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Los Valores Morales Del Nacionalsindicalismo
Los Valores Morales Del Nacionalsindicalismo
NACIONALSINDICALISM O
PED RO LA IN EN TR A LG O
NACIONALSINDICALISMO
MADRI D
M C M X L 1
S . Afjnirre, i»>p. - Alvarez de Castro, 40 - Teléf. 30366
INDICE
Páginas
P rólogo .
L obvalores morales del Nacionalsindicalismo........................... 11
I. Propósito y método, 12.-L a «moral nacional», 20.—La
«moral del trabajo», 27. - La « moral ; revoluciona
ria», 33.
II. José Antonio, 44. - Los «valores eternos», 48. - Los «va
lores eternos» hasta el Renacimiento, 51. - Los «valores
eternos» y las dinastías modernas, 54. —Los «valores
eternos» en la democracia liberal, 61. — La «democra
cia cristiana», 69.-L o s «valores eternos» en los Estados
totalitarios, 75.
III. España, 84. —La «incorporación del sentido católi
co», 87.-«Moral nacional» y «mora! cristiana», 95.
La «eterna metafísica dé España», 98.—La consigna de
esta hora, 105.
Diálogo sobre el heroísmo y la envidia....................................... 109
El sentido religioso de las nuevas generaciones......................... 117
Catolicismo e H istoria.................................................................... 133
Sobre el retorno de la creencia..................................................... 139
«Oportet haereses esse».................................................................. 147
157
NOTAS INICIALES
7
sobre casi ninguno de los temas incidentalmente
abordados, y mucho menos tan a uña de caballo—
ni un documento literario, escrito como está todo
tan al hilo de lo apresuradamente dicho.
Esta cualificación política de mi actual intención
explica también el tono frecuentemente polémico
del opúsculo. Tengo por muy seguro que no hay
política sin polémica, y cumplo esta creencia con
leal sinceridad. Es posible que algunos discrepen de
mis puntos de vista, movidos incluso por óptimo de
seo. Si tal ocurre, nada me complacería tanto como
una sincera respuesta. Me parece que en España fal
tan muchas veces la crítica y el diálogo, y quisiera
contribuir, atacando de frente algunas cuestiones
disputadas, no sólo al esclarecimiento de éstas — que
ahí está lo más importante—, pero también a que
aquéllos volviesen, en la discreta medida que se
ñale quien puede y debe.
He escrito cuanto sigue como falangista y como
católico, y con el evidente propósito de servir a la
vez una y otra causa. Es posible que algunos católi
cos discrepen de mi actitud in mente o ex ore. No
me importa, teniendo como tengo seguridad de pi
sar terreno firme y aun confirmado, al menos en lo
sustancial. Más de un maledicente tendrá ahora oca
sión de intentar la caza de herejías sobre textos au
ténticos y firmados, y no a expensas del rumor o de
la manifiesta invención. La afición a inventar al ma-
8
niqueo, hace años denunciada en España, perdura
intacta y hasta acrecida; tal vez por una secretísima
versión temperamental hacia el mismo maniqueísmo
que alienta en la bronca y polemista entraña ibé
rica. Por el lado falangista habrá, sin duda, más
acuerdo en la aquiescencia, en cuanto creo expre
sar tácitas “ razones del corazón1'’ latentes en el alma
de muchos católicos camaradas, y no sólo seglares.
Pero esto, en definitiva, es poco importante, al
lado de mi real empeño: servir desde su historia a
esta España inmensa e irrenunciable que da preci
sión y temblor a nuestro ser; ayudarme, ayudándola,
a existir alta y dignamente en este mundo nuestro a
la vez cautivador y desgarrado.
LOS VALORES MORALES
DEL NACIONALSINDICALISMO
Camaradas :
ll
blaros, nos constituimos expresamente en sus here
deros y en los continuadores de su mensaje.
Coincidencia hay también en la expresión de tan
tos conceptos fundamentales de nuestra posición po
lítica; lo nacional y lo social, la revolución y el ser
vicio, la dignidad humana, la ambición histórica; y
tantos otros, que se van repitiendo aquí, a través de
facetas y emociones diversas. Esto, lo digo con el
mínimo de retórica, es profundamente consolador.
Está en tercer lugar la coincidencia en el afán y
la esperanza. No tenemos puesta la esperanza en una
edad dorada, en la cual finjan mansa amistad lobos
y corderos — que esto no es posible— , sino en un es
tado de auténtica comunidad nacional e histórica,
capaz de trabar y hacer unos, por virtud de ideas,
creencias e impulsos comunes, a estos millones de
hombres a la vez sublimes y broncos, abnegados y
estraperlistas, que somos los españoles.
P ropósito y método.
12
siempre, los que no3 llamamos nacionalsindicalis-
tas; cosa nada fácil en esta hora de la coyuntura
política española, cuando, como dice la Biblia de
los primeros tiempos del planeta, todavía no se
han separado las tierras de las aguas, todavía no
sabemos expresamente — legalmente— cuál es el
amigo y cuál el enemigo; y ya sabéis que los con
ceptos de amigo y enemigo son los fundamentales
en toda distinción política. En esta misma impre
cisión, en esta misma indefinición en que nos en
contramos, parece que todos somos unos; todavía
se dice, como si hoy fuese una denominación co
mún, los nacionales; cuando, para nosotros, no se
puede ser nacional en España sin el adjetivo sin
dicalista, a través del cual adquiere lo nacional con
creción, actualidad y real sentido histórico. Esta
misma imprecisión exige de nosotros que nos es
forcemos con nuestra actitud, con nuestra obra y
con nuestra idea por delimitarnos y definirnos ; esto
es, por constituirnos frente a la realidad histórica
española actual como un grupo de hombres que
piensan algo específico y que quieren algo especí
fico. Y aquí veis cómo paso ya directamente a lo
que ha de ser motivo de mis palabras en esta hora
de mi convivencia con vosotros. Porque si hemos
de definirnos como hombres que quieren algo es
pecífico y quieren de una determinada manera eso
que quieren; esto es, como hombres que tienen
13
como una concreta ambición y un determinado esti
lo, entonces hemos de precisar la serie de biene»
hacia los cuales nos movemos, que necesitamos y
con cuya posesión, y sólo con ella, podemos sentir
nos históricamente satisfechos. De propio intenta
he dicho históricamente, para no caer en ninguna
forma de utopismo seudorreligioso, al modo anar
quista o comunista, ni de blandenguería progresista
e individual. Nosotros no confundimos jamás la sa
tisfacción histórica con el bienestar, ni la ilusión
histórica con los seudomisticismos bakunianos.
Tal es mi empeño y tal mi responsabilidad: de
linear lo que queremos y precisar cómo lo quere
mos; esto es, señalar cuáles sean nuestros valore»
morales, en tanto nacionalsindicalistas. Si después
de esto salís con vuestra mente llena de ima calien
te claridad— porque la claridad fría no la quere
mos y el calor turbio tampoco— , entonces habré
cumplido el objeto que me proponía. Si no es así, al
menos habréis visto a un camarada vuestro en una
de las brechas más difíciles y delicadas que actual
mente tiene pendientes nuestra Revolución: la de
finición de nuestros valores morales. Cosa, digo, di
fícil y delicada, porque en esta España, que no se
resigna a dejar de ser capitalista o conservadora, a
aquel que con actitud limpiamente falangista trate
de situarse en esta brecha, pronto le cae como sam
benito una de estas dos palabras: masón o rojo. Lo
14
cual no es cosa baladí, y precisamente porque en
virtud de la vigencia social que lo capitalista y lo
conservador tienen todavía entre nosotros, existe la
posibilidad de hacer desgraciado al hombre sobre
quien falsamente se ciernen aquellos tácticos ape
lativos. Pero esta es nuestra responsabilidad y esta
nuestra tarea; a ella íbamos, vamos e iremos.
Para lo cual me vais a pemitir que utilice el mé
todo histórico, varias veces usado aquí, al menos
en lo que yo he oído de vuestras reuniones. Todos
vosotros sabéis, y muchos lo habéis vivido, que el
Nacionalsindicalismo comenzó por expresarse polé
micamente, combativamente; es decir, negando de
terminadas realidades sociales e históricas que, en
torno a su tierna y segura verdad germinal, impera
ban entonces en el ambiente histórico español. En
rigor, toda afirmación humana, y esto por debili
dad y tragedia constitutivamente unidas a ser hom
bre, comienza por negar, porque sólo la afirmación
de Dios es absoluta y pura. Así como para afirmar
se la realidad de lo que será luego la encina, la bello
ta comienza por polemizar, por luchar contra la dura
realidad de la tierra que la circunda; así también,
para que surja en la Historia un determinado cam
bio en la obra del hombre — por ejemplo, en los al
bores de cualquier Renacimiento— , es preciso que,
antes de que se exprese este Renacimiento en su
concreta forma histórica, se enfrente el grupo de
15v
los hombres que le sienten germinalmente dentro
de sí, y casi sin saber por qué, con la realidad de su
contorno histórico; ya caduca, en fuerza de preci
sión, como es caduco el rostro del viejo a fuerza de
acusarse. Pues bien; de la misma manera, el Nacio
nalsindicalismo comenzó en 1931 y 1932 polemi
zando contra el triple orden de realidades históri
cas que entonces imperaban sobre el haz de nues
tra España: la realidad liberal, la realidad marxis
ta y la realidad derechista o contrarrevolucionaria.
Contra las tres simultáneamente se alza el Nacio
nalsindicalismo. ¿E n nombre de qué? Muchos no
lo hubiesen sabido entonces precisar en forma de
sistema, y acaso hoy, al menos acabadamente, tam
poco. El contenido del Nacionalsindicalismo era más
una intención que una expresión ; todavía no estaba
delineado con claridad en las conciencias, y mucho
menos en la obra histórica. Todavía era un prome
tedor y caliente germen de acción. Sólo después,
cuando empezaron a quebrarse las duras realida
des circundantes, en cuanto aquella semilla calien
te e indefinida fué echando raíces, esquematizán
dose en tallo y ramas y ostentando sus primeras ho
jas, fué también apareciendo el sistema de afirma
ciones sustantivas que nuestra postura polémica en
cerraba en su primaria intención.
Ahora ya no debe extrañarnos que las primeras
palabras de José Antonio en el mitin de la Comedia
16
fuesen negativas. Este profundo valor sintomático
tenían sus conocidas iniciales palabras : “ Cuando en
marzo de 1762, un hombre nefasto, llamado Juan
Jacobo Rousseau...” Ni que Ramiro Ledesma,
unos años antes, cuando empezó a lanzar la semilla
del Movimiento en La Conquista del Estado, usase
con insistencia la palabra frente. Decía, por ejem
plo: “ Frente a los intelectuales somos imperiales,
frente a los liberales somos actuales. ¡Arriba los va
lores hispanos!” Es decir, que la expresión frente
a es la fórmula que inicia polémicamente todo mo
vimiento histórico; pero quien se enfrenta con algo
en la Historia y aun en la vida cotidiana tiene in
mediatamente el deber riguroso de expresar, pri
mero con la palabra y después con la acción — por
que ya sabéis que palabra sin acción ulterior es pura
retórica, no significa nada— , las razones por las
cuales se levantó. En esta hora es ya posible seña
lar concretamente nuestros objetivos, nuestros re
sortes morales y nuestro estilo histórico; y eso es lo
que voy a intentar hoy —brevemente, porque ni la
índole del tema me permitiría a mí, persona ajena
a discutir problemas morales, hacerlo con absoluta
suficiencia, ni el tiempo disponible dejaría hacer
otra cosa.
Quiero, pues, señalar la serie de líneas funda
mentales a cuyo término iba a formarse sobre Es
paña una postura moral a la vez nueva y antigua,
2 17
una nueva actitud en orden al quehacer y al cómo
hacer de los hombres españoles; las cuales, ya lo
dije, mostraron su figura una vez se rompió aquella
realidad circundante, fría y hostil. No es que sean
íntegramente nuevos los resortes en virtud de los
cuales vayamos a movernos nosotros, como grupo de
hombres españoles, porque en la Historia hay muy
pocas cosas enteramente nuevas. Parte de ellos los
recibimos como herencia de una serie de realidades
históricas a cuya zaga venimos y sin las cuales no
habríamos podido existir; pero acaso el hecho de
actuar en España les dé un sentido original y es
pecíficamente valioso. El primero de tales resortes
morales es la idea nacional y la moral con ella co
nexa; las cuales, como luego veremos, surgen en el
mundo con emoción violenta a partir de los tiem
pos llamados modernos, y sobre todo con ocasión
de la Revolución Francesa. El segundo es la moral
del trabajo. El trabajo ha sido considerado como
valor moral en todos los tiempos, y con singular
sentido desde el Cristianismo. Pero este valor, per
tinente en su raíz a la vida personal, comienza a to
mar relieve histórico con la burguesía renacentista
y alcanza expresión brutal y terrible, aunque fecun
dante, a través de los movimientos clasistas del si
glo XIX. Estos dos resortes morales, la moral nacio
nal y la moral del trabajo, llegaron a desligarse a lo
largo del pasado siglo, y más desde la revolución
18
soviética de 1917. Pues bien; la primera tarea de
los grupos nacionales que suelen llamarse “ fascis
tas” o “ totalitarios” es la de religar estas dos ideas
y estos dos valores dispersos mediante una ética, la
ética revolucionaria. Nosotros, los hombres nació*
nalsindicalistas, que sentimos vivas en nuestro cora
zón la moral nacional y la moral del trabajo, unidas
entre sí mediante una moral revolucionaria, cum
pliríamos de fronteras adentro una obra importante
dando expresión política a tales imperativos, pero
en realidad no traeríamos nada nuevo al mundo.
En rigor, nos limitaríamos a heredar realidades an
tiguas, creadas por otros movimientos análogos al
nuestro. Y aquí está nuestra posible originalidad:
el Nacionalsindicalismo, a fuerza de hondura y ex
celsitud en su modo de ser, enlaza los tres compo
nentes fundamentales heredados a merced de lo que
José Antonio llamó, con palabras que hoy repeti
mos, los valores eternos; es decir, dando hondura y
excelsitud de eternidad a lo que antes era sólo mera
idea histórica, al margen del destino del hombre
como hombre. Si los españoles lográsemos de veras
realizar la idea nacionahindicalista, habríamos con
seguido enlazar revolucionariamente lo social y lo
nacional, convirtiendo en persona histórica al in
dividuo; pero al mismo tiempo, y en ello estaría
nuestra originalidad en lo universal, habríamos lle-
19
vado a cabo la incorporación de los valores mora
les eternos, religiosos, al doble orden político y so
cial de nuestro mundo histórico.
20
go a la tierra nativa; esto es, por cualidades pura
mente naturales, no históricas. Este mismo concepto
natural de la nación persiste sin grave mudanza has
ta el siglo XVIII. En la Edad Media adquiere la na
ción un cariz más administrativo: constitución de
diócesis, inscripción per nationes de los estudian
tes en las Universidades; pero el sistema de ideas
y de formas políticas vigente— el Imperio cristia
no, los Príncipes sometidos al Emperador, etc.— no
permitía salir decisivamente de aquel primitivo en
tendimiento etnográfico de la nación. Las cosas si
guen así hasta que tales grupos humanos, hasta
entonces puramente naturales o, cuando más, cua
drículas administrativas, empiezan a participar en
la historia; de modo tenue primero, pero con
toda violencia y decisión más tarde. El proceso
acontece entre los siglos xvi y x v i i i : entonces
dirigen la historia las monarquías reinantes, y
las estirpes dinásticas son titulares de la em
presa histórica. Existe una evidente moral his
tórica, en virtud de la cual sirve el hombre a la
tarea colectiva; pero ella no es todavía la que ahora
llamamos moral nacional, sino la moral de la “ ra
zón de Estado” . Todos recordaréis que en Los tres
mosqueteros— pongo por ejemplo archiconocido—
las palabras que movían e intimidaban a cualquier
hombre eran: “ Orden del Rey” . La obligación cuasi
religiosa con que tal invocación era recibida mostra-
21
ba con toda claridad la existencia de una moral his
tórica por debajo de aquella razón de Estado.
Pero el hombre va creciendo en exigencia indi
vidual por virtud del germen poderoso y magnífi
co, peligroso si queréis, pero absolutamente irre
nunciable, del Renacimiento. Crecen el ansia hu
mana de dignidad terrena y la voluntad de partici
par en la determinación del propio camino históri
co y en la configuración de la común empresa. Cada
hombre aspira a que de “ su historia” no se le es
cape nada. El resultado final es el conjunto de epi
sodios a la vez brutales y encantadores, terribles
y prometedores, que forman lo que llamamos Re
volución Francesa. La Revolución Francesa, en lo
que a su sentido histórico toca, significa en buena
parte la penetración de lo nacional en el mundo
de la historia. A partir de entonces, lo nacional no
va a ser un mero término étnico o administrativo,
sino un permanente motivo político o histórico:
honor “ nacional” , espíritu “ nacional” , política
“ nacional” , etc. Va a cambiar también en su modo
el sentimiento de obligación de cada hombre frente
a la empresa histórica común. E l conjunto de todos
estos “ ciudadanos” autodeterminantes es la “ na
ción” ; lo nativo ha pasado a ser histórico. Poco
importa que dentro de la teoría científica sea la
nación un organismo vivo, como sucede en Herder,
o un titular del espíritu en su evolución dialéctica,
22
«omo un Hegel, o “ un plebiscito de todos los días” ,
«omo en Renan. Lo que importa ahora es la emo
ción profunda que, por debajo de ellas, hermana
a todas estas acepciones: el hecho de que el hom
bre quiera, reclame y se sienta con derecho a ser
partícipe activo de la Historia. No quiere limitarse
•a ser el mero labrador que ara sus tierras, paga sus
tributos y empuña las armas en guerras decididas
por el Rey absoluto y su camarilla, como viene su
cediendo hasta fines del x v n i; exige codeterminar
en algún modo la obra histórica común, y llama
“ nacional” a esa obra, en tanto es realizada por la
cooperación de todos los hombres que en ella to
man parte. El siglo x ix es la historia del ejercicio
Re este derecho en los países “ nacionalmente” fuer
tes —Francia, Inglaterra y más tarde Alemania e
Italia— y la de su triste simulación de los débiles,
como España. E l hecho de que otros intereses— el
dinero, las armas, las dinastías supervivientes, etc.—
y una inexcrutable ultima ratio providencial se cru
zasen en la intención del ciudadano ingenuo, no
quita la verdad profunda e inexorable del proceso
expuesto.
En resumen: la nación ha llegado a ser entidad
histórica. Las guerras del siglo x ix y las actuales
buscan su justificación histórica en ser “ naciona
les” , y el Ejército operante viene a ser “ la nación
en armas” . Con ello, la obligación, “ por razón de
23
Estado” , se ha convertido en deber “ nacional” . En
nombre de la nación se pide y aun se exige a loa
hombres — como deber estricto— hasta la vida. En
tiempo de Calderón, dar la vida por el Rey era de
bien nacido; en el xix, darla por la Nación va a ser
cosa de simple nacido. Que unos se presten con máa
y otros con menos entusiasmo a la exigencia no al*
tera el fenómeno radical: a todo hombre va a obli*
gar una serie de deberes dimanantes de su perte«
nencia a una comunidad nacional: servicio militar,
obligaciones fiscales, etc. Tampoco importa, desde
mi actual punto de vista, que más tarde la partici
pación “ nacional” de los hombres en la tarea his
tórica baya de ser a través del partido único y de la
entusiasmada obediencia a un Caudillo. La línea
del pathos nacional es continua desde el siglo x ix
al XX, sin mengua de existir tantas cosas nuevas.
Ramiro Ledesma encontró una expresión que.
acuña como una categoría ética este fenómeno his
tórico: la moral nacional. Naturalmente, aquí se
plantea un problema hondo y curioso que Ledesma
tocó de pasada y luego intentaremos profundizar.
¿E s que con la moral llamada nacional ha surgido
en la Historia un tipo de obligaciones humanas que
nada tienen que ver con los deberes anteriormen
te vividos como tales? ¿Hay ima provincia moral
absolutamente desligada de la moral religiosa? L a
cuestión es realmente grave y, en verdad, no nueva
24
existe desde que se nos dijo el deber de dar a Dios
lo de Dios y al César lo del César. Aquí surgen dos
inmediatas y contrarias actitudes, que de hecho se
han dado en la Historia. Una postula la total sub-
sunción de los deberes históricos — de la moral na
cional, en nuestro caso— en los deberes religiosos.
En tal caso, la dirección de la política correspon
de, en última instancia, a la jerarquía religiosa.
