos con Jerusalén y regocijaos con ella
todos los que la amáis. Llenaos de alegría con ella los que con ella hicisteis
luto" (Is 66,6-10).

El hijo, que la Mujer Sión da a luz, son todos los hijos del pueblo de Israel, del
nuevo pueblo mesiánico. Jesús recurre a la misma imagen en la última cena,
inmediatamente antes de la Pasión y Resurrección (Jn 16,19-22). Los dolores de
parto de la mujer, con los que se compara la tristeza de los discípulos, son un
signo del nuevo mundo que ha de hacerse realidad para ellos en el
acontecimiento pascual. A través de la Cruz y la Resurrección tendrá lugar el
alumbramiento doloroso del nuevo pueblo de Dios. La conexión entre las
angustias de la mujer, el odio de la bestia y la elevación del hijo hace presente el
misterio pascual, como nacimiento de la muerte a la vida del nuevo pueblo de
Dios. La resurrección es expresada como concepción en la predicación de los
apóstoles (Hch 4,25-28).

El varón que la Mujer da a luz es Jesús ciertamente (Ap 12,5), pero no se trata del
alumbramiento de Belén, sino del nacimiento de Cristo, que tiene lugar en la
mañana de Pascua. El nuevo Testamento describe en varias ocasiones la
Resurrección como un nuevo nacimiento, como el día en que el Padre dice: "Tú
eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy " (Hch 13,32-33). La Resurrección es el
momento del "nacimiento" del Cristo glorificado, el comienzo de su vida gloriosa,
de la "elevación del Hijo hacia Dios y su trono" (Ap 12,5), victorioso sobre el gran
dragón.

El hijo es, ciertamente, el Jesús histórico resucitado y glorificado. Pero también es


el Cristo total, Cabeza y miembros, "el resto de su descendencia", sus hermanos,
que "son los que guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de
Jesús" (12,17). Todos éstos son también hijos de la Mujer, los hijos que María ha
recibido de Cristo desde la cruz, los hijos que la Iglesia da a luz a lo largo de los
siglos. La maternidad de María se halla ligada al Gólgota. Allí María es llamada
"Mujer" lo mismo que en el Apocalipsis. Es allí donde la madre de Jesús se
convierte en madre del discípulo, de todos los discípulos de Jesús. Al pie de la
cruz tiene lugar el nacimiento del nuevo pueblo de Dios, de la Iglesia, de la que
María es a la vez imagen y madre: "Que el dragón designa al diablo, ninguno de
vosotros lo ignora, ni que esta mujer designa a la virgen María, que, en su
integridad, ha traído al mundo a nuestro jefe, y que expresa en ella la imagen de la
Iglesia".3

La pirámide mesiánica, que se eleva desde su ancha base (Gn 3,15), peldaño a
peldaño, pasando por la raza de Sem, el pueblo de Abraham, la tribu de Judá, el
clan de David, llega en María a su vértice. Las líneas ascendientes convergen en
un solo punto: la primera Iglesia, cristiana por su maternidad, viene a identificarse
con María. Alégrate, le dice el mensajero de Dios: la complacencia divina, que
reposa sobre Israel, a causa del Hijo que ha de nacer, reposa sobre ti. Gabriel
recoge la invitación a la alegría tantas veces dirigida a la hija de Sión. Toma el
relevo de los profetas y trae la invitación a aquélla a quien, desde siempre, ha
estado destinada.4

Por ello, tras la victoria de Cristo, cuando "se enfureció el dragón contra la mujer y
se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que
guardan los preceptos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús" (12,7), la Mujer
tiene que "huir al desierto", al lugar donde se selló la alianza entre Yahveh y el
pueblo, lugar donde Israel vivió sus esponsales con Yahveh, lugar de su refugio,
donde es especialmente protegido y conducido por Dios (1R 19,4-16). El desierto
es un lugar de protección y defensa contra el peligro de los enemigos, porque es
el lugar privilegiado del encuentro con Dios. Rodeada de pruebas y
persecuciones, la Mujer, la Iglesia, huye al desierto para permanecer por un
tiempo aún, hasta que sea definitivamente derrotado "el gran dragón, la antigua
serpiente, llamada Diablo y Satanás" (12,7), enemigo de la Mujer desde el
comienzo hasta el final de la historia.
3
QUODVULTDEUS, De symbolo ad catech umen os 3,1: PL 60,349.
4
Za 9,9; So 3,14-17; Le 1,28.30.

La Iglesia, nuevo Israel, conoce el tiempo de los dolores de parto y es objeto de la


persecución del dragón. Pero así como su Señor ha salido vencedor de la muerte
y del antiguo adversario en su resurrección, también la Iglesia superará la prueba
y será salvada por el poder de Aquel que está junto al trono de Dios. El triunfo
pascual del Hijo de la Mujer es anticipación y promesa segura del triunfo
escatológico de la Iglesia, aun cuando en el tiempo presente viva en medio de los
dolores de parto, atravesando su "desierto", que es tiempo de prueba y de gracia.
Puede cantar: "Ya está aquí la salvación y el poder y el reinado de nuestro Dios.
Ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los
acusaba delante de nuestro Dios. Ellos mismos lo han vencido por medio de la
sangre del Cordero y por el testimonio que dieron" (Ap 12,10-11).

Este tiempo es el período del testimonio de la Iglesia en el curso de su historia


sobre la tierra. La Iglesia como testigo de Dios se ve sometida a pruebas, pero
goza de la protección del Señor y tiene garantizada la victoria. María, su figura
escatológica, es para ella el signo seguro de esperanza. La serpiente acechará su
talón, pero será finalmente aplastada por el talón de la Mujer. La Iglesia, probada
con la persecución, evoca a la Madre de Jesús, la Mujer, como el "gran signo " de
esperanza frente a todas las amenazas del dragón a lo largo de la historia. En
María, la Iglesia de los mártires ha reconocido la imagen triunfante de la victoria
del Hijo que ella dio a luz, como aliento para su combate.

Por ello este tiempo es tiempo de combate. La Mujer esplendente, "hermosa como
la luna, resplandeciente como el sol", es también " terrible como escuadrones
ordenados" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes,que expresa tanto el
esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también
a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija
de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de
Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: 'Alégrate,
Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La
resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de
Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra
todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones
ordenados". Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está
segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

La "Mujer" simboliza, pues, al pueblo de Dios que da a luz al Mesías y a los


creyentes. Es la figura de la Iglesia y de aquella que la personifica, María, la
Madre de Jesucristo, la Madre de Dios, la "Mujer", nueva Eva, Madre de los
creyentes.

B) LA ASUNCIÓN DE MARÍA A LOS CIELOS

En María tenemos el primer testimonio de la victoria de su Hijo sobre la muerte.


Con su asunción al cielo en cuerpo y alma, María es la primera testigo viviente de
la resurrección. En su persona misma, María nos testimonia que el reino de Dios
ha llegado ya. Ella proclama el triunfo de la obra salvadora del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo. En el "cielo aparece como signo" de esta victoria para toda la
Iglesia. La asunción de la bienaventurada Virgen en cuerpo y alma al cielo afirma
sobre María aquello que confesamos para nosotros en la fórmula de fe del
símbolo apostólico: la resurrección de la carne y la vida eterna.

La maternidad divina y la virginidad perpetua (los dos primeros dogmas) y la


concepción inmaculada y la asunción en cuerpo y alma a los cielos (los dos
últimos) salvaguardan la fe cristiana en la Encarnación del Hijo de Dios,
salvaguardando igualmente la fe en Dios Creador, que puede intervenir libremente
sobre la materia y nos garantiza la resurrección de la carne. Las dos primeras
expresiones mariológicas se formularon en el contexto de las controversias
cristológicas; las dos últimas responden a las cuestiones de antropología teológica
sobre el estado original, el pecado original, la donación de la gracia y el destino
final del hombre.

Las fiestas marianas del 15 de agosto y del 8 de diciembre representaron un


fuerte estímulo para profundizar en el misterio de María: como glorificación de
Dios en María se afirmó su Inmaculada concepción en el comienzo; y en el final,
su Asunción a los cielos en cuerpo y alma. Así los dos últimos dogmas marianos
son un "acto de culto" a Dios, a quien se da gloria por las maravillas realizadas en
María, como signo de las maravillas que desea realizar en todos nosotros. Esta
intención se señala expresamente en la bula de la definición: "Para honor de la
santa e indivisa Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios
declaramos"; "para gloria de Dios omnipotente..., para honor de su Hijo...,para
mayor gloria de la misma augusta Madre..., proclamamos, declaramos y
definimos".5

Al mismo tiempo estas definiciones se proclaman "para gozo y regocijo de toda la


Iglesia". Es la dinámica de la fe eclesial la que se expresa en estos dogmas, en su
deseo de profundizar en el conocimiento del misterio cristiano, dentro de una
contemplación creyente y adorante del mismo: "después que una y otra vez
hemos elevado a Dios nuestras preces suplicantes e invocado la luz del Espíritu
de verdad".6
5 Bula Ineffabilis Deus del 8-12-1854: DS 2803; y constitución apostólica Munificentissim us Deus del 1-11-1950: DS 3903.
6 DS 3903.

Junto a esta intención primera, estas dos últimas definiciones responden a dos
reduccionismos opuestos en el ámbito de la antropología teológica: por un lado se
responde a la exaltación moderna del hombre en su subjetividad y en su
protagonismo histórico, llevado hasta el extremo de negar a Dios. Y por otro lado
se responde al pesimismo de la Reforma protestante, que, para exaltar a Dios,
anula al hombre. Entre estos dos extremos -la gloria del hombre a costa de la
muerte de Dios y la gloria de Dios a costa de la negación del hombre- se sitúa la
fe de la Iglesia, que une lo humano y lo divino en la unidad de la persona del
Verbo encarnado. Y, como en los dos dogmas primeros, también ahora María es el
vehículo para presentar la auténtica fe de la Iglesia.

En contra de la idea del hombre como árbitro absoluto de su propio destino, en el


dogma de la Inmaculada concepción de María se afirma la absoluta primacía de la
iniciativa de Dios en la historia de la redención: "Declaramos, pronunciamos y
definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue
preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el mismo instante de
su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a
los méritos de Cristo Jesús, salvador del género humano, está revelada por
Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles".7
7
DS 2803.

La Inmaculada nos muestra la soberanía de Dios sobre la creación. María es vista,


en el proyecto de salvación de la Trinidad santa, totalmente referida a su Hijo. La
elección por parte del Padre, absolutamente libre y gratuita, se realiza para María
-como para todos-a través de la mediación única y universal del Hijo Jesús, por
cuyos méritos ante el Padre quedó preservada inmune del pecado original desde
el momento de su concepción. María viene a la existencia por obra del Padre
mediante el Hijo en el Espíritu. Esta visión celebra el triunfo de la gracia de Dios.
En el comienzo del misterio de María todo es gratuito. Ella queda colmada de la
gracia de Dios desde el primer instante, antes de haber podido hacer ningún acto
meritorio. Ella entra en el mundo envejecido llena de la gracia de Dios, que
devuelve en ella la creación a su origen primordial.

Y María, la transformada por la gracia de Dios en el instante mismo de su


concepción, terminada su peregrinación por la tierra, es asunta en cuerpo y alma
al cielo. Frente al pesimismo de la reforma en relación al hombre, la Iglesia
proclama con el dogma de la Asunción que Dios no rivaliza con el hombre y su
gloria, sino que la afirma. En la Asunción de María se verifica el antiguo axioma de
San Ireneo: "La gloria de Dios es el hombre vivo". El Dios que actúa en la historia
de la salvación se complace en la salvación del hombre, que la acoge. Lo mismo
que María es inmaculada porque el Espíritu de Dios la colmó de gracia y la
preservó del pecado en atención a los méritos del Hijo, así la victoria sobre la
muerte, realizada en Cristo resucitado, resplandece plenamente en María, que
tiene con El un lugar en el cielo. Recogiendo la tradición eclesial, el sensus fidei, la
constitución Munificentissimus Deus, del 1 de noviembre de 1950, afirma:
"Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la
inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida
terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial".8
8 DS 3903. La tradición eclesial escrita arranca con la homilía de SAN MODESTO DE JERUSALEM, In Dormitionem Virginis Mariae: PG 86B,3277-3312.

Las razones de este acto divino se evocan en los títulos que se atribuyen a María
en la misma definición: Inmaculada, Madre de Dios, siempre Virgen. Estos títulos
remiten a la relación de María con su Hijo, en el marco de la elección por parte del
Padre y bajo la acción del Espíritu Santo. En el misterio de María se manifiesta
anticipadamente lo que su Hijo divino realizó por nosotros al resucitar de entre los
muertos, es decir, la victoria sobre el pecado y sobre la muerte. En María
resplandece para nosotros el proyecto divino sobre el hombre. La dignidad y
vocación del hombre aparece plenamente iluminada en la Virgen María, elevada a
la gloria celestial. De este modo es para nosotros un signo de esperanza, ya que
manifiesta el destino de nuestra peregrinación terrena y alimenta la fe de nuestra
resurrección, garantizada por la resurrección de Cristo.

La virginidad de María es ya un anuncio de su glorificación escatológica. Isaías


había entrevisto la gloria eterna de Jerusalén como centro del mundo (Is 2,2-3),
llamándola "virgen hija de Sión" (Is 37,22-29). Así Jerusalén era figura de la
Jerusalén celestial (Ap 22,9), Esposa del Cordero. La visión de Isaías ha hallado
su cumplimiento en María. Cristo, nuevo Adán, en su concepción virginal inicia una
nueva genealogía de la humanidad. María virgen es, en su persona, el signo de
este mundo nuevo, la primera elegida, anticipación del estado de resucitados, en
el que los hombres serán igual a los ángeles (Lc 20,34ss). De este modo la Virgen
María es el anuncio de la ciudad celeste, Esposa del Cordero (Ap 19,7-9; 21,9),
morada de todos los elegidos, que serán llamados vírgenes (Ap 14,4), porque
siguen al Cordero dondequiera que va.
Quedando en pie la absoluta primacía de Dios, gracias a su voluntad e iniciativa
libre y gratuita en Cristo, Dios y Hombre, lo humano queda redimido y la vida
divina se hace accesible, de modo que la gloria de Dios es el hombre vivo y la vida
plena del hombre es la visión de Dios. 9 La Inmaculada concepción y la Asunción
de María no son el fruto de un nuevo mensaje de Dios, sino una explicitación de lo
revelado por Dios en la historia de la salvación a la luz del Espíritu Santo, que
conduce a la Iglesia a la verdad plena de lo que Cristo enseñó (Jn 14,26; 16,13).
Su definición "es el sello de dos intuiciones de la Iglesia relativas al principio y al
final de la misión de María, que se fueron aclarando progresivamente al
profundizar en las relaciones de la Virgen con Cristo y con la Iglesia". 10 Ningún
cristiano puede renunciar a la verdad sobre la Virgen porque comprometería la
verdad salvífica sobre Cristo y sobre Dios, Trinidad santa:

María, por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí y


refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe. Cuando es anunciada y
venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre (LG
65).

La representación de María -en la imagen de la Medalla milagrosa, según las


apariciones de 1830 a santa Catalina Labouré- une los dos puntos, inicial y final,
de su existencia. Es la Virgen de Nazaret, que apoya sus pies sobre el mundo y
aplasta la cabeza de la serpiente: el mal no tuvo poder sobre ella. Y es la Virgen
glorificada, inundada de luz, mediadora de gracia, que derrama los dones divinos
sobre el globo.11
9
SAN IRENEO: "Gloria Dei vivens horno est; vita hominis vicio Dei".
10 R. LAURENTIN, Compendio di mariología, Roma 1956, p.113.
11 S. DE FIORES, María en la Teología contemporánea, Salamanca 1991, p.491.

C) IMAGEN E INICIO DE LA IGLESIA GLORIOSA

Hoy es preciso mirar a María, verla en el Evangelio como ella se presenta y no


como nosotros nos la imaginamos. Es necesario mirar a María para contemplar el
papel esencial que ella tiene en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia.
En ella, como imagen de la Iglesia, se nos muestra el sello con el que nosotros
debemos ser modelados: cada cristiano y la Iglesia entera. Más que mirar a
renovar la Iglesia según las necesidades del tiempo presente, escuchando las
críticas de los enemigos o siguiendo nuestros propios esquemas, es necesario
alzar los ojos a la imagen perfecta de la Iglesia, que se nos muestra en María.

La Iglesia contempla a María "como purísima imagen de lo que ella misma, toda
entera, ansía y espera ser" (SC 103; MC 22). Basándose en la tradición patrística
y medieval, H. de Lubac dice que la conciencia cristiana "percibe a María como la
figura de la Iglesia..., su sacramento..., el espejo en el que se refleja toda la
Iglesia. Ella la lleva ya y la contiene toda entera en su persona ".12 María es el
inicio, el germen y la forma perfecta de la Iglesia; en ella se encuentra todo lo que
el Espíritu derramará sobre la Iglesia. En María se celebra la promesa y la
anticipación del triunfo de la Iglesia. De este modo, María "no eclipsa la gloria de
todos los santos como el sol, al levantarse la aurora, hace desaparecer las
estrellas", como se lamentaba santa Teresa de Lisieux de las presentaciones de la
Virgen. Al contrario, la Virgen María "supera y adorna" a todos los miembros de la
Iglesia.13
12 H. DE LUBAC, Meditación sobre la Iglesia, p.251-252.
13 SAN BUENAVENTURA, De nativitate B.M. V., sermo 3.

El dogma de la Asunción fue promulgado no el 15 de agosto, sino el 1 de


noviembre, en la fiesta de todos los santos. No se trata de glorificar a María en sí
misma, sino de glorificar en ella la bondad y poder del Salvador. La Asunción no
es un privilegio singular, sino la anticipación de lo que espera a todos los
creyentes, destinados desde su bautismo a la gloria del cielo, pues "si
perseveramos con El, reinaremos con El" (2Tm 2,12). María es la garantía de lo
que todos esperamos. La Asunción es una profecía para nosotros. Después de
Pentecostés María no sale, como los apóstoles, a predicar, pero con su Asunción
proclama y testimonia el anuncio de todos los apóstoles: que la muerte ha sido
vencida por el poder de Cristo resucitado: "Y cuando este ser corruptible se revista
de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se
cumplirá la palabra que está escrita: La muerte ha sido devorada en la victoria"
(1Co 15,54).

María, entre los santos, es la primera salvada, la primera en quien el poder de


Dios se ha realizado plenamente. Pero, como la gracia de la Inmaculada
Concepción, no la substrajo de la condición humana, tampoco la Asunción ha
separado a María de la Comunión de los Santos, sino que la ha situado en el
corazón de la Iglesia celeste. María, revestida del Sol de la gloria de Dios, nos
manifiesta luminosamente la victoria de Dios sobre el pecado y la muerte. María,
la primera redimida, es también la primera glorificada.

María, "figura de la Iglesia", es el espejo de la Iglesia. En ella se refleja la luz de


Cristo y en ella la Iglesia se ve a sí misma en todo su esplendor y belleza.
Confrontándose con esta imagen la Iglesia se renueva y embellece cada día para
presentarse como Esposa de Cristo. Contemplar a María como figura de la Iglesia
y como Palabra de Dios a la Iglesia tiene que llevar a "poner por obra la Palabra y
no contentarse sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno
se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al
que contempla su imagen en un espejo, pero, apartándose, se olvida de cómo es"
(St 1,22-24).14

María es el inicio y la primicia de la Iglesia. La Iglesia nace de la Pascua de Cristo.


Pero el fruto de la Pascua se anticipa en María. Las fiestas de María nos llevan a
celebrar en María lo que esperamos que se realice en nosotros. Por eso, en la
liturgia, se la llama repetidamente "tipo", "inicio", "exordio", "aurora de la
salvación", "principio de la Iglesia". María nos enseña a vivir, como ella, abiertos al
Espíritu, para dejarnos fecundar por su sombra. En la Eucaristía invocamos al
Espíritu para que "santifique los dones de pan y vino aquel Espíritu que llenó con
su fuerza las entrañas de la Virgen María" (Misal mariano).

"Del mismo Espíritu del que nace Cristo en el seno de la madre intacta, nace
también el cristiano en el seno de la santa Iglesia") 15 Como María, la Iglesia "da a
luz como virgen, fecundada no por hombre, sino por el Espíritu Santo". 16 La total
apertura y acogida de la Virgen a la acción del Espíritu Santo es la que le llevó a
ser Madre de Dios. En eso aparece como imagen y primicia de lo que la Iglesia es
y está llamada a ser cada vez más: arca de la alianza, esposa bella "sin mancha
ni arruga", "pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo"
(LG 4).
14 R. CANTALAMESSA, María, un espejo para la Iglesia, Milán 1992.
15 SAN LEÓN MAGNO, Sermo 29,1: PL 54,227B.
16 SAN AMBROSIO, De Virginibus I,6,31: PL 16,197

María es realmente imagen de la Iglesia, su mejor realización completa, en


perfecta comunión con Cristo. María, por ello, es llamada "hija de Sión", como
personificación del pueblo de Israel y del nuevo Israel, la Iglesia. El prefacio de la
fiesta de la Inmaculada canta a la Virgen "como comienzo e imagen de la Iglesia,
esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura". Y en la fiesta de la
Asunción la celebramos, gloriosa en el cielo, "como inicio e imagen de toda la
Iglesia". En ella celebramos lo que Dios tiene preparado para nosotros al final de la
historia. Por ello el prefacio de la fiesta canta: "hoy ha sido llevada al cielo la
Virgen Madre de Dios: ella es figura y primicia de la Iglesia, que un día será
glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo todavía peregrino en la
tierra". Recogiendo esta expresión de la fe del pueblo de Dios, el Catecismo de la
Iglesia Católica llama a María "icono escatológico de la Iglesia" (n.972). Otro de
los prefacios marianos del Misal romano da gracias a Dios porque "en Cristo,
nuevo Adán, y en María, nueva Eva, se revela el misterio de la Iglesia, como
primicia de la humanidad redimida".

Como primera cristiana nos invita con su palabra y con su vida a seguir a Cristo:
"haced lo que El os diga"; a acoger la palabra de Dios: "Hágase en mí según tu
palabra"; a vivir en la alabanza: "proclama mi alma la grandeza del Señor". Como
la llama Juan Pablo II, María "es la primera y más perfecta discípula de Cristo"
(RM 20). Como primera creyente es la primera orante, la que escucha la palabra y
la medita en su corazón. Como dice otro prefacio: "María, en la espera pentecostal
del Espíritu, al unir sus oraciones a las de los discípulos, se convirtió en el modelo
de la Iglesia orante". Como primera discípula de Cristo es también maestra, que
nos enseña la fidelidad a Cristo. En la santidad de María, la Iglesia descubre la
llamada de todos sus hijos a la santidad:
Mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de
la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en
santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María,
que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos
(LG 65).

La Iglesia, contemplando la santidad de María, aprende el camino de la santidad.


María testimonia a todos los cristianos la experiencia del Espíritu, que la ha
colmado de gracia, les remite a Cristo, único mediador entre los hombres y el
Padre, para asemejarse cada día más a su Esposo, como María se conformó a El
en la fe. Mirando a María, esperanza realizada, la Iglesia aprende a vivir con los
ojos puestos en las cosas de arriba, afianzándose en la certeza de los bienes
futuros, sin instalarse en lo efímero y caduco de la escena de este mundo que
pasa.

La Virgen Madre es el Icono de la Iglesia. En ella resplandece la elección de Dios


y el libre consentimiento de la fe a esa elección divina. En ella se ofrece a los ojos
del corazón creyente la ventana del misterio. Lo mismo que "el icono es la visión
de las cosas que no se ,ven",17 así también María es, ante las miradas puras de la
fe, el lugar de la presencia divina, el "arca santa " cubierta por la sombra del
Espíritu, la morada del Verbo de vida entre los hombres. Pero, si lo visible del
icono es perceptible para todos, lo invisible se ofrece a quien se acerca a él con
corazón humilde y con docilidad interior. Sólo acercándose a María con esta
actitud se puede descubrir en ella el misterio de Dios actuando en ella.
17
p. EVDOKIMOV La mujer y la salvación del mundo, Salamanca 1980, p.14.

En la singularidad de María la Iglesia se reconoce a sí misma. La Iglesia, pueblo


de Dios, es más que una estructura y una actividad. En la Iglesia se da el misterio
de la maternidad y del amor esponsal, que hace posible tal maternidad. La Iglesia
es el pueblo de Dios constituido cuerpo de Cristo. Pero esto no significa que la
Iglesia sea absorbida en Cristo. La expresión "cuerpo de Cristo", Pablo la entiende
a la luz del Génesis: "dos en una sola carne" (Gn 2,24; 1Co 6,17). La Iglesia es el
cuerpo, carne de Cristo, en la tensión del amor en la que se cumple el misterio
conyugal de Adán y Eva que, en su "una carne", no elimina el ser-uno-frente-al-
otro. La Iglesia, pueblo de Dios constituido cuerpo de Cristo, es la esposa del
Señor. Este es el misterio de la Iglesia que se ilumina a la luz del misterio de
María, la sierva que escucha el anuncio y, en absoluta libertad, pronuncia
su fíat convirtiéndose en esposa y, por tanto, en un cuerpo con el Señor.

En la figura concreta de la Madre del Señor, la Iglesia contempla su propio


misterio. En ella encuentra el modelo de la fe virginal, del amor materno y de la
alianza esponsal a la que está llamada. Por eso, la Iglesia reconoce en María su
propio arquetipo, la figura de lo que está llamada a ser: templo del Espíritu, madre
de los hijos engendrados en el Hijo, pueblo de Dios, peregrino en la fe por los
senderos de la obediencia al Padre. El Vaticano II, con San Agustín, ha confesado
a María en la Iglesia como "madre de sus miembros, que somos nosotros, porque
cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de
aquella Cabeza".18 "Por este motivo es también proclamada como miembro
excelentísimo y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar
acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, y a quien la Iglesia católica,
instruida por el Espíritu Santo, venera como madre amantísima, con afecto de
piedad filial" (LG 53).
18
SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate, 6.

Virgen-Madre-Esposa, icono del misterio de Dios, es, por tanto, análogamente


icono del misterio de la Iglesia. Como en María, la comunión trinitaria se refleja
también en el misterio de la Iglesia, "icono de la Trinidad". La comunión eclesial
viene de la Trinidad, que la suscita por la iniciativa del designio del Padre y las
misiones del Hijo y del Espíritu. La luz que irradia la santa Trinidad resplandece en
su icono María-Iglesia, criatura del Padre, cubierta por la sombra del Espíritu para
engendrar al Hijo y a los hijos en el Hijo. Los padres de la Iglesia han relacionado
la fuente bautismal de la que salen los regenerados por el agua y el Espíritu Santo
con el seno virginal de María fecundada por el Espíritu Santo. María virgen está
junto a toda piscina bautismal. Así San León Magno relaciona el nacimiento de
Cristo con nuestro nacimiento en el bautismo:

Para todo hombre que renace, el agua bautismal es una imagen del seno virginal,
en la cual fecunda a la fuente del bautismo el mismo Espíritu Santo que fecundó
también a la Virgen.19 El Espíritu, gracias al cual Cristo nace del cuerpo de su
madre virgen, es el que hace que el cristiano nazca de las entrañas de la santa
Iglesia.20
19 SAN LEÓN MAGNO, Sermo 25,5:PL 54,211c.
20 SAN LEÓN MAGNO, Sermón 29,1.

Icono de la Iglesia Virgen en la acogida creyente de la Palabra de Dios, María es


igualmente icono de la Iglesia Madre: "La Iglesia, contemplando su profunda
santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se
hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por
la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos
concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LG 64; MC 19). Esta
relación se basa en el misterio de la generación del Hijo y de los hijos en el Hijo:
"Al igual que María está al servicio del misterio de la encarnación, así la Iglesia
permanece al servicio del misterio de la adopción como hijos por medio de la
gracia" (RM 43). Por eso puede decirse que la maternidad de la Virgen es un
trasunto acabado de la maternidad de la Iglesia. De aquí que hablar de María sea
hablar de la Iglesia. La una y la otra están unidas en una misma vocación
fundamental: la maternidad.
Los testimonios de los Padres son numerosísimos:

"La Iglesia es virgen. Me dirás quizás: ¿Cómo puede alumbrar hijos si es virgen?
Y si no alumbra hijos, ¿cómo hemos podido dar nuestra semilla para ser
alumbrados de su seno? Respondo: es virgen y es madre. Imita a María que dio a
luz al Señor. ¿Acaso María no era virgen cuando dio a luz y no permaneció siendo
tal? Así también la Iglesia da a luz y es virgen. Y si lo pensamos bien, ella da a luz
al mismo Cristo porque son miembros suyos los que reciben el bautismo. `Sois
cuerpo de Cristo y miembros suyos', dice el Apóstol (1Co 12,28). Por consiguiente,
si da a luz a los miembros de Cristo, es semejante a María desde todos los puntos
de vista".21 "Esta santa madre digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: da
a luz y es virgen; habéis nacido de ella; ella engendra a Cristo porque sois
miembros de Cristo".22

"María dio a luz a vuestra cabeza, vosotros habéis sido engendrados por la
Iglesia. Por eso es al mismo tiempo madre y virgen. Es madre a través del seno
del amor; es virgen en la incolumidad de la fe devota. Ella engendra pueblos que
son, sin embargo, miembros de una sola persona, de la que es al mismo tiempo
cuerpo y Esposa, pudiéndose así también comparar con la única Virgen María, ya
que ella es entre muchos la Madre de la unidad".23

Icono materno de la paternidad de Dios, la Iglesia está siempre unida a María,


dando a luz a sus hijos: "No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la
Iglesia por madre".24 La Iglesia, imitando a María, tiene la misión de hacer nacer a
Cristo en el corazón de los fieles, a través del anuncio de la palabra de Dios, de la
celebración del bautismo y de los otros sacramentos y mediante la caridad: "Como
madre, recibe la semilla de la palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y los
da a luz".25 "La Iglesia da a luz, alimenta, consuela, cuida a los hijos del Padre,
hermanos de Cristo, en el poder del Espíritu Santo. Por la palabra de Dios y el
bautismo, da a luz en la fe, la esperanza y la caridad a los nuevos creyentes; por
la eucaristía, los alimenta con el cuerpo y la sangre vivificantes del Señor; por la
absolución, los consuela en la misericordia del Padre; por la unción y la imposición
de las manos les da la curación del alma y del cuerpo".
21 SAN AGUSTÍN, Sermo 213,7: PL 38,1064.
22 SAN AGUSTÍN, Sermo 25,8: PL 46,938.
23 SAN AGUSTÍN, Sermo 192,2: PL 38,1012D.
24 SAN CIPRIANO, De unitate ecclesiae 6: PL 4,502.
25 SAN PAULINO DE NOLA, Carmen 25,155-183.

En la escuela de la Madre de Dios, la Iglesia madre aprende el estilo de vida de la


gratuidad, del amor que no espera contracambio, que se adelanta a las
necesidades del otro y le trasmite no sólo la vida, sino el gozo y el sentido de la
vida: "La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es
necesario que estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la
Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres" (LG 65). La virginidad de
María, como consagración a Dios, disponibilidad y obediencia integral en la fe, le
recuerda a la Iglesia su comunión teologal en la fe, esperanza y caridad. La
maternidad de la Virgen, por la *que acoge la palabra de Dios y coopera
activamente en la salvación del mundo, le recuerda a la Iglesia su misión maternal
de servicio en vistas al reino de Dios. Por su íntima unión con Cristo, como madre
y discípula perfecta, María induce a la Iglesia a considerarse como encarnación
continuada de Cristo a lo largo de los siglos, invitándola a seguir sus huellas. Y la
Virgen, "que avanza en la peregrinación de la fe" para participar luego de la
victoria definitiva de Cristo en la gloria, indica a la Iglesia su condición
peregrinante en tensión hacia la parusía del Señor.26
26 S. DE FIORES, Maria nel mistero di Cristo e della Chiesa, Roma 1984.

La maternidad de María respecto al pueblo de Dios se ve sobre todo en su


cooperación en la obra del Hijo: "Concibiendo a Cristo, engendrándolo,
alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo
cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente simpar a la obra del
Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad con el fin de
restaurar la vida sobrenatural en las almas. Por esto es nuestra madre en el orden
de la gracia" (LG 61). Y más adelante, se añade: "Esta maternidad de María en la
economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que
prestó fielmente en la anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz,
hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos,
continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (LG 62; CEC 963-975).

La realidad profunda de la Iglesia es femenina, porque es el cuerpo de Cristo,


Esposa del Cordero. María es virgen y también la Iglesia es virgen, porque sólo de
Dios recibe su fuerza y fecundidad, sin confiar en el vigor "del varón". Así María es
esposa y símbolo de la Iglesia esposa. María ha dado a Jesús su carne y Jesús
da a la Iglesia su propia carne, haciéndose con ella una sola carne. La Eucaristía,
en el corazón de la Iglesia, es este don total del Esposo a la Esposa, para hacer
de nosotros carne de la carne de Dios. María es madre y símbolo de la Iglesia
madre, que continuamente da la vida y el alimento de esa vida. María, desde el
pesebre hasta la cruz, ha cuidado del cuerpo de Cristo y continúa este ministerio
en la Iglesia. Juan Pablo II, en su carta a las mujeres del mundo, les presenta así
a María:

En la feminidad de la mujer creyente... se da una especie de "profecía " inmanente,


un simbolismo muy evocador, podría decirse un fecundo "carácter de icono", que
se realiza plenamente en María y expresa muy bien el ser mismo de la Iglesia
como comunidad consagrada totalmente con corazón "virgen", para ser
"esposa" de Cristo y "madre" de los creyentes.27
27 Carta de Juan Pablo II a las mujeres del mundo, del 29-6-1995.
D) SIGNO SEGURO DE ESPERANZA

María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia


llegará a ser. En la Lumen gentium leemos: "La Madre de Jesús, de la misma
manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio
de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta
que llegue el día del Señor (2P 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios
peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68).
Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la
gloria donde la ha precedido su primer miembro. La Iglesia sabe que, acogiendo al
Espíritu como María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en
ella no ha hecho más que iniciarse, pero que lo contempla ya realizado en María,
la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María
nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice un prefacio
del Misal: "desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a
la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida
gloriosa del Señor".

María, la humilde sierva del Señor, es un signo de esperanza para todos los
creyentes. Envuelta y bendecida por el poder del Altísimo, se ha convertido en la
imagen de su presencia entre los hombres. Glorificada con Cristo, la asunción a
los cielos inaugura para María una vida nueva, una presencia espiritual no ligada
ya a los condicionamientos de espacio y tiempo, un influjo dinámico capaz de
alcanzar ahora a todos sus hijos:

Precisamente en este camino, peregrinación eclesial a través del espacio y del


tiempo, y más aún a través de la historia de las almas, María está presente, como
la que es "feliz porque ha creído", como "la que avanzaba en la peregrinación de
la fe", participando como ninguna otra criatura en el misterio de Cristo (RM 25).

Podemos aplicar a María la palabra del profeta Isaías: "Esta es la vía, id por ella"
(Is 30,21). San Bernardo decía que María es "la vía real" por la que Dios ha venido
a nosotros y por la que nosotros podemos ahora ir hacia El.28 "María coopera con
amor de Madre a la regeneración y formación" de los fieles (LG 63). Ella "está
presente en la Iglesia como Madre de Cristo y a la vez como aquella Madre que
Cristo, en el misterio de la redención, ha dado al hombre en la persona del apóstol
Juan. Por consiguiente, María acoge, con su nueva maternidad en el Espíritu a
todos y a cada uno en la Iglesia; acoge también a todos y a cada uno por medio
de la Iglesia" (RM 47).
28 SAN BERNARDO, Sermón I para el Adviento 5, en Opera IV, Roma 1966, p.174.

María, con el fíat de la Anunciación, recibe en su seno a Cristo, aceptando la


voluntad del Padre de redimir a la humanidad por la encarnación del Verbo. Esta
aceptación del plan redentor de Dios se le fue aclarando poco a poco a lo largo de
su vida, en el itinerario de la fe tras las huellas de su Hijo. De este modo fue
tomando conciencia de su misión maternal respecto a nosotros. Según se fue
desplegando dentro de la historia el misterio de su Hijo, a María se le fue dilatando
su seno maternal, hasta llegar al momento de la cruz (y de pentecostés) en que su
maternidad llegó a su plenitud, abrazando a toda la Iglesia y a todos los hombres.
Y ahora, glorificada en el cielo, María es perfectamente consciente de su misión
maternal dentro del plan de salvación de Dios. Por ello sigue totalmente unida, en
voluntad e intención, con la voluntad e intención salvífica del único Salvador de la
humanidad, Cristo glorificado.29
29 E. SCHILLEBEECKX, María, Madre de la redención, Madrid 1974.

El tema de la intercesión de María, como la intercesión de los santos, es constante


en la liturgia, donde se presenta a Cristo como el único mediador y redentor. Esto
significa que la intercesión de María no se añade a la intercesión de Cristo, ni la
sustituye, sino que se integra dentro de ella. Se puede comparar con la intercesión
de los cuatro hombres de Cafarnaúm que colocan al paralítico ante Cristo y "con
su fe" obtienen el perdón de los pecados y la curación del paralítico (Mc 2,5).
María, gracias a la victoria de Cristo sobre la muerte, puede seguir cumpliendo
esta intercesión más allá de la muerte. La vida nueva, fruto de la victoria de Cristo
sobre la muerte, permite a cuantos la han heredado, seguir participando en la vida
de la Iglesia después de su muerte. Ellos están llamados a impulsar con Cristo la
llegada plena del Reino de Dios. Los mártires, que han testimoniado con su
muerte, esta nueva vida, y los que lo han hecho con su vida, los santos, han sido
venerados en el culto de la Iglesia desde los primeros siglos. Entre ellos, en primer
lugar y de un modo singular, es nombrada en la liturgia la Virgen María.

E) MARÍA, ESPLENDOR DE LA IGLESIA

Descubriendo el carácter eclesial de María descubrimos el carácter mariano de la


Iglesia. María es miembro de la Iglesia, como la primera redimida, la primera
cristiana, hermana nuestra y, a la vez, madre y modelo ejemplar de toda
comunidad eclesial en el seguimiento del evangelio. María es hermana y madre
nuestra. María no puede ser vista separada de la comunión de los santos. Se la
puede llamar "madre de la Iglesia", porque es madre de Cristo y, por tanto, de
todos sus miembros. Y, sin embargo, María sigue siendo "nuestra hermana".30
30 SAN ATANASIO, Carta a Epicteto 7: 26,1061.

La tradición hebrea interpretó el salmo 45 en clave mesiánica, como encuentro


nupcial del Mesías con la comunidad de Israel. La carta a los Hebreos lo aplicó a
Cristo para exaltar su supremacía sobre los ángeles, los "compañeros" del salmo,
y para celebrar su obra salvífica en la muerte y resurrección. El salmo así adquiere
una dimensión nueva, convirtiéndose en el retrato anticipado de Cristo Rey
glorificado, salvador y guía de los redimidos. Luego, los Padres continuarán este
proceso interpretativo aplicando todo el salmo a Cristo y a la Iglesia, iluminando el
salmo con otros textos del Nuevo Testamento que presentan este simbolismo
nupcial: "Este misterio es grande: lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia" (Ef
5,32), "pues os he desposado con un solo esposo para presentaros cual casta
virgen a Cristo" (2Co 11,2).

Y tras esta interpretación fue fácil pasar a la interpretación mariana, pues la


belleza y el esplendor de la Iglesia brilla con los rasgos del salmo en María. Ella es
la esposa y reina por excelencia. "De pie a tu derecha (de Cristo) está la reina
enjoyada con oro de Ofir. El Rey está prendado de tu belleza. El es tu Señor...
Toda espléndida, entra la hija del Rey con vestidos en oro recamados; con sus
brocados es llevada ante el Rey. Vírgenes tras ella, compañeras suyas, donde El
son introducidas; entre alborozo y regocijo avanzan, al entrar en el palacio del
Rey".

Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma
litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la
Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen gentium: "Finalmente, la
Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original,
terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria
celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se
asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y
vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).

En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada.
María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba,
glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba, Sión, a tu Dios" (Sal 147,12). María
es la hija de Sión, la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y
exulta plenamente en Dios.

"Ven, te mostraré la novia, la esposa del Cordero" (Ap 21,9) dice el ángel del
Apocalipsis, invitando a contemplar "la ciudad santa, Jerusalén, que desciende del
cielo, desde Dios, resplandeciente con la gloria de Dios". Si esta ciudad no está
hecha de muros y torres, sino de personas, de los salvados, de ella forma parte
María, la "Mujer", expresión plena de la hija de Sión. Igual que, al pie de la cruz,
María es la figura y personalización de la Iglesia peregrina naciente, así ahora en
el cielo es la primicia de la Iglesia glorificada, la piedra más preciosa de la santa
ciudad. "La ciudad santa, la celeste Jerusalén, -dice San Agustín-, es más grande
que María, más importante que ella, porque es el todo y María, en cambio, es un
miembro, aunque el miembro más excelso".31
"Al celebrar el tránsito de los santos, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos" (SC 104). La fiesta de la Asunción de María

celebra el pleno cumplimiento del misterio pascual de Cristo en la Virgen Madre, que por designio de Dios estuvo durante toda su vida
indisolublemente unida al misterio de Cristo. Asociada a la encarnación, a la pasión y muerte de Cristo, se unió a El en la resurrección y
glorificación. La segunda lectura (lCo 15,20-26) de la celebración sitúa la Asunción de María en relación con el misterio de Cristo resucitado y
glorioso, como anticipo de nuestra glorificación:

En verdad es justo darte gracias, Padre santo, porque hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de Dios; ella es figura y primicia de la
Iglesia que un día será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.32

31 SAN AGUSTÍN, Sermo72A.


32 Prefacio de la Asunción de la Virgen María.

Mensaje de la Comisión Teológica Internacional


con ocasión del Año Mariano
Acogiendo la invitación del Santo Padre Juan Pablo II, la Iglesia celebra
este año, de un modo especial, a la Madre de Dios, lo que ofrece a la
Comisión teológica internacional la oportunidad de proponer una breve
reflexión acerca del papel de la Virgen María en el misterio de Cristo y
de la Iglesia.

Debemos a María el nacimiento de Cristo redentor. María es ciertamente


una obra de la gracia divina: Ella jamás se identificó de otro modo que
como la sierva humilde y disponible frente a la acción de Dios. Bien sabe
Ella que todo lo que es y lo que está llamada a realizar, lo debe a Dios,
y no sólo su fecundidad humana, sino la capacidad, mucho más
importante, de poder acoger el designio de Dios con todo su ser
femenino, al mismo tiempo virginal y maternal, jamás herido por el
pecado. El hombre, dice San Pablo, «viene por la mujer», Cristo por
María, pero «todo viene de Dios» (cf. 1 Cor 11, 12).

El «sí» de María es el acto de fe más puro que haya podido expresarse,


y era necesaria esa fe incondicional para que el Verbo se hiciera carne,
para que el Hijo de Dios llegara a ser Hijo del hombre. María da pruebas
de su fe no sólo en el momento en que el Espíritu Santo la hace
fecunda, sino durante toda su vida: así cuando no comprende por qué
Jesús se queda en el Templo; cuando Él parte para fundar su nueva
familia -«bienaventurados más bien los que escuchan la Palabra de Dios
y la cumplen» (Lc 11, 28)-; cuando Jesús en la Cruz la da por Madre a
Juan, a la Iglesia y finalmente a todos aquellos por los cuales Él se
entrega a la muerte. María es hasta tal punto Madre, que no se la puede
entender al margen de su maternidad. Todo lo que le ha sido concedido,
Ella lo cumple y lo acepta en la simplicidad de su obediencia. Nada hay
más fecundo que su consentimiento: «He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).
El Apocalipsis nos muestra a María en la imagen de la Mujer que está
entre el cielo y la tierra. Ella gime en los dolores del parto, porque
sintetiza toda la fe de Israel y también secretamente los deseos de toda
la humanidad que espera su liberación. Gime también como Madre de
todos los hermanos y hermanas de Jesús, es decir, de todos los
miembros de su Cuerpo místico, especialmente de los pobres y de los
perseguidos a causa del Evangelio, porque María es al mismo tiempo la
Madre de la Iglesia y su más perfecta realización (cf. LG 65): la misma
Iglesia inmaculada (cf. Ef 5, 27).

María es la Hija de Sión que, colmada de gracias inefables, se transporta


de gozo en Dios su Salvador y lo expresa en su canto, el Magnificat (cf.
Sof 3, 14s; Lc 1, 46-55): todas las generaciones se gozarán con Ella y a
causa de Ella. Esta alegría deberá pasar por todos los dolores de la
Pasión de su Hijo, pero la Asunción será el reflejo definitivo de la gloria
de Cristo sobre su Madre.

En su fe total, ¿acaso no ha experimentado María toda la plenitud de su


feminidad virginal y maternal, tanto las más altas cumbres de la alegría,
como los abismos del sufrimiento?

María es la más humana de las mujeres y al mismo tiempo la más


colmada de la gracia divina.

¡Que Ella interceda por nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora


de nuestra muerte, a fin de que podamos compartir la gloria de la
resurrección!

Roma, 2 de diciembre de 1987

La Comisión Teológica Internacional

ASUNCIÓN
DicMA

SUMARIO:

I. Fundamentos bíblicos de la asunción:


1. Según la constitución Munificentissimus Deus:
a) La asunción de María está arraigada en la Escritura, tal
como la interpretan los padres y los teólogos,
b) Referencias a textos bíblicos particulares;
2. Otras aperturas desde la biblia y desde el judaísmo

II. Dogma, historia y teología:


1. Historia:
a) Los orígenes,
b) En el s. vi,
c) Del s. vii al x;
2. Dogma y teología de la asunción en la MD;
3. Desarrollo teológico en la LG

III. La Asunción de María desde la reflexión actual sobre la escatología


intermedia (ulteriores elaboraciones teológicas):
1. Crítica de la escatología de doble fase;
2 La hipótesis de una resurrección inmediata;
3. La glorificación del justo según las Escrituras:
a) Retrospectiva veterotestamentaria,
b) Tendencia en el período intertestamentario,
c) Perspectivas neotestamentarias,
d) ¿Resurrección individual inmediata?;
4. Perspectivas sobre el misterio de la asunción:
a) La asunción de María, ¿un privilegio singular?
b) La asunción de María en el misterio de la comunión de los
santos

IV. Celebración litúrgica:


1. Historia de la fiesta:
a) En oriente,
b) En occidente;
2. Significado litúrgico-pastoral de la celebración:
a) Dimensión personal,
b) Dimensión eclesial.

La asunción de María es un dogma definido solemnemente por Pío XII el


1 de noviembre de 1950 con la constitución apostólica Munificentissimus
Deus (= MD), que explica su significado teológico y vital. Constituye una
de las tres solemnidades marianas del año litúrgico: un misterio que se
celebra desde hace siglos en las diversas iglesias de oriente y de
occidente. Aquí expondremos los fundamentos bíblicos de este misterio,
su historia y su teología, para acabar hablando de su celebración
litúrgica.

1. Fundamentos bíblicos de la asunción

1. SEGÚN LA CONSTITUCIÓN MD. En relación con los fundamentos


bíblicos de la asunción de María a los cielos, la MD tiene un doble género
de afirmaciones: uno general y otro más detallado.

a) La asunción de María está arraigada en la Escritura, tal como la


interpretan los padres y los teólogos. En primer lugar, el documento
afirma que esta verdad "se basa en la Escritura"1. Pero la biblia no va
separada de la interpretación de la iglesia. La MD declara efectivamente
que la asunción de María es enseñada por los padres, por los teólogos,
por los oradores sagrados, que `para ilustrar su fe en la asunción se
sirven con cierta libertad de los hechos y dichos de la Escritura
"2, es decir, utilizan textos bíblicos 3 para mostrar cómo "este
privilegio... está admirablemente de acuerdo con las verdades que son
enseñadas por la Escritura4.

Y Pío XII concluye: "Todas estas razones y consideraciones de los santos


padres y de los teólogos tienen como último fundamento la Escritura "5.

b) Referencias a textos bíblicos particulares. La


constitución MD desciende luego de las afirmaciones generales a los
detalles, citando diversos textos de la Escritura utilizados por los padres,
los teólogos y los oradores sagrados cuando tratan de la asunción de
María. Los pasajes que invocan, en el orden actual de los libros bíblicos,
son los siguientes:

• Gén 3,15: "Yo pongo enemistad entre ti y la mujer..." La nueva Eva


está estrechamente unida al nuevo Adán, aunque subordinada a él, en
la lucha contra el enemigo infernal: "Lo mismo que la gloriosa
resurrección de Cristo fue parte esencial y signo final de esta victoria,
así también para María la lucha que tiene en común con su Hijo tenía
que concluir con la glorificación de su cuerpo virginal" 6.

• Ex 20,12: "Honra a tu padre y a tu madre" (cf Lev 19,3). "Desde el


momento en que nuestro Redentor es hijo de María, no podía menos de
honrar, como cumplidor perfectísimo de la ley divina, no sólo al eterno
Padre, sino también a su madre. Así pues, pudiendo conceder a su
madre tan grande honor, preservándola inmune de la corrupción del
sepulcro, hay que creer que lo hizo realmente" 7.

• Is 60,3 en la Vulgata: "Glorificaré el lugar en donde se apoyaron mis


pies". El cuerpo de la Virgen es el sagrario donde asentó sus pies el
Señor 8.

• Sal 45,10.14-16: "A tu diestra una reina adornada con oro de Ofir...,
vestida de brocado, es conducida al rey...; en el palacio del rey entran".
El texto del salmo se le aplica a María reina, "que entra triunfalmente en
el palacio celestial y se sienta a la diestra del divino Redentor..., rey
inmortal de los siglos"9.

• Sal 132,8, en la Vulgata: "¡Levántate, oh Yavé, hacia el lugar de tu


descanso, tú y el arca de tu santificación". Los padres, los teólogos y los
oradores sagrados "ven en el arca de la alianza, hecha de madera
incorruptible y colocada en el templo del Señor, como una imagen del
cuerpo purísimo de María virgen, preservado de toda corrupción del
sepulcro y elevado a tan alta gloria en el cielo" 10.

• Cant 3,6 (cf 4,8 y 6,9): "La esposa del Cantar, que sube del desierto,
como columna de humo, perfume de mirra e incienso para ser
coronada", es figura "de aquella... Esposa celestial que, junto con el
divino Esposo, es levantada al palacio de los cielos" 11.

• Lc 1,28, en la Vulgata: "Los doctores escolásticos... consideran con


especial interés las palabras Ave, llena de gracia, el Señor es contigo,
bendita tú entre las mujeres, ya que velan en el misterio de la asunción
un complemento de la plenitud de gracia concedida a la bienaventurada
Virgen y una bendición singular en oposición a la maldición de Eva" 12.

• Ap 12: "Los doctores escolásticos vieron prefigurada la asunción... no


sólo en diversas figuras del AT, sino también en aquella mujer vestida
de sol que contempló el apóstol Juan en la isla de Patmos 13.

De toda esta lista de referencias bíblicas utilizadas por la MD se


comprende el motivo por el que Pío XII concluye: "Todas estas razones
y consideraciones de los santos padres y de los teólogos tienen como
último fundamento la Escritura, que nos presenta a la excelsa madre de
Dios estrechamente unida a su Hijo divino y participando siempre de su
destino" 14.
Examinando luego los testimonios de los padres y teólogos citados por
la constitución, se pone de relieve que la unión indisoluble entre María y
Jesús fue de un doble orden: 1) físico: en el sentido de que María, al
acoger en su seno al Verbo divino y al revestirlo de nuestra carne, se
convirtió en algo parecido al arca de la nueva alianza, en la sede de la
Presencia encarnada de Dios entre nosotros. Por tanto, no cabe pensar
que el cuerpo de la Virgen, tan estrechamente unido a la humanidad de
Cristo en virtud de la función biológico-maternal, estuviera luego
separado del Hijo, sometido a la corrupción del sepulcro; 2) moral: en
cuanto que María, como / nueva Eva al lado y en dependencia del nuevo
Adán (Cristo), participó íntimamente de la obra redentora del Hijo, en la
lucha y en la victoria contra el demonio, el pecado y la muerte. Por eso,
lo mismo que la resurrección fue el epílogo de la salvación realizada por
Cristo, así también era conveniente que la participación de María en esta
lucha se viera coronada por la glorificación de su cuerpo virginal.

Hasta aquí la exposición de la MD. Dicho en otras palabras, la iglesia ve


en la asunción de María la consecuencia plena de los vínculos
singularísimos que la unieron a Jesús, en el plano de la carne y todavía
más en el de la fe. De esta unión privilegiada entre Madre e Hijo nos
habla precisamente el mensaje de la Escritura. A través de una reflexión
global sobre el misterio de María, el Espíritu Santo le sugirió a la iglesia
que leyera entre líneas incluso lo que no dice expresamente la letra de
la Escritura. Y así es como lo hizo la iglesia de ayer, como atestigua
la MD. Lo mismo tendrá que hacer también la iglesia de siempre cuando
quiera pensar una vez más en el destino último de María, en
conformidad con la biblia.

2. OTRAS APERTURAS DESDE LA BIBLIA Y DESDE EL JUDAÍSMO. Si


queremos proseguir el discurso en esta dirección, he aquí -a título de
ejemplo- algunas reflexiones que se han desarrollado a partir de la
doctrina bíblico judía.

a) El pensamiento judío sobre el último destino del arca de la


alianza. Hemos dicho que la asunción es un postulado de la maternidad
divina de María, según la carne. Dios no podía permitir la corrupción de
aquel cuerpo que fue el arca viviente de su Hijo (cf Jn 1,14 y Gál 4,4).

Permítasenos aludir a un tema más bien nuevo sobre esta cuestión. En


efecto, parece ser que algo semejante intuyó el pensamiento judío poco
antes y poco después de los tiempos de Jesús. El punto de partída lo
constituyen los libros bíblicos, cuando hablan del arca de la
alianza guardada en el templo de Salomón. El arca, como es sabido, era
un templete de madera, dentro del cual estaban guardadas las dos
tablas de la Ley que Moisés había recibido del Señor en el monte Sinaí,
cuando se estipuló el pacto con el pueblo. En cuanto tal, el arca era
considerada como el símbolo privilegiado de la presencia
(hebr. sekináh) de Dios en medio de su pueblo, como consecuencia de
la alianza sinaítica.

La biblia dice que cuando Nabucodonosor, rey de Babilonia, conquistó


Jerusalén el año 597 a.C., "sacó de allí todos los tesoros del templo de
Yavé y los tesoros del palacio real e hizo pedazos todos los objetos de
oro que Salomón, rey de Israel, había fabricado para el santuario de
Yavé" (2Re 24,13; cf 2Crón 36,10). Luego, en el asedio definitivo de
587, el mismo soberano incendió el templo y lo despojó de todos los
objetos preciosos que servían al culto (2Re 25,9-17; cf Is 39,6).

¿Qué ocurrió con el arca guardada en el Santo de los Santos? Muy


probablemente también ella fue saqueada. Sin embargo, sugiere C.
Gancho, "se observa una especie de pudoroso respeto en el hecho de no
mencionar el arca" entre los objetos profanados y robados 15.

En una obra más tardía, o sea 2Mac (s. II a.C.), se registra una piadosa
tradición que refiere en términos más explícitos estas especulaciones
sobre las peripecias que atrevesó el arca después de la destrucción del
templo. Atendiendo a un oráculo divino, se dice, el profeta Jeremías se
llevó el arca, con el tabernáculo y el altar del incienso; seguido por los
deportados, se puso en camino hacia el monte Nebo, desde cuya cima
había contemplado Moisés la tierra prometida. En la montaña, Jeremías
encontró una caverna, y depositó allí los objetos traídos del templo,
tapando la entrada. Algunos de los que le habían seguido volvieron para
rastrear el camino, pero no lograron encontrarlo. Cuando se enteró de
ello, el profeta se lo reprochó diciendo: "Ese lugar quedará ignorado
hasta que Dios realice la reunión de su pueblo y tenga misericordia de
él. Entonces el Señor descubrirá todo esto y se manifestará la gloria del
Señor y la nube, como se manifestó en tiempos de Moisés y como
cuando Salomón oró para que el templo fuese gloriosamente
santificado" (2Mac 2,4-8).

En el Apocalipsis de Baruc 6,1-10 (/apócrifo de finales del s. 1 a.C.)


leemos que fue un ángel enviado por Dios el que se llevó aquellos
objetos sagrados, confiándoselos a un lugar escondido de la tierra,
antes de que los babilonios derribasen el templo.
Algunos testimonios de los rabinos dicen que el arca desapareció y que
está destinada a durar hasta el mundo futuro (Talmud de Babilonia,
Sotah 35a; Núm Rabbah 4,20 a 4,16 [cf también 15,10 a 8,2]). Se cita,
entre otros, a R. Yochanán (+279).

El Apocalipsis parece recoger un eco de esta tradición cuando escribe:


"Entonces se abrió el templo de Dios, el que está en el cielo, y se vio en
su templo el arca de su alianza" (Ap 11,19).

De todas las voces que aquí hemos recogido se puede formular la


siguiente conclusión, a título de hipótesis. El arca, como signo de la
presencia de Dios en medio de su pueblo, es incorruptible.
Efectivamente, la alianza de Dios con Israel es eterna. Por eso el arca
no puede perecer. Incluso después de la destrucción de Jerusalén y del
templo, el Señor se cuida de ella hasta llegar a guardarla consigo en el
cielo.

Fabulaciones ingeniosas, se dirá. Sin embargo, incluso a través de estos


recursos del lenguaje humano Dios iba preparando a su pueblo para la
comprensión de la figura de María. En adelante, ella habría de ser el
arca de la alianza nueva y eterna de Dios con el hombre. Con la
asunción, según dice el profeta (Is 60,13, Vulgata), Dios glorifica el
lugar en donde se apoyaron sus pies.

b) Asunción: consecuencia de la unión perfecta de María con su Hijo. La


asunción es el efecto pleno de la unión de María con el Hijo en el orden
de la fe.

En la misa del 15 de agosto, antes de 1950, se leía Lc 10,38-42, que


presenta a Jesús acogido en casa de Marta y de María. Marta está
totalmente ocupada en las faenas domésticas, mientras que María está
escuchando la palabra de Jesús, sentada a sus pies. Y Jesús dice:
"Marta, Marta, tú te preocupas y te apuras por muchas cosas y sólo es
necesaria una. María ha escogido la parte mejor, que no se le quitará".

Había una clara intención en la elección de este pasaje. María, la


hermana de Lázaro, totalmente entregada a escuchar al Señor, es figura
de María, la madre del Señor, abierta siempre a la escucha-obediencia a
la palabra de Dios. Precisamente por haber acogido en todo momento
esta palabra, María fue asunta al cielo, o sea, fue acogida ella misma
por el Hijo en aquel lugar que él nos ha preparado con su muerte y
resurrección: "Voy a prepararos un lugar; y cuando me fuere y os haya
preparado un lugar, volveré otra vez y os tomaré conmigo, para que,
donde yo estoy, estéis también vosotros" (Jn 14,2-3).

Por tanto, la asunción nos remite al misterio pascual. ¿Por qué resucitó
Jesús? La Escritura responde que la resurrección -tanto de Jesús como
de sus discípulos- no es un fenómeno puramente determinista, es decir,
regulado por leyes químicobiológicas; en su raíz, es la consecuencia de
una opción moral.

Efectivamente, para Jesús la resurrección fue la respuesta del Padre a


su obediencia: "Se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de
siervo... y en su condición de hombre se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz... Por ello Dios
le exaltó "(Flp 2,7-9). Igualmente, para los cristianos hay resurrección si
escuchan la voz del Hijo de Dios y creen en él. Dice así Jesús: "En
verdad, en verdad os digo que llega la hora, y es ésta, en que los
muertos escucharán la voz del Hijo de Dios, y los que la escucharen
vivirán... Llegará la hora en que todos los que están en los sepulcros
oirán su voz y saldrán; los que obraron bien resucitarán para la vida,
y los que hicieron el mal resucitarán para la condenación" (Jn 5,25-29).
"Es voluntad de mi Padre que todo el que vea al Hijo y crea en él tenga
vida eterna y yo lo resucite en el último día" (Jn 6,40).

Y esto es lo que pasó con María. Ella participa de la resurrección de


Cristo en cuanto que estuvo perfectamente unida con él, escuchando su
palabra y poniéndola en práctica. Su misma maternidad carnal estuvo
precedida y se hizo posible por el fiat, es decir, por el asentimiento libre
que María prestó al ángel Gabriel cuando le anunció la propuesta que
Dios le hacía. Pues bien, la asunción es la epifanía de la transformación
tan profunda que la semilla de la palabra divina produjo en María, en la
integridad de su persona. Decía Jesús: "Mis palabras son espíritu y vida"
(Jn 6,63).

La liturgia actual de la asunción, en la misa de la vigilia, sintetiza


oportunamente la dimensión física y moral que María contrajo con
Jesús. La primera lectura, sacada de 1 Crón 15,3-4.15-16; 16,1-2, tiene
como tema el arca de la alianza, símbolo profético de la Virgen madre,
que llevaría a Dios en su seno como arca de los tiempos nuevos. El paso
evangélico de Lc 11,27-28 recoge la alabanza materna que una humilde
mujer del pueblo tributó a Jesús: "¡Dichoso el seno que te llevó y los
pechos que te amamantaron!" En su respuesta, Jesús desplaza el
acento de esta bienaventuranza: "Dichosos más bien los que escuchan
la palabra de Dios y la practican". Esto quiere decir que María atrajo las
complacencias de Dios por haber llevado a Jesús en su corazón más aún
que en su seno 16.

Aquí está la raíz de su glorificación junto a su Hijo. Al convertirse en


sede de la Sabiduría encarnada, se hizo partícipe de la inmortalidad, de
la incorrupción: un don, dicen los libros del AT, del que es dispensadora
la Sabiduría, es decir, la acogida amorosa hecha a los designios de Dios
expresados en las Escrituras (cf Sab 6,17-20; 8,17; Prov 8,35;
etcétera).

c) María asunta, imagen de la iglesia futura. María asunta al cielo es la


imagen escatológica de la iglesia. La glorificación final de María es una
de las "grandes cosas" con las que Dios da señales a su iglesia. Es una
prenda de lo que toda la comunidad de los creyentes está llamada a
convertirse. Esta relación entre María y la iglesia, incluso en lo que
concierne a la asunción, puede encontrar su fundamento bíblico en las
palabras que Jesús dirigió a su madre y a su discípulo amado desde la
cruz: "He ahí a tu hijo.:. He ahí a tu madre" (Jn 19,26-27a). Con aquel
testamento Jesús intentaba dar a María como madre a todos sus
discípulos, representados en el discípulo presente yunto a la cruz.

Pues bien, según la doctrina bíblico-judía, la paternidad o maternidad


espiritual lleva consigo también, entre otras cosas, la ejemplaridad. Esto
quiere decir que un padre o una madre espiritual son modelo para sus
hijos (cf, p. ej., lCor 4,15-16; 1Pe 3,6; Jn 8,39). Aplicando el discurso a
María en cuanto madre de la iglesia, esto significa que cualquier aspecto
de su persona (virtudes, privilegios, etc.) tiene una repercusión eclesial,
es decir, se convierte en figura, tipo, ejemplo de lo que la iglesia tiene
que ser, en la fase peregrinante y en la gloriosa. La asunción anticipa en
la persona individual de María el estado de la iglesia entera en la vida
del "mundo venidero".

Como es sabido, el Vat II (LG 68) ha querido relanzar este aspecto


eclesial del dogma de la asunción con estas afortunadas expresiones:
"La madre de Jesús, lo mismo que está ya en el cielo glorificada en el
cuerpo y en el alma, como imagen y comienzo de la iglesia que tendrá
que tener su cumplimiento en la edad futura, así también brilla ahora en
la tierra delante del pueblo de Dios peregrino como signo de segura
esperanza y de consolación, hasta que llegue el día' del Señor (cf 2Pe
3,10)". Y en SC 103 se afirma que en la Virgen la iglesia "contempla con
gozo, como en una imagen purísima, lo que toda ella desea y espera
ser".
A. Serra

II. Dogma, historia y teología

1. HISTORIA. La solemne definición del dogma de la asunción de María,


proclamada en 1950 por Pío XII con la constitución apostólica MD, no
fue un acto improvisado o arbitrario del magisterio pontificio
extraordinario. Además de concluir un intenso período de estudios
históricos y teológicos, llevados a cabo críticamente y que florecieron en
la iglesia católica entre 1940 y 1950, coronaba y proclamaba una fe
profesada desde hacía tiempo y un¡versalmente en la iglesia por todo el
pueblo de Dios. He aquí, en unas breves líneas sintéticas, las principales
etapas históricas de este caminar.

a) Los orígenes. Como falta un testimonio explícito y directo de la


Escritura sobre la asunción de María a los cielos y no hay tampoco en la
tradición de los tres primeros siglos ningún tipo de referencia al destino
final de la Virgen, ni se había precisado aún una doctrina escatológica
segura, las primeras indicaciones -que han de considerarse como
simples huellas- se recogen entre finales del s. IV y finales del s. v:
desde la idea de san Efrén, según el cual el cuerpo virginal de María no
sufrió la corrupción después de la muerte, hasta la afirmación de
Timoteo de Jerusalén de que la Virgen seguiría siendo inmortal, ya que
Cristo la habría trasladado a los lugares de su ascensión (PG 86,245c);
desde la afirmación de san Epifanio de que el final terreno de María
estuvo "lleno de prodigios" y de que casi ciertamente María posee ya
con su carne el reino de los cielos (PG 41,777b), hasta' la convicción
expresada por el opúsculo siriaco Obsequia B. Virginis de que el alma de
María, inmediatamente después de su muerte, se habría reunido de
nuevo a su cuerpo. A finales del s. v es cuando los críticos sitúan
igualmente los relatos /apócrifos más antiguos sobre el Tránsito de
María, que subrayando la idea de una muerte singular de la madre del
Señor, representa el elemento primordial a partir del cual se
desarrollará sucesivamente la reflexión en torno a la asunción.

b) En el s. VI. Este siglo tiene una especial importancia para el


desarrollo histórico en oriente de la creencia en la asunción.
Efectivamente, en oriente comienza a difundirse la celebración litúrgica
del Tránsito o Dormición de María, fijada el día 15 de agosto por decreto
particular del emperador Mauricio (PG 147,292). En la iglesia copta se
celebraba la fiesta de la muerte y, sucesivamente, la de la resurrección
de María, más exactamente en las fechas del 6 de enero y del 9 de
agosto; esta costumbre se ha conservado hasta nuestros días.
Igualmente la iglesia abisinia, estrechamente relacionada con la copta,
celebra estos dos momentos del destino final de la Virgen. También la
iglesia armenia celebra la gloriosa resurrección de María, sin
conmemorar su resurrección, dado que admite la traslación del cuerpo
incorrupto a un lugar desconocido. Hay que reconocer que este
desarrollo de la fiesta litúrgica del Tránsito o Dormición, en oriente,
representa una clave de bóveda y un punto histórico fundamental para
el posterior ahondamiento de la reflexión teológica y de la fe del pueblo
en la asunción de María.

c) Del s. VII al X. En este período, en la iglesia greco-bizantina, son


numerosos los testimonios de los padres, doctores y teólogos que
afirman la asunción corporal de María después de su muerte y
resurrección; baste recordar aquí a san Modesto de Jerusalén (+ 634), a
san Germán de Constantinopla (+ 733), a san Andrés de Creta (+ 740),
a san Juan Damasceno (+ 749), a san Cosme el Melode (+ 743), a san
Teodoro Estudita (+ 826), a Jorge de Nicomedia (+ 880). Pero su
testimonio no quiere decir universalidad de parecer entre los teólogos
bizantinos de este largo período. En efecto, para otros teólogos es muy
grande la incertidumbre sobre la realización corpórea de la Virgen y
sobre su destino final. En la iglesia latina la situación es idéntica. Junto
a los autores que afirman la asunción corporal hay un calificado
testimonio de otros que profesan que no se sabe cuál fue el destino final
de María; véanse, p. ej., san Isidoro de Sevilla (+ 636), s. Beda el
venerable (+ 735). Más aún, también en el s. viii, en Asturias, se
pensaba que María había muerto como todos los seres humanos y que,
como los demás, aguarda la resurrección y la glorificación final. No
obstante, en Roma, ya desde el s. vii con el papa Sergio 1, se celebraba
la fiesta de la Dormición junto con la de la Natividad, Purificación y
Anunciación. Desde Roma pasó el siglo siguiente a Francia y a
Inglaterra, llevando ya el título de Assumptio S. Mariae (v.
Sacramentario enviado por el papa Adriano 1 al emperador
Carlomagno). El nuevo título que se le dio a la fiesta planteó
espontáneamente el problema de la resurrección inmediata del cuerpo
de María. Se determinan por tanto, en estos siglos, dos claras
posiciones doctrinales: la que, no pudiendo contar con ningún
testimonio escriturístico ni patrístico, admitía solamente como piadosa
sentencia la doctrina de la asunción del cuerpo de la Virgen, aun
aceptando como cierta la preservación de su cuerpo de la corrupción, y
la que, elaborando un profundo tratado teológico sobre la glorificación
anticipada incluso corporal de la madre de Dios, la sostenía como cierta.
Es significativa en este sentido la obra del Pseudo-Agustín Liber de
Assumptione Mariae Virginis (PL 40,1141-1148), que combate con
decisión el agnosticismo de algunos de sus contemporáneos.

d) Del s. X a nuestros días. En la iglesia bizantina, tanto griega como


rusa, se determina durante estos últimos siglos una profunda convicción
sobre la glorificación corporal de la Virgen después de la muerte,
ampliamente difundida entre el clero, los teólogos y en la fe
popular. Convicción que encuentra su solemne expresión en la liturgia
del mes de agosto, que, en virtud de un decreto del emperador
Andrónico 11 (1282-1328), quedó consagrado al misterio de la
asunción, fiesta mayor entre las dedicadas a María; en la iconografía, en
la reflexión teológica y en la piedad popular. Todavía hoy la iglesia
bizantina, aunque no acepta la definición solemne proclamada por Pío
XII, considera con una unanimidad moral cada vez más acentuada la
asunción corporal de María como una piadosa y antigua creencia. En la
iglesia latina la influencia de la obra del Pseudo-Agustín que hemos
citado fue decisiva en los cinco primeros siglos de este período y, por
haber sido doctrina suya la asunción corporal de María, fue compartida y
profundizada por los grandes doctores escolásticos (Alberto Magno,
Tomás, Buenaventura, etc.), determinando un movimiento teológico y
popular cada vez más difuso en favor de la asunción.

En el s. xvi muchos protestantes, incluyendo a Lutero, por sus obvios


motivos metodológicos, volvieron a negar esta piadosa creencia de la
iglesia católica; pero encontraron en los apologetas católicos una pronta
reacción que hizo convertirse esta piadosa creencia casi en una doctrina
cierta, tanto entre los teólogos como entre el pueblo.

En el s. xviii encontramos la primera petición a la Santa Sede para la


definición de la asunción como dogma de fe. La presentó el siervo de
Dios p. Cesáreo Shguanin (1692-1769), teólogo de los Siervos de María.
A esta petición siguieron otras muchas, procedentes de las diversas
partes del mundo católico y con diversa autoridad moral y doctrinal.
Bastará recordar aquí la del cardenal Sterckx y la de mons. Sánchez en
1849 a Pío IX, y la de la reina Isabel II de España al mismo pontífice en
1863. Centenares de otras peticiones, presentadas hasta 1941, llegaron
a los diversos pontífices que se fueron sucediendo en la cátedra de
Pedro, hasta Pío XII. Los padres jesuitas Hentrich y -De Moos recogieron
y publicaron en 1942, en dos volúmenes, todas las peticiones que se
conservaban en el archivo secreto del Santo Oficio, con el
título Petitiones de Assumptione corporea B. M. Virginis in coelum
definienda ad S.Sedem delatae. El consenso del mundo católico
era moralmente unánime, aun cuando alguna voz aislada discutiera no
tanto el hecho de la asunción como su definibilidad en cuanto verdad
revelada por Dios. Estas dudas se debían a varios orígenes. Algunas se
derivaban de la ausencia de testimonios bíblicos sobre la asunción de
María; otras, de la deficiente distinción crítica entre el aspecto
dogmático del problema y el histórico o racional; otras, finalmente, de la
falta de una visión de conjunto de los diversos argumentos aducidos en
favor de la definibilidad de la asunción: argumentos que, insuficientes
cuando se les toma en particular, podían ser reconocidos como válidos
si se tomaban en bloque. Es sabido que Pío XII, después de las
innumerables peticiones, el 1 de mayo de 1946 envió a todo el
episcopado católico la encíclica Deiparae Virginis, en la que preguntaba
a los obispos si la asunción de María podía ser definida y si deseaban
juntamente con sus fieles esta definición. La inmensa mayoría de los
obispos respondió afirmativamente a ambas preguntas, y Pío XII, el 1
de noviembre de 1950, procedió a la solemne definición dogmática con
su constitución apostólica MD.

2. DOGMA Y TEOLOGÍA DE LA ASUNCIÓN EN LA MD. Este documento


extraordinario del magisterio de Pío XII, emanado el 1 de noviembre de
1950 como coronación y consagración del camino secular de fe de toda
la iglesia sobre el destino final de María, contiene no solamente una
precisa y solemne definición de fe, sino también una afortunada síntesis
crítica de toda la reflexión teológica que se había desarrollado a lo largo
de los siglos y que habían transmitido la tradición patrística y doctoral,
la liturgia y el sentimiento común de todos los fieles. Por lo que se
refiere al / dogma, las palabras que introducen la definición propia y
verdadera de la asunción expresan una formulación solemne que
podemos considerar clásica del magisterio moderno: "Pronuntiamus,
declaramos ac definimus divinitus revelatum dogma
esse... Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto
terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad coelestem gloriam
assumptam".

Pero la falta de pasajes explícitos de la Escritura y de los padres sobre la


asunción de María había hecho surgir dudas legítimas a algunos
teólogos sobre su definibilidad como verdad revelada por Dios.
Dificultad felizmente superada, ya que el documento define la asunción
como divinamente revelada basándose, más que en textos concretos y
específicos bíblicos o patrísticos, litúrgicos o iconográficos, en el
conjunto de las diversas indicaciones contenidas en la tradición y, no
por último, en la de la fe universal de los fieles, que, tomadas en
bloque, atestiguan una segura revelación del Espíritu Santo. El texto
propio y verdadero de la definición declara que María, madre de Dios,
inmaculada y siempre virgen, al terminar el curso de su vida terrena fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. Por tanto, el sujeto de la
asunción no es tanto el cuerpo o el alma, sino la persona de María en
toda su integridad y entendida como madre de Dios, inmaculada y
siempre virgen: verdades éstas ya adquiridas por la fe de la iglesia.

En la fórmula de la definición, como por lo demás en toda la doctrina de


la constitución apostólica, no se habla ni de muerte ni de resurrección,
ni de inmortalidad de la virgen, en su asunción a la gloria. El documento
quiso expresamente evitar dirimir la cuestión de si María murió o no,
que a partir de la definición de la inmaculada concepción dividía a los
teólogos católicos en dos opiniones claramente opuestas.

Dejando esta cuestión para ser ulteriormente estudiada en


investigaciones histórico-teológicas y no considerándola esencial para la
verdad de la fe, se limitó a afirmar solamente el hecho de la asunción,
sin indicar el modo con que concluyó la vida terrena de María. Además,
la fórmula de la definición califica a María como madre de Dios,
inmaculada y siempre virgen, misión y privilegios ya adquiridos por la fe
de la iglesia, evitando recoger el título de "generosa socia divini
Redemptoris" que se utiliza, sin embargo, en la exposición teológica del
documento (AAS 42 [1950] 768-769). Este hecho se debe ciertamente
al criterio de que la asociación de María a la obra redentora de Cristo no
había alcanzado todavía la solemnidad de la fe universal, sino que
pertenecía a adquisiciones moralmente ciertas en el nivel teológico.

Una última indicación que hemos de hacer sobre la fórmula dogmática


es que en ella no se encuentra el término privilegio, mientras que sí se
encuentra, acompañado del adjetivo singular, en la definición de la
inmaculada concepción de Pío XII (DS 2803). Sin embargo, aunque no
esté presente en la fórmula, se enuncia explícitamente poco antes como
"insigne privilegio" (AAS 42, l.c.) y en otro lugar se habla de la asunción
"como suprema corona de sus privilegios" (ib), lo cual sirve para indicar
que en el pensamiento de Pío XII la asunción es un propio y auténtico
privilegio mariano.

Por lo que se refiere al aspecto teológico, el documento se presenta


como una síntesis admirable de método crítico y de profundización
doctrinal. En efecto, aunque apela implícitamente a la Escritura y recoge
testimonios seculares de la tradición patrística tardía, doctoral, litúrgica
e iconográfica sobre la asunción de María, no apoya la evidencia de la
revelación de esta verdad en ningún texto específico de esas fuentes,
sino en su valor en cuanto globalmente consideradas y, más aún, en el
testimonio de fe común y universal de los fieles como expresión
probatoria de la revelación divina.

Bajo el aspecto doctrinal, los fundamentos teológicos del misterio de la


asunción de María, indicados aquí por la tradición patrística y por la
reflexión contemporánea, son valorados y escogidos con preocupación
crítica y propuestos de nuevo en todo su valor. El principio fundamental
está constituido por aquel único e idéntico decreto de predestinación en
el que, desde la eternidad, María está unida misteriosamente, por su
misión y sus privilegios, a Jesucristo en su misión de salvador y
redentor, en su gloria, en su victoria sobre el pecado y en su muerte. Su
misión de madre de Dios y de aliada generosa del divino Redentor, sus
privilegios de inmaculada concepción y de virginidad perpetua,
entendidos en su globalidad como principios de unión con Cristo, hacen
que María, como coronamiento de todos sus privilegios, no solamente se
viera inmune de la corrupción del sepulcro, sino que alcanzase la
victoria plena sobre la muerte, es decir, fuera elevada en alma y cuerpo
a la gloria del cielo y resplandeciese allí como reina a la diestra de su
Hijo, rey inmortal de los siglos (ib). En su exposición teológica, por
consiguiente, el documento no basa la raíz de la asunción solamente en
su maternidad divina, en su concepción inmaculada o en su virginidad
perpetua, sino en toda su vida y en toda su misión al lado de Cristo.

Sin embargo, la exposición doctrinal de la MD da la impresión de que la


asunción es un privilegio consiguiente y obtenido de reflejo, dado que
no se subraya el camino responsable y comprometido de la Virgen, que,
aliada de Cristo redentor, cooperó también con él por la propia
realización escatológica.

Todavía falta por subrayar la doble dimensión teológica en la que la


constitución de Pío XII considera el privilegio de la asunción de María: la
personal, es decir, en relación con su persona, y la cristológica, por la
relación que guarda con Cristo redentor y glorioso. Bajo el aspecto
personal, la asunción representa para María la coronación de toda su
misión y de sus privilegios y la exalta por encima de todos los seres
creados. Bajo el aspecto cristológico, este privilegio se deriva de aquella
unión tan estrecha que liga, por un eterno decreto de predestinación, la
vida, misión y privilegios de María a Cristo y a su obra, gloria, realeza.
En este documento falta, podemos decir, la dimensión eclesiológica de
la asunción, aunque aparezcan algunas alusiones a la misma; p. ej., se
muestra la esperanza de que el misterio de la asunción mueva a los
cristianos al deseo de participar en la unidad del cuerpo místico de
Cristo (ib); se declara que uno de los efectos del dogma sea el de
resaltar la meta a la que están destinados nuestro cuerpo y.nuestra
alma, así como el de hacer más firme y activa la fe en nuestra
resurrección (ib, 770). Este límite refleja sin duda la etapa de los
estudios mariológicos de entonces.

3. DESARROLLO TEOLÓGICO DE LA ASUNCIÓN EN LA LG DEL VAT II. A


diferencia de la MD), que trata dogmática y teológicamente de forma
exclusiva y ex professo de la asunción de María, el c. VIII de
la LG presenta en una admirable síntesis teológica y pastoral todo el
misterio de la vida, de la misión, de los privilegios y del culto a María,
encuadrándolo todo en el misterio más amplio de la historia de la
salvación, o sea, tanto en relación con Cristo, único Salvador, como en
relación con la iglesia, sacramento de salvación.

La reflexión conciliar sobre el misterio de la asunción está contenida en


los nn. 59 y 68 de la LG. En el n. 59, como coronación de la relación
entre María y Cristo, el /concilio recoge la fórmula de la definición y
repropone la doble dimensión, personal y cristológica, que había dado la
constitución de Pío XII a la asunción y a la realeza de María. Pero la
asunción no es presentada por el concilio como una coronación pasiva
de la misión y de los privilegios marianos, sino como la etapa final de un
largo camino, responsable y comprometido, de la maternidad y del
servicio de cooperación de María al lado del Salvador.

Con la asunción se concluye escatológicamente aquella unión progresiva


de fe, de esperanza, de amor, de servicio doloroso, que se estableció
entre la madre y aliada y el Salvador desde el momento de la
anunciación y que se prolongó durante toda su vida en la tierra, y se
realiza en toda su plenitud, ontológica y moral, la conformidad gloriosa
de María con el Hijo resucitado. Por tanto, la asunción no es un
privilegio pasivo o aislado que se refiera sólo teológicamente a la divina
maternidad virginal, como postulado de conveniencia, sino una
conclusión existencial de la misión de María, que está llamada en primer
lugar a alcanzar la unión y la conformidad en la gloria con el Señor
resucitado y glorificado. Con este enriquecimiento doctrinal es
como LG 59 vuelve a proponer la dimensión personal y cristológica del
misterio de la asunción.
Pero la perspectiva teológica realmente nueva del Vat II es la eclesial.
Se nos señala en el n. 68 de la LG, que es la digna conclusión no sólo de
todos los números del c. VIII que tratan de María en el misterio de la
iglesia, sino también de todo el c. VIII que expone la naturaleza y la
finalidad escatológica de la iglesia (nn. 48-50). He aquí su doctrina:
María, glorificada en el cielo en alma y cuerpo, es imagen y comienzo de
la iglesia del siglo venidero; como tal, es signo escatológico de segura
esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que camina hacia el día
del Señor. Los conceptos que allí se expresan son dos,
interdependientes e implicados el uno en el otro: María asunta es
ya imagen y comienzo de la iglesia escatológica del futuro; como tal,
representa para el pueblo de Dios, que camina en la historia hasta el día
del Señor, el signo de esperanza cierta y, por tanto, de consolación.

1) Imagen y comienzo. Indicando a María asunta al cielo como gloria e


imagen de la futura iglesia escatológica, el concilio quiso afirmar que,
incluso durante este caminar histórico de la iglesia, con María ha
comenzado ya la futura realidad escatológica de la iglesia. Un comienzo
que es ya perfecto, dado que María recoge en sí misma la dignidad de la
imagen perfecta de lo que habrá de ser la iglesia de la edad futura. Para
comprender este aspecto eclesial de la asunción de María es necesario
trazar una rápida síntesis de toda la doctrina conciliar sobre las
relaciones entre María y la iglesia. María es el miembro inicial y perfecto
de la iglesia histórica. No está fuera o por encima de la iglesia; la iglesia
con ella comienza y alcanza ya su perfección. Toda su misión maternal y
su cooperación con Cristo está en función de la iglesia. Igualmente
representa su figura y su modelo y, en su realización histórica, la iglesia
tiene que inspirarse en ella en un continuo proceso imitativo y de
identificación; en ella ha conseguido ya la cima de la perfección moral y
apostólica; su múltiple intercesión tiene que dirigirse a superar el
pecado y las dificultades de la vida (LG 61-65). En esta perspectiva
eclesial, que completa a la cristológica, la misión y los privilegios
marianos, incluido el de la asunción a los cielos, asumen su relieve
exacto y su verdadera finalidad.

2) Consiguientemente, la glorificación de María asume un valor de signo


escatológico para todo el pueblo de Dios que camina todavía hacia el día
del Señor; signo adaptado para sostener en la seguridad la esperanza
de la propia realización escatológica, como la de María, y para dar
aliento a cuantos se encuentran aún en medio de peligros y de afanes
luchando contra el pecado y la muerte. Por tanto, la asunción de María
no es una realidad alienante para el pueblo de Dios en camino, sino un
estímulo y un punto de referencia que lo compromete en la realización
de su propio camino histórico hacia la perfección escatológica final.
Realmente la perspectiva eclesial que el c. VIII de la LG da al misterio
de la asunción completa su alcance teológico y lo enriquece
admirablemente en el aspecto pastoral. Entre la doctrina de la MI) y la
de la LG no hay ningún contraste de fondo. Mientras que el primer
documento subraya los aspectos personal y cristológico de la asunción,
respondiendo así a los criterios teológicos y a la sensibilidad religiosa de
la iglesia de aquel tiempo, el segundo lo enriquece, subrayando además
el aspecto eclesial a la luz de aquel postulado central del concilio que
constituye la eclesiología. La esencia del dogma permanece inalterada;
pero la finalidad y los significados teológicos y pastorales del misterio se
completan y se hacen eficazmente operantes para los creyentes.

Salvatore Meo

III. La asunción de María desde la reflexión actual sobre la


escatología intermedia (ulteriores elaboraciones teológicas)

1. CRÍTICA DE LA ESCATOLOGÍA DE DOBLE FASE. Como muestra ya el


desarrollo precedente, la interpretación del misterio de la asunción de
María que ofrecen los documentos magistrales se halla ligada a un
determinado modelo de escatología, conocido como escatología de
doble fase, que ha venido siendo tradicional en la teología latina por lo
menos desde la edad media. Su espaldarazo oficial, concretamente,
data de 1336, año en que Benedicto XII promulga la constitución
dogmática Benedictus Deus (DS 1000ss).

Según este modelo interpretativo, la muerte supone para el hombre una


separación de alma y cuerpo, de tal manera que, mientras el cuerpo se
corrompe, el alma sobrevive y es objeto inmediatamente de la
retribución definitiva, aunque debe, sin embargo, esperar hasta la
resurrección al fin de los tiempos para volver a reunirse con su cuerpo.
Habría por lo mismo después de la muerte un estado intermedio en el
cual el único sujeto de la bienaventuranza -previa eventual purificación-
o de la condenación sería el alma separada, sin que ello impida el que
ésta experimente un aumento de gozo o -respectivamente- de dolor en
el momento de reunirse definitivamente con su cuerpo, ya resucitado y
transformado. En este contexto se comprende que la asunción de María
en cuerpo y alma a la gloria celeste, terminado el curso de su vida
terrena, haya de entenderse como un privilegio singular con respecto a
lo que es la suerte común de los mortales 17.

