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Áreas de Impunidad

Iñaki Ábalos & Juan Herreros

La Piel Frágil

Cuando se llama a alguien para hablar de su trabajo hay una pregunta constante y a la que en última instancia quien habla
debiera dar algún tipo de respuesta. Esa pregunta es, expresada de la forma más simple, ¿hacia dónde vamos?, ¿cómo
podemos interpretar lo que nos está pasando? Sabemos que pretender una respuesta totalizadora es estúpido. pero
también lo es eludir esa pregunta, esa duda común; así que haremos el esfuerzo retórico de intentar una respuesta parcial y
personal y emplearemos para ello, después de muchos intentos sofisticados, el más simple de los esquemas: una parte
inicial teórica que pretenderá dar un marco conceptual, y una exposición posterior del trabajo práctico que tendrá como
objetivo mostrar hasta qué punto ideas más o menos abstractas tienen una traducción simple, o menos sofisticada, así
como mostrar la forma en que actividad práctica y especulación teórica se alimentan mutuamente, sin que los tiempos de
uno y otro momento puedan ni deban separarse.
Hay que comenzar reconociendo que no es fácil saber hacia dónde nos dirigimos; además, si supiésemos el final
posiblemente perdería interés y necesariamente haríamos cambios de rumbo drásticos. Pero sabemos con alguna certeza
qué es lo que no queremos y qué es, de lo que alguna vez nos gustó, lo que ahora nos repele. Nuestras fobias, como tantas
veces, son la mejor guía.
Por tanto, abordaremos la pregunta evitando contar historias consoladoras, cerradas, construidas para tener apariencia
didáctica y propositiva (demasiado tiempo lo hemos hecho como para no sentir ahora cierto hastío, e incluso pudor, ante la
acogida que este tipo de discursos tiene entre los arquitectos, a menudo hambrientos de certezas, a ser posible de certezas
pequeñas y próximas). De abordar la arquitectura nos atrae lo impúdico, su apariencia, cómo se presenta, cómo tiende a
presentársenos, incluso cómo debiera presentársenos (o su opuesto, cómo debiera dejar de presentársenos), como un
problema capaz de ser discutido desde nuestra experiencia, pero también, pura y simplemente, desde una actitud guiada
por dichas fobias, por aquello que nos ha dejado de interesar.
Fatalmente, nos medimos con dos experiencias que han conformado con precisión nuestra cultura: la moderna, aprendida
como un canon, y la posmodernista, aquel episodio decisivo en el periodo de nuestro aprendizaje, de nuestro
entrenamiento como arquitectos. Así que esta presentación no será sino el levantamiento del acta notarial de nuestras
aproximaciones y rechazos a tales periodos.

Entramos de lleno así en el primer apartado que queremos abordar: el del significado, terrible palabra aplicada a la
arquitectura que no ha dejado de atormentar a críticos y arquitectos a lo largo del siglo, pero que desde los sesenta, como
consecuencia del intento de trasladar los logros del estructuralismo lingüístico a la arquitectura, ha invadido la discusión
disciplinar. Nos referimos en especial a Rossi y Venturi o, mejor, a la forma en que en los años de nuestra formación el tema
del significado pasó a ser central en todas las pedagogías y. en general, al momento del posmodernismo historicista.
