Está en la página 1de 6

LA ZONA

Escribir en la Patagonia / Por Juan Carlos Moisés

PUBLICADO EL 7 de agosto, 202110 de agosto, 2021 por lazonacriticayficcion

Foto: Mónica de Torres Curth

No hay ni obras ni tradiciones literarias valederas,

por sí mismas, independientemente de lo que sobre ellas

se haya dicho o se vaya a decir.

Terry Eagleton, Una introducción a la teoría literaria

Escribir en la Patagonia es, supongo, como escribir en cualquier otro lugar. Las herramientas de la
escritura, las herramientas de la poesía propiamente son, en todo caso, las mismas para un
patagónico y para un norteño, para un colombiano y para un marroquí.

Hoy que el tiempo histórico nos iguala y nos aplana a todos más o menos de igual modo (a algunos
de peor modo, hay que decirlo), el lugar de nacimiento, o el lugar donde elegimos vivir puede, sin
embargo, seguir siendo determinante para construir el espacio de creación, el ámbito desde donde
reflexionaremos, o, si se quiere, desde donde poetizaremos.

En primer lugar, es interesante tener en cuenta aquello que dijo Oliverio Girondo, que «la
nacionalidad es algo tan fatal como la conformación de nuestro esqueleto». Esto, que parece un clisé,
me ha servido, sin embargo, para hacerme unas cuantas preguntas y obtener, a cambio, unas pocas
respuestas, las necesarias.
Es posible que las imágenes de la infancia sean las que marquen a fuego a una persona para toda la
vida. Lo han sido para Wallace Stevens, quien escribió: «El mundo del poeta depende del mundo que
ha contemplado». Y si, en consecuencia, esa persona deviene en alguien que escribirá poesía -una
persona a la que ampulosamente llamamos poeta- esas imágenes primerizas serán definitorias. Por lo
menos en mi caso así ha sucedido, para bien o para mal, de modo que a esas imágenes me voy a
referir.

Esos fotogramas son como secuencias de una película, una película que ocurre posiblemente en
sueños. Nunca sabemos ni sabremos dónde se ubica la realidad más pura. Esos fotogramas, sin
dudas, se reducen a pequeñeces. Ahora los veo como tomas reducidas, sólo que cargados de
intensidad y de sentido.

Por ejemplo. La visión de un insignificante hormiguero, el torpe y seguro trajinar de las hormigas. El
cuerpo de las hormigas observadas a pocos centímetros, tal vez de panza en la tierra. La carga pesada
que llevan, esas hojas verdes, seccionadas, manejadas con increíble facilidad. La elevación en círculo
de los granos de arena alrededor del hueco por donde entran y salen, trajinando, estos seres llenos de
patas.

Otra imagen. Un flaco canal de riego entre dos hileras de álamos, unos pequeños palos que hacen las
veces de barquitos. Los barquitos corriendo carreras náuticas como verdaderas embarcaciones. Varios
ojos fijos siguiendo ese rápido avanzar y las volteretas, algunas perfectas, algunas peligrosas y fatales.

Otra imagen. Un gallinero. Y después, las gallinas sueltas, en la quinta. El modo de correr de los
pollitos. Unos picotazos. La sólida violencia de esos picotazos en un lomo desplumado. El gallo que
pisa a una gallina con habilidad y firmeza. Después, el canto del gallo. A esa hora, o acaso temprano
en la mañana.

Otra imagen. Un caballo sudado que acaba de galopar. El caballo que resopla. El olor del caballo. La
mano que toca su pelaje y siente que bajo la palma hay, mágicamente, un caballo.

Otra imagen. Una liebre que corre por el campo y un perro que va detrás, disparado. La
desesperación de la liebre, las gambetas de la liebre. La tenacidad del perro.

Otra imagen. Una vaca pariendo en la nieve. Pariendo con ayuda de unas personas. El vaho caliente
de la vaca. Las manos del chico que mira, hirviendo de frío.

