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Entrevista a Cartier Bresson

Publicada en el suplemento Cultura del diario La Nación


el domingo 9 de agosto de 1998
Para muchos, es el fotógrafo más importante de este siglo, el hombre que enseñó a sus
contemporáneos a mirar a través de una cámara. El 22 de agosto de este mes: cumple 90 años.
En uno de los escasos reportajes que concedió, habló de los autores que ama, de la televisión que
detesta, y de algunos de los artistas que más contaron en su vida, así como de su experiencia en el
cine bajo las órdenes del gran Jean Renoir. Desde hace mucho, Cartier-Bresson prefiere no referirse
a la fotografía, porque la considera una etapa superada de su vida: en cambio, le encante reflexionar
sobre el dibujo, una actividad que aún practica y que fue la base de su obra admirable.
Este caballero de pañuelo a lo pirata no es agresivo; es un hombre indignado. A los 90 años, todavía
se mantiene en permanente rebeldía porque nunca faltan motivos para indignarse. Con su discreción
habitual, más que señales de su paso por la tierra, prefiere dejar huellas. No le hablen de su obra.
Quiere ser artesano más que artista. Fanático por el dibujo desde siempre, dibujante compulsivo
desde hace veinte años, sigue sacando fotos en su mente. Esto nos dice que Henri Cartier-Bresson –
de él se trata– es, ante todo, un poeta.
El nuestro ha sido el siglo de la imagen. En sus postrimerías, ella pierde su alma al amenazarnos
con hacerse virtual. Eso sería un horror incalificable, cuyas consecuencias aún no podemos medir.
Cartier-Bresson siempre será un compositor admirable. Sonidos, signos, palabras... ¿qué importa el
medio? En él, todo es pura búsqueda del equilibrio y la armonía. Rechaza cifras y fechas para
deleitarse mejor con la sección áurea. El resto –técnica, luz, preparación– es mera literatura para
aficionados a la fotografía.
Nada hay menos premeditado que el encuentro entre una sensibilidad y un instante fugaz. No cree
en la sociedad sino en el hombre. No hay lección más hermosa para los tiempos que corren. Si su
obra ha servido para eso, Cartier-Bresson no habrá vivido en vano.

-Sigue siendo un libertario?


Sí, desde siempre. Desde el primer momento, muy temprano por cierto, en que descubrí la
existancia de otros mundos aparte de las civilizaciones judeocristiana y musulmana. El anarquismo
es, ante todo, una ética y, como tal, se ha mantenido intacto. El mundo ha cambiado, no es así el
concepto libertario, el desafío frente a todos los poderes. Gracias a eso, he logrado zafarme del falso
problema de la celebridad. Ser un fotógrafo conocido es una forma de poder y yo no la deseo.

-Su negativa a dejarse fotografiar, ¿debe entenderse en este sentido?


Sin duda. Hay que pasar inadvertido y protegerse a toda costa. El hecho de ser observado modifica
el modo de mirar a los otros.

-Por cierto que jamás se lo ve por televisión.


¿A mí? ¿Y para qué? No soy actor.

-¿Le interesa lo que se televisa?


¿Ese tropel ininterrumpido de imágenes? Ni siquiera son imágenes porque eso no es visual. No es
nada. Hombres como Julien Gracq, Samuel Beckett o Louis René des Forets no van a la televisión.
Son mis escritores preferidos, entre los contemporáneos.

-Usted ha fotografiado a Julien Gracq.


La primera vez que fui a su casa, charlamos sin llegar a nada. Le dije: "Perdón, adiós” Más tarde,
volví a llamarlo y le pregunté: “¿Podemos intentarlo de nuevo?” Y entonces hice un truco con su
mirada penetrante. Eso es peligroso porque siempre hay que hablar mientras se fotografía a alguien.
Si no, la gente no comprende. En cambio, para dibujar el retrato de alguien se necesita silencio.
Pero dejemos la fotografía y hablemos de otra cosa.

-¿De los escritores clásicos?


Siempre releo a los mismos. Saint Simon, que me apasiona, Nietzsche, Stendhal, Montaigne,
Baudelaire, la novela inglesa y, por supuesto, Rimbaud. Sin olvidar el Aragón surrealista, el de
Paysan de Paris (1926). Y Joyce, y Proust, del que no me canso. Al releer La prisionera, siento una
emoción renovada. Cuando salgo de la literatura francesa, por lo general, es para leer algo sobre el
budismo tibetano o el zen japonés, más accesible para los occidentales.

