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La Senora Planchita 0 PDF
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Tampoco era de alisar con las manos, do-
blar y guardar.
Muchísimo menos era de planchar p r e n -
das apiladas, para ganar tiempo, como hacía
la vaga del tercero a la calle.
De ninguna manera.
Ella planchaba cosa p o r cosa, con rociador
y almidón casero.
Y planchaba todo. Hasta las medias de ni-
lón (con la plancha fría, pero las planchaba).
La Señora Planchita armó la tabla, enchu-
fó la plancha chiquita de viaje (la grande ha-
bía hecho u n fogonazo "por el uso ininte-
rrumpido", según el técnico), y se puso a mi-
rar la tele, arrobada.
M u c h o q u e m i r a r n o h a b í a , es v e r d a d
—hacía más de tres meses que al televisor al-
go le había reventado p o r a d e n t r o y a r r e -
glarlo salía u n ojo de la cara—. Lo único que
se podía ver era u n a raya finita (cada día
más finita) a lo largo de la pantalla, en la que
la Señora Planchita creía adivinar mujeres
esplendorosas que bajaban p o r escalinatas
de mármol, hombres enérgicos de piel more-
na que hacían chasquear sus rebenques con-
tra las botas de montar...
A veces le parecía ver paisajes nevados, co-
mo en los cuentos de Heidi, o playas de are-
nas blanquísimas, con mares azules y verdes
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palmeras (cosa rara, es verdad, p o r q u e su te-
levisor era en blanco y negro).
Y a u n q u e Florencia, su hija, se matara de
risa al verla así, en medio de altos de ropa,
con u n a plancha tan chiquita y m i r a n d o la
raya de la tele, a la Señora Planchita no le
importaba nada.
¡La Florencita era tan joven! ¿Qué podía
entender de la vida?
Cómo explicarle que a su m a m á le encan-
taba planchar -sobre todo sábanas y mante-
les, q u e son lisos-, p o r q u e con la p l a n c h a
yendo y viniendo, de acá para allá y de allá
para acá, su imaginación echaba a volar...
O í r sí q u e se oía. P e r f e c t a m e n t e . Casi
s i e m p r e e r a n gritos d e s g a r r a d o r e s . "¡¡No,
déjame, maldito gitano!!" O también. "¡¡To-
ma estos diamantes y desaparece de mi vista
para siempre!!"
P e r o hoy la S e ñ o r a P l a n c h i t a n o p o d í a
concentrarse verdaderamente en nada. Y no
era sólo por la inminente llegada de su sue-
gra, que le traía como u n nerviosismo. Era,
más que nada, p o r el asunto de la Florencita.
La cosa no venía de ahora, era cierto. Pero
ella siempre había preferido no comentarlo
con nadie, y menos que menos con su mari-
do, h o m b r e buenísimo pero tan recto que a
veces metía miedo.
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La cosa es que Florencia - c ó m o decirlo
sin que el corazón se le estrujara de dolor-,
Florencia les había salido u n poco, u n po-
quito, un poquitito... varonera.
Ayer mismo, sin ir más lejos, la del tercero
a la calle había venido a hacerle un escánda-
lo "porque su hija, señora, le dejó u n ojo ne-
gro al pobrecito de mi Johnny, que nunca le
hizo mal a nadie". (La Señora Planchita pen-
só que el J o h n n y no era u n pobrecito sino
un grandote malísimo que siempre andaba
molestando a los gatos del vecindario. Pero
no dijo nada.)
Y la semana pasada, el calesitero de la pla-
za España le había advertido que la nena se
trepaba a los árboles a la par que el herma-
no (se refería al Tito), y que "eso, señora, no
sólo es impropio en una niña sino que ade-
más resulta muy peligroso: una mala caída y
p u e d e quedar tullida de por vida". (La Se-
ñora Planchita pensó que Tito también po-
día tener una mala caída y quedar tullido de
por vida. Pero tampoco dijo nada.)
Porque ella bien sabía que con Florencia,
con su Florencita, algo pasaba.
