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(Unidad 1) " Lo Que Resta" - Dalmaroni
(Unidad 1) " Lo Que Resta" - Dalmaroni
Contratiempos de la memoria en la
literatura argentina. La Plata: EDULP, 2009, pp. 15 a 37.
NB: los apartados de lectura obligatoria para la Unidad 1 del Programa 2013 son "La lengua
muerta del pasado" y "Trauma, resto y presentización".
Las vanguardias artísticas y el cine exploraron, como sabemos, las posibilidades del montaje y lo
pensaron como un modo de nominar el acontecimiento, lo que poco después sería retomado y
expandido por toda una tradición crítica que seguramente tiene en su centro a Walter Benjamin.
Los fragmentos que siguen se confían en buena medida a los efectos del montaje como método
crítico porque el conjunto rodea una hipótesis que pide alguna clase de montaje: la que sostiene
que tal como la conocemos, es decir en los contextos tramados por la dominación literatura
refiere no sólo a una serie de prácticas y dispositivos culturales sino además a una clase de
acontecimiento que, como en otras experiencias emparentadas con la del arte, resta. El resto es
ese suplemento, ese incalculable, que se efectúa y nos afecta como tal porque nunca hay para él,
en rigor, una memoria de significaciones establecidas. El linaje de la hipótesis podría remontarse
hasta la antropología de ese Marx que, impugnado por joven o romántico, propuso que la
condición humana residía en su carácter excedentario; e incluye a pensadores del resto más
recientes como Lacan, Derrida, Agamben, Georges Didi-Huberman, entre los principales, o a
Jorge Panesi y Tamara Kamenszain en la crítica argentina. Todos, de un modo u otro, se han
preguntado qué resta al otro lado del aro encendido de las previsiones.
I. Restos de la literatura
He olvidado quién soy
El lector de Si esto es un hombre recordará sin dudas el sitio clave que ocupa la literatura en el
relato. Hacia los días de la primavera de 1943, es decir promediando el lapso de los once meses
de su cautiverio en el Lager, Primo Levi ubica un episodio de intensa ambigüedad, uno de los
pocos momentos de auténtica dicha quizás el más dichoso y a la vez de la más siniestra y fatal
premonición. Se trata del capítulo titulado El canto de Ulises, sobre cuyo final el narrador cree
entrever, en la intuición de un instante, tal vez el porqué de nuestro destino, de nuestro estar hoy
aquí (Levi, Si esto 147). Mientras caminan acarreando juntos la marmita del rancho del mediodía
, el Pikolo Jean que habla con fluidez el alemán y el francés pide a Levi que le enseñe italiano, y
éste lo hace utilizando fragmentos del Canto Vigésimo Sexto del Inferno, donde a pedido de
Virgilio, Ulises narra la historia de su muerte. Dante nos ofrece el relato del funesto final y del
castigo eterno que ha recibido el personaje homérico debido a su compulsión de arrojo, a la
insensatez del último y más temerario de sus viajes: traspasar las columnas de Hércules para
conocer la parte prohibida del mundo (Ulises navega por el Atlántico hasta las antípodas y se
encuentra con la montaña del Purgatorio, vedada a ojos de los vivos, ante la que entonces
naufraga y perece por designio divino). Pero en el testimonio de Levi, ese sentido explícito del
texto se halla completamente trastrocado, y no porque el autor un italiano ilustrado pudiese
ignorar la interpretación casi universal y clásica de uno de los pasajes más célebres de la
Comedia que, evidentemente, se contaba entre sus preferidos. Se trata, en cambio, de una
alteración substancial del significado del episodio producida por su presentización, es decir por
su ocurrencia en el presente y por el presente del contexto de enunciación: el sueño imposible de
libertad por parte de un judío esclavizado en los campos de exterminio del nazismo. La
substitución del significado del texto que, sin presentarla en lo absoluto como tal, Levi recuerda
