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Diccionario razonado del Occidente medieval, Jacques Le Goff y Jean-Claude

Schmitt (eds.)

Feudalismo por Alain Guerreau

Los términos feudalismo, “feudalidad” Edad Media, sufren una acentuada


connotación. Su uso suscita graves desacuerdos, incluso entre los propios
medievalistas ¿Pueden aplicarse indistintamente o remiten a realidades distintas?,
¿podría aplicarse al primer término un sentido restringido y ultimo un sentido amplio,
sentidos que, no obstante, no deberían ser confundidos? Detrás de estas cuestiones
hay determinadas posturas, pero ¿cuáles?
La idea, bastante extendida, según la cual nos estaríamos encontrando con etiquetas
medianamente arbitrarias que no remiten a ninguna realidad histórica susceptible de ser
definida resulta un tanto inquietante y nos incita a tomar en serio la cuestión
historiográfica. Las grandes nociones de este género que han desempeñado, que
todavía desempeñan, para la ciencia histórica un papel decisivo, fueron y son también
nociones que derivan del sentido común y, como tales, se encuentran imbricadas en las
estructuras y en las evoluciones ideológicas. Constituye una condición previa la
elaboración de una historia de las presiones sociales que han pesado sobre estas
nociones y hay conformado su sentido. En segundo lugar, hemos de referirnos al
potencial científico actual de los conceptos subyacentes y a las ricas perspectivas que
su estudio abre para la investigación.

Historiografía crítica

Enunciemos de entrada la cuestión esencial: las representaciones contemporáneas


de la Europa feudal medieval dependen de las fracturas que se produjeron en la
segunda mitad del siglo XVIII. Nuestra visión del sistema feudal no es el producto de
una evolución más o menos acumulativa o “zigzagueante”, sino de una ruptura que
originó un nuevo marco de localización de las relaciones sociales, dentro del cual no se
producirán más variantes. Todavía hoy hacemos uso de ese marco.
Naturalmente, esas fracturas no surgirán de la nada. Desde mediados del siglo XVII,
la lógica de la transformación del sistema feudal produjo efectos que se fueron
convirtiendo en un factor de desequilibrio. En el ámbito de las representaciones,
pensadores como Spinoza, Locke, Montesquieu, sugirieron formas de organización
social poco compatibles con los principios esenciales de la organización feudal. Este
movimiento bascular no afecto de igual manera ni en mismo momento a todas las zonas
de Europa. Sin embargo, los importantes textos de Adam Smith, Gibbon, de Voltaire y
de Rousseau aparecieron en un lapso de tiempo breve, pronto seguidos por las
revoluciones de finales del siglo XVIII y por la conflagración general de Europa, de donde
todo el continente salió transformado.
En 1756, la obra Ensayo sobre las costumbres de Voltaire definió los principios. La
historia medieval era una letanía de hechos insignificantes sumergidos ene l
oscurantismo impuesto por el papado. Gracias a la lucha iniciada por las ciudades y los
burgueses, la luz se abrió paso lentamente, conduciendo finalmente a Europa a su
estado presente de civilización. En 1762, El contrato social concluía una larga definición
de la “religión civil” y Rousseau terminaba declarando: “Deben tolerarse todas aquellas
religiones que toleren a las demás, mientras no haya en su dogma nada contrario a los
deberes del ciudadano. Mas todo aquel que se atreva a decir fuera de la iglesia no hay
salvación, debe ser expulsado del Estado”. Voltaire pronto dio a estas ideas un giro más
mordaz en el Diccionario filosófico y en las Cuestiones sobre la Enciclopedia. Gibbon
publicaba en 1776-1778 su Historia del declive y de la caída del Imperio romano, en
donde, por primera vez, se examinaba el cristianismo antiguo como una historia no como
una “revelación”, y en donde se describía a toda la Edad Media como una interminable
y tenebrosa decadencia. Estas mismas ideas se transmitían en el artículo 10 de la
Declaración de agosto de 1789: “Nadie debe ser molestado por sus opiniones, ni
siquiera por sus opiniones religiosas, con tal de que no altere el orden público
establecido por la ley”. Tres puntos relacionados tuvieron una influencia incalculable en
la evolución ulterior de la “historia de la Edad Media”:
1. Este proceso condujo al nacimiento de una estructura denominada “religión”,
estructura que era, al mismo tiempo, un elemento de representación de una forma de
practica social y un conjunto especifico de instituciones y de actividades, cuya
articulación en el complejo social no tenía ningún precedente. El uso de este término
para designar o analizar realidades anteriores al siglo XVIII provoca contrasentidos
dramáticos. Desaparecía la “ecclesia”, en el sentido propiamente medieval del término,
y el mito de la continuidad, que intenta mantener los apologistas de la fe perenne, se
presenta como una barrera infranqueable frente a cualquier intento de análisis racional
de la sociedad medieval.
2. Al mismo tiempo, este cambio estuvo acompañado y traducido por una historia
radicalmente “revisada”, incompatible con la que hasta entonces se había escrito. Gesta
Dei, Providencia y Gracias, desaparecieron de la escena, que pasó a ser ocupada a
partir de ese momento por el largo y heroico combate de la burguesía contra el
oscurantismo.
3. Este cambio fue el resultad de un conflicto, profundo y violento, que giraría en torno
a la consigna "libertad de conciencia". Esta noción, nacida de la labor de la Ilustración,
consigue arraigar en las representaciones más actuales, por lo que ha sido colocada en
un pedestal, de tal manera que parece defenderse de cualquier análisis crítico. Esta
situación convierte el análisis de las sociedades en algo muy delicado de realizar, sobre
todo cuando nos enfrentamos a una sociedad como la medieval, en donde dicha noción
resultaba prácticamente inconcebible y en donde una institución vinculada a un credo
obligatorio formaba la espina dorsal del orden social.