Aquellas analogías lingüísticas derivaron en una caricatura que llegó a ser común: la de que el significado era algo que se
pegaba a las fachadas de edificios terriblemente vulgares en forma de cita o guiño historicista. Una transposición elemental
de las interesantes teorías estructurales de Rossi y de las de Venturi, más pragmáticas, que derivó en un abandono completo
de la disciplina y sus conocimientos específicos, técnicos, como fuente de producción de significado. En realidad, o esa fue
nuestra percepción del momento, un abandono completo de lo disciplinar envuelto en una simulación de retorno a lo
disciplinar. Cuando algunos fueron conscientes de que esta arquitectura de cartón piedra ponía más de manifiesto la
distancia que la simpatía entre la memoria colectiva y su simulacro, se volvió a la construcción, pero necesariamente a la
construcción tradicional como una forma de dar veracidad a ese significado arquitectónico perseguido: Krier, por ejemplo,
y muchos más volvieron entusiasmados a los muros de ladrillos produciendo una estética de Ben-Hur, especialmente en el
sur de Europa, que no por casualidad complació mucho a los americanos por aquellos años (nostálgicos de una grandeza
quizá perdida ya para siempre). Aquello era verdaderamente esquizofrénico para nosotros, alumnos entonces; nos
movíamos en un mundo en el que todas nuestras referencias, todo lo que construía nuestra cultura y constituía nuestra
mirada era estrictamente moderno, no sólo en música, pintura o literatura, también en filosofía, sociología, política o en
algo tan próximo como las costumbres sociales, el ocio o el papel del sexo y, sin embargo, al enfrentarnos al tablero nos
poníamos el atuendo del siglo XVIII, y por muy "ilustrado" que fuese, y liberal y políticamente progresista, nos sentíamos
unos perfectos hipócritas, unos moralistas con doble moral, la de nuestra libertad y la de los demás, insoportablemente
cargada de memoria, disciplina, construcción, mimesis, seriedad, racionalidad y todo lo que se desee añadir.

Nuestro intento para salir de aquello fue sencillo: buscar en los arquitectos modernos una relación entre significado y
arquitectura más afín a nuestras preferencias vitales (algo que entonces y ahora nos sigue preocupando, algo en lo que
seguimos, por tanto, empeñados). Y elegimos la experiencia de Le Corbusier como forma de investigar aproximaciones
atractivas y paradigmáticas al problema. La oficina como actividad y la construcción en altura como tipología nos sirvieron
para entender hasta qué punto los modernos habían utilizado estos temas como laboratorios en los que individualizar sus
nuevos ideales; cómo la técnica en su condición más necesaria había revelado a los más despiertos (Le Corbusier, Mies,
Gropius) mecanismos con los que imaginar otros paradigmas. Pero, sobre todo, cómo la condición para tal despliegue
había sido mirar a su tiempo con otros ojos, limpiar la mirada hasta ver en la violencia del capitalismo naciente de Chicago y
su técnica asociada algo más que mala arquitectura académica: todo el esplendor, si se quiere magnífico, si se quiere
catastrófico, del siglo XX, su sustrato poético.
Pero también vimos que volver a mirar con sus ojos no era sino reproducir el mismo historicismo que rechazábamos, ahora
incluso de una forma más perversa, pues parecía dotado de una cierta modernidad de lenguaje que lo hacía aparecer como
no historicista. Entendimos que sólo aplicando un ojo inmoralista a nuestro propio contexto podríamos replantear la
cuestión del significado sin hipotecas respecto a los modernos ni a los posmodernos historicistas. Y para ello era necesario,
o al menos conveniente, saber qué tiempo era el de nuestro propio contexto, o mejor, en qué momento moderno y
contemporáneo pasaban a ser categorías diferentes, contrapuestas.
Apoyados en otros, entendimos que el final apocalíptico de la Segunda Guerra Mundial marca un punto de inflexión
decisivo en el que reconocer nuestro tiempo, aquel en que el positivismo, la fe unidimensional en el progreso, desaparece,
desvelada en toda su brutalidad la fuerza de la técnica para la destrucción, simétrica a aquella fe en su carácter constructor
propio del XIX y, más acusadamente aún, de la modernidad, siempre positivista, al menos entre los europeos.
De modo que en nuestro tiempo presente nos quedamos huérfanos de dos modelos de significación: el historicista y el
maquinista. No podíamos, no queríamos tener nostalgia del pasado (el triste pasado franquista era la experiencia más
directa que poseíamos entonces, no hoy, del valor de la historia), ni sentíamos de ninguna manera la épica de la máquina (o
quizá sí, por qué negarlo, pero siempre como una nostalgia, esa nostalgia de las vanguardias que tan perniciosa es todavía y
que tanta confusión y dogmatismo sigue sembrando). Ni Ben-Hur ni Henry Ford eran modelos y, sobre todo, lo que no era
en absoluto modelo era lo heroico, el esfuerzo, el sufrimiento, el modelo romántico de artista hipersensible, incomprendido
y doliente, que sólo contra el mundo puede desgranar a duras penas un mensaje de completo ensimismamiento e
incomprensión. Nada de ello tenía sentido y era precisamente esto, tener sentido, lo que podía sustituir, dar una alternativa
y una salida a la necesidad de "significado". ¿Por qué no buscar aquello que "tiene sentido", rebajar las pretensiones,
aproximar las posiciones? No tenía sentido ni la nostalgia del pasado ni la proyección hacia el futuro, ni las actitudes
historicistas, existencialistas o estructuralistas, ni las positivistas o marxistas, sino quizá enfrentarse a nuestro tiempo, plano y
estallado, sin coberturas de figuración histórica o maquínica, reconociendo los temas y las formas de abordarlos que
sentimos como nuestros, que hacen, que fabrican sentido.
