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SANTIAGO DABOVE

LA MUERTE
Y SU TRAJE
Prólogo de
JORGE LUIS BORGES

CALICANTO EDITORIAL

1era edición: Editorial Alcándara, Bs As, 1961


© 1976
CALICANTO EDITORIAL S.R.L.
Suipacha 831 - 3o C - Buenos Aires
Hecho el depósito que previene la ley
Impreso en Argentina - Printed in Argentina
LA MUERTE, ESA TERCA COMPAÑÍA

Que un hombre escriba en toda su vida un solo y breve libro, no es algo que pueda
llamar demasiado la atención: la mayoría no escribe ninguno. Que ese libro haya
alcanzado notoriedad entre los especialistas, tampoco parece insólito: Gutierre de Cetina
obtuvo su fama con sólo un madrigal. Pero que ese único volumen haya sido dedicado en
forma exclusiva al tema de la muerte es algo menos frecuente y puede provocar cierta
curiosidad. Este es el caso de Santiago Dabove, nacido en Morón, provincia de Buenos
Aires, en 1889 y muerto en esa misma localidad sesenta y dos años más tarde.
Entre sus muchas peculiaridades (la riqueza de su narrativa fantástica, por ejemplo) la
literatura argentina puede incluir la de haber producido una considerable cantidad de
escritores de primera línea mantenidos durante años en el desconocimiento o el olvido.
Algunas veces fue la intolerancia ideológica; otras, cierta tendencia al hipnotismo por las
modas literarias llegadas de Europa, lo que distrajo el interés por los creadores
nacionales, o bien el solo hecho de que un autor hubiese fijado su residencia lejos de
Buenos Aires, centro de toda promoción publicitaria.
Sin embargo, las causas del desconocimiento de Santiago Dabove no se ajustan a
ninguno de estos cánones. De obra muy poco nutrida, tampoco él realizaba grandes
esfuerzos para darla a conocer por escrito. Prefería —narran quienes frecuentaron su
trato— ejercer los goces de la conversación. Género literario (o semiliterario) que semeja
al modelado en hielo o a los castillos de arena trabajados durante horas con paciencia
artesanal y que comienzan a destruirse casi simultáneamente con su terminación.
El ya mitológico Macedonio Fernández, Santiago Dabove y su hermano Julio César,
formaron un grupo al que denominaron triquia1, que acostumbraba a reunirse (según
contó Hugo Loyácono en El Cronista Comercial del 29 de noviembre de 1975) en un
cuarto del fondo de la casa de los Dabove en Morón. Allí, a la temblorosa luz de una vela,
como si las sombras ayudaran a que los mecanismos de la mente se moviesen con más
facilidad por los vericuetos de la metafísica, los tres dilataban la charla durante largas
horas sobre determinada opinión de Schopenhauer, el idealismo de Berkeley, al que
Macedonio adhería con fervor, o el empirismo de David Hume.
Dabove hace pensar en esas conversaciones metafísicas cuando en su cuento El
espantapájaros y la melodía, escribe: “Hartos de mate, de discusión y de cigarrillos, nos
venía bien un intervalo de reposo y silencio, como le viene bien a un charlatán y fumador
entrar en una iglesia y refrescar su cabeza al sacarse el sombrero y hacer descansar su
garganta irritada de tanto humo y tanta charla. Nos sentamos alrededor de la mesita, Juan
y Rodolfo Valle, Román, Ricardo y Alejo. Este último se volvió a levantar para apagar la
luz eléctrica y encender una lamparita a la que graduó la mecha para que quedáramos en
la penumbra.”
La triquis1 se ampliaba los sábados en la antigua confitería La Perla de la esquina de
Jujuy y Rivadavia, en el barrio de Once. Alrededor de los mármoles circulares de las
mesas se reunían varios contertulios, entre los que se puede mencionar a Jorge Luis
Borges, Raúl Scalabrini Ortiz y Leopoldo Marechal. Borges, en el prólogo a la antología
de Macedonio, publicada por Ediciones Culturales Argentinas en 1961, evocó aquellos
memorables diálogos, los que también es posible descubrir, como reflejados por un
espejo deformante, en su cuento El Congreso, recopilado en El libro de arena, Buenos
Aires, 1975. Sólo que en ese texto se trata de la confitería del Gas y el empeño de los
encuentros en la ficción, aparentemente es más pretensioso: reunir un parlamento que
representara a los hombres de todo el mundo. Aunque acaso la ambición de buscar la
verdad por medio de la metafísica no le vaya en saga.
Alguna vez —narra Borges— surgió del grupo reunido en La Perla, la idea de escribir
en forma colectiva una novela fantástica, situada en Buenos Aires. “La obra se titulaba El
hombre que será presidente; los personajes de la fábula eran los amigos de Macedonio y
en la última página el lector recibiría la revelación de que el libro había sido escrito por
Macedonio Fernández, el protagonista, y por los hermanos Dabove y por Jorge Luis
Borges, que se mató a fines del noveno capítulo, y por Carlos Pérez Ruiz, que tuvo
aquella singular aventura con el arco iris, y así de lo demás. En la obra se entretejían dos
argumentos: uno, visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la
república; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos
y tal vez locos, para lograr el mismo fin. Estos resuelven socavar y minar la resistencia de
la gente mediante una serie gradual de Invenciones Incómodas. La primera (la que nos
sugirió la novela) es la de los azucareros automáticos, que, de hecho, impiden endulzar el
café. A ésta le siguen otras: la doble lapicera, con una pluma en cada punta, que
amenaza pinchar los ojos; las empinadas escaleras en las que no hay dos escalones de
igual altura; el tan recomendado peine navaja, que nos corta los dedos; los enseres
elaborados con dos nuevas materias antagónicas, de suerte que las cosas grandes sean
muy livianas y las muy chicas pesadísimas, para burlar nuestra expectativa; la
multiplicación de párrafos empastelados en las novelas policiales; la poesía enigmática y
la pintura dadaísta o cubista. En el primer capítulo, dedicado casi por entero a la
perplejidad y al temor de un joven provinciano ante la doctrina de que no hay yo, y él, por
consiguiente, no existe, figura un solo artefacto, el azucarero automático. En el segundo
figuran dos, pero de modo lateral y fugaz; nuestro propósito era presentarlos en
proporción creciente. Queríamos también que a medida que se enloquecieran los hechos,

1 Se mantiene aquí la diferencia de vocablos que figura en la obra impresa. En el DRAE solo figura triquis con dos
significados: 1 Trago de bebida alcohólica. 2 Cacharro, recipiente de uso culinario.
el estilo también se enloqueciera; para el primer capítulo elegimos el tono conversado de
Pío Baroja; el último hubiera correspondido a las páginas más barrocas de Quevedo. Al
final, el gobierno se viene abajo; Macedonio y Fernández Latour entran en la Casa
Rosada, pero ya nada significa en ese mundo anárquico.” La cita, pese a lo extensa, tiene
sentido para demostrar que no se trataba de un grupo signado por la solemnidad. Un
humor casi surrealista está presente a lo largo de toda la evocación borgeana y al mismo
tiempo pone de manifiesto el tono que debía presidir aquellas reuniones de los viernes.
Sin embargo, y aún cuando varias líneas de Dabove lo muestran dueño de un singular
humorismo, caracterizado por una ironía muy porteña, a través de las páginas de La
muerte y su traje resulta evidente la preocupación casi obsesiva por la muerte que
padecía su autor. Recordó Loyácono, en el artículo ya mencionado, que para Dabove, la
idea del fin de la vida llenaba casi la totalidad de sus pensamientos, y Jorge Calvetti no
fue menos contundente: “Era un proceso de la muerte. Ella le dominó como un demonio.
Algunas tardes salía de su habitación como si hubiese estado contemplando sus cenizas.”

El tema de la muerte

Salvo tal vez el de la soledad, o el amor, pocos temas han preocupado en mayor
medida al hombre que el de la muerte. De ahí que las religiones hayan creado el mito de
un tránsito hacia un mundo mucho más placentero para quienes han sido justos y
bondadosos en la tierra. El Atharva-Veda hindú, supone por ejemplo un paraíso rico en
alimentos interminables, especial para hambrientos y golosos; el cristianismo afirma que
en el cielo las almas que han sido admitidas se ven libres de todo dolor y gozan en la
contemplación de Dios, mientras El Corán promete un edén sensual donde un hombre
podrá tener varias mujeres, será capaz de contemplarlas a todas, en tanto que cada una
de ellas supondrá que es la única elegida. Pero ningún argumento ha disipado la angustia
que provoca la inseguridad de una nueva vida o el simple desasosiego ante lo
desconocido. El temor a la muerte ha sido una constante a lo largo de la historia, y por
lógica ese sentimiento se reflejó en la literatura que no es más que su espejo.
El tratamiento que Santiago Dabove otorga al tema hace pensar de inmediato en una
línea del monólogo de Hamlet: “¡Morir..., dormir! ¡Dormir!... ¡Tal vez soñar!”, porque los
ropajes con que trata de vestir sus distintas imágenes de la muerte, semejan sueños,
pesadillas en las que se reitera siempre un solo personaje macabro. De ahí que no suene
ociosa la aclaración que desliza en el cuento que da título al libro: “Se que aquello
sucedió y se que no es un sueño, pero también los sueños ‘suceden’ y el alma anda entre
sueños.”
Los relatos de Dabove parecen lúgubres aproximaciones en busca del conocimiento de
cómo ocurrirá su muerte y así traza diversas imágenes, distintas posibilidades de cómo
llegará el fin. En Tratamiento mágico infiere que contrariamente al “vivir su propia muerte”
que pedía Rilke, “el moribundo que se pierde entre ensueños o que se desdobla y finge
su muerte como si fuera la del otro, con cualquier medio que emplee, realiza una fantasía
trascendente que parece bañarse de inmortalidad como si fuera posible para el sujeto la
consideración de su propia muerte, o si se quiere, que ésta es usadera y no afecta su
ser.” No es preciso efectuar un excesivo esfuerzo intelectual para suponer que las muchas
muertes literarias fraguadas por Dabove, son también una manera casi mágica de alejar
el fantasma de su muerte real.
En otra parte (El espantapájaros y la melodía) explica esa necesidad de
distanciamiento: “No sé si habrán observado —escribe— que la proximidad tiene bastante
parte en la impresión que nos causa la agonía y la muerte... Podemos pensar en todo
momento en la muerte, pero nos disgusta que sus muecas, su olor, su indumento, se nos
hagan íntimos. No es cobardía, no es temor, no es egoísmo que tiemble, esto sería
demasiado trivial. No se qué será, pero si se me permite, aún a riesgo de provocar las
risas más francas, diré que por mí pasa, en circunstancias semejantes, entre otros
sentimientos oscuros, uno de vergüenza.” No es extraño que en ese sentimiento haya
influido aquella impresión acuñada por Borges de que los difuntos tienen un cierto “aire de
cachivache” según escribió en una de las narraciones que integran su Historia Universal
de la Infamia.
Como contrapartida de ese sentimiento de pudor frente a la propia muerte, en La
cuenta menciona a un presunto suicida que atrajo público al acto de su muerte porque —
según confesó— “no me atrevo a matarme en soledad, y la presencia de ustedes puede
ayudarme a morir.”
Lector fervoroso de Edgar Allan Poe, Franz Kafka, Guy de Maupassant, Santiago
Dabove no demuestra ningún temor en dejar al descubierto sus innegables influencias.
Ser polvo, por ejemplo, es otra versión de La metamorfosis de Kafka, sólo que en lugar de
convertirse en un insecto repugnante como le ocurrió a Gregorio Samsa, el protagonista
del cuento del argentino se hunde en la tierra tras caer de un caballo frente a un viejo
cementerio y lentamente comienza a transformarse en una tuna. También aquí el
problema de la soledad tiene sus diferencias con el modelo: en tanto la creación de Kafka
sufre ante su evolución por la repugnancia que provoca a sus familiares a quienes su
cambio ha dejado en la indigencia, trata de ocultarse a las miradas y desea la muerte, el
personaje de Dabove, que sostiene “no hay esperanza para el corazón del hombre”, al ser
despedido por el caballo, no aguarda la ayuda de otro ser humano, porque intuye que
llegará tarde. Y cuando un viajero trata de ayudarlo en su difícil situación, lo escupe. La
total soledad es el signo de esta metamorfosis.
El experimento de Varinsky, donde un joven médico trata de volver a la vida a un
suicida asesino, recuerda en algunos tramos al caso del señor Valdemar, de Poe. Este
último ha sido mantenido en un estado cercano a la vida a lo largo de algunos meses por
medio del mesmerismo, y cuando se le habla, responde mediante una voz que parece
provenir de ultratumba. Finalmente, al preguntársele sobre sus sensaciones o deseos,
con ese mismo timbre macabro, Valdemar grita en un ronquido estremecedor: ¡Por el
amor de Dios! ¡Pronto, pronto! ¡Duérmame o despiérteme! ¡Pronto! ¡Le digo que estoy
muriendo!
El paciente de Varinsky también hace llegar su voz desde el más allá. Con un tono
apenas audible, transmite las nuevas sensaciones que le provoca su inminente retorno a
la vida: “¡Es una vida loca de sueños lo que se ha desatado! Creo andar entre una ciudad
de sombras, rota y dispersa como un astillero confuso. Tiene de lo que feneció y de lo que
está naciendo de la muerte.”
A pesar de abordar un solo tema, Dabove consigue brindar diversas versiones en las
que lo sobrenatural aparece inserto —de acuerdo a las reglas de la literatura fantástica—
dentro de un mundo cotidiano, hasta sencillo. Así en Finis se encuentra con un manuscrito
que detalla el fin del mundo cuando debe concurrir al cementerio a reducir un cadáver de
un pariente, o choca con un espectro desnarigado en un viaje en tranvía que
morosamente lo lleva hasta la Recoleta o se acerca a una orgía delirante en un exótico
prostíbulo realizada durante un carnaval en Bolivia por medio de los recuerdos de un
hombre que evoca la pesadilla con naturalidad, como si se tratara de una historia común
(La muerte y las máscaras).
De la misma manera en Tratamiento mágico, el curandero recurre al peyote, cosa que
no suena demasiado insólita, si se tiene en cuenta que el personaje comienza a tener
extrañas visiones que le permitirán aliviar su dolencia y hasta se explica el fraude de un
espiritista que actúa movido sólo por un sentimiento piadoso, de cálida solidaridad.
(”Cuando lo dejé, me decía a mí mismo, que al fin era bueno quien sofisticaba, pero
regalaba ilusiones.” (El espantapájaros y la melodía).
Pero de todo el libro se desprende un similar y extraño clima que alcanza su cúspide
en el brevísimo relato con que concluye el volumen: Tren, acaso una de las más perfectas
narraciones fantástica escritas en esta parte del mundo, líneas que de por sí justificarían a
cualquier escritor y que, tal como escribe Borges refiriéndose a Ser polvo, las
generaciones venideras no se resignarán a dejar morir en el olvido. Dabove demuestra en
esas exiguas dos carillas que toda la vida de un hombre puede sintetizarse en un texto
diminuto y poético.
La muerte y su traje excede en mucho la mera curiosidad para eruditos: se trata de un
libro sobrecogedor donde lo sobrenatural y fantástico se presenta a cada paso para
ayudar al lector a lamentar que el talento de su autor se haya diluido en diálogos
metafísicos, porque los pocos textos que se tomó el trabajo de escribir descubren a un
narrador de cualidades poco comunes.
Horacio Salas
PRÓLOGO

Un hombre soñado por Shakespeare dijo que estamos hechos de la substancia con
que se hacen los sueños; para los más, este dictamen es una interjección del desaliento o
una metáfora; para los metafísicos y místicos, es la directa enunciación de una verdad
precisa. (No sabemos cuál de las dos interpretaciones fue la de Shakespeare; acaso le
bastó la mera música de sus palabras). Macedonio Fernández, que no propuso ideas
nuevas —posiblemente no las hay— pero que redescubrió y repensó las ideas
fundamentales, razonaba con admirable gracia y pasión esa índole onírica de las cosas y
fue por él que conocí, hacia 1922, a Santiago Dabove. Pocas horas le bastaron a
Macedonio para convertirnos al idealismo. La memoria de Berkeley y el anhelo de
hipótesis mágicas o asombrosas fueron mi estímulo; en cuanto a Santiago Dabove,
sospecho que lo guiaba la convicción de que la vida es tan poca cosa que no puede ser
más que un sueño. Nihilismo y amargura lo condujeron a la tesis onírica. Para este sueño
o realidad que lleva la cifra de 1960, Santiago ha muerto y vive en las realidades o sueños
que propone este libro.
Todos los sábados, durante un tiempo que acabó midiéndose por años, nos
congregaba en una confitería de la calle Jujuy la tertulia, hoy casi legendaria, de
Macedonio. A veces conversábamos hasta el alba; los temas habituales eran la filosofía y
la estética. La pasión política no había devorado aún a las otras; acaso nos creíamos
anarquistas individualistas, pero Kropotkin o Spencer nos importaban menos que los usos
de la metáfora o la inexistencia del yo. De una manera casi imperceptible, Macedonio
dirigía nuestro diálogo; quienes entonces lo escuchamos no podemos maravillarnos de
que los hombres que perdurablemente han influido en la humanidad —Pitágoras, el
Buddha, Jesús— prefirieran la palabra oral a la palabra escrita...Es típico de tales
abstractos y apasionados cenáculos que lo general borre lo personal; muy poco sé de la
cronología y de las vicisitudes de Santiago, salvo que estaba empleado en el Hipódromo y
que vivía en Morón, pueblo de sus padres y abuelos. Creo, sin embargo, haberlo
conocido íntegramente, en la medida en que una persona puede ser conocida por otra;
me parece que podría presentarlo en un cuento y hacerlo obrar sin falsedad. Era, como
Pitágoras quería, un espectador. Sobrellevaba sin fatiga los lentos días de semana en el
pueblo; el cigarrillo, el violín y el mate eran formas de su ocio. Su casa era una de esa
casas antiguas que se ahondan en patios y en cuyo fondo hay una claridad, que es la
huerta. Una gran parra suavizaba las diversas luces del día y por esos patios y por esas
altas habitaciones iría Santiago, adivinando y precisando sus sueños.
Una vez nos dijo, sonriendo, que disponía de todos los materiales para la redacción de
una gran novela, porque siempre había vivido en Morón; Mark Twain pensaba lo mismo
del Mississippi, cuyas anchas y oscuras aguas había surcado tantos años como piloto, y
quizá todas las variedades humanas estén representadas en cualquier lugar del planeta y
quizá en cada hombre. En cuanto a la idea o prejuicio naturalista, de que los escritores
deben viajar en busca de temas, Dabove lo juzgaba menos afín a la literatura que al
periodismo. Recuerdo haber discutido con él pasajes de De Quincey o de Schopenhauer,
pero sospecho que leía lo que el azar le ponía en las manos. Fuera de algunas viejas
admiraciones —el Quijote y Edgar Allan Poe, ciertamente, y acaso Maupassant— no tenía
mayores esperanzas en la palabra escrita. Había hecho lo humanamente posible para
admirar a Goethe, pero le sucedió lo que a otros. La música era para él no sólo un goce
emocional sino intelectual. La ejecutaba con destreza, pero prefería oírla y analizarla.
Recuerdo algunas de sus observaciones. En el cenáculo de Macedonio se discutía si el
tango es alegre o triste. Cada cual rechazaba como excepciones las piezas que otro
alegaba como típicas y ni siquiera nos poníamos de acuerdo sobre el valor emocional de
Don Juan o de Siete palabras. Santiago, que nos escuchaba en silencio, observó al fin
que la discusión era vana, puesto que cualquier melodía, aún la pobrísima del tango, es
harto más compleja, rica y precisa que los adjetivos triste o alegre. El tango no le
interesaba, pero sí la crónica épica de las orillas, las historias de guapos. Las refería sin el
menor acento admirativo o sentimental. No olvidaré una anécdota suya: la inauguración
de una casa mala en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Los “niños bien”, que
conocían la capital, tuvieron que explicar el insólito establecimiento a los grandes
malevos, que sólo habían gustado hasta entonces los amores del zaguán o de la
intemperie. A Maupassant le hubiera complacido esta situación.
Más que lo irreal Santiago sentía lo vano de las cosas. Ambos sentimientos conviven
en el cuento fantástico, al que también lo condujeron el ejemplo, ya mencionado, de Poe y
el de Lugones de Las fuerzas extrañas. Todas las piezas que componen este volumen
póstumo pertenecen a un género que podríamos definir como de imaginación razonada,
pero los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con
certidumbre si el universo es un espécimen de literatura fantástica o de realismo.
El roce de los años desgasta las obras de los hombres, pero perdona paradójicamente
algunas cuyo tema es la dispersión y la fugacidad. Ciertamente las venideras
generaciones no se resignarán a dejar morir el singular y dolorido cuento Ser polvo.

Jorge Luis Borges


PRIMERA PARTE
SER POLVO

¡Inexorable severidad de las circunstancias! Los médicos que me atendían tuvieron que
darme, a mis pedidos insistentes, a mis ruegos desesperados, varias inyecciones de
morfina y otras substancias para poner como un guante suave a la garra con que
habitualmente me torturaba la implacable enfermedad: una atroz neuralgia del trigémino.
Yo, por mi parte, tomaba más venenos que Mitrídates. El caso era poner una sordina a
esa especie de pila voltaica o bobina que atormentaba mi trigémino con su corriente de
viva pulsación dolorosa. Pero nunca se diga: “he agotado el padecimiento, este dolor no
puede ser superado” pues siempre habrá más sufrimiento, más dolor, más lágrimas que
tragar. Yo no sé ver en las quejas y expresión de amargura presentes otra cosa que una
de las variaciones sobre este texto único y terriblemente invariable: “¡no hay esperanza
para el corazón del hombre!”. Me despedí de los médicos y llevaba la jeringa para las
inyecciones hipodérmicas, las píldoras de opio y todo el arsenal de mi farmacopea
habitual.
Monté a caballo, como solía hacerlo, para atravesar esos veinte kilómetros que
separaban los pueblos que siempre solía recorrer.
Frente mismo a ese cementerio abandonado y polvoriento que me sugería la idea de
una muerte doble, la que había albergado y la de él mismo, que se caía y se transformaba
en ruinas, ladrillo por ladrillo, terrón por terrón, me ocurrió la desgracia. Frente mismo a
esa ruina me tocó la fatalidad, lo mismo que a Jacob el ángel que en las tinieblas le tocó
el muslo y lo derrengó, no pudiendo vencerlo. La hemiplejía, la parálisis que hacía tiempo
me amenazaba, me volteó del caballo. Luego que caí, éste se puso a pastar un tiempo y
al poco rato se alejó. Quedaba yo abandonado en esa ruta solitaria donde no pasaba un
ser humano en muchos días, a veces. Sin maldecir mi destino, porque se había gastado
la maldición en mi boca y nada representaba ya. Porque esa maldición habría sido en mí
como las gracias que da a la vida un ser constantemente agradecido por la prodigalidad
con que lo mima una existencia abundante en dones.
Como el suelo en que caí, a un lado del camino, era firme, y podía permanecer mucho
tiempo allí y poco me podía mover, me dediqué a cavar pacientemente, con mi
cortaplumas, la tierra alrededor de mi cuerpo. La tarea resultó más bien fácil, porque el
suelo era esponjoso. Poco a poco me fui enterrando en una especie de fosa que resultó
un lecho algo más tolerable que la superficie dura. Me dediqué a tragar con entusiasmo y
regularidad ejemplares, píldora tras píldora de opio, y eso debe de haber determinado el
“sueño” que precedió a “mi muerte”.
Era un extraño sueño-vela y una muerte-vida. El cuerpo tenía una pesadez mayor que
la del plomo, a ratos, porque en otros no lo sentía en absoluto, exceptuando la cabeza
que conservaba su sensibilidad.
Muchos días, me parece, pasé en esa situación y las píldoras negras seguían entrando
en mi boca, y parecían descender por declive y asentarse abajo, para transformarlo todo
en negrura y en tierra.
La cabeza sentía y sabía que pertenecía a un cuerpo terroso, habitado por lombrices y
escarabajos y lleno de galerías frecuentadas por hormigas. Pero experimentaba cierto
calor y cierto gusto en ser de barro y de ahuecarse cada vez más. Así era y, cosa
extraordinaria, había quedado mi cabeza indemne y nutrida por el barro como una planta.
Al principio se defendía a dentelladas de los pájaros de presa que querían comerle los
ojos y la carne de la cara. Por el hormigueo que siento adentro, creo que debo tener un
nido de hormigas cerca del corazón. Me alegra, pero me impele a andar y no se puede
ser barro y andar. Todo tiene que venir a mí; no saldré al encuentro de ningún amanecer
ni atardecer, de ninguna sensación.
Cosa curiosa: el cuerpo está atacado por las fuerzas roedoras de la vida y es un
amasijo donde ningún anatomista distinguiría más que barro, galerías y trabajos prolijos
de insectos que instalan su casa; y, sin embargo, el cerebro conserva su inteligencia.
Me daba cuenta de que mi cabeza recibía el alimento poderoso de la tierra, pero en
una forma directa, idéntica a la de los vegetales. La savia subía y bajaba lenta, en vez de
la sangre que maneja nerviosamente el corazón. Pero ahora, ¿qué pasa?, las cosas
cambian. Mi cabeza estaba casi contenta de llegar a ser como un bulbo, una papa, un
tubérculo, y ahora está llena de temor. Teme que alguno de esos paleontólogos que se
pasan la vida husmeando la muerte, la descubra. O que esos historiadores políticos que
son los otros empresarios de pompas fúnebres que acuden después de la inhumación,
echen de ver la vegetación de mi cabeza. Pero, por suerte, no me vieron.
¡Qué tristeza! Ser casi como la tierra y tener todavía esperanzas de andar, de amar.
Si me quiero mover me encuentro como pegado, como solidarizado con la tierra. Me
estoy difundiendo, voy a ser pronto un difunto ¡Qué extraña planta es mi cabeza! Difícil
será que dure su singularidad incógnita. Todo lo descubren los hombres, hasta una
moneda de dos centavos embarrada.
Maquinalmente se inclinaba mi cabeza hacia el reloj de bolsillo que había puesto a mi
lado cuando caí. La tapa que cerraba la máquina estaba abierta y una hilera de hormigas
pequeñas entraba y salía. Hubiera querido limpiarlo y guardarlo, pero ¿en qué harapo de
mi traje, si todo mi cuerpo era casi tierra?
Sentía que mi transición a vegetal no progresaba mucho porque un gran deseo de
fumar me torturaba. Ideas absurdas me cruzaban la mente ¡Deseaba ser planta de tabaco
para no tener la necesidad de fumar!
El imperioso deseo de moverme iba cediendo al de estar firme y nutrido por una tierra
rica y protectora.
...Por momentos me entretengo y miro con interés pasar las nubes ¿Cuántas formas
piensan adoptar antes de no ser ya más, nunca más, máscaras de vapor de agua? ¿La
agotarán todas? Las nubes divierten al que no puede hacer otra cosa que mirar el cielo;
pero, cuando repiten hasta el cansancio su intento de semejar formas animales, sin mayor
éxito, me siento tan decepcionado que podría mirar impávido una reja de arado venir en
derechura a mi cabeza.
...Voy a ser vegetal y no lo siento, porque los vegetales han descubierto ese privilegio
de su vida estática y egoísta. Su modo de cumplimiento y realización amorosos por medio
de telegramas de polen no puede satisfacernos como nuestro amor carnal y apretado. Es
cuestión de probar y veremos cómo son sus voluptuosidades.
...Pero no es fácil conformarse y borraríamos con una goma lo que está escrito en el
libro del destino si ya no nos estuviera acaeciendo.
De qué manera odio ahora eso del “árbol genealógico” de las familias; me recuerda
demasiado mi trágica condición de regresión a un vegetal. No hago cuestión de dignidad
ni de prerrogativas; la condición de vegetal es tan honrosa como la del animal; pero, para
ser lógicos, ¿por qué no representar las ascendencias humanas con la cornamenta de un
ciervo? Estaría más de acuerdo con la realidad y la animalidad de la cuestión.
...Solo en aquel desierto, pasaban los días lentamente sobre mi pena y aburrimiento.
Calculaba el tiempo que llevaba de entierro por el largo de mi barba. La notaba algo
hinchada y su naturaleza córnea, igual a la de la uña y epidermis, se esponjaba como en
algunas fibras vegetales. Me consolaba pensando que hay árboles expresivos tanto como
un animal o un ser humano. Yo me acuerdo haber visto un álamo, cuerda tendida del cielo
a la tierra. Era un árbol con hojas y ramas cortas y muy alto, más que un palo de navío
adornado. El viento sacaba del follaje una expresión cambiante, un rumor, casi sin sonido,
como un arco de violín que hace vibrar las cuerdas con velocidad e intensidad graduadas.
...Oí los pasos de un hombre, planta de caminador quizá, que por no tener con qué
pagar el pasaje en distancias largas, se ha puesto algo así como un émbolo en las
piernas y una presión de vapor de agua en el pecho. Se detuvo como si hubiera frenado
de golpe frente a mi cara barbuda. Se asustó primero y empezó a huir, luego, venciéndolo
la curiosidad volvió y, pensando quizá en un crimen, empezó a tratar de desenterrarme
escarbando con una navaja. Yo no sabía cómo hacer para hablarle, porque mi voz ya era
un semisilencio por la casi carencia de pulmones. Como en secreto le decía:
—Déjeme, déjeme, si me saca de la tierra, como hombre ya no tengo nada de efectivo,
y me mata como vegetal. Si quiere cuidar la vida y no ser meramente policía, no me mate
este modo de existir que también tiene algo de grato, inocente y deseable.
El hombre pretendió seguir escarbando, entonces le escupí en la cara. Se ofendió y me
golpeó con el revés de la mano. Me pareció entonces que una oleada de sangre subía a
mi cabeza, y mis ojos coléricos desafiaban como los de un esgrimista enterrado, junto con
espada, pedana y punta hábil que busca herir.
La expresión de buena persona desolada y servicial que puso el hombre, me advirtió
que no era de esa raza caballeresca y duelista. Pero en todo esto había algo que llegó a
estremecerme, algo referente a mí mismo.
Como es común en el momento de encolerizarnos, me subió el rubor a la cara. Habréis
observado que sin espejo no podemos ver de ésta última más que un costado de la nariz
y una muy pequeña parte de la mejilla y labio correspondiente, todo esto muy borroso y
cerrando un ojo. Yo que había cerrado el izquierdo como para un duelo a pistola, pude ver
en los planos confusos por demasiada proximidad, del lado derecho, en esa mejilla que
en otro tiempo había fatigado tanto dolor, pude entrever, digo, la ascensión de un “rubor
verde”. ¿Será la savia, y la clorofila de las células periféricas lo que prestaría un ilusorio
aspecto verdoso? No sé, pero me parece que cada día soy menos hombre.
...Frente a ese antiguo cementerio me iba transformando en una tuna solitaria en la que
probarían sus cortaplumas los muchachos ociosos. Yo, con esas manazas enguantadas y
carnosas que tiene las tunas, les palmearía las espaldas sudorosas y les tomaría con
fruición “su olor humano”. ¿Su olor?, para entonces, ¿con qué?, si ya se me va
aminorando la agudeza de todos los sentidos.
Así como el ruido tan variado y agudo de los goznes de las puertas nunca va a llegar a
ser música, pensaba todavía mi tumultuosidad de animal que nunca se acomodaría a la
vida callada y serena de los vegetales y tan encauzada en reposo...
Por mucho que se valore la actividad y el cambio, la libertad y traslación humanas, en
la mayoría de los casos el hombre se mueve, anda, va y viene en un calabozo filiforme,
prolongado. El que tiene por horizonte las cuatro paredes bien sabidas y palpadas, no
difiere mucho del que recorre las mismas rutas a diario, para cumplir ocupaciones siempre
iguales, en circunstancias no muy diferentes. Todo este fatigarse no vale lo que el beso
mutuo y ni siquiera pactado, entre el vegetal y el Sol.
...Pero todo esto no es más que sofisma. Cada vez muero más como hombre y esa
muerte me cubre de espinas y capas clorofiladas. Y ahora, frente al cementerio
polvoriento, frente a la ruina anónima, la tuna “a que pertenezco”, se disgrega cortado su
tronco por un hachazo. ¡Venga el polvo igualitario! ¿Neutro? No sé, pero tendría que tener
ganas el fermento que se ponga de nuevo a laborar con materia o cosa como “la mía”, tan
trabajada de decepciones y derrumbamientos.
FINIS