Ahora bien, esta concepción tradicional de la escatología intermedia


implica serias dificultades y es hoy objeto de una profunda revisión en el
seno mismo de la teología católica. Brevemente, el problema no estriba
en el hecho de que -como definía la Benedictus Deus- el hombre acceda
inmediatamente después de la muerte a la retribución definitiva, sino en
el supuesto de que el sujeto de esa retribución sea el alma separada. Y
ello por dos motivos fundamentales e interrelacionados:

a) El primero, de orden antropológico, es que la idea misma de alma


separada parece incompatible con la visión unitaria del hombre que
ofrece el conjunto de la revelación cristiana. El hombre, en efecto, es a
la vez e indisolublemente cuerpo y espíritu, espíritu encarnado o cuerpo
espiritualizado. Más aún, si la dimensión corporal es constitutivo
esencial del ser humano (hasta el punto de que -como pensaba ya santo
Tomás- un alma sin cuerpo no es hombre ni persona), resulta difícil
comprender una retribución perfecta que, aunque sea provisoriamente,
sólo afectaría al alma.

b) El segundo motivo es más directamente de orden escatológico: si,


según la escatología de doble fase, el alma separada puede ya gozar de
una felicidad perfecta en la visión de Dios y la comunión con los santos,
resulta poco menos que superfluo lo que pueda aportarle la futura
resurrección del cuerpo y, en general, los demás contenidos
comunitarios y cósmicos asignados a la segunda fase del ésjaton. De ahí
que sea inherente a este modelo de escatología una tendencia al
individualismo y al espiritualismo, que de hecho le ha llevado a un
notable alejamiento de los datos y acentos específicos de la revelación
bíblica.

Así las cosas, no puede extrañar que gran parte de los actuales intentos
de renovar la escatología católica (en pro de una mayor fidelidad a las
fuentes, apertura ecuménica y sentido pastoral) coincida en rechazar la
existencia de ese supuesto estado intermedio de almas separadas,
esbozando a su vez diversas alternativas. Entre ellas, la que ha
alcanzado más relieve y aceptación es la que postula una resurrección
inmediata. Dado su interés para nuestro tema, merece una
consideración más detenida.

2. LA HIPÓTESIS DE UNA RESURRECCIÓN INMEDIATA. Los primeros


intentos de superar las aporías implicadas en la idea de alma separada
se limitaban a subrayar que, más allá de la muerte, permanece la
indisoluble relación del alma con el cuerpo y con el mundo. Como
escribe Teilhard, "la muerte no sabría aislarnos del cosmos; debe, por el
contrario, insertarnos más profundamente en él... En este sentido, la
corporeidad permanece, pero al margen de la corpuscularidad (átomos,
moléculas, células, etc.)" 18, Ideas parecidas se encuentran en otros
autores (Mersch, Hengstenberg, Guardini, Boros...), siendo K. Rahner
quien las populariza con su tesis de la pancosmicidad del alma.
Tal pancosmicidad no es, sin embargo, la unión sustancial de alma y
cuerpo constitutiva del ser humano, por lo que sigue en pie la dificultad:
¿cómo puede un alma existir, más aún, ser plenamente feliz, al margen
de la relación sustancial al cuerpo que constituye su razón de ser? 19

De ahí que numerosos autores se hayan orientado más o menos


decididamente hacia la hipótesis de una resurrección individual en la
muerte 20. Según esta hipótesis, la muerte supone para el hombre una
radical transformación que incluye el acceso inmediato a ese estado de
corporeidad transfigurada que tradicionalmente se asociaba con la
resurrección al fin de los tiempos. No habría, pues, una fase transitoria
de separación o espera del cuerpo glorioso entre la muerte individual y
la parusía; a lo más, podría hablarse de un período de espera -y
eventual purificación- hasta la consumación final de la historia, cuando
se complete el cuerpo de Cristo, se consume la nueva creación y Dios
sea todo en todos 21. En cualquier caso, la retribución inmediata definida
por la Benedictus Deus afectaría desde el principio al hombre íntegro, y
no sólo a una hipotética alma separada.

Es interesante notar que la hipótesis de una resurrección inmediata se


plantea inicialmente -a comienzos de los años cincuenta- como un
argumento en favor del nuevo dogma de la asunción, y no como una
posible objeción al mismo. En efecto, resulta más que plausible afirmar
la glorificación corporal inmediata de la madre del Señor, si esta misma
condición gloriosa se atribuye también a otros santos que han
participado ya de la resurrección de Cristo y constituyen así con él las
primicias de la humanidad totalmente redimida. En este sentido, autores
como O. Karrer, K. Rahner y O. Betz apelan al pasaje de Mt 27,52s, tal
como ha sido tradicionalmente interpretado en la iglesia, para afirmar la
actual existencia de santos ya glorificados en cuerpo y alma que forman
el cortejo de Cristo en el cielo. La misma creencia tradicional en el
descenso salvífico al hades se opone a cualquier representación de su
ascensión -y a fortiori de la asunción de María- como una especie de
gesta realizada en solitario, que redundaría además en una situación de
soledad para su corporeidad glorificada. Más aún, si en el nuevo cielo
inaugurado por la resurrección de Cristo alcanza su plenitud la comunión
de los santos, sería incongruente excluir su glorificación corporal cuando
precisamente el cuerpo humano es el medio por antonomasia de la
comunión personal con el otro 22.

Aunque no se plantea aquí todavía la hipótesis en términos generales,


es decir, postulando una resurrección inmediata de todos los santos, las
premisas apenas enunciadas orientan ya en esta línea generalizadora,
que de hecho va a ser desarrollada en estudios ulteriores. Así, a partir
de los años sesenta se produce una floración de ensayos y monografías
de carácter filosófico, bíblico y teológico-sistemático que profundizan en
las diversas dimensiones e implicaciones de esta hipótesis, alcanzando
para ella una rápida y amplia difusión 23.

Sin entrar en más detalles, subrayemos solamente cómo estos nuevos


planteamientos escatológicos obligan a revisar la interpretación de la
asunción como un privilegio singular de María. Concretamente, el hecho
de su glorificación corporal actual no podría entenderse como un
privilegio exclusivo. Y, en todo caso, si se admite que la asunción de
Ma-a ría reviste un carácter enteramente singular, ello será por otros
motivos. Más adelante veremos algunas de las explicaciones
alternativas que se han propuesto. Antes, en vistas a clarificar esta
cuestión, creemos indispensable el recurso a las fuentes bíblicas.

3. LA, GLORIFICACIÓN DEL JUSTO SEGÚN LAS ESCRITURAS. A la hora


de preguntarse sobre el fundamento y el sentido de la asunción de
María no es posible prescindir de los datos que ofrece la escatología
bíblica sobre la suerte del justo después de la muerte. En particular,
sólo una mariología cerrada o estrecha podría ignorar que el concepto
mismo de asunción cuenta con numerosos precedentes en el mundo
bíblico (y extrabíblico). Por lo mismo, antes de hablar de privilegios,
será preciso escuchar a los textos. Más aún, pensamos que una mirada
atenta nos permitirá descubrir en ellos algún fundamento para la misma
hipótesis de la resurrección inmediata.

a) Retrospectiva veterotestamentaria. Cuando Israel llega a vislumbrar


la perspectiva de una retribución divina más allá de la existencia
terrena, lo hace adoptando o desarrollando una variedad de
representaciones escatológicas, que podemos reducir a estos cuatro
modelos fundamentales:
• El modelo de la subsistencia en el "sheol ". En esta concepción
antiquísima se representa a los difuntos subsistiendo en un mundo
subterráneo (los sepulcros vendrían a ser como sus puertas) y llevando
todos indistintamente una existencia sombría y solitaria, lejos de Dios y
olvidados de los hombres (cf, p. ej., Sal 88). Al considerarse la bajada
al sheol como un camino sin retorno (cf Job 7,6-11; 10,21s), este
modelo representará durante mucho tiempo un callejón sin salida para
las esperanzas del justo y sus deseos de justicia. Sólo la confianza en el
poder y la fidelidad de Dios permitirá paulatinamente alumbrar otras
perspectivas más esperanzadoras.

• El modelo del rapto en vida: Junto a la creencia en el sheol y como


primera alternativa a la misma, el AT atestigua la posibilidad de que el
justo, sin pasar por la muerte, sea trasladado física y definitivamente a
la esfera divina 24. El caso típico es el de Henoc (cf Gén 5,24; Si 49,14;
igualmente Heb 11,5), pero también del profeta Elías se dice que fue
arrebatado en vida por Dios al cielo (cf 2Re 2,1-11; Si 48,9; 1Mac
2,58). De los mismos textos se deduce que este rapto al cielo es un
destino singular, reservado a ciertos personajes escogidos. Pero en
escritos posteriores del período intertestamentario se percibe ya la
tendencia a ampliar el campo de aplicación de este modelo, sea de
manera alusiva (cf Sab 4,10s) o bien claramente expresa (v.gr., en
relación a la suerte de Moisés, Esdras, Baruc...). Ahora bien, el hecho de
que en algunos de estos casos el traslado tiene lugar después de la
muerte -con lo que debemos hablar de asunción más que de rapto-
supone que este modelo llegó de hecho a fundirse con el siguiente.

• El modelo de exaltación posmortal: Aunque en algunos textos no se


especifica en qué momento tiene lugar el rapto o asunción del justo (cf
Sal 49,16; 73,23s), otros apuntan claramente hacia una exaltación que
tiene lugar después de la muerte y que a menudo connota el carácter de
vindicación divina frente a sus perseguidores. El caso prototípico es el
del "siervo de Yavé", de quien el Déutero-Isaías refiere expresamente
su muerte y sepultura antes de ser exaltado por Dios a una vida nueva
y plena (cf Is 52,13; 53,8-12). El mismo destino atribuirá luego el libro
de la Sabiduría a los justos: también ellos se hallan con Dios y
participan de su señorío y poder judicial (cf Sab 3,1-l0; 4,7-18; 5,1-16).
Y aunque el castigo de los impíos quede para el futuro, el premio de los
justos -la inmortalidad feliz en la comunión con Dios- acontece
inmediatamente después de la muerte. Este último rasgo caracteriza a
este modelo escatológico en contraposición al modelo siguiente.
• El modelo de resurrección escatológica: Si los dos modelos
precedentes constituyen una alternativa a la concepción antigua
del sheol, el modelo de resurrección resulta más bien una variante de la
misma, producida al perder el sheol su carácter de destino irreversible.
Sin contar otros factores, en la base de este desarrollo encontramos la
fe en Yavé como Señor de la vida y de la muerte, que va a permitir
primero concebir y luego esperar una intervención divina en
el sheol, reanimando a sus sombras y haciéndolas volver al mundo de
lós vivos. De este modo la idea de resurrección, que inicialmente pudo
ser una simple metáfora para significar la restauración nacional (cf Os
6,1-3; Ez 37,1-14), se convertirá en la expresión más realista y
vigorosa de la esperanza de vida más allá de la muerte (cf Is 26,19; Dn
12,1-3; 2Mac 7; 12,39-45; 14,46).

b) Tendencias en el período intertestamentario. En esta rápida


descripción de los distintos modelos bíblicos de escatología individual no
nos hemos detenido a considerar sus implicaciones cosmológicas y
antropológicas, ni tampoco sus conexiones con la escatología colectiva.
Hay que decir, sin embargo, que tales aspectos juegan un papel decisivo
en la configuración de estos modelos y en su ulterior evolución, dando
lugar a las numerosas variantes que atestigua la literatura
intertestamentaria 25.

A grandes rasgos, esta pluralidad de formas podría concentrarse en


torno a dos tendencias escatológicas globales, que encontramos
también en los escritos del NT y del período patrístico. Una de impronta,
digamos, helenizante, que interpreta la salvación en términos
prevalentemente individuales, espaciales (según el eje vertical tierra-
cielo), inmediatos y trascendentes. La otra, de cuño judaizarte, que
concibe la salvación en términos prevalentemente colectivos,
temporales (según el eje horizontal presente-futuro), diferidos e
inmanentes 26. La línea escatológica helenizante desarrolla sobre todo el
modelo de asunción/exaltación posmortal, situando la salvación
inmediatamente después de la muerte en la esfera celeste, y
acentuando la discontinuidad entre la condición terrena -abandonada
con el cadávery la nueva condición celeste, que implica, si no la
supresión, sí una radical transformación en la misma corporalidad del
hombre (revestido ahora de un cuerpo espiritual, incorruptible,
luminoso...). En cambio, la tendencia que llamamos judaizante privilegia
el modelo de resurrección escatológica, situando la salvación al final de
los tiempos en un mundo renovado, y acentuando la continuidad con la
actual vida terrena -incluso con la reasunción del mismo cuerpo-, y
frecuentemente también con tintes materialistas y nacionalistas.

Aunque estas dos concepciones globales apenas delineadas no suelen


encontrarse en los textos en estado puro, creemos que ayudan a
comprender mejor el sentido, el alcance y también los límites de los
enunciados escatológicos del judaísmo y del mismo cristianismo
primitivo. Concretamente, ellas dan razón de las tensiones y
polarizaciones que detectamos en estos enunciados y que podemos
expresar con los binomios inmediatismo-dilacionismo, individualismo-
colectivismo, espiritualismo-materialismo. En realidad, la misma
existencia de una gran pluralidad de modelos y variantes, a menudo
simplemente yuxtapuestos en un mismo escrito, evidencia la
imposibilidad de expresar en un solo modelo todos los contenidos de la
esperanza escatológica y, consiguientemente, la necesidad de
considerarlos más como complementarios que como contradictorios.
Máxime cuando, más allá de las diferencias, en el fondo de todos ellos
se descubre una idéntica convicción fundamental, de orden
esencialmente teológico, que Martin-Achard ha resumido con estas
palabras: "Lo que parece decisivo en relación al destino último de los
justos/mártires no es que su cuerpo reviva, sino que sean asociados de
una manera u otra al triunfo de Dios y puedan vivir en su presencia"27.

Será importante tener en cuenta esta constatación en orden a discernir


en los textos lo esencial de lo accesorio o, si se quiere, el contenido
revelado de la forma cultural en que se expresa. Pero antes de anticipar
conclusiones debemos considerar los datos que ofrece el NT.

c) Perspectivas neotestamentarias. Si leemos los escritos del NT en su


propio contexto cultural y sin ceder a la tentación fundamentalista o
apologética, no nos sorprenderá encontrar en ellos la coexistencia de
diversas representaciones sobre la suerte del justo después de la
muerte. Tal diversidad es particularmente evidente en el orden de las
concepciones cosmológicas, pero se observa también en el plano de los
enunciados escatológicos e, indirectamente, en las perspectivas
antropológicas concomitantes a los distintos modelos.

Por de pronto, sin contar otros pasajes que ilustran la antigua


concepción tripartita del cosmos (p. ej., Fip 2,10; Ap 5,3), son
numerosos los textos que acreditan la persistencia del concepto de
"sheol"(en griego, hades) como morada subterránea adonde descienden
los muertos (cf, p. ej., Mt 12,40; Lc 16,23; Rom 10,6s; Ef 4,8ss) y de
donde saldrán en la resurrección escatológica (cf Jn 5,28s; Ap 20,13),
aunque se admite igualmente la posibilidad de resurrecciones
anticipadas (cf Mt 27,52s; Mc 6,14-16; Le 16,31; Jn 11...), a la vez que
se afirma con todo vigor la resurrección de Cristo (cf He 2,24-32; ¡Tes
4,13; ICor 15,2.20, etc.).

Junto a esta idea del sheol, los escritos del NT evocan también la
concepción del paraíso celeste, desarrollada en el período
intertestamentario para referirse a la morada de los patriarcas y de los
justos en general después de la muerte. A este paraíso alude Pablo
hablando de su propio rapto en 2Cor 12,1-4, pero el apóstol lo concibe
ya fundamentalmente como un lugar cristológico, inaugurado por el
nuevo Adán al ser constituido, en virtud de su resurrección, en principio
de una humanidad celeste (cf ICor 15,45-49). Así se comprende que en
otros textos el paraíso quede sustituido simplemente por la perspectiva
de estar con Cristo o morar con el Señor (cf 1Tes 4,17s; Flp 1,23; 2Cor
5,8) y que, por otra parte, la presencia actual de Cristo en el cielo sea el
fundamento de esa escatología realizada de signo helenizante que
atraviesa todo el epistolario paulino, y especialmente las cartas de la
cautividad (cf lTes 1,10; Gál 4,26; Flp 3,20; Col 1,5; 3,Iss; Ef
1,3.10.20; 2,6; 3,10; 4,8ss)28.

La misma perspectiva aparece en otros autores del NT. Así, la obra


lucana conoce las ideas judías sobre elparaíso de los justos (cf Lc 16,
9.22) y su reinterpretación cristológica (cf Lc 23,43; 24,26; He 7,55-
60), a la vez que alude frecuentemente a los modelos de rapto o
asunción/ exaltación posmortal (cf Lc 16,22;17,34s), sobre todo al
presentar la glorificación de Jesús como una asunción al cielo (cf Lc
9,51; 24,51; He 1,2.9s.22; 2,33s) 29.

También el cuarto evangelio atestigua la creencia en una comunión con


Cristo después de la muerte (cf Jn 12,26; 14,2s; 17,24-26) que, en el
marco general de la cristología joánica, no puede sino localizarse en el
cielo, por más que el evangelista prescinda de toda especulación
cosmológica e insista en el carácter escatológico de la existencia
presente 30. Por su parte, la carta a los Hebreos concibe la vida cristiana
como una marcha hacia la ciudad celeste (cf, p. ej., 3,1; 11,16; 13,14),
a la que nos ha dado acceso Cristo con su sacrificio (cf espec. cc. 8-9) y
en la que nos espera, juntamente con él, toda la asamblea de los
ángeles y de los justos llegados a la consumación (cf 11,40; 12,1s.22-
24). No obstante su perspectiva comunitaria, tenemos aquí un buen
exponente de la escatología helenizante, que concibe la salvación como
ya realizada a nivel celeste 31; de manera similar a la que hemos
encontrado en el epistolario paulino. Ecos de ella se hallan también en el
libro del Apocalipsis (cf 6,9-11; 7,9-17; 14,13; 15,2-4), donde además
se evoca expresamente el modelo del rapto (12,5) y de la asunción al
cielo (11,12). Este último pasaje presenta con algún detalle la
imaginería convencional en los relatos de este género, mostrando una
sustancial coincidencia con el paralelo paulino de 1 Tes 4,16-18 32.

Teniendo en cuenta estos datos, podemos ya sacar algunas conclusiones


de cara a nuestro tema.

• En primer lugar, la asunción no aparece en estos textos como un


privilegio reservado únicamente a algunos personajes distinguidos, sino
que se atribuye de manera general a todos los cristianos, siguiendo la
tendencia generalizadora ya desarrollada en el judaísmo 33.

• En segundo lugar, la asunción en sí misma no constituye un objeto de


especulación o de interés teológico directo, sino que se emplea como
una representación apta para expresar la vindicación divina de los
mártires frente a sus perseguidores (en Ap 11) o la participación de los
cristianos en la misma existencia gloriosa de Cristo (en ITes 4,14-17; cf
también Jn 14,2s). Así se comprende que Pablo pueda expresar en 1Cor
15,51s la misma esperanza que en ITes 4, l6s prescindiendo del modelo
de asunción e insistiendo solamente en la futura transformación gloriosa
que han de experimentar tanto los vivos como los difuntos.

• En tercer lugar, el análisis comparativo de los textos nos confirma el


carácter limitado y complementario de los distintos modelos
escatológicos. En particular, resulta evidente el
carácter dilacionista, pero colectivo, del modelo de resurrección, en
contraposición al carácter inmediatista, pero individual, del modelo de
asunción/exaltación celeste. El NT proporciona ejemplos del primero en
aquellos textos que se refieren a una resurrección escatológica general
en vistas al juicio (cf Jn 5,28s, p. ej.) o a una retribución que supone la
previa resurrección del mismo cuerpo terreno (p. ej., en Mc 9,43-48
par). En cambio, en otros textos que contemplan o presuponen la
asunción/ exaltación inmediata en el cielo (v.gr., Lc 23,43; Jn 14,2s)
falta toda referencia a una ulterior resurrección, o cualquier otro
elemento que sugiera la perspectiva de un estado intermedio.

Por tanto, ambos modelos pueden coexistir sin relacionarse, o también


-como en el caso de ITes 4- aparecer simplemente yuxtapuestos, al
afirmarse sucesivamente la resurrección de los difuntos y su ulterior
asunción junto con los vivos para encontrarse con Cristo en los aires.
Ahora bien, cabe plantearse la cuestión de si ambos modelos pueden
también armonizarse e integrarse, de tal manera que uno de ellos
adquiera elementos característicos del otro. Como vimos, una respuesta
afirmativa a esta cuestión es dada por la escatología de doble fase al
afirmar simultáneamente la retribución esencial inmediata (el acceso a
la bienaventuranza celestial después de la muerte) y la dilación de la
resurrección hasta el momento de la parusía, recurriendo para ello a
una antropología dicotómica que hace sujeto de la primera retribución al
alma separada y de la resurrección final al cuerpo. Pero cabe otra forma
de integración distinta, en la que se afirma a la vez la glorificación
integral del justo después de la muerte y la resurrección general para el
juicio y la nueva creación al fin de los tiempos, evitando con ello la
dicotomía a nivel individual (cuerpo y alma) y manteniendo en cambio la
tensión entre consumación individual y consumación universal. Es lo que
planteaba la hipótesis de la resurrección en la muerte, cuyo fundamento
bíblico vamos a abordar ya directamente.

d) ¿Resurrección individual inmediata? En la literatura del período


intertestamentario se admitía la posibilidad de resurrecciones
individuales anticipadas en el caso de los patriarcas, en quienes el
pueblo de Israel veía representado el logro de sus esperanzas,
considerándolos como las primicias de la resurrección escatológica.
También es posible encontrar en estos escritos la idea de una
resurrección anticipada de algunos profetas e incluso de los mártires en
general34.

El NT, por su parte, proclama la resurrección y exaltación de Cristo


como un acontecimiento ya sucedido y que además constituye el
principio y el fundamento de la resurrección escatológica (cf Mt 27,51ss;
1Cor 15,20; Col 1,18; Ap 1,5). La cuestión que se plantea entonces es
si, después de iniciarse, el proceso de resurrección se ha detenido hasta
el momento de la parusía. Pues bien, no parece que esta idea sea
compartida por todos los hagiógrafos. El libro del Apocalipsis, p. ej.,
además de referirse expresamente a una "primera resurrección" distinta
y distante de la resurrección general (cf 20,16, espec. v. 5), está
presuponiendo la glorificación actual de los mártires en el cielo, incluida
la dimensión corporal (cf espec. 6,9-11; también 3,4s; 7,9.13s; 19,14,
donde reaparece el mismo simbolismo del vestido blanco). De hecho, los
mártires se hallan estrechamente asociados al triunfo del Cordero en la
Jerusalén celeste (cf 7,14-17 con 21,3s y 22,3) y, si algo han de esperar
todavía, es que se complete el número de sus hermanos (cf 6,11); nada
hace pensar que en ellos mismos la salvación no esté ya
consumada 35. A una conclusión semejante parecen conducir otros textos
del NT en que se asimila la suerte del mártir cristiano con la del mismo
Jesús 36. En cambio, Pablo parece descartar taxativamente en 1Cor
15,20-23 la posibilidad de cualquier resurrección antes de la parusía:
"Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de los que
duermen... Pues así como en Adán mueren todos, así también en Cristo
todos serán vivificados. Pero cada uno en su propio orden: como
primicia, Cristo; después los de Cristo, en su parusía; después el fin,
cuando entregue el reino a Dios Padre..." ¿Qué decir sobre esto?

Sería erróneo aislar este dato de su contexto literario y teológico y más


aún reducir a él todo el pensamiento de Pablo sobre el tema. Hay que
tener en cuenta, por de pronto, que la programación por etapas de los
acontecimientos escatológicos es un tópico de la literatura apocalíptica y
que, en este caso, el tema de la parusía no juega ningún papel
relevante 37. Por otra parte, la insistencia en el carácter futuro de la
resurrección (y de la consumación universal) está motivada por la
polémica contra los que niegan aquí la resurrección de los
muertos 38. Finalmente, en otros lugares del epistolario se presenta la
vida del ésjaton como una realidad ya operante (cf, p. ej., Gál 6,14s;
2Cor 5,14-17; Rom 6,1-11) y se llega a hablar de una resurrección
acontecida ya en el pasado (cf Ef 2,6; Col 2,12; 3,1-4). Sin que haya
que ver aquí una contradicción, tal diversidad de perspectivas invita a
una interpretación diferenciada, en la que no se puede descartar de
antemano la posibilidad de una evolución -más o menos homogéneaen
el mismo pensamiento paulino.

En nuestro caso, esta evolución o -mejor- cambio de perspectiva


vendría provocado fundamentalmente por el hecho de que, mientras
antes Pablo no se planteaba la posibilidad de morir antes de la parusía
(cf ITes 4,15ss; lCor 15,51), cuando escribe 2Cor esta posibilidad le
resulta ya más que probable (cf 1,8ss; 4,10ss), impulsándole a una
reformulación de sus esperanzas. Así se entiende un texto tan peculiar
como el de 2Cor 5,1-10, en el que numerosos exegetas encuentran la
idea de una resurrección inmediata, expresada en esa imagen
del revestimiento de la morada celeste, que tiene lugar precisamente
cuando la tienda terrena se desmantela, es decir, en la muerte 39. Sería
éste un nuevo ejemplo de esa escatología realizada de
cuño helenizante que hemos venido encontrando en los escritos del
judaísmo intertestamentario y del mismo NT. Pero es interesante
observar que ya en el texto capital de 1Cor 15, donde Pablo desarrolla
más ampliamente su concepción de la resurrección, aparecen
expresados los motivos que sustentan esta idea de
resurrección/glorificación corporal inmediata. Concretamente, la
asociación de la resurrección/transformación con la muerte individual
(en la analogía de la semilla: vv. 36ss), el principio fundamental de que
la resurrección es fruto de una acción creadora de Dios (entre los
precedentes, cf espec. 2Mac 7,22s.28s), la insistencia en la diversidad
de cuerpos, sobre todo entre la primera creación y la nueva creación
escatológica (cf vv. 39-44), la dualidad cosmológica y antropológica
entre lo terreno y lo celeste (cf vv. 40.47ss)... Todos estos elementos,
íntimamente relacionados, junto a las circunstancias antedichas, hacen
comprensible el que Pablo llegue a concebir el revestimiento del cuerpo
glorioso como una realidad que acontece inmediatamente a partir de la
muerte y que permite la plena comunión con el Señor resucitado, objeto
último de su esperanza (cf 2Cor 5,8; Flp 1,23s; 3,10-14; Rom 8,17;
etc.).

Conviene advertir que esta perspectiva no suprime en Pablo -ni en los


demás autores del NT- la expectación de la parusía, y ni siquiera impide
el que ocasionalmente se asocie a ella la resurrección de los muertos
(así, p. ej., en Fip 3,20s; menos claramente en 2Cor 4,14 y Rom
8,11.23). El carácter nada sistemático del epistolario, la dependencia
con respecto a las circunstancias y problemas de las distintas
comunidades, la misma versatilidad del lenguaje paulino... serían ya
motivo suficiente para no conceder demasiada importancia a estas
supuestas anomalías, máxime cuando sabemos que tanto en el AT y
literatura intertestamentaria como en el NT es frecuente la coexistencia
de perspectivas escatológicas distintas dentro de un mismo escrito.

Pero, sobre todo, hay que tener en cuenta que la dimensión individual
de la salvación no agota el contenido de la esperanza cristiana; más
aún, que el mismo Pablo subordina su suerte personal a la salvación
comunitaria (así elocuentemente en Flp 1,22-26 y Rom 9,3) y considera
a ésta como solidaria con la redención de la creación entera (cf Rom
8,19-23). Se comprende, por tanto, que la perspectiva de una
resurrección/exaltación individual inmediata no suprima en modo alguno
la tensión escatológica hasta que se complete el número de los
hermanos (cf Ap 6,11), o hasta que el último enemigo sea vencido y
Dios sea todo en todas las cosas (cf lCor 15,24-28; también Heb 10,13;
Ef 1,10.20-23; Col 1,15-20, etc.). La resurrección conserva también
aquí su dimensión corporativa y cósmica, insertas en el proceso
dinámico de crecimiento del Pléroma 40.

Para terminar, conviene aclarar una dificultad que frecuentemente se


esgrime contra la idea de resurrección inmediata, y que se refiere a la
relación entre el cuerpo glorioso y el cuerpo terreno o, si se quiere, a la
valoración teológica del cadáver. Se objeta, en efecto, que si el
revestimiento del cuerpo glorioso acontece inmediatamente a partir de
la muerte, el cadáver queda por principio excluido de la resurrección. A
este propósito conviene advertir, ante todo, que en la formulación de
esta objeción podrían darse ya algunos supuestos erróneos o por lo
menos discutibles. Así, no es raro que se usen indistintamente los
conceptos de cuerpo y de cadáver, sin tener en cuenta la ruptura
ontológica que establece entre ambos la muerte 41. Desde el punto de
vista bíblico, sería erróneo suponer que exista un único concepto de
resurrección acreditado en la Escritura 42, y más errónea aún la
suposición de que ese concepto particular de resurrección que incluye la
reanimación del cadáver agota todas las formas bíblicas de esperanza
más allá de la muerte. El pluralismo de modelos que hemos venido
constatando no permite aceptar apreciaciones tan simplistas.

Pero esta misma objeción puede plantearse a partir de otra premisa que
merece una consideración especial: el carácter paradigmático de la
resurrección de Cristo, particularmente resaltado por el apóstol Pablo
(cf, p. ej., Rom 6,5). Así, del hecho de que la resurrección de Cristo
aparezca asociada con el dato de la tumba vacía, se pretende deducir
que tal dato es normativo para la escatología y que, por lo mismo, no
cabe concebir una verdadera resurrección al margen de la suerte del
cadáver (o al menos de las reliquias que subsistan); como en el caso de
Cristo, el cuerpo depositado en la tumba y el cuerpo glorioso tendrían
que ser materialmente idénticos. Sin entrar aquí en los aspectos
propiamente cristológicos, hay que decir, sin embargo, que esta
deducción carece de fundamento en los textos. En efecto, cuando el NT
presenta la resurrección de Cristo como paradigma de la resurrección de
los cristianos, el término de comparación que funda el paralelismo no es
la continuidad del cuerpo terreno, sino más bien la novedad del cuerpo
resucitado, esto es, el hecho de que éste será un cuerpo glorioso como
el suyo (cf Flp 3,21; 2Cor 3,18; Col 3,4). Más aún, cuando Pablo en lCor
15,35-57 se ocupa expresamente de la naturaleza del cuerpo
resucitado, lo que acentúa precisamente es su diferencia radical con
respecto al cuerpo terreno, hasta el punto de que algunas expresiones
parecen excluir toda posible continuidad entre ambos (cf espec. los vv.
37s.44.50). Por tanto, como afirma H. Kessler, "el pensamiento de la
tumba vacía no es un componente necesario de la fe cristiana en la
resurrección (sino más bien un símbolo ilustrativo)"43.
Dicho esto, no queda sino concluir que la idea de resurrección inmediata
-con el sentido aquí expuesto- no sólo no es incompatible con los datos
de la revelación bíblica, sino que, en conjunto, representa su
interpretación más sólida y adecuada.

4. PERSPECTIVAS SOBRE EL MISTERIO DE LA ASUNCIÓN. Decíamos al


principio que la asunción de María ha sido tradicionalmente interpretada
dentro del marco de la escatología de doble fase. Nos toca ver ahora
cómo se interpreta desde las nuevas coordenadas que hemos ido
descubriendo en nuestro recorrido por las fuentes bíblicas. Brevemente,
queremos apuntar algunas perspectivas que nos parecen importantes,
primero para corregir interpretaciones inadecuadas, y luego para sugerir
pistas más prometedoras.

a) La asunción de María, ¿un privilegio singular? Recogiendo algunos de


los resultados de nuestro estudio y aplicándolos al tema en cuestión,
podemos decir lo siguiente:

1) El misterio de la glorificación personal de María, esto es, su plena


participación en la vida gloriosa de Cristo resucitado, se ha venido
expresando en la iglesia a través de un modelo escatológico -el de
asunción- que, en su larga trayectoria bíblica, resulta particularmente
adecuado para expresar la exaltación inmediata del justo, más allá de la
muerte, a la esfera de la vida divina. De ahí el empleo frecuente
-aunque no exclusivo- que hace el NT de este modelo, sobre todo en los
escritos representativos de la llamada escatología helenizante.

2) En este uso neotestamentario del modelo de asunción/exaltación


posmortal no encontramos ningún interés directo en los elementos de
orden cosmológico o antropológico. Más bien, en comparación con otros
paralelos judíos, tales elementos quedan drásticamente reducidos y
subordinados a la afirmación central de la comunión con Cristo, que
constituye el contenido fundamental y específico de la esperanza
cristiana (cf espec. Lc 23,43; He 7,59; Flp 1,23; 2Cor 5,6ss; también
ITes 4,1417 y 5,10).

3) De ninguna manera podría deducirse de la Escritura que la asunción


constituya un destino singular, un privilegio reservado sólo a algunas
personas. Por el contrario, los textos en que el NT evoca más
explícitamente este modelo lo aplican indistintamente a todos los
cristianos (cf espec. ITes 4,17 y Ap 11,12).
4) Junto a los textos neotestamentarios referentes a una resurrección
escatológica, en vistas al juicio (cf Jn 5,29; Ap 20,12s) o a la reunión de
todos los cristianos con Cristo en su parusía (cf ITes 4,16; ICor 15,23),
existen otros pasajes que contemplan una resurrección anticipada de los
mártires en el cielo (cf Ap 6,9-11) o un revestimiento inmediato del
cuerpo glorioso tras la muerte (cf 2Cor 5,1-10). Por consiguiente,
aunque no se admita una interpretación histórica del relato de Mt 27,51-
53 (pero ésta ha sido tradicional prácticamente hasta hoy), no es
posible cifrar el carácter singular de la asunción de María en la exclusión
de otros santos ya corporalmente glorificados con Cristo en el cielo. Tal
interpretación no sólo carecería de fundamento positivo en la Escritura,
sino que sería contraria a ella.

5) Resta por evaluar la posibilidad de que el carácter singular de la


asunción de María esté constituido por el hecho de la incorrupción de su
cuerpo terreno, al ser éste asumido y transformado en cuerpo glorioso.
Se aplicaría excepcionalmente a María un elemento de la resurrección
de Cristo que, como hemos visto, no es paradigmático para la
resurrección común de los cristianos. Sin entrar en los argumentos
teológicos de conveniencia que se aducen en favor de esta
interpretación, notemos solamente que tampoco en este caso podría
hablarse de un privilegio exclusivo si se tienen en cuenta los datos
bíblicos y tradicionales sobre el rapto de Henoc y de Elías, o la misma
concepción que tiene Pablo sobre la suerte de los vivos en la parusía:
tampoco ellos conocerían la corrupción del sepulcro -ni siquiera la
muerte-, siendo directamente transformados y revestidos del cuerpo
glorioso. Por lo demás, aunque esta interpretación se halla sustentada
por la "Munificentissimus Deus", no parece que forme parte del núcleo
dogmático definido, ni tampoco que desde un punto de vista
estrictamente histórico pueda afirmarse con alguna certeza 44.

b) La asunción de María en el misterio de la comunión de los santos. Al


interpretar la singularidad de la asunción de María desde la continuidad
de su cuerpo terreno, se corre el peligro de desatender o minusvalorar
la novedad, la transformación radical que, para ella también, al igual
que para el mismo Cristo y para todos los elegidos, conlleva la
resurrección. Ésta, en efecto, como evidencian las antinomias de 1Cor
15, no es "la reanimación de un cadáver, sino la creación de un ser
renovado"45, y concretamente -en palabras de Pablo- de un "cuerpo
pneumático" (v. 44), es decir, un cuerpo que no se caracteriza ya por su
condición natural o sus componentes terrenos (v. 47), por ser "carne y
sangre" (v. 50), sino por el Espíritu que lo vitaliza, lo anima y lo guía (v.
45; también Rom 8,11ss; I Cor 6,13-20; 2Cor 3,6.17; 5,5; Gál 5,24s;
6,8, etc.), y que es el mismo Espíritu que vivifica y anima a la Iglesia,
constituyéndola en cuerpo de Cristo (cf I Cor 12; también Ef 2,1422;
4,1-16, etc.). Por su condición pneumática, el cuerpo glorioso supera los
límites naturales que impiden la comunión plena entre todos los
miembros de Cristo 46. La asunción de María, por consiguiente, no puede
entenderse como algo que separa -aunque sea por elevacióna María del
resto de los cristianos: ella significa, por el contrario, su plena inserción
en el misterio de la comunión de los santos.

Los autores que han intentado una reinterpretación de la asunción


desde la escatología renovada, han insistido sobre todo -siguiendo la
orientación conciliar- en la dimensión eclesial de este misterio. En su
condición glorificada, María constituye el tipo y la imagen más perfecta
de la iglesia, que, en su peregrinar terreno, encuentra en ella un signo
de esperanza cierta y de consuelo. Pero María realiza esta función
ejemplar, no aisladamente, sino representando a toda la comunidad de
los santos que han llegado ya a la meta. En palabras de D. Flanagan,
"María incorpora en su propia persona la iglesia gloriosa, de la que es
expresión perfecta y personal. En ella se presenta plenamente la
comunidad celeste ante nosotros, en su miembro más perfecto y más
representativo"47. Desde este punto de vista, el carácter singular de la
asunción estriba en que sólo María es la summa Ecclesiae: "Ella, y no
otro, incorpora personalmente la iglesia escatológica redimida, y
muestra ya en su propia persona lo que aquélla ha de ser... La
singularidad de María no disminuye porque se subraye su unidad con la
iglesia gloriosa. Su relación única y especial con la iglesia,
como personificación de ésta, lo muestra bien a las claras"48.

Sin negar la validez de estas perspectivas, sería preciso encuadrarlas en


un contexto más amplio, que integre el itinerario histórico de María49 y
su función permanente en la vida de la iglesia, no ya sólo como modelo
ejemplar (que podría parecer pasivo y lejano), sino también como
presencia viva y animadora. Como escribe L. Boff, "la mariología corre
el peligro de convertirse en puro recuerdo de un pasado lejano,
actualizado para la fe mediante la fatigosa investigación de las fuentes
de la Escritura y de la tradición. Nuestra Señora se transforma en una
idea y en un principio abstracto mediante el cual construimos nuestro
sistema histórico-salvífico. La resurrección y la asunción de María
corrigen esta posible desviación. María sigue estando dentro del mundo
y en el seno de la iglesia con la presencia viva de un Viviente... La
relación de los fieles con ella no se lleva únicamente a cabo mediante el
recuerdo de su persona y de su obra, sino alcanzando inmediatamente a
su persona viva y resucitada. Sólo a los puros de corazón les es dado
entender cuán íntima, tierna, maternal y acogedora puede ser la
relación con nuestra madre santísima"50.

En su condición glorificada y precisamente como cuerpo


pneumático, órgano e instrumento del Espíritu, María sigue cooperando
a la vida y crecimiento de la iglesia sin las limitaciones propias de la
existencia terrena. De este modo, la asunción, a la vez que culmen del
itinerario histórico personal de María, constituye el principio y el
presupuesto para el ejercicio pleno de su ministerio espiritual en la
comunión de los santos: aquí estribaría su singularidad.

J.Mª. Hernández Martínez

IV. Celebración litúrgica

1. HISTORIA DE LA FIESTA. Entre las fiestas en honor de la madre de


Dios, la de la Asunción de la virgen María (15 de agosto) puede ser
considerada indudablemente como la más destacada, tanto por la
importancia que tuvo en ella la participación popular como por la
variedad de costumbres tradicionales. Es verdad que hoy esta
festividad, casi sofocada en medio de tantas manifestaciones
veraniegas, ha perdido mucho de su primitivo carácter religioso y
espiritual. De todas formas, dejando aparte cualquier disquisición de
tipo sociológico o folclórico, vale la pena hacer una rápida alusión al
alcance litúrgico de esta solemnidad, que -con las de la Inmaculada
Concepción (8 de diciembre) y de María Madre de Dios (1 de enero)-
puntualiza en el más alto grado celebrativo una de las principales
verdades dogmáticas relativas a la humilde esclava del Señor, es decir,
el destino glorioso de su alma y de su cuerpo inmediatamente después
de su vida en la tierra.

Justamente afirma la MD, a propósito de la asunción de María, que "la fe


de los pastores y de los fieles se manifiesta (también) en el hecho de
que desde la antigüedad se celebró en oriente y en occidente una
solemne fiesta litúrgica" en este sentido; resulta una vez más evidente
el feliz maridaje entre la lex credendi y la ¡ex orandi, hasta el punto de
que en nuestro caso no siempre resulta evidente descubrir la prioridad
cronológica de la una o de la otra. De todas formas, sigue en pie el
hecho de una fiesta antigua y universal, que -aunque con ritmos no
uniformes, pero progresivos- capta cada vez más en el signo el misterio
celebrado; resulta difícil trazar su historia (precisamente por sus fases
alternativas y no siempre interdependientes), pero será sin duda muy
útil, aunque sólo sea dentro de una visión de conjunto.

a) En oriente. Si es cierto el origen oriental de la fiesta de la Asunción,


no se sabe sin embargo con exactitud ni el momento ni la localidad en
que surgió.

La hipótesis de que se deriva de la fiesta del 15 de agosto en la iglesia


mariana situada entre Jerusalén y Belén, llamada Kathisma (como
resulta de un leccionario armenio de la mitad del s. v), se ha
abandonado en la actualidad, ya que se trata sólo de una fiesta de la
dedicación de dicho santuario, erigido en honor de la Virgen en tiempos
del obispo Juvenal (422-458). También parece inverosímil una especie
de traslado a esta fecha de la primitiva fiesta mariana de
la Theotókos, común a casi todos los ritos orientales y puesta o después
de Navidad o después de Epifanía.

Por el contrario, en un leccionario georgiano del s. viii, que refleja sin


embargo prácticas jerosolimitanas anteriores, se atestigua una
celebración mariana en Jerusalén, el día 15 de agosto, en la iglesia que
hizo construir Eudoxia en Getsemaní. Pues bien, si tenemos en cuenta
que en el s. vi se creía que en esta última iglesia estaba el lugar donde
fue sepultada la Virgen, es probable que -bajo el impulso también de las
narraciones apócrifas en torno a la muerte de María- esta celebración
jerosolimitana del 15 de agosto asumiera el carácter de una fiesta en
torno al término de su vida. Ésta es hoy la hipótesis más probable. El
emperador Mauricio (582-602) ordenó luego que esta celebración
tuviera lugar en todo el imperio; así, desde aquel tiempo se convirtió en
una fiesta muy popular, hasta el punto de que después del año 1000 se
enumeró entre los días en que había que guardar el reposo festivo.

Entre los bizantinos la fiesta de la Koimisis o Dormición es seguramente


la celebración mariana por excelencia, ocupando con su presencia casi
todo el mes de agosto y haciendo alcanzar con su importancia casi el
vértice del año litúrgico. Efectivamente, va precedida por catorce días
de preparación (la pequeña cuaresma de la Virgen) y seguida de ocho
días de celebración; es decir, se abre con el primer día del mes y se
extiende hasta el 23, haciendo así del mes de agosto el mes mariano
bizantino. Además, si se tiene presente que el año litúrgico bizantino
comienza el 1 de septiembre y se cierra el 31 de agosto, hay que decir
que María lo abre con su aparición en el mundo (Natividad de la Virgen)
y lo cierra con su regreso a Dios (Dormición); así, para los orientales
todo el año eclesiástico se pone bajo el patrocinio de la gran madre de
Dios.

b) En occidente. La fiesta de la Asunción pasó a occidente por diversos


caminos. En lo que se refiere a Roma, hay que decir que Gregorio
Magno (+ 604) no conoce todavía ninguna fiesta mariana particular (a
no ser, quizá, la memoria genérica de María como Madre de Dios "in
octavas Domini'); que, de todas formas, el Sacramentario de Verona no
dice nada sobre el 15 de agosto; y que el Gelasiano antiguo lleva
ciertamente un formulario de misa titulado "in adsumptione sanctae
Mariae", pero se trata de una interpolación galicana; realmente, excepto
el título, no contiene ninguna alusión al hecho de la asunción.

Solamente con el papa siriaco Sergio 1 (687-701) se tiene noticia de


cuatro fiestas marianas en Roma; en efecto, con su constitutum decreta
que las fiestas de la Natividad, de la Anunciación, de la Purificación y de
la Asunción de María se celebren con una procesión solemne, que
recorría las calles de Roma para terminar en Santa María la Mayor. Pues
bien, según un rito común a todas las procesiones similares, el cortejo,
que se reunía en la iglesia estacional (= collecta), no emprendía la
partida más que después de cantar una oración (= oratio ad
collectam): la fórmula prescrita para la Asunción es célebre y comienza
con las palabras "Veneranda nobis", como puede leerse en el
Sacramentario gregoriano del papa Adriano 1. La procesión, que, por la
intervención de las corporaciones romanas, por la afluencia de muchos
peregrinos y por sus características de procesión nocturna, gozó durante
siglos de una fama singular, fue suprimida en 1566 por Pío V debido a
varios abusos.

De todas formas, es cierto que la fiesta de la Asunción de la Virgen fue


introducida en Roma durante el s. vil y, al parecer, por una lenta
infiltración de los monjes orientales que habían emigrado en masa a
occidente en los primeros decenios de aquel siglo debido a las
invasiones persas y árabes. Allí se afianzó rápidamente: a finales del s.
viii era de las poquísimas fiestas que tenían una vigilia con ayuno; León
IV (t 855) le añadió la octava; y en 863 el papa Nicolás I en
sus Instrucciones a los búlgaros la equiparó a Navidad, Pascua y
Pentecostés. Además, durante la edad media, la celebración litúrgica iba
acompañada de diversas prácticas populares, sobre todo en el norte,
como la bendición de los campos y de las primicias de la cosecha.
Las reformas litúrgicas de nuestro siglo no sólo no han tocado esta
solemnidad mariana, sino que incluso la han enriquecido con formularios
cada vez más elocuentes por su significado. De esta forma -cosa
totalmente natural y consiguiente-, la definición dogmática del 1 de
noviembre de 1950 llevó a una total revisión de los textos de la anterior
misa Gaudeamus. No valdría la pena subrayar este cambio radical si no
revelase, por contraste, cuán discreto y estrictamente neutro se
consideró -al menos en lo que atañe a la asunción corporal- el
formulario romano precedente, que había permanecido casi sin variar
desde sus orígenes, o sea, desde el s. vii-viii.

Efectivamente, en el Sacramentario de Adriano tan sólo la


oración Veneranda nobis se distingue por su precisión doctrinal: "... In
qua sancta Dei Genetrix mortem subiit temporalem, nec tamen mortis
nexibus deprimi potuit..." Sin embargo, al no pertenecer a las oraciones
de la misa, sino tan sólo a la procesión estacional romana, esa oración
se quedó sin su objetivo específico fuera de Roma y acabó
desapareciendo del formulario, cuando el Misal romano se difundió por
todo el occidente. Pues bien, también la misa Signum magnum de 1951,
que debe sus contenidos a la MD, se ha visto en parte superada por la
reflexión global sobre la Virgen que ha desarrollado el Vat 11 en donde
el acontecimiento asuncion ha encontrado nuevos aspectos. Por tanto,
también este formulario litúrgico se ha visto justamente enriquecido en
el nuevo Misal de Pablo VI de 1970, que de nuevo da lugar a una "Misa
vespertina de la vigilia", por desgracia con oraciones más bien
genéricas. Así pues, nos quedamos con la "Misa del día", cuyos textos,
tanto eucológicos como bíblicos, parecen más expresivos y válidos en el
contexto teológico posconciliar de nuestros días.

2. SIGNIFICADO LITÚRGICO-PASTORAL DE LA CELEBRACIÓN. Para


comprender la vivencia litúrgica del misterio que se celebra en la
Asunción de la virgen María hay que tener en cuenta todos los textos
propios de la misa del día, que en algunos aspectos abren perspectivas
desconocidas hasta ahora, intentando trazar un puente entre la MD de
Pío XII y la LG del Vat 11. En particular hay que poner en evidencia
-como hacen suficientemente los formularios litúrgicos- la íntima
conexión que hay entre el misterio global de Cristo y de la iglesia y el
misterio paralelo de la virgen María; es ésta la clave de bóveda
interpretativa de la fiesta con dimensión teológica y al mismo tiempo
con eficacia pastoral. Si no se toma este camino, se corre el riesgo de
hacer de la verdad dogmática un absoluto, desconectado del
acontecimiento Cristo y de su prolongación iglesia, esto es, una cosa
prodigiosa ciertamente, pero que luego ya no nos interesa tanto.

Una lectura global de la- liturgia de la Asunción es la que se nos ofrece


en la MC de Pablo VI: "Es la siguiente: [1] la fiesta de su destino de
plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada
y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo
resucitado; [2] una fiesta que propone a la iglesia y a la humanidad la
imagen y el documento consolador de la verificación de la esperanza
final, ya que esta glorificación plena es también el destino de todos los
que Cristo ha hecho hermanos suyos, pues tiene con ellos en común la
sangre y la carne" (MC 6). Por consiguiente, se trata de una fiesta con
dos dimensiones: una personal de María, pero con un
trasfondo cristológico (cf "fiesta de su perfecta configuración con Cristo
resucitado"), y otra eclesial que nos afecta a todos nosotros, más aún, a
la humanidad entera (cf "fiesta que propone a la iglesia y a la
humanidad...'.). Pues bien, es preciso decir que si por una parte la
reflexión teológica de nuestros días ha realizado un camino notable en la
comprensión de todo el alcance del dogma de la asunción, por otra se
observa en el nivel popular un conocimiento deficiente de la dimensión
eclesial, antropológica y escatológica de esta verdad; se la considera
más bien como un privilegio único y exclusivo de la madre del Señor, sin
relación alguna con el destino del hombre tanto en su vida singular
como en su aspecto comunitario. Por eso es preciso pasar de una
verdad mariana aislada a una verdad sobre la salvación de todos los
hombres; es preciso hacer descubrir el significado y la repercusión
eclesial que tiene este privilegio personal de María. Sobre todo la
intervención homilética ha de tener en cuenta debidamente esta
dimensión y para esto pueden ofrecer una gran ayuda los textos
renovados del Misal romano de Pablo VI.

a) Dimensión personal. La asunción de María corresponde litúrgicamente


al dies natalis de los demás santos, aunque dentro de un contexto de
excepcionalidad.

En primer lugar, el contenido de la celebración se pone de relieve


adecuadamente tanto en la colecta del día ("...Has elevado en cuerpo y
alma a los cielos a la inmaculada Virgen María, Madre de tu Hijo') como
en el prefacio propio ("Hoy ha sido llevada al cielo la Virgen, Madre de
Dios; no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la
mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la
vida'). La primera oración vuelve a proponer el acontecimiento que se
celebra casi con los mismos términos que el documento de la definición
dogmática y tiene el mérito de poner en correlación mutua las tres
verdades dogmáticas que se refieren a la Virgen (es decir, la
Inmaculada concepción-la Virgen madre de Dios-la asunción), creando
una especie de interdependencia entre ellas. Pero es el prefacio el que
se encarga de subrayar no solamente el contenido de la celebración, con
términos igualmente precisos, sino también la motivación de ese hecho,
reduciéndola sustancialmente a la maternidad divina. Esto mismo es lo
que destacan también las lecturas con el tema de María arca de la
alianza; véase en este sentido la apertura de la primera lectura (Ap
11,19) y el trozo del evangelio (Lc 1,39-56).

Además, teniendo en cuenta que "al celebrar el tránsito de los santos...


la iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos" (SC 104), hay
que subrayar que también en la fiesta de la Asunción se celebra el pleno
cumplimiento del misterio pascual de Cristo en la Virgen madre; más
aún, en ella es totalmente única la realización de este misterio, ya que
colaboró de una manera totalmente única a su cumplimiento.
Efectivamente, si toda la vida de la humilde virgen de Nazaret estuvo
indisolublemente unida al misterio de Cristo, ella -por divina disposición-
quedó inserta particularmente en el corazón mismo del misterio pascual
de su Hijo; así lo afirma el Vat II en varias ocasiones (cf SC
103; LG 56.57.58.61). Así pues, si María estuvo indisociablemente
asociada a la pasión-muerte de su Hijo, ¿por qué no iba a estarlo
también a su resurrección? La alegre nueva de Cristo resucitado no
puede menos de suponer también para la iglesia la certeza de que su
madre fue igualmente glorificada: inmediatamente después de su vida
terrenal y por completo, lo mismo que el Hijo. De este modo, la
asunción de la Virgen en cuerpo y alma a los cielos no es otra cosa más
que la reverberación de la resurrección de Cristo cabeza en el miembro
más eminente de su cuerpo. La pre-redimida es también la pre-
resucitada: después de Cristo y antes que todos nosotros. El misterio de
la madre encuentra su sentido pleno en el misterio del Hijo; la asunción
de la Virgen es la plena configuración con Cristo resucitado y glorioso,
tal como señala Pablo VI. Pues bien, es la segunda lectura de la misa (l
Cor 15,20-26) la que sitúa con toda claridad la asunción de María en
relación con el misterio pascual de Cristo: en primer lugar, en
dependencia de la resurrección -inaugural y fontal- del mismo (vv. 20-
22), y luego en estrecha conexión con todos los creyentes (vv. 23-24).
Esta subordinación y esta solidaridad son las que dan la medida, el
límite y al mismo tiempo el valor ejemplar de la situación de
la Theotókos.
b) Dimensión eclesial. El momento personal e individual del ser de
María, por muy importante que sea, no debe verse nunca de una forma
aislada. Sus privilegios en relación con Cristo y los misterios que
caracterizan toda su vida no deben separarse nunca de la misión
salvífica que ella tuvo que ejercer en beneficio de toda la humanidad.
Bajo este aspecto también el milagro de su asunción corporal a los
cielos se convierte en un acontecimiento de salvación que adquiere una
significación universal para la humanidad creyente y para el mundo
entero. La asunción a los cielos en cuerpo y alma no es solamente una
cuestión personal de María, que concluyó de esta forma
armoniosamente toda su vida, sino un acontecimiento paradigmático de
salvación, ya que representa la redención que llegó a su pleno
cumplimiento en un miembro de todo el linaje de hombres que
necesitan la redención.

Pues bien, estos conceptos del Vat II (cf sobre todo LG 68) e incluso las
mismas expresiones conciliares han sido acogidos por la liturgia en el
prefacio propio del día de la Asunción, único texto realmente nuevo:
"Ella es figura y primicia de la iglesia que un día será glorificada; ella es
consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra". La
asunción de la Virgen se ve consiguientemente en este texto litúrgico
dentro de una perspectiva tipológica, ya que ella es ya lo que habrá de
ser toda la iglesia. Por consiguiente, en María la iglesia conoce con
gozosa anticipación el final feliz de su historia e incluso lo ve realizado
ya como primicia: María es "la iglesia plenamente salvada de la
corrupción", convirtiéndose de este modo -según nos gusta decir en la
actualidad- en el icono escatológico de la iglesia. En este sentido tiene
que leerse el tema de la "mujer del Apocalipsis" (1.a lectura: Ap 11,19;
12,1-6a. lOb), en donde la incertidumbre interpretativa entre la iglesia y
María resulta en cierto sentido providencial para una identificación de
las mismas.

Y no puede decirse ni mucho menos que se trate de algo de poca


monta. El hecho de que María -una de nosotros- haya desgarrado los
cielos en la gloria total, es para nosotros la prenda segura de que las
promesas de Cristo pueden ser verdad; justamente Pablo VI lo designa
como un documento consolador sobre nuestro futuro. Y es verdad,
porque en nuestro fatigoso caminar hacia la meta tenemos necesidad de
ver que alguien lo ha conseguido: María es una hermana nuestra que ha
llegado ya a la meta; nos ha adelantado y precedido. Pero en su destino
leemos también nuestro destino; ¡y con inmensa alegría! En esta cuerda
del gozo repercute al unísono la antífona de entrada ("Alegrémonos
todos'), la aclamación al evangelio ("se alegra el ejército de los
ángeles") y la antífona de la comunión ("Me felicitarán todas las
generaciones').

Por tanto, su fin nos afecta a todos; reanimados por este signo
escatológico, aguardamos nuestro fin no de forma pasiva o en situación
alienante, sino en el compromiso fatigoso (algo que no se pone muy de
relieve en la liturgia del día, pero que puede recuperarse gracias al
discurso sobre el misterio pascual, cuya meta gloriosa presupone el
sufrimiento y la muerte, y gracias al discurso sobre el futuro
escatológico que presupone ya lo que todavía no se ha realizado). De
esta forma, si hay que pedir algo al celebrar la asunción de María, la
petición tiene que dirigirse a suplicar que cuanto se realizó -después de
Cristo- en la virgen Madre se realice también para nosotros, sus hijos. Y
las tres peticiones de los textos eucológicos centran la plegaria
precisamente en este punto: con mayor vaguedad en la petición de la
oración sobre las ofrendas ("que nuestros corazones... vivan siempre
orientados hacia ti"), más explícitamente en la oración después de la
comunión ("te rogamos... que... lleguemos a la gloria de la
resurrección') y más completa y concretamente en la colecta ("te
rogamos... lleguemos a participar con ella de su misma gloria en el
cielo').

Así pues, la celebración litúrgica de la fiesta de la Asunción de la madre


del Señor nos invita a mirar este dogma mariano dentro del cuadro
global de la historia de la salvación, como una realidad que nos afecta
de cerca. Jugando con recuperaciones más o menos antiguas y con
adquisiciones totalmente nuevas, los formularios de la misa del día
logran presentar bastante bien a la piedad orante de los fieles el destino
último de la Virgen desde todos los puntos de vista, sin olvidar las
perspectivas teológicas del Vat II. Más aún, nos encontramos sin duda
frente a un gran progreso en la actuación práctica cultual de la doctrina
mariológica conciliar que -de manera obligada y feliz- sirve de trasfondo
a los textos litúrgicos tanto bíblicos como eucológicos. Lo importante es
que ni la meditación personal ni la reflexión común los reciban con
esquematismos reductivos, perdiendo así el aire ampliamente vivificador
que se respira en ellos.

I. El misterio de la belleza

La belleza se contempla, no se define. Más que la palabra, le conviene el silencio.


Tan sólo nos podemos acercar a ella por aproximaciones. La belleza no soporta ni
siquiera parangones. Hay una primacía de la belleza con la que se compagina
también lo bueno y lo verdadero. Por eso, según la filosofía perenne, verum,
bonum et pulchrum convertuntur.

No es casualidad que cuando una persona descubre una verdad, lleno de


asombro exclame: "¡Qué hermoso!" Así ocurre cuando uno se encuentra ante una
puesta de sol como ante una teofanía; así ocurre ante un gesto de perdón por
obra del amor.

"¡El misterio de la belleza! Hasta que la verdad y el bien no se han convertido en


belleza, la verdad y el bien parecen permanecer de alguna manera extraños al
hombre, se le imponen desde fuera; el hombre se adhiere a ellos, pero no los
posee; exigen de él una obediencia que en cierto modo lo mortifica. Cuando
realmente ha conseguido la verdad y el bien en una posesión plena y pacífica,
entonces toda mortificación y todo esfuerzo desaparecen; entonces todo su ser,
toda su vida no son más que un testimonio, una revelación de la perfección
alcanzada. Este testimonio y esta revelación es precisamente la belleza" 1.

Perfección, plenitud, armonía; posesión del bien y de la gloria; participación y


revelación del ser: todo esto son señales en el camino de lo bello, momentos a su
vez de belleza. Más que el poder, más que la riqueza, más que el mismo amor.

El arte, finalmente, no es más que el gesto de captar el momento supremo de la


belleza para exteriorizarlo en la forma: es ese instante deslumbrador, instante de
eternidad captado a través de la figura y de la imagen. Como para Francisco
herido por el serafín, que se pone a cantar; como para el éxtasis de Teresa. Es
aquel infinito de Leopardi, alcanzado a través de la superación de la valla: poesía
como exaltación de otro naufragio en otro Infinito: "¡Oh luz eterna que sola en ti
moras, / sola te miras y te entiendes sola/ y entendiéndote te amas y sonríes!"2

Se trata siempre de un único naufragar. Como cuando la Virgen compuso


su Magnifica:, haciéndose voz de toda la creación y de la historia del hombre,
poniéndose a danzar de gozo en "Dios su salvador".

"Ciertamente, mientras vivimos, la verdad y el bien no serán nunca para el hombre


una posesión pacífica; él tenderá siempre hacia adelante, ya que la verdad y el
bien seguirán siendo para él una norma que exigirá una continua obediencia, y
una meta que exigirá un caminar continuo. De aquí se deriva, en el orden actual,
la primacía de la moral y de la investigación filosófica por encima del arte. Esta
primacía es propia de la condición presente del hombre peregrino. La primacía
última y definitiva le corresponderá finalmente a la belleza"3.

Es decir, una vez más el viaje terminará en el puerto último de la visión beatífica.
Porque Dios es la misma belleza. Y no sólo eso, sino que no existe nada bello que
no venga de Dios y que no sea divino. Y si la estética, de suyo, indica experiencia
de lo bello, hace pensar que Dios mismo es experimentable; y que también la
sensibilidad está llamada, junto con el entendimiento, al mismo goce de lo bello.
Esto es lo que puede significar el deseo paulino de tener "el sentido de Dios":
sentido y apetito de la belleza; y por parte de Dios el sentido del hombre (Cristo,
obra maestra de la creación, el más hermoso de los hijos de los hombres). De
aquí es posible deducir los sentidos amorosos entre Dios y la criatura; nace aquí
el misterio de la vida interior, la belleza de las relaciones íntimas. La vida espiritual
no es más que un poema de belleza que hay que vivir con Dios: estado de gracia,
estado de belleza.

"En esta belleza el hombre no rinde únicamente el testimonio puro de una


perfección personal que él haya alcanzado ya, sino que naturalmente se ordena a
los demás y al mismo tiempo !os atrae, ya que la belleza es condición de amor;
así, para la belleza, todo tiende a la unidad mediante el amor"4.

La verdad y el bien no bastan para crear una cultura, ya que no parecen


suficientes por sí solos para crear una comunión, una unidad de vida entre los
hombres. Y puesto que la cultura es expresión misma de un desarrollo individual,
de una cierta perfección ya alcanzada, se deduce que la cultura parece
expresarse en su grado más alto en la belleza. La belleza es el fin de todas las
cosas.

Es un mal muy serio separar la realidad del bien de la realidad de la belleza; sería
como exponerse por un lado a las degeneraciones de un moralismo y, por tanto, a
la falsedad, y por otro a la tentación de formulismos vacíos, al hechizo de la nada
(la affascinatio nugacitatis de las sagradas Escrituras). Podríamos decir que de
aquí parten las dos laderas opuestas entre sí: la de lo religioso y la de lo ateo. Por
el contrario, incluso en la biblia, las obras buenas se designan como kalá érga
y toda criatura es llamada kalón; y también las perlas preciosas del evangelio son
llamadas margarítai kaloí.

Kalós es aquel que es hermoso de aspecto, de forma y, por tanto, de esencia. De


ahí la identidad entre forma y contenido. Para Platón lo bello es la idea central del
mundo y de la vida; idea que es una sola cosa con lo divino. No es únicamente
una emanación del bien, sino la otra forma del bien: todo bien es belleza. Bajo
este aspecto nadie podría comprender mejor que un griego a la Virgen-madre. Lo
bello representa siempre la idea ejemplar. Sócrates decía: "Concededme el llegar
a ser bello por dentro". Para el griego el fundamento de la paideía consiste en "el
hambre del alma por la belleza".

"¡Animo! ¡Que cada uno se haga deiforme y bello, si intenta contemplar a Dios y la
belleza!" El mundo tiene que hacerse según la idea eterna del kalón; esto es,
forma en continuo devenir del ser eterno, creación como expresión continua de la
infinita belleza de Dios. El término original bíblico para indicar el estado de
perfección de las cosas es kalós. Es lo que indica la expresión: "Dios vio que
todas las cosas eran bellas".
Ahora se comprende cómo la Virgen puede representar verdaderamente el
camino de la belleza, el camino más seguro para llegar a Dios y al misterio de las
cosas: ella, la madre de la belleza, la que dio cuerpo al esplendor de la luz
eterna, al candor sin mancha, a la imagen substancial del Dios invisible. María es
verdaderamente la creación que "irradia la luz del Espíritu Santo " y con su belleza
aúna y expresa todos los bienes verdaderos del alma humana.

D. M. Turoldo

II. El camino de la belleza para acceder a María

El camino de la belleza fue indicado por Pablo VI (16 mayo 1975) a los
participantes en el Congreso mariológico-mariano internacional como un modo
adecuado para presentar a María al pueblo de Dios. "En este sentido se pueden
seguir dos caminos. En primer lugar, el camino de la verdad, es decir, el de la
especulación bíblico-histórico-teológica, que concierne a la colocación exacta de
María en el misterio de Cristo y de la iglesia: es el camino de los doctos, el que
seguís vosotros, ciertamente necesario y del que saca provecho la doctrina
mariológica. Pero además de éste hay otro camino accesible a todos, incluso a las
almas sencillas: es el camino de la belleza, al que nos conduce finalmente la
doctrina misteriosa, maravillosa y estupenda que constituye el tema del congreso
mariano: María y el Espíritu Santo. Efectivamente, María es la criatura tota
pulchra; es el speculum sine macula; es el ideal supremo de perfección que en
todo momento han intentado reproducir los artistas en sus obras; es "la mujer
vestida de sol" (Ap 12,1), en la que los rayos purísimos de la belleza humana se
encuentran con los sobrehumanos, pero accesibles, de la belleza sobrenatural"5.

En estas palabras de Pablo VI distinguimos un triple problema que tiene que


arrostrar el camino de la belleza en lo que concierne a María:
el metodológico, relativo a la investigación en el terreno de la mariología; el
de contenido, que tiene la tarea de precisar el sentido de la belleza de María;
el cibernético, con vistas a una comunicación artística del mensaje mariano.

1. APROXIMACIÓN ESTÉTICA AL MISTERIO DE MARÍA. La reflexión lógico-


racional (la via veritatis) constituye un medio indispensable para profundizar en los
misterios de la salvación y captar su vinculación orgánica (OT 16). La
comprensión de la revelación —recuerda el Vat II— crece también "con la reflexión
y el estudio de los creyentes" (DV 8). Aplicada al misterio de María, la
especulación ha logrado aclarar muchos aspectos, haciendo que progrese la
doctrina mariológica. Sobre todo a partir de la época tridentina se han
sistematizado científicamente los datos bíblicos y tradicionales relativos a María
en un todo orgánico: el tratado de mariología. La prevalencia del método
deductivo, basado en el silogismo, si es verdad que ha conferido al estudio de
María un carácter de lógica interna, ha hecho también que la mariología hablase
casi solamente a la inteligencia, sin interpelar a las otras facultades humanas.
Consecuencia de la primacía y hasta del monopolio de la razón es la represión y
la devaluación del proceso intuitivo, artístico y simbólico en la teología y en la
mariología. La actitud admirativa quedó relegada todo lo más a la devoción; la
expresión artística se valoró en algunas ocasiones, pero sólo como acto de culto o
como testimonio en favor de una verdad; el lenguaje simbólico fue considerado
como un juego fantástico, capaz únicamente de ofrecer una imagen deformada de
la realidad. Ha llegado la hora de superar los excesos del racionalismo, aunque
asumiendo la racionalidad crítica, y de emprender el camino de la belleza, o sea,
de recurrir a la aproximación estética para acceder a las realidades teológicas,
entre las que se coloca la virgen María.

Desde el punto de vista metodológico, el camino de la belleza aplicado a la


mariología implica el uso de procedimientos de diversos tipos, concordes todos
ellos en la valoración de unas estructuras no argumentativas, aunque ligadas a la
belleza y al arte.

a) La estética teológica. Le corresponde a H. Urs von Balthasar 6 el mérito de


haber replanteado y valorado la categoría de lo bello en la interpretación del
mensaje cristiano. La estética teológica desarrolla un doble papel: descubrir a Dios
que se revela a través de la experiencia sensible (aísthesis = sensación) y dejarse
atraer por el esplendor de su gloria en una admiración no utilitarista. Convencido
de la importancia de la mariología en una estética teológica, Von Balthasar
subraya la experiencia materno-espiritual realizada por María en relación con
Jesús cuando lo tuvo en su seno; aquel contacto corporal, que se dilatará luego en
visión y en acogida de su palabra, tiene para la iglesia un valor de arquetipo, ya
que también ella tiene que llevar a cabo una experiencia maternal, misteriosa y
comprometedora, antes de ver y de oír a Cristo su esposo. El procedimiento
estético se aplica en María, persona concreta que cierra el camino a la atracción
raciocinante, siempre que ésta pierde el contacto con la individualidad histórica de
ella.

El esplendor y la belleza intangible, realizada por el artífice divino en María, se


intuyen como en una obra de arte, es decir, en la forma sensible. Lo que en ella
resplandece es la disponibilidad activa, que pronuncia el sí perfecto de la fe,
ofreciendo un paradigma ideal a la iglesia cristiforme: María es el esplendor de la
iglesia.

Las indicaciones de Von Balthasar invitan al teólogo a hacer mariología valorando


la percepción sensible (estética), bien como experiencia de Dios a la luz de
María o bien como referencia vibrante de admiración a la figura de la Virgen
madre, en la que brilla la gloria de Dios sin anular su consistencia histórica.

Hacer personal la experiencia cristiana como acogida plena de Dios por parte del
ser humano en sus elementos espiritual y corporal, captar la belleza de María y
dejarse interpelar por su atractivo de forma gratuita y desinteresada: éstas son
sustancialmente las interpelaciones de la teología estética. Sobre esta base el
mariólogo no es solamente la persona que reflexiona sistemáticamente sobre los
datos marianos y ofrece una síntesis orgánica racional de los mismos, sino ante
todo el mistagogo que sintoniza con la experiencia religiosa de María y transmite
el esplendor y el significado de su persona a todos los que son capaces de
asombro y de contemplación. La teología estética aplicada a la mariología
desaconseja toda construcción abstracta y puramente silogística, recordando que
María no es un principio metafísico, ni una pura función o una simple idea; es una
persona humana, densa en significado propio en y a través de su dimensión
histórica, biológica, existencial.

b) El pensamiento simbólico. Como reacción contra el ciencismo positivista y el


racionalismo descubrimos que "el pensar simbólico no es haber exclusivo del niño,
del poeta o del desequilibrado. Es consustancial al ser humano; precede al
lenguaje y a la razón discursiva. El símbolo revela ciertos aspectos de la realidad
—los más profundos— que se niegan a cualquier otro medio
de conocimiento"7. La actividad símbolo-genética surge de la exigencia de
expresar un conocimiento intuitivo y emocional, es decir, una experiencia interior,
de realidades que no pueden alcanzarse con la razón únicamente. Más aún, el
símbolo nace de la necesidad del hombre de recuperar su origen y de integrarse
con el todo. Une (sym-bállo) lo visible y lo invisible, remitiendo a lo que no se
conoce y al misterio del ser intuido; es la epifanía del significado inaccesible. Si
por símbolo entendemos, por consiguiente, "cualquier signo concreto que evoque
por medio de una relación natural algo ausente o imposible de percibir" (Lalande),
entonces se comprende cómo constituye "una manera legítima de expresar el
significado trascendente de María... Es otro camino de aproximación a la realidad
y al misterio de María... El concepto es insuficiente, el protocolo es frío; se
necesita el colorido, la imagen y los símbolos. Sólo ellos expresan
adecuadamente y de forma definitivamente importante lo que tanto interesa al
hombre. Lo mismo ocurre con la mariología simbólica. Constituye el corazón de la
teología mariana, ya que allí aparece lo teológico de la teología" s. Está claro que la
vía simbólica, dominio privilegiado de la poesía y del arte, confiere a la mariología
un calor y una concreción que le faltan a la construcción meramente racional. Al
mariólogo le incumbe la tarea de valorar la inmensa tradición simbólica de la
teología mariana, desde las primeras intuiciones de María como nueva Eva hasta
la tipología adoptada por el Vat II, que ve en ella la imagen escatológica de la
iglesia. Se trata de clasificar los símbolos marianos, de descodificarlos en su
significado original sobre la base de principios hermenéuticos, de captarlos en su
carácter intencional de apertura a la realidad del misterio de María. Pero puesto
que el simbolismo surge de una experiencia interior y constituye una vía de
acceso a los aspectos más profundos del ser, el mariólogo no puede dispensarse
de formarse rana conciencia poética y orante, que sepa captar en el símbolo
mariano el misterio de la Virgen de forma que pueda presentarlo en su propio
tiempo. La ciencia mariológica deja la construcción de despacho y biblioteca para
transformarse ante todo en testimonio de todo lo que se vive y se siente con una
vibración interior sobre la persona de María en su esplendor y en su significado [I
Simbolismo].

c) La tradición artística. Si se ha puesto de relieve la aportación de María al mundo


de lo bello 9, hay que valorar igualmente la aportación de lo bello con vistas a una
síntesis mariológica. Pues bien, las expresiones artísticas sienten una clara
preferencia por María, que "inspiró las formas arquitectónicas más altas, los
versos más conmovedores y las obras pictóricas más bellas del mundo" 10. La
tradición artística mariana aparece a menudo como acto de culto o como un
homenaje hacia aquella a la que han de llamar dichosa todas las generaciones (cf
Lc 1,48); pero tiene que analizarse como expresión de fe y como simbolismo
cultural de un período determinado o de un autor particular. De este modo
tendríamos el rostro de María en la interpretación de los artistas de todos los
siglos con sus múltiples variaciones, involuciones y profundizamientos. Hay
quienes prevén en ese estudio la aparición de auténticos valores, así como de
"formidables desviaciones o herejías", que han atravesado el arte cristiano a
través de los siglos, por ejemplo la invasión del paganismo en el
renacimiento 11..Nosotros creemos que la función principal de las expresiones
artísticas marianas es hacer más plausible la imagen de la Virgen que nos ha
transmitido la reflexión mariológica en las diversas épocas culturales, añadiéndole
los datos intuidos por los poetas, los literatos, los pintores, los escultores, los
arquitectos y los músicos. Es un terreno muy amplio que está esperando una
hermenéutica en función teológica.

El tema de los / iconos asume un tono distinto, ya que en la concepción oriental


tienen una originalidad que trasciende el nivel artístico; son espacio en donde se
manifiesta el Infinito, reconstrucción de la verdad del hombre, imágenes que llevan
al reconocimiento de la presencia de lo divino, lugar de encuentro entre la
experiencia estética y la religiosa. Más aún, los iconos cumplen un ministerio de
protección, de curación, de elevación y de transformación moral 12. La tradición
iconográfica mariana, tan rica en su tipología y en sus coloridos y elementos
simbólicos, representa un anuncio teológico sobre la realidad de la madre de Dios
en su santidad y en su función en la historia de la salvación. Se trata de un camino
artístico-visivo, paralelo a la palabra; el icono muestra lo que la
palabra demuestra, pero lo hace de forma más concreta, más adecuada al pueblo
y también más envolvente, ya que su finalidad es la de transformar al hombre en
doxología, en imagen viva de la gloria divina [/ Arte/Iconología].

2. UNA BELLEZA LLAMADA MARÍA. La biblia reconoce a Dios como "autor de la


belleza" (Sab 13,3) y describe la "hermosura de las criaturas" (13,5). En particular
el salmo 45 canta al rey como "el más bello de los hombres" y a la reina "llena de
esplendor", en versículos que serán aplicados por los padres a Cristo y a
María 13. El tema de la belleza es predominante en el Cantar de los cantares, que
elogia no solamente al amado, sino a la esposa, de la que se dice: "Toda hermosa
eres..., en ti no hay mancha alguna" (Cant 4,7), versículo que será utilizado para la
liturgia de la / Inmaculada. El AT reconoce la belleza de David (1 Re 16,12) y de
algunas mujeres: Noemí (Rut 1,20), Susana (Dan 13,2), Judit (Jdt 16,11), Ester
(Est 2,15); no así el NT, que guarda más bien silencio sobre la belleza de Jesús y
de su madre. En conclusión, para la biblia la belleza "es la característica de lo que
está en su lugar debido y realiza su función; es el efecto constatable de una
riqueza interior de poder de vida" 14. Los valores humanos y religiosos tienen por
tanto la primacía, ya que sin ellos "vana es la sabiduría" (Prov 31,30).

Frente al silencio bíblico sobre la belleza física de la madre de Jesús, algunos, con
san Agustín, han afirmado sin reparos: "No conocemos el rostro de la virgen
María" 15, Otros, por el contrario, han querido colmar la laguna bíblica afirmando
en general que la belleza convenía a María en cuanto que "la misma belleza del
cuerpo —decía san Ambrosio— fue una imagen del alma, una figura de su
probidad" 16. Más aún, posteriormente, Venancio Fortunato (t h. 601), Andrés de
Creta (t h. 740) y el monje Epifanio (t comienzos del s. ix) llegaron a una
descripción detallada de las facciones de María, totalmente similares a las de
Cristo. En el s. xi escribirá Cedreno: "María era de estatura media, morena, con
los cabellos rubios, ojos castaños de tamaño mediano, nariz mediana, manos y
dedos largos" 17. Toda la tradición iconográfica occidental ha expresado con ricas
variantes la belleza física de María, mientras que la oriental ha ofrecido en sus
iconos más bien su belleza mística. Más aún, mientras que el arte mariano
occidental se ha visto amenazado por el naturalismo, el arrianismo y el
nestorianismo, en cuanto que prevalece en él el aspecto humano, el arte oriental
acentúa la gracia y la santidad de María, a veces en detrimento de su belleza
física.

En este sentido es significativa la doble experiencia que tuvo Bulgakov en Dresde


ante la Madonna Sixtina, de Rafael, antes y después de su conversión. En 1898,
cuando se encontró por primera vez delante de aquel cuadro, tuvo una impresión
desconcertante que él mismo describe con estas palabras: "Allí; los ojos de la
reina de los cielos, que sube al cielo con su divino Hijo, me estaban mirando.
Había en aquellos ojos una fuerza infinita de pureza y de inmolación voluntaria...
Perdí los sentidos, me giraba la cabeza; de mis ojos brotaban lágrimas dulces y
amargas al mismo tiempo, que hicieron licuarse el hielo de mi corazón; era como
si se me desatara de pronto un nudo vital. No se trataba de una turbación estética;
no, era un encuentro, un nuevo conocimiento, un milagro. Llamaba a esta
contemplación una plegaria (era entonces marxista)..." Más tarde, en 1923,
después de su conversión y de su visión teológica sofiánica, contemplando una
vez más en Dresde la Madonna de Rafael, su corazón permaneció insensible:
"Una cosa quedó clara para mí desde la primera mirada que le dirigí: aquélla no
era una imagen de la madre de Dios, de la purísima siempre Virgen; no era un
icono. Era una pintura, obra de un genio sobrehumano, pero de un significado y de
un contenido muy distinto del icono. Era la suprema revelación del carácter
femenino del don de sí, pero humano, solamente humano... Precisamente por eso
todo naturalismo en la representación de María carecerá de fuerza, será
engañador y mentiroso, por muy alto y perfecto que pueda ser. A la luz de esta
relación aparece la deslumbradora sabiduría del icono ortodoxo. Sentí y
comprendí con claridad que fueron precisamente esos iconos los que me habían
hecho perder el gusto de Rafael y de toda la pintura naturalista" 18.

La experiencia de Bulgakov nos mueve a preguntarnos en qué consiste la


verdadera belleza de María. Su indicación nos orienta hacia la coexistencia entre
la humanidad y el misterio, entre la expresión artística y el contenido histórico-
salvífico, entre la inmanencia en el espacio material y la trascendencia de
significado. La ruptura de este equilibrio lleva a un chato naturalismo o a
la kénosis del signo, que teológicamente se traducen en monofisismo con
acentuación nestoriana o docetista.

La misma exigencia de superación del plano meramente físico determina el


concepto de belleza. Entre el dogmatismo, que llega a especificar los cánones de
la belleza objetiva, y el subjetivismo, para el que lo bello se reduce a la percepción
feliz, la posición media asegura que hay que conjugar el placer estético con la
calidad del objeto. Desde el punto de vista objetivo, es potencialmente bello y
capaz de suscitar un placer desinteresado el ser rico en valor y en significado. Por
tanto, "la belleza es la virtud del objeto sensible y significante, en que el ser se
identifica con el valor... Es la perfección de una existencia sensible y significativa"
19.

En esta perspectiva la belleza de María es evidente, en cuanto que su ser es


sumamente rico en valores y está abierto a un ancho horizonte de significados.
Como afirma H.U. von Balthasar, también en el plano natural "la imagen de María
es inatacable; para los mismos incrédulos tiene el valor de una belleza intangible,
incluso cuando se la comprende no como una imagen de fe, sino sólo como un
símbolo augusto y de un alcance simplemente humano"20. La concentración en
María de la virginidad y de la maternidad, de la gracia y de la gloria, aun en la
concreción histórica de su vida sencilla y pobre, hacen de ella una síntesis sublime
de todos los ideales más puros de la creación. En ella se apagan los deseos de un
mundo más bello y utópico, de un retorno al paraíso primordial, así como los
anhelos por una mística armonía con el cosmos, simbolizada por la condición del
niño en el seno materno.

La belleza de María se niega a una reducción naturalista, ya que implica siempre


el dato de fe que le confiere significado, incluso en el plano cultural. En esta línea
se movieron los padres de la iglesia desde san Ambrosio, que alaba el esplendor
moral de "aquella que fue elegida por el mismo Esplendor" 21, hasta san Juan
Damasceno, que llama a María "toda hermosa, totalmente cercana a Dios" 22; así
como los escritores eclesiásticos que a lo largo de los siglos cristianos han escrito
sobre las excelencias de María. La búsqueda de una síntesis se encuentra en
Pablo VI, que describe a María como "la mujer vestida de sol, en la que los rayos
purísimos de la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, pero
accesibles, de la belleza sobrenatural"23; más aún, el mismo Pablo VI descubre el
secreto de la belleza intacta de la Virgen en la presencia operante en ella del
Espíritu Santo: "María es la llena de gracia, rodeada por el Espíritu Santo... Es
realmente un gozo para el mundo, una obra maestra divina de la antropología
humana"24. También para Juan Pablo II "esa belleza insólita que lleva por nombre
María..." es densa de misterio, ya que "es plenamente conocida tan sólo por.Dios,
pero... al mismo tiempo le dice mucho al hombre"25.

Por consiguiente, un discurso teológico o una obra de arte que intenten captar la
belleza de María tienen que expresar el misterio de su ser y de su misión, recibir
intuitivamente su luminosidad y su significado. María se presentará como "el
esplendor de la iglesia", el reflejo de la gloria de Dios en una criatura, "el prototipo
de lo que el Ars Dei puede hacer con el barro humano que no se opone a sus
proyectos" 26. El camino de la belleza desemboca en la ontología del valor y del
significado de María para los hombres y los creyentes de las diversas
generaciones. Efectivamente, la Virgen "posee una identidad estético-teológica
que nunca se había conocido anteriormente: una mujer cuyo esplendor
humanamente radiante es instituido como fundador de una humanidad a la que se
le ha prometido el esplendor de una irradiación mesiánica... María, al mismo
tiempo obra y artista, invita a partir de ella misma como sujeto y no ya como
objeto"27.

3. BELLEZA DE MAREA Y SALVACIÓN DEL MUNDO. Si vale la pena insistir en la


belleza de María en el anuncio de su misterio, ¿se infiere que hay que seguir
el camino de la belleza, incluso en los medios expresivos de comunicación? En
otras palabras, ¿es oportuno recurrir a las diversas formas del arte (pintura,
música, teatro, cine, etc.) para transmitir los contenidos marianos en su dinamismo
salvífico? ¿Conviene transmitir la belleza de María a través de
instrumentos artísticos, es decir, bellos?

La respuesta depende de la solución del viejo problema sobre la función del arte.
Platón se mostró vacilante, condenando unas veces el arte como copia de lo
visible y anclado al mundo material, y haciendo otras veces su elogio en cuanto
que es acogida de las musas y capacidad de hacer vislumbrar el verdadero
mundo de los valores. A lo largo de los siglos, incluso dentro del cristianismo
después de la dramática lucha iconoclasta (s. viii), ha prevalecido la visión positiva
de las expresiones artísticas en su función catártica, didascálica y mistagógica.
Hoy, en nuestra sociedad de consumo, nos damos cuenta de que "tanto la belleza
de la naturaleza como la del ambiente cultural creado por el hombre son
manifiestamente necesarias para mantener al hombre psíquica y espiritualmente
sano. La total ceguera psíquica frente a la belleza en todas sus formas, que hoy
se extiende tan rápidamente por todas partes, constituye una enfermedad mental
que no hemos de infravalorar..."28 Más aún, con una frase célebre ha afirmado
Dostoyevski que "la belleza salvará al mundo"29; pero lo dijo en un contexto
problemático, en donde admitía que "la belleza es un enigma" y que por tanto hay
que plantearse antes el problema de cuál es la belleza que salvará al mundo.

Soltzenitzyn es del parecer que "toda obra maestra auténtica tiene una fuerza de
convicción absolutamente irresistible y acaba subyugando a los corazones más
rebeldes"30. El arte es un persuasor oculto, capaz de sacudir las conciencias
amodorradas y de suscitar el gozo y el heroísmo; por eso, cuando transporta
consigo contenidos marianos, posee la eficacia de despertar los corazonesal
reconocimiento de los valores encarnados en María. La función crítica,
anamnésica y proléptica del arte encuentra su campo de aplicación en todo lo que
afecta a María; las expresiones artísticas marianas, cuando alcanzan cierto nivel
de calidad, sirven de crítica a la vivencia eclesial, recuerdan los aspectos
olvidados y anticipan las verdades que serán luego universalmente reconocidas.

Para Evdokimov salvará al mundo aquella belleza redimida que surge del Espíritu
y que está emparentada con las realidades últimas; esa belleza lleva a cabo una
coincidencia entre la experiencia estética y la religiosa: "La belleza que salva al
mundo se sitúa en la realidad de que nos habla la oración que Dionisio el
pseudoAreopagita dirige a la Theotókos: `Deseo que tu imagen se refleje en el
espejo de las almas y las conserve puras hasta el final de los siglos, que levante a
los que están inclinados hacia la tierra y que dé esperanza a los que consideran e
imitan el modelo eterno de la belleza...' Es aquí donde la fórmula la belleza
salvará al mundo recibe su verdadera significación. Es la fuerza de curación que
emana de Cristo, el gran sanador; `habiendo restablecido la imagen contaminada
en su dignidad original, la une con la belleza divina'; esa fuerza emana igualmente
de todo icono que el ritual llama milagroso en su ministerio de proyección y de
curación"31.

La ruptura entre la cultura actual y el evangelio es quizá la causa principal de la


ausencia de auténticas representaciones u obras de arte marianas en nuestro
tiempo. Al faltar una experiencia profundamente religiosa, muchas de las
expresiones artísticas que tienen un tema mariano se parecen mucho a estudios o
ejercicios motivados por la referencia a María, más bien que a creaciones
inspiradas, capaces de captar las profundidades de su misterio y al mismo tiempo
las pulsaciones de la vida contemporánea. De manera semejante, cuando falta el
acuerdo con la profundidad y la totalidad del ser, a través de la genialidad profética
y de la fantasía creadora, el arte religios9 mariano cae en el Kitsch o en la
oleografía devocional, a menudo lánguida y sentimental.

