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ISBN: 9788415758518

Impreso en España/Printed in Spain

El frío cada vez era más y más intenso, se calaba en los huesos en un sufrimiento infinito, el viento
aullaba como una manada de lobos enloquecidos. Estaba entumecida, no sentía mis amoratados dedos,
mis castigados pies, dolor puro. El latido de mi hinchada frente parecía empeñarse en hacerme estallar
la cabeza, la venda que me cubría los ojos, no hacía, sino acentuarlo por mil. La cuerda de mis muñecas
hacía que mis manos parecieran dos globos, pero lo peor de todo era el terror a no saber que sería de mí
a partir de ese momento. Me temía lo peor, estaba en manos de gente salvaje e inhumana, sumergidos en
sus sueños de locura y grandeza sin sentido, capaces de atrocidades inverosímiles. Sin duda, mis días
estaban contados. Cuando todo empezó, sabía el riesgo que conllevaba y ahora, pese a las terribles
circunstancias en las que me hallaba, una pequeña luz de satisfacción invadió mi espíritu, convencida de
que al menos luché, como muchos otros, por lo que creía, la libertad.

El camión seguía su siniestro viaje. Pude deducir que viajábamos dirección norte, a las montañas.
Cuando nos capturaron, nuestras posiciones estaban cerca de la frontera. Sabíamos que los alemanes se
habían hecho fuertes en el otro lado y habían establecido algunos pequeños campamentos. Cuando nos
capturaron, me separaron de mis compañeros, en ese momento, tuve una terrible sensación de soledad,
me veía arrastrada al más espantoso horror, habitado por seres sin piedad.
Las innumerables curvas castigaban a mi pobre y vacío estómago, el cual, se retorcía desesperado
provocándome unas terribles náuseas. En más de una ocasión, y en un gesto de compasión, eso me
parecía a mí, uno de los soldados que me custodiaba, me sujetó para evitar que cayera de bruces en el
suelo. Rogaba para que esa pesadilla acabara de una vez y llegáramos a donde quisieran llevarme, no
me creía capaz de soportarlo por más tiempo. Notaba como mis escasas fuerzas me abandonaban poco a
poco, apagándose hasta dejarme inconsciente.
Un brusco empujón me hizo volver a la realidad, casi en volandas me bajaron del camión, apenas me
tenía en pie, caí de rodillas sin remedio, mis maltrechas piernas eran incapaces de soportar mi peso. Me
levantaron inmediatamente, y a rastras, me llevaron hasta el interior de lo que imaginé un puesto de
mando. Oí voces de varias personas, debían de ser oficiales dando las órdenes a los guardias. Ese
idioma siempre me pareció duro y tosco, sin embargo, a mí me gustaba, incluso empecé a estudiarlo,
pero la guerra ya no me lo permitió, por lo que sólo entendía unas pocas palabras. Pero en ese momento,
me pareció la lengua del mal y el horror. Sin duda en el infierno se utilizaba y lo más espantoso era que
yo estaba en él.

Acabé con mis huesos en una celda húmeda y fría. Tenía todo el cuerpo entumecido y el dolor se
encargaba de recordarme que seguía viva. Me desataron las manos. El dolor intenso de la sangre
corriendo en tropel por ellas me hizo casi desmayar, al tiempo, una débil luz cegó mis castigados ojos
cuando me quitaron la venda. Desorientada y aturdida, me refugié en la humedad de la piedra de los
muros de mi cárcel haciéndome un ovillo. Observé el habitáculo pequeño, húmedo y apestoso, en el que
me encontraba. La luz luchaba por entrar por la pequeña ventana en lo alto de la pared y que apenas
iluminaba ese rincón de muerte. Estaba sentenciada y lo sabía, era plenamente consciente de ello.
Un nuevo escalofrío de terror y pánico se apoderó sin piedad de mí, sumergiéndome de nuevo en las
sombras.
Una patada me despertó. Volvieron a esposarme y a taparme los ojos, me sacaron de la celda, yo
apenas podía caminar, no sabía cuanto tiempo había estado inconsciente, desconocía si estaba en el
mismo día o habían pasado más. ¿Qué importaba? ¿Acaso me podía permitir pensar siquiera en el
futuro? Esos pensamientos hicieron que mi corazón se quejara.
Entramos en una habitación, o eso, al menos me pareció. Cruzaron algunas palabras y los soldados
salieron. Yo me quedé de pie, sin mover un solo músculo, apreté los dientes con fuerza, esperando los
golpes que en cualquier momento seguro recibiría. Oí unos pasos acercarse despacio, la persona que
caminaba no parecía llevar pesadas botas, por el poco ruido que hacía. A mi izquierda había alguien
más, se levantó y también se acercó a mí. Desató mis manos y empezó a desnudarme. Yo, temblaba
como una hoja. ¿Qué clase de torturas me tenían reservadas? Miles de veces nos llegaban noticias de las
que empleaban con los detenidos y que hubieran hecho palidecer hasta la misma Inquisición.
Me sentía como uno de esos presos medievales, totalmente indefensa y expuesta a sus más
sangrientos instintos.
Con pánico sentí un objeto metálico y frío en mi pecho. Para mi sorpresa, me auscultaba. Enseguida
me di cuenta, estaba en una consulta y era el médico, el que me examinaba. Sin duda, escucharía los
frenéticos latidos de mi corazón desatado por el miedo. De nuevo un estremecimiento me recorrió de
arriba abajo. ¿Calculaba mis fuerzas para lo que me esperaba? ¿Acaso quería asegurarse de mi
resistencia ante los castigos? Temblé con mayor intensidad. Miraron mis dientes, palparon mis pechos,
mi cuello, mis manos, mi espalda. Tuve la sensación de que esas manos frías como el hielo, me tomaran
las medidas para el hoyo que seguro sería mi última parada. Me quitaron la venda, una figura borrosa se
mostraba ante mí. Poco a poco, mis ojos se acostumbraron a la luz de la habitación y pude ver a la
persona que tenía frente a mí. Miré con temor sus terribles ojos o al menos eso me pareció en ese
momento. Una mirada vacía de ojos inexpresivos examinaba los míos con una pequeña linterna.
¿Sería Fritz Klein? Solo de pensarlo me quedé sin sangre en las venas. Quise consolarme pensando
en que, normalmente, su “trabajo”, por decirlo de la manera más suave, lo desempeñaba en los campos
de concentración. La desesperación era terrible y me agarraba a cualquier posibilidad.
Me llevaron ante una pequeña báscula, la enfermera la manejó. Anotaron mi peso y altura, me
indicaron que me vistiera. Llamaron a los soldados que aguardaban fuera y volvieron a dejarme en mi
pozo de miseria de atmósfera irrespirable.

Calculé los días que pasé en ese habitáculo inmundo y olvidado infectado de ratas y otra clase de
bichos e insectos desconocidos. Y así pasé dos o tres semanas aislada del exterior y la vida. Mi
alimentación, por llamarla de alguna manera, consistía en un mendrugo de pan duro y un plato de agua
sucia que se suponía, era mi sopa. Mi uniforme sucio y roto se caía de mi cada vez más delgado cuerpo,
tiempo atrás, atlético y fuerte. Siempre me gustó el deporte, todas las mañanas temprano me encantaba
salir a nadar a la playa dónde vivía y correr por sus kilométricas extensiones.
Estaba convencida que eso me ayudaría a resistir el padecimiento al que estaba sometida. No
volvieron a por mí desde hacía tres días, cuando me raparon la cabeza. Cuando me pasaban la comida
no me dirigían la palabra ni se dignaban mirarme.
Un cubo asqueroso donde hacía mis necesidades era vaciado una vez al día. Me había convertido en
un espectro de suciedad y abandono. Si no me mataba el hambre, las infecciones se encargarían de ello.
Yo no entendía nada. ¿Por qué no acababan conmigo de una vez? Pero ¿cómo no me di cuenta antes?
¡Claro! de eso se trataba. Mi padre pertenecía al alto mando de las fuerzas aliadas, y yo, su hija, nada
menos que miembro de la resistencia. Era una moneda de cambio y para ellos, un rehén muy útil y
valioso. Por eso me separaron del resto. Pensar en él y en mi familia me entristeció, seguro que ya
estaba al corriente de todo, imaginé su sufrimiento y empecé a llorar desconsoladamente.

Transcurrieron unos días más y se abrió la puerta de mi celda. Sin miramiento ninguno me sacaron
de allí, no sin antes volver a taparme los ojos. Noté el frío del exterior, mi cuerpo reaccionó poniéndose
a temblar sin control, no se molestaron en darme más ropa. Me introdujeron en un camión y nos
pusimos en marcha.
Las dudas me atormentaban. ¿Acabaría en cualquier cuneta? Confiaba en que mi padre fuera fiel a
sus principios y no se dejara chantajear por gente tan vil, estaría luchando contra sus propios
sentimientos y el deber de cumplir con sus obligaciones. Sabía que yo pensaba así, y que hiciera lo que
hiciera, me sentiría tan orgullosa de él, como siempre lo he estado, eso hizo que me tranquilizara algo.
Los días pasados en la húmeda celda, me pasaron factura y un dolor en el pecho que me hacía toser
como si me arrancaran el alma, no me dejó ni un momento. Cuando llegamos a nuestro destino,
volvieron a meterme en otra celda. Me quitaron la venda y salieron. Cuando adapté mi vista al interior,
para mi sorpresa, no estaba en una oscura y fría estancia, ésta era más amplia, bien iluminada por una
ventana con gruesos barrotes y todavía me sorprendí más, cuando descubrí al lado del muro un camastro
que tenía hasta una manta doblada encima. Un orinal asomaba por debajo. Estaba relativamente limpio,
yo era lo único apestoso.
Al poco vinieron por mí. No me vendaron los ojos. Así pude ver que esta vez, eran dos mujeres,
vestían sus uniformes que les daba un aspecto feroz. Eran rubias, por supuesto, y sus facciones eran
duras y sin vida.
Me sacaron a empujones, sus fuertes manos me sujetaban por los brazos mientras me conducían por
unos pasillos a medio iluminar. Llamaron a una puerta, esperaron a que se les diera permiso y entramos.
Nos quedamos de pie frente a una mujer de aspecto fiero y duro. Su pelo rubio peinado hacia atrás, sus
ojos azules de mirada fría como el acero, su gesto serio y seco, hizo que me temiese lo peor. Estaba
sentada frente a una mesa de madera, encima tenía una carpeta, supuse que serían los informes que le
habían pasado sobre mí, se me hizo un nudo en el estómago. Les dijo algo, se levantó, era bastante alta
y fuerte como buena alemana, me miró durante unos segundos y salió de la habitación.
Por su uniforme deduje que sería una oficial al mando. Volvimos al pasillo y me metieron en una
especie de sala más pequeña. Me fijé, había un enorme tonel del cual salía vapor, a su lado en un
taburete, una toalla. Me empezaron a desnudar y me indicaron que me metiera dentro. Me dieron una
pastilla de jabón, y una de ellas, salió fuera con mi ropa o mejor dicho con los andrajos que llevaba, la
otra permaneció de pie frente a la puerta como una estatua de piedra.
La sensación al notar el contacto del agua caliente en mi piel fue indescriptible, mi ajado cuerpo
parecía deshacerse en ella, notaba mis doloridos músculos reaccionar a la gratificante sensación que ya
creía olvidada. Empecé a toser, había mejorado algo, pero sabía que todavía no estaba bien del todo, me
hacían falta unos medicamentos como un buen plato de comida casera. Me dijo algo en alemán que no
entendí, mi carcelera se dio cuenta y empezó a gesticular.
—Schnell!
Por sus gestos supe que quería que me enjabonara y lo hiciera deprisa. Obedecí sin rechistar.
Cuando salí, era otra, flaca como un palo y dolorida, pero otra. Y al ponerme ropa seca y limpia, me
sentí incluso afortunada, estaba gastada, pero no eran los andrajos que tenía por vestimenta. Volví a mi
celda. Me tumbé en el camastro con otro ánimo, aunque siempre acompañada por una perenne angustia.
Mi cuerpo empezó a reaccionar a la tregua que se le daba y empezó a dolerme como si hubiera corrido
kilómetros. Me sumergí en un sueño reparador que tanta falta me hacía.
El ruido del cerrojo al abrirse la puerta me despertó, sobresaltada, me incorporé. Uno de los soldados
dejó la bandeja de mi cena en el suelo y se marchó, como era costumbre sin mirarme siquiera. Para esa
gente no era más que un bulto que se movía y que no tenían más remedio que atender.
Con gran esfuerzo, cogí la bandeja. Mi estómago reaccionó como un león fiero y desesperado ante
una apetitosa presa. El olor de la rica sopa, le daba un aspecto real, y lo cierto era que lo tenía, no era el
agua sucia que hasta ahora había tenido que tragar. Un pedazo de pan tierno y un poco de algo que
podía ser carne con unas patatas. Todo un manjar.
Hasta una taza de latón con agua limpia y cristalina. Yo no podía creerlo. Cogí la cuchara dispuesta a
dar buena cuenta del placer que inesperadamente me ofrecían. De pronto, las dudas hicieron presa en
mí. ¿Y si no fuera más que una trampa? ¿Pretendían envenenarme? Claro, eso era. ¿Pero cómo había
podido olvidarlo? Esa era una de las cosas que más insistían cuando nos entrenaron. Era una práctica
habitual. No sabía que me vigilaban. La puerta se abrió y pasó la mujer que me había traído la cena. Me
miró con desprecio.
—Essen! —gritó al tiempo que volvía a hacer evidentes y claros gestos.
Hice lo que me pedía y empecé a comer. Tengo que reconocer, que si esa sopa hubiera contenido
veneno, estaba muy rico, su sabor era muy agradable. Mi estómago se llenó de tan preciado caldo, mi
carcelera, esperó a que acabara. Yo me noté repentinamente mal. Un dolor seco me partió en dos, las
náuseas no se hicieron esperar y no pude evitar vomitar. Con tan mala fortuna que las limpias botas de
mi carcelera se vieron salpicadas. La miré con terror, la terrible bofetada me hizo caer hacia atrás,
golpeándome la cabeza con la pared, una nube negra turbó mis ojos, dejándome inconsciente.
Cuando los abrí e hice intención de moverme, el latido de mi cabeza me lo impidió, me palpé con
cuidado y me asusté al comprobar el enorme chichón. Era por la mañana, no tenía ni idea de qué hora
podía ser. Calculé que sería mediodía por la posición del sol. Habían limpiado el desastre de la noche
anterior, su recuerdo hizo que me estremeciera. Mi pobre organismo estuvo tanto tiempo sin alimento,
que cuando por fin probó algo, simplemente no estaba preparado.
Curiosamente me sentía algo más fuerte, la tos persistía, aunque iba desapareciendo poco a poco,
incluso tenía hambre, pero más valía que me fuera acostumbrando a ella, no creía que volvieran a perder
el tiempo conmigo.
Tumbada, miraba a través de la ventana, el cielo asomaba entre sus barrotes, su color azul me
transportó a mi pequeña ciudad costera del sur de Francia, donde nací. Las imágenes de mi familia, sus
montes, sus playas, todo eso, hizo que siguiera viviendo allí, no quería hacerlo en otro sitio, porque ése,
era el mío. Cuando acabé mis estudios de medicina y me convertí en la doctora de mis vecinos y
alrededores, vi cumplido unos de mis sueños. Ahorré todo lo que pude, haciendo realidad el otro. Me
compré una casita rodeada por un pequeño bosque en una ladera que daba al mar. Las vistas eran
impresionantes desde la terraza al igual que desde toda la casa, se podía disfrutar de un magnífico
paisaje.
Mi único deseo era que toda esa pesadilla acabara cuanto antes, así como ésta absurda locura y
volver a mi vida de antes. Todos esos recuerdos hicieron que la vuelta a la realidad, fuera todavía más
dolorosa y que estaba delimitada por las cuatro paredes que me asfixiaban.
Otra vez el terrible ruido del cerrojo, cada vez que lo oía todo mi cuerpo se tensaba, poniéndose en
alerta.
Esta vez tuve el dudoso “honor” de que me trajera la comida, la mismísima oficial que había visto el
día de mi baño. La misma mirada cargada de odio que helaba la sangre de mis venas. Dejó la bandeja y
salió. Tuve el cuidado de comer despacio, no quería que se volviera a repetir lo del día anterior, por
nada del mundo, había tenido suficiente, ya era un milagro que no me hubiesen molido a palos y no
quería provocar su enfado. No eran más que unas bestias sin cerebro ninguno.
Así transcurrieron varios días. Estaba bastante más recuperada, las fuerzas habían vuelto a mí, no me
habían rapado de nuevo la cabeza, lucía un cabello corto, casi mejor, en caso de tener piojos no me
costaría tanto volver a verme como el presidiario que era. Recordé con nostalgia mi melena oscura que
solía recoger con una cinta de colores. El desánimo de pronto se apoderó de mí. Yo era de piel morena,
ojos oscuros y pelo castaño, no creo que les hiciera la más mínima gracia ni lo vieran como algo bonito
las alimañas entre las que, por desgracia, me rodeaban. Ser latina no era de gran ayuda. ¿Qué hubiera
pasado si hubiera nacido en España, por ejemplo? No quería ni pensar en ello. Por un instante, creí que
sería un salvoconducto un pelo rubio y una piel más clara. ¿Pero en qué demonios estaría pensando?

Esta vez, me asusté de verdad, unos oficiales me condujeron a una sala. Una bombilla alumbraba una
solitaria silla, no tuve ninguna duda de que era mi patíbulo. Uno de los soldados salió fuera y cerró la
puerta, el otro se quedó dentro conmigo. En un primer momento no la vi, pero de las sombras del fondo
salió como monstruo sediento de sangre y violencia, la oficial. Sus relucientes botas y su uniforme le
daban un aspecto intimidatorio. Empecé a sudar, no tenía escapatoria posible, sin duda era mi final, o al
menos, el camino sería muy doloroso. Me iban a torturar, no cabía la menor duda. La mujer dio una
orden y el soldado me obligó a sentarme. Se volvió a abrir la puerta y entró un hombre, no iba de
uniforme, vestía un largo abrigo de cuero negro, llevaba un sombrero del mismo color así como los
guantes. Unas gafas redondas que no lograban ocultar unos ojos despiadados.
Supuse que pertenecía a la temible Gestapo. En ese momento, supe que era mi último día en este
desgraciado mundo. Seguramente me utilizarían como su particular “conejillo de indias” en sus
demenciales experimentos. Hubiera preferido un simple tiro, pero eso era algo impensable. Para ellos, el
placer era el sufrimiento ajeno.

—Soy el oficial Hessman. Y supongo que una chica lista como tú me va a contar lo que quiero saber
¿verdad? —dijo con un fuerte acento y levantando mi barbilla con su asquerosa mano.
No podía ni tragar, la boca se me secó, quería gritar. Mi respiración se agitó y me faltaba el aire. Una
espeluznante sonrisa se dibujó en su inquietante cara. El corazón parecía querer reventar. Un frío
helador me recorrió la espalda. Por el rabillo del ojo veía la figura de la oficial que observaba impasible.
—Bien, empecemos.
Aunque hubiera querido, y no quería, no pude contestar a sus preguntas. Desconocía las posiciones
de mis compañeros y mucho menos sus intenciones. Cuando nos detuvieron era mi primer día y
únicamente les dije lo que sabía, que nuestra misión era volar un puente. Carecía de más información.
Yo sólo transportaba parte del material y sólo había dispuesto de unos días para entrenarme a la carrera.
—¿Querías emular o llegar a ser una Lucie Aubrac? ¿Qué lees los domingos por la mañana?
¿”Libération”, quizás?
La siniestra carcajada me convulsionó por entero.
—Reza para que a sus oídos llegue tu situación. Estaremos encantados de recibirla.
Sus palabras provocaron que mis nervios se tensaran como cuerdas de guitarra.
—No tengo la más mínima idea de lo que me habla. No puedo decirle más.
Por supuesto, no lo creyó. Los golpes no se hicieron esperar y me dejaron sin sentido.

El impacto del agua fría sobre mi rostro, me hizo despertar. Notaba un dolor intenso en mi hinchada
mejilla. El último puñetazo fue demoledor.
Ordenaron salir al soldado que tan obedientemente había cumplido órdenes. Me dieron unos minutos
para que me recobrara. Hablaban entre ellos, no pude distinguir ni una sola palabra, aunque hubiera
sabido alemán, en el estado en que me hallaba en ese momento me hubiera sido totalmente imposible
coordinar mi cerebro.
Esa noche no sé si en realidad me quedé dormida o simplemente me desmayé. El interrogatorio duró
unas horas interminables. Imploraba para que una de las patadas me matara de una vez y terminar con
aquello.
Tuve que soportar otros dos más, pero afortunadamente o simplemente, viendo el estado en que me
dejaron cesaron en su empeño. Esperaba que en cualquier momento, empezaran otra vez. Pero no fue
así. Debieron obtener informes sobre mi persona que descartaron cualquier posibilidad de información.
Pero el dolor constante de mi cuerpo y la fiebre que padecí durante varios días, me recordaba las
terribles y angustiosas horas bajo sus miradas vacías en las que yo imploraba morir.

Volvimos a nuestra rutina. Con la diferencia de que siempre era la misma oficial la que me servía la
comida y se ocupaba de mí. Jamás se molestó en mirarme más de lo necesario, por supuesto, nunca me
dirigió la palabra. Ella no sabía francés y yo tampoco alemán. ¿Así que, para qué molestarse? Los
golpes me hacían entender a la primera.
Después de varias semanas, decidió que ya estaba más que recuperada, por lo que debía ocuparme de
algunas tareas. Así, a primera hora de la mañana y acompañada de un frío helador, quitaba la nieve y la
escarcha de la entrada para cargar como una burra con la leña que debía transportar hasta un pequeño
almacén.
Mis agrietadas e hinchadas manos eran dolor puro, así como mi espalda. No sabía lo que me
esperaba.

En plena noche, oí cómo se abría la puerta. Era ella, me incorporé asustada. “Se acabó mi suerte”,
me dije. Se acercó a mí, me cogió por los hombros y me arrancó la camisa. Yo estaba paralizada,
adiviné perfectamente sus intenciones, instintivamente, me resistí, fue un error que me costó caro. Me
tiró con toda su fuerza sobre la cama y me abofeteó.
Sentí sus repugnantes manos sobre mí, hizo conmigo lo que quiso y me obligó a satisfacer sus
asquerosas necesidades, no tuve otra opción que obedecer si no quería una paliza.
Cuando se marchó, en la soledad de mis cuatros paredes, yacía vacía y sin alma, tirada en el frío
suelo, desnuda y sintiéndome sucia y miserable. Ni las lágrimas consiguieron proporcionarme alivio.
Al día siguiente cuando entró, ni me levanté siquiera, decidida a que hiciera conmigo lo que se le
antojara, todo me daba igual, no tenía escapatoria, estaba en sus manos. Cerró la puerta y se marchó.
Ese día no probé bocado, no podía. La sensación de miseria, no me abandonaba. Me vigilaba, sus
pasos se detenían al otro lado de la puerta, descorría la portezuela de la pequeña ventana en la puerta y
me observaba como cancerbero despiadado.
Al mediodía, vino a buscarme, y tras sacarme a empujón limpio, me hizo quitar toda la nieve del
patio. El aire cortaba y el frío del suelo llenó mis huesos hasta el tuétano.
Tropezó con la bandeja al entrar, me miró con fiereza. Yo estaba sentada con las manos abrazando
mis piernas. Me agarró con fuerza y me obligó a comer. Obedecí, no quería más golpes. Una vez que
hube terminado, cogió el plato y se marchó, dando un portazo que retumbó en mis oídos.
Llegó la noche, la inquietud se apoderó de mí. ¿Vendría otra vez? Solo de pensarlo me daban
arcadas. Afortunadamente no fue así, pero no pude dormir bien. Si no había sido en ésta ocasión, habría
muchas otras.