Actitud güelfa, ultramontanismo, integrismo, popu
lismo — tipos : la política de Dom Sturzo y la de
Brünning— son nombres diversos de tal vertiente
a lo largo de la Historia. Otra proclama que la mo
ral nacional y los actos “ nacionalmente” cumplidos
son capaces por sí de justificar a los hombres: el
Panteón de París, convertido de templo religioso en
templo “ nacional” — “ Aux grands hommes, la Pa
trie reconnaisante” , reza su frontispicio votivo—,
es la expresión en piedra de tal actitud ante los
deberes del hombre. El Nacionalsindicalismo debe
moverse imperativamente entre una y otra rom
piente, que son su Escila y su Caribdis. Cómo pue
da hacer esta arriesgada navegación lo veremos
luego. Por ahora, baste afirmar dos hechos incon
trovertibles: la historia del mundo ulterior a la
Revolución Francesa despierta en los hombres la
conciencia de unos deberes morales históricos, na
cionalmente calificados, que se les revelan en al
gún modo independientes de las obligaciones es-
25
trictamente religiosas; como consecuencia, muchos
han sufrido desde entonces ese íntimo y doloroso
desgarro entre las obligaciones religiosas que les
impone su fe y las históricas que les prescribe su
nación, cuando la moral nacional y la religiosa se
han hecho hostiles entre sí. En cualquier caso, na
die puede dudar de la existencia de esta moral na
cional. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el sentimien
to de obligación ante el pago de un impuesto o
tributo cuando — como con algunos de aquéllos
ocurre— un moralista no hace ilícito su incum
plimiento? ¿Cómo la diferencia entre nosotros, ca
tólicos nacionalsindicalistas, y los llamados cató
licos — que acaso lo sigan siendo en sus fueros in
terno y externo— de “ la tercera España” o del seu-
donacionalismo vasco? ¿Cómo la estimación igual
mente laudable del común heroísmo, cuando — por
ejemplo— un católico francés y otro alemán luchen
entre sí heroicamente? ¿Cómo la condenación de
los católicos que ahora o en cualquier momento hi
ciesen evadir sus capitales a potencia extranjera?
¿Cómo el “ Todo por la Patria” de nuestros cuarte
les? Otra cosa sería afirmar que para nosotros, los
españoles nacionalsindicalistas, deban ser indife
rentes entre sí la moral nacional y la moral religio
sa. Pero del enlace de entrambas, como acabo de
decir, trataré luego.
26
La “moral del trabajo”.
27
todavía sólo histórica. Lo que no pasaba de ser una
situación histórica distinta de la medieval frente a
la común verdad cristiana se transforma en un
modo teológicamente diverso de entenderla. La mu
danza de tejas abajo se instala en la nave del
templo.
Este germen, naturalmente, no queda ahí. Va
progresando, ascendiendo, tomando figuras diver
sas, aunque mantenga su primitivo carácter. Una
alteración fundamental del cuadro social va a sur
gir en el siglo xix, como consecuencia de haber
triunfado en el mundo la Revolución francesa. An
tes vimos el lado nacional de ésta. Según otra de
sus facetas, la Revolución Francesa representa el
triunfo violento de la burguesía. Quien realmente
asciende al primer plano histórico no es el sans
culotte, sino el burgués. Pero el triunfo de la bur
guesía, inevitable ya en el albor del x ix y necesario
para toda la Historia posterior— incluidos el co
munismo y el “ fascismo” — va a traer a concreción
histórica la última consecuencia del ímpetu indivi
dualista que la sustenta en los senos del hombre.
En cuanto el burgués asciende al poder social y po
lítico, y al mismo tiempo que crea la industria y la
técnica modernas en un maravilloso despliegue de
la posibilidad humana, se olvida de que es “ nacio
nal” y de que ha triunfado como “ trabajador” . L a
conjunción de estas dos deserciones se llama capita-
28
lismo. La sociedad anónima y el “ trust” son la ne
gación sucesiva del interés nacional en aras del lu
cro privado, al menos en los países política y eco
nómicamente pobres (1) ; y el Consejo de Adminis
tración, la negación del trabajo como valor moral
estimable, en cuanto con él se admite un lucro im
personal y sin participación real en el ciclo econó
mico. En este mismo lugar, lo recuerdo otra vez
con emoción profunda, la voz de José Antonio tra
zó clara y definitivamente, para nosotros y para
España, la línea de este tránsito desde el liberalis
mo en su forma inicial, que él llamaba “ simpática
y atractiva” , el heroico y entusiasmado liberalismo
que subsiguió inmediatamente a la Revolución
Francesa, al liberalismo capitalista, del cual ban
desaparecido las notas de entusiasmo y generosidad
que al comienzo le animaron, como habréis podido
leer veinte veces. Pero precisamente porque ha sur
gido el capitalismo, la moral del trabajo — hablo
siempre de ella en tanto magnitud histórica— pasó
a otras manos, a las manos de los que realmente
y con el mínimo fruto trabajaban.
El trabajo lo ostenta ya como bandera exclusiva1
29
otro grupo humano, las masas proletarias. Las ma
sas proletarias sienten como cosa propia, y hasta el
limite extremo — hasta lo 6eudorreligioso— aquella
emoción del trabajo que anteriormente había sur
gido; en su nombre quieren interpretar la historia
entera y bajo su nombre actúan ya en la Historia
Universal. En fin de cuentas, lo que hace el mar
xismo es decir a sus secuaces: “ Hay dos clases de
hombres; los que trabajan y los que se lucran del
trabajo ajeno. Como en la Historia sólo es realmen
te valioso el trabajo económicamente operante, y de
él somos nosotros los exclusivos titulares, nuestra Re
volución — la dictadura del proletariado— repre
senta la suma posibilidad histórica, su episodio ter
minal. Después de ella, tendremos (voy a emplear
una palabra que el marxismo no ha usado, pero ab
solutamente adecuada a la intención metahistórica
del estado terminal marxista ulterior a la dictadura
del proletariado), tendremos el p a r a í s o Observad
cómo una idea religiosa o seudorreligiosa penetra
siempre por debajo de las concepciones políticas. El
marxismo y el anarquismo postulan como mito ca
paz de encantar a sus hombres— sinceramente en
unos casos, capciosamente en otros— un estado final
de perfectas libertad, justicia e igualdad entre los
nacidos ; o, hablando con lenguaje religioso, un Rei
no de Dios de tejas abajo. El proletariado viene a ser
a esta seudorreligión lo que el pueblo fiel a la Reli-
30
gión auténtica, la hoz y el martillo emblemas por los
que se muere, la estatua del obrero musculoso casi
un icono venerable — recuérdese el fronstispicio
del pabellón de la URSS en la Exposición de Pa
rís— y Stajanov un arquetipo, casi un “ santo” .
Lo sucedido, a la postre, es que, para el mar
xismo, el trabajo económico se ha convertido en
fuente de salvación religiosa o seudorreligiosa. “ Fe
con obras” ha pedido siempre para la justificación
la sana doctrina católica. Al marxista se le pide
también fe en un determinado esquema de la His
toria, dentro del cual la “ obra” salvadora es el
“ trabajo” capaz de rendir económicamente. Hay,
pues, en el marxismo una visión limitada y defor
me de lo que el trabajo sea, pero no absolutamente
errónea: en ella alienta, lejano, casi irreconocible,
el “ Ganarás el pan...” de la maldición bíblica, en
la cual halla el hombre a la vez dolor y orgullo. No
en vano es el marxismo hijo aberrante de la cultura
europea y, como tal, inexplicable sin un íntimo
germen cristiano.
Después de los movimientos clasistas del x ix
— no sólo el marxismo, mas también el sindicalismo
anarquista— , ocurre lo que siempre en la Historia,
tras cualquiera de sus seísmos políticos y sociales:
se podrá combatirlos a muerte, pero en la técnica
de su vencimiento habrá que contar con algo que
ellos han traído a la arena histórica. En este caso,
31
la masa entusiasta como instrumento de poder y la
moral del trabajo. Cuando José Antonio dice el 29
de octubre: “ En una comunidad tal como la que
nosotros apetecemos... no debe haber convidados ni
zánganos” , no hace otra cosa sino arrebatar hacia
un campo nacional la bandera del trabajo que de
tentaba en monopolio el sindicalismo clasista, y otro
tanto existe bajo la permanente apelación a las ma
sas que vemos en la obra de Ramiro Ledesma, o
cuando nuestros puntos iniciales hablan, con apa
rente redundancia, de un Ejército nacional y “ po
pular” . Lo cual no obsta para que nuestra idea de
la masa sea distinta de la marxista — en cuanto la
admitimos sólo nacional y jerárquicamente disci
plinada— , ni para que nuestro entendimiento del
trabajo no sea el meramente económico. El trabajo,
en nuestra doctrina, es obra de la total personali
dad humana; y así, es “ trabajo” desde la construc
ción del motor de explosión hasta la activa cari
dad (1) o aquel “ magisterio de costumbres y refi
namientos” que José Antonio atribuía con sabia
cautela —mídase la cuantía de la expresión, tan dis
tinta del número de los que hoy viven a costas aje
nas— solamente a “ algunos” . Nosotros, nacional y
proletariamente instalados en la Historia, no pode-1
32
mos admitir, ni siquiera como motivo de polémica,
aquel tem a— “ si es lícito o no al católico vivir sin
trabajar”— que hace unos lustros ocupaba, con no
pocos votos afirmativos, a deteminados círculos ca
tólicos españoles. Una prueba más de cómo había
penetrado en la sociedad moderna la corrupción del
espíritu burgués antes apuntada.
La “ moral revolucionaria ” .
34
La revolución y la actitud moral con ella conexa
van a ser el bálsamo capaz de soldar aquellos dos
partidos miembros morales del mundo moderno.
Nadie piense que la adopción del término, a la
vez encantador y polémico, de la Revolución nacio
nal-proletaria (fascismo, nacionalsocialismo y na
cionalsindicalismo) (1), fuese en los fundadores
obra de “ táctica” reflexiva y cauta, sino consecuen
cia inmediata de vivir profunda y entrañadamente
la historia de nuestro tiempo. Quien así la viva
sabe espontáneamente que sólo invocando una re
volución y adoptando “ de veras” una actitud revo
lucionaria pude hacerse hoy historia creadora. La
contrarrevolución es cosa de minorías nostálgicas,
sin real ímpetu creador; las cuales, si por azar lle
gan al mando — Polonia de Pilsudsky, Rumania de
Antonescu— convierten al país en un remanso in
operante y, a la postre, arrollado. Y el liberalismo
democrático — Inglaterra— , mera actitud defensiva,
sólo capaz de mimetismo histórico (el “ orden nue
vo” de Churchill o la “ revolución nacional” de
Pétain).
¿Por qué? Dos razones hay, a mi juicio: una1
35
afecta al orden formal; otra atañe al contenido mis
mo de la actitud revolucionaria. Lo formal, con no
ser decisivo, es sobremanera importante. Cada épo
ca de la Historia tiene sus palabras de ensalmo, sus
específicos conjuros; sólo ellos son entonces capa
ces de abrir el corazón de los hombres y moverles
a entusiasmo. En nuestro tiempo, “ todavía” tiene
esta virtud el término revolución: hasta en los más
timoratos se oye pedirla, con aire entre ilusionado
y cohibido. Una política que no hable de revolu
ción — o, lo que es peor, que no la haga hablando
de ella— está condenada a la ineficacia o a la ca
tástrofe; y rondar con distingos escolásticos en tor
no a este hecho vivo y flagrante, equivale a cantar
coplas de Calaínos o a ignorar política e intelectual
mente la Historia (1). Sin embargo, la acción mí
tica de la revolución como consigna no se agota en
esta ocasional virtud musical y òrfica suya. El con
tenido mismo de lo que una actitud revolucionaria
sea (y sin contar con los motivos justos e incitado
res que “ cada” revolución concreta pueda aportar
como verdadero contenido suyo), tiene en sí varios
ingredientes que por su naturaleza misma arrastran
al hombre de estos tiempos, y tal vez de todos. En
36
tre los más esenciales me parece poder aislar el me-
sianismo de grupo, la brevedad en el plazo de la
acción y la violencia.
Desde un punto de vista social, el revolucionario
se caracteriza por pertenecer a un grupo. No se es
revolucionario difusa o dispersamente, como se es o
se puede ser amante de la Naturaleza o admirador
del Greco. Pues bien; los grupos revolucionarios
se caracterizan por poseer — empleo deliberada
mente una felicísima expresión de Ramiro Ledes
ma— una conciencia mesiánica de su actitud: ese
grupo, y sólo él, y nadie fuera de él, es capaz de
realizar la obra histórica hacia la que se mueve. No
es que haya hombres nativa o constitutivamente in
capacitados para ello; mas sólo adquirirán eficacia
histórica “ convirtiéndose” radicalmente al grupo
seminal y eficiente, transformándose en otros hom
bres. Piense cualquier falangista auténtico si no es
en verdad “ otro hombre” distinto del que era an
tes de su falangización. Por otro lado, no es que este
mesianismo histórico tenga o haya de tener propó
sitos redentores seudorreligiosos, como la revolu
ción liberal-progresista o la marxista; la revolución
nacional-proletaria se señala por tener un concre
tísimo hic geográfico y un determinadísimo nunc
temporal, sin merma de su autenticidad revolucio
naria en lo histórico-social. Esta sentida “ distin
ción” que supone la pertenencia a un grupo seña
37
lado y autoexigente — aquí la “ distinción” adquiere
calidades elementales, a fuerza de ser auténtica—
constituye uno de los más importantes resortes au
xiliares de la actitud moral que antes llamé revolu
cionaria. El grupo amplio a que pertenecen los re
volucionarios nacionales españoles es lo que José
Antonio llamaba “ nuestra generación” : véase lo que
entendia con estas palabras en su discurso del Cine
Madrid. El grupo reducido lo formarán, en torno
al Caudillo, los hombres que sepan incorporar una
creadora y pura actitud nacionalsindicalista —na
cional-proletaria— al hecho de nuestra victoria mi
litar y a la empresa inmediata de España. Tal vez
este grupo reducido tenga, por ahora, más porvenir
que actualidad.
Otro elemento constitutivo de la actitud revolu
cionaria es la brevedad en el plazo de la acción.
Decía Onésimo Redondo: “ La juventud nacional...
quiere conquistar a España totalmente... ¿Y cómo
conseguir un triunfo de esta alcurnia? No pregun
temos por el fin, que le sabemos, sino por el cami
no. Queremos una trayectoria corta y recta, que
quepa, a ser posible holgadamente, en una década” .
Esta exigencia del revolucionario, este querer tener
a la mano el fruto de su acción histórica, es algo
que distingue su actitud de otras humanas. La ora
ción o el sacrificio religiosos, aunque vayan aplica
dos en orden al acontecer terreno, son actos cum-
38
piídos sin determinada exigencia temporal: el que
reza por la salud de un enfermo incurable no deja
de hacerlo aim teniendo certeza física de su incu
rabilidad. La acción intelectual o artística tampoco
pide plazo concreto al éxito: Mendel, por ejemplo,
cultiva sus guisantes sin que el medio científico re
coja las leyes genéticas por él descubiertas, porque
el término de tal acción es esa ley y no su vigencia
social. En cambio, el acto histórico-político, y más
aún si tiene intención revolucionaria, exige una
cierta seguridad previa— o, al menos, una creen
cia— respecto a la realidad y al alcance de la obra
final. El revolucionario no puede partirse para la
guerra de los cien años; y ahí, en esa creída seguri
dad del triunfo, en esa impaciencia — que no ex
cluye, naturalmente, el realismo, ni la previsión
más minuciosa: caso de Napoleón, caso de Hitler—
asienta otro de los motivos morales de la postura
revolucionaria. E l hombre que hace una revolu
ción “ necesita” botín triunfal al término de su ca
rrera.
La brevedad en el plazo de la acción lleva con
sigo el tercero de los componentes antes señalados
en la actitud revolucionaria: la violencia. No po
dría darse término rápido a una obra histórica sin
vulnerar violentamente las resistencias que se opo
nen a ella. Esta avidez de acción violenta asienta en
los más escondidos entresijos de la instintividad hu
39
mana: el instinto que Freud llamaba de agresión,,
por ejemplo. El problema está en aunar este regusta
hondo y vital propio de la acción violenta con la
norma y con la justicia. Esto supuesto, la violencia
justa y normativa tiene para el hombre que la eje
cuta el valor de una purificación, es casi una “ ca
tarsis” , en el sentido helénico de la palabra; y el
equivalente sobrenatural y modelo último de la vio
lencia justa será siempre la violenta acción de Cris
to contra los mercaderes del templo: “ Derribó las
mesas de los cambistas” , dice de una vez para siem
pre San Marcos. Hay ocasiones — parodias aberran
tes de esta violencia justificada y aun santificada—
en que la pura violencia, sin contar con su motivo
justificador, se le aparece al hombre como una es
pecie de medio salvador, una vox Dei: acaso sea
éste el último sentido del fortiter de Lutero. Des
de luego, en Sorel aparece la violencia como algo
valioso en sí, con virtualidad histórica anterior a
su concreción bajo especies de lucha de clases. “ Hoy
— escribe Sorel— ya no vacilo en creer que el so
cialismo sólo puede subsistir mediante la apología
de la violencia, y que en las huelgas es donde afir
ma su existencia el proletariado. No me allano a
compararlas con la ruptura efímera de las relacio
nes comerciales entre un tendero y un proveedor de
ciruelas a causa de desacuerdo en los precios.” El
nacionalsindicalista, sin caer en derivaciones seu-
40
dorreligiosas, sabe bien el valor cristiano de la vio
lencia justa, y exige una acción violenta al servicio
de la justicia social y de la justicia nacional. Y, en
más alto término, de la justicia cristiana.
Estos tres elementos, unidos al diverso y más es
pecífico contenido de cada acción revolucionaria
— revolución burguesa de 1789, proletarias de 1848
y 1917, revoluciones nacional-proletarias del tiem
po presente— determinan el temple revolucionario ;
el cual se caracteriza, ante todo, por la entrega ac
tiva e inexorable, violenta y creadora, a la empresa
histórica que fue capaz de suscitarle y mantenerle.
Ser revolucionario supone tener una precisa y dis
tinta actitud moral, poseer lo que llamé “ moral re
volucionaria” . No es labor de este momento señalar
lo que sea una revolución en la Historia; o, mejor,
las notas que haya de presentar el fenómeno histó
rico para que pueda considerársele una revolución.
Ahora me importaba, ante todo, el trasunto moral
del hecho revolucionario dentro del hombre que en
él toma voluntaria parte. Comparada esta actitud
moral con lo que antes llamé “ moral nacional” , se
hace patente una clara diferencia. El deber sentido
por virtud de esta última supone una respuesta
— más o menos resuelta y alegremente aceptada—
a una exigencia externa: servicio militar, impuestos,
privaciones ocasionales, etc. La actitud moral del
revolucionario auténtico le lleva a crearse activa-
41
mente nuevos deberes, y a crearlos a los demás a
merced de una nueva ordenación político-social. El
revolucionario es una voluntad legislativa a la más
alta presión.
En rigor, la integración de lo nacional y lo social
por obra de una actitud histórica revolucionaria
—violenta y creadora— fue en España obra de las
J . O. N. S., al menos en lo que atañe a la intención
y a la doctrina. Todas las consignas jonsistas —y so
bre todas: “ Por la Patria, el Pan y la Justicia”—
están transidas por este ímpetu. Las JON S son la
primera tentativa seria, desde hace no pocos lustros,
por situar a España a tono con la Historia; y, con
secuentemente, las JON S acentúan hasta el límite
ortodoxo, sin transgredirlo, una idea del hombre
como ser portador de valores históricos. Léase a R a
miro Ledesma: “ Hay una moral del español, que
no obliga ni sirve a quien no lo sea... Precisamente,
es el servicio a una moral así, y la aceptación de
ella, lo que nutre la existencia histórica de las gran
des patrias... ¿L a moral católica? No se trata de
eso, camaradas, pues nos estamos refiriendo a una
moral de conservación y de engrandecimiento de lo
español, y no simplemente de lo humano.” Pero ¿es
que el español, actuando como español, no actúa
también, al mismo tiempo, como mero hombre? Es
cierto que el hombre europeo sólo puede hoy actuar,
quiera o no, a través de una insoslayable cualifica-
42
ción histórica y nacional — española, o francesa, o
alemana— , y de ahí la necesidad de ese motor his
tórico que llamamos moral nacional. Sin embargo,
sigue siendo hombre, mero hombre, y esto nos plan
tea un grave problema: el de enlazar armónicamen
te los valores morales del hombre como hombre
— la moral cristiana— y los valores morales histó
ricos. Esto es lo que intenta conseguir José Anto
nio, y ahí está algo de su originalidad política como
Jefe Nacional de Falange Española de las JONS.
Pero esto requiere comenzar otra vez el cuento (1). 1
43
II
J osé A ntonio .
44
de 1931, en el cual hay patente una a modo de ex
cusa pública por el hecho de haberle escrito. Para
la gente es entonces “ el hijo del Dictador” , y él lo
era, en verdad, y lo fué siendo hasta su muerte, al
menos en la fidelidad a la sangre y a la filial me
moria; pero en su alma, siquiera por la esquina de
la inteligencia, se había roto ya con fisura genera
cional la pura vinculación a la hazaña paterna. La
segunda etapa la constituye, fugacísimamente, el
José Antonio de las cartas a Juan Ignacio Luca de
Tena y Jefe de Falange Española. Ya es “ jefe fas
cista” , pero de un fascismo aristocrático, más pre
ocupado por el estilo que por los temas de la em
presa revolucionaria y por su táctica diaria, dema
gógica e irrevocable. Todavía se defiende el hom
bre contra su trágica y abrumadora vocación; las
cartas a Julián Pemartín son testimonio de ello.