Por tanto, es preciso invocar y promover dentro de la iglesia una seria iniciación
cristiana de los artistas, de tal manera que puedan asimilar y vivir todo el misterio
salvífico, que comprende también a la persona de María con su función única y
determinante. De esta experiencia cristiana y mariana surgirán los nuevos artistas
que, como en otros tiempos Dante o Jacopone da Todi, interpretarán con el
hechizo de la poesía (o de las demás artes) la vida siempre significativa de María,
la madre de Jesús.

Después de Péguy y de Claudel, ha dado también una buena prueba de ello


Giovanni Testori con su obra de teatro Interrogatorio a Maria 32, representada en
iglesias llenas de jóvenes. En el diálogo entre el coro y María, el autor,
reconquistado para la fe, "desarrolla en un plan armonioso una mariología
existencial sintética y sustanciosa, iluminada por la biblia y llevada a cabo con una
aguda reflexión... Toda esta riqueza mariológica no se presenta como una letanía
de títulos laudatorios, sino que brota de la figura de María, que actúa y habla en la
acción escénica... No estamos ante una teología de lo abstracto, ni ante una
mariología entusiasta y desencarnada. Aquí está Dios-con-nosotros, como uno de
nosotros, en medio de nosotros con su madre, siempre unida al Hijo, nuestra
hermana hecha de carne, pobre y terrenal, cargada de experiencia dolorosa y
temblando de amor desbordante"33.

Por boca de María el dramaturgo se transforma en poeta, que denuncia injusticias


y delitos de la humanidad, ya "en el límite de su destrucción total", y enciende la
llama de la esperanza señalando la última playa de salvación en la entrega total a
Cristo ("... ¡pero hay que darse a él!; / ¡vivir en él y de él, fiarse de él!"). Con este
ejemplo de teatro de contenido mariano Testori muestra la eficacia de la "via
pulchritudinis" para representar la figura de María de tal forma que se sienta
afectado el oyente y se transforme en actor del drama vital del cristianismo, que se
actualiza en todo tiempo.

La comunicación del mensaje cristiano sobre María de forma artística es un


camino privilegiado y eficaz; servirá para hacer resaltar la belleza del plan divino
de salvación en la figura de María, microcosmos de la iglesia, y la imprimirá no ya
en el hábil raciocinio, sino en todas las facultades del hombre, provocando una
experiencia vital, transformadora e imborrable. De la belleza de María, siguiendo
la línea sapiencial (Sab 13,5), nos elevaremos al reconocimiento del autor mismo
de la belleza.

I. Nociones generales

Psicológicamente, las llamadas apariciones, sean o no de carácter


religioso, hay que incluirlas en los fenómenos alucinatorios. Ahora bien,
el término alucinación se identifica, a veces, erróneamente con un
proceso delirante o, al menos, psicopatológico, siendo así que hoy
incluso la psiquiatría admite que "hay también alucinaciones
normales" 1.

La alucinación aparece vivencialmente como una percepción, pero en


ausencia de un objeto físico que pueda estimular los receptores
sensoriales del sujeto, a semejanza de lo que Ocurre en muchos sueños,
cuya sensación de realidad es tan viva que sólo al despertar caemos en
la cuenta de su carácter onírico-alucinatorio.

Las alucinaciones visuales o visual-auditivas en forma


de apariciones abundan en la actualidad y parece que han abundado
más todavía en otras épocas. Entre las no estrictamente religiosas,
parecen predominar las de seres queridos recién muertos. Las hay, en
fin, individuales y colectivas, pero incluso en estas últimas suele haber
algunos sujetos que no participan de la visión o de la audición
alucinatoria. En el mundo cristiano, a partir de la edad media, pero
sobre todo en los últimos cien años, ha habido por doquier una
asombrosa cantidad de apariciones marianas, generalmente a niños y
pequeños adolescentes de ambos sexos, siguiendo el esquema de
Lourdes-Fátima hasta la última de que hemos tenido noticia, en 1987,
en la aldea ucraniana de Grouchevo a la niña de once años Marina
Kizyn, llegando a reunir peregrinaciones de 45.000 personas en un país
como Rusia, de régimen comunista.

II. Interpretaciones psicológicas de las apariciones

Si prescindimos de peregrinas hipótesis, por el momento alejadas de


toda seriedad científica como es la de buscar el origen de las apariciones
en la comunicación de seres extraterrestres 2, las distintas
interpretaciones psicológicas que intentan dar cuenta, al menos
comprensiva, de este fenómeno se centran en la dinámica del
inconsciente, aunque la propia noción de éste varíe bastante de unos
autores a otros. Indicaremos las que nos parecen más interesantes y,
en cierto modo, compatibles y hasta complementarias.

1. DE CORTE MÁS PSICOANALÍTICO. Se trata siempre, de algún modo,


de la realización alucinatoria de un deseo pulsional, cuya representación
ha sido inconscientemente reprimida, como en las neurosis, pero
también en los sueños y en otros fenómenos de carácter normal, o bien
ha sido denegada la realidad del hecho mismo, como en ciertas psicosis:
el retorno del significante reprimido o de la realidad denegada
requerirán especiales condiciones para su escenificación dramática y
para el vivo sentimiento o impresión de realidad que cobran en la
aparición. Estas condiciones son psicológicamente diferentes según se
trate de alucinaciones patológicas o normales, tóxicas, psicóticas,
simplemente neuróticas y de las distintas clases de psicosis o neurosis,
como también las normales dependerán en su particular fenomenología
de multitud de variables.

2. DE CORTE MÁS JUNGIANO Y HUMANÍSTICO-EXISTENCIAL. Las


apariciones aquí son interpretadas como fenómenos que expresan
experiencias arquetípicas de carácter numinoso y transpersonal, es
decir, típicamente humano, en cuanto provenientes del inconsciente
colectivo, que goza de una relativa autonomía energético-creativa
respecto al yo, pudiendo en ciertas circunstancias exteriorizarse en sus
manifestaciones, por su extraña connivencia con el mundo físico o
macrocosmos. No se niega naturalmente, sino que se presupone, la
presencia del inconsciente personal con sus complejos, de la fuerza y
originalidad imaginativa del sujeto y demás variables de su personalidad
normal o patológica; pero así como el inconsciente freudiano es fruto de
las defensas represoras fundamentalmente, en el curso del desarrollo e
historia personal del sujeto, el inconsciente jungiano colectivo o
arquetípico es el resultado estructural de la filogénesis humana y
ordenaría la conducta humana no sólo instintiva, sino también espiritual
3.

3. DE CORTE PARAPSICOLÓGICO. Más emparentada con la


interpretación jungiana estaría la de aquellos autores que intentan dar
cuenta del fenómeno de las apariciones desde la parapsicología o
utilizando hipótesis de percepción extrasensorial como la clarividencia y
telepatía, cuya seriedad científica es cada vez más reconocida 4. El
libro Apparitions de Tyrrell, sigue siendo, a nuestro parecer, el mejor
exponente de esta interpretación, centrada en las por él
llamadas alucinaciones telepáticas, que serían normales y objetivas en
relación con un agente o emisor-provocador, generalmente en situación
crítica; distinguiéndolas así de las alucinaciones
puramente subjetivas de carácter delirante psicótico o tóxico 5.

III. Aplicación práctica a las apariciones marianas

Trataremos de resumir nuestra posición personal en unos puntos


imprescindibles.

1. Las llamadas apariciones de la virgen María, sean públicas o privadas,


individuales o colectivas, psicológicamente pueden ser interpretadas
como fenómenos alucinatorios, sin que esto conlleve necesariamente
ninguna connotación psicopatológica.
2. De las tres líneas de interpretación psicológica antes expuestas, la
psicoanalítica, complementada con una psicología del lenguaje y de la
creatividad, sigue siendo, a nuestro parecer, el instrumento de análisis
más fino para poner al descubierto las motivaciones profundas y la
dinámica inconsciente de los/ as videntes en relación a los contenidos
significativos de la aparición. La analítico-existencial jungiana pone más
de manifiesto los elementos colectivos y su dinámica propia, presentes
en la aparición, dando mejor cuenta, por ejemplo, de las alucinaciones
colectivas o participativas, de tipo visual o auditivo, presentes en
muchos casos de epidemias aparicionales, con sus agrupaciones
geográficas, esquemas temáticos, repetidos una y otra vez 6 y, en
concreto, el de la "Señora vestida de blanco" 7. Finalmente, la
interpretación tyrrelliana puede complementar las dos anteriores en
aquellos casos, no infrecuentes, de fenómenos parapsicológicos,
íntimamente relacionados con los videntes o con el contexto aparicional.
Los estudios experimentales, por otra parte, sobre privación sensorial,
efectos de alucinógenos, sugestión hipnótica, etc., arrojan también luz
sobre otros aspectos de las apariciones; como también ciertas
investigaciones de psicología diferencial y social.

3. Pensamos además que una psicología y psicopatología de la religión


tiene también su palabra que decir, en el sentido de que la propia
creencia y lenguaje religiosos, tal como son vividos en la religiosidad
popular, actúan como un factor psicológico, a veces de primer orden,
para convertir lo que sin él hubiera sido una simple escenificación
fantasmal interior, en una proyección exteriorizada en forma de
aparición o percepción alucinatoria, sobre todo en los casos de una
personalidad normal, pero también en algunos procesos patológicos más
bien de tipo histérico 8. Bien sabido es cómo la creencia en el diablo o en
las brujas provoca oleadas de apariciones, bastando un acontecimiento
que hizo de catalizador en determinadas situaciones históricas. De modo
semejante, no creemos que sean ajenas a la gran cantidad de
apariciones marianas, en estos últimos cien años, las dos grandes
definiciones dogmáticas de la inmaculada concepción y de la asunción
de la virgen María, con la consiguiente conmoción popular en la iglesia
católica. Por lo demás, el mundo occidental está viviendo una tensión tal
de inseguridad y de pérdida de valores religiosos, que parece constituir,
según algunos psicólogos, un terreno preparado, por la ley de
compensación psíquicamente equilibradora también a nivel colectivo,
para este tipo de fenómenos, como ocurre con los ovnis9.
4. Hay que confesar, por último, que si bien la psicología, psicopatología
y psiquiatría cuentan hoy con medios para discernir si este o esta
vidente presentan una personalidad sana o enferma, y para hacer
comprensibles y, en muchos casos, explicables los procesos psíquicos
implicados en una aparición, quedan todavía muchas incógnitas por
resolver satisfactoriamente en el propio nivel psicológico. En todo caso,
es preciso seguir estudiando estos fenómenos con toda seriedad
científica, comenzando por una observación controlada y una
transmisión fiel de lo allí ocurrido, cosa que no siempre sucede,
cometiéndose sustituciones, adiciones o mutilaciones para poner de
acuerdo el mensaje de la aparición o su contenido significativo con los
prejuicios, creencias, o ideologías del historiador o testigo 10.

Antonio Vázquez

2ª. PARTE: Aspectos históricos

IV. Problemática actual

Las apariciones de la Virgen son las que atraen más gente: Guadalupe
(se habla de veinte millones de peregrinos al año), Lourdes (cuatro
millones y medio al año), la Aparecida (Brasil, varios millones), etc. A
pesar de esta importancia innegable, el estatuto de las apariciones
dentro de la iglesia es muy modesto y está puesto en discusión. Cuando
se manifiestan, son generalmente mal acogidas, sofocadas y al final
muchas de ellas son toleradas, aunque no reconocidas oficialmente.
Ninguna aparición ha obtenido el reconocimiento oficial de la iglesia
católica después de Beauraing y Banneux (1932-1933).

Se llama aparición la manifestación visible de un ser, cuya visión en


aquel lugar o en aquel momento es insólita e inexplicable según el curso
natural de las cosas. En la perspectiva de Marc Oraison, sacerdote-
médico francés fallecido en 1980, toda aparición que se define como tal
sería una alucinación, ya que se trataría de una visión sin objeto
material. Esta conclusión, aparentemente obvia, desconoce no
solamente la posible diversidad de los modos de percepción y de
comunicación, que no se reducen necesariamente a la percepción
común de los cinco sentidos, sino también la naturaleza misma del
conocimiento caracterizado por su intencionalidad, es decir, su
capacidad de entrar en contacto con una realidad, comenzando por
informaciones o por estímulos que impresionan al sujeto cognoscente en
su subjetividad. La percepción sensible más común presenta un carácter
subjetivo: el choque de las vibraciones que afectan a la retina, luego la
transmisión psicoquímica del estímulo que alcanza al cerebro, tienen un
fuerte efecto sobre el sujeto cognoscente, que es posible caracterizar de
subjetivo. El conocimiento mismo es el mecanismo mental a través del
cual el sujeto que conoce descodifica la combinación incolora de estas
informaciones y distingue el color.

En otras palabras, el conocimiento sensible no puede reducirse a los


mecanismos subjetivos. Es el acto intencional del sujeto, que alcanza el
objeto a través de un proceso cuya esencia sigue siendo misteriosa. Por
tanto, son posibles otros caminos de conocimiento y sería artificial
oponer la aparición a la visión como conocimiento objetivo al subjetivo.
Todo conocimiento implica correlativamente, en diversos grados, un
aspecto objetivo y un aspecto subjetivo. Del mismo modo sería
simplista afirmar que las apariciones de seres de suyo invisibles, como
Dios o los ángeles, son necesariamente subjetivas. Está claro que esos
seres no podrían manifestarse en su forma propia, extraña a la
visibilidad. Pero pueden comunicarse por medio de un signo, adaptado
de varias maneras, que permite entrar en contacto objetivamente con
Dios. Moisés y Pascal lo conocieron semejante a un fuego; Abrahán se
encontró con él bajo el ropaje de tres visitantes; para Elías la
percepción se purificó: no estaba ni en el fuego, ni en el huracán, ni
siquiera -como se traduce de modo imperfecto- en una "brisa ligera",
sino que era semejante a la "voz de un leve silencio". Aquí el signo
ronda con lo invisible y con la teología negativa. Las manifestaciones
visibles de lo invisible pertenecen a la teoría del sueño y no a la
percepción normal de los objetos materiales. La elección de estos signos
guarda necesariamente relación con el ambiente cultural que la recibe.

Para la Virgen, que es lo que aquí nos interesa, el caso es diferente: se


trata de un cuerpo glorificado. Puede ser percibido en su forma propia;
pero el estado de los cuerpos gloriosos, cuyo carácter misterioso puso
ya de relieve san Pablo, pertenece al espacio-eternidad, extraño a
nuestro espacio-tiempo. El modo con que un ser perteneciente al
espacio-eternidad (definido como la duración de Dios) puede estar en
relación con el espacio-tiempo es realmente misterioso con todo
derecho. Implica ciertos aspectos desconcertantes, ya que a los
apóstoles les costó trabajo reconocer a Cristo resucitado. Otra
singularidad es la que se manifiesta en el hecho de que la Virgen se
manifiesta tomando un vestido, una estatura y hasta una edad
diferente, en conformidad con los videntes. La adaptación pedagógica a
cada uno de ellos, a su ambiente, a su cultura, es la explicación más
clásica de esta diversidad. Así pues, afrontaremos estos fenómenos
intentando evitar dos errores opuestos: el uno, que rechaza a priori
y sistemáticamente el valor y la posibilidad de toda comunicación
sobrenatural en la comunión de los santos, de forma sensible,
reduciéndola a puro subjetivismo; y otro, que reduciría con ingenua
simplicidad estas comunicaciones a los encuentros comunes de cada
día. Es un hecho que los millares de personas que rodeaban a
Bernadette durante las apariciones no vieron a la Virgen, perfectamente
visible en la cavidad de la roca en donde Bernadette la distinguía.

V. Apariciones antiguas y nuevas en el pueblo de Dios

Las apariciones ocupan un espacio considerable en la biblia, desde


Abrahán hasta Moisés y los profetas: teofanías, apariciones de ángeles y
manifestaciones de un más allá sobrenatural. En el NT las apariciones
son relativamente raras: ángeles de los evangelios de la infancia (Mt 1-
2; Lc 1-2), de la tentación en el desierto y de la agonía de Cristo. En los
Hechos de los apóstoles son muy numerosas: lenguas de fuego en
pentecostés, luego visiones de Esteban (7,56), visión de Saulo (9,5), de
Ananías (9,10), de Cornelio (10,3-6), de Pedro en Jafa (10,11-12) o en
la prisión (12,7-11), etc.

Las apariciones continuaron en la iglesia hasta nuestros días, con


modalidades muy diversas. Por lo que se refiere a la Virgen, se citan
muchas de sus manifestaciones en la antigüedad: aparición a Gregorio
taumaturgo (t 270); a Teófilo (narración que hará fortuna en la edad
media); a María egipciaca; milagros de san Juan Damasceno (s. viii), a
quien la Virgen habría devuelto la mano que le había cortado el emir de
Damasco, etc. En el mundo latino las apariciones se les atribuyen a
diversos santos y místicos, especialmente a los fundadores de órdenes
religiosas 11. Pero estas historias nos llegan a menudo de forma indirecta
y poco clara. Resulta difícil distinguir lo que entra en el terreno de una
experiencia excepcional o en el de su ulterior simbolización.

En la época moderna, la aparición de la Virgen de -> Guadalupe, en


México, reviste una gran importancia como lugar de fundación de la
iglesia latinoamericana. El hecho de que la Virgen escogiera a un
vidente y una localidad indios, de que trasladara de esta forma lo
sagrado a los autóctonos colonizados, de que uno de ellos fuera el
enviado de la Virgen para transmitir sus órdenes al obispo, todo esto
provocó una ósmosis, una superación del conflicto entre opresores y
oprimidos, el nacimiento de un pueblo nuevo, de una nueva cultura en
el nuevo continente. La historicidad ha sido muy discutida, por falta de
documentos durante los primeros decenios. Pero actualmente está en
curso en América un esfuerzo histórico importante para conciliar en este
punto la fe y la historia 12, mientras que los cristianos y los no cristianos
intentan valorar la gran importancia del fenómeno 13.

Otra serie importante es la que se localiza en Europa a lo largo del s.


XIX: a) Las tres apariciones de la Rue du Bac a Catalina Labouré, de
veintitrés años, natural de Borgoña, durante su noviciado entre las Hijas
de la Caridad de París. Las dos últimas apariciones dan origen a
la medalla milagrosa, la más difundida de las medallas de todos los
tiempos: muchos millones por todo el mundo. Lo mismo que en
Guadalupe, María es la mujer vestida de sol de la que nos habla Ap 12;
sus manos irradian la gracia y la luz de Cristo, sol de justicia. Como la
vidente se negó a dar testimonio, las apariciones no fueron nunca
reconocidas oficialmente, pero fueron tácita y favorablemente aceptadas
por las autoridades de la iglesia. Gregorio XVI y Pío IX usaron la medalla
milagrosa 14. b) La Salette: una sola aparición, el 19 de septiembre de
1846, a los dos pastores Maximino Giraud, de once años, y Melania
Calvat, de catorce, de la Virgen, que lloraba e invitaba a la conversión.
Fue reconocida oficialmente por el obispo mons. De Bruilard el 19 de
septiembre de 1851 con estas palabras: "Afirmamos que la aparición de
la santísima Virgen (...) tiene de suyo todos los signos de la verdad, y
que los fieles tienen buenas razones para creer en ella sin dudas ni
incertidumbres" 15. c) -> Lourdes: dieciocho apariciones a Bernadette
Soubirous, desde el 11 de febrero hasta el 16 de julio de 1858. Estas
apariciones fueron reconocidas por el obispo el 18 de enero de 1862 y
puestas de relieve en la canonización de Bernadette, que interiorizó
profunda, heroica y dolorosamente aquel mensaje evangélico el resto de
su vida 16. d) Pontmain: el 17 de enero de 1871 tiene lugar la única y
silenciosa aparición de nuestra Señora en la Francia invadida por los
prusianos. Una inscripción, que apareció en el cielo y descifrada letra
por letra, invita a la esperanza: "Ánimo, hijos míos; rezad. Mi Hijo se
deja conmover. Dentro de poco Dios os escuchará" 17. e) -> Fátima:
después de algunas apariciones de un ángel (1916), reveladas en un
segundo tiempo, hubo seis apariciones de la Virgen, el 13 de cada mes
desde mayo hasta octubre, excepto el 13 de agosto. La última aparición
se caracterizó por el milagro del sol, que impresionó a una multitud de
70.000 personas. La obra monumental de J. Alonso, fallecido en 1980,
está todavía inédita. f) Beauraing (Bélgica): del 29 de noviembre de
1932 al 3 de enero de 1933, cinco niños vieron treinta y tres veces a la
Virgen sobre una nube blanca, por la tarde, cerca de la gruta de
Lourdes 18. g) Banneux: nueve apariciones, desde el 15 de enero hasta
el 2 de marzo de 1933, a Mariette Beco, una niña pobre. La aparición se
revela como la Virgen de los pobres. Mons. Kerkhofs, obispo de Lieja,
reconoce estas apariciones el 22 de agosto de 1949 con estas palabras:
"Creemos en conciencia que podemos y debemos reconocer sin reservas
(...) la realidad de las ocho apariciones de la santísima Virgen a Mariette
Beco" 19.

Hay otras apariciones que no han sido reconocidas, sino que los obispos
de esos lugares se contentaron con autorizar el culto popular
establecido en el lugar de las apariciones. Tal fue el caso de Saint
Bauzille de la Sylve (1873, donde la Comisión estaba dividida), de
Pellevoisin (1876) y más recientemente de la isla Bouchard, en donde
se permitió el culto, sofocado durante varios años, debido a la
obediencia y a la devoción sin sombras de los videntes y de los
peregrinos.

Por lo que se refiere a estos últimos cincuenta años, B. Billet ha hecho


una lista de doscientas apariciones no reconocidas y a menudo juzgadas
de forma desfavorable 20. El discernimiento de estos fenómenos es tanto
más difícil en cuanto muchas veces implican una ambigüedad y unos
excesos deplorables. En Lourdes hubo cincuenta visionarios que
sucedieron a Bernadette cuando ella dejó de ver a la Virgen (11 abril-11
julio 1858). Y esto hubiera podido parecer un argumento irrefutable
para reprimirlo todo; pero entonces se habría perdido mucho. Podemos
preguntarnos por qué la iglesia, tan tolerante en lo que se refiere a las
curaciones (en donde no hubo nunca sanciones), se muestra tan severa
en cuestión de apariciones; a qué se deben estas tensiones, que a
menudo perjudican a la vida eclesial; cómo podrían manifestarse un
discernimiento y una pastoral que se hagan cargo, sin complacencias ni
confusiones deplorables, de esos fenómenos que desde la época de la
biblia han ocupado siempre un lugar en la vida del pueblo de Dios.
Interrogantes fundamentales que forman parte de la función y del
estatuto de las apariciones. Estos interrogantes nos harán llegar a unas
cuantas reglas de discernimiento.

VI. Hermenéutica y función de las apariciones


Las apariciones se presentan como una manifestación sensible de lo
sobrenatural [1 Simbolismo II, 5].

1. SIGNOS Y APARICIONES. Los signos se sitúan dentro de esa ley


constante de la historia bíblica y cristiana: Dios invisible se manifiesta a
través de un conjunto de signos visibles, ya que el hombre no puede
alcanzar lo invisible sin la mediación del signo. Hay signos rituales:
sacramentos que se celebran en nombre y en la persona misma de
Cristo; hay también sacramentales; otros signos tienen la función de
manifestar a Dios, de revelar su presencia, sus intenciones, a fin de
vivificar la fe, de edificar a las comunidades cristianas, de alimentar los
vínculos de la comunión de los santos.

2. APARICIONES Y REVELACIONES. Este género de comunicación,


normal en la época de la revelación, presenta ciertas dificultades, ya
que la revelación acabó con la generación apostólica (según el criterio
que se reconoce generalmente). Según san Pablo, cualquier nueva
revelación que tuviese la pretensión de ofrecer "otro evangelio",
cambiar o completar la revelación precedente, incurre en el anatema
(Gál 1,8). Sin embargo, Dios no ha dejado de comunicarse con su
pueblo. Pentecostés fue reconocido por el apóstol Pedro como el
comienzo de un florecimiento profético en que "los jóvenes tendrán
visiones y los viejos tendrán sueños" (He 2,17, citando Jl 3,1-5). La
solución teórica del problema consiste en admitir que una revelación
privada puede tener la función de actualizar, recordar, vivificar, explicar
o aclarar la primera revelación. Sin embargo, este problema crea cierto
malestar que se expresa en una terminología incierta e inadecuada. Por
ejemplo, la teología clásica contrapone habitualmente las revelaciones
actuales, en cuanto revelaciones privadas, a las revelaciones
públicas. Pero esta distinción queda superada por los hechos, ya que las
apariciones llamadas privadas tienen a menudo un carácter totalmente
público y una gran repercusión en la iglesia, como las de Guadalupe,
Lourdes o Fátima. Establecer una distinción entre revelación objetiva y
subjetiva no sería muy satisfactorio. El vocabulario más completo y
perfeccionado establecería una distinción entre la revelación fundante y
las revelaciones particulares, que continúan según la diversidad de
los tiempos y de los lugares. Tomás de Aquino y Cayetano han puesto
de relieve que éstas tienen un carácter más
bien práctico que especulativo. "Comunican ciertas reglas de conducta
más bien que nuevas verdades", subrayaba Juan XXIII en su mensaje
para clausurar el centenario de Lourdes (18 de febrero de 1959): "Los
romanos pontífices, guardianes e intérpretes de la revelación divina
(...), sienten la obligación de recomendar a la atención de los fieles,
cuando lo juzguen oportuno para el bien general, después de un maduro
examen, las luces sobrenaturales que Dios se complace en conceder
libremente a algunas almas privilegiadas, no para proponer doctrinas
nuevas, sino para dirigir nuestra conducta: non ad novam doctrinam
fidei depromendam, sedad humanorum ac tuum directiones "21. También
se ha dicho que las apariciones y revelaciones privadas apelan más bien
a la esperanza que a la fe. La idea de contraponer las apariciones
antiguas a las de nuestros días no deja de mostrar cierta rigidez, ya
que, si la autoridad de Dios no se manifiesta en ellas en el mismo orden,
sus modalidades psicológicas no presentan diferencias significativas.

3. PÉRDIDA DE VALOR DE LAS APARICIONES. Con L. Volken 22 es


necesario constatar que las apariciones y revelaciones han ido
perdiendo crédito de modo sistemático.

La teología dogmática define las revelaciones privadas o apariciones de


forma negativa en cuanto accesorias, no necesarias, conjeturales,
gratuitas, arriesgadas, etc., en oposición a la revelación. La
teología fundamental las coloca igualmente en el último lugar; Melchor
Cano ni siquiera las cuenta entre sus "diez lugares teológicos" ni
tampoco entre los lugares secundarios que son los últimos para él,
como la filosofía, el derecho, la historia; por tanto figuran como un no-
lugar teológico. La exégesis contrapone la revelación bíblica, la palabra
inspirada que tiene como autor a Dios, a las revelaciones ulteriores. La
teología moral procura alejarse de este terreno ambiguo, a pesar de que
entra dentro de sus dominios, tanto en el tratado de la fe como en el
tratado de las profecías. La mística, a pesar de que debería ocuparse de
ellos, desconfía de estos fenómenos, tratándolos más bien
como epifenómenos transitorios y arriesgados.
La espiritualidad desconfía de estos carismas de excepción, ya que
existe el peligro de que asuman el papel de nuevos evangelios o nuevos
pentecostés y ofusquen lo esencial en vez de iluminarlo. La historia de
la iglesia toca este tema como un pariente pobre. El antiguo Derecho
canónico lo trataba en una perspectiva limitativa y represiva, como se
verá más adelante.

Estas devaluaciones y estas críticas no hacen más que prolongar los


conflictos entre los profetas del AT con las instituciones reales y
sacerdotales de aquella época; sin olvidar los conflictos esenciales entre
los verdaderos y los falsos profetas a lo largo de todo el AT. Este género
de conflicto puede volver a surgir continuamente entre el magisterio
-una de cuyas funciones específicas es la conservación y la salvaguardia
del depósito- y el profetismo, que tiene como misión la renovación, la
reforma, el camino hacia el futuro. De este modo el profetismo corre
siempre el riesgo de presentarse como un magisterio paralelo.
Solamente la caridad y la obediencia a Dios pueden vencer la tensión
entre el profetismo y la autoridad, que siempre ha existido en la historia
de la iglesia, en la medida en que la autoridad no era profética y el
profetismo se presentaba al margen de la autoridad.

A esta contención institucional se ha añadido la intensificación del freno


racionalista. El racionalismo se había ensañado contra los signos y los
símbolos ya desde el nacimiento mismo de la razón, entre los griegos,
hace tres milenios. La cultura constituyó por mucho tiempo la lucha
reductiva de la razón abstracta en contra del mundo de
lo imaginario, considerado como inferior y menospreciable: el mundo de
las sombras, de lo irracional, de la "folle du logis" 23. Llegó luego la
oleada de otro racionalismo: el de la crítica y el de los maestros de la
duda, que intentó interpretar el mundo de los símbolos en función de los
impulsos de la subjetividad.

VII. Estatuto de las apariciones a través de los siglos cristianos

1. Los ORÍGENES. Estos orígenes se ven generalmente en los Hechos de


los apóstoles, en las Actas de los mártires y en las vidas de los santos
que presentaban a menudo fenómenos semejantes. La crisis (limitada)
entre los carismas y la institución, que Pablo supo resolver en Corinto,
volvió a aparecer con la nueva profecía de Montano. El montanismo,
movimiento carismático, del que resulta hoy difícil dar un juicio, ya que
lo conocemos sobre todo a través de las polémicas y de las caricaturas
hechas de él por sus adversarios, cayó en el cisma. Este drama provocó
cierta desconfianza hacia los carismas, en cuanto corrían el peligro de
sustituir a la autoridad oficial y de arrastrar a la iglesia hacia
desviaciones incontrolables. Bajo esta luz es como hay que considerar
las vacilaciones de la tradición: el apoyo de san Cipriano y la
desconfianza de san Agustín por las visiones 24.

2. LA EDAD MEDIA. Durante el período medieval, las revelaciones de


santa Brígida, santa Gertrudis, santa Catalina de Génova, santa Catalina
de Siena, santa Magdalena de Pazzi fueron tenidas en grandísima
consideración, incluso por parte de las autoridades. Pero Joaquín de
Fiore, prestigioso inspirador de un gran movimiento, fue temido,
criticado y a veces calumniado. Lo mismo sucedió con numerosas
corrientes carismáticas de la edad media. Hoy es difícil valorar la calidad
y los defectos de estos grupos, ordinariamente evangélicos, conocidos
únicamente a través de sus adversarios, que hicieron una caricatura de
los mismos después de haberlos reprimido y eliminado.

3. EL CONCILIO LATERANENSE V (1516). Las medidas jurídicas tomadas


respecto a las apariciones y revelaciones privadas tienden a restringir.
Comienzan en 1516 con el Lateranense V: "Queremos que, según las
leyes habituales, las mencionadas inspiraciones sean consideradas de
ahora en adelante como reservadas al examen de la Santa Sede, antes
de ser publicadas o predicadas al pueblo de Dios. Si no fuera posible
esperar, o si alguna necesidad urgente lo aconsejase de otro modo,
entonces hay que dar a conocer al obispo ordinario del lugar la cosa en
cuestión... Este último, tomando consigo a tres o cuatro personas sabias
y de confianza, examinará detenidamente el caso y, cuando les parezca
oportuno, podrán conceder su permiso, que nosotros cargamos sobre
sus conciencias" 21. Las restricciones están motivadas por dos razones
principales: 1) en el plano de la fe, la necesidad de proteger a la iglesia
de la proliferación de visiones en una época oscura, pietista, inquieta,
en donde era necesaria la prudencia; 2) en el plano del gobierno, estos
acontecimientos y mensajes locales corren siempre el peligro de
estorbar el gobierno de los demás obispos y de la autoridad suprema.
Por esto, la autoridad episcopal recibe la invitación de guardar reserva,
manteniendo un sentido crítico y riguroso. En consecuencia, el concilio
prohíbe la difusión de las predicciones que carezcan de una autorización
romana (cosa que, en aquellos tiempos, requería necesariamente varios
años) y acepta sólo en caso de necesidad cierta canalización, cuya grave
responsabilidad ante Roma les compete a los obispos. El alcance de su
juicio se resuelve en un simple permiso (licentiam concedere
possint). Sin embargo, el concilio mantuvo el principio de que la
autoridad "no debe apagar el Espíritu", según ITes 5,19-20 26.

4. EL CONCILIO DE TRENTO (1563). Toma una actitud análoga en lo


que se refiere a los nuevos milagros e imágenes, en cuanto éstas son
frecuentemente milagrosas y la palabra milagro es el compendio de
todo lo que tiene carácter de sobrenatural, incluidas las apariciones. El
concilio prescribe: "No debe admitirse ningún nuevo milagro... sin el
reconocimiento y la autorización del obispo, el cual, apenas sea
informado, consultará con teólogos y con otros hombres de fe,
regulándose luego conforme a la verdad y la piedad. Si es preciso
eliminar un abuso que plantee dudas o dificultades, o bien si surge en
esta materia algún problema más grave, el obispo, antes de dirimir la
controversia, aguardará la opinión del metropolitano y de los demás
obispos de la provincia, reunidos en concilio provincial, pero de tal
manera que no se tome ninguna decisión sin haber consultado al sumo
pontífice de Roma (inconsulto romano pontífice)" 27. De esta manera la
responsabilidad del obispo queda sometida a la del metropolitano (o de
las instancias provinciales y del romano pontífice, como en el
Lateranense V). En este punto, también las instancias de los
reformadores protestantes tienden hacia un objetivo común: la
eliminación de los errores, en aquel tiempo muy numerosos.

5. BENEDICTO XIV. En el s. XVIII Próspero Lambertini, el futuro


Benedicto XIV (1740-1758), define más formalmente el estatuto de las
apariciones, relativizando su valor muchas veces exagerado, y establece
la función del magisterio en este terreno. Este documento es desde
entonces clásico en la materia: "Damos a conocer que la autorización
concedida por la iglesia a una revelación privada no es más que el
consentimiento concedido después de un atento examen, a fin de que
esa revelación sea conocida para la edificación y el bien de los fieles. A
estas revelaciones, aunque aprobadas por la iglesia, no se les debe
conceder un asentimiento de fe católica. Según las reglas de la
prudencia, es preciso darles el asentimiento de la fe humana (assensus
fidei humanae juxta prudentiae regulas), en cuanto semejantes
revelaciones son probables y piadosamente creíbles. Por tanto, se les
puede negar el propio asentimiento a dichas revelaciones (posse
aliquem assensum non praestare) y no tomarlas en consideración, con
tal que esto se haga con la oportuna reserva, por buenos motivos y sin
sentimientos de desprecio"28. Por consiguiente, no hay obligación para
nadie de creer en las apariciones privadas, aunque estén reconocidas.

6. DECRETOS DEL S. XIX. Roma se atendrá a estos principios en el


futuro. La Congregación de Ritos los recoge en cierto número de
respuestas y decretos: 6 de febrero de 1875, en respuesta al arzobispo
de Santiago de Chile, relativo a Nuestra Señora de la Merced 29; 12 de
mayo de 1877, en respuesta sobre Lourdes y la Salette 30; 31 de agosto
de 1904, en respuesta sobre el escapulario de Pellevoisin: "Aunque esta
devoción fue aprobada [por Pío X, en la audiencia del 30 de enero de
1900, confirmada con un documento del 4 de abril], no puede deducirse
de esta aprobación ninguna aprobación directa o indirecta de aparición,
revelación, gracia de curación u otras cosas, sean cuales fueren y de
cualquier modo que hayan ocurrido"31.

7. Pío X. Con otras palabras confirmaba Pío X esta misma actitud en la


encíclica Pascendi (8 de septiembre de 1907). Autoriza la adhesión a las
piadosas tradiciones y revelaciones privadas sólo con las debidas
precauciones y reservas (las de Urbano VIII). La autoridad de la iglesia
no garantiza la verdad del hecho, incluso en este caso. Se limita tan
sólo a no impedir que se crea en cosas en las que no faltan motivos de
credibilidad humana 32. "Se trata de una regla de seguridad -continúa
Pío X, después de citar el decreto del 12 de mayo de 1877-, ya que el
culto que tiene por objeto alguna de estas apariciones, en cuanto se
refiere al propio hecho, es relativo y supone siempre como condición la
verdad del hecho; pero, en cuanto absoluto, se basa en la verdad, ya
que hace referencia a las personas mismas de los santos que son
venerados. Lo mismo puede decirse de las reliquias". El papa aplica, en
este caso, una regla general que vale para las imágenes y los ritos. Es
posible rendir culto sin reserva alguna a Cristo (y a los santos
canonizados), pero el signo utilizado para ello -es decir, la imagen, la
reliquia o la aparición- se considera siempre como relativo.

8. NUEVO CUESTIONAMIENTO. El rigor de estas restricciones fue


nuevamente puesto en cuestión por iniciativa del padre C. Balié,
presidente fundador de la Academia Mariana Internacional [7 Centros
marianos 1, 2], el cual sometió el problema a un debate libre en
el Congreso mariológico internacional de Lourdes en el centenario de las
apariciones. El ruido de este centenario, el fervor de los papas
(especialmente el de Pío XII, que se preparaba en secreto a ir a Lourdes
el 15 de agosto de 1958, viéndose impedido para ello en el último
momento por su estado de salud), daba la impresión de que no se
trataba de una simple autorización ni de una simple adhesión de fe
humana, sino de un positivo estímulo relacionado con la fe divina, al
que era difícil no adherirse sin despreciar al magisterio. De aquí dos
interrogantes planteados por el P. Balié: a) El asentimiento concedido a
estas apariciones y revelaciones privadas, ¿es de fe divina? A esta
pregunta hecha por los carmelitas de Salamanca, Balié nos recuerda
que Suárez y Lugo habían dado (contra Cayetano, Melchor Cano y
Báñez) una respuesta positiva: "El creyente que tiene una revelación
procedente de Dios y percibida como tal, ¿cómo podría no darle una
adhesión de fe divina?" El concilio de Trento admitiría certezas de este
tipo en el canon que declara: "Quien dijera, con absoluta e infalible.
certeza, que tiene el don de la justificación garantizada hasta la
perseverancia final, sea anatema, a no ser que lo haya sabido por una
revelación divina" 33. Esta reserva del concilio, preocupado de no
censurar una doctrina recibida, autoriza a atenuar y equilibrar las
restricciones de los textos jurídicos oficiales. b) Los consensos oficiales
de Lourdes y de Fátima por parte de los papas, ¿no van acaso más allá
de una simple autorización?, ¿no comprometen la infalibilidad? El P.
Balié decía: "El carácter sobrenatural del hecho de Lourdes no reviste
una simple y tenue probabilidad, sino una certeza moral. Las
apariciones de Lourdes tienen que considerarse como un capítulo aparte
( a se et per se), y no confundirse con las otras apariciones, aprobadas
sólo por el ordinario del lugar o por la Santa Sede con la cláusula
restrictiva: por lo que se dice. Cabe preguntarse si no hay en este caso
una autorización infalible y si a las apariciones de Lourdes no hay que
concederles una adhesión de fe teológica, más que un acto de fe
meramente humana" .

Fueron dos los oradores que respondieron a la invitación del P. Balié;


dom Roy OSB, y el P. Valentini, salesiano. Dom Roy sostenía la tesis
más comprometida: 1) Las apariciones de Lourdes, reconocidas de
manera análoga a las canonizaciones, tienen el carácter de un hecho
dogmático; de este modo se entiende un hecho no incluido en
la revelación, pero muy estrechamente vinculado a su comunicación
para poder substraerse de la autoridad infalible. En esta ambigua
categoría de hechos dogmáticos se incluye la declaración del canon de
las Escrituras, el hecho de que cinco proposiciones condenadas se
encontraban en la doctrina de Jansenio y la canonización de los santos.
2) En este sentido se trata de fe eclesial, basada en el testimonio de la
iglesia y exigida por la obediencia filial que le debemos.

La controversia volvió a surgir en el Congreso mariológico de


Fátima, con las relaciones de los padres I. Ortiz de Urbina y Moreira
Ferrar 34. Este último hacía observar el carácter positivo (no meramente
permisivo) de las aprobaciones de la iglesia. Lo que hay que reconocer
con Y. Congar 35, Karl Rahner y Ortiz de Urbina es que las aprobaciones
romanas de ciertas revelaciones privadas van más allá de la
simple autorización o nihil obstat. No se comprende bien, escribe
Rahner, por qué una revelación privada no tiene que ser aceptada por
todos los que la conocen, si éstos se sienten suficientemente ciertos de
que viene de Dios. Es injustificado, ilógico y peligroso pretender (como
sucede a menudo para autentificar el origen divino de las revelaciones
privadas posteriores a Cristo) un grado de certeza tal que, si alguno lo
pretendiera para la revelación oficial, resultaría imposible todo
fundamento racional de fe en la revelación cristiana.

En resumen, puede admitirse con Rahner que, subjetivamente, la


adhesión a las revelaciones privadas entra en el terreno de la fe
teologal, no sólo para el vidente, sino también para todos los que
reciben su testimonio profético. El mismo Juan XXIII en su
radiomensaje del 18 de febrero de 1959, dirigido a Lourdes, subraya
que los papas se sintieron obligados a recomendar las apariciones a la
atención de los fieles 36. Por lo que respecta a la categoría de los hechos
dogmáticos, ésta es muy ambigua y discutida. Como se ha visto, la
mayor parte de los teólogos admitía, antes del Vat II, que las
canonizaciones de los santos comprometían la infalibilidad en cuanto
hecho dogmático. Pues bien, este juicio sobre la santidad, basado en el
examen de datos particulares y conjeturales, es de la misma naturaleza
que el juicio que tiene por objeto las apariciones. Por tanto, no está
claro cómo la teoría clásica pudo en este punto utilizar dos pesos y dos
medidas diferentes, entre el juicio de canonización considerado como
infalible y el juicio sobre las apariciones considerado como una simple
tolerancia que no compromete de ninguna manera la fe. Y la analogía va
mucho más allá, ya que en los dos casos se trata de culto (véanse las
celebraciones de la B. Virgen María de Lourdes, por ejemplo). Hoy el
problema ha cambiado. Casi no se admite ya la infalibilidad de las
canonizaciones; en su conjunto, la teología se muestra más reservada
sobre lo que se definía más o menos como hecho dogmático y sobre su
infalibilidad.

VIII. Discernimiento de las apariciones

1. ASPECTO TEÓRICO: VALORACIÓN DE LO SOBRENATURAL SENSIBLE.


El problema planteado por las apariciones es el de lo sobrenatural
sensible. Lo que se encuentra de extraño y de ambiguo en estas
manifestaciones sensibles y sobrenaturales es que la fe se define como
adhesión a ciertas verdades (o realidades) no evidentes. Es la
convicción de lo que no se ve (élenjos ou blepoménon), según Heb
11,1, y la anticipación de lo que se espera. De aquí aquel aforismo con
que concluye el cuarto evangelio: "¡Dichosos los que no han visto y han
creído!" (Jn 20,29). Creer es adherirse a ciertas verdades (o realidades)
que no son evidentes. Es creer en la palabra, en el testimonio. Las
visiones o apariciones afectan, por así decirlo, a esta reglamentación en
la medida en que el signo mismo no sería institucional, convencional,
natural (como son los sacramentos y los sacramentales), sino
sobrenatural, concedido por gracia.

Por tanto, es importante recordar que las visiones o apariciones


sobrenaturales no sustituyen a la fe, sino que la ponen de manifiesto, la
sitúan como principio para reconocer y distinguir lo que se manifiesta.
Mejor aún, lo que se manifiesta parece pertenecer de ordinario al orden
dedos signos más que a una intuición inmediata de las realidades
sobrenaturales. Se tiene un indicio de ello en el hecho de que las
apariciones de la Virgen difieren en lo que respecta a su manera de
vestir y -en un sentido más difícil de valorar- a su edad, a su rostro, al
color mismo de sus ojos, aunque sea arriesgado interpretar la causa de
estas variantes.

Hablar de signo no quiere decir hablar de ilusiones. Todo conocimiento


humano en este mundo es conocimiento por medio de signos, puesto
que el signo, sea cual fuere, es un medio para conocer y permite
alcanzar con su mediación la realidad misma según modos más bien
diversos. En este sentido se da una relatividad que depende del modo (a
menudo misterioso) de la mediación. Hablar de signos no excluye que
una aparición pueda tener un carácter objetivo. Pero la objetividad no
tendrá que depender de las condiciones sujetas a medida (frecuencia y
longitud de onda de las vibraciones) que caracterizan materialmente al
conocimiento sensible. Si Cristo o la Virgen quieren manifestarse, se
tratará de una comunicación su¡ generis, cuyo modelo existencial es
difícil de precisar. Es ésta una de las razones por las que cualquier
aparición es relativa respecto a lo esencial de la fe.

Podrían añadirse otras diferencias. Una aparición es generalmente un


fenómeno de poca duración (y la brevedad es a menudo un buen
criterio de autenticidad); la fe es permanente. Una visión o aparición
ofrece por su parte una evidencia sensible en contraste con el estatuto
nocturno de la fe (noche de los sentidos). Tiene de ordinario un carácter
particular, ligadoo a una región o a una época. De suyo, esto no
representa un contraste, ya que la fe y la revelación han estado siempre
profundamente arraigadas en un tiempo y en un lugar particular
(pensemos en los mensajes de los profetas); pero las apariciones del
tiempo de la iglesia tienen una función más limitada, más particular en
la historia de la salvación, aun cuando esta comunicación no esté
privada de toda dimensión de universalidad. La fe es certeza, en el
sentido que define la teología, no con la evidencia del objeto, sino a
través del testimonio íntimo de Dios mismo. Viceversa, una aparición
puede identificarse tan sólo a través de conjeturas complicadas y
diferenciadas; de aquí la prudencia de la iglesia. Sin embargo, esto no
excluye que la luz concedida a los videntes pueda darles, por medio de
la gracia, una evidencia y una certeza análogas a las de la fe. Y
finalmente, el mensaje de una aparición no se añade a la palabra de la
Escritura y de la tradición desde fuera, como si se tratara de un
complemento o de una palabra distinta, sino que reevoca o manifiesta
con una nueva intensidad lo que estaba ya revelado. Su función, como
hemos dicho, es la de reavivar la fe y la esperanza.

Estas manifestaciones carismáticas suscitan, por consiguiente, el


problema de las relaciones entre la autoridad oficial de la iglesia y los
dones gratuitos de los carismas. Si no está excluido ni mucho menos (e
incluso es relativamente frecuente) que la autoridad goce de carismas
particulares, se trata en muchos casos de simples fieles. Y la aparición,
que parece guardar una relación directa con el cielo, suscita
desconfianzas en la autoridad que juzga en virtud de unos criterios más
modestos. Esto no deja de provocar ciertas tensiones que han hecho
minimizar o reprimir estos fenómenos de una forma a veces excesiva.
En efecto, la necesidad de que haya presente algún signo, alguna luz,
alguna evidencia es algo que ha formado siempre parte de la fe, tanto
en los profetas del AT como en la iglesia primitiva y a través de los
siglos. La fe busca la luz y los signos de Dios. En donde estos signos dan
una aportación excepcional de presencia o de evidencia, requieren
mucha prudencia y discernimiento, ya que están sujetos a desviaciones
y a interpretaciones subjetivas. Sin embargo, una línea represiva y
puramente negativa de critica externa (racionalista o psicoanalítica,
etc.) no es necesariamente sana y fecunda. Es verdad que se dan casos
en que es preciso rechazar el error y reprimirlo con la autoridad de Dios,
y hay que hacerlo con firmeza, como lo hizo mons. Laurence en la época
de la epidemia de visionarios de Lourdes. Pero su acción mejor en este
sentido fue el saber discernir y canalizar los signos que procedían de lo
alto y que daban realmente fruto. Por consiguiente, es muy de desear
que no se verifique, como ha sucedido en muchas ocasiones, una
tensión conflictiva entre la autoridad institucional y los carismas.

2. REGLAS Y CRITERIOS. Serán útiles algunas reglas sobre este


problema-límite, ambiguo y discutido.

a) Las revelaciones privadas no pueden situarse en el mismo plano que


la revelación divina dada por Jesucristo, recogida en la Escritura y
transmitida por la tradición de la iglesia. Pueden ser únicamente un
toque de atención o una explicación particulares.

b) Los textos restrictivos del magisterio sobre las revelaciones privadas


ponen de relieve al mismo tiempo tanto la ambigüedad de esta materia
sujeta al error, a la ilusión, a la exaltación, como el carácter conjetural
de los juicios dirigidos sobre estos hechos particulares por parte de la
autoridad de la iglesia.
e) Estos signos relativos y secundarios tienen que ser valorados con
modestia, dentro de la obediencia a la autoridad. Sin embargo, esto no
impide que estas revelaciones, cuando Dios las ofrece directamente con
un carácter de certeza, se manifiesten a los videntes como una luz y un
testimonio de Dios mismo. En caso de contradicción se llega a crear un
caso de conciencia, que suele presentarse con frecuencia en los místicos
depositarios de revelaciones privadas. En Lourdes, las personas que
tenían autoridad sobre Bernadette (los padres, el comisario, los jueces)
le prohibieron en dos ocasiones acercarse a la gruta, a pesar de que ella
le había prometido a la aparición acudir durante quince días. Ella luchó
por obedecer, hasta que una fuerza irresistible la impulsó hacia la gruta.
Para resolver semejantes conflictos se necesita mucho discernimiento y
caridad, mucha prudencia y sentido pastoral.

d) Hay que relativizar, por las razones que hemos indicado, la distinción
original entre aparición (objetiva) y visión (subjetiva) y, con mayor
razón aún, eliminar la fórmula según la cual todas las apariciones
sobrenaturales entran en el campo de la alucinación. Las analogías no
son ninguna autorización para reducir estas comunicaciones
excepcionales, libres y diversas, dentro de unos esquemas sistemáticos
y preestablecidos. No tenemos ningún medio para juzgar en esta
materia, y esto por diferentes motivos. El ser que comunica (Cristo o la
virgen María en su cuerpo glorificado, tal como lo está en la actualidad)
nos es desconocido, tanto en la duración como en el género de
existencia corporal, que san Pablo define como misteriosa y
completamente diferente de la nuestra (lCor 15,42-44). La condición del
que recibe esa comunicación (el vidente) también se nos escapa; es
verdad que el fenómeno sensible del éxtasis puede ser examinado
objetivamente en algunos casos, pero incluso en esos casos revela
únicamente el condicionamiento de las apariciones; y estas últimas son
un fenómeno gratuito, inaccesible, que no puede repetirse a voluntad y
que se escapa de toda experimentación psicológica. Por consiguiente, no
estamos en una buena posición para comprender la relación que hay
entre el vidente y el objeto de la visión. Pero no podemos excluir
absolutamente que Dios o que una persona perteneciente a la comunión
de los santos pueda manifestarse de un modo auténtico. En ese caso, el
medio que utilizan para manifestarse se adapta necesariamente a la
naturaleza del sujeto que recibe (ad modum recipientis) y normalmente
pertenece a un género de descodificación distinto del conocimiento
común sensorial (en donde la información se transmite a través de
vibraciones materiales y de influjos nerviosos).
e) En esta materia resulta importante establecer una distinción entre
salud y patología. El buen sentido popular, lo mismo que la autoridad,
piensan que hay algo patológico cuando alguien dice que ve lo que los
demás no ven. No cabe duda de que en esta materia tiene mucho que
ver la ilusión. Pero puede haber también una patología por defecto, es
decir, el desvío o la retención de ciertos recursos de la comunicación o
del conocimiento. Si la biblia denuncia a los falsos profetas, denuncia
igualmente la sistemática represión del profetismo (Am 2,1112; Is
30,10; cf Jer 11,21; Zac 1,5; Neh 9,30), lo cual lleva a extinguir la
visión y la función profética en el pueblo de Dios para desdicha suya
(Lam 2,9-10; cf Ez 2,26; Sal 74,9; 77,9; Dan 3,38). Todo ocurre como
si en la biblia y en la iglesia los profetas y los videntes se vieran
reprimidos hasta el momento en que, una vez realizada la represión,
hay que lamentar que han dejado de existir (1Sam 3,1; 1Mac 9,27). La
reaparición del don profético es una de las promesas de renovación que
se le hicieron a Israel (Is 59,21; Os 12,1011; Jl 3,1) y que continúa en
el NT (Mt 23,37;, He 2,16-18) 37. Es difícil encontrar la medida justa y
una recta dirección en estas materias tan complejas.

3. MARÍA Y LAS APARICIONES. Puesto que las apariciones de la Virgen


son en la actualidad más frecuentes y célebres que las demás, podemos
preguntarnos cuáles son las afinidades dogmáticas y bíblicas que ella
tiene con este fenómeno. En el plano teológico, puesto que ella es la
más cercana a Jesucristo, es también la más cercana a los demás
miembros del cuerpo místico en la comunión de los santos. Y esto está
igualmente de acuerdo con su función de / sierva del Señor, con su
misión maternal en el cuerpo místico [-> Madre de Dios, -> Madre
nuestra], con su condición glorificada en el cuerpo y en el alma [->
Asunción]. Resulta normal encontrar en ella el "deseo de seguir
haciendo el bien en la tierra", que encontramos en Teresa de Lisieux o
en Bernardita de Lourdes. A Grignion de Monfort le gustaba subrayar
que la que había tenido una misión en la primera venida de Cristo
(primera escatología) está llamada a tener también una misión en su
segunda venida.

Puede decirse con la mayor certeza que María parece haber tenido una
misión para la salvaguardia de los carismas, en una época en la que
éstos se vieron menospreciados o sofocados. Su humilde persona.
tranquilizaba a la autoridad. De este modo, en un tiempo en que los
carismas eran objeto de una desconfianza particular, se ha aceptado en
la iglesia la serie prestigiosa de las apariciones modernas.
En el plano bíblico, María, madre del "hijo varón, el que debía apacentar
a todas las naciones con una vara de hierro" (Ap 12,5) aparece
(indistinta de la iglesia) como una "señal en el cielo" (Ap 12,1). El Cristo
del Apocalipsis es el cordero glorificado y al mismo tiempo inmolado.
Asimismo María aparece simultáneamente a la luz sobrenatural
("rodeada de sol, con la luna bajo sus pies, coronada de doce estrellas":
Ap 12,1), pero también en los dolores de parto, lo cual significa la cruz
(Jn 19,25-27; 16,21) y las persecuciones de la iglesia. Los rasgos de la
descripción de Ap 12 vuelven a encontrarse, en diversos grados, en las
apariciones de Guadalupe, de la "medalla milagrosa" y otras. Este texto
bíblico parece anunciar misteriosamente las visitas históricas de María a
su pueblo.

De una manera más amplia, el NT la caracteriza a través de la


comunicación con el cielo (anunciación y en cierto sentido Navidad) y de
la relación con Cristo (visitación, Caná). Ella ocupa un lugar original y de
primer plano en la efusión carismática del don de Dios. La comunión de
los santos es el lugar teológico en que es preciso colocar las apariciones
y saber discernirlas con la debida medida y sobriedad.

IDOLOS

Lo que Israel proclama directamente en esta fórmula es que fuera de su


Dios no se le ha mostrado como divina ninguna deidad o deificación. El
que se le ha revelado como Dios le ha liberado de la opresión de todos
los ídolos del mundo. El "amarás" es la respuesta adecuada ante el que
se ha revelado como Dios. También el Dt conoce el término temer, así
como obedecer, confiarse, apegarse. Pero encontró el término "amar"
como el más feliz de todos, porque expresa la entrega total del ser y
nunca admite un alto o un basta. Oseas y Jeremías hacen suyo ese
término; parte de la realidad humana del amor conyugal como la mejor
analogía y como el lugar en que se puede vivir la relación del hombre
con Dios. El Dt tiene más bien ante los ojos la imagen del amor filial:
Dios es el padre que da el ser y que educa a su pueblo, como hace un
padre con su hijo (8. 5; 14. 1), y el pueblo debe responder como el hijo
ante el padre. Por supuesto, todas las analogías tienen un punto en que
son válidas y muchos en que no lo son.

Esa actitud de amor ante el Dios único no debe ahorrar modos ni


medios, ya que es de suprema incumbencia. Hay que grabar en la
memoria tanto el "Dios es solamente uno" como el "amarás", llevarlo en
la lengua, repetirlo, anunciarlo en todo momento a los hijos, escribirlo
en el propio cuerpo y en los lugares visibles de la casa. Esos modos
externos de actualización ayudarán a tenerlo presente a toda hora y así
llenar con la fe y con el amor la existencia.
COMENTARIOS A LA BIBLIA LITURGICA AT
EDIC MAROVA/MADRID 1976.Pág. 262

1-2. D/ABSOLUTO D/CELOSO.

El lugar que ocupa el Señor en nuestra vida. O él es el primero, el único,


el todo. O no es nada. Él no se resigna a ser "también". Él se niega a
ser algo así como un relleno o un suplemento. O es solamente él, y
entonces está bien, aun cuando usted esté mal. Pero si es "también" él,
esto es humillante y es un fracaso. También debe ser el primero en
nuestras penas. Él no se contenta con añadir una pomada más, una
venda suplementaria.

Quiere ser el primero en ver nuestras llagas. El primero en ser


informado acerca de lo que nos ha sucedido. Y quiere ser el único que
las cure. Con su método especial. Tomándolas sobre sí.
ALESSANDRO PRONZATO
LA SORPRESA DE DIOS/Pág. 251

1-3.

Meditamos hoy el «Semá Israel», «Escucha Israel», que es aún ahora el


comienzo de la oración cotidiana de los judíos fieles. Ciertamente Jesús
dijo esa plegaria todos los días de su vida. Constituye el corazón de la
Fe judaica. El mismo Jesús hizo que recitase este pasaje el hombre que
le hizo la célebre pregunta: «¿Qué debo hacer para obtener la vida
eterna?» Y, prolongando esa enseñanza de Moisés, Jesús relató la
parábola del «buen samaritano» (Lucas 10, 25-37)

¡Escucha Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor!

Nuestra fe, como la de los judíos, no es ante todo una religión natural
que el hombre ha podido descubrir reflexionando. Es una religión
revelada. En una fe que procede de la «escucha» de Dios. Concédeme,
Señor, que te escuche más. Tú eres el único Dios.

-Amarás al Señor, tu Dios


Jesús dirá: «toda la ley se resume en este único mandamiento:
¡amarás! Dios no es ante todo el Ser supremo, el motor inicial del que
necesita el universo para existir. Dios no es solamente el Gran
Arquitecto, la Inteligencia primera que explica la finalidad del mundo y
preside los fenómenos de la naturaleza. Dios no es únicamente el Bien
por excelencia, el Valor perfecto en relación al cual serán juzgadas todas
las conciencias por su elección del bien o del mal...

Dios es todo esto. ciertamente.

Pero, por encima de todo, quiere ser alguien con quien se entra en
relación. Dios es "Alguien que ama y espera ser amado".

Dios es un corazón. Dios es un ser que aceptó ser vulnerable, como si, a
imagen nuestra, le hiriera la indiferencia.

«He ahí ese Corazón que tanto ha amado a los hombres y que en
correspondencia recibe sólo indiferencia y desprecio. »

Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas Dios
espera que nos comprometamos por entero. Con el corazón, con la
mente, la sensibilidad, la afectividad, el cuerpo, la actividad.

No es un «amor de boquilla» lo que espera de nosotros; sino un amor


que se pone de manifiesto por los actos cotidianos. ¿Qué haré HOY por
Ti?

-Sentado... caminando... acostado... de pie... repetirás esas palabras


grabadas en tu corazón... en tu casa... en el camino... las inscribirás en
tus manos... en tu frente... en las jambas de tus puertas.

¡Qué insistencia!

¡Amarás! ¡Amarás! ¡Amarás! Por todas partes, de todas las maneras, en


todo momento.

Para mi cuenta personal, puedo componer «mi» letanía de amor de


Dios, según mi género de vida: amarás aseando tu casa y cocinando,
trabajando en eso o aquello, educando a los hijos, en tu despacho, ante
la máquina de escribir, con las manos al volante... en los ojos de
aquellos que tú amas, en los cuidados dados a los que sufren... etc.

-Cuando te hayas saciado, cuida de no olvidarte del Señor.


¡Cuidado! que la felicidad no nos aleje nunca del amor de Dios. Por lo
contrario en la felicidad debemos cantar «gracias Señor».

Por todo lo que de Ti he recibido, Señor, te doy las gracias.

Tu eres bueno. Yo te amo. Esto es verdad. Haz que mi vida entera te lo


pruebe.
NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 5
PRIMERAS LECTURAS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
DE LOS AÑO IMPARES
EDIT. CLARET/BARCELONA 1983.Pág. 222 s.

1-4. /Dt/06/04-25

El shemá (Dt 6,4-9), llamado así por la palabra hebrea con que
comienza («¡escucha, Israel!»), es la gran oración judía, núcleo de la
piedad personal y litúrgica a lo largo de su historia. Esta confesión de fe
no proclama un concepto filosófico (la unicidad de Dios), sino el fruto de
la experiencia de todo un pueblo: fuera de Yahvé, ningún dios se ha
mostrado capaz de salvar.

Y frente a este carácter excepcional de Yahvé, ¿qué se le pide a Israel?


Todo se condensa en un precepto: «Amarás a Yahvé, tu Dios, con todo
el corazón...» (v 5). Se trata de un único precepto que unifica la vida
entera. En otros pasajes del Antiguo Testamento no se exige
directamente amar a Yahvé. En los libros proféticos y en los Salmos se
invita al pueblo a corresponder con fidelidad a la alianza, a «temer a
Yahvé», a «obedecerle», a «adherirse a él»... El Dt usa también esas
expresiones, pero es el único que presenta el «amarás a Yahvé» como
expresión suprema: es la respuesta profunda del hombre libre (liberado
por Yahvé) que se entrega libremente a él.

Se trata de un amor que incluye la obligación de servirle y cumplir sus


preceptos: «Y nos mandó cumplir todos estos mandatos temiendo a
Yahvé...» (24); pero excluye el temor de esclavo: la alianza con Dios
capacita al pueblo para servirlo y amarlo. El «amarás a Yahvé, tu Dios»,
llega hasta lo más profundo del creyente: «Con todo el corazón, con
toda el alma, con todas las fuerzas...» (5). Es una actitud que no admite
límites ni pausas. De lo más íntimo del creyente brota luego hacia el
exterior y se manifiesta en el cumplimiento fiel de cuanto dispone
Yahvé. La obligación de recordar este precepto básico abarca toda la
gama de actividades humanas: «Estando en casa y yendo de camino,
acostado y levantado» (7).

Se extiende a toda la vida en el momento presente y se despliega hacia


el futuro: "Las inculcarás a tus hijos" (7). Así se formará una cadena
viva que hará resonar en cada generación las maravillas del pasado. En
tiempos de Jesús, el shemá es el compendio de la piedad judía: «Este
es el mandamiento principal y el primero» (Mt 22,37s). Jesús lo
reafirma y lo amplía al prójimo: si entramos en alianza con Dios
sentiremos que todos los hombres son hermanos nuestros.
R. VICENT
LA BIBLIA DIA A DIA
Comentario exegético a las lecturas de la Liturgia de las Horas
Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 537 s.

2.- Ha 1, 12-2, 4

2-1.

-Desde los tiempos más lejanos, ¿no eres Tú, Señor, mi Dios, mi Santo,
Tú, que no puedes morir?

En medio de las fragilidades y de las ruinas, de las dificultades y de los


fracasos, el hombre ha considerado siempre a Dios como «el eterno», el
fuerte, el santo, el inmortal.

Algunos filósofos critican hoy esta concepción de Dios, acusándola de


ser un fácil consuelo de nuestros límites humanos: como si, de hecho,
Dios no fuera más que la proyección, más allá del hombre, de sus
propias carencias; se sueña lo que no se tiene, y se imagina que lo
soñado existe en algún lugar.

Es verdad que tenemos siempre la tendencia de hacernos un Dios a


nuestro servicio, un Dios que colme nuestras carencias.

De todos modos, por medio de los acontecimientos Dios se encarga de


purificar estas imágenes demasiado simplistas que nos hacemos de El:
nos desconcierta sin cesar, para provocarnos a avanzar más lejos cada
vez hasta que lleguemos a descubrirlo.

-Tú estableciste el pueblo de los caldeos para ejecutar el juicio y llevar a


cabo el castigo.
Ayer, Nahúm nos invitaba a ver a Nínive aplastada por los caldeos de
Babilonia. Hoy Habacuc nos invita a considerar que esos mismos
caldeos, instrumentos de la intervención de Dios, irán, a su vez,
demasiado lejos en su represión.

-Tus ojos son demasiado puros para ver el mal, no puedes mirar la
opresión. Entonces, ¿por qué callas cuando el malvado devora a un
hombre más justo que él?

Este «por qué», esta pregunta dirigida a Dios... ¡cuán actual es! Aunque
nos hayamos hecho de Dios un concepto de Fortaleza, de Justicia, de
Santidad... esto no resuelve todas nuestras preguntas. Nos quedamos
en la duda.

¿Por qué, Señor, todo parece salirles bien a los impíos? ¿Por qué el
sufrimiento, por qué?

No hemos de temer preguntar a Dios. ¡Babilonia no es mejor que


Nínive! Y Dios está mucho más allá de Nínive o de Babilonia, aunque,
momentáneamente la una o la otra contribuyan a hacer avanzar, quizá
sin saberlo, los proyectos de Dios.

-Descripción de la pesca: se compara la conquista babilónica a una red


que recoge todo lo que encuentra...

¡Y se vanagloria de ello! "¡Y para conseguirlo ofrece sacrificios a su red y


hace humear las ofrendas ante su nasa, porque gracias a ellos obtiene
presa abundante!" El hombre se pasa de listo. Y se atribuye a sí mismo
los éxitos.

-Entonces el Señor me contestó: «Escribe la visión, ponla clara en


tablillas para que se pueda lee de corrido. Esta visión se realizará, pero
solamente cuando llegue su tiempo.»

Dios es enteramente el otro.

Hay que saber esperar. Con El, hay que hacer el salto a lo desconocido.
Cuando algo no ha ocurrido como la creíamos ingenuamente, cuando un
suceso nos ha desconcertado, cuando uno, se hace, ante Dios, una
nueva pregunta... entonces hay que tener paciencia: el proyecto de Dios
"se realizará pero a su debido tiempo". Mientras tanto hay que caminar
en la noche.
Verdad siempre actual. A partir de esta revelación hago una oración de
esperanza.

-Esta visión tiende hacia su cumplimiento, no decepcionará. Si parece


tardar, espérala: vendrá, ciertamente, pero a su hora...
NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 4
PRIMERAS LECTURAS PARA EL TIEMPO ORDINARIO
DE LOS AÑOS PARES
EDIT. CLARET/BARCELONA 1984.Pág. 222 s.

3.- Mt 17, 14-19

3-1.

-Un hombre se acerco a Jesús: "Señor, ten compasión de mi hijo, que


tiene epilepsia y con los ataques su estado es muy deplorable... Se lo he
traído a tus discípulos y no han podido curarlo".

Es curioso: Este pobre hombre, en lugar de ir directamente a Jesús, se


ha dirigido primero a los apóstoles. No habiendo obtenido nada se dirige
luego a su Maestro.

Todo lo que sigue versará sobre un diálogo de Jesús con sus apóstoles.

Y, de entrada, la respuesta de Cristo es de una increíble dureza para


ellos:

-"¡Gente sin fe y pervertida! ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?


¡Traédmelo aquí!"

Tres o cuatro veces en el evangelio Jesús manifiesta su sufrimiento de


tener que vivir con gente que no entiende nada.

Tú, el Hijo de Dios altísimo, Tú, el Santo, la Inteligencia sumamente


aguda... has aceptado vivir con pobres seres obtusos, pecadores,
incrédulos.

Perdón, Señor, por nuestras pequeñeces y por nuestras mezquindades.


Perdón, Señor, por todas las decepciones que te infligimos.

Y ¡eran tus apóstoles los que merecían esos reproches violentos! Sí, hoy
todavía, debes seguir sufriendo de ese modo y por la misma razón:
obispos, sacerdotes, que dudan de que el Espíritu continúa obrando...,
cristianos, que no creen en el poder del Espíritu.

-...¿Por qué razón no pudimos echar ese demonio nosotros? -Porque


tenéis poca fe.

Jesús tropezó con la incredulidad, con la ineficacia de su trabajo:


sembró la Palabra sin resultado aparente.

La fe. El punto de apoyo en Dios. Sí, creo.

La correspondencia a la Palabra de Dios. Sí, creo.

La confianza otorgada a la Palabra de Jesús. Sí, creo.

Ven, Señor, ayúdanos cuando falla nuestra fe.

-Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta


colina: "Muévete de aquí allá". Y se movería.

¡Hay que tomar en serio esas palabras del Señor! Efectivamente no se


trata de desplazar materialmente "montañas~ de piedras; pero la Fe
puede realizar otras tareas que no son menos difíciles: desplazar
montañas de orgullo, de egoísmo, de cobardía... cambiar corazones,
hábitos... transformar hombres, haciéndoles capaces de entrar en
relación con Dios...

La Fe, tal como es considerada aquí por Jesús, es una fuente de


audacia, de iniciativa, de empresas aparentemente imposibles.

¡Desplaza mis "montañas", Señor! ¡Dame esa fe, que es el apoyo de tu


propio poder divino!

-Y nada os será imposible.

¡Cuánto me gusta oírte decir esto, Señor Jesús! Repíteme esa palabra.

La escucho. La aplico serenamente a mi jornada de hoy sin exaltación


extraordinaria, pues me conozco, sino contando solamente contigo. Sí,
líbrame de mis entusiasmos que no llegan al día siguiente. Pero dame
esa tenacidad de la Fe adulta, y nada me será imposible, como lo has
prometido...
La Fe, tal como Jesús la ve, es una fuerza: triunfa de lo imposible,
duplica las fuerzas del hombre, es un "poder de Dios" para la salvación
de cualquiera que cree. (/Rm/01/15)
NOEL QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 2
EVANG. DE PENTECOSTES A ADVIENTO
EDIT. CLARET/BARCELONA 1983.Pág. 114 s.

3-2.

1. (Año I) Deuteronomio 6,4-13

a) «Cuidado: no olvides al Señor que te sacó de Egipto». La


preocupación de Moisés, en su testamento, es que el pueblo tiene poca
memoria: olvida fácilmente lo que Dios ha hecho.

El encargo último de Moisés es: «escucha, Israel», «shema, Israel», que


es la oración principal de los judíos, aún hoy. Una oración que recitan
los creyentes tres veces al día. El «shema» es el resumen de toda la
espiritualidad del pueblo israelita. Es la actitud de apertura a Dios, de
escucha de su palabra.

La consecuencia tiene que ser ésta: «amarás al Señor tu Dios con todo
el corazón».

Amarle: no sólo obedecerle, o temerle, o intentar aplacarle. Amarle. Es


la única respuesta al amor inmenso que Dios ha mostrado a su pueblo a
lo largo de esos cuarenta años y ante la perspectiva de un don como el
que les va a hacer, la tierra prometida.

b) Cuando a Jesús le preguntaron cuál era el mandamiento principal, no


dudó en responder con esta cita del Deuteronomio: «Amarás al Señor tu
Dios con todo tu corazón...

Este es el mayor y el primer mandamiento». A éste une estrechamente


el otro: «El segundo es semejante a éste: amarás a tu prójimo como a
ti mismo» (Mt 22,37-39). He aquí el testamento de Moisés y el encargo
fundamental de Jesús: que amemos a Dios.

Probablemente, necesitamos que se nos vuelva a recordar: «cuidado, no


olvides al Señor... al Señor tu Dios temerás, a él solo servirás». El
mundo nos invita a otros altares y a otros cultos, con ídolos más o
menos atrayentes. Pero nuestro Dios, el que luego se ha mostrado
como el Padre de nuestro Señor Jesús, es el único que nos ha amado de
veras y está pidiendo nuestro amor indivisible.

La consigna de los judíos es también nuestra: «escucha, cristiano»,


ponte en actitud de apertura hacia ese Dios que te dirige su palabra. Es
la única palabra que te ayudará a encontrar el camino verdadero.

Hoy podemos recitar, cada uno, el salmo: «Yo te amo, Señor, tú eres mi
fortaleza...Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis
enemigos. Viva el Señor, bendita sea mi Roca...».

1. (Año II) Habacuc 1,12 -2,4

a) Otro profeta poco conocido: Habacuc. No sabemos casi nada de él.


Pero sus palabras están llenas de consuelo y de interesante reflexión
sobre la historia.

Es un profeta que se atreve a interpelar a Dios y «pedirle cuentas» de


por qué permite el mal en el mundo. La situación política es ésta: a la
calda de Nínive ha seguido la opresión, igualmente cruel, de los
babilonios, que son ahora el terror de los israelitas. ¿Cómo puede ser
que Dios lo consienta?

Dios se había servido de los babilonios para destruir a los asirios («has
destinado al pueblo de los caldeos para castigo»). Pero ahora, ¿cómo
permite que ellos, los babilonios, sigan haciendo el mal? («¿por qué
contemplas en silencio a los bandidos, cuando el malvado devora al
inocente?... ¿seguirán matando pueblos sin compasión?»). Orgullosos
de sí mismos y de sus propias redes y malas artes, ¿van a salirse con la
suya?

El profeta resume la respuesta de Dios, que invita a la paciencia y a la


confianza, porque la historia seguirá su curso: «la visión espera su
momento, se acercará su término y no fallará... el injusto tiene el alma
hinchada, pero el justo vivirá por su fe».

b) La misma pregunta nos viene a la mente con frecuencia, también


ahora: ¿por qué Dios permite el mal, por qué consiente que los
malvados se salgan con la suya y prosperen en sus planes?

Es un lenguaje que los salmos nos enseñan a usar en nuestra oración.


Continúa la lucha entre el bien y el mal, entre los malvados y los
humildes y débiles. En esta lucha, Dios está ciertamente de parte de los
débiles: «Tú no eres un Dios que ame la maldad, ni el malvado es tu
huésped. Detestas a los malhechores, al hombre sanguinario y
traicionero lo aborrece el Señor».

Pero es hasta cierto punto lógico que los creyentes pierdan la paciencia
e interpreten el silencio de Dios como olvido: «¿hasta cuándo, Señor,
seguirás olvidándome? ¿hasta cuándo va a triunfar tu enemigo?».
«Despierta, Señor, no te estés callado, mira que tus enemigos se agitan
y los que te odian levantan cabeza». Es la queja y la oración de
Habacuc, que podemos hacer nuestra, al ver los males de nuestro
mundo: el narcotráfico, el terrorismo, la venta de armas, los genocidios,
las injusticias contra los débiles...

Habacuc no nos da todas las respuestas. Pero sí nos recuerda que Dios
se preocupa de los pobres y que, de un modo misterioso, sigue estando
cerca de los atribulados. Como dice el salmo, «No abandonas, Señor, a
los que te buscan. El juzgará el orbe con justicia y regirá las naciones
con rectitud... no olvida los gritos de los humildes».

También nos enseña a tener una visión más global de la historia: «se
acercará su término y no fallará: si tarda, espera, porque ha de llegar
sin retrasarse». Una vez más, los cínicos caerán en su propia trampa,
porque «el injusto tiene el alma hinchada», mientras que a los «pobres
los llenará de bienes», porque «el justo vivirá por su fe».

No sabemos cómo, pero la cizaña algún día será separada del trigo, y
los peces malos no tendrán la misma suerte que los buenos. Dios le
enseña a su profeta -y a nosotros- a respetar los tiempos: a seguir
luchando contra el mal, pero sin perder el ánimo ni querer quemar
etapas.

2. Mateo 17,14-19

a) Al bajar del monte, después de la escena de la transfiguración -que


no hemos leído-, Jesús se encuentra con un grupo de sus apóstoles que
no han sido capaces de curar a un epiléptico.

Jesús atribuye el fracaso a su poca fe. No han sabido confiar en Dios. Si


tuvieran fe verdadera, «nada les sería imposible». Después, «increpó al
demonio y salió, y en aquel momento se curó el niño».
b) ¡Cuántas veces fracasamos en nuestro empeño por falta de fe!
Tendemos a poner la confianza en nuestras fuerzas, en los medios, en
las instituciones. No planificamos con la ayuda de Dios y de su Espíritu.

Jesús nos avisó: «sin mí no podéis hacer nada». Apoyados en él, con su
ayuda, con un poco de fe, fe auténtica, curaríamos a más de un
epiléptico de sus males. El que cura es Cristo Jesús. Pero sólo se podrá
servir de nosotros si somos «buenos conductores» de su fuerza
liberadora. Como cuando Pedro y Juan curaron al paralítico del Templo.

La de cosas increíbles que han hecho los cristianos (sobre todo, los
santos) movidos por su fe en Dios. Tener fe no es cruzarse de brazos y
dejar que trabaje Dios. Es trabajar no buscándonos a nosotros mismos,
sino a Dios, motivados por él, apoyados en su gracia.

«Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón» (1ª lectura I)

«Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza» (salmo I)

«El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe» (1ª
lectura II)

«Si vuestra fe fuera como un grano de mostaza, nada os seria


imposible» (evangelio)
J. ALDAZABAL
ENSÉÑAME TUS CAMINOS 5
Tiempo Ordinario. Semanas 10-21
Barcelona 1997. Págs. 245-248

3-3.

Hab 1, 12-2, 4: Dios, trinchera de Justicia

Mt 17, 14-19: Entre el fuego y el agua

El niño endemoniado es símbolo de dos tendencias negativas a las que


conduce el mal (demonio). Cuando se cae en el fuego indica de qué
modo la gente espera ser liberada del mal, de los romanos, por la vía
violenta. Cuando cae al agua señala el camino de los prodigios
ahistóricos en los que la gente colocaba su esperanza de liberación. Esta
mentalidad la compartían los discípulos, por eso no podían liberarse.
Jesús les reprende su falta de fe en el Reino como proyecto alternativo.
Se desespera ante la física miopía de los discípulos y de la multitud que
lo sigue. Le desespera la enajenación en que permanecen las mentes de
sus seguidores. Aunque están con él no son capaces de percibir la nueva
luz que brilla sobre las personas, luz que trae la liberación de las
ataduras del mal. Jesús definitivamente no pacta con las aspiraciones
violentas o milagreras que estaban presentes en la mentalidad de sus
contemporáneos.

Jesús atribuye esta cerrazón del entendimiento a la más simple falta de


fe en la voluntad de Dios. El designio de Dios se revela como un Reino
que tiene por modelo la persona, vida y obra de Jesús. Lo que no pinte
por ese lado... definitivamente: no es de Dios.

Hoy nosotros nos enfrentamos con fe tímida, mas bien entumida, a la


mentalidad vigente del capitalismo y nos dejamos arrastrar por ella.
Definitivamente, nos cuesta trabajo ver la nueva luz que irrumpe con
Jesús y que nos libera de la opresión y el mal que se ha instalado en la
sociedad y en lo profundo de nuestro corazón. Necesitamos pues de una
fe que nos ayude a mantenernos despiertos y dispuestos.
SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO

3-4. 2001

COMENTARIO 1

vv. 14-15: Cuando llegaron adonde estaba la multitud se le acercó un


hombre 15que le dijo de rodillas:

-Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y sufre


terriblemente: muchas veces se cae en el fuego y otras muchas en el
agua. 16Se lo he traído a tus discípulos y no han sido capaces de
curarlo.

Esta narración, colocada por los tres evangelios sinópticos


inmediatamente después de la transfiguración, está, por tanto, en
relación con ella y, en consecuencia, con el problema del mesianismo,
que viene tratando Mt desde el capítulo 16, versículo 13.

Mt combina en la figura del hijo una multitud de datos: está «lunático»


o «epiléptico», es decir, tiene períodos en que pierde el control; «sufre
terriblemente», es decir, los ataques tienen para él consecuencias muy
dolorosas; lo llevan a caer a menudo en el fuego y en el agua. Estas
precisiones, narrativamente superfluas pero que Mt, a pesar de abreviar
notablemente el texto de Mc, no ha suprimido (cf. Mc 9,22), han de
tener un sentido particular. De hecho, pueden ponerse en relación con
los dos personajes aparecidos en la transfiguración, de los cuales Elías
acaba de nombrarse (17,11s).

El fuego es símbolo del celo violento de Elías (cf. 3,10.11.12; 8,14s); el


agua, del éxodo de Egipto, preparado por prodigios de fuerza y
acaudillado por Moisés. La enfermedad se identifica con un demonio
(18), que sale del niño como el espíritu inmundo sale de un hombre
(12,43s: «lo echan»). Al mismo tiempo, esta expulsión es curación (18),
como en el caso del endemoniado ciego y mudo (12,22s). En este
último caso de expulsión de un demonio, Mt condensa rasgos de los
anteriores.

El demonio que posee al hombre representa en Mt una ideología


contraria al plan de Dios (16,23), que ciega al hombre. La relación con
12,22s muestra que se trata de la ideología mesiánica popular, que,
según enseñan los letrados, espera la venida de Elías para arreglar
milagrosamente la situación (cf. 17,10).

El pueblo, representado en este aspecto por el hijo, tiene exas-


peraciones periódicas («epiléptico»): busca salir de su situación
desesperada usando la violencia («fuego, agua»), según modelos del AT
(Elías, Moisés). Se transparenta el espíritu zelota, que provoca
rebeliones armadas que llevan al pueblo al fracaso.

vv. 16-18: Se lo he traído a tus discípulos y no han sido capaces de


curarlo.

17Jesús contestó: ¡Generación sin fe y pervertida! ¿Hasta cuándo ten-


dré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar?
Traédmelo aquí. 18Jesús increpó al demonio y salió; en aquel momento
quedó curado el chico.

Los discípulos, que siguen con la idea de los hombres (16,23), es decir,
que profesan aún el mesianismo de los letrados, no son capaces de
liberar al pueblo.
La invectiva de Jesús se dirige sobre todo a los discípulos, pues el
pueblo, representado también por el padre, tiene fe en Jesús («de
rodillas», «Señor») y desea salir de su situación.

vv. 19-20: Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte:


¿Por qué razón no pudimos echarlo nosotros? 20Les contestó: Porque
tenéis poca fe. Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de
mostaza le diríais a ese monte que se moviera más allá y se movería.
Nada os sería imposible.

Los discípulos se extrañan de no haber sido capaces de expulsar el


demonio. De hecho, Jesús les había dado la autoridad para hacerlo
(10,1); es la primera vez que se les ofrece la ocasión, y fracasan. La
razón es su falta de fe; esto es lo que hace fracasar la misión. Un
mínimo de fe (cf. 13,31) sería suficiente para poner a disposición del
discípulo la potencia de Dios. La imagen del monte se repite en términos
parecidos en 21,21, donde se refiere al monte sobre el que está
edificado el templo. Es posible que contenga aquí la misma alusión. La
imagen escriturística (cf. Is 49,11; 40,4ss; 54,10) indica la supresión de
obstáculos a la acción de Dios. El monte (Jerusalén, la doctrina oficial)
se interpone en el camino del reinado de Dios. Con la verdadera fe o
adhesión a Jesús y a su mensaje mesiánico, que comporta el
cumplimiento de las condiciones para seguirlo (16,24), serían capaces
de todo.

COMENTARIO 2

A la subida al monte de la transfiguración se contrapone, en los tres


sinópticos, una bajada cuyo término es el encuentro con el "pueblo". En
este encuentro, Jesús se pone en contacto de nuevo con tres
manifestaciones de la miseria humana: la enfermedad, el influjo
diabólico, la falta de fe. El hecho en torno al que se desarrolla el texto
es la curación de un muchacho epiléptico y "poseso".

En la estructura de Mateo, la unión entre la transfiguración y esta


curación se encuentra en el rechazo o en la imposibilidad de creer que
rodean inmediatamente a aquel a quien acaba de cubrir la gloria divina.
Jesús se va a quejar en varias circunstancias de que los hombres no
tienen fe: el padre del niño enfermo y los discípulos mismos.

Jesús quiere darle al padre del muchacho, a sus discípulos y a la gente


que lo rodea, una lección práctica sobre la fe. Ante la impotencia del
hombre frente a la enfermedad, Jesús desenmascara una miseria
todavía más grave: la incapacidad de creer, la cual se compara aquí a
una perversión generalizada que afecta a toda la generación. Esta
última palabra se extiende no a toda la humanidad en general, sino a
los hombres, especialmente a los judíos del tiempo de Jesús.

En este relato, Mateo insiste en la autoridad real de Jesús a pesar de la


impotencia de los hombres; Jesús obra contra la generación descreída.
Jesús por su poder conmina al espíritu inmundo por medio de un
exorcismo que libera al muchacho. De nuevo aparecen en el relato los
discípulos de Jesús, cargados de preguntas sobre su imposibilidad para
curar a los enfermos. Mateo atribuye dicha imposibilidad a su
incredulidad, porque no tienen ni un mínimo de fe, del tamaño de un
grano de mostaza. La intención de Jesús no es llamar la atención de los
discípulos sobre la debilidad de su fe, sino de remitirlos al poder
incomparable de Dios.

1. J. Mateos-F. Camacho, El evangelio de Mateo. Lectura comentada,


Ediciones Cristiandad, Madrid

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de


Latinoamérica)

3-5. 2002

COMENTARIO 1

vv. 24-26 «Sí, os lo aseguro: Si el grano de trigo, una vez caído en la


tierra, no muere, permanece él solo; en cambio, si muere, produce
mucho fruto. Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la
propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida
definitiva. E1 que quiera ayudarme, que me siga, y así, allí donde yo
estoy, estará también el que me ayuda. A quien me ayude lo honrará el
Padre».

En esta declaración solemne y central explica Jesús cómo se producirá


el fruto de la misión, suya y de los discípulos. No se genera vida sin dar
la propia. La vida es fruto del amor y brota según la medida del amor.
Amar hasta el fin es darse sin escatimar.
En la metáfora del grano que muere en la tierra, la muerte es la
condición para que se libere toda la energía vital que contiene; la vida
allí encerrada se manifiesta entonces de una forma nueva. Jesús afirma
con esto que el hombre posee muchas más potencialidades de las que
aparecen, y que solamente el don de sí hasta el fin las libera para que
ejerzan toda su eficacia.

Jesús usa aquí una formulación extrema. En realidad, la muerte de que


habla no es un suceso aislado, sino la culminación de un proceso de
donación de sí mismo; se presenta como el último acto, que sella
definitivamente la entrega continua. El dicho de Jesús implica que la
fecundidad no depende de la transmisión de un mensaje doctrinal, sino
de la práctica de un amor hasta el fin. El amor es el mensaje.

El temor a perder la vida es el gran obstáculo a la entrega. Poner límite


al compromiso por apego a la vida es condenarla al fracaso, pues este
apego lleva a todas las abdicaciones. Por el contrario, estar dispuesto a
arriesgar la vida, desafiando la hostilidad de la sociedad injusta, no
significa frustrar la propia existencia, sino llevarla a su completo éxito.
Infundir temor es la gran arma del orden injusto. Quien no teme morir,
lo desarma. Es totalmente libre y puede amar totalmente.

