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El Bajío Mexicano
El Bajío Mexicano
E. Fernando Nava L.
Coordinadores
El Bajío
mexicano.
Estudios recientes
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El Bajío mexicano. Estudios recientes
http://www.smamexico.org.mx
Hecho en México
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Elizabeth Mejía Pérez Campos
E. Fernando Nava L.
Coordinadores
Editores:
Phyllis Correa
Alejandra Gámez Espinosa
Alberto Herrera Muñoz
Elizabeth Mejía Pérez Campos
E. Fernando Nava L.
Edith Yesenia Peña Sánchez
Catalina Rodríguez Lazcano
México, 2017
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Contenido
Presentación7
Elizabeth Mejía Pérez Campos & E. Fernando Nava L.
Antropología Física
Arqueología
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Presencia negra en El Bajío y sus afrodescendientes: una casa
habitación con ornamentos decorativos de minorías raciales
de la Nueva España 233
Elsa Hernández Pons
Etnohistoria y Etnología
Lingüística
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PRESENTACIÓN
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como tema central han sido ocasiones propicias para incluir al Bajío, en razón de su cercanía
geográfica y de sus respectivas continuidades histórica, cultural y social. Así lo demuestran
los estudios arqueológicos sobre Chupícuaro, Guanajuato, presentados por Elma Estrada
Balmori & Román Piña Chan, por Muriel Porter y por Daniel F. Rubín de la Borbolla en
la IV Mesa Redonda: El Occidente de México (México, D.F., 1948); las sesiones-simposio 47
“Investigaciones recientes en la frontera noreste de Mesoamérica: San Luis Potosí” y 62 “In-
vestigaciones recientes en la frontera noreste de Mesoamérica: Querétaro”, coordinadas por
Margarita Velasco M., de la XVIII Mesa Redonda: El Occidente de México (Taxco, Gro., 1983);
así como el simposio de ponencias libres 56 “Arqueología del Bajío y de Hidalgo”, moderado
por Beatriz Braniff C., de la XXIV Mesa Redonda: Antropología e Historia del Occidente de
México (Tepic, Nay., 1996).
Las reuniones de Mesa Redonda que han tenido como sede ciudades asentadas en el Bajío
-o cercanas a él- enmarcaron, respectivamente, el desarrollo de las temáticas de Los procesos de
cambio (en Mesoamérica y áreas circunvecinas) (XV Mesa Redonda, Guanajuato, Gto., 1977)
y de La validez teórica del concepto de Mesoamérica (XIX Mesa Redonda, Querétaro, Qro.,
1985). Entre tanto, la atención a la región anfitriona queda patente en las sesiones-simposio
“El Bajío y sus procesos de cambio”, coordinada por Antonio Pompa y Pompa, y “La tradición
oral de Guanajuato: problemas de persistencia y cambio”, coordinada por Gabriel Moedano
Navarro, de la XV Mesa Redonda; así como por la sesión-simposio 18 “Arqueología de
Querétaro”, moderada por Margarita Velasco M., y la sesión general 32 “Arqueología de la
frontera norte de Mesoamérica”, moderada por Marie-AretiHers, de la XIX Mesa Redonda.
De igual forma, deben tenerse presente las ponencias libres presentadas en dichas reuniones,
como la de Emilio J. Bejarano: “Presencia teotihuacana en Guanajuato” (XV Mesa Redonda),
por citar un ejemplo.
Complementariamente, debemos hacer al menos una mención general a los trabajos
que sobre el Bajío fueron incluidos en otras tantas reuniones de Mesa Redonda, por ser ellos
contribuciones al estudio y conocimiento de la región, presentadas en el marco de aspectos de
interés general para la Antropología mexicana. Contamos de esta manera con las siguientes
referencias, la ponencia de Gabriel Moedano Navarro: “Los hermanos de la santa cuenta:
Un culto de crisis de origen chichimeca”, de la XII Mesa Redonda: Religión en Mesoamérica
(Cholula, Pue., 1972); la ponencia de Enrique Nalda H.: “Proposiciones para un estudio del
proceso de contracción de Mesoamérica” y la sesión 26: “La frontera norte de Mesoamérica”,
coordinada por Dominique Michelet, de la XIV Mesa Redonda: Las Fronteras de Mesoamérica
(Tegucigalpa, Honduras, 1975); la sesión 97: “La Antropología en Querétaro más allá del 2000”,
coordinada por Jaime Nieto Ramírez y moderada por Carmen Icazuriaga Montes, de la XXV
Mesa Redonda: La antropología mexicana frente al siglo xxi: Reflexiones y Propuestas (San Luis
Potosí, S.L.P., 1998); la ponencia de Beatriz Braniff: “El norte de México y la Gran Chichimeca”,
de la XXVI Mesa Redonda: Migración, Población, Territorio y Cultura; homenaje a Román
Piña Chan (Zacatecas, Zac., 2001); así como las ponencias de Paz Granados Reyes: “Procesos
de excavación en la plataforma sur, Cañada de la Virgen, Guanajuato. Aproximaciones a
contextos de las ollas blanco levantado”, y de Phyllis Correa & Timothy C. Craig: “San Luis
de la Paz y su población en 1743”, de la XXVII Mesa Redonda: El Mediterráneo americano:
población, cultura e historia, homenaje a don Antonio Pompa y Pompa (Xalapa, Ver., 2004).
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Durante la XXX Mesa Redonda el foco de atención se dedicó a la región del Bajío y sus
áreas circundantes y como resultado de este evento un grupo de investigadores y ponentes
presentamos el presente volumen.
Este volumen mantiene la atención en el Bajío, como la región que abarca parte de los
estados de Guanajuato y Querétaro en los terrenos aluviales del rio Lerma y que además
comprpende porciones de Michoacán, Jalisco y Aguascalientes. Así, a lo largo de este libro se
aborda en particular, su definición territorial desde las épocas más remotas, como se puede
observar en los trabajos de Efraín Cárdenas, Ángeles Olay y Zaid Lagunas, por ejemplo. En
este marco el trabajo de Gerard Migeon analiza los diversos recursos naturales que tuvieron a
disposición los antiguos pobladores, además de analizar los más relevantes, por la importancia
adquirida en su época, y por la circulación dentro y fuera del Bajío. El trabajo del investiga-
dor Efraín Cárdenas propone un “modelo de interacción cultural desde El Bajío” con siete
momentos de interacción cultural, en un marco cronológico amplio que va desde el 1800 aC,
hasta la llegada hispana, en un territorio extenso analizando la interacción del Bajío con el
Centro de México y el Occidente. Mientras que Ángeles Olay en su trabajo realiza una detallada
relatoría de los trabajos arqueológicos desde el Occidente y su penetración al Bajío. Con este
marco, un excelente complemento es el texto de María Elena Salas que efectúa un recuento de
la información de las investigaciones arqueológicas de Occidente y los lugares donde se reporta
la existencia de restos óseos y nos hace reflexionar en cómo la información de restos óseos no
sólo es escasa sino también dispersa, por tanto, la necesidad de trabajos interdisciplinarios “…
para aproximarnos al aspecto morfológico, así como a la variabilidad poblacional e indicadores
de adaptación al medio ambiente, estrechamente vinculados con aspectos paleodemográficos,
nutricionales y de salud y estrés biológico, tomando en cuenta las enfermedades que dejaron
su huella en los restos óseos”.
Otro enfoque para el estudio antropofísico de la región que ocupa este volumen es, sin
duda, la visión de Zaid Lagunas, que desde la óptica del fenómeno de la migración analiza desde
su definición, las evidencias culturales en la etapa prehispánica, así como el estudio poblacional
de la época de ocupación hispana, por tanto, la población indígena, hispana y colonial. Y con
este trabajo, el autor enfatiza como “una de las principales causas de la ocupación del Bajío en
la época colonial, fue la fertilidad de sus suelos, que permitió una amplia producción agrícola
y explotación de ganado mayor, se constituyó desde entonces en zona de abastecimiento de
estos productos de las zonas mineras”. También la migración, tanto como la plata, las mezclas
humanas y las adaptaciones identitarias son consideradas por John Tutino en su contribución
sobre la formación de las comunidades en el Bajío, entre mediados del siglo xvi y el cierre del
siglo xviii; se trata de un estudio de inmigrantes europeos, africanos y también indígenas que
confluyeron en el Bajío, delineando un espacio socio-económico diferente a otros surgidos en
Hispanoamérica, o quizá único en la historia de esta parte del planeta.
Dos contribuciones más versan igualmente con movimientos poblacionales, ambas ela-
boradas desde las plataformas de la Lingüística y de la Etnohistoria. Una de ellas, la de David
Charles Wright Carr, comprende en particular aspectos teórico-metodológicos, presentando,
entre otras cosas, conceptos tales como cultura y etnicidad a manera de variables sin equi-
valencia unívoca con la categoría lengua, para entonces proponer un panorama general de
la prehistoria lingüística del Bajío. La otra contribución es la de Alonso Guerrero Galván,
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quien en específico se ocupa de la desagregación de grupos culturales de filiación lingüística
pameana, escenificada en la Pamería, macroregión ubicada en una zona transicional serrano-
alto-abajeña hacia el centro norte del país.
Por su parte, Ivy Jacaranda Jasso Martínez problematiza el fenómeno de la migración
indígena a las ciudades como una forma de concebir la emergencia de nuevos territorios indí-
genas, centrando la atención en ciertos espacios de estado de Guanajuato, tales como la ciudad
de León. A su vez, el capítulo de Luis Miguel Rionda explora los procesos de construcción de
una nueva identidad indiana guanajuatense, en algún sentido derivada de la autoadscripción
comunitaria, libremente declarada en asambleas de las localidades respectivas; el punto nodal
es un instrumento jurídico promulgado en 2011, que el auto sitúa entre antecedentes históricos,
datos estadísticos, identificación de agentes sociales y movimientos políticos del presente, así
como entre posibles prospectivas a distintos plazos.
Ya instalados en la época novohispana son relevantes varios trabajos, el de Josefina Bautista
Martínez y María Teresa Jaén Esquivel, que ante la exploración de un osario en la Capilla de
Indios de la Villa de Guadalupe, en la ciudad de México en que recuperan restos de un adulto
de sexo femenino, que por sus características morfométricas está considerado de una mulata y
del que nos expone su trabajo en los restos y una aproximación facial de los mismos. Mientras
que en el marco arquitectónico Elsa Hernández presenta un texto en que un edificio colonial
muestra en su decoración mosaicos en donde se representa una gran variabilidad de pobladores
hispanos. El capítulo de Erasto Antúnez Reyes aborda una de las historias iniciadas en el siglo
xvi, que al mismo tiempo es uno de los aspectos más desconocidos del devenir lingüístico de
nuestro país: la presencia del componente negro-africano en el habla del español mexicano.
Y en su trabajo, Alejandro Martínez de la Rosa propone una delimitación histórico-cultural
del noreste del actual estado de Guanajuato. Entre las variables que maneja se encuentran los
móviles misioneros y del dominio territorial de la expansión novohispana, la conformación
pluriétnica regional, así como danzas tradicionales tasadas como prácticas culturales, entre
otras; precisamente, la atención puesta a las prácticas culturales le permite sugerir una subre-
gionalización de la franja nororiental de la entidad.
El capítulo de Yesenia Peña Sánchez y Lilia Hernández Albarrán, nos permite desde el
Occidente de nuestro país, conocer el fenómeno de la enfermedad y su curación desde épocas
antiguas a novohispanas, hasta la visión antropológica de épocas más recientes en Comala y
Suchitán, ambos en el estado de Colima. También Carlos Navarrete Cáceres se ocupa de un
tópico en que se ponen en estrecha relación ciertas deidades veneradas por poblaciones pre-
hispánicas con determinadas representaciones de Cristo ubicadas, inicialmente, en templos
erigidos dentro de las límites de Mesoamérica; así, se desarrolla una trama que, entre otros
cabos, conjunta el de los diversos sistemas de creencias religiosas -indoamericanos y judeocris-
tianos-, el de la historia de las rutas hacia el norte de la actual república mexicana -el Camino
Real de Tierra Adentro- y el de uno de los Cristos negros del Bajío -el Señor del Hospital, en
Salamanca, Guanajuato.
El presente libro incluye un capítulo de orientación teórico-metodológica elaborado por
uno de los colaboradores ya antes referidos: John Tutino. A partir de la influencia que en sus
años formativos dejaron, respectivamente, el historiador James Lockhart y el antropólogo
Richard Adams, el autor nos comparte las maneras en que él percibe como fundamentalmente
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similares a la Antropología y a la Historia; hace un llamado a buscar una integración más
intensa entre ellas, proponiendo una fusión que bien podría ser nombrada antrohistoria.
Resta mencionar que la presente publicación contó con el trabajo editorial de las siguientes
personas: Edith Yesenia Peña Sánchez, para los capítulos de Antropología física; Elizabeth
Mejía Pérez Campos y Alberto Herrera Muñoz, para los de Arqueología; Phyllis Correa, Ale-
jandra Gámez Espinosa y Catalina Rodríguez Lazcano, para los de Etnohistoria y Etnología;
y Fernando Nava, para los de Lingüística.
Finalmente, queremos mencionar que la propuesta de realizar este libro electrónico fue
bien recibida por la actual Mesa Directiva de la SMA, gesto permanentemente agradecido, y que
en los momentos en que ésta sale a la luz, una segunda edición ya ha sido concebida; en ella se
publicarán los capítulos de John Tutino traducidos al castellano, así como otras contribuciones
que pretenden, como el volumen en su totalidad, aportar al conocimiento del Bajío mexicano.
Ciudad de México,
en el tembloroso mes de septiembre de 2017
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El hombre prehispánico del occidente de México
Mtra. María Elena Salas Cuesta†
DAF/INAH
Muchos y variados son los puntos de partida para aproximarnos al conocimiento del
México Antiguo, algunos de ellos son los sitios arqueológicos que en el pasado sur-
gieron como aldeas hasta transformarse en importantes centros urbanos, en los que
alguna vez se concentraron el poder, la religión y el conocimiento que a través de la
conciencia de los pueblos que habitaron los valle, selvas tropicales, planicies, llanuras
costeras y montañas legaron vestigios arquitectónicos, simples o monumentales, así
como numerosos objetos producidos por las diferentes culturas que se desarrollarían
en la vasta región americana y que son evidencia de la voluntad, los modos de hacer
y de pensar de seres humanos que modificaron el paisaje y emplearon diversos mate-
riales según los retos y alcances de su cosmovisión y civilización. Legado cultural que
ha sido objeto de multitud de trabajos desde el siglo XVI de este sector del mundo
hasta entonces desconocido por los europeos, que irrumpió en sus conciencias tras la
conquista española (García Moll 2004:58, 59).
Es por ello que desde los primeros años en que América se hizo presente, el
mundo occidental se avocó a desarrollar estudios en todos los campos del saber, tra-
bajos todos que durante cinco siglos conforman un conocimiento amplio del singular
y complejo pasado cultural que nos precede, aunque todavía incompleto porque
la aproximación metódica a cada evidencia de tan valioso legado exige descifrar y
comprender los valores, experiencias, aspiraciones, ideales y deseos de sus creadores,
es decir se extiende el ámbito nada más y nada menos que de las motivaciones huma-
nas sujetas siempre al devenir histórico, por lo que la interpretación de los datos ha
enfrentado el reto de las divergencias culturales, haciendo que el camino más seguro
aunque no el más corto, sea el de una visión antropológica que parta de la unidad de
la especie humana.
Es así que uno de los problemas que ha apasionado a un grupo de estudiosos de
la ciencia y en particular de la antropología física, es el que refiere al hombre que como
sujeto irrumpió en el Occidente de México y que a pesar de su antigüedad en ella, es
una de las menos conocida culturalmente, si bien en ella se han centrado múltiples
M. E. Salas Cuesta
investigaciones que han proporcionado una serie de resultados, los que a su vez han
provocado opiniones encontradas como resultado de un área poco y mal explorada,
haciendo que estos no sean fáciles de relacionar dentro de un contexto general, no
obstante la abundante información cultural que señala un sin número de ejemplos de
su pasado pletórico de gran actividad, a la vez de la existencia de incógnitas y preguntas
mayoritariamente relacionadas con otras partes del territorio mexicano, inclusive con
algunos sitios sudamericanos dificultando puntualizar el papel que desempeña aún
hoy en día el Occidente de México en torno a los estudios de osteología antropológica,
para a través de ellos intentar aproximarnos al conocimiento del hombre que habitó
tan vasto territorio.
El área cultural Mesoamericana que abarca el Occidente de México, comprende
un amplio territorio que incluye los actuales estados de Michoacán, Jalisco, Colima,
Nayarit y Sinaloa, aunque algunos investigadores también incorporan porciones colin-
dantes de los de Guanajuato, Querétaro y Zacatecas, además de la polémica existente
en torno a la pertinencia de introducir o no al de Guerrero, en virtud de presentar
una singular problemática, debido a que en determinados momentos estuvo bajo la
influencia de culturas como la teotihuacana y la mexica, además de que en virtud de
su extensión territorial ha sido denominado de diversas maneras por lo que también
es conocido como: La Región de los Lagos, La Tierra de la Metalurgia y la Plumaria
o la zona de las Tumbas de Tiro.
Si bien cada una de dichas denominaciones son resultado de rasgos geográficos
o culturales de cada una de las zonas y culturas que conforman el Occidente, durante
mucho tiempo se pensó que era una región marginada con ninguno o pocos nexos
con el devenir cultural de Mesoamérica, señalándolo frecuentemente como un área
atrasada en relación con los avances alcanzados por las culturas que ocuparon el
centro, este y sur de México. A la vez de ser considerado como un área receptora de
influencias mesoamericanas, llegándose incluso a plantear que carecía de desarrollo
propio y antiguo, situación que ha ido transformándose conforme se ha avanzado en
las investigaciones y exploraciones. A partir de los trabajos realizados desde 1940, en
particular Shöndube opina que
“El occidente se caracteriza de modo muy especial por su gran diversidad cul-
tural, tan amplia como variable en su paisaje de serranías y barrancas; de valles
intermontañosos que de cuando en cuando interrumpen sus montañas; así como
de costas con litorales más o menos abruptos con los que se escalonan pequeñas
y amplias bahías, diversos climas y la abundancia o escasez de recursos naturales
necesarios para la vida del hombre propiciando diversas culturas que, pese a
compartir denominadores comunes, manifestaron a la vez una notable inde-
pendencia en cuanto a su forma personal de vivir y manifestaciones culturales”
(Shöndube 1994:83.)
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Foto 1.
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M. E. Salas Cuesta
Foto 2.
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
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M. E. Salas Cuesta
Foto 3.
Foto 4.
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Foto 5.
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M. E. Salas Cuesta
Por todo ello sin lugar a dudas, el Occidente ha permanecido ignorado pues la
mayoría de los hallazgos de deben a factores accidentales, dándoles rara vez la debida
trascendencia. De entre éstos podemos citar el caso del cónsul alemán Arnoldo Vagel
en Colima, personaje que envió una amplia colección de cerámica a Alemania y restos
óseos, de los que hoy en día no se tienen referencias o el de Adela Breton invitada a
ver el saqueo y no exploración en un montículo en Tala, Jalisco.
Así, que es hasta 1930 cuando las exploraciones arqueológicas adquieren impor-
tancia a través de los trabajos de Sauer y Brand, seguidos por los de Isabel Kelly, lo que
motiva que en 1948 sea celebrada la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de
Antropología, la que en su totalidad fue dedicada a esta área a través de los materiales
recuperados en varios trabajos algunos de ellos referentes a restos óseos depositados
en la Osteoteca de la Dirección de Antropología Física del Instituto Nacional de
Antropología e Historia (foto 6).
Culturalmente en el Occidente el periodo Preclásico Inferior está representado
por el sitio conocido como El Opeño en Michoacán y en Colima por la denominada
fase Capacha, sitio ampliamente saqueado cuyas ofrendas y restos óseos fueron rotos
por no tener mercado. De los entierros de esta fase solo contamos con la mención
de los informes asentando que se trata de entierros directos y no en tumbas de tiro,
ignorándose hasta el momento la ubicación de estos materiales óseos. Dentro de los
contactos culturales entre la Cuenca de México y el Occidente en el Preclásico Medio
1800-1200 aC, la relación El Opeño – Capacha - Tlatilco - Olmeca es fundamental,
como lo demuestran las excavaciones de Eduardo Noguera, Isabel Kelly, George
Vaillant y Oliveros, quienes no sólo reportan los materiales culturales sino también
los óseos. En la búsqueda a la que nos abocado en torno a la información antropofí-
sica, es posible que varios de los materiales citados se encuentren relacionados, pero
desafortunadamente al menos los de Noguera y Vaillant carecen de información.
Adelantándonos a hacer una consideración sin bases sólidas ya que carecemos de ella,
desde el punto de vista arqueológico sabemos que los complejos cerámicos posteriores
a Capacha como El Ortices y El Comala ya están plenamente asociados a tumbas de
tiro y de cámara. (Op. cit. 1994: 87). Lo que nos induce a pensar que es posible que los
materiales óseos también puedan ser algunos de los que se encuentran depositados
en alguna bodega y de alguna forma determinar su procedencia o también corrieron
la misma suerte de otros (foto 7).
Más adelante contamos con la información de Isabel Kelly, en la que además
de los sitios mencionados localizó varios tipo Capacha en las partes bajas del volcán
de Colima y posteriormente en Jalisco en Autlán y San Gabriel. Sitios todos de los
que existen informes en el Archivo Técnico de Arqueología del Instituto Nacional
de Antropología e Historia y que habrá que revisarse con el objeto de ver si arrojan
alguna luz sobre materiales óseos.
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Foto 6.
Foto 7.
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M. E. Salas Cuesta
En cuanto a la cultura de El Opeño conocida sólo por los trabajos en ese sitio,
lugar donde se han localizado tumbas conformadas por cámaras subterráneas a las que
se llega por un pasillo provisto de cuatro escalones y en las cuales se colocaron entierros
múltiples acompañados con ofrendas, se repite la situación de los sitios citados puesto
que se carece de los materiales óseos y culturales.
Para el Occidente en realidad no hay hallazgos que cronológicamente se rela-
cionen con el Preclásico Medio 1800-1200 aC, en tanto que para el Preclásico Superior
la tradición para esta región se divide en dos: una propia de Jalisco, Colima y Nayarit
que es la llamada tradición de las tumbas de tiro, cuyo esplendor es en los inicios de
la era cristiana hasta el siglo VII dC y la otra que ocurre en la cuenca del rio Lerma
en lo que se denomina El Bajío en los estados de Michoacán y Guanajuato, sitios de
los que en algunos casos se cuenta con los reportes en el Archivo Técnico ya citado,
en tanto que de otros se desconoce información, lo que impide tener referencia del
quehacer osteológico.
De la rama que corresponde a la Tradición Chupicuaro que comprende de 500
aC a 100 dC y que abarca de Zacatecas a Durango y los estados de México, Puebla
y Tlaxcala, la información arqueológica es abundante, por lo que suponemos debió
haber un importante número de enterramientos en las excavaciones de las cuales se
ignora su situación.
Si bien carecemos de información acerca del amplio periodo que abarcar el
Clásico, lo distintivo del Occidente en ese lapso es un acentuado culto a sus ancestros
que se evidencia en los complejos y múltiples ritos funerarios que los arqueólogos han
materializado en las denominadas tumbas de tiro, consideradas como las verdaderas
casas de los muertos que aún hoy en día permanecen desconocidos por los antropó-
logos físicos.
Como punto de referencia consideramos relevante mencionar en forma general
la arquitectura de las tumbas de tiro, mismas que los referentes arquitectónicos las
describen como un tiro o pozo excavado desde la superficie hasta encontrar en la
profundidad el lugar adecuado en cuyos lados se conformaran varias cámaras donde
se disponía a los muertos y sus ofrendas. De este tipo de construcciones las más pro-
fundas fueron localizadas en la década de los 90 en un sitio denominado El Arenal,
en el municipio de Etzatlán, Jalisco.
La mayoría de las tumbas citadas de acuerdo a los Informes de Campo – más
no en la literatura – contenían más de un esqueleto depositado, seguramente como
apunta Shöndube (Op.cit.1988: 88) debido a que fueron rehusadas como especie de
criptas familiares en las que se hicieron varias inhumaciones, así como también debido
a la costumbre de hacer entierros múltiples, asentándose en los reportes evidencias de
posibles sacrificios de servidores y parientes cuando un personaje importante moría,
de ahí que las ofrendas fueran ricas, variadas y mayoritariamente consistieran en
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Foto 8.
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M. E. Salas Cuesta
localizar tanto los informes de campo y el sitio en el que se depositaron los restos óseos
a los que alude (foto 9).
Son escasas las fechas que se tienen de las tumbas de tiro para el Postclásico,
lo que es seguro es que ninguna rebaza el siglo VII dC, cesando la tradición de esas
construcciones entre los años 600-650 dC, en que en la región del Bajío es donde se ge-
nera una tradición diferente con influencias de Chupicuaro y Teotihuacán adoptando
rasgos locales. La arquitectura para inhumar continuó siendo indirecta, empleando
lajas y adobes con aplanado de barro, se introducen los Tzonpantlis y predominan
en las ofrendas los materiales de metal. Estas formas de enterramientos se localizan
en sitios del río Lerma-Santiago y sus afluentes: Juchipila, Bolaños y Verde y hacía al
norte sitios como Totoate, Chalchihuites y Teocaltiche, por mencionar algunos. Así
de acuerdo con el autor citado es a partir de esta etapa cronológica que las evidencias
del culto funerario se dan hacia el exterior de las construcciones en plazas como en
templos, quedando atrás la tradición de enterrar en las tumbas de tiro. De los sitios
mencionados y las tradiciones culturales es muy importante para poder conocer el tipo
de poblaciones que habitaron los materiales óseos. Por ello sin el rasgo de ser negativos
deseamos que encuentren depositados si no el total algunos de ellos en los Centros
Regionales del Occidente con sus respectivos informes técnicos (foto 10).
Foto 9.
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
Foto 10.
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Foto 11.
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Foto 13.
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Foto 19.
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el hombre prehispánico del oocidente de méxico
BIBLIOGRAFÍA
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M. E. Salas Cuesta
Ortega, Albertina et al
2013 Estudio de Hipercementosis en poblaciones antiguas de Colima, Estudios de Antro-
pología Biológica XVI, Universidad Nacional Autónoma de México – Instituto de
Investigaciones Antropológicas, México: 271-289.
Shöndube, Otto
1994 El Occidente: tierra de ceramistas, México en el mundo de las colecciones de arte. Vol.
2 Ed. Azabache, México.
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Movimientos de poblaciones humanas en el centro de México
durante las épocas prehispánicas y colonial con énfasis en la
región de “El Bajío”1
Zaid Lagunas Rodríguez
Centro INAH-Puebla
Introducción
Al aceptar la invitación que me hiciera el Comité Organizador de participar en la
Sesión Lineal de la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología,
mi primer interés se centró en saber qué espacio comprende el área geográfica que
se conoce como El Bajío, segundo, averiguar si había referencias concretas sobre qué
grupos humanos la habitaban en la época prehispánica y de qué manera se pobló
durante la época colonial.
Consideré necesario, antes de abordar el tema de interés, ocuparme de manera
breve de dos temas de importancia: la migración y la supuesta asociación entre los
complejos lingüísticos, culturales y biológicos; en el primer caso porque se debe tener
claro qué se entiende por migración y en el segundo, averiguar si existe o no asociación
entre los tres complejos señalados; para en seguida tratar de averiguar de qué manera
se dio el fenómeno de la migración en la región de El Bajío, tanto en la época prehis-
pánica, como colonial, y cuál fue su contribución al desarrollo cultural de la región.
Migración
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movimientos de poblaciones humanas en el centro de méxico...
Figura 1. Expansión de Homo sapiens desde África. Fuente: Reichholf (1994: 214).
El otro aspecto que interesa resaltar aquí se refiere a la supuesta asociación entre los
complejos lingüísticos y culturales con los biológicos. Debo aclarar que en otro artículo
(Lagunas en prensa), abordé con mayor amplitud estos temas, en especial lo relativo
a las lenguas y los estudios antropofísicos. Por principio se puede decir que ambos
aspectos no siempre son correlativos con entidades biológicas humanas determinadas;
esto es, grupos humanos biológicamente diferentes pueden ser portadores de lenguas
y patrones culturales semejantes y a la inversa, grupos humanos biológicamente se-
mejantes pueden poseer lenguas y patrones culturales diferentes (MacEachern 2000;
Valiñas 2000). Hago este señalamiento, porque los grupos humanos mencionados en
la literatura, a los cuales me referiré más adelante, se les llega a nombrar, principal-
mente, en función de la lengua que hablaban o bien considerando el bagaje cultural
que poseían, rara vez se hace referencia explícita a sus características biológicas.
En el contexto arqueológico, por ejemplo, se diferencian, principalmente cul-
turas, mediante los restos de la cultura material (patrón de asentamiento, complejos
cerámicos y arquitectónicos) que los arqueólogos encuentran en determinados lugares.
Tales diferenciaciones se aplican al estudio de los restos óseos recuperados durante
el proceso de exploración de los sitios arqueológicos, de tal manera que se habla de
“teotihuacanos”, “teotenancas”, “toltecas”, “olmecas”, etcétera, transfiriendo tales deno-
- 39 -
Zaid Lagunas Rodríguez
minaciones a los restos óseos de los individuos allí enterrados, para enseguida pedirnos
a los antropólogos físicos que les indiquemos cuáles eran las características físicas de
tales “grupos”. Por otro lado, en muchos casos desconocemos qué lengua hablaban los
poseedores de una cultura determinada (por ejemplo, la Olmeca, la Teotihuacana).
Sin embargo, se debe señalar que “Las observaciones arqueológicas y los datos
lingüísticos prueban en efecto que la dinámica biológica de las poblaciones humanas se
acompaña o se deriva de una dinámica social y lingüística compleja” (Darlu 1999: 346).
De aquí que la información genética por un lado y las provenientes de la arqueología
y lingüística por el otro, sea de necesidad.
La región en estudio
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movimientos de poblaciones humanas en el centro de méxico...
Grupos humanos
Según Gerhard (1972: 6, en Baroni 1990: 35) para el año 1519, los tarascos estaban al
sur de la región de El Bajío, tenían como límite norteño el río Lerma, con pequeños
enclaves al norte del mismo río; los guamares ocupaban la totalidad de dicha región
rodeados al este por los pames y al oeste por los guachichiles; en su esquina sureste por
los mazahuas, al sur de ellos por pequeños grupos de matlatzincas y otomíes; alejados
de ellos hacia el este, había grupos mayores de otomíes y mazahuas (figura 3). Carrasco
(1979: 279-280), es de la idea de que existían algunos asentamientos otomíes anteriores
a la expansión tarasca (figura 4). Posteriormente otomíes, mazahuas y matlatzincas,
que huían debido a la expansión mexica, se asentaron en territorio tarasco, donde
formaron los pueblos de Acámbaro, Charo, Neotlan, Unameo, Tlalpujahua, Taimeo,
Tlaloan, Tiripitio; sin embargo, ninguno de estos grupos se asentó en la región.
Viramontes (1996), señala que entre los siglos VII y VIII, la región sur del río San
Juan fue ocupada por grupos de filiación otomí pertenecientes al antiguo Señorío de
Xilotepec y que según algunos autores, entre ellos Acuña (1985, 1987) y Gerhard (1986)
(ambos en Viramontes 1996), entre otros, las guarniciones más norteñas de este señorío
eran Tecozautla, Ixmiquilpan y Zimapán, que colindaban con tierras chichimecas.
Cuantificar la cantidad de migraciones acaecidas y el número de personas mo-
vilizadas en el territorio de interés durante el periodo que va de la época prehispánica
a la colonial, se puede considerar como actividad casi imposible por las dificultades
que entraña; sin embargo, intentaré acometer la tarea de la mejor manera posible,
no en cuanto a determinar la cantidad de migraciones y el número de individuos
movilizados, sino simplemente referirme a los movimientos de población detectados
en el área a la luz de los aportes de las investigaciones arqueológicas, etnohistóricas
e históricas, principalmente las primeras. Al efecto, se considerarán la región del
Altiplano Central (Cook y Borah 1960), y la región conocida como Norte de México
o La Gran Chichimeca debido a que tales regiones confluyen en la zona que aquí
importa (figuras 5 y 6).
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Para esta época únicamente se puede decir que, si se toman en cuenta no únicamente
los restos óseos como tales, sino también las evidencias de la cultura material de po-
blaciones humanas de esa época, encontradas hasta ahora en diferentes partes del país,
podemos asumir con las reservas del caso, que hubo movimientos de poblaciones cuyos
miembros presentaban características físicas y culturales diferentes, y que fueron los
valles de México, Tehuacán y la región de Valsequillo, los lugares donde, según los
datos más recientes, hubo cierta concentración de población.
Para el área que interesa, al momento, no se tienen evidencias de asentamientos
de esa época, los lugares relativamente más cercanos en donde se han encontrado al-
gunas evidencias culturales es Caulapan, Hidalgo (2 100 años aP aproximadamente)
y restos óseos humanos encontrados por Irwin-Williams en 1959 (en Romano 1974:
34) en la cueva del Tecolote (Entierros A y B), Huapalcalco, Tulancingo (7 500 aP)2 y
San Nicolás, Hidalgo (Irwin-Williams 1960 en Serrano y Núñez 2011: 196; Jiménez
2010: 134 y 137; Lorenzo 1987; Salas et al 1988).
Mesoamérica y Norte de México. Cave aquí mencionar el sitio Oyapa, en el área
de Metztitlán, Hidalgo (Cassiano y Vázquez 1990), que si bien no está en el área de
interés es un lugar relativamente cercano a ella, en donde se encontraron evidencias
de ocupación temprana (hacia finales del plesitoceno), manifiesta por la presencia de
puntas tipo Clovis (circa 8 500 aC), Xolotl (circa 7 600 aC), Oyapa (hacia 6 500 aC),
Tilapa (por 5 500 aC), Flacco (circa 5 300 aC), entre las más antiguas, los autores indican
que “Por la configuración del territorio mexicano, a la altura del eje volcánico trans-
versal, podría haberse formado una especie de ‘cuello de botella’, donde convergieron
las diferentes tradiciones, aparentemente sin mezlarse. El sitio Oyapa representaría
uno de estos puntos de encuentro, aunque resulta difícil especular sobre su cronología
relativa y absoluta” (Cassiano y Vázquez 1990: 37)3.
Así, presentan una tabla cronológica (su figura 5) realizada a partir de la infor-
mación bibliográfica, de la cual he tomado de manera tentativa las cifras mencionadas.
Hacen algunos señalamientos que me parecen interesantes, como por ejemplo, que
se debe “considerar la posibilidad de un reflujo de grupos desde el sur de México,
dadas las semejanzas tipológicas con piezas de Tehuacán y del sureste”, y además que
“se manifiesta una tradición tecnológica característica, cuando menos, de Hidalgo y
2
Existen discrepancias en cuanto al fechamiento que se atribuye a estos hallazgos, pues Romano (1974:
34), cita a Irwin-Williams 1959, quien da como fecha del hallazgo una antigüedad de 3 500 aC; Salas
et al (1988: 130) 9 000-7 000 años ap; Serrano y Núñez (2011: 195) de 5 500 ap; Jiménez et al (2010: 137)
7 500 ap, que fue el que adopté.
3
Véase Figura 5 del texto de Cassiano y Vázquez (1990: 37).
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Puebla, y son muy grandes las semejanzas entre los tipos de Tehuacán y los de Oyapa”
(Cassiano y Vázquez 1990: 38).
Faugère (2006), señala dos lugares en los cuales se han encontrado evidencias de
ocupación humana correspondientes a la época Precerámica, las cuevas del Platanal
y de los Portales, ubicadas muy cerca del pueblo actual de Penjamillo en el norte del
estado de Michoacán. De la primera se encontraron diversos objetos líticos que según
la autora indican que la presencia humana comenzó en esta región por lo menos al
final del Pleistoceno y cuyos ocupantes eran cazadores de fauna pleistocena. Es con-
veniente señalar que se encontraron dos puntas una tipo Clovis y otra Agate Basin,
que atestiguan la presencia del hombre en esa región de Michoacán antes del inicio
del Holoceno, “Sin embargo –apunta– la destrucción sufrida por el sitio no permite
determinar si estuvieron asociadas con otros vestigios materiales o si son simplemente
intrusivas”. En cuanto a la cueva de Los Portales, que se ubica en la parte más meri-
dional de la barranca El Salto, a unos cuantos kilómetros al sur de Penjamillo, cerca
del rancho de La Garza, las excavaciones permitieron identificar varios niveles de
ocupación “acerámicos” bien conservados y cuatro fases cronológicas ubicadas entre
5 200 y 2 000 aC, estas son: Fase La Garza (5 200-4 500 aC); Fase palomo (4 500-3 100
aC); Fase Portales (3 100-2 500 aC) y Fase Salto ( 2 500-2 000 aC); la fechas para esta
cueva se establecieron mediante carbono 14 (C14).
Para entender los movimientos de población acaecidos en Mesoamérica durante
la época prehispánica, se deben tomar en cuenta las evidencias arqueológicas de acuer-
do a su distribución espacial y temporal (horizontes culturales), así como a los datos
proporcionados por las fuentes etnohistóricas e históricas que en conjunto coadyuvan
a mostrar los contactos realizados entre los grupos humanos.
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Preclásico
Durante este extenso periodo que va de 2 500 aC a 200 dC (López Austin y López Luján
1996: 77-79), tuvo lugar una de las primeras migraciones grandes de la cual se tienen
4
El territorio que se denomina Norte de México, referido únicamente al territorio nacional, tiene como
límite actual más norteño la frontera entre Estados Unidos de Norteamérica y México, comprende los
actuales estados de Sonora, Chihuahua, Durango y Norte de Sinaloa; e incluía los estados de Arizona y
Nuevo México en los Estados Unidos de Norte América (Armillas 1964, Braniff 1975, 1989, 1992, 1994,
2000, 2001).
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Figura 10. Movimientos de población durante el Clásico (200/300 a 600/700 dC). Fuente:
Jiménez Moreno 1958-1959 en Jiménez Moreno (1988, mapa 4), con algunas modificaciones.
Clásico
Durante el Clásico (200 a 650 dC, López Austin y López Luján 1996: 104) la cultura
teotihuacana abarcó también, un territorio basto, desde el valle de México, Norte y
Occidente de México, con influencias hasta Centroamérica (figura 10). Autores como
Nalda (1981) y Parsons (1998), sugieren que durante el llamado apogeo teotihuacano
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hubo migraciones hacia el norte del país de gente que huía de la explotación de que
eran objeto por la gran urbe. Nalda (Op cit: 139), propone una serie de pequeñas
migraciones de grupos no mayores de 100 a 500 individuos, desde el área nuclear
teotihuacana hacia la parte sur de Querétaro y sur de Guanajuato, migraciones que
fueron toleradas y rápidamente asimiladas por la población local. Tal situación según
el autor mencionado, no se debe interpretar como un proceso de colonización, en el
sentido de ampliación del ámbito teotihuacano, pues las migraciones terminan en un
área desconectada de esa influencia, por lo que los grupos pronto perdían sus lazos
con la población mayor.
Según Saint-Charles (1996: 155-156) La presencia teotihuacana, “[…] ocurre en
momentos de alta densidad de población local durante el proceso de expansión de la
frontera norte de Mesoamérica […]”, está representada principalmente por individuos
de la élite de este “imperio”, pues, por ejemplo, en Santa María del Refugio y Tres
Cerritos en Cuitzeo, las piezas de esta cultura están asociadas a entierros, e incluso
a montículos funerarios, indicando una posible “[…] influencia teotihuacana que
supera a la que pudiera darse vía comercio, pues parece alcanzar niveles ideológicos
con fuerte impacto político, que sólo podría darse mediante la presencia de élites”. No
descarta una colonización o conquista de carácter ideológico con intereses económicos
relativamente temprana que se hubiera iniciado desde la fase Tzacualli.
Teotihuacan mismo, fue un centro de atracción durante un tiempo largo, en el
cual llegaron a residir en la ciudad grupos distintos, no únicamente como peregrinos
o comerciantes, sino también como residentes permanentes, que formaron varios en-
claves dentro de la ciudad: los zapotecos (Montealbán IIIA 250-600 dC), por ejemplo,
establecieron relaciones sumamente estrechas con Teotihuacan, a tal grado que existió
un lugar conocido por los arqueólogos como el “barrio oaxaqueño” y otro como de
los “comerciantes” (Ratray 1997: 46-54 y 54-66, respectivamente), cuya presencia se
evidencia no únicamente por los restos de cultura material, sino a través de estudios
de paleo dieta (Manzanilla et al 1999); se detectó también la presencia de individuos
provenientes de la Costa del Golfo (Ratray Op cit 1997: 66-67). Según Jiménez Mo-
reno (1988), también vivían allí gentes de adscripción popoloca, mazateca, ichcateca,
olmeca-xicalanca, otomí, etcétera. En este tenor, Serrano y Martínez (1989), basándose
en el hallazgo de dientes mutilados en el Templo viejo de Quetzalcóatl, en particular
de los tipos E-1, G-1, G-2 y G-10, uno de ellos (E-1) sólo con incrustación y los tres
restantes (los tipos G) que combinan incrustación con limado, señalan la posible “…
presencia en Teotihuacan de individuos extranjeros, provenientes del área maya o, más
aún, de la región de Oaxaca, donde las incrustaciones dentarias de cierta elaboración
contaban ya con una tradición establecida”.
En esta época, al final del primer milenio, sucedieron cambios significativos que
afectaron la región de interés, como se manifiesta en los asentamientos del Cerro Bara-
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Epiclásico
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(Gámez 2003: 146-50; Merlo 2002: 18-19; Suárez y Martínez 1993: 26), e incluso que
esta ciudad primero fuera centro de los mangues, después de los mixtecos y al final
de los nahuas (Gámez 2003: 147). Cantona, según García Cook (2017: 22), para el
periodo de 600/900 dC, era la ciudad más grande e importante del Altiplano Central,
sólo competían con ella: Xochicalco, Cacaxtla-Xochitécatl y Tula Chico, que eran de
dimensiones menores; Cholula había desaparecido como gran ciudad hacia 600 dC,
lo mismo que Teotihuacan poco después, en 650-700 dC.
Según López Austin y López Luján (1996: 157), Trombold descubrió que en
el valle de Malpaso el incremento desmedido de población, dio lugar a un desplaza-
miento multitudinario hacia el norte y sobre todo, al centro de México, coincidiendo
con la retracción hacia el sur de la franja fronteriza mesoamericana en unos 250 km,
territorio que fue ocupado por los cazadores recolectores norteños. Manzanilla (2005:
9), considera que en la orilla norte del río Lerma, en Guanajuato, hay evidencia de
una colonización masiva por poblaciones alóctonas hacia 750 dC.
Posclásico
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Figura 12. Movimientos de población durante el Posclásico.
Fuente: Jiménez Moreno 1958-1959 en Jiménez Moreno (1988, mapa 6), con algunas modificaciones.
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hayan avanzado en dirección sur-norte, dando lugar a esos “focos culturales” del sur
de los Estados Unidos.
Durante los siglos últimos del primer milenio de la era cristiana, la frontera
entre Mesoamérica y el Norte de México fue permeada con movimientos de difusión
cultural hacia el noroeste, hasta la meseta del Colorado por un lado, y posiblemente
hacia el noreste, a la región del Mississippi por el otro (Lagunas 1979, 1996; Romero
1958:1215; Serrano 1973). Entre 600-900 y 1200 dC, las influencias culturales alcan-
zaron el suroeste de los Estados Unidos, enriqueciendo la cultura Hohokam que se
desarrolló a lo largo del río Gila y sus tributarios y en grado menor la de los pueblos
de cultura Anasazi en la región limítrofe de los estados de Arizona, Colorado, Nuevo
México y Utah (la región de las cuatro esquinas); Braniff (1972: 273), también señala
influencias tolteca-mazapa en “zonas tan alejadas como Durango y el suroeste de
Estados Unidos”; de igual manera Kelly y Stofer Johonson (en Braniff Op cit: 285),
han señalado similitudes entre la cultura Zacatecas-Durango y la Hohokam, entre
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Por otro lado, se cuenta con evidencias que están relacionadas con tres rasgos
osteoculturales: la mutilación dentaria intencional obtenida mediante limado, la lesión
suprainiana y el modelado cefálico intencional. En el primer caso, Romero (1958),
señala dos probables vías, de difusión del rasgo fuera de Mesoamérica (figura 14),
una hacia el noroeste, por la parte occidental del país y la otra al noreste, por la parte
oriental, es decir por el golfo de México; la lesión suprainiana, al igual que el modelado
cefálico, según Lagunas (1996) y Serrano (1973), también muestra la misma tendencia
que la mutilación (figura 15).
