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Una de fantasmas

Por Flavia Costa

La publicación de Realismo capitalista, del crítico cultural británico Mark Fisher, irrumpió entre los
lectores del siglo XXI afirmando con una lucidez no exenta de desesperación la capacidad de la
teoría cultural para dar cuenta del propio tiempo. Una habilidad que parecía haber ido menguando
a medida que se acallaba el hoy casi olvidado --aunque sin dudas todavía activo: ¿espectral?--
debate modernidad-posmodernidad, tan fecundo en las últimas dos décadas del siglo pasado.

El libro presentaba, entre otras, dos ideas sustanciosas. Es la nuestra, dice Fisher, la época del
"realismo capitalista". Y ese nombre condensa el doble gesto ineludible en toda teoría de la cultura,
su aptitud para remitir desde un orden general de prácticas y creencias (el capitalismo tardío en la
fase neoliberal) hacia un estilo cultural (el hedonismo nihilista y autocomplacido que ya es incapaz
de prefigurar posibles futuros sino que simplemente se limita a reciclar el pasado, e incluso el
presente, en maníacas oleadas de "modas retro"), y viceversa. En términos políticos, entonces,
"realismo capitalista" alude al uso de "realismo" como sinónimo de pragmatismo y, por lo tanto,
adherencia a las reglas de juego, incluso a la ley del más fuerte, antes que imaginación civil. Y se
condensa en una frase que se atribuye alternativamente a Fredric Jameson y a Slavoj Zizek, dos de
las fuentes teóricas de Fisher: "hoy es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del
capitalismo", así como en el eslogan imputado a Margaret Thatcher: "There is no alternative", "No
hay alternativa" (a la globalización, al mercado financiero, a la precarización del trabajo, a la
marketinización de la vida). En términos culturales, el guiño paródico a lo que se llamó "realismo
socialista" busca poner en evidencia el malestar con formas culturales que parecen haber
abandonado toda pretensión de crear alguna diferencia genuina respecto de lo dado, que se
alejaron del gesto vanguardista y modernista de ensayar formas, relaciones y sensibilidades nuevas
que pudieran servir de modelos para imaginar otros modos de vida en común.

El segundo diagnóstico es la idea de que esta configuración cultural sin novedad, y en ese preciso
sentido "sin futuro", es productora de infelicidad, angustia, depresión. La depresión es un problema
acuciante para Fisher, quien escribió sobre sus combates contra ella en distintos artículos, algunos
publicados en su blog K-punk, que ha sido una de las mecas más fervientemente visitadas por los
devotos del postpunk entre 2003 y 2013. La pandemia de depresión es para Fisher una batalla
personal y colectiva decisiva, y desarrolló ante ella tres líneas de ataque. Una: sostener que es una
dolencia social antes que individual, algo que ya Émile Durkheim mantenía en el siglo XIX, pero que
en tiempos de autoayuda y psicofármacos, cuando se impone el "voluntarismo mágico" según el
cual "puedes cambiar el mundo, porque el mundo es cosa tuya, en última instancia", se asemeja
mucho a una revelación. Dos: afirmar que una de sus causas más significativas es el sentimiento de
inferioridad persistente que las clases dominantes logran inculcar sobre los desfavorecidos desde
su primera infancia. Ser un "bueno para nada", peor aún: ser un autoindulgente que es, o que
sospechosamente se asume, incapaz de desempeñar roles relevantes, es "la expresión
internalizada de fuerzas sociales reales --escribe Fisher--, algunas de las cuales tienen un particular
interés en negar cualquier conexión entre depresión y política". Tres: hacer de ella un tema de
escritura. No tanto porque, como suele decirse, "lo personal es político", sino porque un hecho
cultural, como lo es el dolor --insoportable para muchos-- de habitar este mundo, sólo puede
afrontarse en el nivel de la cultura, esto es, en obra, en realizaciones con y para los otros.

El tópico de la depresión irrumpe en primer plano con la publicación en castellano de su conjunto


de ensayos Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos
(2018), que reúne escritos de Fisher a lo largo de más de diez años. Allí, la solapa del volumen
incorpora, junto a la fecha de nacimiento del autor, la fecha de su muerte por mano propia, en
enero del año pasado. Es literalmente una prueba espiritual para materialistas sustraerse del
impacto corrosivo que tiene ese dato para la lectura de este libro fascinante, en la medida en que,
al menos en una primera mirada, pone en jaque el temple vitalista, casi evangelizador de sus
penetrantes análisis sobre cine, música, series de televisión. En su magnífico prólogo, Pablo
Schanton se refiere a la "dialéctica entre fatalismo y esperanza" que atraviesa el libro, donde en
cada final de ensayo "la coda es de un acorde mayor y hasta optimista".