Para el público político español ha pasado a ser
“ José Antonio Primo de Rivera” o el “ Marqués de
Estella” . Un biógrafo auténtico encontraría un tema
apasionante buceando en el alma del José Antonio
de aquellos días, cuando el político José Antonio va
venciendo, a costa de íntimas desgarraduras, al aris
tócrata, al intelectual y al mozo de gallardo ímpe
tu vital. El triunfo de la vocación acontece en su
tercera y postrer investidura: la Jefatura Nacional
de Falange Española de las JONS. Los que le co
nocieron podrán aducir directos, múltiples y vivos
45
testimonios de este tránsito suyo. Para los que no le
conocimos y hemos de atenernos a la memoria for
me y maravillosa de la letra impresa, es el José An
tonio de los discursos en el Cine Madrid y de Arribeu
Aquí estamos ya ante el caudillo revolucionario,
capaz de aunar la devoción por la forma y el estilo
con las urgencias demagógicas (1) del político que
necesita un mando basado, a la vez que en la justi
cia histórica y en la “ eterna metafísica de España” ,
también sobre la adhesión unánime y fervorosa de
una ancha masa popular. Y a no es “ el hijo del Dic
tador” ni “ José Antonio Primo de Rivera” ; ha pa
sado a ser ya, sencillamente y para siempre, “ José
Antonio” . A este José Antonio a la vez demagogo y
aristócrata, estilista y revolucionario, es al que mi
raban aquellas masas humanas— tristes y curiosas,
como con nostalgia de futuro— empinadas en los
altos de la Ciudad Universitaria, cuando el traslado
de sus restos.
¿Qué elementos incorpora este José Antonio po
lítico a la empresa de la revolución nacional, del
Nacionalsindicalismo, ya proclamada por las JO N S?
A mi juicio, tres. Uno, el más importante, su pre
sencia personal, su mando: frente a este hecho pa
tente, el más decisivo siempre en el orden del acon-1
46
tecer histórico, había de ser inútil que cualquier
jonsista disidente y nostálgico hiciese cuestión de la
prioridad. José Antonio era ya, y había de ser has
ta su muerte, el jefe natural del movimiento revo
lucionario nacional español, y a través de él co
braban nueva vida las viejas consignas de las
JON S precursoras. La segunda aportación fué la
de un estilo en la expresión política. La tercera la
constituyen dos fecundas ideas políticas, que su
muerte dejó sin elaborar en la teoría y sin realiza
ción propia en la vida nacional: la visión del hom
bre como “ portador de valores eternos” , no sólo
desde un punto de mira religioso o filosófico, sino
— y aquí está su originalidad en el tiempo nuevo—
desde una intención política; y la consideración de
la nación como una “ unidad de destino en lo uni
versal” y de España como una entidad, a la vez que
histórica, metafísica.
El hombre de mando murió para la obra política
con su cuerpo. El estilo ha quedado como ejemplo
e incitación; pero como el estilo va indisolublemen
te ligado a la vida personal que le crea, está de an
temano descontado su quebranto. Quedan las ideas
políticas, todavía vigentes, como todas las que cons
tituían los supuestos polémicos y sustanciales de
Falange Española de las JONS. Quedan para el es
tudio teórico, si a ello nos resignamos, o como mo
tivo de acción histórica, si a ello, como es elemental
4T
deber nuestro, nos atrevemos. El enlace revolucio
nario de lo nacional y lo social, como idea y consig
na políticas, lo había recibido José Antonio de las
JO N S; la tesis de la nación como unidad de desti
nos en lo universal, con las dos cuestiones que in
mediatamente plantea — una, política : encontrar la
empresa nacional y universal de la nación española
en este tiempo nuevo ; otra, elaborar teóricamente el
arduo problema que la enunciación de José Anto
nio suscita—, no es motivo de la actual reflexión.
Queda para ella el entendimiento “ político” del
hombre como portador de valores eternos.
48
lo que hay de eterno en un hombre es aquello en
cuya virtud puede ser ese hombre religioso. Con lo
cual, desde mi actual punto de vista, viene plan
teado el problema del engarce entre lo que llama
mos “ moral nacional” y la actitud moral religiosa
del hombre como mero hombre.
Una cuestión parece presentarse de antemano:
¿cómo hubiese resuelto José Antonio este proble
m a? Porque José Antonio, cuya vida de político
fué segada a poco de nacer, no nos dejó solución
escrita. La pregunta nos obliga a una difícil conje
tura. Pero nuestro deber es movernos en la direc
ción en que nuestros fundadores se hubiesen movi
do si vivieran; obrar “ con ánimo de adivinación” ,
por emplear la misma frase con que José Antonio
enseñaba a entender lo tradicional. Si nos quedá
semos en la pura repetición de nuestras consignas
tradicionales, como muchas veces se viene hacien
do, entonces el Movimiento había dejado de serlo,
trocándose en nostálgica quietud. Con toda deci
sión, pues, voy a intentar una solución al proble
ma del enlace moral entre lo nacional y lo religio
so, dentro del pensamiento de José Antonio.
Por lo pronto, una afirmación. Al tratar de en
garzar lo eterno y extrahistórico con lo histórico y
nacional, no emprendo reflexión sobre un tema bi
zantino. En primer término, porque en España, en
esta España nuestra, es un problema urgente y uren
4 49
te. En segundo, porque en todo tiempo, quiéralo el
hombre o no, se ha presentado esta cuestión a su
cuidado. Por necesidad constitutivamente anclada
en su propia existencia, el hombre quiere trascen
der su vida más allá del escueto y marcesible acon
tecer histórico: hambre de inmortalidad, llamaba a
este hondo y elemental fenómeno de los abismos
humanos el buceador Unamuno. Lo quiere, porque
lo necesita; y cuando la vida histórica cotidiana no
le da, en forma de creencia, esta seguridad, proyec
ta el hombre su menester a la ficción metahistórica
de la utopía. El “ estado final” utópico del marxis
mo y del positivismo progresista, a lo Augusto Com
te, es como un sucedáneo del ansia de eternidad la
tente siempre en y con el corazón humano.
Con esta realidad profunda — tan humana y, de
otro lado, tan española, según lo que en lo antropo
lógico solemos llamar “ lo español” — quiere indu
dablemente contar José Antonio. Con ella viene
también a confirmar políticamente aquella “ sed in-
extiguible de absoluto” que el hispánico Antonin
Sardinha nos atribuía como rasgo definidor. La for
ma de engarzarla con lo histórico que él hubiese
creado está todavía inédita; pero la Falange tiene
jalones expresos en número suficiente para ensayar
teóricamente— en espera de ocasión para ensayar
la en el real suceder— una respuesta. De modo in-
50
troductorio, veamos rápidamente las soluciones his
tóricamente ensayadas en nuestro mundo europeo.
51
en el tiempo y en la índole de su realidad. Ni aquí
hay persecución, ni pagania, ni forma alguna de ese
panteísmo estatal que a veces aparece ad terrorem,
en plumas poco sinceras o demasiado confusas. Co
mienzan los hechos a trocarse en lecciones cuando,
tras la conversión de Constantino— y, sobre todo,
tras el imperio de Teodosio— surge el problema de
las relaciones entre la Iglesia, como entidad de eter
na salvación, y una potestad histórica— el Impe
rio— encarnada por cristianos ; y alcanzan su má
ximo valor, en orden a mi propósito, en el ápice de
la Edad Media.
Durante la Edad Media la verdad cristiana ha
penetrado en forma viva y operante dentro de to
das las conciencias y en la entraña de todas las for
mas sociales. Una idea cristiana de la Historia
alienta en todos, con, a lo sumo, germinales variacio
nes entre unos y otros: la Cristiandad como reali
dad social y mística, el Pontificado y el Imperio
como instituciones para regimiento de sus destinos,
son supuestos que admite todo europeo, desde el
Vístula a Sevilla. No obstante, aparecen dos actitu
des diversas, sin dejar de ser rigurosamente cristia
nas. Según una, el gobierno de lo temporal y de lo
sobretemporal, de lo histórico y de lo religioso, debe
recaer en una misma mano, la del Pontífice, en
cuando él es vicario de Cristo, y de Dios mana toda
fuente de poder. El Pontífice discierne luego este
52
originario poder a los Príncipes, los cuales alcanzan
así la legitimidad de su mando. “ Ego sum Pontifex,
ego Imperator” , dicen que dijo una vez, con gesto
magnifico y sobrecogedor, único en la Historia, Ino
cencio IH. Otra actitud, cristiana también e indu
dablemente más acorde con el “ Mi Reino no es
de este mundo” y con el “ a Dios lo de Dios, y
al César lo del César” del Evangelio, considera
de otro modo el enlace de lo eterno y de lo
temporal en el plano del concreto acontecer his
tórico. La forma de expresión más bella y agu
da es, sin duda, el tratado De Monarchia, del
Dante, en su capítulo tercero ; libro cuya traducción
debiera verse por los escaparates de las librerías
españolas. Según ella, la potestad del Príncipe, en
orden al ejercicio de su función temporal, le viene
directamente de Dios, como al Pontífice la suya en
el gobierno religioso y sobrenatural de la Cristian
dad. En consecuencia, el Príncipe no debe sumi
sión de su mando al Pontífice — salvo cuanto éste
es definidor de fe— , y responde ante Dios de su
gestión política. El Pontífice tiene potestad histó
rica, pero indirecta. Hay dominios en los cuales la
separación de lo temporal y lo religiosa es patente ;
pero en otros se producen necesariamente interfe
rencias, y de ahí una inevitable tensión, más o me
nos amistosa, entre los dos poderes. La historia me
dieval apenas es otra cosa, en lo externo, que el des
53
pliegue temporal y anecdótico de esta tensión, in
evitable en este mundo de hombres caidos e imper
fectos. De todos modos, el entronque de lo eterno
religioso en lo temporal-histórico está garanti
zado por la condición cristiana del Príncipe, por la
vigencia real que una definición pontificia sobre
dogma o costumbres tiene en el cuerpo social y so
bre el propio Príncipe, y porque las instituciones
de cultura y enseñanza son directa e indirectamen
te creación de la misma Iglesia o de sus Ordenes
religiosas.
54
derno. De añadidura, se constituyen Príncipes y Es
tados decididamente protestantes.
Esta complejidad de los tiempos modernos da
también nuevos matices a la empresa de infundir
la verdad religiosa en el seno del acontecer histó-
rico-social. Por lo pronto, se perfeccionan los ins
trumentos de penetración; el más excelente es la
Compañía de Jesús, tan “ moderna” también en los
siglos XVII y XVIII. Por otro, y como respuesta ade
cuada al absolutismo real, se acentúa el carácter mi
nisterial político de algunos altos dignatarios de la
Iglesia: Cisneros, Richelieu, Maza riño, Alberoni, et
cétera. Estos hombres, muchas veces admirables, sa
ben aunar una política rigurosamente nacional con
la guarda de lo sustancial cristiano a que su minis
terio les obligaba; una mixtura que no siempre se
da en nuestro tiempo. Pero, sobre todo, la garan
tía del permanente injerto religioso en la vida tem
poral — descontados los países protestantes, donde
la Iglesia sigue una política defensiva y posibilis-
ta— la da el gran fenómeno político de la época:
la alianza entre el Trono absoluto y el Altar. La fir
me vigencia de la idea monárquica en el corazón del
hombre y el reconocimiento de un derecho divino al
trono en las dinastías reinantes, asegura a la Iglesia
el mejor apoyo histórico para su labor sobrenatural.
La tensión entre uno y otro poder, inevitable siem-
55
pre en nuestro mundo caído, tiene ahora el nombre
de “ regalía” .
Sólo España representa una excepción. Tras el
paréntesis “moderno” de los Reyes Católicos, Car
los V y Felipe II suponen un conato heroico por
mantener intacta la vieja y ya quebrada Cristian
dad medieval europea. Carlos V es todavía Empe
rador; Felipe El sólo Rey, pero la idea política si
gue siendo la misma que la del rendido de Yuste.
Creo, sin embargo, que se entendería mal la historia
de España si se viese este glorioso período cario-
filipino como pura continuación del Medioevo y no
como una expresión en estilo “ moderno” de las
ideas política y religiosa — Imperio sobre los Prín
cipes cristianos y Cristiandad— del mundo medie
val. La Contrarreforma no es una Cruzada más,
aunque como Cruzada fuese por muchos vivida; es
una heroica guerra religioso-política llevada por un
Emperador-Rey (Carlos V) o por un Rey-Empera
dor (Felipe II), que se sienten a la vez Caudillos de
la Catolicidad (Mühlberg, Lepanto, América) y “ Re
yes modernos” (Pavía, San Quintín). Por eso se
ven unirse los dos motivos en cuanto atañe a la vi
gencia histórica de lo religioso; un cuidadoso análi
sis de la Inquisición nos lo mostraría con evidencia.
La idea moderna en orden al poder real penetra en
España íntegramente con los Borbones. Puede así
ser disuelta la Compañía de Jesús, cuyo estilo sobre
56
nacional choca necesariamente con una “ dinastía” ,
suprimirse los autos sacramentales y convertirse Al-
beroni o, muy al final, sor Patrocinio, en nuestros
Richelieu.
La alianza del Trono absoluto y el Altar, como
solución al problema de dar vigencia histórica a los
“ valores eternos” , despierta todavía nostalgias en
muchos corazones españoles. Un deseo con frecuen
cia noble no les deja reconocer el carácter histórico,
condicionado por la estructura espiritual de una de
terminada época, que esta solución tiene. El pro
blema es permanente e invariable, tanto como lo
sean la verdad cristiana y la realidad del curso
histórico; pero las respuestas deben atemperarse a
la peculiaridad transitoria de cada época; las cua
les, como cosas del mundo y del tiempo, “ velut
amictum Dei mutabuntur” , según nos dice el Sal
mo. Cuál pueda ser una solución actual lo veremos
luego; ahora sólo es segura la inviabilidad de la
fórmula monárquico-religiosa. La potísima razón
histórica de mi afirmación consiste, lisa y llanamen
te, en la total pérdida de vigencia social por parte
de la idea monárquico-dinástica. Hubo un tiempo
en que el corazón de los hombres saltaba de gozo
cuando nacía un príncipe heredero, viendo allí ima
continuación en la vida histórica del Reino; hoy,
pese a las fiestas que el Estado organizase, ese jú
bilo sólo sería vivido de modo harto superficial.
57
Que nadie se engañe por esta fácil cuenta que con
siste en calcular la participación “ auténtica” por
metros de gallardete. Hubo un tiempo en que el in
mediato soporte histórico de la Monarquía absolu
ta — la nobleza de la sangre— era una genuina aris
tocracia, en el ejemplo y en el mando; hoy, salvo
excepciones, esta aristocracia, compañera indisolu-
del Trono — a menos que un Trono fuese capaz de
crear una nueva aristocracia a tono con la actual es
tructura histórica, cosa no vista y por demás im
probable— se halla contaminada hasta el tuétano
por el estilo burgués de la vida que adquirió, al serle
cercenados sus derechos políticos y no los económi
cos, a lo largo del siglo xix. ¿Cómo sería posible,
si no, que el teatro más reído y aplaudido de los úl
timos veinticinco años españoles fuese casi siempre,
y sin protesta violenta o callada de la aristocracia
oficial, una pintura subversiva y resentida — en de
finitiva, roja, y aquí no quito a Muñoz Seca ni a
Torrado— contra una nobleza de la sangre y del
dinero, siempre chabacana o grotescamente repre
sentada?
Sin embargo, la razón más profunda de la men
cionada inviabilidad consiste en el proceso de ra
cionalización de la realeza— en el tránsito de la
“ realeza dinástica” a la “ idea monárquica” que
acontece entre los siglos x v m y xix. En los tiempos
admirables y gloriosos de la Monarquía absoluta y
58
dinástica, un Rey lo es por “ creencia” . Cree el Rey
en su realeza como un don y una carga divinamen
te puestos sobre su linaje; cree en ello con la cer
teza de lo visto. Creen también los hombres, y esti
marían inane o necio cualquier empeño por “ de
mostrar” racionalmente la excelencia histórica de
la Monarquía, como el verdadero creyente en Dios
estima ociosa cualquier demostración silogística de
su existencia. En consecuencia, el Rey no es estima
ble “ porque” sea titular dinástico de una idea más
o menos perfecta respecto al gobierno de los pue
blos; es él, precisamente, por su condición de divi
namente “ señalado” en sí y en su estirpe, quien de
termina la excelencia del régimen monárquico. La
Monarquía es “ este” Rey, y en modo alguno “ un”
Rey. Pero, durante el racionalista x v m , va confi
gurándose el tipo del hombre político que luego se
llamará “ realista” y más tarde “ monárquico” ; el
cual, penetrado de racionalismo, ve a la Monarquía
como “ sistema” . Lo excelente no es ya el Rey, sino
las buenas razones por las que la Monarquía viene
“ demostrada” como óptima forma de gobierno; y
la aparición de la “ camarilla” o conjunto de per
sonas que verdaderamente gobiernan porque en
tienden mejor la Monarquía que el Monarca mis
mo, se debe, indudablemente, a este proceso de ra
cionalización. Cuando esto ocurre, la misma insti
tución monárquica queda dañada en su corazón,
59
porque en la Historia sólo son poderes auténticos
aquellos que se apoyan en la creencia, no los que
surgen de una permanente autodemostración en el
regente y en los regidos. Esta misma convicción
puede penetrar, y de hecho ha penetrado en la con
ciencia de muchas personas reales: si hemos podido
ver a un Kronprinz de Habsburgo al servicio, no
sólo de la Alemania actual, sino de su mismo régi
men “ monárquico” — ¿qué monarquía más perfecta,
en cuanto monarquía, que la de Adolfo Hitler?—,
no creo que en tal hecho haya causa diferente de
la expuesta, miradas las cosas en su centro.
De todo lo anterior emana que la restauración de
una Monarquía dinástica no puede ser hoy empre
sa histórica realmente creadora y fecunda, porque
no asienta sobre bases de creencia y auténtico en
tusiasmo. Una restauración monárquica puede ser
una solución táctica, un arreglo “ para ir tirando”
cuando no se atina con el régimen históricamente
eficaz. En tal caso hay como un refugio en la vieja
costumbre y una renuncia a todo verdadero poder
histórico, hoy sólo posible sobre un ancho y verda
dero entusiasmo nacional; ese en cuya virtud da un
hombre gozosamente su vida. No creo que hoy que
pan otras posibilidades a la pura institución monár
quico-dinástica. Esto, o desnaturalizarse, haciéndo
se “ constitucional” ; lo cual, evidentemente, sólo
puede ocurrir hoy según ese tipo de Constitución
60
actual que llamamos Estado Totalitario. Pero ¿tiene
una Monarquía antigua, pese a todo buen deseo,
arrestos para cumplir “ totalmente” una revolución
nacional-proletaria? Séame permitido dudarlo.
En orden a nuestro problema de los “ valores
eternos” , la alianza entre el Trono y el Altar sería
también una aparente solución. La garantía de la pe
netración social de lo religioso, supuesta tal alianza,
iría ligada a la firmeza histórica de la misma. Ten
go por seguro que la Iglesia, tan prudente frente a
la mutabilidad del suceso histórico y por debajo de
un posible regocijo externo, no fiaría mucho en ta
les “ consustancialidades” . La Iglesia sabe bien que,
en la actual coyuntura histórica, sólo por virtud
de su propia obra evangelizadora, realizada según
el estilo que nuestro tiempo reclama y, desde luego,
sin cómodo apoyo sobre cualquier clase de régimen
político, puede conseguir fruto seguro. Lo cual, na
turalmente, tampoco excluiría un entendimiento
cordial y entero, ni una fructífera colaboración con
un Estado, como el nacionalsindicalista, que a ello
se sienta internamente obligado.
L o s “ valores eternos ” en
LA DEMOCRACIA LIBERAL.
61
quiere subsistir, tiene que hacerse constitucional,
que desnaturalizarse. Este suicidio lento de la Mo
narquía produce también, necesariamente, un cam
bio en la incidencia de lo religioso en lo político-
social. Perduran, como siempre, los medios tradi
cionales: culto, predicación, enseñanza, caridad, et
cétera; pero, aun sin contar con la variación que es
tos mismos medios experimentan en su estilo his
tórico, la aparición de la democracia liberal como
fenómeno político mundial determina, a su vez, la
de un nuevo instrumento de acción religiosa en el
medio social: el partido político católico. Este fe
nómeno, tan propio del siglo xix, aparece con cro
nología variable en los distintos países europeos. Su
proximidad a nosotros hace necesario un intento de
esclarecer lo que este partido político signifique.
Por lo pronto, la aparición del partido católico
en las antiguas Monarquías católicas — Austria, E s
paña, Portugal, etc.— supone un apartamiento de
la vieja fórmula monárquico-religiosa por parte de
la conciencia católica. La mejor prueba de tal ca
ducidad consiste, precisamente, en el hecho de que
la prudencia de la Iglesia considere conveniente una
actuación política de los católicos de espaldas a la
caída o vacilante institución real. Los viejos parti
darios de la Monarquía, casi siempre católicos
— unas veces profundamente, otras un poco galica
nos y algunas visiblemente escépticos— , suelen de-
62
nostar a los secuaces de la nueva táctica; los cuales
son de ordinario, y por lo que hace al catolicismo
militante, inmensa mayoría. No deja de asistir algu
na razón a esos católicos monárquicos; pero tal ra
zón no dimana, en mi entender, del caduco pleito
monárquico, sino de otra realidad político-social
más profunda, que conviene inquirir.