En el año 1776 aparecieron obras como Reflexiones sobre la formación y la
distribución de las riquezas de Turgot, El comercio y el gobierno considerados de un
modo relativo de Condillac e Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la
riqueza en las naciones de Adam Smith. Resulta significativa la aparición simultanea de
estas obras: eran la traducción de una nueva forma de orientas las relaciones sociales
desde una perspectiva de lo material, es decir, desde una perspectiva de lo que se ha
denominado liberalismo. Habitualmente se considera que esta doctrina se expresa ante
todo a partir de la consigna de “libertad de comercio”, que condujo, en concreto, a la
supresión de los peajes y de los gremios. No se trataba tanto de dejar circular los granos
como de crear un vasto mercado de mano de obra liberada de cualquier vinculación o
de cualquier protección. Paralelamente, era necesario que los conjuntos de tierras
fueran igualmente susceptibles de ser transportadas y libremente explotadas, y es por
esto por lo que los dominios de la Iglesia fueron confiscados de forma tan expeditiva y
vendidos a un precio miserable. Adam Smith explica todo esto sin rodeos. En su opinión,
el enriquecimiento supone el que, tanto la explotación agrícola como los contratos de
trabajo puedan ser objeto de transacciones simplemente comerciales. Cualquier tipo de
trabas serían consideradas como obstáculos al “curso natural de las cosas”, restos
nocivos de la excesivamente larga “anarquía feudal”. En este punto, compartía los
mismos puntos de vista que Voltaire y Gibbon: la lucha de la burguesía contra la
anarquía feudal era el principal instrumento de la civilización.
El fracaso de los diversos intentos de reforma emprendidos por la monarquía
francesa en la segunda mitad del siglo XVIII bastó para mostrar que muchos elementos
definidos como “trabas” por los liberales eran todavía parte integrante de las estructuras
sociales. No era fácil convertir los dominios aristocráticos en propiedades, a pesar de
los esfuerzos agresivos de los juristas en distinguir y separar “derechos reales” y
“derechos personales”. La reacción feudal tendía a reactivar formas de privilegios que,
aun teniendo cierto cariz arcaico, no por ello dejaron de ser menos fructíferas. En el
verano de 1789, la abolición de los derechos feudales termino por sellar
fundamentalmente el movimiento de transformación de los señores en propietarios.
Los juristas habían ganado la batalla, y por así decir, Adam Smith con ellos. Y en el
tránsito de este movimiento había nacido la economía en el sentido en el que hoy la
entendemos, es decir, un mecanismo social en donde el conjunto de las operaciones de
producción y de intercambios es gobernado por una forma específica de relaciones
sociales que se llama mercado. Este acontecimiento implicaba una profunda ruptura.
Las batallas del liberalismo, libradas desde el siglo XVII, no eran combates contra
molinos de viento. El objetivo era derrumbar un sistema social fundado en la dominación
y en la explotación de masas de trabajadores rurales adscritos o fijados a la tierra por
una aristocracia propietaria hereditaria, sistema que reservaba al comercio un lugar
lateral y subordinado, prohibiendo en consecuencia cualquier mercado que no fuera
sectorial ni estuviera fuertemente localizado. Intentar descubrir en este sistema una
“lógica económica” en el sentido en el que hoy lo entendemos es una ilusión ridícula, en
la medida en la que toda la estructura social estaba precisamente organizada de manera
que se evitara dejar a los mecanismos del mercado cualquier autonomía y, a fortiori,
cualquier mínima influencia sobre la evolución de la propia estructura social. Todo se
reduce a admitir que reinaba lo que puede denominarse como una lógica de dominium,
una forma de dominación específicamente bífida, pues se produce a la vez sobre las
tierras y sobre los hombres, lógica que no deja sitio, sin tener que luchar, a la lógica del
mercado, que es la que triunfó en la Europa contemporánea y es la que todavía hoy
conocemos.
Al hacer estallar el dominium, tanto en los hechos como en las representaciones, los
liberales produjeron una segunda fractura conceptual que haría desde entonces muy
difícil cualquier percepción racional de la lógica social anterior. No debería subestimarse
el alcance de esta fractura en el devenir de la historia medieval:
1.La Europa del siglo XIX heredó un gran número de términos de origen medieval
que continúo utilizando, pero dándoles, necesariamente, un sentido en el fondo
diferente: hablar de burgués, de precio, de mercado en el siglo XIX, a fortiori en el siglo
XX, significa evocar realidades que no tienen nada en común con las realidades del siglo
XII o XIII.
2. La sociedad contemporánea interpreta a la historia medieval como una historia de
progresivo surgimiento, historia de su laboriosa emergencia, gracias a las luchas de la
burguesía, y esto hace que a los historiadores les resulte muy difícil evitar anacronismos.
3. La fractura que provoco el liberalismo condujo a una sociedad en donde el mercado
es la institución dominante, en el sentido en el que los mecanismos del mercado son
percibidos como la base de la organización social y el fundamento de la lógica de la
evolución. En el sistema anterior, la producción y los intercambios no constituían la
sustancia central de la institución dominante, el comercio tan solo representaba un papel
marginal. Así pues, el análisis del sistema de producción y de intercambio anterior al
siglo XVIII requiere de un marco conceptual que no puede ser el que corresponde a la
noción corriente de economía.
La doble fractura del siglo XVIII hizo estallar las nociones de "ecclesia" y de
"dominium", imponiendo en su lugar las de religión y economía. Desde entonces era
poco menos que impensable una Edad Media que no fuera observada en términos de
anarquía y/o gestación lenta y conflictiva de la Europa contemporánea, en suma,
incoherencia y/o teología. ¿De qué forma manejaron esta doble fractura los
medievalistas del siglo XIX y XX?
El fenómeno más destacable y, sin duda, el que tuvo unas consecuencias más serias,
fue el destino inverso que tuvieron las dos fracturas.
