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OSCAR WILDE

Entrevistado por Oscar Wilde y Robert Ross (St. James's Gazette, 18 de


enero de 1895)

El poeta y dramaturgo irlandés Oscar Fingall O'Flahertie Wills Wilde


(1854-1900) nació en Dublín. Sus padres eran sir William y lady Jane Francesca
Wilde. Estudió en el Trinity College de Dublín y en el Magdalen College de
Oxford, donde empezó a desarrollar sus actitudes de esteta. Su primer libro de
poemas fue publicado en 1881, y al año siguiente se embarcó en una ambiciosa
y agotadora gira como conferenciante por Estados Unidos, a lo largo de la cual
fue entrevistado con frecuencia. Escribió varios influyentes ensayos y artículos.
Su única novela, El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray), fue
publicada en 1890. A este libro le seguirían varios éxitos teatrales: El abanico de
Lady Windermere (Lady Windermere's Fan, 1892), Una mujer sin importancia
(A Woman of No Importance, 1893), Un marido ideal (An Ideal Husband, 1895)
y La importancia de llamarse Ernesto (The Importance of Being Earnest, 1895).
Esta entrevista se realizó poco después del estreno de Un marido ideal, tras el
cual el crítico escocés William Archer sugirió que el culto de "Oscar" amenazaba
con acabar con lo mejor de Wilde como artista. Escribió en francés otra de sus
obras, Salomé, que sería estrenada en París tras ser prohibida en los escenarios
de Gran Bretaña, acusada de indecencia. El año 1895 sería también el de la caída
de Wilde. El marqués de Queensberry, padre del amigo y amante de Wilde,
lord Alfred Douglas, acusó a Wilde de "comportarse como un sodomita". Wilde
le demandó por calumnias y perdió el pleito, siendo a continuación perseguido
y encarcelado por ofensas homosexuales. Tras su excarcelación, se marchó a
vivir a Francia, donde escribió un poema basado en sus experiencias en la
prisión, La balada de la cárcel de Reading (The Bailad of Reading Gaol, 1898).

Se sospechaba que el propio Wilde había sido el autor de esta entrevista,


que fue publicada anónimamente bajo el encabezamiento de "Mr Oscar Wilde
on Mr Oscar Wilde; An Interview", pero el editor de las cartas de Wilde, Rupert
Hart-Davis, cree que se trata de una colaboración entre Wilde y Robert Ross, su
secretario. Es el ejemplo más temprano que he encontrado de "autoentrevista",
un subgénero que ocasionalmente ha tentado a los escritores predispuestos al
ingenio y el giro epigramático cuya imagen pública es compleja. Las
autoentrevistas de Truman Capote, Gore Vidal y Norman Mailer constituyen
los ejemplos modernos más famosos.

Encontré al señor Oscar Wilde (escribe nuestro representante)


preparándose para emprender una breve visita a Argelia y entregado a la
lectura, por supuesto, no de algo tan obvio como un horario de viajes, sino de
un periódico francés que contenía una reseña de la primera representación de
Un marido ideal y de la aparición de su autor una vez finalizada la obra.

—Cómo saben apreciar los franceses esos momentos intencionadamente


brillantes de la vida de un artista —comentó Mr. Wilde tendiéndome el artículo
como si considerase que la entrevista había concluido ya.

—¿Le complace aparecer ante el telón tras la representación de sus


obras? —le pregunté.

—En absoluto. Ningún artista siente el menor interés por ver al público.
Es el público el que está interesado en ver al artista. Personalmente, prefiero la
costumbre francesa, de acuerdo con la cual es el actor de más edad de los
participantes en la obra el que anuncia el nombre del dramaturgo.

—¿Propugnaría usted tal costumbre en Inglaterra? —quise saber.

—Por supuesto. Cuanto más interesado se muestra el público por los


artistas, menos se interesa en el arte. La personalidad del artista no es algo sobre
lo que el público deba saber nada. Es excesivamente accidental. —Tras una
pausa continuó—: Podría ser más interesante que el nombre del dramaturgo
fuese anunciado por el actor más joven de la compañía.

