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Ingeborg Bachmann

(Klagenfurt, 1926 – Roma, 1973)

En 1953 se publicó su poemario “Die Gestundete Zeit” y


recibió el premio del Grupo 47. La superdotada filósofa (escribió
su tesis sobre Heidegger) sufre durante toda su vida de un sen-
timiento de amor muy radical, que recuerda a Kleist: “Ronda.
El amor se detiene a veces/ al apagar los ojos/ y miramos dentro 23
de sus propios ojos apagados/ ...Hemos visto los ojos muertos/
y no olvidaremos nunca. El amor es lo que más dura/ y nunca
nos reconoce”. Las dos relaciones más intensas de su vida ter-
minaron mal, la primera con el compositor Hans Werner Henze
y luego con el escritor Max Frisch . En prácticamente todas las
narraciones, por ejemplo, en Invocando a la osa mayor (1956);
novelas radiales como El buen Dios de Manhattan (1958), o el
cuento–monólogo Undine se va (1973), se manifiesta esa nos-
talgia y esa tortura amorosa. Ingeborg Bachmann vivió desde el
año 1953 en Italia, además de breves permanencias en Berlín,
Munich, Zurich y Roma, donde murió del mismo modo que su
protagonista autobiográfica “Malina” (1971), oficialmente por
un incendio. Para ella, el sur (de Europa) fue su patria espiritual,
en la cual “la vida lo busca a uno”.
Habla un lenguaje muy moderno sin participar de las bús-
quedas contemporáneas. En nuestro texto, lo más importante no
es la figura del niño o las ideas educativas del padre, como pueda
parecer en el primer momento, sino más bien el abismo existente
entre los sexos, que se devela con la muerte del niño, pues lo que
debería volver a unirlos —el dolor— aún los separa más.

El cuento siguiente fue tomado de Das 30. Jahr, Piper u Co.,


Munich, 1961.

 . En este libro presentamos de Max Frisch (suizo) el cuento “Isidoro”.


Todo 25

Cuando, como dos petrificados, nos sentamos a comer


o nos topamos de noche en la puerta de la casa porque ambos
pensamos al mismo tiempo en cerrarla, percibo nuestra tristeza
como un arco que llega desde un extremo del mundo al otro, o
sea, de Hanna hasta mí, y en el arco tensado, una flecha lista para
dar en el corazón del cielo inmóvil. Cuando regresamos a través
del recibo, ella camina dos pasos delante de mí, entra en el dormi-
torio sin dar las “buenas noches”, y yo me refugio en mi cuarto,
detrás de mi escritorio, para quedarme entonces con la mirada
fija, su cabeza gacha ante los ojos y su silencio en los oídos. ¿Se
estará acostando, tratando de dormirse, o estará despierta espe-
rando? ¿Pero qué? ¡Ya que no me espera a mí!
Cuando me casé con Hanna, no fue tanto por ella sino
porque esperaba el niño. Yo no tenía alternativa, no necesitaba
tomar ninguna decisión. Estaba conmovido porque se preparaba
algo que era nuevo y que provenía de nosotros, y porque el mundo
parecía ensancharse. Igual que la luna, frente a la que uno debe
inclinarse tres veces cuando está nueva, leve y color de aliento, al
comienzo de su recorrido. Había momentos de ausencia que no
había conocido antes. Hasta en la oficina —aunque tenía más
que suficiente trabajo— o durante una conferencia, yo caía de
pronto en ese estado en el que me volvía sólo hacia el niño, hacia
ese ser desconocido y fantasmal, y me dirigía a él con todos mis
pensamientos, hasta el tibio y oscuro cuerpo en el que estaba
preso.
El hijo que esperábamos nos transformó. Casi no salimos
más, y descuidamos a nuestros amigos, buscamos una vivienda
colección los ríos profundos

más grande y nos instalamos mejor y más definitivamente en ella.


Pero sólo por causa del niño que estaba esperando empezó todo
a transformarse para mí; se me ocurrían cosas insospechadas,
como se descubren las minas, con tal fuerza explosiva que debería
haberme espantado, pero proseguí sin percatarme del peligro.
Hanna me malinterpretaba. Porque yo no sabía decidir si
el cochecito debía tener ruedas grandes o pequeñas, a sus ojos
26 yo parecía indiferente. (Realmente no sé. Como tú quieras. Sí, te
oigo). Cuando estábamos en tiendas donde ella escogía gorritos,
chaquetillas y pañales, titubeando entre el rosado y el azul, entre
la lana artificial y la legítima, me reprochaba que no estaba pres-
tando atención. Pero sí ponía atención, y demasiada.
¿Cómo puedo expresar lo que ocurría dentro de mí? Me
pasaba como a un salvaje al que de pronto le explican que el
mundo en el cual se mueve —entre el lecho y el fuego, entre la
salida del sol y el ocaso, entre la caza y la comida— también es
el mundo que tiene millones de años de edad, que se acabará,
que ocupa un lugar insignificante entre muchos sistemas solares,
que gira a gran velocidad sobre su propio eje y simultáneamente
alrededor del sol. De pronto me vi en otro contexto, a mí y al
niño, al que en una determinada fecha, a principio o mediados
de noviembre, le tocaría su turno en la vida, igual que una vez me
tocó a mí, igual que a todos antes de mí.
Sólo hay que imaginárselo bien. ¡Toda esa descendencia!
Igual que antes de dormir las ovejas blancas y negras (una blanca,
una negra, una blanca, una negra y así sucesivamente), una per-
cepción que de pronto puede ponerlo a uno torpe y atontado, y
de pronto desesperadamente despierto. Nunca había podido
dormirme con esa receta, aunque Hanna, que la aprendió con
su madre, jura que es más tranquilizadora que un somnífero.
Tal vez para muchos sea tranquilizador pensar en esa cadena: Y
Sem engendró a Arfaxad. Cuando Arfaxad tuvo treinta y cinco
años, engendró a Sala, y Sala engrendró a Heber, y Heber a
Peleg. Cuando Peleg tuvo treinta años, engendró a Regu, Regu
a Serug, y Serug a Nacor, y cada uno a su vez a muchos hijos e
hijas, y los hijos siempre volvían a engendrar otros hijos, a saber:

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Naco a Taré, y Taré a Abram, Nacor y Harán. Intenté varias


veces repasar este proceso en mi mente, no sólo hacia adelante
sino también hacia atrás, hasta Adán y Eva, de quienes no es pro-
bable que descendamos, o hasta los homínidos de quienes quizás
provenimos, pero en todo caso hay un vacío en que se pierde
esta cadena, y por eso también importa poco si nos aferramos
a Adán y Eva o a otros dos ejemplares. Sólo que si no queremos
aferrarnos y mejor preguntamos para qué cada uno ha tendido 27
su turno, no sabemos qué hacer con la cadena y todos los engen-
dros, ni con las primeras ni con las últimas vidas. Pues cada uno
tiene un solo turno en el juego que encuentra, y al que es impelido
a comprender: procreación y educación, economía y política, y
se puede ocupar del dinero y de los sentimientos, del trabajo y la
invención y la justificación de las reglas a que llaman pensar.
Dado que nos multiplicamos tan confiados, tendremos que
resignarnos. El juego necesita de jugadores. (¿O acaso son los
jugadores los que necesitan del juego?) Yo también fui puesto tan
confiadamente en este mundo, y ahora era yo quien había puesto
a un niño en el mundo.
Ahora yo temblaba de sólo pensarlo.
Empecé a mirarlo todo con relación al niño. Mis manos,
por ejemplo, que alguna vez lo tocarían y lo sostendrían, nuestra
vivienda en el tercer piso, la calle Kandlgasse, el séptimo distrito,
los caminos a través de la ciudad hasta las praderas del Prater,
y finalmente todo este mundo que yo le explicaría. De mí oiría
los nombres mesa y cama, nariz y pie. También palabras como
espíritu y Dios y alma, que a mi parecer son palabras inútiles,
pero no debía ocultárselas, y más tarde palabras tan complicadas
como resonancia, diapositiva, kiliasmo y astronáutica. Me ocu-
paría de que mi hijo se enterara del significado de todo y cómo se
empleaba, un picaporte y una bicicleta, un enjuague bucal y un
formulario. La cabeza me giraba vertiginosamente.
Cuando llegó el niño, naturalmente no pude aplicar mi gran
lección. Estaba ahí, ictérico, arrugado, digno de lástima, y yo no
estaba preparado para una cosa: que debía darle un nombre. A
toda prisa, me puse de acuerdo con Hanna e hicimos registrar
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tres nombres. El de mi padre, el del padre de ella y el de mi abuelo.


Ninguno de los tres nombres fue empleado jamás. Al final de la
primera semana, el niño se llamaba Fipps. Tal vez hasta yo tuve
algo de culpa, pues al igual que Hanna, inagotable en la inven-
ción y combinación de sílabas sin sentido, yo trataba de darle
nombres cariñosos, porque los verdaderos nombres no querían
cuadrar con esa diminuta criatura desnuda. En el vaivén del
28 congraciamiento, surgió este nombre, que al correr de los años
me irritaba cada vez más. A veces hasta acusaba al niño por ese
nombre, como si pudiera defenderse, como si no hubiera sido una
casualidad. ¡Fipps! Tendré que seguir llamándolo así, poniéndolo
en ridículo hasta después de la muerte, a él y a nosotros también.
Cuando Fipps se encontraba en su cama blanquiazul, des-
pierto, dormido, y yo sólo servía para limpiarle un par de gotas
de saliva o de leche agria de la boca, alzarlo cuando gritaba con
la esperanza de darle alivio, pensé por primera vez que también
él debía tener algo en mente conmigo, pero que me daba tiempo
para descubrirlo, incluso que necesariamente me quería dar
tiempo, como un fantasma que aparece, vuelve a la oscuridad y
regresa, con la misma mirada inexplicable. A menudo me sen-
taba junto a su cama y miraba ese rostro casi inmóvil, esos ojos
de mirada perdida, y estudiaba sus rasgos como una escritura
antigua para cuyo desciframiento no había punto de referencia.
Me alegraba darme cuenta de que Hanna se ocupaba serena-
mente de lo más inmediato, le daba de beber, lo dormía, lo des-
pertaba, le cambiaba su cama, lo envolvía en pañales, como
debía ser. Le limpiaba la nariz con palitos de algodón y echaba
una nube de talco entre sus gruesos muslos, como si con ello se
arreglarían todos sus problemas para siempre.
Después de algunas semanas, ella trató de sonsacarle su
primera sonrisa. Pero cuando nos sorprendió con ella, la mueca
fue misteriosa y no tenía relación conmigo. También cuando
dirigía, cada vez más y con más precisión, sus ojos hacia noso-
tros o estiraba sus bracitos, me asaltaba la sospecha de que eso no
significaba nada y que ahora nosotros empezábamos a buscarle
motivos que él más tarde aceptaría. Ni Hanna ni quizás ningún