Hace 73 años Jiménez Moreno (1941, 1959) y Kelley (1961) hace 58 años (ambos
en Jiménez Betts 2005: 59), proponían una migración de gran importancia de los
toltecas-chichimecas para el norte de Mesoamérica. El primero se basó en las fuentes
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Figura 14. Posibles vías de difusión de la mutilación dentaria en América durante el Posclásico: 1.
Sikyatki, Arizona; 2. Jersey County, Cahokia y Lewiston, Illinois, E. U.; 3. Esmeraldas, Ecuador;
4. Tchekar y Vilma, Chile; 5. Tocarji, Bolivia; 6. El Chubut y 7. Lago, B. Aires, Argentina.
Fuente: Romero (1958 fig. 11, p. 120), con agregado nuestro.
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históricas, mientras que Kelley, en la similitud entre la cerámica rojo sobre café (Suchil)
de Chalchihuites con la Coyotlatelco para su correlación cronológica de la secuencia
de ese sitio (Jiménez Betts Op cit: 2005: 59).
Jiménez Moreno y Kelley (ibid.), coincidieron en la migración de este grupo de
Chalchihuites hacia el sur al final del Clásico y participar en la cofundación de Tula.
Según Jiménez Betts (Op cit: 60), el modelo de “difusión gradual” de Kelley, es “… a
la fecha la única propuesta que intenta bosquejar el proceso de expansión sedentaria
desde el Bajío, tierra adentro, hasta el llamado ‘suroeste americano’. Una segunda
hipótesis de Kelley (1974, en Jiménez Betts, 2005: 59), conocida como el modelo de la
“difusión directa”, trata de explicar la intensa presencia mesoamericana en la región
de El Bajío para el Clásico medio (ca 350-500 dC).
A tal grado se da esta influencia que Braniff (1989: 108), propone “una cultura
prototolteca norteña que tiene bases en el Preclásico superior y que a fines del Clási-
co e inicios del Postclásico irrumpe en los valles centrales, específicamente en Tula,
Hidalgo.” y la propuesta de Hers (1989 en Braniff 1989: 108), de un movimiento de
“ida y vuelta”, implícita en la información histórica de los mexica. Este movimiento
incluye una serie de migraciones del noroeste hacia el centro; se da como ejemplo la
cultura Chalchihuites (Tolteca-Chichimeca de Hers), como la fundadora de Tula.
Una cuestión en la que al parecer hay concordancia entre arqueólogos, historia-
dores y etnohistoriadores es que en la región de El Bajío durante la época prehispánica,
hubo presencia de gentes con cultura Chupícuaro, hacia el Preclásico medio, esto
es, alrededor del 350 aC y que en algunos casos se prolonga hasta el 400 dC, se le ha
identificado en Hidalgo, Querétaro, Jalisco, Zacatecas, región norte de Michoacán y
sur de Guanajuato (Ramos y López 1996: 95), esto es, abarca una región muy amplia
y una temporalidad de cerca de 750 años. Según Castañeda, Crespo y Flores (1996:
175), es una cultura con profundas raíces en la región y una tradición de más de 700
años, esto es de 600 aC-300 dC; y asentamientos de gentes provenientes del centro de
México, en especial de Teotihuacan (posiblemente hacia 0-400 dC). Ramos y López
(1996: 105); coinciden con Castañeda, Crespo y Flores (ibid), en cuanto a la presencia
teotihuacana en esa zona desde los inicios de la era hasta el siglo VIII; y desde lue-
go de Tula, y de algunos lugares de Michoacán, así como de otomíes, mazahuas y
matlatzincas del Estado de México, para el Posclásico y por consiguiente de pames,
guamares y guachichiles.
La colonia
Población indígena
Para la época colonial o novohispana, un primer aspecto que se debe conocer es el refe-
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Población no indígena
Migración europea en los primeros tiempos
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nato. En esta época llegaron a México 4 022 pobladores, esto es tres veces más que a
ninguna otra parte de América (Martínez, 1999:172). De 54 842 españoles venidos a
América entre 1493 y 1600, 17 299 (31%) arribaron a México a partir de 1521. No se
descarta el paso de extranjeros, entre los que predominan los portugueses, italianos,
flamencos, franceses y alemanes; algunos griegos, ingleses, holandeses, irlandeses, un
escocés y un danés (bid.: 171).
Según Thomas (2001: 13-14), Boyd-Bowman tenía como principal pretensión
“…demostrar si se puede decir o no que los andaluces dominaron los primeros cien
años de emigración al Nuevo Mundo. Su demostración es inapelable: puede decir con
completa autoridad que ‘en cuanto a la colonización del Nuevo Mundo, fue el lenguaje
de Sevilla, no el de Toledo o el de Madrid, el que estableció las primeras normas”.
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funcionaba en aquellos casos en que los cruces eran regresivos hacia la línea blanca.
“En los demás casos, fuera de la primera o segunda generación, predominaba gran
confusión ... En otras palabras, las cifras presentadas no pueden ofrecer más que una
apreciación numérica muy general del grado de mezcla alcanzado durante la época
colonial” (Faulhaber 1976: 138).
Lo que destaca en los intentos de análisis del proceso demográfico de México,
es el hecho de la disminución drástica del elemento indígena a parir del primer mo-
mento del contacto y la conquista del territorio, con una fluctuación amplia durante
el Virreinato, así por ejemplo, según Velasco, en 1545 había en Nueva España 1 385
españoles, veinte años después, los indios sólo doblan en número a los mestizos; los
de origen europeo (español) y africano se incrementaban, la primera por emigración
voluntaria y la segunda por introducción forzada en calidad de esclava. En 1570 y
1646 los europeos duplicaron su volumen inicial, a pesar de lo cual, este aumento
traducido a términos relativos, llegó a representar menos del uno por ciento del total
y mantuvo una proporción cercana al 0.2% (lo máximo que alcanzó fue el 0.8% en
1646). Los africanos, en cambio, crecieron en un 70%, pero se sostuvieron cerca del
dos por ciento, es decir, su participación fue casi el doble de los españoles hasta 1793
(Velasco 1993: 8 y 84). En 1810, al inicio de la Independencia, había unas tres veces
más indios que mestizos.
En cuanto al porqué la población “negra”, “parda” o “mulata”, se mantuvo (y se
ha mantenido) en proporciones relativamente bajas, hay entre otras, tres circunstancias
que se deben considerar: a) las limitantes de la esclavitud que se reflejaron en una alta
mortalidad y baja reproducción, b) al ser poca y mezclarse tanto con indígenas como
con europeos (españoles) sus genes se diluyeron en el resto de la población, y c) a que
la introducción de esclavos vino a menos11 (Lagunas 2010: 103).
Población mestiza
La población denominada mestiza, se manifestó a partir del primer cuarto del siglo
XVI, aunque los registros la consignan en los años 1570-1646, vino a tomar forma
estadística hasta el siglo XVIII a pesar de que en el XVII tuvo un crecimiento elevado.
Si para 1570 los mestizos eran el 0.5% de la población de Nueva España, para 1810 cons-
tituían el 39.5%, es decir, poco menos de la tercera parte del total (Velasco Op cit: 84).
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mencionadas están, entre otras, Charcas (San Luis Potosí), Tepezcala, Aguascalientes
y Saltillo (Powell 1977: 159-162).
La búsqueda de minerales preciosos fue una de las principales causas por las cuales
se conquistaron nuevos territorios en el norte y occidente de nuestro país (ver figura
18). El descubrimiento de importantes yacimientos de oro y plata en sierras cercanas
a Guadalajara por Juan Fernández de Híjar y Cristóbal de Oñate (héroes y veteranos
de la guerra del Mixtón), ensanchó la colonización española de Nueva Galicia y la
incorporación de los cazcanes al sistema español, quienes contribuyeron a la conquista
de otras tribus chichimecas (Powell 1977: 24-25).
Nueva Galicia incluía los actuales estados de Jalisco y Zacatecas y otras regiones
cercanas, fue conquistada por Nuño Beltrán de Guzmán entre 1530 y 1531. Guadalajara
que era su capital, tenía 114 vecinos con predominio de castellanos viejos, andaluces,
extremeños y castellanos nuevos y un poco menos del 2% de gallegos, que a pesar de
ser minoría, su provincia de origen dio nombre a la región. La afluencia de nuevos
colonizadores, propició el aumento de la población que hacia 1750 era de 122 000 neo-
gallegos y para 1795 había alcanzado casi 400 000 habitantes. Guadalajara que tenía
35 vecinos en 1548, para 1770 había alcanzado los 12 000 (Israel 1980: 12; Muriá 1998:
77 y 79). El elemento africano alcanzó niveles altos en las costas (Tierra Caliente) y en
algunas jurisdicciones de Michoacán, como el Bajío Zamorano, en Nayarit y Colima
(Chávez 1997: 81, 97 y 100; Cook y Borah 1978: 208; Reyes 1997).
En esta región se incluye por algunos autores todo el territorio que colonizaron los espa-
ñoles y sus aliados después de conquistar a la Triple Alianza y al estado tarasco; es decir,
todo el territorio que quedaba por arriba de la frontera chichimeca-mesoamericana,
tal como se consideraba hacia 1520-1530 (ver figura 6). Estos avances dieron lugar a
una guerra encarnizada entre españoles y sus aliados en contra de los grupos que ha-
bitaban esa gran región (ver figuras 7). Esta lucha se inició con la Guerra del Mixtón
(1541-1542) (Powell 1977: 19), después con la llamada Guerra de los Chichimecas. Esta
última fue la lucha contra indígenas más prolongada y sangrienta en toda la historia
de Norteamérica; proceso lento y costoso que duró cuatro décadas de 1550 a 1590
(Cook y Borah 1978: 196; Powell 1977: 9; Ruíz 1994: 355; Sámano 1998: 1095-1096).
Braniff (2005: 45), en cambio, afirma que tardó unos 300 años en completarse; en otras
palabras, duró todo el periodo colonial.
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Por otro lado, la población española en el área que nos ocupa, estuvo presente,
aunque generalmente en bajo número con relación a los indígenas e incluso con la
población de origen africano (esclavos, libertos) y mulatos, pero su actuar sí que fue
significativo ya que era la ostentadora de la riqueza, de los medios de producción y
por tanto, quien ejercía el poder político, y socioeconómico.
Por último, debo decir que si bien he realizado una especie de recuento de lo
sucedido en las épocas prehispánica y colonial en México relativo al fenómeno de la
migración, no me ha sido posible ahondar en las repercusiones que tuvieron las diver-
sas migraciones en las gentes, tanto de los lugares emisores, como de los receptores;
si bien, los datos arqueológicos e históricos, me inclinan a decir que en algunos casos,
las movilizaciones se debieron bien a un aumento de la población en ciertos lugares,
a cambios climáticos drásticos en otros; y en otros más a las epidemias, la conquista
de territorios con el afán de obtener minerales preciosos (oro y plata), enriquecerse o
apropiarse las mejores tierras de cultivo, todo ello trajo como consecuencia la reduc-
ción de la población en ciertas áreas o su desaparición en otras; en algunos casos hubo
intercambio de productos y de genes.
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Evidencia osteológica de una mulata del siglo XVIII
Josefina Bautista Martínez y María Teresa Jaén Esquivel†
DAF/INAH
De junio de 2006 a febrero de 2008 se recuperaron los restos óseos humanos de la Ca-
pilla de Indios durante 3 temporadas; la primera se llevó a cabo de junio a octubre de
2006, la segunda de febrero a octubre de 2007 y la tercera de enero y febrero de 2008.
En total fueron recuperados 7442 huesos completos (Romano y col. 2012: 54), de los
cuales 319 son cráneos: 14 infantiles y 305 de adultos, de los cuales 155 son masculinos,
124 femeninos y 26 indeterminables (Romano y col. 2015).
Los 305 cráneos adultos se analizaron por morfoscopia y se confirmaron por métrica
directa para determinar cuántos grupos de población se encontraban representados
en los restos extraídos; se establecieron cinco: europeos, indígenas, mestizos indígenas
y una mulata. Este último es el sujeto de estudio que motivó el presente texto.
Josefina Bautista
Cabe mencionar que algunos de los cráneos fueron mandados a fechar, el cráneo
de la mestiza está fechado entre 1620 a 1700 (1665 + 45 años).
La descripción antropofísica basada en los parámetros utilizados por la mayoría
de los especialistas en este tema (Comas, 1976; Krogman, 1986; Olivier, 1969; Ube-
laker, 1989; White 2005) nos indica que este es un cráneo medio en longitud, medio
en anchura y muy alto; de frontal ancho y crestas intermedias, cara estrecha, órbitas
medias, nariz ancha y maxilar saliente (Figura 1). Debido a la importancia que repre-
senta tener un cráneo de una mulata y fechado, se decidió, dentro del Proyecto, llevar
a cabo una aproximación facial, estudio que en la actualidad se utiliza en la investi-
gación, dentro de la investigación antropofísica, en lo referente a la caracterización
física de los sujetos en estudio; se trata de establecer una aproximación facial a partir
de la estructura del cráneo y de los estudios de referencia para la población de origen
de los ejemplares que se estudian.
Figura 1.
- 82 -
evidencia osteológica de una mulata...
Figura 2.
Figura 3.
- 83 -
Josefina Bautista
Figura 4.
- 84 -
evidencia osteológica de una mulata...
Figura 5.
- 85 -
Josefina Bautista
Figura 6.
- 86 -
evidencia osteológica de una mulata...
en una población negroide de Campeche; Meza (2012) reporta 20 cráneos con rasgos
negroides provenientes del Hospital Real de San José de los Naturales de la ciudad
de México y Martínez y Jarquín (2012) describen la presencia de restos óseos de ne-
gros en Zultepec, Tlaxcala; pero como se observa estas referencias solo aportan datos
culturales ( limado dental).
Por lo antes descrito consideramos que el dar a conocer el cráneo de la mulata
localizada en el conjunto mezclado de huesos humanos localizado en la cripta de La
Capilla de Indios, de La Villa de Guadalupe, ciudad de México, aporta datos antro-
pofísicos de este núcleo poblacional presente desde el Virreinato.
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De cuerpos, enfermedades y prácticas curativas.
Los nahuas del occidente
Edith Yesenia Peña Sánchez y Lilia Hernández Albarrán
DAF-INAH
Introducción
Isabel Kelly (1980) propone que los complejos arqueológicos de los Órtices y Comala
fueron desarrollados por pueblos y culturas con características distintas al resto de
Mesoamérica, lo que se hace evidente en la presencia de tumbas de tiro y la ausencia de
representaciones de deidades en su arte (Olay, 1997). Sin embargo, hacia el Posclásico
(desde 900 dNE) aparecen centros urbanos como el Chanal que comienzan a tener
algunas similitudes con las culturas del Altiplano central, al mostrar representaciones
de deidades como Ehécatl y Tláloc y símbolos calendáricos, así como la constante
presencia de Huehueteotl en la cerámica (Olay, 1996), estas modificaciones han sido
atribuidas a los contactos culturales así como al arribo de dichos grupos, pues en las
evidencias arqueológicas se observa una marcada estratificación social que antes no
se hacía evidente.
Carl Sauer realizó una reconstrucción histórica con base en la Relación sumaria
de Lebrón de Quiñones de 1554, sobre la organización del territorio de Colima esta-
bleciendo que antes de la llegada de los españoles existían tres zonas bien definidas
que eran las de: Colimotl, Tecomán y Tepetitango (Sauer, 1948). Se propone que al
momento de la conquista el territorio que conformaba Colima se extendía desde el
Motín y la Bahía de Navidad hasta el volcán de Colima, donde existía una población
aproximada de 140,000 indígenas (Sauer, 1948). Sin embargo, tal como se cuestiona
Nettel (1996: 8): ¿Porqué para 1548 en la Suma de Visitas, existían tan sólo en esta área
51 pueblos con diez y siete mil tributarios aproximadamente? Es evidente la baja de
la densidad poblacional o despoblamiento que bien se podría asociar con condiciones
materiales de existencia, sometimiento y explotación de la población indígena, epi-
- 90 -
de cuerpos, enfermedades y prácticas curativas
demias, fenómenos naturales y migración, por lo que tardó un par de siglos para dar
comienzo el repoblamiento. Felipe Sevilla del Río (apud Reyes, 2000:72) manifiesta
que para el siglo XVII tanto en la provincia de Colima como en el Valle de Alima
sólo quedaban mil indios aproximadamente, y es hasta el siglo XVIII que comenzó
una recuperación en su número pues según datos de Cook y Borah (1977) para 1804
existían 4336 indígenas.
Schöndube (1994) menciona que en el vasto territorio de lo que se constituyó
como la Alcaldía Mayor de Colima (desde el sur de Sinaloa hasta el Río Balsas en sus
inicios)5, se hablaban muchas lenguas aparte del mexicano, esto se hace evidente en un
documento que trabaja Román (1993:296-300) sobre un capítulo celebrado en Gua-
dalajara en 1553, cuando Lebrón de Quiñones pregunta sobre las peculiaridades de
los naturales de la provincia de Colima en el que le manifiestan los participantes que
los hablantes en su mayoría son otomíes pero de lenguajes diferentes, y hay muy pocos
naguatlatos de la lengua mexicana en comparación de los que hay de lenguas diferentes.
Lebrón de Quiñones (1988) menciona que encontró 33 lenguas diferentes en tan sólo
diez leguas de comarca y que además en muchos pueblos pequeños había hasta tres o
cuatro formas diferentes de hablar. Reyes (2000:42) pone de manifiesto que entre las
lenguas existentes destacaron para el siglo XVI el cazcán, sayulteca, tarasco, tama-
zulteca, zapoteca (la lengua propia de Zapotlán no relacionada con Oaxaca), pinome,
coca, tiam, cochin y otomí. Reyes (1994) ejemplifica que en documentos históricos se
encuentran testimonios de los pobladores del área de Occidente que mencionan el uso
de la lengua mexicana como sucede con los habitantes de Zapotlán en las Relaciones
de la Provincia de Amula quienes afirmaron que la lengua que entre ellos hablan es
otomita (…) pero que generalmente hablan la mexicana y della usan al igual que los
pueblos de Tuxcacuesco y Cuzalapa, por tanto Reyes (2000:43) considera que la lengua
más difundida era el náhuatl o mexicano de la que se piensa se hablaba una versión
modificada conocida como tocho (Urzúa, 1970).
Aparte del contacto cultural con la zona del Altiplano y la evidencia del uso de
la lengua náhuatl se ha establecido conforme la Relación de Michoacán que hubo un
tiempo en que el Señorío de Colima estuvo dominado por los purepéchas a quienes
tributaron algodón y sal (Reyes 2000:45-46), con quienes posteriormente tuvieron
una enemistad muy fuerte como se hace evidente a la llegada de los españoles. La
entrada de los españoles al Señorío de Colima resultó difícil, pues eran poblaciones
conocidas por su carácter bélico y difícil acceso con una fuerte rivalidad con los pu-
répechas; según documentos históricos se presentaron varias batallas sin que quede
claro cómo es que se dio la conquista de Colima, pues los cronistas mencionan que
era fácil que derrotaran a los españoles, al respecto Reyes menciona que tal vez tuvo
que ver el hecho de que supieran de la caída de Tenochtitlán para no continuar la
batalla (2000:57-58). Asimismo comenta que hacia 1525 (según datos de Felipe Sevilla
- 91 -
e. y. peña sánchez y l. hernández albarrán
del Río) el territorio se extendía hasta lo que sería Nayarit, en ese sentido la Alcaldía
de Colima abarcaba para ese entonces casi la totalidad de lo que hoy se conoce como
la región de Occidente, pero debido a conflictos armados y el control de los puertos
fue desmembrándose y siendo repartido. Con el establecimiento del virreinato en
la zona se inició el aprovechamiento de los abundantes recursos utilizando como
mano de obra a la población indígena que al principio fue sometida como esclava, si
bien esta forma de explotación fue derogada en 1526 por España y ratificada por la
Nueva España en 1542 (Reyes 2000:59) pese a ello, Reyes y otros autores, consideran
que esta práctica continuó hasta el XVII bajo formas simuladas, lo que contribuyó
a la muerte de un gran número de indígenas, situación que atestiguó Lebrón hacia
1552 al observar los abusos cometidos por los encomenderos. Así pues, no se conoce
con certeza la población existente y la que fue muriendo o siendo reubicada según las
modificaciones de los límites y el establecimiento de villas, las reducciones de pueblos,
el establecimiento de un nuevo orden social y de dominio. Las fuentes más cercanas
a esto son los reportes de visitas como la de Lebrón de Quiñones y los datos recogidos
en los archivos parroquiales.
Terríquez (1985:85) menciona que para 1619 el territorio de Colima contaba con
7,710 tributarios y López de Lara (1973) indica que para 1630 tan sólo se contaba con
1,134. En el Padrón de Villa de Colima de 1793 realizado por don Diego de Lazaga,
que forma parte del Censo levantado en la Nueva España a partir de 1789, por orden
del virrey Don Antonio Guemes y Pacheco segundo conde de Revillagigedo, se em-
padronaron 907 casas habitadas por 4,314 personas de las cuales 2,205 eran blancos y
castas (españoles, criollos, castizos y mestizos) y 2,109 pardos o mulatos1. La población
indígena no vivía en el centro de la Villa de Colima sino en poblados de Almoloyan,
Zacualpan, Quizalpa, Coquimatlán, Ixtlahuacán, Cautlán, Tamala y Tecomán, no
tenían ninguna participación política y servía de mano de obra artesanal, minera y
agrícola (Lazaga apud Nettel 1992:19-20). Se considera que algunos servían de centi-
nelas del mar del sur y daban aviso a la Ciudad de México del arribo de naos por las
costas cuyo destino final eran el puerto de Acapulco, actividad que brindaban como
tributo y era realizada por algunos habitantes de las costas, cuando comenzaron a ser
frecuentes los viajes del galeón de Manila conocido como la Nao China. En dicha
embarcación también llegaban de contrabando los “indios chinos” como se les llamaba
a los filipinos (Reyes 2000:111y 170) y con ellos el coco, mango y tamarindo, entre
otros recursos comestibles y curativos.
En el padrón de la Villa de Colima se contabilizaron 491 matrimonios en su
mayoría de blancos (criollos con “mujeres de su calidad” y en menor número con
pardos y mestizos) y diez casos de criollos casados con indios (Lazaga apud Nettel
1
Los españoles preferían los servicios personales de mulatos o pardos al de los indígenas, por lo que se
considera que Colima recibió inmigraciones constantes de mulatos provenientes de Michoacán y sur de
Jalisco, en busca de mejores condiciones de vida (Nettel, 1996:15).
- 92 -
de cuerpos, enfermedades y prácticas curativas
1992: 26). Nettel (1992: 39) analiza un documento de la Colección de Manuscritos del
Fondo Franciscano de la Biblioteca Pública del Estado de Guadalajara registrado
bajo el título de División Política del Estado de Jalisco de 1823, el cual contiene in-
formación sobre la provincia de Colima al que corresponde un documento de 1818,
periodo cercano a la independencia del país, que envía el señor Bernardo Campero
de la Sierra al intendente Antonio Gutiérrez y Ulloa; en el cual se pone de manifiesto
la cantidad de 28,398 habitantes para dicha provincia.
El 9 de diciembre de 1856 se aprobó la modificación del territorio de Colima a
estado de la federación según Francisco Zarco, cronista del Consejo Extraordinario
Constituyente de 1856-1857 y fue hasta el 19 de julio de 1957 en que se instaló la
primer legislatura del estado con carácter constituyente y legítimo (Ortoll 1988:118 y
130), se desconoce la población existente para ese momento; sin embargo conforme al
decreto 345 emitido por el Poder Legislativo Estatal (2011:2) el cual retoma el texto
de exposición de motivos de la época menciona que se calcula que la población puede
llegar para 1847 a ser de 80,355 habitantes (número que especificaba la Constitución
Mexicana de entonces como requisito para ser considerado estado), en ese sentido se
cree que la población tenía un número cercano al mencionado. En 1990 la población
era de 428,510 mientras que para el 2000 ascendía a 554,052 (INEGI, 2001) y según
el Censo de población y Vivienda en 2010 se contaba con 650,555 de los cuales 322,790
eran hombres y 327,765 mujeres (INEGI, 2011), donde se considera que al igual que
en el pasado la población está creciendo lentamente por migrantes que llegan al estado,
de los cuales hay un fuerte porcentaje de indígenas que van a las costas a trabajar en
actividades agrícolas, salinas y de pesca.
Las poblaciones que conservan rasgos de ascendencia indígena así como saberes
tradicionales en el estado de Colima no son pocas, pese a la pérdida de la lengua y otros
rasgos etnográficos, como lo atestiguan estudios históricos y antropológicos. Sin embar-
go, los esfuerzos estatales para dar seguimiento de las mismas insisten en ubicarlas a
partir de una sola característica, la lengua, tal como lo hace constar el Instituto Nacional
de Estadística, Geografía e Informática donde destaca que para el estado de Colima la
población actual de más de cinco años de edad hablante de alguna lengua indígena se
conforma de 2,932 personas, siendo las lenguas más utilizadas el náhuatl, purépecha,
zapoteca, huasteca, maya, amuzgo y otomí (INEGI, 2001), cuya concentración pobla-
cional varía y obedece a procesos sociohistóricos tales como asentamientos de origen
prehispánico, reducciones coloniales y reubicación o repartición de territorio agrario
como a migraciones recientes de otros grupos indígenas que llegan a la entidad en
busca de mejores opciones de trabajo y calidad de vida, destacando su concentración
de hablantes en Manzanillo (865), Tecomán (597) y Colima (543) (INEGI, 2006).
Asimismo, del total de hablantes de alguna lengua indígena en el estado el 35.1%,
es decir, 1,028 personas hablan náhuatl (INEGI, 2005) y dicha población se concentra
- 93 -
e. y. peña sánchez y l. hernández albarrán
principalmente en los municipios de: Ixtlahuacán (El novillero y Los chivos), Tecomán
(El ciruelo, Tres de noviembre, Chalipa, El Jarano, Nuevo México, Los Desmontes,
El chorizo, El tesoro, Mocambo dos, El mirador, Rancho el Diecinueve, Los Pocitos,
San Rafael, Alfonso Cárdenas, Unidad habitacional maya, Cabeza de toro, El chococo
y La colonia), Armería (Gerardo Chávez), Manzanillo (Salinas de San Buenaventura),
Cuauhtémoc (El Cóbano) y Comala (Suchitlán, Cofradía de Suchitlán y Zacualpan)
(INALI, 2005).
Esto no quiere decir, que otras comunidades del estado no tengan ascendencia
indígena, sino que las características que los identifican son cada vez más difíciles de
establecer, además de que ya no existe una adscripción por parte de sus residentes.
Lo que ha llevado a que no se considere necesaria la existencia de una instancia como
la Coordinación para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas en el estado de Colima
y por lo tanto para atender problemáticas relacionadas con los pueblos indígenas del
estado se tiene que acudir a dicha instancia dependiente del estado de Jalisco. A lo que
se suma la carencia de información arqueológica e histórica por lo que es complicado
documentar el mestizaje y movilidad territorial de diferentes grupos que habitaron
el actual estado de Colima.
Entre las comunidades de ascendencia indígena del estado de Colima destacan las
que forman parte del municipio de Comala (cuyo significado en náhuatl es “lugar
donde hay comales” deviene de comalli -comal-y llan –lugar-), Olay (1994:99) men-
ciona a Comallan como pueblo localizado a legua y media de la Villa de Colima a la
que estaba sujeta la estancia de Tecomachan según la Suma de visitas de pueblos. Se
le consideró un camino de paso tradicional y comercio que se transformó hacia 1541
por la incorporación de nuevas rutas como el Camino Real de Colima, además de
que cuenta con evidencia etnohistórica de documentación colonial sobre personajes,
hechos históricos, ecológicos y epidemias que asolaron a la población. Carl Sauer
(1948) menciona que Comala fue un territorio que pudo estar densamente poblado.
Hacia 1532 en el documento Vecinos y Pueblos de Colima se habla de la presencia en
Comala de 40 indios, mientras que entre 1546 y 1547 se mencionan 468, en 1553 se cree
que la población llegó a 500 habitantes, cifra que aumentó a 668 en 1565, declinando
a 600 en 1570 y luego a 548 en 1597 (Reyes 1994:121). Al respecto del aumento de la
población indígena en el siglo XVI surgen muchas interrogantes y se han generado
algunas hipótesis al respecto. Reyes (1994) explica que una de ellas es la realización de
una reducción de población, lo que Sauer propone como la reubicación del antiguo
Suchitlán que estaba en Tepetitango (Armería) ya que durante la primera mitad
del siglo XVI no existen referencias en los documentos sobre Suchitlán en Comala;
- 94 -
de cuerpos, enfermedades y prácticas curativas
mientras que la segunda hipótesis, que no ha sido confirmada, sostiene con base en
elementos culturales que se encuentran en la zona, una posible migración de un grupo
cora o huichol que habría llegado a Colima a la zona del volcán del Fuego (Comala)
alrededor del año 1540 (1994:121-122)2.
En la época virreinal Comala era una República de Indios en la que se manifestó
un aumento en el número de indios para la segunda mitad del siglo XVI siendo que la
mayor parte de ellos radicaba en el nuevo Suchitlán3 debido a que se constituyó como
uno de los centros para proveer mano de obra para los graneros y la cría de ganado
de los frailes de San Francisco de Almoloyan, ubicado a legua y media de la Villa de
Colima (Reyes 2000:82). Misma situación que sucedió en Caxitlán y Tecomán, mientras
que Armería se convirtió en pueblo de españoles y de mulatos. La población de Comala
pertenecía a fines del siglo XVI al curato-doctrina de San Francisco (Flores 1994:112).
Comala, a través del tiempo fue organizada bajo diversos sistemas socioeconómi-
cos como la encomienda, el ayuntamiento y el municipio, hubo movilidad constante
de los pobladores originales que eran orillados a refugiarse en los cerros y zonas acci-
dentadas difíciles para vivir, pero que a la vez se considera, servían como barrera para
no ser sometidos y utilizados en los conflictos armados ni afectados por epidemias.
Por lo que, para la atención del cuidado de la salud de los habitantes acudían como
lo manifiesta Tank (1982 apud Romero de Solís, 1996:11) a una serie de sujetos que
se relacionaban con la medicina:
2
Al respecto Reyes menciona que Existen notables similitudes entre ambos grupos, particularmente en el
uso ritual de algunos elementos. Por ejemplo: “los azules” –bolas de pinole amasado con piloncillo que,
ensartadas, se usan como collares en ciertas ceremonias-; y los equipales, que además de ser estilísticamente
muy cercanos, en Suchitlán como en el Nayar, su uso está reservado a algunas ceremonias (1994:122).
3
Al respecto Reyes comenta que según el mapa de Sauer existía la mención de un Suchitlán en Tepeti-
tango, el cual se cree que se reubicó mediante una reducción a Comala, pues a partir de 1560 comienza
a hacerse mención de un Suchitlán en Comala (2000: 82).
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Amula, dijo que le habían regalado un libro de conjuros y que buscó a Chapoli para
que le enseñara como usarlo, el cual lo vio y le dijo que hiciera lo siguiente:
Martín Ziménez no logró hacer todo lo encomendado y volvió con Chapoli para
que le dijera que hacer y este le comentó “que tomase en la boca un poco de piciete4 él
lo podría ver” lo hizo y no le funcionó, se lo comentó a dos comaltecos y declaró uno,
Dioniso Flores que lo había visto curar y que era un “bellaco burlador”:
Los chupa en brazos y piernas, e en otras partes del cuerpo, y les hace entender
(que) les saca piedras, e pajas, e palos y les dice: ‘Veis aquí los hechizos que te-
níades en el cuerpo’ (Ibidem:21).
Chapoli en el interrogatorio, reconoció que tenía:
…por oficio curar a los enfermos e soballo… porque sus antepasados lo hacían de
aquella manera cuando querían hablar con el demonio o velle; y este confesante,
como lo vía haber, lo deprendió… (Que esto lo hacía) antes que se tornase cristiano
e le bautizasen y que si de ello platicó y algo mostró a Ximénez es aquella sazón,
fue por ambos “estaban borracho” (Ibidem:21).
De hoy más a ningún indio ni le chupe, como ha tenido la costumbre hacer, ni use
más del dicho oficio, so pena que por la primera vez le serán dados cien azotes e
será trasquilado, y sirva un año en la dicha iglesia; e la segunda, desterrado desta
Provincia. E otrosí le condenó en las costas (Ibidem:22).
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un médico en la ciudad, por lo que persistió el sentido de las prácticas curativas del
saber tradicional5 y popular6.
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y las ciudades se constituye como una alternativa más para aliviar padecimientos y
enfermedades, ya que el “remedio casero” evoca la seguridad y el cuidado familiar,
pero también el recuerdo “de la abuela o madre que hablaba de la eficacia de la medi-
cina de los antiguos” practicadas por los diferentes tipos de curanderos. Todo ello se
articula en un conjunto de saberes, habilidades y acciones que los individuos utilizan
para resolver sus problemas de salud y obtener un bienestar físico y emocional visible
en sus relaciones sociales en la que participan los curanderos.
Todo ser humano es motivado a buscar atención para solucionar sus problemas de
salud, los cuales se llegan a percibir cuando se presentan cambios en la forma o fun-
cionamiento del organismo y del estado anímico. Estas apreciaciones se comparan con
lo que habitualmente se observa en el cuerpo y sentir emocional día a día; por lo que
se recurre al conjunto de saberes domésticos y familiares que nos brinda un conjunto
de experiencias para tratarlos de resolver, y cuando éste es rebasado, entonces se acu-
de con alguien que pueda brindar una atención llámese: doctor, curandero, partera,
sacerdote, hermano espiritual o terapeuta alternativo.
Esto nos lleva a pensar que cada persona le da un sentido particular a sus proble-
mas de salud, el cual permite identificarlos como enfermedades o no, pero que siempre
presentarán una reacción ante estos, como aprender a vivir con ellos o resignarse,
sufrirlos y por lo general enfrentarlos, para lo cual utiliza una atención doméstica o
especializada. Es decir, la persona tiene una manera específica de “padecer” su pro-
blema de salud que frecuentemente no se toma en cuenta, ya que se considera que
solamente la enfermedad es la piedra angular de los problemas de salud. De ahí la
importancia de hacer hincapié en que cada sistema de atención en salud11 genera su
particular definición y clasificación de lo que es o no una enfermedad, por lo que existen
problemas de salud y padecimientos que no son identificados por todos los sistemas
médicos, ya que su causalidad y origen obedecen a una cosmovisión12, que concibe un
cuerpo de enfermedades y terapéuticas, cuyos especialistas aprenden a diagnosticar
para las cuales indiscutiblemente estarán preparados y brindarán la mejor atención.
11
Conjuntan representaciones (explicaciones) y prácticas (modos de acción) de los que parte cada grupo
humano para interpretar el cuerpo, la persona, espíritu, medio natural y social, la salud, la enfermedad
y la muerte. Dichos sistemas médicos se consideran respuestas sociales y culturales que se relacionan con
las dinámicas históricas de las poblaciones frente a sus determinadas condiciones de vida, por lo que se
piensa que, en conjunto, cada sistema de salud es independiente. Según Pederson (1991) el sistema de
salud se define como el conjunto de recursos humanos, tecnológicos y servicios destinados específicamente
al desarrollo y la práctica de una medicina para la asistencia de la salud individual y colectiva.
12
…la visión estructurada en la cual los miembros de una comunidad combinan de manera coherente
sus nociones sobre el medio ambiente en que viven, y sobre el cosmos en que sitúan la vida del hombre
(Broda 1991:462). No es eterna ni inmutable; y es uno de los problemas por investigar cómo ésta se mo-
difica a través del tiempo y en distintos contextos sociopolíticos.
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Por todo lo anterior, quien tenga un problema de salud, dependiendo del contexto
social y cultural del que forme parte, la ideología que tenga, la oferta de los sistemas
y servicios de salud a los que tiene acceso, su confianza en ellos, su percepción del
origen y causa del “padecer” y la experiencia que tenga sobre ese problema; integrará
un particular mecanismo de atención para solucionar su problema de salud. En el que
hará uso de un sistema de salud específico o complementará su atención con recursos
pertenecientes a distintos sistemas de salud (científico, tradicional o alternativo, com-
plementario). Mecanismo que no cesará de echar a andar hasta que encuentre alivio
o cura, y que se construirá dinámicamente cada vez que se presente un problema de
salud (Peña 2008; Peña, 2012).
De ahí que una de las situaciones que resulta crucial para comprender las re-
presentaciones y prácticas curativas implica el hecho de saber cuándo se presenta un
problema de salud. En ese sentido, los curanderos de Suchitlán describen una serie
de problemas que abarcan desde lo que conocemos como signos y síntomas (tos, tem-
peratura, dolor del cuerpo, dolor de estómago, dolor de cabeza, entre otros), lo que
denominamos como enfermedades propiamente en nuestro ámbito (gripa, infección de
la garganta, diabetes, cáncer, colitis, infección del estómago, etc.), accidentes (fractura
de huesos, torceduras, piquetes de insectos, etc.), afecciones (granos en la piel, leche
apretada, leche agria, etc.), hasta lo que se ha denominado enfermedades culturales
(agarre de duendes, susto, caída de mollera, empacho, etc.). Por lo que se otorga la
noción de enfermedad a todo proceso que implique una alteración de la vida cotidiana
manifestada en el cuerpo que impida el desarrollo de las actividades y el trabajo, que
altere el estado de ánimo, asimismo se manifiesta una distinción clara con “un mal
o maldad” la cual manifiesta que se hizo un “trabajo” o se generó “un mal puesto o
compuesto” es decir, que alguien que le desea mal a otra persona acudió con algún
“brujo” para que hiciera algún tipo de hechizo ya sea a distancia o mediante engaños
o hacerle comer algo “preparado” para “enfermarlo”.
Observando lo que implica una enfermedad es posible comprender que se trata
de una alteración en la integridad como cuerpo-persona (biológico, psicoafectivo, so-
cial, natural e incluso “espiritual”). Por ello resulta crucial determinar su origen para
poder atenderlo de manera efectiva. Así pues, un dolor de estómago puede deberse
a la ingestión de un alimento que cayó pesado, manifestar un empacho, ser inicio de
una infección estomacal o signo de un daño, por lo que resulta crucial la observación
de otros síntomas, la vigilancia de la evolución de la enfermedad; la aplicación, en
algunos casos, de tratamientos iniciales para descartar causas.
En esta distinción de causas de la enfermedad es importante destacar que la al-
teración de las fuerzas vitales y naturales, así como de ciertas normas también tienen
un papel importante, ya que las fuerzas vitales del cuerpo y ser humano manifestadas
en la respiración y el pulso se enferman y dañan por ejemplo por el susto; sin embargo
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más allá de un proceso fisiológico que se altera, la persona resulta dañada, pues su “ser
se ha ido”, ha abandonado su cuerpo, se quedó en el lugar donde recibió la impresión
o tuvo el accidente; sin embargo fuerzas naturales y sobrenaturales también pueden
ocasionar esto, ya que lo mismo sucede cuando los dueños del agua son alterados al
pasar por un río o zonas donde hay higueras o árboles lechosos, asimismo los “duendes”
pueden realizar esta acción y quedarse con el “ser o espíritu” de la persona.
De igual manera, se distinguen enfermedades que son específicas por etapa de la
vida (niñez, adultez o vejez), según sexo (hay enfermedades propias de la mujer), según
estado del cuerpo (por ejemplo el embarazo y la lactancia), por origen (las que refieren
más a una alteración de: las funciones biológicas, de fuerzas vitales y naturales, del
estado de ánimo, por daño o incluso por una conjunción de algunas de éstas causas).
En la comunidad de Suchitlán, la población distingue a los curanderos como
aquellos con quienes se acude debido a que son quienes tienen cierto conocimiento o
poder que les permite curar de enfermedades que no cualquiera puede. Asimismo se
les distingue por el tipo de enfermedades que cura cada uno o por su efectividad que
han tenido en algunos casos. Sin embargo, las prácticas curativas realizadas se trasto-
caban y no tenían límites muy fijos de manera que los curanderos en general hacían
curación de susto y agarre de duendes, incluyendo al sobandero y algunas parteras;
mientras que algunos hacían también “prácticas espirituales de sanación de daños” y
curación de enfermedades en general, en general se realizan prácticas médicas plurales
que incluyen elementos de diferentes sistemas de atención. Entre este tipo de prácticas
se encuentran los siguientes especialistas:
Sobador. Las personas que tienen esta especialidad se dedican a arreglar “des-
composturas” de la carne o de los órganos; por ejemplo, cuando el pulso está fuera de
lugar, hay presencia de “latido”, el estómago se movió, el recto o “fundillo” se salió,
se cae la matriz o se caen las varillas. También se especializan en quebrar las anginas y
subir la mollera, así como en otras prácticas similares. Las técnicas para sobar son muy
variadas dependiendo de la parte afectada, pero siempre se conjuga con una petición
que hace el terapeuta para que le sea permitido curar. Es de suma importancia la forma
de diagnóstico en donde se encuentran métodos como tomar los “pulsos”, ponerlos en
su lugar, sentir la parte dañada, y en algunos casos solicitar el nombre de la persona y
realizar rezos. Las técnicas de sanación también son amplias y atienden a la necesidad
específica del padecimiento, así se pueden untar aceites (principalmente de oliva, nogal
y tejón, entre otros), aplicar ventosas (para la cadera abierta), jalar algunas partes del
cuerpo (la piel de la parte baja de la espalda para el empacho), sobar en círculos (la
matriz) seguir la forma de los órganos (de los intestinos y el estómago), jalar la piel
de algunas extremidades (como el brazo en su parte media interna para quebrar las
anginas) o los cabellos (útil en el dolor de cabeza, garrotillo o punzada). En Suchitlán
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se logró ubicar a tres curanderos con esta especialidad en activo, hay otros curanderos
que también llegan a hacerlo, aunque no sea su especialidad.
Huesero. Es la persona —por lo general hombre—, que arregla “descompos-
turas” sobre la forma y acomodo de los huesos y articulaciones, cuerdas (tendones),
venas (nervios) y carne (músculos) del cuerpo, es decir, trabaja todo lo relacionado con
golpes, torceduras y zafaduras de hueso. Las técnicas utilizadas para esta práctica son
muy similares a las del sobador, por lo tanto varían dependiendo de la zona afectada
y siempre se acompañan de una petición para que pueda realizarse la curación. Se
debe pulsar para sentir la parte afectada siguiendo los contornos y teniendo en mente
cómo debe estar acomodado el cuerpo. Dependerá del tipo de problema si se llega a
utilizar una sobada suave (cuerda o nervio fuera de lugar) o profunda (como el pe-
llizcamiento de la cadera o ciática), sacudida (para colocar huesos de la mano y el pie),
jalón seco (acomodar huesos largos), vendar o amarrar (para que no se enfríe la zona
o inmovilizarla si es una quebradura o esguince). El huesero llega a frotar con aceite,
colocar algunos emplastos en las áreas afectadas del cuerpo y dar hierbas para el dolor
y desinflamar. Encontramos en Suchitlán a dos curanderos que ejercen esta especia-
lidad, ellos argumentaron que solamente pueden trabajar con una persona cuando se
descarta la presencia de fracturas en el hueso, y en caso de que ésta exista, lo canalizan
directamente con un doctor, ya que es más fácil que en el hospital lo enyesen a que
ellos puedan conseguir todas las hierbas y camotitos que se necesitan para realizar un
emplasto de lodo natural que sane la fractura; señalan que antes lo hacían, pero que
ahora debido a esta dificultad, ya no. Los informantes también refirieron que cuando
una persona requiere de más de tres sobadas, entonces consideran que se trata de un
problema más complejo y le sugieren que acudan con otro curandero o con un doctor.
