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Historia
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BIBLIOTECA M A C I O N A L .
PEDRO -HEMRlQUEZ LIREÑia
Este libro contiene varias historias que nunca
antes habían sido contadas: por una parte, es una
fiel reconstrucción de la evolución económica de
Santo Domingo desde el Descubrimiento de la Isla
hasta la Dominación Haitiana; por otra, es una
historia de la política y la economía internaciona-
les en su particular incidencia sobre la vida colo-
nial dominicana.
Y si se ve en detalle, el ccntenido de esta obra
es en todo momento una histo *^ria de la agricultura
y la ganadería dominicanas, *sí como de la rique-
za y la miseria de la primer a sociedad europea
que se organizó en el Nuevo Mundo.
También es una historia dje la formación social
dominicana en cuyo desarropo las clases, la Igle-
sia, los militares, la gente domún y los esclavos
aparecen retratados en su real dimensión a la luz
del estudio de miles de documentos que durante
siglos estuvieron sepultados len los archivos colo-
niales españoles y franceses, i
Esta obra es una verdadera sinfonía de datos,
y su lectura seguramente maravillará al lector; si
es un aficionado, lo adentrará magistralmente en
los más notables acontecimientos del pasado cg^
lonial dominicano; si es un especialista, lo condu-
cirá hasta niveles de análisis cuya existencia eta
hasta hoy desconocida en la historiografía latino-
americana.
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FRANK MOYA PONS

HISTORIA COLONIAL
DE SANTO DOMINGO
DEPÓSITO LEGAL: B. 45.072- 1974
IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN
INDUSTRIAS GRÁFICAS M. PAREJA
MONTAÑA, 16 / BARCELONA
PREFACIO

Esta obra es simplemente una de las varias historias


coloniales de Santo Domingo que pueden ser escritas con
la documentación existente en la República Dominicana
desde hace muchos años. No es, como podrán darse cuen-
ta los lectores, la historia colonial de Santo Domingo
pues el contenido de este libro está limitado a narrar al-
gunos de los hechos de naturaleza económica y política
que, a mi juicio, son fundamentales para un cabal cono-
cimiento de la evolución de la sociedad dominicana des-
de el Descubrimiento hasta nuestros días o, si se quiere,
hasta la Dominación Haitiana. Como tal, este libro pre-
senta básicamente el discurrir socieconómico del país
durante el período colonial poniendo particular atención
a las consecuencias de naturaleza política a que dio lu-
gar la evolución de las economías colonial e interna-
cional.
He preparado este libro tratando de apegarme lo más
que he podido a los documentos contemporáneos a los
hechos estudiados. He tenido el privilegio —porque así
debo reconocerlo— de poder utilizar ilimitadamente la
muy rica Colección Incháustegui de documentos oficia-
les de Santo Domingo depositados en el Archivo Gene-
ral de Indias que se encuentra al cuidado de la Univer-
sidad Católica Madre y Maestra en Santiago de los Ca-
balleros. Esta Colección, lo mismo que las docenas de
volúmenes de documentos publicados en nuestro país en
el curso de los últimos cincuenta años, me han permitido
reconstruir algunos procesos históricos de los tiempos co-
loniales sobre los cuales los textos tradicionales, y aún los
modernos, han dicho muy poco o tal vez nada todavía.
Tal reconstrucción, desde luego, no es perfecta y de se-
guro necesitará ampliaciones por otros que escriban en
el futuro sobre este período. Pero creo que con este libro
los interesados en la historia dominicana tendrán en sus
manos un recuento relativamente detallado y continuo
del acontecer histórico del pueblo dominicano durante
los primeros 330 años de su existencia.
El volumen de material documental existente en el
país es enorme. He visto decenas de miles de folios, en
centenares de legajos y expedientes que todavía esperan
la mano y la mente de nuestros investigadores para en-
tregar sus secretos hasta hoy desconocidos. De todo ese
material he recogido en las páginas que siguen solamen-
te una muy pequeña parte. Me atrevería a afirmar que
cada uno de los capítulos de esta obra podrían ser con-
vertidos en verdaderos libros, algunos de ellos de varios
volúmenes, utilizando el material existente en el país. Es
cierto que la mayor parte de la documentación relativa
a nuestro pasado se encuentra casi intocada en archivos
extranjeros, pero no es menos cierto que ya se pueden
llevar a cabo verdaderos trabajos de reconstrucción his-
tórica sobre la economía, la sociedad, las costumbres, la
Iglesia, la esclavitud, la política, las leyes, el Gobierno,
la Administración Pública, las creencias religiosas, la fa-
milia y la vida cotidiana con los fondos que tenemos en
el país.
En este sentido, este libro es solamente un punto de
partida para la investigación lo mismo que para la es-
peculación, ya que hay personas que prefieren especular
a investigar. Como punto de partida que es, me he atre-
vido a no incluir las notas que necesariamente deberían
acompañar una obra como ésta basada en fuentes docu-
mentales y he preferido presentar, en cambio, una biblio-
grafía para cada capítulo con las obras y fuentes utili-
zadas en su preparación. Con esto he perseguido dos co-
i

sas. La primera, reducir a un tamaño razonable las pro-


porciones del libro, sobre todo para aquellas personas
que se inician en el interés por la historia dominicana.
La segunda, y ésta es la más importante, estimular la cu-
riosidad de los que ya están ocupados en la investigación,
la especulación o la enseñanza de la historia dominicana
para que vayan a las fuentes originales de donde salió
este libro y comprueben por ellos mismos si lo que en él
se dice corresponde realmente a la verdad. Por mi parte,
aseguro que todo lo que digo o reproduzco en el texto de
esta obra es perfectamente localizable en la bibliografía
correspondiente a cada capítulo y así lo hago constar.
Me gustaría señalar que sin el conocimiento de la his-
toria colonial de Santo Domingo, difícilmente pueda ser
comprendida la raíz profunda de muchas de las cosas que
ocurrieron en este país luego que se proclamó la inde-
pendencia de la República Dominicana. La Colonia cu-
bre 330 de los 482 años de lo que se considera como la
historia dominicana. Sin embargo, esta parte de la his-
toria ha sido el lado olvidado de nuestro desarrollo como
nación. En los textos aparece generalmente mutilada y
desconocida, como si muy poco hubiera ocurrido duran-
te esos años y como si no importara mucho lo que en esos
tiempos tuvo lugar. Es como si un hombre de 48 años no
recordara claramente lo que le ocurriera durante los pri-
meros 33 años de su vida. Ha sido la conciencia de este
hecho una de las razones que me impulsaron a escribir
este libro, y me parece que si tuviera que justificar el ha-
berlo escrito, lo haría amparándome en la necesidad de
volver atrás nuestra mirada y descubrir los primeros
330 años de nuestra historia como pueblo en formación.
Antes de terminar quiero expresar mi agradecimiento
a varios amigos que me ayudaron con sus sugerencias en
la corrección de los originales de esta obra. Son ellos, en
primer lugar, mi amigo entrañable el doctor Héctor In-
cháustegui Cabral, quien siempre estuvo dispuesto a leer
o releer mis materiales y los libró de aparecer con nu-

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SslBLIOT=C¿ NACIOIsJA;.
PEDRO lENftTQUEZ UREÑIA
H C r 6 o U C \ I5ÜI1IMICAKA
merosos defectos estilísticos; el profesor don Juan Bosch,
quien leyó cuidadosamente muchos de los capítulos de
la obra y me hizo valiosas observaciones que acogí fa-
vorablemente; el doctor José Luis Alemán, S. J. quien
también leyó los originales y puso a mi servicio sus pro-
fundos conocimientos económicos. Al licenciado César
Herrera le agradezco el haberme facilitado importantes
materiales inéditos de su archivo de documentos colo-
niales que me ayudaron a completar la información sobre
algunos períodos.
Quiero mencionar también a mi Asistente de Investi-
gación, el Licenciado Luis Canela, y a la profesora Licen-
ciada Petruska Smester, quienes trabajaron en la correc-
ción de las pruebas de imprenta con un entusiasmo y una
dedicación que nunca sabré cómo pagarles. Deseo men-
cionar además a la señorita Rosa Margarita Sadhalá, mi
secretaria, cuyo arduo trabajo en la preparación de los
originales para la imprenta fue siempre de primera ca-
lidad. Finalmente, aunque no en último lugar, quiero de-
jar constancia del permanente apoyo que me prestó mien-
tras preparaba esta obra el Rector de la Universidad Ca-
tólica Madre y Maestra, Monseñor Agripino Núñez Co-
llado, sin cuyo interés en la investigación y estudio de los
asuntos dominicanos este esfuerzo mío quizás hubiera te-
nido otro destino.
ANTECEDENTES
(Siglo X V )
LAS PRIMERAS NOTICIAS QUE llegaron a Europa
dando cuenta de la existencia de unos pueblos diferentes
en apariencia física, en costumbres y en creencias fue-
ron las que el mismo Almirante Cristóbal Colón dio a
los Reyes en una carta que dirigió a su amigo Luis de
Santángel, el 22 de marzo de 1493, durante su retorno a
Europa al final del primer viaje.
«La gente desta isla y de todas las otras que he fa-
llado y habido noticia, andan todos desnudos, hombres y
mugeres, así como sus madres los paren; aunque algunas
mugeres se cobrian un solo lugar con una foja de yerba
o una cosa de algodón que para ello hacen. Ellos no tie-
nen fierro ni acero...»
(...)

«Ellos tienen (en) todas las islas muy muchas canoas,


a manera de fustas de remo; dellas mayores, dellas me-
nores; y algunas y muchas son mayores que una fusta
de diez y ocho bancos; no son tan anchas, porque son de
un solo madero; mas una fusta no terná con ellas al
remo, porque van que no es cosa de creer; y con estas na-
vegan todas aquellas islas, que son innumerables y traen
sus mercaderías. Algunas des tas canoas he visto con se-
tenta y ochenta hombres en ella, y cada uno con su remo.»
«En todas estas islas me parece que todos los hom-
bres sean contentos con una muger, y a su mayoral o Rey
dan fasta veinte. Las mugeres me parece que trabajan
mas que los hombres: ni he podido entender si tienen
bienes propios, que me pareció vez que aquello que uno
tenia todos hacían parte, en especial de las cosas come-
deras.»
(...)
«Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo
de una isla la segunda a la entrada de las Yndias, (la de
Quarives) que es poblada de una gente que tienen en
todas las islas por muy feroces, los cuales comen carne
humana. Estos tienen muchas canoas, con las cuales co-
rren todas las islas de India (y) roban y toman cuanto
pueden. Ellos no son más diformes que los otros; salvo
que tienen en costumbre traer los cabellos largos como
mugeres, y usan arcos y flechas... Son feroces entre estos
otros pueblos que son en demasiado grado cobardes.»
Estas noticias eran tan fabulosas que conmovieron a
Europa, y esa carta conoció diecisiete ediciones que cir-
cularon ampliamente por el Viejo Continente antes de
acabar el siglo xv. Esas informaciones de Colón, más las
que se encargarían de dar en años posteriores otros tes-
tigos, indicaban que los pueblos que habitaban las Anti-
llas en esos años apenas si habían alcanzado un grado de
civilización comparable al neolítico superior de los an-
tiguos pueblos europeos. En este capítulo trataremos de
presentar un panorama general de la situación de los pri-
mitivos habitantes de la Española.
En primer lugar, conviene establecer su procedencia.
Aunque durante algún tiempo hubo quienes llegaron a
creer que los nativos de Haití procedían de una de las
tribus perdidas de Israel (Alberti Bosch) y más reciente-
mente también hubo quienes creyeron que la población
de las Antillas se derivaba de los antiguos pobladores de
la Florida (Paul Radin), hoy ya está perfectamente es-
tablecido que las Antillas —y, desde luego, la isla de San-
to Domingo— se poblaron originalmente con grupos abo-
rígenes provenientes de las Cuencas de los ríos Orinoco,
en Venezuela, y Xingú y Tapajos en las Guayanas. Estos
pueblos del nordeste de Sudamérica pertenecían a uno de
los tres grandes grupos que poblaban ese Continente a
finales del siglo xv, y actualmente conocidos como el tipo
de población aborigen de foresta tropical, denominación
utilizada para diferenciarlos del llamado tipo marginal
que habitaba la parte más meridional del Continente, y
del tipo andino, que se desarrolló a lo largo de los valles
y altitudes y en los terrenos costeros al oeste de la Cor-
dillera de los Andes. Este último tipo fue el que más alto
nivel de civilización alcanzó con el desarrollo de la cul-
tura inca.
El tipo de foresta tropical, del que bien podría de-
cirse que poseía una cultura de canoa, estaba compuesto
por pueblos a quienes la agricultura ya empezaba a ser-
les modo de vida. Pero por razones que desconocemos,
fueran éstas de naturaleza ambiental en el sentido de no
haber encontrado un habitat satisfactorio, o fuera por
razones económicas, esto es, por falta de alimentos, hubo
grupos que no pudieron sedentarizarse y emigraron aden-
trándose en el Mar Caribe en sus canoas, aprovechando
las corrientes que crean las descargas de las aguas del
Orinoco a lo largo del archipiélago de las Antillas Me-
nores. Así fueron poblándose paulatinamente la mayor
parte de esas islas desde tiempos anteriores a la Era
Cristiana. Esta ocupación, sin embargo, no parece haber
sido continua, y los arqueólogos actuales convienen en
que la misma se efectuó a través de varias oleadas migra-
torias a lo largo de más de doce siglos.
De acuerdo con Irving Rouse, quien es quizás la ma-
yor autoridad en arqueología antillana, las investigacio-
nes arqueológicas realizadas durante muchos años reve-
lan en las Antillas cuatro momentos o períodos migra-
torios durante los cuales fueron ocupadas todas las is-
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B I B U O T E C A MÁCtOf-JAl,
PECBO.MESIRlOUEZ IJREVI&
t C f Ú O L1 C A O S M I M I C * I-i A.
las. El primer nivel de ocupación corresponde a pueblos
con una cultura de concha cuyas habitaciones estaban
ubicadas a orillas de ríos, pantanos, ensenadas y bahías.
Sin alfarería y sin agricultura estos pueblos, tal como
muestran las evidencias arqueológicas, llegaron a ocupar
algunas áreas de la Española y de Cuba, además, claro
está, de las Antillas Menores. Estos pueblos han sido lla-
mados siboneyes por Rouse utilizando la denominación
que conoció Bartolomé de las Casas en sus tiempos. De
ellos se llegó a creer que procedían de la Florida, pero tal
hipótesis ha sido hoy descartada por completo, así como
la hipótesis de su posible origen yucateco.
El segundo período u oleada migratoria desde América
del Sur corresponde al nivel arqueológico que Rouse
llama Igneri. Estos fueron pueblos del gran tronco Arana-
co —del tipo de foresta tropical— que llegaron a ocupar
casi todas las Antillas Menores, hasta las islas de Puerto
Rico y Haití, desplazando a absorbiendo las posibles po-
blaciones siboneyes que encontraban a su paso. Su alfa-
rería llegó a ser la más elaborada de todas las Antillas, y
lamentablemente los restos arqueológicos no permiten es-
tablecer conclusiones más concretas sobre su sociedad y
estilo de vida, salvo que posiblemente existiera entre ellos
una cierta estratificación social, partiendo de la existen-
cia de la posesión de cemíes.
El tercer período corresponde a la gran expansión
arauaca que llevó a la eliminación de los remanentes si-
boneyes de Haití, Cuba, Jamaica y las Bahamas, con ex-
cepción de dos pequeños núcleos localizados en la Punta
de Guanahatabibes en el extremo occidental de Cuba y
aparentemente en zonas aledañas a Punta Tiburón en el
extremo occidental del sur de Haití. Es durante este pe-
ríodo donde se debe buscar el origen de un desarrollo
independiente de las tradiciones culturales continentales
que permitió que los habitantes de las Antillas Mayores
desarrollaran una cultura diferente que se conoce actual-
mente con el nombre de Cultura Taina.
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r.cnjnuc<i tOf-iiNICANA
El cuarto y último período se inicia alrededor del si-
glo xi de la Era Cristiana con una nueva oleada de grupos
pertenecientes igualmente al tronco arauaco, pero con ca-
racterísticas culturales diversas a las de los pobladores
igneris y tainos. Son los caribes, grandes navegantes,
bien ejercitados en el uso del arco y las flechas, comedo-
res de carne humana, que no tardaron en asimilar los
remanentes igneris de Trinidad y las Antillas Menores,
comiéndose los hombres y esclavizando a las mujeres,
quienes les servían como cocineras, tejedoras o alfareras.
Por esta última causa la alfarería caribe es tan elaborada
como la igneri. Cuando Colón descubre América, la mar-
cha de los caribes los había llevado a tener ocupadas to-
das las Antillas Menores y a realizar incursiones frecuen-
tísimas en Puerto Rico y la parte oriental de la Española,
donde atacaban los poblados tainos y mantenían las po-
blaciones de esos lugares en constante asedio. Este últi-
mo período también registra el último desarrollo de la
cultura taina, especialmente de sus creencias religiosas.
El origen sudamericano de los aborígenes de la Espa-
ñola encuentra más de una prueba en las similaridades
lingüísticas, en el uso del tabaco, en la técnica de la cons-
trucción de viviendas, en el cultivo del maíz y la yuca, en
el uso de la hamaca y en la construcción, y uso de ca-
noas, además de las múltiples similitudes entre los dife-
rentes estilos cerámicos descubiertos desde hace mucho
tiempo y clasificados por sobresalientes arqueólogos. A
medida que avanzan los estudios las conclusiones en este
sentido se afirman más. Sin embargo, los restos de asen-
tamientos tainos explorados en el curso de más de un
siglo arrojan también una serie de objetos que no tienen
antecedentes aparentes entre las tribus sudamericanas,
como son, por ejemplo, las piedras tricornes o trigonoli-
tos, que eran utilizados con fines religiosos, y los grandes
aros de piedra de uso todavía desconocido. Además, las
tradiciones culturales relativas al uso de naguas por las
mujeres, al tejido del algodón, al juego de pelota y al
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MAC
PfTTRO - i E N R [ Q U E 7 URESIS
i ; P Ú í U C * DOMINICANA
uso de ciertas insignias por los caciques sugiere la posi-
ble influencia de otros pueblos relacionados o en con-
tacto con los grupos yucatecos. Precisamente, estas sin-
gularidades, cuya influencia yucateca aún no ha podido
ser comprobada ni demostrada, tienen mucho que ver
con una evolución independiente de las tradiciones con-
tinentales y conjuntamente con el desarrollo de un cuer-
po nuevo de creencias religiosas, vigentes a la llegada
de los españoles.
Los tainos llegaron a hacerse agricultores sin dejar
por ello de vivir, al mismo tiempo, de la pesca y de la ca-
cería. Su principal legado a la sociedad dominicana fue
precisamente un conjunto de plantas domesticadas ya
en Sudamérica, que ellos parecen haber traído consigo
desde las primeras migraciones. La más importante de
estas plantas fue la yuca. De ella sacaban el cazabí, que
es el casabe actual, gracias a un procedimiento que se
conserva casi igual hasta nuestros días. Su cultivo se rea-
lizaba pegando fuego al monte donde se quería aclarar
la tierra y, luego, amontonando a trechos la tierra en
cúmulos amplios encima de los cuales se plantaban las
estacas. Estos montones tenían un perímetro de unos
nueve a doce pies y estaban separados unos de otros a
una distancia de dos o tres pies. Esta disposición de la
tierra favorecía su oxigenación y, al mismo tiempo, per-
mitía a las raíces crecer más fácilmente. Los montones
se construían en hileras de varios miles de largo y de
otros tantos de ancho cubriendo áreas extensísimas de
terreno. Hallazgos arqueológicos realizados en la región
oriental del país comprueban la considerable extensión
de algunas importantes zonas yuqueras. Esta disposi-
ción de sembrar tan grandes cantidades de yuca fue re-
gistrada históricamente por Las Casas, quien dice que
en 1496 el Cacique Guarionex queriendo escapar de un
tributo en oro impuesto por Colón le ofreció a cambio
cultivar todos sus dominios, de costa a costa, de yuca, y
que en 1498 Bartolomé Colón hizo sembrar en los alre-
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PHDRO - ¡ E N R I Q U E ! I IRE NÍA.
r.crúoi_ic a D O M i W i c f t N A
dedores de Santo Domingo unos 80,000 montones, los
cuales puso a cargo de un cacique de los alrededores.
Además, posteriormente hubo zonas controladas por los
españoles dedicadas a la plantación de enormes cantida-
des de yuca para la exportación de casabe hacia otras
partes de las Indias. Hubo lugares donde fueron sem-
bradas plantaciones de unos 30,000 montones de largo y
unos diez mil de ancho. El único cuidado que requerían
estas plantaciones era el desyerbo un par de veces du-
rante el año. El nombre de estas plantaciones de yuca
era en lenguaje taino la palabra conuco.
El casabe era el pan de los indios. Después de la lle-
gada de los españoles se convirtió en el «pan de las In-
dias», pues los españoles pronto se acostumbraron a su
sabor y, además, la falta de harina de trigo proveniente
de Castilla los forzó a consumir casabe en las más diver-
sas circunstancias. Los tainos lo preparaban quitando la
cáscara de la yuca con unas conchitas de caracoles como
almejas y luego rallando todo el cuerpo blanco de la raíz
sobre unos ralladores hechos de piedra volcánica muy
áspera que ellos llamaban guariquetén. Cuando el casabe
era destinado al cacique los ralladores estaban forrados
de piel de algún pescado cuya aspereza daba una ralladu-
ra más fina. Una vez rallada, la masa era dejada en repo-
so hasta el otro día, cuando se la introducía en unos ca-
nutos de fibra, llamados cibucán, para ser exprimida ayu-
dándose de un palo dispuesto conveniente. Ese zumo era
altamente venenoso, a menos que se le dejara unos días
y luego se hirviera, de lo cual salía entonces una bebida
muy estimada por los indios. La masa resultante, dura y
seca, era tamizada luego en un cedazo hecho de cañas
de yerba para eliminar las partes de la yuca que no ha-
bían quedado bien ralladas. Esa harina resultante era en-
tonces colocada en unos moldes planos con un pequeño
borde que se colocaban al fuego sobre tres o cuatro pie-
dras para cocer el casabe. Esos moldes eran conocidos
con el nombre de burén, y en ellos la masa se cocía du-
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rante unos quince minutos de cada lado, hasta que la
torta salía completamente cocinada y se sacaba utilizando
una especie de palas anchas hechas de yaguas. Finalmen-
te, las tortas se ponían al sol durante dos o tres horas
para terminarlas de tostar. El casabe era comido gene-
ralmente introduciéndolo por pedazos en los caldos que
cocinaban las mujeres. Todo el trabajo era hecho por
mujeres, desde el raspado hasta el cocido. El rendimien-
to promedio por cada mil montones de yuca era unas
doscientas arrobas de casabe, es decir, unas cinco mil
libras. De acuerdo con Bartolomé de Las Casas, cada
indio podía disponer de unas dos arrobas mensuales para
comer en abundancia y tener con qué mantenerse.
Entre los otros cultivos importantes estaba el maíz,
palabra que pasaría más tarde al Continente para los
españoles seguir refiriéndose a este grano. El maíz era
comido tierno, crudo o asado. Era sembrado y cosechado
dos veces al año, siguiendo la misma técnica de desmon-
te utilizada para preparar los conucos de yuca. Una vez
aclarado el campo, los indios avanzaban en hileras con un
palo puntiagudo en la mano, dando a cada paso un golpe
en la tierra y dejando caer en cada hoyo siete u ocho gra-
nos de maíz con la otra mano. Después que las plantas
germinaban ponían bastante cuidado en desyerbar el
campo hasta que espigaban y echaban mazorcas. Los mai-
zales eran bastante azotados por las cotorras y otras aves,
por lo cual los indios ocupaban a los muchachos como
guardianes encaramados en los árboles, en unos anda-
mios llamados barbacoas, desde donde voceaban y grita-
ban cada vez que se acercaban estos pájaros.
Otros cultivos que componían parte de la dieta vegetal
de los tainos eran las batatas, que ellos comían asadas o
hervidas; los lerenes, que comían igualmente asados o co-
cidos; el maní, el cual comían acompañado de casabe
para obtener mejor sabor, los ajes (¿ñames?) y las ya-
hutías. Además de estas plantas, los indios apreciaban
grandemente el axí, que ellos comían cocido, asado o
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BI&L'ÓTEO* N A C I O N A L
PEDRO -iEMR.fC30EZ URENJk
f . r p ú a u c i C'OMiNiCftN,^
crudo, en cualquiera de las trece especies que parece ha-
ber habido en la Isla antes de la llegada de los espa-
ñoles.
La mayor parte de las proteínas las obtenían los in-
dios de los animales que conseguían por medio de la caza
y de la pesca. Pese al alto número de habitantes que pa-
rece haber existido en toda la Isla a finales del siglo xv,
todavía a la llegada de los españoles había un gran nú-
mero de jutías, curies, quemíes y mohíes, roedores cuya
carne era muy apreciada por los tainos. Estos eran per-
seguidos por los montes por grupos de indios que ponía
fuego al boscaje y los ahuyentaban hacia las sabanas, o
llanos descubiertos, donde había otros indios esperando
los animales para atraparlos. También cazaban corrien-
temente iguanas y culebras que comían con deleite. De
las iguanas llegaron a decir los españoles que las pro-
baron que sabían a pechuga de gallina y eran muy sa-
brosas. En cuanto a las aves, parece que la cacería era
dejada a los muchachos que subían a los árboles y atra-
paban cotorras, palomas y patos. La pesca era numerosa
tanto en los ríos como en el mar y, a pesar de la bien
establecida tradición agrícola, los tainos seguían hacien-
do uso de redes y anzuelos hechos de huesos de pesca-
dos para atrapar lisas, xureles, pardos y dorados bien
adentro en el mar desde sus canoas. En los ríos atrapa-
ban róbalos, dahos o dajaos, zages o zagos, diahacas, ca-
marones y xaibas. No comían hicoteas por considerar que
las mismas producían sífilis o bubas. Hay evidencias pos-
teriores al Descubrimiento que señalan que los tainos
también gustaban de comer gusanos, caracoles, lambí y
murciélagos, arañas y otros insectos. Con el uso de arpo-
nes se dedicaban a la pesca del manatí, que abundaba en
algunas costas de la Isla.
Además de la agricultura, la caza y la pesca, los tainos
trabajaban en la construcción de sus viviendas, llama-
das comúnmente por ellos buhíos, que eran de dos tipos
bien definidos. El tipo más corriente era de planta circu-

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PEDRO -¡EMRÍCJUEr IJRE\lft
lar que poseía el techo cónico y estaba sostenido por pos-
tes dispuestos alrededor de un poste central, donde se
hacía descansar el techo, fabricado, al igual que las pa-
redes, de yerbas, yaguas y bejucos. El nombre particular
de estos bohíos era caney. Su tamaño variaba de acuerdo
a la voluntad de sus constructores. El otro tipo era de
forma rectangular, más amplio, aunque hecho de los
mismos materiales y se construía preferentemente para
los caciques. Su techo era a dos aguas y las casas princi-
pales dotadas de una marquesina o zaguán para recibir
a los que llegaban.
En sus casas, las mujeres se dedicaban a la fabrica-
ción de objetos de barro, tales como ollas, vasijas, bu-
renes, potizas, tinajas y otros utensilios para cocer sus
alimentos. La profusión con que fabricaron estos obje-
tos es verdaderamente abrumadora, como han comproba-
do los arqueólogos. Existen evidencias indirectas —algu-
nas de ellas puramente lingüísticas— de que los tainos
también practicaron extensamente actividades de ceste-
ría. El macuto era utilizado para llevar las semillas de
maíz al campo en el momento de la siembra. Conviene
especificar que tanto las obras de cerámica como las de
tejidos de fibras eran realizadas a mano sin el concurso
del torno ni del telar, pues ninguno de estos dos instru-
mentos fueron conocidos por los tainos. Otra actividad
que también desarrollaron fue la fabricación de vasijas,
cucharas y vasos utilizando el fruto del higüero, que ellos
sembraban con estos propósitos. La construcción de ca-
noas para la navegación por las costas y las islas debía
consumir también bastante tiempo y debía ser obra de
especialistas, pues la misma exigía conocimientos muy es-
peciales. Las canoas eran construidas utilizando un solo
tronco, generalmente de caoban o caoba y del árbol lla-
mado ceiba. La fabricación de macanas de madera de pal-
ma debía ser actividad de los hombres, así como la de
las hachas de piedra que ellos utilizaban para diferentes
usos, entre ellos militares. El fuego era conservado, ge-
20
V wmi
E i B L l O T t C A MACSCHNAJ-
P E E R O -ÜENRjQlJEX UREÍViA
neralmente, pero cuando se extinguía se hacía de nuevo
utilizando para ello un palillo pulido frotado sobre otras
dos astillas, todos extraídos del árbol de guázima.
La familia taina, entre la gente común, era monóga-
ma, aunque entre los caciques y hombres principales, los
llamados nitaynos, la poliginia era un hecho común. Ovie-
do dice que «en esta isla cada uno tenía su mujer, e no
más, y los caciques o reyes tres e cuatro e cuantas que-
rían.» Todo lo cual sugiere la existencia de estratos so-
ciales cuya diferenciación se basaba en la disponibilidad
de medios económicos y en el ejercicio del poder político,
como se dirá más adelante. Aparentemente, tanto las fa-
milias corrientes como las familias de los caciques y ni-
taynos eran familias extendidas o ampliadas, pues hay no-
ticias que indican que dentro de cada bohío o casa con-
vivían varias parejas con sus hijos o uniones matrimonia-
les. La autoridad principal de la familia estaba en las
manos del marido y la estructura de las mismas sugiere
que el patriarcado fue la forma predominante. Sin em-
bargo la herencia y la sucesión correspondían a una or-
ganización matrilineal que consistía en lo siguiente: al
morir el padre o el cacique, en las familias importantes,
la herencia pasaba a su hijo mayor, pero a falta de éste
pasaba al hijo o hija mayores de la hermana del muerto
«porque decían que aquél era más cierto sobrino o here-
dero (pues era verdad que lo parió su hermana)...» Esto
era así, debido a que el hijo de la hermana con toda se-
guridad llevaba sangre del muerto, por ser su hermana,
pero dado que entre los nobles la vida sexual no estaba
muy restringida y las mujeres gozaban de muchas liber-
tades, no había seguridad de que los hijos de la mujer
del hermano del muerto fueran hijos de este hermano y,
por lo taínto, había el peligro de que la herencia y la su-
cesión pasaran a un individuo con sangre ajena a la fa-
milia.
La existencia de estas normas tan precisas que esta-
blecían la costumbre sucesoral de los tainos también su-
21
giere la correspondencia entre las estructuras de familia
ampliada con la organización en clanes, como unidades
más amplias de organización social y familiar. La orga-
nización de estos clanes era, como hemos dicho, matri-
lineal en razón del interés de asegurar a través de la ads-
cripción a la madre la herencia de bienes y la sucesión
política. Estos clanes eran exógamos, y es probable que
esto expliqué el por qué de ese horror al incesto entre los
tainos que fue inmediatamente notado por los españoles.
Como consta en las crónicas, el incesto era visto como pre-
sagio de una «mala muerte» por los indios, lo que parece
haber sido la forma de control «ideológica» de los cla-
nes para mantener su exogamia. El castigo social para
el incestuoso consistía en el extrañamiento del clan «abo-
rrescido de todos los suyos e de los extraños», lo cual
significaba el peor estigma que podía caer sobre un in-
dividuo perteneciente a una sociedad donde la vida en
comunidad era el único universo posible. «De esta mane-
ra, dice Las Casas, crescían, se multiplicaban y conserva-
ban por industria, regimiento, prudencia e imperio del
padre de familias, que era cada uno en su casa, y de una,
creciendo los linajes, se hacían y procedían muchas, y de
muchas juntas se hacían barrios».
El número de hijos variaba entre tres y cinco, los cua-
les convivían con sus padres, aparentemente en la casa
de los abuelos paternos. Allí eran educados por sus ma-
dres, por sus padres y por los viejos del clan. Esto quiere
decir que la educación era al mismo tiempo una respon-
sabilidad familiar y social. En el seno de las familias se
socializaban recibiendo los valores y las costumbres en
uso, lo cual recaía preferentemente sobre los padres y
las madres: «ellas, se ocupaban en nutrir y criar con suma
diligencia los hijos; ellos, después de criados, doctrinallos
en sus costumbres, informallos e instruillos en lo que
adelante habían de hazer cada uno en sus oficios y ejer-
cicios; ellos sembrar los maíces y los otros panes, po-
ner los algodonales y otras plantas y arbustas plantas o
22
mm
&t&UOT"£CA N A C I O N A L .
PEDRO -vENRÍQtlSZ LIRSXJA
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arbolecillos de que sacaban materia como de cáñamo o
lino —cabulla—; ellas, cardallo, hilallo, tejello y cosello
por harta industria y artificio...» De esta manera, la so-
cialización familiar preparaba a los hijos para vivir con-
forme a la división natural del trabajo basada en la di-
ferenciación sexual, que era prevalenciente entre los tai-
nos. Esta división del trabajo echaba más cargas sobre
las mujeres que sobre los hombres, hecho que no pasó
desapercibido ni siquiera para Colón, pues las mujeres,
además de tejer las hamacas, también debían cocinar,
fabricar el casabe, hacer los guayos y fabricar todos los
utensilios de uso doméstico que eran necesarios para la
vida familiar. Los hombres se ocupaban de las labores de
la siembra —labor esencialmente masculina en pueblos
donde la Tierra es vista como una entidad femenina, co-
mo era el caso de los tainos—, en actividades pesqueras
y en la cacería, además de la construcción de los bohíos
que, como hemos dicho, eran construidos para alojar unas
diez parejas con sus hijos.
En sus momentos de ocio, los hombres también se de-
dicaban al comercio: «lo que no tenían dentro de la casa
íbanlo a comutar con otros vecinos, lejos o cerca, por
cosas que ellos tenían y por aquellas que llevaban», dice
Las Casas. El trueque de los excedentes de la producción
doméstica por objetos necesarios para el consumo o uso
familiar era la forma de intercambio comercial existente
entre los tainos. Los juegos de pelota servían para estas
actividades y los bateyes de la zona central de los pue-
blos hacían las veces de mercados o ferias para intercam-
biar productos. «En estas islas comutaban sus cosas lar-
gamente de esta manera: que si yo tenía una cosa por
preciosa que fuese, como un grano de oro que pesase
cient castellanos, lo daba por otra que no valía sino diez,
y esto acostumbraban mucho en los juegos de pelota:
cada uno ponía lo que tenía, no curando si era mucho ma-
yor. De estas y otras maneras adquirían pecunias o cosas
que le valían... y así adquirían sus posesiones.» A dife-
23
rencia de los incas que usaban la coca como moneda, y
de los aztecas que usaban semillas de cacao, los tainos
no llegaron a poseer ninguna moneda.
Uno de los rasgos más notables de la sociedad taina
fue el alto grado de solidaridad social entre sus miembros
o, por lo menos, entre los miembros de los diversos clanes
que se agrupaban en pueblos, pues tanto Las Casas como
Oviedo hicieron notar que difícilmente había reyertas en-
tre ellos. La misma estructura social contribuía a fomen-
tar ese sentimiento de unidad tribal, pues estando la mis-
ma organizada matrilinealmente con una tradición de re-
sidencia patrilocal, a medida que se ampliaban las fami-
lias y los clanes y aumentaba el número de matrimonios
exógamos, los lazos entre diferentes clanes, grupos loca-
les y tribus se iban haciendo más numerosos y, teórica-
mente, más sólidos. Hay diversos testimonios que ase-
guran que los pueblos se hacían de la ampliación y cre-
cimiento de los clanes que convivían juntos. El matrimo-
nio se llevaba a cabo a través de un ceremonial aparen-
temente equivalente a la compra de la novia que es co-
mún en muchos pueblos no ilustrados. La misma se lleva-
ba a cabo dando regalos a la familia de la novia, general-
mente collares hechos de piedrecillas o huesos. La viola-
ción del compromiso de entrega de la novia, de un clan
a otro, sí podía ser causa de desavenencias y conflictos.
Dice Las Casas que «en esta isla Española algunas guerri-
llas supimos que tenían entre sí sobre los casamientos si
el señor o rey de una provincia prometía su hija casalla
con uno y después la daba a otro, rescibiendo algunas
preseas o joyas de las que entre ellos eran estimadas, que
eran harto pocas, porque no eran sino unas piedras en-
sartadas como cuentas, casi de la hechura de un dado,
aunque no esquinadas, sino redondas...»
Por otra parte, el hecho de que también hubiesen gue-
rras —«guerrillas»— provocadas por incursiones de otros
grupos en territorios que un grupo consideraba suyo, su-
giere que la organización social de los tainos había lie-
24

BIBLIOTECA-NACIONAL
gado a la integración de los clanes en unidades más am-
plias que se identificaban a sí mismas con determinadas
unidades territoriales. El origen de este desarrollo puede
haberse debido al desmesurado crecimiento y ampliación
de las familias y de los clanes, que sin perder la unidad
inicial fueron creando grupos locales separados de los po-
blados originales, aunque dependientes de la autoridad
central colocada en las manos de los hombres viejos y
«padres» de cada uno de los clanes. Este sentimiento de
unidad tribal fue hecho constar varias veces por Las Ca-
sas: «También se revolvían sobre que no cazasen los co-
nejos o hutías que arriba dejimos, ni pescasen en los
ríos de la tierra o dentro de los términos del señorío de
otro rey o señor, y por otras niñerías semejantes, así que
como todos eran labradores y hacían otros oficios nece-
sarios, así todos eran peleadores y guerreros y tenían sus
armas cada uno en su casa, que eran sus arcos y flechas
y unas varas como dardos, las cuales tiraban con gran
industria y sotileza...» Con todo, entre los diversos gru-
pos tainos, estas pugnas no parecían ser tan frecuentes
como entre éstos y los caribes que, como se sabe, a la
llegada de los españoles a finales del siglo xv habían pe-
netrado tan lejos en sus incursiones guerreras como para
mantener en hostigamiento permanente a los habitantes
de Borinquen (Puerto Rico) y a los pobladores de la re-
gión de Higüey, al este de Haití. Contra los caribes pelea-
ban los tainos unidos, pues ellos constituían el peligro
más grande de extinción para éstos últimos, ya que el
motivo de las incursiones era apropiarse de los hombres
para comerlos y de las mujeres tainas para esclavizarlas
y hacerlas tener hijos que serían castrados, engordados y
luego comidos.
Todos los tainos de las grandes islas tenían conciencia
del peligro caribe, pues en Cuba y las Bahamas Colón
fue informado sobre su canibalismo y su fiereza. Es pro-
bable que la existencia de ese peligro común sirviera de
catalizador para que las diferentes tribus de Haití se in-
25
clinaran a confederarse. El sistema de cacicazgos encon-
trado por los españoles sugiere la existencia de una con-
federación general de tribus tainas que se consideraban
a sí mismas componentes de una sola sociedad. Los hábi-
tos, las creencias, el lenguaje y la organización social co-
munes, además de las facilidades de comunicación entre
diferentes tribus para intercambiar bienes favorecen esta
hipótesis. Ahora bien, esta confederación no parece haber
llegado a constituirse en un Estado unificado, aunque
aparentemente estaba en vías de realización. La existen-
cia de cinco grandes centros de poder, puede servir de
argumento en este sentido. Pero el hecho de que a la lle-
gada de los españoles se notaran signos de integración
matrimonial entre gobernantes de por lo menos dos ca-
cicazgos —Maguana y Xaraguá—, a través de Behechío,
Anacaona y Caonabo—, sugiere que la tendencia política
era la de establecer vínculos dinásticos entre los diferen-
tes centros que eventualmente conducirían a la unidad.
Otra razón en favor de la hipótesis de la evolución hacia
el Estado lo constituye la existencia de capas sociales den-
tro de la sociedad taina, organizadas en forma piramidal
que ejercían el poder en forma muy poco o nada democrá-
tica.
Se sabe que las decisiones de ir a la guerra eran toma-
das nada más que entre los principales, sin participación
del grueso de la población. Entre estos principales se
destacaba mucho la figura del behique o buhitibu, que
hacía las veces de sacerdote y ejercía un poder considera-
ble sobre todos los individuos, pues actuaba no solamen-
te como intermediario entre los hombres y sus divinida-
des, sino también como curandero. Sin su parecer, dice
Oviedo, no emprendían ni hacían cosa alguna que de im-
portancia fuese. Es probable que la selección del behi-
que se realizara después de haber mostrado sus dotes
como intérprete de sueños y como adivinador del futuro,
hábito que era muy practicado por los tainos. Como quie-
ra que fuese, el hecho es que los caciques tomaban muy
26

i i
UOTSCA MACK'
en cuenta sus palabras y estos «médicos-hechiceros» de-
bían ejercer gran influencia en el gobierno de las tribus.
El gobierno era ejercido por el cacique y los «princi-
pales» de cada comunidad o grupo. Estos «principales»
eran conocidos con el nombre de nitaynos, que actuaban
como asistentes de los caciques. Qué fueron los nitaínos,
realmente, es hoy algo difícil de precisar. Por un lado,
podían ser los parientes más cercanos del cacique por
línea materna, pero otra hipótesis razonable también nos
permitiría pensar que fueran los jefes más importantes
de los clanes, que por la indudable influencia que ejer-
cían sobre los miembros de los mismos debían formar el
enlace necesario entre el cacique y el resto de la pobla-
ción organizada primordialmente a través de lazos muy
fuertes de consanguinidad. En el primer caso estaríamos
frente a una sociedad estratificada en dos clases, siendo
la primera la dueña de toda la tierra que era trabajada
por una población sometida y obligada a la servidumbre.
Pero este modelo habría requerido la existencia de ins-
tituciones de coerción social que no aparecen en las fuen-
tes sobre la sociedad taina.
Lo que parece más probable es que políticamente la
sociedad taina estuviese organizada conforme al segundo
modelo en el sentido de que el cacique fuese asistido por
un consejo de ancianos jefes de clanes y de tribus con-
federados en unidades políticas más amplias que a la lle-
gada de los españoles se encontraban en transición hacia
la formación de un Estado. De esta manera es como pue-
de explicarse que la propiedad de la tierra fuera común
y que la misma fuera trabajada conjuntamente por to-
dos los individuos de la tribu que se identificaban a sí
• mismos con el cacique, cuya legitimidad debía residir en
ser aceptado por los jefes de los clanes. La riqueza de los
caciques, que les permitía mantener usualmente seis o
siete mujeres y sus hijos, no provenía de la imposición
de tributos sobre el grueso de la población, puesto que
ésta gozaba de un amplio grado de libertad, sino del tra-
27
»llKI
BIBLIOTECA WACIOMAl,
PEDRO "iEMRjQUEZ IJREivIA
bajo de una capa de siervos llamados naborías, que se
encontraba socialmente por debajo de los tainos. Es pro-
bable que esos siervos fuesen descendientes de poblado-
res más antiguos —quizás los igneris— que fueran some-
tidos por los tainos. Así, pues, esta diferenciación social
entre caciques y nitaynos que vivían del trabajo de las
naborías, por un lado, y la gente común, por el otro, no
era tal que impidiera la existencia de un «comunismo pri-
mitivo» entre los aborígenes de Haití. Antes al contrario,
la existencia de las naborías como capa aislada dedicada
al mantenimiento de los caciques y sus familias permitía
al grueso de la población compartir sus bienes y servi-
cios en forma colectiva, en vez de tener que trabajar para
mantener a sus gobernantes. Dice Las Casas que escla-
vos «en esta isla ninguno hobo entre los indios», ya que
el trabajo lo hacían generalmente las mujeres y los hi-
jos: «y porque no tenían esclavos comúnmente, si no
eran los señores y reyes, las mujeres y los hijos todo lo
que había que hacer dentro y fuera de la casa suplían
según lo que a cada uno pertenecía.»
Gonzalo Fernández de Oviedo —lo mismo que Las Ca-
sas— dice que las confederaciones de tribus indias eran
cinco a la llegada de los españoles. Sus jefes eran llama-
dos caciques, «debajo de los cuales había otros caciques
de menor señorío, que obedescían a alguno de los cinco
principales. E así, todos cinco eran obedescidos de los
inferiores que mandaban o eran de su jurisdicción e se-
ñorío, e aquellos menores venían a sus llamamientos de
paz o de guerra, como los superiores ordenaban, e man-
dábanles lo que querían. Los nombres de los cinco eran
éstos: Guarionex, Caonabo, Behechío, Goacanagarí, Ca-
yacoa».
«Guarionex tenía todo lo llano e señoreaba más de se-
senta leguas en el medio de la isla. Behechío tenía la par-
te occidental de la tierra e provincia de Xaraguá, en cuyo
señorío cae aquel gran lago de que en adelante se dirá.
El cacique o rey Goacanagarí tenía su señorío a la parte

BIBLIOTECA M A C I O N AL
P I V R O -JErtiRtQUEr UREMC*
del Norte, dende y en cuya tierra el almirante dejó los
treinta y ochos cristianos, cuando la primera vez vino a
esta isla. Cayacoa tenía la parte del Oriente desta isla,
hasta esta cibdad e fasta el río de Haina, e hasta donde el
río Yuna entra en la mar, o muy poco menos; y, en fin,
era uno de los mayores señores de toda esta tierra, e su
gente era la más animosa por la vecindad que tenía de
los caribes. Y aqueste murió desde a poco los cristianos
comenzaron a le hacer la guerra; e su mujer quedó en el
Estado, e fue después cristiana, y se llamó Inés de Ca-
yacoa. El rey Caonabo tenía su señorío en las sierras, y
era gran señor y de mucha tierra. Este tenía un cacique
por su capitán general en toda la tierra, e la mandaba
en su nombre, que se decía Uxmatex; el cual era bisco
o bisojo, y era tan valiente hombre que le temían todos
los de la isla. Este Caonabo casó con Anacaona, hermana
del cacique Behechío, e seyendo un caribe principal, se
vino a esta isla como capitán aventurero, y por el ser de
su persona, se casó con la susodicha e hizo su principal
asiento donde agora está la villa de Sanct Juan de la Ma-
guana, e señoreó toda aquella provincia.»
«Nunca habían ni acaescían guerras o diferencias en-
tre los indios desta isla sino por una destas tres causas:
sobre los términos e jurisdicción, o sobre las pesquerías,
o cuando de las otras islas venían indios caribes fleche-
ros a saltear. Y cuando estos extraños venían, o eran sen-
tidos, por muy enemigos e diferentes que los principes o
principales caciques desta isla estuviesen, luego se jun-
taban y eran conformes, y se ayudaban contra los que de
fuera venían.»
Estas informaciones indican que ya los caribes habían
penetrado lo suficiente como para ser aceptados por los
tainos a cambio, posiblemente, del abandono de su ca-
nibalismo. Incluso ya había una zona de la Isla en donde
la penetración caribe era notable por el uso de arcos y
flechas por sus habitantes, que era la zona de los cigua-
yos, en el nordeste de la Isla. Estos ciguayos debían ser
29
el resultado de un proceso de integración de grupos ca-
ribes con grupos tainos en las regiones de Samaná y lo
que es hoy Río San Juan, Cabrera y Nagua. La acultura-
ción sufrida por estos grupos los había llevado a olvidar
su lengua y a hablar la de los tainos, aunque no totalmen-
te, pues Las Casas señala que por esa región, en la pro-
vincia de Macorix arriba, todavía había grupos que ha-
blaban «un lenguaje extraño, cuasi bárbaro» diferente del
que compartían todos los pueblos de las Antillas Mayo-
res. Aunque usaban arcos y flechas, también habían per-
dido la costumbre de envenenar sus dardos con el zumo
de la planta llamada guao como acostumbraban los ca-
ribes. Su origen caribe, que se infiere de la lectura de la
Historia de Oviedo, parece mucho más probable que la
hipótesis de Svén Lovén, quien llegó a considerar que los
ciguayos representaban una migración separada de las
demás oleadas provenientes de Sudamérica, pues además
de esos rasgos mencionados, también pueden ser seña-
lados sus gustos por pintarse de negro y rojo, al Igual
que los caribes, para parecer más temibles en la guerra y
por la costumbre de dejarse el cabello largo como mu-
jeres al igual que los caribes. Su jefe, durante la admi-
nistración de Cristóbal Colón en la Española, se llamaba
Mayobanex, y, a juzgar por las palabras de Oviedo, el
mismo estaba sometido a la autoridad de Caonabo. Esta
influencia de Caonabo sobre los ciguayos, siendo Caonabo
de origen caribe, sirve también para reforzar la hipóte-
sis del origen caribe de los ciguayos. Ellos fueron los que
atacaron a Colón durante su primer viaje en el paraje
que el Almirante bautizó con el nombre de Golfo de las
Flechas.
Todos los nativos de la Española hablaban un lengua-
je común y compartían un credo religioso igualmente co-
mún. Su origen sudamericano era tan remoto que ya lo
habían olvidado y se consideraban a sí mismos como los
originales pobladores de la Isla. La evolución de un cuer-
po de creencias religiosas diferentes a la de sus antepa-
30

l.iAl.;, sii •• Q . -
r.crúéüo o ÍMINTOAH/.
sados continentales marca la diferenciación cultural de-
finitiva de los tainos con los antecesores arauacos conti-
nentales y puede utilizarse como criterio para establecer
cuando empezó a conformarse una cultura taina cuyo
desarrollo fue interrumpido por la llegada de los euro-
peos. Ese olvido de sus orígenes es bastante patente en
sus mitos sobre la Creación, en los cuales se refleja tam-
bién grandemente la profunda integración ecológica que
existía entre los tainos y su medio ambiente. Esos mitos
y otras creencias de los tainos fueron recogidos por el
fraile Ramón Pané por órdenes de Cristóbal Colón, quien
estaba interesado en obtener informaciones sobre las
creencias religiosas de los indios.
Según los interrogados por Pané, el sol y la luna ha-
bían salido de una cueva llamada Jovovava. En ese tiem-
po no había mar y el género humano habitaba en dos
cuevas de las montañas llamadas Cacibayagua y Amayau-
ba. De la primera «salió la mayor parte de la gente que
pobló la isla. Cuando vivían en aquella gruta, ponían guar-
dia de noche, y se encomendaba este cuidado a uno que
se llamaba Marocael.» Este tenía como deber hacer guar-
dia y vigilar la salida de la gente de la cueva para re-
partirla por la tierra. Pero un día, este guardián se retrasó
en llegar a la puerta y el sol lo atrapó con sus rayos con-
virtiéndolo en piedra cerca de la puerta. Así también atra-
pó el sol a otro, a quien convirtió en ruiseñor cuando iba
al amanecer a buscar una yerba llamada digo —posible-
mente el cundeamor— con la cual se lavaban los habitan-
tes de las cuevas. Otros habían sido convertidos en árbo-
les llamados jobos, al ser atrapados por el sol mientras
pescaban.
Con estas experiencias hubo un indio llamado Gua-
guyona que indignado decidió marcharse de aquel lugar
llevándose consigo a todas las mujeres, a quienes él in-
vitó a abandonar a sus maridos y a sus hijos. Los niños
fueron abandonados junto a un arroyo, y ahí lloraron de
hambre pidiendo las tetas de sus madres y se convirtie-
31

B I B L I O T E C A MACtONAJL.
PBDP.O -tEWRÍQUEZ LJREÍÑlft
r.CPÚCUCi OOr-lINlCANA
V I

ron en ranas. Las mujeres, por su parte, también fueron


dejadas en una región llamada Matininó, «y de esta ma-
nera quedaron todos los hombres sin mujeres», especial-
mente Guaguyona y un cuñado suyo que lo había acom-
pañado en el éxodo desde Cacibayagua.
La nostalgia de los hombres por las mujeres los lleva-
ba a salir a buscar sus huellas en los días de lluvia, pero
siempre infructuosamente. Hasta que un día, en que ha-
bían ido a lavarse al río, los hombres «vieron caer de
algunos árboles, colándose por las ramas, una cierta for-
ma de personas, que no eran ni hombres ni mujeres, ni
tenían sexo de varón ni de hembra. Procuraron cogerlas;
pero se escurrían como si fuesen anguilas.» Por ello el ca-
cique de estos hombres mandó a buscar varios individuos
que padeciesen de una enfermedad que los indios llama-
ban caracaracol, parecida a la roña, para que con sus
manos ásperas pudiesen atrapar aquellos extraños seres.
«Después que las hubieron cogido, tuvieron consejo so-
bre el modo cómo podrían hacer que fuesen mujeres,
pues no tenían sexo de varón ni de hembra.» Para ello,
ataron de pies y manos a aquellas criaturas, y les colo-
caron un pájaro carpintero sobre el cuerpo. «El pájaro,
creyendo que eran maderos, comenzó la obra que acos-
tumbra, picando y agujereando en el lugar donde ordina-
riamente suele estar el sexo de las mujeres. De este modo
dicen los indios que tuvieron mujeres, según cuentan los
más viejos.» A partir de entonces, con permiso del sol,
los hombres y las mujeres pudieron andar en la luz del
día, según cuenta también Hernán Pérez de Oliva en su
versión del mito extraída aparentemente de la Relación
de Pané.
Otro mito, que sugiere cierto paralelismo con los mi-
tos asiáticos y yucatecos del diluvio universal, era el de
la creación del mar. Según los tainos hubo un hombre
—un Rey, dice Pérez de Oliva— llamado Yaya que tenía
un hijo llamado Yayael. Este quería matar a su padre,
pero el padre lo desterró y más tarde lo mató colocando

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -HKMRlQUEJ LSRÉ.SJ&
icpúeaC'i bomihican*
sus huesos en una calabaza, que colgó en el techo de su
casa. Con todo, un día, Yaya quería ver a su hijo y junto
con su mujer abrió la calabaza descubriendo que los
huesos de su hijo se habían convertido en peces, que ellos
decidieron aprovechar para comérselos. Pero un día, es-
tando Yayael y su mujer en sus conucos, llegaron los cua-
tro hijos de una mujer que había muerto en un parto
cuádruple y uno de ellos descolgó la calabaza, de donde
empezaron a comer peces. Entonces sintieron que Yayael
regresaba «y queriendo en aquel apuro colgar la calabaza,
no la colgaron bien, de modo que cayó en tierra y se rom-
pió. Dicen que tanta fue el agua que salió de aquella cala-
gaza que llenó toda la tierra y con ella salieron muchos
peces; y de aquí dicen que haya tenido origen el mar».
Estos mitos y otras creencias eran transmitidos oral-
mente de generación en generación por aquellos ancianos
más respetados de las familias, los clanes y las tribus. Los
mismos componían parte de todo un cuerpo de creen-
cias organizado en versos medidos que eran cantados en
los areytos siempre de la misma manera, «porque los que
añaden u oluidan no pudiessen fácilmente corromperlas.»
Los areytos eran celebraciones de cosas pasadas acae-
cidas al clan o a la tribu o al cacicazgo, que convenían
ser conservadas. Su forma sugiere que los mismos te-
nían un propósito eminentemente didáctico y tendían a
reforzar más los lazos de unidad existentes entre los
diversos miembros de cada grupo, creando entre ellos un
sentimiento de identidad y un sentido de participación
en una historia común, «...sus cantares, que ellos lla-
man areitos, es su libro o memorial que de gente en gente
queda, de los padres a los hijos, y de los presentes a los
venideros», dice Oviedo.
Los areytos se celebraban como bailes cantados, diri-
gidos por una persona principal que recitaba las histo-
rias danzando en cierto contrapaso. Esas historias eran
repetidas en voz más alta por un coro danzante compues-
to por hombres, unas veces, o por mujeres, otras, o por

eiBUorr.cA. MACtor-JAt
Far-Ro -¡ENRÍOUEZure-CÍ^,
grupos mixtos en muchos casos. Algunas veces, los cantos
se acompañaban con el ritmo de un tambor de madera
ahuecada, y en celebraciones muy importantes durante el
baile se repartían unos brebajes que embriagaban a los
danzantes hasta tumbarlos al suelo. En los areytos fa-
miliares no se bebía y muchas veces se celebraban por
pura diversión, recitando cosas ingeniosas inventadas
por los participantes sin preocupaciones por contar co-
sas pasadas.
El aspecto práctico de su religión era desempeñado
por los behiques o médicos-hechiceros, que hacían am-
plio uso de la magia para sanar enfermos. Estos behiques
«eran grandes herbolarios e tenían conocidas las propie-
dades de muchos árboles e plantas e hierbas; e como sa-
naban a muchos con tal arte, teníanlos en gran venera-
ción e acatamiento, como a sanctos; los cuales eran te-
midos entre esta gente como entre los cristianos los sacer-
dotes». Estos médicos-hechiceros siempre andaban acom-
pañados de sus cemíes, a los cuales les asignaban pro-
piedades curativas. Sus funciones estaban especialmente
ligadas al uso del tabaco y la cohoba, que eran inhalados
para vomitar y purificar y entrar en trance en las casas
de los enfermos antes de proceder a las curaciones. Todos
esos aspectos mágicos, medicinales, religiosos y rituales
estaban íntimamente compenetrados y formaban un com-
plejo orgánico de creencias y prácticas indisolublemente
unidas. El mismo Oviedo llegó a captar esa organicidad
de sus creencias: «Una cosa yo he notado de lo que he
dicho y pasaba entre esta gente, y es que el arte de adi-
vinar (o pronosticar las cosas por venir), y cuantas va-
nidades los cemíes daban a entender a esta gente andaba
junto con la medicina e arte mágica.»
III
LA SOCIEDAD ESPAÑOLA

PARA ENTENDER LOS ORIGENES de la vida colo-


nial dominicana hay que remontarse a las dos sociedades
que originalmente la nutrieron: la sociedad española en
el siglo xv y la sociedad aborigen que habitaba la isla de
Haiti en esa misma época. Como ya hemos visto la so-
ciedad taina, en este capítulo nos ocuparemos de la es-
pañola.
Lo primero que conviene decir es que precisamente en
el mismo año en que Colón descubría América, los espa-
ñoles conquistaban una de las más ricas regiones de la
Península que se hallaba en poder de los moros desde ha-
cía setecientos años. Esa región era el emirato de Gra-
nada, cuyo gobierno se encontraba en decadencia debido
a las numerosas pugnas que sostenían los jefes o los go-
bernadores de zonas más o menos amplias. La toma de
Granada era el resultado final de una larga guerra inicia-
da a principios del siglo X I I I por monarcas cristianos del
norte de España que, estimulados por el fervor religioso
despertado por las Cruzadas, se dispusieron a expulsar a
los árabes de las tierras de la Península para repartirlas
entre los cristianos organizados generalmente detrás de
la Iglesia y de los grandes nobles, también ávidos de tie-
rras, y de las llamadas órdenes militares, que eran orga-
nizaciones de religiosos dedicadas a la vida militar para
luchar por la expulsión de los musulmanes. Se ha dicho
muchas veces que España tuvo su propia cruzada contra
35

P0DRO - " E N R Í Q U E Í ÜReivMk


!'. : P Ú O l i c A ®"frl I N I C <s NA
los infieles y que esa cruzada fue la guerra de la Re-
conquista.
Esta larguísima campaña que duró varios siglos dejó
huellas muy profundas sobre la economía, la sociedad y
el espíritu españoles. En primer lugar, la ocupación de
enormes cantidades de tierra que eran puestas en ma-
nos de grandes nobles, órdenes militares o altas dignida-
des del clero contribuyó a consolidar la posesión de vas-
tos latifundios que, debido a la pobreza del suelo y a los
altos precios de la lana Española en el norte de Europa,
eran dedicados mayormente al pastoreo de ovejas, sobre
todo de la raza llamada merina que había sido impor-
tada desde el norte de Africa alrededor del año 1300. Una
de las razones que reforzaban la crianza de ovejas y la
dedicación de la mayor parte de las tierras a esta acti-
vidad consistía en que era mucho más segura y más ren-
table que la agricultura en territorios apenas arrancados
de manos enemigas que podían ser invadidos de nuevo
en cualquier momento. Siendo la crianza de ovejas y la
exportación de lanas la ocupación más importante de Cas-
tilla es de suponer que quienes se ocuparan de ella lle-
garan a ser muy influyentes. Así fue, efectivamente. La
mayoría de los grandes criadores se agruparon en una or-
ganización llamada La Mesta que paulatinamente fue cre-
ciendo y utilizando su poder de tal modo que a finales
del siglo xv tenían derechos virtualmente ilimitados so-
bre la mayor parte de las tierras del centro de la Penín-
sula, privando así muchas zonas y muchos sectores de
la población de dedicarse a la agricultura en aquellas
tierras.
Otras de las consecuencias de la Reconquista fue la
creación de municipios y de pueblos en las regiones re-
cién arrancadas a los moros. Esos pueblos, en su mayo-
ría, agrupaban hombres y mujeres libres que en el curso
de la guerra, al pasar al servicio del Rey, habían podido
emanciparse de los lazos que anteriormente los ataban
a otros señores. Y en una gran cantidad de casos esos pue-
36

B I B L I O T E C A NIACSONiAi.
PEDRO IEN¡MÍQUE'.r ÜRE^A.
II C r"V C l j c "' O O M I N I C HA
blos obtuvieron de la Corona garantías, seguridades y pri-
vilegios que ratificaban jurídica y prácticamente su auto-
nomía de todo poder ajeno al propio de la comunidad.
Con el tiempo, debido a que las circunstancias engendra-
das por la guerra hacían muy insegura la vida dentro y
fuera de las ciudades y pueblos, éstos se agruparon en
las llamadas hermandades que eran organizaciones poli-
cíacas con la finalidad de imponer el orden. Más adelan-
te, todas las hermandades fueron organizadas dentro de
la Santa Hermandad, que fue utilizada por los mismos re-
yes en contra de la nobleza que se resistía a ser sometida
al poder real.
En Castilla la nobleza había ido ganando poder polí-
tico a medida que la Corona avanzaba arrancando terri-
torios a los moros, y era el grupo social más poderoso,
puesto que la aristocracia componía los estratos superio-
res del clero y de las órdenes militares y era poseedora de
casi la totalidad de la tierra. En sus dominios los nobles
normalmente ejercían poderes tan absolutos que no po-
cas veces obligaban al Rey a plegarse a sus demandas,
siéndole difícil desprenderse de ellos pues necesitaba de
estos grandes-hombres para levantar ejércitos en la lucha
contra el moro. Pero en el curso del siglo xv, cuando ape-
nas quedaba Granada por conquistar, los privilegios y
el poder de la nobleza amenaban más que garantizaban el
poder real. De ahí que la Corona, bajo los Reyes Cató-
licos, opusiera a los pueblos contra la nobleza utilizando
para ello a la Santa Hermandad a partir de 1476, al tiem-
po que aprovechaba el vacío de poder que creaba la muer-
te del Gran Maestro de la Orden Militar de Santiago para
imponerse sobre la misma y más adelante sobre las otras
dos de Alcántara y Calatrava obligándolas a aceptar como
jefes supremos a los Reyes de España. Sin embargo, le-
jos de querer destruir la nobleza, la Corona sólo buscaba
someterla a su autoridad, lo cual finalmente ya había con-
seguido en 1492. Por eso, a medida que los nobles fueron
acatando el poder real, los Reyes también hacían uso de
37
los llamados corregidores para mantener a los munici-
pios, ciudades y pueblos debajo de la justicia, la admi-
nistración y la fiscalización de la Corona.
Espiritualmente la Reconquista tuvo también un im-
pacto decisivo, pues la misma fue una campaña predicada
por la Iglesia y sancionada por la Corona como una gue-
rra santa, como una cruzada contra el infiel que habi-
taba dentro del seno de un pueblo que se consideraba a
sí mismo como el más católico de toda Europa. Quedó,
pues, en la cultura española de la época muy vivo y muy
presente un «espíritu de cruzada», al cual también se le
sumó un sentimiento medieval revitalizado en los com-
bates: el sentido de la hidalguía. Este, como se sabe, no
fue extraño a la Europa caballeresca de la Edad Media
y no es de asombrar que en España también permanecie-
ra hasta entrado el siglo xv. Pero aquí estuvo mucho más
asociado con las labores de caballería como una actividad
inmediatamente comprometida con la implantación del
cristianismo en tierras ocupadas por infieles, que una vez
derrotados eran puestos a trabajar como siervos en las
tierras antes suyas, si eran labradores, o que si vivían
en las ciudades, se ocupaban de labores manuales «indig-
nas» de un caballero cuyo más alto honor estaba en ha-
cer la guerra en nombre del Señor. De ahí que este «hi-
dalguismo» fuera resultado y causa de un hecho económi-
co como era la lucha por la posesión de la tierra. El hi-
dalguismo representaba una sociedad predominantemen-
te ganadera y pastoral, seminomádica y aristocratizante,
en guerra permanente, que se contraponía a una sociedad
agrícola donde el artesanado libre estaba compuesto ma-
yormente por gentes que a ojos cristianos poseían una
calidad inferior. El arte militar y la caballería pasaron, a
ser fines en sí mismos para el sector de la población es-
pañola que poseía la mayor parte de la riqueza, y el tra-
bajo manual se vio como un estigma para el hombre
digno.
En esos antecedentes residen las grandes contradice
_ 38

BIBLIOTECA NACIONAL
ciones de la sociedad española que desempeñaría el pa-
pel de descubridora, conquistadora y colonizadora del
Nuevo Mundo. La Reconquista había contribuido a rom-
per con el orden feudal —que nunca llegó a tener en Es-
paña las características que tuvo en el resto de Europa—.
Sin embargo, la Reconquista había producido un proce-
so de acumulación de la tierra en manos de una aristo-
cracia cuyos valores eran parte de una concepción reli-
giosa y política del mundo y eran aceptados y deseados
por una gran parte de la población hábil de España, y que
servían para reforzar aún más la posición de esa clase.
Sobre todo si se tiene en cuenta que la propiedad de la
tierra era la base de la riqueza y el principal símbolo de
poder económico en una sociedad en que la ganadería
ovina para la exportación de lana se encontraba extraor-
dinariamente protegida por sobre todas las demás acti-
vidades productivas. Esta especial conjugación de valores
culturales y materiales impidió a España desarrollar o
fomentar actividades que la hubieran incluido dentro de
la naciente corriente del capitalismo europeo.
Este fenómeno se llegó a hacer evidente en la debi-
lidad de la industria española, cualidad ésta que se agra-
vó precisamente en 1492 con la expulsión de uno de los
dos grupos sociales más capaces y más versados en cues-
tiones económicas y financieras: los judíos. Perseguidos
por la Inquisición y envidiados por los españoles debido
a su holgada posición económica, los judíos huyeron por
decenas de miles de España, privando así a la economía
española de los recursos financieros y humanos que más
cerca se encontraban del naciente capitalismo. Sin em-
bargo, su lugar pronto fue ocupado por mercaderes y ban-
queros genoveses que desde principios del siglo xv habían
venido radicándose en diversas ciudades españolas y
se dedicaban preferentemente a la exportación de lana y
otras materias primas españolas y a la importación de
manufacturas extranjeras de diversas partes de Europa,
además de al lucrativo negocio de comprar y vender di-
39

BIBLIOTECA MACIC
PEDRO HEWRtQUEr U
r. CrÓ D L.I C A O O f l I N I I
: -1 . •. • ^

s ñero haciendo de banqueros de los mercaderes y hom-


bres ricos de las ciudades y, lo que es más importante,
haciendo de prestamistas de los Reyes. Si el capitalismo
penetró más profundamente en España, cupo a los mer-
caderes genoveses la tarea de facilitarlo al introducir prác-
ticas financieras en boga en Italia desde hacía bastante
tiempo. Esta introducción se realizó a través de Barcelo-
na y Valencia, primero, y de Burgos, Sevilla y otras ciu-
dades, más tarde. Así, a finales del siglo xv, la vida fi-
nanciera española estaba decisivamente influida por los
intereses y decisiones de los genoveses y de diversos gru-
pos de judíos que lograron disfrazar su presencia de mu-
chas maneras, y estaba influida, además, por algunas
cuantas familias nobles españolas que desde hacía algu-
nas décadas se habían ido a vivir a las ciudades y habían
aprendido a invertir las rentas provenientes de sus tie-
rras en negocios y tratos comerciales de diversa índole.
El sometimiento de la aristocracia y el reforzamiento
de la monarquía por los Reyes Católicos coincidió con la
mudanza de la nobleza del campo hacia las ciudades y
con el consolidamiento de un patriciado urbano con re-
cursos económicos que en la mayor parte de los casos
fueron dispendiados consumiendo objetos y manufactu-
ras suntuarias nacionales y extranjeras, manteniéndose
ajeno a toda actividad industrial productiva como no fue-
se la de vigilar el cobro de sus rentas a los campesinos
que trabajaban sus tierras por arriendo o aparcería. Tal
como ocurrió y ocurriría en los demás países de Europa
donde las monarquías apoyaron continuamente a los ha-
bitantes de las ciudades —a los burgueses— en la lucha
de estos últimos contra la nobleza feudal, para apoyarse
en su poder económico y seguir hacia adelante en sus t

proyectos de consolidación dinástica, en España los Re-


yes Católicos optaron por un absolutismo político que
impidió una identificación de intereses más profunda con
los incipientes grupos financieros, comerciales e indus-
triales. Esto fue acentuado por el desconocimiento cabal
40

lUlífln
BIBLIOTECA MACtONAi.
S-PDPD -«ysIRiO il?7 (JRE.Vfc
r . C r u O L I C ' i DOHIMIC-AN/k
de las potencialidades en la economía castellana debido
a la ausencia de un sentido mercantilista desarrollado en
la Corona Española. No es exagerado decir que aparte de
la Mesta y de la industria lanera para la exportación, la
industria española fue obstaculizada antes que fomenta-
da por los Reyes Católicos a través de regulaciones y tra-
bas que cerraban el paso a la inversión de capitales —que
había muy pocos disponibles, por cierto— puesto que los
banqueros y comerciantes extranjeros preferían especular
con los precios de la lana cruda y con el dinero contan-
te y sonante como mercancía, antes que invertir en in-
dustrias que harían competencia a las mercaderías que
ellos importaban.
Así, en 1492 España era un país dedicado principal-
mente a la ganadería, aunque hubiera, por otro lado, ex-
tensas zonas de Andalucía, Castilla la Nueva y Aragón
dedicadas a la agricultura. Un país donde la propiedad
territorial estaba concentrada en las manos de una mino-
ría aristocrática que desdeñaba el trabajo manual y pre-
fería vivir en las ciudades dejando que sus tierras fue-
ran trabajadas por campesinos o semicampesinos más o
menos libres, que bajo diversas formas contractuales pa-
gaban rentas, en la mayor parte de los casos altísimas, que
no compensaban su trabajo realizado con una tecnolo-
gía atrasada y con un sistema de precios sujetos a los
vaivenes de un mercado que ellos no podían controlar.
Por otra parte, era un país con una industria débilmente
desarrollada, que por razones religiosas y económicas,
expulsó unos 120,000 judíos cuyas actividades y su ética
laboral los constituían en recursos humanos necesarios
para la economía española. Además, España, aunque lo-
graba consumar la unidad política al conquistar a Gra-
nada ese año, siguió siendo un país desarticulado econó-
micamente, con ausencia de caminos y con economías re-
gionales dispares pero influidas en una forma o en otra
por la presencia de capitalistas extranjeros que favore-
cían las especulaciones financieras, cuyas ganancias iban
41
a parar a manos de las grandes firmas que ellos repre-
sentaban, generalmente con sede en Génova o Amberes.
La estructura social amparaba esta situación. La Re-
conquista, con la ocupación de enormes cantidades de
tierras fronterizas y la fundación de ciudades y pueblos
libres, impidió el desarrollo de un verdadero sistema feu-
dal, ya que la entrega de tierras a sus vasallos por parte
de la Corona no exigía de estos últimos la aceptación de
los complicados mecanismos de compromisos y de ata-
duras personales con sus señores a través de contratos de
obligaciones recíprocas como ocurría en el resto de Eu-
ropa. A lo sumo la Corona sólo exigía lealtad a ella mis-
ma y el pago de los impuestos que ella impusiera entre
sus súbditos. Claro que hubo excepciones muy notables,
sobre todo en las regiones agrícolas, donde algunos indi-
viduos pudieron emanciparse de la Corona y actuaban
como verdaderos señores feudales en sus dominios pero,
como se ha dicho, ya a finales del siglo xv el poder de
éstos declinaba y su interés por la tierra se limitaba a
percibir las rentas provenientes de sus dominios. Pero
aunque no hubiese feudalismo propiamente dicho en Es-
paña, la propiedad señorial no dejó de ejercer una in-
fluencia determinante en la vida económica del país.
La nobleza, que componía el 1.64 % de la población,
poseía cerca del 97 % de toda la tierra concentrada en
extensos dominios pertenecientes al Rey, las órdenes mi-
litares y el alto clero. Estos tres grupos, unidos a los in-
fanzones o hidalgos, que componían la masa secundaria
de la aristocracia castellana, y a los caballeros, capa for-
mada durante la Reconquista, no pagaban impuestos, es-
taban generalmente exentos de obligaciones judiciales y
poseían amplísimos privilegios que no dejaban de chocar
con los propósitos centralistas de la monarquía de los Re-
yes Católicos. Algunos grandes o ricos hombres tenían in-
cluso potestad para ejercer la justicia criminal y civil en
sus dominios, siempre y cuando no obstaculizaran la jus-
ticia real. El clero común, los judíos conversos que opta-
42

BIBLIOTECA NACIONAL
PHDfiO HÉNRÍQUEZ URGÍvSfc
.r.crúomcV s t w i h i i C í N *
ron por quedarse en España y la pequeña capa de peque-
ños propietarios de tierras y mercaderes de posición aco-
modada no pasaba del 4 % de la población. En general
vivían en las ciudades y su escasez denota la poca impor-
tancia de estos grupos medios dentro de la sociedad cas-
tellana cuya industria estaba apenas desarrollada. La gran
masa del pueblo estaba constituida por los menestrales,
artesanos y jornaleros urbanos, dentro de los cuales ha-
bía un porcentaje significativo de moriscos y mudéjares,
y por el grueso de la población rural compuesta por cam-
pesinos o semicampesinos libres entre los cuales también
había un buen número de moros reducidos a la servidum-
bre durante la Reconquista. Ambos grupos, rural y ur-
bano, componían el 94.6 % de la población española y su
desposesión era tal que apenas eran propietarios de un
tres por ciento de la tierra de la Península.
Fue de esta gran masa de la población castellana de
donde saldrían los conquistadores y colonizadores del
Nuevo Mundo, pues para estimular la emigración hacia
América la Corona haría grandes promesas de exenciones
de impuestos, sobre todo del pecho que recaía sobre el
grueso de la población que menores rentas poseía. De este
impuesto derivó el nombre de pecheros, vocablo que de-
notaba carencia de distinción social.
Habiendo sido Castilla a quien tocara la organización
inicial de las Indias, sus instituciones también son un an-
tecedente tan importante como su economía y sus clases
sociales para entender la vida institucional de sus colo-
nias en América. La monarquía, esto es, el Rey y la Cor-
te, eran la cúspide y síntesis de todos los poderes. En el
monarca se concentraban toda la autoridad política, toda
la autoridad administrativa, toda la autoridad judicial y
todos los demás poderes del Estado. Las Siete Partidas le
concedían el derecho absoluto de propiedad sobre todos
los territorios del país, de cuya soberanía última el mo-
narca no se desprendía jamás, aun cuando pudiera ena-
jenarlos a través de mercedes y donaciones a grandes se-

BIBLIOTECA NACIONAL
F H j R O HEMRIqWTZ URGivJA
n üi*ú e u c > o <> r-i i c a m
ñores o a determinados municipios. El patrimonio per-
sonal del monarca no pocas veces se confundía con el
patrimonio real o de la Corona, lo cual no dejó de ser un
problema que suscitó grandes controversias y luchas di-
násticas. Pero aunque en teoría el Rey era el señor abso-
luto de sus dominios, la práctica histórica había llevado,
como hemos visto, a través de la Reconquista, a un de-
bilitamiento del poder real que sólo pudo ser reforzado
en virtud de enormes trabajos y argucias por parte de los
Reyes Católicos en el último cuarto del siglo xv. Toda esa
trayectoria contribuyó a conformar institucionalmente
a Castilla y a Aragón en forma diferente.
En Castilla existían junto con el Monarca otras dos
instituciones de orígenes diversos y de historias diferen-
tes a finales del siglo xv. Una era el Consejo Real y la otra
las Cortes de Castilla y de León. El primero se formó a
través de la institucionalización de la costumbre de los
monarcas castellanos de buscar consejo entre los hom-
bres buenos, los ciudadanos o los letrados o teólogos que
él consideraba podían auxiliarle en la toma de decisio-
nes. Aunque oscuro en sus orígenes, el Consejo Real fue
cobrando forma institucional desde principios del siglo xv
y, a pesar de lo irregular de su existencia, los Reyes Ca-
tólicos no tuvieron dificultad en organizarlo definitiva-
mente para utilizarlo como un instrumento más de cen-
tralización política poniendo en sus manos la administra-
ción general de la justicia convirtiéndolo así en un cuer-
po con atribuciones mixtas, políticas y judiciales, que ac-
tuaba en contacto directo con el Rey. El Consejo sería en
siglos posteriores el máximo organismo de gobierno en
España. Las Cortes, por su parte, remontan sus orígenes
a los poderosos concilios de nobles y del alto clero de
Castilla la Vieja durante los siglos xn y XIII, que a través
de un proceso de secularización se fueron convirtiendo en
representaciones de los intereses de la aristocracia cas-
tellana y leonesa sobre todo frente a los intereses del
monarca, a quienes ellos consideraban uno entre iguales.
44

BIBLIOTECA NACIONAL.
A medida que la Reconquista avanzaba, las Cortes fueron
extendiendo su poder y su representación, pues además
del clero y la nobleza también lograron ser incluidas las
municipalidades que obtuvieron el derecho a enviar pro-
curadores a representar los intereses de los vecinos de
las mismas. En teoría, las Cortes debían asesorar al Rey
y por ello eran convocadas por el monarca cuando éste
lo consideraba conveniente. Pero siendo que las mismas
representaban los intereses de los tres grandes estados
—la nobleza, el clero y el pueblo llano de las ciudades—,
y que una vez reunidas sus poderes abarcaban asuntos
legislativos y financieros que en más de una ocasión lle-
garon a limitar bastante la autoridad real, los monarcas
castellanos fueron sintiéndose cada vez menos inclinados
a convocarlas frecuentemente. Este proceso se acentuó no-
tablemente con los Reyes Católicos que aprovecharon las
Cortes celebradas en Madrigal en 1476 para dividir la no-
bleza y las ciudades y utilizar el poder de estas últimas
contra la primera.
La historia de las municipalidades también está en-
troncada profundamente en la tradición de la guerra de
la Reconquista, aunque la importancia de las ciudades
castellanas siempre fue manifiesta desde los tiempos ro-
manos y visigóticos antes de la llegada de los árabes.
Pero la autonomía de las municipalidades, con sus fueros
y privilegios, adquirió una dimensión social nueva al sur-
gir la necesidad de repoblar las tierras conquistadas a los
moros. El incentivo que compensaba los riesgos de los
nuevos pobladores de aquellas tierras fronterizas era el
otorgamiento de garantías y libertades individuales y co-
munales, generalmente relativas al derecho de organizar
su propio gobierno conforme a sus intereses particulares.
En ese sentido, los fueros constituían las verdaderas car-
tas de garantía de que los habitantes de esas localidades
vivirían independientemente del poder señorial ya fuera
seglar o eclesiástico y, en muchos casos, bastante inde-
pendientes del control real en los negocios locales. Así,

BIBLIOTECA NACIONAL
PESO (JO — FNJRÍQ11ET LIREÑA
casi todos los fueros garantizaban el derecho de organi-
zación municipal en un consejo compuesto por los veci-
nos o cabezas de familia con propiedades, que anualmen-
te entendían en elegir las autoridades locales en forma
más o menos democrática. Esas autoridades ejercían di-
versas funciones. Por un lado estaban los regidores, en-
cargados de supervisar la administración general de los
intereses municipales, y por otro estaban los alcaldes, que
eran funcionarios encargados de la administración de la
justicia local y actuaban como verdaderos jueces de asun-
tos civiles y criminales. En ambos casos el número varia-
ba de acuerdo a las circunstancias propias de cada ciu-
dad. Las funciones policiales estaban a cargo de los algua-
ciles que también estaban facultados, como en el caso del
alguacil mayor, para dirigir los aprestos militares en caso
de guerra. Estos funcionarios y otros más que se ocupa-
ban de muchas otras funciones del gobierno local forma-
ban el ayuntamiento, que se ocupaba de cobrar impues-
tos, mantener el orden, organizar el abasto de la ciudad,
regular los precios, imponer y cobrar las multas y eje-
cutar las obras públicas. Cuando Colón descubre Améri-
ca el poder de las ciudades ya había sido mermado consi-
derablemente por la política centralista de los Reyes Ca-
tólicos, pero la organización municipal, base de la vida
local, tendría oportunidad de manifestarse en el nuevo
ambiente de las Indias ajustándose a las circunstancias
de cada región. En la Española la vida municipal tendría
también sus propias características.

46

iKlfl
SIB„ O T ~ C A NACIONAL
PRIMERA PARTE
(Siglo XVI)
III
ORO, INDIOS Y ENCOMIENDAS
(1493-1520)

EL DESCUBRIMIENTO DE AMERICA fue un resul-


tado. Fue la culminación de una serie de procesos que
venían configurando la sociedad y la economía de Euro-
pa durante todo el siglo xv y que afectaron directamente
a España durante la segunda mitad de esa centuria. El
más significativo de esos procesos es la emergencia de
grupos de capitalistas italianos —genoveses y venecia-
nos— que controlaban el comercio de sedas, especias y
piedras preciosas con el Oriente y habían llegado a esta-
blecer puestos y colonias muy adentro de los territorios
levantinos que cruzaban las rutas que conectaban esas
ciudades por tierra y por mar con los lejanos reinos de
China y la India. Al tiempo que los genoveses y vene-
cianos expandían sus imperios comerciales hacia Orien-
te y ampliaban sus redes financieras para la comerciali-
zación de sus productos en Europa, los florentinos tam-
bién desarrollaban prácticas bancarias modernas que fue-
ron pronto imitadas por otros grupos de banqueros en
el resto de Europa.
El capital, las técnicas bancarias y las importaciones
de los italianos se hacían sentir bastante en las econo-
mías de casi todos los reinos de Europa en la segunda mi-
tad del siglo xv, y muchas de estas regiones dependían en
gran medida de ese capital, de esas técnicas o de esos
productos para el desenvolvimiento de sus economías res-
pectivas: en unos casos, para exportar sus materias pri-
mas, como en el de la lana española; en otros, para ob-
49

BIBUCTÍCA WACONAL
PEDRO HENJR.ÍQOEX URE-SüA
I.CPÚOÜC, U i H I H I C A N ^
tener grandes préstamos en metálico que los príncipes y
reyes necesitaban para hacer frente a los altos gastos de
sus haciendas, como también para hacer frente a los al-
tos gastos de sus haciendas, como también ocurrió con
los Reyes Católicos y luego ocurriría con Carlos V; y en
otros casos también dependían los europeos de los capi-
talistas y mercaderes italianos para proveerse de espe-
cias, sedas, joyas y medicinas orientales que ellos nece-
sitaban grandemente y estaban dispuestos a pagar altos
precios por ellas.
Sobre todo las especias. El clavo, la pimienta, la ca-
nela, la nuez moscada y el jengibre, conjuntamente con
la sal eran artículos utilizados para conservar las carnes
de los ganados que se mataban al comenzar los inviernos
por falta de pastos y forrajes verdes. Esas carnes eran
necesarias para la alimentación de los pueblos europeos,
así como de sus ejércitos en campaña y las mismas no
podían conservarse sino era preparándolas especialmente
con esos artículos. Esta importancia estratégica de las es-
pecias y la distancia a que había que ir a buscarlas ha-
cían subir los precios de las mismas hasta niveles sólo
comparables con las sedas chinas y persas y con las pie-
dras preciosas y perfumes de la India tan codiciados por
los europeos del Renacimiento, que eran muy dados al
lujo, a la comodidad y a la ostentación.
Las dos rutas principales hacia la China y la India
estaban controladas por los italianos; la del Norte, por
los venecianos y la del Sur por los genoveses. La primera
pasaba por Constantinopla y el Estrecho del Bosforo, y
la segunda por Suez. Este comercio fue la base de la ri-
queza de estas ciudades y una de las fuentes del capita-
lismo italiano de los siglos xiv y xv. Pero el mismo se vio
conmovido en 1453, cuando los turcos, que venían pre-
sionando desde hacía décadas contra Bizancio, finalmen-
te asaltaron y tomaron a Constantinopla interrumpiendo
el monopolio que por tanto tiempo habían detentado los
venecianos. El comercio no cesó totalmente pues los ge-
50

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BIBLIOTECA. _
- ' i tecHHK'. ProROHEMRfQU¿rUREftft
M ' A , . ; , , »crúBue» » o ' - i n í c a ^
noveses todavía controlaban la ruta de Suez y del Mar
Rojo, pero los enormes impuestos exigidos por los tur-
cos a los venecianos subieron el precio de los productos
orientales haciendo que los consumidores europeos se
resintieran económicamente. En España, por ejemplo,
se intentó desarrollar la pimienta malagueta para susti-
tuir esas importaciones que resultaban tan onerosas, pero
resultó de baja calidad. Y en esa búsqueda por encontrar
nuevas vías de aprovisionamiento de especias que no fue-
ran las italianas, quienes tuvieron más éxito fueron los
portugueses, que a lo largo de todo el siglo xv habían ido
descubriendo y ocupando diferentes puntos de la costa
occidental de Africa, en algunos de los cuales pudieron
obtener pimienta, hasta que finalmente en 1497 y 1498
pudieron llegar a la India navegando por el sur del Cabo
de Buena Esperanza, que ya había sido descubierto en
1486. En Africa los portugueses se dedicaron a la búsque-
da de oro y a la trata de esclavos negros, además del co-
mercio de especias, preferentemente en las costas de
Guinea.
El oro resultaba tan necesario para los europeos del
siglo xv como las especias, pues con la quiebra paulatina
del feudalismo y la formación y desarrollo de las ciuda-
des como centros principales de la actividad comercial e
industrial, poco a poco el desenvolvimiento de la econo-
mía vino a depender de la circulación monetaria y de la
existencia de tipos de cambios propios del capitalismo
que empezaba a cobrar formas. Pero ya a mediados del
siglo xv se notaban los síntomas de una gran escasez de
oro en Europa, provocada, en gran medida, por el drena-
je en metálico que producían las compras de especias que
realizaban los genoveses y venecianos en Oriente, además
del agotamiento de las minas que se encontraban bajo
explotación desde los tiempos de los romanos. Así el oro,
tan necesario, pasó a ser un artículo muy escaso y el di-
nero, que siempre lo había sido, una mercancía muy bus-
cada por todos, príncipes, comerciantes, industriales y

BIBLIOTÈCA MACIÒNAL
banqueros en España, particularmente, el oro era tanto
más escaso cuanto que la mayor parte del mismo había
sido gastado sin provecho alguno ante las guerras civiles
que antecedieron al gobierno de los Reyes Católicos. Se
sabe que para hacer frente a las necesidades de dinero,
cada uno de los bandos en pugnas durante esas guerras
se vio obligado a recurrir a empréstitos con comerciantes
y banqueros extranjeros y con prestamistas judíos, ade-
más de realizar confiscaciones de los tesoros de las igle-
sias. Esa necesidad de dinero nunca pudo ser satisfecha,
puesto que también los Reyes Católicos, el Rey Fernando
sobre todo, no pudieron prescindir de los prestamistas
judíos y genoveses ni siquiera después de lá expulsión de
los primeros en 1492. Estas razones, más que cualesquiera
otras, son suficientes para explicar por qué fue el oro el
producto más buscado por Colón y el resto de los con-
quistadores y colonizadores en el Nuevo Mundo.
Se sabe que el oro y las especias fueron las motivacio-
nes económicas más importantes que movieron a Colón
y a los Reyes Católicos a asociarse para organizar una
empresa de exploración que buscaría una ruta más corta
hacia el Asia navegando hacia el Oeste, de manera que
monopolizando la navegación por esa ruta y los centros
de producción asiáticos que la misma conectaría con Es-
paña, la Corona española podría así competir en ese lu-
crativo negocio, con ventajas mayores, que las que los
portugueses, los genoveses o los venecianos poseían. Es
bien conocida la historia de las vicisitudes que pasó Co-
lón yendo de Corte en Corte en Europa tratando de ven-
der su idea de que navegando hacia el Oeste por el mar
tenebroso podía llegarse a la India puesto que la tierra
era redonda. Y se conoce, asimismo, que sólo después que
Luis de Santángel, un cortesano de origen judío que ad-
ministraba por arrendamiento los fondos de la Santa
Hermandad, vio la inmensas posibilidades de lucro del
negocio, fue que la Reina Isabel convino en llegar a un
acuerdo con el marino genovés que sólo exigía un octavo
52

iM&UOVECA n a c i o n a l
PEDRO -lENRfQUEZ LIREftñ.
n.crÚDU c o Oí-i IMi
de todos los beneficios netos de la empresa, puesto que
él mismo quería invertir un octavo del capital necesario
para la realización de la misma. Fue, precisamente, a tra-
vés de un préstamo hecho por Luis de Santángel como
pudo financiarse la mayor parte de los gastos que se re-
querían para armar la primera expedición. El mismo Co-
lón aportó una pequeña parte y lo mismo hizo un mari-
no bastante rico de nombre Martín Yáñez Pinzón. Los de-
talles de ese primer viaje son muy bien conocidos y en-
tre ellos importa destacar que el famoso disgusto entre
Colón y Pinzón se debió a que este último se separó de
las naves del Almirante con el propósito de ver si descu-
bría oro por su propia cuenta, cosa que Colón no toleró
de ningún modo. Como se sabe, ni Colón ni Pinzón en-
contraron ni la India ni el oro ni las especias buscadas,
sino unos pueblos culturalmente bastante atrasados que
no sabían lavar el oro y que usaban como única especia
el ají en cualquiera de las tres variedades que había-en
las Antillas.
Con todo, las noticias que Colón escribió a Luis de
Santángel y a Gabriel Sánchez, otro descendiente de ju-
díos, así como las que él personalmente comunicó a los
Reyes a su regreso, pusieron toda la Corte en movimien-
to y, pese a la grande carencia de capital existente en Es-
paña en 1493, no tardaron en obtener dinero para prose-
guir con los planes de Colón de crear en la Española una
factoría o una colonia de explotación de las nuevas tie-
rras similar a las que él había conocido mientras andu-
vo con navegantes portugueses por las costas de Guinea
y Cabo Verde, en Africa, muchos años atrás. Esto es, un
negocio que tendría como únicos dueños a él y a la Co-
rona repartiéndose los beneficios que produciría el tra-
bajo de unos 1.200 individuos empleados como gente de
armas y trabajadores diversos dentro de un rígido sis-
tema de salarios que no cuadraba mucho dentro de la tra-
dición castellana de la Reconquista que acostumbraba a
la ocupación de nuevas tierras a través de asentamientos
53
municipales y de avecindamientos en tierras cuyo usu-
fructo podía derivarse a través del pago de determinadas
rentas. Aparentemente Colón no comprendió cuán aje-
no resultaba el modelo de factoría portuguesa al espíritu
poblador castellano, y esa incomprensión, unida a las di-
ficultades que desde el primer día empezaron a azotar a
los que con él se embarcaron en el segundo viaje y fun-
daron la Isabela a finales de 1493, llegaría a ser uno de
los ingredientes más explosivos de la dinámica social de
la primera ciudad del Nuevo Mundo. No debe olvidarse
que Colón era extranjero, genovés de nacimiento y por-
tugués de formación, y que la xenofobia española no esta-
ba precisamente en su punto más bajo en los meses pos-
teriores a la conquista de Granada y a la expulsión de
los judíos, los dos grupos o razas más visibles dentro de
la sociedad española del siglo xv.
Las dificultades sufridas por los españoles en la Isa-
bela son igualmente bien conocidas. Los alimentos y las
medicinas empezaron a escasear desde los mismos mo-
mentos del viaje. La adaptación al nuevo ambiente pro-
dujo enfermedades entre los españoles— fiebre amarilla
y sífilis— que hicieron morir a una buena parte de los
labradores y gente de trabajo. La falta de brazos y la
carencia de animales de carga hizo que Colón dispusiera
una distribución igualitaria del trabajo entre todos sus
acompañantes, la cual se fue haciendo cada vez más pe-
sada a medida que iban escaseando los brazos por muer-
te o enfermedades y que llegó a hacerse obligatoria para
todos, sin distinción de condición, por el interés que te-
nía el Almirante de hacer una muralla a la ciudad, pues
no había olvidado el ejemplo de la Navidad, y de cons-
truir una acequia para hacer un molino utilizando aguas
del río Bajabonico que estaba a una distancia de más de
un kilómetro de la Isabela. Todo eso provocó la ruptura
entre Colón y los hijosdalgo que en busca de fortuna se
habían trasladado a la Española, pues éstos considera-
ron indigna la obligación de trabajar obligatoriamente
54

naciomXL.
PGDRO HEMRÍQOF " URf?!ÍiA
i . E P Ú C U ' ^ O C/ f*l 1 Ni ¡ C A N A
con sus manos junto con gente común en las obras pú-
blicas de la Isabela, sobre todo proviniendo esas órdenes
de un marinero extranjero sin ninguna condición social
reconocida por ellos. De ahí a la primera conspiración
sólo hubo un paso. La misma fue descubierta por Colón,
quien ahorcó a uno de los conspiradores, pero también
produjo la deserción de los principales hijosdalgo que
había en la Isla, entre ellos el Padre Bernardo Boyl y Mo-
sén Pedro Margante.
Estas dificultades iban unidas a las campañas milita-
res que Colón desató en el interior de la Isla durante el
verano de 1494 y la primavera y el verano de 1495 para
obligar a los indios a someterse al vasallaje de los Re-
yes Católicos y al servicio de los españoles que acompa-
ñaban al Almirante en esas campañas, pues Colón muy
pronto descubrió que para ahorrarse el dinero de los
salarios de sus trabajadores podía darles indios como
esclavos en lugar de sus sueldos mensuales. Esas campa-
ñas enajenaron a la población indígena de la Vega Real
e hicieron que los indios huyeran hacia los montes para
escapar de la violencia de los españoles. Esa violencia era
ejercida por Colón y su gente con el propósito de obtener
de los indios y caciques sometidos los alimentos que los
españoles carecían y el oro que los Reyes esperaban en
España debido a las desmesuradas promesas del Descu-
bridor. Ni siquiera implantando un tributo trimestral
pudo Colón hacer que los indios le entregaran el oro
que él pedía. Los actos de fuerza ejercidos por él y por
los conquistadores hicieron que los indios también bus-
caran escapar de la violencia suicidándose en masa, ahor-
cándose y tomando un veneno hecho del jugo de la yuca
amarga. El poco oro recaudado era propiedad de los Re-
yes y de su socio Cristóbal Colón, lo mismo que el algo-
dón que se obtenía forzosamente en las regiones donde
se sabía que no había ningún oro.
En la Isabela, entretanto, el hambre tenía desespera-
dos a todos sus habitantes que por enfermedad o por
5 5 I *i I

BIBüOTéCA -
obligación no habían podido sumarse a los grupos mili-
tares del interior que ocupaban los principales poblados
indígenas adonde habían construido fuertes, como fue el
caso de Esperanza, Santiago y la Concepción. Ya en 1496
los alimentos escaseaban en tal grado que la ración que
recibía cada trabajador era de una taza de trigo, una ta-
jada de tocino rancio o de queso podrido y un poco de
garbanzos o de habas. Los trabajos forzados, la dureza
del gobierno de Colón y sus hermanos y la naturaleza mo-
nopolística de la factoría que impedía la participación
de los españoles en los beneficios del negocio fue creando
un nuevo ambiente de conspiración, ahora entre toda la
gente de trabajo que se consideraba injustamente explo-
tada por una familia de extranjeros advenedizos y ambi-
ciosos, como ellos consideraban que lo eran los Colón.
Aprovechando que el Almirante había regresado a España
en marzo de 1496 a dar cuenta a los Reyes de su adminis-
tración y nuevos descubrimientos en Cuba y Jamaica, los
hombres de la Isabela se rebelaron contra Bartolomé,
después que éste y su hermano Diego les habían negado
el derecho a regresar a la Península. El jefe de la rebe-
lión era el Alcalde Mayor de la Isabela, Francisco Rol-
dán, antiguo criado del Almirante, quien se cuidó mucho
de hacer ver que su desobediencia era contra los Colón
y no contra la Corona. El grito de ¡Viva el Rey! fue la
consigna de los rebeldes, quienes empezaron a acusar a
Colón de querer dejarlos abandonados en la Isla, además
de otras mil quejas por los trabajos forzados, el hambre
y los castigos que el Almirante había impuesto a sus tra-
bajadores en la Isabela.
La rebelión de Roldán duró dos años, que fue el tiem-
po que Cristóbal Colón pasó en España tratando de ob-
tener fondos con los Reyes para armar nuevas expedicio-
nes para repoblar la Española con labradores, mineros y
gentes de armas, pues más de la mitad de la población que
había llegado en 1493 había muerto. La falta de capita-
les en España, por una parte, y la necesidad de utilizar

\tm
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
OTO -lENIRlOUeZ IJRÉÍvJA
r. c ép o l í Cüs o o r-i IM ( c a h
los fondos y las naves disponibles para las guerras en
Italia, por otra, retrasaron todo ese tiempo al Almiran-
te en la Península y reforzaron la creencia de Roldán y
su gente de que serían abandonados definitivamente. La
Isabela quedó completamente despoblada, pues Roldán
y los rebeldes se fueron a vivir a Xaraguá. Entretanto,
se descubrieron unas minas en los alrededores del Río
Haina en el sur de la Isla, y ello movió a Bartolomé a
fundar la población de Santo Domingo a poca distancia
de esas minas en agosto de 1497. Así, cuando Colón re-
gresó a finales de agosto de 1498, encontró que la autori-
dad de su hermano se encontraba grandemente deterio-
rada, pues casi toda la gente de trabajo se había ido con
Roldán a vivir al Oeste de la Isla, emancipándose del
régimen de la factoría que significaba para ellos la opre-
sión, el trabajo forzado, la carencia de propiedades y la
falta de participación en los beneficios de una empresa
que ellos consideraban una extensión de la Reconquista
como cruzada del pueblo español en territorios ocupados
por pueblos infieles. Bajo Roldán los sentimientos e in-
tereses populares españoles alcanzaron su expresión po-
lítica al agruparse los trabajadores en torno a un líder
que se oponía al gobierno de unos extranjeros y que los
dejaba apropiarse de los indios e indias que querían para
hacerse servir por ellos en la forma en que quisieran si-
guiendo los impulsos ya connaturales a la mentalidad
popular española.
Desde luego, esa mentalidad popular que inspiraba el
movimiento de Roldán estaba más cerca del particularis-
mo medieval español que encontraba su expresión en
los cabildos, que la factoría colombina, que representa-
ba, por su parte, una organización económica desarrolla-
da, por los portugueses dentro de la dinámica del nacien-
te capitalismo europeo y resultaba extraña a individuos
pertenecientes a una sociedad precapitalista. Además,
también Colón como individuo poseía muchos rasgos
medievales y fue su personalidad lo que lo llevó a en-
57
frentrase tanto a los hidalgos como a los trabajadores de
la Española. Su negocio con los Reyes se rompió preci-
samente debido a la actitud individualista y exclusivista
que él intentó mantener frente a una monarquía cuyos
rasgos más notables eran el centralismo estatal que busca-
ba imponerse sobre los intereses particulares, por una par-
te, y el desarrollo de una política encaminada a estable-
cer un equilibrio más o menos permanente entre las di-
versas clases sociales de la población española de esa
época. En cuanto a la rebelión, Colón tuvo que ceder fren-
te a todas las exigencias de los roldanistas aceptando pa-
gar todos sus salarios aunque no hubieran trabajado en
los últimos dos años, y donándoles tierras para avecin-
darse, conjuntamente con la propiedad de indios adscri-
tos a ellas para trabajarlas, tal como se acostumbró en
algunas regiones de España durante la Reconquista, y
nombrando a Francisco Roldán como Alcalde Mayor de
la Isla —el segundo cargo judicial más importante—. Por
otro lado, Colón intentaba arrancar de la Corona unos
privilegios que el encargado de la administración de las
Indias, Juan Rodríguez de Fonseca, consideraba excesi-
vos para un individuo que ni siquiera era castellano, sino
geno vés.
Por todas estas razones, la rebelión de Roldán sirvió
como catalizador de importantes cambios tanto en la
vida social de la Colonia como en la orientación general
del gobierno de la Española. En primer lugar, llevó al tope
de la incipiente sociedad colonial a gentes que hasta en-
tonces pertenecían en España a los más bajos estratos de
la estructura social, haciéndolos dueños de las mejores
tierras y de grandes cantidades de indios y dándoles par-
ticipación efectiva, a través de su jefe Francisco Roldán,
en el proceso de la toma de decisiones del gobierno de la
Isla. Por otro lado, la rebelión demostró a la Corona la
incapacidad de Cristóbal Colón para seguir administran-
do una empresa cuyas complicaciones iban mucho más
allá de la simple navegación y descubrimiento de nuevas
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PECRO -IENIR.IQUEZ UREIVIA
r.rpúeüc^ ooniNICANí.
tierras, pues la misma estaba ligada muy íntimamente al
proceso de expansión española iniciado siglos atrás con
la Reconquista y que pareció detenerse momentáneamen-
te con la caída de Granada como último reducto musul-
mán —infiel— en España. La complejidad de esta nueva
cruzada para llevar la fe católica a otras regiones, junto
con una empresa comercial pensada para satisfacer las
necesidades de oro y especias en España, se acentuó con
la participación de grupos sociales españoles que perci-
bieron el Descubrimiento desde el primer momento como
la puerta por donde podrían pasar a buscar las riquezas
y los honores que hasta entonces no habían obtenido. La
sutileza con que se manifestó la lucha de clases en la Es-
pañola en los finales del siglo xv sólo parece haber sido
percibida por la Corona que decidió corregirla destitu-
yendo a Colón de su gerencia colonial y nombrando a
Francisco de Bobadilla como Gobernador para canalizar
las energías nacionales que brotaban del movimiento de
Roldán, en tanto se revisaba totalmente el plan original
de poblamiento, explotación, colonización y evangeliza-
ción del Nuevo Mundo.
Bobadilla era Comendador de la Orden Militar de Ca-
latrava y estaba acostumbrado a gobernar hombres y
tierras en las fronteras españolas, y conocía la tradición
de la encomienda castellana que consistía en dar tierras
y en permitir muchas veces que los trabajadores moros
que antes las poseían pasaran a trabajarlas en condición
de siervos. Por esa razón a Bobadilla no le fue repug-
nante proseguir con los repartimientos de tierras y de
indios iniciados por Colón cuando quiso poner fin a la
rebelión de Roldán, lo cual reforzó mucho más el poder
de los 360 españoles que dejó Colón cuando fue enviado
engrillado hacia España. Precisamente, por saber cuán
difícil era su posición frente a aquellos hombres acos-
tumbrados a matar indios por el simple placer de hacer-
lo y celosísimos de la defensa de una posición que ellos
nunca soñaron alcanzar, Bobadilla los dejó hacer todo
59
lo que quisieron, pues también él sabía que su gobierno
sería efímero y que detrás de él vendría todo un aparato
de funcionarios y burócratas que establecerían de algún
modo la soberanía efectiva de la Corona española en
la Isla.
En efecto, las instrucciones al nuevo Gobernador Ni-
colás de Ovando eran bien precisas en cuanto a la defen-
sa de los intereses reales y al ordenamiento y control de
la vida social de la Colonia. Ovando debía someter a su
autoridad a las 2,500 personas que lo acompañaban, así
como a los 360 individuos que gobernaban Bobadilla y
Roldán. Además, Ovando también tenía instrucciones so-
bre la forma en que los indios debían ser tratados, para
impedir que los españoles les robaran y arrebataran
sus bienes o sus familiares en contra de su voluntad. Pero
resulta que esos 360 españoles que carecían de ropas y
calzado eran, no obstante, los dueños de las mejores tie-
rras y de grandes contingentes de indios en virtud de los
repartimientos legalmente sancionados que Colón les ha-
bía concedido, y el ordenamiento de la vida colonial te-
nía que ser realizado necesariamente de acuerdo con sus
intereses o de lo contrario ellos podían ejercer una resis-
tencia peligrosa. Se sabe que Ovando embarcó a Roldán
y a sus principales allegados hacia España, privando al
grupo definitivamente de sus principales líderes, pues
todos se ahogaron al salir de Santo Domingo en un nau-
fragio. Y se sabe, asimismo, que para poder romper con
el poder de esos 360 individuos cuya calidad social no
les hacía dignos de mantener tal control económico y
político y tal posición social en la Española, Ovando pro-
cedió a obligarlos a casarse con las indias con quienes
hasta entonces convivían para tener así un pretexto para
despojarlos de sus indios y de sus tierras aduciendo que
ellos habían asimilado la misma calidad social inferior
de los nativos. Como cerca de la mitad de los recién lle-
gados murió en pocas semanas debido a las enfermeda-
des y al hambre, y que el resto para poder sobrevivir

m
60

BIBqOT=CA NACIONAL
!'H.",nO • « N l f Q U E ? L'.'SESJA
tuvo que someterse económicamente a los 360, comprán-
doles tierras, indios y alimentos a cambio de ropas y
otras mercancías que ellos habían traído, Ovando no
pudo controlar la situación completamente de inmedia-
to, pues los 360 eran demasiado poderosos. Su control
del gobierno tuvo que ser paulatino y para ello él tuvo
que reforzar la élite burocrática y los caballeros y escu-
deros que habían llegado con él, dándoles indios y tie-
rras de las regiones que todavía no habían sido conquis-
tadas o sometidas por los españoles, que eran los caci-
cazgos de Higüey y Xaraguá, en el Este y en el Oeste
de la Isla.
Los indios atrapados en el curso o después de las cam-
pañas militares eran puestos a trabajar en las minas,
y durante los años de Colón fueron tratados como si fue-
ra un recurso natural inagotable al que daba lo mismo
no alimentar ni cuidar, pues siempre habría aldeas que
esperaban ser conquistadas. La anarquía de tiempos de
Colón, Roldán y Bobadilla en que pequeños grupos de
españoles eran dueños de miles de indios controlados a
través de caciques temerosos o complacientes rompió fi-
nalmente con el equilibrio del sistema ecológico abori-
gen de la Isla. Pese a que la Corona había declarado
en 1501 que los indios eran sus vasallos libres y que no
debían ser maltratados, nadie obedeció nunca esas su-
gestiones e incluso Ovando le hizo ver a la Reina en 1503
que si no se obligaba a los indios a trabajar para los
españoles en las minas, la Isla se despoblaría y se per-
dería todo el negocio de ella. Por esta razón y por el
enorme interés de los Reyes en obtener oro para hacer
frente a sus gastos en Europa, la Corona legalizó el sis-
tema imperante de repartir indios a los españoles para
que trabajaran forzadamente para estos últimos en las
minas y estancias, con la única condición de que los re-
cipientes les enseñaran las cosas tocantes a la fe ca-
tólica. Ese permiso fue dado el 20 de diciembre de 1503,
y con el mismo comenzó legalmente el sistema de las
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BIBLIOTECA MAC
PHTBO MRÍQIJE7 URííMA
encomiendas en la Española, en cuyo nombre se come-
tieron tantos abusos que la desesperación de los indios
que lograban salir vivos de las minas después de ocho a
doce meses de trabajos forzados los llevaba a cometer
más suicidios en masa tomando el jugo de la yuca amar-
ga o ahorcándose con sus propias manos y matando a
sus hijos para que no crecieran dentro de aquel estado
de cosas e impulsando a las madres indias a provocarse
abortos para impedir que sus hijos nacieran en aquella
situación. El resultado fue que en 1508, fecha en que se
realizó un censo de indios, solamente quedaban 60,000 de
los 600,000 que había cuando Colón pisó la Isla por pri-
mera vez. Más de medio millón de indios había perdido
la vida en cuestión de quince años.
Ese descenso de la población aborigen creó concien-
cia de la crisis de la mano de obra que se avecinaba e
hizo descubrir a los españoles que los indios eran un
recurso que se hacía cada vez más escaso y convenía au-
mentar. La solución que se adoptó fue la importación de
indios de las Islas Lucayas, donde se decía que nunca se-
rían cristianizados por la lejanía en que se encontraban
del trato con los españoles. Aunque se importaron unos
40,000 indios entre 1508 y 1513, la disminución siguió,
pues la tradición de tratamiento inhumano a criaturas
que se consideraban como animales sin alma fue tan
fuerte como la insaciable sed de oro del Rey Fernando
que exigía cada día más metales de cualquiera manera
que fuese, y de los mismos colonos, cuyo interés princi-
pal era enriquecerse rápidamente para regresar pronto a
España convertidos en ricos-hombres, envidiados por to-
dos y alejados de toda actividad manual que conside-
raban denigrante. Por esa razón, cuando Diego Colón
sustituyó a Ovando en el gobierno de la Colonia en 1509,
toda la atención de los pobladores de la Española se
centraba en el modo de conseguir indios para hacerlos
trabajar en las minas y en la forma de mantenerse en
buenos términos con el Gobernador, para impedir que
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: " » O n i Ñ ^ Q U g E UREfíiA
H C r-l. B L_! !7J •.- • lf-!l C A.-.-••.
éste se los quitara y se los diera a otros, pues en el cur-
so de la aplicación de su política de control y elimina-
ción del poder del grupo de los 360 Ovando había de-
mostrado no tener reparos en despojar de sus indios a
quien obstaculizara su labor de gobierno en la Colonia.
Los indios, se decía, eran la riqueza de la Isla, pues sin
ellos el oro, que era la meta de todos, no podía ser sacado
de las minas.
El hecho de que Diego Colón fuera hijo del Almirante
viejo y pretendiera hacer valer sus supuestos privilegios
fijados en las célebres Capitulaciones de Santa Fe, lo
opuso directamente a la Corona y a los colonos durante
el tiempo que duró su administración, pues Diego quiso
apropiarse de indios que pertenecían a otros legalmente
en virtud de repartimientos anteriores y en ese afán por
apropiarse de indios ajenos dándoselos a sus parientes
y allegados, poco a poco fue obstaculizando los planes
de la Corona de crear definitivamente una estructura de
poder económico, social y político similar a la existente
en España, en donde toda la tierra y los principales me-
dios de producción se encontraban en manos de una pe-
queñísima minoría aristocrática. Esperando que Diego,
al igual que su padre, actuaría más conforme a sus pro-
pios intereses que a los de la Corona, el Rey había nom-
brado ya en 1508 a Miguel de Pasamonte como Tesorero
General de las Indias para que sirviera de elemento de
control de Diego Colón en la administración de los in-
tereses reales. Las pugnas que surgieron, sobre todo al-
rededor del problema de la apropiación y posesión de
los indios para ponerlos a trabajar en las minas, termi-
naron malquistando a Diego Colón con los más impor-
tantes encomenderos y colonos que veían en él una ame-
naza para sus intereses y, desde luego, con el mismo Rey,
que no perdía de vista que Diego estaba actuando más
como un encomendero particular que como un funciona-
rio al servicio de la Corona. Por esa razón también fue
creado un tribunal de apelación para que las decisiones
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BIBLIOTECA M A C I O N AL
PBDRO - ( E N R Í Q U E Z UREK1A
R.CRÚCLIC^ COMUÍICANA
de Diego no fuesen absolutas y los agraviados a quienes
el Gobernador les quitara sus indios tuviesen otros re-
sortes con qué modificar sus decisiones.
Este tribunal de apelación o Real Audiencia, como
se le llamó, fue un efectivo medio de control del poder
del gobernador, pues uno de los tres jueces que lo com-
ponían, Lucas Vásquez de Ayllón, era un importante en-
comendero de la élite burocrática de Ovando, y los otros
dos no tardaron en comprender que solamente adquirien-
do indios para sí y aliándose con Pasamonte, que repre-
sentaba los intereses reales y de la mayoría de los en-
comenderos, podían tener éxito en la Colonia. Las ten-
siones entre los amigos y favorecidos de Diego y los
funcionarios reales, jueces y Pasamonte llegaron tan le-
jos que ya en 1512 se podían distinguir claramente dos
bandos políticos que representaban los dos grandes gru-
pos de intereses aglutinados en torno a las dos personas
que podían disponer con la más alta autoridad de los re-
cursos económicos de la Colonia: el Gobernador Diego
Colón y el Tesorero Miguel de Pasamonte, jefes de los
que se llamarían más tarde los deservidores y los servido-
res del Rey, respectivamente. En esa pugna Diego llevó
las de perder, pues finalmente en 1513 el Rey le canceló
el derecho que le correspondía como gobernador para re-
partir y confiscar indios en la Colonia, lo cual significa-
ba una merma decisiva del poco de poder que le quedaba,
pues ya había perdido sus atribuciones financieras con
Pasamonte y había visto reducir su efectividad como juez
supremo de la Isla con el nombramiento de la Audiencia.
En su lugar, para repartir de nuevo todos los indios con-
forme a la política aristocrática de la Corona entre aque-
llos encomenderos que por su calidad social eran con-
siderados merecederos de ellos, el Rey Fernando nombró
a Rodrigo de Albuquerque en 1514 para que fuera a la Es-
pañola a realizar un último y definitivo repartimiento ge-
neral que arrancara de una vez por todas los remanen-
tes de indios y de poder que quedaban en manos de al-
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BIBLIOTECA U A O O K A t .
.. PHT.RO -LEMRFQUEZ URENIFC
1

gunos individuos del grupo de los 360, y para que con-


fiscara todos los indios que Diego había repartido entre
sus allegados políticos más íntimos dándolos a los que
el Rey tenía establecido.
El Repartimiento de 1514 mostró ser el instrumento
utilizado por la Corona para poner todo el poder económi-
co —y por lo tanto político— en manos de la pequeña
pero poderosa aristocracia colonial que comenzó a des-
arrollarse en tiempos de Ovando y que Diego Colón había
obstaculizado con su tormentoso gobierno. El mismo con-
centró casi la mitad de los 25,503 indios que apenas que-
daban en las manos de una pequeñísima minoría com-
puesta por unas 86 personas, de las cuales 16 vivían en
la Corte de España, y casi todo el resto entre un grupo
de unas 250 personas que componían los estratos medios
de la sociedad españólense de la época, dejando al resto
de la población, que eran varios miles de personas, sin
indios y con muy pocas posibilidades de ganarse la vida
como no fuera con sus propias manos, cosa que resulta-
ba repugnante a aquellos hombres inmersos en una tra-
dición de utilización de una mano de obra prácticamente
esclava que realizaba casi todos los trabajos físicos. Ese
primer grupo o élite colonial estaba compuesto por los
principales encomenderos agrupados en los cabildos como
regidores y alcaldes y por los más importantes funciona-
rios reales que eran los tres jueces de apelación, el fac-
tor, el veedor, el contador y el tesorero, además de ese
pequeño grupo de 16 cortesanos absentistas compuesto
por los más cercanos colaboradores dèi Rey en España.
La concentración de la riqueza en tan pocas manos fue
tan evidente y el modo con que se llevó a cabo tan vio-
lento, que casi toda la Isla se quería alzar contra Rodrigo
de Alburquerque por la crisis que esa desposesión masiva
de indios provocaba y por la ruina que amenazaba con
caer sobre la población española de la Isla. Pero la rá-
pida intervención del Rey prohibiendo con penas gran-
des que se hablara o se siguiera discutiendo sobre el Re-