Así llegamos a la segunda fobia, conectada con la idea de significado. Esta fobia puede describirse como la repulsión a
seguir enfrentándonos al cerramiento, a la fachada, a la piel; en términos puritanos, el rechazo a las actitudes calvinistas de
los modernos que fingían con virginal pudor que "ese" no era el problema, que la fachada debía ser consecuencia de "otra"
cosa, algo más "profundo" y consustancial a la arquitectura, algo así como la expresión de la verdad del edificio (bien es
cierto que ellos huían del eclecticismo más banal, pero nosotros también tendríamos motivos para salir corriendo de la
profunda inmoralidad con que los posmodernos abusaron de la idea de "historia". ellos sí que habían transformado la
historia en una zorra, en una mercancía).

La transparencia literal de la fachada moderna, esa presunta objetividad, ese mero padecer el interior, esa autoinmolación
en favor de la profundidad, de la tercera dimensión, del espacio, esa comprensión, en definitiva, de la estructura interna
como único rostro homologable, huele a fiasco: es un autoengaño más de uno de los momentos más estrictos y puritanos
de la arquitectura (y no por ello, en absoluto, dejamos de mirarlo y admirarlo como nuestra principal referencia). En realidad
sentimos que no era así entonces, aunque esa era la explicación más correcta políticamente, la norma, pues el medio estaba
infectado de positivismo y calvinismo; todo debía encontrar un sentido en una proyección hacia el futuro, en el finalismo,
fuese terreno (marxista/positivista) o celestial.
Así que consideramos como un tema ciertamente nuestro el rescatar la autonomía de la piel, la oposición entre superficie y
volumen o, simplemente, el derecho a la autonomía y la belleza, el primado de la presencia frente a la esencia, si es que tal
cosa existe. Si algo nos aleja de los modernos es nuestro abandono de aquel primado de la verdad frente a la belleza, de la
objetividad -fuese técnica o funcional- frente a la apariencia o forma en que las cosas se nos presentan. Ya no nos parece tan
nefasta la dedicación proyectual a la apariencia y si hemos de ser sinceros reconoceremos que. al menos los que nos
obstinamos en seguir entendiendo la arquitectura como una práctica artística (algo por otra parte muy conservador pero
que nos llevaría a preguntarnos qué es hoy ser conservador y qué significa en nuestro mundo querer conservar nuestra
historia; qué difícil es repartir hoy los papeles sobre qué representa progresista o conservador, o mejor, cuánta libertad
individual se defiende hoy conservando al menos ciertos ritos de nuestra sociedad), pues bien, siguiendo el hilo inicial, los
que creemos que la arquitectura es una disciplina sin duda abierta pero inmersa en las prácticas artísticas hemos de
reconocer que preservar la fachada de los accidentes interiores, de la casuística menuda propia de aproximaciones
estrictamente funcionalistas. es una de las preocupaciones básicas, algo que se lleva una importante porción de nuestro
tiempo y la mayor parte de nuestra imaginación: restar accidentes, colisiones, entre la menuda problemática distributiva y la
piel; dejarla libre y limpia para que pueda desplegar su discurso sin mácula, sin hipotecas. Pero quizá esto ha sido verdad
siempre y sólo la ideología moderna (no sus prácticas) reprimió esta afirmación de nobleza de la piel.
