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Hay un hecho verdaderamente inquietante para la arqueología que lleva más de cien años
siendo objeto de debate. Se trata de la identificación de las representaciones femeninas des-
nudas, ya sean del paleolítico o del neolítico, como diosas de la naturaleza (Cohen, 2003; Mas-
vidal, 2006), como seres similares al sol, a la luna, al rayo, a un monte o al mar, igualmente
signos posibles de lo sobrehumano. El descubrimiento de las estatuillas de Lespugue, Willen-
dorf, Kostieni… llevó a valorar ciertas características de su anatomía relacionadas con la fe-
cundidad y a construir un mito en torno a una diosa madre universal y sempiterna, explicado
de diversas maneras. La denominación de venus sigue siendo la más usual para estas estatuillas
que, excepcionalmente, cuando lo que de alguna de ellas ha llegado a nuestras manos es so-
lamente la cabeza, pierden el privilegio de esta denominación y la sustituyen por la de dama
(véase de dame de Brassempouy), certificando la asociación de lo divino expresamente con los
órganos sexuales femeninos en la propuesta tradicional de las diosas madre prehistóricas.
La espiritualidad de una orientación del tipo que se desprende de la obra de Frazer (1907-
1915) como explicación de las representaciones, continúa teniendo casi tantos adeptos como
los que tiene la interpretación que hiciera Mellaart (1988) del panteón de Çatal Hüyük en
tanto que exponente de la nueva mentalidad de las gentes campesinas próximo-orientales,
porque, bajo supuestos diferentes, coinciden en sacralizar la matriz femenina, y ésta es una
idea recurrente que concuerda con muchas mentalidades paternalistas que han elevado las
imágenes de las mujeres en el arte pre-clásico al ámbito de lo sacro.
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las materias sobre las que se esculpían, por ejemplo en el caso de defensas de hueso o marfil,
que determinan figuras arqueadas y más anchas en su parte inferior, para contribuir a sol-
ventar el problema de la repetición de ciertas proporciones de las figuraciones femeninas a
lo largo de los tiempos y a lo ancho de la geografía, lo que no es una cuestión irrelevante
desde la perspectiva histórica. Lévêque (1985) estudió el imaginario de las primeras religiones
desde el terror a la extinción, conjurado por la reproducción de los mamíferos, que da signi-
ficado al vientre-Osa Mayor-bóveda celeste, protector de la humanidad…
Pero, con todo, ¿cómo negar la prevalencia de las venus?, ¿se trata de diosas? ¿tomaron los
dioses forma humana hace más de 20.000 años? ¿o es que el cuerpo de la mujer es otra cosa y
está más sujeto a la naturaleza que el del hombre? Tal vez ahí esté el núcleo de la cuestión:
en dilucidar qué son un dios y una diosa en cada periodo de la historia y en admitir que no
todas las imágenes son religión.
Loraux (1991) tuvo el acierto de retomar el tema de la gran madre desde dos supuestos fun-
damentales. En primer lugar, la reconsideración de la idea de dios-a en los textos griegos,
que, frente al silencio inherente a la prehistoria, transmiten lo que los griegos pensaban sobre
el particular, y el papel que en su religión ocupó Gea, a quien correspondería equipararse a
las diosas de la tierra, así como Demeter-Perséfone, madre e hija, promotoras de la agricultura.
Y, en segundo lugar, la diferencia entre lo que es una diosa del Olimpo, una divinización, lo
divino en femenino, un arquetipo (y un fantasma), para concluir que las diosas universales
de los orígenes, las madres como principio de todo lo sagrado en femenino, la mujer metoni-
mizada por su matriz, tienen una buena dosis de ideología tras de sí y no suficiente documen-
tación desde la perspectiva de la filosofía del mundo clásico.
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cómo no es fiable juzgar una representación sin contar con las demás de su entorno, propuesta
que tuvo eco en el estudio del área meridional de la cultura ibérica (Olmos et alii, 1992), la
más rica en imágenes de la protohistoria de la cuenca occidental mediterránea.