En cierta circunstancia tuve que ir al cementerio de disidentes, hoy desaparecido, a


sacar las cenizas de un pariente lejano que estaba en un antiguo sepulcro. Me había sido
encomendado que las pusiera en una urna porque expropiaban la bóveda y además el
cementerio iba a ser suprimido de ese lugar. El sepulcro era un simple cuadrilongo de
mármol en cuya juntura sólo bastaba meter una buena y adecuada palanca para abrirlo.
Así lo hicimos el encargado, yo y un peón, porque el enterrador ya no prestaba sus
servicios.
A quienes no están acostumbrados les impresiona siempre la apertura de un sepulcro.
Es como un falso misterio que se quisiera develar, o como una terquedad que pidiera
esclarecimientos de donde no pueden venir... pues bien sabe uno todo el secreto que
encierran las tumbas.
Cuando cedió la loza y pude ver el interior, me encontré con que el ataúd había
reventado y estaba partido y raído en forma tal, que sólo unos listones de madera
acompañaban a los huesos, todavía no desarticulados, como si quisieran entablillarlos.
Nada más que un olor de humedad. ¿Sí? ¡No! Junto al brazo plegado, mis ojos
descubrieron una especie de cilindro de metal que agarré enseguida. Le destornillé la
tapa y encontré una envoltura de cuero o tafilete que guardaba unos papeles en parte
deteriorados. Con la curiosidad que es de imaginar, me apoderé de ellos, esperando
llegar a mi casa para leerlos. Regresé, pues, con un manuscrito y una urna chica que
contenía unos huesos rotos y en parte casi pulverizados, trabajo lento del tiempo y de los
agentes destructores que vienen a hacer lo mismo que el horno crematorio, pero más a la
larga.
Con un buen fuego por delante —era invierno— me puse a revisar el manuscrito que
parecía a ratos un profecía, y otros, un simple desahogo literario. Pero noté cierto acento
conmovido, como si el autor hubiera tenido una premonición. Hasta creo que él “sabe”
más del futuro que muchos historiadores acerca del pasado, y, si se pudiera hacer una
seria compulsa de las causas históricas, me atrevería a decir que la mayoría de los
historiadores pasarían a ser artistas, novelistas, poetas semicreadores, o, simplemente,
lastimosos inventores del pretérito (antiprofetas).
He aquí lo que decía el manuscrito:
En el primer tercio del año 1..34, (de la fecha estaban borradas dos cifras y la tercera
quedaba dudosa, no podía verse bien si era 8 o 3) los astrónomos descubrieron un hecho
singular: las rutas de los asteroides o más bien planetoides, fueron casi repentinamente
alteradas y sin causa aparente. Los que dirigieron sus potentes anteojos a esos planetitas
telescópicos que están entre Marte y Júpiter, como se sabe, los observaron como picados
de la tarántula. Fuera de la regularidad de sus movimientos, se conducían como un
enjambre de efímeros, frente a un foco de luz. Esto que podría haber sido un motivo de
diversión para las criaturas, fue un tema de cavilación para los astrónomos ¿Cuál era la
causa que alteraba la gravedad y solemnidad clásicas del enjambre estelar? Nuevas
interrogaciones de los anteojos al cielo. Nada. Transcurrió un tiempo y algunos
planetoides desaparecieron. Como la causa incógnita parecía intensificar su potencia,
paralelamente entre los astrónomos aumentó el recelo. Por analogía se pensó que, tras
los planetas telescópicos, vendríamos nosotros a ingresar en la danza. Ese justo temor
fue como el alerta o el prólogo de lo que debía venir.
Algunos astrónomos, los menos académicos u oficiales, aseguraban haber visto, a una
distancia inconmensurable, unos cuerpos vagos cargados de un gran potencial eléctrico
que , por su radiación infrarroja y según el análisis espectroscópico, debían de poseer
materias ferruginosas. Añadían, por deducción, que debían de actuar como gigantescos y
monstruosos electroimanes. Ahora bien (continuaban), de acuerdo con esto, nuestro
planeta que alberga tanto hierro, rocas ferruginosas y otros metales, no podía dejar de ser
influenciado por aquellos enormes cuerpos, aunque fuesen pulverulentos como se
pretendía. Lo sería en razón directa de su riqueza en metales, sobre todo en hierro.
El tiempo les dio la razón más pronto de lo que ellos mismos esperaban. Y ocurrió el
caso singular de que el goce que experimentaban al ver que se cumplía sus asertos
científicos, se les malograba por el temor de lo por venir.
Lentamente, muchos humanos, sobre todo los que no eran navegantes de profesión,
empezaron a sentir ese ligero mareo, vacío y depresión que causa la brusca subida y
bajada del ascensor en los no acostumbrados. Otros, los que habían viajado en
aeroplano, decían que era lo mismo que el efecto de un súbito descenso de planeo. La
mayoría hablaba de una peste que concluiría haciendo grandes estragos; y los médicos,
por las dudas, inventaron unas inyecciones y vacunas. Pero pronto se vio que no era
nada de esto.
A la sazón yo, Marcos Prescott, acababa de dar mi palabra de casamiento a Amanda,
que estaba pasando su convalecencia en un agradable hotel construido en medio de
varias hectáreas arboladas. Yo estaba de licencia en la compañía “Alas para el Hombre”,
fábrica de aparatos mecánicos que, plegados, cabían en una valija, y que permitían hacer,
blandamente y sin mayor estrépito, vuelos parecidos a saltos que transformaban a los
hombres en una especie de ángeles barbudos, ángeles nada más que por el vuelo,
porque su naturaleza íntima todavía no había podido ser modificada. Pero lo más grato de
ver era la gracia con que las mujeres se tiraban del lecho, merced a estos aparatos, y os
daban la mano con una sonrisa verdaderamente angelical.
En una de mis habituales visitas a Amanda, la encontré atacada del mal de moda: el
mareo, las náuseas y la sensación de vacío. Yo que la creía ya sana del todo, me
conmoví pensando en una recaída.
—No, no es nada de eso, me dijo mi novia. La verdadera causa de este malestar
estriba en que el planeta se mueve de un modo muy diferente al antiguo.
Yo la tenía a Amanda por muy inteligente, pero esta opinión me pareció una locura. Sin
embargo, al salir, creí observar que, en efecto, se sentía el movimiento del planeta y que
ahora lo hacía con arrebato. Me agarré un susto tremendo pensando que la impresión era
subjetiva y que estaba loco, de la misma locura que Amanda. Pero muy pronto tuve que
convencerme de lo contrario. A todos cuantos interrogué les pasaba lo mismo y no era
necesario inquirir mucho para comprobar que experimentaban las mismas sensaciones.
Se sentía el movimiento de la tierra no como un terremoto, sino como un impulso. No
necesito deciros lo mucho que me mortificó ese trastorno terráqueo y sideral en estas
circunstancias de mi noviazgo.
El planeta aumentaba día a día sus movimientos arrebatados. Mareaba eso que
parecían sus “decollages” y sus caídas. A veces parecía pararse como dudando y de
golpe retomaba una carrera atroz, lo mismo que máquina mal frenada y dirigida. La gente,
a veces, se tenía que asir de las manos y también de los árboles para sostenerse. Las
señoras se quejaban de vértigos intensos; algunas abortaban. Los chicos y los locos
estaban contentos. Los sabios, desconcertados, dijeron que no podíamos notar
directamente el movimiento de la tierra, puesto que todo marchaba con nosotros, incluso
la atmósfera, pero como la sensación de movimiento arrebatado existía, insinuaron que
habíamos entrado en otra atmósfera, más vasta. Se edificaron torres para colgar de ellas
péndulos que marcaban sobre unas pistas de arena los movimientos terrestres. Estos
péndulos tenían una púa, una uña en su borde inferior. Descendían del cielo con una
velocidad vertiginosa. Al tocar el suelo, iniciaban un movimiento de culebreo o zigzag,
arando la tierra con la púa. Causaron muchos accidentes y rompieron la dura cabeza de
más de un sabio.
Los poetas eróticos decían que Geo, al saltar desordenadamente y en impulsos
desiguales, ya no era el átomo mísero y regulado de los astrónomos, sino una pulga
perseguida por los dedos humedecidos de un Deidad.
Los sacerdotes decían que todo esto era por la falta de fe y el abandono de los
deberes del hombre para consigo mismo y sobre todo para con la Iglesia.
Como los fenómenos se prolongaran, los sabios eran los más desconcertados. De
pasar pronto, se podían archivar, olvidar y casi desconocer, haciendo de cuando en
cuando una alusión despectiva a ellos, como hace de las revoluciones que no triunfan el
partido que está en el poder.
Los astrónomos, muchos de los cuales parece que le dictan leyes al Universo tan
engreídos están con sus cálculos, sobre todo después de la aventura de Le Verrier
hablaban de reformar la mecánica clásica y sudaban pensando en las muchas
observaciones que tendrían que hacer, dada la anarquía actual de movimientos, para que
sus observaciones y cálculos, sancionados y ratificados por una nueva experiencia,
parecieran otra vez decretos.
Alteradas la rotación y la traslación, teníamos días cortísimos y otros muy largos.
Apuros y desórdenes de toda especie. Trastornos en las ciencias económicas. Por
ejemplo: un pagaré a 90 ó 180 días, había que hacerlo por horas, de acuerdo con un reloj
patrón.
Mucha gente seria estaba indignada porque algunos seres degradados y “ciertos
poetas” no se dolían de la irregularidad, sin participar tampoco del pánico y la sagrada
rabia que les inspiraba el nuevo orden, o más bien desorden, de cosas. Estos seres
pervertidos y viciosos habían llegado en su repugnante indiferencia hasta instituir un
nuevo juego, como el rojo y el negro en la ruleta, a base de las rachas inesperadas, en
cuanto a la duración de días y de noches, utilizando sus relojes que marchaban por la
antigua regularidad...
Pero el miedo era casi general. Este no debía aumentar en tanto que la tierra fuera sólo
como una perdiz gorda, sorprendida que echa a volar. Pero pronto se vio que los mares
barrían las playas como escobas en los arranques súbitos del planeta, ocasionando
terribles catástrofes; que las estaciones se alteraron completamente: el verano más
tórrido y el invierno más crudo se sucedían en un espacio de días y aún de horas, lo que
causó la ruina de la vegetación. Fue necesaria cada vez más la vida bajo tierra, y, con una
técnica prodigiosa, íbanse socavando grandes recintos como falansterios subterráneos en
los cuales se cumplían las tres condiciones que pedía Fourier: economía, utilidad y
magnificencia, algo que no convencía, como cosa hecha no con vistas a la esperanza,
sino más bien a lo que debe morir y desaparecer.
Algunas ventajas tuvo la raza humana entre tanta desdicha: con los bruscos cambios
de temperatura las moscas y mosquitos desaparecieron. La hedionda e inmunda chinche
no salía de sus refugios, de miedo a un enfriamiento brusco, así fue muriendo de
inanición. Se dispuso que todo en le falansterio fuera nuevo por temor a epidemias, pero
muchas categorías de piojos, hongos, parásitos y bacilos, no eran tan delicadas y
acompañaron al hombre en su vida subterránea. Había que alimentarse de hongos
cultivados en sótanos y recintos ad hoc. Algunos “sabios” sacaron del petróleo una
combinación alimenticia. La que no tenía gusto era cara, y, la barata, la popular, causaba
en la gente pobre que la consumía un asqueroso olor a lámpara que salía de las bocas.
Había que pagar alto precio por una cosa que no tenía gusto. Todavía se guardaban
provisiones vegetales y animales en gran cantidad, pero no se las prodigaba de miedo a
la escasez y también por egoísmo. Ya se empezaban a fabricar alimentos concentrados y
con substancias químicas, cosa esta última conocida desde larga data, pero abandonada
en su empleo por los estreñimientos pertinaces y muy peligrosos que causaba. En una
palabra: bien considerado, todo esto era el adiós a la sensualidad y a la buena vida.
Muchos decían que estábamos abandonados de la mano de Dios, y a mí me parecía lo
contrario, porque advertía una intención de violencia en Él. Estábamos abocados a riesgo
y aventura.
Como hacía algún tiempo que recobrara todo el vigor de la salud, Amanda me rogó que
saliéramos un día de fiesta. Era otoño, y habríamos sentido en la naturaleza serena la
copia de nuestra dicha, si no la alterara la sensación de viaje precipitado de la tierra. Yo
me asía de las manos de mi novia que formaba corro con otras muchachas que también
habían buscado a su novio. Resistíamos al viento en esa rueda de amor, no pensábamos
en morir. Las muchachas impacientes por formar un hogar estable, pegaban pataditas
coléricas contra el suelo del planeta, que no permitía reposo para el amor, ni seguridad, ni
nada que se asemejara a las antiguas horas. En eso, la tierra hizo un arranque súbito
como de ómnibus mal dirigido. Las macetas con las últimas flores que habían puesto las
muchachas enamoradas, cayeron de lado, y los perros huían ladrando.
Otra vez, en ese corro de jóvenes, dábamos vuelta junto con las hojas que nos traía un
viento circular, hojas de los últimos árboles de aquel último otoño. Algo en mi corazón me
dicta esas palabras melancólicas que indican finales. Amanda y yo girábamos prendidos
de las manos y asidos a otras manos juveniles que ahora temblaban de miedo de morir
sin amor cumplido. En un vuelco loco, nos separamos del corro y empezamos a errar
como desdibujados en un largo crepúsculo que me pareció duraba más de seis horas de
tristeza. Los había más largos, así como, a veces, no había crepúsculo. Mi corazón se
alebronó.
 Amanda dije te amo ¡casémonos!

 Espérate a que todo se regularice. No se puede vivir a base de mal petróleo. No


contamos con lo suficiente.
Mi pesadumbre se agravó ¿Cómo esperar con ánimo tranquilo la catástrofe terrestre
sin el amor de ella?
 Pero... ¿no comprendes?

 ¿Qué?

 No nos casemos, pero amémonos.

 Ya nos amamos.
 No, no nos amamos. El amor debe ser así dije, entreverando y apretando los
dedos con toda mi fuerza. No es amor el que no deja una huella en nuestros cuerpos.
Déjate de dilaciones ¡amémonos que mañana moriremos!.
Esto que en tiempo de Catulo o de Horacio olía a retórica, tenía ahora un significado
serio y perentorio. Me pareció ver que los ojos de Amanda creían más en el amor como
“hecho eterno” que en cualquier meteorología o cosmogonía. Amanda, que no era
argentina, me acarició el cabello y dijo con franqueza y lealtad.
 Cierto, pobrecito, pobres de nosotros... Bueno... cuando la luna esté llena...

Ya se sabía y yo también, que la luna tenía las mismas perturbaciones que la tierra.
¿Amanda contaba, por olvido, con el período antiguo del astro de las mujeres? La luna
estaba en el principio del crecimiento. Y he aquí que cumplió su evolución, hasta
transformarse en luna llena, en unos pocos minutos. Igual que una magnolia o una “dama
de noche” que se abre... Miré a Amanda.
 Vamos, me dijo acariciándome el cabello.

Mientras iba con ella, un brazo en su cintura, pensaba: “La humanidad, ¿podría
perecer? ¿Hay réplicas de ella en todo el Universo? No sé, pero lo positivo parece ser que
la nuestra, la terrena, por ahora y quizás para siempre, se eclipsa, extingue”. Consideré si,
disponiendo de calor y del sustento necesarios, no la crearía yo de nuevo sirviéndome del
amor de Amanda, forzándola a ser prolífica, por puro goce de diletante, de billarista
desdeñoso e indiferente, que arroja con su taco al campo de las violencias, algo sensible
que va a ser muy golpeado, chocado, hasta que pierda su carne tierna y, después, al final
triste, se haga el recuento de los choques carambolas, ruidos de huesos mientras
sonríen los ángeles crueles. ¡Ah no lo querría Dieu m’en preserve!... Pero... entramos.
A pesar de las condiciones irregulares de la vida, y de la meteorología alterada, había
cierto optimismo. Se confiaba quizá en que todo pasaría. Los comerciantes e industriales
eran los que más “sentían” y proclamaban esa confianza llamando derrotistas a los
asustados. El fin era seguir vendiendo sus productos. Yo fui llamado por la compañía
“Alas para el Hombre” para que saliera en gira de propaganda, provisto de mi aparato que
me hacía subir con arranque tan graduado y caer tan blandamente.
Después de un corto e infructuoso “raid” de ofrecimiento comercial, en un radio de unos
cien kilómetros, volví a los lugares donde debía estar Amanda, y no la encontré. A la
bajada de uno de esos vuelos que daba con mi pequeño aparato que llevaba a la
espalda, como una mochila, me encontré frente a uno de los falansterios que no hacía
mucho se había terminado de construir. Era un socavón como una mina, pero mucho más
amplio en su interior, de más contenido. Adentro había hornos muy grandes, prodigiosos y
fantásticos aparatos de calefacción. El calor se iba a utilizar doblemente: para el simple
pero esencial hecho de calentarse y, a la vez, para energía mecánica, movimiento de
telares y otras industrias indispensables, no de lujo. La puerta de entrada, boca más bien,
estaba hundida, después de una corta escalera de escalones groseros y que parecían de
tierra endurecida. Con el objeto de que no se colara el aire frío exterior, no se abría más
que en los momentos en que alguien entraba o salía. Entonces, parecía por su forma
singular una boca de cetáceo o más bien de gran pescado moribundo que bostezara. Un
poco más adentro estaban aparejado unos tamizadores y calentadores de aire, muy
complicados. Cada bostezo parecía tragar un hombre o varios, con cierta pereza mortal, y
por el fulgor rojo que dejaba entrever, se adivinaba que las entrañas de ese cetáceo eran
de fuego. Todo adentro era una especie de hervidero, y tenía algo de fragua y de alto
horno donde se trabajan metales. Pero había por todos lados profusión de lugares de
descanso, camas, mesas y otros muebles. Los grandes aparatos de calefacción enviaban
tubos de todos los calibres, a todos lados. Hombres sudorosos y musculosos daban la
última mano a toda esta fábrica.
Consideré que en dispositivos como este, en refugios indecentes como este, terminaría
la porción de humanidad más apegada a la vida; y me estremecí de horror y de pena al
imaginarme las futuras escenas de crueldad, de hambre, de miseria, de prepotencia
brutal, de lujuria sangrienta y aún de antropofagia que se desarrollarían si el combustible
duraba más que las subsistencias. Los enormes depósitos internos de provisiones eran
guardados por hombres con ametralladoras.
Me alejé de un salto de ese lugar tétrico, pensando en tomar un trago de whisky de mi
frasco de bolsillo, para reponerme. Siempre me ha gustado tomar en tierra firme y no en
el aire. Fui a dar junto a una pared que iba paralela a un camino que conducía al
falansterio. Al rato, del otro lado oí unas voces ¡La voz de Amanda! Una de hombre en la
que reconocí a Gould, el poderoso primer accionista y dueño de las “Empresas de
Calefacción”, decía:
 Sí, m’hijita, no se puede elegir. Si me amas tendrás segura la comida y un asiento
junto al fuego... Hasta tanto se vea dónde va a parar esto. Después reanudaremos una
vida espléndida.
“Reanudaremos” pensé yo, habla como si ya la hubiera comenzado. ¡Gordo cochino! Él
agregaba, continuando su sugestión:
 Pero por ahora, mira el sol.

 Sí, sí, respondía Amanda. ¡Sí, sí, sí!

Miré, yo también, el sol. Su disco se hallaba reducido a la cuarta parte. Conteniendo el


aliento y el corazón que parecía reventar, me alejé sin emplear el aparato “del futuro”,
como le decía a mis clientes en las giras en cuatro patas, como los animales
prehistóricos.
No fui a la compañía “Alas para el Hombre”. Me dediqué a vagar y a saltar con mi
aparato cerca del falansterio “El Cetáceo”. Volando me reía histéricamente, y cuando me
encontraba con algún amigo que usaba el mismo medio de locomoción, departíamos un
rato en el aire, como dos coleópteros alegres. Pero cuando bajaba a tierra, tambaleaba.
Esperaba encontrar a Amanda y mi vigilancia era estricta.
El frío aumentaba atrozmente.
La tierra cesó en sus arranques. Se había quedado rígida y no presentaba movimiento
de rotación apreciable. Por consiguiente, una parte quedaba en la sombra, y era un casco
de sueño nocturno; otro en la luz, y era un ojo sin párpado; otra en la penumbra y era un
crepúsculo como un insomnio como el que tenía ahora. Al principio se creyó en la
permanencia de estas condiciones, pero pronto se echó de ver por parte de los
astrónomos que el segmento de la antigua elipse en el campo de traslación, del afelio al
perihelio, estaba mucho más abierto, asemejándose a una línea recta. Esta comprobación
no era otra cosa que el anuncio de la condena a muerte de la humanidad y de la vida en
general en un plazo breve. En efecto, en adelante nuestro apartamiento del Sol, sería
cada vez mayor, hasta llegar a ser definitivo.
A nosotros nos había tocado un crepúsculo. En él vagaba torpemente, como mariposa
nocturna, ensimismado, cuando de repente, la oscuridad que invadía presurosa, me hizo
mirar al Sol. No se ponía, se iba. Estaba casi del tamaño de Venus por las tardes. Me vino
un impulso raro y exclamé como adorando, como indio con los brazos en alto: “Te vas,
Vieja Querida, Madre Antigua”. Al perderlo se me ocurría el vocativo femenino, maternal.
Sin saber cómo, me encontré frente al hoyo con escalones donde bostezaba la boca
del Cetáceo. Mucho tiempo estuve allí helado y agazapado. De pronto vi a varios que
venían corriendo y que desaparecían en el subterráneo. De lejos vi a una mujer conocida
que corría, seguida torpemente por Gould, el gordo potentado. Bajó los escalones sin
elegancia y el gordo Gould, también bajaba con las piernas gordas abiertas, como
compás falseado.
Amanda entró, pero el “señor” amoratado y entorpecido por el frío, tambaleó. Con
pena, con infinita pena, levanté la pistola automática y la hice ladrar varias veces para
desinflar al gordo a quien el dinero y la necesidad daban margaritas...
Algunos llegaban a todo correr gritando: “¡El frío de muerte! ¡Viene el frío de muerte!” y
se metían en el antro... El termómetro de alcohol colocado en la boca del Cetáceo bajaba
con rapidez aterradora: 40, 50, 70, 80 grados bajo cero.
Caí. Mi última visión fue la de una charca de agua tibia y transparente con islotes de
pasto de un verde muy puro. Chapoteábamos Amanda y yo haciendo subir a la superficie
el fino lodo del fondo. Ranitas como objetos preciosos y esmaltados nos miraban. De los
cielos descendían una luz, una paz y una serenidad que era como secreta música del
alma.
TRATAMIENTO MÁGICO
(apuntes de un enfermo)

No me voy a jactar encareciendo lo horrible de mi destino porque pienso y me conduelo


del destino de otros, quizás de casi todos los seres y, porque aún en el sufrimiento, aún
en la desesperación, conviene ser ecuánime y modesto y no adjudicarse lo más exquisito
en la desgracia. ¿Qué otra cosa nos queda en último término a los humanos que empuñar
el torso afilado de baldosa y rascarnos nuestras lacras con mansedumbre mientras
conversamos con Dios?
Creo que no soy nervioso ni histérico y en mi Biblia y en el sufriente Job no hallé
consuelo apreciable; el sueño, cuando lo consigo, es lo único que me resta de bonanza.
El hecho es que voy a morir a corto plazo. Una dilatación de la aorta, un aneurisma.
Pese a la ocultación piadosa de los médicos, mi curiosidad y mis lecturas concluyeron por
revelarme su etiología, su malignidad y las pocas esperanzas que deja este proceso. La
dilatación sale fuera del pecho como un globo distendiendo la piel. En esa tenue
membrana oigo y cuento las palpitaciones del corazón. ¿Cuántos segundos marcará
todavía ese corazón, ese péndulo frente a mi angustia? Con frecuencia me quedo absorto
en la representación del último minuto y con terquedad mi pensamiento naufraga entre
ese desborde y derrame de la sangre y la subsiguiente limpieza y decencia de los
preparativos “post-mortem”. Por breves momentos salgo de estas cavilaciones e
imaginaciones lúgubres y encuentro alivio y momentáneo olvido en algunas lecturas y
conversaciones, pero, no bien la magia imperfecta de estas distracciones que son
indudablemente un socorro humano me abandona, recaigo en aquellas imaginaciones y
hasta gozo en agotar lo que no debiera ser pensado.
En suma, ¿cuál es todo el repertorio?... Ataúd, candelabros, campana, nicho, sepulcro,
epitafio, osario, sirio que derrama esperma al acostarse la llama; flores que mezclan el
olor discreto de su muerte al de la madera nueva y recién trabajada. ¿Nada más?... Sí,
por ejemplo: el velatorio con el tan disimulado miedo de los concurrentes que tratan de
neutralizar el tóxico de la muerte presente con el habitual antídoto de chistes, risotadas,
cuentos eróticos, conversaciones graves sobre temas frívolos, sobre especulaciones y
negocios. ¡Qué olvido, qué reprobación recae sobre el muerto, y él es, él es inmóvil como
está, el único malabarista de la fiesta!
¿Y después?... ¡Ah, ese después!... Agitación de sombras en las paredes y mármoles
externos del sepulcro de familia y, adentro, la luz amarilla y mortecina de las velas en el
pequeño altar, los reflejos en la penumbra, el ahogo de un mundo, su fantasmagoría
destruida: la corrupción lenta y secreta y el olvido que aseguran nuestra desaparición en
carne, huesos y nombre.
Mi mujer, solícita, me proporciona lecturas entretenidas que me hagan olvidar... Y
cuando me siento en un sillón a la sombra de las enredaderas, me pone un libro sobre el
pecho y entre las manos como un escudo o coraza destinada a impedir la visión y el
pensamiento de lo que constituye mi pesadilla más horrorosa: la espera, la inminente
percepción del desborde que agotará mi vida. Pero yo desecho estos fáciles consuelos y
prefiero las lecturas graves. Todo lo que sea una aceptación de la vida tal cual es y no
falsificada. ¿Y por qué? La vida, ¿es un sueño?... poco importa como se la nombre si
“son” sus temores, sus agonías, sus expectativas. Y si no es sueño, ¿cómo ponernos a
tono con la naturaleza?
El pensamiento de Marco Aurelio: “Todo lo que está en sazón para ti, Naturaleza, no es
para mí ni prematuro ni tardío...”, etc., me parecía muy recomendable, pero a ratos una
conformidad de anciano bien cuidado que espera desprenderse dulcemente de la rama
del imperio y caer a tierra tan muerto como es la semilla en tierra estéril. ¿O hubiera
tenido esa conformidad para sí mismo, no para su libro siendo como yo, joven,
enamorado de Amelia, mi esposa, enamorado y condenado a muerte?...
Proseguía en aquella vida tan sin esperanzas y tan melancólica. Una tarde me
paseaba en el cochecito que empujaba el criado por el bien cuidado jardín de la casita en
que vivíamos con Amelia, mi esposa amada. El criado con timidez me dijo:
 Si el señor me permite, le recomendaría...