La nobleza de la piel, su dignidad o, mejor, su intensidad: tal podría ser lo que aquí se enuncia. Así pues, el rasgo principal
que subrayamos es esa intensidad de lo superficial, de la piel, el punto de máxima fricción, el lugar a través del cual se
adquiere la experiencia o, mejor, el lugar en el que las experiencias adquieren sentido. Sin duda esta afirmación de la piel
como lugar de máxima intensidad tiene una importante colección de padrinos, no siendo hoy demasiado arriesgada. La
afirmación de Paul Valéry "la piel es lo más profundo" ha adquirido en nuestro fin de milenio valor de cánon; no sólo en
Deleuze o Jameson sino, en general. en la abolición de la profundidad, del modelo de profundidad como modelo de
verdad en todo el pensamiento contemporáneo. Como dice Frederic Jameson (y transcribimos la cita porque es
verdaderamente sintética y oportuna) junto al abandono del modelo hermenéutica del interior y el exterior,
'( ...) hay al menos otros cuatro modelos fundamentales de profundidad, que por lo general han sido objeto de rechazo en la
teoría contemporánea: el modelo dialéctico de la esencia y la apariencia (junto con toda la gama de conceptos de ideología
o falsa conciencia que usualmente le acompañan); el modelo freudiano de lo latente y lo manifiesto o de la represión (que es
sin duda el objetivo del sintomático y programático escrito de Michel Foucault La Volonté de savoir); el modelo
existencialista de la autenticidad y la inautenticidad, cuya temática trágica o heroica guarda una relación muy estrecha con
esa otra gran oposición de alienación o desalienación que, por su parte, también ha caído igualmente en desgracia en el
periodo posestructuralista o posmoderno; y, finalmente, el más reciente cronológicamente: el modelo de la gran oposición
semiótica entre significante y significado, que fue rápidamente desentrañado y deconstruido durante su breve momento de
apogeo en los años sesenta y setenta. Lo que ha sustituido a estos diferentes modelos es, en la mayoría de los casos, una
concepción de las prácticas, los discursos y el juego ..., en la que la profundidad ha sido reemplazada por la superficie o por
múltiples superficies (...)".

Esto sin duda es revelador de nuestra situación, pero entraña el peligro de pensar "estupendo, ahora todo vale, haré cosas
sin sentido y así todo será más complejo, sofisticado y al día". El ejemplo de Andy Warhol y sus retratos es muy pertinente
para entender que este abandono del modelo de profundidad deja intacto el modelo de intensidad. Nos referimos a la
técnica con la que abordó el retrato, aparentemente estúpida: por ejemplo, al dejar que fuesen los propios clientes los que
eligiesen la foto en la que más favorecidos se sentían para servir de base al retrato, o en el interés por retratar básicamente a
gente con glamour, o en el empeño en aumentar el contraste de las fotos hasta eliminar rasgos secundarios, o delegando en
Kodak y en manos de otros a la hora de plasmar los retratos sobre el lienzo, etcétera. Pero sin duda -ahora que Warhol ya es
historia y tiene museo, que todo es más fácil de ser comprendido-, hoy nos admira que si hay un retratista del siglo XX y de
sus ambiciones -y decimos retratista en el sentido clásico, idéntico al sentido que Velázquez despliega en los retratos de
Juan de Pareja y del Papa lnocencio X-, ése es Warhol y es, por tanto y ante todo, un gran continuador de la tradición
pictórica, quizá uno de los más grandes, y por ello adquiere todo su relieve. Lo que debiera entenderse con este ejemplo es
que dicha superficialidad no es tontería o banalidad, sino el abandono del modelo de profundidad para obtener intensidad;
que tal modelo, el de profundidad, quizá sirviera en el arco clásico o en el humanismo, pero no hoy si deseamos hacer una
descripción verosímil o convincente de nuestro mundo.