Ha advertido Jesús que el secreto de la fecundidad está en la entrega de


la propia vida. Ahora invita a seguirlo en ese camino (el que quiera
ayudarme, que me siga), es decir, colaborar en su misma tarea, aun en
medio de la hostilidad y persecución. Es el mismo mensaje contenido en
la exigencia de “comer su carne y beber su sangre” (6,35).

El lugar de Jesús (allí donde yo estoy) es el de la plenitud del amor que


va a demostrar en la cruz, de donde brotará el fruto. El hombre libre
creado por Jesús (8,32) es dueño de su vida y por eso puede darla
como él. Posee su presente, y en cada ocasión puede entregarse al
máximo. Eso precisamente significa “morir”: no en primer lugar perder
la vida porque otros la arrebaten, sino ir entregándola como don libre de
sí. Esa entrega va comunicando vida a otros y acrecentándola en el
hombre mismo. Con esta actividad de amor, el discípulo se va haciendo
“hijo de Dios”, y, aunque "el mundo" lo margine y le quite la honra, el
Padre lo honrará acogiéndolo como a hijo suyo.

COMENTARIO 2
La lectura evangélica nos habla de seguimiento de Jesús hasta la
muerte, es decir, de martirio, como el que sufrió san Lorenzo, uno de
los diáconos administradores de la iglesia de Roma. Se trata de un
pasaje del evangelio de san Juan. Palabras del Señor colocadas al final
de su ministerio público, antes del relato de la pasión, como una especie
de balance: Jesús ha realizado su misión, junto con las señales que la
corroboran, ahora marcha hacia la cumbre de su glorificación, que pasa
necesariamente por la experiencia del sufrimiento y la muerte; así
habrán de hacer también sus discípulos, sus seguidores: caer en la
tierra como el grano de trigo, para ser fecundados por la muerte y dar
fruto abundante.

El martirio de san Lorenzo sucedía en los orígenes de la Iglesia, pero a


lo largo de los siglos y hasta el día de hoy, los mejores cristianos no han
dejado de amar a Dios en los pobres y necesitados, promoviendo
numerosas y muy diversas iniciativas para servirles y asistirlos. Aún en
nuestro tiempo los pobres son el tesoro más preciado de la Iglesia y no
han faltado en estos últimos años cristianos dispuestos a dar su vida por
defenderlos y servirlos. Esta regla y medida puede servirnos, personal y
comunitariamente, para evaluar nuestra fidelidad en el seguimiento de
Cristo.

3-6.

Sábado 9 de agosto de 2003


Fabio, Román, Justo

Dt 6, 4-13 : Escucha Israel: amarás al Señor tu Dios...


Salmo responsorial: 17, 2-4. 47.51 : Te amo, Señor, tú eres mi fuerza
Mt 17, 14-20: Si tienen fe, nada les será imposible

Se trata aquí de un hombre que ruega a Cristo, movido por una


desgracia familiar. Su oración “¡Kyrie, eleison!” significa: Señor, movido
por tu misericordia, intervén y da una solución a esta situación
miserable. El v.17 subraya que el milagro no se había realizado. Los
discípulos no habían sido capaces de hacer nada por él, pese al hecho
de que anteriormente habían sido enviados a predicar y a curar
(10,1.8). Existe en este punto un contraste entre la experiencia
estimulante vivida en la cumbre de la montaña y esta falta de fe al pie
de ella. Moisés también había experimentado la falta de fe de Israel al
bajar del monte tras la teofanía en el Sinaí (Ex 32).
Jesús manifiesta su molestia y exasperación ante esta falta de fe
utilizando frases que Moisés había empleado para indicar la incredulidad
de Israel (Dt 32, 5.20); después expulsa al demonio, y el muchacho
queda curado. Más tarde cuando los discípulos están a solas con Jesús,
le preguntan por qué no pudieron ellos expulsar al demonio. La
respuesta de Jesús es: “Por su poca fe”, frase que ya ha utilizado antes
(6,30; 8,26; 14,31). La “fe” es tanto receptiva como activa, porque
expresa una relación con Dios que se refleja en las relaciones con los
demás. Por esta razón utiliza Jesús la declaración proverbial de Is 54,10
cuando dice que, si tuvieran fe como un grano de mostaza (cf. 13,31),
podrían mover montañas.

Además de la comprensión (17,13) es necesaria la fe. Bastantes


manuscritos, aunque no los mejores, añaden Mt 17,21, que dice: “pero
esta clase de demonios sólo se expulsa con la oración y el ayuno”.

Al volver junto a la gente y los demás discípulos, a Jesús le sale al


encuentro un hombre muy preocupado por su hijo epiléptico, que se
lesiona a sí mismo. La fe de los discípulos ha sido insuficiente. De ahí la
exhortación de Jesús a que acrecienten la fe ya que de otro modo no
serán capaces de hacer presentes los signos del reino. Se hace notar, y
este es un mensaje fuerte para nosotros, que si hubieran tenido al
menos una brizna de fe, hubieran podido hacerlo. El término, “poca fe”,
más que en sentido de cantidad, tiene un sentido de calidad. Esto lo
podemos aplicar a otras virtudes como la esperanza y sobre todo la
caridad. Cuánto agradecerían las personas, en especial los hijos, si el
poco tiempo que les damos por tantas ocupaciones y preocupaciones
fuese con calidad y –obvio- si a la calidad le añadimos cantidad. Lo
cierto es que en este pasaje lo que les falta a los discípulos es una fe
auténtica.

Nosotros, ante esto, debemos reflexionar que muchas veces no nos


cansamos de acusar a Dios porque no nos escucha después de haber
pedido y no obtener lo que pedimos, le echamos la culpa a El. Ahora,
Jesús nos echa la culpa a nosotros, por no tener una fe auténtica, una
confianza a toda prueba. Esto lo comprobamos cuando Jesús se
encontraba con una fe de esta naturaleza, le atribuía los milagros que
realizaba: “tu fe te ha salvado”, así como cuando no encontraba fe
“estaba admirado de la incredulidad y no pudo hacer muchos milagros
ahí” (cf. Mc 6,5-6).
Dios está dispuesto a intervenir aquí y ahora para salvarnos; pero si
tenemos dudas, si no creemos que su amor pueda llegar hasta aquí, no
esperemos ser escuchados. Recibimos lo que esperamos: ¡nada! Por
otra parte, no debemos pretender obtener milagros a placer. Aquella
“montaña” que podemos trasladar de un lugar a otro no está fuera sino
dentro de nosotros: montañas de egoísmo, autosuficiencia,
insensibilidad hacia los otros, materialismo, sensualidad... Para
moverlas debemos creer en Dios que nos ayudará, siempre y cuando
nos empeñemos con Fe, aunque sea poca, pero auténtica. Dios tendrá
piedad de quien se acerque a El con un corazón sencillo.

La primera lectura de hoy también nos puede iluminar sobre lo


reflexionado. “Escucha Israel...” es una invitación a recordar en qué
Dios tengo fe y si en verdad cumplo mi parte de la Alianza con este Dios
bueno y celoso por sus hijos e hijas.

SERVICIO BÍBLICO LATINOAMERICANO

3-7. DOMINICOS 2004

7 de agosto, sábado: El justo vive por su fe

María, dichosa tú que has creído.

Repetidas veces en esta semana nos hemos encontrado en la liturgia


con la alabanza de la fe en unas personas creyentes, y con el lamento
por la falta de fe en otras. Dos elogios fueron especialmente grandes: el
dedicado por Jesús a la fe de la mujer cananea (pobre, humilde,
angustiada, confiada en que incluso los cachorrillos participan del
banquete de los señores) que se contentaba con unas migajas caídas de
la mesa del Amor; y el dedicado a Pedro, porque un día reconoció y
confesó –don divino- que Jesús era Mesías, al Hijo de Dios.

Y dos lamentos fueron muy doloridos, ambos motivados por la pequeñez


espiritual de los discípulos: el de la turbación y zozobra de Pedro cuando
caminaba sobre las olas del lago atraído por Jesús; y el de la menguada
confianza en el poder de Dios que –por ser tan menguada- deja al
maligno actuando en el mundo enfermo.

¿Cómo es nuestra fe? ¿Cuánta es nuestra seguridad y confianza en el


Señor? María, mujer creyente y fiel, madre nuestra, fortalece tú nuestra
voluntad en servicio al amor, al bien, a la verdad.

La voz de Dios y su mensaje en la Biblia


Profeta Habacuc 1, 12-2,4:
“¿No eres tú, Señor, desde antiguo, mi santo Dios que no muere?

¿Pusiste en manos de los caldeos nuestro castigo? Les encomendaste la


sentencia?.

Tus ojos son demasiado puros para mirar al mal, no puedes contemplar
la opresión.

¿Por qué contemplas, pues, en silencio a los bandidos, cuando el


malvado devora al inocente?

Tú hiciste a los hombres como peces del mar, como reptiles sin jefe...

¿Seguirá (el opresor) vaciando sus redes, matando pueblos sin


compasión?

Yo me pondré de centinela y velaré para escuchar lo que me dice el


Señor...”

Evangelio según san Mateo 17,14-20:


“En aquel tiempo, se acercó a Jesús un hombre, y de rodillas le dijo:
Señor, ten compasión de mi hijo, que tiene epilepsia y le dan ataques...
Se lo he traído a tus discípulos y no son capaces de curarlo. Jesús
contestó: ¡Gente sin fe y perversa! ¿Hasta cuándo os tendré que
soportar? Traédmelo.

Jesús increpó al demonio, y salió, y el niño se curó... Y dijo a sus


discípulos: Os aseguro que si fuera vuestra fe como un grano de
mostaza, le diríais a aquella montaña que viniese aquí, y vendría. Nada
os sería imposible”

Reflexión para este día


Tener fe es una bendición
Cuando hablamos de ‘fe’ nos referimos a una actitud personal en la que,
como personas conscientes, libres y responsables, abiertas a los demás
y necesitadas de ellos, confiamos en su bondad y verdad, en su poder y
generosidad, en su solicitud y e interés por los demás.

Sin esa ‘confianza’ que nos pone en comunicación amigable con los
demás, no hay auténticamente ‘fe’, ‘adhesión’, ‘puesta en sus manos’.
La ‘desconfianza’ rompe relaciones, distancia a las mentes y a los
corazones, mata la fe.

¿Quiénes son El Otro y los otros en quienes estamos llamados a confiar


y creer? El Otro es sólo Dios, misterio escondido, Amor sin medida,
Verdad sublime, Padre y amigo. Quien se pone en sus manos entra en
sendas de felicidad. Los otros son los hombres, compañeros de viaje y
fatigas, inteligentes pero con limitaciones, dotados de bondad en
cuerpos agitados por pasiones, urgidos por la verdad pero salpicados de
malicia... Ellos son creíbles, mas no como lo es Dios; son solidarios, mas
no como lo es Dios... Por eso hemos de aprender a vivir en el mundo
con ‘cautelas’, y en Dios sin ellas, porque su amor es inquebrantable.

3-8.

Comentario: Rev. D. Fidel Catalan i Catalan (Cardedeu-Barcelona,


España)

«Si tenéis fe como un grano de mostaza (...) nada os será imposible»

Hoy, una vez más, Jesús da a entender que la medida de los milagros
es la medida de nuestra fe: «Yo os aseguro: si tenéis fe como un grano
de mostaza, diréis a este monte: “Desplázate de aquí allá”, y se
desplazará» (Mt 17,20). De hecho, como hacen notar san Jerónimo y
san Agustín, en la obra de nuestra santidad (algo que claramente
supera a nuestras fuerzas) se realiza este “desplazarse el monte”. Por
tanto, los milagros ahí están y, si no vemos más es porque no le
permitimos hacerlos por nuestra poca fe.

Ante una situación desconcertante y a todas luces incomprensible, el ser


humano reacciona de diversas maneras. La epilepsia era considerada
como una enfermedad incurable y que sufrían las personas que se
encontraban poseídas por algún espíritu maligno.

El padre de aquella criatura expresa su amor hacia el hijo buscando su


curación integral, y acude a Jesús. Su acción es mostrada como un
verdadero acto de fe. Él se arrodilla ante Jesús y lo impreca
directamente con la convicción interior de que su petición será
escuchada favorablemente. La manera de expresar la demanda
muestra, a la vez, la aceptación de su condición y el reconocimiento de
la misericordia de Aquél que puede compadecerse de los otros.

Aquel padre trae a colación el hecho de que los discípulos no han podido
echar a aquel demonio. Este elemento introduce la instrucción de Jesús
haciendo notar la poca fe de los discípulos. Seguirlo a Él, hacerse
discípulo, colaborar en su misión pide una fe profunda y bien
fundamentada, capaz de soportar adversidades, contratiempos,
dificultades e incomprensiones. Una fe que es efectiva porque está
sólidamente enraizada. En otros fragmentos evangélicos, Jesucristo
mismo lamenta la falta de fe de sus seguidores. La expresión «nada os
será imposible» (Mt 17,20) expresa con toda la fuerza la importancia de
la fe en el seguimiento del Maestro.

La Palabra de Dios pone delante de nosotros la reflexión sobre la


cualidad de nuestra fe y la manera cómo la profundizamos, y nos
recuerda aquella actitud del padre de familia que se acerca a Jesús y le
ruega con la profundidad del amor de su corazón.

3-9.

Reflexión:

Hab. 1, 12-2, 4. Ante un mundo cargado de injusticias, de muerte de


inocentes, de guerras con aires de falsos mesianismos liberadores, de
millones que se mueren de hambre por sistemas económicos injustos,
tal vez haya mas preguntas que respuestas de muchos que reclaman a
Dios su silencio. El profeta Habacuc ora con el corazón herido por todos
estos males y espera una respuesta de Dios. Nos dice: en mi puesto de
guardia me pondré, me apostaré en la muralla para ver qué dice el
Señor y qué responde a mi reclamación. A quienes somos hombres de
fe; a quienes oramos y entramos en una relación personal con el Señor,
Él quiere convertirnos en un signo de su amor liberador para la
humanidad entera. No nos quiere asesinos, ni nos quiere indiferentes
ante el dolor y la pobreza de nuestros hermanos, no quiere que
aplastemos a nuestro prójimo ni lo compremos por un par de sandalias
para levantarnos sobre nuestro orgullo y vanidad. La respuesta del
Señor la tenemos en Cristo, cercanía del amor misericordioso de Dios
hacia la humanidad entera. En el fondo de nuestra conciencia, cuando
oramos y contemplamos el amor que Dios nos ha manifestado en su
propio Hijo, hemos de escuchar esta respuesta del Señor: Anda y haz tú
lo mismo.

Sal. 9. No seamos un signo del enemigo opresor e injusto. Seamos un


signo del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo, su Hijo y Señor
nuestro. No sólo nos hemos de refugiar en el Señor, buscando en Él
socorro y alivio a nuestras necesidades. Sabiéndonos y sintiéndonos
amados por el Señor, hemos de contar sus maravillas al mundo entero.
El Señor nos dice en el Evangelio: Ve a los tuyos y cuéntales lo
misericordioso que ha sido el Señor para contigo. Y ese contar a los
demás el amor que Dios nos ha tenido no podemos limitarlo a un hablar
de las maravillas de Dios, sino que nosotros mismos hemos de
convertirnos en refugio para el oprimido, en voz para los desvalidos, en
socorro para los pobres, en misericordia y perdón para los pecadores.
Sólo a partir del Sacramento de Cristo, que es la Iglesia, la humanidad
ha de conocer el amor de Dios y la cercanía de Aquel que jamás nos ha
abandonado, y que siempre sale al encuentro del hombre que sufre para
remediar sus males.

Mt. 17, 14-20. Fe, fe transformante, fe que nos identifica con Cristo, fe
que nos lleva a hacer nuestra la misma Misión de Cristo. Mientras no
tengamos esa fe será imposible darle un nuevo rumbo a nuestra historia
desde nuestras simples elucubraciones personales, o desde los puros
criterios humanos, o desde nuestra ciencia y técnica humanas. Tal vez
luchemos y concibamos planes demasiado bien estructurados, pero al
final, si no es el Señor el que realice su Obra de salvación, sólo daremos
a luz el viento y no hijos, pues no somos nosotros sino Cristo el que
murió por nosotros. Tener fe no es sólo creer que sucederán las cosas
que decimos; creer es dejarnos transformar en Cristo para que nuestras
palabras sean capaces de mover cualquier obstáculo, cualquier montaña
que nos impida alcanzar la Vida eterna. Si nuestra fe nos ha unido al
Señor entonces nada nos será imposible, pues Dios mismo vivirá en
nosotros y por medio nuestro hará que su amor salvador llegue a la
humanidad entera.

En la Eucaristía celebramos nuestra fe en Cristo. En ella volvemos a


aceptar el compromiso de darle un nuevo rumbo a nuestra historia. En
ella recibimos la misma vida de Dios y su Espíritu para que vayamos y
trabajemos por el Reino de Dios, iniciándolo ya desde ahora entre
nosotros. Nosotros no somos cualquier cosa en las manos de Dios. Ante
Él tenemos el valor de la Sangre derramada por su propio Hijo. Hasta
allá ha llegado el amor que nos tiene. Y hoy venimos como hijos suyos,
reconociéndonos pecadores en su presencia, pero con el corazón
contrito y humillado; venimos para ser perdonados y para recibir
nuevamente su Gracia para no sólo llamarnos hijos suyos, sino para
serlo en verdad. Por eso quienes no sólo celebramos la Eucaristía sino
que participamos en ella entrando en comunión de Vida con el Señor, no
podemos continuar siendo esclavos del autor del pecado y de la muerte.
El Señor nos ha liberado de esa esclavitud, permanezcamos fieles a
Aquel que nos amó y se entregó por nosotros.

Hay muchos retos que hemos de enfrentar en la vida. Hay mucha gente
comprometida en la realización del bien a favor de los demás. A veces
en esa realización del bien se nos han adelantado quienes viven sin fe o
con una fe diferente a la nuestra, pero que tienen encendido el amor
que, de una u otra forma, les ponen en contacto con Aquel que es la
fuente del amor verdadero. Quienes formamos la Iglesia de Cristo
debemos conservar la fe que impulsa nuestra esperanza para que
alcancemos nuestra plena realización en el amor que procede de Dios.
Hay mucha resistencia al bien. Nosotros mismos seremos ocasión de
mofa para los demás que nos imaginan como a unos ilusos soñadores.
¿Perderemos por eso la fe? ¿Dejaremos de luchar por el bien de los
demás? ¿Dejaremos que los diversos obstáculos que encontremos en la
vida nos aplasten y nos dejen al margen del camino? No levantemos la
vista al cielo esperando que el Señor venga a suplirnos en aquello que
nos toca a nosotros realizar buscando un mundo más justo, más
humano y más fraterno. El Señor ha infundido su Espíritu en nosotros
para que vayamos y trabajemos hasta que su Reino de amor, de verdad
y de justicia irrumpa con toda su fuerza salvadora entre nosotros. No
nos acobardemos ni claudiquemos en este compromiso que Dios nos ha
confiado; más bien, con la mirada puesta en Aquel que nos ha precedido
con su cruz, lancémonos con mucha fe sin detenernos hasta lograr que
Dios sea todo en todos.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María,


nuestra Madre, que nos conceda la gracia de abrir nuestro corazón a su
presencia en nosotros para continuar trabajando, fortalecidos con su
Espíritu, hasta que desaparezcan de entre nosotros los signos de
pecado, de muerte y de división y vaya surgiendo el hombre nuevo,
renovado en Cristo Jesús, para gloria de Dios Padre. Amén.

Homiliacatolica.com

3-10.

18ª Semana. Sábado

Al llegar donde la multitud, se acercó a él un hombre y, puesto de


rodillas, le suplicó: Señor ten compasión de mi hijo, porque está
lunático y sufre mucho; muchas veces se cae al fuego y otras al agua.
Lo he traído a tus discípulos y no lo han podido curar. Jesús en
respuesta dijo: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo
tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que sufriros?
Traédmelo aquí. Le increpó Jesús y salió de él el demonio, y quedó
curado el muchacho desde aquel momento. Luego se acercaron a solas
los discípulos a Jesús y le dijeron: ¿Por qué nosotros no hemos podido
expulsarlo?

El les respondió: Por vuestra poca fe. Porque os digo que si tuvierais fe
como un granito de mostaza, podríais decir a este monte: Trasládate de
aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible. (Mt 17, 14-20)

I. Jesús, hoy enseñas a tus discípulos -y a mí- que si no pueden


expulsar al demonio es por falta de fe. ¿Por qué nosotros no hemos
podido expulsarlo? Por vuestra poca fe. El demonio se mete en mi vida
de mil formas distintas: suscitándome tentaciones de avaricia y
sensualidad, sugiriéndome que escoja siempre lo fácil y cómodo y,
sobre todo, engrandeciendo mi soberbia, mi amor propio, el deseo de
que los demás se fijen en mí.

El gran triunfo del demonio es que la gente no crea en su existencia. De


esta forma puede «trabajar» a sus anchas sin encontrar la menor
resistencia. Nunca ha estado más activo que ahora que el mundo piensa
que ha vencido este mito.

Porque no es un mito. Jesús, Tú has hablado innumerables veces del


demonio.
Incluso te has dejado tentar por él al comienzo de tu vida pública,
dándome ejemplo de cómo vencer sus engaños.

Hoy en día la gente quiere entenderlo todo científicamente. Por eso


algunos pretenden explicar las tentaciones buscando razones
psicológicas o del entorno. Con esta visión puramente humana, de paso,
desaparece la responsabilidad de las acciones, la misma noción de
pecado y, en el fondo, la libertad. El demonio utiliza esta visión
falsamente científica para adormecer las conciencias ante el mal. Por
ello, para luchar contra las tentaciones del demonio, primero hay que
tener fe en tu palabra. Jesús, Tú hablas del pecado, del demonio, de sus
tentaciones, y también del remedio: orad para no caer en tentación
[111].

II. El «non serviam» de Satanás ha sido demasiado fecundo. -¿No


sientes el impulso generoso de decir cada día, con voluntad de oración y
de obras, un «serviam» -¡te serviré, te seré fiel!- que supere en
fecundidad a aquel clamor de rebeldía? [112].

Jesús, el gran pecado de Satanás fue de soberbia: no quiso servir a su


Creador -non serviam: no serviré. Prefirió servir su orgullo. Ahora -y
siempre- intenta que yo caiga en su mismo error: disfrazado de estatua
de libertad, me insinúa que haga lo que me plazca, que no me sujete a
nada, ni siquiera a tus mandamientos o a la Iglesia.

La Escritura atestigua la influencia nefasta de aquel a quien Jesús llama


«homicida desde el principio» y que incluso intentó apartarlo de la
misión recibida del Padre. «El hijo de Dios se manifestó para deshacer
las obras del diablo». La más grave en consecuencias de estas obras ha
sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a
Dios [113].

Jesús, además de la oración diaria y de los sacramentos, me has dejado


otro «medio» espléndido para vencer al demonio: tu Madre, mi madre
Santa María.

Madre, tú has sabido decir al Señor: serviam -¡te serviré, te seré fiel!

Ayúdame a que mi vida también sea una continua expresión de fidelidad


que supere en fecundidad a aquel clamor de rebeldía.

Madre, tú eres Auxilio de los cristianos y Refugio de los pecadores. Tú


has pisado la cabeza del demonio, y él nada ha podido contra ti. Por eso
eres Inmaculada y llena de gracia, y la muerte -que es consecuencia del
pecado- no te alcanzó, subiendo al Cielo en cuerpo y alma. Ayúdame a
vencer las tentaciones del demonio, cueste lo que cueste.

[111] Mt 26,41.
[112] Camino, 413.
[113] Catecismo, 394.

Comentario realizado por Pablo Cardona.


Fuente: Una Cita con Dios, Tomo V, EUNSA

3-11.

El endemoniado epiléptico

Fuente: Catholic.net
Autor: P . Clemente González

Reflexión:

Se puso de rodillas. ¿Te imaginas a un padre de familia, desesperado,


poniéndose de rodillas delante de alguien que aparentemente es un
hombre como los demás? ¿Qué le movió a hacerlo? El amor a su hijo.

Primero lo había intentado con los discípulos, pero ellos no pudieron


curar al chico de los ataques de epilepsia. Luego ve al Señor, se acerca
y cae de rodillas ante Él. No tiene ninguna vergüenza. No le importa lo
que digan de él. Únicamente busca el bien de aquel a quien ama.
Jesús, conociendo el amor que brotaba del corazón de ese hombre, curó
al hijo.

Por su parte, los discípulos no entendían en qué habían fallado. Jesús


les respondió que les faltaba fe. No dice que no tienen fe, sino que aún
es muy pequeña.

La fe, aunque es un don de Dios, debe crecer y fortalecerse con nuestra


colaboración. Es como ir a un gimnasio: al levantar las pesas una y otra
vez, nuestros músculos se desarrollan. La fe también debe ejercitarse,
ponerse a prueba, alimentarse. Si nos conformamos con la fe que
teníamos a los diez años, cuando hicimos la primera comunión, es lógico
que nuestro “músculo” espiritual esté raquítico.

Necesitamos una fe adulta, resistente, alimentada con las lecturas


adecuadas, con la oración diaria, con los sacramentos y con todo
aquello que nos ayude a fortalecerla

ÍDOLOS E IMÁGENES
Daniel Gagnon

A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas están


tomadas de la Santa Biblia, Antiguo y Nuevo Testamentos. Antigua
Versión de Casiodoro de Reina (1569), Revisada por Cipriano de Valera
(1602) [Reina-Valera]. Revisión de 1960, Con referencias. Texto ©
Sociedades Bíblicas Unidas 1960

Entraremos en su tabernáculo; Nos postramos ante el estrado de sus


pies. Levántate oh Jehová, al lugar de tu reposo, Tú y el arca de tu
poder (Sal 132, 7-8).

Y los sacerdotes metieron el arca del pacto en su lugar, en el santuario


de la casa, en el lugar santísimo debajo de las alas de los querubines...y
los sacerdotes no pudieron permanecer... porque la gloria de Jehová
había llenado la casa de Jehová (1 R 8, 6-11).

¿Si Jesús estuviera aquí como cuando estuvo en Jerusalén a dónde iría a
orar? Entre otros lugares al templo católico seguramente. ¿Por qué digo
ésto? ¿Y por qué creo que algunos hermanos regañarían a Jesús y a los
Apóstoles por entrar al Templo de Jerusalén a orar? Contesto a
continuación.

Algunos hermanos tienen grabado en su mente que todas las imágenes


son malas, que las imágenes de la Iglesia católica son ídolos, que los
católicos las adoran, que la Biblia prohíbe toda inclinación ante ellas, y
hasta que la cruz es mala por haber sido el instrumento de muerte de
Nuestro Señor Jesucristo. Esto último se escucha especialmente de los
testigos de Jehová.

Los ex católicos dicen: "Cuando nosotros éramos católicos,


adorábamos las imágenes, pensando que tenían poder. Hasta les
pedíamos milagros". Estos ex católicos probablemente eran católicos
solamente "de nombre", no conocían a fondo su religión.
Otros, poco instruídos, están confundidos y hasta llegan a quemar
las imágenes de los Santos, y apartarse de su Iglesia. La única
información que les llega es que las imágenes son ídolos. Los hermanos
tratan de apoyar esta idea con algunos textos selectivos ("elegidos" de
propósito) como Éxodo 20, 4-5 y 34, 17; Lv 26, 1; Sal 115, 3-9; Dt 4,
15-25 y 5,8; e Is 44, 9-20. Y como es Palabra de Dios (aún
malentendida) los católicos con poca preparación aceptan lo que les
dicen. ¿Cuál es la verdad en cuanto a todo esto?

Los Idolos

Un ídolo es cualquier cosa que reemplaza el lugar de Dios, Como el


pecado de adivinación, y como ídolos e idolatría la obstinación... (1 S
15, 23). Solamente Dios puede ocupar el primer lugar en nuestro
corazón. Por eso, LA IGLESIA CATÓLICA CONDENA LA IDOLATRÍA.

Pablo dice que la avaricia es idolatría (Col 3, 5). Jesús claramente


nos mostró que esto es idolatría: Ninguno puede servir a dos señores...
no podéis servir a Dios y a las riquezas (Mt 6,24). Si el dinero, la
camioneta, el amigo, el artista, el trabajo, los deportes, etc., toman el
primer lugar, correspondiente a Dios, éstos se convierten en ídolos. ES
IDOLATRÍA SI OCUPAN EL LUGAR DE DIOS PORQUE SOLO A ÉL SE
PUEDE ADORAR. Estas cosas son criaturas, no son el Creador: No
debemos pensar que la Divinidad sea semejante a oro, o plata o piedra,
escultura de arte y de imaginación de hombres (Hch 17, 29).

En Éxodo Dios prohíbe las imágenes de las cosas de la tierra y del


cielo: No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni
ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la
tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las
honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios (Ex/20/03-05. Ver
también Dt/05/08-10).

Pero ¿por qué entonces este mismo Dios MANDA después hacer
imágenes?(1) En el libro de Números Dios ordena a Moisés hacer una
serpiente de bronce: Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente
ardiente, y ponla sobre una asta... Y Moisés hizo una serpiente de
bronce... (Nm 21, 8-9). ¿Dónde viven las serpientes? En la tierra. (Ver 1
R 6, 29 ff y 1 R 7, 25-29 y Ez 8, 6-18 para más imágenes de animales
en el templo.)

Dios manda hacer imágenes para el santuario donde iba a morar:


Harás el tabernáculo de diez cortinas...y lo harás con querubines de
obra primorosa (Ex 26, 1). Y no eran precisamente imágenes pequeñas
que fácilmente pudieran pasar inadvertidas como un simple adorno del
arca. ¡Medían cuatro metros y medio de alto cada uno!

Los querubines son ángeles, ¿y dónde viven ellos? En el Cielo. ¿Por


qué en una ocasión Dios prohíbe imágenes y figuras de cosas en la
tierra y en el cielo, pero en otra él mismo manda hacerlas?

Aún en la visión del Templo perfecto en el futuro que Dios le dio a


Ezequiel había ángeles desde el suelo hasta encima de la puerta (Ez 41,
18-20).

¿Se contradijo Dios? No, fue el entendimiento y el de los israelitas


hacia las imágenes lo que había cambiado. Lo malo no era la imagen en
sí sino la adoración e idolatría de ella en lugar de Dios: No tendrás
dioses ajenos... yo soy Jehová tu Dios (Ex 20, 3 y 5). Guardaos, pues
que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis y sirváis a dioses
ajenos, y os inclinéis a ellos (Dt 11, 16. Ver Ex 34, 14).

Confundir la imagen con Dios es lo que Él no quiere: cambiaron la


gloria de Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre
corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles (Ro 1,23), y esto es
lo que llegaron a hacer los israelitas. En Dt 5, 8-10 Dios no prohíbe
imágenes de los Santos sino de otros dioses como el dios-sol y dios-
luna. Pero cuando comenzaron a entender que no eran las imágenes las
malas, sino cómo las habían confundido con Dios, Él mismo les mandó
hacer estatuas. Los israelitas habían madurado.

Luego otra vez cayeron en idolatría cuando comenzaron a adorar a


la serpiente que Dios había mandado a hacer: El quitó los lugares altos,
y quebró las imágenes, .... e hizo pedazos la serpiente de bronce que
había hecho Moisés (2 R 18, 4). Moisés, después de bajar del monte
donde recibió el mandamiento de no hacer imágenes, hizo figuras que
representaron a las doce tribus de Israel: Y Moisés vino y contó al
pueblo todas las palabras de Jehová, y todas las leyes; y todo el pueblo
respondió a una voz, y dijo: Haremos todas las palabras que Jehová ha
dicho. Y Moisés escribió todas las palabras de Jehová, y levantándose de
mañana edificó un altar al pie del monte, y doce columnas, según las
doce tribus de Israel (Ex 24, 3-4). Esas columnas no eran las tribus de
Israel sino que las representaban. Nótese que las doce columnas
estuvieron vinculadas con el altar y entraron en el rito religioso, más
aun, Dios mandó hacer dos columnas especiales, colocadas a la entrada
del templo, las cuales tenían un nombre como si fueran personas: a la
de la mano derecha llamó Joaquín, y a la de la izquierda, Boaz.(2 Cr 3,
17).

Los católicos saben que las imágenes no son Dios-Creador, sino


representaciones de personas en el Cielo. Saben que sería pecado
adorarlas. Decir que los católicos adoran imágenes, cuando no lo hacen
es calumniarlos y faltar al amor (1 Co 13, 1-5). Orar frente a una
imagen no es adorarla, como tampoco orar con la Biblia en la mano es
adorar este libro.

En Exodo 25 (vv. 18-20) leemos que Dios mandó colocar dos


imágenes encima del arca de la Alianza, así recibieron un propósito
exaltado, no porque en sí lo eran, sino por tener una función religiosa.
El que Dios especificara en detalle la materia y la posición de éstas
demuestra su solemnidad (vv. 10-11. Ver también 1 R 6, 23-28 y 7, 23-
39). Todas estas imágenes fueron colocadas en el lugar de adoración.
Así servían para recordar a los israelitas las cosas celestiales y del
paraíso.

Cristo no pronunció ni una sola palabra condenando imágenes. ¿Si


es tan grave como dicen los hermanos por qué se le escapó
mencionarlas? Una buena oportunidad de hablar en contra de las
imágenes hubiera sido cuando le presentaron una moneda con la
imagen de César (Mc 12, 16), por el hecho de utilizar una moneda que
veneraba al emperador, que los romanos adoraban como dios. Uno de
sus títulos era divino César, el hacer monedas con su efigie podría ser
una idolatría.

Es interesante que la imagen de la serpiente sea mencionada por


Jesús como prefigura de la cruz (Jn 3, 14), es "tipo" que profetiza el
"antitipo" del NT. El Apóstol Pablo dice que le imitará como él imita a
Cristo: : Por tanto, os ruego que me imitéis (1 Co 4, 16, 2 Ts 3, 7). Las
imágenes que representan a los Santos son señales que apuntan a Dios,
debemos imitar los Santos porque su entrega a Jesucristo era tan
generosa. Ellos apuntan a Cristo, por eso Pablo dice imitarlo (para
imitarlo tenemos que observar y contemplar su vida). La serpiente de
bronce era señal que Dios utilizó para hacer que la gente recordara los
mandamientos: cuando morían mordidos por retorcidas serpientes, tu
cólera no duró hasta el fin. Fueron afligidos por poco tiempo, por
manera de advertencia nada más. Se les dio una señal de salvación que
les recordaba los mandamientos de tu Ley. Pues el que se volvía a él se
salvaba, no por el objeto que contemplaba, sino por ti, Salvador del
universo (Sab 16, 5-7). Dios utiliza la imagen para salvar a la gente, y
como dice Él, por supuesto es el Salvador. La serpiente de bronce era
señal de salvación. Si Pablo trata la idolatría en Hechos 17, 29 es
porque estaba en Atenas, una ciudad de ídolos, y los paganos sí las
adoraban (ver v 23).

En resumen, el asunto no son las imágenes en sí sino mi actitud


hacia ellas. En Hechos 17, 30 vemos que por su ignorancia Dios no
tomó en cuenta la adoración de los ídolos por los gentiles. Pero a los
israelitas no había excepción (Ex 32, 8b). ¿Por qué Dios condena llevar
un imagen de madera (Is 45, 20), pero permite cargar el arca de
madera con las imágenes de querubines encima (2 S 6, 2-5)?, porque
hace además un dios, y lo adora; fabrica un ídolo, y se arrodilla delante
de él (Is 44, 15). ¿Por qué Dios prohibió hacer un imagen de un
becerro, y más tarde mandó que pusieran doce imágenes de bueyes en
el Templo (1 R 7, 25 y 2 Cr 4, 4)? Es la misma especie de animal. ¿Será
que es ídolo cuando es becerro pero no lo es cuando es buey? (Ver Ez 8,
6-18). Ni es la edad del animal ni la imagen en sí sino la actitud frente a
ello que la hace un ídolo:... e hizo de ello un becerro de fundición.
Entonces dijeron: Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la
tierra de Egipto... edificó un altar delante del becerro... y ofrecieron
holocaustos... (Ex 32, 4-6). Esto es la idolatría: reemplazar al único
Dios verdadero. Job habló de esta actitud interior que se puede
convertir en idolatría: Si he mirado al sol cuando resplandecía, o a la
luna cuando iba hermosa, y mi corazón se engañó en secreto, y mi boca
besó mi mano; esto también sería maldad juzgada; porque habría
negado al Dios soberano (Job 31, 26-28).

Los ídolos no nos asustan: (1 Co 8, 4).

Los hermanos protestantes que me han dicho que "todas las


imágenes son malas" tienen problemas cuando leen que Jesús es
Imagen de Dios (Col 1, 15) y también porque nosotros somos hechos a
su imagen (Gn 1, 26). ¿Es Jesús malo, entonces? ¿Y nosotros?

Cualquier cosa puede ser una imagen y ayudarme a crecer en mi fe.


Una roca me hace pensar en Dios, la Roca de Salvación, un río me hace
pensar que Jesús nos promete agua viva. También un cordero nos
recuerda que Jesús es el Cordero de Dios. La luz del sol, si estoy
despierto espiritualmente, es un buen signo de que Cristo es la Luz del
Mundo. ¿Son todas estas señales/imágenes malas?

Las imágenes de personas pueden producirnos sentimientos muy


variados. Ejemplo, un pueblo levanta una imagen del Presidente como
"padre de la nación" y se sienten orgullosos al mostrarla a los
extranjeros. La foto de una novia trae recuerdos gratos al soldado que
la extraña. Tarde o temprano TODOS TENEMOS IMÁGENES DENTRO DE
LA MENTE (de cosas "del cielo, de la tierra o debajo de la tierra").

Si las imágenes no sirven, ¿por qué Dios las utilizó tantas veces en
su revelación a los profetas y Apóstoles? ¿Por qué no hablarles
solamente?: Vi en visión... he aquí un carnero que estaba delante del
río, y tenía dos cuernos... Mientras yo consideraba, he aquí un macho
cabrío venía del lado de poniente... (Dn 8, 2-5). En visiones de Dios...
he aquí un varón, cuyo aspecto era como aspecto de bronce; y tenía un
coral de lino en su mano, y una caña de medir... (Ez 40, 2-3). Y en el
libro del Apocalipsis: delante del trono había como un mar de vidrio,
semejante a cristal (4, 6); Miré, y aquí un caballo amarillo... (6, 8);
Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la
luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas
(12, 1). ¿Por qué tantas imágenes?, para ayudar a comprender cosas
espirituales.

¿Inclinarse?

Algunos hermanos apuntan que lo prohibido es el inclinarse delante


de las imágenes. Su error es pensar que inclinarse o hacer algo parecido
necesariamente implica la adoración. Pero no es así. David inclinó su
rostro sobre la tierra, e hizo reverencia (a Saúl) (1 S 24, 8). En Josué 7,
6 el profeta se postró en tierra sobre su rostro delante del arca de
Jehová hasta caer la tarde; él y los ancianos de Israel. Dice que todos
se postraron frente al arca. Una acción aún mucho más reverente y
profunda que inclinarse (1 Cro 29, 20),Y ENCIMA DEL ARCA HABÍA
ÁNGELES. JOSUÉ SE POSTRÓ FRENTE A IMÁGENES DE ÁNGELES: Harán
también un arca de madera... harás también querubines... sobre el Arca
(ver Éxodo 25, 18-22, especialmente v. 22). Abdías se postró ante el
profeta Elías para mostrarle su respeto (1 Re 18, 7), Rut ante Boaz (Rut
2, 8-10) y Josué dante un ángel (5, 14). Ver Gen 33,3 y 1 R 1, 16 y 25.

Los israelitas tenían que mirar la serpiente de bronce para sanarse,


era un acto espiritual. Los de afuera, mirando a los israelitas hacer esto,
hubieran fácilmente pensado que eran idólatras cuando de hecho ¡fue
Dios quién les ordenó hacer esto!

Dijo David a toda la congregación; Bendecid ahora a Jehová vuestro


Dios. Entonces toda la congregación bendijo a Jehová Dios de sus
padres, e inclinándose adoraron delante de Jehová y del rey (1 Cr 29,
20). El pueblo de Dios estaba inclinado en adoración delante del rey,
pero no lo estaban adorando a él. Abrió, pues, Esdras el libro a ojos de
todo el pueblo, porque estaba más alto que todo el pueblo.... Y todo el
pueblo respondió: ¡Amén! ¡Amén! alzando sus manos; y se humillaron y
adoraron a Jehová inclinados a tierra (Neh 8, 5-6)(2). Aunque haciendo
dos cosas a la vez, inclinándose en adoración a Dios e inclinándose
frente al sacerdote Esdras (en el libro de la Ley en Nehemías), los
israelitas sabían que no estaban cometiendo idolatría. Su corazón y su
mente estaban fijos en Dios. Si uno pudiera ver una fotografía de estos
acontecimientos, podría pensar que estaban adorando al libro y al rey,
ya que por una fotografía no sabemos lo que está pasando dentro de la
persona. Y al juzgarles así estaría condenándose: No juzgéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados (Lc 6, 37). Cuando
llevamos una imagen de un Santo en procesión una de las cosas que
estamos haciendo es mostrar a los demás nuestras foto familiares.

Siguiendo al Señor

¿Recuerdas la pregunta al comienzo de este capítulo? ¿A dónde iría


Jesús a orar si estuviera con nosotros hoy? Jesús siempre iba al templo
construido por Salomón (y reparado por Herodes) desde que sus papás
lo llevaron cuando tenía ocho días (Lc 2, 21). Cuando tenía doce años,
sus padres lo encontraron en el mismo lugar (Lc 2, 41). Enseñaba cada
día en el templo dice Lucas (Lc 19, 47) y Juan escribe: El celo de tu casa
me consume (Jn 2, 17). Los seguidores del Divino Maestro continuaron
esto después de la Ascensión. En Hechos 3, 1 leemos: Pedro y Juan
subían al templo a la hora novena, la de la oración. ¡Y en este templo a
donde iban Jesús y los apóstoles, había imágenes. Comenzó Salomón a
edificar la casa de Jehová en Jerusalén, en el monte Moríah (v. 1)...Y
dentro del lugar santísimo hizo dos querubines de madera, los cuales
fueron cubiertos de oro...La longitud de las alas de los
querubines...llegaba hasta la pared de la casa (2 Cr 3, 1-11 y 1 R 6, 1-
29). Por esto, algunos hermanos criticarían y regañarían a Jesús y a los
Apóstoles; dirían que se inclinan y oran a ídolos por ir al Templo. ¿A
dónde crees que Jesús iría a orar si viviera en este tiempo? Él se sentiría
cómodo al orar en uno donde hay imágenes, incienso y altar como
cuando estuvo en la tierra. No había estatuas de santos todavía en su
tiempo, ya que todavía la Iglesia no había proclamado Santos, pero muy
pronto los tuvo: Los Apóstoles y los Mártires. (La Iglesia no hace
Santos, sino proclama a quienes son Santos por la gracia de Dios.)

Los hermanos nos critican por "adorar" a las imágenes cuando


oramos frente a ellas, pero mi experiencia es que pocos entienden qué
significa "adorar". ¿Qué es adorar? No es obedecer en sí, porque tengo
que obedecer a mi jefe, pero no lo puedo adorar. Por la misma razón no
es pedir, no es agradecer, no es amar, todas estas cosas se pueden
hacer con seres humanos. Tampoco es honrar, porque Dios me manda
"honrar a mis padres" pero no manda adorarles. No es exaltar porque
los periódicos alaban a los mejores deportistas. Adorar es algo
reservado solamente para Dios. ¿Qué es lo que distingue a Dios de
todos los demás seres? DIOS NO FUE CREADO, SINO QUE ES EL ÚNICO
CREADOR. Adorar incluye todas estas cosas: alabar, amar, honrar,
pedir, agradecer, pero es algo más que esto. Es reconocer en Él aquello
que lo hace único: Dios Creador del Universo, Autor de mi vida y único
Sostenedor de ella. Sólo Él debe ocupar el primer lugar en todo.

Ahora hermano, ¿piensas tú que el católico que ora delante de una


imagen de un Santo (que representa a la persona), o frente a la cruz,
está adorando a éstos? No. Su intención no es tratarlos como si fueran
el Creador. Esta persona sabe que la imagen no es Dios porque no creó
el universo(3) . Sabe que si la cruz se quema, el universo no se
destruye. Entonces esta persona no está adorando. De hecho la Iglesia
prohíbe adorar a los Santos. Enseña que podemos venerarlos, que es
mostrar respeto por ellos.

Y cuando oramos el "Padrenuestro" a un santo, la oración siempre


va dirigida a Dios.

Algunos tal vez citarán el Salmo 115 donde dice que las imágenes no
pueden oír, ni hablar, ni ver. Es claro. La imagen en sí no oye ni ve,
pero el Santo en el Cielo sí. Tampoco podían hacer estas cosas las
imágenes que Dios mandó hacer en el Templo ni la serpiente de bronce
(Éx 25, 17-18; Nm 21,8); que si recuerdas ¡representó a Cristo!, como
Él mismo lo expresó en Jn 3, 14.

Al orar ante las imágenes, no oramos a las estatuas sino a las


personas en el cielo cuyas imágenes representan. En llevarlas en
procesión es como mostrar el retrato de miembros de nuestra familia.
(Recuerda qué los santos forman parte de la familia de Dios). Los
testigos de Jehová dicen que las imágenes de los Santos atraen al
diablo. ¡Qué triste pensar así! ¡No fue el diablo el que llenó el Templo
donde había imágenes, sino la GLORIA de Dios mismo: Cuando Salomón
acabó de orar, descendió fuego de los cielos, y consumió el holocausto y
las víctimas; y la gloria de Jehová llenó la casa (2 Cr 7, 1-2). Dios
moraba en ella: Cuando Salomón hubo acabado la obra de la casa de
Jehová.... le dijo Jehová:... en ella estarán mis ojos y mi corazón todos
los días (1 R 9, 1-3). Además, no tenemos miedo a los ídolos (1 Co 8,
4).

Que no debemos "venerar" la Cruz porque ésta mató a Jesús(4) .


¿Vas a colgar un cuchillo que mató a tu hijo? dicen algunos. Es triste
que no entiendan lo que la Cruz significa. Sí, la Cruz mató a Jesús. O
mejor dicho, los judíos y romanos lo mataron (pero a causa de nuestros
pecados, fui yo y fuiste tú quienes lo hicimos). Pero fue por la Cruz que
Jesús salvó al mundo. Digamos que intervengo entre tú y alguien que te
trata de matar, tal vez vas a guardar algo mío como recuerdo del amor
que te tuve al salvar tu vida. Así hacen los católicos, cuando al mirar la
Cruz, recuerdan el amor de Jesús. Pero lejos esté de mí gloriarme, sino
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gá 6, 14). Por la cruz Jesús hizo
de los judíos y los gentiles un solo pueblo: Porque él es nuestra paz,
que de ambos pueblos hizo uno... y mediante la cruz reconciliar con
Dios a ambos en un sólo cuerpo... (Ef 2, 14-16).

La Iglesia "la Luz del Mundo" dice: "LA CRUZ... fué inventada esta
adoración por la Emperatriz Elena y su Hijo Constantino en el año 326, e
implantado como Dogma en el año 335"(5) .

En Italia, los pueblos de Herculano y Pompeya, fueron destruídos por


el volcán Versubio en el año 79 después de Jesucristo. Todo esto ocurrió
en menos de diez minutos, las dos ciudades fueron cubiertas por las
cenizas y todo fue cubierto y "preservado por las cenizas". En 1938,
cuando los arqueólogos desenterraron a los dos pueblos, encontraron en
las paredes de las casas cristianas figuras de cruces. ¡Esto cuando
todavía vivían algunos Apóstoles de Jesús!

"Con respecto a la cruz, fue venerada como un símbolo sagrado de


los dioses paganos por muchos siglos antes de la venida de Cristo para
salvarnos. En Egipto la mayor parte de los dioses llevaban la cruz en su
mano derecha. la cruz de los egipcios era la CRUZ ANSATA, o señal de
vida... Los católicos alegan que la Cruz se ha encontrado esculpida
sobre los sepulcros de muchos cristianos de los primeros siglos después
de Cristo"(6) . No "alegamos" que haya cruces esculpidas sobre los
sepulcros., Váyanse a verlo por Uds. mismos.

Sin darse cuenta, los evangélicos han pasado imágenes en su templo


cuando mostraron una película de Jesús. Y en su casa los hermanos
seguramente tienen imágenes de cosas "de la tierra". ¿No has visto a
las niñas jugar con muñecas, y a los niños con coches de plástico y
juguetes? Hermano, te invito a seguir reflexionado.
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1. No debemos tampoco tomarlo al pie de la letra "Dios exige devoción


exclusiva", porque no podríamos ser devotos a nuestros queridos
familiares.

2. Otros ejemplos Jos 5, 14 inclinarse delante un ángel, Rut ante Boaz


(Rt 2, 8-10. 1 R 16 y 25; Gn 33,3).

3. En Isaías (44, 14-17) leemos que el idólatra adora la imagen de


madera y dice: mi dios eres tú. Este es el problema: tratarlo como si lo
fuera. No debemos pensar que la imagen es Dios (Hch 17, 29). Esto fue
el problema mencionado en Romanos: cambiaron la verdad de Dios por
la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador
(Ro 1, 22-25). Como pasó a Pablo y Bernabé en Iconio: la gente al ver
lo que Pablo había hecho, alzó la voz, diciendo: Dioses bajo la
semejanza de hombres han descendido a nosotros (Hch 14, 11).

A veces la Biblia dice que el nombre de Jehová lo representa. En su


santo nombre hemos confiado (Sal 33, 21, Ver 1 Jn 5, 13 y Jn 3, 18:
creer en el nombre). No es el nombre por sí mismo el que nos salva,
sino Dios. Si alguien coloca la palabra "Dios" o "Jehová" en la pared no
es porque piensa que este nombre sea Dios mismo, sino que lo
representa. Igual sucede con las imágenes.

4. "La idolatría que podemos inducir a adorar la cruz de Jesús" (La Luz
Bautista, revista mensual de la Convención Bautista, sept. 1990, p. 3).

5. Pequeña Recopiliación de Estudios Bíblicos Elementales hecho por la


La Luz del Mundo para los obreros evangelistas. Es interesante
encontrar las imágenes de Jesucristo en la revista La luz del Mundo
Mayo-Junio 1984, 15. Enereo 1984, p. 15.

6. Salid de Ella ¿Puede uno Salvarse en la Iglesia Romana?, Santiago


Pascoe, Publicado por La Antorcha de México, p. 25. Este libro no
muestra ninguna prueba de estas afirmaciones. De hecho está lleno de
equivocaciones sobre la Iglesia católica, por ejemplo: que "los cultos
católicos están en latín (No, hace 30 años), el nombre oficial del Papa es
"Vicario del Hijo de Dios", cuando su título verdadero es "Vicario de
Cristo", y que los católicos "se inclinan al adorar a sus ídolos" (pp. 20,
24). No adoramos ídolos. (Ver tema 17).
Del libro No todo el que dice Señor, Señor Paulinas, 2a ed., México
·Gagnon-DANIE

INTRODUCCIÓN

En el primer tomo de Histoire des croyances et des idées religieuses, Mircea


Eliade señala la sinonimia entre «hombre» y «ser religioso». O, en otros términos,
que «lo sagrado es un elemento de la estructura de la conciencia humana, no un
estadio en la historia de esta conciencia»1.

Todo esto es, de forma literal, algo apasionante. Resulta que Eliade es el mayor
experto, sobre esto hay pocas dudas, en historia de las religiones: un experto que
ve acrecida su «autoridad» por el hecho de que él no es «creyente» en el sentido
más usual de esta palabra. Reconozco que esto último siempre me ha extrañado;
no entiendo por qué, para poder estudiar algo mejor, haya que estar distanciado
de ello, no profesarlo. Y no lo entiendo porque a veces se usa la argumentación
contraria, también falsa: «¿Qué sabrán del matrimonio los curas, si no están
casados?». Parece bastante lógico que uno no tenga que sufrir de cáncer para
poder estudiarlo; y también puede admitirse, sin ofensa para la exactitud
metodológica, que un arquitecto «ferviente» pueda hacer la historia de la
arquitectura. Estos son enigmas de los prejuicios dominantes.

De cualquier forma, Mircea Eliade es un buen experto. Sus numerosas obras lo


demuestran; como, además, tiene talento de narrador, ha influido y sigue
influyendo en este tema. Ya nos lo encontraremos más adelante. Ahora me
interesa destacar eso: que lo religioso no es un «estadio», sino «un elemento de la
estructura de la conciencia humana». Personalmente he preferido utilizar otra
expresión equivalente (para lo religioso y para otras realidades): «un dato de
funcionamiento». Así funciona el
1 M. ELIADE, Histoire des croyances et des idées religieuses. 1. De l'áge de la pierre aux mystéres d'Eleusis, París 1976, pp. 8 y 15.

hombre, esté donde esté, en cualquier época y en cualquier cultura. Si resulta más
clara una terminología tajante, se podría hablar de una «necesidad de lo religioso»
(o de «lo sacro», sin entrar ahora en distinciones terminológicas).

Lo que afirma, con fundamento, Eliade es de una importancia trascendental. Con


eso cae por tierra cualquier interpretación evolucionista de lo religioso, esa línea
que va desde Condorcet a Comte, a Marx y a casi toda la «escolástica» del
progresismo de saldo. Se sabe lo que, en el fondo, late en esa posición: el hombre
avanza desde la infancia hasta la edad adulta (el Hombre, es decir, la
Humanidad). Cuando es niño, «necesita» esa religión que él mismo se fabrica,
proyectando «fuera» sus miedos, sus esperanzas, sus temores; luego aprende a
usar la razón y, llegada la edad adulta, puede desechar como fantasmas los
fantasmas religiosos. Una explicación tan racional, tan cuadradamente racional,
tenía que resultar sospechosa incluso para sus mismos afirmadores; pero, ya se
sabe, la Edad de las Luces no tenía dudas. Era así y basta.

Eliade, dedicado toda su vida a estudiar el «fenómeno» de la creencia, la


encuentra en la edad de la piedra y en la edad de la conquista de la Luna; en
todas las culturas, bajo miles de formas, con constantes asombrosas, con riqueza
de matices y de tonos. Algo que viene desde siempre y que no termina, a no ser
que, con un etnocentrismo chato, se quiera dar a lo que, en parte, sucede en el
mundo occidental —la desacralización— una amplitud universal y, lo que es más,
irreversible.

He escrito «desacralización» y ahora mismo, de forma frontal y neta, he de decir,


con toda la claridad que permitan las palabras, porque ése es el núcleo de este
libro, que no existe ni puede existir desacralización.

Algunas precisiones sobre lo sacro

Con carácter provisional, doy algunas explicaciones sobre qué puede significar
«sacro». Como suele suceder, empezamos por lo que «no es lo sacro». Sacro no
equivale a irracional o antirracional. Lo irracional es, por decirlo así, una categoría
erudita. Nadie se comporta irracionalmente, en el sentido profundo de ese
adverbio, si es que puede tener algún sentido profundo. La misma locura no es
más que una forma de racionalidad extrema. «Irracionales», por una convención
humana, son los animales. El hombre actúa siempre anticipando lo que desea con
el doble juego de la inteligencia y de la voluntad.

Claro que un comportamiento sacro no es una solución matemática, ni un


problema de lógica. Pero la razón no está ausente, por la sencilla razón de que la
razón no está nunca ausente.

Lo sacro no es cosa exclusiva del «sentimiento» ni de una afirmación


«voluntarista». Pienso que ha llegado el momento en que los diversos planos que
el análisis puede descubrir en el comportamiento humano no sean
«hipostasiados» como si pudieran llevar una vida independiente.

Lo sacro es, precisamente, un comportamiento global del hombre. Nunca, como


en lo sacro, el hombre actúa con más conciencia de que todo él se enfrenta con lo
que se puede llamar el Todo.

Es cierto que lo sacro es algo manifiestamente «aparte» (ése es el sentido de la


distinción sacro-profano); pero, y ésta es la paradoja, ese comportamiento de «lo
aparte» es un comportamiento global. Con lo sacro, el hombre se da cuenta de
que todo él tiene que ver con Todo lo existente. Ya llegará la hora de las
distinciones que son consecuencias del análisis, pero por ahora hay que retener la
globalidad de la categoría. Es algo «molesto», quizá, pero es la única forma de
atender a la realidad. También es molesto para el equilibrista, mantenerse, todo él,
en la totalidad del cable, pero ésa es la única explicación del fenómeno.

Nos topamos con la limitación del lenguaje. Ojalá en la lengua existiera un término
para «lo sacro» que no trajese en seguida a la mente la distinción sacro-profano.
Pero no existe ni, quizá, puede existir, porque esa palabra sería «hombre». La
conciencia del hombre es conciencia de su totalidad ante el Todo. Y eso es lo
sacro. Comportarse sacralmente es comportarse, sin más. Ser sacro es ser
hombre, aunque, insisto, sería ideal que pudiera usarse (para evitar confusiones)
otro término.

Lo sacro ni se crea ni se destruye

Lo sacro no es una creación cultural (aquí no estoy con Mircea Eliade), por la
razón, diáfana, de que es un dato de funcionamiento, un factor incluido en el
hecho de ser hombre. El hombre es creado ya sacro. Expresiones tan usuales
como «la vida humana es sagrada» evocan esa profunda realidad. Si se quisiera
decir que la vida humana «se va haciendo sagrada poco a poco» o que su
sacralidad depende del reconocimiento de la sociedad o del Estado, la vida
humana ya no sería sagrada. Desde que hay vida, es sacra; desde que existe una
vida, allí hay un todo que se compara con el Todo.

Las formas (algunas formas) de lo sacro pueden ser creaciones culturales y lo


son. De esto se ocupan los fenomenólogos de la religión y los historiadores de las
religiones: hay muchas formas de ofrendas, de sacrificios, de oraciones o, en otro
plano, de templos, de lugares sagrados, de tiempos sagrados. Aquí el catálogo es
inmenso, desde la Prehistoria hasta el día de hoy. Pero, se perdone la insistencia,
lo sacro no es sólo creación cultural; nace con el hombre; el hombre lo encuentra
«dado», forma parte de su patrimonio.

Lo sacro no se destruye ni puede destruirse. También aquí la razón es clara:


porque forma parte de la conciencia humana, porque es un dato de
funcionamiento. Hasta tal punto esto es cierto que, si se pudiera hacer la
contraposición sacro-ateo, habría que decir, paradójicamente, que no han existido,
ni existen ni existirán, verdaderos ateos. El ateísmo sería, cuanto más, una forma
desviada de sacralidad. Ya sé que esto choca con las apreciaciones
«sociológicas», pero resulta, con consecuencia inflexible, del hecho de que el
hombre es un «ser religioso» y no puede dejar de serlo.

Lo sacro se transforma
Si lo sacro no se crea ni se destruye, sí, en cambio, se transforma. Precisamente
nuestra época es una época privilegiada para analizar el fenómeno de las
«transformaciones de lo sacro», de la fabricación de «nuevos dioses». Las
profundas experiencias de lo sacro, es decir, las manifestaciones de la natural u
original religiosidad del hombre, han dado origen, a lo largo de los siglos, a un
lenguaje, a modos de comportamiento, a actitudes típicas. Cuando las formas de
lo sacro dejan, ahora así, «sociológicamente» de estar vinculadas al fundamento
de lo sacro —es decir, a lo santo, al Santo por antonomasia, a Dios— no
desaparecen, pero se transforman, se vinculan a otras realidades.

Un catálogo de las transformaciones de lo sacro, de la utilización de su lenguaje,


de las variedades de los comportamientos llenaría, él solo, un volumen. A
continuación, de modo impresionista, y casi en ráfagas, citaré algunos ejemplos
tomados de la simple observación de hechos concretos en nuestro paisaje
inmediato. En sí mismas pueden aparecer como algo trivial, coyuntural,
simplemente episódico, pero tienen un valor «categorial» y emblemático. No se
trata de hechos simples —a pesar de su limitación en el tiempo y en el espacio—,
sino de anécdotas que están en lugar de otras muchas anécdotas.

Lo sacro en la política. No extrañe esta primera aproximación. La política es


globalidad y ha resultado relativamente frecuente que lo político se vea como un
todo. Para tratar con lo referente a ese todo se han utilizado y se utilizan
categorías sagradas. Algunos ejemplos. Cuando, en 1953, murió Stalin, el diario
romano comunista L' Unitá dedicó gran parte de su número a exaltar la figura del
entonces indiscutible líder del comunismo mundial. El titular de la primera página
decía literalmente: «Gloria eterna al hombre que ha realizado el comunismo». Aquí
nos interesa el adjetivo eterna. Claramente es terminología sacral; analíticamente,
a todas luces impropia en boca de materialistas sobre un materialista. Para el
comunismo no existe nada parecido a la eternidad. El mundo surge del azar y
algún día desaparecerá, se reintegrará a la nada. Pero en todo hombre pervive el
deseo de inmortalidad, es un dato —también— del funcionamiento humano. De
ahí la «necesidad» de desear y de afirmar «eternidad» para Stalin.

Ortega había analizado algo parecido en una cuestión incidental de En torno a


Galileo. He aquí la cita: «Hace pocos días, un ministro socialista pronunciaba un
discurso en Oviedo, donde por motivos biográficos resume la trayectoria de su
vida. En él encuentro este texto que cito, como he citado textos del siglo xv o del
XIII: "La legión socialista, ésta nuestra, cada día en mayor cohesión por ese nuevo
espíritu religioso, casi ya tan fuerte como el cristianismo, que se llama solidaridad
obrera». ¿Cómo es que este trozo —cualquiera que sea la exactitud o inexactitud
del hecho que afirma—, este trozo con su exaltación tan de epístola a los
corintios, surge por escotillón en el discurso de este hombre tan denodada y
ruidosamente ateo? ¿Qué falta le hace religión y emparejamientos con el
cristianismo? ¿Por qué no le basta con la economía política y el socialismo? ¿Por
qué estirar éste hasta hacer de él algo religioso. (...) Señores, quiera o no el
ministro socialista, eso es esencial cristiano, es cristianismo en hueco»2.

Los críticos radicales, aunque con otra intención, más epidérmica, son proclives a
hablar del comunismo soviético como si se tratara de una «iglesia»: de ahí la
frecuente expresión «Iglesia del Kremlin» o la aplicación a las obras de Marx-
Engels de la terminología «libros sagrados». La intención polémica de este uso
terminológico es otra (con frecuencia, superficialmente, juzgar por caracteres
externos); pero, inconscientemente, se dan cuenta de cómo el comunismo (y no
sólo el comunismo) ha «sacralizado» la política.

Un ejemplo más. El 8 de mayo de 1980 se celebró el funeral del mariscal Tito. Se


puso en marcha toda una «liturgia», un «rito de pasaje» celebrado con toda
solemnidad. Primero, el himno de entrada: la Internacional, cantada por el coro del
Ejército. A las doce en punto de la mañana se inicia el acto. Sonó la marcha
fúnebre dedicada a Lenin y apareció el féretro llevado por jerarcas, por ocho
generales de las tres Armas. Al mismo tiempo sonaban las salvas de cuarenta y
ocho piezas de artillería. La Guardia Presidencial presentaba armas.

El ataúd fue colocado en un armón de artillería, arrastrado por un jeep. Ante el


vehículo, algunos oficiales llevaban las condecoraciones de Tito.
2 J. ORTEGA Y GASSET, En torno a Galileo, Obras Completas, Revista de Occidente, tomo V, 6.' ed., 1964, pp. 153-154.

Se dijo entonces la primera «oración fúnebre». Y se inicia el cortejo. Representantes de la vida comunista: cinco obreros metalúrgicos y cinco
mineros, símbolos de la juventud de Tito (fue cerrajero). Se abría la procesión con 365 banderas (tantas como días tiene el año); seguían cien

héroes nacionales. También los dirigentes del Partido, de las repúblicas, de los tribunales, de los sindicatos y, asombrosamente, de las
distintas confesiones religiosas. En las crónicas de aquellas jornadas no se escatimó ningún tipo de adjetivación religiosa: el «fervor», el
«religioso silencio», la «comunión», la grandeza del rito. El momento de la muerte ha sido siempre, en todas las épocas y en todas las
culturas, momento de manifestación de lo sagrado. En el funeral de Tito estaban presentes todas las «formas» religiosas menos la inspiración

profunda.

Etnia y religión

Otras transformaciones de lo sacro tienen lugar sacralizando lo étnico (real o cultural). No hace falta recurrir al famoso precedente de la

sacralización de la raza aria en el régimen de Hitler o a la invención de un neopaganismo de raíces sacralizadas, con una «liturgia» que aun
hoy resulta impresionante en los documentos que existen sobre aquellos actos. No hace falta recurrir a aquellas soberbias manifestaciones,
porque el nacionalismo teñido de religiosidad es un hecho en casi todas partes. Pero incluso cuando el sentido religioso decae, la etnia adopta
formalidades sagradas, es decir, de transformaciones de lo sacro.

En España, concretamente en Cataluña, alguien tuvo la idea de fabricar un carnet catalanista, de las mismas dimensiones que el carnet
nacional de identidad. En ese carnet estaba impreso el decálogo (no hace falta insistir en las connotaciones de este término) del catalanista. El

decálogo estaba compuesto de mandamientos, en los que se mezclaban la «inspiración» sacra con la «crítica» o «científica»: «1. Cataluña es
tu tierra. Ella es tu nación. 2. La tierra es sagrada. Traidor quien se atreve a profanarla. 3. Lengua, historia, comarcas, ecología, folklore,

instituciones y fiestas nacionales son tu patrimonio: guárdalo celosamente y enriquécelo. 4. No te vendas, Cataluña: ni por partidismo, ni por
dinero, ni por ningún tipo de poder... ni por nada. 5. No mates ni atropelles en nombre de cualquier consigna. No te dejes matar ni atropellar
porque sí. 6. No regatees el derecho de ser catalán a ningún ciudadano. Todos los que estiman la tierra tienen el derecho de reclamarla como

propia. 7. No impongas a nadie tu nacionalidad. Cataluña es tierra de libertad. 8. No te deslumbren las aventuras forasteras. Cataluña es tu
campo de trabajo. Ello no te priva de ser solidario con todos los hombres. 9. No sirvas a los enemigos de tu pueblo. Son enemigos de todos los

pueblos del mundo. 10. Sé crítico: Cataluña no es la mejor tierra; es simplemente la tuya». Con una mezcla de bon seny, de sentimientos
altruistas y de moderación, no resulta menos claro que, de alguna manera, Cataluña ocupa en ese texto el lugar de Dios; no como

suplantación, sino como transformación nacionalista de lo sagrado.

En el nacionalismo vasco ocurre algo semejante, aunque con mayor virulencia. Ignoro de dónde procede la expresión de «santuario de los

etarras» para referirse a puntos de territorio francés en los que los militantes de ETA se organizan. Pero es sintomático el uso de un término
sagrado —nada menos que santuario— para una actividad que nada tiene que ver con la religión, aunque sí con la sacralización del
nacionalismo. El tema del apoyo clerical a la lucha armada de ETA no ha sido esclarecido con suficiente desapasionamiento como para poder
hacer un comentario de conjunto. En general, las posiciones de algunos clérigos están muy cerca de aquella «teología de la liberación» que

apoyó y apoya la guerrilla insurreccional en algunos países hispanoamericanos. La misma raíz de transformación de lo sacro se observa en
algunos comportamientos usuales y antiguos. Los «recordatorios» de la muerte de algunos militantes de ETA son una reproducción de los que,

en otros muchos sitios, se hace con inspiración religiosa. En el País Vasco los hechos son complejos, porque la misma «transformación de lo
sacro» puede darse en el interior de la liturgia católica.

Es posible referirse, por ejemplo, a la celebración de algunas misas, en las que, por la extensión, importancia y relieve, lo central no es la
eucaristía, sino la participación coral, con cantos en euskera, de gran parte de los asistentes. Hasta el sacerdote que anima la liturgia dedica
un interés mucho mayor a los cantos que a las ceremonias que deberían ser acompañadas por los cantos. El visitante ajeno a esta mentalidad
puede tener la impresión de que se trata de una celebración del folklore vasco —de la lengua y del canto— con ocasión de una ceremonia

religiosa. Todo esto no es, de modo necesario, algo consciente o directamente querido; simplemente, en muchos casos, se está operando una
transformación de lo sacro en la que el centro ya no son las relaciones del hombre con Dios sino las relaciones del vasco con su tierra.

Por otro lado, sería injusto destacar esa transformación sólo en los nacionalismos por así decir «disidentes». Todo nacionalismo implica esa
transformación, más o menos acentuada. Así se habla de «el altar de la Patria», la bandera se convierte en algo «sagrado», de distintas

formas: cuando las relaciones política-religión son amistosas, la bandera ocupa un sitio privilegiado en el templo. Cuando son relaciones de
enfrentamiento, la bandera —o cualquier otro símbolo equivalente— toma el lugar del símbolo religioso. Van der Leeuw observó ya hace

tiempo cómo la «razón de Estado» no es más que una especie de «teología secularizada»3.

3. G. VAN DER LEEUw, Fenomenología de la religión, México 1966, p. 261.

Transformaciones menores

El patrimonio de léxico, símbolos, comportamiento y actitudes que ha engendrado lo sacro es tan amplio y diversificado que no resulta extraño
que, cuando deja de emplearse en su contexto propio, se extienda a otros ámbitos de la actividad humana.

El juego de la utilización «profana» de lo sacro es muy antiguo. Existen ejemplos memorables en la literatura medieval, como en aquel

romance famoso en el que se canta la influencia del amor, hasta tal punto que, en la misma celebración litúrgica, los monaguillos decían
«amor, amor», en lugar de «amén, amén». El Arcipreste de Hita tiene trozos importantes en el Libro del Buen Amor, con una parodia, con

fondo amoroso (más bien erótico) de algunas oraciones de la Iglesia. Sin embargo, en esa época esas manifestaciones no eran
transformaciones de lo sacro, sino, si cabe hablar así, «redundancia» de lo sacro.
Actualmente hay canciones de esas que están de moda durante una temporada y luego pasan, que utilizan símbolos y expresiones religiosas
en un contexto transformador y desacralizador. Una canción del cantante Víctor Manuel quería ser una protesta musical contra el fallido intento

de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (aunque la canción apareció más de dos años después). Obsérvese esta frase sintomática:
«déjame en paz, que no me quiero salvar; en el infierno no se está tan mal». Aquí existe una equiparación o una doble correlación: golpistas =

salvadores = cielo = religión, por un lado; por otro, antigolpistas = pecadores = tierra = infierno. Se afirma, en otras palabras, el deseo de total
autonomía del hombre, sin «salvador» alguno, sin necesidad de redención (aunque, por otro lado, se pueda, en otra ocasión, utilizar el término

«redención» para referirse a la de los oprimidos).

Una muestra más benigna de estas transformaciones puede encontrarse en las reseñas de los recitales de los rockeros y otros cantantes. A la

hora de «ponderar», de señalar lo «sensacional», lo «fantástico», se echa mano insensiblemente de la terminología de origen religioso. Poco a
poco esa terminología adquiere carácter de sustancia: lo musical-joven ha sido, de algún modo, «divinizado». No importa que sea en serio o
en broma, o en un tono displicente. Lo importante es ese recurrir a las palabras con sentido, en una civilización que ha perdido el sentido de
las palabras.

Sólo un ejemplo: el comentario a una actuación del cantante de rock, Miguel Ríos, aparecido en ABC del 4 de septiembre de 1983: «Y Miguel
Ríos al fin, el sumo sacerdote, dijo la misa cósmica con más humildad que prepotencia». Sin duda la utilización de esos términos es

consciente, pero inconscientemente traducen lo que, en la actuación de un Miguel Ríos, como en la de otros, puede verse: una celebración,
una auténtica ceremonia, una fiesta «sacra». Lo sacro ha sido transformado, una vez más, en un sentido menor, quizá sin gran trascendencia,

pero que mantiene la fibra de lo «distinto». Y lo distinto ha sido siempre una de las notas de lo sacro. Las transformaciones menores cobran de
este modo la importancia de constituir una cadena de sucesos menudos que alimentan la necesidad de lo extraordinario.

Transformaciones cultas

Otras transformaciones de lo sacro tienen lugar mediante el mecanismo de aplicar categorías de la fenomenología de la religión a asuntos
corrientes, lo que contribuye —por ejemplo, en escritores— a dar a la prosa cierta densidad cultural. Lo más corriente es que quienes utilizan
estos recursos retóricos no sean creyentes, de forma que nadie pueda tomar literalmente en serio la afirmación de la sacralidad. Sin embargo,
el juego es peligroso y a veces este juego con la transformación de lo sacro se convierte en algo serio. Los ejemplos son innumerables. Ya dije

que la colección más o menos completa necesitaría un solo volumen para ella sola.

Cito aquí, como muestra, una recensión que hace el crítico literario Andrés Amorós de un libro del escritor Antonio Gala. La admiración del

crítico por el escritor en cuestión era conocida; el agnosticismo del crítico, también. El comentario tiene todo él un tono «sacro». Gala, en la
presentación de un libro, es aclamado por «miles de personas». Todo se acerca a lo sacro... «El autor se vio envuelto por una masa que quería

verlo de cerca, tocarlo, hablarle... Yo recordaba lo que contaba don Américo Castro: al Rey de España —y al de Francia— se le atribuía el don
de curar lamparones, sólo con tocar a los enfermos...». Ya está montada la transformación, que se apoya en un comentario de otro escritor,
Juan Cueto. «Según eso, al carisma especial de Antonio Gala se pueden aplicar —lo hace Cueto, con ingeniosa paradoja— los caracteres de
lo sagrado, de lo numinoso, que definió hace tiempo Rudolf Otto»4.

4 La referencia, en ABC, Madrid 11 junio 1983.

De pronto el juego, como dije, se convierte en algo serio: nada menos que la atribución de cierta «sacralidad», en olor de muchedumbres, a un
escritor relativamente joven, viviente y nada «sacro» en sus planteamientos ideales. Este juego se puede hacer con impunidad por el simple

hecho de que lo sacro no significa —para quien escribe el comentario— nada ontológico, es una simple «forma» cultural, una especie de
metáfora compleja.
Para calcular mejor los efectos de este juego puede verse el ejemplo de lo contrario: la forma en que un escritor creyente —Chesterton— saca
lo auténticamente sagrado de las paradojas de la existencia humana. Así, hablando del rito: «me di cuenta de lo inmortal que es todo rito. Me

di cuenta del origen y de la esencia de todos los ritos. O sea, que en presencia de esos sagrados acertijos sobre los cuales no podemos decir
nada, es a menudo más decente hacer algo. Y advertí que el rito entraña siempre arrojar algo, abandonar algo; destruir nuestro grano y

nuestro vino sobre el altar de nuestros dioses»5. Como se ve, es el procedimiento opuesto: advertir lo profundo de ciertas realidades diarias y
subir desde ahí a la esencia del rito, como dato humano de funcionamiento. Luego habrá ritos de diferentes especies, pero el mejor rito será el

que va dirigido al que hace sagrado lo humano, a Dios. Otro de los personajes de Chesterton, con este mismo procedimiento, llega a decir:
«Era un sentimiento no de que la vida careciese de importancia, sino de que la vida era demasiado importante para no ser sino eso: la vida.

Me figuro que esto era cristianismo»6.

5 G. K. CHESTERTON, Enormes minucias, Calleja, Madrid s.f., p. 21. Toda la obra de Chesterton está llena de este tipo de anotaciones.

6 Enormes minucias, p. 38.

El ejemplo más complejo de estas transformaciones cultas está constituido por la obra de Jorge Luis Borges. Uno de sus libros más
famosos, Historia de la eternidad, es, en este sentido, casi un manifiesto. La atracción de Borges por lo esotérico, su constante afirmación —
repetida en diversas salsas— de que todo es todo, de que sólo existe una cosa, de que todo vuelve y retorna, es de tipo «sacro». Su atracción

por lo fantástico reviste la misma característica. Relatos como El inmortal son paradigmáticos. Su final: «Yo he sido Homero; en breve, seré
Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto». En La escritura del Dios, Borges lleva hasta la perfección su mundo mítico,

sustitución de lo sacro. El sacerdote azteca recluido en la prisión después de la conquista de los españoles intenta saber cuál es la escritura
que el dios escribió al principio. Vale la pena releer el párrafo entero del final: «Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. [Nótese

cómo la imposibilidad de comunicación, la inefabilidad, es algo sagrado]. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas
palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos; hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en
los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un
tiempo. [Nótese la evocación de uno de los atributos divinos: la omnipresencia]. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y

era (aunque se veía el borde) infinita. [Nuevo atributo y aprovechamiento de un motivo sacro: la coincidencia de opuestos agua-fuego].
Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado,
que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de
entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del

Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los
perros que les destrozaron las caras. Vi al dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad...»'.

La literatura más importante de Borges no es más que el aprovechamiento humano (transformación de lo sagrado en teosofía) de lo que se ha
dicho y escrito sobre Dios y de lo que Dios ha dicho y ha hecho escribir. Lo fantástico de Borges, sus enigmas y secretos, dejando aparte la

forma sencilla en que sabe decirlo, no es más que un aprovechamiento sabio de las transformaciones de lo sacro. Casi se podría resumir el
pensamiento (o la actitud) de Borges en este sentido con una frase lapidaria, que repitió en multitud de entrevistas: «La muerte es la única

7. J. L. BORGES, El Aleph, Madrid, 6.' ed., 1977, pp. 122-123. El tema vuelve incesantemente en la obra de este autor. En contraste, en negativo, como «transformación» es quizá el
escritor del siglo xx que más atención ha dedicado a lo «sagrado».

esperanza que me queda. Sólo espero cesar». Renunciando a la esperanza de un «más allá», Borges transforma en sagrado el enigma del
tiempo. Probablemente la clave de gran parte de la obra de Borges es —gracias a una portentosa erudición— aprovechar muchos

planteamientos sacros para incluirlos en un constante referirse al tiempo.

Una guía de interpretación


Si lo sacro es una categoría universal y perenne del «ser hombre», las transformaciones de lo sacro no pueden ser ontológicas. Lo sacro es y
no puede no ser, porque, en un análisis estricto, se descubre su vinculación con el Santo, con Dios. Caben otras perspectivas para referirse a

las transformaciones de lo sacro: la histórica, la psicológica, la sociológica, la estética, la antropológica. Ensayar esto es lo que me propongo
aquí. Detectado el fenómeno, descubrir algunas de sus raíces y, sobre todo, muchas de sus manifestaciones. Ensayar es intentar, aportar

materiales. El itinerario de este ensayo puede verse en las tres partes que siguen.

La primera parte tiene un carácter histórico, filosófico y, sólo tangencialmente, teológico. Arranca de ese período de hondas transformaciones

culturales que fue el siglo xIx y avanza hasta nuestros días. Es como el primer acto de un drama que parece terminar con la «desaparición» de
lo sacro, como ya había sido (falsamente) «profetizado» por ese autor importante que es Comte.

El segundo acto, la segunda parte, reserva una sorpresa esperada: la «reaparición» de lo sacro, transformado, en casi todos los ámbitos de
las actividades del hombre. Tiene el carácter, casi, de una crónica de la actualidad.

La tercera parte, el tercer acto, es una conclusión: si lo sacro no desaparece, sino que se transforma, ¿queda lugar para lo auténticamente
sagrado? Es el proceso de la «reconstrucción» o «recuperación» cultural de lo sagrado y, a la vez, la explicación de todo lo anterior. Porque no

se puede olvidar que, junto a las transformaciones de lo sacro, lo específicamente sacro ha pervivido y se mantiene. Es preciso, por tanto,
ensayar una explicación teórica de lo sacro y una «mostración» práctica de algunas de sus formas.

SIGLO XIX: LA CONSTRUCCIÓN DEL ATEÍSMO


Aunque no existe ninguna historia sociológica de la descristianización de Europa,
no parece aventurado afirmar que se trató —desde finales del siglo xvii- de un
movimiento intelectual. Contamos con un comentarista interesado, pero lúcido, de
esta historia: Karl Marx. En unas páginas célebres de La sagrada familia, Marx se
preocupa de hacer la historia de los antecedentes del materialismo histórico.
«Existen dos tendencias en el materialismo francés: una tiene su origen en
Descartes; la otra, en Locke. La segunda tiende, principalmente, al desarrollo de la
cultura francesa, y desemboca directamente en el socialismo; la otra, el
materialismo mecanicista, se pierde en las verdaderas ciencias naturales
francesas. Ambas tendencias se entrecruzan en el curso de su desarrollo»1.

La ascendencia cartesiana puede sonar a extraña. Es sabido cómo Descartes se


consideraba un buen católico; es más, todo el principio de la filosofía cartesiana (y
el principio en Descartes es fundamental) se basa en el postulado de que Dios no
puede permitir que nos engañemos. Y, sin embargo, no hay que desdeñar esta
interpretación marxiana: Descartes «prestó a la materia una fuerza autocreadora y
consideró al movimiento mecánico como su acto vital. Descartes separó
completamente su física de su metafísica. En su física la materia es la sustancia
única, la única razón del ser y del conocimiento»2. Marx se refiere a la separación
cartesiana entre res extensa y res cogitans, es decir, a la anulación implícita de la
metafísica realista. Como se sabe, después de esa separación, Descartes
encontrará pro-
' K. MARX, F. ENGELS, La sagrada familia, Ed. Claridad, Buenos Aires 1973, p. 143.
2
MARX, La sagrada..., p. 143.

blemas para unir el cuerpo con el alma. No será difícil después, para los
materialistas posteriores, prescindir del alma: «El materialismo mecanicista
francés se aferró a la física de Descartes, por oposición a su metafísica. Sus
discípulos fueron antimetafísicos de profesión, es decir, físicos. Esta escuela
comienza con el médico Leroy, alcanza su apogeo con el doctor Cabanis, y el
doctor Lamettrie es su centro»3. Lamettrie, como es sabido, es el autor
de L'homme machine: el hombre —como los animales para Descartes— es sólo
una máquina compleja; su explicación ha de quedar confiada a la física (a las
ciencias naturales), excluyéndose por completo la metafísica.

El panorama ha sido trazado por Marx de forma rápida, pero sustancialmente


acertada. La metafísica cartesiana encontró, al mismo tiempo, otros oponentes en
Gassendi y en Hobbes: «Gassendi y Hobbes triunfaron sobre su adversario,
precisamente en el momento en que éste reinaba como un poder oficial en todas
las escuelas francesas»4. Se vuelve, claramente, a los materialistas antiguos
(Demócrito, Epicuro), que Marx conocía bien por haber hecho sobre ellos su
disertación doctoral.

Según Marx, Hobbes desvela el materialismo que estaba implícito en Francis


Bacon, el autor del Novum Organum. Los prejuicios teístas que aún quedaban en
Bacon fueron «pulverizados» por Hobbes; «como sólo lo material puede ser objeto
de la percepción y del saber, nada sabemos de la existencia de Dios; sólo es
cierta mi propia existencia»5.

Hobbes es sustituido, en esta fundación gnoseológica del materialismo, por Locke.


Este construye, disfrazado con una filosofía del sentido común, «un
sistema positivo y antimetafísico»6.

Por otro lado, estaba la influencia de Pierre Bayle, que Marx señala también como
aquel que «hizo perder teóricamente todo
3 MARX, La sagrada..., p. 143.
4
MARX, La sagrada..., p. 144.
5
MARX, La sagrada..., p. 146. Marx, como de costumbre, simplifica, pero no se puede ya poner en duda
el materialismo implícito en Hobbes.
6
K. MARX, La sagrada..., p. 145. Cfr. T. MELENDO, J. Locke: Ensayo sobre el entendimiento
humano, Emesa, Madrid 1978, pp. 78-79: «Como según Locke nunca se pueden superar los contenidos
de la experiencia, toda la filosofía del Ensayo se orienta al materialismo,

el mérito a la metafísica»7. El diagnóstico es interesante, y no menos es la


relación con la postura de Feuerbach: «del mismo modo que Feuerbach,
combatiendo la teología especulativa, fue empujado a combatir la filosofía
especulativa precisamente por haber reconocido en la especulación el último
apoyo de la teología (...), así Bayle, experimentando dudas religiosas, empezó a
dudar de la metafísica que sirve de sostén a la fe»8.
La historia del pensamiento no se puede resumir en pocas líneas. Pero no tiene,
por otro lado, nada de extraño que una serie de intentos orientados hacia lo
mismo —la afirmación de la materia como única realidad— dieran los mismos
resultados. Marx silencia aquí, significativamente, a Kant, el filósofo que intentó
fundar una nueva ética —en modo alguno materialista—, el que «tuvo que limitar
la ciencia para hacer un sitio a la fe», a una fe pietista.

Interesa recordar que la mayor parte de los pensadores influyentes en Europa


desde principios del XVIII son materialistas o deístas y se sabe que «al menos
para el materialismo, el teísmo no es sino un modo cómodo e indolente de librarse
de la religión»9. Será Hegel quien, considerándose el acabamiento y
perfeccionamiento de la filosofía, creerá superar la distinción materialismo-
espiritualismo, devolviendo al Espíritu (Idea, Absoluto, Universal concreto) la
primacía. Pero de los discípulos de Hegel arranca precisamente la mayor tarea
antimetafísica, ya en pleno siglo XIX, aunada, como quería Marx, a una tarea
antirreligiosa o anticristiana. La izquierda hegeliana (los hermanos Bauer, Stirner,
Strauss, Ruge, Engels, Marx) operará la definitiva materialización de la filosofía.

El jefe indiscutido de esta izquierda —al menos al principio— fue L. Feuerbach.


Cuando en 1841 publica La esencia del cristianismo, «todos nos hicimos
feuerbachianos», escribió Engels. ¿Qué pretendía Feuerbach? Descubrir el
ateísmo implícito en el sistema de Hegel, descubrir lo esencial del cristianismo a la
vez que el papel positivo desarrollado por la fe cristiana para
7. MARx, La sagrada..., p. 144. Sobre este autor, cfr. T. ALVIRA, P. BAYLE : Pensamientos diversos sobre
el corneta, Emesa, Madrid 1977.
8
MARx, La sagrada..., pp. 144-145.
9
MARx, La sagrada..., p. 147. He hecho un análisis detallado de estos temas en El humanismo
marxista, Rialp, Madrid 1978.

enriquecer lo natural-exclusivamente-humano. En otras palabras, Feuerbach es un


drástico asertor de la reducción humanista de cualquier religión. Pero esa
reducción no significa, para él, que el cristianismo sea absolutamente falso: es
verdadero en cuanto ha supuesto una desvelación de la realidad humana. El
secreto de la teología es la antropología, pero la antropología tiene que
«agradecer» que la teología (la religión) haya desarrollado tan profundamente lo
humano.

