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Théophile Gautier
textos.info
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Texto núm. 2578
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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I. EL HOTEL PIMODAN
Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria
redactada en enigmáticos términos sólo comprensibles para los afiliados e
ininteligibles para los demás, llegué a un barrio lejano, especie de oasis de
soledad en el centro de París, al que el río, que lo rodea con ambos
brazos, parece defender contra las intrusiones de la civilización, porque
era en una vieja casa de la isla de Saint-Louis, el hotel Pimodan,
construido por Lauzun, donde el extraño club al que yo pertenecía desde
hacía poco tenía sus sesiones mensuales y a donde iba a asistir por
primera vez.
La bruma, más espesa aún por la proximidad del Sena, difuminaba todos
los objetos en una especie de guata desgarrada y agujereada por el cerco
rojizo de las farolas y los hilillos de luz que se escapaban de las ventanas
iluminadas.
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Detrás de un cristal de transparencia amarillenta apareció, cuando entré, la
cabeza de una anciana portera dibujada por el temblor de una candela,
exactamente como un cuadro de Schalken. La cabeza me hizo un extraño
gesto, y un delgado dedo, saliendo de la portería, me indicó el camino.
Como pude comprobar, a la pálida luz que siempre cae incluso del cielo
más oscuro, el patio que atravesé estaba rodeado de edificios de
arquitectura antigua de puntiagudos aguilones; notaba los pies mojados
como si hubiera caminado por una pradera, porque el intersticio de los
adoquines estaba lleno de hierba.
Los peldaños no eran demasiado altos; los descansillos y los rellanos bien
distribuidos daban fe del genio del viejo arquitecto y de la hermosa vida de
los siglos pasados; mientras subía por aquella admirable escalera, vestido
con mi fino frac negro, sentí que desentonaba en el conjunto y que
usurpaba un derecho que no era el mío; la escalera de servicio hubiera
sido buena para mí.
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entrar allí, se retrocedía dos siglos. El tiempo, que pasa tan deprisa,
parecía no haber transcurrido en aquella casa y, como un reloj al que han
olvidado dar cuerda, su aguja marcaba siempre la misma hora.
«¡Es él! ¡es él! —gritaron al mismo tiempo muchas voces—; ¡que le den su
parte!»
Cuando cada uno comió su parte, se sirvió café según la costumbre árabe,
es decir con orujo y sin azúcar.
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general las mermeladas se toman de postre. El hecho, claramente, merece
una explicación.
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II. PARÉNTESIS
Antaño existía en Oriente una orden de temibles sectarios mandada por un
jeque que tomaba el título de Anciano de la Montaña, o príncipe de los
Asesinos.
Por medio de una droga maravillosa, cuya receta poseía, y que tiene la
propiedad de procurar alucinaciones deslumbrantes.
Sin duda, las personas que me habían visto salir de mi casa a la hora en
que los simples mortales toman su alimento no sospechaban que hubiera
ido a la isla Saint-Louis, lugar virtuoso y patriarcal donde los haya, a
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consumir una cena extraña que servía, hace varios siglos, de medio de
excitación a un jeque impostor para empujar a un grupo de iluminados al
asesinato. Nada en mi atuendo perfectamente burgués hubiera podido
hacerme sospechoso de un exceso de orientalismo, pues más bien tenía
el aspecto de un sobrino que va a cenar a casa de su anciana tía que el de
un creyente a punto de probar los placeres del cielo de Mahoma en
compañía de doce árabes totalmente franceses.
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III. ÁGAPE
Nos sirvieron la comida de un modo extraño y en toda clase de vajillas
extravagantes y pintorescas.
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de elefante; las bocas se estiraban como las aberturas de los cascabeles.
Sus caras adquirían matices sobrenaturales.
Uno de ellos, con la cara pálida y una barba muy negra, se reía a
carcajadas de un espectáculo invisible; otro hacía increíbles esfuerzos por
llevarse la copa a los labios, y sus contorsiones provocaban abucheos
ensordecedores.
Yo, con los codos apoyados en la mesa, contemplaba todo aquello a la luz
de un resto de razón que se iba y volvía por instantes como una lamparilla
a punto de apagarse. Fuertes ardores me recorrían los miembros, y la
locura, como una ola que rompe sobre una roca y se retira para volver de
nuevo, alcanzaba y abandonaba mi cerebro, al que acabó por invadir
completamente.