Volviendo a las fachadas, es pertinente entender que el abandono del modelo de profundidad implica un mayor valor no
sólo de lo superficial, sino también de lo próximo, de lo que está ahí, "tal cual". Esto es, la sustitución de la promesa de algo
sublime e inalcanzable por un ojo capaz de conferir valor a lo banal, a lo cotidiano, a lo intrascendente, y ponerlo a mano. Y
para ello, frente a la profundidad, el valor que hay que desplegar es sin duda, si no queremos caer en la simpleza pura, la
ambigüedad, la ambigüedad de Warhol, la capacidad de un lenguaje no destinado a revelar la "verdad" para hablar
idiomas distintos simultáneamente y cristalizar en diferentes estratos, para comunicarse con distintos interlocutores (de ser
lenguaje poético en suma). Ése es posiblemente el sentido más nítido de la superficialidad, de la intensificación de lo
superficial: la ambigüedad o imprecisión de los mensajes. Algo que ha sido explicado ya por otros como "debilidad" o
"fragilidad" y que es, quizá, el mensaje esencial de lo que aquí se afirma, lo que separa el significado del sentido.
Desde nuestra perspectiva, esta ambigüedad ligada al sentido y a la piel está implícita en la técnica contemporánea
entendida como un factor esencial de la fantasía, de la imaginación, como algo que describe de forma privilegiada la
producción material de nuestras sociedades, pues la contiene y caracteriza. Por ello estudiamos las diferencias entre la
técnica moderna y la contemporánea, porque en esas pequeñas diferencias -a menudo invisibles para los críticos,
acostumbrados a grandes bultos, nunca sensibles al cambio de sentido que implican las pequeñas diferencias- es donde
mejor podemos percibir nuestro tiempo.

¿A qué técnica contemporánea nos referimos? Nuestros objetos, los objetos producidos hoy por nuestra sociedad son tan
poco maquínicos como el Twingo o el Swatch, y es en ellos donde podemos entender hasta qué punto las condiciones de
producción material han variado, cuáles son los nuevos resortes, lo vieja que resulta la épica moderna y sus temas, cuánto ha
sido desplazada por otros valores. Por ello pensamos que operar con la técnica contemporánea es, hoy, para un arquitecto,
trabajar con los catálogos. con el esfuerzo intelectual e inventivo de otros. Algo contrario a la inventiva aplicada a lo técnico -
el arquitecto como ingeniero que constantemente enseña, a costa del cliente, "cómo habría que hacer las cosas" en favor
de una economía que es la de suponer que tal esfuerzo ha sido ya realizado por otros con más medios y mejor
predisposición intelectual. Se trata de concentrarnos en el resto de los valores puestos de relieve por la cultura objetual
contemporánea. en especial los asociados al consumo, la moda y sus mecanismos asociados, frente a los asociados a la
producción, de corte ingenieril y objetivista. Ahí es donde encontramos una gran afinidad tanto con el pop ("pop art is liking
things", el arte pop es el gusto por las cosas, decía Warhol) como con las corrientes minimalistas que, surgidas como
tendencias contrapuestas, hoy pueden ser entendidas como complementarias, pues tanto esa cultura vernácula industrial
como el énfasis en la economía significativa, en la eficacia, en la reducción, son valores pertinentes y confluyentes desde la
perspectiva arquitectónica. Algo que esta idea de catálogo permite entender en su carácter unificador.
Pero miramos lo próximo y los catálogos sin inocencia, con ojos suspicaces, buscando efectos y lecturas no literales. a
caballo entre el uso que Alejandro de la Sota hacía del catálogo -su impagable sillería gruesa y delgada de León es un
ejemplo espléndido- y el uso del extrañamiento en el pop, sacado de contexto y escala, buscando rescatar ahí, dentro del
sistema o de la capacidad de producción material de nuestra época, una distancia, una condición crítica, la capacidad de ver
con otros ojos y decir otras cosas, de afirmar y negar simultáneamente -esto es la ambigüedad- algo que consideramos una
condición sustancial a la definición de la arquitectura como práctica artística.
Son estos temas asociados a lo próximo y a la técnica contemporánea los que mejor explican la fragilidad como valor
emergente frente a la fuerza y la estabilidad, valores propios del discurso tradicional y moderno de la arquitectura. Y es
desde la posición actual del arquitecto -con un pie dentro y otro fuera del sistema y de la disciplina- como puede entenderse
que la presencia de la arquitectura deja de tener ese carácter impositivo y representativo, tan propio de las composiciones
plásticas modernas y los conjuntos tradicionales y10 posmodernos, para adquirir otra actitud y otros valores: la discreción.
la tendencia a disolverse o incluso a camuflarse, la reflexión y la mutación como mecanismos de adecuación, la minimización
de la presencia o incluso la desmaterialización. Y, sobre todo, la simplificación, la abolición de lo complejo como valor. Todas
ellas son estrategias que entran en resonancia con la fragilidad, con la fugacidad de nuestra instalación espacial y
percepción temporal, formando un conjunto de actitudes capaces de orientar su forma expresiva.