Feuerbach es un filósofo profesional, de amplia erudición. Rastreando en la


filosofía idealista alemana (a la que por lo demás él mismo pertenecía) descubre
en Kant un precedente de la reducción hegeliana de concebir la esencia de Dios
como equivalente a la esencia de la Humanidad. Esta es quizá la primera
afirmación neta de un fenómeno luego muchas veces citado: la secularización. No
es indiferente la actitud de Feuerbach en este campo, ya que su influencia pasa a
Marx y a través del marxismo (y del comunismo, socialismo, etc.) a la cultura de
los siglos xIx y xx, al mundo en el que vivimos.
Cuando la izquierda hegeliana hace su aparición con el libro de Strauss Vida de
Jesús (1835), probablemente no se desea llegar a tanto. El mismo Strauss, en una
obra de 1872 (La antigua y la nueva fe), se plantea la pregunta célebre: «¿Somos
aún cristianos?». La respuesta estaba en la pregunta: «no somos ya cristianos».
Pero Strauss no quiere acabar del todo con la religión; construirá un panteísmo de
acuerdo —en algunos trazos— con la corriente científica más en boga por
aquellos años: el darwinismo10
10 Para una idea breve, pero profunda, de Strauss, cfr. T. URDANOZ, Historia de la filosofía, IV, BAC, Madrid 1975, pp. 422-428, con una amplia bibliografía. Cfr. también la
explicación de FEUERBACH, pp. 428-440. Feuerbach es identificado como el «iniciador del llamado humanismo naturalista y ateo que abrió el camino al materialismo dialéctico de
Marx» (p. 428).

Y es que no es posible separar la madeja de oposiciones a la religión cristiana (y a


toda religión: esto se vería más tarde) que se da hacia finales del siglo XIx.
Paralelamente a la izquierda hegeliana, trabajan en ese sentido el evolucionismo,
el positivismo y el neopositivismo. La «alta cultura» se hace arreligiosa con el
método de fundar «científica y críticamente» la imposibilidad de la fe. Este es el
ambiente que se respira en muchas Universidades y el que, a través de la
universidad, va a transmitirse al resto de las estructuras educativas. La ciencia
moderna, cuyo progreso se pensaba entonces unilineal, continuo y ascendente,
habría desvelado finalmente «los enigmas del Universo», según la fórmula de
Haeckel. Dios está destronado, por innecesario. Si acaso se le podía consentir
que funcionase como rey constitucional: reinando, pero no gobernando.

Feuerbach lanzará a la opinión pública —aunque tardaría tiempo en convertirse en


tópico— que es el sentimiento de dependencia el verdadero fundamento de la
religión; el hombre, al sentirse dependiente, «construye» un objeto
trascendente; pero ese objeto no es más que la naturaleza o el mismo hombre. El
hombre más religioso es el que experimenta con más fuerza la dependencia;
cuanto menos ponga en él, más pondrá en Dios (idea que está en la base del
concepto marxista de alienación).

Si colocamos como fecha significativa el año 1859 (cuando aparece El origen de


las especies, de Darwin, y Contribución a la crítica de la economía política, de
Marx), el panorama filosófico europeo presentaba estas corrientes principales: los
ya citados Strauss, Feuerbach y Bruno Bauer; el anarquismo de Max Stirner
(muerto en 1856) o de los rusos Alexander Herzen y Michail Bakunin; el
pesimismo de Schopenhauer, con una fama creciente en los salones; Nietzsche,
etc. Sólo en Francia, Italia y España —entre otros países-- se podía hablar de
espiritualismo, pero con expresiones filosóficas carentes de fuerza, en muchos
casos, y que no sirvió, sino en escasa medida, para contrarrestar la crítica a la
religión que se traslucía directa o indirectamente de la moda filosófica.

En definitiva, hay que repetir que la historia sociológica de la descristianización


fue, en gran parte, una historia intelectual, un movimiento que contrariaba las
bases populares, que permanecían fieles a la religión en su sentido propio. En el
término de varias décadas —desde 1850 a 1890— una parte importante de la
clase dirigente europea mantenía ya que la religión era un residuo, sólo
comprensible porque la ciencia no había llegado aún a alcanzar el puesto al que
estaba destinada.

Hacia finales del xIx se han cristalizado ya la mayoría de los partidos socialistas,
que adoptan una visión cientista del mundo y del hombre, con la más completa
exclusión de la religión. No eran aquellos tiempos en los que el socialismo decía
admitir la libertad religiosa entre sus afiliados; durante varias décadas, la afiliación
socialista era —como heredera en este punto del radicalismo liberal— una
afiliación cientista. En la sombra de todo este proceso está Feuerbach, a pesar de
que su papel es hoy casi desconocido, salvo entre especialistas.

Feuerbach no es un autor antirreligioso explícito; se anticipa a las versiones —


más propias del siglo xx que del xIx— que pretenden presentar lo auténticamente
religioso hablando sólo de lo humano. «Yo no he hecho sino delatar el secreto de
la religión cristiana, desgarrar el tejido de mentiras y engaños, lleno de
contradicciones, de la teología. Si, pues, mi libro es negativo,
irreligioso, ateo, reflexiónese que el ateísmo (en el sentido al menos que este libro
lo entiende) es el secreto de la religión misma; que la religión, en su verdadera
esencia, no cree en otra cosa más que en la verdad y en la divinidad del ser
humano»11
11 FEUERBACH, La esencia del cristianismo, prólogo a la 2.a ed., citado en URDANOZ, Historia de la
filosofía, p. 439, nota 32.

SIGLO XX: EL PROCESO DE SUSTITUCIÓN DE LO


SACRO
Si se excluyen las diversas posiciones de filósofos cristianos —desde el tomismo
a las corrientes inspiradas en el agustinismo—, la religión continúa siendo la gran
ausente en el pensamiento filosófico occidental del siglo xx. Bergson significó, en
el primer tercio del siglo, un cierto renacer del espiritualismo, pero teoréticamente
el filósofo francés no llegó nunca a la afirmación de un Dios personal.

El neoidealismo —tanto el anglosajón de un Bradley como el italiano de Croce o


Gentile— se mueven siempre en la reducción hegeliana de religión a filosofía.
Tanto Croce como Gentile consideraban que el cristianismo no podía hacer ningún
mal —al contrario— a la gente sencilla, pero sostenían que el que sabe no tiene
más remedio que «no ser cristiano». El neoidealismo es una gnosis.

Positivismo y neopositivismo (con sus derivaciones posteriores de filosofía


analítica, filosofía del lenguaje, etc.) siguen dependiendo a la vez —aunque por
complejos vericuetos— de Comte y de Kant. Se dice: sólo hay ciencia y verdad de
lo empíricamente verificable; es así que la existencia de Dios no es verificable con
los métodos de las ciencias naturales, luego las cuestiones religiosas no son ni
verdaderas ni falsas; simplemente carecen de sentido.

De la actitud hacia la religión de la otra extensa familia filosófica y política que se


confiesa marxista no es preciso decir mucho. Ni Rosa Luxemburgo, ni Lukács, ni
Gramsci, ni Althusser, ni Fromm, ni Schaff (por citar sólo algunos nombres) han
variado nada de la posición primitiva y constante de Marx. Lo más que se ha
podido conceder es que el fenómeno religioso persiste, pero su explicación se
hace en clave exclusivamente humana.

El existencialismo es ateo por principio en Sartre, arreligioso en Heidegger,


vagamente panteísta en Jaspers. Marcel intentó, desde su conversión, una
combinación de existencialismo y sentido religioso.

El tema de la «muerte de Dios» —ya anunciado a su modo por Hegel— fue


recogido, en otro contexto, por Nietzsche y a través de él se ha perpetuado en
pensadores de calidad variada, políticamente diversa, tanto en una especie de
neoanarquismo —Cioran, por ejemplo— como en el intento de formación de una
«nueva derecha» de signo paganizante.

De los últimos años, el estructuralismo —tanto en Lévi-Strauss como en Foucault


o en Lacan— se basa en la no aceptación de lo religioso, ni siquiera como
hipótesis. Después de «la muerte de Dios», se habla de la «muerte del hombre»,
reducido a ser «cosa entre cosas». Se intenta incluso romper con la idea de un
«sentido de la historia» que, para estos autores, no es más que un residuo inútil
del cristianismo.

Si se excluye a Heidegger y a otros existencialistas, ninguno de los mejores


filósofos del siglo xx ha dedicado la más mínima atención al tema de lo
sagrado. El estudio de lo sagrado ha sido relegado —como análisis de un
fenómeno— a la psicología social, a la sociología religiosa y a la historia de las
religiones. De ordinario, se parte del presupuesto —exquisitamente filosófico— de
que lo sagrado es una creación humana, sin más. Incluso cuando se habla de la
necesidad de lo sagrado o de su inevitabilidad, se hace desde una perspectiva de
simple comprobación de hechos. No se tiene en cuenta el hecho de que millones
de personas se refieren a lo sacro en una perspectiva muy distinta, en un nivel no
reducible a lo social. Esto no parece importar demasiado. Cuando se parte de la
afirmación de que lo supra-humano no tiene derecho a la existencia, incluso
millones de comportamientos se ven privados de valor.

Estos distintos tipos de filosofía —en la segunda mitad del siglo xx quedan tres:
marxismo, neopositivismo y existencialismo— viven sobre todo en la esfera
académica y comparten su dominio con un agnosticismo que silencia los temas
religiosos. Esta situación, que se prolonga desde hace más de un siglo, ha hecho
que cientos de miles de universitarios de las ramas de filosofía, historia,
sociología, psicología, lingüística, etc., hayan sido instruidos en la inoperancia
práctica de la religión, dando por descontada su irrelevancia teórica. Si se tiene en
cuenta que de estas universidades han surgido, en muchos países, la casi
totalidad de los políticos, una buena parte de los informadores (prensa, radio,
televisión) y la totalidad de los profesores en los diferentes niveles de enseñanza,
se comprenderá el proceso de descristianización; cabe incluso extrañarse de que
este proceso no haya sido más extenso e intenso.

Una explicación sociológica de la pervivencia de lo religioso reside en el hecho de


que la cultura «superior» ha llegado y sigue llegando sólo a pequeños estratos de
la población. En los niveles de enseñanza primaria y media, por un lado, algunos
maestros no se habían formado con profesores desacralizadores; por otra parte,
sienten un natural respeto hacia la religión «para los niños», la misma idea de la
que participaban Croce, Gentile y muchos otros intelectuales descreídos pero no
fanáticos; por último, tenían que respetar los legítimos deseos de los padres que
han estado y están, mayoritariamente, a favor de que los hijos tengan una
enseñanza y una práctica religiosa.

Se ha dejado para el último lugar —en orden, no en importancia— la continua


tarea evangelizadora de la Iglesia católica y de otras confesiones cristianas. Aun
en contra de las tendencias dominantes en el pensamiento filosófico, la Iglesia ha
continuado dirigiéndose al hombre común, a las familias. La Iglesia —sabiéndose
a contracorriente (como era obvio por lo menos desde mediados del siglo xIx)—
insiste en su dimensión sobrenatural, e incluso cuando los hombres parecen
embriagados de Progreso, sabe decir que tampoco el Progreso —por muchos
bienes que traiga— puede ser el ídolo.

Sin embargo, hacia mediados de los años sesenta se opera un cambio. Algunos
teólogos influyentes y, poco a poco, una parte de los eclesiásticos proponen
adaptar el contenido de la fe cristiana a las principales corrientes filosóficas
(marxismo, existencialismo, positivismo) o a lo que se suponía que eran
resultados perpetuos de algunas ciencias humanas y sociales, como el
psicoanálisis. A la vez, y de una forma rapidísima, el rito religioso es
«normalizado», «humanizado», abajado a la total comprensión, desprovisto de su
naturaleza de expresión del misterio. Sin pretenderlo —en algunos casos—
parecía que se estaba verificando la posición ya defendida por Feuerbach: de que
la religión no hace más que celebrar —con el nombre de Dios—la «divinidad» del
género humano. El sacerdote dice con frecuencia que lo importante es estar
reunidos; falta a veces la referencia última y fundamental: que la reunión tiene
sentido porque en ella se adora a Dios, se le da culto.

Tenemos así que, en muchos casos, la «práctica» religiosa coincidía con lo que,
sobre ella, habían escrito, teoréticamente, filósofos del siglo xx y sociólogos o
historiadores de las religiones. Insistimos en que estos filósofos podrían aparecer
—a un siglo o medio siglo de distancia— como vaticinadores de un proceso que
entonces no se había iniciado o no estaba en fase avanzada. En realidad, ese
proceso se agudizó en fechas recientes —los años sesenta siguen siendo un buen
punto de referencia— porque se pusieron los medios para hacer coincidir la fe
cristiana con lo que se estimaba lo más importante del «mundo moderno»
(expresión que tuvo su momento de gloria precisamente en esos años; la
intención original era muy distinta: se quería insistir en algo cierto: que nada de lo
que resultase valioso en «el mundo moderno» podía estar en contradicción o
pugna con la fe cristiana; que la fe cristiana no sólo podía, sino que debía,
«asumir» —término también de esos años— esas conquistas, como lo había
hecho en otras épocas).

El «mundo moderno» era, fundamentalmente, dos cosas: el progreso de las


ciencias como explicadoras de los «enigmas del Universo» y el progreso de la
democracia, o un régimen político basado en el respeto de los derechos humanos
y de las libertades civiles.

Las circunstancias históricas en las que se dieron las principales conquistas


(cuestiones disputadas entre ciencia y religión, abatimiento del ancien régime que
se decía identificado con la religión), dio al mundo moderno un carácter
racionalista, liberalizador y antirreligioso. Todo se podía incluso concentrar en un
solo concepto: antidogmático igual a antitotalitario. Las creencias religiosas podían
conservarse, como algo subjetivo e irracional, mientras no contrariasen las
verdades científicas; los creyentes podían ser considerados ciudadanos, pero sólo
en virtud de que, entre todos los derechos humanos, se podía incluir también el
derecho a la libertad religiosa. Sin embargo, en el momento en el que la religión se
presentase como única verdad, como absoluto, estaba ya en contra de la ciencia y
de los principios democráticos.

No sabemos hasta cuándo tendrá que pagarse el malentendido ocasionado por


las circunstancias en las que germinó la mentalidad «moderna». Pero,
prescindiendo de esto, es preciso hacer ver la compatibilidad —es más, la
intrínseca coherencia—entre libertad y religión. La libertad religiosa es un derecho,
no para conseguir la paz social, sino porque no es propio de la religión obligar a la
religión, como ya escribió Tertuliano. Quiere decir esto que lo dogmático no se
identifica con lo fanático; que la afirmación de un Absoluto no está en
contradicción con la ciencia. Cuando no se piensa así, se están confundiendo los
planos. Incluso considerada humanamente, la religión es una explicación global,
completa y definitiva sobre el sentido de la vida y del hombre. En ese plano no
puede estar en contradicción con ciencia alguna, porque ninguna ciencia (ni la
suma de todas; concepto por lo demás difícil: ¿cuándo se sabe que se ha llegado
a todas?) tiene respuesta sobre la totalidad.

Se tiende a pensar que la afirmación de un Absoluto (algo exigido por la verdadera


religión) lleva consigo la imposición de un Absoluto. Ahora bien, esto es una
falacia, algo que se toma de los modelos políticos totalitarios. La religión, que no
es política en modo alguno, afirma un Absoluto y a la vez reafirma la libertad del
hombre para abrazarlo o no. Entre la verdad y el error, el hombre tiene que
decidirse por la verdad, pero afirmando al mismo tiempo que ha de ser buscada y
alcanzada en libertad.

Ese es el drama: el hombre tiene necesidad de un Absoluto triunfante. Después de


varios siglos de racionalismo queda claro que lo racional —lo funcional, lo
cartesiano— no basta. El hombre necesita entregarse a un Absoluto, es decir, a
una forma de religión. Cuando no encuentra la religión verdadera, «diviniza» lo
que encuentra: la misma ciencia, un tipo de política, una ideología, un estilo de
vida.

FENOMENOLOGÍA DE LO SAGRADO

Mircea Eliade, el más conocido y perseverante especialista en la fenomenología


de lo sagrado, continúa, en cierto modo, la tarea del primer estudio importante
sobre el tema como categoría a se: Rudolf Otto1. Otto se sitúa en una perspectiva
luterana: de ahí su acentuación de la irracionalidad de lo numinoso,
ese mysterium tremendum, por el cual el hombre se siente a la vez atraído y
repelido. Lo sagrado es de tal manera «otra cosa» que el hombre no puede
referirse a él nada más que a través de una simbología que tiene poco que ver
con la analogía del ser. Lo numinoso, lo divino, es lo Absoluto, el Todo; el hombre
no es nada. Y sin embargo, esa nada experimenta la acuciante necesidad de
referirse al Todo, de abandonarse a él. La lógica de lo sagrado es distinta, para
Otto, de la lógica natural. En ésta vale el principio de no contradicción; en aquélla
lo contradictorio puede ser verdadero simultáneamente.

Eliade se sitúa en otra perspectiva, más racionalista, si cabe hablar así. Estudia lo
sagrado en constante relación con el opuesto: lo profano. «El hombre entra en
conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo
diferente por completo de lo profano»2.
' R. OTTo, Das Heilige (1917), trad. castellana, Lo santo, Revista de Occidente, Madrid 1965.

2 M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1979, 1' ed., pp. 18-19. Cfr. también Tratado
de historia de las religiones, Ed. Cristiandad, Madrid 1974. Otras obras de ELIADE traducidas al
castellano: Herreros y alquimistas, Taurus, Madrid 1959; El Chamanismo, D.C.E., México 1960. Aquí no
interesa propiamente la perspectiva empírica de una historia de los fenómenos religiosos, sino la
caracterización de lo sagrado.

Estas manifestaciones de lo sagrado se llaman hierofanías: algo sagrado se nos


muestra. «De la hierofanía más elemental (por ejemplo, la manifestación de lo
sagrado en un objeto cualquiera, una piedra, un árbol) hasta la hierofanía suprema
que es, para un cristiano, la encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución
de continuidad. Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de
algo completamente diferente, de una realidad que no pertenece a nuestro mundo,
en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo natural, profano»3.

Así, frente a la catalogación de lo sagrado como lo tremendo fascinante (Otto),


Eliade insiste en la compleja dualidad de que en algo común se nos manifieste lo
completamente diferente. «Nunca se insistirá lo bastante sobre la paradoja que
constituye toda hierofanía, incluso la más elemental. Al manifestar lo sagrado, un
objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues
continúa participando del medio cósmico circundante»4.

Hay que notar, sin embargo, que no es exacto identificar lo sagrado con la
manifestación de lo sagrado. La posición de Mircea Eliade tiene el peligro de
considerar lo sagrado como una categoría humana, una creación del hombre, una
necesidad de modificar de una manera completamente insólita la misma realidad
corriente. En una perspectiva auténticamente religiosa, lo sagrado es lo divino
(ontológico) manifestado a los hombres. Quiere esto decir que pueden quedar en
pie la mayoría de los análisis de Eliade, pero después de esa importante
aclaración.

Como lo sagrado no se aleja del mundo, es comprensible que la experiencia


religiosa tienda a sacralizar el espacio y el tiempo. «La experiencia del espacio
sagrado hace posible la fundación del mundo: allí donde lo sagrado se manifiesta
en el espacio, lo real se desvela, el mundo viene a la existencia. El Mundo se deja
captar en tanto que mundo, en tanto que Cosmos, en la medida en que se revela
como mundo sagrado»5.
3 ELIADE, Lo sagrado..., p. 19.
4 ELIADE, Lo sagrado..., p. 19.
5 ELIADE, Lo sagrado..., pp. 59-60.

Cosa parecida sucede con el tiempo: «El hombre religioso conoce dos clases de
Tiempo: profano y sagrado. Una duración evanescente y una serie de
eternidades recuperables periódicamente durante las fiestas que constituyen el
calendario sagrado»6. Eliade subraya lo específico, en este contexto, del
cristianismo: «Por haber encarnado Dios, por haber asumido
una existencia humana históricamente condicionada, la Historia se hace
susceptible de santificarse. El illud tempus evocado por los Evangelios es un
Tiempo histórico claramente limitado —el Tiempo en que Poncio Pilato era
gobernador de Judea—, pero fue santificado por la presencia de Cristo. El
cristiano contemporáneo que participa en el tiempo litúrgico se incorpora al illud
tempus en que vivió, agonizó y resucitó Jesús; pero no se trata ya de un Tiempo
mítico, sino del Tiempo en que Poncio Pilato gobernaba Judea. Para el cristiano,
también el calendario sagrado reproduce indefinidamente los acontecimientos de
la existencia de Cristo, pero estos acontecimientos se desarrollaron en la Historia;
ya no son hechos que sucedieran en el origen del Tiempo, "al comienzo" (con la
particularidad de que para el cristianismo el Tiempo comienza de nuevo con el
nacimiento de Cristo, pues la encarnación funda una situación nueva del hombre
en el Cosmos)»7.

Dejando a un lado la fenomenología de lo sagrado y las distintas hierofanías, ritos,


fiestas, etc., catalogados con minuciosidad por Eliade, ¿cuál es su posición ante la
situación actual, cuando se da —según algunos— el fenómeno de la
desacralización?

«Cualquiera que sea el contexto histórico en que esté inmerso, el horno


religiosus cree siempre que existe una realidad absoluta, lo sagrado, que
trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso mismo, lo santifica
y lo hace real. Cree que la vida tiene un origen sagrado y que la existencia
humana actualiza todas sus potencialidades en la medida en que es religiosa, es
decir, en la medida en que participa de la realidad»8. En otros términos, la
concepción auténtica de lo sagrado no ha sido vista nunca como una «ilusión»,
como «un suplemento» de este mundo. Existen cosas profanas, pero las cosas
sagradas son las auténticas realidades; sin lo sagrado no existiría lo profano.
6 ELIADE, Lo sagrado..., p. 93.
7 ELIADE, Lo sagrado..., pp. 98-99.
8 ELIADE, Lo sagrado..., p. 170.

«Es fácil ver la separación existente entre este modo de estar en el mundo y la
existencia del hombre arreligioso. Ante todo se da el hecho de que el hombre
arreligioso rechaza la trascendencia, acepta la relatividad de la realidad e incluso
llega a dudar del sentido de la existencia (...) El hombre moderno arreligioso
asume una nueva situación existencial: se reconoce como único sujeto y agente
de la historia, y rechaza toda llamada a la trascendencia. Dicho de otro modo: no
acepta ningún modelo de humanidad fuera de la condición humana, tal como se
puede descubrir en las diversas situaciones históricas. El hombre se hace a sí
mismo y no llega a hacerse completamente más que en la medida en que se
desacraliza y desacraliza al mundo. Lo sacro es el obstáculo por excelencia que
se opone a su libertad. No llegará a ser él mismo hasta el momento en que se
desmitifique radicalmente. No será verdaderamente libre hasta no haber dado
muerte al último dios»9. Naturalmente, todo esto no se presenta por igual en todas
partes, ni con esta dramaticidad. Existe una actitud, muy difundida, que concede
relevancia a lo religioso, en el mismo plano que lo estético: como creación
humana. Una «religiosidad inmanente» que adquiere distintas formas, incluso las
de la divinización de la política, del arte, de la ciencia, de la misma condición
desolada y limitada del hombre.
9 ELIADE, Lo sagrado..., pp. 170-171.

Eliade supone que estas formas de religiosidad inmanentes son consecuencias


del proceso de desacralización: «La mayoría de los hombres sin-religión se siguen
comportando religiosa-mente, sin saberlo. No sólo se trata de la masa
de supersticiones o de tabús del hombre moderno, que en su totalidad tiene una
estructura o un origen mágico-religioso. Hay más: el hombre moderno que se
siente y pretende ser arreligioso dispone aún de toda una mitología camuflada y
de numerosos ritualismos degradados. Los regocijos que acompañan al Año
Nuevo o a la instalación en una nueva casa presentan, en forma laica, la
estructura de un ritual de renovación. Se descubre el mismo fenómeno en el caso
de las fiestas y alborozos que acompañan al matrimonio o al nacimiento de un
niño, a la obtención de un nuevo empleo, de una promoción social, etc.»10

Mircea Eliade se detiene en esta comprobación. Pero se puede ir más allá. El


comportamiento materialmente religioso de los hombres arreligiosos, ¿qué indica?
Por lo menos, que el hombre cuenta con una insuprimible necesidad de
trascendencia, consecuencia a su vez de su limitación y de la aspiración a
traspasarla.
10 ELIADE, Lo sagrado..., pp. 170-171.

MÁS ALLÁ DE LA FENOMENOLOGÍA DE LO SACRO

Se ha dicho con relativa frecuencia que la religión puede sobrevivir siempre que
se dé una síntesis entre «racionalidad» y misterio. La manera más expedita de
llegar a esto sería a través de una teoría del «símbolo» como irrenunciable
necesidad humana. La simbología, se dice, transcurrió durante muchos siglos —y
aún hoy en países no «racionalizados»— a través de lo religioso; hoy sabemos —
se continúa— que detrás del símbolo no hay nada más que una proyección de lo
humano. Pero el hombre necesita esa proyección, porque no sólo es razón, sino
también imaginación, sentido estético, ambición de globalidad y de perennidad. Lo
religioso serviría a esta necesidad «integradora»; no hay por qué plantearse el
tema ontológico: si al símbolo corresponde alguna realidad, basta y sobra la
misma realidad del símbolo.

Se añade: siembre habrá rito, siempre habrá liturgia. Hay que acomodar, por
tanto, el rito y la liturgia a las condiciones históricas, de tal modo que por esa
función «religiosa» se pueda caminar hacia valores humanos globalizados: la
comprensión mutua, la solidaridad, la inquietud sobre el futuro.

El resultado de esta concepción es claro: «racionalizando» lo religioso se suprime


de hecho el misterio. Cuando el rito y la liturgia se adaptan a las «necesidades
cotidianas» se obtiene como resultado que el hombre deserta de lo religioso. Si es
lo mismo que la vida no religiosa, ¿qué necesidad hay de lo religioso? Si se
concibe lo científico como progresivamente desbancador de lo religioso, no hay
necesidad alguna de una adaptación científica de lo religioso. La necesidad
religiosa queda suprimida sin más. A no ser que se entienda por religioso la
expresión de los temores y angustias engendrados por las consecuencias de una
razón exclusivamente técnico-científica. Es decir, la religión como algo provisional.
No se abandona la idea de que la ciencia y la técnica logren finalmente satisfacer
todas las necesidades humanas, también las de integración y comunión con lo
total. Pero, mientras tanto, para no dejar al hombre desguarnecido, el resto de
religión servirá como continuo recordatorio de que la ciencia y la técnica no son
todavía autosuficientes.

En este planteamiento la religión es suprimida, aunque se perpetúen los ritos. No


se abandona la idea de que el hombre anda siempre en búsqueda de una
explicación global, pero se piensa que esa explicación corresponde a la suma de
los resultados de las diversas ciencias, tanto naturales como humanas y sociales.
Como se intuye que es probable que la suma de esos resultados no esté nunca
completa —la ciencia, por su propia naturaleza, está siempre abierta a una
ampliación y a un perfeccionamiento— se considerará «divino» la aspiración
perpetua hacia la globalidad nunca alcanzada, en un planteamiento inmanente,
nunca trascendente. Dios no sería otra cosa sino la suma de las incompletas
aspiraciones humanas. El hombre es para el hombre el ser supremo, pero un ser
supremo que nunca estará completo.

Esta mentalidad es antigua. Fue formulada por primera vez cuando se pensó que
la religión no era otra cosa sino el nombre dado por el hombre a lo que todavía
desconocía, a lo que temía. La religión se confunde entonces con la magia. La
magia, a su vez, siempre ha coexistido de algún modo con la ciencia. En efecto,
se recuerda, en este sentido, que muchos pueblos primitivos hacían
perfectamente compatibles la ciencia y la magia. La ciencia cubría racionalmente
lo que era posible explicar; el resto era algo mágico (religioso).

La desaparición de la religión sería consecuencia del crecimiento de la ciencia. Y


esto intenta apoyarse en el hecho de que el pueblo «no científico» es religioso,
mientras que la élite culta deja de serlo. ¿No representaría una prueba de que con
la extensión a todos de los datos y de los resultados de la ciencia, con la
promoción de la cultura técnico-científica la masa del pueblo se iría poco a poco
convirtiendo al descreimiento? Mientras esto no sucede, no es necesario un
combate directo de la ciencia contra la religión, porque no es útil ni sabio ni
prudente quitar al pueblo sus creencias cuando no se tienen otras de recambio.

La extensión de este planteamiento puede verse en el siguiente texto,


perteneciente a un diccionario de sociología:

«La noción de sagrado pertenece a la sociología religiosa, en la que está


relacionada con el principio mismo de lo que es objeto de un respeto
especial y de lo que se considera como trascendente. A veces se ha visto en
el concepto de mana la fuente de las nociones. de sagrado y de principio
mágico. Rudolf Otto (Das Heilige, tr. Lo santo, Revista de Occidente, Madrid
1965) sitúa en el principio de todas estas nociones la de numinoso e insiste
en la ambivalencia de lo sagrado, que es a la vez tremendum y fascinan, es
decir, a la vez atractivo y repulsivo. Del mismo modo, Roger Caillois se ha
esforzado en mostrar que lo sagrado se manifiesta en los ritos de dos
formas opuestas: por una parte, en los tabús y en las reglas que imponen un
orden inmutable; por otra, en los ritos de transgresión (especialmente en las
fiestas, en las orgías) (L'Homme et le sacré, París 1950). De hecho, lo
sagrado apenas puede definirse más que de una manera sintética respecto a
estas dos facetas contradictorias y ello es lo que explica a la vez las
semejanzas y las diferencias entre la religión y la magia (J. Cazeneuve, Les
Rites et la condition humaine, París 1958). Emile Durkheim (Las formas
elementales de la vida religiosa, Buenos Aires 1968) ha hecho de lo sagrado
un principio esencial en su concepción de la sociedad.

Ha querido mostrar que las religiones totémicas, en las que ve una fase
elemental de la evolución religiosa, ponen en evidencia, a través del tótem y
de sus representaciones, un principio sagrado que no es otro que el
principio social. Lo sagrado se define, en estas condiciones, como la
antítesis de lo profano; es aquello que se pone aparte, gracias a los ritos
negativos, para permitir a la sociedad que se reverencie a sí misma en lo que
tiene de trascendente»1.
' J. CAZENEUVE, D. VICFOROFF, La sociología, Bilbao 1964, Ediciones Mensajero.

Podría pensarse que esto es un tratamiento sociológico —meramente sociológico


—, compatible con otras versiones. Naturalmente, todo es compatible con todo,
desde el punto de vista de la libertad del investigador. Pero a menos que las
palabras no quieran decir nada, resulta claro que en ese texto lo sagrado
es reducido, sin posibilidad de residuo, a lo humano, a lo social, a lo inmanente.
La utilización del término trascendente se aplica al «total de la sociedad» con
relación al individuo. Eso es, Comte al estado puro; o Feuerbach: «el secreto de la
teología es la antropología».

No cabe duda alguna de que es posible un tratamiento sociológico, antropológico,


psicológico, etc., de lo sagrado. Pero la casi totalidad de los estudios realizados
durante un siglo tienden a subsumir lo sagrado en una forma incompleta de
racionalidad, en espera de la racionalidad completa. Como ya se ha indicado, la
mayor amplitud a lo sagrado se concede, si acaso, argumentando que nunca se
llegará a la racionalidad completa, que el hombre siempre tendrá necesidad de
mitos, ritos y magia y, en ese sentido, será siempre religioso. Pero no se llega a
afirmar que esta necesidad está apoyada en una realidad ontológica: el carácter
limitado del hombre que exige realmente la existencia de un Ser ilimitado e infinito,
el Sagrado por excelencia, la plenitud, Dios.
Ante la dificultad de dar con la metafísica, es decir, ante el temor (¿sagrado?) de
afirmar lo trascendente al hombre, muchos estudios sobre lo sagrado se refugian
en la fenomenología, ya que la fenomenología pone entre paréntesis la existencia
o inexistencia de aquello de lo que se habla2.

Esta mentalidad es la que se difunde a través de los medios de comunicación.


Valga un ejemplo, de algo situado a mitad de camino entre la revista y el ensayo.
Me refiero a El hecho religioso, un folleto en una colección de divulgación.

La visión fenomenologista de la religión lleva a afirmaciones tan «ontológicas»


como ésta: «Es lógico que en un monoteísmo riguroso la sacralidad quede
confinada y colocada de manera exclusiva en la divinidad trascendente, retirada
por completo del mundo físico y sensible, que resulta, en consecuencia, entregado
sin reservas al uso profano del hombre y finalmente secularizado. De esta
manera, panteísmo y monoteísmo estricto se oponen, pero coinciden al negar la
distinción de cosas profanas y sagradas, y, en ese caso, cada cual a su modo, se
apartan del común sentir de las religiones»3. Con lo cual parece que se defiende
un monoteísmo «menos estricto» que sería equivalente a un cierto politeísmo.
2 V. HERNÁNDEZ CATALÁ, La expresión de lo divino en las religiones no cristianas, BAC, Madrid 1972.
3
A. FIERRO BARDAJÍ, El hecho religioso, en «Temas Claves», Barcelona 1981, p. 7.

El mismo culturalismo historicista —y de escasa perspectiva— conduce a


afirmaciones sobre el futuro, con esta semi-profecía: «Tras una época en la que el
empirismo de la ciencia hacía gala de su incompatibilidad con la religión,
actualmente domina un cierto pacto implícito de no agresión entre científicos y
creyentes, en el sentido de que ciencia y religión tienen propósitos distintos y se
refieren a diferentes niveles de la realidad. La ciencia actual, desde luego, se
desinteresa de las posiciones metafísicas y religiosas y, a diferencia de la
decimonónica, no se toma la molestia de polemizar con ellas. Sin embargo, sería
erróneo inferir de ahí que la ciencia no contribuye a minar la religión. El modo de
proceder mediante la teoría racional y la observación controlada de los hechos
que caracteriza al método científico es opuesto al proceder de la religión, y la
difusión del talante científico previsiblemente será a costa del talante religioso o de
una reformulación drástica suya en alguna variedad afín al conjunto de elementos
agrupado en la llamada gnosis de Princeton»4.

Desde el punto de vista de la filosofía —y no de la simple sociología más o menos


simplificada— traigo el testimonio de Gabriel Marcel: «Decir: "Poco importa lo que
penséis desde el momento en que viváis cristianamente", supone hacerse
culpable de la peor ofensa hacia el que ha dicho: "Yo soy el Camino, la Verdad y la
Vida". La verdad. El combate religioso debe ser proseguido en primer término
sobre el terreno de la verdad; y es en este terreno solamente donde será ganado
o perdido. Entiendo con esto que el hombre podrá ver si ha traicionado su destino,
su misión, y si la fidelidad continúa siendo el patrimonio de un pequeño número de
elegidos, de santos, llamados sin duda al martirio y que ruegan sin desfallecer por
todos aquellos que han elegido las tinieblas»5.
4 El hecho religioso, p. 63. Esa «gnosis» es entendida —según este autor— como «la relación de hombres adultos con una divinidad adulta, que no requiere ni intimidad mística ni
culto halagador, y que tampoco se interesa en absoluto por las virtudes morales de los hombres».
5 G. MARCEL, Incredulidad y fe, Guadarrama, Madrid 1971, p. 41.

Es cierto que Marcel no se mantiene siempre en el mismo terreno metafísico —


¿qué otro término aplicar a la búsqueda de la verdad?—, pero su posición dista
mucho del simple recoger «lo que pasa» en algunos lugares o de esas
generalizaciones (¿en nombre de quién?) sobre «la muerte de Dios» o «la
desaparición de lo sacro». Marcel, al intentar la recuperación de lo sacro a través
de la intimidad humana, desvela sólo un aspecto del tema, que resulta escaso en
comparación, por ejemplo, con el tratamiento hecho, hace dieciséis siglos, por San
Agustín. Dice Marcel: «Lo superior, o lo que es digno de ser expresado con esta
palabra, no adquiere significado sino para aquel que ha entrado en un cierto
santuario, al abrigo del recogimiento. Y en definitiva, ¿acaso no podría decirse que
el recogimiento tiene por sí mismo un valor sacralizante? En esta perspectiva se
podría volver a aducir casi todo lo que he dicho y mostrar que, si la vida tiende a
ser desacralizada, es justamente porque de alguna manera se encuentra
encarrilada en el desorden en el que desemboca la existencia humana desde el
momento en que queda entregada a potencias que, si bien emanan de la vida, no
son realmente más que una especie de metástasis»6.

La sustitución de la interioridad por la exterioridad «experimentable» es,


efectivamente, una de las causas que impiden advertir la trascendencia de lo
divino. Porque cuando la interioridad es auténtica descubre lo Absolutamente Otro,
a Dios. Aquí podría aducirse toda la teología de la interioridad tal como ha sido
desarrollada por San Agustín, pero bastarán quizá algunos pocos textos. El
primero es famosísimo: «Eres tú el que suscitas la alegría de alabarte, porque nos
has hecho para Ti, y nuestro corazón no tiene descanso hasta que no descanse
en Ti»7. Esta conexión entre Dios y la criatura es plena, total. Pero hace falta, por
parte del hombre, el reconocimiento de lo que está ya ahí: «He aquí que Tú estás
allí, en su corazón... ¿Dónde estaba yo cuando te buscaba? Tú estabas ante mí,
pero yo me había alejado también de mí; y no consiguiendo encontrarme a mí,
mucho menos conseguía encontrarte a Ti»8.
6 Incredulidad y fe, pp. 125-126.
7 Confesiones, I, 1.
8 Confesiones, V, 2.

Cualquier lector —incluso no habitual— de la obra de San Agustín conoce la


vinculación que se establece siempre entre interioridad y verdad, expresada casi
emblemáticamente en aquel famosísimo noli foras ire. No hace falta salir fuera,
porque en el interior del hombre descubre el hombre esa Verdad que lo lleva —
que lo puede llevar— a Dios. Otro pasaje de las Confesiones es diáfano: «Verdad:
tú te sientas ante todos los que te consultan, y respondes simultáneamente a
todos, también cuando las preguntas que te son formuladas son diversas. Tú
respondes claramente, pero no todos oyen claramente. Todos te consultan sobre
lo que quieren, pero no siempre oyen que se les responde lo que quieren. El mejor
siervo es aquel que no mira tanto a oír decir por tu parte lo que él quisiera, sino,
más bien, a querer lo que tú le has dicho»9.

Esta disposición de escucha es interior y, gracias a ella, el hombre tiene acceso a


la verdad. En esta dialéctica de interioridad y trascendencia se revela Dios y lo
sacro aparece con toda su plenitud. Por eso el entendimiento de lo sacro implica
el diálogo con Dios, la oración. La oración es, de este modo, el método de
desvelamiento de lo divino en el hombre. Encontramos así un filón que, de
ordinario, ha sido o despreciado o simplificado en la fenomenología de la religión.
9 Confesiones, V, 26.

MUERTE DE DIOS Y MUERTE DEL HOMBRE

La idea de que no fue Dios el que hizo al hombre, sino el hombre el que se fabricó
una cierta imagen (de sus temores, esperanzas, ilusiones, etc.) a la que llamó
Dios es muy antigua. Aristóteles, en un plano que hoy se diría de etnología o de
antropología cultural, ya notó que las formas que los pueblos daban a sus dioses
tenían mucho que ver con el modo de vivir de estos pueblos. No es nada probable
que el filósofo sacase de esa observación una afirmación metafísica. En cambio,
en el mismo tiempo, aproximadamente, la afirmación de Protágoras («el hombre
es la medida de todas las cosas») tiene un claro sabor agnóstico. Lo mismo cabe
decir de la especulación epicúrea. Esto se hace después calderilla cultural entre
los escépticos. Es famosa la afirmación de Petronio (en el Satyricon) de que
«Primus in orbe deos fecit timor, ardua coelo / Fulmina cum caderent discussaque
moenia fluminis». Es el temor ante lo inexplicable (la caída del rayo, el río que
arrasa la ciudad) lo que engendraría la creencia en Dios.

Un agnosticismo de otro tipo puede verse en otros famosos versos, los de Ovidio
en el Ars amandi: «Expedit esse deos: et ut expedit, esse putemus». Es
conveniente la creencia en Dios; luego hagamos que exista. No hay, quizá, otra
idea en el fondo de la famosa sentencia de Voltaire en la Epitre á l'auteur des trois
imposteurs: «Si Dieu n'existait pas, il faudrait 1'inventer».

En un plano más filosófico, el giro decisivo tiene lugar con la posición de Hegel de
la filosofía englobante la religión, el mundo a Dios a la vez que Dios al mundo:
«Sin el mundo Dios no sería Dios». Poco trabajo costó luego a Feuerbach escribir
que «el secreto de la teología es la antropología», que Dios no es más que la
Humanidad. Y este pensamiento, ya maduro en la cultura occidental desde hace
tiempo, impulsa al Comte de la ley de los tres estadios y, más tarde, al Durkheim
de las formas elementales de la vida religiosa.
Se podría hacer una historia menuda de la difusión de esta idea. En los Essays de
A. Huxley, publicados en 1929, se lee textualmente: «Men make God at their own
likeness»: los hombres hacen a Dios a su semejanza. «Dios» será lo que a cada
uno convenga, si lo necesita. En las Historias de almanaque
(Kalendergeschichten, 1949), Bertolt Brecht escribe: «Alguien preguntó al señor K.
si existía un dios. El señor K. respondió: "Te aconsejo que medites si tu
comportamiento variaría según la respuesta que se diese a esa pregunta. Si
permaneciera inalterable, la pregunta sería ociosa. Si, por el contrario, tu conducta
variase, en tal caso puedo ayudarte diciendo que tú mismo habrías zanjado la
cuestión: efectivamente, necesitarías ese dios"».

Por influencia del cientismo, según el cual sólo puede afirmarse objetivamente la
verdad de los hechos experimentables, las afirmaciones sobre Dios (sobre su
existencia o sobre su inexistencia) quedan relegadas al terreno de lo no-científico
y, por tanto, irracional o, al máximo, no-racional. No por esto se señala que la
creencia en Dios es inhumana (salvo para el ateísmo militante, el radicalismo, el
marxismo, etc.); simplemente se dirá que es una «creación cultural» que puede,
en determinadas circunstancias, resultar ventajosa. En otras palabras, Dios no
queda «suelto», en un nivel epistemológico propio, sino que es incluido en el
mundo del hombre, al mismo nivel, por ejemplo, que lo estético.

Rotos así los puentes con la metafísica realista, sólo cabe la solución fideísta.
Dios, se dirá, está oculto por completo al mundo de la ciencia (que es el de la
razón), pero es manifiesto al mundo de la fe. Hay que darse cuenta de lo que se
puede decir con esto. Se trata de una afirmación de un calibre incalculable.
Propiamente hablando se dice que el hombre es capaz de afirmar la realidad de
un mundo sobrenatural, ontológicamente sobrenatural. Es decir, tan real, por lo
menos, como el mundo al que tiene acceso la ciencia.

El pensamiento retrocederá asustado ante esto. Si la razón no puede descubrir la


existencia de Dios, como autor del mundo natural, ¿cómo es capaz el hombre de
llegar a dar con el mundo de lo sobrenatural? Porque Dios se revela. Pero, podría
decirse: si Dios se revela y revela un mundo tan superior a lo que conocemos, ¿no
habría hecho al hombre con la capacidad de llegar a conocerle a través de la luz
natural de la razón? No es nada irracional, en efecto, que la fe cuente con
unos preámbulos, según la expresión clásica.

En realidad, esa adhesión a lo religioso —rechazada la metafísica realista, la


metafísica del ser— es también una creación del hombre; es un sentimiento, una
sensación de dependencia, es llegar a lo íntimo humano y calificarlo de «divino»,
«numinoso», «santo», pero poniendo entre paréntesis que responda a una
realidad divina trascendente, al Señor del Mundo y de la Historia, al Dios eterno.

Una versión simplemente matizada de esa posición es la teología de la


secularización; la atención exclusiva a esta historia, a estos momentos, y la
afirmación de que Dios se ha ocultado completamente, de que «ha muerto». La fe
consistirá en algo humano: en el trabajo de vislumbrar en otras cosas (trabajo,
política, lucha revolucionaria) los primeros síntomas de la posible reaparición de
Dios en el horizonte de la historia. Esta versión, muy sofisticada (que recuerda
algo a la de Feuerbach) permite utilizar conceptos religiosos para referirse a lo
exclusivamente humano. De ahí la buena acogida que, entre este modo de
pensar, tuvo el libro de Bloch Ateísmo en el cristianismo. (Casi por el mismo juego
mental se podría hablar de Cristianismo en el ateísmo.)

Si están así las cosas, referirse a lo sacro debe llevar consigo una clara afirmación
de la sustancia del asunto. En otras palabras: no basta el cómodo refugio de la
fenomenología de la religión o de la historia de las religiones. La disyuntiva está
clara, porque remite a una afirmación óntica: o Dios crea al hombre o el hombre
crea a Dios. La disyuntiva es también terminante. Si Dios crea al hombre, el
hombre debe «volver» a Dios y ése es el sentido fundamental de su vida, su fin
último. En cambio, si es el hombre el que «crea» a Dios, la pregunta siguiente no
se puede soslayar: ¿quién o qué crea al hombre? Y entonces hay que afirmar que
el hombre es producto del azar, en la evolución de un algo material preexistente y,
por tanto, eterno.

La consecuencia teórica y práctica más grave de esta afirmación es la


desaparición del hombre como tema, la «muerte del hombre». Así, por encima de
los intentos híbridos de una serie de escritores1 de hablar de Dios sin hablar de
El, de «funcionar» como si Dios no existiese, pero realizando lo humano, se
coloca ese anuncio mucho más drástico de la muerte del hombre.

La muerte entendida como negación de cualquier futuro, como el acabarse del


acabarse, el término del término, la nada. La vida humana ya no puede
considerarse algo sacro, puesto que no es manifestación de algo trascendente, se
agota en sí misma. El estructuralismo, al intentar dar con una sustitución de la
objetividad, necesita afirmar la muerte del hombre, «cosa entre cosas» según
Lévi-Strauss o, más claramente aún, en Foucault: «Hoy no es tanto la ausencia o
la muerte de Dios lo que hay que afirmar, cuanto la muerte del hombre... La
muerte de Dios y el fin del hombre están relacionados... Según Nietzsche es el
último hombre el que anuncia que ha matado a Dios. Más que la muerte de Dios,
o mejor en la línea de esa muerte y profundamente relacionada con ella, lo que el
pensamiento de Nietzsche anuncia es el fin del asesino de Dios»2.

Pero, ¿qué significa «la muerte del hombre»? Que el hombre no es propuesto
como tema, como asunto, como realidad sobre la que filosofar. «Cosa entre
cosa», el hombre no puede pretender para sí mismo un estatuto privilegiado. No
puede hablar en primera persona. No hay yo ni, por tanto, tú. Existe sólo el se,
1 Las obras más importantes son: G. VAHANIAN, The Death of God. The culture of our Post-Christian
Era, Nueva York 1961. J. A. T. ROB[NSON, Honest to God, Londres 1963. P. VAN BUREN, The secular
meaning of the Gospel, Nueva York, 1963. H. Cox, The Secular City, Nueva York 1965. J. J. ALTIZER, The
Gospel of Christian Atheism, Filadelfia 1966. Una amplia referencia bibliográfica hasta 1969 en J. L.
ILLANES, «La secularización en la teología anglosajona contemporánea», en «Scripta Theologica», v. 1
(enero-junio 1969), pp. 189-210. A partir de los años setenta este movimiento se transforma en parte en
las distintas «teologías» regionales: de la esperanza, del mundo, «política», de la liberación, etc. Cfr. J.
DANIELOU, C. Pozo, Iglesia y secularización, BAC Minor, Madrid 1971. Útil también B. MONDIN, Le
teologie del postro tempo, 2.' ed., Alba 1976. En general, puede decirse que todas las teologías más o
menos célebres aparecidas desde 1960 —y que del área anglosajona se trasladan a Europa—parten de
la secularización como de un hecho indiscutible, casi como un «dato revelado». De ahí, como se dice
en el texto, la «muerte del hombre».

2 M. FOUCAULT, Les mots et les choses, París 1966, p. 396. Cfr. J. RASSAM, Michel Foucault: Las
palabras y las cosas, Emesa, Madrid 1978.

la estructura lineal o segmentada, pero anónima. Naturalmente, ese hombre, del


que ya no puede afirmarse nada, no puede haber inventado a un Dios. La idea de
Dios sería, como máximo, el sueño de un sueño.

Contrastemos, sin embargo, esas conclusiones con la realidad. Veremos


cómo, machaconamente, el tema del hombre sigue existiendo. Las teologías que
han seguido a la de la secularización no se olvidan del hombre; al contrario,
pretenden una reafirmación de su consistencia, de algo que tiene que ser
«liberado» o salvado. Es obvio que, porque el hombre es consistente, puede
hablar de una teología de la liberación humana.

Uno de los autores de la llamada «teología de la liberación» escribe: «No


tendremos una auténtica teología de la liberación, sino cuando los oprimidos
mismos puedan expresarse libre y creadoramente en la sociedad y en el pueblo
de Dios. Cuando ellos sean los artífices de su propia liberación y den cuenta con
sus valores propios de la esperanza de liberación total de que son portadores»3.
¿Qué puede querer decir esto después de la muerte de Dios y de la muerte del
hombre? Un intento de reinterpretación de Dios y del hombre tiene, por lo menos,
que darlos por vivos. No liberan los muertos, ni un Dios de muertos. Pero, si es
así, hay que interrumpir la línea, al parecer recta, entre la «teología de la
secularización» y las sucesivas «teologías». ¿Cómo pueden dejar de ser sacrales
estos intentos claramente mesiánicos? Sólo de un modo: negando la
trascendencia divina. Pero entonces no podemos hablar de teología, sino, sin
más, de política, en nombre .de una utopía en el sentido justo de la expresión: de
algo que no está en ninguna parte, ni puede estarlo. Una teología de la liberación
sería un fracaso in nuce. Una política de «liberación» (como, por ejemplo, la que
ha sido puesta en práctica en los países comunistas) es posible, pero ya se sabe
a qué precio; no el de la muerte del hombre, sino el de su anulación física o
psíquica, del asesinato del hombre.
3 G. GUTIÉRREZ, en Fe cristiana y cambio social en América Latina, Sígueme, Salamanca 1973, p. 245.
La bibliografía sobre el tema es muy amplia, pero continuamente se repiten las mismas ideas. Cfr. G.
GUTIÉRREZ, Teología de la liberación, Sígueme, Salamanca 1972. H. ASSMANN, Teología desde la
praxis de la liberación, Sígueme, Salamanca 1973. R. A. ALVES, Cristianismo, ¿opio o
liberación?, Sígueme, Salamanca 1973. Para este último autor, la «muerte de Dios» significa la
liberación del hombre, que ha de hacerse de forma política. En ese momento, como se indica en el
texto, este tipo de teología significa una regresión respecto a las consecuencias extraídas, con mucha
más coherencia, por los estructuralistas.

Si el hombre sigue existiendo a pesar de los anuncios de su muerte teórica,


si, siglos después, sigue teniendo más eco el comentario de uno de los personajes
de Terencio («Homno sum et nihil humani a me alienum puto») que las modas
culturales de los años sesenta y setenta del siglo xx, es preciso extraer las
consecuencias no ya sólo lógicas, sino topológicas, o incluso topográficas. Es
preciso, en otras palabras, darse cuenta del dato. El hombre sigue ahí,
impertérrito.

Analógicamente, puede decirse lo mismo, en una primera consideración (todo lo


superficial que se quiera), de Dios. Dios sigue ahí. El anuncio de la «muerte de
Dios» es renovado, aunque cada vez con menos entusiasmo. Nietzsche fue el
único que utilizó un recurso dialéctico cuando escribió que los grandes hechos
(corno éste) tardan tiempo en realizarse y en ser conocidos. Pero esta especie de
«profecía» con cumplimiento a la vez indeterminado y prefijado no significa nada y
mucho menos para los que afirman la historia como único horizonte del hombre.
Antes de que se pudiera dar tiempo a que se demostrase la «eficacia» implícita en
la muerte de Dios, otras teologías lo han «restaurado» para que sirva, por lo
menos como deus ex machina, de unos proyectos de liberación del hombre (que,
mientras tanto, tampoco ha conseguido morir, sino que desea vivir plenamente).

Anotemos, por ahora, simplemente el dato: el hombre —que no «muere» tan


fácilmente— sigue necesitando a Dios. Incluso en el caso de que lo divino fuese
una creación humana merecería la pena detenerse en este fenómeno. Pero es
que muchos hombres siguen afirmando que dependen de Dios, que rezan a Dios,
que lo adoran. Esto es un dato.

HISTORIA ABIERTA

Si por secularización se entiende que ha descendido, con relación a otras épocas


históricas (pero no a todas), la práctica de la fe, el «hacer un lugar a Dios» en las
actividades de los hombres, el enlazar lo sagrado con las tareas normales de la
sociedad, en ese caso es preciso reconocer que nuestra época es una época
secularizada, al menos en algunas áreas geográficas. Pero el hecho de que esa
secularización sea relativa a muchos factores (predicación o no de la fe,
problemas determinados por las diferentes coyunturas históricas, influencia de
personalidades cristianas, etc.) debería llevar a reconocer también que la
secularización no es una categoría universal. Intentar hacer de un «episodio
histórico» (todo lo general que se quiera) una categoría del espíritu humano es un
salto ilegítimo desde lo que «se va dando» a «lo que es».
Por otra parte, aunque pudiese funcionar en este campo una especie de
«inducción histórica», hay que reconocer también que se calcula con «tiempos
cortos», con espacios que no son, ni cuantitativa ni cualitativamente, casi nada en
la historia de la humanidad. Es una pretensión sin duda desorbitada querer
construir las categorías del espíritu, e incluso de la realidad, lo ontológico, sobre la
base de una serie de experiencias que, por lo demás, son muchas veces
contradictorias y siempre complejas.

El razonamiento, llevado a su extrema simplicidad, se podría formular en estos


términos: «si los hombres ya no necesitan a Dios, es que Dios no es». Afirmar
esto con tanta claridad implica superar dos tipos de dificultades. La primera:
¿cómo se verifica eso de que «los hombres no necesitan ya a Dios»? No se
verifica por el simple hecho de que no lo invoquen o no lo traten del mismo modo
que en otras épocas (y se hace referencia a algunas épocas, silenciando todas las
demás). Y esto porque parece posible que existan muchas formas de referirse a
Dios, de invocarle y de llamarle. La segunda dificultad es aún más fuerte: ¿cómo
se puede pasar de lo que sucede a lo que es? ¿Qué fuerza puede tener la
actuación de unos hombres (aunque sean muchos, nunca serán todos) para
«constituir» de ese modo la realidad hasta el punto de poder establecer que Dios
no es o que «ha muerto»? ¿Cómo puede lo contingente erigirse en necesidad?
¿Es que acaso no puede suceder que la conducta libre de los hombres, de forma
mayoritaria, escoja el rechazo de Dios? De hecho, conocemos muchas formas
sociales en las que la conducta mayoritaria de los hombres adopta una actitud
que, no por ser lo que ocurre, pueda establecer el ser y, con él, el deber ser. Ha
habido pueblos que, por ejemplo, han practicado el canibalismo. Y, mientras
existía esa práctica, el canibalismo sucedía. ¿Habría que decir por eso que el
canibalismo correspondía al ser del hombre y que, por tanto, tenía que ser, debía
de ser?

Una actitud de este tipo, basada en cierto tipo de historicismo, tiende en realidad a
inmovilizar la historia, a destruirla. La única posibilidad que queda es el
relativismo, el mundo y el pensamiento fraccionados, de tal forma que, en cada
momento —porque no hay necesidad entonces de hablar de épocas—, se justifica
todo lo que se da, por el simple hecho de darse. En ese caso, no es posible la
conexión entre los sucesivos estadios de desarrollo, ya que la misma conexión
sería siempre relativa. Una realidad atomizada de este modo no es reconocible y,
por supuesto, no es base suficiente para establecer afirmaciones que tengan un
valor científico.

A la luz de estas consideraciones es posible juzgar la posición de algunos


escritores protestantes y católicos que, desde los años cuarenta,
aproximadamente, han difundido la mentalidad que luego se ha plasmado en las
llamadas «teología de la muerte de Dios», «teología radical», «teología de la
secularización», etc. Los autores principales son Bonhoeffer, Vahanian, Van
Buren, Cox, Altizer, Metz, Robinson, etc.
Un acertado resumen de estas posiciones —susceptibles de matices, pero
equivalentes en lo fundamental— ha sido expuesto de este modo: «Parten, como
de un dato hecho, del supuesto de que se ha llegado ya a una situación de
secularización en el sentido de que el hombre actual, como consecuencia del
desarrollo de la ciencia y de la técnica, ha superado la sensación de insuficiencia y
está en condiciones de resolver los problemas de su existencia mundana
basándose en sus solas fuerzas; es, pues, un hombre que no advierte la
necesidad de lo divino. Esa situación sociológica —añaden— debe considerarse
como irreversible y, por tanto, toda teología precedente como radicalmente
superada: las formas tradicionales de hablar de Dios carecen de sentido para el
hombre moderno. Para, habiendo llegado a este punto, no dar razón a las
filosofías ateas, se esfuerzan a continuación por separar la idea de secularización
de la de ateísmo, reduciendo la secularización al ámbito de la comprensión de la
situación mundana en cuanto puramente mundana, y afirmando que ese ateísmo
de la comprensión de los proyectos terrenos no se opone a la afirmación de la fe.
El hombre moderno no encuentra a Dios en su experiencia del mundo; pero —
añaden—tampoco encuentra ningún absoluto, sino situaciones puramente
profanas y mundanales y, por tanto, provisorias y limitadas. De esa forma —y éste
es el punto central de su tesis— si bien la secularización en cuanto experiencia
psicológica y sociológica de la pura profanidad y limitación de la existencia
humana, puede ierivar hacia el secularismo, es decir, hacia una filosofía totalitaria
por la que el hombre se centra absolutamente en sí mismo negando a Dios, nada
impide que, por el contrario, impulse al hombre a que, aun no necesitando a Dios
para su caminar terreno, opte por El y se proclame creyente»1.
1 J. L. ILLANES, Secularización, en GER, 21, p. 92. Para más documentación, del mismo autor, Hablar de Dios, Rialp, Madrid 1974; A. DEL NOCE, L'epoca della
secolarizzazione, Milán 1970; C. FABRO, Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid 1973.

Esta creencia se apoya en algo que se estima, como se ha indicado ya repetidas


veces, definitivo: la irreligiosidad del mundo contemporáneo. Como hace ver
Fabro, la fórmula empleada por Bonhoeffer es impresionante: «Es necesario que
el cristianismo viva realmente en un mundo sin Dios y es vano el intento de
ocultar, de transfigurar de algún modo religioso su ateísmo; es preciso que viva de
modo mundano y participe así del sufrimiento de Dios... No es el acto religioso lo
que hace a alguien cristiano, sino el participar de la pasión de Dios en la vida
humana»2.

Obsérvese que esta posición, lo que más tarde se llamará la «teología de la


muerte de Dios» (pero todo está ya en Bonhoeffer, recogiendo a su vez una vieja
tradición protestante), no se propone como un intento o una estrategia para
recristianizar el mundo, para volver a evangelizarlo. Lo más gratuito de esa
posición es su autodefinido carácter irreversible. De hecho, la «aventura» de Dios
en el mundo (muy hegelianamente) se hace depender de la aventura de la
conciencia humana de lo religioso. Por otro lado, como la historia es considerada
progresiva y ascendente, no es posible concebir un «retorno» a la realidad de Dios
en el mundo. El creyente verdadero será aquel que sirva de perpetua tumba a la
idea de Dios, que no lo manifieste nunca, que acepte con todas sus
consecuencias una transformación mundana de la realidad. «Bonhoeffer,
exasperando la tensión de la teología dialéctica, lleva al extremo el averroísmo al
revés, que está implícito en ella; por un lado, la actividad de la razón que en todos
los campos exalta la suficiencia del hombre y proclama lo superfluo, o sea, la
inutilidad de la hipótesis del trabajo de Dios; por otro, el acto absoluto de la fe que
pone a Dios en este mundo, presente en la historia humana, hablando así al
mismo tiempo de ateísmo y de fideísmo radical»3.
2 FABRO, Drama del hombre..., p. 695.
3 FABRO, Drama del hombre..., pp. 702-703.

En esta posición hasta cierto punto clásica de Bonhoeffer se advierten tres


elementos que es posible distinguir:

a. una pérdida del sentido sobrenatural de la fe y, por así decirlo, de la


potencia de Dios; Dios, en cierto modo, es descalificado por la historia;
b. una especie de resto de conciencia luterana del cristianismo, que acentúa
su sentido trágico, muy en la línea de Hegel, y se siente atraído por un «retar» a
Dios para que se demuestre también potente cuando ya nadie cuenta con él. Este
tono «fundamentalista», tan típico del protestantismo en algunas de sus formas,
no ha desaparecido;

c. una advertencia lúcida de los valores de lo secular, de la mundanidad, de la


auténtica autonomía de lo humano; en otras palabras, una oposición a cualquier
forma de «mezcla» entre lo profano y lo sagrado.

Ocurre, sin embargo, que este último rasgo es vivido en la nostalgia del
fundamentalismo. Con otras palabras: parece que se «querría» que Dios fuera el
de siempre —el de los profetas, por ejemplo—, el Dios terrible de Israel; pero
como parece que esto ya no es posible, se «castiga» a Dios, echándole encima
todo el peso de lo profano, de lo mundanal, que El ha permitido. Si, por otro lado,
El lo ha permitido —si lo mundano se opone a Dios sin mayores consecuencias—,
esto quiere decir que ésa es la situación ontológica de la cultura, de la historia y,
por tanto, del mismo Dios.

Estas mezclas que llaman de modo especial la atención tienen su origen en la


curiosa paradoja que está en las raíces del luteranismo: como el hombre está
podrido, Dios tiene que hacerlo todo; pero como Dios tiene que hacerlo todo, ha
de plegarse a la esencia y a la condición del hombre. Al final, manda el hombre
sobre Dios; Dios, al morir, se hace hombre, asumiendo la conciencia humana
histórica y genérica, la situación por la que el hombre atraviese en cada
momento, también la de ateísmo. En una situación desesperada, en la que «ni
Dios» puede salvar al hombre, qué duda cabe de que es más importante el
hombre que Dios. La miseria, en su realidad, se convierte en la verdadera
divinidad. En esas profundidades de la confusión, del olvido de lo religioso, del
desprecio por lo sacro, se puede seguir invocando a Dios, pero a través del
hombre, a través de las sucesivas situaciones históricas.

Este sentido de la secularización no se ha dado, con las mismas características,


en los países de tradición católica,, en los que han sido menos fuertes las
corrientes filosóficas del inmanentismo, tan estrechamente unidas con el
luteranismo. En los países de tradición católica, la religión ha funcionado —al
menos en forma de devociones, romerías, etc.— como algo menos individual,
personalista, más comunitario u organizativo. Por un sencillo mecanismo de
pensamiento, la objetividad de lo sagrado ha tenido mayor fuerza vinculadora en
lo religioso comunitario (no así, pero éste es otro fenómeno, en lo comunitario-
político). En cambio, el subjetivismo protestante, además de dar lugar a una
incontable proliferación de corrientes, ha dejado al hombre solo frente a la
existencia o no existencia de Dios.

En los países de tradición católica, la secularización ha tenido como consecuencia


principal la acomodación de lo religioso a lo social-político. Es decir, se ha
aprovechado —o se ha intentado aprovechar— la tradicional fuerza organizativa
del catolicismo (algo que ya asombró a Comte y, después de él, a Gramsci) en
servicio de unos fines benéficos, humanitarios, sociales. Al decaer el sentido de la
necesidad de lo sagrado, las formas de expresión de lo sagrado han sido
orientadas hacia la pretendida solución de problemas sociales, económicos,
educativos y, en general, de tipo benéfico y altruista. Problemas, en todos los
casos, reales, y con frecuencia muy agudos. Problemas que, no hace falta decirlo,
afectan a cualquiera —creyente o no creyente— que tenga un mínimo sentido de
humanidad. Pero ésos no son problemas religiosos, estrictamente hablando. Son
temas mundanos, con la propia autonomía, con criterios plurales de solución, con
una historia propia y, con frecuencia, contradictoria.

Esta tendencia organizativa de la vivencia religiosa en los países de tradición


católica se ha vertido, de ordinario, en alguna forma de clericalismo, es decir, de la
gestión directa inmediata, por parte de eclesiásticos, de asuntos civiles, seculares,
mundanos. Lo que, a lo largo de la historia, se ha hecho desde el punto de vista
eclesiástico-organizativo es inmenso. La mayoría de las instituciones benéfico-
asistenciales (escuelas gratuitas, asilos, hospitales, hospicios, etc.) tiene su origen
en alguna iniciativa eclesiástica. Y no sólo porque surgieron en tiempos en los que
la Iglesia tenía también un notable poder temporal; muchas de esas instituciones
nacieron a contracorriente, en tiempos difíciles. Nacieron desde la clara conciencia
de que lo sagrado —lo debido a Dios— rebosaba naturalmente en obras de
caridad para el prójimo.
Cuando cambiaron las circunstancias históricas, cuando lo profano, lo secular
siguió otra dirección (una de las muchas formas posibles, una más entre las
millares que registra la historia conocida), ese espíritu organizativo se plasmó en
instituciones nuevas: partidos políticos cristianos, sindicatos cristianos, etc. Un
nuevo cambio sobrevenido en la historia secular hizo también que naufragaran la
mayor parte de esas instituciones. Y es entonces cuando se registra el fenómeno
de la utilización directa de las formas de lo sagrado (el culto, la predicación, la
administración de los Sacramentos) con fines genéricamente sociales. Muchos
pensaban —a veces inconscientemente- que ya no era posible la presentación de
lo sagrado como tal.

No es difícil darse cuenta de que en estas situaciones existe una advertencia,


aunque quizá confusa, de una realidad: un nuevo cambio (hay que insistir: uno
más, no el último) en la historia secular o profana está haciendo que se vea más
claramente su autonomía. Pero esa autonomía no significa la desaparición de lo
sagrado. La historia, como historia, es mucho más compleja de lo que afirman las
más conocidas filosofías de la historia. Una aplicación apresurada —y, en el
fondo, falsa— de la escatología cristiana al curso de la historia ha favorecido la
presentación de «momentos culminantes», de «condensaciones» culturales. Esta
tradición utópica es muy vieja. Pero puede verse ya una forma casi moderna en la
obra de Joaquín de Fiore y, de modo difícil y obvio a la vez, en la filosofía de
Hegel, que Marx recibe, materializándola. La tentación del monismo no ha dejado
así de presentarse, una y otra vez. Todo se ha centrado en esperar o en dar con el
momento decisivo, en el que se resolverían todas lag complejidades o
contradicciones. Pero si la historia enseña algo es que da lugar continuamente a
nuevas contradicciones, problemas, situaciones aparentemente insuperables...
Luego, con mucha frecuencia, el tiempo consigue que se pase página y el mundo
aparece de otra forma. Esta visión pluralista de la historia permite encajar sin
ningún tipo de contrasentido la autonomía de las realidades temporales, terrestres,
profanas o como quiera llamárselas. Dios, en esto, no es afectado.

Este es el momento de considerar algunos puntos fundamentales de teología de la


historia, porque es algo que la llamada teología radical o las otras formas de
teologías de la secularización no han entendido.

En primer lugar, la comprobación obvia de que la historia es toda la historia y que,


humanamente, no hay ningún momento ni ningún pueblo privilegiado. Los
teólogos de la muerte de Dios olvidan esto cuando hacen de su experiencia en un
área determinada y como resultado de una serie de factores (entre otros las
consecuencias de la teología del protestantismo liberal) el momento definitivo para
decidir nada menos cuál es el papel que, a partir de ahora, corresponde a Dios en
la vida de los hombres. No. La historia es toda la historia, con un inicio del que
sabemos muy poco (en lo fundamental, lo que nos dice el Génesis en su estilo
literario propio) y con un desarrollo del que no sabemos prácticamente nada.
Desconocemos, como resulta también evidente, el cómo y el cuándo del final. No
se puede, por tanto, encerrar la historia en cuatro categorías inmanentistas,
porque la historia seguirá (esto es casi lo único que puede decirse) cuando el
inmanentismo sea solamente una «figura histórica» ya pasada.

En segundo lugar, no intentar leer la historia desde el punto de vista de Dios,


porque es imposible. Marrou hizo sobre este tema importantes reflexiones que
vale la pena tener en cuenta: «Que Dios sea, en último término, señor de la
historia y que la conduzca, según su beneplácito, hacia el fin que le tiene
asignado, está fuera de duda, pero no nos ha revelado los secretos de ese
encaminamiento. Para descifrar ese misterio haría falta —y la idea es de por sí
inconcebible— situarse en el lugar de Dios, allí donde su presciencia y su
providencia se reúnen en el presente de su eternidad»4.

En el mismo sentido, una consideración clásica y perenne: «No le es dado al


hombre, yo diría más, no le es dado a la Iglesia militante, peregrinante, discernir el
detalle de la historia: comulgamos por medio de la fe con el movimiento global de
ésta, pero sin poder juzgar sobre el papel preciso de cada acontecimiento, sobre
el grado de participación positiva o negativa de cada actor, de cada uno de sus
actos. No siempre podemos discernir con certeza lo que ha contribuido y
contribuye de hecho a acelerar el advenimiento del Reino. Los caminos de Dios
son impenetrables: puede servirse de forma misteriosa incluso del mal para
cumplir sus designios: etiam peccata!»5. Como es lógico, esta indeterminación de
la historia para la conciencia humana no suprime la necesidad de juzgar sobre la
bondad y la malicia de las acciones (empezando, naturalmente, por las propias; y,
sobre las ajenas, ¿quién puede juzgar íntimamente?), pero ese juicio no dice nada
sobre las consecuencias, en el filo de la historia. La traición de Judas está
conectada, en la historia de Cristo, con la aceleración de su sacrificio.
4
H.-I. MARROU, Teología de la historia, Rialp, Madrid 1978, p. 104.
5
MARROU, Teología de la historia, p. 115.

«Sería, para el cristiano, una tentación diabólica imaginarse transportado, ya


desde ahora, a una alta montaña desde la cual contemplar, a sus pies, todos los
reinos de este mundo. Estamos insertos en el entramado mismo de la historia,
transportados por su flujo, a la vez pasivos y activos, pues la sufrimos al mismo
tiempo que la creamos. No podemos conocer la historia porque todavía no está
escrita»6. Esta consideración es fundamental y da paso a un pleno sentido de la
libertad —de la originalidad de la libertad de cada hombre—, tan alejado del
sentido totalitario de la historia que está latente, a cada paso, en la teología de la
secularización. «Debemos ignorar el detalle de la realización de la historia no
porque Dios haya querido por razones pedagógicas —para ponernos a prueba,
por ejemplo— ocultarnos lo que hubiera podido darnos a conocer, sino porque la
historia es también el juego de la libertad humana y porque su indeterminación
provisional está en función de la decisión libre que los hombres toman y tomarán
en el porvenir: nada ha terminado, las consecuencias más verosímilmente
previsibles pueden ser que no se realicen; y en cada encrucijada de los tiempos,
nuevas iniciativas pueden hacer rebrotar la inefable melodía, ese pulcherrium
carmen que parecía, tal vez, dirigirse hacia una conclusión dada ya por
adquirida»7.
6 MARROU, Teología de la historia, p. 129.
7 MARROU, Teología de la historia, pp. 132-133.

¿Por qué la ocultación de lo sacro tiene que ser definitiva? ¿En nombre de qué
puede establecerse esta necesidad, esta irreversibilidad? No en nombre de Dios,
razonando humanamente, porque ¿cómo la razón humana puede decidir sobre los
designios de Dios? No en nombre de la razón humana, incapaz no sólo de prever
el futuro, sino ni siquiera de dar razón completa del pasado y del presente. Todo,
por tanto, es siempre posible. La ocultación de lo divino en las conciencias sólo
puede querir decir la ocultación de las conciencias respecto a Dios. El que «no se
vea» no indica nada más que «no se ve», no que no pueda verse nunca más.

Aquí se advierte, con toda su intensidad, la insensatez profunda que supone


declarar clausurada la historia, aunque sólo sea en algún aspecto. Es una actitud
radicalmente reaccionaria, aunque se revista exteriormente de la condición de
«lectura de los signos de los tiempos». Se trata, en el mejor de los casos, de una
lectura eficientista, managerial, con un disimulado horror a la creatividad. Porque
el presente lo es, con profundidad, cuando lleva consigo actitudes que se
engendrarán, a su tiempo, en el futuro. Por eso es un error histórico
(además, histórico) atender al presente con las indicaciones que ofrece el solo
presente. Ese razonamiento repetitivo es el que está implícito en la actitud de
«ante un mundo desacralizado, adoptemos una solución que camufle lo sagrado».
Ante la desacralización —aun en el caso de que fuera general, cosa que nadie
puede decir— la respuesta histórica es, si cabe hablar así, «aumentar la dosis de
lo sacro».

¿No es posible, entonces, extraer conclusión alguna de los sucesos presentes? Lo


es. Una destaca por su importancia. El entierro provisional —no está asegurado
que no vuelva a repetirse— del clericalismo. El clericalismo confunde «una visión
auténticamente cristiana de la Historia (¡con mayúscula!) con una historia
(conocida) de la Iglesia; lleva a identificar el punto de vista de Dios con el de los
hombres que constituyen la parte visible de la Iglesia y que, por muy bien
intencionados que sean, no son más que hombres. Citemos un ejemplo concreto:
Dom Guéranger escoge, entre otros, el de Juana de Arco, y escribe: "La fe nos
hace ver en ello una manifestación sin par de la predilección divina por Francia, la
intención de sustraer ese reino cristianísimo al yugo de la herejía que la Inglaterra
protestante no hubiese dejado de hacer caer sobre él un siglo más tarde". A esto,
un católico inglés respondería, no sin humor, que Dios ama también a la nación
británica y que si el tratado de Troyes hubiese sido aplicado, el reino unido de los
leopardos y de las flores de lis, yendo del Tweed al Mediterráneo, hubiese ofrecido
más resistencia a la Reforma. Todo ello suponiendo que el paso al anglicanismo
haya sido un mal absoluto, a lo que cabría presentar objeciones...»8.

El clericalismo, siempre muy atento a los signos externos del poder, al clamor de
las aclamaciones, al ondear de banderas, puede transformarse, en poco tiempo,
en abanderado de la secularización, buscando así, a veces inconscientemente,
seguir protagonizando la historia. Este es el mecanismo que hace posible
«transformar» las expresiones de lo sacro en expresiones de fines (en sí,
perfectamente justos y legítimos) sociales. Con esta operación vuelve a repetirse,
en otro contexto, la misma miopía histórica y estructural: concentrar toda la
historia en un solo punto y en un solo sentido, como si los tiempos no fuesen
indefinidamente complejos en extensión y en intensidad.

El clericalismo tiene horror al vacío y desea guardar para sí un rebaño bien


nutrido, uniformado, sin diversidad. En unos tiempos, los componentes efe ese
rebaño han tenido que dar muestras de atención a las formas sacras (aun no
deseándolo en algunos casos); en otros tiempos, el mismo rebaño es casi
obligado a formas de desacralización, pero teñidas de una forma distinta de
uniformidad. En los dos casos se ignora que «no es posible distinguir a los
elegidos de los réprobos: hay entre los enemigos de la Iglesia elegidos que
todavía se ignoran, de la misma forma que, entre todos los que llenan las basílicas
y frecuentan los sacramentos, hay hombres que no participarán del destino eterno
de los santos. Así habla San Agustín en De Civitate Dei (I, 35). Y se podrían
multiplicar las referencias hasta el infinito»9.

Si se afronta el tema de la vigencia de lo sagrado con una mentalidad no clerical,


las consecuencias son imprevisiblemente optimistas. Nada está
irremediablemente perdido, por la misma razón de que nada está
irremediablemente ganado. La historia sigue abierta.
8 MARROU, Teología de la historia, pp. 103-104.
9
MARROU, Teología de la historia, p. 119.

LAS RAZONES DEL ATEÍSMO

Desde hace varios siglos, las mayores, casi únicas objecicnes a la fe religiosa han
sido presentadas como razones «científicas». Pueden verse a continuación las
razones de una destacada personalidad en el campo de la biología, Jean Rostand.
Dotado de un agudo sentido crítico y de una inteligencia muy fuera de lo común,
podría decirse que la posición de Rostand resume muchas otras, también de
científicos, y deja por debajo la objeciones usuales, las que no pasan de la
categoría de un conversación en torno a una mesa de café.
Rostand propuso sus razones en la obra Ce que je crois, pera las reafirmó —y de
un modo más claro— en las respuestas Christian Chabanis, en un libro que tuvo
cierto eco en 19731

Anotemos, en primer lugar, que Rostand no es un ateo «tranquilo». El tema de la


fe «me lo planteo todos los días, sin cesar. He dicho que no. He dicho no a Dios,
por decirlo brutalmente, pero, en cada momento, la cuestión vuelve a presentarse.
Por ejemplo, cuando se habla del azar. Yo me digo: No puede ser el azar el que
combina los átomos. Entonces, ¿qué (...) Estoy obsesionado; digamos el término:
obsesionado; si no por Dios, al menos por el no-Dios». Y continúa: «No es un
ateísmo sereno, ni jubiloso, ni contento. No. Ni me satisface ni me llena; es algo
vivo, siempre al rojo vivo. La llaga se abre sin cesar».
1 C. CHABANIS, Dieu existet-il? Non, repondent..., París 1973. Entre los famosoí responden también negativamente Frangois Jacob, Claude Lévi-Strauss, Edgard Morir Raymond
Aron, Eugene Ionesco, Jean Vilar, Roger Garaudy.

Rostand no admite la fuerza del argumento de la insatisfacción ante el hecho de


tener que morir: «Todos los animale tienen que morir, ¿por qué el hombre iba a ser
una excepción? Me parece que la fe dice algo difícil de creer y que es un poco
más hermoso que lo otro, para nosotros los hombres. El ateo se contenta con lo
que ve: la gente muere. Un griego dijo en otro tiempo: el gran argumento contra la
inmortalidad es la muerte. Uno se muere, se pudre: la supervivencia es una
invención. Quizá es una invención verdadera, pero usted entiende lo que quiero
decir. Si mis palabras son un poco violentas, no desearía que fueran agresivas. La
fe es una imaginación, una creación del hombre. Quizá es verdadera; la ciencia
también es una creación del hombre. Pero si uno se limita a lo que se ve, hay que
decir: uno se muere».

El entrevistador plantea entonces una cuestión: «En el plano científico, que es el


de usted, ha operado usted un cierto número de verificaciones. ¿Las ha agotado?
En el tema de la aparición de la vida, por ejemplo, usted ha llegado a interrogar
más profundamente a la naturaleza que el común de los mortales, ¿pero bastan
esas cuestiones que usted ha planteado para llegar a la verdad?» Y la respuesta
de Rostand: «Para mí, son cosas distintas. No es lo que yo he podido comprobar
sobre el origen de la vida lo que me impide creer. Yo estaba en un ambiente en el
que no existían esas preocupaciones». Después de recordar su infancia, entre
padres agnósticos, añade: «A partir de los 10 o 12 años yo he leído, y quizá he
sido pervertido por esos libros. Admito que yo estaba condicionado en el sentido
del ateísmo. Yo no pensaba nada más que en la ciencia. Era un puro científico. Si
después he hecho algunas pequeñas incursiones en otros terrenos, no lo veía (a
Dios) como hipótesis. Se ha dicho, en cambio, esto muchas veces. En el terreno
científico se ha afirmado que no teníamos necesidad de esa hipótesis. Es una
palabra que choca; yo pienso que se puede admitir la palabra, o hablar de
postulado. Para un científico impregnado del espíritu y del método científico es
muy difícil admitir una hipótesis que no tiene ninguna presunción a favor. ¿Cuáles
serían para usted las presunciones a favor de esa hipótesis?».

Chabanis alude a la falta de respuesta «científica» a las cuestiones


fundamentales: cómo explicar la presencia del mundo, de los seres... «De
acuerdo. El problema de la existencia. No puedo dejar de decirle que estoy
terriblemente angustiado. Es un problema tremendo, pero no veo en qué sentido
llama a la idea de Dios. El ateo dirá siempre: Dios, lo veo muy bien. Usted,
creyente, lo pone en el origen, pero debe explicarlo. Hace falta una existencia que
no tenga necesidad de explicación».

Rostand admite la presunción de una «existencia fundamental». Pero, «para mí,


esta existencia fundamental llevaría a la idea de un creador infinitamente bueno,
infinitamente poderoso. Es todo lo que se suele añadir a la idea de Dios. Pero por
ahí no puedo seguir. Si usted se limita a decir existencia fundamental, sí, ¿por qué
no? Cuando se quiere añadir más, me niego». Chabanis introduce entonces, con
cautela, el tema de la Revelación. Para «ayudar» al hombre, Dios habla, se revela.
Rostand comenta: «Creo que sobre la idea de Revelación se opera la separación
de muchos creyentes. Mientras se permanece en el terreno puramente
especulativo, teórico, se podría casi estar de acuerdo. Pero, para mí, la
Revelación no se da. En este punto histórico, Jesucristo, ni siquiera me planteo la
cuestión. Yo no digo que yo tenga razón, pero en ese punto yo sería irreductible.
Irreductible sobre el valor de todo eso, de esos testimonios, de esa historia. Para
mí, todo eso es nada. Yo respeto la figura de Cristo, pero para mí no tiene valor
trascendente. Es una pequeña anécdota sin ningún valor. Y si se quita eso, ¿qué
queda?».

Dolorosamente, el tema queda cerrado. Se plantea entonces otro, el del eco


suscitado por el libro de Jacques Monod, El azar y la necesidad: «Es un libro que
no aporta nada en el plano filosófico. Vuelve a tomar la vieja tesis cientista a la
que yo me adhería cuando tenía doce años, aunque ahora se ha modificado un
poco por la biología molecular, porque se trata del azar de las moléculas. Eso es
Demócrito, Darwin, todo lo que usted quiera, pero nada de nuevo. Incluso diría
que se puede responder a Monod con lo que decía Huxley, que era, por otra parte,
un gran materialista o, por lo menos, un gran agnóstico. Decía sobre los tiempos
de Darwin: "cuanto más expliquéis el fenómeno de la vida y del universo por
razones mecánicas, estaréis haciendo el juego de los teólogos, que os
preguntarán cómo ese encadenamiento causal ha sido preparado desde el
principio". Yo admito esto. Por eso insisto en que si usted se limita a poner a Dios
en el principio, no tengo nada que decir y, después de todo, quizá usted tenga
razón. Lo que no puedo admitir es que Dios intervenga en el desarrollo de la
cadena causal, porque, entonces, ya no podemos hacer ciencia. Pero Dios en el
principio.... No tendría yo nada que objetar».
«Pero, por otro lado, Dios al principio no me enriquece nada, no aporta nada a la
explicación. Volvamos a Monod. Tengo que decir que la tesis del azar absoluto no
me satisface enteramente. He dicho con frecuencia que rechazo el dilema azar o
Dios. ¿No hay acaso algo entre los dos? Desde el punto de vista científico, en la
explicación por el azar falta algo. Es difícil sostener que el hombre haya venido, de
golpe, después de esos lapsus moleculares. Todo esto es un terreno sobre el que
no se puede discutir, algo puramente afectivo. Hay gente que dice: tengo la
impresión de que a golpes de azar, durante miles de millones de años, se puede
hacer el hombre. Otros dicen: tengo la impresión de que toda esa cadena de azar
no basta.»

Chabanis propone una respuesta a esta pregunta: esas «impresiones», ¿no serán
una forma de creencia extracientífica, casi de fe? Rostand: «De fe, sí».

El ateísmo de Rostand no es virulento. Mantiene siempre una rara ecuanimidad,


pero es sorprendente cómo no advierte que está rozando continuamente temas
clásicos de metafísica. Rostand es demasiado inteligente como para, después de
negar a Dios, «sacralizar» cualquier cosa; se guarda mucho de hacer «sacra» a la
ciencia. Lo «sacro» queda en él bajo la forma de la angustia permanente del no-
Dios.

Esta «angustia», esta preocupación, sigue viva. Después del libro de Chabanis, en
1976, apareció en Francia II y a un autre monde, de André Frossard, ya conocido,
entre otros, por el famoso Dios existe, yo me lo encontré 2.
2 A. FROSSARD, Il y a un autre monde, París 1976. Dios existe, yo me lo encontré, Rialp, Madrid 1971. El primer libro de Frossard fue traducido a una veintena de lenguas. s G.
SUFFERT, Le cadavre de Dieu bouge encore, París 1973.

Un año antes, y como una muestra más de la inquietud religiosa, había aparecido
un extraño libro de Georges Suffert, Le cadavre de Dieu bouge encore 3. La obra
es una reflexión sobre las confidencias recibidas por Suffert de personajes
famosos ante los «eternos» interrogantes: qué es la muerte, qué el amor, qué
sentido tiene el dolor... En otros términos: ¿vale la pena vivir? Todo se mezcla en
este libro, que un «científico» calificaría sin más de «extra-científico». Pero ¿no
es un hecho el hecho de las preguntas de tanta gente ante la muerte, el dolor, el
amor? El etnólogo Leroi-Gourhan contesta a Suffert que «el hombre es un animal
en busca de un significado». Malraux confiesa: «cuando los dioses mueren y los
sistemas de valor se derrumban, el hombre no encuentra más que una cosa: su
cuerpo... La droga, el sexo y la violencia son los sustitutivos naturales de la
desaparición de Dios».

Junto a estos testimonios existenciales, la «base» principal del ateísmo moderno


—la «ciencia»— no está tampoco dispuesta a proporcionar «argumentos» como
en los tiempos de Huxley. Heisenberg, el famoso físico atómico, Premio Nobel,
transcribe esta opinión del también físico Pauli: «Si en el mundo occidental se
pregunta qué es el bien y qué el mal, qué es lo deseable y qué debe rechazarse,
nos encontraremos todavía y siempre con la jerarquía de los valores cristianos,
incluso allí donde no se sabe ya qué hacer con las imágenes. Si llega un día en el
que la fuerza magnética que ha orientado esta brújula se apaga completamente,
temo que se producirán acontecimientos terribles, mucho más terribles que los
campos de concentración y que la bomba atómica»4.
4 W. HEISENBERG, La Partie et le Tout, París 1973, p. 214. Traducción castellana, Diálogos sobre la física atómica, BAC, Madrid 1975, p. 269.