No le debió hacer mucha gracia, que ni siquiera me moviera al entrar ella. Así que me quitó la manta
de un tirón, me levantó y me empujó contra la pared, el crujido de mi espalda me hizo temer lo peor, el
dolor era insoportable. Me volvió a desnudar y volvió a abusar de mí. Otra vez la misma sensación, asco
y nada más.

Perdí la cuenta del tiempo que podía llevar allí encerrada. Al contrario a lo que en un principio
pensaba, queriendo únicamente dejarme morir, me obligué a hacer ejercicio, la falta de movilidad estaba
afectando a mis músculos. Pero estaba tan cansada por las interminables tareas diarias, que no podía con
mi alma. Aunque por una parte, por eso precisamente acusaba el esfuerzo, así que, si querían acabar
conmigo les iba a costar algo más.
Los ejercicios empezaron a ocupar buena parte de la mañana y me ayudaban a aislarme del infierno
que me rodeaba. A mi carcelera le debió chocar, un día abrió la puerta y me observó durante unos
minutos, yo estaba tumbada en el suelo haciendo flexiones, me miró con una mirada extraña, yo me
resigné a sufrir otra vez su acoso, pero en cambio, se dio la vuelta y se marchó.
Me daba la impresión que estábamos completamente solas, no había vuelto a ver a nadie más. Me
tenía para ella a su antojo.
Casi se podía decir que entramos en una rutina. Me alimentaba y cuidaba de mi aseo. Con gran
sorpresa por mi parte, todos los días me llevaba para que me diera un baño, después de ocuparme del
patio, fregar mi celda y todo el largo pasillo. Nunca me faltaba agua caliente, jabón y una toalla seca.
Dos veces a la semana me traía ropa limpia, yo tenía que lavarme, la que me quitaba y la que me
daba ella en un barreño para después tenderla, durante todo el tiempo no me quitaba ojo.
Los ataques sexuales no cesaron. Me convertí en su “muñeca particular”, una muñeca de carne y
hueso. Su inexistente corazón era incapaz de imaginar el sufrimiento por el que pasaba. Jugaba conmigo
a su antojo, yo resignada, dejaba que hiciera con mi persona lo que quisiera, no es que me
acostumbrara, pero sabía que siendo algo más dócil, me ahorraría algunos golpes.
En una ocasión, ya no pude más y privada de toda razón, tiré al suelo la bandeja, la miré
desafiándola. Me miró descolocada, sus ojos brillaron con una furia estremecedora ante semejante e
inaudito acto de soberbia. Los golpes acompañaron su deseo salvaje, nunca me había sentido tan
humillada como en esa ocasión.
Cuando se marchó, todo mi cuerpo quedó como un campo de batalla, mi sexo ardía y me quemaba
en puro dolor, las sábanas quedaron cubiertas de rojo. Notaba su sabor en mi boca, escupí hasta
quedarme sin saliva. Apenas me podía sentar y cada vez que me movía era una tortura, parecía tener el
cuerpo cubierto de diminutos cristales.
La tos volvió con toda su fuerza, dejándome agotada, no tenía defensas y la fiebre se apoderó de mí.
Los días siguientes no existieron, me sumí en un estado febril que me atrapaba en un mundo de sombras
y figuras fantasmagóricas.
¿Cuándo terminaría todo? Si hubiera tenido la oportunidad, me hubiera quitado de en medio hacía
mucho, pero ni siquiera me era posible.
Me vigilaba constantemente. Aunque por fortuna me dejó en paz, no volvió a tocarme.

Pero esa noche, al oír cómo descorría el cerrojo, mi pulso cogió carrerilla disparándose al compás de
mi corazón. Abrió la puerta, pero no se movió, me observó en silencio. Yo instintivamente, me pegué a
la pared y resbalando mi espalda por ella, me senté en el suelo y cubrí mi cabeza con mis brazos
temblando como una hoja. Suplicaba por no volver a pasar por lo mismo. En un gesto inaudito, volvió a
cerrar, dejándome tan solo con el terror que sentía y que decidió quedarse conmigo.
Seguro que estaba esperando a que me repusiera para volver a las andadas. Solo de pensarlo me
estremecía.
Esa tregua hizo que me recuperase poco a poco, el dolor disminuyó, aunque todavía no había podido
andar con normalidad. Después de tres días desde que ocurrió, ni siquiera me había llevado a lavarme.
Una mañana temprano me trajo el desayuno. Me levanté con cuidado y sin mirarla me agaché para
recoger la bandeja. No me quejé, pero los gestos de dolor eran evidentes, debió oírme toser mucho,
antes de bajar las escaleras. Ella permaneció quieta, levanté la vista con miedo, esperando una patada en
el mejor de los casos. Pero no se movió, impertérrita me miraba con una mirada azul glacial.
Sin duda, debía tener un aspecto lamentable, supuse que estaría pálida. Aunque ella tampoco tenía
muy buen aspecto, tenía tantas ojeras como debía tenerlas yo.
Me incorporé con temor, de repente cogió la bandeja y la dejó encima de la cama. Me agarró del
brazo. No pude evitarlo, le supliqué con la mirada que no me hiciera más daño. Impasible, pero esta vez
sin golpearme, me hizo sentar con cuidado. Yo no daba crédito a lo que estaba pasando, aunque no por
eso bajé la guardia, en cualquier momento se convertiría en la fiera que escondía el uniforme. Sus
rasgos eran de hierro, en otras circunstancias, hubiera dicho que hasta era guapa. La verdad es que lo era
y tenía unos ojos bonitos, pero no estábamos en otras circunstancias por desgracia. Ella era mi verdugo
y yo su víctima.
Me echó hacia atrás, bajó mis pantalones y separó mis piernas. Yo le seguía suplicando con la mirada
y la palabras escaparon de mi boca.
—No, por favor, por favor…
Fijó la vista en mis maltrechas partes íntimas. Las examinó por unos segundos, me miró y se marchó.
Al poco volvió, asustada me levanté, pegué mi espalda a la pared, me indicó que me tumbara. Ni una
sola vez en todo este tiempo se dignó hablarme, ni siquiera en su idioma, algo a lo que me había
acostumbrado.
Fui a tumbarme cuando me detuvo, la miré dando un respingo de temor. Empezó a desabrocharme el
pantalón que me había vuelto a poner en un intento vano de defensa. Suspiré resignada. Haciendo
acopio de todas mis fuerzas para hacer frente a lo que se me venía encima. Pero en cambio, no fue así.
Por señas me dijo que me los bajara, obedecí al momento, me fui a sentar e hice un gesto de dolor.
Me los quitó del todo. Me recosté, separé mecánicamente las piernas, me aferré a la madera de la cama,
cerré los ojos, apretándolos con fuerza dispuesta a soportar el envite de sus dedos salvajes. Abrí los ojos
desconcertada al no ocurrir nada. En ese momento entraba con una palangana con agua. La dejó en el
suelo, humedeció un paño pasándolo a continuación por mi sexo. No pude evitar quejarme. Me hizo un
gesto con la mano para que aguantara un poco. El contacto con la tela húmeda me quemaba como un
hierro al rojo vivo. Cuando terminó, cogió algo en lo que hasta ahora no había reparado siquiera.
Un tubo de pomada. Extendió un poco en una especie de gasa. A continuación volvió a fijar su vista
en mi sexo y en mis ojos. No supe porqué, pero me sentí violenta. Estúpidamente avergonzada.
Di un respingo al notar la fría pomada y el agudo escozor.
—Shsss.
Fue lo único que oí salir de su boca, y a partir de ese día, ni siquiera eso.
Me sujetó las piernas que yo instintivamente cerraba. No podía evitar temblar y que se me saltaran
las lágrimas. El dolor era atroz. Paró un momento, dándome un pequeño respiro. Fijó su azul mirada en
mí, como esperando mi permiso, asentí con la cabeza y con todo el cuidado del mundo siguió.
Mi frente estaba perlada de sudor. Yo la miraba atónita, ella evitaba la mía, o eso me pareció, algo
impensable, estaba equivocada, no había duda. Los golpes me habían trastornado. Incluso me dio un
tónico para la tos.
Cuando terminó y me quedé sola, el agotamiento y la fiebre me hicieron dormir y tener sueños
horribles, pesadillas agotadoras. Debí caer en un estado de semiinconsciencia.
Los días siguientes siguió con las curas. La tos mejoró notablemente gracias al jarabe y eso hizo que
pudiera dormir mejor y descansar más. Hasta parecía que dentro de su gélido comportamiento habitual,
podría decirse que estaba siendo amable.
Reanudé mis baños, empecé a comer más y continué con mis ejercicios. No volvió a ponerme la
mano encima y tampoco a tocarme. Hizo que sin querer, me sintiera algo más confiada y relajada.
Tanto que en una ocasión al traerme ropa limpia, le dije que casi no me dolía, me miró sin entender.
Yo, en un gesto espontáneo me senté en la cama.
—¿Ves? Ya no me duele.
En ese instante fui consciente de lo que había hecho. Y su mirada me ayudó a constatarlo.
El terror que debió ver en mis ojos, quizá fue lo que hizo que se diera la vuelta y se marchara. El
corazón atronaba mi pecho. ¿Cómo había sido tan estúpida?
Me había cortado las venas delante de un vampiro. Estaba completamente segura de que ésa noche
me haría una visita y todo volvería a empezar.
Para mi sorpresa no fue así. Aunque cada vez que entraba, el temor se apoderaba de mí. Sabía que
ella lo notaba, pero no se molestó en demostrarlo.

De vez en cuando, un grupo de oficiales, se pasaba dónde quisiera que estuviéramos. Supuse que ella
les informaba de todo. Entraban, me observaban y se iban por donde habían venido, no sin antes
dejarme unos golpes a modo de “regalito”. Yo respiraba aliviada, no volvieron a interrogarme.
La única conclusión que pude sacar era que estaba secuestrada. Imaginé las negociaciones que se
estarían llevando a cabo entre un bando y otro. Mantenía la esperanza de que algún día, pudiera salir de
ese infierno y dejar atrás, y para siempre, a mi monstruo rubio.

Los días siguieron su impasible discurrir. Si habían cesado los golpes, también lo habían hecho las
visitas de mi carcelera, la verdad era que apenas se dejaba ver.
Se limitaba a alimentarme, me conducía a darme mi baño diario y poco más.
¿Era la calma antes de la tormenta? Las veces que me tocaba lavar la ropa, me dejaba sola en el
pequeño patio, hasta que acababa, golpeaba la puerta, me abría y sin mirarme me volvía a encerrar. Y
así, un día tras otro. ¿Acaso el diablo tenía un minúsculo corazoncito? Me negué en redondo a creerlo,
solo era algo pasajero, estaba convencida de que me esperaba algo espantoso.
Las semanas que siguieron ni siquiera acompañaba a los oficiales que venían en busca de noticias
sobre mí. No entendía, nada de nada. Me sentía extraña.
Llegó al punto de dejarme el desayuno mucho antes de que yo me hubiera levantado, las comidas y
cenas me las pasaba a través del hueco a modo de buzón de la puerta.
No hubo más baños ni ropa limpia. ¿No estaría pensando abandonarme como un perro? Ese
pensamiento me sobrecogió. No podía ser, no llegaría a tal extremo.
La vi correr en el patio interior que daba a mi lado de la celda y suspiré aliviada. Todos los días,
corría y corría sin descanso.
Una tarde abrió la puerta por fin. Me miró con su impertérrita cara, fijó sus ojos en lo míos y me
indicó que saliera. Extrañada, la seguí. Recorrimos pasillos y bajamos escaleras que no había tenido la
oportunidad de ver nunca. Abrió una puerta más grande y la luz entró a raudales por ella,
instintivamente me tapé los ojos, demasiada luz, para mis ojos acostumbrados a las tinieblas. Tardé un
poco en recuperarme, cuando lo hice, salimos al exterior. Con los ojos casi cerrados pude ver que nos
hallábamos en un patio enorme, incluso había unos cuantos árboles y una especie de jardín al fondo. La
miré sin comprender esperando a que me indicara el siguiente paso a seguir.
Me animó a que empezara a correr, no me moví, creí no haberla entendido bien.
—¿Quieres que corra? —le pregunté aún sabiendo que no me entendía, acompañé mis palabras con
gestos evidentes. Afirmó con la cabeza.
La obedecí, no entendía nada, pero más valía que hiciera lo que me decía.
Al cabo de un buen rato, paré, ya no podía más, el esfuerzo había sido considerable dado mi estado
general, pero me sentía bien y mucho más cuando me sumergí en la cálida agua de mi querido tonel.
Me volví a quedar sola, me encerró y oí sus pasos alejarse. Yo cerré los ojos, abandonándome a tan
grata sensación. El esfuerzo había merecido la pena, sentía mis músculos doloridos pero relajados.
El sonido de la puerta al abrirse me despertó de mi dulce letargo, tenía los dedos arrugados por el
efecto del agua. Traía ropa limpia y una toalla. Me fijé en su pelo oscurecido y mojado. El flequillo le
caía gracioso sobre sus azules ojos. Se había cambiado de ropa, llevaba unos pantalones distintos, unos
zapatos más cómodos y una camisa con los botones desabrochados justamente a la altura adecuada,
dejando entrever la línea entre sus pechos. Me pareció otra persona completamente distinta. Cuando fui
consciente de que la miraba, inmediatamente aparté la vista.
Salí del agua, me dio la toalla y me empecé a secar, ella salió dejándome sola otra vez.
¿Pero? ¿Por qué hacía eso? No entendía nada, era absurdo.
Cuando me vestí, fui a llamar a la puerta para que me abriera, daba por hecho que estaba cerrada
como siempre. Me sorprendió comprobar que estaba abierta, me paré en seco sin atreverme a dar un
paso. Abrí con cuidado, pero seguía sin moverme. No iba a caer en una trampa tan simple, en el
momento que pusiera un pie en el pasillo, una lluvia de golpes me daría la bienvenida. Con gran
sorpresa por mi parte, la vi sentada en un banco del pasillo. Al verme, se levantó y me señaló el camino
de vuelta a mi “suite”. El corto trayecto lo hizo a mi lado, pero manteniendo una distancia unos pasos
atrás, la sensación extraña que tenía me descolocaba por completo.

Una especie de punto de inflexión desde que tuvo que cuidarme fue gradualmente transformando su
actitud conmigo. Distante, pero más flexible por describirlo de alguna manera. Como si esperase a que
yo la hablara o la hiciera ver que me había dado cuenta del cambio producido en ella. La verdad era que
estaba mucho más receptiva.
Hasta el punto que todas las mañanas antes de desayunar, me ayudaba a limpiar el patio de nieve.
Una manera más de vigilarme, pensé, no obstante.
En cambio, las comidas me las dejaba en el soporte del buzón de la puerta y ni una sola vez se
repitieron sus “siniestras visitas”, afortunadamente.
A pesar de todo, la falta de noticias del mundo exterior y la incertidumbre de mi situación me
desesperaba. ¿Cuánto tiempo más se alargaría mi sufrir?
Para colmo, el día siguiente amaneció gris y lluvioso. Esa mañana no se presentó. Se limitó a
dejarme la comida.
A media tarde, como era costumbre, nos dirigimos al cuarto de aseo. Me paré en la puerta, ella me
cogió del brazo obligándome a que continuara. No pude evitar inquietarme.
Abrió unas puertas más grandes, pasamos a una sala enorme y llena de toda clase de aparatos de
gimnasia. Yo miraba sorprendida todo aquello, después la miré a ella, se acercó a la ventana y miró
fuera.
—¿No podemos salir y has pensado continuar aquí? —Gesticulé.
Volvió a hacer un gesto afirmativo.
—Muy bien. ¿Por dónde quieres que empecemos?
Me señaló con el dedo y a continuación abrió los brazos abarcando los aparatos.
—¿Puedo decidir yo?
Me dijo, “sí” con la cabeza.
—¿De verdad?
Volvió a asentir y una sonrisa discreta afloró en su cara. La miré perpleja, ese gesto involuntario, por
un instante, la hizo humana ante mis ojos, me negué a pensarlo siquiera, y me obligué a centrarme en lo
que en ese momento nos ocupaba. Me dispuse a empezar. Levantó la palma de su mano indicándome
que esperase un momento. Se metió en una habitación contigua, dejándome sola por primera vez, la
sensación fue brutal, me sentía en medio de la nada. ¿Y si hubiera aprovechado? ¿Pero crees que iba a
dejártelo tan fácil?
En ese momento volvió, se había cambiado y se había puesto una camiseta blanca que mostraba su
atlético cuerpo. Me dio la que llevaba. La cogí y sin darme cuenta me quité la camisa, se fijó en mi
cuerpo desnudo, por un instante nos quedamos mirándonos a los ojos. Tuve ocasión de comprobar la
transformación que, poco a poco, se iba produciendo en ella y en nuestra “relación” por llamarlo de
alguna manera, sus ojos no tenían la mirada de las otras veces, ahora transmitían todo, menos esa
ferocidad aterradora. Puestos a imaginar, hasta podría decirse que remordimiento. No obstante, yo
esperaba que se abalanzara sobre mí, pero en cambio y en un gesto inaudito, se dio la vuelta hasta que
me la puse.
Algo no encajaba. ¿Qué demonios pasaba?
—Estoy lista —dije prudentemente.
Empezamos y ella imitaba todos mis movimientos, puede resultar gracioso, pero no olvidaba por un
minuto quién era y dónde estaba.
Así establecimos una rutina. Correr por la mañana y después pasábamos parte de la tarde en el
gimnasio.
Para mí, supuso una vía de escape. Me ayudaba a entretenerme y pasar las interminables horas
ocupada y dejar mi mente descansar un poco. Era un pequeño respiro y suponía volver, en cierta
manera, a una normalidad abstracta.
Procuraba agotarme para llegar al camastro y dormir directamente.
Tenía la impresión de que a ella le pasaba lo mismo, tenía una resistencia asombrosa. Se notaba que
le gustaba el deporte tanto como a mí. “Si al final, hasta compartiremos gustos”, me reí para mis
adentros.
Los estiramientos no se le daban muy bien, intentaba seguirme pero con dificultad. Desinhibida me
acerqué y cogí su brazo.
—Así, ¿ves? Subes poco a poco sujetándolo con el otro brazo al tiempo que lo llevas hacia atrás.
Volvimos a mirarnos fijamente, sentía menos miedo, aunque era peor, sentía más confianza. El
contacto directo de su piel puso la mía de gallina.
Pasamos a las espalderas. Descansaba cuando yo lo hacía y los reanudaba cuando yo me ponía en
marcha.
Parecían haberse invertido los papeles gradualmente, casi imperceptiblemente. Yo estaba al mando, y
ella, se dejaba “dirigir” por mí. Era yo quién decidía los ejercicios a realizar, ella obedecía sin más.
Ridículo se mirase como se mirase. ¿Qué pretendía demostrar con eso? No iba a conseguir nada de
nada. Era quién era y había hecho lo que había hecho.
Acabamos corriendo alrededor del inmenso gimnasio. Sudaba por los cuatro costados, nos sentamos
en un banco para recobrar el aliento. Lo hizo algo alejada de mí. Oía su respiración entrecortada y no
pude evitar mirar su pecho agitado.
“Por favor” me recriminé.
Se levantó y me vi otra vez sola. La tentación volvió de inmediato, me imaginaba corriendo por los
pasillos. ¿Y luego qué? ¿Cuánto tardaría en darme caza? Ni siquiera sabía en qué piso estábamos, y
mucho menos, dónde podía estar la puerta de salida. Y si lo supiera ¿dónde iría? Estábamos perdidas en
medio de montañas y nieve. Aparté las absurdas suposiciones al sentarse otra vez a mi lado. Me ofreció
un vaso de agua que bebí de un trago.
—Gracias —dije secándome el sudor de la cara.
Otra vez, una tímida sonrisa quiso asomar a su rostro, tan efímera como una ilusión. Se levantó y
empezó a secarse ella también los brazos con músculos perfectamente marcados, su cara, una hermosa
cara, había que reconocerlo. Pese a su fuerte aspecto, no dejaba de ser femenina.
El Führer tenía buen gusto a la hora de escoger a sus acólitos. Y era evidente, que se preocupaba por
que su estado físico fuera el mejor. De eso no cabía ninguna duda. La pena es que estuvieran en el
bando maldito y por su culpa, ahora, estábamos inmersos en una sangrienta y cruel guerra, en un intento
para que el mal, que sus amorfas mentes habían engendrado, no se extendiera por el mundo. ¿Había
dicho mente? Eso era mucho decir. “Masa gris” era más la descripción más acertada.
Me percaté que había estado mirándola todo ese tiempo cuando ella me miró a su vez, mis manos se
aferraban al asiento con fuerza y rabia. Relajé el gesto y me levanté esperando sus siguientes órdenes.
El ambiente relajado que habíamos disfrutado hasta ese momento, se esfumó de golpe. Las imágenes de
su cuerpo encima de mí, me golpearon el cerebro sin piedad. Si hubiera podido le hubiera dado su
merecido ese mismo momento. Pareció adivinar mis pensamientos y entristeció el gesto, se puso seria.
Pasamos al cuarto de baños y antes de que me metiera dentro, salió. Me introduje en el agua, su calor
no fue suficiente para que me relajara. Me sentía furiosa y con una gran impotencia. No podía permitir
dejarme engañar por unas buenas maneras que no conducían a nada. ¿Qué buscaba con eso? ¿Acaso
hacerse perdonar? Jamás, solo tenía que esperar a tener la menor oportunidad para hacer justicia.
Hundí mi cabeza en el agua sumergiéndome por completo. ¿Y si ésta fuera la única solución? ¿Y por
qué no? Seguro que era la mejor muerte de todas las que me esperaban. Permanecí así unos minutos
más, sentía la presión de mis pulmones a punto de reventar, empecé a tragar agua al tiempo que me
despedía.
Medio inconsciente pude notar el fuerte tirón del pelo al tiempo que mi cabeza salía del agua. Mi
pecho no se movía y apenas noté el frío suelo debajo de mí. Así como tampoco los esfuerzos que hacía
por hacerme vomitar el agua, su boca se afanaba en que llegara el aire a mis pulmones, tras unos
angustiosos minutos, empecé a toser haciendo que el agua fluyera como una fuente por mi garganta y
mi nariz. Me ayudó a sentarme, al tiempo que me cubría con una manta. No dejaba de toser, mis
pulmones luchaban por llenarse del aire que les faltaba. Cuando me recobré, estaba mareada, no me
atrevía a mirarla, me lo había jugado todo a una carta y había perdido, ahora, tendría que asumir las
terribles consecuencias.
Levanté la vista y la miré. De pie frente a ella, volvía a tener ésa mirada afilada que cortaba como un
cuchillo invisible, estaba enfadada y mucho. Me preparé para lo peor.
Me cogió con fuerza y con la furia de las otras veces, desnuda, me llevó por los pasillos, mis pies
descalzos se helaban al contacto con las gélidas baldosas.
Me sujetó por los hombros con tal fuerza, que parecía fueran a dislocarse. Me tiró encima de la
cama, mirándome con una mirada terrible y estremecedora, sabía que de ésta, no me libraba.
Me miró unos segundos más, tirándome la ropa con desprecio. Esa noche no me llevó la cena, ni el
día siguiente, alimento alguno.
Por fin al tercer día, sí lo hizo, cuando terminé de comer, fue a buscarme. No se molestó siquiera en
mirarme, recorrimos el pasillo con pasos rápidos. Mientras íbamos no sabía dónde, el temor a que
durante esos días sin saber de ella los hubiera empleado en decidir a conciencia mi castigo, me hacía
sentir un vértigo espantoso.
Se detuvo en la puerta que daba al patio, la abrió y me empujó para que saliera fuera. Me quedé sin
saber muy bien qué hacer, estaba confundida. El empujón me hizo entenderlo al momento, empecé a
correr despacio, ésta vez, ella no me acompañó.
A la media hora volvió, la seguí hasta el gimnasio y me volvió a dejar sola.
Decidí volcarme en los aparatos y machacarme, el cansancio me ayudaría a dormir sin pensar en
nada. Esta vez tuvo mucho cuidado de no dejarme sola en el baño, se sentó en el banco de la ventana
mirando a través de ella mientras me bañaba.
Tenía razón, el cansancio del duro ejercicio hizo que me durmiera profundamente.
Los días siguientes no cambió su rutina. La efímera proximidad que pudo haber entre nosotras se
esfumó como el humo. Otra vez, volví a acarrear los pesados leños después de haberlos serrado y a
ocuparme de la limpieza de las estancias del piso dónde nos encontrábamos y algunos extras. Como por
ejemplo, fregar de rodillas, el interminable pasillo helado.
Después de dar el visto bueno, me encerraba hasta el día siguiente.