La desaparición de la ecclesia y el nacimiento de la religión no dejaron huellas en el
paisaje. Es cierto que continuaron produciéndose vigorosos conflictos: católicos contra
protestantes en el ámbito germánico, volterianos y ultramontanos en Francia. Pero,
precisamente, estas disputas
sellaban la aceptación tácita y unánime de esta nueva noción de religión. El Papa
había renunciado de facto a la idea de ecclesia y los italianos aprovecharon la primera
ocasión para hacer desaparecer los "Estados del papa", ya que no tenían ninguna razón
de ser. La Curia romana reconoció en 1840 la legitimidad del prestado con interés. Sin
embargo, el dogma de la inmutabilidad de la Iglesia, depositaria Revelación hacia
inevitable la reescritura sistemática de la historia de la Iglesia, concebida a partir de ese
momento como la historia de la religión. En Francia, la burguesía volteriana, que había
ganado la partida y se había aprovechado con creces de la dispersión de los bienes del
clero, dio su bendición. En Alemania, la cuestión nacional primó sobre todas las de, más
y paso a ser habitual el identificar la iglesia medieval con una potencia extranjera. Por
todas partes se acumulaban los sesgos y los consentidos sin que nadie se inmutara.
En cambio, la fractura que afecto al dominium suscitó debates y controversias, y
engendró una literatura prolífica. Durante todo el siglo XIX europeo, las discusiones
sobre la propiedad, su naturaleza y sus orígenes, coparon todos los foros. F. Guizot,
teorizando sobre la Revolución, expuso el principio anterior basado en la dominación
única sobre los hombres y sobre las tierras, principio que acababa de derrumbarse
gracias a la lucha secular de la burguesía, estableciéndose finalmente la libertad
individual para todos y la plena propiedad. Esta visión fue contestada por la reacción,
ya fuera únicamente para minimizar el alcance de la Revolución (Tocqueville) o para
negar la realidad del dominium (Boutarie, Delisle). Pero el evolucionismo más o menos
teñido por la influencia de Auguste Comte, tendía a predominar a finales del siglo,
asimilando el feudalismo con un “estadio” por el que había de pasar cualquier tipo de
civilización. La III Republica reivindicaba la plena legitimidad para su orden burgués.
En Alemania, la fragmentación política y la heterogeneidad social planteaban
mayores dificultades. La aristocracia territorial continuaba manteniendo una posición
dominante. Tras el fracaso de la esperanza puestas en el Vormärz, el triunfo de Prusia
hizo indispensable un compromiso social que permitió convertir a los junkers en simples
propietarios, y de ahí la necesidad de negar la unidad del dominium y de definir los
"derechos feudales" como relaciones exclusivas personales, situación análoga a la que
hemos trazado más arriba para Francia, durante el siglo XVIII. Fue el medievalista Georg
Waitz quien se encargó de esta misión traduciendo de este modo bastante claramente
la orientación política de la "escuela prusiana". En su artículo "Lehnwesen", en 1861,
definía el concepto de vinculo feudal como una relación puramente personal, utilizando
su reputación de sabio para encubrir una lamentable falsificación Esta ficción satisfacía
a un tiempo el afán jurídico de la burguesía y el deseo de los junkers de legitimar la
simple propiedad de sus dominios.
Los debates sobre propiedad volvieron a ser activados en la segunda mitad del siglo
XIX, en torno al mito de la propiedad colectiva original, que da lugar a aproximaciones
sorprendentes. Este mito borroso tenía la ventaja de ofrecer un apoyo para la
contestación del mito contrario, el de la eternidad de la propiedad individual. Algunos
pensadores progresistas y una pléyade de nostálgicos de un orden caduco se adhirieron
a este mito viendo en él un medio para trastornar, sin mucho esfuerzo, las pretensiones
también un tanto ingenuas de los conquistadores burgueses.
Una referencia de pasada a Karl Marx. Hegel, en su gran esquema sobre la historia,
asimiló señores medievales con propietarios y Marx hizo otro tanto, cerrando así una
vía de análisis necesaria. Sin embargo, la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana
permitía acercarse al problema, pudiendo encontrar útiles reflexiones en este sentido.
Marx, al exponer el fetichismo de las mercancías, consiguió llegar a una crítica decisiva
de los fundamentos ideológicos de la economía política. Pero no tuvo ni el tiempo ni la
energía para continuar esa indagación en términos históricos, legando a la posteridad
únicamente un andamiaje provisional y sin sustancia, la noción indeterminada de
"presión extraeconómica". Análisis como el de la "pretendida acumulación primitiva" o
el de la "génesis de la renta territorial" contienen elementos de reflexión decisivos y
atrayentes, pero nada de proporcione ni siquiera un principio de hipótesis sobre la
especificidad de la lógica de funcionamiento y de evolución de la sociedad feudal. En
resumen,
Marx solo contribuyó algo que podría asimilarse a una "teoría" de la relación de
producción feudal.
El fin del siglo XIX estuvo marcado por un grave retroceso del racionalismo aplicado
al estudio de las sociedades. El divorcio entre la historia y la sociología fue uno de los
aspectos más desastrosos de este proceso. cuando se observan las líneas más
destacadas del medievalismo del siglo XX, chocamos con un pequeño número de
innovaciones intelectuales. En Francia, Marc Bloch se insertó con prudencia en la
herencia del evolucionismo, marcando una completa desconfianza por el afán jurídico y
un interés por la variante comparatista que practicaba Otto Hinze. En esa misma época,
los medievalistas próximos al nacionalsocialismo, como Franz y Brunner. criticaron con
actitud el afán jurídico de la concepción prusiana del feudalismo, prefiriendo ver en este
último (de manera ilusionaría), un sistema social equilibrado de tipo paternalista, en el
que los señores protegían a sus campesinos. Pero el fenómeno siguiente, el más
desastroso de todos, fue la táctica de los ideólogos estalinistas que se contentaron con
una síntesis anclada en el evolucionismo burgués en boga en el siglo XIX y las
apresuradas observaciones de Lenin sobre la servidumbre en Rusia a finales del mismo
siglo, bautizando sin pudor algunos a ese conjunto como "teoría marxista". Una forma
un tanto escolástica de teoría de las fases, como sobre todo empleada con fines de
justificación de tal o cual actitud geoestratégica, reemplazó a cualquier tipo de reflexión.