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ser humano me habría comprendido. Pero en ese tiempo empezó


mi desasosiego. Me temo que ya entonces empezaba a alejarme de
Hanna, a excluirla cada vez más y a mantenerla lejos de mis ver-
daderos pensamientos. Descubrí una debilidad en mí (el niño hizo
que la descubriera) y la sensación de aproximarse a una derrota.
Yo tenía treinta años, igual que Hanna, ella se veía tierna y joven
como nunca antes. Pero a mí el niño no me había dado ninguna
nueva juventud. En la medida en que él ensanchaba su círculo, yo 29
reducía el mío. Me enfurecía cada sonrisa, cada alborozo, cada
grito. No tenía la fuerza de sofocar esa sonrisa, ese gorjeo, esos
gritos en su germen. Porque eso hubiera sido lo importante.
El tiempo que me quedaba pasó rápido. Fipps ya se sentaba
derecho en el coche, le salían los primeros dientes, lloriqueaba
mucho; de pronto se estiraba, se paraba tambaleante, cada vez
con más firmeza, gateaba por la habitación, y un día llegaron
las primeras palabras. Ya no se le podía detener, y yo todavía no
sabía qué debía hacerse.
¿Qué hacer? Antes había pensado que debía enseñarle el
mundo. A partir de mis conversaciones mudas con él, me había
confundido y pensaba diferente. ¿Acaso no podía yo ocultarle,
por ejemplo, la denominación de las cosas, no enseñarle el uso de
los objetos? Él era el primer hombre. Con él empezaba todo, y se
daba por sentado que por él no pudiera alterarse todo por com-
pleto. ¿No debía yo entregarle el mundo en blanco y sin sentido?
Yo no tenía por qué iniciarlo en los propósitos y metas, en el bien
y el mal, en lo que realmente es y lo que sólo aparenta ser. ¡Por
qué debía yo atraerlo a mi lado, hacerlo saber y creer, hacerlo
alegrarse y sufrir! Aquí donde estamos parados, este es el peor de
los mundos, y nadie lo ha entendido hasta hoy. Pero donde estaba
él, nada se había decidido. Nada aún. ¿Por cuánto tiempo más?
Y de repente supe: todo es cuestión de lenguaje, y no sólo
de esta lengua alemana, que fue creada junto a otras en Babel,
para confundir al mundo. Pues debajo de estas se destila otro
lenguaje más, que abarca los gestos y las miradas, el desenvolvi-
miento de los pensamientos y el curso de los sentimientos, y en él
se encuentra ya toda nuestra desgracia. Todo era cuestión de si
colección los ríos profundos

podía preservar al niño de nuestra lengua, hasta que él hubiera


fundado otra y pudiera iniciar un tiempo nuevo.
A menudo yo salía de la casa solo con Fipps, y cuando volvía
a encontrar en él lo que Hanna había cometido con él, ternuras,
coquetería, bromas, me horrorizaba. Él se nos iba asemejando.
Pero no sólo a Hanna y a mí, sino al ser humano en general. Sin
embargo, había ratos en que él se desempeñaba solo, y entonces
30 yo lo observaba con fervor. Todas las vías le daban lo mismo.
Todos los seres lo mismo. Seguramente Hanna y yo le éramos
más próximos sólo porque constantemente nos ocupábamos de
él. Le daba lo mismo. ¿Por cuánto tiempo más?
Él tenía temores. Pero todavía no de un alud o de una
infamia, sino de una hoja que se movía en un árbol. De una
mariposa. Las moscas lo asustaban sobremanera. Y yo pensaba:
¡cómo podrá vivir cuando todo un árbol se doble en el viento y yo
lo deje en la incertidumbre!
Se topó con un niño vecino en la escalera, le puso una mano
torpemente en medio de la cara, se echó hacia atrás y probable-
mente no sabía que era un niño lo que tenía delante. Antes gritaba
cuando se sentía mal, pero cuando gritaba ahora, se trataba de
algo más. Antes de dormirse, ocurría con frecuencia, o cuando
uno lo alzaba para llevarlo a la mesa, o cuando le quitaban un
juguete. Había una gran rabia en él. Podía echarse al suelo, afe-
rrarse a la alfombra y vociferar hasta que su rostro se ponía
azul y le salía espuma por la boca. Cuando dormía, despertaba
de pronto a gritos como si un vampiro se le hubiera sentado en
el pecho. Estos gritos reforzaban mi opinión de que todavía se
atrevía a gritar y que sus gritos surtían efecto.
¡Oh, un día!
Hanna daba vueltas haciéndole cariñosos reproches y til-
dándolo de maleducado. Lo estrechaba contra su pecho, lo
besaba o lo miraba seriamente y le enseñaba que no debía morti-
ficar a su madre. Era una seductora maravillosa. Constantemente
se inclinaba sobre ese río sin nombre y lo quería atraer hacia su
orilla, iba de arriba abajo por nuestra orilla y lo atraía con choco-
lates y naranjas, trompos sonoros y ositos de peluche.