 Hable.

 Cerca de aquí, a una legua más o menos, vive un señor algo anciano de aspecto
imponente y dulce expresión. Muchos lo respetan y admiran: es algo así como mago o
curandero. Si Ud. quisiera, yo mismo podría llevarlo...
El criado se detuvo en seco al oír mi risa sarcástica... Pero se produjo en mí un cambio
brusco. Miré mi pecho, mi pobre humanidad que iba a ser pronto un despojo. ¿Qué
pierdo?
 ¿Dónde dice usted que vive?

Me dio las señas exactas y acordamos ir al día siguiente.


Desde lejos vimos en su casita al hombre de imponente figura y expresión dulce. Nos
recibió paternalmente. “Desnúdate hijo mío”, me dijo, y el criado me ayudó a sacar las
ropas. Me examinó todo el cuerpo pero no pareció fijarse con atención especial en el
lugar horroroso que latía. Me miró a los ojos y después me besó la frente, el pecho, las
manos y los pies, como si me pusiera los “Santos Óleos”.
 Has hecho bien en venir, hijo.

 ¿Usted puede curarme?, interrogué con una sonrisa.

 Se ve por tu ironía que te ha contagiado el pesimismo de la Facultad; pero yo puedo


curarte.
Me volvió a mirar con sus ojos azules un largo rato que me pareció de mar en calma y
cielo sereno.
Se fue a una habitación contigua. Mi alma entonces inició una fuga hacia la niñez, y me
sentí feliz descubridor de goces, igual que cuando jugaba con la tierra ignorando la
sepultura. Pensé: “este viejo tan tranquilo, digno y hasta bello, es mi padre. ¿No me decía
hijo mío?” El se haría cargo del sufrimiento de su hijo para remediarlo. Pero, ¿cómo se
ingeniaría para salvarlo, tan dañado, tan enfermo? Consideré un momento los ojos
serenos que me habían mirado y esta dificultad casi se anuló. Un padre no puede
engañar a su hijo desesperado y su afirmación valiente es la del protector, la del salvador,
sin duda alguna...
El viejo volvió con una pava y un mate y nos cebó unos mates calientes y aromáticos.
Después llamó aparte a mi criado que era también chofer y lo mandó con un recado al
pueblo. Al regresar traía un montón de cuadernos de gruesas hojas con láminas que
representaban fauna y flora tropicales de diversos países, y también hechos históricos,
guerras antiguas y de la Edad Media, caballos con armaduras, combates singulares.
Puso el viejo las estampas en una mesa y me dijo: “¿No querrías volver a la infancia
unas horas por día?” Contesté que sí, pues todavía me duraba la ternura filial, más que a
su pregunta a su expresión cariñosa.  Bien, vas a venir a verme de cuando en cuando
para que te tome el pulso del valor. Tomaremos mate. No te aflijas que todo irá bien.
Debes colocarte en tu glorieta o jardín y mirar atentamente las láminas mucho rato.
Entretanto tomarás unos mates añadiendo este polvo sacado de un cacto que yo mismo
he cultivado en México, en otra época.
 ¿Qué es, algo fuerte o peligroso, algún narcótico? ¿Qué dosis debo tomar?

 Echa una pulgarada y no temas, es polvo mágico y de mérito “tiene un encanto que
cura”.
Miré al viejo con desconfianza; éste añadió: “Ponte en mis manos y serás salvo... No
he de hacer un misterio de esto y, si conoces botánica, te diré que este polvo se saca del
pequeño cactus llamado en México “Peyote”. Su nombre científico es : “Echinocactus
Williamsii”.
 No lo conozco.
 Bien, después de tomar unos mates te pones a mirar las láminas. Me sonreí
pensando en los ingenuos recaudos que adoptaba aquel Santo Varón para combatir un
mal como el mío, y dando por perdida mi gestión, me despedí. Me cargó con los
cuadernos de láminas que yo hubiera deseado tirar enseguida si no me cohibiera cierto
respeto hacia él. Ya al separarnos me dijo: “Cuidado con cumplir todo al pie de la letra; es
de la mayor importancia para ti”.
No quiso aceptar ninguna retribución.
Hice mi primera experiencia a instancias de mi criado. Él mismo colocó en la glorieta
que ocupaba el centro donde convergían varios senderos del jardín una mesa chica
con patas-tijera semejante a las que emplean los dibujantes. Puso encima el álbum con
las láminas y me cebó los mates recetados. Me puse a mirar con forzada intensidad de
interés una lámina que representaba tigres que se paseaban por un bosque convencional
con canteros bien cuidados y palmeras, parecido a mi jardín. Los ojos cansados
empezaron a ver las cosas dobles. Después las vieron simples pero con más relieve. Los
bordes de la lámina desaparecieron confundiéndose con el ambiente. Entonces vi a los
tigres moverse y pasearse por el jardín, como gatos que ensancharan sus proporciones al
gato supremo que es el tigre. Los veía del tamaño natural porque la lámina al perder los
bordes se había estirado a las proporciones del jardín... o bien... Tuve tal inquietud al
aproximarse una fiera que pretendí huir pero algo me tenía en la silla. Al ver mi agitación
mi criado cerró el álbum, me puso en el coche mal que bien y me llevó a la cama.
Dejamos pasar un día. Al siguiente experimenté una sensación igual aunque algo
menos violenta, con monos. Me estremecían sus risas diabólicas, su mostrar de dientes,
sus movimientos y gestos rápidos y desvergonzados.
Al otro día le tocó el turno a los reptiles. Un deslizamiento lento, continuo y anilloso
llenó mi casa. Vivos colores, esmaltes, combinaciones, desplazamientos sutiles, listas y
fajas que ondulaban en un entrar y salir continuos. Mi interés por observarlos era
extraordinario, igual al de un niño en tren de caza o descubrimiento.
Otro día más: las aves. Muchas horas las vi moverse, volar y volver a posarse. Nunca
había observado con un gusto tan completo los colores y matices del plumaje, la
elegancia de sus colas, la firme pureza de sus ojos que ni siquiera se encolerizan porque
de naturaleza son tranquilos, fijos y sin piedad, como los de los reptiles.
Yo estaba encantado, embelesado, casi fuera de mí. Nunca había visto la naturaleza
en su parte más intencionada, la vida animal tan de cerca, con tanta familiaridad. Eran tan
vivas las imágenes y tan real su movimiento que llegaron a fatigarme por exceso de
sensación. Pero no se crea que las consideraba imágenes en el sentido de meras
representaciones. Imágenes copias, me parecían tan sólo un momento, antes de
dormirme, cuando recordaba mi condición de mortal. (Recuerden que esta palabra tiene
para mí un significado perentorio).
Amelia me rogó que dejara esas cosas que me excitaban. Me abstuve unos días, que
no fueron un descanso sino al contrario, una recaída en mis temores y en la preocupación
por mi pecho pronto a romperse.
Volví con Esteban a lo del viejo mago. Le di las gracias por lo bien que me había
sentado su terapéutica, y, al final, le pregunté si no creía que ese entretenimiento algo
infantil de las láminas que por el momento me interesaban, no concluiría por aburrirme. El
viejo me miró con cierta extrañeza y reconvención como si yo, al querer avanzar en el
camino de las fantasías, me arriesgara a que se perdiera mi inocencia. Luego dijo:
“Continúa con esto y cuando te hastíes sin remedio, empieza con las figuras humanas”.
¿Por qué no empecé por estas figuras?, ¿aversión, misantropía? Puede ser; con
frecuencia nuestros móviles egoístas, adjetivados de grandeza no tienen nada grato; en
cambio los animales son egoístas y crueles, pero no pretenden hacer pasar una cosa por
otra; quieren y combaten nada más.
De manera que por varios días aún, seguí con el lujo de mis tigres que decoraban los
canteros y senderos estirando sus cuerpos, con los pájaros y reptiles y aún con extraños
animales del mar, pulpos y arañas de agua que me divertían y estremecían. Hasta que al
fin, una mañana en que este estado de infantilismo y de inocencia no pudo acompañarse
con eficacia, me decidí a poner figuras humanas no sin alguna desconfianza. Extraje de
un cartapacio una serie de láminas que representaban el proceso de forja de armas y
corazas para los guerreros antiguos, y la extendí como una baraja. La primera lámina
representaba una fundición de metales, otra la forja y el batido de las armas, otra más la
prueba de éstas; bolsas de plomo endurecido por aleaciones colgaban del techo y
oscilando, daban sobre las puntas para probar el temple. Había también muestras del
ajuste y pulido de las corazas y todo se animaba en mis sentidos como un cinematógrafo.
Las últimas láminas tenían una leyenda: “Prueba de las armas y las corazas”. Un
caballero descomunal golpeaba con pica y alabarda una coraza puesta en una especie de
caballete; el último golpe hendió el metal. El armero que miraba tuvo una expresión como
de orgullo herido, e hizo seña al caballero para que le esperase. Fue hasta el fondo del
taller y volvió con una nueva armadura. Pero en vez de colocarla en el caballete, se la
puso él mismo con algún trabajo, e hizo señas al caballero de que golpease en el pecho.
El guerrero rehusó con el gesto; pero el otro insistía con ademanes y gestos tan
expresivos, tan desafiantes, que se veía que estaba en pugna su amor propio. El
caballero empuñó entonces la pica y un hacha y empezó a golpear alternadamente en el
peto que ofrecía una saliente en forma de quilla. Con la mano derecha daba el hachazo, y
con la izquierda insistía con la pica en el mismo lugar.
Yo tomaba un interés extraordinario en este juego, y apostaba mentalmente por la
invulnerabilidad de la coraza. Pero el hacha hizo saltar una arista del metal, y sentí en el
pecho el álea de los jugadores...
“¡Resistirá!, pensé; ¡resistirá!... ¡Brava y bendita resistencia, tú eres el otro nombre de
la Vida!...”
Levantose el brazo hercúleo, cayó la pica, y hendiendo el metal se hundió en el pecho
del armero...
Cuando Amelia acudió a la glorieta pisando la sangre de su esposo, no vio terror en
esa cara y sí la tranquilidad y enajenamiento de sus ojos.
P.D.: Después de recoger estos apuntes de mi querido y desgraciado amigo, he
pensado más de una vez en lo que me parece una majadería de Rilke: su opinión tan
frecuente “de querer morir su propia muerte”.
La conciencia de ese instante, la resignación y el valor que recomendaban los estoicos,
la heroicidad del militar que se hizo operar sin anestésico frente al batallón, ya se sabe a
quien satisface.
Yo creo en cambio, que el moribundo que se pierde entre ensueños o que se desdobla
y finge su muerte como si fuera la del otro, con cualquier medio que emplee, realiza una
fantasía trascendente que parece bañarse de inmortalidad, como si fuera posible para el
sujeto la consideración de su propia muerte, o si se quiere, que ésta es usadera y no
afecta su ser.
EL ESPANTAPÁJAROS Y LA MELODÍA

Pasen a la otra pieza —dijo Alejo— allí está la mesita para experimentar.
Lentamente nos encaminamos. Hartos de mate, de discusión y de cigarrillos, nos venía
bien un intervalo de reposo y de silencio, como le viene bien a un charlatán y fumador
entrar en una iglesia y refrescar su cabeza al sacarse el sombrero y hacer descansar su
garganta irritada de tanto humo y de tanta charla.
Nos sentamos alrededor de la mesita, Juan y Rodolfo Valle, Román, Ricardo y Alejo.
Este último se volvió a levantar para apagar la luz eléctrica y encender una lámpara a la
que graduó la mecha para que quedáramos en la penumbra.
La mesita era de las que solían y aún suelen usarse para las experiencias espiritistas.
Más bien chica, con tres patas, ovalada, con unas tiras de papel pegadas en forma de
triángulo que estaba circunscripto por el óvalo de los bordes. Cada lado del triángulo
correspondía a un pie de la mesa y, en las cintas de papel, estaba escrito el alfabeto
distribuido en tres partes y numerado. De manera que los golpes que diera la mesita, para
seguir la grafía de ultratumba, indicaría la letra correspondiente para formular con lentitud
las respuestas.
Nos sonreímos por incurrir en estas puerilidades, extendimos las manos sobre la
mesita. Yo pensaba que esto era como una variante de los juegos de cartas… Pero
parecía aún más frívolo entretenimiento. Nos mirábamos y sonreíamos, pues hacíamos
todo esto, más que nada, por seguirle el tren a Alejo y un tanto a los hermanos Valle,
quienes, lo mismo que aquel, eran entusiastas de esas cosas.
Colocábamos las manos rozando sólo con la yema de los dedos la superficie de la
mesa, tanto para demostrar nuestra buena voluntad como “para facilitar el trabajo de los
espíritus”. Sostener el peso de los brazos en esa posición era un no despreciable trabajo
físico. Se colabora con un esfuerzo y luego con el mental de querer que las cosas se
produzcan. Nuestra voluntad para comunicarnos con los muertos se advertía en las cejas
juntas, indicio de concentración mental y, como garantía para inspirar confianza en el otro
mundo, ofrecíamos nuestro silencio y seriedad. Bien se vería que no estábamos en una
de esas reuniones espiritistas que son pretexto para flirts y disimulo de caricias.
Fuera de algunas ondulaciones o presiones causadas por nuestros brazos que se
apoyaban involuntariamente y quizá, también, por la autosugestión de los creyentes, no
conseguíamos el menor resultado. Román y yo, cansados de nuestra posición de remeros
forzados del espiritismo, volvimos a recuperar nuestros cómodos sillones donde nos
envolvimos en verdaderas humaredas de tabaco.
— ¡Qué lástima! —dijo Román.
— ¿Qué?
— Es de sentir que las leyes físicas que rigen ese mundo inmaterial de lo espíritus les
conceden el poder de producir efectos mecánicos y les veden utilizar la laringe y el
aparato de fonación que, hoy por hoy, y hasta ahora, ofrecen el modo más decente de
comunicación… Prefiero a esa “tiptología” los gritos variados del hombre de la caverna.
— Román, lea los libros sobre espiritismo. Lo convencerán de que nada es imposible.
— Los “experimentos” de los “convencidos” no me interesan, aunque procedan de
libros. Algo leí. Ningún análisis. Ningún examen serio y mucha moral. ¡Loable! ¡Estimable!
Pero… la Suprema Balanza ¿aceptará como peso válido los obsequios que ya venían
encintados de moral, que ya iban por eso y no son materia algo más delgada que la
película que rodea la semilla del maní? ¿Y ese rondar el útero de las mujeres para ver de
reencarnarse en el momento oportuno? ¿Y ese progreso que se consigue a costa de ir
sacrificando la sensualidad, yendo a saltos por mundos de decreciente veracidad,
ascendiendo en el escalafón, hasta jubilarse en planetas “celestiales y divinos” donde
habrá unos acordes, unos vuelos y unas luces, porque otra cosa no pueden “ingeniarse”
seres tan purificados?
Alejo y los muchachos Valle volvían; traían un mensaje consolador. Parecía que un
gran espíritu había consentido en comunicarse, con mucha confusión de letras y más
entreveradas que en un telegrama extranjero que va a ser “alargado” por los diarios.
Decía la comunicación: “Tened fe y perseverad. El mundo espiritual está interesado en
vosotros. Pronto recibiréis una sorpresa”.
— Ya ve —le dije a Román—, los que tuvieron éxito con los espíritus fueron los
creyentes.
Salimos de aquella casa que Alejo alquilaba en Buenos Aires en el barrio poético de
Belgrano.
Habíamos terminado nuestros exámenes. Román y yo medicina. Los primeros cursos
de la ciencia que aspira a curar el cuerpo. Los Valle, arquitectura, arte y ciencia que “tira”
más hacia el alojamiento del cuerpo. Más adelante, cuando nos graduáramos, nos
dedicaríamos a curar y descubrir enfermedades, viejas y nuevas, curables e incurables,
en los suntuosos establecimientos, hospitales y sanatorios que edificaran los hermanos
Valle…
En fin… de algo hay que reírse. La vida es demasiado seria, y a veces demasiado
horrible. La mayoría de los hombres jóvenes pobres padecen mucho con el despertar de
los deseos y apetitos y van encima de sus dos piernas como caballos, cruzando la ciudad
de un lado a otro, llenos de ansias formidables. ¡Lo que camina un estudiante! Necesita
andar porque así parece que acerca y va a atrapar las cosas que precisa. ¡Tiene tanta
penuria y aflicción! Le falta goce, le falta amor, le falta dinero y hasta tabaco. No tiene más
que el Futuro, la Nada, el Cuando me Reciba… Entre tanto lee y lee materias áridas,
hasta que le entra un deseo enorme de estirar las piernas. Entonces camina y mira, mira
mujeres que lo adivinan demasiado joven y necesitado.
Recorríamos ciertos días muchas partes y lugares donde la diversión y el placer
tendrían que haber sido grandiosos de ponerse como digno premio a nuestras caminatas.
¿Y los exámenes? ¿Qué me dice de esa exhibición de desnudeces mentales frente a
una “mesa” cínicamente sabihonda? ¿Cuando acabará este sistema bárbaro, cruel y
absurdo de comprobar el saber?… Hasta el más estudioso e inteligente se retira
avergonzado de esa violación…
Ese día, Román y yo, nos paseábamos lentamente y con desgano, pensando en lo
bien que nos vendría un poco de vida de animal libre o, cuando menos, ir a vestirnos de
aire y de agua en alguna playa... cuando de golpe nos topamos con Alejo.
¡Viejo muchacho bueno y generoso, Alejo! Le gusta abrazar, palmear las espaldas y
reírse con bondad y sin malevolencia. ¿Qué tal, qué tal? ¿Les fue bien? Sí, tenía que ser.
Bien. ¿Vamos a tomar algo?... Ya en el café, frente a las copas, hablamos.
 Vénganse conmigo, muchachos, a pasar una temporada este verano en mi chacra
de Luján. Inviten también a Juan y Rodolfo Valle que son íntimos. Va a estar alegre toda la
muchachada. ¡Eh! Yo parto pasado mañana. Avísenme. Tengo piezas para alojarlos a
todos. Con confianza, avísenme si van a ir, así hablo para que preparen algo.
Yo recordé las mesas espiritistas y pensé: “bueno, por tanta bondad, bien se puede
alguna vez, de cuando en cuando, ser comensal en una mesa donde no haya vasos, ni
viandas, ni siquiera barajas, y sí puros y aburridos fantasmas”.
 ¡Cómo no, Alejo, cómo no!, dije, con mucho gusto. Nos vienes de perilla.
Román también asintió y le dio las gracias.
 Bueno, quedamos en tomar juntos el tren pasado mañana, y avisen ustedes a los
Valle... Nuevas palmadas en la espalda, nuevos y férreos apretones de manos...

 Hasta pasado mañana, Alejo...

No es muy largo el viaje a Luján, ruta de peregrinos. Nuestras madres algo


preocupadas cuando nos vieron embalar algunas ligeras armas de caza y cartuchos, nos
exhortaron para que no fuéramos a “hacer locuras”. Pero cuando oyeron “Luján”, se
tranquilizaron. Íbamos a una tierra sacrificada, donde la desgracia es más rara que en
otras partes. Deberían hacerse estadísticas comparativas. Para nosotros, que no
habíamos salido de la cuidad hacía algo más de dos años, ese cambio y viaje, aunque
corto, representaba mucho. ¿En qué, en placer? ¡Sí, mucho! En placer y en otras cosas,
en higiene, por ejemplo. Me reía interiormente pensando en la opinión de un amigo, ya
maduro, con respecto a viajes más largos que éste, por supuesto, a verdaderos viajes:
“Lo mejor del viaje es el arreglo de las cosas en las maletas, antes de partir, y después el
recuerdo luego de regresar: el placer puro. Lástima que uno no pueda proporcionarse ese
placer sin viajar”.
¡Ah, viejo diablo, puro desengaño!
Llegamos a Luján un luminoso día, glorious day, como dicen los ingleses. Siempre la
gloria representada con esplendores luminosos y color. Yo me la representaría más bien
con la luna, con blancos brazos abandonados, con rodillas que se doblan. Me gusta una
gloria más íntima y menos enérgica que la suministra el padre de la germinación y de los
sudores: El Sol.
 Suban muchachos dijo Alejo, abriendo la puerta del Ford. En media hora
llegamos. Nos espera un asadito “que no te digo niente”. Subimos los cinco. Un hambre
raro, que no era de Buenos Aires, ni de cerca de la Facultad de Medicina, empezó a
hacerme comprender que la gloria podía consistir también en cortar tiras de asado jugoso.
A poco trecho, después de dar vuelta al último recodo del camino estaba la casa y el
campo de Alejo.
Árboles, sombra, verdor, frescura, aromas de yerbas... ¡antídotos de la vida de la
ciudad!
 Alejo, dígame, ¿está siempre en su casa el “linyera Félix”?

 ¿El espantapájaros? Sí, como no y dijo después: Me dijeron por teléfono que se
había enfermado hacía poco, de algún cuidado. ¡Pobre! No quise decir nada para que
fuera más agradable el arribo.
¡Oh! yo recordaba muy bien al “linyera Félix”. Lo había conocido en mi anterior
permanencia en “La Rosa”, que así se llamaba la chacra de Alejo, hacía algo más de dos
años. Era un tipo curioso. Su vida en esta casa era una consecuencia de la ilustre bondad
de Alejo. El “linyera” había sido su condiscípulo. Lo estimaba mucho y lo compadecía.
Nunca se arrepintió de la decisión que había tomado de tenerlo en su casa sin fijar límite
a la hospitalidad y sin exigirle retribución alguna. Si quería trabajar, trabajaba, y si no, no.
Recordé que antaño, el que recorría el campo, algunas veces, se encontraba en
chacras y estancias con un hombre enigmático en un rincón, y que no tenía una función
bien definida en la casa. Cuando se preguntaba por ese hombre, solían responder: “es la
visita”. Eran visitas que duraban a veces dos, tres, cinco años. Liberalidad de otros
tiempos, generosidad y nobleza cada vez más raras.
El “linyera Félix” era un hombre de una flacura inverosímil. Andaba vestido con ropas
muy viejas y de un modo estrafalario. Sacos enormes y rotos. Sombreros de paja con las
alas quebradas y llenos de hierbas secas. Aunque le dieran ropa en buen estado no se la
ponía. Parecía un hombre acabado y con trastornos mentales. Era, sin embargo,
inteligente y sensible. Su vida había sido muy trabajada, muy penosa. Había andado por
Europa, y después de volver en un barco de inmigrantes, no se sabe qué vicisitudes y qué
derrotas lo llevaron a una vida de vagabundo.
La primera vez que fui a “La Rosa” no me habían dicho ni una palabra del “linyera”. Nos
dirigíamos con Alejo a las habitaciones y antes de llegar a “las casas” reparé en un
pequeño espacio sembrado de verduras.
 ¿Dan resultado los espantapájaros? pregunté al divisar dos de ellos de espaldas,
como cadáveres desenterrados y secos que aún conservaran sus coyunturas, más
propios para asustar a los hombres que a los pájaros.
 El espantapájaros, querrás decir, porque el otro es el “linyera Félix” y se rió.

Era extraordinario de ver a ese hombre flaquísimo, inmóvil, en un ademán con un brazo
flexionado y el otro brazo esquelético estirado lateralmente; el enorme saco con agujeros
por los que se veían pedazos de cielo y el sombrero quebrado y con briznas de paja.
Desde aquel día le quedó el mote “El Espantapájaros”.
Lo interrogamos. Hablaba confusamente de un amor que no se entendía. Parecía más
desgracia que gloria. Llevaba un disco de fonógrafo quebrado en dos fragmentos del que
nunca se desprendía. Aunque Alejo tenía un fonógrafo viejo, nunca consintió Félix en
probar le disco, al que por otra parte hubiera sido necesario pegarlo antes con mastic u
otra sustancia. Decía que era la voz de la mujer que amó lo que llevaba como recuerdo.
Que las voces grabadas se velan en los discos cuando muere la persona a quien
pertenecen... Nunca quiso probar el disco porque no se animaba.
 ¿Nunca lo pierde? pregunté.

 Una vez que caí en un pozo disimulado por el yuyo, estuve dos días gritando hasta
que me sacaron. Lo primero que hice fue arrojar el disco arriba, al aire. Después lo recogí
y lo guardé. Aquí está y se golpeaba el pecho.
Los asados de Alejo, los mates, las frutas, el vino, todo fue de una singular fruición. En
el placer sensual de comer, respirar, beber y movernos, nos pasmos unos días sin pensar
en nada. Todo era bueno, aún lo más grosero, después del estrago de Buenos Aires.
No se sabe nunca por qué rutas sutiles y ocultas cae uno de nuevo en el espiritismo
luego de haberlo olvidado; pero siempre sucede esto cuando hay cerca espiritistas
entusiastas y frenéticos. Entre nosotros, la práctica de estas cosas siempre era precedida
por un periodo de discusiones. Las mayores dudas, dificultades y refutaciones no hacen
mella por lo general en los espiritistas, que siguen impertérritos. Siempre les toca estar en
su periodo demostrativo, experimental.
Como nosotros éramos muy jóvenes, no sabíamos que no todo debe discutirse, y que
no se debe golpear donde hay goma o melaza que a uno se le pegue.
Una noche la discusión se encendió. Hablaban Juan y Rodolfo Valle de las bellezas de
la ascensión por esa especie de escala de Jacob, que es el premio del progreso moral
espiritista, la ascensión a mundos desconocidos, cada vez más resplandecientes y más
puros.
Yo dije que, siendo esta elevación muy grande o infinita, el número de recaídas en la
carne tenía que ser a la fuerza extraordinariamente frecuente y que siendo nada los
nombres, la anatomía y aún las disposiciones que parecen más originales y personales,
frente a la idea, al ser, a lo perdurable, quien en definitiva iba a sentarse en el trono era
“El Espíritu”, y, por consiguiente, llamar y evocar por nombres era superstición deplorable
y lo mismo que decir: Llamo a A que es B, que es C, D, E, N igual a 1, es decir: llamo al
“Espíritu”.
Entró el negrito Damián, criado de Alejo, con mates en cada mano, a repartirnos el
líquido verde que apacigua y sazona tanto las discusiones.
Román, que se estaba haciendo poeta, dijo:
 Los espíritus cumplen preceptos y horarios para obtener ascensos. Todo esto me
recuerda la vida y costumbres escolares en la enseñanza primaria, secundaria y aún
universitaria, donde son más importantes que el estudio, los exámenes, premios y
diplomas. Todo esto es pesadez, oficina, maitines. Si es forzoso creer en algo, se debería
creer en cosas verdaderamente espirituales. Por mi parte, no creo en la felicidad que no
trate de absolverse de todos los pecados: tiempo, espacio, fuerza, inercia, causa, etc....
Pero si no se puede prescindir del tiempo y del espacio, claro es que habría que buscarse
lo más leve que pueda sostenerse, y para ello fuerza es abandonar lo pesado... ¡Ah, si
uno pudiera vivir entre una cuerda y un dedo, entre un pincel y la tela y escurrirse
sonando y reflejando... desde estos artefactos de Dios, sin preocuparse de que Él sufra,
para que no se pierdan el gusto y la expresión!... Pero veo que estoy disparatando...
Los hermanos Valle decían que hay que experimentar y no discutir; pero con placer
cedían a hablar de la sensualidad espiritista, que pone los ojos en blanco a los adeptos:
“los mundos celestes y divinos”, “el acorde de las esferas”. Hablaban con seriedad de eso
¡ellos que no conocían nada de la música terrestre, ellos que no conocían más que el
Himno Nacional y algunos tangos!
En eso entró Alejo. Venía de disponer algunas cosas. Se sirvió un mate que chupó con
ansia, hasta que se oyó un ruido de sorbimiento final, bien fuerte. Luego dijo:
 Muchachos, tengo que irme de nuevo a Buenos Aires, pero vuelvo pronto. Quizás
venga con un médium muy bueno que conocí en una sociedad y que se ha hecho amigo
mío. Ya estuvo una vez en casa y conoce al “linyera Félix”. El pobre “Espantapájaros”
parece que va bien. Mírenlo, obsérvenlo ustedes que saben. Yo me voy a dormir para ir
mañana temprano y volver a la tarde o al día siguiente.
Volvió dos días después acompañado de un hombre raro. Tenía algo de curandero y
algo de Mefistófeles de Music-Hall. A mí me parecía recordar haberlo visto en algún
teatrito de la calle 25 de Mayo o del Paseo de Julio. Pero no podía asegurar nada. El
hombre tenía o afectaba una dignidad y reserva grandes. Era “profesor” y “médium” de
alto vuelo. Se hacía llamar Spruce.
Pensé que las reuniones espiritistas se representarían, pero que había ya quien
cargara con las bromas.
En cuanto volvió Alejo, preguntó por el “linyera”. Le informaron que seguía peor. La
enfermedad de Félix era oscura, pero positivamente se moría. Con lentitud y cediendo
paso a paso como buen trabajador resistente que había sido, pero se moría.
No sé si habrán observado que la proximidad tiene bastante parte en la impresión que
nos causan la agonía y la muerte. Lloran las campanas el eterno ceder de las vidas, la
perenne derrota. Nos anuncian desde lejos otra caída, otra horizontalidad. Recibimos la
noticia de que alguien está grave, pero lejos: es algo casi informativo y hacemos poco
caso. Pero si el que muere está a pocos metros, nos sentimos inquietos aunque la
persona no sea de nuestra afección profunda. Podemos pensar en todo momento en la
muerte, pero nos disgusta que sus muecas, su olor, su indumento, se nos hagan íntimos.
No es cobardía, no es temor, no es egoísmo que tiemble, esto sería demasiado trivial. No
sé qué será, pero, si se me permite, aún a riesgo de provocar las risas más francas, diré
que por mí pasa, en circunstancias semejantes, entre los otros sentimientos oscuros, uno
de vergüenza.
A la tarde, Alejo nos dijo que, si gustábamos, podíamos hacer una sesión espiritista esa
misma noche, con asistencia del médium Spruce, pues éste tenía que regresar pronto a
Buenos Aires.
Los médicos habían dicho que el “linyera Félix” estaba en gravísimo estado y que no
había nada que hacer.
 Quizás, añadió, una sesión espiritista podría ser beneficiosa a él o a nosotros...