-¿Es creyente?
Nunca lo fui. Mis padres eran católicos de izquierda pero, cuando yo era muy pequeño, las historias
bíblicas me aterraban. Del cristianismo elijo el amor, por eso prefiero el Cantar de los Cantares al
resto. Del budismo, elijo la compasión.

-Pero, ¿qué le ha aportado el budismo?


Me ha permitido captar mejor la cuestión que me obsesiona, que no es el espacio sino el tiempo, la
duración infinitesimal, la plenitud del instante. El tiempo es una convención. El budismo nos dice
que no es lineal, que no avanza en una sola dirección. ¡En mi juventud detesté tanto el positivismo!
Gracias al budismo, que me ha marcado mucho, he podido encarar mejor el problema del tiempo.

-¿También en la fotografía?
En ese aspecto, la fotografía tiene cierto matiz fúnebre. “Listo, retírese. Que pase el siguiente“. En
el budismo, lo que importa es el instante. Cézanne expresó en una carta: “Cuando pinto y me pongo
a pensar, todo huye”. Los artistas de hoy miran menos y piensan demasiado. El resultado es un
supuesto academicismo de vanguardia. Hay que vivir el instante en plenitud, sólo así uno puede
estar en lo que hace.

-¿Quiénes influyeron más en su manera de mirar el mundo?


Ante todo, mi tío que, en cierto modo, fue mi padre mítico ya que el mío, el verdadero, murió en la
guerra, cuando yo era muy pequeño. Mi tío me llevaba a su taller. Después, el pintor André Lhote,
con el que estudié en su Academia. El me decía: “Pequeño surrealista, qué hermosos colores!” De
allí proviene mi gusto por la forma, la composición y la geometría en la fotografía. No sé contar,
pero sé dónde cae la sección áurea. Todo eso se hace sin premeditación, como algo integrado hasta
devenir un reflejo. Encuentro mi placer en la contemplación. Otro hombre que influyó mucho sobre
mí fue el crítico y editor de arte Tériade, mi amigo desde la década del 30. Era mi gurú. Jamás me
atreví a tutearlo, pese a que entre los dos no había una gran diferencia de edad. Fue por respeto. Él
me dijo, hace veinte años, “Has hecho cuanto podías hacer en fotografía; en ella, sólo podrás venir a
menos. Deberías volver a la pintura y el dibujo” Desde luego, tenía razón. Seguí su consejo
inmediatamente.

-¿No le quedaba nada por demostrar en ese campo?


La fotografía no demuestra absolutamente nada, ni es mi propósito demostrar algo. Mi amigo
Sebastiao Salgado sacó fotografías extraordinarias que no fueron concebidas por el ojo de un pintor,
sino por el de un sociólogo, un economista, un militante. Respeto muchísimo lo que él hace, pero en
él hay una faceta mesiánica que yo no poseo. Es la diferencia que hay entre una novela auténtica, no
de tesis, y un libelo.

-¿Cómo sitúa sus dos actividades principales ante el problema del tiempo?
La fotografía es la acción inmediata; el dibujo es la meditación. Aquella es el impulso espontáneo
de una atención visual perpetua; capta el instante y su eternidad. En éste, el trazo elabora lo que
nuestra conciencia pudo captar de ese instante. Al dibujar, disponemos de un tiempo; no así cuando
fotografiamos.

-La fotografía y el dibujo, ¿le proporcionan placeres distintos?


El placer es el mismo; concretar, luchar contra el tiempo. Pero tanto en la fotografía como en el
dibujo o la pintura, una vez acabada la obra, quiero saber si tiene sentido o no. Esa es la verdadera
crítica. No me interesa saber si aquél a quien muestro lo que hago lo ama o no, si todos los gustos
están contenidos en la naturaleza y otras tonterías. Criticar es meterse en la piel de otro e intentar
comprender qué quiso hacer. Sólo me importa el porqué de las cosas.

-¿Qué le ha gustado en la fotografía durante tantos años?


Apretar el disparador o, si lo prefiere, sacar la foto. Es mi pasión. Estuve tres años en la India,
Birmania, China e Indonesia. En todo ese tiempo, digamos que sólo vi mis fotos por casualidad, en
los diarios. Las sacaba y las enviaba a Magnum, sin interesarme por el resultado. Soy como ese
cazador al que le apasiona derribar una pieza, pero no la comería. A mí me ocurre lo mismo; sólo
me importa disparar. El problema es encontrar el momento oportuno, el instante...