¿Qué estructura político-social hay, en efecto,
subyacente al partido católico? Tal vez puedan re
sumirse sus elementos en los siguientes puntos:
l.°, la antes señalada caducidad de la idea monár
quica en su forma pura y realmente eficaz; 2.°, la
existencia de un Estado expresamente hostil contra
la acción social del Catolicismo —Estado bismarc-
kiano, cuando el “ Kulturkampf ”— o política y con
fesionalmente neutral (Bélgica u Holanda, por
ejemplo) ; y 3.°, haber penetrado en el medio his
tórico y en la conciencia de cada hombre los supues
tos políticos propios de la Revolución Francesa: li
bertad de expresión política, autodeterminación po
lítica de cada ciudadano, sentimiento nacional, et
cétera. Lo más grave y decisivo es, sin duda, la rea
lidad de un Estado religiosamente hostil o neutral;
no precisamente porque con él peligre el Catolicis
mo —al verdadero creyente le es consustancial el
“ non prevalebunt” — , sino porque la carencia de
una común instancia política o histórica por encima
de los hombres —Monarquía, cuanto ésta es histó
ricamente eficaz; empresa nacional común, cualifi-
cadora en lo político, más tarde, etc.— les desustan
cia o vacía políticamente. Los hombres quedan, en
cuanto atañe a la estructura de sus impulsos psico
lógicos, reducidos a lo sobrehistórico-religioso o a
las determinaciones sociales de lo instintivo. Sólo en
los titulares del Estado — los “ políticos” — perdura
recta o torcidamente una conciencia política e his
tórica en verdad operante; los demás pasan a ser el
“ católico puro” o el “ protestante puro” , cuando el
motor restante es el sobrehistórico — tal es el caso
más noble— ; y el “mero comerciante” , o proletario,
o campesino, cuando actúa en total o relativa exclu
sividad la expresión social de lo profesional o ins
tintivo. La consecuencia es la existencia de una “ po
lítica comercial” , una “ política proletaria” , una “ po
lítica agraria” o — lo que es peor— de una “ políti
ca religiosa pura” aisladas entre sí, al menos en su
profunda raíz, y desligadas de una común “ política
nacional” .
Lo grave, pues, del partido católico es la sinto
mática y reactiva deshistorización en el hombre ca
tólico de que su misma existencia es testimonio. Es
comprensible la actuación “ en católico puro” , pues
to que con ello se responde a un Estado previamen
te hostil o laico; pero, como acabo de decir, grave.
En rigor, muchos católicos de los que así actuaron
parecen decir: “ Puesto que vivimos en un medio
<64
■ oficialmente laico o de escindida religiosidad, de
jadnos al menos constituir un grupo, dentro del cual
todos nos entenderemos en católico y desde el cual
podremos influir en católico sobre la política gene
ral” . Como táctica inicial defensiva, el sistema es
aceptable; pero lo cierto es que esta misma actitud
defensiva se adopta afirmando las premisas de todo
partido político liberal-democrático; por lo tanto,
el “ respeto” a los otros partidos que sobre el mis
mo plano se mueven, la no agresión, etc., y de ahí
vienen luego los pactos y componendas, la exclusi
va dirección de la propaganda a la propia clientela
y toda la serie de anécdotas políticas de que cual
quiera ba podido ser testigo. El partido católico
viene así a perder todo impulso expansivo, con
lo cual a duras penas consigue los fines para
que fué creado. Sin embargo, lo más grave, a la
larga, va a ser su progresiva desustanciación histó
rica, como consecuencia de no reconocer, sin men
gua de su religiosidad, una instancia nacional supe
rior a sí mismo y a los otros partidos. Que las cosas
han ocurrido así lo demuestra patentemente la po
lémica que entre 1912 y 1914 tuvo lugar en el seno
del Centro Alemán, acerca de si el partido había de
ser “ político” o “ católico” ; esto es, “ católico puro” ,
por usar una expresión anteriormente adoptada.
Las consecuencias de tal actitud no se harán espe
rar. Entre ellas, me importa ahora señalar la pro-
5 65
gresiva falta de ambición histórica en casi todos los
católicos del tipo populista. Se propaga la idea del
“ buen ciudadano” o del “ buen patriota” , como hom
bre limitado a cumplir las leyes acatadas; nadie
piensa ya, ni siquiera católicamente, en la grandeza
patria, conseguida ambiciosa, expansiva e impetuo-
8amene. El “ buen patriota” es ahora un ser pasivo,
no un apasionado. Ketteler, Seippel y Dom Sturzo,
los Cisneros y Richelieu de la época democrática, no
saben unir a lo religioso, como hicieron sus glorio
sos antecesores, una auténtica y creadora pasión na
cional. (No les culpemos, porque acaso no pudie
ron hacer otra cosa; pero alejémonos de imitarles.)
Las raíces más profundas del fenómeno habría que
buscarlas en un oculto núcleo religioso o seudorre-
ligioso que la liberal-democracia alberga en sus se
nos. Una investigación de este tipo acaso nos lle
vase a ver, en conexión con la ya demostrada y evi
dente determinación protestante de la liberal-demo
cracia, esa fría y calculadora renuncia a los impul
sos que el protestantismo anglo-sajón— puritanos,
metodistas, etc.— ha incorporado a la realidad so
cial. Muchos católicos no piensan que el verdadero
sentido de la vida cristiana no está en una helada
asepsia de lo pasional e instintivo, unida con la ora
ción y la “buena intención” , sino en una santifica
ción de la vida misma, con sus impulsos y pasiones ;
y una de tales pasiones humanas elementales es la
66
de poderío, de la cual emana, al menos en buena
medida, el goce espléndido de la obra histórica cum
plida. El problema está, naturalmente, en justificar
religiosamente la obra de tal pasión: de ello supie
ron y en ello alcanzaron gloria nuestros conquista
dores y misioneros.
Sobre la ocasional conveniencia histórica del par
tido católico no puede dudarse. En países de confe-
sionalidad múltiple e históricamente inoperantes
— Suiza, Holanda o Checoslovaquia— tal vez no cu
piera mejor solución. El problema es — o fué, me
jor dicho— si esta solución podía convenir a Espa
ña, país de tradición exclusivamente católica, de
presente predominantemente católico y sin cuestión
alguna de pluriconfesionalidad. Ciertamente, el
apartamiento práctico y expreso de toda disciplina
católica, y aun meramente religiosa, había crecido
gravemente en los últimos años. Aun sin estadísticas
a la vista, no me parece arriesgado afirmar que una
mayoría de españoles vivía habitualmente al margen
de las prácticas religiosas ordinarias, sin perjuicio
de que muchos de ellos — por un complejo de ra
zones no reductibles a la pura costumbre, como las
mentes superficiales suelen pensar— recurriese a las
extraordinarias: confesión final, matrimonio canó
nico, etc. Pero, siendo esto exacto, no lo es menos
que el pueblo español, por cierta nativa tendencia a
la radicalidad en sus actitudes y también, sin duda,
67
por una más o menos consciente impregnación de
sentido católico en sus hábitos y formas de vida
— por su “ intrahistoria” , en el sentido de Unamu
no— sólo podía existir auténticamente de uno de
dos modos: o como anarco-comunista, en una bru
talmente absoluta o seudorreligiosa interpretación
de tal actitud, o como nacional-revolucionario, con
un entendimiento hondamente cristiano, vital y vio
lento — esto es, también absoluto— de tal postura
histórica. Esto, o la picaresca individual— el estra
perlo— ; no hay otra opción. El problema de recris
tianizar al pueblo español sólo puede resolverse to
cándole a la vez en su vena heroica, en su fibra na
cional y en su justísima y apremiante necesidad de
una revolución social; y así, el populismo español,
pese a su ancha clientela medioburguesa y confor
mada, fue un movimiento impopular, en el sentido
más riguroso del vocablo, e ineficaz religiosamente.
Yo, que no he sido populista, pero sí “ joven de de
rechas” , puedo decirlo tal vez con alguna autori
dad. La vigencia misma del carlismo como movi
miento Católico dependía, seguramente, de haber
cimentado la religiosidad militante de sus hombres
también sobre resortes vitales y políticos — siquiera
algunos, como la idea monárquica, no fuesen ade
cuados a un proselitismo de masas, por las razones
expuestas— y no sólo sobre la fe y sus soportes “ pu
ramente” espirituales. Un cuidadoso análisis de las
68
diferencias nacionales entre el carlismo y el inte
grismo, tan favorables al primero, sería extraordi
nariamente fructífero, y nos mostraría ima veta
nueva en la necesidad histórica de la “ Unificación” .
L a “ democracia c ristia n a ” .
69
democracia cristiana manejaba tan sólo dóciles y
resignados obreros, que poco a poco — conozco ca
sos— iban pasando, penetrados por urgencias eco
nómicas y por aquella “ moral del trabajo” que des
cribí, a organizaciones obreras más auténticas en lo
social, aunque fuesen negadoras de lo nacional y
lo religioso. 2.° Perdura en ella el supuesto de la
insolidaridad nacional, en cuanto se postulaban so
luciones válidas tan sólo para el grupo religioso
— ni siquiera extendido a la totalidad de los fieles—
que voluntariamente las acatase. Sobre la inviabili
dad española del sistema, bastante queda dicho an
teriormente. 3.° Incapacidad para resolver el pro
blema de la lucha de clases. Ciertamente, se trata de
cohonestarlo con determinadas medidas — subsidios
diversos, seguros de enfermedad y de vejez, vacacio
nes pagadas, etc.— , análogas, por lo demás, a las
empleadas por la social-democracia y por el Es
tado liberal-capitalista anterior a la guerra de 1914.
Pero esto, sobre dejar intacta la cuestión fundamen
tal o incluso empeorarla — “ la arena en los cojine
tes” de que hablaba José Antonio— , equivale a en
tender falsamente la lucha de clases, interpretándo
la como una simple protesta de obreros insatisfe
chos y resentidos contra sus patronos. Si hay algo de
ello en la lucha de clases, no es, seguramente, su más
íntima almendra.
La lucha de clases representa la ipsolidaridad
70
económica del hombre moderno, como la lucha de
partidos traduce su insolidaridad política. Una y
otra asientan sobre el mismo radical fenómeno: la
insolidaridad, el terrible, querido y a la vez temido
aislamiento del hombre moderno. Unen a los hom
bres entre sí el amor de amistad, el amor de sangre,
el amor de Patria y el amor de Dios. El hombre del
capitalismo liberal todavía conserva, aunque con
mengua, los dos amores primeros, como más indi
viduales que son, más entre “ uno” y “ uno“ . En
cambio, han desaparecido para él muchas veces las
dos instancias comunales de la Patria y de Dios. Esta
insolidaridad profunda se hace lucha de clases en
cuanto la menor desigualdad económica da pretex
to para ello, y lucha de partidos cuando lo dé cual
quier disparidad de opinión. Ahora ya se compren
de que la lucha de clases no pueda desaparecer por
una pura política de subsidios ni con la llamada
“ justicia social” , porque la desigualdad económica
seguirá perdurando; y también que sean precisa
mente los obreros mejor pagados —los más cultos,
los más penetrados por la conciencia “ moderna” —
quienes más tenazmente sostienen la pugna social.
La justicia social, por sí sola, no puede resolver la
lucha de clases, aun cuando tampoco sin su radical
cumplimiento pueda ser resuelta: es una mera con
ditio sine qua non. Sólo puede verse libre el hom
bre de este aterrador suceso atacándole en su raíz,
71
no en su pretexto; esto es, deshaciendo su profun*
da insolidaridad a merced de dos amorosas, unitivas
intancias comunes y superiores al hombre aislado
y colectivo : el amor de la Patria — a través de una
empresa nacional sentida con entusiasmo— y el
amor de Dios, manifestado bajo especies de solida*
ridad religiosa.
Que la empresa nacional resuelve en unidad la
dispersión clasista apenas necesita comentario: ahí
está el ejemplo de la Alemania nacionalsocialista; la
cual, no obstante exigir cuantiosos sacrificios a sus
hombres, ha conseguido vencer la lucha social en
forma hasta ahora insuperada, sosteniendo y mejo
rando una justicia social, de un lado, y creando por
otro una apasionante empresa nacional. Que una
auténtica vida religiosa colectiva resuelve la lucha
de clases por la fuerza del más auténtico amor
— aquí la “ caridad” , entendida rectamente, se de
rramaría por poderoso imperativo interno en actos
de justicia social— tampoco requiere demostración:
el ejemplo de la primitiva comunidad cristiana es
harto evidente. ¿Cómo, entonces, la democracia cris
tiana no logró sanar de la dolencia clasista a la
sociedad por ella influida, a pesar de declararse ti
tular de un espíritu religioso? La respuesta puede
darse en dos formulaciones diferentes: o porque la
justicia social fué emprendida tan débilmente que
no llegó a constituir cimiento firme para edificar la
72
superior unidad del amor en Dios, o porque la vi
vencia de este último era tan tenue que no llegó a
expresarse en actos de amorosa y derramada justi
cia. En el fondo, el católico “ moderno” — salvadas
gloriosas excepciones, que no alteran la faz general
del hecho— se hallaba fundamentalmente inmerso
en formas de vida propias de la sociedad burguesa ;
su idea de la propiedad, por ejemplo, distaba de
ser la cristiana; su estilo en la relación de hombre
a hombre era el individualista burgués, etc. ¿Qué
diferencia hay en la estructura económica o en la
dinámica humana entre un Banco protestante o
arreligioso y otros cuyos consejeros sean declarada
mente católicos, como en muchos de los españoles?
Yo creo que ninguna. Entonces, si por los frutos se
conoce el árbol, forzoso es concluir que uno y otro
árbol son sustancialmente iguales; y que, en conse
cuencia, la idea burguesa de la propiedad— pene
trada de calvinismo, ya lo sabemos— es igual en el
banquero puritano de Londres, en el judío de Nueva
York y en el católico de Madrid o de Milán. Es in
útil disimular la flagrante evidencia de este hecho.
Sucede, pues, que se ha perdido entre muchos
cristianos el sentimiento de solidaridad, tan consus
tancial con la existencia misma del cristiano. Hay
un texto de San Pablo, ya glosado por mí, que toca
en su hebra más secreta esta realidad. Instruye el
Apóstol a los efesios acerca de lo que obliga al cris-
73
tiano, como hombre nuevo, a decir verdad, y excla
ma : “ Hable cada uno verdad con su prójimo ; puesto
que nosotros somos miembros unos de otros”
{E f., IV, 25). Poco antes les ha dicho que deben ser
“ un cuerpo y un Espíritu, así como fuisteis llama
dos a una esperanza” (Ef., IV, 4) ; y así en otros
pasajes. Debe, pues, decirse verdad, no sólo por
que “ lo que la ley ordena está escrito en nuestros
corazones” (incluso de los gentiles) (Rom., H, 15),
sino por esa sustancial hermandad de uno y otro
cristiano, en cuya virtud vienen a ser miembros de
un mismo cuerpo movidos por un mismo Espíritu.
En esta resuelta y misteriosa antinomia cristiana
está contenido el drama permanente de la vida so
cial, la tensión agónica entre el orgullo individua
lista de la ley que uno lleva dentro — protestantis
mo, individualismo burgués— y la falsa humildad
de imponer la comunidad a los miembros de un mis
mo cuerpo: religiosidad rusa, Berdiaeff, comunis
mo. ¿Qué pueblo cristiano llegará a realizar social
mente la conjunción paulina de “ lo uno y lo otro” ,
en cuanto lo uno y lo otro son diversas expresiones
-de una misma ley divina? Tal vez sea esta la pre
gunta más grave que hoy tiene planteado el mundo.
Sería cuestionable si la pura comunidad nacional
— realidad histórica y, por lo tanto, mudable— pue
de resolver permanentemente el problema de la soli
daridad entre los hombres; de ahí la necesidad de
74
recurrir siempre, además de a las fórmulas histó
ricas de la convivencia humana, también a la vincu
lación religiosa — sobretemporal o metahistórica—
que religa a los hombres entre sí y en Dios. Pero,
del mismo modo, puede plantearse la cuestión de si
hoy podría resolverse el problema de la solidaridad
humana sin contar con una viva y fuerte concien
cia nacional unitiva. Para mí, y para todos los na-
cional8Índicalistas — refiriendo la respuesta al con
creto caso de nuestra España—, debe contestarse ne
gativamente. Esta insolidaridad nacional y esta es
casa solidaridad religiosa fueron precisamente las
que impidieron resolver el problema social a la
llamada democracia cristiana. ¿Será España capaz
de enlazar otra vez en el mundo, con estilo inédito
y actual, las dos instancias, la histórica o nacional
y la sobrehistórica o religiosa, que hemos visto apa
recer como posibles salidas de este angustioso ais
lamiento del hombre moderno, ese que le hace ser
desertor o estraperlista? ¿Cómo se propone lograr
lo el sindicalismo nacional de la Falange?
75
líticas en alguna manera tópicas. La alianza del Tro
no y el Altar o el partido católico pudieron repe
tirse con forma análoga y semejante contenido en
los más diversos países. Ketteier, Seippel, Dom Stur-
zo y A. Herrera son figuras culturalmente parale
las, descontadas la peculiaridad y la valía persona
les de cada uno y su distinto merecimiento a los ojos
de Dios. En cambio, con la aparición de Estados
poseedores de un específico contenido político que
por sí mismo definen y coactivamente declaran ex
clusivo, ya no puede haber una fórmula “ política”
de convivencia tópicamente válida. E l modo de la
relación lo dará en cada caso la índole de las afir
maciones que formen el contenido del Estado en
cuestión. Esta es la razón por la cual no puede ex
ponerse de modo unívoco la actitud política de la
Iglesia frente “ al” Estado totalitario; sino mera
mente, por modo casuístico, la que adopte, deba
adoptar o pueda adoptar ante “ cada” Estado tota
litario, desde el soviético al español.
Con ser lo anterior tan evidente, no agota en modo
alguno la expresión de la actual coyuntura históri
ca. Porque desde hace unos lustros, precediendo
— germinalmente, al menos— a la realidad del E s
tado totalitario, la prudencia de la Iglesia ha ido
desplegando, con el nombre de Acción Católica,
una forma de eficacia social ciertamente antigua,
pero recientemente singularizada como específica
76
institución de apostolado en el seno del mundo his
tórico. Pío XI, en su conocida carta al cardenal
Bertram (1928), encontraba los precedentes de la
Acción Católica en aquellos “ colaboradores” segla
res que ayudaban a San Pablo en la propagación del
Evangelio; pero, salvados algunos atisbos expresi
vos en León XIII y el mucho más evidente testimo
nio de Pío X en “ // fermo proposito” (1905), pa
rece claro que es en el decenio inicial del Estado
totalitario (1920-1930) cuando el propio Pío XI
perfila, define y organiza la Acción Católica en su
forma actual. No quiero decir con ello que la Acción
Católica aparezca, en tanto organización concreta y
actual, como una respuesta al fenómeno político del
Estado totalitario; esto sería una pura necedad en
lo religioso y en lo histórico. Pero, análogamente,
sería también desconocer lo que es la Historia no
viendo en alguna conexión estos dos sucesos mun
diales simultáneos, enraizados, por tanto, en un co
mún suelo histórico. Cuál pueda ser esta relación
aparecerá claramente ante nuestros ojos un poco
más adelante.
¿Qué es, en resumen, la Acción Católica? Pío X I
nos lo dice con elocuente concisión en su Encíclica
Ubi arcano Dei: “ la participación del elemento se
glar católico en el apostolado jerárquico” . En rigor,
esta acción apostólica existirá siempre que exista un
cristiano auténtico, por necesidad constitutiva al
77
mismo hecho de ser cristiano; pero, como queda di'
cho, lo característico de la Acción Católica es su
organización actual y jerárquica. Como esta partici
pación es en algún modo obligatoria, y como, de
otro lado, la Acción Católica, aun sirviendo a la
convivencia política de los hombres— servicio al
bien común— quiere expresamente desligarse de
toda acción política en su sentido actual, contingente
e histórico, síguese de ahí que el hombre de Acción
Católica va a cumplir sus fines sociales y políticos en
ancha comunidad y como “ católico puro” . Obsérve
se que, por ejemplo, le va a ser difícil decidir el
modo de su actuación como “ católico español” , en
cuanto siempre habrá — al menos en momentos de
transición histórica— dos o tres maneras católica
mente ortodoxas de entender la concreción históri
ca de ese “ ser español” ; y él debe, como hombre
de Acción Católica, mantenerse por encima y por
fuera de aquella decisión concreta. Es cierto que la
Acción Católica “ permite a sus socios que se inscri
ban en cuanto particulares en los partidos que juz
guen mejores y más en armonia con sus tendencias
y legítimos intereses” ( Compendio doct. sobre A. C.,
Edic. de la J. C. de A. C., Madrid, 1935, pág. 762) ;
pero esa misma formulación pone en evidencia la
escasa vinculación que el auténtico hombre de Ac
ción Católica, al menos hasta la hora de surgir nues
tro Estado, tiene con cualquier tipo de organización
78
política concreta, desde la populista hasta la totali
taria. Ordinariamente, pues, el directivo de Acción
Católica no figura por modo activo en ninguna or
ganización política, y el común de los afiliados ape
nas, o sólo pasivamente.