Recientemente este conjunto ha sido englobado bajo el epígrafe "ligereza" o su homónimo inglés lightness. Light
Construction es el título de la exposición organizada por Terence Riley en el MoMA, en la que son paradigmáticas algunas
obras suizas y japonesas, así como el trabajo de Nouvel, entre otros.
Sería oportuno concluir este paseo por las fobias hablando ahora contra la transparencia moderna, contra el puritanismo, no
sólo por escamotear la importancia de la fachada como tal -compositiva, material, técnica, representativa, como se quiera-,
sino por acabar siendo una concepción que hace de la exposición de los espacios y de las gentes, de la "visibilidad", un
objetivo moral que elimina la posibilidad de toda desviación: en esa visibilidad hay un traslado a toda construcción, sea
pública o privada, del Panopticón de Jeremías Bentham, una extrema vigilancia social que nos repele. La opacidad o los
estados intermedios -las veladuras, las difusiones y filtros, las celosías, biombos y cuantos mecanismos más o menos
técnicos podamos imaginar- pasan a ser objeto preferente de trabajo. Y ello implica un uso diferente de la luz, sea natural o
artificial, que no tiene vínculos ni con la densa luz fenomenológica, normalmente asociada a lo matérico, ni con la higiénica
iluminación positivista propia de los modernos. Una luz velada que hace de su ligereza y fugacidad, de su ingravidez, un
nuevo objeto estético y produce una forma diferente de experimentar el espacio.
Pero no es sólo en el territorio de la luz donde la ligereza (lightness) encuentra su oportunidad actual. Con las nuevas
técnicas y materiales, la ligereza también encuentra, y de forma precisa, un territorio de exploración entre los materiales
opacos ya no necesariamente asociado a lo masivo y lo defensivo, sino entendido como película de protección de la
intimidad, como capa reflectiva y no obligatoriamente pesada o masiva. Esto es, con todos los resortes de camuflaje y
propiedades mutantes que propician los materiales artificiales (por no hablar del tema mediático/virtual que tantas
expectativas produce en algunos, quizá de forma demasiado tierna, en el sentido de que demasiadas veces el resultado no
es sino una transposición literal de lo publicitario que queda atrapada en esa fascinación, sin ir más allá, sin superarla o
trastocarla).

Igualmente es importante subrayar que estas cuestiones no se quedan en los aspectos visuales, en la presentación de las
cosas; la ligereza es una condición que afecta a todo el proceso de producción del espacio contemporáneo y, como tal, no
se queda en los edificios, sino que pasa a la posición del arquitecto, que opera o tiende a operar imbuido de una mayor
ligereza, sin dejarse atrapar en el sufrimiento ni en el esfuerzo material que atraía tanto hace apenas dos décadas; una
ligereza que invade todo el proceso.
Esta conciencia de que la ligereza es un valor es lo que hace pensar en su valor en la puesta en obra, en la facilidad y ligereza
como mecanismos de abolición del sufrimiento físico, en la extensión de una condición digna del proceso de puesta en
obra desde una decisión de proyecto, una responsabilidad que a menudo eludimos por otros intereses, pero que es
pertinente subrayar, pues el ansia de facilidad, de simplificación, de ligereza, de abolición del sufrimiento, sólo tiene pleno
sentido extendida también al trabajador, a la sustitución del esfuerzo físico tradicional por un esfuerzo intelectual
equivalente que dignifique las condiciones laborales.
Así pues, esta ligereza de la que hablamos tendría tres acepciones diferentes: una referida a la luz natural y artificial,
creadora de efectos más o menos densos y hoy especialmente disponible para ensayar formas difusas y etéreas de usar la
luz, casi ingrávidas, que transmiten un efecto de inmaterialidad (y que implica un amplio espectro de posibilidades de uso
del vidrio y los plásticos siempre al margen de la visión objetiva del vidrio como transparencia total. típica de los modernos
triunfantes; no así de Taut y todo el filón expresionista, drásticamente interrumpido).