Hierbero/Curandero. Son las personas reconocidas por su amplio saber en her-
bolaria o plantas medicinales, así como en otros recursos que brinda la naturaleza,
tales como el uso de algunos minerales y animales que se unen a rituales específicos
y rezos. Es heredero de un saber tradicional o popular que se ha transmitido durante
siglos y que se enriquece al incorporar nuevos recursos a los saberes ancestrales. Posee
un amplio conocimiento de los ciclos naturales de reproducción de las plantas, sabe
cuándo (fechas), cómo (el cuidado específico para que no pierdan su fuerza) y dónde
(lugares donde crecen) recolectarlas o adquirirlas (contacto con otros hierberos). Conoce
la manera de conservarlas (secarlas, ponerlas en líquidos como alcohol, a temperaturas
adecuadas bajo el sol o sereno de la luna, entre otras cosas), prepararlas para hacer
remedios (molerlas y combinarlas en cantidades adecuadas) y aplicarlas (infusión, la-
vativa, baño, emplasto, cataplasma, sahumerio, masticándola, untándola y frotándola),
también conoce su utilidad según enfermedad y reconoce los riesgos de su mal uso.
Partera. Por lo general son mujeres que se dedican exclusivamente a atender
el embarazo, parto, puerperio o cuarentena, recién nacido, lactancia y problemas de
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dicho color. Estos especialistas procuran cuidarse practicando autolimpias con alcohol
después de curar y encomendándose y rezando.
Cabe hacer mención que dentro de toda esta gama de curanderos encontramos
algunos que se especializan en atender enfermedades identificadas como “enfermeda-
des que no cura el doctor”, que engloban una serie de signos y síntomas característicos
cuyo origen suelen ser causas asociadas a fuerzas sobrenaturales o la alteración de las
fuerzas vitales y naturales, por ejemplo el agarre de duendes y situaciones imprevistas
como el susto, entre otras. A continuación, ejemplificamos dos por las que se acude
al curandero:
Susto. Si bien, en todo el país esta enfermedad se presenta en diferentes grupos
de ascendencia indígena y en el conocimiento popular, en Suchitlán toma una con-
notación particular, pues más que atribuirla a una situación sobrenatural se adjudica
a cualquier circunstancia que haya causado una sorpresa, preocupación muy fuerte,
caída o accidente. Sin embargo, si no es tratada a tiempo se “trepan los pulsos”, “se
pierden” y hasta se pueden llegar a “subir al corazón y matar a la persona”. Es común
que, en la zona, la gente acuda a curarse de susto con los curanderos especialistas en
esta enfermedad para evitar que se agrave, ellos, a través de “tentar” y establecer “los
pulsos” soban y rezan para ponerlo en su lugar llamando a la persona por su nombre al
que previamente agrega el denominativo de María o José según el sexo de la persona.
Esta es una terapéutica que tiene que realizarse tres veces seguidas.
Agarre de duendes. Obedece a causas sobrenaturales. Hay unos espíritus llamados
duendes que “agarran el alma” de los niños especialmente, aunque se tiene registro de
algunos casos en adultos. El agarre ocurre en lugares donde hay nacimientos de agua,
cuevas, zonas oscuras y húmedas o al pasar cerca de árboles lechosos como la higuera.
En Suchitlán es bien sabido que hay curanderos especializados que pueden ayudar
a solucionar este problema “que ni los doctores logran acabar”. La cura la realizan a
través de sahumar y rezar, para llamar a la persona, que la dejen libre y vuelva. El
tratamiento se realiza una sola vez. Se considera que si no se atiende se puede agravar
y morir, porque los duendes tienen su alma.
Todos los tipos de curanderos coinciden en que sus prácticas ayudan a que la
gente hable y no tenga miedo de decir qué siente o tiene, ya que ellos, a diferencia del
“doctor”, sí los escuchan. Esto tiene como consecuencia que las personas entiendan
sobre los diagnósticos y las curas que llevan a cabo.
Los diagnósticos son variados, pueden ir desde tomar “los pulsos” (para ello se
toma el pulso en diferentes partes del cuerpo, principalmente en la flexión interna
de las muñecas, codos y parte posterior del cuello), a través de un huevo (el cual se
frota en todo el cuerpo de arriba hacia abajo y una vez que se termina de hacer dicha
acción, en un vaso con agua a medio llenar se rompe el cascarón y se echa el huevo.
A través de él se observan los “males” en la persona, aunque también se utiliza para
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Nuestra labor no es fácil, hay que tener mucho valor para curar, ya te echan
los médicos, ya te echan las gentes, pero uno terco sigue haciéndolo, porque
vienen a verte y como aquí no hay por dónde trabajar, pues... uno le sigue,
gana algo, le agarra gusto y también el disgusto, ya que le dicen a uno ¡bruja!,
que lo que uno hace es “engaño”, aunque sea “medicina buena”.
Los curanderos mencionan que aunque los “doctores” y los “nuevos” (gente
joven) no crean en esta forma de curar, la siguen usando porque se basa en el conoci-
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miento que les ofreció las hierbas aunque el medicamento de “farmacia” sólo sea un
químico hecho en laboratorio. Algunos médicos solían visitar Suchitlán para aprender
sobre remedios con León Andrés (finado), incluso actualmente, los servicios de los
curanderos son solicitados hasta por personas de otros estados del país y del extranjero.
Manifiesta un curandero de 78 años de Suchitlán:
13
Se registró el uso de 228 plantas.
14
Esta categoría se refiere al uso de pan, vinagre de manzana, nijayote, nixtamal, miel, queso entre otros.
15
En esta categoría se agrupó a una serie de objetos muy variados como medicamentos como vick va-
porub, sulfatiacina y claracil; objetos metálicos como tijeras, guadaña, etc.; sustancias químicas como el
alcohol; objetos como el jabón de pasta, detergente, fabuloso, pabilos de vela de sebo, entre muchos otros.
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Sembrando se establece una relación de pareja con la tierra (el acto de la nixta-
malización y de la cocción del maíz implica una nueva separación entre hombres
y dioses de la naturaleza). Simbólicamente, el consumo de los primeros elotes
implica nada menos que matar al hijo del cultivador y de la tierra. A través de la
lógica social del intercambio recíproco de dones y de las obligaciones mutuas, la
religión huichola contempla comprometer a las deidades a sacrificarse en beneficio
16
Roger Magazine expresa como “las actividades comunitarias constituyen un contexto en el cual la
gente del pueblo puede demostrar un acercamiento a la idea local de la persona interdependiente, que
necesita a los demás a la vez que es necesitada por ellos” (2010: 120).
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de los humanos. Es por los esfuerzos y los sacrificios de los cultivadores, que el
maíz está dispuesto a morir y ser consumido (1998:122).
17
Al respecto las parteras y varias mujeres de la comunidad atestiguan este hecho, dicen que la “luna se
come la carita del bebé”.
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particular al orinar (hay que tomar en cuenta que en las comunidades se acostumbraba
el fecalismo y el orinar al ras de suelo como práctica común sobre todo si se salía al
campo a trabajar o al potrero) y no ver hacía él pues el sol se marca en la placenta18. Estas
expresiones ponen de manifiesto la continuidad y estrecha relación entre la naturaleza
y el ser humano, en ese sentido el cuerpo y ser humano forma parte de la naturaleza.
De acuerdo con la información brindada por los curanderos podemos mencionar
que durante la gestación, el nacimiento y la primera alimentación se van integrando
las fuerzas naturales de los elementos que van constituyendo al nuevo ser humano
“pues nace incompleto y requiere de las fuerzas que lo harán fuerte”. De esta manera
concepción, gestación, nacimiento, la primera respiración y el primer alimento se
establecen como un continuo que inicia el proceso de ser cuerpo-persona debido a la
integración de fuerzas vitales y naturales.
Fuera de la madre y como persona incompleta, el cuerpo presenta diferentes
pulsos19, en las que se expresa el latir del corazón, sin embargo estas zonas implican
además la fuerza y el estado de ánimo de la persona, si están en su lugar y el ritmo es
constante quiere decir que se encuentra bien, si por el contrario si casi no se siente o
no se perciben, “están saltones”, agitados, con ritmo irregular implica que la persona
“está mal”. Los pulsos se alteran por varias situaciones y se considera un síntoma para
diagnosticar diferentes padecimientos y enfermedades, así pues un susto, un coraje,
un sobresalto, cualquier tipo de accidente desde un tropezón, una caída, un choque
alteran los pulsos, así como el agarre de duendes y la caída de la mollera implican que
se tengan que ajustar los pulsos y “ponerlos en su lugar”. La alteración de los pulsos es
crucial en las curaciones pues nos comentaron que si a un niño que se cayó, se asustó
o se le cayó la mollera “no se le ajustan los pulsos, crece enfermo y es muy seguro que
tenga hemorragias constantes de más grande”, mientras que si a un adulto no se le hace
el tratamiento “muere del corazón”. Los pulsos según nos manifestaron representan
la armonía del cuerpo, el estado de ánimo y su adecuado funcionamiento, asimismo
las fuerzas vitales, naturales sobrenaturales también se expresan a través de ellos,
pues cualquier alteración realizada a la naturaleza o a espacios de “otros seres como
los duendes” se reflejará en los pulsos, expresión de que la “persona se fue, ya no está”
por eso en su curación es preciso invocarlo, llamarlo por su nombre para que regrese.
Otro elemento a destacar es que el sexo que este cuerpo tenga marca también
una diferencia sustancial en la energía del mismo, pues la comunidad tiene claro y
distingue que las fuerzas (biológicas por diferenciación sexual, vitales y de la naturaleza)
18
Este aspecto en particular lo comentan las parteras que menciona que les tocó atender varios casos
en los que al revisar la placenta una vez que era expulsada observaban el sol que se había “retratado”.
19
1) atrás de las rodillas (2), en los tobillos (2). En el caso del bebé y los niños se encuentra un pulso en la
zona conocida como mollera que desaparece cuando se cierra, (en la vida adulta no se toma ese punto
como pulso, el área es útil para tratar algunas enfermedades como el garrotillo) y en el caso de la mujer
existe otro en el vientre.
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del cuerpo de un hombre y las del cuerpo de una mujer no son las mismas y esto a lo
largo de su vida se manifestará en particular cuando el cuerpo haya desarrollado los
caracteres sexuales secundarios, así pues es reconocido que la mujer no puede realizar
ciertas prácticas curativas sobre todo cuando menstrúa o está embarazada ya que su
fuerza se modifica y altera plantas y animales mientras que el hombre no manifiesta
esta situación20. En ese sentido, el cuerpo de la mujer tiene modificaciones en su fuer-
za que son constantes y dependen de su ciclo, el cual está fuertemente vinculado con
la luna y la naturaleza; mientras que el hombre mantiene constante la fuerza de su
cuerpo otorgada por su sexo.
A lo largo de la vida el individuo desarrolla y modifica su ser, pensamiento, fuer-
zas vitales, naturales debido al paso por etapas de la vida, las experiencias subjetivas y
colectivas, el desarrollo del trabajo, la reciprocidad y participación con la comunidad, lo
que implica el contacto con otras fuerzas entre las que destacan: el vínculo madre-hijo
en el embarazo, entre hombre y mujer en el acto sexual, y como persona-grupo en
relación con la comunidad (su reconocimiento, participación y aportación de fuerza).
El ciclo cuerpo-persona nos permite entonces comprender la forma en que se
vincula el ser humano y la naturaleza; pero a la vez nos permitió entender etnográfi-
camente la concepción que se tiene de la naturaleza y el cuerpo como un espejo que
refleja características de ambos. La naturaleza contiene en sí fuerzas, siendo que los
espacios, las plantas, animales y minerales tienen energías contenidas que pueden variar
conforme el ciclo o época del año y el tiempo, de igual manera la fuerza es diferente
conforme al sexo, en particular en animales aunque algunas plantas también tienen
diferenciación sexual y se aplican de maneras diferentes para prácticas curativas21. Otra
distinción crucial es la existencia de plantas frías, calientes y cordiales22 manifestadas
como esencia de las mismas más que una situación de temperatura, pero al igual que
el cuerpo humano sus fuerzas de la naturaleza pueden alterarse y modificarse.
En alusión al orden de la naturaleza, el cuerpo humano se asume como algo móvil
y cambiante, no se considera que tenga una estructura fija ni anatómicamente hablando
ni en términos de fuerza, así pues se constituye por músculos, cuerdas, nervios, huesos
y venas que se mueven y alteran; que mantienen una interacción entre sí y con los
órganos, siendo que lo que afecta a una parte del cuerpo altera a todo el organismo
esto implica que la curación tiene que ser integral: cuerpo, estado de ánimo, fuerza
y en algunos casos espíritu. Actúan fuerzas vitales en el cuerpo y entre los cuerpos,
20
Nos explicaron que la mujer en particular no puede tocar plantas curativas mientras menstrúa o está
embarazada porque “es muy fuerte” y las altera al igual que a los animales. Por lo que muchas mujeres
pasaron a ser curanderas una vez que dejaron de menstruar pues entonces se “vuelven como hombres”.
21
Un ejemplo de ello es el romero macho, la sábila macho y la hembra que se usan para diferentes fines
curativos.
22
En la comunidad le denominan cordiales a las plantas que son templadas, ni frías ni calientes como la
cebolla y el limón, por ejemplo.
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Reflexiones finales
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habitantes lamentan que “estas tradiciones se están perdiendo”, pero a la vez otros
tantos se preguntaban qué más se podía hacer y trataban de difundir sus tradiciones.
Finalmente es importante resaltar que se hace evidente que los curanderos,
aquéllos que en el ámbito antropológico les hemos denominado especialistas, no
manifiestan límites muy específicos de su acción curativa, pues aunque describimos
brevemente a los diferentes “especialistas” (sobandero, partera, hierbero, curandero
espiritualista, rezandero) según su autodenominación (cuando se les pregunta y tiene
que definirse como tales) o como los conoce la comunidad por su eficacia en ciertas
curaciones, en los hechos realizan prácticas sumamente amplias que rebasan los lími-
tes de las especialidades. Asimismo se manifestó constantemente que en general en
la comunidad se les conoce como “curanderos o brujos” y sólo cuando se especifica
de qué está uno enfermo es cuando la comunidad o ellos mismos te orientan con
quien puedes ir a atenderte. Otra situación importante es que el poder ser curandero
o curandera generalmente se dio por aprendizaje con algún familiar (por tener pa-
rientes que sabían curar, lo que manifiestan que antes era muy común, por “la falta
de doctores”, de manera que según mencionan “antes las abuelas, padres o mamás,
alguien de la familia sabía curar”) sea porque le enseñaron o viendo, incluso algunas
parteras mencionan que más bien aprendieron a atenderlo por la experiencia propia
y que poco a poco gente fue a solicitar su apoyo (hijas, nueras, amistades, etc.) cons-
tituyéndose como tales por la solicitud de la gente aunado al conocimiento colectivo
que tienen de las plantas y que poco a poco además fueron aprendiendo. Sólo uno
de los curanderos espirituales asumió que curaba porque era un “don” con el que
nació. Esto nos conduce a reflexionar que las representaciones y prácticas curativas
y los curanderos están relacionados intrínsecamente, en este estudio de caso, con una
herencia sociocultural e histórica, pero también con un sentido práctico de resolución
de necesidades personales y colectivas e incluso con el deseo de aprender a ejercer
dicho conocimiento y no exclusivamente con una noción de ser elegido o haber sido
dotado de un don especial, lo que a nuestro parecer hace una distinción crucial entre
los curanderos y los especialistas rituales, sin descartar que los especialistas rituales en
muchas ocasiones también hacen prácticas curativas.
Este contexto nos hace preguntarnos que si bien existen especialistas no podemos
dejar de lado que la comunidad en general maneja un conocimiento común y tal vez
pensar al respecto que lo que atestiguamos y observamos actualmente como prácticas
curativas especializadas es la evidencia de un conocimiento histórico generalizado
que cada vez más se diluye, que cada vez se transmite menos en las comunidades y
qué por lo mismo habría que preguntarse, en el ámbito antropológico, qué sucederá
a partir de las nuevas políticas de interculturalidad y turismo en salud.
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RELATORIA DE LA SESION LINEAL DE
ANTROPOLOGIA FISICA
Carlos Serrano Sánchez
Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM
Se reúnen los escasos datos que se pueden obtener a partir de los materiales
osteológicos provistos por las excavaciones arqueológicas. La importante presencia de
la cultura Chupícuaro, del Preclásico medio , cuyos pobladores están representados en
los abundantes enterramientos del sitio, los movimientos poblacionales que afectaron
lo que hoy es la región de El Bajío a la caída de Teotihuacán; después, en el Posclá-
sico temprano, el tránsito de contingentes humanos de filiación tolteca.Más tarde,
la presencia Tarasca, relacionada con las fluctuaciones de la frontera septentrional
mesoamericana, así como los avances desde el norte de los pueblos chichimecas
Si bien estos movimientos poblacionales pueden conocerse por evidencias ar-
queológicas y las más tardías también por fuentes históricas, es claro que en el área de
la antropología física falta aun documentar la información que proporcionan los restos
esqueléticos. De igual manera, puede decirse de los tiempos coloniales. La llegada de
la población española, que condujo contingentes indígenas principalmente otomíes y
nahuas, pero también de otras extracciones étnicas, así como numerosos individuos de
origen africano, condicionaron el proceso de miscegenación que configuró finalmente
la población actual de la región que estamos considerando.
No se cuenta con los materiales de fuente osteológica que permitan un conoci-
miento mas preciso de cómo han participado estos componentes poblacionales en la
conformación de la geografía humana regional.
En este sentido, las ponencias presentadas abonan solo indirectamente la infor-
mación sobre la región, al referirse a poblaciones del occidente de México, asumiendo
la conexión geográfico-cultural estrecha que tuvo El Bajío con los extensos territorios
del occidente mesoamericano.
En la ponencia “El hombre prehispánico del occidente de México”, María
Elena Salas Cuesta elabora un recuento de los estudios realizados a la fecha en la
amplia extensión del occidente de México, comenta la información osteológica que
incidentalmente tiene que ver con El Bajío y considera que no se conoce mucho más
de lo que ya en 1988 se había presentado sobre la antropología física del occidente en
la mesa redonda de la SMA celebrada en ese año.
Aun cuando puedan citarse algunos trabajos que se han ocupado de temas pun-
tuales en restos esqueléticos de exploraciones recientes en el área, propone la autora
que deben plantearse estudios sistemáticos en colecciones osteológicas resguardadas
en diferentes sedes del INAH. Señala los variados temas en las líneas de investigación
de la biología esquelética de poblaciones antiguas que concurra a configurar el cono-
cimiento sobre los antiguos pueblos del occidente y sus relaciones con el altiplano y
otras regiones mesoamericanas.
En el trabajo “Evidencia osteológica de una mulata del siglo XVIII”, las autoras,
Josefina Bautista y MaríaTeresaJaén, relatan el hallazgo de un cráneo cuyas caracte-
rísticas antropológicas fueron identificadas como pertenecientes a una mulata. Este
- 122 -
movimientos de poblaciones humanas en el centro de méxico...
ejemplar fue hallado en una cripta del subsuelo de la Capilla de Indios de la Villa
de Guadalupe en la Ciudad de México.Se mencionan otros trabajos semejantes que
tienen que ver con restos óseos de individuos de ascendencia africana, procedentes
de diversos sitios en el país.
Es de interés el aporte metodológico de este trabajo, que incluye la aproximación
facial del individuo cuyo cráneo fue estudiado. Ha de señalarse en efecto, la limitada
investigaciónosteoantropológica que se ha realizado a la fecha sobre el componente
africano que, en diferentes contextos regionales, participó en la conformación de la
población del país.
Finalmente, en el trabajo “De cuerpos, enfermedades y prácticas curativas. Los
nahuas del occidente”, Edith Yesenia Peña y Lilia Hernández, elaboran una breve
retrospectiva histórica de las poblaciones indígenas del estado de Colima y revisan la
movilidad constante de estos grupos en el ámbito del occidente de México. Estudian
su legado cultural cuyas evidencias datan de 1500 a.C. tanto en rasgos propios como
de otros relacionados al Altiplano. Destaca en este legado el cuerpo de saberes que
estos grupos construyeron en torno a la salud y a la enfermedad, enriquecido en la
Colonia con elementos de la medicina española y otras tradiciones asiáticas y africanas,
cuya expresión contemporánea se examina en este texto.
En resumen, los trabajos presentados en la línea de antropología física constitu-
yen un nuevo intento de aproximación al conocimiento de una región particular. Se
muestra, sin embargo, que los aportes son aún muy limitados en las investigaciones
realizadas hasta la fecha en este campo disciplinario y que es demandante un programa
de investigación que enfoque la rica y diversa gama de temas que ofrece una región
con las particulares características antropológicas que identifican a El Bajío.
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Carlos Serrano Sánchez
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EL BAJÍO Y SU DEFINICIÓN TERRITORIAL
Y CULTURAL
Efraín Cárdenas García
El Colegio de Michoacán A.C., Centro INAH Michoacán
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el bajío y su definición territorial...
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Efraín Cárdenas García
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Figura 2. Eje Neovolcánico Transversal con la ubicación de las fuentes de abastecimiento de obsidiana.
Mapa base: Cárdenas 1999, dibujo: Marco A. Hernández.
el bajío y su definición territorial...
extiende desde tierras nayaritas hasta el estado Veracruz. Se caracteriza por la enor-
me cantidad de volcanes y diversos eventos de vulcanismo reciente. La geología y la
arqueología se integran en el Bajío entorno a un interés común por el vulcanismo,
solo que trazan objetivos distintos, la arqueología documenta la presencia de pintura
y grabado en cuevas y abrigos rocosos dentro de los volcanes; las ofrendas y objetos
prehispánicos arrojados como ofrendas a los cráteres de Valle de Santiago; el vulca-
nismo generador de estratos de ceniza volcánica transformada en tierra fértil para
cultivo y los derrames de lava formadores de grandes yacimientos de obsidiana como
Ucareo-Zinapécuaro y el complejo Varal-Zináparo-Cerro Prieto (Figura 2).
En su pasado geológico este territorio se formó a partir de un gran hundimiento,
son testigos de ello los grandes frentes rocosos que prácticamente lo rodean. Terrenos
palustres y amplias lagunas formaban el paisaje del Bajío, las laderas y los cerros estaban
cubiertos de vegetación como robles y encinos característicos de ambientes húmedos.
Los fechamientos más antiguos de actividad agrícola en la región datan de los años
4500 a.C. El sitio arqueológico más antiguo es El Opeño, ubicado en la parte sur de la
cuenca del Lerma ha sido fechado hacia 1800 a.C. Los estudios paleoambientales en los
cráter-lago del Rincón de Parangueo (Brown, 1992) y La Alberca (Domínguez y Castro
2017) en Valle de Santiago, demuestran que hubo importantes cambios climáticos:
“El paisaje de la Alberca sufre una transformación completa a los 3700 años
a.P. (1700 a.C.) lo cual estuvo asociado a la intensidad de la actividad agrícola
y a la perturbación asociada a ésta.
La evidencia agrícola inicia hace 6600 años a.P. (4500 a.C.), la cual es el
registro más antiguo reportado en el Bajío. Estos cultivos primitivos estaban
basados en calabazas, incorporándose maíz 2000 años después.
El periodo comprendido entre los años 100 a.C y 500 d.C., las condiciones
climáticas son favorables para la agricultura, ya que la zona presenta alta
humedad. Estableciéndose condiciones extremadamente áridas de 1400 a
1700 d.C.” (Domínguez y Castro 2017)
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Efraín Cárdenas García
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el bajío y su definición territorial...
un ejemplo de ellos sería un taller de alfarería que usa determinadas técnicas y diseños
propios, tecnologías específicas en la manufactura de artefactos, entre múltiples de-
terminantes sociales y decisiones individuales. Lo medular es que la heterogeneidad
expresa la diversidad cultural, las distintas maneras de comprender y transformar su
entorno.
Bajo estas consideraciones, El Bajío ha tenido dos enfoques principales de inves-
tigación, el primero consideraba el desarrollo cultural prehispánico como resultado de
la influencia de las sociedades del Centro de México. Durante muchos años “el dulce
encanto del difusionismo” (como lo señala Luis Vázquez (2017) mantuvo la tesis de
centralidad y periferia cultural, El Bajío era simplemente un lugar de frontera rígida
y parte de la expansión civilizatoria teotihuacana.5 Con el avance de las investigaciones
un segundo enfoque fue tomando mayor sentido, llegando a demostrar la existencia de
un desarrollo propio, denotando una continuidad cultural y la transmisión de rasgos
culturales en distintos momentos de su historia prehispánica. Ahora podemos hablar
de los rasgos típicamente abajeños resultantes de una asociación de procesos internos
y de la interacción –manifiesta o relativa- con otras sociedades mesoamericanas.
En las últimas dos décadas hemos estudiado El Bajío considerando que el
término Mesoamérica de Paul Kirchoff (1967) no es sólo un concepto evolucionista
o difusionista con una determinada conformación de áreas culturales, su contenido
y sus implicaciones le convierten en una teoría social. Sin abandonar el paradigma
antropológico de estudiar la evolución humana y aceptando este entramado de rasgos
homogéneos y heterogéneos que caracterizan y definen la Mesoamérica indígena o
prehispánica, resulta pertinente recordar que Mesoamérica constituye nuestro marco
de referencia cronológico, espacial y conceptual, por lo tanto, es una “teoría” explicativa
social y general, donde hay procesos sociales interactuantes, relacionados o excluyentes,
observables e inferidos desde la materialidad cultural, presentes en lo que llamamos
contextos arqueológicos, es decir, los espacios, materiales y momentos concretos de la
actividad humana. Esto modifica sustancialmente los esquemas y preguntas de inves-
tigación, pudiendo trazar objetivos menos amplios, por ejemplo, en lugar del estudio
del origen de las sociedades estatales podemos orientarnos a estudiar la existencia
-en un mismo territorio- de distintos modos de vida, explicando la manera en que
coexisten diferentes formas de organización política y, a través de documentar casos
arqueológicos, establecer las relaciones de parentesco entre unidades domésticas en
colectivos sociales más amplios y entre asentamientos.
Entendemos entonces la construcción de un territorio como el resultado de un
determinado modo de vida (agrícola o urbano) y de las relaciones poder, las cuales se
proyectan de manera diferenciada en los ámbitos local, regional y mesoamericano.
5
En la Primera Mesa de trabajo en el Centro de Estudios Teotihuacanos, Ana María Crespo y Rosa
Brambila presentaron una ponencia donde expusieron esta idea de una expansión civilizatoria hacia El
Bajío. Posteriormente, Ramos y Crespo (2004) desarrollan esta misma hipótesis de trabajo.
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Efraín Cárdenas García
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el bajío y su definición territorial...
Primera interacción años 1800 a 1200 a.C. El Opeño - Capacha –Tlatilco – Olmecas.
Los sitios arqueológicos de El Opeño y Capacha son los complejos funerarios más an-
tiguos y distintivos del Occidente mexicano. El primero se ubica dentro de la cuenca
Lerma-Chapala en el municipio de Jacona, Michoacán y, el segundo, se presenta en
varios sitios en las inmediaciones de la ciudad de Colima. La historia de contactos
entre estas antiguas culturas, es una propuesta sustentada en las similitudes de rasgos
en la cerámica, en las figurillas humanas y en su contemporaneidad (Braniff 1999).
Por su parte, Tlatilco es un sitio arqueológico destruido por la mancha urbana de
la ciudad de México, se trataba de un complejo funerario con una gran variedad de
tipos cerámicos, destacando las figurillas humanas de ojos rasgados similares al trazo
de los ojos de los jugadores de pelota de El Opeño (Oliveros 2004). La importancia
de Tlatilco radica en su antigüedad y en la síntesis de rasgos culturales que proceden
de la cultura Olmeca del Sur de Veracruz y Tabasco con elementos procedentes del
Occidente mexicano. Esta red de interacción es una primera interpretación y una
hipótesis de trabajo que deberá sustentarse con estudios y determinaciones absolutas
de antigüedad, técnicas alfareras y composición de pastas para poder demostrar estos
vínculos hace 3500 años. Es complicado argumentar el carácter de una relación entre
sitios tan distantes y sobre todo, explicar cómo es que se adoptan sólo algunos rasgos,
migrando sólo algunos conocimientos. Aquí entra otra de las características de las
sociedades mesoamericanas, me refiero a la notable movilidad de personas y conoci-
mientos como resultado de una economía sustentada en un sistema de intercambio
a larga distancia de bienes de prestigio. Esto queda demostrado con la presencia de
objetos de concha procedente del Océano Pacífico y la presencia de piedras verdes
(entre ellas amazonita) procedente del sureste de México en el sitio El Opeño fechado
entre 1880 y 1200 a.C.
Como ya se mencionó, El Opeño es contemporáneo de Tlatilco en la cuenca de
México, además de Capacha en las inmediaciones de Colima, La Venta y San Lorenzo
en la costa del Golfo de México. Las similitudes observadas en estos sitios arqueológicos
son la cerámica incisa y esgrafiada, la decoración al negativo en cerámica y figurillas
humanas, así como con diseños, proporciones y rasgos semejantes. (Figura 4)
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Efraín Cárdenas García
Figura 4. Materiales arqueológicos de El Opeño (izq.) y Tlatilco (der.). Fuente: Oliveros 2004 y
García Moll y Daniel Juárez. Nótese la similitud de rasgos: técnica al pastillaje, ojos alargados y
“grano de café”, proporciones similares en las figurillas de piernas anchas. La pieza 184, vasija de
silueta completa procedente de Tlatilco es idéntica a las formas de Capacha, Col.
Segunda interacción 600 a.C. – 200 d.C. Chupícuaro- Teuchitlán- Cuicuilco- Guada-
lupita
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el bajío y su definición territorial...
Tercera interacción 100 a.C.- 400 d.C. Morales/ Loma Alta/ Santa María- Teoti-
huacán
El sitio arqueológico Rancho Morales en Comonfort, Gto., fue explorado por Beatriz
Braniff en 1965 y publicados los resultados en 1998 y 1999, este sitio significa la con-
tinuación de formas y diseños de la alfarería Chupícuaro y la integración elementos
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Efraín Cárdenas García
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Figura 5. Cerámica Chupícuaro (MRM Morelia).
decorativos de la Fase Loma Alta compartidos por varios asentamientos de las cuen-
cas de Cuitzeo y Zacapu y del sureste de Guanajuato, particularmente los Cerros La
Gavia y Culiacán. Para Braniff (1999:15-16) Morales es una variante de la tradición
Chupícuaro y se relaciona con la Fase Ticomán III a Tezoyuca, 400 a.C. a 100 a.C.
Estos importantes vestigios culturales en una amplia extensión territorial, nos hablan
de un fuerte desarrollo local y constituyen la base cultural sobre la que descansan las
siguientes culturas o tradiciones culturales. Carot (2010:319) precisa6 que la Fase Loma
Alta se fecha entre 100 a.C. y 550 d.C.) y es fundamental para entender el desarrollo
regional desde Chupícuaro- Morales-Mixtlán y Queréndaro. La primera fase de ocu-
pación de Loma Alta en Zacapu tiene fechas de 100 a.C. y 200 d.C., este dato es muy
significativo para la construcción de una secuencia cronológica regional, pues el fin
de la cultura Chupícuaro estaría ubicada entre el año 100 y 200 d.C., coexistiendo en
esa época ambas expresiones culturales, los diseños empleados en la cerámica Morales
son trazos geométricos con diseños naturalistas zoormorfos y antropomorfos, decora-
ción al negativo y la creación de diversos objetos. La tradición Morales y los sitios del
periodo Clásico de Cuitzeo más que un heredero de la tradición Chupícuaro, resultan
ser contemporáneos durante los siglos I y II de la era Cristiana. (Figura 6)
La presencia de algunas piezas de cerámica con decoración al negativo encon-
tradas en Teotihuacán (Gómez 2002 y V.H. Bolaños 2017 comunicación personal) y
en la etapas más antiguas de Tula (Paredes 2004) nos remiten a la cuenca de Cuitzeo
como el posible origen de cerámica al negativo y de algunos ejemplares de cerámica
estucada. Esta similitud de rasgos en la alfarería expone la pervivencia de redes de
intercambio y notables procesos de movilidad de poblaciones entre ambas regiones.
Un primer momento sería La Fase Loma Alta y un segundo momento correspondería
a las piezas con decoración al negativo tipo Santa María, Morelia, ubicándolas hacia
los años 200 y 400 d.C.
Entre los años 400 y 650 d.C., la arquitectura prehispánica del Bajío muestra una
gran expansión poblacional, los asentamientos se extienden por toda la geografía del
Bajío, incluyendo la planicie y las laderas que forman la vertiente del río Lerma y
sus afluentes. Este periodo se caracterizó por la presencia de una arquitectura cuyo
componente central fueron patios hundidos delimitados por basamentos para templos
y espacios habitacionales. A esta arquitectura presente tanto en los grandes centros
ceremoniales como en los asentamientos de vida cotidiana, la he identificado como
6
Publicada en 2001, su tesis de Doctorado es un estudio sistemático del sitio Loma Alta, aunque se cono-
cían otros sitios de esta temporalidad, este estudio es fundamental para adentrarse al periodo de mayor
ocupación de la región lacustre de Michoacán.
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Efraín Cárdenas García
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el bajío y su definición territorial...
asegurar que algunas de las evidencias más antiguas de la tradición de patios hundidos
se encuentran en esta porción noroeste del Bajío.
Este periodo de la historia del Bajío es muy importante, Castañeda et. al. 1988
lo definen como la etapa del desarrollo regional. Las discusiones sobre el desarrollo
regional y las influencias teotihuacanas siguen analizándose pues en sitios cercanos al
límite oriente del Bajío como La Negreta y Santa María del Refugio, Castañeda et.al.
(1982) detectaron cerámica del tipo Anaranjado delgado y navajillas prismáticas en
obsidiana verde procedente de la Sierra de las Navajas, evidencias típicamente Teo-
tihuacanas asociadas a un conjunto arquitectónico de montículo y patio hundido. En
Peralta encontramos seis cuchillos de obsidiana y sílex con una figurilla o máscara
pequeña de alabastro con rasgos claramente teotihuacanos. Estos objetos fueron co-
locados a manera de ofrenda en la cara posterior -lado Oriente- del basamento 1 del
conjunto 2 de Doble Templo y patio hundido. Hay varias posibles explicaciones, la
primera sería que se trata de una ofrenda fundacional, lo que implicaría que habría
una mayor presencia de personas y materiales del Centro de México, pero las exca-
vaciones no mostraron más elementos externos. Una segunda posibilidad es hablar
de objetos colocados por personas que vienen o regresan a Peralta despues de estar
en la urbe, esto sería una ofrenda al sitio ceremonial. La información sigue siendo
muy fragmentada para tener una idea más precisa del significado de esta “ofrenda”,
lo relevante es que hay un tipo de contacto y relación entre los sitios.
Alrededor del año 600 d.C. el mundo mesoamericano sufrió grandes cambios, la urbe
de Teotihuacán dejaba de ser el centro urbano dominante, desarrollándose entonces
ciudades de rango medio como Chingu-Tula y Xochicalco en el Centro de México; en
el Occidente y Norte de México los sitios de Peralta, Plazuelas, Zaragoza, El Grillo,
Oconahua y La Quemada son representativos de esta etapa. El desarrollo regional del
Bajío alcanza su máxima expansión territorial, la tradición arquitectónica de patio
hundido o Tradición Bajío, diversifica sus patrones constructivos creando al menos
ocho diseños donde se combinan patios, basamentos y espacios habitacionales. En esta
época llegaron influencias culturales poco conocidas hasta ese momento, gente porta-
dora de tradiciones culturales como el juego de pelota, arquitectura con talud-tablero
y deidades mesoamericanas plasmadas en esculturas de notable belleza y significado.
Los sitios de Plazuelas y Zaragoza tienen manifestaciones de estos reacomodos demo-
gráficos y constantes migraciones, aunque no cuentan con elementos característicos
de la Tradición Bajío como el patio hundido. Será necesario precisar la cronología de
los sitios de ésta fase y la anterior para comprender mejor poblamiento del Bajío pues
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Efraín Cárdenas García
es posible que los sitios de Santa María del Refugio, La Negreta y Tzcthé tengan una
secuencia cultural que incluya estas dos fases de interacción.
Uno de los elementos materiales indicadores de interacciones culturales en un
contexto regional mesoamericano son las edificaciones tipo Palacio. Estas edificaciones
son grandes espacios constructivos con un templo como elemento central, un patio
o plaza de grandes dimensiones delimitado por habitaciones para una élite social y
con ingreso controlado por tener solamente uno o dos accesos. En varios sitios del
occidente y Norte de México se han identificado este tipo de recintos, tratándose de
edificaciones con ciertas similitudes y algunas diferencias, Peralta, El Grillo, Oconahua
y La Quemada podrían corresponder a formas arquitectónicas que antecedieron a los
Palacios mesoamericanos como el famoso Mapa Quinatzin también conocido como
El Palacio de los Reyes de Texcoco.
Si bien falta mucho por investigar para poder explicar cabalmente el papel de
las sociedades abajeñas en esta época, resulta evidente la concatenación de eventos
entre la cuenca de México, los lagos michoacanos y la vertiente del Lerma medio. Así
como la caída de Teotihuacán, la llegada de grupos procedentes del Bajío portando la
cerámica conocida como Coyotlatelco7, el abandono paulatino o masivo del Bajío hacia
el año 900 d.C. y la formación de ciudades como Tula, sólo por mencionar algunos
de los eventos y flujos migratorios detectados por la arqueología; ahora sabemos que
los cambios ambientales que mencionaba Pedro Armillas (1991:220) fueron un hecho
fundamental para entender estos flujos migratorios del periodo clásico. Domínguez y
Castro (2017) han demostrado la existencia de eventos de sequía en la región, lo que
seguramente motivó la migración de algunas sociedades agrícolas. Podemos concluir
por el momento que los avances de investigación configuran al Bajío como una
región clave para entender los cambios en la historia prehispánica en el septentrión
mesoamericano.
El segundo tipo de restos culturales que nos remiten a la relación entre la cuenca
del Lerma y el Centro de México (Rétiz 2014, Rétiz y Cárdenas 2017), son los petro-
grabados conocidos como “cruces punteadas” (pecked cross). Hablamos de dos figuras
concentrícas, círculares o cuadradas, divididos en cuatro secciones por una línea y
orientadas a los cuatro rumbos cardinales, todas ellas formadas por la alineación de
pequeñas oquedades. Las funciones atribuidas a estos petrograbados son diversas, se
les ha considerado como marcadores solares, marcadores de horizonte e incluso como
evidencia de migraciones teotihuacanas hacia el norte de México. Tenemos aquí un
problema de interpretación, lo primero que debemos considerar es que para hablar
de influencia o interacción es necesario contar con varias evidencias materiales, no
basta con tener un sólo elemento o rasgo cultural. Es claro que si nos alejamos del
7
Esta es una idea básicamente de Beatriz Braniff 1972, posteriormente Mastache y Cobean (1990) enfatizan
el posible origen norteño o abajeño de la cerámica Coyotlatelco (pasta café y motivos pintados en rojo).
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el bajío y su definición territorial...
Hasta el año 900 d.C. el poblamiento del Bajío registra un cambio fuerte, el abandono
de los asentamientos del Bajío puede explicarse –como ya se mencionó- retomando
la propuesta de Armillas de la existencia de un fenómeno climático de sequía, lo que
motivo el éxodo de poblaciones abajeñas dedicadas a la agricultura. Este “cambio
climático” de Armillas ha generado puntos de vista distintos, cuestionándose su exis-
tencia, me parece necesario precisar que los estudios paleoclimáticos de Brown (op.
cit.) y Domínguez y Castro (op.cit.) han mostrado la existencia de varios periodos de
sequias prolongadas en el Bajío, derivados de fenómenos similares al “Niño” seguidos
de incendios forestales de gran magnitud. Esta información novedosa se ha logrado
mediante muestreos estratigráficos y fechamientos absolutos. Los cambios en el clima
sucedieron alrededor de los 600 d.C. y 900 d.C. Ocasionando los desplazamientos po-
blacionales del Bajío hacia la cuenca de México, esto permitiría entender la presencia
de materiales cerámicos típicamente norteños o abajeños como el Blanco levantado
y el grupo Rojo sobre bayo (Coyotlatelco) presentes en Teotihuacán y Tula como
testimonios de estas posibles migraciones históricas.
En el Bajío sobresales dos sitios arqueológicos por su arquitectura y los elementos
asociados Cañada de la Virgen en San Miguel de Allende y El Cerrito en Querétaro.
Plazuelas en Pénjamo también tiene dos etapas de ocupación, de la primera es anterior
a 900 d.C. y se han obtenido dos fechamientos por arqueomagnetismo de 1050 d.C.
Cañada de Virgen presenta el complejo arquitectónico tipo Palacio, con un patio cen-
tral delimitado por una plataforma con habitaciones y un basamento para templo en
el lado del patio. Entre los materiales cerámicos registrados por Nieto (1988, 1993) y
Zepeda (2004) destaca el tipo Blanco levantado, elemento compartido y contemporáneo
con el sitio de Tula, Hgo. Este material ha permitido sugerir algún tipo de contactos
entre ambos asentamientos, hablando incluso de una presencia Tolteca en el Bajío.
Es necesario anotar que la arquitectura de Cañada tiene como antecedente o pervive
a partir de la tradición Bajío, aunque tiene una connotación cultural y significados
distintos. La presencia de estas ocupaciones permite asegurar nuevamente un contacto
cultural en el septentrión mesoamericano.
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Efraín Cárdenas García
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Figura 8b. Figurillas tipo ;azapa procedentes de la
cuenca de Cuitzeo, Col. Museo Regional Michoacano.
A MANERA DE CONCLUSIONES
La definición y límites del Bajío es una labor complicada y cambiante, dado que la
demarcación de una región para fines de investigación es una creación heurística,
aproximativa. Para trazar los límites del Bajío se pensó en la dimensión espacial de
una determinada expresión cultural o en la manifestación espacial de una estructura
de poder político y de organización social. Los temas de espacialidad-territorialidad-
cultura, el paisaje y los espacios constructivos se convierten en notables indicadores
de organización social, rutas de intercambio, áreas culturales y redes de interacción.
8
Las figurillas tipo Mazapa fueron manufacturadas en molde con atributos como el tocado, una banda
en la frente y portando orejeras.
- 143 -
Efraín Cárdenas García
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RECURSOS NATURALES, ASENTAMIENTOS Y
EVOLUCIÓN CULTURAL EN EL BAJÍO, DEL
PRECLÁSICO AL POSCLÁSICO
Gérald Migeon
Profesor invitado, COLMICH, La Piedad
Investigador del CNRS-CEMCA
RESUMEN
INTRODUCCIÓN
A partir de los 90, nos es grato mencionar las importantes publicaciones de Cárde-
nas, 1990, 1992, 1996, 1999ª, 1999b, 2015) en todo el Bajío y en Peralta, de Castañeda
et alii, 1988 y 1989, Castañeda, 2004 y Castañeda y Quiroz Rosales, 2004, para el sitio
de Plazuelas, de Durán, 1991, en la región de Salamanca –Yuriria, de Durán y Saint-
Charles, 1991; de Flores y Crespo, 1988; de Macías Goytia, 1990 en Huandacareo.
Siguen más trabajos y publicaciones en el Bajío, los de Nieto Gamiño, 1988, 1993
en la región del rio Laja; Ramos de la Vega, 1992, 1996, de Ramos de la Vega y Crespo,
2005, para la región de Comanja, de Saint-Charles, 1990, 1996 y de Saint-Charles et
alii, 1991 particularmente en el sitio de Cerro de la Cruz, de Sánchez Correa, 1993a
y 1993b, 1993c, 1995, en La Gloria y la Gavia y sus trabajos con otros arqueólogos,
1982, 1990, 1994, de Torreblanca, 2013, en el Cóporo, de Zepeda, 1986, 1988, en las
confluencias de los ríos Lerma y Guanajuato y en el sitio de Nogales, que desarrollan
unos trabajos importantes sobre espacios y territorios en el Bajío.