PBORO -IENR.ÍQUEZ UREMA


partimiento reprimió cualquier intento de revuelta que
pudieran abrigar tanto los derrotados dieguistas como
los despojados conquistadores de tiempos de Roldán y
Bobadilla.
El hecho de que los indios siguieran disminuyendo a
pesar de las importaciones de lucayos, y que los pocos
indios que iban quedando se concentraran en menos per-
sonas hasta culminar con el Repartimiento de Alburquer-
que, había engendrado sentimientos de frustración en-
tre las capas bajas de la población de la Colonia que, al
no poder encontrar vías de ascenso en la escala social
por la imposibilidad de enriquecerse rápidamente, empe-
zaron a dejar la Isla en pos de nuevas aventuras en Cuba,
en el Darién, en Tierra Firme, o simplemente decidieron
irse de regreso a España a terminar sus días donde ha-
bían nacido. Esa corriente emigratoria, que ya era bas-
tante fuerte desde 1512, se aceleró vertiginosamente a par-
tir de 1515 debido a la crisis de acumulación provocada
por el Repartimiento de Alburquerque. Hay noticias de
que entre 1515 y 1517 abandonaron la Isla más de ocho-
cientas personas que andaban en las minas y que no po-
dían sacar oro por haberse quedado sin indios, y que
en 1516 todos los vecinos de todas las villas y ciudades
de la Española apenas llegaban a 715, lo que significaba
una población total menor de 4,000 personas. Si es cier-
to. como afirmó Las Casas, que la población española de
la Colonia lleeó a unas 10,000 personas a finales del go-
bierno de Ovando, entonces es de notar que la crisis eco-
nómica nroeresiva que originaba la falta de indios y e*
alza de los nrecios en la Isla tuvo efectos demográficos
que amenazaoan con dejar la Isla enteramente despobla-
da de españole».
Lo que era peor no era simplemente la emigración es-
pañola, sino que la falta de indios también significaba
falta de oro por carencia de brazos para explotar las mi-
nas. Ahora bien, las minas también empezaban a agotar-
se para esta época y los vecinos que quedaban en la Isla,
66
sobre todo los miembros del grupo oficial se sentían muy
alarmados pues ellos eran los que más poseían. Por esa
razón fue que desde 1515 empezó a hablarse en la Isla
de buscar nuevos recursos explotables para sustituir el
oro y los indios que se agotaban. Hay noticias muy im-
portantes sobre los grandes esfuerzos que hicieron todos
aquellos que tenían algo que perder por ver si podían
reorientar la economía de la Isla tratando de desarrollar
la agricultura importando labradores y haciendo experi-
mentos con semillas europeas para determinar qué cul-
tivos podían resultar rentables. Asimismo hay noticias
de que hubo sugerencias para instalar industrias para fa-
bricar escudos con las conchas de carey, que era abun-
dante en la Isla, y para fabricar bergantines con madera
de pino y de caoba, y para procesar la goma del copey
que parecía ser útil para proteger de la broma los cas-
cos de los barcos. Pero entre todas esas sugerencias hubo
dos que se destacaron notablemente por las ventajas que
ofrecía el mercado europeo: la explotación de la caña de
azúcar y la creación de plantaciones de cañafístola que
se utilizaba mucho en Europa como purgante.
Tocó a los Padres Jerónimos aceptar esas sugerencias
para construir molinos de fabricar azúcar y fomentar la
construcción de los mismos otorgando préstamos a to-
dos aquellos que quisieron invertir los dineros acumula-
dos durante los años de la explotación de las minas en
ese negocio, así como en la siembra de miles de árboles
de cañafístola para la exportación de sus frutos. Los Pa-
dres Jerónimos fueron enviados por el Cardenal 'Cisne-
ros a la Española a fines de 1516 a poner en orden las co-
sas de la Española deteniendo la implacable explotación
de los indios que los había reducido a unos 11,000 en 1517.
Su nombramiento fue uno de los resultados del cambio
de gobierno que se operó en España a raíz de la muerte
del Rey Fernando en febrero de 1516, pues debido a
la minoría de edad del Príncipe heredero Carlos, que se
encontraba en Flandes, el Cardenal Cisneros, antiguo con-
67

BIBLIOTECA MAC I O N AL
PBDRO -ÍEMRÍQUE:: IJRENJO.
r.CPÚCLIC« DOMi NM CANA
fesor de la Reina, fue nombrado para que actuara como
regente hasta tanto Carlos alcanzara la edad requerida
para hacerse cargo del trono. Impresionado por la propa-
ganda de los dominicos que se hallaban en campaña con-
tra las encomiendas y la explotación de los indios desde
el famoso sermón de Montesinos de 1511 y conmovido
por el celo fanático de un antiguo encomendero ahora
metido a clérigo, llamado Bartolomé de las Casas, Cis-
neros destituyó a los asesores de Fernando para los asun-
tos de Indias y decidió llevar a cabo un plan para arran-
car de manos de los encomenderos de la Española todos
los indios que quedaban y poner éstos otra vez bajo el
mando de sus caciques agrupándolos en pueblos que los
Padres Jerónimos construirían para que los nativos que
quedaban pudiesen vivir en paz y multiplicarse.
Ese plan fracasó rotundamente debido a la muerte
del Cardenal justamente cuando Carlos se hacía cargo
del trono y debido a las intrigas políticas de los anti-
guos cortesanos fernandistas que al volver a la Corte con
el nuevo Rey hicieron destituir a los Padres Jerónimos y
repusieron en sus cargos a los Jueces de Apelación que
habían sido sometidos a juicio acusados de diversos de-
litos. Y fracasó también debido a que cuando los Padres
estaban listos para empezar a mudar los indios a los
mencionados pueblos, acaeció una epidemia de viruelas
que acabó con las dos terceras partes de ellos, entre
diciembre de 1518 y enero de 1519, reduciendo la ya pe-
queña-población aborigen a unos 3,000 indios aproxima-
damente, y obligando a los Padres a mantener el sistema
de las encomiendas funcionando para que el resto de la
población española no acabara abandonando completa-
mente la Isla. Así, los Padres Jerónimos se vieron obliga-
dos a aceptar la situación que ellos consideraban creada
por la Providencia y se dedicaron a facilitar dinero en
préstamo a todos aquellos que querían permanecer en
la Isla invirtiendo sus capitales en la construcción de m o
68

BIBLIOTECA I-IACTOR-JAL
PHTF.O -fENJRjQUEZ UREIMA
l L r C i. - * HII-UCÁÍJ*
i- CU' < v
linos para fabricar azúcar. En 1519 apenas se pudieron
obtener unos 2,000 pesos de oro en las minas y eso sig-
nificabaconla extinción de la economía aurífera conjunta-
mente
posible su desarrollo.
a 1 , • » / 1 1 1 , . .
y : ' . M V' V

IV
AZUCAR, NEGROS Y SOCIEDAD
(1520-1607)

AUNQUE LA INDUSTRIA AZUCARERA empezó a de-


sarrollarse como tal a partir del gobierno de los Padres
Jerónimo, se sabe que desde 1506 había en la Concepción
de la Vega un vecino de nombre Aguilón que había fabri-
cado unos instrumentos con los cuales preparaba rústica-
mente algún azúcar que era consumido por personas de
esa localidad. Las cañas que Aguilón utilizaba eran descen-
dientes de las primeras cañas introducidas en la Espa-
ñola por Cristóbal Colón durante su segundo viaje y fue-
ron plantadas en la Isabela demostrando sus inmensas
posibilidades de desarrollo y adaptación al clima de la
Isla. El negocio de Aguilón parece haber sido bueno, pues
en 1514 el Alcalde de la Concepción Miguel de Ballester
también se animó y empezó a construir un pequeño trapi-
che para fabricar azúcar y venderla en esa ciudad. Con
todo, la mayor parte del azúcar tenía que ser importada
desde España y las Islas Canarias, pues la producción de
la Concepción apenas daba para el mercado local y nada
más. El alza de precios que sufrió el azúcar en Europa a
partir de 1510 fue percibida por los vecinos de la Espa-
ñola y estimuló a otro vecino llamado Gonzalo de Vellosa
a construir un ingenio en la costa sur de la Isla para
aprovechar la cercanía del mar y del puerto de Santo Do-
mingo y exportar su producto. Esta idea de Vellosa de-
mostró que si se quería invertir fondos en la construc-
ción de ingenios, éstos debían ser establecidos cerca de
Santo Domingo, donde había facilidades de transporte <
y donde también residía la mayor parte de la élite de la

l M B L , O T eCA N A C I O N A L ,
y PEDRO -lEMRÍQUEI UREXIA
I C P Í O U C ^ BOMlÑIC/iN*
colonia que se había enriquecido con el negocio de las
minas v las encomiendas en los años anteriores. La ciu-
dad de Santo Domingo era para 1520 el único sitio donde
quedaban vecinos suficientemente enriquecidos como
para invertir grandes capitales en la construcción de in-
genios y era también el verdadero centro administrativo
y político de la Isla, pues a medida que los indios y el oro
se fueron agotando, las demás ciudades, villas y lugares
fueron despoblándose llegando incluso a desaparecer dos
de ellas y fundirse las poblaciones de otras para facilitar
la supervivencia de los vecinos.
Fue, pues, en Santo Domingo donde surgió la mayor
parte de los inversionistas azucareros, pues su cercanía
con los principales administradores de la Colonia les per-
mitió obtener préstamos para ayudar al financiamiento
de sus ingenios con relativa facilidad. Ahora bien, a juz-
gar por la lista de las personas que recibieron esos prés-
tamos, solamente se benificiaron de los mismos aquellos
individuos que ya pertenecían desde hacía años al gru-
po oficial ligado a Pasamonte y a los Jueces de Apelación
desde los tiempos en que se formaron los bandos políti-
cos en el gobierno de Diego Colón. De manera que la
industria azucarera sirvió de soporte económico para ase-
gurar la continuidad del poder económico de los gran-
des encomenderos, quienes sin tardanza trasladaron sus
fortunas de las minas a los ingenios. La política de los
Padres Jerónimos fue continuada por su sucesor, Rodri-
go de Figueroa, quien a mediados de 1520 comunicaba a
la Corona que los encomenderos ya habían construido seis
molinos, tres de los cuales se encontraban produciendo
azúcar. Esos primeros ingenios utilizaron mano de obra
esclava compuesta por los pocos centenares de indios que
quedaban y por varios centenares de negros esclavos que
desde 1518 estaban siendo importados para sustituir a
los indios en la realización de las tareas físicas que la
economía de la Isla iba a necesitar en el futuro. Las pri-
meras noticias de un embarque de azúcar hacia el exte-
72

BIBLIOTECA N A C I O N A ! .
•?t" n PEDRO -MEMR.ÍQUEZ URElílA
REPÚBLICA D S M I N K A N *
rior datan de 1521 y se sabe que al año siguiente exporta-
ron unas dos mil arrobas, que al precio de dos ducados la
arroba anticipaban unos beneficios muy altos que pro-
metían amortizar prontamente el capital invertido.
Fue precisamente lo lucrativo de este negocio lo que
movió a las gentes principales de la Colonia a embarcar-
se de lleno en el mismo. Se sabe que Miguel de Pasamon-
te, el Tesorero; Juan de Ampies, el Factor; Diego Caba-
llero; el Secretario de la Audiencia; Antonio Serrano y
Francisco Prado, dos importantes regidores de Santo Do-
mingo; Esteban Justinián, mercader genovés; Cristóbal
de Tapia, Veedor; Francisco de Tapia, Alcaide de la For-
taleza de Santo Domingo; Lope de Bardecí, gran enco-
mendero; Jácome de Castellón, negociante de esclavos
indios; Hernando de Gorjón, gran encohiendero de Azua;
Alonso Dávila, regidor; Francisco de Tostado, Escribano
de la Audiencia, y el mismo Diego Colón que regresó con
su flamante título de Virrey en 1520, todos estos hom-
bres principales construyeron ingenios, además de otros
más que invirtieron en la construcción de esos molinos
y trapiches unas veces como socios de los ingenios men-
cionados y otras veces como accionistas de compañías
más amplias que tenían hasta cuatro miembros. Así, en
1527 ya había en la Isla 19 ingenios y 6 trapiches fun-
cionando a plena capacidad y enviando sus azúcares al
puerto de Santo Domingo, los del Sur, o exportando di-
rectamente por Puerto Plata los dos que fueron construi-
dos en esa región. Un ingenio era un molino que funcio-
naba utilizando fuerza hidráulica, mientras que un tra-
piche utilizaba fuerza animal, generalmente bueyes o ca-
ballos. La mayor parte de esos ingenios y trapiches fue-
ron construidos en las riberas de los ríos Ozama, Haina,
Nizao, Nigua, Ocoa, Vía y Yaque del Sur haciendo de
esta zona de la Isla la región productora de la mayor
parte del azúcar producido en la Colonia.
La industria azucarera seguiría desarrollándose más
todavía a partir de 1527, pero entretanto la Colonia ha-
73
bía venido sufriendo una transformación radical en casi
todos los aspectos de la vida social, económica y política.
En vista de que para sembrar, cultivar y cortar la caña
hacían falta gran cantidad de trabajadores, los Padres
Jerónimos habían aceptado las sugerencias de los co-
lonos en el sentido de obtener de la Corona el permiso
para importar negros bozales al fiado, esto es, negros
salvajes sacados directamente de Africa para ser paga-
dos poco a poco, a medida que el negocio del azúcar se
fuera desarrollando. Los Padres Jerónimos así lo hicie-
ron y sus proposiciones fueron aceptadas por Carlos V,
quien interesado en favorecer a uno de sus cortesanos le
otorgó licencia al Gobernador de Bresa Lorenzo de Gra-
menot para que pudiera importar hasta 4,000 negros es-
clavos en la Española y pudiera venderlos allí a los que
construían molinos de azúcar. Gramenot, desde luego,
no pensaba dedicarse directamente al negocio y vendió
los derechos de esta licencia a una compañía de geno-
veses de la cual era accionista el mismo Tesorero Real
en España en la suma de 25,000 ducados, lo cual da una
idea de la magnitud del negocio y de los precios que iban
a costar los negros una vez llegados a Santo Domingo.
Esos genoveses, de la Casa Centuriona, fueron bastante
ágiles en proveer de negros a los ingenios de la Española,
tanto que aun antes del período fijado para introducir-
los todos, introdujeron la mayor parte de la mano de
obra que se necesitaba. Sin embargo, pese a que esa li-
cencia implicaba el otorgamiento de un monopolio por
ocho años, Carlos V no dejó por eso de favorecer a
otros amigos cortesanos y miembros de la oligarquía co-
lonial de la Española concediéndoles el derecho de im-
portar por sus propios medios diversas cantidades de
negros que oscilaban entre una docena y cuatrocientas
cabezas. Así, poco a poco fue poblándose la región sur de
la Isla en los lugares donde había ingenios de negros es-
clavos, cuyo costo por cabeza oscilaba entre los 90 y los
150 pesos, lo cual obligaba a los dueños de los ingenios a
74

BIBLIOTECA MAC ION AL


dispensarles un tratamiento que aunque los obligara a tra-
bajar a plena capacidad, no los matara como a los in-
dios para no perder de esta manera su inversión.
Al mismo tiempo que se poblaba la tierra con nuevos
grupos de negros, se producía entre la población espa-
ñola de la Isla el fenómeno inverso. La mayor parte de
la gente blanca, que ya estaba convencida que el oro era
un sueño de otro tiempo y que si no tenía capital acumu-
lado no podría sobrevivir, siguió emigrando con mucho
mayor intensidad que antes, después de la crisis de pre-
cios provocada en la Española por la falta de mercan-
cías provenientes de España debido a la revuelta de los
Comuneros en 1520 y debido, sobre todo, a las inflaman-
tes noticias que empezaban a llegar desde Cuba anuncian-
do que en México se habían descubierto nuevas tierras
inmensamente pobladas de indios en donde había una
abundancia de oro nunca imaginada. Tan grave resultó
ser la emigración de gente blanca desde la Española que
ya en 1528 habían desaparecido 5 pueblos y los que que-
daban eran la Concepción, Santiago, Puerto Real, Higüey,
Azua, San Juan de la Maguana, Santa María del Puerto,
Salvatierra de la Sabana y la Yaguan, que apenas reunían
entre todos unos 200 vecinos que eran unas 1,000 per-
sonas, además de las 3,000 que aproximadamente había
en la ciudad de Santo Domingo. Esto era muy grave para
la gente que se quedaba, puesto que todavía se recorda-
ba la Rebelión de negros ocurrida en diciembre de 1522
y, además, existía un estado de guerra declarada contra
unos doscientos indios acaudillados por el cacique En-
riquillo en las montañas del Baoruco, que bajaban de las
mismas y azotaban los centros de población española en
el sur de la Isla. Por esta razón, la Corona, a petición
de las autoridades de la Isla, incluso llegó a prohibir con
la pena de muerte en 1526 la salida de gente española de
la Colonia. Con todo esa prohibición no alcanzó el fin
buscado y, no obstante la misma, la gente siguió emi-
grando.
75
T i ñ l k ^2l i

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO HEhlRÍQUEZ LIRElíiA
R. : r - D L I C - o O • I S I C A -• ••>
El resultado de estos acontecimientos fue la apari-
ción de un proceso de ruralización en la vida social de
la Colonia. Los ingenios pasaron a ser los más importan-
tes centros de población y también los más importantes
centros de producción económica en la Isla. Esto trajo
como consecuencia, asimismo, una notable descentraliza-
ción del poder político, puesto que cada uno de los se-
ñores de ingenios fue convirtiéndose poco a poco en el
verdadero foco de autoridad en la región donde se en-
contraba su molino. Esto, unido a la ausencia de un go-
bierno estable durante los años 1523 y 1528 consolidó
definitivamente el poder de los dueños de ingenios, pues
el mando político de la Colonia estuvo después de la sa-
lida de Diego Colón de la Isla en 1523 en las manos de
los Oidores de la Real Audiencia, quienes eran al mis-
mo tiempo dueños de ingenios y estaban comprometidos
con los intereses de este grupo social reducido y pode-
roso. Cuando el Obispo Sebastián Ramírez de Fuenleal
llegó en 1528 como Presidente de la Real Audiencia y Go-
bernador de la Colonia con instrucciones de salvaguardar
y defender los intereses reales, ya el grupo del azúcar
se encontraba completamente estructurado y poseía in-
tereses económicos que chocarían eventualmente con la
política económica de la Corona española empeñada en
mantener un monopolio absoluto sobre sus colonias en
el Nuevo Mundo. Pero entretanto la Corona seguía inte-
resada en fomentar al máximo el desarrollo de la indus-
tria azucarera, lo cual sólo podía conseguir protegiendo
los intereses del grupo del azúcar hasta donde fuera po-
sible. Por esa razón, en 1529 la Corona expidió una ley
por medio de la cual estableció que ningún ingenio podía
ser embargado ni ejecutado judicialmente por las deu-
das contraídas por sus dueños, lo cual vino a reforzar la
ya privilegiada posición de los señores de ingenios, quie-
nes habían obtenido anteriormente la exoneración de im-
puestos en la importación de todas las maquinarias ne-
cesarias para la construcción de sus molinos, así como

ISISI
IBLIOTECA NACÍ
la exención del pago de los diezmos eclesiásticos que cons-
tituían una pesada carga fiscal para cualquier ramo de
la producción. Otros privilegios acordados por la Coro-
na a los dueños de ingenios fueron el derecho de patro-
nato sobre los curas y capillas existentes en sus predios,
así como el derecho de mayorazgo sobre sus bienes y pro-
piedades, de mañera que los ingenios pasaran indivisos
de padres a hijos sin que la muerte de los primeros lle-
varan a la quiebra las industrias en razón de pleitos por
intereses sucesorales. Lo único que la Corona no llegó a
conceder, porque Carlos V lo consideró excesivo, fue la
petición de los señores de ingenios en 1538 para que les
fueran dispensados blasones nobiliarios que les otorgaran
privilegios similares a la gran nobleza española de la
época. Carlos probablemente tenía en mente la traición
de algunos nobles durante la Revuelta de los Comuneros
años atrás, así como las enormes dificultades que con-
frontaba día tras día durante esos años con una nobleza
desobediente y ambiciosa en Alemania.
La única ciudad que no sintió inmediatamente el peso
de la emigración de gente española hacia México y Perú
en las décadas de 1520 a 1540 fue Santo Domingo, en ra-
zón de que a través de ella era por donde llegaban los
técnicos canarios y portugueses que venían a trabajar en
los ingenios azucareros y por donde llegaban también y
se subastaban los centenares de negros que periódica-
mente traían ora los genoveses, ora los alemanes, ora los
portugueses a quienes la Corona española concedió licen-
cias sucesivamente para dedicarse con exclusividad a ese
negocio. El puerto de Santo Domingo se mantenía bulli-
cioso y pujante día tras día a medida que los ingenios
se multiplicaban y la producción de azúcar aumentaba,
pues era allí desde donde se exportaba el azúcar produ-
cido en el sur de la Isla. A esta ciudad iban a disipar los
solteros que trabajaban en los ingenios y a visitar sus
prostíbulos instalados legalmente a partir de 1526. En
Santo Domingo, asimismo había mercaderes gruesos liga-
77

KIB_OT~CA NACIONAL
PBDRO H E M R l Q U E I UREÑÍ&
dos a grandes casas comerciales y bancarias
alemanas, genovesas y portuguesas que actuaban a través
de terceras personas para escapar de las prohibiciones
contar el comercio de extranjeros impuestas por España
y que buscaban por su parte comprar azúcares, cueros,
cañafístolas y sebos, vendiendo a cambio, a muy subidos
precios, innumerables mercancías que eran importadas
periódicamente en las naves que venían de Sevilla a car-
gar esas materias primas. Un documento de 1528 mencio-
na 33 mercaderes radicados en Santo Domingo en esa
fecha, todos dependientes, en un modo o en otro, de las
grandes casas de Sevilla que ejercían un monopolio abu-
sivo sobre el comercio y la navegación con las Indias Oc-
cidentales. Sin embargo, a pesar del monopolio que ha-
cía subir los precios, en las calles de Santo Domingo se
veían las gentes enriquecidas vestir las sedas, tafetanes,
bordados y brocados más caros importados a través de
España de otras partes de Europa, y en las casas seño-
riales de los ingenios así como en las principales casas
de los mercaderes se consumían alimentos y bebidas im-
portadas a seis veces más su precio original. Casi nadie
quiso dedicarse a otras actividades alejadas de la pro-
ducción de azúcares, la ganadería y la recolección de
campeche y cañafístolas en la Española durante esos
años, porque esas eran las actividades que proporciona-
ban los recursos que podían ser cambiados por esas mer-
cancías que hacía la vida más cómoda y llevadera en
Santo Domingo. Así, la vida siguió discurriendo alrede-
dor de los ingenios y del muelle de Santo Domingo du-
rante varias décadas, hasta que las circunstancias cam-
biaron.
Los ingenios eran al mismo tiempo una plantación y
una industria. Los mismos requerían el cultivo y corte
de grandes cantidades de caña y era necesario un acre de
caña para producir 1 tonelada de azúcar, esto es, 80 arro-
bas. Un ingenio grande podía producir unas 125 tonela-
das por año o lo que es lo mismo unas 10,000 arrobas por
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II 3 1
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PB3RO -flENRÍQUEZ LJREM&
r.erÚBLiCA SSHINICAN*
año, y se sabe que había ingenios poderosos que produ-
cían más de esa cantidad todavía. La tierra del ingenio
estaba dividida en tres: una parte se dedicaba al cultivo
de la caña, otra al cultivo de yuca y otros víveres nece-
sarios para alimentación de los negros y la otra al corte
y recogida de leña para los calderos. Todo el trabajo
ligado a la tierra era realizado por los esclavos negros
que eran supervisados en su realización por capataces
españoles o por negros o mulatos libres que habían ga-
nado la confianza del señor. El molino era manejado por
los llamados'«maestros del azúcar» generalmente de ori-
gen canario, italiano o portugués, que habían sido con-
tratados ganando muy altos salarios, pues en las Islas
Canarias había una larga tradición azucarera, lo mismo
que en Sicilia. En 1535 había 200 portugueses trabajando
en los ingenios. El trabajo de estos técnicos era el más
delicado de todos pues del mismo dependía la calidad
final del producto. Sin embargo hay noticias de que con
el tiempo, hubo negros que fueron adentrándose en los
secretos del arte de hacer azúcar y pasaron a trabajar
como especialistas en estas labores. También se sabe de
muchos negros que aprendieron oficios muy necesarios
dentro de la logística interna de la producción azucare-
ra, tales como carpinteros, herreros, caldereros, hache-
ros, aserradores, encajadores, carreteros, prenseros, mo-
ledores, purgadores, además de las mujeres que traba-
jaban como cocineras, lavanderas y hortelanas o como
sirvientas en la casa de la familia del señor del ingenio.
Había ingenios como el de Melchor de Torres que lle-
garon a tener una población esclava de hasta 900 negros,
pero en general la población esclava era variable y osci-
laba entre los 60, que era al parecer la cifra mínima, y
los 500, en ingenios más grandes. La multiplicación de los
ingenios y trapiches hasta llegar a unos 35 en 1548 y la
continua introducción de esclavos para hacer frente a
la creciente mano de obra infló grandemente la pobla-
ción negra en la Española. Melchor de Castro, en 1546,

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PH3RO -JENRÍQUEZ UREMIA
r . c r ú o u c A o o F-1.1 mi C A r ^
afirmó que los negros debían llegar a unos 12,000 contra
una ppblación blanca que no pasaba de las cinco mil
personas.
Esta diferencia demográfica ya hacía años que estaba
produciendo sus efectos en la vida de la Colonia, .pues
con tan poca población española era muy difícil man-
tener un control demasiado estricto sobre las masas de
trabajadores en los ingenios y los negros continuamente
se escapaban de los ingenios huyendo hacia los montes
en donde se juntaban con los que hablaban su misma
lengua o procedían de tribus cercanas en Africa. Como se
sabe el alzamiento de negros era cosa usual donde quie-
ra que éstos eran utilizados como mano de obra esclava
por los europeos. Los pocos negros esclavos que fueron
introducidos como sirvientes por algunos acompañantes
de Ovando se escaparon y no volvieron a ser atrapados
jamás, según comunicó Ovando a la Corona en 1503.
Cuando en 1515 y años subsiguientes se discutía en la
Española sobre la necesidad de importar negros escla-
vos para utilizarlos en los propuestos ingenios azucare-
ros, hubo sugerencias de vecinos que aconsejaron que
los esclavos que fueran introducidos se sacaran directa-
mente de Africa y no de los que ya había en algunas ciu-
dades de España, pues éstos últimos conocían muy bien
el castellano y podían comunicarse entre sí para urdir
tramas y levantarse contra los españoles. Estos negros
ya occidentalizados eran llamados ladinos para diferen-
ciarlos de los que se sacaban directamente de sus tribus
en Africa, que eran llamados bozales. Pero con todas y
estas precauciones, los negros que fueron importados por
los genoveses a quienes Gramenot vendió su licencia
en 1518 también resultaron peligrosos porque pertene-
cían a una tribu famosa por su orgullo y altivez y reacia
a aceptar maltratos y trabajos pesados, que era la tribu
de los gelofes. Además, el hecho de que entre ellos exis-
tiera una lengua común facilitó la conspiración que es-
80
I 2 V
talló en rebelión en diciembre de 1522 en los ingenios
del Almirante Diego Colón y de Melchor de Castro.
Esta rebelión fue prontamente reprimida después que
los negros se habían dirigido a los alrededores de Azua
y Ocoa con el ánimo de estimular a otros esclavos de los
ingenios de esas regiones a seguirlos, posiblemente ha-
cia el Baoruco, donde se encontraban alzados desde 1519
el cacique Enriquillo y su gente. Sin embargo la repre-
sión de la misma no logró detener los alzamientos indi-
viduales que por falta de policía se producían continua-
mente, pues es sabido que en 1533 cuando Enriquillo con-
vino con los españoles había muchos negros viviendo en
el Baoruco, los cuales siguieron siendo perseguidos por
los españoles utilizando ahora guías indios» facilitados
por Enriquillo. Y era que esos negros alzados, lo mismo
que lo habían sido los indios de Enriquillo durante toda
la década de 1520, constituían un peligro para la vida y
el desenvolvimiento de los ingenios del sur de la Isla,
pues los merodeos continuos y los robos de ganados a
los vecinos que habitaban en hatos de los alrededores
hacían todavía más difícil la vida en una región que cada
día se despoblaba más y perdía sus caminos bajo la ve-
getación que crecía sobre ellos por falta de tránsito. Ade-
más del peligro para las vidas y haciendas de los cam-
pos del sur, la guerra del Baoruco también resultó ser
un motivo de gran irritación para la mayor parte de los
habitantes de Santo Domingo, pues a partir de 1523 en
que se declaró formalmente la guerra a Enriquillo, las
autoridades impusieron impuestos a los precios de la car-
ne que elevaron aún más el alto costo de la vida en San-
to Domingo, para con esos ingresos financiar los gastos
de las patrullas militares que eran enviadas continuamen-
te a perseguir a los indios alzados y a los negros cima-
rrones. Los más afectados por el impuesto fueron los re-
sidentes en la ciudad de Santo Domingo, esto es, merca-
deres, artesanos y gente común que no producían carne
y no poseían ganados y se veían obligados a pagar altos
81

IS1IBI
BIBLIOTECA. NACIONAL.
P K R O H E N R f Q U E r IJREÑ1A
I. CrÚTBLJ C A DOHINICAISI.«
precios por un artículo tan abundante. Existen noticias
de las protestas de estos grupos y de lo impopular del
impuesto, así como de la misma guerra que cuando llegó
a su fin había costado la suma de 34,000 pesos aproxi-
madamente, lo cual era una cantidad de dinero bastan-
te alta para la época.
Sin embargo, a juzgar por las noticias de años subsi-
guientes, los negros del Baoruco no fueron del todo ex-
terminados, pues en 1537 se menciona la existencia de un
grupo de negros alzados —cimarrones— comandados por
un líder que respondía al nombre castellano de Juan Va-
quero que andaban por las sierras del sur y asaltaban
a los españoles de los alrededores esporádicamente. Los
alzamientos continuaron sucediéndose durante los años
posteriores a esa fecha, pues en 1542 el Arcediano de
la Catedral Alvaro de Castro escribía al Consejo de In-
dias diciendo que él creía que debían haber de 2,000
a 3,000 negros alzados en el Cabo de San Nicolás, en los
Ciguayos —esto es, la región comprendida entre Río San
Juan y Nagua—, en la Punta de Samaná y en el Cabo de
Higüey. La cifra sorprende por lo alta, pero hubo gente
como Girolamo Benzoni, un viajero italiano que pasó va-
rios meses en la Isla, que la creyeron ascendente a 7,000
negros cimarrones en ese año. Como quiera que fuese, lo
cierto es que esos negros alzados una vez que se encon-
traban libres buscaban agruparse con aquellos otros que
hablaban su propia lengua y pertenecían a su propia tribu
o a tribus emparentadas. A juzgar por estas informacio-
nes estos grupos de cimarrones vivían organizados en
naciones con una organización social y económica pro-
pia y hasta con un sistema fiscal que permitía man-
tener a los jefes que los dirigían. Socialmente se orga-
nizaban de acuerdo a los patrones culturales de las re-
giones africanas de donde procedían y trataban de vivir
conforme a sus propios modos de organización familiar
recreando también sus propias formas de vida religiosa
y política. Su mantenimiento lo extraían de los robos que
82
cometían contra los pequeñísimos poblados españoles del
interior de la Isla o contra los ingenios o contra los ha-
bitantes de los hatos que encontraban a su paso. En
vista de que esos robos se sucedían continuamente, en
poco tiempo se desarrolló entre ellos y entre los diversos
grupos un intenso comercio de mercancías y objetos ro-
bados y llegaron incluso a utilizar negras libres llamadas
ganadoras con el encargo de ir a Santo Domingo a ne-
gociar los productos de esos robos. A medida que pasaba !

el tiempo el miedo entre la población crecía, pues exis-


tía la seguridad entre los blancos de que debido a la
superioridad numérica de los negros no estaba lejos el
día en que toda la Isla llegaría a estar sometida a ellos
si no se ponía remedio a la situación.
Para impedir esta eventualidad fue nombrado Gober-
nador y Presidente de la Real Audiencia el Licenciado
Alonso de Cerrato en 1543, La situación en que encontró
la Isla era de un miedo tal que la población blanca no
se atrevía a salir a los campos si no era en partidas de
quince o veinte personas armadas, pues los negros tam-
bién andaban armados de lanzas y otras armas arranca-
das en el curso del tiempo a los españoles que robaban
o mataban. Se calculaba que en Baoruco solamente ha-
bía unos 300 hombres y mujeres y que en los alrededores
de la Vega merodeaba otro grupo de unos cuarenta a
cincuenta negros cubiertos con cueros de toros, al igual
que los del Baoruco. Según las informaciones el temor
aumentó cuando se alzó otro grupo de esclavos en San
Juan de la Maguana que se unió a un jefe cimarrón de
la zona llamado Diego de Guzmán y asaltaron el pobla-
do dejando en la lucha un español y dos esclavos muer-
tos, además de una casa de purga de un ingenio incen-
diada. La reacción de Cerrato y los demás españoles fue
bastante rápida por la siempre presente conciencia del
peligro de un alzamiento general de los doce mil negros
que se decía había en la Isla. Las autoridades enviaron
83
cuadrillas de hombres armados al Baoruco, donde enta-
blaron combate y pudieron matar a Guzmán y otros 18 ci-
marrones más. Un español fue muerto y otros 16 resul-
taron heridos. El resto de los negros se internó huyendo
en las montañas y detrás de ellos se envió una patrulla
de gente de a pie y de a caballo con dos capitanes con
órdenes de no regresar hasta no haber terminado con
ellos. En la Vega, entretanto, también había tenido lugar
otra ofensiva contra los cimarrones. Cerrato también
trató de acabar con la hegemonía que por diez años había
mantenido un jefe negro llamado Diego del Campo y
lanzó contra éste y su gente una cuadrilla de españoles.
Los negros huyeron al Baoruco no sin antes pasar por
Azua y San Juan de la Maguana donde quemaron casas
de purga de los ingenios. Aunque se intentó posterior-
mente llegar a un acuerdo de paz con estos grupos, los
españoles adujeron que el mismo había sido violado por
los negros y recrudecieron las persecuciones logrando
atrapar muchos de ellos que fueron ahorcados, asaetea-
dos, quemados o castigados a perder cercenados sus pies.
Tan efectiva resultó esta batida que Diego del Campo fi-
nalmente se sintió acosado y se refugió en la casa de un
hidalgo residente en Puerto Plata, desde donde pidió per-
dón y se ofreció entonces a perseguir a sus antiguos com-
pañeros a cambio de su vida. Los españoles aceptaron el
trato y con tan valiosa ayuda pudieron hacer grandes da-
ños a los cimarrones. Ya en junio de 1546, Cerrato podía
escribir a la Corona que «lo de los negros cimarrones
está mejor que ha estado de veinte años a esta parte.»
Y no mentía.
Esas campañas militares costaron bastante dinero y
para sufragar las mismas hubo que volver a poner im-
puestos a la carne y a otras mercancías, aumentando to-
davía más el ya prohibitivo costo de la vida en Santo Do-
mingo. Así, con el desagrado de todos los precios de la
harina subieron hasta valer 70 castellanos una pipa; el
84
vino, 40 castellanos la pipa; una carga de casabe de dos
arrobas, 2 castellanos y una fanega de maíz, si se halla-
ba, 2 castellanos. Las otras mercancías importadas de
España llegaban a valer hasta seis veces más que en Euro-
pa y los fletes costaban ahora de cuatro a cinco veces
más de lo que costaban antes, debido a la peligrosidad de
la navegación en el Mar Caribe por la presencia de cor-
sarios en sus aguas. Por un momento pareció como que
las cimarronadas iban a volver a estallar, al comenzarse
en 1548 la persecución de un jefe negro llamado Lemba
que desde hacía más de quince años se encontraba alza-
do en la región de Higiiey y a quien seguían unas 150 per-
sonas. Sin embargo, pese a la huida de estos cimarrones
montados a caballos, finalmente fueron atrapados dán-
doseles muerte a fines de septiembre de 1548. Con todo,
a pesar de la efectividad de las armas españolas, hubo
otros que pudieron escapar uniéndose a un nuevo grupo
de quince o veinte que asolaba la región de la Vega nue-
vamente, pero que no llegaría a asumir las proporciones
de sus antecesores,
Pese a lo que se ha sostenido insistentemente en al-
i

gunos textos de historia, las cimarronadas no arruinaron


ni afectaron decisivamente la producción de la industria
azucarera. Las estadísticas de datos recogidos en archi-
vos españoles demuestran que a pesar de la inquietud
existente en la Isla durante todos estos años los comer-
ciantes de Santo Domingo y los señores de ingenios si-
guieron exportando azúcar hacia España unas veces di-
rectamente hacia Sevilla, otras, vía Portobelo, en Pana-
má. Se sabe ya a ciencia cierta que entre 1536 y 1565
que son casi treinta años entraron y salieron del Puer-
to de Santo Domingo y de otros puertos de la Isla 803 na-
vios que traían mercancías y manufacturas y llevaban a
su regreso sus bodegas cargadas de los productos de la
tierra, azúcar, cueros, cañafístola, guayacán y sebo, en-
tre otras cosas. Es cierto que algunos dueños de inge-
nios se quedaron cortos de capital por diversas causas
85

BIBLIOTECA MAC _
F'HJR(3 -SENRÍQU6T LIREWA,
*.-rúeuc¡jskim ct
durante el período y tuvieron que ceder o vender sus
ingenios a los empresarios más grandes y también es
cierto que hubo unos pocos casos en que pequeños mo-
linos desaparecieron debido más a la incapacidad téc-
nica y administrativa de sus propietarios o gerentes que
a los alzamientos. En realidad, lo que fue ocurriendo con
el tiempo fue la concentración de los ingenios en las ma-
nos de cada vez menos personas, pero siempre personas
ligadas en un modo o en otro a los negocios oficiales de
la Colonia. De acuerdo con la lista de los dueños de in-
genios preparada por Oviedo en 1548, de los veinticinco
molinos que él dice que producían azúcar en la Isla en
ese momento 20 pertenecían a individuos ligados al ca-
bildo de Santo Domingo o al gobierno de la Colonia. De
acuerdo con la Relación del Oidor Echagoian escrita en
1568, había en ese año unos 30 molinos funcionando en
la Isla y la mayoría de los mismos se encontraban en
manos de los descendientes de sus fundadores que se
agrupaban en los cabildos, sobre todo en el de Santo Do-
mingo, para defender sus intereses. En este último año,
de los 12 regidores del Cabildo de Santo Domingo, 9 eran
dueños de ingenios y poseían un poder económico no
igualado por ningún grupo social en la Colonia. Con ex-
cepción, quizás, de algunos mercaderes económicamente
fuertes y de los Oidores de la Real Audiencia, política-
mente respetables, los señores de ingenios eran los due-
ños de todo el poder económico, de todo el poder polí-
tico local y los dispensadores del poder social en la Co-
lonia. Ese poder estaba, desde luego, ligado directamente
al volumen de los negocios que se derivaban del volumen
de la producción azucarera, que se mantuvo en niveles
muy altos por lo menos líasta los años posteriores a la
invasión de Drake en^ 1586. Estadísticas elaboradas por
Piere y Hugette Chaunu en su majestuosa obra Seville et
VAtlantique muestran que el azúcar exportado desde la
Española a Sevilla entre 1568 y 1587 alcanzó las siguien-
tes cantidades:
86
TOTAL 295,770
Estas cifras son parciales y corresponden a registros
encontrados por los Chaunu, pero dan una idea sobre el
vigor de la industria azucarera en la Española en la se-
gunda mitad del siglo xvi. Otras cifras de los años 1603
a 1607, extraídas de un documento sacado del Archivo
General de Indias y publicadas por J. Marino Incháuste-
gui en su colección de Reales Cédulas y Correspondencia
de Gobernadores de Santo Domingo, III, 861-863, también
muestran que todavía a principios del siglo xvn la in-
dustria azucarera de la Española luchaba por mantener
los anteriores niveles de producción:
AÑO ARROBAS
1603 13,451 y 24 1/2 lbs,
1604 6,961
1605 8,438
1606 10,000
1607 4,220
43,070 (más otras can-
tidades no
consignadas)

BIBLIOTECA NACIONAL
IP U . I IE
R. crû O LI CA DOMINICANA
Producir todo ese azúcar requería la utilización de
gran cantidad de trabajadores esclavos, que, de acuerdo
con las informaciones de esos años, eran los que hacían
todos los trabajos de la Isla. Según el Oidor Echagoian
el total de los negros de la Colonia que trabajaban en
los ingenios, las estancias-y en el servicio doméstico en la
ciudad para sus amos llegaba a 20,000 en el año 1568,
cifra que parece verosímil si se recuerda que Echagoian
escribió su Relación contestando un cuestionario envia-
do por la Corona para dar cuenta de la situación de sus
colonias en el Nuevo Mundo. Ese alto número de ne-
gros puede explicarse en función de varias razones. Una
de ellas fue que desde 1526 la Corona había dispuesto
que en cada partida de esclavos importados a la Espa-
ñola un tercio fuera de hembras que eventualmente se
aparearían o casarían con los varones y ayudarían a su
multiplicación. Esa orden fue cumplida en varias ocasio-
nes. Otra razón fue el contrabando de negros que desde
los primeros días de la industria azucarera alarmó gran-
demente a la Corona y que no obstante los obstáculos
que quisieron oponérsele continuó durante todp el si-
glo xvi. Otra razón estaba en la continua importación y
aunque es cierto que hubo años en que se sentía una mer-
ma en su disponibilidad, ésta se debía a que los dueños de
ingenios, en connivencia con algunas autoridades, reex,-
portaban el excedente de mano de obra de sus ingenios ha-
cia4Ionduras y otras partes de Tierra Firme y Centroamé-
rica donde lo vendían ganando treinta y cuarenta pesos
por pieza. La reexportación nunca afectó la población
trabajadora de los ingenios, compuesta de hombres y mu-
jeres, y por ello encontramos tan alto número de negros
en 1568 y años posteriores mencionados en las fuentes.
Lo que sí afectó la población negra de la Isla fueron
las enfermedades que cobraron cuerpo de epidemia en
los años posteriores a la invasión de Drake en 1586. Se-
gún informes, en esos días hubo «grandes pestilencias
en los negros con muerte de más de la mitad de los que
88
había», lo cual provocó una crisis de mano de obra en
los ingenios que sirve para explicar una de las tres im-
portantes causas que afectaron la industria azucarera y
motivaron su declinación muy a finales del siglo xvi y a
principios del siguiente. La otra causa que impidió que
la industria azucarera siguiera desarrollándose en la Es-
pañola fue el desarrollo del cultivo del jengibre que co-
menzó a producirse en grandes cantidades a partir de 1581
para su exportación hacia Europa, donde obtenía mejores
precios que el azúcar. Este cultivo también necesitaba del
uso de gran número de esclavos, y los mismos, natural-
mente; empezaron a ser puestos a trabajar en las estancias
de jengibre, sacándolos temporalmente de los ingenios
donde su falta hacía disminuir la producción de azúcar.
A partir de 1581 la utilización de la mano de obra esclava
oscila entre los ingenios y las estancias de jengibre, pero
a medida que los precios de este último aumentaban, los
esclavos fueron siendo dedicados casi exclusivamente a
la explotación de esas estancias, tanto, que ya en 1607, pa-
ra mencionar la última estadística disponible, se produ-
cían en la Isla unos 17,261 quintales de jengibre que valían
unos 103 millones de maravedises. Tan lucrativo e im-
portante era el negocio que también en ese año había mu-
cho menos esclavos trabajando en los ingenios de azúcar
que en las estancias de jengibre. Según el censo de octubre
de 1606, de los 9,648 esclavos que había —pues más de la
mitad de los veinte mil que mencionaba Echagoian ha-
bían muerto después de la invasión de Drake—, sola-
mente 800 trabajadores haciendo azúcar en los ingenios,
y el resto, 6,742, trabajaban principalmente en estancias
de jengibre y en estancias de casabe y de maíz. Una pe-
queña cantidad, 88 esclavos, nada más, estaban dedicados
al servicio doméstico.

*
89
IV
MONOPOLIO Y CONTRABANDO EN EL CARIBE
(1503-1603)

SE CONOCE MUY AMPLIAMENTE el hecho de que


una vez Colón descubrió América, la Corona quiso poner
bajo su monopolio absoluto toda la producción de las
nuevas tierras, así como todas las actividades mercantiles
que se llevaran a cabo entre España y las Indias. Aunque
muy pronto hubo que dejar a un lado esas aspiraciones,
los Reyes pudieron establecer un sistema por medio del
cual la producción de las colonias quedaba reglamentada
conforme a complicados sistemas de regalías, licencias y
mercedes que permitían o restringían el cultivo o la explo-
tación de determinados productos, al tiempo que logra-
ban establecer una política fiscal que garantizaba entra-
das cuantiosas a la hacienda real. Así ocurrió con el im-
puesto de un quinto por todo el oro que se produjera en
las Indias, y también ocurrió con los impuestos llamados
alcabala y almojarifazgo que afectaban, el primero, todas
las operaciones de compra y venta realizadas en las co-
lonias, y, el segundo, que cobraba un siete y medio por
ciento de todas las mercancías importadas por los habi-
tantes de las colonias. De esta manera, lo que los Reyes
no pudieron obtener controlando directamente el comer-
cio y la producción coloniales, pudieron obtenerlo im-
plantando rígidos controles sobre todas las actividades
económicas ligadas a la empresa de las Indias, tanto en
Sevilla como en el Nuevo Mundo. La institución utiliza-
da para controlar esas actividades fue la llamada Casa
de la Contratación que empezó a funcionar como tal a
91

\zm
BIBLIOTECA NACIONAL
-IFSJRÍrjIJS - i IRE
n c r ú u u c « DOMINICAN.»
partir del año 1503 en Sevilla, y sin su permiso no podían
realizarse viajes ni transacciones comerciales entre Es-
paña y las Indias, ni entre las diversas colonias en Amé-
rica, pues en cada puerto del Nuevo Mundo la Casa man-
tenía funcionarios encargados de hacer cumplir las dis-
posiciones reales en el sentido de supervisar la produc-
ción de oro, de piedras preciosas y de los demás produc-
tos de las nuevas tierras, y encargados además de cobrar
los impuestos, y de llevar los libros de cuentas de la ha-
cienda real y de dar permisos para navegar y comerciar
entre las diferentes regiones. Esos funcionarios eran lla-
mados factor, veedor, contador y tesorero del Rey, tanto
en Sevilla como en las colonias.
En un principio, este sistema resultó bastante útil para
organizar las primeras expediciones que siguieron a la
de Ovando de 1502, pues la Casa fue organizada rápida y
eficazmente y sus funcionarios supieron satisfacer las
necesidades de expansión que la empresa de las Indias
había creado. Solamente un organismo especializado como
era esa »institución podía organizar las rutas, los aprovi-
sionamientos, la compra de naves, el reclutamiento de
emigrantes y colonos, la compra de pertrechos y municio-
nes para la defensa de las nuevas posesiones de las In-
dias. Sin embargo, a medida que las colonias fueron ad-
quiriendo vida propia y fueron surgiendo en ellas grupos
con una fisonomía social propia, y a medida que las
economías peninsular y colonial fueron diferenciándose,
también fueron surgiendo intereses locales independien-
tes de los intereses metropolitanos y de los intereses rea-
les, y así fueron produciéndose conflictos que la Corona
española fue incapaz de resolver, sobre todo, en aquellas
áreas en que la vida de los colonos resultaba más decisi-
vamente afectada: la producción y el comercio .Esos con-
flictos tenían su raíz en el proceso de centralización ad-
ministrativa y política iniciado por los Reyes Católicos
desde mucho tiempo antes de que se descubriera Améri-
ca. Pero ahora, dentro del nuevo contexto, adquirieron
92

PEDRO -tgNR(a«JE2 UREM'A


c r ú c ü :. - o :> MI ; i c ••. • . -
matices singulares que reflejaron desde el primer mo-
mento un enfrentamiento entre los intereses locales de
los colonos y los intereses reales de la Corona que eran
los mismos que los intereses del Estado español. En gran
parte, la historia de la política económica del gobierno
español durante todo el período colonial es la historia
de una búsqueda por mantener incólumes las pretensio-
nes absolutistas de la Corona en todos los órdenes —eco-
nómico, político e ideológico—, frente a las incesantes
presiones y demandas de los grupos locales que busca-
ban una atención particular a sus particulares intereses
y que deseaban, antes que nada, la solución inmediata a
sus necesidades económicas.
En la Española, particularmente, estas tensiones se
notaron desde muy temprano sobre todo en lo relativo a
las pugnas que se produjeron entre todos, colonos, Co-
rona y gobernadores, por la apropiación de la mano de
obra indígena para ponerla a producir oro en las minas.
Pero donde este fenómeno produjo sus efectos más dura-
deros fue en lo relativo al control de los comerciantes
sevillanos sobre la vida económica de la Isla, pues se
sabe que estos grupos contaban con el apoyo total de la
Corona, que se encontraba ligada a ellos por una com-
plicada red de compromisos de la cual hablaremos más
adelante. Ese control tuvo sus efectos más notables en la
dinámica de los precios de la Isla, debido a que la Casa
de la Contratación respondía generalmente a los intere-
ses de estos comerciantes, y no fue posible a todo lo largo
del siglo xvi, para los vecinos de la Española, conseguir
que las mercancías que se importaran pudieran ser traí-
das de otras partes de España ni de otras partes de Eu-
ropa, para que con la existencia de un régimen de libre
concurrencia ,1a competencia y el aumento de la oferta
mantuviera un nivel de precios aceptable. Así, no valie-
ron las peticiones de los vecinos de la Española que fue-
ron hechas a través de sus procuradores en los años de
1512, 1518, 1522, 1525, 1531, 1542 y 1546, en el sentido de

. .. . - • >. o
P E P E O -íEWRfQUEZ UREMIA
R.TPÚOLIC^ D O III MÍ C A K<*
que se les permitiera comprar mercancías europeas di-
rectamente a los países que las producían y vender el
azúcar, la cañafístola y los cueros de vacas que se pro-
ducían en la Isla directamente en esos países. La polí-
tica establecida desde 1503 sostenía que no podía comer-
ciarse con extranjeros, ni podía permitirse que los ex-
tranjeros pasasen a las Indias a comerciar sin el riesgo
de sufrir severas penas, y que tampoco podían salir bar-
cos a las Indias como no fuera a través del puerto de
Sevilla —o de Sánlucar y Cádiz con licencias muy espe-
ciales— ni podían enviarse los productos coloniales a
otro puerto español que no fuese Cádiz o Sevilla, dejan-
do así fuera del gran flujo de negocio que generó la co-
lonización a todos los demás puertos de la Península y,
desde luego, de Europa.
Era a todas luces evidente que a pesar de la fuerte
inversión que realizaban continuamente los capitalistas
y especuladores genoveses y franceses en diversas firmas
y compañías sevillanas para aprovecharse del movimien-
to financiero y comercial de Sevilla, España no había po-
dido desarrollar durante el siglo xv ni tampoco durante
el siglo xvi una industria ni una agricultura capaz de sa-
tisfacer las necesidades y demandas de manufacturas y
productos básicos de sus colonias en América. Era nece-
sario, por lo tanto, importar de otros países los produc-
tos más buscados, pagando altos impuestos, para enton-
ces proceder a re-exportarlos hacia las Indias pagando
nuevos impuestos en Sevilla, seguros marítimos, fletes
y otros impuestos en los puertos de destino. De esa ma-
nera cuando las mercancías enviadas desde Sevilla llega-
ban a la Española, por ejemplo, costaban seis veces más
de su precio original. Esta situación no podía generar
sino resentimientos, tanto en las colonias como en Espa-
ña como en el extranjero, en Europa, pues se sabía que
había grupos de capitalistas en Amberes, en el Havre, en
Londres, en Lisboa e incluso en Génova, que querían par-
ticipar en el enorme mercado que se desarrollaba con el
94

¡mm
BIBLIOTECA, NACIONAL*.
FETCRO -JGMRÍQUEZ
f.Cri;81JC«i
URGSSFT
USMIHICANA.;
paso de los años en América y que la Corona española y
los comerciantes de Sevilla mantenían cerrado a pesar
de las protestas.
Una solución de los capitalistas europeos consistió en
mantener agentes en Sevilla encargados de invertir en
compañías que hacían negocios con las Indias ya fuera
como armadores de barcos o como exportadores e im-
portadores de mercancías, o también como prestamistas
y financieros de la mayor parte de los negociantes sevi-
llanos que debido a la falta de capitales existente en Es-
paña desde el mismo siglo xv, andaban siempre necesi-
tados de dinero y no vacilaban en hacer uso del crédito
puesto tan en boga por judíos y genoveses muchos años
atrás. Esos agentes participaban en todo tipo de opera-
ciones y tanto prestaban a mercaderes para ir o enviar
gente a las Indias, como al mismo Rey Carlos V que tam-
bién siempre anduvo muy corto de dinero para pagar
los gastos de sus ejércitos en las guerras italianas o ale-
manas. Así, a medida que fue avanzando el siglo xvi, la
vida económica sevillana se fue haciendo cada vez más
dependiente del capital extranjero que esperaba ansiosa-
mente el regreso de los navios del Nuevo Mundo para co-
brar sus comisiones y porcentajes, tanto a los mercade-
res e inversionistas locales como al mismo Rey que fue
endeudándose hasta tal punto que llegó a haber años
en que todas las remesas de oro procedentes de México
y otras partes estaban hipotecadas mucho antes de ser
embarcadas hacia España. De esta manera la Corona es-
pañola fue haciéndose cada vez más insensible a los re-
clamos de sus subditos en sus colonias que demandaban
libertades para comerciar con otras naciones, puesto que
permitir ese comercio hubiera significado una baja de los
ingresos que percibían tanto el fisco como los acreedores
de la Corona a través de los negocios realizados exclusi-
vamente a través de Sevilla, en donde se exportaba hacia
América con precios altísimos fijados de antemano lo que
se compraba barato en otras partes de Europa, y se ex-
95

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -HENRLQUEZ UREIÍ1A
r.crú O LI C <» O OMINI«Í.NI*
portaba igualmente hacia otros puntos de Europa lo que}
se compraba barato en las colonias. Estos grupos de ca->
pitalistas extranjeros, actuando a través de sus agentes
llegaron a influir decisivamente en la asociación de mer-
caderes de Sevilla, que a partir de 1543 se agrupó en la
institución llamada Consulado. Con el tiempo el comercio
propiamente dicho quedó en manos de genoveses, judíos
conversos y algunos franceses y holandeses, además, des-
de luego, de los mismos españoles, de tal manera que a
mediados del siglo xvi casi todo el oro y la plata y los de-
más productos que llegaban de las Indias a Sevilla esta-
ban comprometidos con firmas extranjeras y en poco
tiempo salían de la Península yendo a reforzar aún más
los capitales de las demás naciones que España original-
mente quería alejar de sus colonias. En 1589 Sevilla llegó
a tener unos 15.000 extranjeros entre su población que
era apenas de unas 90.000 personas.
Esta era una ironía económica que resultaría desas-
trosa para la economía española, puesto que a pesar de
la continua fuga de metales y de materias primas colo-
niales de España hacia el resto de Europa, la masiva im-
portación de oro y plata no dejó de tener sus efectos
provocados por el rápido aunque breve proceso de cir-
culación que acompañaba el ciclo de drenaje de metales
preciosos hacia las fronteras españolas, siendo el más
importante de esos efectos un tremendo proceso inflacio-
nario que subió los precios en el curso del siglo xvi en
más de un 600 %, impidiendo así de una vez por todas
cualquer esfuerzo de capitalización que pudiera haber
surgido durante ese período con el ánimo de crear indus-
trias para colmar las demandas del mercado español y
del mercado americano. De esta manera el oro de las
Indias fue a parar a manos de los grupos financieros eu-
ropeos y sirvió para reforzar las incipientes burguesías
de esos países proporcionándoles mayor cantidad de nu-
merario que al aumentar el circulante existente estimuló
sus economías ya en desarrollo. Estos países pudieron
absorber mejor que España la demanda que la afluencia
monetaria generaba. Este fue un factor de diferenciación
económica muy importante entre España y las demás
potencias europeas.
El otro factor fue la conjugación de la Reforma y los
planes y políticas imperiales de Carlos V en la dinámica
política de la época, pues la Reforma dividió en dos la
Europa del siglo xvi, no solamente en sentido ideológico
sino también político y económico, al permitir a los prín-
cipes del norte de Europa que abrazaron el protestantis-
mo emanciparse definitivamente del Papa y enriquecerse
junto con sus burguesías con las enormes cantidades de
tierras eclesiásticas confiscadas, negándose al mismo
tiempo a someterse a la autoridad de un emperador ca-
tólico que buscaba unificar a Europa dentro de un es-
quema imperial ya anacrónico que correspondía más a
los tiempos de Carlomagno que a los tiempos del Rena-
cimiento y del desarrollo del capitalismo. Fue precisa-
mente la gran ambición de la unidad imperial, que re-
sultaba un pretexto para la protección de sus intereses
dinásticos —territoriales y políticos—, lo que llevó a Car-
los V a enfrentarse con todas las naciones de Europa en
el curso de su reinado lo que terminó definiendo los cam-
pos políticos en Europa y preparó la ruina de la economía
española que comenzó en la segunda mitad del siglo xvi.
Y fue también de las guerras que ese enfrentamiento
produjo, desde donde surgió la respuesta más efectiva al
monopolio español con sus colonias en el Nuevo Mundo:
el corso y el contrabando. No es casualidad que los pri-
meros corsarios de los cuales se tienen noticias de que
anduvieron por las Indias fueran franceses, si se tiene
en cuenta que con ningún rey estuvo Carlos V tanto tiem-
po en guerra como con el de Francia, Francisco I, que
aunque no era protestante no dejó por eso de oponerse
a los planes imperiales de Carlos V y permitió a sus na-
cionales navegar hacia el Caribe para ampliar las depre-
4.
97
daciones que desde hacía años cometían en aguas eu-
ropeas.
Se sabe que ya desde 1513 había corsarios franceses
cerca de las Canarias esperando el regreso de naves pro-
venientes de la Española, y se sabe también que en 1522
un corsario francés de nombre Jean Florín atacó un barco
que iba desde Santo Domingo hacia Sevilla cargado de
azúcar robando su cargamento y llevándolo a su país,
con el consecuente escándalo de las autoridades españo-
las. En 1527 apareció en el puerto de Santo Domingo un
barco inglés que pidió ser admitido para descansar su tri-
pulación y hacerse de agua dulce en la ciudad diciendo
que se había extraviado de ruta después que había salido
a navegar hacia América del Norte. Aunque la Audiencia
le permitió anclar, el alcaide de la fortaleza, Francisco
de Tapia, lo hizo huir a cañonazos, bajo el pretexto de
que eran extranjeros y que buscaban entablar comercio
con los vecinos de la ciudad, pues una vez fondeó la
nave sus tripulantes enseñaron telas y otras manufactu-
ras a los curiosos que fueron a conocer a los recién lle-
gados. Ya en 1526 la Corona también se quejaba de que
pese a las prohibiciones existentes había signos abundan-
tes de que se estaban introduciendo negros de contraban-
do y llamó la atención de la Audiencia para que tomara
medidas en el asunto. En 1537 otro corsario francés, apro-
vechando las hostilidades entre Carlos V y Francisco I
en Europa, atacó la villa de Azua, asaltó y quemó algunas
casas de ingenios, robó azúcar y cueros y de ahí pasó
a Ocoa, donde cometió hechos parecidos. Y en julio de
1540 un navio español que recién había zarpado del puer-
to de Santo Domingo cargado de azúcar y cueros fue
asaltado por corsarios ingleses que andaban en un barco
que tenía un piloto francés. Todos estos hechos fueron
obligando a las autoridades coloniales a pensar en la
construcción de murallas para cercar la ciudad de San-
to Domingo y protegerla contra los corsarios. Ya en 1541
la Corona aprobaba el plan de amurallar la ciudad y daba
98

BIBLIOTECA N A C I O N A L
f PEDRO -IEMRÍQUEZ UREKJA;
permiso para aumentar los impuestos y poner esclavos
negros a trabajar en las obras. Junto con la Española,
también las otras islas del Caribe vieron sus costas visi-
tadas constantemente por corsarios franceses que ame-
nazaban y atacaban sus poblados y robaban a sus ha-
bitantes, o por contrabandistas portugueses y alemanes
que preferían actuar calladamente proporcionando ne-
gros esclavos traídos de las costas de Guinea y Senegal
a cambio de azúcares y cueros. La situación se agravó
tanto que a partir de 1543 la Corona española dispuso
que para proteger los navios que iban y venían entre Se-
villa y las Indias los mismos debían hacer sus viajes con-
juntamente en flotas o grupos de barcos debidamente
resguardados que debían salir dos veces al año tanto de
Sevilla como de los puertos de Veracruz, en México, y
de Nombre de Dios, en el Itsmo de Panamá, de manera
que fuera más difícil para los corsarios atacarlos.
El sistema de flotas alteró notablemente el ritmo y el
flujo de la navegación en el Caribe y sirvió para rematar
el proceso de aislamiento en que Santo Domingo había
ido cayendo desde que se inició la fuga de sus habitan-
tes hacia Cuba, México y Perú en los años anteriores.
Ahora los barcos que quisieran ir a Santo Domingo de-
bían zarpar semestralmente de España junto con la flota
y al llegar al Caribe debían entonces tomar su propia
ruta, solos y sin protección, hasta llegar a Santo Domin-
go navegando por aguas muy peligrosas. Así, poco a
poco, la navegación hacia la Española se fue haciendo
más y más cara, pues los fletes fueron subiendo a medida
que la situación internacional empeoraba debido a los
crecientes costos de los seguros marítimos, que resulta-
ban mucho más bajos para México que para Santo Do-
mingo. El sistema de flotas no funcionó regularmente
hasta 1566 en que entraron los galeones y se reajustaron
las disposiciones de las ordenanzas de 1543 y a partir
de entonces La Habana pasó a ser el puerto más im-
portante del Caribe, quedando Santo Domingo margina-
99
do, pues La Habana quedaba en la misma ruta del golfo
y su puerto era mucho más conveniente para que los flo-
tas hicieran escala y se proveyeran de agua y de provi-
siones necesarias para el viaje de regreso. Entretanto, a
Santo Domingo y Puerto Rico se les asignaron unas cuan-
tas galeras y bajeles a principios de los años de 1550
para que defendieran sus costas contra los franceses que
las rondaban, pero con tan mala suerte que unas fueron
destruidas por las tormentas y huracanes y las demás se
perdieron en manos de los corsarios. Solamente la ter-
minación de la larguísima pugna entre Francia y Espa-
ña en 1559 con la firma del Tratado de Chateau-Cambresy
pudo dar a las atemorizadas autoridades de Santo Do-
mingo el respiro que tanto deseaban, pues a partir de
entonces no fue sino ocasionalmente que volvieron a ver-
se corsarios franceses rondando las costas de Santo Do-
mingo.
Sin embargo, las necesidades económicas de la pobla-
ción pudieron más que las decisiones diplomáticas entre
las potencias europeas, pues aunque con el Tratado de
Chateau-Cambresy se ponía fin a la lucha en Europa, los
habitantes de la Española seguían clamando por la abo-
lición del monopolio y por la autorización para poder co-
merciar libremente con las demás naciones de Europa.
El desarrollo de la industria azucarera, por una parte, y
el jugoso negocio de re-exportación de esclavos negros, ^
por otra, hacía que los señores de ingenios y algunos fun-
cionarios coloniales mantuvieran continuamente sus pe-
ticiones para que la Corona concediera licencias para se-
guir importando más negros. Como la Corona denegó mu-
chas de esas peticiones y como los portugueses, que eran
los principales proveedores de negros en el Caribe, es-
taban dispuestos a venderlos aún ilegalmente, el contra-
bando de negros continuó. Junto con los negros, los por-
tugueses también traían artículos diversos confecciona-
dos en casi todos los países de Europa. Poco importaban
las amenazas y las sanciones. Los habitantes de la Espa-
100

RIBUOTSCA NACIONAL
PFEFLO -JKWP/QVIEZ LJREFTA"
r,c ri e ¡E * c- 5> i-• (i C A ¡-J -.•
ñola —y de las demás partes del Caribe— estaban dema-
siado necesitados de mano de obra esclava y de jabones,
vinos, harinas, telas, perfumes, clavos, zapatos, medici-
nas, papel, frutas secas, hierro, acero, cuchillos y muchí-
simos otros artículos como para detenerse a pensar en
leyes que todos acataban pero que nadie cumplía, pues a
los puntos más distantes de la Española esos artículos
no podían llegar como no fuera por mar —si es que al-
guien se atrevía a llevarlos o tenía facilidades para ello—,
y con precios altísimos, o por tierra, cruzando ríos y mon-
tañas sin contar ni siquiera con los caminos indígenas,
tan frecuentados en los primeros tiempos, pues ahora la
despoblación y la falta de tránsito los había hecho des-
aparecer bajo la abrumadora vegetación tropical.
Esto no era un secreto en Europa, pues un marino y
comerciante inglés llamado John Hawkins, que hacía ne-
gocios con las Islas Canarias, estaba enterado de la si-
tuación y consideraba que siendo España incapaz de pro-
porcionar a sus súbditos y colonias lo que ellos necesi-
taban, no sería imposible obtener permiso de la Corona
o de las autoridades para llevar a las Antillas algunas
mercaderías y negros a negociarlos por los productos de
la tierra. Con este objetivo en mente, Hawkins, que estaba
ligado mediante matrimonio con miembros de la alta bur-
guesía inglesa y con comerciantes interesados en nego-
ciar con las Canarias, Guinea y las Indias, buscó y en-
contró apoyo financiero de grupos capitalistas enriqueci-
dos grandemente después de las confiscaciones de tie-
rras de la Iglesia que se produjeron a raíz de la ruptura
inglesa con el catolicismo romano. El negocio consistía
en formar una compañía entre ellos, comprar tres barcos
que comandaría Hawkins, llenarlos de mercancías, equi-
parlos con buena tripulación y proveerse de negros en
Africa para llevar todo ese cargamento a la Española y
cambiarlo por azúcares, cueros, cañafístola y palo brasil.
Efectivamente, Hawkins embarcó de acuerdo con sus pla-
nes en octubre de 1562 y se detuvo en Tenerife, Islas
101
Canarias, para hacer contacto con amigos suyos relacio-
nados con los vecinos de Puerto Plata acostumbrados al
contrabando y avisarles que dentro de algún tiempo él
iría a la Española con un buen cargamento de negros y
mercancías. De las Canarias, Hawkins se fue directamen-
te a Sierra Leona, donde obligó a los portugueses a ven-
derle 300 negros, los cuales metió en las bodegas de sus
naves, y de ahí se embarcó hacia la Española. En abril
de 1563 Hawkins llegó a Puerto Plata y, después de ser
teatralmente amenazado por las autoridades, se alejó has-
ta el abandonado puerto de la Isabela donde desembarcó
y esperó la llegada de los vecinos de Puerto Plata, del
cura y sus autoridades que llegaron con sus productos a
cambiarlos por las mercancías que traía el inglés. Haw-
kins, que buscaba encontrar una fórmula para obtener
que la Corona española aceptara el sistema de negocia-
ción de ingleses con colonos españoles, fue muy cuida-
doso pagando todos los impuestos y tratando comercial-
mente con los vecinos. Sin embargo, las autoridades de
Puerto Plata, para guardar las apariencias, decidieron re-
tenerle 100 negros como rehenes, como «castigo», des-
pués de haberle comprado entre todos los vecinos los
200 restantes y una gran parte de sus mercancías. El im-
porte de la venta obtenido en cueros y azúcares, que va-
lía de cinco a diez veces más en Europa, fue enviado por
Hawkins a España con su asociado Tomas Hampton, pero
al llegar a la Península, Hampton fue hecho preso, su
cargamento confiscado y sólo después de grandes difi-
cultades pudo escapar de la Inquisición. En la Española,
entretanto, las autoridades de Santo Domingo enviaron
una patrulla de sesenta hombres a Puerto Plata, una vez
recibieron las noticias de los tratos y rescates con un in-
glés, que además era hereje, y ordenaron la confiscación
de todas las mercancías rescatadas.
Este primer viaje de Hawkins resultó un fracaso eco-
nómico, pero demostró a los ingleses que los colonos es-
taban dispuestos a negociar con ellos en cualesquiera cir-
102

BIBLIOTECA MAC I O N AL
FEORO ^EhJRjQUeZ LIRENA
/

cunstancias. Después de esta experiencia Hawkins pre-


paró otros dos viajes. El segundo, que no tocó la Espa-
ñola, rindió un 60 % de beneficios sobre el capital in-
vertido, y el tercero fracasó debido a que la flota de
Hawkins fue sorprendida por una flota española frente
a las costas de San Juan de Ulúa, en México, y fue des-
trozada, salvándose nada más que un puñado de hom-
bres, entre los cuales se encontraba un marino llamado
Francis Drake. Este incidente, unido a la política inter-
nacional de Felipe II con Isabel II en lo relativo a la
navegación de ingleses en aguas del Atlántico español,
abrió definitivamente la brecha hacia el deterioro de las
relaciones entre los dos países, pues Isabel II había sido
accionista en los negocios de Hawkins, lo mismo que
algunos de sus ministros, y pese a las presiones de los
diplomáticos españoles su gobierno no hacía nada por
impedir efectivamente el corso y el contrabando practi-
cados por marinos y comerciantes ingleses que ahora ha-
bían sustituido a los corsarios franceses en el Caribe.
La situación entre ambas potencias empeoró cuando In-
glaterra decidió apoyar los movimientos holandeses en
su lucha por su independencia del dominio español, y
cuando Felipe II ordenó a mediados de 1585 el apresa-
miento de todos los barcos extranjeros surtos en puertos
españoles. Desde hacía meses ambos gobiernos sabían
que tarde o temprano irían a la guerra, e Isabel II, des-
pués de estos hechos, no vaciló en dar apoyo financiero y
político a Francis Drake para que zarpara a «castigar al
Rey de España en sus Indias», pues él ya había demos-
trado tener experiencia atacando y saqueando posesiones
españolas y tenía una expedición preparada que sólo es-
peraba órdenes para hacerse a la mar.
Drake salió de Plymouth en septiembre, y después
de atacar el puerto de Vigo en la misma España en oc-
tubre, se dirigió a Santo Domingo donde él esperaba en-
contrar la rica y floreciente ciudad de que se hablaba en
Europa desde comienzos del siglo. El viernes 11 de enero
103

v
Ittlilt
BIBL : < NA'
PHTRO -tENRjQÜEZ UREMIA
de 1586 sus naves fueron vistas bordeando la Punta de
Caucedo desde muy temprano en la mañana y en el cur-
so del día pasaron frente a la ciudad de Santo Domingo,
donde la gente, sabiendo que eran velas enemigas, se
llenó toda de espanto. En la noche desembarcó Drake
sus hombres en Haina y al otro día temprano iniciaron
la marcha hacia la ciudad. Entretanto, los hombres más
valerosos trataron de hacer frente a la situación. Un do-
cumento de esos días dice que «salieron treinta hombres
de a caballo de la ciudad a hacer rostro al enemigo,
mientras las mujeres salieron fuera de la ciudad, las
cuales salieron todas, aunque sólo con lo que tenían ves-
tido». Y otro: «Pusiéronse asimismo precipitadamente en
cobro el pusilánime capitán general y Presidente Cristó-
bal de Ovalle, llevándose el oro, las cosas de plata y las
joyas. Hubo un juicio en la ciudad de las pobres señoras
monjas y frailes, el mayor que se ha visto e creo se verá
en las Indias, e casi todos a pie por lodos a las rodillas
vinieron huyendo e los mejores librados diez o doce en
una carreta, e toda la noche e aquel pedazo de tarde tu-
vimos bien en hacer salir de la ciudad. El Presidente y
otras gentes por la mar se pusieron en parte donde se
salvaron». Con muy poco esfuerzo fueron rechazados los
españoles por los ingleses y pudieron Drake y su gente
ocupar la ciudad. Un mes completo pasaron los ingleses
en Santo Domingo hospedados en la Catedral saqueando
todo lo que pudieron y no fue sino después de largas ne-
gociaciones que Drake aceptó desalojar la plaza, recibien-
do como compensación la suma de 25,000 ducados, que
fue a lo que alcanzaban las joyas, la plata y el oro sacado
por el Presidente y el resto de los vecinos. Además del
rescate pagado, Drake consiguió llevarse las campanas
de las iglesias, la artillería de la fortaleza, y los cueros,
azúcares y cañafístolas que encontró en los depósitos del
puerto de Santo Domingo y en otros almacenes.
Este asalto demostró muchas cosas a todo el mundo.
A los ingleses y a los enemigos de España en Europa les
104

* M* ' BIBLIOTECA MACSOíiAi.


PBDRQ -ICMRÍQUEZ UREIMft
demostró que el imperio español seguía siendo vulnera-
ble y que España no tenía fuerzas suficientes con qué
aplicar totalmente su doctrina del mare clausum que ella
oponía a las teorías de la ocupación efectiva de que ha-
blaban los ingleses para rechazar el monopolio español
y portugués tanto en América como en Asia. Y por esta
razón los ingleses siguieron enviando pequeños grupos de
corsarios periódicamente a proseguir sus actividades en
el Caribe, lo mismo que los franceses siguieron hacién-
dolo hasta 1598 en que Francia finalmente concertó pa-
ces definitivas con España mediante el Tratado de Ver-
vins. A los españoles este asalto les demostró que si no
se ejecutaba una política de reforzamiento militar de sus
principales puertos en el Caribe su imperio corría pe-
ligro de ser desarticulado en el futuro. Y por ello, a pe-
sar del desastre de la Armada Invencible en 1588, la Co-
rona invirtió cuantos fondos pudo para establecer un sis-
tema de avisos o paquebotes (buques de alarma) encarga-
dos de mantener una efectiva comunicación entre la Pe-
nínsula y las Indias sobre todo en lo relativo al movi-
miento de corsarios y a la salida y llegada de las flotas.
Además, esa convicción llevó a la Corona a invertir gran-
des sumas en las fortificaciones de La Habana, Puerto
Rico, Cartagena, Portobelo, y Veracruz y San Agustín
de la Florida, para proteger esos puntos de posibles ata-
ques como el de Drake. Santo Domingo, sin embargo, ya
había perdido importancia, pues el Continente era la gran
fuente de la riqueza del imperio y todo el sistema de
defensa se concentró en proteger los puertos y las rutas
de las flotas. Por esta razón, el contrabando no pudo ser
impedido ni disminuido en la Española durante los años
de 1590. Antes al contrario, las necesidades de los vecinos
de la Isla seguían siendo las mismas, y ahora en estos
años las circunstancias de Europa volvían a colocar a
España en una posición difícil con sus otros enemigos,
los holandeses, que demostrarían ser los mejores contra-
bandistas que el Caribe hubiera visto jamás.
105

BIBLIOTECA NACIONAL
PBCRO HEMRTQUEX LIREÑlft
r.CPIJI!ÜC<i DülllNICANy
Para 1594, la guerra por la independencia de los ho-
landeses contra el dominio español en los Países Bajos
había llegado a un punto en que las provincias maríti-
mas del norte podían ahora tomar la ofensiva en el mar,
gracias al apoyo que en tierra les habían dado los ejérci-
tos franceses e ingleses. Y aunque ni España ni Holanda
estaban interesados en la guerra marítima, pues a pesar
de más de veinte años de lucha, el comercio entre Flandes
y la Península se había mantenido en aumento, el arres-
to de unos 400 navios holandeses surtos en puertos es-
pañoles en 1595 aceleró un proceso ya en marcha desde
hacía algún tiempo: el impulso de los holandeses de bus-
carse otro mercado de sal que resultara menos proble-
mático que España y Portugal adonde ellos se proveían
de la mayor parte de la sal utilizada por la industria de
la pesca, especialmente del arenque de los Países Bajos
que, como se sabe, tenía asegurada una buena venta en
toda Europa. Así que cualquier impedimento contra el
comercio holandés en la Península ponía en peligro una
de las más importantes industrias de los Países Bajos.
Este arresto, al igual que el de 1585 y otro posterior en
1598 hizo que los holandeses decidieran irse a otras par-
tes a buscar la sal que necesitaban sin necesidad de los
propietarios e intermediarios peninsulares. El lugar que
escogieron fue la Península de Araya, en la cercanías de
Cumaná, en Venezuela. Durante sus viajes, prohibidos
por las leyes españolas, los holandeses descubrieron cuán
necesitados de negros y manufacturas europeas estaban
los vecinos de Tierra Firme y las Antillas y cuán ricas
eran esas tierras en azúcares, cueros, tabaco, zarzaparri-
lla, perlas, cañafístola, jengibre y, desde luego, la precia-
da sal. De manera que poco a poco, y muy a pesar de las
autoridades de Tierra Firme y las Antillas, los holandeses
también se metieron en la corriente de contrabando que
desde hacía décadas inundaba el Caribe. Hay noticias que
señalan que para prevenirse de posibles represalias de
los españoles, los navios holandeses navegaban bien ar-
106

RI&UOTSCA MAC SON AL


PEDRO ¡ENRÍGUEX 1JREMA
mados para defenderse en caso de ataque, y hasta para
obligar algunos vecinos de algunas costas a cambiarles
sus materias primas por las manufacturas que ellos ne-
gociaban. Esta técnica les garantizaba mayor efectividad
que a los ingleses, pues se sabe de flotas holandesas de-
dicadas exclusivamente al contrabando en el Caribe que
oscilaban entre los cuatro y los treinta navios de unas
doscientas toneladas cada uno, lo cual da una idea del
volumen del comercio ilícito que se llevaba a cabo en
las Antillas para estos años. Se sabe que en un período
de unos seis años, solamente a Punta Araya fueron a
buscar sal unos 768 barcos holandeses, lo que significaba
un promedio de unos 120 barcos al año, que venían de
Europa cargados de mercancías y regresaban a Holanda
cargados de sal, lo que terminó arruinado en España el
negocio de exportación de este producto.
A su regreso a Holanda, la mayoría de los barcos
pasaba por Puerto Rico, Isla Mona y la Española, en don-
de se detenían a cargar agua y a negociar con los veci-
nos de las costas del norte de esta última isla los cueros
y otros productos que guardaban los vecinos de sus cos-
tas. Estos cueros eran un producto básico en la economía
europea de la época, pues de los mismos se sacaban nu-
merosos artículos que tenían importantes usos industria-
les, militares, suntuarios y hasta culturales. Por ejemplo,
los ejércitos necesitaban cueros para los arneses de sus
caballerías, para las cuerdas de su ballestería y para las
corazas y calzado de su infantería, además de los odres
de vino y agua y otros recipientes necesarios. La industria
requería cueros en grandes cantidades para preparar las
correas y poleas de sus talleres. La población en general
necesitaba cueros para su calzado y sombreros y panta-
lones y abrigos y cordones y mil otros usos domésticos
más, incluso para forrar muebles, puertas, libros y hasta
paredes y camas en las casas acomodadas. Las muertes
anuales que por necesidad se infligían sobre los ganados
europeos no permitían disponer de cueros en cantidades
107

BIBLIOTECA N A C I O N A L
F E E R O -IPMRlOUE " ¡JREÑJA
y en precios favorables, y por ello este producto era una
de las materias primas mejor cotizadas en Europa duran-
te todo el siglo xvi. Así, cuando los holandeses también
descubrieron, como lo habían hecho los franceses, portu-
gueses e ingleses décadas antes, la gran fuente de produc-
ción de cueros que eran las Antillas, no vacilaron en de-
dicarse de lleno al negocio del contrabando y hoy se sabe
que solamente para el contrabando con la Española y
Cuba los holandeses dedicaban anualmente veinte bar-
cos de doscientas toneladas cada uno, debidamente ar-
mados para protegerse de posibles represalias. El nego-
cio de esos barcos, solamente, llegaba a valer en la mo-
neda holandesa de la época hasta 800,000 florines anua-
les, que era de por sí una suma bastante alta, y explica
también el gran valor que poseían los cueros en el mer-
cado holandés y por qué ellos pagaban el doble del pre-
cio que pagaban los españoles de la ciudad de Santo Do-
mingo, lo cual hacía el contrabando todavía más atracti-
vo a los vecinos de las costas del norte de la Isla.

108

BIBLIOTECA NACIONAL.
» -iFMRlniJe: URCIViA
R t r Ú DUCA iOMWICM-lA
IV
CUEROS, CONTRABANDO Y SOCIEDAD
(1508-1608)

TODOS LOS CUEROS NEGOCIADOS en contrabando


por los vecinos de la Española procedían de los cientos
de miles de cabezas de ganado que habitaban las sabanas
y montes de la Isla en enormes rebaños, muchos de los
cuales con el paso del tiempo se habían hecho cimarrones.
Esos ganados eran descendientes de los animales que ha-
bían sido importados en tiempos de Ovando para desarro-
llar la ganadería de la Colonia, pues debe recordarse que
los pocos animales que Cristóbal Colón había traído fue-
ron aniquilados durante la rebelión de Roldán. Tal como
se había podido notar en tiempos de Colón, el clima de la
Isla resultó altamente favorable para estas especies y
en pocos años se reprodujeron notablemente. En 1508,
por ejemplo, ya había tantos puercos que una parte de
los mismos se habían alzado y hecho salvajes y había
gente que vivía o de la crianza de los mansos o como
cazadores de los cimarrones para hacer tocinos que eran
vendidos a los barcos de las expediciones de conquista
que se dirigían hacia el continente. Con el ganado vacu-
no sucedió igual, pues en 1517 las vacas habían llegado
a ser tan abundantes que cuatro libras de carne de res
apenas valían dos maravedíes —algo así como un cen-
tavo en nuestros días. En ese mismo año, también, el
precio de una oveja era medio peso. El mismo Diego
Colón llegó a tener buenos rebaños, y majadas, pues en
su testamento firmado en 1523 ordenó que de sus tierras
y hatos que tenía a orillas del río Yguamo, debían ser
109

BIBUOTSCA NACIONAL
PB~.RO -tENRÍQUE7_ I J R £ « &
sacadas mil ovejas y unas 200 vacas para ser entregadas
a uno de sus herederos.
A medida que se fueron despoblando los pueblos y
villas del interior de la Isla por haberse agotado el oro
y los indios de esas regiones, aquellos que no pudieron
emigrar se ajustaron a las nuevas circunstancias de una
economía natural y fueron convirtiéndose en pastores de
los ganados que podían amansar en sus lugares. Este fue
el caso de los pobladores de la villa de la Buenaventura,
de la Concepción, de Santiago, de Puerto Plata, y de una
nueva ciudad llamada La Yaguana que se fundó al oeste
de la Isla frente a la Bahía de Gonaives. Así, el proceso
de ruralización que acompañó el desarrollo de la indus-
tria azucarera también se efectuó a través de la reorien-
tación de las actividades de algunos grupos de personas
que se dedicaron a vivir de las monterías de puercos y
vacas salvajes y de la crianza de ganado manso que era
vigilado por los miembros hábiles de las familias y por
sus esclavos, si los poseían. También los dueños de in-
genios llegaron a ser dueños de grandes cantidades de
ganado manso, pues se sabe que para alimentar los cen-
tenares de esclavos negros que trabajaban en sus molinos
era necesario darles en abundancia carne con casabe o
con plátanos, que constituía la dieta principal de los es-
clavos. El ganado de los ingenios era el mejor aprove-
chado, pues allí se utilizaba la carne para la población
esclava y sus cueros para exportarlos. Porque había otro
grupo de propietarios de ganado que vivían en la ciudad
de Santo Domingo y que poseían decenas de miles de ca-
bezas que eran sacrificadas para obtener sus pieles des-
perdiciando la carne que por ser tanta no había quien
la consumiera toda. Entre este grupo se encontraban el
Obispo de Puerto Rico y de Venezuela don Rodrigo de
Bastidas, quien llegó a tener unas 25,000 cabezas de ga-
nado, y una señora muy devota, doña María de Arana,
viuda de un tal Diego Solano, quien llegó a poseer unas
42,000 reses en sus hatos entre los años de 1544 y 1546.
110

P H T R O -iEMRÍQUEZ UREIViA.
Precisamente, fue esta viuda quien proveyó sin costo al-
guno de toda la carne a un nutrido grupo de dominicos
que residió en Santo Domingo durante tres meses en
el año 1544.
De acuerdo con Oviedo «hay hombres e vecinos des-
ta cibdad, de a siete y de a ocho y de a diez mili cabezas
de vacas, y tal de a diez e ocho e veinte mili cabezas e
mas, y aun veinte y cinco y treinta dos...» todo lo cual
da una idea de la gran cantidad de ganado vacuno que
pastaba libremente por sabanas y montes de la Isla, cui-
dados o cazados por algunos pequeños propietarios o
por los esclavos o peones de los dueños de ingenios o de
grandes ganaderos residentes en Santo Domingo.
De toda la población que vivía del ganado, la que re-
sidía en Santo Domingo y en el sur de la Isla, alrededor
d? los ingenios, era la única que podía contar con ciertas
facilidades para exportar regularmente sus cueros a Es-
paña, pues eran los pobladores de esta región quienes se
encontraban más cerca del único puerto habilitado para
la exportación y quienes podían contar con el servicio de
cabotaje que realizaban las barcazas que transportaban
el azúcar de los ríos del sur al puerto de Santo Domingo.
El resto de la población de la Isla debía transportar su
manado vivo hasta Santo Domingo desde regiones tan ale-
ladas como Santiago, la Vega, Cotuí, hacia las cuales no
había caminos y resultaba muy difícil mover grandes re-
baños sin perder muchas cabezas o sin que los esclavos
que los acompañaban se alzaran o, lo que era peor, sin
que fueran atacados por las numerosas bandas de negros
alzados que vagaban por las rutas entre esos puntos asal-
tando a los transeúntes españoles. El transporte de los
cueros de estas regiones al puerto de Santo Domingo su-
fría tantas dificultades y peligros y resultaba tan caro,
que al llegar a Santo Domingo los cueros habían costa-
do más en llevarlos que lo que valían realmente. La gen-
te de Puerto Plata y de la Yaguana esperaban algún navio
español para vender oficialmente sus cueros delante de
111

BIBLIO
PBDRO -'EKiRÍOUET LíRFSJft.
s.crúai—I c « . INIC ANA
or 1 )
V- —

las autoridades pagando los debidos impuestos. Pero como


en esas regiones, a medida que fue avanzando el siglo xvi,
la presencia de esos navios se hizo accidental debido al
peligro que significaba navegar por las costas de la Es-
pañola infestadas de corsarios franceses, los pobladores
de Puerto Plata, Montecristi, la Yaguana y otros hatos
cercanos a las costas del norte y del oeste de la Isla no
tardaron en entenderse con los franceses, los ingleses y,
sobre todo, con los portugueses que ofrecían negros ba-
ratos a cambio de sus cueros.
Así fue desarrollándose el contrabando en las costas
más alejadas de Santo Domingo. Los preferidos por los
vecinos de esta región llamada la banda del norte, al prin-
cipio, eran los portugueses, pues hablaban un idioma pa-
recido, no eran corsarios sino contrabandistas, y ofre-
cían la mercancía más estimada por los españoles de la
colonia, que eran los negros. Pero como Portugal apenas
poseía una industria parecida a la española, la mayor
parte de las manufacturas que los vecinos demandaban
eran producidas por otros países y resultaban más bara-
tas si eran obtenidas directamente y sin intermediarios.
Los años de las cimarronadas hicieron mucho por el
desarrollo del contrabando, pues la inseguridad de los
caminos impidió que las autoridades de Santo Domingo
pudieran controlar efectivamente todas las regiones de la
Isla. Además, los mismos negros cimarrones muy pronto
descubrieron que ellos también podían negociar los cue-
ros y azúcares y otros productos robados a los españoles
con los extranjeros que venían a las costas del norte a
cambiarlos por telas, perfumes, zapatos, jabones y otros
artículos. Por esa razón es que las autoridades de Santo
Domingo se quejaban de que los negros libres y sus mu-
jeres anduvieran tan bien ataviados a mediados de los
años de 1540 y de que participaran con grandes benefi-
cios en la vida comercial de la ciudad de Santo Domingo.
Quien menos podía tolerar esta situación, indepen-
dientemente de que hubiera negros contrabandistas o no,
112

¡oí UA< I
PHT'RC « IHii ¡EZ SRS \lft
" *•», ¡I :rú E I ! -- -I I : C . I *
era el Consulado de Sevilla, esto es, la asociación de gran-
des comerciantes de la ciudad de Sevilla que controlaba
en forma casi absoluta, junto con la Casa de Contrata-
ción, todo el comercio y la navegación entre España y las
Indias. De ahí las docenas de Cédulas y órdenes y leyes de
la Corona a las autoridades de las Indias y, especialmen-
te, a las de Santo Domingo instándolas a poner fin a ese
estado de cosas que alteraba los ingresos fiscales por
falta de control sobre la compra y venta de negros y ma-
nufacturas a través de los canales aduanales correspon-
dientes. Y de ahí, también, las presiones que en más de
una ocasión quisieron ejercer los comerciantes radicados
en Santo Domingo, que eran representantes de los de Se-
villa, sobre los gobernadores y presidentes de la Audien-
cia que llevaron a estos altos funcionarios a enfrentarse
numerosas veces con los miembros del cabildo de San-
to Domingo e incluso con algunos oidores que defendían
los puntos de vista e intereses locales. En algunos casos
esas presiones tuvieron éxito como fue el caso de la ac-
tuación del contador Pedro Ceballos que en 1569 con-
fiscó unos negros que habían sido quitados a una nave
portuguesa que aportó a Montecristi. Pero en general, las
más de las veces, por no decir siempre, el contrabando
continuaba sin trabas y sin problemas, pues la necesidad
de manufacturas europeas afectaba a toda la población,
ya fuesen funcionarios reales o no, y todo el mundo, au-
toridades y gente común estaba igualmente comprome-
tido en un negocio que garantizaba la subsistencia de
aquellas gentes incomunicadas de Santo Domingo por nu-
merosas barreras naturales y alejadas de todo trato con
España debido a circunstancias propias del desarrollo
del imperio español que no podía abastecer sus colonias
ni quería tampoco dejarlas comerciar con el resto del
mundo.
Ya para 1577 el negocio del contrabando era la base
de la economía de la banda del norte y el mismo había
conformado incluso una mentalidad y una ética social
113

BIBLIOTECA MAC I O N AL
PODRO HEMRfQUEZ LJRERlÁ
t c r ú e u c . i o oí-i iiífcATu/»
/

muy diferente a la de los pobladores de la ciudad de San-


to Domingo, que respondían más a los intereses de la
burocracia real de la cual dependían que a los de aque-
llos cuyas vidas dependían directamente de la produc-
ción de frutos de la tierra. Jerónimo de Torres, que en
este año era Escribano de la Real Audiencia en Santo
Domingo y escribano público en la Villa de la Yaguana,
envió a la Corona un memorial en que daba cuenta de la
situación en términos bastante precisos. Torres decía que
una vez los extranjeros llegaban a los puertos naturales
utilizados regularmente para las negociaciones, dispara-
ban dos cañonazos para evisar su llegada a los pobladores
del interior y que éstos a su vez transmitían la voz de
hato en hato, desde Cabo San Nicolás hasta Montecristi.
Entonces todos los que no habían depositado de antema-
no sus cueros, cañafístolas, jengibre y sebo en ranchos
cercanos a la costa para esperar los navios, disponían de
recuas y se apresuraban a trasladar sus productos. Una
vez en la costa los cambiaban a razón de cincuenta cueros
por un negro esclavo, o dos o tres cueros por una vara
de paño fino, o un cuero por cuatro, cinco o seis varas
de ruán, o veinte o veinticinco cueros por una pipa de
vino, que eran los precios ya establecidos por la cos-
tumbre, ganando todos, los extranjeros y los criollos
hasta el mil por ciento en sus contrataciones. Así lo ha-
cían con «muchas lencerías y mercaderías, jabón y cera
y acogue... y todo género de mercaderías cuantas pue-
dan imaginar...», todo lo cual llevó a enriquecer a mu-
chos de estos vecinos. Y como todos estaban comprome-
tidos en los rescates, desde el más simple vaquero hasta
los alcaldes ordinarios, que eran las principales autorida-
des de esos lugares, no había manera de corregir la situa-
ción, porque cada vez que la Audiencia de Santo Domingo
enviaba algún juez con encargo de aplicar la ley encon-
traba que todo el mundo se encubría mutuamente pese
a las diferencias y enemistades que pudieran existir en-
tre ellos en sus respectivas localidades. El promedio de
114

UIBUOTECA NACIONAL
PSDKO -JENRjQUEZ LIREIÑJA,
l. c r ú Dt-IC'« B O M I N I Í w *
cueros contratados anualmente era de unos 50.000, según
los estimados de Jerónimo de Torres, y el mismo aumen-
taría en los años posteriores, hasta llegar a alcanzar los
80.000 cueros en el año 1598.
Este negocio, que crecía cada día debido a la com-
plicidad de las autoridades locales, tuvo sus repercusio-
nes también sobre la economía de la región sur, especial-
mente de la ciudad de Santo Domingo. A medida que el
negocio crecía, los dueños de hatos de Santo Domingo,
desde los más pequeños hasta los más grandes, empeza-
ron a llevarse sus animales hacia las regiones donde el
contrabando se realizaba con regularidad. Tan intenso
fue este trasiego llevado a cabo durante los últimos vein-
te años del siglo xvi que en 1598 había quejas de «que
como han atendido los señores más poderosos de gana-
do a criarlo en la banda del Norte cerca de los puertos
de la mar donde se rescata, han dejado vacíos los sitios
de cerca de la ciudad de Santo Domingo desde dos has-
ta diez y seis leguas a la redonda de ella, y así es forzoso
que el ganado que se trae a sus carnicerías la mayor par-
te de él venga de treinta, cuarenta y cincuenta y más le-
guas de la ciudad», lo cual hizo encarecer enormemente
la carne y elevó bastante el precio de la misma, ya que
el transporte a través de ríos y montañas dificultaba la
llegada de buena carne. Además lo peor era que los ne- ,
gocios de los comerciantes exportadores de la ciudad de
Santo Domingo habían declinado notablemente por falta
de cueros y sebo, pues se sabe que pese a que a princi-
pios del siglo xvi un cuero no valía más de un peso en
la banda del norte, ahora con el auge del contrabando y
el alza de precios existente en Europa y las necesidades
de cueros de sus industrias, los holandeses, franceses e
ingleses pagaban a razón de 20 pesos por cada cuero, con-
tra los diez pesos que los comerciantes y el Consulado
de Sevilla habían fijado amparados en su privilegiada
posición de monopolistas con apoyo oficial. «Es muy poco
115

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHORO -LEMRLQUEZ LIRE^A
lo que se carga por el puerto de la ciudad de Santo Do-
mingo», decía Baltasar López de Castro en un memorial
escrito a la Corona en 1598. Y esa merma del comercio
oficialmente regulado significaba una reducción de los
ingresos del tesoro real por concepto de los impuestos
correspondientes. López de Castro calculaba en unos
200.000 ducados el monto de los impuestos que estaba
dejando de percibir el fisco con la evasión producida por
el contrabando, pues los hatos de los alrededores de San-
to Domingo estaban vacíos por la ausencia de ganados
en donde anteriormente «solían apacentarse más de dos-
cientas mil cabezas del manso que venía al rodeo, de
donde se proveían abundantísimamente las carnicerías de
la dicha ciudad, y había mucha leche, quesos, sebo, man-
tequilla y otros regalos, y muchas terneras, que de todo
se carece; estos sitios —decía López de Castro— no los
ocupan veinte mil cabezas de ganado, con ser de los me-
jores de toda la Isla de pastos, abrevaderos y sesteade-
ros, por dos causas; la una y la más principal, que los
señores más poderosos de este ganado se han ido reti-
rando y llevando a criar en la tierra adentro, donde es-
tán los puertos de mar donde se rescata, para hacerla;
la otra, que como siempre se ha ido comiendo el que
quedó, que fue lo menos, se ha acabado». Otra razón de
esta carencia, que fue expuesta por otros testigos, fue
la indiscriminada matanza de ganado cada vez que se
hacían los rodeos para sacar los cueros para la exporta-
ción, donde se sacrificaban indistintamente los machos,
las hembras y los terneros y terneras con tal de vender
la mayor cantidad de cueros posible.
Esta tendencia depresiva de la exportación de cueros
desde Santo Domingo que contrasta mucho con la ten-
dencia contraria que tenía lugar en la banda del norte
puede notarse en las siguientes estadísticas sobre los cue-
ros exportados por el puerto de la ciudad de Santo Do-
mingo entre los años 1581 y 1594:
116
CUEROS EXPORTADOS
1581 25,058
1583 21,800
1584 45,916
1587 23,978
1589 13,884
1593 8,126
1594 3,277
1603 22,827
1604 24,941
1605 21,902
1606 25,157
1607 35,328
130,155
A esta declinación del comercio de cueros en el puer-
to de Santo Domingo, que resultaba tan irritante para
los mercaderes de esta ciudad y que perjudicaba los in-
tereses de sus asociados en Sevilla, iba unido otro pro-
blema que afectaba la raíz misma del poder y la sobe-
ranía de la Corona sobre sus colonias en las Indias y,
particularmente, en la Española. Este problema era de
tipo ideológico y tenía sus orígenes en las guerras de
España contra las otras naciones europeas, especialmen-
te Inglaterra y Holanda, cuyo apartamiento del catoli-
cismo había tenido profundas repercusiones en la vida
económica y política de esos países. Así, el contrabando
empezó a ser visto también como algo más que un aten-
tado contra las leyes de comercio españolas, esto es, como
una vía de penetración de ideas religiosas y de lealtades
políticas ajenas al pueblo y a la Corona españoles que
El aumento 1607 puede deberse a las Devastaciones pues hu-
bo gente que quiso salir de todo el ganado antes de que mu-
riera.
117

BIBLIOTECA NACIONAL.
PEDRO -iENJRlQUEZ URÉftft
^¿PÚOLICA
por su propia función en la vida europea resultaban enor-
memente subversivas y decididamente antiespañolas y
anticatólicas. Ya en 1588 la Corona se refería a los con-
trabandistas como herejes y enemigos que en cuestión
de tres años habían recibido de los vecinos de un lugar
llamado la Maxada Blanca más de 60.000 cueros que car-
garon en doce navios y que fueron cambiados por más
de 600 negros y unos 800.000 pesos de mercancías que an-
teriormente habían sido robadas a españoles en otros
puntos de las Indias. Y en 1594 el mismo Arzobispo de
Santo Domingo Fray Nicolás Ramos escribía una carta
al Rey denunciando que si no se ponía remedio a la si-
tuación, la Isla iba en camino de perderse para los cris-
tianos, pues el tráfico de los vecinos con los ingleses y
franceses herejes era tan intenso y tan lucrativo que ya
casi nadie guardaba las apariencias en la banda del nor-
te y había perdido todo el respeto por la autoridad real
y por la autoridad del Papa, que era atacada como la res-
ponsable de dividir el mundo en dos y de haber puesto
las bases para el exclusivismo comercial y el monopolio
de España en las Indias. «Esta Ysla va por la posta a
perderse assi en la xrispiandad de las obras como en lo
que toca a la fe de Xripto, porque en seis o siete puertos
que ay en ella acuden de ordinario yngleses o franceses
ere jes y los vecinos de aquellos puertos y aun muchos
desta cibdad tratan con ellos conpran y venden y hartas
veces comen carne con ellos en dias vedados, estando los
unos y los otros en sus borracheras y los erejes mofando
de la abtoridad del papa y escarneciendo de los sacra-
mentos de la Santa Madre Iglesia y diciendo muchos
males del Rey de España y de Indias, y que no tiene
más título de señor de las Indias que la que ellos llaman
Reyna de Inglaterra y que así de los otros Reynos estra-
ños del nuestro pueden entrar a tomar y ocupar todo lo
que pudieren.»
Lo que más preocupaba al Arzobispo Ramos era la
creciente tendencia de los habitantes de la banda del
118