Román y yo sonreíamos. Bueno, esa noche haríamos una reunión fuerte que era como
decir que íbamos a poner los cables de alta tensión.
Mandamos un “chasque” avisando a los hermanos Valle que se encontraban de visita
en una casa a más de dos leguas de distancia. Comimos con sobriedad y continuamos
con una larga sobremesa, esperando a los hermanos y bebiendo abundante café; infusión
ésta más peligrosa y sensibilizadora de lo que se cree generalmente, sobre todo cuando
se abusa.
Poco después de la una de la mañana nos sentamos todos los muchachos. Alejo y el
médium Spruce, alrededor de una mesa que estaba en el cuarto que daba al jardín.
Todo se encontraba en la penumbra. Frente a mí y a Román había un antiguo ropero
que tenía un espejo ovalado. Este mueble puesto mirando a la hilera de piezas. Las
puertas todas estaban abiertas de par en par, porque la noche era calurosa. El ojo sin
párpado del espejo miraba las cosas impasible, con esa indiferencia de ojo sin retina que
no necesita guardar imágenes en el interior del mueble. Ojo que parece decirnos: ¡Oh, lo
que yo miro no es sospechoso de “subjetivismo”!.
Después de un rato bastante largo de estar con las manos sobre la mesa, Spruce se
retiró a alguna distancia y se volvió a sentar quedándose en una especie de
concentración o ensimismamiento.
Román dijo que de acuerdo con el médium que ya había aceptado la idea, quería hacer
una experiencia singular: evocar el espíritu de “Félix el linyera” que estaba por morir y que
actualmente se encontraba en un coma. Juan y Rodolfo Valle dijeron que no les parecían
bien esos juegos, pero se adivinaba en sus semblantes que se encontraban visiblemente
interesados por la novedad de la proposición. Juan dijo si no sería algo parecido a una
crueldad o a un crimen llamar el alma del agonizante.
 No creo, dijo el otro; sólo Dios puede desatar las almas de los cuerpos.

Román dijo:
 ¿No dice Kardec, en el “Libro de los Espíritus” que la separación definitiva del alma
y del cuerpo puede efectuarse a veces antes de que cese la vida orgánica, y que a veces
también el espíritu se complace en presentarse en el momento preciso de la muerte
corporal a la persona que estima? Por mi parte, creo que si algún resultado se puede
conseguir, serían más favorables estos momentos que ningunos otros para obtener
efectos anímicos interesantes. ¿Por qué no podría presentarse ese espíritu,
despidiéndose de Alejo, a quien tanto estimó?
Alejo estaba apenado y nada decía.
 Propondría también, continuó Román, que se pusiera el disco del fonógrafo con la
voz de esa amante ignota; esto ayudará quizás. El disco roto lo pego yo mismo con dos
broches y ya está.
Nadie lo contradecía; pero a todos les parecía estar viviendo algo sensacional y
prohibido.
Román fue, trajo el aparato y le dio cuerda. Luego se acercó de puntillas al cuarto del
enfermo. Volvió al poco rato y nos dijo que lo había encontrado en un confuso delirio y
que le parecía que no podía durar mucho. El pulso se le iba haciendo rápido, el corazón
tenía intermitencias peligrosas. Ahora venía con el disco, se lo había sacado de la cama a
Félix sin que se diera cuenta.
Rodolfo dijo que invocáramos incesantemente la presencia del espíritu para aprovechar
el momento mismo del tránsito. El médium había entrado “en trance” y se le notaba
espuma en la boca.
Yo, con las manos descansando en la mesa, miraba fijamente al espejo. Sentía como
un peso en los párpados, y, una extraña rêverie me poseyó. Veía a Félix entrar en la nada
y me figuraba esa “nada” como la entrada al espejo. Soñaba que si se presentara un
espíritu, uno sólo auténtico, uno muy antiguo, más que Pitágoras que enseñaba la
transmigración de las almas, ese espíritu debería presentarse en forma de una multitud,
por causa de todas las carnes sucesivas que ha recorrido, y esa multitud, fermentada de
recuerdos, rompería quizá la resistencia del azogue y del vidrio, o se escaparía por los
ángulos, y al invadir la pieza, nos ahogaría con su afán de vida...
En eso vi en el espejo al “Espantapájaros” que pasaba como un estandarte hecho
jirones y derrotado. En su rostro había sufrimiento y ansia. No sé si los otros lo vieron. Los
hermanos Valle se levantaron. Estaban pálidos y salieron al balcón que daba al jardín, a
decir una oración:
“Dios Todopoderoso y Misericordioso, aquí tenéis un alma que deja su envoltura
terrestre para volver al mundo de los espíritus. Que pueda entrar allí en paz y se
encuentre con los espíritus buenos”.
El disco de fonógrafo sonaba, pero no se oía nada casi: era como un camino con
muchos baches. Se oían, apenas, palabras aisladas, y una melodía antigua entrecortada.
 Yo... amaba... amor... estrellas... eternas solas... firmes... cielo... palpitan... Alejo,
que se había ido, volvía. Decía que Félix, venciendo el sopor, nos llamaba. Pedía que le
tocaran el disco junto a la cama.
 Pero si no se oye nada, dije yo.

Fuimos, sin embargo, con el aparato y lo pusimos en una mesa de noche junto a la
cama. Tras de nosotros venía Spruce.
 No se oye, repetí yo.

 Póngala que se va a oír, dijo Spruce.

Yo miré a Félix y me pareció que su vida se iba lo mismo que un pequeño torbellino de
agua que se hiende al centro y empieza a girar. El agua se estremece en el más angosto
círculo, en el más apretado, antes de ser absorbida. Estertora, no quiere ser agua de
tinieblas. Milagrosamente el fonógrafo se puso a sonar, bien alto y continuando la antigua
melodía. La letra ingenua, decía:
Yo te amaba  sí, sí  con un gran amor.

Las estrellas en le cielo están.


Ellas que son eternas, ellas olas son firmes;
con ellas te mira mi pena que es
un cielo nocturno.
¡Vuelve a ver “mis estrellas” que palpitan,
como antes que te fueras!...
 Voy, voy dijo el “linyera Félix” ¡Pronto! ¡Pronto! Se dio vuelta y expiró.
Meses después, las estrecheces y dificultades de la vida me habían llevado al Paseo
de Julio, para vivir más barato. Iba caminando tristemente y pensaba en el dicho de
Román: “¡Ah! ser alguien que viviera como sería de desear vivir: entre una cuerda y el
dedo y revolotear: entre el pincel y la tela, y escaparse reflejando...” De pronto me
encontré con Spruce. Le dije que ya había notado que él era un buen ventrílocuo y que
también sabía trasplantar los espantapájaros cuando la buena estación comienza. Me
miró con gravedad, luego sonrió.
 Oh, no hay nada de malo en lo bueno, dijo.

Cuando lo dejé, me decía a mí mismo, que al fin era bueno quien sofisticaba, pero
regalaba ilusiones.
El pesimismo y la soledad me decían: “Puede haber alguien que haya pasado una
temporada muy larga sin conocer ternuras, una “temporada” que se extienda de la cuna al
sepulcro. Alguien a quien haya tocado el Infierno Soledad. Si éste fue Félix, a la salida
tuvo siquiera una melodía y palabras de amor. ¿A la salida? ¡Quién sabe! ¿Por qué no
creer que fue a la “entrada” el encanto, el entrevero de ensueño y encanto que borra la
pesadumbre de la Vida Inmortal?
LA MUERTE Y LAS MÁSCARAS

En mi juventud me tocó ver y actuar en un acontecimiento singular y terrible que tuvo


por escenario las inmediaciones del antiguo Chucuito —no quiero mentar su nombre
actual—, gran lago del Perú y Bolivia. Fue aquello durante el carnaval de 18…
…Yo ya soy viejo y han pasado muchos años desde entonces, pero aún ahora, no
puedo ver una máscara sin estremecerme por el recuerdo de aquel horror…
“Sé que aquello sucedió, sé que no es un sueño, pero también los sueños ‘suceden’ y
el alma anda entre sueños. Si quisiera hacer una evocación rápida y sintética, para mí
mismo, como una ‘aguafuerte’, pondría sombras, trazos de luz como gritos desesperados,
vapores de alcohol y de narcótico, un chisporroteo, una ancha risa diabólica…”
El que así había hablado era Mr. Cunningham, hombre huesudo y recio, de facciones
enérgicas, pero que tenía una actitud meditabunda y esos ojos en forma de almendra,
algo oblicuos y soñadores de algunos ingleses. Tomó el vaso de cerveza entre sus dedos
largos y hábiles y empezó a hacer girar circularmente el resto del líquido que quedaba
para ver si hacía espuma. Como no la hiciera, apartó el vaso y pidió al mozo whisky
añejo, de ése del norte de Escocia, que pone elocuentes hasta a los mismos ingleses. Se
sirvió una buena porción con poca soda, para avivar los recuerdos, según decía, y, a los
tres amigos que lo escuchábamos silenciosos en ese café también silencioso (¡qué
suerte) nos contó lo siguiente:
—”Yo era joven —dijo—, tenía veinticuatro años; era en los tiempos en que la
Compañía de Londres me envió a Sudamérica, ¡oh, sí! Compañía que explotaba
productos medicinales. Mi padre estaba en ella como director, y yo muchacho activo, hábil
de manos y no tan sonso ¡no sonso!, parece que les gusté para venir a América. Mi
misión era por el norte, el trópico. Se trataba de algo nuevo pero no complicado. ¡Oh, no
complicado, pero muy bien pensado!…Ustedes conocen el árbol de la coca, ¿no?, es
oriundo del Perú y de esos lugares. Todos lo indios, y otras gentes más que no son indios,
peruanos y bolivianos, mascan coca. ¿Nunca vieron? Le un poco de cenicita o potasa
para que largue más, y mascan, mascan. La Compañía de Londres vio eso de los
arbolitos y dijo: aquí hay ganancia. ¿Quién fue el de la idea? ¡Oh, nunca se sabe quién
tiene las ideas! Me enviaron a mí para trasplantar el árbol de coca a una colina inglesa. Yo
era hijo de arboricultores e hice lo que había que hacer. Los peruanos y bolivianos
discutían el presupuesto, los impuestos, las rentas públicas y quién ocuparía el gobierno.
Esta, la de gobernar, es industria de veinte países sudamericanos… Yo me llevaba del
Perú y Bolivia varios miles de plantitas de la coca para aclimatarlas en colinas inglesas.
No pasó mucho, no mucho, que nosotros en Inglaterra nos apoderamos del mercado
mundial de cocaína. Pero sudamericanos aumentan presupuestos, piden plata a ingleses
y se muestran los dientes y sables porque no tienen riqueza y el presupuesto anda mal
por muchos militares y políticos que tienen muchas ideas de gobierno y finanzas y para
aplicarlas hacen revoluciones…
“Anduve por Lima, El Callao y después fui a Oruro. En Chile, en Antofagasta, cuando
en aquella época feliz en que el guano y los nitratos estaban por las nubes y sonaban los
taponazos de las botellas y el baile y la danza por el aire y la revolcada por los suelos, me
fue presentado un muchacho. ¡Lindo muchacho! Buen mozo y artista, como dicen ser
todos los privilegiados de esos lugares, que tiene algún refinamiento y no tienen qué
hacer. Sensibles mucho, dicen ser, sensibles y sentimentales, pero digo yo. ¡Oh! ¡disculpa
a mí!, que sentimentalismo y crueldad van muy parejos, porque el sentimentalismo es
para las víctimas que hace, aunque sean mentales”.
Esto dicho y que creyó estar muy claramente explicado, sorbió un nuevo y prolongado
trago de whisky, y continuó:
—”Son también muy vengativos y… bueno, el muchacho se llamaba Morris, había
heredado una gran fortuna de su padre, un peruano que había especulado felizmente con
el azúcar de Cuba. Además, su familia por parte materna hacía tiempo que se había
enriquecido en Potosí con la industria minera. En una palabra: el muchacho era
multimillonario, joven, sin familia. Un hermano suyo había muerto asesinado por causas
políticas. Multimillonario, joven y sin familia, condición ideal para todas las virtudes y todos
los vicios. Única y verdadera posibilidad de escoger. Único libre arbitrio que otorga raras
veces el determinismo terrestre”.
Nos miramos para ver si Mr. Cunningham no se había vuelto loco y bebimos a tono.
—”El muchacho parecía inteligente —continuó Mr. Cunningham—, hablaba inglés, se
conocía que había sido de buena familia. Para no ser inglés, no estaba mal. Poseía algo
de instrucción y educación”.
—Gracias, se me ocurrió decir, por lo menos hay algo que no es inglés y que no está
mal.
Los oblicuos ojos de almendra me miraron en una forma tan envolvente, que ya me
parecía ser colonia o protectorado de esa mirada.
—”Yo estaba desocupado, por aquel entonces. Todo estaba listo. Podía disponer de
unos quince o veinte días antes de tomar el vapor para Singapore.
“Se acercaba el carnaval, y, bueno, vamos a farrear un poco y conocer costumbres.
Pensaba en un programa modesto: ver y observar en lo posible la psicología de países
que acaso no volvería a ver más en mi vida… Porque yo era en aquel entonces un
extraño caso (no tan extraño entre los ingleses) de hombre práctico, comerciante, que se
detiene a soñar y fantasear cuando los negocios no le dicen ¡vení!… ¡Qué casualidad!
Pensaba en la diversión sin lujo, en el tren de Oruro a La Paz, cuando se me acercó al
pullman inesperadamente mi amigo de Antofagasta, el joven Morris. Tenía una mesa
cerca y venía tomando champaña seco y comiendo con varios amigos.
—”Si no tiene nada que hacer, Ud. se viene conmigo, Mr. Cunningham”.
—”Pero, ¿adónde?”
—”Ud. se viene conmigo ¿if you please? Yo le prometo un carnaval divertido”.
—”¿Adónde va usted?”
—”A mi casa, cerca del lago, venga, lo llevo”.
“Dudé… no conocía bien yo a este hombre, pero mi anterior idea de entretenerme un
poco antes de dejar América, encontró un lindo escape”.
—”Aceptado. ¡All right!
—”¿Iba usted al hotel?”
—”Sí”.
—”Usted se viene ahora mismo conmigo, a mi casa, cerca del lago donde tengo algo
más que todas las comodidades —y cerró el ojo izquierdo como para tirar al blanco, al
mismo tiempo que apretaba la mano derecha”.
—Esto, entre criollos, quiere decir mujeres, ¿no? Ustedes son criollos, dijo Mr.
Cunningham.
—Siga Mr. y deje a los criollos, respondí yo.
—”Nos bajamos en La Paz, pero como era demasiado tarde por el atraso del tren, nos
quedamos a dormir en la ciudad. A la mañana siguiente y después de un corto almuerzo,
una gran caravana de automóviles emprendió viaje a la residencia de Morris, que estaba
cerca del lago. viaje interminable como todos los viajes de esas partes altas de
Sudamérica. Yo iba bien abrigado, y, aunque era verano, hacía frío, y todas las
combinaciones de tren, automóviles y vuelta a cambiar, las hice como un sonámbulo y
cuando llegué, me tumbé como durmiente verdadero en un lecho y aposento en que la
distorsión que le daban la semioscuridad nocturna, los cocktails de oporto y el dry, todavía
no permitían apreciar como a la clara luz del espejo y del día, la distinción de su lujo
sencillo, el adorno de las paredes, la belleza de los muebles y una decoración incaica
armoniosa, muy distinta de la falsificación de los cotorros y garçonnières de Buenos Aires.
“A la mañana, cuando salí y miré la casa, me llevé una decepción. En vez de la
construcción artística exquisita o de aspecto de chalet o castillo que era de esperarse en
dueño tan espléndido, me encontré con una serie de piezas muy grandes que parecían de
madera, aunque con algo de color blanco grisáceo y metálico. Conté hasta ocho piezas
rectangulares de unos doce metros de largo por seis de ancho y otro tanto de alto.
Aunque eran bonitas por la feliz disposición y combinación de líneas de los aleros y la
colocación de las puertas y ventanas, no se podía dejar de reparar en el extraño gusto
para un dueño multimillonario de edificar una residencia que más parecía un tren o
galpones en fila, que una verdadera casa para placer o veraneo. La yerba fina y untuosa
llegaba hasta la misma pared como si ese gran tren inerte se hubiera detenido en una
estación proyectada o hipotética y dejado invadir por la vegetación. Todavía no había
mirado los alrededores, cuando llegó Morris.
—”Ya sé, ya sé —me dijo— que usted no aprueba, y se sonreía. Ya habrá pensado
usted: South America, mal gusto, cualquier cottage de la vieja Inglaterra… etcétera.
—”Pensaba en lo raro…
—”No piense, mire alrededor”.
“Miré. El sol ya se había levantado unos grados, me hizo ver un espectáculo
sorprendente: en una pendiente que subía gradualmente, en unas partes a unos cien y en
otras como a doscientos metros, había una serie de colinas o abolladuras de diferentes
tamaños muy bien dibujadas y dispuestas en progresión creciente hacia el horizonte.
Todas estaban plantadas de árboles y arbustos hermosos y, he aquí lo más extraordinario:
todo estaba embaldosado con mosaicos en los que había dibujos que seguían un vasto
plan decorativo. ¡Un bosque embaldosado! Y las baldosas circundaban bien los troncos,
¡de modo que no se veía tierra ni raíces! Los dibujos tomaban vuelo en las faldas y
ondulaciones de ese terreno quebrado. Todo limpio. El contraste entre el ocre y los
troncos y el verde de las copas con el suelo esmaltado, era de lo más singular, algo de
una preciosidad única y original.
—”¡Oh, qué raro! ¿Y por qué lo hizo usted?
—”¿No es lindo?”
—”Es asombroso y me gustaría ver qué efecto hace paseando en él. Debe de haberle
costado a usted, pero mucho, oro a montones, ¡y la conservación y limpieza!
—”Como planeo y realización, sí, y como conservación también; pero oro… ¡Bah! ¿Es
cierto que me gusta por sí mismo? No concibo ese gusto. Entre un montón de monedas
amarillas o billetes todos iguales y feos, o un montón de acciones que representan
fábricas y hornos… y esto que usted ve…
—”Verdad; además es original. Sólo que, en fin… yo soy pobre… no me gustan las
cosas demasiado vastas y esforzadas: insultan a la simplicidad.
—”Pero más se insulta a Dios, teniendo mucho en cajas fuertes y no consumiendo sino
una parte mínima de ello. Pero dejemos esto. Ahora va a ver lo más singular que tiene la
casa, y es que podemos pasearnos en ella cambiando así de perspectiva.
“Me hizo ver unos rieles ocultos en la hierba por los que se deslizaba la casa en cuya
primera pieza había un poderoso motor disimulado.
—”Disculpará usted la falta de gusto de los cuartos en hilera, pero no había otra forma
de viajar y estar quieto. Además, las casa puede marchar hacia el lago, introducirse en él
y navegar merced a un amplio y hermético reborde que tienen todas la piezas y que le
haré colocar. Hay también un dispositivo para entrar en el lago según el nivel del agua
que baja. Se entra a él como a una Estigia. El poder trasladarse con la casa hace que le
placer que se goza adentro no tenga la monotonía de un mismo horizonte”.
—”¿La casa puede moverse, eso tan pesado?”
—”¿Por qué no?”
—”Me gustaría verlo.”
“Morris caminó hacia unos galponcitos que había a cierta distancia. Volvió con un
mecánico.
—”Es mi piloto, dijo.”
“El hombre me saludó y dando una carrera se metió por una pequeña puerta del primer
aposento vagón. Al rato se oyó el ruido de un poderoso motor disimulado, ruido que
llegaba apagado por dispositivos y acolchamientos especiales, según me dijo, y la casa,
con trabajo al principio, se puso en movimiento.
—”¿Que tal?”
—”¡Oh, oh! ¡Bien, bien! Felicito a usted Mr Morris.”
“Sinceramente pensé que este hombre gastaba, pero sabía hacer las cosas. Al mirar
de nuevo la casa, reparé donde había aparatos de enganche como en un tren. Pero la
plataforma que separaba el primer aposento de las restantes era mucho más larga que
las otras, lo que daba lugar a que pudiera encajarse allí una especie de aeroplano, o más
bien cabeza de aeroplano, provista de una hélice muy potente. El todo miraba hacia la
hilera de aposentos-vagones y formaba parte de ese bloque. Delante de esta hélice,
había tres enormes copas de bronce en forma de grandes cálices. Estaban cinceladas
con arte, y lo que hubiera quedado bien frente a una construcción severa, de piedra, allí
desentonaba por la hélice y la falta de arquitectura. También entre los otros vagones
había más copas, pero de menor tamaño.
—”¿Y eso qué significa?, pregunté.”
—”Son símbolos.”
—”¿Alguna tradición peruana del antiguo Cuzco?”
“No me contestó, y después de suspirar, dijo al rato:
—”También es el lugar de los pebeteros y perfumes, y la hélice, la encargada de
hacerles recorrer las dependencias.
“A todo esto oímos ruido y algazara. Risas de mujeres y el bordoneo de las voces
masculinas. Un montón de muchachos, entre los que había algunas mujeres, se nos
acercaron. Fui presentado a algunos porque eran muchos. Casi todos tenían apellidos
dobles, cosa que es costumbre lujosa en Sudamérica, y yo, al saludarlos les daba las dos
manos”.
—”¿Por qué?, pregunté”.
—”Una por el padre, y la otra por la madre que los tiró al mundo…”
“Bueno; como les contaba —dijo Mr. Cunningham—, Morris anunció que el baile de
disfraz no podía realizarse antes del último día de carnaval, por algunos inconvenientes
en la fabricación de trajes y otras cosas que había ideado, y que estaban terminando
unos obreros en aquellos galpones, y señaló unas construcciones bajas que estaban a
cierta distancia. Nos rogó que nos entretuviéramos mientras tanto con las damas. (Había
tantas como hombres, mujeres casi todas francesas y, como adivinarán ustedes, de
alquiler). El aposento-bodega, la despensa y la cocina, estaba a nuestra disposición.
Había allí cuanto pudiéramos desear. Fuimos a visitar esas dependencias, y, en efecto,
estaban provistas regiamente de vinos, licores de marca y provisiones.
“En este ir y venir, mis ojos descubrieron otros bellos y tristes, y, como no huyeran, me
acerqué. Me presenté. Ella se llamaba Angelina, era suave y reservada, y a poco de
tratarla descubrí la gracia y buen gusto de un espíritu afectado quizá de un modo muy
hondo por la tristeza. ¡Oh, impresiona más que otros casos la tristeza y reserva de una
mujer por cuyo desdén llorarían hombres afortunados! ¿Por qué no deciros que
instantáneamente me enamoré, sin que entrara para nada en esas circunstancias el
deseo de posesión? Era más bien una reverencia de mi alma a una criatura delicada y
selecta… y luego esos ojos que parecían violetas y, a veces una llama de alcohol detrás
de un vidrio azul.
“Salimos a recorrer el bosque embaldosado con mosaicos.
—”¿Cómo ha sido tratada por los hombres y las cosas? —pregunté, tomándole una
mano con la delicadeza con que se toma la mano de una enferma querida.
—”Pas mal, para mi condición. —Sonrió y luego rió con risa histérica—. Muchas
adoraciones. ¡Oh, acá hay muchos poetitas inflamados, muy eróticos, indios muy vestidos
y sensibles, llorones tropicales. Se creen buenos por eso.
“No pude menos que reírme ante un juicio tan justo.
“Caminamos; de pronto echó a correr en un espacio libre de árboles. Me senté y
acondicioné la pipa para aspirar el aroma del Virginia. Y… un rato después oí un grito.
Acudí. Angelina me mostraba un tigre al acecho. Pero ya su expresión era de duda. Me
acerqué. En un repecho del mosaico se figuraba la fiera con un propósito decorativo, de
un modo admirable, con pequeñas baldositas y esmaltes. Por los ojos del tigre salía una
llama sangrienta. Un triunfo de artista. Nos reímos.
“De regreso ya se vio que la invitación a la despensa, bodegas y cocina no había sido
vana. Mucha alegría y taponazos, mucho escanciar, mucho apurar los vasos, porque esos
indios elegantes saben beber ¡son tan apasionados!…
“Varios días pasaron en una orgía extraordinaria, durante los cuales se dormía poco y
se hacía toda clase de desgastes nerviosos, erotismo, juegos, locuras, y nadie se daba
por vencido, aunque muchos ya estaban demacrados y vacilantes. Parecía aquello una
puja por sobresalir en goces y delirios, y los únicos que nos manteníamos algo apartados,
sin participar a cuerpo entero en la alegría tumultuosa, éramos Morris, yo y la bella
Angelina.
“Pero llegaba ya el último día de carnaval. Todos fuimos alejados en una excursión
larga, para dar tiempo y permitir la preparación de decoraciones y trajes sin que nuestra
presencia y tumulto molestaran a los obreros.
“Fue una excursión compensadora de la locura de placeres de días anteriores. Los
aficionados a lo natural hallaron un placer que no esperaban después de un ritmo tan
apresurado y saciaron su apetito con simples meriendas campesinas que les sentaron
muy bien y repararon el estrago que empezaba a sentirse por la emulación en el abuso y
la pactancia, que suelen ir muy juntos.
“Volvimos todos a las primeras horas de la noche de ese día. Lo primero que nos llamó
la atención al arribar, fueron los aposentos-vagones iluminados con una luz roja intensa.
Morris nos dijo que la entrada en ellos la efectuaríamos a las doce de la noche, hora en
que empezaba el baile, pero que si la comida nos demoraba, lo haríamos más tarde. Eso
sí, a las doce de la noche estaban listos todos los preparativos. Desde esa hora en
adelante podíamos acudir los contertulios a voluntad. Morris iba y venía, se atareaba,
pero a pesar de todo no dejaba de beber. Cenamos entretanto opíparamente en los
galponcitos donde se habían trabajado y cosido los trajes y decoraciones que estaban
libres y bien arreglados como para una cena delicada. Ésta fue larga y ruidosa, muy bien
regada por los Graves y los Sauternes, los Chiantis y los Laffites, y en la sobremesa, larga
asímismo, se mezclaron por igual en las bocas el sabor de los besos y la brasa delicada
de los licores fuertes.
“Unos treinta y cinco o cuarenta jóvenes, entre los que había algunas mujeres y
algunos hombre maduros, fueron a uno de los aposentos-vagones a vestirse para la
mascarada. Quedamos en la mesa varios: Angelina, Morris y yo y algunos otros, todos los
cuales éramos más bien espectadores… Aunque yo, a decir verdad, hacía rato que era un
espectador bastante indiferente de lo que no fueran los ojos de Angelina. Ví que Morris le
demostraba también interés y le dedicaba lo más rendido de su admiración, pero en sus
ojos se leía que otra cosa le preocupaba y por encima de todo aquel momento: el baile y
disponer las cosas para su realización. Conversando, no advertimos que había
desaparecido. Nos demoramos mucho, de modo que cuando llegamos a la fiesta hacía
rato que había comenzado.
“Al entrar en los aposentos no pude reprimir del todo mi disgusto. La visión que
ofrecían las piezas en hilera era la de una vasta capilla ardiente. Gran profusión de paños
y colgaduras de colores negros y oscuros con franjas plateadas y lágrimas de plata.
Crespones fúnebres, candelabros y “vitraux” color escarlata. Pero nada de pacotilla. Nada
de esas “galas” ordinarias y vulgares que deben durar un día o dos y después tirarse…
Paños con esos tonos sombríos y profundos de la seda y del damasco. Colgaduras y
paramentos de ébano lustrado, lacas en las que parece verse más allá de sus superficie
un espacio misterioso. Abundancia de espejos circundados de crespones y terciopelos.
Un lijo de lo lúgubre. La música marcaba el ritmo de melopeas y se oía el sonido de las
quenas.
“Esa gente ebria y harta, encontraba un placer en ese remedo anacrónico del
romanticismo y de la moda poético-sepulcral de 1830 en adelante y varios lustros
después… ¡Tolderías que remedan imaginaciones europeas con largos años de atraso!
Una luz de color de sangre iluminaba pequeñas comparsas y máscaras aisladas. Casi
todos se bamboleaban y gesticulaban. Junto a mí pasaba el disfrazado de calendario,
llevaba uno grande en la espalda y proponía a todos: “Sácame una hoja”, cuando la
sacaban decía: “Sacas la última tuya. Vete y ‘baja’ con ella”. El disfrazado de espejo que
se empañaba, lo seguía. El cuerpo del hombre semejaba el mango y de su espalda, como
de un asta de bandera, salía un espejo que a ratos se empañaba. En el marco tenía dos
inscripciones: “Por el cielo pasan nubes y agonías”, “Quietos estanques de agua que
reflejan el cielo, son los muertos”. Estaba tan bien la máscara, que casi no era máscara; la
desempeñaban algunas señoritas con certificado de defunción prendido en el talle,
buenas muchachas que todavía no vivieron vida mundana y amorosa, que se esforzaban
por lucir sus toilettes de entrada en la sociedad, dar un paso de danza, o responder a un
“dites nous quelque chose, mademoiselle”. Tenían actitudes graciosas algo trabadas; pero
una risa amarga; un rictus les paralizaba y halaba todo impulso, porque se “sabían
incomunicables” y que sólo vivían en algún sueño, evocación o recuerdo. Entre ellas
andaba un poeta cuyas guedejas de sauce caían en llanto negro sobre su cara
enflaquecida. En la espalda llevaba algo como una caja plana, de cartón que imitaba una
losa sepulcral, con esta inscripción: “Bajo su sepulcro está mi alma — Yo, yo su
prometido”. Iba musitando: “era débil la pobrecita, era bonita y delicada. Un día se hizo
hacer una ondulación permanente y al otro día se murió. Sabía que no podía durar y
quiso arreglar su rostro y cabeza como se arregla un cuadro. ¿Verdad que es conmovedor
en las muchachas eso de creerse obra artística aunque no lo son?... Y ahora, como
orquídeas en la oscuridad, los rizos de su ondulación permanente, velando una expresión
inmóvil”. Hacía rato que la casa se había puesto en movimiento, lo que acentuaba la
confusión y el bamboleo. Las horas pasaban y, entre los aromáticos cigarrillos que se
distribuían, se había deslizado el perverso haschich, que aumenta los goces de los
sentidos, pero también los terrores. Vi a Morris taciturno y los ojos le brillaban como si
tuviera fiebre.
“Entrábamos en le lago. Salí a una de las plataformas para ver el paisaje, si se podía.
Comprobé que nadie se interesaba por este último y continuaban su orgía como si
tuvieran anteojeras. Pude observar este cuadro: la luna roja iluminaba un tajo profundo,
una especie de cañón algo sinuoso que cada vez se ahondaba más hasta tomar las
aguas del lago. En ese punto el cañón era muy profundo y, por consiguiente, las paredes
altas en proporción. Sus bordes altos no eran parejos, sino dentados y tenían también
unas crestas muy grandes, lo que daba a todo el conjunto un aspecto salvaje, imponente
y al mismo tiempo melancólico. Me acordé del dicho de Morris: “entramos al lago como a
una Estigia”. Pensé: “En verdad parece que dejamos el mundo de los vivos. Dentro de
poco seremos sombras del lago. Pero los locos van a las tinieblas con su cabeza loca que
parece una llama de alcohol”. El movimiento, la trepidación de la casa se hicieron
blandos; flotábamos. Morris parecía ahora nervioso y excitado. La casa aumentaba
gradualmente la velocidad.
“Nuevas máscaras aparecieron: los hombres de frac que con un ensanchamiento en
forma de trapecio en la espalda y el largo de los faldones vistos desde atrás, completaban
un ataúd perfecto. Los enterradores con carretillas llenas de cocos a los que habían
puesto ojos humanos imitados gritaban:” A comprar, a comprar cráneos con muchas
hectáreas de espacio y con mucho tiempo a priori y con garantía. Con muchas
contribuciones e imágenes. Seña 10 %, comisión 2 %.
“Yo estaba cerca de Morris que hablaba en ese momento con una mujer. Sonó un
toque de campana musical y se apagaron las luces. Fue un minuto de pavor. Oyéronse
aullidos. Las luces volviéronse a encender, pero mucho más débiles. Unos hombres
pasaban echando un líquido en las copas de bronce. Luego que llenaron todas, una
especie de diablo ágil que corría y gesticulaba, pasó blandiendo una antorcha encendida,
con la que tocaba cada una de las copas. De todas ellas brotaban llamaradas, lenguas
rojo-azuladas que se retorcían. Los reflejos producían un efecto fantasmagórico,
transformando a todos en verdaderos espectros. Las sombras que se multiplicaban en los
espejos y lo desmesurado que pone la droga, empezaron a asustar a aquellos héroes de
la simulación de la muerte.
“Oí un diálogo rápido entre dos máscaras:
—”Ya no me está gustando esto; Morris parece un demente, y estos juegos son
peligrosos.
—”¡Al perro de Morris siempre le he desconfiado! ¡Esto ya pasa de lo grotesco! ¿Qué
busca ese loco? ¿Si lo interpelamos?...
“... Alcancé a Morris, que iba hacia el primer departamento.

