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20 de marzo de 2014.

Hoy se celebra el día del no consumo de carne. Día que es aprovechado por los
vegetarianos y las organizaciones animalistas para propagar su revolución
alimenticia. La idea es prescindir del consumo de carne y transformar nuestra dieta
en vegetariana.
Aunque no soy vegetariano simpatizo con este tipo de grupos hasta cierto punto.
Creo que efectivamente una dieta vegetariana global ayudaría muchísimo a
disminuir la crueldad hacia millones de vivientes que a diario son sacrificados para
proveernos de músculos y vísceras para nuestro consumo.
Sin embargo, creo que es importante también despojarnos del mito de la limpia
conciencia ecológica y ética que muchos pretenden tener sólo por ser vegetarianos.
Porque si bien una dieta vegetariana es deseable, no por eso es la solución real y
definitiva a la brutalidad humana que tiene orígenes mucho más diversos y terribles.
Una muestra de ello es precisamente la agricultura, que es la base de la dieta
vegetariana. No es un misterio el daño ecológico que la agricultura a gran escala
ocasiona: la tala de bosques, la remodelación de los ecosistemas naturales para
abastecer de agua a la producción, la salinización y la erosión del suelo, el impacto
negativo de los fertilizantes en la tierra, el aumento del CO2 causado por la
maquinaria de la industria, los plaguicidas…
Mucho más importante para evaluar la viabilidad ética de la agricultura a gran escala
es lo siguiente: todos los elementos antes mencionados, tala de bosques, etc. son
causa de la eliminación virtual de la faz del planeta de cientos de especies animales
y vegetales. Las mismas especies cultivadas sufren de una violencia atroz al
suprimirse su biodiversidad, pocos saben, por ejemplo, que el 90% de los bananos
que se consumen son meros clones de una sola planta, de una sola cepa, la
biodiversidad de la especie fue suprimida para favorecer la efectividad del cultivo y
el control sobre éste.
Que cambiemos nuestra dieta por vegetariana claramente disminuiría el impacto
negativo de la agricultura, ya que dejaríamos de alimentar animales para nuestro
consumo, y nos alimentaríamos directamente de la fuente energética producida por
la base de la pirámide alimenticia. Pero el daño no se reduciría en un porcentaje
significativo, porque el problema de fondo son los más de 7.000 millones de seres
humanos cuyo número sigue aumentando diariamente en proporciones ridículas y
notoriamente irracionales. Es deseable, por supuesto, una disminución del impacto
al cambiar nuestra dieta. Pero pensar que suprimir la dieta carnívora por una
vegetariana resuelve el problema de fondo, pensar que el planeta puede seguir
manteniendo tantos organismos humanos sin perjuicio para el resto de las especies,
comamos lo que comamos, es muestra de una carencia de pensamiento que
realmente causa pavor.
No puedo dejar de insistir en la cantidad de animales y plantas que mueren
anualmente porque sus ecosistemas: bosques, pantanos, praderas, son usados
para la agricultura. Las evidencias y los datos están allí, sólo hay que detenerse a
buscarlos: cuántas hectáreas de bosques, por dar un ejemplo, son destruidos
anualmente para proveer de tierra a la agricultura. Tampoco puedo dejar de pensar
que la violencia que se ejerce contra estos insectos, pequeños mamíferos,
arácnidos, reptiles, hongos y plantas, abandonados a la muerte por causa de la
desaparición de sus hogares, incluso ellos mismos quemados vivos al ser
destruidos los bosques donde habitan, no puedo dejar de pensar, decía, que esa
violencia es igual de espantosa que la que se ejerce contra pollos y vacas en las
granjas de cría y en los mataderos. Tal vez es una violencia más silenciosa, menos
evidente, pero no por eso menos brutal.
Es cierto que los avances científicos han disminuido el impacto de la agricultura
moderna industrializada, pero no por eso han detenido el proceso que tiene como
base, de nuevo, un aumento poblacional que desafía nuestra propia
autocomprensión como seres racionales.
Diariamente millones de seres vivientes son sacrificados para garantizar nuestros
estilos de vida, y no sólo me refiero a la agricultura, sino a una gran diversidad de
productos químicos naturales que son procesados para satisfacer la industria
moderna. La industria del carbón y del petróleo, por dar sólo el ejemplo más vívido,
cobra sus muertos, vegetales y animales. Y esta industria es sólo la punta de un
negro iceberg de oscura muerte. Nuestros propios asentamientos artificiales (las
ciudades) han sido y serán la causa de la muerte de millones de seres vivos no
humanos.
Para nadie es un secreto la cantidad de especies que se han extinguido a lo largo
de nuestra historia, y por nuestra culpa. De tal forma que para algunos incluso
estamos viviendo ya una nueva gran extinción masiva de especies, especies que
mueren abandonadas en el “mundo humano”. Una extinción masiva esta vez
provocada por la especie dominante del planeta, acontecimiento único en la historia
de cientos de millones de años de la evolución de la vida en la tierra.
Si debemos pensar radicalmente, si de verdad estamos interesados éticamente en
la compañía de los millones de seres vivientes que junto a nosotros habitan este
mundo, la verdadera revolución no está en los platos de comida sino, permítanme
la expresión vulgar, en los catres. La urgente exigencia mínima es disminuir, sino
suprimir, el aumento demográfico. La exigencia real sería no sólo suprimirlo, sino
invertir el proceso. ¿Quién se atrevería a contemplar la posibilidad de una política
global, radical, sistemática, estricta, y autoritaria, una verdadera revolución violenta
contra nuestra propia especie que disminuya nuestro número, de más de 7.000
millones, a por ejemplo, unos estables 800 millones?
¿Quiénes están realmente dispuestos a, en cierto sentido, “sacrificarnos a nosotros
mismos” para permitirle una vida próspera a los demás vivientes?
Permítanme, ahora sí, un poco de irónico y silencioso escepticismo...

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