No olvidamos los trabajos del equipo de Salvamento de Pulido Méndez (1995), al
norte de la zona de Zacapu donde tuvieron lugar entre 1983 y 1996, los tres programas
Michoacán I, II y III del CEMCA (véase los resultados en las publicaciones de Arnauld,
Carot, Darras, Fauvet-Berthelot, Faugère, Michelet, Migeon, Pereira, entre otros).
Ahora el panorama arqueológico del Bajío resulta ser más amplio; unos
encuentros recientes, como entre muchos otros, él sobre las Tradiciones cerámicas del
Epiclásico en el Bajío y regiones aledañas (Pomédio, Pereira y Fernández-Villanueva,
2013), u otro intitulado “Relaciones interregionales en el Centro Norte de Mesoamérica
(coordenado por el amigo desaparecido Castañeda, 2015), dan a conocer los numerosos
trabajos arqueológicos de la región.
Como lo señala muy justamente Castañeda en la introducción de este encuen-
tro (2015: 12-13), en 1998, “la investigación arqueológica en la región dio un giro
inesperado, ya que la información arqueológica de Guanajuato con la que se venía
trabajando procedía en mayor parte de reconocimientos sistemáticos de superficie…”,
con todos los problemas de interpretación de los vestigios del punto de vista funcional
y sobretodo cronológico que este tipos de trabajo supone. “Las últimas excavaciones
intensivas se habían llevado a cabo en Chupícuaro en 1945-1946” (Castañeda (2015: 13).
Y en 1998, empezaron el mismo año, excavaciones en los sitios de Plazuelas,
Peralta, Cerro Barajas, Cañada La Virgen, El Cóporo, Zaragoza, Puroagüita… y recor-
ridos en diferentes zonas de Guanajuato y Querétaro. La publicación del encuentro
citado supra (Castañeda, 2015) resume los últimos avances de las investigaciones en
el Bajío, con nuevas zonas de trabajo, en las vertientes del Río Turbio, (Lisbeth Pérez
Álvarez) y Cerro de los Remedios (Omar Cruces Cervantes) o nuevos enfoques sobre
viejos temas, como el arte rupestre (Carlos Viramontes Anzures y Luz María Flores
Morales) o la arquitectura (Daniel Valencia Cruz).
Ubicado entre los meridianos 100° y 102° oeste y 20° y 21° norte, el Bajío es conformado
por planicies que no rebasan la cota 1750. Pero está compuesto también por mesetas,
altiplanicies, valle limitadas por lomeríos y sierras (que tienen una altura promedia
que va de los 1700 hasta los 2100 msnm.
Dentro de la cuenca del Lerma- Chapala, lo que constituye, para mí, el Bajío
estrictamente dicho, encontramos las llanuras del Lerma y de sus afluentes: los ríos
de La Laja, Guanajuato-Silao, Turbio, Angulo y Duero. Lo que queda del río Lerma
desemboca en el lago de Chapala, que consideramos afuera del Bajío, como Braniff
(1999: 33) y muchos otros investigadores.
Los diferentes valles escalonados, de Este a Oeste entre el estado de Querétaro y
Jalisco, limitadas por el eje neovolcánico, y al norte por las estribaciones de las siguientes
sierras (Madre Oriental, Gorda, de Puroagua, Central (con la de Guanajuato) y de
Pénjamo) conforman el Bajío.
Al oeste, la Sierra de Pénjamo y los Altos de Jalisco cierran el Bajío.
El clima que predomina en el Bajío es templado (o un poco más fresco, con
la altura). Se define como ACw- Semicálido Subhúmedo con lluvias en verano. La
temperatura media anual es de 20.2° (promedio del periodo 1922 al 2002), con una
precipitación promedio (periodo 1922 al 2002) de 688 milímetros, con extremos de
366.2 a 1234.8 milímetros.
Es importante subrayar las importantes variaciones anuales de las precipitacio-
nes así como las reparticiones inciertas por temporadas según los años; estos factores
jugaron un papel crucial en la historia de las poblaciones antiguas, ya que con menos
de 500-600mm de agua por año, es casi imposible cultivar; y con dos o tres años de
acequia los campesinos prefieren irse a otro lugar para sobrevivir.
Además, el clima de las épocas prehispánicas era diferente, más húmedo según
Cárdenas (1999: 96), existían numerosos lagos o zonas pantanosas, por ejemplo en
las confluencias de los ríos Turbio y Lerma, Guanajuato y Lerma...; las zonas altas
estaban cubiertas de robles, no había pinos.
Elliott y otros en un excelente resumen de los trabajos paleoecológicos efectuados
en Mesoamérica septentrional, concluyen que “las variaciones de resultados entre las
cuencas o dentro de una misma cuenca, pueden ser el resultado de múltiples factores”
(2008: 111).
Los autores citan cuencas ubicadas adentro del Bajío y estudiadas por Brown
(1992): primero, la Hoya de San Nicolás de Parangueo, ubicada casi a confluencia de
los ríos Lerma y Laja, donde los resultados indican una continua degradación climática
desde 1000BC; y segundo, el Lago Guzmán, cerca de Sayula donde “hay evidencias
de un impacto humano mayor hacia 1200 dC” (Elliott et alii, 2009: 111). Añaden los
datos obtenidos por Metcalfe et alii (1989) en la laguna de Zacapu, que evidenciaron
“dos periodos de regresiones del nivel lacustre; La primera fechada entre 1000-400 aC
y la segunda alrededor de 900 dC. Señalan que los diferentes periodos de actividades
tectónicas jugaron un papel importante para las secuencias paleoambientales (Elliott
et alii: 2009: 112).
La misma región del Bajío no es homogénea; está dividida generalmente, en
dos cuencas principales:
• La Cuenca Lerma – Salamanca que drena una superficie correspondiente
a la Zona Centro y Sur del Estado de Gto, tiene su origen en la presa Solís;
comprende además los afluentes Salamanca - Río Angulo, arroyo Temaz-
catío y Río Guanajuato - Silao.
• La Cuenca Río Lerma y Chapala que comprende la porción Suroeste del
Estado de Gto; se inicia en la población de Villa Jiménez hasta los límites
con el estado de Jalisco recibe las aguas de su único afluente en el estado de
Guanajuato, el Río Angulo - Briseñas.
No incluiremos la cuenca del río San Juan, en Querétaro, considerando que
está afuera del Bajío, aunque esté conectada al Bajío y podría ser incluida en él, por
otros investigadores.
La superficie del Bajío así definido es más o menos de 30 000 km2.
Para empezar, cabe aclarar un punto importante: la diferencia entre materias y re-
cursos.
La materia deviene recurso después de un proceso de producción simple o
complejo. Pero la creación de un recurso, no es sólo técnica, sino también política,
social, económica, ideológico, simbólica…
La producción de los recursos supone un control territorial y económico sobre
las materias, pero también político, ideológico, social… sobre las poblaciones.
Además, un recurso evoluciona como producto, a lo largo del tiempo, y puede
tener características diferentes según los periodos; y esa complejidad tiene que ser
tomada en cuenta.
La obsidiana que sobra por todos los lados, representa actualmente sólo un re-
curso muy secundario, y no sirve más para fabricar navajas, puntas, como en el periodo
precolombino, salvo en unos casos de supervivencia como lo vimos en Zináparo, Norte
de Michoacán, donde unos campesinos la usan para capar puercos.
Para ilustrar nuestra idea, tomamos unas líneas de Healan (2011: 198) que cita
a Weigand et alii (2004: 116), “uno de los yacimientos más extensos de obsidiana de
todo el mundo... se encuentra en el oeste de Jalisco”, pero añade “parece que tan solo
Figura 1: Mapa del Bajío según el autor de esta ponencia (Dibujo: César Hernández)
una cantidad relativamente pequeña de las fuentes o sub-fuentes que se han identi-
ficado en la región muestran evidencia de explotación extensiva”. Se trata del sitio de
la Mora. ¿O de La Joya?
Las piedras para la construcción como el tezontle y las lajas (figura 4) abundan en
varios lugares, así como la cal y el caolín usado para el Blanco Levantado, y la arcilla
para las cerámicas.
Cabe añadir el cinabrio de la Sierra Gorda (Langenscheidt, 1982) citado por
Weigand (2005: 117) muy utilizado como pigmento ocre; y la riolita abundante, de uso
fácil y muchas veces asociada con la obsidiana, por ejemplo en la Sierra de Pénjamo,
de Abasolo, Ojo Zarco (figura 5).
Muchos otros elementos minerales como piedras, arcillas… fueron usados por
los pueblos prehispánicos, (la lista todavía es incomplete aunque sea larga), pero los
recursos más estratégicos explotados en la región, conciernen la obsidiana (Pastrana,
1990: 391-399) y la sal.
Obsidianas
La sal
Desde los años 90, en la cuenca de Sayula, los sucesivos proyectos arqueológicos
pusieron a la luz elementos relacionados con la producción de sal, que atestiguan de
una actividad artesanal entre 300 y 600 d.C., industrial entre 500/550 y 1100 d.C. y
de menos importancia entre 1100 y 1520 d.C., con ocupaciones tarascas tardías (Liot,
Ramírez Urrea, Reveles y Schöndube, 2006).
Los mismos investigadores sintetizan de manera contundente las relaciones de
la cuenca de Sayula con el Bajío (Ramírez Urrea, Liot, Reveles y Schöndube, 2013:
123-127)
Subrayan “el papel de primer orden que debió tener la región en las relaciones
interregionales entre los grupos de élite de diversas estructuras equipolentes asenta-
das en el Occidente de México, entre otras cosas, por su ubicación estratégica y por la
producción de sal a gran escala y de concha”. “El intercambio era fomentado por la
demanda de bienes suntuarios como ornamento de concha, cerámica especializada
como el seudo-cloisonné y uso de la técnica al negativo en cerámica». (Ramírez Urrea,
Liot Reveles y Schöndube, 2013: 123).
Un tipo de objeto difundido en los sitios del Cerro Barajas, del Cóporo, de Per-
alta, de Cañada la Virgen, de Peralta, de la cuenca de Zacapu, y en varias regiones
de Jalisco, de los Altos y del sur de Zacatecas, llamo la atención de los arqueólogos.
Se trata de un “cajete /molcajete de base pedestal, mejor conocido como copa”,
con base calada e incisiones muy finas en el fondo. El estudio fino revelo dos esferas
de distribución de este objeto. Una “que abarca el oeste del Bajío, el norte de Micho-
acán y los Altos de Jalisco, corresponde a la distribución de las copas rojo sobre bayo
con decoración al negativo”, fechadas entre 700/750 y 1000. Los autores lo asocian
a “una esfera ideológica compartida”. (Ramírez Urrea, Liot Reveles y Schöndube,
2013: 123-126).
“En la segunda esfera de distribución, se tiene, además, de las copas con base
calada, los cajetes de base anular del tipo Atoyac inciso, las ollas efigie con borde an-
gular tipo Iztepete y las figuras tipo Cerro de García”. Los autores interpretan esta
asociación como “un complejo cultural que podría ser el resultado de un intercambio
no solo de bienes de lujo y estratégicos, sino de tipo ideológico” (Ramírez Urrea, Liot
Reveles y Schöndube, 2013: 124).
Beekman (1996: 256) relaciona, de manera hipotética, esos cambios (las copas, el
tipo Atoyac inciso y otros) de la fase El Grillo, a migraciones de grupos nahuas del Bajío.
En conclusión, parece que las relaciones entre el Bajío y Sayula “se dieron a
través del norte de Michoacán, pero sobre todo por la región de los Altos de Jalisco”
(Ramírez Urrea, Liot Reveles y Schöndube, 2013: 126).
En Cuitzeo y en el área tarasca, Williams (1999 y 2003) estudio la producción de
sal, un producto estratégico para las sociedades antiguas, pero no encontró evidencias
prehispánicas de producción de sal, a pesar de que los datos etnohistóricos de la primera
mitad del siglo XVI la mencionan.
Conclusiones
Los metales no eran explotados en el Bajío como lo son ahora, ya que la “zona met-
alúrgica del occidente de México particularmente rica en minerales de mena de cobre”
abarca los estados de Michoacán, Jalisco, Colima, Guerrero y Nayarit” (Hosler: 2004:
336). Los yacimientos explotados en la época prehispánica estaban localizados al sur
o al oeste del Bajío.
Afuera de estos estados, aparecieron objetos de metal en otras áreas de Mesoa-
mérica, sobre todo después de circa 1200 d.C”, pero muy pocos en el Bajío.
Los suelos feozem y vertisol del Bajío, son muy favorables para la agricultura; el
imprescindible control del agua se hizo construyendo numerosas terrazas sobre los
andosoles; hay muy pocas evidencias de riego prehispánico por canales o chinampas,
más bien no hubo programas de investigación dedicados a buscarlos, si están todavía
conservadas.
El Bajío fue una zona de contactos culturales de norte a sur, entre cazadores-reco-
lectores “chichimecas” y sedentarios, y también un eje de tránsito este-oeste, entre la
Cuenca de México y el Norte y Occidente de Mesoamérica.
“Se han documentado aproximadamente 800 sitios arqueológicos, desde campos
de tiestos hasta lugares de notable arquitectura”, en la parte central del Bajío (Filini
y Cárdenas, 2007: 137-138). Y el registro completo de los sitios todavía conservados
no está completo, lo que nos daría un número de sitios más importante todavía.
Sin olvidar los sitios más antiguos, en particular formativos tapados por metros de
coluviones o aluviones. Ya que para las épocas anteriores a 2500-3000 BP en el Bajío,
tenemos pocos datos.
Los estudios sedimentológicos realizados en las cuencas lacustres de Guanajuato
y Michoacán, por Metcalfe y su equipo (Metcalfe et alii, 1990: 13) concluyen: “El Alto
Lerma y posiblemente Yuriria muestran una fase temprana de perturbación, que se
inicia alrededor de 3500 BP, lo que es un reflejo de la adopción propagada del cultivo
del maíz durante el Preclásico. En Hoya San Nicolás, Yuriria, Pátzcuaro y Zacapu,
una segunda fase de perturbación más intensa abarca desde el Postclásico a la época
colonial (1000 BP)”
Para explicar las diferencias de poblamiento entre el Bajío y el Norte de Micho-
acán, los datos aportados por Metcalfe et alii, 1990: 13-14) parecen muy relevantes.
Dice: “En contraste, en la cuenca del Alto Lerma, la perturbación parece haber sido
continua, aunque culmina durante el Clásico y Posclásico Temprano (1400-700 BP)”.
Braniff (1974 y 1999: 34) señala que casi no se encuentran sitios arqueológicos
abajo de la cota de nivel 1800m, que marcaría según ella, el nivel acuífero, que impedía
los asentamientos humanos antiguos.
Estamos de acuerdo con esta propuesta relativa a los sitios agrícolas y nucleados,
salvo que se puede sugerir que el nivel de los cuerpos de agua ha podido cambiar con el
transcurso del tiempo. Y que podían vivir pueblos cazadores-recolectores, que no dejan
tantos vestigios “en duro (construcciones de piedra)” de sus campamentos, al mismo
tiempo que pueblos sedentarios, que podían vivir en pequeñas aldeas actualmente no
conservadas o no visibles por los arqueólogos, tal vez por haber construido sus casas
con adobe o bajareque, materiales ahora diluidos en los campos y las capas de tierra.
Además otro factor poco estudiado pero tal vez crucial, son las erupciones vol-
cánicas del eje neo-volcánico cercano y en particular de la Sierra tarasca ubicada al
sur del Bajío, que pudieron jugar un papel importante en la vida de los pueblos de la
región, ya que los temblores pudieron ahuyentar a los pobladores atemorizados y las
cenizas y escorias volcánicas volando en el aire taparon probablemente el sol durante
meses impidiendo buenas cosechas.
Conocemos en el México antiguo, las erupciones del Xitle, fechadas por “edades
radiocarbónicas y arqueomagnéticas entre 2041 y 1968–2041 años AP y 2035 y
1968–2073 años cal AP, respectivamente. El intervalo estimado de ~ 90 aC a 20 dC
es compatible con una posible relación entre el abandono de Cuicuilco y el desarrollo
de Teotihuacán” (Urritia-Fucugauchi et alii, 2016: 24).
Para El Metate, cerca de Purépero, en Michoacán, la edad está estimada a 1250
AP o sea 750 BP (Chevrel et alii, 2016).
Y en el Malpaís de Zacapu, hay datos coincidentes de abandono de sitios por
culpa de erupciones alrededor de 1000 BP (Pereira, comunicación personal 2016).
Cabe recordar que El Paricutín salió de tierra en 1943, y el Jorullo hace alrededor
de 250 años, y que estos eventos volcánicos violentos y espectaculares recurrentes en
la región, no fueron tomados demasiado en cuenta hasta ahora en la historia y arque-
ología prehispánica, pero podrían explicar una parte de las acequias antiguas y de las
migraciones de pueblos prehispánicos que eligieron huir de la hambruna o del peligro.
Preclásico: la preponderancia de Chupícuaro
Nos complace citar a Grove (2009: 319-320) que escribe que “la Mesoamérica
del Preclásico (y del Clásico también) es como una familia que tiene tres hijas”: la del
sur, una magnifica escultora, la de la tierras altas, una magnifica arquitecta, y la del
Occidente, una magnifica ceramista”, (con referencias a las cerámicas de Capacha,
El Opeño y Chupícuaro).
No podemos olvidar los imprescindibles trabajos pioneros de Braniff sobre el
Bajío y sus relaciones con el Norte a lo largo de los milenios prehispánicos (1975ª, 77,
1989, 1990ª, 1990b, 1994, 1999a, 1999b, 2000, 2004…).
En el Bajío, como todos saben, se desarrolló la cultura Chupícuaro que parece
ser la madre de las culturas del Bajío, y de una parte de las del Occidente.
Brown (1984: 84-87) nota fuertes indicadores de la agricultura de maíz a partir
de 1000 aC, en La Hoya se San Nicolás de Parangueo, cerca de la confluencia de los
ríos Lerma y Laja y la relaciona con los portadores de la cultura Chupícuaro.
El origen de esas poblaciones Chupícuaro queda en discusión: local, Centro de
México, Occidente…, pero la importancia de esa Tradición que se expandió por todo
el Occidente, en la región de Tula, por ejemplo en el sitio de la Loma, previamente
Tepeji del Río, no cabe duda (Healan y Cobean, 2009: 327), y su presencia en lugares
tan lejanos como Copan o Dzibilchaltun no tiene discusión (Filini, 2010: 166).
Su influencia, probablemente importante sobre Teotihuacán, queda todavía
por definir.
Filini (2010: 172-173) agrega que la obsidiana gris de Ucareo se intercambiaba
en cada rumbo de Mesoamérica, cuando la Tradición Chupícuaro era presente en el
Altiplano, a pesar de que los centros de poder disponían de fuentes locales. Lo que
nos lleva a pensar que Chupícuaro tenía sus propias redes de comercio y las mantuvo,
a pesar de tener competencia, gracias a su deseada obsidiana gris.
Fase de desarrollo regional (100-600 dC): la problemática de las relaciones de
los pueblos del Bajío con Teotihuacán
Como lo hemos señalado supra, Brown (1984: 84-87) detecta entre 200 y 1100
dC una reducción de las especies propias de ambientes muy húmedos y una regener-
ación de las comunidades de pinos, y las atribuye a cambios climáticos, cuyos factores
quedan todavía por elucidar.
Regresando a los aspectos estrictamente culturales, es patente que los habitantes
del Bajío incorporaron elementos de la Tradición Chupícuaro y esta sobrevivió, en
parte, por ejemplo, en la fase Morales de Guanajuato (Braniff, 1998: 72-77, Cárdenas,
1999b: 56; Filini, 2010: 171).
El libro “El Bajío en el Clásico» de Cárdenas (1999a) constituye la referencia
actual para ese periodo, el arqueólogo integrando en su reflexión los avances de los
trabajos pioneros de Beatriz Braniff, y de los investigadores del Centro INAH Gua-
najuato.
La Tradición que Cárdenas (1999a: 48), define como “El Bajío”, fundamentada
sobre el estudio de 174 asentamientos, está en interacción con la Tradición Teuchitlán
y la Tradición Chalchihuites; y tiene pocas relaciones con Teotihuacán, al contrario
de lo que unos pensaban antes.
Aunque todos los investigadores admiten que esta Tradición es característica
del Bajío, todavía quedan diferencias entre autores como Ramos de la Vega y Crespo
(2005: 94-95), Castañeda et alii (1988), Jiménez Betts (1992)... de un lado, y Cárdenas
(1999a y 1999b), de otro lado, que argumenta que la Tradición de los patios hundidos,
es originaria del centro-norte, mejor dicho del Bajío, mientras que los demás autores
la ven como una adaptación de una estructura arquitectónica “previamente reconocida
en el Centro de México”.
Cárdenas (1999b: 56-57 y 2015: 157-164) insiste en que la Tradición de los patios
hundidos fue “un desarrollo característico del Bajío, donde se extendió a otras regiones
vecinas, como los Altos de Jalisco, el Norte de Michoacán, el sur de Querétaro y muy
probablemente el sur de Zacatecas”.
Y apoya, entre otros, su argumentación con datos proporcionados por Darras
y Faugère (2007: 67), que excavaron en el sector de Puroagüita, un patio hundido de
planta cuadrada fechado de la fase Chupícuaro tardío, entre 200 y 100 aC, una fecha
tal vez más antigua que los edificio parecidos del centro de México.
Pensamos que la definición demasiada general del “patio hundido” según
Cárdenas lo empujó a globalizar un tipo de arreglo arquitectónico muy difundido
en el Bajío y Mesoamérica; y sería mejor llamar este arreglo “patio cerrado” como lo
propusieron Ramos de la Vega y Crespo (2005: 94-95). Los aportes de Cárdenas quedan
imprescindibles por su extensión geográfica y su valor heurístico.
¿Y cuáles eran las relaciones de los pobladores del Bajío con Teotihuacán?
Los tipos de contactos con Teotihuacán fueron expuestos de manera rigurosa y
acertada por Filini (2010), que no trata el Bajío como un área marginal o marginalizada,
retrasada o menos sofisticada. La investigadora propone examinar los “procesos de
cambio en un continuum”; los centros pueden ser “degradados” a un papel periférico
en el sistema y vice-versa (Filini, 2010: 183)
“La población de la región de Cuitzeo no solo recibió los artefactos teotihuacanos
en su fábrica ritual, sino que también reprodujo muchos de ellos utilizando los recursos
locales” (Filini, 2010: 192). Los individuos de alto rango eran enterrados con objetos
de prestigio (orejeras de ámbar, cuentas de jade y turquesa...).
Para Filini (2010: 193-196), la cuenca de Cuitzeo es una semi-periferia, ya que
tenía contactos con otras áreas, en “un sistema multicéntrico competitivo”.
Ejemplos de objetos teotihuacanos encontrados en contexto mortuorio, en Santa
María del Refugio, Tres Cerritos..., que llegaron por vía de comercio, traídos por
migrantes pertenecientes a la élite, antes de la caída de Teotihuacán, están citados por
Saint-Charles (1996: 155-156) que concluye que esta migración “tendría, entonces,
fines políticos que no descartan una conquista de carácter económico con intereses
económicos...”
En otros sitios de esa época como Queréndaro, Huandacareo, Loma Alta, Loma
de Santa María..., hay huellas de presencias materiales o inmateriales teotihuacanas.
Con los conocimientos arqueológicos actuales sobre las sociedades del Clásico del
Bajío, es imposible evaluar realmente las influencias teotihuacanas en la parte este del
Bajío, y saber si son consecuencias de migraciones de grupos de la élite teotihuacana o
nuevas ideas o conceptos llevados por comerciantes, artesanos, provenientes del Bajío
o de otras regiones.
Afuera de la región de Cuitzeo, ubicada en el este del Bajío y más cercana al
Centro de México, es claro que las influencias teotihuacanas en el Bajío son menos
evidentes; Cárdenas habla de frontera rígida entre El Bajío y Teotihuacán (1999a:
280); y es claro que tenemos, en las partes oeste y central del Bajío, más evidencias de
relaciones con la Tradición Teuchitlán con la cultura Chalchihuites y con las zonas
lacustres de Michoacán, que con Teotihuacán.
Por ejemplo, en Plazuelas, Peralta, y diez sitios más, los conjuntos circulares de
tipo “Guachimontones” u otros, dan testimonio de esas influencias jaliscienses, que
pueden llegar del norte, por la antigua “ruta de la turquesa” (Darling y Glascock, 1998).
En Teotihuacán, la presencia de migrantes, probablemente provenientes del
Bajío, parece indudable, fundamenta en diferentes análisis de ADN y de cerámicas
(Manzanilla, 2005ª). “Vinieron probablemente antes del colapso, quizás como alfareros
B está compuesto por una plaza con altar - según Filini y Cárdenas (2007: 139) sería
un “patio hundido -, cercado por tres estructuras piramidales y un muro cerrando el
recinto hacia el norte.
El sitio de Peralta, ubicado unos veinte kilómetros al este del Cerro Barajas,
fue estudiado por Cárdenas (2015). Es característico de la tradición Bajío definida
por el arqueólogo, con sus tres patios hundidos: uno con doble templo patio y ban-
queta habitacional, otro con templo recinto patio hundido con banqueta habitacional
y el tercero con patio hundido delimitado con banqueta habitacional. Pero el sitio
cuenta también con una estructura circular relacionada, según el autor con, el ritual
del Volador-danzante, documentado arqueológicamente en la Huaxteca (Cárdenas,
2015: 154-155).
El sitio de Zaragoza, Mo de La Piedad, localizado al oeste del Cerro Barajas y
bastante cercano al sitio de Plazuelas, tiene un centro cívico-ceremonial compuesto de
dos complejos. El primero con una plaza ceremonial con un montículo y un recinto;
el segundo con una cancha de juego de pelota, un montículo-basamento en forma de
“L”, dos plataformas, y un probable temascal (Fernández-Villanueva, 2013: 80-82).
El sitio de Plazuelas (véase infra) presenta “enormes similitudes con Zaragoza, tanto
en arquitectura como en cerámica y comparten la práctica ritual del juego de pelota”
(Fernández-Villanueva, 2013: 87).
Esta región sur-occidental del Bajío parece estar en la convergencia de influencias
diversas, la del Norte (salones-atrios), la del este, la Huasteca (el volador) y la del sur,
la zona de los lagos de Michoacán (cerámicas).
Además, en la zona al norte de Zacapu, y al sur del Lerma y del Cerro Barajas,
en el estado de Michoacán, Faugère (2009: 204-207) puso en evidencia un poblamiento
continuo entre 700 y 1200 d.C., con dos etapas de organización socio-política. La prim-
era sería la de comunidades de colonos agricultores, que pudieron haber construido
subestructuras piramidales y juegos de pelota, atestiguando una búsqueda de prestigio.
La segunda marcada por la llegada de un o unos grupos foráneos más jerarquizados
que construyen en el sitio de San Antonio Carupo, un edifico con salas con columnas,
característico de las sociedades norteñas más colectiva y horizontales de La Quemada.
Al final, esta arqueóloga concluye que “un grupo estructurado con una fuerte
cohesión interna y un jefe identificado, un grupo autónomo que llega con su dios tutelar
y sus rituales bien establecidos”, se parece mucho a la descripción de los Uacúsechas
de la Relación de Michoacán.
“Este grupo podría ser el resultado de una larga evolución y el término de un
proceso marcado de cristalización de una forma social que conoció el Occidente del
Bajío, y tal vez zonas más amplias en el Centro-norte, desde por lo menos el inicio
del Epiclásico” (Faugère, 2009: 207)
Posclásico
Hay un consenso entre los arqueólogos sobre el despoblamiento gradual del Bajío en
el siglo X que coincide con el surgimiento del estado tolteca; en el bajío oriental, el
despoblamiento llego en los siglos XI y XII (Wright, 1999: 83-84);
Hasta la Conquista, la mayor parte de la región quedo poca poblada con grupos
sedentarios, semi-sedentarios o nómadas, pero los Tarascos repoblaron unos sectores
y grupos otomíes, mazahuas, nahuas parecen haberse asentados en el Bajío oriental.
Según Healan (2004: 52-53), en los “asentamientos documentados etnohistórica-
mente de Zinapécuaro, Araro, Taimeo y Queréndaro”, los datos sugieren “un patrón
de consumo en gran medida local”, es decir de la fuente de Zinapécuaro. Excepto
las grandes cantidades de obsidiana de Zinapécuaro encontradas en Tzintzuntzan.
Para el valle de Ucareo,...la explotación inicial, antes del Posclásico, pudo haber
sido estacional, para abastecer la cuenca de Cuitzeo al oeste y del valle del rio Lerma
al norte.
Durante el Clásico y el Epiclásico, el sitio de Las Lomas (Ucareo) provee obsi-
diana a Xochicalco, Tula, Chichén Itzá y otros sitios.
“En el Posclásico, parece que tenemos una situación clásica de presencia de
grupos extranjeros enclavados en la región (Healan, 2004: 54).
Para la zona oeste del Bajío, los movimientos de población fueron estudiados
por Migeon, Michelet y Pereira en diversas publicaciones ya citadas (véase biblio-
grafía) y por Carot (2005: 111-117) que argumenta, de manera apasionada y bastante
convincente, que en realidad, los Uacúsechas, uno de los linajes de los Tarascos, que
regresan en la región de Zacapu durante la fase Milpillas del Posclásico tardío (alre-
dedor de 1200-1250 dC) son los mismo que se fueron en el siglo VI (alrededor de 550
dC). Estamos de acuerdo sobre el hecho de que unos grupos se fueron de la región de
Zacapu, unos kilómetros al norte, pero no hasta Arizona, como lo propone Carot (2000,
2005). Las publicaciones de Hers sobre los Toltecas-Chichimecas y sus relaciones con
la cultura Chalchihuites de Zacatecas abren una perspectiva de discusión interesante
(Hers: 1983, 1988, 1989, 1992, 1995ª, 1995b).
En conclusión, el papel del Bajío en Mesoamérica, como lugar de migraciones,
de intercambios norte-sur y este-oeste de ideas y productos (en puertos de intercambio
culturalmente diversos) fue lo que forjo la identidad prehispánica polisémica de la
región, que se refleja hasta hoy en la identidad bajiense. Para la época prehispánica,
los bienes estratégicos transitando por el Bajío eran numerosos;
Cerámicas suntuarias
Los tipos cerámicos frecuentemente encontrados en el Bajío: el rojo sobre bayo, con
o sin negativo, blanco sobre rojo, rojo y/o negro sobre naranja, sobre café, negro y
rojo inciso, pueden ser estudiados de manera muy detallada como lo hizo Pomedio
(2010, 2013: 19-32) que demostró, con datos técnicos y estilísticos, la voluntad de los
alfareros de una comunidad de diferenciarse de los de otras comunidades del suroeste
de Guanajuato durante el Epiclásico.
O como lo demostró Pereira (2013: 47-63) gracias a una seriación fundamentada
sobre 128 vasijas procedentes de tres conjuntos funerarios y un depósito de fundación
del Cerro Barajas, que permitió revelar tres fases, entre 650 y 850 dC (fases Barajas
temprano y tardío).
Pero muchas veces, son las cerámicas de muy alta calidad, que permiten infer-
encias relacionadas con el comercio, el intercambio...Entre ellas, sobresalen el seudo-
cloisonné y el Anaranjado Delgado.
En el Bajío, Molina Montes y Torres Montes (1974: 31-36) publicaron los
primeros lo que llamaron “el estilo Queréndaro”, a partir del estudio somero de unas
treinta vasijas.
Filini y Cárdenas (2010: 140) señalan que en Huandacareo, Tres Cerritos, y Santa
María..., “junto con los artefactos locales, aparece un número de elementos importados
de Teotihuacán o de estilo teotihuacano, pero de manufactura local”.
Unos ejemplares de cerámica Anaranjada Delgado fueron encontrados en El
Cóporo y Santa María, en Guanajuato, en la Negreta en Querétaro, en diversos sitios
Perspectivas
La zona del Bajío fue el escenario de múltiples desarrollos culturales, primero por
su ubicación en uno de los corredores naturales entre por una parte, el centro del
Altiplano, y por otra parte, el norte y el Occidente, y segundo por su posición en
la frontera, oscilante a lo largo de los años, de Mesoamérica (Armillas, 1964, 1987;
Braniff, 1974, 1989, 1994).
A veces, el aporte de colegas de otras disciplinas nos lleva a nuevas vías de in-
vestigación o de reflexión. En el caso que nos ocupa, Raúl Valadez y su equipo que
estudian los perros pelones asociados a sepulturas humanas (Valadez et alii, 2007:
231-245), nos revelaron que “los xoloitzcuintles ya existían en el Occidente” entre
los siglos III-V dC, que no estaban en el Centro de México en los siglos V y VI dC Y
que solo en el siglo VII dC “inician su proceso de dispersión del Occidente hacia el
Centro de Mesoamérica” en particular Tula. Ese proceso de dispersión en el Centro de
México sigue lento en los siglos VII a IX dC, con una dispersión lenta hacia el sureste
de Mesoamérica a partir del siglo X d.C. (Valadez et alii, 2007: 234-236).
La corriente de esta influencia, en este caso, va de la llamada periferia, el Oc-
cidente, hacia el denominado centro (Valle de México), pasando por el Bajío.
Hemos dejado de lado hasta el momento las culturas del estado de México
estudiadas por Sugiura y su equipo 2005, 2013) pero las integraremos en un próximo
trabajo, como las del sur de Zacatecas (Pérez Cortez, 2013), para ampliar la esfera de
interacción (Jiménez Betts, 1998, 2007, 2013).
Nuevos estudios arquitectónicos y de patrones de asentamiento, así como de
cerámica, del ADN de los esqueletos encontrados en contextos de excavaciones bien
controladas podrían aportar nuevas visiones acerca del Bajío, de su papel en la evo-
lución de Mesoamérica. Ya que como Willey (1991: 197-209), constatamos que en
Mesoamérica (como también en los Andes), los periodos de integración cultural, como
el Clásico entre 100 y 600 dC, dominado en el altiplano por el estado teotihuacano,
alternan con periodos de regionalismo, como lo fue el periodo epiclásico (600 a 1000
dC) con múltiples centros de poder, entre los cuales destacamos los centros del Bajío.
Para Willey (1991: 197), esa alternancia “es vital en el ascenso hacia la comple-
jidad de la civilización.” Esta posición nos llevaría a escribir que “La Civilización”
del Altiplano, posterior a las sociedades del Epiclásico, fue más compleja que la
Teotihuacana. No lo sé, y además, es bastante difícil definir la “Complejidad” y “La
Civilización” (véase el ensayo de Testart, 2005), pero podemos decir que después del
Epiclásico, encontramos civilizaciones “diferentes” a la teotihuacana, que sincretizan
diversos aportes, en parte provenientes del Bajío.
Y hicimos mentir Peter (Jiménez Betts, 2005: 60) cuando subrayaba “la escasez
de trabajos sistemáticos en el Bajío en los últimos treinta años... más allá de los traba-
jos iniciales de Braniff (1972). El mismo, unos años después, enfatiza “los proyectos
mayores de investigación”, desarrollados por el COLMICH y el CEMCA, que han
logrado detallar el Bajío mayor precisión tempo-espacial (2013: 203-206).
Estamos orgullosos que estas dos instituciones hayan retomado el relevo después
de las reuniones pioneras del Centro Regional Querétaro, INAH, en 1988, y del INAH
Guanajuato y que la SMA haya elegido al Bajío para la sede de su congreso en 2014,
honorando una región no-periférica, sino central de Mesoamérica.
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en condiciones ideales para su estudio. Fue una verdadera lástima que el interés sobre
la región concitara tan escaso interés por parte de la arqueología institucional.
Las observaciones enunciadas por Kelly se constituyeron, con el paso del tiempo,
en líneas de investigación de sus catorce provincias establecidas las cuales, todas ellas,
debieron esperar varias décadas antes de comenzar a ser respondidas. En principio,
esta autora observó una suerte de unidad cultural, principalmente en dos comarcas.
Una de ellas aglutinadas a través de la tradición Aztatlán ―“En términos amplios,
Sinaloa y el dilatado norte de Nayarit, con excepción de Tacuichamona, pueden
agruparse y formar la gran provincia de Aztatlan. A este grupo se puede agregar con
el tiempo, la aislada costa de Jalisco (Kelly, 1948: 69) ―. La segunda gran región esta-
ría conformada por los territorios que se extendían desde el altiplano nayarita hacia
Ameca, Sayula, Autlán, Tuxcacuesco y Colima. El elemento que las enlaza, acorde
a los datos recabados por Kelly, sería el material funerario presente de manera clara
tanto en los valles interiores de Nayarit como en el obtenido en el de Colima (Ibid).
Sus conclusiones también enfatizan la percepción de inexistencia de tradiciones
antiguas en la región pues, como afirma: “No existen horizontes aislados que aparez-
can con anterioridad a Teotihuacán III”. Aún más: “No se han encontrado culturas
pre-cerámicas aunque, en una región tan abandonada y tan difícil de recorrer como
el Noroeste de México, tal remanente es probable que no haya llamado la atención”.
Estas percepciones negativas serán las que priven por largo tiempo y que llevará a
interpretaciones en las que persistirá la imposibilidad de responder a dos de las grandes
líneas de investigación sobre Mesoamérica: por un lado, el origen del poblamiento de las
regiones y sus procesos de sedentarización y por el otro, la ocurrencia y características
del fenómeno urbano. En otras palabras, el Occidente fue visto no sólo como una región
carente de trayectorias culturales de largo aliento sino también, como un espacio en
el cual no existieron sociedades complejas que impulsaran la edificación de ciudades.
Al respecto se debe mencionar que el trabajo de Kelly no menciona a la Meseta
Tarasca en la cual, como se sabe, si existían claras evidencias de sociedades complejas.
En todo caso el asunto remite a la propia definición de “Occidente” toda vez que sus
componentes han ido modificándose. El caso emblemático ha sido Guerrero el cual,
como se sabe, fue considerado como parte del Occidente justamente en la IV Mesa
Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología realizada en 1946. En la actualidad
existe una suerte de convención relativa a que los procesos sociales desarrollados en
Guerrero presentan claras diferencias con el Occidente. El más evidente: la presencia
del fenómeno olmeca en su territorio. Al respecto se debe considerar la sentencia se-
ñalada duramente por Ignacio Bernal en su clásico trabajo sobre los olmecas ―”Al no
tener la influencia civilizadora de los olmecas, el Occidente quedó permanentemente
en una posición de atraso” (1968: 192) ―. El peso de la opinión se sostuvo durante
décadas debido tanto a la ausencia de investigaciones que comprobaran lo dicho por
Bernal, como por que los indicios que apuntaban a la existencia de los desarrollos
tempranos en la región, no fueron considerados como temas relevantes de estudio.
Las dimensiones del Occidente han sido, desde entonces, un tema difícil de esta-
blecer pues ciertas regiones suelen participar no sólo de esta sub área mesoamericana
sino también de otra. Así por ejemplo, Teresa Cabrero considera para sus investiga-
ciones que el Noroeste lo integra el norte y el oeste de Zacatecas, el noroeste de Jalisco
y los estados de Durango y Sinaloa (Cabrero 1989: 31). Esta autora señala a la vez que
Beatriz Braniff habría definido a la Mesoamérica Marginal o “Expansión Norteña”
a los estados de Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes, San Luis Potosí, Zacatecas
y Durango (Braniff, 1972). Acorde al mapa propuesto por Cabrero, el Occidente no
integraría ni a Sinaloa, ni al Noreste de Jalisco pero sí, en cambio, mantendría entre
sus linderos a Guerrero (ver mapa 2). En este sentido, consideraremos como Occidente
a la región enmarcada en el mapa publicado por el Museo Nacional de Antropología
(2004). (Ver mapa 1).
Mapa 2. El Occidente de México según Cabrero (1989). Obsérvese cómo Sinaloa queda
por fuera y se integra una buena parte de Guerrero.
Tal y como acontecía con el Occidente, la región del Bajío tardó en ser considerada
como una región relevante en términos del conocimiento que podría aportar a los
desarrollos sociales del Altiplano. En este caso sin embargo, hubo personajes que ha-
biendo trabajado sus materiales y conocido la región, se atrevieron incluso a establecer
de manera temprana, su relevancia. En tal sentido se debe considerar la exploración
efectuada por Eduardo Noguera hacia 1931 en la localidad de El Opeño. Debido a un
brote de fiebre aftosa en las cercanías de Jacona, cientos de reses fueron sacrificadas y
en ánimo de enterrar sus cuerpos y evitar la propagación del mal, el terreno elegido por
los campesinos para depositar los restos dejó a la luz una suerte de fosas excavadas en
el tepetate (Oliveros, 1988). Los objetos rescatados de una de estas “fosas” pudieron ser
observadas de manera fortuita por Noguera. El que los objetos analizados mostraran
analogías con culturas “extrañas a la región” lo llevó a reconocer primero el lugar del
descubrimiento y proceder, posteriormente, a su exploración. La misma dejó en claro
que se trataba de una serie de tumbas en las cuales se habría depositado a individuos
asociados con ofrendas cuya “clase y calidad” guardaban una acusada analogía con
productos de lo que entonces se denominaba como “cultura arcaica” (Noguera, 1931).
trabajos de Daniel Rubín de la Borbolla, Elma Estrada Balmori (1948), Román Piña
Chán y Muriel Porter (1956). El impacto que la cultura Chupícuaro tuvo en el desa-
rrollo de diversas tradiciones del Occidente llevó a Otto Schöndube (1980) a definirla
como una de sus raíces fundamentales. La otra raíz, acaso la más conocida, nos lleva
al complejo funerario designado como tradición de tumbas de tiro.
Durante la década de los cincuenta del siglo pasado, el Difusionismo alcanzó un parti-
cular consenso entre numerosos investigadores. Los estudiosos de los procesos sociales
desarrollados tanto en Centro como en Sudamérica postularon la hipótesis, a partir
de series de ausencia/presencia de rasgos culturales, de que los principales núcleos de
cultura de América (Mesoamérica y el Perú), habrían compartido formas ideológicas
y económicas a partir de un temprano intercambio. Así, n el año de 1958, en San José
de Costa Rica durante las sesiones del 33avo. Congreso de Americanistas se sentaron
las bases para estructurar un proyecto de investigación destinado a explorar algunos
puntos de la costa Pacífica de México a Ecuador a efecto de ubicar los contextos que
la confirmaran.
El Institute of Andean Research -dependiente del National Science Founda-
tionfinanció el conocido “Proyecto A”, destinado a realizar un reconocimiento de
la costa Pacífica mexicana comprendida entre la desembocadura del río Grande de
Santiago en Nayarit, hasta Puerto Angel en Oaxaca con objeto de ubicar sitios que
resguardaran contextos tempranos que confirmaran la existencia de estos contactos;
al frente del ambicioso proyecto quedaron Clement Meighan y H.B. Nicholson. Las
exploraciones efectuadas en las costas de Nayarit, Jalisco, Colima y Michoacán, sin
embargo, no dieron los suficientes datos como para bordar sobre los objetivos cardi-
nales del Proyecto. Los resultados ofrecidos, de cualquier modo, sentaron las bases de
lo que sería el conocimiento arqueológico de vastas áreas de las que existían, apenas,
someros reportes y que tendrían que ver, así fuera colateralmente, con la resolución
de la problemática central (Nicholson y Meighan, 1974).
Unos años después, correspondió a Isabel Kelly descubrir, recuperar y documen-
tar los objetivos fundamentales del Proyecto A. Casi sin desearlo o sin planteárselo
como una prioridad de su investigación -la cual iba dirigida básicamente hacia el
establecimiento de una secuencia cronológica confiable para Colima-, Kelly logró
encontrar las evidencias afanosamente buscadas por el equipo de la Universidad
de California: los materiales culturales que pudieran equipararse con el Preclásico
mesoamericano, el buscado Formativo del Occidente en Colima. El nombre con el
cual bautizó a este conjunto de materiales ―Capacha―, fue tomado de una conocida
y vieja hacienda localizada el norte de la actual ciudad de Colima en cuyas cercanías
Kelly exploró uno de los diez lugares con presencia de enterramientos y sus respectivas
ofrendas (Kelly, 1980).
