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—En absoluto. Ningún artista siente el menor interés por ver al público.
Es el público el que está interesado en ver al artista. Personalmente, prefiero la
costumbre francesa, de acuerdo con la cual es el actor de más edad de los
participantes en la obra el que anuncia el nombre del dramaturgo.
—¿Es sólo debido al imperioso mandato del público por lo que usted ha
aparecido ante el telón?
—Así es. Antiguamente, la idea era que el autor debía hacer acto de
presencia y limitarse a dar las gracias a sus encantadores amigos por su
patrocinio y asistencia. Me alegra decir que he conseguido cambiar todo eso. El
artista no debe verse degradado al papel de siervo del público. Aunque siempre
he reconocido el culto y respetuoso aprecio que los actores y los espectadores
han mostrado por mi trabajo, del mismo modo reconozco que la humildad es
para los hipócritas y la modestia para los incompetentes. La autoafirmación es a
la vez obligación y privilegio del artista.
—¿A qué atribuye el hecho de que aparte de usted sean tan pocos los
hombres de letras que han escrito obras para su presentación en público?
—Sí. Los circos, donde al parecer los deseos del público pueden quedar
razonablemente satisfechos.
—Por lo que veo, no tiene usted en muy alta estima a nuestros críticos de
teatro, señor Wilde. Pero al menos, ¿no está de acuerdo en que son
incorruptibles?
—De hecho —dije, dejándome llevar por los aforismos de Mr. Wilde—,
se les debería ver pero no oír.
—Los más viejos no deberían ser vistos ni oídos —dijo Mr. Wilde con
cierto énfasis.
—El otro día dijo usted que sólo había dos críticos teatrales en Londres.
¿Puedo preguntarle...?
—No tengo nada que objetar a su artículo, pero lamento todo lo que
contiene. Es de mal gusto por su parte escribir sobre mí usando mi nombre de
pila, y no veo la necesidad de que robara los vulgarismos del National Observar
en uno de sus días más groseros e impotentes.
—¿Cree usted que los actores franceses, como la crítica francesa, son
superiores a los nuestros?
—¿Ha oído decir que todos los personajes de sus obras hablan como
usted?
—Baste con que afirme taxativamente, y espero que de una vez por
todas, que ni un solo dramaturgo de este siglo ha ejercido la menor influencia
sobre mí. Sólo dos me han interesado.
—¿Y son?
—Pero sin duda algunos autores habrán tenido influencia sobre sus otros
trabajos.
—¿Cree que los críticos comprenderán su nueva obra, encargada por Mr.
George Alexander?
—Cuando una obra teatral, que es una obra de arte, se representa sobre
un escenario, lo que se está poniendo a prueba no es la obra, sino el escenario;
cuando una obra que no es una obra de arte se lleva al escenario, lo que está
siendo puesto a prueba no es la obra, sino el público.
—¿Su filosofía?
—Que deberíamos tratar con toda seriedad las cosas triviales de la vida;
y las cosas serias de la vida con sincera y estudiada trivialidad.
—Aun así en más de una ocasión le han felicitado por sus retratos de la
sociedad londinense.
—Si Robert Chiltern, el "marido ideal", fuera un funcionario de a pie, la
vertiente humana de su tragedia no sería menos hiriente. Le he situado en los
escalones más enaltecidos de la existencia porque es ese lado de la vida social
con el que más familiarizado estoy. En una obra que aborda determinadas
condiciones, para escribir con soltura debe uno hacerlo con conocimiento de
causa.
—Estaba seguro de que así sería —replicó Mr. Wilde—. Pero dígame
cómo firma usted sus entrevistas.
Entonces me marché.