—¡Al salón, al salón! —gritó uno de los comensales—; ¿no oís esos coros
celestes? Los músicos están preparados desde hace mucho rato.
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IV. UN SEÑOR QUE NO HABÍA SIDO INVITADO
El salón es una enorme estancia de zócalos esculpidos y dorados, techo
pintado, frisos adornados de sátiros que persiguen ninfas entre las cañas,
una inmensa chimenea de mármol de color, amplias cortinas de brocatel,
donde se respira el lujo de los tiempos pasados.
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de butaca y de mesa. Las porcelanas cambiaban de sitio, se abrían y
cerraban las puertas: ocurría algo insólito.
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V. FANTASÍA
Entonces miré al techo, y vi una multitud de cabezas sin cuerpo, como las
de los querubines, que tenían expresiones tan cómicas, fisonomías tan
joviales y tan profundamente dichosas, que no pude evitar compartir su
hilaridad.
Como si yo fuera el rey de la fiesta, cada figura venía una tras otra al
círculo luminoso cuyo centro ocupaba yo, con aspecto de grotesca
compunción, a mascullarme al oído bromas de las que ni una sola puedo
recordar, pero que, en aquel momento, me parecieron prodigiosamente
espirituales y me inspiraron una loca alegría.
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—¡Acabad, por favor! Ya no puedo más… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ji! ¡Ji! ¡Ji! ¡Qué
farsa tan buena! ¡Qué excelente retruécano!
Pronto, en lugar de venir a presentarse ante mí uno por uno, los grotescos
fantasmas me asaltaron en masa, agitando sus largas mangas de pierrot,
tropezando con los pliegues de su blusón de mago, aplastando su nariz de
cartón en choques ridículos, haciendo volar como una nube el polvo de su
peluca, y desentonando extravagantes canciones de rimas imposibles.
Todos los tipos inventados por el espíritu burlesco de los pueblos y los
artistas se encontraban allí reunidos, pero más poderosos. Era un extraño
tropel: el polichinela napolitano daba golpecitos cariñosos en la joroba del
punch inglés; el arlequín de Bérgamo frotaba su hocico negro contra la
máscara enharinada del bufón de Francia, que lanzaba espantosos gritos;
el doctor boloñés lanzaba tabaco a los ojos del padre Cassandra; Tartaglia
galopaba a caballo sobre un payaso, y Gilíes daba patadas en el trasero a
su don Spavento; Karagheuz, armado de su bastón obsceno, se batía en
duelo con el bufón Oseo.
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como dice Goethe en la noche de Walpurgis.
¡De qué modo a través de todo aquel hormigueo de pesadilla sin angustia
se dibujaban a ráfagas súbitas imágenes de un efecto irresistible,
caricaturas que hubieran puesto celosos a Daumier y a Gavarni, fantasías
que hubieran vuelto locos de placer a los maravillosos artistas chinos, los
Fidias de los ídolos búdicos y de las grotescas figuritas de porcelana!
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argentina, prolongada, bordada de trinos y calderones, que me atravesó el
tímpano y, merced a un magnetismo nervioso, me obligó a cometer
multitud de extravagancias.
La envoltura humana, que tiene tan poca fuerza para el placer, y que tiene
tanta para el dolor, no hubiera podido soportar una presión más alta de
felicidad.
Uno de los miembros del club, que no había tomado parte en la voluptuosa
intoxicación para poder vigilar aquella fantasmagoría e impedir que
atravesaran las ventanas aquellos de entre nosotros que hubieran creído
poseer alas, se levantó, abrió la caja del piano y se sentó. Sus manos, al
caer a la vez, se hundieron en el marfil del teclado, y un magnífico acorde
que retumbó con fuerza hizo callar los rumores y cambió la dirección de la
embriaguez.
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VI. KIEF
El tema musical era, según creo, el aire de Agueda en el Freyschütz;
aquella melodía celeste pronto disipó, como un viento que barre deformes
nubarrones, las ridículas visiones que me asediaban. Las larvas
gesticulantes se retiraron arrastrándose bajo las butacas, donde se
escondieron entre los pliegues de las cortinas lanzando débiles suspiros
ahogados, y de nuevo me pareció que estaba solo en el salón.
¡Oh, Pillet! ¡oh, Vatel!, una de las treinta óperas que compuse en diez
minutos os haría ricos en seis meses.