haber hecho durante la caminata, es muy clara: Ulises es quien, fuerte y audaz, ha roto una
atadura y se ha lanzado a sí mismo más allá de una barrera. Nosotros agrega Levi conocemos
bien ese impulso. El lector de Si esto es un hombre ya sabe bien que nosotros significa sin lugar a
dudas los condenados, los no-hombres, los muertos vivos de Auschwitz. Y que la barrera es el
cerco electrificado del campo. De entre los versos y fragmentos que a diferencia de otros que no
puede reconstruir Levi recuerda bien mientras camina con su amigo enseñándole la lengua del
Dante, está el que reza: misi me per l´alto mare aperto (Inferno, XXVI, 100; Levi, Se questo 121
):
De éste sí, de éste estoy seguro, estoy en condiciones de explicárselo a Pikolo, de distinguir
por qué misi me no es je me mis, es mucho más fuerte y más audaz, es una atadura rota, es
lanzarse a sí mismo más allá de una barrera, nosotros conocemos bien ese impulso. La alta
mar abierta: Pikolo ha viajado por mar y sabe lo que quiere decir, es cuando el horizonte se
cierra sobre sí mismo, libre, recto y simple, y no hay más que olor a mar: dulce cosa
ferozmente lejana. (Levi, Si esto 145)
Pocas líneas antes, cuando se dispone a iniciar la peripatética lección de lengua italiana para su
amigo, Levi se ha preguntado: El canto de Ulises. Quién sabe por qué me he acordado de él (144
). El lector atento ya sabe que ha sido a causa de la playa y el agua, presentizados la primera por
un accidente imprevisto de memoria sensorial involuntaria, la segunda por la lengua italiana
misma: cuando sale del agujero en que está trabajando para hacer el camino del rancho, Levi se
refiere al esplendor del día, anota que Estaba templado, y que el sol levantaba de la tierra
grasienta un ligero olor a barniz y a alquitrán que me recordaba una playa cualquiera de mi
infancia (143). Durante el primer tramo de la caminata, los dos amigos se cruzan con Limentani,
el romano, de cuyo diálogo con Levi, Jean retiene y repite riendo algunas palabras:
Zup-pa, cam-po, ac-qua (144). El impulso de fuga de Ulises ya no la memoria cultual y
reproductiva de la recitación de Dante no viene de ninguna parte sino que irrumpe por lo
presente un olor, una conversación y produce un ahora tendido a su por venir. Por eso, de ningún
modo es un juego retórico, sino el acontecer de una operación activa, el hecho de que un agujero
en la memoria de Levi elimine como no utilizable el fragmento en que Ulises se culpa de haber
sobrepuesto su ardiente deseo de conocer el mundo a las virtudes domésticas debidas a Laertes, a
Penélope y a su padre anciano (145). El desafío de esos valores de la sensatez, igual que el de
traspasar el non plus ultra de Hércules en el umbral del Mediterráneo, son descubiertos con
fervorosa urgencia, como por primera vez, por el narrador; resultan consecuencias libertarias del
argumento con que Ulises arenga a sus viejos marineros como a una fila de Häftlinge que no
quisieran resignarse a las cámaras de gas: Fatti non foste a viver come bruti / Ma per seguir
virtute, e conoscenza (Inferno XXVI, 119-120 ; Levi, Se questo 122). En la relectura mental de
Primo Levi cautivo en Auschwitz, la arenga del rey de Ítaca para convencer a sus hombres de
transgredir la interdicción divina no conserva nada de esa pragmática artera con que el Ulises de
Dante recuerda haberla pronunciado. A la inversa, suena a oídos del judío cautivo Como si yo lo
sintiese también por vez primera: como un toque de clarín, como la voz de Dios. Por un
momento, he olvidado quién soy y dónde estoy (Levi, Si esto 146). Misi me: fuera de mí, soy
Ulises arrojándome al otro lado de las alambradas.
Pero también el final del canto del héroe ha sido invertido en la experiencia de Levi: el castigo
contra el que se arroja Ulises es fatal en los dos casos, pero mientras para el Ulises de Dante es
un final merecido y dictaminado por Dios, en las memorias de Primo Levi se trata de la más
injusta inminencia de una condena a muerte.
