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Crímenes Celebres PDF
Crímenes Celebres PDF
Crímenes
Célebres (2ª
ed.)
Valdemar - Gótica 07
ePub r1.0
Titivillus 15.05.16
Alexandre Dumas, 2013
Traducción: M. Busquets, M. Angelon y E.
de Inza
Diseño/Retoque de cubierta: Francisco de
Goya: Bandido asesinando a una mujer
(1798-1800)
Agustín Izquierdo
LOS CENCI
(1598)
(1676)
(1634)
»Firmado, J. MÉCHIN».
En vista de semejantes pruebas de
inocencia, eran inútiles todas las
acusaciones, y, el 25 de mayo de 1631,
Grandier fue absuelto por el presidial de
Poitiers. Sin embargo, restábale
combatir ante el tribunal del arzobispo
de Burdeos, a quien había apelado a fin
de obtener su justificación. Aprovechó
Urbano el momento en que aquel
prelado pasaba a visitar su abadía de
San Jovino de Mannes, situada a tres
leguas de Loudun, para presentarse a él.
Desairados sus enemigos con el
resultado del proceso ante la
jurisdicción de Poitiers, apenas se
defendieron, y después de una nueva
instrucción que realzó más y más la
pureza e inocencia del acusado, quedó
absuelto por el arzobispo de Burdeos.
Esta rehabilitación ofrecía dos
importantes resultados para Grandier: el
primero, hacer resaltar su inocencia, y el
segundo, dar nuevo brillo a su
instrucción y a las eminentes cualidades
que le hacían superior a los demás. Por
todo esto, el arzobispo, vistas las
persecuciones de que era objeto,
cobróle sumo afecto y le aconsejó que
permutase sus beneficios y abandonase
una ciudad cuyos principales habitantes
parecían aborrecerle encarnizadamente.
Pero el carácter de Urbano se negó a
capitular con su derecho y declaró a su
superior que, tranquila su conciencia y
confiado en su protección. Jamás
abandonaría el puesto en que Dios le
había colocado. No creyendo el
arzobispo deber insistir más, y
conociendo que, a semejanza de Satanás,
el orgullo debía ser la perdición de
Urbano, insertó en la sentencia una frase
en que le recomendaba que se portase
modestamente en su cargo, siguiendo
los santos decretos y constituciones
canónicas. La entrada triunfal de
Urbano en Loudun no da fe de su
adhesión a este aviso.
No se limitó Grandier a esta
orgullosa demostración, desaprobada
por sus propios amigos, sino que en vez
de dejar apagar o desvanecerse al
menos el odio que contra él desataban, y
echar un velo sobre lo pasado,
emprendió con más actividad que nunca
su acusación contra Duthibaut, y con tan
buen éxito que logró que el tribunal de
Tournelle condenase a Duthibaut por
infamia a pagar los perjuicios, amén de
las costas del proceso.
Aterrado este adversario, volvió
Urbano los ojos contra los demás, más
infatigable en la justicia que sus
enemigos en la venganza. La sentencia
del arzobispo de Burdeos le autorizaba
a acudir contra sus acusadores para el
resarcimiento de gastos y la restitución
de los frutos de sus beneficios, y dijo
públicamente que elevaría la vindicta
hasta el mismo punto de la ofensa, para
lo cual se puso a trabajar en seguida, a
fin de reunir los datos necesarios para el
buen éxito del nuevo pleito. En vano le
dijeron sus amigos que debía bastarle la
gran satisfacción que había obtenido, en
vano le manifestaron los inconvenientes
de exasperar a sus enemigos: sólo
respondió que estaba dispuesto a sufrir
cuantas persecuciones pudieran
sobrevenirle, puesto que, asistiéndole la
razón, no le era posible abrigar temor
alguno.