Oí un ruido desde mi celda, extrañada, miré por la ventana. La vi corriendo de nuevo por el patio que
daba a los muros de su lado. Me senté en el camastro. Por muy patético que me pudiera parecer, la
verdad era, que me hubiera gustado hacerlo con ella, echaba de menos los días del gimnasio. O tal vez,
la razón era, por ser la única persona ¿”humana”? con la que podía mantener contacto. Sí, ésa era la
única razón. Añoraba hacer cosas normales como la gente normal, aunque era perfectamente consciente,
de que tendría que pasar mucho tiempo para llegar otra vez a eso.

Durante varias semanas, poco a poco, la intensidad de las tareas impuestas empezó a disminuir.
Debió decidir, que ya había pagado mi castigo.

Ese día lo recordaré siempre, fue el principio de todo. Nos encontrábamos en unas circunstancias
atípicas que pocas veces suceden, y cuyas consecuencias, desencadenaron unos acontecimientos
inesperados y sorprendentes.
Como era costumbre entró en mi celda, pero esta vez, sin bandeja. Supuse que ese día no comería.
Me indicó que la siguiera, resignada, lo hice. Otra vez el mismo pasillo, las mismas baldosas, el
mismo camino, todo lo mismo. ¿Qué me esperaría esta vez? No lo imaginaba siquiera. Si me lo llegan a
decir, me hubiera reído en su cara.
Subimos un piso, nunca había estado en esa parte. Anduvimos por otro pasillo y llegamos, abrió una
puerta.
Era una sala enorme, más bien, una especie de pequeño apartamento. En el lado derecho una cama
con dosel, se veía que era antigua, me pareció preciosa con su mesilla y un armario de madera oscura. Y
hasta una pequeña estufa. Una puerta abierta dejaba entrever un cuarto de baño.
El lado izquierdo hacía las veces de un pequeño salón comedor. Un pequeño sofá y a su lado un
butacón. Junto a la ventana una mesa y dos sillas. Al lado de la puerta de la entrada una pequeña
estantería con varios libros.
Una chimenea lo presidía. Dos ventanales enormes remataban la estancia. El fuego estaba encendido
y me fijé en la mesa. Mi comida me esperaba. La miré perpleja. Ella no dijo nada, cerró la puerta y se
marchó.
Me quedé aturdida e impresionada. ¿Iba a ser mi sitio a partir de ahora? ¿Pero qué estaba pasando?
Un pensamiento fugaz me mortificó. Solo podía significar una cosa. Mañana no estaría entre los vivos,
no había duda. Me senté a la mesa, pero apenas probé bocado. El nudo de mi estómago me lo impedía.
¿Hasta dónde podía llegar su crueldad? Toda clase de comodidades para luego…
Ni siquiera la oí cuando entró. Miró el plato y luego a mí.
—¿Qué más da morir con el estómago lleno o vacío?
No pude por menos que decirle, ya todo me daba igual, mis horas estaban contadas. Frunció el ceño
en un gesto de incomprensión, cuando se dio cuenta, negó con la cabeza enérgicamente.
—¿Quieres decir que he cambiado de aquello a esto? —Afirmó con la cabeza—. ¿Por qué?
Encogió los hombros al tiempo que hacía un gesto con las manos, como diciéndome ¿por qué no?
Yo la miraba atónita, incrédula, incapaz de asimilar la nueva situación. Más que un rehén, parecía
una invitada. Cada vez estaba más desconcertada. Aquella sala podía ser perfectamente un hogar típico
de cualquier ciudad, aunque no podía evitar tener la escalofriante sensación de estar en un decorado
provisional, no siendo más que un refugio de papel, y que de puertas afuera, el horror andaba suelto
campando a sus anchas. Poco a poco fui acostumbrándome a eso también. No había más, así que…
Esa noche después de cenar me senté en el sofá. Miraba las llamas, la nostalgia me llevó a pensar en
mi familia, en mi país, en mi ciudad. Si pudieran verme ahora, estaba claro que pensaban que de no
estar muerta, estaría padeciendo toda clase de sufrimientos.
Me moría por estar con ellos. Me obligué a no pensar más, intenté dejar la mente en blanco.
La puerta se abrió. Vino directamente a mí. Mis alarmas sonaron de inmediato y con toda la razón.
Me puse de pie y pegué mi espalda a la pared. Levantó mis brazos sin dejar de mirarme, y sujetando
mis manos con las suyas, las apoyó con cuidado en la pared. Me besó directamente, pero sin
brusquedad. Yo no movía un solo músculo, no quería más golpes, además ¿para qué? No tenía
escapatoria.
Besó mis labios con besos cortos, atrapándolos con los suyos y presionándolos suavemente. Empezó
a desnudarme, yo me dejaba, de momento no había dolor, pero estaba segura de que no tardaría en
llegar. Me besó el cuello, lo acarició, volvió a besarme en los labios, muy despacio, la punta de su
lengua recorrió de nuevo mi cuello, involuntariamente se me puso la carne de gallina. Sus dedos
acariciaban mis pechos, unos dedos suaves y sensibles que llegaron a desconcertarme, acariciaban mis
pezones que respondieron a tan gratificante estímulo. Su boca bajaba lentamente por mi piel.
Con besos tiernos recorrió el cauce de mis pechos. Sus manos me envolvían en una caricia mimosa.
Estaba totalmente descolocada. Acostumbrado a otra cosa, mi cuerpo empezó a responder por su
cuenta, dejándose convencer por su falsa dulzura y desobedeciendo las órdenes de mi cerebro que se
negaba. Mis pechos se entregaron a una boca excitada que jugaba con ellos sin hacerles ningún daño
esta vez. Poco a poco, mi cuerpo se empezó a rebelar para que le dejara disfrutar de lo que recibía.
Incrédula, me negaba a entrar en su juego. Cuando sus labios besaron más abajo de mi cintura, otra
parte de mí se puso en pie de guerra cobrando vida y dejando que la naturaleza siguiera su curso cuando
unos dedos lo acariciaron suavemente, mojando sus yemas.
Mi cuerpo luchaba por convencerme aliándose con ella. Las pocas barreras que pudieran existir se
vinieron abajo inexorablemente como un castillo de naipes. Mi cerebro también sucumbió sin remedio a
su pasión.
No pude evitar entregarme, ya sin voluntad, a tan dulce momento. Respondiendo incluso a sus besos.
No quería, por supuesto que no, pero jamás había sentido nada parecido, el placer era tan intenso que
me resquebrajaba, sus caricias seguían cumpliendo eficazmente su misión, embrujándome. Yo, estaba a
punto de estallar.
No creía estar con la misma persona. Su mano dejó el camino libre a su boca, yo me apoyaba en la
pared y me sujetaba a su pelo, mientras me deshacía en placer, sintiéndola jugar a su antojo.
Me negué a tener un orgasmo, me lo prohibí, pero sabía que era inútil, imposible, inevitable. No
quería darle la satisfacción, de ningún modo, pero me sentía atrapada sin remedio.
El placer era inimaginable, me rompía por dentro, a cada beso, a cada caricia, y ahora, con todo mi
ser entregado a ella, no pude evitar gritar cuando el orgasmo casi me dejó sin sentido.
Sin fuerzas, sin apenas poder respirar, tiré de ella e hice que se levantara y dejándome llevar por la
vorágine del momento, fuera de sí, la besé sin control con ansia, ella respondió, y volví a sentir la
caricia de sus dedos, que involuntariamente, provocaron un movimiento rítmico de mis caderas
pidiendo más. Ahora fui yo, la que buscó desesperada el contacto de su boca.
Esta vez me tuve que aferrar a su cuello para no caer redonda. Las piernas no me sostenían, temblaba
como una hoja, intentaba recuperar el ritmo de la respiración para evitar que el corazón se me saliera del
pecho. Notaba su abrazo cálido y me regodeé en él unos minutos con los ojos cerrados. Saboreando el
placer que inundaba mí ser.
Cuando pude recobrar la calma, la empujé para separarla, y con todas mis fuerzas, le di una tremenda
bofetada que por poco la tira. Ella no dijo nada, aguantó el golpe, su mejilla empezaba a ponerse roja,
bajó la vista y me dejó sola.
¿Pero qué había hecho? ¿Me había entregado a… a una…? La rabia que sentía era insoportable.
¿Pero cómo había dejado que pasara? Fui a la cama tirando la colcha y las mantas al suelo y dando
puñetazos al colchón, intentando apagar la confusión que me mataba. Esa noche tardé en dormirme.
Cuando me desperté, el desayuno estaba preparado encima de la mesa y hasta había encendido la
chimenea. No la oí en ningún momento. Me levanté. Las imágenes de ésa noche volvían una y otra vez,
me negué a pensar en ello, todavía conseguían enfurecerme.
Me extrañó no haber tenido mi justo castigo a mi osada y dolorosa respuesta, pero no lo tuve. Estuvo
dos días sin aparecer, las puertas permanecían abiertas y yo hice mi rutina diaria. No me faltó la comida,
pero la dejaba procurando que no la viera. Parecía haberse esfumado. Las imágenes de su última
“visita” no me dejaban. Si pretendía desconcertarme lo había conseguido, haciendo que me encendiera
de rabia.

Campaba a mis anchas dentro de los límites establecidos. Pasó una semana y empecé a tener una
sensación extraña. Me veía ahí sola, casi hubiera preferido mi antigua situación de puertas cerradas. Las
paredes parecían querer engullirme con su silencio. Una nueva forma de castigo, tenía que reconocer
que no estaba nada mal. Esa gente, sabía muy bien cómo hacer daño, desde luego que sí.

Me di un baño rápido y me vestí, al salir del cuarto, me encontré con la puerta abierta, me acerqué
con cuidado, me asomé y no la vi. Me fijé, había dejado una vela frente a la puerta, levanté la vista, y vi
otras más, separadas por unos metros y que parecían conducir a algún sitio.
¿A qué venía eso? Estuve a punto de cerrar la puerta y aislarme, pero la curiosidad me pudo y
empecé a recorrer el camino que se me indicaba. Y así, llegué al patio, salí al exterior y tampoco estaba
allí. Pero antes, sí. Había quitado toda la nieve acumulada. Supuse que quería que hiciera ejercicio, así
que empecé a correr. Me vino bien, me ayudó a relajarme y a no pensar en esa noche.
Aunque una parte de mí, no tuvo más remedio que reconocer que se había sentido deseada, que no
forzada. Era una sensación extraña, que parecía luchar contra mi otra mitad, la que se negaba a creer en
cuentos. ¿Acaso iba a perder el sentido común?
Cuando terminé, al entrar, pasé por el gimnasio aprovechando que ya había calentado motores, ella
seguía sin aparecer. Mejor, mucho mejor. Aunque la sensación seguía. Hice doble sesión de todo, quería
cansarme para que mi cabeza dejara de dar vueltas, las imágenes iban y venían una y otra vez. ¿Te has
vuelto loca?
No pude evitarlo y me dirigí hacia mi celda. La puerta estaba cerrada con llave. Increíble, pero
cierto.
Volví sobre mis pasos y me encaminé a la cocina, seguro que allí la encontraría, pero también estaba
cerrada a cal y canto, resignada volví a mi habitación o mejor dicho “apartamento” sonreí para mis
adentros.
Era más de mediodía cuando entré, había puesto la mesa y me había dejado la comida. Miré por la
ventana, me resultaba extraño no haberla visto. Me impresionó ver los campos nevados por completo,
todo el paisaje era de un blanco inmaculado, no había dejado de nevar en toda la noche. El camino había
desparecido.
Volví a pensar en ella ¿Estaría avergonzada? ¿Y eso, qué más daba? Yo sí, estaba enfadada y mucho.
Pero tenía que admitir, que esta vez, no había tenido nada que ver con las anteriores por mucho que me
costara aceptarlo. Pero lo había vuelto a hacer sin mi consentimiento, otra vez. Solo había un nombre
para eso.
Al terminar de comer, pensé que vendría a retirar la bandeja, pero no fue así. Dudé sobre qué hacer,
fui a la puerta, seguro que estaría esperando en el pasillo, miré a un lado y a otro, nada.
Creyendo adivinar sus intenciones, cogí la bandeja dejándola en el suelo del pasillo y cerré la puerta.
Estaba molesta. No me gustaba nada sentir esa soledad, tenía la sensación de vivir con un espíritu.
Casi era de noche cuando cerré el libro. Me levanté y salí. Nunca volvió a encerrarme, podía entrar y
salir con total libertad. Otra vez el pasillo lleno de velas.
“Si quieres jugar, jugaremos” dije hablando sola.
El curioso camino me llevó a una sala pequeña. Varios baúles y cajas esparcidos por ella. Los abrí
con curiosidad y comprobé con sorpresa que contenían cuentos y discos. Siempre me han gustado los
cuentos y libros antiguos, incluso poseo una pequeña colección. No supe el tiempo que estuve
entretenida mirándolos. Noté algo de frío y decidí regresar.
A medida que me acercaba, creí estar confundida. Era música. No podía ser. La puerta estaba
entreabierta, por un momento, albergué la esperanza de que estuviera dentro, abrí con cuidado.
Desilusionada comprobé que no estaba. Unas velas iluminaban la estancia. Me pareció precioso, la
calidez de su luz envolvía la habitación en una escena acogedora. ¿Aparecería en cualquier momento?
Solo había puesto un servicio.
Me serví un poco de vino y me senté. La cena estaba deliciosa. La sopa me reconfortó y el pescado
estaba en su punto. Y la compañía de la música hizo que disfrutara al máximo del momento. Cuando
terminé, me serví otra copa de vino y me senté frente a la chimenea. Puse la música de nuevo. Me
encantaba la música, hacía que las cosas parecieran diferentes.
¿Por qué se tomaba tantas molestias? ¿Quería hacerse perdonar de alguna manera? ¿Es qué no nos
veríamos más? Pensar en ésa posibilidad no me gustó.
No entendía que pasaba conmigo, por mucho que quisiera odiarla o intentar convencerme a mí
misma, la verdad era que no había dejado de pensar en esa noche. Había hecho que fuera algo especial,
como si quisiera decirme que no era un monstruo y que era capaz de amar, o al menos, hacerlo sin
violencia. Me dejé llevar por las imágenes que venían a mi mente y notaba el deseo apoderarse de mí.
¿Vendría esa noche?
“No eres más que una estúpida o has acabado por volverte loca” me recriminé. Fui al cuarto de baño
y me preparé uno de relajante espuma. Me hacía buena falta.
Me desnudé y me metí en la bañera. El broche perfecto para una noche relajada. Aunque hubiera
sido mejor si hubiera aparecido, aunque solo hubiera sido un momento, por curioso que pudiera
parecerme, la extrañaba.
Eché la culpa al vino al sorprenderme pensando en ella. Era guapa, desde luego, y esos ojos que tenía
te podían atrapar sin darte cuenta. Sus labios, sus manos, me habían mostrado su lado más tierno,
erizándome la piel. Pensé en el placer que me hizo sentir y sin poder evitarlo empecé a acariciarme
pensando en ella. Deseé que hubiera sido su deseo el que me hubiera hecho llegar al final, abrí los ojos.
¿Pero a dónde iba a llegar? Salí del agua y me sequé, estaba rabiosa. ¿Qué diablos pasa contigo? ¿Estás
perdiendo la cabeza?
Cuando terminé de secarme el pelo. Me acosté sin permitirme más. Ya había sido más que suficiente.

Al día siguiente me dejó el desayuno frente a la puerta. Di por hecho, que no quiso correr el riesgo
de despertarme. Cuando terminé hice mi rutina diaria que incluía la limpieza de mi habitación.
Por la tarde, fui a salir y de nuevo, tenía otro camino hecho de velas. En esta ocasión me llevó a un
sitio distinto. Era la cocina, me pregunté el motivo. Encima de la mesa, un pequeño pastel era de fresa y
chocolate, a su lado había dejado otro cuento: “Alicia en el País de las Maravillas”. Abierto por la
página en la que celebra su “no cumpleaños” me hizo sonreír. Una copa de champán, completaban el
escenario. Probé un pedacito.
—¿Lo has hecho tú? —Pregunté al aire—. Está delicioso.
Cogí mi copa y levantándola, dije:
»Por ti.
Volví a mi habitación dispuesta a acabar con esta historia absurda. ¿Por qué no aparecía?

La nieve no dejó de caer, era evidente que estábamos aisladas en ese remoto lugar dónde quisiera que
nos encontráramos. A eso se debía, que los “zombies” no hubieran vuelto. Me sentía cada vez más
enfadada con ella. ¿Qué pretendía? ¿Es que no iba a aparecer nunca más? Pues si creía que le iba a
seguir el juego, estaba completamente equivocada.
Dejé de comer, le devolvía las bandejas sin tocar, no salía de mi habitación, me rebelé por completo.
Me levanté de madrugada, me senté en el butacón, dispuesta a esperar lo que hiciera falta. Encendí una
lámpara y me puse a leer. Esa mañana tampoco vino. Ya no aguantaba más, salí dispuesta a machacarme
corriendo.
Una tarde calculó mal. Entré en mi habitación, ella salía del baño con unas toallas. Se quedó parada
por un momento, yo la miré fijamente. Desvió la mirada y fue a salir. Me interpuse en su camino,
apoyándome en la puerta. No tuvo más remedio que mirarme. Pude comprobar la tristeza que
transmitían sus azules ojos. Estuve a punto de pedirle que habláramos sinceramente de una vez por
todas. Pero en vez de eso, me aparté, abrí la puerta y dejé que se marchara.

Yo seguí en mis trece, no tocaba un plato. Surtió efecto y por la noche entró, me dejó la bandeja y
esperó a que empezara a comer para marcharse.
Por su parte, ella parecía haber imitado mi actitud, había adelgazado bastante.
Al día siguiente hice como si nada, continuando mis ejercicios cuando se puso a mi lado
imitándome. Eso sí, sin mirarla en ningún momento. Ella notó mi cambio y me miraba a su vez,
disimuladamente. Yo no cedí, y así, al día siguiente y al otro. ¿Qué se pensaba?
Todas las mañanas era ella quién limpiaba el patio. Y cortaba la leña. Parecía haberse dado por
vencida, dejó de correr conmigo, supuse, que para evitarse mi indiferencia.
Pero, ya no pude resistir por más tiempo su dócil actitud.
Esa mañana entró en el patio para tapar bien los leños apilados, empezaba a nevar otra vez. Yo la
seguí, quería evitar que se marchara. No pudo evitar decirle.
—Danke…
Hizo un gesto de sorpresa al darle yo las gracias en su idioma, se dirigió a la puerta.
—Espera, por favor.
Se detuvo.
—¿Va a ser así siempre? ¿Es otra forma de castigarme?
Seguía sin atreverse a mirarme.
—¿Es por lo que pasó?
Se movió incómoda.
—Por favor, partamos de cero ¿De acuerdo? Esto es peor que cuando estaba encerrada.
Suspiró. Lo estaba pasando mal, era evidente, me compadecí.
—Gracias —le dije en un tono más suave—. Te agradezco todos los detalles, gracias otra vez.
Relajó el gesto, pero se marchó sin conseguir que me mirase.
Mis palabras parecieron hacer efecto. Al día siguiente apareció y reanudamos nuestra rutina.
Empecé a notarla algo más relajada en su trato diario y eso hizo, que los días transcurrieran en una
relativa calma. Nos acostumbramos a la mutua presencia día tras día. Tenía que reconocer que había
cambiado, y mucho, mi situación allí. Pasábamos semanas solas por completo. Y eso influía en el trato
cotidiano. Empezamos a relacionarnos de forma distinta. Poco a poco, pasamos a ir dejando de lado la
relación impuesta. Nos fuimos relajando para de alguna forma, buscar la fórmula y acompañarnos de
una manera más natural.
Nos estábamos convirtiendo en dos mujeres que se apoyaban la una en la otra, intentando escapar de
su realidad.
Su actitud cambiaba gradualmente a mejor en todos los aspectos, guardaba la distancia respecto a mí,
atrás quedaron los peores momentos, y ahora, era otra persona completamente distinta. Iba
descubriendo su verdadero yo y la verdad era que no tenía nada que ver con la que conocí en un
principio.
Había veces, que parecíamos olvidar lo que ocurría de puertas para fuera. Y empezamos a construir
nuestro “nuevo mundo” entre esos muros.
Tengo que reconocer que era afortunada, era impensable que mi situación allí hubiera derivado por
otros derroteros que no fueran torturas, palizas y sufrimiento. Podía estar pasándolo muy mal, incluso
siquiera seguir existiendo. Y la verdad era que, gracias a ella y a su sorprendente y radical cambio de
actitud, todo eso estaba siendo posible. A pesar de todo, ni un solo día, dejé de pensar en mi familia.
Llevaba esa pena dentro de mí.

Me sorprendía pensando en ella, cada día esperaba a que viniera en mi busca. Más sorprendente e
insólito era el sentirme a gusto a su lado. ¿Pero qué pasaba? ¿Cómo me puedo sentir así cuando ha
hecho conmigo lo que ha querido? Mi lucha interna era interminable. Aunque tenía que reconocer que
el recuerdo de esa noche pudo con las anteriores. Y las dos sabíamos lo que estaba pasando. Ya nada
entre nosotras fue lo mismo. Ese algo especial que compartimos aquella noche nos unió con su hilo
invisible.
Hacíamos el trabajo juntas tanto fuera como dentro. Yo lavaba y tendía, mientras ella se encargaba
de la comida. Después, era el turno del ejercicio y así, día tras día, hora tras hora.
Horas que cada vez, se hacían mucho más llevaderas.
Una tarde me hizo pasar a otra estancia, nunca habíamos estado por esa parte, ese lugar debía ser un
castillo o una fortaleza bastante grande. Sorprendida descubrí que era una biblioteca. Innumerables
cantidades de libros nos rodeaban.
“Vaya. Si saben leer y todo. ¿Pero no les encanta ver como se queman en sus piras?”
La miré sin comprender. Me señaló un libro abierto encima de una mesa. Me acerqué. Se trataba de
un libro de gramática alemana. Volví a mirarla sin entenderlo. Se sentó frente a mí y me indicó que la
imitara.
—¿Pretendes que aprenda alemán?
Asintió.
—¿Pero cómo puedo hacerlo sola?
Se señaló ella.
—¿Lo vas a hacer tú?
Sin perder tiempo nos pusimos a la tarea, empezamos por el alfabeto. Y eso, me dio la oportunidad
de escuchar su voz por primera vez en todo este tiempo. A pesar del fuerte acento era profunda a la vez
que dulce. Según me leía las letras, yo sin saberlo, la miraba fijamente. Ella se dio cuenta y me miró a
su vez.
—Tienes una voz preciosa…
No me creía lo que acababa de decirle. Sin dejar de mirarme me contestó: “Mercy” con un marcado
acento.
La miré estupefacta:
—¿Sabes mi idioma?
—No muy bien, sólo me defiendo —siguió diciendo torpemente en francés.
—¿Y por qué no me has dicho palabra en todo este tiempo?
—No era necesario. Y ahora continuemos.
Seguí mirándola por unos minutos totalmente descolocada. Y de ésa manera, volví a reanudar mis
lecciones de alemán.