No es por el recuerdo letrado, sino en el acontecimiento sin pasado del infierno nazi que la
literatura sabida de memoria se rehace en el exceso de un presente que testifica un fuera de sí.
El ancho desierto
Uno de los pasajes posiblemente más recordados del Don Segundo Sombra de Güiraldes es el
percance de Fabio con el cangrejal, en el capítulo XV de la novela. El cangrejal marca el fin de la
tierra firme, es una señal macabra de la muerte y es su agente. Pero el cangrejal de la novela de
Güiraldes es al mismo tiempo, y tal como se lo interpretó, una representación figurativa de la
ciudad. De la ciudad moderna de los años veinte, ya ocupada por la política de masas y por las
tecnologías de la modernización: un mundo nuevo que el gaucho anacrónico, muerto y fantasmal
de Güiraldes repudia y teme (Pastormerlo).
Dombey e hijo, la novela de Dickens, también está protagonizada por una adolescente. Las
peripecias de la trama, que se ensañan con la suerte de Florence, ponen a la muchacha no una
sino dos veces en una situación sin nombre: se encuentra de pronto perdida y sola en medio del
ajetreo confuso y acelerado de las calles populosas del Londres industrial, un territorio de
relaciones nuevas de cuyo contacto se mantuvo alejada por la reclusión doméstica y las
tradiciones de clase. Y entonces, tras describir el estrépito y el tumulto de la batalla diaria en las
calles, Dickens anota esta frase: She [Florence] thought of the only other time she had been lost
in the wide wilderness of London though not lost as now (412-413) (Recordó la otra ocasión
única en que había estado perdida en el ancho desierto de Londres aunque no tan perdida como
ahora).1
Los acontecimientos históricamente relevantes digamos a que aluden las dos novelas son los
mismos: eso que la revolución industrial y la revolución democrática han hecho de la ciudad.
Pero hay entre las dos imágenes una diferencia sustancial, diría incluso drástica, debida no sólo a
que casi setenta años separan un texto de otro: Güiraldes inventa un símil pampeano del sentido
común cultural; le hace descubrir al reserito Fabio Cáceres lo que el autor y el lector ya sabíamos
, es decir lo que la memoria ya sabía: que la ciudad moderna es un hormiguero humano. El
cangrejal es un símil del hormiguero, que es un símil de las calles ciudadanas transformadas por
la modernidad. Pero además, el discípulo de Don Segundo ese maestro del pasado resuelve su
Debo mi interés en la novela y en este segmento a los análisis que Williams le dedicó, especialmente en El campo y
la ciudad (291 y ss.).
aversión de una vez: el encuentro con el cangrejal no se repite, porque lo ya sabido permite
codificarlo, echarlo al acervo cristalizado de la memoria (allí mismo de donde provino).
En cambio, para aprehender el espesor real de la experiencia Dickens se deshace del sentido
común, como si lo ignorase a medias: para esa experiencia nueva que aún no es historia sino,
más bien, un inquietante advenir de lo no vivido, inventa una figura capaz de producir el mismo
efecto de desconcierto, una figura hasta ese momento inexistente, jamás dicha en la lengua
sociable de la memoria: para la racionalidad o para el sentido común, la Londres del siglo xix, la
Londres que ya hasta comenzaba a ser atravesada por ferrocarriles urbanos, resulta impensable
bajo la figura de un extenso páramo o un ancho desierto: en wilderness resuena de modo
secundario la imagen de la jungla, pero la palabra refiere primero y directamente a un territorio
deshabitado e inculto. Dickens sabe, digamos, que puede haber efectuación artística de la materia
real del acontecimiento, sólo si se abandona el pasado que nos sujeta en las cadenas de lo decible
, en la repetición que hace de nosotros marionetas más o menos dóciles de una memoria
ventrílocua. Por eso, por supuesto, los lectores ilustrados contemporáneos de Dickens
sostuvieron, convencidos, que sin dudas escribía mal. No se trataba, claro, de una cuestión de
gramática: Dickens entendió que para dar cuenta de la experiencia de abandono y de soledad
extrema de quien de buenas a primeras se ve solo en medio de la metrópolis moderna, había que