Sabedores sus adversarios de la
tempestad que les amagaba, y
convencidos de que el litigio entre ellos
y Grandier era cuestión de vida o
muerte, se reunieron de nuevo en el
pueblo de Pindardane (en una casa de
Trinquant) Mignon, Barot, Meunier,
Duthibaut, Trinquant y Menuau, para
eludir el golpe que les amenazaba.
Mignon había tramado ya una intriga,
cuyo plan desarrolló, y fue aprobado.
Nosotros lo iremos siguiendo en la
continuación de esta historia, pues de
ella salieron todos los sucesos que
debemos referir.
Hemos dicho ya que Mignon era
director del convento de ursulinas de
Loudun. Esta orden de religiosas era
enteramente moderna, a causa de las
contestaciones históricas relativas a la
muerte de Santa Úrsula y sus once mil
vírgenes; no obstante, en 1560, Ángela
de Bresse estableció en Italia, en honor
de la bienaventurada mártir, una orden
de religiosas de la regla de San Agustín,
aprobada en 1572 por el papa Gregorio
XIII, y posteriormente en 1614.
Magdalena Lhuilier la introdujo en
Francia, con la aprobación del papa
Pablo V, fundando un monasterio en
París, y repartiéndose desde allí por
todo el reino; de manera que en 1626,
esto es, cinco o seis años untes de la
época a que nos referimos, se estableció
en Loudun un convento de la citada
orden.
A pesar de que esta comunidad se
componía de jóvenes de ilustres
familias, contándose en el número de sus
fundadoras Juana de Belfiel, hija del
difunto marqués de Cose, y parienta de
Caubardemont; la señorita de Fazili,
prima del cardenal duque; dos señoras
de Barbenis, de la casa de Nogaret; una
señora de Lamothe, hija del marqués de
Lamothe Baracé de Anjou; y, por fin, una
señora de Escoubleau de Sourdis, de la
familia del arzobispo de Burdeos, a
pesar de ello, como estas religiosas
habían abrazado el estado monástico por
falta de fortuna, la comunidad, rica en
nombre, era por otra parte tan miserable
que al establecerse tuvo que situarse en
una casa particular perteneciente a un tal
Moussaut del Trene, hermano de un cura,
que fue el primer director de aquellas
santas vírgenes, y murió al cabo de un
año, dejando vacante su cargo de
director.
Las voces que por la ciudad corrían
de que los duendes habitaban la casa
que pretendían las ursulinas fue la causa
de que se la cedieran a menos precio. El
propietario había pensado que nada
mejor para echar a los fantasmas que
oponerles una comunidad de santas
religiosas, las cuales, pasando los días
en ayunos y oraciones, estarían por la
noche fuera del alcance de los
demonios. En efecto, al cabo de un año
habían desaparecido enteramente,
contribuyendo en gran parte a establecer
la reputación de santidad de que, al
morir su preceptor, gozaban en el
pueblo.
Esta muerte ofreció a las jóvenes
pensionistas la mejor ocasión para
divertirse a expensas de las religiosas
viejas, cuya severidad en la regla las
hacía generalmente aborrecibles. Por
consiguiente, resolvieron evocar de
nuevo a los espíritus que se creían
ocultos para siempre en las tinieblas. En
efecto, al cabo de algún tiempo,
oyéronse ruidos semejantes a quejas y
suspiros por el techo de la casa. Pronto
los fantasmas se aventuraron a penetrar
en los desvanes, anunciándoles su
presencia con un gran ruido de cadenas,
familiarizándose tanto que hasta llegaron
a los dormitorios para tirar las sábanas
y llevarse los hábitos de las religiosas.
Fue tal el terror que estos sucesos
produjeron en el convento, y tanto el
ruido que corrió por la ciudad, que la
superiora reunió en consejo a las monjas
más doctas para consultarles sobre el
particular: el voto unánime fue
reemplazar al difunto director por un
hombre más santo, si fuese posible. Por
reputación de santidad, o por otro
motivo cualquiera, pensaron en Urbano
Grandier, a quien hicieron en seguida
proposiciones. Pero éste respondió que
el cargo de sus dos beneficios no lo
dejaba tiempo para velar con eficacia
sobre el blanco rebaño que debía
dirigir, y se excusó con la superiora para
que se dirigiera a otro más digno y
menos ocupado que él.