PEDRO •¡F.NJRÍQUE7 UREivIft


í.CrÚO'LlC:«i D SMilNÍ CANjk
/

norte a olvidar sus deberes como católicos y como súb-


ditos españoles, todo lo cual era evidente por la práctica
de bautizar a sus hijos con ritos protestantes y con pa-
drinos extranjeros también protestantes, lo que tendía
a hacer más firmes los lazos y obligaciones de la gente
de la banda del norte con los extranjeros.
Este proceso parecía muy difícil de detener, pues los
jueces enviados por la Audiencia a investigar esos casos
habían entrado también en tratos con los contrabandis-
tas que les reportaban altos beneficios. En esa situación
todos negociaban: «compran y venden y rescatan y tra-
tan los católicos con los erejes como católicos con ca-
tólicos» y se mataban tantas vacas, decía Ramos, que «me
dicen que hieden pestilencialmente los caminos de la
carne que allí dexan desollada». Esta situación fue mu-
cho más ampliamente descrita por Baltasar López de
Castro en 1598 en dos memoriales que denunciaban los
daños que, a su juicio, estaba produciendo el contraban-
do. En esos memoriales López de Castro advertía sobre
la necesidad de tomar medidas para evitar que esos da-
ños continuaran y recomendaba cuáles de esas medidas
resultarían más efectivas. Si el Arzobispo Ramos denun-
ciaba los hechos dejando al Rey proveer el remedio ade-
cuado, López de Castro, en cambio, actuando como un
eficiente burócrata, proponía medidas específicas que él
amparaba en todo un diagnóstico y en una teoría sobre
la estructura de la economía de la Isla.
Pese a que todo el que vivía de una manera u otra del
contrabando justificaba sus actividades diciendo que «no
pueden vivir en la dicha Isla sin rescatar, porque les
falta la mayor parte de las cosas que les son necesarias
para el sustento de la vida», López de Castro, lo mismo
que los demás burócratas de Santo Domingo identifi-
cados con los intereses reales y sevillanos, planteó la si-
tuación en términos de las necesidades oficiales y capi-
taleñas sosteniendo que como los extranjeros venían a
buscar cueros principalmente, y esos cueros provenían
119 \
de los ganados de la banda del norte, la medida más in-
dicada para eliminar el contrabando debía ser trasladar
todos los ganados y todos los vecinos de esas regiones a
los alrededores de la ciudad de Santo Domingo hacia
sitios que la Audiencia les señalare para ello. Con esta
medida, sostenía López de Castro, «estando poblados los
dichos sitios cerca de la ciudad de Santo Domingo con
el ganado que se ha de traer a ellos, estará siempre abun-
dosa de carne de vaca, ternera, sebo, manteca, leche, que-
so y otros regalos». Además, se sacaría como ventajas
adicionales los diezmos que las autoridades eclesiásticas
cobrarían en Santo Domingo y los impuestos nuevamente
empezarían a acrecentarse debido a que entonces esos
cueros ya no serían rescatados, sino exportados direc-
tamente bajo la mirada fiscalizadora de las autoridades
del puerto de Santo Domingo. En pocas palabras, mu-
dando a los vecinos contrabandistas y sus ganados de
los lugares del norte se acabaría el contrabando por falta
de contactos con quienes los extranjeros pudieran ha-
cer sus negociaciones. «Estos lugares son tres muy pe-
queños: la villa de Puerto de Plata con treinta vecinos;
la ciudad de Bayaja, sesenta; la villa de la Yaguana,
ochenta y casi todas las casas fabricadas de madera y
paja y de ningún valor... y son el almacén donde se guar-
da toda la hacienda que se trae de Santo Domingo y otras
partes que llevan los herejes», decía López de Castro. Los
mismos, sugería él «se han de convertir en dos lugares,
y se han de asentar cinco leguas de la ciudad de Santo
Domingo a sus espaldas», lo cual no sería difícil porque
«esta mudanza de lugares y traer los ganados de sus ve-
cinos se puede hacer con mucha facilidad y sin costo ni
riesgo alguno, porque para fabricar sus casas de madera
y paja, como agora las tienen, no ha de faltar dinero, por-
que en cualquiera parte de la Isla la hay y los oficiales
con sus esclavos, y los ganados los podrán traer en tro-
pas y atajos sin que se les pierda una res, por tener, como
tienen, muchos esclavos, vaqueros y cabrestos y caballos,
120
y por donde han de venir a los nuevos sitios hay gran-
des prados muy abundantes de buena yerba y agua».
Estos memoriales y sugerencias, unidos a las insis-
tentes denuncias sobre el contrabando que enviaban a la
Corte las autoridades de Santo Domingo y de otras par-
tes de las Indias, como Cuba, Jamaica y Venezuela, sobre
todo por las frecuentes incursiones de los holandeses en
estos territorios, especialmente en las costas de la Pe-
nínsula de Araya, crearon cierto espíritu de inquietud
entre los altos funcionarios del gobierno español que des-
de Madrid se disponían a hacer frente a la situación. En-
tre la serie de decisiones que se adoptaron para com-
batir a los holandeses y a los ingleses en las Antillas es-
tuvo la creación de la llamada Armada de Barlovento a
finales de 1601. Pero esta Armada nunca salió de aguas
españolas debido a que numerosos problemas obligaron
al nuevo rey Felipe III a cancelar el plan antes de su
ejecución. Así, sin ningún otro control que el que estu-
viera en manos de las autoridades locales, los holande-
ses siguieron sus contrataciones en todo el Mar Caribe
contando con la colaboración de casi todo el mundo.
Y como no había otras soluciones a mano, con excepción
de los memoriales de López de Castro, quien además se
encontraba en la Corte insistiendo ante el Consejo de
Indias para que adoptaran sus sugerencias, la Junta de
Guerra del Consejo acordó finalmente, en enero de 1603,
hacer suyos los puntos de vista de López de Castro a
quien ellos calificaron de «hombre de buen discurso y
práctico de aquella tierra», y sugirió al Rey la despobla-
ción de los lugares de Puerto Plata, Bayajá y la Yaguana.
La exposición del Consejo resultó convincente para Feli-
pe III, quien una vez la recibió contestó sin reparos:
«Está bien lo que parece al Consejo, y assi se haga».
Entretanto, el nuevo arzobispo de Santo Domingo
Fray Agustín Dávila y Padilla, que había sustituido a Ra-
mos a la muerte de éste, también había tomado posición
frente al problema del contrabando. Una vez que Dávila
121

PEDRO -lENRfQUEZ UREfSfc


y Padilla llegó a la Isla, una de las primeras decisiones
suyas fue enviar a la banda del norte un representante
a indagar sobre la situación de los vecinos de aquellas
partes, en especial sobre el estado espiritual en que aque-
llos hombres y mujeres se encontraban. El enviado cum-
plió con su misión llevando de regreso a Santo Domingo
unas 300 biblias protestantes que pudo confiscar de los
vecinos visitados y de manos de algunos extranjeros que
las llevaban. Según se comentó años más tarde esas
eran «Biblias en Romance glosadas conforme a la sec-
ta de Luthero, y de otros herejes, que las traían los ex-
tranjeros que venían a rescatar sin licencia de su ma-
jestad, y con aquella traca de las Biblias y otros libros
debían de querer introducir sus errores en esta Isla».
Todo lo cual convenció al Arzobispo de que si se quería
salvar la Colonia de quedar absorbida por los protestan-
tes, con quienes todos de una manera o de otra hacían
negocios, era necesario adoptar medidas que satisfa-
cieran tanto a la Corona como a la Iglesia como a los
mismos vecinos cuyas necesidades los habían arrojado
en brazos del enemigo.
Esas medidas o remedios, como los llamó Dávila y
Padilla, podían ser dos: una, permitir que vinieran navios
de Sevilla directamente a la banda del norte a negociar
con los vecinos de esas partes vendiéndoles sus artículos
y recibiendo a cambio de ellos los cueros, azúcares y
demás productos de la tierra, en la misma forma en que
lo hacían los extranjeros. Pero para ello sería necesario
enviar galeras que protegieran estos navios «porque sin
esta seguridad sería poner los navios en manos del ene-
migo». La otra medida, o el segundo remedio consistía
en «conceder V.M. a los pueblos de aquella banda el co-
mercio libre como lo tienen San Lucas y en Canarias las
naciones extranjeras. Esto era lo más fácil, aunque es
muy desabrido para los mercaderes de Sevilla que son
solos los que de toda ella cargan para esta ysla, y otras
veces que se ha tratado desto hizieron que el consulado
122

BIBLIOTECA NACIONAL.
iEMRlQUE _IRG MO
de Sevilla lo contradijese, y prevaleció el interés de dos
hombres contra el bien de este Reyno». Pero así como
otras veces estas proposiciones fueron desestimadas por
la Corona y el Consejo, que actuaban conforme a los in-
tereses de los comerciantes sevillanos, ahora tampoco
fueron tomadas en cuenta y esta carta del Arzobispo que-
dó más como prueba de una situación que como un do-
cumento que influyera en la toma de decisiones del Con-
sejo. Antes al contrario, los puntos de vista de Baltasar
López de Castro reflejaban perfectamente los intereses
de la oligarquía comercial de Sevilla y de sus agentes en
Santo Domingo y estaban en consonancia con las prác-
ticas absolutistas de la Corona española y resultaron ser
los criterios adoptados. Al año siguiente a la aprobación
por el Rey, en agosto de 1604, llegó López de Castro a
Santo Domingo portando un conjunto de cédulas reales
que ordenaban al Gobernador Antonio de Osorio proce-
der a ejecutar mudanzas y despoblaciones de los luga-
res del norte «en la forma en que dice Baltasar López, y
se retiren los ganados dentro de la tierra para que no se
puedan proveer ni aprovechar de ellas los enemigos ni
para la comida ni para llevar los cueros».
La reacción de los pobladores de Santo Domingo y
de la Yaguana fue inmediata, lo mismo que de algunos
miembros de la Real Audiencia, que consideraban incon-
veniente la despoblación de la banda del norte, pues a
pesar de todos los daños expuestos por López de Castro
y otras autoridades, el contrabando constituía la prin-
cipal fuente de aprovisionamiento de manufacturas de
los pobladores de la Isla, incluso de los mismos habitan-
tes de la ciudad de Santo Domingo. Gran parte de la
población protestó y en Santo Domingo apareció hasta
un libelo contra las autoridades responsables de las des-
poblaciones que se iban a llevar a cabo. Esas protestas
fueron formalmente presentadas en sendas exposiciones
preparadas por los cabildos de Santo Domingo y la Ya-
guana en las que denunciaron hasta doce inconvenientes
123 y ||

BIBLIOTECA MA<
:
que eran suficientes para aplazar la adopción de esas
medidas. Esos inconvenientes, decía el cabildo de San-
to Domingo, consistían en que sería imposible sacar todo
el ganado de la banda del norte porque la mayoría del
mismo era cimarrón y con las dificultades que conlle-
varía sacar el manso, la mayor parte se escaparía y se
quedaría en esas partes, y los habitantes de la banda del
norte terminarían por arruinarse al no encontrar gente
que les ayudara a sacar sus ganados. Y siendo la mayor
parte de esos habitantes «gente común, mestizos, mula-
tos y negros», que apenas tenían algunos hatillos donde
criaban uno o dos cientos de reses mansas y vivían de
la montería del ganado cimarrón, todos ellos harían lo
posible por quedarse a vivir en la banda del norte al re-
sultarles imposible sacar de esa zona sus ganados. Ade-
más, otro inconveniente sería el que «los negros son tan
belicosos y tan poco domésticos que sin poderlo sus amos
remediar, se han de quedar allá muchos de ellos que bas-
tarán solos a rescatar como lo hacen». Así atraerían a
otros negros esclavos a escaparse de sus amos como lo
habían estado haciendo, y entre todos se harían dueños
del negocio del contrabando que se trataba de impedir,
pues había otro factor que seguiría atrayendo a los ex-
tranjeros, y ese era la favorable disposición de los puer-
tos de la banda de norte, adonde seguirían yendo los ene-
migos a buscar por su cuenta y con la colaboración de
los negros y vecinos alzados los cueros igual que antes.
A esto se sumaría el agravante de que por no existir po-
blaciones iba a resultar imposible cobrar diezmos para
las iglesias y hospitales, y también podría darse el caso
de que esa gente alzada se convirtiera más rápidamente
en herejes, por falta de control y por andar fuera de todo
trato con los católicos. Todos estos argumentos, con otras
palabras, también fueron esgrimidos por los regidores
de la Yaguana añadiendo, por su parte, que allí se per-
dería un ingenio muy rico cuyo valor ascendía a unos
50.000 ducados, y los negros de la ciudad, que eran unos
124
1.500, se escaparían hacia los montes, y la ciudad que-
daría en manos de los enemigos que «serán señores de
todo».
Tratando de impedir las despoblaciones el Cabildo de
Santo Domingo intentó sugerir remedios o soluciones,
muy parecidas a las que años antes había sugerido el Ar-
zobispo Dávila y Padilla, pidiendo licencia para que se
permitiera a los pobladores de esas partes comerciar con
toda España, dotándolos de galeras para proteger los
barcos que allí fueran. Pero ya era muy tarde y el go-
bernador Osorio desestimó tanto las protestas o incon-
venientes como los remedios, con excepción de unas su-
gerencias interesadas de los regidores, que por defender
los intereses de los grandes señores del ganado cometie-
ron la imprudencia de sugerir al Gobernador que sí des-
truyese los pequeños hatos y hatillos de personas pobres
de poco ganado que estaban cerca de las costas, sobre
todo cerca de las de Montecristi. Este era un pueblo
—decían ellos— que sí debía ser despoblado junto con
las estancias de sus alrededores, puesto que no era de im-
portancia por lo despoblado y convenía fundirlo con
Puerto Plata, la cual debía ser reforzada y fortificada.
Osorio, desde luego, no se dejó impresionar mucho por
los regidores de Santo Domingo y soportó sus presiones
y sus injurias, e incluso llegó a escribir al Rey diciéndole
que ellos, al igual que los demás vecinos de la banda del
norte «todos eran unos rescatadores y amigos de los he-
rejes», lo cual explica su resistencia a las despoblaciones.
Así, después de varios meses de intranquilidad y de con-
flictos en Santo Domingo, a mediados de febrero de 1605
salió el Gobernador Osorio hacia la banda del norte a
cumplir con las órdenes que tenía de proclamar un per-
dón general a todos aquellos que hasta la fecha habían
estado envueltos en los contrabandos invitándolos a re-
coger sus pertenencias personales, ganados, esclavos y
demás bienes y a marchar hacia los lugares dispuestos
125
cerca de Santo Domingo donde se concentrarían en nue-
vas poblaciones.
Como era de esperarse, hubo una gran resistencia por
parte de los habitantes de la banda del norte. Pero, a pe-
sar de la misma, Osorio pudo obligarlos a salir de sus
casas en el término de veinticuatro horas después de pro-
clamadas las cédulas de despoblación y procedió a que-
mar los bohíos, ranchos, iglesias, sembrados y todo lo
que fuera necesario para impedir que los vecinos quisie-
ran quedarse en los lugares. En esta labor Osorio contó
con la ayuda de unos 150 soldados de la guarnición de
Puerto Rico que habían sido enviados por la Corona.
Así fueron despoblados Puerto Plata, Montecristi, la Ya-
guana y Bayahá. En este último lugar los vecinos inten-
taron hacer frente a la despoblación y se levantaron en
armas contra Osorio y sus soldados, alzándose sobre los
Valles de Guaba encabezados por el antiguo alcalde de
la ciudad de nombre Hernando de Montoro. Esta fue
una verdadera rebelión popular de la gente común, mu-
latos y negros libres que veían en las despoblaciones el
comienzo de su ruina, y aunque todavía al año siguiente
Montoro y su grupo no habían podido ser capturados, ni
lo serían nunca, las persecuciones arrojaron más de se-
tenta personas ahorcadas «por haber tratado y comuni-
cado con enemigos después de la nueva ley». Al comen-
zar las despoblaciones se encontraban surtas en la Ba-
hía de Gonaives unas 16 naves holandesas que aprove-
chando la confusión reinante llegaron incluso a ofrecer
a los rebeldes ayuda militar y apoyo político en contra
de las autoridades con la condición de que abandonaran
su fidelidad al rey de España y renunciaran a la fe ca-
tólica. Los vecinos de la Yaguana, por su parte, también
opusieron una fuerte resistencia, y una parte de los mis-
mos prefirió salir huyendo hacia Cuba antes que dejar-
se reducir a vivir en una población que iba a ser funda-
da en una zona estimada por todos como la de peores
tierras de toda la Isla. Más tarde, Osorio envió un oidor
126

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -lEMRfQUEZ UgElílft
de la Audiencia a Cuba a buscar a estos vecinos que ha-
bían huido.
Todos estos pobladores de Montecristi, Puerto Plata,
Bayahá y la Yaguana fueron concentrados en unos pue-
blos al norte de Santo Domingo, que fueron llamados
San Antonio de Monte Plata y San Juan Bautista de Ba-
yaguana, para significar la unión de las poblaciones de
Montecristi y Puerto Plata en Monte Plata y de Bayahá
y la Yaguana en Bayaguana. También fueron mudados
los vecinos de todos los hatos comprendidos entre Neiba
y San Juan de la Maguana, que una vez en marcha las
despoblaciones también fueron acusados de contraban-
distas y Osorio determinó mudarlos hacia los alrededo-
res de la antigua villa de la Buenaventura.
Esta mudanza fue aprovechada por los negros de los
alrededores que desde hacía años se encontraban alzados,
quienes negociaron su pacificación con la Audiencia a
cambio de ser asentados en los lugares despoblados de
San Juan de la Maguana, lo cual no fue difícil pues ape-
nas llegaban a veintinueve. Las protestas de los vecinos
de San Juan de la Maguana, por una parte, y de la misma
población de Santo Domingo, que decía que de San Juan
era de donde esta ciudad se proveía de quesos, mantequi-
lla y sebo, hizo que al poco tiempo se permitiera a los
vecinos regresar a sus antiguos sitios, quedando así toda
la población española de la Isla reducida a los límites
de las guarda-rayas impuestas por las autoridades que
prohibían a los vecinos bajo pena de muerte adentrarse
más al norte o al oeste de Santiago de los Caballeros
y más al oeste de San Juan de la Maguana y Azua.
Tal como había sido previsto por los cabildos de San-
to Domingo y la Yaguana, no fue posible sacar ni siquie-
ra el diez por ciento de todo el ganado manso de la ban-
da del norte recién despoblada. Según los cálculos he-
chos en esos días, de las 110,000 reses mansas que había
en aquellas regiones solamente fue posible trasladar unas
8,000 a los nuevos lugares, quedando el resto sin dueño
127

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO H E N R Í Q U E Z UREftA
y uniéndose al poco tiempo a las manadas de ganado
cimarrón de la zona. Y lo peor de todo fue que de esas
ocho mil «se murieron y quedaron en el camino muy
muchas, y las que llegaron a los sitios, por ser tan ma-
los los pastos dellos, en que no hay sino una yerva de
pastillo dañosísima a el ganado, se ha muerto y consu-
mido tanto, que no se hallará hoy en todas las que vi-
nieron dos mil cavezas de ganado». Estas mudanzas y las
pérdidas de reses que se sucedieron por alzarse la ma-
yor parte, mientras eran trasladadas a otros sitios, se hi-
cieron sentir en la ciudad de Santo Domingo donde se
agravó la existente carestía de carne, pues los dueños de
hatos de San Juan y Neiba, que acostumbraban a enviar
sus ganados a Santo Domingo, dejaron de hacerlo du-
rante todo ese año, y hubo ocasiones en que la carne, que
antes era desperdiciada, ahora debía ser salada para con-
servarla, lo cual no siempre se hacía bien pues la fer-
mentación rápida que el calor tropical producía la da-
ñaba en poco tiempo y llegó a ocasionar intoxicaciones
entre algunos vecinos que la consumían preparada de
esa manera. De esta manera, pues, ni se sacó todo el ga-
nado, ni se favoreció de inmediato el comercio expor-
tador de la ciudad de Santo Domingo, ni se impedió
que la gente común siguiera haciendo contrabando, y en
cambio se disgustó definitivamente toda la población de
la Isla, se favoreció el alzamiento de muchos esclavos
negros hacia los montes, se arruinaron docenas de fa-
milias de la banda del norte, y se despoblaron las costas
septentrionales de la Isla dejándolas expuestas libremen-
te a las visitas de los holandeses. Los descendientes de
estos pobladores, incluso de siglos posteriores, nunca
olvidarían estas concentraciones y reducciones ordena-
das por la Corona española para impedir que ellos pu-
dieran recibir los beneficios económicos que España por
su subdesarrollo industrial no había sido capaz de pro-
porcionarles.
El Gobernador Antonio de Osorio, que había pedido
128

FAIFI ic :CA •
PHDRO -)EMRÍQt¡P7 URtpftA
i . c r ú c L i í ' i EOM'INJCAMA
a la Corona, desde antes de recibir la orden de las des-
poblaciones, que le permitiera retirarse de la vida pú-
blica en la cual había servido por más de treinta años
sin interrupción, finalmente fue relevado de su cargo a
mediados del año de 1608. Aunque era de rigor some-
terlo a un juicio de residencia, la Corona ordenó a su su-
cesor Diego Gómez de Sandoval no poner trabas para que
Osorio pudiera regresar sin tener que responder a las
acusaciones de que fuera objeto por cuestiones relativas
a las despoblaciones. Gómez de Sandoval cumplió ca-
balmente esta orden y permitió a Osorio embarcarse de
regreso a España a finales de ese año, dejando tras de
sí una colonia desarticulada y transformada, encerrada
oficialmente sobre sí misma y sujeta ahora más que an-
tes, a los cambios y vaivenes de la política internacional
europea y ligada forzosamente a la economía de una me-
trópoli dominada por una burguesía mercantil que sin
respaldo industrial alguno pretendía mantener sometidas
a un régimen de monopolio a sus colonias americanas.
Osorio fue instrumento de las fuerzas mundiales en con-
flicto, como lo eran los contrabandistas y corsarios holan-
deses y franceses, y como lo fueron en su papel de víc-
timas los vecinos de la banda del norte que vieron sus
fortunas arruinadas y sus destinos limitados por las des-
poblaciones y mudanzas de sus hatos y por las reduc-
ciones de sus familias y bienes a los alrededores de San-
to Domingo. A partir de 1606 la sociedad españólense se-
ría otra cosa diversa a lo que hasta entonces había sido,
pero sujeta todavía a las mismas fuerzas que la domi-
naban.

130
129
I SIISI
BIBLI O T s C A N A C I O N A L
PBDRO -jemrTQUEZ LIRE NI ft.
SEGUNDA PARTE
(Siglo XVII)
VII
POBREZA Y MILITARISMO
(1606-1648)

A PESAR DE LAS PREVISIONES de Baltasar López


de Castro y de la Corona, las despoblaciones surtieron
otros efectos sobre la economía y la vida social de la Co-
lonia y a la larga sirvieron para preparar las condiciones
que harían posible todo lo que con ellas se quería evitar:
el establecimiento de individuos de otras naciones en las
costas del norte y del oeste de la Isla. Inmediatamente
los primeros efectos percibidos en Santo Domingo fue-
ron los de una notable carencia de carne debido a que
todos los dueños de ganado de los hatos circundantes pre-
firieron matar sus animales y exportar todos sus cueros
de una vez por todas antes que correr el riesgo de per-
derlos en nuevas mudanzas y despoblaciones que por
ventura pudieran tener lugar en el futuro. Eso explica
por qué las cifras de exportación de cueros de los años
1606 y 1607 reflejan una visible alza en relación con las
de años anteriores. La carencia de carne se agravó a me-
dida que pasaron los meses y la misma afectó fatal-
mente a las nuevas poblaciones de Monte Plata y de Ba-
yaguana, debido a que de las 110,000 cabezas de ganado
manso que había en la Banda del Norte, sólo pudieron
ser trasladadas unas ocho mil. Estas ocho mil se reduje-
ron a menos de dos mil debido a que muchas de ellas
murieron por falta de pastos y el resto fue consumido
por los hombres y mujeres de esas poblaciones como úl-
timo recurso para no morir de hambre en unos terrenos
133

BIBLIOTECA MACÍONAJL
PEDRO -ÍÉKlRlQÜEZ UREÑIA
que tenían fama de ser «los peores y más estériles que
hay en toda esta Isla». De acuerdo con un memorial de
agravios contra el gobernador Osorio que redactaron
dos vecinos, Bartolomé Cepero y Gaspar de Xuara, en
agosto de 1608, «ha estado la hambre y necesidad de los
dichos vecinos tan grande que para mitigarla algo no
solo consumieron, como queda dicho, su ganado, pero
mucho del que había en los contornos de los dichos dos
pueblos de los conventos y vecinos de esta ciudad» (de
Santo Domingo), pues se sabe que las tierras en donde
se fundaron Monte Plata y Bayaguana pertenecían a al-
gunas comunidades religiosas, entre ellas la de los do-
minicos, y a algunos vecinos ricos de Santo Domingo.
Las mudanzas de los hatos comprendidos entre Neiba
y San Juan de la Maguana, que luego tuvieron que ser
repoblados, también sirvieron para agravar la crisis del
abasto de carne a la ciudad de Santo Domingo de 1608
en adelante. Tan escasas se hicieron las reses en las car-
nicerías de Santo Domingo que para satisfacer las nece-
sidades de la población los vecinos tuvieron que recu-
rrir al expediente de salar la carne que antes se desper-
diciaba por su abundancia para consumirla de esa ma-
nera. Los efectos de esta medida fueron críticos, pues el
calor y la humedad tropicales impedían una buena con-
servación de las carne saladas y las intoxicaciones eran
frecuentes, especialmente entre los esclavos que eran ali-
mentados ahora con la peor parte de este alimento. La sal
subió al doble de su precio y con ello la carne salada,
que era de muy baja calidad, pero que era la fuente prin-
cipal de proteínas de los vecinos de Santo Domingo. De
acuerdo con las noticias de esos días no había siquiera
aves u ovejas que sustituyeran la carne de res, a pesar de
que la población de Santo Domingo era de unas seiscien-
tas familias, que apenas llegaban a tres mil personas en
total. Estas tres mil personas concentradas en esta ciu-
dad componían el 60 % de la población de toda la Co-
lonia. El resto se encontraba disperso en las demás po-
blaciones de la Isla y en los hatos circundantes a las
mismas. Tan grave se veía la situación en Santo Domin-
go que el mismo Osorio comprendió que debía permi-
tir que algunos de los vecinos pudieran regresar a la
Banda del Norte en cuadrillas escoltadas por soldados
para tratar de concentrar los restos de los ganados man-
sos que se dispersaron durante las mudanzas y despobla-
ciones, y con este propósito concedió algunas licencias.
Pero, como es de comprenderse, esos lugares estaban de-
masiado lejos, el ganado estaba muy disperso, los hom-
bres que componían esas cuadrillas eran muy pocos y
la efectividad de esas misiones fue muy reducida que-
dando la crisis en pie.
La situación general de Santo Domingo y sus alrede-
dores a mediados de 1608 cuando llegó el nuevo gober-
nador Diego Gómez de Sandoval a sustituir a Antonio de
Osorio era, al decir de sus vecinos, de hambre, miseria,
y aflicción, y mucho más difícil era la de los vecinos de
Bayaguana y Monte Plata que desesperadamente pedían
a las autoridades que les permitieran irse a vivir a San-
to Domingo, lo cual no llegó a ser concedido. Más de un
tercio de la población de Bayaguana murió de hambre
y enfermedades entre 1606 y 1609 y, a pesar de la nega-
tiva de las autoridades, los más jóvenes de los habitantes
de estos dos poblados se fueron colando entre la pobla-
ción de Santo Domingo, donde apenas encontraban de qué
vivir, pero por lo menos podían subsistir en los alrede-
dores del puerto. Las dificultades de estos vecinos, ahora
arruinados, los llevó tan lejos como a dedicarse al robo
de ganados para no morir de hambre, de tal manera que
cuando Diego Gómez de Sandoval hizo su investigación
sobre la situación general de la Colonia, el cuatrerismo
era uno de los problemas que más preocupaban a los due-
ños de hatos de Santo Domingo, porque el mismo tendía
a aumentar la escasez de carne de la Capital ya que los
animales robados nunca llegaban a las carnicerías. Para
colmo de males, en mayo de 1609 el pueblo de Bayagua-
135

BIBLIOTECA NACIONAL.
PBDRO -LEMRTQUFT' UREÑA
na sufrió un fuego que abrasó muchos de los bohíos cons-
truidos un par de años atrás y dejó a las familias sobre-
vivientes sin hogar.
Entretanto, en Santo Domingo el Gobernador Gómez
de Sandoval adoptó una serie de medidas para fomentar
el crecimiento de los ganados y la multiplicación de los
hatos, que eran la única riqueza de la población. Des-
pués de descubrir que además de las despoblaciones ha-
bía otras razones para que no hubiera suficiente ganado
en el sur de la Isla, en noviembre de 1608 Sandoval pro-
hibió, bajo severas penas, que se mataran las hembras
en los hatos lo mismo que se mataran los becerros y que
se dieran las monterías a medias, pues él había podido
comprobar que los monteros, así como los mayorales y
los peones mozos de los hatos, en su afán por obtener ma-
yores beneficios en las monterías, cuando eran a me-
dias, cazaban todos los animales a su alcance no respe-
tando ni el sexo ni la edad de los mismos. Esos mayora-
les, peones y mozos eran casi todos negros libres y gente
de color que formaban el estrato inmediatamente supe-
rior al de los 9,648 esclavos que conformaban la capa
social más baja de la Colonia. Otra de las medidas de
Gómez de Sandoval consistió en ordenar a todos los due-
ños de hatos mantener jaurías de perros mansos para
que con sus mayores se dedicaran a perseguir a los pe-
rros cimarrones que desde hacía décadas abundaban en
decenas de miles persiguiendo los ganados y siguiendo
a los cazadores para comer las carnes desperdiciadas en
las monterías. Muchas veces estos perros cimarrones ha-
cían un gran daño al ganado vivo y otras veces dañaban
los cueros al saltar de improviso sobre animales recién
muertos por los monteros. Otra medida importante de
Gómez de Sandoval fue la de permitir que siguieran yen-
do a la Banda del Norte algunas cuadrillas debidamente
escoltadas por soldados para ir a recoger los restos de
los ganados allá dispersos y llevarlos tierra adentro a
los hatos de Santiago y sus alrededores. Con esta dispo-

am
136

X BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -IENJRÍQUET UREMA;
r . úcli : o
sición Sandoval permitía a los vecinos mudados resar-
cirse de sus pérdidas y complacía a los grandes dueños
de hatos de Santo Domingo que habían perdido sus ga-
nados en la Banda del Norte y buscaban recobrarlos.
Sin embargo, algún celoso defensor de los intereses rea-
les informó a la Corona sobre estas licencias para formar
cuadrillas y Sandoval fue advertido por el Rey en 1610
sobre los peligros de que tanto los soldados como los
miembros de las cuadrillas pudieran dedicarse a resca'
tar los cueros otra vez con los enemigos de España en vez
de llevar los animales vivos a Santo Domingo.
Esta era una advertencia de rigor, puesto que Feli-
pe III no podía dejar de ser consistente con su política
de control de la penetración extranjera en el Caribe, aun-
que desde 1610 las circunstancias de las luchas interna-
cionales entre España y las demás potencias europeas
habían variado notablemente. Esa variación había sido
gradual y se había ido produciendo a medida que Espa-
ña pudo ir haciendo las paces con cada una de las na-
ciones enemigas. En 1598 pudo firmar el Tratado de Ver-
vins con Francia, que sirvió para disminuir enormemente
la presencia de contrabandistas franceses en el Caribe.
En 1604 Inglaterra, por medio del otro Tratado de Ver-
vins, también fue neutralizada parcialmente, y en estos
dos procesos ayudan a comprender por qué en 1605 y 1606,
cuando Osorio realizó las despoblaciones, Holanda era la
nación que tenía mayor cantidad de naves en las An-
tillas buscando sal y rescatando con los vecinos de es-
tas costas, sobre todo con los del norte y el oeste de la
Española. Fue precisamente esa masiva penetración ho-
landesa lo que sirvió de último estímulo para que la Co-
rona española adoptara la decisión de realizar las des-
poblaciones, como fue también la incapacidad de Espa-
1

ña de poder seguir combatiendo y compitiendo militar-


mente con Holanda en Europa lo que la llevó a buscar
desde 1606 la tregua con los Países Bajos, la cual fue fir-
mada en abril de 1609.

PIEtUV! —• — t -¿'—wV^ *
PHTRO -iEIVRiQUEr LIREÑfe
r.cpOpuicA O O M W I C A N Í
Así, pues, mientras la tregua con Holanda durara, Es-
paña no preveía grandes amenazas contra sus intereses
en el Caribe, pero no dejaba de cuidarlos sosteniendo la
legalidad del monopolio de Sevilla. En la Española este
monopolio empobreció paulatinamente la Colonia, y a
pesar de las numerosas quejas de los vecinos y de las
continuas propuestas para que fuese eliminado, quienes
resultaron eliminados fueron aquellos que intentaron bus-
car una respuesta particular al problema, pues el con-
trabando como solución era ilegal, de acuerdo con la po-
sición oficial. La única manera de mantener esa legali-
dad funcionando era mediante la fuerza y ya hemos di-
cho que para realizar las despoblaciones fue necesario
enviar 150 soldados de Puerto Rico para que junto con
los 50 de la guarnición de Santo Domingo ayudaran a
Osorio a obligar a los vecinos a aceptarlas. Hay cons-
tancias en el memorial de Cepero y Xuara de que esos
militares cometieron abusos contra la población reducida
a los nuevos pueblos, y hay otras constancias de años
posteriores de que esos militares provenientes de otras
partes del imperio y ajenos a los intereses locales, lle-
garon incluso a chocar con los mismos miembros de la
Real Audiencia —representantes de la Corona— que no-
taban como, a medida que pasaban los años, las cuestio-
nes de la defensa de la Colonia pasaban a primer plano
y los asuntos militares adquirían una prioridad que lle-
gaba a amenazar hasta la propia autoridad y el prestigio
de los oidores.
Las despoblaciones afectaron decisivamente el comer-
cio exportador de Santo Domingo al escasear los ganados,
lo mismo que afectaron la capacidad adquisitiva de los
vecinos que empezaron a consumir menos artículos im-
portados por el puerto de Santo Domingo debido tanto a
la falta de dinero como a los enormes precios que había
que pagar por los mismos. «Sueldos tan cortos para tie-
rra tan cara» fue una expresión del mismo Gobernador
Gómez de Sandoval para retratar la situación de estan-
138

O •<
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P0DRO - l E N R i Q U E Z UREL&M»
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camiento económico que se hacía tanto más grave cuan-
to que la exportación y la importación no proporciona-
ban entradas fiscales suficientes como para cubrir los
gastos de la burocracia colonial ni mucho menos de los
200 soldados destacados en Santo Domingo. Mientras se
reproducía el ganado y se aumentaba la producción de
cueros, que era cuestión de varios años, las medidas adop-
tadas consistieron en reducir a 100 el número de sol-
dados, enviando los restantes a la Habana, ya que en 1614
la tregua los hacía momentáneamente innecesarios, y, por
otra parte, en buscar que el déficit de la administración
fuera cubierto por asignaciones subsidiarias enviadas
desde México anualmente, las cuales fueron llamadas si-
tuados.
La tregua finalizó en 1621 al entrar España en la lla-
mada Guerra de los Treinta Años que envolvió a todas
las naciones de Europa, y en la cual España quiso par-
ticipar para defenderse del creciente poderío holandés
que durante los últimos doce años había estado lucrán-
dose a costa de las colonias portuguesas en Asia y Africa
y ahora amenazaba con extender su influencia al Brasil,
que aún siendo propiedad portuguesa tenía mucho que
ver con el mantenimiento del monopolio en el resto de
las Indias, pues las Coronas de Portugal y de Castilla
estaban unidas desde 1580 bajo el cetro del monarca
español. Esos doce años habían dado un respiro a las
autoridades de la Española, que entretanto se ocuparon
en mantener el sistema de cuadrillas funcionando bajo el
control de los militares que en ocasiones eran moviliza-
dos por Gómez de Sandoval para perseguir algunos gru-
pos de negros alzados que se mantenían en puntos di-
fícilmente accesibles alejados de todo contacto con los
españoles. Pero ahora, con España en guerra nuevamen-
te, sobre todo con una nación con tan fuerte marina como
Holanda, las autoridades de todas las Antillas iban a ne-
cesitar de un buen servicio de defensa en sus costas y
principales puertos, en donde desde 1619 ya se sabía
139

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -iEMRlQUEZ LIREÑA
r . c n ú o u c -¿¡J" t imi c « i N *
que los holandeses se preparaban para regresar tanto a
rescatar como a realizar actos de represalia. En medio
de todas estas circunstancias murió Gómez de Sandoval
en 1623, dejando tras de sí la Colonia tan pobre como la
había encontrado quince años atrás cuando los vecinos
no pudieron ir a recibirlo porque muchos de ellos no
tenían ropa que ponerse. De acuerdo con uno de los oido-
res de la Audiencia, el licenciado Martínez Tenorio, que
escribió a la Corona dando cuenta de la muerte de Gó-
mez de Sandoval, «esta tierra va en gran disminución de
gente y de haciendas», pues los que podían seguían emi-
grando hacia otras partes de las Indias. Lo más notable
era que en los momentos en que parecía que se iban a ne-
cesitar de más soldados y mejores medidas para la de-
fensa de la Colonia, no había más de 400 personas con
armas en toda la Isla quienes, al decir de Martínez Te-
norio, estaban muertas de miedo. De los cien soldados
de presidio sólo 60 estaban en la Capital, y de éstos había
varios enfermos. Los cuarenta restantes, que desde varios
años atrás hacían labores de cuadrillas, había optado por
el camino más fácil que fue entrar en convivencia con
los vecinos y dedicarse a la fabricación de quesos y a la
crianza de caballos, pasándose muchos de ellos hasta año
y medio haciendo monterías sin contacto alguno con sus
superiore3 de Santo Domingo.
Esa situación de pobreza afectaba a casi todo el mun-
do, en especial a la ciudad de Santo Domingo que, al
decir del sucesor de Sandoval, el nuevo Gobernador Die-
go de Acuña, se encontraba pobrísima y no había dinero
con qué hacer frente a los gastos militares que debían
realizarse para reforzar la plaza. Esos dineros también
habrían de venir de México porque no había de donde
producirlos. Lo más grave era que esos gastos tendrían
que aumentar porque a juicio de Acuña hacían falta cien
hombres adicionales para reforzar la guarnición existen-
te porque «la gente de la tierra es tan poco aficionada a
la guerra que no hemos de hacer mucho caudal della como
140
poco diestra y no inclinada a la milicia». Y es que la
población criolla de la Isla, la gente de la tierra, nunca
había tenido el menor interés de ahuyentar o hacer la
guerra a los enemigos de España, sino que, al contrario,
la presencia de estos enemigos en las costas de la Isla
era lo que durante décadas había garantizado su exis-
tencia a través de un negocio que había resultado igual-
mente conveniente para ambas partes y que por ser con-
trario a los intereses de Sevilla sirvió como pretexto, jun-
to con otras razones de tipo religioso y político, para
encerrar a la mayor parte de la población dentro de unas
fronteras artificiales fijadas arbitrariamente por Osorio
después de las despoblaciones. Si antes Holanda, Ingla-
terra y Francia habían sido enemigas de España y los
vecinos de la Isla habían comerciado con ellas, mucho
menos pensarían en dedicarse a la milicia durante los
doce años que duró la tregua entre Holanda y España.
Era mucho más beneficioso, como los mismos soldados
que andaban en las cuadrillas pudieron comprobarlo, de-
dicarse a cazar y amaestrar caballos y a fabricar quesos
para venderlos en Santo Domingo junto con los cueros
del ganado cimarrón que podían recogerse en las mon-
terías. De ahí que en 1624 no existiera un espíritu mili-
tar vivo entre la población de Santo Domingo. Una tra-
dición de comercio ilegal, de vida pastoril, de hábitos
sedentarios entre la población urbana, de pobreza ge-
neral y de frustración colectiva debido a las despobla-
ciones había hecho imposible la conformación de un es-
píritu militar entre la gente de la tierra, lo cual era in-
conveniente para los intereses imperiales de España en
las Indias una vez esta nación se había embarcado en
la Guerra de los Treinta Años con un enemigo tan temi-
ble como Holanda.
Fue precisamente la fundación de la llamada Compa-
ñía de las Indias Occidentales en 1621, organizada por un
poderoso grupo de capitalistas holandeses para hacer la
guerra a los intereses comerciales españoles en América,
141

B W t l O T E C A M A C I O NAL
PHT.RO HENRfQUEZ UREWA
(CR-ÚBUC«. O O M I N Í C A N *
1

y particularmente en el Caribe, lo que movilizó las de-


cisiones en la Corte para reforzar militarmente todos
aquellos lugares que habían sido relegados durante dé-
cadas y concentrar esfuerzos en la explotación de las ri-
quezas de Perú y México. Y fue también el cambio de po-
lítica de España en ese mismo año de 1621, producido por
la muerte y sucesión de Felipe III por su heredero Feli-
pe IV, quien inspirado por el Conde Duque de Olivares
quiso renovar la política imperialista en Europa y en los
Países Bajos, lo que llevó al enfrentamiento de estas dos
naciones en todos los mares del mundo, pues cuando los
intereses españoles no estaban siendo atacados en algún
punto, lo estaban siendo por algún otro los intereses por-
tugueses en Asia, en Africa o en Brasil, y España tenía
la obligación de proteger esos intereses. Así, pues, los
años de 1623 a 1625 son años de intensa actividad naval
y militar en el Caribe. De una actividad que hizo reac-
tivar las defensas españolas en las Antillas y que obligó
a los gobernadores de la Española a poner en práctica
nuevos programas de militarización para cuyo financia-
miento fue necesario buscar dinero en las Cajas Reales de
México. Por todo ello, no es sorpresivo que la Corona or-
denara en noviembre de 1624 al gobernador que impi-
diera que los soldados siguieran dedicándose a las mon-
terías y los obligara a regresar a Santo Domingo a ser-
vir militarmente y a preparar la defensa de la plaza con-
tra posibles ataques enemigos.
Esos ataques no llegaron por el puerto de Santo Do-
mingo sino treinta años más tarde y no precisamente de
manos de los holandeses, pero los preparativos y los
esfuerzos para reforzar a Santo Domingo, que de bue-
nas a primeras se venía convirtiendo en un lugar de
importancia estratégica, dieron un carácter diferente a
la vida de la ciudad y contribuyeron a cambiar la perso-
nalidad social de la misma. La mayor parte de los docu-
mentos de los años posteriores al traslado de Acuña a
Guatemala en 1626 insisten continuamente en los asun-
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
¡PEDRO ;ÉNJR(QUE7 URElSifc
n c r ú o i ! - : » zr om imi c /s n a
tos militares y no parece haber cabida a otras preocu-
paciones mayores entre las autoridades de Santo Domin-
go como no sean las de reforzar y proteger la plaza de
acuerdo con las instrucciones de la Corona, que estaba
envuelta en una de las más serias guerras europeas. Los
diez años de la administración del gobernador Gabriel
Chávez de Osorio, quien sustituyó a Acuña, son años de
intensa actividad militar en la Banda del Norte y de in-
tenso entrenamiento de nuevas tropas llegadas de otras
partes a Santo Domingo. Entretanto, la producción se-
guía estacionaria. Se había vuelto a producir suficiente
ganado como para abastecer la ciudad de Santo Domingo,
pero nunca la producción volvió a alcanzar los niveles
anteriores a las despoblaciones. Los ingenios de azúcar
seguían produciendo cada día menos azúcar, pues sus
dueños no habían vuelto a hacer reparaciones en los mis-
mos ni a introducir mejoras, la mayoría de los esclavos
habían muerto o huido hacia los montes y su importa-
ción se había detenido y cada día resultaba más difícil
producir mucha azúcar. Además, la competencia de los
azúcares mejicanos y cubanos, producidos en lugares
donde se encontraba transporte fácil y fletes baratos
colocaban a los dueños de ingenios en una posición ina-
guantable por mucho tiempo y su actitud fue la de pro-
ducir lo que se pudiera y exportar cuando fuera posible.
Después de rota la tregua, España se vio obligada a re-
forzar la defensa de sus flotas de galeones y distraer
todos los barcos hábiles para este objeto, sobre todo des-
pués de 1628, cuando la flota de ese año fue atacada y
tomada casi en su mayor parte por corsarios holandeses.
La inseguridad de los mares antillanos hacía enorme-
mente peligroso aventurar pequeños navios solos hacia
el puerto de Santo Domingo, donde no se esperaba en-
contrar más que algunos centenares —algunas veces unos
cuantos miles— de cueros y otros tantos cientos de arro-
bas de azúcar.
Un documento de 1629 habla de la imposibilidad de
143

BIBLIOTECA NACIONAL
:R :> «NRÍCUE r. URI
exportar los frutos de la tierra «porque ordinariamente
falta embarcación en que conducirlos», y otro de ese
mismo año menciona de un barco anual que era habili-
tado para llevar a Santo Domingo «mantenimientos de
quaresma de que aquella ysla carece». Junto con este na-
vio debía haber otra embarcación que realizara viajes
regulares a Santo Domingo desde México, fuertemente
artillada, para conducir el situado con la paga de los fun-
cionarios reales, del cabildo eclesiástico y de los solda-
dos de la guarnición de Santo Domingo. Fuera de estos
dos barcos, la navegación se hacía singularmente irre-
gular y esta irregularidad, unida a los manejos e injus-
ticias de algunas autoridades en el otorgamiento de los
fletes y licencias de exportación, fue desalentando todas
las iniciativas por crear nuevos negocios o mejorar los
existentes, en especial los ingenios azucareros. Las únicas
inversiones que se realizaban estaban orientadas a me-
jorar las defensas con el propósito de hacer de Santo Do-
mingo una plaza inexpugnable desde el mar o desde tie-
rra y de dotarla de una armadilla de varios bajeles que
hicieran guardacosta entre Santo Domingo y la Habana
para resguardarlas de los holandeses. Según la relación
de los gastos militares enviados a la Corona por el Go-
bernador y Presidente de la Audiencia don Gabriel Chá-
vez de Osorio en 1630 los mismos ascendían a la suma
de seis millones y ochocientos mil doscientos cuatro ma-
ravedíes (6,800,204 mrs.) que equivalían a la suma de
17,588 ducados de oro. Esas erogaciones sirvieron para
consumir y gastar «no solo los efectos de la hacienda de
V. Magd. que han entrado en esta Real Caxa», sino unos
tres millones y pico más de maravedíes que resultaron
de las ventas de una nave portuguesa y sus mercancías
confiscadas en el puerto de Santo Domingo en junio de
ese año.
Los resultados de todas estas medidas no tardaron en
ser vistos, pues en noviembre de ese año de 1630 regre-
saron las cuadrillas militares que habían sido enviadas a
144

; _ ;A ¡- IAC
PBDRO - l E M R f Q U E r UREMfc
ncrúnuc«» D O M I N I C A N A
la isla de la Tortuga algunas semanas antes, para desalo-
jar a los enemigos de España que se habían refugiado en
ella después de haber sufrido un fuerte ataque en la is-
lita de San Cristóbal el año anterior por la armada de
don Fadrique de Toledo que regresaba del Brasil, a don-
de había ido a expulsar a los holandeses que se habían
adueñado de las tierras de la región de Bahía. Esos ene-
migos, ingleses y franceses, perdieron todo lo que ha-
bían podido llevar desde San Cristóbal, incluso sus es-
clavos, los que tomados prisioneros por los españoles
fueron luego vendidos en Santo Domingo para pagar los
sueldos de los mismos soldados que habían asaltado la
Tortuga. Ese pequeño triunfo, sin embargo, lejos de de-
jar satisfechas a las autoridades sirvió para mostrarles
cuán cerca se encontraban los enemigos y para mover-
los a seguir con los planes de defensa y fortificación de
Santo Domingo. Pese a la falta de fondos, el gobernador
Chávez de Osorio se las ingenió para hacer que los en-
cargados de las obras siguieran trabajando aún cuando
no se les pagara por sus labores. El pretexto era la ame-
naza de los enemigos y el mismo servía tanto para con-
tinuar con el proceso de militarización, como para im-
pedir que otras personas y funcionarios ajenos a la pre-
sidencia de la Audiencia tuvieran participación en la ad-
ministración de la hacienda de la Colonia. En este sen-
tido, otro de los frutos de la militarización fue la for-
mación de una pequeña élite militar, encabezada por el
Presidente que era al mismo tiempo el Gobernador y
el Capitán General de la Isla, que buscó enriquecerse a
través de las construcciones o a través del control de las
operaciones fiscales que debían llevarse a cabo en las
aduanas de Santo Domingo. De este último sistema fue
beneficiario directo el mismo Presidente que a través de
algunos testaferros llegó a acaparar importantes nego-
cios y murió después de haber acumulado una fortuna.
El otro caso, el de las construcciones para la guerra como
fuente de beneficios, tuvo representante en Luis de Ga-
145

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO - ( E N R I Q U E Z UREIÍW.
ICPÚNLICI 30HINICANA
ravito, quien en 1633 llegó a obtener de la Corona el tí-
tulo de Superintendente de la Fábrica de Navios con el
compromiso de fabricar diez galeones con madera de la
Isla para utilizarlos en labores de guardacosta.
La victoria de Ruy Fernández de Fuenmayor en 1634
contra los ingleses que habían regresado y vuelto a ocu-
par la Tortuga, después del primer asalto de los españo-
les cuatro años antes, resaltó aún más la efectividad de
la organización militar en la Española. Después de reu-
nir unos ciento cincuenta hombres en el interior de la
Isla y de sumarlos a los cien del presidio de Santo Do-
mingo, el capitán Fernández de Fuenmayor cayó sobre
los ingleses y, al decir de los informes militares, degolló
195 enemigos, tomó 39 prisioneros y pudo apresar tam-
bién más de treinta esclavos negros que aquellas gentes
tenían en su poder. Los gastos de esta campaña fueron,
al decir de la Audiencia, considerables, pero todos cele-
braron la misma porque al desalojar a los ingleses de la
Tortuga, decían las autoridades, se acababa con el foco
de enemigos muy peligroso «por el daño que desde allí
hacían a quantos vaxeles pasaban a la Hauana» desde
Puerto Rico y la Española. Esos gastos fueron cargados
finalmente al situado que regularmente se llevaba desde
México a Santo Domingo, que desde hacía años se había
convertido en la única fuente fija de ingresos para hacer
frente a los gastos administrativos, públicos y eclesiás-
ticos en la Colonia. Pese a que la producción de cueros
había vuelto a subir, la exportación de los mismos ren-
día muy poco al erario público, debido a las rebajas de
impuestos de exportación que durante más de veinte
años había otorgado la Corona para favorecer a los ve-
cinos de Santo Domingo que consideraban que las des-
poblaciones habían servido solamente para empobrecer-
los todavía más. Igualmente, tampoco producía conti-
nuos beneficios la exportación de cueros por el Puerto
de Santo Domingo en estos años, debido a que la si-
tuación de guerra abierta en el Caribe hacía la navega-

OISÜOTSCA NACIOUA1.
FCTRO -FLSNRJPUCZ URGFILFT
ción a Santo Domingo sumamente peligrosa y muy po-
cos se aventuraban a ir a la Española a buscar unos
productos (azúcar, cueros, cañafístola, jengibre, tabaco)
que podían ser obtenidos a más bajos precios, en ma-
yores cantidades con menos riesgos y más bajos fletes
en las ferias de Portobelo y Veracruz, donde se acu-
mulaba la producción de todas las colonias centroame-
ricanas, incluyendo Venezuela, Castilla de Oro y Perú.
Así la pobreza de Santo Domingo proseguía, entre las ac-
tividades militares y la construcción de fortificaciones
para la defensa de la plaza y de esa pobreza quienes más
se quejaban eran los que más poseían, pues sus fortu-
nas dependían más del comercio de exportación e impor-
tación que de su trabajo como soldados o como peones
o como simples monteros en los hatos del interior.
Las noticias de los años posteriores a la victoria de
Fernández de Fuenmayor repiten los mismos problemas
de los años anteriores: a pesar de la abundancia de fru-
tos de la tierra, no había manera de disponer de ellos,
pues no había un mercado interior que los consumiese
y no había, por otra parte, transportes disponibles para
llevarlos a España. Una carta del gobernador interino
don Alonso de Cerezeda, quien tuvo a su cargo la admi-
nistración de la Colonia a raíz de la muerte de Gabriel
Chávez de Osorio en 1635 dice lo siguiente: «Está Se-
ñor esta ciudad con extrema necesidad de todas las cosas
necesarias al victo humano. Por la opinión del Señor
don Gabriel de no admitir navio indistintamente y llego
a tal extremo que falta el vino para dezir misa y aun el
pan si Dios no nos socorre esta quaresma de que torne
un barco que despacho esta noche a tierra firme por
harinas y esta necesidad hemos pasado también otros
años por la misma causa que me acuerdo dos quaresmas
no aber tenido pan que comer que para los que nos cria-
mos con el es suma desventura... Suplico a V. Md. enca-
residamente pues puede me remedie esta ciudad enuian-
dome de ay algún nauio de binos... esta ysla que como
147
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PBDRCí -lEMRfQUEZ URÉlvIA
R C|-Ú OI-LC A D O M I N I C A N A
digo están, con necesidad de todas las cosas y con mu-
chas abundancia de frutos cueros de baca xengibre azúcar
y tabaco en tanto grado que creo que aunque carguen diez
nauios quedara para otros tantos con que benderan bien
sus mercaderías los amos de las naos a quien suplico a
V. Md. asegure y enpeñe mi palabra que serán bien Re-
ceuidos...» Esa pobreza afectaba también a Monte Plata
cuyos vecinos nunca llegaron a reponerse de las despo-
blaciones y cuyo convento suplicaba en 1636 se les per-
mitiera mudarse a Santiago de los Caballeros, pues la
población de Monte Plata apenas llegaba a los catorce
vecinos, todos ellos sumamente pobres, en tanto que San-
tiago tenía una población de unos 200 vecinos, que de-
seaban tener el convento allá para «que en él puedan
sus hijos estudiar gramática y escusarse del gasto que
tienen de enbiar las quaresmas por predicadores a el
dicho conbento y para las demás fiestas».
La situación ahora se iba tornando diferente. En lu-
gar de los antiguos y poderosos dueños de ingenios que
controlaban todos los aspectos de la vida local, iba sur-
giendo una élite militar compuesta por hombres venidos
de otras partes de las Indias y dirigida por un Presiden-
te y Capitán General que también era llegado de otras
partes y que la experiencia demostraba que su poder era
prácticamente absoluto. La presencia de estos hombres
en Santo Domingo, con todos sus afanes y sus acciones
repercutía sobre la vida local de diversas maneras. Por
una parte, ellos eran la nueva fuente de riqueza para
los comerciantes, pues una gran parte del dinero que
llegaba con el situado desde México se convertía en sa-
larios y era gastado por los soldados en la compra de los
artículos de consumo necesarios para satisfacer sus ne-
cesidades. En general, cuando los sueldos llegaban se es-
fumaban rápidamente, pues tanto los soldados, como los
burócratas, como los religiosos que recibían sus salarios
de las cajas reales vivían endeudados y la llegada de sus
dineros sólo servía para saldar cuentas y empezar a com-
148

\zm
BIBLIOTECA NACIONAL
?H5RO ¡ENRÍQUEZ LIREÑJA
I C P Ú H U C « , D:OM INI C A M A
' prar al fiado de nuevo. Pero aun así, y a pesar de encon-
trarse individualmente en manos de los comerciantes y
usureros de Santo Domingo, los soldados seguían sien-
do la base del poder real en la Colonia y después de más
de diez años de intensa actividad militar su presencia
no podía ser eludida por nadie que viviese en Santo Do-
mingo por más noble y antiguo y honrado que fuese.
De manera que a pesar del constante rechazo que reci-
bían de los más rancios pobladores de la ciudad, los mi-
litares imponían un nuevo estilo de vida de la comuni-
dad que no dejaba de provocar conflictos sociales. Ya
en 1638, por ejemplo, los militares se quejaban al Rey
de que a pesar de los servicios que ellos rendían a la
Corona en la «defensa de esta dicha ciudad» y de la im-
portancia que tales funciones conllevaban, los capitanes
y demás oficiales de la guarnición «se hallan corridos y
abergongados» por no poseer un lugar señalado para po-
der asistir a los servicios religiosos de acuerdo con la
nobleza y rango de los mismos, lo cual les resultaba tan
humillante que preferían salirse de la iglesia antes que
permanecer en lugares que de acuerdo con el protocolo
militar no resultaban tan dignos como sus cargos lo re-
querían. No hay que decir, desde luego, que la Corona
ordenó a la Audiencia que les señalara a sus oficiales y
ministros de guerra un lugar preeminente del lado de
la epístola en el altar «ya que los dichos ministros de la
guerra son gente noble y en ellos consiste su conserua-
ción».
Esta pugna por los puestos más visibles dentro de
la iglesia entre los militares y los regidores y alcaldes
de Santo Domingo reflejaba una pugna mucho más im-
portante desde el punto de vista social. Y el hecho de
que quienes resultaran triunfantes en la misma fueran
precisamente los militares indica cuánto terreno habían
perdido los antiguos dueños de ingenios azucareros que
todavía seguían agrupados en torno al cabildo y cuánto
poder político iban adquiriendo los hombres de armas
149
en la Colonia. La Española era ahora para España una
zona estratégica y como tal era tratada. Las necesidades
de conservación y seguridad de la Isla impuestas por la
Guerra de los Treinta Años tenían mucho más que ver
con los amplios planes y operaciones militares en el Ca-
ribe que con las posibles ganancias que pudieran obte-
nerse a través de un escuálido comercio en azúcar, jengi-
bre y cueros cuyos beneficios no alcanzaban ni siquiera
a sufragar los gastos administrativos de la Colonia. Des-
de luego, todo ello no significaba que el control oligárqui-
co de las gentes adineradas diera paso enteramente a la
pequeña élite de militares encabezada por el Gobernador
de Santo Domingo. Más bien significaba que la decaden-
te oligarquía azucarera, comercial y ganadera de Santo
Domingo debía incluir dentro de su seno al grupo mili-
tar y aceptar cualesquiera cambios que les fueran im-
puestos dentro del marco de la dominación existente.
Los más hábiles comprendieron perfectamente el rumbo
de los cambios y no tardaron en adaptarse a los mismos
aliándose íntimamente con los militares y, especialmen-
te, con los gobernadores de turno, fenómeno que resultó
mucho más notorio durante los ocho años de la goberna-
ción de Juan Bitrián de Biamonte (1636-1644), quien apro-
vechó las naturales divisiones y conflictos entre los miem-
bros de la clase alta para apoyarse en unos y oponerlos
a los otros arruinando a los menos hábiles y enrique-
ciéndose él y un pequeño grupo con el negocio de las
licencias de exportación e importación de cuya obtención
dependía el comercio colonial, y enriqueciéndose también
con el negocio de la venta de ropas a los soldados «a exor-
bitantes precios».
En los cientos de folios que componen la documenta-
ción de este período resaltan una y otra vez los efectos
de la inclusión de los militares en la vida españólense de
la época, destacándose entre ellos el sometimiento defi-
nitivo del Cabildo de Santo Domingo y los demás ca-
bildos de la Isla a los dictados de la Real Audiencia es-
150

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F B T R ® - i F S I P i d M E L1RF \jú>
r O a . , ¥ í D< y i d l f i A .
pecialmente de su Presidente, que llevaba en sus manos
no sólo el poder judicial, sino también el militar, por ser
el Capitán General de la Colonia. El proceso no fue pa-
cífico ni mucho menos tranquilo. En tiempos de elec-
ciones las luchas se sucedían sin descanso, y las pugnas
reflejaban el choque entre los intereses locales y los in-
tereses de los recién llegados de otras partes, ora como
soldados, ora como comerciantes, ora como burócratas.
El mismo Bitrian, que llegó a mantener un poder tan
absoluto que ningún otro gobernante igualaría en la Co-
lonia, llegó a sentir los inconvenientes de la intranqui-
lidad y a pedir a la Corona que legislara para que los
alcaldes fueran electos de la siguiente manera: uno crio-
llo, de la tierra, para satisfacer a los vecinos, y otro es-
pañol, nacido fuera, para satisfacer a los venidos de otras
partes. Los alcaldes eran los representantes del pueblo
en la administración de la justicia y en un período en
que el poder fluía hacia los militares advenedizos, los
vecinos querían retener ese poder en sus manos. Sobre
todo debido a la gran sensación de intranquilidad que
provocaba la presencia de tropas y funcionarios armados,
gente sin apego a las tradiciones y usos locales y sin el
menor respeto a los grupos consolidados en el poder
desde hacía decenas de años. Esa intranquilidad, fomen-
tada, por los excesos del Gobernador, era alarmante para
los vecinos, tanto más cuanto que a menudo se cometían
asesinatos y los mismos quedaban sin sanción, sabién-
dose que eran «muertes atroces y alebossas» inflingidas
en algunos casos por hombres muy cercanos al Goberna-
dor como fue el caso de «Pablo Araujo hijo bastardo de
Gerónimo López de Torres amigo y confidente particular
del dicho señor Juan Bitrian (que) mató en esta ciudad
alebosamente a Juan Fernández, hombre pobre, casado
y con hijos», crimen que quedó impune, como también
ocurrió con el caso de «Juan Antonio Chabes yerno del
dicho Gerónimo López que mató asimismo alebosamen-
te en. medio del día y de esta ciudad a Fernando Mallar-
151

iaaü
¡BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -(ENRÍQUEZ URENIA
r.srúcuqA o 6,-ini í a n a
te hombre honrado y quieto», crimen que también quedó
impune pese a las diligencias que se hicieron para que
el asesino fuera castigado. Otro de los varios asesinatos
que alarmaron a la población fue el del capitán Fran-
cisco Rodríguez Camacho, quien fue muerto en la villa
de Higüey por personas que luego se dieron a la fuga,
las cuales, al decir del fiscal de la Audiencia, no fueron
atrapadas nunca porque Bitrian no hizo nada por pren-
derlos cosa que hizo a muchos sospechar que algunos de
los asesinos eran «parciales y amigos» del gobernador.
Así la población de Santo Domingo pasó por años de
intensa zozobra. Pobres hasta más no poder, dependien-
do para vivir de una suma de dinero que venía irregular-
mente desde México y corriendo grandes riesgos, se en-
contraban en manos de una pequeña oligarquía que no
pasaba de cincuenta familias que poseían todo, las tie-
rras, los ganados, los ingenios, los esclavos y el comercio
y, para mayor angustia, se encontraban en manos, tam-
bién, de una dotación de 300 soldados portugueses que
España estimaba necesarios para defender la plaza y que
los gobernadores de turno todavía creían insuficientes y
solicitaban continuamente que fueran aumentados. Pese
a la tiranía de Bitrian de Biamonte con sus hombres ar-
mados y sus burócratas incondicionales, la población ate-
morizada nada podía hacer, pues ya hacía años que los
enemigos de España habían vuelto a rondar las costas
de la Isla, esta vez no como contrabandistas en bus-
ca de vecinos necesitados y amistosos, sino como agentes
de guerra de sus naciones respectivas que se encontraban
envueltas en la Guerra de los Treinta Años contra Espa-
ña. En 1642 dos navios de corsarios desembarcaron en
la Bahía de Ocoa un grupo de hombres que atacó uno
de los ingenios de Azua «y se lleuaron doscientos panes
de azúcar». Además, ya desde hacía años se sabía que
había enemigos radicados en la isla de la Tortuga y se
habían hecho varios esfuerzos por desalojarlos violenta-
mente con esas tropas, lo cual había cambiado en cierto
152

PSDRO ¡ E N R J G U E Z URENIA
l í C r Ú,C L l C % OOI-1INICAKA
grado las antiguas lealtades de los vecinos que décadas
atrás veían en los holandeses, ingleses y franceses alia-
dos para satisfacer sus necesidades. Después de haber
pasado treinta años de las desvastaciones y haber vivido
concentrados en los alrededores de Santo Domingo y
haber padecido de la influencia de la vida militar y de
los efectos de la propaganda antiextranjera que se pu-
blicaba frecuentemente en Santo Domingo, el sentimiento
de la hispanidad de los pobladores del sur de ]a Espa-
ñola creció hasta el punto de llegar a ver en la milita-
rización un proceso necesario para salvarse todos de un
posible ataque que los incorporara a Holanda, Inglaterra
o Francia. Así podría explicarse por qué los comerciantes
de Santo Domingo aceptaban cargar con los gastos de
los soldados e incluso proveerlos de ropa cuando el si-
tuado no llegaba, como ocurrió durante los cinco años
que transcurrieron entre 1638 y 1643. Aunque también el
hecho de que entre los 300 soldados de la dotación de
Santo Domingo hubiera 250 de origen portugués explica
por qué los vecinos no terminaban de aceptar en buen
grado la imposición de la tiranía de Bitrian de Biamonte,
a quien se le achacó el haber introducido esos extranje-
ros. Portugal había logrado separarse de España en 1640
y los portugueses, sobre todo si eran hombres de armas
con evidente control de la población, no dejaban de ser
vistos como gente extraña y hasta peligrosa entre la po-
blación criolla de la Isla.
Los vecinos, pues, se encontraban atrapados definiti-
vamente en la vorágine de las luchas entre las potencias
europeas y poco podían hacer para salir de toda aquella
trampa de corsarios, miseria, militares, absolutismo y
estrecheces. Nuevamente, en febrero de 1644 Azua fue
atacada y saqueada por corsarios que llegaron incluso
a hacer prisioneras catorce mujeres blancas y negras.
Este hecho, junto con la presencia de las fortificaciones
francesas en la Tortuga y las incursiones de los holande-
ses en la Bahía de Gonaives alarmaron todavía más a

IB1BI
153

BIBLIOTECA MAC IO MAL


PEDRO MENRfQUEZ
Í.CPÚOLIC". O Í M I S I C A N A
las autoridades, que se creían demasiado débiles para
poder resistir algún eventual ataque contra Santo Do-
mingo. Por eso fue que las principales personas de la
ciudad de Santo Domingo volvieron a insistir a princi-
pios de 1645 en que la Corona preveyera de otros cien
soldados para reforzar a la guarnición de la plaza de
Santo Domingo. El interés del nuevo Gobernador Nico-
lás de Velasco era mantener toda la población hábil con-
tinuamente bajo las armas y desde su llegada en agosto
del año anterior hasta la fecha «tiene toda esta Isla en
arma cinco meses y conducida en esta ciudad la gente
de los lugares de lo ynterior della que juntamente con
todos sus vezinos están entrando de guardias como los
soldados pagados aunque con notable falta a sus familias
y corto caudal no pudiendo acudir a su reparo para cuyo
remedio sea suplicado a V. M. merced de cien placas
más a este presidio con que podra aliuiar asistencia que
continuada sera total destruicion de la ysla toda. Cuyos
lugares marítimos an quedado anssi mismos guarneci-
dos con la gente de que se componen preuiniendo en to-
dos sus puertos la vigilancia que piden advirtimientos
de V. M.» Casi tres años después, a finales de 1647, la
Corona aprobó la petición parcialmente concediendo al
Gobernador aumentar la dotación en 50 soldados más y
urgiéndolo a conservar en buen estado la dotación de
300 ya existentes, además de a mantener bien organizada
una compañía de caballería que con la gente noble y ca-
balleros de la ciudad de Santo Domingo había compues-
to Bitrian años atrás, junto con otra compañía de mili-
cias para «correr las costas». Esta decisión de la Corona
de aumentar la dotación militar de Santo Domingo obe-
decía, más que a las peticiones de las autoridades colo-
niales, a las informaciones enviadas por el embajador
español en Inglaterra, don Alonso de Cárdenas, quien
había descubierto en Londres una trama dentro del go-
bierno inglés para «ocupar la Isla de Santo Domingo en
las Indias».
154

BIBLIOTECA I4ACIONAL
flri -lESJRlQUEI LIRESJÍk
(.¡Y-ÚOUC DOFLINICANA
Con todo, el ataque inglés no se ejecutó inmediatamen-
te, pues ya en 1648 la gran Guerra de los Treinta Años
llegaba a su fin con las negociaciones que concluyeron
en la Paz de Westphalia. La atención del gobernador de
Santo Domingo, ahora que la voz volvía, volvió a concen-
trarse en los problemas locales y coloniales que tenían
mucho que ver con la presencia de muchos franceses en
las costas del norte de la Isla, en donde hacía años se
encontraban cazando ganado y manteniendo un centro
de operaciones militares, marítimas y comerciales en la
isla de la Tortuga que conspiraba contra todos los con-
troles y todos los intereses españoles en sus colonias del
Caribe. Esa presencia de extranjeros en la isla de la Tor-
tuga fue la contraparte del proceso de militarización de
Santo Domingo que hemos reseñado en las páginas an-
tecedentes y el estudio de la misma servirá para expli-
car el desenvolvimiento histórico de la Española durante
los siglos xvii y xvin.

155
LA TORTUGA, SANTO DOMINGO
Y LAS PUGNAS INTERNACIONALES
(1621 1655)

UNO DE LOS MAS IMPORTANTES efectos de la in-


tervención de España en la Guerra de los Treinta Años
fue, como hemos dicho, la reanudación de los ataques ho-
landeses contra las posesiones españolas y portuguesas
en todos los mares del mundo. Y no sólo los holandeses
enviaron sus hombres y sus barcos al Atlántico a hacer
la guerra a las colonias españolas, sino también los in-
gleses y los franceses, que al alinearse en favor de los
Países Bajos para impedir que Holanda cayera bajo las
tropas españolas y alemanas, dejaron las puertas abier-
tas para que todos los nacionales suyos que quisieran
pudieran moverse hacia las Indias a realizar labores de
corso, contrabando o de simple coloniaje, estableciéndo-
se dondequiera que quisieran en aquellas tierras. El pre-
cedente ya existía desde finales del siglo xvi, y aunque
los primeros veinte años del siglo xvn habían sido de
relativa tranquilidad para España en sus colonias ame-
ricanas, no por eso dejaron de actuar algunos particula-
res de esas naciones que pretendieron radicarse en luga-
res apartados de la Tierra Firme y las Guayanas para es-
tablecer plantaciones de tabaco que ya empezaba a ven-
derse a buenos precios en Europa. La historia de estos
establecimientos de ingleses, franceses y holandeses no
cae dentro de nuestra narración, pero sí es necesario de-
cir que de las aventuras de Walter Raleigh, Robert Har-
court, Roger North y otros arrojados empresarios sur-

B ' t S U O T E C A ¡•JÁCÜOKiAi.
PEOR O -ÍENffUQUEI U R E & A
RCPÚBUC«* O O M I M I C A N »
gieron los primeros grupos de extranjeros que huyendo
de las persecuciones de los españoles en las Guayanas
fueron echando raíces en diversas islas de las Pequeñas
Antillas formando núcleos que terminarían apropiándose
definitivamente de esos lugares, hasta entonces abando-
nados por los españoles debido a la presencia de indios
Caribes en esas zonas.
Uno de esos grupos que llegó a crecer notablemente
fue el que se radicó en la isla de San Cristóbal adonde
llegó en 1622 después de haber pasado grandes dificul-
tades, luego de haber sido expulsado por los españoles
de los terrenos que ocupaban en la Guayana y en la boca
del Amazonas. Su jefe, Thomas Warner, buscaba un lugar
tranquilo y alejado de las rutas usuales de la navegación
española donde establecerse con sus hombres para sem-
brar tabaco. En 1623 Warner viajó a Inglaterra con
muestras del tabaco cosechado y pudo obtener el apoyo
de algunos capitalistas que le facilitaron dinero a cam-
bio de cosechas futuras al tiempo que Warner se com-
prometía a obtener las máximas ganancias para el ca-
pital invertido, fuera a través del tabaco o mediante el
corso contra naves y establecimientos españoles. Warner
regresó a San Cristóbal a principios de 1624 y en marzo
del año siguiente realizó un embarque bastante grande
hacia Inglaterra en una nave que había sido enviada des-
de Londres con estos propósitos. Ese embarque fue ven-
dido con altos beneficios y desde entonces el estableci-
mientos de San Cristóbal, que era el primer estable-
cimiento inglés con carácter permanente en el Caribe, se
convirtió en el centro de las operaciones de algunas fir-
mas londinenses que estaban interesadas en el negocio
del tabaco. Se sabe que varias de esas firmas también fi-
nanciaron el establecimiento de la población y de plan-
taciones de tabaco en Barbados, poco tiempo después
de haberse comenzado la exportación de tabaco desde
San Cristóbal. Pero no es la historia de Barbados sino la
de San Cristóbal la que nos interesa, pues en 1625 un
158

\im
BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -4ENR(QUEX URESIS
NCROOUC--. OMINICM«
grupo de franceses que habían sido sorprendidos por los
españoles cerca de Jamaica mientras realizaban labores
de corso, pudieron llegar con su navio casi naufragando
a la isla de San Cristóbal donde fueron recibidos alegre-
mente por los ingleses, que necesitaban brazos no sola-
mente para trabajar con ellos en las plantaciones de ta-
baco, sino también para protegerse contra los indios ca-
ribes que últimamente habían estado mostrando una cre-
ciente hostilidad contra los blancos. Gracias a la ayuda
de los recién llegados, pudieron los ingleses masacrar en-
teramente la población aborigen de San Cristóbal y eli-
minar el peligro que los acechaba. Pero esta ayuda tenía
su precio y el mismo fue un acuerdo entre ambos grupos
para dividirse la isla, trazando dos líneas divisorias que
marcarían los límites y jurisdicciones, quedándose desde
luego los ingleses con la parte central que contenía las
tierras más fértiles de la isla y los franceses con las tie-
rras de ambos extremos.
Estos establecimientos eran ilegales, de acuerdo con
el punto de vista de la Corona española, tal como eran
los que los holandeses también estaban tratando de es-
tablecer en Brasil a costa de los portugueses. Mientras
los ingleses y los franceses actuaban con el respaldo de
pequeños grupos de inversionistas y capitalistas de sus
naciones respectivas y en muchos casos sobre una base
individual, sin lograr la acumulación de grandes capi-
tales, los holandeses habían descubierto una fórmula
mucho más eficaz para hacer la guerra comercial y naval
a las posesiones españolas y portuguesas en América:
siguiendo el esquema de la llamada Compañía de las In-
dias Orientales que había operado en Asia haciendo com-
petencia al comercio portugués durante los doce años de
la tregua (1609-1621), los holandeses, al romper las hos-
tilidades, consiguieron reunir a los más importantes ca-
pitalistas de las ciudades de Amsterdam, Middelburgo,
Rotterdam y Groninga en una organización comercial,
marítima y militar que se llamaría Compañía de las In-
159
¿lias Occidentales «cuya primera obligación era hacer la
guerra a España y practicar en gran estilo la piratería de
corsarios». Con un capital de siete millones de flori-
nes la Compañía empezó a trabajar y a finales de 1621
ya tenía organizada una fuerte escuadra que se dirigiría
hacia el Atlántico para hacer la guerra a los españoles.
El blanco principal fue la ciudad de Bahía, en Brasil, la
cual fue tomada en 1624 pero tuvo que ser desalojada
al año siguiente. Puerto Rico, también, fue atacada por
los holandeses, pero fracasaron en el intento. Pero en
1628, después de varios años de ataques contra naves y
posesiones portuguesas y españolas en Brasil y en las
Antillas, los holandeses pudieron finalmente asaltar y
atrapar casi enteramente la flota mejicana en aguas cu-
banas, obteniendo un botín equivalente a unos quince mi-
llones de florines que fueron a parar a manos de los
inversionistas de la Compañía, dejando a la Corona es-
pañola y a los comerciantes de Sevilla sin dinero para
las operaciones de ese año, sobre todo para financiar los
gastos de la guerra que se llevaba a cabo precisamente
en los Países Bajos. Según estimados contemporáneos,
con ese solo golpe la compañía obtuvo beneficios sufi-
cientes como para pagar un cincuenta por ciento de uti-
lidades a cada accionista de la misma.
La reacción española frente a la situación de guerra
en el Caribe fue, como vimos, de reforzamiento de los
puntos y ciudades estratégicas para impedir que los ho-
landeses lograran ocupar alguna de las plazas fuertes de
las Antillas como estuvo a punto de ocurrir en Puerto
Rico. Y además de este reforzamiento y de la reorgani-
zación militar que frenéticamente se llevaba a cabo en
las Indias, la Corona española también adoptó medidas
para hacer frente directamente al empuje de la Compa-
ñía, que entre 1623 y 1626 había enviado al Caribe unos
806 barcos con unos 67,000 marineros, cuya labor había
sido tan efectiva que habían podido atrapar unas cin-
cuenta naves españolas y en 1628 había atrapado toda
160

i BIBLIOTECA N A C I O N A L
. . PEDRO HCMRfOtlEZ URElílA.
\

la flota mejicana. La más importante de estas medidas


fue la organización de una fuerte armada al mando de
don Fadrique de Toledo, la llamada Armada de Barlo-
vento, que se encargaría a partir del año 1629 de escol-
tar las flotas de Cartagena y Veracruz. Al zarpar Toledo
recibió órdenes de atacar y desalojar a los franceses e
ingleses que se habían asentado en la isla de San Cris-
tóbal años atrás. Esto último no fue difícil, pues las disen-
ciones entre ingleses y franceses debilitaron la defensa
de la isla y después de un violento ataque, los sobre-
vivientes se vieron obligados a rendirse salvando sus vi-
das bajo el compromiso de no permanecer en la isla, cu-
yas plantaciones fueron arrasadas y quemadas por los
españoles. Los que huyeron fueron a parar a la costa
norte de la Española, que se hallaba enteramente aban-
donada desde los días de las desvastaciones, y fue pre-
cisamente la despoblación de la tierra y la abundancia
de ganados lo que los llevó a tomar la decisión de no
regresar a San Cristóbal y refugiarse en un lugar se-
guro donde pudieran obtener carne cuando la necesita-
sen, cosa que no tenían en San Cristóbal. Contactos pos-
teriores con los holandeses que rondaban las aguas de la
Española terminaron convenciéndolos de las ventajas de
quedarse definitivamente en el norte de la Española, pues
los representantes de la Compañía de las Indias Occiden-
tales, según dice Charlevoix, «les prometieron no dejar-
les perecer, suministrándoles todo lo que necesitaran, a
cambio de los cueros que obtuvieron de la caza de ga-
nado. Esta seguridad acabó por fijarlos definitivamente
en la región».
Este grupo se vio atraído por la tranquilidad y ferti-
lidad de las sabanas de la costa sur de la isla de la Tor-
tuga que se desplegaban hacia el oeste entre altos bos-
ques de cedros y una buena parte de los recién llegados
prefirió establecerse allí, cultivando tabaco y acumulan-
do y vendiendo cueros a naves inglesas y holandesas
que pasaban periódicamente y los trocaban por produc-
6.
161
tos europeos. Así fueron acostumbrándose al medio am-
biente y llegaron a formar un núcleo de más de trescien-
tos individuos, los más de ellos ingleses y franceses, que
abastecían de carne y cueros a las naves enemigas de Es-
paña que surcaban las aguas de las Antillas. Este grupo
empezó a crecer con la llegada paulatina de otros indi-
viduos que eran recogidos en otras islas y eran lleva-
dos por las naves para quedarse a vivir en la Tortuga
como agricultores o en la costa norte de la Española como
cazadores de ganado. De estos hechos pronto tuvieron
noticias las autoridades de Santo Domingo y en cuanto
pudieron organizar sus recursos prepararon una expedi-
ción que pusieron en marcha a principios de 1635 bajo
el mando del Capitán Ruy Fernández de Fuenmayor con
el propósito de desalojarlos de la zona. Esta campaña
tuvo todo el éxito buscado, pues Fernández de Fuen-
mayor y los ciento cincuenta hombres de armas que lo
acompañaron atacaron por sorpresa matando en el asalto
al jefe de los extranjeros junto con otras 195 personas,
haciendo 39 prisioneros, entre los cuales se encontraban
tres mujeres y unos doce esclavos negros, cuya venta sir-
vió más tarde para pagar el sueldo de los soldados que
participaron en la expedición. Según el informe militar
de la campaña, muchos de los ingleses y franceses que
pudieron huir en sus lanchas junto con treinta o cuaren-
ta negros esclavos que tenían, se internaron en los bos-
ques de la Española donde se pusieron fuera del alcance
de los españoles. Una vez finalizado el ataque, Fernández
de Fuenmayor y sus hombres regresaron a Santo Domin-
go con el botín recogido, parte del cual consistía en seis
cañones que habían sido suministrados en 1631 por la
Compañía Inglesa de la Providencia, a cambio de la «vi-
gésima parte de los productos anualmente recogidos allí».
Este triunfo enorgulleció a las autoridades militares
de Santo Domingo, pero el mismo no tuvo resultados
duraderos, pues como Fernández de Fuenmayor dejó
abandonado el lugar después de la campaña, los que ha-
162

\im
B I B L I O T E C A N1AC I O N A L
PEDRO -lENJRlQUEr II RE SIA
bían podido escapar regresaron y volvieron a establecerse
al poco tiempo en la Tortuga dedicándose a las mismas
actividades de antes del ataque: a cazar reses en la par-
te norte de la Española, acumulando los cueros para cam-
biarlos por provisiones a cualesquiera navios de cuales-
quiera naciones que llegaran a la Tortuga, proveyéndolos
de carne ahumada y de algún palo brasil que cortaban
en los terrenos semiáridos de la zona. Ya en 1636 se con-
taban unos 80 ingleses con unos 150 negros trabajando
de nuevo entre ambas islas, cazando ganado y sembrando
tabaco, y como las autoridades de Santo Domingo no se
atrevieron a volver a armar otra expedición para regre-
sar a la Tortuga debido a que no querían descuidar la
plaza, sobre todo después de haber recibido la noticia
de que Curazao había caído en manos de los holandeses,
los extranjeros siguieron tranquilos ocupando la Tortuga
hasta que en 1638 el Almirante de la flota de galeones,
don Carlos Ibarra, recibió órdenes de atacar a la Tor-
tuga y pasar a cuchillo a todos los enemigos que encon-
trara a su paso. De este ataque se salvaron aquellos que
pudieron huir hacia la llamada Tierra Grande, que era la
costa norte de la Española. Después de que pasó el pe-
ligro, los pocos sobrevivientes regresaron a la Tortuga y
al año siguiente llegaron unos 300 aventureros que ve-
nían de otras islas a vivir a la Tortuga encabezados por
un inglés llamado Roger Flood, quien logró imponer su
jefatura sobre todos, ingleses y franceses. Y aquí surgie-
ron las complicaciones pues resulta que Flood, quien ha-
bía sido un funcionario de la Compañía Inglesa de la Pro-
videncia en la isla llamada de Providencia, no fue capaz
de mantener en armonía los intereses de los dos grupos,
esto es, de los franceses y los ingleses, debido a que los
franceses, lo mismo que los ingleses con su compañía
habían entablado relaciones con la recién fundada Com-
pañía Francesa de las Indias Occidentales, que había sido
fundada por Richelieu para aprovecharse, lo mismo que
163
los ingleses y holandeses de la guerra que contra Es-
paña llevaban estas potencias en el Caribe.
El centro de operaciones de la Compañía Francesa de
las Indias Occidentales se estableció en la mencionada
isla de San Cristóbal que había sido poblada nuevamente
bajo el patronato de la Compañía, lo cual no había sido
difícil pues con los excesivos gastos de la guerra España
se iba quedando cada día más atrás en su capacidad ofen-
siva no sólo en Europa sino también en las Indias y le
era cada día más trabajoso detener el empuje de los
miles de aventureros que se embarcaban año tras año en
las naves de las compañías enemigas para ir a estable-
cerse a las recién conquistadas tierras de Barbados, Cu-
razao, San Cristóbal, Nevis, Brasil y las Guayanas, desde
donde seguían oteando nuevos horizontes hacia donde en-
caminar sus pasos en busca de riquezas y ventajas de
cualquier tipo. El estilo de penetración de estas empre-
sas, que eran verdaderas compañías por acciones com-
puestas por importantes capitalistas de sus países respec-
tivos, llegó al mismo corazón del imperio español en Amé-
rica y empezó a romper definitivamente con el monopolio
sevillano en las Indias Occidentales. Las mismas no eran
solamente corporaciones económicas en busca de tierras
en donde asentar agricultores que desarrollaran planta-
ciones de tabaco o de palo brasil o de azúcar o de algo-
dón, sino también verdaderas empresas mercantiles que
sabían de las necesidades que desde hacía más de un
siglo sufrían las colonias españolas en América y estaban
dispuestas a satisfacerlas a través del comercio de pro-
ductos y manufacturas nacionales, no importando que
esas actividades fueran ilegales y que fueran calificadas
de contrabando por España y su burocracia sevillana.
Para eso, las compañías también eran organizaciones mi-
litares con derecho al corso y a la piratería contra España
y Portugal o contra cualquier otra nación enemiga. Y
esta absoluta libertad de acción es lo que explica que
todavía a mediados del siglo xvn los gobiernos no hu-
164

aiBuiorsCA MACK:>NAJ_ •
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Rcpúnuc« o INIC :
bieran tomado cartas directas oficialmente en los asun-
tos de sus nacionales en el Caribe dejando manos libres
a sus compañías para que actuaran como mejor convi-
niera a sus intereses. No en balde los intereses naciona-
les empezaban a identificarse con los intereses de las
burguesías que habían creado, mantenían, financiaban y
se lucraban de los negocios de esas compañías.
En el caso de la Tortuga en 1640, la situación fue de
conflicto entre los intereses de los asociados a dos de
esas compañías: Mr. de Poincy, Gobernador de San Cris-
tóbal e intendente de las islas francesas bajo mandato
de la Compañía Francesa de las Indias Occidentales y
Roger Flood, antiguo funcionario de la Compañía Inglesa
de la Providencia. Los holandeses nada tuvieron que ver
con esta pugna, pues la penetración y conquistas del
nordeste brasileño había distraído casi todos sus recursos
hacia la creación de grandes plantaciones de azúcar y
algodón y hacia el mercado de esclavos negros necesarios
para esas plantaciones que resultaba tan lucrativo. Fren-
te a las quejas de los franceses de la Tortuga por la ad-
ministración de Flood, el Gobernador de San Cristóbal
decidió actuar enviando a un aventurero de nombre
Mr. Levasseur a deponerlo. En agosto de 1640, Levasseur
invadió la Tortuga con 49 hombres con el pretexto de
que los ingleses habían maltratado algunos de sus hom-
bres y habían apresado un bajel que De Poincy había
enviado a buscar provisiones. Esta invasión tuvo el éxito
buscado y a partir de entonces y por más de doce años,
mantuvo Levasseur el control absoluto de la Tortuga re-
sistiendo incluso un nuevo ataque lanzado por las auto-
ridades de Santo Domingo en 1643, que fracasó debido
a que Levasseur, además de ser un hábil comerciante,
también era un sobresaliente ingeniero y pudo disponer
una reorganización en las defensas de la isla que hicie-
ron de la Tortuga algo así como una fortaleza inataca-
ble desde ningún punto, pues estando la costa norte de
la misma compuesta por farallones y arrecifes, solamente
165

BIBLIOTECA. M A C I O N AL
PBDRO/-4ENRÍQUEI UREMIA
i i c n ú c u c ÜDMINICAINA
podía ser abordada desde el sur, esto es, desde la Tierra
Grande, y esto era imposible por la original fortifica-
ción que Levasseur construyó para defenderse. Durante
todo el tiempo que gobernó, Levasseur actuó en nombre
de la Compañía pero de hecho él resultó ser el único
dueño de la Tortuga. De acuerdo con Oexmelin, quien
estuvo en la Tortuga años después y conoció alguna de
la gente que vivió en la Tortuga en tiempos de Levasseur
esta isla se pobló como nunca antes lo había estado, lo
mismo que la costa norte de la Española, pues «los habi-
tantes de las islas vecinas, al ver que Mr. Levasseur había
puesto la Tortuga en estado de poder defenderse, vinieron
allí con más valor y resolución que nunca. Se vio entonces
reaparecer y multiplicarse los aventureros o filibusteros,
los bucaneros y un nuevo pueblo de habitantes que se pu-
sieron bajo la protección del nuevo gobernador; ellos no
ambicionaban sino el favor de contarse en el número de
los suyos; y este jefe se lo acordó de buena gana y les
prometió toda clase de asistencia».
Los filibusteros eran los aventureros de todas las na-
ciones que se dedicaban bajo la jefatura suprema de Le-
vasseur a la piratería en las aguas del Caribe y que tenían
como refugio las fortificaciones de la Tortuga adonde
iban con sus navios, canoas, y bajeles a depositar, cam-
biar, trocar, vender o negociar el botín que adquirían en
sus expediciones contra barcos o ciudades españolas en
Centroamérica y las Antillas. Su vida era el mar y su
guarida la Tortuga. Los bucaneros se dedicaban, por su
parte, a vivir en la Tierra Grande, o la Española, cazando
durante todo el año las reses y puercos cimarrones que
pastaban por miles en las extensas y despobladas saba-
nas de la Isla. Se alimentaban de carne ahumada, la cual
preparaban en unos asadores llamados en aquella época
boucan, de donde les viene el nombre de bucaneros. Su
vida transcurría dentro de un ambiente casi natural. Nor-
malmente andaban en parejas, haciéndose acompañar de
jaurías de perros mansos para otear y avisar dónde se
166

BIBLIOTECA NACJONAfc!
PHT.RO -iEMRÍQljéz UREÍS»
M I - Ú D L I C Í D OMINI C
encontraban los ganados cimarrones. A medida que iban
cazando iban conservando los cueros y al cabo de varios
meses se encaminaban hacia la costa para cruzar el es-
trecho que separa la Española de la Tortuga, donde ven-
dían el producto de su trabajo y se reponían de pólvora ,
y municiones y de una que otra prenda de vestir. Enton-
ces se metían en las tabernas, que abundaban en la Tor-
tuga, y se gastaban todo el dinero que les quedaba en
aguardiente. Luego regresaban a la Española a comen-
zar el ciclo de caza que duraba entre seis meses y un año.
Otra de sus actividades consistía en proveer de carne y
sebo a los habitantes que era el grupo de aventureros que
había preferido sedentarizarse y dedicarse a la agricul-
tura plantando tabaco, generalmente en las cercanías de
la costa para no tener que caminar mucho a la hora de
embarcar los fardos de tabaco hacia la Tortuga donde
los vendían y los cambiaban por los artículos que nece-
sitaban. Aunque aparentemente simple y sin ley, la vida
de estos tres grupos de hombres transcurría llena de pe-
ligros ya fuera en el mar entregados al corso, o en la Es-
pañola cazando vacas y toros y puercos cimarrones que
no siempre resultaban mansos, o como habitantes agri-
cultores, que si eran encontrados por alguna cuadrilla es-
pañola, que a veces aparecían, no les quedaba más re-
medio que salir huyendo so pena de perder la vida. Y lo
más importante de todo, estos tres grupos se hallaban
sujetos en última instancia al poder de Levasseur quien
como dueño absoluto de la Tortuga o como Gobernador
en nombre de la Compañía de las Indias Occidentales,
percibía un impuesto bastante alto por cada operación
de compra y venta que se realizara en la Tortuga para fi-
nes de exportación.
Precisamente, este absolutismo de Levasseur terminó
malquistándolo con todo el mundo, tanto con De Poincy
como con, una buena parte de los pobladores de la Tor-
tuga. Ya en 1652 De Poincy hacía arreglos para desti-
tuirlo y nombrar en su lugar un gobernador que resultara
167
más dócil, pero el asesinato de Levasseur en manos de dos
aventureros le ahorró los problemas de la sustitución.
La sucesión se realizó sin mucha violencia, cuando los
asesinos comprendieron que no podían luchar contra la
Compañía y aceptaron sin muchas dificultades al nuevo
Gobernador enviado por De Poincy que respondía al nom-
bre de De Fontenay. El cambio de gobierno tuvo efectos
notables sobre la vida de la Tortuga, pues la muerte de
Levasseur dio un respiro a todos los pobladores que com-
prendieron que ya no tendrían que sufrir torturas físicas
por atraso o negativa en el pago de los tributos impues-
tos por el gobernador ni por querer ejercer los ritos de
la religión católica, en el caso de aquellos que practica-
ban o creían en esta religión, pues Levasseur, que era
calvinista, llegó incluso a quemar una iglesia y a expul-
sar un sacerdote que de alguna manera había ido a esta-
blecerse en la Tortuga. Dice Oexmelin que «la isla recu-
peró muy pronto su estado floreciente; la religión católi-
ca y el comercio fueron restablecidos. El Caballero (De
Fontenay) reconstruyó el fuerte que estaba completamen-
te en ruina; agregó dos buenos bastiones; hizo construir
una plataforma y colocó seis piezas de cañón en batería,
que impedían la llegada de los enemigos a la rada».
«Los aventureros volvieron a la Tortuga más frecuen-
temente y en mayor número que antes; el caballero los
trató bien, pues, él mismo era un aventurero, pero de
otra clase, pues había hecho durante toda su juventud
corsos continuos con los caballeros de Malta. Por eso
era que a él le gustaba equipar barcos y los empleaba en
grandes empresas».-
«Los bucaneros volvieron también a la Tortuga, que
se vio así más poblada que lo había estado nunca, y la
buena inteligencia, que reinó entre unos y otros, causó
muchos daños a los españoles, pues los aventureros, tan
pronto como cogían una presa, en vez de llevarla a algu-
na isla lejana (lo que los obligaba a menudo a efectuar
viajes de dos o tres meses), la llevaban a depositar al
168

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO MENRÍQUEZ I .RP V A
r.crÚB LI c • •> OH >CSÍt c A¡S<V
puerto de la Tortuga, y al siguiente día se les veía en la
rada de los puertos y la desembocadura de los ríos, listos
ya para volver a empezar. En fin, se hicieron tan peligro-
sos para los españoles que ningún buque podía entrar en
sus puertos ni salir de ellos sin ser apresados. Un comer-
ciante de Cartagena me dijo que perdió en esa época,
durante un año, trescientos mil escudos, tanto en buques
como en mercancías».
«El caballero viéndose tan seguro en su isla creyó
que todas las fuerzas españolas reunidas no serían capa-
ces de debilitarlo. Permitió a todos los que quisieron, sa-
lir en expediciones corsarias y se dejó así desguarnecer
la plaza. El no pensó nunca que podía ser atacado, cuan-
do un día un bucanero vino a advertirle que había divi-
sado una escuadra naval española, que según todas las
apariencias traía algún propósito contra la Tortuga. El
caballero, que era activo y todo una pólvora, puso al ins-
tante lo que le quedaba de hombre en pie de guerra, como
si los enemigos estuvieran ya a la vista».
Pero todo fue inútil, pues esta vez los españoles ha-
bían preparado muy bien su expedición y venían dispues-
tos a destruir definitivamente la Tortuga con sus buca-
neros, filibusteros y habitantes. El plan era de extinción
total, y su ejecutor, el gobernador interino don Juan Fran-
cisco Montemayor y Cuenca, estaba dispuesto a llevarlo
a cabo para corregir lo que él consideraba había sido un
descuido del gobernador anterior don Andrés Pérez Fran-
co, quien en sus dos años de gobierno (1652-1653), no
había sido capaz de mantener la organización militar en
el mismo nivel que la habían mantenido sus antecesores,
debido a su avanzada edad y a las intrigas políticas en-
tre los oidores de la Audiencia y los regidores del cabildo
de Santo Domingo. Lo cierto es que bien poco era lo que
Pérez Franco podía hacer casi ciego, con el gobierno y
la burocracia dividida en violentas facciones y con una
situación que heredaba la derrota que España había su-
frido al final de la Guerra de los Treinta Años y que
169

BIBLIOTECA N A C I O N A L
P H T R O -LEHJRÍQOEZ UREJVIA
r.CPÓHUC'- s O M i N i c f t N *
/

impedía a la Corona ajustar su burocracia para atender


a los reclamos que por ventura pudieran llegarle desde
la Española o desde cualquier otra isla del Caribe, con
excepción de Cuba. Además, el cambio de gobierno de
la Tortuga con la llegada de De Fontenay fue un aconte-
cimiento que de hecho reducía la magnitud de cualquier
acción organizativa que hubiera desplegado Pérez Fran-
co, pues el entusiasmo creció tanto entre los enemigos
de España en el Caribe, que muchos de ellos se dirigie-
ron hacia la Tortuga y desde allí cruzaron hacia la Es-
pañola, en cuyas costas del Norte y del Oeste llegaron
a establecer unas veinte pequeñas poblaciones de habi-
tantes, todas ellas dedicadas a la siembra de tabaco y
a servir de centro de las actividades de algunos bucane-
ros. Y era precisamente este aumento de las actividades
de los extranjeros lo que alarmaba a Montemayor de
Cuenca, sobre todo después de haber interrogado a unos
prisioneros ingleses y franceses que habían estado en la
Tortuga, quienes revelaron que «los enemigos ingleses y
franceses havían puesto pié en esta ysla a la vanda del
norte con más de mil hombres en veintidós poblaciones
en los mejores puestos della y de mayor conveniencia
suya corriendo la tierra y robando los ganados y frutos
de la isla de que sacaba mucha carne y corambre a las
que tiene pobladas cercanas a esta, y en particular a la
de La Tortuga donde tiene su Plaza de Armas.» Pero de
acuerdo con las informaciones no era imposible organi-
zar un ataque contra la Tortuga puesto que tal como los
prisioneros declararon «la gente que puede manejar ar-
mas en la Tortuga no llegan a doscientos cincuenta hom-
bres».
Durante los meses de noviembre y diciembre de 1653
estuvieron las autoridades planeando el ataque, y des-
pués de algunas calamidades, el 30 de diciembre salieron
las tropas de Santo Domingo en cinco naves rumbo a la
Tortuga. La campaña duró diez días y la victoria de los
españoles no pudo ser más aplastante. Los extranjeros
170
tuvieron unos treinta muertos y los españoles sólo dos.
Todo quedó arrasado, incluso un cañaveral con su inge-
nio que el gobernador de la Tortuga había levantado ha-
cía algún tiempo. La población de la Tortuga, que en
esos momentos llegaba a unas 500 personas, hombres 330,
mujeres, niños y esclavos el resto, fue obligada a embar-
carse con De Fontenay bajo promesa de no regresar ja-
más a la Tortuga. El botín consistió en dos navios, una
fragata y ocho embarcaciones menores, una de ellas car-
gada de sal, 70 piezas de artillería con sus pertrechos,
además de cazabe, yuca y otras labranzas y alcanzó para
pagar todos los gastos de la expedición dejando más de
veinte mil ducados en beneficios netos, además de la
artillería recogida. Esta vez, las fuerzas españolas habían
podido alcanzar el éxito que no lograron en 1643, y el
mismo se debió a la conjugación de la organización de
Montemayor de Cuenca que recogía toda una tradición
militar existente en Santo Domingo desde hacía veinti-
cinco años, por un lado, con la imprevisión y descuido del
gobernador de la Tortuga, el Caballero de Fontenay, que
dejó convertir en habitantes a muchos hombres de armas
y permitió, asimismo, que el resto de los mismos se fuera
al mismo tiempo a la mar a vivir de la piratería. Esta
imprevisión le costó caro a De Fontenay, pues aunque
en agosto de 1654 quiso encabezar un grupo de 130 hom-
bres para recuperar la Tortuga, fracasó en el intento por-
que esta vez el gobernador de la Española había dejado
una guarnición de 150 hombres bien armados custodian-
do las fortificaciones. De esta manera volvió la Tortuga
a manos españolas, precisamente en las vísperas de la
ejecución de uno de los más osados planes europeos para
desmembrar el imperio español en América. Un plan que
había sido madurado durante años, por lo menos des-
de 1647, y que ahora empezaba a cuajar teniendo a San-
to Domingo como primer blanco dentro de la gran ca-
dena de ataques que se pensaba llevar a cabo.
En agosto de 1654, Oliverio Cromwell, Lord Protector

B I B L I O T E C A NíACtOf-JAL
f'W.'R.O iE>JRfO(IP7 UREÑKk
ncrCi a ¡_i c. A O Q-miwi C A N A
de Inglaterra, nombró una comisión para que ejecutara
las instrucciones relativas a un plan para enviar una po-
derosa flota a atacar a Santo Domingo, y desde allí irse
apoderando de las demás posesiones españolas en Amé-
rica. La mayor parte de los miembros de la comisión eran
comerciantes que tenían algún conocimiento de las con-
diciones existentes en las Indias y su papel sería reunir
las naves, las tropas y las provisiones necesarias para lle-
var a cabo el ataque cuanto antes. Esa prisa de Cromwell
se explica debido a la falta de fondos que padecía el go-
bierno inglés después de haber pasado el país por una
de las más ruinosas guerras civiles de la época. La idea
de atacar a Santo Domingo no era nueva en Inglaterra,
pues ya Drake la había realizado con éxito setenta años
atrás, y no hacía mucho tiempo que Thomas Gage, un
antiguo jesuíta convertido al luteranismo que había via-
jado por Centroamérica, había escrito y publicado un li-
bro titulado A New Survey of the West Iridies, en donde
llamaba expresamente la atención de los ingleses sobre
las enormes ventajas que podían derivar de una guerra
con España que tuviera como finalidad arrancarle sus
posesiones americanas. Ya en 1647 un grupo de comer-
ciantes ingleses intentó llevar a cabo una operación como
lo que Gage proponía, pero la misma no se llevó a efecto
en razón de que en 1648 se firmó la Paz de Westphalia y,
mucho más importante, los acontecimientos relativos al
derrocamiento de la monarquía y a la decapitación del
Rey Carlos I no aseguraban mucho éxito. De ese plan
dio cuenta detallada el embajador español en Londres
don Alonso Cárdenas, quien puso sobre aviso a las auto-
ridades españolas cuando gobernaba don Nicolás Velas-
co Altamirano. Las inquietudes de Gage y de todos los
otros proponentes del proyecto de conquista de las co-
lonias españolas en América, cayeron en terreno fértil
con la accesión de Cromwell al poder, pues la falta de
dinero y la necesidad de asegurar el poder político a tra-
vés del apoyo de una Francia también deseosa de entrar
172

BIBLIOTECA H A O O M A L
P E D R O -•(ENRÍQÚEI URESJA
r . c r Ú D U c A t> o M|hllc»i : NA
en guerra contra España hicieron que el Protector alen-
tara esas ideas y se decidiera llevarlas a cabo.
Ya a principios de diciembre estaban todos los prepa-
rativos hechos. Pero, entretanto, el Embajador Cárdenas
no descansaba en su espionaje y en septiembre había en-
viado las primeras noticias al Rey de España sobre el
secreto con que se realizaban las labores. De acuerdo con
las informaciones del Embajador «todas las noticias que
yo he tenido antes y después que se diese principio a esta
armada confirman en que el intento se encamina a la
Ysla de Santo Domingo por el ansia que los ingleses han
tenido de ocuparla, pareciéndoles que será una de las
mejores plantaciones para este Reino que pueden tener,
según la fertilidad de ella y la más fácil de conquistar por
su poca defensa y menos población, y este sentir está aquí
tan arraigado que ninguno duda de la empresa, cuyo prin-
cipio, dicen será desembarcar por la parte Norte de aque-
lla isla, adonde desaguan unos ríos y hacer allí un fuerte
y presidiarlo bien y traer toda la gente que tienen en la
Nueva Inglaterra y en la Virginia y alguna de las Bar-
badas, que está hecha al temple de aquel clima, la cual
se contentará de salir de aquel terreno poco fructuoso
para venir a otro más fértil...» Y aunque la Junta de Gue-
rra del Consejo de Indias no puso mucha atención a las
comunicaciones del Embajador porque no creían que In-
glaterra pudiera enviar una expedición sin antes declarar
la guerra, ya en diciembre estaban convencidos de que
la partida de la expedición era inminente y de que era
necesario enviar algunos refuerzos a Santo Domingo. Las
prevenciones de Cárdenes resultaron ciertas y ya era tarde
para arreglar las cosas de manera que pudiera hacérsele
frente a 34 navios de guerra con 7,000 marineros y 6,000
soldados, como no fuera con los recursos que las propias
autoridades y vecinos de Santo Domingo pudieran reunir.
Montemayor de Cuenca estaba prevenido desde el mis-
mo mes de agosto, y sus peticiones de ayuda junto con
las nuevas noticias del Embajador hicieron que en di-
173

E-IBLLO'! S £ A ^4ACSOKIA!„
t : r C o J C ' , .!> or-t t«l <ÍA(*í>
ciembre, finalmente, le enviaran 200 soldados desde Es-
paña, porque no había otra parte en las Antillas de don-
de sacarlos. De manera que cuando la flota inglesa zar-
paba hacia Santo Domingo los únicos refuerzos que Es-
paña había sido capaz de reunir.
La flota inglesa zarpó el 1 de enero de 1655 y llegó
a las aguas de Santo Domingo el 23 de abril, después de
haberse detenido algún tiempo en Barbados, donde com-
pletó las tropas de infantería con 3,000 hombres que ha-
cían falta para alcanzar los seis mil que se necesitaban
para el ataque. Entretanto, las autoridades de la Espa-
ñola hacía todos los preparativos para recibir a los in-
gleses. Junto con los doscientos soldados llegados de Es-
paña, también se recibieron, unos 200 arcabuces, pólvora,
municiones y cuerda, además de otros pertrechos. Y mu-
cho más importante desde el punto de vista político, tam-
bién llegó a Santo Domingo en los primeros días de abril,
el nuevo gobernador titular de la Colonia, don Bernardi-
no Meneses y Bracamonte, Conde de Peñalba, que susti-
tuiría a Montemayor de Cuenca, quien se había ocupado
todo el tiempo de los arreglos para la defensa de la pla-
za. Estos arreglos comprendieron la reorganización total
de todos los asuntos de guerra en la Isla. De acuerdo con
un documento de ese año, Montemayor de Cuenca «re-
conociendo la plaza desaviada de lo que conducía a su
defensa (porque no avía casi cureña que se aprovechase
a la artillería, ni diez arcabuces, o mosquetes de servicio)
dispuso si hiziese de nuevo lo que faltara, aderegó más
de 400 mosquetes y arcabuces, con sus frascos y hizo
más de 300 langas, reparó todas las cureñas, y puso de
respeto más de otras 40, formó un reducto a la puerta
grande de la muralla, en que puso tres piezas de artille-
ría; cambió la de todos los fuertes, poniendo la de ma-
yor calibo con cureñas nuevas, y mantas. En el fuerte
de San Gerónimo puso seis cañones de porte, bien adere-
gados, porque antes, estava con solas cuatro piececillas,
sin cureñas. Reedificó la plataforma que se une con la
174

BIBLIOTECA NACIONAL
H - T P W •••'^•JPJQÍJFT LIREKIA
tEPÚBUC«. O O M M I C A , ^
fuerga principal de la ciudad en que plantó seis cañones,
que defienden la entrada del Puerto, y previno quanto
pudo ordenarse para el gobierno político y militar de la
plaza. Recuperó la Isla de la Tortuga que estava ocupa-
da de Franceses, y la mantuvo contra los enemigos que
intentaron bolver a ocuparla; y esto sin costo de la Ha-
zienda Real, y antes en beneficio suyo, con el despojo de
la presa que se cojió en La Tortuga». Además de todo
esto, que se ejecutó entre agosto de 1654 y abril de 1655,
también hizo concentrarse en Santo Domingo más de
1300 lanceros del interior de la Isla que vinieron a sumar-
se a los 700 hombres de armas que componían toda la
fuerza militar de la ciudad de Santo Domingo, compren-
diendo a los militares y al resto de los hombres dispo-
nibles.
Los ingleses desembarcaron en Nizao, demasiado le-
jos de Santo Domingo como para tomar la ciudad por
sorpresa, y después de varias horas de marcha muy difí-
cil, por lo fragoso del terreno, establecieron su cuartel ge-
neral en Haina. Este fue el último de una serie de errores
que habían venido cometiendo durante el curso de la eje-
cución del plan, que al acumularse probarían ser fatales
y los llevarían a la derrota. De acuerdo con las fuentes
inglesas, cuando se reclutaron las tropas, se escogieron
los peores y más revoltosos oficiales y soldados que se
habían formado durante las guerras civiles en Inglaterra
años antes y no había entre ellos una verdadera y unifor-
me tradición militar. Además, desde el principio los dos
comandantes supremos de la expedición, el Almirante
Penn y el General Venables, se mostraron contradictorios
y mantuvieron una pugna de puntos de vista y parece-
res que no dejó de reflejarse entre los marinos y los sol-
dados, tanto que después de casi cinco meses de viaje,
al llegar a Santo Domingo, los marineros mostraban el
más claro desprecio por los soldados y éstos no dejaban
de resentirse contra aquéllos, llegando incluso a producir-
se motines que amenazaban con el orden de la expedi-
175

6 I B J C n a C A M O C I O N AL
PEDRO - « N R f Q U f Z IJRÜNÜ».
ción. Para colmo de males, los 3,000 hombres que fueron
embarcados en Barbados resultaron ser incapaces de
mantener un espíritu de disciplina ajustado a las normas
militares. De acuerdo con el mismo Venables esos hombres
«solo eran arriesgados para hacer el mal, no para que se
les dieran órdenes como soldados, ni para ser mantenidos
en orden alguno; siendo las personas más corrompidas y
profanas que jamás vimos, escarnecedores de la religión,
verdaderamente tan disolutos que no se les puede mante-
ner bajo disciplina y tan cobardes que no se logra hacer-
les pelear.» De manera que todo esto, unido a las informa-
ciones que rindió un prisionero hecho por un grupo de cien
españoles que habían salido a reconocer el terreno y atacó
una patrulla que avanzaba frente a un batallón inglés en
Nizao, sirvió a los españoles de ventaja a la hora de reci-
bir el ataque de los 6,000 hombres que venían avanzando
desde el domingo 25 de abril hacia Santo Domingo, con
una caballería de 120 unidades.
Esa primera emboscada amilanó a las tropas inglesas
al verse atacados por lanceros del interior que con sus
desjarretadoras que usaban para matar el ganado pare-
cían «el tipo de vagabundos que se salvan de las galeras
españolas.» Pero más los alarmó el hecho de ser reci-
bidos con gran fuerza desde las murallas de Santo Do-
mingo por los españoles desorganizándoles el ataque y
matándoles más gente. Cuando preparaban la segunda
acometida contra las murallas, y esperaban el concurso
de los barcos que aún no habían empezado el cañoneo
contra la ciudad, aparecieron de improviso los contin-
gentes de españoles que se habían mantenido ocultos en
el fuerte de San Gerónimo y quedaban en la retaguardia
de los ingleses. La confusión fue tal que el mismo Gene-
ral Venables se acobardó y, según las fuentes inglesas,
llegó incluso a ocultarse tras un árbol mientras los es-
pañoles atacaban, «tan poseído por el terror que apenas
podía hablar». Esta segunda emboscada, llevada a cabo
con pericia, rapidez y suma violencia, mató más de seis-
176

P E D R O HEMRÍQUEX LIREIVIA
cientos ingleses de entre aquellas tropas que cogidas por
dos fuegos, desde las murallas y desde San Gerónimo, no
sabían hacia adonde huir o refugiarse. La retirada se rea-
lizó en desorden, siendo los ingleses perseguidos y ase-
diados por las fuerzas españolas. Al llegar a Haina, los
jefes ingleses discutieron largamente sobre si volver a
atacar la ciudad con tan desastrosa experiencia en su
contra. Cerca de mil heridos elevaron las bajas a 1,500.
La gente de Barbados no quería pelear, y la decisión
final de los oficiales ingleses fue reembarcarse, lo cual hi-
cieron una semana más tarde, humillados y divididos en-
tre sí, echándose la culpa unos a otros y acusándose de
cobardía y de falta de cooperación entre la marina y la
infantería. Una vez en alta mar, se dirigieron a Jamaica,
que estaba más despoblada y peor defendida que la Es-
pañola, donde sí pudieron atacar con éxito y desalojar a.
los españoles, quedando esa isla desde entonces hasta
nuestros días en poder de los ingleses.
De esa manera se salvó la ciudad de Santo Domingo
de caer en manos inglesas por segunda vez en menos de
un siglo. Esta vez la situación internacional y los intere-
ses del gobierno inglés eran diferentes de los tiempos de
Drake en que la Corona inglesa sólo buscaba asaltar
puestos españoles pero sin planes ulteriores de ocupación
permanente. Ahora la Inglaterra de Cromwell, diferente
en más de un sentido de la de Isabel II, era una nación en
emergencia como gran potencia naval con un gobierno
en manos de una burguesía cada vez más poderosa y cada
vez más convencida de que la declinación del imperio
español tenía que ser aprovechada por Inglaterra de la
misma manera que lo estaban haciendo los holandeses
y que lo hacían igualmente los franceses. La Gran Inva-
sión de 1655, que pudo haber cambiado definitivamente
la historia de Santo Domingo, como cambió la de Jamai-
ca, fue el resultado de una acción buscada desde hacía
años por los comerciantes londinenses, pero solamente
pudo ser ejecutada después que Cromwell se dio cuenta
177

MM
I MMBammBi ! * íisi-i íc • * c*:•! -!aí.
PH :> i ! M R l Q L I E Z I
de las ventajas que podían derivarse de la misma, sobre
todo, si detrás de su estrategia existía una alianza mili-
tar y diplomática con Francia, con la Francia de Luis XIV,
que ascendía ahora como la primera potencia de Euro-
pa, sobre las bases que habían asentado Richelieu y que
Mazarino estaba encargándose de consolidar junto con
Colbert. La derrota de los ingleses fue obra de sus pro-
pias debilidades organizativas y militares, más que de
una acción defensiva extraordinaria de parte de España
que, derrotada como estaba, apenas podía prestar una
ayuda mínima a su colonia de la Española. Esa debili-
dad de España, que se reflejaba en todos los órdenes de
la vida peninsular sería el factor más importante de to-
dos los condicionante que entrarían en juego en años pos-
teriores para permitir que Francia, no Inglaterra, utili-
zando a sus bucaneros y filibusteros, llegara a hacerse
dueña de la parte norte-occidental de la Española. Lo que
Inglaterra no pudo lograr con una expedición de 13,000
hombres, lo conseguiría parcialmente Francia utilizando
como instrumentos de su política internacional a los hom-
bres que desde hacía más de veinte años merodeaban por
los mares de las Antillas en busca de tierras en donde es-
tablecerse para cultivar tabaco y matar vacas para explo-
tar sus cueros.