Entonces tenemos ya algunas imágenes primerizas, y tenemos, concretamente algunos sustantivos:


hormiga, barquito, gallina, caballo, liebre, perro, vaca. Esto es común a todo ojo que mire, que haya
mirado. Con sólo mirar podríamos entender. Pero todavía no hablamos de lo particular, de lo
circunstancial, ni siquiera de la dramatización de esas imágenes, de todo lo cual se encargarán más
tarde verbos y adjetivos.

¿En estas pocas cosas está cifrada la Patagonia? ¿Cada una de ellas, o acaso todas juntas, son o
resumen la esencia de lo que es para nosotros la Patagonia? Sí y no. Sólo podríamos afirmar que son
fragmentos, partes de un todo. No obstante, podemos decir que para ese chico esas imágenes son el
mundo. Son las pocas imágenes que pueden caber en el mundo en ese momento. Porque así de
inmensas son las imágenes de la infancia, agigantadas, digamos, por esos ojos deslumbrados, que,
también, pueden ser engañosamente los de hoy, pero que siempre serán los de ayer. Y esos ojos, que
tendrán dificultad para traducir lo que, antes, el subconsciente ha retenido, se detendrán reiterada y
obsesivamente en esas imágenes simples, que serán una especie de sello, de impronta imborrable a
resolver con el tiempo, como una especie de rompecabezas de difícil y tal vez imposible resolución.
Un día, cuando somos capaces ya de levantar los ojos, descubrimos otro mundo: los cerros, el río, tal
vez el lago, o el mar, la extensión de la meseta, las matas repetidas, el silencio de la tierra. Y lo otro, el
viento, esa presencia continua, infinita, como un personaje más. Porque los personajes comienzan a
ser como nosotros, entran en nuestra dimensión. Por ejemplo: la paisana del atado de leña, el viejo
andrajoso, el vecino huraño que odia a los chicos, los amigos de la cuadra. Hasta que la cuadra deja
de ser el mundo definitivamente, y el mundo se ensancha. Es entonces cuando ya somos de un lugar.
Somos de un lugar, al menos por el momento.

Es así que ya tenemos las imágenes, las suficientes. Son las imágenes reales. Pero a partir de ahí lo
real y lo imaginario, confusamente, avanzarán sobre nosotros como en un campo de batalla. En el
tramado de las interferencias, los «puetas» vienen a ser algo así como las arañitas que se empeñan en
tejer un lenguaje que resista y que sirva para atrapar los elementos de la realidad.

El poeta es, entre otras cosas, un ojo que mira. Mira como la rosa de los vientos. Y mirará en especial
aquellas imágenes primeras. Las mirará sin mirar, las amasará como a un pan. Hasta que las palabras
vengan a interponerse entre él y las imágenes. Será una especie de escollo, algunas veces, y de
vehículo, otras.

Aquellas imágenes no necesariamente serán trasladadas al papel de manera literal. El ojo del poeta,
que es un ojo deforme, traducirá esos detalles en materia verbal, buscará relaciones, romperá las
partes, armará nuevas, hasta lindar con lo abstracto, si se quiere. Pero aquellas imágenes serán y
seguirán siendo el sustento de su poesía. En los límites puede, también, reducir la inmensidad, el
vasto mar, los grandes valles, a una línea insignificante, como nos enseña el colibrí del norte o el
traslúcido sol del otoño del sur.

Podemos seguir diciendo que no hay temas. Mucho menos, grandes o pequeños temas. La existencia
puede caber en un puño.

Puede ser un puño juguetón, levemente irónico; puede ser un puño dramático, trágico. Como somos
parte de un tiempo v de un lugar, será difícil sustraerse a ello. Hasta en la omisión habrá referencias,
huellas, marcas visibles de lo vivido y del mundo.