Como reacción, los historiadores occidentales erigieron sin mayor reflexión la teoría
prusiana al rango de verdad primordial.
El medievalismo occidental del siglo XX estuvo marcado por un positivismo
asfixiante. Haciendo uso de instrumentos prácticos del siglo XIX (catálogos. inventarios,
ediciones de textos, repertorios de todo tipo), la mayoría de los medievalistas emplearon
toda su energía en trabajos descriptivos, que permitieron arrojar alguna luz sobre
muchos aspectos de la Europa medieval. Pero estos trabajos, fundados en un
empirismo y en una miopía catastrófica, están plagados de contrasentidos y de errores
de perspectiva, y el terco rechazo a cualquier tipo de reflexión, un poco general, condujo
a la visión de una Edad Media caleidoscópica, en las antípodas de una orientación
racional o explicativa. No hay peor espíritu de sistema que el del sentido común, esta
forma de aproximarse a las realidades sociales que utiliza como herramientas naturales
y por encima de toda sospecha las grandes categorías del espíritu publico
contemporáneo: política, economía, derecho, religión, arte, lenguaje, cultura, familia,
etc. Expresiones como "luchas políticas", "desarrollo económico", "preocupaciones
religiosas", son consideradas ingenuamente como dotadas de un valor intrínseco,
perpetuo, independiente de la sociedad que se estudia. Si se cree que el historiador
debe examinar minuciosamente cada gran forma de sociedad o de civilización con
objeto de intentar identificar las articulaciones específicas de tal manera que pueda
descubrirse el modo en que originariamente funcionaban y poder, de este modo,
describir su dinámica propia, no se puede evitar pasar por una fase crítica radical de ese
sistema del sentido común, a fin de poder elaborar empíricamente en cada caso un
repertorio de las formas originales más importantes de relaciones sociales y de
actividades gracias a lo cual podamos esperar construir un abanico de hipótesis
ajustadas lo más posible a la sociedad que se estudie, permitiendo así elaborar una
imagen adaptada y realista, y explicativa. Ahí descansa una postura actual para abordar
la noción de feudalismo, noción que es probablemente la menos perversa para servir de
marco a tal empresa científica. "Si hay que conservar el término "feudalismo" es porque
dicho termino es el que mejor indica que nos hallamos ante un sistema" (Le Goff).
La noción de feudalismo, aparecida en el siglo XVIII (por entonces se decía régimen
feudal), en el contexto del derrocamiento de un orden caduco, traducía la concepción
de un orden global, en el mismo momento en el que la doble fractura conceptual
quebraba la posibilidad de realizar una aproximación directa a la coherencia de esta
forma de organización social, entonces concebida como superada. Las distintas
evoluciones ocurridas en Europa en los siglos XIX y XX hicieron resurgir varias veces
contextos en los que esta noción de orden social global parecía inoportuna. La tensión
residía exactamente en eso: esta noción proporciona e implica cierta forma de abordar
la realidad histórica, que puede equipararse con un racionalismo crítico, una forma de
aproximación que insiste en la profunda historicidad de las realidades sociales, en la
necesidad de encontrar construcciones conceptuales libres de cualquier ilusión del
sentido
común y en la voluntad de excluir de los criterios de juicios cualquier forma de
creencia o de conveniencia sociales.

Construcción de un cuerpo de hipótesis

Este examen historiográfico conduce a dos conclusiones fuertemente


desestabilizadoras:
1. La noción de Europa feudal nació en un contexto hostil a dicha noción, planteada
a priori como exterior a cualquier tipo de dinámica. Este contexto ha evolucionado pero
su estructura siguió siendo estable: el sistema de representación vigente hoy en día
continúa constituyendo un fuerte obstáculo para acercarse de forma racional a ese
objeto.
2.La existencia de la referida doble fractura conceptual implica que hay que
considerar como equivocada dos formas habituales de aproximación a la sociedad
medieval:
a. La definición de las relaciones feudales como relaciones puramente personales o
cualquier método que suponga distinciones del tipo de "señorío territorial" y "señorío
banal", son propiamente hablando, un contrasentido, puesto que es la fusión de estos
dos aspectos lo que constituye el núcleo de esta organización social.
b. Cualquier descripción de la sociedad medieval que situé la ecclesia en otro sitio
que no sea el centro del dispositivo no puede conducir más que a una visión truncada,
desequilibrada y totalmente irreal de esta sociedad, a partir de la cual solo puede
llegarse a trazar ficciones más o menos pintorescas.
Así pues, el análisis historiográfico ha hecho aparecer la necesidad de recuperar el
uso pleno de las nociones ocultas por la doble fractura producida en el siglo XVIII, la
necesidad de examinar las estructuras de las que remiten dichas nociones, la necesidad
de volver a establecer los efectos perversos de los distintos opuestos de estas dos
fracturas y de intentar mostrar como tales nociones pueden servir de base a un esquema
de reconstrucción de la lógica general de la sociedad europea durante la "larga Edad
Media" definida por Le Goff. Es una simple hipótesis de trabajo sometida a critica.
Proponemos llamar “dominium” a la relación social original constituida por la
simultaneidad y por la unidad de la dominación sobre los hombres y sobre las tierras.
Los dos elementos claves de esta definición, dominación y simultaneidad, merecen una
reflexión y una aclaración. Dominación no es un vocablo puro, cuyo sentido resultase
evidente, como tampoco poder; que no es más que un sinónimo parcial. Dominación
implica una relación desigual y disimétrica, una relación de fuerza ejercida en un sentido
único, traduciéndose dicha relación en una situación de ventaja de la dominante sobre
el dominado. Todas las desigualdades no implican dominación, todas las
subordinaciones no equivalen a dominación. Dominación deriva, en general, de una
relación colectiva. En el plano social, una circunstancia crucial (contraria a la intuición
inmediata, aunque el hábito la haga parecer como evidente) es la disparidad numérica:
los dominantes no son más que una minoría, con relación a una aplastante mayoría de
dominados. Si lo expresamos en términos de analogía material, puede hablarse de un
polo dominante en una sociedad, pero sin su correspondiente polo dominado. Esta
imagen puede ayudar a comprender por qué es inútil imaginar y buscar una frontera
entre dominantes y dominados. Pueden observarse aquí y allá gradaciones visibles,
incluso alguna barrera, pero la situación habitual es la de un continuum y una maraña.