Perviven, en definitiva, serias reservas acerca de que la divinidad más popular de los iberos
—cuyo panteón se ignora— fuera una mujer, así como acerca del significado religioso de si-
quiera una parte de las imágenes femeninas ibéricas, que no hay motivo para interpretar si-
guiendo supuestos distintos a los que se aplican a las masculinas (Aranegui, 2008b). Bérard
(1984, 85), al tratar la ciudad de las mujeres sobre la base documental de la pintura cerámica
griega, reclamó un lugar en el mundo real para las mismas, consciente de la excesiva frecuencia
con que, o bien se las considera celestes, o bien se las denigra en la escala social para, en de-
finitiva, excluirlas de la historia.
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LA DAMA DE ELCHE
© Museo Arqueológico Nacional, Madrid
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Una recapitulación sintética de la imagen femenina en el arte ibérico podría contribuir a di-
ferenciar lo divino de lo humano en las representaciones que le son propias. El recorrido em-
pieza en la torre funeraria de Pozo Moro (Olmos, 1994) que se perfila, cada vez más, como un
epígono orientalizante, con la divinidad alada y desnuda y la hierogamia, entendido desde la
mitología oriental, principalmente a través de la escena del banquete (López Pardo, 2009).
Ningún tema semejante se transfiere a la iconografía posterior, que continúa siendo, sobre
todo, funeraria en el Ibérico Antiguo (siglos VI y V a.C.), con escasísimas representaciones de
mujeres, entre las que destacan la que muestra una serpiente sobre el hombro y la oferente
con becerros del Cerrillo Blanco (Porcuna) (González Navarrete, 1987; Chapa et alii, 2009),
pero con un nutrido repertorio zoomorfo y guerrero que articula un relato épico, según sostiene
la mayor parte de los iberistas. A partir de estos ejemplos se advierte, por lo tanto, una
ruptura entre una temática mítica oriental, con dioses, del comienzo del siglo V a.C., y unos
programas épicos, a partir del segundo cuarto de dicho siglo, con personajes heroizados, que
pasarán a la posteridad.
El Ibérico Pleno (siglos IV y III a.C.) supone, de nuevo, un cambio, puesto que las grandes es-
cenografías con grupos en acción, que tienen su epígono en el Pajarillo (Molinos et alii, 1998),
son sustituidas por composiciones más sencillas. Con ellas se familiariza la sociedad ibérica
hasta un grado desconocido previamente, porque ahora hay escultura caliza en gran formato,
estatuillas de bronce, de piedra y de terracota y escenificaciones pintadas sobre cerámica,
que dan a entender que el acceso al uso de las imágenes se ha multiplicado, a la vez que se
multiplican las figuraciones femeninas, que, por primera vez, equilibran su número con las
masculinas. ¿Qué se puede suponer que haya cambiado en el imaginario colectivo? Probable-
mente un conjunto de factores internos y externos que están insertando la cultura ibérica en
su tiempo, y no como en la etapa anterior, cuando su lenguaje artístico bebía en formas del
pasado.
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tipo iconográfico cuyo código de representación se cifra en una imagen frontal de una mujer
adulta, de tamaño casi natural, vestida con túnicas superpuestas y manto dispuesto sobre
una cofia, calzada, adornada con diadema, rodelas, zarcillos y tres collares con colgantes, dis-
torsionados en sus tamaños, que puede estar sentada en un trono o consistir en un busto (Ara-
negui, 2008b) sin que ello altere lo esencial de su iconografía y función, como prueba el dato
de que tanto en Elche (Olmos y Tortosa, 1997) como en Baza la escultura cumple el papel de
urna cineraria. Existen, ciertamente, determinados signos de identidad regional perceptibles
a través de tipologías características: los grandes pendientes de forma cúbica, à boisseau, de
Baza provienen de la orfebrería púnica y dan a esta dama un arraigo meridional en el marco
de la geografía ibérica (Aranegui, 2010), si bien ello no evita que la dama sea un tipo que
comparten varios pueblos ibéricos en el siglo IV a.C.