Fácilmente comprenderán nuestros
lectores que el orgullo de la comunidad
debió resentirse con esta respuesta.
Hablóse en seguida a Mignon, canónigo
de la colegiata de Santa Cruz, que,
aunque picado de deber esta oferta a la
renuncia de Grandier, no dejó de
aceptarla, guardando contra aquél al que
habían considerado más digno que él
uno de aquellos odios biliosos, que, en
vez de calmarse, aumentan todos los
días. Además, esta envidia había
empezado ya a dar señales de vida en
los hechos que hemos dejado expuestos.
Recibido el nombramiento, la
superiora advirtió al nuevo director
sobre la clase de adversarios a los que
debía combatir. En vez de tranquilizarla
negando la existencia de los fantasmas
que atormentaban a la comunidad, y
como en el logro de su desaparición, de
la que no dudaba, viese Mignon un
excelente medio para consolidar su
reputación de santidad, respondió que la
Sagrada Escritura reconocía la
existencia de tales espíritus, puesto que,
merced al poder de la pitonisa de Endor,
la sombra de Samuel se apareció a Saúl.
Pero que por medio del ritual se podría
expelerlos por encarnizados que fuesen,
con tal que aquél que los atacaba tuviese
un pensamiento y un corazón puro;
esperando, con el auxilio de Dios, librar
a la comunidad de sus nocturnos
visitantes. Ordenó en seguida un ayuno
de tres días que debía finalizar con una
confesión general.
Por medio de las preguntas que
dirigió a las pensionistas, descubrió
fácilmente la verdad: los fantasmas se
acusaron, nombrando como cómplice a
una novicia de diecisiete años, llamada
María Aubin. Confesó ésta la verdad y
declaró ser ella la que por la noche se
levantaba a abrir la puerta del
dormitorio, que las más cobardes del
cuarto cuidaban de cerrar por dentro, lo
cual no privaba a los espíritus de entrar,
causando un terror general. Pero so
pretexto de no exponerlas a la cólera de
la superiora, que podría sospechar algo
si el ruido cesaba al siguiente día de la
confesión, el preceptor las autorizó a
renovar de cuando en cuando la farsa
nocturna, mandándoles cesar
gradualmente. Fuese en seguida a
anunciar a la superiora que había
hallado tan castos y puros los
pensamientos de toda la comunidad que
esperaba que, ayudado de sus plegarias,
pronto quedaría el convento libre de las
apariciones que lo llevaban revuelto.
Realizóse la predicción del director,
y la fama del santo varón que había
velado y rogado por la salud de las
buenas ursulinas, aumentóse en Loudun
considerablemente.
Todo volvía a estar tranquilo en el
convento, cuando se reunieron Mignon,
Duthibaut, Menuau, Meunier y Barot,
después de haber perdido su causa ante
el arzobispo de Burdeos y de verse
amenazados con ser perseguidos por
Grandier como falsarios y
calumniadores, por lo cual resolvieron
resistir a un hombre tan inflexible que
les perdería sin remedio si no fraguaban
ellos su pérdida antes.
Un extraño rumor, que al cabo de
algún tiempo se esparció por la ciudad,
fue el resultado de esta reunión. Decíase
que los espíritus arrojados por el
director habían vuelto a la carga bajo
una forma invisible e impalpable, y que
varias religiosas habían dado señales de
estar poseídas, en sus palabras y
acciones. Hablaron de ello a Mignon,
quien, en lugar de desmentirlo, levantó
los ojos al cielo, diciendo que si bien
Dios era grande y misericordioso,
Satanás era muy hábil, sobre todo
cuando le secundaba esa falsa ciencia
humana, llamada magia, y que aunque no
carecían estos ruidos de fundamento,
nada probaba enteramente una posesión
real, pudiendo tan sólo el tiempo aclarar
la verdad.