Hay que partir de esta idea básica: el continuum, lejos de ser incompatible con la relación
de dominación (incluso en ciertos casos concretos o en determinado marco teórico, con
la noción de clase), es una consecuencia obligada.
La simultaneidad no significa confusión. Incluso en las épocas consideradas como
las más oscuras de la Europa medieval existía una división de trabajo y una distinción
de funciones a desarrollar. En general, la tierra cultivable era objeto de formas de
apropiación más o menos desinhibidas. Los diversos aspectos del poder sobre los
hombres dan lugar a formas diversificadas de reparto de papeles, así como de
cooperación. Pero el conjunto de los que ejercer los poderes, a los que nos hemos
referido brevemente, era prácticamente el mismo que el conjunto de los que estaban en
posesión de la tierra sin trabajarla ellos mismos. Y las interminables disputas de los
medievalistas (sobre todos los germánicos) que se preguntaba si los "altos dignatarios
francos" lo eran porque eran "grandes propietarios", son ejemplos de discusión absurda
que no solo no hace avanzar el conocimiento, sino que produce un bloqueo nocivo,
contribuyendo a fijar una alternativa que disloca y rompe la realidad histórica estudiada.
De forma análoga hay que expresar a propósito de la mayoría de los diccionarios de
lengua medieval que, contra todo realismo, se esfuerzan en distinguir en el significado
de toda una serie de vocablos entre un sentido "real" y un sentido "personal", cuando
tales vocablos específicamente no distinguen esos dos sentidos, sino que expresan el
dominium en toda su unidad: potestas, señoratus, etc. Estos términos no tienen
equivalente en las lenguas europeas actuales, pues la relación social que designan ha
desaparecido.
En la mayor parte de Europa, hasta el siglo XVIII, la producción era esencialmente
agraria y la riqueza provenía de la percepción directa sobre los bienes de los
agricultores. La sociedad medieval europea estaba organizada para limitar la expansión
del artesanado, restringiendo la intensidad de los intercambios y toda interferencia entre
el comercio y la organización social, confiando este tipo de actividad a grupos
estructuralmente marginados. Por ello, las formas de organización de la clase dominante
eran distintas en la época medieval, y unas estructuras de una gran complejidad fueron
establecidas para asegurar, según las modalidades diferentes, la cohesión de este
grupo sobre espacios muy vastos, así como para mantener una dominación sobre las
poblaciones agrícolas, una dominación estable y fácilmente reproducible. Según esta
perspectiva, el imperativo categórico era que los hombres quedaran adscritos a la tierra
mediante mecanismos eficaces sin que fiera necesaria recurrir a la violencia física. La
aristocracia, en todos sus componentes, no podría reproducir en tanto que tal si la
población contara con la capacidad para desplazarse de forma masiva. Un
desplazamiento de este tipo hubiera significado al mismo tiempo la desertización de los
espacios cultivados y un peligro mortal para los grupos dominantes pero numerosos.
La ecclesia fue la institución dominante pensada como estable y perenne, fundada
sobre reglas de funcionamiento explicitas, distribuyendo los miembros o individuos que
se relacionen con ella papeles diferenciados, articulados en función de dichos
miembros. La ecclesia era una institución dominante en la medida en la que todos los
habitantes de la Europa medieval debían relacionarse con ella obligatoriamente, que las
reglas que la dictaba tenían una validez general e imperativa. A esto hay que añadir el
hecho de su propiedad territorial y su capacidad de acumulación material no tenían
parangón.
Ecclesia, église, Kirche o church, designaban al mismo tiempo el conjunto de
cristianos, la jerarquía del clero y un edificio. Las lenguas germánicas han conservado
un vocablo (kuriakon) que designa "la Casa del Señor", idea bastante interesante que
revela una combinación de espacio y poder. La forma en que esos tres sentidos se
imbrican es reveladora. En su composición y en su extensión, la ecclesia era idéntica a
la sociedad de la Europa medieval en su globalidad (con la excepción de los grupos
judíos) y la pertenencia a la ecclesia no daba margen a elección. La ecclesia disponía
de una abundante panoplia de procedimientos disponibles para reducir cualquier tipo de
contestación. Las discrepancias individuales entrañaban la excomunión y las colectivas
eran colocadas en la categoría de herejía, desencadenando la represión más brutal,
mientras que el "brazo secular" era exculpado de todos los excesos imaginables. El
carácter global, obligatorio y jerárquico de la ecclesia era único. No cabe duda de que
la ecclesia, en tanto institución dominante, constituía la armadura del sistema de
dominación medieval y se debe reconocer en el alto clero la fracción superior de la clase
dominante feudal. La cuestión clave, cuya solución resulta indispensable para lograr una
mínima percepción de la coherencia del sistema feudal, reside en esto ¿cuál era la
relación entre la
estructura de dominium y la institución eclesiástica? La descripción que se ha dado
más arriba del dominium ha permitido mostrar que la relación crucial de esta estructura
(que era al mismo tiempo su punto débil) era la adscripción de los hombres a la tierra.
La dominación global suponía el que la adscripción de los hombres a la tierra pudiera
mantenerse mediante una estructura que emprendiera un mínimo de coerción ¿Cómo
ejercía la ecclesia este papel determinante?