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Y cuando los árboles proyectaban sombras, yo creía oír una


voz: ¡enséñale el lenguaje de las sombras! El mundo es un ensayo,
y basta ya de repetir este ensayo siempre del mismo modo con el
mismo resultado. ¡Haz un ensayo diferente! ¡Déjalo ir a las som-
bras! Hasta ahora, el resultado había sido: una vida de culpa,
amor y desesperación. (Yo había empezado a reflexionar acerca
de todo en general, en esos casos se me ocurrían tales palabras).
Pero yo le podría ahorrar la culpa, el amor y toda la fatalidad y 31
liberarlo para otra vida diferente.
Sí, los domingos paseaba con él por el bosque de Viena, y
cuando llegábamos al agua, me hablaba una voz: ¡Enséñale el
lenguaje del agua! Anduvimos sobre piedras. Sobre raíces. ¡Ensé-
ñale el lenguaje de las piedras! ¡Arráigalo distinto! Las hojas
caían, pues era otro otoño. ¡Enséñale el lenguaje de las hojas!
Pero como yo no conocía ni encontraba ninguna palabra
de esos lenguajes, sólo tenía mi lenguaje y no podía salirme de
sus límites, lo llevaba mudo camino arriba y camino abajo y de
nuevo a casa, donde aprendía a formar oraciones y caía en la
trampa. Ya sabía formular deseos, hacía peticiones, daba órdenes
o hablaba por sólo hablar. Más adelante, en los paseos domini-
cales arrancaba pajitas, recogía gusanos, atrapaba escarabajos.
Ya no le daban lo mismo, los examinaba, los mataba si yo no
se los quitaba a tiempo. En casa desbarataba libros y cajas y su
títere. Se apoderaba de todo, lo mordía, tocaba todo y lo lanzaba
lejos o lo adoptaba. ¡Oh, un día! ¡Un día sabría!
Durante este tiempo, en que era todavía más comunicativa,
Hanna a menudo me llamaba la atención acerca de lo que Fipps
decía; ella estaba fascinada por sus miradas inocentes y por su
inocencia en el hablar y hacer. Pero yo no podía hallar ninguna
inocencia en el niño desde que había dejado de ser indefenso y
mudo como en las primeras semanas. Y en aquel tiempo seguro
que no era inocente sino sólo incapaz de expresar algo, un atado
de carne delicada y de lino amarillo, de respiración tenue, una
cabezota abúlica, que embota como un pararrayos las informa-
ciones del mundo.
colección los ríos profundos

En una calle ciega que quedaba al lado de la casa, Fipps,


cuando estuvo ya más grande, podía jugar muchas veces con
otros niños. Una vez, cerca del mediodía, cuando yo regresaba
a casa, lo vi con otros tres niños agarrando con una lata de
conservas el agua que corría a lo largo del bordillo de la acera.
Entonces se pararon en círculo y hablaron. Parecía una delibera-
ción. (Así deliberaban los ingenieros acerca de dónde iniciar las
32 perforaciones y dónde romper). Se sentaron sobre el pavimento
y Fipps, quien sostenía la lata, ya estaba por vaciarla cuando se
levantaron de nuevo y caminaron tres adoquines más allá. Pero
tampoco ese lugar parecía ser apropiado para su proyecto. Se
levantaron otra vez. Había una tensión en el aire. ¡Qué tensión
tan masculina! ¡Algo debía ocurrir! Y entonces hallaron el lugar
a un metro de distancia de ahí. Se agacharon de nuevo, callaron,
y Fipps inclinó la lata. El agua sucia corría sobre las piedras. La
miraban fijamente, mudos y solemnes. Había ocurrido, estaba
consumado. Tal vez logrado. Deben haberlo logrado. El mundo
podía confiar en esos hombrecitos que lo llevaban adelante. Ellos
lo llevarían adelante, de eso estaba yo ahora completamente
seguro. Entré a la casa, subí y me eché en la cama de nuestro dor-
mitorio. El mundo había sido llevado adelante, el lugar desde el
cual se lo llevaba adelante había sido encontrado, siempre en la
misma dirección. Yo había esperado que mi hijo nunca encon-
traría la dirección. Y yo una vez, hacía mucho tiempo, hasta
había temido que no se las pudiera arreglar. ¡El tonto de mí había
temido que no hallaría la dirección!
Me levanté y me eché unas manos de agua fría en la cara.
Ya no quería ese niño. Lo odiaba porque ya entendía demasiado,
porque ya lo veía pisando las huellas de todos.
Yo andaba por ahí y extendía mi odio a todo lo que provenía
del hombre, a las líneas del tranvía, a los números de las casas, a
los títulos, a las divisiones del tiempo, a toda esa enmarañada y
rebuscada mezcla llamada orden; contra el transporte de basura,
contra los programas de conferencias, los registros civiles, contra
todas esas deplorables disposiciones, contra las que ya no se
podía emprender nada, contra las que nadie tampoco emprende

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nada, esos altares, en los que yo había hecho sacrificios, pero no