Otra se refiere a la ligereza fenomenológica y la podríamos denominar "facilidad", aunque sólo de forma esteticista; una
metáfora comprensible si comparamos el salto de la bailarina con el del atleta, pues obviamente se trata de una facilidad
artificiosa, en el sentido de que es sobre todo un objetivo expresivo retórico. Es una actitud que tiene que ver con la
búsqueda de la simplicidad y la desproblematización de la estructura y lo gravitatorio como certezas ya no muy
interesantes, pero también con las propiedades de los materiales y con determinada actitud profesional. Lo que quizá deba
subrayarse es en qué medida esta ligereza es aplicable hoy a cierta condición opaca de los edificios y, en general, de los
objetos, el nulo empeño en esas ingenuas relaciones exterior/interior (por enseñar las vísceras) propiciadas como modelo
estético por el calvinismo moderno.

La tercera acepción tiene que ver con el trabajo desplegado desde la oficina del arquitecto hasta la puesta en obra. con
asumir que la liviandad a la hora de la puesta en obra pasa de tener interés desde una perspectiva fenomenológica a tenerlo
físicamente, y que asumir la facilidad en cuanto conjunto de acciones destinadas a hacer verdaderamente sencilla y cómoda
la construcción -a sustituir el esfuerzo físico por esfuerzo intelectual- tiene también valor propositivo y arquitectónico.
Pero el sentido, la verosimilitud, la eficacia y oportunidad comunicativa de la piel, no viene automáticamente resuelta por
este cambio de foco desde los modelos historicistas y finalistas hacia la contingencia del presente, sino que tiene
implicaciones metodológicas, algunas de ellas reveladoras, como lo pueden ser dos estrategias de proyecto especialmente
vinculadas a este cambio de actitud. Una de ellas está en relación con la "posición" y otra con la "ornamentación", con el
nuevo valor que la posición y la ornamentación de los edificios tienen a la hora de dotar de sentido a la arquitectura
contemporánea (valores que bien podrían quedar adscritos a los dos filones antes reseñados, el minimalismo y el pop).
Para entender qué denominamos "valor de posición", cómo a través de la posición podemos extraer sentido para la
arquitectura, es preciso referirse a la ciudad como fondo sobre el que se despliega la arquitectura (y de nuevo aquí una
actitud propia de los años sesenta, la reivindicación de la ciudad como otorgadora de significado a la actividad proyectual).
Pero nuestros objetos ya no adquieren sentido por su ligazón a una historia entendida como verdad última -a través de sus
trazas materiales o sus proporciones- propia de una actitud mimética, ni como objetos a reacción poética propios del
futurismo y del modernismo, sino que parten de una primera hipótesis: la de la identificación de lo natural y lo artificial, el
paisaje y la ciudad, en una nueva entidad, la urbanización global del territorio, que nos permite entender los objetos, los
edificios, siempre tomando posición frente a un territorio nuevo o distinto que inspeccionamos ahora por primera vez,
diferente tanto de la visión moderna como de la posmoderna de la ciudad (y al decir distinto no debe entenderse como
radicalmente nuevo, sino recordar la alusión a las pequeñas diferencias, al valor de esas pequeñas diferencias).
En ese contexto urbano en el que natural y artificial disuelven sus diferencias, en el que todo es ya un paisaje artificial, en el
que todo se percibe ya como paisaje, adquiere un valor extraordinario la posición. la forma de colocarse. la postura, la forma
de concitar o repeler adhesiones, de elegir afinidades por medio de gestos topológicos: a qué me acerco, con qué me mido
o relaciono, a dónde miro, cuánto me alejo, entierro o elevo, son operaciones que, como en tantas formas de sociabilidad
puestas a punto en las periferias urbanas (las tribus urbanas como modelo de socialización), adquieren en su gestualidad
carácter de significado, son lenguaje no verbal, operaciones otorgadoras de sentido e, incluso, de sentido crítico.
