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En el principio está la renuncia.

De ella nace todo lo que podemos amar en


nuestro oficio, y sin ella nos veremos reducidos a lo viejo, a lo superado, a
las servidumbres del tiempo, a la ceguera del hábito, a las promesas
melancólicas de la decadencia. Es la condición del comienzo: terminar de una
vez, dejarlo todo atrás, de una vez por todas. La renuncia es nuestra utopía, la
de todos los artistas, aun los más persistentes. Balsac tomo su lema de la
inscripción en piedra de los muros de la Gran Cartuja: Tace, late, fuge (calla,
abandona, huye).
Una variedad bastante obvia es que todos los escritores, de jóvenes quisimos ser
escritores. No menos obvio es que todos fuimos jóvenes: lo fuimos todo el tiempo
que quisimos ser escritores, todo lo que nos llevó aprender que para ser
escritor había que encontrar el modo de renunciar a serlo. Y no sólo renunciar a
ser escritor, a ser "escritor bueno" o "escritor malo", a ser poeta, novelista,
crítico, filósofo, sino renunciar a más, a mucho más, en lo posible a todo.
Claro que descubrir que era ese "más" y ese "todo", ya no resultó tan fácil.
Investigarlo es adentrarse en las tierras asombrosas de la invención, del
estilo, del destino. ¿Que más debemos abandonar? ¿Qué otra cosa debemos callar?
¿De qué nuevos giros del tiempo debemos huir todavía? Basta de preguntárselo, y
ya estamos en el corazón de lo novelesco, en las islas, montañas, selvas,
castillos, trenes, barcos, rumbo a la aventura. Es casi como si volviéramos a
ser jóvenes, y cualquiera sabe, por experiencia propia, que todos los jóvenes
quisieron ser escritores.
Por suerte ya no somos tan jóvenes, y si hemos aprendido algo, es que el
abandono y la liberación no sobrevendrán por una mera cesación. Lo viejo se
resiste a morir: no lo fulmina sino el rayo de lo inesperado, el que logra
burlar sus más sutiles precauciones, que son legión. Todo debe ser inventado,
incluida la renuncia a seguir inventando. Sobre todo la renuncia. La literatura
entera, el sistema de las artes en su fantástica variedad, se enciende en esta
tarea, se pone de pie (hasta ahora lo habíamos estado viendo al revés, en un
reflejo deslucido).
Abandonar es permitir que lo mismo se vuelva otro, que empiece lo nuevo. En ese
sentido, nunca abandonaremos bastante, tan grande es nuestra sed de desconocido.
(Por eso nos hicimos escritores.) Buscamos algo más que abandonar, otra cosa,
otra más, nos esforzamos, como no nos esforzamos nunca en ninguno de los
trabajos que emprendimos, movilizamos toda nuestra invención, y hasta la ajena,
en la busca de nuevas renuncias. Y ya no se trata de abandonar técnicas,
géneros, una profesión, nuestras viejas mezquindades... Lo que aparece al fin
como objeto digno de nuestro abandono es la vida en la que habíamos venido
creyendo hasta ahora. "Ya lo vi, ya lo tuve, ya lo viví". Ahí descubrimos que la
literatura nos sirve todavía, la literatura al fin puesta del derecho,
instrumento perfecto para negarse a sí misma, y llevarse consigo todo lo demás
en su reflujo aniquilador.
Es la euforia, al fin, el entusiasmo, la vocación, el éxtasis prometido... Pero
es una euforia de la melancolía. Porque nuestra vida pasó.. Tuvo que pasar para
que aprendiéramos. Parece como si fuera demasiado tarde, como si no hubiera otro
momento más que éste, póstumo, par empezar. Entonces, "en el fondo del
naufragio", volvemos en busca de consuelo a los poetas que amamos en nuestra
juventud, cuando queríamos ser escritores. Primero, Baudelaire; después todos
los demás; y después, Rimbaud. En él nos detenemos, perplejos, en presente.
Llegamos. Podemos empezar. Podemos terminar. De Rimbaud, el poeta más amado,
siempre se dice que es más que un poeta amado. Y debe ser cierto, porque no
hemos empezado siquiera con él, como no hemos empezado con nosotros mismos. Se
nos escapa como un mal proyecto. Huye hacia delante, y no vale la pena
perseguirlo. Es el mito de nuestras vidas, nuestra juventud en persona. Una vez
le pregunté a un poeta, el que yo más amé, por qué no había terminado el
secundario. Por qué no había seguido el camino, o el camino a secas. Me
respondió con toda naturalidad, como si fuera algo obvio: "?Para qué?, si lo que
yo quería era ser Rimbaud". Es obvio, realmente. Todos podríamos responder lo
mismo. Pero últimamente he empezado preguntarme si esa frase no estará más allá
de las precisiones biográficas, si no estará repitiendo para siempre en el mito
que pretendemos encarar. ¿Para qué vivir, en efecto, para qué querer ser
escritores, si lo que queremos es ser Rimbaud?. Deberíamos dejar de mentirnos.
Quizá salgamos ganando cuando lo hayamos perdido todo. El tiempo, en su
transparencia anodina, contiene la promesa del instante, y la alquimia se
realiza en el cuaderno de un niño. Y digo "se realiza" en sentido literal. Se
hace realidad, tal como se hace real la realidad: en el presente, en nosotros,
definitivamente. Nuestros más locos deseos irrealizables se están haciendo
realidad en nuestras vidas, o sea en Rimbaud. No es historia, ni filología, ni
crítica literaria; es un procedimiento para trasformar el mundo en mundo.

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