Ahora vemos claro que la Acción Católica viene
a representar el término feliz de aquella progresi
va despolitización o deshistorización del católico,
que desde el siglo x v m viene sucesivamente cum
pliéndose. Feliz, digo, porque gracias a ella vemos
actuar en el mundo al hombre religioso en su más
puro sentido, después de que la Religión ha sido
mezclada con tantos intereses escasa o nulamente re
ligiosos. La evangelización del medio vendrá a ser
hecha por la Iglesia misma, sin apoyo en muletillas
de orden político o social. El católico actúa a cuer
po limpio y debe conseguir su influencia a fuerza
de ejemplaridad personal: “ siendo el mejor obrero,
el mejor magistrado” y “ aprovechándose de este
mismo prestigio” , para constituir “ un dichoso víncu
lo de atracción entre sus compañeros que les haga
conocer y amar a Dios” . La Acción Católica viene a
ser, en fin, el remedio actual para procurar el in
jerto de los “ valores eternos” en el medio histórico-
social; cada uno de sus miembros es o debe ser un
apóstol de la ley divina. Es cierto que el remedio,
como corresponde a la universalidad de la Iglesia,
es formalmente análogo de un país a otro. Pero ésta
79-
analogía formal ya no es de índole política, como
sucedía, por ejemplo, con la alianza del Trono y el
Altar o con el partido político católico, sino estric
tamente religiosa, como naturalmente dimanada del
tronco mismo de la Iglesia.
Resulta ahora tentador esbozar un esquema de
las relaciones de la Iglesia con el mundo histórico
europeo a lo largo de los veinte siglos de Cristia
nismo. En mi entender, y llevadas las cosas al in
evitable descoyuntamiento de todo esquema, po
drían señalarse cinco etapas sucesivas:
1. a La Iglesia en el seno de la primitiva socie
dad pagana. Iglesia perseguida por el poder tempo
ral del Imperio. Evangelización del medio desde la
Iglesia misma y por la escueta virtualidad de la
verdad cristiana, sin el mínimo apoyo en la potes
tad civil.
2. a La Iglesia desde poco antes de Constantino
hasta el auge medieval del Pontificado. Iglesia to
lerada o incluso fomentada por el poder temporal.
Frecuente ingerencia del Emperador cristiano en la
administración de lo religioso: es el “ cesaropapis
mo” de que nos hablan las Historias de la Iglesia.
3. a La Iglesia en el ápice de la Edad Media.
Identificación de lo religioso y lo político. En rigor,
la idea política decisiva de la sociedad medieval es
la verdad religiosa. Este culmen viene fugazmente
representado en la común asunción del Pontificado
80
y de ciertas funciones imperiales por una misma
persona.
4. a La Iglesia en el Renacimiento y en el Barro
co. Iglesia fomentada por el poder civil; para el
cual, sin embargo, existe como idea política deci
siva la “ razón de Estado” de las dinastías reinantes.
Ingerencia del Rey en la autonomía administrativa
de la Iglesia: “ regalopapismo” . (Entre la tercera y
la cuarta etapas, participando de las dos, está el sin
g l a r ejemplo del Imperio Católico de las Españas.)
5. a La Iglesia desde la Revolución Francesa.
Iglesia tolerada — Estados liberales puros— o per
seguida: Rusia y Méjico, como casos extremos. En
una primera fase, partido político; en otra ulterior,
evangelización de una sociedad paganizada desde la
Iglesia misma: Acción Católica.
Vuelvo a repetir que se trata de un esquema, den
tro del cual, por el hecho de serlo, no están inclui
dos muchos casos singulares; pero, así y todo, me
parece que refleja aceptablemente el curso real de
los hechos históricos. Obsérvese la simetría formal
entre las etapas primera y quinta, y entre las segun
da y cuarta, a uno y otro lado de la cumbre medie
val. Las mentes torcidas o los corazones débiles po
drán pensar o temer una decadencia de la Iglesia.
Si se piensa, empero, que, a través de las etapas an
teriores, el Orbis catholicus ha ido creciendo suce
sivamente en número (sólo dos cifras: en 1902 el
6 81
número de católicos sobre el planeta era de 270 mi
llones, y en 1929 de 352 millones) ; si se quiere re
cordar la serie de figuras y de realidades históricas
adversas a la Iglesia que “ no han prevalecido” , se
verá en lo anterior la mejor prueba de la inexhaus
tible vida que hay en la verdad cristiana.
Lo que ahora me interesaba recoger era la vuelta
de la Iglesia a su primitivo y puro medio de evan-
gelización: a su propia vida, al margen de las for
mas seudorreligiosas de acción antes señaladas. Mu
chos fenómenos aislados podrían apuntarse en abo
no de esta “ primitivización” de la Iglesia; y no son
los últimos la reviviscencia de los temas patrísticos
en muchas manifestaciones del pensamiento religio
so o esta “ necesidad” de volver a la pureza prístina
de muchas ideas y prácticas cristianas : la “ primave
ra litúrgica” , los trabajos sobre los misterios, la vuel
ta a San Pablo y San Agustín, etc. Sin embargo,
también sería necedad pensar que la situación ac
tual del cristiano — casi puede hablarse hoy genéri
camente, porque la conciencia protestante va des
apareciendo— es equivalente a la del cristiano pri
mitivo. Las situaciones históricas son singulares, no
se repiten: la nacionalización e historización del
hombre, la primacía social de lo económico, la técni
ca moderna, etc., son fenómenos inéditos, con lös
cuales el cristiano tiene inexorablemente que en
frentarse. Nosotros, los católicos que vivimos nacio-
82
nalmente instalados en el curso de la historia, somos
sin duda los encargados de dar esas graves res
puestas.
Tal es, en mi entender, la situación en lo univer
sal del permanente pleito en torno a los “ valores
eternos” . Pero la historia sólo existe en lo concreto
y particular. Y una de tales particulares concrecio
nes, acaso enteramente singularizada, es este pe
queño rincón en lo universal que llamamos España.
Sí; lo expuesto delinea genéricamente la situación
espiritual de nuestro tiempo. Pero, ¿y España? ¿Y
España?
83
Ill
E spaña .
84
ro en el curso de horas— y se comprenderá fácil
mente la crudeza de nuestro trance presente. Pero a
él estamos indisolublemente atados, y de su solu
ción pende, sea dicho sin trémolo oratorio alguno,
nuestra existencia misma. Inquiramos, pues, un po
sible modo de resolverlo, al menos en lo que toca
al grave problema de injertar los “ valores eternos”
de que el hombre es portador en la realidad polí
tica española.
Las premisas sociales para resolver tal problema
quedan breve y claramente expuestas en el párrafo
anterior. La situación histórica y los postulados del
Estado totalitario, como forma política presente, son
también sobradamente conocidos, así como la idea
“ oficial” que del hombre tiene el Movimiento, su
modo de entenderle como “ portador de valores eter
nos” . De la conjunción de estos tres ingredientes:
social español (nuestra realidad en el orden reli
gioso), histórico europeo (el Estado totalitario como
necesidad de este tiempo) y antropológico (concep
ción del hombre como ser libre y portador de valo
res eternos) debió brotar en la mente de José An
tonio la fórmula escrita atinente a nuestra actual
reflexión: “ Nuestro Movimiento incorpora el sen
tido católico — de gloriosa tradición y predominan
te en España— a la reconstrucción nacional. La
Iglesia y el Estado concordarán sus facultades res
pectivas, sin que se admita intromisión o actividad
85
alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la
integridad, nacional” . (Tal vez, corridos dos años
desde nuestra guerra, consideren algunos católicos
un poco estirada la última frase. Si piensan en el
clero vasco y en el catalanista, activos y nacional
mente peligrosos por las calendas en que fué re
dactado el Punto 25, habrán de reconocer su opor
tunidad. )
Bien miradas las cosas, apenas cabe término más
adecuado que este de “ incorporación” . El apartado
siguiente irá dedicado a exponer cómo puede ser en
tendido. En cuanto a su adecuación, tal vez basten
ahora dos razones. Una es la actual realidad de la
vida religiosa en la social española : mirando la con
ducta social y privada de gentes en número nada es
caso, apenas cabe pensar en una actitud religiosa
distinta de “ incorporar” a nuestra sociedad un sen
tido católico en sus ferozmente individualistas y no
poco descatolizadas formas de vida. Esto, por lo que
hace a la vida del español. En lo atañedero a las em
presas del Estado, conviene también ese nombre, de
preferencia a otros que el buen deseo de muchos
inventaría (por ejemplo: “ Nuestro Estado dará a
todos sus actos un fundamento católico” , etc. ) ; por
que la estructura misma del mundo histórico pre
sente puede proponer, junto a las empresas católi
cas, a que nuestro Estado, por autodefinición, se
siente internamente obligado (en cuanto “ incorpo-
86
ara el sentido católico a la reconstrucción nacio
nal” ) y al lado de su esencial y conexa obligación
de no vulnerar lo católico (“ atentar contra ella — la
Religión Católica— es atentar contra una de las co
sas que el pueblo tiene” , decía, desde su plano his-
tórico-social, Ramiro Ledesma), también otros que
haceres nacionales no expresamente católicos: te
rritoriales, militares, económicos, etc., a los cuales
la misma Iglesia preferiría no ver adscrito el adje
tivo que la define y gloría. Por ejemplo: reconquis
tar Orán de manos de una Francia hipotéticamente
“ cristianísima” , no podría ser considerado por la
Iglesia como empresa estrictamente católica, y no
por ello la habría de estimar menos necesaria al Es
tado Nacionalsindicalista. Pero sobre este problema
volveré luego.
La “ incorporación
DEL SENTIDO CATOLICO” .
87
Por mi parte, me atrevería a expresar los térmi
nos de la mencionada hermenéutica en los siguientes
apartados:
A. Principio de la autónoma soberanía de Igle
sia y Estado. — En el fondo, esta formulación equi
vale a expresar con lenguaje moderno la doctrina
que va del Dante a Bossuet (1), pasando por Belar-
mino. El Estado es soberano en los negocios tempo
rales, aun cuando, naturalmente, no deba contrave
nir en sus decisiones la ley divina expresa, por su
enunciado propósito de incorporar a su obra senti
do católico. El Caudillo es responsable ante Dios de
su gestión política.
Esta autonomía en la decisión política del Estado
Nacionalsindicalista puede ir orientada: 1. A em
presas conexas con su concepción de la Patria como
unidad de destino en lo universal y con su tantas
veces repetido propósito de incorporar a su hazaña
un sentido católico; esto es, a empresas tocantes a
los problemas vigentes de la catolicidad: formación
moral de sus hombres, posibles tareas exteriores (2),
misionales o no, etc. 2. A proyectos o acciones cuyas
metas exclusivas sean la grandeza patria y el bienes
tar de los españoles. Antes cité como ejemplo él caso
88
de Orán; análogo seria la conquista de Gibraltar,
aunque Inglaterra fu ese— está bien lejos de ello,
como apenas parece recordarse por muchos— el
más católico país del planeta; y análogo fué la ac
ción militar contra los llamados católicos vascos, tan
excelentes muchos desde el punto de vista religioso.
Tal vez sea el mejor ejemplo, sin embargo, el de
la amistad alemana. Cualquiera que sea la actitud
de cierta burguesía católica, yo, católico y nacional-
sindicalista, sostendría siempre la conveniencia de
una estrecha amistad con la Alemania nacionalso-
ta, así en orden a la revolución social que España
“ necesita” , una vez conseguida por las armas firme
za nacional, como al poderío de nuestra Patria en el
mundo futuro. Y, sobre todo, porque así ha sido
declarado por nuestro Caudillo: “ Si en todos los
momentos difíciles de su Historia, España sintió a
su lado el calor de vuestra amistad — dijo a los ale
manes—, imaginaos qué no sentirá hoy, en que se
debate en los mares y en los aires de Europa la con
solidación de esa revolución político-social por que
tanto luchamos” . Los católicos españoles de orien
tación distinta —y los hay, como es bien notorio—,
aparte de fiar muy poco en la firmeza del catolicis
mo español y de contravenir un deber nacional des
pués de tales palabras, no piensan que la grandeza
patria sería indirectamente grandeza cristiana, sien
8»
do cristiano por propio empeño el sentido de la obra
nacional.
B. Deberes que de sus propias definiciones le
vienen al Estado. — El Estado Nacionalsindicalista
incorpora el sentido católico a su obra nacional. Lo
bace, utilizando sus propios textos — Puntos Inicia
les y palabras del Caudillo y de José Antonio— , por
tres razones diversas : una histórica, la “ gloriosa tra
dición” del Catolicismo en España ; otra sociológica,
su condición “ preponderante” en la sociedad espa
ñola ; y la tercera, a la vez antropológica y dogmáti
ca, 6u definición del hombre como “ ser portador de
valores eternos” . Esta triple motivación le obliga a
una serie de deberes tocantes a la repetida “ in
corporación” .
El primero consiste, naturalmente, en la sinceri
dad de tal obra incorporadora, según el ritmo que
estime la prudencia política del propio Estado. La
obra legislativa del Movimiento — Fuero del Tra
bajo, ley del Frente de Juventudes— y su conducta
en el orden de los hechos — Organización Juvenil,
Sección Femenina, S. E. U., Auxilio Social, etc.—
son absolutamente inequívocas. (No cito alguna otra
obra del Estado, como la ley de Segunda Enseñan
za, porque, siendo también inequívoca desde el pun
to de vista católico, no lo es, a mi juicio, en lo to
cante al nacional.) En inmediata dependencia con
este deber está el todavía más elemental de no em
90
prender por parte del Estado nada que vulnere los
principios del Catolicismo : “ Ese atropello — decía
Ramiro Ledesma— no puede nunca ser defendido
por quienes ocupen la vertiente nacional” ; y, por
descontado, el reconocimiento de la dignidad de la
Iglesia por razón de su fin salvador.
El deber tercero del Estado consiste en acudir a
la Iglesia para el cultivo salvador de esos “ valore»
eternos” que él mismo reconoce en sus hombres : de
aquí, entre otras cosas, la necesaria intervención de
la Iglesia en materia de educación religiosa. No es
sólo que el Estado Nacionalsindicalista reconozca
el derecho de la Iglesia, lo cual es obvio; sino que
“ necesita” contar con españoles entera y profunda
mente religiosos, incluso para sus propias tareas his
tóricas. Hemos leído esto muchas veces : “ Lo religio
so y lo militar son los dos únicos modos enteros y
serios de entender la vida” ; y ahí, o hay tan sólo un
flatus vocis, o hay proclamada la necesidad antes
aludida. Dudo que movimiento político alguno — in
cluidos los partidos católicos— haya tenido en lo re
ligioso una consigna más exigente para sus hombres.
Sobre el deber económico del Estado, también
-obvio, apenas es necesario hablar.
C. Deberes de la Iglesia y de los católicos conse
cutivos a la dignidad nacional del Estado y a su vo
luntad de “ incorporación” religiosa. — Ante todo, el
reconocimiento sincero de la autonomía nacional del
91
Estado en los negocios temporales, según norma
habitual de la Iglesia ante los Estados modernos. La
obra política la decide libremente el Caudillo, ro
deado por su minoría fiel. No sólo por la cristiana
razón de bailarse el Príncipe cristiano en directa de
pendencia de Dios, para cuanto a lo histórico atañe
— sin mengua de los deberes a que como cristiano y
español se sienta obligado—, sino también por el ex
preso reconocimiento de deberes religiosos que hace
nuestro Estado, según lo que se indica en el apartado
anterior. He dicho “ reconocimiento sincero” , y no
sin reflexión: no están muy lejanos determinados
incidentes que no acreditarían, precisamente, la exis
tencia de tal sinceridad en algunos eclesiásticos. Si la
cordialidad de las relaciones entre lo histórico y lo
eterno requiere una sincera lealtad del Estado Na-
cionalsindicalÍ8ta en orden a su obra de incorporar
el sentido católico a la reconstrucción nacional, no es
menos cierto que podría difícilmente conseguirse con
actitudes intemperantes o extranacionales por parte
de las jerarquías eclesiásticas.
Este reconocimiento de la dignidad temporal del
Estado tiene consecuencias inmediatas. Quiero citar
dos ejemplos evidentes: el de las empresas políticas
exteriores y el de la educación. La grandeza de la
Patria puede exigir ocasionalmente al Estado deter
minadas empresas exteriores; frente a ellas, el mí
nimo deber del católico español, sacerdote o seglar.
92
consiste en secundarlas con disciplina; el ejemplo de
los obispos italianos, con ocasión de su ejemplar
mensaje al Duce, es todavía reciente. Más necesitada
de expresión está todavía la consecuencia que toca a
la educación. ¿Cuánto no mejorarían ciertas tirante
ces si la Jerarquía eclesiástica española reconociese
abiertamente el elemental derecho del Estado a diri
gir la educación política de los españoles, en todas,
sus edades? Estimo que nuestro Estado faltaría a un
deber grave si no cuidase en sus centros de la forma
ción religiosa de los españoles ; y creo, análogamen
te, que muchos eclesiásticos españoles faltan a un
grave deber nacional — al cual también están obliga
dos, porque lo español es irrenunciable— , entorpe
ciendo la obra política educativa del Estado y del
Movimiento. Con ceguedad realmente suicida, si se
piensa: 1, que el Estado tendrá que decidirse a ha
cerlo, en cuanto como tal Estado quiera existir,
siendo la formación política de los españoles prima
rio deber suyo ; 2, que, en el común de los hombres,
la solidez de una actitud religiosa es tanto mayor
cuanto más fuertes sean los soportes vitales que
a ella subyacen (véase lo que incidentalmente se
dijo de la religiosidad carlista) ; y 3, que sin una
recia actitud política (¡recuérdese nuestra olvida
da guerra y sus antecedentes!), la formación reli
giosa puede ser históricamente débil o escindirse
por los hoy inesquivables imperativos histórico-
93
políticos. Nunca he comprendido esta actitud de
muchos religiosos; ni, en un orden de cosas no
lejano, he creído que pudiera tener razones ele
vadas su recelo a examinarse ellos o a examinar
a sus alumnos en los centros oficiales del Estado.
En el mismo plano está el deber de la Iglesia es
pañola en orden a la urgentísima revolución social
que España necesita. Las líneas de la ordenación
económico-social las habrá de dar el Estado, como
pertinentes que son a la vida temporal de los es
pañoles. Pero ¿no hay aquí una amplísima zona de
colaboración entre la Iglesia y el Estado? Es cierto
que el Estado no emprende su revolución social sólo
por conseguir el máximo bienestar en el máximo
número de españoles, sino también por otra ra
zón específicamente suya: incorporar a todos los
españoles a una conciencia nacional y alcanzar con
ella poderío histórico; pero también lo es que la
Iglesia encontraría ahí una fructífera vía de evan-
gelización, tal vez la más prometedora de todas las
actuales, si colocase su influencia espiritual en de
cidido y entusiasta servicio a la obra de la necesa
ria revolución social. No por predicación de la ca
ridad privada, que esto no basta, sino emprendien
do una campaña clamorosa y enérgica (¡ay, aque
llas voces de los Santos Padres!) en derechura ha
cia un orden social más cristiano. Confieso que los
pasquines que suelen leerse en este respecto en los
94
atrios de nuestras iglesias me parecen harto cándi
dos e inofensivos en relación con lo a mi entender
necesario; y sé que muchos religiosos se hallan toto
corde en posición muy parecida a la mía, si no idén
tica con ella.
“ M oral nacional ”
t “ moral c ristia n a ” .
9»
aquella moral nacional de que al comienzo se ha
bló, a la ley o a la empresa que su Estado declare
obra de España, en cuanto por su virtud se alcanza
la grandeza patria o se camina hacia ella; y con
moral religiosa, no sólo porque a través de ese Es
tado se hacen visibles los inefables destinos provi
denciales de la Patria, sino porque esa ley o esa
empresa servirán, a la corta o a la larga, para incor
porar el sentido católico a la reconstrucción nacio
nal y harán que la grandeza nacional sea también
grandeza cristiana. El católico español no falangista
— si es que cabe, en cuanto el Estado sea verdadera
mente el de la Falange— se sentirá, a su vez, obli
gado — o deberá sentirse, y con entusiasmo— por
las mismas razones. Lo nacional y lo religioso, sien
do por naturaleza realidades ónticamente dife
rentes — una atañe a lo mudable con el tiempo, la
otra a lo sobrenatural y eterno— encuentran así
armónico enlace y no desgarrada tensión en los se
nos del hombre singular y viviente, dentro de los
cuales se cumple por rara maravilla esa permanen
te tangencia entre el tiempo y la eternidad que es la
vida humana. En el hombre; el cual es así, a la vez,
mero hombre en la esfera de la razón, cristiano en
la de la fe y español en la del temperamento y de
la historia.
Frente a un Estado como debe serlo el nacional-
sindicalista apenas resultan ya suficientes las fór-
96
muías babituales que la Iglesia emplea en la coyun
tura histórica actual para ilustrar al católico sobre
su deber político. Se habla, por ejemplo, de la Ac
ción Católica y se dice: “ Aun permaneciendo por
encima de los partidos católicos, despliega... una
actividad muy útil al bien público; bien formando
buenos católicos y, por tanto, buenos ciudadanos,
que sabrán hacer siempre buen uso de la política,
bien defendiendo los principios católicos, que son
principios de orden y de respeto a la autoridad” .