—”¿Qué pasa, Morris? hay algo raro en todo esto.

“Me miró y lo veía transfigurado.


—”Ya di las órdenes, me dijo, todo está listo.
“Sus ojos fríos y su expresión triunfante me sobrecogieron.

—”Venga usted, vamos —y me agarró brutalmente de un brazo, mientras me decía:


—Ya no soy un hombre. Soy “El Vengador”, el que se venga es un semidiós antiguo ¡un
Dios!... ¿no ve mi cara? ¿tengo cara de hombre?
“Me arrastraba a mi pesar, y eso que yo era fuerte. Iba diciendo:

—”Los mando al infierno, como ellos, sus parientes o secuaces, mandaron a mi


hermano. ¡Represalias! ¡Que paguen!... para mí no hay cosa más divina que cobrar estas
deudas”.

—”Por Dios, Morris, por Dios.

“Ya estábamos en el primer departamento-vagón.

—”Morris, déjeme tiempo para...

—”Nada, nada, todo está previsto, ya están avisadas las mujeres.

“Antes que yo pudiera reaccionar, se oyó un poderoso toque de silbato y todas las
mujeres vinieron corriendo al primer aposento. Hubo en los hombres expectación y duda:
el hombre reacciona más lentamente que la mujer.
“… En un instante quedó cortado el tren del aposento, y separado el primero de los
demás. Y la hélice del aeroplano, volteando furiosamente a 2.000 revoluciones por
minuto, volcaba con su ventarrón el inflamante encendido de las copas, que se pegaba en
grandes motas azul-doradas a las maderas y colgaduras. Se oyeron gritos lamentables y
chisporroteo furioso... Pero yo no comprendía bien... ¿qué había hecho de mí el
haschich? Recién pensé dónde estaría Angelina. Miré rápidamente entre las mujeres y no
estaba. Los gritos continuaban. ¡Ah!... Se olvidan presto frente a la muerte todas las
veleidades y fantasías macabras. Pero... ¿Angelina?
“… El primer aposento derivó y se puso frente a los restantes como si se acomodara en
una platea. El fuego era un soplete que todo lo destruía. Morris, borracho, vociferando, y
con una pistola en una mano, no podía saberse si dirigía el salvamento u ordenaba la
catástrofe. Yo pude observar, seminarcotizado como estaba, que ninguno de los que
optaron por tirarse al agua era socorrido. Morris luego fue interpelado por la tripulación y
arrojado al agua por la fuerza de una puñalada.

“... Pero ¿esto es verdad o sueño? —me autointerrogaba, porque uno de los efectos
del haschich en mí es dividir mi personalidad, mi yo en dos, como si cada hemisferio
cerebral fuera autónomo y pensara por su cuenta. Y en ese sueño-realidad, vi a Angelina
en peligro.
“... Y ella, ¿qué hacía?... Estaba allí extática y lejana con ojos que parecían más tristes
que nunca, más indiferentes, más vidriosos como si una “presencia” enorme le quitara el
sentido de la realidad...
“¡Angelina, Angelina! huye, ven pronto... Pero ella seguía mirando el abismo con un
interés terco que era un suicidio. Corrí... creía correr, porque a duras penas me movía.
Alguien me detuvo. Y Angelina seguía allí quieta, tiesa; parecía una mujer de porcelana a
quien lamían y resquebrajaban las llamas. Cayó con un ruido de estatua. ¡Oh!... ¡yo
estaba loco!
“Pero ¿ella renunciaba a la vida? ¿Por no querer sacudir un puro ensueño de felicidad
o porque tenía adentro suficiente desengaño como para hacer la suprema renuncia con
sonrisa indiferente?”
Mr. Cunningham nos dijo después:

—”Yo no sé si la habrá recibido un Dios, pero si es así, que le destinó un lugar, que se
acuerde de este pobre inglés, que se enamoró “con patas y todo”... y me reciba también a
mí, dondequiera que sea, en cualquier infierno... pero, cerca de ella... Porque alcanzar un
gran amor hubiera sido su purificación. Pero basta de historias, son las cuatro de la
mañana.
Nos levantamos y salimos rápidamente. En el coche esperábamos a Mr. Cunningham,
que venía tratando de encender la pipa.
NARCISO

Comprendo que estas cosas de Adonis, Jacinto, Narciso, no son “edificantes” en el


sentido orgánico y embriológico de la palabra. Esos seres de lujo, de vez en cuando
aparecen como derivados de un verbo en infinitivo que no puede conjugarse... Otro
Narciso nació, como nacerán muchos hasta el acabamiento de nuestra raza.
El Narciso de esta historia, era legítimo descendiente de aquel griego en gustos e
inclinaciones, y vivió en tiempos de Jesucristo. Era rico y tenía una casa con metales
bruñidos y estanques donde continuamente se contemplaba. Desesperaba por no poder
tener contacto carnal con su reflejo. Alguien le dijo que un mago extraordinario andaba en
Galilea haciendo prodigios. Había resucitado a un muerto que al ensayar su nueva vida,
todavía tenía en sus ropas el olor de seña mortal. Entonces Narciso —tenía otro nombre
ahora: Belloparasí— fue a verlo y le solicitó que lo visitara.

Accedió Jesús. Jesús también era bello, de barba rubia, con belleza no carnal, como
desligada de la tierra.
Narciso dijo:

— Creo que soy un demonio aunque no estoy seguro. Me he enamorado de mí mismo


y sé que esto sólo es lícito a Dios, identificado con su creación.
Pero, como sufro tanto al verme lejano de mí, como las imágenes son un vacío de mi
carne, que me pide a mí mismo como a otra persona, te suplico, Mago, hagas una cosa
más fácil que resucitar a Lázaro.

— ¿Cuál? —dijo Jesús.

— Que des vida a una imagen mía.

— Cuando yo resucité a Lázaro, volví a dar vida carnal a una imagen del mundo,
concebida con placer y sacrificio. Pero tenía bulto. No resucito reflejos.
— Jesús mío, convénceme de tu poder, dando vida a esa imagen —y señaló la
admirable criatura reflejada.
— No vine al mundo para convencer, sino para compadecer y salvar. Tú estas fuera del
tiempo de tu especie como cosa “acabada”. ¿Con qué tiempo cuentas, Estéril, fuera de
los atributos de tu raza? Podría maldecirte como maldije a la higuera sin fruto.
— Maldíceme, me niego a ser de tu religión que es enemiga de la gracia y del placer;
desdeñas lo alocado y lindo de la vida. Tú no tienes magia. Sin magia no hay religión. Sin
advertirlo, tú también eres como Yo. Te miras en tu Padre, como en un espejo. Tentado
estoy de creer que no tienes bulto. —Fue a tocarle el brazo y retrocedió. — Reflejo de tu
Padre eres, nacido incompleto y la Humanidad, reflejo de ustedes dos. Todos sin bulto.
Resucitaste a Lázaro y no puedes darle carne a mi imagen.
Jesucristo dudó... Luego pasó un dedo en el espejo y se fue.
Narciso vio salir del espejo un efebo igual que él. Por primera vez pudo palparse en
otra persona. Y fue como un terremoto de carne, donde sucumbía la humanidad de
Narciso.
Clavado Jesús, el hipnotismo y la magia perdían vigor, que se acababan con la sangre
que fluía de manos, pies y del costado. Las velas se apagaban, los espejos despoblados
de voluptuosidad, ofrecían la misma imagen, siempre inasible, cada vez más oscura.
Narciso, bello para sí, lloró por sí mismo y por el crucificado. Se miró en el estanque, por
última vez, se inclinó y se ahogó en su pasión.
LA CUENTA

La peor desgracia quizás es la que consiste en dar preferencia al “contar” y no al


“sentir”. Agotada su juventud por lo excesos y enfermedades, y hundido su sentir en el
egoísmo, que es la más dura cárcel del espíritu, sólo le quedó contar, y ¡qué contar! No
era el contar del “latero” o del logrero trivial. El suyo era otra cosa. Consistía en el mero
contar numérico, sin objeto: el derrumbe de la inteligencia.
Mientras gran parte de la humanidad marcaba el paso, azuzada por las más imbécil y
suicida de las convicciones, él, hombre concluido, hombre en ruinas, “relámpago entre
dos infinitos”, se había impuesto la tarea de ¡contar el tiempo del Cosmos! ¡Linda época!
Bien comprendía con la mísera luz que aún quedaba en su mente que, sin su contar,
nada se paraba ni dislocaba, pero él no podía dejar de contar.
Ni siquiera la pérdida de esa cuenta le revelaba su inutilidad. Tercamente volvía a
empezar, como si conviniera a su egoísmo y ensimismamiento relojear minúsculamente la
creación. La mente agotada, anulada, no daba paso a otra cosa. Su alma que, en otro
tiempo tuvo tan linda acústica, tanta deliciosa resonancia, lloraba ahora por la monotonía
mortal. La creación era en adelante una Biblia vieja y deshojada, menos aún, una parte de
este libro, la de los “Números y las Crónicas” y él, un viejo reloj de pared, de atraso
inmemorial, pero cuyo péndulo no paraba nunca su tic-tac.
Recuerdos de amor y de amistad, ternuras maternas, esperanzas nuevas, todo fue
convocado para crear una fertilidad mental que diera colores, aromas, sonidos y
blanduras amorosas para oponerlos a la repetición, a la cuenta implacable. Todo fue en
vano. Cada vez duraban menos las pequeñas claridades de vida mental. El absurdo
contar duraba en cambio todo el día y muchas horas de la noche. El insomnio corroía su
cerebro. El movimiento, los pasos, la masticación, el rascarse, los ademanes, las ojeadas,
todo entraba en ese eterno: un, dos; un, dos, tres; un, dos, que era moderado a veces,
otras rápido y, algunas veces solemne: Uuuun… doooos… y que nunca dejaba entrada a
un pensamiento. Así, pues, no se sabe cómo, entró el de su salvación. Sí, su suicidio era
algo indefectible, impostergable.
En el pasado, varias veces, su cerebro había decretado esta huelga con posibilidades
eternas, pero las vísceras, esponjas absorbentes de la vida, estaban tan sanas que
ahuyentaban la amenaza de los nervios más templados. Ahora mismo sentía que su
cobardía era infinita y que su resolución sería siempre un grito que se apagaba en ecos, y
la muerte no tiene eco. Pero… esta vez “había que matarse”, porque el alma lloraba.
Exhortación, pedido dulce más firme de oprimida. ¡Era necesario, era necesario! Pero…
¿de dónde sacar valor suficiente?
En esa lucha con el miedo, imaginó un ardid, una extorsión contra sí mismo. Él vivía
solo, en un suburbio. Compró con anticipación a un comerciante amigo una modesta
decoración fúnebre, con su correspondiente ataúd, diciéndole que era para iniciarse en el
negocio. Se fingió enfermo, se decoró con todos los avíos de la muerte, como un
Frankenstein. Ayudado por una enfermedad no simulada convenció al barrio de su muerte
próxima. Una tarde hizo anunciar por su sirviente que en su casa había “velorio”, a
muchos amigotes que antes fueran comensales suyos en groseras parrandas, juegos y
vicio alcohólico.
He aquí su plan: atraerse un público, darle de comer, de beber, y más tarde pedirle que
se quedara a presenciar el espectáculo de su propia muerte. Esperaba que esa promesa,
ese compromiso con su público, lo alzara al valor necesario para el suicidio. Dispuesto
todo así ¿cómo echarse atrás?
Se hizo la farsa como él dispuso. Dio dinero suficiente para acallar dudas y temores.
Una mascarilla de sí mismo, una armazón, algunas sábanas y ropas fingían en el ataúd
su presencia. Al anochecer, la casa se pobló de esas “gargantas secas” que piden líquido
con indirectas, de esos comentadores de juegos pasados y presentes y de esos
celebradores de la erótica archisucia y del ingenio estercolero.
Ya, al amanecer, cuando el tenor alcohólico se elevaba a altos puntos, fue por los
fondos a la casa del vecino, con el que estaba de acuerdo, y subiendo a una escalerita,
traspuso la pared divisoria y se tiró al patio principal de su propia casa, haciendo una
entrada algo pomposa de espectro.
La espantada de paisanos, puebleros y matones fue casi general. Se pegaban a las
paredes. Con manos temblonas algunos sacaron facones y revólveres, no para ofender,
sino como quien dice: “¡cruz diablo!” Él avanzaba grave, pensando en lo mucho que
puede intimidar una cobardía. Luego dijo:
— Sírvanse de algo, señores. Yo soy el que van a enterrar mañana las diez, los que
tengan corazón. No sabiendo qué añadir agregó: Esto que ocurre es un misterio, pero
tranquilícense. El que debía morir no ha muerto, y yo soy el que debe morir en su lugar.
Por las pintas, nadie entendió ni jota. Pero, sin duda, las palabras “debía y deber”, al
entrar en el cuadro de su rutina, actuaron como aquietadoras. Llamó a varios conocidos,
que fueron seguidos de otros invitados y los llevó ante la caja fúnebre. Desbarató la leve
apariencia de muerte. Luego les dijo:
— Amigos, no recelen. Aquí nunca hubo muerto. Si los traje acá, fue con “mi más y
menos”. Les seré franco: no me atrevo a matarme en la soledad, y la presencia de
ustedes puede ayudarme a morir.
Algunos se fueron, pero quedaron los “suficientes”. Les hizo dar barajas, bebidas y
tabaco. De cuando en cuando, se paseaba entre las mesas como un héroe o un violinista.
Quería saber si estos admiradores de riñas de gallos, estimarían su riña con el destino.
Pero ellos sólo se interesaban por el mundito arbitrario que crea el naipe, sin
importárseles un pito de la vida o muerte de nadie.
Pasadas varias horas, tuvo algunos momentos de acobardarse y hasta pensó en irse a
dormir, como si todo fuera una de esas farsas de mal gusto, que abundaban en ese
tiempo. Se iba ya, cuando advirtió algunos ojillos malévolos de gentes que, pareciendo
jugar, lo observaban… Ellos, ¿no serían los espectadores del desenlace prometido?
Eran ya las siete de la mañana. Un compinche plomero, apalabrado, estaba con el
soplete listo para estañar junto al ataúd. La mayoría de los concurrentes jugaba.
Comprobada esta indiferencia ya iba a decir: “estañen”, resuelto a que todo terminara en
broma lúgubre. Pero advirtió que desde un grupo, unas cuantas pupilas burlonas seguían
todos sus movimientos. Hasta oyó ironías y comentarios despectivos, poniendo en duda
su valor.
Desde ese momento se consideró “la hostia, la carne de Sacrificio”. Estaba de pie junto
al ataúd, rodeado por multitud de ojos: los irónicos de los concurrentes, los interrogantes
del plomero. Su mano derecha ocultaba una pequeña pistola automática que empapaba
de sudor. La colocó por un momento en el bolsillo del saco. Se palpaba los brazos,
alternadamente, con una y otra mano; se tocó las piernas, se tomó el pulso; se puso una
mano en el corazón para ver si latía. ¡Situación ridícula y grotesca determinada por su
misma idiotez! pensaba.
… Precisamente, en ese momento decisivo, había olvidado la “cuenta” y una vida
desbordante le ofrecía instantánea esperanza. ¡Vivía! ¡Estaba vivo! ¡Vivir es lo importante!
¡Vivir para pasearse al Sol, volviendo a descubrir la belleza del mundo!
¡No se mataría, por burlonas que se volvieran las pupilas!… Con euforia jocosa abrió el
ataúd y se acostó en su lecho. Se sorprendió al sentirlo cómodo y mullido. Ensayó una
suave posición de despedida, inclinándose al costado izquierdo. ¡Hermosa broma todo
esto, tónico que le haría tomar nuevo gusto a la vida!
Incorporóse. Miró de nuevo a los contertulios. Pensó: “¿Cuántos estarán por mi
salvación? ¿Cuántos por mi inmolación? Los rostros irónicos velaban su picardía…
¿Cuántos?” Volvió a mirar. “¿Quiénes son mayoría, los indiferentes, los sacrificantes? A
ver… uno, dos, tres, cuatro…” Palideció, recordó la “cuenta”, el desierto mental de la
“cuenta”, sus pasos en ese desierto más seco que las Arabias pétreas y los Saharas y
donde la inteligencia y la sensibilidad estaban suplantadas por la “cuenta”… Las pupilas
de la concurrencia se entristecían como luces de naufragio… Se puso de pie…
— ¡Firme! —dijo— uno, dos, tres…
¡Y se hizo la venia que parte el cráneo!
EL RECUERDO

La humanidad había perecido. La vida entera, animal y vegetal, también. Lo restante, la


tierra, la piedra, el agua, los metales, la sal, el aire, eran como un sueño vano, pues todo
se había gastado y las excesivas compresiones y nivelaciones convirtieron el Universo en
un polvo cósmico.
Fue tan grande, tan inmensa la cantidad de mutaciones y transformaciones por que
pasó la materia desde el caos originario, atrapada a veces por la Vida y vuelta a ceder a
la Muerte, que al fin los átomos adquirieron la facultad del recuerdo y la conciencia moral,
sin conservar nada formal, sensorial ni sensible, pues carecían de organización.
No había ya planetas, ni estrellas, ni soles, ni días, ni crepúsculos.
Una noche continua iluminada por fosforescencias y tenues relámpagos de potencial
eléctrico que se escapaba. En esa noche interminable pasaban las exequias de la Vida y
del Alma.
Muy vastos, muy largos tenían que ser los funerales de lo que fue tan vasto y casi
eterno.
Y, a pesar del tiempo que fluía sin descanso y con la misma impasibilidad antigua, los
átomos conservaban inalterable el recuerdo del corazón desgarrado de la humanidad y de
las vidas que la acompañaron con menos conciencia que ella en el Mundo.
Y como estaba muy cargado de recuerdos ese polvo vago, en alguna manera
semejaba a un ser viviente y aun cerebro. En cierto modo solamente, puesto que nada de
lo que palpitaba allí buscaba ventajas, superaciones, explicaciones, análisis o premios. El
recuerdo por sí mismo era lo que anhelaba y al mismo tiempo pesábale porque no era un
recuerdo de cosas felices, sino por breves momentos, y en lo demás del tiempo sólo
revivían dolores, luchas, náuseas y agonías.
Pero era un terco recuerdo que quería, por lo menos, ser estampado solamente en
algún monstruoso mármol de algún desmesurado Panteón, porque se sabía pertinaz y
más duradero que el mundo, aunque menos fuerte que el tiempo, al que nada resiste.
Y, en los mismos muros del cielo, “donde termina el infinito”, y que son un Panteón y no
otra cosa, las partículas entraron por las grietas del Panteón, que por muy antiguo ya
comenzaban a formársele, y allí reposaron, olvidándose de la antigua reivindicación de
dolor que traían por delante “que no haya olvido”, “que no se consuma el engaño del
corazón”.
Y fue el Universo un viejo sepulcro lleno de polvo disperso, tan extenso y desamparado
que era imposible tuviera un Comentador, un Historiador de las inhumaciones.
Y, sin embargo, por todas partes se sentía una poesía, una nostalgia, sin que se
supiera quién la tenía, puesto que “todo” había desaparecido.
PRESCIENCIA

La sensación general era de opresión.