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La proliferación intencionadamente exagerada de joyas podría, por su parte, ser una llamada
de atención a lo sobrenatural, porque ningún hallazgo arqueológico ha proporcionado piezas
del tamaño que se ve en las damas (Perea y Armsbruster, 2011), tamaño, de este modo, divino
y no humano. Además, puesto que las joyas se repiten en distintos tipos de representaciones
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GRAN DAMA OFERENTE DEL CERRO DE LOS SANTOS (MONTEALEGRE DEL CASTILLO)
© Museo Arqueológico Nacional, Madrid
C.V.F.A. (U.A.M.). Foto: Juan Blánquez
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femeninas (damas, jóvenes oferentes…), no puede afirmarse que discriminen a la diosa sino
que, más bien, pueden entenderse como un privilegio concedido a las aristócratas para que
brillen e intercedan ante la misma. E, igualmente, el pájaro, fruto o flor asociados a las
mujeres (Benoit, 1957; Izquierdo, 1997), son susceptibles de añadirse, eventualmente, a todo
lo anterior, como se ve en Elche, El Cigarralejo y Baza, a modo de reclamo propicio o signo
de la divinidad.
El honor de ser intercesoras ante lo sagrado no es privativo de las mujeres adultas, como son
las damas, ya que, en el marco de las necrópolis, el Ibérico Pleno cuenta con imágenes de jó-
venes que forman parte de un cortejo fúnebre y, a veces, portan un atributo simbólico, como
se ha visto bien en las damitas de Mogente, con una granada, fruto de la fertilidad, en la
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Contempladas de este modo, las imágenes aristocráticas femeninas preservan sus connotaciones
humanas, asociadas a símbolos trascendentes. Se debe destacar que las damas son idealizadas
como mediadoras, como garantes de lo tradicional y depositarias de lo valioso, de manera
equivalente al reclamo como defensor y protector de la colectividad que irradia del héroe que
estrangula a un grifo en Porcuna, o del guerrero a caballo sobre tumbas en Los Villares de
Hoya Gonzalo (Blánquez, 1995).
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De ello se deduce una visión beneficiosa de las aristócratas, independientemente del grupo
de edad al que pertenezcan. Y se deduce, en particular, un excesivo número de prototipos fe-
meninos para proponer que se trate de diosas, de modo que, con Vernant (1989), suscribimos
la idea de que, también en la cultura ibérica, llega un momento en que se confiere a la repre-
sentación de la mujer algo del brillo que caracteriza el esplendor de los dioses.
Las damas y las jóvenes aristócratas no agotan las posibilidades de las representaciones fe-
meninas ibéricas, abiertas a otros códigos iconográficos. Cuando se descubrió un pozo votivo
(favissa) en El Bordisal (Camarles) con muchos quema-perfumes de terracota en forma de ca-
beza de Demeter-Koré en buen estado de conservación, datados hacia el último tercio del siglo
IV a.C., empezó a replantearse el significado de estas piezas y su valoración en el medio ibérico
(Horn y Marín, 2007). Se trata de representaciones de pequeño formato que llegan al ámbito
indígena peninsular a través de contactos púnicos, de los que el ejemplo más próximo es el
que descubrió Luis Siret (1869-1934) en la falda del Cerro de Montroy, a las afueras de Vi-
llaricos, antigua Baria (López Castro, 2004). Son terracotas hechas con un molde bivalvo, con
la forma de un busto femenino de aspecto clásico, con cabello ondulado, con espigas en el
tocado y pendientes en forma de racimo, cuyo interior hueco podría servir para contener brasas
e inciensos para perfumar el ambiente; por eso una tapa con perforaciones, por encima del
cabello, remata la figura, de la que se conocen muchas variantes, con la característica de que
ninguna muestra trazas de haber estado sometida al fuego en contexto ibérico donde, sin duda,
fue modificada su función.