178
I
/
IX

FRANCIA EN SANTO DOMINGO:


LOS ORIGENES DE HAITI
(1655-1697)

LA INVASION DEJO ENTRE los habitantes de Santo


Domingo algo más que la alegría del triunfo: dejó el irre-
frenable sentimiento de que la Española era la pieza más
codiciada por los enemigos de España y que éstos, fueran
ingleses o franceses, no tardarían en volver con una nueva
expedición a atacarlos. Es bien cierto que con excepción
de Juan Francisco Montemayor de Cuenca, el arquitecto
de la estrategia que permitió derrotar a los ingleses, casi
nadie entendía cómo había sido posible que la ciudad
no cayera en manos de los enemigos. Tan increíble resul-
taba esa victoria que andando el tiempo los dominicanos
llegarían incluso a inventar una leyenda basada en los
cangrejos para explicarse un triunfo que ellos conside-
raban como caído del cielo. Ese sentimiento de inseguri-
dad fue lo que hizo que las principales autoridades de
Santo Domingo se reunieran el día 10 de junio de 1655,
antes de cumplirse el mes de haberse ido los ingleses,
para deliberar qué nuevas medidas de defensa debían
adoptarse para proteger aún más la ciudad y discutir si
entre esas medidas debía considerarse el traslado de las
tropas que habían sido dejadas en la Tortuga un año y
medio antes protegiendo la banda del norte contra el
regreso de los filibusteros y bucaneros que habían sido
expulsados gracias al celo de Montemayor de Cuenca. Du-
rante esa reunión —Consulta le llamaron— todos los fun-
cionarios y autoridades consultados opinaron que la guar-
nición dejada en la Tortuga debía ser llamada a rendir
servicios en la plaza de Santo Domingo. Solamente tres
179

lana
BIBLIOTECA MACIOINAL
PEDRO -lENRlQUEZ LIRE&IA.
UCrÚ O Ll C ft
militares, Alvaro Garabito, Baltazar Calderón y Gabriel
Rojas del Valle, que conocían la importancia estratégica
de la Tortuga, no solamente para la protección de la Isla
sino de toda la navegación española en el Caribe, se opu-
sieron al proyecto de demolición y abandono de las for-
tificaciones y al traslado de las tropas, tal como se opuso
el mismo Montemayor de Cuenca, quien sostuvo que «si
el enemigo volviese a ocupar la Tortuga, volvería sin duda
a lo mismo que antes... matando el ganado y faltando este
género a la Isla, sin duda alguna se vendría a despoblar
y el enemigo a ocuparla, y consiguientemente las Indias
ya se ve en el riesgo que quedarían con tal pérdida con
aquel refugio y ladronera seguros (como lo han hecho)
ocuparían muchos puertos y costas de la banda del Nor-
te donde hacen sus rancherías y sementeras de tabaco,
jengibre y cazabe, cargando de cañafístola, cueros, car-
ne y sebo con que abastecen a las demás Islas, enemigos
y piratas que andan por esos mares, con que nos hacen
notable daño y nos quitan el trato y comercio, en virtud
de que, y no de otra manera, podemos sustentarnos.»
Pese a estas advertencias, el miedo era muy grande y,
además, los puntos de vista de Montemayor de Cuenca
resultaban antipáticos a los principales personajes de
Santo Domingo pues daban a entender que él pensaba
más en el Norte de la Isla que en la misma ciudad don-
de ellos vivían. Quince días más tarde después de agrias
discusiones, el nuevo Gobernador don Bernardino Mene-
ses de Brancamonte, influido por los puntos de vista de
los hombres más poderosos de la ciudad con quienes él
no quería indisponerse, dio la orden de que se desman-
telara y abandonara le sitio de la Tortuga, trayéndose los
soldados la artillería consigo, o cegando el puerto y ente-
rrándola en caso de que no pudieran embarcarla. El pre-
texto para tomar tal decisión lo fue una Real Orden de
septiembre de 1654, anterior a la invasión inglesa, en la
que se ordenó a las autoridades de Santo Domingo tras-
ladar los militares de la Tortuga para que reforzaran las
180

B I B L I O T E C A I -iACIOtslAL
PH3RO -iEMRÍQUEZ I !RE¡\)A
t . t r ú 13 U C ^ O O M I N I C A N A
defensas de la plaza e hicieran frente al ataque inglés
que se preparaba en Londres. Ya pasado el ataque el des-
mantelamiento no era necesario pero Bracamonte, refle-
jando los argumentos de los opositores de Montemayor
de Cuenca, justificó la orden diciendo que «la distancia
de la Tortuga a Santiago es de más de sesenta leguas de
tierra muy montuosa y áspera y con algunos lugares de
por medio y el puerto de Montecristi, cómo es posible ni
practicable que el enemigo inglés ni otro tuviese la reso-
lución, aunque tomase la Isla de la Tortuga, se determi-
nase meter gente por tierra en la parte que se supone,
cosa tan contra la opinión de todos los soldados que lo
han militado y que tienen experiencia de la tierra, desde
la Tortuga a Santiago, del Cotuí y de la Vega y otras po-
blaciones y muchas estancias que hay de por medio, toda
la gente alentada y muy práctica en la tierra y en el ma-
nejo de armas, particular en las lanzas que es con el que
hace la guerra en esta Isla y aquellas costas...» Por esta
y otras muchas razones de orden parecido, la orden se
cumplió con relativa rapidez, aunque el comandante de
la Tortuga opuso cierta resistencia argumentando no po-
der embarcar la artillería. Pero al recibir respuesta de
que la enterrase y cumpliera rápidamente con lo man-
dado, Baltasar de Calderón, que era su nombre, no tuvo
más remedio que dejar el sitio y marchar hacia Santo
Domingo en septiembre de ese mismo año de 1655 de-
jando la Tortuga nuevamente despoblada y a merced de
los filibusteros.
Tal como había ocurrido en ocasiones anteriores, no
había pasado mucho tiempo cuando los aventureros fran-
ceses descubrieron que la Tortuga había sido abandonada
por los españoles y empezaron a regresar en pequeños
grupos, de manera que ya a principios de diciembre de
1656 el nuevo Gobernador que sustituyó a Bracamonte,
don Félix de Zúñiga, escribía a la Corona diciendo que
no bien había salido de la Tortuga el grupo de militares
españoles «quando a la vista della, luego por otra parte
181
entró por el puerto un lanchón de franceses y oy se a
savido que la tiene ocupada, cultivada con nuevas semen-
teras, y muy fortificada y lo que es peor con nuestras
armas y pertrechos.» Precisamente en esos momentos, di-
ciembre de 1656, un aventurero francés llamado Jeremie
Deschamps, señor Du Rausset, que conocía de la muerte
del anterior gobernador de la Tortuga, De Fontenay, ob-
tuvo del Rey francés el título de «Gobernador y Teniente
General de la Isla de la Tortuga y otras dependencias» y
se preparó durante los dos años subsiguientes para tras-
ladarse con un nuevo grupo de hombres a su nueva po-
sesión, cosa que hizo en 1659, después de haber reclu-
tado unos quinientos a seiscientos bucaneros en Port á
Margot con los que asaltó la Tortuga de la misma ma-
nera que lo había hecho Levasseur en 1640 sometiendo a
los grupos que la poblaban desde hacía algún tiempo.
Du Rausset se mantuvo como gobernador de la Tortuga
nombrado por el Rey de Francia y dirigiendo sus buca-
neros hasta el 15 de noviembre de 1664 fecha en que la
nueva Compañía Francesa de las Indias Occidentales, co-
nocedora de las enormes ventajas que esta isla le repor-
taría si volvía a adquirirla de nuevo, obligó a Du Rausset
a venderle sus derechos de propiedad sobre la misma.
En junio del año siguiente 1665, Bertrand d'Ogeron un
viejo servidor de la Compañía llegó a la Tortuga a to-
mar posesión como Gobernador en sustitución del so-
brino de Du Rausset Mr. de la Place, que hacía del en-
cargado de su administración durante la ausencia de
Du Rausset quien se encontraba en Francia enfermo y ne-
gociando la venta de la Isla. El precio pagado por la Com-
pañía fue de 15,000 libras.
En estos momentos la Tortuga tenía unos 250 a 300
aventureros viviendo en ella, en tanto que ya en la cos-
ta norte de la Española habitaban unos ochocientos fran-
ceses, bucaneros y habitantes dedicados a la cacería de
ganado y a la siembra de tabaco, como en los viejos tiem-
pos. Estos últimos podrían ser útiles, a juicio de Ogeron,
182

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEERO HEMRÍOUEZ UREIVlA
si se les obligaba a abandonar la Española y a concen-
trarse en la Tortuga, pues Ogeron tenía sus planes y és-
tos consistían en preparar una fuerza militar suficiente-
mente poderosa como para atacar a Santo Domingo y
apoderarse de esta ciudad que, según él creía, estaba muy
mal defendida y mal guardada y solamente tenía mura-
llas por el lado del mar. Puede decirse que la meta última
de todo su programa organizativo en la Tortuga consis-
tió en planear el ataque y ocupación de la ciudad de San-
to Domingo para apropiarse de toda la Isla. Con este ob-
jetivo en mente Ogeron escribió muchas y largas comu-
nicaciones a su Compañía proponiendo medidas para in-
vadir a la colonia española hasta que, finalmente, en 1667,
los bucaneros y filibusteros bajo su mando se organiza-
ron y marcharon hacia el centro de la Isla asaltando la
ciudad de Santiago de los Caballeros que fue comple-
tamente pillada. En vista de este exitoso ataque, Ogeron,
pidió a la Compañía nuevos recursos y más gente para
«atacar la Villa de Santo Domingo y hacerse amo de toda
la Isla por estos medios». La realización de este plan era
de vital importancia para el francés porque él también
estaba consciente de la debilidad militar de su propio es-
tablecimiento y creía que si ellos no atacaban primero a
los españoles éstos, «si quisieran hacernos la guerra por
tierra yo creo que diez hombres nos echarían de la región
que ocupamos la cual es la más avanzada pues está en
Cul de Sac...» Pero «si no somos destruidos este año de
seguro entonces nos mantendremos».
Estos propósitos de Ogeron tenían una causa más in-
mediata que la simple ambición política y era que desde
hacía ya varios años los franceses estaban sintiendo una
creciente escasez de ganado en el Norte y en el Oeste de
la Isla debido a la matanza indiscriminada que durante
lustros los bucaneros habían llevado a cabo. Tan notable
era esta escasez que ya en 1664 algunos bucaneros llega-
ron incluso a solicitar que se limitara el número de ca-
zadores a unos 200 y en 1669, cinco años después, era
183

BIBLIOTECA NACIONAt.
P H T R O -IENR[QUE.T IJREIvJA
l>. CPÚ OLI C «i D O M I N I . C A N *
mucho más grave, tanto que Ogeron llegó a escribir di-
ciendo que «la Costa que ocupamos está completamente
arruinada de toda suerte de ganados». Por ello había sido
necesario dejar que los bucaneros, en vez de concentrar-
se en la Tortuga se adentraran mucho más hacia los mon-
tes y valles de la parte occidental de la Española y que
atacaran a Santiago de los Caballeros en 1667. Durante
esta penetración los más osados se aventuraron en la
llanura de Cul de Sac y en las sabanas de los alrededo-
res de la antigua población española de la Yaguana que
ahora adoptaba el nuevo nombre de Leoganne. Para sal-
var la situación y seguir defendiendo las nuevas posesio-
nes, Ogeron propuso fortificar las habitaciones de Cul
de Sac y hacer matar a todos los perros salvajes que ha-
cían grande daño al ganado cimarrón del cual se pro-
veían de carne los franceses; es más, incluso llegó a pen-
sar en importar ganado de las demás posesiones france-
sas en las Antillas que ya habían crecido en número.
Esos ambiciosos planes de Ogeron necesitaban no sólo
del respaldo de la Compañía sino también del gobierno
francés y por ello el gobernador de la Tortuga partió
en 1668 hacia Francia en donde estuvo hasta mediados
del año siguiente gestionando el apoyo que necesitaba
para ocupar toda la isla Española, y para fundar una
nueva colonia francesa en la Florida. Ya para esta fecha
la población de la Tortuga, que antes no pasaba de unas
400 personas, ahora alcanzaba las 1500, en tanto que los
habitantes y los bucaneros seguían aumentando y esta-
bleciéndose cada vez más adentro de la parte occidental
de la Española. Durante la ausencia de Ogeron ocurrie-
ron graves desórdenes entre estos aventureros, pues el sis-
tema de explotación colonial de la Compañía era tan one-
roso que impedía que los colonos se enriquecieran cul-
tivando tabaco o cazando reses cimarrones. La Compañía
obtenía beneficios netos de unas sesenta a ochenta mil li-
bras anuales, en tanto que la mayoría de los habitantes
permanecían sumidos en la mayor pobreza y en toda la
184

181*1
• BIBLIOTECA N A C I O N A L "
PEDRO H E N R Í Q U E Í UREivlA
ICrÚJUC"! DOMINICANA
Colonia solamente podían contarse de quince a veinte
habitantes relativamente ricos. Por ejemplo, en una carta
suya del 22 de mayo de 1670, Ogeron informaba a un fun-
cionario de la Compañía que «es cierto que nuestra colo-
nia aumenta consistentemente y que hay muchos habi-
tantes, todos extremadamente pobres si exceptuamos unos
15 ó 20 habitantes, lo que es la causa de que no podamos
tener entera confianza en su fidelidad». Esto era más pe-
ligroso si se tiene en cuenta que debido a la explotación
a que estaban sometidos, los habitantes tenían «un odio
extremo a los señores de la Compañía». Ese odio se de-
bía principalmente a la prohibición que la Compañía qui-
so imponer a los habitantes de que comerciaran libre-
mente con los nacionales de otras potencias europeas y
derivó en una serie de revueltas ocurridas entre los años
1669 y 1670 que pusieron en peligro no solamente el con-
trol político de Ogeron sobre los habitantes y bucaneros
sino también su propia vida cuando en agosto de 1670
fue atacado con «más de dos mil tiros» mientras trataba
de impedir las manifestaciones violentas de un grupo de
habitantes que protestaban porque no se les quería dejar
comerciar con dos barcos holandeses que estaban en las
aguas de la banda del Norte.
Lo cierto es que resultaba muy difícil para la Com-
pañía impedir estas revueltas hasta tanto no se permi-
tiera a aquellos hombres, acostumbrados a vivir dentro
de la más amplia de las libertades posibles, comerciar
con quienes quisieran, sin impedimentos y con un mí-
nimo de impuestos. Pero entretanto había que someterlos
por la fuerza y eso fue lo que Ogeron hizo contando con
la ayuda de una escuadra francesa que pacificó la banda
del Norte. Con todo todavía en 1671 no había podido so-
meter a los habitantes y bucaneros de Cul de Sac, donde
residían para esta fecha el mayor núcleo de franceses de-
dicados al cultivo del tabaco. Y es interesante hacer no-
tar que de no haber sido por la presencia de los hombres
de armas que habían llegado con la escuadra francesa,
185

BIBLIOT ECA NACIONAL


PEDRO ^ M R Í Q U É I UREÑI&
le hubiera sido muy difícil a Ogeron mantener en orden
a los rebeldes. Estos problemas desencantaron al Gober-
nador de tal manera que incluso pensó retirarse de la
Tortuga e irse a vivir a la Florida, y prefirió, entre 1672
y 1674, embarcarse en un par de aventuras piráticas con-
tra Curazao y Puerto Rico que él pensaba dejarían más
beneficios que el negocio con los «desobedientes» habi-
tantes de Cul de Sac. Como se sabe, estas aventuras ter-
minaron en un aparatoso fracaso naufragando Ogeron
con sus filibusteros y estando a punto de perder la vida
en manos de los españoles que lo cogieron prisionero, de
quienes pudo escapar milagrosamente. El descuido en
que la Compañía mantuvo a los habitantes de su colonia
era tal que en 1674 el mismo Ogeron reconocía que «la
pobreza de muchos habitantes de la Tortuga y de la Costa
de Santo Domingo es tan grande que ellos no tienen los
medios para comprar armas ni pólvora...», aunque sí
mantenían su decisión de no comerciar con la Compañía
debido al monopolio que ésta había establecido. Junto
con la pobreza también se produjo un descenso en la po-
blación pues Ogeron hizo salir con él en su expedición
contra Puerto Rico unos 400 hombres que nunca más vol-
vieron debido al naufragio y a la persecución española.
Por todas estas dificultades Ogeron decidió irse a
Francia nuevamente en busca de apoyo, pero no pudo
conseguir mucho pues la muerte le sorprendió en París
a finales de enero de 1676, quedando en el gobierno de
la Tortuga y de la parte occidental de la Española su so-
brino Mr. de Pouançay, quien durante los próximos siete
años haría de las tierras occidentales de la Española un
territorio al servicio del Rey de Francia y no de la Com-
pañía, pues precisamente en los momentos en que Oge-
ron partía hacia Europa en 1674, el Ministro de Hacienda
de Francia, Colbert, comprendiendo la necesidad de que
el Rey ejerciera un control mucho más directo sobre sus
súbditos en el Mar Caribe, hizo que Luis XIV ordenara
la disolución de la Compañía Francesa de las Indias Occi-
186

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -lEMRfQUBZ UREIÍ1A
r. CPÚOLICA O '»f-". INI CANA
dentales y que el mismo Gobierno se hiciera cargo a par-
tir de entonces de manejar los negocios que le pertene-
cían a aquélla. Esta medida era, al mismo tiempo, una
respuesta favorable a las insistentes demandas de los co-
lonos de las islas francesas de las Antillas, especialmente
de los colonos de la Española que desde hacía años esta-
ban exigiendo libertad absoluta de comercio con todas las
naciones.
Los planes de Pouançay siguieron los mismos linca-
mientos que Ogeron había trazado años antes: someter a
todos los bucaneros y filibusteros a su mandato, fomen-
tar aún más el cultivo del tabaco, fortificar las habitacio-
nes para impedir que fueran atacadas por los españoles
y, eventualmente, pasar a la parte oriental de la Española
con suficientes fuerzas como para arrebatar a España
toda la Isla. Todo esto ocurría en los precisos momentos
en que Francia se encontraba en guerra contra Holanda,
España e Inglaterra las que, aliadas en Europa para re-
sistir las pretensiones imperiales de Luis XIV, mantenían
en el Caribe sus fuerzas operando en contra de los filibus-
teros franceses que luego de la disolución de la Compa-
ñía pasaron a ser instrumentos de la política internacio-
nal del rey francés. De manera que la guerra en Europa
significaba guerra en las Antillas, que era lo mismo que
decir guerra en la Española. Por ello de Pouançay se in-
teresó tanto en la fortificación de los sitios habitados por
franceses en el oeste de la Española en 1677. Estos sitios
eran: Samaná, Cap. François, Port de Paix, Cul de Sac,
Leoganne, Petit Goave, Nippe, Le Rouchelot, La Grande
Ance, L'ile à Vache y la Tortuga, en los cuales había más
de cuatro mil personas, entre habitantes, engagés, fili-
busteros y esclavos negros, cuya principal ocupación, con
excepción de los filibusteros, era la producción de tabaco
que se vendía en Francia y que alcanzó en 1677 los veinte
mil quintales. Esa producción había que protegerla de los
ataques de los españoles que durante los años de 1677
y 1678 estuvieron enviando tropas a asaltar los lugares
187
poblados por franceses y sólo dejaron de hacerlo cuando
supieron que una gran armada francesa enviada al man-
do del Conde de Estrées por Luis XIV para hacer la gue-
rra en las Antillas llegaría en breve a la Española.
Esas incursiones de los españoles eran ejecutadas por
patrullas militares muy móviles compuestas de unos trein-
ta soldados. Los franceses las temían mucho y la noti-
cia de la llegada de Estrées produjo gran júbilo entre
ellos. Sin embargo, a principios de 1679 llegó la noticia
a Santo Domingo de que el año anterior Francia y Espa-
ña lo mismo que las demás potencias en guerra en Euro-
pa, habían firmado las paces. El nuevo Gobernador
don Francisco de Segura Sandoval y Castilla, aprovechan-
do la presencia de un navio francés que se hallaba mero-
deando las costas de Puerto Plata consiguió trabar comu-
nicación con su capitán y enviar con él a de Pouangay el
mensaje sobre el Tratado de Nimega y la necesidad de
que ambos grupos, españoles y franceses, dejaran de ata-
carse en lo adelante. Este contacto inicial abrió las co-
municaciones entre los gobernadores de ambos territo-
rios y aunque Segura quiso, a mediados de 1680, impedir
que los franceses siguieran cazando ganado en la parte
occidental de la Isla argumentando la ilegalidad de su
presencia allí, de Pouangay dejó entender bien claro que
ellos no abandonarían a la Española de ninguna mane-
ra porque ellos poseían esas tierras desde hacía unos
cuarenta años por «derecho de conquista». Esa negativa
fue seguida de nuevas comunicaciones entre ambos go-
bernadores que poco a poco fueron derivando hacia la
discusión sobre las posibilidades de entablar relaciones
comerciales entre ambas colonias y de establecer límites
precisos dentro de los cuales debían desenvolverse los ha-
bitantes de una y otra parte. Estas posibilidades ya ha-
bían sido presentadas al gobierno francés por de Pouan-
gay considerándolas muy ventajosas pues, decía él, la paz
era muy favorable «para abrir el comercio» con los es-
pañoles debido, sobre todo, al hecho de que continua-
188

wm
BIBLIOTECA
- f Y
NACIONAL
)(-.- IJREIVIA
mente llegaban navios de Francia cargados de mercan-
cías mientras que «si cada tres años viene uno a San-
to Domingo ellos se consideran bienaventurados». Pese
al miedo que los españoles y franceses se tenían unos a
los otros, poco a poco las necesidades de ambos grupos
fueron imponiéndose y a partir de 1681 empezó a desarro-
llarse un activo comercio de «caballos, carne salada y
cueros de vaca» a cambio de mercancías europeas llega-
das en barcos franceses, todo ello bajo la mirada volun-
tariamente distraída de las autoridades que necesitaban
de esos artículos y padecían las mismas necesidades que
el resto de la población. Nuevamente, al igual que a fi-
nales del siglo xvi, los habitantes de las zonas más ale-
jadas de Santo Domingo volvían a entrar en contacto con
los extranjeros, a pesar de las prohibiciones existentes,
para poder sobrevivir a las duras condiciones de pobreza
a que el sistema comercial español los tenía sometidos.
Las ventajas de este comercio y la estabilidad de la
colonia francesa gracias a la Paz de Nimega atrajeron
muchos otros filibusteros a sedentarizarse y a dedicarse
al cultivo del tabaco, de manera que la población fran-
cesa siguió creciendo y ya en mayo de 1681 de Poungay
informaba a su gobierno que según el censo realizado
bajo sus órdenes había en la Colonia 7848 personas, de las
cuales unos 4,000 eran franceses libres, cultivadores in-
dependientes capaces de portar armas, que utilizaban unos
1565 engagés y 1063 esclavos negros como mano de obra
servil en sus plantaciones. Casi la totalidad de la pobla-
ción francesa, al decir del Gobernador, estaba dedicada
al cultivo del tabaco, cuya producción fue aumentando
a medida que la población fue creciendo, todo lo cual
trajo como consecuencia un aumento de la oferta en el
mercado francés ya ligeramente saturado con tabaco ex-
tranjero que hizo bajar grandemente los precios amena-
zando con arruinar a todo el mundo. Con esta crisis los
habitantes empezaron a desencantarse del cultivo del ta-
baco, diciendo que no sacaban ningún provecho del mis-
189

i
mo y poco a poco fueron pensando en «dedicarse a otros
cultivos y ocupaciones, como a fabricar azúcar, sembrar
algodón, cacao, añil y a criar ganado», al tiempo que con-
tinuaban el comercio con los españoles que dejaba tantos
beneficios que el mismo de Pouangay consideraba que de-
bía «mantenerse y aumentarse por todas las vías posi-
bles». De manera que ya al año siguiente, en 1682, los ha-
bitantes habían convenido no producir más de doce an-
dullos de tabaco por cabeza y muchos «se pusieron a cul-
tivar añil, algodón, a producir algún azúcar, en tanto que
algunos se dedicaron a sembrar cacao y muchos otros a
formar hatos, como los españoles, para aumentar con esto
la cantidad de carne, vacas, ovejas y cabras. Estos son los
principales cuidados que los habitantes tienen actualmen-
te y estos son los negocios a que ellos se dedican», decía
de Pouangay en una carta suya a Colbert, el Ministro de
Hacienda de su gobierno. El único problema visible en
estos asuntos era, para los franceses, las continuas quejas
de algunas autoridades españolas contra el comercio de
ganado. Estas quejas estimulaban a algunos a ejercer vio-
lencias contra los establecimientos franceses que queda-
ban cerca de tierras españolas. Que estas quejas fueran
sinceras es algo no determinado todavía, pero las autori-
dades las expresaban continuamente para cubrir las apa-
riencias y satisfacer el celo de la Corona española.
Esta era la situación general de la colonia francesa
cuando murió de Pouangay a mediados de 1683 y fue sus-
tituido por Tarin de Cussy, un nuevo gobernador que ten-
dría como estilo de gobierno en los próximos años tratar
de mantener las buenas relaciones logradas parcialmente
con los españoles interesados en continuar con el comer-
cio de ganado. Al logro de este propósito dedicó de Cussy
muchas de sus energías escribiendo con cierta frecuencia
al gobernador de Santo Domingo para que éste impidiera
que los españoles siguieran atacando a los franceses y para
ver si conseguía que aceptara oficialmente la práctica del
comercio entre ambos grupos, estableciendo conjuntamen-
190

' H T R O - E v i a l Q Ü E Z UREfíISk
ÍJCt <-> .' B i_l O 5M1N IC ANA
te límites fronterizos que definieran más claramente la ju-
risdicción de ambos gobiernos. Con excepción de la cesa-
ción de los ataques, que el entonces gobernador de San-
to Domingo don Andrés de Robles consintió ordenar al
tener noticias de la tregua de Ratisbona firmada en 1684
entre España y Francia para mantener la paz por lo me-
nos durante los próximos dieciocho años, muy poco fue
lo que de Cussy pudo sacar, pues Robles, un recalcitrante
funcionario, se negó a permitir a los españoles comerciar
con los franceses porque eso era algo «totalmente prohi-
bido, yndispensablemente», y mucho menos quiso aceptar
entrar en negociaciones para el establecimiento de límites
pues «no tengo orden para tomar tal resolución». Además,
Robles advirtió a de Cussy para que hiciera que los fran-
ceses permanecieran «en la linea de sus poblaziones, sin
alargarse a las tierras destos vasallos del Rey, nuestro Se-
ñor, pues assi se conserbara la paz, sin romper la guerra.»
Entretanto, la vida de los franceses seguía discurriendo
como antes, mientras sus autoridades buscaban organizar
más adecuadamente la Colonia. En 1684 las necesidades
más visibles entre sus habitantes eran de mujeres y ne-
gros, lo mismo que de sacerdotes que al decir de algunos
hacían falta para mejorar las costumbres de los habitan-
tes. Esta falta de mujeres blancas sería permanente a lo
largo de toda la historia colonial de Haití en todo el siglo
subsiguiente.
Lo más interesante era que a pesar del reconocimiento
de que los habitantes necesitaban negros para desarrollar
las nuevas plantaciones que habían comenzado a dos o tres
años atrás, las autoridades coloniales todavía no estaban
seguras de si la masiva importación de los mismos pro-
duciría efectos beneficiosos sobre el aumento de la po-
blación francesa de la colonia. Tanto de Pouangay como
de Cussy, en cartas suyas a su gobierno fueron de opinión
en diversas ocasiones de que si se permitía la importa-
ción de más de ciento cincuenta negros al año, los engagés
serían menos solicitados y la Colonia tardaría más tiempo
191

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -tENR-lQUEr UREMIA
en poblarse de franceses. Fue necesario que las autorida-
des descubrieran que las nuevas plantaciones que pre-
tendían desarrollarse no serían posibles si no se impor-
taban las cantidades de negros que los habitantes deman-
daban, que eran todavía modestas pues no pasaban de
unos 200 por año. Por el momento, en pleno año de 1685,
la situación parecía estacionaria: el comercio continua-
ba con los españoles a pesar de las declaraciones de las
autoridades de Santo Domingo, el tabaco se había redu-
cido «casi a nada», el añil comenzaba a prosperar, el algo-
dón no había probado ser provechoso y todavía no se
había podido producir azúcar. Mientras tanto, de Cus-
sy organizaba la Colonia políticamente en cuatro am-
plias jurisdicciones que comprendían Leoganne, Petite
Goave, el Cabo y Port de Paix, en las cuales estableció
cortes de justicia para que dirimieran los pleitos entre
los habitantes.
La tregua de Ratisbona significó el inicio del fin del
filibusterismo en el Caribe, pues el gobierno francés hizo
que los gobernadores de sus colonias en las Antillas obli-
garan a sus filibusteros a abandonar la piratería para
cumplir con la cláusula que convenía que «todas las hos-
tilidades cesarán en ambos lados, tanto en tierra como
en mar como en otras aguas, en todos los reinos, países,
provincias, territorios y dominios... tanto en Europa como
fuera, tanto de este lado como del otro lado de la Línea»
(al sur del Trópico de Cáncer). Aunque tomó algunos
años en acabar con los filibusteros, lo cierto fue que para
estos años, la Corona francesa había comprendido que
era mucho más conveniente asegurar las operaciones na-
vales, en caso de que hubiera necesidad de recurrir a ellas
en el futuro, reclutando contingentes que podían ser pa-
gados como simples marinos, antes que dejarlos en plena
libertad para saquear y pillar los lugares atacados. Con
esta política, Francia aseguraba un más completo dominio
de sus territorios y de sus hombres en América y otras
partes del mundo.
192

BIBLIOTECA N A C I O N A L .
."HT.RO -IRNJRIQUE:: URSINA
Mientras la tregua continuaba, los gobernadores de
ambas partes de la Española seguían discutiendo sobre
la presencia y avance de los franceses hacia las tierras
ocupadas por españoles. Por un lado, el gobernador de
Santo Domingo continuaba advirtiendo que no permitiría
a los franceses avanzar más allá de sus establecimientos
actuales, mientras que el gobernador francés, por su lado,
seguía insistiendo que estaba dispuesto a observar la Tre-
gua en la Española, mientras los españoles no atacaran a
los franceses que habitaban esa tierra conforme al dere-
cho de conquista y señalando que si las relaciones entre
ellos se rompían los causantes serían los españoles con
su insistente hostilidad contra los franceses, a quienes
perseguían incesantemente y con quienes las autoridades
prohibían a los vecinos mantener relaciones comerciales.
En agosto de 1687 un bergantín español, al parecer
procedente de Cuba, atacó la población de Petit de Goave,
obligando sus habitantes a huir hacia lie á Vache. Este
acto fue considerado por los franceses como una trai-
ción y al mismo se le sumó un nuevo incidente acaecido
en mayo de 1688 cuando un navio de Santo Domingo atra-
pó dos barcos franceses y apresó sus tripulaciones ence-
rrándolas junto con una veintena de habitantes apresados
en Bayahá por unas patrullas españolas que vigilaban los
establecimientos franceses. Esta vigilancia era continua y
respondía a los empeños del gobernador de Santo Domin-
go, don Andrés de Robles de impedir que los franceses
avanzaran más al este de Bayahá que, según él, era el lí-
mite máximo de penetración que podía permitírseles.
Este asunto de los prisioneros franceses y de los ata-
ques españoles deterioró las relaciones entre ambos go-
biernos coloniales, pues aunque de Cussy reclamó su de-
volución, el gobernador Robles se negó a ello argumen-
tando que habían sido atrapados merodeando territorios
prohibidos e incluso habían sido encontrados en Samaná
y en Guayubín (río Rebouque), sitio éste último en donde
se habían atrevido a matar unas trece o catorce vacas
193
españolas y en donde unos ciento cincuenta franceses ha-
bían sido vistos violando propiedades españolas. Como es
natural, los franceses reaccionaron consecuentemente, so-
bre todo después de haber tenido noticias de que en San-
to Domingo se hacían preparativos de guerra contra ellos.
De Cussy decidió responder atacando y durante los últi-
mos meses de 1688 y todo el año de 1689 se dedicó a pla-
near un gran ataque para tomar a Santo Domingo y arre-
batar toda la Isla a los españoles. Con este propósito es-
tudió cuidadosamente todas las posibilidades y finalmen-
te decidió lanzar sus hombres contra la ciudad de San-
tiago de los Caballeros, ya que un plan de conquista total
necesitaría más gente de la que disponía, especialmente
en esos momentos en que había tenido que afrontar una
sedición de habitantes descontentos por la miseria en que
se encontraban sumidos debido, principalmente, al fra-
caso de la cosecha de tabaco del año anterior. Para sa-
tisfacción de De Cussy, sus planes coincidieron con la
llegada de la noticia de que España entraba en guerra
contra Francia nuevamente. Este nuevo enfrentamiento
de estas dos naciones se produjo cuando España se unió
a las demás potencias europeas que luchaban contra
Luis XIV desde la primavera de 1689 después de haber
formado la llamada Liga de Augsburgo tres años atrás
para obstaculizar la expansión francesa a costa de los
territorios alemanes y españoles del Rhin.
El día 6 de julio de 1690 De Cussy entró a la ciudad
de Santiago de los Caballeros con unos mil cuatrocientos
hombres después de haber desbaratado las débiles defen-
sas que los españoles quisieron oponerle. De Cussy orde-
nó pegarle fuego a la ciudad en vista de que los habi-
tantes de Santiago habían dejado abandonado el sitio y
se habían ocultado en los montes, y en vista de que sus
tropas no podían llevar consigo todo el botín que hu-
bieran podido recoger. En esos momentos Santiago te-
nía unos 200 bohíos y unas 30 casas de piedra, además
de cinco iglesias y dos capillas. De acuerdo con los do-
194

BIBLIOTECA MACíOf-JAL
Í B D B O (CMRÍQUEZ U R E N A
(.TRÚCLICI DOMINICANA
cumentos que dan noticias del ataque francés, de Cussy
quiso respetar las iglesias que él encontró «muy bellas y
bien abastecidas», y no les prendió fuego, pero en cambio
quedaron destruidas unas 160 viviendas. Como es de su-
poner, la reacción española fue rápida. El nuevo gober-
nador de la Colonia don Ignacio Pérez Caro ordenó una
movilización de tropas de diversos puntos del país hacia
Santiago para impedir que los franceses regresaran con
nuevos contingentes y ocuparan permanentemente la pla-
za y se trasladó personalmente a Santiago para reorgani-
zar la ciudad y preparar las fuerzas que se encargarían
de llevar a cabo un ataque de represalia. Para este último
fin escribió a la Corona pidiendo el auxilio de fuerzas na-
vales que le ayudaran a desalojar totalmente a los fran-
ceses. Por coincidencia el 9 de noviembre llegó a San-
to Domingo la Armada de Barlovento portando el situado
destinado a la Colonia portando su comandante el en-
cargo de ponerse a las órdenes del Gobernador en cuales-
quiera operaciones que las autoridades de Santo Domingo
intentaran contra los franceses. De manera que con este
apoyo, los españoles agilizaron sus operaciones y en dos
meses tuvieron preparado el ataque contra el principal
establecimiento francés en la Isla que era en esos momen-
tos la ciudad de Cap Francais. El domingo 21 de enero
de 1691. en la sabana de Guarico (la Limonade), entre las
nueve y las diez de la mañana, los españoles se lanzaron
contra los tropas francesas que aguardaban desde hacía
días el ataque. El encuentro fue violento y rápido y en él
perdieron la vida el gobernador De Cussy y algunos de
sus principales lugartenientes junto con unos 400 fran-
ceses. De acuerdo con el parte oficial, las bajas españolas
fueron de unos 47 muertos y 130 heridos. Al día siguiente,
las tropas españolas avanzaron y cayeron sobre la ciudad
de Cap Francais, apoyadas por la Armada de Barlovento
que entretanto había estado siguiendo desde el mar las
operaciones. Los sobrevivientes al ataque huyeron a refu-
giarse a la ciudad de Port de Paix, en donde se salvaron
gracias a que los comandantes españoles no quisieron
aventurar sus cansadas tropas en lugares pantanosos que
quedaban a más de 50 kilómetros de distancia, y se con-
tentaron con reducir a cenizas la ciudad regresando casi
inmediatamente a Santiago en busca de alimentos y me-
dicinas para los heridos. Tanto a la ida como al regreso,
los españoles saquearon todas las habitaciones de france-
ses que encontraron a su paso.
La destrucción y el saqueo de la ciudad de Cap Fran-
çais y de los demás establecimientos franceses en el Gua-
neo dejaron la región completamente desorganizada. Con
todo, como el ataque fue sólo contra Cap Français los
éspañoles dejaron el resto de la Colonia intacta. El nuevo
gobernador Mr. Ducasse procedió a organizar la región y
creó varias compañías de milicias para hacer frente a
eventuales ataques españoles. Asimismo pidió refuerzos
a su gobierno, entre otros, dos barcos, pensando que con
ellos impediría que los españoles reunieran grandes fuer-
zas y pensando que con ellos los franceses quizás podrían
lanzarse a la conquista total de la Isla. Sin embargo, una
acción de esta envergadura no era fácil en las aquellas
circunstancias, pues la población francesa se encontraba
diseminada en por lo menos diez poblados alcanzando
apenas unos 2130 habitantes y los españoles, después del
ataque a Cap Français, habían vuelto a organizar sus pa-
trullas de vigilancia en la frontera y mantenían un estado
de guerra permanente a los habitantes, tanto de los esta-
blecimientos del norte como del sur de la colonia francesa.
A lo sumo lo único que Ducasse podía hacer, como en
efecto hizo, era enviar pequeños grupos de hombres ar-
mados a hacer tanto daño como fuera posible a los esta-
blecimientos españoles.
Los años que siguieron fueron un período de constan-
tes preparativos hechos por los gobernadores de ambas
colonias para apoderarse de la Isla entera. La correspon-
dencia de Pérez Caro así como la de Ducasse mencionan
constantemente noticias recibidas a través de espías o
196
ISIBI
BIBLIOTECA NACIONAL:
PEDRO -flENRÎQIJEÏ : iRK xift
l Ú r Ú O L I C A o O M I M I C ft (Ñ /*
arrancadas a prisioneros de uno y otro lado que daban
cuenta de la organización militar española y de los es-
fuerzos de las autoridades de Santo Domingo para obte-
ner el apoyo del Virrey de México o del Gobernador in-
glés de Jamaica para expulsar a los franceses y, por otra
parte, de la preocupación de Ducasse para atacar primero
y desalentar cualquier plan en gran escala en contra suya.
Se sabe que los franceses no sólo buscaban tierras en
Santo Domingo, sino también hostilizar a los ingleses en
el Caribe como parte de su estrategia general mientras
durara la Guerra. Jamaica, la principal colonia inglesa
en las Antillas, fue durante todos estos años el blanco prin-
cipal de los filibusteros y corsarios franceses que todavía
quedaban en el Caribe. Con ellos Ducasse mantenía en ja-
que a los ingleses atacando los pueblos costeros jamaiqui-
nos, robándoles sus esclavos y quemando sus sementeras
y trapiches. A medida que la Guerra continuaba y los ru-
mores de que ingleses y españoles atacarían juntos la
colonia francesa, las incursiones de este tipo aumentaban
hasta que, finalmente, a mediados de 1694, Ducasse lanzó
un fuerte ataque que hizo grandes daños a los ingleses,
pues mató e hirió más de cien colonos y quemó unas 50 ca-
sas de hacer azúcar junto con otras 200 viviendas in-
glesas. Esto decidió la represalia en gran escala. A princi-
pios de 1695 el gobernador de Santo Domingo, don Igna-
cio Pérez Caro, fue invitado por las autoridades de Jamai-
ca a apoyar el ataque que ellas pensaban lanzar contra
toda la colonia francesa, comenzando por las poblaciones
del norte, Cap Français y Port de Paix, y terminando con
las del sur, Leoganne y Petit Goave, que era de donde sa-
lían los corsarios a atacar Jamaica. Pérez Caro aceptó y ya
en mayo unos 1500 españoles armados se encontraban en
Manzanillo esperando la escuadra inglesa. De allí avan-
zaron hasta Cap Français arrasando a su paso los esta-
blecimientos franceses, cuyos dueños huían despavoridos.
La armada inglesa y sus barcos bombardearon la ciudad
tomándola antes de que los españoles llegaran, pasando a
197
Port de Paix donde después de un largo combate tam-
bién lograron desalojar a los franceses. En ambos casos,
los marinos y soldados ingleses se dedicaron al pillaje
dejando muy poco del botín a los cansados españoles que
venían a pie a marchas forzadas desde su colonia. Estos
se incomodaron bastante y se negaron a seguir a los in-
gleses hacia el sur para continuar el ataque contra Leo-
ganne y Petit Goave pese a que el Almirante inglés les dejó
en posesión de los territorios conquistados izando la ban-
dera española en lugar de la inglesa que fue puesta origi-
nalmente. Los españoles regresaron nuevamente a sus ho-
gares llevándose consigo unos 70 de los 140 cañones to-
mados por los ingleses, dejando así, nuevamente, a los
franceses que estaban escondidos en los montes en po-
sesión de sus saqueadas habitaciones. Leoganne y Petit
Goave fueron dejadas tranquilas por falta del apoyo espa-
ñol a los planes ingleses, lo que hizo que el gobernador
de Jamaica se quejara luego de que aunque los estable-
cimientos del norte habían recibido grande daño, los del
sur, en cambio, «que son los más cercanos a nosotros
para atacarnos, no recibieron daño alguno». Un docu-
mento francés de estos años ayuda también a explicar el
desinterés español por el ataque contra la región sur de
la colonia francesa y sus ciudades de Leoganne y Petit
Goave. Su autor dice que «la parte del sur no puede ser
atacada por tierra a causa de las montañas inaccesibles
que la rodean y apenas puede uno entrar en la parte del
oeste a causa de los desfiladeros que defienden los pasa-
jes. Solamente la parte del norte está enteramente ex-
puesta a través de cuyas llanuras entran los españoles...»
Este nuevo golpe no desalentó a Ducasse, quien orde-
nó a todos los habitantes del norte que se habían refu-
giado en los montes que abandonaran sus escondites don-
de vivían en gran miseria para que se concentraran en el
sitio de Cap Français y se fundieran con la población de
Port de Paix que debería quedar destruida pese a su im-
portancia como centro de comunicaciones de la Colonia.

zm\
198

/ BIBLIOTECA MACIONAt...
PBDBí > -ÍEMRlQUEZ LIRE\jA¡
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Ducasse sabía que tenía que hacerse fuerte nuevamente


en el norte, sobre todo después que había recibido noti-
cias de que los vecinos y autoridades españolas habían
pedido a su Corona que les enviaran nuevos refuerzos y
una inmigración de 6,000 familias flamencas para desalo-
jar a los franceses del oeste de la Española y repoblar
sus tierras con nuevas gentes de países aliados. Hasta este
punto llegó a incidir la Guerra de la Liga de Augsburgo en
los pobladores y autoridades de Santo Domingo. Este con-
flicto sirvió de telón de fondo no sólo a las relaciones,
franco-españolas en la Isla, sino también en todas las An-
tillas donde se enfrentaron igualmente los franceses con-
tra los ingleses. Después de estas derrotas Ducasse tuvo
que cambiar sus planes de ataque contra Santo Domingo
pues el gobierno francés le ordenó poner sus recursos al
servicio de un ataque de corsario contra Cartagena apro-
vechando la llegada de la casi totalidad de los poblado-
res de la isla de St. Croix que se mudaron en bloque a la
Española. Con esta orden Ducasse quedó desarmado pues
el objetivo de toda su estrategia siempre había sido San-
to Domingo. Lo único que le quedaba, después del ata-
que a Cartagena —que fue saqueada totalmente por los
corsarios franceses a mediados de 1697— era tratar de
convencer al Gobernador de Santo Domingo sobre las ven-
tajas del comercio de manufacturas y ganado entre ambas
colonias. Aunque lo intentó por diversos medios, no le
fue posible hacerlo de inmediato. La reanudación de este
comercio, como se verá más adelante estaría determina-
da por un hecho ajeno a las voluntades y acciones parti-
culares de los pobladores de ambas colonias: la termina-
ción de la Guerra en Europa con la firma de la Paz de
Ryswick en septiembre de 1697.

FHTi^O -lENRfQUEZ l IREIÜA


f. E C U C U C í &.i>MIMICANC
DECADENCIAS Y MISERIA
(1655-1700)

MIENTRAS LA COLONIA FRANCESA se desarrolla-


ba dentro de las precarias condiciones de un medio hostil,
la colonia española de Santo Domingo continuaba sumer-
gida en un mar de miseria que en más de un sentido era
el espejo insular de la decadencia española que afectaba a
los habitantes de la Península desde hacía muchos dece-
nios. Decadencia ésta que había sido provocada, entre
otras cosas, por los gigantescos gastos de guerra en que
España incurrió durante más de siglo y medio tratando
de mantener su hegemonía imperial en Europa. La deca-
dencia española y, con ella la depresión económica y la
miseria, afectaron prácticamente a todo el mundo en la
Península y en muchos lugares de las Indias, entre ellos
Santo Domingo. En España se manifestó como una larga
cadena de plazas, epidemias, inundaciones, sequías, emi-
gración, explotación extranjera, absentismo rural, fuga
de capitales, imposición de impuestos onerosos sobre el
campesinado, decadencia industrial, estancamiento agríco-
la, descenso demográfico, vagancia, delincuencia, absolu-
tismo político, parasitismo social, mendicidad y otros mil
problemas. En Santo Domingo, aunque tal coincidencia
parezca increíble, la población padeció de estas mismas
calamidades en escala diversa, pero prácticamente con los
mismos efectos. Las causas fueron diferentes, desde lue-
go, pero la estrecha conexión de la economía colonial do-
minicana con el sistema comercial español en las Indias,
201

CIBUtOTECA N A d C M N A L
TEPRO -LEKJRFQUEZ UREIVIA
hicieron que Santo Domingo se viera decisivamente afec-
tado por los vaivenes de la economía peninsular y que •
las causas que gobernaron la depresión y decadencia es-
pañola en el siglo X V I I operaran en forma similar en la
decadencia económica dominicana durante el mismo pe-
ríodo.
Como se recuerda, la economía colonial dominicana
del siglo xvi basada en la exportación de azúcar y de
cueros de vacas hizo crisis a principios del siglo X V I I de-
bido a la creciente competencia de los azúcares mejica-
nos, primero, y de los azúcares brasileños, después de 1620.
Los cueros también pasaron por un período durante el
cual su exportación estuvo grandemente limitada debido
a la baja producción y a la falta de medios para embar-
carlos hacia España. No fue sino hasta la década de 1630
cuando la exportación de cueros volvió a recuperar los
niveles perdidos a raíz de las Devastaciones. Durante un
tiempo los vecinos se contentaron con producir algún jen-
gibre que era exportado conjuntamente con los cueros y
el poco azúcar que se producía, pero todos notaban que
hacía falta producir algún artículo sin la inversión de
grandes capitales como implicaba la reconstrucción y mo-
dernización de los abandonados ingenios azucareros. De
ahí que un poco antes de 1648 los vecinos de Santo Do-
mingo, conocedores de la gran demanda de cacao que
existía en México por esos años, se dedicaron a hacer
plantaciones de este árbol que en pocos años ya produ-
cían altos ingresos a sus propietarios. Un padre jesuíta
que estuvo en Santo Domingo en 1650 informa que «hom-
bres ay que tienen de sus haciendas un año con otro diez
y doce mil pesos de renta de cacao. Los demás caudales
son moderados de año y año hasta cincuenta mil pesos
de principal; y todas estas serán hasta cinquenta fami-
lias». Según las informaciones, las principales plantacio-
nes de cacao se hicieron en los alrededores de Santo Do-
mingo, el Seibo e Higüey y en las cercanías de las desem-
202

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -USMRlQUEZ LIRE$ft
bocaduras de los ríos Cumayasa y Soco en el Este de la
Isla.
Por un tiempo pareció que el cacao sería la salvación
de la economía de la Colonia. Muchos de los vecinos se
entusiasmaron y aquellos que tenían algún dinero acumu-
lado hicieron intentos de importar nuevamente esclavos
negros pues la mayor parte de los que había murió en el
año 1651 a causa de una epidemia. Repetidas veces pidie-
ron a la Corona ayuda en este sentido, como por ejemplo
en 1653, año en que el Cabildo de Santo Domingo envió
su Procurador a la Corte para informar que lo que más
falta hacía era traer negros esclavos «de cualquier par-
te... porque en la peste del año cincuenta y uno murió la
mayor parte de los que auia porque ha mas de diez años
no entra en este puerto nauio dellos, y no pueden susten-
tar los vecinos sus familias». También pedían los vecinos
que se les prohibiera a los Capitanes Generales y Gober-
nadores imponer nuevos impuestos para cubrir gastos mi-
litares pues esos impuestos, lo mismo que el papel se-
llado y la alcabala, que ellos pedían fuesen eliminados
también, hacían enormemente cara la vida en la Colonia.
Sin embargo la Corona dilató su decisión y mantuvo los
impuestos, entre ellos el de alcabala, que al decir del Go-
bernador Balboa de Mogrovejo, en 1661, lesionaba en
forma exorbitante el negocio del cacao. Las palabras de
Balboa de Mogrovejo describen la situación económica de
la Isla y señalan la sustitución del jengibre por el cacao
como principal producto de exportación: «Tengo avisa-
do a V. Mgd. que necesita de negros esta Isla y que por
su falta perece y que su principal granjeria es cacao, que
las imposiciones que tiene son exorbitantísimas y que no
puede sacarse útil de él pagándolas y son tan torpes de
inteligencia (los funcionarios coloniales) que teniendo cé-
dulas de V. Mgd. y de sus antecesores para que sean me-
nores (los impuestos) que en otra parte en el Gengibre
que solía ser su cosecha y hauer entrado en su lugar el
Cacao no supieron hacer relación más que de los cueros
203

BIBLIOTECA MACIONAJ.
PEDRO -IÉMRÍQUEZ UREMA
I.ÍCÚIJUC'I D O M I N I C A N A
la ciudad escribe en este particular y lo que yo puedo asi-
gurar a V. Mgd. que tiene ragon y suma miseria». Al año
siguiente, en 1662, los vecinos volvieron a pedir licencia
a la Corona para importar esclavos con qué ayudarse en
el cultivo del cacao a lo que la Corona respondió que en
breve habría negros disponibles pues hacía poco tiempo
se había firmado un asiento con un especulador llamado
Domingo Grillo para introducir unos 3500 negros anual-
mente en las Indias. Ahora bien, como la necesidad de
los vecinos no podía esperar, muchos de ellos presionaron
al nuevo Gobernador don Pedro Carvajal y Cobos para
que esclavizara nuevamente a varios cientos de negros
alzados que se encontraban desde hacía años en las Sie-
rras de Maniel, cosa que él ejecutó sin mucha dificultad
a mediados de 1665 después de una corta campaña mi-
litar que puso unos sesenta esclavos en manos de sus an-
tiguos dueños en Santo Domingo. Para muchas perso-
nas según las palabras del Gobernador, aquellos escla-
vos fueron muy útiles y les ayudaron a remediar su si-
tuación económica.
Con todo, esos pocos esclavos no resolvieron la esca-
sez de la mano de obra existente en Santo Domingo en
este año ni en los próximos. Al año siguiente, en 1666,
sobrevino una nueva epidemia de viruelas que mató la
mayor parte de los esclavos que había y, casi conjunta-
mente, los cacaotales fueron atacados por una plaga que
dejó la mayor parte de los árboles completamente secos
llevando a muchos de sus dueños a la ruina. Estas cala-
midades fueron como el fin de todo pues pasarían mu-
chos años antes de que los vecinos de Santo Domingo pu-
dieran reponerse de las mismas. El mismo Gobernador
don Pedro Carvajal y Cobos, escribiendo tres años des-
pués describió la situación de esta forma: «A esta Ciudad
Señor por mis pecados y los suyos le a castigado nuestro
Señor con todas las desdichas y calamidades que mere-
cemos pues los frutos principales de ella que eran los Ca-
caos se an secado de suerte que es necesario sigun dice em-
2 0 4

¿ l i i W t e ^ BiBu! O T E C A M A C J O N A L
PEEMJO -)ENRÍQUF.7_ UREÑlft
biar fuera para hacer semilla y boluer a sembrar de nue-
bo despues de haver estado esperando tres años sin frutos
la mexora de las arboledas con que los vecinos an que-
dado destruidos y el comercio acauado sin que en este
puerto se pueda esperar en muchos años un navio sino
es el que V. M. fuere seruido de ymbiar de esos Reynos,
a esto se a ajuntado el mal de Viruelas contagioso como
la peste en estas partes del qual abran muerto en esta
ciudad e Isla mas de 1.500 almas y entre ellas 600 esclauos
y todas las demás personas menos los españoles an pade-
cido y están padeciendo el mal y bien raros de los na-
turales que an escapado del con que del todo se a arruy-
nado la ysla y auido vecino en tan cortos caudales que
se le han muerto veinte y quatro esclauos con que todos
los ánimos se hallan muy postrados». La pobreza en que
quedaron los vecinos, luego de esas catástrofes fue tal
que en el año 1669, cuando por fin llegó un barco con
unos cuatrocientos negros asignados para ser vendidos
en Santo Domingo, a los vecinos sólo les fue posible com-
prar nada más que 140 esclavos, a pesar de que el barco
negrero permaneció más de cinco meses en el puerto tra-
tando de vender su carga. Para pagar esos esclavos, dice
el Gobernador en su carta, «los que an comprado les a
sido necesario darle toda la plata labrada y joyas que
an tenido». La razón de esta escasez de dinero era, además
de la quiebra de las exportaciones, el hecho de que en
los últimos ocho años sólo habían llegado a Santo Do-
mingo tres situados y no había dinero circulando en toda
la Colonia. El dinero del situado, apenas llegaba, iba a
parar a manos de los comerciantes y prestamistas loca-
les que habían fiado mercancías o prestado dinero prác-
ticamente a todo el mundo financiando desde los más
pequeños gastos familiares hasta los pagos de salarios del
gobierno colonial.
Esa crisis que comenzó en el año de 1666 con las vi-
ruelas, la plaga del cacao, un terremoto y un ciclón su-
mió a la población de Santo Domingo en un estado de
205 .

BIBLIOTECA MACTOÑAL
P B D R O - Í E N R Í Q U E Z UREFVLA
depresión moral colectiva. Después de entonces no les
quedó a los habitantes del sur de la Isla más ánimo que
para abandonar la Colonia, cosa que no podían hacer por
estarles prohibido y por no tener medios con que pagarse
el viaje de la salida.
El cacao no volvió a producir a pesar de los esfuerzos
que hicieron los vecinos. Las pocas matas que quedaban
en 1672 fueron acabadas por un temporal que también
afectó los conucos de yuca y plátano que los habitantes
tenían para alimentarse. A esta desgracia se sumó una
nueva peste que, al decir del Cabildo de Santo Domingo,
mató unas 1,500 personas en toda la Colonia en 1669, es-
pecialmente a la mayor parte de los esclavos que habían
quedado vivos de la epidemia anterior. A partir de 1668
la miseria se convierte en el tema principal de la mayor
parte de los documentos tanto oficiales como privados.
La falta de producción, la falta de situado, la falta de
comercio, la falta de contacto con el mundo exterior, es-
pecialmente con España, generó un profundo pesimismo
entre los habitantes de la Española que se hacía evidente
por todas partes. Y lo peor era que la misma tradición
social dominicana, la misma naturaleza del sistema polí-
tico español, la misma estructura de la economía colonial
americana habían conformado ya una mentalidad entre
los habitantes de Santo Domingo que les impedía pensar
independientemente del sistema colonial y no veían otra
solución a los problemas como no fuera con el otorga-
miento de mercedes especiales por parte de la Corona.
Una descripción general de la situación, en 1671, la dio
la Audiencia de Santo Domingo en una carta al Rey es-
crita el 6 de mayo de ese año. En esa carta la Audiencia
dice, entre otras cosas, que «esta ciudad desde el año
de sesenta y ocho estando ya tan atrasada en todos frutos y
ganados parece que por Agosto embio la Magestad diuina
una tormenta que arrasó los campos dexandolos como¡ si
ubiera pasado fuego por ellos y destrocados al suelo los
montes y arboledas y en la Ciudad la vivienda hordinaria

BIBLIOTECA NACIONAL,
PEDRO - ( E N R Í Q U E Z UREfVlft,
r. C P Ú 12 ' COKINICÍ1N*
arruinada por el suelo y aun algunas cassas fuertes de
forma que quedaron los vecinos por muchos meses sin
el sustento hordinario de casaue y platanos y otras me-
nudencias con que se alimentauan y sin poder pasar los
ganados por los caminos hasta que personalmente por
Vuestro Presidente que entonces era se abrieron. Des-
pués sobrevino entonces una epidemia de viruelas con
tabardillo de que escaparon muy pocos y llegaron a mo-
rir mas de mili y quinientas personas y de los esclauos
mas de mil y ciento falta tan considerable en haciendas
que sin ellos no pueden serlo y esta epidemia parece
passó a las plantas y arboledas de cacao principalmente
pues no quedo de nuebos ni viejos árbol alguno que no
se secase, con algún engaño algunas veces florecían y
con las aguas que parece que auian de mexorarse se seca-
ban y hasta oy tres años a durado esta esperanza sin
que se coxa un grano deste genero siendo assi que es lo
principal para el comercio y assi a faltado y no ay nauio
que venga a este puerto por esta causa y también por
el reselo que tienen del enemigo con tan continuadas ame-
nazas y porque tiene poblada mas de la mitad de la ysla
entrándose a sus monterías en las haciendas de los ve-
cinos de la tierra dentro con imbasiones cotidianas ma-
tándolos y lleuando sus esclavos sin contradicion algu-
na... y assi con las que hace nos a puesto en tanto aprie-
to que falta de carne para el abasto que apenas la ay en
esta Ciudad tres dias en la semana para el sustento de
los vecinos y asi todos están con grandísima necesidad y
asimismo las milicias por defecto de los zituados y es
quenta clara porque auiendo seiscientas plagas como oy
ay solo se embia para trescientos y esto no viene todos
los años sino cada tres... y a esta causa la milicia está
descontenta y se huien los mas que pueden por mucho
cuidado que se tenga con ellos...»
Según la misma Audiencia, en carta escrita al año si-
guiente, 1672, la actividad económica en toda la Colonia
se redujo a trabajos de subsistencia luego de la ruina del
207
alBI
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PBDRO H E M R l O U E I UREXift
cacao y la gente ahora se dedicaba a fabricar casabe, que
se convirtió en la actividad más productiva por ser el
pan ordinario de la población, y al cultivo de algunos ve-
getales y siguió como antes, dedicada a la cacería y crian-
za de ganado. Estos son los años de mayor aislamiento de
Santo Domingo y es en esta época cuando la ruralización
de la vida dominicana llegó a su punto culminante. Mu-
cha de la gente de las ciudades optó por irse a vivir a los
campos para tener un lugar en donde poder subsistir aun-
que fuera autárquicamente. Hay noticias de algunos que
también dejaron la ciudad de Santo Domingo para no te-
ner que pasar por la vergüenza de ser vistos sin ropas y
vestidos adecuados. Esa acentuación en la ruralización
de la vida dominicana llevó a los miembros de la Real
Audiencia pedir que se trasladara la institución a Vene-
zuela pues apenas si había pleitos entre los vecinos. La
mayoría, decía la Audiencia, se dedicaba a vivir por su
cuenta haciendo monterías, cultivando lo necesario para
subsistir «contentándose para su albergue con la habita-
ción de una cassa o tugurio tosco de paja», aislados los
unos de los otros y sin contacto comercial con el exterior.
Aparentemente los que se iban a los campos tenían posibi-
lidades de pasarlas mejor que los que permanecían en la
ciudad de Santo Domingo donde las dificultades continua-
ron. En septiembre de 1672 pasó un ciclón que destruyó
las plantaciones de yuca de la cual se fabricaba el casabe
que servía de sustento a la población lo mismo que todos
los platanales y un «número grande de arbolitos de cacao
en los cuales tenían los naturales puesta la esperanza de
su remedio». En mayo del año siguiente, en 1673, se pro-
dujo un terremoto que no hubo casa en la ciudad que «no
cayese por el suelo o quedase ynabitable», incluyendo los
conventos, las iglesias y los edificios públicos. En este
terremoto murieron 24 personas, gracias a que ocurrió
durante el día y la mayoría de la gente se encontraba fue-
ra de las casas.
Por fin, en 1675 los vecinos empezaron a reaccionar
208

I W p J O T S C A f-IA C S O N A L
>H " S O -JPNRÍQUEX UREÑJA
T. c r ú o u í «. C- O W I N I C A N <<•
positivamente frente a su situación después que notaron
que durante el año anterior no hubo grandes dificulta-
des. Esa nueva actitud fue reforzada por la idea de que
todas esas calamidades habían sido producto de influen-
cias astronómicas que habían estado operando durante
un ciclo de siete años. Con nuevas perspectivas por de-
lante, hubo algunos que volvieron a sembrar arbolitos de
cacao, aunque no en gran escala «porque no ay esclavos».
Más fácil resultaba a los vecinos imitar a los franceses
que habían hecho del tabaco su cultivo principal en la
parte occidental de la Isla. En Santo Domingo se sabía
que el volumen de las exportaciones francesas alcanzaba
ya el millón de libras, y estimulados por estas noticias,
poco a poco, muchos se dedicaron a la siembra de tabaco
conjuntamente con la tradicional ocupación de montear
y criar ganado. Con todo, estos esfuerzos para mantener
el flujo de exportaciones tenían muy pocas posibilidades
de éxito porque ya se sabía, no sólo en España sino tam-
bién en otras partes de las Indias, que los habitantes de
la Española se encontraban en la mayor de las miserias
y no tenían dinero con qué comprar las mercancías que
se llevaban al puerto de Santo Domingo por lo que los
dueños de barcos evitaban detenerse a vender o a comprar
en la Española. En agosto de 1678 la Real Audiencia es-
cribió a la Corona dando cuenta de la situación en un
informe que describe mejor que cualesquiera otros do-
cumentos de la época el estado de pobreza de la Colonia.
En ese informe la Audiencia reconocía, muy apesadum-
brada, que no existía salida favorable a aquella crisis,
puesto que una de las alternativas a la mano, que era el
comercio con otras partes de las Indias, había desapare-
cido y no había posibilidades de restablecerlo por la na-
turaleza competitiva de sus productos con los de San-
to Domingo; y, otra, la vía legal, que era el comercio con
España, tampoco era posible por falta de navios.
Este documento no tiene desperdicio y lee en su ma-
yor parte como sigue: «Los Vecinos, señor, desta Isla

BIBLIOTECA N A C I O N A L
F H T R O -ÍEMRlQUEZ UREÑIA
r. C P Ú B L.I C A DOMINICANA^
están muy pobres, porque su sustento, conserbagion y au-
mento únicamente consiste en los frutos de tavaco, y co-
rambre, y aunque Dios los favorege, dándoselos con abun-
dancia, no les son de probecho, por que no ay a quien
poderlos vender, ni permutar.
«Para el despacho de estos frutos, tres beredas ay, pero
ynutiles, por estar embarazado el paso: la primera, el co-
mercio estrangero, este esta prohivido; la segunda el co-
mercio con las probincias destas Indias, este no le ay,
porque enellas no tienen valor estos frutos; ni enesta Isla
hallan, ni ay dinero para comprar los suios; solo queda
la tergera, que es el comergio con España, este también
falta, porque abiendo de ser con el nabio de registro a
tres años que no viene, y de hordinario tarda gran tiem-
po, y quando llega, no llena el alibio que negesitan: por-
que como no es mas que un nabio, se estanca enuno el
comprar estos frutos, con que se los lleba de valde ven-
diendo por la misma ragon a subidos pregios sus generos,
con que los pobres veginos se quedan con la misma ne-
cesidad. En fin, señor, por esta causa de no hallar a
quien vender sus frutos se les pudren, y pierden, y como
cosa que les es ynutil no cuydan de adquirirlos, y con-
serbarlos. Si un jato de ganado se les alga, no se aplican
a redugirlo y lo dejan perder. Esta falta de comergio a
redugido a estos vasallos a la suma pobrega, vérnosla por
nuestros ojos, y que muchos nobles viven retirados los
mas del año en el campo, por no tener para un vestido:
Vérnoslo vender sus esclabos voluntariamente para susten-
tar sus familias, o apremiados, para pagar sus deudas:
las casas a toda prissa van faltando, porque no las repa-
ran a tiempo conveniente, por no tener con que, se arruy-
nan: y se a perdido gran parte de gensos, obras pias y ca-
pellanías, por aber dejado jundir las casas que era su fin-
ca. Banse muchos desta Isla huyendo, y se fueran los
mas sino se les prohibiera la salida. Sucede tal vez venir
a este puerto algún barco o balandra de otras partes desta
corona, y si el dueño de la embarcación se ynclina (que

PBDRO -lENRfQUEZ URE&IA


pocas veges sugede) a comprar algunos queros, como vé
la negesidad, tantos, como concurren a vender, compran
a bajísimos pregios que aun no pagan la costa de aberlos
conducido a esta giudad: Con que esto a toda prissa se
ba despoblando y los franceses aumentando las pobla-
ciones, que en la banda del norte y sur desta isla violen-
tamente ocupan, por el ynteres que hallan en el tabaco,
y corambre que cojen, y conducen a Frangía de que logra
el Rey xptianissimo grandes derechos. El remedio destos
daños (nos parege) es, prebeer de medio, para que estos
vuenos basaltos tengan despacho de sus frutos, y que
sea luego, que tanta necesidad no sufre dilación, esto, se-
ñor se nos ofrece a la petición de la ciudad. Dios guarde
la Catholica y Rl. persona de V. Mgd. Santo Domingo
de la Isla Española, a 18 de agosto de 1678.»
Como se ve a los ojos de algunos vecinos, sobre todo
de los más ilustrados, la miseria dominicana de media-
dos del siglo xvn era en muchos sentidos una resultante
de la estructura del sistema comercial español y, parti-
cularmente, de la marginación de Santo Domingo de las
rutas oceánicas al perder su importancia económica y al
ser sustituido estratégicamente por Cuba y Puerto Rico
como los puntos claves de la defensa española del Ca-
ribe. Estos puntos de vista se evidencian continuamente
a lo largo de una buena parte de los documentos de la
época, de los cuales también resultan las noticias sobre
las múltiples tensiones sociales que padeció las Colonia
a consecuencia de la pobreza. Esas tensiones provenían
de todas partes. Tanto se producían en el seno de la Real
Audiencia, como en el seno de la Iglesia, como en el seno
de la población cada día más pobre, más frustrada y más
angustiada. Normalmente los conflictos no pasaban de
simples murmuraciones, chismes y malquistamientos en-
tre grupos locales, pero otras veces llegaban a tomar cuer-
po afectando casi a todo el mundo, sobre todo si los
mismos tenían que ver con cuestiones en que la subsis-
tencia de los habitantes estaba involucrada.
211

BIBLIOTECA M A C I O N AL
PECRO -lEMFltejUEX UREMIA
ICrÚDLIC* U9HIMICANA
Una de estas cuestiones lo constituía el situado, suma
de dinero que era enviado desde México para sufragar los
gastos de la Colonia por lo menos desde 1608 cuando la
economía de la Española hizo su primera crisis a raíz de
las Devastaciones. Ese dinero era poco menos que sagra-
do y de su llegada dependía la vida de la Colonia, pues era
la única ocasión en que los vecinos de Santo Domingo te-
nían la oportunidad de manejar alguna plata aunque fuera
por unos cuantos días, ya que la totalidad de la población
vivía atada a una larga cadena de deudas en la cual los úl-
timos acreedores formaban una pequeña oligarquía comer-
cial que controlaba no sólo la salida de los pocos produc-
tos de exportación sino también la entrada y venta de las
escasas manufacturas que llegaban legal o clandestina-
mente al puerto de Santo Domingo. Entre todos los deu-
dores el mayor era el gobierno colonial, que tenía que ha-
cer frente no sólo a los gastos corrientes de su burocracia,
sino también al pago de la guarnición militar y a los
gastos extraordinarios para la defensa de la Colonia, ta-
les como manutención de tropas adicionales que recorrían
la frontera y la construcción o reparación de la muralla
de Santo Domingo. Precisamente, fue en ocasión de la
llegada de un situado atrasado, en 1661, que ocurrió un
serio complot de militares contra el entonces Goberna-
dor y Capitán General de la Isla don Juan Balboa de Mo-
grovejo quien, al no poder pagar más que cuatro de los
cinco sueldos atrasados a la guarnición militar de la ciu-
dad, fue acusado de querer retener la plata del situado
en perjuicio de los militares y logró con grandes dificul-
tades conjurar la sedición.
En estos años había dos grandes prestamistas de los
vecinos y del gobierno de Santo Domingo. Estos eran el
comerciante don Rodrigo de Pimentel y el Arzobispo de
Santo Domingo que era, claro está, el administrador de
los bienes y rentas de la Catedral que todavía antes de
la crisis de 1666 eran bastantes. Durante años el Arzobis-
po y Pimentel mantuvieron el control económico de la
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BIBLIOTECA IMACJONAL
: E R O -ÍENÍ'RIQUEI U R f f t e
I . r. C r Ú O i-I C A t> I-í I N I C A N A
capital de la Colonia pues mientras el situado se retrasa-
ba ellos facilitaban dinero a crédito y con intereses a la
población y una vez el situado llegaba sus testaferros se
encargaban de los cobros, de manera que la circulación
monetaria era bastante fugaz y a poco de haber llegado
la plata se concentraba en unas pocas manos. Pimentel
tenía una ventaja sobre el Arzobispo y era que él ma-
nipulaba el negocio de ropas y tejidos de contrabando que
llegaba desde Curazao a la Española por la vía de los
ríos del sur de la Isla. Además, Pimentel tenía a su servi-
cio una amplia pandilla de secuaces que iban desde al-
gunos importantes regidores del Cabildo local, hasta algu-
nos funcionarios de la Real Audiencia, junto con oficiales
y soldados de la guarnición de la plaza. Se sabe que Ro-
drigo de Pimentel mantuvo su hegemonía económica so-
bre los habitantes de Santo Domingo hasta el mismo día
de su muerte que ocurrió en el año de 1683, pudiendo re-
basar con éxito las calamidades económicas de esos años.
Se sabe, también, que su fortuna duró muy poco pues fue
dilapidada en menos de cuatro años por sus herederos
no quedando desde entonces en Santo Domingo ningu-
na persona verdaderamente rica, pues incluso el Arzobis-
po se había casi arruinado con las crisis de las epide-
mias, los ciclones y la ruina del cacao. En 1673, por
ejemplo, de acuerdo con un Informe de la Real Audiencia
el Arzobispo pudo prestar unos 836 pesos solamente «por
haber faltado muchas hypotecas de Casas que se arrui-
naron con el terremoto y temblor de Maio de seiscientos
y setenta y tres y haber faltado otras que estavan en ar-
boledas de Cacao y Hatos de ganado vacuno que se han
despoblado y otras muchas fincas que están en litigio que
se teme se perderán y por no poder constar esto de otra
manera consta por certificación de los Contadores de Ca-
thedral».
Fue precisamente esta mala situación económica de la
Catedral lo que llevó al nuevo Arzobispo don Juan de Es-
calante y Turcios, que llegó a Santo Domingo en julio
213

P E C H O -IEMRÍOUE?" UREIVLA
de 1674, a elevar grandemente los precios de los servicios
eclesiásticos. Y fue, precisamente, esta disposición del Ar-
zobispo otra causa de tensiones en Santo Domingo que
llevaron a los vecinos a confabularse para expulsar al
Arzobispo de la Isla, como en efecto lo hicieron un par
de años más tarde pues, al decir de la Real Audiencia en
una carta al Rey «sobre las inquietudes públicas que han
ocasionado los procedimientos del Arzobispo... todo era
clamores y quejas muy repetidas hasta que se aplicó el
remedio que V. M. tiene dispuesto por sus leyes». Ya en
1679 la situación económica de la Iglesia parecía haber
mejorado pues en una certificación de pago a los militares
de la guarnición se hace constar que los dineros fueron
obtenidos por el Gobierno concertando varios empréstitos
con don Rodrigo de Pimentel y uno de 1,700 pesos con la
Iglesia con quien se obligó el gobierno colonial a «pagar
sus réditos» debidamente. Tan escasos se hacían los bar-
cos con el situado y tan necesarios como frecuentes los
préstamos buscados por el Gobierno que en 1685 la deuda
pública había subido a 385,399 pesos, de los cuales se les
debían solamente a los sucesores de Rodrigo de Pimentel
y a otros prestamistas unos 83,027 pesos. Cuando el si-
tuado de 1680 llegó, después de tres años de retraso, el
dinero apenas alcanzó para sufragar los gastos corrien-
tes del Gobierno pues «fue forcosso pagar a los Vecinos
parte de lo que se les deuia que abian prestado para el
socorro hordinario de la Infantería prestar todos con
muchos atrasos y empeños en sus caudales por la falta
de comercio que tiene esta Isla pues para dar el dicho
socorro fue forcosso thomar cantidades de tributos de
conventos y capellanías por no hauer otros medios con
que poder dar el dicho socorro». Algo similar ocurrió
cuando llegó el próximo situado en 1687 que apenas al-
canzó para pagar parte de las grandes deudas del Gobier-
no. Siendo la ruina económica poco menos que general,
las fuentes de crédito fueron poco a poco resistiéndose y
fue haciéndose cada vez más difícil conseguir dinero pres-
214
m\
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -tk MRÍQIIEZ URESlfl.
BtrCíUfi» BSKINICftN*
tado para pagar a los militares. Hay noticias del año 1679
que señalan que los soldados se encontraban sin zapatos
y que antes de la llegada del situado se les debía 36 y
37 meses de salario y a algunos soldados viejos hasta
seis años de sueldo. En esta crítica situación muchos sol-
dados se vieron obligados a trabajar como peones en di-
versas obras de la ciudad para conseguir qué comer. De
acuerdo con un documento de 1684, cada soldado ganaba
4 pesos al mes de salario y, sin embargo, no había en
Santo Domingo quien prestara el dinero para los sol-
dados.
Dentro de esta atmósfera de escasez cada cual buscó
la forma más conveniente a su propia circunstancia para
poder sobrevivir. Las cofradías religiosas, por ejemplo, se
dedicaron a hacer fiestas de toros y comedias nocturnas
para tratar de obtener limosnas con qué mantener sus
devociones. Había en Santo Domingo más de una docena
de cofradías y cada una de ellas dedicaba ocho días con-
tinuos a jugar toros, con lo que la población se mantenía
alejada del trabajo una buena parte del tiempo. Cuando la
Corona tuvo noticias de esta situación, en 1680 ordenó al
Presidente Francisco de Segura que limitase el tiempo de
estas fiestas y restringiera su celebración a tres o cuatro
veces al año. En realidad, la población apenas si tenía
algún estímulo que la incitara a dedicarse a trabajar ar-
duamente, pues no había ninguna seguridad de que lo
producido encontraría mercado ni dentro ni fuera de la
Isla. Solamente en las zonas cercanas a donde los france-
ses tenían sus habitaciones existía la posibilidad de tra-
bar algún tipo de relación comercial productiva, vendien-
do ganado a los franceses a cambio de algunas manufactu-
ras importadas por ellos desde Europa. Fue precisamente
en estos años, de 1680 en adelante, durante el gobierno
de Francisco de Segura, que franceses y españoles empe-
zaron a entrar en tratos comerciales. Este comercio fue
otra de las vías buscadas por los vecinos para hacer fren-
te a su pobreza. Ahora bien, esta era otra de las activi-
215

BIBLICA - C A NACIONAL
• ; ;ijf
r. c r i j o LI c A o o r - n m c A
• -

dades conflictivas por estar prohibida por las leyes espa-


ñolas y, más aún, porque se llevaba a cabo con los más
recalcitrantes enemigos de España en aquellos años, que
no solo violaban el monopolio español en las Indias y
le hacian la guerra a España en Europa, sino también
que buscaban apoderarse totalmente de la isla Española.
Por esta razón el comercio con los franceses fue siempre
algo irregular e inestable durante el siglo xvii y dependió
más del carácter o de los intereses del gobernador de tur-
no que de una política públicamente concertada por los
gobiernos de ambas colonias. Por ejemplo, durante el go-
bierno de Francisco de Segura, quien fue Gobernador a
partir de 1678, las relaciones entre franceses y españoles
en las zonas fronterizas pudieron desarrollarse gracias a
la Paz de Nimega, por una parte, y al convencimiento de
este gobernador de que los habitantes de la Colonia no
tenían otro lugar de donde proveerse de mercancías como
no fuera de sus vecinos franceses.
El problema que había con estas relaciones comer-
ciales era la tendencia de los franceses de ocupar cada día
mayor cantidad de tierras en la zona española de la Isla.
Se sabe que Segura quiso obligar a de Pouangay a que im-
pidiera que sus gobernados siguieran avanzando hacia el
este, pero sin ningún resultado. Este avance era muy te-
mido en Santo Domingo pues los españoles conocían su
inferioridad numérica frente a los franceses y conocían
sus planes para echarlos de la Isla. De ahí que el co-
mercio no fuera igualmente recibido por todo el mundo
en la Colonia, pues mientras unos lograban lucrarse pa-
sando animales en pie hacia la parte francesa y trayendo
manufacturas a la parte española, otros habitantes de
Santiago, Azua y Cotuí preferían, en 1681, irse a dormir a
los montes por miedo a los franceses, de quienes ellos
esperaban una traición en cualquier momento. Recuér-
dese que en 1681 la población francesa en la Isla alcanza-
ba unas 7848 personas, de las cuales había unas 4,000 ar-
madas y con experiencia de guerra adquirida en sus tiem-
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ism
B I B L I O T E C A M A C S O N AL.
PEDRO -(EMRÍQÜEX
CF
r. . . r ú o u
UREJVlA
NI C UNA .
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pos de filibusterismo y piratería, mientras que la pobla-
ción española no alcanzaba las 1,500 familias repartidas
en todo el país y agrupadas en pequeños poblados inde-
fensos y sin murallas con excepción de la ciudad de San-
to Domingo.
Desde hacía varios años las autoridades habían bus-
cado hacer frente a la penetración de los franceses opo-
niéndoles un tipo de organización militar compuesto por
unas cuadrillas de treinta soldados encargadas de reco-
rrer los territorios fronterizos y atacar aquellos estable-
cimientos que hubiesen penetrado muy adentro de la co-
lonia española. Estas cuadrillas gozaban de gran movi-
lidad y su tamaño les permitía realizar ataques por sor-
presa con gran efectividad. Andando el tiempo fueron
bautizadas por los franceses con el nombre de cincuente-
nas llegando a ser muy temidas por ellos y se convirtie-
ron en la verdadera defensa de los territorios españoles.
Sin embargo, los vecinos y las autoridades nunca llega-
ron a hacerse ilusiones sobre las capacidades de estas
tropas, pues sabían que ellas sólo servían para impedir
el avance de las ocupaciones de tierras, no para evitar
que los franceses atacaran de golpe en alguna que otra
ocasión, y mucho menos para expulsarlos de la Isla. En
verdad, en estos momentos, año de 1681, los españoles
habían llegado a convencerse de que la expulsión de los
franceses era una tarea casi imposible debido a la falta
de recursos humanos con qué llevarla a cabo. De ma-
nera que solamente poblando de nuevo la Isla podía ésta
volver a ser totalmente posesión de la Corona española
pues en la medida en que la población creciera encon-
trarían los franceses resistencia a su penetración. Por ello
fue que las autoridades y vecinos de Santo Domingo lle-
garon a la conclusión de que la Corona debía permitir y
estimular la migración de gente pobre de las Islas Ca-
narias hacia la Española donde se les daría tierras me-
jores que las que ellos podían conseguir en las Canarias.
Con ello, decían las autoridades, «todos los años se yra
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
P E D R O -LEMRJQUEZ LIRE^TT
R C r Ú C L l C A U O M I H 1 C A INI A
poblando la dicha Isla y quando no se pueda echar el
franzes luego della se le parará en mucha parte para que
no se pueda apoderar de toda la ysla y andando el tiem-
po se podran conquistar quitándoles las Poblaciones y
los frutos que tuvieren sembrados en aquellas tierras...»
Esta sugerencia cayó en buen terreno en el Consejo
de Indias en Sevilla, pues las Islas Canarias eran otro foco
de problemas para el gobierno español por la extrema
pobreza en que vivían sus habitantes debido a las pre-
siones demográficas sobre una agricultura decadente que
se llevaba a cabo en suelos completamente empobrecidos
por el uso y la erosión. La petición de los vecinos y auto-
ridades de Santo Domingo tendía a aliviar tensiones por
todas partes y la Corona la ejecutó inmediatamente. Ya
en 1684 llegaban las primeras cien familias canarias a
Santo Domingo con las cuales se pretendía, entre otras
cosas, fomentar el cultivo del tabaco pues sólo algunos
pobladores de la zona de Santiago lo cultivaban siguien-
do las especificaciones francesas, a quienes ellos final-
mente lo vendían. Por cierto que a medida que .pasó el
tiempo y el comercio entre franceses y españoles fue au-
mentando los habitantes de Santiago fueron perdiendo el
miedo a los franceses y fueron normalizando sus vidas
en torno a este ventajoso intercambio. Una carta del ca-
bildo de Santo Domingo de 1683 dice que «este país iba
cada día a menos» a causa del comercio con los franceses.
Como era de esperarse, el líder de esta protesta lo fue
don Rodrigo de Pimentel, cuyo monopolio de manufactu-
ras se vio inmediatamente afectado con la introducción
de productos extranjeros por las fronteras del norte sin
fiscalización de las autoridades de Santo Domingo. Esa
protesta coincidió con la sustitución de Francisco de Se-
gura como Gobernador de la Colonia por Andrés Robles,
y por la ruptura de la paz entre España y Francia en 1684
que, necesariamente, significaba en la Española la aper-
tura de hostilidades entre los habitantes de ambas co-
lonias. De manera que ahora se hacía más necesaria la
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -iEMRIQUEZ UREiviA
acción de las cincuentenas que volvieron a operar con
más vigor que antes. También se hacía igualmente ne-
cesaria la inmigración canaria que era considerada por
las autoridades y el Cabildo de Santo Domingo como la
salvación de todos. Ese mismo año llegó un nuevo grupo
de 108 familias, con un total de 543 personas que fueron
repartidas en diferentes puntos del país. El grupo mayor
fue asentado en la orilla oriental del río Ozama. Desde el
principio padeció de diversas enfermedades, entre ellas
de viruelas, lo cual provocó la muerte de un buen núme-
ro de sus miembros, por lo que a finales de 1686 fue tras-
ladado a unos cerros en las afueras de la ciudad de San-
to Domingo en donde formaron un poblado llamado San
Carlos, en memoria de la ciudad de San Carlos de Te-
nerife en las Canarias. Desde entonces, a este poblado
se le conoció también como el «de los isleños».
La pobreza y la presencia de los franceses en el oeste
de la Isla también involucraron a otro grupo humano
en la política colonial durante estos años. En 1677 unos
doce esclavos negros huyeron de las posesiones france-
sas y fueron a refugiarse a Santo Domingo, donde el go-
bernador interino Juan de Padilla Guardiola los acogió
favorablemente y les permitió vivir libremente. Esta ac-
titud de las autoridades coloniales de Santo Domingo te-
nía una razón política que consistía en darles la liber-
tad a aquellos negros huidos de los franceses que no
hubieran pertenecido antes a ningún español, pues así se
conseguía estimular a otros esclavos de los franceses a
desertar las habitaciones del oeste perjudicando al ene-
migo. «Se consideró, dice Guardiola en una carta, que
con el medio de darles livertad se invitaría a los demás
que pueblan y cultiuan la vanda de el norte para que
la desamparasen, y el enemigo experimentase este modo
de hostilidad». En muy poco tiempo el número de negros
huidos alcanzó la cifra de cincuenta que fueron asentados
en unas tierras baldías del lado oriental del río Ozama
«que distan aun no una legua de esta ciudad para que
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J O ! ¿CA NACIONAL
?O -ÍEMRÍQUEI
JüulC'i n O M I N I C A N A
hagan poblacion que ya la an comenzado con el nombre
de San Lorenzo». Desde entonces se convirtió en polí-
tica de las autoridades de Santo Domingo agasajar a to-
dos los negros que huían de las posesiones francesas y
se creó una patrulla especial para buscarlos donde quiera
que se encontraran y traerlos a residir al pueblo de San
Lorenzo de los Minas, como llegó a llamársele a esta po-
blación en virtud de que los primeros negros eran del
grupo Minas de Angola, posesión portuguesa en Africa.
Como es natural, la Corona apoyó estas medidas de sus
funcionarios coloniales en Santo Domingo. Lo más cu-
rioso de todo fue que el antagonismo político con Fran-
cia pudo más que el deseo de algunos vecinos de apro
piarse de algunos de esos negros para sí pues en esos
momentos casi no había esclavos en la Colonia. El último
cargamento había llegado hacía más de diez años y su
precio había sido demasiado alto «para la pobreza de
la tierra». Los vecinos tuvieron que contentarse con se-
guir esta política y apoyarla. Si querían negros para sí
mismos la solución estaba en la importación directa, tal
como era comprendido por algunos miembros de la Real
Audiencia de Santo Domingo que en 1683 pidieron a la
Corona licencia para importar unos 500 negros esclavos
que serían «el remedio vnico» para impedir la destruc-
ción de la tierra que continuaba empobreciéndose debido
a su falta porque tanto el cacao como los hatos no po-
dían ser explotados, decían ellos, por falta de mano de
obra esclava.
Dentro de estas circunstancias el problema demográ-
fico era evidente. Según noticias de 1684, mucha gente
emigró de la Isla después de haberse iniciado el ciclo
de desgracias en 1666 y se tenía por cierto que de seguir
la emigración, que estaba prohibida, la Colonia se perde-
ría en manos de los franceses. Por ello la inmigración
canaria se estimaba tan necesaria y se requería con tan-
ta vehemencia desde Santo Domingo. En 1687 llegaron
otras 97 familias que fueron asentadas en puntos cerca-
220

BIBLIOTECA NJACIOMAL
PBDRO -lENRtQUEZ LIREÑIA
ivnrú n L I C I ' D o m i n I C A
nos a los establecimientos franceses. El más importante
de estos puntos llegó a ser el poblado de Bánica que ha-
bía sido fundado en 1664 a raíz de la mudanza de la
población de la Villa de Guava. La intención de las auto-
ridades era, y lo siguió siendo durante todo un siglo, uti-
lizar a los canarios como una frontera viva que, al de-
fender sus tierras recién adquiridas, defendiesen al mis-
mo tiempo la Colonia contra los franceses. En 1690 el Ca-
bildo y la Audiencia de Santo Domingo escribieron a la
Corona nuevamente pidiendo el envío de más familias,
pues de todas las que habían llegado sólo quedaban dos
tercios debido a las muertes causadas entre ellos por las
viruelas. Esta vez las autoridades pidieron cien familias,
cincuenta para Santiago, que era un lugar que convenía
proteger de un nuevo ataque francés, y el resto para Azua
y San Juan de la Maguana, avanzadas fronterizas por el
sur. Al año siguiente, en 1691, llegaron las primeras 18 fa-
milias de este grupo con un total de 94 personas que
fueron inmediatamente destinadas a Santiago. La impor-
tancia de estos lugares se veía en el hecho de que desde
que se inició el comercio con los franceses, éstos querían
que las autoridades españolas negociaran un acuerdo de
límites entre ambos territorios y reconocieran la fron-
tera de esos límites hasta San Cristóbal. Claro está que
estas propuestas fueron rechazadas por los gobernadores
Francisco de Segura y Andrés Robles, pero las mismas
señalaban cuáles eran las intenciones francesas en aque-
llos momentos.
El comercio con los franceses pasó por varias etapas.
La primera comenzó en 1679 y se desarrolló al amparo de
la Paz de Nimega en 1680 y de la Tregua de Ratisbona
en 1685 continuando hasta mediados de 1689 cuando los
franceses, hostilizados por las cincuentenas, llevaron a
cabo el ataque contra Santiago de los Caballeros aprove-
chando la noticia de que la guerra había estallado de nue-
vo entre España y Francia en mayo de ese año. Durante
esta primera etapa las relaciones entre franceses y espa-
221

BIS_lOT=CA MACIOhWL
PH3RO -iEMRjQUEZ LIREÑIfl
r. C.rú O Ll DOMINICANA
I

ñoles fueron continuas pero irregulares, en el sentido


de que no todo el mundo se atrevía a negociar con los
franceses, fuera por su acendrado españolismo, fuera por
el control de las autoridades de Santo Domingo que ac-
tuaban en muchos casos presionadas por los comercian-
tes locales. Sin embargo, pese a ese control y a las pro-
testas de los comerciantes, los habitantes de las zonas
cercanas a los franceses fueron comprendiendo las ven-
tajas que el comercio les reportaba y empezaron a perder
el miedo. Un documento de 1683, firmado por el Gober-
nador Segura, dice que «con ocasión de la paz, los fran-
zeses y estos naturales en los campos an yntroduzido fa-
miliaridad de suerte que conozidamente an perdido el
orror que antes les thenian... i oi se ban entrando poco
a poco por todas partes y rroban los ganados asi mansos
como brabos matándolos para hazer carne y corambre
sin reserbar bacas ni terneros con tanto excesso que
siendo esta ysla tan pingüa de ganados la tienen tan aso-
lada que por algunas partes ya no a quedado ni vna res;
(algunas beces corren generales de que algunos vezinos
cooperan en esto, pero queriéndolo aberiguar no ay nin-
guno que lo jure ante mi ni otro ministro de Justicia)».
Ahora bien, gracias a la presencia canaria, por una parte,
y a la vigilancia de las cincuentenas que impedía la am-
pliación de las habitaciones francesas, por otra, los fran-
ceses, al decir del Gobernador Robles en 1687 seguían «en
su línea» y no habían avanzado, pero los vecinos ya se
habían acostumbrado a ellos y los recibían en sus ha-
tos para venderles sus ganados. Muchas veces los fran-
ceses llegaban tan adentro como hasta las cércanías de
Santiago cuyos vecinos, decía Robles, «son los peores ba-
saltos que V. M. tiene en esta ysla», por la forma des-
carada en que llevaban a cabo sus tratos e intercambios.
En verdad, muy poco era lo que las autoridades po-
dían hacer para evitar estas relaciones que, aunque ile-
gales, eran provechosas para casi todo el mundo con ex-
cepción de la élite comercial de la ciudad de Santo Do-
222

BIBLIOTECA M A C I O N AL
PEDRO -iKMWIQUET UREKlA
rf. r.0 "P í IlJ CD LI !I -C: - / . Or> M ' i Í^M
N r <.i*:C XÁ NN A*
mingo. El monopolio, que había arruinado tanto a Es-
paña como a varias de sus colonias, seguía operando, y
los vecinos de la Española continuaban sufriendo la mis-
ma escasez de mercancías de siempre. En el caso de San-
to Domingo, como se sabe, esa escasez se debía también
a la decadencia misma de su producción que actuaba como
factor desalentador sobre los comerciantes españoles que
preferían otros mercados más ventajosos que los de esta
colonia empobrecida y exhausta. Se sabe, por ejemplo,
que la falta de incentivos del mercado colonial dominica-
no hacía enormemente difícil que llegaran barcos con
mercancías desde España, con excepción del famoso «na-
vio de registro» destinado especialmente a Santo Domin-
go, que no llegaba sino cada dos o tres años, y a veces
tardaba más según consta en las comunicaciones de la
Audiencia y su Presidente a la Corona. El comercio con
los franceses era la respuesta natural a esa situación,
como también lo había sido y lo seguía siendo el con-
trabando por esos años. En 1687, por ejemplo, el Gober-
nador de Santo Domingo se quejaba en diferentes cartas
del «poco amor y celo que tienen los basallos pero en par-
te los disculpo en el trato y comercio que en los Ríos
tienen con el enemigo sin que Yo lo pueda remediar por-
que estanta la falta que tienen de rropa por auer casi
tres años que no viene nauio de rexistro a esta plaga y
con esta ocasión se balen de los Rios y de las balandras
Ynglesas y olandesas que entran en ellos de suerte que
sesenta o setenta mili pesos que yo e gastado desde que
estoy aqui todos se los an lleuado sin que en estos beci-
nos se halle vn Real porque todo se consume sin ber lo-
gro de ello no auiendo dejado cuchara ni joya que no les
ayan dado i oy se hallan sin dinero sin prendas y sin cau-
dal alguno...» Con estas noticias el Gobernador daba
cuenta de otro de los graves aspectos de la realidad eco-
nómica colonial: la decapitalización progresiva e inevi-
table de la Colonia, pues no importaba cuanto dinero se
pagara en salarios una vez llegaba el situado, los vecinos
223
tenían la necesidad de seguir consumiendo géneros y ar-
tículos extranjeros introducidos de contrabando porque
la falta de comercio legal con España hacía que las úni-
cas once tiendas que había en Santo Domingo en esos
años estuvieran completamente despojadas de mercan-
cías. De acuerdo con las noticias oficiales, en estos años
este activo contrabando se llevaba a cabo prácticamente
en todos los ríos del sur de la Isla, desde el río Soco hasta
Neiba, y pese a que se enviaron algunos soldados a esos
puntos, no hubo forma de evitarlo.
Hay que ver los inventarios de esas once tiendas de
Santo Domingo para darse cuenta de la pobreza en que
vivían los habitantes de esta ciudad. De acuerdo con un
inventario general hecho en septiembre de 1689 con el
propósito de verificar si alguno de sus dueños, entre los
cuales había militares, almacenaba y vendía artículos de
contrabando, las tiendas apenas si contenían «algunas
medias piezas de picots, lienzos crudos y listados tafeta-
nes sencillos de colores y negros listo noria (sic) y seda
de coser hilo blanco y algunas platillas», además de algún
papel común, tabaco en polvo, algunos cordobanes, «y
otras menudencias». Esa pobreza afectaba tanto a los
soldados como al resto de la población, pues en esos
momentos ni siquiera había trabajos en que ocuparlos a
cambio de alguna paga y el Gobierno tuvo que repartir-
los entre los vecinos para que los mantuvieran de comida
y de otras necesidades básicas. Lo cierto es que esta po-
breza era general. De acuerdo con documentos de 1690,
los poblados del interior estaban en igual situación de
desamparo y escasez, sino peor, que Santo Domingo. Co-
tuí, por ejemplo, era una comunidad de 70 vecinos con
solamente 20 bohíos, «todos maltratados y sin forma de
calles por vivir ordinariamente en los campos con sus
mugeres y hijos». Y la Ciudad de la Vega «se compone
de 100 vecinos no teniendo en ellas mas de 60 Bogios con
la misma forma en su planta que en la antecedente aun-
que la Iglesia algo mejor por ser nueba... esta casi des-
224

* ' V. ^
poblada por asistir los mas de sus vecinos con sus fa-
milias en los campos como los de la Villa de Cotuí».
Santiago, por su parte, era la que mejor posición tenía,
pues el comercio con los franceses les había permitido a
algunos vecinos obtener algún capital con qué construir
mejores viviendas que las de los dos pueblos anteriores.
Santiago era la más poblada de las poblaciones de la Co-
lonia, después de Santo Domingo que poseía 800 vecinos.
Santiago tenía unos 200 bohíos y unas 30 casas de pie-
dra, además de varias iglesias y capillas y un convento
de religiosos de Nuestra Señora de las Mercedes. Como
se sabe, una buena parte de las viviendas de Santiago,
unas 160, fueron quemadas por los franceses en julio
de 1689 en ocasión del ataque de represalia lanzado por
el gobernador de Cussy contra esta ciudad. Los habitan-
tes de Santiago, a diferencia de los de otros lugares de la
Colonia tenían más recursos y en poco tiempo pudieron
reparar los daños causados por los franceses. Al terminar
el año muchas de las casas quemadas habían sido total-
mente reconstruidas, y aquéllas casas de piedra que ha-
bían perdido sus techos fueron reparadas en breve tér-
mino.
Y era que los pobladores de esta ciudad habían apren-
dido a sacar provecho al máximo de sus negocios con los
franceses. Algún tiempo antes del ataque de julio de 1689,
la población toda se beneficiaba del comercio de gana-
do, incluyendo a funcionarios coloniales así como a clé-
rigos y religiosos. Ese negocio era tan grande que los
franceses mismos empezaron a fundar hatos y se dedi-
caron a criar ganado para su propio consumo en la lla-
nura del Guarico en el noroeste de la Isla. Tan intenso
llegó a hacerse el flujo de vacas, yeguas^ muías y caballos
desde la parte española hacia la francesa que por mo-
mentos estos animales llegaron a escasear en Santiago,
«de tal suerte que no matan carne en la ciudad y con el
exemplo de los mayores lo hacen los inmediatos y me-
nores, sin que en estos excesos se pueda aberiguar el me-
8.
225
ñor porque vnos a otros se encubren...» Lamentablemen-
te este comercio estaba prohibido y las autoridades de
Santo Domingo trataron por todos los medios de estor-
barlo llegando incluso a interrumpirlo, cosa que provocó
el ataque francés sobre Santiago y luego movilizó esta
población hacia el ataque contra Cap Francais en 1691.
Ambos hechos reiniciaron las hostilidades entre las dos
colonias y las mantuvieron vivas durante un tiempo, pero
al cabo de los años las necesidades económicas de ambas
colonias pudieron más que los rencores producidos por
viejos conflictos. El comercio de ganado hacia el oeste y
el de manufacturas hacia el este de la Isla lograron im-
ponerse por sobre todas las regulaciones que la Corona
y las autoridades intentaron establecer en la Española.