Si las «razones del ateísmo» vienen de la ciencia, no se sabe en nombre de qué


cualquier científico puede afirmarlas absolutamente, al menos mientras existan
otros científicos que digan lo contrario. Baste el testimonio de Max Planck: «En
todas partes, y por lejos que dirijamos nuestra mirada, no solamente no
encontramos ninguna contradicción entre religión y ciencia, sino, precisamente, en
puntos decisivos, encontramos un pleno acuerdo. Religión y ciencia no se
excluyen —como algunos han creído o lo temen aún hoy—, sino que se
complementan y se condicionan mutuamente. La prueba inmediata de una
posibilidad de acuerdo entre religión y ciencia, incluso en una óptica crítica
fundamental, es el hecho histórico que permite comprobar que los demás grandes
investigadores de todos los tiempos, como Kepler, Newton, Leibniz, estaban llenos
de profundo sentido religioso»5. El número de los científicos de reconocido
prestigio que han hecho clara afirmación de religiosidad podría fácilmente
ampliarse, aunque no siempre se trate de una religiosidad con la afirmación de un
Dios personal. Pero la lista que podrían formar desde Copérnico, Kepler, Galileo y
Newton a Pasteur, Alexis Carrel, Lecomte de Nouy, Fabre, Linneo, Volta, Einstein,
Leprince Ringet, Heisenberg, etc., permite por lo menos desechar de una vez para
siempre la manida afirmación de que el avance del conocimiento científico trae
consigo necesariamente el retroceso en las creencias religiosas.
5 M. PLANCK, Religion und Naturwissenschaft, Leipzig 1938, p. 17.

Al lado de esta especie de plebiscito de hombres de ciencia que son, además,


creyentes, se pueden citar dos testimonios paradójicos y, quizá por eso, más
atrayentes. Uno es de Bernard Shaw, de la obra teatral To true to be good, en
boca de uno de los personajes: «La ciencia, en la que había puesto toda mi fe, ha
declarado su fracaso. Sus historias eran más locas que todos los milagros de los
curas. No era luz lo que ella difundía, sino una epidemia de cáncer. Sus
dictámenes, que debían fundar el reino milenario, han llevado, por el contrario, al
suicidio de Europa. ¡Y yo que había creído en sus supersticiones! Por amor de ella
he ayudado a destruir la fe de millones de creyentes en los templos y en las
doctrinas de salvación. Y ahora, miradme bien y veréis la suprema tragedia de un
ateo que ha perdido la fe.»

En otro plano, Lévi-Strauss, en el libro citado de Chabanis, dice: «Un ateísmo que
intente justificarse en bases científicas no se puede sostener, porque implicaría
que la ciencia es capaz de responder a todas las preguntas. Evidentemente, eso
no es así, ni lo será jamás.» Es decir, se ha llegado poco a poco a una singular
experiencia: la del agnosticismo de la ciencia respecto a las cuestiones que la
trascienden. Sin embargo, algunos conocidos científicos, como Pascual Jordan,
dieron un paso más. Jordan —amigo y compañero de la generación de físicos
como W. Pauli, N. Bohr, W. Heisenberg, C. von Weizsácker y L. de Broglie—
escribió en 1969 una interesante obra titulada Der Naturwissenschafter von der
religiósen6. Posteriormente vuelve sobre el tema en Creación y misterio7, donde
dice: «Ya que en mi anterior libro era mi intención exponer el cambio producido en
el pensamiento científico a partir de 1900, procuré subrayar la objetiva necesidad
de dicho cambio, utilizando para ello el lenguaje y los términos mismos de la
investigación científica. Huí de influencias extrañas que hubieran podido derivarse
de una diferente valoración global del mundo. Sólo en el epílogo de aquel libro
queda de manifiesto que no pertenezco a aquellos que vieron esta transformación
de las categorías científicas con temor y resistencia: por el contrario, el cambio
que la caída de los dogmas fundamentales del materialismo trajo consigo fue para
mí algo gozoso y liberador; y esto debido al hecho sencillo de que soy cristiano
bautizado y me sigo tomando en serio, hoy también, esa realidad. La ciencia
actual se diferencia de la antigua en que no nos prescribe una mentalidad
determinada.»

Jordan es testigo importante de la evolución que se ha registrado en la ciencia del


siglo xx. Una evolución que se puede señalar mediante las siguientes fases: a)
conciencia de que el mecanicismo dominante en el xix ha sido superado y
«falsado» por las conquistas científicas del tipo de la teoría de los quanta, de la
relatividad, etc.; b) que el sucesivo neopositivismo, en sus diferentes formas y que
coinciden todas en limitarse a un estudio del lenguaje, ha entrado en crisis al
chocar con la no-explicación de muchos fenómenos reales y angustiosos; c) que
en muchos científicos nace una tendencia a desear una unificación de las ciencias
y que esa unificación no sólo no se opone a lo religioso sino que, de algún modo,
confluye con él.
6 P. JORDAN, El hombre de ciencia ante el problema religioso, Guadarrama, Madrid 1972.
7 P. JORDAN, Creación y misterio, Eunsa, Pamplona 1978.

Jordan entrevé constantemente una metafísica, en la que, sin embargo, no entra,


en parte por falta de preparación y en parte porque el famoso principio de
indeterminación de Heisenberg, dirigido contra el mecanicismo, parecía también
echar por tierra el hecho de la causalidad (y sin causalidad no hay metafísica). La
metafísica del ser, que ya en Aristóteles llegaba, por la vía de la causalidad, a la
afirmación de la existencia de Dios, es todavía la gran desconocida de la ciencia
actual. Sin embargo, también aquí existen importantes excepciones. Así, L. de
Broglie, Premio Nobel 1929, escribe: «Yo nunca dudé de que mis nuevas
concepciones fueran compatibles con las ideas tradicionales que afirman
la causalidad de todos los fenómenos físicos. Pero, en esta época (1923-1924), N.
Bohr, con sus muy bellas y fecundas ideas sobre la estructura de los átomos (...),
desarrolló en Copenhague con brillantes discípulos (Pauli, Heisenberg, Jordan,
Dirac) conceptos totalmente diferentes de los míos, en que el papel que atribuían
a las incertidumbres cuánticas les condujeron a abandonar el determinismo y, en
consecuencia, la causalidad, en el desarrollo de los fenómenos físicos.»

Veinte años después, desde 1949, De Broglie volvió a su primera posición. «Una
idea que yo creo esencial conservar es la de la causalidad. (...) Pienso que todos
los fenómenos cuyo estudio puede ser abordado por la ciencia están sometidos a
la causalidad. Si esto es así, se puede deducir que toda teoría estadística,
particularmente en física, es una teoría incompleta»8.
8 L. DE BROGLIE, Jalons pour une nouvelle microphysique, París 1978, pp. 1-5.

Un filósofo como Eduardo Nicol ha visto claramente, fundándose además en un


excelente conocimiento de la física contemporánea, cómo el principio de
causalidad no puede ser invalidado: «No se ha producido hasta el momento
ningún hecho científico que permita invalidar el principio de causalidad, si éste se
formula en sus términos más generales, a saber: nada ocurre en el universo sin
una causa determinada. (...) Siendo esto así, una teoría general de la causalidad
debe fundarse no sólo en la evidencia primaria de que todo sucede según causa o
razón suficiente, sino además en el hecho de que las causas son específicas. Esto
significa que ellas dependen de la constitución ontológica de los entes causantes y
causados. (...) Cuando se trata de la forma de ser distintiva que es la materia
inorgánica, la experiencia científica ha probado que el método más eficaz para su
estudio es el método matemático. Con esta innovación no prescindió la física de
su tradicional fundamento metafísico, porque este fundamento no se establece
con razones de autoridad tradicional, sino con razones de hecho. Lo que se probó
es que el ser físico es auténticamente definible, en tanto que ser, por unos rasgos
o caracteres que son cuantificables. Solamente un prejuicio filosófico —contrario
al método riguroso de la filosofía— ha permitido que cuajase la convicción de que
lo cuantitativo no es ontológicamente definitorio, y de que el análisis matemático
del ser y de las causas estaba indisolublemente vinculado a un criterio cualitativo
(...). Aunque el método matemático sea el apropiado para el estudio del ser
inorgánico, las proposiciones de la ciencia física no son privilegiadas con respecto
a las de las otras ciencias que emplean métodos distintos»9.

Las razones de la ciencia «contra» la religión han «pasado» casi siempre por la
ignorancia metafísica de los científicos. Nicol, que, por otro lado, no pretende en
absoluto hacer una introducción a la metafísica de lo divino, desmantela el
razonamiento que llevó a Heisenberg y a otros a ver en el principio de
indeterminación la negación de la causalidad. Sólo puedo citar aquí lo
esencial: «Las leyes estadísticas también son leyes causales. El fenómeno
individual, no determinado, no es por ello incausado, aunque
sea indeterminable. La causa que determina el movimiento de las partículas es la
misma para todas ellas; los efectos que produce siguen siendo calculables,
porque de otro modo el cálculo de las probabilidades de distribución no tendría
base real a que aplicarse. Quiere decirse que un cálculo estadístico sólo puede
versar sobre unos objetos o fenómenos cuyo conjunto sea homogéneo y uniforme.
La curva estadística es todavía expresiva del orden real, aunque es expresiva
también de la incapacidad del conocimiento humano para determinar con
exactitud integral los factores individuales de cada uno de los componentes de un
sistema complejo. Dicho de otra manera: la probabilidad no representa una falla
de la causalidad»10
9 E. NicoL, Los principios de la ciencia, F.C.E., México 1965, pp. 176-177.
10 Los principios de la ciencia, pp. 147-148.

Hemos comenzado este recorrido con la figura y las palabras apasionadas y


angustiosas de Rostand. Se termina con las precisas de un filósofo que disipa las
posibles dudas de que la «nueva física» podría significar la ruina de la causalidad.
De este modo, las «intuiciones» de tipo religioso en el mismo seno de la ciencia —
las de Planck, Jordan, Einstein, Pauli, etc.—, por difusas que a veces aparezcan,
encuentran o pueden encontrar el camino expedito de una metafísica del ser.
También Heidegger, sin encontrar la solución, advirtió con la lucidez que lo
caracterizaba que el olvido de lo Sacro era una consecuencia del «olvido del Ser».

El ateísmo sigue siendo un fenómeno complejo, pero una de sus raíces


principales ha sido el descuido o el olvido del Ser. Por muchos caminos puede
verse cómo las «transformaciones de lo sacro» son una consecuencia, más o
menos directa o profunda, de ese olvido. Las palabras dichas a Moisés cobran
una vez más toda su importancia: «Yo soy el que soy».

SATÁN Y EL SATANISMO

Las intenciones contrarias pueden, a veces, dar un resultado similar. Lo pienso de


nuevo ahora, al tratar de escribir sobre Satán. Por un lado, está una cierta
iconografía popular, con fines piadosos, representando a un demonio
antropomorfo, con el simple añadido de los cuernos y el rabo. Quizá sea una
herencia de tiempos más «sencillos», que necesitaban representar lo que, por otro
lado, se sabía que era «espíritu», ángel caído. Una cierta literatura con fines
didácticos acabó acostumbrando a esa figura, nada demoníaca ya. Y en ese
momento, la irreligiosidad se aprovecha de esa misma representación para quitar
toda importancia a esa presencia del «espíritu que siempre niega».

Al final, las intenciones contrarias relegan lo demoníaco a un terreno literario.


Vamos a partir de la literatura para intentar decir algo sobre Satán. Podría servir
Bernanos, pero en el escritor francés lo demoníaco está aún demasiado visible,
cuando todo hace sospechar que la influencia de Satán es casi
siempre refleja, indirecta. Sirve de mucho más Chesterton, al tratar de un tema
aparentemente banal: la opinión de algunos sobre lo nocivo que puede resultar
contar a los niños cuentos de hadas. Dice Chesterton: «Los cuentos de hadas no
son responsables de producir en los niños miedo ni ninguna de las formas del
miedo; los cuentos de hadas no dan al niño su primera idea de los fantasmas. Lo
que los cuentos de hadas dan al niño es su primera idea clara de una posible
victoria sobre el fantasma. El bebé ha conocido íntimamente al dragón desde
siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es
proporcionarle un San Jorge capaz de matar al dragón.»

Adelantemos ya algo. Para la tradición cristiana el demonio no es el único


responsable del mal por antonomasia, del pecado, o sea del acto que niega a Dios
y, por eso, repercute, perversamente, sobre el hombre: sobre sí mismo y sobre los
demás. El demonio es «cómplice», «incitador», «negador», «tentador». Pero en la
tierra, el mal se hace presente porque el hombre quiere y porque no se decide a
fiarse de quienes pueden ayudarle a luchar contra el maligno. Continúa
Chesterton: «En las cuatro esquinas de la cama de un niño se alzan Perseo y
Rolando, Sigfredo y San Jorge. Si retiráis esa guardia de héroes, no hacéis al niño
racional: lo único que hacéis es dejarle solo para que tenga que combatir solo con
los diablos. Porque, ¡ay!, en los diablos hemos creído siempre. El elemento
alentador de esperanza en el universo ha sido en los tiempos modernos
continuamente negado y reafirmado; pero el elemento de desesperanza no se ha
negado nunca ni por un momento. Como dije en cierta ocasión, la única cosa en
que la gente moderna cree realmente es la condenación. El más grande de los
poetas puramente modernos resumió toda la auténtica actitud moderna en aquel
fino verso agnóstico: "There may be Heaven; there must be Hell" (Hay quizá un
cielo; hay sin duda un infierno). La visión sombría del universo ha sido una
tradición continua; los nuevos tipos de investigación espiritual o de conjetura
empiezan todos ellos por ser sombríos».

Hay algo demoníaco en ese título de Las flores del mal, que escogió Baudelaire
para su mejor poesía. Gide se atrevió a hablar de la «belleza del mal», con una
estupenda metáfora: «el vaso de alabastro que la Magdalena no hubiera
derramado». Algo muy sombrío está en las obras de Beckett y en las de Joyce. No
hablemos de Genet o de Sartre. ¿Existe algo más demoníaco que ese «el infierno
son los otros»?

Chesterton descubre esa tentación de ceder ante lo demoníaco en un autor


aparentemente sólo mundano, en Henry James. «Si alguien no comprende el
defecto que estoy criticando en nuestro mundo, le recomendaría, por ejemplo, que
leyese una narración de Mr. Henry James titulada The Turning of the
Screw (traducido por Atornillando el tornillo, Otra vuelta de tuerca). Es una de las
cosas más vigorosas que nunca se han escrito y es una de las cosas acerca de
las que es más permisible dudar si deberían haberse escrito. Describe a dos
inocentes niños que van creciendo, a la vez omniscientes y poco avisados, bajo la
influencia de los espectros de un lacayo y de una institutriz.
Como digo, dudo si Mr. Henry James debió publicarla (no es indecente, no la
compréis; es un tema espiritual); pero creo la cosa tan dudosa que daré por bueno
que tan gran hombre lo hiciese. Y lo aprobaré del todo, tan del todo como admiro
esa narración, si escribe otra igualmente vigorosa acerca de dos niños y Santa
Claus. Si no quiere o no puede hacerlo, entonces la conclusión es clara: podemos
tratar vigorosamente del misterio sombrío, pero no del misterio feliz. No somos
racionalistas, sino demoníacos.»

Cuando Charles Moeller, en el tomo II de su Literatura del siglo xx y


cristianismo, trata de James, no cita a Chesterton, pero empieza con Otra vuelta
de tuerca y destaca en el escritor norteamericano la presencia de lo demoníaco.

El estilo de James, su esfuerzo por no comprometerse, ha permitido que Otra


vuelta de tuerca haya sido interpretada como una más de las historias de
fantasmas, a las que era tan aficionado. Pero la interpretación «demoníaca» —en
la que coinciden Chesterton, Moeller y algunos otros— parece clara. La historia es
sencilla: una institutriz es encargada por un señor, que no aparece nunca, de la
educación de dos niños: Flora, de seis años, y Miles, de diez. Son literalmente
encantadores. Aunque a Miles le han expulsado del colegio por «corromper» a los
compañeros, de esto no vuelve a hablarse. Flora y Miles son obedientes, listos,
aplicados.

Hasta que un día la institutriz descubre en la mansión en la que habita con los
niños una extraña presencia: la del lacayo Quint, muerto hace tiempo. A ese
fantasma se une otro, el de Miss Jessel, la anterior institutriz. Hablando con el
ama de llaves —una mujer bondadosa y sensata—, la nueva institutriz se entera
de las relaciones que mantuvieron en vida Quint y Jessel. Había en esas
relaciones, en esos amores, algo extraño y demoníaco.

Pero la revelación mayor viene cuando el aya de Flora y de Miles llega al


convencimiento de que los niños ven los espectros de Quint y Jessel. Es más, de
que vienen para estar con ellos, y es probable que, después de muertos, como
demonios, mantengan con los niños extrañas y morbosas relaciones (Henry
James no quiere concretar más este punto). Con premeditación, un día, el niño,
Miles, distrae a la institutriz para que Flora pueda reunirse con Miss Jessel. La
institutriz va en busca de Flora. «La escena que sigue —comenta Moeller—,
durante la cual el rostro interior, que poco a poco ha esculpido en ella (Flora), se
ostenta de forma repelente sobre sus rasgos, es de un horror alucinante; diríase
una escena de magia negra, pese a que todo sigue perfectamente natural (...). De
repente, el arte del novelista visionario suspende los retozos y jugueteos de la
muchacha: una fijeza extraña crispa su rostro y, durante un breve segundo, se
ve una máscara vieja, vulgar, malvada, superponerse a los rasgos infantiles. Flora
estalla entonces en palabras atroces contra su aya; como un absceso que revienta
y lanza un chorro de pus, así ella grita su rebeldía y su odio.»
La institutriz logra apartar a Flora de aquel escenario de horror. Pero queda Miles.
La última escena es un combate entre Miles y el demonio Quint. La institutriz ha
logrado que Miles confiese que ve al espectro y que lo considera un mal, pecado.
La escena final sobrecoge. Miles quiere librarse del mal, y allí, en aquel momento,
Quint se aparece tanto para la institutriz como para el pequeño. La institutriz dice:
«Está ahí, el cobarde, el horror inmundo; ahí por última vez».

Al oír estas palabras —después de un segundo de espera, durante el cual su


cabeza (de Miles) imitó el movimiento del perro impaciente que ha perdido el
rastro— toda su persona fue sacudida por un espasmo delirante, como si
buscase por todos los medios aire y luz; después, en un acceso de rabia
muda, se arrojó sobre mí, enloquecido, lanzando inútilmente en todas
direcciones miradas furiosas y sin encontrar en parte alguna la gran
potencia dominadora, aunque, a mi entender, la habitación se hallaba ahora
completamente impregnada de ella, como de un sabor envenenado.

«¿Es él?»

Yo estaba ahora tan resuelta a obtener la prueba definitiva, que me troqué en


una estatua de hielo para desafiarle.

—«¿De quién estás hablando?»

—«¡Peter Quint! ¡Ah, Demonio!». Su rostro parecía dirigir a toda la


habitación una súplica convulsa:

—«¿Dónde estás?»

Todavía me parece oír resonar en mis oídos la repetición del nombre fatal y
el homenaje rendido a mi sacrificio.

—«¿Qué puede hacerte ahora, tesoro? ¿Qué podrá ya nunca más?» «Te he
ganado —desafié a la bestia inmunda—, y él te ha perdido para siempre». Y
para acabar la demostración de mi obra, dije a Miles: «Ahí, ahí».

Ya él había saltado de mis brazos explorando, buscando exasperado, pero


no veía más que la luz serena. Bajo el golpe de esta pérdida, de la que yo
estaba tan orgullosa, el pequeño lanzó el aullido de un ser arrojado al otro
lado del abismo, y la fuerza con que le estreché habría podido realmente
detener tal caída. Lo agarré; sí, lo tenía asido, ya puede imaginarse con qué
pasión; pero al cabo de un minuto comencé a darme cuenta de lo que
realmente tenía asido. Estábamos solos en la apacible luz del día, y su
pequeño corazón, al fin liberado, había cesado de latir.

Este es el inquietante final de Otra vuelta de tuerca. Lo demoníaco, en Flora y


Miles, se mezcla con la mayor apariencia de inocencia y con una impresionante
belleza física. Moeller aprovecha ésta y otras obras de James para hablar de la
esencia de lo demoníaco en un determinado «ambiente» contemporáneo. «James
nos hace presentir en las conversaciones, las intrigas, las conveniencias
anglosajonas, una presencia horrible, la presencia de un mal aparentemente
omnipotente, la presencia de una obsesionante magia maléfica». O bien: «al
cerrar el libro, el horror ha invadido al lector: comprende que el mal está en todas
partes y en ninguna, que se oculta, que no lo aprehendemos jamás, antes nos
ahoga solapadamente con la sonrisa seráfica de esta Lady o con la mueca
graciosa de aquel pequeñuelo».

Moeller parece depender, en su interpretación, de unas observaciones de Graham


Greene: «James, en sus últimas novelas, describe el mal in propria persona, que
baja de paseo por Bond Street, amable, sensible, cultivado..., el mal que no puede
distinguirse del bien más que por el completo egotismo de sus miras»1. Sin
embargo, añade características de la presencia de Satán que podrían resumirse
así: a) ambigüedad, «inapariencia». «Nadie ha visto a Satán, pues triunfa en la
ambigüedad; no se le ha aprendido nunca, porque se disimula bajo esa
mundanidad que la Escritura llama "fascinación de la vanidad"». Hoy puede
añadirse que la «oculta presencia» de Satán está también en el uso cómico,
irreverente de su figura, en la degradación perseverante de los mejores
sentimientos humanos; b) los signos externos más claros son la mentira y el
orgullo. «Se trata sin duda de Satán, pues la mentira y el egoísmo, esos dos
abismos del universo jamesiano, son los del demonio, que es príncipe de la
mentira y del orgulloso egoísmo que dice "yo". Las almas de los héroes de James
están muertas, vacías, no son ya nada; el diablo es nada, voluntad de nada»; c)
destrozo de la libertad. «No hay que olvidar que Satán no puede hacer por sí
mismo el mal en este mundo: necesita del hombre como de un "intermediario".
Mientras el hombre resiste y se niega a ceder a la tentación diabólica, permanece
libre, y Satán es impotente, pues no puede obrar directamente sobre la ciudadela
interior del ser espiritual». Como es el hombre el que tiene que actuar, Satán
procura engañar: «mostrarse demasiado y demasiado poco, falsificar los dados,
para que se pierda el hombre. El pecador se imagina entonces hallarse frente a un
mundo que está más allá del bien y del mal, de un mundo profano, sin profundidad
espiritual o moral; y obra libremente, sin darse cuenta de que hace el juego a
Satán».
1 Citado por Moeller. El estudio de éste sobre James en el volumen II de Literatura del siglo XX y
cristianismo, Madrid 1961, pp. 171-226.

Ahora se entiende mejor, quizá, por qué en nuestra cultura, las acciones satánicas
en cuanto tales apenas aparezcan y que, a la vez, se multipliquen por todas partes
actuaciones humanas diabólicas: asesinato de inocentes, torturas, sistemas
enteros basados en mentiras conscientes, desprecio de la ternura y del amor,
egoísmos de razas o de nacionalismos. Es más: para que esto último no parezca
lo que es, se puede incluso sacar el motivo satánico casi en forma de «un tema»
para las revistas desmitificadoras o que juegan a lo «extra-natural». Satán es
colocado en el mismo cajón que la quiromancia o que la astrología. De este modo
se le ofrece un disfraz, para que sea serio lo que aparentemente es broma.

Si se desea algo «sobrio» en torno a la realidad de Satán, no hay que acudir a los
libros esotéricos, ni a la literatura trivial del «satanismo». Hay que atenerse a lo
que está sucintamente dicho en algunos pasajes de la Biblia. «Si Dios no perdonó
a los ángeles delincuentes, sino que amarrados con cadenas infernales los
precipitó en el abismo, en donde son atormentados y tenidos como en reserva
hasta el día del juicio...». (Epístola segunda de San Pedro, 2, 4). San Judas
también se refiere (versículo 6 de su Carta) «a los ángeles que no conservaron su
dignidad, sino que desampararon su morada» y están reservados «para el juicio
del gran día en el abismo tenebroso con cadenas infernales». En boca de
Jesucristo, dice el Evangelio de San Juan (8, 44): «El padre de quien vosotros
procedéis es el diablo, y queréis hacer lo que quiere vuestro padre. El fue
homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad
en él. Cuando dice la mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso y el padre de
la mentira.»

Escuetamente aquí se dice: a) que el diablo y los ángeles caídos son criaturas de
Dios, no, en absoluto, un principio del mal paralelo a Dios; b) que «hubo algo» (no
más precisado) que hizo que unas criaturas hechas por Dios se apartaran de la
verdad y se «instalasen» en la mentira; c) que, de este modo, se convierten
«espiritualmente» en cabezas de una generación, la de aquellos hombres que
eligen la mentira como sistema de vida.

En el misterioso libro del Apocalipsis se cuenta algo más, en ese estilo profético:
«Entretanto se trabó una batalla grande en el cielo: Miguel y sus ángeles peleaban
contra el dragón, y el dragón y sus ángeles lidiaban contra él; pero éstos fueron
los más débiles, y después no quedó ya para ellos lugar ninguno en el cielo. Así
fue abatido aquel dragón descomunal, aquella antigua serpiente, que se llama
diablo y Satanás, que anda engañando al orbe universo; y fue lanzado a la tierra y
sus ángeles con él» (12, 7-9). «Anda engañando»: esto es lo esencial; el
«dragón» no es una criatura zoológica, sino la realidad de la perversidad, de la
falsedad. La esencia de esa falsedad, de esa mentira es la soberbia, es decir, el
considerarse superior a todos ya que, antes, se ha considerado superior a Dios. El
«hijo de la perdición» se alza así contra Dios y contra todo lo santo (Segunda
Tesalonicenses, 2, 4). Todo pecado comienza en efecto con la soberbia.

Satanás aparece en el Libro de Job como enemigo de los hombres que practican
la bondad; para que se entienda, Satán aparece al lado de Dios, lo mismo que en
el Libro de Zacarías, 3, 1. Y el Libro de la Sabiduría explica más: «Porque Dios
creó inmortal al hombre y lo formó a su imagen y semejanza; mas por la envidia
del diablo entró la muerte en el mundo, e imitan al diablo los que son de su
bando» (2, 24). Algunos textos del Antiguo Testamento podrían ofrecer la ocasión
de que entre el pueblo judío se diera una especie de «culto al diablo», aunque en
sentido vejatorio y para «conjurarlo». Pero no se dio. El Antiguo Testamento es
terminante prohibiendo que se ofrezcan sacrificios a los Seirim, a figuras de
macho cabrío que, en muchos pueblos circundantes al hebreo, eran una
representación diabólica. Con todo, la «moda» del satanismo tuvo una cierta
difusión, como la ha tenido siempre. El Deuteronomio (31, 17) se refiere a una
época en la que los hombres, «en lugar de ofrecer sus sacrificios a Dios, los
ofrecieron a los demonios». ¿Eran simplemente ídolos de dioses? Quizá este
asunto sea difícil de decidir, pero no cabe duda de que en los libros del Antiguo
Testamento hay testimonio de criaturas que no son dioses y son más que
hombres, no siendo buenos. «Y se encontrarán allí los demonios con los
onocentauros, y gritarán unos contra otros los sátiros; allí se acostará la lamia y
encontrará su reposo» (Isaías, 34, 14).

En casi todas las mitologías, por contraste, el espíritu perverso, el espíritu del mal
ocupa un papel principal y, en algunos casos, como en la religión de origen persa,
se da un dualismo estricto: un Dios del bien (Ahrimán) y uno del mal (Ormuzd). En
general, el desconocimiento o no reconocimiento de la omnipotencia de Dios lleva,
de forma casi insensible, a «personificar» el mal como un principio. De nuevo se
«vuelve» a la literatura. Un agnóstico como Goethe cuenta en su vida: «El
(Goethe) creía haber encontrado en la naturaleza, en la orgánica y en la
inorgánica, en la animada y en la inanimada, un algo real que sólo se manifiesta
en contradicciones y que por tanto no puede captarse mediante el concepto y
mucho menos expresarse mediante la palabra. No era divino, pues parecía
irracional; ni humano, pues no tenía entendimiento; ni diabólico, pues era
benévolo; ni angélico, pues a menudo parecía alegrarse del mal ajeno (...). A este
algo que se mezclaba con todos los demás seres y parecía unirlos y separarlos lo
llamaba yo lo demoníaco, siguiendo el ejemplo de los antiguos.»

Aquí se vuelve, como era de esperar, a la atracción antigua hacia una fuerza
«cósmica» independiente de Dios, que quizá sea consecuencia de un intento de
«explicar» el mal. De ahí la atracción que los fenómenos diabólicos, singularmente
los casos de posesión, han tenido también entre los creyentes, quizá con
demasiada morbosidad. Los casos de posesión diabólica que se relatan en el
Evangelio están avalados por la autoridad de Cristo. Los demás son, por lo
menos, problemáticos. Schmaus escribe: «El poseso no es culpable de las
acciones que ejecuta bajo la influencia del diablo o contra su voluntad. La
posesión diabólica es siempre consecuencia del pecado, es decir, del pecado
original, pero no es siempre resultado de un pecado personal o un castigo del
pecado. La posesión es una prueba, permitida por Dios, lo mismo que sucede con
las demás tribulaciones. En lo que concierne a la existencia de posesiones
diabólicas, la Iglesia cuenta con ellas, como se deduce de las oraciones
(exorcismos) previstas para tales casos. Conviene proceder siempre con gran
cautela. Muchas enfermedades presentan los mismos fenómenos que la posesión,
o fenómenos parecidos. Sólo en raros casos se podrá establecer una distinción
neta entre posesión y enfermedad. Nos son tan poco conocidas las fuerzas
ocultas del hombre, que en este terreno difícilmente podremos adquirir absoluta
seguridad. Muchos fenómenos atribuidos en otros tiempos al diablo pueden
explicarse hoy naturalmente (...). La credulidad y las afirmaciones impremeditadas
pueden exponer la religión al peligro de la ridiculez. La fe auténtica no necesita ni
quiere impulsos o confirmaciones sensacionales, como lo sería el testimonio de
los espíritus malignos. Con más claridad y seguridad que en los dudosos casos de
posesión diabólica, sabe el cristiano estar en presencia de la incomprensible
actividad de la maldad personal cuando ésta se manifiesta en la cruda y
enigmática brutalidad de un hombre»2.
2 M. SCHMAUS, Teología dogmática, II, Rialp, Madrid 1966, 3.a ed., pp. 290-291. Un buen tratamiento de este tema, en pp. 266-291.

En este terreno, en efecto, se oscila entre la credulidad «pía» o, en otros casos,


«perversa» y la suficiencia agnóstica de no atender para nada a la presencia de lo
diabólico. Por un curioso contraste, es en este «vacío» de lo demoníaco donde lo
diabólico se encuentra más presente. Lo hemos visto: el origen del pecado, en el
ángel caído, es la soberbia, el pensarse lleno de tal manera de sí mismo que
puede resistir, con ventaja, cualquier comparación, incluso con Dios. Pero eso es
falso, es vacío, es nada. Dentro de la «pompa» de la vanidad no hay nada (como
se dice de una almendra sin semilla, sin comestible, que está «vana»). En un
antiguo rito de la Iglesia católica se propone a los fieles renunciar a Satanás, «a
sus pompas y a sus obras». Las «pompas» (esa vaciedad) son probablemente
más numerosas que las obras; o, dicho de otro modo, la mayor parte de las obras
son pompas.

La «ausencia» de una opinión pública sobre Satán no quiere decir nada sobre su
inexistencia. Al contrario, lo vacío se afirma precisamente en la vaciedad.

Cuando se desea «concretar» más, lo demoníaco se convierte sólo en literatura,


es un «lugar retórico» para querer decir algo más. Un ejemplo interesante es un
cuento de Clarín, La noche-mala del Diablo. La misma presentación del personaje
es la aceptación popular de la imagen y, por tanto, la trivialidad: «Viajaba de
incógnito Su Majestad in inferis, despojada la frente de los cuernos de fuego que
son su corona, y con el rabo entre las piernas, enroscado a un muslo bajo la
túnica de su disfraz, para esconder así todo atributo de su poder maldito.» El tema
del cuento es simple: la Nochebuena, el nacimiento de Jesús, es la noche-mala
del Diablo. El texto tiene trozos edificantes. Lucifer asiste al Nacimiento: «Y
mientras los pastores adoraban al Niño Dios, el Diablo, en forma de murciélago,
entraba y salía en el corral humilde, lleno de envidia del amor de Dios. Pero
empezaron a entrar y salir también ángeles menudos, de los coros del cielo, los
modelos de Murillo, y como tropezaban sus alas con las del murciélago infernal, y
se espantaban y huían, Lucifer se alejó de la cuna del Redentor y salió a la
soledad de la noche, a la triste helada, tan ensimismado que al volver, en lo
oscuro, a su figura natural, no se acordó de despojarse de sus alas de murciélago,
las cuales le fueron creciendo en proporción a su tamaño.»

Sigue el cuento. El Diablo reflexiona: el nacimiento de Cristo traerá consigo la


ruina del imperio infernal. El asombro y envidia de Satán es por «la idea» que
había tenido Dios: hacerse hombre. Pero, de pronto, la idea y la realidad «ser
padre», y padre con amor, se apodera del relato de Clarín, en cierto modo
obsesionado por ese tema, que trató en la novela Su único hijo. La Encarnación
del Hijo de Dios se convierte en un «símbolo» de lo que es la paternidad humana.
Ser Diablo es, en este cuento de Clarín, no poder tener un hijo. En un monólogo
de Satán, Clarín anuncia —haciéndolo él mismo— la utilización del Diablo como
metáfora: «Mis años caducos no serán respetables, seré el anciano chocho, sin
grave dignidad, del que se burla el vulgo y que persiguen los pilletes, no el
venerable patriarca que guía a un pueblo; seré después algo menos que eso: una
abstracción, un fantasma metafísico, un lugar común de la retórica; bueno para
metáforas.»

Y, sin embargo, algo queda en Clarín de la «esencia», por decirlo así, del Diablo:
el egoísmo: «El egoísmo estéril no me deja reproducirme». En forma que, en
cierto modo, traspasa quizá las intenciones de Leopoldo Alas, hay una clara
caracterización de lo diabólico como padre del vacío y de la mentira: «En la
soledad de la noche fría, el Diablo enterraba en los abismos al hijo suyo, muerto
de helada, envuelto en un sudario hecho de nieve, de la nieve que nace de los
besos sin amor del padre maldito que no puede amar; y como engendra sin
cariño, sin espíritu de abnegación, de sacrificio, sólo engendra para la muerte
eterna»3.
3 El cuento puede verse en Leopoldo Alas «Clarín», Treinta relatos, ed. de Carolyn Richmond, Madrid 1983, pp. 274-282.

En este breve muestreo sobre Satán, no está de más detenerse en un escritor


insólito, al menos en el contexto de estas líneas. Me refiero a Antonio Gramsci,
fallecido en 1937, fundador y principal ideólogo del partido comunista italiano.
Encarcelado por el gobierno de Mussolini en 1926, escribió, además de los
famosos Quaderni del carcere, una serie de cartas a sus seres queridos: a la
mujer, Giulia; a los hijos, Delio y Giuliano; a la cuñada Tatiana. Una de las
preocupaciones de Gramsci, en estas cartas, es la educación de Delio y de
Giuliano (al que nunca llegaría a conocer). Para esto, contesta a preguntas,
cuenta cuentos, resume otros de autores clásicos. Lo más notable de estas cartas
—además del amor paterno, tan distinto a esa paternidad estéril del Diablo, de la
que acabamos de oír hablar a Clarín— es el deseo de reducir el mundo humano a
sólo lo humano, con una fría y consciente exclusión de lo religioso.

Gramsci no ataca nunca a Dios, en estas cartas y, por lo demás, sus hijos estaban
siendo educados en la Unión Soviética, sin ningún tipo de instrucción religiosa. Es
el silencio de Dios lo que asombra. Cuando, evocando su propia infancia, tiene
que hablar de la Navidad, excluye cualquier sentido cristiano. Los demonios de la
literatura popular son sustituidos por fantasmas, magos y duendes. Gramsci
coincide con Chesterton en lo bueno que resulta contar cuentos de hadas a los
niños; pero no para enseñarles a contar también con Dios, sino para extraer una
moraleja de que el hombre, por sí solo, puede bastarse a sí mismo (El hombre
«fabbro di se stesso», artífice de sí mismo, de los Quaderni).

Uno de los ejemplos más notables es la adaptación que hace de Canción de


Navidad, el inolvidable relato de Dickens. Quien recuerde esa novela corta de
Dickens no podrá olvidar las referencias cristianas. El viejo solitario, egoísta y
malvado se «convierte» porque, en una horrible pesadilla, ve cuál es el lugar
destinado, el Infierno, a los que obran el mal. En Gramsci todo está diluido. En
otro cuento, titulado El jorobadito de los diablos, la intención es ya más explícita.
El pequeño jorobado hablaba de distintos tipos de diablos. Quien dialoga con él es
el propio Gramsci, en su infancia. El relato termina así: «Pregunté: —¿Pero tú
crees en serio en los diablos? Me miró como ofendido. Después gritó con voz
vibrante: ¡Vete! Y levantó el bastón humeante. Yo escapé. No tenía ganas de que
me pegaran. Pero incluso después de una buena zurra yo no hubiese creído en
todos aquellos diablos. Eran una fantasía.»

La clave de todo es una carta dirigida a su madre: «Si lo piensas bien, todos los
problemas del alma y del paraíso y del infierno en el fondo no son sino una forma
de ver este hecho sencillo: que cada acción nuestra se transmite a los demás
según su valor de bien o de mal, pasa de padres a hijos, de una generación a otra
con un movimiento perpetuo. Y al igual que todos los recuerdos que nosotros
tenemos de ti son de bondad y de fuerza, y tú has dado tus fuerzas para sacarnos
adelante, esto significa que tú estás ya, desde entonces, en el único paraíso que
existe, que para una madre es el corazón de sus hijos.»

Gramsci, en estos párrafos estremecedores, es notable por muchos conceptos. En


primer lugar, aunque la fantasía esté presente, sus «pobladores» son figuras
plenamente utilizadas para un designio pragmático, el de establecer una
concepción del mundo humana y solamente humana. En segundo lugar, al haber
desechado lo extra-humano (o, mejor, lo sobrenatural), no deja espacio tampoco
para lo satánico. Ahora se entiende la extraña nostalgia que existe en el deseo de
Gramsci, en las relaciones con sus íntimos, de construir un delicado mundo de
sentimientos, de ternura y de cercanía. Nostalgia y algo extraño: esos conceptos
con los que pretende convencer a su madre de que no hay más paraíso que el
paraíso del cariño materno y de la relación padres e hijos suenan, en el fondo, a
crueles.

Moeller se refería, hablando de James, a lo demoníaco como vaciedad. Más


terrible aún, por lo insospechado, es esa especie de involuntaria convicción
diabólica de que el mundo del hombre puede prescindir absolutamente de lo
divino. Salvemos todas las intenciones por lo que se refiere a Gramsci; hay que
decir que lo demoníaco auténtico no es el satanismo de salón, el juego de los
espíritus, los relatos de fantasmas, sino la voluntad de construir lo humano
haciendo que una anciana sea incrédula, se olvide de rezar.

Cuando podemos emocionarnos por algo valioso humano, sin caer en la cuenta
de que, en esa presentación, ha sido deliberadamente excluido Dios, podemos
advertir la presencia tranquila y satisfecha de Satán.

LOS NUEVOS DIOSES

EL PODER DE LA MAGIA
Si se incluyen en un solo concepto todos los fenómenos que encajan en lo
genéricamente llamado «sobrenatural» (y, a la vez, se hace coincidir esto con lo
«no científico»), se estará en las mejores condiciones para no entender casi nada
de lo que ocurre en el hombre. Y, sin embargo, algunos especialistas en la
materia, algunos etnólogos o antropólogos culturales, han caído a veces en ese
vicio. Al estudiar las sociedades primitivas se ha pasado sin más de lo religioso a
lo mágico: a la hechicería, a la brujería. Ciertamente existen también autores que
han acudido al estudio con un instrumento metodológico más matizado. Ahora
estamos en condiciones de distinguir, bastante claramente, entre religión y magia
(e incluso entre magia y hechicería o brujería).

Marcel Mauss habla de religión «stricto sensu» cuando está clara la noción de
«sagrado» y cuando existen verdaderas obligaciones del hombre hacia Dios. En
cambio, la magia y la adivinación tienen poco que ver con lo sagrado y no se
refieren a estrictas obligaciones1. Refiriéndose a la magia, añade que raramente
se sirve el mago de cosas sagradas; y, si lo hace, se estima que es sacrilegio2.
1 M. MAUSS, Introducción a la Etnografía, Istmo, Madrid 1974, p. 331.
2
Introducción a la Etnografía, p. 382.

Esta línea de distinción entre lo religioso y lo mágico aparece también en Mair:


«En cuanto a la diferencia existente entre la religión y la magia, la gente normal
tiene la idea general de que sabe en qué consiste, y esta idea general es correcta.
Cabría resumirla como la diferencia entre comunicarse con seres y
manipular fuerzas. Cuando domina la idea de la comunicación, la actividad es
primordialmente religiosa; y cuando es la idea de la manipulación la que domina,
la actividad es primordialmente mágica»3. No se insistirá lo suficiente en la
importancia de esta distinción. Sin ella es muy difícil entender qué está ocurriendo
en nuestro tiempo, cuando la «desacralización» no trae consigo, en modo alguno,
una «desmagización». «Por lo común, recuerda Lienhardt, los antropólogos han
seguido a Frazer, Malinowski y otros, en lo que concierne a la distinción de
"magia" y "religión", tomando como referencia la actitud del practicante y las
técnicas empleadas. La magia, en este aspecto, logra sus fines mediante fórmulas
y actos que son considerados intrínsecamente efectivos en una forma casi
determinista; por lo tanto es, según Frazer, una equivocada forma de ciencia. Por
otra parte, la religión comprende un sentido de dependencia de poderes más altos
cuya ayuda se suplica y cuya ira se aplaca, pero que no están sujetos en ninguna
forma al dominio del hombre»4.
3 L. MAIR, Introducción a la antropología social, Alianza, Madrid 1978, p. 221.
4
G. LIENHARDT, Antropología social, F.C.E., México D.F. 1974, p. 203.

Si se desea aún más claridad, he aquí una contraposición de conceptos que delimitan los
exactos «territorios» de lo religioso y de lo mágico:

religión magia
globalidad marginalidad
normalidad anormalidad
desinterés interés
entrega a otro dominio de lo otro

Es muy discutible, por otro lado, la opinión de Frazer (seguida por muchos) de que
la magia es algo así como una ciencia imperfecta cuando no puede darse ciencia
verdadera. Discutible, sobre todo, basándose en este hecho: entre los primitivos,
coexisten «ciencia» y «magia». Como mostró bien Malinowski, los isleños de las
Trobriand recurren a una artesanía de base científica para fabricar en forma
inmejorable sus embarcaciones; pero cuando se trata de botarlas, de exponerlas a
los desconocidos peligros del océano, recurren a la magia, en el intento de
«controlar» las fuerzas del mar, en beneficio del hombre. Y hay más: en los
pueblos actuales, cuando muchas ciencias han adquirido un estatuto claramente
delimitado, la magia no ha desaparecido.

El fenómeno registrable es el siguiente: se ha utilizado la ciencia para intentar


desbancar la religión. Y, en esta operación, cuando «socialmente» ha
desaparecido la religión, no desaparece la magia. Una prueba más de que estas
tres realidades se distinguen: ciencia, magia y religión.

Por otro lado, se puede señalar cómo existe una mayor conexión entre ciencia y
magia que entre ciencia y religión o entre magia y religión. La ciencia es el intento
de controlar la naturaleza («saber es poder», decía Bacon y, en el mismo sentido,
Descartes). La magia no pretende otra cosa. La religión es, en cambio, adoración,
en sentido de dependencia, entrega. Con la religión, el hombre no intenga
«controlar» a Dios, sino «amarlo» por ser quien es. No tiene nada de extraño, por
tanto, que la disminución del sentido religioso refuerce el interés por la ciencia (la
realidad efectivamente controlable) y por la magia (la realidad que, aun no
controlada, se desea poseer). Manipular lo que aún está oculto: de ahí el
«ocultismo».

En este tema es útil seguir al filósofo tanto como al antropólogo5. Pieper escribe:
«Magia es el intento de tener a disposición, mediante un determinado hecho,
poderes sobrehumanos y ponerlos al servicio de fines humanos. Entendida así, la
magia sería lo opuesto al acto religioso: la religión es adoración, entrega, servicio;
la magia, por el contrario, es en el fondo un intento de usurpación. Con lo que se
pone de manifiesto algo más: que la magia no es en modo alguno mero objeto de
la etnología, sino una perversión, posible en cualquier época, de la actitud del
hombre hacia Dios y que, además, visto desde fuera, un hecho concreto apenas
podrá decirse si es religioso o mágico6. Ahora se comprende que quepa un uso
«mágico» de la religión (es decir, de las formas exteriores del hecho religioso),
pero no como residuo de una época pasada, sino como algo actual. De manera
semejante cabe un uso «político» del hecho religioso, como es patente en
ideologías de distintos y aun opuestos signos.
5 Cfr. sin embargo E. EVANS-PRITTCHARD, Las teorías de la religión primitiva, Siglo XXI, Madrid 1976,
con un enfoque mucho más comprensivo y con la bibliografía fundamental.
6
J. PIEPER, La fe ante el reto de la cultura contemporánea, Rialp, Madrid 1980, p. 43.

La magia no es sólo una ciencia pre-científica. De hecho, con toda la ciencia


posible, sigue habiendo magia. La magia explota el territorio de lo desconocido, o
bien porque no es conocido todavía o porque probablemente nunca lo será. En
efecto, no depende de ciencia alguna conocer por qué ha descarrilado
precisamente el tren en el que yo iba. Ante esa posibilidad —siempre latente, sea
cual sea el estado de la ciencia—algunas personas recurren a un rito que quiere
ser mágico. Es decir, creen que un gesto determinado —o un amuleto o la
consulta a un adivino— les dará una certeza que no pueden obtener de otro
modo. La actitud religiosa ante esa misma situación es muy distinta,
cualitativamente. Se invoca a Dios, al que se reconoce como autor del mundo y
señor de los hechos, pidiéndole que, si es su voluntad, libre de todo peligro. Aquí
no hay ningún intento de controlar nada: están, en cambio, la adoración y la
impetración, el reconocimiento del dominio de Dios sobre todas las cosas.

Mucho más alejada está aún la religión, si cabe, de esa forma de magia que
persigue directamente el daño sobre las cosas o sobre las personas: la brujería o
hechicería. Es inconcebible que pueda invocarse a Dios, Bien supremo, para
pedirle un mal. Por eso cualquier utilización de formas religiosas para fines
malévolos es un pecado contra la virtud de la religión. Esto es suficientemente
conocido y es una desgracia que la mayoría de los antropólogos culturales no
hayan repasado, aunque sólo fuese por curiosidad, algunos tratados de teología
moral y leído atentamente lo que allí se escribe.

En resumen: magia y hechicería son realidades, en el sentido de que se han dado


y se dan en muchos pueblos. Pero su esencia no tiene absolutamente nada que
ver con la religión. En los dos casos se trata de creaciones humanas, en el intento
de controlar lo incontrolable (porque se desconocen sus leyes naturales o porque
nunca se dará con esas leyes). Ni el mago, ni el hechicero ni el brujo son
«hombres de Dios». Cuando actúan lo hacen en nombre propio o de algo
impersonal. Por todas estas razones no está nunca de sobra la ilustración para
que lo auténticamente religioso no se mezcle con lo que no lo es. No se trata de
limpiar la religión de «residuos mágicos», sino de impedir que lo religioso sea
entendido «mágicamente» y, por tanto, desnaturalizado.

«No obstante —escribe Pieper—, uno podría, puesta la mirada, por ejemplo, en la
categoría sacramento, formular la siguiente pregunta: ¿no entiende la misma
Iglesia (católica) la acción sagrada de tal modo que la especial presencia de Dios
en ella no tiene lugar precisamente en virtud de la entrega del sacerdote (ex opere
operantis), sino ex opere operato, esto es, en virtud del mismo acontecimiento
fáctico? ¿Y no es esto, según la definición, magia?»7. En realidad existe una
única respuesta: el sacramento no es una acción humana, sino divina.
Naturalmente, para admitir esto es necesaria la fe, pero eso es precisamente lo
que la fe dice: que el sacramento no depende de la bondad del que lo administra,
ni —por ejemplo— de que se dé un determinado quorum. Se comprende que, sin
fe, la acción sacramental parezca una acción mágica, pues se entiende que un
hombre, en nombre de lo humano, quiere hacer que una cosa tenga una virtud
superior a la de su naturaleza.

Pieper resume así la respuesta, en cuatro tesis, de la teología sacramental:


«Primera: el que los sacramentos realicen lo que significan no tiene su causa en
modo alguno en una acción humana, sea o no religiosa, sino sólo en un acto de
libre disposición de Dios. Segunda: actuar ex opere operato no significa que el
efecto sacramental no haya de ser al mismo tiempo un acto verdaderamente
humano, esto es, consciente y libre, realizado al menos en la intención de hacer lo
entendido por el sacramento. Tercera: quien actúa propiamente en el sacramento
es el mismo Cristo, quien de hecho no quiso vincular su don, pensando en favor
de los hombres, a la disposición ocasional de su encargado. Cuarta: del fruto del
sacramento nunca participa el recipiendiario automáticamente, sino en cuanto se
abre a él con entrega de creyente»8.
7 PIEPER, La fe..., p. 43.
8 PIEPER, La fe..., p. 44.

Todo esto se resume aún más, de forma práctica, con la idea de que, por tanto, no
es necesario —para la esencia y validez del sacramento— ayudar con artificios
humanos, más o menos útiles. Un bautismo no es más porque lo reciban miles de
niños al mismo tiempo. Una misa no lo es más porque todos los asistentes canten
o se muevan alrededor del altar o se unan en un corro. Un matrimonio no es más
sacramento por el hecho de estar presidido por un cardenal. Los ejemplos podrían
multiplicarse. Pero aquí interesa apuntar otra observación: precisamente
intentar reforzar de esos modos las acciones sagradas es lo que puede engendrar,
en algunos, la confusión entre lo mágico y lo religioso.

En este tema, lo importante es señalar, de forma continua, qué es lo esencial. Y lo


esencial es la acción de Dios, objetiva, sobrenatural. Como es una acción de Dios
dirigida a los hombres, las formas y maneras humanas no sólo no son obstáculo,
sino que son instrumentos de esa acción. Si el agua adquiere, por la palabra
sacramental, la capacidad de ser instrumento que confiere la gracia, más cerca de
Dios está la palabra humana, su gesto. No hay que extrañarse de que palabras o
gestos o acciones tengan cierta semejanza con ritos no cristianos, algunos con
miles de años de antigüedad. La coincidencia se debe a que así es el hombre; y
es así porque de ese modo ha sido creado por Dios. Materia y forma se dan
también en otras muchas acciones humanas, que nada tienen que ver con la
religión. Una compraventa en el Derecho romano —al menos en determinadas
épocas— era algo muy parecido (en lo exterior) a un sacramento. La línea de
distinción sigue, sin embargo, siendo clara: acción de Dios, no del hombre; o,
mejor, acción con un agente principal (Dios) y uno instrumental (el hombre).

Históricamente, cada vez que se ha ignorado este sentido sobrenatural de la


acción sagrada se ha incidido en formas mágicas, más o menos extrañas.
Recuérdese, por ejemplo, el culto a la Diosa Razón, en algunos momentos de la
Revolución Francesa; la «nueva religión» ideada por Comte, etc.

Dejando aparte los sacramentos, otras acciones sagradas (procesiones, funerales,


peregrinaciones, etc.) están radicadas en cuanto tales acciones en la naturaleza
del hombre. Por eso se han dado siempre, en todas las épocas (aunque no
necesariamente todas a la vez), y son, en ese sentido, insuprimibles. Sólo
cambia en nombre de quién se realizan esas acciones. No hace falta extenderse
mucho en las fiestas de las Olimpiadas (un rito pagano seguido a rajatabla), en las
procesiones políticas de algunos partidos de masa, en el «culto a la personalidad»
—viva o difunta—, etc. El hombre no tiene más remedio que actuar así.

Si esto es así —puede preguntarse—, ¿por qué cualquier acción corriente no


puede convertirse también en una acción sagrada? Una nueva cita de Pieper
servirá para advertir la objeción con un caso concreto: «Un joven párroco de gran
ciudad, entrevistado exhaustivamente en la televisión y muy elogiado, trasladó sin
más la misa dominical al club de sus jóvenes feligreses, sentados juntos allí para
tomar Cocacola y patatas fritas. "Si no venís a mi prédica, ¿por qué no he de
sentarme con vosotros a la mesa y hablaros aquí?". Puede pensarse, en principio,
en un procedimiento plausible, casi obvio. No queda claro, sin embargo, si ese
hombre decidido era de la opinión de que con tal intercomunicación se lleva a
cabo todo aquello alcanzado por el sacrificio eucarístico, y si no todo, al menos lo
principal, el núcleo. Los autores del reportaje televisivo parecían convencidos de
esto»9. La actuación de ese párroco es algo humano, amistoso, pero no se
convierte en sagrada por el simple hecho de que él o sus amigos lo piensen así.
La acción sagrada es de Dios. En la celebración del sacrificio de la Misa, escribe
Pieper, «acontece algo, intuido y ansiado por todos los cultos humanos y en buena
medida prefigurado por ellos: la verdadera presencia de Dios entre los hombres, o
dicho más exactamente, la presencia viva del logos divino hecho hombre y su
muerte redentora en medio de la comunidad celebrante. ¡Celebrante! Con lo que
queda claro que aquí se excluye la arbitrariedad del lugar e incluso del
comportamiento. Dignidad y gravedad no es algo que pueda darse en cualquier
lugar y de cualquier modo. Tales solemnidades exigen un espacio delimitado
expresamente respecto de lo trivial y cotidiano. Y aunque el muro de separación
estuviera tan sólo constituido por los cuerpos vivos de quienes asisten a la
celebración, como ya ocurrió bastante frecuentemente en los campos de
concentración de los poderes terrenos. Lo que se exige, ante todo, es la
comunidad de quienes adoran con fe» 10.

La presencia real de Dios es lo que delimita esencialmente la naturaleza del


sacrificio de la Misa, que es el centro del culto cristiano. En el momento en que
esto se pierde de vista, lo que se hace empieza a adquirir —ahora sí— el sentido
de algo sólo humano, esotérico o campechano, pero en cierto modo «mágico».
Esto quiere decir que no se reduce una supuesta desviación «mágica»
disminuyendo el carácter sagrado, ritual, solemne de las celebraciones.
Precisamente ocurre lo contrario. El mago, brujo o hechicero en muchos pueblos
primitivos se caracteriza por su actuación «original», arbitraria. Todo lo contrario
del ordo consagrado durante muchos siglos en la liturgia religiosa. Precisamente
la aparente «rigidez» del culto tiene, entre otras razones, la de señalar lo
característico de esas acciones.
9 PIEPER, La fe..., p. 54.
10 PIEPER, La fe..., p. 60.

1 Deuteronomio. 18, 10-12. Cfr. también Levítico 20, 27.

El creyente, por tanto, admite sólo dos órdenes de conocimientos: el natural (en el
que se incluye la explicación científica de la realidad, así como la explicación
filosófica y de otras ciencias humanas y sociales) y el sobrenatural, revelado por
Dios. Puede decirse, por tanto, con la más plena seguridad que las reminiscencias
o residuos supersticiosos que se puedan dar en la práctica religiosa no tienen
nada que ver con la religión. Sin embargo, las teorías sobre la religión que se
difunden a partir del siglo XVIII y se desarrollan a lo largo de los dos últimos siglos
tienen la tendencia a considerar el cristianismo simplemente como una
«sublimación» de las prácticas supersticiosas. Para esto suele apoyarse en la
existencia de estas prácticas en personas que se confiesan, al mismo tiempo,
creyentes.

Esto puede darse y de hecho se da, pero ni su existencia ni su extensión quieren


decir nada, al lado de la claridad de la doctrina de la Iglesia sobre esta materia y,
si se desea un contrapunto sociológico, de la conducta de muchísimos cristianos
que viven la fe sin mezcla supersticiosa alguna. Ahora bien, cuando los libros
sagrados advierten, casi continuamente, sobre la ilicitud de estas prácticas, esto
quiere decir que la tentación supersticiosa —como tantas otras— está siempre
presente, en cualquiera de sus formas.

La razón es clara. Existe un desnivel constante entre lo que el hombre sabe o


puede y lo que desearía saber y poder. El hombre religioso adopta una actitud a la
vez natural y sobrenatural: procura saber todo lo que es accesible al uso de la
razón y deja lo demás en manos de Dios. Pero es corriente que se quiera forzar la
propia ignorancia, bien «creando» un mundo intermedio entre la ciencia y la
religión, bien utilizando lo religioso para fines de conocimiento que no le son
propios.

Algunas de estas formas no constituyen nada más que insulsos juegos sociales
(en las sociedades civilizadas) o creencias basadas en el desconocimiento de la
ciencia y de la religión (así, en muchas sociedades antiguas). Es el caso, por
ejemplo, de la adivinación, en cualquiera de sus formas: astrología, necromancia,
augurio, ornitomancia, quiromancia, sortilegio, etc. No es digno del hombre
intentar saber el presente o el futuro a través de algo irracional: las rayas de la
mano, el estado de las vísceras de las aves, los sueños, la consulta con los
muertos, las cartas, etc. Esta superstición, que es superchería, no tiene futuro. Es
una realidad, pero arqueológica; es decir, se encuentra en el mismo estado hoy
que hace miles de años. Y, sin embargo, ha habido siempre creyentes que no han
dudado en recurrir a estas prácticas. «También los juicios de Dios medievales
(ordalías) tenían raíz pagana. La Iglesia los toleró durante largo tiempo e incluso
intentó darles un espíritu cristiano, porque entonces eran medios legales, y
también porque los hombres de aquella época, con una fe profundísima y una
mentalidad candorosa, admitían la intervención especial de Dios para salvar a los
inocentes de algún falso delito. Debe advertirse que los Papas, desde Nicolás I,
consideraban las ordalías como una superstición y las combatieron con toda
energía»2.
2 MAUSBACH, Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974, II, pp. 282-283.

Algo parecido puede decirse de la creencia en brujas. No es éste el lugar para un


estudio antropológico cultural. Muchos pueblos han creído en la hechicería y la
han practicado. Hechicería o magia que podían tener finalidades tanto benéficas
como maléficas. Por limitarnos a los pueblos de Occidente, brujas existieron, en el
doble sentido de: a) personas que entretenían un trato con el Demonio
o, b) simplemente, en el sentido —mucho más corriente— de personas aquejadas
de alguna enfermedad mental y que, a causa de esto, eran vistas como «raras»
por el pueblo (en consecuencia, esas mismas personas recibían desde fuera el
estatuto de anormalidad y con mucha frecuencia lo acogían incluso como forma
de ganarse la vida). «Los códigos de Sajonia y de Suabia, en conexión con las
antiguas disposiciones del Derecho romano, castigaban la hechicería y la brujería
con la muerte en la hoguera. Después de los desórdenes causados por los
cátaros creció también en la Iglesia el temor a las influencias diabólicas y la
creencia en brujas. La superstición efectiva y pecaminosa se multiplicó
rápidamente de una manera alarmante en otras esferas. La Inquisición comenzó a
perseguir la brujería como una especie de herejía (en 1275 son quemadas las
primeras brujas en Toulouse; en 1484 publica Inocencio VIII la bula contra las
brujas; en 1487, J. Institotis y J. Sprenger publican su Martillo de las brujas). En el
siglo xvi el fanatismo de Lutero superó incluso el de la Edad Media; los
protestantes Fischardt y Bodin abogaron por una durísima persecución. Esta
obcecación alcanzó su punto culminante en Alemania después de la Reforma,
mientras que Italia sólo muestra algunos vestigios de semejante extravío.
Contribuyeron al acrecentamiento y propagación de la creencia fanática en las
brujas y a su cruel persecución la corrupción moral y la excitación enfermiza de la
época, así como la tétrica preocupación intelectual de no pocos teólogos, juristas y
médicos. Los períodos verdaderamente grandes de la Edad Media, al igual que
cualquier otra época con una fe vigorosamente desarrollada, no dejaron surgir
este inquietante horror a los demonios: "Teme a Dios y no tendrás necesidad de
temer a nadie más"»3.

Esta última frase nos da la pista para entender, en su conjunto, los fenómenos
englobados bajo la expresión de «vana observancia»: el culto exagerado a los
santos, la atribución de milagros inexistentes, la superchería en las reliquias, el
uso de amuletos considerados objetos sagrados, etc. No es cierto que la fe traiga
consigo el «peligro» de esa posibilidad; la fe es, precisamente, lo contrario de la
credulidad. Esto se puede demostrar por el hecho de que, desaparecida en
algunas personas la fe, no desaparece en cambio la credulidad que lleva a estos
fenómenos, como se ve claro por el auge del ocultismo, la astrología y, en épocas
ya pasadas (pero eran las del siglo XIX, siglo del Progreso), el espiritismo.

Por otro lado, no se puede desconocer una experiencia de miles de años que
enseña a ver que hay muchas cosas desconocidas «entre el Cielo y la Tierra» o,
sencillamente, a ver la Tierra como una ocasión para que se ejercite el poder real
de los demonios. Mausbach —tan ponderado en sus juicios— se refiere de este
modo a los fenómenos de espiritismo: «La explicación de estos fenómenos exige,
en primer lugar, una aguda crítica de los supuestos hechos; la mayoría de ellos se
reducen a simple engaño, alucinación o procesos hipnóticos. Otros hechos
sorprendentes se explican por los fenómenos de la lectura del pensamiento y de la
clarividencia. Sin embargo, existen algunos hechos, atestiguados por
investigadores serios, de los cuales podría deducirse cierta intervención de una
fuerza y una inteligencia ultramundana. En tal caso, no se puede pensar en la
acción de los ángeles y de las almas buenas, ya que ello se opone a la prohibición
divina de toda adivinación. Se ha de tener también en cuenta el carácter
superficial de la mayoría de las revelaciones espiritistas»4.
3 MAUSBACH, Teología moral..., II, p. 285.
4
MAUSBACH, Teología moral..., II, pp. 288-289.

En otros términos: entre el mundo científicamente aséptico de los racionalistas y la


realidad sobrenatural accesible por medio de la fe existe un mundo intermedio, si
cabe expresarse así, del que no se pueden excluir, por un parte, algunos
fenómenos de parapsicología y, de otra parte, la intervención «sobrenatural» pero
no divina, sino diabólica. Este mundo no puede ser «conjurado» sin ofensa a Dios,
porque trae inevitablemente el mal: el apartamiento de Dios y, con frecuencia, la
ruina psíquica, además de la ruina moral, del hombre.

Nada tiene que ver con esto la vana observancia mucho más superficial, lo que
ordinariamente se entiende por supersticiones. Por ejemplo, el temor ante ciertos
días aciagos, el uso de amuletos, talismanes, la creencia en el «mal de ojo», etc.
En general, estos hechos no son más que hábitos de credulidad engendrados por
la observación de las coincidencias entre días, cosas, etc., y hechos negativos
(dejando de observar las numerosas no coincidencias). A esta especie de vana
observancia pertenece la mala suerte atribuida al día 13, al gato negro, etc.
Muchas de estas prácticas han desaparecido solas, porque son modas del tiempo.

El público de la credulidad ha sido siempre muy amplio, pero no es cierto que


desaparezca con el simple aumento de la ciencia. Hoy día, por ejemplo, se siguen
vendiendo, como ya ocurría en todas las épocas pasadas, amuletos, talismanes y
otros objetos «cargados» de un poder mágico. Minerales magnéticos, cruces
«etruscas» o «mayas», piedras meteoríticas («con el poder extraterrestre»), etc.
Existe un público relativamente amplio para ese tipo de mercancía. Pero, además,
a esta credulidad clásica se ha añadido otra, que se aprovecha del mismo filón,
pero que se alimenta de la credulidad ante la ciencia.

En ese mismo mercado de los objetos cargados de poder mágico se encuentra,


por ejemplo, el «catalizador psíquico», el «generador de ondas». Toda la
terminología más o menos propia del moderno mundo de la electrónica es usada
con estos fines; se habla de diodos, de descodificadores, de condensadores. Pero
se descodifica el futuro, se condensan las sensaciones extra-sensoriales, en una
mezcla de psicología barata y de electrónica.

La publicidad de esta credulidad se basa también, en muchos casos, en un


recurso habitual y viejo como el mundo: mostrar ejemplos de la eficacia de lo que
se intenta vender. «Esta mujer tenía un mal incurable en el pecho. Los doctores no
pudieron dar con él, y fue desahuciada. Hablando con un familiar, éste le
recomendó nuestro analizador de microondas, con propiedades telúricas aún no
analizadas del todo, pero de eficacia demostrada. Esta señora llevó el analizador
durante dos semanas colgado del cuello (es un aparato sencillo, producto de la
más moderna tecnología). Ahora ha recobrado completamente la salud. Los
médicos no saben aún cómo explicarlo.»
La credulidad suministra también el próspero mercado de los «comerciantes de la
buena ventura», toda una colección de astrólogos, adivinos, nigromantes,
videntes, psicoquinésicos, telepáticos y parapsicólogos. Sólo en el género de los
«curanderos» se contaban 40.000 (y la cifra cierta es difícil de precisar) en
Francia, en 1980. «La industria que florece en el campo de la parapsicología tiene
un volumen de negocios cifrado en cincuenta millones de francos (...). Las
editoriales tienen ya colecciones especializadas. Revistas
como Horoscope (110.000 ejemplares), Astres (80.000), Inconnu o L'Autre
Monde, por citar sólo las más conocidas, son tan prósperas que alimentan ya una
amplia publicidad. El horóscopo se ha convertido en algo cotidiano en los
periódicos y en la radio (50 horas al año). La célebre Mme. Soleil, en Europa I,
recibe unas 15.000 consultas anuales, a las que se suman 17.000 cartas»5.

Y el fenómeno va en aumento. «Según un sondeo realizado por IRES-Marketing


en 1968, el 60 % de la población (30 % de hombres, 70 % de mujeres) está al
corriente de su horóscopo. El 71 % entran en contacto con esto en una edad
comprendida entre los 18 y los 25 años. En la misma fecha, ocho millones de
personas habían realizado alguna consulta de este tipo. Son los empleados,
técnicos y comerciantes los que integran el mayor número de los interesados»6.
5 Datos tomados de «Les commerciants de la bonne aventure», en «Le Monde Dimanche», 23 noviembre 1980, pp. IV-V. A su vez este amplio reportaje se basa en la encuesta
realizada por el mensual Christiane, n. 355.
6 «Le Monde Dimanche», p. V.

Al parecer, la mayoría de los científicos piensan que estamos ante un retorno de la


falta de confianza en la razón: lo irracional está invadiendo, según algunos, la
civilización occidental. Es realmente curioso ese aumento creciente de la atención
a algo que se sabe, de algún modo, que no puede ser verdad, pero en lo que se
necesita creer, a pesar de todo. «Cuando la ciencia lo invade todo, cuando ciertas
realizaciones —en el campo nuclear o en el de las manipulaciones genéticas—
hacen nacer el miedo, se siente la tentación de escapar hacia lo desconocido,
para reencontrar el sentido de la vida»7.
7 «Le Monde Dimanche», p. V.

Estos son fenómenos que pueden considerarse dentro de lo que se entiende por
magia, en el sentido más amplio: el querer controlar el futuro (qué será de mí en
cuanto al amor, el dinero, la salud y el trabajo) por medios humanos, no religiosos.
Naturalmente el contexto general es muy distinto al de la magia en los pueblos
primitivos. Hoy la credulidad está mezclada con la ciencia y los mismos videntes
utilizan —como ya se ha visto—la terminología científica. No en modo alguno el
método. Aquí no se trata de una metodología experimental. El médium, el vidente,
el astrólogo saben. No se les pregunte por qué, ni que muestren el camino que les
ha llevado a ese conocimiento. Es algo que poseen naturalmente, la «revelación»
en ellos de unos poderes ocultos en la naturaleza e inaccesibles al común de los
mortales.
Pueden extraerse muchas conclusiones de este «retorno a lo irracional». La
primera, y principal, que coincide con un estadio muy evolucionado de la ciencia.
La segunda, que ese retorno a lo irracional no es una vuelta a lo religioso, con lo
que se tiene la prueba experimental —si hiciera falta— de que la religión no está
en el ámbito de lo irracional. Para el que consulta al vidente, en muchos casos, la
religión es poco eficiente: ese ponerse en manos de Dios, suplicarle, adorarle es
poco productivo, ya que no da resultados inmediatos y contabilizables. De ahí que
la consideración de lo religioso como algo mágico sea, también desde el punto de
vista práctico, una completa tergiversación. El auge del ocultismo, la astrología y
de todas las formas de «adivinación» intentan llenar un vacío, el que deja lo
religioso cuando los hombres dejan de creer para adoptar la credulidad.

Las prácticas supersticiosas, permanentes y en cierto modo indestructibles,


provocan, por otro lado, la siguiente reflexión: La «necesidad» de ese
extraño sobrenatural, ¿es consecuencia de que la ciencia todavía no ha podido
dar con la explicación total del Universo y de los problemas humanos? ¿Es
debido, en otro supuesto, a la naturaleza irremediablemente enigmática del
hombre, surgido del azar con una también incurable ambigüedad entre la materia
y lo que se puede llamar el espíritu? ¿Es debido, finalmente, a una muestra en
negativo de la insuficiencia de la simple respuesta racionalista? Sólo la última
hipótesis está de acuerdo con la naturaleza de la verdadera religión. La ciencia no
lo explica hoy todo y, se puede decir, nunca conseguirá hacerlo, sencillamente
porque el hombre no es sólo razón y esos otros aspectos de su naturaleza son
accesibles a la razón, pero sin que ésta consiga agotarlos.

Los hombres necesitan la fe en Dios, porque están hechos para Dios. Pero Dios
es el autor del mundo y el origen de cualquier poder por encima de lo natural. Hay
que recordar, en este contexto, que el diablo es una criatura de Dios, porque lo
contrario significaría afirmar la existencia eterna de dos principios irreconciliables y
casi en el mismo plano: el del Bien y el del Mal, solución adoptada desde antiguo
por todas las formas de maniqueísmo. El hombre vive, a la vez, en el mundo
natural y en el «sobrenatural», en cuanto —consciente o no conscientemente—
sirve a Dios o al diablo. Esto quiere decir que esa realidad no puede ser suprimida
por la afirmación de que todo esto no es científicamente (experimentalment

ORIENTALISMO MARGINAL

La desacralización, está visto, no puede ser nunca total. El mundo no se


«desacraliza», sino que asiste a las transformaciones de lo sacro. Vamos a
mantenernos en el ámbito de las simples comprobaciones. Una ontología de lo
sacro es, por ahora, un tema demasiado importante.

Una de las formas de la transformación de lo sacro es la atención que en


Occidente, de modo periódico, se dirige hacia la religiosidad oriental,
concretamente hacia el hinduismo y hacia el budismo. El Oriente «exótico» fascina
de vez en cuando a algunos occidentales. Ya ocurrió en el siglo XVIII cuando los
ilustrados vieron en la religiosidad oriental, a la que, dicho sea de paso,
desconocían del modo más completo, un paralelo del deísmo que ellos querían
implantar en Europa. Se redescubrió el moralismo agnóstico de Confucio, su
religión civil basada en algunos preceptos de sentido común y una cierta
moralidad ciudadana.

En el siglo XIx algunos filósofos, como Schopenhauer, dieron vueltas y revueltas al


tema del «velo de Maya» para expresar el pesimismo cósmico y la anulación del
yo como filosofía de la vida. Pero Schopenhauer era lo más contrario a un gurú y a
un maestro budista. Lo suyo era un cálculo, refinadamente occidental, con
elementos prestados. El budismo de Schopenhauer es una curiosidad filosófica.

En el siglo xx, puntualmente, retorna la atracción del Oriente. El apogeo se sitúa


en los años sesenta; después decae y puede hablarse con propiedad de un
«orientalismo marginal». Todo se reduce a contemplar los cánticos de las cabezas
rapadas que siguen a Krishna o a interesarse por cursos de yoga, de zen o de la
llamada «meditación trascendental». El trasfondo milenario de esas formas
religiosas es desconocido casi por completo.

«Yo hago yoga», dice un occidental, casi con el mismo énfasis con el que puede
decir «hago jogging». Se trata de seguir una cierta gimnasia, unos métodos de
respiración y relajación, para conseguir la tranquilidad y la serenidad. Un auténtico
yogui mirará con indiferencia estos escarceos occidentales. El yoga, tanto en el
hinduismo como en el budismo, tiende a metas más profundas: la liberación de la
intranquilidad cósmica, de la cadena de las reencarnaciones, del mundo de lo
limitado. El ideal del yogui es «perderse», identificarse con el Uno-Todo, con
Brahmán, con el Universo. No vamos a resumir trivialmente estas creencias. El
verdadero yogui lo es siempre, no a ratos perdidos, al acabar el trabajo, para
«relajarse» (ya llegaremos a esta mentalidad tan occidental).

«Yo practico el zen». Pero, ¿qué es el zen? Una de las escuelas que surgieron
dentro de la rama budista llamada Mahayana («Gran vehículo»). El zen nace en
China y pasa a Japón en el siglo XII. Se trata de alcanzar, como Buda, la
«iluminación», un estado en el que el hombre consigue liberarse de las ataduras
de lo concreto y de lo limitado, de la preocupación. El zen es una práctica
humana, un desarrollo de potencialidades existentes en la psique. Mediante las
técnicas del zen se trata de adquirir un gran poder de concentración, la posterior
iluminación y, como consecuencia, un estilo de vida que ha de notarse en
cualquier detalle: en el modo de beber, de preparar el té, de componer unas flores,
de fabricar un jardín. Todo sin más objetivo que el mismo zen. Thomas Merton,
monje católico, dedicó al zen un libro (El Zen y los pájaros del deseo) en el que
puede leerse: «El zen no explica nada. Sólo ve. ¿Qué es lo que ve? No un Objeto
Absoluto, sino un Absoluto Ver». Un occidental medio, en el supuesto de que haya
entendido esa frase, seguiría preguntando: «pero, ver, ¿qué?». Con lo que
demostraría que no había entendido nada.

El zen se ha expresado —cuando pasa al Japón, porque en China hace tiempo


que ha desaparecido— en formas poéticas, algunas tan conocidas como
el haiko, esos poemitas que han cautivado siempre a los occidentales. Con razón,
porque es una poesía que «suspende» el ánimo. Cuando leemos

Las tijeras
dudan un momento
ante los crisantemos blancos,

cualquiera con un mínimo de sentido estético se dará cuenta de que ahí existe
una adivinación. Lo inanimado, las tijeras, «duda» ante tener que cortar la vida de
unos crisantemos hermosos. Y es para dudar: «comprendemos» el ansia de las
tijeras. Esto es poesía zen.

La meditación trascendental es casi una multinacional del orientalismo. Su origen


es hindú y, más concretamente, «tántrico». No se trata de imponer nada: un credo,
una conducta. Tampoco de «rezar» a Dios, ni de esforzarse en que alguna idea
penetre en la mente. Al contrario: de nuevo nos encontramos con técnicas de
concentración para que el yo se funda en lo único y broten la calma completa y la
presencia absoluta del todo.

Ahí está, quizá, lo poco que hemos conseguido entender del fondo doctrinal del
hinduismo y del budismo. Al principio se trata de religiones politeístas, pero, según
las épocas (y las escuelas, las corrientes), algunas divinidades adquieren más
importancia. Nunca tanta como el deseo de que el yo se funda con el todo. Ese
Todo (lo Absoluto, lo Uno) recibe el nombre de Brahmán. Y en el Brahmán mismo
se origina, por emanación, la «ilusión» (maya en sánscrito) de que las cosas
tienen consistencia propia, de que lo sensible es algo. Maya —como una telaraña,
como un velo— es lo múltiple que impide darse cuenta de que lo aparente es sólo
aparente: samsara. Hay que romper el velo de Maya, liberarse del samsara, darse
cuenta de que uno es un momento en lo Unico, Todo, Absoluto, el Brahmán.

Algo parecido es el nirvana, en el ámbito budista. También el budismo es,


inicialmente, politeísta, pero más tarde se hace «deísta» y finalmente agnóstico. El
objetivo real del hombre ha de ser el nirvana, donde se aniquila el samsara y se
evita la cadena de las reencarnaciones. El nirvana no es una vida después de la
muerte. Al contrario, es la aniquilación de cualquier deseo, incluido el de la
inmortalidad. Es la integración, sin residuo, en el todo vital, en la naturaleza
esencial. A este objetivo se consagra el yoga, el zen.
En Occidente, Herman Hesse ha sido quien, en sus novelas, mejor ha ilustrado
este mundo orientalista. Ignoro qué puede pensar un maestro oriental sobre las
interpretaciones de Hesse, pero el final de El juego de abalorios o
Shidarta «trasladan» a un mundo que tiene poco que ver con el sentido occidental
de la vida. El hombre occidental —al menos desde el siglo XVII, pero quizá la cosa
venga desde mucho antes— prefiere conocer la naturaleza para manipularla. Todo
tiene que dar un resultado inmediato, contante y sonante, cash, como decían los
pragmatistas norteamericanos. Con esta mentalidad, el acercamiento al yoga, al
zen, a la meditación trascendental se convierte casi en un «bricolage» mental:
«hágalo usted mismo».

Porque hay una realidad en todas las prácticas del yoga, del zen y de la
meditación trascendental que el occidental no asimila con gusto: la necesidad
perentoria de un Maestro. Si algo queda claro para nosotros, impertérritos
«racionalistas», continuos asertores de la «razón autónoma», del «libre examen»,
de la «libertad de conciencia», es que en Oriente hay discípulos y maestros. Nadie
llegará a utilizar el yoga, a vivir zen (a ser zen) sin un Maestro que va orientando
continuamente, que prepara la posible (pero no asegurada) «iluminación» del
discípulo. En Occidente no. Aquí se desea que, después de unas clases en una
academia, uno mismo sea su propio yogui para, después quizá de haberse
exaltado demasiado viendo un partido de fútbol por la televisión, poder relajarse
y... dormir bien.

Merton critica ásperamente la utilización occidental del zen: «Esa actitud pseudo-
zen, que justifica un absoluto colapso moral, a base de un puñado de
racionalizaciones de las enseñanzas de los Maestros, no es más que una nueva
forma de autoengaño burgués. No expresa una revuelta saludable, sino tan sólo
una variante del mismo convencionalismo inerte y sin vida del que parece
protestar».

¿En qué medida el orientalismo puede ser una posibilidad frente a la


desacralización que está operando en Occidente? Esto supone delimitar —y no es
nada fácil— qué se entiende (o qué se ve) como «sacro» en el hinduismo y el
budismo. El hinduismo parece un panteísmo. El budismo, un pancosmismo. Bajo
formas culturales y rituales muy densas y diversificadas, hinduismo y budismo son
una regresión en la inteligencia de lo sacro. Una regresión o una «permanencia»
en formas que el espíritu humano ha transitado desde tiempos muy antiguos.

Para el hinduismo valdría el «todo está lleno de dioses», de Tales de Mileto. Para
el budismo, el culto al propio yo no como autónomo, sino como «perdido» en el
fluir de lo vital. Merton señala la incompatibilidad de esta visión con la perspectiva
cristiana: «El budismo parece definir la vacuidad como negación de toda
personalidad, mientras que el cristianismo encuentra en la pureza de corazón y en
la unidad de espíritu una realización suprema y trascendental de la personalidad.
Estamos ante un problema extremadamente complejo y difícil que yo no me siento
capaz de abordar».

Para complicar aún más las cosas, los maestros del zen estiman que un cristiano
no puede jamás ni aprender ni enseñar una verdadera meditación zen. ¿La razón?
Su amor a Cristo. Y si esto no existe, difícilmente puede hablarse de cristianismo.
Pero es que, además, en nuestra cultura occidental se valoran realidades como la
libertad y la responsabilidad personales, el esfuerzo del trabajo, la preocupación
por las cosas, la solidaridad. ¿Se puede hacer esto compatible —esto, que es
pleno dominio del samsara— con el deseo de una «iluminación» que evite todas
esas ocupaciones?

Nada está escrito de antemano en la historia. Pero no hace falta poseer


cualidades de profeta para afirmar que, en Occidente, las transformaciones de lo
sacro a través del orientalismo serán un fenómeno marginal. El cristianismo cortó,
desde hace muchos siglos, las amarras con la «sacralización» del mundo o del yo
perdido en el cosmos.

HISTORIAS CON GURÚ

Las «transformaciones de lo sacro» atraviesan periódicamente, en Occidente, por


ese fervor hacia lo que viene de Oriente que he tratado en el ensayo
anterior Orientalismo marginal. Ahora voy a contar alguna historia de gurúes, de
los que se atrevieron a venir a Occidente, para difundir su sabiduría. Adelanto que
se trató siempre de casos marginales y efímeros; sin embargo, en algunos países
consiguieron arrastrar a miles de personas. Las historias con gurú son sólo una
muestra más de «la necesidad de lo extraordinario».

Empezamos por el más famoso, el gurú (o maestro) Maharaj Ji, de quince años en
la fecha de su presentación en Europa. Uno de sus primeros estrenos fue en
París. Su madre, Shri Mataji, había preparado el camino unos meses antes, en
mayo. En septiembre muchos miles de personas acudieron a ver al gurú de quince
años. Entra Maharaj Ji y se instala en su trono. Un discípulo besa el cojín de satén
blanco sobre el que reposan los pies del gurú. Empieza a hablar de la «energía
espiritual», pero en la sala hay tantos «contestatarios», que han venido a
«reventar» la función, que la velada debe interrumpirse. Lloran sus 1.400
seguidores franceses (eran siete millones en todo el mundo). Lo creen «el Señor
del Universo».

Al adolescente, la historia le venía de familia. Su padre fundó la Misión de la


Divina Luz en 1949. El 12 de diciembre en 1957 nació su cuarto hijo y el padre
recibió la «revelación» de que había nacido «el Maestro perfecto». Su primera
aparición pública, un fracaso, fue en 1971 en el festival de Glastonbury. Después,
la Misión se organiza. Es la época en la que los «resultados» del cambio de
sensibilidad de los años sesenta denotan un cierto cansancio. El gurú enseña una
sola cosa: «el conocimiento». No se sabe bien en qué consiste este conocimiento,
basta añadir que es «perfecto». Se promete la felicidad, la paz, la tranquilidad, una
especie de nirvana para uso diario.

Estuvo también en España, recibiendo una cierta adhesión entusiasta por parte de
algunos jóvenes. Los padres se preocuparon. En realidad, el gurú prometía sólo el
«conocimiento», fuente de paz, de beatitud y de amor; estaba en contra del tabaco
y de las drogas y predicaba la abstención de la carne, del alcohol y de las
relaciones sexuales irregulares. En 1975 vino, sin embargo, la catástrofe.
El International Herald Tribune (6/7 abril 1975) daba la siguiente noticia: «La
madre del joven dios de 17 años ha descrito a su hijo, que vive en los Estados
Unidos con su esposa americana, como un play boy y en absoluto como un santo.
En un documento que ha escrito en Nueva Delhi, declara que "retira a su hijo del
título de guía espiritual de la Misión de la Divina Luz" y no lo reconoce ya como "el
maestro perfecto", como lo habían bautizado sus discípulos. Shri Mataji, o la
Santa Madre, estima que su hijo —influido por malvados elementos de la Misión
americana— ha ignorado completamente lo que ella le decía y lleva una vida
condenable, desprovista de espiritualidad. Con el corazón gimiendo —prosigue
Shri Mata-ji—, y junto con los ocho millones de adeptos indios, denuncio sus
actividades y lo separo de la Misión, de la que ha olvidado el camino espiritual».

Los primeros años de la década de los setenta fue una época pródiga en gurúes y
maestros orientales. También en septiembre de 1973 hizo su presentación en
París Kotama Okada. Es un «mesías» al que Dios ha encargado que salve a la
humanidad. Kotama Okada, en la época de su presentación en Europa, era ya
mayor: 72 años. Hasta entonces había hecho, según confesión propia, un millón
de prosélitos. No tenía, según él, nada que ver ni con el zen ni con las religiones
que existen en Japón. Era un caso único; especial.

Había nacido sin ningún signo de mesianismo. Antes de la guerra dirigía cinco
empresas de construcción de aviones. Hizo la guerra como oficial. Mucho más
tarde, el 27 de febrero de 1959, según el relato de los discípulos, ocurrió esto: «A
partir de ahora, dijo Dios, tú llevarás el nombre de Kotama. Levanta la mano y
purifica al mundo entero. Entonces Kotama levantó la mano y, ante su asombro,
los ciegos empezaron a ver, y los paralíticos a andar. Él podía, como Jesucristo o
Buda, sanar a los enfermos y purificar a los hombres».

Una vez más, el maestro tenía el «conocimiento» (mahikali). La humanidad era


salvada al recibir ese «conocimiento», una luz que purifica las impurezas del
cuerpo y restablecía así el contacto con lo divino. Esa luz valía también para los
muertos, porque muchos de ellos continuaban «pegados» a la materia y
perturbaban a los vivos.
En París, Kotama se instaló en un gran hotel e hizo numerosas declaraciones a la
prensa: «En Japón, el 90 % de los habitantes están poseídos por los espíritus del
odio y del rencor. Este es el mayor problema de nuestro tiempo y la ciencia no
puede nada contra él». Para curar a su pueblo japonés, Kotama había abierto en
el país 250 templos.

Venía a Europa a extender su acción mesiánica. Se entraba en la guía de Kotama


mediante un ritual de iniciación. El neófito es purificado durante unos siete
minutos; se le pide que se relaje y, durante esa relajación, «la luz» pasa a él. La
«filosofía» de Kotama no pide mucho, ni exige a sus adeptos que abandonen «sus
concepciones religiosas o filosóficas originales». La «luz» es un método fácil, que
cada uno puede obtener —una vez iniciado— por sí mismo y en cualquier parte.
Kotama se proponía sembrar de templos Europa. No se ha vuelto a saber más de
él.

Una tercera historia, con uno de los gurúes que han predicado la «meditación
trascendental». Se trata de un yogui, Maharishi Mahesh. El yogui inició su
actividad occidental en 1970, en la Universidad de Stanford. No se presenta como
religión, sino como una «sabiduría» (inteligencia creativa o creadora) para obtener
el reposo del alma. Se ha organizado mediante cursos y profesores titulados. Uno
de esos profesores, en una entrevista en La Vanguardia (18 enero 1974),
explicaba: «Después de recibir unas charlas informativas en nuestro centro, el que
se inicia necesita de dos horas, durante cuatro días consecutivos, para aprender
la técnica. El primer día se aprenden los sonidos
(llamados mantras) seleccionados por el profesor, de acuerdo con la capacidad
vibratoria que más convenga al sistema nervioso de cada uno. También se le
enseña el modo de utilizar ese mantra. A través del mantra se llega a niveles cada
vez más profundos, produciendo en el cuerpo un descanso más hondo que el del
mismo sueño y de una manera espontánea.» No hay que pensar en nada: «se
comienza percibiendo mentalmente estos sonidos y se acaba con la mente en
blanco». No se trata de mucho tiempo: «Bastan quince minutos por la mañana,
para preparar el día, y quince más por la tarde para eliminar la fatiga y las
tensiones acumuladas durante el día. Por eso se dice que la meditación
trascendental no es más que una preparación para una actividad dinámica.»