estaba dispuesto a dejar que sacrificaran a mi hijo. ¿Cómo podía
mi hijo llegar a eso? Él no había dispuesto el mundo, él no había
causado su deterioro. ¿Por qué debía establecerse en él? Les grité
a la oficina de empadronamiento, a las escuelas y los cuarteles:
¡Denle un chance! ¡Denle a mi hijo un solo chance, antes de que
se corrompa! Rabiaba contra mí mismo por haber obligado a mi
hijo a venir a este mundo y por no hacer nada por liberarlo. Se lo 33
debía, tenía que actuar, irme con él, mudarme con él a una isla.
¿Pero dónde hay esa isla desde la cual un hombre nuevo pueda
fundar un nuevo mundo? Yo estaba preso con mi hijo y conde-
nado de antemano a participar en el viejo mundo. Por eso dejé
caer a mi hijo. Lo dejé caer fuera de mi amor. Este niño era capaz
de todo, menos de salirse de la fila y romper el círculo vicioso.
Fipps pasó los años jugando hasta ir a la escuela. Los pasó
jugando en el verdadero sentido de la palabra. Me parecía bien
que jugara, pero no esos juegos que lo preparaban para juegos
posteriores.
El escondite, contar y eliminar, policía y ladrón. Yo quería
para él otros juegos completamente diferentes, juegos puros,
otros cuentos, diferentes a los conocidos. Pero no se me ocurría
nada, y él estaba ahora en busca de la imitación. Se pensaría que
no es posible, pero no hay salida para gente como nosotros. Todo
se divide siempre de nuevo en arriba y abajo, en bueno y malo,
en claro y oscuro, en número y calidad, en amigo y enemigo, y
donde en las fábulas aparecen otros seres o animales, adquieren
de inmediato rasgos humanos otra vez.
Dado que yo no sabía ya cómo y en qué dirección educarlo,
lo abandoné. Hanna notó que ya yo no me ocupaba de él. Una
vez tratamos de hablar sobre ello, y ella me miró como a un
monstruo. No pude exponer todo porque se levantó, me cortó
la palabra y se fue al cuarto del niño. Era de noche, y a partir de
esa noche —antes nunca se le hubiera ocurrido, como tampoco a
mí— empezó a rezar con el niño: “tengo sueño, voy a descansar.
Buen Dios, hazme piadoso”. Y cosas por el estilo. Tampoco me
ocupé de eso, pero deben haber llegado lejos en su repertorio.
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Creo que con eso ella quería ponerlo bajo alguna protección.
Cualquier cosa le hubiera parecido bien, una cruz o una mascota,
una fórmula mágica o quién sabe qué. En el fondo tenía razón,
puesto que Fipps pronto caería entre los lobos y aullaría con ellos.
“Encomendarlo a Dios” era tal vez la última posibilidad. Ambos
lo entregamos, cada uno a su manera.
Cuando Fipps regresaba con una mala nota de la escuela, yo
34 no decía una palabra, pero tampoco lo consolaba. Hanna se afligía
en secreto. Regularmente se sentaba después del almuerzo con él y
le ayudaba en las tareas, y le tomaba la lección. Ella desempeñaba
su tarea lo mejor posible. Pero yo no creía en la buena causa. Me
daba lo mismo si Fipps llegaba más tarde a la Enseñanza Media
o no, si llegaba a convertirse en algo bueno o no. Un obrero qui-
siera ver a su hijo convertido en médico, un médico quiere que el
suyo sea por lo menos médico. Yo no comprendo eso. Yo no quería
que Fipps fuese ni más inteligente ni mejor que nosotros. Tampoco
quería ser amado por él; no tenía por qué obedecerme, o hacer mi
voluntad. No, yo quería... Sólo debía empezar desde el principio,
demostrarme con un solo gesto que no tenía por qué imitar nues-
tros gestos. No vi ninguno en él. ¡Yo había nacido de nuevo, pero
él no! Era yo el primer hombre, era yo y perdí todo el juego, no hice
nada.
No deseaba nada para Fipps, nada en absoluto. Sólo seguí
observándolo. No sé si un hombre debe observar a su propio hijo
de esa manera. Como un investigador un “caso”. Yo contemplaba
a este desahuciado caso humano. Este niño que yo no podía amar
como amaba a Hanna, a la que nunca dejaba caer por completo,
porque no me podía defraudar. Ella ya había sido el mismo tipo
humano que yo cuando me encontré con ella: bien formada,
experimentada, un poco especial pero no tanto, una mujer, y
luego mi mujer. Yo le seguí un proceso a este niño y a mí... a él,
por haber destruido una esperanza suprema, a mí porque no le
podía preparar el suelo. Había esperado que este niño, por ser
un niño... sí, había esperado que salvara el mundo. Suena como
una monstruosidad. Y de verdad he actuado monstruosamente
con el niño, pero no es una monstruosidad lo que yo esperaba.

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Sólo que yo no había estado preparado, igual que todos antes de


mí, para el niño. No había pensado en nada cuando abrazaba
a Hanna, cuando me sentía calmado en el oscuro regazo... no
podía pensar. Fue bueno desposar a Hanna; pero después, no
sólo por el niño, nunca más fui feliz con ella, sino que sólo estaba
atento a que no tuviera otro niño. Ella lo deseaba, tengo razones
para creerlo, aunque ahora no habla más de eso, ni hace nada
relacionado con ello. Se podría pensar que Hanna quisiera ahora 35
más que nunca otro niño, pero está petrificada. No se aparta de
mí ni tampoco viene a mí. Me riñe como nunca se debe reñir a
un ser humano, porque él no es dueño de tales misterios como
la vida y la muerte. En ese entonces, a ella le habría encantado
criar a un montón de muchachos, y yo lo impedí. Ella se con-
formaba con todas las condiciones, yo con ninguna. Una vez me
explicó, cuando peleábamos, todo lo que quería hacer y tener
para Fipps. Todo: un cuarto más luminoso, más vitaminas, un
traje de marinero, más amor, todo el amor, quería instalar un
depósito de amor que debía alcanzar para toda una vida, por los
de afuera, por la gente... una buena formación escolar, idiomas
extranjeros, estar atentos a sus talentos. Ella lloraba y se sentía
ofendida porque yo me reía de eso. Creo que ella no pensó ni por
un instante en que Fipps pertenecería a la gente “de afuera”, que,
al igual que ellos, los podía herir, ofender, perjudicar y matar,
que sería capaz de una sola bajeza, y yo tenía toda la razón para
creerlo. Pues el mal, como lo llamamos, estaba en ese niño como
un tumor. Por eso, para ello no es necesario pensar todavía en la
historia del cuchillo. Empezó mucho antes, cuando tenía tres o
cuatro años. Yo llegué cuando él daba vueltas furioso y berreaba;
se le había caído una torre de tacos. De pronto interrumpió sus
lamentos y dijo en voz baja y enfático: “Les voy a incendiar la
casa. Romperlo todo. A todos ustedes los voy a romper”. Lo alcé,
lo puse sobre mis rodillas y le prometí reconstruir la torre. Él
repetía sus amenazas. Hanna, que se acercó, se sintió por primera
vez insegura. Lo reprendió y le preguntó quién le había enseñado
esas cosas. El respondió con firmeza: “nadie”.
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Después empujó por las escaleras a un niñita que vivía en la


