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CUANDO LA RACIONALIDAD AHOGA

Por lo común creemos que examinar detenidamente algo desemboca en resultados mejores, pues así
evitamos descuidos o negligencias. Los consumidores siempre deben comparar precios para encontrar el mejor
producto. Esperamos que los médicos pidan muchas pruebas de diagnóstico, aunque éstas sean caras e
invasivas. En otras palabras, creemos que una decisión resultante de la reflexión racional será siempre mejor
que una decisión impulsiva. Por eso no debemos valorar un libro por la cubierta o proponer matrimonio en la
primera cita. Cuando dudamos, intentamos recurrir al análisis cuidadoso y utilizar los circuitos racionales de la
corteza prefrontal.
Es fácil de entender esta fe en la capacidad de la razón. Desde Platón, nos han asegurado que un mundo
totalmente racional sería un mundo perfecto. Las personas no acumularían deudas en las tarjetas de crédito ni
habría prejuicios; sólo los hechos innegables, la cruda realidad.
No obstante, se demuestra que los viejos supuestos son precisamente eso: supuestos,
teorías no probadas. Al fin y al cabo, Platón no realizaba experimentos. De ninguna
manera podía saber que el cerebro racional era incapaz de resolver todos los problemas, o
que en la corteza prefrontal había grandes limitaciones. La realidad del cerebro es que, a
veces, la racionalidad puede despistarnos.
¿Qué provoca el ahogamiento? Aunque pueda parecer una categoría amorfa de
fracaso, o incluso un caso de exceso de emoción, en realidad el ahogamiento se debe a un
error mental concreto: pensar demasiado. En general, la secuencia de episodios es como sigue: si una persona
se pone nerviosa sobre su actuación, por lógica se vuelve más autorreflexiva. Empieza a centrarse en sí misma,
intentando asegurarse de no cometer fallos. Comienza a inspeccionar acciones que como mejor se realizan es
con el piloto automático. El cantante de ópera no recuerda cómo se canta. El lanzador se concentra demasiado
en su movimiento y pierde el control del lanzamiento. El actor está preocupado por lo que tiene que decir y en
el escenario se queda paralizado. En cada caso de éstos, se pierde la fluidez natural de la interpretación.
Veamos uno de los ahogamientos más famosos de la historia del deporte: el desmoronamiento de Jean van
de Velde en el último hoyo del British Open de 1999. Hasta ese momento, Van de Velde había estado jugando
un golf casi perfecto. Al llegar al hoyo dieciocho llevaba una ventaja de tres golpes, lo que significaba que podía
hacer doble bogey (es decir, dos golpes por encima del par) y aun así ganar. En los dos primeros recorridos había
hecho birdie (uno bajo par) en ese mismo hoyo.
Ahora Van de Velde era el único jugador en el campo. Sabía que los siguientes golpes podían cambiar su
vida para siempre, y convertir a un jugador competente de la PGA en un golfista de élite. Lo único que debía
hacer era evitar riesgos. Durante los swings de calentamiento en el hoyo dieciocho, Van de Velde se mostró
nervioso. Era un borrascoso día escocés, pero él tenía el rostro perlado de sudor. Tras secárselo repetidas veces,
se acercó al tee, plantó los pies en el suelo y echó atrás el palo. Le salió un swing forzado. Echó las caderas hacia
delante, por lo que el driver no golpeó la bola de lleno. Van de Velde observó salir disparada la manchita blanca
y luego agachó la cabeza. Había mandado la bola muy a la derecha, por lo que acabó a unos veinte metros de la
calle, enterrada en el matorral. En el siguiente golpe cometió el mismo error, pero
ésta vez lanzó la bola tan a la derecha que rebotó en la tribuna y terminó en una
zona de hierba alta hasta la rodilla. El tercer golpe fue todavía peor. Para
entonces, su swing estaba tan poco sincronizado que por poco ni siquiera le da a la
bola: ésta salió con un grueso pegote de hierba, debido a lo cual el golpe se quedó
corto y la bola cayó en el obstáculo de agua, justo antes del green. Van de Velde
hizo una mueca y se volvió, como si no soportara la visión de su fracaso. Tras ser
penalizado, aún estaba a sesenta metros del hoyo. Su vacilante swing volvió a ser
demasiado débil y la bola llegó exactamente adonde él no quería: a un búnker de
arena. Desde ahí consiguió hacer un chip mordido y tendido hasta el green y, al cabo de siete golpes errados,
finalizó el recorrido. Pero ya era demasiado tarde. Van de Velde había perdido el British Open.
La presión del hoyo dieciocho fue la ruina de Van de Velde. Cuando se puso a pensar en los pormenores del
