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La doctrina Gelasiana

Héctor Herrera Cajas

Uno de los asuntos que más ocupaba a la Iglesia de Roma era la situación que venía dándose en
los patriarcados orientales y que tenía que ver con los debatidos problemas cristológicos y con la
posición que adoptaban al respecto los sucesivos emperadores.

Había ya clara conciencia de que el pontífice era un personaje con peso indiscutido en la vida
contemporánea. A fines del siglo anterior el papa Siricio (384 – 399) inicia la serie de dictámenes
oficiales: las decretales pontificias. Tomando como modelo el responsum imperial, esto es la
respuesta con fuerza de ley dada por un emperador a la relatio elevada por un gobernador
provincial.

“El papa no se limita ya a recomendar, sino que ordena y conmina sanciones”.

Los documentos pontificios adquieren entonces rápidamente un vocabulario y una estructura que
son de todo jurídicos y romanos.

Por otra parte la indiscutida fundación de la iglesia romana por el bienaventurado Pedro, la
establecía en un lugar privilegiado que tiene poca consonancia con la triste historia de la ciudad
eterna (saqueada en varias ocasiones y abandonada por los Césares). Frente a esto se alza la
figura de Constantinopla como una ciudad poderosa, segura y próspera. Exige esta última poseer
los mismos derechos que la vieja ciudad Roma, ser elevada también, en sentido espiritual, al rango
de aquella ocupando el segundo lugar después de ella.
Esta decisión conciliar (del IV concilio ecuménico) fue severamente criticada por el pontífice
romano León I pero lo cierto es que las relaciones entre Roma y Constantinopla se venían
deteriorando desde hacía años.

En tiempos del Papa Gelasio se vivía un primer cisma conocido como “arcaciano” por el nombre
del patriarca de Constantinopla (Arcacio).
Este cisma se produjo por la condescendencia del mencionado patriarca ante la política eclesiástica
del Emperador Zenón (474 – 491).
Zenón dictó un decreto de unión (Henotikón) de los principios de la fe. En él conciliaba las
declaraciones de los tres primeros concilios ecuménicos, pero sin referirse a lo proclamado en
Calcedonia respecto a las dos naturalezas de Cristo. El Henotikón era una acto de abierta
intromisión imperial y constituye un clara manifestación del cesaropapismo bizantino.
El Papa Félix III no podía aceptar el Henotikón y así se lo hizo saber al patriarca Acacio. Este cisma
contribuyó a disminuir el entusiasmo con que los pontífices romanos venían considerando las
prerrogativas de los emperadores.

Las posiciones antagónicas que el emperador Zenón pretendía unificar eran producto de la herejía
sostenida por el patriarca Nestorio de Constantinopla, de quién recibe el nombre de
nestorianismo. Esta herejía negaba la divinidad de Jesus. En combate contra ellos se destacaron los
patriarcas de Alejandría que afirma que la persona de Jesucristo tenía una sola naturaleza, la
divina, y por eso se llamaron monofisitas. Ambas doctrinas en todo caso, atentaban contra el
dogma de la Redención.
El tema es que estas materias eran de competencia exclusiva de los eclesiásticos, pero los
emperadores se habían acostumbrado a intervenir a menudo en asuntos de fe.

En la sede patriarcal de Alejandría había sido muerto Proterio por monofisitas fanáticos, y en su
reemplazo se intala Timoteo Eluro (el Gato) (457-460): el Papa León elevó su indignada protesta
ante el emperador León (457-474).
Timoteo Eluro será depuesto y desterrado por un decreto imperial. Los monofisitas eligieron como
sucesor a Pedro Mongo (El Ronco) confirmado luego por el emperador Zenón con el
consentimiento de Acacio, patriarca de Constantinopla, todo lo cual contribuyó a acelerar el cisma.
Frente a estas medidas del poder imperial, los pontífices romanos se sentían llamados a exigir el
respeto debido a la iglesia. Respeto que implicaba verdadera autonomía.
La iglesia reconocía que todos sus miembros eran ciudadanos romanos y que debían lealtad y
obediencia al emperador, pero también exigía que, por otra parte, se le reconociese y respetase en
su ámbito propio.
Categóricamente lo había dicho Jesús: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”.
Estableciendo así 2 jurisdicciones. Resultaba entonces indispensable, establecer con la mayor
claridad posible los limites de estos dos campos de competencia. Esta sería la tarea que acometerá
el papa Gelasio, apoyado en la tradición pontificia romana.