¿Qué español no estimaría tibias las anteriores pa
labras si se refiriesen a la actitud de un católico
español ante el Estado que la Falange quiere? Por
que a nosotros no nos basta con la obediencia y el
respeto a la autoridad, en cuanto necesitamos el en
tusiasmo activo y militante de los españoles; pero,
de otro lado, tampoco deberían bastar al católico
español, si piensa tan sólo una vez que la grandeza
histórica de España redundará, a la postre, en be
neficio de la misma idea católica. De aquí emana
una posible singularidad de la Acción Católica Es
pañola; la cual, si tuviese conciencia de su gran co
yuntura, debería empujar a sus socios también ha
cia la ambición española, sincera e impetuosamente
sentida, y no a una mera cortés convivencia con el
Estado, como hasta abora ha sido casi permanente
costumbre. He ahí, al lado de las anteriores, otra
ancha puerta a la colaboración entre nuestro Estado
7 97
y la Iglesia, y un camino para deshacer la espirita
da deshÍ8torización de muchos católicos; la cual, si
es discutible siempre, en el caso de España vendría
a ser, sencillamente, traidora.
La “ etern a meta
físic a de E spaña ” .
98
Declaro que la anterior pregunta me ha preocu
pado en más de una ocasión. Desde que prendió en
mí esta honda e irreversible pasión de la Falange,
he pensado y repensado con acuciante necesidad
en una tesis cristiana y suficiente de la nación.
Muchos diálogos en aquel Burgos de la esperanza
tenían esta cuestión por tema. Algo he hablado de
ello públicamente, y aun escrito, sin otro funda
mento, falto de instrumentos intelectuales idóneos
y de cualquier doctoral garantía, que mi propia
preocupación. Sin que el tiempo haya traído alivio
a mi insipiencia, harto azacanada con otros más
urgentes e inmediatos menesteres, me creo en el de
ber de dar ingenuamente a teólogos y a iuspublicis-
tas algunos posibles apoyos para una española y fa
langista reflexión.
Toda la Escritura y buena parte de la tradición
cristiana se hallan colmadas de alusiones a la na
ción como entidad humana. Angeles guardadores de
las naciones (1), Santos Patronos, etc.: “ Defensor
alme Hispaniae” , comienza diciendo de Santiago el1
(1) Léanse, por ejemplo, los conocidos textos del libro de Daniel
(Dan., X, 13 y 20) en que se habla de los Angeles de Persia, Grecia
e Israel. O bien estos pasajes, relativos a los Angeles: «Protegen cada
una de las partes del mundo, cuidan de pueblos y países, tal como
son puestos ante cada uno por el Sumo Creador del mundo». (San
Juan Damasc., de fid e o r lh ., 2, 3). «Algunos de ellos están endereza
dos a los pueblos, otros lo son a cada uno de los creyentes» (San Ba
silio, ad v. E u n o m ., 3, 1).
99
himno litúrgico. Sin embargo, si hay un pasaje reve
lado donde se halle patente el reconocimiento de lo
nacional como entidad de salvación a los ojos de
Dios, ése es el texto verdaderamente portentoso que
se lee en el Apocalipsis. Describe el Evangelista la
Jerusalén Celestial y dice luego: “ 23. Y la ciudad
no necesita sol ni luna que alumbre en ella; por
que la claridad de Dios la tiene iluminada, y su
lumbrera es el Cordero. 24. Y a la luz de ellas an
darán las gentes; y los reyes de la tierra llevarán a
ella su gloria y majestad. 25. Y sus puertas no se
cerrarán al fin de cada día; porque no habrá allí
noche. 26. Y en ella se introducirá la gloria y la
honra de las naciones'’'1. (Apoc., XXI, 23-26.) Vale
la pena, desde luego, indagar un poco el posible sen
tido de este texto. Remito la tarea a los escrituris-
tas españoles y a los teóricos de un Derecho públi
co falangista. Por mi parte, sin más títulos que los
de falangista y católico, voy a intentar un esclare
cimiento de los primeros jalones.
Una cosa parece obvia. Siendo la Jerusalén ce
lestial, según la admitida interpretación agustinia-
na, la Iglesia triunfante, el texto expresa patente
mente que a los ojos de Dios aparecen con entidad
autónoma, y trascendidas del terrenal acontecer, “ la
gloria y la honra” de cada nación, desde el mo
mento en que el Evangelista en algún modo las sin
gulariza respecto a la “ gloria y majestad” que per-
100
sonalmente lleven los reyes de la tierra y al “ ga
lardón para recompensar a cada uno según sus
obras” (Apoc., XXII, 12). A través de lo nacional
discierne Dios, en consecuencia, particulares méri
tos. Lo cual, por otro lado, no equivale a postular
la existencia de un alma sustancial y trascendente
de los pueblos y naciones, a modo del viviente y
animista “ Volksgeist” herderiano.
Podría hacerse a todo conato de interpretación
una liminar objeción historista: que el texto primi
tivo emplease el término equivalente a “ nación”
con un sentido distinto del nuestro. Esto ocurre, in
dudablemente, porque, en una cierta medida, son
las palabras a modo de ánforas vacías, dentro de las
cuales va el tiempo perfundiendo su específico vino ;
y, en efecto, lo que nosotros llamamos nación no es
lo mismo que la natio romana, la gens de la Vulga
ta o el ethnos helénico. Abandono este interesantísi
mo problema, para cuya discusión no estoy dotado,
y doy por segura la variación semántica y la refe
rencia del primitivo texto a lo que entonces se en
tendía por nación: esto es, a un conjunto de hom
bres, gentiliciamente relacionados, con una cierta
peculiaridad en el cotidiano ejercicio de la vida na
tural o cuasi-natural : lenguaje, economía, costum
bres, etc. La diferencia con nuestras “ naciones” ac
tuales, cuyos hombres se singularizan por la em
presa político-histórica colectiva, es a todas luces pa-
101
tente. Sin embargo, hay entre una y otra acepción
— sería fructífero investigar cómo las palabras tie
nen en su seno una especie de núcleo intemporal, in
variable soporte de sus mutaciones semánticas en
la Historia— un no menos evidente vínculo. En uno
y en otro caso, “ nación” vale tanto como agrupa
ción de hombres que se distinguen de los demás por
la singularidad de un quehacer; el cual es unas ve
ces natural o nativo — caso de la natio romana o
del ethnos griego— y otras histórico o proyectado:
nación moderna. De la excelencia o la abyección en
el cumplimiento de ese quehacer cualificador — na
tivo unas veces, histórico otras— emana, sin duda,
el mérito o el demérito trascendente de cada na
ción; o, de otro modo, “ la gloria y la honra de las
naciones” que se introducirán en la Jerusalén Ce
lestial.
¿Cómo debe, entonces, ser interpretada esa tras
cendida honra nacional ? Descartada la ociosa y per
turbadora hipótesis de un alma nacional, sólo esta
solución queda: pensar que cada hombre, por ra
zón de su quehacer comunal dentro del grupo “ na
cional” — nativo o histórico— a que pertenezca, y
en cuanto constitutivamente realiza esc quehacer
comunal — la existencia humana es constitutivamen
te una coexistencia—, alcanza un plus en su méri
to o un minus en su demérito personal. El hombre
se salva como persona; y dentro de la obra perso
102
nal, es parte esencial la que al hombre toca como
ser social e histórico. La “ honra de las naciones”
vendría a ser esa fracción de la gloria personal, sólo
discernible a los ojos divinos, unida a todas las frac
ciones homologas de quienes a lo largo del tiempo
honrada y honrosamente sirvieron al mismo que
hacer común.
Naturalmente, el tema plantea multitud de gra
ves cuestiones, no contada la inicial, el an sit de su
legitimidad. ¿Cuál es el metro objetivo e histórico
de este trascendido y eterno mérito nacional? ¿Cuál
es la posibilidad de honra personal, en cuanto a la
obra común se refiere, para el católico que viva en
una nación históricamente infiel, como Méjico o
Rusia? ¿Qué relación tiene este planteamiento del
problema con el nacimiento histórico de las nacio
nes, con su muerte o su reviviscencia? ¿Qué misión
providencial cumplen las naciones infieles y paga
nas? Todos estos temas nos llevarían, según la fra
se tópica, demasiado lejos. Por el momento, me bas
ta haber apuntado la posible vía hacia una tesis
cristiana de la nación; en la cual, afirmando su
existencia trascendente— en contra de la conocida
teoría de la nación como fruto de dispersión y ha
zaña del diablo, cara al imperialismo doctrinario de
la Contrarrevolución— se pone a salvo la cristiana
libertad personal y la superior existencia del gé
nero humano, con su sustancial y universal unidad,
103
y la idea de la comunidad cristiana. La “ eterna me
tafísica de España” y la “ unidad de destino en lo
universal” adquieren así real y definitivo sentido^
y la “ moral nacional” , esa por la cual el hombre se
entrega con entusiasmo a la decisión histórica de un
Estado autónomo y nacional — el impuesto, la gue
rra o el servicio— viene a poseer una imprevista y
cautivadora raíz religiosa.
Pero, sobre todo, me interesaba mostrar al cató
lico, según un punto de mira acaso un poco nuevo,
la obligatoriedad religiosa del servicio activo y en
tusiasmado a una política nacional. Hasta ahora, el
modelo del “ buen ciudadano” católico podía ser el
hombre honorable y pulcro, buen cumplidor de las
leyes y colaborador disciplinado en la obra del “bien
común” (un “ bien común” un poco benéficamente
concebido). Si se admitiera la anterior tesis sobre la
nación, el cristiano vendría obligado al aumento
activo y entusiasta — hasta revolucionario, en oca
siones— de la honra y gloria nacionales. De nuevo el
ímpetu podría ser virtud cristiana; y otra vez podría
comenzar, con estilo rigurosamente actual, una his-
torización de tantas vidas cristianas hoy espiritadas,
exangües.
104
L a consigna de esta hora .
105
nos que la batalla de Flandes o la campaña de No
ruega se deben a una misma conjunción feliz en
tre la “ forma” militar del germano — tan continua
da desde Federico el Grande y Gneisenau— y la in
mensa y fecundante revolución nacional-proletaria
del Nacionalsocialismo. Indudablemente, Italia y
Alemania han encontrado alguna de las palabras
ordenadoras de nuestro tiempo, y ahí radica su
principal ventaja contra Inglaterra.
Pero todavía faltan nuevas palabras. Falta, por
ejemplo, la que explique al mundo el engarce en
tre una auténtica revolución nacional-proletaria y la
idea cristiana de la vida y del hombre. ¿No podría
ser ésta una empresa española, quizá la empresa es
pañola en el orden nuevo ? Quiero ser bien entendi
do. No propongo aquí la zarandeada y espiritada
tesis del “ imperio espiritual” , ni cualquiera otra de
esas consignas para pacifistas mejor o peor inten
cionados. Cualquier tipo de influencia que España
adquiera, sólo lo tendrá desde un firme y erizado
poderío material, ni más ni menos que en tiempos
de los Tercios Viejos. Pero, esto supuesto, y mirando
hacia el sentido universal e histórico del logrado
prestigio, ¿no podría ser hazaña española la pro
puesta? Alguien podría pensar que se trata de ima
utopía o de una fórmula retórica más, entre las
muchas nacidas y fenecidas en España- desde hace
tres años. Pero vosotros, camaradas, no lo pensaréis
106
así. Volvamos otra vez al ejemplo — que lo es, y en
muchos sentidos— de nuestra conquista de Amé
rica. Unos cuantos hombres, pocos miles en total,
ponen pie militar sobre un continente inédito y
enorme. ¿A dónde van estos hombres? Todo les es
hostil: el suelo ignoto, el indio, la selva, el Ande;
hasta su mismo natural, pronto a la dura y san
grienta discordia. ¿A dónde van estos hombres? Van
a servir “ a Dios, al Rey y a toda la Cristiandad” ,
como dice el honrado Bernal Díaz; van también,
que hombres son, y no entes espiritados, a buscar
aventura y botín. No les podían tener por locos los
europeos, casi estelarmente distantes de ellos, por
que ni les veían ni sabían de ellos; pero Montaigne
o Erasmo los hubieran diputado rematados demen
tes. Ahí está su obra, sin embargo; aquel manojo
de locos, cuya “ manía” , como la platónica, era “ un
divino enajenarse de los estados habituales” , iba a
hacer posible en el orden de los hechos la Historia
Universal. Yo no sé si ahora, camaradas, considera
réis desmedido cualquier intento nuestro.
Pero no nos engañemos con las meras palabras.
Un empeño de grandeza histórica sólo puede ser
conseguido por nuestro Estado después de varias y
graves condiciones previas. Una de ellas, la prime
ra, es incorporar al pueblo, rematando a buen paso
la profunda revolución social que España tiene pen
diente. Sin ella sólo podremos ser unos mixtifica
V)7
dores o los más abyectos farsantes de la Historia, y
nuestros muertos nos enviarían desde su guardia
gloriosa el más doloroso de los repudios; sólo así
podremos crear la grande y entusiasmada comuni
dad española que necesitamos para cualquier em
presa. Otra condición es tocar la profunda y segura
vena heroica de nuestro pueblo, llamándole con
entereza a un quehacer lleno de alta y seria grave
dad militar: necesitamos un pueblo hecho perma
nente Ejército, para la milicia del trabajo o de las
armas. La tercera es la incorporación entusiasta y
activa de la Iglesia Española a esta obra nacional,
a la vez revolucionaria y evangelizadora; mas so
bre ello ya queda dicho bastante. Y la última y de
finitiva es el cumplimiento inexorable y perma
nente, en torno a nuestro Caudillo, de aquella vie
ja y acuciante consigna de los tiempos jonsistas:
“ No parar hasta conquistar” .
¡Arriba España!
108
DIALOGO SOBRE EL HEROISMO
Y LA ENVIDIA
109
P ablo. — ¿Te refieres, tal vez, a la atadura que
esa definición presume entre el heroísmo y la esen
cia del hombre? ¿Quizá a la relación entre el he
roísmo, martirio y lo que llamaste majeza?
A ndrés. — A todo eso y a mucho menos que eso,
si el anhelo de tu adolescencia deja breve tregua
al reposo y se atiene a la viril exigencia del límite.
Lo limitado, lo urgente para nosotros —hombres y
españoles en la esencia y en la existencia— es re
solver la ecuación que forman aquella frase y esta
otra, que todos han repetido y muchos gloriosamen
te cumplieron: “ Es heroico morir por la Patria” . O,
dicho de otro modo: “ Dar la existencia por la Pa
tria es heroísmo” .
P ablo. — No veo otra salida, si la definición de
que partimos es cierta, que establecer una relación
entre la Patria y la humana esencia. ¿Pero no crees
que esto encierra dificultades insuperables? ¿O es
que puede admitirse diferencia esencial entre el
español y el bosquimano, pongo por ejemplo pa
tente?
Andrés. — Tal es el problema; pero su solución
no es hacer esencialmente distintos al español y al
bosquimano, como quisiera un racista, sino en ha
cer esencial para- el hombre la pertenencia a una
Patria. Ser español o bosquimano es accidente de la
existencia, como es un accidente que la piel sea
blanca o morena ; ser miembro de una patria — o de
110
un pueblo, como prefieras— es una afección necesa
ria de la humana esencia, como lo sea el atender o
el sentir. Del mismo modo que a la piel sea el te
ner un color.
P ablo . — Confieso no entender tu afirmación.
Según ella, Robinsón, solo en su isla, alejado de
pueblos y patrias, no poseería plena integridad hu
mana. Tampoco —y esto tiene más gravedad real—
un asceta del yermo.
An d rés . — Quiero declararte que siempre tuve
como perfección muy relativa la del solitario del
desierto. Y, en todo caso, tampoco sucede que el
eremita se halle absolutamente excluido de toda em
presa comunal o de todo grupo humano : Simeón Es
tilita, por ejemplo, no recataba sus voluntarias re
laciones de ejemplaridad o de desprecio con los
hombres de su pueblo. Pero no caigamos en la me
nuda anécdota. Piensa más bien que constitutiva
mente pertenece al ser del hombre “ estar con los
demás” . ¿O es que no tiene universal validez aque
llo del Génesis: “ no es bueno que el hombre esté
soló” ? No otra es la raíz del hondo pensamiento de
Scheler, según el cual un “ yo” supone siempre un
“ tú” ; ni la de esto que escribió José Antonio Primo
de Rivera: “ Nadie es uno sino cuando pueden exis
tir otros” .
P ablo . — Todo esto me parece certísimo, y hasta
creo que podría abonarlo con mi experiencia, en
111
cuanto siento en mí que cuando pienso, dialogo
interiormente. ¿Pero tiene esto algo que ver con el
heroísmo y con la Patria?
A ndrés . — Tiene, y por hondísimo modo. Si a la
esencia del hombre pertenece “ estar con los demás” ,
a manera de exigencia espacial o de relación ex
pansiva; y si, por otra parte, el hombre es un ser
que opera ineludiblemente en el tiempo, síguese
forzosamente que tal relación “ con los demás” es
un quehacer común en el tiempo, un destino colec
tivo o, si quieres destacar en la expresión la volun
taria iniciativa humana, una empresa. No veo que
la Patria sea otra cosa que un sindicato histórico.
Sindicato, en su más primitivo significado de syn
y diké, unión de los que luchan por algo justo; y
en el caso de la Patria, por el destino histórico de
un grupo de hombres.
P ablo . — He aquí una consecuencia que sonará
a escándalo en los oídos de la vieja burguesía: la
de que ser patriota vale tanto como ser sindicalis
ta nacional. Pero quiero volver sobre este tema apa
sionante, cuya revelación te agradeceré siempre. Me
hablaste de destinos colectivos, y esto lo veo claro.
Mas si el destino individual es la salvación, ¿qué
relación guarda este destino individual eterno con
el destino colectivo temporal que hemos llamado
Patria? ¿No ves en ello dos negocios por completo
112
diversos? ¿O es que tú no concedes justificación
teológica a quien no ha servido a su Patria?
A ndrés . — Esta es la má6 honda y dramática pre
gunta a que nos conduce nuestra meditación sobre
el heroísmo. Confieso que el estado actual de mis
reflexiones sobre el problema no me permiten dar
te una respuesta terminante. Tal vez con otro diá
logo consigamos encontrar razones sólidas a ima
negativa q u e— te lo adelanto— me parece españo
lamente indispensable. Para espolear tu ambición
y para recoger un atinadísimo adjetivo que al co
mienzo empleaste, quiero indicarte que con ello
estamos en el nudo de pensamientos y creencias por
los cuales lidiaron güelfos y gibelinos. Por ahora te
recuerdo cómo en Trento la españolísima y decisi
va mente del P. Lainez vió la justificación ante
Dios en luchar por el premio “ con toda el alma” ;
y ya viste que es esencial al hombre — al alma del
hombre— pertenecer a una Patria. Volvamos, em
pero, al heroísmo, cuya sutil raíz gibelina acabamos
de entrever, y definámoslo como el voluntario
arriesgamiento de la existencia que un hombre hace
por lo que en el destino de su hombreidad impri
mió la comunidad histórica a que pertenece. ¿No
encuentras esta conclusión satisfactoria?
P ablo .—Así la encuentro, salvada la honda com
plicación teológica que tú mismo dejaste para otro
diálogo. Quisiera, no obstante, hacerte ima nueva
8 113
pregunta antes de separarnos. ¿Qué podríamos
considerar opuesto a la virtud del heroísmo? Pien
so que el suicidio, en cuanto por él aparta total
mente el hombre su existencia de su destino perso
nal y colectivo.
An d rés . — No estoy acorde contigo. Lo contra
rio de ofrecer la existencia en sacrificio por el
común destino no es separarla de él, sino enfren
tarla con él. El hecho como tal recibe, especificán
dose, multitud de nombres diversos; pero la parti
cipación afectiva que el hombre pone en su versión
contra el destino común de su humano grupo se
llama siempre, sociológica y psicológicamente, en
vidia. La envidia, cuando lo es de veras, es la dela
ción interior que tiene el hombre de la traición a
su destino de grupo: familia, medio profesional,
ciudad o patria.
P ablo . — Me parece encontrar una dificultad ;
porque la envidia dice relación de un hombre a
otro, y no de un hombre a un concepto. Y simple
concepto es el destino.
An d rés . — ¿ Pues cómo piensas que los conceptos
adquieran validez y eficacia humanas sino a tra
vés de los hombres? El destino de un pueblo es un
concepto, pero se encarna históricamente en el
hombre o los hombres que conducen a ese pueblo
y en las generaciones que contribuyen a realizarlo.
Los nobles que se oponían a la unidad de Fernando
114
e Isabel traicionaban — ahora lo vemos— al destino
de España, por envidia del poder creciente, a fa
vor del viento histórico, de Isabel y Fernando. Así
en tantos otros casos.