Me pregunto: ¿Qué poesía escribiremos en consecuencia? Es posible que pronto sepamos qué poesía
no escribiremos. Es posible, sí, y es deseable saber cuanto antes qué pecados contra la poesía no
vamos a cometer, bajo pena de morir decapitados por las brujas desalmadas de la retórica.

La cosa es cómo pasar de la imagen, de la vivencia de la imagen, al poema. En ese traspaso está, creo,
el secreto y la razón de ser de la personita desamparada que se ha puesto a escribir poesía. Juanele
Ortiz, por ejemplo, en la forma y en el movimiento de las nubes veía el dramatismo de la guerra. El
poeta alemán Gunter Eich, en el paso de las aves contemplaba su propia desesperación. Acá cerca, en
Chile, el espectacular Raúl Zurita ve a la cordillera y a las playas como metáforas de las pasiones
humanas.

Me animo a decir, y antes a creer, que la Patagonia es un espejo múltiple del mundo. Que la
Patagonia contiene al mundo. De hecho, hasta un grano de arena puede contenerlo. Pero la Patagonia
es capaz de reproducir el infinito, el tiempo, hasta de detenerlo y fijarlo más o menos fielmente como
una fotografía. Es lo que ve, al menos, el ojo que mira, cuando mira y siente, porque cuando no mira
ni siente todo puede ser la nada, y ni la poesía vale la pena.

Volviendo a Raúl Zurita, que viene a ser algo así como uno de los más recientes modelos de la
desmesura humana, quiero leer un pasaje de su poema Homenaje de amor de las llanuras nevadas.
«Amadas planicies nevadas. // Sueño un mar nuevo, una nueva planicie,/ un blanco que se extiende y
extiende/ al Sur de este mundo./ Sueño con unos ojos nuevos, con una nueva vida, con el aire
humano silbando/ las orillas del ventisquero y la Patagonia». Con ecos de Neruda, y volviendo a los
grandes temas, se propone recuperar cierta dimensión heroica y pasional de la vida. Wallace Stevens,
en cambio, provoca otra mirada cuando dice que «la imaginación aplicada a la totalidad del mundo
es insípida en comparación con la imaginación aplicada al detalle».

De lo pequeño a lo inmenso y de lo inmenso a lo pequeño, el ojo que mira selecciona el tamaño y la


medida adaptando su lente. Si tercia el pudor -como es mi caso-, el ojo podrá recurrir a aquellas
mínimas imágenes del hormiguero, del caballo sudado, de la vaca pariendo, de la soledad y el estoico
dolor de la paisana del atado de leña. Es así que algunos vivimos en lo mínimo, nos aferramos a lo
mínimo, para poder resistir lo inmenso, la desmesura, lo inabarcable. Varias veces vamos a
preguntarnos por esa inmensidad que aparece y desaparece ante nuestra mirada. Al vértigo de lo
inmenso se lo aplaca con lo pequeño. Así pasa. Pero la poesía, al decir de Juanele Ortiz (a quien nunca
es posible dejar de citar) «la poesía es la intemperie sin fin». Y la respuesta es la poesía misma, que no
tiene respuestas.

En estos tiempos, sabido es que la poesía se ha recluido, se ha doblado sobre sí misma, cuando al
mundo se le han acabado las grandes preguntas. Recordemos a los surrealistas que en su momento se
alzaron contra la idea de una verdad última. La poesía, ahora y siempre se ha debatido en silencio. La
poesía, que es movimiento, fragmento, música y después silencio.