Estaba en esa bienaventurada fase del hachís que los orientales llaman el
kief. Ya no sentía mi cuerpo; los lazos de la materia y del espíritu se
habían desatado; me movía por mi propia voluntad en un medio que no
ofrecía resistencia.
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etéreo al que iremos después de la muerte.
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Experimenté todos los terrores de la pobre fugitiva, y traté de esconderme
detrás de cañas fantásticas, para evitar al monstruo de patas de macho
cabrío.
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VII. EL KIEF CONVOCA DE NUEVO A LA
PESADILLA
Durante mi éxtasis, Daucus-Carota había vuelto.
Sentado como un pachá sobre sus raíces retorcidas, fijaba en mí sus ojos
ardientes; su boca crujía de forma tan sardónica, tal gesto de triunfo burlón
resplandecía en toda su personita contrahecha, que me estremecí a mi
pesar.
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preso; trata de salir y ya verás.
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VIII. TREAD-MILL
Me levanté con mucha dificultad y me dirigí hacia la puerta del salón, a
donde no llegué sino tras un tiempo considerable, pues una fuerza
desconocida me obligaba a retroceder un paso de cada tres. Según mis
cálculos, tardé diez años en hacer aquel trayecto.
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estaba iluminada a medias y cobraba a través de mi sueño proporciones
ciclópeas y gigantescas. Sus dos extremos sumidos en la sombra me
parecían, sumergidos en el cielo y en el infierno, dos abismos; al levantar
la cabeza, vi indistintamente, en una perspectiva prodigiosa,
superposiciones de rellanos innumerables, barandillas que trepaban como
para llegar a lo alto de la torre de Babel; mientras la bajaba, presentía
abismos de peldaños, torbellinos de espirales, resplandores de
circunvoluciones.
La quimera que sostenía una vela entre sus patas y a la que vi al entrar,
me interceptaba el paso con intenciones claramente hostiles; sus ojos
verdosos tenían un brillo irónico, su boca socarrona reía perversamente;
avanzaba hacia mí casi boca abajo, arrastrando por el polvo su caparazón
de bronce, pero no era por sumisión; estremecimientos feroces agitaban
su grupa de leona, y Daucus-Carota la excitaba como se hace con un
perro cuando se quiere que ataque:
Sin dejarme asustar por aquella horrible bestia, la ignoré. Una bocanada
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de aire frío me dio en la cara y el cielo nocturno limpio de nubes se me
apareció de pronto. Un sembrado de estrellas empolvaba de oro las venas
de aquel gran bloque de lapislázuli.
Estaba en el patio.
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Sentí una terrible tristeza porque, al llevarme la mano al cráneo, lo
encontré abierto y perdí el conocimiento.
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IX. NO CREÁIS EN LOS CRONÓMETROS
Al volver en mí, vi la habitación llena de gente vestida de negro, que se
aproximaba y se estrechaba la mano con melancólica cordialidad, como
personas afligidas por un dolor común.
Decían:
—La eternidad estaba agotada, hay que cambiar de vida —repuso otro.
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millonésima de milímetro.
—Vamos, veo que hay que conjurar a los malos espíritus, vuelve el tedio
—dijo el vidente—, toquemos un poco de música. El arpa de David será
reemplazada esta vez por un piano de Erard.
Los miembros del club se fueron cada uno por su lado, como los oficiales
después del entierro de Malbrouck.
Yo bajé con paso ligero aquella escalera que me había producido tantas
torturas, y unos instantes después estaba en mi habitación en plena
realidad; los últimos vapores provocados por el hachís habían
desaparecido.
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Théophile Gautier
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sus asistentas, que murió un año después por una enfermedad.
A lo largo de su vida Gautier hizo viajes por España, Italia, Turquía, Egipto
y Argelia, que luego reflejó en libros como Constantinopla, Viaje a España,
Tesoros del Arte de Rusia o Viaje a Rusia. Su estancia en España, en
1840, al final de la Primera Guerra Carlista tuvo como objetivo cubrir la
contienda como periodista, trabajo que consideró humillante. En su
equipaje portaba un aparato fotográfico (daguerrotipo) con el que
pretendía captar imágenes de su viaje; nada se sabe de los resultados
obtenidos, pues al parecer sus intentos fueron infructuosos.
Pese a que fue rechazado tres veces por la Academia Francesa, en 1867,
1868 y 1869, fue apoyado por el crítico literario más influyente de la época,
Charles-Augustin Sainte-Beuve, quien lo consideró el mejor columnista de
prensa del momento.
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