—¿Es sólo debido al imperioso mandato del público por lo que usted ha
aparecido ante el telón?

—Sí, siempre he sido extremadamente tolerante en este aspecto. El


público ha apreciado siempre hasta tal punto mi trabajo que pensé que sería
una lástima estropearle la velada.

—He tenido ocasión de comprobar que algunas personas censuran el


carácter de sus discursos.

—Así es. Antiguamente, la idea era que el autor debía hacer acto de
presencia y limitarse a dar las gracias a sus encantadores amigos por su
patrocinio y asistencia. Me alegra decir que he conseguido cambiar todo eso. El
artista no debe verse degradado al papel de siervo del público. Aunque siempre
he reconocido el culto y respetuoso aprecio que los actores y los espectadores
han mostrado por mi trabajo, del mismo modo reconozco que la humildad es
para los hipócritas y la modestia para los incompetentes. La autoafirmación es a
la vez obligación y privilegio del artista.

—¿A qué atribuye el hecho de que aparte de usted sean tan pocos los
hombres de letras que han escrito obras para su presentación en público?

—En primer lugar, a la existencia de una censura irresponsable. Que mi


Salomé no pueda ser representada es prueba suficiente de la insensatez de
semejante institución. Si obligaran a los pintores a mostrar sus cuadros a los
funcionarios de Somerset House, los que piensan en términos de forma y color
se verían obligados a adoptar algún otro medio de expresión. Si toda novela
hubiese de ser sometida al juicio de un magistrado de la policía, aquellos cuya
pasión es la literatura de ficción buscarían algún nuevo modo de realizarse.
Jamás ningún arte ha sobrevivido a la censura; ningún arte podrá hacerlo.

—¿Y el segundo motivo?

—En segundo lugar, al rumor persistentemente difundido fuera del país


por los periodistas durante los últimos treinta años en el sentido de que el deber
del autor teatral es agradar al público. El arte tiene como objetivo tanto procurar
placer como dolor. El objeto del arte es ser arte. Como he dicho anteriormente
en alguna ocasión, la obra de arte debe dominar al espectador, no el espectador
al arte.

—¿No admite usted excepción alguna?

—Sí. Los circos, donde al parecer los deseos del público pueden quedar
razonablemente satisfechos.

—¿Cree usted —pregunté— que la crítica teatral francesa es superior a la


nuestra?

—No sería justo confundir a la crítica francesa con la crítica teatral


inglesa. El crítico francés es siempre un hombre culto, y generalmente un
hombre de letras. En Francia, han sido críticos de teatro poetas como Gautier.
En Inglaterra proceden de una clase menos distinguida. No disponen ni de la
misma capacidad ni de las mismas oportunidades. Tienen todas las pertinentes
cualidades morales, pero ninguna cualificación artística. Para la crítica de una
modalidad de arte tan compleja como el teatro es necesario contar con un
elevadísimo nivel cultural. Nadie que no sea capaz de sentirse impresionado
por otras artes puede ser crítico teatral.

—¿Reconoce usted la sinceridad de los críticos?

—Sí, pero su sinceridad es estupidez estereotipada y poco más. El crítico


debería ser tan versátil como el actor. Tendría que ser capaz de cambiar su
estado de ánimo a voluntad y de captar el color de cada momento.
—¿Son al menos honestos?

—Totalmente. No creo que haya un solo crítico teatral en Londres que


deliberadamente menosprecie el trabajo de ningún autor... A menos, por
supuesto, que le desagrade personalmente el escritor, o que el crítico en
cuestión haya escrito alguna obra propia que hubiera deseado representar en el
mismo teatro, o que cuente con un viejo amigo entre los actores, o alguna otra
razón natural de esa naturaleza. Hablo, no obstante, de los críticos teatrales
londinenses. En provincias tanto los espectadores como los críticos son gente
cultivada. En Londres los cultivados son sólo los espectadores.