Estábamos en la Patagonia. Es más: escribíamos o tratábamos de escribir en la Patagonia, que es el


título de estas reflexiones. Salvo crónicas de viajeros, la literatura que se ha escrito en la Patagonia es
literatura fundacional. No hay tradición. No hay modelo. De hecho, en la Patagonia se escribe sobre
la nada, sobre una tierra inapresable pero siempre inquietante. Y en esto, creo, radica el desafío. La
nada es el desafío. La nada es como la hoja en blanco: produce vértigo. Y ante la hoja en blanco todo
nos está permitido, hasta equivocarnos. Todo siempre comienza con un impulso que después trae
otro impulso que a su vez trae otro. Basta enfrentar el vacío, que es nuestro propio vacío, al cabo. Y
como la poesía anida finalmente en la palabra, cabe preguntarnos: ¿Entre las palabras y la Patagonia
qué? ¿Entre nosotros y las palabras qué?

Decía Enrique Linh: «Hay que pensar con la poesía, no utilizarla para transmitir pensamientos». Y
nunca el fin de la poesía será ni podrá ser, para nosotros, un espacio geográfico llamado Patagonia, es
claro, sino eso más intrincado que es vida o es muerte. Al fin de cuentas es probable que toda
escritura poética exista a partir de una sola y definitiva pregunta: ¿existe la muerte? Aunque, después,
nunca hablemos de la muerte. Un poeta siempre debe decir: no renunciaré a mi nacimiento. Y es así
que el presente copia al pasado, eternamente, pero lo copia mal, para bien de la poesía.

Juan Carlos Moisés

Sarmiento, Chubut, 1994

El texto fue leído en el XVII Encuentro Patagónico de Escritores de Puerto Madryn, en febrero de
1994

Publicado en revista El Camarote N°3, Mayo/Junio 2004

Bibliografía

Obras completas, Oliverio Girondo, Editorial Losada, Buenos Aires, 1968.

En el aura del sauce, Antología, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1989.

Poesía alemana de hoy 1945/1966, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1967.

Conversaciones con la poesía chilena, de Juan Andrés Piña, Editorial Pehuén, Santiago de Chile, 1990.
Poetas norteamericanos contemporáneos, de E. L. Revol, Ediciones Librerías Fausto, Buenos Aires, 1977.

JUAN CARLOS MOISÉS es un poeta, dibujante, narrador y dramaturgo nacido en Sarmiento,


Provincia del Chubut (1954). Actualmente reside en Salta. Ha recibido los siguientes reconocimientos
por publicaciones anteriores a su Antología: el Primer Premio de la Subsecretaría Cultura del
Neuquén en 1999, por su libro Palabras en juego, de 2006; el Primer Premio del Fondo Nacional de las
Artes en 2005, por su libro Museo de varias artes, de 2006; y el Premio Poesía Destacado de la
Asociación de Literatura Infantil y Juvenil de la Argentina (ALIJA), en 2018, por su libro Conversación
con el pez (Antología), de 2017. Sus otros libros de poesía son: Poemas encontrados en un huevo (1977),
Ese otro buen poema (1983), Querido Mundo (1988), Animal Teórico (2004), Esta Boca es nuestra (2009) y El
jugador de fútbol (2015). También un libro de notas sobre poesía, Una lucha desigual con las palabras
(2016), y los libros de cuentos La velocidad de la infancia (2010, 2018) y Baile del artista rengo (2012). Es
autor de varias obras de teatro. Publicó: Desesperando (1997) y Pintura viva, El tragaluz y La oscuridad
(2013).
En 2006 el Municipio de Sarmiento (Chubut) lo declaró “Poeta ilustre de la ciudad”. En 2018, el
Honorable Senado de la Nación le otorgó el Diploma de Honor en reconocimiento por su destacado
aporte a la literatura y cultura nacional. En 2019, la Academia Argentina de Letras le otorgó el
premio, compartido con la poeta tucumana Inés Aráoz, a la mejor obra de poesía correspondiente al
último trienio (2016/18) por su Antología, Conversación con el pez (Editorial Maravilla, 2017, con
ilustraciones de Pablo Picyk).

CATEGORÍAS ENCRUCIJADAS • ETIQUETAS ENCRUCIJADAS, MOISÉS, TEXTUALES

Web construida con WordPress.com.

También podría gustarte