Los materiales asociados a esta tradición fueron recuperados en el interior de
simples fosas excavadas en el tepetate y agrupados en pequeños cementerios. El uti-
llaje cotidiano incluyó metates sencillos de molienda así como lascas de obsidiana; las
figurillas asociadas, sólidas y de acabados muy rústicos, fueron conocidas entre los
saqueadores como “monos crudos”. En cuanto a las formas cerámicas las mismas
incluyeron ollas pequeñas de boca abierta, tecomates, cántaros y formas compuestas.
Resaltó la ausencia de platos con fondo plano, de molcajetes y de manera importante,
del botellón, el cual remite al corpus propio de Tlatilco en el valle de México. Los
elementos característicos del estilo fueron los bules, ollas de boca abierta con “cintura”
y con decoración realizada a través de líneas incisas paralelas partiendo de una suerte
de “ombligo” (sunburst). Además de estas formas, Kelly recuperó vasijas con pintura
roja zonal, vasijas sobrepuestas y unidas entre sí a partir de dos o tres delgados tubos
―a las primeras se les nombra asa de estribo a los segundos Kelly dio el nombre de
trífidos―. En este primer acercamiento a los materiales Capacha, Kelly encuentra que
el asa de estribo parece ser más antigua en Colima que en Tlatilco y Morelos (estilo
Río Cuautla) y que, también, la forma es más tardía en Colima que en la costa del
Ecuador (fase Machalilla).
La ubicación cronológica de esta tradición causó polémica desde que se ofreció el
resultado de la única muestra de radiocarbón datada. Según estos resultados Capacha
se ubicó hacia el 1,450 a.C. (ajustada a 1,522 a.C. ± 200 años y calibrada de 2,110 a.C. a
1,520 a.C.) (Mountjoy y Olay, 2006). La fecha se percibió demasiado temprana como
para poder relacionar lo Capacha con otros lugares tempranos del mismo Occidente.
Kelly publicó su monografía sobre Capacha en el año de 1980, diez años des-
pués de haber enunciado sus primeros planteamientos (Kelly, 1970). En virtud de
que para este momento Arturo Oliveros había concluido su trabajo sobre El Opeño
en el colindante estado de Michoacán (Oliveros, 1970; 1974), pudo Kelly realizar un
profundo análisis comparativo. Como ciertas formas y estilos cerámicos mostraban
un gran parecido sugiere que entre ambos lugares debió de haber existido algún tipo
de comercio o, por lo menos, la ocurrencia a un lugar común donde se realizaran
intercambios, algo que no pasó, sin embargo, respecto a otro tipo de elementos como
figurillas o artefactos de piedra y obsidiana (Kelly, 1980).
La autora, por otro lado, no deja de resaltar el listado de rasgos realizado por
Oliveros en relación a sitios típicamente del Formativo en otros lugares de Mesoamérica
ligados a la tradición olmeca. La ausencia en El Opeño de tecomates, acabados negro
pulidos, cocción diferencial, diseños rocker stamping y figurillas olmecas del tipo A
y B le llevan a señalar cómo estas carencias son recurrentes no sólo a Capacha y El
Opeño sino también a Tlatilco, dejando entrever el que las tres tradiciones parecen
tener referentes distintos a los presentes en las cerámicas tempranas del Soconusco
-en la costa de Chiapas- las cuales han sido aceptadas como el sustrato antiguo de lo
olmeca (ver Piña Chán, 1976; 1978).
El estudio del Formativo en el Occidente adquirió en los últimos años una gran
relevancia en el marco del desarrollo evolutivo de las diversas sociedades que integra-
ron el mosaico cultural del Occidente. En un primer intento interpretativo relativo al
desarrollo de la llanura costera del Occidente publicado en 1989, Joseph B. Mounjoy
establece varios elementos relevantes respecto a la tradición Capacha a la cual ubica
como su fase más temprana -1,200-800 a.C.-. (Mountjoy, 1989). En principio señala
que los sitios explorados por Kelly fueron cementerios y no espacios habitacionales,
que la cerámica funeraria asociada a los entierros pudo ser distinta a la utilizada en
espacios domésticos dificultando con ello la identificación de estos últimos, resalta a la
vez que ninguno de los sitios Capacha reportados por Kelly se encontró en la llanura
costera de Colima sino en valles y balcones serranos.
Sin duda, el corpus material y simbólico que integra la conocida tradición de tumbas de
tiro es el rasgo más conocido del Occidente mesoamericano. Los materiales depositados
como ofrendas a aquellos que partían a la muerte fueron, durante un amplio período,
los objetos más solicitados por coleccionistas nacionales y extranjeros. El feroz saqueo
de estos espacios y la ausencia de políticas de protección por parte de las autoridades,
hizo que el estudio de los pueblos que habrían creado los diferentes estilos plasmados
en los materiales de cada región que participó de esta tradición, partiera más de la
historia del arte y menos, del resultado de investigaciones arqueológicas.2
La definición de la tradición de las tumbas de tiro fue abordada a través de la
enumeración de sus características: la descripción formal de sus tumbas y la clasifica-
ción estilística de sus ofrendas. Las tumbas consisten en pozos de planta circular cuya
profundidad –el tiro-, conduce a una o varias cámaras mortuorias en las cuales fueron
depositados los cadáveres y su bagaje mortuorio. La arquitectura de estos recintos
muestra un abanico de posibilidades que tiene que ver con diversas variables, desde las
características del subsuelo ―una matriz de fuerte consistencia permitía tiros profundos
y bóvedas grandes a diferencia de un entorno frágil que permitía apenas tiros cortos
y recintos pequeños―, hasta la importancia del o los sujetos que serían depositados.
Los datos recuperados hasta ahora indican que la costumbre de enterrar a
los muertos en tumbas de tiro y bóveda es una tradición antigua que se remonta al
Formativo Medio, a través de las evidencias presentes en El Opeño. La tradición de
tumbas de tiro fue la primera del Occidente mexicano en ser ubicada cronológicamente
por Kelly en el lejano año de 1939, a partir del hallazgo de una vasija teotihuacana
–anaranjado delgado- en una tumba de la localidad de Chanchopa, en las cercanías
de Tecomán. A este hallazgo fortuito Kelly agregó el hecho de que en ciertas vasijas
se podían adivinar formas y rasgos teotihuacanos. Los pueblos que construyeron las
tumbas de tiro habrían sido por ello contemporáneos al momento en el cual Teoti-
huacán desplegó su poderío en buena parte de Mesoamérica.
No deja de sorprender el que la arquitectura formal de estos recintos no sea
considerada, de manera recurrente, como uno de los grandes logros técnicos obtenidos
por los grupos prehispánicos de nuestro país. Si se tiene claro que estos grupos cons-
truyeron los recintos a partir de meras herramientas fabricadas en piedra, sorprende
la meticulosa y paciente labor de los que fabricaron tumbas tan espectaculares como
la de El Arenal, en Jalisco, con su tiro de 16 metros de profundidad y sus tres amplias
cámaras labradas. La evaluación de las peculiaridades de las tumbas en Colima, Jalisco
y Nayarit da cuenta de los primeros intentos de su clasificación en cada región. Hans
Disselhoff hizo lo propio para Colima (1932), de la misma manera que José Corona
Núñez enunció algunas propuestas para Nayarit (1955). Fue el trabajo de Stanley
Long, como parte de los trabajos del Proyecto A, el que llevó a cabo un exhaustivo
análisis formal de este elemento no sólo en el Occidente de Mesoamérica, sino tam-
bién en el noroeste de Sudamérica. Long definió seis tipos distintos y un total de 45
subtipos (Long, 1966).
Figura 2. Planta de las tumbas de El Opeño exploradas por Arturo Oliveros (1970, 1974).
Los datos reportados hasta ahora por estudiosos de esta tradición han permitido
establecer algunas variables que se repiten en las diversas comarcas en las que este
tipo de recintos han sido reportados. En principio se percibe la elaboración de ahue-
camientos cavados en el tepetate3 a partir de formas y accesos diversos; las tumbas se
agruparon en conjuntos alejados de las áreas habitacionales y formaron una suerte
de “panteones”. Es común que una misma bóveda sea compartida por múltiples
difuntos de edades diversas, dato que apunta a interpretaciones tales como que son
recintos en los que se realizaban ceremonias que reforzaban los lazos comunitarios.
Como parte de los elementos ofrendados ―y que sobrevivieron al tiempo, pues obje-
tos elaborados en fibras vegetales, madera o textiles seguramente se disgregaron por
efecto de la humedad/resequedad del ambiente― se colocaron las herramientas, las
vasijas y los objetos cotidianos de los fallecidos. Al interior de las tumbas se colocaron
figuras humanas y animales, huecas o sólidas, elaboradas en barro que representaban,
al parecer, a deidades asociadas con el más allá, con los creadores del mundo, con los
controladores de las fuerzas de la naturaleza e incluso, con los agentes involucrados
con los ritos de paso, necesarios para facilitar el tránsito entre la vida y muerte (Furst,
1966; Schondube, 1980; Towsend; 2002).
el bajío mexicano - 204 -
mel bajío y la costa occidental..
La tradición Chupícuaro como se mencionó párrafos arriba, tuvo una gran relevancia
no sólo en el desarrollo de la tradición Occidental como tal, sino también en los desa-
hacia el Bajío como a la región del valle de Malpaso (La Quemada) (Jiménez Moreno,
1959; Braniff, 1998; Schondube, 1980; Cabrero, 1989; 2003).
Es importante resaltar en este sentido, lo señalado por Darrás y Faugere respecto
a la influencia de Chupícuaro en tan amplio espectro geográfico:
“En un nivel estrictamente regional se considera que la tradición cerámica
Chupícuaro suele situarse como origen de tipos característicos del Clásico
en el Bajío y en la región de Tula, en particular del tipo “Rojo sobre Bayo”,
como ya lo mencionaba Porter en 1869. En un nivel suprarregional, las
analogías cerámicas se concentran sobre todo en la iconografía” (2007:54).
LA TRADICIÓN TEUCHITLÁN.
dejar de lado la idea de que el Occidente fue un espacio marginal al resto de Mesoamé-
rica. Esta manifestación cultural sería la expresión compleja de la extendida tradición
de tumbas de tiro que caracterizó a los grupos humanos de los territorios de Nayarit,
Jalisco y Colima (el denominado corazón del Occidente) en el periodo comprendido
entre el 200 aC y el 500 dC, esto es, del Formativo tardío al Clásico medio. Weigand
planteó que el auge constructivo de tumbas de tiro monumentales ―ligadas a los li-
najes de la elites― se sucedió hacia el Formativo Tardío y que la etapa constructiva de
las plazas circulares ―los Guachimontones― se habría desarrollado hacia el periodo
Clásico, manteniendo los grandes poblados el control político hasta el Clásico tardío
(Weigand, 1996). Una vez que Weigand tuvo oportunidad de explorar e investigar el
sitio Teuchitlán, al pie del volcán de Tequila, la cronología se fue ajustando pues las
evidencias indicaron que la etapa de construcción de tumbas se encontró ligada a la
irrupción de la arquitectura (Weigand, 2008).
El estudio de la tradición de las Tumbas de Tiro, en este ámbito, se ha enri-
quecido ante las investigaciones de varios panteones con tumbas selladas exploradas
por arqueólogos. Es notable la exploración de la tumba monumental de Huitzilapa,
Jalisco, la cual se ubicó al centro de la estructura que cerraba al sur una plaza de planta
cruciforme. La tumba tuvo un tiro de acceso de 7.6 m de profundidad que conducía
a dos cámaras mortuorias. En cada una de las cámaras se depositaron tres individuos
al parecer emparentados cercanamente entre sí, su rica ofrenda consistió en finas
cerámicas, joyería de concha y piedra así como punzones de obsidiana (López Mestas
y et al, 1998). En el Cañada de Bolaños en Zacatecas, María Teresa Cabrero reportó
a la vez, el hallazgo de tumbas de tiro, varias de las cuales funcionaron como osarios
y en las cuales se depositaron objetos que dan cuenta de la existencia de comercio a
larga distancia (Cabrero y López, 2003).
Poco después que Weigand realizara la exploración de Teuchitlán, en otros
lugares del Occidente se comenzó a explorar asentamientos con arquitectura circular.
Tal fue el caso de Teresa Cabrero en la Cañada de Bolaños y de Ángeles Olay y Sofía
Sánchez en Colima. Los trabajos y las dataciones obtenidas en Bolaños reforzaron
de alguna manera la idea de que el fenómeno Teuchitlán no sólo impulsó el comercio
de bienes de prestigio hacia otras regiones (en este caso hacia Chalchihuites), sino que
su impronta cultural las impactó. En el caso de Colima, los primeros acercamientos
a la definición, registro y exploración de estos asentamientos ha dejado en claro que
la expresión local dista de ser un enclave de Teuchitlán y que, dadas las dimensiones
de los círculos, sus componentes y la índole de sus materiales, serán las dataciones
que ofrezcan las nuevas exploraciones, las que establecerán la temporalidad y las
características de la complejidad social desarrollada en el Valle de Colima (Olay y
Sánchez, 2015).
Retomo estas ideas porque ilustra muy bien dos aspectos que han impactado de
manera determinante los estudios de la región: por un lado existe un enorme rezago
en cuanto a proyectos de investigación destinados a explorar sitios y regiones de una
manera sistemática y de largo aliento y, por el otro, el notable y generalizado rezago
en cuanto a la datación de contextos, razón por la cual se sigue manejando informa-
ción y planteando hipótesis con base a estudios comparativos y cronologías relativas.
En este ámbito, las hipótesis que pueden ser planteadas con mayor seriedad
proceden de proyectos que han logrado ubicar en tiempo y espacio, los procesos so-
ciales que hemos venido enunciando. Existen, sin embargo, espacios que debieran ser
estudiados con mayor rigor a efecto de concretar explicaciones sólidas que respondan
a percepciones que pueden ser enunciadas pero que, sin embargo, son difíciles se
sustentar con datos duros.
Señalo lo anterior a partir de algunos aspectos que no han sido resaltados. En
el encuentro efectuado en el año 2006 en el Museo Regional de Guadalajara, fuimos
invitados investigadores que trabajamos el Bajío, el Occidente y el Noroeste, a presentar
nuestros temas de estudio a la luz de un eje temático que tomaba al curso del río Lerma-
Santiago y su larga y sinuosa cuenca como un eje geográfico articulador de las más
relevantes tradiciones culturales de la macro región (el simposio fue publicado varios
años después, Solar, 2006). A ella asistimos investigadores que trabajamos en Colima
y la Tierra Caliente Michoacana. Ambas regiones sin embargo, quedan fuera del eje
de afluentes del eje LermaSantiago que alimentan su caudal a lo largo de su camino
al océano Pacífico. Se asume que estos drenajes cumplen a la vez el papel de caminos,
rutas que de ida y vuelta ayudarán a dispersar las pautas culturales de una región a
otra. Como se observa en el mapa respectivo, la dinámica y el peso de la relación se
establece para los afluentes que van de norte a sur y centro al noroeste. Esto es, toda la
región ubicada al sur y sureste queda por fuera de esta red de contacto (ver mapa 3).
Lorenza López Mestas intentó enlazar a Colima al interior de las problemáticas
que bordan sobre los procesos de jerarquización social hacia el Formativo Tardío a
través de dos propuestas. Por un lado establece que a la par de Teuchitlán, la tradición
cultural desarrollada por aldeas agrícolas durante el lapso de Ortices-Tuxcacuesco, sur
de Jalisco y Colima, “marca un momento de unidad cultural y densidad demográfica
considerable”, del todo comparable al desarrollo social sucedido en Teuchitlán (López
Mestas, 2007: 42). Por el otro, mediante la estrategia de profundizar en la ideología
plasmada en el discurso iconográfico de la diversidad de elementos que integran la
- 213 - el bajío mexicano
ma. de los ángeles olay barrientos
Mapa 3. El Eje fluvial Lerma-Santiago, incluyendo los principales afluentes según Solar (2006).
expresión material de las tumbas de tiro, demuestra que las regiones que participan en
ella corresponde en sus puntos nodales, a la cosmovisión de las sociedades agrícolas que
caracterizan a Mesoamérica, estableciendo con ello que la especie de que el Occidente
no fue mesoamericana sino en sus etapas tardías (López Mestas, 2011). Estos intentos
de enlazar la enorme región al sur del eje Lerma-Santiago a la discusión relativa de
EL EJE NARANJO-TEPALCATEPEC-BALSAS
Mapa 6. En esta última imagen en la que se muestran las elevaciones, combinadas con las
corrientes de agua, y no se aprecian corrientes de Sur a Norte, lo que es claro es que hay una serie
de cuencas o valles lacustres que se conectan entre los volcanes, las lagunas de Sayula, Chapala y
la región de Zamora, lo cual me parece una ruta que podría funcionar entre ambas regiones, con
una gama muy grande de productos lacustres a su paso. El Río Naranjo sería la zona de entrada al
valle de Colima.
Mapa 7. La línea delimitada el llamado “arco de las tumbas de tiro”, mismo que integra los
espacios en los cuales se han reportado sitios con tumbas. (Kelly, 1948; Furst, 1966; Long, 1966;
Bell, 1971, 1974; Schondube, 1980).
La anotación efectuada por Laura Solar respecto al hallazgo de una tumba tron-
cocónica en la cual se recuperó una vasija miniatura de clara filiación olmeca la cual,
al mismo tiempo, presenta el diseño que predomina en las vasijas Capacha, la lleva a
señalar que la influencia olmeca en el Occidente, misma que apoyan investigadores
como Mountjoy, es una temática que no ha sido profundizada (Solar, 2006: 4). Parece
evidente que el obstáculo mayor para llevar a cabo una discusión mayor responde al
hecho de las dificultades que recurrentemente han enfrentado los materiales Capacha
para concretar dataciones absolutas confiables (Olay et al, 2006; Morales et al, 2013).
A ello se debe agregar, de manera determinante, lo mal que se conocen los contextos
tempranos de la Costa de Guerrero y las casi inexistentes exploraciones en el área de
Coalcomán y Tepalcatepec.
Sin duda existen muchas razones por las cuales no se ha trabajado esta región.
Como se sabe, los proyectos institucionales5 en estas regiones han lidiado sistemática-
mente con presupuestos escasos que han impedido realizar investigaciones de largo
aliento. A sido a través de los proyectos de rescate y salvamento arqueológicos como
Mapa 8. El arco de las tumbas de tiro y extensión tentativa del área propuesta por Solar (2006).
se han podido llevar a cabo algunos reconocimientos de área (acotados a lo que per-
miten los tendidos de líneas eléctricas, trazos carreteros, gasoductos) y/o exploraciones
sistemáticas en lugares destinados a su transformación a causa de cambios de uso de
suelo y o algún tipo de construcción. En las áreas a las que nos referimos ―el área
de Coalcomán y Tepalcatepec― prácticamente no se ha llevado a cabo obra pública
que permita este tipo de trabajos. A ello se debe sumar, como es de todos sabido, lo
pernicioso que ha sido el crecimiento del narcotráfico y la cauda de actividades ilícitas
que ha derivado de la diversificación de la delincuencia.
Ciertamente es aventurado dar por cierto una percepción a través únicamente
del análisis comparativo de conjuntos de materiales más si, buena parte de los mis-
mos, carecen de dataciones confiables. En todo caso considero que existen indicios
que dan cuenta que fue el área ubicada entre Acapulco y la desembocadura del río
Coahuayana, en la cual se sucedieron los contactos más tempranos. Se debe tomar en
consideración, al respecto, el hecho de que la cerámica más antigua datada hasta ahora
procede de Puerto Marqués (Brush, 1969) y de que la fechas más tempranas para un
grupo sedentario en el Occidente corresponden a lo Capacha, ubicado en el eje que va
del río Coahuayana/Salado al Valle de Colima. La fecha aceptada para este complejo
cultural se ubica entre 1,500/1,200 aC, lo cual la enlaza con la temporalidad establecida
para El Opeño. Esto es, hacia el siglo 12 antes de Cristo existía ya una comunicación
entre los valles cercanos a la costa del Pacífico y la región de Jacona-Zamora, ubicado
al sur de la cuenca central del río Lerma. En este tenor, pareciera ser que la carretera
federal que une a Tamazula con Jiquilpan y Zamora se trazó sobre el antiguo camino
colonial y este, a su vez, sobre el camino prehispánico que comunicaba con la costa.
culturales realizados por grupos de la costa ecuatoriana los que dinamizaron el pro-
ceso civilizatorio de la región (Olay, 2017). Hipótesis que ya ha sido postulada con
anterioridad por diversos autores (Tolstoy y Paradis, 1967; Lowe, 1975; Kelly, 1980).
A MODO DE CONCLUSIÓN
Figura 5. Figurillas del tipo “Pretty Lady” y “San Jerónimo” (Brush, 1968), mismas que se
encuentran ubicadas hacia el 800 aC.
Figura 6. De izquierda a derecha, Figurilla San Jerónimo (Museo Saint Louis, Missouri); San
Jerónimo (reportada por Piña Chán, 1978); la tercera y la cuarta superior derecha, Colección
Sáenz, 1986); abajo a la derecha, Museo de Zihuatanejo.
Figura 7. Figurillas del tipo “Ojo Circular”, asociadas a la exploración del salvamento
arqueológico Los Tabachines “A” (Cabello, Marco, 2008).
Figura 9. Vasijas Fase Chorrera (800-100 aC). Museo Antropológico de Arte Contemporáneo
(MAAC), Guayaquil, Ecuador. Obsérvese el evidente parecido formal con vajillas Chupícuaro.
(Fotografía de la autora)
Figura 10. Vasijas Fase Chorrera (800-100 aC). Museo Antropológico de Arte Contemporáneo
(MAAC), Guayaquil, Ecuador. (Fotografía de la autora)
económicas y concepciones simbólicas del mundo, entonces sería del todo necesario
que no sólo se replanteara la definición del Occidente sino, a la vez, que se llevaran a
cabo exploraciones en aquellos espacios por los cuales, presumiblemente, arribaron los
impulsos culturales señalados por Noguera, los cuales, acorde a lo aceptado por Piña
Chán, tuvieron una clara matriz procedente de las regiones costeras de Sudamérica.
Considero que fueron los deltas de los ríos Balsas y Coahuayana los que recibie-
ron los tempranos flujos comerciales que impactaron culturalmente a la región. Esta
relación debió continuar a lo largo de los siglos y tuvo un papel relevante no sólo en
los procesos de sedentarización y colonización de los valles costeros de la costa pacífica
sino también, en los grupos que habitaron de manera temprana los fértiles valles del
eje fluvial del río Lerma. Pareciera evidente que los pobladores de El Opeño marcaron
el desarrollo de lo que posteriormente sería lo Chupícuaro y, a la vez, buena parte
de la cultura material de las regiones que participaron del complejo funerario de las
tumbas de tiro.
Será al término del período Clásico, a la caída de Teotihuacán y del sistema de
intercambio que imperó durante su égida, que los movimientos migratorios cambiaron
los flujos comerciales y, con ello, el curso y peso de las ideas y las concepciones del
mundo que viajaron con ellos. Fue entonces cuando arribó la innovación tecnológica
de la metalurgia y el paulatino ascenso y consolidación de lo Aztatlan. La historia de
la región fue otra desde entonces. Los territorios por los cuales entraron las tradiciones
antiguas quedaron entonces, por fuera de los flujos comerciales predominantes. Se
inició entonces lo que Carl Sauer definió como el “Camino a Cíbola”, la ruta costera
hacia el Noroeste de los Estados Unidos (1998). Sin duda, una dinámica histórica tan
compleja como lo constituyó la tradición antigua del Occidente.
Figura 11. Vasijas colocadas como ofrendas a los entierros recuperados en el salvamento
arqueológico Los Tabachines F. Estos materiales parecen haber tenido una clara relación con los
tipos desarrollados en la fase Mixtlán de la secuencia de Chupícuaro (Sagardy y Platas, 2011).
Figura 12. Vasijas Rojo/crema y Rojo/café, fase Ortices, secuencia del Valle de Colima.
Figura 13. Vasijas del tipo Bandas Sombreadas, borde rojo-guinda (fase Ortices, secuencia Valle
de Colima). A este tipo cerámico se le conoce como el antecedente del característico “Blanco
Levantado” del Bajío.
BIBLIOGRAFÍA
Braniff, Beatriz
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ción”, Teotihuacan. XI Mesa Redonda, Sociedad Mexicana de Antropología, México,
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(Endnotes)
1 Para una revisión biográfica de Isabel Kelly y su trayectoria como arqueóloga y antropóloga
se puede consultar el trabajo de Patricia J. Knobloch (1989).
2 Al respecto se puede consultar los trabajos de Toscano, Kirchoff y Rubín de la Borbolla (1946)
y de Miguel Messmacher (1966).
3 Es importante señalar al respecto que la tradición de tumbas de tiro integra no sólo a los recintos
funerarios con bóvedas y accesos a partir de tiros o escalinatas, convive con esta práctica la costumbre de
inhumar a los cadáveres en ahuecamientos directos excavados en el tepetate que, generalmente, tienen
apenas las dimensiones de las personas depositadas. Estos depósitos, conocidos como “atierros”, presentan,
al igual que los cadáveres depositados en bóvedas, ofrendas de la misma índole y discurso simbólico, esto
es, son formas contemporáneas que conviven en un mismo espacio y temporalidad.
4 “El Río Coahuayana nace en el cerro del Tigre, dentro del Estado de Jalisco, con el nombre
de Cigarro o Tejocote, recibiendo agua del Río Calabazas; pasa por Tamazula de Gordiano y Tuxpan,
actualmente sirve de límite entre los Estados de Jalisco y Colima. Más adelante se le unen los ríos Ahui-
jullo, Barreras y Salado, desde esta última confluencia toma el nombre de Coahuayana, para finalmente
desembocar en el Océano Pacífico en la Boca de Apiza sirviendo en su curso inferior de límite entre los
Estados de Colima y Michoacán de Ocampo.” Diario Oficial de la Nación, 29 noviembre de 2012
5 Los realizados a través del Instituto Nacional de Antropología e Historia a través de recursos
propios.
Una ponencia que integra la discusión general de la reunión de la XXX Mesa Redon-
da Sociedad Mexicana de Antropología con el tema: El Bajío y sus regiones vecinas.
Acercamientos históricos y antropológicos y de la temática lineal de una mesa sobre la
presencia negra o tercera raíz en la nueva España, en diversos enfoques antropológicos
e históricos.
Si bien no es mi tema directo, quiero aportar, desde la arqueología histórica,
el caso de una casa habitación en la ciudad de México, que cuenta con una extraña y
amplia colección de azulejos en sus paredes.
Hablar de población negra en México nos lleva al siglo XVI y toda una serie
de nuevas actividades sociales y económicas emergentes, una sociedad nueva y otras
formas de sobrevivencia. Entre 1942 y 1944, el médico y antropólogo Aguirre Beltrán
(1908-1966) investigó en el Archivo General de la Nación de México los antecedentes
de la población negra de México. Demostró cómo se ha soslayado la importancia de
la población negra en México y resaltó desde entonces la presencia de lo africano
en México, atendiendo su importancia como factor dinámico de aculturación, y su
supervivencia en rasgos culturales hasta entonces tenidos por indígenas o españoles,
fue en esas investigaciones en las que mostró a Cuajinicuilapa, Gro, a la que bautizo
como la capital de los negros de México en su libro Cuija. Hoy es recordado como
uno de los grandes luchadores afromexicanos quienes lo denominan como el gran
Gonzalo Aguirre Beltrán.
Esta población minoritaria, junto con la china, fue desarrollando estilos de vida
y costumbres diversas y sus actividades primordiales siempre estuvieron ligadas a
trabajos sencillos, atadas a la producción de artículos y trabajos pesados en la minería
y el campo.
Elsa Hernández Pons
Las representaciones más conocidas se tienen en los cuadros de castas, que pre-
sentan las diversas mezclas raciales del Virreinato de la Nueva España. Los cuadros
de castas, pinturas netamente novohispanas, reflejan el cruce de diversas culturas y sus
relaciones cotidianas. Los oficios y los gremios, así como sus Ordenanzas durante los
siglos XVI a XVIII, fueron una fuente “selectiva” que prohibía totalmente la partici-
pación de negros y mulatos en algunas de esos artes y oficios. Mulato es el término uti-
lizando para designar al individuo nacido del mestizaje entre una persona blanca y una
persona negra. Sabemos de su participación en los puertos y muelles, minas, ingenios
azucareros y servicios domésticos básicamente como esclavos, condición compartida
con los indios. Hoy en día ya se habla de la tercera raíz americana, debido a: la fuerte
huella que dejó la población negra en los 300 años de la Nueva España (1521-1821).
Una de las actividades económicas que pronto atrajo a cientos de colonizadores
españoles fue la minería. El nuevo orden social estaba controlado por los españoles,
los criollos (españoles nacido en la Nueva España) buscaban acceder a los puestos
privilegiados y el resto, es decir la mayoría de la población se conformaba de mestizos,
indígenas, mulatos y africanos, ubicados en el fondo de la escalera social. En 1518 se da
en las colonias españolas la primera licencia para la introducción de esclavos africanos
en las colonias españolas
En toda América los negros y esclavos lucharon por la Independencia de su
territorio obteniendo así su libertad (primero denominada libertad de vientre y luego
libertad total, el Brasil fue el último país de América del Sur en abolir la esclavitud
(1888). La abolición de la esclavitud de los indios se decretó en 1548, en adelante la
esclavitud “afectaría sólo a los negros…“ la que tardó dos siglos más.
Hay mucho trabajo de investigación por delante, para que este tema sea abordado
de manera amplia en toda la nueva España: documentos de compraventa de esclavos
que se conservan en archivos dan a conocer el origen de los negros que llegaron aquí,
así como la fecha de su introducción. La tarea está ahí, así como identificar dentro de
las Ordenanzas de los gremios, sus opciones de participación.
Existe una hermosa edificación de tres niveles que se localiza en la calle de 5 de fe-
brero # 18, entre V. Carranza y Uruguay, Centro Histórico de la Ciudad de México.
Majestuosa construcción del Siglo XVIII nos permite apreciar los espacios de vida
de una familia acomodada. La fachada de dos niveles con un mezzanine, común en
las casas en el siglo XVIII. El mezzanine solía servir como oficina para el dueño de
la casa y tenía una entrada independiente. Las áreas planas de la fachada tienen una
decoración sencilla, pero en algunas áreas están grabadas algunas gárgolas. La entrada
principal está decorada con plantas esculpidas, eslabones de cadenas, volutas, conchas
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
de moluscos y pequeñas máscaras grotescas. Los arcos del patio tienen decoraciones
piramidales.
Figura 1. Fachada de la Casa de Azulejos, Majestuosa construcción del Siglo XVIII calle de 5 de febrero #
18, entre V. Carranza y Uruguay, Centro Histórico de la Ciudad de México
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Elsa Hernández Pons
figura 3-4. Patio interior de distribución de la casa y los diversos niveles en que se distribuyen las
habitaciones
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Figura 5. El interior y las áreas de acceso también tienen detalles ornamentales en azulejo.
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Elsa Hernández Pons
Figura 6-7. todos los espacios tienen en mayor o menor medida, detalles decorativos, algunos en
malas condiciones
Llama particularmente la atención uno de los murales que retrata a una mujer,
se cree que se trata de la esposa de uno de sus dueños, el alférez don Nicolás Cobián y
Valdés. Los murales de este tipo por lo general solían diseñarse con imágenes religiosas.
La casa no está abierta al público.
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
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Elsa Hernández Pons
Figuras 9 y 10. Cada escena en azulejo es una revelación, ya que además de las señoras de la casa,
hay lavanderas, aguadores, jardinero, cazador y mayordomo. Un lugar con mucho calor humano
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Figura 11 y 12. Detalles de azulejos y azulejos del conjunto, un lugar, digno de estudios profundos
y sobre todo, de la posibilidad de ser conocidos por todos los mexicanos
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Elsa Hernández Pons
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RELATORÍA DE LOS TRABJOS DE ARQUEOLOGÍA DE
LA MESA LINEAL
XXX MESA REDONDA DE LA SMA. “El Bajío y
sus regiones vecinas. Acercamientos históricos y
antropológicos”, Querétaro, del 3 al 8 de agosto de 2014
Rosa Ma. Reyna Robles
Elizabeth Mejía Pérez Campos
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
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R. M. Reyna Robles y E. Mejía Pérez Campos
La séptima y última interacción, entre 1,200 y 1,530 d. C., la establece entre sitios
de la zona lacustre de Michoacán, particularmente entre Ihuatzio y Tula, por la pre-
sencia de dos esculturas de Chac mol y las figuritas Mazapa. Otra relación la establece
entre Tzintzuntzan y los Mexica, evidenciada por cascabeles de cobre en ofrendas del
Templo Mayor y los conjuntos arquitectónicos de doble templo.
En sus conclusiones, el autor recapitula que la definición del Bajío es compli-
cada y sus límites cambiantes. Comenta que los límites del Bajío puede ser un tema
de espacialidad, de territorialidad y de cultura, como parte de la cuenca Lerma-
Chapala-Santiago que enlaza el Occidente, el Norte y el Centro de México. La gran
diversidad ambiental, la ve como un factor condicionante, aunque no determinante,
de las expresiones culturales que lo relacionan con sus vecinos contemporáneos, dando
lugar a elementos de homogeneidad y de heterogeneidad que brindan una identidad
particular. Anota que, además de reanalizar el concepto de Mesoamérica, se deben
explorar temas como la diversidad cultural, los sistemas de intercambio a larga dis-
tancia y la coexistencia de sociedades indígenas con diferentes niveles de organización
socio politica.
II
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
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R. M. Reyna Robles y E. Mejía Pérez Campos
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
III
María de los Ángeles Olay Barrientos divide su trabajo en diez secciones. En la prime-
ra define la región de Occidente. Dice que en el pensamiento post revolucionario de
inicios del siglo XX, que concedía importancia sólo a lugares con grandes pirámides,
el Centro Norte, el Bajío y el Occidente no existían, se dejaban de lado o quedaban
rezagados. En el recuento de las primeras investigaciones da énfasis particular a las
exploraciones de Isabel Kelly en Sinaloa, Nayarit y Jalisco, con las que definió dos
grandes provincias, una en Aztatlán y la segunda de Colima a Nayarit. Señala la
problemática de la extensión del Occidente, lo que la lleva a preguntar si Guerrero es
o no Occidente, ya que se definía por la presencia de materiales olmecas.
El segundo apartado se refiere a la historia de las investigaciones realizadas en
el Bajío por Noguera y a las de Chupícuaro. En el tercero aborda las ocupaciones
tempranas en Occidente. Se remite al proyecto conocido “Proyecto A”, que abarcaba
la costa de Pacífico, desde Nayarit hasta Oaxaca. Como parte de este proyecto, Kelly
logró encontrar las evidencias materiales que pudieran equiparar el Preclásico me-
soamericano con el del Occidente en Colima, definiendo al conjunto como Capacha,
caracterizado por vasijas con asa de estribo y con una antigüedad de 1,450 a. C., lo
que provocó polémica, ya que se basó en una sola muestra de C14.
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R. M. Reyna Robles y E. Mejía Pérez Campos
Olay recuerda que Isabel Kelly publicó sobre Capacha 10 años despiés de ex-
poner sus primeras ideas; que retomó el trabajo de Arturo Oliveros sobre El Opeño,
Michoacán, y que comparó los materiales de ambas regiones diferenciándolos de las
tradiciones cerámicas olmecas y de Tlatilco. Esto generó polémica por tres vías: la
antigüedad de la fecha, el basarse sólo en contextos funerarios –sin un correlato a los
estratos habitacionales– y las diferencias entre las regiones.
El siguiente apartado se refiere la tradición funeraria conocida como Tumbas
de Tiro, misma que fue definida por las características formales del recinto donde se
enterró a los difuntos y sus ofrendas. La autora hace un recuento de los trabajos con
este tipo de evidencias, y menciona que Stanley Long, del Proyecto A, definió seis
tipos distintos y 45 subtipos, mismos que fueron ubicados cronológicamente por Kelly
a partir del hallazgo fortuito de una vasija teotihuacana, lo que la llevó a concluir que
las tumbas de tiro eran contemporáneos a esta cultura. Finalmente, la autora apunta
que las tumbas se percibían como panteones alejados de las áreas habitacionales; que
posteriormente se ven como recintos donde se realizaban ceremonias que reforzaban
los lazos comunitarios, y que las ricas ofrendas denotan un desarrollo económico y
una clara estratificaciónón social que contrasta con las tumbas sencillas y sus modestas
ofrendas.
El tema de Chupícuaro es similar a lo Capacha y a las tumbas de tiro porque sólo
se define por un contexto funerario, en este caso por los restos rescatados en la presa
Solís. Sobre este complejo resalta su influencia hacia regiones que conducían al Alto
Lerma, llegando a los norteños Chalchihuites y La Quemada. Anota que los portadores
de la Tradición Chupícuaro fueron grupos agrícolas y sedentarios, base cultural en
que se produjo la expansión teotihuacana en el Bajío. Sobre la preponderancia de la
cerámica Chupícuaro, anota la necesidad de enfocarse en su estudio para conocer los
cambios demográficos, tanto locales como regionales, así como la economía que lo
permitió. Además, ve la necesidad de hacer análisis y obtener datos duros para esta-
blecer si los tipos usados como marcadores cronológicos corresponden a intercambios
comerciales o a producciones locales. Esto se torna relevante porque las investigadoras
Darrás y Faugère proponen que la tradición Chupícuaro se conforma en el Bajío a
partir de migraciones de grupos que integraban en su cultura material tanto rasgos
de las tradiciones antiguas del Occidente como del Centro de México, por lo que esta
línea de investigación podrá dar elementos del sentido de las relaciones entre ambas
regiones cruzando por el Bajío.
Para conocer el vínculo del Occidente con Mesoamérica, Olay se remite a la
polémica entre dos investigadores: Schondube y Weigand. Otto Schondube propuso
una secuencia cultural en dos etapas. En la primera supone que en el Occidente hubo
un desarrollo cultural particular con similitud a algunos complejos arqueológicos del
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
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R. M. Reyna Robles y E. Mejía Pérez Campos
de organización social que analiza el predominio y papel de uno o varios centros rec-
tores, con lo que explicaría la dinámica de desarrollo en el Bajío durante el Clásico
como un sistema de varios centros o policéntrico.
Ángeles Olay agrega temáticas que no se abordaron en trabajos previos, por
ejemplo, la convivencia del patrón del patio hundido con el circular, el papel de esta
región con respecto a la influencia cultural teotihuacana y su papel como corredor
cultural con Michoacán, La Quemada y Chalchihuites. Además, realza los estudios de
las tres tradiciones cerámicas asociadas a los patios hundidos: el rojo sobre bayo, el negro
sobre anaranjado y el blanco levantado. Este último, emparentado con el tipo Bandas
sombreadas de Colima, fue resaltado tanto por Isabel Kelly como por Beatriz Braniff.
En el siguiente apartado, la autora retoma preguntas y argumentos de Christine
Niederberger para el Formativo en la Cuenca de México, en el que identifica materiales
que no podían ser adscritos a una influencia olmeca ni a grupos locales. De manera
similar, Braniff supone un grupo de rasgos pertenecientes a “linajes Chupícuaro”
en centros régionales con un nivel proto urbano, lo que permitiría la colonización
de la región septentrional mesoamericana hacia el 300-200 a. C., con lugares como
Teuchitlán, Chupícuaro, y Cuicuilco, aunque faltan investigaciones para verificar las
propuestas filiaciones y entender el tipo de colonización.
Después, Olay reflexiona sobre el rezago de los estudios de la región en dos
aspectos: la falta de proyectos de investigación para explorar sitios y regiones de ma-
nera sistemática a largo plazo, y lo indispensable de datar contextos. Estas ausencias,
afirma, no permiten tener hipótesis para explicar fenómenos sociales sustentados en
datos duros. Como ejemplo, la autora refiere un encuentro en el que se presuponía
que el curso del río Lerma-Santiago tenía el papel de camino, lo que no es así.
Continua con la recapitulación del trabajo de la arqueóloga Lorenza López
Mestas, cuando analiza a Colima en el Formativo con dos propuestas: en la primera
juzga que la presencia de aldeas agrícolas en el sur de Jalisco y en Colima son una
unidad cultural comparable socialmente a Teuchitlán; en la otra propone profundizar
en la iconografía de los elementos de las tumbas de tiro y con ello establecer si per-
tenecen a Mesoamérica. Finaliza anotando que para integrar al eje Lerma-Santiago
es necesario sumarlo a mayores caudales, como el del Lago de Chapala, y visualizar
cómo se enlaza al sur.
Así, el eje fluvial del río Coahuayana, cercano al sistema Lerma Santiago, es
la única corriente directa del Océano Pacífico al lago de Chapala. Este río nace en el
municipio de Mazamitla, Jalisco, a 2,530 msnm, y a lo largo de su curso recibe varios
nombres: Cofradía, San Lorenzo, Tamazula, Tuxpan, Naranjo y Coahuayana; en su
recorrido existen lugares sin reconocimiento arqueológico. Un afluente importante
es el río Salado, que conduce al Valle de Colima, y otro, el río Barreras, que va a la
cuenca occidental del Río de las Balsas. Al respecto, la autora refiere el hallazgo de una
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
tumba troncocónica en Chilpancingo, que contuvo una figurilla olmeca y una vasija
miniatura decorada con un diseño Capacha. Aunque se han hecho trabajos parciales
mediante proyectos de rescate y salvamentos, una investigación a mayor profundidad
enfrenta problemas por la falta de datación de contextos Capacha y del conocimiento
de la Costa de Guerrero, sobre todo, al tratar de dilucidar las primeras ocupaciones,
tanto en Guerrero como en los complejos tempranos de Occidente. El artículo concluye
con varias reflexiones ya planteadas, respecto a los límites de Occidente, a la inclusión
de Guerrero, a la necesidad de trabajo en lugares donde se presume la entrada costera
de Sudamérica, particularmente en los deltas de los ríos Balsas y Coahuayana, bajo el
principio de que seguramente fueron acciones de largo plazo.
IV
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R. M. Reyna Robles y E. Mejía Pérez Campos
V
CONCLUSIONES
Llegar a la XXX Mesa Redonda de la SMA es un gran logro ante las condiciones cada
vez más adversas, a diferencia de la IV Mesa Redonda sobre Occidente cuando, al
menos en arqueología, hubo dos años de investigación previa patrocinada por insti-
tuciones de México y el extranjero.
En la primera sesión del lunes 4 de agosto, con el tema “El Bajío y su definición
territorial”, Efraín Cárdenas nos presentó al territorio del Bajío como una planicie
con terrenos llanos, delimitada por el septentrión mesoamericano, que a lo largo del
tiempo va desde el Eje Volcánico Transversal hasta mucho más al norte. Él propuso
dividir en siete momentos las interacciones que se dieron en ese territorio con base
en lo que se ha registrado arqueológicamente, describiendo los rasgos culturales y
ambientales más sobresalientes de cada uno. Así, para Cárdenas, el Bajío es Mesoa-
mérica, su territorio se define fuertemente por la cuestión ambiental, y fue el enlace
entre la Cuenca de México y el Occidente.
El martes 5 de agosto, con el tema “Población, asentamientos, recursos naturales
y producción cultural”, Gerald Migeon habló de cuestiones generales sobre el Bajío, al
que se le ha considerado como marginal, con una alta pluviosidad e inestable, lo que
repercutió en la permanencia de la población o en su abandono. Hace una diferencia
entre el recurso existente en el territorio, como un recurso potencial, y el recurso o
materia prima usada y trabajada, al igual que entre los recursos naturales: los silvestres
y los cultivados, cuyo cálculo se puede obtener por el número y tamaño de las terrazas.