La década que va desde 1964 a 1974, aproximadamente, es una época de


floración en Occidente de gurúes y yoguis. Después, el fenómeno ha sido, en
parte, reabsorbido, aunque todavía, sobre todo en las grandes capitales, donde
hay de todo, se ven anuncios de este tipo, por lo general muy modestos1. Se trata
de un fenómeno, como ya se dijo, «recurrente» en los países occidentales. Lo
más notable, a primera vista, es el uso «instrumental» que se hace de una
terminología y de una simbología más o menos sacra. En la época que ha
conocido el psicoanálisis y otras técnicas, todo se dirige hacia el «bienestar»
individual, el reposo de la mente, la relajación, la tranquilidad. No se destaca
nunca la adoración, que es el acto primordial de lo sacro.
1 Salvo el Maharishi Mahesh. Anuncios publicitarios en la prensa informaban de la fundación por el Yogui del Gobierno Mundial de la Era de la Iluminación. He aquí un texto: «El
Gobierno Mundial de la Era de la Iluminación tiene su soberanía en el campo de la conciencia, su autoridad en el poder invencible de la ley natural y su actividad en el silencio
eternamente dinámico del campo unificado de todas las fuerzas de la naturaleza, desde donde la infinita diversidad del universo es perfectamente gobernada sin ningún
problema». Se anuncia, como era de esperar, un sistema para «una paz mundial permanente».

LA CREENCIA ECOLÓGICA

Una antigua súplica, por supuesto precristiana, a la Tierra rezaba así: «Sagrada
diosa Tierra, madre de la naturaleza, que vas engendrando y regenerando todo...
Das los alimentos necesarios para vivir con fidelidad perpetua y, cuando se retire
el alma, nos refugiaremos en tu seno. Todo cuanto das recae dentro de ti, de
modo que con razón tú, Tierra, eres llamada madre grande de los dioses... Tú eres
la Madre de los hombres y de los dioses, sin la cual nada nace ni alcanza la
madurez. Tú eres la Grande, tú, diosa reina de las deidades. Diosa, te adoro e
invoco tu divinidad»1. Es posible pensar que aquí, por Tierra, se entiende esta
costra que pisamos, pero, también, todo lo que hay en ella (plantas, animales),
junto a ella (mares y ríos), sobre ella (el aire). En una palabra: el paisaje humano,
la seguridad de lo firme, el «misterio» de lo que nace y renace y muere y renace.

Las formas religiosas más primitivas han venerado a la Tierra. Un antiguo Himno a
la Tierra (del siglo vi a. C.) dice así: «Voy a cantar a la Tierra, Madre Universal de
sólidos cimientos, anciana venerable, que nutre sobre el suelo todo lo que
existe»2. «Sólidos cimientos», seguridad, apoyo.
1 Texto en la interesante obra de M. GUERRA, Historia de las religiones, 3 volúmenes, cita por
vol. 3, Eunsa, Pamplona 1980, p. 25.
2 Historia de las religiones, 3, p. 24.

Después de más de veinte siglos, el ecologismo descubre, quizá


inconscientemente, algo de esta creencia primitiva. Pero en medio han sucedido
muchas cosas. Tres, principalmente. La primera es la «desdivinización», por parte
del cristianismo, de los «elementos del mundo». El cristianismo, con la definitiva
revelación de un Dios personal y creador, supone quitar a las criaturas el carácter
«divino». No su importancia, ni su consistencia, sino su «divinidad». El universo es
creación de Dios confiada al hombre. El hombre, después de Dios, se convierte en
lo más digno de ese universo. «Microcosmos» en el «macrocosmos».

Desde entonces, las relaciones del hombre con la tierra, el aire, el mar, con las
demás criaturas se pueden «complicar». ¿Qué significa el dominio del hombre
sobre la Naturaleza afirmado en el Génesis? El mundo «desdivinizado» se
convierte en algo ya no «misterioso», sino inteligible. Esta revelación del Génesis
está pues en los fundamentos de la posibilidad de la ciencia. Cuando la
Naturaleza es entendida como lo «absolutamente otro» cabe la adoración, no la
ciencia; cuando sólo Dios es el «absolutamente otro», el hombre tiene a su
disposición lo natural, para conocerlo, utilizarlo.
Se ha descrito que el cristianismo —y, antes, la revelación del Génesis—, al hacer
posible la ciencia (y la técnica) ponía al hombre en camino de lo que hoy tanto se
deplora: la degradación tecnológica, el estropicio de lo natural, la confusión de
órdenes, la contaminación. ¿Es cierto? Hay aquí un gran equívoco. La mayoría de
los escritores cristianos, hasta bien entrado el siglo xIv, consideraban lo natural
como «cifra» o como «mensaje» de la acción de Dios. Basta, como ejemplo
máximo, el Himno a las criaturas, de San Francisco de Asís. Ya no es un Himno a
la Tierra, sino a las criaturas; pero, precisamente por eso, las criaturas son
tratadas con el mayor respeto. Francisco de Asís llegó a predicar a los peces, a
mantener un estupendo diálogo con el Hermano Lobo, a aconsejar a sus frailes
que no se limpiasen los pies en el río, para no manchar el agua, que es «blanca y
humilde y casta»; que sacasen fuera un poco de agua, para la limpieza, pero que
no contaminasen.

El segundo fenómeno importante es, precisamente, una desvirtuación de lo


cristiano e incluso de lo religioso: es colocar al hombre, poco a poco, en el lugar
de Dios. Teoréticamente —se vio— el proceso no se «completa» hasta el siglo xIx
(Hegel, Feuerbach, Marx, Nietzsche). En la práctica, el camino se inicia, por
ejemplo (por señalar una fecha convencional), en la obra de Francis Bacon, en su
famoso «saber es poder». El saber, el dar con la causa de las cosas, no se
entiende ya como contemplación, sino como utilización, como ejercicio del dominio
del hombre sobre la Naturaleza. Esta línea, con la que en parte se confunde el
nacimiento de la ciencia moderna, no va a dejar de afirmarse. Descartes, en el
siglo xvll, orienta la filosofía hacia ese hacer al hombre «dueño y señor de la
Naturaleza». Saber es poder, poder es dominar, transformar. El hombre ocupa
primero el lugar de ese «demiurgo» o intermediario entre Dios y lo creado;
después, el demiurgo —con el nombre de Espíritu, Humanidad, Superhombre,
abolición de las clases— ocupa ya el lugar de Dios. El Progreso es el progreso del
hombre en su lenta, pero implacable, suplantación de Dios.

El tercer acto es el desencanto del hombre, culturalmente hablando, ante las


consecuencias de una ciencia y de una técnica que, dominando lo natural, lo está
degenerando. El hombre, que ha perdido la creencia de Dios, se desilusiona con
la misma obra de las manos del hombre, con sus resultados más espectaculares y
más terribles (piénsese en el terror ante la catástrofe nuclear). Desencantado del
hombre, ¿qué le queda? El retorno a la Tierra, a la Madre Tierra, a la Madre
Universal, de «sólidos cimientos». El ecologismo, en algunas de sus corrientes,
es, así, un retorno al primitivismo.

Sin embargo, el hombre que «retorna» a la Tierra no es ya el ingenuo creyente de


hace más de veinte o treinta siglos, sino el desencantado científico y técnico, el
que sólo hasta hace muy pocas décadas empuñaba la simbólica antorcha del
Progreso que debería revelar, definitivamente, los «enigmas del universo» (según
la célebre entonces y hoy olvidada obra de Haeckel).
Tanto el planteamiento ecologista como su crítica son algo «razonable», en el
sentido de que han de ofrecer razones, algo a lo que los hábitos científicos nos
han acostumbrado. La «práctica ecológica» no se propone como una «religión»
(aunque, como se verá, algunos gestos la delatan), sino como una «cultura» o,
mejor, como un «adelanto de una nueva cultura».

¿Cómo y sobre qué fundar esa nueva cultura? La mayoría de los grupos
ecologistas saben bien «contra qué» están y son capaces, como suele decirse, de
proponer «medidas alternativas», pero desconfiando, por experiencia, de
«grandes» construcciones del pasado (por ejemplo, el determinismo afirmado por
la mayoría de los científicos del siglo xIx), se niegan a «confesar» una línea clara
en las cuestiones fundamentales. Poco a poco, y como en negativo, algunas
líneas se van afirmando, hasta componer un «universo de creencias» y, en los
ritos, una «religión».

Así, la creación de «grupos ecológicos de base» (demasiado similares a las


«comunidades cristianas de base» y a todas las estructuras de ese estilo que han
existido en la historia). Esos grupos están en contra, naturalmente, del «sistema»,
del Estado que sirve a ese sistema y ponen en marcha «su propia vida» con
independencia de las estructuras.

El peso de la tradición occidental «organizativa» es, sin embargo, demasiado


fuerte. Poco a poco, los grupos ecológicos se sienten llamados a intervenir; crean
un partido que no quiere serlo, pero que, como en la República Federal Alemana,
en Francia y en otros países se presentan a las normales elecciones políticas y a
veces consiguen escaños. De ahí que en el seno del «ecologismo» (con toda la
ambigüedad de este término) se creen en seguida fracturas. Otros grupos se
sienten traicionados por esa «claudicación», por ese ceder a lo político. Tienen,
entonces, que «reincidir» en el «culto», en las acciones simbólicas, en el rito casi
ancestral.

¿Qué hacer? Las críticas «políticas» a la ingenuidad ecológica son razonables.


Maurice Duverger escribió: «Cuando el discurso ecológico pretende ofrecer un
modelo de sociedad para reemplazar al actual modelo técnico y productivista,
debe justificar su proyecto con algo más que buenos sentimientos que todos
compartimos. Es un bello proyecto prometer que el "trabajo ya no será
considerado como un fin o como una obligación, sino como el medio de elaborar
los bienes necesarios para el desarrollo de cada uno según sus propias
cualidades"; ¿pero cómo elaborar esos bienes sin recurrir a una técnica muy
compleja, que exige un fuerte consumo de energía?».

Otros, en cambio, prefieren creer que está surgiendo, precisamente a través del
motivo ecológico, una nueva cultura. Roger Kleine, animador en el Instituto
Europeo de Ecología, dice: «La apertura hacia lo espiritual, integrada en una
búsqueda de equilibrio y el desarrollo de todas las dimensiones de la existencia
humana, es, sin duda, uno de los rasgos característicos de la ecología. El interés
demostrado por las grandes religiones históricas, la búsqueda de la sabiduría
olvidada, depositada en el pensamiento oriental o cristiano (en particular en el
Evangelio), el redescubrimiento de la contemplación, forman parte integrante de
la avant-culture ecológica». Y, sin querer, encontrarmos aquí otra experiencia ya
muchas veces registrada en la historia: el sincretismo. El «sentido» de la
naturaleza en el pensamiento y en las religiones orientales presenta caracteres
muy respetables, pero está en cierto modo en las antípodas del pensamiento
cristiano. La «síntesis» parece más un «arreglo» que una verdadera creación. Los
movimientos ecológicos, en 0muchos casos, no llevan, por ejemplo, la defensa de
lo vivo a la defensa de la vida humana concebida y no nacida, es decir, a la
oposición al aborto. Esos mismos movimientos son «ordenancistas» en todo lo
que se refiere a la cuestión demográfica. Aparece en seguida un «cálculo» no
basado en una «sabiduría antigua» o en la «contemplación», sino más bien en la
organización «racional» de un idílico paisaje para el hombre.

Una vez más: es la antigua creencia telúrica la que vuelve, una creencia
compatible con cualquier tipo de manipulación no tecnológica (que entonces no
existían en un grado sofisticado). Una creencia, sin embargo, «pasada» a través
de la experiencia cientifista; de la tierra se busca no la «numinosidad», sino la
seguridad, la conservación o quizá la recuperación. El «ecologista» en este
sentido marginal (es decir, no el integrado ya en un grupo político o en una
disciplina científica) es comparable al iniciado en algunos de los misterios
paganos, como los eleusinos. A él la Tierra (Deméter) puede dirigir las palabras de
un antiguo mito: «¡Hombres ignorantes e insensatos, incapaces de presentir la
venida de la buena ni de la mala suerte! Yo había hecho a tu hijo (un humano
cualquiera) libre de la vejez e inmortal. Pero ya no podrá evitar el destino de la
muerte. No obstante, le corresponderá siempre sempiterno honor por haberse
sentado sobre mis rodillas y dormido en mis brazos... Soy la venerada Deméter, la
más abundosa fuente de provecho y de gozo para los inmortales y para los
mortales. Pero, ¡ea!, que todo el pueblo me erija un templo espacioso y un altar en
él junto a la acrópolis... Yo misma voy a fundar unos misterios para que, en
adelante, volváis propicio mi corazón celebrándolos piadosamente»3.

Roto el «equilibrio ecológico», he aquí que la Tierra se demuestra propicia para su


restablecimiento, en bien de los «iniciados» (ecologistas). Estos celebrarán los
ritos (procesiones de protestas, manifestaciones contra los vertidos nucleares,
arrojar rosas al mar, quizá comidas vegetarianas) y, en cambio, «experimentarán»
la «respuesta» de la Gran Madre. Se sentirán «puros» al combatir a los
profanadores de la tierra, del mar y del aire.

Todo esto no puede realizarse sin una cierta «ingenuidad», no en vano es algo
que se da «después» que el hombre ha creído, durante siglos, que era el
«dominador de la Naturaleza», que la ciencia había dado ya con todas las claves.
De ahí el sabor «primitivo» y casi infantil de muchas demostraciones de
ecologismo. Infantil no en sentido peyorativo; al contrario, hace falta valor, en una
época aún predominantemente racionalista, para defender lo imposible, la «pureza
originaria», la tierra incontaminada, la «vuelta» a un mundo en el que las fuentes
de energía eran la fuerza humana, la animal, el agua y el viento. La «creencia
ecológica» se encuentra, de este modo, en una situación contradictoria: utilizará
altavoces (energía eléctrica) para hacerse oír; quizá querrá participar de los
«misterios» de la electrónica (radio, televisión) para llevar el mensaje al mayor
número posible de personas. Utilizará la ciencia contra la ciencia o, si tiene que
matizar, contra «un mal uso de la ciencia», con lo que se coloca, insensiblemente,
en un «racionalismo moderado».

De estas contradicciones se vale el enfoque agnóstico o materialista de la


ecología, tal como ha sido preconizado, entre otros, por John Passmore: «Sólo si
los hombres se contemplan tal cual son, desenlaces de procesos naturales
enteramente indiferentes a su destino, de sus congéneres sólo custodios y
protegidos, haráse posible una consciencia cabal de los problemas ecológicos.
Lucidez dolorosa, que no reconoce la existencia de una voluntad sagrada»4.
Curiosa actitud, nuevo redescubrimiento de una mezcla antigua: materialismo,
estoicismo y epicureísmo. «El cristianismo no es peligroso porque niegue el
carácter sagrado de la naturaleza. Lo es en tanto en cuanto cree al hombre hijo de
Dios y, por ende, inmune, garantizada su existencia sobre la tierra. Incúrrese
en hybris: se diría que el hombre puede devastar con impunidad absoluta. La
biosfera, sin embargo, no le pertenece. Hecho éste que reclama un
reconocimiento urgente»5.
3 Historia de las religiones, 3, pp. 34-35.
4 J. PASSMORE, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza (Man 's Responsability for
Nature), Alianza, Madrid 1978, p. 209.
5
Ibidem.

Reclama, en cambio, un conocimiento urgente saber en nombre de qué puede


afirmarse que «la biosfera no le pertenece» o que el hombre tiene una
responsabilidad para la naturaleza. Con los presupuestos de Passmore (y de otros
muchos con él), si el hombre es un simple «desenlace de procesos naturales
enteramente indiferentes a su destino» no puede hablarse de «deber ser», de
«pertenencia», de «responsabilidad». No puede hablarse de «lucidez» y menos de
una «lucidez dolorosa». No se puede, al mismo tiempo, acudir a una ciencia ciega
—para que resulte fría y objetiva— y a una ética salida de no se sabe dónde.

Passmore tiene que atacar, a la vez, por eso mismo, en un doble frente. Contra el
cristianismo, por afirmar éste el primado del hombre sobre la Naturaleza. Contra el
paganismo (y, en realidad, muchas otras formas religiosas) por sacralizar la
Naturaleza: «No han de encontrar alivio los asuntos ecológicos porque
confiramos, una vez más, carácter sagrado a la Naturaleza. Doctrina que,
también, "se interpone en la vía del conocimiento". Queriendo remontar así la
corriente daremos las espaldas a toda la tradición científica occidental, la más
grande acaso de las consecuencias humanas. Sacralizar la Naturaleza sería caer
en una tentación que ya rechazaron griegos y judíos: la de reconocer una vida
misteriosa que sería sacrilegio, impropio, entender o dominar, una vida a la que ha
de tributarse culto. La ciencia, por el contrario, troca los misterios en problemas a
los que espera dar solución»6.
6 Ibidem, p. 200.

Casi se entiende, a la vista de estas posiciones (que falsifican, además, la


historia), las posiciones ecológicas «místicas», la vuelta a la Madre Tierra. En
cualquier caso, puede asegurarse, sin necesidad de poseer dotes de futurólogo o
de profeta, que la «sacralización» de lo natural perdurará cuando la actitud
racionalista a ultranza sea sólo un recuerdo histórico. La formas «sacras» de la
ecología son, en definitiva, una consecuencia directa de la tradición científica
racionalista que, paradójicamente, apela ahora a un «temor» cuasi-religioso para
sostener sus posiciones: «No es el hombre señor de la biosfera; su locura puede,
en cualquier momento, derribarlo de una posición precaria»'.

¿Qué son el «terror nuclear» o el «terror al desequilibrio ecológico» sino la


traducción, en racionalismo, de ese «temor» al mal posible que ha sido el
fundamento de algunas formas religiosas primitivas (no de todas y no del
cristianismo)? Se nos dice, por un lado: «seamos racionales, científicos». Y, por
otro: «si no somos racionales, la catástrofe puede venir en cualquier momento».
No se demuestra, sin embargo, cuáles son los mecanismos mentales de la
catástrofe, ni se tiene en cuenta que también «el sueño de la razón produce
monstruos».
7 Ibidem.

LO SACRO Y EL ROCK

Al bosquejar la historia sociológico-religiosa de la sensibilidad occidental en los


últimos treinta años es imposible no hablar de Bob Dylan, probablemente el héroe
más cotizado de la canción en los años sesenta. Dylan se impuso en seguida
tanto por la calidad de su música como por la poesía de las letras, que resumía de
forma eficaz una aspiración de la juventud a la paz, a la transformación del mundo
y a la comprensión. Y todo sin definición, o con la definición de la indefinición.
Cualquier cosa antes que situarse en la sociedad adulta y consolidada; ese
mundo, que, sin embargo, parecía permanecer siempre. «How many years can a
mountain exist / before it's washed to the sea?, ¿durante cuántos años puede
existir una montaña antes de que se derrumbe en el mar? ¿Durante cuántos años
puede uno existir antes de que se le permita ser libre? ¿Cuántas veces puede
mirar el hombre a otra parte pretendiendo que no ve precisamente todo eso? La
respuesta, amigo mío, is blowin' in the wind, late en el viento».
Esta canción dio la vuelta al mundo y aún hoy se escucha con gusto, porque se ha
convertido casi en un documento histórico. Como esta otra, también de Dylan:
«You say you're lookin' for someone...». «Tú dices que estás buscando a alguien,
nunca débil, siempre fuerte, para que te proteja y te defienda, cuando tienes razón
y cuando no la tienes. No soy yo esa persona». «But it ain't me, babe».

Bob Dylan, nacido en 1942 —contaba 26 años en el año famoso de 1968, en


plena contestación estudiantil—, se convirtió en 1979 a un movimiento religioso,
de inspiración cristiana, denominado Born Again (Renacido). Dylan —cuyo
verdadero nombre es Robert Zimmermann— es de raza judía y estaba apartado
de cualquier fe. Su conversión tuvo como manifiesto un long-play titulado Slow
Train Coming (Llega un tren lento) e incluía canciones tan significativas
como Gonna Change my Way of Thinking (Voy a cambiar mi modo de
pensar). En When You Gonna Up (Cuando vas a despertarte) dice: «Dios no hace
promesas que no cumpla. Hay un hombre en la Cruz y ha sido crucificado por ti.
Cree en su poder. Es todo lo que tienes que hacer». Ese Cristo volverá: «El tiene
planes para fundar su reino cuando vuelva» (de When He Returns).

En 1980 apareció un nuevo álbum titulado Saved Sa. Cada vez es más explícito:
«Estaba cegado por el diablo. Nací ya arruinado, muerto, con una frialdad de
piedra. Y soy feliz, sí; soy feliz, soy feliz, tan feliz». Sociológicamente, esta
conversión en los años ochenta ha sido relacionada con el cansancio de los
setenta, después de la euforia de los sesenta. Pero, según Dylan, su conversión
iba más allá de estas clasificaciones de urgencia. El pretendía una experiencia
religiosa afincada en lo genuino; y el lenguaje es reconocible: «Tú me lo has dado
todo. ¿Qué puedo hacer por Ti? Tú me has dado ojos para ver. ¿Qué puedo hacer
por ti? (What Can 1 Do for You?). Se nota que el álbum de 1980 está basado en
una lectura del Evangelio con signo «fundamentalista», según la terminología
anglosajona, es decir, tremenda y alarmista, pero indudablemente sincera:
«¿Estás preparado para encontrar a Jesús? ¿Estás donde debes estar? ¿Te
reconocerá cuando te vea? ¿O dirá: Apártate de mí?» (Are you ready?).

¿Cuál fue el impacto de la nueva música de Dylan sobre millones de jóvenes que
lo han seguido durante años ciegamente?

El impacto apenas se notó. La música rock y folk había acostumbrado, por sus
temas, a cualquier cosa. Todo era válido, todo era lícito. Se han hecho canciones
a la promiscuidad sexual, a la droga, a la paz, al aburrimiento, al nihilismo. Pero,
por otro lado, la conversión de Bob Dylan —una figura que ha estado y sigue
estando en la actualidad, en aquellos sitios o en aquellas formas culturales que se
estiman más típicas del momento histórico— no deja de ser una muestra, a su
modo, de la pervivencia o perennidad del sentimiento de lo sacro. No por usadas
en las formas fundamentalistas las siguientes palabras de Bob Dylan, en 1980,
dejan de impresionar. En una época en la que muchos teólogos afilaban la
ambigua espada de la desmitificación o procuraban una reconversión de la fe en
un mensaje simplemente social o político, Dylan reintrodujo, en el auditorio menos
usual, estos interrogantes: «¿Estás preparado para el juicio? ¿Estás preparado
para la terrible y afilada espada? ¿Estás preparado para Armagedón? ¿Estás
preparado para el día del Señor?»

Lo sacro es visto aquí, en la mejor tradición bíblica, como lo tremendo y terrible.


Pero, a la vez, todo está transido de una particular vivencia de la esperanza
cristiana: «No llores y no mueras y no ardas. Porque, como, un ladrón en la noche,
El cambiará el mal por bien, cuando El regrese». Probablemente, en este caso se
muestra, de manera palmaria, que el hombre es un «animal de fe»; no puede
pasarse sin ella. Y del «fundamentalismo» de Dylan, al «mito» de John Lennon.

Cuando en 1980 fue asesinado el compositor y cantante John Lennon los


comentarios pasaron gradualmente de una apreciación sociológica a una
creciente mitificación, utilizándose en esta última algunas formas de lo sagrado, en
su sentido más genérico. Las apreciaciones sociológicas no interesan aquí. Se
limitaban a hacer una historia del fenómeno de los Beatles, desde la aparición de
su primer disco, en 1962. Se unía luego la moda beatle con un determinado modo
de vivir la juventud, extendida a la mayor parte de los países del mundo.

La necesidad de un «símbolo integrador» hacía que se pasara de la simple


comprobación a la «tesis». Se escribieron frases como éstas: «cambiaron la vida
del mundo», «eran el símbolo de lo que ha sido el mundo en los últimos veinte
años», «el símbolo de la rebeldía juvenil contra toda hipocresía». Poco a poco se
iban deslizando los comentarios «espiritualistas». Allen Ginsberg escribió que «los
Beatles han hecho de Liverpool el centro de la conciencia universal». Y Timothy
Leary, el «profeta» del LSD, denominó a los Beatles «los cuatro evangelistas del
nuevo estilo de vida».

Esta actividad de mitificación fue, en alguna ocasión, provocada por el mismo


Lennon cuando, en plena época de triunfo, dijo que «nosotros somos ahora mismo
más populares que Cristo». Luego, en algunas canciones, Lennon hizo una
síntesis, típicamente pseudorreligiosa, pero con todos los elementos para motivar
una especie de religión sin Dios o con un dios que se confundía con los
sentimientos de una parte de la juventud. En primer lugar el pacifismo
de Revolution (1968): «Dices que quieres una revolución. / Bien, tú sabes / que
todos queremos cambiar el mundo. / Me dices que es una evolución. / Bien, tú
sabes / que todos queremos cambiar el mundo. / Pero cuando hablas de
destrucción / ya sabes que no puedes contar conmigo».

Este pacifismo genérico es compatible, en 1969, con una absorción de lo religioso,


y aun de lo cristiano, a favor de la popularidad de Lennon, como en La balada de
John y Yoko: «Dios. Sabes que no será fácil / ya sabes lo duro que puede ser / tal
y como van las cosas / me van a crucificar». Cuando, en 1980, Lennon fue
asesinado, se trajo de nuevo a la memoria esa alusión a la propia crucifixión...
como si hubiese sido una profecía.

Pero en el universo artístico de Lennon no cabía Dios, ni, por tanto, lo religioso.
De Imagine (1971) son estas palabras: «Imagínate que no hay países. / No es
difícil de hacer. / Nada por lo que matar o morir / y tampoco religión. / Imagínate a
todo el mundo / viviendo la vida en paz». Así, al final, el núcleo de la propaganda
de Lennon —con unos resultados económicos espectaculares— era un pacifismo
que envolvía la negación imperturbable de Dios, junto con la permisividad de
cualquier comportamiento. Sólo estaba prohibida la violencia.

Este mito del beatle Lennon duraría todavía algunos años, pero acabaría
muriéndose por consunción. Y, sin embargo, se dio en él, en pequeña escala, lo
que en cualquier época han sido los ingredientes de la construcción de una
simbología que se aprovecha de los elementos de lo sagrado. Un relato breve,
pero muy incisivo, de la escritora Carmen Martín Gaite, constituye un documento
importante de aquellos días de diciembre de 1980: «La muchedumbre de fans del
ex beatle, alucinada y enardecida, ora por los suicidios que su muerte ha
producido, ora por las consignas de paz y amor que Yoko Ono, certera y
sabiamente, imparte desde su lujoso retiro de Dakota para fingir que aplaca los
ánimos, sigue comprando compulsivamente los periódicos con el único fin de que
le suministren pasto para incrementar su sensación de pena y orfandad, para
alimentar el credo de la naciente y ambigua religión a la que se abandona y
adhiere sin la más mínima reserva de escepticismo o de desconfianza». Yoko
Ono, en efecto, la conocida compañera de Lennon, alimentó desde el principio el
mito, revelando a los periodistas que el hijo pequeño de John había dicho que su
padre «seguía creciendo» después de muerto, incorporándose al gran Todo.

Carmen Martín Gaite continúa: «Pocas veces se podrá haber constatado como en
esta ocasión que la juventud actual está ansiosa de dioses y que se agarra, como
a un clavo ardiendo, a cualquier argumento que el destino le depare para
encauzar e institucionalizar esa sed reprimida de religión. Cuando el domingo
pasado, 14 de diciembre, tras los diez minutos de silencio organizados por un
invisible agente publicitario, empezó a nevar sobre las 100.000 personas
congregadas en Central Park para rendir homenaje a John Lennon, alguien
comentó: "Es su sonrisa, que empieza a caer desde el cielo encima de nosotros".
Cuando leí este comentario en los periódicos del lunes, me acordé de que en
1715, a la muerte de la reina María Luisa de Saboya, se había visto una especie
de extraño cometa en el cielo, que el pueblo de Madrid había interpretado como
una prolongación de su espíritu sobre el pueblo, y de las críticas que acerca de
esta clase de supercherías se habían elaborado desde el padre Feijoo en
adelante. Y me pareció que el tiempo volvía atrás, que no habíamos dado ni un
paso en materia de superstición».
Una vez más volvemos a un dato que no desaparece nunca, y sobre el que habrá
que reflexionar con profundidad: la necesidad de creer. El cometa en el cielo de
Madrid o la nieve en el de Nueva York —interpretados como una muestra del
espíritu de dos que han muerto— es una superchería, pero no lo es la necesidad
de poner «en alguna parte» el deseo de la inmortalidad propia y ajena. Martín
Gaite revela, como testigo presencial de aquellos días en Nueva York, lo que es
una «construcción» del mito. «Detrás de una de aquellas ventanas iluminadas,
donde el pueblo llano imaginaba llorando a mares a la viuda del ídolo, ella, la
altiva y despejada japonesa que había de contribuir a la propagación del mito, se
sentía imbuida del protagonismo y el carisma que le legaba su multimillonario
compañero y estaba escribiendo el mensaje que al día siguiente harían público
todos los periódicos del país, dando las consignas para el funeral multitudinario
llamado a propagar el mito. Al día siguiente, no sólo en los diarios, sino escritas en
sábanas blancas colgadas a lo largo de Broadway, las palabras de Yoko Ono,
erigida en diosa que recoge la antorcha, fortificaban y daban coherencia a la
naciente religión de los desamparados, de los sedientos de un guía religioso
(incluido el desventurado asesino) y, bajo su aparente tono de concordia y amor, a
duras penas eran capaces de encubrir el fariseísmo del manager todopoderoso,
que trata de disimular arteramente que acaba de heredar treinta millones de
dólares y que encima se arroga el privilegio de seguir orquestando el tinglado».
(...) ¿Seguirán sin darse cuenta los fans del ex beatle, que ya en repetidas
ocasiones lo han comparado con Jesucristo, de que están siendo manipulados por
la más descarada capitalización de un mito que tiene mucho más de profano que
de religioso?»1.

De todo este caso, cuando ya ha pasado su fuerza primera, y cuando es simple


recuerdo, cabe quedarse con la insuprimible necesidad de «deificar» algo. En el
caso de John Lennon (y otro tanto podría escribirse con ocasión de la muerte de
Elvis Presley y de otros ídolos de la canción), el mito ha sido montado con las
armas de una razón técnica y con las miras puestas en el beneficio inmediato de
millones de dólares. El «símbolo de la lucha contra la hipocresía» permanece
extrañamente impoluto ante una época en la que la hipocresía domina. Existe así
una especie de ceguera, que resulta posible porque es más fuerte aún la
necesidad de creer en algo, de alimentar unos sentimientos que se han quedado
sin auténtica expresión religiosa.
1 El artículo de C. MARTÍN GAITE puede leerse en El País, 23 diciembre 1980, y es quizá lo mejor que
sobre el tema se escribió en esa ocasión.

Se advierte así, por otra parte, la equivocación que supone interpretar ese estado
de ánimo de la juventud como algo «naturalmente cristiano» e incorporarlo, por
ejemplo, a la liturgia como una forma de conectar lo religioso con los tiempos
actuales. Efectivamente hay algo «religioso» en esas actitudes, pero es un factor
que llevaría también a la religión de los misterios órficos (a unas formas folklóricas
de gnosis). Realizar una liturgia como si fuera una acampada de hippies es un
intento fracasado de antemano, porque no es un camino hacia lo religioso.

Es una celebración del hombre por el propio hombre, pero esto encuentra su lugar
más propio en la calle, en el pub, en el simple estar alrededor de un poco de
alucinógeno. Estos mitos no se contraponen exactamente a la razón técnica (ya
se ha visto cómo esa razón técnica puede fabricar uno), sino a lo religioso sin
más, que no es tecnificable.

Mientras tanto, los adeptos del «rock» —una forma de cultura —siguen
celebrando sus ritos. La «reunión» (asamblea) puede ser cualquier rincón de la
calle, pero se concentra en la discoteca. Hay templos como las tiendas de discos,
en las que se intercambian admiraciones sobre los efectivamente «consagrados».
Esa información puntual de la que necesita el creyente es suministrada por el
«disc-jockey», en estilo confuso, pero que no regatea una forma de adoración por
la corriente musical que, en aquellos momentos, represente «el alma» de la
música.

La fiesta por antonomasia será el recital del famoso. Allí se dará el entusiasmo
hasta el paroxismo, el delirio sexual (como en algunos ritos griegos y romanos), la
identificación con el cantante que se despoja de la ropa y cae purificado por un
torrente de agua, en la que todos quieren ser bañados.

La imaginería tiene su cumplimiento en los «posters», en las pegatinas. Los


rostros son siempre reconocidos, aun bajo los disfraces más insólitos. Habrá
también un modo de vestir, unas prendas casi rituales (el blue jean, por ejemplo),
sin las que no se estará en la celebración.

Respecto a toda esta compleja simbología, y a sus objetos materiales, una parte
de la juventud es dócil hasta extremos insospechados. Es «devota», «creyente»,
«asidua». No hay aquí lugar para la incredulidad, ni para la rebelión. El culto es
asimilado en todas sus formas sin un ademán de desagrado. Todos,
unánimemente, cantarán al amor y no a la guerra; clamarán contra el demonio del
peligro nuclear; celebrarán el paraíso perdido de una Naturaleza no contaminada.
Hay que ver, en directo, el clamor de decenas de miles de devotos del rock para
entender esta forma de transformaci

ELEMENTOS SACRALES EN EL DEPORTE

Corresponde a la historia del deporte dilucidar el lapso de tiempo que, en


diferentes culturas, se dio entre el juego de los atletas y la visión de ese juego
como espectáculo de masas. Todo parece indicar que las dos cosas estuvieron
unidas casi desde el principio. Tanto los datos etnográficos sobre algunas
actividades deportivas (el juego de la pelota en el istmo centroamericano, por
ejemplo) como los datos históricos griegos apuntan en esa dirección.

Detengámonos un momento en la ciudad de Olimpia, en el Peloponeso. La ciudad


se forma, hacia el año 1000 antes de Cristo, en torno al santuario, como ocurría
casi siempre. Más que de un santuario se trataba de un conjunto de ellos y aún
hoy, después de los descubrimientos arqueológicos, hay importantes restos de los
templos de Hera y de Zeus, muy cercanos al gimnasio y a la palestra.

Los primeros juegos olímpicos de los que existen testimonios históricos son del
776 a. C. Se iniciaban con ritos religiosos de preparación, con ceremonias de
purificación. Este aspecto sacral estaba unido indisolublemente a las pruebas de
carrera, lucha, pugilato y jabalina. Para los griegos de Olimpia (y Olimpia era la
cita de atenienses, espartanos y otros pueblos), los juegos eran, antes que nada,
fiestas, conmemoraciones. No eran un «culto al cuerpo», al menos directamente,
sino a esas virtudes físicas y anímicas que los griegos trasladaron a sus dioses.
Basta leer las odas de Píndaro para advertir cómo predominaba el elemento
religioso. Durante varios siglos, los griegos fueron fieles a este culto, a través de
293 ediciones de los juegos. Cuando fueron suprimidos por Teodosio, en el año
393, al parecer por consejo de San Ambrosio, aún permanecía esa mezcla de
«deporte» y «religión» que parecía un obstáculo a la difusión del cristianismo.

El origen de los juegos olímpicos es mítico. Enomao, rey de Pisa, había decidido
entregar a su hija Hippodamia sólo al hombre que lograse vencerle en una carrera
de carros, cosa al parecer imposible porque Hippodamia contaba con caballos
celestes cedidos por Ares, el dios de la guerra. Pélope, el héroe epónimo del
Peloponeso, se presentó a la competición con caballos obtenidos de Poseidón (el
Neptuno de la mitología romana); según una de las versiones del mito,
Hippodamia, enamorada de Pélope, soborna al cochero del rey Enomao; se
produce un accidente y el rey muere. Pélope se casa con Hippodamia y se
adueña del Peloponeso. (Es uno de los linajes más trágicos de la mitología griega:
Pélope era hijo de Tántalo y padre de Atreo y Tiestes). Fue Pélope, según el mito,
quien inicia los juegos, que, tras una etapa de decadencia, fueron restaurados por
Hércules.

Con el cristianismo, los juegos paganos perdieron importancia, pero muy pronto
las competiciones estarían también bajo influencia religiosa. La larga vida de los
torneos y juegos medievales lo demuestra. Sólo hacia los siglos xv y xvI la fiesta
adquiere un carácter profano. Es significativo, sin embargo, que cuando en 1896
tuvieron lugar los primeros juegos olímpicos modernos, se celebrasen en Atenas y
que, poco a poco, fueran adquiriendo un sentido ritual. Todos recordamos ese
inicio en Olimpia, bajo la mirada de unas supuestas sacerdotisas que entregan a
un atleta el fuego; y el recorrido del fuego hasta lograr encender la llama de una
especie de «lámpara votiva» en el lugar principal de la Olimpiada. Es un momento
solemne, que muchos acogen con un silencio «religioso», mientras, como en los
antiguos ritos, miles de palomas son soltadas al aire.

Los elementos «sacrales» del deporte pueden verse desde dos perspectivas: la
del atleta y la del espectador. Esta última, con la transmisión televisiva, se ha
convertido en un espectáculo de dimensión mundial. En su aspecto colectivo, las
Olimpiadas representan, de algún modo, una tregua en las enemistades
internacionales. Se interrumpieron durante la primera y la segunda guerra
mundial. Habitualmente, en este aspecto colectivo, la Olimpiada «recoge» el
carácter «sacro» del nacionalismo. El rito de los premios, cuando la bandera del
país al que pertenece el vencedor es izada, provoca generalmente esa casi iden
tificación entre el hombre y la tierra de donde procede, como un lejano eco del
culto a la Madre Tierra. Las utilizaciones políticas o ideológicas de las Olimpiadas
y de sus resultados son posteriores, en importancia, a ese «nacionalismo sacro».

De alguna manera, ese mismo esquema se reproduce en los seguidores de


equipos de algunos deportes (fútbol, rugby, béisbol, etc.), en competiciones
nacionales o internacionales. El «hincha» puede (y quizá «debe») ser algo que no
se le permite ya al hombre religioso, pero que se dio antes en algunas formas
patológicas de vivir lo religioso: el fanatismo. Se transforma al llegar al estadio; es
capaz de vestir del modo más estrafalario; no conoce los mínimos postulados del
raciocinio cuando se trata de su equipo; verá en el árbitro «vendido» la negra
encarnación del mal. Todo interesa sobre la vida de los «ídolos» (la palabra se
emplea sin inconveniente alguno): cualidades físicas, gustos, aficiones, enredos
sentimentales. Los niños coleccionan, en cromos, que son como «santos»
deportistas, las «estampas».

En el caso del fútbol, en España, se puede decir de una asociación deportiva


determinada que «es más que un club»; la comparación con la «familia» —la gran
familia del...— es casi obligada. Algunos presidentes con años de antigüedad y
con una gestión de éxito son casi «venerados». Para cada socio del club, el club
es «él mismo» y son muchos como él, con una fuerza casi telúrica. La imagen del
campo, del estadio, es el equivalente a la de un templo al que se acude
puntualmente, haga frío o calor. Quienes no pueden seguir directamente las
incidencias de los partidos, pasan las tardes de sábados y/o domingos pegados al
aparato de radio, al transistor, oyendo continuamente las mismas cosas, con una
atención que probablemente no dedicará a ninguna otra realidad.

Como es lógico, en todo esto hay grandes dosis de entretenimiento, de empleo del
tiempo libre; pero, una vez en el esquema, las reacciones y los comportamientos
tienen un tono que evocan experiencias sacrales.

Las grandes espectáculos deportivos, a los que asisten masas, pueden degenerar
con cierta frecuencia en manifestaciones violentas. En una época en la que no
existen «guerras de religión» desde hace mucho tiempo, algunos encuentros
internacionales (o incluso nacionales) dan origen a una especie de confrontación
bélica. Los hinchas «invaden» el campo; son arrojados objetos más o menos
contundentes y si, por casualidad, algunos hinchas tuvieran en sus manos un fusil,
probablemente no dudarían en disparar.

El sentido de afiliación, la necesidad de la emoción, la necesidad de lo


extraordinario se juntan para «explicar» sucesos que, en frío, se resisten a
.cualquier análisis racional. La afiliación deportiva sirve, como se ha dicho, de
vehículo para la «afirmación nacional» y esto, a su vez, ha sido aprovechado más
de una vez política e ideológicamente. Los regímenes políticos totalitarios han
comprendido, de forma aguda, esta realidad. La organización deportiva, el
alistamiento y entrenamiento de los atletas tienen un toque «nacional» y «militar»,
sobre todo cuando se resuelven en una afirmación de la bandera, «símbolo sacro»
de la tierra «sagrada».

Si nos trasladamos al terreno del ejercicio individual del deporte --o, en general,
del ejercicio físico—, se pueden observar también fenómenos de «dedicación» y
de «ascesis» que recuerdan algunas formas religiosas.

Mírese, para empezar, a ese hombre o a esa mujer, ya no tan joven (quizá
rondando los cincuenta), corriendo en el parque, o en medio de la calle, todos o
casi todos los días, muy de mañana. Personas que consideran difícil levantarse
pronto para asistir a misa un domingo, no dudan ante el madrugón necesario para
hacer jogging. La explicación habitual es «mantenerse en forma», pero detrás, en
bastantes casos, hay una especie de «ascética». El correr adquiere,
inconscientemente, el significado de un viaje, de un ir «más allá» de sí mismo, de
poner a prueba capacidades del cuerpo y del espíritu. Esa idea engendra toda una
preparación (desde el tipo adecuado de zapatillas hasta la indumentaria) y, antes y
después de la carrera, un ritual y unas prácticas que, en algunos casos, se
parecen mucho al ayuno.

En algunas ciudades, los ayuntamientos, haciéndose eco de esos deseos


populares, han preparado un circuito en el que, además, de la carrera, están
previstos determinados ejercicios gimnásticos. Y puede darse el caso de que
individuos que no oirán nunca o casi nunca los consejos que el cura pueda dar en
la iglesia, obedecerán «religiosamente» las anónimas prescripciones de esos
circuitos: hacen quince flexiones, levantan un tronco cinco veces, saltan veinte
veces sobre el propio terreno... Nada es desobedecido: dejar de cumplir algunos
de esos «ritos» equivale a no realizar completamente lo mandado.

En el atletismo profesional (aunque en teoría sea amateur), todos estos ritos


adquieren una importancia trascendental. Basta ver los ejercicios de
concentración de un saltador de altura o de pértiga, de un especialista en triple
salto o de cualquier otra especialidad, para darse cuenta de que aquí, en muchos
casos, se da una «interiorización» semejante a la de los ejercicios espirituales
ascéticos. El esquema es, en esencia, el mismo: una meta que conseguir, una
preparación remota y próxima, un «hacer propio» ese momento en el que se
consigue lo deseado y el gozo de haberlo alcanzado.

Los preparadores de estos atletas realizan también las características «formales»


de un maestro de espiritualidad. Prescriben las metas, aconsejan o mandan sobre
el modo de conseguirlas, señalan las condiciones físicas, alimenticias y «morales»
que han de acompañar la prueba. En algunos deportes, las «concentraciones»
previas a la competición tienen también los rasgos de un retiro espiritual, como si
se tratase de un moderno «velar las armas», equivalente al de los antiguos
caballeros.

Es posible que luego, la comercialización, el deseo de lucro y la degeneración del


deporte como simple espectáculo vayan borrando algunos o todos esos rasgos;
pero en los casos más claros y, sobre todo, cuando el atleta empieza todo resulta
diáfano, en el sentido de una comparación con la ascesis espiritual.

En el quinto libro de la Eneida, Virgilio cuenta al lector unas «olimpiadas» con


numerosas competiciones, descritas con la belleza y el vigor característicos del
poeta latino. La motivación es, como puede esperarse, religiosa: «Llegado hemos
al sepulcro en que yacen las cenizas y los huesos de mi padre, no sin intención ni
favor de los dioses, a lo que pienso, pues nos ha traído él a este puerto amigo (...)
Además, si la novena aurora trae a los mortales la luz del albo día, y ciñe el orbe
con sus fulgores, os propondré, por primeras fiestas, regatas en el mar; los que
descuellen en la carrera, los que confían en sus fuerzas, los mejores en disparar
el venablo y las veloces saetas, los que se arrojan a luchar con el duro cesto,
acudan a porfía y cuenten alcanzar en premio las merecidas palmas. Ahora, haced
mucha oración y ceñíos con ramas las sienes».

Un hálito religioso, personal y colectivo, envuelve toda esta escena. Cuando se


pierde el sentido de lo trascendente, el ejercicio individual del deporte y la
asistencia a su ejercicio conserva, hasta hoy, algunas características formales de
lo religioso, en una más de sus transformaciones

LO SACRO EN EL CINE

La primera proyección pública de cine tuvo lugar el 28 de diciembre de 1895. Se


trata, por tanto, de un arte que inicia su carrera en una época en la que las ideas
«desacralizadoras», aunque en forma de belle époque, estaban en pleno triunfo.
El naturalismo de una parte de los científicos y de los intelectuales y el
materialismo ambiental (aunque velado por el puritanismo moral) eran un hecho.
Desde entonces a hoy, casi un siglo. ¿Cómo han tratado los grandes realizadores
cinematográficos lo sagrado? Ensayemos algunas anotaciones que cualquier
espectador puede completar con su experiencia personal.

Para empezar, el cine es visto en seguida como espectáculo y como ciencia; las
primeras cortísimas cintas son retazos de la vida, cosas pintorescas o llamativas o
piezas cómicas. En un segundo momento, por ejemplo con Georges Méliés, se va
ya a la escenificación cinematográfica de relatos fantásticos y de aventuras, de
viajes, es decir, de la parte más «espectacular» de la literatura de la época. El cine
era «movimiento» y se querían argumentos «movidos» (teniendo en cuenta que,
hasta 1930, como se sabe, el cine es mudo).

Una tercera etapa, muy temprana, realiza en cine los grandes dramas. Y, como
era de esperar, ya aparecen los temas religiosos. Sin pretensión de exhaustividad
pueden citarse: Le baiser de Judas, de Henri Lavedan; La Passione di Gesú, de
Luigi Topi; Quo vadis?, de Enrico Guazzoni, el gran éxito de 1912; Passion
Play, del norteamericano Richard Hollaman, etc.

Hasta que se llega a una fecha y a un autor claves: La pasión de Juana de


Arco, de Carl Dreyer, de 1927, ya en los umbrales del cine sonoro. Dreyer, con
una religiosidad atormentada, supo demostrar que estos temas fundamentales
podían proporcionar al cine toda la grandeza posible. Temas fundamentales, no
exclusivamente hagiográficos. Algunas de las grandes películas del casi el siglo de
vida del cine giran en torno a un intento —desesperado, lúcido, ambiguo— de
responder a los interrogantes sobre la condición humana más allá de lo
simplemente tangible.

Ya en el cine sonoro y relativamente reciente es imposible silenciar nombres como


Breson (El diario de un cura de aldea, El proceso de Juana de Arco,
Pickpocket), con su visión jansenista del catolicismo; Bergman (El séptimo sello,
Los comulgantes), con el intento, nunca conseguido, de anular lo religioso en la
simple incomunicación; Buñuel (Nazarín, Simón del desierto y otras), autor de ese
«soy ateo, gracias a Dios», que refleja, por contraste, la inevitabilidad de lo sacro;
Zefirelli (Jesús de Nazaret, Hermano sol, hermana luna), con una visión esteticista
de los valores sacros.

Otras veces, también por contraste, se toma en cuenta lo demoniaco


(Russell, The Devils; Donner, The Ornen). Otras, las grandes causas son tratadas
de un modo «sacral», aunque esta intención no sea explícita. Desde el
film Intolerancia, de Griffith, a Aleluya, de Vidor, pasando por los célebres El
acorazado Potemkin, de Eisenstein, o La madre, de Pudovkin, se advierte cómo
en temas exclusivamente humanos se ha puesto una pasión que sólo puede
derivar de una «transformación de lo sacro».
Una y otra vez se vuelve a la figura de Jesucristo, bien tratando de acercarlo a una
ideología más o menos proletaria (El evangelio según San Mateo, de Pasolini),
bien intentando, con escaso gusto, convertirlo en «héroe» de una juventud
superficial (Jesucristo Superstar, de Jewison). Pero es más: hay filmes que, en su
interior, se notan inspirados, consciente o inconscientemente, en los recuerdos
cristianos. Así, la «pasión» del protagonista de La ley del silencio, de Kazan, está
«montada» sobre la pasión de Cristo; y una figura superficial como Supermán (en
el film de Donner) juega con imágenes de la infancia y de la vida pública de Cristo,
aunque la mayoría de los espectadores no consiguiera advertirlo.

Muchos de los expertos realizadores italianos han tratado, a su modo, el tema


sacro. Rossellini de forma explícita en Francesco, giuglare di Dio y casi
abiertamente en Stromboli, una de las grandes películas de todos los tiempos.
Fellini, atormentado por una incredulidad que no llega nunca a hacerse total, la
revela en Almas sin conciencia (Il bidone) e incluso en esa expecie de examen de
conciencia descristianizado que es Ocho y medio. Antonioni, en casi todos sus
grandes filmes, intenta también una respuesta, en negativo, a la apertura religiosa.
La «incomunicabilidad» de La noche, El eclipse o La aventura puede ser el
paralelo de esa «muerte del hombre» que sigue a la «muerte de Dios».

No sólo el título, sino el tratamiento cínico y catastrófico, revelan la oculta


«sacralidad» de Apocalypse now, de Coppola. Algo semejante, en otro plano, se
da en soledad terrible de los bellísimos encuadres de Caza humana (Figures in a
landscape, de Losey). Aquí está también la tragedia del hombre que ha olvidado el
anclaje en lo vertical-divino y se encuentra literalmente perdido en la horizontal del
paisaje.

Es sintomático que uno de los hombres más singulares del cine reciente, Woody
Allen, y quizá el que más ha conseguido transmitir su desesperanza a una parte
de la juventud, incida una y otra vez en temas trascendentes. «Lo que nos
preocupa es de orden espiritual, religioso, ha dicho. Si lo comprendemos, todo lo
que podemos aprender en el campo profesional, artístico, político, se convierte en
temporal e incompleto.» (De Woody Allen son especialmente interesantes, en este
sentido, Interiores y La última noche de Boris Gruschenko). Allen se decide, en
último término, por lo absurdo, por quedarse limitado en el perímetro del propio
cuerpo; pero no me estoy refiriendo a un tratamiento de lo sacro, sino a sus
«transformaciones».

Y en ese ámbito es posible comprender algunos fenómenos de éxito internacional


del cine norteamericano, que no se explican sólo por la maestría de la realización
o por la capacidad de inventiva. ¿Qué hay en definitiva en La guerra de las
galaxias, de Lucas? En primer lugar, el aprovechamiento del interés «espacial»
como consecuencia de las conquistas astronáuticas de la década de los setenta;
en segundo lugar, el deseo de evasión, pero colocando en un cierto «más allá» la
solución de las angustias humanas; el film no es más que un nuevo ejemplo de la
lucha entre el Bien y el Mal, entre lo bueno y lo malo. Ese anhelo continuo —tan
ligado a lo sacro— es satisfecho aquí, además, con una nota de excelente buen
humor.

El secreto del éxito de Spielberg es también algo parecido. Tiburón no es sólo un


film de terror, es el anuncio, disimulado, de la presencia de lo demoniaco; la
misma idea late en el juego de Poltergeist, aunque también pueda verse esta
película como una estupenda broma sobre la estupidez de algunos programas
televisivos o sobre el uso indiscriminado del televisor. Spielberg sacará a colación
nada menos que el Arca de la Alianza en En busca del arca perdida; película de
aventura, de viaje, sí, pero de esa aventura paradigmática, de ese viaje al que
siempre ha sido comparada la vida humana. Y, finalmente, E. T., aunque parezca
extraño, pone en escena a un extraterrestre que puede ser un «ángel», un espíritu
pequeño e indefenso, enternecedoramente bueno, con el que los niños pueden
entenderse, porque de ellos es el Reino de los cielos.

Quizá extrañen estas implicaciones «teóricas» en películas que millones de


personas han visto sin sospechar nada. Hay que decir que ni en Supermán ni
en E. T. esas ideas están dichas expresamente; incluso es posible que ni siquiera
estén dichas implícitamente. Son «conexiones» que se imponen a los mismos
autores, porque están en la cultura y en la conciencia.

Cuando se habla de «cine religioso» no puede limitarse la atención a cosas más o


menos felices como Las campanas de Santa María, Fabiola, Dios tiene necesidad
de los hombres, La puerta del cielo, Monsieur Vincent, respectivamente de Leo
Mac-Carey, Alessandro Blasetti, Jean Delannoy, Vittorio de Sica y Maurice Cloche,
o a otras en una lista que podría hacerse casi interminable (El Gólgota, de
Duvivier; las superproducciones de Cecil B. de Mille, del estilo de El signo de la
Cruz, Los diez mandamientos; las adaptaciones del tipo de El poder y la gloria, de
John Ford).

Con una nada sospechosa unanimidad, y dejando a un lado los filmes de género
que se autolimitan solos (los cómicos, el western, el de terror y monstruos, la
comedia brillante, etc.), los críticos cinematográficos, al seleccionar los grandes
nombres, no dejarán de citar a Dreyer, Bergman, De Sica, Fellini, Duvivier, a
realizadores que, al enfrentarse con temas de fondo, han tenido que «tocar» de
algún modo su dimensión sacra, bien en sí, bien en sus «transformaciones». No
tiene nada de extraño que el cine, un arte surgido en este tiempo y que, en este
tiempo, sigue atrayendo a millones de personas, se haga eco, lo quiera o no, de
un tema de nuestro tiempo como es la inevitabilidad de lo sacro y su reaparición,
transformado, en los aspectos más singulares e insólitos.
Ciertamente, Supermán (I, II y III) es un «redentor» comercializado y barato; pero,
insensiblemente, viene a llenar un hueco de deseo de salvación, aunque sea sólo
en la ilusión de lo que dura la proyección.
E. T., uno de los fenómenos más interesantes de la historia del cine, ha dado lugar
a interpretaciones de diverso género. Pero pocos han podido negar el efecto
«catártico» o de «purificación» que tenía sobre una parte de los espectadores.
Cito de una entrevista hecha en la calle, en los primeros días de su proyección.
Una mujer dice: «Era como si yo me hubiese hecho niña, con esos niños; y sentía
que tenía que dar cariño a esa criatura (se refiere al pequeño monstruo), porque
estaba tan desvalida... Había que tener eso, más caridad, con todos los seres del
universo».

EL RETORNO DE EPICURO

Cuando parecía que el proceso de «desacralización» iba a traer consigo la muerte


de lo religioso, se produce un fenómeno distinto: un retorno a la religiosidad
pagana. Anclados como estamos en las fuentes de la tradición occidental, no hay
que asombrarse de que los viejos santones sean «revisitados». El romano
Lucrecio, el griego Epicuro. Son temas ya conocidos, incluso viejos mitos que han
aparecido otras veces en la historia de la sensibilidad europea. Estos
abanderados del rechazo del temor a los dioses acaban construyendo unos
«dioses manejables».

De Lucrecio es este famoso texto: «Cuando la vida humana yacía a la vista de


todos torpemente, postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, cuya
cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una terrible mueca
caer sobre los mortales, un griego (Epicuro) osó el primero alzar contra ella sus
perecedores ojos y rebelarse en contra. No le detuvieron ni los mitos de los
dioses, ni los rayos, ni el cielo con su amenazante bramido, sino que aún más
excitaron el ardor de su ánima y su ansia por ser el primero en forzar los
apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza. Su vigoroso
espíritu triunfó y avanzó más lejos, más allá de las llameantes murallas del mundo,
y recorrió el todo infinito con su mente y con su ánimo. De allí nos aporta, botín de
su victoria, el conocimiento de lo que puede hacer y de lo que no puede, las leyes,
en fin, que a cada cosa delimitan su poder y sus mojones hincados hondamente.
Con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies»1.
1 De rerum natura I, 62. Citado en C. GARCÍA GUAL, Epicuro, Madrid 1981, p. 165.

Esto es, para Lucrecio, lo esencial del mensaje que trae Epicuro. En Epicuro,
Lucrecio ve al debelador de la superstición, entendiendo por superstición cualquier
creencia en un más allá. Todo está más acá, como recordará en una ocasión
Marx, que no en vano realizó su disertación doctoral sobre la filosofía de Epicuro.
Escribe García Gual: «La negación de la providencia divina por parte de Epicuro
fue ya para los antiguos uno de los trazos más escandalosos de su filosofía»2.
La lectura de Epicuro se intenta hacer hoy, por parte de autores como el citado, no
en el sentido de una arreligiosidad, sino en el sentido de una «nueva religiosidad».
No en vano ha sucedido, mientras tanto, el fracaso del racionalismo, tanto en su
forma antigua (ésa fue la victoria cristiana) como en su forma moderna, en los
tiempos actuales. Se intenta, por tanto, superar la posición religión-antirreligión
con la construcción de una religiosidad inmanente, como algo casi estético.

Esa nueva religiosidad tiene necesidad, como ya ocurrió en Epicuro, de negar la


Providencia. ¿Es esto negación de los dioses? Interesa este plural, porque la
moderna crisis del racionalismo ha acudido también al politeísmo3. «La existencia
de los dioses está garantizada, para Epicuro, porque de ellos tenemos un
conocimiento evidente (enarges). En los sueños y en las vigilias, al entendimiento
humano le llegan las imágenes, eídola o simulacra, de esos seres felices y
eternos. ¿Y de dónde pueden proceder tales imágenes sino de la continua
emanación surgida de los dioses mismos? (...) La prolépsis de lo divino no se
apoya en sensaciones, aistheseis, como el conocimiento de los objetos de nuestro
entorno; pero no está menos basada en una impresión objetiva, en la recepción de
unos datos reales, esos eídola que, de modo repetido y coherente, les llegan a
todos los hombres. Todos los pueblos y todas las gentes tienen, por esa razón,
constata Epicuro, una noción natural de la divinidad. Esta noción común, koiné
nóesi, de lo divino es la base de nuestra fe.
2 GARCÍA GUAL, Epicuro, p. 166.
3 Cfr., entre otros, autores como Cioran y, en otro ámbito, algunas posturas de lo que en los años recientes se ha denominado «nueva derecha», singularmente en Francia.

Así encontramos el argumento teológico del consensus omnium, como apoyo de


la religión»4.

Esto es todo lo que puede decirse de lo divino. El resto, construido por el hombre,
es superstición. Pero, ¿cómo son los dioses de Epicuro? Materiales, con cuerpo,
felices, eternos y totalmente despreocupados de los asuntos de los hombres. Los
hombres, sin embargo, hacen bien en cumplir con los dioses, de forma ordenada,
tranquila, aunque sin ninguna preocupación por el bien y el mal. Nos encontramos
aquí con una visión de la religiosidad que es también la del fracaso del
racionalismo cientista. No hace falta negar lo religioso; simplemente hay que
atribuirle un valor sólo humano, controlado por la razón. «Si uno rememora la
creciente superstición de la época helenística, si medita en la ansiedad y en la
angustia que parecen caracterizar ese tiempo, en que aparecen mil nuevos cultos,
con sus credos místicos, sus promesas de salvación trasmundana (en contraste
con la abstención al respecto de la religión tradicional griega), y sus fanatismos,
en un clima de irracionalidad senil, esta sobria piedad epicúrea se colorea de una
amable tonalidad espiritual»5.

Y más adelante: «La filosofía de la naturaleza conduce a la verdadera fe, y es


un evangelio racional; el Jardín tiene algo de comunidad religiosa, resulta un
santuario sui generis al margen del mundo caótico de la política ciudadana. Pero
es un ámbito sin misterios ni revelaciones, sin promesas ni milagros y sin sombras
fantasmales»6.
4 GARCÍA GUAL, Epicuro, p. 168.
5
GARCÍA GUAL, Epicuro, p. 175.
6
Epicuro, pp. 176-177.

Se comprende ahora, quizá, el interés en seguir hablando de religiosidad en un


contexto politeísta. Eso no es religión, sino una construcción humana basada en
algunos buenos sentimientos, apoyada en un confesado gusto elitista, y dorada,
finalmente, por el buen decir literario. Todo, a su vez, «moderado».

Podría observarse, sin embargo, que la moderación epicúrea no dio origen nunca
a muchos adeptos y menos a una corriente de civilización. Quedó siempre como
entretenimiento de eruditos, no como realidad culturalmente extendida. Al dejar la
religión «celeste», el hombre medio no se hace epicúreo, sino que se entrega a
una creencia de sustitución, a veces con todos los rasgos del fanatismo y de la
intolerancia. Y es que, con toda probabilidad, la expresión «masa de epicúreos»
sea una contradicción en los términos. El proceso que, con otros, desencadena
Epicuro tenía que traer consigo un fenómeno más alarmante: la teorización del
nihilismo.

Un pensador que ha quedado «traspapelado» en casi todas las historias tiene que
comparecer ahora ante nuestros ojos. Es, probablemente, el pensador más
solitario de toda la historia del pensamiento. Me refiero a Max Stirner. Fue
contemporáneo de Marx. El autor de El Capital lo atacó a su gusto, en La
ideología alemana, utilizando su arma preferida: que Stirner es, en el fondo, un
pensador religioso, que se le podría llamar San Max y toda esa artillería molesta.
Stirner se merecía otro trato.

¿Qué decía Stirner? Como todos en su época se remitía a Feuerbach, el


verdadero «revelador» de lo que estaba oculto en Hegel. Feuerbach teoriza lo que
otros, mucho antes, habían escrito, dentro de un individualismo «clásico»: no es el
hombre imagen de Dios, sino Dios imagen del hombre. Así, Protágoras,
Demócrito, Epicuro, Luciano. Pero Feuerbach escribe después de Hegel. El
Hombre-medida no puede ser el simple individuo, que es limitado, efímero. El
Hombre-medida es la Esencia Humana, el género humano al completo, en la
totalidad de su peripecia histórica. La Humanidad real es ésa, y ésa es la
verdadera religión del hombre.

Stirner, al escribir El Unico y su propiedad, tiene el terreno preparado para la


demolición. ¿Qué hace Feuerbach?, dice. Simplemente sustituir una
«trascendencia» por otra. En efecto, al distinguir entre mí y la esencia genérica
humana coloca mi cumplimiento perfecto en la identificación con esa esencia. Ha
creado un nuevo Ídolo. Ha restaurado la trascendencia. Si se quiere proceder
coherentemente hay que descalificar también a la Humanidad, acabar con
cualquier humanismo; no hay más que yo, el único y su propiedad. Quizá la nada.

Marx creyó desembarazarse fácilmente del pobre Max, con su nihilismo. Pero,
muerto Marx, otro solitario, Nietzsche, repitió la aventura de Stirner: nada queda,
sino el nihilismo. Contra este nihilismo, el racionalismo clásico no puede nada, ni
en la versión «clásica», epicúrea, ni en la moderna versión cientifista. El
racionalismo se devora inexorablemente a sí mismo. La pretensión de medir todo
con las únicas fuerzas humanas acaba con esas mismas fuerzas.

Ahora puede comprenderse algo que ha quedado olvidado con frecuencia. Es


esto: no hay «sombras fantasmales» en la cultura cuando la noción de religión se
mantiene en su perfil exacto. El tópico de «la luz» contra «las tinieblas» está ya
demasiado manido. Debemos a Nisbett, autor de una interesante Historia de la
idea de progreso7, la observación de que las épocas de profundas creencias no
han sido tiempos de superstición y de fanatismo. Al contrario, el fanatismo y la
intransigencia se dan en épocas de crisis, de descreimiento y de anulación del
pasado. La «caza de brujas» no es un fenómeno medieval, sino renacentista.

Al hacer la historia de la idea de progreso, Nisbett detecta que sólo cuando el


hombre deja de creer en Dios empieza a crear supersticiones globales, es decir,
«creencias sustitutivas». La idea de progreso —o, mejor, la realidad de la
esperanza—se alimentó durante siglos de creencias religiosas trascendentes.
Sólo desde la segunda mitad del XVII (y sobre todo en el XVIII) se piensa que,
para el progreso, basta y sobra la razón «autónoma». Significativamente, coincide
con este modo de pensar una cierta vuelta al epicureísmo: «El epicureísmo se
difunde en los círculos intelectuales europeos de la segunda mitad del siglo XVII y
en el xviii y hay ecos dispersos de tesis epicúreas en muchos pensadores de
estas centurias. Hedonismo, materialismo, atomismo, teoría del contrato social,
negación de la Providencia divina, etc., son ideas que aparecen aquí y allí, en las
corrientes ilustradas»8.
7 R. NISBETr, Historia de la idea de progreso, Ariel, Barcelona 1981.
8
Epicuro, p. 356.

La razón, sin embargo, no se bastaba a sí sola. Para Nisbett, si la idea de


progreso continuaba era debido a sus ocultas raíces religiosas. «Artes y ciencias
permanecieron rodeadas del aura de lo sagrado hasta bien entrado el siglo xx.
Pero ahora se ha esfumado y no sabemos si reaparecerá. Y con la ausencia del
sentido de lo sagrado ha desaparecido el respeto que antes inspiraba el saber, es
decir, los conocimientos que parten de la razón y de sus facultades intrínsecas. A
partir de la Ilustración se creyó que la razón sería capaz de conservar su papel
preeminente, pero en la época actual de rebeldía contra la razón, de cruzadas
irracionalistas, de gran difusión del ocultismo, de narcisismo y de solipsismo, se ha
demostrado que los fundamentos seculares del pensamiento moderno eran muy
poco seguros»9.
¿Por qué no basta la razón? ¿Por qué todo racionalismo acaba fracasando? Baste
decir aquí que el hombre es un ser estructuralmente concebido con «necesidad de
fe». Y de fe en algo importante. «Como escribió G. K. Chesterton, a quien
parafraseo, cuando se deja de creer en Dios ya no se puede creer en nada, y el
problema más grave es que entonces se puede creer en cualquier cosa»10

El retorno a Epicuro queda para una minúscula élite de intelectuales. Socialmente,


la mayoría de la población responde, ante la desacralización, «sacralizando»
cualquier cosa. Incluida la aberración.
9 Historia de la idea de progreso, pp. 491-492.
10
Historia de la idea de progreso, p. 486.

CRISTIANO, MODERNO Y PROFANO

Si lo sacro es inevitable (por eso, si acaso, se dan transformaciones de lo sacro,


no destrucción), no es un esfuerzo sin sentido dedicar tiempo a reflexionar sobre
la mejor forma (teórica y práctica) de que aparezca en su valencia propia.

No se trata de crear una teoría, sino de comentar lo que está ahí, de hablar de una
serie de hechos que, tercos, se resisten a los anuncios de desaparición. Teoría y
cultura: algunas reflexiones sobre por qué lo sacro y algunas consideraciones
sobre prácticas sacras, ya que el término práctica religiosa necesita una
temporada de descanso para que pueda sonar en toda su fuerza.

Se trata de ensayar, es decir, de contribuir, con elementos de pensamiento, a que


se caiga en la cuenta de que estamos recorriendo sólo un trecho en esa larga
historia de lo sacro. No es época de profetizar, sino de observar lo que siempre ha
estado ahí, en la esquina de la vida: el tranquilo aliento de la paciencia de Dios.

LA NECESIDAD DE LO EXTRAORDINARIO
Más por el gusto de conocer que por el deseo de «utilizarlo», el hombre se ha
dedicado crónicamente al estudio del hombre. Como es de prever, resulta
imposible resumir el contenido de esos estudios, pues el hombre está no sólo en
las llamadas ciencias humanas y/o sociales, sino en todo el amplio ámbito de las
otras ciencias que él mismo ha construido y, sobre todo, en los productos
innumerables del arte. Homero, Dante, Goethe, Shakespeare, Cervantes,
Dostoievsky —o Leonardo, Velázquez, Miguel Angel, Goya— tienen más que decir
sobre el hombre que la inmensa mayoría de los psicólogos, sociólogos y
antropólogos de los siglos xix y xx. Y a esa lista mínima podrían añadirse músicos
—Bach, Mozart, Beethoven, Verdi, Wagner—, arquitectos, incluso los artistas
anónimos de las mal llamadas «artes menores» (decoración, orfebrería, miniatura,
etcétera).

Vamos a pasar revista a las clasificaciones de algunos psicólogos sobre los


motivos básicos del hombre, que equivalen a sus necesidades. La historia es
mucho más antigua. Los tratados clásicos sobre las pasiones tenían ya —desde
Aristóteles y, antes, desde Platón— un antiguo repertorio: amor, deseo, gozo, te-
mor, ira. Los modernos psicólogos, acompañados en esto por los antropólogos
(sobre todo los de la escuela funcionalista), han sido más empíricos. Poffenberger
distinguía, en 1932, los siguientes motivos básicos:

1. Beber.
2. Comer.

3. Sexo.

4. Descanso, comodidad.

5. Huir del peligro.

6. Relaciones interpersonales.

7. Afirmación de sí mismo, deseo de independencia.

8. Paternidad. Maternidad.

9. Juego.

10. Pertenencia, deseo de ser aceptado por otro, en conflicto con el deseo de
soledad.

11. Deseo de novedad, curiosidad, en conflicto con el deseo de lo familiar.

12. Propiedad, interés por coleccionar cosas.

Notemos ya cómo en esa enumeración falta «la necesidad de lo extraordinario»,


rótulo genérico que engloba algo más difícil de delimitar, pero más profundo: la
«necesidad» religiosa. Pero ya se sabe que una buena parte de los psicólogos se
mueven, muy poco científicamente, en el ámbito de un cierto agnosticismo.

H. A. Murray distinguía en 1938 seis grupos de necesidades, cada uno de los


cuales estaba integrado por cuatrp o cinco. Resultaban en total 28:

Grupo A (asociadas con objetos inanimados): adquisitiva, instinto de propiedad,


instinto de conservación, necesidad de coleccionar, reparar, limpiar y preservar
cosas, necesidad del orden, de organizar, de limpiar, de retener cosas que no se
usan, de construir.

Grupo B (necesidad de hacer): ambición, voluntad de poder, prestigio, necesidad


de hacer cosas.

Grupo C: dominancia, deferencia, mímesis, autonomía, espíritu de contradicción.

Grupo D: agresión, sumisión, vergüenza.

Grupo E: afecto, amor, tener amigos, ser apreciado, protección.

Grupo F: otras necesidades adicionales socialmente re-levantes.

En 1941, C. N. Allen distingue entre motivos primarios y secundarios.

primarios secundarios

Comida Universalidad

Bebida Salud

Comodidad personal Eficacia

Huida del peligro Conveniencia

Sexo Fiabilidad

Bienestar de la familia Economía

Aprobación social Belleza

Superioridad, poder Limpieza

Exito, superación de las dificultades Curiosidad

Juego Cultura

José Luis Pinillos, de quien tomo estos resúmenes, comenta que «lo importante
de la motivación humana estriba justamente en su plasticidad y carácter creador;
en virtud de sus propias creaciones motivacionales, rompe el hombre con todos
los es-quemas fijos —en el fondo, calcados de la noción de instinto—y consigue
que sus necesidades no sean pulsiones necesarias, sino deseos, sujetos en
último extremo a la regulación superior de su voluntad1.
1 J. L. PINILLOS, La mente humana, Madrid 1969, pp. 132-133.
La psicología, basada muchas veces en lo que empíricamente —con todas las
limitaciones del caso— se puede detectar en el cerebro, no consigue encontrar un
lugar para la «necesidad de lo extraordinario», a pesar de que es una de las
constantes humanas. Tanto en un orden individual como cultural esa necesidad de
lo extraordinario se presenta siempre. Se puede decir que es ineliminable.

No hay que extrañarse de que, ante esta miopía de la mayoría de las corrientes
psicológicas, sea bueno aventurarse en obras de una corriente de pensadores o
visionarios (una constante en la historia), a los que no hay que tomar al pie de la
letra, pero que detectan a su modo la existencia de esas «zonas de lo
extraordinario» que han tentado siempre al hombre. Todo rito de «iniciación»
envuelve siempre cierto carácter extraordinario y, en ese sentido, podría
componerse un catálogo antropológico, semejante al realizado por Frazer en La
rama dorada o al más aséptico de Lévi-Strauss en las Mitológicas. Pero no
interesan tanto los hechos como la tendencia. Interesa la existencia de hombres
que han, al menos, imaginado lo extraordinario como normal.

Me voy a detener en una figura que, después de casi un siglo durante el cual fue
recubierta de olvido, volvió a la celebridad hacia los años sesenta de nuestro siglo,
para después caer de nuevo en la oscuridad. Es Charles Fourier. No es una figura
simpática; todo lo contrario. Su egolatría, sus manías obsesivas molestan. De sí
mismo decía: «Yo he caminado sólo hacia la meta, sin medios, sin rutas trazadas.
Voy a superar veinte siglos de imbecilidad política, y las generaciones presentes y
futuras me serán deudoras de su inmensa dicha. Antes de mí, la humanidad ha
perdido varios miles de años en luchar incesantemente contra la naturaleza.»

Nada o casi nada ha quedado del mundo ideado por Fourier, de ese «orden
nuevo» que, según él, se iba a instaurar en el mundo, gracias a su obra. Lo
interesante en Fourier es «su caso», la demostración palpable de la capacidad
humana de desear lo extraordinario. En Fourier, hay nada menos que una
transformación radical del mundo. De un buen estudio sobre Fourier extraigo esta
síntesis: «Los mares dejarán de ser salados y tomarán el gusto de una especie de
limonada que nosotros llamamos vinagre de cedro. La fauna marina actual, que
corresponde a nuestro estado degradado de civilización, será reemplazada por
servidores anfibios, cuya aparición profetiza el buen Fourier. Habrá simpáticos
antitiburones que ayudarán a los pescadores a capturar pescados, potentes
antiballenas que arrastrarán los barcos y rápidos antileones que servirán de
corceles reemplazando a nuestros caballos. El hombre vivirá, como media, ciento
cuarenta y cuatro años y al cabo de nueve generaciones alcanzará la talla media
de siete pies. En ese momento le nacerá un nuevo miembro, el "archibrazo", que
supondrá "concurso y apoyo para todo movimiento del cuerpo". En las esferas
celes-tes, el advenimiento del mundo armónico será signo de redención para las
almas de los antepasados que vegetan "en estado de languidez y de ansiedad"
mientras se perpetúan los "horrores del estado civilizado, bárbaro y salvaje". Los
astros mismos, al estar regidos por las leyes de la atracción amorosa (Fourier
habla de su "copulación" y los considera hermafroditas), alcanzarán la felicidad
armónica»2.
2 Jean-Christian PETITFILS, Los socialismos utópicos, Emesa, Madrid 1979, p. 143.

Como es sabido, Fourier tuvo entusiastas seguidores que fundaron «falansterios»,


todos de vida efímera y pobre. Mientras duraron, los integrantes «creyeron» en la
instauración de ese orden nuevo que había anunciado el maestro. Los llevaba a
obrar así esa necesidad de lo absolutamente diverso, de lo extraordinario.

La «necesidad de lo extraordinario» tiene mucho que ver en la adhesión al


marxismo, pese a que el materialismo histórico se presente como «socialismo
científico» frente a los anteriores socialismos que serían «utópicos», según la
famosa distinción de Engels. Los «padres fundadores del comunismo» no
ahorraron vaticinios sobre la transformación, verdaderamente extraordinaria, que
se iba a operar en la sociedad. Muchos militantes comunistas se quedaron sólo
con esas «profecías» faltos de inteligencia y de paciencia para entender el resto
de las consideraciones marxistas.

La presentación del marxismo como una muestra más de la «necesidad de lo


extraordinario» puede parecer insólita, debido, en buena parte, a que el
comunismo se ha considerado a sí mismo como la verdadera ciencia de la
historia. Pero ahí están las afirmaciones de Marx, Engels, Lenin, Trotsky. De Marx
y Engels, en La ideología alemana, es la famosa afirmación de que la sociedad
comunista dará al hombre «la posibilidad de hacer hoy esto, mañana aquello,
cazar por la mañana, pescar por la tarde, practicar la cría de animales por la
noche, criticar a mi antojo, sin ser nunca pescador, ganadero o crítico», es decir, la
abolición de la división del trabajo. De Crítica del programa de Gotha, el famoso:
«En la fase avanzada (...) el angosto horizonte del derecho burgués podrá quedar
totalmente superado y la sociedad podrá escribir en sus banderas: de cada uno
según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.» El texto, de 1875,
había sido anticipado en 1847, en el Manifiesto: «En sustitución de la antigua
sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, surge una
asociación donde el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre
desarrollo de todos.»

Lenin, en El Estado y la revolución, de 1920, es decir, realizada ya la revolución


soviética, anuncia la gradual desaparición del Estado; los asuntos de la
«administración de las cosas» (que sustituirá, según la famosa frase de Saint-
Simon, al gobierno sobre los hombres) serán tan fáciles que podrán ser llevados
«por una cocinera». Cuatro años después, Trotsky escribe en Literatura y
revolución: «El hombre llegará a ser inconmensurablemente más fuerte, más
sabio y más sutil; su cuerpo se hará más armonioso, sus movimientos más
rítmicos, su voz más musical. Las formas de la vida serán dinámicamente bellas.
El hombre medio se elevará a la altura de un Aristóteles, de un Goethe, de un
Marx.»

La necesidad de lo extraordinario no se explica por la previa «inexistencia» de


ciencia. No es el primitivo el único que «crea» lo extraordinario para compensar la
falta de una visión científica del mundo. Esto es una de las superficialidades que el
«progre-sismo» —desde el siglo XVIII a hoy— ha hecho «creer» a no pocos. No
puede pensarse que Marx, Engels, Lenin, Trotsky no estaban bastante al día de la
ciencia de su tiempo; una ciencia que, además, era «racionalista», anti-mito,
desveladora de los auténticos enigmas del universo. Pues bien: a pesar de esa
ciencia, caen en la «visión de lo extraordinario».

La necesidad de lo extraordinario no está en relación de oposición con la


persistencia de lo ordinario. Al contrario: precisamente porque lo ordinario es lo
normal, el hombre desea, a su lado, lo que se sale de lo corriente, lo que exalta,
asombra, anima, asusta, aterroriza, emociona, atrae, hace llorar. La necesidad de
lo extraordinario es, con la necesidad de lo ordinario, un dato del funcionamiento
humano, una constante. Cualquier manifestación de lo humano se realiza,
simultáneamente, en estos' dos raíles. También lo sacro requiere manifestación
extraordinaria. Lo sacro basado en lo Santo, en Dios, está repleto de esas
manifestaciones. Una de las más famosas teofanías relatadas en el Viejo
Testamento puede servir de ejemplo: «Moisés apacentaba el ganado de Jetró, su
suegro, sacerdote de Madián. (He aquí la actividad ordinaria.) Conduciendo el
ganado más allá del desierto, llegó al monte de Dios, al Horeb. Allí se le apareció
el ángel de Yavé en llama de fuego, en medio de una zarza. Miró y vio que la
zarza ardía sin consumirse. (Se junta lo ordinario con lo extraordinario: la zarza
arde fácilmente; aquí, ardía y no se consumía.) Moisés se dijo: Voy a acercarme a
ver esta gran visión: por qué la zarza no se consume. (Lo extraordinario es
advertido en cuanto tal, en medio de lo ordinario.) Viendo Yavé que se acercaba
para mirar, lo llamó de en medio de la zarza diciendo: ¡Moisés! ¡Moisés! Y él
respondió: Heme aquí. Dios le dijo: No te acerques. Quita el calzado de tus pies,
porque el lugar en que tú estás es tierra santa» (un gesto ordinario, descalzarse,
como símbolo de la consciencia de lo extraordinario, en este caso, de lo sagrado
en forma extraordinaria). Este texto del Exodo (capítulo 3, versículos 1-5) es
precioso. Se podría decir que, en su revelación, Dios aprovecha la «necesidad de
lo extraordinario» que está en el hombre, y la atrae mediante el prodigio de la
zarza.

La necesidad de lo extraordinario se registra en todas las actividades del hombre.


Sin embargo, es corriente que cuando lo extraordinario roza con el tema del «más
allá» (lo dejo aquí, adrede, en toda su indefinición) se hable de mito,
confundiéndolo con lo religioso. El mito es una forma de expresión de la necesidad
de lo extraordinario. La verdadera inteligencia de la religión requiere, por tanto,
una previa dilucidación de la categoría «mito».
LA REALIDAD DEL MITO

«Es algo mítico». «Pertenece a la categoría del mito»: frases como ésas, usuales
hasta hoy, se dicen en un contexto de contraposición de realidad e irrealidad.
Probablemente, ese sentido de «mito» como algo irreal no desaparecerá
fácilmente. Pero es útil, desde ahora, dejar claro que no es el único sentido del
término mito. Una larga tarea de cientos de estudiosos —que tienen su precursor
en el gran Giambattista Vico— llevan casi dos siglos desentrañando la necesidad
y la realidad del mito, intentando borrar esta dicotomía de razón-mito equivalente a
real-irreal. Ese largo esfuerzo está ya dando resultados positivos, sobre todo
cuando se observa el nacimiento de mitos en nuestros mismos días, y, sobre todo,
la persistencia de mitos de siempre, como el del «héroe» (¿qué diferencia
sustancial hay entre Heracles —el Hércules latino— y Supermán?).

La vida emprendida como una búsqueda, un viaje está en la mayoría de los mitos
primitivos, inspira la Odisea de Homero, toda la literatura del ciclo de Arturo, la
novela de caballerías, su famosa crítica (El Quijote) y cientos de obras hasta llegar
—por ahora— a la deformación mítica del mito en el Ulises de James Joyce. Los
motivos constantes son muchos. Es la persistencia de los temas míticos lo que
tiene que hacer reflexionar.

Durante mucho tiempo, la mitología por antonomasia ha sido la griega, recibida en


la cultura greco-latina y transmitida después a toda la literatura posterior. Pero los
estudios antropológicos y la recogida de material etnográfico han ensanchado
nuestro conocimiento. Como ejemplo de mito, para las reflexiones que seguirán,
reproduzco uno de una cultura distinta, de los thongas: «Cuando los primeros
hombres salieron del cañaveral pantanoso, el jefe de ese pantano envió al
camaleón a llevarles el siguiente mensaje: "Los hombres morirán, pero
resucitarán".

El camaleón se puso en camino, con lentitud, según su costumbre. Entretanto, el


jefe cambió de idea y envió al gran lagarto de cabeza azulada, el galagala, a decir
a los hombres: "Moriréis y os pudriréis en la tierra". Galagala partió
inmediatamente a toda velocidad y sobrepasó pronto al camaleón. Cumplió su
cometido y cuando, por fin, el camaleón llegó con el suyo, los hombres le dijeron:
"Llegas demasiado tarde, ya hemos recibido otro mensaje". He aquí por qué los
hombres mueren»1.

Naturalmente que esto «no pasó». Mucho más importante que eso es la
necesidad del mito para explicar una realidad (que es la realidad de ese mito): la
muerte del hombre. Nunca el hombre se acostumbrará a tener que morir; nunca
podrá pensarse inexistente; siempre dirá, de una forma o de otra, ese «non omnis
moriar» de Horacio. Pero como la muerte «está ahí», siempre, en todas las
culturas se ha intentado una explicación. Otro pueblo africano, los bassa, han
mantenido el mito según el cual, al principio, los hombres eran inmortales; no hay
enemistad alguna entre hombres y animales; todos vivían en paz. La divinidad que
nunca dormía —Lolomb— dijo a los hombres que se mantuvieran siempre en vela,
bajo pena de muerte. Los hombres no pudieron resistirse al sueño y así entró la
muerte en el mundo2. Los ejemplos podrían multiplicarse: «Entre los basomghé, el
creador Fidi Mukullu hizo todas las cosas, y también a los seres humanos. Plantó
asimismo los plataneros. Cuando los plátanos estuvieron maduros, envió al sol
para recogerlos. Este trajo un saco lleno de ellos a Fidi Mukullu, quien le preguntó
si había comido alguno. El sol respondió negativamente y el creador decidió
someter su respuesta a una prueba de control. Hizo descender al astro del día a
un hoyo cavado en la tierra, después le preguntó en qué momento desearía salir
de allí. El sol respondió: "Temprano, mañana por la mañana". "Si no has mentido
—le dijo el creador— saldrás pronto mañana por la mañana". A la mañana
siguiente, el sol apareció en el momento por él deseado, lo que confirmó su
honradez. Se le dio a su vez
1 H. A. JuNOD, Moeurs et coutumes des Bantous, París 1936, tomo II, p. 306.
2 Cfr. D. ZAHAN, Espiritualidad y pensamiento africanos, Madrid 1980, p. 80, quien se apoya en los datos suministrados o recogidos por H. ABRAHAMSSON, The Origin of
Death, Upsala 1951.

a la luna el encargo de recoger los plátanos de Dios y se la sometió a una prueba


semejante. También ella salió victoriosa. Le tocó el turno al hombre, que fue
enviado a efectuar el mismo trabajo. Sin embargo, de camino hacia el creador,
comió una parte de los plátanos recolectados y afirmó no haberlo hecho. Sometido
a la misma prueba de los astros, deseó salir del hoyo al cabo de cinco días. Pero
no salió de allí jamás. Fidi Mukullu dijo entonces: "El hombre ha mentido. Por ello
morirá y no reaparecerá jamás"»3.

Las realidades fundamentales o bien las realidades imprescindibles son pocas: la


vida y la muerte, el amor y el odio, el trabajo y el descanso, el hambre y la comida,
la sed y la bebida... Sobre estas realidades los mitos se multiplican y, lo que a
veces ha sorprendido, con una coincidencia de fondo. Desechada desde hace
tiempo la hipótesis exclusivamente difusionista (que habría un origen único del
mito y una difusión), no queda otra explicación, anotada en su tiempo por Frazer,
aunque tarada por el prejuicio evolucionista a ultranza, de una identidad de la
naturaleza humana, de unas «constantes» que originan los mismos resultados,
con variaciones accidentales. Quienes no han conocido o han desechado un
planteamiento metafísico de esas constantes, han hablado de «inconsciente
colectivo», de «arquetipos» (Jung), pero el nombre es lo de menos. Si se da,
respecto a las cosas primordiales, una experiencia «primordial» (por ejemplo:
creación del hombre, falta del hombre, introducción de la muerte en el mundo), lo
que resulta apodíctico es afirmar una identidad en la naturaleza humana.

Los mitos son resultado de esa identidad; de ahí su aire de familia. El mito, en
este otro sentido, es, por tanto, una exigencia humana. El relato del mito —que es
lo que indica la palabra griega mythos— es algo que viene después; se transmite,
se relata o se escribe porque antes es vivido como experiencia de todos. En este
sentido, el mito es un fenómeno colectivo y espontáneo y tiene un fundamento
verdadero: al menos, la verdad de la interrogación, de la inquietud por la
explicación.
3 ZAHAN, Espiritualidad y pensamiento africanos, pp. 80-81.