El día se había mostrado impíamente caluroso; la baja presión atmosférica, el
enrarecimiento excesivo del aire, “gravitaban” sobre los pechos. Los más sensibles
experimentaban algo semejante a la angustiosa distensión y aún licuefacción de nervios
que parece sentirse en los ataques de histeria. Todos deseaban la lluvia, pero “se sabía”
que no cambiarían las condiciones del tiempo por cierta claridad y refulgencia tercas de la
atmósfera.
Puesto que vosotros no sois ni curas predicando, ni militares exigiendo disciplina, ni
malevos desdeñando la vida, me perdonaréis que os diga que soy un “supersensible”. Y
que estas condiciones de humedad de la atmósfera y viento norte —simún americano—
hacen de mí un pobre ser, cuya filosofía se diluye en supersticiones, cuya razón patina
hacia la demencia mientras sus sentidos se afectan e ilusionan en tal forma por exceso de
agudización, que me parece ser en tales momentos un globo sin envoltura, gas incoloro e
inodoro, imposible de percibir y fotografiar, ni siquiera por el olfato que también tiene sus
retratos pituitarios, su colección de antepasados; olores impresionantes e históricos.
Bien, este deseo o desgano de no evitar los árboles, las personas y otros obstáculos
que encontraba en el camino, me empezó a revelar lo ingobernable de mi estado. Saqué
un espejo de bolsillo para verme una lágrima incómoda que corría y se renovaba sin
sentimiento, del lagrimal a la mejilla. ¿Cómo se sabría que hay un espejo si no se vieran
los bordes, si fuera espejo siempre frente al más dilatado horizonte?... Donde puede
caber un mundo, la superficie debe ser sólo un obstáculo que laguna vez franqueamos
para encontrarnos con nosotros mismos.
Aunque me entretenía a ratos con esta y otras fantasías, mi angustia aumentaba.
Caminaba cada vez más despacio por aquella calle principal de Mendoza, hermosa
ciudad donde vivía sin aprensiones y nada me molestaba excepto las malas pasadas que
solían jugarme los nervios. De vez en cuando miraba hacia arriba como pidiendo cabos
de donde asirme igual que si anduviera en un ómnibus sacudido. Deseaba también no
sudar porque recién me había bañado y cambiado de ropa. En el espacio vi unos
relámpagos sin nubes y sin truenos, como algunas veces acontece en verano, en días
electrizados y bochornosos.
Entré en un café que conocía y frecuentaba; antiguo café tipo madrileño, con muchos
espejos y asientos forrados en terciopelo que iban corridos junto a aquellos.
Antes de sentarme para pasar un rato, y en el deseo de ser servido pronto, me
encaminé al bar. Junto al mostrador había varias personas de pie, bebiendo y
conversando. Casi sin querer, y sin mirar los rostros, porque en ese momento sentía
cansancio del espectáculo humano, observé que la mayoría de los que allí estaban,
llevaba luto, ese luto de los brazales y de las cintas negras aplicadas a la solapa, más
ostentoso, si se quiere, que el antiguo. Pero, ¿no es raro esto? Entre ocho personas, seis
de luto bebiendo en el mostrador, sin ser parientes. ¿No es raro? Coincidencias como
ésta se darán, pensaba, una vez cada varios siglos en las ciudades. Ellos, atentos a sus
copas, a su verba y bebidas, ni siquiera habían echado de ver la casualidad que los
reunía. “Bien, pensé, aunque ellos estén de luto por sus propios difuntos, uno cada uno,
se me ocurre que lo están también por alguien, por algo impersonal, abstracto, que ellos
quizá no conocen y que se va a morir. ¿Por quién estarán de luto estos ostentosos?
“Vamos a ver —continué ‘in mente’— todo hombre cuya fisiología cerebral sea correcta,
tiene que reaccionar si se pone en contacto con una buena copa de gin llena hasta el
borde”. Me hice llenar una. Iba a tomarla cuando recordé que es mejor mezclar el gin con
soda, por lo cual lo eché en un vaso más grande y agregándole el líquido gaseoso, lo bebí
todo de un sorbo.
— Bueno para el calor, señor Maule —oí que me decía José, el mozo, al que conocía y
había otorgado confianza.
Nada respondí, a no ser con un leve asentimiento bastante forzado, una mueca. Me
parecía que estaba pasando un momento decisivo en mi vida, algo como un principio tan
disimulado de la agonía, que nadie se daba cuenta, y, por otra parte, ni yo mismo quería
atraer un interés o atención médica, amistosa o de cualquier índole sobre mí, para evitar
precisamente la conciencia clara y dura de que mi vida sería modificada por una cosa tan
fuerte como la muerte, pero que no era precisamente la muerte.
De esta manera crecía en mí la incertidumbre.
Vosotros, los que no tenéis tics ni achaques, podéis reíros. Sois sanos. ¡Sí, rían
muchachos llevando un luto que quizá no siente y dedicado al recién venido!
Yo pensaba ahora de manera infantil, impersonal.
Este recién llegado, tomará un nuevo gin con soda, y luego verá lo que es posible
hacer antes de... ¡Oh, no, hay que reaccionar frente a este estado de neurastenia, de
histeria que ni una mujer... ni un mujer!...
La lágrima amarga seguía chorreando del ojo, sin sentimiento. Picazón y sensación de
arena me hicieron pensar en conjuntivitis. Me aproximé a uno de los espejos del café, que
abarca toda la hoja de una puerta interna. Llevaba en la mano mi espejo de bolsillo,
pequeño y redondo, circundado por un aro de hierro.
Me miré alternativamente en el espejo grande y en el chico. Encendí también un
fósforo. Sin explicarme por qué me puse el espejo chico como monóculo en el ojo
derecho.
¡Ah!, no hagan esto nunca los que quieren saber el misterio y el riesgo que encierran
los espejos. El vértigo, diría más bien. O háganlo, si se empeñan, pero reflexionen e
infórmense antes para comprobar si en sus mentes no ha sonado una hora peligrosa.
Esta experiencia revela, sin duda, lo ignoto de la esencia del espejo, y su capacidad
infinita para contener lo uno y lo múltiple.
En la imagen más lejana vi un ojo náufrago: el mío. Mi antiguo espejo de bolsillo
temblaba en mi mano, y, con estupor vi de pronto que mis dedos rodeaban sólo el aro de
hierro. Miré a mis pies y alrededor y, no pudiendo encontrar el disco plateado —¡que
fastidio!, si allí mismo tenía que haber caído— me quedé con el aro un buen rato, como
un zonzo que esperara una carrera de sortija. Pero como mi mano temblaba, igual que
cuando se va a disparar sobre algo vivo, los dedos despidieron sin querer el aro que fue a
caer sobre el espejo y, en vez de rebotar, empezó a hundirse en él, igual que una corona
de hierro en un estanque. Tiré un manotón para atrapar le objeto, pero, sin duda por el
peso específico del metal, éste se hundió rápidamente, haciéndose cada vez más
pequeño.
“Estoy viendo visiones”, pensé, pero un poco después me estremecí al comprobar que
mis dedos no habían encontrado obstáculo, ni tocado superficie, al tratar de rescatar el
aro, y que tampoco los sentía mojados ni lastimados.
Aunque el gin me hiciera considerar todo esto como algo aceptable y no del todo
absurdo, volví al mostrador con una cara entre sonriente, admirada y consternada y el
ánimo dispuesto a la confidencia, como el que acaba de descubrir un gran secreto.
Cuatro de los seis enlutados se habían ido: era un alivio del luto.
— Gin Fizz —pedí; mientras lo preparaban me pareció que un gran cambio se estaba
produciendo en las condiciones atmosféricas y aún geológicas de nuestro territorio. Me
pareció extraño que nadie notara nada. Para mi sentir íntimo, la electricidad hacía rato
que actuaba, tironeaba y enloquecía de tal manera que me admiraba la insensibilidad
general. ¡Cómo no iba a sentir, si siempre fui al par que el primero en apreciar lo cómodo
y favorable, un “sismógrafo” para todo lo incómodo, lo bárbaro de la naturaleza y sus
modificaciones humanas!
— Señor, aquí está el Gin Fizz —dijo el barman.
Llevé el vaso a la boca y quedé encantado de que todos los que estaban cerca, unos
cuatro o cinco además de los mozos, admiraran mi modo de beber. Porque todos tenían
los ojos fijos en mi ademán. Pero al dejar el vaso en el cinc, advertí el motivo de la
curiosidad: mi mano derecha, especialmente en la punta de los dedos y nudillos, estaba
revestida de una delgada capa de metal plateado, igual que si la hubieran sometido a la
galvanoplastia.
— El señor ha andado plateando algo hoy en la casa —me dijo José, el mozo.
Recién observé yo también, intrigado y curioso, la novedad. ¿Cuál era la causa de que
tuviera una manopla de armadura? ¿Sería esto del mismo origen que mi espejo cayendo
en un espacio inconcebible? ¿O la electricidad, el azogue, el efecto de un rayo lejano a
través del vidrio? No pude dar, pero no me preocupé; creo que en ese momento no me
hubiera inquietado aunque me hubiese visto cubierto de sangre.
— Prepáreme otro cocktail, dije al barman, mientras voy a ver este ojo que me llora —
Y me dirigí nuevamente al espejo.
“Pero... ¡parece mentira que esta gente no se de cuenta de lo que va a suceder!”,
pensaba mientras me enjugaba con el pañuelo la incómoda lágrima delante del espejo
que estaba a alguna distancia y frente al mostrador del bar. La irritación de los ojos
parecía aumentar lo mismo que el mareo y depresión nerviosa.
Eché todavía una ojeada buscando el disco perdido, aunque sin esperanzas de
encontrarlo. Fastidiado y con la mente presa y cargada por este irritante enigma, me di
vuelta con torpeza y casi trastabillando para volver la mostrador del bar. Me di vuelta,
digo, pero echando de reojo una última mirada la espejo de esa puerta que me tenía
intrigado. Contaré las cosas tal como las vi, aunque no me crean. Ya se que es más fácil
creer en cualquier promesa de ultramundo o de mejoramiento social. Pues bien, ocurrió
algo tan singular que me pareció disminuir como hombre “real” y aumentar como
espectro. Cuando me di vuelta, observé que la imagen mía no se daba vuelta y
continuaba de frente, aunque algo borrosa. De ella se desprendía una continuidad de
imágenes en movimiento.
Como hay la comodidad de atribuir todas las cosas raras a lo subjetivo, no quise repetir
la experiencia y me encaminé al mostrador con paso vacilante. Debía de tener la cara
algo demudada porque el mozo, que se apresuró a alcanzarme la copa pedida, me
preguntó si me encontraba mal.
— Mal, mal, yo no, dije. Me encuentro bien y mal... pero no entre San Juan y Mendoza.
— ¡Oh, no señor!; ¿cómo puede usted pensar que... ? (Yo tenía fama de firmeza en las
piernas, en este bar) Señor Maule, lo que hay es que usted siente la pesadez del día y de
la tarde. En un día como este, el año pasado, va a ver usted, mi mujer... (y empezó a
contarme una complicada historia; ya sabéis cómo son de complicadas las historias de las
gentes sencillas).
Aunque tomé un interés extraordinario en lo que el mozo me decía, apenas
comprendía su relato. Es decir, comprendía bien, pero otras percepciones me ocupaban.
Como si estuviera a distancia, me veía a mí mismo, al mozo y a los concurrentes que
quedaban. Cuando me veía claro, la agudeza de entender, “de hacerme cargo” en la
conversación, se embotaba. En cambio, cuando entendía la complicada historia del mozo,
lo veía todo borroso. Parecía la percepción de un ser desdoblado.
¿Nunca os ha acontecido, queriendo atender una conversación, pretender oír otra
igualmente interesante? Bueno, así, semejante a ése, era mi estado mental, con la
variante o diferencia que esto era una mezcla entre lo inteligible y lo visual.
El mozo continuaba:
— Y, entonces, como le decía, señor, al tomar mi patrona el brazo sudado del chico,
con la mano también transpiraba, éste zafó... y...
No entendí más sino un murmullo confuso. En cambio, empecé a ver a todos, incluso a
mí mismo, de un modo neto, pero con cierta lejanía. No los veía actuar en la totalidad de
su campo de acción. Veía, por ejemplo, entrar una pierna o brazo de ellos cuando se
movían, luego desempeñarse en sus menesteres o paseos sin objeto, gesticular, hacer
ademanes, y después desaparecer por el lado opuesto o por el primero en que entraron.
Cuando fue llamado José por un cliente que se sentó a una mesa del fondo, vi primero
entrar un lienzo blanco, una bandeja, luego el mozo apresurado y, por fin, un pie en
flexión, para quedar limpio el fondo invariable de estantería, botellas y otros objetos.
Como mi torpeza para oír, entender, expresarme, y aún mi miopía circunstancial
aumentaran, pues lo único que tenía en ese momento de clarovidente era una vista
présbita, decidí alejarme, antes que el dueño, que parecía querer conversar conmigo en
ese instante, creyera que estaba ebrio. ¡Puedo jurar que no lo estaba, a pesar mío, que
deseaba el reposo semifeliz y confuso de cualquier narcótico, de cualquier bebida que
reemplazara la natural que no podía conseguir!
A pesar de mi estado deplorable, conservaba predominando el sentimiento confuso,
pero vivo, de que algo terrible iba a ocurrir. No me pude contener y en un impulso
altruista, venciendo mi reserva y temor al ridículo habituales, alcé la voz, y dije al patrón
con acento de profeta, levantando un dedo:
— Cuidado, el enemigo está cerca. Tomen sus recaudos porque la paliza va a ser
múltiple y lloverán golpes por todos lados. ¡Las paredes y los techos golpearán!
— Me alejé, no sin ver en el rostro del patrón una conmiseración burlona que parecía
expresar: “pobre señor, está chiflado o ha bebido unas copas de más...”
Hesitando entre salir a la calle o volver por última vez al espejo que me tenía como un
Narciso desesperado, me decidí por esto último. Con miedo adelantaba presintiendo una
broma lúgubre. Broma, ¿por qué, de quién?... y bien, de nadie, del Destino que es tan
bromista y milagrero y tiene chanzas tan horrorosas.
Al aproximarme, mi ojo no lloraba más, estaba seco. Ya un poco más cerca vi
adelantarse mi figura que parecía cambiar y avejentarse. Cuando me pude ver bien cerca,
descubrí a un viejito pálido, platinado, que se parecía mucho a mí y cuyo rostro de momia
tenía un precario aspecto de vida. Estaba vestido con una armadura tan bruñida que se
identificaba casi con el azogue del espejo. Antes de hablar adelantó su mano revestida de
una manopla que brillaba como plata. Más bien que oír, adiviné en sus labios estas
palabras:
“En 1860 morí con la Ciudad. Fui el último en perecer y pude ver el dolor de mis
hermanos. El Ser es uno y las Vida es una. Y, ahora, tápate los ojos porque lo que vas a
ver es muy penoso”.
En ese instante empecé a oír un espantable ruido subterráneo. Era como un trueno
ahogado que aumentaba de manera incesante. Miré al espectro y vi sus ojos seniles,
húmedos de las lágrimas de la vejez, pero que miraban impávidos fuera de la vida y sus
terrores.
Sentí oprimírseme el pecho, luego angustia y espanto me poseyeron. Era necesario
huir, salvarse como en los sueños, cuando uno, por exceso de terror, inventa el vuelo,
antes de ser atrapado.
¿A dónde ir? Allí en el espejo había alguien que parecía libre toda contingencia. Entré
en el espacio tranquilo, di la media vuelta inexplicable que me colocaba frente al drama y
fuera de él. Yo era único ahora en ese espacio sereno, ideal.
“Desde allí” pude ver el efecto de los terribles remesones. Las paredes se agrietaban,
los techos caían, todo se quebraba y dislocaba. Yo veía consumarse toda esa espantosa
ruina, caer los ladrillos y tirantes y ¡cosa inexplicable! los parroquianos, el barman, el
dueño, los mozos, permanecían serenos e imperturbables.
Entonces, recién entonces, pensé: “Ellos están en peligro mortal y su indiferencia no
está justificada. Pero... ¿si lo está?... En este caso... es mi razón la que se reduce a
escombros”
EL EXPERIMENTO DE VARINSKY

¿Conocen ustedes a Smirnoff, el sabio anatomista y fisiólogo Smirnoff? Si lo conocen,


sabrán que está aplicado con empeño en una serie de experimentos importantísimos
relativos a la resurrección de los muertos. Ruego al lector no tome a broma esto que digo.
El sabio no pretende ejecutar antes de tiempo, y, con manifiesta herejía o espíritu
sectario, adelantarse a lo que en su oportunidad realizara Jesucristo en el Valle del
Cedrón.
No. Smirnoff es un hombre serio; estima bien, mide con exactitud sus alcances. La
experiencia, su guía infalible, le ha enseñado que sólo puede tener éxito en algunos
casos, en determinadas circunstancias y de acuerdo con ciertas condiciones. Estas son,
primera: Los muertos que se compromete a resucitar han de ser frescos y de integridad
orgánica. Segundo: No debe haber pasado mucho más de media hora desde el instante
del fallecimiento, ni haberse enfriado del todo el cadáver. Tercera: Que las causas de la
muerte sean únicamente un síncope cardíaco, un accidente por descarga eléctrica o
electrocución, en la silla de ejecuciones.
Como puede verse, se trata de actuar en sujetos que no hayan sufrido una destrucción
irreparable de sus tejidos nobles. En honor de la verdad o más bien de la posibilidad,
modestamente creo que no se puede pedir más en este sentido. Porque sería como
querer crear algo de la nada, suponer que la vida puede devolverse sin lo indispensable
para que el órgano vital funciones, aunque lo dañado sólo sea a considerarse en su
anatomía microscópica.
A aquellos lectores que crean muy limitado el campo de Smirnoff y que se hayan
forjado desaforadas esperanzas, les diremos que se pongan primero en el cogollo de la
dificultad y, antes de desdeñar, justiprecien el trabajo sincero y genial que hace lo que
puede hacer su humana naturaleza y por último, añadiremos que, para los creyentes, el
desengaño es sólo temporal, pues siempre queda, al fin del horizonte, la resurrección
católica, o las de otras religiones.
Varinsky es amigo mío. Cirujano joven y espíritu investigador, ha sido discípulo de
Smirnoff, al que profesa una sincera admiración. Es cierto que en un tiempo, cuando era
estudiante, le gustaban las supercherías y las cosas raras, pero tenía un innegable
talento. Yo sabía que Varinsky estaba tratando de reproducir acá las experiencias del
maestro. Tuvo que dejar a éste, para venirse por asuntos familiares (él era de Buenos
Aires y su familia estaba en esta ciudad) cuando recién los primeros semiéxitos
empezaban a dar pábulo a su curiosidad.
Varinsky es optimista y espera superar al maestro, si ciertas dificultades se resuelven.
Pretende actuar con buena suerte en plazos más largos y aún cuando los cadáveres
estén fríos. No se contenta con conseguir un poco más de lo que hacen la adrenalina, el
masaje cardíaco y la respiración artificial, administrados en los casos similares.
Continuamente hablábamos con él de problemas biológicos y, a veces, metafísicos;
pero se veía que no le causaban mucho entusiasmo las aventuras del “Ser”, que tiene
como principales vísceras y coyunturas un articulado lógico y, como sangre, un derrame
crítico. En cambio, su espíritu práctico, se caldeaba al hablar de vivisección o
experimentos que podían aclarar problemas biológicos.
Una noche, después de la sobremesa, recibí yo un urgente llamado telefónico de parte
de él, a quien hacía varias semanas que no veía.
— Venga enseguida. Tengo un caso. Las buenas ocasiones no abundan. Se trata de
un electrocutado y me lo han traído a la media hora de su muerte, más o menos. Todavía
está algo caliente. Homicida y suicida. Mató a su novia y al amante de ella a balazos, pero
él, que era electricista de afición y muy entendido en esos manejos, prefirió hacerse pasar
por su cuerpo una fuerte descarga eléctrica. Al parecer era un muchacho culto, de
carácter impulsivo y algo neurasténico. No se imagina lo que me ha costado conseguirlo
sin demora. Me valí de la influencia del juez de instrucción y de otros superiores. Como
dije que quizá podría salvarlo y entonces él declararía, se habrán entusiasmado por una
condena más... ¿Dónde vive usted ahora?... Está cerca. Bien: venga a la sala T del
hospital X, pronto. (Él era jefe de esa sala y se adivinará que no doy los verdaderos datos
por discreción). Venga pronto aunque “usted sabe que, aún frío, lo resucitaré”, y se rió con
humorística y amable jactancia.
Con una manga del saco en un brazo y la otra por poner, salí de mi casa en dirección
al hospital. En unos cinco minutos estuve allí; el portero, ya avisado, me condujo a la sala
T. En una habitación adyacente, no muy grande, había una mesa de operaciones, dos
ayudantes, dos médicos amigos en unos escaños más bien altos, próximos a la mesa.
Todos se sentaron y yo hice lo mismo, después de haberme puesto un delantal y un gorro
blanco que me alcanzaron.
El cadáver era el de un muchacho bien constituido, de piel algo mate aceitunada, de
ojos muy largos y rasgados, de hombros y brazos fuertes que contrastaban con cierta
delgadez del torso. no pude evitar el compararlo mentalmente con las figuras que por lo
común se nos ofrecen en las láminas que representan los antiguos egipcios. La cruda luz
que daba sobre él, le comunicaba un tono azul pálido.
Varinsky nos invitó a que lo examináramos. Molins, uno de los médicos presentes, se
aproximó y auscultó el corazón.
— Completamente parado; ni un latido —dijo. Luego entreabrió los párpados, tocó la
conjuntiva y agregó:
— No hay reflejo.
Por puro lujo puso la hoja tersa del cortaplumas en las fosas nasales y la retiró sin que
se empañara.
El otro médico acercó un fósforo encendido, y después de aplicar un termocauterio a la
piel del brazo y costado, comprobó que no se producía ninguna reacción. Yo, no sabiendo
qué hacer, puse las puntas de mis dedos en la muñeca y comprobé la ausencia del pulso.
Ya empezaba a enfriarse esa carne muerta, carne de joven sano y violento.
Mientras nosotros hacíamos esto, Varinsky maniobraba con actividad preparando un
pequeño aparato que parecía un motor de bolsillo, adosado a un recipiente que contenía
un líquido rojo. Vi también unas gomas en cuyos extremos había agujas más bien gruesas
pero de puntas sutiles.
Cuando terminó, nos rogó, con cierta nerviosidad, que nos apartáramos. Habló a los
ayudantes y todavía volvió a ajustar algo con excitación creciente que intentaba disimular.
Los ayudantes acudieron con el instrumental y Varinsky y ellos se encarnizaron con el
pecho hasta abrir una ventana resecando las costillas. Varinsky aproximó su aparato y
metió las gomas por la brecha. Allí estuvo trabajando y, cuando se acercaron los médicos
para tratar de enterarse, les volvió a rogar con cierta brusquedad que se apartaran. Al
volver a sus sitios, me pareció ver algo de rabia y decepción en sus rostros.
— Disculpen, dijo Varinsky; ya les explicaré... Por ahora hay que atender los más
importante.
Luego de un rato bastante largo de irrigación que nos hizo temer un fracaso,
empezaron a manifestarse ante mis ojos atónitos, los primeros signos de vida. Una ligera
coloración invadía las mejillas exangües.
Me impresioné mucho porque yo había visto indubitables en esa cara las huellas de la
muerte y he aquí que empezaba a tomar una leve tonicidad que indicaba algo vivo.
¡Expresión!, ¡expresión!... Esos ojos muertos perdían su aspecto de vidrio turbio y se
encendían como si recibieran luz de adentro. Tenían cierto estupor como si de nuevo
estuvieran frente a algunos de los caracoles, verdores, admiraciones o espantos del
mundo.
Varinsky limpiaba continuamente el campo del miocardio con algodones y gasas y
atendía el delicado funcionamiento de la bomba.
De pronto empecé a oír un murmullo como de voces lejanas que se acercaban, e
interiormente lamenté que se me viniera a turbar con trivialidades nuestra experiencia.
Varinsky dijo: “Silencio. Pero... ¿quién es el que habla? ¡Que se calle el que habla!”,
agregó, sacando la cabeza por la ventana entreabierta que estaba contigua a la mesa de
operaciones. Luego palpó las gomas, que palpitaban igual que arterias fuera de su
estuche cárneo. Se veía que la bomba era como un substituto del corazón, que pondría a
éste en marcha para retirarse una vez la circulación restablecida.
A todo esto, el murmullo seguía en su molestia impertinente.
Yo siempre he tenido oído fino y localizador como ninguno; casi siempre sabía en otra
época, dónde chirriaban las cigarras, los grillos y los vigilantes. Y aún cuando los labios
del difunto no temblaban, ni siquiera apenas como los de Balder, el célebre ventrílocuo en
su pantomima, me dí cuenta de que la voz salía del cadáver.
Yo siempre he dudado de mi razón, pero nunca de mi instinto, de mis sensaciones, de
mis percepciones. Un muerto no puede hablar... ¡bien! pero de allí salía la voz, de esa
boca que no se movía, de esos labios que no se movían y que apenas palpitaban en esa
vida alboreante.
Hablé a los otros y les comuniqué mi impresión. Se rieron al principio, pero después les
pareció que su oído se rectificaba y orientaba. Nos acercamos al semirresucitado y
pedimos permiso a Varinsky para oír mejor ese murmullo o sea esa voz que suponíamos
hablaba en la laringe o en el pecho abierto.
Varinsky consintió a regañadientes y con cierta sonrisa de superioridad. Dijo: “No se
aproximen mucho. Un solo desplazamiento de las agujas acanaladas puede echarme
todo a perder”.
Nos aproximamos, no mucho, tímidamente.
La voz tenía un timbre raro, maravilloso y muy perdido y lejano, como si fuera de un
aparato de radio donde se cuchicheara a la sordina. No era posible situarla bien, ni
analizar su timbre, el más singular de los timbres en voces humanas. Permítase a mi
emoción ese intento de descripción de acento tan extraño: “Aquellas palabras parecían
resonar en otra cosa que en el espacio”. Pero lo que llevó al colmo nuestro pasmo, fue
comprobar que los nervios faciales ya funcionaban y que aquella cara de semivivo
subrayaba con gestos expresivos, casi como de actor, las circunstancias del relato algo
inconexo que la voz misteriosa hacía. Molins expresó que esas palabras parecían salir de
un barril o de una cueva profunda.
Varinsky dijo fríamente: “A lo mejor las pinzas que tengo colocadas para cerrar los
vasos y retraer los músculos y aponeurosis, están haciendo antena, quién sabe por qué
causa, y lo que ustedes oyen es una simple transmisión”.
Sin duda él también oía, pero, a fuer de genuino hombre de ciencia, no le interesaba
más que la resurrección del muerto, sin charlas.
Yo me acerqué más aún, para oír, y mis aficiones arqueológicas siempre despiertas,
añadieron una “franja” a la fantasía de ese momento. La misma cara antigua del muchacho
movía mi mente hacia el remoto, y me pareció que lo que oía, entrecortado y a ratos
corrido, eran palabras pronunciadas en el Egipto más arcaico o en algún templo de
alguna ciudad más antigua todavía, sumergida y tapada por el mar y que hacía muchos
años que había rendido a la nivelación el último grano de polvo de sus ruinas. Pero esas
palabras eran recientes y nuevas como luz de un mundo que recién se revela a un ojo y
que, sin embargo, estuvo oculto, por lejano, para muchas generaciones extintas.
Entre paradas y jadeos, decía la voz queda: “Gracias, gracias la que golpeó mi pecho.
¡Es una vida loca de sueños la que se ha desatado! Creo andar entre una ciudad de
sombras, rota y dispersa como un astillero confuso. Tiene de lo que feneció y de que está
naciendo de la muerte. Sus monumentos parecen tanto de mármol como de hueso, y
están diseminados sin orden. Sólo se adivina cómo son entrando en ellos, como si la luz
que los hace entrever saliera de la fosforescencia de los hueso. Es éste un mundo casi
oscuro, lleno de basuras y desperdicios orgánicos y de algunas cosas que parecen
esqueletos de barcos, grandes carroñas de blancas costillas que se abren y se deshacen.
Son como templos destartalados edificados para honrar LA VIDA por antepasados cuya
inspiración hubiera sido siempre la anatomía de hombres o animales. Un silencio penoso
para mi conciencia. Por eso fueron un alivio las rayaduras y los golpes de ustedes, que
sonaron en mi pecho y al mismo tiempo en las paredes de mármol. Porque en ese
momento había entrado al templo cuyo exterior eran sombras. El muro, en la parte que
correspondía al altar mayor, semejaba una vaga faz humana, pues unas aristas de
mármol negro, finas y arqueadas arriba, hacían unas inflexiones y eran como dos cejas
amplias que se juntaban en un fruncimiento de pena.
“Ella lloraba, sin duda, por medio de la pared artística que era su máscara grande.
Había también un revuelo de palomas negras que batían las alas sin ruido frente al fondo
blanco de mármol. Entré en otra cripta. Las columnas en forma de senos bajaban del
techo y descansaban por sus pies, que eran finos tallos. Estos últimos parecían moverse
en su interior, conservando su firmeza. Eran chorros tranquilos, inmóviles, helados. Otra
insinuación de ella, “la expresiva”, que me tendía sus senos ¿como a amante o a hijo?
“Mi alma busca perdón, y perdonar por la pasión siempre enhiesta. Pero el templo
ruinoso parecía abrirse a una explanada más sombría y oscura; las columnas aquí son
curvas, chatas, igual que costillas pulidas por el viento y las lluvias. Camino ahora por el
espinazo de esta construcción en ruinas. Una idea me asaltó: Yo era el causante de este
despojo de carne, de esta desnudez de huesos. Yo el buitre asqueroso que había
descarnado esas costillas. ¿Es éste un lenguaje jeroglífico? La alusión me pareció tan
directa, que me sentí avergonzado precisamente ahora al notar que revivo con una nueva
sangre activa en las venas.
“¡Volver al juego amable de la vida, al amor, mientras ella abre sus costillas en la
oscuridad, sin abrazos! ¿Podré?
... Y mi amada será otra que elija, con otro nombre, y viviré con el recuerdo de la
sacrificada, que quizá me perdonó.
“Sin embargo, quiero olvido... Es un bien el olvido. ¡Ja, ja, ja! Oigo una risa breve de
asesino o de hiena. Ojos que acechan perversos y van fosforeciendo entre los claros que
dejan las costillas de mármol. Ellos sospechan, saben que alguien está ocupado en mi
salvación... Y que volveré al mundo para amar a la Amante y un recuerdo... Entre las
sombras, una más oscura se acerca. Veo en sus ojos firmes y fríos la voluntad de
oponerse a mi despertar, veo una punta brillante y adivino dónde golpeará. ¡Que hiera,
estoy sin defensa! Y no me defendería si pudiera. Yo no he de matar más. Dios mío ¡hiere
sin piedad! A cada uno su turno en la venganza, y el amor... a ninguno. ¡Triste destino!”
En la cara del operador se revelaron el terror y la amargura de manera punzante.
Varinsky hacía rato que estaba apurando la irrigación, porque veía en la demora mal
pronóstico. Yo, sin querer, miré el corazón hinchado. De pronto se abrió una pequeña
grieta, de donde salieron gotas rojas. Fue el preludio de la gran hemorragia que llenó el
pecho de sangre.
¿Fue muy grande la presión? ¿Había una falla en ese músculo cardíaco? ¿O, desde la
muerte, era irrevocable una suprema impotencia? Es posible... Pero no hay que pensar en
lo excusado, en el absurdo...
Como velas que se arrían porque ya no las empuja la fresca brisa de la esperanza, las
facciones, una a una, perdían color, se ceñían, se replegaban. La boca se torció como
papel que se arruga por el calor; se afiló la nariz; diéronse vuelta los globos de los ojos
hacia arriba; el labio superior se aplomó y pegó a los dientes, mientras la mandíbula
inferior descendía. Todo él tomó el aspecto del cadáver irrevocable, imposible ya de
rescatar de la muerte.
Varinsky salió con las manos en la cabeza tentado de creer que algún poder
sobrenatural había malogrado su experimento, cosa que a veces suelen imaginar hasta
los sabios cuando fracasan. Por descontado que, cuando aciertan o triunfan, todo lo
atribuyen a las consecuencias naturales de su talento.
MONSIEUR TREPASSE