Fácil es adivinar el efecto que
debían producir tales respuestas en unos
genios dispuestos a dar crédito a
semejantes extravagancias: así,
circularon durante un mes sin que
Mignon les diera pábulo, hasta que un
día fue a ver al cura de San Jaime de
Chinon, diciéndole que había llegado a
tal extremo el estado de cosas en el
convento que no se veía con ánimo de
responder por si solo de la salud de
aquellas pobres religiosas, e invitándole
de este modo a ir con él a visitarlas.
Este cura, llamado Pedro Barné, era
afortunadamente el hombre que
necesitaba Mignon para llevar a cabo
semejante empresa: exaltado,
melancólico, visionario y pronto a
emprenderlo todo para aumentar su
reputación de ascetismo y santidad, trató
de dar a esta visita toda la solemnidad
que tan graves circunstancias requerían,
y se dirigió a Loudun a la cabeza de sus
feligreses, en procesión y a pie, para dar
más realce y fama a este acto, más que
suficiente para poner en movimiento a
toda la población.
Mignon y Barné entraron en el
convento, mientras que los fieles
ocupaban la iglesia, rogando por el éxito
de los exorcismos. Seis horas estuvieron
encerrados con las religiosas, y, al cabo
de tanto tiempo, salió Barné para
anunciar a sus parroquianos que ya
podían volverse, pero que él se quedaba
para auxiliar al venerable director en la
sagrada tarea que había emprendido.
Recomendólos luego que rogasen
mañana y tarde con todo fervor, a fin de
que triunfase la causa de Dios en un
asunto que tanto la comprometía.
Este encargo, desnudo de
explicaciones, aumentó la curiosidad
universal: corría la voz de que no eran
una ni dos las monjas poseídas, sino
todo el convento. Y, por el brujo que las
había hechizado, empezaban a nombrar
en alta voz a Urbano Grandier, cuyo
orgullo le había entregado a Satanás,
habiendo vendido su alma para ser el
más sabio de la tierra. Efectivamente,
los conocimientos de Urbano
sobrepujaban tanto la instrucción
general de Loudun que muchos dieron
fácilmente crédito a cuanto se decía; sin
embargo, otros se reían de tales
absurdos y tonterías, mirándolo sólo por
el lado ridículo.
Renovaron los eclesiásticos sus
visitas a las religiosas por espacio de
diez o doce días, estando cada vez con
ellas cuatro, seis horas, y a veces todo
el día. Por fin, el lunes 11 de octubre de
1632, escribieron al cura de Vernier, a
Guillermo Cerisay de la Gueriniére,
bailío del Loudenois, y a Luis Chauvet,
teniente civil, rogándoles que se
sirviesen pasar por el convento de las
ursulinas para ver a dos monjas
poseídas por el demonio, y atestiguar
los extraños y casi increíbles efectos de
la posesión. Invitados de esta manera,
no pudieron los magistrados dejar de
acceder a la demanda; por otra parte,
movidos por la curiosidad, no les sabía
mal ver por sí mismos a qué debían
atenerse en los rumores que corrían por
la ciudad. Fueron al convento para
asistir a los conjuros, y autorizarlos si la
posesión era real, o detener el curso de
esta farsa si juzgaban que había ficción.