226
XI
COMERCIO DE GANADO
Y CONTRABANDO DE MERCANCIAS
(1691-1731)

LAS RELACIONES COMERCIALES entre los vecinos


de las colonias francesa y española comenzaron a conso-
lidarse luego que el Gobernador Jean Ducasse comenzó la
construcción de ingenios de azúcar en la llanura del Gua-
rico después de 1694 aprovechando la mano de obra es-
clava arrebatada a los ingleses en Jamaica durante las in-
cursiones militares de ese año. La construcción de esos
primeros ingenios, de los cuales ya había tres en 1698, pro-
dujo importantes cambios en el uso de la tierra en el nor-
te de Haití, pues a medida que fueron creciendo los cam-
pos de caña en esta zona, los franceses fueron extinguien-
do o mudando los hatos que habían fundado allí a par-
tir de 1685 para abastecer de ganado a su colonia cuya
escasez de carne era notable a finales del siglo xvn debi-
do, sobre todo, a la cacería indiscriminada de los buca-
neros en décadas anteriores. Como se sabe, esos hatos
dieron muy buen resultado a sus dueños y durante algún
tiempo el Guarico fue la única zona de la colonia fran-
cesa que producía ganado para sus carnicerías. Ahora
bien, esos hatos no producían todo lo que la población
de la Colonia requería, y para hacer más grave la escasez
fueron totalmente saqueados y destruidos por los españo-
les durante los ataques contra el Guarico en los años 1691
y 1695. Fue precisamente después de este último año cuan-
do Ducasse inició la construcción de ingenios de azúcar
en la zona norte de la parte francesa.
Estos ingenios necesitaban tierras pero éstas ya tenían
229
dueños y habían sido otorgadas años atrás para ser de-
dicadas a la crianza de ganado, por lo que fue necesario,
a partir de 1697, anular muchas de esas concesiones y
concentrar las propiedades en manos de las nuevas com-
pañías azucareras otorgando tierras nuevas a los colonos
interesados en continuar con sus hatos. Estas nuevas tie-
rras fueron concedidas en la región de la Limonade en
las cuencas de los ríos Caracol y Yaquesí y sus dueños
procedieron a comprar nuevamente ganado a los espa-
ñoles, especialmente vacas con sus becerros, para multi-
plicar la crianza. El precio que se pagaba en estos mo-
mentos por una vaca y su cría era de unos 25 pesos fuer-
tes. Aunque alta, esta inversión rindió sus frutos pues
«poco a poco los hatos se multiplicaron; se propagaron
y se extendieron hasta las orillas del Masacre, de manera
que en 1712, se contaba, desde la Limonade hasta allí,
más de 10,000 animales vacunos», y en 1714 el número
de cabezas de ganado había alcanzado la cifra record de
unas 14,000. Tal crecimiento en la ganadería francesa hu-
biera bastado para satisfacer la demanda de carne en su
colonia si al mismo tiempo los ingenios de azúcar no hu-
bieran seguido multiplicándose y con ellos la población
trabajadora tanto comprometida (engagé) como esclava.
En septiembre de 1701, por ejemplo, había en la colonia
francesa unos 35 molinos de azúcar trabajando a plena
capacidad, además de unos 20 casi listos para empezar a
trabajar a fines de ese año, junto con otros 90 cuya cons-
trucción hacía poco había comenzado. De manera que a
pesar del aumento de la producción de ganado en sus
propios hatos los franceses seguían necesitando de las
reses españolas para dar abasto a sus carnicerías que eran
cada vez más abundantes. En 1702, por ejemplo, el co-
mercio de vacas, caballos y cueros que realizaban por tie-
rra franceses y españoles ascendió a los 50,000 escudos
anuales, según informaba oficialmente un funcionario
francés a su gobierno.
Como es obvio, los ingenios no eran los únicos cen-
230

BIBLIOTECA N A C I O N A L
1 PECRO - l E M R Í Q U g r I IREMfi.
tros de la demanda de ganado que había en la colonia
francesa. Todo el resto de la Colonia necesitaba del gana-
do de la parte española para alimentarse y se sabía que el
ganado cimarrón de la parte occidental de la Isla era una
cosa de otros tiempos y apenas si aparecían unas que
otras reses cimarronas en los bosques de esa zona. De
ahí que el negocio de la carne se convirtiera en uno de los
más importantes de toda la colonia francesa y el arrenda-
miento de las carnicerías fuera uno de los proventos que
mayores beneficios dejaban a sus funcionarios, que hi-
cieron de ese negocio una de sus más productivas fuentes
de ingenio. Otra de las razones por las cuales la demanda
de ganado no podía ser satisfecha con la producción de
sus propios hatos era que los franceses no querían dedi-
car sus tierras a la ganadería y estaban mucho más in-
clinados a trabajarlas en la agricultura de plantaciones
cuyos productos tenían un mercado más ventajoso en
Europa y su nivel de productividad era mucho más alto
que el de los hatos.
De ahí que la limitación de la producción ganadera a
sólo algunas zonas del norte de la parte francesa tam-
bién tuviera que ver con la política económica de las auto-
ridades coloniales que preferían ver su población traba-
jando en plantaciones a la ocupación de grandes cantida-
des de tierras produciendo algo que podía ser obtenido
sin mucho esfuerzo a poca distancia de los límites fron-
terizos.
«Para abstenerse de la ayuda de los españoles —decía
Moreau de Saint Méry— hubiera sido necesario multipli-
car los hatos, pero para resistir a los españoles —que
de vez en cuando molestaban a los franceses— era ne-
cesario multiplicar los habitantes, lo que no se conciliaba
con el sistema de los hatos que supone grandes superfi-
cies de terreno donde sólo hay ganado».
Esa parece ser una de las varias razones que explican
por qué en 1711 las autoridades francesas dictaron una
Ordenanza por medio de la cual se establecía que todos
231

B I B L I O T E C A M A C t O M AI-
PEDRO HEKJRfQUEZ UREMIA
los hatos y demás terrenos comprendidos entre la Limona-
de y el Río Rebouc (Río Guayubín) debían ser dedicados
a la agricultura. Decía Saint Méry que «en verdad las sa-
banas fueron reservadas para los hatos, pero esta reserva
anunciaba que ellos no tenían la preferencia, y ya he di-
cho que entonces la comparación con los productos de una
fábrica de azúcar o de una plantación de añil no excitaba
a darle la preferencia a los productos de las piaras de ga-
nado caballar». Como se ve, andando el tiempo los hatos
fundados por los franceses para sustituir las importacio-
nes de la parte española fueron perdiendo terreno y fue-
ron dejando paso a una agricultura de plantaciones cuyos
productos eran vendidos en el mercado europeo con gran-
des beneficios. Al principio esta transición del hato a la
plantación fue un poco lenta y por un tiempo pareció que
tardaría en llevarse a cabo por lo que algunos supusieron
que se podría prescindir del ganado español. «Este éxito
que amenazaba a los españoles con la pérdida de un nego-
cio productivo, fue lo que los excitó más, hasta que, en
1712, los de Santiago vinieron a cometer algunos homi-
cidios en los alrededores del Masacre, con el pretexto de
que les habían matado muchos animales».
Esta actitud de los habitantes de Santiago demostraba,
entre otras cosas, desconocimiento de lo que estaba ocu-
rriendo en la colonia francesa: ya en 1716 existían mucho
más de un centenar de grandes molinos de azúcar en la
colonia francesa que a la vez que demandaban ganado de
carne para sus trabajadores exigían caballos y mulos para
ayudarlos a mover sus máquinas, pues muchas de ellas
trabajaban con tracción animal. De acuerdo con las in-
formaciones, en esta época un mulo importado de la parte
española llegaba a costar hasta 40 pesos fuertes. Así, en
cuestión de algunos años, el número de hatos llegó a ser
inferior al número de ingenios y, a medida que el número
de habitantes de la colonia crecía, la demanda de ganado
iba haciéndose mayor y el negocio entre ambas colonias
aumentaba.
232

BIBLIOTECA NACIONAL.
t'EE-R ' - « M R f Q U e Z URfift*
r . t r í O ' - 1 C *• D O R l « I C * N A
En Santo Domingo hubo, desde luego, oposición oficial
a estas relaciones. En muchos casos esta oposición se ha-
cía por mero legalismo y apego a la legislación monopo-
lista española por parte de algunas autoridades, oidores y
fiscales de la Real Audiencia, que querían aparentar des-
de Santo Domingo que ellos eran tan cumplidores de las
leyes como el que más, todo ello con el ánimo de ga-
nar mercedes reales o lograr prebendas o posiciones en
otras ciudades más ricas del continente americano. En
otros casos, como ocurrió numerosas veces en los pueblos
cercanos a la colonia francesa, esa oposición se hacía por
simple venalidad de las autoridades, tanto locales como
de la capital, que no querían permitir el comercio de ga-
nado sin sacar alguna ventaja del mismo. En enero de
1710, por ejemplo, las autoridades españolas impidieron
el paso de ganado desde Santiago y regiones aledañas
hacia la colonia francesa argumentando que los france-
ses no les ofrecían «a los vecinos más que un vil precio»
por sus animales. Pero una indagación a fondo hecha por
el gobernador de Cap François, Monsieur de Charitte, lo
llevó a la siguiente conclusión: «Los españoles, que acos-
tumbraban a enviarnos ganado no quieren aprovisionar-
nos desde enero pasado. Sólo permiten que vayamos a
comprarlos allá, pero los comandantes de los departa-
mentos donde podríamos ir a comprarlos no quieren dar
permisos a quienes lo venden a menos que no se les dé
un regalo de dos piastras por cabeza de buey. Ellos sa-
ben que, en relación a nuestras plantaciones de azúcar, no
podemos prescindir de su ganado ya que nuestros hatos
no están lo suficientemente poblados para sacarles lo que
tenemos necesidad; esto agravado porque los bueyes que
antes me costaban 6 ó 7 escudos, viniendo de los españo-
les, los compro a los franceses a 18 y 20». Quien escribió
esto, Mr. de Charitte, sabía lo que estaba diciendo, pues
hay pruebas de que él era posiblemente el más grande im-
portador de ganado desde la parte española en estos años.
Abundan las noticias sobre la venalidad de los gober-
233

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PB?RO -4EMR[QUEr UREííiA
nadores españoles de Santo Domingo durante esta época,
tanto en los documentos coloniales franceses como en los
de la Real Audiencia. Nada más hay que ver los juicios
de residencia de estos gobernadores para darse cuenta de
que mientras por una parte ellos, como autoridades máxi-
mas de la Colonia, hacían publicar las leyes españolas
prohibiendo todo comercio ilícito con los extranjeros ya
fuera por mar o por tierra, por la otra no dejaban de
aprovechar las oportunidades que les ofrecía el control
sobre las fuerzas armadas, que controlaban los pasos y
caminos de las fronteras, para imponer tributos a los ex-
portadores de ganado o para enviar ellos mismos sus tes-
taferros con ganados propios a la colonia francesa de
donde venían cargados con mercancías que eran vendidas
a subidos precios en la misma ciudad de Santo Domingo.
Se sabe que tanto Ignacio Pérez Caro, que gobernó la Co-
lonia de 1691 a 1698 y luego de 1704 a 1706, como Guiller-
mo de Morfy, que gobernó entre 1708 y 1710, como Fer-
nando Constanzo y Ramírez, que gobernó entre 1715 y
1724, participaron en una forma o en otra en los contra-
bandos de mercancías que se hacían a través de las fron-
teras o en los ríos del sur de la Isla. En una c a r t a firmada
conjuntamente por un oidor y el fiscal de la Audiencia de
Santo Domingo en 1717, éstos comunicaban al Consejo
de Indias que Constanzo intervenía en el comercio fron-
terizo imponiéndoles comisiones a cambio de las licencias
para poder comerciar en la colonia francesa: «Y por lo
que mira al Comercio se dice que a los que ban al Gua-
neo y a las costas desta Isla a comersiar les lleua cierta
cantidad por este permisso y saluo conducto que les da
y que a un Leonardo Ramón le llebó cien pesos y otros
ciento a un Francisco Sierra, zelando tanto este arbitrio
con el pretexto del Real Seruicio que tienen orden las guar-
dias de las puertas de auisar y dar quenta del que entra
y sale aun que sea para sus estancias. Cosa que nunca se
a practicado porque ninguno se pueda escapar de su no-
ticia y contribución y desta suerte no comersiando comer-
234

BIBLIOTECA. N A C l O N A t
PEDRO - l E N R Í Q U E Z URElílft';
. u u • r-i : II < NA
sia con todos aquellos a quienes se lo permite teniendo
negociación y vtilidad en la misma prohiuición del Co-
mercio...»
Mientras lo que preocupaba a los funcionarios de la
Audiencia de la conducta del Gobernador era la permisión
de este comercio que en teoría estaba prohibido, lo que
molestó a los vecinos de Santiago, La Vega, Cotuí y Azua
fue la forma en que este gobernador quiso aprovecharse
de la trata de ganado poniendo tropas en el sitio de Da-
jabón con órdenes de impedir el paso de animales sin per-
miso suyo. Con esto buscaba establecer un impuesto por
cada cabeza de ganado vendida a los franceses cuyo im-
porte iría a parar eventualmente a sus bolsillos. Esto
ocurrió a finales de 1720 y en enero de 1721, y la reacción
de los pobladores de esas localidades fue la rebelión abier-
ta contra esas medidas arbitrarias del Gobernador. A los
cabecillas rebeldes no les fue posible conseguir que la
gente de Cotuí y La Vega se levantaran junto con los de
Santiago y la rebelión solamente se produjo en esta úl-
tima ciudad. Pero aún así la cosa fue grave, pues «la
pleve», compuesta mayormente por «Mulatos, Negros y
hombres de pocas obligaciones», se declaró en abierta de-
sobediencia del gobierno de Santo Domingo y eligió como
su Gobernador a Don Santiago Morel de Santa Cruz y como
su Teniente de Gobernador a Don Pedro de Carvajal, auxi-
liados por Don Juan Morel de Santa Cruz y por Bartolomé
Tiburcio, capitanes los cuatro, que se dirigieron a Daja-
bón y depusieron los guardias colocados allí por orden del
Gobernador. La ciudad de Santiago estuvo varias sema-
nas en manos de este grupo de capitanes apoyados mul-
titudinariamente por la mayoría de los habitantes de la
región que vivían del comercio de ganado y sentían ame-
nazados sus intereses por las medidas adoptadas por el
Gobernador. Y aunque se decía que «los que están en po-
sesión del Govierno y la Pleve que sigue su dictamen no
lo mudaran por ningún modo, si no fueren muertos...», las
tropas enviadas desde Santo Domingo pudieron en poco
235

ISlíflS
BIBLIOTECA IÍ1ACIONAL
P H T R O -LENRÍQUEZ UREÑ1&
tiempo restablecer el orden con ayuda de las autoridades
leales al Rey que había en Santiago, aunque ello sólo fue
posible por medio de la implantación de un estado de
emergencia en que la tiranía, como se quejaban luego los
vecinos, y el espionaje fueron la nota dominante.
Los documentos oficiales sobre la rebelión que se con-
servan en el Archivo General de Indias fueron, desde lue-
go, preparados por personas y funcionarios adeptos al Go-
bernador y los verdaderos móviles de la rebelión son con-
tinuamente ocultados para hacer énfasis en el estado de
inquietud y en los «alborotos y tumultos» provocados por
la «traición» de esos capitanes que defendían sus intere-
ses y los de sus compañeros. En carta dirigida a la Co-
rona en mayo de 1721, el Gobernador Constanzo y Ramí-
rez acusó a los capitanes líderes de la revuelta de haber
cometido «el feo, y abominable delito de llamar a los fran-
ceses para auxiliarse de sus armas» y entregarles aquella
parte de la Colonia. Sin embargo, en las declaraciones de
un testigo de nombre Alonso Lario, contenidas en uno de
los autos preparados con motivo de la revuelta, consta que
los rebeldes habían quitado las guardias de Dajabón «por-
que llevaban (cobraban) de cada carga que pasava quatro
reales y de cada mancorna de ganado vacuno un peso».
Algún contacto en busca de ayuda de los franceses parece
haber existido de ser ciertas las declaraciones de este
mismo testigo, quien también declaró «que en el Guarico
oyó decir comunmente que dichos franceses avian venido
a dar favor a Don Santiago Morel de pedimento del su-
sodicho para defender su persona y que en particular se
lo oyó decir a Antonio Riso Isleño avencidado en el Gua-
rico en cuya casa se hospedó el declarante y que oyó decir
que Don Santiago Morel auia escrito que daria obediencia
al Rey de Francia y que lo oyó el testigo a diferentes per-
sonas de quien no se pudiera tomar fundamento ni hizo
el declarante aprecio de ello». Esto por lo que toca a las
varias docenas de documentos preparados por el Goberna-
dor Constanzo y Ramírez para protegerse de la mirada
2 3 6

BIBLIOTECA N A C I O N A L
' PEDRO -lENIRÍQUeZ IJREIÑI&
fiscalizadora del Consejo de Indias. Pero en lo que res-
pecta a los documentos franceses, las causas de la rebelión
aparecen mucho más claras. Según una carta de dos fun-
cionarios franceses escrita en mayo de 1721, «la ciudad de
Santiago se rebela. Se ha revolteado contra el Presidente
de Santo Domingo queriendo éste último cargar la cul-
pa a los franceses, pero... la verdad de los hechos es que
el presidente queriendo establecer, por lo que dicen, unos
derechos, prohibió a todos los españoles hacer ningún co-
mercio con nosotros bajo el pretexto de que eso no con-
viene a los intereses del rey. Para lograrlo puso guardias
en casi todas las fronteras mandadas por gente de su con-
fianza quienes dejaban pasar a todos aquellos que paguen
un cierto derecho; e impedían pasar a quienes no lo pa-
gaban. Santiago no soporta esto...»
El comercio por tierra con los franceses no era el úni-
co comercio ilícito que se llevaba a cabo en la Española
ni las medidas adoptadas por el Gobernador Constanzo Ra-
mírez para estorbarlo momentáneamente fueron las úni-
cas adoptadas por las autoridades de Santo Domingo con
ese propósito. Desde hacía más de cincuenta años existía
por los ríos del sur de la Isla un activo comercio de con-
trabando de mercancías con franceses, ingleses y holan-
deses que andando el tiempo fue cayendo en manos de es-
tos dos últimos y que a principios del siglo xvin gravitó
cada vez más hacia el dominio británico. Por estar más
cerca de la ciudad de Santo Domingo, este comercio era
el que más preocupaba a las autoridades y del que más
se habla en los documentos oficiales. En él participó ac-
tivamente el Gobernador Ignacio Pérez Caro durante la
última década del siglo xvii y fue precisamente su negocio
con los contrabandistas lo que le costó su cargo cuando
el Consejo de Indias tuvo noticias del asunto. Es cierto
que los vecinos del interior se proveían de mercancías en
la parte francesa cuando iban a vender su ganado allí y
que traían esas mercancías y las vendían en toda la Isla,
particularmente en Santo Domingo. Pero no es menos
237

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BIBLIOTECA N A C I O N A L
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cierto que la principal fuente de aprovisionamiento de


manufacturas y mercancías de la ciudad de Santo Domin-
go eran los ríos del sur y del este de la Isla adonde iban y
venían los contrabandistas extranjeros cargados de ma-
nufacturas que cambiaban a los vecinos, como siempre se
había hecho, por cueros y algunos otros productos de la
tierra. En 1699, por ejemplo, un contrabandista francés
de nombre Duquenot penetró siete leguas aguas arriba por
el río Macorís «hasta llegar muy inmediato a los hatos
y poblaciones que están por aquellas partes por tener más
facilidades del desembarque de mercaderías y embarque
de los cueros y junctamente amistarse con los Paysanos...»
Sus cómplices eran, además de los vecinos, los mismos
militares enviados por las autoridades a impedir este co-
mercio. Duquenot era bien conocido en las costas del sur
de Santo Domingo pues en este viaje él vino a cobrar el
dinero que le debían los vecinos por concepto de mercan-
cías que les había vendido al fiado en viajes anteriores.
Este Duquenot no era el único contrabandista extranjero.
Según un documento de junio de 1699, el Gobernador de-
cía que «tiene entendido que generalmente por los Puer-
tos y Caletas y demás surjideros de esta ysla asi de Sota-
vento como de Varlovento y costas de norte y sur con-
tinúan diferentes embarcaciones de todas las naziones a
yntroduzir ylicito comerzio llebandose la corambre que es
el único fruto que ha quedado en esta ysla y con la con-
tinuación podra llegar el casso de faltar a esta ysla el ga-
nado vacuno para su manutención...»
Frente a esta situación, el entonces Gobernador Don
Severino de Manzaneda, sustituto de Pérez Caro, no tenía
muchas soluciones a mano. Una de las pocas salidas que
él encontraba al problema del contrabando por los ríos
del sur de la Isla era permitir, a los que quisieran, armar
barcos con licencia para dedicarse al corso contra los ex-
tranjeros. Durante un tiempo estuvo este gobernador aca-
riciando la idea sin poder llevarla a cabo por «no hallarse
en la Real hazienda caudales que suplan el costo para el
238

BIBLIOTECA N A C I O N A L
\ P E T R O - l E M R l Q U E : URERJA
. «tríieucA oonim
remedio de tan perniziosos daños». Pero finalmente, al
año siguiente de 1700, dice el Gobernador, «me resolui a
fomentar el referido corzo consediendo la primera Paten-
te al Cabo nombrado por Don Juan López de Moría Arma-
dor de la embarcación que me condujo al puerto de la
Hauana... y el dicho Don Juan de Moría la dispuso de
Bergantín y con toda prebencion y buena gente al cargo
del Capitan Manuel Duarte salió a correr las costas y a
poco tiempo condujo quatro presas a este puerto que las
declaré como tales con mi asesor esforzando el referido
corso y fauoreciendole en lo posible por tener otro re-
medio para enfrenar tan embejesidas introducciones y con
este exemplar otros vecinos viendo el desinteres y fran-
queza con que se les administraban las referidas presas
se exforsaron en beneficiar una balandra de ellas y arma-
ron de Guerra siendo el armador principal el Alferez Seuas-
tian Domínguez... quien asimismo condujo a este puerto
otras tres presas y ambos corsos están continuando en su
exercicio». Semanas después estos corsarios de Santo Do-
mingo atraparon otras dos balandras holandesas que fue-
ron sorprendidas en las costas de la Colonia con lo que
se regó la voz en el Caribe de que los españoles de Santo
Domingo no respetarían ningún navio que se acercara a
sus playas de ninguna nacionalidad que fuese. Esto pro-
vocó «el retiro de las embarcaciones extranjeras que in-
festaban estas costas» y alegró grandemente al Goberna-
dor quien llegó a creer que ahora sí podrían venir los na-
vios de registro desde España a cargar cueros a Santo Do-
mingo donde se les podían preparar hasta 14,000 al año,
pues él había podido descubrir, después de hacer algunas
investigaciones, que en los últimos cinco años los con-
trabandistas habían estado sacando un promedio de 40
a 50,000 cueros anuales por los ríos de la Isla.
El entusiasmo original producido por las primeras pre-
sas atrapadas no duró mucho pues ya al año siguiente, en
1701, la Audiencia de Santo Domingo se vio obligada a
suspender las licencias otorgadas debido a diversas irre-
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
F U T R O - l E N R l Q U E Z LIREÑ1A
UCrÚBLIC"! D&MINI C A N A
gularidades por parte de los corsarios en el uso de las
mismas, pues parece que a pesar de haber alejado a los
extranjeros de las costas de Santo Domingo, el contra-
bando seguía llegando, ahora a través de los mismos cor-
sarios, quienes ocultaban las presas que habían hecho y
pasaban a las costas de la Isla a vender lo que habían
pillado, desempeñando el mismo papel de los contraban-
distas extranjeros. Esto era de esperarse. En vista de la
falta de experiencia de los vecinos españoles en esa nueva
actividad el Gobernador permitió que los navios paten-
tados fueran armados con extranjeros. Había en Santo
Domingo en estos años «quatrocientos extrangeros poco
más o menos de diferentes naciones, franceses, ingleses
y olandeses que son con los que se exercitan los corsos
que a permitido dicho Vuestro Presidente». Y estos ex-
tranjeros, que vivían en la ciudad de Santo Domingo por
muy diversas razones, permanecían una buena parte de
tiempo ociosos, recordando muchos de ellos aquellos tiem-
pos en que ellos mismos habían ejercitado ese peligroso
pero lucrativo oficio. De manera que la experiencia de
aquellos antiguos filibusteros, unida a la necesidad de la
población y a las ambiciones de los nuevos corsarios del
Gobernador, impidieron que el contrabando fuera erra-
dicado o que el comercio de mercancías extranjeras ce-
sase en Santo Domingo. «El año pasado, sigue diciendo
la Audiencia, una fragata que se dijo era del Asiento car-
gada de harinas de la Isla de Curasao con el pretexto de
recaudar el producto de darse negros que aun estaban por
vender algunas hauiendo venido otras veces solo a este
fin y lleuado partidas de cueros se le ha permitido por
Vuestro Presidente vender dichas harinas en barricas (en
que también se suelen introducir ropas y mantecas de
flandes) y a cargado mas de mil quinientos cueros...» Algo
parecido ocurrió en septiembre de 1700 cuando llegó a
Santo Domingo «una balandrilla inglesa... toda ella im-
posibilitada de nauegar por auer padecido tormenta», pi-
diendo auxilio pues había salido de Nueva York con una
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BIBLIOTECA: N A C I O M A L
PEDRO -lEKIRÍQUg; UR6MA
> E P Í B U C • D O MIHICANA
carga de harinas, chícharos y cebollas siendo alcanzada
por un huracán que sólo le dejó una vela para navegar
muy precariamente. El Presidente Don Severino de Man-
zaneda le dio auxilio, autorizó la reparación de sus da-
ños, en vista de que todavía España e Inglaterra se en-
contraban en paz, y como los marinos no traían dinero
consigo, les permitió vender cincuenta barriles de harina
en el puerto de Santo Domingo para que con el dinero
de esa venta los marinos pagaran las reparaciones. Esta
actitud del Presidente fue objetada más tarde por uno de
los oidores de la Audiencia, quien al año siguiente le echó
en cara haber realizado acciones similares con otras em-
barcaciones extranjeras llegadas a Santo Domingo faltas
de agua o en malas condiciones, no obstante estas denun-
cias las necesidades siempre se imponían y siempre el Pre-
sidente encontraba alguna excusa para sacarle provecho
a la presencia de los extranjeros en las costas de Santo
Domingo.
Los corsarios no desaparecieron con la suspensión dic-
tada por la Real Audiencia. Como se recuerda, entre 1702
y 1713 se vivió en Europa, y por ende en el Caribe, la
Guerra de la Sucesión española que enfrentó a España
y a Francia contra Inglaterra, y durante todo el tiempo
que duró la guerra los españoles, no sólo de Santo Domin-
go sino también de Cuba y Puerto Rico, volvieron a armar
sus corsos y las emprendieron contra todo tipo de embar-
cación inglesa que encontraran. Algunos incluso atacaban
las embarcaciones aliadas, como eran las de los franceses,
y otros llegaban incluso tan lejos como a no respetar si-
quiera los propios navios españoles que hacían la peligro-
sa navegación de las aguas del Caribe. Esta situación se
hizo más evidente después de terminada la guerra en 1713,
pues como los ingleses obtuvieron en virtud del Tratado
de Utrecht enormes concesiones comerciales a expensas
de los españoles, los papeles cambiaron y ahora eran los
españoles los que no respetaban el comercio entre Euro-
pa y América, pues ahora ese comercio estaba directamen-
241

B I B L I O T E C A hXACtOKlAL
PEETRO -TEMRFQUEZ IJREFÍIA
UCr-ílOLlil DOMINICANA
te en manos de las potencias tradicionalmente enemigas
de España. Por eso, no obstante que la guerra había ter-
minado, los españoles siguieron enviando sus corsarios
contra todos los navios que encontraran en el Caribe, tan-
to que entre 1715 y 1720, los documentos franceses no
hacen más que quejarse de la interrupción del comercio
que les producían los corsarios españoles salidos de San-
to Domingo, Puerto Rico o la Habana. Continuamente di-
cen los franceses, que los corsarios españoles «toman y
pillan impunemente nuestros navios», o que en 1715 pi-
llaron «tres de nuestros barcos frente a frente a la ciudad
de Santo Domingo», o que son «esos pretendidos corsa-
rios armados de gente reclutada para ello, sobre todo de
franceses bajo comisión española», o que «los piratas es-
pañoles que bajo el pretexto de interrumpir el comercio
a lo largo de sus costas, interrumpen absolutamente la
navegación tomando sin distinción» cualesquiera barcos
que encontraran en sus rutas, tuvieran o no derecho de
hacerlo, o que «continúan confiscando sin ningún propó-
sito y contra el derecho de gentes las embarcaciones fran-
cesas», o que el Presidente de Santo Domingo daba asilo
a los corsarios, muchos de los cuales eran franceses. Esta
situación mejoró un poco luego que las relaciones franco-
españolas se normalizaron en Europa a partir de la firma
del Convenio de Familia de marzo de 1721, pero el corso
continuó contra los ingleses a lo largo de toda esa déca-
da, sobre todo, durante la nueva guerra entre España e
Inglaterra que comenzó a principios de 1727 en la cual
España quiso arrebatar a Inglaterra la Península de Gi-
braltar perdida en 1704 durante la Guerra de Sucesión.
Tanto el comercio fronterizo como el contrabando por
los ríos del sur de la Isla tenían causas muy profundas y
muy lejanas que ya conocemos, pero que conviene volver
a recordar. La pobreza de Santo Domingo derivaba direc-
tamente de la estructura y desarrollo de la economía es-
pañola durante los últimos doscientos cincuenta años. Es-
paña poseía una economía subdesarrollada en relación
242

B I B L I O T E C A NA.C«OMAL
F I E R O - l E N R l Q U E Z UREMIA
con las demás naciones de Europa, y fue precisamente a
España a quien tocó jugar el papel de organizadora y ex-
plotadora del Nuevo Mundo que se abrió a los europeos XI
como la más grande y desconocida fuente de metales y
otras riquezas. España trató de aprovecharse ella sola de
todo lo que las Indias ofrecían e instituyó un régimen de
monopolio con el propósito de excluir a todas las demás
naciones del comercio trasatlántico. Este empeño no fue
aceptado en Europa y durante los siglos xvi y xvn tuvo
lugar en las Indias, y particularmente en las Antillas, un
constante flujo de contrabandistas y corsarios enemigos
de España que aprovechaban por todos los medios la de-
manda de manufacturas existentes entre los vecinos de
las colonias americanas. España, con la insuficiencia y la
poca capacidad de su industria, no había sido capaz de
atender a las necesidades de sus colonias. La insuficien-
cia industrial española se debió a muchos factores, entre
ellos la falta de una clase empresarial con los capitales
y las técnicas necesarios para hacer frente a las enormes
demandas que surgieron como consecuencia de la colo-
nización de las Indias. Se debió, además, a la estructura
misma de la economía española que desde finales del
siglo xv se caracterizó por ser una economía dependiente
del extranjero, no sólo por ser extranjeros los que contro-
laban sus exportaciones, sino por ser ellos mismos los
que manejaban la mayor parte de sus importaciones co-
loniales. Lo irónico del caso era que las leyes castellanas
prohibían a los extranjeros ejercer el comercio en Es-
paña y en las Indias. Pero los extranjeros se las inge-
niaron para burlar esas regulaciones utilizando testafe-
rros españoles que servían de pantalla a sus intereses.
Las constantes guerras de España durante los siglos
xvi y xvn hicieron que la mayor parte del oro y la plata
que llegaban de América fuera a parar a otros lugares de
Europa para allí ser dedicada al pago de sus operaciones
militares. De manera que casi nunca hubo en la Penín-
sula suficiente dinero con qué hacer frente a las crecien-
243

BIBLIOTECA MAClOt^AL
PBDRO -lENFÜQUEr IIREXIA
: -. • ' 'l
tes necesidades de capital que la industria española y
otros sectores de la economía requerían y, lo que fue peor,
el constante drenaje de metales a que fue sometida la
economía española durante más de ciento cincuenta años
provocó continuas crisis económicas y financieras que
llevaron a la Corona a la quiebra por lo menos ocho ve-
ces. Así España fue perdiendo su capacidad para hacer
frente no sólo a sus gastos internos, sino también a las
necesidades cada vez mayores de sus colonias. Un mal en-
tendido mercantilismo mantuvo a los administradores del
sistema colonial español siempre reacios a modificar en
algún sentido el monopolio con que España inició la ex-
plotación de los recursos americanos, y fue precisamen-
te este monopolio la clave del colapso del comercio his-
panoamericano durante el siglo xvii que terminó por arrui-
nar a España y a algunas de sus colonias, entre ellas, San-
to Domingo. La Corona creía que con el monopolio ase-
guraba la riqueza española al dominar el flujo de meta-
les que llegaba de las Indias, pero no se daba cuenta de
que, como quiera que fuese, su economía estaba controla-
da por extranjeros y el oro y la plata se fugaban de la
Península y sólo dejaban tras de sí los efectos inflacio-
narios producidos por su fugaz circulación en algunos
puntos del país. Así, pues, con un explosivo aumento de
los precios, y por lo tanto de los costos, la industria es-
pañola se vio impedida de crecer no sólo en los sectores
de consumo corriente sino en aquellos sectores claves para
el mantenimiento de su sistema comercial como eran la
metalurgia y la fabricación de barcos y otros artículos re-
lacionados con la navegación. Al terminar el siglo xvii, la
mayor parte de los barcos que se ocupaban del comercio
trasatlántico eran de fabricación extranjera y las 5/6 par-
tes del comercio entre Europa y las Indias estaba contro-
lado por extranjeros. Se sabe que los beneficios que se
obtenían con este comercio iban a parar a otras manos
radicadas en las ciudades de El Havre, Amberes, Londres,
Lisboa, Génova o Liverpool. De ahí que la economía es-
244

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHDRO -4ENRÍQUEZ LIREÑIA
* I :PI. JLIC II • \'NA
pañola siguiera dependiendo de las importaciones y, tal
como había ocurrido tradicionalmente, la balanza de pa-
gos siguiera siendo permanentemente deficitaria. El mo-
nopolio, como se ve, no llegó a rendir los frutos busca-
dos y, a medida que pasó el tiempo, fue más una fuente
de conflictos internacionales que de beneficios económi-
cos para España.
Precisamente por estos efectos fue que el contrabando
nunca pudo ser erradicado de las Indias ni, particular-
mente, de Santo Domingo donde el fraude se convirtió
en la respuesta al monopolio y a los impuestos estable-
cidos por la Corona. Además, para los vecinos de Santo
Domingo no parecía existir otra forma de abastecerse de
mercancías como no fuera ilegalmente pues la margina-
ción de esta ciudad de las rutas atlánticas de navegación
impedía que llegaran las manufacturas europeas por las
vías normales. Hay noticias de que una de las mayores
fuentes de manufacturas europeas lo constituía Curazao,
propiedad holandesa, que había sido convertida en un al-
macén de mercancías cuyo volumen de negocios alcanza-
ba unos 400.000 ducados al año. Era precisamente de esta
isla desde donde los vecinos de Santo Domingo, a través
de una complicada y clandestina red de enlaces, trataban
de surtirse de los artículos que más falta les hacían. Esta
carencia de manufacturas en las Indias y en Santo Domin-
go todavía a principios del siglo xvin demostraba que Es-
paña apenas si alcanzaba a llenar las necesidades del mer-
cado peninsular. De manera que frente a esta situación,
sus colonias de América tuvieron que lanzarse por sí mis-
mas a la búsqueda de medios de aprovisionamiento y hubo
algunas, en el continente, que llegaron incluso a desarro-
llar urt activo comercio con Asia a través del Pacífico. Pero
a Santo Domingo, aislada y pobre, no le quedaba otro
recurso que seguir abasteciéndose por las vías tradiciona-
les que eran la de seguir en contacto con los extranjeros
en los ríos del sur de la Isla y mantener por cualesquiera
245
medios las relaciones comerciales establecidas desde ha-
cía años con los franceses a través de las fronteras.
Es verdad que muchos funcionarios celosos del cum-
plimiento de las leyes intentaron estorbar estas relacio-
nes continuamente, pero no es menos cierto que el afán
de lucro de muchos gobernadores sirvió de vía para que
los vecinos pudieran violar impunemente las disposicio-
nes oficiales y la población siguiera abasteciéndose con-
forme a sus necesidades. Las informaciones oficiales dis-
ponibles son contradictorias, pero en ellas generalmente
se puede determinar los modos que seguían los habitantes
de ambas colonias para seguir adelante con sus intercam-
bios. En 1701, por ejemplo, la Audiencia se quejaba de
«el excesso con que los franceses que hauitan las colo-
nias de esta Isla de las costas del norte y sur que tienen
comercio abierto en las Villas de Asua y Guaba y ciudades
de Santiago y la Vega conduciéndose mercaderes france-
ses a dichas poblaciones con ropas y otros generos y de
esta a las suyas conduciendo los naturales de ellas gana-
dos vacunos, muías cauallos y bastimentos para mantener-
se siendo ocasión este desorden de que los dueños de las
deesas o hatos que llaman en estas partes que no comer-
cian experimenten graues daños en sus haziendas con los
hurtos que se executan con el seguro de que pasando a
dichas colonias francesas es inaueguable (sic) quepasar el
castigo, siendo una de las maximas principales del fran-
cés para hacerse dueño de toda la Isla sin costa alguna
en captar las Voluntades de estos naturales con el buen
tratamiento y pagarles duplicado más de lo que valen;
con que se hallan agradecidos y se deue temer alguna ruina
y a este ynconveniente tan grande no se ocurre por Vues-
tro Presidente antes bien se han esparcido en estos dias
voces de que se permite este abuso, comprouandose la
permisión con la grande inclinación que manifiesta a todo
genero de extranjero». En 1711 ya era una práctica común
de los habitantes del interior llevar a Santo Domingo las
mercancías que obtenían en la colonia francesa a cambio
246

isia
BIBLIOTECA NACIONAL.
:: •••, JMINIC" •
de sus ganados, donde las vendían a buenos precios, so-
bre todo si acertaban a introducirlas en tiempos en que
circulaba la plata de algunos de los esperados situados.
A juzgar por las informaciones disponibles, en toda esa
red de relaciones comerciales entre la colonia francesa y
los pueblos del interior, y entre éstos y la ciudad de San-
to Domingo, y entre ésta y los ríos del sur de la Isla había
un beneficiario final que venía a recibir prácticamente
todo el producto de la suma total de todos los intercam-
bios que tenían lugar dentro de ese ciclo económico. Ese
beneficiario era el contrabandista extranjero y sus cóm-
plices de Santo Domingo. Se sabe que a pesar de que el
comercio con los franceses dejaba enormes sumas de di-
nero que eran introducidas en la colonia española y a pe-
sar de que cada dos o tres años llegaba un barco con el
situado de la Colonia, el circulante monetario no era muy
abundante y siempre escaseaba el dinero en la Colonia.
Las explicaciones de este fenómeno coinciden en los do-
cumentos de estos años tanto españoles como franceses.
En 1715 el Gobernador de Santo Domingo, hablando en
función de sus intereses, decía lo siguiente: «Por quanto
una de las mayores ruynas que an sobrevenido a esta
Isla y sus auitadores a sido los tratos y comercios ilícitos
con las Naciones estrangeras de que an vsado por los
Puertos y Caletas despoblados desta Isla comprándoles
sus mercaderías en cambio y trueque de frutos y ganados
que se crian en ella dándoles assi la plata labrada como
acuñada y otras prendas por ellas siendo todo lo referido
en contravención de repetidas cédulas y leyes destos Rey-
nos que prohiven semejantes comercios aniquilándose
por esta causa los caudales de los naturales desta Isla
consistiendo la conservación de ellos en su manutenzion
y aumfento... y aumentándose con ellos los Caudales de
las naciones estrangeras...» Esta situación era inevita-
ble, aunque el gobernador ordenara a la población de
San Lorenzo a que estuviera alerta para perseguir a los
contrabandistas que operaban en el río Macorís o a la
247
de Azua para que vigilara las costas de esa región, o aun-
que estableciera un puesto de guardias en la Sabana de
Baní con cuatro soldados especialmente dedicados a ob-
servar el paso por aquellas costas de los navios extranje-
ros y a impedir que sus tripulaciones desembarcaran con
cualquier pretexto para luego dedicarse al contrabando.
Las necesidades de la Colonia echaban por tierra cual-
quier intento de fiscalización del comercio con extranje-
ros o cualquier política económica orientada hacia la
conservación del oro y la plata en manos de una pobla-
ción que apenas si sabía otra cosa que no fuera criar
ganado en las condiciones más rudimentarias que pudiera
imaginarse. En realidad lo que había venido ocurriendo
era que las economías de ambas colonias, la francesa y
la española, se habían ido ajustando una a la otra y,
aunque sus poblaciones mantenían pugnas y hostilida-
des por la apropiación de las tierras de las fronteras,
poco a poco habían ido deviniendo complementarias. Es-
paña no podía surtir a su colonia de manufacturas, Fran-
cia sí. España no podía mantener con su colonia una
navegación y un contacto regulares, Francia sí. Pero por
otro lado Francia no podía asegurar a su colonia la car-
ne y los bastimentos que necesitaba para alimentarse, en
tanto que Santo Domingo sí. El comercio intercolonial,
a pesar de las prohibiciones, fue el resultado de deman-
das naturales surgidas de las propias estructuras eco-
nómicas de ambas regiones en donde las economías res-
pectivas se orientaron hacia dos usos totalmente diver-
sos del aprovechamiento de la tierra, antagónicos si se
quiere dentro de una misma zona, pero completamenta-
rios en términos de las necesidades de dos países dife-
rentes. Mientras, por una parte, los franceses desarrolla-
ban una economía de plantaciones, que implicaba un uso
intensivo de la tierra en cultivos para la exportación, por
la otra, en Santo Domingo los españoles continuaron, por
muy diversas causas, apegados al modo tradicional de
248

• BIBLIOTECA N A C I O N A L
PBCRC. -JENRÍQUEZ LIRE VIO.
producción, que consistía en la utilización en forma ex-
tensiva de la tierra para dedicarla a la crianza de ganado
o al cultivo de víveres que eran intercambiados por mer-
cancías que ni ellos ni su metrópoli producían.
Las recuas de ganado que pasaban de un lado a otro
de la frontera también llevaban tabaco y algunos otros
productos de la tierra que los franceses también compra-
ban para reexportarlos o para su propio consumo en
su colonia. Este comercio, como se ha visto, tuvo sus par-
ticularidades y una de ellas fue haber servido de solución
a las dificultades económicas y a la miseria que había
estado padeciendo Santo Domingo desde los mismos prin-
cipios del siglo XVII. El comercio fronterizo estimuló la
producción ganadera en la colonia española, lo mismo
que lo hacía el contrabando en las regiones del sur de la
Isla. La actividad de los corsarios, por otra parte, tam-
bién dio un cierto estímulo a la vida económica de San-
to Domingo al introducir legalmente en el limitado mer-
cado de aquella ciudad y en algunas otras del interior
diversas mercancías robadas al enemigo. Puede decirse
que la primera mitad del siglo xvin en Santo Domingo
transcurrió dentro de un proceso de estimulación crecien-
te de la vida económica. Aunque, ya se ha visto, esa ac-
tividad, en razón misma de la estructura económica co-
lonial, dejara escapar los capitales que de haber sido
ahorrados hubieran permitido quizá la inversión en sec-
tores tan reproductivos como era la industria azucarera,
tal como ocurría en la colonia francesa cuyos ingenios
se convirtieron en la gran fuente de riqueza de su me-
trópoli.
De la decapitalización de Santo Domingo a través del
contrabando también llegó a afectar a la colonia francesa.
Al decir de algunos de sus funcionarios, «sobre el co-
mercio que hacemos con nuestros vecinos de Santiago y
Santo Domingo ya le he dicho a vuestra señoría que lo
creo tan perjudicial a los intereses de esta colonia, como
el otro es ventajoso; lo repito ahora: cada año la com-
249
pra de bestias nos quita sumas considerables de las que
se benefician holandeses e ingleses por el comercio que
hacen con los españoles en el sur de la isla. No veo otro
remedio que el de conceder hatos o acaballaderos en los
diferentes departamentos y obligar a los colonos a man-
tener en sus habitaciones un cierto número fijo de va-
cas o yeguas. Estoy de acuerdo en que nos resta poco
terreno a conceder, pero los españoles tienen demasiado
que les es inútil, sobre el cual tenemos nuestras preten-
siones que el actual desarrollo de nuestra colonia hacen
hoy más legítimas que nunca. Se objetará, puede ser, que
nuestros vecinos nos compran algunas de nuestras mer-
cancías. Es verdad, pero sea por indiferencia o por odio
hacia el lujo... el más rico de los españoles de esta co-
lonia no tiene más que cuatro camisas en su guardarropa,
un hábito les dura veinte años, porque ellos no se visten
más que en las revistas generales que se hacen una vez
al año. En una palabra, dos mil escudos pueden satisfa-
cer las necesidades de toda la región que depende de
Santiago que es la más cercana a este departamento. En
Santo Domingo hay más lujo... y es allá adonde va nues-
tro dinero. La distancia en leguas hace que ellos comer-
cien más fácilmente con los holandeses de Curazao que
con nosotros».
Otro funcionario decía en 1728 que «hace 8 ó 10 años
que ellos proveían nuestras carnicerías y a nuestra ma-
nufactura de los animales que necesitábamos a un precio
módico y en trueque de mercancías de Francia, de ma-
nera que nuestro dinero no pasaba a ellos. Hoy sus ani-
males están fuera de precio, se aprovechan del deseo
pueril que nuestros colonos demuestran de tener bellos
caballos, muías, etc.»
«Ellos sacan de este comercio grandes sumas y cada
año mayores, ya que nuestros colonos desdeñan ocupar-
se de ciertos trabajos necesarios para sus manufacturas;
nuestros vecinos se las proporcionan y la venta de estas
250

1511*1
/

bagatelas (de las cuales la enumeración sería muy lar-


ga) es suficiente para la compra de las mercancías que
ellos necesitan; así, el producto de sus animales les queda
por entero en dinero.»
«El Presidente de Santo Domingo sin pensar si este
comercio es ventajoso o no para su nación lo ha pro-
hibido en este departamento debido a los desórdenes pa-
sados (revuelta de los capitanes en 1721), y hace lo que
nosotros debimos haber hecho hace mucho tiempo ya
que es sólo una prohibición lo que puede devolver las
cosas a su estado original, o sea que pueda remediar las
puerilidades de nuestros colonos y forzar a los españoles
a vendernos sus animales a un precio razonable. Como
ellos no pueden subsistir sin nuestro auxilio es indudable
que las nuevas órdenes del Presidente no serán obedeci-
das. Ellos amenazan masacrar los guardas que el Presi-
dente ha puesto en las fronteras; nosotros debemos pa-
recer indiferentes y testimoniar pocas ganas de reanudar
con ellos; así nos haremos árbitros de este comercio...»
«...Y yo estoy seguro de que vuestra señoría se sor-
prenderá cuando sepa que por este comercio los españo-
les sacan todos los años más de 500,000 libras de este
departamento solo, cosa que me ha parecido siempre muy
considerable y un abuso que se debe reformar.»
El volumen de este comercio era demasiado grande
como para que los presidentes y gobernadores de Santo
Domingo no se sintieran atraídos a lucrarse de alguna
manera. Pese a la revuelta de los capitanes en Santiago
en 1721, las autoridades pudieron imponerse posterior-
mente sobre los negociantes de ganado de los pueblos
del interior y lograron hacer que les fueran pagados los
impuestos que ellos exigían. Una carta oficial de unos fun-
cionarios franceses retrataba, como muy pocos documen-
tos, la verdadera situación del comercio fronterizo en
1729, situación que puede asegurarse se mantuvo sin va-
riaciones significativas hasta finales del siglo xvin: «to-
dos los presidentes españoles, que no se gobiernan más
251

PET-PO - i E M R l Q U e r I IRE'vJtk
ICPÚÍUCA DOf. INICNNA
que por sus intereses particulares, no dejan de publicar
de tiempo en tiempo, las prohibiciones del Rey de Es-
paña a los españoles de mantener comercio con los fran-
ceses y, en consecuencia, de prohibirles bajo grandes pe-
nas introducir algunos animales en los depósitos france-
ses. Pero esto no es más que para hacerles comprar el
permiso de hacerlo».
«Ellos tienen guardias en las fronteras; los coman-
dantes colocados allí por el Presidente le rinden cuenta
de lo que hacen; a pesar de las reiteradas prohibiciones,
dejan pasar todos los animales que uno quiere, pagándo-
les tanto por bestia, ordinariamente una piastra, y algu-
nas veces dos. Mr. Duelos, que desde hace 10 años está
en este país y ha pasado 6 en el Cabo, ha visto renovar
estas prohibiciones casi todos los años y ha oído muchas
veces a los españoles murmurar y hasta querer revoltear-
se contra sus comandantes de fronteras y mandarlos a
la ciudad de Santo Domingo a pesar de las órdenes del
Presidente.»
«Algunos llegan a acuerdos con sus comandantes y
le pagan por animal; otros los hacen pasar sin que ellos
lo sepan por lugares que ellos no pueden andar y todos
en general están muy descontentos y critican la conducta
de sus presidentes al respecto, ya que toda su renta con-
siste en sus animales y ellos no pueden encontrar más
salida para ellos que con los franceses; éstos hacen un
gran consumo que aumenta todos los días, tanto a causa
de las carnicerías como de los ingenios cuyo número
también aumenta. Este aumento del consumo de anima-
les contribuye a enriquecerlos, en la medida de la prisa
que los franceses tienen de comprarles o de tener bellos
caballos y muías.»
«Con esto los españoles se llevan mucho dinero, pero
no creemos que lleguen a 500,000 libras por año por el
departamento del Cabo solamente.»
Como quiera que fuese, más o menos de esa suma, lo
cierto es que para 1729 el comercio entre ambas colonias
252

BIBUOTÉCA N A C I O N A L
PBDRSL -¡F NIRÍQUET UREKJA
I.CrÚCUCÍ COMI
M 1CANA
era considerable y ninguna de las dos podía ni quería

prescindir del mismo. Los franceses no querían porque


«es ventajoso para ellos tener vecinos españoles que les
proveen de todo lo que necesitan dándoles la oportuni-
dad de sembrar sus terrenos de azúcar o índigo y sacar-
les mejor partido que empleando una parte para criar
animales», como decía el mencionado Mr. Duelos en ese
año. Los españoles tampoco querían abandonar ese co-
mercio porque el mismo había demostrado que a pesar
de estar prohibido era beneficioso para todos, incluso
para las mismas autoridades que por ley estaban obliga-
das a impedirlo pero que preferían no hacerlo. Por estas
razones, entre otras más que veremos más adelante, fue
que un par de años después, en 1731, las autoridades de
ambas colonias firmaban un acuerdo sobre límites fron-
terizos tratando de echar a un lado las muchas dificul-
tades y conflictos que habían tenido lugar en aquellas re-
giones durante más de cuarenta años. Pero ese acuerdo
tiene su historia y eso es lo que vamos a ver en el próximo
capítulo.

253
lllffl
; •• V. «I&UOTSCA NIACSONAÚ'
H I T - S O -ffiWRjtóUgZ LIRENJA
f. I ro í! L.l c o crr IPWCANA
XII
TENSIONES Y CONFLICTOS EN LA FRONTERA
(1697-1777)

LA PRESENCIA DE LOS FRANCESES en las tierras


occidentales de la Isla y el desarrollo económico de su
colonia, como se ha visto, atrajeron la atención de los ve-
cinos del interior de Santo Domingo y fomentaron el auge
del comercio de ganado y de mercancías entre ambas re-
giones que poco a poco contribuyó al mejoramiento eco-
nómico de la parte española de la Isla. Este comercio fue
lo que permitió a los vecinos de Santo Domingo salir del
lamentable estado de miseria en que vivió sumida la
colonia española durante todo el siglo xvii. Ahora bien,
que la presencia de los franceses fuera un hecho que po-
día repercutir favorablemente sobre la vida y la econo-
mía de los habitantes de Santo Domingo fue una idea
que tardó bastante tiempo en ser aceptada tanto por los
grupos oficiales de la ciudad de Santo Domingo como
por el mismo Consejo de Indias que, a pesar de los cam-
bios sufridos en el pensamiento económico de la Monar-
quía en la primera mitad del siglo XVIII, mantuvo su mis-
ma actitud de rechazo a la legalización del comercio con
extranjeros en América. Fue necesario el paso de los años
y la experimentación del relativo bienestar económico que
se conoció en la colonia española sobre todo a partir de
la segunda década del siglo XVIII, para que los mismos
habitantes de la Colonia se dieran cuenta de que sin los
franceses al otro lado de la Isla su modo de vida volve-
ría a ser tan miserable como antes. Pero, eso sí, los fran-
ceses debían estar al otro lado, esto es, en aquellas tie-
rras que desde las Devastaciones habían sido abandona-
255

BIBLIOTECA N A C I O N A L
• - PBDRQ HEMRÍQUEZ U R E Ñ A
r . e r ú c L » c «i c - o r - i i m f
das. De ninguna manera más acá de lo que la costumbre
había establecido como posesión real de los vecinos de la
colonia española.
Dos hechos políticos que tuvieron lugar en Europa a
finales del siglo xvn también contribuyeron a fomentar
las relaciones comerciales entre ambas colonias. El pri-
mero fue la terminación de la Guerra de la Liga de Augs-
burgo con la firma de la Paz de Ryswick en septiembre
de 1697, y el segundo fue la ascensión al trono español,
en 1701, de un monarca nacido en Francia que era nieto
de Luis XIV, el rey francés que había pasado la mayor
parte de su vida tratando de arrancarle una parte de su
imperio americano a la España decadente. Este nuevo
monarca, Felipe V, vino así a servir en forma indirecta a
los intereses de su abuelo no sólo en Europa sino tam-
bién en América. En Santo Domingo la presencia de un
monarca francés en el trono de España significó la apli-
cación de una política de tolerancia hacia sus vecinos
franceses que desde 1697 argüían jurídicamente que los
territorios ocupados por ellos les pertenecían legalmen-
te
ya que el Tratado de Ryswick había garantizado el
status de las posesiones europeas adquiridas antes de la
Guerra y la parte occidental de la Española caía dentro
de esas posesiones. Claro está que esta interpretación fue
inmediatamente denunciada y rechazada por las autorida-
des españolas tanto de Santo Domingo como de Madrid,
puesto que el Tratado de Ryswick no mencionaba para
nada a la Española, pero a pesar de estas protestas los
franceses mantuvieron sus alegados en favor de la ocupa-
ción de sus tierras en la Española por derecho de con-
quista y continuaron sus planes para aprovechar al má-
ximo los recursos de la Isla. En Santo Domingo la Paz
de Ryswick fue percibida en dos formas diferentes: por
un lado, las autoridades captaron inmediatamente que
en sus efectos este acuerdo sería utilizado por los fran-
ceses para justificar su penetración y ocupación de tie-
rras a costa de los españoles; por otro lado, los vecinos
256

BISüUOTECA N A C I O N A L
x « J ^ S á f - J l i ' f , " PET'RO -«EKSlíQUEr. i.m. v'A
de la Colonia llegaron a darse cuenta de que aunque los
franceses siguieran ocupando esas tierras, que en dere-
cho no les pertenecían, también representaban la única
oportunidad, junto con el contrabando, para proveerse a
través de ellos de las manufacturas que tanta falta les
hacían. De manera que la ocupación de las tierras occi-
dentales sólo era peligrosa si los franceses intentaban
avanzar y ocupar los territorios ya fijados por la cos-
tumbre como propiedad española que se encontraban ha-
cia el este del río Bayahá. Mientras los franceses no cru-
zaron este río los españoles estaban relativamente tran-
quilos, especialmente los habitantes de la Tierra Adentro
—Cotuy, La Vega y Santiago—, que desde hacía algún
tiempo conocían los beneficios que podían obtener del
trato con los franceses.
Pero resulta que los límites que los franceses deseaban
como fronteras tenían otro río como demarcación que
era el que ellos llamaban Río Rebouc (río Guayubín) que
quedaba a unas siete leguas más al este del Río de Bayahá.
De manera que la zona comprendida entre estos dos ríos
se convirtió en una fuente de conflictos continuos porque
los franceses la deseaban y la reclamaban por ser las
tierras del norte en donde ellos podían expandir sus plan-
taciones y sus hatos o cazar ganado cimarrón para pro-
veerse de carne. Estas eran las tierras que estaban en
discusión en el momento en que se firmó la Paz de Rys-
wick en 1697, según se desprende de la correspondencia
sostenida entre los gobernadores de ambas colonias en
esos años. Cuando se firmó la Paz los españoles tenían
las tropas de la frontera, las cincuentenas, reconociendo
sus avanzadas en el Río de Bayahá con órdenes de no
rebasar esos límites hacia el oeste pero con el encargo
de hacei: saber a las autoridades francesas que debían
mantener a sus colonos dentro de esas demarcaciones.
Los franceses todavía no habían podido establecerse en
el puerto de Bayahá que al decir de su gobernador «es
lo que yo pretendo...», pero en cambio habían podido
257
9.

— . . ,: • • ' M .••JÉ. • i
avanzar, durante la pasada guerra, desde la Sabana de Ca-
racoles hasta el río Yaquesillo, y de ahí avanzaban ocu-
pando los terrenos de la cuenca del Río de Bayahá, lle-
gando incluso a penetrar en algunos momentos hasta el
sitio de Juana Méndez llamado también entonces Guata-
paná. Las quejas del gobernador español en 1699 contra
el gobernador francés eran que éste «con pretextos de
paz, ba adelantando los pasos a ocupar terreno en perjui-
cio de lo rreferido, cuando el que se ocupa en esta Isla
por los baballos del Rey christianissimo a sido y es con-
tenido en los términos de detentazion o tolerancia». Las
otras tierras también codiciadas por los franceses eran
las que comprendían toda la cuenca del Lago Enriquillo
y el Cabo Beata hasta el Río de Neiba (Yaque del Sur),
que era el límite aceptado por los franceses en el sur
de la Isla. Por ello, en 1698 el Rey Francés, cuando per-
mitió el establecimiento de la Compagnie Royale de Saint
Domingue, le concedió el derecho de comerciar y repar-
tir tierras a sus colonos hasta el Río de Neiba, «inclusi-
vamente». Igualmente deseadas por los franceses eran las
tierras de las cuencas de los ríos Canot, Libón y Artibo-
nite, en donde fueron fundados varios poblados españo-
les para hacer frente a la penetración francesa, como se
verá más adelante. El primero de esos poblados fue la
Villa de Bánica, fundada nuevamente en 1664 en el lugar
de la antigua población española del mismo nombre con
grupos de familias canarias importadas para oponerlas
a los franceses; y el segundo fue Hincha, en 1704, con
gente también de las Canarias y con el mismo propósito.
Estos eran los términos en que estaba definida la
cuestión de los límites entre ambas colonias en 1701 cuan-
do murió el Rey Carlos II y ascendió al trono español el
nieto de Luis XIV, Felipe de Anjou, con el título de Fe-
lipe V. Durante todo su reinado y el de sus sucesores la
historia de las relaciones entre ambas colonias fue la
historia de la penetración francesa en las tierras del este
y la resistencia española contra esta penetración y fue,
258

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHQPO -1EMR.fQUEZ URElílft
como se ha visto, la historia del establecimiento y creci-
miento del comercio de ganado y de manufacturas entre
los habitantes de ambos lados de la Isla. De manera que
al tiempo que fue una historia de pugnas fronterizas, tam-
bién lo fue de negociaciones, acuerdos, acercamiento y
colaboración entre las autoridades y los pueblos de am-
bas colonias hasta que finalmente, en 1777, se fijaron en
forma definitiva los límites fronterizos. La primera situa-
ción de colaboración se produjo a partir de 1701 cuando
España aliada a Francia, entró en guerra en Europa con-
tra Inglaterra, Holanda y sus aliados que formaron una
liga de naciones para oponerse y tratar de impedir la
unión de esas dos potencias que alteraba por completo
todo el balance de poder en Europa. Esta guerra duró
hasta 1713 y concluyó con grandes perjuicios para Es-
paña y con una humillación para la Francia de Luis XIV.
Durante la misma, España perdió, en 1704, a Gibraltar y
no logró recuperarlo jamás, lo mismo que varias otras
de sus posesiones europeas. Y lo que es peor, España
tuvo que reconocer la hegemonía de Inglaterra en el Me-
diterráneo así como su control de la navegación por el
Atlántico pues, al concluir la guerra con el Tratado de
Utrecht en 1713, España se vio obligada a romper con
su régimen de monopolio y tuvo que acordarles a los in-
gleses el derecho de comerciar libremente con sus más
importantes colonias en América. De manera que los ob-
jetivos ingleses de impedir que Francia y España mono-
polizaran para sí mismas el comercio colonial america-
no fueron conseguidos en 1713 y desde entonces el comer-
cio inglés en el Caribe alcanzó proporciones jamás soña-
das por los comerciantes de Londres, Liverpool y Bristol.
Todo ello en detrimento de las pretensiones francesas de
aprovechar en su favor la alianza dinástica entre las Co-
ronas de España y Francia que había tenido lugar en 1701.
Por esa razón, esa guerra, la llamada Guerra de Suce-
sión, tuvo notables efectos en la Española, en donde las
autoridades y habitantes de ambas colonias fueron obli-
259
gados por sus gobiernos respectivos a mantener la alian-
za y a colaborar en todo momento con los esfuerzos de
sus metrópolis para alejar al inglés de sus posesiones.
En Santo Domingo, particularmente, la guerra signi-
ficó un nuevo renacer del militarismo casi con las mis-
mas características que tuvo en la primera mitad del
siglo xvii cuando la Guerra de los Treinta Años. Por dos
razones: una fue que mientras los gobernadores de am-
bas colonias mantenían su correspondencia sobre diver-
sos asuntos, los franceses continuaban su presión sobre
las tierras del norte tratando de establecerse en la cuen-
ca del Río Rebouc y era necesario, por lo tanto, mante-
ner operando las tropas del norte, especialmente com-
puesta por gente de Santiago y otros pueblos aledaños.
El comercio era una cosa para los españoles, pero la ocu-
pación de sus tierras de crianza era otra que ellos no
estaban dispuestos a permitir. Además de estas tropas,
las llamadas cincuentenas por los franceses, también fue-
ron activadas todas las demás milicias existentes en el
país por temor a algún ataque inglés contra Santo Do-
mingo, sobre todo después que se rumoró que los in-
gleses pensaban invadir la Isla por Samaná. De manera
que los años de guerra estimularon nuevamente el aletar-
gado espíritu militar de la colonia española gracias, so-
bre todo, a la presencia sucesiva de dos militares que co-
mandaron las tropas y milicias de Santo Domingo, uno,
desde antes de la Paz de Ryswick, don Gil Correoso y
Catalán, y el otro, durante los mismos años de la Guerra
de Sucesión, don Juan de Barranco. Santo Domingo volvió
a ser la ciudad ocupada en asuntos de guerra, con mo-
vimiento continuo de tropas y soldados y con la parti-
cipación de extranjeros con experiencia en los asuntos
de guerra del Caribe. Gracias a estos extranjeros fue que
el Gobernador Severino de Manzaneda pudo armar varios
corsarios que persiguieron durante un tiempo las em-
barcaciones inglesas en el Caribe. No es sorpresa, pues,
que entre 1702 y 1704, período en el cual no hubo Go-
260

6IBLIO : C A N A C I O N A L
PEDRO - Í E N R f Q U E Z URE VÍA
r. C P 0 K L l C : A D O M I N I C A N A
bernador nombrado formalmente por la Corona, ejercie-
ra el Gobierno en forma interina, pero absoluta, el Sar-
gento Mayor don Juan de Barranco, quien entre otras co-
sas se dedicó a hacer de Santo Domingo una fortaleza
inexpugnable. Con Correoso Catalán a finales del siglo X V I I
y con Juan de Barranco, a principio del XVIII, se inicia
nuevamente el militarismo en la Española, tendencia ésta
que permanecería hasta el fin de la Colonia.
Los años de la Guerra de la Sucesión fueron un pe-
ríodo de gran inestabilidad política en Santo Domingo
debido a la rápida sucesión de gobernadores interinos.
En 1706 fue repuesto en su cargo el Almirante Ignacio
Pérez Caro, que había sido depuesto por Correoso y Ca-
talán en 1698 tras haber sido acusado de proteger el con-
trabando. Meses después de haber tomado posesión de
su cargo Pérez Caro murió dejando vacante la Goberna-
ción de Santo Domingo en un momento en que existía un
grave enfrentamiento entre los militares y los regidores
de Santo Domingo con motivo de haberse resucitado la
vieja disputa por la preeminencia en el uso de los bancos
de las iglesias. Antes de morir, Pérez Caro había declarado
que a causa de esa disputa «resultó que ni unos ni otros
concurrían a las Iglesias faltándose a la asistencia precisa
que se deve tener especialmente en la Cathedral». De ma-
nera que al morir Pérez Caro y producirse este nuevo
vacío de poder no hubo manera de que los partidos que
se habían formado en la ciudad, apoyando respectiva-
mente a los militares y a los regidores, pudieran ponerse
de acuerdo sobre las obligaciones de los funcionarios de
la administración colonial, incluyendo a los mismos mi-
litares. Fue necesario que pasaran varias semanas de dis-
turbios, chismes, discusiones y tensiones para que todos
se dieran cuenta de que el gobierno colonial estaba de-
teriorándose y decidieran, después de una extensa inves-
tigación en los archivos de leyes, llegar a un acuerdo por
medio del cual se especificaban nuevamente las funcio-
nes de cada cual dentro de la administración de la Co-
261
lonia. Este acuerdo fue firmado por todos y se le llamó
«Papel de Concordia», puesto que todos acordaron ceñir-
se a sus especificaciones. Pero no obstante este Papel de
Concordia, hubo un punto que los militares no quisie-
ron dejar en otras manos y éste fue la calidad de la per-
sona que debía ejercer el cargo de Gobernador de la Co-
lonia. El 24 de noviembre de 1706 los capitanes del Pre-
sidio de Santo Domingo escribieron una carta a la Corona
pidiendo que cuando se nombrase un nuevo Gobernador
no lo hicieran sin el consentimiento de los militares o, por
lo menos, sin que este nuevo funcionario fuese un mili-
tar. Sus razones eran las siguientes: «se hallan los vezi-
nos confundidos en estas separasiones, maiormente en la
ocasion presente que se halla de las colonias francesas
de que el enemigo Ingles yntenta ymbadir esta plaza y
siendo esta la de Armas de las Islas de Barlovento y ante-
mural desta America y apetesida de las nasiones por su
magnitud, es la que mas presisa a que el Gouierno este
en militar y de lo contrario desconsuelo universal de los
vezinos...» El Consejo de Indias respondió a esta petición
nombrando un Mariscal de Campo, llamado Guillermo de
Morfi, como Capitán General y Presidente de la Real
Audiencia en septiembre de 1707 para que gobernara la
Colonia. A partir de entonces todos los gobernadores co-
loniales de Santo Domingo fueron militares escogidos, al
principio, de importantes puestos en la Península, pero
luego, en la segunda mitad del siglo XVIII, escogidos de
otras capitales de las Indias. Desde entonces, la influencia
militar en la Colonia afectó prácticamente todos los ór-
denes de la vida social.
Mientras tanto la guerra proseguía en el Mar Caribe
contra los ingleses. Como los gobiernos de Francia y Es-
paña habían ordenado a sus autoridades coloniales de la
Española mantenerse en buenos términos, los franceses
no se atrevían a atacar las patrullas españolas que hacían
guardia en las regiones fronterizas, ni esas patrullas se
atrevían a penetrar en los territorios ocupados por los
262
franceses. Con todo, estos últimos seguían reclamando
como límites las aguas del Río Rebouc y llegaron incluso
a sostener, en 1710, que si ellos habían permitido que
hubiese varios hatos españoles al oeste de este río «era
por pura tolerancia». En enero del año siguiente estuvo
de paso por el puerto de Santo Domingo el gobernador
francés Mr. Ducasse, quien «solo estuvo seis horas y si-
guió su biaje para Sn Luis a incorporarse con los demás
nauios de su esquadra». Durante este corto tiempo Ducas-
se departió cordialmente con las autoridades españolas
y les informó detalladamente de las noticias de la gue-
rra en Europa, de donde él acababa de regresar, espe-
cialmente de las buenas noticias que daban cuenta de al-
gunas de las victorias de los aliados franco-españoles con-
tra los ingleses. La colaboración entre ambos grupos no
podía ser mejor. Pero un año y medio más tarde, un nue-
vo incidente en las fronteras vino a enturbiar las rela-
ciones: «La ciudad de Santiago de los Caballeros en la
Isla de Santo Domingo en carta de 30 de julio del año
próximo pasado de 1712 representa que mediante el víncu-
lo tan afianzado entre esta Corona y la de Francia se pro-
metieron sus vecinos la mayor tranquilidad y el goze de
las Haciendas de Tierras que con la continuación de la
Guerra estauan perdidas sin vsar tan poco de ellas france-
ses por la inquietud de las Armas y que con este motiuo
dieron principio a entrar Ganados en las tierras despo-
bladas de que noticioso uno de los Gouernadores de las
Colonias francesas que están en la vanda del Norte de
aquella Isla embio una Tropa de sus gentes a picar el
Corral de un Ato por cuya vejazion ocurrio su Dueño al
Capitan General y Presidente de Santo Domingo para
que pusiese el remedio mas suave y conveniente a la con-
serbación de la paz y que por el se embiaron diferentes
personas a exortar a los Gouernador (sic) franceses se
mantuviesen en aquello que posehian en tiempo de la
Guerra hasta que V. M. mandase lo que se deuia hacer
y que no solo trataron de recojer sus subditos sino que
263

BIBLIOTECA MAC IONI AL


PEDRO -JENRÍQU.EZ MRENJfl.
los alentaron para que se hayan poblados de Atos, y abun-
danzia de estancia hasta el Rio Daxabon haziendo lo
mismo en Bayaxa el mejor puerto de aquella Isla en
graue perjuicio de ella y sus moradores».
La respuesta del Gobernador español a la petición de
los vecinos agraviados fue ordenar que los franceses fue-
ran barridos de esos lugares por los mismos habitantes
de Santiago auxiliados por las tropas del norte. En con-
secuencia, los españoles mataron a algunos de los fran-
ceses que encontraron asentados con sus hatos al este del
río Dajabón e hicieron huir a los demás. Al mismo tiem-
po, las autoridades de Santo Domingo escribían al Con-
sejo de Indias para que éste lograra que el Rey orde-
nara a su Embajador en Francia que reclamara del go-
bierno francés el retiro de los franceses de los alrede-
dores del Río de Bayahá. El Consejo de Indias así lo
hizo y, a la vuelta, ordenó al Gobernador de Santo Do-
mingo que obligara a los franceses a salir de esos lugares
y de todas las otras tierras españolas que habían ocupado
desde 1701. La firmeza de la Corte española, por una
parte, y la gravedad de esos incidentes que amenazaban
el creciente y cada vez más necesario comercio de ga-
nado, por la otra, convencieron a la Corte francesa de
la necesidad de negociar un acuerdo de límites entre las
dos colonias. En 1714 Francia propuso a España «nom-
brar comisarios para señalar los límites».
Pero en abril de 1715 Felipe V dispuso posponer el
nombramiento de esos comisarios hasta tanto se recibie-
ran informaciones puestas al día desde Santo Domingo.
Pero al mismo tiempo, y con motivo de esta disposición,
el Rey de España también ratificó formalmente la polí-
tica de tolerancia hacia los franceses que había sido pues-
ta en práctica desde el principio de su reinado «para que
no se consienta ni permita la más mínima hostilidad de
ninguna de las dos partes». Esa actitud del Rey cobró
forma legal en una cédula expedida al mes siguiente, por
medio de la cual se ordenó al Gobernador de Santo Do-
264
IS1IBI
BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO - l E N R j Q U E T LlRElílA.
mingo «dejar a los franceses lo que ellos ocupaban, cuan-
do el rey había subido al trono». Así, mientras la cues-
tión de los comisarios se debatía en las Cortes francesa
y española, los franceses seguían avanzando y los empe-
ños de los españoles por detenerlos no daban ningún re-
sultado. En diciembre de 1717 la Real Audiencia infor-
maba al Rey que los franceses habían seguido avanzando
en la Banda del Norte y que desde 1713 en adelante ha-
bían continuado «fundando desde la sabana de Yaquesi-
11o para arriua asi de hatos y estancias mas de ciento
quarenta y de un lado y otro del Río de Bayahá cien es-
tancias y entre ellas tres Ingenios y por el lado de abajo
del Rio de Dajabón como quarenta teniendo vna Iglesia
d?l otro lado del Rio de Bayahá, siendo cierto que en
tiempo de la Guerra estauan tan estrechados en los li-
mites que indeuidamente ocupan en la sabana de Yaque-
zillo para abajo hacia el Guarico no auia mas que tres
hatos y esos despoblados por la tropa formada en la Ciu-
dad de Santiago que entraban hasta dicha parte y mata-
ban los que los administraban llegando su arrojo y te-
meridad a no obedecer la intimación que se les hizo por
el Alcalde maior don Antonio Pichardo a quien nombró
esta Audiencia para dicho efecto». Además de esto la Au-
diencia seguía quejándose de la tolerancia que la alianza
entre Francia y España les había impuesto hacia los fran-
ceses y señalaban que por esta tolerancia era que los fran-
ceses seguían ocupando tierras pese a las advertencias
españolas, amenazando, decía la Audiencia, con apode-
rarse de la Isla toda.
Esto era realmente lo que los españoles temían de los
franceses y ese era el peligro que se veía en aquellos
avances hacia el Río Rebouc. Que los franceses siguieran
ocupando las tierras que desde hacía décadas poseían no
era problema. Antes al contrario, era una bendición pues-
to que permitía a los españoles acrecentar sus economías
con el comercio de ganado y proveerse de las mercancías
y otros productos que les hacían falta. Los franceses sa-
265

I lÉiíI
B I B L I O T E C A MACJQtslÁL
f f c u a -(EfURfQOEZ URESIA
bían que los españoles lucharían hasta el final para im-
pedirles avanzar muy adentro hacia sus tierras y sabían,
además, que todavía no tenían los recursos suficientes
como para explotar completamente la Isla en la forma en
que estaban haciéndolo con las tierras del oeste. Como
se ha visto ambas colonias se necesitaban y ambas esta-
ban interesadas en garantizar la permanencia de la otra
en la Isla pese a las diferencias que pudiera haber en
Europa entre sus Coronas respectivas. Esto pudo verse
en ocasión de la nueva guerra que España sostuvo entre
1717 y 1719 con Austria, Inglaterra y Francia en un in-
tento de revertir el desfavorable orden internacional que
le había creado el Tratado de Utrecht en 1713. Durante
esta guerra, en la cual entró Francia en enero de 1719,
los intereses de las colonias de la Española pudieron más
que sus lealtades políticas hacia sus metrópolis respec-
tivas. La mejor evidencia de esta nueva situación fue que
el Gobernador de Santo Domingo aceptó en buen grado
las proposiciones de neutralidad hechas por las autorida-
des francesas al saber que esa guerra podía significar un
obstáculo para el libre desenvolvimiento del comercio co-
lonial. Como se recuerda, el entonces Gobernador Fer-
nando Constanzo y Ramírez tenía muy buenas razones
para querer esta neutralidad y querer que el comercio
de ganado continuara. Estos eran los momentos en que
él trataba de obligar a los exportadores de ganado a pa-
garle un impuesto por cada cabeza vendida en la colonia
francesa. Así, la guerra europea de 1717-19 no afectó las
relaciones entre los habitantes de ambas colonias, quie-
nes siguieron viviendo normalmente ocupados en sus la-
bores habituales. Un sólo incidente serio parece haber
habido en aquellos años y éste fue la muerte de cuatro
franceses sorprendidos en tierras españolas del sur de la
Isla a principios de 1721. «Pero al presidente español,
dice Saint Méry, en el mes de febrero manifiesta deseos
de que ese desgraciado acontecimiento no perturbe la
armonía que reina en Santo Domingo».
266

I SU BI
Aunque la guerra como tal no alteró las relaciones en-
tre las colonias, su terminación sí tuvo implicaciones di-
rectas sobre el problema fronterizo, pues en marzo de
1721, cuando España y Francia decidieron reanudar sus
buenas relaciones diplomáticas firmando el convenio ma-
trimonial entre el nuevo Rey Francés Luis XV con la hija
del Rey de España Felipe V, también decidieron aliviar
las tensiones que las fronteras de Santo Domingo pro-
ducían entre ambos gobiernos. Y así el Gobernador de
la Española recibió una cédula fechada el día 16 de marzo
de 1721 en la que se le ordenaba que «dege de recobrar
lo ocupado por franceses antes de la vltima suspensión
de Armas, pero que si despues de ella continuasen a esten-
derse se embaraze y recobre». Con esta orden, que fue
ratificada en mayo de 1723, quedaba definido muy cla-
ramente el status de las actuales ocupaciones de tierras
de los franceses y se reconocía nuevamente su derecho a
las antiguas posesiones ocupadas, además de las que en
los últimos años habían realizado que eran, precisamen-
te las que estaban produciendo los últimos conflictos
fronterizos.
La historia de esas últimas ocupaciones la escribió el
nuevo Gobernador de Santo Domingo a la Corona en una
carta del 24 de noviembre de 1724 en la cual le decía que
los franceses «se han ido estendiendo por la parte del
Norte desde Yaquezillo a el Rio Daxabon y por la del
Sur no excediendo antes del Puerto de Naybuco se hallan
hoy estendidos desde Guma Gibes todo el valle de Atibo-
nico hasta salir a dicho Naybuco cuyos Parages llaman
ellos con otros nombres que constan en los Autos, y les
tienen poblados de Ingenios de fabricar azúcar, hacien- -
das de añil, hatos y ranchos de Ganado mayor y menor
algunas Iglesias y gran numero de vecindad y no conten-
tos con esto, abusando de la ultima suspensión de Armas
han saltado por la parte de Guaba, a ocupar el sitio lla-
mado Bayaha que ellos nombran Dondon, suponiéndole
parte de su antigua posesion, siendo como es pertene-
267

I JHHffi
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -IEhJR(QUg± l IREWft.
f . e r ú e u f c * DOMIMICAIMA
cíente a españoles, y que jamas le havian ocupado fran-
ceses y sin embargo que han sido requeridos por este
Govierno no ha sido posible hazerlos que evaquen aque-
llos sitios dándose por desentendidos sus Gefes y no res-
pondiendo a proposito». En 1727 los españoles estable-
cieron un puesto de guardia permanente en la orilla orien-
tal del Río Dajabón, región ésta que entonces había sido
vigilada periódicamente por las tropas del norte. Esta
fundación significaba que los españoles no estaban dis-
puestos a ceder por las buenas ni un palmo de terreno
más acá de este río. Y ello se hizo evidente en febrero
de 1728 cuando varios soldados del recién fundado pues-
to de guardia atravesaron el río y atacaron un par de es-
tablecimientos franceses en Capotillo y «pillaron y des-
trozaron todo lo que encontraron». Al año siguiente en
julio de 1729, los españoles descubrieron que los france-
ses estaban otorgando tierras en la cuenca del Río Arti-
bonito y al ser puestos en estado de alerta por sus co-
mandantes, dice Saint Méry, «tomaron las armas, mar-
charon a las fronteras de las Caobas y Verettes y hasta
hirieron con un tiro de fusil a Etienne Trouvé, habitante
de Mirebalais».
Nuevamente se volvió a hablar del nombramiento de
comisarios para discutir la fijación de límites fronterizos
entre las dos colonias, tanto en España como en Francia,
con motivo de este último acontecimiento. En agosto
de 1729 comenzaron las negociaciones y fueron nombra-
dos como comisarios Mr. De Nolivos, hombre de con-
fianza del Gobernador francés, y don Gonzalo Fernández
de Oviedo, Auditor General de Guerra de Santo Domingo,
para que se encargaran de esa tarea. Ambos funcionarios
trabajaron junto con sus gobernadores intensamente du-
rante todo el resto del año 1729 y durante 1730, según
puede juzgarse por el volumen de su correspondencia.
Entretanto los franceses habían vuelto a establecerse en
Capotillo y los españoles volvieron a exigirles que se
retiraran, pero esas exigencias no fueron acatadas. En
268

BIBLIOTECA NACIONAL
/ JEDRO HEMRÍQUEZ UREÑ1A
eso pasó todo el año de 1730, hasta que a principios de
1731 se recibió en Santo Domingo una orden del Rey
disponiendo que no se permitiera «que los franceses ocu-
pen la habitación de la dicha tropa del Norte había que-
mado en 1728 en Capotillo». Esta orden sirvió de pretex-
to para que a principios de septiembre de 1731 unos
400 españoles cruzaran el río Dajabón y destruyeran y
quemaran las habitaciones de tres franceses establecidos
en Capotillo. Inmediatamente el Gobernador de Cap Fran-
çois se puso en movimiento y con unos 200 franceses
cruzó el Río Dajabón y atacó atras tres haciendas espa-
ñolas haciendo lo mismo que éstos habían ejecutado en
Capotillo, «pero sin emplear el fuego». Este grave inci-
dente, que hizo medir fuerzas nuevamente a los dos go-
biernos coloniales, convenció a sus funcionarios de que
convenía aclarar las cosas cuanto antes. Casi de inme-
diato a la represalia francesa, los gobernadores del Cabo
y de Santiago se reunieron y «convinieron que el río Ma-
sacre (Dajabón) serviría de límite provisional» entre am-
bas colonias en la frontera del norte. En diciembre de
ese año el Gobierno de Francia aceptó los términos de ese
convenio y ordenó a sus súbditos no traspasar las aguas
del río Dajabón hasta que los límites definitivos fuesen
fijados oficialmente por comisarios nombrados por los
reyes de España y Francia. Según una comunicación del
Consejo de Indias, los terrenos comprendidos entre las
aguas del Arroyo de Capotillo y las del Río Dajabón que-
darían como neutrales «hasta la decisión de los Sobe-
ranos».
En los años siguientes, sin embargo, las disputas con-
tinuaron. Unas veces fueron por la apropiación de una
isleta del Río Dajabón que había sido declarada como
propiedad española, pero que los colonos franceses quisie-
ron apoderarse de ella en varias ocasiones. Las más de
las veces, esas disputas fueron por la posesión de la fran-
ja de tierra que había entre las aguas de los ríos Capo-
tillo y Dajabón. En este lugar el Gobernador español quiso
269

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PH7.RO -ÍENR.ÍQIJEZ IJRESJÍ»
adelantarse a los franceses y dio orden a algunos españo-
les para que «formasen entre Capotillo y Dajabón algunas
poblaciones (si de poco valor, de summa importancia
para nuestro Derecho)». Pero inmediatamente las auto-
ridades francesas se opusieron «con lo qual, decía el Con-
sejo de Indias, amenazados indefensos y sentidos nues-
tros pobladores se retiraron». Esta medida del Goberna-
dor español, que buscaba que los franceses objetaran ju-
rídicamente la ocupación del Capotillo por los españoles
reconociendo legalmente la Convención de 1731, no dio
el resultado buscado. Antes al contrario, los franceses
también violaron lo convenido sobre la faja de Capoti-
llo y volvieron a colocar sus establecimientos en la mis-
ma y en la isleta del Río Dajabón. Pero el Gobernador
español « haviendo mandado subsistiese la Ronda con vi-
gilancia en toda la frontera descubriendo la nueva pobla-
ción y sembrados que havian hecho en la citada Isleta...
ordenó que en la Ciudad de Santiago de los Cavalleros y
todas las Villas y Lugares se publicase un Vando (que
los Franceses sienten demasiado en su perjuicio) de dar
livertad a sus esclavos» y en cuanto a la tierra disputada
despobló y destrozó «quanto havía travajado en ella por
los Franceses: assí porque en esto eran agresores notorios
a la paz». En los años siguientes los problemas fueron
también por la posesión de otras regiones que quedaban
en los territorios más profundos del oeste, en las juris-
dicciones de Bánica e Hincha, que los franceses decla-
raban como suyos pero que todavía no habían podido
ocupar definitivamente debido a la vigilancia de las tro-
pas españolas.
En esta zona los límites no quedaron claramente es-
tablecidos en la Convención de 1731 que sólo definió cla-
ramente la frontera del norte y dejó sobreentendida una
raya de tolerancia muy indefinida en la del sur. Duran-
te bastante tiempo, pues, las tierras del Río de la Seiba
o de la Sabana de Verettes fueron disputadas por las
tropas y habitantes de ambas colonias. De acuerdo con
270

BIBLIOTECA NACIONAL
PSDRO -lENRjQUEZ UREIVlík
la información disponible, los franceses otorgaron permi-
sos a algunos de sus colonos para que se establecieran
en esos lugares. Pero una vez que las patrullas españolas
de la Frontera detectaban nuevas habitaciones francesas
en aquellos territorios procedían a destruirlos quemándo-
les las casas y los sembrados y haciendo prisioneros a
los mayordomos y esclavos que había en ellas. Esto ocu-
rrió docenas de veces entre los años de 1736 a 1773. A
cada uno de esos conflictos seguía el retiro o la coloca-
ción de un puesto de guardia francés o español. Por re-
gla general, quienes se retiraban eran los franceses que
se sabían usurpadores de esos terrenos y no podían re-
batir los argumentos de los comandantes españoles que
andaban siempre provistos de toda suerte de documen-
tos y actos notariales que comprobaban la propiedad de
los mismos. Es sorprendente el volumen de documentos
que hacían preparar los españoles en relación con cada
uno de esos incidentes y lo dilatado de las justificaciones
y argumentaciones legales traídas a mano para aclarar
cada una de las situaciones. Poco a poco, a la colocación
de los puestos de guardia, seguía la fundación de hatos
en las cuencas de los ríos más importantes de esa zona,
que eran los ríos Artibonito, Libón y Canot. Así, preten-
dían los españoles, se iría formando una frontera viva
en contra de la expansión francesa. En 1736 tuvo lugar un
serio incidente en la región de Mirebalais, donde las tro-
pas españoles se apoderaron de la orilla occidental del
Río de la Seiba y, pese a la movilización de tropas france-
sas para echarlos del lugar, su comandante tuvo que per-
mitir que los españoles conservaran ese río y sus már-
genes occidentales hasta que los monarcas de ambas na-
ciones decidieran el asunto,
i
Al año siguiente, sin embargo, los franceses avanzaron
sobre las llamadas tierras de Minguet que ellos habían
abandonado hacía unos veinte años y allí colocaron una
bandera luego que desalojaron un vecino de Hincha que
se .había asentado en esos lugares. El pretexto del avan-
271

V
wm
BIBLIOTECA NACIONAL
P E R O H E N R f Q U E Z UREIÑJOk
R C r j j O I_! Í «. S O M I N I C Í I N I *
V

ce de esas tropas francesas, compuestas de unos 40 hom-


bres, era que ellos buscaban esclavos cimarrones. Los es-
pañoles de Hincha, Bánica y San Juan fueron moviliza-
dos por sus comandantes, pero éstos viendo que los fran-
ceses estaban dispuestos a pelear decidieron dejar la cues-
tión como estaba para no arriesgar un enfrentamiento de-
sigual que sería lo mismo «que perderlo todo». Por lo
que resolvieron «como más conbeniente entretener el tiem-
po con representaciones Al General francés Marques de
Fayet», hasta tanto la situación se resolviera de otro modo.
Este hecho hizo que el Gobernador de Santo Domingo
escribiera a la Corona pidiendo el envío de dos mil fusi-
les con sus bayonetas y solicitando el envío de familias
canarias para poblar más densamente las fronteras. Fue
precisamente esta petición de canarios lo que decidió al
Consejo de Indias, en 1739, a elaborar el plan de repo-
blamiento de las zonas deshabitadas de la Colonia, de
que ya hemos hablado. En 1741 los españoles establecie-
ron un nuevo puesto de guardia cerca de la localidad fran-
cesa de Dondon para impedir la penetración por esta zona
de algunos habitantes franceses que ya tenían plantacio-
nes en ese territorio. Los franceses no pudieron impedir
el establecimiento de este puesto de guardia. Ya en 1729
los españoles habían establecido otro puesto de guardia
en las orillas del Río Las Caobas, lo que fue interpretado
por los franceses como que ése era el límite entre las dos
colonias, cosa que los españoles rechazaron pero no pu-
dieron evitar.
La teoría de los franceses, decía su Gobernador, era
que «si los españoles son limitados por el Río Las Caobas
(l'Alcaobe), todo el terreno que se encuentra detrás de las
. montañas de la isleta y de los Palmitos, limitado por los
ríos Las Caobas y Artibonito, nos pertenecerá incontesta-
blemente. La conservación de este terreno, que está muy
unido y espacioso ha sido aparentemente el objeto de M.
Du Paty y de la Rochalard por las precauciones que ellos
han adoptado para impedir que los españoles pasen las
272
ISlIfifl
^ B I B L I O T E C A M A C I O N AL.
F B D R O -IEMRÍQLIEZ UREÑJA
Caobas. Si, al contrario, el desfiladero donde está actual-
mente el cuerpo de guardia español se deja como fronte-
ra, es evidente que las montañas de los Palmitos, y de la
isleta, serán nuestro límite nosotros perderemos todo el
terreno que se encuentra detrás de estas montañas. Yo
añadiría, Monseñor, que sería conveniente que los límites
entre las dos naciones fueran reconocidos.» Sobre la fi-
jación formal de límites por las dos Coronas insistieron
mucho los franceses, tanto en cartas a su propio gobierno,
como en comunicaciones al Gobernador de Santo Domin-
go. Desde la Paz de Ryswick en adelante esta fue la política
de los franceses. Pero tanto el Consejo de Indias como los
Gobernadores de Santo Domingo siempre aconsejaron al
Rey de España no tomar ninguna decisión sobre los lími-
tes «por ser cierto y notorio que el primer establecimien-
to de los franceses en la Isla fue por via de vsurpacion a
mediados de el siglo ultimo pasado y que en los tratados
de Pazes que después acá se han celebrado entre las dos
Coronas no se les ha hecho cesión formal de su territo-
rio, ni jurisdicción alguna en ella, de suerte que su perma-
nenzia en lo que ocuparon al principio, y han internado
despues, prozede de un fundamento tan débil e insub-
sistente como el de nuestro disimulo o tazita toleranzia.»
Lo interesante del caso era que los colonos y planta-
dores franceses establecidos desde hacía mucho tiempo
no estaban interesados en apropiarse de toda la Isla, como
eran la suposición y los temores españoles. Después de
1731, lo que los franceses deseaban era la fijación de lí-
mites en forma mucho más clara que lo que la Convención
de ese año establecía. Por ello se nota a lo largo de toda
la correspondencia diplomática de ambas colonias de ese
período el esfuerzo de los gobernadores franceses por ob-
tener un Tratado de límites que garantizara definitiva-
mente sus posesiones lo mismo que las españolas. Esto
se notó muy claramente en 1741, cuando llegó al Cabo
la noticia de que Francia y España estaban conversando
sobre la posibilidad de ceder la colonia española a Francia

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -ÍENJRÍQUEZ LIREIVJA
para que ésta poseyera la Isla entera. Los colonos y pro-
pietarios de plantaciones, al saber la noticia, se opusieron
a la cesión, porque la misma significaría la apertura de
nuevas tierras al cultivo de plantaciones y la llegada de
miles de inmigrantes más que al producir lo mismo que
ellos aumentarían la competencia y bajarían el precio
de los productos coloniales.
Durante el Gobierno de Zorrilla de San Martín tam-
bién hubo problemas fronterizos. De acuerdo con Moreau
de Saint Méry, en 1747 los españoles realizaron nuevas
incursiones sobre un establecimiento en Marre-á-la-Roche,
parroquia de Dondón, propiedad de Mauny de Jatigny,
donde apresaron cinco negros y al administrador y se los
llevaron a la colonia española. Luego, en octubre de 1750,
hubo nuevos problemas en Capotillo, donde los españoles
destruyeron los establecimientos de un tal señor Loyer y
amenazaron con pegar fuego a otros dos establecimientos
más. En 1752, los soldados españoles desalojaron por se-
gunda vez al mismo Mauny de Jatigny de otros estableci-
mientos que él había hecho mucho más al oeste de los
anteriores, en el sitio de Minguet. Muy cerca de este sitio
fue donde 16 años atrás los franceses habían plantado su
bandera y los españoles no se atrevieron a quitarla. Con-
fiando en su fuerza y en un documento de 1698, los ad-
ministradores de la colonia francesa tomaron personal-
mente posesión de esos territorios como parte de la mis-
ma. En 1755 los españoles amenazaron a unos franceses
de un cantón cercano a Bayahá, lo que hizo que el co-
mandante de esta zona estableciera ahí un puesto de guar-
dia que andando el tiempo tomaría el nombre de Valliére.
No obstante esta disposición, dos años más tarde, en 1757,
los españoles quemaron ahí mismo cuatro haciendas de
franceses por considerar que esos terrenos pertenecían a
su colonia.
En 1761 las tropas españolas descubrieron «dos estan-
cias considerables, con plantío de Cafee y otros Frutos de
dos Franceses llamados Villard y Rabi en la parte que
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BIBLIOTECA NACIONAL
PHTRO -1ENR.ÍQLIÉZ LIRENJA
ÍCrÚBUCA DOMINICANA
llaman Arroyo seco, aguas vertientes acia la parte de Hin-
cha», pero el comandante no se atrevió a destruirlas sin
informar primero al Gobernador «porque dudé, si siendo
este establecimiento antiguo tendría V. S. a bien que lo
arrasasse y que siendo de mucho valor precisamente los
Franceses havian de hacer grandes alborotos. También re-
flexioné que no tendría dia bastante para cortar la mitad
del Cafee y aunque lo cortara todo, siendo las casas de
piedra con unas paredes muy gruesas, se havian de que-
dar en pie, otro motivo tuve de gran consideración para
no quitarlas y fue que indispensablemente se havia de
derramar mucha sangre, porque aunque tuve la precau-
ción de cercar y assegurar los negros antes que nos viessen,
como eran muchos no se pudieron coger todos y los que
se escaparon dieron aviso a unas estancias inmediatas de
la otra parte de la garganta y a la media hora vinieron dos
tropas de gente armada negros y blancos y tres Franceses
tuvieron la temeridad de adelantarse a donde estabamos
y tirar con una pistola, la que aunque ardió la Cazoleta
no salió el Tiro: la gente que vio este atrevimiento partie-
ron a ellos y milagrosamente pude embarasar el que no
los matassen a todos, pero no el que dexassen de recivir
dos o tres heridas leves, porque los derribaron a palos
con las lanzas y les alcanzó en algunas partes el hierro
por el Corte. Crea V.S. que huve menester toda mi autori-
dad para contener nuestra gente, a la que le sobra el va-
lor y agilidad, pero le falta la disciplina; con la lanza en!
la mano, nada temen todos igualmente quieren matar al
instante que veen los franceses armados... Para evitar el
que huviese una carnicería si volvian otros Franceses re-
solví retirarme aquella misma tarde conciderando que
informado V.S. si resolviere que se quiten siempre esta-
mos a tiempo y no se ha perdido mas que el trabaxo de
haver ido, pero le advierto a V.S. que no asseguro el ha-
cerlo sin que cueste algunas vidas porque los Franceses
están muy insolentes: en cada havitación tienen una arme-
ría y todos acuden al rebato, lo que si asseguro que para
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHDRO —EKJRÍQUR7 LIRFMft
cada uno, que nos maten, les mataremos quatro por la
ventaja de nuestras lanzas y destreza con que les mane-
jan. Este vezindario esta mui ostigado de los Franceses
que ademas de quitarnos la tierra corren nuestros mon-
tes matando y llevándose las rezes manzas que encuen-
tran por todo el camino, y fuimos hallando lazos armados
y hoyos con ramas para coger el ganado quando baxa a
el Arroyo; Todo él corre por entre unos bellos montes,
y entra en el de Marigallega, cerca de las sabanas de la
Atalaya. Quedo esperando las órdenes de V.S.» A lo que
respondió el Gobernador diciendo que si los franceses «se
hallassen muy fuertes de gente y armas, de forma que el
arrancarlas ha de costar de una parte, y otra efussion de
sangre, no haga Vm. nobedad en ellas hasta que informa-
do yo por Vm. de todo le ordene lo que mas convenga,
pues sería contra la tranquilidad y buena fee que obser-
van ambas coronas y exponernos sin sobrada y notable
razón en materia de tanta gravedad, y que debemos cami-
nar con pies de plomo».
Esta actitud del Gobernador indicaba un cambio de
actitud con respecto a la Frontera que fue provocado por
varios factores. Uno, el enorme crecimiento y enriqueci-
miento de la colonia francesa que para esta época podía
disponer de varios miles de hombres, tanto libres como
esclavos, para cualquier operación militar en contra de
cualesquiera enemigos, fueran éstos ingleses o españoles.
Otro, la alianza entre las Coronas de Francia y España que,
precisamente en agosto de ese mismo año de 1761, las
llevaría a firmar el célebre Pacto de Familia para oponer-
se más firmemente al podería inglés que amenazaba los
intereses coloniales de estas dos potencias, no sólo en
Europa, sino también en América, en Asia y en Africa.
Inglaterra había ampliado sus posesiones y su poderío
militar en todo el mundo a expensas de los imperios es-
pañol y portugués y de las posesiones francesas y holan-
desas, y tanto Francia como España buscaban revertir ese
fenómeno o, al menos, detener ese impulso expansionis-
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PEDRO HENJRLQUEZJJREÑLFT
r. CPÚDLICA DOMINICANA
ta inglés tanto en Europa como en América, particular-
mente en las Antillas. Había, pues, que cerrar frentes y
uno de éstos, obviamente, era la Isla de Santo Domingo,
donde los franceses mantenían la más importante de sus
colonias, cuyo desarrollo, ya se ha visto, favorecía la vida
económica de la colonia española.
De ahí que en 1763 el gobierno francés enviara como
Gobernador de su colonia al Conde d'Estaing con órdenes
de escoger la persona que habría de trabajar conjuntamen-
te con el Gobernador español en la fijación de los límites
definitivos. D'Estaing llegó el 19 de abril de 1764 y se puso
en contacto inmediatamente con el Gobernador español
que lo era entonces Don Manuel Azlor. Pero esta vez los co-
misarios no pudieron reunirse puesto que Azlor no había
recibido instrucciones precisas para ello y las únicas que
tenía le ordenaban solamente hacer un reconocimiento de
las fronteras conjuntamente con el Gobernador francés.
Fue necesario casi un año para que Azlor realizara su via-
je, cosa que hizo entre abril y mayo y entre septiembre y
octubre de 1766. Era esta la primera vez en más de un
siglo que un Gobernador dejaba la ciudad de Santo Do-
mingo por más de una semana «por la aprehensión co-
mún en que están radicados estos Naturales de que el
Presidente no puede dejar, ni salir de la Capital». De este
viaje resultó un buen entendimiento entre ambos gober-
nadores, tanto que d'Estaing prometió visitar la ciudad
de Santo Domingo para concluir sus negociaciones o de
enviar a su comisario ya nombrado que lo fue el Maris-
cal Mr. De Portal. Por primera vez, también, un goberna-
dor español dejaba a Santo Domingo para ir a recorrer
personalmente las fronteras que hasta entonces habían
sido gobernadas a través de los comandantes locales. Ese
viaje parece que impresionó mucho al Gobernador español
pues en 1770 el mismo Azlor quedó convencido de que «la
utilidad que resultara de que se prefixen los limites, con
la Nación Francesa en esta Isla, es notoria, por los in-
formes que he hecho a S.M. por conducto de V.E. acom-
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BIBLIOTECA NACIONAL
t'EC'RO -JBNRfQUEZ LIREIvJA
ICfOoLIC«- DOHINIC^NÍ
pañados de documentos comprobantes, como también se
reconoce por ello, los esfuerzos violentos que executa di-
cha Nación continuamente para extender sus posesiones
en esta Isla, sin que se les pueda contener con razones por
lo que, refiriendome a dichos mis anteriores ynformes y
documentos que los acompañan expongo nuevamente lo
útil que es la demarcación de los limites para que cesen
los disgustos». Este cambio de opinión del Gobernador es-
pañol respecto a la conveniencia de fijar los límites se de-
bía, según él mismo afirmó, a que «se ha visto los tér-
minos con que a toda priesa ban avanzando sobre nues-
tros terrenos, sin que quede esperanza de contenerlos
como digo antes, ni con razones, ni con protextas, ni re-
querimientos». Por ello, decía el Gobernador, era nece-
sario que el Rey le confiriera las facultades necesarias para
concluir cuanto antes tan importante asunto.
Entretanto, a fines de 1769 hubo un serio incidente
cerca de San Rafael en donde las tropas españolas apre-
saron un habitante francés confiscándole sus esclavos y
bienes y llevándole prisionero a la ciudad de Santo Do-
mingo. Pero este problema no obstaculizó las gestiones
diplomáticas que llevaban a cabo las autoridades de am-
bas colonias. En cierto modo aceleró la decisión de adop-
tar un acuerdo de comercio y límites, el 4 de junio de 1770,
por medio del cual, en su artículo 5, se estableció que en
caso de dificultades por motivos de discusión sobre los
límites entre ambas colonias «los Comandantes respecti-
vos de los Cuerpos de Guardia, puestos en las Fronteras,
se avisaran mutuamente y juntos irán a los Parages, para
verificar allí el objeto de las contextaciones y remediar-
las provisionalmente y amigablemente: inmediatamente
daran parte a sus Superiores directos. Estos a los Gober-
nadores Generales de su Nación, los que se entenderán
juntamente y daran sus ordenes definitivas». Este acuer-
do fue puesto a prueba entre mayo y junio del año si-
guiente de 1771 cuando la Frontera fue nuevamente con-
movida por varios encuentros y choques sostenidos en-
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -IENJR.IQUEZ UREIvjfl,
\ RC r ú a LIC«. DOf'lINICANíS
V

tre soldados y habitantes tanto españoles como france-


ses. La documentación sobre este particular es larga, pero
conviene mencionar, para dar una idea de las tensiones
existentes, que entre los establecimientos españoles ata-
cados por los franceses se encontraban las haciendas de
don José Guzmán, Barón de la Atalaya, una persona a
quien los franceses siempre habían considerado como
buen amigo suyo. Tal como el acuerdo de junio de 1770
ordenaba, los comandantes de los lugares respectivos in-
tentaron resolver por las buenas esas diferencias con el
auxilio del Gobernador francés, logrando, con grandes
dificultades, que ambas partes devolvieran los terrenos
tomados durante los incidentes. Así las cosas, llegó a San-
to Domingo el nuevo Gobernador, procedente de Cara-
cas, don José Solano Bote, a mediados de 1771, mien-
tras se sucedían esos últimos incidentes en la Frontera.
No bien había llegado, recibió una carta del Ingeniero
Saint Mausuy, comunicándole que él había sido nombra-
do oficialmente por el Gobernador francés para hacer los
levantamientos definitivos de los límites franceses y es-
pañoles en la frontera del norte. Varios meses más tarde
recibió la comunicación nombrando al Caballero De Va-
lliére para hacer los mismos trabajos en la frontera del
sur. En diciembre de ese mismo año de 1771, Solano
nombró a don Fernando de Espinosa Comandante de la
Frontera del Sur para que negociara, junto con el Go-
bernador francés y sus ingenieros, todo lo relativo a la
fijación definitiva de los límites fronterizos.
Los años siguientes, de 1772 a 1776, fueron años de
intenso trabajo de campo en la Frontera y de una igual-
mente intensa correspondencia entre los gobernadores y
otros funcionarios competentes de ambos lados de la
Isla. La política francesa estaba orientada a conseguir
un tratado definitivo de límites como quiera que fuese,
pero la política española, llevada a cabo por Solano Bote,
no se contentaba solamente con el tratado sino que bus-
caba la restitución de una serie de lugares que habían
279
IKI0I
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -LEMRÍQUEZ TJR£ ÜFT
F. C P Ú B L 1 C ' . » . O M I N I C Í N I »
estado en disputa desde hacía décadas. Entre esos luga-
res estaban Capotillo, el antiguo puesto del Saltadero
del Río Canot, la Sabana de Verettes, y «todas las funda-
ciones poseídas por los franceses... y las demás que están
o se hallaren de la parte de acá de la raya de Tolerancia».
Solano estuvo dispuesto a dejarles a los franceses sola-
mente las estancias de Café descubiertas diez años atrás
en Arroyo Seco. Según las informaciones del Gobierno
francés a sus funcionarios coloniales en 1772, la Corte
de España ya estaba deseosa de que se terminara cuanto
antes la cuestión de los límites de Santo Domingo. El
objetivo francés era obtener como frontera el Río Neiba
(Yaque del Sur), a la altura de San Juan de la Maguana
y trazar desde allí una línea recta hasta el Río Dajabón.
Pero en agosto de 1773, mientras discutían la fijación de
los límites de la frontera del sur, Solano obligó al comi-
sionado francés a renunciar sus pretensiones amenazan-
do con no vender más ganado y suspender la entrega de
los negros fugitivos a la colonia francesa. La firmeza del
Gobernador Solano, unida a la escasez de carne existen-
te en la parte francesa desde que un año atrás él había
dispuesto que los franceses debían pagar los ganados en
moneda y no en mercancías, fue suficiente para que el
Comisionado francés firmara el 25 de agosto de 1773 «una
convención que, al adoptar todas las pretensiones de los
españoles, hace comenzar el límite setentrional en el
río Masacre, y lo termina al sur en el río de Pedernales».
Aunque el Comisionado francés quiso protestar por este
acuerdo que el mismo Gobernador Solano calificó de «in-
voluntario», las autoridades españolas se mantuvieron fir-
mes requiriendo a los franceses que mantuvieran las co-
sas in statu quo y pidiendo a la Corte que hiciera saber
al gobierno de Francia la intención de no ceder en lo más
mínimo en cuanto a lo firmado en ese acuerdo. En febre-
ro de 1775, el Gobierno francés ordenó a sus funcionarios
aceptar las cosas como estaban ya que en agosto del año
pasado había sido enviado un funcionario, Mr. D'Ennery,
280

BIBLIOTECA NACIONAL
PBDRO HEMRtQUEZ LIRENA
con instrucciones de terminar de una vez por todas la
cuestión.
Ya quedaba poco por hacer. El señor D'Ennery se
reunió con Solano en febrero de 1776 en el poblado de
San Miguel de la Atalaya donde firmaron un acuerdo
sobre las bases de la Convención de agosto de 1773 y
convinieron nombrar una comisión que fuera al terreno
a fijar los limites con mojonaduras piramidales. Esta co-
misión trabajó arduamente en la colocación de esas pi-
rámides, y ya en agosto de 1776 había concluido su tra-
bajo. El día 28 de este mes ambos plenipotenciarios fir-
maron un Tratado provisional de límites entre ambas
colonias que se hizo definitivo al año siguiente el día 3
de junio de 1777, cuando los Embajadores ad hoc nom-
brados por España y Francia se reunieron en Aranjuez
y lo ratificaron con sus firmas para que «pusiese fin para
siempre a las dificultades». Con la firma del Tratado de
Aranjuez termina la litis legal sobre los límites fronteri-
zos, pero no por ello terminaron los problemas que la
coexistencia de dos colonias tan disímiles como Santo
Domingo y Haití debían naturalmente provocar en las
tierras de la Española. Junto con el tratado de límites
también se firmaron otros tratados sobre el comercio de
ganado y sobre la restitución de negros fugitivos o de
soldados y colonos desertores para también poner fin a
los problemas que provocaban la presencia de esos indi-
viduos en las tierras españolas. Y fue precisamente este
tratado sobre la restitución de negros a Santo Domingo
el instrumento que llevó a la colonia española a partici-
par años más tarde en los importantes acontecimientos
que tuvieron lugar en Haití con motivo del estallido de
la Reyolución de 1789 en Francia. Pero esos tratados
también tienen su historia. La misma está ligada a la
Frontera, como lo estuvo el comercio de ganado y el
desarrollo demográfico de ambas colonias durante el si-
g l o XVIII.

