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SEMPITERNA LUZ DE MI VIDA

Ha decidido mi ultrajado corazón remitirte estas líneas que están


saturadas de dolorosa cuita y de llantos silentes que sólo
conocen mis ojos.

La vida no es un apacible lago donde el alma nada a su libre


albedrío sino el voluminoso océano cuyos escarceos hacen
naufragar al más seguro de los barcos; que sus olas no son
bailarinas marinas sino las ingentes circunstancias que nos
flagelan con el látigo de la realidad. Pero… antes de mi
renuncia, debo confesar con la sinceridad de un moribundo que,
desde la gayola donde estoy, jamás he dejado de pensar en ti, y
que, en mi quimérica realidad cada vez que podía acariciarte, mi
ser se letificaba, en especial, cuando evocaba tus besos tan
sublimes como el almíbar de las deidades paganas.

Es menester que endilgues tu vida por la rúa que mejor te


convenga; necesitas avivar esa flama que solía vislumbrar
cuando mis dedos surcaban tu tersa mejilla. Sería sandio y
ególatra pretender coactar tu voluntad a la palabra empeñada.
El amor es hierático y tienes el derecho a encontrarlo en quien
te pueda brindar miríficos instantes de felicidad.

No quiero ser lastre culpable de tu infortunio. Escucha mi letanía


y sal de la escurana de tu compasión por mí y camina a la cima
de tu alegría. No creas que tienes alguna dita sentimental; tu
alejamiento no podrá enervarme; estoy acostumbrado a los
venablos de la desilusión que una herida más ya no puede
causar dolor.

Cuando finalmente el tiempo me haya convertido en una turbia


mancha en tus recuerdos aún seguirás siendo numen de mi
diestra mano que, a pesar de todo, seguirá escribiendo epístolas
para quien ya nunca más volverá a tocar.

Si por los misteriosos dédalos que tiene el sino nos


encontráramos alguna vez y de emoción vieras caer lágrimas de
mis ojos, piensa simplemente que son dos nuevos ríos creados
por la naturaleza; y, si vieras en mí algún conato de volver al
pasado y para entonces tienes dueño, lánzame cual rayo fugaz
una mirada peyorativa … yo sabré comprender.

¿Sabes? Me resulta berenjenal decir la última palabra, la culpa


es de esta mano tozuda que no desea escribirla porque está
ahíta de tus recuerdos, cuando viajaba por la tersura de tu piel y
cual cazador furtivo ingresaba en la frondosidad de tu azabache
cabellera.

Uhmm! Ha cruzado raudo el lejano canto de tu melodiosa voz.


¡Ay, no obstante debo finiquitar! Que maravilloso es evocar el
calor de tu cuerpo… ¡Ay, que feral! Es mi realidad. Que munífico
es el recuerdo de tus besos, mas que autócrata es la vida. Mi
corazón agoniza ante la idea de perderte.

Eres imagen que nunca olvidaré. El tiempo mitigará mis penas;


será “paliativo” pero jamás podrá sanar una herida de amor…
A… diós.

P.D. Me siento boyante de haberte conocido y, desde esta


prisión, el recuerdo del fulgor de tus ojos serán alicientes en mis
momentos más tristes.

Carlos Andrés Jóvic.

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