En cuanto al conocimiento de los asentamientos del Bajío, señaló que el principal
obstáculo es la falta de cobertura espacial. Habló de Loma Alta, que tuvo una fuerte
ocupación en el Clásico, una ruptura o abandono entre 600 y 900 d. C. y un retorno de
la población hacia 1200 d.C. Tambiénn se refirió a Cerro Barajas con su arquitectura
de dos pisos, sus bodegas subterráneas y el tapiado de puertas, cuando la gente se va
al sur, y de Plazuelas, que en 700 d.C. o después es muy teotihuacanoide. Concluyó
que aunque faltan datos sobre las rutas de intercambio, el Bajío no fue marginal y
participó en lo que fue Mesoamérica.
El miércoles 6 de agosto, en el tema “Movimientos poblacionales en el Bajío”,
María de los Ángeles Olay se refirió al Bajío y a la costa occidental. En la costa los
eventos tempranos posiblemente fueron sellados por algún tsunami. A pesar de que
son sumamente escasas, las evidencias tempranas de Capacha apuntan similitudes con
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presencia negra en el bajío y sus afrodescendientes...
el Ecuador, y las figurillas de Colima con la Costa Grande de Guerrero y con Valdivia.
En cuanto a las tumbas de tiro, dijo, hay similitudes con Colombia y Ecuador.
Olay destacó que por medio de rescates y salvamentos, el Centro INAH Coli-
ma ha logrado obtener una buena muestra de entierros con ofrendas Capacha, pero
los eventos volcánicos que los han cubierto han propiciado que las fechas de C14 se
coloquen en un hiato entre Capacha y Ortices. Respecto a la producción cultural al
interior de Mesoamérica, encuentra que las figurillas de Capacha son más parecidas
a las D2 de El Infiernillo, y que lo Tlatilco se relaciona con Occidente por medio del
Complejo Río Cuautla. La autora no encuentra elementos culturales que liguen a
las fases Capacha y Ortices. Nota un hiato entre 1200 y 400 a.C., quizá por eventos
volcánicos. Las fases más tardías las caracteriza por cambios decorativos y de formas
cerámicas, asentando que no hubo un periodo urbano o Clásico. Considera que las
sociedades complejas fueron las de Teuchitlán y la de las tumbas de tiro, y que el único
sitio relevante es Comala.
Finalmente, el jueves 7 de agosto, se trató el tema “Presencia negra en el Bajío
y sus descendientes”, en el que Elsa Hernández Pons, ante la ausencia de datos sobre
población negra, no sólo en el Bajío sino en muchos otros lados, se refirió a la Casa
de los Azulejos, ubicada en el centro de la ciudad de México, donde fueron hallados
un grupo de esqueletos de posible población negra, pero que todavía no han sido
estudiados, por lo que mostró y describió los bellos mosaicos pintados que retratan a
la servidumbre negra de esa casa, entre ellos, lavanderas, aguadores y mayordomos.
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R. M. Reyna Robles y E. Mejía Pérez Campos
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De las deidades oscuras prehispánicas a los Cristos
Negros Mesoamericanos
Carlos Navarrete Cáceres
Estas dos pinturas son unos diseños de la diosa que los indios nombran
Teotenantzin que viene decir Madre de los Dioses, a quien en la gentilidad
daban cultos en el cerro de Tepeyac donde hoy lo tiene la Virgen de Gua-
dalupe (Glass 1964: 140 Lám. 1).
el bajío mexicano
Carlos Navarrete Cáceres
Esta descripción indica que, a principios del siglo XVIII, la imagen estaba ya
ennegrecida. Oficialmente la Iglesia atribuye el color a la exposición constante al
humo de miles de candelas de cebo animal y de rajitas de ocote que ofrendan los
peregrinos. Es significativo, sobre todo para el fervor popular, que la restauración
que se le hiciera a la imagen en 1995 con motivo de celebrarse los 400 años de culto,
no solo respetó el color oscuro sino lo acentuó más; desafortunadamente el informe
rendido por los técnicos que intervinieron dice poco de su color original (González
de Flores y Carías Ortega 1998).
Fuera de origen oscuro o ennegrecido por el humo, el impacto de la imagen
en la población indígena y después mestiza fue el mismo. Y si el tono se debe a una
raíz prehispánica como plantean algunos investigadores, nos encontramos entonces
frente a una sustitución inteligente de parte de las autoridades eclesiásticas, con base
en un culto antiguo imposible de erradicar y sí de encausarlo por caminos de la recién
impuesta religión cristiana.
El primero en postular el posible origen prehispánico del Cristo de Esquipulas
fue Lothrop (1924), basado en antiguas noticias sobre deidades cuyo color distintivo
era el negro, entre los que destaca Ek-chuah, dios patrón de los mercaderes. Aunque
no establece la relación directamente, Lothrop fijó su atención en cinco esculturas
el bajío mexicano - 258 -
de las deidades oscuras prehispánicas...
que adornan el puente cercano al Santuario de Esquipulas (Figura 4). Dos de ellas
representan jaguares o pumas y el autor se pregunta si no estarán asociadas con Ek-
Balam Chac, el Puma Negro de la Lluvia. Sobre el origen de estas esculturas existe un
detallado artículo de Toledo Palomo (1964: 49-59), en el que demuestra su procedencia
de las ruinas de Copán, detalle por demás sugerente (¿por qué jaguares?).
El Ek Chuah de Lothrop proviene de la definición del dios hecha por Schellhas
(1904) quién lo nombró Dios M, caracterizándolo así: la boca la lleva pintada de color
café rojizo, el labio inferior está alargado y colgante, lleva dos líneas curvas en el ex-
tremo exterior del ojo; frecuentemente se le representa en actitud belicosa, armado con
una lanza, y en una ocasión –Códice de Madrid– aparece combatiendo con el Dios F,
quien parece herirlo; esta deidad representa a la muerte violenta, en la guerra o en el
sacrificio humano. Armado de jabalinas y lanza aparece en el ámbito terrestre debajo
de Ixchel, tomando parte en la destrucción del mundo por el agua. El color oscuro es
distintivo de jerarcas o nobles relacionados con el comercio (Figura 5, a).
Morley siguió esta interpretación y abundó: “Ek Chuah es la sexta deidad más
comúnmente representada en los códices y se representa en ellos 40 veces” (1947). Hace
ver que posee doble carácter: como dios de la guerra era malévolo, pero como dios de
los mercaderes –básicamente los caminantes– era benévolo:
Los Chortis no han abandonado totalmente el antiguo culto pues con alguna
frecuencia se observan en Copán las huellas reveladoras de la práctica de ritos
de la antigua religión indígena frente a la colosal cabeza de piedra colocada
sobre la Escalinata de los Jaguares.
Gustav Stronswick lo relata en sus experiencias durante las obras de res-
tauración de las Ruinas de Copán en 1940 y el Dr. Raúl Agüero Vera refiere
que pudo ver a los oficiantes del rito que se alejaban en una madrugada del
año 1958, y que encontró sobre una pequeña loza cabos de velas derretidas
y restos de incienso copal quemado durante la extraña ceremonia. Personas
que viven en las cercanías del campo de ruinas, de cuya seriedad estoy seguro,
me afirman con aplomo que la costumbre perdura (1979).
que la sustitución se hubiese dado con una imagen de tono claro, para los
creyentes la sola representación de Cristo y su martirio es suficiente. Las
adaptaciones y el empate de simbolismos se dieron después, a medida que
se oscureció, dando paso a antiguas tradiciones que la resistencia cultural
mantuvo latentes. La identificación con el color negro se produjo en el
transcurso de cuatro siglos, pasó por dos renovaciones de color y al final se
impuso el sentir popular: el Señor de Esquipulas es negro. La propia Iglesia
católica lo validó calladamente o silenció la evidencia, al saltarse el informe
técnico de la restauración del Centenario que, con toda claridad, concluye:
“La policromía general del Cristo es de un tono más claro”. Son tres capas
pictóricas normales, pese a lo cual el encarnado final que ahora luce debido
a los mismos autores del informe, es mucho más oscuro que antes y hasta el
cendal o sabanilla que lo cubre se tornó oscuro.
El color verdadero lo imponen la tradición, las creencias que aumentan
al correr del tiempo, lo que la gente siente y quiere ver. Las dudas de acadé-
micos y teólogos no son cuestión que preocupe a los creyentes de la diáspora,
y la historia documental va cediendo ante la espontaneidad y fuerza de la
transmisión oral (Navarrete 2007: 17-18).
Creo que en Tila haya habido un culto a una deidad negra o tiznada, en el cual
el sacerdote también tuviera esa representación (...) Ahora, la población es objeto
de una famosa romería anual, a causa de la extendidísima devoción a una imagen
morena de Cristo allí venerada (Navarrete 2013: 101-168).
Según este autor el origen de la imagen proviene del “culto a una deidad que
fue urgente desplazar y suplantar con la deidad cristiana”:
“Entre pues y miré, y he aquí toda forma de reptiles, y bestias abominables, y todos
los ídolos de la casa de Israel, que estaban pintados en la pared por todo alrededor”.
Por sugerente, repito la nota impresa al margen de la página donde describe los
hechos y el resultado de su prédica: …”y después fue el caso de la transmutación
prodigiosa del Santo Cristo de Tila” (SBEAL 1989: 708).
... y habiendo visto la información presedente sobre los casos, y sucesos que de algunos
años a esta parte se an atribuido a la Imagen el Santísimo Christo que llaman de Tila
por estar en la iglesia parroquial del Pueblo de Tila, y los pareceres de los Teólogos
a quién su Sria. Illma. le remitió: dixo que usando de su autoridad ordinaria, y en
aquella viá, y forma que puede, y le pertenece declarava y declaró por prodigiosa y
milagrosa la renovación de la Santa imagen de Christo Crucificado de vulto (que
se venera en la D dha. Iglesia de el pueblo de Tila), porque estando antes todo su
cuerpo ahumado y denegrido impovisádamente se manifestó, y halló blanco como
al presente se ve. Y assimesmo aprobava y aprobo por milagrossos todos los demás
casos expresados en la dha. información, que la Majestad Divina a obrado en la
mesma Santa Imagen: y da y dio licencia para que como tales milagros se pinten y
pongan en público y refieran en los púlpitos; por convenir al mayor servicio de Dios
Nro. Señor y aumento de la dha. Santa Imagen...
Recapitulación
“árbol cósmico” del mundo maya o sea la ceiba que brota de la tierra, de la oscuridad
del mundo inferior, y deviene en morada de los antepasados, a través de cuyas ramas
se comunican con el mundo exterior (Hernández Pons, en proceso). El ejemplo ar-
queológico más importante del aprovechamiento simbólico de una formación natural
es la gran estalacmita en forma de árbol en el interior de la gruta de Balankanché en
Yucatán (Figura 13) (Wyllys Andrews IV 1970).
Ya dejamos establecido que el tono original de la encarnación es claro, y que el
oscurecimiento se debe a la exposición al humo y al contacto humano, tal como suce-
dió con la imagen de Esquipulas. Por otra parte no todos los procesos de asimilación
religiosa ocurrieron inmediatamente a la Conquista ni durante el inicio de la campaña
evangelizadora que contó con pocos religiosos para un área geográfica enorme y mal
comunicada. Los curas que atendían Tila se enteraron de las ceremonias en la cueva
y de los númenes oscuros invocados, y para erradicarlos se valieron de una imagen
de Cristo de impresionante talla. De la simbiosis con el color negro y la cueva se irían
dando cuenta durante el proceso de ennegrecimiento de la imagen, que duró un siglo,
culminando en 1692 con el milagro de la autorrenovación y el acto de fe practicado
en Oxchuc por el obispo Núñez de la Vega al destruir los ídolos “tiznados” que ocul-
taban en el templo cristiano. El obispo identificó al Demonio con Poxlón, un nahual
también llamado Patzlan y Tzihuizin, “entre los indios muy temido” (Núñez de la
Vega 1988: 756).
Les doy la razón a Josseran y Hopkins cuando afirman que, al igual que con
otras deidades mesoamericanas, “los dioses de las cuevas son multívocos y aparecen
de múltiples formas”, aunque pueden interpretarse “como una sola las diversas per-
sonalidades de rasgos coincidentes que habita…”
Es preciso citar otras imágenes semejantes con un posible sustento devocional
indígena, entre ellos el Cristo de Otatitlán (Figura 14). Su santuario está asentado en la
margen del río Papaloapan, importante vía fluvial de comercio y tránsito; aquí existió
en época prehispánica un templo dedicado a Yacatecuhtli (Figura 15), deidad patrona
de los comerciantes (Aguirre Beltrán 1975; León Portilla 1958; Winfield Capitaine 1978;
Velasco Toro 1997; 1998; 2000). El nombre Otatitlán, “lugar de otales”, puede referirse
a un importante símbolo de jerarquía de los comerciantes como era el otate, especie
de cayado o bastón de mando. En Tuxtepec, población vecina a Otatilán, los aztecas
mantenían una guarnición militar atenta a vigilar el largo camino de Xicalango que
conducía al Área Maya, en el punto en que se cruzan las rutas costeras con la bajada
de la Sierra Chinanteca. A finales de los años noventa la imagen sufrió de una pésima
restauración que le aclaró el color de acuerdo a las normas de la “nueva liturgia”. En
busca de raíces antiguas es necesario tomar en cuenta no solamente la imagen sino
otras manifestaciones tradicionales, en el caso de Otatitlán están los “voladores” de
Papantla, que año con año están presentes en la fiesta titular (Figura 16).
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Décadas después Lourdes Arizpe (1975) estudió el caso de las mujeres indígenas en
la ciudad de México que se dedicaban al comercio ambulante y fueron llamadas “Ma-
rías”; Margarita Nolasco (1995) también realizó aportes a esta temática en los años 80
del siglo XX. En la década de los noventa Carmen Bueno (1994); Martha J. Sánchez
(1995); y François Lestage (1998) incursionan en el análisis de la población indígena que
migra a las ciudades. De forma similar, Laura Velasco (2008) se enfocó en población
indígena (familia y mujeres) que han llegado a la frontera norte (Tijuana).
En años más recientes, Regina Martínez en su tesis doctoral (2001) analiza el caso
de los otomíes en la ciudad de Guadalajara, estudia las interacciones que esta población
establece en la ciudad a partir de 3 ámbitos: casa, comunidad y ciudad. Séverine Durin
(2003) realiza estudios con los indígenas urbanos en Monterrey. Por su parte, Questa
y Utrilla (2006) brevemente nos refieren cómo los indígenas otomíes del norte del
estado de México y sur de Querétaro se han integrado al proceso migratorio desde la
década de los setenta del siglo XX. Ma. Eugenia Chávez (2004) también estudia a los
mazahuas en la ciudad de México que se dedican al comercio ambulante y que vienen
del Estado de México. Cristina Oehmichen (2005), Elizabeth Maier (2006), Maya Pérez
(2007), y Adela Díaz (2009) hacen asimismo aportaciones importantes a esta temática.
También se suma el estudio de Marta Romer (2010) que trata sobre la lucha que
otomíes de Querétaro hacen por el espacio urbano. Durin (2010) coordina un conjunto
de reflexiones acerca de las etnicidades urbanas en América Latina. Uno de los textos
más recientes, y que refiere el área de nuestro interés es Indios en la ciudad de Vázquez
y Prieto (2012) que analiza la situación de los indígenas en la metrópoli queretana.
Este recuento nos permite concluir que las migraciones de población indígena
a las ciudades es un tema ampliamente abordado, aunque es en años recientes en que
te tenemos un mayor número de estudios y mayor diversidad temática.
Ivy Jacaranda Jasso Martínez
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¿nuevos territorios indígenas?
Baja California, Sinaloa, Ciudad de México, Quintana Roo, Jalisco, México, Coahuila,
Morelos y Guanajuato (21.8 %) (CDI s/f: 26).
Martínez et al. (2003) proponen que en la actualidad se registran dos fenómenos
relacionados con la migración indígena: ocurre la concentración de pueblos indígenas
en zonas metropolitanas ya conocidas (Ciudad de México, Monterrey, Toluca y Pue-
bla); y también se registra cada vez más la presencia indígena en ciudades medias y
pequeñas, como hemos observado a partir de las cifras aquí mencionadas.
Según el más reciente censo, del año 2010, 38 por ciento del total de los hablantes
de lenguas indígenas de 3 años y más viven en localidades de más de 2 500 habitantes
(2 626 170 de personas) (INEGI 2011). En casi todas las ciudades capitales y en los
principales centros turísticos encontramos indígenas de diferentes comunidades y
estados que llegan a vender sus mercancías y artesanías, a emplearse en la construc-
ción, a trabajar en el servicio doméstico entre otras ocupaciones. A partir de los datos
anteriores se puede afirmar que la migración a las ciudades se trata de un fenómeno
que no es nuevo, pero que aumenta, se expande y se complejiza (Jasso 2013).
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Ivy Jacaranda Jasso Martínez
nales del siglo XVI, se mezcló con el paso de los años y en la actualidad son pocos los
reductos donde aún podemos encontrar hablantes de un idioma indígena.
Según la caracterización que realiza la Comisión Nacional para el Desarrollo
de los Pueblos Indígenas (CDI) para identificar las regiones indígenas de México, en
Querétaro se establece la región Otomí Hidalgo-Querétaro que abarca 14 municipios
y dos de ellos en Querétaro; en Michoacán se especifica la región purépecha con 14
municipios; además se incluye al estado en la región Mazahua-Otomí (junto con el
Estado de México y Querétaro) al considerar el municipio de Zitácuaro; en Jalisco
(junto con Nayarit y Durango) se conforma la región Huicot o gran Nayar incluyendo
dos municipios de este estado (Serrano 2006). Además de las 25 regiones definidas se
establecen municipios indígenas o con presencia indígena que no se incluyeron en las
regiones pero que representan particularidades que es necesario considerar, uno de
estos casos es San Luis de la Paz en Guanajuato.
Si tratamos de yuxtaponer a la zona que geográficamente hemos denominado
como el Bajío y estas regiones indígenas denominadas por la Comisión Nacional para
el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) con criterios culturales, no hay coinci-
dencia, es decir, solo parte de algunos municipios de Querétaro que corresponden a
la región otomí estarían incluidos en el Bajío. Lo anterior hace preguntarnos por las
características culturales, desde la perspectiva indígena, que pueden dar sentido a una
región que de inicio se antoja más como un corredor industrial-económico que ejerce
influencia hacia el exterior. Siendo que las ciudades son los polos económicos que
concentran a la población y es allí donde tienen lugar las dinámicas y el intercambio
cultural más intenso.
Si se observa con detenimiento el mapa de estas regiones se identifican zonas
con presencia indígena en las ciudades más pobladas de los estados, como la zona
metropolitana de Guadalajara, Querétaro y León. Lo que indica que además de estas
regiones con rasgos coincidentes en su interior, existen ciudades-regiones que por
sus características han funcionado como polos de atracción para población indígena.
Entonces ¿qué influencia tienen estas grandes ciudades, que parecen estar definiendo
regiones económicas importantes, en la conformación y modificación de los aspectos
sociales y culturales de las poblaciones que llegan a habitar ahí? ¿Es posible que también
la cultura de estas poblaciones migrantes afecte y modifique a las grandes ciudades?
Para tratar de entender los flujos y desplazamientos de población indígena, así
como la heterogeneidad de estos flujos es necesario considerar aspectos como el tiempo
en qué se iniciaron estos desplazamientos, las causas y motivaciones, las expectativas,
las redes sociales que se han formado para permitir los flujos, las oportunidades que
encuentran, así como actividades que realiza esta población en los lugares de llegada.
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¿nuevos territorios indígenas?
En este apartado mencionaremos algunas cifras generales para los tres estados que
en algunas zonas conforman el Bajío, para después centrarnos en el caso específico
de Guanajuato.
Con respecto a Jalisco, en el año 2010 se registraron 53 605 hablantes de 3 años
y más de un idioma indígena (0.78 por ciento de la población total en el estado) de
los cuales 27 380 son hombres y 26 307 mujeres; y los municipios con mayor concen-
tración de esta población son Mezquitic (12 540 hablantes de un idioma indígena),
Zapopan (12 498 hablantes de un idioma indígena), Guadalajara (5 575 hablantes de
un idioma indígena), Bolaños (4 040 hablantes de un idioma indígena), Tlaquepaque
(3 250 hablantes de un idioma indígena), Puerto Vallarta (2 446 hablantes de un idioma
indígena), Tlajomulco de Zúñiga (2 082 hablantes de un idioma indígena) y Tonalá
(1 761 hablantes de un idioma indígena) (INEGI 2017).
En el caso del estado de Querétaro se registraron 30 256 hablantes de un idioma
indígena de 3 años y más en el año 2010, lo que representó 1.78 por ciento del total de
población en este rango de edad; y los municipios donde se ubicaban mayoritariamente
esta población eran Amealco de Bonfil (15 426 hablantes de un idioma indígena), Toli-
mán (5 900 hablantes de un idioma indígena), Querétaro (4 267 hablantes de un idioma
indígena) y San Juan del Río (1 271 hablantes de un idioma indígena) (INEGI 2017).
Finalmente, en el caso de Guanajuato, en ese año (2010) se registraron 15 204
hablantes de 3 años y más de un idioma indígena (8 178 son hombres y 7 026 son
mujeres), representado un 0.29 por ciento de la población total en el estado; los prin-
cipales municipios donde se ubicaba esta población eran León (3 270 hablantes de un
idioma indígena), San Luis de la Paz (2 273 hablantes de un idioma indígena), Tierra
Blanca (2 090 hablantes de un idioma indígena), Celaya (1 279 hablantes de un idioma
indígena), e Irapuato (1 019 hablantes de un idioma indígena) (INEGI 2017).
Como se observa, los tres estados son disímiles entre sí (en términos de proporción
y concentración), y si nos enfocamos a la zona que en cada uno de ellos es parte del
Bajío, la concentración de hablantes de un idioma indígena es mínima. Aunque es de
resaltar que en las principales zonas urbanas de estos estados existen concentraciones
importantes de población indígena.
Tomando a Guanajuato como nuestro caso de interés, el Censo del año 1990
registró 8 966 hablantes de idiomas indígenas en el estado, lo que representó cerca
del 0.26 % en relación con el resto de la población en el estado (INEGI 2008a). Con
respecto a los dos censos siguientes podemos afirmar que en términos absolutos y pro-
porcionales el número de hablantes aumentó; en el Censo del 2000 y 2010 la población
de 5 años y más que habla una lengua indígena alcanzó 0.26 % (10 689 hablantes) y
0.30 % (14 835 hablantes) respectivamente (INEGI 2008b, 2011).
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Ivy Jacaranda Jasso Martínez
Gráfica 1. Población de 5 años y más que habla una lengua indígena en el estado de Guanajuato
(periodo 1990-2010)
Los indígenas que viven en las principales ciudades del estado (Celaya, Guana-
juato, Irapuato, León y Salamanca), y que probablemente se trata de indígenas de otras
entidades, representaron en el año 2000 y 2005 cerca del 50 % de la población total que
habla una lengua indígena en Guanajuato. En cambio, en 2010 sólo representaron poco
más del 30 % (Jasso 2011). Cabe añadir que en Guanajuato este fenómeno migratorio es
relativamente nuevo (en comparación de Guadalajara y Monterrey, por ejemplo), hay
pocos registros y estudios que analicen los procesos de población indígena migrante.
Entre los pocos estudios identificamos los primeros registros que se tienen de población
indígena en León y datan de mediados de la década de los noventa, en este estudio se
registró población mixteca y algunos otomíes que ocupaban los patios de la antigua
estación de ferrocarril en esta ciudad en el año de 1993 (Aranda y Sandoval 2008)
El 38.7 % de los indígenas residen en localidades de 100 mil o más habitantes
y casi otra tercera parte en localidades de menos de 2 500 habitantes; en el estado se
hablan 25 idiomas indígenas, y los idiomas que registran más hablantes son el otomí
(23.2 %); el chichimeco jonaz (21.6 %) y el náhuatl (18.7 %); además también encon-
tramos hablantes de mixe, mazahua, zapoteco, purépecha y mixteco (Vega y Partida
2014: 45, 47).
Ahora me centraré en el municipio con más población hablante de un idioma
indígena, y que además es el más poblado del estado y concentra las principales acti-
vidades económicas y comerciales: León. Dadas sus características económicas, León
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Gráfica 2. Principales municipios con concentración de población indígena en Guanajuato, 2010
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Elaboración propia a partir de INEGI 2011
¿nuevos territorios indígenas?
Ivy Jacaranda Jasso Martínez
Consideramos que las cifras que aparecen en estos cuadros puede ser menores
a lo que nos presenta la realidad, en las exploraciones que hemos hecho calculamos
que esta cifra se rebasa ligeramente ya que en ocasiones por discriminación se evita
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completo la discriminación y marginación que viven en estos lugares por ser conside-
rados “extraños” y “ajenos” de estos lugares, ancestralmente suyos.
Tal vez es más acertado pensar en regiones económicas interconectadas que en
grandes ciudades aisladas, es decir, la región del corredor industrial del Bajío presenta
características similares y una intercomunicación e intercambio amplios que permiten
la movilidad de personas. Esto se relaciona con lo registrado en León, algunos de los
indígenas que se establecieron en la ciudad refieren migraciones anteriores a ciudades
comprendidas en esta región, y mantienen comunicación con parientes en Guadalajara
y Tonalá, o en Querétaro. En este sentido, las nuevas regiones indígenas se yuxtaponen
a regiones de un importante desarrollo económico.
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Ivy Jacaranda Jasso Martínez
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Tras la conquista de almas y tierras. Hacia una delimitación
histórico cultural de la zona noreste de Guanajuato… un Bajío
oriental
Alejandro Martínez de la Rosa
Universidad de Guanajuato
Si bien la región del Bajío tiene presencia histórica desde hace algunos siglos dentro de
los estudios socioculturales en el país, en la presente comunicación expondré algunas
características culturales que determinarían una subregión de Guanajuato ubicada en
el noreste del estado. A partir de la revisión de estadísticas y descripciones coloniales y
de prácticas culturales registradas desde el siglo XIX hasta la fecha podré argumentar
la presencia de una zona cultural confluyente pero distinta a las que surgen de estudios
ecológico-geográficos, arqueológicos y económicos.
En este sentido, se revisarán las delimitaciones propuestas desde la arqueología
que propusieron la región mesoamericana, así como los estudios lingüísticos acerca
de la dispersión de las lenguas otomangue, para determinar a partir de una revisión
etnohistórica las características presentes en prácticas culturales como las velaciones y
el huapango arribeño. Así veremos como la colonización de la región, junto con pro-
cesos culturales en la época independiente determinan en la actualidad la postulación
de una subregión cultural en el noreste de Guanajuato.
Introducción
Fue en agosto de 2014 cuando se llevó a cabo la XXX Mesa Redonda de la Sociedad
Mexicana de Antropología en la ciudad de Santiago de Querétaro, Qro., la cual tuvo
como tema general “El Bajío y sus regiones vecinas. Acercamientos históricos y antro-
pológicos”. En ella la Dra. Phyllis Correa me invitó a dar una conferencia el segundo día
del evento, en el cual la jornada tenía como tema “Población, asentamientos, recursos
naturales y producción cultural”; aunque la investigación de recursos naturales no es
mi tema pensé que podría aportar algo. Sin embargo, el primer día del evento llegué
temprano a escuchar la jornada que llevó por título “El Bajío y su definición territo-
rial”, en la cual el ponente del área de etnología no confirmó su llegada minutos antes
de iniciar su charla, según me comentó el Dr. David Wright, co-organizador de las
Alejandro Martínez de la Rosa
conferencias matutinas; entonces le comenté que yo llevaba imágenes que utilicé para
un artículo acerca de las subregiones dancísticas que había en Guanajuato y otras de
mis clases de Cultura mexicana, siglos XIX-XX, y que podría sin problema exponer
algo en este sentido. David habló con los demás organizadores y estuvieron de acuerdo,
una vez que el conferencista original avisó que no iba a participar definitivamente.
Producto de ambas exposiciones y de la amplia interlocución al final de las ex-
posiciones durante ambas jornadas, al igual que en los corredores de la sede, surge el
presente texto, panorámico y abigarrado, dado que había dejado la duda acerca de la
existencia de una región Bajío homogénea, a partir de retomar prácticas que suelen
ignorarse, como la danza y la música. Por ello, en esta ocasión abordaré distintos
enfoques disciplinares para mostrar la existencia de una subregión concreta, no sólo
desde las fuentes particulares de mi tema de investigación.
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tras la conquista de almas y tierras
por la gran vertiente del Río Lerma. Bajo esta perspectiva pocos argumentos
quedan para continuar usando la separación física y cultural de Kirchhoff,
no obstante, su propuesta metodológica ha sido fundamental para el trabajo
arqueológico y lo seguirá siendo mientras trabajemos áreas poco estudiadas
(Cárdenas 2004a: 5).
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Alejandro Martínez de la Rosa
con los límites septentrionales de los Estados tarasco y mexica” (1999: 20). El límite
septentrional primero:
Con lo anterior tenemos un límite norte-sur en el cauce del río Lerma, y uno
oriente-poniente entre el Valle del Mezquital y lo que actualmente se llama Bajío. Sin
embargo, Wright define para “los propósitos” de su estudio al Bajío como:
Es decir, usa una delimitación basada en la altura sobre el nivel del mar, referente
que volvió a sostener en la Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología,
argumentando además que estrechando más el parámetro en metros, quedaría fuera
Pénjamo como parte de la región, por lo cual decidió ampliar dicho parámetro. En
este sentido es importante que Pénjamo quede dentro de un Bajío antiguo pues ahí
se encuentra la zona arqueológica de Plazuelas. En aquella reunión expuse mis obje-
ciones a David Wright y a Efraín Cárdenas respectivamente: 1) a mover el parámetro
ecológico-geográfico para incluir una zona, pues se estaría usando de manera capri-
chosa según los parámetros ecológicos de altura sobre el nivel del mar, y 2) a llamar a
una tradición prehispánica “Bajío”, pues el concepto habría sido usado con asiduidad
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tras la conquista de almas y tierras
hasta el siglo XVIII, con lo cual se estaría nombrando una zona cultural con pará-
metros históricos fuera de la época concreta de la tradición arqueológica en cuestión.
Gracias al trabajo de David Wright, entre otros, hoy ya se tiene consenso en la co-
munidad de historiadores que hubo un proceso en que los conquistadores españoles
aprovecharon la zona de frontera otomí para colonizar “el Bajío” durante el siglo
XVI y primera mitad del XVII. Wright considera cuatro etapas de colonización de
los estados de Guanajuato y Querétaro:
Estos colonizadores serían los fundadores de una zona cultural a la que podría-
mos llamar del noreste de Guanajuato, de filiación otomí, junto con los pames pacíficos,
ambos de la familia lingüística otomangue. Tal familia es muy antigua en la zona, pues
hacia el siglo 5 000 aC ya existía el idioma protootomangue, del cual se desprenderían
el protojonaz, el protopame, el protootomí-mazahua y el protomatlatzinca-ocuilteco,
entonces “Tlapacoya, Tlatilco, Cuicuilco y Teotihuacán probablemente fueron sitios
de los antiguos otopames mesoamericanos, aunque esta última ciudad indudablemente
tuvo carácter multiétnico” (Wright 1999, 27-28), en una época donde se domesticó
el maíz y otros cultivos para la agricultura sedentaria. De estos grupos, los pames
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• Ocampo
• San Felipe
• San Diego de la Unión
• Guanajuato
• León
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• Silao
• Romita
• Irapuato
• San Francisco del Rincón
Zona suroeste (de las haciendas españolas y criollas relacionadas con la arriería
hacia el Lago de Chapala y Guadalajara. Aspectos culturales: danza del Torito y de
Aztecas, al parecer de reciente apropiación. No presentan rasgos indígenas, aunque
hay rastros coloniales de presencia afrodescendiente).
•
• Purísima del Rincón
• Manuel Doblado
• Pueblo Nuevo
• Pénjamo
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• Abasolo
• Huanímaro
Zona noreste (de las haciendas y congregaciones indígenas otopames con inter-
cambio hacia la Sierra Gorda y el semidesierto queretano. Aspectos culturales: ritos y
danzas de fuerte raigambre otopame, como la de Concheros y las variantes de danzas
Chichimecas. Hay una fuerte presencia indígena, aunque haya muy pocos hablantes
de lengua indígena).
• Valle de Santiago
• Jaral del Progreso
• Salvatierra
• Tarimoro
• Jerécuaro
• Coroneo
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• Yuriria
• Moroleón
• Uriangato
• Santiago Maravatío
• Salvatierra
• Acámbaro
• Tarandacuao
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tras la conquista de almas y tierras
dividen en tres parcialidades: la una que procede del Copuz viejo, que ahora
manda un Domingo, que fue su criado, y la otra Alonso Guando, el cual ha
días que ha sentado de paz en El Mezquital [llano de Celaya], y ha servido
y ayudado bien a los españoles contra los demás chichimecas (Santa María
2003: 206-207).
Ellos son dados muy poco o no nada a la religión, digo a la idolatría, porque
ningún género de ídolo se les ha hallado ni cú ni otro altar, ni modo alguno
de sacrificar ni sacrificio ni oración ni costumbre de ayuno ni sacarse sangre
de la lengua ni orejas, porque esto todo usaban todas las naciones de la Nueva
España. Lo más que dicen hacen, es algunas exclamaciones al cielo mirando
algunas estrellas, que se ha entendido, dicen lo hacen por ser librados de
los truenos y rayos, y cuando matan a un cautivo bailan a la redonda de
él, y aun mismo le hacen bailar, y los españoles han entendido que ésta es
manera de sacrificio, aunque a mi parecer, más es modo de crueldad (Santa
María 2003: 208).
Hasta aquí no se registran ritos a los cerros, al maíz o a los antepasados, que serán
observados en otomíes décadas más tarde. Tienen bailes distintos, pero comparten
juegos con los demás pueblos de la zona:
Sus pasatiempos son juegos, bailes y borracheras. De los juegos el más común
es el de pelota, que acá llaman batey, que es una pelota tamaña como las del
viento, sino que es pesada y hecha de una resina de árbol muy correosa, que
parece nervio y salta mucho; juegan con las caderas y arrastrando las nalgas
por el suelo, hasta que vence el uno al otro. También tienen otros juegos de
frisoles y cañillas, que todos son sabidos entre los indios de estas partes, y
el precio que juegan en flechas y algunas veces en cueros. También tienen
otro pasatiempo de tirar al terrero y en ello meten a las mujeres que tiren
con sus arcos a una hoja de tuna, la cual tiene por de dentro llena de zumo
colorado de tunas, y esto hacen cuando quieren ir a alguna guerra y en ello
ponen sus agüeros. Sus bailes son harto diferentes de todos los demás que
acá se usan. Hácenlos de noche al rededor del fuego, encadenados por los
brazos unos con otros, con saltos y voces, que a los que los han visto parecen
desordenados, aunque ellos con algún concierto lo deben hacer. No tienen
son ninguno, y en medio de este baile meten al cautivo que quieren matar,
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Alejandro Martínez de la Rosa
y como van entrando va cada uno dándole una flecha, hasta el tiempo que
el que se le antoja se la toma y le tira con ella (Santa María 2003: 210).
Así, éstas son las referencias culturales de los pobladores de lengua otopame y
yutonahua, en la amplia región chichimeca del centro-norte de México.
Xichú tenía 585 tributarios (Lara 2007: 141, 143). Wright afirma: “Él había tenido un
papel clave en la incorporación de los otomíes de Querétaro al sistema novohispano.
Sánchez de Alanís afirmó que había conocido a Conni desde antes de su bautizo,
cuando este vivía en San Miguel. Ciudad Real describió el pueblo de Xichú en 1586.
Tenía un convento de adobe, casas de adobe con techo de viguería y terrado, así como
un presidio con cuatro soldados” (Wright 1999: 46-47).
Tales presidios fueron erigidos al final de la administración del virrey Martín
Enríquez, uno en el portezuelo del Jofre, “donde podría proteger los dos principales
caminos que iban a Guanajuato y a Zacatecas”; otro fue ubicado en las minas de Palmar
de Vega entre 1575 y 1582,7 y uno más “en el poblado indio de Xichú antes de 1586”
(Powell 1977: 152). A decir de su gobernador en 1597, Pedro Vizcaíno,8 Fray Juan de
San Miguel fundó Xichú, “llegó al asiento donde agora es la Villa de San Miguel y
allí tomó posesión y hizo una iglesia de xacal y en señal de posesión vino a este pueblo
de Cichú y tomó posesión de él y después de este pueblo de Cichú se volvió a San
Miguel” (Carrillo 1996: 401).
A su vez, la primera alcaldía constituida en la zona, hacia 1590 aproximadamente,
residió primero en Xichú (hoy Victoria) y después pasó a San Luis de la Paz (Lara
2007: 142; Guevara 2001: 82). Para el siglo XVII se cuenta ya con diversos padrones
del Obispado de Michoacán, al cual perteneció durante décadas parte del noreste de
Guanajuato, terminando precisamente en Xichú (Romero 1862: 4). De tales padrones,
son de interés dos, Pozos del Palmar de Vega y San Luis de la Paz. De ellos, Pozos
del Palmar era un curato secular y San Luis de la Paz fue la única misión jesuita
del obispado, entre 1680 y 1685. En cuanto a la composición de la población, en El
Palmar sólo se cuantificaron 45 españoles de 526 pobladores, mientras San Luis de
la Paz contaba con 124 españoles de 961 habitantes, sin definir en ambos casos castas
ni indios (Carrillo 1996: 12-23). A este lugar se le conoce como El Palmar de Vega,
Real de los Pozos, o minas de San Pedro del Palmar de Vega.9 En 1619 el beneficiario
de las minas fue Dionisio Raso Sotomayor, “natural de estos reinos [donde vivían] 8
vecinos españoles y 60 indios de cuadrilla, y 4 o 6 negros esclavos” (Carrillo 1996: 480).
Para 1631 tendría 160 personas de confesión. Y en 1649 cuenta con: “siete vecinos
españoles, tiene quatro haciendas de sacar plata, dos de ganado mayor y una de ca-
bras; no se coge semilla ninguna; ay en estas haciendas noventa personas de servicio,
indios mexicanos, negros y mulatos, los más casados” (Carrillo 1996: 480). Resulta
significativo que ya no se hable de chichimecas u otomíes y sí de indios mexicanos
(¿nahuas?) y negros y mulatos.
Del mismo modo, Carrillo registra que en San Luis de la Paz el curato fue
atendido por jesuitas desde 1589. Se llamó de la Paz en memoria de la pacificación en
la frontera con los chichimecas. A su vez, Powell menciona que los primeros jesuitas
llegaron en 1594, “acompañados por cuatro jóvenes mexicas y otomíes, indios prote-
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Alejandro Martínez de la Rosa
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sesenta indios de otras naciones con tres o quatro haciendas” (Carrillo 1996: 484-485).
Evidentemente no se acabaron todos los indios chichimecos, ni sus prácticas. Refe-
rencias de ellas las hicieron los propios misioneros.
Fray Juan González Cordero, franciscano, hizo un recuento de sus experiencias por
diversos poblados del actual noreste del estado. En 1640 tuvo aviso que “en un pradito
[del pueblo de Xichú] tenian los antiguos enterrado un hídolo labrado de piedra verde,
con las orejas mui largas, pies y manos de gato, en cuio lugar muchos de los indios
viejos que alli abía hasían algunas seremonias y cuidaban de barrer d[ic]ho lugar”
(Cabranes 2015: 188).
El fraile mandó talar el prado y cavar en él, pero no pudo dar con el ídolo, por lo
que puso “basuras y otras cosas inmundas” (2015: 188). Más de un siglo después, dentro
de una causa seguida a una rebelión en San Juan Bautista Xichú, aparece Francisco
Andrés, acusado de hechicero, y llamado el “Cristo viejo”, de quien se afirmó “decía
missa, se fingía Propheta ó Santo, se bañaba a menudo, y el agua daba á beber por
reliquia á las Yndias, y que las comulgaba con tortillas” (Lara 2007: 169).
Hay otras descripciones de estos grupos, pero fuera de la región de interés, del otro
extremo de la Sierra Gorda. Sólo se describirán ciertas prácticas registradas entre los
pames, ubicados en esta región en Xiliapa y luego en Pacula. Adoraban antiguamente
Usan también de sus bailes que en Castilla llaman mitotes, y las casas en
donde bailan las llaman Cahiz manchi que en nuestro idioma quiere decir
“casa doncella”. Este baile lo usan cuando siembran, cuando está la milpa en
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Alejandro Martínez de la Rosa
elote y cuando cogen el maíz, que llaman monsegui, que quiere decir milpa
doncella, y se hace este mitote a son de tamborcillo redondo y muchos pitos,
y con mucha pausa comienzan a tocar unos sones tristes y melancólicos; en
medio se sienta el hechicero o cajoo con un tamborcillo a las manos, y ha-
ciendo mil visajes, clava la vista en los circunstantes, y con mucho espacio se
va parando y después de danzar muchas horas se sienta en un banquillo, y
con una espina se pica la pantorrilla, y con aquella sangre que le sale rocía la
milpa a modo de bendición. Y antes de esta ceremonia, ninguno se arriesga
a coger un elote de las milpas: decían que estaban doncellas. Después de esta
ceremonia le pagaban al embustero cajoo o hechicero, y comenzaban a comer
elotes todos: después mucha embriaguez, a que son todos muy inclinados. Sus
vasos se componen de agua, yerba y panocha o piloncillo: llaman los Pames
quija, los de razón Charape (Lara 2007: 78; Gallardo 2011: 37).
una cara perfecta de mujer fabricada de tecale, que tenían en lo más alto
de una encumbrada sierra, en una casa como adoratorio o capilla, a la que
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tras la conquista de almas y tierras
se subía por una escalera de piedra labrada, por cuyos lados y en el plan de
arriba, había algunos sepulcros de indios principales de aquella nación pame
que antes de morir habían pedido los enterrasen en aquel sitio. El nombre que
daban al referido ídolo en su lengua nativa era el de Cahum, esto es, madre
del sol, que veneraban por su Dios. Cuidaba de él un indio viejo que hacía el
oficio de ministro del demonio, y a él ocurrían para que pidiese a la madre
del sol remedio para las necesidades en que se hallaban, ya de agua para sus
siembras o de salud en sus enfermedades, como también para salir bien en
sus viajes, guerras que se les ofrecían y conseguir mujer para casarse, que
para obtenerla se presentaban delante de dicho viejo con un pliego de papel
blanco, por no saber leer ni escribir, el cual servía como de representación,
y luego que lo recibía el fingido sacerdote se tenían ya por casados. De estos
papeles se hallaron chiquihuites o canastos llenos, juntos con muchísimos
idolillos que se dieron al fuego, menos el citado ídolo principal. A éste lo
tenía el mencionado viejo (que cuidaba de él) con mucha veneración y aseo,
y tan tapado y oculto que a muy pocos enseñaba o dejaba ver, y sólo lo hacía
a los bárbaros que venían como en romería de largas distancias a tributarle
sus votos y obsequios y pedirle remedio para sus necesidades (Gallardo 2011:
86; Lara 2007: 126-127).
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Alejandro Martínez de la Rosa
Tabla I. Distribución racial en la jurisdicción de San Luis de la Paz (1748). Elaboración propia.
Fuente: Villaseñor (1992) Theatro americano, pp. 321-322.
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Para el año de la expulsión de los jesuitas de San Luis de la Paz, en 1767, el casco
de la comunidad estaba habitada por cuatro o cinco familias de españoles “sólo los
suficientes para formar una compañía de milicias de infantería; un poco más de 4,000
indios evangelizados y unos 500 pames chichimecas, semisalvajes, poco catolizados,
que vivían a extramuros del pueblo, a media legua, en su misión nombrada Nuestra
Señora de Guadalupe”. A la madrugada del 26 de junio de ese año, debían salir los
jesuitas de su misión, sin embargo el pueblo se amotinó, y los “aguerridos chichi-
mecas bajaron de su misión y con piedras, hondas y otras armas cercaron el colegio,
rompieron sus puertas, entraron, buscaron a los frailes, los encontraron y se pusieron
felices, pero decidieron matar o expulsar a los intrusos”, por lo que los comisionados
virreinales huyeron hacia la hacienda de Trancas, jurisdicción de Dolores Hidalgo
(Rionda Arreguín 1996: 451-458).