swing, éste le falló. En los últimos siete golpes, Van de Velde pareció un golfista diferente. Ni rastro de su
postura relajada. En vez de jugar como un profesional del circuito de la PGA, empezó a efectuar el swing con la
cautelosa parsimonia de un principiante con un handicap alto. De repente se centró en los aspectos prácticos
del golpe, asegurándose de no girar la muñeca ni abrir las caderas.
Estaba experimentando literalmente una regresión ante la multitud, volviendo a una modalidad de
pensamiento explícito que no había utilizado en el green de golf desde que, siendo niño, estaba aprendiendo a
golpear la bola. Beilock, profesora de psicología de la Universidad de Chicago, ha ayudado
a esclarecer la anatomía del ahogamiento, para lo cual ha usado el putting (tiro al hoyo
desde cerca) en el green como paradigma experimental. Cuando la gente aprende a
realizar el putt, al principio la tarea parece de proporciones enormes. Hay que pensar en
muchísimas cosas. Un golfista debe evaluar la configuración del green, calcular la
trayectoria de la bola, sentir la orientación del césped. A continuación, ha de controlar el
movimiento del putt y asegurarse de que la bola recibe un golpe suave, recto. Para un
jugador inexperto, un putt de golf puede parecer dificilísimo, como un problema de
trigonometría de tamaño natural.
Sin embargo, el esfuerzo mental merece la pena, al menos al principio. Beilock ha demostrado que los
novatos realizan mejores golpes de putt cuando piensan conscientemente en sus acciones. Cuanto más tiempo
pasa el principiante pensando en el putt, más probable es que meta la bola en el hoyo. Concentrándose en el
juego, prestando atención a los aspectos prácticos del golpe, el novato es capaz de evitar los errores del
principiante.
Pero un poco de experiencia lo cambia todo. Después de que un golfista ha aprendido a efectuar el putt -en
cuanto ha memorizado los movimientos necesarios-, analizar el golpe es una
pérdida de tiempo. El cerebro ya sabe qué hacer: calcula automáticamente
la pendiente del green, se decide por el mejor ángulo para el putt y
determina lo fuerte que hay que pegarle a la bola. De hecho, Beilock
observó que cuando se obliga a golfistas expertos a pensar en su putt,
ejecutan golpes bastante peores. «Traemos a golfistas experimentados al
laboratorio y les decimos que presten atención a una parte concreta de su
swing, y lo pifian -explica Beilock-. Cuando uno está en un nivel alto, sus destrezas se automatizan un poco. No
le hace falta prestar atención a cada paso que da.»
A juicio de Beilock, esto es lo que pasa cuando la gente « se ahoga». La parte del cerebro que controla la
conducta-una red centrada en la corteza prefrontal- comienza a entorpecer decisiones que normalmente se
toman sin pensar: se pone a cuestionar a posteriori las habilidades que han estado afinándose durante años de
práctica concienzuda. Lo peor del ahogamiento es que tiende a ser una espiral descendente. Los errores se
basan uno en otro, y una situación estresante se vuelve más estresante aún. Después de que Van de Velde
perdiera el British Open, su carrera comenzó a ir cuesta abajo. Desde 1999, no ha conseguido terminar entre los
diez primeros de un torneo importante.
El ahogamiento es sólo un ejemplo gráfico de los estragos debidos, acaso, a pensar demasiado. Es un
ejemplo de racionalidad que sale mal, de lo que pasa cuando confiamos en las áreas cerebrales equivocadas. A
los cantantes de ópera y a los jugadores de golf, estos procesos de pensamiento reflexivo les dificultan los
entrenados movimientos de sus músculos, y entonces su propio cuerpo les traiciona.
La lección de Jean van de Velde es que el pensamiento racional puede fracasar. Aunque la razón es una
eficaz herramienta cognitiva, es peligroso basarse exclusivamente en las reflexiones y deliberaciones de la
corteza prefrontal. Cuando el cerebro racional secuestra la mente, los individuos suelen cometer toda clase de
errores al tomar decisiones. Dan malos golpes de golf o eligen respuestas erróneas en los test estandarizados.
Pasan por alto la sabiduría de sus emociones -el conocimiento insertado en sus neuronas dopaminérgicas- y
empiezan a buscar cosas que sepan explicar. En vez de escoger la opción que le da la sensación de ser la mejor,
la persona se decide por la que suena mejor, aunque sea una mala idea.

Extraído de Lehrer, J. (2011).Cómo decidimos. Barcelona. Paidós

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