Un día al llegar a la biblioteca, ella me esperaba sentada en el poyete de la ventana, me acerqué.


—Buenos días.
—Tengo un regalo para ti —dijo con gran esfuerzo en mi idioma.
—¿De verdad?
—Sí —me contestó al tiempo que me daba un libro—. “El Principito”.
Lo miré incrédula.
—¿Cómo ha llegado esto aquí?
—Bien oculto. Me lo envió mi hermano. Vive en Estados Unidos.
—¿Tienes idea de las consecuencias si llegan a enterarse?
—Más o menos —sonrió.
—¿Primera edición?
Sonrió con timidez.
—No puedo aceptarlo.
—Sí puedes. Quiero que lo tengas tú.
Me hizo sentir un escalofrío que me conmovió. El que quisiera que yo tuviera ese libro, significaba
tanto o más, que el hecho de haberlo guardado y escondido todo el tiempo. Eso me dijo todo de ella.
La miré dejando asomar lo que sentía en esos momentos, ella esquivó mis ojos.
—A cambio te propongo algo.
Me miró con curiosidad.
—Me tienes que dejar enseñarte francés.
Lo sopesó durante unos segundos.
—De acuerdo. Muy bien.
—Apuntas en este cuaderno lo que tengo que hacer y mañana lo traeré copiado y aprendido.
—¿Mañana? Creí que íbamos a hacerlo ahora.
—Yo sí, pero sola.
—¿Por qué?
—Lo prefiero así.
—¿Puedo saber el motivo?
—Por nada en especial —se levantó y se marchó.

A la mañana siguiente, me fue a buscar. Permanecí sentada.


—¿No te encuentras bien?
—Perfectamente.
—Pues entonces vamos.
—No pienso ir. Y tampoco pienso seguir estudiando.
—Pero tienes que hacerlo.
—No —contesté tajante.
Se sentó a mi lado.
—No, hasta que me digas porque no podemos estudiar juntas.
Dudaba.
—Estoy esperando.
—Podemos practicar conversación, será suficiente.
—¿Y a la hora de leer? ¿Sabrás lo que significan las palabras?
Volvió a coger aire.
—Está bien, lo haremos como quieres —dijo en tono resignado.
—Entonces vamos, estamos perdiendo el tiempo.
Me siguió a regañadientes.
Al saber ya algo empezamos directamente con frases sencillas. A veces fingía no haberme entendido
y me hacía repetir las palabras. Yo me daba cuenta y la reprendía.
—Como vuelvas a hacerlo te castigaré con más deberes, le decía divertida.
—No lo haré más, te lo prometo —me sonrió con una mirada traviesa.
Me provocaba, no había duda. ¿Quién se podía concentrar? Nos dejamos llevar por nuestro propio
juego y seguimos con la clase.
—Y ahora, léelo tú.
Lo intentó, pero nada bien.
—No, ésta letra lleva “ch” no “al” ¿lo ves?
—Ah, sí.
—Prueba con ésta otra, el resultado fue el mismo.
Algo empezaba a no encajar.
—¿De verdad sabes algo de francés?
—Ya casi no me acuerdo —se excusó.
—No lo entiendo, lo pronuncio yo y sabes lo que significa, pero a la hora de leerlo… —me di cuenta
de inmediato.
—Lee ésta de aquí.
—¿Esta?
—Sí.
Observé los esfuerzos que hacía.
—No hay mucha luz.
—¿Por qué no me lo has dicho?
—¿El qué?
—Que usas gafas.
—No las necesito.
—¿Cómo que no? —Sonreí—. Por eso no puedes leerlas bien. No pasa nada, es normal.
—Lo será, pero yo veo perfectamente. Solo que hoy estoy cansada, eso es todo.
—¿Cuál es el problema?
Me divertía su actitud.
Cogió un lapicero y empezó a jugar con él sin atreverse a mirarme. Era la segunda vez que lo hacía,
cuando adoptaba esa actitud inocente, no era consciente de lo que provocaba en mí.
—Me da vergüenza —confesó por fin.
Sonreí ante su respuesta.
—Mucha gente las lleva, sin darme cuenta puse mi mano en su brazo.
Me estremecí. Ella no rechazó el contacto.
—Ve a por ellas, anda.
Seguía sin decidirse. Me miró e hizo un gesto de fastidio. Se levantó. Observé cómo salía.
Estábamos en guerra, yo miembro de la resistencia, estaba secuestrada. Ella, un oficial del ejército
alemán y mi carcelera, y ahí estaba yo, convenciéndola para que se pusiera una gafas. De locos,
absurdo, absolutamente de locos. Pero la verdadera razón era que estábamos necesitadas de una rutina y
un trato normal, y hacíamos todo lo posible por lograrlo, aunque no fuéramos siquiera conscientes de
ello. La necesidad era tan fuerte y brutal que la buscábamos de cualquier forma.
Al volver las traía en la mano. La miré esperando. De muy mala gana se las puso.
—No te quedan nada mal —intentaba no reírme al ver su apuro.
—Puedes reírte todo lo que quieras.
—¿Pero a qué viene tanta reticencia?
—No quiero necesitarlas.
—¿Y qué más da? ¿Sabes? Sigues estando guapa.
Me miró sorprendida.
—Gracias.
“Irresistible… ¿Y si?”
—Bueno, y ahora continuemos. Ya no tienes excusa para no aplicarte —intenté disimular.
Me hubiera dado de cabezazos, contra la pared. Estaba siendo imprudente y mucho.
Pero su actitud infantil me pudo. Era como si al conocer su lado más oscuro, ahora al mostrarme el
contrario, tuviera necesidad de agarrarme a esa nueva y desconocida faceta de su personalidad.

Cada vez avanzaba más con mi nuevo idioma. Al tiempo que ella, perfeccionaba el francés. Siempre
me había gustado y se notaba en los progresos que hacía. Me pasaba horas, hasta bien entrada la noche,
estudiando con ahínco. Y ella debía hacer lo mismo, porque también adelantaba a pasos agigantados.
Cada vez tenía más claro que me buscaba de cualquier manera, continuamente llamaba mi atención.
Yo entré en su juego de lleno sin darme ni cuenta. Me atrapaba poco a poco.
—¿No has hecho los ejercicios? —Le dije fingiendo reprenderla.
—Eran muy difíciles —contestó encogiéndose de hombros.
—Entonces tendrás que esforzarte más.
Me miró con una expresión de ingenua culpabilidad que consiguió tocar algo dentro de mí. Ella lo
notó y por eso lo hacía. Sabía perfectamente el resultado.
Acostumbramos a hablar las dos lenguas. Los días pasaban volando entre la gimnasia y el estudio e
incluso me enseñó a montar en una moto que ella utilizaba para desplazarse.
El enorme patio sirvió de improvisado circuito. Me explicó las marchas y dónde estaba el embrague,
los frenos y todo lo demás.
—Esto de aquí son las ruedas, esto el faro y aquí es dónde te sientas.
—Entonces diría que es una moto ¿no? —le seguí la broma.
—¡Vaya! Primera lección superada.
Le hice una mueca de burla. Ella se rió y volvimos a quedarnos mirando en silencio.
—Voy a arrancarla, fíjate bien.
Cogió el manillar y con un movimiento brusco del pie, movió una palanca, al tiempo que aceleraba.
Volvió a pararla.
—Ahora prueba tú.
Para mi sorpresa lo hice a la primera.
—Mi alumna es una aventajada. ¡Qué bien!
—¿Acaso lo dudabas?
—Te confieso que no —me dijo seria.
Yo correspondí con una mirada directa que hizo que se cohibiera, lo que provocó un nudo en mi
estómago. La luz del sol le daba en su pelo rubio y convirtió el azul de sus ojos en algo tentador, era
guapa, demasiado.
Me enseñó a meter las marchas. Lo hizo varias veces, yo trataba de prestar toda mi atención, pero
ésta no atendía a razones.
—Ven —me dijo echándose hacia atrás y dejándome sitio.
Yo me puse nerviosa, ése, era un contacto demasiado directo. Me cogió de la mano y me ayudó a
sentarme.
El sentirla tan cerca era turbador, estaba segura que ella sentía lo mismo porque durante unos
segundos no nos movimos ni dijimos palabra.
—Bien vas a dar tu primera clase.
“¿Y cómo se suponía me iba a concentrar?”
Se pegó a mí y puso sus manos en el manillar, su cara también pegada a la mía. Todo mi cuerpo se
convulsionó, traté de controlarlo.
—Observa bien, aprietas aquí al tiempo que con el pie izquierdo metes la marcha para que la moto
eche a andar. ¿Lo ves? Hazlo tú.
Lo intenté, pero se calaba una y otra vez.
—Lo mejor será dejarlo por hoy —dijo levantándose.
No me quise dar por vencida, volví a intentarlo y a la segunda con éxito.
—¡Lo has logrado! —Dijo entusiasmada—. Ahora la segunda, no pares.
—¡Me muevo! ¡Voy sola!
—¡Despacio! ¡Así, vas bien!
Después de un par de vueltas más, me detuve y la miré con una expresión de triunfo, ella me miraba
con… Ni siquiera sé cómo describirlo.
Otra actividad a sumar a las otras. Esos días,hicieron del infierno un oasis de paz.
No olvidaría nunca que ella fue quién me condujo a él. Parecía haber quedado definitivamente atrás
la otra, la mala, la perversa, tenía la impresión que de todo ello, había surgido un alma atormentada que
no buscaba, sino, redimirse haciéndome todo más fácil y llevadero.
Nos pasábamos tardes enteras, entretenidas en largas partidas de ajedrez. Me resultaba muy difícil
meterme en el juego. Frente a la chimenea con una copa de vino y música. Acompañadas tan sólo por el
silencio, nuestro silencio.
—¿Te apetece seguir?
Me dijo al ir a mover una ficha que no tenía nada que ver.
—Sí, claro —contesté por decir algo. Toda mi concentración estaba en otra parte.
Movió ella.
—¡Eh! Me tocaba a mí.
—Era para ver si estabas atenta, hoy pareces distraída.
Ella hacía trampas aposta y cuando se lo echaba en cara, fingía no saber de qué le hablaba. No dejaba
de provocarme y jugar conmigo. Era como si necesitara llamar mi atención constantemente. Confieso
que me gustaba que lo hiciera. Debo reconocer que todo era mucho más ameno en su compañía. Solo
estábamos ella y yo, perdidas en no sabía donde. Nos fuimos haciendo la una a la otra. Aún así, en
ningún momento olvidaba dónde me encontraba y mis ansias de libertad eran las mismas que en un
principio.
Esa mañana llamó a la puerta de mi habitación.
—Hoy vamos a hacer novillos —me dijo.
Me llevó por una parte del castillo que no había visto nunca. Llevaba una linterna. Me sentía un poco
intimidada, todo era silencio y sombras.
Enormes salas, alcobas, pasillos y dependencias frías y vacías. Patios interiores que no había visto
nunca. Uno incluso, con un pequeño pozo.
—No tenía ni idea de que pudiera ser tan grande —le dije mientras volvíamos.
—Perteneció a un noble que hizo fortuna en las cruzadas. Al enviudar se casó de nuevo y dicen que
el fantasma de la primera mujer, volvió del otro mundo para mostrar su indignación al marido por
haberla olvidado. “El pobre”, al verla, murió de un ataque al corazón. Cuentan que desde entonces los
dos vagan por las dependencias del castillo, incluso hay soldados que aseguran haberles visto.
Envuelta por la atmósfera sentí un escalofrío. Ella lo notó.
—No es verdad.
—¿Quién sabe?
Sonrió al pegarme a ella. Bajamos por unas escaleras, estábamos en el segundo piso.
—Esas habitaciones están vacías.
—¿Y ésa? —Dije al ver una puerta más pequeña al lado de las escaleras.
—Es sólo una habitación.
—Me gustaría verla.
—¿Para qué?
—Por favor.
—Como quieras.
Pasamos y me impresionó su austeridad. Un simple camastro con una mesilla, un pequeño armario y
una silla completaban el escaso mobiliario. Un pequeño cuarto de aseo. Una única ventana y una
bombilla que hacía las veces de lámpara. La pequeña estufa de hierro era el único “lujo” en toda la
habitación. La miré, supe desde el primer momento que era la suya.
—¿Por qué?
No pude evitar compararla con mi enorme y acogedora habitación.
—Debe ser así —fue toda su contestación—. Bien, volvamos.
Estaba desconcertada.
—No lo entiendo —le dije.
—No te hagas preguntas que no tienen respuesta.
Volvimos a enfilar un pasillo.
—Ya hemos llegado —dijo abriendo una puerta.
Entré y me quedé parada. Una enorme cocina con una inmensa chimenea de piedra.
Mesas grandes de madera, alacenas, armarios, una pila de mármol blanca. Toda clase de cacharros.
Un horno antiguo precioso. No carecía de nada.
—Esa puerta conduce a una pequeña bodega.
—Qué bonita, parece haberse detenido en el tiempo —dije mirando alrededor.
—Más o menos. Mira aquí detrás —dijo mientras daba una luz—. La nevera y éste armatoste
enorme es un congelador. Y ahí, más atrás, hay otro.
—Es impresionante.
—¿Ves ese patio? Hay un cobertizo con vacas, todas las mañanas traigo un cubo de leche fresca.
La miré sin entender en un principio. Luego me di cuenta de su broma.
—Muy graciosa —le hice burla.
—¿No me crees?
—Ahora que lo pienso, notaba un sabor distinto, más rico —le seguí el juego.
—Es por eso.
—¿Por tus manos? —Le dije al tiempo que la miraba fijamente.
—Bueno, si te he traído aquí, es por algo.
—Tú dirás —seguía mirándola.
—A partir de ahora tendrás una nueva tarea.
—¿Cuál?
—Me ayudarás a preparar las comidas. Te estoy acostumbrando mal —sonrió.
—Pero no se me da muy bien.
—Por eso precisamente.
La miré no muy convencida.
—Muy bien, de acuerdo.
—Perfecto —dijo sonriendo.
Esa misma noche preparamos entre las dos un rico plato de pescado y verduras. La cocina contaba
con una despensa enorme, dónde no faltaban verduras, hortalizas y toda clase de alimentos
perfectamente colocados, por lo menos, no nos moriríamos de hambre.
Preparamos la mesa allí mismo. Me hizo entrar en la bodega.
—Elige tú el vino.
—¿Porqué yo?
—¿Quién mejor que una francesa?
Nos reímos. Observé unas cuantas botellas, decidiéndome por una que siempre me había gustado.
—Es impresionante la cantidad de botellas que hay aquí.
—Y todas a nuestra disposición.
Abrimos la botella y llené dos copas. Lo probamos.
—¿Te gusta?
—Delicioso. Tienes buen gusto.
—No podía ser de otra manera —le contesté con una mirada explícita.
—¿Cenamos?
Y así empezamos con otra tarea a realizar. La verdad es que las clases eran amenas y empecé a
cogerle el gustillo.
Traía ropa de abrigo y unas botas. Me dio un brinco el estómago. ¿Íbamos a salir fuera?
—Creo que son de tu número.
Me las probé.
—Un poco grandes, pero valen.
La interrogué con la mirada.
—Quiero que veas algo.
Salimos al pasillo y cuando llegamos al final, ascendimos por una escalera de caracol esculpida en la
torre.
—Yo iré detrás, por si se te va el pie.
Había tramos en que los peldaños eran tan pequeños que apenas cabían mis botas. Por fin llegamos,
mis piernas se resintieron del esfuerzo.
—Espera abriré la puerta. Cuando lo hizo, un frío gélido entró por ella.
—Antes de salir cierra los ojos.
Me cogió de la mano y salimos al exterior. Anduvimos unos pasos y nos detuvimos.
—Ya puedes abrirlos.
No pude evitar una exclamación de asombro. El sol se ocultaba y con sus últimos rayos iluminaba
con luz anaranjada las imponentes montañas nevadas que resaltaban majestuosas. Un poco más abajo
unos inmensos bosques las rodeaban. Estaba impresionada.
—Es… Es una maravilla.
—Sí que lo es. Yo suelo venir a veces, me transmiten su paz.
La miré con cariño y ella me sostuvo la mirada unos minutos. La hubiera besado.
—Contemplándolas, todo parece tan lejano.
—Ojalá se pudieran congelar estos momentos.
Volví a mirarla.
—Ojalá.
La luz del atardecer nos envolvía.

El tiempo mejoró y las visitas se reanudaron rompiendo la magia. Los oficiales pasaban cada cierto
tiempo a ver cómo se encontraba su valioso rehén. Y supongo que para darle novedades.
Las negociaciones debían estar en punto muerto. Habían pasado varios meses y allí seguía. Durante
el tiempo que permanecían allí, no tenía más remedio que volver a mi antigua “habitación”.

Una mañana me despertaron bruscamente, no era ella. Mi nueva guardiana dejó, indiferente a mi
presencia, la bandeja en el suelo y se marchó. Supuse que estaría atendiendo a los recién llegados, pero
a medida que pasaban las horas y se convirtieron en días, tuve la certeza de que no se encontraba allí.
No podía ser, por favor. Miles de conjeturas me vinieron a la cabeza. Me senté desilusionada.
Así pasaron diez días, en los cuales, ya no hubo más lecciones, ni ejercicios.
Yo los hacía por mi cuenta en la soledad de mi celda con cuidado de que no me descubrieran. Y en
los que me consumía sin noticias de ella. Me negaba a aceptar que ya no la volvería a ver más. Esos
pensamientos me sorprendían, pero tenía que admitir de una vez que sentía algo por ella. Algo que no
dejaba de descolocarme y que hacía que me sintiera totalmente confundida. Durante nuestra
convivencia pude conocer algo más de su personalidad. A veces era imaginativa, divertida, otras
chocante y desconcertante. Me fue atrapando sin sospecharlo siquiera. Puede parecer, y de hecho lo es,
una total y absurda locura, un auténtico desatino, pero la aplastante realidad no tiene otra cara.
El vacío de su ausencia me acompañaba sin descanso. La nostalgia de su recuerdo me mortificaba
más que cualquier castigo físico. Y los había tenido y muchos. Más de una vez la comida venía
acompañada de una ración de bofetadas, golpes o empujones como “postre”.
Pero este dolor era distinto, insufrible, espantoso y me aplastaba bajo su demoledor e insoportable
peso.
Los platos casi no los llegaba a tocar, me era imposible tragar nada.
Cada día era peor, hasta el punto de obligarme a odiarla, recordando todo lo que me había hecho;
pero así, tampoco conseguía nada.

Una tarde a última hora oí varias voces en el pasillo, al poco se hizo el silencio. Pasaría cerca de una
hora cuando abrieron la puerta. Yo estaba de espaldas a ella, mirando por la ventana. Esperando que
quién fuera se marchara. Extrañada, me giré al no oír la puerta cerrarse. El corazón quiso salirse de mi
pecho. Era ella, había vuelto. Mi primer impulso fue abrazarla, pero juzgué más prudente no hacerlo. La
miré con emoción en los ojos. Ella tímidamente me sonrió, me observó por un instante y salimos sin
más. No me dirigió la palabra en todo el camino y cuando llegamos a mi habitación, se marchó. Me
quedé desconcertada. Y desconcertada, me senté en el borde del butacón intentando poner en orden mis
pensamientos.

A partir de ese momento noté que mantenía las distancias conmigo, ya no era la de antes, no es que
volviera a la brusquedad de los inicios, pero se empeñaba en no acercarse a mí más de lo necesario e
inevitable.
Más de una vez quise probar mis teorías y fui yo quien se mostró mucho más cercana, para
inmediatamente, sentir su sutil y silencioso rechazo. Me tenía descolocada y empecé a inquietarme de
nuevo. ¿A qué podía deberse ese cambio?
Mis peores temores se confirmaron cuando ya ni siquiera salía en ningún momento de mi habitación.
Me dejaba la comida en la puerta y se marchaba. Se acabaron las clases y las largas partidas de ajedrez
que tanto nos gustaban. Miles de veces le pregunté la razón.
“No vuelvas a mencionarlo siquiera” fue su cortante contestación.
Y así transcurrieron varios días.
En una ocasión dejó la bandeja, yo me levanté a toda prisa y me acerqué. Ella se dio la vuelta para
salir.
—No me hagas esto —supliqué desesperada.
Se detuvo.
—¿Por qué?
Sabía que luchaba por volverse.
Aguardé para ver cómo se alejaba. Frustrada, me senté en el suelo sin dejar de llorar. Lo peor es que
volvió a encerrarme y ya no salí de esas cuatro paredes.

A los dos días de aquello, por fin abrió la puerta, me puse de pie inmediatamente. No me dio tiempo
a nada. Me obligó a darme la vuelta y ató mis manos para, a continuación, vendarme los ojos. Estaba
asustada, muy asustada. En un rincón de mi ahora temblorosa alma tenía la seguridad que ella, de algún
modo, cuidaría de mí.
Anduvimos un buen trecho y entramos en una habitación. Hizo que me detuviera y me quedara de
pie. Aflojó la cuerda de mis muñecas pero sin soltarlas. La oí alejarse y cerrar una puerta. Yo me quedé
sin saber que hacer esperando a que vinieran a por mí. Permanecí así durante un buen rato y nada, solo
el silencio más absoluto. Decidí hacer algo, me deshice de la cuerda y descubrí mis ojos. Miré alrededor
mío, no había nadie, estaba sola en una habitación casi a oscuras. Una lamparilla situada en una mesilla
iluminaba una mochila encima de una mesa. Me acerqué con cautela. Con todo el cuidado del mundo la
abrí. Contenía un sobre, unas llaves y una pistola, bastante munición, algo de comida y agua, un plano
detallado y también dos linternas. Su sola imagen fue suficiente para hacerme temblar. ¿Qué significaba
todo aquello? No podía ser más que una trampa.
Tenía el pleno convencimiento de que aguardaban a que intentara salir para acribillarme a balazos.
Pero estaba dispuesta a intentarlo y a vender cara mi vida.
Oí la puerta abrirse despacio. Por el rabillo del ojo vi como una figura entraba. Me giré con toda la
rapidez que me fue posible, me tiré sobre la mesa, cogí la pistola y cerrando los ojos, disparé.
Oí su lastimero quejido, abrí los ojos y pude ver cómo se apoyaba en la pared y lentamente se dejaba
caer en el suelo, agarrándose el hombro, en el que ya aparecían las primeras manchas de sangre.
Empuñando la pistola me acerqué, con espanto comprobé que era ella, estaba pálida y a punto de
desvanecerse. Solo duró unos segundos pero me hicieron dudar. Era libre, ése era el momento que tanto
había esperado todo este tiempo. Solo tenía que coger la mochila y salir de mi prisión. Pero
simplemente, no pude.
Tirada en el suelo, desangrándose, yacía la única persona que al final parecía haberse compadecido
de mí. Si la abandonaba, su muerte me perseguiría toda mi vida. ¿Me había convertido en un ser tan
inhumano como ellos? Intenté levantarla.
—Vete, sal de aquí, eres libre, dijo con un hilo de voz.
Como pude la llevé hasta la cama, allí y antes de desmayarse, con el último suspiro, pronunció mi
nombre: “Gabrielle”.
Cogí un cuchillo que había en el macuto, rasgué la chaqueta, e hice jirones la camisa, la herida era
terrible. Sin pensarlo fui al cuarto de los baños, ahí guardaban medicinas y todo lo que iba a necesitar.
Cuando lo tuve, volví corriendo, no disponía de mucho tiempo, no podía perder ni un segundo. Se
desangraba por momentos. Examiné de nuevo la herida, empecé a coserla y pude cortar la hemorragia,
después la limpié a conciencia, por fortuna la bala había salido y no parecía haber afectado ningún
órgano vital. Cuando hube terminado, le vendé el hombro sujetándolo con fuerza hasta inmovilizarlo.
Había tenido mucha suerte de que fuera médico, si no, sin duda ahora no estaría entre los vivos.
Esa noche la pasó con fiebre alta, debía tener pesadillas, no dejaba de moverse y alguna vez intentó
levantarse, me costó un esfuerzo enorme que no lo hiciera, era bastante más corpulenta que yo. Pasó
varios días inconsciente, en los que en numerosas ocasiones dijo mi nombre.
Poco a poco empezó a calmarse. La herida evolucionaba bien y pude cortar la infección.