El 7 de julio se organizaron los indios de nuevo para no dejar salir a los jesuitas,
demostrando así el aprecio que tenían los indígenas hacia ellos. Finalmente, el 10
de julio los comisionados juntaron a personas vecinas del Real de San Pedro de los
Pozos, de la hacienda del Salitre, de San Juan Bautista de Xichú, de las haciendas de
Rincón de Ortega y Xofre, del mineral de San Antón de las Minas, y de las haciendas
de trasquila de Ochoa, San Isidro y San Sebastián. Armados, mataron a algunos indí-
genas, después de que éstos se habían dedicado a la rapiña; y así sacaron a los padres
para llevarles a San Diego, y de ahí, a su expulsión definitiva (Rionda Arreguín 1996:
459-461). En tanto, el 20 de julio fueron ejecutados cuatro reos acusados de causar los
tumultos, fueron decapitados y sus cabezas fueron expuestas en las bocacalles de las
esquinas de la plaza de San Luis de la Paz (Rionda Arreguín 1996: 477-483), excesos
que sólo pueden corresponder a un “mal gobierno”, a ojos de los indígenas.
Años después, en 1795, se informa que en San Luis de la Paz tienen “algunos
Pamies, que son como los otomíes de por allá [y] es mucha la dificultad del idioma,
porque en treinta vecinos suele haber cuatro o cinco lenguas distintas”. Desafortuna-
damente, no se especifican tales lenguas mas que la guaxabana. Además se informa
que les enseñan canto (Romero 1862: 235-236). En 1803, el Consulado de Veracruz
solicitó información estadística de las provincias de la Nueva España, donde San Luis
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Alejandro Martínez de la Rosa
de la Paz estuvo integrada por sus agregados Targea, Sichú, Tierrablanca Casas Vie-
jas y Pozos, teniendo una población total de 30,759 habitantes (Florescano 1976: 34).
Para 1862, ya en la época independiente, se tienen los datos del Obispado de
Michoacán, donde aparece la descripción de algunos poblados que corresponden a
la Sierra Gorda. En la introducción general señala a San Luis de la Paz como una de
las diez ciudades del obispado (Romero 1862: 6). Uno de los cinco departamentos del
estado es el de Sierra Gorda, formado por las municipalidades de San Luis de la Paz,
Casas Viejas y Xichú. La población del casco de la municipalidad de San Luis de la
Paz asciende a 7,600 habitantes. Las haciendas más importantes son la de San Isidro y
la del Jofre. Por su parte, la población de Pozos o Palmar de Vega está integrada por
“indios otomites en su mayor parte: hay algunos pames, y poca gente de raza española”.
Las haciendas que le asigna son la de Santa Ana, los Lobos y San Cayetano. Además,
José Guadalupe Romero da información de otros poblados que “no pertenecen al
obispado de Michoacán, sino al arzobispado” (1862: 151-237). De Xichú el Grande (el
mineral) y Atargea no menciona el número de habitantes ni la conformación étnica;
en cambio, de Xichú de Indios (San Juan Bautista) afirma que “nueve décimas partes
son indios, e el resto de raza mista. El idioma de estos indios es el otomí: algunos que
se avecindaron en la misión de Arnedo hablan el Pame [la cual] estuvo al cargo de
los religiosos de la Cruz de Querétaro hasta el año de 1860 en que fue secularizada”
(Romero 1862: 238-239).
También informa de un pueblo llamado Sieneguilla, fundado a principios del
siglo XVII. A continuación describe la municipalidad de Casas Viejas, a la cual ya se
le había cambiado el nombre por el de San José Iturbide, “en terrenos de la hacienda
del Capulín que perteneció al mayorazgo de Guerrero Villaseca”; las otras haciendas
citadas son San Diego, San Gerónimo y Charcas –hoy, Dr. Mora–. Menciona que
al hacer las excavaciones para la construcción de la iglesia “se encontraron grandes
subterráneos con cadáveres, ídolos, utensilios domésticos y armas de guerra de los
antiguos Chichimecas”, también se comenta que “Casas Viejas fué completamente
arruinada durante la guerra de independencia” (Romero 1862: 239). “La población
del casco es de tres mil seiscientos vecinos, la del curato de diez y ocho mil, y la del
municipio, junta con la de los pueblos de Tierra Blanca, Santa Catarina y otros que
se le agregaron asciende a treinta y dos mil quinientos habitantes” (1862: 240).
Para tener una idea clara de los habitantes de la zona, la Tabla III muestra las
cifras de la población total.
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tras la conquista de almas y tierras
Tabla III. Número de habitantes en la jurisdicción de San Luis de la Paz (1862). Elaboración
propia. Fuente: Romero (1862) Noticias para formar la historia y la estadística del obispado de
Michoacán, pp. 237-240.
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Alejandro Martínez de la Rosa
José Guadalupe Romero escribió dos comentarios a partir de los cuales se harán las
reflexiones finales del presente apartado. Ambos hablan de la propiedad de la tierra:
“En este pueblo [Xichú de Indios] y en los otros de la Sierra la propiedad raíz se en-
cuentra muy concentrada. Por uno ó dos propietarios hay miles que son arrendatarios
ó jornaleros miserables. A esta causa se atribuyen las continuas sublevaciones de estos
pueblos” (Romero 1862: 238).
Son varias las sublevaciones registradas en la zona que no refieren ya a la pro-
tección de la frontera frente a los chichimecas, sino a injusticias relacionadas con la
posesión de la tierra o el ataque a la religión. Ya referimos los tumultos propiciados
a raíz de la expulsión jesuítica, quienes protegían a los indios del gobierno y los ha-
cendados. Pero revisemos los orígenes de uno de los conflictos más importantes del
XIX, anterior a la fecha en que Romero escribió su comentario. Mientras se daba la
intervención militar de Estados Unidos en México, entre 1846 y 1848, los vecinos de
Xichú de Indios se quejaron de “extorsiones, tortuosidades de justicia, penas para
forzosa enajenación de terrenos” por parte del alcalde José María Ramírez, nativo del
lugar. Aparentemente el alcalde había perdido las elecciones en 1846, pero se anuló
la votación y siguió en su puesto, causando grave descontento. Para 1848 el general
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tras la conquista de almas y tierras
A las prácticas alevosas por parte de los propietarios, concebidas hoy como lugar
común de la época porfiriana, se contraponen los argumentos del estado de naturaleza
en que viven los indios, como si se tratara de una descripción del siglo XVI. Otra carta
del mismo año refiere cómo el síndico queretano José González Cossío “adquirió”
de Mariano Noriega de la hacienda de Charcas (hoy Dr. Mora) tierras de propiedad
indígena, una vez que las autoridades extraviaron los documentos que probaban que
eran propiedad de ellos:
Las mohoneras de Charcas que por cerca de dos siglos habían distado cuatro
leguas de Xichú, se colocaron en las orillas de las casas del pueblo, y decidido
Cossío a sostener, lo que él llamaba posesión judicial, armó a veinte o más
guardabosques, que colocados al frente del pueblo no permitiesen a los indios
dar un paso en los terrenos de su nueva adquisición. Por su parte los indígenas
que nada de legal veían en cuanto había pasado, aspiraban a seguir haciendo
uso de sus casas, siembras, magueyales, que tenían en el terreno de que se
les despojó, y de aquí resultaron choques continuos, heridos y homicidios
y siempre eran vencidos los indígenas de Xichú (…) sin duda fermentando
ya entre ellos las ideas de venganza y la de hacerse por su mano justicia que
no habían podido alcanzar por otros medios (Pérez 1988: 198).
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Alejandro Martínez de la Rosa
Con ello, las comunidades tenían que demostrar su antigüedad, número e infraes-
tructura material para ser tomados por pueblos, si es que tenían el interés de poseer
la tierra donde vivían. Al pasar a ser un pueblo, se les daba un cierto número de varas
de terreno útil, así como “garantizar entradas, salidas, pastos, aguajes, abrevaderos,
tierras de repartimiento y ejido para el tributo real”, y si contaban con capilla, se debía
designar un “vicario de pie fijo. En pocas palabras, acceder a la petición implicaba
“formalizar República” (Ruiz 2004: 201). Por ello es que los datos de población que
informaban las autoridades no muestran la realidad de los asentamientos y, definiti-
vamente, promovió el descontento entre los indígenas que se veían impedidos de tener
bienes inmuebles, a favor de la consolidación de grandes latifundios, como lo era el
mayorazgo Guerrero Villaseca. Además se continuaba con el prejuicio sobre el indio,
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como lo ejemplifica el caso de Cruz del Palmar en 1796, donde el cura beneficiado de
San Miguel informó que
El representante de los indios de Cruz del Palmar negó los argumentos del cura,
y el fiscal protector de indios afirmó que:
los indios han padecido graves inconvenientes y latrocinios cada que van a la
cabecera parroquial, además de que antaño habían sido sujetos a servidum-
bre obligada, por parte de mineros y hacendados, para el trabajo en minas,
y padecido “(…) exceso muy repetido de encerrarlos en las tiapisqueras ó
cárceles que tenían formadas a imitación de trojes, para el efecto de cargarlos
de prisiones, ponerlos en el cepo y castigarlos con la pena de azotes, medida
a la voluntad de los mismo hacendados (Ruiz 2004: 202).
En fin, ambas justificaciones formaban parte de una lucha discursiva por la te-
nencia de la tierra, desde la llegada de indios sedentarios al noreste de Guanajuato; la
cual se llevaría al campo de las armas a lo largo de la historia. Aún hoy es difícil para
los historiadores sumar todas “las haciendas, estancias, sitios y caballerías de tierra que
Agustín Guerrero tenía y poseía en Las Chichimecas, con todos los ganados mayores y
menores, casas, corrales y demás caballerías de tierra, estancias, labores, minas y partes
de minas que tenía en términos de Guanajuato” según dicta un testamento de sucesión,
además de las propiedades en las regiones de Pachuca, Pánuco, Toluca, Ixmiquilpan,
Alvarado, Zacatecas y ciudad de México (Ruiz 2004: 177-178).
Esta misma lucha se presentó en las haciendas de Charcas, El Capulín, El Salitre
y Palmillas. También el hacendado Juan Frías se negó a que los dominicos fundaran
una “en el rancho de Cieneguilla, Guanajuato”, y se quejó de que las misiones de San
Miguel de Palmas y Santa Rosa de las minas de Xichú se encontraban en sus propie-
dades, a lo que un misionero argumentó en su contra: “no se hartan de ser dueños de
haciendas”. Sucedía lo mismo con las haciendas de Ortega y Manzanares, apropiándose
de tierras de la Misión de Chichimecas (Uzeta 2004a: 70-71).
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A lo anterior se suman otros antecedentes armados en regiones más extensas, como las
sublevaciones comuneras en Querétaro y Guanajuato al grito de Religión y Fueros, en
contra de las reformas liberales de 1833, emitidas por Valentín Gómez Farías y elabo-
radas por José María Luis Mora, las cuales llegaron a prohibir expresiones religiosas
populares como las procesiones y las danzas. Estos “religioneros” estarán activos en
1868 en la Sierra Gorda queretana, y tiempo después, en 1875, se volverán a levantar en
armas principalmente en Michoacán, Guanajuato y Jalisco, para que al año siguiente
se unan a las fuerzas de Porfirio Díaz bajo el Plan de Tuxtepec, al grito de ¡Viva la
religión! Otra facción tendrá su origen en las guerrillas juaristas durante la guerra de
Reforma y formarán parte de las fuerzas antiimperialistas contra Maximiliano, y que,
al igual que el grupo religionero, se unirán años después a los porfiristas, para crear en
1877 la organización Fuerzas Defensoras de la Soberanía o Los Pueblos Bandera. Aunque
contradictorios, ambos grupos armados se unirán a partir de 1876 para defender las
tierras comunales, creándose la organización Los Pueblos Unidos (Urbina 2013: 5-6).12A
decir de Urbina, la unidad de tales grupos se originó por
Como vemos, hay una relación directa con las viejas demandas de formar pue-
blos y detener el despojo de tierras desde hacía por lo menos dos siglos. En enero de
1876 se reunieron un grupo de representantes indígenas en la capilla o “calvarito”
de la Santísima Cruz, bajo el resguardo de la familia Patlán, ubicado en el volcán de
Palo Huérfano,13 contiguo a San Miguel de Allende y al Puerto de los Bárbaros o de
Calderón, siendo éste último otro de los puntos más importantes de peregrinación
y danza en la actualidad. Se reunieron representantes indígenas de los alrededores
de las ciudades de Guanajuato y San Miguel de Allende al mando militar de Pablo
Mandujano, nativo de San Miguel Octopan, municipio de Celaya, Guanajuato, quien
fue miembro de una capitanía de danzas y de las fuerzas liberales desde 1856, así como
Esteban Martínez Coronado, arrimado del Mineral de Marfil. Ambos formaban parte
de las Fuerzas Defensoras de la Soberanía (Urbina 2013: 6).
Allí plantearon la expulsión de los “españoles” por el despojo de tierras ya que
éstas les pertenecían a “esta República por ser de los Chichimecas y no de otros”,
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tras la conquista de almas y tierras
donde se observan las reivindicaciones de viejo cuño; aunque puedan sonar fuera de
contexto, en realidad, la supuesta independencia del país no mejoró su situación, pues
le solicitaron al presidente Lerdo de Tejada, como en la época colonial, les “pusiera
en poseción de sus pueblos y terrenos que se han adjudicado los españoles” (Urbina
2013: 6-7).
Con ello queremos marcar una línea de continuidad histórica pero también una
relación profunda entre las luchas agrarias y la tradición otopame, formada a partir
de la diversidad pluriétnica de la zona, donde se mezclan prácticas prehispánicas con
la tradición católica popular. En este sentido, la lucha política esta enmarcada en los
lazos comunitarios indígenas del pasado, como lo muestra que Seferino Ramírez
invitara al capitán de danza de Guanajuato, Trinidad Ramírez:
podemos ¿contar con Ud. en compañía de todos los Sres. Capitanes que
fueren de su mayor agrado y de mayor confianza a Ud.? Puede contestar
lo siguiente si? Ó no?; como primer Estandarte de la Corte Principal de
Guanajuato, si se presta boluntariamente para defender nuestra Patria
nuestro derecho que nos conbiene por la soberana Reina de los Ángeles
María Santísima de Guadalupe de América (…) como responsable á todos
Ud. podrá conquistar á los de mayor secreto que Ud. confíe y como primer
Capitán Ud. sabrá quiénes son de su confianza y cuáles no? (Urbina 2013: 8).
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Alejandro Martínez de la Rosa
general” y al capitán Donaciano Patlán. Sin embargo, fueron sorprendidos al día si-
guiente y fueron apresados en San Miguel de Allende. Con ello, la inconformidad se
dirigiría más a una lucha de índole social-anarquista en los años posteriores, dadas las
relaciones que harían con miembros del primer partido comunista, de la Ciudad de
México. Tal confederación se movería más al sureste, hacia Querétaro, sin embargo,
la Sierra Gorda fue el refugio de los derrotados, para sumarse después a las fuerzas de
Miguel Negrete, donde se desarrolló el Plan Socialista de Sierra Gorda en 1879 (Blan-
co 1998: 93). Aquí detendré esta revisión, no sin antes citar los elementos culturales
alrededor de la lucha armada de abril de 1877, cuando el capitán general, Florencio
Sánchez, y el capitán de la Hermandad del Barrio del Espíritu Santo y del Señor de
la Piedad de Santiago de Querétaro, Damasio González, solicitan al presidente Díaz:
suplicamos ante Ansia de que conseda una superior orden y para defensa
de nuestro lugar de nuestro naturales Endefensa de nosotros suplicamos
oir nuestro pedimento que pedimos de las obligaciones que tenemos de
costumbre En la Cuyda de santiago de queretaro y como también En la
provincia de Jilotepeque Emos Renobado Los monumento antigua En la
provincia de Jilotepeque Emos echo las obligaciones pues decimos conberda
emos defendido la bandera del C. Presidente Dn Porfirio días y por el mismo
tanto señor conseda la superior orden y para defensa de nuestro naturales
y nos sirva de Resguardo que nayde nos atropelle de nuestra conquista de
nuestro lugar (Santamaría 2014: 89).
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tras la conquista de almas y tierras
En 1910 San Luis de la Paz contaba con 6,765 habitantes que, comparados con los
7,600 de 1862, indica un nulo crecimiento poblacional durante el Porfiriato, ocasionado
por la influenza (Blanco 1998: 46; Uzeta 2004a: 85-87). Jorge Uzeta ha investigado
tres localidades en el noreste de Guanajuato. Para el caso de San Luis de la Paz,
específicamente Misión de Chichimecas, expone que para 1900 “la propiedad indí-
gena se había restringido al disperso caserío en el que aún habitan”, por las mismas
causas que expusimos arriba, y pondera la relevancia de los símbolos y emblemas de
identidad inmersos en el sistema ritual de “las danzas, las ofrendas, los santitos y las
mayordomías”, aunado a una concepción sagrada del territorio donde montes y fuentes
de agua son el escenario para las numerosas ceremonias fuera de la iglesia dentro de
un calendario católico sui generis (Uzeta 2004b: 208), que quiso ser erradicado por los
liberales del siglo XIX (Blanco 1998: 94-95).
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Alejandro Martínez de la Rosa
Caso aparte al de la Misión es el del mineral de San Pedro de los Pozos –llamado
significativamente Ciudad Porfirio Díaz, hasta la revolución de 1910–, a donde llegaba
el ferrocarril. Fue en las minas donde laboraron los chichimecas, no en las haciendas
de beneficio. Durante el Porfiriato también los caciques chichimecas presentaron un
juicio para recuperar los títulos de propiedad de sus terrenos contra el dueño de la
Hacienda de Ortega. Otras haciendas, que corresponden a los antiguos terrenos de la
misión jesuita, como Manzanares y Santa Ana, también enajenaron terrenos indígenas
(Uzeta 2004b: 213).
En 1922 volvieron a solicitar al gobernador del estado la restitución de tierras
para formar un ejido, usando el nombre original de San Luis Xilotepec, argumentando
que desde 1552 ya vivían allí sus ancestros. Por el contrario, los hacendados usan los
mismos argumentos de sus pares coloniales en cuanto al indio flojo y ladrón. En ese
entonces la misión contaba con 408 habitantes agrupados en 150 familias. Finalmente
no se llevó a cabo la restitución sino una dotación de tierras a la “tribu chichimeca”
en 1928. Más tarde, en 1936, les sería concedida una ampliación firmada por Lázaro
Cárdenas; sin embargo, hoy, con más de tres mil habitantes, la Misión de Chichimecas
se ha vuelto una colonia suburbana de San Luis de la Paz, con todo los problemas que
ello acarrea (Uzeta 2004b: 215-220, 235).
Entre sus rasgos culturales importantes es que se autodenominan ézar (indios),
mientras que a la misión le llaman rancho Uzá (rancho indígena), utilizando el tér-
mino chichimeca sólo cuando hablan con mestizos o personas ajenas a la comunidad.
Sus fuentes de ingreso son el trabajo informal como peones, albañiles, recolectores
agrícolas y trabajo doméstico. No se vislumbran prácticas culturales anteriores a su
pacificación más allá de la lengua, ya que se trata de manifestaciones influidas por
nahuas y otomíes (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas 2010:
8-9). Participan activamente con procesiones en la fiesta grande de San Luis de la Paz
el 25 de agosto, que venera a San Luis de Francia. Este día se hacen velaciones para
después armar una estructura a manera de ofrenda conocido como chimal (crucero
o súchil en otras poblaciones), decorado con cucharilla y flores, a la cual suelen asir
diversos alimentos. También otra fiesta importante es la de San Juan, el 24 de junio.
Las danzas pueden dividirse en dos tipos, una de índole más antiguo (probable-
mente de los primeros años del siglo XIX) que conserva la vestimenta del indio cate-
quizado, con camisón adornado con grecas en la punta inferior y una cinta alrededor
de la cabeza, a manera de corona, con unas plumas en la parte trasera que sobresalen
sobre la coronilla. El grupo que vimos danzar era conformado por niñas de entre 7 y
15 años aproximadamente, quienes llevan sonajas y bailan en dos filas. El otro tipo de
danza está formado por jóvenes y adultos quienes se visten a la manera “chichimeca”,
con pieles de animal, pintados de la cara y el uso de huesos y símbolos animales a
manera de collares, pulseras y otros adornos, siempre teniendo el pecho y las piernas
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tras la conquista de almas y tierras
desnudos (vestimenta adoptada durante la segunda mitad del siglo XX). Bailan en
círculo, pero distinto a las danzas concheras o aztecas. Este grupo ha salido a danzar a
eventos de reivindicación indígena y de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los
Pueblos Indígenas (CDI), puntualizando que se trata de una reinvención de las danzas
chichimecas prehispánicas, con el asesoramiento del arqueólogo Agustín Pimentel
Díaz, y demás miembros del grupo musical Tribu. Cabe mencionar la organización
del Encuentro de la Toltequidad en Mineral de Pozos que suele durar tres días, donde
se presentan danzas y grupos New Age, entre otros conjuntos de géneros musicales
invitados. También en noviembre se lleva a cabo un inmenso desfile de danzas en
San Luis de la Paz, de la central de Autobuses a la Plaza Principal, donde, además de
algunos grupos de danza tradicional invitados, la mayor parte de las danzas son de
escuelas y grupos folklóricos.
Agustín Pimentel y Alejandro Méndez grabaron ejemplos de jarabes y minuetes
en 1981. La dotación instrumental fue violines, tambora y redoblante, principalmente,
aunque también se incluyen en algunos ejemplos guitarra y guitarrón. Esta música tiene
relación con la que se interpreta en el semidesierto queretano, como en San Miguel
Tolimán, mostrando una relación cultural otopame. Otro género musical relacionado
con la Sierra Gorda es la valona o decimal para la topada de dos grupos musicales, este
género llamado huapango arribeño, con alguna relación con la Huasteca, se diferencia
de la música abajeña anterior con tambora. De los músicos grabados en aquella oca-
sión, aún don Trinidad García está en espera de un sucesor que aprenda en el violín
el repertorio antiguo de música de golpe (CDI 2010: 16-40).
Jorge Uzeta realizó otra investigación centrada en Tierra Blanca y sus alrede-
dores, en ella registra el lazo ritual que existe entre esta subregión y el semidesierto
queretano, a través de las peregrinaciones al Pinal del Zamorano y sus mayordomías.
A partir de cruces en los cerros, y capillas y calvarios en los caminos, pueblos y casas,
se da un sentido ritual al territorio, donde se vela a las cruces y a nichos de santos con
sahumadores y se realizan los súchiles, las rosetas y los bastones, estructuras pequeñas
de madera a las cuales se adorna con cucharilla y flores (Uzeta 2004a: 151-255). Evi-
dentemente hay relación con los ritos que se llevan a cabo en San Miguel de Allende
(Correa 2004: 143-153), Comonfort y Dolores Hidalgo, y que en el pasado también se
realizaban en los pueblos a la vera del Río Laja (Cervantes 2004: 127-140).
Una tradición musical que se conserva aún en el municipio de Tierra Blanca y
Dr. Mora (antes Charcas), es el conjunto de tunditos, el cual está conformado con dos
integrantes que tocan cada quien una flauta de carrizo de tres obturaciones en una
mano con la cual también cargan un tamborcillo pequeño bimembranófono el cual
se percute con un macillo largo y delgado que llevan en la otra. Tienen un repertorio
extenso de piezas religiosas para las imágenes y alabanzas, además de música popular
como canciones y huapangos, destacando las Mañanitas. Del trabajo de campo que
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Alejandro Martínez de la Rosa
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tras la conquista de almas y tierras
Para cerrar este artículo, antes de las reflexiones finales, sólo abordaré la impor-
tancia de tres prácticas culturales importantes desde el punto de vista de los etnomu-
sicólogos del país (Flores 2002: 117-120). La primera es el canto de alabanzas al uso
viejo, a varias voces y con líneas melódicas no paralelas, que evidencian cierta tradición
colonial de canto, las cuales se basan en libretas antiguas que proceden de alabanceros
escritos, como el que se publica en el Santuario de Atotonilco (Alabanzas 2009). De
éstas no existe aún alguna investigación seria al alcance del público. El segundo es la
danza de concheros, que, a pesar de su importancia, aún es poco conocida su parte
fundamental, que es la velación. Si bien existen variantes del ritual en la amplia región
otopame, el punto central es la comunicación con las ánimas, lo cual evidencia una
presencia muy antigua, y que a mediados del siglo XX se dispersará hacia la ciudad
de México en su versión de danza Azteca, como lo afirmó en su momento Gabriel
Moedano (1972, 1988). En este caso, es una pena que en el disco de la Fonoteca del
INAH, en homenaje a Moedano (+), no se encuentre un documento escrito desde la
óptica de la región que nos ocupa, sino textos desde las variantes del altiplano central
(Buenas noches 2012). El único documento que existe de esta tradición regional, además
de los de Moedano, lo publicó la Universidad de Guanajuato hace apenas tres años
(Vargas 2013), junto a los abordajes del arduo recopilador Juan Diego Razo Oliva (+)
y las tesis de licenciatura (Razo 2013: 102-110; Santamaría 2014).
Por último, es indispensable hablar de la tradición musical mestiza más impor-
tante del noreste, que le ha dado vigencia a Xichú y a toda la región de la Sierra Gorda,
compartida con Querétaro y San Luis Potosí. El huapango arribeño es una tradición
serrana, aunque existen músicos y trovadores en Victoria, por ejemplo. Siendo difícil
buscar un origen, varios huapangueros coinciden que los músicos buenos venían de
San Ciro a principios del siglo XX, por ello se asume que la tradición provino de Río
Verde a la Sierra Gorda. En breves palabras, la versería se ofrece en dos contextos,
hacia lo humano y hacia lo divino. En el ámbito religioso se cantan versos dedicados
a historias de santos, o a pasajes de la Biblia; en el ámbito de la huapangueada se
versa sobre diversos temas de interés, destacando que se enfrentan dos agrupaciones
musicales, cada uno con su trovador. Se sube cada grupo a una estructura de madera
donde se sientan frente a frente, llamada tarango, para que en medio esté la concu-
rrencia bailando y escuchando. Esta práctica se da en pocos lugares del mundo hispano
donde la improvisación en décima se da dentro de una fiesta tradicional y no en un
escenario, por lo cual ha ganado renombre entre los amantes de la improvisación, lle-
gando a visitar el Real de Xichú durante su fiesta más importante, el 31 de diciembre
(Valdivia 2010: 62-67).
Si bien hay textos que hablan someramente sobre el huapango serrano desde hace
algunas pocas décadas (García de León 2002: 65-70; Moreno 2002: 71-85), aún no se
divulgan textos de análisis profundo de esta tradición, mucho menos en Guanajuato.
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Alejandro Martínez de la Rosa
Conclusiones
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tras la conquista de almas y tierras
Mapa 2. Tres subregiones del norte de Guanajuato a partir de prácticas culturales. Elaboración
propia.
La diversidad étnica de la zona otopame tiene como punto culminante los ritos
relacionados con las cruces, los cerros, las flores y las ánimas que comparten con el
semidesierto queretano y con otras regiones de raigambre otomí o pame. Son el sedi-
mento que sobrevive, y es en estas creencias donde se reafirma una relación estrecha
con el entorno, más allá de las necesidades inmediatas; o, más bien, en medio de ellas,
se confiere al territorio una significación ritual que aún persiste en las danzas de
conquista y su música, como bailes circulares o mitotes, instrumentos percusivos y de
aliento militares, hasta llegar a los instrumentos de cuerda del huapango mestizo. Por
ello, no es de extrañar la relación entre defensa de las costumbres con la defensa del
territorio, ya sea por vía armada o jurídica. Así, en el imaginario regional, más allá
de una verdadera ascendencia otomí a partir de los caciques fundadores, la identidad
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Alejandro Martínez de la Rosa
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The Formation of Communities in the Mexican Bajío,
1550-1800:
Silver, Migration, Amalgamations, and Identity
Adaptations
John Tutino
Georgetown University
While the Bajío rose to become the economic engine that drove New Spain and ener-
gized global trades from the sixteenth through the eighteenth centuries, its population
was re-created by the arrive of a few powerful Spaniards, more enslaved Africans,
and thousands of indigenous peoples from Mesoamerican communities to the south.
While a mix of Europeans, Africans, and Amerindians characterized mostcore re-
gions of Spanish America, the Bajíowas different, perhaps unique. After 1550, nearly
everyone there—Europeans, Africans, native Americans—arrived as immigrants:
from Europe, Africa, and the diverse regions of Mesoamerica just south. As they
settled commercial and industrial towns from Queretáro to Celaya and beyond, the
mining center of Guanajuato, and estate communities across fertile bottomlands and
nearby uplands, diverse people of immigrant origins mixed in complex and changing
ways to create new communities with complex and changing identities. This essay
explores ongoing amalgamations and changing identities from the late sixteenth to
the late eighteenth centuries, outlining complexities while aiming to stimulate further
investigations into pivotal sociocultural transformations.
When Europeans arrived in Mesoamerica after 1500, the Bajío was a region
of fertile lands, watered by multiple rivers, sustaining a sparse population of diverse
peoples—Guachichilies, Guamares, and Jonaces who mixed mobile hunting and
gathering, and Pames who remained mobile while adding cultivation into their ways
of sustenance. Just south of the basin, Otomí, Mexica, and Purépecha (Tarasco in the
documents) lived more settled lives in state-structured domains. They struggled to
assert power over the warrior nomads of the Bajío, people the Mexica maligned as
Chichimecas, and traded with them across social and cultural boundaries that were
both porous and contested. Centuries earlier, the Bajío had been the site of state-ruled
societies and more dense populations of cultivators—evidenced to all by the pyramidal
remains at Plazuelas, near Pénjamo in the west, and atPueblito, by Querétaro in the
John Tutino
east, among others.But state powers and dense settlements of cultivating communities
had all but vanished from the Bajío by 1500.1
While Spaniards fought to assert rule over Mexicas and other Nahuas in the
1520s and introducedsmallpox and other diseases that assaulted Mesoamerican peoples,
debilitating their states and societies,Otomí fromXilotepec drove north. They aimed to
escape Mexica rule, European attacks, and perhaps the new deadly diseases that see-
med everywhere. Founding Querétaro in the 1530s, they settled the rich bottomlands
watered by the river that came down from the canyon just east. The Otomí incursion
of the 1530s, joined by a few Spanish clergy, began a long history of migration that
transformed the Bajío, its population, and communities.2
Spaniards learned of silver mines at Zacatecas in the 1540s and at Guanajuato
in the 1550s just as China drove up global demand for silver, and thus the price and
the potential for profitable production. The soaring demand for silver accelerated
the transformation of the Bajío. Europeans, the Africans they brought as slaves, and
diverse Mesoamericans—Nahuas, Otomí, and Purépechas—all came north in growing
numbers seeking a chance to profit in silver, to work in the mines, and to found agri-
cultural estates and communities that would sustain a new commercial world. The
diverse Chichimecas had adapted to the limited Otomí incursion at Querétaro;they
could not abide the flood of newcomers who trampled through and settled on domains
long essential to their mobile hunting, gathering, and limited cultivation. Spaniards’
livestock was no less invasive and no more welcome—though it could be hunted
when other prey became scarce. The post 1550 invasion of Europeans, Africans,
Mesoamericans, and their livestock provoked decades of adamant Chichimeca resis-
tance—historically called the Chichimeca wars. They were not wars of Europeans
against the native peoples of the Bajío—but conflicts pitting a few Europeans allied
with much larger Mesoamerican forces arriving from the south and fighting under
native commanders, all seeking to end Chichimeca resistance and open the Bajío to a
Euro-Mesoamerican commercial economy and a new society to sustain it.3
When the wars ended in the 1590s, the original peoples of the Bajío were all but
gone. Many died in decades of warfare; others fled to survive—some to refuges as near
as the Sierra Gorda; others to distant northern regions. Uncounted numbers died in
the epidemics first introduced by Europeans, then brought north by Europeans and
Mesoamericans,and spread in the constant engagements of war. As conflicts receded
around 1600, the stimulus of silver was strong at Zacatecas and rising at Guanajuato
and San Luis Potosí. The fertile lands of the Bajío, watered by a complex of rivers,
might raise the crops and graze the livestock needed to sustain a dynamic new silver
economy. A few might profit. Many more could find sustaining work. But asChichi-
meca wars ended, the Bajío was a promising land with very few people. Querétaro
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the formation of communities in the mexican bajío...
remained; Celaya, San Miguel, León, and a few other towns had been founded during
the war.They would remain toanchor a new society.
During the wars, people were scarce. The conflicts over, they came in growing
numbers. Some settled in cities and towns; many more built new lives on private lands
operated as commercial estates. Mesoamericanswith young families could gain access to
land and paid labor. At Querétaro and in scattered towns along the southern edge of the
basin, a few gained rights to lands and self-rule in indigenous republics—independent
communities sanctioned by the Spanish regime.Most Mesoamerican immigrants settled
in the Bajío without rights to landed republics, making the Bajío notably different
from the Mesoamerican regions south. That those immigrants came as Otomí, Mexica,
and Purépecha and over time mixed together to create indiosmade the Bajío more
different, still—as did their ongoing mixing with the minority of Africans who came
as slaves (mostly men) and produced children with native women (thus freeing their
offspring)—making the people of the Bajío even more different. Over generations,
people with parallel ancestries mixing diverse Mesoamericans with Africans escaping
slavery came to define themselves—and be accepted—as indiosand mulattoes. In a
society of continuing amalgamations, ancestry did not determine identities.
This essay explores three episodes of amalgamation in the Bajío—at Querétaro
from 1590-1610; in the bottomlands around Salamanca and Valle de Santiago from
1650 to 1680; and at the mining center of Guanajuato in the eighteenth century—to
explore how amalgamations among the peoples who did the work essential to the
profits of silver capitalism led to the making and remaking of families, communities,
and identities.
Otomí migrants had settled Querétaro before the rise of silver stimulated the
Chichimeca wars. Its Otomí leaders led Otomí warriors into battle, allied with Spa-
niards, in the fight to expelChichimecasandopenthe region to commercial mining,
cultivation, and grazing. Throughout the conflict, Querétaro remained a pivotal
base of supply for the allied Mesoamerican-Spanish forces. Its economy solidified so
that when the conflict ended in the 1590s it was ready to flourish as the commercial
and industrial pivot of the rising silver economy—sustained by outlying commercial
estates. All the while, it remained an Otomí republic led by Otomí lords, notably the
Tapia family. Spaniards (including Portuguese New Christians) had to negotiate with
the Otomí to build and operate enterprises. And while the Otomí majority worked
fertile urban huertas(intensely cultivated, irrigated, urban garden-farms—parallel to
chinampas)as members of the republic, diverse native newcomers came north to work
in city trades—joined by limited yet growing numbers of enslaved Africans.4
A set of over 400 disputes over labor contracts from 1588 to 1609 published by
José Ignacio UquiolaPermisán allows a close understanding of the working population
of post-war Querétaro.5 They reveal labor shortages, rising earnings, and advanced
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John Tutino
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the formation of communities in the mexican bajío...
ricans, Europeans, and Africans forged a working majority. We begin to see that in
the Bajío, indiowas a category that covered mestizajeamong diverse Mesoamericans
and other peoples in a world rapidly becoming commercial and Hispanic.
That process was accelerating across the Bajío bottomlands during the middle
and later decades of the seventeenth century. Salamanca, Salvatierra, and Valle de
Santiago were founded along the Río Lerma in the first half of the seventeenth century,
Spanish towns surrounded by commercial estates populated mostly by Mesoamerican
families drawn from the south, along with a minority of enslaved Africans. They de-
veloped to provide wheat to Guanajuato, Zacatecas, and other mining centers during
decades of boom; they consolidated to raise wheat (on irrigated estate fields) and maize
(on rain-fed tenant plots) as mining growth slowed in the 1640s.7
Baptismal records from Valle de Santiago and censuses taken across the
bottomlands reveal, again, that the category—calidad—of indio, imposed by the Spa-
nish regime as a status of subordinate obligations (to pay tributes) and rights (to access
justice) covered a process of amalgamation mixing people of diverse Mesoamerican
origins.A key turning point is documented in the Valle de Santiago parish registers.
When records began in 1649, the parents of newborns were regularly identified by
ancestry and linguistic identities: 65 percent as Otomí, 33 percent Tarasco, plus a
few Mexica and others. Then, after 1655, original identities gave way rapidly to near
universal labeling as indios. Was the change merely a priestly imposition?Perhaps.
But there is revealing evidence of the clergy adapting to parents’ interests in recording
calidades. In the late 1660s, a mother recorded as indiaand father entered as negro re-
gistered a son as indio. Soon after, a negragave birth to a son, with the father entered
as desconocido(unknown). The child was registered as an indio. In both cases, the priest
clearly acquiesced in the parents’ goal of establishing indiostatus—thus ensuring free-
dom. What is clear is that at Valle de Santiago from the late 1640s, diverse Mesoame-
ricans were mixing together and with Africans and claiming identity as indios—in the
Bajío, a label of mestizaje including indigenous and African peoples—amalgamations
accelerating under the stimulus of silver and Spanish rule.8
The censuses completed in 1683 for the parishes of Salamanca, Salvatierra,
and Valle de Santiago detailed urban and rural households—residents of the town,
estates, and the few indigenous republics. They listed adults by name, counted chil-
dren—and paid little attention to calidades. The omission is revealing. Was people’s
status so in flux and uncertain that it was difficult to determine? And were such
uncertain, negotiated, and changing categories of little use to clerical census takers?
Ultimately, the prosperous in town were listed as español—including families named
Alcázar and de Guinea, the former suggesting Muslim origins, the latter African
roots. And the poor in town, in pueblos, and the majority at estates were entered in
long lists of indios.9
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John Tutino
Still, if the census counts of the 1680s presume the inclusion of the majority into
an amalgamating category of indios and the prominent into a class of españoles, they
rarely note people of African ancestry.Yet we know from diverse sources that slaves
remained along with growing numbers of their free descendants.The bottomlands’
census lists do include a notable number of persons with the patronym de la Cruz—
among people in the lists of españolesin the towns and at outlying estates and villages,
too. De la Cruz is widely recognized as the most common patronym given to children
born to slaves and others of African ancestry in New Spain. When the numbers of
households led by the de la Cruz are calculated as a minimal indicator of African
ancestry (not all were named de la Cruz), we find that 8 percent of Spanish house-
holds had African ancestors in the 1680s. 11 percent had such ancestors in thefew
smallindigenous villages around Salamanca and Salvatierra. And at the estates that
included the majority of population across the bottomlands, 8 percent of households
labeled indigenous included people of African origins.10Not only had indiobecome
a generic category masking amalgamations among diverse Mesoamerican peoples
who had come to make new lives in the Bajío, both indio andespañolhad become
categories masking ongoing inclusions of peoples of African roots—whose ancestors
had come as slaves, found ways to freedom, and incorporated themselves into the
larger population dividing (according to prevailing categories) between Spaniards
and indiosas the seventeenth century ended.Bifurcated labeling masked a society of
complex amalgamations.
A turn to the mining center of Guanajuato in the eighteenth century reveals a
parallel yet different process of amalgamation and identity changes. The economic
engine that drove the Bajío, New Spain, and global trade had reached a population of
over 50,000 by the 1750s. An ecclesiastical census from 1755 recorded nearly 70 percent
as mulatto.11 Yet there is no evidence that people of African ancestry constituted more
than 15 percent of the arriving population that created the Bajío. In the bottomlands,
they remained near 10 percent; around Guanajuato and the uplands near 15 percent.
How, then, could 70 percent of the people who mined and refined the world’s silver
at Guanajuato become mulattos?
The answer is: they made themselves so by amalgamations and self-definitions.
The amalgamations are well documented, if not always fully emphasized. We know
that those who arrived enslaved from Africa in New Spain and the Bajío were mostly,
men—over 70 percent. We know they produced children primarily with indigenous
women—the great majority of available partners. As indigenous women were by
definition free, enslaved men thus freed most of their offspring—and guaranteed
that the great majority of mulattoes in New Spain mixed African and indigenous
ancestries (despite regime assertions that the category identified the offspring of
Spaniards and Africans.)12
- 342 -
the formation of communities in the mexican bajío...
- 343 -
John Tutino
of 1792, the population of Guanajuato remained just over 50,000—and the majority
once mulatto now appeared re-classified as español. There had been no influx of
new workers; the majority of men were listed as born in the mining center or nearby.
Clearly, in less than three decades a mulatto majority had become a Spanish majority.
Again, we must ask how and why.
The taking of Spanish status surely revealed the continued assertions of the men
and women who did the work of making silver. Yet it also required the acquiescence
of the authorities that recorded them in the census—heirs to those who had struggled
to contain the riots of the 1760s. Why would those who aimed to rule accept that the
working majority, of mixed ancestry, once mulatto, had become Spanish? Again, we
can only speculate. But we know that after 1770, silver output at Guanajuato had
driven to new heights while powerful mine operators led by the Marqueses de San
Juan de Rayas and the Condes de Valenciana struggled to maintain profits by holding
down the earnings of mining and refinery workers. Entrepreneurs cut wages and
tried to eliminate the ore shares that had made the most skilled workers partners
in mining operations. Managers also drew growing numbers of low-paid women to
labor at refineries, holding down wages and challenging presumptions of patriarchy
among working men. The result was decades of contest between silver capitalists
and the working community that generated their profits. Skilled workers did lose
ore shares, the less skilled saw wages fall, while growing numbers of poorly paid
women and young boys entered the labor force. The majority of men at the mines
remained relatively well paid—and still faced daily dangers that kept their working
and earning lives short. And as material rewards were constrained, it appears they
gained the cultural reward of status as españoles.
As the nineteenth century began, the Bajío remained the most dynamic engine
of the world economy in the Americas. Its silver drove global trades and sustained
Atlantic powers in wars that would not end. And its populations forged in centuries
of immigration and amalgamation showed great diversity: a majority now labeled as
Spaniards at Guanajuato, including most workers in that pivotal city; a population
still bifurcated between a Spanish minority and an Otomí majority in and around
Querétaro; Spanish minorities and indio majorities across the bottomlands; and Spanish
minorities, mulatto majorities, and indio minorities across the northern uplands (to say
nothing of the diverse indigenous peoples that still lived in refuges across the nearby
Sierra Gorda).18 That enormous variety of ways of life, ways of work, and ways of
self, social, and cultural identity had emerged under the stimulus of silver. Ongoing
amalgamations and negotiations of identity had forged in an integrated regional eco-
nomy tied to global capitalism—while it generated communities of localized diversity.
After 1810, the Bajíoregional economy and global silver capitalism would be
destroyed when indios across the bottomlands and mulattoes across the uplands rose in
- 344 -
the formation of communities in the mexican bajío...
a decade of insurgencies. Meanwhile, Querétaro, with its Otomí republic and majority
still grounded in urbanhuertas, and an Otomí majority dependent on estates across the
countryside, remained a bastion of Spanish power and counterinsurgency.19A society
forged in fragmentation broke into diverse factions during the decade that contested
everything from Spanish rule to silver capitalism. When the Bajío became a part of
a new and contested Mexican nation in 1821, its silver economy had collapsed while
its population consolidated new local autonomies as estates across the region leased
once commercial fields to family cultivators (including men who had rebelled, many
who had not, and women, too, who had taken over cultivation while insurgencies
raged).20 Social amalgamations also continued, and identities continued to change.
That is another equally important history.
(Endnotes)
1 On early settlements and European newcomers, see David Charles Wright Carr, La conquista
del Bajío y los orígenes de San Miguel Allende (México: Fondo de Cultura Económica, 1998).
2 See Lourdes Somohano Martínez, La versión histórico de la conquista y la organización
política del pueblo de Querétaro (Querétaro: Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monte-
rrey, 2003) and the synthesis in John Tutino, Creando un nuevo mundo: los orígenes del capitalismo
en el Bajío y la Norteamérica española (México: Fondo de Cultura Económica, 2016), pp. 105-118.