-¿El instante decisivo?


Nada tengo contra esa expresión, pero la llevo pegada a la piel como una etiqueta, desde que Verve
publicó mi libro Images a la sauvette, con una ilustración en tapa de Matisse que era un homenaje a
la fotografía en general. Yo lo había encabezado con una cita del cardenal de Retz: “Nada hay en el
mundo que no tenga un momento decisivo”. Un editor neoyorkino que publicó mi libro, se inspiró
en ella y lo tituló The Decisive Moment. Desde entonces, esa frase me persigue.

-¿Cómo concilia los imperativos de ese instante decisivo con su gusto por la geometría?
La composición se basa en el azar. Jamás hago cálculos. Entreveo una estructura y espero que
suceda algo. No hay reglas.

-En última instancia, ¿trata su cámara como si fuera una libreta de bosquejos?
Absolutamente. En verdad, me meto en la imagen recortada en el visor. Esta actitud no sólo
requiere sensibilidad y concentración; en mi caso, también pide espíritu geométrico.

-¿Por qué nunca dejó encuadrar sus fotos cuando era necesario?
Es mi alegría, mi placer. La única que hice encuadrar fue la del cardenal Pacelli, el futuro Papa, que
tomé en Montmartre en 1938. Trabajaba para el diario Cesoir y la foto debía estar lista a las 11.
Tuve que alzar la cámara por encima de mi cabeza y disparar a ciegas. Después, hubo que
encuadrarla en el laboratorio.

-De todos modos, el laboratorio no lo apasiona...


No tengo nada que ver con todo eso. No es mi oficio. Para mis exposiciones, sólo pido que me
dejen pasar una hora a solas, antes de la inauguraión, y sugerir, si fuera preciso, el desplazamiento
de tal o cual foto.

-¿Hay fotos que lamenta haber sacado?


En un momento dado, hubo una autocensura pero... eso a nadie le interesa ni le concierne.

-¿En qué situaciones interviene esa autocensura?


En el amor, la violencia, la muerte. Es una cuestión de pudor. Sin olvidar nuestra propia violencia
cuando queremos sacar fotos. Comprendo muy bien la renuencia de los orientales a dejarse
fotografiar.

-¿Se ha autocensurado a menudo?


Las malas fotos abundan y se desperdician muchas. En 1934, en México, fui muy afortunado. Sólo
tuve que empujar una puerta y ahí estaban dos lesbianas haciendo el amor. ¡Qué voluptuosidad, qué
sensualidad! No se veían sus rostros. Disparé. Haber podido verlo fue un milagro. Eso nada tiene de
obseno. Es el amor físico en plenitud. Nunca habría logrado que posaran.

-¿Qué es el pudor para un fotógrafo?


Los desnudos, por ejemplo. Jamás fotografié uno...

-Pero los ha dibujado...


No es la misma visión. En fotografía, me desagrada. Degas obtuvo un desnudo fotográfico
admirable. Salvo en tales casos, es uno de esos temas que a nadie conciernen. En dibujo, es otra
cosa. Hago muchos. Es lo que mas me cuesta dibujar; me obstino hasta el encarnizamiento. El
dibujo me obsesiona de veras. En las exposiciones, hago muchos bosquejos. No soy un ilustrador;
carezco totalmente de imaginación. Cuando era segundo asistente de Jean Renoir, en La regla del
fuego y Une partie de campagne, los dos sabíamos muy bien que yo nunca dirigiría un film porque,
sinceramente, no tengo imaginación.

-¿Aprendió mucho de su contacto con él?


“De su contacto con él” es una expresión que viene al caso porque, cuando se trabajaba a su lado, lo
más enriquecedor era escucharlo y seguirlo. Trabajaba de un día para otro, rehacía los diálogos y
cada uno aportaba lo suyo. Era la época del Frente Popular. Estábamos en medio del torbellino, el
entusiasmo y el desorden, pero el equipo vivía la experiencia de una auténtica solidaridad entre
todos sus miembros. Nos divertíamos mucho. Georges Bataille y yo fuimos extras en Une partie de
capmagne, vestidos de seminaristas. Allí estuvieron también Jackes Becker y Luchino Visconti.
Entre los niños que participaron como extras en La regla del juego, figuraron los nietos de Paul
Cézanne y de Auguste Renoir. Esta experiencia cinematográfica no me dejó ninguna enseñanza
técnica. Un segundo asistente no ponía el ojo en el visor.