activar artísticamente una figura que produjese una incongruencia severa entre lo perceptible y lo
sentido (es decir una figura restante). La frase Dickens escribía mal significaba Dickens no
escribe como se ha escrito, nada de lo escrito está escrito así, no hay archivo de una escritura
semejante. Pero además, la Florence de Dickens no configura esa forma paradojal de la
experiencia de la ciudad la primera sino la segunda vez que se pierde, y en esa segunda
oportunidad el extravío es aún mayor que antes (though not lost as now); la repetición establece
la persistencia, diríamos la substancia restante del conflicto, que resulta confirmada por el modo
en que el relato la nomina: desierto, esto es una inapropiada metáfora contrario sensu; no
hormiguero u otro símil del estilo, esto es no una metáfora recta, destinada al intercambio
aproblemático. A la vez, lo que hace Florence cuando, esa segunda vez, deja emerger la
nominación paradojal de la experiencia es recordar la primera vez. El recuerdo, así, lejos de dar
sentido al presente mediante lo sabido, es la efectuación donde insiste la resistencia de lo
inaudito. Que aquella primera vez esté cronológicamente en el pasado se vuelve, así, irrelevante,
porque el acontecimiento, como ciertas pesadillas, resta: a la memoria le falta el nombre que
permita hacerlo pasar, dejarlo atrás.
Los dos textos proponen configuraciones de un conflicto, no su supresión. Pero mientras la de
Güiraldes es una memoria edificante, porque es una configuración de la certidumbre, la de
Dickens es una memoria del trauma, porque la incongruencia sobra allí ante nosotros y sigue
perturbando.
La narración está tomada de una entrevista al sociólogo francés Pierre Bourdieu, quien se aplicó
durante décadas a desmitificar las ilusiones de la crítica literaria cultual, y a describir las
determinaciones sociológicas del arte moderno entendido como el terreno de una lucha política
en el contexto de la división capitalista del trabajo. Contra las expectativas que, así considerada,
una autoría como la de Bourdieu pudiese anteponer, me interesa subrayar en el relato, sobre todo,
el espesor empático de la escena, narrada por quien ha sido tocado y perturbado por ella: la
primera persona nos confiesa un trance de intimidad, de la suya propia, por contigüidad con la
confesión de otro muy próximo, la confesión dramática de un amigo de la infancia. Porque, a
pesar de que el narrador toma distancia analítica rápidamente, hay un momento en que necesita
suspenderla no importa si aquí de modo más o menos artificioso o deliberado para que sus
lectores podamos ver el momento del trance en que, conmovido por la aparición de eso para lo
cual el otro no encuentra palabras, él tampoco entiende nada. El momento en que al analista
Bourdieu la falta que resta, sin más, se le presenta, el momento en que, como suele decirse, se le
queman los papeles de lo que cree saber y poder y en que, a la vez, todo lo pasado su biografía
común con el amigo se agolpa en la irrupción del encuentro y de su imprevista intensidad. La
operación analítica, que es posterior al trance calificar de faulkneriano el relato del amigo puede
derrapar más o menos inadvertidamente en una reducción formalista o realista, pero viene a
declarar, a su vez, que ha sido cierto arte lo que ha permitido dar nombre a la experiencia. Mejor,
la literatura la de Faulkner en este caso es el atajo que encuentra Bourdieu para reconocer y
hacernos reconocer que la experiencia, ese momento en que el sujeto está transido, no tiene
nombre y a la vez no ceja de pujar por hablarse. En efecto, ¿qué significa o qué resuelve la
calificación faulkneriano, más que la adscripción analógica del trance a un nombre propio, a una
firma cargada de prestigio cultural, es decir de supersticiones ideológicas? En la confesión de
Bourdieu, el argumento formalista-realista tiende a camuflar el hecho de que, como en el relato
de su amigo, cuando esa descomposición del sujeto se produce ya no sabemos, ya no podemos
entender lo mismo que en ciertos puntos de las novelas de Faulkner o de Virginia Woolf nada.