Y en ese momento le vino a la memoria
aquel día -Florencia cumplía cinco años— en
que ella le regaló aquella preciosa planchita
de juguete, tan parecida a las de verdad, con
sus luces de colores y su vaporizador chiqui-
to, que la nena estrelló contra el suelo en u n
inexplicable ataque de nervios.
¿Y qué hizo Florencia con aquel j u e g o tan
completo (y tan caro) de escobita, plumero y
tacho de basura, con pala y todo?
A la escobita la usó de caballo, con el plu-
mero se hizo u n vincha de indio, y al tacho
(rosa, divino, de plástico) lo llenó de agua
podrida y horribles renacuajos de la fuente
de la plaza. Otras quejas no tenía, p o r q u e
Florencita era una nena buena y u n a exce-
lente alumna, "muy lectora", como decía la
maestra (pero esto último a la Señora Plan-
chita no sabía si la alegraba o qué).
La cuestión es que, e n t r e lo mal que se
veía la tele y la cabeza de ella, que andaba en
cualquier parte, la Señora Planchita no ha-
bía entendido bien si la rica heredera se ca-
saba por fin con el gitano o si el gitano aco-
gotaba a la rica heredera. Pero mucho no se
preocupó: después la llamaría por teléfono a
su comadre, que tenía u n televisor caro pero
el mejor y que le contaría todo con lujo de
detalles.
Volvió a pensar en Florencia, pero en eso
sonó el timbre del portero eléctrico. Y la Se-
ñora Planchita bajó a abrir (el portero eléctri-
co andaba medio medio), tan distraída que se
olvidó de sacarse los patines de lustrar.
Era Doña Lola. La m a d r e del Señor de la
Fuente. Su suegra.
-¡Pero otra vez se me vino cargada, Doña
Lola! -y la voz de la Señora Planchita trató
de sonar amable—. ¡Y mire que se lo digo!
¡Con lo mal que se viaja!
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-¡Es que vos sabes, nena, que yo n o p u e -
do venir con las manos vacías! ¡No sé, es co-
m o u n a obsesión q u e t e n g o ! A d e m á s , hoy
les traje algo q u e se van a c h u p a r los d e -
dos... ¿A que no adivinas?
- A ver... A ver... D é j e m e q u e p i e n s e . . .
¡Dulce d e tomate!
-Sí... ¿Cómo adivinaste? -dijo la abuela de
lo más llovida.
Pero enseguida se animó:
-¡Diez frascos d e d u l c e , r e c i é n h e c h i t o !
P o r q u e vos todavía n o aprendiste a hacer el
dulce ¿no? Y mira que es fácil... ¡Y económi-
co! Pero, c u a n d o n o hay voluntad...
- N o se trata de eso, Doña Lola... ¡Es que a
usted le sale TAN rico el dulce! Y como toda-
vía tenemos ocho frascos de la vez pasada...
¡En la heladera ya no entra ni u n frasco más!
—¡Lo que pasa es que vos no sabes aprove-
char bien el lugar! ¡Déjame a mí y ya vas a
ver! -dijo Doña Lola. Y mientras empezaba
a vaciar la heladera agregó p o r lo b a j o : - ¡Ay,
q u é bien le vendría a esta casa que yo m e vi-
niera a pasar u n tiempito! N o digo m u c h o :
mes, mes y medio...
H a s t a q u e , de r e p e n t e , D o ñ a Lola p e g ó
u n grito espantoso:
-¡¡NENA, NENA, VENÍ ACÁ INMEDIATA-
MENTE!!
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La Señora Planchita, que estaba con los
ojos entrecerrados, fijos en la tirita de la no-
vela, p o r q u e parecía que el gitano era, en
realidad, u n conde ruso que estaba de incóg-
nito, corrió hasta la heladera.
—¡Ya sé, no me diga nada! ¡La heladera le
dio u n a patada de electricidad! ¿No, Doña
Lola?