—Por lo que veo, no tiene usted en muy alta estima a nuestros críticos de
teatro, señor Wilde. Pero al menos, ¿no está de acuerdo en que son
incorruptibles?

—En un mercado en el que no hay demanda.

—Aun así sus memorias les dejan en buen lugar —intercedí.

—El viejo cuento de "yo vi a Macready". Debe de ser un recuerdo muy


doloroso. Los de mediana edad se jactan de recordar Diplomacy. Difícilmente
puede considerarse una reminiscencia agradable.

—¿Les niega, pues, un pasado honroso?

—Carecen de pasado y de futuro, y son incapaces incluso de percibir el


color del momento que más les impresiona en una obra.

—¿Qué cree que debería hacerse?

—Jubilarles, y sólo permitirles escribir sobre política, o teología, o


bimetalismo, o algún otro tema que les resulte más accesible que el arte.

—De hecho —dije, dejándome llevar por los aforismos de Mr. Wilde—,
se les debería ver pero no oír.

—Los más viejos no deberían ser vistos ni oídos —dijo Mr. Wilde con
cierto énfasis.

—El otro día dijo usted que sólo había dos críticos teatrales en Londres.
¿Puedo preguntarle...?

—Debieron de sentirse enormemente gratificados por semejante


admisión por mi parte; pero me veo obligado a decir que desde la pasada
semana he eliminado a uno de ellos de la lista.

—¿Quién queda entonces en ella?

—Creo que será mejor no mencionar su nombre. Podría subírsele a la


cabeza. La soberbia es privilegio de los creativos.

—¿Cuál sería para usted la crítica teatral ideal?

—Por lo que a mi trabajo se refiere, la aclamación incondicional.

—¿Y a quién ha omitido usted?

—A Mr. William Archer, de World.

—¿Cuál es la principal objeción que pone usted a su artículo?

—No tengo nada que objetar a su artículo, pero lamento todo lo que
contiene. Es de mal gusto por su parte escribir sobre mí usando mi nombre de
pila, y no veo la necesidad de que robara los vulgarismos del National Observar
en uno de sus días más groseros e impotentes.

—Mr. Archer se preguntaba si le resultaba agradable ser aclamado por


su nombre de pila cuando los espectadores entusiasmados reclamaron su
presencia ante el telón.

—Que un público entusiasta se dirija a uno de tal modo es un halago tan


grande como de mala educación es que un periodista escriba sobre uno
empleando su nombre de pila. La mala educación es lo que hace a un
periodista.

—¿Cree usted que los actores franceses, como la crítica francesa, son
superiores a los nuestros?

—Los actores ingleses actúan equiparablemente bien; pero tienen sus


mejores momentos entre líneas. Carecen de la soberbia locución de los
franceses, tan clara, tan cadenciosa, tan musical. Un discurso largo y sostenido
parece agotarles. Al Théatre Francais se asiste a escuchar, a un teatro inglés se
asiste para mirar. Existen, por supuesto, honrosas excepciones. Mr. George
Alexander, Mr. Lewis Waller, Mr. Forbes-Robertson y otros que podría
mencionar, tienen voces soberbias y saben cómo usarlas. Ojalá pudiera decir lo
mismo de los críticos; pero en el caso del teatro literario en Inglaterra hay un
exceso de lo que cabría llamar "negocio". Con todo, entre nuestros actores hay
más de uno capaz de producir un maravilloso efecto dramático con ayuda de
un monosílabo y dos cigarrillos.

Durante un momento, Mr. Wilde permaneció en silencio y después


añadió:

—Tal vez, después de todo, eso sea actuar.

—¿Pero está usted satisfecho con los intérpretes de Un marido ideal?

—Estoy encantado con todos ellos. Quizá resulten fascinantes en exceso.


El escenario es el refugio de lo excesivamente fascinante.

—¿Ha oído decir que todos los personajes de sus obras hablan como
usted?