Entre los iberos pueden presentarse uno, dos o tres de estos ejemplares en casas o tumbas,
pero cuando en el Bajo Ebro o en el santuario de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla) se
recuperan en mayor cantidad con características de depósito ritual, los hallazgos sugieren
una práctica de religiosidad externa celebrada en un poblado ibérico, lejos del medio púnico,
que se sirve de modelos iconográficos «púnicos» fabricados localmente, con la consiguiente va-
riación de algunas de sus características formales, para cumplir un precepto religioso, cir-
cunstancia que plantea la movilidad de los grupos étnicos y traduce la complejidad de la
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Los estudios recientes sobre La Illeta dels Banyets de Campello (Olcina, 2005) han identificado
una capilla (7,90 × 8,08 metros) orientada de sureste a noroeste según los puntos cardinales,
con una repisa para ofrendas, un pequeño altar de piedra caliza y el hallazgo de un quema-
perfumes parecido a los de Camarles. Esta suma de datos vuelve a plantear la cuestión de la
titularidad de este lugar sin par, puesto que, a pesar de que detrás de dicha capilla se hubiera
enterrado un depósito de armas ibéricas, del que forman parte una falcata y un mango de es-
cudo, este caso parece inverso a los de Camarles y Jumilla, en cuanto que todo el yacimiento
de Campello: su localización, sus lagares, su barrio alfarero…, tiene un aspecto púnico domi-
nante, salvo el depósito de armas, que sugiere que el quema-perfumes, aquí, debería tener el
valor que le corresponde en contexto púnico.
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imagen exótica. Por lo tanto es conveniente examinar cada situación para decidir si se trata
de un fenómeno de sincretismo por parte de los iberos, o bien un fenómeno de ostentación
unido a una pieza cuya posesión da prestigio, pero que ha perdido su valor religioso original,
confirmándose una prolija lectura ritual característica del litoral ibérico más cercano a núcleos
púnicos, con distintos exponentes de hibridación bi-direccional, patentes en las imágenes fe-
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Aulistas y bailarinas
La mujer ibera brilla también como intérprete de música y bailarina en escenas colectivas,
del 250 a.C. en adelante, siguiendo la pauta de una tradición mediterránea (López-Bertrán y
García-Ventura, 2008) que integra a las mujeres mediante su participación en celebraciones
cívicas y rituales, con lo que queda patente una forma de impregnación cultural que está au-
sente, como todas las relativas a la mujer, en el resto de culturas prerromanas peninsulares.
De este modo, la cerámica pintada de Liria, de La Serreta, de La Alcudia de Elche o de Murcia,
además de un relieve funerario de Osuna, indican que la ibera fue instruida para tocar la
flauta doble (diaulós) y para danzar junto a los hombres, como relató Estrabón (III: 3-7), bien
en fiestas de ritos de paso, como sería el caso de la terracota modelada con un grupo que en-
marca a una madre que amamanta a dos criaturas, hallada en el departamento F1 de La
Serreta (Grau et alii, 2008), o de algunas escenas de danzas guerreras (lebeta 149 de Liria),
bien en desfiles al son de la música (cálato 107 de Liria…) y en contextos funerarios, siempre
de carácter público. En todas estas ocasiones la indumentaria de las aulistas es esmerada, lo
que induce a pensar que pertenecen a las élites sociales.
Las madres
El tema de la mujer con un niño en sus brazos (kourotrophos) alcanzó en el Mediterráneo una
gran popularidad. Las numerosas estatuillas de las madres de Capua constituyen un buen
ejemplo de ello (Bianchi Bandinelli y Giuliano, 1973: 243-244) que se repite en la cultura pú-
nica. Como en la mayoría de los casos, en arqueología ibérica la materia sobre la que se re-
presenta esta composición es, con pocas excepciones, la terracota, y es muy probable que
bastantes de los hallazgos provengan de talleres púnicos, porque los iberos practicaron, cu-
riosamente, poco la coroplastia. De este modo, las kourotrophos del Cabecico del Tesoro (García
Cano y Page, 2004), como las de La Albufereta, transmiten una reminiscencia púnica como
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un signo más de las relaciones que sus respectivas regiones mantuvieron con Ibiza, a través
de una composición que es secundaria en el arte ibérico.
Sin embargo, el oppidum de La Serreta, con su santuario y su necrópolis, marca con sus exvotos
una personalidad propia en el modo de aplicar una temática mayoritariamente femenina, que,
sin embargo, no recoge el tipo de niñera o kourotrophos más que en el grupo modelado que se
conoce con el nombre de diosa madre (Grau et alii, 2008). Técnicamente existen piezas mode-
ladas, ya sean cabezas o grupos, que coinciden con ejemplares hechos a molde —el rostro— y
a mano —el cuerpo—, con añadidos plásticos —los brazos—, casi exclusivamente femeninos
(Juan, 1987-1988), realizados por un artesanado mediocre, antes del 175 a.C., fecha de aban-
dono del poblado.
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