La parte principal de la respuesta que puede darse a esta pregunta reside en la
síntesis solida entre un sistema de representación (de los hombres y el mundo) y un
sistema de ritos y de atribuciones exclusivas de los papeles rituales. El principio de base,
que fue elaborado en el curso del siglo IV y encuentra una expresión casi definitiva en
la obra de San Agustín, consistía en esto: el mundo es visto como una vasta entidad
dividida en dos conjuntos opuestos y disimétricos. Dios y Satán, el bien y el mal, el
espíritu y la carne; el ser humano es débil y no puede escapar ni al pecado, ni a la
muerte, ni a Satán; pero este antagonismo insuperable es vencido por un tercer
elemento que es constituido por la unión de los otros dos, permitiendo así llegar a la
reconciliación y a la salvación. Este tercer elemento es lo que se llama de forma
indiferenciada Cristo o ecclesia. Lo que estaba en juego era la concepción precisa de
este tercer elemento, puesto que la formulación abstracta del conjunto de las estructuras
de dominación y de control de la sociedad dependía directamente de su definición.
Desde el siglo IV al siglo XVI, la mayoría de las grandes batallas internas del sistema
feudal, todas aquellas que afectaban a su organización, estuvieron pensadas en termino
cristológicos: divinidad, de Cristo, monofisismo, querella de imágenes, filio que, catar
ismo, presencia real y transustanciación. A estas concepciones cristológicas hay que
añadir el conjunto de elementos que definían los objetos de culto: La Trinidad, la Virgen
y los Santos.
El paso de este esquema abstracto general al plano practico se efectúa a través de
dos series de objetos conectados, la hostia y las reliquias. Desde finales del siglo IV, la
eucaristía debía ser celebrada sobre un altar que incluyera reliquias. Estos dos objetos
eran la figura privilegiada y exclusiva del vínculo que la ecclesia constituía y reproducía,
el vínculo entre lo espiritual y lo material, entre Dios y los hombres pecadores. Si el santo
había sido un humano por mediación divina, las reliquias eran el objeto material que
llevaba la huella de esa intervención divina. En cuanto a la historia, era el objeto ofrecido
por los fieles que la acción sagrada del clérigo transformaba en cuerpo de Dios,
traduciendo de ese modo el monopolio de la acción desempeñada por la ecclesia
consistente en el establecimiento del vínculo entre los seres humanos y Dios. Estos dos
objetos engloban todo lo sagrado medieval, en el sentido que forman el punto de paso
obligado del vínculo salvador establecido por Dios y los seres humanos. Este punto
concreto de paso obligado constituía un poderoso motor de polarización del espacio,
motor cuya eficacia fue reforzada por la concentración del conjunto de ritos de paso en
un mismo lugar: el bautismo, la inhumación y el matrimonio. Estos eran los
procedimientos por los cuales la ecclesia adscribía al hombre a un locus, permitiendo
así el buen funcionamiento del dominium.
La ecclesia disponía de un vasto patrimonio territorial, entre el quinto y el tercio de
las tierras, las cuales, sustraídas a la movilidad de las herencias y a otros cambios,
reforzaban la permanencia de estructuras territoriales, sistema de estabilización cuyas
rentas permitían asegurar a la institución y al culto un fasto material y unos recursos
intelectuales que contribuían a su sostenimiento con una admisible eficacia.
La excepcional longevidad del sistema feudal europeo se debe, quizá, a la
sorprendente simplicidad del esquema que lo sostenía. Descartado los factores de
inestabilidad y considerando como una finalidad prioritaria la fijación espacial de los
hombres, el sistema feudal se definía como un objetivo que podía llevarle al
estancamiento, cuando no a la involución. La solución, muy original, que constituía la
dominación eclesiástica implicaba lo que parece retrospectivamente como una forma de
transformación a muy largo plazo. Las propias condiciones de aparición del novio de
sistema feudal (en la segunda mitad del siglo XVIII), condiciones sumamente
conflictivas, prohibieron la aprehensión de la dinámica de esta forma de organización
social, pensada entonces como artificial y anárquica. Los ideólogos de la burguesía
compusieron una fábula teológica de la lucha de los burgueses medievales por su
emancipación y por la civilización. Este mito ingenuo conserva un vigor asombroso y la
reflexión sobre los
resortes intrínsecos de la transformación de la sociedad feudal se encuentra todavía
en estado embrionario.
Desde inicios del siglo IV hasta mediados del siglo V, el Occidente romano conoció
a un tiempo los últimos fulgores de la ciudad antigua y el establecimiento de los
elementos básicos de la estructura feudal. Los dos primeros tercios del siglo IV
transcurrieron todavía en un periodo en el que algunas ciudades y la típica "villae"
antigua fueron reconstruidas; había emisiones monetarias abantadas; las mercancías
circulaban todavía en grandes cantidades a través del imperio. Pero, en cambio, en la
segunda mitad del siglo, la moneda fue escaseando y las acuñaciones prácticamente
desaparecieron de la Galia en torno a 420. La coincidencia con la investigación
arqueológica es sorprendente: en el siglo V no hay ninguna reconstrucción realizada a
partir del modelo antiguo. Desde este momento, la mayoría de las ciudades quedaran
reducidas a l estado miserable de aldeas. Si bien se puede discutir la cronología para la
zona meridional, la ruptura material en todo el centro de Europa es, en cambio, muy
clara: hablar del mundo antiguo más allá del primer tercio del siglo V es una paradoja
fútil. Durante ese tiempo, el tránsito a una agricultura extensiva fue general: invasión del
centro y de los trigos como espelta o el alforfón, desaparición de las especies animales
romanas de gran talla y fuerte disminución del tamaño medio de los animales. A pesar
de las controversias, parece que el estatuto de colono se extendió ampliamente y el
volumen de esclavos se redujo, limitándose prácticamente a su empleo en las galeras,
En suma, el sistema agrario se había transformado.
Este fue también el periodo de establecimiento de las estructuras eclesiásticas. La
ecclesia fue reconocida por Constantino, Cristo era proclamado como Dios en Nicea
(325) y el monaquismo nacía y se reforzaba rápidamente. Los que sostenían la doctrina
anterior fueron colocados bajo el epíteto de arrianos. En 381, fue proclamada la
divinidad del Espíritu Santo, en Constantinopla, sellándose así la creación de la Trinidad.