281

BIBLIOTECA NACIONAL
- - P E D R O -iEMRÍQUEÜ UREMIA
XIII
LA POBLACION, EL COMERCIO Y LA FRONTERA
(1731-1789)

LA EXPANSION FRANCESA EN las tierras occiden-


tales de la Isla no fue enfrentada únicamente con la fuer-
za de las armas ni con la simple negociación de acuerdos
diplomáticos. La Frontera entre las colonias francesa y
española de Santo Domingo no fue una línea muerta tra-
zada en gabinetes oficiales, sino un elemento vivo en la
formación social del Pueblo Dominicano. La lucha por las
tierras del oeste fue una lucha de intereses encontrados
entre dos sociedades y entre dos economías. En sentido
muy general puede decirse que fue una pugna entre la
plantación y el hato, entre el capitalismo colonial fran-
cés y el sistema tradicional de explotación de las tierras
españolas. Pero en sentido más particular, la formación
de la Frontera fue un proceso lento y conflictivo durante
el cual los franceses quisieron redondear el borde de sus
posesiones pretendiendo unas veces ocupar la Isla entera,
y otras veces conservar lo ya ocupado. Todo ello, al tiem-
po que los españoles trataban de preservar la soberanía
española de la Isla y su derecho a seguir viviendo en unas
tierras que a muchos de ellos pertenecían desde los mis-
mos comienzos del siglo xvi. Las pugnas fronterizas fue-
ron pugnas por la preservación de la nacionalidad espa-
ñola en las tierras de Santo Domingo. Por ello, desde el
mismo momento en que la presencia francesa se hizo per-
manente en el oeste de la Isla, los españoles descubrie-
ron que para impedir su ocupación total por los france-
ses, era necesario reforzar las operaciones militares con
283

BIBLIOTECA NACIONAL
PHTRO -HENRfOUEZ UREXIflk
el asentamiento de familias importadas de las Islas Ca-
narias en las tierras en disputa. Desde un principio las
familias canarias estuvieron ligadas a la Frontera.
La importación de esas familias, comenzó en 1684.
Esta medida sirvió no sólo a los fines de las autoridades
de Santo Domingo, que buscaban detener el avance fran-
cés, sino también como solución al problema de la po-
breza de las Islas Canarias que en esos años se encontra-
ban padeciendo de una de las peores crisis económicas
de su historia. Entre 1684 y 1691 fueron introducidas en
Santo Domingo unas 323 familias que sumaban algo más
de 1615 individuos. Con ellas, como se recuerda, se fun-
daron en 1684 los poblados de San Carlos, en las afue-
ras de Santo Domingo y Bánica en las regiones fronteri-
zas. A principios del siglo xvin, en 1704, se fundó cerca
de Bánica, pero mucho más al oeste, el poblado de Hin-
cha. Por diversas razones, la introducción de canarios se
detuvo hasta 1720, siendo una de ellas la dificultad que
había para conseguir barcos que quisieran ocuparse de
ese negocio en aquellos tiempos en que las guerras de
Augsburgo (1689-1697) y de la Sucesión española (1702-
1713) hacían de la navegación atlántica una empresa pe-
ligrosa. De acuerdo con un memorial del Cabildo de San-
to Domingo de 1715, hacía 16 años que no entraban en
Santo Domingo «los nauios de las Islas de Canaria con
las 150 toneladas de frutos que por Zedula de VM. les
esta mandado que traigan». A partir de este año, precisa-
mente, comenzaron los franceses a presionar con más vi-
gor contra las posesiones españolas debido, sobre todo,
a la tremenda expansión de su economía y a la cuadru-
plicación del número de sus habitantes y esclavos que
sobrepasaban en mucho los 18.410 personas que vivían
en la colonia de Santo Domingo en 1718, de las cuales,
según Charlevoix, sólo había unas 3705 capaces de portar
armas, sin contar unos 400 franceses pasados al bando
español que participaban en los corsarios armados por
las autoridades para dificultar la navegación inglesa y

£•
284

B
P JEB
D LRIOO T-LENRLQUEZ
2 C A N A C IUREFAO,
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francesa en el Caribe. Se sabe que unos cuantos años


más tarde, en 1726, la colonia francesa alcanzó las 30,000
personas libres y «cien mil esclavos negros o mulatos, y
se podían contar entre los primeros diez mil hombres
capaces de portar armas, y en caso de necesidad podían
ser armados unos veinte mil negros sin que las factorías
sufrieran considerablemente».
Como los vecinos y el Gobernador de Santo Domingo
percibían directamente esta crítica situación, nuevamen-
te requirieron a la Corona que reanudara los envíos de
familias canarias suspendidos a finales del siglo xvii. El
Consejo de Indias se hizo cargo nuevamente del asunto
y en 1718 aconsejó que las remesas de familias fueran
continuadas. Conforme con esto, el Rey decretó ese mis-
mo año que los armadores de barcos de las Islas Cana-
rias debían enviar uno periódicamente a Santo Domingo,
Puerto Rico y Caracas con familias pobres de aquellos
lugares. Al llegar a su destino se les daría tierras, gana-
dos y semillas. Así, en 1720 llegaron las primeras 50 fa-
milias, y entre ese año y el de 1725 arribaron a Santo Do-
mingo unas 28 familias de unos cinco miembros cada
una que fueron repartidas en diferentes lugares de la
Isla. Después del último envío este año hubo un cierto
retraso que alarmó al Gobernador de la Rocha y le hizo
escribir en 1728 al Consejo de Indias pidiendo que se
volvieran a importar familias y soldados de las Islas Ca-
narias para poblar y fortificar los puertos de Montecris-
ti y Samaná «a cuya ocupación aspiran principalmente
los franzeses». Esta misma petición fue repetida por el
Gobernador en diciembre de ese mismo año, sugirien-
do que sería conveniente que entre esas familias hubie-
sen algunas de origen gallego «por ser la naturaleza de
estos la mas adaptable a estos climas». Sin embargo,
las familias pedidas por de la Rocha no fueron envia-
das y hubo que esperar muchos años hasta que en 1735
el entonces Gobernador Alfonso Castro y Mazo escribió,
junto con el Fiscal de la Audiencia, dos cartas al Con-
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BIBLIOTECA N A C I O N A . .
PEDRO -ÍENRÍQUEZ URE - l V '
BCrÚHUCA DSHIHICAI/A
sejo de Indias en las cuales hablaban «sobre la conbe-
niencia de enviar familias que poblasen lo desierto de la
Isla».
El Consejo ordenó inmediatamente al Juez de Indias
en Canarias que reanudara el envío de las familias y al
mismo tiempo ordenó al Gobernador de Santo Domingo
que «disponga empiezen a poblar en el terreno mas cer-
cano a el que ocupan franceses facilitándoles para ello
los auxilios y alivios que pudiere... Estas órdenes se ex-
pidieron y han empezado a tener efecto pues en Carta
de 22 de Dizbre de 1737 da quenta el Presidente de haver
llegado a aquella Isla de las de Canarias quarenta fami-
lias de a cinco personas (aunque no de tan buena calidad
como el quisiera) con las que ha dispuesto la población
de la antigua Ciudad de Puerto Plata, con el nombre de
nuestra señora de la Candelaria y Sn Phelipe que es el
Parage por donde con consejo de intelijentes le ha pa-
recido empezar para impedir a los franceses que por
aquella costa del Mar pasen sin ser vistos a la de Samaná».
Esta segunda fundación de Puerto Plata no dio el resul-
tado previsto pues el Gobernador Castro y Mazo remitió
las mencionadas familias «sin la necesaria prevenzion de
vastimentos, y sin hauer dado antes providencia para que
se limpiasen las aguas detenidas que causaban muchas
umedades, de que resultó la muerte de la mayor parte
de ellas». Años más tarde, posiblemente teniendo en cuen-
ta esta experiencia, el Gobernador Pedro Zorrilla de San
Martín llegó a proponer que además de canarios fueran
importados gallegos y catalanes, diciendo que los galle-
gos, especialmente, tolerarían mejor el clima de la Isla.
El esfuerzo por repoblar a Puerto Plata no fue el
único, sino uno entre muchos otros que tuvieron lugar
durante la tercera y la séptima décadas del siglo xvin.
En todos ellos primó la idea de que la fundación de
nuevos pueblos debía ser para impedir la ocupación fran-
cesa de las zonas despobladas de la Isla y para reforzar,
asimismo, la soberanía de la Corona española sobre los
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHTRO -lENJRfQUEZ UREIVIA
territorios en disputa. En 1733 fue fundada la villa de
San Juan en el valle de la Maguana en tierras que antes
pertenecían a la jurisdicción de Azua, pero que eran de-
seadas por los franceses. En 1735 fue fundada la villa de
Neiba en una zona donde había algún ganado cimarrón
para impedir que los franceses siguiesen pasando a esta
región a cazar animales, pues luego hacían sus habita-
ciones y plantaciones en ella siendo muy difícil en lo
adelante desalojarlos. En 1740 fue creada la parroquia
de Dajabón, en el mismo borde fronterizo con la colonia
francesa «para socorro espiritual de los muchos vecinos
que en él se hallan en diferentes haciendas del campo
que allí se han formado». Once años más tarde, en 1751,
fue fundada la Villa de San Fernando de Montecristi, con
un nuevo contingente de 200 familias canarias, de las
cuales se destinaron 100 a reforzar la población de Puerto
Plata. En 1756 fueron enviadas otras familias canarias
a fundar el nuevo pueblo de Samaná. Esas familias fue-
ron luego aumentadas con otras 60 familias con un total
de 240 personas en 1760. Con parte de estas familias fue
fundada al otro lado de la Bahía, frente a Samaná, en
este mismo año de 1760, la población de Sabana de la
Mar, de la cual esperaba el Gobernador Manuel Azlor
que su población pasaría en el futuro las 200 familias.
Al año siguiente, en 1761, Azlor fundó «otra Nueva, que
establecí en la Frontera, nombrada San Raphael», y puso
otras 26 familias canarias a vivir en la villa de Azua «por
ser puesto de Costa, que necesita vezindario para su fo-
mento, y defensa en caso de algún insulto por parte de
los enemigos en tiempos de Guerra». Con este mismo pro-
pósito quiso el Gobernador Azlor fundar un nuevo pue-
blo en la Boca del Río Haina, en 1763, pero ello no fue
posible por diversas razones, pese a que en este mismo
momento había en la ciudad de Santo Domingo unas
292 personas canarias en espera de ser asentadas. Una
parte de las mismas fueron llevadas al año siguiente a
287
la Sabana de Baní en donde se fundó otra población con
ese nombre.
Todo ese movimiento de familias desde las Canarias
a la ciudad de Santo Domingo y desde ésta hacia diferen-
tes puntos del interior de la Isla costaba dinero. Hay
muchos documentos que dan cuenta de los costos de
esas fundaciones adonde era necesario llevarlo todo, ade-
más de la gente. Según los cálculos del Gobernador Az-
lor en 1763, «para el costo de un Bojio mediano, en qual-
quier Pueblo de la Ysla, se necesitan Ciento y ochenta
pesos pero en los Parages como Puerto de Plata, Monte-
christi, Samana, y Sabana de la Mar, que eran unos te-
rrenos vírgenes y montes inaccesibles, que ha sido preciso
solicitar en esta capital, todos los materiales para sus
fabricas, también los víveres para los trabajadores cos-
teándolo todo de la Real Hazienda en embarcaciones por
Mar, y todas las erramientas para el Peonaje, y traba-
jadores, no es posible que esto se consiga sin crecidos
costos, aunque con la mayor economía, como se han he-
cho». Para hacer frente a esos gastos el Consejo de In-
dias había recomendado en julio de 1739, y el Rey así
lo ordenó en diciembre de 1741, que el financiamiento
del proyecto de población de las costas del norte de la
Española saliera de las Cajas Reales de Méjico cuyo vi-
rrey debía enviar a Santo Domingo anualmente, además
del situado, la suma de 16,000 pesos por cada cincuenta
familias canarias que fueran asentadas en Santo Domin-
go. El proyecto era cubrir toda la zona de la Isla que ha-
bía sido despoblada un siglo y medio atrás cuando las
Devastaciones y que los franceses estaban insistiendo so-
bre su gobierno para que las reclamara al Rey de Es-
paña y les permitiera expandir su colonia hasta Samaná.
Esos 16,000 pesos debían bastar para mantener cada
grupo de 50 familias «a lo menos por tiempo de un año,
y hasta que se cogiesen los frutos de la tierra, submi-
nistrándoles para ello, y para la cria de ganados, quanto
necesitasen». Durante los primeros tres años se envió
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'BIBLIOTECA NACIONAL
" B D R O - l E N R Í O U E r UREtvJA
Í.CPÚDLICA D O M I N I C A N A .
regularmente la mencionada suma, pero en 1744 el Virrey
de Méjico suspendió las remesas «hasta tener noticias del
Presidente de la Audiencia de Santo Domingo, de las fa-
milias que fuesen llegando a aquella Isla», pero el Con-
sejo de Indias le previno «que luego que recibiese el aviso
del Governador de ella de las familias que llegasen, diese
disposición, para que se remitiese puntualmente la can-
tidad, que fuese precisa para su subsistencia de confor-
midad de lo prevenido, y mandado por la citada Real
Cédula». Entretanto, el Gobernador de Santo Domineo
debía correr con los gastos interinamente sacando el di-
nero de los fondos de su propio gobierno. Ese dinero le
sería reembolsado a medida que el Virrey fuese enviando
las cantidades asignadas para el proyecto.
Así marcharon las cosas durante los siguientes veinte
años, en el curso de los cuales, según consta en un infor-
me de la Contaduría de Santo Domingo, ingresaron a la
Isla 225 familias y 2 personas. De manera que para su-
fragar los gastos por este concepto sólo se debieron remi-
tir unos 72,128 pesos, pero en cambio, por diversos des-
cuidos de los Virreyes que antecedieron al Marqués de
Cruillas en Méjico, se enviaron para cubrir con los gastos
de las nuevas poblaciones unos 215,380 pesos, de lo cual
«resulta el exceso de ciento, quarenta, y tres mil, doscien-
tos, cincuenta, y dos pesos». Cuando este Virrey descu-
brió esta situación ordenó el cese de los envíos de dinero
hasta tanto las cuentas de las Contaturías de Santo Do-
mingo y Méjico estuvieran claras en cuanto a esta situa-
ción que no debió ocurrir y, sin embargo, había ocurrido.
Después de una investigación se descubrió que ese dine-
ro en exceso que había sido enviado a Santo Domingo
se había empleado en «los demás gastos precisos, e in-
dispensables para la construcción de las Casas, que han
de formar las nuevas poblaciones, en que han de avitar
las familias, que se destinan para cada una, y en la for-
tificación de los parages, que necesiten esta precaución
para su seguridad, y de toda la Isla; cuyos costos, parece,
289
10.
no se tuvieron presentes, ni se comprehendieron en las
Reales Cédulas de los años 1741 y 1744». Tampoco se tu-
vieron en cuenta, dice el informe de la Contaduría, los
costos de la manutención de las familias mientras estu-
viesen en la ciudad de Santo Domingo esperando que las
llevaran a los lugares que debían ser poblados, «pues es
evidente, que quanto mas tarde se concluyan las casas,
tanta maior sera la detención en Santo Domingo; y por
consecuencia mas excesivos los costos de su manutención,
haviendose de hacer estos, como es preciso, a expensas
de la Real Hacienda». Esto era lo que más preocupaba al
Gobernador Azlor entre los años 1763 y 1764 cuando estu-
vieron en Santo Domingo detenidas unas 292 personas
en espera de ser destinadas a algún sitio. Por esta razón,
precisamente, fue que Azlor pidió que no se enviaran más
familias de las canarias, pues el Virrey de Méjico acababa
de suspender las remesas y él se encontraba sin fondos
suficientes para completar el programa de poblamiento
de las costas del norte y de la Frontera diseñado en 1741.
Es más, en cartas suyas al Consejo de Indias, Azlor decía
en noviembre de 1763 que tenía deudas por unos 39,023
pesos en que había incurrido para sufragar el déficit pro-
ducido por la llegada de las últimas familias y por el cese
de las remesas desde las Cajas Reales de Méjico. Azlor
concluía diciendo que se encontraba «sin esperanza de
poder salir de estos préstamos», y pidiendo que «se ex-
pida Real orden correspondiente al Juez Subdelegado de
Indias de dichas Yslas para que cese en la recolección, y
remisión de Familias a esta». Con esta situación concluyó
el programa de poblamiento de las zonas deshabitadas
de la colonia española en Santo Domingo. Una última po-
blación fundada en 1768 fue San Miguel de la Atalaya en
el extremo más occidental de la Colonia colindando casi
con los establecimientos franceses. Su fundador fue
don José Guzmán, a quien la Corona concedió el título
de Barón de aquellas tierras, y quien llegó a ser un im-
portante exportador de ganado hacia la colonia francesa.
290

lUiifll
. BIBLIOTECA MAC I O N AL
PEDRO -IEMR.IQUEZ URÉKlft
l.crÚOUCi DOMINICANA
XIII
Por otra parte, al tiempo que llegaban los canarios o
que ocurrían diversos incidentes en diferentes lugares de
la Frontera, el comercio de ganado y de manufacturas enr
tre ambas colonias continuaba. El Convenio de límites
de 1731 estabilizó bastante las relaciones entre los fran-
ceses y los españoles de la Isla de Santo Domingo y,
aunque en múltiples ocasiones esas relaciones fueron afec-
tadas por los conflictos fronterizos, lo cierto es que a
partir de ese año las comunicaciones entre los gobiernos
de ambas colonias empezaron a gozar de una continuidad
permanente. Poco a poco los franceses buscaron llevar a
los españoles a aceptar legalmente el hecho consumado
de su presencia en aquellas tierras, pese a que muchos
gobernadores siguieron insistiendo junto con el Consejo
de Indias en que esa presencia era ilegal aunque fuera
tolerada. Pero el Convenio de 1731 legalizó tácitamente
las posesiones francesas de una vez por todas, y ambos
gobiernos se comprometieron a mantener las mejores re-
laciones posibles, no sólo porque sus Coronas así lo orde-
naban, sino también porque así convenía a los vecinos de
ambas colonias. Como se ha visto, el desarrollo de la co-
lonia francesa había hecho posible el avivamiento de la
vida económica de Santo Domingo gracias al comercio
de ganado y al intercambio de manufacturas y otros pro-
ductos. Este era un hecho que los españoles no perdían
de vista y trataban de sacar las mayores ventajas del
mismo. Decía un funcionario francés en julio de 1731
que «el abandono en que la mayor parte de los habitantes
tienen sus hatos ha sido causado por la facilidad que ha
habido en los primeros tiempos de conseguir de los es-
pañoles bestias baratas. Ahora que el consumo ha aumen-
tado por el aumento de hombres y de plantaciones de
azúcar, los españoles se aprovechan de esta coyuntura y
desde hace algunos años han subido el precio de sus bes-
tias al cuádruple. Lo siguen aumentando diariamente por
la imprudencia de los habitantes que las buscan con tan-
ta prisa que el deseo del vendedor es la regla del precio».
291

' PBDBO --lE^K-fCLIEZ ÓBg.x!«


Esta dependencia del ganado español irritaba a mu-
chos franceses y en más de una ocasión hubo quienes
propusieron fundar hatos nuevamente en aquellas zonas
donde no estuviera siendo explotada intensivamente en
plantaciones. Uno de los argumentos más fuertes en favor
de la fundación de nuevos hatos en la colonia francesa
era que los mismos proporcionarían nuevos empleos y
además «podemos asegurarnos el abastecimiento de bes-
tias en caso de que los españoles no nos provean por gue-
rra entre las dos naciones». En diciembre de 1732 el Go-
bernador francés accedió a estos requerimientos y dis-
puso la concesión de ciertas exenciones fiscales en favor
de los propietarios de hatos que tuvieran más de 300 ani-
males. Sin embargo, siempre había entre los franceses
algunos que defendían la ampliación de las plantaciones
a costa de los hatos favoreciendo la eliminación de estos
últimos. Su argumento era «que son inútiles al país» y
que «deben ser desterrados del centro de los departa-
mentos principales donde se necesitan habitantes para
defenderlos y mientras en esos departamentos se encuen-
tre buena tierra para cultivar no se debe dudar en prefe-
rir el aumento de los colonos al establecimiento de hatos.
Todo para no correr la suerte de los españoles». Estos úl-
timos, como hemos visto, habían hecho de la crianza de
ganado la actividad principal y casi única de su economía
y no habían podido hacer que su colonia alcanzara los
niveles de producción que había alcanzado la francesa
en aproximadamente medio siglo. En 1734, por ejemplo,
la producción de la colonia francesa, totalmente orien-
tada hacia la exportación, era la siguiente:
Añil 655,210 libras
Azúcar en bruto 425,266 »
Azúcar parda (terre) 1,501,680 »
Cueros 180,000 unidades
Algodón 600,000 libras
Cacao, café y canela 300,000 »
292

BIBLIOTECA ISIACIOMAL '


PFEDRO -K-MRÍQUEZ IJRENJA
294
Todo esto proporcionaba una cantidad de dinero exor-
bitante para la época. Nótese que sin que la colonia fran-
cesa fuera una productora de ganado podía darse el lujo
de exportar grandes cantidades de cuero hacia Francia
donde serían utilizados por la industria de ese país en
la fabricación de calzados, sillas de montar, cuerdas, ta-
picería y otros mil artículos más. Aunque todos estos
cueros no provenían de Santo Domingo, se sabe que apro-
ximadamente la mitad de los mismos sí habían sido ex-
traídos de los ganados comprados en la colonia española,
cuya complementaridad económica con la colonia fran-
cesa era reconocida por todos. Frente a esta ventajosa
circunstancia, el Gobernador Alfonso Castro y Mazo no
podía hacer otra cosa como no fuera tolerarla, tal como
habían hecho sus antecesores. En agosto de 1740 Castro
Mazo escribió a su colega francés al otro lado de las fron-
teras y le hizo saber que «tolerará el comercio (de ga-
nado) mientras no sea informado jurídicamente». Y no
podía hacer otra cosa, pues éstos eran los momentos en
que la colonia de Santo Domingo había llegado al más
alto grado de dependencia en relación con la francesa.
La navegación en el Caribe se había hecho tan difícil y
peligrosa que Castro Mazo tuvo que recurrir al Gober-
nador Larnage para que enviara un barco francés a San-
tiago de Cuba a buscar el situado proveniente de México
que había sido depositado en aquella ciudad. El problema
era realmente que el año anterior, en 1739, había estalla-
do la guerra nuevamente contra los ingleses en Europa
en un intento de España para recobrar su perdida in-
fluencia en la política italiana. Esta guerra se trasladó al
Caribe, como era la tradición, poniendo a Santo Domingo
y Jamaica otra vez en pie de lucha. En marzo de 1740
circularon rumores de que los ingleses pensaban atacar
la ciudad de Santo Domingo, lo que hizo que sus autori-
dades se esforzaran frenéticamente en reforzar las defen-
sas de la ciudad. Esos rumores resultaron falsos y San-
to Domingo no fue atacado. En diciembre de ese mismo
293
año los franceses hablaban de un plan combinado, junto
con los españoles, para atacar a Jamaica. Este plan tam-
poco fue realizado, y en cambio lo que se vio surgir en
Santo Domingo fue el renacimiento del corso que durante
los últimos años había sido ejecutado por corsarios cu-
banos y puertorriqueños que a pesar de la tregua de 1729
habían seguido dificultando la navegación inglesa en el
Caribe. El corso ejecutado por los españoles de Santo
Domingo también fue otro de los factores que contribu-
yeron a activar la vida económica de la colonia española
a mediados del siglo xvin, además del comercio de ga-
nado.
Años más tarde, Antonio Sánchez Valverde, hablaría
de esos factores con las siguienes palabras: «¿Qué es-
fuerzos superiores han influido en ello? Ninguno, verda-
deramente. No ha habido otra cosa que la concurrencia,
como decíamos antes, de algunos accidentes que expon-
dremos con brevedad. El primero, en mi opinión, ha sido
el mismo establecimiento de las Colonias Extrangeras.
Ello es constante, sin que pueda ponerse en duda, que a
proposición que ellas han tomado incremento, también
le han tenido nuestras Posesiones: y la razón no es obs-
cura. Como fueron creciendo en número los Franceses,
fueron necesitando de nosotros para su abasto y subsis-
tencia, a medida que labraban la tierra, les faltaban los
pastos y los Criaderos y quantos más Ingenios de Azú-
car iban plantando, tanto mayor necesidad tenían de bes-
tias para moverlos y para la conducción de sus frutos.
Lo que nos sobraba en la Isla eran ganados y caballerías
que de nada servían sin labores, ni comercio en que exer-
citar los unos y sin pobladores que consumiesen los otros.
Por consiguiente, se nos abrió una puerta útilísima, por
donde sacar lo que sobraba y traer tanto como faltaba a
los Vecinos. Una de las especies que tomaban los nues-
tros por precio de sus animales, eran las herramientas y
utensilios de que carecían y Negros que hacían tanta falta.
El mismo tráfico se hacía por las Costas con la Nación

IS1IBI
294

BIBLIOTECA NACIONAL
V
I CrÚ O LIC A SOHINICANA
Holandesa y con la Inglesa, que procuraban sus Islas cir-
cunvecinas. De esta suerte fuimos poco a poco habilitán-
donos de esclavos y de utensilios. Empezamos a cultivar
la tierra y dimos principio a unos Ingenios y Trapiches
tales quales».
«Como estas introducciones, aunque necesarias y úti-
lísimas, eran fraudulentas, procuraban impedirse dando
licencias de armar Corsos para estorbar los Contravan-
dos de la Costa, con lo qual encontramos otra Mina. Nada
es más animoso que la pobreza y ella excitó a todos los
Vecinos de la Capital a comenzar esta guerra en sus
Lanchas o Piraguas, en que iban veinte y cinco o treinta
hombres bien armados, pero al descubierto. Echábanse
sobre el Barco Contravandista que hallaban, tomábanle
y partían el importe de su valor. Mejorando de buque
con el apresado, se juntaban en mayor número y con
más defensa y así fueron enriqueciéndose muchos vecinos
y haciéndose famosos Corsarios y Pláticos excelentes de
todo el seno Mexicano».
Durante la llamada Guerra de Italia, que comenzó
en 1739 y terminó en 1748, el corso fue una importante
actividad entre los vecinos de la ciudad de Santo Domin-
go que, al decir de Sánchez Valverde, «se dieron más que
antes a sus correrías», enriqueciéndose muchos de ellos
y poniendo a circular dinero adicional al que proporcio-
naba la exportación de ganado a la colonia francesa. Hay
que decir, sin embargo, que durante estos años el comer-
cio de ganado fue afectado por diversas medidas adopta-
das por el nuevo Gobernador español don Pedro Zorrilla
de San Martín, luego que llegó a la Isla en 1741 en un
barco francés que hizo escala en la ciudad de Cap Fran-
çois. Durante su estadía en esta ciudad, Zorrilla descu-
brió que los franceses habían establecido un impuesto a
la carne que se vendía en sus carnicerías, cosa que le pa-
reció ilegítima pues la misma significaba que un gobier-
no extranjero estaba lucrándose a costa de un artículo
producido en territorio español. De ahí que inmediata-
295

ISlilR
BIBLIOTECA MACIONAk
PHTRO -LENRÍQUEZLJREMA
r.CPÚOLUI OOM1NICANA
mente llegó a Santo Domingo prohibió categóricamente
la exportación de ganado hacia la colonia francesa, agra-
vando con ello la gran carestía de carne que allí existía
debido a una sequía desde hacía dos años azotaba la Isla.
Esta disposición obligó al gobernador francés a rogarle
a Zorrilla de San Martín que permitiera la exportación de
por lo menos 200 cabezas de ganado por mes hasta que
los hatos de la parte española estuviesen repuestos de la
sequía. Zorrilla aceptó pero agregó que «para hacer auto-
rizar esta tolerancia por la corte de España, él creía deber
establecer un impuesto sobre la exportación de animales
y fijó ese derecho en cinco pesos por cada pareja». Las
consecuencias de esta medida fueron el aumento del pre-
cio de la carne en la colonia francesa y la reacción de los
españoles criadores de ganado que, descontentos con esa
cuota, optaron por dedicarse a pasar ganado de contra-
bando a la colonia francesa. Este contrabando, aunque
difícil, se realizaba a través de caminos ocultos abiertos
por los mismos franceses en años anteriores para eludir
el pago de los impuestos establecidos por los otros gober-
nadores españoles. Cuando Zorrilla se enteró de esta si-
tuación, en 1744, amenazó a las autoridades francesas con
cortar totalmente el suministro de ganado oficialmente
permitido, por lo que éstas «para calmar sus sospechas y
contener sus amenazas», nombraron una comisión que in-
vestigara la conducta de los encargados de comprar los
ganados en la parte española para llevarlos a su colonia.
Así se mantuvo la situación durante todo el Gobierno
de Zorrilla de San Martín y de sus sucesores: con una
cuota oficial de exportación que variaba según las con-
veniencias del Gobernador de turno y con una cantidad
indeterminada de animales que pasaban la Frontera por
caminos ocultos hasta que, finalmente, en 1761, Francia
y España firmaron un Pacto de Familia para protegerse
de los ingleses, cuyas posesiones en América del Norte
ponían en peligro las posesiones españolas en América.
Se sabe que ese Pacto de Familia, esa alianza entre Es-
296

PEDRO HENRÍQUÉZ UREÑJfi.


ÍCPÍ.'aUC» DOMINICANA
paña y Francia, fue más buscada por Carlos III que por
el Rey francés Luis XV y que el mismo estuvo motivado
especialmente por la preservación de los intereses colo-
niajes de ambas potencias en el Caribe. Frente a esta
alianza los ingleses declararon la guerra en 1762 y, al año
siguiente, después de una rápida serie de victorias, ataca-
ron y tomaron la ciudad de la Habana, que retuvieron en
su poder durante varios meses. Durante los siete años que
duró la guerra, los franceses enviaron tropas adicionales
a la Isla para proteger ambas colonias contra un posible
ataque inglés, por lo que ambos gobernadores, después
de recibir órdenes de sus gobiernos respectivos, firmaron
desde el principio, en junio de 1762, un tratado en uno de
cuyos puntos quedó establecido que «atendiendo a que la
carne falta a los franceses, los españoles la proveerán tan-
to para la subsistencia de las tropas actuales, como para
las que se esperan de Europa, durante la guerra, y sin
traer consecuencias ni compromisos para el porvenir,
ochocientos animales machos por mes y más si el estado
de los hatos lo permite». El precio de esos animales se-
ría de 35 pesos la pareja, lo que hacían unas 9,600 cabe-
zas por año, con un valor de 168,000 pesos anuales. Claro
está que el impuesto de cinco pesos por pareja de anima-
les establecido por Zorrilla de San Martín veinte años
atrás, todavía persistiría. Al año siguiente, un Comisario
de Guerra francés llegó a Santo Domingo con el permiso
de la Corte de España para negociar con el Gobernador
español un nuevo arreglo sobre el suministro de ganado.
Sus intenciones eran conseguir que la cuota de exporta-
ción de 800 animales mensuales fuera aumentada a 1,000
por lo menos, pero el Gobernador español se negó cate-
góricamente a acceder a esa petición arguyendo que «eso
se convertiría en un título contra él o contra sus suce-
sores».
Las discusiones siguieron y los franceses incluso lle-
garon a pensar en obtener permiso del mismo Gobierno
español para importar ganados del oriente de Cuba, don-
297
/

de había tan grande cantidad de ganado «que la isla de


Cuba no la puede consumir». Pero en eso llegó a Santo
Domingo una orden del Rey de España disponiendo que
se permitiera a los franceses sacar de la colonia espa-
ñola todos los ganados que necesitaran para dar abasto
a las necesidades de su colonia. En cumplimiento de esta
disposición el Gobernador Azlor autorizó al Tesorero de
Santo Domingo para que llegara a un acuerdo con los
franceses sobre el asunto. De manera que el 22 de mayo
de 1764 este funcionario y el oficial encargado por el
Gobernador francés firmaron un tratado por medio del
cual se permitía «la salida libre y exenta de impuestos de
los ganados que necesitaban las colonias francesas, sin
que pudiera exigirse ningún peaje extraordinario y sin
otra precausión que la de asegurar la reproducción». Así,
los franceses, dice Moreau de Saint Méry, «podrían com-
prar con toda libertad y amigablemente los animales a
los españoles, sin que se les pudiera exigir ningún im-
puesto a los vendedores ni a los compradores sino los que
serían ordenados por su Majestad Católica...»
La firma de este tratado hizo que el Gobernador Az-
lor publicara un bando anunciando a todos los españoles
que a partir de esta fecha quedaba abierto nuevamente el
comercio de ganado con los franceses a quienes les po-
drían vender sus animales libremente con la única obli-
gación de obtener un permiso de sus comandantes loca-
les. Sin embargo, Azlor parece que no quería dejar de
aprovechar las ventajas que el impuesto de exportación
podían proporcionarle y, pese a lo establecido en el tra-
tado, ordenó que al obtener el permiso de los comandan-
tes, los españoles debían pagar los derechos oficiales, que
eran « diez libras de Francia por cada cabeza de buey o
vaca; tres libras por cada cerdo, muerto o vivo, y veinte
libras por cada bestia caballar o mular; todo esto so
pena de la vida y de la confiscación de los contravento-
res». Y aunque, como era de esperarse, el Gobernador
francés protestó por esta medida, Azlor tranquilamente
298

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO ^ N R J Q U E Z UR£\1A
«CrÚBUCA SSMINI.CAN«
le contestó que dejaría así las cosas hasta tanto recibiera
nuevas instrucciones de su gobierno.
Algo parecido ocurrió en 1766, cuando las autorida-
des de ambas colonias negociaron un nuevo tratado para
la saca de ganados. Y volvió a ocurrir también en 1769
cuando el mismo Azlor que parecía «no haberse ocupado
sino en estorbar la salida de los animales para la parte
francesa, hizo un reglamento que establecía que en lo
adelante esta salida no podía hacerse sino en virtud de
un permiso que emanaría directamente de él y no de los
oficiales de la frontera, a quienes prohibió siguieran dán-
dolos. Para obtener este permiso, ordenó a los funciona-
rios judiciales competentes preparar estados anuales de
todos los hatos de su jurisdicción, de manera de hacer
conocer los propietarios la cantidad de ganado que te-
nían, la porción necesaria para el consumo del lugar, la
del contingente que había que suministrar para las car-
nicerías de la capital y la cantidad que debía reservarse
para la multiplicación, a fin de estar seguros de no per-
mitir sino la salida del excedente. A estos permisos que
debían indicar el propietario, la marca, el conducto y el
número de los animales, era necesario anexar el recibo
o carta de pago del impuesto de cinco pesos por cada
par de animales». Estas disposiciones produjeron nume-
rosas dificultades en la parte francesa lo mismo que en
la parte española, lo que hizo que las autoridades france-
sas enviaran nuevamente otro de sus funcionarios a San-
to Domingo a negociar un tratado menos perjudicial para
sus colonos. Debe recordarse que todos estos aconteci-
mientos tenían lugar en momentos en que las relaciones
diplomáticas entre ambas colonias se encontraban suma-
mente tensas con motivo de los incidentes y conflictos
fronterizos. Por eso el nuevo acuerdo para el suministro
de ganado a los franceses fue firmado como un capítulo
más dentro del tratado general del 4 de junio de 1770 en
que se definieron otros problemas relativos a la Fron-
299
tera. Para las autoridades españolas, el comercio de ga-
nado no podía desligarse del problema fronterizo.
Esto se vio claramente al ser sustituido Azlor por el
nuevo Gobernador José Solano Bote en 1772. Ahora bien,
la participación de Solano en el comercio de ganado tam-
bién estuvo ligada al monopolio que intentó establecer
en Santo Domingo una compañía mercantil, la llamada
Compañía de Cataluña, fundada en Barcelona en 1755
con el propósito de aprovechar los recursos de la Isla
Española tal como había hecho la famosa Compañía Gui-
pozcoana o de Caracas a partir de su fundación en 1728
en las tierras de Venezuela. Aunque la Compañía de Ca-
taluña no llegó a realizar grandes negocios en Santo Do-
mingo, sí llegó a nombrar sus representantes en esta ciu-
dad, los cuales a la llegada de Solano se encontraban re-
cogiendo informaciones acerca de la economía de la Isla.
Solano acababa de ser Gobernador de Caracas y estaba
acostumbrado a servir a los intereses de la Compañía
Guipuzcoana que desde hacía décadas mantenía un mo-
nopolio allí. Para él, los intereses de las Compañías refle-
jaban los intereses de la Corona, que las había fundado
para reforzar en forma particular el sistema de monopo-
lio en las Indias, y «como gobernador muy celoso de los
intereses de la metrópoli, hizo prometer a esos agentes
enviar seis buques por año a la colonia y se comprome-
tió, a su vez, a asegurarles todas las ventajas de su co-
mercio. Sólo existía un medio y era impedir que los
españoles empleasen (como se venía haciendo desde hacía
casi un siglo) en la parte francesa, el producto de los ani-
males que se vendían allí, en mercancías de Europa, tales
como telas de lana o seda, o de hilo y algodón, vino, ha-
rina, mercerías, sombreros, sederías y otros objetos úti-
les, sea como alimentos o como vestidos... En consecuen-
cia, en enero de 1772 hizo publicar una prohibición a
todos los españoles, so pena de prisión, de llevar a la
parte francesa animales y de traer de allí mercancías».
Los efectos de esta medida arbitraria no se hicieron es-
300

BIBLIOTECA N A C I O N A L
P E D R O lENRlQUEZ URElílA
«trÚDUCi DOMINICANA
perar. Al suspenderse la venta de ganado a la parte fran-
cesa, sus colonos volvieron a sufrir de la misma cares-
tía de carne que habían padecido en ocasiones anteriores
cuando el comercio había sido interrumpido por orden
de algún gobernador. En la parte española, por otra par-
te, la reacción fue la acostumbrada: los dueños de ani-
males se dedicaron con más fervor que nunca al contra-
bando de ganado para venderlo en las carnicerías fran-
cesas, «pero las confiscaciones sucesivas y el cuidado que
hizo tomar el señor Solano de destruir y obstruir el paso
por varios caminos de travesía, no hicieron sino aumen-
tar la mala condición de los españoles que maldecían
abiertamente a la Compañía de Cataluña».
Dice Saint Méry, quien estudió detenidamente todo el
problema, que esta nueva crisis duró varios meses y pudo
ser parcialmente resuelta en agosto de 1772 cuando So-
lano consintió en otorgar el privilegio exclusivo para la
exportación de ganado a los dueños de la carnicería de
Cap Francois, quienes aprovecharon este nuevo monopo-
lio para aumentar el precio de la carne en la colonia
francesa, que ya era de por sí bastante alto debido a to-
dos los incidentes de los años anteriores. Las autoridades
francesas hicieron que su gobierno se quejara ante la
Corte de Madrid por las medidas adoptadas últimamente
por el Gobernador Solano. La respuesta del Consejo de
Indias a esta nueva queja de los franceses fue decir que
la Corona «necesitaba esclarecer los hechos, y mientras
tanto daba órdenes para que la salida de los animales se
hiciera de acuerdo con la convención hecha en 1766», que
permitía a los carniceros o vendedores de carne de la
parte francesa venir a la parte española a comprar los
animales que necesitaban pagando los impuestos corres-
pondientes. Así siguieron las cosas hasta que se firmaron
los acuerdos fronterizos provisionales de 1773 y 1776 y,
más tarde, el Tratado de Aranjuez en 1777, en el cual
los franceses consiguieron la inclusión de una cláusula
que decía así: «La extracción de animales de la parte es-
301

"
l&BfK
BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -HENRÍQUEZ LIREKIA
IVCR-ÚBLIE«>%P O M I N I C A N *
pañola para la subsistencia de las tropas y de los colo-
nos de su majestad cristianísima, será permitida de la
manera más conveniente al gobierno español, y la me-
nos onerosa para los franceses; en consecuencia, el go-
bernador comandante-general de la parte española, libra-
rá los pasaportes necesarios para esta extracción, tanto
a los empresarios de las carnicerías francesas, como a
los españoles que los solicitaren». A partir de entonces,
decía Solano al Rey en julio de 1777, los franceses iban
y venían libremente a abastecerse de ganado en la parte
española y los vecinos de ésta vendían sus animales a las
carnicerías de la otra colonia provistos de los permisos
correspondientes.
La Revolución Norteamericana y el apoyo francés a
las colonias inglesas en rebeldía hicieron que Francia e
Inglaterra volvieran a la guerra nuevamente en 1778 y que
España se alineara con Francia al año siguiente, en 1779,
para tratar de recobrar lo perdido en la Guerra de los
Siete Años. Durante todo este período la colonia francesa
recibió grandes contingentes de tropas enviadas para de-
fender toda la Isla de un posible ataque inglés. Esas tro-
pas, que cuidarían lo mismo de Santo Domingo que de
Cap Francois, debían ser alimentadas y por ello la ex-
portación de ganado fue aumentada. El 1780, dice Saint
Méry, el Gobernador español dio permiso exclusivo a un
francés para que pudiera comprar ganado en cinco lu-
gares cercanos a la Frontera y de allí los pasara práctica-
mente en un régimen de monopolio a las carnicerías de
su Colonia. Aunque la guerra terminó en 1783 y la pre-
sencia de los soldados no fue tan necesaria como antes,
no por ello disminuyó el volumen de animales vendidos
a la parte francesa. Antes al contrario, el gobierno fran-
cés eliminó todos los monopolios sobre la carne en 1787,
y la compra libre de ganados permitió un notable aumen-
to del consumo que obligó a los compradores franceses
302

i SIISI
• IE I C '.A . , CIO •
PBDRQ ^ N R f Q U E Z UREKJA
\

a internarse cada vez más en la colonia española para


conseguir los animales que necesitaban.
De acuerdo con los cálculos de Saint Méry, para 1789
el suministro de ganado vacuno que recibía la colonia
francesa era de unas 15,000 cabezas al año, que eran pa-
gadas a 30 pesos fuertes cada una, produciendo un in-
greso bruto a los dueños de hatos de la colonia española
de unos 450,000 pesos anuales, sin contar con lo perci-
bido por el gobierno colonial por concepto de impuestos
que recibía alrededor de un diez por ciento de esa cifra.
Algunas veces esas ganancias aumentaban, dependiendo
de las circunstancias. Durante la Guerra con los ingleses
por la Revolución Norteamericana, la demanda de ga-
nado hizo subir los precios hasta 40 pesos por animal,
pero el promedio, en general, estuvo alrededor de los
30 pesos. En 1780 las ventas subieron en un 30 % en re-
lación con los años anteriores. Según los cuadros de los
diezmos pagados por el ganado vendido en 1760, los es-
pañoles de las jurisdicciones de Santiago, La Vega, Cotuí,
Hincha y San Rafael, Bánica y San Juan, vendieron a la
colonia francesa unos 15,000 animales. En 1780 esas mis-
mas regiones lograron vender unas 23,000 cabezas, todo
lo cual da una idea del enorme auge que alcanzó la ga-
nadería en la colonia española con motivo del desarrollo
económico de la colonia francesa que necesitaba cada vez
mayores cantidades de carne para alimentar una pobla-
ción que en 1789 totalizaba ya las 520,000 personas.
Fue este comercio lo que realmente ayudó a la colo-
nia de Santo Domingo a salir del estancamiento económi-
co en que se encontraba a finales del siglo XVII. Sus efec-
tos sobre la economía de la colonia española empezaron
a ser percibidos en la tercera década del siglo. Ya en 1728
el Cabildo de Santo Domingo escribía a la Corona dando
cuenta de que importantes cambios habían tenido lugar
en la economía de la Colonia, sobre todo después de la
llegada del Gobernador don Francisco de la Rocha, a quien
ellos asociaban con la ocurrencia de estos cambios. Como
303

IS1IBI
B I B L I O T E C A M A C SON AL
PEDRO HENRÍQUEI UREMIA
KCrÚBI^ICA D O M I N I C A N A
se sabe, de la Rocha lo que hizo fue aprovechar el auge
económico de esos años para reorganizar la administra-
ción pública y militar en beneficio de los intereses loca-
les. Con los dineros percibidos por concepto de los bar-
cos atrapados por los corsarios de la ciudad, este Gober-
nador se dedicó a cancelar deudas vencidas y a cubrir
otros gastos de la Real Hacienda que desde hacía mu-
chos años estaban en defecto. Por primera vez en cerca
de un siglo ya no fue necesario buscar dinero prestado
entre los vecinos ricos para ayudar a sufragar los gastos
del gobierno colonial, en especial los gastos militares que
por primera vez estaban debidamente satisfechos, dicien-
do el Cabildo que se encontraban «vien expeditas y dis-
ciplinadas las Milicias adelantadas y vien pagadas las
Tropas de la Costa de Norte y Sur y los Pueblos sosega-
dos de los Alborotos tan escandalosos y perjudiciales del
Gobierno pasado tanto que los mas esquibos de la gente
del Campo los ha reducido con mansedumbre a un tran-
quilo reconocimiento de su deuida sugeccion, no siendo
menos cuidadoso en la seguridad de esta Capital en que
ha reemplazado el numero de su guarnición con gente vien
escogida y resuelta que tiene vajo de un buen orden y
disciplina». La satisfacción de los regidores los hacía ex-
clamar diciendo que «jamás se ha uisto en lugar tan po-
bre avmentado tanto la Real Hazienda y todo por sus
buenas prouidencias».
De manera que cuando Zorrilla de San Martín llegó a
Santo Domingo en 1741, el comercio de ganado había
iniciado ya el proceso de activación económica de la
colonia de Santo Domingo. El corso fue, como hemos
dicho, un factor adicional, pero no el más importante,
por no ser el más permanente ni el que ocupaba mayor
cantidad de personas. Conviene no olvidar que la gana-
dería constituyó siempre la base económica de Santo Do-
mingo y que todos los demás esfuerzos por buscar otras
fuentes productivas tuvieron siempre como trasfondo es-
tructural la crianza, o la cacería de ganado y la exporta-
304

BIBLIOTECA NACIONAL
PBDRO -4EMR.ÍQUEZ: LIREfoA
f. crÚCLICA DOMINICANA
ción de cueros o de animales vivos a los extranjeros que
los necesitaban. El panorama de la historia económica
de la Colonia durante la segunda mitad del siglo XVIII nos
lo ofrece en pocas palabras Antonio Sánchez Valverde,
diciendo que «don Pedro Zorrilla, Brigadier, que le go-
bernó durante la guerra del año 40, viendo que nadie
se atrevía a exponer sus caudales para ir a las Colonias
Estrangeras en busca de harinas, vino aseyte y otros ví-
veres y que tampoco iban a España, dió aviso a las Na-
ciones Neutrales para que pudiesen proveernos. No es
decible quán favorable fué a Santo Domingo este pro-
yecto. Los Holandeses y Dinamarqueses iban a porfía.
La concurrencia les obligaba a avaratar los efectos y te-
níamos aquellos renglones al mismo precio que en la
Europa. Estos comerciantes, los Capitanes y Tripulación
gastaban en su subsistencia, diversiones y composturas
de Barco gran parte de su principal y lo demás procu-
raban llevarlo en maderas, vituallas y otros efectos del
País, de que necesitaban en sus Colonias. Los Esclavos
que trahían para su servicio y ostentación no volvían re-
gularmente a embarcarse y de este modo, sin sacar di-
nero, quedábamos regalados y utilizados. Por este medio
se logró también que los Labradores, encontrando salida
de sus frutos, se diesen más a la Agricultura. Muchos de
ellos se quedaban en la Capital y formaron familias. De
los que concurrían con motivo del Corso son innumera-
bles las que se han hecho».
«En el Gobierno del Excelentísimo Señor don Fran-
cisco Rubio y Peñaranda, fue que logró la nueva Pobla-
ción de Montecristi su Real Indulto de Comercio Libre
con todas las Naciones por 10 años. La guerra que había
entonces entre Ingleses y Franceses hizo de Montecristi
un Almacén común, donde concurrían los Comerciantes
de ambas Naciones a traficar sus especies. Con esto sólo
fueron inmensas las sumas que por aquella Población
corrían a lo demás de la Isla, donde se hizo la Portugue-
sa la moneda más común. Por este conducto entraron
305

\zm
BIBLIOTECA N A C I O N A L
también muchos Negros y se establecieron forasteros que
se ligaron con el matrimonio allí y en las Poblaciones in-
mediatas. Baxo el proprio Gobierno se volvió a poblar
Puerto Plata y se hizo la Ciudad de Samaná y el Lugar
de Sabana de la Mar».
«En los años que gobernó el Excelentísimo Señor
don Manuel de Azlor se declaró la guerra a los Ingleses,
de que resultaron las utilidades y ventajas que hemos di-
cho y se fundaron las poblaciones de San Rafael, San Mi-
guel y las Cahobas. Visitó personalmente la Isla, e hizo
una invasión contra los Negros fugitivos acantonados en
las montañas del Baoruco, que contubo los perjuicios que
causaban en las inmediaciones y amedrentó los Esclavos
que acostumbraban a buscar aquel asilo con perjuicio de
los Hacendados. El Excelentísimo Señor don José Solano
trabajó mucho en fomentar la Agricultura, establecer un
Comercio regular, arreglar los abastos de las Colonias
Francesas, contener la extracción excesiva y perjuidial de
los ganados, refrenar el contravando y, sobre todo, con-
siguió la permisión ventajosísima para el fomento de la
Isla de que en cambio de los ganados y bestias que se
llevaban legítimamente los Franceses, pudiesen los due-
ños traer Negros, con lo qual animó la Agricultura para
cuyo beneficio formó también una Sociedad de Hacen-
dados».
Todo esto debía tener, y realmente tuvo, sus efectos
sobre la composición de la población y el crecimiento de-
mográfico de la Colonia. Como se recuerda, en 1718 había
en la parte española unas 18,410 personas, de las cuales
la
mayor parte era gente de color. Esta población había
aumentado casi veinte años después, a más de 30.058
personas, conforme a los datos recogidos en 1739 por el
Arzobispo Domingo Pantaleón Alvarez Abréu durante su
visita pastoral a la colonia de Santo Domingo. El detalle
con que el Arzobispo Alvarez Abréu presentó sus cifras*
al Rey en su Noticia de la Ysla de Santo Domingo, sugie-
re que este religioso estudió detenidamente la composi-
306

BIBLIOTECA MAC I O N AL
PEDRO -tENRÍQUEZ I1RENJ&
A

ción de la población en cada pueblo o aldea que visitaba.


Treinta años más tarde, en 1769, la población de la Co-
lonia había aumentado a unas 73.319 personas, según se
desprende de los padrones parroquiales realizados duran-
te ese año. En 1783 la población sobrepasa las 80.000 per-
sonas, incluyendo la ciudad de Santo Domingo que con-
centraba según dice Sánchez Valverde unas 25.000. De
manera que la población de la Española se triplicó, por
lo menos, durante el período del auge económico produ-
cido por el comercio de ganado y el corso a lo largo de
la mayor parte del siglo XVIII. Hoy sabemos que ese au-
mento demográfico no fue solamente vegetativo, sino que
se debió también a la inmigración de canarios y de ex-
tranjeros para quienes Santo Domingo volvía a ofrecer po-
sibilidades de mejoramiento en sus condiciones de vida.
Después del Tratado de Aranjuez, y en vísperas de la
Revolución Francesa, la ciudad de Santo Domingo refle-
jaba un notable bienestar y un cambio positivo en su si-
tuación económica. En 1737, decía Sánchez Valverde, to-
davía más de la mitad de los edificios de la Capital «es-
taban enteramente arruinados y de los que se hallaban
en pie, los dos tercios inhabitables o quedaban cerrados...
Había casas cuyos dueños se ignoraban y de que se apro-
vechaban algunos, como de cosas, que estaban para el
primero que las ocupase: o porque había faltado entera-
mente la sucesión de los propietarios, o porque habían
trasmigrado a otras partes». Sin embargo, casi cincuenta
años más tarde, decía el mismo Sánchez Valverde, «se
veía la Capital reedificada en la mayor parte con edificios
de manipostería y tapias fuertes, de que se habían hecho
calles enteras. El resto estaba poblado por buenas casas
de madera, cubiertas de yaguas, bien alineadas y bastan-
temente cómodas. Los vecinos principales habían hermo-
seado las suyas por dentro y por fuera y con toda esta
extensión era ya tal la Población, que el que necesitaba
mudar de casa, andaba muchos días para encontrar otra.
Igual o semejante mutación se notaba en los demás po-
307

BIBLIOTECA NACIONAL
PHDRO -IENRÍQUEZ URES1A
RCPÚOHC^ DOMISICAN*
blados de que acabamos de hablar, especialmente en San-
tiago, San Juan, Bánica y Guaba, como también el Seybo
y Azua cuya situación de las inmediaciones del mar se
había retirado al interior de las tierras por razón de lo
estropeada que la dejaron los terremotos del año 51».
De esta misma situación, que Sánchez Valverde constató
con sus propios ojos, también nos da noticias el mismo
Moreau de Saint Méry, quien pocos años más tarde tam-
bién tuvo la ocasión de visitar la colonia española y co-
nocer el nuevo y mejorado estado de la Capital: «Las
casas de Santo Domingo, son bastante hermosas, de dos
pisos, de un gusto sencillo y casi uniforme. Desde hace
aproximadamente quince años, se construye un número
crecido de casas de madera y las cubren con hojas de pal-
ma o yaguas».
El Santo Domingo que Saint Méry pudo observar era
muy diferente al que encontró el Gobernador Zorrilla de
San Martín casi cincuenta años atrás. No solamente se
dedicaba la población al comercio y a las actividades
conectadas con la ganadería o con el corso, sino también
a la fabricación de azúcar en las antiguas zonas cañeras
de los alrededores de Santo Domingo y en otras partes
del sur de la Colonia. Entre el Rio Nizao y el Río Ozama
funcionaban nuevamente unos 11 ingenios movidos por
bueyes y mulos, y alrededor de la capital funcionaban
otros 19 ó 20, uno de los cuales, el que había pertenecido
a los jesuítas todavía conservaba unos cincuenta negros
esclavos. Además, se veían en los alrededores de Santo
Domingo diversas plantaciones de cacao que había vuel-
to a cultivarse y, más al oeste del río Nizao, donde ter-
minaban los campos de caña, se podían ver también nue-
vas plantaciones de añil y algodón que algunos vecinos
habían hecho siguiendo el ejemplo de los franceses. Este
mismo ejemplo había sido seguido por los pobladores
del interior de la Isla, especialmente los de Santiago y
La Vega, que desde hacía muchos años se dedicaban,
además de la crianza de ganado, al cultivo del tabaco,
308

BIBLIOTECA t'lACIONAL
cuyo producto vendían indistintamente en la colonia fran-
cesa y en Santo Domingo, hasta que en 1763 la Corona
dictó una Cédula estableciendo una Factoría de Taba-
cos en Santo Domingo que se encargaría de fomentar
su cultivo y acaparar su producción para ser enviada a
las Reales Fábricas de Sevilla donde sería procesado jun-
to con otros tabacos procedentes de otras colonias para
lanzarlo al mercado en Europa.
La historia del tabaco cibaeño durante la segunda mi-
tad del siglo XVIII está llena de incidentes, pues los in-
tereses sevillanos, tal como habían hecho siempre, esta-
blecieron un monopolio que al poco tiempo perjudicó
a los cultivadores de Santiago y sus alrededores. Los en-
cargados de la Factoría de Santo Domingo establecieron
un precio tope para la compra del tabaco en rama que
no correspondía a los costos reales en que incurrían los
productores quienes, además de procesarlo conforme a
los requerimientos de los manufactureros sevillanos, de-
bían transportarlo penosamente por tierra hasta Santo
Domingo, o por agua navegando a lo largo del río Yuna
en barcazas de donde era transbordado luego a Samaná
para desde aquí enviarlo a la Capital. Por eso, en 1771, los
cosecheros de tabaco se reunieron en Santiago para de-
mandar precios mejores diciendo que de lo contrario se
arruinarían por no poder cargar con los costos que cau-
saba todo el procedimiento exigido por los compradores.
Como las demandas de los cosecheros tenían una base
real, la Corona aceptó aumentar el precio de compra en
1773, con lo que los cosecheros volvieron a la siembra y
otra mucha gente se dedicó a este cultivo. Pero en eso
llegó una Real Cédula ordenando la imposición de una
cuota a la producción de tabaco que no debía pasar de
las 12.000 arrobas al año que era la cantidad que los
monopolistas de Sevilla estaban dispuestos a comprar.
Otra vez los intereses sevillanos volvían a afectar los in-
tereses de los colonos de Santo Domingo. El Gobernador
Solano abogó en favor de los cosecheros del Cibao, pero
309

ISIIBI
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BIBLIOTECA NACIONAL.
P B T R O -IEMRÍQUEZ URE\IA
r. c R ú O LI c BOMINICANÍ.
las Reales Fábricas de Sevilla fueron inflexibles y sólo
permitieron, después de confirmar la cuota otra vez en
1775, que el excedente de la producción pudiese ser ven-
dido a la colonia francesa. Ahora bien, esa orden emi-
tida en 1778, dejaba a los cultivadores en una crítica si-
tuación, pues la misma disponía que serían considerados
como tales excedentes aquellas hojas «que por su baja
calidad no son de recibo en las reales fábricas» y dispo-
nía, asimismo, que a cambio de ese tabaco los colonos
debían recibir de los franceses únicamente dinero o ne-
gros. El precio de la arroba de tabaco era de unos 12 pe-
sos, pero hay que suponer que los franceses, acostum-
brados a cultivar y a comprar muy buen tabaco no se
dejarían engañar por esas medidas de la Corona Españo-
la. Pero como quiera que fuese habría momentos en el
futuro en que los cosecheros, hostigados por el monopo-
lio y molestos por las malas condiciones del transporte,
tratarían de vender todo su tabaco en contrabando a los
franceses, con quienes ellos tenían mejores relaciones co-
merciales que con los oscuros y lejanos especuladores y
mercaderes de Sevilla.

310

BIBLIOTECA MAC I O N AL
PEDRO -lENJRfQUEZ URESJA
l.EPÚOLI-:« DOMINICA í^j'A
EL COMERCIO TRIANGULAR, SAINT DOMINGUE,
Y LA REVOLUCION HAITIANA
(1789-1804)

EL CRECIMIENTO DE LA COLONIA francesa que


hizo posible la reactivación de la economía de la colonia
española también tiene su historia. Este crecimiento está
ligado al desarrollo del comercio mundial en el siglo XVIII
como resultado de la política de expansión colonial de
Francia, Holanda e Inglaterra en el siglo xvii. Y esta ex-
pansión, como es sabido, fue el resultado del enorme es-
tímulo recibido por la economía europea a consecuencia
del flujo de metales que enriqueció los incipientes nú-
cleos capitalistas de Europa y los incitó a buscar nuevos
mercados a sus productos en las nacientes colonias de
las Indias. De ahí surgió el contrabando que pudimos ob-
servar en el siglo xvi y de ahí surgieron las ocupaciones
de algunas islas antillanas por las potencias enemigas
de España. Estas islas fueron convertidas en verdaderas
colonias de plantaciones donde se cultivó el tabaco, pri-
mero, después el añil y finalmente la caña de azúcar. Los
precios del azúcar en Europa durante los siglos xvn y
XVIII bien merecen el calificativo de exorbitantes.
Los primeros en dedicarse al cultivo de la caña y a la
producción de azúcar fueron los españoles. Luego le si-
guieron los portugueses en Brasil y más tarde los ingle-
ses en Barbados y en Jamaica. Los franceses comenzaron
con el tabaco y luego con el añil. No fue sino a finales
del siglo xvii, estando el mercado mundial del azúcar
completamente dominado por los ingleses, cuando el Go-
bierno francés decidió estimular a sus súbditos a parti-
311

BIBLIOTECA NACIONAL
PH3RO -(EMRfQUEZ UREÑIA
cipar en el negocio del azúcar. Cuando esto ocurrió ya la
política colonial francesa había sido definida por Col-
bert en términos perfectamente mercantilistas que esta-
blecían el control absoluto de la metrópoli sobre sus
colonias y la total subordinación de éstas a los intereses
de aquélla. Así nació el sistema de monopolio francés
llamada L'Exclusive, tan cerrado como el de la Casa de
Contratación de Sevilla o como el monopolio inglés de
las famosas Navigation Laws. Así nacieron las célebres
compañías de Indias y con ellas las colonias de Francia
e Inglaterra en el Caribe.
Francia llegó tarde al negocio del azúcar y casi como
resultado de las luchas por el poder mundial que mantuvo
Luis XIV contra las potencias marítimas europeas a fi-
nales del siglo xvii. Sin embargo, los franceses pronto
alcanzaron a los demás competidores gracias a la orga-
nización de la industria azucarera de Martinica, al prin-
cipio, y luego, a partir de 1716, gracias a la productividad
de las plantaciones de Saint Domingue. Después de esta
fecha los ingleses fueron perdiendo lentamente el con-
trol del mercado mundial de dulces aunque no sin dificul-
tades para los franceses. Las guerras europeas del si-
glo xviii fueron en gran medida guerras coloniales por
las motivaciones últimas que las producían. El desarrollo
de Saint Domingue, Guadalupe y Martinica, por una par-
te, y el de Norteamérica, Barbados y Jamaica, por otra,
enriquecieron poderosos grupos de capitalistas en los prin-
cipales puertos y ciudades de Francia e Inglaterra. La
influencia de estos grupos era tal que cualquier cambio
en el panorama de sus intereses coloniales era suficiente
para obligar a sus gobiernos a lanzarse a la guerra. La
expansión y el crecimiento de las colonias generó en
esos países la formación de poderosas burguesías mer-
cantiles cuyo mayor interés era desplazar a los competi-
dores extranjeros por cualesquiera medios que fuese.
Ahora bien, el juego económico era tan importante
como la maquinación política. Hacer que las colonias
312

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PHDRCk -IIENRJQUE7 URESjft
ICPÚnuCI OOflINICftNA
produjeran era una tarea nada simple. Había que po-
blarlas, llevar gente que quisiera trabajar en aquellas tie-
rras insanas y calientes; había que invertir grandes capi-
tales en barcos, provisiones, maquinarias, armas para la
defensa, etc.; había que organizarías de tal manera que
sus relaciones con la metrópoli fueran estrechas y fir-
mes y que sus productos no fueran a parar a manos ene-
migas; había que establecer los mecanismos necesarios
para que la producción colonial llegara al mercado mun-
dial, todo lo cual no era posible sin el concurso de los
gobiernos respectivos. Lo menos difícil parece haber sido
el poblar las colonias, pues siempre hubo gente en Europa
que deseaba ir a las Indias aunque fuera en calidad de
engagés. Organizar las colonias era más complejo. Había
que encontrar buenos y leales administradores que sir-
vieran en todo momento a los Ínteres de las compañías
colonizadoras metropolitanas por encima incluso de los
intereses de los colonos que las poblaban. Proveer las co-
lonias de mercancías era relativamente fácil, pues el ne-
gocio era vender a sus habitantes todo lo que ellos nece-
sitaban aunque hubiera que importarlo de otras partes;
siempre los productos tropicales recibidos a cambio pa-
garían en exceso el costo de esas mercancías, aunque
éstas fueran los mismos esclavos negros que hacían falta
para mantener produciendo las plantaciones.
El comercio de negros fue precisamente la clave del
desarrollo colonial y, por lo tanto, de la prosperidad de
los grupos de capitalistas metropolitanos. «Sin negros no
habría colonias», era la expresión popular en las colo-
nias del Caribe en el siglo xvin. Los esclavos ponían a
producir las plantaciones. De éstas se enviaban las ma-
terias primas a la metrópoli, allí se procesaban y se-
elaboraban y luego se distribuían. Los beneficios se in-
vertían en manufacturas para las colonias que al ser ven-
didas dejaban nuevos beneficios. La demanda de manu-
facturas para las colonias hizo surgir en Francia nuevas
fábricas. Los industriales se asociaron a los comercian-
313 || w

PEDRO -HENRÍQUÉZ LIRICA


».CPÚtüCA Di-MINICAN*
tes para aumentar la capacidad de consumo de las co-
lonias. Pero como esto sólo era posible aumentando la
población y la producción, había que proveer también a
las colonias de mano de obra. La economía de plantacio-
nes, con un régimen de trabajo intensivo, demandaba
mano de obra esclava. Los comerciantes y los industria-
les metropolitanos estaban dispuestos a proporcionarla.
De ahí el desarrollo de la trata de negros. Era una cues-
tión bien simple: reunir los capitales, armar un barco,
cargarlo con algunas mercancías, enviarlo a las costas
de Africa, cambiar esas mercancías por negros a las tri-
bus esclavistas de la zona, llevar el barco con los negros
a las Antillas, cambiar los negros por productos colo-
niales, llevar esos productos a Francia en el viaje de re-
greso del barco, industrializar esos productos y distribuir-
los entre los consumidores de toda Europa, ganando en
todas las operaciones, en Africa, en las Antillas y luego
en Francia. Esta era la esencia del comercio triangular,
o circular, como también se le llamaba, que al final de-
jaba inmensos beneficios por la plusvalía acumulada en
cada paso del proceso de intercambio.
La base de la colonia de Saint Domingue era el azúcar,
lo mismo que en las demás posesiones inglesas en el Ca-
ribe, especialmente Jamaica y Barbados. Y aunque este
artículo comenzó a ser producido en Saint Domingue
relativamente tarde, casi terminando el siglo XVIII, lo cier-
to es que gracias a una feliz combinación de circuns-
tancias los productores de esta colonia lograron superar
la producción de todas las colonias inglesas juntas y, lo
que es más importante, lograron reducir los costos de
producción hasta en un 20 % en relación con los de las
plantaciones inglesas. Este factor permitió a los france-
ses competir con éxito frente a los ingleses en el merca-
do europeo del azúcar, a pesar de haberse iniciado cuan-
do ya Jamaica y Barbados poseían una larga tradición
azucarera. Ya en 1788 había quien decía en Jamaica que
si los costos seguían favoreciendo a los franceses no sería
314

BIBLIOTECA NACIONAL.
PÉCRO VIRÍNIIE ÜREV4
t
posible para los plantadores ingleses mantener su po-
sición tradicional en el mercado azucarero de Europa.
Hoy se sabe, además, que uno de los factores que con-
tribuyeron al decaimiento del negocio del azúcar en las
colonias inglesas a finales del siglo XVIII fue la indepen-
dencia de las colonias norteamericanas que una vez libres
del monopolio comercial británico empezaron a surtirse
de las colonias francesas en el Caribe, especialmente de
Saint Domingue. Precisamente, fue a partir de 1783, fe-
cha en que terminó la guerra por la independencia de
Norteamérica, cuando la colonia francesa de Saint Do-
mingue aceleró su impresionante proceso de desarrollo y
alcanzó niveles de productividad jamás logrados antes
por ninguna otra región en la tierra.
Cuando Mr. Ducasse, Gobernador de Saint Domingue,
dicidió alentar la construcción de molinos de azúcar en
la colonia francesa a finales del siglo xvn lo hizo para
satisfacer a aquellos capitalistas franceses que deseaban
participar en el gigantesco negocio de dulces, que había
demostrado ser tan productivo para los españoles, al
principio, y para los ingleses más recientemente. Hasta
entonces la colonia francesa había sido un territorio po-
bre, cultivado- con grandes esfuerzos por algo más de
tres mil colonos servidos de varios centenares de negros
V de cerca de tres mil trabajadores blancos comprometi-
dos (engagés). Estos trabajadores habían demostrado ser
muy buenos para cultivos tales como el tabaco y quizás el
añil. Pero ya la experiencia en otras partes del Caribe se-
ñalaba que no servían para mantener funcionando una
industria como la azucarera que necesitaba de otro tipo
de mano de obra cuyo costo permitiera utilizar y reem-
plazar grandes masas de trabajadores que laboraban día
y noche en una cadena de producción prácticamente in-
terminable. De manera que con la multiplicación de los
ingenios fue necesario importar cada vez mayores can-
tidades de negros desde Africa, y en poco tiempo la po-

us mm
blación esclava sobrepasó y desplazó a los engagés que
tradicionalmente había constituido la mano de obra ser-
vil de la colonia francesa. Por ejemplo, ya en 1734 se
contaban en Saint Domingue unos 117,400 esclavos, la
mayoría de los cuales trabajaba en más de 300 plantacio-
nes azucareras. A medida que fue pasando el tiempo la
población esclava fue aumentando. En 1754 ya había unos
172,000 esclavos. Diez años más tarde, en 1764, había
unos 206,000; en 1777 la cifra había crecido a 240,000 y
doce años más adelante, en 1789, gracias a la expansión
económica producida por la independencia de las colo-
nias norteamericanas que demandaban enormes cantida-
des de azúcar y melaza, la población negra casi se dupli-
có alcanzando unos 452,000 esclavos, más de la mitad de
los cuales trabajaba en unos 792 ingenios. Para esta época
las plantaciones de Saint Domingue estaban absorbiendo
más de 30,000 esclavos al año cuyo transporte exigía va-
rios centenares de barcos.
Como el promedio de vida de un esclavo que trabaja-
ba en los ingenios era apenas de unos siete años, era ne-
cesario mantener un flujo continuo de barcos negreros
yendo de Europa a las costas de Africa y de aquí a las
Antillas para reponer la mano de obra que iba desapa-
reciendo bajo el peso del hambre y los maltratos de los
dueños de plantaciones. En un principio el negocio de
aprovisionamiento de esclavos negros a las plantaciones
azucareras de Saint Domingue estuvo en manos de las
compañías monopolistas creadas por el gobierno fran-
cés en la segunda mitad del siglo xvn. Pero luego que los
colonos se rebelaron contra los abusos y el monopolio de
esas compañías y éstas fueron abolidas, el comercio
de esclavos cayó en manos de aquellos comerciantes que
desde el principio mismo de la expansión francesa en
las Antillas habían estado proporcionando a los colonos
los trabajadores blancos comprometidos que necesitaban.
Esos comerciantes estaban radicados en los más impor-
tantes puertos de Francia y utilizaron sus capitales acu-
mulados en la trata de mano de obra blanca para in-
316
ISIBI
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO HEMR.ÍQUET UREIVIA
T.CrÚOLICi D O M I N I C A N A
corporarse al negocio de transportación y venta de ne-
gros a las colonias francesas. Los grupos mercantiles de
Burdeos, Nantes, la Rochela, Marsella y el Havre que
vendían armas de fuego, barras de hierro, telas, aguar-
diente y vinos a los reyezuelos de las costas africanas y
que vendían negros esclavos a los colonos de las Antillas,
también exportaban grandes cantidades de manufactu-
ras y productos alimenticios a Saint Domingue para una
población que consumía casi dos tercios de las exporta-
ciones coloniales de Francia. Hay que ver los cuadros
de importación de telas, zapatos, harina, galletas, vino,
mantequilla, jamones, vegetales, queso, carnes saladas y
otros artículos de consumo de Saint Domingue en 1788
para tener una idea del impacto del desarrollo de la co-
lonia francesa en la expansión de la industria francesa
en el siglo xvin. Puede decirse que gran parte del estímu-
lo recibido por la economía francesa a lo largo de este
siglo provino de los altos beneficios recibidos por los
grupos mercantiles marítimos de Francia ocupados en el
comercio triangular de manufacturas, esclavos y produc-
tos tropicales. Se sabe que la mayor parte de las indus-
trias que se desarrollaron en Francia entre 1700 y 1789
estuvieron ligadas de una manera o de otra al comercio
triangular. La industria del vino, la de brandy, la de bo-
tellas, así como las industrias de tejidos, de carnes sa-
ladas, de calzados, y otros mil artículos más construye-
ron sus instalaciones al desarrollarse el mercado colo-
nial con el crecimiento económico de Saint Domingue.
Las más singulares de las nuevas industrias que apare-
cieron en los principales puertos de Francia fueron las
refinerías de azúcar. Este negocio fue posiblemente el
más beneficioso de todas las industrias europeas duran-
te el siglo XVIII. Solamente en Burdeos había unas 16 re-
finerías de azúcar a mediados del siglo XVIII. Marsella,
por su parte, llegó a poseer unas 12 refinerías, mientras
que Nantes llegó a tener no sólo refinerías sino tam-
bién varias fábricas de tejidos que procesaban el algodón
318

BIBLIOTECA N A C I O N A L
P E D R O ' H E N R f Q U E T UREKJA
importado desde las colonias que al convertirse en telas
servirían de elemento de intercambio en las costas de
Africa donde los esclavos se cambiaban usualmente por
piezas de telas.
Entre 1783 y 1789 sólo los comerciantes de Burdeos
invirtieron en la colonia francesa unos 100 millones de
libras tornesas para aumentar la producción y hacer
frente a las demandas de los Estados Unidos, pues para
escapar a las restricciones comerciales británicas los nor-
teamericanos hacía tiempo habían optado por abaste-
cerse de azúcar, melazas, madera y aguardiente de las
colonias francesas especialmente de Saint Domingue, aun-
que fuera ilegalmente. Esas relaciones entre los france-
ses de Saint Domingue y los norteamericanos contribu-
yeron a la ruina de la industria azucarera jamaiquina y
fue algo que los ingleses no perdonarían jamás. Desde
entonces los británicos se dispusieron a hacer todo lo
posible por quebrar el poderío comercial francés en las
Antillas para apoderarse nuevamente del mercado azu-
carero europeo que, creían ellos, debía ser aprovisionado
de dulces provenientes de la naciente colonia británica
de la India. Esta fue una de las causas por las que el
gobierno inglés alentó las actividades de las sociedades
abolicionistas tanto en Inglaterra como en Francia, pues
para atacar por su base a la industria azucarera francesa
de Saint Domingue era necesario despojar de mano de
obra esclava las plantaciones. Los ingleses sabían que
prohibiendo a sus colonias y a sus ciudadanos la trata
de negros, Saint Domingue perdería la mitad del volu-
men de las importaciones de esclavos que provenían de
las colonias inglesas en el Caribe.
Ahora bien, había un aspecto del comercio triangu-
lar que atentaba contra el mismo y éste era la situación
de dependencia en que fueron cayendo los colonos en
relación con los capitalistas metropolitanos y su reac-
ción frente a esa dependencia. En un régimen económico
cuyo ciclo siempre dejaba la mayor parte de los bene-
318

imm
BIBLIOTECA N A C I O N A L
<rrfi>> -ÍEMRjquEZ UREIÍ1A
ficios en la metrópoli era de esperar que poco a poco los
colonos se resintieran. Pese al gigantesco volumen de
exportaciones, la colonia de Saint Domingue poseía una
economía gravada por las deudas. Se calculaba que alre-
dedor de 1760 solamente los comerciantes de la colonia
debían a los capitalistas metropolitanos más de 10 mi-
llones de libras y se decía que esas deudas nunca serían
cobradas. Se sabe que en 1780 la deuda total de la co-
lonia en relación con la metrópoli era de unos 100 mi-
llones de libras. El monopolio era irritante por esa ra-
zón: los capitalistas negreros de Francia lo ganaban todo
sin dejar a los colonos siquiera la libertad de comerciar
con las naciones aliadas. De ahí las tensiones que sur-
gieron, muchas de ellas graves, pues llegó un momento
en que los colonos decidieron no reconocer sus deudas
y muchos de ellos optaron por regresarse a Francia an-
tes de seguir siendo explotados. El ejemplo de las co-
lonias inglesas de Norteamérica, que habían luchado por
su independencia por razones bastante parecidas, seña-
laba a los colonos de Saint Domingue la solución a sus
problemas. Durante varios años mantuvieron la demanda
de que el monopolio fuera abolido. Finalmente consi-
guieron, en 1784, que el Gobierno francés abriera ocho
puertos de la colonia al comercio extranjero, medida que
puso en contacto directo a Saint Domingue con los Es-
tados Unidos y creó un nuevo mercado para los produc-
tos coloniales. Atraídos por estas nuevas perspectivas,
diversos capitalistas metropolitanos realizaron nuevas in-
versiones en Saint Domingue. La producción se duplicó
en algunos renglones y el comercio de esclavos alcanzó
niveles hasta entonces desconocidos. Sin embargo, el dis-
gusto y las deudas de los colonos eran muy viejos. Pese
a la prosperidad de la colonia, una parte de ellos se ha-
bían organizado en el célebre Club Massiac en París y
allí conspiraban para obtener su autonomía política y
darse un gobierno propio que acabara con el monopolio
metropolitano. En 1789 existía un espíritu de verdadera
319
zm
PHTRO -lEKJRjQUEI UREIVlft
tí PÚBLICA tOMINICAH*
desafección por parte de los grandes plantadores blan-
cos hacia el sistema colonial francés y su meta era al-
canzar su independencia de la misma manera que lo
habían hecho los Estados Unidos.
Otro sector con intereses económicos similares a los
de los grandes blancos y con mayor desafecto todavía
hacia el sistema colonial francés era el de los mulatos
libres compuesto en 1789 por unas 28,000 personas. Los
mulatos componían un poderoso grupo de intereses que
aunque controlaba un tercio de las propiedades de la
colonia, sentían caer sobre sí los rigores del monopolio
metropolitano además de la inquina de los blancos que
no perdonaban que descendientes de esclavos hubieran
alcanzado un lugar preemiente en la economía colonial.
Los mulatos consideraban que ellos tenían mucho más
derecho que los blancos a controlar la colonia puesto
que ellos al fin y al cabo habían nacido en esa tierra.
En un principio los mulatos fueron muy pocos, debido
al escaso número de mujeres negras existentes en la co-
lonia. Sin embargo ya en 1681 se contaban unos 210 mu-
latos. Veinte años más tarde, en 1700, el número se ha-
bía duplicado hasta 500. Con el desarrollo de la indus-
tria azucarera y la importación de esclavos de ambos
sexos la población mulata creció a unos 1,500, en 1715,
y se había duplicado hasta alcanzar unos 3,000 en 1745.
Todavía en 1770 era relativamente poco numerosa pues
apenas pasaba de las 6,000 personas, pero ya en 1780 los
mulatos existentes en la colonia eran más de 12,000. Su
multiplicación se aceleró grandemente en los diez años
posteriores a esa fecha y ya en 1789 las cifras sobre la
población libre de color señalaban unos 28,000. Este pro-
ceso de mulatización de una parte de la población de
Saint Domingue no se llevó a cabo sin dificultades. Su
desarrollo se debió a la permanente escasez de mujeres
blancas que obligó a los dueños de plantaciones a utili-
zar las esclavas más atractivas de entre sus trabajadores
para cumplir con sus impulsos naturales. Al principio,
320


P H T R O HENRfQUEZ URElílA
r.CPÚOLIC«! DOMINICANA
esas uniones entre amos y esclavas no dejaban de ser
encuentros pasajeros, pero a medida que fue desarrollán-
dose la sociedad colonial, las esclavas descubrieron que
el concubinato con los amos blancos era la vía más fácil
de adquirir la libertad de sus descendientes. Así, poco a
poco, fue generalizándose la costumbre de las concubi-
nas de obtener de sus amos la libertad de ellas o de sus
hijos, preferentemente de estos últimos, que al pasar a
la nueva condición de hombres libres adquirían plena-
mente sus derechos ciudadanos de acuerdo con el ar-
tículo 59 del Código Negro, dictado en 1685 para regular
la vida de los esclavos negros en las colonias francesas.
Entre esos derechos que adquirían los hijos mulatos de
las esclavas negras y sus amos blancos, estaba el derecho
de sucesión siempre y cuando fueran reconocidos por
sus padres. En una tierra en donde una gran parte de
los primitivos pobladores y propietarios habían sido
aventureros sin familia, no era nada difícil para un hijo
obtener el reconocimiento de sus padres. Gradualmente
muchas propiedades fueron pasando a manos de los mu-
latos y andando el tiempo muchos de ellos podían con-
tarse entre los más ricos propietarios de la colonia.
El resultado fue, entre otros, la reacción de los blan-
cos contra el crecimiento del poder social y económico
de los mulatos, reacción que se tradujo en la promulga-
ción de una serie de leyes discriminatorias dictadas con
el propósito de detener el proceso de ascensión económi-
ca y social de los mulatos y obligarlos a reconocer que
ellos eran ciudadanos de segunda categoría. Algunas de
esas leyes son sumamente significativas y no hay que
decir que todas violaban las disposiciones del Código Ne-
gro en el sentido de que no aceptaban que una vez que
un esclavo o sus descendientes adquirían la libertad, jun-
to con ella adquirían la plenitud de derechos. En 1758,
por ejemplo, a los mulatos se les prohibió portar armas.
En 1767, otra ley prohibió también, la venta de armas y
municiones a los mulatos. Tres años más tarde, en 1771,

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO H E N R Í Q U E Z IJREMfi.
el Gobierno Colonial dio instrucciones prohibiendo a los
mulatos ocupar puestos en los tribunales, o a desempe-
ñar cargos de oficiales en las milicias u ocuparse en los
oficios de boticarios y farmacéuticos, o al ejercicio de
la medicina, por peligro a que la gente de color que tra-
trabajara en esos menesteres utilizaran sus conocimien-
tos para quitar la vida de los propietarios, muchos de los
cuales tenían hijos de color que heredarían sus bienes
pasando a engrosar las ya crecidas fortunas de los mu-
latos. En 1768 se dictó una de las más irritantes leyes:
se prohibió a las mujeres mulatas casarse con hombres
blancos. Como si todo fuera poco, en 1779 se impuso el
estigma humillante sobre la población libre de color de
la colonia al ordenársele el uso de un vestido cortado
de manera especial y fabricado de una tela inferior que
demostrara su condición de ciudadanos de segunda cate-
goría. En 1781 se les prohibió utilizar los títulos de Se-
ñor y Señora (Monsieur y Madame) y todavía en 1791
estaban obligados a dejar su mesa si a un hombre blan-
co se le ocurría pasar a su casa a almorzar o cenar.
Para defender sus derechos los mulatos ricos que vi-
vían en Francia organizaron una sociedad llamada So-
ciedad de los Amigos de los Negros que alcanzó un no-
table prestigio entre los grupos burgueses más liberales
de Francia que también luchaban por el reconocimiento
de sus propios derechos, pues es sabido que la nobleza
francesa mantenía a la burguesía y a la mayor parte de
la población de Francia en condición de ciudadanos sin
ninguna participación en el gobierno. De manera que en
los momentos en que la burguesía dirigía al pueblo fran-
cés a la Revolución existía ya una estrecha amistad en-
tre algunos importantes dirigentes revolucionarios y los
representantes de los mulatos ricos que vivían en París.
Además, la Sociedad de los Amigos de los Negros tam-
bién mantenía contactos con las sociedades abolicionis-
tas británicas y sus agentes en Francia, que con sus cam-
pañas en favor de la igualdad humana buscaban suspen-
322
der el aprovisionamiento de esclavos negros a las colo-
nias francesas, especialmente Saint Domingue. Aunque
los mulatos libres eran en su mayoría dueños de escla-
vos, este aspecto de las sociedades abolicionistas ingle-
sas no les importaba mucho por el momento. Su pro-
blema era, en 1789, tratar de arrancar de la Asamblea Na-
cional francesa un decreto que obligara a los grandes
blancos y a las autoridades de la Colonia a reconocer la
plenitud de sus derechos ciudadanos. Con ese fin, una
vez estalló la revolución en Francia, los mulatos ricos
de París ofrecieron a los revolucionarios una ayuda de
seis millones de libras tornesas para ayudar al Gobierno
a pagar la deuda pública que había sido uno de los de-
tonadores de la Revolución.
Pese a esa ayuda, la burguesía francesa, enriquecida
como estaba gracias al comercio triangular y al tráfico
de negros, vaciló mucho en sus deliberaciones antes de
conceder algún tipo de reconocimiento a los mulatos. Su
razonamiento era que hacerlo así era poner las bases
para tener que reconocer posteriormente la libertad de
los negros quienes tarde o temprano también reclama-
y rían que «los hombres nacen libres o iguales en derecho».
La abolición de la esclavitud significaría necesariamen-
te la ruina de la Colonia y con ella la ruina de la bur-
guesía marítima francesa cuyo poder derivaba precisa-
mente de la dominación colonial. De ahí que los traba-
jos de la Asamblea Nacional relativos a los intereses de
los colonos de Saint Domingue normalmente estuvieron
condicionados por estos puntos de vista, a pesar de la
presión ejercida por los mulatos a través de algunos de
sus amigos liberales y a través de sus representantes den-
tro de la Asamblea Nacional revolucionaria. Esas vacila-
ciones de la Asamblea Nacional revolucionaria permitie-
ron a los blancos de la Colonia iniciar un movimiento de
represión contra los mulatos que pedían mayores liber-
tades y al mismo tiempo los incitaron a reclamar que
se les concediera el derecho a gobernarse por sí mismos
a través de una Asamblea Colonial, con lo cual alcan-
zarían sus propósitos de autonomía tan largo tiempo aca-
riciados. El 8 de marzo de 1790 esto último fue conce-
dido después de una gran agitación tanto en la Colonia
como en Francia en la cual los mulatos llevaron las de
perder, pues era de esperar que una Asamblea Colonial
dominada por los blancos no permitiría que la situación
de los mulatos cambiara. De ahí la desesperación de la
Sociedad de los Amigos de los Negros, la cual envió a
dos de sus miembros a Inglaterra en busca de ayuda, de
donde se trasladaron a la Colonia con el ánimo de alcan-
zar por las armas lo que por un decreto se les negaba.
Vicente Ogé, el enviado de la Sociedad, llegó en octubre
de 1790 a Saint Domingue y trató de organizar un movi-
miento armado en compañía de su hermano y de otro
mulato llamado Jean Baptiste Chavannes, pero su em-
presa fracasó debido a su empeño de luchar solamente
con el apoyo de los mulatos ignorando a los esclavos ne-
gros que eran la mayoría y sin los cuales no era posible
derrotar a los blancos. Ogé fue ejecutado después de
huir hacia la parte española de la Isla, donde fue apre-
sado por las autoridades de Santo Domingo, pues éstas
le negaron el derecho de asilo basándose en los acuerdos
sobre la restitución de negros firmados cuando la Paz
de Aranjuez en 1777.
La muerte de Ogé, Chavannes y sus compañeros enar-
deció a los mulatos de todo el país y pronto empezaron
a organizarse para oponerse por la fuerza a las autorida-
des francesas y a los colonos blancos. Hasta entonces la
lucha había sido sumamente violenta en las asambleas
coloniales que desde el año anterior habían estado reu-
niéndose para llevar representantes a la Asamblea Na-
cional en París, lo mismo que en las plantaciones y ciu-
dades de Saint Domingue, pues las tensiones entre blan-
cos y mulatos generalmente llevaban a encuentros y pe-
leas y no era infrecuente que mulatos perdieran la vida
en manos de los blancos por atreverse a reclamar sus
324

BIBLIOTECA NACIONAL.
PEDRO HENR.ÍQUEZ URESIA
derechos o que éstos últimos murieran a causa de la
venganza de aquéllos. Dos años pasó la Colonia en esta-
do de intensa efervescencia revolucionaria. Todos habla-
ban de las libertades de la Revolución en Francia y de
la justicia de sus causas respectivas. «Todos los hombres
nacen libres e iguales en derechos», se decía constante-
mente para hacer valer los intereses de cada grupo. Los
blancos, los grandes blancos sobre todo, buscaban su in-
dependencia. Los mulatos buscaban la igualdad con los
blancos y eventualmente su independencia también. Lo
que ninguno pensaba ni decía era que los negros escla-
vos tenían derechos o los merecían. Y sin embargo los
negros esclavos oían hablar de esas libertades y de esos
derechos ciudadanos que la Revolución había dado al
pueblo en Francia. Poco a poco, día tras día, los esclavos
fueron ganando conciencia de su condición y de sus po-
sibilidades de escapar de ella. Poco a poco se fueron or-
ganizando, sin que nadie supiera cómo, hasta que final-
mente un día de agosto de 1791, la noche del 14 para ser
más precisos, estalló una revuelta en las plantaciones del
norte de Saint Domingue que no se detendría en los pró-
ximos diez años, a pesar de todos los esfuerzos de los
blancos, del Gobierno francés y de los mulatos por im-
pedirlo. Blancos y mulatos se vieron obligados a olvidar
sus rencillas grupales y a hacer frente a una situación
que amenazaba' con arruinarlos a todos por igual. Por
eso se veía ya en 1792 a los blancos y a los mulatos
aliados contra los negros apoyados por el Gobierno fran-
cés para impedir que la revuelta de los esclavos termi-
nara con su dominación. Y por eso se veía, igualmente,
a los negros luchando contra todos los propietarios sin
distinción, pues en la destrucción del sistema estaba la
garantía de su libertad.
Y aquí surge lo interesante. Amenazados sus intereses
por la revuelta de sus esclavos, los propietarios blancos
y mulatos no sólo formaron un frente común apoyados
por las bayonetas francesas, sino que acudieron en busca
I. i i
BIBLIOTECA NACIONAL
».CrÚDLIC* DOMINICANA
\

de la ayuda extranjera. Sobre todo después que descu-


brieron a una Inglaterra ávida de arrancar a Francia co-
lonias, interesada súbitamente en olvidar sus anteriores
campañas abolicionistas y en garantizar la permanencia
de la esclavitud en sus colonias y en la de Saint Domin-
gue. Ahora bien, la alianza entre blancos y mulatos es-
taba fundada sobre el interés particular de cada grupo
y no podía ser duradera debido a las profundas diferen-
cias psicológicas y de propósitos que les dividían. Por
ello fue tan corta y tan perjudicial para los blancos, que
en cada conflicto con los mulatos veían desaparecer sus
plantaciones arrasadas por los incendios preparados por
los esclavos. En vano había enviado el Gobierno francés
una Comisión Civil de alto nivel a finales de 1791 a Saint
Domingue, pues la alianza que esta comisión organizó en-
tre mulatos y blancos pronto se derrumbó liquidada por
el odio que se tenían ambos grupos. Los negros pronto
descubrieron su propio aliado extranjero: España. A me-
dida que fue pasando el año de 1792 los dirigentes ne-
gros Biassou y Jean François, líderes de la revolución,
fueron entrando en contacto cada vez más estrecho con
los jefes españoles de la frontera, quienes les proporcio-
naban armas, alimentos y municiones para ayudarlos a
expulsar a los franceses. Los españoles veían en esta re-
volución la gran oportunidad para recuperar aquellos
territorios perdidos hacía más de un siglo.. La espera ha-
bía sido larga, pero sería fructífera, pues no en balde
era Saint Domingue la más rica colonia del mundo. Así
se fueron definiendo los campos. Por un lado los gran-
des blancos buscando el apoyo inglés. Por otro, los mu-
latos recibiendo el apoyo del Gobierno francés, que fi-
nalmente el 4 de marzo de 1792 había dictado un de-
creto reconociendo la igualdad de los mulatos con los
blancos. Por el otro lado, finalmente, estaban los negros
rebelados, quienes habían encontrado en los españoles un
aliado que les prometía la libertad que Francia no les
daba y les pedía únicamente a cambio, por el momento,
326

P B D R O - I T M R F Q U E I URESJÛ
> . R C r Û B U Ç A DOMIMlCA-tgÉjj
que no traspasaran sus fronteras de manera que su te-
rritorio no fuese afectado por la revolución.
En esta situación se encontraba la colonia cuando
llegó a la ciudad de Cap Francois una segunda Comisión
Civil en septiembre de 1792 acompañada de seis mil sol-
dados con el propósito de imponer el orden. Esto era algo
muy difícil, pues los mulatos y los blancos seguían lu-
chando entre sí y los negros rebelados cada día crecían
en número y empezaban a operar en todos los frentes.
Peor todavía, como los Comisionados Civiles tenían el
empeño de hacer cumplir el decreto de igualdad de dere-
chos entre blancos y mulatos, los blancos se declararon
abiertamente en contra del Gobierno francés y pidieron
a los ingleses de Jamaica que intervinieran para salvar-
los. Hubo enormes conflictos entre los Comisionados Ci-
viles y los militares franceses pues varios jefes de estos
últimos estaban a favor de los blancos. La existencia de
estos conflictos no permitía a nadie llegar a un acuerdo
claro sobre lo que debía hacerse en la Colonia. En medio
de esta situación ocurrieron en Francia cambios políti-
cos de primera importancia. El gobierno burgués de los
girondinos fue derrocado por los radicales jacobinos
quienes inmediatamente declararon la guerra a Inglate-
rra, Holanda y España, potencias enemigas de la Revo-
lución Francesa. Aprovechando esta coyuntura los ingle-
ses de Jamaica respondieron al llamado de los blancos
y empezaron a enviar tropas bien armadas y disciplina-
das a Saint Domingue, las que en breve tiempo ocuparon
gran parte del sur y de las costas del oeste del país
Por su parte los españoles de Santo Domingo, que ha-
bían establecido un cordón a lo largo de las fronteras,
con el apoyo de los negros sublevados, lograron conquis-
tar la mayor parte del norte de la colonia en una campaña
militar tan rápida como exitosa. Los franceses empeza-
ban a verse perdidos y posiblemente hubieran sido de-
rrotados por los extranjeros de no haber sido por la as-
tuta decisión de uno de los Comisionados que el 29 de
327

BIBLIOTECA -NACIONAL
PPR c n -IEMR(QUEZ URESÍA
H C r<j ü L1C DÜÍ1I W I C A N A
agosto de 1793, habiendo llamado a los negros para que
los apoyaran en contra de la intervención inglesa, dictó
un decreto aboliendo la esclavitud en la Colonia de una
vez y para siempre.
El resultado de esta medida fue notable. Los negros
se dividieron, pues los cabecillas principales no quisieron
acogerse al llamado de los Comisionados Civiles y prefi-
rieron seguir luchando como auxiliares de los españoles.
Sin embargo, uno de sus cabecillas, llamado Toussaint
L'Overture, cuyo liderazgo había crecido vertiginosamen-
te, aceptó el llamado y se pasó al bando francés con unos
4,000 hombres. Los mulatos, por su parte, también se di-
vidieron. Unos apoyaron al Gobierno francés, aunque es-
tuvieran inconformes con el derecho de abolición de la
esclavitud. Otros, los más ricos, apoyaron a los grandes
blancos partidarios de los ingleses y dieron un vivo apo-
yo a la intervención extranjera. Los españoles, a partir
de entonces, vieron perder en cuestión de meses casi to-
das las posesiones ganadas en la colonia francesa pues el
grueso de las operaciones militares habían sido llevadas
a cabo por los negros y sólo ellos controlaban las zonas
conquistadas. Hincha, Las Caobas, Bánica, San Miguel de
la Atalaya y San Rafael pronto cayeron en manos de los
negros dirigidos por Toussaint L'Overture. Los poblado-
res de estas ciudades huyeron en su mayoría y se refu-
giaron en otros poblados del sur de la parte española
especialmente San Juan de la Maguana y Azua. A partir
de entonces, Toussaint y los franceses, mandados por el
General Laveaux, se dedicaron con todas sus fuerzas a
expulsar a los ingleses de la colonia. Así comenzó una
guerra internacional que duraría unos cinco años y que
terminaría con la retirada de las fuerzas inglesas des-
pués de haber perdido más de 25,000 hombres en esa
campaña. Esta guerra era un reflejo de la guerra europea
y especialmente del viejo conflicto entre Francia e In-
glaterra por apoderarse del mercado mundial de azúca-
res. Los documentos ingleses del período hablan conti-

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v ' '

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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -tENRfcjUEX 1 IREIVIA
c r ú B l i c A ÍSoHiNiCANj«
nuamente de la importancia de la ocupación y posesión
de Saint Domingue para volver a controlar el mercado
del azúcar y de otros productos coloniales en Europa.
A esta guerra España fue arrastrada por razones propias
de su política dinástica europea. La muerte de Luis XVI,
primo de los reyes españoles y aliado a las dinastías rea-
les amigas de España, señalaba un peligro para la misma
monarquía española. España fue a la guerra por defen-
derse contra el republicanismo francés que tarde o tem-
prano buscaría imponerse en la Península. Pero esa gue-
rra la perdió España, y a mediados de 1795 se vio obli-
gada a ponerle fin firmando un tratado de paz en la ciu-
dad de Basilea, el 22 de julio de ese año. Con este trata-
do España logró recuperar sus posiciones perdidas en
manos de los franceses, a cambio de entregarles a éstos
la parte oriental de la isla de Santo Domingo que se veía
como «un cáncer» que enfermaría tarde o temprano a
cualquier gobierno que la poseyera en medio del cata-
clismo de la revolución de los esclavos. Esta cesión a
Francia de la parte oriental de la Isla, mientras los in-
gleses ocupaban importantes territorios en la costa oc-
cidental, preocupó al Gobierno inglés que protestó ar-
guyendo que no la reconocía pues violaba viejas estipu-
laciones contenidas en el Tratado de Utrecht e hizo que
los ingleses lanzaran a sus tropas contra la parte orien-
tal queriendo evitar que los franceses la ocuparan antes
que ellos. Las tropas inglesas llegaron a penetrar hasta
San Juan de la Maguana y Neiba, pero al cabo de un tiem-
po perdieron esas posiciones, pues Toussaint L'Overture
cada día acrecentaba su ejército y hacía retroceder a los
ingleses. En 1796 Toussaint fue nombrado General de
Brigada y, al año siguiente, luego de prestar importantes
servicios al Gobierno francés impidiendo que los blan-
cos esclavistas depusieran al Gobernador Laveaux, fue
nombrado General de División. Su estrella ascendente
parecía no tener límites en donde detenerse. Una nueva
Comisión Civil, la tercera, llegó en mayo de 1796 y todos

3 2 9 m
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juntos, Toussaint, el Gobernador Laveaux y los Comi-
sionados Civiles empezaron a trabajar por la reconstruc-
ción del país en las zonas aseguradas, obligando a los
negros a trabajar nuevamente en las plantaciones. Poco
a poco la parte del norte de la Colonia, que era la región
controlada por Toussaint y los franceses, logró recupe-
rarse de las devastaciones de la guerra, aunque la pro-
ducción nunca volvería a ser lo que había sido antes de
la Revolución. En el sur, el General mulato Rigaud, quien
también se había destacado en la lucha contra los ingle-
ses y mantenía en esa región un poder similar al de Tous-
saint en el norte, también logró hacer volver a los traba-
jadores negros a las plantaciones dentro de un régimen
de trabajo asalariado pero cuya obligatoriedad y dureza
recordaba mucho a la abolida esclavitud.
Los ingleses finalmente salieron de la Isla en abril de
1798, luego de la misión de un enviado especial británico,
el General Maitland, quien llevó a cabo con Toussaint
un tratado secreto por medio del cual los ingleses re-
nunciaban a su ocupación militar a cambio de ciertas
ventajas comerciales. En el curso de las negociaciones
Maitland hizo insinuaciones a Toussaint para que se de-
clarara independiente, bajo la protección de Inglaterra,
pues el año anterior los Comisionados Civiles habían re-
gresado a Francia y Toussaint había quedado virtual-
mente con todo el gobierno de la Colonia en sus manos.
Toussaint no aceptó las proposiciones de Maitland y pre-
firió siempre seguir gobernando la Colonia a nombre de
Francia. Su formación y su concepción del sistema co-
lonial le impidieron siempre pensar más allá de la abo-
lición de la esclavitud de sus hermanos negros. Luego
que desalojó a los ingleses Toussaint procedió a la reor-
ganización de la Colonia. Mantuvo el sistema de las plan-
taciones, devolvió a sus dueños legítimos sus propieda-
des, buscó mantener un equilibrio entre blancos, negros
y mulatos, obligó por la fuerza a los antiguos esclavos a
volver a sus trabajos habituales bajo el pretexto de su-
330

BIBLIOTECA
I

primir la vagancia, estableció relaciones con los Esta-


dos Unidos para que le administrasen armas, alimentos y
otras mercancías a cambio de los productos coloniales.
En una palabra, hizo que la economía se recuperara y
que la colonia de Saint Domingue se encaminara hacia
los niveles de producción anteriores a la revolución. Pero
en eso los mulatos partidarios de Rigaud se rebelaron.
En su condición de hombres libres y de grandes propie-
tarios cuyo más viejo empeño había sido su asimilación
a la sociedad blanca, los mulatos y especialmente Rigaud
no aceptaban ser gobernados por un negro que apenas
hacía unos años era un cochero esclavo de una plantación
en el norte de la Colonia. En febrero de 1799 estalló la
guerra civil. Durante dos años, negros y mulatos lucharon
con todos sus bríos para tratar de imponerse unos a
otros. Esta fue una guerra tan sangrienta como lo había
sido la rebelión de los esclavos en 1791 y como lo fue
la guerra contra los ingleses entre 1793 y 1798. La supe-
rioridad numérica de los negros, unida al brillante lide-
razgo militar de Toussaint, hizo posible que los mulatos
fueran derrotados y aceptaron la victoria de Toussaint
en agosto de 1800. Rigaud salió de la Isla y desde en-
tonces, Toussaint L'Overture, Gobernador y Comandante
en Jefe del Ejército de Francia en Saint Domingue, gober-
nó omnímodamente tratando de devolver a la Colonia
el mismo esplendor económico de antaño.
La diferencia ahora sería que los antiguos esclavos
trabajarían como asalariados en las plantaciones. Un
cuarto del producto de una plantación iría a parar a ma-
nos de los trabajadores, la mitad debía ser entregado al
Tesoro Público como impuesto, y el otro cuarto queda-
ría en manos del propietario. Una forma muy curiosa
de socialismo cuando todavía esa palabra era un vocablo
conocido solamente por los filósofos de Europa. Tous-
saint creía que «la prosperidad de la agricultura era la
sola garantía de la libertad. Tal fue la palabra de orden
de Toussaint. Era de temer que los negros se contentasen

BIBLIOTECA N A C I O N A L
con cultivar una pequeña parcela de tierra para cubrir
sus necesidades. Toussaint no permitió parcelar las an-
tiguas propiedades, que legó a los cultivadores interesán-
dolos: les concedió la alimentación y un cuarto del pro-
ducto. Los generales comandantes de distritos eran los
responsables del trabajo de los campesinos y la prospe-
ridad de los cultivos. Obligó a los campesinos a perma-
necer en las plantaciones, bajo amenaza de severas pe-
nalidades. Afrontó la tarea colosal de transformar una
población de esclavos, después de largos años de abando-
no, en una comunidad de trabajadores libres, y para lle-
gar a ese fin hubo de emplear los únicos métodos que
se le presentaban. Vigiló que los cultivadores recibiesen
realmente el cuarto de la cosecha, y para ello dictó el
12 de octubre de 1800 un código regulando la producción
agrícola en todos sus múltiples aspectos, lo que dio mo-
tivo a que los perjudicados y también la propaganda de
mulatos y blancos propietarios, refugiados en Cuba y
Estados Unidos, acusaran a Toussaint en todos los to-
nos». Sin embargo, el ataque real le vendría a Toussaint
del mismo Gobierno de Francia, en nombre del cual él
mandaba como Gobernador de la Colonia y Comandan-
te en Jefe del Ejército. El ataque le vendría de un hombre
y de un conjunto de fuerzas históricas que igual que él
eran hijos de la Revolución Francesa: Napoleón Bona-
parte y el interés de la burguesía francesa de lanzarse a
la conquista del mundo recuperando el control del impe-
rio colonial de Francia e instituyendo un imperio mundial
en la Europa de entonces.
Napoleón había llegado al poder en Francia como ex-
presión de un profundo deseo de paz y orden en el seno
de la burguesía francesa que había hecho la Revolución
pero que necesitaba estabilidad para la buena marcha
de sus negocios. Su famoso Golpe de Estado del 18 Bru-
mario (9 de noviembre de 1799) fue financiado por los
banqueros franceses en su empeño por liquidar la agita-
ción y la inestabilidad que se vivía en Francia bajo el go-

IS1IBI
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -IENR.ÍOUEI UREKJA
IIC P Ú O Ll C OOHIMICANA
bierno del Directorio. Napoleón fue apoyado por los cam-
pesinos propietarios de tierras adquiridas en tiempos de
la Revolución, pues el ejército revolucionario del cual
Napoleón formaba parte, aparecía como la garantía de
sus derechos recién adquiridos contra la reacción de los
antiguos nobles terratenientes feudales. De ahí el poder
de Bonaparte desde el principio mismo del Consulado y
de ahí su empeño de exportar el republicanismo burgués
francés al resto de Europa, que por monárquica era ene-
miga de la Revolución. Ahora bien, para lanzarse a la
conquista de Europa Francia necesitaba de los recursos
de sus colonias, especialmente de Saint Domingue. Fran-
cia no podía conquistar a Europa si su control de Saint
Domingue no era absoluto, lo que significaba que los ne-
gros estuvieran tan sometidos y tan dóciles como hacía
doce años. Eso quería decir que era necesario restaurar
la esclavitud o, al menos, deponer a ese jefe que había
hecho de la libertad de los negros el valor más alto. El
plan de Napoleón era, además, utilizar toda la isla de
Santo Domingo como la base de operaciones de un más
amplio proyecto de expansión colonial que explotaría
igualmente a la Luisiana con negros esclavos y daría a
Francia todos los recursos que ella necesitaba. Por eso
quiso Napoleón mantener a la parte española, cedida a
Francia en 1795, lejos de las manos de Toussaint. Pero el
jefe negro era demasiado astuto y al parecer intuyó los
planes de Napoleón pues a finales de 1800 obligó al úl-
timo miembro de la tercera Comisión Civil que quedaba
en la Colonia, el Comisario Roume, a autorizar por un
decreto la entrega de Santo Domingo al gobierno colonial
francés que él comandaba. Después de diversos inciden-
tes relacionados con el decreto, el 26 de enero de 1801
Toussaint llegó a Santo Domingo donde procedió a uni-
ficar ambas partes de la Isla bajo su gobierno. Aquí nom-
bró diversos funcionarios y dispuso algunas medidas para
el desarrollo de la agricultura de exportación que era una
ocupación poco menos que nula entre los españoles. Lue-
333

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHT'RO HENRÍQUEX LIRÉIÍJA
go regresó a la parte occidental a seguir ocupándose de
la reorganización del país y a trabajar diplomáticamente
para que Napoleón respetara el orden político, social y
económico que había resultado en la Colonia después de
la Revolución. Sin embargo, Napoleón tenía sus ideas y
no pensaba variarlas. De que no las variara se encargaban
en Francia los colonos absentistas residentes en París y
los miembros de la burguesía comercial marítima de los
principales puertos de Francia lesionados en sus intereses
con la crisis del comercio triangular y la ruina de la trata
de negros de donde habían extraído sus inmensas fortunas
durante casi todo un siglo. Para comenzar, Napoleón con-
siguió secretamente que España le cediera a Francia la
Luisiana. Para terminar, lanzó una imponente flota de
más de ochenta navios y unos 58,000 hombres a arrancar
la colonia de Saint Domingue de manos de los negros.
Esa flota llegó a las aguas de la Isla el 29 de enero
de 1802. El mismo Toussaint pudo observar en Samaná,
adonde se había trasladado, la llegada de la mitad de los
barcos e inmediatamente salió hacia el oeste a organizar
la resistencia. La otra mitad de la flota se presentó fren-
te a la ciudad de Cap Francois el día 3 de febrero. Las
operaciones comenzaron y las fuerzas francesas fueron di-
vididas para atacar por todas partes a las fuerzas de Tous-
saint. Una parte fue a Santo Domingo, ciudad que fue to-
mada después de algunas dificultades, otra parte fue a
Montecristi, otra quedó en Samaná, otra fue a Puerto
Príncipe, y otra, la más importante, quedó operando con-
tra la ciudad del Cabo comandada por el general Leclerc
jefe de la expedición y cuñado de Napoleón. Lo que hubo
a partir de entonces fue una guerra sangrienta, suma-
mente sangrienta, en la cual los negros fueron persegui-
dos llevando la peor parte durante todo el curso del
año 1802. Toussaint mismo cayó prisionero el 7 de junio
de ese año, creando este hecho gran consternación en
las filas de sus partidarios, que viéndose perdidos y en-
gañados por los franceses decidieron pelear bajo la con-
334

BIBLIOTECA NACIONAL.
PEDRO ENRfOiJKZ UREIÍIA
It.c r ú o LI c i» &M JTjlj C *> N A
signa de tierra arrasada. Nuevamente volvieron a arder
las ciudades de Saint Domingue y nuevamente volvieron
los negros a pelear por su libertad. En el lugar de Tous-
saint fue elegido para dirigir el ejército negro su lugar-
teniente Jean Jacques Dessalines, secundado por el Ge-
neral Henri Cristophe, quien prometió luchar hasta el
último hombre. Durante veintiún meses estuvieron los
franceses tratando de someter a los negros. Cincuenta y
ocho mil hombres de las fuerzas armadas francesas que
habían triunfado arrolladoramente en Italia y en Egipto
no pudieron ganar esta vez porque a los negros se les
unió un aliado que Napoleón y sus oficiales no pudieron
prever: la fiebre amarilla. De acuerdo con las cifras mi-
litares francesas, unos 50,270 soldados perdieron la vida
en esta campaña que terminó con la rendición y la huida
de los sobrevivientes a finales de diciembre de 1803. Ade-
más de unos 7,000 prisioneros de guerra, solamente que-
daron vivos en la Isla unos 1,000 soldados en la guarni-
ción de Montecristi y unos 400 en la ciudad de Santo
Domingo, mientras Dessalines y los demás generales ne-
gros triunfadores, convencidos de que nunca habría un
entendimiento entre ellos y la Francia burguesa y escla-
vista, decidieron dejar a un lado la vieja política con-
temporizadora de Toussaint y proclamaron la Indepen-
dencia de la República de Haití el día 1 de enero de 1804.
Nuevamente tuvieron los negros que comenzar a recons-
truir el país devastado por la guerra. Pero ahora lo harían
sin los blancos. Durante y después de la guerra Dessalines
y Cristophe pasaron a cuchillo a todos los blancos exis-
tentes en la colonia, y confiscaron sus propiedades, las
entregaron intactas a los generales para que siguieran
cultivándolas como antes y proclamaron una constitución
que prohibió para siempre que los blancos poseyeran pro-
piedades en Haití. Entretanto, Dessalines se preparaba
para expulsar el pequeño reducto de militares franceses
que quedaban en diversos lugares de la parte oriental de
la Isla.