—¡Qué patada ni qué niño envuelto! —gritó
la abuela con los ojos salidos p a r a afuera,
mientras en la m a n o agitaba algo verde y pe-
ludo—, ¡Mira lo que encontré en el fondo de
la h e l a d e r a ! ¡ZAPALLO PODRIDO! ¡Con lo
tóxico que es el zapallo podrido! ¡Una fami-
lia entera, con abuela y todo, murió envene-
nada con zapallo podrido! ¿Acaso no lees los
diarios, vos?
La Señora Planchita se sintió desfallecer.
Ahora su suegra iría a contárselo a todos.
Antes que nada al Señor de la Fuente (si la
conocería).
Y enseguida a la Gladys, esa harpía.
Nunca en su vida había sufrido semejante
humillación.
En ese momento sonó el timbre.
"Gracias a Dios llegó Florencia", pensó la
Señora Planchita.
Pero no sabía lo que estaba diciendo...
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—¡Pero yo se lo cambié esta mañana el de-
lantal, Doña Lola! —contestó la Señora Plan-
chita bastante molesta-. ¡Lo que pasa es que
Florencita es tan poco cuidadosa! ¡Total, co-
mo los delantales los lavo yo! ¡Y a p u r a ta-
bla...! Porque al lavarropas no sé bien lo que
le pasó, pero empezó a temblar, ¡y a dar sal-
tos! ¡Si hasta se me apareció de repente en el
dormitorio, largando agua y jabón por todos
lados! ¡Un susto me di!
Pero Doña Lola todavía estaba atraganta-
da con lo del dulce.
Así que ni siquiera hizo u n comentario y
siguió adelante:
-Claro que Florencita ya tiene edad sufi-
ciente no sólo para lavarse y para plancharse
su propia ropa sino también la del Tito. Yo a
la Gladys desde chiquita nomás le enseñé a
ocuparse de su ropa y de la ropa de sus her-
m a n o s . P a r a q u e se fuera a c o s t u m b r a n d o
¿viste? Y después no fuera u n a inútil, ja...
"Mejor no hablemos de la Gladys, esa j o -
ya", p e n s ó la Señora Planchita, q u e estaba
p o n i é n d o s e rabiosa. Pero como ella n o era
de discutir, quiso cambiar de tema. Y enton-
ces no tuvo mejor idea que preguntar, seña-
lando unos paquetes con m o ñ o :
-¿Anduvo de compras, Doña Lola?
—Ah, sí —se animó la abuela—. Son unas pa-
vaditas p a r a los chicos.
Florencita se acercó corriendo.
—¡A ver, abu, a ver!
—Este de m o ñ o azul es p a r a Tito: u n j u e g o
de química. Después se lo das, p e r o que lo
abra él. Y este otro de m o ñ o rosa —la abuela
sonrió, chocha de la vida— es p a r a vos: ¡un
costurerito con agujas, hilos de colores y de-
dal! ¡Ah, y u n a carpetita p a r a q u e la bordes,
con el dibujo ya marcado, así te sale prolija!
¿Te gusta, corazón?
Esta vez la Señora Planchita, que se la vio
venir, corrió a meterse en la cocina, mientras
gritaba:
- ¡ D o ñ a Lola! ¿Por qué no se viene a la co-
cina a tomar unos mates? ¡Le hice bizcochos
caseros, como a usted le gusta!
Pero a pesar de q u e abrió la canilla del
agua caliente p a r a q u e el r u i d o del calefón
(¿estaría p o r explotar?) le i m p i d i e r a oír la
respuesta de Florencita, alcanzó a escuchar,
con toda claridad:
—Pero abuela... ¡Si fui yo la que te p e d í el
j u e g o de química! i Y a mí bordar m e hincha!
Esa noche, la Señora Planchita decidió te-
ner una conversación a fondo con el Señor
de la Fuente, porque para ella la cosa con la
Florencia estaba llegando a mayores.
Pero apenas la Señora Planchita empezó a
hablar, el Señor de la Fuente, que ese día es-
taba deshecho de cansancio, le recordó que
la educación de los chicos, en especial de la
nena, era cosa de ella; que él bastante tenía
con los dos trabajos y las changas. Y que aho-
ra lo dejara dormir, que cómo se veía que
ella mañana no tenía que salir a ganarse el
pan.
