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En los siguientes doce minutos trataré de responder a tres preguntas.

Primera: ¿por qué es relevante


que esté hablando hoy de videojuegos? Segunda: ¿cómo cambia la figura del público de un museo
en relación a los videojuegos o, mejor dicho, qué nueva figura inventan los videojuegos? Y tercera:
¿por qué los videojuegos Inside, de Playdead, y Everything, de David O'Reilly, son pertinentes para
empezar a conocer la denominada ontología orientada a objetos (en adelante, triple O), que ha
sustraído al sujeto el rol privilegiado que tenía hasta ahora en la metafísica occidental?
La primera cuestión, por qué hablamos hoy de videojuegos, tiene fácil respuesta: si bien desde 1989
se han programado exposiciones temporales sobre este tema (la primera, en el American Museum of
the Moving Images, en Queens), en 2012 el MoMA incorporó un primer lote de 23 juegos a su
colección permanente (en la sección de Architecture and Design Galleries). La colección, ampliada
poco después hasta 40 títulos, sin embargo no está compuesta de copias físicas, sino del código del
juego. La exposición del MoMA implica que el videojuego ha pasado a ser institucionalmente
aceptado por un gran museo, pero no corrige algunas carencias que quizá sean ya insalvables: al no
disponer de copias físicas, se traslada al coleccionista particular la responsabilidad de conservar
videojuegos en buenas condiciones, habida cuenta de que incluso las editoras reconocen ignorar si
cuentan con copias de seguridad. La rara, por aislada, tentativa del Computer & Videogames
Archive de la Universidad de Michigan, que a fecha de 23 de noviembre contaba con 7.726
artículos catalogados, quiere asumir esta tarea de recopilación y conservación. Estas son, pues, las
dos consecuencias más inmediatas, que responden a la primera pregunta: existe una sanción
institucional del videojuego, por un lado, y hay, por otro, una carencia de archivos, si entendemos
por archivo su sentido primitivo: archeion, o “lugar seguro”. (Además, dicho sea de paso, el museo
puede tomarse su revancha: el arte saltó del templo al museo y del museo al hogar, como señala
Gombrich, y ahora puede saltar del hogar al museo.)
La segunda cuestión se refería a cómo cambia la figura del público del museo con la irrupción de
los videojuegos. Se considera que lo propio del videojuego es la “interacción”, mediatizada por una
pantalla. Un videojuego no funciona solo, es necesario que alguien lo active —una videoinstalación,
por contra, puede desplegarse en loop sin necesidad de que nadie la vea. Podría entenderse la
interacción como una coparticipación en la obra. Recordemos las instalaciones para compartir
alimentos que Rikrit Tiravanija propuso en los años noventa. La obra de Tiravanija es inscrita por
Jacques Rancière en el llamado “arte relacional”, que se preocupa por renovar los lazos entre el
artista y el espectador, de manera que transformen el vínculo entre lo político y lo estético —en este
caso, a partir del gesto de compartir una sopa en un espacio históricamente constituido por la
distancia entre obra, artista y público, y por el público en general entre sí. Pero si bien el gesto de
Tiravanija puede ser mecánico —desde luego no es espontáneo—, en la medida en que ofrece
siempre conversación y sopa a sus visitantes, el videojuego es automático, y reacciona según una
multiplicidad de patrones prefijados sin torcer el rostro. El arte relacional establece una interacción
laxa, débil; el videojuego, una interacción fuerte —aunque hay videojuegos que simulan lo social,
igual que el arte relacional simula lo comunitario. Una interacción fuerte significa, en pocas
palabras, que si no se obedecen los patrones del juego, el jugador es expulsado. Hay una amenaza
implícita e insistente: jugar significa arriesgarse a perder según unas reglas determinadas. De lo que
se preocupa el videojuego es del lazo con el programa. Nada de esto tiene que ver con el arte
relacional.
En su libro El videojugador, Justo Navarro afirma que “un videojuego es una herramienta
pedagógica: enseña al jugador a entenderse con los ordenadores”. Se sustituye el trabajo del
maestro, de un sujeto, por el de un programa, el objeto, que en adelante fijará las reglas que el
videojugador debe obedecer mediante el ilusionismo de una libertad de acción. Esta libertad oculta
el mecanismo del programa, pero el programa siempre marca unos límites. El videojugador es un
objeto entre objetos, una función (función-sujeto) dentro del programa que arrastra la idea de cierta
“libertad de acción”, pero que no puede separarse de las otras funciones del programa. En la medida
en que la función-sujeto en el juego se parece al sujeto fuera del programa, este videojugador,
objeto entre objetos, ilustra lo que se ha denominado triple O. Esta pedagogía de la máquina ya no
enseña a actuar y pensar en la máquina, sino a actuar y pensar fuera de ella. Es el objeto ahora el