casa. Estaba seguramente bastante asustado, lloró, prometió no
volverlo hacer, pero lo volvió a hacer. Durante un tiempo, amena-
zaba con pegarle a Hanna por cualquier motivo. También eso pasó.
Bueno, olvido contraponer las muchas cosas bonitas que
llegó a decir, lo tierno que podía ser, lo rojo que despertaba por
las mañanas. Todo eso también lo noté, con frecuencia estaba
36 tentado entonces a cargarlo rápidamente y besarlo, como lo
hacía Hanna, pero no quería tranquilizarme con eso y dejarme
engañar. Estaba en guardia. Pues no era ninguna monstruosidad
lo que yo esperaba. No tenía nada grande en mente con mi hijo,
pero ese poquito, esa pequeña desviación la deseaba. Claro que
cuando un niño se llama Fipps... ¿Tenía que hacerle tanto honor
a su nombre? ¿Ir y venir con el nombre de un perrito faldero?
Perder once años de adiestramiento en adiestramiento. (Comer
con la mano bonita. Caminar derecho. Saludar con la mano. No
hablar con la boca llena).
Desde que él iba a la escuela, se me encontraba más fuera de
casa que en ella. Iba a jugar ajedrez en la cafetería o me encerraba
en mi cuarto, pretextando tener que trabajar, para leer. Conocí
a Betty, una vendedora de la calle Mariahilfer-Strasse, a la que
llevaba medias, entradas al cine o algo de comer, y la acostumbré
a mí. Ella era parca de palabra, sin exigencias, y a lo más con
ganas de comer, aún con todo el desánimo con que pasaba sus
noches libres. Yo la visitaba con bastante frecuencia durante un
año, me acostaba a su lado, en la cama de su habitación amo-
blada, donde ella leía revistas mientras yo bebía un vaso de vino,
y luego aceptaba mis exigencias sin extrañeza. Era la época de
mayor confusión por causa del niño. Nunca dormía con Betty, al
contrario, buscaba la autosatisfacción y la liberación fotofóbica,
ambas despreciadas por la mujer y por el sexo. Para no quedar
atrapado, para ser independiente. Ya no quería acostarme junto
a Hanna porque iba a ceder ante ella.
Aunque no me esforcé por encubrir mis ausencias nocturnas
por tanto tiempo, me parecía que Hanna no albergaba sospechas.
Un día descubrí que no era así; ella ya me había visto una vez con

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Betty en el Café Elsahof, donde nos encontrábamos a menudo


después del trabajo, y dos días después, otra vez, cuando yo
hacía fila con Betty en el cine Kosmos para adquirir las entradas.
Hanna se comportó de un modo muy extraño, miró por encima
de mí como si yo fuera un desconocido, de modo que yo no supe
qué hacer. Yo la saludé con la cabeza, paralizado, avancé hasta
la caja, sentía la mano de Betty en la mía y, por más increíble
que eso me parezca ahora, entré efectivamente al cine. Después 37
de la función, durante la cual me preparaba para los reproches y
ensayaba mi defensa, tomé un taxi para el corto camino a casa,
como si con ello aún pudiera arreglar o evitar algo. Como Hanna
no dijo una palabra, me precipité a mi texto preparado. Ella calló
tenazmente, como si yo le hablara de cosas que no le interesaban.
Finalmente sí abrió la boca y dijo tímida que yo debería pensar en
el niño. “Por amor a Fipps...”, ¡pronunció esa palabra! Yo estaba
abatido por su turbación, le pedí disculpas, caí de rodillas y le
prometí el nunca más. Y realmente no volví a ver nunca más a
Betty. No sé por qué de todos modos le escribí dos cartas, a las
que seguramente no le dio importancia. No vino ninguna res-
puesta. Y yo tampoco le esperaba. Como si hubiera hecho llegar
esas cartas a mí mismo o a Hanna, me desnudé en ellas como
nunca antes a persona alguna. A veces temía ser extorsionado
por Betty. ¿Por qué extorsionado? Le enviaba dinero. ¿Por qué,
entonces, ya que Hanna sabía de ella?
¡Qué confusión! ¡Qué vacío!
Me sentí apagado como hombre, impotente. ¡Deseaba
seguir siéndolo! Si es que había una cuenta, cuadraría a mi favor.
¡Salir del sexo, llegar al fin, a un final, que llegara a eso!
Pero todo lo que sucedió no trataba de mí o de Hanna o de
Fipps, sino de padre e hijo, de una culpa y de una muerte.
En un libro leí una vez la frase: “No es condición del cielo
levantar la cabeza”. Sería bueno que todos supieran de esta frase
que habla de las malas maneras del cielo. Oh, no, verdaderamente
no es su manera el mirar hacia abajo, darles señales a los confun-
didos de debajo de él. Por lo menos no donde ocurre un drama tan
oscuro, en el que también participa él, ese arriba ideado. Padre e
colección los ríos profundos