¿Dónde está el optimismo? Los fetiches culturales de Fisher --Japan, Tricky, Joy Division, The Jam,
Burial, filmes como El resplandor de Stanley Kubrick y eXistenZ de David Cronenberg--- acuden para
recordarnos que los fantasmas de una existencia comprometida con las potencias más
radicalmente vitales de nuestro tiempo se entrelazan con las utopías todavía no realizadas de las
subculturas y contraculturas del pasado. (En la base está la tesis de Espectros de Marx, de Jacques
Derrida, de donde proviene la "hauntología" o espectrología del título, y a la que Fisher le otorga
una consistencia tónica, concreta y estimulante que no es fácil notar en el original). Es ese "todavía
no" el que puede activarse si somos capaces de escuchar con atención a los espectros --los de los
"futuros perdidos que el modernismo popular nos preparó para esperar pero que nunca se
materializaron"-- , si somos capaces de atender a sus mensajes.

Luego de la muerte de Fisher, el crítico musical Simon Reynolds escribió: "le encantaba la televisión
desconcertante y el pop disruptivo porque estos, junto con la crítica musical, le habían servido para
educarse como un niño de la clase trabajadora (...). La fe duradera de Fisher era que las irrupciones
de lo culturalmente nuevo y lo extraño podían inculcar la confianza de que el cambio era posible en
otras áreas de la vida. Tales perturbaciones demostraban que las estructuras y restricciones del
status quo no eran inmutables".

Permítanme llegados hasta aquí un gesto didáctico: pongan el tema "Ghosts" de Japan, de 1981, y
escúchenlo a medida que lean esto. Presten oídos a los sonidos ¿galácticos o de ultratumba? de la
percusión, a la voz metálica y a la vez temblorosa de David Sylvian cantado el estribillo: "Justo
cuando pienso que estoy ganando /cuando he roto cada puerta /los fantasmas de mi vida /soplan
más salvajes que antes". Uno podría, como hace Fisher, preguntarse cuáles son esos fantasmas, y
con él responderse: los invisibles pero férreos límites de clase, que son para Fisher el paradigma de
todos los techos de cristal; el más diamantino de esos cristales. "Es difícil no escuchar 'Ghosts' como
una reflexión sobre la carrera de Japan hasta ese momento --explica--. Ellos venían de Beckenham,
Catford, Lewisham, el poco glamoroso conurbano en el que Kent se funde con la zona sur de
Londres; el mismo interior suburbano del que habían salido David Bowie, Billy Idol y Siouxsie Sioux.
Al igual que el resto del art pop inglés, Japan veía en su entorno sólo una inspiración negativa, algo
de lo que había que escapar. (...) El pop era el portal para escapar de lo prosaico. Y la música era
sólo una parte. El art pop fue una escuela para estos autores de la clase trabajadora, que siguiendo
las pistas dejadas por los pioneros del género, aprendieron cosas que no estaban en la agenda
formal de la juventud de esa clase: bellas artes, cine europeo, literatura vanguardista".

Pero uno también puede imaginar que es el hecho mismo de escuchar atentamente, de vislumbrar,
en la masa espesa y persistente de signos que nos rodean, algo así como una constelación de
música, poesía, imágenes nuevas, desconocidas, hechizantes en su capacidad de hacer audibles los
espectros no tanto del pasado como de lo poderosamente frágil que late en el presente, es el tipo
de experiencia que se ha vuelto fantasmal. Y que lo en verdad milagroso es que el pliegue
pastichoso e hiperveloz de todos los tiempos no impida, contra todo pronóstico "realista", percibir
las señales de algo así como una tribu de visionarios, de exploradores de un campo sensorial
sobresaturado, capaces de escapar a su destino --como según Fisher hacía Paul Weller en The Jam;
como él mismo hacía con estos libros-- a través del acto de describirlo. Porque una vez que se
exponen las cosas como son, "¿quién sabe qué puede ocurrir?".