que piensa al sujeto —el objeto es maestro del sujeto. En resumen, para responder a la segunda
pregunta, la nueva figura se llama “videojugador”, y el videojugador es una función dentro del
videojuego. Es, de hecho, una parte programada del videojuego.
Para explicar la tercera cuestión, a saber, por qué Inside, del estudio danés Playdead, y Everything,
del artista David O'Reilly, son dos propuestas para comprender la triple O, empezaré recordando el
esquema de la correlación epistemológica. Tenemos, por un lado, un sujeto que conoce y, por otro,
un objeto conocido. Cada polo de esta correlación puede ser llenado con distintas instancias: un
científico o un filósofo, por ejemplo, frente a la naturaleza o el ser. Por decirlo de manera
simplificada, aquí el objeto está a la espera de ser descubierto por el sujeto. El sujeto o bien debilita
(undermine) el objeto —el científico llega a la conclusión de que la naturaleza está compuesta de
partículas subatómicas; la materia queda fragmentada en elementos infinitesimales— o bien lo
entierra (overmine) —el filósofo reduce la realidad a la constitución de un ser (o un arjé) al que él
tiene acceso mediante el pensamiento, por lo que la realidad queda por debajo de este pensar. Estas
son las dos acusaciones que lanza Graham Harman —filósofo fundacional de la triple O— a las
filosofías del sujeto: han subestimado el objeto.
Expliquemos esta correlación en términos de videojuego. El videojuego Inside pone al jugador en la
piel de un niño (de rojo) que ya está huyendo. No sabemos de qué huye, ni hacia dónde. El
escenario se va perfilando progresivamente como una sociedad distópica, gris, espectral; parece al
mismo tiempo una fábrica, un laboratorio y una oficina. En esta huida, el niño, el jugador, se coloca
en una fila de hombres-zombi y hace exactamente lo que hacen ellos, y lo que ellos hacen es lo que
los vigilantes de la sociedad distópica les dicen que hagan: andar, saltar, dar una vuelta —
movimientos que, aislados, son poco menos que absurdos. Recuperemos el esquema anterior: aquí
el sujeto se comporta como el objeto-programa, e incluso el acto mayor del sujeto, la libertad, no se
diferencia de la obediencia. Pueden ponerse otros ejemplos no ya del orden de lo jugable, sino de lo
narrativo. El niño pasa a través de unos laboratorios, de los que vemos uno de los cristales, en el
interior del cual está el niño. En este cristal aparece el número 4. El niño es un objeto de estudio.
Más adelante cruza unos muelles de carga en los que vemos también el número 4. El niño está
corriendo por un raíl, el raíl del espécimen 4. Todo indica que la huida aparente hacia el exterior es
más bien un retorno hacia el interior de la sociedad de la que se huye. Con Inside puede
interpretarse la relación sujeto-objeto en términos morales: sumisión-libertad. El acto de huir para
liberarse es idéntico al acto de obedecer. Los márgenes de acción del videojugador en el programa
están predefinidos.
Muy distinta es la aproximación de Everything, juego en el que que, de hecho, nadie pierde y sí que
puede ponerse en loop para que ejecute partidas aleatorias. Everything recupera el pensamiento de
Alan Watts, una versión New Age de distintas filosofías mal llamadas “orientales”. El jugador
controla una conciencia cósmica que puede convertirse en cualquier cosa: desde un oso a una
partícula de polen o un átomo. Aunque la lectura panteísta de Watts sea privilegiada, Everything
permite explorar todos los objetos del mundo abandonando la certeza y la estabilidad del “yo”.
Cada cosa encarnada introduce una nueva perspectiva, una recolocación del mundo (su mundo). De
este modo, hacerse objeto es recuperar, como señala Ian Bogost, el “asombro”: de repente, todas las
cosas valen por ellas mismas en su extraordinaria simplicidad. Ian Bogost —filósofo de la triple O
— explica que lo que él llama fenomenología alien consiste en “amplificar, más que en reducir, la
distorsión, capturando la relación metafórica entre objetos y caracterizando su percepción [del
objeto] a través de una interpretación especulativa imperfecta”. Everthing es un ejercicio de
especulación que convierte al jugador-objeto en un mero transitar entre objetos en los que nunca
había reparado. Esta es la respuesta a la tercera pregunta: estos videojuegos sitúan al sujeto como
objeto, y permiten pensar los objetos de un pequeño ecosistema cuyo propósito es reconocer la
importancia de cada entidad ajena al sujeto.
De hecho, la triple O atañe también al pensamiento ecologista, como el de Timothy Morton, por lo
que no puede soslayarse el ejercicio de especulación objetual que proponen los videojuegos —
pensar fuera del mero provecho humano. En este sentido, el corolario de nuestras tres preguntas es
que el museo tienen la posibilidad de situar los videojuegos en las formas de pensamiento del que
emergen, más allá de su contenido lúdico, algo que el consumo doméstico de videojuegos olvida.

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