km
335

BIBLIOTECA N A C I O N A L
P H T R O H E M R l Q U E T LIRE\IA
r.crúnucft HSMIHICÍINI»
XV
CESION A FRANCIA: EMIGRACION Y CRISIS
(1789-1801)

ASI COMO EL DESARROLLO de la colonia francesa


durante el siglo XVIII contribuyó a la reactivación de la
vida económica de la colonia española, así también la
crisis producida en Saint Domingue por la rebelión de los
esclavos fue lo que provocó la ruina de la colonia española
de Santo Domingo. En realidad, fueron los efectos de la
Revolución Francesa los que afectaron decisivamente la
vida de Santo Domingo hasta llevar a sus habitantes a una
situación tan precaria que nuevamente volverían a hablar
de miseria, decadencia, falta de comercio y emigración
de familias. Los veinte años que transcurrieron a partir
del estallido de la Revolución Francesa son la época del
gran cambio en la vida de los pobladores de toda la isla
de Santo Domingo. Los de la parte francesa se envolvie-
ron en una sangrienta revolución que terminó barriendo
totalmente a los antiguos amos blancos, quedando como
únicos dueños de la situación los que hasta entonces ha-
bían sido esclavos o descendientes de éstos. Los poblado-
res de la parte española, por su lado, vieron sobrevenir
une serie de acontecimientos inesperados y extraños que
afectaron definitivamente su sentido de identidad al ser
cedidos a Francia en 1795, al ser invadidos dos veces por
los haitianos, en 1801 y 1805, y al tener que luchar du-
rante casi un año, entre 1808 y 1809, para recuperar su
nacionalidad perdida e intentar volver a ser españoles
como lo habían sido durante más de tres centurias. Todo
lo que ocurrió en la isla de Santo Domingo durante esos

BIBLIOTECA NACIONAL,
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tcríiouc«. oanimcftNA
veinte años estuvo marcado por la violencia. Fueron dos
décadas de guerra, de movilizaciones militares, de desa-
parición de ejércitos enteros, de cambios políticos insó-
litos, de confusiones... y de descalabro económico.
Inmediatamente las autoridades españolas tuvieron
noticias de la agitación producida en la colonia francesa
con motivo de la Revolución en 1789, el Gobernador de
Santo Domingo don Joaquín García y Moreno puso sus
tropas en estado de alerta, como era costumbre de los
gobernadores españoles cada vez que había rumores de
conflictos al otro lado de la línea fronteriza. Ya en 1790
las tropas de esta zona habían sido debidamente reorga-
nizadas bajo una Comandancia General de las Fronteras
del norte con sede en Dajabón, y otra del sur con sede
en San Rafael. Desde estos dos puntos se dirigirían las
operaciones militares en caso de que las necesidades así
lo exigieran. Sin embargo, con excepción de su interven-
ción en el famoso incidente del mulato Vicente Ogé, quien
trató de levantar una rebelión entre la gente de color a
mediados de 1790, estas tropas no participaron ninguna
acción de envergadura hasta casi tres años después en
que España e Inglaterra declararon la guerra a Francia
a raíz del guillotinamiento del rey Luis XVI. Por el mo-
mento, los españoles se dispusieron a esperar el desarro-
llo de los acontecimientos, uno de los cuales fue la huida,
captura y devolución de Ogé al Gobierno colonial francés.
Esta devolución, pese a que fue duramente criticada por
el doctor Vicente Antonio Faura, iba de acuerdo con la
tradición diplomática colonial de los últimos años, pues
unos de los tratados firmados conjuntamente con el de
fronteras en 1777 fue el de la restitución de negros fugiti-
vos que huyeran de una colonia a otra, especialmente de la
francesa a la española, para terminar así de una vez
por todas de las incesantes reclamaciones y conflictos
producidos por la vieja política española de acoger a los
esclavos huidos de la parte occidental. Pero después que
la presencia francesa en la Isla quedó reconocida defini-
340

BIBLIOTECA N A C I O N A L
| . PEDRO -IENRÍQUEZ URS -J&
t c r ú c u c i oaiiiNicANA
tivamente por medio del Tratado de Aranjuez, ya no tenía
objeto seguir reteniendo esclavos huidos y asilándolos en
la población de San Lorenzo de los Minas. La documen-
tación sobre este particular es larga y merece un estudio
aparte. Sin embargo, conviene decir que ese tratado so-
bre la devolución de los negros fugitivos se mantuvo vi-
gente mientras Francia y España mantuvieron las paces,
pues no bien estalló la guerra entre ellas en marzo de 1793,
las autoridades españolas de Santo Domingo variaron su
política de los últimos años y volvieron a acoger a los
negros esclavos rebelados. La confusión existente en la
parte francesa con motivo de la Revolución proporciona-
ba la posibilidad de que ayudando a los líderes de los
esclavos rebelados, los franceses podrían ser expulsados
de la Isla y España recobraría las tierras perdidas cien
años atrás.
Así fueron atraídos Jean Francois, Biassou y Tous-
siaint Louverture, quienes aceptaron la ayuda de los co-
mandantes españoles de la frontera junto a los que lucha-
ron contra los franceses hasta que los ingleses invadieron
las costas del sur y del oeste de Saint Domingue y las
autoridades francesas abolieron la esclavitud con el pro-
pósito de ganar el apoyo de los esclavos rebelados. Como
se recuerda, en mayo de 1794 Toussaint abandonó la lu-
cha al lado de los españoles y fue con toda su gente a
dar apoyo a la causa de la libertad de los negros en donde
él creía que podía hacerse más efectiva que era de parte
del Gobierno francés. Los dos años de la guerra entre
Francia y España no afectaron mucho la vida de los ha-
bitantes de Santo Domingo, con excepción de los de las
zonas fronterizas que vivían en una gran agonía tratando
de conquistar las tierras de los franceses para retenerlas
cuando volviera la paz. Las autoridades de Santo Domin-
go llegaron incluso a redactar un «Reglamento para el
buen gobierno de las partes conquistadas de la colonia
francesa», extraído de las leyes que regían la Colonia.
La guerra, mientras se llevaba a cabo del otro lado de la

«rpi'IR I ir A rv R> M II-JI T A M A


frontera, dirigida por comandantes españoles, pero eje-
cutada por las tropas negras de Jean Francois y Biassou,
era buen negocio. Los vecinos vendían sus ganados o los
cambiaban por artículos obtenidos por los combatientes
en los saqueos de los lugares conquistados. Conviene de-
cir que fue tanto el ganado que se consumió en el mante-
nimiento de las tropas de la frontera, que al cabo de dos
años de guerra ya era difícil encontrar carne para todos.
Además, después de la defección de Toussaint la situa-
ción cambió para los españoles, pues ahora sus tropas
tuvieron que ocuparse directamente de la conservación
de las principales posiciones ocupadas tanto en el norte
como en el sur de Saint Domingue. Con todo, a pesar de
esos esfuerzos, los españoles no pudieron evitar la pér-
dida de la mayor parte de sus conquistas.
Peor todavía, el empuje de las fuerzas francesas, com-
puestas ahora en gran medida por las masas de Toussaint,
obligó en octubre de 1794 a los españoles a abandonar los
importantes puestos fronterizos de San Rafael, San Mi-
guel e Hincha para reconcentrarse en las villas de Las
Caobas y Bánica, en el sur, y en Dajabón, Bayajá y Mon-
tecristi, en el norte. Hasta ese momento Bayajá había
sido la única posesión francesa que los españoles habían
podido sostener firmemente. Los «cordones» fronterizos
establecidos por las autoridades de Santo Domingo que-
daron rotos por las operaciones de Toussaint, quien no
contento con la ocupación de las primeras plazas aban-
donadas, siguió luchando durante todo un año hasta obli-
gar en agosto de 1795 a los españoles a abandonar tam-
bién a Las Caobas y Bánica, luego que estas poblaciones
fueron ocupadas durante un tiempo por los ingleses, quie-
nes al igual que los franceses también se preparaban para
una eventual ocupación de la parte española de la Isla.
La situación de las regiones fronterizas de Santo Domingo
con motivo del nuevo curso de la guerra no podía ser
más crítica. Una operación bien simple que consistiría en
apoyar a unos vecinos rebeldes contra un enemigo co-
342
mún, se convirtió en una complicada guerra internacional
e intercolonial que hundió a tres potencias europeas en
el lodazal de una revolución y de una guerra civil cuya
terminación no asomaba por ningún lado. Hay que leer
los documentos españoles de ese período para darse cuen-
ta de la alarma que cundió entonces entre los vecinos de
Santo Domingo y otras partes de la Colonia al saber que
las tropas de Toussaint desalojaban a los españoles de las
ciudades y villas fronterizas y que éstos huían con sus
ganados para refugiarse en San Juan y en Azua, donde
ahora se habían concentrado los comandantes españoles.
Pero en eso llegaron a Santo Domingo las noticias de Es-
paña de que la guerra con Francia terminaba en Europa
y de que la paz había sido firmada el 22 de julio de 1795
en la ciudad de Basilea.
Esas noticias se recibieron en Santo Domingo el día
18 de octubre de 1795, justo en los momentos en que los
españoles reconquistaban las posiciones de Bánica y Las
Caobas, gracias a una derrota sufrida por Toussaint en
la parte francesa por los ingleses. La paz, sin embargo, no
significaba esta vez que los españoles quedarían libres de
los franceses, sino todo lo contrario. El Tratado de Ba-
silea decía que a cambio de la restitución de los terri-
torios conquistados por los franceses en el norte de la
Península, «el Rey de España, por sí y sus sucesores, cede
y abandona en toda propiedad a la República Francesa
toda la parte española de la isla de Santo Domingo en las
Antillas». Y decía además que «un mes después de saberse
en aquella isla la ratificación del presente Tratado, las
tropas españolas estarán prontas a evacuar las plazas,
puertos y establecimientos que allí ocupan, para entregar-
los a las tropas francesas cuando se presenten a tomar po-
sesión de ellas». También, decía el artículo IX del Tra-
tado, «las plazas, puertos y establecimientos referidos
se darán a la República francesa con los cañones, muni-
ciones de guerra, y efectos necesarios para su defensa, que
existan en ellos, cuando tengan noticia del presente Trata-

Ita
BIBLIOTECA NA<SIONAL
PHT.RO - l E N R Í Q U E I IJRB&A
iCriJCUCi D & MINICANA
/

do en Santo Domingo». Finalmente, se concedía que los


habitantes de la parte española de Santo Domingo, que
por sus intereses u otros motivos prefieran transferirse
con sus bienes a las posesiones de S. M. Católica, podrán
hacerlo en el espacio de un año contado desde la fecha
de este Tratado».
Hay que imaginar lo que produjeron estas noticias en
una población que tenía más de un siglo en constante lu-
cha por su supervivencia contra la penetración y la usur-
pación de sus tierras por los franceses y cuyos esfuerzos
durante esos dos últimos años habían estado encaminados
precisamente a expulsar a los franceses en cuyas manos
caía ahora por una decisión en la cual ella no habían teni-
do ninguna participación. Al leer los cientos de documen-
tos relativos a este período se descubre hasta qué punto la
lucha contra los franceses había conformado entre los po-
bladores de Santo Domingo un verdadero sentimiento de
la nacionalidad definido en términos de la hispanidad más
acendrada. Ya desde finales del siglo xvii abundan las no-
ticias de que los vecinos de la colonia de Santo Domingo
eran los más fíeles y más leales vasallos que el Rey de
España poseía en América, y como muestra de esa fide-
lidad los que comunicaban esas informaciones señala-
ban la dedicación con que los españoles de Santo Domin-
go se mantenían en pie de lucha contra los franceses que
no cesaban de penetrar en sus tierras día tras día. Ser
español fue para los vecinos de Santo Domingo durante
todo el siglo xvin, no ser francés. Lo francés era la exal-
tación de lo anti-hispánico, o de lo no hispánico, por lo
menos. Ser dominicano, esto es, habitante de Santo Do-
mingo, quería decir ser español, mantener el carácter his-
pánico de las costumbres y de los usos religiosos, siem-
pre apegados al catolicismo formal más tradicional que
pudiera imaginarse. Por eso fue tan trágica la noticia de
la cesión y por eso llegó a haber casos de manifestacio-
nes extremas de lealtad a la Madre Patria, como fue el
caso de aquella mujer que en la tarde del 18 de octubre
344
V
/

de 1795, cuando fue dada a conocer la noticia de la cesión


al pueblo de la Capital, exclamó casi gritando «¡Dios Mío,
Patria mía!», y cayó muerta en el acto. Lo que iba a acon-
tecer a partir de ese momento en la colonia española ten-
dría efectos espirituales profundos en la personalidad na-
cional de los dominicanos.
Pero también tendría otras repercusiones que empe-
zarían a sentirse casi inmediatamente, pues mucha gente
tomó la decisión de emigrar en los barcos que el Gobierno
dispuso para ello, aunque la mayoría de la población pre-
firió quedarse tratando de ejercer influencia sobre el go-
bierno español para ver si la decisión de la cesión podía
ser reconsiderada. Los primeros grupos de emigrantes se
dirigieron a Cuba, en donde las autoridades habían dicho
que se les daría tierras y propiedades equivalentes a las
que habían dejado abandonadas en Santo Domingo. Aho-
ra bien, el embarque de esas primeras familias que sa-
lieron hacia Cuba a finales de 1795 estuvo lleno de difi-
cultades, pues no sólo hubo que posponer varias veces
la salida de las embarcaciones para evitar los ataques de
los corsarios ingleses de Jamaica, sino también porque
cuando llegaron a Cuba encontraron que las tales tierras
y propiedades no aparecían. La Habana no tenía facili-
dades para acoger a todos los recién llegados, pues ésta
era una ciudad tan populosa en esos momentos que ape-
nas cabían allí sus propios habitantes. Además, el costo
de la vida era tan alto que nadie que no fuera rico podía
mantenerse sin problemas hasta tanto se ambientara. Las
mejores tierras de Cuba estaban ya ocupadas. A los que
pensaban emigrar se les ofrecieron tierras en Guantaba-
no, pero al saberse en Santo Domingo que esas eran de
las peores de aquella isla, los dominicanos empezaron a
sentir reticencia a abandonar su país. Por ello los veci-
nos escribieron al Rey para que les concediera un plazo
mayor de un año para salir de la Isla, y solicitaron que
se les permitiera ir a otros lugares del Caribe, entre ellos
Puerto Rico y Venezuela, específicamente Caracas, donde

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PH3RO -lEhJftfOUEX LIRESjÁ
los dominicanos sabían que sus vecinos eran de tempera-
mento más similar al de ellos que los de Cuba, y donde
había una gran abundancia de tierras disponibles, además
de que se sabía que la agricultura y el comercio se en-
contraban en un período de verdadero apogeo. Hubo quie-
nes llegaron a declarar que de no concedérseles emigrar
a esas partes preferían la muerte antes que irse a Cuba,
donde tenían la seguridad de que morirían abandonados
y llenos de miseria. Entretanto la ciudad de Santo Do-
mingo empezó a sentir una crítica escasez de víveres,
pues en poco tiempo se aglomeró allí una población flo-
tante en espera de turno para emigrar, que al no poder
salir sino con grandes retrasos, consumió mucho lo que
había disponible en esa ciudad y sus alrededores.
Otro problema que se presentó a las autoridades, lo
mismo que a la población, inmediatamente después de la
publicación del Tratado de Basilea, fue la cuestión de
la salida del Arzobispo y del clero tanto religioso como
secular. Las instrucciones enviadas al Arzobispo decían
que él debía ordenar al clero que recogiera, empacara y
embarcara todos los bienes muebles de la Iglesia, previo
inventario de los mismos, cuidándose de conservar en
buen estado las alhajas y los libros parroquiales. Todos
debían salir, pero el Arzobispo debía esperar a que se
embarcaran las autoridades superiores y la Real Audien-
cia para entonces salir él y no dejar a la feligresía ca-
tólica de la Colonia sin pastor. Este Arzobispo, don Fer-
nando de Portillo y Torres, que tenía un profundo odio a
los franceses, trató por todos los medios de acelerar su
partida y la de los religiosos, pero no fue sino al cabo
de varios años cuando logró conseguir que el Gobernador
le permitiera embarcarse. Entretanto, su tarea más difícil
fue la de tratar de obligar a las monjas y frailes de los
diversos conventos de la ciudad a que empaquetaran sus
bienes y se prepararan a dejar la Isla, pues resulta que
aunque las monjas clarisas aceptaron al principio salir
inmediatamente, luego reconsideraron su decisión al dar-
346

. BIBLIOTECA N A C I O N AUS
PEDRO - : E N R Í Q U E T UREMft
i>. r r ú e L i e
se cuenta de que lo iban a dejar todo perdido, sus pro-
piedades, fincas y otras rentas. Lo mismo ocurrió con
los frailes mercedarios y con los dominicos, quienes ale-
gaban que si salían intempestivamente iban a sufrir
grandes pérdidas. Los mercedarios declararon en noviem-
bre de 1795 «que si tan precipitadamente salimos de esta
capital e Isla, donde nos están adeudando mas de cuatro
mil pesos de réditos, y donde tenemos mas de cien mil
pesos de principales, con qué subsistiremos donde quiera
que fueremos?» No debe olvidarse que los mercedarios
tenían cuatro conventos en la Colonia que les dejaban
altos beneficios por las diversas rentas en tierras, limos-
nas, capellanías y censos eclesiásticos que poseían. Algo
similar ocurría con los dominicos, cuyo Prior también
declaró en noviembre de 1795 que «me es imposible se-
pararme de este Convento sin dejar corrientes las mesu-
ras y justiprecio de un Ingenio con 34 caballerías de tie-
rra y 52 esclavos, dos hatos de ganado maior; dos sitios
para criar; y quatro suelos o terrenos en la Capital...
pasando nuestra pérdida amas de cien mil pesos si no
logro asegurar estos fundos». Además, alegaba el Prior
de los dominicos, ninguno de los 18 miembros de su co-
munidad deseaba ir a Ocoa a esperar ser embarcado,
pues se sabía que en los buques surtos en esa bahía
para trasladar a los emigrantes hacia Cuba se había de-
satado hacía poco una epidemia de paludismo que cau-
saba grandes estragos entre los que ya habían abordado
aquellas naves. Varias de las comunidades religiosas ar-
güyeron a última hora que no podían embarcarse puesto
que no habían recibido órdenes de sus provinciales y
por lo tanto se excusaban de obedecer al Arzobispo.
El Gobernador don Joaquín García y Moreno, mien-
tras tanto, instaba al Arzobispo a que obligara al clero
religioso a salir de la plaza, «pues así nos aliviamos de
este peso, y se logra economizar el consumo de víveres en
la Isla que pueden sernos de mucha utilidad en todo
caso». El clero secular, entretanto, debía permanecer para
34 SM¡
partir junto con el Arzobispo. Ahora bien, muchos que-
rían permanecer en la Isla a pesar de los cambios que
iban a sucederse. Unos por razones de dinero, como fue
el caso de los curas de Santiago, quienes a mediados de
julio de 1796 comunicaban al Arzobispo la imposibilidad
de partir, pues la sequía de ese año había afectado la
economía de la región y les era imposible reducir «nues-
tros cortos haberes a dinero efectivo, medio único sido
con que podemos salir...» Otros querían permanecer sim-
plemente porque habían sido ganadas por las ideas de la
Revolución francesa o se habían desinteresado de la Igle-
sia en la forma en que tradicionalmente lo hacían, como
fue el caso del Padre Juan Quiñones, de Montecristi, de
quien se sabía que a más de ser «un amancebado» y ser
acusado de usurpar los bienes eclesiásticos, predicaba en
favor de la República francesa. Otros, por su parte, se
mostraban reticentes a la salida porque no querían aban-
donar sus familias o porque sentían que alguien debía
quedarse al cuidado espiritual de los vecinos que se que-
daban, pues ya los franceses, sabiendo que sin la Iglesia
Católica les iba a ser mucho más difícil gobernar una vez
tomaran posesión de la Colonia habían regado la voz y
publicaban una y otra vez que respetarían los usos y cos-
tumbres religiosas de los habitantes de la parte española.
Así lo hizo saber el Comisionado enviado por el Gobierno
francés a Santo Domingo, para realizar los preparativos
de la toma de posesión en una carta que le escribió al
Arzobispo a finales de julio de 1796: «Todas las Iglesias
Parroquiales, Rurales y Hermitas podrán continuar abier-
tas siendo la intención de la República, hacer a los Es-
pañoles de esta Isla, no menos felices en la obediencia
de sus principios Religiosos, que felicitarlos en lo tem-
poral», decía el Comisario Roume en esa carta. El Arzo-
bispo, atrapado entre dos fuegos, el de la propaganda fran-
cesa en favor de la tolerancia religiosa y el de los sacer-
dotes que se negaban a salir de la Isla sin antes vender
sus propiedades, finalmente se rindió a la realidad. A
348

BIBLIOTECA N A C I O N A L
P E D R O - I E N R Í Q U E Z UREXIA
K [ r Ú n L I C < t O OM IhJI CAM>i
mediados de 1796 Portillo declaraba que «he concedido
mi anuencia a los muchos curas que quieren permanecer
en la Isla hasta vender». Ahora bien, vender las propie-
dades no era tarea fácil para casi nadie, pues en esos mo-
mentos casi todo el mundo quería hacer lo mismo y muy
pocos querían comprar. De acuerdo con las declaraciones
del Síndico Procurador de la ciudad de Santo Domingo,
en julio de 1796, «no es fácil encontrar compradores,
cada cual se halla en idéntica constitución: Tiene fincas
y les falta dinero que les ponga en movimiento. No cuen-
tan con otros caudales que sus haciendas y si no condu-
cen sus importes o fuerzas, perderán aqui el fomento y
la necesidad les aflijirá en otra parte». Los miembros del
Cabildo, por su parte, también declaraban que el que con-
seguía vender una propiedad tenía que entregarla a cam-
bio de la tercera parte de su valor real debido a «la suma
escases de compradores».
En esos problemas pasó el Arzobispo tres años, has-
ta que finalmente consiguió salir de la Isla en abril
de 1798 dejando tras de sí una población en crisis y una
clerecía más interesada en salvar sus intereses que en
obedecer al Rey de España. La mayor parte del clero se-
cular se quedó en la Isla sirviendo a sus feligreses y es-
perando que la situación política finalmente se decidiera,
pues resulta que a medida que pasaba el tiempo y la
guerra contra los ingleses continuaba en la parte occiden-
tal de la Isla, a los franceses les iba resultando más difícil
enviar las tropas necesarias para ocupar la parte espa-
ñola. De manera que un año después de haberse anun-
ciado la firma del Tratado de Basilea, la mayoría de la
población dominicana quedaba todavía ocupada en sus
labores habituales y ya empezaba a preguntarse si no
llegaría el día en que la cesión sería invalidada quedando
ellos súbditos de España como siempre. Esta esperanza
tenía sus fundamentos, pues se sabe que el gobierno es-
pañol trató de recuperar la parte española de Santo Do-
mingo algún tiempo después de la firma del Tratado de
349

PHDRO H E N R j Q U E Z LIRENJA
UCrÚBLIC«. COHINICA hj*
Basilea proponiendo a cambio al Gobierno francés el
traspaso de la Luisiana. La creencia de los franceses de
que tarde o temprano ellos pacificarían su colonia de
Saint Domingue y de que con la Isla unificada volverían a
hacer de ella el emporio que antiguamente había sido,
hizo que el Gobierno de París rechazara la proposición
española y siguiera haciendo planes para su ocupación
definitiva. Para ello habían enviado al Comisario Rou-
me de St. Laurent a Saint Domingue con instrucciones es-
pecíficas de «preparar amistosamente y de antemano las
cosas para que se efectúe la evaquación de las Plazas,
Puestos y establecimientos de aquella Isla quando pa-
rezca conveniente y sea posible enviar allá con este ob-
jeto las fuerzas francesas necesarias», y de precaver y
contrarrestar «todas las tramas que emplean por un lado
los ingleses para apoderarse de aquel Pais, y por otro
los antirrevolucionarios para indisponer contra la Re-
pública los ánimos de los antiguos españoles, hoy ya
nuestros conciudadanos». Roume también tenía otras ins-
trucciones. Estas eran valerse «de todos los medios po-
sibles de persuasión para desimpresionar a aquellos ciu-
dadanos de las falsas ideas que hayan podido imprimir-
seles de la Revolución francesa y disipar en su espiritu
quantos recelos se les haya inspirado acerca del libre
ejercicio de su religión». Además debía considerar «como
la principal de sus obligaciones la de ganar la voluntad
de los havitantes de la Isla de Santo Domingo, y refutar
con la Constitución en la mano quantas objeciones se le
hagan», especialmente en lo tocante al aspecto de la abo-
lición de la esclavitud, tratando al mismo tiempo de
«emprehender cosas grandes, establecer un orden cons-
tante con si huviese de mantenerse allí hasta francesizar
completamente aquel Pais».
Roume tenía que trabajar rápido pues los ingleses
amenazaban con romper el cordón militar de las fronte-
ras para apoderarse de Santo Domingo antes que los
franceses. Los ingleses estaban llevando a cabo una cam-
350

BIBLIOTECA MAC I O N AL
P E D R O -IEMR.IQUEZ I IREMA
paña de captación de simpatías entre los propietarios y
demás vecinos de la Colonia divulgando a través de im-
presos y proclamas que ellos garantizarían no solamente
el libre ejercicio de la religión católica, sino también el
mantenimiento de la esclavitud, cosa que no harían los
franceses. Siendo este un punto sumamente sensible en
los intereses de los influyentes propietarios españoles,
muchos de ellos optaron por esperar el desarrollo de los
acontecimientos, sobre todo después que se divulgó la
noticia de que los que habían emigrado a Cuba estaban
pasando enormes penalidades por falta de tierras, de
mantenimientos y de los fondos que la Corona les ha-
bía prometido darles para ayudarlos a recuperarse. Es
cierto que otros siguieron emigrando. En junio de 1796
salieron de la Isla cerca de 1,800 personas, la mayor par-
te de ellos militares que no tenían bienes de significación
en el país. Alguna gente pobre de las fronteras también
mostraba un evidente deseo de emigrar para no perder lo
poco que tenían en la guerra que continuaba y que los
amenazaba con el saqueo de los esclavos franceses re-
belados. Pero en general, las seguridades de los france-
ses, especialmente del Gobernador de Saint Domingue,
Juan Esteban Laveaux, de que las propiedades serían res-
petadas, y las de Roume, de que la religión podría ser
ejercida libremente, hizo que la mayoría de la población
propietaria de bienes raíces reconsiderara la idea de una
emigración intempestiva. Algunos incluso pidieron una
prórroga mayor para el abandono y entrega de la Colonia,
como fue el caso de los principales vecinos de La Vega,
pues el año concedido para emigrar ya casi terminaba y
no había sido suficiente para que los hacendados pudie-
ran «vender precisamente sus Casas, sus muebles, sus te-
rrenos, sus ganados y demás pertenencias y no es posible
que en tan corto tiempo ocurra tal multitud de poblado-
res que nos proporcione fácil y ventajoso expendio ma-
yormente no siendo todavía tan escaso el numero de los
Hacendados que habitan esta parte interior de la Isla:

R. c RÚ o LI
a que se agrega que siendo como es natural que los
nuevos colonos elijan para sus primeras fundaciones los
lugares mas apartados donde los puertos proporcionan
las utilidades del Comercio y cosechas pingües la feraci-
dad de los terrenos: es consequente que desprecien (al
menos en sus primeros establecimientos) la parte interior
que habitamos y aun quando algunos apeteciesen esta si-
tuación, no es factible que se hallen Caudales suficientes
para comprar todos los de aquellos, que aspiren a emi-
grar, resultando de aqui otro no menor inconveniente
qual es que pretenderán aprovecharse de la misma nece-
sidad que nos compele a venderles; señalaran los precios
a su arbitrio y experimentaremos los naturales el dispen-
dio y ruina total de nuestros intereses que nos precipi-
tará en un abismo de miserias mal que solo podra re-
mediar (en un abismo de miserias) extendiendose a tres
o quatro años el termino de la emigración».
Lo más importante para los franceses era precisamen-
te impedir la emigración, conseguir que se quedara en
la Isla la mayor cantidad de gente, especialmente de gen-
te de armas que defendieran la Colonia en el futuro. Sin
embargo, la política francesa hacia la esclavitud ahuyentó
a muchos propietarios que estaban dispuestos a cualquier
cosa antes que a perder sus esclavos. Ya ellos sabían que
el Gobernador Laveaux, de la parte francesa había decla-
rado en diciembre de 1795 que «los Esclavos que se ha-
llan en la parte Española, desde el momento en que la
República estaría en posesion, gozarían de la libertad.»
De ahí que muchos españoles esclavistas armaran una
gran agitación que llegó incluso a preocupar al Gober-
nador don Joaquín García pues los propietarios empeza-
ron a sacar sus negros del país junto con ellos, en tanto
que los agentes franceses en la Colonia agitaban en con-
tra de esa práctica a los esclavos para que se rebelaran
contra ella. Ya en diciembre de 1795 se decía que los es-
clavos se levantarían e incendiarían los cañaverales y las
casas de campo o los ingenios. Pero como la vigilancia
352

BIBLIOTECA N A C I O N A L
FBDPQ -IEMR.ÍQUEZ LIREIMA
».trúoLiCA í o n i N i c A i J A
V

fue aumentada, ese temor no llegó a hacerse realidad has-


ta octubre de 1796, fecha en que los doscientos esclavos
del principal ingenio de la parte española el llamado in-
genio de Boca de Nigua, propiedad de don Juan de Oyar-
zabal, se levantaron en armas haciendo huir a su propie-
tario, destrozando e incendiando los cañaverales y los
edificios, y matando los animales que encontraron. Esa
revuelta fue prontamente sofocada, perdiendo la vida un
buen número de esclavos tanto en combate como ahorca-
dos y descuartizados. Pero el temor a que esas rebeliones
continuaran con el apoyo de los negros sublevados en la
parte francesa hizo que alguna otra gente pensara en emi-
grar. Ya se sabía lo que había ocurrido nuevamente en
Bánica y sus inmediaciones algunos meses atrás cuando
las tropas de Toussaint saquearon aquellas regiones. De-
cía el comandante militar de las tropas españolas que
operaban en esa zona que «en este pueblo no ha que-
dado vecino que no se haya puesto en fuga abandonando
enteramente el resto de sus bienes». De ahí que las auto-
ridades concluyeran que «con el exemplar de Banica mu-
chos de los nuestros que estaban resueltos á quedarse va-
riarán y se mudarán a nuestras provincias». Con todo,
irse de la Isla era empresa peligrosa por los corsarios que
surcaban el Caribe y por las noticias que llegaban sobre
las calamidades que sufrían los que primero habían emi-
grado. Lo que prevalecía en el ánimo de los pobladores
era una gran confusión en la cual nadie sabía qué hacer,
para dónde ir, dónde quedarse, o a quién seguir...
Solamente el Gobernador García, además del Comi-
sario francés Roume, sabía lo que quería: cumplir con
el Tratado y forzar al Gobierno español y a las autori-
dades francesas de Saint Domingue a acelerar la entrega
de la parte española. Durante el primer año después de
la cesión, García trabajó arduamente buscando proteger
las fronteras españolas de un ataque inglés y al mismo
tiempo tratando de hacer que las autoridades de Cuba
y de Madrid facilitaran medios para el transporte de los
emigrados y de los negros auxiliares de Jean Francois
y Biassou, quienes al producirse la cesión solicitaron sa-
lir de la Isla bajo la protección española, cosa que hi-
cieron en gran número a mediados de 1796. Siguiendo
instrucciones del Gobierno de Madrid, García hizo en-
trega a los franceses de la plaza de Bayajá, que había sido
ocupada años antes durante la guerra y se dispuso a en-
tregar las demás partes de la Colonia paulatinamente para
concentrar las tropas españolas en Santo Domingo, des-
de donde deberían embarcarse una vez llegaran las tro-
pas francesas. En julio de 1796, cuando más seguro se
encontraba de que ya la entrega se haría en breve tér-
mino, sucedió lo inesperado: el General Rochambeau,
quien debía pasar a Santo Domingo a ejecutar la incor-
poración de la parte española a la francesa, se negó a
hacerlo con un ejército compuesto por negros, que eran
las únicas fuerzas de que podía disponerse en ese mo-
mento para ese objeto, pues el espectáculo de las tropas
de Toussaint en el saqueo de Bánica había aterrorizado
a los vecinos españoles y, al decir de García, Rochambeau
quería ocupar y gobernar la parte española «como Go-
vernador, Conservador y protector y no como destructor».
Poco tiempo después los españoles se vieron en la obli-
gación de entregar Las Caobas a Toussaint, lugar que se
convirtió en un nuevo escenario de la guerra, pues casi
inmediatamente los ingleses atacaron este poblado y obli-
garon a Toussaint a abandonarlo. Desde ahí los ingleses
se dispusieron a invadir el resto del país en especial las
villas de Neiba y San Juan que eran los dos lugares más
próximos a sus nuevas posesiones.
Estos nuevos incidentes obligaron al Gobernador de
Saint Domingue, el General Laveaux, a posponer la toma
de posesión de la parte española «hasta nueva orden»,
pues la situación militar de los franceses frente a los
ingleses era ahora sumamente delicada. García hacía sa-
ber públicamente que él como gobernador de un terri-
torio ya cedido a otra potencia se mantendría neutral en
354
esa lucha, sobre todo por su interés en ahorrarse tiempo
y dinero en operaciones militares inútiles que lo llevarían
a gastar los escasos fondos que quedaban en las Cajas
Reales. Y fue tal vez por esa razón por la que los vecinos
de San Juan y Neiba no opusieron resistencia a los in-
gleses cuando éstos ocuparon esos lugares en marzo de
1797. Para entonces García se encontraba desesperado
por la imposibilidad de ejecutar la entrega y por las difi-
cultades de cumplir con las órdenes del Príncipe de la
Paz, Manuel Godoy, quien desde Madrid mandó que se
concentraran las tropas en Santo Domingo, no impor-
tando a quien se les dejaba el interior de la colonia espa-
ñola. El gobierno colonial estaba prácticamente en banca-
rrota. En mayo de 1797 apenas si alcanzaban a 1,116 los
hombres de armas en Santo Domingo, los almacenes es-
taban desprovistos de mercancías y víveres desde la gue-
rra pasada y de acuerdo con el Gobernador García, « ab-
solutamente ya no hay caudal para la subsistencia de la
tropa», por lo que se hizo necesario recurrir a los em-
préstitos «que aquí siempre ha sido recurso triste, y más
triste en este estado». Con esos empréstitos empezó a
«reponer los almacenes de víveres con el auxilio de los
extranjeros Norte-Americanos con quienes no cabe el ar-
bitrio de otra moneda que la común», todo lo cual era
íncoveniente, pues estas compras, de harina especialmen-
te, tarde o temprano dejarían el país sin numerario por
lo cual era necesario que el Gobierno español enviara a
Santo Domingo una dotación extraordinaria de 100,000
pesos. Aunque García había querido evitarlo, la invasión
inglesa de las regiones fronterizas del sur, lo obligaban a
mantener las tropas de Azua y Baní en pie de guerra, y
para ello había que contar con dinero.
Los acontecimientos de los últimos años habían le-
sionado seriamente la multiplicación de los ganados. De
hecho lo que ocurrió fue más bien la extinción de la ga-
nadería en muchas partes especialmente en las zonas
fronterizas. Dos causas contribuyeron a ello. Una, los sa-
355
queos y confiscaciones llevadas a cabo para alimentar las
tropas españolas y negras durante la pasada guerra. Otra,
decía García, «la desconfianza en el espíritu de los Espa-
ñoles, á lo menos la prudente duda sobre lo que podrá
ser de su suerte, todos o casi todos se preparan de un
modo, que les facilite la emigración, y huida de este país;
de que resulta una considerable rebaja de los ganados
que quedaron por fin de la Guerra, un empeño de vender,
y hacer dinero, y por consecuencia la saca de los esclavos
y con ella la decadencia de todos cuantos ramos se cul-
tivan y fomentan con sus brazos». Por ello la carne se
convirtió en un artículo escaso para el mantenimiento
de las tropas que esperaban en Azua un ataque inglés. Esa
carne había que pagarla, pues ahora en que todos necesi-
taban dinero contante y sonante nadie quería ceder sus
ganados a cambio de algún vale o papel de crédito. García
se quejaba en marzo de 1797 que «sería una fatalidad el
que no pudiésemos pagar las carnes o lo hiciéramos con
papel, quando los enemigos presentan oro para llevarse
la preferencia, satisfacen la codicia del criador y acon-
tece en unos parages por donde no hay vigilancia». La
falta de dinero, como se ve, ponía en peligro la ocupación
de los franceses de la parte española de la Isla y sugería
que de no andar rápido ésta podía caer en manos de los
ingleses. Lo que impidió que esta posibilidad se realizara
fue el contraataque de Toussaint y los franceses contra
las recién conquistadas posesiones de los ingleses que
comprendían a Mirebalais, Grandbois, Bánica, Las Caho-
bas, San Juan y Neiba, de donde fueron desalojados en
abril de 1797. A partir de entonces los ingleses trataron
de invadir esas mismas regiones desde el mar, al tiempo
que intentaron tomar algunos lugares del norte de la Co-
lonia especialmente Montecristi y Dajabón que fueron
entregadas a los franceses en julio de ese mismo año.
García dejó a un lado las consideraciones de orden mili-
tar provocadas por la presencia de los ingleses en esas
regiones y siguió adelante con sus planes para entregar

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -ÍEMRfQUEZ UREÑ1A
próximamente las ciudades de Santiago y Puerto Plata
a los franceses. Entretanto concentraba las tropas en la
ciudad de Santo Domingo, en donde cada día la situación
se hacía más difícil por falta de víveres y otros mante-
nimientos, además de la falta de dinero para pagar los
salarios. Inglaterra dominaba en esos momentos todo el
Mar Caribe con sus escuadras y sus corsarios y la nave-
gación entre las islas se hacía sumamente peligrosa. Puer-
to Rico fue bloqueado durante varios meses y el situado
que debía venir desde allí estuvo detenido durante más
de un año. En septiembre de 1797 García informaba al
Príncipe de la Paz que hacía cinco meses que los sol-
dados estaban a media paga por falta de caudales y del
situado que se encontraba en Puerto Rico.
A todo esto la gente seguía emigrando. Es cierto que
la emigración no fue todo lo voluminosa que algunos his-
toriadores han querido ver, pero se realizó continuamente
por gente de todas las clases sociales. Con el agravamien-
to de la situación económica de Santo Domingo, mucha
gente que hasta entonces no lo había hecho se dispuso
a emigrar, aunque no todos los consiguieron debido a la
falta de medios disponibles. Por eso cuando la Real Au-
diencia habló en Santo Domingo de suspender las emigra-
ciones, el Gobernador García, que siempre estuvo preo-
cupado por la suerte de los vecinos de la Colonia, reac-
cionó escribiendo lo siguiente: «es preciso reflexionar con
piedad y con justicia y guardar las mismas consideracio-
nes que S. M. tuvo para conceder un año a la emigración
y ofrecer después la solicitud de otro a favor de estos
habitantes. Una Isla de más de cien mil almas, aunque .
de ellas no salgan más que el tercio, no puede evaquarse
en las pocas ocasiones que hubo (transporte) para La Ha-
vana. Cuentan los Oidores, las personas, y al oirse se ma-
nifiesta algún aparato de persuasión; pero deben distin-
guir los transportes de individuos que pasan de unos puer-
tos a otros con solas las arcas de su ropa y alhajas de
uso, de los de familias enteras que se mudan con los mo-
357

E ¡ o H O T = C A NIACSO
PEDRO - l E M R l O U E Í WF
I ' . I ' Ú O U C Í &&MINIC
biliarios, numeran las personas, pero no se encargan de
que los buques se empacharon con los equipajes, hasta
no haver cabida para muchos muebles que fue preciso
dexar en la Marina, siguiendo sus dueños a La Havana
con ese disgusto, y si la cosa llegó a esos extremos, ¿cuál
de los que quedó en esta Isla podrá acusarse de moroso?
Solamente tendría lugar esta imputación reduciendose
los vecinos a la miseria y congoja de abandonar sus efec-
tos y caminar con solos sus cuerpos.»
«Los Ministros saben muy bien estos hechos aconte-
cidos con toda la publicidad».
«Demás de esto, aunque a los principios hubieran sido
escasas las emigraciones, es necesario considerar que nin-
gún vecino establecido con comodidad, por desnudo y
desprendido de raíces que fuera, en un suceso tan im-
previsto como la entrega de la Isla, y estar habilitado y
preparado para marchar con su equipaje a la hora de la
vela: todos tenían sus enlaces y conexiones de contratos
y negociaciones y a ninguno le falta asunto de los que
circulan en la sociedad que no le interese liquidar y
transar, y mas quando el objeto es dexar la Patria per-
petuamente y establecerse en un pays extraño en donde
cuentan conservarse con sus pocos o muchos haveres que
les empeñan la diligencia de no abandonarlos en quanto
les es posible; y lo que hay que elogiar es que muchísi-
mos vendieron sus casas, raíces y animales de imposible
transporte, por lo menos de la mitad de su valor, por se-
guir la dominación de España.»
«Desde antes de la publicación de la guerra actual, la
esquadra que de Bayajá habría de venir aquí, giró para
la Havana y no ha vuelto; despues, la misma guerra ha
puesto un obstáculo invencible a la emigración. No de-
biendo los Oydores tampoco calcular ésta por las perso-
nas que pasaron a la Havana, pues mientras hubo paces,
emigraban las familias a su propia costa, para distintos
parages del Continente y de la Isla de Puerto Rico, de
358

IS1I0I
I3LIOT SIACLOÍ —L
-.
suerte que es raro el puerto en que no haya familias do-
minicanas...»
Lo que buscaba los Oidores de la Real Audiencia con
la prohibición de la emigración era desentenderse defi-
nitivamente con el problema fundamental de los habi-
tantes de la Colonia, que era el de su supervivencia, para
irse ellos tranquilamente a vivir a La Habana o a otras
partes de América, donde sabían que les esperaban pues-
tos públicos similares o mejores a los de Santo Domin-
go. Sus argumentos eran que «los negocios que concu-
rren a esta Audiencia ya son sumamente escasos» y que
como ya los archivos habían sido remitidos a la Habana
había que seguirlos para que no se deterioraran los pa-
peles, o que ya el Arzobispo había recibido orden de sa-
lir y ellos, que debían salir junto con él, de acuerdo con
las órdenes originales debían acompañarlo o, en fin, otras
cosas más, que el Gobernador García no quiso oir a pesar
de las muchas instancias que interpusieron con este pro-
pósito los oidores. La situación era muy grave en esos
momentos para atender a peticiones personales de fun-
cionarios que debían trabajar por el bien de los habi-
tantes de la Colonia. Puerto Plata fue atacada, bombar-
deada durante tres horas y media y luego saqueada por
los ingleses, en julio de 1797, y Montecristi también aca-
baba de ser atacado. Y como si esto fuera poco, en oc-
tubre se descubrió un complot para entregar la ciudad a
los ingleses, dirigido por dos aventureros que trataron
de interesar a los jefes de las tropas negras auxiliares que
habían preferido quedarse en Santo Domingo, especial-
mente el Comandante Pablo Aly, que había sido uno de
los «que habían tenido más séquito y reputación en el
exercito de Biassou». Ese complot fracasó gracias a la
«fidelidad de los negros auxiliares Pablo Aly y Agustín»,
pero dejó a García más inquieto todavía sobre las posi-
bilidades de mantenerse en Santo Domingo hasta que
pudiera hacer entrega formal de la Colonia a los france-
ses. Por eso no quería él dejar salir a los oidores de la
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BIBLIOTECA N A C I O N A L
PHTRO -lENJRlQUEZ UREÑIA
"Real Audiencia. El necesitaba entregar poco a poco los
lugares de la tierra adentro permitiendo a todos los que
quisieran que pasaran a Santo Domingo y se embarcaran
cuando pudieran. Para eso él requería la asistencia de los
jueces de la Audiencia, ya que siempre podían aparecer
cuestiones judiciales de importancia que debían de ser
resueltas.
Ahora bien, la entrega no podía ser efectuada en esos
momentos. Los franceses de la parte occidental no tenían
tropas de confianza para tomar posesión de la Colonia
española y no se atrevían a ocuparla con las tropas de
Toussaint, pues se sabía el temor que los antiguos escla-
vos de la parte francesa inspiraba a los vecinos españo-
les. De la entrega decía García en enero de 1798 que «esta
se nos promete vaga, y frecuentemente con la prósima
venida de la anunciada nueva Comisión Francesa, o sea
con el establecimiento de una Comandancia Militar que
ha de governar la Colonia. El Govierno (en Saint Domin-
gue) está actualmente en manos de la gente de color.
Se anunció una próxima posesión de las ciudades de San-
tiago y Puerto Plata, Villas de la Vega y Cotuy; esto llenó
de horror a la primera sabiendo que Toussaint, el más
empeñado a ella, estaba en Bayajá con 6,000 negros, que
son una langosta. Me consultó el comandante, dudando si
entregaría por disposición de Raymond, único de la Co-
misión caduca, o de Toussaint que solo se conoce por Ge-
neral; y que documento autorizaría este conflicto, y haría
válida la entrega».
«De todo di noticia al Agente Roume y éste se ha
opuesto en los términos que se lee en la adjunta copia
de su respuesta; descubriendo para nuestro maior atraso,
que la toma de posesión no podrá efectuarse hasta la
paz, que es cuando podría venir tropas... Dos años y
medio han corrido para hacer mas penosa la espera...»
En efecto, durante esos dos años y medio después del
anuncio de la cesión a Francia, el gobierno colonial es-
pañol había llegado a los extremos de la ruina, sin fon-
360
ISIBI
BIBLIOTECA N A C I O N A L
P E D R O - í E N R t Q U E Z LIRE VJA
R.NRÚOLICA O Ú M I N I C A N Í I
"V»' 'a-7 '
-

dos, sin tropas y sin seguridades. El situado seguía rete-


nido en Puerto Rico debido a la intensa actividad de los
corsarios ingleses en el Mar Caribe, que no dejaban cru-
zar el correo entre las islas españolas sin grandes peli-
gros. Todavía en abril de 1798, el Gobernador García,
avergonzado, declaraba que «jamás me he visto más com-
prometido ni desairado, haviendo de confesar que hace
un año que estamos sin situado, pasándolo la tropa mi-
serablemente.» Y en septiembre, decía García, la situa-
ción seguía igual, con la tropa «desnuda y exasperada»,
situación ésta que todavía se mantendría hasta fin de
año, pues en noviembre de 1798 el Gobernador español
seguía escribiendo que «el govierno se ve cada vez más
angustiado, agobiado y reducido a la extremidad de no
tener de quien valerse, sacando de sí unos recursos que
a mí mismo me admira quando contemplo mi constitu-
ción», pues ya hacía casi dos años que los situados no
llegaban y la guarnición de Santo Domingo, reducida a
1,320 hombres se mostraba violenta «fuera de su pri-
mitivo destino, en un país cedido y nada lisonjero».
El Gobernador García por momentos llegó a pensar
que la situación podía cambiar a partir de abril de 1798,
fecha en que los ingleses, derrotados, empezaron a desalo-
jar las posiciones que ocupaban en la parte francesa. La
paz se veía llegar y, junto con ella, la entrega. La espe ¿

rada Comisión francesa también había llegado a Santo


Domingo a finales de marzo, pero su jefe, el General He-
douville, para desmayo de García, no quiso conversar en
esa ocasión sobre la entrega. El problema principal de
Hedouville en esos momentos era pasar a Saint Domin-
gue y tratar de arrancar el poder político y militar de
las manos de Toussaint L'Overture, quien se había con-
vertido en el amo absoluto de la situación. Hedouville
fracasó en su misión y fue obligado por Toussaint y sus
tropas a abandonar la Isla en octubre de 1798 bajo la ame-
naza de perder la vida. De manera que todavía la situa-
ción de la colonia española seguía indefinida. Para agra-
361

IHB., O T É C A N A C I O N A L , '
rHT:RO HENIRfQÚEZ UREIVIA
L.ÍRTÜLIC"! &0!-L|WICF.N«
var esa indefinición, las tropas francesas blancas que ha-
bían llegado a Santo Domingo junto con el General He-
douville no pudieron ser ocupadas en ninguna acción
útil, pues el Agente Roume, que manejaba los asuntos
franceses en Santo Domingo hasta que la cesión se con-
sumara, viajó a la parte francesa a ocupar el lugar de
Hedouville. Las tensiones entre los negros y los mulatos
se habían agravado críticamente después de la salida de
los ingleses y la guerra civil entre negros y mulatos lo
mantuvo alejado de Santo Domingo y prácticamente pri-
sionero de Toussaint, alejándose así por año y medio más
la entrega de la parte española a Francia. Entre febrero
de 1799 y agosto de 1800 no había autoridad en la Isla
debidamente autorizada para pasar a Santo Domingo a
tomar posesión a nombre de Francia. El Gobernador Gar-
cía se desesperaba por falta de fondos y por la crisis eco-
nómica de su colonia. La única persona con fuerzas su-
ficientes para ocupar a Santo Domingo, era Toussaint
L'Overture, pero este jefe estaba demasiado envuelto en
la lucha contra Rigaud y los mulatos, y no podía trasla-
darse personalmente a tomar posesión. Este era un ob-
jetivo importante en la mente de Toussaint, pero podía
esperar hasta que su propio país se pacificara o hasta
que consiguiera la autorización del gobierno de Francia
para hacerlo.
Esta autorización era un asunto muy delicado, pues
el gobierno francés no quería que los negros de Saint
Domingue pasaran a la parte española encabezados por
Toussaint, quien de una manera o de otra se las inge-
niaría para consolidar también su jefatura en esta parte
de la Isla y sería más difícil todavía arrancar de sus ma-
nos un liderazgo que, aunque ejercido en nombre de
Francia, resultaba inconveniente para los planes impe-
riales de Napoleón Bonaparte y la burguesía francesa.
Tanto Roume como el General Antonio Chanlatte, quien
quedó en Santo Domingo en su lugar como Comisionado
francés, tenían órdenes precisas en este sentido: no de-

OIBUOT=CAj NACIOtslAL
- F H T R O ^ M R J Q U E Z UREMIA
r
/

bían ocupar la parte española a menos que no fuese con


tropas especialmente enviadas desde Francia para ello.
Entretanto había que seguir la política de atracción de
los habitantes hacia la República francesa para que el
cambio político se realizara sin violencias y adecuada-
mente. Oficialmente Chanlatte, lo mismo que había hecho
Roume, debía ocuparse de «vivir en la más grande unión
con el señor Presidente y las autoridades españolas, como
a hacer amar y respetar por la sabiduría de vuestra con-
ducta, el Govierno, los funcionarios públicos y los ciu-
dadanos de la República Francesa», tratando de impedir
al mismo tiempo que la guerra civil de la parte occiden-
tal incidiera en los ánimos de los españoles y provocara
una insurrección en Santo Domingo. El Gobernador Gar-
cía, por su parte, seguía trabajando para abandonar la
Isla. En noviembre de 1799 llegaron finalmente varios bu-
ques de la Real Armada española con los situados atra-
sados de los últimos años que ascendían a la suma de un
millón y ciento catorce mil pesos. En estos buques se
embarcaron los miembros de la Real Audiencia y sus
familias, quedando el Gobernador sólo con las últimas
tropas de la guarnición de Santo Domingo, que apenas
ascendían a 1,165 hombres, sin contar la oficialidad y el
Estado Mayor que quedaban en último turno para salir
de la Isla. Ya en diciembre de 1799 se sabía en Santo
Domingo que Toussaint estaba haciendo planes para ocu-
par con gente suya la parte española a pesar de la opo-
sición oficial del Gobierno francés, por lo que mucha
gente se alarmó con la seguridad de que perderían sus
esclavos tan pronto la entrega se consumara. García co-
municaba en mayo de 1800 que entre la gente que queda-
ba en la ciudad de Santo Domingo «hay muchas familias
y considerable número de esclavos» y decía también que
siendo tan inminente la entrega «el esclavo que no se
saque antes, será perdido el dia de ella». El Gobernador
español quería concluir cuanto antes esa tormentosa es-
pera que hacía cinco años lo agobiaba: «me parece que
363

mac
PH3RO -JGrJílÍQUEZ UREftlA
el momento de la entrega debemos promoverlo». Su único
problema era tener el transporte a mano el día que las
tropas francesas, cualesquiera que éstas fuesen, llegaran.
Lo más probable era que esas tropas fuesen compues-
tas por los soldados negros de Toussaint, pues la urgencia
de Toussaint por ocupar la parte del Este crecía a medi-
da que se avecinaba el fin de la guerra civil. Desde que
Roume llegó a Saint Domingue Toussaint solicitó auto-
rización para tomar posesión en Santo Domingo. Según
declaró el General Chanlatte en junio de 1800, Roume se
negó una y otra vez aduciendo que ello sería violar las
instrucciones del gobierno francés. Durante todo el tiem-
po de la guerra civil, Toussaint «repitió su pedimento al
ciudadano Roume para que le dejara tomar dicha pose-
sión de la parte española, y cuanto más resistencia ha-
llaba, tanto más renovaba sus instancias». Así pasó todo
un año, hasta que en abril del 1800, exasperado por las
negativas del Agente francés, Toussaint ordenó a sus
tropas del norte que pasaran al Guarico, lugar donde se
encontraba Roume, y le exigieran la promulgación de
un decreto autorizándolo a tomar posesión de la parte
española. De acuerdo con Chanlatte y Kerversau, quie-
nes luego rindieron un informe detallado de todo lo ocu-
rrido, «una reunión de seis mil negros formados por su
orden se reunió a una legua del Guarico, e intimó a ésta
Villa so pena de incendiarla y saquearla de entregarles
al ciudadano Roume, quien se prestó a entregarse para
livertar a la Villa de aquella nueva calamidad».
«Ynmediatamente que llegó al centro de ésta multitud
sanguinaria, lo llenaron de injurias de amenazas y de
golpes, le pidieron con el tono de la rebolución la par-
tición de tierras, la livertad de trabajar cómo y a donde
quisieran en fin un Decreto para tomar posesión de la
parte Española». Mientras tanto hicieron llamar a Tous-
saint, quien se encontraba bastante lejos del lugar, mien-
tras Roume era encarcelado quedando formalmente como
prisionero. Cuando Toussaint llegó Roume le argumen-
364

BIBLIOTECA M A C »OI
PEDRO -IEMRÍQUET URI
tó que le estaba prohibido por su gobierno autorizar la
toma de posesión de la parte española sin el permiso
de Francia, pero Toussaint «fríamente» le respondió que
él debía «dar el Decreto, o ahora mismo todos los Blan-
cos de la Colonia serán degollados». Roume cedió y el
decreto fue firmado el 27 de abril del año de 1800 y en-
viado inmediatamente al Gobernador Joaquín García y
al General Antonio Chanlatte en Santo Domingo.
Dos días después de tenerse noticia del decreto en
Santo Domingo, llegó el General de Brigada Agé acom-
pañado sólo de su ayudante y su secretario requiriendo
a García y a Chanlatte la entrega del mando de la Colo-
nia. Al saberse la noticia de que la entrega iba a consu-
marse, dice García en una carta escrita en esos días, «se
consternaron los espíritus de la Ciudad», y la gente, los
miembros de la Iglesia, el Cabildo, llenos de angustia y
zozobra pedían que no se entregara la plaza y que se
pospusiese la toma de posesión. En vano declaró el Ge-
neral Agé, antiguo esclavo de Saint Domingue, que de-
trás de él vendrían tropas blancas y que la paz se man-
tendría en la Colonia. «Todos temían este acontecimien-
to como la mayor de las calamidades públicas; la imagen
horrorosa del desorden de la Colonia con sus ríos de
sangre y la invasión de las propiedades se apoderó de
todos los vecinos que en tan críticas circunstancias, se
dirigieron, con el mayor respeto, a las autoridades, im-
plorando su socorro y protección. El venerable Clero
—narra Chanlatte— unió sus súplicas a las de sus fieles;
todas las clases sociales, todos los gremios se juntaron,
formando un solo cuerpo para pedir que se retardara la
toma de posesion hasta que Francia lo ordenara». De
Napoleón, decían los vecinos de la Capital en un docu-
mento presentado el 19 de mayo de 1800, «es que debe
dimanar la orden» de la toma de posesión, y como ésto
no se había producido, ellos no estaban dispuestos a ser
«víctimas participantes de los temibles y horrendos es-
tragos que diariamente se han repetido y siguen con fo-
365

LS
mentó entre los negros y gente de color habitadores de
la parte francesa de esta Isla». Por ello, pedían los veci-
nos en su representación, el gobierno no debía entregar
la plaza hasta que la orden llegara directamente desde
Francia emitida personalmente por Bonaparte. Y, por
ello, instaban a sus representantes a enviar una dipu-
tación a Madrid a pedir al Rey de España su intercesión
para que la entrega no se realizara y «no perezcan tantas
numerosas familias en las calamidades del lamentable
desconsuelo y terrible amago en que se hallan».
Por ello, también, los vecinos de Santo Domingo qui-
sieron atentar contra el General Agé y sus acompañantes,
a quienes hubo que alojar en la casa del Comisionado
Chanlatte. El Cabildo pidió formalmente que se les ex-
pulsara de Santo Domingo y como los clamores contra los
enviados de Toussaint aumentaban, el Gobernador García
tuvo que colocar una guardia en la casa de Chanlatte para
protegerlos de cualquier tropelía. La hora tan febrilmen-
te buscada por García había llegado y, sin embargo, la
entrega no podía ser realizada. La oposición de los ve-
cinos lo impedía. Según Chanlatte y Kerversau, García
no podía hacer otra cosa que acogerse a la petición de
los habitantes de la Capital, pues «la desesperación y el
asombro eran a tal punto que la negativa de ésta peti-
ción podía producir una sublevación general, y causar
males tan grandes para los mismos españoles como aque-
llos que se temían». Al General Agé, mientras tanto, se le
convenció de que no debía permanecer en Santo Domin-
go a riesgo de aumentar la agitación «y se le obligó a
convenir en que la tranquilidad pública, y la suya propia
exigían su retirada». Finalmente, Agé y sus asistentes sa-
lieron de la ciudad el día 25 de mayo acompañado de las
mayores consideraciones por parte de las autoridades, y
para evitar que se le hiciera cualquier daño, García or-
denó que se les escoltara fuera de las murallas de la ciu-
dad hasta llegar a su destino. Los vecinos, que pese a
todo se habían acomodado a la situación durante los úl-
366

IS1IBI
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P E D R O ^ S J R J Q U E Z LIREIVIA
timos cinco años y ya empezaban a dudar de que la en-
trega formal se realizaría, ahora descubrían que la hora
del cambio había llegado. La salida del General Agé, e
inmediatamente la de los diputados que fueron a Madrid
y a París en busca de una posposición de la entrega, tran-
quilizaron un poco los ánimos, aunque los menos opti-
mistas se dedicaron a partir de entonces a proveerse de
armas para repeler una eventual invasión de las fuerzas
de Toussaint. En junio del 1800, por ejemplo, García co-
municaba a su gobierno que los vecinos de los pueblos
del interior se estaban armando para la defensa, y que
esta situación lo había puesto a él en la obligación de
aprestarse para la lucha enviándoles «víveres, armas, mu-
niciones y dinero para una regular preparación». Mien-
tras la guerra civil continuara Toussaint no podía dis-
traer sus tropas por el momento.
Al conocer la actitud de los vecinos Toussaint escribió
al gobernador de Santo Domingo diciéndole que conve-
nía en esperar la decisión de Francia, «pero que estaba
muy sentido que el General Agé huviera experimentado
el mal tratamiento de que se quejaba». Roume, por su
parte, también se sintió con ánimos para reaccionar y
el 26 de junio dictó un nuevo decreto anulando el ante-
rior para la toma de posesión. Inmediatamente remitió
este decreto a García y a Chanlatte aconsejándoles que
«nada se alterara hasta que las órdenes de Francia y És-
paña llegaran».
Estas noticias calmaron bastante a los pobladores de
la parte española, con excepción de los de San Juan de la
Maguana que cada día más se resentían de la ocupación
francesa de los poblados de Bánica, Neiba y las demás
villas fronterizas, pues los comandantes militares al ser-
vicio de Toussaint continuamente exigían que se les pro-
porcionaran ganados para el mantenimiento y transpor-
te de sus tropas, y las partidas que se les entregaban nor-
malmente eran pagadas a muy bajo precio. Llegó un mo-
mento en que los vecinos de San Juan se quejaban de que
367

BIBLIOTECA N A C I O N A L
T B D R O - ( E N R Í Q U E Z UREIVIA
tCPIJIJLIC«. DOMINICANA
apenas si les quedaban unos doscientos caballos para su
propio uso, por lo que era imposible darlos. Así siguie-
ron las cosas hasta que a finales de noviembre y a prin-
cipios de diciembre del año 1800 empezaron a llegar a
Santo Domingo las noticias de que en las cercanías de
San Juan y Neiba se estaban produciendo movilizacio-
nes de tropas, de provisiones y de pertrechos, y de que
«hay grandes preparativos por tierra y por mar para blo-
quearnos aquí».
Durante todo el mes de diciembre se vivió en gran in-
quietud en Santo Domingo. Dicen Chanlatte y Kerversau
que ese período transcurrió entre «la incertidumbre del
temor y la esperanza», hasta que finalmente el día 6 de
enero de 1801, a las tres de la tarde, el Gobernador es-
pañol recibió una carta de Toussaint fechada dos días
atrás «por la cual le anunciaba que sus ocupaciones le
havían impedido hasta entonces ocuparse de la toma de
Posesión, y de la reparación de las injurias hechas al Ge-
neral Agé, y se encontraba en aquel momento en estado
de llenar su doble objeto, y que a éste efecto se havía di-
rigido a San Juan con las fuerzas necesarias para tomar
" posesión de la parte Española, y que él mismo se ponía
a la cabeza de ésta Expedición para evitar toda efusión
de sangre; que al mismo tiempo havía mandado al Ge-
neral Moysé con fuerzas respetables para tomar posesión
de Santiago». En otra comunicación Toussaint también
le señalaba al Gobernador García que las propiedades y
los usos religiosos de los españoles que quisieran que-
darse en la isla serían respetados, comprometiendo a ello
«mi inviolable palabra militar». En vano quiso García
argumentar que todavía estaban pendientes de la deci-
sión de Napoleón y del Gobierno de Madrid. Ya Toussaint
estaba en marcha y nadie podía detenerlo, pues pese a
que muchos vecinos se organizaron bajo el mando del
General Chanlatte y se prepararon para resistir la inva-
sión, a medida que se recibían las noticias del arrollador
avance de Toussaint hacia Azua y luego hacia Baní, gran
368

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PHTRO -)ENR[QUEI IJREKJA.
parte de los defensores fueron siendo ganados por el
miedo y dejaron a sus comandantes con apenas 600 hom-
bres y una caballería que no pasaba de treinta unidades,
todos muy mal armados. En los alrededores del Río Ni-
zao, las tropas de Toussaint destrozaron en combate la
débil resistencia que quiso oponérseles y luego de haber
negociado con el Gobernador García la capitulación de
la plaza marcharon sin oposición alguna hacia Santo Do-
mingo donde entraron el día 26 de enero de 1801. Du-
rante los días en que se llevaron a cabo las negociacio-
nes, todas las autoridades y funcionarios franceses que
hasta entonces habían estado residiendo en Santo Do-
mingo se embarcaron y salieron con rumbo hacia Vene-
zuela o hacia otras partes de las Antillas. Ya desde prin-
cipios de mes las autoridades coloniales venezolanas es-
taban al tanto de las movilizaciones militares de Tous-
saint y se apresuraban a enviar todos los barcos que po-
dían para auxiliar con víveres, arroz, harina y otras pro-
visiones a los habitantes de la plaza. Por esta razón cuan-
do Toussaint entró a la ciudad había en el puerto de San-
to Domingo suficientes embarcaciones para transportar
a la mayor parte de las personas que no quisieron acoger-
se al nuevo estado de cosas. A Venezuela solamente lle-
garon entre enero y febrero por lo menos unas 1,988 per-
sonas huyendo desde Santo Domingo, según consta en
un expediente sobre «las familias que han continuado
emigrándose de Santo Domingo» preparado en Caracas
a fines de febrero de 1801. De los que emigraron a otras
partes todavía está por determinar el número, pero se
sabe que no fueron pocos, pues Antonio del Monte y Te-
jada, quien se encontraba en Santo Domingo en los días
en que Toussaint hizo su entrada a la ciudad, afirma que
«fue grande la emigración de españoles a los puntos más
inmediatos de los dominios españoles, Puerto Rico, Ma-
racaíbo, Caracas, etc.» Y dice que «yo recuerdo la con-
fusión, el terror, la sorpresa con que todos contempla-
ban á aquellos negros regimentados con sus arreos é
369
insignias militares y civiles, así como el abatimiento de
los espíritus cuando se vio desplegada en la fortaleza del
Homenaje la bandera tricolor en lugar de la española,
sustituyendo en el gobierno al Capitán General Don Joa-
quín García, el jefe de los negros Toussaint Louverture».
Con esta ceremonia parecía que terminaba para siempre
el dominio de España en la parte oriental de la isla de
Santo Domingo. Una nueva época comenzaba...

370

B.IBL.IOTSCA N A C I O N A L
PEDRO -Ifc.-vJRlOUeZ l.IRPMÍk
ricrímic« oohimiíANA
CUARTA PARTE
(Siglo XIX)
LA ERA DE FRANCIA, LA RECONQUISTA
Y LA RUINA DE LA GANADERIA
(1801-1809)

LO PRIMERO QUE HIZO Toussaint una vez tomó el


mando político de la parte española fue trabajar para des-
pejar de la mente de los habitantes de Santo Domingo
todo el miedo que tanto él como sus tropas pudieran inspi-
rar en una población atemorizada por las noticias que
durante años habían estado llegando de la convulsiona-
da parte francesa. En una primera proclama a los habi-
tantes de Santo Domingo, emitida el día 27 de enero
de 1801, Toussaint pedía a sus nuevos conciudadanos
«bolver a sus trabajos habituales», y decía: «convido a
todos los buenos Ciudadanos que han salido por el efec-
to de el pavor a volverse, y traer consigo las personas de
todos los Colores que han salido con éllos.» Entre los
hechos evidentes de la emigración se encontraba el que
una buena parte de los propietarios que salieron se hi-
cieron acompañar de sus esclavos. Se conservan en ar-
chivos notariales de Puerto Rico algunas listas con los
nombres de emigrados dominicanos que llegaron a esa
isla con sus esclavos e incluso se conservan los nombres
de algunos de esos sirvientes domésticos.
Además de esa primera proclama, Toussaint publicó
otras nueve para la administración de la parte española,
la cual debía ahora ser integrada a la organización po-
lítica y económica de Saint Domingue. Era necesario uni-
ficar la moneda para que las operaciones financieras en-
tre una y otra parte se realizaran sin trabas. Esto lo hizo
Toussaint decretando que el peso fuerte español que va-
lía entonces ocho reales a partir del día 10 de febrero
371
debía valer once reales. Ahora bien, la reforma más radi-
cal que intentó introducir Toussaint en la organización
económica de la parte española fue la de reglamentar el
sistema de producción hasta entonces existentes, promul-
gando por medio de los cuales buscaba limitar el otorga-
miento de tierras a nuevos propietarios. Toussaint prefe-
ría, por el contrario, obligar a los habitantes a trabajar en
las tierras ya ocupadas limitando la venta y ocupación de
nuevos terrenos porque decía él, «quasi todas las havita-
ciones de los Departamentos del Norte del Sur y del Oeste
carecen de brazos, y en la antes parte Española el número
se ha disminuido tanto de cinco años a ésta parte por las
frecuentes emigraciones que sería imprudente e impolítico
el permitir nuevos establecimientos, mientras que los an-
tiguos decaen y el querer tener mayor número antes que
la población se aumente». Su intención bien conocida
era, declaraba en otra proclama, «que los cultivadores
permanezcan incorporados en sus avitaciones respectivas
que disfruten de la quartta parte de sus rentas, que na-
die se atreva a ser injusto con ellos, pero al mismo tiem-
po quiero que trabajen, y aun más que anteriormente;
que subsistan subordinados; que desempeñen con exac-
titud todas sus obligaciones, hallándome vien resuelto a
castigar severamente al que faltare a éllas.»
La política agraria de Toussaint, como se ve, era tratar
de acabar con el sistema laboral tradicional dominicano
que era célebre desde hacía tiempo entre los franceses
por su exceso de ocio, su desinterés por los trabajos fuer-
tes, su falta de vitalidad empresarial y su indolencia,
que algunos atribuían a hábitos ancestrales. Toussaint,
más perspicaz que la mayoría de sus contemporáneos
franceses, se daba cuenta de que esa indolencia domini-
cana se debía mucho a los condicionamientos de la eco-
nomía ganadera que había sido el sostén de la colonia
española desde hacía casi tres siglos. Transformando la
estructura económica, creía él, se transformaría el ca-
rácter de los dominicanos, tal como había ocurrido en la
372

ISOIBf
FHDRO "¡EIÍPLÍQUEZ iJRfcÑJtt-..
parte francesa. «Exceptuando algunas avitaciones, expre-
saba su proclama del 8 de febrero de 1801, en que se cul-
tiva la Caña de Azúcar, y cuio producto bastava apenas
para el consumo de los havitantes, resulta que la antigua
parte Española existe sin cultivo, y por consiguiente sin
comercio; y la verdad que de éste modo nunca se hubie-
ra logrado hacer felices a sus havitantes, ni próspero el
territorio. El origen de las riquezas de la parte Francesa
consistía únicamente en la Agricultura, y por ésto, causa
la mayor admiración si se comparan sus hermosas ha-
vitaciones y el valor de sus producciones, no obstante la
pérdida que a ocasionado la revolución a los bogios de
los Españoles, y sobre su extrema indigencia, en un te-
rreno igualmente fecundo y sobre el pais más rico del
universo». Para cambiar este estado, sugería Toussaint,
a los españoles «solo les falta imitar a los Franceses, para
gozar como éllos de los fruttos de la industria... En con-
secuencia: se manda y ordena a todos los havitantes de
la parte Española que poseen havitaciones que se dedi-
quen de plantar caña, café, algodón, y Cacao, pues les
interesa de salir de la indolencia de que se hallan apo-
derados: la tierra sólo espera por todas partes el auxilio
de sus brazos para manifestarles sus Thesoros, para re-
compensar los que se entreguen al cultivo de sus ricas
producciones: al mismo tiempo que save dejar en la mi-
seria a los que no cultivan sino plátanos, vatatas, y fiames
cuios frutos no tienen valor alguno en la Colonia». En
pocas palabras, Toussaint buscaba transformar la anti-
gua colonia española, de un territorio tradicionalmente
ocupado de la crianza de ganado en donde no existía más
agricultura que la de subsistencia, en una Colonia agríco-
la en donde la tierra estuviera explotada intensivamente
con cultivos orientados hacia la exportación mundial,
conforme al modelo francés de plantaciones capitalistas
que se había desarrollado en Saint Domingue a lo largo
del siglo xvin. Toussaint era hijo de su época. Su régi-
men de conservación de las plantaciones en la parte
373
francesa y su nueva política de conservación de los conu-
cos en plantaciones >en la parte española así lo demos-
traba: «El estado de decadencia en que encontré la Agri-
cultura y el Comercio en la parte Española, mi eficaz
deseo de ver ambos tomar el fomentto y sacarles de la
ruina en que se hallan haciéndoles florecer, me ha obli-
gado a excitar la emulación de los antiguos havitantes
por los medios mas conducenttes y al mismo tiempo
atraer nuevos Colonos». Solamente para la agricultura de
plantaciones, decía él, lo encontrarían dispuesto a hacer
concesiones para explotar tierras nuevas. Por ello eliminó
todos los impuestos de exportación existentes en tiempos
de los españoles y creó uno solo de apenas un 6 % para
los Azúcares, Cafees, Algodones, Cacaos y Tavacos» que
fueran exportados por los puertos de la antigua parte
española. Esa era, a su juicio, la única forma de comba-
tir la ruina en que se hallaba la antigua colonia de San-
to Domingo.
Y tenía razón. La parte oriental de la Isla estaba arrui-
nada. Ya en 1797 el Comisario Roume lo constataba: la
producción en todos los ramos había decaído alarman-
temente. Incluso el tabaco, cuya producción anual había
sido de alrededor de una 12,000 arrobas, ahora apenas
si llegaba a las seis mil. Y en cuanto al ganado, decía
Roume en un párrafo que explica muchas cosas, «falta
mucho para que el número de animales sea igual a lo
que devía ser: Las enfermedades episoticas han hecho
morir muchos hace algunos años. Se han destruido en la
última guerra, y desde que se supo en la Isla la cesión
a la Francia los hateros se han entregado ciegamente a
los tratantes ingleses a que han hecho una enorme extrac-
ción de animales. Ved aquí los motivos de esta disipación
de los hateros: la guerra los havía empobrecido, los in-
gleses ofrecían grandes precios en dinero, en fin la in-
certidumbre de quedar bajo el govierno republicano o de
emigrar a las colonias de España excitaba a estos mis-
mos hateros a realizar prontamente en numerario un
374

BIBLIOTECA MACIONAL
PBCRO HENJRlQUEZ LIREÑ1A
r.crOoLic^ D a n i N i c u N *
género de caudal posible a transportar. Queda sin embar-
go en la Colonia un fondo de animales que basta para
guarnecer todos los pastos antes de quince años, median-
te una sabia economía desde este instante mediante tam-
bién que se alimente la importación de los animales de
Caracas, luego que la paz haga posible la cosa: entonces
se presentarán dos caminos a seguir: el primero de im-
pedir a las carnicerías las sacas de animales de la Isla
no permitiendo la matanza sino es de los venidos de Ca-
racas: el segundo de consumir los animales de la Isla y
de reemplazar las cepas insulares con los animales im-
portados. El primer método es de mucha preferencia, sal-
vo una excepción relativa a las vacas viejas y toros can-
sados o superabundantes; como quiera que sea el objeto
de los animales del país es de una grande consideración».
Cuatro años más tarde, en 1801, la situación se había
agravado. Miles de animales habían sido exterminados y
muchísima gente se había ido de la Colonia después de
venderlos a los ingleses, a los mismos españoles o a los
franceses. Esa importación de que hablaba Roume nunca
se efectuaría y, lo que es peor, nadie se ocupó en re-
producir sus animales. De haberse aplicado, la solución
de Roume habría sido buena dentro de la estructura tra-
dicional de la economía de la parte española, con sus
hatos y su papel de abastecedora de carne de la parte
francesa. Sin embargo, lo que Toussaint se proponía rea-
lizar era una revolución. Cambiar de un todo el sistema
de producción de la antigua parte española y convertir
este nuevo territorio en una región agrícola similar a la
colonia francesa, de la cual él era Gobernador en nombre
de Francia.
De no haber sido por la oposición de Napoleón y de
otros poderosos intereses en Francia quién sabe lo que
hubiera sido de la antigua parte española, con sus hatos
y conucos de subsistencia convertidos en plantaciones y
con todo el Valle del Yuna, desde La Vega hasta Sama-
ná, como soñaba Toussaint, convertidos en sembrados
375

BIBLIOTECA NACIONAL
\

de «todo género de Cultura». Pero en eso llegó la inva-


sión francesa. Un año para realizar una revolución agrí-
cola nunca ha sido suficiente. En vano se arreglaron los
caminos reales durante el gobierno de Toussaint en San-
to Domingo. En vano se buscó incorporar a los habitan-
tes de la parte del Este a la vida política de la Colonia
haciéndolos elegir diputados para la preparación de una
Constitución Política que consolidaría definitivamente las
bases de la Revolución Haitiana. En vano había Toussaint
luchado incluso contra su propia gente para atraer nue-
vamente a sus antiguas plantaciones a los colonos blan-
cos que habían emigrado. Todo fue en vano porque en
marzo de 1802, encontrándose Toussaint en la ciudad de
Santo Domingo pasando revista a la situación militar y
preparándose para recibir la tan temida y esperada ex-
pedición francesa, llegó la noticia de que las primeras
naves estaban llegando y fondeaban en la Bahía de Sa-
maná. Con la expedición llegó a la parte francesa la gue-
rra y la destrucción. La parte española, aunque inicial-
mente menos afectada, también sufriría las consecuencias
de la ambición francesa por dominar totalmente la Isla
de Santo Domingo y someter nuevamente a los negros a
la esclavitud. La llegada de Toussaint a Santo Domingo
había significado el fin de la esclavitud en la parte es-
pañola pues Toussaint gobernó con el propósito de apli-
car las leyes francesas, en especial el decreto de aboli-
ción de la esclavitud del 29 de agosto de 1793, el cual
nunca fue reconocido por las autoridades españolas des-
pués de la firma del Tratado de Basilea, a pesar de las
reiteradas peticiones que el Gobernador de la parte fran-
cesa le hiciera en ese sentido al Gobernador español
don Joaquín García y Moreno. Este siempre argumentó
que hasta que Francia no ocupara efectivamente la parte
oriental de la Isla la situación jurídica de los esclavos
continuaría como en el pasado. De manera que la esclavi-
tud fue abolida automáticamente por Toussaint a su lle-
gada y esa abolición fue ratificada para siempre por la
376

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO HEMR[QUE2 LIREKJA
r.CrÚDLICA D OM INI CAN/'
Constitución Política de la Colonia promulgada en Santo
Domingo el día 27 de agosto de 1801.
Pero todo fue en vano. La gigantesca expedición fran-
cesa echó por el suelo la dominación de los antiguos es-
clavos en la parte española de Santo Domingo y nue-
vamente la esclavitud fue instituida por los generales
franceses que ocuparon la Capital el 25 de febrero de 1802
luego de diversos incidentes militares entre los invasores
europeos y los ocupantes de la parte francesa. Por ejem-
plo, una vez tuvieron control firme de la situación mili-
tar en Santo Domingo, las tropas francesas fueron pues-
tas en operación junto con otras tropas criollas para li-
quidar un brote de resistencia de los esclavos de unas
haciendas de los alrededores del río Nigua, quienes no
querían volver a la antigua servidumbre. Los franceses
volvieron a la isla de Santo Domingo a intentar colocar su
antigua colonia en la situación que se encontraba en 1789.
Los propietarios de Santo Domingo nunca habían estado
en favor de una revolución social que había dado la liber-
tad a los esclavos y por eso apoyaron a las tropas fran-
cesas. No era coincidencia que fuera un militar criollo lla-
mado don Juan Barón quien dirigiera las operaciones mi-
litares para expulsar de Santo Domingo las tropas de
Paul Louverture y facilitar la entrada de los soldados
franceses dirigidos por el General Kerversau. Desde ha-
cía varios años se sabía que la principal causa por la cual
los habitantes de Santo Domingo se oponían a la ocupa-
ción francesa y no estaban interesados en volverse repu-
blicanos era su temor a la libertad de los esclavos: «eso
es lo que los determina, decía en 1798 el señor Pedron,
un funcionario francés, a vender la mayor cantidad de
animales que pueden.» Los propietarios de la parte es-
pañola solamente aceptaron a los franceses cuando des-
cubrieron que éstos habían cambiado de política con res-
pecto a la esclavitud una vez Napoleón había decidido
lanzar su expedición contra Toussaint. Por ello, todo el
377

IUHI
DBBRr
—-

que pudo colaboró en la expulsión de las tropas de Tous-


saint.
Aunque es cierto que había un hecho de orden cultural
que también contribuía a que los criollos de Santo Do-
mingo simpatizaran ahora con unos extranjeros, como
eran los franceses, y no con los antiguos esclavos de Saint
Domingue. Ese hecho teman mucho que ver con la auto-
percepción racial de los habitantes de la parte española
quienes, a pesar de ser en su mayoría gente de color,
esto es, mulatos descendientes de los antiguos esclavos,
siempre se percibieron a sí mismos como españoles. Como
se sabe en Santo Domingo prácticamente todas las for-
tunas sucumbieron bajo la crisis económica que abarcó
todo el siglo xvii. Las familias blancas que pudieron con-
servar sus fortunas durante ese período fueron muy po-
cas y apenas lograron mantener una posición social re-
lativamente asegurada gracias a su vinculación con los
altos funcionarios que controlaban la vida política y eco-
nómica de la Colonia. Muchas de las familias que presu-
mían de nobles, pero que se arruinaron, tuvieron que irse
a vivir a los campos para no dejarse ver sin ropas ade-
cuadas a su condición social. Hubo otras que, menos ape-
gadas a estas cuestiones, se dejaron absorber por el me-
dio social en que vivían mezclándose con el resto de la
población que, como se sabe, era de color. Las noticias
de finales del siglo xvii destacan que la población en esta
época era mulata en su mayoría. Ser mulato significaba,
de acuerdo con las normas sociales de España y de la
Colonia, no ser noble. De manera que ser persona de co-
lor era un factor que oficialmente impedía a los vecinos
ocupar ciertos puestos importantes dentro de la adminis-
tración Pública. Ahora bien, como a medida que pasaba
el tiempo la gente blanca escaseaba cada día más, los
gobiernos coloniales del siglo xvin dejaron esas conside-
raciones discriminatorias a un lado y en su empeño por
aglutinar gente en las operaciones de defensa de la fron-
tera comenzaron, a partir de la tercera década del si-
378
glo XVIII, a incorporar a los altos rangos militares perso-
nas cuyo color de la piel les había impedido hasta en-
tonces ser tomadas en cuenta. En un caso como el de la
ciudad de Santiago, en donde en 1723, por ejemplo, había
ochocientas familias «en las quales apenas hay diez, que
no sean de mulatos y negros», los empleados tenían forzo-
samente que recaer sobre gente de color. Y lo mismo ocu-
rriría en Santo Domingo en 1740 en donde «los vecinos
de este pueblo son 1,800, el mayor número de negros y
mulatos libres, y esclavos y es muy corto el de blancos».,
E igualmente acontecía en Azua cuyo vecindario se com-
ponía «de 500 personas de ínfima calidad», y en el Seibo
y en Higüey, ciudad esta última donde de las 318 perso-
nas que había en 1740 «havrá entre ellas diez o doze
personas blancas y el resto mulatos y negros».
Sin embargo de su color, los pobladores de la colonia
de Santo Domingo, la mayoría de ellos gente libre, en su
lucha de todo un siglo contra los franceses no pudieron
evitar definirse a sí mismos como españoles y como de-
fensores de la soberanía de España en las primeras tie-
rras pobladas en el Nuevo Mundo. Ahora bien los habi-
tantes de Santo Domingo componían un tipo muy singu-
lar de españoles: mulatos libres y blancos pobres a quie-
nes la miseria había igualado socialmente. El problema
racial en Santo Domingo fue echado a un lado mientras
la población francesa crecía al otro lado de las fronteras
y junto con ella también crecía por millares anualmente
la población de esclavos negros. Los gobernadores espa-
ñoles, presionados por las circunstancias de las luchas
fronterizas, dejaron a un lado los escrúpulos legales que
creaba la legislación colonial relativa a la gente de co-
lor utilizando y dando cabida a los vecinos de la Colonia
en todo lo que fuese posible, siempre y cuando su mes-
tizaje pudiese ser debidamente explicado. En Santo Do-
mingo, aquella sociedad empobrecida y desennoblecida,
lo importante era no ser totalmente negro o demasiado
negro. Con esta única salvedad se adquiría una categoría
379

(BIBLIOTECA NACIONAL
ENJRlQUE
I

social bastante cercana a la de la gente blanca, aunque


no del todo igual. Así, andando el tiempo, surgió el tér-
mino «blanco de la tierra» que venía significando domi-
nicano o español criollo de Santo Domingo. Así, poco a
poco, el esclavo fue identificándose casi exclusivamente
con el negro, pues un mulato difícilmente pasaba toda la
vida siendo esclavo. Se sabe que el mulato no quería ni
remotamente ser considerado como negro porque ello
podía llevarlo a ser esclavo nuevamente. Ese desdén del
mulato hacia el negro fue tan universal como la misma
esclavitud y tuvo lugar no solamente en Santo Domingo
sino también en la misma colonia francesa en donde la
cacería de negros cimarrones era llevada a cabo casi
exclusivamente con mulatos. El mulato quería ser blan-
co o, por lo menos, ser considerado como tal.
En Santo Domingo, particularmente esa «desvincula-
ción del negro» también fue producida por otro factor y
éste fue la presencia de familias canarias importadas du-
rante el siglo XVIII para oponerlas a la penetración fran-
cesa en las fronteras y costas de la Isla, pero al mismo
tiempo para reforzar a los casi extinguidos grupos de fa-
milias hispánicas puras que habían quedado. Acostum-
bradas a pensar en el hombre de color como un esclavo
o, al menos, como un ser inferior, los canarios se mos-
traron desde el principio reticentes a mezclarse con el
resto de la población y muchos de ellos desarrollaron un
rígido espíritu endogàmico como llegó a ser el caso de
los pobladores de la Villa de San Carlos, en las afueras
de la Capital, quienes se opusieron a mediados del si-
glo xviii a un proyecto de incorporarlos a la población
de la ciudad de Santo Domingo pues ellos no querían
exponerse «a mezclarse sus familias con las de los Mu-
latos y Negros de ella (de que siempre se han procurado
preservar)». Aunque esto ofendía a la gente de color, lo
cierto es que muchos, olvidados ya de sus orígenes y
considerándose a sí mismos «blancos de la tierra», consi-
deraron digna de imitar la actitud de los canarios hacia
380

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -IEMRIQUE7 UREISJfc
r.CrÚDLICA SOMINICANA
los negros. En cincuenta años, esto es, durante la segunda
mitad del siglo XVIII, la población de la colonia españo-
la además de sentirse profundamente hispánica por ha-
ber sido capaces de preservar su nacionalidad frente al
empuje de los franceses, también se consideraba a sí
misma blanca. Por ello hubo tanto miedo Cuando se supo
que en la parte francesa los esclavos se habían rebelado
en 1791. Y por ello hubo tanta angustia cuando llegaron
las noticias de que la parte española quedaría unida a la
francesa luego del Tratado de Basilea. Por ello, también,
el terror se apoderó de tanta gente cuando se supo que
era Toussaint con sus tropas negras, las mismas tropas
que habían saqueado los poblados fronterizos de Hincha,
Bánica y Las Caobas, quienes venían a tomar posesión y
a gobernar a Santo Domingo en 1801. Por ello hubo tan-
ta oposición al régimen de Paul L'Overture durante ese
año. Y por ello, finalmente, fue que muchos criollos do-
minicanos arriesgaron sus vidas para ayudar a las tropas
francesas de la expedición de Leclerc a expulsar a los
negros occidentales ,y a restituir a la vieja servidumbre
a los pocos miles de esclavos que quedaban. Sin estas
consideraciones en mente, es difícil entender por qué los
dominicanos, una población mayoritariamente de color,
nunca quisieron apoyar la lucha abolicionista de los es-
clavos de la parte francesa.
Durante los dos años que duró la guerra entre Fran-
cia y sus antiguos esclavos de Saint Domingue, las tropas
francesas recibieron el apoyo de una gran parte de la po-
blación dominicana. Dos generales franceses, junto con
otros oficiales se repartían el comando militar del país:
el General Kerversau, en Santo Domingo, y el General
Louis Ferrand, en Montecristi. Durante esos dos años,
se vivió en pie de guerra del otro lado de las fronteras
y de acuerdo con Antonio del Monte y Tejada, quien vivía
en Santiago de los Caballeros en ese entonces, «en todo
ese tiempo no ocurrió en la parte española ningún suceso
extraordinario. Los vecinos y mercaderes de los pueblos

3 8 1 m
O ' ,<ZA :
IJR ...
y los campos formaban mil proyectos halagüeños, y cre-
yendo que estos franceses eran los mismos que en otros
tiempos habían proporcionado á la isla tanto esplendor,
se entregaron confiados á sus habituales tareas». Sin em-
bargo, se sabe que no todo el mundo se sintió satisfecho
con el gobierno militar del General Kerversau en Santo
Domingo, pues este comandante cometió la falta de tacto
de ordenar el cierre de las iglesias de Santo Domingo a
condición de que la feligresía aceptara a un obispo fran-
cés que había llegado a sustituir al antiguo arzobispo Por-
tillo Torres. Y, además, presionado por la falta de tropas
ordenó el aislamiento como soldados de muchos habitan-
tes que esperaban que los franceses serían los encargados
de defenderlos contra Toussaint y su gente durante la gue-
rra. Además, no bien tomó posesión de la plaza, Kerversau
estableció impuestos sobre una población empobrecida
por las viscisitudes de los últimos* años y resentida por la
falta de producción. Bastó el primer año de ocupación
francesa, para que el malestar se hiciera sentir en Santo
Domingo, cuyos vecinos aceptaban a los franceses como la
única salida para evitar caer en manos de las tropas de
Toussaint y Dessalines, pero se indignaban cada día «con
las parcialidades, abusos y avaricia de los hombres comi-
sionados, tanto para el alistamiento de los soldados como
para el reparto de los impuestos». De acuerdo con Gil-
bert Guillermin, un capitán francés que se encontraba en
Santo Domingo en esos días, ese malestar incitó a mu-
chos de los vecinos a la revuelta. Aprovechando la debi-
lidad del derrotado ejército francés, los descontentos em-
pezaron a conspirar y finalmente decidieron degollar a
todos los franceses «para declarar en seguida su indepen-
dencia», cosa que Guillermin está seguro que hubiera ocu-
rrido de no haber sido porque Kerversau se apoyó en
tropas recién evacuadas de la parte francesa para rebelar
el complot el 6 de septiembre de 1803. De estos incidentes
también da noticias el Dr. Francisco de Prado en un do-
cumento escrito al mes siguiente de estos acontecimientos.

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO -lEWRjQUEZ UREÑJft
La guerra terminó, como se sabe, con la más aparatosa
de las derrotas para las armas francesas. Más de cincuen-
ta mil soldados murieron en veinte meses de lucha, que-
dando de aquel formidable ejército solamente unos 600
hombres en Montecristi, al mando del General Ferrand,
y otros 400 en Santo Domingo al mando de Kerversau.
El resto había ido a parar a Santiago de Cuba, o había
caído en manos de los ingleses de Jamaica quienes inter-
vinieron en la guerra contra los franceses y recibieron de
su jefe, el General Rochambeau, la capitulación oficial el
28 de noviembre de 1803. Frente a esta cruda realidad,
el General Kerversau no vio otro camino que el de obe-
decer la orden de capitulación cuando los ingleses se pre-
sentaran en Santo Domingo. Pero en eso surgió lo im-
previsible: el General Ferrand que comandaba las tro-
pas francesas de la guarnición de Montecristi, se negó a
rendirse y decidió marchar a Santo Domingo en donde se
proponía resistir con sus escasas fuerzas el último ataque
de los negros. En diez y ocho días de marcha forzada
Ferrand llevó sus hombres a la Capital de la antigua par-
te española y el día 1 de enero de 1804, coincidiendo con
la proclamación de la República Independiente de Haití,
dio un golpe de Estado y depuso a Kerversau del mando
bajo el pretexto de que él, Ferrand, poseía un grado mi-
litar de mayor antigüedad y por lo tanto le correspondía
la jefatura de las tropas francesas en la Isla. Aunque Ker-
versau intentó resistir, sus soldados le abandonaron y
Ferrand lo hizo embarcar rumbo a Europa. A partir de
entonces quedó Ferrand dueño de la situación en una
colonia en donde la gente abandonaba cada día sus pro-
piedades y sólo buscaba irse a otras islas de las Antillas,
pues se sabía que de un momento a otro los antiguos
esclavos de la parte francesa, llamados ahora haitianos,
invadirían la parte española para desalojar el último re-
ducto del ejército napoleónico.
Ferrand lanzó proclamas por todos los puntos de las
Antillas en donde podría haber soldados del derrotado

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO
c • oi • i
ejército francés invitándolos a regresar y a defender la
Colonia de un eventual ataque haitiano. Unos 300 solda-
dos regresaron a Santo Domingo, quienes junto con las
tropas de Ferrand y unos 500 guardias españoles, inte-
graron una fuerza de unos 1,800 hombres dispuestos a
defender la plaza de Santo Domingo. Todo el año de 1804
fue un período de intensa actividad militar y adminis-
trativa en Santo Domingo, pues Ferrand encontró que en
esta ciudad no había nada con qué mantener sus tropas.
Dice el teniente Lemonier Delafosse, uno de los oficia-
les que regresó luego del llamado de Ferrand, que ni si-
quiera había recursos para vestir y alimentar a los sol-
dados diseminados en las colonias vecinos que llegaban
cubiertos de andrajos en aquellas circunstancias. Por eso
Ferrand comenzó sus esfuerzos tratando reunir la mayor
cantidad de gentes y de dinero con qué mantener su pe-
queño ejército y con qué echar a andar la Colonia. Así,
el 22 de enero de 1804, el General dictó un decreto con-
fiscando todas las propiedades de los habitantes de la
antigua parte española que habían emigrado sin pasapor-
te, a menos que regresaran dentro de los próximos cua-
renta días los que se hallaban en Puerto Rico, o dentro
de los próximos tres meses los que habían ido a Venezue-
la. Con ello conseguiría el Gobierno francés de la Colonia
atraer nuevamente a los antiguos habitantes a sus tierras
o incorporar a los bienes nacionales propiedades even-
tualmente convertibles en dinero. Como estímulo a los ha-
bitantes para que se sintieran seguros al regresar, Ferrand
también estableció la cancelación de sus deudas con el Es-
tado, medida ésta que ciertamente favorecía mucha gente
pues es sabido que una gran parte de las propiedades de la
antigua colonia española estaban gravadas por tributos,
censos, hipotecas y créditos reales que constituían las en-
tradas del fisco, además del situado, en tiempos anterio-
res. Ferrand sacrificaba de esta manera deudas práctica-
mente incobrables en favor del regreso de los propietarios
emigrados con quienes él esperaba levantar la Colonia.
384

ISIBI
BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO - l E M R f Q U E I LIRElSjA
fCruOLICi DiMINICAN*
V

Todo el año de 1804 transcurrió en esos afanes. «Fe-


rrand encontró algún crédito entre los comerciantes; hizo
vender madera de caoba que pertenecía a la administra-
ción o a los españoles que habían huido de la ciudad
o habían abandonado sus haciendas; sin aumentar los im-
puestos, buscó recursos de todos modos, a fin de esperar
noticias de Francia». En el sur, los cortes de madera, cao-
ba y guayacán, se convirtieron en la fuente de dinero de
la Administración francesa, pues estas maderas, suma-
mente buscadas por los europeos y por los norteameri-
canos sirvieron mientras tanto como medio de cambio por
manufacturas y alimentos producidos en el exteriror, aun-
que es cierto que no todos los barcos norteamericanos que
llegaban al puerto de Santo Domingo aceptaban maderas
a cambio de sus harinas. «Los neutrales americanos, dice
Delafosse, traían bastante harina; pero, como no había
dinero para pagarles, volvían a llevarse su mercancía».
Sin embargo, la agricultura hacía ligeros progresos en
los alrededores de la Capital; «muchas plantaciones ha-
bían sido creadas hasta diez leguas a la redonda de San-
to Domingo; los cortes de madera de caoba, de guayacán
y de campeche producían mucho; y con excepción de di-
nero, había todo lo necesario para la vida». En el inte-
rior del país, entretanto, la situación fue diversa desde
el principio de 1804 en el sentido de que una vez que las
ciudades de Santiago, La Vega y Cotuí fueron evacuados
por los restos del ejército francés, Dessalines aprovechó
la coyuntura para incorporarlas a la República de Haití
y nombró a un antiguo esclavo mulato de Santiago lla-
mado José Campos Tabares para que administrara y go-
bernara la zona. Al tiempo que hizo esto, Dessalines im-
puso a los habitantes del interior la contribución de un
millón de pesos para ayudar al gobierno haitiano a re-
parar los gastos sufridos en la pasada guerra. Dice An-
tonio del Monte y Tejada, quien vivía en Santiago en esos
momentos, que «esta noticia alarmó extraordinariamen-
te porque envolvía una amenaza tácita en caso de nega-
385

BIBLIOTECA NACIONAL
tiva, y así fue como algunas familias nobles del pais y
con bienes de fortuna aprovecharon este momento en
que las autoridades eran personas conocidas que gober-
naban el departamento para emigrar á la isla de Cuba por
Puerto Plata y otros puntos, no obstante la expresa pro-
hibición que para ello se impuso». Los que se quedaron
decidieron, por su parte, enviar dos comisiones a Haití a
suplicar a Dessalines una prórroga de tres meses para
reunir el dinero que éste demandaba. Ambas comisio-
nes fracasaron y Dessalines siguió presionando a los ha-
bitantes del interior para que declararan su lealtad y re-
conociendo a la República. El 8 de mayo, por ejemplo,
hizo publicar una proclama en este sentido que fue dis-
tribuida entre la población de Santiago, La Vega y Cotuí
días más tarde.
Pero en eso llegaron a Santiago tropas compuestas
por vecinos de estos tres lugares que habían emigrado
hacia la Capital en meses anteriores y que Ferrand había
organizado con el propósito de expulsar a los haitianos
de Santiago. El día 15 de mayo estas tropas cayeron sor-
presivamente sobre la ciudad y, luego de un combate que
duró toda la tarde y la noche de ese día, los haitianos se
vieron obligados a evacuar la ciudad. Sin embargo, a pe-
sar de ese triunfo, los habitantes y las tropas recién lle-
gadas decidieron abandonar la plaza, temiendo que Des-
salines enviaría de inmediato un ejército de 5,000 hom-
bres en represalia. El día 18 de mayo Santiago amaneció
«absolutamente desierto», y así permaneció por espacio
de casi dos meses, durante los cuales la mayor parte de
las familias que tenían con qué hacerlo emigraron para
siempre de la región. Esta nueva oleada de emigrantes
dejó a Santiago, lo mismo que a La Vega y a Cotuí, muy
corta de gente adinerada, y las pocas que quedaron fue-
ron a parar a Santo Domingo o se escondieron en los
montes. «Esto ocasionó desastres», dice Gaspar Arredon-
do Pichardo, un importante actor de los acontecimientos
de aquellos días, pues «los perversos se aprovecharon, vi-
386

BIBLIOTECA MAC I O N AL
FHDRO -«ÍSJRÍQUEZ UREI\IA
IjrtlDLIC* p c-r-i I MI C A N í »
\

nieron sobre los pueblos desiertos y los saquearon a su


placer», hasta que finalmente, en julio, la gente se atrevió
a regresar a hacer vida normal en esas poblaciones, orga-
nizándose militarmente para hacer frente a un eventual
ataque por parte de los haitianos. A partir de entonces
quedaron los habitantes del interior bajo el dominio fran-
cés gobernados por un representante suyo, reconocido
por Ferrand como tal, llamado José Serapio Reinoso de
Orbe. El resto del año lo pasaron los vecinos de la re-
gión dedicados como antaño a sus ocupaciones habitua-
les, al tiempo que con la asistencia de los franceses San-
tiago se convertía en «una verdadera plaza de armas».
En Haití, entretanto, Dessalines se ocupaba en la reor-
ganización de su ejército, grandemente mermado por la
recién pasada guerra, y en los trabajos de reconstruc-
ción del país que había quedado devastado. Con excep-
ción de unos incidentes que tuvieron lugar en octubre
de 1804 en Santiago, entre las tropas francesas y la po-
blación criolla, nada más intranquilizó notablemente la
antigua parte española en los meses subsiguientes. De
acuerdo con Arredondo y Pichardo, nuevamente «San-
tiago se convirtió en un centro animado y próspero»,
hasta que el día 26 de febrero de 1805 llegó una comi-
sión enviada por el General haitiano Enrique Cristóbal
conminando a los pobladores a permitir el paso de su
ejército que se dirigía a Santo Domingo, viniendo desde
Cabo Haitiano, con el fin de unirse a otro ejército co-
mandado personalmente por Dessalines que por la ruta
del sur y casi sin oposición se encaminaba a dar el últi-
mo golpe para expulsar a los franceses de la Isla.
Lo que ocurrió entonces es bien conocido. Unos 200
pobladores de Santiago, encabezados por Reinoso de
de Orbe, decidieron luchar contra los 2,000 hombres de
Cristóbal, antes que permitirles el paso hacia Santo Do-
mingo. Como los haitianos superaban en diez a uno a
los defensores de la plaza, el combate que se libró fue su-
mamente desigual y la ciudad cayó en manos de las tro-
387


PEDRO ^ E N R Í Q U E Z L!RE1\|A
T. r r Ú O C O Ol'ü M ICAKA
pas enemigas, siendo saqueada totalmente y los prisio-
neros degollados casi en su totalidad. «El ataque fue ho-
rroso», dice Arredondo y Pichardo, uno de los pocos com-
batientes que logró sobrevivir. «Los negros entraron en
la ciudad como unas furias degollando, atrepellando y
haciendo correr la sangre por todas partes»... «El que
escapó en el templo murió en la calle al salir. Corrían los
perseguidos a buscar asilo en las casas de los sacerdotes
y éstos también fueron mártires de su furor. Ese lamen-
table estado vino a calmar después que ya no habían
quedado vivos más que los eclesiásticos y tal cual que
por empeño de Campos Tavares, se reservó como prisio-
nero... Varios paisanos viéndolo todo perdido se refu-
giaron en Moca». Aquí salvaron sus vidas en virtud de
que los mocanos pidieron clemencia a Cristóbal, quien
la concedió a condición de que la población no se opu-
siera a la marcha del ejército invasor. En Santo Domin-
go, entretanto, la ciudad se aprestaba a resistir el ataque,
pues desde el día 5 de febrero habían estado llegando
familias desde el interior buscando refugio desde que
habían sabido que las tropas haitianas se preparaban a
cruzar las fronteras. De manera que cuando Dessalines y
Cristóbal llegaron con sus ejércitos respectivos ya Ferrand
había preparado la defensa de la plaza, incendiando la
población de San Carlos, elevando la muralla, acopiando
víveres, y armando para la lucha a la población hábil que
a la hora de combatir apenas alcanzaba a 2,000 hombres.
El 8 de marzo de 1805 comenzó el sitio de la plaza que
quedó rodeada por un ejército de 21,000 haitianos dispues-
tos a liquidar todo vestigio del poderío francés que queda-
ra en la Isla.
Tres semanas duró el cerco. En este tiempo hubo al-
gunas familias que tuvieron la suerte de salir de la ciu-
dad por mar en los pocos bergantines disponibles que
había. Santo Domingo tenía en esos momentos una po-
blación de 6,000 almas, además de la guarnición militar
que la defendía de los haitianos, y muy pronto los víveres
388

BIBLIOTECA NACIONAL
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y otros mantenimientos empezaron a escasear. Luego de


las dos primeras semanas de bloqueo, los alimentos des-
aparecieron y la población tuvo que consumir todos los
animales que había, caballos, asnos, perros, hasta rato-
nes. Dice Lemonier Delafosse que los extremos del ham-
bre llevaron a la población a consumir un pan hecho de
una harina dañada que había aparecido mezclada con
huesos de monjas en unos subterráneos del antiguo con-
vento de Santa Clara. Pero aun así los franceses no se
rendían pues Ferrand tenía noticias de que en el Caribe
navegaba una escuadra francesa hostilizando las posesio-
nes inglesas de las Antillas Menores y era de esperar
que en cualquier momento arribara a Santo Domingo,
si es que su comandante había hecho contactos en Mar-
tinica con los dueños de barcos y demás personas emi-
gradas hacia esa isla desde el primer día del cerco. En
efecto, el día 26 de marzo, por fin, aparecieron en el ho-
rizonte las velas de la escuadra francesa. Los haitianos,
observando que dos fragatas seguían hacia el oeste y su-
poniendo que se dirigían a la antigua colonia francesa,
decidieron levantar el sitio de la ciudad para ir a com-
batir en su propio terreno, en caso de que la escuadra
decidiera desembarcar tropas en Haití. En realidad, las
fragatas no pasaron de Azua, pero la presencia de la es-
cuadra fue suficiente para librar a Santo Domingo de
ser ocupada y saqueada por los haitianos.
Los pueblos del interior, en cambio, no se libraron de
la ira de Dessalines y de Cristóbal. La invasión haitiana
había tenido lugar después de que Ferrand proclamara,
el 6 de enero de 1805, su intención de reiniciar las hosti-
lidades contra los haitianos, haciendo publicar un decre-
to por medio del cual se autorizaba a las tropas de las
fronteras a realizar incursiones en Haití con el propósito
de cazar niños y niñas negras menores de catorce años
para ser vendidos como esclavos en la Colonia y en el
extranjero. Con esto, pensaba Ferrand, se recompensaría
a los soldados de las zonas fronterizas en sus servicios y
389

M A CI O N AL
¡
i •
se cobrarían impuestos de exportación en favor del Go-
bierno colonial francés. Si hasta entonces las relaciones
entre los gobiernos de ambas partes de la Isla habían
sido tensas, aunque sin llegar a un enfrentamiento for-
mal, con la publicación de este decreto precipitó Ferrand
una acción que Dessalines todavía no había tenido tiempo
de tomar debido a sus ocupaciones en la reconstrucción
de su país. El decreto de Ferrand era insultante para los
haitianos y Dessalines no podía permitir que se aplicara.
El mismo lo declaró en una alocución que lanzó en Haití
luego de su regreso de Santo Domingo, diciendo que lo
que había provocado su invasión había sido el decreto
expedido por Ferrand autorizando la cacería de niños
y niñas negras para someterlos a la esclavitud. Por ello,
dijo Dessalines, «resolví ir a apoderarme de la porción
integrante de mis Estados y borrar allí hasta los últimos
vestigios del ídolo europeo». Ahora bien, como la expedi-
ción fracasó y solamente Santo Domingo quedó fuera del
alcance de la ira provocada por el decreto de Ferrand,
Dessalines decidió llevar a cabo una devastación total
del territorio de la antigua parte española, convertida
ahora en colonia francesa: «Hay una verdad que no ad-
mite duda: donde no hay campos no hay ciudades. Se
desprende de este principio, que habiendo sido tomada
a fuego y sangre toda la parte exterior de Santo Domin-
go, el resto de los habitantes y de los animales, arran-
cados de su suelo y conducidos a nuestra patria, la ven-
taja que el enemigo se proponía alcanzar de este punto
de mira resultó si no completamente nulo por lo me-
nos insignificante». Pues resulta que Dessalines buscaba
hacer ver a sus tropas que aunque la expedición no había
alcanzado el éxito completo y cabal que ellos esperaban
«os queda, al menos, el consuelo de pensar que la ciudad
de Santo Domingo, único lugar que sobrevive a los de-
sastres de la devastación que propagué a considerable
distancia en la parte antes española no puede servir por
390
4

más tiempo de refugio a nuestros enemigos ni de ins-


trumentos a sus proyectos.»
En el Diario de Campaña de Dessalines publicado para
conocimiento de la población haitiana de entonces, para
justificar el fracaso de su expedición, se hace constar
que él mismo «en consecuencia, dio a los principales je-
fes la orden de evacuar el país, y a las dos de la tarde,
la caballería se extendió por todos lados, destruyendo y
quemando todo lo que encontraba a su paso... En virtud
de las últimas instrucciones de S. M. dejadas a varios
generales, estos empujaron delante de ellos el resto de
los habitantes, de los animales y bestias. Tanto en la
parte haitiana como en la dominicana cuando se dice
bestias se entiende caballos y mulos nunca ganado va-
cuno que se encontraba en los campos, redujeron a ce-
nizas los pueblos aldeas, hatos y ciudades, llevaron por
todas partes la devastación, el hierro y el fuego, y no per-
donaron sino los individuos destinado por S. M. a ser
conducidos como prisioneros... Así concluyó una cam-
paña en que todas las ventajas estuvieron constantemente
de nuestra parte. En la que el enemigo no cesó de ser
completamente vencido». Y en efecto, después de haber
atacado, saqueado e incendiado las poblaciones de Mon-
te Plata, Cotuí y la Vega, los haitianos llegaron a Mopa,
donde pasaron a cuchillo durante la mañana del día 3 de
abril a todos sus pobladores y luego pegaron fuego a las
casas. En Santiago ocurrió más o menos lo mismo. Todo
el que cayó en manos de los haitianos fue degollado y la
ciudad e iglesias fueron incendiadas quedando los altares,
los archivos y hasta el reloj público reducidos a cenizas.
En Moca solamente dos personas salvaron la vida gracias
a haber quedado atrapadas bajo los cadáveres de las de-
más víctimas. En Santiago murieron más de 400 perso-
nas y quedaron vivos sólo aquellos que, como el Padre Ta-
vares, un anciano octogenario, fueron llevados prisione-
ros caminando a pie y sin calzado hacia Cabo Haitiano
junto con las bestias robadas en los caminos. Dice Gas-
391