Cuando en aquella enfermiza y descompuesta tarde de verano, subía al tranvía y lo vi,


pensé que ya no podía evitarlo. Lo conocía de antiguo y nunca lo había podido soportar.
Como si él supiese eso, se dio vuelta y me sonrió con asquerosa benevolencia. Encima
de sus dientes amarillos que se mostraban impúdicos, llevaba una venda de seda negra
que se ataba en las orejas para ocultar su nariz roída.
Me invitó a sentarme a su lado. Yo, que en cuanto lo vi, fingí interés por las fachadas
de las casas y las cosas de la calle, no pude huir del influjo de aquella sonrisa sola, de
aquella mirada sola, pues nosotros dos solos viajábamos en el tranvía.
— Es mi destino, pensé, y me senté a su lado.
Íbamos por la calle Ombú, hacia el norte.
— ¿Este tranvía pasa por la Recoleta?
— Sí.
Parecía algo ebrio. Se quejó del calor, y dijo:
— ¿Me será permitido, una vez siquiera, respirar bien?
Se sacó la venda y pude ver el socavón triangular que queda después de la ruina de la
nariz. El vómer, como un pergamino seco, partía en dos las profundidades.
Seguíamos siendo los dos únicos pasajeros. El guarda y el motorman parecían haber
advertido la singularidad de mi compañero y demoraban el viaje adrede, curiosos, lentos,
como conscientes de acompañamiento fúnebre.
Empezó a alzarse un viento tormentoso y las ráfagas al dar en la fosa triangular,
producían un zumbido como lo harían en una calabaza vacía que tuviera un corte en
delta.
— Aunque soy una persona correcta —dijo— hace tiempo que no sé lo que es
sonarme las narices. Cierto que podría inclinarme hacia adelante poniendo el pañuelo,
pero no lo hago por temor a una sorpresa desagradable... puede que esta comezón se
revele de un modo demasiado corpóreo... Ud. comprenderá...
Yo nada contestaba. Como siempre que me encontraba con él, mi desaprobación a su
aspecto, a su personalidad, a sus expresiones, se traducía en un hosco silencio. Esto
parecía excitarlo.
— ¿Está triste Ud. hoy? —dijo—. No debe haber tristeza cuando “la vida se le pasea a
uno por todo el cuerpo”. Se golpeó el pecho con entusiasmo y enseguida le vino una tos
cavernosa que terminaba en estertores. De pronto tuvo una especie de frenesí y antes de
que yo pudiera evitarlo, me tomó la nariz con sus dedos descarnados y me sacudió.
— No debes estar triste, no, con esta hermosa y robusta nariz, “mío caro”; “un bel toco
di naso”, como se estila “allá”.
Como ya me venía amoscando, me chocó tanto esta estúpida familiaridad, que tenté
probar si lo asustaba por broma nada más, aunque no estaba ofendido en lo más mínimo.
Adoptando una “pose” noble, rígida y caballeresca, me aparté algo y le dije, al mismo
tiempo que le alcanzaba mi tarjeta:
— Idiota, mal educado, déme Ud. su tarjeta y le mandaré mis padrinos para enseñarle
cortesía.
El hombre me miró extrañado pero sin cólera. Enseguida su ancha sonrisa mueca,
amarilla y dentaria, le partió la cara. Púsose a buscar prolijamente en su cartera sucia y
vetusta. Al fin encontró una tarjeta orlada de luto y me la alcanzó. Tenía esta inscripción:
“M. Trépassé — A. D. Patres — Muy agradecido”.
¿Quién era éste? ¿Un burlón profesional, o un guaso que merecía un bastonazo o
unas trompadas? En ese momento la tormenta se formalizó y empezaron a caer grandes
gotas, luego lluvia cerrada. M. Trépassé se sacó el sombrero, luego la peluca y expuso
ésta un momento a la lluvia. Extrajo de un bolsillo un peinecito y empezó a peinarla
amorosamente.
— Hay que hacer algo por la decencia de la “tenue” —dijo—.
Yo consideraba a este cínico, burlón de mal gusto, sin saber qué partido tomar, cuando
él de pronto se golpeó la frente, se puso rápidamente la peluca y el sombrero, y dijo con
voz nasal, “aquí es”.
Enfrentábamos los paredones de la Recoleta.
El hombre me empujó y se bajó con agilidad arrostrando la lluvia. Al pronto no supe
qué hacer. Más por curiosidad que por cólera, me bajé y corrí tras él. Corríamos casi
pegados al paredón. Yo le gritaba:
— Párate imbécil y te enseñaré a hacer chistes.
Lo alcancé cuando llegaba a la verja. Se dio vuelta y sus órbitas me miraron... Sentí
frío en el corazón. Me dijo:
— Cuida tus narices, que están lozanas y vibrantes, unas horas siquiera —y volvió a
darse la vuelta.
Entonces le pegué un golpe en la espalda. Pasó por los huecos que dejan los barrotes
haciendo crujir los huesos. Yo corrí hacia la puerta, y luego de cierto tiempo lo encontré
frente a un sepulcro. Parecía tembleque y sin fuerzas al tratar de meter la llave con mano
vacilante. Al abrir, le di por la espalda un nuevo empujón, con tanta fuerza, que por el
impulso, fui yo también con él del otro lado de la vida. La puerta hermética se cerró a
nuestras espaldas. Varios días después, por los golpes que se oían, me sacaron. Tenía
olor a Lázaro y con vergüenza declaro que, por complacer a M. Trépassé, anduvimos
abriendo ataúdes y metiendo los dedos en órbitas ciegas y en oídos empastados y sin
música.
SEGUNDA PARTE
ACOTACIONES SOBRE LA MUERTE
(Fragmentos de una conferencia no leída)

Creo, mis queridos hermanos, que deberíais prestar alguna atención a estas mis
palabras, pues hablaré de la muerte. ¿La gente, cada día se asusta menos? Parece. Yo
no pretenderé asustaros, hombres de la hora, políticos y justicieros; además no trabajo de
intercesor.
Esta desatención e indiferencia por el hecho de la muerte ¿podría ser quizá una virtud?
Yo creo que no. La vida no es un juego y si es un juego puede ser un juego atroz. Nos
desilusiona, nos desengaña casi siempre a tal punto, que no podemos evitar otro engaño,
el final, el que nos da como positivo lo que es negativo: creemos que la muerte es
descanso donde no hay nada para cansarse.
El no pensar nunca en la muerte puede comportar una relajación mental del hombre y
aún creo que moral. Cuanto más es una de las cosas eternas, menos estará en esa
especie de “no ser” gárrulo que tiene el joven y aún el hombre maduro, la trivialidad de los
comentarios cotidianos sobre actualidad y no estará, como los pobres supuestos por
Platón, encadenados para ver sombras. Las de Platón son para aleccionar, las
cinematográficas ni siquiera entretienen, salvo raros casos. Los interrogantes que miran a
la muerte son como los rayos cósmicos; como la imaginación atraviesan las losas de los
sepulcros, pero también, como los botones luminosos, se desvían y refractan, en ese
continuo vaivén mental, de la nada al ser.
Hablaremos de la muerte no como filósofos, sino como simples ensayistas. Los
filósofos son teólogos, sin saberlo y sabiéndolo. Sé que no se puede explicar el misterio,
pero podemos poner el sentimiento donde la ausencia de datos parece que será eterna
¿Y, si alguna de nuestras conjeturas hiciera impacto en un transmundo como un radar que
nos trajera un eco? Entretanto seguiremos entendiéndonos con el “cómo” ¿Pero, no es
una limitación tratar de expedirse con el “cómo” y nunca con el “por qué”? No hablaremos
tampoco como esos modernos metafísicos, logicistas con sus “flatus vocis”, sus
logomaquias, sus vanidosos ejercicios. Para ellos un cielo de pedantería es suficiente. En
cuanto a los que niegan la muerte personal, uno a veces comprueba que se consuelan
con la gramática en la cual la “nada” es cosa, es decir “persona”.
El conjunto de amigos y parientes desaparecidos es, por recuerdo, como una filiación
del espíritu con los vivientes. Y no sólo del espíritu, hasta del alma apetitiva, diría. Con
ellos se “vivió” quizá una plática, un plato sabroso, un licor preferido. Pero hubo “amigos”
que si volvieran, los entregaríamos a Caronte, y al fin del filo, también ellos nos llevarían a
él por “simpatía”.
La persistencia de la sensación y sensibilidad en el recuerdo, la demuestra también,
por ejemplo, la pierna del amputado, que “vive” por mucho tiempo en el cerebro que la
regla.
En el envejecimiento puede haber atrofia de sensaciones y confusión en las
preferencias morales, deficiencia o anulación de facultades intelectuales y toda clase de
esclerosis y parálisis, pero no envejece el respirar y poco el recuerdo de lo grato; no se
puede expresar bien, pero queda siempre nuevo “el respirar”. También puede estar hasta
el fin el recuerdo de la amistad, no del amor; porque los practicados gustos antiguos de
camaradería y respeto quieren una nueva experiencia espiritual, no así el amor que se
hizo de angurria y de aseo subsiguiente. La única salvación del amor es la amistad. El
amor no es antiguo ni moderno, es presente. Cuando idilio es lo más precioso; como
despedida no es lo más horrible, pese a todo lo que quieran decorar este momento
algunos poetas sementales como Geraldy.
CUENTO

Yo era un chico a quien proveían sus padres, ignorante del nacimiento y de la muerte,
convencido de que el infinito estaba dentro de su casa. No era creencia, sino vivencia; la
creencia ya empieza a dar con el camino de la duda y del análisis. La muerte que
regalábamos junto con mis hermanos con bastante constancia y alegría, a pájaros,
culebras y otros animalejos, nunca nos entró como idea. Nosotros seguíamos
incorruptibles como Robespierre. Tan ingenuos éramos, que no sospechábamos de dónde
procedían los bocados nutritivos: vaca, cordero, etc., hasta que se estableció un matadero
cerca de casa. De haber podido razonar, esta máxima antropocéntrica hubiera sido
nuestro lema: “Todo debe serle rendido al hombre”.
Mi abuela era mística, en su entendimiento había una mezcla de creencia y
descreimiento. Tenía un perro, ya lento, cuyo cuero empezaba a acordeonarse en algunos
puntos, señal segura de vejez en los perros. No sé quién sugirió cambiarle el nombre a
este perro, y en adelante lo llamamos “el eterno”. Cuando yo casi cabalgándolo le ponía
las manos entre las patas delanteras y soliviantándolo le besaba unas manchas
cabalísticas que tenía en la cabeza, el perro gruñía, como diciendo: “Eterno es mi aguante
con ustedes, eterna una comida bien condimentada, y eternos mis lambetazos en el
agua”.
En una ocasión, mi abuela me contó un sueño suyo místico-realista. Antes de la
conmemoración de los difuntos, fue a arreglar el sepulcro del que era como depositaria.
Encontró arcones y ataúdes abiertos, con huesos pelados. Agarró algunos y los besó en
las articulaciones, dijo que vino bien ventilarlos y besarlos porque tienen inmortalidad.
Otra vez soñó que había surgido una tumba de hierro, en un lugar no previsto, cerca de
una estación de ferrocarril. La tumba tenía forma de guerrero con armadura, pero de la
axila, en vez del brazo nervudo o de la espada, salía un torneado brazo de mujer
saludando; y se oía, muy ahuecada, una música como de contrabajo y oboe. Juzgué que
estaba bien que mi abuela besara en sueños las rodillas de sus difuntos; ellas son un
signo grande en la marcha de la vida y en Homero. Además nadie besaría esa risa de
oreja a oreja que no puede fruncirse para corresponder.
No sé si el hombre muerto será un excremento como decía Schopenhauer, basado en
su teología; y si lo es, la Idea platónica, podría serlo también. ¿Cuándo llega un hombre,
por completo y favorecido que sea, a ser un arquetipo? Nunca. Platón nos hizo un chiste
famoso... Nosotros los vivientes somos los tristes del arquetipo. Puesto que éste se ha
postulado, ha de ser “El” y nosotros no somos más que esbozos, borradores, andamiajes
de algo que nunca se va a construir. Somos la escoria de la obra artística, y luego de
retirados, no tenemos ninguna diferencia con los residuos que expulsamos. Pero repetiré
que este mismo arquetipo puede ser algo equivalente a un excremento, aunque parezca
una creación. Porque ¿quién fija el arquetipo? Si es de toda eternidad, esta idea contraría
la de la evolución. Si estuviera en una conciencia, ésta puede agregar o suprimir partes
en un trabajo eterno por la perfección. ¿Y cómo puede sospecharse que sirvan para la
estética esas superfluidades semejantes a alimentos indigestos? Ya nos pesaban en el
estómago.

Efusión que debe perdonarse

Cuando yo muera, mis amados hermanos, no me entierren como decía la antigua copla
“donde me pise el ganado”. Demasiado lo vi pastar y caminar, con nombre humano, en
mis días terrestres. Entiérrenme en una iglesia de belleza arquitectónica, no en un
cementerio donde las fieles ovejas pisan algo de sus difuntos en fiestas conmemorativas.
En la iglesia “fingiré” oír el órgano, sin mezcla de huesos antipáticos, aunque de
hermanos.

El Cristo en la arena

En el centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán, en un terreno baldío que esperaba


construcciones, y donde había arena, vi una figura yacente de Cristo repentizada por un
escultor anónimo. Allí estaba Cristo, confundiéndose casi con la tierra, sin la cruz, que no
se necesitaba puesto que la imaginación la suplía. Unas ráfagas empezaron a deshacer
ese cuerpo bien modelado. Símbolo trágico me pareció este soplo nivelador, indiferente a
la belleza. Para mí, esto era la humanidad barrida por el viento silencioso e invisible del
tiempo.

El merendero

¡Que me hagan la adición, no volveré más a este mundo! Se come muy mal, y los vinos
son falsificados. Tomen el quince por ciento, no es propina, no es pour boire. No vayan a
beber, canallas, con este quince por ciento, porque lo convertirían en propina.
Parroquianos: Afilen cuchillos, navajas y tenedores para comer, pero también para ayudar
a Supervielle en la tarea posterior del descendimiento: Les corps toujours promis aux
dagues souterraines.

El espantapájaros

No puede salvarnos ya el palo en forma de cruz. O le han doblado las puntas, o se ha


transformado en joya reverberante en el pecho de las mujeres. La idealidad siempre
queda para que se realice en la pobreza; sigue el esquema humano de las maderas
cruzadas, pero vestido con andrajos y con careta de dolor, y el estómago con pajas
indigeribles. El espantapájaros.

Por la nariz y por la boca

A la vida la aspiramos por la nariz y a la muerte por la boca, puesto que solemos abrirla
bien grande en el momento crítico. Ya no la cerraremos para masticar animales que
sufrieron, por ahí entra su venganza. Ya no aspiramos más el aroma del jazmín y de la
rosa. Si el respirar bien es grato al corazón, puede decirse que el mejor respirar es el
1-2-3 del vals. Inspiración, espiración y descanso. Mientras dormimos valsamos, como
aquella chica del sueño que sacó el brazo de la tumba.

La carrera de todos hacia abajo

En la fosa común, el pueblo que llenaba en otro tiempo las tribunas deportivas,
encabalgándose en el osario, emprende la gran carrera fuera del tiempo. Ya corren ellos
ahora esforzados y no meramente espectadores. Viaje de pobres al país de lo
subdividido, desmenuzado y mezclado. Ya todos en la nivelación, serán como una
alfombra, donde los pisarán los caballos y corredores que admiraban. ¡Que los pisen, que
los pisen! Fueron materia que nació para admirar, para la obediencia y el fanatismo. Ellos
gustan estar abajo puesto que levantan en vilo a sus ídolos.
La bestia rubia

No hemos de rebrotar en ninguna “vuelta eterna” ni como amos ni como esclavos. Esto
podrá ser sólo temporario. Nietzsche grita su orgullo y vanidad en esta vuelta. Falso; su
idea postula una unidad que nunca tuvo valor fuera de lo abstracto. Concretamente nunca
se sabrá cuál es la mejor bestia o cuál “la mejor vuelta eterna”. Pero aunque Nietzsche
pueda haber sido un noble individualista, no se concibe bien cómo su alta inteligencia no
pudo advertir que, en el Estado moderno al que él ya pertenecía, la indómita bestia rubia
tenía que pasar por un sinfín de vejaciones y domesticaciones por parte del partido
dominante y guerrero que, en parte, se sometía a la Diosa Disciplina. La bestia rubia que
tuvo que entrar en orden y fichajes fue vencida y sometida por tenderos y comerciantes
improvisados en guerreros. Y en vez de dejar al mundo un ideal de soltura, belleza y
libertad, dejó una máquina absurda donde giran uniformes, galones, explosivos, gases,
aeroplanos, submarinos, cañones, tanques, metrallas, déficit, impuestos, limitaciones,
carencias, miserias, para todos y más para los “rubios”.
Somos, como especie, la punta, el extremo de un proceso indefinido que abraza todo lo
pasado. La vuelta tendría que ser de todo el proceso. ¿Cómo podría hablarse de ella si
éste no tiene fin? No se le reprocha que él quiera la eternidad, tiene derecho. Se
horrorizará de todo lo pasado no vivido, pues la eternidad “a-parte-ante” es más difícil que
la otra “a-parte-post”.
TERCERA PARTE
DENTISTA GLORIOSO

Dios mío, Dentista glorioso,


Sácame de la vida, sin dolor
....................................
Puesto que has colocado, el diente que triza,
y ya que es más fácil, quitar que poner:
Sácame de la Vida, Dentista glorioso,
sin dolor... y olvida,
la avidez impasible,
del que llevó a su boca
tanta carne inocente,
de agonía reciente
tanta carne sajada
y ensangrentada.
Alguien vio el ojo triste
del cordero que muere.
Ved pues transformarse
en carne de dolor,
en carne “en tránsito”...
Mansa dulzura de triscar,
plácido placer, e...
inocente desear.
Esperanza impaciente
del último poniente,
que ha de halar y fijar
ese mover sangriento
del diente.
AL CRISTO MUERTO DE HOLBEIN
Elegía para Él y parte de la humanidad

En el reino de las cosas caducas


un ojo sin vida parece mirar la luna;
el del Cristo muerto de Holbein.
Signo terrestre, no de Paraíso.
La luna le envía
un rayo frío de luz muerta
como un puntero que muestra la corrupción.
Ojos acabados, luz fúnebre.
Planeta y hombre,
Dos muertos.
El mundo ya no tiene “Testigo”;
porque “Testigo” es sólo uno, el “Uno”,
pese a sus muchas copias.
El mundo tiene la edad de cada viviente.
Los sentidos del hombre, ya anulados,
borran todo al borrarse.
Holbein deicida,
demoraste el pincel,
hiciste imposible la resurrección.
Cristo ya no puede
levantarse hacia el Padre.
La tierra lo retiene,
ni un dedo podrá mover
desde el montón confuso.
Tu pincel fijó ese ojo último,
que la luna muestra
con su puntero de luz mortuoria.
LUZ DE LUNA

El verdadero gusto por la vida —me refiero a cierta clase aristocrática de seres— está
en el descanso frecuentado por ideas e imágenes, en la estupefacción que admite una
parte activa mental y en el amor.
Me parece bien que una persona acostada siga con los ojos la marcha de la Luna, y
que cuando no la pueda ver más, no se moleste en cambiar de posición. Otros ojos
seguirán esa marcha interesante. Además, no la podrá ver, cuando se oculta, o al salir el
Sol.
La Luna, sin fuerzas muy visibles, resbala hacia la piel amorosa y pone frente al beso,
el mejor invento de dulzura en la luz. La piel se platea con su fantasía, y los cuerpos se
hunden en el “tiempo” profundo de la luna, que es blanco, sombroso y metálico, porque
ella pone mármol en los cuerpos sin quitar lo tibio y elástico. Tanto como es de profundo y
misterioso el tiempo de la luna lo es en medida el sol, activo, presente, encendido, vulgar.
Frente a este astro que piensa y retrata acaloradamente, la piel del hombre y la mujer
revela sus pelos, erizaciones, verrugas, desigualdades y cambios de color. Hombres
activos que no hacen caso de matices, trabajan, sudan, construyen, en el tiempo del Sol.
Todo en medio de la indiferencia cuando no de la reprobación de los partidarios de la
luna. Porque estos últimos son enemigos de toda actividad que no sea rítmica y pausada,
y, antes de la grosería del arrebato, de ir a ocupar un lugar a empujones, prefieren la
inmovilidad, aún con riesgo de la subsistencia. Les seduce demasiado esa red plateada
que teje la luna y se arrojan a ella que los hamaca frente al ensueño, que finge
eternidades. Parece que nada los amenaza, pero por desgracia, viene el sol a meter su
trivialidad. Este acaba con lo bueno, para traer “lo necesario”. Disparemos, lunáticos, a la
penumbra, en espera de la única luz que se ve en sí misma, y mezclada con la superficie;
Luna carne, Luna ruina, Luna en hoja y agua, lloviendo su harina plateada.
EL ALMA

¡Oh, muerte; cosa increíble cuando acaece en


los que amamos,
en los que están juntos por costumbre o familia.
Increíble también por la imposibilidad “íntima”
de comprobarla.
No se sabe dónde nos daña más,
si en el cuerpo o en el alma:
porque el cuerpo es forma indecisa
que el alma, en todo momento,
corrige, agrega, disminuye,
mentalmente
¡Cuerpo adorado y despreciado,
no te olvides del alma que no tiene
dónde sustentarse fuera de ti!
Horror del alma: formas descompuestas,
pobladas de almas inferiores.
Fuera del alma no tenemos dónde
“caernos muertos” con provecho.
Y el alma rehusa
otra habitación que el cuerpo.
Los cuerpos no son nada en el tiempo.
En la llamita de gas metano de los osarios,
los simples ven el alma, que sólo subsiste
en libros e inscripciones.
Palabras, fin y principio de palabras,
eso, son los hombres.
Nombre que inventamos para protegernos de la
muerte,
pero “Ella” argumenta con silencio e impasibilidad
y con el mamarracho de la momia.
No me he puesto aquí, mis queridos hermanos, para ensalzar la muerte. La vida que
nos gustó es sagrada y santa. Descubrimientos, apetitos, amor, pasión, esperanza. En
cambio la muerte es la negación de cosas bellas. Pero también hay algo feo en el desear
ardiente y en la dinámica moderna. Un desear ardiente, impostergable y quizá débil es
cosa de efímero. Son preferibles las elegías de Rodenbach. Hay elegancia en las
consideraciones de Bruges, La Morte y sus aguas lentas como pulso antiguo.
La lentitud puede ser el blasón de nuestra raza que sustituirá a la de ahora. Lentitud
sabia nutrida de matemáticas. Los que nacen apurados y engendrados de pie, pueden
tener un destino de plantones.

Muerte y conducta

La consideración de la muerte ¿podrá influir sobre los móviles de la conducta? No


parece. Por un lado es siempre la muerte de otro, por el reverso, el indefinido término.
Este plazo indefinido ¿supone que siempre estaremos pidiendo permanencia? Creo que
sí, pero también en cualquier momento de pasión profunda, cedemos la vida o la
anulamos. En el instante más hermoso, cualquier vejación o injusticia puede quitarnos su
luminosidad al día, y deformar las cosas naturales.

Impresiones - Realismo - Disgusto

Andando por el cementerio del Norte, en busca de la estatua que llora en el panteón de
Cambaceres, en la abertura de una tumba vieja y grande, que ofrecía como un corredor,
sentí una bocanada… esa misma que sintiera Góngora, si en su verso hubiera abierto la
lápida de una desdeñosa. “Mortales señas diera de mortales”. Vacilante, recurrí a mi
teoría de los aromas-límite. Todo producto humano elaborado con sabiduría para dar
gusto al olfato o al paladar cuando provoca sensación intensa, puede sugerir lo más
opuesto y asqueroso, dentro de ciertas similitudes. Así, la ginebra holandesa añeja cuyo
regusto puede dar idea del vómito; y a veces, en las más exquisitas combustiones de
tabaco de Cuba, encontré aroma mortal. Comprendo, comprendo ahora aquello ilustre y
de limpieza desodorante:
Voici mes mains qui n’ont pas travaillé
pour les charbons ardents et l’encens rare.
Sabemos que la simple muerte no es negación. La negación es mental. Después de
muchos paréntesis (muertes) habrá muchas opiniones y hasta plagios en que incurre
siempre la materia pensante. Pero no es posible que una potencia misteriosa esté
siempre queriendo ser, sin teología. La voluntad no puede manifestarse sino desde
dentro, en las criaturas; tal como el tiempo en acontecimientos, y el espacio en cosas.
No podemos saber si fue consentimiento o coacción el primer instante. Pero la vida
tiene el poder de multiplicarse y el cosmos de ensancharse. Ahora vienen los problemas
para el pobre dios semita, docto en barros. El dios de Aristóteles “principio del
movimiento”, es el que en este momento podría trabajar mejor con materia tan expansiva.
Nunca será la muerte otra cosa que un objeto de especulación para los “vivos” y los
vivientes. El espíritu ya no puede creer en perpetuidades, sino cediendo su “yo”. La
conciencia sabe la broma que le hicieron sus diversas adquisiciones mentales. El cuerpo,
debajo de la piel y ensanchándola, fue siempre forma modificada, y un passepartout de
sus diversas actitudes mentales.

Cenestesia, euforia, ninguna resignación

Estaba en una lancha automotora en verano, casi en cueros y sin recuerdos, perfecto
para mi dicha. Merecía aspirar a eterno ese momento. Poco a poco, la duda exigió que
pusiera huellas conmemorativas, como las que dejan algunos amantes groseros en los
árboles, huellas que son vanidad, pero en el fondo un deseo de hacer perdurable el
instante.
¿Dónde poner esas huellas con una mano rozando el agua fresca, y la otra como una
lira en el aire, agradeciendo la brisa? Me acordé de las “huellas” grandes que dejó el
hombre: Pirámides, Esfinge, Templos. ¡No! ¡Quiero una alegre! ¡No quiero panteones,
ahora! Recordé que tenía en el bolsillo algunas monedas de oro: luises franceses, la
moneda más graciosa, y deshonradora, como todas. Lo que sirve para comprar goces es
lo más alegre. Si no pueden obtenerse con gratuidad, que es lo mejor...
A mi lado, alguien extrajo del agua una víctima que bostezaba su agonía. Se asfixiaba,
no le convenía el aire. Entonces mi alma se sumergió. La perpetuidad estaba destruida
por el cambio, que es su negación. La vida se paseaba por su “hábitat”, modificándose. El
episodio del pez me llevó al futuro: la caldera de ojos vacíos parecía mirar el espinazo sin
carne del pescado, y servía de reloj de Sol. El cráneo raído, tortuga con poco
desplazamiento de sombra; el pez pelado, peine que recién alarga sus púas cuando el sol
declina. Es el fin de la hora viviente indefinida, desde el útero y glándulas al marfil de los
huesos que se agrietan. Lo de adentro parecía nada serio como ulterioridad. Pero el sexo
es una botella de vino fuerte que se vuelca.
Casi todo es desperdicio y privación. Miremos mucho y meditemos ante una cosa tan
artera, que quizá ofrezca matrices hasta en las nebulosas espirales. El temor al infierno es
igual a la desconfianza en el Paraíso.
La vida no es grande, ¡pobrecita! pero es inmensa por la “comprobación”. La
comprobación es lo que satisface a los conversadores. A la fruición de la vida sana y
comprobadora, no puede oponerse nada y la opinión del cese, del acabamiento, adquiere
un carácter ridículo y teológico, de teología mínima: “el buen o mal agüero”.
La vida es siempre salto de la “nada” al buen momento.
Cuando decimos “Dios Mío” en el dolor, pedimos el socorro de nuestra madre; pero ella
también, pobrecita, no es muy fuerte…
Ahora, acaso me preguntaréis para qué he escrito esto. No ayuda a vivir, su belleza es
indiscutible. Contesto al punto: para preservar la vida. Conviene considerar, dónde la
ponemos, dónde la plantamos y en qué medida, entre tanta crueldad.
CUARTA PARTE
DISCUSIÓN ANTIGUA ACERCA
DE LAS POSIBILIDADES DEL CUCHILLO
Y EL REVÓLVER EN LA PELEA

Como entre criollos se discutieron mucho las posibilidades que podían ofrecer a los
contendientes el cuchillo y el revólver, yo también daré “mi aporte” como suelen decir
ahora.
Cuchillo y revólver sirven para moverse entre carnes y huesos: el cuchillo lento, el
revólver rápido.
Aquí, en este mostrador de estaño, entre la décima o vigésima copa, no sé bien, me
pronuncio en favor del revólver, mientras lo tanteo en mi bolsillo.
En eso me acordé de esos dos mozos, poco entrados en años, que pelearon con
revólver por una mujer, a tan corta distancia que los dos se mataron. Una lástima. El
revólver es arma de ganar distancia o perderla.
Tiene también su pedana. Si se da por sentado el coraje —“coraje” viene de cor,
corazón, cuore— yo creo que, teniendo buen arma, el revólver, “l’emporte” sobre el
cuchillo… Ma… filosofando (estoy en la copa veintiuna) y el cuchillo se alarga en pasos y
el revólver se acorta en tiros, ¿quién caerá primero?
Además, pensemos en los casos singulares: Si me mata un ciego y sordo de
nacimiento, y yo también soy ciego y sordo, ¿cómo sabré si me mataron con revólver o
cuchillo?
Hay cuchillos lejanos en manos poco salidosas y revólveres viejos con plomos
trancados, en manos vacilantes. Viéndolo bien, el cuchillo es arma de fuego. Véaselo al
ser afilado en piedra rápida.
El revólver con seis relámpagos y sus seis truenos, es más elocuente. Pero los plomos
indigeribles del revólver deben ser puestos a la luz. Aquí el cuchillo gana.
Copa número 22, los dos patitos.
Aparente ventaja del cuchillo: puede ser espejo del revólver y, siempre, el espejo nos
espera con la cara de lo que hemos hecho.
Revólver: Júpiter que truena — Cuchillo: Hércules limpiador de tripas y establos.
Ma... me siento poeta: si el cuchillo quiere “intestinarse” encontrará el espanto abierto,
y en cambio, tú, revólver, más bien que afuera derramas hacia adentro la vida.
Ma... Cuchillo y revólver actuando quieren un tiempo terminante.
Van en contra de la sabia afirmación de Spinoza. El tiempo del hombre no es finito ni
infinito, sino indefinido.
AIRE HUMORÍSTICO
Y POÉTICO ALTERNADOS

Cada vez que muere un dirigente de la Bolsa de Cereales, de algún saco agujereado
salen los garbanzos y el trigo.
— ¿No tiene vergüenza allanarse a morir?, le dije a un ex compadre o ex malevo.
— ¡Bah!, otros se murieron antes.
Para mantener el mito, entre otras cosas, se requiere un gran apoyo de sastrería y tino
para aplicarlo. Los milicos (quizá por instinto) hicieron de esto una ciencia. En cambio los
civiles fueron tan opas que permitieron que sus camareros y servidores vistieran frac.
Después de esto, ¿quién iba a respetarlos?
No todo morir es putrificarse; hay quien se queda en un cuadro.
Hay dados y dominó, que se juegan en la cabecera del morir, para futuras evoluciones.
Me encomendaron echar tres ataúdes en un pozo muy profundo. Estaba solo y los
empujé: uno cayó boca abajo, otro de costado, el último de punta. Nunca nos va bien, ni
en el entierro.
¡Negación de aromas y melodías; negación de angustias y penas, oh, Muerte!
¡Vida! ¿Puede que seas tan tonta que te dejes asesinar siempre? ¡Es que, sólo uno la
paga; uno, uno, uno, uno, sólo!
Nadie, si tiene conciencia es superado por la muerte, porque ésta no puede argüir
nada. La vida la supera, pero casi siempre se presenta en formas espantosas o
repugnantes. Queda la conciencia afligida.
No hay estrellas, no hay nebulosas; son fantasmas diarios modificables. ¡Ya se verá, ya
se verá!... ¡Tiempo!... ¿Que no lo veremos? No es de lamentar porque todo eso es nada.
¡Corónalos, Muerte, con la guirnalda del Amanecer! Reiremos con dientes amarillos al
Astro de Oro.
CUENTITO TEOLÓGICO

Basta Dios escandaloso y demasiado visible, que de dos haces uno, y de uno dos;
basta, pon la tapa a todo para que se haga la noche, como nosotros la ponemos a los que
mueren.
Busca al Dios verdadero que huye hacia atrás para no perder el Pasado; repasando al
mundo para no olvidarlo.
No hagas más cosas, vidas ni animales, porque “el Dios” verdadero no puede cansarse
de excursión tan inmensa, y, al volver, encontrar que ya no son suyas las últimas y
asquerosas consecuencias.
NUESTRA CULPA

Vida: Infierno. Muerte: Anestesia: Paraíso.