El quejido me despertó. Me levanté de un salto. Estaba despierta, pero desorientada.


—¿Cómo te sientes?
—Tengo sed.
Le ayudé a beber, empezó a toser.
—Despacio.
Se agarró el brazo haciendo gestos de evidente dolor.
—Quieta, solo conseguirás que duela más.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Tres días y tres noches.
Se fijó en la manta del butacón.
—Debiste hacerme caso. Estás perdiendo el tiempo, no lo pienses más.
Me senté en el borde de la cama.
—Soy médico ¿recuerdas? No podía hacerlo.
—Hubieras saldado una vieja cuenta.
Pude notar el dolor con que me lo dijo.
—No hablemos de eso ahora. Debes descansar lo máximo posible.
—En cuanto recupere algo de fuerza pienso levantarme.
—Mientras esté yo aquí, olvídalo.
—No deberías estar.
Nos miramos como no lo habíamos hecho nunca. Ella fue la primera en bajar la vista.
—Por favor, abandona esta morada de locura.
Sus palabras me impresionaron. Jamás la creí capaz de pronunciarlas, y mucho menos, oírlas de sus
labios.
—Es hora de tu medicina —dije zanjando la cuestión.
—Me gustaría saber algo, siento mucha curiosidad —dije al tiempo que se la daba.
—¿El qué?
—Tu nombre.
—Me llamo Gretten.
—Me gusta, es precioso.
Al poco, el efecto del tónico no se hizo esperar, haciendo que se durmiera enseguida.
Medio tumbada en la butaca, no podía dejar de mirarla. La lamparilla iluminaba con su débil llama,
su bonito rostro. Su pelo revuelto, sus largas pestañas, le daban un aspecto aniñado encantador.
Sus labios bien definidos, carnosos y tentadores. Y que un día me mostraron su lado más salvaje y
doloroso. Recordé el episodio de la habitación. Un pinchazo de deseo me sorprendió. Me levanté de
inmediato y le tomé la temperatura. No tenía fiebre, dormía plácidamente.
Me quedé observándola unos minutos más. Lo tenía todo preparado y bien estudiado. Se había
encargado de hacer los planos para facilitarme la salida de la fortaleza. Uno de ellos indicaba como
burlar los puestos alemanes y conseguir llegar a la zona aliada. Había dispuesto todo lo necesario,
víveres, linternas, dinero y una brújula. Por eso insistió en que estudiara su lengua, me sería muy útil
fuera de esas paredes. Y por la misma razón quiso que mantuviera una buena forma física. No le
importaron las consecuencias, aun a sabiendas que la única, sería un pelotón de fusilamiento.
Había estado a punto de matarla. No hubiera podido con eso. Solo de pensarlo se me encogía el
alma.
Recordé cuando hizo el camino con velas y todos los demás detalles. Sin poder evitarlo, acerqué mis
labios a los suyos y los besé con sumo cuidado, una descarga de electricidad, recorrió mi espalda, al
sentir su delicada seda. Me incorporé y me serví un poco de vino. Necesitaba un trago o dos.

Cuando se pudo levantar, empezó a hacer ejercicios de rehabilitación para recuperar los músculos
dañados. La recuperación fue rápida hasta el punto de poder salir al patio. El invierno resultó ser
bastante duro, estábamos aisladas por la nieve otra vez.
—No te preocupes tenemos suficientes provisiones, quiso tranquilizarme. Y si no, siempre puedo ir a
cazar algo —bromeó.
Solíamos sentarnos en un banco al sol, las contadas veces que salía.
—Quiero hablarte de algo —le dije.
No podía guardarlo dentro de mí, por más tiempo.
Ella me miró sin comprender, pero esperando a que hablara.
—No sabía que eras tú. Nunca tuve intención de… No sabía que eras tú.
No me dejó seguir.
—No hacen falta explicaciones.
—Pero tienes que saberlo.
—No es necesario, lo sé.
Nos miramos. Otra vez esos ojos atormentados.
—Creo que iré a descansar un rato.
—Sí, claro.
Aguardé un tiempo prudente y entré en la habitación.
—¿Puedo pasar?
—Claro.
—¿Cómo estás?
—Perfectamente y todo te lo debo a ti.
—Agradéceselo a tu naturaleza.
Cogió mi mano y me miró.
—Gracias.
Acarició mis dedos, yo estaba al límite. El azul de sus ojos parecía llamarme atrayéndome
irresistiblemente, otra vez, como siempre.
No sé, ni cómo ni cuándo ocurrió, pero me tumbé a su lado, besé sus manos, su frente, su nariz, sus
pómulos, casi rozaba sus labios… Cuando me empujó hacia un lado, levantándose a toda prisa.
Yo la miré sin entender qué pasaba. De pie frente a la ventana, tenía las manos en la cabeza y no
dejaba de ir de un lado a otro.
Se paró y cruzó los brazos y empezó a llorar en un lamento atormentado al tiempo que temblaba. Me
levanté y fui a su lado. No me dejó acercarme siquiera.
—No me toques, por favor —dijo retrocediendo unos pasos.
Me paré en seco. Se la veía fuera de sí. Intenté acercarme.
—¡Por favor, no!
—Cálmate, no pasa nada.
—¿De verdad? ¿Y por qué ni siquiera puedo tocarte? ¿Cómo puedes aguantar que lo haga yo? No
entiendo cómo me soportas a tu lado siquiera.
—Porque me has hecho ver cómo eres en realidad. Lo demás no ha existido nunca.
No dejaba de moverse de un lado para otro y de llorar con amargura. Una amargura que me
conmovió hasta lo más hondo.
—Es algo que no ha dejado de torturarme y me perseguirá hasta hacerme perder la razón. Esta
angustia que me corroe y está deshaciendo mi alma, si es que alguna vez la tuve. No me deja vivir.
Yo estaba realmente asustada, se había transformado en un ser atormentado sin ninguna posibilidad
de consuelo, estaba muy preocupada.
Había perdido el control por completo. No me permitió en ningún momento que me acercara.
—Cada vez que estoy a tu lado, es horrible. Lucho contra esa sensación que me ahoga, pero me
supera, es como si quisiera castigarme, al recordarme lo que te hice. Eres la esperanza en este pozo de
desolación y yo he estado a punto de destruirte. Y lo peor, es que deseo estar contigo. Es espantoso, no
puedo pensar, ni comer, ni dormir —siguió diciendo—, me arrastra con su veneno demoledor e
implacable.
Se levantó y de un cajón sacó una pistola. La puso en mi mano. Yo la miraba atónita y sin
comprender.
—Haz lo que tienes que hacer y que hace tanto tiempo deseas, has fallado una vez, ahora puedes
enmendar el error —me dijo.
Yo miraba el arma y la miraba a ella aterrada, empecé a temblar al comprender el significado de sus
palabras.
—¿Te has vuelto loca?
La solté como si me quemara.
—Si no lo haces tú, lo haré yo.
Me miró con ojos heridos de despedida. Salió corriendo y se cerró tras una puerta que daba a un
despacho.
Una luz en mi cerebro, me hizo ver lo espantoso de su decisión, me abalancé sobre el revólver que
afortunadamente estaba cargado. Intenté abrir la puerta pero había echado el pestillo. Apunté y disparé,
haciéndolo saltar por los aires, di una patada a la puerta y entré.
Justo a tiempo de ver como apuntaba la pistola hacia su sien.
—¡Espera! —me acerqué a ella despacio—. ¡No lo hagas! —le supliqué.
—¿Es que no lo entiendes? —Dijo sin dejar de apuntarse.
No soy más, que lo que ellos han hecho de mí, un monstruo.
—No lo eres, y lo sabes.
—¡Otra Irma Grese! ¡”La bella bestia”!
—¡Eso no es cierto!
Ése fugaz momento en que me vino a la mente el recuerdo de lo que Gretten me contó, tras mucho
insistirle, al escuchar su nombre varias veces durante las “visitas”. Lo de ésa fanática convertida en una
despiadada carcelera y asesina de todo bicho viviente en los campos de concentración, me puso la piel
de gallina y me encogió el alma.
—¿Y lo que me obligaron a hacer contigo? ¡Vigilándome! ¡Consiguieron meter su veneno en mí,
convirtiéndome en un demonio! ¡Por mí culpa estuviste a punto de quitarte la vida! ¡No deseabas vivir!
¡Yo hice que no lo desearas! Y no puedo vivir con esto por más tiempo. Más de una vez estuve a punto
de hacer una locura, pero lo único que me detuvo fue pensar que después vendrían ellos y se ocuparían
de ti, no podía permitirlo. Cada vez que te hacía daño, me lo hacía a mí misma, y eso tengo que pagarlo,
no hay otra opción.
Tenía que distraerla y rápido.
—¡Escúchame, por favor! Sabía perfectamente que ésa no eras tú.
—¡Mientes! —gritó—. ¡Ahora acabaré con este sufrimiento que me corroe y pagaré por lo que te
hice!
Tenía que ganar tiempo como fuera.
—¿Vas a permitirles que ellos se salgan con la suya? ¿No comprendes que eso es precisamente lo
que quieren que hagas? Dame una oportunidad de hacerles frente, pero para eso, te necesito. Entre las
dos lo conseguiremos. Dices que eres un monstruo. Yo no lo creo, porque no es así. ¿Quién ha
procurado que todo me sea más fácil? ¿Quién duerme en un cuchitril, para que yo tenga lo mejor?
¿Quién me ha mostrado el significado de la palabra amor, si no tú?
—¡Mientes, otra vez! ¡No merezco vivir!
—¡Sin ti, yo tampoco! —dije apuntándome la cabeza con la pistola.
Por unos segundos dudó.
—Tú eliges —dije con decisión.
Sentía el frío acero del revólver. La insoportable angustia mantenía mi mirada firme y sin dudas.
Tras unos segundos interminables, bajó el arma y la dejó encima de la mesa, me agarré a ella
sintiendo desfallecer, pero aliviada.
Se levantó y se arrodilló delante de mí, abrazó mis piernas sacando todo el dolor de dentro en un
desgarrador llanto y la demoledora sensación de culpa. No dejaba de repetir
—Lo siento… Lo siento.
Jamás en mi vida, pasaré por una experiencia semejante, todo mi ser se hallaba en un estado de
conmoción tal, que parecía flotar.
Me agaché, ella se aferró a mí en un abrazo desesperado, la abracé a mi vez, acompañándola en su
llanto. Ese momento nos unió para siempre.

Me desperté, me abrazaba dormida. Me acurruqué contra ella. Su rostro reflejaba el dolor y el


tormento. Una expresión de profunda tristeza cubría su rostro. Se movió inquieta, sin duda tenía
pesadillas. Se incorporó de pronto, ahogó un grito, sudaba y temblaba por igual. Miró desorientada. Me
incorporé.
—Tranquila, solo ha sido un mal sueño —acaricié su espalda.
Tenía la camisa pegada. Sentí pena. Estuvo a punto de quitarse de en medio, al no poder superar lo
que me… Y eso decía mucho de ella y significó todo para mí. A mí también se me había quedado dentro
pero las circunstancias no eran normales y todo podía pasar, como así fue en efecto. ¿Acaso lo era, estar
matándonos unos a otros? ¿Cómo se podía justificar semejante carnicería?
Ahora, al verla cargar con su culpa, me veía en cierta manera obligada a ayudarla como ella había
tratado de ayudarme a mí.
Me miró con lágrimas en los ojos, reposó su cabeza en mi hombro y se echó a llorar.
—Ya ha pasado, todo está bien.
—No, no lo está.
—Claro que sí. ¿Estamos aquí juntas, no?
—Eso es lo único bueno de todo esto, tú —dijo cogiéndose a mi cintura.
La abracé sintiendo un escalofrío. Ella temblaba.
—Ven aquí —le dije envolviéndola entre mis brazos.
Nos recostamos en la almohada. Levantó la cabeza y me miró, las lágrimas seguían resbalando por
sus mejillas. Las acaricié.
—No quiero ser yo, la que haga de tu vida aquí, un infierno.
Sus palabras me estremecieron.
—Y no lo haces.
—Estuve a punto.
—Lo sé, pero no tenías otra opción.
—No podía verte sufrir, se me revolvían las tripas cuando esos mal nacidos te pegaban. Al principio,
quise no sentir, ni ver, intentaba obligarme a ello, pero cada vez que yo… Me sentía miserable y quería
morir. Perdí por completo la cabeza al entrar en su malvado juego, en su espiral infernal. Hicieron de mí
lo que quisieron. Y no me perdonaré habérselo permitido. Era un suplicio ir a buscarte. Sabía que me
odiabas con todas tus fuerzas y deseabas verme muerta.
—Eso ya ha pasado. Es mejor olvidarse de todo.
—Por favor, dime como te sientes. Necesito saberlo, desahógate conmigo, por favor.
La miré y cogí aire.
—Gretten, basta, te lo suplico.
—No.
Me miró sin darme otra opción. Sabía que lo que podía decirle, iba a herirla.
—Aunque me hagas daño, lo prefiero —dijo adivinando mis pensamientos.
—Muy bien, como quieras. Jamás pensé verme en esa situación. Me sentí herida, mancillada,
salvajemente humillada.
—Yo tenía razón.
—Si hubieras puesto fin a tu vida, yo la hubiera puesto a la mía.
—Yo no merezco eso.
—Eso y más. Todo ese rencor dio paso a otros sentimientos. Unos sentimientos que tú lograste
hacerme sentir transformándolos por completo. Poco a poco, con tu cambio de actitud, tus detalles —
dije mirando la vela encima de la mesa—. No te voy a negar que te odié con todas mis fuerzas, me
parecías una salvaje. Después, me mostraste tu verdadera personalidad gradualmente, ¿quién hace eso?
Si se es un monstruo, se es. Pero tú... pienso que te apoyaste en mí, para de algún modo, separarte de
esos miserables y volver al “mundo civilizado”.
—Tienes toda la razón, tú has sido el clavo al que me he agarrado. Has sido mi salvación.
—Por eso te pido que lo olvidemos en la medida de lo posible, o al menos, lo tratemos.
—No acabo de entender, como puedes querer estar con alguien que te ha…
—Ahora me has dado esto —dije tocando su pecho y es lo único que importa.
—No es suficiente.
—Para mí, sí. ¿Quién tiene la suerte de encontrar a su verdadero amor? Dime quién se puede
considerar tan afortunada como yo.
—¿De verdad te crees afortunada? Lo que te he hecho, no tiene perdón.
Cogí sus manos entre las mías.
—Gretten, escúchame. ¿Quién te dice que yo no hubiera hecho lo mismo? Te viste acorralada.
—Sí —dijo bajando la mirada—. La vida de mis padres, dependía de mi comportamiento. Creo que
me utilizaron para conseguir todo lo que querían.
—Me das la razón. Estos son tiempos de locura, de gente sin cerebro, que a base de sangre y
matanzas, cree lograr sus endemoniados sueños, no importa el precio, incluso utilizando a su propia
gente.
—No podré olvidarlo jamás —contestó compungida.
—Entre las dos lo conseguiremos. Lo combatiremos con nuestra mejor arma.
—¿Cuál?
—Nuestros sentimientos.
Me miró refugiándose en mis brazos. La besé en la frente y la abracé a mi vez.
—Por favor, te pido que sigas a mi lado. Eso es lo único que podrá borrar todo —me dijo.
Se me encogió el corazón.
Parecían haberse olvidado de nosotras. Los días siguientes no apareció nadie, así como los otros.
Aunque no hubieran podido llegar, había dejado de nevar, pero todavía había mucha nieve. Y el camino
era una pista helada.
Nosotras inmersas en nuestra rutina, vivíamos nuestra particular “vida”, aisladas de todo lo que no
fuéramos nosotras. Sumergidas en una intimidad detenida en el tiempo. Gretten seguía sin acercarse
más de lo necesario. Yo, lo respetaba paciente, pero su rechazo me dolía, sabía que se esforzaba por
volver a la normalidad aunque era un camino largo y difícil. Las distancias que mantenía conmigo
hacían que la sintiera más lejana que cuando estaba encerrada. Pero albergaba la esperanza de que, poco
a poco, volviera a mí. Estaba segura de que no era más que cuestión de tiempo y saber escoger el
momento adecuado. Solo necesitaba cariño, y yo, estaba dispuesta a darle todo el que sentía por ella.
Las clases y el ejercicio diario servirían de ayuda.