P ablo . — Acaso esta oposición polar del heroís
mo y la envidia, respecto al común destino de los
grupos humanos, nos lleve a comprender la apari
ción de ambos con tanta sólita facilidad en los pue
blos de temperamento extremoso, como esta España
nuestra. Heroísmo en las épocas de ascensión en el
destino histórico, envidia en las de crisis y hundi
miento. ¿No llamó Gracián a la envidia “ malignidad
hispana” en aquel lento y glorioso hundimiento
del XVII?
A ndrés . — Creo que has tenido una feliz intui
ción. Y aunque este nuevo sesgo de nuestro diálogo
podría darnos, ciertamente, lugar a donoso y agudo
comentario, no quiero que hoy nos separemos con
acedía y recelo en el ánimo. Pensemos que, como
decía Quevedo, nuestro angustiado maestro,
115
E L SENTIDO RELIGIOSO DE LAS NUEVAS
GENERACIONES
117
momento de la Historia, dos estratos distintos. Uno,
permanente y profundo, atañe a la admisión viva
y creyente del núcleo de verdades estrictamente dog
máticas, sin cuya firme osamenta quedaría el Cato
licismo indefinido y difluente, como fábrica de are
na. Sin el Credo ni las definiciones de fe y costum
bres no hay Catolicismo posible, y ahí, en esa in
mutabilidad del cimiento, está la grandeza sobre
histórica y sobregeográfica de la Iglesia.
Pero si el tiempo no altera las esencias, al me
nos modifica las apariencias. La vid es vid en todo
tiempo ; mas en invierno se hace áspera y sarmento
sa, en verano muestra suave pujanza verde y en
otoño se derrama en abundancia de racimos. Aquí
asienta precisamente el segundo estrato antes men
cionado, que en el caso de la inmutable Verdad
católica se refiere al modo según el cual es vivida
a lo largo del tiempo histórico. Entendámonos: si
ese modo de vivirla acarrease mutilación o defor
mación del núcleo esencial, ya no habría Catoli
cismo, sino herejía. Pero aun admitiendo implícita
y explícitamente la integridad del núcleo esencial,
sucede que el mundo cristiano lo formamos hom
bres de carne y hueso, sujetos a los altibajos del
tiempo y de los estilos históricos con él conexos.
El Catolicismo de San Agustín, lleno de razones vi
tales, de raisons du coeur— aunque en San Agus
tín no fuesen todas raisons du coeur, como los ro-
118
mánticos pensaban—, no es de igual estilo que el
Catolicismo de Melchor Cano, lleno de razones si
logísticas. El Catolicismo de la Catacumba difiere
en el modo — no en la esencia, para escándalo de
filisteos— del Catolicismo renacentista. Chesterton,
novelista católico, se opone toto coelo en su modo al
novelista católico Manzoni. Véanse a través del ejem
plo los dos estratos: el estrato sobretemporal y el
histórico del Catolicismo; lo externo expresado en
invariable letra dogmática y — para no complicar las
cosas, hablando de la “ evolución homogénea del
dogma”— el modo de vivir lo eterno en el tiempo.
San Agustín y Melchor Cano, San Dámaso y León X,
Manzoni y Chesterton son católicos iguales en lo
esencial y diversos en el estilo. El secreto del bien
obrar está en que el tiempo no se coma a la eter
nidad, como sucede, en fin de cuentas, con el rela
tivismo individualista de la fe protestante o en el
historicismo diltheyano.
Creo que sólo según estos supuestos puede plan
tearse con justeza y hondura un problema que ha
ocupado a ociosas plumas, más inquisitoriales que
misioneras: el de la catolicidad de la Falange. Yo
preferiría decir, más ampliamente, el del sentido
católico de las nuevas generaciones. Discutir si uno
es o no católico, cuando ese “ uno” — como sucede
en el caso de los falangistas definidores—■ declara
que lo es, me parece tan importante como cantar
119
coplas de Calaínos. Ni aun en el caso de Ledesma
Ramos, pese a su rigurosa y dura expresión nacio
nal, podría encontrar materia heterodoxa una men
te romana, al margen de las pasiones intrahispáni-
cas. No nombremos a José Antonio, a Onésimo Re
dondo o a Ruiz de Alda. No recordemos la con
ducta ni las voces de la Falange con posterioridad
al Alzamiento, tan reiterada y fervorosamente ca
tólicas. Esto sentado, es momento ya de contestar
con la precisión máxima a la pregunta que figura
como título. ¿Cuál es el sentido religioso de las
nuevas generaciones? ¿Cómo se delinea el estilo
católico de estas generaciones, por lo que a Espa
ña toca?
El tema es de naturaleza grave, y, por añadidura,
sutil. No hay lengua tan extraña como el balbuceo,
ni tierra tan difícil de ver como la que hiere el pro
pio pie. Pero de hombre es dirigir sobre uno mis
mo y sobre el vecino el ojo asombrado; y en uso
arriesgado de este atributo— con seguridad de ser
incompleto y con próximo peligro de yerro—, voy
a señalar y a desplegar los dos puntos que estimo de
mayor importancia: la incorporación del entusias
mo a la vida religiosa y la superación de la piedad
individualizada, tal como fué cultivada durante el
siglo pasado y buena parte de éste.
Jaspers, finísimo analista de lo que sea la dis
posición entusiasta frente al mundo y a la vida,
120
señala como primera nota del entusiasmo “ que es
algo en sí unitario y que tiende a la unidad” . No
es extraño que la vida religiosa —y aun la vida, a
secas— del mundo burgués ochocentista fuese tan
carente de entusiasmo, en cuanto era tan disgrega
da y rota. El católico derramaba su vida en com
partimientos estancos: la vida política no pasaba
de dar el voto “ al partido más afín” ; la profesional
seguía al patrón utilitario y uniforme creado por
el mundo burgués posterior al siglo x v m ; la vida
religiosa quedaba recortada por la tijera de la cos
tumbre en ciertas prácticas preceptivas o devotas,
mas en todo caso limitadas en el tiempo, reducidas
a lo individual, sin empapar el resto del vivir dia
rio. Todos estos hoyos de la existencia, desligados
entre sí como los charcos restantes en el río agos
tado, fueron reunidos a merced de una inmensa, fe
cunda pleamar que por hastío de lo pura y falsa
mente “ racional” — siguió al auge liberal y Victo
riano del Ochocientos. Era como una necesidad de
entusiasmo que compensase el utilitarismo del bur
gués y el seudoamor del romántico. El mundo se
llena de real ansia. ¿Resulta extraño que el Catolicis
mo sea vivido de otro modo, que al metodismo frío y
cortés de los populismos siga — al menos, germinal
mente— un ímpetu de religiosidad entera, total,
entusiasmada? Y, en cierto modo, una vuelta a la
pureza cristiana de San Agustín. “ En verdad, tu
121
Dios es para ti la vida de la vida” , dice en las Con
fesiones (X, 6 n. 10). Y en otro lugar: “ Toda la
vida del cristiano es una santa ansia de bien” (In.
Ep. Joann, ad Parth. Tract. IV, 6). Como por aquel
nùmida ardiente y lúcido, Dios es buscado ahora
bajo especies de ansia, por imperativo de vida, casi
sin que preocupen las demostraciones silogísticas.
Esto es, por vía de entusiasmo; que éste no es otra
cosa que “ Dios dentro de uno mismo” . Pero el en
tusiasmo busca siempre acción transitiva, movimien
to: el entusiasmado sale de sí, aspira a realizar
en combate la creencia vivida. Dijo Jesús: “ No pen
séis que yo haya venido a traer la paz, sino la es
pada” (Mat. 10) — esto es, la guerra— . Frente a esta
honda y escandalosa verdad cristiana, aquello de
Epicuro : Nil beatum nisi quietum. No hay felicidad
sin quietud.
No pasma ya que un modo de vivir el Cristianis
mo por muchos jóvenes vaya anudado con palabras
como acción, movimiento, combate, totalidad. El
hombre entusiasta, a todo halla sentido unívoco, y
esta es la raíz del estilo totalitario. Aquí otra vez
de San Agustín: “ Amor tenet et amplectitur”, el
amor sostiene y abraza, decía con expresión plus-
cuamtotalitaria. Y esto, prescindiendo de la obvia
referencia a Dios, que mueve con ligereza hom
bres y pueblos, ¿de quién es obra histórica, al me
nos en España? Por mucho que se cierren los ojos,
122
esta verdad se impone: que la moral del entusias
mo, el estilo combativo, el signo de totalidad amo
rosa creados por unos grupos de hombres movidos
de rara inquietud histórica, han hecho que muchos
vivieran — viviéramos— de otro modo “ más vivo,
más total” , la vida religiosa. Piénsese en la acción
de la guerra, por aquella inquietud histórica susci
tada. Quienes de veras la hicieron o la vivieron,
viven ya de otro modo la verdad de Dios y 6us
preceptos. No quiero con ello hablar todavía de
una “ primavera religiosa” en España : todo es dema
siado tierno y demasiado amenazado por nuestra in
seguridad histórica. El hecho es que un balbucien
te estilo nuevo — examínense los jóvenes, piensen
en esa apetencia de banderas militantes— y las in
númeras conversiones de este tiempo de combate vi
nieron por el camino del ansia y en camino hacia el
entusiasmo.
n
^ ^ 1 . Un delgado hálito de entusiasmo comenzó a
fluir por los resquicios de nuestra existencia
hendida. El hombre católico empieza a sentir su
indisoluble y enteriza totalidad : a saber y vivir que
es el mismo hombre cuando trabaja y cuando reza,
123
cuando juega y cuando ambiciona servicio a la His
toria. Nada más erróneo, empero, que confundir
una actitud entusiasmada con el falso entusiasmo
de un misticismo sentimental. Señálase el genuino,
justamente, por la lucidez con que en él se conser
va el objeto al cual va enderezado. Entusiasmo su
pone siempre firme realidad. De aquí que la nueva
forma de vivir el problema religioso se aparte ra
dicalmente de toda religiosidad individual o inma
nente, de todo pietismo: véase la renovada apeten
cia de formación teológica, la búsqueda de la Teo
logía a través de disciplinas — el Derecho Polí
tico, la Historia, la misma Medicina— tan alejadas
de ella en la hora del positivismo. Pero esta nece
sidad de firme suelo real que el entusiasmo tiene
aparece de bulto en nuestro caso mirando este cu
rioso fenómeno: que el individuo, por mejor bus
car su “ sí mismo” — por convertirse en auténtica
persona— , ha salido de sí.
Cualquiera que sepa hacer uso humano de su
memoria recordará el hecho: la piedad religiosa
vigente hasta ahora, como consecuencia inequívoca
del siglo X IX , y aun de más allá, era cultivada con
estilo escuetamente individual, como si la relación
entre el cristiano y Dios sólo tuviese lugar a través
del propio “ yo” ; un “ yo” muchas veces sentimen
talmente concebido, a lo W. James. Sustituían al
himno litúrgico y al ordinario de la misa la ora
124
ción mental — tantas veces sentimental e inexpre
sa— , en el mejor de los casos, y casi siempre aque
llos devocionarios a la francesa, de tan dañada re
tórica. La influencia del “ mundo moderno” — a la
larga, del protestantismo— era evidente; y, salvada
la adscripción al dogma, parecía regir en la piedad
aquello de Schleiermacher en sus “ Monólogos” :
“ Avergüénzate de seguir opinión extraña en aque
llo que es lo más s#nto...” ; “ no hagas sino lo que
brote del interior de tu ánimo según libre amor
y fruición” . Olvidó con frecuencia el católico que
debe hablarse la verdad al prójimo, no sólo porque
hablar verdad sea una ley impresa por Dios en lo
hondo del espíritu, mas también, como enseñó San
Pablo, quoniam sumus invicem membra (Ef., IV,
25), porque somos miembros unos de otros. Y así,
en otras tantas formas de la vida religiosa faltaba
la vivencia, tan cristiana, de la comunidad entre los
hombres.
También aquí fué el viento caliente del entusias
mo el que hizo que el brazo y el corazón del hom
bre buscasen, menesterosamente, brazo y corazón
de hombre. Mejor: de hermano. A la vez que la to
tal unidad del hombre, quedaba descubierta — por
virtud de un argumento de vigencia inédita: la ne
cesidad existencial— la unidad total entre los hom
bres. Como dice un teórico de la sociología cristia
na: si el “ yo” es un elemento constitutivo del “ nos
125
otros” , el “ nosotros” es un elemento constitutivo
no menos necesario, del “ yo” . O como, con profun
da determinación nacional, prescribe el juramento
inicial de la Falange: “ mantener sobre todo... la
unidad en el hombre y entre los hombres de Es
paña” . Y en este “ nosotros” recién descubierto — la
palabra “ nosotros” 6e repite con opresora urgencia
en muchos signos, a veces nada cristianos, del tiem
po nuevo; desde aquel angustioso comienzo del
“ Menschliches, allzu Menschliches’'’ nietzscheano:
“ He aquí... un subnosotros, una ordenación larga,
inmensa..., ¡nuestro problema!” , hasta el trivial
“ Nosotros” del título periodístico—, en este “ nos
otros” consiste el objeto real del entusiasmo nuevo.
Quiero discutir con rápido pormenor algunas for
mas concretas de la vida religiosa actual, en las cua
les ese “ nosotros” es la íntima almendra. Una de
ellas es el cambio de actitud operado en la vida po
lítica del cristiano; otra, la mudanza en el estilo de
la oración. La participación del hombre en la po
lítica durante el siglo x ix — concédase más sentido
cultural que cronológico a esta expresión— tenía
como modo propio el voto. La del católico, como ya
dije, el voto “ al partido más afín” . En el voto elec
toral renuncia el hombre a varias notas de su perso
nalidad; mejor dicho, deja de ser persona, en cuan
to pierde el carácter de abertura al mundo, la res
ponsabilidad y la posible ejemplaridad inherentes
126
a los actos personales. La papeleta del voto unifor
ma, anonimiza, enmascara al hombre; y si con uni
forme se puede seguir siendo persona — ¡ la perso
nalidad del hombre nuevo, uniformado !— , sin nom
bre y con máscara, ya no es posible. El católico per
día las más finas determinaciones de su hombrei-
dad católica vertiendo su catolicismo en un voto.
Ved el cambio. La indeclinable acción política del
católico en los Estados donde no se vota— en el
mundo joven— veqdrá definida por actitudes es
trictamente personales : la ejemplaridad y la respon
sabilidad en el seno del cuerpo social. El hombre se
ha hecho persona. El católico hará su política nacio
nal demostrando personalmente — en su trabajo, en
su milicia, en su obra revolucionaria social— que
por el hecho de serlo con entusiasmo es también
óptimo italiano, español o alemán. Es posible que
los austríacos de Narvik consigan más, católicamen
te, que el Centro Alemán en 1929, cuando votaban
los católicos, pero también los comunistas. ¡Feliz
España, en la cual, por obra de la Falange, pueden
coincidir amorosamente la ejemplaridad religiosa y
la política !
Igual signo tiene el cambio operado en el estilo
de la oración. De la piedad individualista se ha pa
sado a la oración personal. Esto es, a la oración que
hace el hombre como persona, en comunión con
otras personas de las cuales se siente miembro. El
127
renacer de la liturgia, el auge benedictino, son seña
les de que el hombre necesita hoy llegar a Dios, no
sólo a través de su alma, “ per semetipsum supra se-
metipsum” , como decía Ricardo de San Víctor, mas
también por obra de un común clamor y como tér
mino de un común destino. No en vano dice diaria
mente el sacerdote: uin ecclesiis benedicam Te” , Te
bendeciré en las asambleas de los fieles. ¿Cómo du
dar de que esta hermosa comunidad en la súplica,
en el dolor y en el júbilo ha sido impulsada en Espa
ña por los actos religiosos de la Falange?
Otra fina señal del cambio en el sentir religioso
se atisba contemplando con ojo atento una mudan
za histórica en la vivencia de la pecaminosidad. La
cuestión es delicada, y quiero ser bien entendido. La
moral es válida en todo tiempo, y la perfección re
ligiosa rechaza en todo tiempo lo que la moral re
chaza. Pero, según el estilo cultural de cada época,
el común de las gentes vive, como más o menos pe
caminosa, esta o la otra transgresión de la inmuta
ble ley. En la aduana moral de nuestro Siglo de Oro
cualquier hidalgo o escritor — Quevedo, Lope, capi
tanes de Tercios, conquistadores— sopesaba hasta
el adarme en materia de dogma, y sólo hasta la
libra, o hasta la arroba, en materia femínea. A la
luz de este ejemplo puede comprenderse mejor el
tránsito desde el siglo x ix hasta nuestro tiempo.
¿Qué transgresiones de la ley religiosa eran vividas
128
con más evidencia de pecado durante el Ochocien
tos. sobre cuales golpeaba de preferencia el marti
llo del moralista? Ciertamente, el desorden sexual
y el riesgo del librepensamiento. Esto es, pecados
más individuales que sociales, más atañentes al
“ yo” que al “ nosotros” . Pensemos en la actitud del
filisteo burgués ante la prostitución. De ella admite,
como mal menor, la existencia; evita, en cambio, o
su propia participación en tal comercio, si es “ vir
tuoso” , o, al menos, la trascendencia social de su
participación, el “ que se enteren” . Lo vitando re
cae en el dominio de lo individual, y apenas preocu
pa el peligro colectivo, sea éste de escándalo o de
contagio. El hombre de la calle adopta hoy ante el
pecado sexual una postura de cínica ironía y se ríe
de aquellos librepensadores que honraban a Gior
dano Bruno sin conocerle ni por el tejuelo; en con
traste, se aíra ante el pecado social: la injusticia
distributiva o el fraude al común erario. Hace cin
cuenta años todo burgués acomodado, sin mengua
de su buena fama, podía por unos reales enviar a
filas a cualquier mozo hambriento en sustitución del
hijo propio; hoy, si esto fuera posible, no habría
medida para la cólera pública contra quien lo in
tentase. Estos hechos evidentes revelan un cambio
en el modo de vivir la moral y, a la postre, de sen
tir lo religioso. Enseñan, en fin de cuentas, que el
hombre no puede ni quiere estar solo. Piénsenlo
9 129
quienes tengan por tarea dar sentido religioso a
esta incipiente subversión social que nos envuelve,
hija de haberse despertado en el mundo, promete
dora y terrible, una nueva vivencia del “ nosotros” .
No es un azar que esta exigencia de humana com
pañía que el hombre tiene haya dado urgencia y
acento singulares al sentimiento y a la idea nacio
nales. En España, por lo menos, la mudanza es bien
notoria. La Patria ya no es aquella entidad suma-
tiva de individuos y voluntades, el “ plebiscito de
todos los días” renaniano, sino un obligado sustrato
ontològico del hombre; se “ es” español, alemán o
francés — independientemente de la voluntad psi
cológica que da raíz al plebiscito cotidiano— o no
se es hombre con total plenitud histórica, como no
lo son el maori o el indio. La “ inconmovible meta
física de España” tiene entre nosotros, empero, un
inesquivable trasfondo religioso. El mismo Una
muno habló en un maravilloso soneto de “ la España
celeste” , y todo ello tiene detrás la honra y la gloria
de cada nación, que el Apocalipsis asegura entra
rán en la Jerusalén celestial (Apoc., XXI, 26). Esta
tan cristiana visión religiosa o cuasi religiosa de la
Patria tiene el total sentido de la religión en mu
chos jóvenes, mas no da lugar en ellos a confusiones
que ni a la Patria ni a la Iglesia convendrían. Quien
desee bucear en el alma de muchos hombres jóvenes
españoles resueltamente católicos repase aquellas
130
magistrales páginas del Dante político — su “ De Mo
narchia”— y vea allí la vieja tesis cristiana sobre
la potestad histórica del Príncipe.
Otra nota para acabar esta dilatada enumeración :
el nuevo entendimiento de la Historia en las jóvenes
generaciones, su nueva comprensión del “ oportet
haereses esse” paulino. Por lo mismo que estas ge
neraciones viven el combate como signo propio, com
prenden bien la partecilla de razón que hay en el
enemigo histórico; y quien no comprenda esto, no
sabe lo que es nuestro tiempo. Frente al maniqueís-
mo intencional de las contrarrevoluciones — sobre el
cual llamaba yo la atención hace más de tres años—
se levanta ahora una prometedora comprensión to
tal y cristiana de la Historia. Pero esto, que debía
ser reseñado, sería para explicado un largo cuento.
Si la relación es dilatada, no pasa de incompleta.
Mas acaso sea suficiente. Entusiasmo, responsabili
dad personal, vivencia del “ nosotros” , entendimien
to total de la Historia; he aquí unas cuantas notas
de este balbuciente sentido de lo religioso en las nue
vas generaciones españolas. ¡Qué responsabilidad si
el entusiasmo se trocase en desengaño! Tanto para
un Estado que no supo cumplir sus fines históricos
como para las autoridades de la Iglesia española,
que perderían para ésta una de las más prometedo
ras y nobles cosechas de bien querer y bien obrar
por nuestros siglos conocida.
J u lio de 1940.