Lo que la literatura nos dice, lo que más bien la literatura nos hace, así, es pasarnos por un
trance en que la subjetividad y su pasado no pueden ya hablarse sino abrir sus flancos de fuga.
Hay desujeción, porque no hay lengua social o cultural disponible
porque ya no hay sentidos heredados ni tradiciones dadoras de significado para el momento en
que la distancia ha quedado suprimida, el momento en que yo (el que narra la confesión del otro)
es el otro (el amigo de la infancia). El símil formalista de Bourdieu, luego, no descifra el sentido,
apenas nos propone la ocurrencia de una familiaridad retórica o formal: suena como Faulkner. El
que narra la confesión del amigo no nos dice (¿no puede decirnos?) qué opina del drama y, luego
, pragmática y prescriptivamente, cuál sería su final, su final feliz o trágico pero posible. El relato
del trance resta y, por contraste, señala una falta en el análisis de Bourdieu. Falta saber qué
hacer con esa sobra. La literatura, nos revele o no algo que no sepamos de nuestra condición
histórica, se ocupa antes que nada de suspendernos en la incertidumbre. Precisamente, es de lo
que se trata en el ejemplo del relato angustiado del amigo: el estilo faulkneriano, la literatura, a
diferencia de lo que pasa con el relato lineal de la sociología, resulta preferible para dar cuenta
del espesor real de lo vivo porque dispersa, mezcla, confunde, y suspende el telos narrativo, la
moraleja o el mero final, el cierre o la clausura. El arte, afectando los recuerdos y los vestigios en
la intensidad de su coagulación súbita en presente, nos pone en una situación efímera pero
indeleble de algo que resulta incómodo nominar como libertad, sin dudas demasiado
perturbadora para que dure y se establezca.2
Entre las sagradas escrituras de nuestra biblioteca más fatigada hay un texto de Marx, El
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, que en un puñado de figuras iniciales trazó las bases de
una teoría materialista del tiempo; o mejor: una teoría prescriptiva, política y anti-cronologicista
de la historicidad, la experiencia real del tiempo como una inminencia que puja contra un pasado
que la oprime y amenaza reducirla a sí, un pasado que amenaza con evitar que ocurra lo que
parece ya producirse. Producirse, ocurrir: soltarse los lazos de lo ya sabido, dicho y sucedido.
Me permito recordar una vez más esas figuras del texto de Marx. La primera señala un olvido de
Hegel. Marx recuerda que Hegel habría escrito que los hechos y personajes de la historia se
producen, como si dijéramos, dos veces. Pero avisa Marx [Hegel] se olvidó de agregar: una vez
como tragedia y otra vez como farsa (15). En la prosa mordaz e injuriosa de Marx, la farsa es por
supuesto la reproducción, el retorno fastidioso de lo ya sabido, de lo que una y otra vez ya ha
sido. La tragedia, en cambio, es el nombre literario del acontecimiento, aquello de lo cual puede
decirse sin titubeos que en efecto ocurre. Para Marx, no podría decirse en rigor que haya hechos
históricos que se produzcan por segunda vez, porque si en lugar de meramente repetirse algo en
efecto se produce, ya no pertenece al pasado: trágico, acontece. Es puro presente-futuro. Marx
agrega pocas líneas más adelante: La tradición de todas las generaciones muertas oprime como
una pesadilla el cerebro de los vivos (15). Para Marx estamos muertos. Si somos lo vivido, somos
muertos. Lo vivo, lo que hace tales a los vivos, es en cambio lo que aún no ha sido en el texto de
Marx, la disposición a revolucionarse (15, énfasis mío). Por eso lo vivo que hay en los vivos
conduce al miedo, dice Marx, al temor de esos muertos que somos, el temor de eso muerto es
decir de eso ya dicho, sabido, sucedido que la Historia ha hecho de nosotros (digamos, y si nos
tomamos en serio una crítica radical de nuestra condición histórica, como lo es la de Marx: yo,
Sujeto).