Una mañana me encontraba en el patio leyendo, el sol lucía con fuerza en un día tranquilo y bonito.
Esa tranquilidad duró muy poco. Gretten entró a toda prisa.
—Vamos, no hay tiempo que perder. Sígueme.
Asustada, lo hice. Me llevó por el pasillo, yo sabía dónde nos dirigíamos. Le interrogué con la
mirada.
—Estarán aquí en unos minutos.
Entonces comprendí. Teníamos visita. Volví a mi “antigua morada”. Antes de encerrarme me miró,
cogió mi cara entre sus manos y me besó, no sin darme una fuerte bofetada que me tiró al camastro, la
miré atónita antes de que saliera. La sensación que tuve fue indescriptible de rabia e impotencia. La
celda me pareció más pequeña, fría y espantosa. Me senté en el camastro y no puede evitar evocar
imágenes pasadas, que hicieron que se me erizase la piel sin poder llegar a entender su reacción.
No fui consciente del tiempo que pasó, hasta oír sus pasos y voces en la puerta. Se abrió y dos
oficiales entraron, me miraron de arriba abajo. Evité mirarla y ella hizo lo mismo, cualquier desliz nos
hubiera costado muy caro. Llevaba puesto el uniforme que tanto odiaba, aunque debo reconocer que
estaba de lo más atractiva. Me cogió con violencia y me obligó a ponerme de pie, por un momento creí
que volvería a pegarme.
Le hicieron varias preguntas. Me empujó y me tiró sobre el camastro. Antes de salir, uno de ellos se
acercó y sin esperarlo, me agarró de los brazos y tras fijarse en la huella de la bofetada de Gretten, dejó
asomar una diabólica sonrisa, para a continuación tirarme al suelo como la basura que para él, era yo.
La mirada de desprecio al salir heló las paredes.
Estaba segura de que en cualquier momento, Gretten volvería a por mí, pero no fue así. La mañana
dio paso a la tarde, y ésta, a la noche. No podía estarme quieta. Miles de suposiciones, a cual más
espantosa, venían a mi mente. Inquieta, caminaba de pared a pared retorciendo mis manos. ¿Habría
cambiado mi suerte? ¿Se habrían cansado del juego al ver que no conseguían nada? Esta gente no se
andaba con chiquitas y era muy raro que hubiera sobrevivido hasta ese mismo momento. La rabia se
apoderó de mí, estaba furiosa, todavía me dolía la cara. Si hubiera podido le hubiera molido a palos. Eso
es lo único que entendían. Panda de chacales.
No me di cuenta de que no estaba sola, noté alguien detrás de mí. Me di la vuelta despacio, temiendo
encontrarme con alguien que no fuera ella. Afortunadamente, lo era.
Me sentía enfadada, y dolida con ella, era absurdo, pero le hice pagar mis nervios. Se dio cuenta, no
hizo ni dijo nada, yo ni siquiera la miré, y así llegamos al final del pasillo. Abrió una puerta y me hizo
señas para que me acercara. Se apartó y contemplé lo que había preparado. Una improvisada cena
delante de la chimenea.
—¿Y esto? ¿Mi última cena?
Gretten escuchaba en silencio.
—¿A quién pretendes engañar? ¿Qué significa esto? ¿Hacerte perdonar? ¿Sabes? Me he hartado de
vuestros juegos, de esas malditas alimañas sin entrañas, de todo esto. No siento más que aversión.
¡Llévame a mi celda! ¡No quiero estar aquí! —grité ciega de ira.
En vez de eso, me entregó las llaves y se marchó. Me quedé sorprendida, sintiéndome totalmente
ridícula y culpable con ella. No se merecía aquello.
Salí de nuevo al pasillo, vi una luz, me dirigí a ella. Era la del gimnasio. Se había puesto unos
guantes de boxeo y golpeaba con toda su fuerza el saco. Sabía que yo estaba allí, pero hizo como que no
me veía. Siguió durante unos minutos. Me acerqué y fui a tocarla. Ella se apartó de inmediato.
Se apoyó en la ventana, tenía la camiseta pegada al cuerpo con la respiración alterada. Volví a
intentarlo con el mismo resultado.
—No quería decirte todo eso. Quiero que sepas que lo siento de verdad, perdóname. Estaba dolida
por cómo se portó ese animal. No soportó ni que me miren y mucho menos que me toquen —esto
último lo dije con toda la rabia que llevaba dentro.
Ella miraba hacia el suelo, seria y pensativa. Levantó la mirada un momento, abrió un armario,
cogió dos guantes y me los dio. La miré extrañada. Empezó a quitarse los suyos y me puso los míos.
—¿Y ahora qué?
Cogió mi brazo y se golpeó ella misma con él. Me dio un pequeño golpe en los guantes.
—¿Quieres que peleemos?
Volvió a golpearme, pero sin hacerme daño.
—Es absurdo.
Me golpeó un poco más fuerte. Me puse en guardia. Recibí otro golpe, ése me dolió y el otro
también.
—Muy bien, como quieras.
Empecé a pegarla, ella no me devolvía los golpes, se limitaba a defenderse. A medida que la
golpeaba, sentía como lo que tenía acumulado dentro de mí salía en cada puñetazo, empecé a pegarla de
verdad, cada vez más y más fuerte, no podía parar, toda la adrenalina contenida, empezaba a liberarse.
Su nariz, sus pómulos, su barbilla, su estómago, no se libraron de mis puñetazos ya sin control ninguno,
ciega por la sensación de impotencia. Ella seguía sin darme un solo golpe.
—¿Qué ocurre? ¡Golpéame! ¿Dónde está tu fuerza?
Le di un puñetazo en pleno rostro. Empezó a sangrar por la ceja.
—¡Vamos! ¡Atácame!
Mis golpes eran cada vez más certeros y seguros. Hasta el punto de hundir mi guante con toda la
furia en su estómago, haciéndola caer al suelo. Encogida se agarró el estómago.
—¡Levántate! —le grité.
Yo la miraba como si no la viera, estaba fuera de mí sin control ninguno. Las escenas vividas
golpeaban mi cabeza incrementando mi odio. Frente a mí, ya no era capaz de distinguirla, tan solo veía
al enemigo.
Continué pegándola, ella no lo hizo ni una sola vez, si lo hubiera hecho, me hubiera dejado sin
sentido al primer golpe, pero se dejaba castigar lo que hacía aumentar mi ira todavía más. El puñetazo
que recibió en la boca, hizo que la sangre saltara y se le llenara de ella. Y el que recibió en el estómago,
la hizo caer de nuevo.
Yo estaba exhausta, no podía con mi alma. Pero me sentía relajada, aunque culpable, por lo que
acababa de hacer. De pie la miré a mis pies encogida de dolor.
—¿Pero qué estoy haciendo?
Me quité los guantes y me senté a su lado, levanté su cabeza, la puse en mi regazo y empecé a
limpiarle la sangre. Nos calmamos las dos. Estuvimos así unos minutos, Gretten estaba molida, la pobre
no se quejó en ningún momento. Le quité los guantes, me miró y me preguntó:
—¿Te sientes mejor ahora?
Yo la miré por unos segundos.
—No.
Observaba su rostro castigado por mis puños.
Su ojo medio cerrado y sus labios hinchados. Me sentí culpable. Me levanté y le ayudé.
Se apoyaba en mí para caminar, se sujetaba el estómago y andaba un poco encorvada. La llevé al
cuarto de los baños y limpié su cara.
—¿Por qué me has dejado llegar a esto? —Le pregunté mirando sus ojos.
—Tenías que sacar toda la rabia de dentro.
—¿Y no se te ha ocurrido otra cosa mejor que dándote una paliza?
—No —se rió y se quejó.
—Es mejor que no hagas eso. Lo siento, no quería, no sé que me pasó, nunca he perdido los papeles
de esta manera. —No sé cómo no los has perdido antes.
—No hablemos de eso.
Seguí con los cuidados, le puse una gasa y la sujeté con un esparadrapo, tapándola casi todo el ojo.
No había sitio de su cara que no estuviera morado.
—Bueno, ya está.
—Menos mal que estoy en buenas manos.
El comentario me hizo sonreír. Me empecé a desnudar, ella hizo ademán de marcharse.
—Espera, quédate conmigo.
—Es mejor que no —dijo dándose la vuelta.
—Por favor, no te vayas.
La cogí de la mano y la ayudé a que se desnudara, ella se resistía.
—¿Quieres que empiece contigo de nuevo? —Bromeé.
A regañadientes me dejó quitarle la camiseta. Miré su castigado cuerpo y me sentí avergonzada. De
los hombros a la cintura tenía golpes por todo el cuerpo. Mi mano recorrió su abdomen, volvió a
quejarse.
—No me lo perdonaré nunca.
Nos metimos en el agua.
—Creo que no podré comer en unos días —dijo tocándose su boca hinchada.
—A partir de ahora —me encargaré de eso.
Intentó sonreír. Yo en cambio, me puse seria.
—Me he comportado como una bestia, siento asco de mí —dije con sinceridad.
—Sólo te has dejado llevar por tu cabeza, yo sabía que lo necesitabas y no quiero que sientas ningún
remordimiento, no has hecho nada malo. Y te confieso que yo también lo necesitaba.
Nos miramos con complicidad, sintiéndonos cercanas.
Los días pasaban y mejoraba de sus moretones. A mí, me torturaba la culpa al verla intentar comer
como podía.
Cuando se restableció casi del todo, esa noche fui a buscarla, estaba en la biblioteca leyendo.
—Ven —dije cogiéndola de la mano.
Todo estaba preparado, la cena nos esperaba frente al acogedor fuego. Nos sentamos en la manta.
Gretten me miraba sonriendo.
—Me preguntaba, qué estarías haciendo.
La sonreí.
—Te dije que me ocuparía de tu alimentación. Ábrela —le dije dándole la botella de vino.
Me levanté y puse música.
—“El Cascanueces”, “El vals de las flores”, es mi preferida.
—¿En serio? También es la mía —contesté.
Nos miramos sin ocultar nuestros sentimientos.
—¿Creías que se me había olvidado? Teníamos esto pendiente y es una buena ocasión para que me
digas si he aprovechado las clases de cocina.
Pinchó un trocito de pollo.
—¿Y bien?
—No está mal —contestó al tiempo que disimulaba.
—Dime la verdad, un desastre ¿no?
Me miró y exageró el gesto al tragar, a continuación, bebió un sorbo largo de vino.
—Vale, me he dado por enterada —dije apoyando la espalda en el asiento del sofá.
Se acercó a mí con una sonrisa.
—Está muy bueno.
—No hace falta que me mientas, de verdad —dije sin mirarla y haciéndome la ofendida.
—Exquisito —me susurró.
Giré despacio la cabeza y me encontré con dos pedacitos de cielo mirándome que me desarmaron
por completo.
—Ahora pruébalo tú —me dijo volviendo a sentarse.
Tardé unos segundos en coger mi cubierto.
Fue nuestra primera cena en la intimidad, esa noche la recordaré toda mi vida. Guardo como un
tesoro la grata sensación de complicidad que compartimos.
Terminamos y permanecimos recostadas en el diván frente al fuego, una junto a la otra, pero como
siempre, poniendo distancia.
—¿Sabes? Siempre me ha gustado cocinar, pero ahora lo disfruto más, es distinto.
La miré.
—Ahora lo hago para ti.
De repente se puso seria.
—Gretten, ¿qué ocurre?
—Me pone triste pensar que en un rincón de tu corazón puedas albergar un inevitable rencor hacia
mí —dijo mirando al fuego.
No pude resistirlo más. Me acerqué y sin darle ninguna oportunidad la besé con toda la pasión.
Notaba su reticencia.
—Tranquila —le susurré con la respiración alterada.
Podía notar su excitación y lo aproveché. Aunque seguía sin relajarse del todo. Quiso rechazarme.
—Quieta mi amor, no pasa nada, todo está bien.
Ahora quién manejaba la situación era yo, y no iba a permitir dejarla escapar. Beso a beso, caricia a
caricia, despacio, con sumo cuidado y sobre todo, con todo mi amor y deseo, fui venciendo las últimas
barreras y se entregó a mí. Nos hicimos una.
Sus manos, sus labios y su cuerpo entero, me entregaron lo que siempre había sabido que guardaban.
Abrazadas teníamos una sensación extraña, la verdad es que era una situación cuanto menos,
peculiar. Si la hubiéramos contado a alguien, no nos habría creído, o sí. En estos tiempos de locura,
cualquier cosa era posible.
Me desperté, empezaba a amanecer, estiré el brazo y no estaba. Me incorporé inquieta.
—¿Gretten?
—Estoy aquí.
Estaba agachada poniendo leños en la chimenea. La observé mientras la encendía. Su luz la
envolvió, embelesada, deseé tenerla siempre para mí.
—Me has asustado, ven aquí conmigo, por favor.
—Perdona.
Se acercó con el regalo de su bonita sonrisa.
—Estás helada.
—Por eso necesito tu calor —me dijo al tiempo que se abrazaba a mí.
Nos acurrucamos una en el cuerpo de la otra. Me sentía plena. Empezó a acariciarme, besó mi cuello,
yo conmovida me dejaba hacer y siguió cubriéndome de amor, dio rienda suelta a su deseo y me tuvo
para ella, pero esta vez, yo lo deseaba, y esta vez, ella también. La placidez de la profunda satisfacción
no solo fue meramente física, el haber tomado ella la iniciativa, significaba, que yo había conseguido lo
imposible, y por ella, eso, todo, y más.
—No sé nada de ti. Quiero saberlo absolutamente todo.
—¿Todo, todo? —Contestó riendo.
Le pellizqué cariñosamente.
—Vamos a ver…
—Cuéntame de tus padres. ¿Tienes hermanos?
Gretten sonrió ante mis preguntas.
—Sí, tengo padres y un hermano. Hanks, vive en Estados Unidos, como ya te comenté, es un
reputado músico. A todos nos gusta mucho la música, en casa de mis padres, siempre tengo el recuerdo
de escucharla a todas horas. Era muy agradable, y de alguna manera influyó en nosotros. Mi madre es
profesora del conservatorio de Hamburgo y mi padre es director del museo de Historia.
—Estoy impresionada —le dije.
—¿Y tú?
—Yo, solo soy una investigadora sin más.
—¿Eres investigadora?
—Sí, antes de la guerra trabajaba en los laboratorios de la facultad de medicina.
Me incorporé sorprendida.
—¡Vaya! —la miré incrédula—. Casi podríamos decir que compartimos profesión.
—Podría decirse, incluso estuve tentada de ser médico, pero no podía ver a la gente sufrir y con los
niños es peor. Así que me decidí por la investigación. Me encanta, tratar de encontrar una solución a sus
enfermedades o hacerlas más llevaderas. Me parece algo bonito y hace que me sienta útil.
Parecía reflexionar en voz alta, hablaba de su profesión con pasión.
Acaricié su mejilla y la besé.
—Eres especial, susurré, muy especial.
No pude evitar mirarla pensativa, haciéndome mil preguntas, bueno la verdad, sólo una. Ella me
miró.
—Sé, lo que te estás preguntando en este preciso momento. ¿Por qué? ¿Cómo he podido acabar
metida en esto?
—Sí, sinceramente. Ahora que conozco tu verdadero “yo”, no me lo explico.
—Bien, empezaré por el principio:
»Provengo de una familia tolerante y liberal. Mis abuelos ya tuvieron problemas con el gobierno del
“Kaiser” y mis padres los tienen ahora con… Bueno… Ya sabes con quien —se rió—. A mi hermano
todo esto, le ha pillado lejos, afortunadamente, y yo me vi forzada a alistarme —quiso aclarar— por mis
padres. Su seguridad estaba pendiente de un hilo, sus movimientos eran vigilados con lupa y estaban
sometidos a una dura presión. Decidí que era una manera de dejar que estuvieran en su punto de mira y
garantizarles en cierta medida una tranquilidad. Cuando les conté mi decisión, ellos se negaron en
redondo, no admitirían nunca verme “en el lado de los malditos” como ellos los llaman. No pude evitar
reírme.
»Así que un buen día, y con gran disgusto para ellos, me presenté en las oficinas de reclutamiento, y
hasta ahora.
La miré con devoción, lo sabía, no podía ser de otra manera.
—¿Y de lo otro, qué?
—¿Qué es lo otro? ¿Tú qué crees?
—No sé a qué te refieres.
—Vamos, no te hagas la tonta, lo sabes perfectamente.
—No hay nadie —dijo sonriendo.
—¿Y antes?
—Bueno, no se me ha dado mal —bromeó.
—Te las llevabas de calle, ¿no? —simulé enfadarme.
—Tanto como eso…
—No me extraña en absoluto —dije mirándola.
—Ahora me toca a mí. Dime ¿qué te hizo meterte en la resistencia? ¿Acaso querías emular a la
“Rosa Blanca”?
—Ni por asomo, me dan miedo las alturas. Como mucho una Simone Veil, en todo caso.
Gretten se echó a reír. Volvió a regalarme el intenso azul de sus ojos, depositándolo en los míos.
—Si no te hubieran apresado, nunca nos hubiéramos conocido. No lo tomes a mal, por favor.
—Entiendo lo que quieres decir.
Empecé a acariciarla, el deseo volvía a mí, una y otra vez.
—Espera, falta algo.
Se levantó y empezó a elegir unos discos.
—¿Qué prefieres? ¿Haendel? ¿Strauss? ¿Rossini?
—¿Y qué me dices de Wagner?
Gretten se quedó parada y me miró como si no me conociera. Yo hacía esfuerzos por no reírme. Ella
reaccionó y me sonrió socarronamente siguiendo la broma.
—Debo informarte que el Sr. Wagner no es bienvenido en éste “lugar”.
—Me escandalizas —dije poniendo teatralmente mi mano en mi pecho.
—He dictado una norma, y según ésta se le ha declarado “persona non grata”.
—Secundo la norma.
—Bien, y ahora volvamos a lo nuestro.
Nos miramos y nos echamos a reír. Gretten se acercó y me dio un beso.
—¿Ya has decidido?
—Te voy a confesar algo —le dije—. Siempre he querido que mientras… sonara “El Cascanueces”.
Con una sonrisa, manejó el gramófono y la puso. Vino corriendo y se tiró encima de mí. Rodamos
sobre la cama, reíamos, estábamos en el cielo.
Tumbada boca arriba, yo encima de ella, me miró con amor.
—Aquí me tienes, cumple tu fantasía.
La locura, la sinrazón, la lucha de nuestros cuerpos queriéndose saciar sin medida, sintiéndonos
flotar fuera de nuestras meras envolturas carnales, para hacernos llegar al paraíso y posarnos de nuevo
en la tierra llenas de una paz absoluta.
Me desperecé y abrí los ojos, alargué el brazo y no estaba. Me incorporé y la busqué por la
habitación. La llamé, pero sin obtener respuesta. Me levanté y fui al baño, tampoco estaba allí. Oí un
ruido que provenía de una de las ventanas, me detuve a escuchar. Volví a oírlo, me acerqué. No la veía
por ninguna parte. Me fijé bien y en el centro del jardín, un enorme muñeco de nieve parecía sonreírme.
Llevaba puesto una gorra y sujetaba una escoba. Sus ojos, dos pedazos de carbón y su nariz una enorme
zanahoria. De pronto, de detrás y rodeándolo, unos brazos asomaron, poniendo delante suyo un cartel
con algo escrito. Abrí la ventana para poder verlo bien. Un frío terrible hizo que se me pusiera la carne
de gallina. Volví a fijarme en el cartel, conmoviéndome al leerlo.

“L I E B E”
No pude reprimir las lágrimas. Gretten salió de detrás y me sonrió dulcemente. Me llevé la mano al
corazón, la besé e hice que soplaba. Ella se acercó a la carrera situándose debajo de mi ventana, puso las
manos juntas fingiendo recogerlo en ellas, las besó también y las llevó a su pecho. Nos miramos durante
unos minutos. Gretten dio unos pasos hacia atrás y rodeó el edificio para volver a mi lado.
Cuando abrió la puerta de la habitación, corrí hacia ella, y dejándonos llevar por el dulce momento,
nos entregamos a la pasión que nos quemaba.
Desde ese día, en el patio, disfrutamos de su compañía. Me encantaba saber que estaba allí. Hacía
que el patio pareciera más alegre.

—Es la hora —le dije—, después seguiremos la partida.


—Pero iba a ganar, protestó.
– No seas mentirosa, lo tienes todo perdido.
—Eso ya lo veremos —dijo mientras se ponía las botas.
Cogidas de la mano, salimos justo a tiempo para ver el precioso atardecer que la madre naturaleza
tenía el detalle de regalarnos en esa parte del mundo en el que nos encontrábamos. Nos hacía mucho
bien, tranquilizaba nuestros pobres espíritus condenados a una dura realidad. Lo mejor fue sentir sus
brazos cogiéndome por detrás en un dulce abrazo. Me acurruqué contra ella.
—Tenemos que cerrar los ojos y pedir un deseo justo cuando el sol se oculte tras las montañas,
seguro que nos será concedido, ¿probamos? —me susurró.
—Y ahora para que se cumpla, tenemos que sellarlo con un beso.
Siempre tenía la misma sensación. Me hacía estremecer hasta los huesos, su amor me calaba, lo
podía notar perfectamente al penetrar en mí.
Dejándome llevar por el momento y envuelta en sus brazos le dije:
—Te quiero.
Ella se separó un poco y me miró.
—Sí, yo también te quiero —repetí mirándola.
—Yo tenía razón, mi deseo acaba de serme concedido.
Me abracé a ella y empezamos a llorar como dos tontas.
Fuimos a bajar, hacía mucho frío. Yo casi estaba en la puerta cuando me llamó, me di la vuelta y una
bola de nieve se estampó en mi chaqueta.
Sonreí.
—¿Quieres pelea? Muy bien.
Hice una bola y se la tiré sin llegar a tocarla siquiera.
—¿Eso es todo lo que puedes hacer?
—Ahora verás —cogí otra y ésa le pasó cerca.
—Bueno, no ha estado mal.
Me lanzó ella una y me dio.
—¿Ves? Así.
Cogí otra y la fortuna se alió conmigo, haciendo diana en su cara. Me empecé a reír.
—¿Y ahora qué? —Le dije desafiándola poniéndome en jarras.
Echó a correr y se abalanzó sobre mí, caímos al suelo.
—¿Ya no eres tan valiente, eh? —Dijo sentándose encima de mí.
Le eché nieve en la cara, al tiempo que la empujaba hacia un lado, poniéndome encima de ella.
—Tienes todas las de perder —le dije con la respiración entrecortada.
—Contigo, desde luego que sí —me contestó también respirando con dificultad.
No pude con eso, la besé con pasión. La quería, la quería… La quería.
Después de un reconfortante baño, Gretten se metió en la cama. Yo fui al fondo de la habitación.
—¿Qué haces?
—Aquí está.
Puse una música suave y me metí en la cama.
—¿Y esto? —Dijo mirando el libro que me regaló.
—Me gusta tenerlo cerca.
Me hizo gracia ver cómo se esforzaba al intentar leer el nombre del autor.
—Está bien, lo intentaré —dijo reticente.
—Espera, olvidas algo —le dije dándole sus gafas.
No pude evitar reírme al ver su cara de fastidio. Cambió el gesto, me miró seria y pensativa.
—¿Esto es igual, verdad? —Dijo mirando a nuestro alrededor.
—¿A qué te refieres?
—Tú y yo habitamos el asteroide B 612, y “ellos”, son los “Árboles Baobab” a los que debemos
erradicar.
No me esperaba semejante comparación, tras unos minutos en los que recapacité, me eché a reír con
todas mis ganas.
—No lo has podido describir mejor.
—Y tú, eres mi “rosa del viento”. Y no permitiré que nadie rompa el cristal de tu cúpula.
La besé con todas mis ganas, se lo había ganado. Y me había ganado a mí, completa y
absolutamente.

—¡He dicho que no y no quiero repetírtelo!


—Pero es absolutamente necesario.
—No quiero que vuelvas a mencionarlo siquiera.
—Gabrielle, tienes que entenderlo, por favor.
Me acerqué a la ventana, crucé los brazos y miré al exterior.
—Escucha, mi amor. No te lo pediría sino fuera importante. Además, no hay otra salida.
—Pues buscaremos una.
—Sabes que no la hay, fue a tocarme y la rechacé.
—Sé que lo comprendes, por eso te pido que no te niegues —dijo apoyándose en la pared.
—¿No me voy a negar a abandonarte a tu suerte?
—Eso no es del todo cierto.
—Me pides que me vaya y te deje aquí. ¿Qué pasará cuando “ellos” vuelvan? ¿Aceptarán tus
disculpas?
—Yo habré escapado antes.
—¿Y luego qué? No descansarán hasta dar contigo, no habrá lugar seguro para ti.
—Siempre me queda la opción de pasar a tu lado.
—Acabar en la cárcel. Buena idea.
—Lo prefiero, la verdad. No podemos estar así eternamente, además, sé que pronto cambiarán las
cosas. Me han informado de que tienen pensado trasladarte a un centro de internamiento, y te aseguro
que no tiene nada que ver con lo que hayas podido pasar hasta ahora.
Se me erizó la piel al oírla.
—Sé razonable.
Seguí con mi actitud, Gretten tenía razón, pero dejarla allí me resultaba imposible aceptarlo, no
podía. Sentía rabia, mucha rabia.
—Vámonos, ahora, las dos juntas. Escapemos.
—¿Y dónde iríamos? ¿Nos refugiamos en una cueva hasta que termine la guerra?
Desalentada me tapé la cara con las manos. Me abrazó.
—Es lo mejor, lo sabes —me besó el pelo—. Nos da la oportunidad de poder encontrarnos algún día
cuando todo esto acabe.
—Odio esta maldita guerra.
—No podemos hacer nada.
—Claro que sí —dije soltándome.
—Y afortunadamente todavía hay gente cuerda luchando ahí fuera para acabar con una panda de
“mal nacidos” y sus delirios de bestias salvajes. ¿Y sabes lo que es peor? Su líder, ha sido capaz de
volverles tan locos como él. Y eso dice mucho.
La miré con rencor, no era mi intención, solo dejé escapar mi ira, no iba por ella, pero no lo entendió
así.
—Tienes razón, muerto el perro se acabó la rabia.
Salió a toda prisa. Fui detrás de ella.
—¡Espera!, ¡espera!
Me miró sin contestarme y se marchó.
Ese día la busqué por todos los rincones, sin encontrarla. Imaginé que estaría escondida en alguno
que yo no descubrí. Esa fortaleza era un laberinto y me encontré con varias estancias cerradas. El
remordimiento me comía por dentro. Lo había echado todo a perder.

A la mañana siguiente entró en la habitación donde yo todavía dormía. Me despertó el ruido de sus
botas. Vestía el uniforme que tanto miedo provocaba en mí. Estaba seria. Me incorporé.
—Gretten… —No me dejó acabar.
Me tiró el uniforme sobre la cama.
—Póntelo.
Era un uniforme del ejército francés.
—No.
—He dicho que te lo pongas —dijo alzando la voz.
—¿Esto es por lo de ayer, verdad? Sabes que en ningún momento me refería a ti.
—No me obligues a ponértelo —me amenazó.
—Será la única manera —la desafié.
—Muy bien. No quería, pero me obligas a ello.
Cogió un bote y empapó un trapo. Sabía lo que era.
—No te atreverás.
—No me dejas otra opción.
Luché por evitarlo, pero fue inútil, sus fuerzas no tenían nada que ver con las mías. Lo último que vi
fueron sus ojos azules como el mar.
Cuando me desperté, no sabía dónde me encontraba. Estaba dentro de un coche, frente a unos
campos que daban a un bosque inmenso y en un camino apartado de la carretera. Gretten no estaba,
miré el bulto en el suelo junto a mis pies, era un macuto algo más grande que el otro. Miré alrededor sin
bajarme, al mirar hacia atrás en el asiento estaban sus gafas, las cogí y las metí con cuidado en un
bolsillo de mi cazadora. ¿Dónde me habría dejado? Salí con precaución, no parecía que hubiera nadie
por allí. Además, desde donde me encontraba no me podían ver con facilidad, había escogido el sitio a
conciencia. Me dieron ganas de gritar su nombre, pero hubiera sido un suicidio. Volví al coche y cogí el
macuto, lo abrí para ver los mapas. Me sorprendí al comprobar que no estaba a más de un par de
kilómetros de las posiciones aliadas. El camino que me señalaba era el más seguro y burlaba al
enemigo. Pensé en ella, calculó todo con precisión para facilitarme la huída. Sentí una punzada de
nostalgia. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Habría conseguido escapar? La incertidumbre de no saber
si volvería a verla, hizo que se me saltaran las lágrimas. Pero no podía perder más tiempo, así que con el
mapa en la mano y una brújula, me puse en marcha.
Calculé el tiempo que estuve atravesando el bosque, unas dos o tres horas, estaba machacada, comí
algo rápidamente, descansé unos minutos, no podía retrasarme ya casi había llegado y empezaba a
anochecer. Ascendí por una pequeña loma y divisé el campamento. Miré con los prismáticos y con
alivio comprobé que eran de mi bando.
Eso hizo renovar mis energías y me encaminé con decisión. La noche había caído ya, pero un poco
más y estaría a salvo. Tenía la sensación de que me seguían, escuché, pero no oí nada. Eché a andar de
nuevo, oyéndolo claramente. Un pequeño chasquido me hizo volverme, la luz de varias linternas me
cegaron al tiempo que me gritaban en inglés que me detuviera con la manos en alto. Lo hice de
inmediato, como por arte de magia cuatro soldados salieron de la nada para encañonarme.
—¡Soy francesa! —Dije en su idioma.
Miraron mi uniforme, pero sin confiarse. Me obligaron a tirar el macuto, y de un tirón, me quitaron
el arma que llevaba en el cinturón.
—¿De dónde vienes?
Les resumí cuanto pude mi aventura. Me escoltaron hasta el puesto de guardia.
Una vez allí les informé de quién era hija, inmediatamente se pusieron a comprobar lo cierto de mis
palabras. Me proporcionaron alimento y agua y pude descansar mis doloridos pies.
No podía dejar de pensar en Gretten. Rogué para que no le hubiera pasado nada.
La posibilidad de poder volver a ver a mi familia, me produjo ansiedad, deseaba abrazar a mis
padres.
Una vez bien informados me pasaron a otro barracón. Pude asearme un poco y descansar
tumbándome en una pequeña cama de campaña. El libro de “El Principito” que había tenido el detalle
de meter en el macuto, lo aferraba como un tesoro. Al poco llamaron a la puerta. Era un teniente. Me
saludó. Le puse al corriente de todo. Me contestó que mi padre ya había sido informado y que mañana
por la mañana, una patrulla me escoltaría hasta un aeródromo cercano para trasladarme hasta Francia.
Se lo agradecí de todo corazón. Iba a volver a casa. Volví a pensar en ella, y una parte de mí, se sintió
muy triste.
El reencuentro con mis padres me hizo olvidar todo lo pasado. Ellos me daban por desparecida o
algo peor. Lo que no me libró de una buena reprimenda por obrar por mi cuenta y enrolarme con la
resistencia. Me hicieron jurar y perjurar que no volvería a hacerlo. La decepción que reflejaban sus
caras, me hizo tanto daño como el habérselo ocultado, les prometí que jamás, se repetiría.
Había vuelto a casa, pensaba en lo vivido y me parecía lejano y confuso. Aunque, casi cada noche,
me despertaba desorientada y creyendo estar de nuevo entre los muros de mi prisión. Tras sufrir
terribles pesadillas, la mayoría de las veces, dejaba la luz de la lamparilla encendida.
No obstante el discurrir de los días me ayudó a descansar mente y cuerpo. Mis padres me miraron
como si fuera otra vez su niñita pequeña, yo me dejaba encantada. Me sentía feliz, aunque no era del
todo cierto. Había intentado indagar acerca de su paradero, pero no había conseguido nada. Me decidí
hablar con mi padre, él era el único que podía ayudarme, pero ellos se me adelantaron.
Después de cenar nos sentamos en el salón. Mis padres se miraron entre sí.
—¿Qué ocurre?
—Cariño, sabemos que algo te preocupa —respondió mi madre.
No pude evitar ponerme seria.
—No es nada.
—Has pasado por algo muy duro, cuéntanoslo, te ayudará a sentirte mejor, siguió mi padre.
—No es eso —se me escapó.
—Sabes que estamos aquí para lo que sea, ¿verdad?
Sus caras reflejaban preocupación, les adoraba, eran comprensivos, y siempre cuidaban de mí sin
importarles nada más.
Si conocieran a Gretten, les gustaría tanto como a mí. Su recuerdo hizo que involuntariamente me
pusiera a llorar. Su ausencia dolía y mucho. Mi madre se levantó preocupada y se sentó a mi lado
abrazándome. Cuando logré calmarme, empecé a contarles mi historia, ahorrándome algunos “detalles”
por supuesto. Pero sin poder evitar hablar de ella, con cariño y gratitud. Los dos se miraban incrédulos.
Al terminar ninguno decía nada.
—¿Increíble, verdad?
Mi madre pareció reaccionar y contestó:
—No, no, hija… Es solo que… Bueno…
—No es un hombre, ¿no?
—¡Es alemana! —dijo mi padre en tono cortante y poniéndose de pie junto a la chimenea.
—Pero ella fue la que me cuidó todo ese tiempo y me trajo hasta aquí. ¿No has leído sus informes?
—De pasada, la trasladaron a otra base y ellos se encargan.
—Los odia tanto como nosotros, si tuvierais la oportunidad de conocerla cambiarías de opinión.
—Claro que sí, cariño, pero debes comprender que recelemos —mi madre hacía esfuerzos por
entenderlo.
—Por supuesto, pero os aseguro que ella es distinta, es…
Mi madre acarició mi pelo, con una mirada de comprensión que solo ellas tienen.