San Ambrosio organizó el culto de los santos, y la presencia de reliquias en los altares
se volvió obligatoria. Teodosio prohibió los "cultos" paganos (391). San Jerónimo tradujo
la Biblia al latín y San Agustín elaboro una portentosa síntesis dogmática que recibió
una sanción oficial en Calcedonia en el 541. En ese momento, en la mayor parte de
Occidente, la aristocracia se había restituido enteramente con ayuda de los cuadros
eclesiásticos, que aseguraban su cohesión. La organización de un nuevo sistema de
producción se había producido paralelamente al establecimiento de la ecclesia. Esta
coincidencia rara vez es observada. Cualquier esbozo de estudio del sistema feudal que
no tenga en cuenta este periodo (y la -alta Edad media) ha de quedar fatalmente
incompleto.
Los manuales conceden un lugar ínfimo a la dinámica europea de la alta edad media.
Esta dinámica, social y no material, puede ser analizada ante todo en términos de
mejora de las articulaciones espaciales: erosión de las estructuras no espaciales, por
una parte, fortalecimiento de los marcos de fijación y adscripción espacial, por otra.
El desarrollo del culto a las reliquias y la creación continua de nuevos santos
implicaban la generalización y una fuerte densificación de las peregrinaciones. En pocos
siglos llego a establecerse un sistema jerarquizado, instaurándose una nueva geografía
sagrada, en cierto sentido activa, puedo que era traducida mediante amplios y
permanentes recorridos a través de los cuales los fieles interiorizaban la articulación del
espacio.
La relación entre inhumaciones y el espacio evolución lentamente. Las inhumaciones
antiguas, efectuadas en las inmediaciones de las poblaciones, fueron reorganizadas, en
las ciudades episcopales, en torno a tumbas de los santos, situados extra muros. En la
campiña se desarrollaron vastas alineaciones en campo abierto, pero también se
realizaron inhumaciones en pequeñas capillas patrimoniales. En la época carolingia se
produjo una fuerte dispersión de las inhumaciones en pequeños grupos, tendiendo a
una mayor homogeneidad. Finalmente, el modelo de cementerios que sistemáticamente
aparecen rodeando a las iglesias se desarrolla a partir del siglo X, triunfando en el siglo
XII. Y fue justamente en este momento cuando se produjo el fenómeno decisivo y
general denominado por Robert Fossier "enceldamiento", fenómeno que corresponde
con el nacimiento de las comunidades parroquiales, tal y como subsistirán hasta el siglo
XVIII.
La tendencia general a la homogeneización resulta, ante todo, de dos movimientos
de erosión de las estructuras no espaciales: erosión de los estatutos personales y
erosión del parentesco. Lo que ha sido calificado por la historiografía tradicional como
"personalidad de las leyes" era una forma de relaciones sociales resultado de las
invasiones de los pueblos barbaros. Distinciones practicas secundarias servían como
marcadores o señales que permitían fragmentar la población. Paralelamente, las
estructuras de parentesco procedentes Antigüedad tendían a producir grupos
considerados como "discretos", al menos en determinadas categorías sociales. Los
estatutos y el parentesco eran fundamentalmente estructuras independientes de
cualquier coordenada espacial. La ecclesia se dedicó a restringir el papel que
desempeñaban, con una energía inflexible. La personalidad de las leyes fue
violentamente atacada y se desmoronó rápidamente. Todo transcurrió como si este
principio hubiera sido sustituido por un sistema de estatutos de dependencia
fuertemente ligado al suelo. A partir de ese momento, el estatuto del individuo
correspondía con su residencia con las tierras utilizadas.
Pero el movimiento más generalizado y el impacto más decisivo de toda la evolución
social de la Alta Edad Media afecto a las estructuras de parentesco propiamente dichas.
Dicho movimiento se desarrolló bajo tres aspectos capitales: la supresión del divorcio y
de la adopción, la extensión del número de "grados prohibidos" para la elección del
conyugue y el nacimiento y la afirmación del parentesco espiritual. Desde el siglo V en
Occidente, la adopción había sido condenada y el divorcio (en el sentido de repudio de
la mujer por el marido) había sido proscrito y violentamente combatido por la ecclesia.
La supresión de estas dos posibilidades impedía que en adelante pudiera efectuarse
cualquier tipo de manipulación de la filiación y del parentesco "carnal", minusvalorando
y disminuyendo sensiblemente el papel de este último. Desde el siglo V al siglo XII, la
ecclesia se empeña con una increíble tenacidad en obligar al conjunto de las
poblaciones a buscar conyugues cada vez más alejados en un sentido de parentesco y,
en consecuencia, también en sentido espacial. La extensión desmesurada del número
de grados prohibidos marca el progreso de esta lucha. Al mismo tiempo, el parentesco
bautismal y el padrinazgo adquieren una importancia creciente, traducida
concretamente en una supervaloración de las relaciones espirituales con relación a las
relaciones carnales.
El parentesco espiritual era un puro artificio, controlado por la ecclesia: la extensión
del parentesco espiritual afirmaba la empresa eclesiástica. Al mismo tiempo, la
ampliación de los grados prohibidos para contraer matrimonio, limitando
progresivamente las prácticas de tendencia endogámica, impedían que los agricultores
se constituyeran en pequeños grupos compactos y cerrados, y facilitaba así el ejercicio
de dominación. El efecto sobre la aristocracia fue ambivalente. Si podía imaginarse que
la obligación de contraer alianzas lejanas conducía a regenerar el tejido de relaciones a
larga distancia, lo que, en definitiva, permitió que la aristocracia europea entereza
funcionase como una vasta red más o menos coherente, dicha situación no apareció
hasta más tarde, en una segunda fase. En cambio, en un primer momento, esta de
exogamia lejana condujo a una disolución lenta de las estructuras de grupo
(semitribales) que formaban la principal articulación de la aristocracia de la Alta Edad
Media. Hasta los siglos IX y X, se observa la presencia de grupos que tienen posesiones
centenares de kilómetros alejadas unas de otras, grupos que no dejan de desplazarse
de unas a otras posesiones, obteniendo una gran parte de su fuerza en esta movilidad,
combinada con circuitos de parentesco relativamente restringidos. Probablemente, es
necesario tener en cuenta la erosión y la orientación simultanea hacia un sistema cuya
sensible transformación de la organización de la aristocracia reposaba sobre la
adscripción (topolinajes) en buena parte de Europa del siglo X (de ahí las motas y los
castillos). Sin duda, esta transformación está en el origen de la modificación de las
relaciones de explotación, que tuvo como consecuencia la primera gran expansión de
los campos europeos del siglo XI y XII. por tanto, sería razonable exponer la hipótesis
de un vínculo directo entre la lógica global que actúa en la Alta Edad Media y la inflexión
del modo de explotación de los hombres y de las tierras a partir del siglo X que entraña
transformaciones materiales sensibles, por un efecto completamente no intencionado
de la dinámica de las estructuras (que se correspondería bastante bien con el carácter
particularmente lento del movimiento).