—Sí, de cuando en cuando han llegado hasta mí rumores en ese sentido


—respondió Mr. Wilde, encendiendo un cigarrillo—, y me atrevería a decir que
sin duda debe de habérseme formulado esa crítica. La realidad es que sólo en
los últimos años ha tenido el crítico dramático oportunidad de presenciar obras
escritas por autores dotados de maestría estilística. En el caso del dramaturgo
que es además un artista es imposible no sentir que la obra de arte, para ser una
obra de arte, debe estar dominada por el artista. Todas las obras de Shakespeare
están dominadas por Shakespeare. Ibsen y Dumas dominan en sus obras. Mis
obras están dominadas por mí mismo.

—¿Alguna vez se ha sentido influido por alguno de sus predecesores?

—Baste con que afirme taxativamente, y espero que de una vez por
todas, que ni un solo dramaturgo de este siglo ha ejercido la menor influencia
sobre mí. Sólo dos me han interesado.

—¿Y son?

—Víctor Hugo y Maeterlinck.

—Pero sin duda algunos autores habrán tenido influencia sobre sus otros
trabajos.

—Dejando a un lado la poesía de autores griegos y romanos, los únicos


escritores que me han influido son Keats, Flaubert y Walter Pater; y antes de
que diera con ellos ya había recorrido más de la mitad del camino sin
descubrirles. Uno debe llevar el estilo en el alma para ser capaz de reconocerlo
en otros.
—¿Considera Un marido ideal la mejor de sus obras teatrales?

Una sonrisa encantadora cruzó el rostro de Mr. Wilde.

—¿Ha olvidado usted mi clásica expresión, que sólo la mediocridad


puede mejorar? Como un maravilloso poeta joven lo ha expresado
bellísimamente, mis tres obras teatrales son

-como una rosa blanca sobre su tallo verde, respecto a otra.


Forman un ciclo perfecto y en su delicada esfera comprenden tanto la
vida como el arte.

—¿Cree que los críticos comprenderán su nueva obra, encargada por Mr.
George Alexander?

—Espero que no.

—Casi no me atrevo a preguntar si cree que le gustará al público.

—Cuando una obra teatral, que es una obra de arte, se representa sobre
un escenario, lo que se está poniendo a prueba no es la obra, sino el escenario;
cuando una obra que no es una obra de arte se lleva al escenario, lo que está
siendo puesto a prueba no es la obra, sino el público.

—¿Qué clase de obra teatral podemos esperar?

—Es exquisitamente trivial, una delicada burbuja de fantasía, y tiene su


filosofía.

—¿Su filosofía?

—Que deberíamos tratar con toda seriedad las cosas triviales de la vida;
y las cosas serias de la vida con sincera y estudiada trivialidad.

—¿No siente inclinación alguna hacia el realismo?

—Ni la más mínima. El realismo no es más que un telón de fondo; no


puede constituir un motivo artístico para una obra teatral que pretenda ser una
obra de arte.

—Aun así en más de una ocasión le han felicitado por sus retratos de la
sociedad londinense.
—Si Robert Chiltern, el "marido ideal", fuera un funcionario de a pie, la
vertiente humana de su tragedia no sería menos hiriente. Le he situado en los
escalones más enaltecidos de la existencia porque es ese lado de la vida social
con el que más familiarizado estoy. En una obra que aborda determinadas
condiciones, para escribir con soltura debe uno hacerlo con conocimiento de
causa.

—¿Así pues, no ve usted nada sugerente para su tratamiento en las


tragedias de la existencia cotidiana?

—Si un periodista es arrollado por un vehículo en pleno Strand,


incidente que lamento decir jamás he presenciado, no me sugiere nada desde
un punto de vista dramático. Puede que esté equivocado, pero todo artista tiene
sus limitaciones.

—En fin —dije, levantándome para partir—, he disfrutado enormemente.

—Estaba seguro de que así sería —replicó Mr. Wilde—. Pero dígame
cómo firma usted sus entrevistas.

—Oh, Pitman —dije descuidadamente.

—¿Es ése su nombre? No es un nombre demasiado bonito.

Entonces me marché.

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