Una mañana fui al despacho de mi padre. ¿A qué debo el honor? —Dijo con burla.
—Eres increíble, ¿sabes? —sonreí con melancolía.
—Me gustaría saber de ella.
Me miró pensativo, se levantó y abrió un cajón de un archivador y sacó una carpeta. Se sentó en el
borde de la mesa, entregándomelo.
—Ábrelo.
Al ver su foto me cambió la cara. Eran sus informes. Le miré con temor.
—¿Está…?
—No, tranquila.
Mi corazón volvió a palpitar.
—Está en una prisión.
—¿Dónde?
—Es confidencial.
—¿Qué pasó?
—El mismo día que te encontraron también la encontraron a ella. Se encontraba a varios kilómetros
de allí. Seguramente te dejó y empezó a caminar por el bosque pero en dirección contraria. Cuando la
detuvieron no puso mucha resistencia, parecía esperar a que fueran a por ella. Tras identificarse, la
trasladaron a un destacamento seguro y después dónde se encuentra ahora. Su “currículum” es
impresionante. Estudió en la mejor universidad de Alemania y son innumerables los cursos que ha
hecho. Por no hablar de los diplomas que tiene en su haber. Es una destacada investigadora. Y su hoja
de servicios es impecable.
La leí impresionada y aliviada por saber que siempre se había ocupado de tareas administrativas y
logísticas. No podía ser de otra manera. Cuánto deseaba verla. Mi padre se dio cuenta, me observaba.
—¿Tanto te importa?
—Sí. Gracias a ella, ahora estoy aquí.
—Lo sé, y por eso voy a ayudarte.
Le miré con lágrimas en los ojos y me abracé a él con cariño.
—Gracias, no sabes lo que significa para mí.
—Se salva por no haber participado en ningún acto de guerra, ni tener las manos manchadas de
sangre.
—Ella no haría eso jamás.
—Te voy a contar algo que es “alto secreto”. No puede salir de estas cuatro paredes.
Escuché intrigada.
—Se puso en contacto con nosotros.
—¿Qué? Estaba atónita.
—Antes de abandonar el lugar de tu secuestro, nos facilitó la situación exacta de dónde os
encontrabais, así como las posiciones de los destacamentos alemanes cercanos. Y dónde pensaba dejarte
para que fueran a buscarte. Les fue muy fácil dar contigo. Hemos hecho un buen trabajo allí. Eso ha
contribuido a todo lo demás.
No me equivoqué respecto a ella. Todo lo que ahora sabía, no hizo sino aumentar mi admiración por
ella. No pararía hasta verla de nuevo. Removería cielo y tierra si fuera preciso.
—¿Y sus padres?
—Antes de que pudieran reaccionar hemos logrado sacarlos de Alemania. Están con su hijo en
Estados Unidos, en un lugar seguro.
Me levanté y le abracé.
—Te quiero.
—Y yo a ti, cariño.

Mi madre y yo jugábamos una partida de cartas, mi padre entró en el cuarto de estar. Estaba serio.
—¿Has averiguado algo?
Su semblante me hizo ponerme en guardia. Me miró y no se atrevía a hablar. Me levanté asustada.
—¿Qué pasa? Pregunté alarmada.
—Se ha ofrecido voluntaria para una misión.
—¿Una misión? ¿Qué misión?
Se sentó en el sofá y yo lo hice a su lado.
—Verás, hemos sabido que los alemanes preparan un avance desde sus posiciones para atacar un
punto estratégico en nuestras fronteras. Tenemos que abortar sus intenciones antes de que lo
lamentemos, sería una catástrofe que consiguieran sus objetivos.
Se está organizando y coordinando el operativo para atacarles por sorpresa. Y uno de ésos
campamentos, se encuentra en una zona de Alemania que ella conoce muy bien. Le consultamos sobre
el terreno, saber que nos podíamos encontrar y que nos facilitara toda la información posible. No dudó
en colaborar e incluso se puso a nuestra disposición para acompañar al destacamento que se destinará
allí. Se está sometiendo a un duro entrenamiento.
No daba crédito a lo que oía, me negaba a aceptarlo.
—Pero no puede ser, ella nunca ha participado en ninguna acción de guerra.
—No participará activamente, su papel consistirá en guiarles por las montañas.
—¿Y qué más da eso? Los riesgos son los mismos.
—No ocurrirá nada, tranquila.
—¿Y si yo me pusiera en contacto con mis antiguos compañeros…?
—Ni lo pienses —me dijo mi padre leyendo mis pensamientos—. Si lo haces, me aseguraré
personalmente de que no vuelvas a tener noticias de ella. ¿Ha quedado suficientemente claro?
Sabía que no me dejaba opción. Me levanté y crucé los brazos. Busqué refugio en los de mi madre,
me puse a llorar.
Miraba con devoción la figurilla del cascanueces que sostenía en mi mano. La compré en cuanto la
vi, me recordaba nuestra mágica noche. Ahora se había convertido en mi talismán y me protegería. No
había vuelto a saber nada más de ella, salvo lo que su padre me contó. Lo prefería así, hubiera sido
insoportable no poder estar a su lado. Y ahora en las circunstancias que me hallaba, sabía que había sido
lo más acertado. No la olvidé ni por un minuto. ¿Quién puede olvidar el cielo cuando se ha estado en él?
Ahora, en ese avión que nos llevaba a nuestro incierto destino, todo me parecía lejano. Si salía de ésta,
era consciente que la tentación no me dejaría, pero lo mejor era vivir nuestras vidas separadas, no me
verían con buenos ojos en su país, y por nada del mundo, quisiera que ella pagara por mí. Ya había
pasado bastante como para que siguiera sufriendo de alguna manera, y eso, no lo iba a permitir. Lo
nuestro se quedaría en ese castillo, era el único lugar dónde podía estar. De puertas para fuera era algo
imposible. Ahora, en la distancia, lo podía ver claramente. Lo que no impedía amarla apasionadamente.
¿Qué hubiera sido de mí sin ella? ¿Qué derroteros hubiera seguido mi vida? ¿Rodeada de esos “perros”
a los que ahora iba a ajustar cuentas? Y para los que no era más que una traidora. No me sentía así, mi
sensación era de tranquilidad absoluta. Estaba poniendo todo de mi parte para que Europa no se perdiera
irremediablemente en la más terrible de las locuras. ¿Qué les esperaría si no lo hacíamos a las
generaciones futuras? No era justo privarles de una vida normal y sobre todo libre.
El único remordimiento que siempre llevaría conmigo era haber vestido su uniforme y haberme
mezclado con esa “chusma”, aunque el hecho de haber protegido a mi familia por ello, lo atenuaba en
buena medida. Si hubieran llegado a conocer a Gabrielle… Otra vez ella, siempre ella…
Irremediablemente ella.

La sacudida del avión me hizo volver a mi cruda realidad.
—¡Preparados, en cinco minutos saltamos! —gritó el sargento.
Las vueltas que da la vida, volvía a pisar suelo alemán, pero ahora, mi uniforme era el del enemigo y
yo iba a contribuir a mermar sus fuerzas. Nuestra pequeña compañía era muy reducida. Diez soldados,
un sargento y el teniente. Los demás estaban distribuidas en varios frentes, la idea era atacarles por
sorpresa y desde varios flancos a la vez. El corazón se me desbocó a la hora de saltar, pensé en ella y me
lancé al vacío, amparados por la noche. Una vez en tierra, rápidamente, nos deshicimos del paracaídas y
nos adentramos en el bosque. No parecían habernos descubierto, por ahora.
Tras horas de marcha, nos detuvimos en una zona de manantiales y en la que había un par de cabañas
de pastores dónde nos instalamos, estábamos exhaustos.
—Mañana estaremos en nuestro destino —les dije mirando los mapas.
—Ahora lo mejor será que repongamos fuerzas y durmamos un poco. Antes del amanecer debemos
reanudar la marcha —dijo el teniente.
Amaneció un día lluvioso. Calados hasta los huesos, cada vez estábamos más cerca. Ya podíamos
divisar sus posiciones. El plan era atacarles desde tierra con apoyo aéreo. Una vez cumplida la misión,
un helicóptero nos recogería.
El corazón me empezó a palpitar con fuerza al llegar a la linde del bosque y ver sus campamentos
frente a nosotros. El momento había llegado.
—Bien, todos preparados. A por esa panda de cerdos —dijo el sargento tan bajo como pudo.
Justo en ese momento oímos una ráfaga de ametralladora enemiga. Nos habían visto, estábamos
perdidos. Las balas silbaban entre nosotros como endemoniadas flechas invisibles. Pude notar la que me
impactó en la cabeza, quemándome como un hierro al rojo vivo. Cerré los ojos, y mi último
pensamiento fue para ella.

Me levanté sobresaltada. Algo le había ocurrido, mi corazón no me engañaba. El presentimiento era


tan fuerte que lo supe con certeza. El pánico se apoderó de mí, no podía ser, por favor, no.
Tuve la sensación de que se me escapaba el alma. Rápidamente me vestí y salí, mi padre
necesariamente tenía que saberlo.
Entré a su despacho sin llamar. Estaba con varios oficiales. Me miró alarmado.
—Pueden retirarse —les dijo.
—¡Algo le ha sucedido! ¡Lo sé!
—Tranquilízate, por favor.
—¡No puedo, tengo que saberlo! ¡Dímelo sin más, te lo suplico!
Por su cara, sabía que le habían hecho llegar noticias.
—Debo esperar lo peor ¿verdad?
—No lo sabemos con certeza, de momento no tenemos noticias concretas, solo sabemos que les
atacaron antes de que pudieran reaccionar. Se les da por desaparecidos.
La angustia me asfixiaba.
—Ahora mismo los refuerzos vuelan hacia la zona, para ayudar a los que luchan allí. No podemos
hacer más, únicamente esperar.
Yo lloraba sin control.
—¿Por qué tuvo que ir? ¿Por qué?
Mi padre me cogió por los hombros.
—Gabrielle es una gran persona, y por eso, ha hecho lo que ha hecho, debes sentirte muy orgullosa.
—Tienes razón, y lo estoy, pero no por eso duele menos.
—Lo sé —dijo abrazándome.

Tras unos angustiosos días más, los combates seguían, pero de ella, ni rastro. Yo tenía la certeza que,
incapaz de soportar tal inquietud, moriría. Me pasaba los días y noches enteras sin dejar de pensar en
ella. En mi cabeza no cabía la posibilidad de saberla muerta. Eso era lo último que podía pasar, no lo
aceptaba y no lo aceptaría nunca. ¿Estaría herida? Trataba de doblegar mi mente desquiciada,
preparándola para llevar su recuerdo eternamente, aunque con la escondida posibilidad de que algún día
volviera a hacerse tangible y real.
Ni siquiera me acercaba al cuartel dónde mi padre había organizado una unidad especial en su busca.
Habían pasado casi dos meses y yo me hallaba sin ánimos y sin motivación por nada, estaba
completamente hundida. Nunca volvimos a mencionarla en casa. Mi padre no hacía ningún comentario
sobre ello, y yo no preguntaba, las fuerzas me fallaban y no quería oír una respuesta más dolorosa, que
la tortuosa incertidumbre de la eterna espera en la que me veía condenada, la angustia me iba
consumiendo y poco a poco, me deshacía en ella. Decidí esperar noticias, ya que no podía hacer
absolutamente nada, y eso era lo que me mataba. Me veía atada de pies y manos, y sin saber qué habría
sido de ella.
“Gretten ¿dónde estás?” Estaba convencida de que mis ruegos, la llegarían dónde quisiera que
estuviera. Esa noche, cogí “El Principito” y besé su portada, dándole las buenas noches, mirando a la
nada.

Un día ya no pude más y fui a hablar con mi padre. Se sorprendió al verme, no me esperaba allí,
desde que ocurrió, no había vuelto a pisar la calle, queriéndome aislar del horror del exterior. La visión
de las instalaciones militares, los uniformes, las armas, los carros de combate, no hacían sino
apuñalarme, el dolor era insoportable. ¿Pensaría en mí tanto como yo en ella? ¿Le ayudaría mi recuerdo
a seguir adelante? ¿Sería yo la razón de su fuerza?
¿Hasta cuándo duraría esta maldita guerra? ¿Cuál era la razón de todo aquello? ¿Es qué acaso la
había?
¿Cómo se puede llegar a semejante atrocidad? Matarnos unos a otros ¿Es qué el ser humano era
incapaz de tomar otro camino? ¿Si no hubiese una sola arma, se hubiera evitado? Con toda certeza se
hubieran matado con sus propias manos, ayudados de palos y piedras, como los seres primitivos que
seguíamos siendo. Ésa era la trágica respuesta, el momento de la historia en la que nos veíamos
inmersos, y que nosotros los protagonistas, vivíamos no acostumbrados, más bien, resignados a
adaptarnos lo mejor que podíamos, a las terribles circunstancias. No habíamos tenido suficiente con
una, que volvimos a tropezar en la misma piedra, cayendo en el delito de saber que estaba en el camino,
pero no nos molestamos en esquivarla. Las generaciones futuras estudiarían en sus libros ésta negra
etapa de la historia sin llegar a entender muy bien semejante barbarie.
Su ayudante, me dio los buenos días, se levantó y amablemente, me abrió la puerta.
—Puede pasar, está solo.
—Gracias.
Al entrar, mi padre levantó la vista del escritorio, tenía unos papeles en la mano, no pude evitar sentir
un nudo en el estómago.
—Hola cariño —me sonrió, se levantó y rodeó la mesa para acercarse y abrazarme.
Me regodeé en sus brazos, me confortaban. Fui a hablar, pero se me adelantó.
—Gabrielle, cuando sepamos algo serás la primera en saberlo, te lo prometo —acarició mi pelo.
—Temo que haya hecho una locura viéndose acorralada.
—En ese caso se hubiera encontrado el cuerpo ¿no te parece?
—Tienes razón, me niego a pensar que…
—Y sigue haciéndolo, te prometo que estoy haciendo lo que está en mi mano para dar con ella.
—Lo sé, y siempre os agradeceré a ti y a mamá vuestro apoyo, sin vosotros me hubiera vuelto loca.
Mi padre me hizo sentar, sabía que quería decirme algo y me puse en guardia.
—Tenemos la esperanza al menos, de que si no la hemos encontrado, ellos tampoco, así que no te
tortures más, no la tienen en sus manos. Los combates en la zona han terminado, y eso, nos permite
rastrearla palmo a palmo y hasta que no demos con ella, para bien o para mal, no pararemos.
—¿Para bien o para mal?
—Debes estar preparada, cariño. Aunque estoy convencido que ha sabido engañarlos, hasta el punto
que está poniéndonos en ridículo.
La dulzura de su mirada reflejaba todo el dolor que sentía por mí. Verme tan abatida les partía el
corazón. En ese momento fui consciente de que había tocado fondo, no podía seguir en esas
condiciones, por mí, y sobre todo por ellos, no se merecían sufrir así. Fue un punto de inflexión y
cambió todo. Mi padre tenía razón, debía ser fuerte y valiente, lo haría por ellos y por Gretten, si no
volvía a verla, al menos, también en honor a su recuerdo, en cualquier lugar dónde pudiera estar, haría
todo lo posible para que se sintiera orgullosa de mí.
Volví a abrazarle, le besé y me levanté dispuesta a afrontar cara a cara el dolor, la desesperación y la
angustia que hacía meses me envolvían. Una vez en la calle me sentía distinta, llena de una energía
desconocida.
Saqué sus gafas de mi bolsillo, que siempre llevaba conmigo, las besé y sonreí.
Cuando llegué a casa, mi madre estaba en la parte de atrás. Tendía la ropa, me vio llegar y dejó lo
que estaba haciendo, según me acercaba la ternura con la que me miraba terminó por convencerme. Le
sorprendió mi abrazo, la besé con todo mi cariño, cogí una prenda y me puse a ayudarla. Mi madre, la
pobre, todavía sorprendida por mi radical cambio, me miraba por el rabillo del ojo.
Ese día, entre las dos preparamos la comida, retomando la costumbre de cuando era niña. Me sentía
algo más aliviada, aunque con una parte de mi corazón, tocado por la pena, esperando paciente que le
devolvieran la vida.
Cuando llegó mi padre a casa, una idea me rondaba la cabeza y no dudé en planteársela durante la
cena.
—¿El viejo almacén?
—Sí está en una zona muy buena, rodeado de árboles y alejado del ruido. Es idóneo. ¿No se usa ya,
verdad?
—No, está demasiado estropeado y hay mucha humedad.
—¿Crees posible aprovecharlo?
—Sería una obra de gran envergadura.
—Bueno, no soy ningún Albert Speer, pero…
—Muy graciosa, hija, muy graciosa.
Mi madre disimuló la risa, al igual que yo.
—Pero podría ser ¿no?
Mi padre, sonrió:
—¿De quién habrá sacado esa tozudez? —Dijo mirando a mi madre.
—¿Y tú lo preguntas? Y además, no lo es. Tenemos una hija con iniciativa y gran corazón —me dijo
estrechándome la mano con cariño.
—Mañana enviaré a que lo examinen y vean si se puede hacer algo.
—Gracias.
Me levanté y les serví el café.
A los dos días, mi padre me comunicó el resultado del examen del viejo almacén.
—Buenas y malas noticias. ¿Cuáles prefieres primero?
—Las malas.
—Costaría mucho dinero y no estamos para gastos. Y me costará un triunfo convencer a mis
superiores, si es que lo llego a conseguir.
—¿Y las buenas?
—Los tabiques, así como el tejado y los muros, no están tan dañados como se pensaba y los suelos se
pueden conservar también. Habría que picar la mayoría, pero por lo menos la estructura no está
afectada.
—¿Entonces, hay alguna posibilidad?
—Ya te he dicho que no hay suficiente dinero.
—¿Y si hablamos con la gente del pueblo?
—La mayoría de los hombres están en el frente, cariño.
—Contaba con eso. Pero podríamos hablar con los que siguen aquí, y tus oficiales podrían
enseñarnos todo lo necesario.
—Se te sigue olvidando lo más importante.
—Estoy convencida de que si les hacemos ver que es en beneficio de todos, no dudarán en
ayudarnos.
—¿Y de dónde se sacaría todo lo que un hospital necesita? —Construiríamos uno pequeño con lo
básico. ¿Me vas a decir que ni siquiera eso?
Mi padre me miró al tiempo que me sonreía.
—No sé cómo lo haces, pero siempre consigues salirte con la tuya, en eso no has cambiado nada.

Llegué a casa después de un paseo en bicicleta por los alrededores. Mis padres estaban sentados en el
jardín.
—¡Hola cariño!
—¿Tienes noticias?
Mi padre sonrió:
—Solo he conseguido que nos ayuden en cuanto a las obras, el material correrá por vuestra cuenta.
También les he convencido para que os presten algún material médico y quirúrgico, pero todo lo demás
lo tendréis que poner vosotros.
—¡Eso es fantástico! ¡Genial!
—Tendrás que hablar con todo el mundo y no va a ser tarea fácil, no sobra nada a nadie.
—Lo sé, pero estoy segura de que no habrá problema, al fin y al cabo, es por el pueblo. ¿Sabéis? Las
habitaciones tendrán mucha luz y también un gran corredor acristalado que va a dar a un jardín con
árboles para poder sentarse al sol.
Yo hablaba entusiasmada, cuando me di cuenta del gesto de mis padres.
—¿A qué viene esa sonrisita?
—¿Sabes que se habla de ti?
—¿De mí?
—Sí, y estamos muy orgullosos —dijo mi madre.
—¿Y qué dicen?
—Eres una heroína. Primero no dudaste en luchar contra los “monstruos” y después lograste escapar
de ellos.
—La gente tiene mucha imaginación.
—No lo es y lo sabes. Y te tienen mucho cariño. Eres su médico y saben por lo que has pasado. Y sé,
que no dudaran en ayudarte con lo del hospital.
Mi madre se levantó y me abrazó, se me humedecieron los ojos.

Los días restantes se me pasaron en un suspiro. Cuando me quise dar cuenta, ya teníamos casi todo
cerrado. Los vecinos al ser informados, no dudaron en poner todos de su parte, para que su pueblo
contara con un pequeño hospital, dándonos las gracias por tan magnífica idea.
Fabricamos nuestros propios ladrillos, la madera fue aprovechada de los árboles caídos, así como de
vigas viejas, vallas rotas o viejos carros. Y bajo la dirección y supervisión de los expertos oficiales,
empezaron a formarse futuros albañiles, fontaneros, electricistas, etc… El proyecto poco a poco empezó
a tomar forma.