Claro que para describir hay que tomar decisiones. Una de las que organiza estos libros es la
defensa escrupulosa del "modernismo popular" y el rechazo, no sólo del pop mainstream y la
contracara machota y embrutecida del art pop que representan, según Fisher, bandas de "rock
neandertal" como Oasis, sino también del "popismo", que Fisher detestaba profundamente: el
regusto snob de las clases dominantes por los géneros populares. "Para aquellos que no fuimos
educados en la alta cultura --sostiene--, el llamado del popismo a mostrarse siempre entusiasta
frente a la cultura de masas es bastante similar a que te digan (los de una clase más alta que la
tuya) que te contentes con lo que tenés. Por contraste, la importancia de alguien como Dennis
Potter o algo como el postpunk fue que ellos dieron acceso a aspectos de la alta cultura en un
espacio que deslegitimaba su exclusividad y su privilegio. El espacio utópico que abrieron era uno
en el cual la ambición no tenía por qué terminar en asimilación, donde la cultura de masas podía
tener toda la complejidad, el refinamiento y la inteligencia de la alta cultura".

Otra decisión es atender a las paradojas, esas emisarias "de otro mundo en el que las cosas
funcionan de un modo diferente". Como cuando en "Salir del Underground" Fisher observa el modo
en que The Jam, como antes que ellos The Who, extraían su poder "de una paradoja
autodestructiva: los impulsaba una frustración, una tensión, una energía bloqueada, un atasco.
Descargar esa tensión en una catarsis hubiera derribado los mismos bloqueos libidinales de los que
su música dependía". Para Fisher, lo que hizo tan energizante a esta cultura musical fue su
capacidad de expresar negatividad, en un gesto que la desnaturalizaba y la sacaba del ámbito de lo
privado. Sin ese escape, la afección se introyecta o se desliza "hacia lo ostensiblemente hedónico,
generando una tristeza suprimida que acecha detrás del placer forzoso", y nunca del todo
satisfactorio, que provee el consumismo.

Con todo, y aquí la siguiente paradoja (o "ambivalencia dialéctica", en sus términos), el


consumismo ávido es para Fisher menos un motivo de reproche que un comportamiento detrás del
cual puede esconderse "el deseo persistente de que la modernidad tecnológica y masiva sea mejor
de lo que es". Dice más: "En otro mundo --el mundo que Stuart Hall (uno de los grandes autores de
la escuela culturalista británica) trató de teorizar e incitar-- el deseo de consumo y la conciencia de
clase no sólo podían reconciliarse, sino que se requerían el uno al otro".

La clave de esta frase está en "Deseo poscapitalista", un artículo de 2012 que la edición de Caja
Negra acertadamente incluyó en Realismo capitalista. Allí Fisher parte del sarcasmo con que la
escritora y política conservadora Louise Mensch se refirió al movimiento Occupy London Stock
Exchange. En un programa de la BBC, ella dijo que la aglomeración en esa zona comercial había
"producido las filas más largas en la historia de Sturbacks". Fisher se detiene en esa frase, no para
desacreditarla ni desmentirla, sino para proponer que la izquierda debe reconquistar el "campo
libidinal", debe conectar con los deseos (incluso un deseo inconfesable como puede ser para
algunos el de la utopía impersonal y tecnocrática que cadenas como Sturbucks representa bastante
bien), algo que el capitalismo ha querido siempre arrogarse de manera exclusiva para sí. Y con
provocación afirma: "Es hora de que comencemos a valorar y proveer de una connotación positiva
a estos epítetos como radical chic y socialismo de diseñador, porque es justamente la
homologación del diseño con el modo de producción capitalista lo que hace aparecer al capitalismo
como la única modernidad posible".

En la lectura de estos textos son nuestros propios fantasmas los que se movilizan bajo el asedio de
Fisher. Nos impelen, entiendo, a concentrarnos en aquellos mensajes que todavía resuenan en la
constelación cultural que él describe con fruición, o en otras que se dieron en paralelo, o aun
después, y comparten esas mismas aspiraciones. Ya que son en definitiva esas músicas, esos libros,
esas imágenes las que todavía conforman nuestro presente --los temas que suenan en nuestras
listas, los libros que nutren nuestras bibliotecas, las películas que amamos seguir viendo--, a pesar
de la machacona insistencia de la impaciencia, o la sordera, o la voracidad ambiente en
convertirlos en cosas del pasado.

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