131
CATOLICISMO E HISTORIA
133
por Dios y por lo que de las manos de la voluntad
de Dios haya salido como eterno; y un exterior
manto temporal, que como inaccesible y caediza téc
nica la cubre. Lo primero es el sustrato firme de las
últimas normas necesarias, 6in el cual la movilidad
de la Historia se convierte en puro y angustioso azar ;
lo segundo es el genuino e inesquivable acontecer
histórico, sin el cual nuestro mundo se trocaría en
mudo y pétreo fósil. Asientan en la primera zona
los dogmas de la fe religiosa, las inconmovibles cer
tidumbres de la metafísica que aquéllos exigen, tal
vez alguna ley íntima de la acción humana y de la
acción histórica. Descansan en la segunda las tor
mentas de la Historia: guerras, revoluciones, orde
naciones políticas; y, por otro lado, lo que hay de
azaroso y transitorio — que no es poco— en la vida
de los hombres.
¿Hasta dónde llega la profundidad de la muda
ble envoltura, hasta dónde la permanente firmeza
del sustrato? ¿Hasta qué línea alcanza lo que se
debe creer, hasta cuál lo que se puede saber y que
rer? Para el hombre natural, es punto menos que
imposible contestar a tales preguntas. Para el hom
bre católico, en tanto católico, la respuesta viene
dada por los límites del dogma. En el puro terreno
de la creencia católica, el siglo pasado nos dió mues
tra de lo que puede ser la transgresión en uno y en
otro sentido. El modernismo de Loisy y de Laber-
134
thonnière venía a delinquir por situar la linde de lo
histórico dentro ya del terreno de lo eterno. Por el
otro extremo, el movimiento de los iiAltkatholikeri,‘>
de Döllinger, tras el último Concilio Ecuménico,
quería hacer permanentes formas de vida católica
que el dogma había declarado caducas. El moder
nismo pecaba por historicista, el “ viejo catolicis
mo” —paradójicamente— por tradicionalista.
Si en el terreno de la pura creencia viene el pro
blema fácilmente resuelto por la horma dogmática,
no es menos cierto que existen multitud de cuestio
nes históricas, escuetamente históricas, en las cuales
la decisión se hace problema. Por ejemplo, todas
aquellas que atañen a la acción de la Iglesia en
el mundo de los hechos históricos: en el mundo
— como suele decirse— político. Los principios es
tarán bien determinados; pero la forma de esa ac
ción es algo condicionado por la Historia misma,
esto es, tocante al caedizo y mudable manto del tex
to davidico y paulino. La acción histórica de la
Iglesia no tenía la misma forma bajo los Empera
dores Romanos que en la hora medieval de Boni
facio VIII o durante el liberal-democrático siglo xix.
¿Cómo dudar de que el poder temporal del Papa
do o las Investiduras Medievales fueron cosas del
mundo de la Historia, formas transitorias de la ac
ción histórica de la Iglesia, condicionadas por la
135
coyuntura política y cultural del mundo en que
existieron?
Conviene, como decía antes, meditar estas verda
des, para que las mudanzas del mundo —más de
una vez atronadoras y sangrientas— no nos sorpren
dan ni nos arrollen. Cuando dominaron en todo el
orbe histórico las formas políticas que impuso la
Revolución Francesa— el Estado liberal-democráti
co— , la providente solicitud de la Iglesia encontró
una fórmula táctica de intervención en la vida civil :
el partido católico. El nombre variaba según el país :
centrismo, cristianismo social, populismo, etc. (el
famoso pleito francés de “ RaZZie/nent” también per
tenecía a este orden de cosas) ; pero su realidad
era siempre la misma: un instrumento para influir
en las decisiones de un Estado titularmente agnós
tico y sometido al libre juego de los partidos. Al
lado de los partidos católicos, y con más dudosa pu
reza de intención, los que hacían compatibles el li
beralismo económico con el personal catolicismo:
banqueros, hombres de empresa, propietarios, etc.
No negaré yo la conveniencia, y aun la ‘utilidad
de tal recurso táctico a la causa del Catolicismo. La
victoria del Centro Alemán contra el Kulturkam pf
bastaría para demostrarlo. Pero lo que nadie puede
contradecir es la evidente índole histórica — esto es,
mudable— de tales instrumentos. Su existencia vie
ne dialécticamente condicionada por el medio li
136
beral-democrático en que nacieron. Pues bien: hay
muchos católicos que identifican torpemente lo
oportunista-histórico con lo dogmático-eterno, y
piensan que la causa de la posibilidad democrática
en la intervención católica es, pura y simplemente,
la causa del Catolicismo. He dicho “ torpemente” :
proceden con torpeza de entendimiento unos, los
de buena fe; con torpeza de apetito otros, los ca
tólicos adscritos al liberalismo por el lado econó
mico-capitalista. No dejó de ver todo esto el desca
rriado Maritain, aunque su arbitrio fuese la tesis
neo-liberal de la nouvelle Chrétienté.
El peligro está en esa sutil contagiosidad que el
medio al que uno se acomodó ejerce sobre los prin
cipios mismos. El católico habituado a moverse en
un medio liberal-democrático (centristas, populis
tas, social-cristianos, demócratas cristianos, etc.)
toma las hojas por el rábano, esto es, la habilidad
táctica por la real sustancia católica, cuando se es
panta viendo hundirse con sangriento estrépito su
“ mundo histórico” . Así sucede con todos los cató
licos — desgraciadamente, no son pocos— antifascis
tas o antitotalitarios. Comprendo el católico fran
cés se espante como francés, pero — después de
Combes, de Ferry, de Waldeck-Rousseau, de Dala
dier— no como católico. Comprendo que el católico
capitalista se espante como capitalista, esto es, por
sus libras o sus acciones de Londres, pero no como
137
católico. Yo no sé con certeza si habrá en el triun
fo totalitario un peligro de paganismo panteista,
como voces timoratas dicen: lo que sí sé muy segu
ramente es que ningún estadista totalitario ha pro
nunciado palabras tan paganas como el demócrata
Viviani. Y más seguramente todavía, que la hora
del Estado liberal ha pasado ya sobre esta vieja gue
rra europea. Así lo han visto, seguramente, esos
obispos italianos que han expresado al Duce sus
votos por la victoria totalitaria. Así también el Pon
tífice, que ha podido cotejar la actitud de las armas
totalitarias frente a los templos y la de aquella di
namita del Frente Popular francés que manejaron
nuestros frentepopulistas. Y, sobre todo, así lo ve
mos muchos y animosos católicos españoles: los que
abominamos del caduco tiempo viejo, los limpios de
ataduras capitalistas y de nostalgias liberales, los
ambiciosos de gloria futura española y católica; to
dos los que, en una palabra, queremos nuevo el
manto pasible y mudadizo de que nos habló San
Pablo.
Ju n io de 1940.
Ì38
SOBRE E L RETORNO DE LA CREENCIA
139
gio universal, la convicción profunda de que la mera
voluntad consciente y reflexiva del hombre puede
dar a la Historia cauce determinado. A la técnica
industrial, sin embargo, la ha vencido la crisis; esto
es, la irracionalidad, la angustia inexplicable de un
mundo y de unas almas inobedientes al optimismo
económico racionalista. La ciencia, por su parte, se
ha encontrado con la radical inefabilidad del cosmos
y de la vida: contra lo que pensaban Laplace y
Hertz, la ecuación diferencial no sirve para explicar
exhaustivamente ni siquiera el suceder material. En
fin, la sangre de guerras y revoluciones ha demos
trado, con desgarradora patencia, su indocilidad a
las falsas determinaciones de una voluntad racio
nalizada. Consecuencia: la crisis del hombre como
soberano demiurgo de sí y del suceder histórico, la
vuelta a la primacía de lo irracional o de lo sobre-
rracional, el retorno de la creencia como sustenta
ción del humano existir.
Cada vez aparece más evidente, empero, que el
esquema anterior, aun teniendo tanto de verdadero,
asienta sobre una superficial visión de la Historia.
La realidad, para quien siente en el fondo de sus
ojos la firmeza estremecida de una fe religiosa,
ofrece un trasfondo más consolador. Porque lo
ocurrido en los últimos cincuenta años no es la
vuelta del hombre desde un total descreimiento a
una necesaria y potencial creencia, sino el fracaso
140
de una serie de creencias, históricamente diversas,
sobre el común cimiento de la autonomía antropo-
lógica. Esta es, al menos en lo íntimo, la raíz de
nuestra actual tragedia; mas también el fundamen
to de nuestra esperanza. Más aún: una de las más
delicadas posibilidades históricas que tenemos los
creyentes españoles.
En rigor, y volviendo al problema histórico que la
anterior sinopsis suscita, lo cierto es que el hom
bre no ha podido jamás prescindir de una creencia
sustentadora. Si no ha querido creer en un Dios
real y personal, ha divinizado el mito o la utopía.
Desde el Setecientos, el Dios del hombre moderno
ha sido la utopía. El progresista —haciendo lai
ca la religiosidad o divinizando la Historia, a lo
Hegel, que para el caso es igual— creyó obstinada
mente en un estado final de plena justicia y liber
tad sobre la tierra como término del suceder his
tórico. Esta imagen utópica de un posible Reino de
Dios laico, de tejas abajo, ha sido el motor y la sus
tentación del ingenuo científico ochocentista. El
clasista revolucionario —marxista o anarquista—
confiaba también en pareja felicidad terrena, en un
final quiliasmo tangible y proletario. Si el progre
sista y el proletario sustentaban su acción —hasta el
sacrificio, no lo olvidemos— sobre la fe en un Pa
raíso históricamente ganable o ganado, el contrarre
volucionario romántico apoyaba su radical tristeza
141
en la creencia de un Paraíso históricamente perdi
do, en la dorada ilusión de una época histórica di
chosa: no otra cosa era la Edad Media para los ro
mánticos alemanes o la vida natural para muchos
románticos franceses, esencialmente tocados de ru-
sonianismo.
El tiempo que nos ha tocado vivir supone, en lo
hondo, la ruina de todas las utopías pre o metahis-
tóricas. Un desengaño profundo y lacerante corre
sobre el planeta desde el fin de siglo. El hombre se
ha hecho más duro, más exigente y acaso más cíni
co. La utopía ya no encanta, y los sueños del xix
nos parecen ingenuos cuentos de infancia. Pero,
por otra parte, este pueril y desmesurado siglo xix
nos sigue determinando desde dentro de nuestra en
tera formación. Sólo desde esta verdad puede com
prenderse el tiempo actual y emprenderse la obra
apostólica que todo cristiano vivo — el christianus
alter Christus del Apóstol— realiza por espontá
nea exigencia de la ley del espíritu. ¿Cuál es, en
efecto, la estructura espiritual y humana de nues
tro tiempo ? De una parte está el creyente religioso ;
por lo que nos atañe, el cristiano católico. El cual,
por imperativo del tiempo, se ha "hecho más pro
fundo, más auténtico: son mayores la formación y
apetencia teológicas, mayor la vivencia del cuerpo
místico del Cristo, más hondas, depuradas y litúrgi
cas la devoción y la oración. Al menos, dentro de un
142
ancho grupo de católicos. Por otro lado están los
hombres no superficiales, mas tampoco religiosos.
Estos se sienten profundamente desamparados. Los
cimientos de la creencia utópica se les han revelado
falsos; y de ahí que el intelectual de este tiempo se
vea sumergido en el problematismo como pábulo y
como tarea. El estilo de la vida teórica actual son la
pregunta y la aporía, como en todas las épocas críti
cas del pensamiento: la agustiniana o la cartesiana.
Pero el filósofo actual no se limita a interrogarse;
antes se interroga por la pregunta misma, por el he
cho de preguntarse por sí mismo como ser interro
gador e inseguro. Otro tercero y ancho grupo lo for
man los hombres que bacen de la empresa histórica
triaca de su acedía: esto buscan los movimientos
políticos del mundo presente. Pero la Historia ya no
se ejercita con fe y conciencia progresista, sino como
remedio temporal de una situación injusta o angus
tiosa, como zurcido del humano estar. Se dice:
“ arreglamos el mundo para cincuenta o cien años” ;
y no “ luchamos por la libertad final de la Humani
dad” , como el progresista de hace un siglo. Por fin,
un último gregario estamento: la masa, entregada
a la cotidianidad de la costumbre, a la vida trivial
de cada día. Pero como el mundo se halla en crisis,
no se puede vivir sobre costumbres, sobre trilladas
y usadas formas de vida; y así acontece que hasta
la masa se siente punzada, inquieta, menesterosa de
143
otro apoyo que el imposible de hacer un día igual
a otro.
Este es, a mi juicio, el real paisaje de la humani
dad actual. Es dura y desgarrada la realidad, pero
prometedora como en pocos momentos de la Histo
ria. Un nuevo San Pablo encontraría — otra vez—
sabios desengañados como aquellos poetas del
Areopago, romanos ahitos de historia, gentiles im
petuosos e inseguros. ¿Por qué no había de ser esta
España nuestra, rabiosa y profunda, un poco el San
Pablo de este tiempo nuevo? ¿Por qué no, si sabe
unir en un solo cuerpo de amor, doctrina y acción
esta renovada ansia de obra histórica, que a muchos
nos quema el alma, con una rigurosa y encendida fe
religiosa? Mas para ello, lo repito, es preciso apren
der el lenguaje del tiempo nuevo, desplegar las ve
las a este viento caliente y revolucionario que estre
mece al mundo y convertirle en motor de nuestra
andadura.
¿No nos enseñaron esto San Pablo, hablando en
su lenguaje a los griegos, a los judíos y a los corin
tios; y San Clemente de Alejandría, metiéndose sin
vacilación en el mundo helenístico ; o Suárez, en los
entresijos más sutiles del pensamiento moderno? La
firmeza de la fe religiosa y su autenticidad han de
ser inmensas; pero la altura de la obra a los ojos
de Dios y para la grandeza de España, apenas sos
pechables. ¿Cómo hablar ese lenguaje? ¿A quién
144
dirigirlo? Estas son las dos graves preguntas que
los católicos españoles que vivimos y queremos vi
vir dentro de la corriente alucinante de la Histo
ria, tenemos ante nosotros con candente urgencia.
10 145
“ OPORTET HAERESES ESSE”
147
vestido; y como manto los mudarás, y quedarán
mudados; mas T ú eres siempre el mismo” (Sal
mo CI, 26-28; Hebr., I, 10-12). “ El cielo y la tierra
pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mat.,
XXIV, 35).
3. Afirmación de un sentido divino, y sólo in
teligible por referencia a Dios, en el suceder histó
rico : “ Luego resta todavía un solemne descanso para
el pueblo de Dios” (Hebr., IV, 9 ). “ Si en los tiem
pos que fueron hay instituciones del hombre, de
las cuales se nos habla en la narración histórica,
la Historia misma no puede contarse entre las ins
tituciones humanas; pues todo lo que allí se ha he
cho pasado y ya no puede destejerse, debe ser en
tendido, como cañamazo temporal, en conexión con
Dios, fundador y ordenador de los tiempos” (San
Agustín, De doc. christ., 1, 2, c. 29). “ En su mano
tiene Dios el alma de todo viviente y el espíritu de
toda carne” (Job, Xl·l, 10; y también ibíd., 18-24).
Como dice un filósofo de la historia : “ La historia de
la Revelación se convierte en revelación del sentido
de toda la Historia” .
4. Afirmación del valor que todos los tiempos
históricos tienen a los ojos de Dios: “ Todas las obras
de Dios son buenas, y cada una de ellas a su tiempo
hará su servicio. No hay por qué decir: esto es peor
que aquello; pues se verá que todas las cosas serán
aprobadas a su tiempo” (Eccli., XXXIX, 39, 40).
148
5. Afirmación del sentido histórico providencial
de las aberraciones: “ Hay entre vosotros parcialida
des, y en parte lo creo; siendo, como es, convenien
te que haya herejes, para que se descubran entre
vosotros los que son de una virtud probada” (I Cor.,
XI, 18, 19). “ Felix culpa” (de las preces de la Igle
sia).
II
149
m
La existencia de desviaciones heréticas en la His
toria, desde el punto de vista cristiano, es inevita
ble, por la naturaleza caída y falible del hombre.
Cada herejía, con su variada y singular motivación
histórica, suele recorrer en la historia tres estratos
sucesivos : uno teológico, en el cual su expresión que
da limitada a la pura letra religiosa (ejemplo: las
tesis de Lutero) ; otro, ético, en el cual la actitud re
ligiosa correspondiente a la herejía en cuestión se
manifiesta como hábito o forma personal de vida
(ejemplo: el ethos puritano o cuáquero); y el ter
cero, político-social, difícil de referir en ocasiones
a su primitiva raíz religiosa (ejemplo: el capitalis
mo). Como vió Donoso con evidencia y ha visto con
demostración Carlos Schmitt, por debajo de toda
forma política existe un sustrato religioso; y en Eu
ropa, un trasfondo cristiano, intacto o heréticamente
deformado.
IV
150
m ilable; así en lo escrito como en lo vivido. Ello
ocurre por dos razones capitales:
1. Por la verdad que naturalmente lleva todo
hombre dentro de sí (Rom., II, 15) ; en cuya virtud
a todo hombre es dado el parcial hallazgo de la
verdad.
2. Por el germen de verdad cristiana que lleva
dentro de sí, por modo inalienable, no sólo cualquier
error herético, mas también cualquier actitud hu
mana ulterior al hecho histórico germinal y defini
tivo de la predicación evangélica.
Consecuencia: la Revolución Francesa o el mar
xismo albergan dentro de sus errores una propia
partecilla de verdad, pese a la habitual interpreta
ción contrarrevolucionaria de la Historia.
151
Principio del optimismo antimaniqueo : ninguna
creación histórica ulterior al Cristianismo, por ab
yecta y atacable que sea, es el mal hecho historia.
Oportet haereses esse, en cuanto por ello, como San
Pablo decía, se prueba nuestra virtud; la cual prue
ba no sólo tiene lugar — en mi entender— por mera
resistencia contra la herejía, como tiende a admitir
en lo histórico el maniqueísmo intencional del pen-
samienta contrarrevolucionario; pero también por
la superación de tal herejía a merced del inmanente
despliegue de la verdad antigua y total. Así, el viejo
tronco ortodoxo da por sí mismo expresión al posi
ble adarme de verdad cristiana que la misma here
jía, a veces secretísimamente (“ Mis caminos no son
vuestros caminos, ni mis pensamientos vuestros pen
samientos” ), lleva en sus senos; la cual parcela de
verdad viene luego a ser incorporable históricamen
te, rebautizada, al común y total acervo de la verdad
entera. Ejemplo: la verdad parcial que llevaba en
sí, como consecuencia de su última raíz cristiana, la
filosofía del protestante Hegel — verbi gratia, la
historicidad del mundo y el sentido de la Historia— ,
puede ser luego incorporada, tomándola de Hegel, a
un esquema intelectual de la Historia y del saber
rigurosamente ortodoxo. Otro ejemplo: reléase la
ingenua y ardorosa defensa que del Renacimiento
hizo Menéndez y Pelayo — frente a Pidal y Mon y
el P. Fonseca— y medítese acerca del último funda-
152
mento histórico que justificaba la loable actitud
menéndezpelayana.
VI
153
una “ Sobrerrevolución” : ni una Revolución en con
tra ni lo contrario de la Revolución, sino una Revo
lución nueva y violentamente superadora. A las Re
voluciones nacional-burguesas (las francesas de 1789
y 1831) y proletarias (las de 1848 y 1917) sólo pue
de oponérseles con garantías una Revolución nacio
nal-proletaria.
VII
154
mente cristiana, de la comunidad social, por él tor
cida y descarnadamente resucitada en el mundo
europeo.
Pasa la herejía y perdura, creciente siempre con
los tiempos, a la vez —por rara e incomprensible
maravilla— inmutable y renovada, la íntegra ver
dad cristiana que definen la revelación y el dogma.
La historia cristiana es en algún modo inédita hasta
la madurez de los tiempos: subsiste siempre la po
sibilidad de que su medular verdad alcance, dentro
de la más rigurosa ortodoxia, nuevas expresiones
históricas; y esto da en el hombre que cree última
raíz y máximo consuelo al incentivo que lo nuevo
despierta siempre en el mero hombre, en el hom
bre que existe y en cuanto existe.
155
INDICE
Páginas
P rólogo .
L obvalores morales del Nacionalsindicalismo........................... 11
I. Propósito y método, 12.-L a «moral nacional», 20.—La
«moral del trabajo», 27. - La « moral ; revoluciona
ria», 33.
II. José Antonio, 44. - Los «valores eternos», 48. - Los «va
lores eternos» hasta el Renacimiento, 51. - Los «valores
eternos» y las dinastías modernas, 54. —Los «valores
eternos» en la democracia liberal, 61. — La «democra
cia cristiana», 69.-L o s «valores eternos» en los Estados
totalitarios, 75.
III. España, 84. —La «incorporación del sentido católi
co», 87.-«Moral nacional» y «mora! cristiana», 95.
La «eterna metafísica dé España», 98.—La consigna de
esta hora, 105.
Diálogo sobre el heroísmo y la envidia....................................... 109
El sentido religioso de las nuevas generaciones......................... 117
Catolicismo e H istoria.................................................................... 133
Sobre el retorno de la creencia..................................................... 139
«Oportet haereses esse».................................................................. 147
157
ACABÓSE D E IMPRIM IR E S T E L IB R O ,
D EBID AM EN TE APROBAD O, EN L O S
TALLERES DB SILV ER IO AG U IRRE,
M ADRID, C A L L E D E L G EN ERAL A L
VAREZ DE CA STRO , 40, E L DÍA
9 D E A BR IL D E 1941