El conflicto de poderes era inevitable; en un plano teórico podía resolverse apelando a una
distinción conceptual.
El pontífice en su calidad de sucesor de San Pedro poseía auctoritas y el emperador tenía la
potestas concedida por Dios. La auctoritas, consagrada por Augusto en su “testamento político”,
gozaba de un prestigio y peso moral superior a cualquiera potestas.
Gelasio, al recurrir a esta distinción conceptual da un paso más y decisivo en consolidación de la
independencia de la iglesia.
En una carta enviada el año 494 al emperador, el papa Gelasio se ve en la obligación, impuesta por
su conciencia, de recordar al emperador la siguiente verdad: “Dos son (las potestades), la sagrada
autoridad de los pontífices y el poder regio.
En esta misma carta, Gelasio ha precisado el carácter de las relaciones que tiene con el emperador,
en cuanto a ciudadano, a cristiano y a pontífice romano.

Bajo el pontificado de Félix III, Gelasio ya había encontrado ocasión para hacer saber al Emperador
Zenón que “el emperador es hijo de la Iglesia, pero no Obispo”.
Un siglo antes San Ambrosio, Obispo de Millán, advierte al emperador que el conviene aprender
(discere) y no enseñar (docere). En otra carta a nombre de este papa, Gelasio insiste acerca de lo
mismo.

La afirmación es categórica y establece la diferencia que existe entre los obispos y los fieles, puesto
que es el mismo Dios quien quiso que “pertenezcan a los sacerdotes las cosas que han de ser
dispuestas para la Iglesia.
Se reconoce que el emperador “tiene privilegios (propios) de su poder, los que la divinidad le ha
concedido para la administración de los asuntos públicos, pero que, nada usurpe contra la
disposición del orden celestial”.

Esta distinción entre las responsabilidades del emperador y las de los obispos y, en particular, del
pontífice, corresponde a tareas que deben cumplirse en el plano temporal y otras en el plano
espiritual; con el mejor espíritu de colaboración, puesto que ambas apuntan a un mismo fin
trascendente: cooperar en la obra creadora de Dios Padre, con la misión salvífica de Dios Hijo y con
la tarea santificadora de Dios Espíritu Santo.

En el tratado IV, sobre la fuerza de Anatema, el papa Gelasio sienta la doctrina acerca de las
relaciones entre la Iglesia y el estado.
Dice: “Antes de la venida de Cristo fueron reyes y a la vez sacerdotes pues el diablo imitó estos
(sacerdotes) en los suyos y es así como los mismo emperadores paganos se llamaban pontífices
máximos. Pero cuando verdaderamente vino el mismo Rey y Pontífice (Cristo), ningún otro
emperador se impuso más el nombre de pontífice.”

“El que milita por Dios de ningún modo se mezcle en los negocios seculares, y, por el contrario, el
que estuviese implicado en los negocios seculares no parezca que preside en las cosas divinas, de
manera que se gobiernen ambos órdenes”.

Varios aspectos merecen destacarse de la Doctrina Gelasiana, uno de los más valiosos es la
concepción dualista de la sociedad: por una parte, el imperio, y por otra, la iglesia. Gracias a la
sostenida defensa de esta visión, se impidió que el imperio llegase a ejercer un control absoluto
sobre toda la sociedad (lo mismo vale para todo intento de clericalismo desaforado).
El papa Gelasio propuso como garantía para que cada facultad se mantuviera dentro de sus justos
límites, la MODESTIA.

La moderación es la norma, el reconocimiento de un modo de ser y de un modo de hacer, que


justifican y explican las medidas que se tomen y los medios que se empleen, es la expresión de una
mesura interior, la impronta divina en el alma de sus creaturas, y única manera de evitar que la
soberbia haga presa de nuevo de los hombres.

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