6lBLIÉ>T6CA M A C K a N A L
PECRO - l E M R l Q U E r URÉWA
par Arredondo y Pichardo, en su relación de sucesos acae-
cidos en estas ciudades que «al cabo de un año y medio
las plazas eran montes, que casi era menester práctico
para ir de un barrio a otro y solo se veían ruinas y huesos
de muertos». Después de la invasión, llegó a escribir otro
testigo, solamente quedaron en pie, además de Santo Do-
mingo, los poblados de Bayaguana, el Seibo e Higüey «y
las miserables aldeas de Samaná y Sabana de la Mar.»
Todo el resto, Monte Plata, Cotuí, La Vega, Moca, San-
tiago y San José de las Matas quedaron desoladas y en
esa situación permanecerían durante muchos años.
Otra vez volvieron las emigraciones. Se sabe que la
gente continuó yendo a vivir a Puerto Rico y a Cuba des-
pués de la invasión de Dessalines. Los dominicanos más
conservadores llegaron a la conclusión de que si se que-
daban en la Isla, tarde o temprano la Colonia caería en
manos de los haitianos y ellos sufrirían un destino simi-
lar al que habían sufrido en años anteriores los planta-
dores blancos de Saint Domingue. De todos los que sa-
lieron, la mayoría se quedó fuera y no regresaría jamás
a la Colonia, pero otros volverían, sobre todo a partir
de 1806 después que Dessalines fue asesinado y Haití se
dividió políticamente en varios Estados antagónicos, cu-
yas luchas internas aseguraban que los haitianos no es-
tarían en mucho tiempo en condiciones de volver a inva-
dir la parte del Este. Esta coyuntura fue aprovechada por
Ferrand en los años que siguieron a la invasión para re-
construir el país y tratar de convertir a Santo Domingo
en una colonia de plantaciones como había sido Saint Do-
mingue y como la había soñado el mismo Toussaint. Las
noticias llevadas a Francia por el comandante de la es-
cuadra francesa, el Contraalmirante Missiesy, acerca de
la situación de Ferrand en la Colonia, hicieron que Napo-
león Bonaparte asegurara un crédito en Estados Unidos
para la compra de mercancías necesarias en Santo Do-
mingo. Dice Lemonier Delafosse, testigo de estos acon-
tecimientos, que todo el año de 1805 fue ocupado por los
392
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BIBUOTHCA NACIONAL.
PBDHO -;F.MRfQU67. L.IR6NA.
franceses en las labores de la reconstrucción y consolida-
ción de la Colonia. Ferrand lanzó nuevas proclamas en
el extranjero llamando a los franceses a vivir a Santo Do-
mingo; muchos acudieron al llamado lo mismo que al-
gunas familias españolas; «algunas haciendas surgieron
del medio de los bosques; se desmontó por todas partes,
se sembró y se prepararon buenas cosechas; cortes de
caoba, de campeche, y guayacán fueron comenzados allí
donde la pereza los había dejado en pie. El comercio in-
terior de la ciudad readquirió su actividad; dos comer-
ciantes, Bourdon y Pasmet armaron un buen corsario; el
general tuvo una goleta del estado...» y así continuaron
las cosas mejorando increíblemente después de tantas
vicisitudes.
En Samaná, por ejemplo, que hasta entonces había
sido una aldea pobre y olvidada, el Gobierno fomentó la
plantación de cafetales que ya en 1808 prometían dar
nueva vida a esta región, cuya población francesa llegó a
crecer tanto que Ferrand llegó incluso a hacer preparar
los planos para la construcción de una moderna ciudad
que llevaría como nombre «Puerto Napoleón». Los bos-
ques de madera, que hasta entonces habían sido explota-
dos muy esporádicamente, fueron objeto de una explota-
ción regular pues la caoba de la Isla tenía fama de ser
una de las más bellas maderas del mundo y tenía gran
demanda en Estados Unidos y en Europa. Los impuestos
fueron rebajados hasta el mínimo a fin de ayudar a los
habitantes de la Colonia a recuperar sus fortunas. Ferrand
estableció un gobierno paternal, amparado en un decre-
to de Napoleón del año 1803 por medio del cual ordena-
ba respetar los usos y costumbres españoles, especial-
mente en lo que a la organización jurídica tocaba. Los
dominicanos se acogieron a esta forma de dominio «más
por costumbre y apatía que por amor al gobierno», dice
Gilbert Guillermin, un capitán francés que vivió en San-
to Domingo en esos años. Pero lo cierto fue que hubo co-
laboración entre la población y las autoridades, aunque
393
Ferrand, convencido de que los sentimientos hispánicos
seguían vivos entre la gran mayoría de la población,
«evitaba, tanto como era posible, las ocasiones de hacer-
les sentir su poder, para no exponerse a hacerles cono-
cer su impotencia: así, pues, ellos se gobernaban entre sí
y no tenían otras relaciones con el gobierno, que las re-
lativas al uso de una autoridad que no se sostenía sino
porque ella era más bien el efecto de la voluntad del pue-
blo que de los derechos del soberano». Sin embargo, toda
esta tranquilidad vino a quebrarse con motivo de dos
acontecimientos que tuvieron lugar, uno en la Colonia y
el otro en Europa. El primero fue la orden de Ferrand a
los habitantes de la Colonia para que suspendieran todo
trato comercial, en especial las ventas de ganado, a la
parte occidental de la Isla gobernada por los haitianos.
Dice Guillermin que «la tranquilidad se conservó en me-
dio de estos pueblos, hasta el momento en que el Gene-
ral Ferrand quiso impedir o, por lo menos, restringir, el
comercio de ganado con la parte francesa. El motivo era
bueno, observa Guillermin, puesto que tenía a conservar
a la colonia, medios de restauración esenciales un día
para sus establecimientos industriales: pero, atacaba los
intereses de particulares ricos y despertaba en el ánimo
del pueblo, la idea de su poder y la debilidad de sus go-
bernantes.»
El otro acontecimiento que vino a turbar la existente
armonía entre franceses y dominicanos fue la invasión
de Napoleón Bonaparte en España a principios de 1808
como parte de su plan de apoderarse de Portugal y de
España para enfrentar el poderío inglés que después de
la derrota francesa de Trafalgar había neutralizado a
España y había obtenido el apoyo de Portugal en con-
tra de Francia. Como se sabe, Napoleón aprovechó la
profunda crisis política que aquejaba la monarquía es-
pañola en aquellos momentos a consecuencia de la caída
del Príncipe de la Paz, Manuel Godoy y de la abdicación
al trono del Rey Carlos IV en favor de su hijo Fernan-
394 ^ 8

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do VII, para atraer a éste a Francia con las falsas pro-


mesas de darle su apoyo, pero con el proposito real de
hacerlo prisionero obligándolo a abdicar también y co-
locar así en el trono español a su hermano José Bonapar-
te. Estos hechos se conocieron en detalle en las posesio-
nes españolas casi inmediatamente y ya a principios de
mayo se sabía que Napoleón tenía la intención de nom-
brar a su hermano Rey de España. En Santo Domingo,
particularmente, en donde los franceses gobernaban a
una población que todavía seguía considerándose espa-
ñola, la traición de Napoleón contra los monarcas de Es-
paña provocó la indignación de los propietarios más im-
portantes que ahora se consideraban doblemente humi-
llados al saber que también la Madre Patria había caído
bajo el dominio francés y al ver sus negocios lesiona-
dos por la prohibición de vender sus ganados a los hai-
tianos. Algunos de ellos, como fue el caso de don Juan
Sánchez Ramírez, rico propietario de hatos y cortes de
caoba en los alrededores de Cotuí e Higüey, se indig-
naron en grado extremo y se dedicaron a pensar cómo
obtener la colaboración del Gobernador de Puerto Rico,
y de la población dominicana que había emigrado a esa
isla, para luchar contra los franceses de Santo Domin-
go de la misma manera que lucharían los españoles para
expulsar a los invasores de la Península. Las revueltas
populares que tuvieron lugar en Madrid contra los fran-
ceses el 2 de mayo de 1808 fueron prontamente conoci-
das por los habitantes de Puerto Rico y, ya en julio,
Sánchez Ramírez sabía que la Junta de Gobierno que ha-
bía sustituido a Fernando VII antes de su salida, había
declarado la guerra a Francia debido a la brutal repre-
sión de las tropas francesas contra el pueblo de Madrid
durante los acontecimientos del 2 de mayo.
A partir de entonces Sánchez Ramírez se dedicó a
viajar intensamente por toda la Colonia con el propósito
de levantar los ánimos de los pobladores con sentimien-
tos prohispánicos para organizados y llevarlos a la gue-

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: > -tEfJRjQUG;
i • -? -

rra contra los franceses. Día tras día, durante los meses
de julio a noviembre, Sánchez Ramírez anduvo cabalgan-
do de pueblo en pueblo haciendo contactos, discutiendo
y convenciendo a sus amigos de que con la ayuda del Go-
bernador de Puerto Rico ellos podrían expulsar a los fran-
ceses. Durante todo ese tiempo mantuvo una intensa co-
rrespondencia secreta con don Toribio Montes, el Gober-
nador de Puerto Rico, quien efectivamente le prometió
todo tipo de ayuda con tal de que Sánchez Ramírez se
prometiera a enviarle suficientes cargamentos de caoba
para cubrir los gastos de las operaciones. En agosto re-
cibió Ferrand una comunicación de Toribio Montes decla-
rándole la guerra a los franceses. Temeroso de no poder
recibir ninguna ayuda de Francia por encontrarse los in-
gleses dominando la navegación en el Caribe, Ferrand in-
tentó restar importancia al hecho expresando que en San-
to Domingo no podía haber guerra entre franceses y es-
pañoles en consideración de la especial situación en que
se encontraban él y sus tropas gobernando una población
de origen hispánico como la dominicana. En vano lanzó
Ferrand una proclama invitando a los dominicanos a
mantener la calma. La agitación que produjo en Puerto
Rico la declaratoria de guerra entre Francia y España in-
dicaba que los miles de dominicanos emigrados que vi-
vían en esa isla estaban dispuestos a regresar a vivir en
su país luego que restablecieran la situación anterior al
Tratado de Basilea. Durante varias semanas estuvieron
llegando emisarios del Gobernador Toribio Montes con
proclamas revolucionarias y con instrucciones y ayuda
para Sánchez Ramírez y sus seguidores quienes llegaron
incluso a pactar con el General Petión, Presidente de la
República de Haití. Al decir de Guillermin, Petion «se
comprometió a proporcionarles armas y municiones a los
conspiradores en cambio de reses vacunas de las que te-
nía gran necesidad».
Entretanto la conspiración continuaba y diversos in-
cidentes tenían lugar tanto en el Sur como en el interior
396

/ BIBUOTSCA N A C I O N A L
PEDRO -íEMRjQUEX URExiA
HCPÚCLICA fSMINICANA
del país. Los representantes del gobierno francés en San-
tiago informaron a Ferrand sobre el desarrollo de la
conspiración y las dificultades que había para atrapar a
los cabecillas. En octubre Ferrand envió tropas al sur, en
donde se supo que se preparaba un levantamiento apo-
yado por los haitianos y los ingleses. El jefe de los re-
beldes en el sur se llamaba Ciríaco Ramírez, por cuya
cabeza y la de los demás líderes de la conspiración el
gobierno francés ofreció pagar varias recompensas. En
los primeros días de noviembre desembarcaron en Boca
de Yuma unos 300 hombres enviados por el Gobernador
de Puerto Rico. Estas fuerzas se unieron a las tropas que
Sánchez Ramírez había podido reunir y estaba agrupan-
do en el Seibo con el propósito de marchar contra San-
to Domingo. Aunque hubo combates en el Sur, donde los
franceses no fueron capaces de contener la marcha de los
dominicanos, la batalla decisiva se libró en la sabana de
Palo Hincado el día 7 de noviembre de 1808, entre unos
dos mil hombres mandados por don Juan Sánchez Ramí-
rez y otros seiscientos comandados por el General Fe-
rrand, quien había salido de Santo Domingo diez días
antes con la creencia de que su sola presencia bastaría
para hacer que los dominicanos rebelados depusieran las
armas. Los incidentes de esta batalla son bien conocidos.
Las tropas francesas fueron casi enteramente aniquiladas
y Ferrand, avergonzado por tan inesperada derrota se
ocultó en una cañada cercana y se quitó la vida de un
pistoletazo. Los sobrevivientes salieron huyendo y se di-
rigieron a Santo Domingo adonde llegaron quince días
más tarde después de una dramática marcha por los bos-
ques de la parte oriental de la Colonia. Sin embargo la
noticia de la derrota de las fuerzas francesas llegó a San-
to Domingo al otro día de la batalla de Palo Hincado e
inmediatamente los franceses pusieron toda la ciudad en
pie de guerra para resistir el ataque que se sabía sobre-
vendría. El día 12 de noviembre la plaza fue declarada
en estado de sitio por el sustituto de Ferrand, el General
397
Dubarquier, y el día 27 de noviembre llegó Sánchez Ra-
mírez a los alrededores de la capital instalando su cam-
pamento en la sección de Jainamosa, del otro lado del
río Ozama. Días más tarde, lo trasladaría a la famosa
hacienda de Gallard (hoy Galá), desde donde Dessalines
había dirigido el cerco contra la ciudad de 1805. Entre-
tanto, a los tres días después de la batalla de Palo Hin-
cado, los ingleses se habían aparecido con tres fragatas
y dos bergantines en Samaná, obligando a los coman-
dantes franceses a capitular y a entregar la plaza a los
insurgentes. A partir de entonces la colaboración britá-
nica se convertiría en un factor decisivo de la lucha de
los dominicanos de Santo Domingo y los españoles de
Puerto Rico contra los franceses.
En efecto, no bien comenzó el sitio de la ciudad, los
ingleses iniciaron un bloqueo por mar, que duraría prác-
ticamente todo el tiempo de la llamada Guerra de la Re-
conquista. Es cierto que los barcos ingleses a veces deja-
ban por algunas semanas libre el puerto de Santo Do-
mingo y volvían a sus bases respectivas aprovechándose
entonces los franceses para enviar sus galetas y sus ber-
gantines a las islas francesas de las Antillas o a los Es-
tados Unidos en busca de harinas, arroz y otras provisio-
nes para su manutención. Pero es cierto también que el
bloqueo inglés del puerto de Santo Domingo impidió a
los franceses abastecerse más a menudo y el hambre vol-
vió a ser el peor enemigo. Durante ocho meses resistieron
las tropas de Dubarquier el sitio que el ejército de Sán-
chez Ramírez impuso a la ciudad y en los últimos meses
la escasez de alimentos era tan grave que los soldados y
la población que no habían abandonado la plaza volvie-
ron, como en 1805, a comer caballos, burros, ratones, pa-
lomas, cotorras y hasta cueros de vacas hervidos con su
pelambre. En vano intentaron los franceses romper el
cerco con salidas de tropas que solamente alcanzaron a
ocupar el Castillo de San Jerónimo. El ejército de Sán-
chez Ramírez era mucho más numeroso y controlaba to-
398

BIBLIOTECA NACIONAL.
P E D R O HENJRÍQUEZ LJREKLFV
dos los alrededores de la ciudad desde el mar hasta Cotuí.
Sánchez Ramírez probó ser un jefe capaz de mantener
el orden en sus tropas, a pesar del descontento y la falta
de alimentos que las desmoralizaba. Se sabe que durante
la guerra de la Reconquista más de 30,000 reses fueron
consumidas en todo el sur de la Isla, dejando esta región
completamente devastada pues también fue necesario con-
sumir hasta los cañaverales de los alrededores para ali-
mentar la caballería dominicana. Las labranzas de las
haciendas cercanas a Santo Domingo desaparecieron y
mucha gente que anteriormente había decidido vivir de
la agricultura decidió abandonar esos lugares e irse del
país o mudarse a otra parte de la Colonia. Como la ayuda
que los ingleses prestaron durante los ocho meses que
duró el sitio y el bloqueo de la ciudad no era desintere-
sada, resultó que los únicos beneficiados por la guerra
de la Reconquista fueron ellos, pues las provisiones, ar-
mas y municiones que los dominicanos consumían eran
compradas a los ingleses a cambio de troncos de caoba
que eran embarcados continuamente en grandes canti-
dades por los ríos del sur y del este de la Colonia.
Al final, cuando ya los franceses no pudieron resistir
más, también los ingleses sacaron ventajas, pues los fran-
ceses optaron por rendirse a las tropas de Su Magestad
Británica desembarcadas a principios de julio de 1809
bajo el mando del Comandante Hugh Lyle Carmichael
antes que aceptar ser derrotados por «los tercios españo-
les (si acaso podía llamarse ejército a aquella muchedum-
bre de negros formando guerrillas, medio desnudos». Los
ingleses tomaron entonces posesión de la ciudad el día 11
de julio luego de acordar la capitulación con los co-
mandantes franceses y de haberse llevado a cabo las cere-
monias de rigor. Entonces tuvo Sánchez Ramírez que en-
trar en negociaciones con los nuevos ocupantes de San-
to Domingo para la entrega de la plaza. Esta fue final-
mente ocupada por los dominicanos luego que se com-
prometieron a compensar los gastos incurridos por las
399

PEDRO -.EMPIÍQUEZ URBKJ&


I. C rO O 1-1 C i * » M W C A N ^
fuerzas británicas en el bloqueo de la ciudad, que as-
cendían a unos 400,000 pesos. No fue sino en agosto de
1809 cuando Sánchez Ramírez y su gente pudieron alcan-
zar el control absoluto de la Colonia, después que entre-
garon a los ingleses todas las campanas y una parte de
la mejor artillería de la ciudad, además de enormes par-
tidas de caoba en pago por sus reclamaciones, y se com-
prometieron a proporcionar a los buques británicos libre
entrada a los puertos de la Colonia y a otorgar a los
productos importados por esos barcos el mismo trata-
miento arancelario que se daría en lo adelante a los pro-
ductos y manufacturas españolas, pues a partir de ese
momento los dominicanos volvían a considerarse tan de-
pendientes política y económicamente de España como
en los viejos tiempos. De una España sin rey, sin recursos
y sin muchas posibilidades de gobernar eficazmente sus
colonias americanas. Pero al fin y al cabo, dependientes
otra vez de la Madre Patria de la cual ellos nunca quisie-
ron separarse y fueron desprendidos en contra de su vo-
luntad en virtud de la ejecución del Tratado de Basilea.

i
XVII
LA ULTIMA CRISIS: LA ESPAÑA BOBA
(1809-1822)

LA GUERRA DE LA RECONQUISTA, dejó todo el sur


del país devastado. Tan devastado, casi, como había de-
jado Dessalines toda la región central de la Colonia cuatro
años atrás. En 1809 la situación general de toda la parte
española sólo reflejaba desolación y miseria. La población
mermada en muchos miles de personas, la agricultura
prácticamente inexistente, la ganadería extinguida y la
economía decapitalizada por la fuga de los dineros ha-
cia otras partes de las Antillas quedaban como el resul-
tado de una tormentosa cadena de calamidades que ha-
bía comenzado veinte años atrás con el estallido de la
Revolución Francesa. Sánchez Ramírez heredaba una co-
lonia en crisis con problemas tan complejos que él mo-
riría antes de que fuera posible observar alguna mejoría.
Ahora no servía de mucho todo el poder que le habían
otorgado los jefes militares en la famosa Junta de Bon-
dillo, ni la pompa y la algarabía con que se celebró la
reincorporación de Santo Domingo a España cuando se
recibieron las noticias de que la Junta Central de Sevilla
ratificaba la acción de la Reconquista y reconocía a Sán-
chez Ramírez como Gobernador, Intendente y Capitán Ge-
neral de la Colonia. En vano invitó Sánchez Ramírez a
los dominicanos que habían emigrado para que regre-
saran ofreciéndoles pagarles el pasaje por cuenta del Es-
tado. En vano decretó una rebaja en los pocos impues-
tos existentes. Muy poca gente regresó a la Colonia y los
que quedaron pensaban continuamente en irse. La desar-
ticulación de la economía era total y así lo dejaron es-
401

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Rrt'ijB I ^.^MINI^AN^
crito algunas personas que vivieron en Santo Domingo en
esos días. Dos de estas personas, el doctor José María Mo-
rilla y don José Francisco de Heredia y Mieses, atestigua-
ron en sendas memorias que la Colonia había quedado
en peor estado que veinte años atrás cuando Santo Do-
mingo crecía gracias al enorme desarrollo económico de
Saint Domingue.
En 1809, dice Morilla, «la agricultura se hallaba muy
decaída como puede considerarse por consecuencia de las
Guerras, de la emigración y de otras muchas vicisitudes,
reduciéndose la exportación al tabaco de aquel territorio,
a algún ganado cuero y al cabo de algunos años a las
maderas principalmente de caoba y a mieles y aguar-
dientes elaborados en lo que quedó de los antiguos inge-
nios que no fueron más que las fábricas deterioradas,
practicándose la hacienda de la caña con mucho trabajo
y en pequeña escala: la producción de café y del cacao
era casi insignificante y nada se cosechaba de algodón
ni de añil: tampoco ecsistia desde mui antiguo ni una
sola mina en estado de esplotación: asi es que el Comer-
cio se reducía á la importación de genero de consumo
y á la esportacion de los artículos ya mencionados; pero
el movimiento comercial era lánguido y de poca impor-
tancia limitado á la importación de lo que necesitaba
para su consumo una población escasa y pobre en que
apenas era conocido el lujo, pues en la Capital no llega-
ban á media docena los carruages». Heredia y Mieses,
por su parte, también dio detalles similares diciendo que
la guerra consumió más de 30,000 cabezas de ganado que-
dando la ganadería en la situación más precaria, «por-
que sin elección se tomaban las que habían mas a mano,
que son por lo común los rebaños domésticos y mejor con-
servados». Y seguía diciendo que lo mismo aconteció con
el ganado caballar que quedó casi extinguido a conse-
cuencias de la guerra, tanto que todavía en 1812, tres
años después, la Colonia sufría una gran falta de bestias
402

BIBLIOTECA N A C I O N A L
PEDRO -HENRÍQUEZ URElílft
de carga para el transporte de los pocos frutos de la
tierra.
«La población se ha repuesto con alguna parte de los
emigrados que regresaron, decía Heredia y Mieses, pero
acaso no hay una familia que tenga lo que sacó, y gene-
ralmente los ricos han vuelto pobres y estos miserables,
quedándose en otras partes los capitales que realizaron
en Santo Domingo y sirvieron para mejorarlos, como su-
cedió especialmente a Maracaibo; y aunque hasta ahora
(1812) no ha sido posible reunir el censo general de la
parte española, puede calcularse en 80,000 almas el nú-
mero de su población, de las que contendrá algo más de
la décima parte el recinto de la capital y la mitad de la
restante vive dispersa por los campos sin el freno ni las
ventajas de la vida civil». En el Cibao, sobre todo, la gente
se vio obligada a vivir de una agricultura de subsistencia
desarrollada en los tradicionales conucos de siempre, y
para pagar las poquísimas importaciones que hacían falta
para el consumo de la Capital fue neceseario recurrir a
las exportaciones de «maderas de todas clases, especial-
mente caobas, cuyo valor total apenas alcanzará a pagar
la mitad de las importaciones», aunque se incluyeran los
pocos quintales de tabaco y los contados cueros que tam-
bién se exportaban. De ahora en adelante el tabaco y la
caoba sustituirían a los cueros como los productos prin-
cipales del comercio exterior dominicano. La ganadería
que había sido la base económica de Santo Domingo du-
rante más de tres siglos, finalmente había quedado arrui-
nada. En su largo proceso de recuperación, que tomaría
décadas, junto con ella se desarrollaría una economía ta-
baquera en los alrededores de Santiago y La Vega, que
serviría para mantener un flujo regular de exportaciones
a través de Puerto Plata. Gracias al tabaco pudo el Cibao
recuperarse algo de la devastación en que lo dejó Des-
salines en 1805, y gracias a la caoba logró la región del
sur de la Colonia conseguir algunos medios de cambio con
qué pagar sus importaciones. Pero esto sólo ocurriría con
403
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los años porque todavía en 1812 la situación era de crisis,
y no había recursos con qué afrontar los múltiples pro-
blemas causados por la ausencia de producción y por la
inexistencia de dinero.
Parte de esos problemas fueron varias conspiraciones
que tuvieron lugar en Santo Domingo durante los años
de 1810, 1811 y 1812, todas provocadas por el descontento
existente entre la población y entre las tropas de la ciudad
por la falta de dinero. Algunas de estas conspiraciones
fueron estimuladas por las noticias de los levantamientos
contra España que llegaban a Santo Domingo proceden-
tes de Caracas y otros puntos de América, en donde los
grupos criollos finalmente se lanzaban a la guerra por su
emancipación. La primera de ellas fue la patética trama
de un habanero de nombre don Fermín, la cual tuvo lu-
gar en 1810 con el propósito de declarar a Santo Domingo
independiente de España. Nunca pudieron conocerse los
demás compañeros de don Fermín, pero él fue acusado
de sedicioso y fue encerrado durante siete años en la cár-
cel de la Torre del Homenaje. Otra conspiración fue la fa-
mosa «rebelión de los italianos», descubierta a mediados
de 1810, que llevó a los complotadores al patíbulo bajo
la acusación de querer levantar en armas la guarnición
de Santo Domingo para repetir lo que había ocurrido el
19 de abril en Caracas, donde había estallado un movi-
miento independentista contra España. Estos conspirado-
res, casi todos soldados, perdieron en su mayoría la vida
ahorcados y fusilados. También les encontraron una ga-
ceta y tres impresos revolucionarios procedentes de Ca-
racas que demostraban que estaban al tanto de lo que
en el resto de América estaba ocurriendo y buscaban su-
marse al movimiento emancipador de las demás colonias
hispanoamericanas que comenzaban en ese mismo año
de 1810 sus movimientos independentistas. Los grupos
criollos de Venezuela, Buenos Aires, Nueva Granada y Mé-
xico también tendrían sus fracasos, al igual que estos cons-
piradores, pero mientras la mayor parte de ellos se lan-
404

ISlIfil
BIBLIOTECA N A C I O N A L
P B C B O HENRIQUEZ UREÑA
RE r ú o LIC A DOM1NI C A N A
zaba a la lucha, los dominicanos se entregaban nuevamen-
te al tutelaje de España, de una España que se hallaba
casi tan arruinada como Santo Domingo y cuyo gobier-
no se encontraba ejercido simultáneamente por una Jur>
ta de Gobierno perseguida y por una oligarquía militar
impuesta por una intervención extranjera. De ahí que la
ayuda tan esperada por los triunfadores de la Reconquis-
ta quedara limitada solamente al envío de un situado de
100,000 pesos que llegó en marzo de 1811 y que no sirvió
apenas más que para vestir y alimentar un poco la tropa
cuyo soldado, al decir del Intendente Político de la Co-
lonia, don José Núñez de Cáceres, «estaba materialmente
descalzo y no vestido, sino cubierto de trapos, pues re-
cibía una ración de carne, de tan mala calidad y tan
cercenada que no la quería y eran incesantes los reque-
rimientos de los Jefes Militares por el remedio de un
real...» Esta situación era tanto más grave, en medio de
aquel ambiente de conspiraciones, cuanto que ya los ga-
naderos habían decidido no venderle más carne al Gobier-
no para el consumo de los militares pues era tan poco el
dinero circulante que no era posible ofrecer a los hacen-
dados precios justos por sus reses. Se sabe que también
hubo en estos mismos tiempos un complot de cuatro sar-
gentos franceses que intentaron dar un golpe de Estado
para restituir la Colonia al Gobierno Francés, pero fra-
casaron en su intento y fueron fusilados. Y se sabe, ade-
más que Núñez de Cáceres estuvo a punto de perder la
vida, cuando un teniente de artillería de apellido Aguilar,
«exasperado por la miseria» y poniéndole la punta de la
espada en el cuello trató de obligarlo a pagar el sueldo
de los militares con quienes el Gobierno por falta de di-
nero se encontraba atrasado. En agosto de 1812, las ten-
siones no habían desaparecido todavía, pues se sabe que
fue el descontento general lo que provocó una revuelta
de la gente de color de los alrededores de la ciudad de
Santo Domingo, algunos libres y otros esclavos, quienes
se propusieron reunirse en un paraje llamado Mojarra
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ÉR
BIBLIOTECA N A C I O N A L
- PBDfcO -(ENRÍQtJEZ IJRÉSlft.
u c r O o L i c - » o A11 n i cX
para desde ahí trasladarse a Montegrande y provocar un
levantamiento general de negros «matando á todos los
blancos». Esta revuelta fue rebelada a tiempo y los ca-
becillas castigados a morir ahorcados, luego descuarti-
zados y sus restos fritos en alquitrán. En ese entonces
ya Sánchez Ramírez había muerto y gobernaban la Co-
lonia interinamente el Coronel don Manuel Caballero y
el Licenciado José Núñez de Cáceres, este último con el
cargo de Teniente de Gobernador e Intendente Político.
Todas éstas eran dificultades graves, provocadas, como
se ha visto, por la pobreza de la Colonia y por la falta
de dinero que padecía el Gobierno. Dice Heredia y Mie-
ses que el problema se agravaba debido a que después
de la Reconquista, Sánchez Ramírez colocó mucha gente
bajo la dependencia del Estado y ahora resultaba que
toda esa gente constituía una carga: «aumenta la con-
fusión al ser muchos los que viven del Erario y nunca
haber tenido éste, desde la reconquista, con qué llenar sus
cargas; de lo que ha resultado una cadena de créditos in-
cobrables». Frente a esta situación, Núñez de Cáceres optó
por la emisión de papel moneda. El situado se había ago-
tado y no había de donde sacar dinero, pues España es-
taba imposibilitada de enviar ninguna otra ayuda. «Qué
son cien mil pesos para sostener una plaza de armas ex-
hausta de todo y organizada de modo que debe consumir
al año trescientos mil pesos», se preguntaba Núñez de
Cáceres. Y aunque él estaba opuesto a la emisión de papel
moneda «previendo su inutilidad», la gente lo demanda-
ba. De manera, pues, en 1812 se emitieron las papeletas
que al poco tiempo de estar en circulación, como era pre-
visible, se devaluaron en un 75 %, «lo que dió lugar, dice
Morilla, á que levantasen el grito la tropa y empleados
quejándose con sobrada razón de que dándose los pesos
en papel por el mismo valor que en metálico sus suel-
dos venían á quedar reducidos á la quarta parte». La si-
tuación, entonces, se agravó y, según dice Núñez de Cá-
ceres, la gente prefería no sembrar frutos o dejar que se
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BIBLIOTECA NACIONAL
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perdiera lo que había sembrado antes que cambiarlos


por un papel moneda completamente desacreditado, del
cual «huyen como de una peste».
En eso llegó el año de 1813 y en mayo desembarcó
en Santo Domingo don Carlos Urrutia, el Gobernador pe-
ninsular nombrado por la Junta de Gobierno de Sevilla
el año anterior para ocuparse de la administración de
la Colonia. Una de sus primeras medidas fue estudiar con
Núñez de Cáceres la forma de suprimir la circulación del
papel moneda, decisión que Urrutia tomó al poco tiempo
argumentando que sería mejor sustituirlo por monedas de
cobre para atender así a las exigencias de los militares
que exigían que se les pagaran sus sueldos en metálico.
Ahora la situación se hizo más difícil pues los propietarios
y comerciantes habían acumulado una buena parte del
papel moneda en circulación y, aunque se les prometió
una justa y oportuna indemnización, sus acreencias con-
tra el Estado por concepto de ese papel moneda nunca
fueron satisfechas. En realidad no había con qué pagarles
a los comerciantes porque no había producción suficiente
para convertir los productos de la tierra en dinero. La ex-
portación de frutos del país era sumamente reducida y
era un hecho conocido que en Santo Domingo «no hay
agricultura, no hay artes, ni comercio, la población es
escasa, y pobre en último extremo». Esto lo vio claro el
nuevo Gobernador Carlos Urrutia y Matos, y desde que
llegó se dispuso a fomentar la agricultura entre los ha-
bitantes de Santo Domingo. El mismo don José Heredia
y Mieses había abogado un par de años antes por la crea-
ción de una «escuela práctica de agricultura que debe po-
nerse en los mismos campos» y había pedido que se crea-
ra una «sociedad económica» similar a las sociedades eco-
nómicas de «Amigos del País» tan en boga en España a
finales del siglo xvin. Urrutia parece haber compartido
sus puntos de vista pues desde que llegó puso en ejecu-
ción una nueva política económica consistente en obligar
407

BlBUOTiCA NACIONAL
PFT'PO -%KjRIQU£Z IJRÉISJA
r.CTÚE 1.1 C A C.ÜHIHICANA
a los vecinos de Santo Domingo a dedicarse a los trabajos
agrícolas.
Es de imaginar lo que las medidas de Urrutia debie-
ron provocar entre la población capitaleña de entonces
acostumbrada como estaba a vivir parasitando de la bu-
rocracia colonial o de los trabajos de sus esclavos o acos-
tumbrada a ocuparse en empleqs cuyo desempeño no fue-
se más allá de la prestación de servicios personales que no
implicaran la ejecución de trabajos físicos. Se conservan
evidencias de la reacción de las capas altas de la pobla-
ción de la ciudad de Santo Domingo a la política de Urru-
tia de abrir estancias conuqueras en los alrededores de
Santo Domingo en las cuales se cultivaban víveres que
eran cosechados y luego vendidos en las calles de la ciu-
dad por los presos de la cárcel pública. Fuera porque a
los vecinos de Santo Domingo les disgustara la idea de
verse a sí mismos trabajando en los conucos del Estado
para cumplir condenas cortas debidas a delitos menores,
como la alteración del orden público, o fuera porque con-
sideraran «medida alto ridicula» la decisión del Gober-
nador Urrutia de incorporar al Tesoro Público el dinero
obtenido por concepto de las ventas de víveres, lo cierto
es que la política de fomento de la agricultura no contó
con muchas simpatías entre los núcleos que conforma-
ban la opinión pública en la ciudad de Santo Domingo y
en poco tiempo la gente empezó a mofarse del Goberna-
dor llamándolo con el sobrenombre de Carlos Conuco.
A pesar de todo, se sabe que ya en 1818, año en que
Urrutia fue sustituido por Sebastián de Kindelán como
Gobernador de la Colonia, la agricultura de la zona había
comenzado a prosperar y consecuentemente el comercio
mostraba una cierta animación. Desde luego, esta era
una agricultura conuquera, orientada a la subsistencia y
1 consumo de la ciudad de Santo Domingo y en ningún
modo puede pensarse que fuera ni por asomo una agri-
cultura de plantaciones orientada hacia la exportación.
La única zona en donde la tierra se cultivaba para expor-
408

. I RÍQU UF
tar sus frutos era el Cibao, donde el tabaco era la base
de la economía. En el sur, la ganadería y los cortes de
caoba quedarían como las actividades económicas funda-
mentales. Después de tres siglos y medio de dominación
colonial, España no había sido capaz de desarrollar la
agricultura en Santo Domingo. La criánza de ganado fue
casi desde el principio el sostén de la economía, y en nin-
gún otro sitio llegó a ser más evidente el refrán que se
repetía en la Colonia de aquellos tiempos en el sentido
de que «la crianza aleja la labranza».
El gobierno de Carlos Urrutia nunca pudo escapar de
la crisis permanente de la escasez de dinero para mante-
ner el aparato de la administración pública funcionando
normalmente. Durante esos cinco años no fue posible
para España enviar grandes sumas a Santo Domingo por-
que la movilización de cientos de miles de hombres en el
Continente le impedía divertir sus recursos en un terri-
torio cuya importancia hacía tiempo había sido descar-
tada, mientras el resto de las colonias hispanoamericanas
se encontraban en pie de guerra para alcanzar su indepen-
dencia. Apenas unos 50,000 pesos llegaron a Santo Do-
mingo en todo ese período, y ello ocurrió en julio de 1817.
Cuando Kindelán llegó procedente de Cuba trajo consigo
«la miserable suma de diez mil p.s.», que fue todo lo que
pudo reunir en la Havana a pesar de los muchos esfuer-
zos y peticiones desplegados ante la Corte para que auxi-
liara la colonia de Santo Domingo. De manera que lo que
el nuevo Gobernador encontró a su llegada, según sus
propias palabras fue un tesoro público arruinado que «no
cuenta con otros ingresos que los de la Aduana de esta
capital, y la de Puerto Plata, que sobre contingentes y
eventuales, en los años prosperas apenas dan p. a la mi-
tad de los gastos mas precisos e indispensables del Ser-
vicio ordinario... El fruto más preciso con que se alimen-
ta tal cual comercio con los estrangeros es la caoba, y
eso en los años en que hay demanda, porque cuando fal-
ta, como en el anterior, y lo que va corrido de este todo
409

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l í r ú í u i c 1 . .o o r-i i rsi.c
se paraliza, y se entra en apuros que comprimen el animo
mas despejado, p. r. que no hai adonde volver los ojos
ni recursos de que echar mano p. a atender siquiera la
subsistencia del soldado y hospital». En efecto, ese año
los ingresos apenas si habían alcanzado los 118.750 pesos
contra cargos y erogaciones ordinarias de 245.857 pesos,
esto es, más de 127,000 pesos de déficit, que sumados a
otros déficits acumulados ascendía a 255,744 pesos.
Kindelán apenas si podía hacer algo para resolver esa
situación. Todos sus esfuerzos se dirigieron a obtener
ayuda de la Havana y de la Corte y a paliar momentá-
neamente la crisis monetaria con una nueva emisión de
papel moneda que provocó peores resultados que la an-
terior. Por eso en julio de 1821, Kindelán reconocía que
la presión de los funcionarios coloniales y de los milita-
res estaba resultando difícil de controlar. «No era posible,
decía él, desvanecer los continuos clamores», si no re-
cibía la ayuda económica que desesperadamente deman-
daba hacía tres años. La situación internacional en esos
momentos se había complicado y desde hace bastante
tiempo rondaban las aguas dominicanas corsarios sud-
americanos al servicio de Simón Bolívar buscando hacer
daño a la navegación española en el Caribe. La Corona
había ordenado la movilización militar de Santo Domingo
para mantener una estricta vigilancia en las costas del
sur y del este de la Isla, en donde además de los corsarios
transitaban contrabandistas que venían a negociar con
los necesitados vecinos de la Colonia. Esas movilizacio-
nes militares costaban dinero y no había con qué pagar
a los militares. El disgusto entre ellos ya se hacía paten-
te, más patente que en los años inmediatamente posterio-
res a la Reconquista y, Kindelán lo decía, no era posible
mantener una fuerza militar operando continuamente en
un territorio en donde no había dinero con qué pagar
a los soldados. No era posible, decía él, «el aumento y
pago de una fuerza militar q. e imponga y qual corres-
ponda p. a hacer respetar una porción de territorio tan
410
recomendable de la grande nación de q. e depende». Peor
todavía, había rumores de que algunos vecinos de la Ca-
pital, estimulados por los acontecimientos de otras par-
tes de América, planeaban un golpe de Estado para pro-
clamar la independencia. Se sabía que en el año anterior
de 1820 había circulado una carta subversiva escrita en
Caracas y dirigida a los dominicanos para impulsarlos a
la insurrección. Las comunicaciones con el resto de Amé-
rica eran frecuentes y los militares, burócratas y comer-
ciantes, disgustados por la ineficacia de España para ayu-
darlos a salir de la decadencia en que se hallaban sumi-
dos, empezaban a considerar los movimientos emancipa-
dores sudamericanos como el ejemplo a seguir. Las cons-
piraciones comenzaron nuevamente, pero contrariamente
a lo que los burócratas de Santo Domingo pensaban en
sus reuniones conspirativas, su movimiento sólo serviría
finalmente a los fines políticos del Gobierno Haitiano
que nunca había perdido de vista el objetivo de unificar
totalmente la Isla bajo un solo gobierno que defendiera
la independencia de Haití de una eventual invasión fran-
cesa.
En efecto, las intrigas urdidas en los gobiernos fran-
cés y español por algunos aventureros que pretendían in-
teresar de nuevo al gobierno francés en la reconquista de
la Isla, tanto de la parte española como de Haití, mantuvo
durante largos meses al gobierno haitiano a la expectati-
va, sobre todo cuando los rumores llegaron a hacerse tan
públicos que circularon hasta entre la población de San-
to Domingo. Esos rumores eran alarmantes, puesto que
todavía estaban frescas en la memoria de los haitianos
las dos tentativas del gobierno francés de apoderarse de
Haití en los recientes años del814yl816, tentativas que
fueron descubiertas a tiempo pero que dejaron en el áni-
mo de los haitianos la convicción de que los intereses de
los antiguos plantadores franceses seguían jugando un
papel importante en la política exterior del gobierno de
Francia. Esos rumores se acentuaron de nuevo en 1820
411

PFTBO
y los mismos pusieron al Presidente haitiano Jean Pierre
Boyer otra vez a la expectativa, pues las noticias ahora
eran de que a Martinica habían llegado unos barcos fran-
ceses que se utilizarían para apoyar una invasión que ha-
rían unos aventureros sobre la parte española, para des-
pués enviar tropas francesas a recibirla de los aventure-
ros simulando una operación militar de recuperación.
Todo ello sugería, pues, que el flanco débil de la indepen-
dencia haitiana era la parte oriental de la Isla ya fuera
porque la guarnición de Santo Domingo no tuviera fuer-
zas con qué resistir un ataque desde el exterior o fuera
porque siguiera siendo una posesión española, puesto que
en 1820 tanto Francia como España habían entrado en
una alianza ofensiva y defensiva, en un pacto de familia
entre Luis XVIII y Fernando VII, que no dejaba de arro-
jar sospechas sobre un posible apoyo oficial del gobierno
español para que Francia recuperara su perdida colonia.
La reacción de Boyer frente a las noticias de los pre-
parativos de una invasión francesa contra Santo Domin-
go y contra Haití fue la de prepararse militarmente para
repelerla, al tiempo que trataba de inducir a los habitan-
tes del Este a levantarse contra los españoles e incorpo-
rarse a la república haitiana, en parte con el propósito
de establecer las fronteras naturales que, dentro de su
estrategia, harían de la Isla una unidad más defendible
contra cualquier ataque naval. En diciembre de 1820 lle-
garon a Santo Domingo los rumores de que un agente
de Boyer, el Teniente Coronel Dézir Dalmassi, se encon-
traba en los pueblos de Las Matas, San Juan de la Magua-
na y Azua proponiendo a los haitianos de estas regiones
que se movilizaran e incorporaran a la República de donde
podrían obtener mayores empleos y grandes beneficios, a
la vez que difundía entre los ánimos de estos pobladores
la intimidación de que si no lo hacían el gobierno haitiano
utilizaría la fuerza armada para proceder a la unificación
de los dos territorios. Dalmassi conocía bien el terreno
que pisaba, pues era negociante de ganado y residía la
412

BIBLIOTECA N A C I O N A L
F H T R O - l E N R i Q U E Z LJRE\1Ü.
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mayor parte del tiempo en territorio español y, pese a
que su presencia y proposiciones alarmaron mucho a las
autoridades pro-españolas de esas localidades, ninguno
de los jefes militares de esos puestos se atrevió a hacerlo
preso ni a tomar ninguna medida en contra suya. Según
un oficio del Comandante de Neiba al Gobernador Kin-
delán, la razón de que Dalmassi pudiera andar libremen-
te se debía a que la mayoría de los pobladores del Sur
estaban «corrientes a la sumisión, temerosos de su poca
fuerza moral, y no esponer sus bienes a perderlos».
Esta última noticia del Comandante de Neiba, Domin-
go Pérez Guerra, que era a la vez el Comandante General
de la Frontera, alarmó realmente al Gobernador Kinde-
lán, quien sospechó de la fidelidad de este militar y lo
destituyó nombrando en su lugar al Capitán Manuel Car-
bajal, veterano de la Guerra de la Reconquista, quien sa-
lió inmediatamente hacia el Sur con órdenes de detener
a Dalmassi o a cualesquiera otros individuos que se en-
contraran difundiendo insinuaciones subersivas. Pero Dal-
massi no llegó a ser apresado, porque después de cum-
plida su misión, que era la de un simple sondeo para
ver el estado de ánimo de los habitantes, regresó a Haití
tranquilamente. Kindelán reprendió duramente a los
Ayuntamientos de San Juan y Neiba por haber dejado en
las manos de los comandantes militares la información
de la agitación creada por Dalmassi, pero éstos sólo su-
pieron responder que ellos no habían visto nada anormal
en su presencia allí dada su condición de comerciante
de ganado y que aunque los rumores habían causado al-
gún revuelo, las noticias recibidas de algunos haitianos
que acababan de entrar en esas poblaciones hacían ver
que eran falsas las intenciones de invasión por parte de
Boyer. Sin embargo, antes de que Carvajal llegara a Nei-
ba a sustituir a Domingo Pérez Guerra comunicándole su
destitución, éste volvió a escribir a Kindelán el 1 de ene-
ro de 1821 diciéndole que «acaban de llegar unos espa-
ñoles de Puerto Príncipe y dicen que se habla mucho
413
de subida a la parte española del presidente Boyer» y
que de alguna manera se filtró esta información entre
ellos, lo que «incomodó mucho» a Boyer quien amenazó
con castigar a quienes habían dejado correr la voz dicien-
do que todo aquello era falso. Irónicamente, la única per-
sona que parecía darse cuenta en todo el sur de Santo
Domingo de que Boyer gestaba su idea de la invasión fue
Domingo Pérez Guerra, quien resultó ser el único desti-
tuido de todos los comandantes militares al servicio de
los españoles. Andando el tiempo, Kindelán descubriría
que tanto el Alcalde Azua, Pablo Báez, como el Coman-
dante del Batallón de Morenos Libres de Santo Domin-
go, el Comandante Pablo Alí, estaban al tanto del plan
de unificación e invasión de la parte oriental, desde un
mes antes de la agitación creada por la presencia de Dal-
massi en los pueblos del Sur, pero ninguna de los dos
fue castigado por ello, pese a que un edecán de Boyer,
el Coronel Ysnardi les llegó a escribir sendas cartas nom-
brándolos junto con otros aparentes simpatizantes de la
incorporación a Haití, como funcionarios y comandantes
militares ascendidos dentro de la nueva situación que pa-
recía inminente se llevaría a cabo. Esas cartas de Ysnardi
revelan que los más interesados en llevar a cabo la uni-
ficación eran los jefes militares haitianos, «el egército»
decía él. De manera que por lo menos desde principios
de noviembre de 1820 Boyer estaba trabajando en el Sur
de Santo Domingo, a través de sus agentes, para provocar
una situación que permitiera a las fuerzas armadas hai-
tianas ocupar la parte oriental de la Isla.
En el Cibao, entretanto, ocurrían acontecimientos si-
milares. Al mismo tiempo que Kindelán recibía las no-
ticias de la agitación de los pueblos del Sur y se apres-
taba a tomar medidas para defender la Colonia de la
mencionada invasión haitiana, el Comandante Militar de
Santiago recibía una carta de un sujeto llamado José
Justo de Silva, que vivía en Haití, adonde había ido a
parar prófugo después de haber sido acusado de robo en
414
la parte española donde había servido en calidad de sol-
dado de las milicias de infantería de la Colonia. En esa
carta, Silva le comunicaba confidencialmente al Coman-
dante, a quien Silva le tenía «mucho cariño», que entre
los planes de la invasión francesa contra la parte espa-
ñola estaba desembarcar entre febrero y marzo de 1821
unos «veinte y cuatro mil habitantes franceses para ha-
bitar esa parte (y no trayendo ellos negros) desde luego
que hacen cuenta de habitarla a fuerza de los pobres es-
pañoles», lo cual preocupaba mucho al gobierno haitiano,
decía Silva.
Frente a esta confidencia, el Comandante de Santiago
se alarmó y la comunicó rápidamente al Gobernador Kin-
delán. Pero éste, que ya había recibido noticias del fra-
caso de los planes de los aventureros para preparar la
expedición francesa contra Santo Domingo, descubrió
que detrás de esa comunicación se ocultaban los planes
de Boyer para difundir entre los habitantes de la parte
oriental el temor a ser esclavizados por los franceses que
supuestamente no tardarían en invadir y para estimular
las inquietudes ya existentes entredós grupos mulatos de
la población dominicana en el sentido de buscar protec-
ción bajo el gobierno haitiano que desde hacía meses ve-
nía ofreciéndola generosamente en forma de empleos, tie-
rras, abolición de los impuestos a la exportación del gana-
do, solamente a cambio de la aceptación de la unificación
política de los dos territorios. Una carta escrita por Silva
a Boyer a principios de enero de 1821 sirve para con-
firmar las sospechas de Kindelán en el sentido de que el
Presidente haitiano estaba ahora utilizando el pretexto
de la invasión francesa como un medio de amedrenta-
miento entre los dominicanos y a Silva como «un instru-
mento escogido para introducir los mismos rumores por
nuestra frontera del Norte», que hasta entonces se había
mantenido tranquila. Las razones de este interés de Bo-
yer en la adquisición de la parte del Este tenía mucho
que ver con la nueva situación que había heredado Boyer

415 £101
PBCRO - Í E N R Í Q U E Z LIRENJA
a partir de la incorporación del reino de Cristóbal dentro
de la República en 1820. De acuerdo con el General Bon-
net, «la caída de Cristóbal había legado a la República un
gran número de oficiales superiores. Estos oficiales sin
empleo y descontentos de haber perdido su prestigio,
eran una permanente amenaza de conspiración que man-
tenía al Gobierno alerta. Apoderándose de un vasto te-
rritorio, Boyer trataría de crear nuevas comandancias y
podría arrojar así sobre el Este ese excedente de oficia-
les que le molestaba». De manera que junto con la nece-
sidad de asegurar las fronteras naturales que defendieran
la República contra un eventual ataque francés, había
otra necesidad mucho más inmediata y más crucial que
consistía en asegurar la consolidación interna del régi-
men amenazado por los grupos descontentos de la élite
militar del derrocado gobierno de Cristóbal.
Para lograr su propósito Boyer estimularía y daría
apoyo a cualquier grupo de criollos que se atreviera a
lanzarse en un movimiento contra los españoles por la
independencia de Santo Domingo, pues él había llegado
a saber que además de los núcleos pro-haitianos que exis-
tían en el Este, también había otro grupo interesado en
deponer el gobierno español para confederar a Santo Do-
mingo con la Gran Colombia. Por lo menos en dos ocasio-
nes durante la primavera de 1821 este grupo parece haber
tratado de dar un golpe de Estado y proclamar la inde-
pendencia, lo cual no pudo lograr debido a las preven-
ciones militares que adoptó el gobernador Kindelán en
las fechas anunciadas para el movimiento y debido a que
los jefes del mismo no recibieron a tiempo una respues-
ta de Simón Bolívar a quien habían escrito pidiéndole
apoyo. Sin embargo, el fracaso momentáneo de este mo-
vimiento sirvió para proteger a los conspiradores, pues
los denunciantes del mismo no lograron convencer al Go-
bernador Kindelán de la culpabilidad de los conspira-
dores, que eran altos funcionarios del gobierno y del
ejército, y éste se limitó simplemente a desestimar la
416

GÍB
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BIBLIOTECA MACtOÍ-JAL
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cuestión como «una intriga despreciable, dirigida a per-


der o a desceptuar unos pocos individuos». Pese a estas
conclusiones de Kindelán, su sustituto, el gobernador Pas-
cual Real, que llegó a Santo Domingo en mayo de 1821,
sí creyó a sus confidentes sobre la certeza de la cons-
piración en la que se hallaba envuelto de manera eviden-
te el Auditor de Guerra don José Núñez de Cáceres, quien
estaba «dotado de un talento particular y con gran as-
cendiente entre los naturales.» Por falta de tropas, «por
que no podía sostenerlas», Real decidió no atacar de
frente a los sospechosos y dedicarse a vigilarlos «pasan-
do muchas noches en vela», al tiempo que se dedicaba
a consolidar la posición del gobierno tratando de atraer
a su favor las simpatías de los principales hombres de
armas, entre ellos el Coronel Pablo Alí, jefe del impor-
tante Batallón de Morenos, a quien llamaba continua-
mente para halagarlo —«acariciarlo», dice Real en una
carta— y para ofrecerle diez y seis pesos a cada soldado
de su batallón que denunciara a aquellos que intentaran
seducirlos.
Pero había un hecho que Pascual Real no podía domi-
nar y éste era que Pablo Alí era de origen haitiano y, de
acuerdo con la Constitución de Cádiz, puesta en vigencia
el año anterior, no había alcanzado todavía la categoría
de ciudadano español, lo cual fue aprovechado por el fis-
cal de la Hacienda Pública, que también estaba conspi-
rando, para comunicarle que existía una Real Orden por
medio de la cual se le negaba la Carta de Ciudadanía que
tanto él como otro de sus capitanes habían solicitado. Este
hecho humillante, unido a las promesas de ascensos, para
sus hombres y a la promesa de otorgar libertad a todos
los esclavos que le fueron hechos a Alí por los conspira-
dores, hicieron que éste se decidiera definitivamente en
favor del movimiento contra los españoles. Habiendo ga-
nado a Alí, que estaba en contacto con agentes de Boyer
por lo menos desde hacía un año, Núñez de Cáceres
aseguraba el apoyo del más importante batallón del ejér-
417
14.

ÍS-IBu
/

cito en Santo Domingo. El resto de las tropas fueron


igualmente conquistadas a través de Alí y del Comandan-
te del Ejército del Sur, don Manuel Carbajal, «que se
hallaba sumamente descontento por falta de premio» por
sus servicios en favor de España durante la guerra de la
Reconquista, y a través de otros importantes comandan-
tes militares, entre ellos el Capitán de Caballería D. N.
Basquez, «de cuyo modo por la mucha influencia que
estos sugetos tenían, se atrageron varias compañías de
los Pueblos interiores, a quienes también prometieron
ventajas.»
De esta manera el gobierno colonial fue perdiendo
apoyo paulatinamente, mientras los conspiradores au-
mentaban. De un lado se encontraban José Núñez de Cá-
ceres y los más importantes miembros de la élite política
y militar de Santo Domingo encabezando un movimien-
to en favor de la emancipación dominicana para crear un
Estado independiente que se aliaría y buscaría una con-
federación con la Gran Colombia. De otro, se encontra-
ban los agentes de Boyer, «mulatos establecidos en el
territorio Español con instrucciones de lo que habían de
ser, llegado el caso», esto es mover los ánimos para pedir
al Presidente haitiano que pasara a la parte del Este
donde los dominicanos querían ser independientes de Es-
paña y deseaban unirse a la República de Haití. Este úl-
timo movimiento empezó a manifestarse públicamente el
8 de noviembre de 1821 encabezado por el comandante
Andrés Amarantes, que «havia jurado la Yndependencia
en el despoblado de Veler fronterizo a los negros», y ya
el 15 de ese mes se había extendido a Dajabón y a Mon-
tecristi, donde los cabecillas del movimiento escribieron
al Comandante de Cabo Haitiano comunicándole los he-
chos, y su decisión de colocarse bajo la protección de las
leyes haitianas y pidiéndole municiones de guerra para
defenderse en caso de que se les llegara a exigir «que
abandonemos la causa de la independencia y de la liber-
tad de esta parte.» Este movimiento era el resultado de
418

BIBLIOTECA NACIOtslAL
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(
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las pugnas surgidas entre los habitantes de la región con
motivo de la división de opiniones sobre la finalidad y
los propósitos del derrocamiento del gobierno español,
ya que los ánimos se encontraban divididos, después que
un corsario sudamericano, el Comodoro Aury, había es-
tado en Montecristi instando a los vecinos a separarse
de España y unirse a la Gran Colombia, tal como esta-
ban planeando Núñez de Cáceres y su élite de Santo Do-
mingo. Antes que la situación continuara, los mulatos -
pro-haitianos decidieron actuar y pronunciarse, como lo
hicieron, en favor de la Independencia a principios y me-
diados de noviembre de 1821.
La noticia corrió rápidamente y pronto llegó a San-
to Domingo, donde Núñez de Cáceres y su grupo com-
prendieron de inmediato que la situación estaba escapán-
doseles de las manos y que de no actuar con rapidez los
resultados podrían ser contrarios a lo que ellos busca-
ban. La solución era salirle al encuentro a los aconteci-
mientos y ello significaba apresurar el golpe. El día trein-
ta a las once y media de la noche las tropas de morenos
encabezados por Pablo Alí y José Núñez de Cáceres sor-
prendieron la guardia de la Fortaleza ocupando el recinto
y encerrando al poco tiempo al Gobernador Pascual Real
en la Torre del Homenaje. De ahí a la ocupación de los
almacenes y demás puestos militares sólo hubo un paso,
de manera que a las seis de la mañana del día siguiente
1 de diciembre los cañonazos disparados desde la For-
taleza anunciaron a los vecinos el cambio político opera-
do. Según el mismo Núñez de Cáceres, esto era lo más
que él y sus amigos podían hacer pues «yo respondo que
los movimientos de la independencia empezaron el 8 de
noviembre en Lajabon (sic), en Velez (sic) y Montecristi,
y que la capital no hizo otra cosa que salirles al encuen-
tro, con las puras y leales intenciones de conjurar la nue-
va furiosa tempestad que rebentó en aquellos lugares, y
que en breve se hubiera propagado hasta llegar a nos-
419
otros tal vez mucho más cargada de funestos materiales
recogidos en su tránsito.»
Coincidiendo con la proclamación del «Estado Inde-
pendiente del Haití Español» y con la instalación del
nuevo gobierno, llegaron a Santo Domingo tres altos ofi-
ciales haitianos enviados por el Presidente Boyer con el
encargo de comunicarle a Pascual Real los pronunciamien-
tos de Dajabón y Montecristi y sondear la situación para
ver si ya estaban maduras las condiciones para pasar a
Santo Domingo a fin de «obrar allí una revolución del
todo moral», que colocaría a sus «compatriotas de la
parte oriental, bajo la protección tutelar de las leyes de
la República». Al encontrarse con la nueva situación el
Coronel Fremont, jefe de la misión haitiana, se puso en
contacto con Núñez de Cáceres, a quien aparentemente
le hizo creer que Boyer apoyaría el nuevo gobierno incor-
porado a la Gran Colombia. Pero Boyer tenía sus propios
planes y mientras Fremont regresaba de Santo Domingo
y sus agentes continuaban la organización del movimien-
to en favor de Haití, él preparaba políticamente la opi-
nión pública haitiana a través del Senado para justificar
una movilización del ejército hacia la parte del Este. Las
gestiones del partido prohatiano durante el mes de di-
ciembre de "1821 solamente pudieron pronunciar en favor
de la unificación con Haití los poblados de Santiago y
Puerto Plata, pero en el curso de enero de 1822 lograron
obtener la expresión de solidaridad de alguna gente de
Cotuí, La Vega, Macorís, Azua, San Juan y Neiba.
El día 11 de enero Boyer tenía ya todos los hilos del
movimiento en sus manos y escribió a Núñez de Cáceres
una larga carta con el propósito de convencerlo de la
imposibilidad de mantener dos gobiernos separados e in-
dependientes en la Isla y de las razones que existían para
que esa unión no se hubiera efectuado antes, entre ellas
las difíciles circunstancias por las que había atravesado
Haití durante los últimos diez y ocho años. Pero ahora,
con todos esos problemas superados, la República había
420

mm
B I B L I O T E C A MAC&C-NAL
PEDRO HEMRÍQUEZ LIREIMft
R-ÚCLI C « ::
adquirido los medios para llevar a cabo la unión y para
preservar la independencia, por todo lo cual él le anuncia-
ba que: «Como mis deberes están trazados, debo sostener
a todos los ciudadanos de la república; los vecinos de Da-
jabon, Montecristi, Santiago, Puerto de Plata, las Caobas,
las Matas, San Juan, Neyba, Azua, Lavega, &c. &c han
recibido mis ordenes y las obedecen. Yo voy a hacer la
visita de toda la parte del Este con fuerzas imponentes,
no como conquistador (no quiera Dios que este titulo se
acerque jamas á mi pensamiento) sino como pacificador
y conciliador de todos los intereses en harmonía con las
leyes del Estado.»
«No espero encontrar, seguía diciendo Boyer a Núñez
de Cáceres, por todas partes sino hermanos, amigos (e)
hijos que abrazar. No hay obstáculo que sea capaz de
detenerme...»
Cuando Núñez de Cáceres recibió este apabullante
mensaje, se dio cuenta de que lo tenía todo perdido. El
sabía, lo mismo que Boyer, que la mayor parte de la pobla-
ción era mulata y veía con mejores ojos la unificación con
Haití cuyo gobierno prometía tierras y la liberación de
los esclavos —que eran muy pocos, por cierto— y sabía,
asimismo, que ni siquiera de la gente de su clase podía
esperar ningún apoyo, pues a mediados de enero Núñez
de Cáceres podía constatar en Santo Domingo que los
propietarios blancos, pese a que él había querido prote-
gerlos no aboliendo la esclavitud, estaban continuamente
lanzándole «cargos y recriminaciones que los mal con-
tentos preparan, y aun han comenzado ya á vomitar con-
tra mi conducta, por los hechos y consecuencias de nues-
tro cambio político, egecutado el primero de diciembre
último.» El estaba derrotado y lo sabía. La habilidad de
Boyer, el sordo pero latente conflicto de razas, su caren-
cia de tropas en quien confiar la defensa y la misma im-
popularidad de su causa antiespañola entre los blancos
propietarios dejaron a Núñez de Cáceres solo con una
única salida: aceptar por las buenas la entrada de las
421
tropas de Boyer cuando la ocasión se presentara. El día
19 de enero escribió a Boyer diciéndole que había leído
su mensaje a los jefes militares y a la Municipalidad y
que «convinieron todos unánimemente en colocarse al
amparo de las leyes de la República de Haití». Ese men-
saje fue leído junto con una proclama de Núñez de Cá-
ceres en que se defendía de los ataques de que estaba
siendo objeto y en que les recomendaba que no había
otra forma de recibir al Presidente haitiano como no fue-
ra dócil y pacíficamente, «pues según ofrece viene como
padre, amigo y hermano a abrazaros a todos bajo la egida
tutelar de una sola constitución.»
En realidad, Boyer venía con un ejército de 12,000
hombres que había estado siendo preparado para la mar-
cha a partir del 1 de enero bajo la supervisión del general
Bonnet. El sabía que los ánimos de los dominicanos es-
taban divididos por lo menos en tres partidos: uno pro-
haitiano, uno procolombiano y otro sinceramente hispano.
El primero era su garantía, pero de los otros dos él tenía
que cuidarse, pues su «revolución moral» iba a afectar sus
intereses, sobre todo en lo que tocaba a la institución de
un nuevo derecho de propiedad basado en las leyes fran-
co-haitianas y en lo que significaría para ellos la aboli-
ción de la esclavitud y el igualamiento social y jurídico
entre blancos, mulatos y negros que no tardaría en pro-
ducirse. Como se sabe, de acuerdo con la Constitución
española había una diferencia radical entre los ciudada-
nos y el resto de la población española, «porque unos son
libres, otros libertos, y otros ciudadanos», y solamente
podían adquirir esta última condición, que permitía «ob-
tener empleos municipales, y elegir para ellos según los
casos», aquellas personas que solicitaran y merecieran una
Carta de ciudadanía. «Los hombres libres y los libertos,
sean pardos, sean morenos, son Españoles, pero no ciu-
dadanos... y los esclavos ni son españoles ni Ciudadanos»,
rezaban los artículos 22 y 23 de la Constitución.
Boyer sabía que venía a voltear de arriba a abajo toda
422
esa situación de siglos y que no iba a poder imponerse
sino abrumando a los españoles y colombianos, propie-
tarios y comerciantes, con el uso de la fuerza militar.
Por eso dividió su ejército en dos columnas, a la manera
de Toussaint y Dessalines, y lo despachó el día 28 de
enero acompañando él mismo la columna que atravesaría
el Sur y encargando a Bonnet de la jefatura de la del
Norte. El día 6 de febrero ya Boyer se encontraba en Baní
y el día 8 llegaba al pueblo de San Carlos, en las afueras
de Santo Domingo, donde se unió a la columna de Bon-
net que llegaba de Santiago en donde este comandante
tuvo que oponerse con su artillería a sus propias tropas
para impedir el saqueo y pillaje de la ciudad por los sol-
dados. A las siete de la mañana del día 9 los miembros
del Ayuntamiento esperaban en la Puerta del Conde al
Presidente Boyer para acompañarlo a la Sala Municipal
donde se le rindieron honores como Presidente y «el ciu-
dadano José Núñez de Cáceres, que hasta entonces había
estado a la cabeza de la municipalidad, anunció al Pre-
sidente la ceremonia que era de práctica en semejante
oportunidad y que consiste en entregarle las llaves de la
ciudad, como para significar que se colocaba bajo su
dominación del mismo modo que el territorio del cual
era la capital.» Después del acto, en que se aclamó viva-
mente la Independencia, la República y al Presidente, to-
dos los presentes pasaron a la catedral «para presenciar
un Te Deum, que fue cantado solemnemente en acción de
gracias por el feliz suceso de aquel día.»
Así terminó la dominación colonial española en San-
to Domingo y así también se inició la ocupación haitiana
de la parte oriental de la Isla. Esta nueva dominación
duró veintidós años, gracias a la organización militar del
Estado haitiano y a la voluntad de Boyer por mantener
la unión de los dos territorios, y su fin sólo fue posible
después de la situación económica del país había llega-
do a su punto más bajo de deterioro como resultado de
la política económica de Petión y Boyer que al fraccionar
423
y repartir las antiguas plantaciones arruinaron definiti-
vamente la agricultura haitiana y la base de la riqueza
de la élite mulata que gobernaba el país. Fue precisamen-
te el deterioro económico de Haití, acentuado por el
peso de la enorme deuda de ciento cincuenta millones de
francos impuesta por Francia 1825 como indemnización
de los viejos colonos y como precio del reconocimiento
de la independencia haitiana, lo que produjo la caída de
Boyer en 1843 y lo que precipitó el movimiento de Sepa-
ración de los dominicanos que logró consumarse el 27 de
febrero de 1844. Pero aquí termina nuestra historia.
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432

É-IBUGT5CA N A C I O N A L
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•- ' v - - / v V;
s
CAPITULO IX
Colección Incháustegui. Archivo General de Indias. Documentos
-

1655-1700. Volúmenes 42, 45 y 46.


Gobierno Dominicano. Recopilación Diplomática Relativa a las
Colonias Española y Francesa de la Isla de Santo Domingo
(1640-1701). Ciudad Trujillo: Editorial "La Nación", 1944.
CAPITULO X
Colección Incháustegui. Archivo General de Indias, Santo Domin-
go. Documentos 1655-1700. Vols. 17, 42, 45 y 46.
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Colección Incháustegui. Archivo General de Indias. Documen-
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1741. Boletín del Archivo General de la Nación, LXXIX-XCVIII
(Octubre, 1953-diciembre, 1959).
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433
15.

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PBDRQ -itMa.[QfeJÉZ L'.RESlft
(. _ r ÚO LI .C O O N I M I C -».NI^-.
CAPITULO XII
Colección Incháustegui. Archivo General de Indias. Documen-
tos 1700-1750. Volúmenes 47, 49, 50 y 51.
Colección Lugo. "Recopilación Diplomática Relativa a las Colo-
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CAPITULO XIII
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Island of St. Domingo: Comprehending a Short Account of
its Ancient Government, Political State, Population, Produc-
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desolated the Country ever since the Year 1789, with some
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CAPITULO XV
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parte española de Santo Domingo. Puerto Cabello, 3 de plu-
435

BIBLIOTECA N A C I O N A L
P E D R O M E N R I Q U É Z LIREXÍA
r. C r Ú O L I C A DOMINICfVNi»
s

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437

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'i
INDICE DE NOMBRES

Arana, María de 110


Acuña, Diego 140, 142 Aragón 14, 44
Africa 36, 51, 53, 79, 101, 142, 276, Araujo, Pablo 151
314-316, 318 Archivo General de Indias 87,
Age 368 236
Aguilón 71 Armada de Barlovento 121, 161,
Agustín 359 195
Alburquerque, Rodrigo de 64-65 Armada Invencible 105
Alcaide de la Fortaleza de Santo Arredondo y Pichardo, Gaspar
Domingo 73 386-388, 392
Alcalde de la Concepción 71 Arroyo de Capotillo 269
Alcántara, Orden de 37 Arroyo Seco 275, 280
Alemania 77 Artibonito 258
Ali, Pablo 359, 414, 417-419 Arzobispo 118, 122-123, 125, 212,
Alguacil Mayor 46 313-314, 306, 346-349. 359, 382
Almirante 53-56, 63, 175 Asamblea Colonial 324
Alvarez Abreu, Domingo Panta- Asamblea Nacional 323-324
leon 506 Asia 52, 105, 139, 142, 245, 276
Amarantes, Andrés 418 Azua 75, 81, 98, 127, 152-153, 216,
Amayauba 31 221, 235, 246, 248, 328, 343, 379
Amazonas 158 Atlántico 103, 157, 160, 259
Amberes 42, "94, 244 Audiencia 64, 98, 113, 114, 119-
América 15, 35, 43, 46, 91, 94-95, 120, 127, 144, 144-146, 149, 152,
105, 141, 159, 164, 171-172, 192, 206-209, 211, 220-221, 223, 234-
241, 245, 255-256, 259, 262, 276- 235, 239, 241, 246, 289 •
277, 296, 344, 359, 404-411 Auditor de Guerra 417
América del Norte 98, 296 Austria 266
América del Sur 14 Azlor, Manuel 277, 287-288, 298-
"Amigos del País" 407 299, 306
Ampies, Juan 73 Azua 287, 308, 355-356, 389, 412,
Amsterdam 159 414, 420421
Anacaona 26, 29 Aztecas 24
Andalucía 41
Andes 13 B
Angola 220
Anjou, Felipe 258 Báez, Pablo 414
Antillas 12-13, 53, 108-109, 121, Bahamas 14, 25
139, 142, 160, 166, 174, 178, 187- Bahía 145, 160
. 188, 192, 197, 243, 277, 314, 316, Bahía de Gonaives 110, 126, 153
318, 343, 369, 383, 398, 401 Bahía de Ocoa 152
Antillas Mayores 14, 30 Bahía de Samaná 376
Antillas Menores 14-15, 389 Bajabonico 54
439
i sus»
B I B L I O T E C A SLACLOÍ.JAI.
PBC.RO -4EMRÍQJUEZ ÜRESJA
r.CPljOLIC«! DOMIMICftN.*
Balboa de Mogrovejo, Juan 203, Caballeros de Malta 168
212 Cabildo de Santo Domingo 86,
Ballester, Miguel de 71 124-125, 150, 203, 206, 219, 303,
Banda del Norte 112, 115, 133, 366
135-137, 143, 185, 265 Cabo Beata 258
Bánica 221, 270, 272, 284, 303, Cabo Haitiano 387, 391, 418
308, 328, 342-343, 353-354, 356, Cabo de Buena Esperanza 51
367, 381 Cabo de San Nicolás 82, 114
Baoruco 75, 81-84, 306 Cabo Verde 53
Barbados 158, 173-174, 176-177, Cabrera 30
311-312, 314 Cacibayagua 31-32
Barcelona 40, 300 Cádiz 94
Bardecí, Lope de 73 Colbert 178
Barón de la Atalaya 279, 290, 377 Calderón, Baltasar 181
Barranco, Juan de 260-261 Campo, Diego del 84
Basilea 329, 343 Campos Tabares, José 385, 388
Básquez, D. N. 418 Canarias 98, 101, 219, 258
Bastidas, Rodrigo de 110 Canot, Río 258
Batallón de Morenos 414, 417 Caonabo 26, 28-30
Bayaguana 127, 133, 135, 392 Cap Francois 187, 195-196, 198,
Bavahá 121, 126-127, 193, 264, 267, 226, 295, 301-302, 327, 334
274, 342, 354, 358, 360 Capitulaciones de Santa Fe 63
Behechío 26, 28-29 Capotillo 268-270, 274, 280
Benzoni, Girolamo 82 Carvajal, Manuel 413, 418
Biassou 326, 342, 354, 359 Cárdenas, Alonso de 154, 172-173
Biblia 122 Caribe 97, 99, 101, 103, 105, 107,
Bitrian de Biamonte, Juan !50- 137-138, 142, 146, 150, 155, 160,
153 164-166, 170, 180, 187, 192, 211,
Bizancio 50 239, 241-242, 259-260, 293-294,
Bobadilla, Francisco 50-61, 66 297, 312-314, 315, 318, 345, 353,
Boca de Nigua 353 396, 410
Boca de Haína 287 Carlomagno 97
Boca de Yuma 397 Carlos Conuco 408
Bolívar, Simón 410 Carlos I 172, 366
Bonaparte, José 395 Carlos III 297
Bonaparte, Napoleón 332, 362, Carlos IV 394
365-366, 392-395 Carlos V 50, 68,74,77, 95, 97-98
Bonnet, General 423 Carmichael, Hugh Lyle 399
Borinquen 25 Cartagena 105, 161, 169, 199
Boyl, Fray Bernardo 55 Carvajal y Cobos, Pedro 204, 235
Boyer, Jean Pierre 412-418, 421- Casa Centuriona 74
424 Casa de la Contratación 91, 93,
Bristol 259 113, 312
Buenaventura, Villa de la 127 Castellón, Jácome de 73
Buenos Aires 404 Castilla 17, 36-37, 43-45, 139
Burdeos 317-318 Castilla de Oro 147
Burgos 40 Castilla la Nueva 41
Castilla la Vieja 44
Castillo de San Jerónimo 398
Caballero, Manuel 406 Castro, Melchor de 81
Caballero, Diego 73 Castro, Alvaro de 82
Castro y Mazo, Alfonso 286, 293
440

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PEDRO -IEMRÍQUEZ UREMA
m r O i i u c « »or-iINI<ANA
Cayacoa 28-29 Compañía Inglesa de la Provi-
Cayacoa, Inés de 29 dencia 163, 165
Chávez de Osorio, Gabriel 143- Compañía Guipuzcoana 300
145, 147, 151 Concepción de la Vega 56, 71, 75,
Ceballos, Pedro 113 100
Centroamérica 88, 172 Conde d'Estaing 277
Cepero, Bartolomé 134, 138 Conde de Estrées 188
Cereceda, Alonso de 142 Conde de Peñalba 174
Cerrato, Alonso de 83-84 Consejo de Indias 82, 121, 218,
Chanlatte, Antonio 363-368 234, 237, 255, 262, 264, 267, 272-
Charitte, Monsieur de 233 273, 285-286, 288-290, 301
Charlevoix, Pierre François 161, Consejo Real 44
284 Constantinopla 50
Chaunu, Pierre y Huguette 86-87 Constanzo y Ramírez, Fernando
China 49-50 234, 236-237, 266
Cibao 403, 409, 414 Constitución de Cádiz 417
Club Massiac 319 Constitución Política de la Co-
Código Negro 321 lonia 376-377
Colbert 186, 190, 312 Consulado de Sevilla 113, 115
Colón, Cristóbal 11-12, 15-16, 23, Contaduría de Santo Domingo
35, 46, 52-63, 71, 76, 81, 91, 109 289
Colón, Bartolomé 16 Contaduría de México 289
Colón, Diego 72-73, 109 Convención de agosto de 1773
Colonia 58, 63-64, 66, 72-73, 75, 281
86, 109, 122, 133, 136, 138, 140, Convención de 1731 270, 273, 291
145-147, 149-150, 185, 191, 196, Convenio de Familia 242
198, 205, 207, 212-213, 216, 220- Convento de Santa Clara 389
221, 223, 225, 229, 231, 234, 236, Corona española 17, 37-38, 41-44,
239, 247, 255, 272, 302, 305, 306, 52, 56, 59, 60-61, 63, 74-77, 84,
308, 323, 325, 327, 330-331, 343, 88, 91-93, 95, 98-100, 105, 113-
346, 348, 359-360, 375, 378-379, 114, 116-118, 122, 128-129, 133,
384, 392-394, 399-401, 403, 407, 137-139, 143-144, 149, 154, 159-
^ 410, 414-415 160, 170, 181, 195, 201, 203, 209,
Colonia francesa 201 215, 217, 220-221, 223, 244-245,
Comandancia General de las 261-263,285-286,290,300-301,310,
Fronteras 340 410
Comandante de Neiba 413 Coronel Frémont 420
Comandante General de la Fron- Coronel Ysnardi 414
tera 413 Correoso Catalán, Gil 260-261
Comandante en Jefe del Ejérci- Cortes de Castilla 44
to 332 Cotuí 111, 183, 216, 224, 235, 257,
Comisionados Civiles 327-328,330 303, 360, 385-386, 391-392, 395,
Comisión Civil 326 399, 420
Comodoro Aury 419 Cristóbal, Enrique 335, 387-389,
Compagnie Royale de Saint Do- 416
mingue 258 Cromwell, Oliverio 171, 172, 177
Compañía de Cataluña 300
Compañía de las Indias Orienta- Cuba 14, 25, 56, 66, 78, 89, 99,
les 159, 167 108, 121, 126-127, 170, 193, 211,
Compañía Francesa de las In- 241, 297-298, 332, 345-346, 351,
dias Occidentales 160-161, 163- 353, 386, 392, 409
165, 182, 186-187 Cul de Sac 183-184, 186-187
441

BIBLIOTECA NACIONAL
PEDRO HEMRÍQUEZ URE VA,
Cumayasa 203 221, 223-224, 239, 241-245, 248,
Curazao 163-164, 186, 213, 245 256, 259, 265, 267-268, 273, 276,
Cussy, Tarín de 190, 192-195 280-281, 293, 296-297, 307, 311,
327, 329, 334, 340, 343-344, 349,
358, 367-370, 374, 378-379, 394,
D 396, 400405, 409, 411, 412, 419
Dajabón 236, 270, 287, 342, 356, Española, La 14-15, 24, 30, 46,
418420 56, 56, 58, 60, 62, 66-68, 71, 74,
Dalmassi, Dézir 412414 75, 87-89, 93-94, 98-103, 105, 108-
Darién 66 109, 117, 137-139, 142, 146-147,
Dávila, Alonso 73 153, 155, 161, 163, 166, 178-180,
Dávila y Padilla 121-122, 125 184, 186-188, 193, 199, 206, 209,
Delafosse, Lemonier 384-385, 389, 211-213, 216-218, 226, 237, 259,
392 261-262, 265, 307, 368
D'Ennery, Monsieur 280-281 Esperanza 56
Descubridor 55 Espinosa, Fernando de 229
Descubrimiento 19, 59 Estado Independiente del Haití
Deschamps, Jeremie 182 Español 420
Dessalines, Jean-Jacques 335, 382, Estado Mayor 363
385-392, 398, 401, 403, 423 Estados Unidos 319-320, 331-332,
Devastaciones 202, 212, 255, 288 392-393, 398
Diario de Campaña 391 Estrecho del Bósforo 50
Directorio 333 Europa 11, 36, 38-40, 42, 49, 51-
Domínguez, Sebastián 239 52, 61, 71, 78, 89, 93, 94-98, 100-
Dondon 272, 274 106, 108, 115, 137, 139, 157, 164,
Duquenot 238 186-187, 192, 201, 215-216, 231,
Drake, Francis 86, 88, 90, 103-105, 241-243, 256, 259, 266, 277, 297,
172 311, 314, 316, 329, 331-333, 343,
Dubarquier 398 383, 393-395
Ducasse, Jean-Baptiste 196-199,
229, 263, 315 F
Duelos, Monsieur 252-253
Faura, Vicente Antonio 340
Fe Católica 59, 61
E Felipe II 103
Echagoian, Oidor 88 Felipe III 121, 137, 142
Edad Media 38 Felipe IV 142
Egipto 335 Felipe V 258, 267
Embajador español en Francia Fermín, Don 404
264 Fernández, Juan 151
Enriquillo 81 Fernández de Fuenmayor, Ruy
Era Cristiana 13, 15 146-147, 162
Escalante y Turcios, Juan 213 Fernández de Oviedo, Gonzalo
28
Escribano de la Audiencia 73 Fernández de Oviedo, Don Gon-
España 35, 3841, 4344, 49, 51-53, zalo 268
55-56, 58-60, 62, 66-67, 71, 78, 85, Figueroa, Rodrigo de 72
91, 94-97, 100, 102-107, 111, 113, Fiscal de la Audiencia 285
117-118,125-126,128,137-139,142- Fernando VII 394-395, 412
143, 145, 147, 150, 152-153, 157, Ferrand, Louis 381, 383-385, 387,
164, 169-170, 172-174, 179, 187- 389-390, 392-394, 396-397
188, 191, 201-202, 206, 216, 218, Flandes 67
442
Flood, Roger 163 Gobierno español 355
Florida 12, 14, 184, 186 Gobierno francés 311, 325-329,
Florin, Jean 98 348, 350, 363, 405
Fontenay, Monsieur de 168, 170- Gobierno haitiano 411
171, 182 Gobierno inglés 329
Fortaleza del Homenaje 370 Godoy, Manuel 354-355, 394
Golfo de las Flechas 30
Francia 97, 100, 105, 137, 141, 172,
Golpe de Estado del 18 Bruma-
182, 184, 187-189, 192, 194, 218,
rio 332
220-221, 248, 250, 256, 259, 262-
Gómez de Sandoval, Diego 129,
263, 265-269, 273, 276, 280-281,
293, 296, 298, 302, 311-314, 316-135-140
Gorjón, Hernando de 73
319, 322-334, 341, 343, 360, 362,
Gramenot, Lorenzo de 74
365, 367, 364-375, 381, 385, 394-
396,411-412, 424 Granada 35, 37, 41, 54, 59
Francisco I 97-98 Gran Colombia 416, 418-420
Frontera 276, 278, 283, 287, 290,Grandbois 356
302 Grillo, Domingo 204
Frontera del Norte 415 Groninga 159
Frontera del Sur 279 Guadalupe 312
Fuerte de San Jerónimo 174, Guaguyona 31-32
176 Guarico 195, 225, 229, 236, 265,
364
G~ Guarionex 28
Guatapaná 258
Garavito, Luis de 145-146 Guatemala 142, 345
Garavito, Alvaro 180 Guayanas 13, 157-158, 164
García y Moreno, Joaquín 340, Guayubín 193, 257
347, 352-357, 359-363, 365-370, Guerra
241,
de la Sucesión española
260-261
376 Guerra de Italia 295
Gage, Thomas 172 Guerra de la Liga de Augsbur-
Galá 398 go 199, 256, 284
Gallard 398 Guerra de la Reconquista 36,
General Agé 366-367 398-399, 413, 418
General Chanlatte 362 Guerra del Baoruco 81
General Bonnet 416422 Guerra de los Siete Años 302
General Hedouville 361-362
General Kerversau 377, 381-382 Guerra
141,
de los Treinta Años 139,
150, 152, 155, 157, 169, 260
General Maitland 330 Guillermin, Gilbert 382, 393-394,
General Pétion 396 396
Génova 94, 244 Guinea 51, 99, 101
Gibraltar 259 Guma Gibes 267
Goacanagarí 28 Guzmán, Diego de 83-84
Gobernador de Bresa 74
Gobernador de Puerto Rico 39."- Guzmán, José 279, 290
397
Gobernador de San Cristóbal H
165
Gobernador francés 298 Habana, La 144, 146, 297, 345,
Gobernador de Jamaica 197 357-358, 409
Gobernador Kindelán 413 Haina 104, 175, 177
Gobernador Larnage 293 Hampton, Thomas 102
Gobierno de Francia 269, 332 Haití 12, 14, 25, 28, 35, 191, 281,
443

BIBLIOTECA NACIONAL.
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v ; .-*VV'

> 'vr

386-387, 389, 411412, 414, 420, Jautigny, Mauny de 274


424 Jovovava 31
Harcourt, Robert 157 Juana Méndez 258
Havre 94, 317 Jueces de Apelación 65, 68, 72
Hawkins, John 101-103 Juez de Indias en Canarias 286
Heredia v Mieses, José Francisco Juez Subdelegado de Indias 290
402, 406407 Junta Central de Sevilla 401
Higüey 25, 61, 75, 85, 202, 284, Junta de Gobierno 395
379, 381, 392, 395 Junta de Guerra 121, 173
Hincha 258, 270-272, 275, 303, 328, Justinián, Esteban 73
342, 381
Holanda 106-107, 117, 137-139,
141, 153, 157, 197, 259, 311, 327 K
Honduras 88 Kerversau, General 364, 366,
368, 377, 381-383
Ibarra, Carlos 163 Kindelán, Sebastián de 408410,
Iglesia 35, 38, 101, 122, 214, 224, 414417
261, 346, 348
lie á Vache 193
Incháustegui, Joaquín Marino Lago Enriquillo 258
87 La Isabela 54
Independencia 423 L'Alcaobe 272
India 49-53 La Mesta 36, 41
Indias 60, 78, 91-92, 94-96, 99, Lario, Alonso 236
Las Caobas 268, 328, 343, 354, 381
101, 103, 105, 113, 118, 121, 139, Las Casas, Bartolomé 14, 16, 18,
141, 157, 160, 164, 172, 244-245, 22-25, 28, 30, 66, 68
262, 264, 291, 311
Inglaterra 117, 153-154, 158, 172, Las Matas 412, 421
177-178, 187, 241-242, 259, 266, Laveaux,
351-352,
Juan Esteban 328-330,
354
276, 302, 311-312, 326-328, 330, La Vega 11, 83-85, 183, 224, 235,
357 246, 257, 303, 308, 351, 360, 375,
Inquisición 39, 102 385-386, 391-392, 403, 420421
Isabel II 103, 177 Leclerc 334, 381
Isla de Providencia 163 Lemba 85
Isla de St. Croix 199 Leoganne 184, 187, 192, 198
Isfo Mona 107 Le Rouchelot 187
Islas Canarias 71, 101-102, 217- Levasseur, Monsieur 165-168, 182
218, 284, 285 Liga de Augsburgo 194
Islas de Barlovento 262 L'Ile à Vache 187
Islas Lucayas 62 Limonade 195, 230
Isla de San Cristóbal 145, 158, Lisboa 94, 244
159, 164
Israel 12 Liverpool 244, 259
Istmo de Panamá 99 Londres 94, 154, 158, 181,244, Í59
Italia 12 López de Castro, Baltasar 116,
119-121, 123
López de Moria, Juan 239
Los Palmitos 272-273
Jamaica 14, 56, 121, 159, 197-198, L'Ouverture. Toussaint 328-335,
229, 293-294, 311-312, 314, 327, 342-343, 354, 356, 362-364, 367-
372, 375-377, 382, 423
345
444

B I B L I O T E C A M A C I p r JAL
,,;.< V C -lENRfQLTCI LíREÑlA,
v ,.••• v . r. CKÚ O LÍ*C OOMINIC/*tf|í.;
Loven, Svén 30 285, 288, 305, 334-335, 342, 348,
Loyer 294 356, 359, 381, 383, 418-421
Luis XIV 178, 187-188, 194, 256, Montegrande 406
259, 312 Montemayor y Cuenca, Juan
Luis XV 267, 297 Francisco 169-171, 173-174, 179-
Luis XVI 340 181
Luis XVIII 412 Monte Plata 133-135, 148, 391-392
Luisiana 333-334, 350 Montes, Toribio 396
Lutero, Martin 122 Montesinos, Antón de 68
Montoro, Hernando de 126
M Morel, Santiago 236
Morel de Santa Cruz, Juan 234-
Macorís 420 235
Macorix arriba 30 Morfi, Guillermo de 262
Madre Patria 344, 395, 400 Morilla, José María 402, 406
Madrid 121, 256, 301, 354-355, 366- Moyse, General 368
367, 395
Maguana 26 N
Mojarra 405
Mallarte, Fernando 151-152 Nación 278, 294
Maniel 204 Nantes 317
Manzaneda, Severino de 232, 241, Napoleón 333-335, 368, 375, 377
260 Navidad, La 54
Maracaibo 369, 403 Navigation Laws 312
Mar Caribe 13, 85, 121, 186, 262, Naybuop 267
357, 361-362 Neiba 127-128, 134, 224, 287, 329,
Margante, Mosén Pedro 55 354-356, 367-368, 413, 420-421
Marigallega 276 Nigua 73
Marqués de Cruillas 289 Nippe 187
Marqués de Fayet 272 Nizao 73, 175-176
Marocael 31 Nolivos, Monsieur de 268
Marre-à-la Roche 274 Nombre de Dios 99
Mar Rojo 52 Norteamérica 312, 315
Martínez Tenorio, Juan 140 North, Roger 157
Martinica 312, 389, 412 Nuestra Señora de la Candelaria
Matininó 32 286
Maxada Blanca 118 Nuestra Señora de las Mercedes
Mayobanex 30 225
Mazarino, Cardenal 178 Nueva Granada 404
Mediterráneo 259 Nueva Inglaterra 173
Meneses y Bracamonte, Bernar- Nueva York 239
dino 174, 180
México 77-78, 89, 95, 99, 103, 139, Nuevo Mundo 39, 43, 52. 54, 59,
140, 142, 144, 146, 148, 152, 202, Núñez de 91-92,
76, 88, 95, 97, 243
Cáceres, José 406, 417-
212, 293, 404 419, 422-423
Middelburgo 159
Minguet, Tierras de 271 O
Mirebalais 268, 271, 356
Moca 388, 391, 392 Ocoa 73, 81, 98, 347
Marsella 317 Oexmelin, Alexander Olivier 166,
Monarquía 40, 42-43, 255 168
Montecristi 112-114, 125-127, 181, Ogé, Vicente 324, 340
445
Ogeron, Bertrand de 184-187 Plymouth 103
Olivares, Conde Duque de 142 Poincy, Monsieur de 165, 167-168
Oriente 49, 51 Portal, Monsieur de 277
Orinoco 13 Por à Margot 182
Osorio, Antonio de 123, 125, 129, Port de Paix 187, 192, 195, 198
134-135, 141 Portillo y Torres, Fernando 346,
Ovalle, Cristóbal de 104 349
Ovando, Nicolás de 60-66, 92, 109 Portobelo 85, 105, 147
Oviedo, Gonzalo Fernández de Portugal 106, 112, 139, 153, 164
21, 24, 26, 30, 33-34, 86, 111 Pouançay, Monsieur de 186-188,
Obispo de Puerto Rico 110 190-191, 216
Oyarzábal, Juan de 353 Prado, Francisco de 382
Primer Viaje de Colón 53
Príncipe de la Paz 354-355, 357,
P 394
Pacto de Familia 276, 296, 412 Príncipe heredero 67
Padilla y Guardiola, Juan de 219 Prior de los dominicos 347
Padres Jerónimos 67-68, 71-72, Providencia 68
74 Puerta del Conde 423
Países Bajos 106, 137, 142, 157, Puerto de Santo Domingo 77
160 Puerto Napoleón 393
Panamá 85 Puerto Plata 73, 84, 102, 110-112,
Pané, Ramón 31 121, 125-127, 188, 286-288, 306,
Papa, El 97, 118 357, 359-360, 386, 403, 409, 420-
Papel de Concordia 262 421
París 186, 319, 322-323, 334, 367 Puerto Real 75
Parte del Este 515 Puerto Príncipe 334, 413
Parte española 364, 372, 374 Puerto Rico 14-15, 25, 100, 105,
Parte francesa 373 107, 126, 138, 146, 160, 186, 211,
Pasamonte, Miguel de 63-64, 72- 241-242, 285, 345, 357-358, 361,
73 369, 371, 379, 384, 395-396, 398
Pasmet 393 Punta Araya 107
Paz de Aran juez 324 Punta de Caucedo 104
Paz de Nimega 189, 216, 221 Punta de Guanahatabides 14
Paz de Rvswick 256-257, 260, 273 Punta de Samaná 82
Paz de Westphalia 155, 172 Punta Tiburón 14
Península 35-36, 56-57, 94, 96, 102,
105-106, 201, 243, 329, 343, 395 Q
Península de Araya 106, 121
Penn, William 175 Quaribes 12
Pequeñas Antillas 158 Quiñones, Juan 348
Pérez Caro, Ignacio 234, 237-238,
261
Pérez de Oliva, Hernán 32 R
Pérez Franco, Andrés 169-170 Rochela 317
Pérez Guerra, Domingo 413414 Radin, Paul 12
Perú 77, 89, 99, 142, 147 Raleigh, Walter 157
Petión, Alexandre 423 Ramírez, Ciriaco 397
Petit Goave 187, 192-193, 198 Ramírez de Fuenleal 76
Pichardo, Antonio 265, 387 Ramón, Leonardo 234
Pimentel, Rodrigo de 212-214, 218 Ramos, Fray Nicolás 118-119, 121
Place, Monsieur de la 182
446

s
Rausset, Monsieur du 182 Río Canot 258, 280
Raya de Tolerancia 280 Río Caracol 230 '
Raymond 360 Río Dajabón 264-265, 267-270, 280
Real, Pascual 417, 419420 Río de la Seiba 270-271
Real Armada Española 363 Río Guayubín 193, 232, 257
Real Audiencia 64,76, 83,114,123, Río Haina 29, 37, 73,104, 175, 177
138, 150, 213, 233-234, 241, 262, Río Las Caobas 272
265, 346, 357, 360, 363 Río Libón 258, 271
Reales Cédulas 289-290, 309 Río Macorís 238, 247
Reales Fábricas de Sevilla 309- Río Masacre 232, 269, 280
310 Río Neiba 258, 280
Real Hacienda 238, 290, 304 Río Nizao 308, 369
Real Indulto de Comercio Libre Río Ozama 73, 219, 308, 398
305 Río Rebouc 193, 232, 257, 260,
Reconquista 38-39, 43, 45, 53, 57- 263, 265
59, 402, 405406, 410 Río San Juan 30, 82
Reforma 97 Río Soco 224
Reina 52, 68 Río Vía 73
Reinoso de Orbe, José Serapio Río Yaquesillo 258
387 Río Yuna 309
Relación de Ramón Pané 32 Robles, Andrés de 191, 193, 218,
Renacimiento 50 221-222
Repartimiento de Alburquerque Rocha, Francisco de la 285, 303-
64-66 304
República Francesa 348, 352, 363, Rochambeau, General 354, 383
386, 412, 416, 420, 423 Rodríguez Camacho, Francisco
República de Haití 335, 383, 396, 152
418 Rodríguez de Fonseca, Juan 58
Revolución Francesa 281, 307, Rojas del Valle, Gabriel 180
322-323, 325, 327, 330, 332-334, Roldán, Francisco 56-61, 109
340, 401 Rotterdam 159
Revolución Haitiana 376 Roume de Saint Laurent 333,
Revolución Norteamericana 302- 348, 351, 353, 360, 362, 364, 367,
303 374-375
Revuelta de los Comuneros 77- Rouse, Irvin 13-14
78 Rubio y Peñaranda 305
Rey 36-37, 4245, 63, 65, 68, 95,
103, 118-119, 121, 125, 137, 149,
173, 206, 236, 252, 264, 267, 269, S
273, 285, 288, 298, 302, 306, 343,
345, 349, 366, 395 Sabana de Baní 248, 288
Rey de Francia 182, 186, 236, 258 Sabana de la Mar 288, 292, 306
Reyes Católicos 4042, 44, 50, 53, Sabana de Verettes 270, 280
55-56, 58, 61, 91 Sabana de la Atalaya 276
Reyes de España 37, 40, 45-46, 50, Saint-Domingue 312, 314-320, 323-
52, 55, 92, 269 327, 329, 333-335, 342, 350-351,
Reina de Inglaterra 118 353-354, 362, 364, 371, 373, 378,
Rhin 194 381, 392, 402
Richelieu 163 Saint-Mausuy, Ingeniero 279
Rigaud, General 330-331, 362 Saint-Méry, Moreau 231, 266, 268,
Río Artibonito 268, 271-272 274, 298,' 301-303, 308
Río Bayahá 257-258, 264-265 Saltadero del Río Canot 280
447
Samaná 30, 187, 193, 260, 285-288, 401405, 408-412, 414416, 418-
306, 308, 334, 375, 392, 398 420, 423
San Agustín de la Florida 105 Sargento Mayor 261
San Antonio de Monte Piata 127 Secretario de la Audiencia 73
San Carlos 219, 284, 388, 423 Segunda Comisión Civil 327
San Carlos de Tenerife 53 Segura, Francisco de 215-216,
Sánchez Ramírez, Juan 395-401, 218, 221-222
Seibo 202, 379, 392, 397
406 Separación 424
Sánchez Valverde, Antonio 294- Sermón de Montesinos 68
295, 305, 307-308 Serrano, Antonio 73
San Cristóbal 161, 164, 221 Sevilla 40, 78, 85, 91-92, 94-96, 98-
San Jerónimo 177 99, 113, 117, 122-123, 138, 141,
San José de las Matas 392 160, 218, 309-310
San Juan Bautista de Bayagua- Sierra, Francisco 234
na 127 Sierras del Maniel 204
San Juan de la Maguana 29, 75, Siete Partidas 43
83-84, 127-128, 134, 221, 272, 280, Silva, José Justo de 414415
287, 303, 308, 328-329, 343, 354- Síndico Procurador 349
356, 367-368, 412413, 420421 Sitio de Minguet 274
San Juan de Ulúa 103 Sociedad de Hacendados 306
San Lorenzo de los Mina 220, Sociedad de los Amigos de los
247 Negros 322, 324
Sanlúcar 94, 122 Solano Bote,' José 279-281, 300-
San Miguel de la Atalaya 281, . 302, 306, 309
290, 306, 328, 342 Sotavento 238
San Rafael 278, 287, 303, 306, 328, Solano, Diego 110
340, 342 Sudamérica 13, 15, 30
Santa Hermandad 37 Suez 51
Santa Madre Iglesia 118 Su Majestad Británica 399
Santángel, Luis de 11, 52-53 Superintendente de la Fábrica
Santiago 56, 75, 110-111, 127, 148, de Navios 146
181, 183-184, 194-195, 216, 218,
221, 225, 226, 232-233, 235-237,
246, 249-250, 257, 263, 265-266, T
269-270, 303, 308-309, 327, 348,
357, 360, 368, 379, 381, 385-387, Tapa jos 13
391-392, 403, 414415, 421 Tapia, Cristóbal de 73, 98
Santiago de Cuba 293, 383 Te Deum 423
Santo Domingo 17, 57, 60, 71-75, Tenerife 101
77-78, 81, 83-86, 89, 98-100, 102- Tercera Comisión Civil 333
105, 108, 110-115, 117, 119-123, Tesorero de Santo Domingo 298
125-129, 133-150, 152-155,162-163, Tesorero Real de España 74
165, 170-177, 179-181, 186, 188- Tesorero General de las Indias
190, 192-195, 197, 199, 201-202, 63
204-206,208-209, 211-215, 217-220, Tesoro Público
222-226, 233-235,237-239,241-242, Tiburcio, Bartolomé 235
244-252, 255, 260-264, 269, 272, Tierra Adentro 257
277-281,283-288, 290-291,294-300, Tierra Firme 66, 88, 157
302-309, 324, 327, 329, 333-335, Tierra Grande 163, 166
340, 342-345, 348-350, 354-355, Tierras de Minguet 271
357, 359-363, 365-366, 368-371, Toledo, Fadrique de 145, 161
376-390, 392-393, 395, 397-399, Torre del Homenaje 404, 419
448
Torres, Jerónimo de 114-115, 151 Villa de Azua 287
Tortuga, Isla de la 145-146, 152- Villa de Bánica 258
153, 155, 161, 163, 165-171, 175, Villa de Cotuí 225
179-184, 186 Villa de Guaba 221
Trafalgar 394 Villa de Higüey 152
Tratado de Aranjuez 281,301,307 Villa de la Buenaventura 110
Tratado de Basilea 329, 346, 350, Villa de la Yaguana 114, 120
376, 381, 396, 400 Villa de Puerto Plata 120
Tratado de Chateau-Cambrésy Villa de San Carlos 380
100 Villa de San Fernando de Mon-
Tratado de Límites 273, 281 tecristi 287
Tratado de Nimega 188 Villard 274
Tratado de Utrecht 241, 259, 266, Virginia 173
329 Virrey 73
Tratado de Vervins 105, 137 Virrey de México 197, 289-290
Tregua de Ratisbona 191-193, 221
Trópico de Cáncer 192
Trouvé, Etienne 268 W
U Warner, Thomas 158
Urrutia y Matos, Carlos 407-409 yv.
Uxmatex 29
Xaraguá 26, 28, 58, 61
Xingú 13
V Xuara, Gaspar de 134, 138
Valencia 40 •
Valle del Artibonito 267 Y
Valle del Yuna 375
Valles de Guaba 126 Yaguana 75, 109, 111-112, 121,
Valiere 274, 279 123-124, 126-127, 184
Vaquero, Juan 82 Yanes Pinzón, Martín 53
Vásquez de Ayllón, Lucas 64 Yaque del Sur 73, 258, 280
Veedor 23, 65 Yaquesí 230
Vega Real, La 55 Yaquesillo 267
Velasco Altamirano, Nicolás de Yaya 32-33
157, 172 Yayael 32-33
Veler 418-419 Y guamo 109
Vellosa, Gonzalo de 71 Yuna 29
Venables 175-176
Venezuela 12, 110, 121, 147, 300, Z
345, 369, 384, 404
Veracruz 89, 99, 105, 147, 161 Zorrilla de San Martín, Pedro
Verettes 268 274, 286, 295-297, 304-305, 308
Vigo 103 Zúñiga, Félix de 181
INDICE GENERAL

Prefacio 5

ANTECEDENTES (Siglo xv)


I La sociedad Taina 11
II La Sociedad Española . 35

PRIMERA PARTE (Siglo xvi)


III Oro, Indios y Encomiendas
(1493-1520) 49
IV Azúcar, Negros y Sociedad
(1520-1607) 71
V Monopolio y Contrabando en el Caribe
(1503-1603) 91
VI Cueros, Contrabando y Sociedad
(1508-1608) 109

SEGUNDA PARTE (Siglo xvn)


VII Pobreza y Militarismo
(1606-1648) 1 3 3

VIII La Tortuga, Santo Domingo


y las Pugnas Internacionales
(1621-1655) 1 5 7

IX Francia en Santo Domingo:


los Orígenes de Haití
(1655-1697) 1 7 9

X Decadencia y Miseria
(1655-1700) 2 0 1
TERCERA PARTE (Siglo xvin)
XI Comercio de Ganado
y Contrabando de Mercancías
(1691-1731) 229
XII Tensiones y Confictos en la Frontera
(1697-1777) 255
XIII La Población, el Comercio y la Frontera
(1731-1789) 283
XIV El Comercio Triangular Saint Domingue,
y la Revolución Haitiana
(1789-1804) 311
XV Cesión a Francia: Emigración y Crisis
(1789-1801) 339
CUARTA PARTE (Siglo xix)
XVI La Era de Francia, la Reconquista
y la Ruina de la Ganadería
(1801-1809) 371
XVII La última Crisis: La España Boba
(1809-1822) 401
Bibliografía 425
Este libro se terminó de imprimir
el día 9 de diciembre de 1974, en los
Talleres Gráficos de Manuel Pareja
Montaña, 16 - Barcelona - España
EDICIONES DE LA UCMM
Cómo se vive en un barrio de Santiago, por César García.
Los Pintores de Santiago, pór Danilo de los Santos.
La República Dominicana frente a la integración económi-
ca, por Clara Ravelo, Manuel José Cabral, Bernardo
Vega, R. Pérez Minaya y Julio C. Estrella.
Política y gobierno en la República Dominicana, 1930-1966,
por Howard J. Wiarda. (Edición en inglés y español).
La tnoneda, la banca y las finanzas en la República Domi-
nicana, por Julio C. Estrella. (Dos tomos).
El pueblo dominicano: 1850-1900. Apuntes para su Sociolo-
gía Histórica, por H. Hoetink. (Segunda edición).
La Española en el siglo XVI,'Trabajo, Sociedad y Política
en la Economía del Oro, por Frank Moya Pons. (Segun-
da edición). ¡•
La Dominación Haitiana, por Frank Moya Pons. (Segunda
edición).
La Sociedad Taina, por ¡Frank Moya Pons.
Bonao, una ciudad dominicana, por Eduardo Latorre, Ju-
lia Bisonó, Manuel José Cabral, Henry Christopher,
Felpa F. de Estevez y Radhamés Mejía. (Dos tomos).
Más allá de la búsqueda, por Iván García. '
4

Diario de la guerra y los, dioses ametrallados, por Héctor


Incháustegui Cabral.
Los humildes, por Federico Bermúdez. (Con un estudio
de Joaquín Balaguer).
De literatura dominicana siglo veinte, por Héctor Incháus-
tegui Cabral. (Segunda edición).
Literatura Dominicana 60, por Ramón Francisco.
Antología panorámica de la poesía dominicana contempo-
ránea, por Manuel Rueda y Lupo Hernández Rueda.
(Primera parte: Los movimientos literarios. Segunda
parte: Los independientes. Tercera parte: Nuevas vo-
ces). (Dos tomos).
Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo, por Marcio
Veloz Maggiolo.
Poesía popular dominicana, por Emilio Rodríguez Demo-
rizi. (Segunda edición).
Santos de Palo y Santeros Dominicanos, por Carlos Dobal.
La Vega.
Problemática Económica Dominicana, por Bernardo
V,

Frank Moya Pons es con toda seguridad el más leído


de los historiadores dominicanos de la actualidad. Ense-
ña Historia Dominicana desde 1964 y pertenece al cuerpo
de profesores de la Universidad Católica Madre y Maestra
desde agosto de 1969, donde trabaja dedicado a la inves-
tigación y enseñanza de la Historia Dominicana. Junto
con estas labores ejerce las funciones de Director del Cen-
tro de Estudios Dominicanos y Editor de la revista EME
EME Estudios Dominicanos. Ha dictado numerosas con-
ferencias en universidades y centros culturales de los
Estados Unidos, Costa Rica, Ecuador, México, Puerto Rico
y la República Dominicana, y ha participado activamente
en congresos y seminarios internacionales sobre historia
del Caribe y de América Latina. Es miembro de diversas
organizaciones y sociedades profesionales de historiado-
res y sus publicaciones son bien conocidas en los círculos
de especialistas de los Estados Unidos, Europa y América
Latina. Anteriormente a esta Historia Colonial de Santo
Domingo, Frank Moya Pons ha publicado las importantes
obras La Española en el Siglo XVI y La Dominación Hai-
tiana, además de diversos artículos, ensayos y estudios
sobre diferentes asuntos relacionados con la Historia
Dominicana.

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