La segunda figura del texto es una figura lingüística. Marx dice que ese muerto de miedo, ese
vivo que oprimido por el pasado disfraza de vejez venerable su disposición a revolucionarse, es
como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce siempre a su idioma nativo.
Únicamente será capaz de asimilar el espíritu del nuevo idioma y de producir libremente en él
cuando se mueva dentro de él sin reminiscencias y olvide en él su lengua natal (16). Digamos:
Lutero habría alcanzado a vivir en Lutero sólo cuando, olvidado del disfraz del apóstol Pablo con
que el miedo de Lutero invistió la inminencia de lo vivo que latía en él contra sí, fue nomás
Lutero.
Nada cambia, es decir nada ocurre, nada acontece si se sigue hablando la lengua natal, que es la
lengua muerta de la Historia. Por eso Marx completa esa serie de figuras cuando escribe que la
revolución del presente-futuro (en su caso la revolución del siglo xix) no puede sacar su poesía
del pasado, sino solamente del porvenir [] La revolución del siglo xix debe dejar que los muertos
entierren a sus muertos porque el contenido del acontecimiento, si es tal, desborda la frase
disponible, desborda la poesía ya escrita. Es entonces y sólo entonces al efectuar un acto poético
que, en tanto tal, no tiene pasado cuando puede decirse que los hombres hacen su propia historia
(17).
Creo que no es difícil notar que en Marx, entonces, el acontecimiento sólo se efectúa como falta:
es lo ausente que eso que vive en lo que aún no somos demanda, eso ausente que lo vivo pide a
gritos ensordecidos por el miedo. Diría: se trata del acto poético, es decir de la efectuación
poética y no de la poesía efectuada. De un futuro que se hace presente en la demanda o la
compulsión en que vive lo vivo (es decir, un futuro incumplido porque, cumplido, ya hubiese
pasado).
Marx ya había adelantado esta lógica de su teoría del tiempo en los Manuscritos de 1844, cuando
criticaba al comunismo primitivo y a quienes lo levantaban como una prueba histórica, una
prueba en lo existente del inminente alumbramiento del comunismo; ese ser pasado subraya
Marx del comunismo contradice la pretensión de la inminencia futura del comunismo (142). En
tanto pasado, parece decirnos la lógica de Marx, no puede ocurrir: solo podría repetirse como
farsa, se diría.
La cuestión nos devuelve a la Florence de Dickens porque nos hace notar que en el episodio que
literal y narrativamente se repite no hay repetición sino restancia: el acontecimiento sin nombre
sigue estando allí, como si el tiempo no hubiese pasado, hasta que el habla insistente del relato,
la segunda vez, le da ese nuevo idioma imposible. En la novela, la lengua natal de la cultura (que
, por supuesto, Dickens conoce bien) juega su imprescindible papel porque como en la
confrontación de Marx está allí para confesar una y otra vez su impotencia, para que la poética
del acontecimiento se ajenice de ella como de lo Otro del pasado. De modo que las insistencias
de Marx proponen no una mera o simple discontinuidad, sino una discontinuidad problemática y
contenciosa entre pasado y presente: el uno se agolpa contra su propia monoglosia para que el
otro hable, y el momento de la comparación sintomatiza la ocurrencia del conflicto que pide y
anuncia la amenaza de lo que viene.
La experiencia de Levi aquel día narrado en El canto de Ulises presenta, como puede verse, un
movimiento parecido: así como desierto nomina en Dickens lo contrario de lo que significa para
el archivo de la lengua, la recitación presente de los versos dice para Levi una transgresión
deseada y libertaria, es decir de signo contrario a la transgresión pecaminosa del Ulises de Dante,
y a la vez probada como imposible, im-pensable desde el interior de lo vivido en el Lager. Aquí
no hay disfraz con las prendas literarias del pasado, porque lo que se conserva y se repite es nada
más que algunos restos del material pero no su contenido. Aquí el contenido, precisamente, ha
desbordado la frase disponible y por eso la fragmenta por el trabajo selectivo del olvido.
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