Desde este punto de vista, el mito satisface y es consecuencia de la «necesidad de lo extraordinario», tan radicada en la experiencia humana.
De un «extraordinario» —ya se vio— imbricado en lo ordinario. Después, es probable que, sobre el mito, se haga literatura (ése ha sido el

singular destino de la mitología clásica), a veces con tonos muy barrocos; pero incluso detrás de las más ostentosas elaboraciones literarias
de los mitos (piénsese en obras como las Metamorfosis de Ovidio) se esconden las interrogaciones esenciales y existenciales de la condición

humana.

Y ahora puede plantearse con claridad un tema difícil: las relaciones entre religión y mito.

Existen dos posibilidades para tratarlo: considerar la religión como una creación humana, una «realización» cultural semejante al arte, a la
ciencia, a la técnica; es decir, algo que el hombre se ha visto en la necesidad de inventar; o bien, ver la religión como la respuesta, por parte

del hombre, de una iniciativa trascendente a él y, por tanto, proveniente de Alguien superior a él, de Dios.

En el primer caso, la religión se identificaría con el mito. Si, a su vez, se tiene del mito un concepto «peyorativo» (mito como lo no lógico, como

estadio «infantil» del pensamiento humano), la religión necesitaría ser «desmitificada». Esos intentos se han dado desde el siglo XVII,
alcanzando su máxima boga en el trabajo de autores como Bultmann. El resultado ha sido la reducción de la religión a una especie de

«sociología de lo sacro». Cuando, en cambio, se mantiene una concepción «positiva» del mito, no se ve la necesidad de «desmitificar» nada,
sino de hacer que convivan mito y religión como dos formas culturales de la necesidad humana de explicar las interrogaciones fundamentales.

Si, tanteando esa otra posibilidad, se ve la religión como algo irreducible a lo exclusivamente humano (puesto que su origen radical es divino),
el mito puede ser también tratado de dos maneras. Según la primera, el mito sería la falsedad que precede a la verdad (la religión) o bien

realidades culturales que son consecuencias de la desvirtuación de la religión. Incapaces de sostenerse en la verdad religiosa, el hombre se
habría fabricado mitos. Se impone, por tanto, aunque en un sentido muy distinto al de Bultmann, una tarea de «desmitificación». Sin embargo,
si el mito es una exigencia humana, una «necesidad» que no dejará de darse, ¿no cabría una convivencia entre el mito y la religión
trascendente, con tal de que los terrenos se deslindasen claramente en el análisis?

El tema es difícil, lleno de consecuencias de todo tipo y, además, muy amplio. Por fortuna, puede ser tratado en un caso concreto y
paradigmático: la «coincidencia» formal entre el relato de los primeros capítulos del Génesis y una serie de mitos no sólo mesopotámicos,

como se repite con incomprensible insistencia, sino de casi todas las culturas.

Sobre el asunto existen interesantes documentos de la Iglesia católica. El primero está constituido por las respuestas de la Comisión Bíblica

acerca del carácter de los primeros capítulos del Génesis4.

4 Texto en castellano en DENZINGER, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1963, nn. 2.121-2.128.

Esas respuestas, con fecha del 30 de junio de 1909, permiten concluir: a) que no se apoyan en sólido fundamento los sistemas exegéticos que
propugnan excluir el sentido literal de los tres primeros capítulos del Génesis; b) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen, no
narraciones de cosas realmente sucedidas, es decir, que respondan a la realidad objetiva y a la verdad histórica, sino fábulas tomadas de

mitologías y cosmogonías de los pueblos antiguos, y acomodadas por el autor sagrado a la doctrina monoteísta, una vez expurgadas de todo
error de politeísmo; c) que no puede enseñarse que esos capítulos contienen alegorías y símbolos, destituidos de fundamento de realidad
objetiva, bajo apariencia de historia, propuestos para inculcar las verdades religiosas y filosóficas; d) que no puede enseñarse que esos
capítulos contienen leyendas, en parte históricas, en parte ficticias, libremente compuestas para instrucción o edificación de las almas; e) que

no puede ponerse especialmente en duda el sentido literal histórico donde se trata de hechos narrados en los mismos capítulos que tocan a
los fundamentos de la religión cristiana, como son, entre otros, la creación de todas las cosas hechas por Dios al principio del tiempo; la

peculiar creación del hombre; la formación de la primera mujer del primer hombre; la unidad del linaje humano; la felicidad original de los
primeros padres en el estado de justicia, integridad e inmortalidad; el mandamiento, impuesto por Dios al hombre, para probar su obediencia;

la transgresión, por persuasión del diablo, bajo especie de serpiente, del mandamiento divino; la pérdida por nuestros primeros padres del
primitivo estado de inocencia, así como la promesa del Reparador futuro.

Las mismas respuestas dejan claro: a) que no todas y cada una de las cosas, es decir, las palabras y frases que ocurren en los capítulos han
de tomarse siempre y necesariamente en sentido propio, de suerte que no sea lícito apartarse nunca de él, aun cuando las locuciones mismas
aparezcan como usadas impropiamente, o sea, metafórica o antropomórficamente; b) que, presupuesto el sentido literal e histórico, puede
emplearse la interpretación alegórica y pro tica de algunos pasajes; c) que no ha de buscarse en la inter}>tctación de estas cosas exactamente

y siempre el rigor de la lengua científica, dado que no fue la intención del autor sagrado, al escribir el primer capítulo del Génesis, enseñar de
modo científico la íntima estructura de las cosas visibles y el orden completo de la creación, sino dar más bien a su nación una noticia popular

acomodada a los sentidos y a la capacidad de los hombres, tal como era uso en el lenguaje común del tiempo.

Se puede advertir con facilidad la filigrana de estas respuestas. Más de treinta años después, una carta del secretario de la Comisión Bíblica al

Cardenal Suhard, arzobispo de París, vuelve sobre el tema; la carta fue aprobada por Pío XII el 16 de enero de 1948. En la carta se lee que
las respuestas de la Comisión Bíblica (la citada aquí, de 1909, otra anterior, de 1905, y otra posterior) «no se oponen en modo alguno a un
examen ulterior verdaderamente científico de estos problemas, según los resultados obtenidos durante estos últimos cuarenta años». Aborda
después la cuestión de las formas literarias de los once primeros capítulos del Génesis, afirmando que «es mucho más oscura y compleja.

Estas formas literarias no responden a ninguna de nuestras categorías clásicas y no pueden ser juzgadas a la luz de los géneros literarios
grecolatinos o modernos. No puede consiguientemente negarse ni afirmarse en bloque la historicidad de estos capítulos sin aplicarles
indebidamente las normas de un género literario bajo el cual no pueden ser clasificados. Si se admite que en estos capítulos no se encuentra
historia en el sentido clásico y moderno, hay que confesar también que los datos científicos actuales no permiten dar una solución positiva a

todos los problemas que plantea. Declarar a priori que sus relatos no contienen historia en el sentido moderno de la palabra, dejaría fácilmente
entender que no la contienen en ningún sentido, cuando en realidad cuentan en lenguaje sencillo y figurado, adaptado a las inteligencias de

una humanidad menos desarrollada, las verdades fundamentales presupuestas a la economía de la salvación, al mismo tiempo que la
descripción popular de los orígenes del género humano y del pueblo escogido»5.

5 DENZINGER, n. 2.302.

Se habrá notado una cierta modificación en este texto de 1948 respecto al de 1909. En resumen es esto: si por historia se entiende la historia
tal como se hace hoy, en esos capítulos no existe ese tipo de historia; pero las verdades fundamentales son afirmadas con carácter histórico,
en el sentido de que las cosas fueron, que el contenido es ése. Lo que se trata de aquilatar es la forma o género literario con los que esas
cosas fueron escritas. Pío XII, en la encíclica Humani Generis, del 12 de agosto de 1950, toca este tema. Se queja de algunas interpretaciones

que se han dado a la carta antes citada, y precisa: «Esta carta abiertamente enseña que los once primeros capítulos del Génesis, si bien no
convienen propiamente con los métodos de composición histórica seguidos por los eximios historiadores griegos y latinos o los eruditos de

nuestro tiempo, sin embargo, en un sentido verdadero, que a los exégetas toca investigar y precisar más, pertenecen al género de la historia; y
que esos capítulos contienen en estilo sencillo y figurado y acomodado a la inteligencia de un pueblo poco culto, tanto las principales verdades

en que se funda la eterna salvación que debemos procurar, como una descripción popular del origen del género humano y del pueblo elegido».

Después de esta repetición, añade: «Y si algo tomaron los hagiógrafos antiguos de las narraciones populares (lo que ciertamente puede

concederse), nunca debe olvidarse que lo hicieron con la ayuda del soplo de la inspiración divina, que los hacía inmunes de todo error en la
elección y juicio de aquellos documentos. Y lo que de las narraciones populares ha sido admitido en nuestros Libros Santos, en modo alguno
debe ser equiparado con las mitologías o creaciones de este linaje, que más bien proceden de una desbordada fantasía que no de aquel amor

a la verdad y sencillez que tanto brilla aún en los libros del Antiguo Testamento y que obliga a poner a nuestros hagiógrafos abiertamente por
encima de los antiguos escritores profanos»6.

Las cosas cambiaron poco desde entonces. En realidad, la Iglesia, como es natural, mantiene siempre expresamente la verdad del contenido
de la Escritura. Lo que empieza a entenderse quizá cada vez mejor es que la utilización de fuentes humanas, de estilos y géneros literarios

diversos no invalida en modo alguno la verdad. Una misma verdad puede ser expresada de muchas formas y estilos: didáctico, poético,
alegórico, simbólico. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Dei Verbum, dice: «Para averiguar cuál fue la intención de los hagiógrafos es

necesario tener en cuenta los géneros literarios, entre otras cosas. Pues la verdad se propone y expresa de muy diversas maneras en los
diferentes textos históricos, o proféticos, o poéticos, o en otros modos de decir. Además, conviene que el intérprete busque el sentido que el
hagiógrafo quiso expresar o expresó en circunstancias determinadas, según las particularidades de su época y de su cultura y empleando los
géneros literarios de su tiempo. Para entender rectamente lo que el autor sagrado quiso afirmar por escrito es preciso prestar la debida

atención tanto a los usuales modos indígenas de sentir, de decir o de narrar que estaban vigentes en tiempos del hagiógrafo, como a los que
se solían emplear en las relaciones entre los hombres»7.

6 DENZINGER, n. 2.329.
7 Constitución dogmática Dei Verbum, n. 12.

Pienso que ya es posible extraer algunas conclusiones. La primera: que se necesitaría una nueva palabra para expresar ese «género literario»
de tantos pueblos que es el mito genuino, el que nace de una vivencia compartida, el que no ha sido sometido aún a una expresa

reelaboración literaria. La existencia de un término evitaría el uso de «mito» que aún está contaminado por la equiparación con «lo falso», «lo
fabuloso», «lo incoherente». Segundo: que la terminología del Concilio «modos de narrar» se puede aplicar al mito genuino, al que surge de la
consciencia de la situación limitada —creatural— del hombre. No es nada escandaloso que el hagiógrafo utilizara un modo de narrar
semejante a los «mitos» existentes en aquella época (y, como ya sabemos, en todas las épocas), llevando así a la imaginación y a la

inteligencia de un «público» sencillo hacia la verdad de la creación del hombre, de su caída, de la aparición del dolor y de la muerte.

En definitiva, la necesidad o «inevitabilidad» del mito no supone una «relativización» de la religión. Al contrario, la Escritura, al servirse también
del género literario que —a falta de nombre mejor— hay que resignarse a llamar «mítico», lo purifica y lo pone al servicio de una verdad que
se desea transmitir. De esto se obtiene, entre otras, la siguiente consecuencia: la sencillez de la narración, sin perjuicio de su claridad y de su

belleza. Incluso los más acérrimos estudiosos de «mitología comparada» —que suelen trabajar en el sentido de una relativización de las
creencias— no ponen en duda la mayor claridad, diafanidad y sencillez del relato bíblico. Ya no hay en ese texto la corriente confusión entre

hombres y animales; ya los animales no son intermediarios. Dios habla directamente a los hombres y es para acentuar esto por lo que se
recurre —un nuevo «género literario»— al antropomorfismo. En otros términos: los mitos, como formas balbucientes o poéticas (balbuciente no

es sinónimo de falta de profundidad), han sido «superados» en el relato bíblico, a la vez que el autor sagrado no dudó en utilizar algunos de
sus elementos, según la mentalidad existente en su tiempo (por lo demás, muy parecida a la mentalidad de muchos pueblos en todas las
épocas y culturas).

Por otro lado, cuando la conciencia de esa «superación» decae, no es extraño que vuelvan a aparecer mitos, y, con frecuencia, los mismos

mitos, dentro de una gama que va desde la simple superchería hasta la «adivinación» cargada de sentido pre-metafísico y, corrientemente,
poético. La «necesidad del mito» es satisfecha por la religión, que «revela» de este modo lo que en el mito era un «balbuceo». Y más aún: la

religión sólo «desmitifica» en la medida en que quita al mito su oculto carácter de explicación (de pretendida explicación). La religión puede
«recibir» el mito y devolver «misterio». Es decir, en cierto modo, la religión quita un intento larvado de «racionalismo» que existe en la mayor

parte de los mitos.


Toda esta cuestión quedará invenciblemente ambigua por la falta de un término que designe al «mito» como «balbuceo de las constantes
metafísicas humanas». En un artículo muy notable sobre el tema8 puede leerse: «Cuando se considera la explicación racional como la única

válida, se desprecia el mito; y cuando se comprueba que el hombre no se agota ni se satisface con las explicaciones racionales, lo mítico se
revaloriza de una u otra forma. Falta considerar el mito partiendo, como efectivamente es, del hecho de que la razón humana puede alcanzar

algo más allá de lo fenoménico, de que puede llegarse a un cierto conocimiento racional de la esencia de las cosas y de sus causas primeras y
últimas. Entonces puede hacerse una equilibrada y acertada valoración de los mitos, descubriendo en ellos su sustrato racional común, un

núcleo de elementos fundamentales correspondientes a la experiencia y reflexión metafísica y religiosa natural al hombre; un núcleo de
verdades naturales que se revisten en el mito, con la imaginación y con las diversas experiencias históricas de los pueblos, de elementos y

escenificaciones más o menos fantásticas y más o menos deformadoras del sustrato esencial. Pero nos parece que tal tarea de confrontación,
decantación y valoración de los mitos, partiendo del hecho del alcance real y de los límites de la razón humana, está aún por desarrollar.»

8 L. ALONSO MARTÍN, Mito, en GER, 16, pp. 58-63.

Que en los mitos de muchos pueblos primitivos y en sus poemas haya muchos elementos de esas «aspiraciones naturales», de esas
«constantes humanas» es patente. Baste un ejemplo de un canto de los bassutos, citado por Casalis: «Nos hemos quedado fuera, / Nos

hemos quedado para la pena, / Nos hemos quedado para los llantos. / ¡Oh, si hubiese en el cielo un lugar para mí! / ¡Que no tenga yo alas
para volar allí! / Si una fuerte cuerda descendiera de arriba / Me asiría a ella, subiría a lo alto, / A vivir allí»9.

9 E. CAs ais, Les Bassoutos, París 1933, p. 304.

ORIGEN DEL HOMBRE: EL FRACASO DEL AZAR

La reflexión pascaliana —inspirada en un pasaje de San Agustín— es


intuitivamente verdadera para el creyente: «No me buscarías si no me hubieras
encontrado». En el fondo, se busca lo que ya se sabe, lo que ya se tiene de algún
modo. La búsqueda es una anticipación, pero lo que se busca está ya, de algún
modo, presente. El hombre busca a Dios porque existe en él el deseo de Dios; y
existe ese deseo porque la realidad a la que hace referencia también existe ya.

Por otra parte, el hombre busca para poseer, para tener, porque sabe que aquello
que busca no es él mismo, es algo o alguien que le ha sido dado como Otro.
Busca, por tanto, poseer lo otro en cuanto otro: conocer y amar. Sólo Dios puede
haber puesto ese deseo en el hombre, ya que el hombre no se satisface con nada
inferior (según el famosísimo itinerario tantas veces descrito por San Agustín y
muchas veces imitado después).

Sin embargo, las consideraciones anteriores pueden chocar con el sentido común.
El no creyente no suele considerarlas dignas de valoración. A lo más, se les
reconoce una cierta calidad poética. Por eso es preciso partir de una proposición
mucho más elemental, con la que estarán de acuerdo sabios e ignorantes: se
busca lo que no se tiene, lo que se desea que sea, lo que se anhela.

El hombre desea perennidad, ilimitación, plenitud. Desde el siglo XIX, de una


forma general, se ve en esto «la esencia de la religión», procurando dar de ella
una explicación racional, sinónimo de científica. Se dice, por ejemplo: lo que el
hombre desea, pero no tiene, lo que quiere ser, es proyectado fuera y de este
modo aparecen los mitos, los dioses y, en general, las creencias religiosas.

Resulta hasta cierto punto curioso cómo una explicación tan sencilla, tan diáfana
(tan sospechosamente demasiado diáfana) esté en la médula de la mayoría de las
obras de historia de las religiones, antropología, sociología religiosa, psicología
social, etc. No se ha añadido un palmo de teoría a esa afirmación que, anticipada
por algún autor griego (el mismo Aristóteles, en otro contexto), es desarrollada por
Feuerbach y desde entonces transmitida como una «verdad inatacable». Es una
postura que, como es lógico, no puede tener «pars construens». Una vez decidido
que eso es la religión, que eso es lo que da origen a ella, cabe la tarea de
«desmitologizar», de «desmitificar», de devolver al hombre a la «racionalidad», de
forma que se acostumbre a no «proyectar» en lo ilusorio o, al menos, a que sea
consciente de que se trata de una simple proyección. Como mucho, la religión
sería incluso útil, con tal de que el hombre se dé cuenta desde el principio de que
se trata de una creación suya, «objetivada» cuanto se quiera, pero nunca
trascendente. El hombre creará la religión y lo religioso como crea continuamente
arte.

Hay que anotar, en primer lugar, que esto es una simple comprobación, no una
explicación. El hombre tiene necesidad de religión, como tiene necesidad de arte.
De hecho, nunca ha sido suprimida la necesidad de religión. Por tanto, y en
segundo lugar, lo que hay que explicar es esa necesidad. Decir simplemente
que está ahí no es decir nada. Incluso para que pueda existir la supuesta
«proyección» tiene que darse antes la necesidad de proyectar. No es la
proyección la que crea la necesidad, sino, en el peor de los casos, la necesidad la
que originaría la proyección. En otras palabras: la necesidad es un prius en el
orden ontológico y, por eso, también en el orden psicológico y sociológico y
antropológico. Si el hombre mantiene siempre un hueco para la religión (como
para el arte y otras «necesidades») no hay más remedio que concluir que el
hombre es así.

¿Por qué el hombre es así? ¿Por qué resulta y ha resultado siempre ser así?
Estas preguntas fundamentales trasladan la investigación —inexorablemente— al
tema, también crucial, del origen del hombre. La única alternativa es: o nos
preguntamos por el origen del hombre o aceptamos la simple comprobación de
que ahí está, dejando de pensar más.

Sobre el origen del hombre sólo caben tres respuestas límite:

a. el hombre ha sido engendrado por el hombre;


b. el hombre es el producto casual de un azar ciego;

c. el hombre es causado, hecho por alguien que es causa incausada.


Este trío de respuestas puede parecer simplificador, pero en él cabe toda la
historia de la reflexión humana sobre el tema. No se ha avanzado nada en este
campo desde hace varios miles de años, desde que el hombre empieza a pensar
y a reflexionar sobre sí mismo.

La primera respuesta es insostenible, no sólo porque choca con el principio de no


contradicción (el hombre tendría que ser antes de ser para poder darse el ser),
sino porque no cabe aplicar a ella ni siquiera una razón dialéctica. Para que lo real
engendre a su contrario ha de existir antes. Con la nada, incluso la dialéctica es
impotente.

Se entiende, por tanto, que muchos intentos de explicación se hayan replegado


hacia la segunda respuesta: el azar. Pero, ¿qué es el azar? ¿Qué sentido tiene la
expresión «en el principio era el azar»? El azar es sólo un nombre para la falta de
explicación. En efecto, no puede «personificarse» el azar; también para el azar
vale la pregunta: ¿qué había antes del azar, cómo llegó el azar a ser el azar?

Supóngase, por un momento, que a causa de eso inexplicado e inexplicable que


se llama azar empezó a existir algo y, finalmente, el hombre. En ese supuesto
podría incluso admitirse, como producto de ese azar, la existencia de la necesidad
religiosa; al fin y al cabo ese azar habría dado origen a otras numerosas
complejidades. Lo que resulta más difícil de admitir es esto: ¿por qué el hombre —
producto de un azar ciego (porque un azar previdente es una contradicción en los
términos)— busca inteligencia y sentido de forma crónica e insistentemente? Es
difícil pensar que el azar ciego haya terminado en una desesperada búsqueda de
inteligencia.

Por otro lado, es preciso imaginar el azar evolutivo, no estático. Un azar estático
no habría empezado a ser. Un azar evolutivo sólo puede serlo en dos sentidos: o
ascendente o descendente, ir a más o ir a menos. Un azar descendente es
incapaz de explicar las potencialidades adquiridas por el hombre a lo largo de su
historia milenaria. La hipótesis corriente, sin embargo, habla de un azar
ascendente. Y entonces se impone esta pregunta: ¿por qué la evolución no ha
traído consigo una explicación definitiva y cierta sobre el enigma de los orígenes
del hombre? Se han dado para esto —y se siguen dando— muchas condiciones
objetivas y favorables: científicas, culturales, sociales, etc. El azar tendría que
traer consigo al Superhombre. Nietzsche, si se analiza bien, no vaticinaba nada;
simplemente describía una posibilidad epistemológica. Si Dios ha muerto —si la
tercera explicación es desechada absoluta y definitivamente—tiene que advenir el
Superhombre.

El ejemplo de Nietzsche es sólo un lugar literario. Si el Superhombre tenía que ser


traído por el azar evolutivo y ascendente, hace siglos que tendría que haber
aparecido sobre la tierra. ¿Qué podía frenar a un azar ontológicamente
todopoderoso? Sin embargo, no hay más remedio que analizar la historia
presente. Y, en este contexto, es significativo que las últimas direcciones de la
filosofía (o antropología o psicología) que parten de la muerte de Dios insistan
machaconamente en esa regresión que significa refugiarse en el hablar, en el
discurso, prescindiendo ya de la cuestión del sentido. La muerte de Dios trae
consigo la muerte del sujeto y, por tanto, la muerte del hombre, condenado a ser
«cosa entre cosas». Si no hay sujeto, no hay preguntas. Nadie puede preguntar
nada. Y no hay, por tanto, necesidad de respuestas.

MITO, TÉCNICA Y METAFÍSICA

«El hombre religioso asume un modo de existencia específico en el mundo y, a


pesar del considerable número de formas histórico-religiosas, este modo
específico es siempre reconocible. Cualquiera que sea el contexto histórico en que
esté inmerso, el homo religiosus cree siempre que existe una realidad absoluta, lo
sagrado, que trasciende este mundo, pero que se manifiesta en él y, por eso
mismo, lo santifica y lo hace real»1. Estas palabras de un libro, ya clásico, de
Mircea Eliade dan con un rasgo permanente de la sociología o de la
fenomenología de lo sagrado. Es sabido que Eliade no se plantea casi nunca su
investigación como una profundización filosófica o teológica. Le interesa, más
bien, la historia comparada de las religiones, con el objeto de destacar algunas
constantes.

Al lado de esa caracterización del hombre religioso, evoquemos de nuevo la


actitud del hombre occidental desde que se inicia el llamado proceso de
desacralización. Este proceso, hay que decirlo claramente, no tiene por qué ser
irreversible. Pero, mientras dura, no es ocioso plantearse cuál es la actitud del
hombre actual, en muchos casos. Se pueden leer otra vez las palabras de Eliade:
«El hombre moderno arreligioso asume una nueva situación existencial: se
reconoce como único sujeto y agente de la historia, y rechaza toda llamada a la
trascendencia. Dicho de otro modo: no acepta ningún modelo de humanidad fuera
de la condición humana, tal como se la puede descubrir en las diversas
situaciones históricas. El hombre se hace a sí mismo y no llega a hacerse
completamente más que en la medida en que se desacraliza y desacraliza el
mundo. Lo sacro es el obstáculo por excelencia que se opone a su libertad. No
llegará a ser él mismo hasta el momento en que desmitifique radicalmente. No
será verdaderamente libre hasta no haber dado muerte al último dios»2.

Son conclusiones extremas que, por lo mismo, no resultan generalizables. Es


necesario plantearse ontológicamente el tema de lo sagrado. Si lo sagrado es, en
el hombre, el reconocimiento de lo que nunca puede dejar de ser (Dios), las
vicisitudes culturales cuentan poco en última instancia contra la pervivencia de lo
sobrenatural. Eliade intuye algo de esto en un texto citado: «En cierto sentido,
podría casi decirse que, entre los modernos que se proclaman arreligiosos, la
religión y la mitología se han ocultado en las tinieblas de su inconsciente, —lo que
significa también que las posibilidades de reintegrar una experiencia religiosa de la
vida yacen, en tales seres, muy en las profundidades de ellos mismos. En una
perspectiva judeo-cristiana podría decirse igualmente que la no-religión equivale a
una nueva caída del hombre: el hombre arreligioso habría perdido la capacidad de
vivir conscientemente la religión y, por tanto, de comprenderla y asumirla; pero, en
lo más profundo de su ser, conserva aún su recuerdo, al igual que después de
hr.Vrimera caída, y aun cegado espiritualmente, su antepasado, el hombre
primordial, Adán, habría conservado la suficiente inteligencia para permitirle
encontrar las huellas de Dios visibles en el Mundo. Después de la
primera caída, la religiosidad había caído al nivel de la conciencia desgarrada;
después de la segunda, ha caído aún más bajo, a los subsuelos del inconsciente:
ha sido olvidada. Aquí se detienen las consideraciones del historiador de las
religiones. Aquí también comienza la problemática propia del filósofo, del
psicólogo, incluso del teólogo»3.
1 M. ELIADE, Lo sagrado..., p. 170
2
M. ELIADE, Lo sagrado..., p. 171.
3
M. ELIADE, Lo sagrado..., p. 179.

Hay que dar paso, más bien, al filósofo y al teólogo. Y, sobre todo, salir de la
estricta norma comparativista y de la simple comprobación fenomenológica.
Comparativismo y fenomenología son con frecuencia formas de una actitud
filosófica concreta: el inmanentismo. El inmanentismo, aun en sus formas más
mitigadas, tiene miedo a afirmar la realidad de lo sobrenatural, que es lo que funda
lo sagrado. Y esta actitud se conecta con una metafísica que también desconoce
el sentido de ser. Se pasa por alto fácilmente, quizá por influencia del método de
algunas ciencias sociales, que nada puede afirmarse racionalmente si antes no se
ha dado alguna respuesta a la pregunta fundamental: ¿por qué las
cosas son? Que son, que cambian, que se comportan de este o de aquel modo no
tiene, en realidad, nada de extraño. Uno puede acostumbrarse fácilmente a
deambular en el acostumbrado paisaje. Lo que no puede dejar de inquietar
es: ¿por qué hay cosas en lugar de nada? Esta pregunta es muy antigua, aunque
modernamente haya sido en ,vierto modo popularizada por Heidegger. Es una
pregunta que revela la profundidad de la inteligencia humana, su clara distinción
de cualquier tipo de conocimiento meramente animal. El animal no se preguntará
nunca por el ser de las cosas. El hombre, ante la realidad, es capaz de
«anticiparse», de forma que no deja de ser misteriosa, para tratar de investigar
«qué había antes».

La primera anotación que descubre lo sagrado es la simple afirmación de que


«Dios es». Pero, como observa bien Gilson, «desde el momento en que se dice
que Dios es el Ser, está claro en cierto sentido que sólo Dios es. Admitir lo
contrario es comprometerse a sostener que todo el Dios, lo que el pensamiento
cristiano no sabría hacer, no sólo por razones religiosas, sino también por razones
filosóficas, de las cuales la principal es que si todo es Dios, no hay Dios. En
efecto, nada de lo que conocemos directamente posee los caracteres del ser. En
primer lugar, los cuerpos no son infinitos, puesto que cada uno de ellos está
determinado por una esencia que lo limita al definirlo. Lo que conocemos es
siempre tal o cual ser, jamás el Ser, y aun suponiendo efectuado el total de lo real
y de lo posible, ninguna suma de seres particulares podría reconstituir la unidad
de lo que es, pura y simplemente. (...) Todos los seres por nosotros conocidos se
hallan sometidos al devenir, es decir, a la mudanza; no son, pues, seres perfectos
e inmutables como lo es necesariamente el Ser mismo»4.
4 E. GILsox, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 1981, p. 72. Libro que sigue siendo utilísimo, del mejor conocedor de esta época.

Hay que darse cuenta de que si la inteligencia alcanza a formular estos


razonamientos, apoyada en la realidad (nada más real y más «experimentable»
que la limitación, la mudanza, el cambio, la precariedad, etc.), no se puede
prescindir de ellos, sin que se verifiquen graves consecuencias. Descubrimos así
que el «olvido» de lo sagrado está estrechamente conectado con el «olvido» del
ser: otro tema que Heidegger supo descubrir, aunque no lograse llegar a las
últimas consecuencias. Aparentemente «no pasa nada» cuando el hombre, o
incluso una civilización entera, se «olvida» del ser: pero luego las consecuencias
se hacen graves, muchas veces trágicas. De pronto se descubre, como señaló
Heidegger, que el hombre no sabe ya construir (bauen), porque ya no sabe
habitar (wohnen); y no consigue ni construir ni habitar porque se ha olvidado de
pensar (denken). De ahí el prevalecer de una técnica ciega; de ahí que la casa
humana haya sido transformada en una «máquina», en esa «máquina para
habitar» de la que hablaba significativamente Le Corbusier 5. Poco a poco
encontramos, en el ámbito preferido de la comprobación psicológica, sociológica y
antropológica las consecuencias del olvido del pensar; y el pensar ha sido
siempre, como lo señaló ya Parménides, un poner de algún modo en relación el
pensar con el ser.
5 Cfr. M. HEIDEGGER, Lettre sur l'humanisme, Aubier, París 1952 (edición bilingüe francés-alemán), p. 92
y siguientes.

El hombre arreligioso de nuestro tiempo se caracteriza por una especie de culto a


la razón técnica, que es casi el prototipo de lo tangible. Ahora bien, esa técnica es
la que está revelando de forma cada vez más clara su insuficiencia. El que no
sabe ser no sabe tener, habere, no sabe habitar (habitatio viene precisamente
de habere). La técnica, recuerda Heidegger, no es nada neutro; es un modo de
desvelar la verdad. Y esto es posible porque la técnica participa también
del episteme, es decir, del saber algo sobre algo. El hombre siempre ha sido un
técnico. Pero «el desvelar imperante de la técnica moderna es un provocar, exige
a la naturaleza energías que no se encuentran en ella inmediatamente, que es
preciso ir a buscar, provocarlas, para después acumularlas». Así se comprende
cómo la amenaza que hoy la técnica supone para el hombre no deriva
directamente de las máquinas y de los aparatos (los ha habido siempre); la
amenaza estriba en que la técnica sustituye a cualquier otro conocimiento, es un
tipo de conocimiento que no ahonda en las raíces del ser. La mentalidad
tecnológica, toda ella ocupada con su característica prisa, ocupada en preparar
antes que nada un hacer, suministra a su modo una respuesta sobre el ser. Pero
una respuesta que ahoga al hombre, porque asegura y reasegura el olvido sobre
el ser, en toda su apertura.

Es preciso poner íntimamente en relación lo que se suele denominar


«desacralización» con el proceso, verdaderamente histórico, de «tecnificación».
No es que la ciencia experimental y la tecnología hayan revelado la falsedad del
ser (¿cómo podría hacerlo si se mueven en otro plano?); simplemente han
acostumbrado al hombre a moverse entre realidades fabricadas, artificiales,
impidiéndole las preguntas fundamentales sobre el sentido de lo originario. Este
es el verdadero drama de lo sacro hoy. El hombre arreligioso no es aquel que ha
conseguido demostrar la inexistencia de lo trascendente, sino el que ha construido
un «trascendente inmanente», sobre la base de las obras de sus manos, de los
dioses técnicos. En otras palabras: no estamos en una época en la que lo sacro
haya desaparecido del horizonte, sino en una época en la que la expresión de lo
sacro se hace a través de «mitos», de «mitos» técnicos.

Ahora se comprende, quizá mejor, la atención que he dedicado en los ensayos


anteriores al mito, coincidiendo en esto con la mayoría de los investigadores en
historia de las religiones y sociología y psicología social. El «mito» vuelve a estar
de moda. Ante la insuficiencia de lo racional-técnico, se ha visto que el mito es una
constante construcción del hombre. Pero es posible que esta atención al mito se
mantenga en la simple perspectiva fenomenológica, con lo que se desaprovecha
la posibilidad de que esa realidad dé pie para llegar a la ontología. Digamos una
vez más, con palabras de otro estudioso, que «los mitos son tanteos de respuesta
a las preguntas más inquietantes, a las cuestiones más profundas del hombre
individuo y, sobre todo, del grupo humano: origen y destino del hombre, de la vida,
explicación de la naturaleza de los seres sobrehumanos, del más allá de la
muerte; el proceso de salvación, la formación del cosmos y de la tierra entonces
habitada y conocida, así como su ocaso»6. Por eso siguen existiendo mitos; en
primer lugar, como intento de respuesta a esas preguntas fundamentales, que no
desaparecerán nunca del horizonte humano; en segundo lugar, como prueba de
que la razón técnica participa también, aunque no quiera saberlo, de la razón
mitológica.

Nos encontramos hoy con realidades complejas como las siguientes:


«desacralización»; proceso creciente de tecnificación de la vida; «olvido del ser»;
resurgimiento de los mitos. Con una salvedad: los nuevos mitos no son balbuceos
del ser ni, por tanto, permiten la «apertura» a lo sagrado, sino que son mitos
producidos por la razón tecnológica. (Piénsese en los mitos engendrados por
determinada actitud «ecológica»).

Todo esto hace ver la importancia de conceder a la metafísica del ser su valor de
apertura a lo sagrado. Con la razón técnica es muy difícil llegar a la profundidad
del ser, como no sea a sensu contrario, por las consecuencias nihilistas. El
análisis de las consecuencias de la razón técnica llega hasta el descubrimiento de
nuevos «mitos», pero (si se puede hablar así) de «mitos ciegos». Son esas
«acotaciones» señaladas por Eliade, semejantes a las sagradas, pero sólo
semejantes. «En esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores
que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia
religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes
de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un
rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares
conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad
excepcional, única: son los lugares santos de su Universo privado, tal como si este
no ser religioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que
participa en su existencia cotidiana»7.
6 M. GUERRA, Historia de las religiones, Eunsa, Pamplona 1980, v. 2, pp. 61-62. Otra bibliografía sobre el mito: R. CAn,LOis, Le Mythe et l'Homme, París 1938; A. E.
JENSEN, Mythos und Kult bei Naturvólken, Wiesbaden 1951 (trad. cast. 1966); L. CENCILLO Mito, BAC, Madrid 1970.
7 ELIADE, Lo sagrado..., p. 28.

Esta «realidad» puede ser «mitificada» («es para mí algo mítico»), pero a partir de
la experiencia técnica, de la artificialidad. Por eso son mitos ciegos. Cuanto más,
valen como síntomas de que permanece la aspiración al ser, a la fundación de
todos los porqués.

«A partir de la experiencia técnica», he escrito. En efecto, la explicación científico-


técnica de la realidad ocupa poco a poco el lugar de la metafísica del ser. El
proceso es, más o menos, como sigue: a) se decide que no hay más explicación
que la científico-experimental; b) se supone que, en el grado actual de la ciencia
experimental, las preguntas fundamentales están contestadas de forma
«humana», es decir, sin necesidad de «postular» algo trascendente al hombre; c)
se comprueba que, sin embargo, en el hombre sigue existiendo la capacidad de
más, la reflexión sobre la reflexión, la pregunta sobre las preguntas; d) se
reconoce que esas «inquietudes» tienen un puesto en el universo humano, puesto
que se dan; e) se intenta contestar fabricando mitos manejables y explicables.

De este modo, todo cuadra y, además, según los métodos de la razón técnica.
Incluso lo «incognoscible» es reducido a método o, por lo menos, se piensa que
se sabe el método por el que se engendra «lo incognoscible». En toda esta
compleja operación, hay cosas que no son ya notadas: las preguntas centrales,
los porqués.

Estos porqués han de ser afrontados con toda claridad. La literatura sobre lo
sagrado no puede contentarse con el descomprometido relatar «simplemente lo
que ha sido», las formas de expresión de lo religioso, poniendo entre paréntesis
un juicio sobre su verdad, un anclaje ontológico. Entre otras razones porque la
simple fenomenología de lo sagrado puede prolongarse indefinidamente, sin que
pueda extraerse de ella una indicación sobre un tema, ya anunciado en estas
páginas, y verdaderamente crucial: ¿se ha perdido lo sagrado en la sociedad
industrializada y urbanizada?; en caso afirmativo, ¿es posible recuperarlo?; en
caso afirmativo, ¿cómo?

Se comprende fácilmente que esas preguntas sean fundamentales. Si lo sagrado


se hubiese perdido definitivamente (lo que equivale a afirmar que es una
construcción humana, un rasgo cultural de la sociedad), las manifestaciones
sagradas que aún perviven serían sólo reliquias históricas, destinadas a la
extinción. O, en el mejor de los casos, habría que cultivar una especie de religión
comparable al cultivo del arte. Nadie espera que detrás del arte (de las formas de
arte) exista un Arte eterno, una realidad ontológicamente perdurable. De forma
parecida, habría que respetar lo religioso como se respeta cualquier otra creación
humana. Sin embargo, los que, al cultivar la religión, creyesen que establecían un
contacto con lo Absolutamente Otro, con Dios, estarían irremisiblemente
engañados.

La pregunta definitiva resulta ser ésta: ¿el hombre es religioso? Y hay que dar a
ese es toda su fuerza. En otras palabras: hay que establecer claramente una
conexión entre la inteligencia humana y el ser en toda su apertura. Esto quiere
decir que la capacidad de religión no se basa terminalmente en un sentimiento, en
una fabulación, en la imaginación, sino en lo que define esencialmente al hombre:
su razón y su libertad.

La «galaxia» cultural dominante, en las vanguardias, desde los años treinta de


este siglo ha puesto de moda ensañarse contra la «racionalidad» del hombre. El
juego es muy fácil y se desmonta pronto: sólo porque el hombre es racional,
inteligente, se puede permitir el lujo de intentar funcionar como si fuera
«irracional». La inteligencia no es, desde luego, lo único importante en el hombre,
pero esta misma apreciación es un resultado del ejercicio de la inteligencia. Sólo
la aguda inteligencia de un Pascal podía llegar a decir que el corazón tiene sus
razones que la razón no conoce; pero la razón conoce que el corazón tiene otras
razones.

La inteligencia, una de cuyas «funciones» es la razón, puede, atenta al ser, llegar


a descubrir al que Es por esencia. «En este problema capital de la existencia de
Dios es necesario admitir que la cultura, las filosofías, la historia comparada de las
religiones y de las mitologías han levantado mucha humareda, introduciendo
distinciones, perspectivas de complejidad inaudita que volatilizan, por decirlo así,
dicho problema. (...) Volvamos al principio fundamental de que el problema de
Dios es el problema esencial del hombre esencial, del que recibe su dilucidación
última todo otro problema existencial (ética, derecho, economía...)»8. Estas
palabras de Cornelio Fabro son un reflejo de una realidad que se cumple siempre.
Resulta bastante claro que una parte de la cultura actual adquiere su «fuerza» de
la libre renuncia a considerar la religión como algo objetivo.
«Los elementos para la solución del problema, al alcance de todos —del hombre
común tanto como del profesor de metafísica—, son los siguientes: a) admitir
la existencia del mundo exterior, esto es, de la Naturaleza y de los otros hombres.
Sin esta admisión, el sujeto no se distingue del objeto, ni el hombre de la
Naturaleza y la conciencia vive en el caos; b) la conciencia del propio Yo, como
realidad compleja de alma y cuerpo y, sobre todo, como núcleo personal que debe
orientarse en el ser y en la vida. Sin la conciencia de la propia personalidad no
surge ningún interés ni problema, y mucho menos el problema de Dios; c) la
condición de la validez u objetividad del conocimiento y de su capacidad de
avanzar con la experiencia y la reflexión, de modo que pueda elevarse de las
apariencias a las esencias, de la parte al todo, de los efectos a las causas y
viceversa. Todo hombre normal está persuadido de ello»9. Estos tres principios
pueden ser desoídos, precisamente porque se atiende a una práctica mayoritaria
en la que no se piensa, en sentido fuerte. Poco a poco se ha ido entendiendo por
realidad lo que se va dando. De ese modo es silenciado lo que es en profundidad,
lo que fundamenta el fundamento.

Se ha visto ya varias veces en este ensayo: como siguen ocurriendo hechos


religiosos, se llegará, a lo más, a una descripción, a una fenomenología, a algo
que deja entre paréntesis el compromiso ontológico.

Hay que intentar dar, por el contrario, con la objetividad de lo religioso.


8 C. FABRO, Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid 1977, p. 213.
9
Drama del hombre..., p. 214.

OBJETIVIDAD DE LO RELIGIOSO

A la hora de medir el estado de las creencias religiosas, el recurso usual es doble:


a) «contar» hechos religiosos, por ejemplo, las encuestas sobre «cumplimiento del
precepto dominical»; b) registrar opiniones sobre esas creencias, respuestas a
preguntas como «¿cree usted en Dios?», «¿cree en el más allá?» Hay que decir
que todo eso da poca idea y, sobre todo, da poca cuenta de la realidad de la
religión. En este tema, como en todos, puede existir una diferencia entre «lo que
pasa» o «lo que se opina» y «lo que realmente es». Para anular esa diferencia, es
decir, para dar cuenta completa de la realidad (o, al menos, para intentarlo), es
preciso partir de un presupuesto que tiene poco que ver con la sociología y todo
que ver con la ontología. Hay que partir de que la realidad de lo sacro no depende
absolutamente de la experiencia humana, aunque se dé en la experiencia
humana.

Si esto se olvida, incluso los intentos teológicos de un tomar el pulso al «estado


general de la fe» pueden resultar radicalmente desenfocados. Una muestra, entre
muchas, de la literatura teológica de los años setenta, que se prolonga hasta hoy,
puede ser ésta: «Lo que de manera primordial y directa resplandece ante nosotros
no son los vestigia Dei, sino los vestigia hominis. La creación de Dios está
mediatizada en todas partes por la obra del hombre»1. Es, una vez más, el tema
de la «secularización» casi como «fatalidad» de la época moderna.
1 J. B. METZ, Teología del mundo, Sígueme, Salamanca 1970, p. 47.

A estas posiciones deseo hacer una objeción que me parece fundamental: ¿quién
y cómo puede diagnosticar la situación religiosa global del mundo en un momento
determinado? Hay que darse cuenta de que algunas afirmaciones teológicas
usuales sobre la secularización pretenden emitir un juicio definitivo y terminante
tanto sobre la realidad de Dios como sobre el eco que esa realidad divina
despierta (o deja de despertar) en las conciencias y en las obras de miles de
millones de personas.

Insistamos en la objeción: ¿cómo puede alguien —hombre al fin y al cabo—


atreverse a tanto? Si las afirmaciones estuviesen hechas como hipótesis
personales («lo que yo siento que es la experiencia religiosa») podrían tener una
cierta validez. Pero las afirmaciones van mucho más lejos; Dios ha muerto, Dios
se ha ocultado, ha desaparecido del horizonte...

Las realidades diversas que podrían ofrecerse (probablemente millones de


personas que rezan a Dios) son consideradas reliquias despreciables, puesto que
no estarían en la línea de la historia. La historia, la concepción o la comprensión
histórica del mundo permitiría a sus intérpretes teólogos hablar, como hace Metz,
de que el mundo ya no está «divinizado», sino «hominizado»2.

Hay que extrañarse del poder de penetración de estos autores que son capaces
de dar cuenta de toda la historia, sin dejar residuo alguno y sin conceder valor
alguno a las realidades persistentes. Pero es que hay más, mucho más. Un
teólogo como Metz, pero no es el único, cree poder explicar definitivamente lo que
se propone Dios con la Encarnación: «Dios ha asumido el mundo con definitividad
escatológica en su Hijo Jesucristo»3. Esto es decir que en el designio eterno de
Dios la secularización estaba prevista (aunque sólo se dé en una parte de la
cultura actual) y querida, precisamente como mostración de la esencia de la
Encarnación.
2 Teología del mundo, pp. 74-75.
3 Teología del mundo, p. 23.

El inciso «en una parte de la cultura actual» tiene más importancia de lo que
parece a primera vista. Muchos de los teólogos que detectan la secularización
ignoran por completo los datos etnológicos sobre millares de pueblos
considerados primitivos. Esa realidad primitiva —en la que lo religioso cuenta
mucho— tiene que ser vista con una óptica evolucionista, a favor del mundo
occidental, que ya habría llegado a una edad «adulta». El etnocentrismo que se
oculta detrás de esa actitud es uno de los rasgos más molestos de algunos
teólogos europeos y norteamericanos. Según esta línea evolucionista, lo que
viene después es ontológicamente más rico que lo anterior. Pero, ¿qué sentido
tiene este después cuando somos contemporáneos de muchos pueblos que no
han hominizado en modo alguno el mundo?

Llegamos así a la conclusión de que el teólogo de la secularización (o el que se


apoya en ella) no habla de Dios, sino en nombre de Dios, ya que —como es obvio
— sólo Dios podría dirigir esa mirada lúcida, certera y definitiva sobre el sentido
de toda la historia humana.

En nombre de esa sustitución, otro teólogo puede afirmar que lo cúltico ha


sido hominizado. Me refiero a Moltmann. Según él, los cristianos, en lugar de
entender la Resurrección de Cristo como promesa, como apoyo de la esperanza,
basaron en ella un culto: «El acontecimiento de promesa, que fue el modo como
se entendieron las palabras y las obras, la muerte y la resurrección de Jesús, se
convierte ahora en un acontecimiento de redención, que puede ser repetido
cultualmente a la manera de un drama mistérico. El acontecimiento sacramental
nos hace participar en la muerte y la resurrección de la divinidad. La
representación solemne consideró ya como realizada la resurrección de Jesús
entendida como su entronización como Kyrios exaltado y, por ello, como algo que
sólo debe ser representado»4.
4 J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1969, p. 205.

Nos encontramos nuevamente con una forma aguda de etnocentrismo y con un


desconocimiento bastante claro de la función del culto en la casi totalidad de los
pueblos. Pero sobre todo es preciso repetir la pregunta: ¿cómo sabe Moltmann
qué es realmente —según Dios— la Resurrección de Jesús? ¿Cómo puede
borrarse lo que está escrito, de modo explícito: haced esto en memoria mía?
Cuando se está atento a lo que está revelado, se puede escribir, como hace Pozo,
que «el culto cristiano tiene tres dimensiones. Mira al pasado, es anámnesis de la
pasión y muerte del Señor, de su resurrección y de su ascensión a los cielos. Mira
al presente en cuanto no es puro recuerdo, sino que realiza actualmente una obra
de santificación en nuestras almas. Pero mira también al futuro, pues el culto
cristiano se celebra en espera de la vuelta del Señor. Prescindiendo de momento
de su dimensión de presencialidad, muy claramente atestiguada por San Juan,
San Pablo ha unido la doble mirada hacia el pasado y el futuro a propósito de la
Eucaristía: "Pues cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, proclamáis la
muerte del Señor hasta que venga" (1 Cor 11, 26)»5. Estas tres dimensiones de lo
cúltico se encuentran en muchas formas religiosas de los pueblos primitivos, en
toda esa suma de sacrificios que —según los Padres de la Iglesia— prefiguraban
de algún modo el de Cristo.
Aquí cabe dar paso a la siguiente objeción: si he criticado a los teólogos de la
secularización por arrogarse hablar en nombre de todos y de todo lo que ocurre en
la historia, ¿con qué derecho podemos nosotros hacer afirmaciones igualmente
globales? La respuesta es: sólo en cuanto adhesión personal a la fe, en cuanto
atención objetiva al contenido de la Revelación. «El caminar terreno del cristiano
es un caminar en la fe y no en la visión, pero la dramaticidad de la historia, la
obscuridad y los límites de nuestro conocimiento, etc., no son el momento radical
de la existencia humana, sino un contrapunto en el que la positividad de la fe se
prueba y afirma. Una teoría del conocimiento histórico puede y debe llevar a una
profundización crítica en la teoría del conocimiento y en el tema de los signos de
la voluntad de Dios, a una revisión de las pretensiones de ciertas teologías o
filosofías de la historia, etc., pero en modo alguno puede conducir a un
agnosticismo total sobre la historia»6.
5 C. Pozo, Iglesia y secularización, pp. 113-114.
6 J. L. ILLANES, Presupuestos para una teología del mundo, en «Scripta Theologica», III (1971), pp. 471-472.

Prescindir de la fe —de la adhesión a lo revelado— para construir una teología


que permita, en su tiempo, llegar a la fe, es dejar de hacer teología y, por eso
mismo, dejar de ver el mundo y la historia con mirada teologal. No tiene por eso
nada de extraño que Metz haya defendido una «teología política» y que Moltmann
reduzca el cristianismo a trabajar en lo temporal para un futuro mejor. Este refugio
en el temporalismo es la contrapartida a la renuncia de lo sacro. «En un momento
histórico en el que, aun dentro de no pocos ambientes católicos, sufrimos una
seria crisis doctrinal y el embate de una tendencia anticúltica y
antisacramentalista, la teología de Moltmann, a pesar de sus innegables valores y
de sus planteamientos sugestivos, no puede ser una aportación positiva a la
superación de estos graves problemas nuestros. El cristianismo se vive, ante todo,
en un diálogo de fe —de una fe que es doctrinal— y de adoración del hombre con
su Señor»7.

Sí. Pero siempre es bueno, además, rastrear las constantes humanas que, a su
modo, señalan la objetividad de lo religioso. La atención a esas constantes
permite «distanciarse» críticamente de las lecturas precipitadas de la historia, de
esas que atienden sólo a una experiencia limitada en el tiempo y en el espacio. El
eje que atraviesa este ensayo —las transformaciones de lo sacro— es él mismo
una de esas constantes.

El rito —otra constante— nos va a permitir en seguida insistir en esta objetividad


de lo sacro.
7 C. Pozo, Iglesia y secularización, p. 119.

EL HOMBRE, SER RITUAL


Bastaría evocar de nuevo la amplísima bibliografía etnológica o de historia de las
religiones sobre lo sagrado1 para detectar la especificidad del hecho religioso.
Hoy es frecuente hablar de secularización o desacralización como si se tratase de
un nuevo eón por el que tendría que transcurrir toda la humanidad, según una
idea ya difundida en el XIX por Comte y luego recogida por la mayoría de los
cultivadores de la sociología religiosa. Sin embargo, todo nos lleva a pensar que lo
que se llama desacralización (por otro lado, relativa y limitada a algunos sectores
de la población) es un fenómeno occidental y casi europeo.

¿Qué significa, en ese contexto, desacralización? Romper toda distinción entre lo


sacro y lo profano, en el sentido preciso de que también lo ex-sacro ha de adoptar
formas profanas. Cabe otra interpretación: desacralización en cuanto eliminación
de cualquier referencia y práctica religiosa. Esto último, sin embargo, cuando se
da es en forma de persecución religiosa y, por tanto, como gesto antisacro que,
por contraste, revela lo sacro. En Occidente la desacralización se advierte en los
deseos de que las cosas más ordinarias y corrientes, las formas habituales de
expresión, el comportamiento, la música, etc., sean, así como están, utilizadas
como formas de expresión de lo sacro.
1 La mayoría de las obras citadas aquí están traducidas al castellano, pero se dan en sus ediciones
originales, también para que se advierta la fecha de edición: R. OTTO, Das Heilige, Breslau 1917; E.
DURKHEIM, Les Formes élementaires de la vie religieuse, París 1912; R. CAILLOIS, L'Homme et le
sacré, París 1939; G. VAN DER LEUW, Phánomenologie der Religion, Tubinga 1933; M. ELIADE, Traité
d'histoire des religions, París 1949. Para una introducción al tema, aunque desde un punto de vista
limitado, M. ELIADE, Lo sagrado y lo profano, Madrid 1979 (3.a ed.). En cambio puede obtenerse una
perspectiva general en la obra, al cuidado del cardenal F. KOENIG, Christus und die Religionen der
Erde, tres volúmenes editados en Friburgo de Brisgovia, 1951, traducidos al castellano y editados en la
BAC: Cristo y las religiones de la tierra.

Esto, junto a otros factores de tipo económico, estético, incluso logístico (piénsese
en el modo de vida urbano, de creciente y simultánea dispersión, extensión y
atomización), ha influido en fenómenos que se han hecho corrientes, aunque no
generales. Fijémonos ahora en esa intención de que lo sagrado se exprese del
modo más ordinario posible, coloquial, como un comportamiento más.

Están aquí mezclados dos conceptos o, quizá mejor, dos intenciones: una, la de
que la religión no sea algo extraño, desvinculado de la vida corriente; otra, la
convicción de que lo sacro ha desaparecido del horizonte habitual de muchos
hombres. Estas dos intenciones, sin embargo, no pueden convivir juntas, porque
son contradictorias. La primera se apoya en una inteligencia profunda de lo
religioso. Efectivamente, la vida de relación con Dios no puede ser algo extraño,
anómalo; siendo lo más íntimo que existe en el interior del hombre, ha de
reflejarse en todas sus acciones.

La segunda intención es la generalización de un hecho histórico convertido en


categoría esencial, como si en la historia se hubiese operado una mutación
sustancial. Se piensa, más o menos, así: si muchos hombres han perdido el
sentido de lo sacro y funcionan con categorías simplemente temporales y
terrenas, lo sacro ha de mostrarse también en esas mismas categorías, para que
pueda volver a cobrar vigor.

La conclusión que se puede extraer es la siguiente: si, por un lado, es preciso


fomentar el ensamblaje concreto de la fe con las acciones cotidianas, con la vida
civil, con el trabajo humano, de otra parte no se puede desconocer que es
necesario atribuir un tiempo y un espacio especial a manifestaciones esenciales
de lo sacro. Y esto, sencillamente, porque el hombre es así, y con esa bipolaridad
se manifiesta también en otros ámbitos.

No se puede, en efecto, eliminar de la experiencia humana el sentido de lo


distinto, de lo apartado, de la solemnidad, del momento especial. Así se funciona
en todos los ámbitos de la vida: desde la celebración de una fiesta familiar a la
solemnidad civil de una conmemoración, desde el boato de una celebración
deportiva hasta la presentación de una obra literaria, musical, artística, etc. En
otras palabras: no es suprimible nunca la ceremonia, el rigor del rito, la aparente
rigidez de lo que debe hacerse de un modo determinado y fijo.

El hombre es un ser ritual. En su sentido más amplio, el rito es un acto o una serie
de actos concatenados (un comportamiento) que están destinados a repetirse. El
rito no es un simple hábito o una costumbre. En general, se reserva el nombre de
rito para aquellos comportamientos fijados cuyo fin no es sim plemente (o no lo es
en modo alguno) utilitario y pragmático. Puede ser algo utilitario el tomar café o té;
pero el modo de hacerlo (piénsese en la «ceremonia del té» en algunos pueblos
orientales) no es en modo alguno pragmático. Se puede, por utilizar un ejemplo,
comer de muchos modos; en poco tiempo, en pie, andando, etc. Pero cuando se
pretende algo más que la simple alimentación, la comida se da en medio de un
rito, con unas maneras determinadas, con un orden rígido, con un principio y un
final. Una comida conmemorativa no se hace mediante la entrega, a cada
persona, de la porción correspondiente de alimento, para que la consuma cuando
quiera y como quiera.

Los ejemplos podrían multiplicarse en todos los ámbitos humanos. Cuando el


hombre, en cualquier época, se ha planteado su relación con Dios —cualquiera
que sea la noción que se tenga del Ser Supremo—, ha visto la necesidad de un
ritual, precisamente en comparación con el ritual que utiliza en otras acciones no
específicamente sagradas. El rito marca la necesidad de la intensidad, de la
concentración, del recogimiento o de la expansión gozosa. El rito acentúa la
importancia de lo que ya se sabe que es importante.

Desde otro punto de vista, el rito muestra la naturaleza humana, que no es simple
materialidad ni simple espiritualidad, sino unidad de alma y cuerpo. Por eso lo más
interior es expresado mediante palabras, gestos y movimientos. La supresión de la
importancia del rito es una reducción de lo humano. Si en la expresión de lo
religioso se disminuye la importancia del ritual, el hombre queda privado de un
rasgo fundamental para la demostración de su religiosidad. No desaparece el rito,
sino que se traslada a otras esferas o ámbitos de la vida, no religiosos.

Esta última observación puede ser malentendida. No se trata de que exista en el


hombre algo así como un «potencial ritual» que, de una u otra manera, se llenaría,
tendría satisfacción. Este enfoque «formal» del rito es el que predomina en la
bibliografía más difundida sobre el tema2, pero obedece al parti pris de un
naturalismo sin una real apertura a lo trascendente. La confusión se ha
engendrado de manera especial con los llamados ritos de paso y, en concreto, de
los que se dan en todos los pueblos primitivos (en el nacimiento, en la pubertad,
en el matrimonio, en la muerte). Celebrar el paso por algo —en el tiempo o en el
espacio— puede ser una ceremonia completamente desprovista de sentido
religioso («fiestas del paso del Ecuador», por ejemplo).

Es preciso caer en la cuenta de que lo religioso se muestra en el rito porque el


hombre, estructuralmente, es un ser ritual. La necesidad de «ritualidad» se «llena»
de diferentes modos. El rito religioso «utiliza» esa necesidad de ritualidad y, en
cierto modo, la transforma, porque el rito sacro auténtico se diferencia
esencialmente de cualquier otro. No darse cuenta de esto ha hecho posible las
comparaciones, simplemente por caracteres formales, entre determinados «ritos
de pasaje» y los ritos sacramentales. Es cierto que el hombre necesita «insistir»
en los hechos importantes (nacimiento, amor, muerte, etc.) y que lo hace a través
de un rito. Véase el caso del matrimonio. Se dice que hay un «rito religioso» y un
«rito civil». Una mirada superficial vería en estas dos formas algo casi equivalente:
la «celebración» del paso de soltero a casado. Sería irrelevante que el acto se
celebrara en presencia de Dios o en presencia del juez. «En el fondo», se trataría
del mismo «esquema».
2 Cfr., por ejemplo, J. CAZENUEVE, Les Rites et la condition humaine, P.I.F., París 1958; C.
LECOEUR, Le Rite et l'outil, P.U.F., París 1939.

La homologación por «esquemas» es una tarea atrayente: una «ciencia» de la


«formalidad» que puede dar la apariencia de la explicación. En el fondo, es un
trabajo necesario, pero sólo de desbroce. En efecto, los esquemas fundamentales
son pocos. Existe en todo una especie de «economía de funcionamiento» que no
multiplica sin necesidad los «sistemas». La «ritualidad» del comportamiento se
encuentra en lo religioso como en otras actividades humanas. Lo propio del rito
religioso no es el «esquema», sino los términos entre los que se establece
la conexión.

Ya se vio cómo la magia tiene «ritos» —algunos de una rigidez extrema, ridícula
—, pero la magia no es religión, porque no existe conexión entre lo humano y
Dios. Lo propio de la religión y, por tanto, del rito religioso es tender ese
puente entre el hombre y Dios: la palabra pontífice tiene ese sentido etimológico
evidente. Y lo propio del cristianismo es asegurar que, precisamente porque el
puente se establece entre los hombres y Dios, lo demás (la naturaleza, los astros,
los ríos, los animales, las plantas) no pueden ser sagrados en sí; a lo más pueden
ser instrumentos de las acciones sagrada

CRISTIANISMO COMO PROFANIZADOR

Nunca mejor empleada la palabra ensayo que para las consideraciones que
siguen. Nos estamos continuamente preguntando qué pasa con la religión, qué es
eso de la secularización, qué hay que entender con el término desacralización.
Las preguntas se multiplican como en un enjambre. Los diferentes términos, las
perspectivas distintas crean un verdadero bosque. La teología, la filosofía, la
sociología religiosa, la antropología, la historia de las religiones y otras ciencias
acumulan observaciones, datos, reflexiones. Uno puede quedarse, literalmente,
sin saber qué hacer.

No nos vamos a resignar a la confusión. Ahí está el ensayo, precisamente para


intentar encontrar un hilo para desenmadejar la madeja. Pero el ensayo no puede
enfrentarse, de pronto, con toda la realidad. Tiene que partir de tesis afirmadas, de
análisis realizados con conocimiento de causa, de atención a lo que ya ha sido
pensado.

He aquí algo que ha sido pensado y dicho. Lo repetiré de la forma más sencilla
posible: «la religión cristiana, al negar a las cosas y a las obras del hombre
(ídolos) su carácter sacro, hace nacer "lo profano"; y al incluir la categoría de lo
profano, pone en marcha el proceso de secularización". Admitido esto, las
consecuencias sólo pueden ser de dos tipos. En primer lugar, el cristianismo trae
consigo —en el límite— la muerte de toda religión. En segundo lugar, el
cristianismo necesita afrontar religiosamente la secularización, hasta el punto de
poderse hablar de lo «cristiano-profano».

La primera consecuencia implica, a su vez, que la religión es asunto humano y


que, por tanto, puede preverse, en un tiempo más o menos distante, la
desaparición de cualquier forma religiosa trascendente. La religión quedaría como
categoría humana (a semejanza de la ciencia, del arte, de la política), mediante
una resacralización de las cosas y de las creaciones humanas.

Esta posición puede verse, con los matices que se quiera, en un conocido libro de
Luis Cencillo sobre el Mito1. Cito lo esencial: «El mismo Cristianismo, ya
formalizado en cuanto cultura que incorporaba y vitalizaba elementos aristotélicos
y estoicos, contenía en sí los gérmenes de la secularización. Y no sólo porque el
pensamiento filosófico helenístico (...) se orientase decididamente en un sentido
no sacral, aunque todavía conservase expresiones y actitudes propias de las
culturas sacrales, sino porque la doctrina de San Pablo con respecto a las
realidades mundanas combatía la sacralización inmanente de las mismas»2.
1 L. CENCILLO, Mito, BAC, Madrid 1970.
2 Mito, p. 47.

Para los antiguos, todas las cosas están llenas de dioses, según afirmó Tales de
Mileto. (Algo parecido al animismo que desde Tylor algunos consideran el origen
de la religión.) En el universo antiguo no hay distinción entre sacro y profano. Todo
es sacro. Así se explicaría en qué sentido difuso los emperadores romanos
aceptan su «divinización» aun en vida. «Divino» quiere decir aquí «sacro», algo
distinto y a la vez mezclado con cualquier experiencia. Las mitologías griega y
romana hacen sacro al río, al monte, al camino, a los límites de un terreno, a la
actividad de roturar la tierra, de la siega, de la asistencia al parto y así hasta el
cansancio. Cualquier cosa y cualquier actividad humana es sacra, porque la
religión es inmanente al mundo, según un panteísmo más o menos formulado,
pero casi siempre presente.

Este universo mental queda roto, pero sólo en algunos rincones de la tierra, por el
monoteísmo judío. El Antiguo Testamento desarrolla una lucha sin cuartel contra la
«sacralidad» de las cosas, afirmando que «sólo Dios es santo». Los judíos,
siempre en peligro de contagio por los pueblos vecinos, tardan en entender esto.
Una y otra vez celebran en los altos, vuelven a lo sacral, prostituyéndose con las
cosas, dando la espalda al Santo. Hasta el sabio y genio Salomón cae en esta
idolotría de lo sacral cósmico. Verdaderamente es una clave para entender los
libros históricos y los proféticos del Antiguo Testamento esa lucha continua entre
una religión inmanente (que adora lo sacro cósmico) y una religión trascendente:
sólo hay un Dios, el Santo. Al Santo se le pueden —y deben— ofrecer cosas,
animales, pero no porque éstas sean sacras, sino precisamente por lo contrario:
para demostrar que ellas, en sí, valen poco, nada, al lado del Señor de todas las
cosas.

Lo «sacral» antiguo era compatible con cualquier forma de conducta, incluso con
las aberraciones. Son conocidos los casos de prostitución sagrada, las saturnales,
la adoración de símbolos fálicos y, en otras latitudes, los sacrificios humanos y la
antropofagia ritual. La religión grata al Dios de Israel es otra cosa, diametralmente
opuesta. Sólo el deseo de ser conciso me impide

traer aquí cientos de testimonios. Baste uno, muy conocido, de Isaías:

«¿A mí qué, dice Yavé,


toda la muchedumbre de vuestros sacrificios?
Harto estoy de holocausto de carneros,
del sebo de vuestros bueyes cebados.
No quiero sangre de toros,
ni de ovejas, ni de machos cabríos.
¿Quién os pide eso a vosotros,
cuando venís a presentaros ante mí,
hollando mis atrios?
No me traigáis más esas vanas ofrendas.
El incienso me es abominable;
neomenias, sábados, convocaciones festivas,
las fiestas con crimen me son insoportables.
Detesto vuestros novilunios,
y vuestras asambleas me son pesadas;
estoy cansado de soportarlas.
Cuando alzáis vuestras manos,
yo aparto mis ojos de vosotros;
cuando multiplicáis las plegarias,
no escucho.
Vuestras manos están llenas de sangre.
Lavaos, limpiaos,
quitad de ante mis ojos
la iniquidad de vuestras acciones.
Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien;
buscad lo justo, restituid al agraviado,
haced justicia al huérfano,
amparad a la viuda»3.
3
Isaías 1, 11-17.

Como resulta claro, aquí las cosas humanas (animales ofrecidos, acciones
corrientes) no son declaradas impuras, pero se les quita su carácter sacral sin
más. La verdadera actitud religiosa es interior (y, por eso, se desborda
exteriormente) y tiene como consecuencia inmediata el buen trato al prójimo, la
justicia en el sentido bíblico. No cabe pues ofrecer un mal (una conducta impura) a
Dios, como un sacrificio. Dios sólo quiere el bien, y hay que aprender a hacerlo.
Nótese cómo, en esta perspectiva, está condenada, in nuce, cualquier actitud
puramente externa, rutinaria, hipócrita, farisaica.

«Con la Revelación cristiana se proclama la bondad de todas las cosas y el


señorío de Dios sobre todas ellas, que las ha santificado a todas; no se trata ya de
la energía mágica inmanente al mundo, aunque divergente de lo cotidiano, sino
del influjo espiritual y trascendente de un Redentor divino que, gracias a su
encarnación humana, confiere por su parentesco un nuevo valor —no una carga
mágica— a todas las realidades, las cuales quedan con ello purificadas de las
cargas negativas que les atribuía la creencia antigua. Se adquiere así una visión
optimista y positiva de todas las realidades, pero también pierden éstas su relieve
sacral, y frente a Dios, para convertirse en reflejo de sus profundidades y, a lo
sumo, en una mediación de su expresividad y de su creatividad»4. Bastará, según
Cencillo, acentuar la autonomía y auto-explicación de las realidades humanas
para que la secularización, iniciada hacia el siglo xlV, avance a pasos de gigante
hasta el día de hoy.

En la óptica de Cencillo estas consideraciones sirven para una «reivindicación»


del mito como constante humana y no es difícil detectar cierto sabor puramente
«culturalista» de lo religioso. Por eso es útil contrastar esa reflexión sobre el
carácter «profanizante» de lo judeo-cristiano con otras afirmaciones de otro autor,
Georges Cottier 5. «Podemos formular la siguiente proposición: el monoteísmo
judeo-cristiano obra un paso desde lo sagrado a lo santo, que abre el campo a la
desacralización. O bien: el concepto de profano encuentra su significación en el
monoteísmo judeo-cristiano; procede de él»6. Cottier, pasando revista a la
espiritualidad del Antiguo Testamento, hace afirmaciones de este estilo, cuya
verdad es difícil negar: «Todas las formas de sagrado que representan fuerzas
cósmicas maléficas, a las que corresponde una religiosidad fundada en el miedo,
son exorcizadas (...). El Dios creador es el Dios moral. Por eso son rechazadas
todas las formas de sagrado de carácter inmoral (...). El Santo, tal es el Nombre
del Dios único, trascendente, creador y maestro soberano de todas las cosas, es
el que ha dado al hombre la ley moral»7.
4 Mito, p. 48.
5
G. COTIIER, Signification chrétienne de la sécularisation, en «Nova et Vetera», enero-marzo 1981, pp.
14-35.
6
Significación..., p. 23.
7 Significación..., pp. 24-25.

Como ya se vio, esta religiosidad aparece como algo revolucionario,


diametralmente opuesto a todo lo que rodeaba al pueblo judío. De ahí, la
seducción constante de esta religiosidad «antigua», cósmica, que «sacralizaba»
los mismos vicios. La desacralización, en este sentido, «aparece como el correlato
de la unicidad de Dios, de su santidad y del tipo de relaciones, de lazos, que unen
al hombre a Dios. Esta desacralización no elimina pura y simplemente lo sagrado.
Hay, por el contrario, un sagrado que está bajo el poder y la dependencia del
verdadero Dios, sin confusión alguna. Y está el sagrado falso que reenvía a los
falsos dioses»8.
8
Signification..., p. 25.

Desde el punto de vista de la actividad humana, del trabajo en su sentido más


amplio, se puede observar el mismo cambio. El hombre no es sin más una parte
de la naturaleza. Ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Génesis 1,
26). No depende de lo cósmico como sagrado, sino que es señor de la naturaleza.
Las fuerzas del «mundo» no están reservadas a la magia, al ocultismo, a las
adivinaciones; el mundo es inteligible y el hombre puede conocerlo. Con razón,
anota Cottier, se ha visto en esta doctrina el fundamento teórico de la actitud
científico-técnica que caracteriza la cultura de Occidente desde los tiempos más
antiguos. Un mundo confuso, «sacro», animado por fuerzas ocultas, difícilmente
puede ser objeto de un conocimiento científico.
La autonomía de las cosas, de la actividad temporal, el respeto hacia su
consistencia como término de una acción de Dios, no como confusa mezcla de
sagrado (puro-impuro, bien-mal), era, pues, susceptible de emprender un camino
«propio», desvinculado de Dios.

Resultaba entonces fácil confundir los términos y establecer esta oposición:


profano / pecado contra sacro (sacro en cuanto santo, sacro «de Dios», no del
cosmos divinizado). Pero, como advierte Cottier, «es insuficiénte hablar de una
dialéctica de lo sagrado y de lo profano, porque tenemos que enfrentarnos con
tres términos, que no se sitúan en la misma línea: a lo sacro en cuanto santo se
oponen —pero a títulos diversos e irreductibles— lo profano y el pecado.
Confundir profano y pecado es una tentación ruinosa, a la que algunos teólogos
han sucumbido»9.

En otras palabras: existe un ámbito profano que no sólo no se opone en modo


alguno a lo santo, sino que es expresamente querido por Dios. Esto se suele decir,
teológicamente, hablando de la autonomía de las realidades humanas y
temporales. Una autonomía, entiéndase, de funcionamiento, no de origen, porque
es Dios el único origen. Autonomía de funcionamiento que lleva, entre otras, a
numerosas consecuencias: la incoherencia de «sacralizar» exteriormente lo
profano (esencia del clericalismo), la necesidad de respetar las leyes intrínsecas
de las cosas, la bondad de una pluralidad de soluciones —y, antes, de búsquedas
— en todo lo que no es esencial a la fe.

Cottier llega a hablar de «un profano cristiano» y de «un profano como valor
cristiano»10. En una reflexión inspirada en el Maritain de Humanismo
integral, escribe: «Para caracterizar la edad de una nueva civilización impregnada
por los valores evangélicos, ha propuesto hablar de cristiandad profana, poniendo
el acento precisamente en la autonomía (relativa) de las finalidades naturales»11.
9 Significación..., p. 29.
10
Significación..., p. 28.
11 Significación..., p. 30.

Desgraciadamente, la falta de nombres o de términos adecuados puede acabar


ensombreciendo lo que se intenta decir. Una «cristiandad profana» suena mal
también a quienes, precisamente, defienden la autonomía de funcionamiento
(mejor que relativa) de las actividades humanas. Llego incluso a pensar si es
necesario poner nombre a lo que, antes que nada, habría que hacerse. El
cristianismo «profaniza» en el sentido preciso de que no admite más sagrado que
Dios. Y al «profanizar», el cristiano se siente en la compleja situación de querer
estar íntimamente unido a lo santo (a Dios) y, a la vez, denunciar como idolatría
cualquier «sacralización», aunque esté abonada por una larga tradición (la Nación,
la Patria, la Familia, por no hablar de la Raza, la Clase, etc.) Sin embargo, esta
denuncia no ha de hacerse tanto en nombre de lo santo (de Dios), aunque ése
sería su origen radical, sino precisamente en nombre de la autonomía de
funcionamiento de las realidades humanas, de la libertad.

Nos encontramos así con la paradoja (es decir, con una contradicción sólo
aparente) de que cuando desaparece del horizonte lo auténticamente religioso,
reaparecen formas «sacrales» de lo cósmico, de la política, del arte. Y, como toda
actividad humana, requiere instituciones, agentes y códigos, esas
«sacralizaciones» adquieren la extraña forma de «clericalismos ateos» o de
«clericalismos agnósticos».

Si, en cambio, las actividades humanas tienen el carácter originario de una


autonomía de funcionamiento, el respeto a las cosas, el buen hacer de lo que
tiene que ser hecho, el respeto absoluto a las personas (no clasificándolas
inmóvilmente por sus opiniones, por su ideología, por su raza, ni siquiera por sus
creencias «religiosas») es una excelente manera de hacer presente lo santo en el
mundo.

Este ensayo llega así casi al límite de sus posibilidades: presentar al hombre
religioso con la compleja naturaleza de alguien que quiere estar indisolublemente
unido al Origen y, a la vez, con la quizá escandalosa actitud (para algunos) de un
«profanador» de las sacralizaciones vagamente cósmicas, idolátricas. Ese hombre
religioso parecerá, a algunos, una reliquia de «otros tiempos», porque se
considera, antes que nada, adorador y amador de Dios; para otros, parecerá un
francotirador, ya que se siente incómodo cuando, aun en nombre de Dios, se
intentan manipular las realidades humanas, desconociendo la autonomía de su
funcionamiento. Este «ser fronterizo» está muy lejos de las consolidaciones que la
mayoría de los hombres suelen amar. Ante los que desean, de antemano,
«clausurar la historia», este «ser fronterizo» parece un anfibio.

SAGRADO Y MODERNO

La autonomía de las realidades humanas se manifiesta de forma profana, sin que


aquí (como, en realidad, ocurre casi siempre) profano sea lo contrario
de sacro. Se necesitaría un término para designar lo que, teniendo una raíz
sagrada —y todo lo tiene, en cuanto que se conecta con lo santo, con el Santo,
con Dios—, no se expresa de forma sacral o, más propiamente aún,
organizativamente sacral, «eclesiástica». En otras palabras: hay varias formas
posibles de vivir lo sagrado de un modo «humano», «Civil».

Nos encontramos aquí con una realidad difícil de precisar en sus términos, pero
fácilmente inteligible en su expresión vital. Es un estilo de vida que se expresa en
una «natural» y profunda familiaridad con las cosas de Dios, alejada de cualquier
tinte clerical. He escuchado a veces a personas creyentes referirse a Dios, en una
normal conversación privada, con expresiones tomadas del ordinario lenguaje
coloquial.

Había una especie de hipersensibilidad ante la beatería. Y eran personas que, en


los momentos expresamente dedicados al culto divino, se comportaban con
respeto, incluso con solemnidad, muy lejos de esa «familiaridad irrespetuosa» que
a veces se ha observado en algunos gestos «sacristanescos» o en quienes
podrían ser definidos como «burócratas de lo divino».

Esas mismas personas que hacen compatibles todos esos rasgos (trato profundo
con Dios, lenguaje normal, rechazo de la beatería) se caracterizan también por no
plantearse (porque vitalmente lo han resuelto) el viejo tema de cómo atender,
siendo creyentes, al llamado «mundo moderno». Es el momento de plantearse
qué tipos de equívocos pueden existir en ese enfrentar «lo moderno» a las
creencias religiosas.

La manera más drástica de resolver la situación es negando cualquier tipo de


valor a la expresión «mundo moderno». Se me ocurren, en ese sentido, estas
reflexiones que siguen. Todo «mundo», es decir, cualquier momento de la historia,
ha sido siempre moderno. Sea lo que sea de la conciencia histórica, es difícil
imaginar que los griegos del siglo III antes de Cristo, los romanos del siglo I, los
bárbaros del siglo v, etc., se considerasen «no modernos». La polémica «antiguo-
moderno», registrada con cierta periodicidad en la historia, es un motivo de índole
cultural, no ontológico. Es producto de una lectura a posteriori de la historia
transcurrida o de un cierto «avance» de lo que se estima que debe ser el futuro.
Difícilmente se trata de una cuestión de «contenidos». En efecto, motivos
«antiguos», incluso calificados de «reaccionarios» pueden adquirir, en otro
contexto, un singular aspecto «moderno». Véase un caso muy comentado:
algunos defensores del ancien régime frente al liberalismo-centralista estaban a
favor de lo pequeño, de la autonomía local, de la «autogestión». Aparecieron
entonces como «medievales» frente a la Razón, las Luces y el Progreso. Menos
de cincuenta años después, el liberalismo-centralista ya había dado origen a una
serie de males sociales. La primera reacción fue, genéricamente hablando, el
«socialismo», que volvía a plantear el tema «reaccionario» de «más sociedad».
Cuando el socialismo, al heredar algunas de las características del liberalismo
(centralismo, planificación de la enseñanza, etc.), lleva, en algunas de sus
realizaciones históricas, a la anulación de los derechos de la persona, surgen, a la
izquierda de ese mismo socialismo, movimientos que reclaman el valor de la
autogestión, de la autonomía, de la descentralización. En otras palabras: en
menos de cien años los motivos citados pasan de ser «reaccionarios» a ser
considerados como la vanguardia de la modernidad.

Podemos dar ahora un paso más: el énfasis en lo «moderno» es consecuencia de


la falta de distinción entre el tiempo y la eternidad, lo que trae consigo, aunque
resulte extraño, una descalificación del tiempo (de ahí la necesidad de reforzar el
momento actual, llamándolo «moderno»). La falta de distinción entre el tiempo y la
eternidad se produce tanto cuando se niega cualquier «duración» después del
presente tiempo, como cuando se postula una duración cíclica. Muchas de las
creencias existentes antes del cristianismo (preexistencia de las almas, ciclo de
las reencarnaciones) eran un modo concreto de escapar de la tragedia del tiempo.
Dicho de otra forma: eran el modo concreto de no ver la historia del hombre como
algo completamente original, como un destino que se juega una sola vez.

Aquí hay que dejar paso a una filosofía/teología de la historia, la de San Agustín,
que es, hasta ahora, la única que concede al tiempo humano toda su originalidad.
Para San Agustín, desde la creación del mundo y del hombre, sólo está
sucediendo una sola cosa: la historia humana, en la que interviene Dios. De este
modo, la fatalidad de los ciclos ha sido rota. El alma no tiene tampoco una historia
previa, ni se necesitan reencarnaciones. El hombre se juega su destino una vez, a
una sola carta.

En la concepción agustiniana, la historia es un solo poema, una sola melodía,


llena de variaciones: «Así va transcurriendo la hermosura de las edades, cuyas
partículas son aptas cada una a su tiempo, como un gran cántico de un artista
inefable, para que los que adoran dignamente a Dios pasen a la contemplación
eterna de la hermosura mientras dura el tiempo de la fe»1. En ese cántico no se
dan todas las notas al mismo tiempo. No sería música. Dios conoce la melodía y
la produce, pero el hombre no tiene ese sentido de la totalidad; sólo con la fe
puede abarcar más, aunque siempre «oscuramente».
1 S. AGUSTÍN, Carta 138, 1, 5; Carta 166, 5, 13; La Ciudad de Dios 11, 18.

La «oscuridad» de la fe permite que la historia humana sea siempre original.


Siempre será moderna, como es moderna la última nota que suena. La atención
del hombre a Dios ha de darse, por tanto, siempre, en una modernidad sucesiva.

Ahora se entiende, quizá, cómo en épocas de fuertes creencias religiosas, el


estrecho contacto con Dios era también vivido como «modernidad». Por
escandalosa que resulte la siguiente afirmación para cierta mentalidad, las
Cruzadas fueron empresas modernas, eran lo que, en ese momento, «se
llevaba»; «moderno» era San Benito, con un proyecto cultural para toda Europa;
«moderno» San Francisco de Asís. Para descalificar como «no moderno» estas
posiciones es preciso haber construido un esquema conceptual del tipo del de
Comte: la Humanidad como «progreso» desde un estadio teológico a uno
metafísico para terminar en uno «científico», positivo. Pero, ¿qué puede querer
significar «terminar» en la historia? ¿Cómo puede haber historia clausurada de
antemano?

Cuando San Agustín entiende la historia humana como una realidad bipolar (en
ella «actúan» Dios y el hombre), la deja continuamente abierta. Si la historia es
bipolar es porque en ella se desarrolla el juego cruzado de las combinaciones de
dos amores, los que fundan las dos «ciudades»: «Dos amores fundaron dos
ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; el amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma; la
segunda, en Dios»2. Si descartamos en seguida las falsificaciones históricas de
esta radical actitud agustiniana (la ciudad terrena no es la cultura humana, no es
el Estado; la ciudad celestial no es la organización eclesiástica), nos encontramos
con un mundo abierto a todas las combinaciones posibles y a la vez
perfectamente encuadrado en la pasión, en el amor. «Siendo tantos y tan grandes
los pueblos diseminados por todo el orbe de la tierra, tan diversos en ritos y
costumbres, tan variados en lenguas, en armas y en vestidos, no forman más que
dos géneros de sociedad humana, que podemos llamar, de acuerdo con nuestras
Escrituras, dos ciudades. Una es la de los hombres que quieren vivir según la
carne; otra, la de los que quieren vivir según el espíritu»3.

Nótense los rasgos de «diversidad». La historia humana ha añadido otros; las


ciencias sociales y humanas los han estudiado detenidamente; sin embargo, la
suma de las diferencias no entraña una diferencia cualitativa. Si la historia es
bipolar, la Humanidad estará siempre dividida «en dos grandes grupos. Uno, el de
aquellos que viven según el hombre; otro, el de aquellos que viven según Dios»4.
En cada momento —y esto es esencial— la historia de esas dos ciudades es la
historia moderna.
2 La Ciudad de Dios 14, 28.
3
La Ciudad de Dios 14, 1.
4
La Ciudad de Dios 15, 1.

En un caso, nos encontramos con una modernidad cerrada en sí misma. En otro,


vemos una modernidad abierta, en la perspectiva de la eternidad.

Hemos llegado, quizá, a una conclusión importante: no se puede contraponer lo


moderno a lo sagrado de modo absoluto y sin más. Hay un «moderno» opuesto a
Dios y un «moderno» con Dios. «Moderno» es todo, en el momento en que es
historia, en el momento en el que se da, en el tiempo. Y se entiende también cómo
la atención a una historia abierta, la no clausura de «lo moderno» en un
determinado estadio, haga posible la conexión entre el creyente y el no creyente.
En otros términos: el creyente está a gusto en la modernidad, en su tiempo, junto
a otros hombres no creyentes. Es más, la mayor parte de su vida transcurrirá en
formas y modos de comportamientos ordinarios y generales, comunes a cualquier
persona que viva en ese tiempo.

Si esto es así, ¿cómo se puede hablar de que «lo moderno» ha hecho que
desaparezca lo sacro? ¿Cómo «eliminar» a los creyentes del mundo de lo
moderno? Sólo en un sentido cuantitativo o, si se quiere, sociológico. La
disminución de lo sacro suele medirse, en efecto, por la disminución del número
de personas que «practican» la religión, por el aumento del número de personas
que opinan que «Dios no cuenta nada en mi vida». Todo esto encierra cierta
lógica, pero una lógica limitada. Supone, en efecto, leer toda la historia humana
(desde el principio hasta el imprevisible final) con una teoría prefabricada: la de
que Dios es una creación humana, típica del estadio infantil de la Humanidad; la
de que el progreso en el tiempo señala, indefectiblemente, la desaparición de
Dios.

Hay que asombrarse ante esta capacidad de «leer» todo de una sola vez,
clausurando la historia. Por fortuna, nos ha quedado escrito un caso en el que la
disminución de la «práctica religiosa» era general o casi: «Viendo Yavé cuánto
había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba
sino aviesos designios todo el día, se arrepintió de haber hecho al hombre en la
tierra, y dijo: Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y
con el hombre a los ganados, reptiles y hasta a las aves del cielo, pues me pesa
haberlos hecho»5. Aclaremos quizá algo que no necesita aclaración: el texto está
pensado para que el hombre «entienda» de algún modo. Dios no puede
«arrepentirse» de algo que ha hecho, ya que en El no existe antes y después; no
hay tiempo. Por lo demás, el texto sigue, menos dramáticamente: «Pero Noé halló
gracias a los ojos de Yavé»6. Basta, si deseamos expresarlo así, «un poco de
práctica religiosa», un «resto» que reconozca a Dios, para que Dios continúe al
lado del hombre.

El mismo Génesis relata la intercesión de Abraham a favor de Sodoma y Gomorra,


la típica «ciudad terrena» en el sentido agustiniano. Es un texto misterioso.
Abraham empieza pidiendo que por cincuenta justos que puedan existir salve a
todos. Al final, habiendo bajado cada vez más la cifra, dice: «No se incomode mi
Señor si aún le hablo otra vez: ¿y si se hallasen allí diez (justos)? Y le contestó:
Por los diez no la destruiría»7. De forma inexplicable, Abraham no sigue
insistiendo, no intenta rebajar más la cifra. ¿Hasta dónde hubiese estado
dispuesto Yavé a ceder? Pero no es un tema de exégesis; queda claro que, en los
planos de Dios, basta una «pequeña cantidad».
5 Génesis 6, 5-7.
6
Génesis 6, 8.
7 Génesis 18, 32.

La lógica usual del hombre es otra. En la normal estimación humana, las cosas
«dejan de ser» en la medida en que existen muy pocas personas que las valoran.
Al «dejar de ser» no están en el «último tiempo», no son «modernas». Pero
obsérvese cómo esta lógica no se lleva hasta sus últimas consecuencias, ya que
traería consigo el dominio del «hecho consumado», la consolidación de lo dado,
un talante conservador, la imposibilidad de la novedad. Está claro, en efecto, que
también en las tareas exclusivamente humanas, lo valioso puede empezar siendo
«muy poco», cuantitativamente hablando; puede ser, incluso, sólo el pensamiento
o la idea de una sola persona. La vanguardia no es nunca una mayoría. El
«pionero», en cada época, es el más moderno, precisamente porque «anticipa» lo
que todavía no se ha generalizado.

La historia sigue abierta, el poema no ha concluido. Basta —en el límite— un solo


creyente, para que en él se dé la confluencia de «sacro» y «moderno».

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