Llegados a la puerta, apareció Mignon
revestido con su alba y estola,
diciéndoles que, por espacio de quince
días, las religiosas estaban perseguidas
por horrorosos espectros y visiones, y
que la madre superiora y otras dos
monjas habían estado poseídas por el
demonio durante ocho o diez días, pero
que había sido expulsado de sus cuerpos
con la ayuda de Barné y otros religiosos
carmelitas que se habían prestado contra
el enemigo común. Sin embargo, que el
domingo anterior por la noche, la
superiora Juana de Belfield y una
hermana lega, llamada Juana
Dumagnoux, fueron atormentadas de
nuevo. Añadió que había descubierto en
sus conjuros que el hechizo se había
verificado por medio de un nuevo pacto,
cuyo símbolo era un ramo de rosas, en
vez del primero, que había sido tres
espinas negras; que durante la primera
posesión los espíritus no se habían
querido nombrar, pero que, a fuerza de
conjuros, el de la madre superiora había
confesado su nombre, y que era
Astaroth, uno de los mayores enemigos
de Dios; en cuanto al de la lega, era un
diablo de orden inferior llamado
Sabulón. Desgraciadamente, las dos
religiosas estaban descansando, y en
consecuencia, Mignon invitó al bailío y
al teniente civil a volver otra vez. Pero
cuando los dos magistrados se retiraban,
una religiosa fue a decirles que las
energúmenas eran de nuevo
atormentadas. Subieron con Mignon y el
cura de Vernier a un aposento en que
había siete camas, de las que dos
solamente estaban ocupadas, una por la
superiora y otra por la hermana lega. Un
gran número de carmelitas, religiosas
del convento, Mathurin Rousseau,
canónigo de Santa Cruz, y el cirujano
Mannouri, rodeaban el lecho de la
superiora, cuyo hechizo era el más
interesante.
Apenas entraron los magistrados
cuando la superiora fue presa de
movimientos violentos e hizo extrañas
contorsiones, dando unos gritos que se
parecían a los de un lechón. Mirábanla
los magistrados con admiración,
aumentando su sorpresa al verla
hundirse en el lecho, levantándose
después enteramente, con unos gestos y
visajes tan diabólicos, que si bien no
creyeron en la posesión, admiraron a lo
menos el modo en que se representaba.
Entonces Mignon dijo al bailío y al
teniente civil que, a pesar de ignorar la
superiora el latín, si ellos querían,
respondería en esta lengua a las
preguntas que se le hiciesen.
Respondieron los magistrados que el
objeto de su venida era dar fe de la
posesión, y que, así, deseaban que les
diese todas las pruebas posibles de su
existencia. Acercóse Mignon a la
superiora, e imponiendo silencio a los
circunstantes, le puso dos dedos en la
boca; en seguida, hechos los conjuros
que previene el ritual, empezó el
interrogatorio de esta manera:
R. Urbanus. [Urbano]
P. Dic cognomen. [Di su
apellido]
R. Grandier [Grandier]
P. Dic qualitatem [Su
profesión]
R. Sacerdos [Párroco]
P. Cujus ecclesia? [¿De qué
iglesia?]
R. Sancti Petri. [De San
Pedro.]
P. Quae persona attulit
flores? [¿Quién trajo las flores?]
R. Diabolica. [Una persona
enviada por el diablo]
—¡Grandier, Grandier!
Compradme de esto en la plaza.
—Urbanus —respondió.
—Estne Urbanus papa?
[¿Es el papa Urbano?] —le
preguntó de nuevo.
—Grandier —repuso la
superiora.
—Quare ingressus est in
corpus hujus puellae? [¿Por qué
entraste en el cuerpo de esta
joven?] —continuó Barné.
—Propter presentiam tuam
[Por tu presencia]
Después añadió:
Y en seguida:
»GRANDIER».
«Ciertamente —dice—,
tenían motivos para quejarse de
la poca finura y cortesía de esos
demonios, que no hacían caso de
su mérito ni de su categoría.
Pero si la mayor parte de
aquellas gentes hubiesen
examinado su conciencia, tal vez
se habrían percatado de que ella
era el origen de su descontento, y
que más bien debían irritarse
contra sí mismos por medio de
una buena penitencia, que no ir
con ávida y viciosa conciencia
para volver sumidos en la
incredulidad».
»Dado en Loudun el 18 de
agosto de 1634».
***
(1800-1801)