hijo. Un hijo, que eso exista, eso es lo inconcebible. Ahora se me


ocurren esta clase de palabras, porque para este oscuro asunto no
hay palabras claras; en cuanto se piensa en ello, se pierde la razón.
Asunto oscuro: pues ahí estaba mi esperma, indefinible, que a mí
mismo me parece sospechoso, y luego la sangre de Hanna, en la
que se nutrió el niño y que participó en el nacimiento, todo junto
un asunto oscuro. Y terminó con sangre, con la sonora y luminosa
38 sangre infantil que brotó de la herida en la cabeza.
Él no podía decir nada cuando yacía en esa roca sobresa-
liente del abismo, sólo al alumno que llegó primero donde él, le
dijo: “tú”. Quiso levantar la mano, hacerle alguna seña o afe-
rrarse a él. Mas la mano no se levantó. Pero finalmente, cuando
unos instantes después se inclinó el maestro sobre él, susurró:
“Quiero ir a casa”.
Me cuidaré de creer, a causa de esa frase, que nos anhelaba
expresamente a Hanna y a mí. Pues uno quiere ir a casa cuando
se siente morir, y él lo sintió. Era un niño, no tenía grandes men-
sajes que dar. Pues Fipps era sólo un niño común y corriente, nada
podía interferir en sus últimos pensamientos. Los otros niños y
el maestro buscaron entonces unos palos e hicieron con ellos una
camilla y lo cargaron hasta Oberdorf. En el camino, casi inme-
diatamente después de los primeros pasos, murió. ¿Falleció?
¿Expiró? En la esquela de defunción escribimos: “...un accidente
nos arrebató a nuestro único hijo.” El hombre de la imprenta
que recibió el encargo, preguntó si no queríamos poner “nuestro
único y amadísimo hijo”, pero Hanna que estaba en el aparato
dijo que no, que el amadísimo se sobreentenía. Que además ya no
importaba. Yo fui tan torpe de querer abrazarla por eso; tan por
el suelo estaban mis sentimientos por ella. Ella me apartó. ¿Acaso
aún me toma en cuenta? ¿Qué, por todos los cielos, me reprocha?
Hanna, que por tanto tiempo se había ocupado sola de él,
anda irreconocible, como si el reflector que la iluminaba cuando,
con Fipps y por medio de Fipps, se encontraba en el centro de
la atención, ya no cayera sobre ella. No hay nada más que decir
acerca de ella, como si careciera de características y atributos.
Antes había sido alegre y llena de vida, asustadiza, tierna y

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severa, siempre lista para guiar al niño, a dejarlo correr y vol-


verlo a estrechar contra sí. Después del incidente con el cuchillo,
por ejemplo, tuvo su mejor época, ardía de nobleza y compren-
sión, podía declararse partidaria del niño, de sus errores, se hacía
responsable por todo ante cualquier instancia. Él estaba en su
tercer año escolar. Fipps se había lanzado contra un compañero
de clase con una navaja. Quería metérsela en el pecho; resbaló
e hirió al niño en el brazo. Nos llamaron a la escuela y yo tuve 39
embarazosas conversaciones con el director, los maestros y los
padres del niño lastimado. Embarazosas porque yo no dudaba
de que Fipps era capaz de eso y mucho más, pero no debía decir
lo que pensaba; embarazosas porque los puntos de vista que me
obligaban a considerar, no me interesaban en lo absoluto. Qué
debíamos hacer con Fipps, nadie lo sabía con claridad. Él sollo-
zaba, a veces, rebelde, a veces desesperado y si cabe un juicio: se
arrepentía de lo que había sucedido. Sin embargo, no logramos
convencerlo para que fuera donde el niño y le pidiera perdón. Lo
obligamos y fuimos al hospital los tres. Pero yo creo que Fipps,
que no había sentido nada contra el niño cuando lo amenazó,
lo empezó a odiar desde el momento en que tuvo que recitar sus
palabras. No había ninguna rabia infantil sino, bajo una fuerte
represión, un odio refinado y adulto. Había logrado un senti-
miento difícil que a nadie permitió conocer, y parecía como si
hubiese madurado.
Cada vez que pienso en la excursión escolar con la que todo
llegó a su fin, también recuerdo la historia del cuchillo, como si a
la distancia, estuvieran unidas debido al shock que me recordaba
de nuevo la existencia de mi hijo. Pues, aparte de eso, ese par de
años escolares se me aparentaban vacíos en mi memoria, porque
no presté atención a su crecimiento, al aumento de la agudeza de su
razonamiento y de sus sentimientos. Tal vez habrá sido como todos
los niños de su edad: salvaje y tierno, ruidoso y callado, con todas las
peculiaridades para Hanna, todo lo extraordinario para Hanna.
El director de la escuela me llamó a la oficina. Eso nunca
había sucedido, pues aun cuando ocurrió la historia con el
cuchillo, llamaron a la casa y fue Hanna la que me enteró del
colección los ríos profundos