Así mismo, ello implica posiblemente una economía volumétrica, los edificios no son producto del contexto, desde su
autonomía mantienen un diálogo con su contexto: "no me expando. ni me integro, ni me revuelco, ni me abrazo, ni me
fundo con nada en especial, permanezco íntegro y compacto afirmando mi individualidad, es sólo mi predisposición la que
emite sentido". Se trata, sin duda, de una antropomorfización de la arquitectura, pero sería mejor describirla como una
lectura fenomenológica de la ciudad, como una relación activada entre objeto y sujeto respectivamente. En su posición
interactiva edificio y ciudad emiten señales que son vínculos afectivos destinados a dar sentido, en analogía a la relación
entre nuestro cuerpo y los objetos según la teoría fenomenológica, nunca inertes, nunca separados por un espacio
puramente extenso como el cartesiano/moderno, sino pleno de intensidades que lo cruzan, de corrientes sensoriales y
afectivas que describen la intencionalidad de las concurrencias. Los objetos, en su postura y condiciones de contorno, en su
condición de objetos dotados de autonomía, siempre envueltos con gran economía y compacidad, nunca disueltos,
reaccionan con la ciudad a través de recursos topológicos en una forma análoga, aunque más compleja (al menos en el
deseo), a la teoría gestáltica. Algo que quizá puede relacionarse con lo que Joseph Beuys propuso como una ampliación del
número de sentidos del hombre y que incluía, además de los cinco clásicos, el sentido térmico, el del movimiento
(cinestésico), el del equilibrio (o estático), el del dolor (dramático), el del espacio, el del tiempo y el de la vitalidad. Sentidos
que dotan de "sentido" nuestras acciones y la interacción sujeto-objeto. Así es posible no "hablar" (posmodernismo) ni
"producir" (modernismo), sino actuar, provocar efectos, modificar la situación dada y proponer nuevas situaciones a través
de la creación material y del trabajo sobre la posición.

El segundo camino es el proporcionado por la atención creciente hacia el ornato, consecuencia directa de la pérdida de
sustancia objetiva, de objetividad, en la definición de la arquitectura (y de su piel, de su presentación). Es éste un tema
peliagudo que siempre sirve para reunir sabias disquisiciones sobre los distintos usos del ornato: Semper, Tessenow,
etcétera. A nuestro entender, el valor creciente de 10 ornamental en la arquitectura actual evidencia tanto esa pérdida de
representación objetivamente ligada a algo, sea historia, tecnica, función o lo que sea, como el enorme incremento de
prácticas afines que, trabajando sobre la superficie, han creado mensajes atractivos e hipereficaces. No sólo la publicidad,
sino el diseño gráfico en sus mejores versiones, el packaging, el arte de envolver y presentar, o el incremento de manuales
de estilo en las grandes corporaciones -en general, el cuidado creciente de la imagen y sus mecanismos de transmisión en
una sociedad en incremento constante de sus conexiones informacionales-, han abierto un cúmulo de sugerencias plásticas
a las que -quienes creemos que los límites disciplinares son buenos terrenos donde pasearse, buen terreno de abono-
difícilmente renunciamos. Igualmente la tecnología digital es creadora de nuevas presencias que están flotando ahí
esperando una traducción arquitectónica que sobrepase el estado de hechizo actual para lograr formulaciones
específicamente disciplinares.
La ornamentación así entendida, como el vestir o el maquillaje, tiene por objeto emitir, aclarar o subrayar mensajes
generalmente secundarios o, mejor, que de no utilizarse este recurso al ornato serían secundarios (algo contradictorio y, por
lo tanto, prohibido, en un contexto de mensajes fuertes del tipo objetivista-moderno). Es una ejemplar representación del
debilitamiento del significado de la arquitectura en nuestra sociedad. de la pérdida de fe en la eficacia significativa de los
instrumentos tradicionales de la arquitectura, que nos invita a pensar en cuánto refleja este debilitamiento el de la propia
figura del arquitecto y en qué medida ese refinamiento de las propiedades superficiales y ornamentales de la arquitectura
está vinculado a la posición tangente del arquitecto, la resonancia que se puede sentir entre los valores de la arquitectura
contemporánea -su posición, ligereza y ornato- y los de quien, en última instancia, la produce y concibe: los arquitectos.

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