A partir de aquí se puede mostrar cómo el enceldamiento de los siglos XII y XIII
constituía una verdadera síntesis: fijación definitiva de la red de iglesias parroquiales,
fijaron de los cementerios
en torno a los lugares de culto, fijación de la aristocracia (topolinajes), debilitamiento
de los lazos de parentesco carnal, desaparición de los estatutos independientes o al
margen de su vinculación con la tierra y, como corolario, la fusión de los grupos de
parentesco espiritual ligados a un lugar de culto que constituirán las comunidades
parroquiales, a menudo dobladas y reforzadas por cofradías. Esta reestructuración
general producía por si misma el fortalecimiento sustancial de las formas de control y de
dominación, lo que permite a la vez aumentar el porcentaje de percepción, pasar a un
sistema agrario menos extensivo y, finalmente, conceder un lugar menos desdeñable a
las operaciones de intercambio y de comercio, así como a los grupos que los animaban.
La lógica de la adscripción al suelo siguió siendo operativa durante varios siglos
todavía. La lenta (y desigual) especialización agrícola se interpreta fácilmente como una
manera de evitar la movilidad y los flujos de población. Se interpretan igual las múltiples
diferenciaciones, mucho menos antiguas de lo que comúnmente se cree: infinita
variedad de sistemas de metrología, de idiomas, de costumbres sucesorias, de hábitats,
de costumbres. En las ciudades, lo que se ha denominado de forma bastante
esquemática como sistema corporativo aparece esencialmente como una transposición
de las estructuras de los campos. Durante este periodo, no más que durante el periodo
precedente, nada era concebido en términos de expansión, sino de mantenimiento. El
crecimiento de las tasas se llevó a cabo durante mucho tiempo durante la percepción
sobre los transportes y sobre las transacciones, permaneciendo todo comercio
estrechamente "encajado". El desarrollo de las especificidades y de las
especializaciones genera, sin embargo, un lento e inexorable movimiento de profeso
técnico y, simultáneamente, esta expansión de los particularismos locales corre pareja,
en cada sitio, con una homogeneización creciente, borrándose lentamente las
distinciones de estatuto entre las masas de dominados, a medida que se reforzaba la
tarea de control eclesiástico sobre los individuos: confesión personal, matrimonio
eclesiástico obligatorio, registro de los bautismo, defunciones y matrimonios.
Así pues, esta fue, simplemente la dinámica intrínseca del sistema feudal que produjo
los elementos bien conocidos, tales como la homogeneización de la población
dominada, la mejora de las técnicas y el lento aumento de la producción, el
fortalecimiento de las categorías sociales vinculadas a las actividades urbanas. Sin
embargo, llego un momento en el que la lógica de la adscripción a la tierra y el control
de la población por la ecclesia entraría en contradicción con estos elementos articulados
lentamente.
Esta fase terminal fue el momento de la aparición de una serie de fenómenos de
bloqueo y de involución, que se dirigían al mantenimiento de formas de dominación a
punto de estancarse: la ideología de sangre y la elaboración de las genealogías, el
derecho de primogenitura, la noción de señorío como entidad sustancial, la oposición
pretendidamente geográfica entre derechos romano y derecho consuetudinario, son
algunos ejemplos. Estos fenómenos contradecían en lo esencial la lógica profunda de
la Europa feudal, pero, desgraciadamente, su desarrollo en el momento mismo de la
creación conflictiva de la noción de Europa feudal les confiere una importancia
desmesurada, que la historiografía generalmente no ha sabido situar en un justo lugar,
concediéndole un espacio mínimo y menor que secundario.
Al dominium y a la institución eclesiástica se opusieron las dos reivindicaciones de
libertad del comercio y de libertad de conciencia. Hemos vuelto aquí al punto de partido
de nuestro análisis, después de haber esbozado, de forma demasiado esquemática, las
grandes líneas de un abanico de hipótesis que permite mostrar hasta cierto punto la
estrecha relación entre la estructura profunda del sistema feudal y los resortes de sus
lentas transformaciones: una relación de identidad muy próxima.
En el estado actual de la investigación, la noción de feudalismo supone el
llamamiento a realizar una elección entre dos opciones, alecciona a la cual es inútil
pretender sustraerse. Las dos opciones son las siguientes: o bien acomodarse al espíritu
de sistema más corriente, es decir, el del sentido común, que remite a los efectos del
azar y de los grandes hombres, invoca la infinita diversidad de la realidad y la eternidad
de la psique humana, creyendo, por tanto, en la autosuficiencia de las narraciones y de
las pequeñas construcciones locales, o bien percibir la necesidad previa de dilucidar la
lógica general de una civilización para poder aprehender el sentido de los elementos
que la componen y dedicarse, en un segundo paso, a construir las nociones y la
hipótesis que permitan, lenta y laboriosamente, aprehender los fragmentos de
coherencia existentes en el seno de dicha civilización, evitando, por ello, la trasposición
de relaciones que le resulten extrañas. Cada uno debe decidir entre estas dos opciones,
decidir libremente, si es posible.

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