asunto. Media hora después, encontré al hombre en el salón de


la compañía. Fuimos a la cafetería, al cruzar la calle. Él intentó
decirme lo que tenía que decir, primero en el salón, luego en
la calle, pero también en la cafetería sintió que no era lugar
correcto. Tal vez no exista ningún lugar correcto para informar
que un niño ha muerto.
Que no era culpa del maestro, dijo él.
40 Yo asentí. Yo estaba conforme.
Las condiciones del camino habían sido buenas, pero Fipps
se había separado del grupo, por travesura o curiosidad, tal vez
porque quería buscarse un palo.
El director empezó a tartamudear.
Fipps se había resbalado en una roca y caído en otra más
abajo.
Que la herida en la cabeza había sido en sí misma inofen-
siva, pero que el médico había encontrado después la explicación
para la rapidez de la muerte. Un quiste, que probablemente yo
sabría...
Yo asentí con la cabeza. ¿Quiste? Yo no sabía qué era eso.
Que la escuela estaba muy conmovida, dijo el director, que
se había nombrado una comisión investigadora, comunicado a la
policía...
Yo no pensaba en Fipps, sino en el maestro que me daba lás-
tima, y di a entender que de mi parte no había nada que temer.
Nadie tenía la culpa, nadie.
Me levanté antes de que pudiéramos pedir algo, puse una
moneda en la mesa y nos separamos. Regresé a la oficina y volví
a salir de inmediato a la cafetería, para tomarme siempre un
café, aunque hubiera preferido un coñac o un aguardiente. No
me atreví a tomar coñac. Era mediodía y tenía que ir a casa a
decírselo a Hanna. No sé cómo lo logré ni qué dije. Mientras nos
alejábamos de la puerta de entrada y pasábamos por el recibo, ya
debió haberlo comprendido. Fue tan rápido. Tuve que llevarla a
la cama y llamar a un médico. Estaba fuera de sí, y antes de des-
mayarse gritaba. Gritaba tan terriblemente como en su parto, y
yo temblaba otra vez por ella, como aquella vez. Sólo deseaba,

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otra vez, que no le ocurriera nada a Hanna. Todo el tiempo pen-


saba: ¡Hanna! Nunca en el niño.
En los días siguientes, hice todas las diligencias solo. En el
cementerio —yo no le había dicho a Hanna la hora del entierro—
el director dijo unas palabras. Era un día hermoso, soplaba una
suave brisa, los lazos de las coronas se alzaban como para una
fiesta. El director hablaba constantemente. Por primera vez veía
a toda la clase, los niños con los que Fipps pasaba casi cada mitad 41
del día, un montón de chicos que miraban apáticos de frente,
y entre ellos estaba uno al que Fipps había querido apuñalar.
Dentro de uno existe un frío que hace que lo más próximo y lo
más lejano nos quede igual de lejos. La tumba se me alejaba junto
con los circundantes y las coronas. Vi todo el cementerio cen-
tral irse muy lejos en el horizonte, hacia el este, y aún cuando me
apretaron la mano, sólo sentí presión tras presión y veía los ros-
tros allá afuera, igual como si los viera de cerca, pero muy lejos,
considerablemente lejos.
¡Aprende tú mismo el lenguaje de la sombra! ¡Apréndelo tú
mismo! Pero ahora, desde que todo ha pasado y Hanna tampoco
se la pasa ya sentada durante horas en el cuarto del niño, sino que
me ha permitido cerrar con llave la puerta que él había atrave-
sado tan a menudo, hablo a veces con él en el lenguaje que yo no
puedo considerar bueno.
¡Mi carricito! ¡Mi corazón!
Estoy dispuesto a cargarlo en mi espalda y le prometo un
globo azul, un paseo en bote por el viejo Danubio y estampillas.
Soplo sus rodillas cuando se las ha lastimado y le ayudo en su
cuenta de matemática.
Aunque con ello no puedo devolverlo a la vida, no es sin
embargo demasiado tarde para pensar: lo he aceptado, a ese hijo.
No pude ser amigable con él, porque yo iba demasiado lejos.
No te alejes demasiado. Aprende primero a seguir cami-
nando. Aprende tú mismo.
Pero primero se debería poder romper el arco de tristeza
que va de un hombre a una mujer. Esa distancia, medible con
silencio, ¿cómo podrá reducirse alguna vez? Porque por siempre
colección los ríos profundos

habrá, donde hay para mí un campo minado, para Hanna un


jardín.
Ya no pienso más, sino que quisiera levantarme, cruzar el
oscuro pasillo, y sin tener que decir una palabra, llegar donde
Hanna. No miro nada relacionado a eso, ni mis manos que la
han de sostener, ni boca con la cual puedo cerrar la suya. Es poco
importante con qué sonido delante de cada palabra llego a ella,
42 con qué color delante de cada simpatía. No para recuperarla iría,
sino para mantenerla en el mundo y para que me mantenga a mí
en el mundo. Por medio de la unión dulce y oscura. Si vendrán
niños después de ese abrazo, bien, que vengan, que estén ahí,
que crezcan, que sean como todos los demás. Los devoraré como
Cronos, les pegaré como un grande y temible padre, consentiré a
esos sagrados animales y me dejaré engañar como un Lear. Los
educaré como lo exige la época, en parte para la práctica lobuna
y en parte en la idea de la moralidad y no les daré nada para llevar
por el camino. Como un hombre de mi tiempo: nada de posesión,
nada de buenos consejos. Pero no sé si Hanna aún está despierta.
Ya no pienso. La carne es fuerte y oscura, debajo de una
gran risa nocturna entierra un sentimiento verdadero.
No sé si Hanna aún estará despierta.

s Todo, Ingeborg Bachmann

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