Ninguna conciencia vuelve a un cuerpo ni se hipostasa en otros.
Estamos atravesados, perforados por la Nada, como ruinas que a retazos dejaran ver
el paisaje y la Luna.
Cuerpo y conciencia marchan juntos.
A la conciencia despierta, que no sabe de tiempo anterior, le parece un poco ridículo
suspirar por el infinito. Pero nuestra esencia es sensual, gustosa de durar.
Tras la losa,
Todavía querríamos nervios sensibles, melodía y aromas. Y también colores húmedos,
¡lenidad de los ojos! Y siempre carne que cubra nuestros huesos pudorosos.
Nos rebelamos frente a la limitación, y llegamos a despreciar, ¿a quién? A nosotros
mismos.
El deshacerse en el nicho, es como el arrepentimiento de haber intentado vivir. Nada
de avatares. ¿Cómo saldríamos a alquilar más vida en cuerpos de hombres, animales que
ya están llenos de su alma sutil torpe? Porque se llenan por gónadas, donde va incluida el
alma. El Desprecio, el Orgullo, la Responsabilidad adquirida; la Vanidad misma, nos
impedirían salir de la tumba con otros cuerpos, con otros nombres, con otros trajes, a
otras aventuras. Tal como sería indiferente, para un presidiario que sabe el fatalismo de
su conducta, convertirse en hombre “honrado”, porque su culpa suele ser estar preso.
Sin tonterías de cambios, nuestro cuerpo madurará y se secará en el sepulcro, o se
convulsionará en la violencia el fuego.
Su conciencia se perderá.
Los muertos, los que vivíamos en contra de otros seres, hemos apagado muchos ojos,
antaño. Éramos agentes de la muerte. ¡Pero queremos inmortalidad!
La muerte no respeta ni a los Santos, ni a los que se van jubilando con el cuchillo en la
mano, creyéndose algo, por haber vivido.
Pero, ¿puede haber afinidades de átomos “morales”?
¡Sí! Pueden estar juntos matándose los que gozan de la fiesta sangrienta, espesa y
maloliente de la materia.
El Santo, materia más noble, se hace volátil con su hermoso placer de ser aroma
tenue, tan cercano a la Nada.
DIVERTISSEMENT DEL GUSTO
Y VARIEDAD EN LAS ARTES Y MEZCLA
DE SENSACIONES

En una Humorada, en mi afán de enriquecer el mundo de las sensaciones y también


por estimular a mis amigos a que buscaran, tomé una partitura abierta, recorté los
sostenidos, bemoles, becuadros, puntillos, barras de compás y ligaduras, claves de sol, fa
y de las otras, y las: do, re, mi, fa, sol, la, si. Luego, después de arrear hasta con las cinco
líneas sacando unas letras de “apasionatto con moto”, con todo junto, lié un cigarrillo y me
lo puse en la oreja. Fumé música por el pequeño conducto que a través del tímpano va a
las vías respiratorias. Ante mi público, poco creyente, dije que era confusa e insistí
perogrullescamente en la necesidad de estudiarla y ordenarla, para establecerla.
¡Lástima, porque el estudio del arte quita primavera al placer! Considerando esto,
pensé en que los placeres que el arte proporciona pueden ampliarse si uno se toma el
cuidado de observar y ver cuando se mezclan las sensaciones. Observar esta
transferencia es placentero. Así como se puede ver parte del fumar y se palpa el comer
con dientes y encías y papilas del gusto, puede verse el deglutir por radiaciones. Esto no
tiene gracia, pero nos induce a la idea de palpar la música. Nos está vedado olerla, pero
el oído algo palpa y también las sensaciones de dedo y tecla en instrumentos.
¡Lástima que el color no suene! En la embriaguez narcótica a veces sí. Para los
sensitivos de la acústica, algunas notas tienen color, pero de una manera algo vaga,
cambiante, subjetiva.
Oler un cuadro sólo es posible en la materia del mismo: aceites, barnices, pinturas.
Oírlo sólo se puede como traslación mental subjetiva; que el que mira, dé mecánica a las
voces, follajes, aguas.
Una manera de comerlo, sería con vermouth mental, las “naturalezas muertas” con
perdices, pescados, frutas.
Pero hay algo en las artes, con los aderezos que propongo, que provee para la vista,
tacto y olfato: la escultura. Una estatua se puede ver, palpar y oler: para esto último basta
ponerle previamente el perfume preferido y calentarla para hacer la pasta más grata al
tacto. Lo que no se puede es oprimirla, para poseerla, puesto que ella misma nos oprime
con su dureza. No se ofendan los escultores ¡qué más quisieran que hacer bella voz
humana! Otras cosas duras, inmóviles y estáticas son las catedrales. No son sonoras:
albergan la sonoridad y si se apiadan sus frailes nos ofrecen conciertos e inciensos. Por lo
común entramos y salimos de ellas tan fríos y tan sin sangre como las hormigas que
entran y salen de su gran fábrica.
La música está ligada a la arquitectura por su resonancia en recintos abovedados, por
su proporción y número. Busquemos su relación con la escultura. Arriesgo esta receta:
tómese una estatua graciosa, esbelta, mórbida, de mujer o de efebo. La morbidez es
indispensable para que la luz incida siempre sobre superficies curvas. La materia de la
estatua debe ser de una extrema palidez, blanco mate con un ligero tinte azulado.
Póngala en un pedestal, en un salón o habitación de modo que reciba luz de dos
ventanas opuestas. Puede hacérsela girar por un mecanismo de relojería oculto en el
pedestal. Todo esto exige un chalet o casa, que reciba aire y luz de todos los ángulos.
Concéntrese la luz por medio de espejos, algo distantes de ambas ventanas. Pronto se
verá que la estatua toma la misma realidad que un sueño; parecerá fundirse en el aire.
Hágase mover los espejos para que la estatua tenga volumen por momentos y no se
pierda del todo su plástica.
Ejecútense las más exquisitas melodías con violín o flauta. Deberán ser voluptuosas y
no dramáticas ni triviales. No deben tener acompañamiento, pues éste sugiere demasiado
el mundo y la sociedad… Cuando la estatua tenga la belleza que esté a punto de
perderse en el aire, la melodía se ligará a esa carne vaporosa y el espectador sentirá
como si sus dedos dispersos apresaran morbideces fugitivas y como si estas morbideces
fueran las vibraciones necesarias y bien entonadas del amor físico. No hablaré del tacto
relacionado con los perfumes, pues para esto, cualquier cortesana bella y refinada puede
considerarse como instrumento perfecto. Con gusto os participaré que inventé una
máquina que traduce las notas en aromas y modifica el balbuceo de Huysmann sobre el
asunto. Funciona mejor en melodías lentas: largo o adagio. Consiste en unos tubitos con
pistones de presión y que llevan adentro el perfume. Se manejan con una especie de
máquina de escribir que tiene notas en vez de letras. La correlación de aromas y notas es
“ad-libitum”, por ejemplo: do-rosa, mi-jazmín, sol-heliotropo. Pueden cambiarse los
perfumes para cada nota, según el sentir o preferencia personal. Nada de caprichitos
estilo Rimbaud, fijando “para siempre” y porque se le antoja, colores a las vocales.
Como “un rosa” o “un heliotropo”, pueden tener una duración de una redonda, dos
blancas, cuatro negras, ocho corcheas, etc., fue necesario inventar un extinguidor químico
de perfumes, al estilo de esas cocinas alemanas, absorbedoras de olores, para que un
aroma se detenga en su tiempo y medida justos, algo así como un antipedal, lo mismo
que para los acordes. Para los que no gusten de este placer puro del olfato hay lengüetas
que dan el tono “purísimo” acompañando el perfume, pero esto me parece un
aburguesamiento y un escarnio del arte nuevo: no hay que enseñar tanto, hay que
aprender algo por lo menos. El matiz o intensidad se consiguen con un golpecito un poco
más enérgico en las teclas para que la palanca actúe sobre el pistón. Los semitonos
parten de un tubito que da el mismo aroma, pero mezclado con el de maderas preciosas y
resinas: ámbar, sándalo, etc., y también con especias. De este modo, si funciona bien el
extinguidor —no debe haber mucha corriente de aire— puede uno olfatear melodías
silenciosas, con la misma delectación que las sonoras. Hay ya hasta un virtuoso de este
instrumento, que obtiene jazmín, rosa, lavanda, cuero de Rusia, violeta, lirio, en
semicorcheas.
Esta disposición casi “cosmética” es también principio de otro invento mío del que daré
un esbozo, pues yo soy impotente para realizarlo. Creo que los norteamericanos, que son
capaces de tanto, podrían construirlo, aunque fuera en varias generaciones. La “anatomía
y la fisiología” de este instrumento tendrían que ser portentosas pues se trata de agotar
todas las posibilidades de invención musical.
Aunque esto sea muy vasto y complejo, pueden agotarse mecánicamente todas las
combinaciones de sonidos y silencios de la música escrita o que se escribirá. Todo el
acompañamiento, armonía, contrapunto y fuga.
Esto, en una escala modesta, pero egregia, ya lo realizó Bach. Pero aquí se trataría de
algo multimillonario, puesto que en esa prolijidad conclusiva y total, todo estaría
conquistado ya que nada podría inventarse. Me objetaréis que, en la extrema, en la casi
cósmica riqueza de esta analítica, conseguir la síntesis, una canción original por ejemplo,
por exclusión o eliminación de material no interesante, demandaría tanto tiempo que sería
lo mismo que crearla. Digo que no, pues el inmenso aparato podría tener un clasificador
de composiciones originales. La dificultad del tiempo necesario podría vencerse con
apresuramientos y vértigos electrónicos, y, a pesar de su imponente grandeza, no creo
que sería tanta como la de la biblioteca infinita de Borges. No sé el tiempo que se
precisaría para extraer por eliminación y selección las composiciones originales, pero
repito que, merced a los métodos electrónicos, no sería mucho. Al quedar estampada toda
la música “per in eternum” conoceríamos también el “folklore” de los pueblos futuros.
Magia.
DIVERTISSEMENT
CRÓNICA SOCIAL

En aquella recepción estaban los Pérez, los García, los Gómez, los Suárez, los
Fernández.
Algunos se quejaban pidiendo apellido, porque, decían, que si se los encabezaban con
Juan, Pedro o Manuel, en caso de muerte o desgracia, no se sabía por quién rezar.
Recen por un buen par de. . . . . . . . . o de. . . . . . . . . aquí hay que sustituir los puntos,
por las codiciables partes correspondientes del cuerpo humano. También piensen, dice,
que todo caballero puede Perezcarse o Perezcarse en la fosa única de lo genético.
Cierto, pero los apellidos de uso restringido son un título más original en el libro
encuadernado en carne, que es el cuerpo humano. Juan Más dijo que su apellido era casi
metafísico, pues añadía un surplus, una cola o un halo, a cada otro apellido, aún el suyo:
por ejemplo: Fernández y Fernández Más… Más Fernández, ¡Dios mío!
Los García, los Pérez, los Gutierrez, seguían en su bullicio. Era irritante que el “yo”
fuera una ilusión que debía ser sustituida por los García, los Pérez y los Fernández.
— Bien, dije: debería nombrarse por la ocupación, por el trabajo, arte, artesanía de
cada cual: Entre todos los Velázquez, lo más importante es que surja el del pincel.
— Debió llamarse Pincel y no Velázquez y además ¿quién te dice que muchos de
estos apellidos, no tengan referencia a ocupaciones? Cierto que importa el cuadro y no el
nombre, pero, ¿y el que no tiene cuadro?
El bullicio nos atrajo, entramos al salón. Allí estaban los López, los Giménez, los
Álvarez, los Suárez, los García, los Domínguez, bailando como si fueran personas, en el
cuadro impersonal que ellos mismos formaban.
Bailaban suavemente, como espectros; se llamaban entre ellos con las voces lejanas
de sus antepasados.
Decían chistes y requiebros que venían del fondo de las edades, como si Sánchez
fuera el tiempo y Pérez el espacio.
En la explosión atómica primitiva hubo quizá algo originario, pero no original, singular.
Pudo haber sido esto un Desperezarse de Dios, o también una catarsis, un alivio de los
Pérez que ya bullía en sus tripas… Pero, si el universo es pluralístico, ¿habrían sido los
Pérez, primero que Dios?… En este caso estamos perdidos. Perezcaeremos en la nada.
UN SEÑOR DEL SIGLO XVIII
SE PONE CELOSO

Mi mujer era una belleza, es decir, un atracción máxima. Ya tuve en las fiestas que
celebrábamos el tono y preludio de lo que ella debía ser en las alcobas extra-
matrimoniales… Pendulaba sus ojos de rostro en rostro, de bigote en bigotito, como
aprobando el amor poliándrico. Comprendo que una mujer así no debía ser de uno solo,
pero… me chocaba que a mi gónada, se añadieran tantos pisaverdes, con sacos como
batitas, pantalones planchados filosos, bigotitos peluquería, pañuelitos fruncidos como
flores, gominas y otros encantos.
A pesar de ser, en principio, un feroz individualista, me parece tremendo tener que
suprimir una mujer bella, aún cuando ya no sea mi esposa en el corazón; pues una mujer
bella es la que posibilita el engendramiento de los bien formados, únicos dignos de ser
vistos, junto con los inteligentes y morales.
Por eso, y por sentimiento y caridad cristianos, dudé mucho antes de hacer aserrar la
hoja de un florete francés que tenía, y ponerle, en substitución, una aguja de acero
finísima. Me engañaba a mí mismo pensando que, si se la introducía en el pecho, su
corazón apasionado era el culpable moviéndose.
En mi casa, todos los espejos, cristales, vidrios, estanques del jardín y azulejos del
baño, reflejaban a mi mujer, y ella, se complacía en esto, pues en el fondo era un Adonis,
que amándose a sí mismo, amaba el amor y no los hombres y las mujeres.
Un día abordé al amante principal de toda la cohorte de amantes, que era como una
especie de jefe de oficina erótica que andaba detrás de mi mujer.
— Ud. conoce a mi mujer más que todos los azulejos de su baño…
— Señor…
— Ud. conoce la geometría, o más bien la “carnimetría” de mi mujer, sus medidas
planas y de espacio. Porque el ancho y largo se aprecian con la vista, pero como Ud. ha
palpado… y el tacto según los entendidos es lo único que da el sentido de la profundidad,
de la tercera dimensión…
— Señor…
— Usted sabe que cuando ella, sin ropa, se mueve en el espacio, provoca muy
interesantes efectos de luz. ¡Usted es un Cézanne de mi mujer!
— Señor, nada entiendo de pintura, ni de escultura.
— Pero, si sólo fuera su pintor, no me importaría. Usted es también su escultor. Trabaja
en una estatua blanda, sin ser capaz de hacer y crear un falangín o un meñique, como no
sea trabajando por su culpa para la especie. Reciba tranquilo la cachetada que se merece
desde el principio de los tiempos, cuando no había Smith y Wesson.
Fue un día muy esperado y emocionado, ése del regreso de una de las fiestas “suyas”,
y ella no sospechaba que fuera el día en que el alfiler clava la mariposa… Llegó, al fin, y
después de mucha “toilette” se metió en la cama. Durmióse con la sonrisa inocente de la
mujer de todos. Me aproximé con el alfiler que tenía el mango de florete francés; ése, con
el ∞ que volcado es también el símbolo del infinito en matemáticas. Lo levanté sobre el
pecho… pensando en las oscilaciones del infinito, cuando el corazón sorprendido moviera
el ∞ de la aguja. Pero, no sé si por desgracia o felicidad, el efecto de la droga que había
tomado para darme ánimo me paralizó el brazo.
… Ensueño… la vida es mágica por sus luces, sombras, sonidos, olores… y la muerte
espera quizá enternecida por un vago renacimiento, sueño de opio sin mañana…
La vejez de un Adonis, es lo grave; perder formas y morbidez ante el espejo,
acordeonarse ante el espejo. Basta con eso, no se precisan alfileres ni estoques… Pero,
ella murió sin duda apurada por la velocidad de un corazón demasiado amoroso. Yo creo
que se buscaba a sí misma, con dicha, con prisa, y hasta palpándose por miedo de que
se agotara una forma tan perfecta.
Pero, desde que murió mi inquietud fue mayor.
Ahora la veo en cada espejo, en cada azulejo o cristal, en todo lo que refleja; desnuda
y victoriosa, en el índice forrado con un dedo de guante, sosteniendo en una suerte de
malabarismo bufonesco y familiar, una aguja terminada en mango de florete francés.
Victoriosa, la desearía de nuevo viva, y aún con todos los amantes colgados en su
pedestal, arañando en vano por subir.
DIVERTISSEMENT

La huelga de los sepultureros no tuvo éxito. Entonces, decidimos el sabotaje. Total,


pedíamos veinte centavos por cada centímetro de profundidad para la carne corrompida.
Los municipales creían que era un abuso. Pero tengan en cuenta que ocultamos al
mundo carne descompuesta. Es la misma que al principio se tira viva y desnuda para
gozar y lamentarse después. Creíamos tener derecho a una retribución “en forma” que
nos ayudara, por lo menos, a pagar el vino que “mata el gusano”.
No querían el “tanto” que nos corresponde por cada palada que extrae tierra y vuelve a
tapar. Y al mismo tiempo, una crisis se cernía como un cuervo sobre el cementerio; era la
época trágica en que nadie moría y, como nosotros teníamos un derecho por cada difunto,
ahora nos habíamos quedado en la mayor miseria…
Esto me decía el sepulturero mayor, jefe de sepultura, mi amigo de infancia. El
cementerio estaba en quiebra, podía decirse, y mi amigo, pobrísimo. Él me había
admitido. Yo vivía allí de limosna, en cualquier tumba más o menos confortable: estaba
tuberculoso y muy debilitado. Para no ser gravoso entre tanta pobreza, me alimentaba
con flores frescas, y algunas veces marchitas, que traían los deudos para sus muertos.
Mordía las coronas y esta alimentación me mantenía espiritual; algunas de mis hemóptisis
ponían su rojo en nardos y jazmines. Era la imagen de un santo pálido, en declive a la
sepultura, rodeado de flores marchitas.
Entonces fue cuando mi amigo el sepulturero me dijo que no podía seguir viviendo “de
arriba” y que me fuera a otro hotel. No ingresaba ningún muerto, y por consiguiente,
ningún “derecho”. Era necesario “hacerlos” de algún modo.
— ¿Cómo, de algún modo?
— Puesto que nadie muere, hay que suministrar materia prima; hay que producir —y
hacía un gesto como de afeitar arterias.
En mi debilidad y fiebre de enfermo, me puse a pensar en traer algo vital para el
cementerio. Fui a cazar reptiles, traje ranas. Cacé pajaritos, pesqué bagres y mojarras;
pero no fue suficiente… el hombre quería “derechos”.
A todo esto nadie moría. Miren ¡no producirse una cosa tan común ni habitual!
Un viejo mendigo que andaba por las inmediaciones me suministró materia prima. Era
fácil de derribar, y con un estilete muy largo y fino lo herí en el ano y en las fosas nasales.
Después puse un hemostático. Como la cosa fue en una noche helada, al día siguiente lo
declararon muerto por inanición y congelamiento. Tan sólo una sombra del fantasma
hambriento.
Ya acreditados los “derechos” por el ingreso de un cadáver, horas más tarde comimos
bife de lomo y vino en el cementerio, mientras que por las rendijas, donde suele refugiarse
la cuarta dimensión, todos los muertos nos espiaban, como una conciencia.
Puede que no sea tanto todo; pero eso sí, no tendremos más té.
Menos mal que uno tiene juramentos y superlativos para el dolor: algo alivian.
DOS BOCAS

Entonces llegamos a un lugar donde la gente tenía dos bocas, una en la cara y otra en
el vientre. Se sentaban a la mesa y cuando traían los manjares, sacaban de vez en
cuando un trozo y se lo llevaban a la barriga.
Esta feliz disposición les permitía hablar y sonreír con toda cortesía mientras los
vientres absorbían.
Esa gente decía que esto era una ventaja, pues palabras y sonrisas no se mezclaban
tropezando entre grasas y sopas. Sus bocas chiquitas y de lujo estaban hechas para una
función superior, pero no decían nada espiritual, quizá porque todo debe ser mezclado y
con algo de salvaje hasta en la verdadera elegancia.
Yo pregunté si lo que comía allí en la barriga era otra cabeza.
— No puede haber dos cabezas en un cuerpo, contestó un médico. Es una boca contra
natura que hacemos a la gente elegante. También hacemos anos contra natura, para
jóvenes sanos de buena sociedad.
— ¿Cómo puede ser? ¡es monstruoso!
— Para que usen el otro en funciones “estéticas”.
EL VIOLINISTA

Era un violinista tan bueno y tan pobre que, cuando tocaba, los ángeles, con tal de
oírlo, bajaban a rascarle la cabeza mientras tenía las dos manos ocupadas en tocar.
(Gran homenaje por parte de ellos pues consideran a este mundo muy sucio).
El violinista murió y, en seguida, lo acaparó Dios según hace siempre con lo mejor del
mundo. En el cielo todos son haraganes y todo se les vuelve juntar las manos y adorar;
en cambio, el mundo, es el lugar del trabajo y del estudio.
El violinista compareció ante Dios. El Pobre estaba neurasténico a causa de su
eternidad y asqueado de las óperas italianas. Wagner todavía no era conocido debido a
una discreta interposición de Roma.
Dios le pidió un repertorio serio. También gustó de la técnica brillante que caía justa en
su oído omni-percipiente.
— ¿Qué quieres —le dijo Dios— a cambio de tus sonatas?
El músico respondió:
— Que me nutran, que me rasquen la cabeza como antes, que me abaniquen con las
alas de los ángeles en verano, y si aquí hay invierno, que me traigan un pequeño
demonio con fuego de ese lugar que es de mal gusto nombrar aquí en el cielo y en
Inglaterra. Que los ángeles no toquen mi violín pues temo fundamentalmente que sólo
interpretan bien la “música celestial”. Además lo necesito para mi propia Gloria. Yo les
afinaré el cielo. Amén.
LA MUERTE DEL PERRITO

Distraídos conversábamos cuando nuestra hermana puso sobre la mesa de té, la


cabeza de nuestro perrito. Creyendo soñar, vi esa cabeza raída y cercenada en el
comienzo del cuello, rota, sin sangre, secos por completo los bordes de la separación.
Me pareció que me miraba con ojos tristes.
Preguntamos a mi hermanita qué había pasado. Ella dijo que encontró el cuerpo junto
a la verja de hierro de filosas aristas y la cabeza a alguna distancia en la acera… El pobre
perrito, sin duda, había sacado la cabeza para mirar el codiciado mundo externo y alguien
subió con su vehículo y lo decapitó.
Corrí hasta la verja, levanté el cuerpo, lo llevé hasta la mesa de té y para evitar a mi
alma la visión sangrienta de las cavidades donde están los hilos que movían un ser tan
afectuoso, junté la cabeza con el cuerpo, dando a ésta varias vueltas, como si la
atornillase.
Luego le puse tafetán engomado, unos cartones como sostén y até un pañuelo encima.
En mi anhelo de ver su vida, lo empujé. Dio con todo el costado en el suelo. Después
inició un movimiento renqueando y dando tumbos y en cierto momento en que cayó en
uno de los pequeños estanques del jardín se dejó estar con riesgo de ahogarse.
Lo saqué y continuó su vida confusa, andando en círculo, sin sacudirse el agua. Al fin
caminó arrastrándose y, antes de detenerse para siempre, me lamió la mano.
Mi hermano y algunos chicos lloraban.
“DE LA MUSIQUE AVANT TOUTE CHOSE”

Íbamos en tren, y una señora vestida de amarillo, como una gallina amarilla, cayó entre
las dos filas de asientos, que se cambiaron repentinamente en una especie de platea,
disgustada y espantada. Algunos abandonaron el teatro.
Yo, como hipnotizado por la agonía, me puse a observar ese pecho que subía y bajaba,
y la cara que el espasmo y el ahogo transformaban en un carnaval de caretas sucesivas
cada vez más trágicas. Poco tiempo después vinieron algunos, tomaron el pulso,
auscultaron y se fueron a pedir socorro. Pero yo vi que el labio superior se replegaba en
una mueca y se levantaba como la tapa de un piano de juguete. Los diente blancos,
cuadrados, fuertes, y uno que otro negro alternando. Puse mis dedos en ellos y como
nada resonara, ni en la laringe ni en el vientre “Está muerta” dije.
TREN

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al
paisaje.
Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre.
Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me
puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto
que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto
hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la
adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su
niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de visitar y conocer a sus
padres y el patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí
tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí, y como soy muy ágil, lo alcancé.
Fui a dar a Ciudadela donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de
resucitar en el recuerdo.
El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas,
pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un
terror infantil (pues lo tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del
alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente,
que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos
vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene
Liniers, los proveíamos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras
de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se
había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se
quedó en Liniers, pero ya en el tren, gustaba de ver mis hijos tan floridos y robustos
hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en
Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un
accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación a Liniers, que me conocía, se puso en
comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había
muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última
estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijo, a quienes había
mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela.
En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio
de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible.
Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan
felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando
en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la
“Compañía de Seguros”, donde trabajaba. No encontré el lugar.
Preguntando a los demás ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían
demolido hacía tiempo la casa de la “Compañía de Seguros”. En su lugar se erigía un
edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad,
desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor, y ya en el piso veinticinco,
busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo,
de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se
dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi
madre. “¿A que no recordaste lo que te encargué?”, dijo mi madre, al tiempo que hacía un
ademán de amenaza cómica: “Tienes cabeza de pájaro”.
ÍNDICE

Introducción: La muerte, esa terca compañía, por Horacio Salas ........................... 3

Prólogo de Jorge Luis Borges ................................................................................. 8

Primera Parte
Ser polvo ................................................................................................................. 11

Finis ......................................................................................................................... 15
Tratamiento mágico ................................................................................................. 23

El espantapájaros y la melodía ............................................................................... 29

La muerte y las máscaras ....................................................................................... 39


Narciso .................................................................................................................... 50

La cuenta ................................................................................................................. 52
El recuerdo .............................................................................................................. 55

Presciencia .............................................................................................................. 57
El experimento de Varinsky ..................................................................................... 63

Monsieur Trépassé .................................................................................................. 69

Segunda parte

Acotaciones sobre la muerte ................................................................................... 73


Cuento ..................................................................................................................... 75

Tercera parte

Dentista glorioso ...................................................................................................... 80

Al Cristo muerto de Holbien ..................................................................................... 81


Luz de luna .............................................................................................................. 82

El alma ..................................................................................................................... 83
Cuarta parte

Discusión antigua acerca de las posibilidades del cuchillo y el revolver en la 88


pelea ........................................................................................................................

Aire humorístico y poético alternados ..................................................................... 90

Cuentito teológico .................................................................................................... 91

Nuestra culpa .......................................................................................................... 92


Divertissement del gusto y variedad en las artes y mezcla de sensaciones ........... 94

Divertissement crónica social .................................................................................. 97


Un señor del siglo XVIII se pone celoso .................................................................. 98

Divertissement ......................................................................................................... 100

Dos bocas ................................................................................................................ 102


El violinista ............................................................................................................... 103

La muerte del perrito ............................................................................................... 104


“De la musique avant toute chose” .......................................................................... 105

Tren ........................................................................................................................ 106


Este libro se terminó de imprimir en
el mes de Octubre de 1976 en los Talleres
Gráficos LAMADRID, La Madrid 384
Bs. Aires, Argentina

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