-¿Cómo se puede tener vista de pintor y, al mismo tiempo, ver el mundo únicamente en blanco y
negro?
No predomina la luz, sino la forma. Ese es el quid de la cuestión.

-¿Por eso se dedica al dibujo más que a la pintura?


Soy un apasionado del color pero, para acercarme a la paleta, necesito que alguien me dé un
puntapié en el trasero. Quizá tema enfrentar el problema del color. En fotografía, el color se basa en
un prisma elemental, se queda en lo químico, no trasciende como en la pintura.

-¿Qué pintores reúne su museo imaginario?


Van Eyck, Cézanne, Uccello. Me obsesiona la composición. Matisse, por supuesto, pero también
Bonnard, Bonnard... Y la pintura metafísica del joven de Chirico, por su misterio. Las Meninas, de
Velázquez, es el misterio absoluto. No lo comprendo y, por lo tanto, toda vez que lo miro me
trastorna. Tal vez sea preciso renunciar a saber y explicar. Limitarse a mirar. La gente identifica,
pero no mira. La observo en las exposiciones. Pasa uno o dos minutos frente a un cuadro con los
auriculares puestos; exactamente lo que dura la perorata. ¡Pero no somos estudiantes de paleografía¡
La pintura se dirige, ante todo, a la emoción, a la sensibilidad, a la vista. La historia viene después.
Durante la muestra de escultores taínos en el Petit Palais, me entretuve observando a los visitantes.
Una minoría ínfima daba la vuelta a cada vitrina. A la mayoría, le bastaba echarle un vistazo de
frente, acercarse lo imprescindible para leer el tarjetón. ¡Algunos se decepcionaban cuando no
encontraban el precio¡ Eso no es amar la pintura.

-Usted ha sido surrealista...


Mas bien he sido “surrealizante”. Conocí muy bien a Bretón, Crevel, Ernst. Pero no amo la pintura
surrealista. Es literatura. Magritte está lleno de astucias. ¡Es bueno para la publicidad¡

-La publicidad tampoco le gusta mucho que digamos...


Es la punta de lanza de un sistema que, sin ella, se derrumbaría. Nos obliga a comprar. La aparición
de la sociedad de consumo, en la década del 60, es una de las dos grandes fechas del pensamiento
contemporáneo; la otra fue el descubrimiento de las matemáticas cuánticas. He trabajado para la
industria en condiciones hoy inexistentes, pero jamás para agencias de publicidad.

-Desde siempre, es conocido como un gran rebelde, pero, ¿ha cambiado el objeto de su
indignación?
Hay mucha gente lúcida respecto a la demografía y el estallido del mundo, por ejemplo, pero esa
lucidez impele a muy poca cosa a rebelarse. En el mejor de los casos, se hastían. Hoy el desastre
tiene un nombre: tecnociencia, esta carrera de aprendices de brujos. Eso me rebela. Y el universo de
los “especialistas”. Y la supuesta “brecha generacional”. Cuando estamos sobre la tierra, todos
pertenecemos a la misma generación. Mientras vivimos sobre la misma tierra, somos solidarios.
Esta segregación entre edades me horroriza tanto como los integrismos religiosos.

-¿No discrimina entre jóvenes y viejos?


No, con una sola excepción, que reconozco. Tengo problemas con mis coetáneos alemanes, pero
ninguno con los jóvenes alemanes. No siento odio alguno; simplemente, prefiero no conversar con
ellos. Hace poco montaron una exposición de fotos mías en Hamburgo. La visité y me sentí muy
cómodo, pero... también me invitaron a visitar Salzburgo. De noche, en la Opera, me crucé con
hombres de mi edad en smoking, y tuve ganas de preguntarles qué hacían durante la guerra.

-¿Cincuenta años después?


Hice trabajos forzados en treinta “komandos” diferentes. Me evadí tres veces. Tuve compañeros
denunciados, torturados, fusilados. Eso no se puede olvidar. Mi nacionalidad no era “francés”, sino
“prisionero evadido”. He conocido la verdadera solidaridad; he conocido a personas de una calidad
humana... HOMBRES que habían asumido su destino.

-¿Es inútil abrigar la esperanza que alguna vez podamos leer sus memorias?
No soy escritor. Apenas si puedo escribir tarjetas postales. De todos modos, no tengo tiempo.

-Pero, ¿qué hace todo el día?


¿Qué cree que hago? Miro.

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