La Señora Planchita no hizo ningún co-
mentario y se acostó. Pero no p u d o pegar
ojo, y eso que antes de acostarse se había to-
mado un té de tilo.
Y como no pudo dormir, se levantó.
Y se fue a la cocina, para no molestar a
nadie.
Y como estaba tan nerviosa pensó: "Mejor
me pongo a hacer algo".
¿Y qué iba a hacer la Señora Planchita si-
no ponerse a planchar?
Muy lentamente, p o r q u e tenía como u n
peso en el corazón, a r m ó la tabla de plan-
char, enchufó la planchita de viaje y fue a
buscar los manteles y las sábanas, p a r a re-
pasarlos nomás, p o r q u e estaban plancha-
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dos del día a n t e r i o r .
Al pasar, y casi sin darse cuenta, encendió
la tele.
C u a n d o volvió a la cocina, la plancha esta-
ba lista.
Y a u n q u e en la televisión ya no había na-
d a (eran las tres d e la m a ñ a n a ) , ella igual,
p o r costumbre, empezó a mirar.
mirar la raya finita.
Cada día más finita.
Y con la plancha yendo y viniendo sobre
las sábanas y los manteles a l m i d o n a d o s , su
imaginación empezó a volar.
Entonces en la rayita de la televisión creyó
ver señoras envueltas en pieles y caballeros
elegantísimos que bajaban de coches largos y
brillantes.
T a m b i é n vio t r i n e o s q u e a t r a v e s a b a n la
nieve, y barcos que se hacían a la mar...
Hasta que, d e r e p e n t e , en la rayita de la
tele se apareció u n a nena. ¿Una nena? ¿Sería
la Florencita?
E n t r e c e r r ó los ojos p a r a ver mejor y en-
tonces se dio cuenta de que esa n e n a n o era
la Florencita, su hija, sino que era ella mis-
ma, Aurora, a la que todos, cariñosamente,
llamaban Planchita.
Se vio chiquita (¿estaría volviéndose loca?)
el día aquel en que dijo la mala palabra que
u n n e n e le había e n s e ñ a d o e n la escuela.
Con j a b ó n le habían lavado la boca, y c u a n d o
lloraba le salían globitos de colores. Y enton-
ces su m a m á se asustó y le dijo que lo hacían
por su bien, p o r q u e u n a niña b u e n a no dice
palabrotas.
También se vio ya más crecida, el día que
vino con dos aplazos en el boletín y su p a p á
le dijo q u e p a r a qué iba a seguir estudiando,
si total después se casaba y chau. Y que si te-
nía dos aplazos a lo mejor era p o r q u e la ca-
beza n o le daba.
Después volvió a verse chiquita, el día que
j u g a n d o a los piratas con sus h e r m a n o s se
cayó del techo d e la cocina. Y vio, o creyó
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ver (la rayita había crecido y la imagen cu-
bría toda la pantalla), la cara de su tía Carlo-
ta que, mientras le curaba los chichones, le
decía que eso le había pasado por j u g a r a lo
bruto, por andar haciéndose la varonera.
La varonera.
Como Florencita.
Y la S e ñ o r a P l a n c h i t a , A u r o r a , se dio
cuenta de que tenía la cara mojada.
Entonces se quedó u n rato apoyada sobre
la tabla de planchar.
Después, tratando de no hacer ruido para
no despertar a nadie, desarmó la tabla, puso
la planchita sobre la mesada para que se en-
friara, apagó la televisión y, en p u n t a s de
pie, se fue a ver a su hija, que dormía en el
comedor.
Entonces la Señora Planchita, Aurora, se
sentó en la orilla de la cama y la arropó bien
a la hija.
Y aunque Florencita dormía a pata suelta,
igual se le acercó a la oreja y le dijo por lo
bajo, como si la hija pudiera oírla:
- M a ñ a n a vos y yo nos vamos las dos al ci-
ne. Y después a tomar chocolate con chu-
rros, que tenemos muchas cosas que hablar.
Y le dio u n beso que, en el silencio de la
noche, retumbó por toda la casa.
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