Por muy ocupada que estuviera, ni un solo día dejé de pensar en ella. Si pudiera verme se sentiría
orgullosa y, de haber estado, hubiera puesto todo su esfuerzo en colaborar. Eso me daba todo el aliento,
la ilusión y la confianza, llevarla conmigo siempre y por encima de todo.
Cuando quisimos darnos cuenta, ya estaba terminado. Habían sido varios meses de intenso esfuerzo,
pero había merecido la pena. Incluso contaba con una cocina y un laboratorio, sin olvidar el pasillo
acristalado dónde entraba la luz del sol y que daba a un jardín, dónde poder sentarse o dar un pequeño
paseo bajo los árboles.
—Ya tienes tu hospital —me dijo mi padre cogiéndome por el hombro.
—El de todos.
Ese hospital nos unió más todavía, era una localidad pequeña y dependíamos unos de otros.
Beneficiaba a la comunidad y en los tiempos que corrían, iba a ser de gran utilidad.
Rebuscamos en nuestras casas y fuimos almacenándolo todo, nada se podía tirar, porque todo se
podía aprovechar.
No podía creerlo cuando vi aparecer a mi madre con todas las vecinas del pueblo.
—¿Pero qué significa esto?
—Hija, aquí tienes cestos repletos de vendas, hechas con las sábanas que ya no tienen ninguna
utilidad. Y hemos fabricado jabones también. Hay montones de cajas. ¡Ah! Mira, también hemos traído
mantas viejas pero que todavía abrigan, y montones de toallas. ¿Ves esas cajas de ahí? Hay que tener
mucho cuidado con ellas, son bombillas.
—¿Bombillas? ¿Y de dónde las habéis sacado?
—A partir de ahora, algunas habitaciones se iluminarán con velas, como en tiempos de nuestros
abuelos.
Se echaron a reír.
No pude evitar darle un cariñoso beso, nuestras vecinas sonreían complacidas.
La miré y me abracé a ella.
—Eres única —la besé con todo mi cariño—. Y vosotras también. Gracias por vuestro esfuerzo.
—Hemos de colaborar todos, de eso se trata ¿no? ¿Bien, dónde ponemos todo esto? —Dijo una de
ellas.
—Llevarlo a la parte de atrás en el pequeño almacén, al lado de la enfermería.

El día de la inauguración lucía un sol espléndido. Todo el mundo deseaba verlo terminado. Y por fin
había llegado.
Quisimos celebrarlo con una pequeña fiesta.
—¿Pero dónde se ha metido todo el mundo? —Dije a mi padre.
—Pues no lo sé.
—¿Cómo qué no lo sabes? No me lo explico.
—Vamos a ver qué ocurre.
Entramos por la puerta principal y antes de salir al corredor, mi padre me cogió de la mano, le miré
extrañada.
—Cariño, cierra los ojos.
—¿Qué?
—Hazme caso.
Lo hice y me dejé guiar por él. Oí cómo abría la puerta y nos detuvimos.
—Ya puedes abrirlos.
Me quedé pegada al suelo. Todos mis vecinos y los ayudantes de mi padre estaban allí, me acerqué y
saludé uno por uno. Después mi madre, se acercó.
—¿Hija, te gusta?
Miré alrededor y me fijé. Todo el jardín lo adornaban multitud de flores de todos los colores,
haciéndolo más bonito y agradable a la vista.
—Cuando crezca el césped, cambiará más todavía.
Yo miré a todos, estaba emocionada. No pude evitar las lágrimas.
—Sin vosotros, esto no hubiera sido posible, me siento afortunada por teneros de vecinos.
—¡Bonitas palabras! Y ahora, vamos a brindar por eso —dijo Louise, el vecino de más edad.
Todos estábamos ilusionados y orgullosos con el nuevo proyecto. Disfrutamos de esa noche,
olvidándonos por un momento de todo lo de fuera.

Junto con los médicos y enfermeras del cuartel que nos prestaron su ayuda desinteresadamente,
organizamos y pusimos en marcha el proyecto. Afortunadamente, lo más grave que se atendió fue el
brazo roto de François, el pequeño más revoltoso del pueblo.
La construcción del hospital, pareció animarnos y la vieja escuela fue completamente renovada
también. Desde que empezó la guerra, dejó de funcionar.
Adelle, la maestra, se ofreció a reanudar las clases sin cobrar. Decía que la ilusión que le hacía, era
más que suficiente. Las vecinas procuraban que no le faltara un buen plato de comida, era su forma de
agradecérselo.
Queríamos hacer de esa escuela un lugar mejor, dónde los huérfanos de guerra y los niños cuyos
padres estaban en el frente, pudieran formarse a fondo para un futuro, y no tener que pasar por la
experiencia de sus padres. ¿Quién sabe? A lo mejor algún día, eso se haría posible. Por nuestra parte, no
iba a quedar. Era nuestra obligación procurar una vida mejor a nuestros hijos, ya que la nuestra se nos
había arrebatado, y si no podíamos evitar que se criaran entre fusiles, por lo menos, la suya fuera lo
mejor posible.

Toda la satisfacción que sentía, no mitigaba lo más mínimo el dolor. Yo me consumía lentamente en
su recuerdo. Solo quería que aquella pesadilla terminara de una vez. No soportaba la incertidumbre, me
destrozaba por dentro.

Estaba en la cocina ayudando a preparar la comida, cuando sonó el teléfono. No pude evitar que se
me encogiera el corazón, me di la vuelta y miré a mi madre hablar. Escuchaba seria, empecé a temblar y
se me cayó el plato al suelo. Colgó y me miró. Yo la miraba implorando que me dijera lo que fuera. Me
sonrió en un intento por tranquilizarme.
—¡La han encontrado!
Me derrumbé en la silla.
—Está en un hospital, pero tranquila, su vida no corre ningún peligro.
El alivio que sentí fue indescriptible. Estaba viva, no la había perdido.
Ese día mi padre vino antes a casa, sabía que estaba esperándole para que me contara más detalles.
Corrí a abrirle la puerta y abalanzarme sobre él.
—Tranquila, está bien.
—¿Me dices la verdad?
—La bala solo le rozó la cabeza. Ha tenido suerte, mucha suerte. Antes de desmayarse, se cayó en
una zanja, y le cubrió la vegetación, lo que le salvó la vida, si hubieran dado con ella, ahora estaríamos
lamentado su pérdida.

Las palabras de mi padre, me helaron la sangre. Sentí vértigo, solo de pensar lo que podía haberle
pasado. Pero estaba bien, era lo único que importaba.
—¿Y logró salir? —Preguntó mi madre.
—Estuvo varias horas inconsciente. Estaba bastante débil, había perdido mucha sangre. Cuando
pudo hacerlo, ya habían terminado los combates. Se refugió los días siguientes en los bosques, estaba
algo desorientada. Al recuperar algo las fuerzas, y tras caminar varios días dio con un campamento
aliado.
Mi padre me miró y al ver mi gesto, añadió.
—Está entrenada y preparada de sobra, pero aun así, es increíble su respuesta física. Tuvo que pasar
por duras condiciones climatológicas.
De nuevo, el relato de todo lo que Gretten había padecido, me encogía el corazón.
—¿Y dónde está ahora? No pude evitar ir al grano.
—En Suiza.
—¿En Suiza?
—Sí, era lo más seguro, al ser atacados pusieron en alerta a los destacamentos cercanos y hubiera
sido una auténtica locura intentar llegar a Francia.
—Lo único que importa es que la misión ha sido un éxito total y gracias en parte a ella.
—Eso merece un brindis ¿no os parece? —Dijo mi madre.

Durante el tiempo que siguió, en mi habitación, todas las noches ponía la música que escuchábamos
juntas. Me daba la sensación de tenerla más cerca. Contaba los días para poder reunirme con ella. Fue
una espera interminable.

Una mañana llamaron a la puerta, era un soldado, y me alarmé. Me entregó un paquete, lo abrí
rápidamente. Lo desenvolví, y al verlo, estuve a punto de caer redonda al suelo. Una bola de cristal con
nieve artificial dentro, las figuras de Blancanieves tumbada y el príncipe dándole el famoso beso.
Adjuntaba una nota: “Yo tuve el mío”. Me conmoví, sabía a qué se refería. La noche que la disparé y
creyéndola dormida, la besé. No pude evitar las lágrimas. Me moría por verla, ya no podía más, la
ansiedad iba a acabar conmigo.
Sus gafas me acompañaban siempre bien protegidas, y cuando me iba a dormir, las dejaba encima de
la mesilla junto a nuestra bola mágica y “El Principito”.

Le dieron una nueva identidad y un nuevo destino, el cual a partir de ahora, sería su nuevo país de
acogida. En una pequeña localidad llamada Schloss Spiez junto a un lago rodeado de montañas y
bosques. Se le facilitó un puesto en un laboratorio del pequeño hospital, y pudo empezar una vida
nueva, siempre bajo la protección de los servicios secretos.
Intenté convencer a mi padre para ir a su encuentro, pero tuve que reconocer que era peligroso.
Viajar no era muy seguro en ese momento. Enviarle una carta también estaba descartado, no había que
dar ninguna pista. Resignada no me quedó otra opción que seguir esperando.
Esa tarde, mi padre se sentó con nosotras en el cuarto de estar, con una sonrisa. Se sirvió una taza de
café.
—¿Qué te hace tan feliz? —Le pregunté.
Sus ojos brillaban.
—Hoy he hablado con ella. Quería tener una pequeña charla, conocerla algo más, y debo decir que
me ha sorprendido gratamente.
—¿Con ella?
Me puse de pie directamente.
—¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no me has avisado?
—Deja que hable cariño —dijo mi madre.
—Queríamos saber cómo se encontraba, si había notado algo raro o si pudieran estar vigilándola.
Algo más que difícil, pero no está de más, tomar todas las precauciones habidas y por haber. Y después,
ella y yo, hemos hablado en privado. Quería saber cómo estabas tú.
Me dio un vuelco el corazón.
—Le he dicho que, gracias a ella, ahora te teníamos con nosotros y que se lo agradecíamos de
corazón. Dijo algo que me tocó el corazón, sinceramente.
—¿El qué? —Pregunté faltándome el aire.
—Me dijo que había querido aportar su granito de arena para que al pueblo alemán, no solo se le
recordara como unos bárbaros sin más. Y que se supiera, que hubo alemanes que lucharon contra ellos
por la libertad como el resto. Aunque es consciente, que será inevitable, el que la historia los ligue con
la vergüenza y el odio.
—Eso es muy loable —añadió mi madre.
Yo no podía más, saber que mi padre había hablado con ella hizo revivir todo lo pasado. Me sentía
unida a Gretten, formaba parte no solo de un episodio de mi vida, sino ligada a mí para siempre. Le
envidié, hubiera dado media vida por poder oír su voz.
—Quiero hablar con ella.
—Gabrielle —dijo mi padre con apuro—, ella prefiere no hacerlo.
—¿No quiere hablar conmigo? ¿Por qué?
—Le resultaría más duro todavía. Me pidió que te dijera algo de su parte.
—¿Qué? —Pregunté desanimada.
—Me ha dicho que tú fuiste su mejor aliada para combatir del único modo que podía con ésos “mal
nacidos”, y que ahora por fin, se encuentra en paz consigo misma. Y añadió. “La única que tiene que dar
las gracias soy yo. Ella también me salvó de ellos a su manera”. Me dijo que entenderías.
Hacía rato que lloraba. Las imágenes se agolpaban en mi mente vertiginosamente. Su recuerdo era
tan cercano y doloroso, que me sacudió por entero. Mi madre me abrazó y yo apoyé la cabeza en su
hombro y me desahogué.
Desde el primer momento en que supieron de nuestra historia no hicieron la más mínima pregunta,
solo les importaba mi felicidad. Y si la había encontrado en una mujer, aunque fuera alemana, pues
encantados; bueno hubieran preferido otro país, eso complicaba las cosas. Nunca hubiera podido
imaginar, hasta qué punto se adaptarían por mí. Había que aprovechar los pequeños destellos de
felicidad, y saber que yo podía serlo, les bastaba.

Parada en la acera frente a su casa, me comía la ansiedad. No sabía que yo estaba allí, ni lo
imaginaba siquiera. Los nervios me bloqueaban. ¿Qué haría cuando la viera? ¿Habría cambiado mucho?
¿Qué pensaría de mí? No quise esperar más, crucé la calle y me paré en la puerta. Temblaba de pies a
cabeza, sentía un frío helador por la espalda, parecía no poder respirar con normalidad. Llamé sin
pensarlo más.
Cuando abrió la puerta y la vi, creí desmayarme. Para ella tuvo el mismo efecto, se quedó pálida. Me
miraba sin creerlo. Seguía llevando el pelo como cuando la conocí, vestía un pantalón de trabajo y una
camisa. En sus manos unos guantes de jardinería.
—Ya que no quieres ni hablar conmigo, aquí estoy.
—Yo…
—Lo entiendo, tranquila.
—Tu pelo… —acertó a decir.
—Ha crecido —respondí casi sin voz.
—Estás preciosa.
—Gracias.
Miraba mi traje de chaqueta ajustado, mis medias y mis zapatos con los tacones justos.
—Tú también sigues igual de guapa.
Nos miramos embelesadas, unos minutos más. Se dio cuenta de que no me había invitado a entrar.
—Perdona, pasa por favor.
—Gracias —contesté sin darme cuenta de que yo también la miraba de arriba abajo. Estaba tan
deseable como siempre.
—Te prefiero así. Me gusta más este “nuevo uniforme” —le sonreí.
—Estaba limpiando las flores del jardín —dijo cohibida.
Me obligué a no mirarla más.
—Es bonita —dije observando un poco por encima el salón.
—Sí, no está mal. Estoy muy a gusto aquí.
Mostraba una actitud tímida, yo solo deseaba echarme en sus brazos.
—¿Cómo estás tú?
—Ahora bien.
Otra vez esperé su reacción, yo trataba de controlarme, no sabía si ella también se sentía como yo.
Me fijé en el pequeño cascanueces de la repisa de la chimenea.
—Siempre va conmigo, hace que te sienta cerca de mí. Él me protegió cuando caímos en la
emboscada.
Ya no pude más, me acerqué y nos perdimos en un beso extasiado. Sentirla de nuevo, provocó un
efecto demoledor en mí, era capaz de conmover el rincón más escondido de mi ser, me embriagaba,
provocándome un vértigo incontenible.
—Cuantas veces he imaginado este momento —acerté a decir.
Acariciaba sus mejillas, deleitándome en ello, despacio, tiernamente. Tenía la dulce sensación de que
mis yemas se derretían a tan sublime contacto.
—Yo también, pero me lo quitaba de la cabeza, no hacía mas que torturarme. Y creo que es lo mejor.
La miré desconcertada.
—¿Qué significa eso?
—Solo te causaría problemas.
—No me importa.
—Pero a mí, sí.
—No pienso separarme de ti, otra vez.
—Gabrielle tienes que ser razonable.
—No, si se trata de ti.
Gretten miró al suelo al tiempo que suspiraba. Me acerqué a ella y cogí sus manos.
—¿Cómo has dado conmigo?
—Tengo influencias, ya sabes.
—No deberías haberlas utilizado.
Eso me dolió.
—Perdona, no ha sido mi intención ser tan brusca.
—¿No te importa no saber más de mí?
—Solamente pienso en tu seguridad.
—Y yo, solo pienso en ti. ¿Me vas a decir que te soy indiferente?
—Ese no es el asunto.
—Es el único.
No iba a dejarla respirar, me había costado casi la vida soportar su ausencia. Y ahora la tenía delante
de mí, y eso, restaba importancia a todo lo demás.
—En los tiempos que corren…
—En los tiempos que corren la gente sigue amándose. ¿Qué sería de nosotros si no fuera así?
¿Matarnos hasta extinguirnos unos a otros?
—Pero yo soy la “enemiga”
—La de “ellos”, los “malditos”. Y si con esto me quieres dar a entender que tendría problemas por
estar contigo, quiero que sepas, que eso, es lo que menos me preocupa en estos momentos.
—¿Y qué, entonces?
—Que no me ames.
Se quedó desconcertada ante tan contundente respuesta.
—¿Crees remotamente que voy a permitir que nos separemos? Ni todas las guerras del mundo lo van
a conseguir esta vez. Y por mucho que te empeñes, tú tampoco vas a conseguirlo, así que, nada de lo
que me digas me va a valer.
Levantó la vista y quiso decir algo.
—Nada de lo que digas. Excepto, que ya no sientes lo mismo por mí. Si es así, quiero oírlo de tus
labios.
—¿Qué vida tendrías a mi lado? Todo el mundo te señalaría.
—Todavía no me has dicho lo que me interesa.
Hizo un gesto de impotencia.
—Gabrielle ¿Qué voy a hacer contigo?
—Puedo hacerte algunas sugerencias —sonreí con picardía. Me fui a acercar, pero dio unos pasos
hacia atrás.
—Gretten. Sigo esperando.
—Esto no es ningún juego.
—Desde luego, es de suma importancia, por eso he venido hasta aquí.
La miré sin darle opción y volví a insistir.
—Dime que no me quieres, dímelo y me marcharé.
El azul de sus ojos me llenó por entero.
—Sabes perfectamente que jamás podría decirlo.
—Entonces quiero oír lo que sientes.
Tras mirarme unos segundos respondió.
—Este tiempo sin ti, ha sido un verdadero calvario, hasta el punto de creer volverme loca. Todo lo
que he pasado hasta ahora, no puede compararse con el dolor de no tenerte.
Me acerqué a ella y la besé sin darle opción a nada. Ella se aferró a mí. Me estremecí al sentir su
necesidad de mi contacto. Nos miramos a los ojos con una mirada cómplice y llena de significado. Me
fijé en la cicatriz de su frente, la acaricié.
—Saber que estabas allí, casi me hizo enloquecer de preocupación. No era necesario.
—Para mí, sí. Era la única manera de poder sentirme en paz con todo.
Miró un pequeño paquete que traía y que había dejado en la mesa.
—Ah, se me olvidaba. Esto es para ti —le dije.
Me miró extrañada. Se lo di, y empezó a abrirlo. Cuando sacó su contenido, me sonrió.
—Te he traído unos regalos. Creo que esto es tuyo —dije señalando las gafas—. Útiles para poder
ver bien —dije mostrándole “El Principito”.
Sonrió.
—Y esto también —moví la bola y la nieve empezó a moverse. Le mostré la nota y la leí—: “Yo
tuve el mío”.
—Y no lo olvidaré nunca, fue especial —me dijo.
—Y el último, lo he traído para que lo guardes aquí —le dije poniendo la mano en su corazón.
—¿Y dónde está? —Preguntó sonriendo.
—Aquí —dije besándola.

Todo el horror, la angustia, la incertidumbre y todos los padecimientos que tuvimos que soportar, se
desvanecían en nuestras manos, entre caricias, susurros, anhelos. Nuestra piel, acariciada, besada,
gozada. No había más que puro deseo, nos entregamos como dos almas perdidas y que, desesperadas,
encuentran por fin lo único que les puede colmar. Las heridas empezaban a cerrarse con el único
remedio posible, su otro yo, que le daba lo que tanto necesitaba, su complemento para poder seguir
viviendo, simplemente. Todo quedaba resumido en un “nosotras”. Podíamos sentir cómo, débilmente,
empezaba a palpitar, gracias a su otra mitad. Gretten me daba la vida que me faltaba, mis pulmones se
llenaban de aire, mi alma resucitaba y toda yo renacía. Los jirones en que se había convertido mi
existencia, se unían para volver a la normalidad que, únicamente ella, me podía proporcionar.
La calidez de su cuerpo desnudo, me perdía en un delirio infinito. Quería acariciarla sin perder un
centímetro de piel, mis labios anhelaban los suyos, que se me entregaban una y otra vez. Esas horas
junto a ella, no serían suficientes para satisfacernos. Una vez colmada quería más y más. Ella me
reclamaba al igual que yo, una y otra vez. No cabía más placer en aquel lecho. La satisfacción de
poseerla, era una auténtica locura a la que me entregaba en cuerpo y alma, como hacía ella conmigo.
Las dos sabíamos perfectamente lo que necesitábamos y nos lo proporcionábamos a manos llenas. Todo
lo dañado, lo íbamos a reparar de una vez por todas. La sabia naturaleza se encargó de ello. Nos
entregamos a la absoluta pasión, una y otra vez, sin control ninguno. Aferradas una a la otra, nuestros
cuerpos estallaron a la vez, no había nada comparable con eso, lo más bonito del mundo compartido con
la mujer que amas. Sin fuerzas, nos dejamos caer tumbadas una junto a la otra, recuperando el ritmo de
nuestras respiraciones y sin poder movernos siquiera.

Si me hubieran enseñado lo que la vida me deparaba, no les hubiera creído. Nunca imaginas que a
través del dolor más espantoso, se pueda llegar a conocer la felicidad en estado puro. Yo lo experimenté,
y ahora, echando la vista atrás, me cuesta creerlo.
Tuve que atravesar el infierno y sus tinieblas para ver el paraíso. Y el ángel que me condujo a él se
llama Gretten. Lo vivido nos unió como a pocas personas. Y a éstas alturas de nuestra vida, esa unión la
ha ido reforzando el discurrir del tiempo en común.

Las noticias cada vez eran más y más alentadoras, el final estaba cerca, y la luz empezaba a iluminar
Europa al salir del tétrico túnel en el que los “descerebrados” se empeñaron en recluirnos. La felicidad
absoluta se apoderó de todos nosotros cuando el “ser” que originó tal locura, puso fin a su existencia de
la manera más cobarde.
Al terminar la guerra vivimos unos años en Suiza. Cuando las heridas empezaron a cicatrizar,
regresamos a Francia, a mi antigua casa al lado del mar, instalándonos definitivamente. No sin vencer
las normales reticencias e inseguridades de mi amada Gretten, que se veía en el centro de mira del resto,
aprobación que superó sin ningún problema, cuando fueron conociéndola y demostró que sus
intenciones eran las de todos. Y que no todos los alemanes eran de la “misma condición”.
Quedó gratamente impresionada, cuando le enseñamos la escuela y el hospital. Mi madre no perdió
tiempo en hacerle saber que fue idea mía. Gretten se sintió orgullosa de mí, lo que me deshizo como
granos de arena.
Pasó a formar parte del grupo de investigación en el laboratorio, trabajo que desempeña con
entusiasmo.

He tenido la oportunidad de conocer a su familia, gente entrañable y a la que tengo mucho cariño. Al
enterarse del proyecto que logramos con tantos esfuerzos, no dudaron en organizar galas benéficas y
eventos musicales cuyos fondos fueron destinados a equipar completamente el hospital. Lo que nos dio
la oportunidad de abrir una sala de rehabilitación e incluso un quirófano. Y lo que era fundamental, un
área de psicología, que tanta falta iba a hacer a nuestros combatientes cuando empezaron a regresar a
casa.
Desmanteladas las instalaciones militares, no dudamos en aprovecharlas para ir creando escuelas
talleres. Me hizo especial ilusión nuestra escuela de enfermería. No podía sentirme más realizada y útil.
Todo empezaba a ser maravilloso.
Mis padres quieren a Gretten como una más, no olvidan lo que hizo por mí. Disfrutamos con nuestro
trabajo y también de nuestras tranquilas mañanas cuando salimos a nadar o pasear por la playa. Todos
los días doy gracias por tenerla a mi lado. El amor nos escogió, aislándonos del horror, para unirnos en
nuestro camino y recorrerlo juntas. En su agradecimiento, vivimos por él y para él. Disfrutándolo cada
segundo de nuestras vidas.
Al final, es lo único que importa, “El Amor” o como diría el mío:

“LIEBE”.

Isabel Montes Bragado.


A mi mujer, Patricia. Un beso enamorado de mi entregado corazón.

Y un recuerdo especial para Isabel Bragado Zafra. Siempre recordaré nuestra complicidad con tanto
amor como el que te he tenido siempre.
Un beso eterno de tu “negrilla”.

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