3 Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 118-140.
4 Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 140-150.
5 Trabajadores de campo y ciudad: Las cartas de servicio como forma de contratación en
Querétaro, 1588-1609 (Querétaro: Gobierno del Estado de Querétaro, 2001).
6 See Cuadros A.8-A.10 in Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 659-661.
7 See Michael Murphy, Irrigation in the Bajío Region of Colonial Mexico (Boulder: Westview
Press, 1986), pp. 9-27, 41-87, and Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 198-199.
8 The registers are analyzed in Ariana Baroni Boissonas, La formación de la estructura agraria
en el Bajío colonial, siglos XVI y XVII (México: La Casa Chata, 1990), pp. 82-86.
9 The censuses are published in Alberto Carrillo Cazares, Partidos y padrones del obispado
de Michoacán, 1680-1685 (Zamora: El Colegio de Michoacán, 1996), pp. 404-434.
10 The calculations and explanations are in Tutino, Creando un nuevo mundo, pp. 210-215;
and Apéndice B, Cuadros B.20-B.22, pp. 678-680.
11 Isabel González Sánchez, El Obispado de Michoacan en 1765 (Morelia: Gobierno de Mi-
choacán, 1985), pp. 296-297.
12 This is evident in materials presented throughout Tutino, Creando un nuevo mundo, and
in Patrick Carroll, Blacks in Colonial Veracruz: Race, Ethnicity, and Regional Development (Austin:
University of Texas Press, 1991) and María Elisa Velázquez Gutiérrez, Mujeres de origen africana en
la capital novohispana, siglos XVII y XVIII (México UNAM, 2006).
13 (Guanajuato: Ediciones La Rana, 2001).
14 Cases are documented throughout Tutino, Creando un nuevo mundo, continuing into the
early nineteenth century.
15 See Ben Vinson, To Bear Arms for His Majesty: The Free Colored Militia in Colonial Mexico
(Stanford: Stanford University Press, 2001).
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John Tutino
16 See Felipe Castro Gutiérrez, Nueva ley y nuevo rey: Reformas borbónicas y rebelión
popular en Nueva España (Zamora: Colegio de Michoacán, 1996) and Tutino, Creando un nuevo
mundo, pp. 308-348.
17 Again, such lives of rowdy assertion are documented for mine workers at Guanajuato through-
out Tutino, Creando un nuevo mundo.
18 Again, all detailed in Tutino, Creando un nuevo mundo. On the Sierra Gorda in the
eighteenth century, the essential work is Gerardo Lara Cisneros, El cristianismo en el espejo indígena:
Religiosidad en el occidente de la Sierra Gorda, siglo XVIII (México: AGN, 2001).
19 On the bottomlands, see Luis Fernando Granados, En el espejo haitiano: Los indios del Bajío
y el colapso del orden colonial en América Latina (México: Era, 2016). On the uplands insurgency, see
John Tutino, “The Revolution in Mexican Independence: Insurgency and the Renegotiation of Produc-
tion, Property, and Pagriarchy in the Bajío, 1800-1855,” Hispanic American Historical Review, 78:3
(1998), pp. 367-418. On Querétaro and counterinsurgency, see John Tutino, “Querétaro y los orígenes de
la nación mexicana: Las políticas étnicas de soberanía, contrainsurgencia, y independencia, 1808-1821,” in
Laura Rojas and Susan Deeds, eds., México a la luz de sus revoluciones (México: Colegio de México,
2014), Vol. 1, pp. 17-64.
20 This is documented in Tutino, “The Revolution in Mexican Independence.
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La nueva identidad indiana en las comunidades de Guanajuato
Luis Miguel Rionda
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la nueva identidad indiana...
emigran en busca de oportunidades en otros lares del país. Se les trata como seres
exóticos, extranjeros indeseables.
Total 15 204 %
Chichimeca jonaz 2 142 14.09%
Maya 143 0.94%
Mazahua 818 5.38%
Mixe 382 2.51%
Mixteco 324 2.13%
Náhuatl 1 264 8.31%
Otomí 3 239 21.30%
Purépecha (Tarasco) 568 3.74%
Totonaca (Totonaco) 105 0.69%
Zapoteco 285 1.87%
Resto de 37 lenguas 606 3.99%
No especificada 5 331 35.06%
Fuente: Censo 2010
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Luis Miguel Rionda
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la nueva identidad indiana...
Ya se afirmó aquí que en Guanajuato la mezcla racial y cultural llevó a que tempra-
namente se diluyeran las identidades étnicas, y que prevaleciera la cultura híbrida con
predominancia española.La conciencia regional tejió lazos de identidad más orientados
hacia la raíz cultural ibérica, y se fue desprendiendo de buena parte de los vínculos
con las culturas originarias. Eso se percibe muy bien cuando se testimonian los rituales
tradicionales de corte religioso, que en buena medida carecen de elementos del sincre-
tismo religioso que se puede observar en las entidades del sur del país(Rionda, 1990).
Sólo en las pocas comunidades que se reconocen como indígenas es posible detectar
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Luis Miguel Rionda
esos elementos de raíz nativa, o bien en gremios que tienen una directa vinculación
con el pasado indígena, como ocurre con los danzantes tradicionales, los artesanos y
los campesinos (Moedano, 1988).
Las comunidades indígenas en Guanajuato se vieron reducidas y se acentuó
así su marginalidad dentro de un entorno social que los ignoraba y discriminaba. El
elemento racial no fue el definitorio, pues tan morenos los indios como los ladinos,
pero sí fue el factor cultural el que marcó la diferencia. Ser indio era hablar “dialecto”.
Pronto, nadie se sintió “indio” en Guanajuato. Más bien se fortaleció una identidad
con la “madre patria” transcontinental, una hispanofilia que aún subsiste en nuestro
gusto por las tradiciones importadas del viejo continente: su música (de ahí el gusto
por las estudiantinas), su arte (nos decimos cervantistas), su arquitectura mediterránea,
y su religión telúrica (no hay más mochos que los del Bajío).
Sabemos que, a nivel nacional, el año de 1994 tuvo una enorme repercusión para
la redefinición de la identidad indígena. Gracias a la irrupción de los neozapatistas
en la conciencia nacional, los pueblos originarios cobraron una nueva conciencia, una
nueva dignidad en sus relaciones la sociedad mayor mestiza. Una de las consecuencias
más importantes de los Acuerdos de San Andrés que signó el gobierno federal con los
levantados, fue la modificación del marco legal y el enriquecimiento del artículo se-
gundo constitucional, que reconoce que México es una sociedad pluricultural, y ordena
la atención y el respeto a las manifestaciones culturales e idiosincráticas de los pueblos
originarios. De repente, ser indio se volvió “políticamente correcto”, y los pueblos y
comunidades indígenas se asumieron como tales para combatir la discriminación.
El estado de Guanajuato no fue la excepción dentro del concierto nacional, y
aunque se tardó en adecuar su normatividad a las nuevas condiciones, finalmente lo
hizo en el año de 2011, cuando emitió la Ley para la Protección de los Pueblos y las
Comunidades Indígenas del Estado de Guanajuato. Este estatuto tiene la enorme bon-
dad de declarar la existencia de las etnias indígenas, nativas e inmigrantes. Reconoce
su derecho al respeto de sus valores y su identidad. Se supera el enfoque asistencialista
del viejo indigenismo y asume que los indígenas son ciudadanos no sólo con los mismos
derechos, sino también acreedores a la protección del Estado para la preservación y
dinamización de sus lenguas, sus usos, su cosmovisión y su autonomía relativa. Para
determinar a quiénes corresponden las disposiciones de esta ley, se asume el criteriode
que va dirigida a aquellos individuos o colectividades con conciencia de su identidad
indígena. El criterio lingüístico quedó superado. Ahora basta con considerarse indígena
en función de sus orígenes, tradiciones e identidad.
Es una norma que reconoce la personalidad, capacidad y voluntad de las comu-
nidades indígenas para regirse y organizarse en su fuero interno mediante los usos
y costumbres que dicta su cultura ancestral; ello excepto cuando algunos elementos
de esa cultura contradigan al derecho general instituido o violen derechos humanos
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la nueva identidad indiana...
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Luis Miguel Rionda
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la nueva identidad indiana...
posesiones y derechos, sin ser previamente escuchados y conforme a las leyes previa-
mente expedidas”.
Todos los testimonios recolectados –15 entrevistas personales y una grupal– ha-
blan de un notable orgullo hacia el pasado reciente y lejano, aunque no hay un cono-
cimiento profundo hacia su propia historia, en particular entre los niños –se visitaron
algunas escuelas de nivel básico–. Los ancianos en cambio recuerdan historias locales,
y son orgullosos cronistas de su tradición inveterada.
El conjunto de comunidades asentadas a lo largo de la cuenca del río San Damián-
San Marcos conforma una entidad socio cultural muy clara. Sus habitantes comparten
usos y costumbres, comercian entre ellos, tejen lazos de parentesco de tipo consanguí-
neo, político –matrimonial– y ceremonial –compadrazgos–, y participan de festejos
religiosos como el día de la Santa Cruz, el día de San Isidro, el del Señor del Santo
Entierro, etcétera, para los cuales hay mayordomías que se rotan entre los habitantes
de cada localidad. También se realizan tianguis –mercados populares informales– con
motivo de esas festividades, a los que acuden habitantes de las comunidades vecinas
a intercambiar sus bienes, productos o servicios. La región es atravesada por caminos
rurales y veredas que comunican a los asentamientos entre sí, y ayudan a mantener
los flujos humanos y comerciales que le dan integridad. Hay pues un circuito social,
ceremonial y económico que debe ser respetado por los proyectos de obra pública.
Muchos habitantes de la región consideran que esos montículos o evidencias de
asentamientos prehispánicos forman parte de su patrimonio histórico y raíz cultural.
En realidad, se trata de ocupaciones que fueron abandonadas mucho tiempo antes de
la conquista y colonización europea en el siglo XVI, y muy probablemente se trataba
de grupos con otra referencia étnica y lingüística. Pero es interesante constatar la
apropiación que los pobladores modernos hacen de un pasado mítico para reforzar
los vínculos identitarios.
El valle de San Damián mantiene un intenso calendario de fiestas religiosas y
tradicionales, en una región densamente poblada de oratorios denominados “capillas
de indios”, cuya abundancia es impresionante, pues muchas de ellas son de carácter
familiar. Su sencilla belleza expresa mucho de la sobriedad indígena. El gobierno
municipal de San Miguel Allende restauró varias de estas capillas y las proveyó de
infraestructura turística, para integrar la llamada “Ruta de las capillas de indios”, que
desgraciadamente no se aprovecha de manera suficiente.
El gobierno del estado ya ha anunciado que cambiará el trazo de la carretera,
pero el líder indígena ha hecho público que no piensa retirar su recurso legal, que
tiene altas posibilidades de culminar con éxito.
En suma, el CEI ha cobrado un protagonismo que plantea la posibilidad de que
la vieja relación de paternalismo entre el Estado y las comunidades sea replanteada.
El empoderamiento parece no tener marcha atrás, y que la redefinición identitaria
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Luis Miguel Rionda
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Anthropology and History:
Toward a Necessary Integration
John Tutino
Georgetown University
I was and remain enormously honored by the invitation to offer the closing keynote
address at the XXX Mesa Redonda of the Sociedad Mexicana de Antropología that
met in 2014 in Querétaro, one of my favorite Mexican cities and a focus of my historical
studies. While I am most known as a historian, in my education and my heart I have
always been in good part an anthropologist. In my doctoral studies at the University
of Texas at Austin, my formal mentor was James Lockhart, a historian of indigenous
communities in New Spain using linguistic methods and sources that made him very
much an anthropologist.1 My intellectual inspiration was Richard Adams, a leading
anthropologist known not only for his cultural studies of the Andes and Central
America, but also for his political analysis of the assertion of U. S. power in Guatema-
la—and for his innovative work on the integration of power and culture in studies of
long-term social evolution.2Jim Lockhart taught me to do closely detailed social and
cultural analyses of popular communities, indigenous and others. Rick Adams drew
me to see the essential importance of long-term analyses exploring the integration of
power (defined broadly), social hierarchies, and cultural adaptations over the long
term—and in global context. The irony is that, viewed from today, what I learned
from Lockhart might appear more anthropological while what I gained from Adams
seems more the domain of historians.
The first conclusion might be that both disciplines have changed since my edu-
cation in the 1970s—and they have. The better conclusion is that anthropology and
history have never been ultimately different, that we should honor their commonalities,
and seek a stronger integration, perhaps a fusion I might label anthrohistory. That is
the goal of this essay—which builds upon my address in Querétaro and incorporates
my learning from more recent work at the intersection of anthropology and history.3
Let me first survey the ways I perceive Anthropology and History as fundamen-
tally similar. Both aim to understand the human condition over time, from ancient
pasts to contemporary challenges. Both include consideration of production, power,
social relations, gender questions, and cultural adaptations and expressions as they
Luis Miguel Rionda
change together in diverse societies. Both have traditions of building upon local and
regional studies to understand larger national and global processes. In all that, the
separation of disciplines seems minimal—and to the extent it is the norm institutio-
nally, misguided.
Of course, key differences quickly come to mind—yet they are differences of
method and technique more than of inquiry and analysis. Archeologists who literally
dig into the earth in search of the material remains of peoples who have left minimal
or no written records have most often found their academic homes in anthropology
programs. In contrast, historians seempeople of the text—focusing on the written
records generated by literate peoples to reconstruct trajectories of change over the
long centuries that separate ancient, less textual societies from contemporary (incre-
asingly digital) times. Meanwhile, cultural (and linguistic, political, even economic)
anthropologists have focused on engaging contemporary peoples of diverse cultures
through residence and personal interactions—participant observation. A (too) simple
distinction might suggest that archeological anthropologists emphasize societies before
texts, historians claim the domain of textual analyses, and cultural anthropologists
engage people who rarely write texts.
Yet every reader, anthropologist or historian, has already thought of exceptions
to these tendencies. If historians rarely gain the skills to join in archeological work,
they regularly engage the results of archeological studies to understand life in Meso-
america (and elsewhere) in pre-textual times. To note but a few classic cases of wide
and enduring influence, William Sanders and Barbara Price on Mesoamerica: The
Evolution of a Civilization4influenced generations of historians seeking to understand
the centuries before the arrival of European, as did René Millonon urbanization at
Teotihuacan,5 and the studies of Richard MacNeish on the domestication of maize at
Tehuacan.6More recently and in a brilliant integration of archeology and history, with
El pasadoindígena, Alfredo López Austin and Leopoldo López Luján have influenced
scholars and students in both disciplines in Mexico, the United States, and beyond.7
Similar integrations of the results of archeological studies and textual analyses
mark the important work of Geoffrey Conrad and Arthur Demarest in Religion and
Empire: The Dynamics of Aztec and Inca Expansionism,8and the works of Ross Hassig
on Trade, Tribute, and Transportation: The Sixteenth-Century Political Economy of the
Valley of Mexico,9and War and Society in Ancient Mesoamerica.10All these works have
been done by scholars working primarily within Anthropology making contributions
essential to history and historians. Such works at the intersection of archeology and
history are essential to understanding Mesoamerica before 1500—and the complex
transformations that came with incorporation into a Spanish regime and global
commercial economy.
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la nueva identidad indiana...
For studies of the sixteenth through the nineteenth century, when textual sources
are plentiful, historians have ruled most analyses—yet anthropological contributions
remain essential. The works of Leticia Reina, from her foundational and transfor-
ming Rebelionescampesinasen México, 1819-190611to her recent and pivotally important
Historia del Istmo de Tehuantepec: Dinámica del cambio sociocultural, siglo XIX12show
the results of her training as an anthropologist and commitment to documentary
analysis worthy of the finest historian.Another anthropologist, Laura Lewis,built
Hall of Mirrors: Power, Witchcraft, and Caste in Colonial Mexico on work in judicial
archives, the classic domain of historians.13Then in Chocolate and Corn Flour: History,
Race, and Place in the Making of “Black” Mexico, she mixed documentary analysis
with participant engagement to understand a contemporary community in historical
perspective.14The works of Reina and Lewis reveal the gains made when anthropology
and history fuse rather than separate.
In studies of the twentieth century Mexico, historians long focused on clas-
sic questions of conflict, state making, political economy, and social reform, were so
caught in the revolution’s snare that we struggled to study the decades after 1940. In
English, the works of John Womack on Zapata,15 Friedrich Katz on diplomacy and
then Pancho Villa and his movement,16 and by Alan Knight on almost everything,17
all textually and archivally based, shaped conversations to the end of the century. In
Mexico, the studies of Adolfo Gilly18 and Arnaldo Córdoba19 led considerations of
nationalprocesses while regionally focused works proliferated. Romana Falcón studied
many regions,20 Felipe Ávila returned to Zapata’s domain,21 and now Ávila and Pedro
Salmerón have aimed to re-integrate nation and regions in their Historia breve de la
Revolución mexicana.22
Yet perhaps the most transforming study of the era of the Mexican revolution
was Luis González y González’ Pueblo envilo.23It revealed the decades from Porfirian
times to the 1960s as they were lived by the people of one community—San José de
Gracia, lost in the northwestern corner of Michoacán. It showed that the conflicts
of 1910 to 1920 did not happen everywhere—while they impacted lives in diverse
regions in diverse ways through the decades of reconstruction and transformation
that followed. And while Gonzalez was by affiliation a historian, he wrote Pueblo
envilothrough a mix of documentary analysis and participant observation—a near
perfect fusionof anthropology and history. Long a scholar in Mexico City, Gonzalez
went home to study his hometown. Like all participant observing anthropologists,
he faced challenges of bias and perspective (in this case, perhaps, too much caring
affection). But that closeness also brought access to information and understandings
only he could gain—and readers must account for everyauthor’s personal imprint
on every study.
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Luis Miguel Rionda
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la nueva identidad indiana...
zational Process to emphasize that all local developments were linked to larger global
processes.29Anthropologists began to take a leading role in a turn to macro-historical
analyses grounded in deep local knowledge.
Studies of Mexico took a lead in that process through the works of Eric Wolf, a
scholar exiled from Europe as World War II began, educated in England and the U.
S., serving in the U. S. army in Italy, then trained in Anthropology at Colombia—in
a project focused on Puerto Rico. He spent much of the 1950s focusing on Mexico,
often working with Angel Palerm—another exile working to understand an adopted
nation. In 1959 Wolf published Sons of the Shaking Earth, an anthrohistoryof Mexico
that saw indigenous times as foundational, Spanish rule as an intrusion, and the
nation as still uncertain. For many—including me—that work long remained the
best one-volume history of Mesoamerica and Mexico, especially for recognizing that
history did not begin in 1500 and that indigenous participations and legacies shaped
everything long after the coming of Europeans.30
Wolf went on to set Mexico and its history at the center of global understandings.
In Peasant Wars of the Twentieth Century he offered a comparative historical analysis
of the key revolutionary conflicts that shaped a century of transforming change.
Mexico was the essential first case study, followed by Russia and China, Algeria and
Cuba—leading to Vietnam. He wrote to set a comparative historical anthropology at
the center of debates about the conflict consuming the United States and destroying
Southeast Asia in the late 1960s. His work had immediate political impact—and
enduring scholarly importance.31And Wolf was far from done. In the early 1980s,
his Europe and the People Without History offered a powerful new vision of the world
since 1500, recognizing non-western, often indigenous peoples as core participants
and seeing New Spain as a key participant in the rise of global integration.32
While anthropologists led by Wolf saw the need for macro-historical understan-
dingto make local studies (archeological, historical, and contemporary) meaningful,
historians took a complementary turn toward the social and the societal. Long imagi-
ning that they focused on the “big picture,” historians had mostlyemphasizedpolitical
power, war, and the ideologies that sustained them. From the 1960s, Charles Gibson’s
The Aztecs Under Spanish Rule33followed by Nancy Farriss’ The Maya under Colonial
Rule34marked a turn to local and regional social analyses taking on long-term questions
and focused on communities facing power. Rodolfo Pastor’s Campesinos y reformas: La
Mixteca, 1700-185635and Bernardo García Martínez’ Los Pueblos de la Sierra36followed
with parallel and innovative visions.
The great regional social histories of New Spain were complemented by new
and brilliant anthrohistories of Mexico focused on times and places re-shaped by the
agrarian conflicts of the revolution of 1910 to 1920. Influenced by Womack’s powerful
demonstration of the importance of Zapatista communities and their revolution, and
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Luis Miguel Rionda
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la nueva identidad indiana...
United States and Mexico turned away from such comprehensive and integrating
approaches understanding societal change in what has been called the “cultural turn.”
Historians turned away from the social history that had linked power grounded in
production to laboring ways, community lives, and rounds of resistance.They turned
toward the constructions of meanings and identities by diverse groups, bringing race,
ethnicity, and gender to the fore in their analyses. When they looked at power, it was
mostly through the lens of politics and the state. Political culture—the relationship
between state power, ideas, and beliefs—became an integrating emphasis.The turn
brought fine studies and analytical innovations to U. S. analyses of Mexican history.
I will note three key works: Peter Guardino’sIn the Time of Liberty brought
new understanding to the independence era in Oaxaca;44Florencia Mallon’s Peasant
and Nation set indigenous communities at the center of state building in nineteenth-
century Mexico and Peru;45and Mary Kay Vaughan’s Cultural Politics in Revolution
brought new emphasis on the relations linking state reforms, teachers(often women),
and communities grappling with land reform andthesecularizing, “nation building,”
cultural assertionsarriving with teachers and new schools.46 All focused on culture and
politics, with varying emphases on ethnicity and gender. All set production and social
relations in the background. The field gained much from the cultural turn, notably
the importance of incorporating ethnicity, race, gender, and evolving constructions
of self and community into historical studies.
Of course, for anthropologists there could be no sudden cultural turn. Culture,
its meanings debated, was a focus of anthropological studies throughout the twentieth
century. Instead (and again, I refer mostly to the U.S.), the 1990s brought new depth
and complexity to cultural studies, a strong emphasis on gender—and a turn away
from the macro-historical emphases that had made Richard Adams and Eric Wolf
leaders of the discipline. The result was that in important ways, in the United States
history and anthropology became more similar in the 1990s—both focused on the
local, the personal, and the cultural; both incorporating gender; both linking culture
and state power—and both turning away from emphases on production and social
relations and the macro-historical questions they brought tothe center of inquiries.
The question is why. What seems most revealing is that the turn to the local,
the cultural, and the political came just as decades of cold war competition between
U. S.-led capitalism and Soviet-promoted socialism, decades when Mexico pursued
what became the impossible dream of national capitalist development in the shadow
of U. S. power, dissolved into a new era of globalization that transformed production
and social relations everywhere and left states less pivotal as global actors—struggling
to find roles in an unprecedented world of globalizing production and profit, labor,
trade, and consumption. To be blunt, many scholars in the two disciplines most
dedicated to understanding societal change stepped back from analyses centered on
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Luis Miguel Rionda
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la nueva identidad indiana...
relations (as they transform the world on a global scale), and refrained from seeking
to integrate their diverse studies and specialties.
There are exceptions everywhere, and sometimes the exceptions offer creative
solutions. After contributing key studies and then taking on difficult and controver-
sial roles in government, Arturo Warman delivered two works of anthrohistorical
synthesis rethinking pivotal developments of twentieth century Mexico: Los indios-
mexicanosen el umbral del milenioand El campo mexicanoen el siglo XX.50In Zapata
Lives! Histories and Cultural Politics in Southern Mexico, anthropologist Lynn Stephen
offered a powerful inquiry into indigenous communities living the new Zapatismo
in the era of NAFTA.51
In the U. S. while the discipline of history took the cultural turn, environmen-
tal history kept a materially grounded, economically informed approach to history
alive and strengthening. Environmentalists often included cultural questions to
understand debates about the environment and politics. Yet most focused on the
relationship earth-economy-politics-culture, and set social relations, labor questions,
community adaptations, and family consequences aside (or in the background; again,
with exceptions). Still, the environmental approach brings promise of a more integra-
ted history. It can easily incorporate social relations, gender questions, and popular
movements into its ecological vision. As it does, it can become a template for a new
anthrohistory: materially grounded, politically informed, socially complex, and cultu-
rally constructed—attending to the local, regional, and national in global context.52A
hopeful harbinger of such a promising new integration comes in the work of Cynthia
Radding on Wandering Peoples and Landscapes of Power and Identity—both grounded
in northern Mexico.53
A parallel new integration is emerging in what has been labeled the new history
of capitalism.That approach takes the integration of the world in global tradebegin-
ning in the sixteenth century as a point of departure. Thus, it does not encompass the
primary domains of archeological study; it is becoming a way to generate integrated
analyses of societal development in global context during the broadly modern era.
The approach sets profit-seeking production and trade at the center of histories that
include political economy, social relations of production, racial and ethnic complexi-
ties, gender hierarchies and integrations, and the cultural constructions that inform,
legitimate, and debate everything. The commercial interactions of capitalism were
ever more global from the sixteenth centurywhile they changed in transforming ways
over the centuries. Political economies evolved regionally—while social relations,
racial/ethnic interactions, gender hierarchies, and cultural debates led to complex
local particularities.
The history of capitalism approachhas been most identified with the movement
to rethink U. S. history to better understand the links between slavery and export
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Luis Miguel Rionda
production; industrialization in Britain and in the U. S., and the rise of once margi-
nal regions of British North America to hegemonic global power in the nineteenth
century.54Yet before gaining recognition in studies focused on the United States, the
new history of capitalism came to the history of Mexico—better, New Spain—in
two converging studies that developed in isolation from each other, both published
in 2011: Antonio García de León, Tierra adentro, mar enfuera: El Puerto de Veracruz
y sulitoral a Sotavento, 1519-1821,55and John Tutino, Making a New World: Founding
Capitalism in the Bajío and Spanish North America.56
Antonio and I had met a few times and knew each other’s earlier work, but we
researched and wrote these two massive studies in isolation. He focused on the history
of the port of Veracruz and the gulf coast reaching south, linking trades at the center
of global commerce to imperial power and social transformations over three centuries.
Seeing the changing social organizations and interactions of Spanish, indigenous, and
African peoples in the context of Veracruz’ role as the port that tied New Spain to
global capitalism brought unprecedented new understandings—thanks to Antonio’s
deep research in Veracruz, Spain, and Mexico City. Simultaneously, I took on the
foundation of the Bajío from the sixteenth century and its rise to global economic
centrality in the eighteenth—seeing the rising importance of the region’s silver as the
catalyst driving a complex regional economy mixing mining, commercial cultivation,
textile industries, and trades—that over centuries drew, sustained, and exploited a
population of immigrants mixing diverse Mesoamericans with a pivotal minority of
Africans drawn as slaves, but regularly finding routes to freedom. In that analysis, I
mixed a globally linked political economy with local social inquiries that integrated
production and labor, ethnic interactions, and the formation and evolution of diverse
cultural visions. The one way my analytical vision differed from Antonio’s came with
my inclusion of a focus on patriarchal gender relations—not just as discrimination
within families, but as pivotal to the hierarchies of power that organized and stabilized
a dynamic capitalist society.57
By adding an emphasis on the impact of New Spain’s key role in global capitalism
to studies deeply grounded in regional social and cultural dynamics, Antonio and I
separately offered approaches to an integrated anthrohistory. Now I have completed
The Mexican Heartland: How Communities Shaped Capitalism, a Nation, and World
History, 1500-2000.58 Focused on the basins surrounding Mexico City, it remains within
the history of capitalism by emphasizing the changing participations of the capital city
and its region in the world—from their pivotal roles in silver capitalism from 1550 to
1810, to their struggles to adapt to industrial capitalism and liberalism from 1810 to
1910, to the search for a new national capitalism from 1920 to 1980, and their difficult
adaptations to the combined challenges of urbanization and globalization after 1960.
The book is also deeply anthropological—by its focus on indigenous communities,
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la nueva identidad indiana...
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Luis Miguel Rionda
6 Perhaps most influential was his article: “Ancient Mesoamerican Civilization,” Science, Vol.
143, no. 3606, pp. 531-537.
7 (Mexico City: Fondo de Cultura Económica, 2001).
8 (Cambridge: Cambridge University Press, 1984).
9 (Norman: University of Oklahoma Press, 1985).
10 (Berkeley: University of California Press, 1992).
11 (México: Siglo XIX, 1980).
12 (México: INAH, 2013).
13 (Durham: Duke University Press, 2003).
14 (Durham: Duke University Press, 2013).
15 Zapata and the Mexican Revolution (New York: Knopf, 1968).
16 The Secret War in Mexico (Chicago: University of Chicago Press, 1983), and The Life and Times
of Pancho Villa (Stanford: Stanford University Press, 1998).
17 The Mexican Revolution, 2 Vols. (Cambridge: Cambridge University Press, 1986).
18 SeeLa Revolución interrumpida (México: El Caballito, 1971) and El Cárdenismo: Una utopia
mexicana (México: Cal y Arena, 1993).
19 See La ideología de la Revolución mexicana (México: Era, 1973) and La Revolución en crisis: La
aventura del maximato (Mëxico: Cal y Arena, 1995).
20 Perhaps her classic and most influential work is Revolución y caciquismo: San Luis Potosí,
1910-1938 (México: Colegio de México, 1984).
21 Los orígenes del zapatismo (México: Colegio de México, 2001).
22 (México: Siglo XXI, 2013).
23 (México: Colegio de México, 1968).
24 La población del valle de Teotihuacan: El medio en que se ha desarrollado; su evolución étnica y
social (México: Departamento de Antropología, 1922).
25 Forjando patria (pro-nacionalismo) (México: Porrúa, 1916).
26 (Chicago: University of Chicago Press, 1930).
27 (Chicago: University of Chicago Press, 1931).
28 (Austin: University of Texas Press, 1970).
29 (New York: Harper and Row, 1971).
30 (Chicago: University of Chicago Press, 1959).
31 (New York: Harper and Row, 1969).
32 (Berkeley: University of California press, 1982).
33 (Stanford: Stanford UniversityPress, 1964)
34 (Princeton: Princeton UniversityPress, 1984).
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la nueva identidad indiana...
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Luis Miguel Rionda
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DE LA SIERRA A LOS BAJIALES:
DIVERSIFICACIÓN CULTURALEN LA PAMERÍA
Alonso Guerrero Galván
Dirección de Lingüística del INAH
Introducción
En este trabajo se resumen las pesquisas que el autor han recopilado sobre los hablantes
de lenguas pameanas y la región en donde habitabanen la época colonial1. Contempla
una relectura de datos a la luz del proceso de etnogénesis del grupo chichimeca-jonás,
que hoy auto-reconoce como uza’, y su separación y dispersión con respecto del
complejo de lenguas pames, particularmente de los grupos que actualmente se auto-
denominan como xi’oi, y su relación con otras regiones culturales del norte de México.
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de la sierra a los bajiales...
Entre los siglos XVI y XVII muchas veces se les confundía con sus vecinos, y
parientes lingüísticos, los pames, quienes junto con los jonaces fueron llamados ge-
néricamente como chichimecas. Otras veces también se les comparaba y se decía que
los pames disponían de un mayor desarrollo cultural, puesto que además de la caza y
recolección, practicaba una agricultura incipiente, vivían en“las pequeñas rancherías
de la sierra, cuya economía dependía de la horticultura y de la caza recolección (pames,
macolias y mascorros)” (véase Rodríguez, 1985, p. 24).
Según Leticia Reina (1994, p. 143), los recursos de los bosques eran los que les
permitían reproducirse, por lo que su vínculo con la tierra estaba dado a partir de
la movilidad para acceder a dichos recursos. Poco antes de la guerra chichimeca, las
autoridades españolas los consideraban como simples abigeos, ya que robaban caballos
y ganados para comérselos o llevarlos tierra adentro (Chemin, 1994, p. 57). Sin embar-
go, los pames iniciaron diferentes movimientos armados de resistencia a la invasión
española durante todo el conflicto chichimeca.
Los pames de Santa María Acapulco piensan que los antecesores de los
xi’uiky (xi’ui en sg.), los pames actuales eran los ‘uiky (‘ui en sg.), quienes
vivían en una época anterior a la nuestra. Eran gigantes antropófagos que
construyeron los cuicillos que se encuentran en la región, y que fueron
aniquilados por la lluvia-diluvio. Más allá de este mito mesoamericano [...]
probablemente, algunos grupos de estas fronteras se trasculturizaban en las
sociedades mesoamericanas. Aquí unos pames adoptaron la cultura huas-
teca, mexica u otomí. [...] Los ancestros de los pames actuales, así como de
los demás grupos otopames, mangues y oaxaqueños, hubieron participado
en la domesticación del maíz en Mesoamérica.
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Alonso Guerrero Galván
François Rodríguez (1985, p. 15-16) afirma que tanto los pames como los guachi-
chiles, reciben el nombre de chichimecas de los mesoamericanos, quienes de manera
genérica llamaban así a las tribus del norte; además considera que:
Durante la época colonial, una vez congregados o asentados con policía, estos
grupos eran llamados “chichimecas mansos”, al igual que otro grupo conocido como
ximpeces, de probable filiación otomangue, que para el siglo XVIII aún se encontra-
ban en la misión de Santa Rosa, por las minas de Xichú, y en el paraje de Puginguia,
sujetos a la doctrina agustina de Xalpan (Galavis, 1996, p. 72-75); se les consideraba
una nación dócil, ya que gustaban de colaborar con los españoles, en lo referente a co-
mercio; durante la guerra, es probable que algunos de estos grupos (sobre todo pames)
se alistaran en las campañas militares contra los chichimecas; para la corona fue muy
difícil congregarlos o asentarlos; ya que, cuando sus tierras eran ocupadas o atacadas
por los chichimecas preferían huir o unírseles, desolando las colonias y misiones.
Entre 1550 y 1600, los españoles llamaban indios “flecheros”, a los grupos que no
habían sido conquistados, civilizados o cristianizados; mientras que a los aliados
indígenas, con nombres cristianos, colonizadores o conquistadores, que vivían o fun-
daban pueblos en “las chichimecas”, eran nombrados indios “fronterizos”; teniendo
gran importancia en el procesos de aculturación de los grupos cazadores-recolectores
(Weigand, 1992, p. 180).
Entre los flecheros chichimecas más “dañosos” se encontraban grupos como los
guamares y guachichiles que ocupaban gran parte de los actuales estados de San
Luis Potosí, Guanajuato, Zacatecas, Durango y Coahuila, habitando desde Michoacán,
Arandas y Comanja en el sur, hasta las Salinas de Peñón Blanco, Mazapil y la provincia
de Pánuco en el este (véase Enciso s/f, p. 3).
Hoy en día hay una discusión sobre a qué familia lingüística pertenecían los
guamares, algunos piensan que debido a su distribución geográfica se trata de una
- 374 -
de la sierra a los bajiales...
Por otro lado, los guachichiles siempre se han considerado de filiación yutoaz-
teca, Powell (1984, p. 48.) nos indica que:
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Alonso Guerrero Galván
Carlos Manuel Valdés (1995; nota 26, p. 130) apunta que el término huachichil,
puede encontrarse en las fuentes como “Quachichitique [...] cuauhchichil, cuachichil,
guachichil, huachichil, cuauchichil y goachichil, de ahí que se le hayan buscado tra-
ducciones como [...] águila roja [...] árbol de fruta roja [o los de la cabeza encarnada]”.
Éste autor debate con Griffen y Kirchhoff, el que ciertas bandas de “cuachichil”,
guamares y tobosos, sean definidas como matrilineales, y matriocales (sobre todo los
últimos, en el área de Parras-Laguna); de tal manera que al casarse el que abandona
el grupo familiar es el varón y no la mujer, por su parte Valdés afirma que alguna
banda huachichil pudo haber sido influida por otras bandas como las confederaciones
guamares (Valdés, 1995, p. 110-113). Los matrimonios servían como alianzas entre
diferentes grupos enemigos, dentro de la misma comunidad lingüística o entre co-
munidades diferentes, el intercambio de mujeres alentaba las relaciones fraternales
y de parentesco simbólico entre los grupos; mientras que los raptos alimentaban más
los odios entre ellos.
En el mapa de 1579 titulado Hispaniae Novae Sivae Magnae, Recens et Vera
Descriptio, se les denomina como “Guachuchules gentes nudeincedunt sub dio habi-
tantvenationibustentumintentis.” Y los ubica en “Terra incognita, tibusasperrima”, al
noreste de los “Tepecuanes, gens fera, et sine legibus” (véase Weigand, 1992).
Algunas de las divisiones tribales de los huachichiles eran: machiteles, machi-
chimis, maguamara, mayaguas, maguemachichipas, majacopas, maguamimisas,
maguicaco, gusabana y jaujas. José Enciso (s/f, p. 3) basado en diferentes fuentes do-
cumentales concluye que los huachichiles: “se distinguían por sus prácticas caníbales y
por su indómito comportamiento”, sin embargo, vale la pena mencionar las precisiones
arqueológicas que François Rodríguez (1985, p. 24) hace, al decir que:
Hay que tomar en cuenta que el territorio de cada tribu estaba subdividido
en pequeñas áreas controladas por familias nucleares. Cada una de estas
últimas tenía pues que defender los recursos naturales que le correspondían
y que eran la bese de la supervivencia. En realidad, el área de explotación
familiar estaba protegida únicamente por uno o dos guerreros-cazadores
cuando mucho. Sólo un sistema de intimidación extremo contra el invasor
podía funcionar, ya que las fuerzas de las que disponían eran numéricamente
escasas. Esta situación podría explicar la costumbre chichimeca de ‘dar un
escarmiento’ a cualquier persona que violase sus tierras (con terribles suplicios
como el arrancar huesos y nervios a los prisioneros mientras estaban vivos).
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de la sierra a los bajiales...
“vivían en las cumbres y las quebradas de los cerros, al abrigo de miserables chozas,
situándose temporalmente en los lugares donde podían aprovechar los frutos naturales
del terreno, [...] afectos a la vida errante, ni edificaban ciudades, ni labraban sino muy
poco la tierra.”
A finales de la época colonial fray Francisco Ferjes, afirma que “los huachichiles
[...] son conocidos [...] con el nombre de huicholes” (citado en García Guisar, 1988, p. 9);
ésta interpretación ha sido retomada por historiadores modernos como Elías Amador
(1982, p. 32), quien basado en observaciones de Orozco y Berra a Romero Gil, apunta
que “los huachichiles, que también se llamaron coras, nayaritas o huicholes, estaban
posesionados de una extensa comarca cuyos exactos límites es difícil precisar, pero que
se extendía desde el Nayarit hasta el Mazapil y parte del estado de San Luis Potosí.”
Así mismo Francisco García (1988, p. 41-42), basado en Amador, precisa que a
los huachichiles se les nombró nayaritas sólo “después de la Conquista”; cabe destacar
que la “conquista” de varios grupos “huachichiles” del noreste, fue llevada a cabo
durante los siglos XVI y XVII; mientras que la de los grupos “nayaritas” del noroeste,
llegaría a finales del siglo XVIII. Es por esta razón que comparto la opinión de Phil
C. Weigand (1992, p. 180) acerca de que:
Según Elías Amador (1982, p. 33), el nombre de Nayarit, lo tomaron los hua-
chichiles de la Sierra de Nayarit o nayaritas (del oeste):
para honrar así la memoria de un famoso jefe que tenían [...] al cual tribu-
taron, aún después de muerto, veneración o culto como a una divinidad,
pues conservaron su cadáver ricamente ataviado hasta el año de 1722 en que
fue conquistada la Sierra de Nayarit y se mandó quemar en México dicho
cadáver, de orden del virrey Marqués de Valero y del Provisor de Indios Sr.
Don Juan Ignacio Castoreña y Ursúa, originario de Zacatecas.
Las investigaciones de Phil Weigand (1992, p. 183) indican que es el mapa His-
paniae Novae..., de 1579, el primero que utiliza el nombre de “coringa (cora). En el
siglo XVII, este término ya se había vuelto popular, y se usaba en una de las siguientes
- 377 -
Alonso Guerrero Galván
formas: cora, chora o chora nayalita. Sin embargo, los coras contemporáneos se auto-
denominan / náayariite /”.
En este sentido, el mismo investigador apunta que el término cora se extendía a
todas las tribus invasoras, que no habían sido conquistadas y que formaban parte de
los nayaritas occidentales. En los siglos XVII y XVIII, las divisiones internas de los
grupos nayaritas eran identificadas por el nombre de sus líderes y/o ancestros, o por
los topónimos de las poblaciones o “provincias” que habitaban.
Los huicholes son llamados en el mapa Hispaniae Novae... (1579), con el término:
xurute, ubicándolos al este de los coringas; se les ha llamado: vitzurita, usilique, uzare,
guisol, guisare, vi’sarica, virarika o wirarika (pl.) y wiraritari (sg.). Sin embargo, hasta
finales del siglo XVII se les incluía, en cuanto a su cultura y política, dentro de los
nayaritas del oeste (Weigand, 1992, p. 183).
Durante la guerra chichimeca los grupos derrotados de nayaritas de oeste
comenzaron a desplazarse a territorio de los nayaritas de este, realizándose alianzas
entre los diferentes grupos (matrimoniales, militares y comerciales), y formando lo
que Weigand, llama “sociedades compuestas y contestatarias”, es decir que los gru-
pos de refugiados de los diferentes grupos indígenas, incluso negros cimarrones o
delincuentes mestizos, se unían a las naciones nayaritas para resistir a las incursiones
españolas o hacer escaramuzas en busca de ganado y robar caravanas. Según Weigand
(1992, p. 184):
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de la sierra a los bajiales...
del sur, como afirman otros etnógrafos; estuvieron separados de ellos durante largo
tiempo, participando de la tradición arquitectónica circular que hasta el momento de
la conquista predominó en el Valle.
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Alonso Guerrero Galván
Las investigaciones de Philip Powell (1984, p. 54) apuntan que los zacatecos se
caracterizaban por: “una considerable homogeneidad de idioma y de modo de vida”,
es importante destacar este aspecto ya que la diversidad dialectal de las lenguas debió
ser bastante rica en el siglo XVI, como se observa en el caso huachichil. Según la in-
terpretación de Francisco García (1988, p. 41-42) “esa unidad lingüística, adicionada a
un menor grado de agresividad y una mayor tendencia sedentaria, hizo que los zaca-
tecanos fueran más fácilmente asimilados a los patrones culturales de la Conquista.”
Hacia el norte de los grupos huachichiles y zacatecos, en el noreste mexicano,
se encontraban los grupos de lengua cuahuilteca, quienes se extendían desde el sur
de Texas, Nuevo León y Coahuila, hasta el norte de San Luis Potosí y el noroeste
de Zacatecas, parte de Durango y Chihuahua; se encontraban divididos en un gran
número de bandas y tribus; entre las que se contaban las “naciones” de pacuaches,
mescales, pampopas, tacames, venados, pamaques, pihuiques, borrados, sanipoas,
manos de perro, aranamas, pachales, quesales, cacaxtles, catujanos, cotzales, tusares,
tucas, quaaguapaias, tetecos, sipopolas y coahuilas. En total sumarían, según Frederick
W. Hodge, en su artículo “Coahuiltecan” de 1968 (citado en Valdés, 1995, p. 103) más
de doscientas en por lo menos 36 variantes y/o grupos de lengua ocuilteca.
En la zona del actual Saltillo, se registran también grupos totomanos o cabezas
blancas, pinanancas o desorejados, paniaguas o apagados, tuidamoydan o hijos de la
sierra, pantiguares o los pintados de almagre, magipamicapini o estrella que mata
venados (Valdés, Carlos, 1995, p. 104).
Los grupos sedentarios que confluían en esta gran zona también eran muy diversos,
hacia el este los huastecos de la provincia de Pánuco, Tampico, y partes de San Luis
Potosí, quienes son hablantes de una lengua maya (Noguera, 1946, p. 249); así como
las colonias nahuas de Oxitipa, que llegaron desde tiempos de la Triple Alianza; por
el centro norte y hacia la cuenca de México habitaban los otomíes de la provincia de
Xilotepec-Chiapa, quienes comenzaron una continua expansión hacia el norte desde
los primeros años de la conquista; fundando poblados como Querétaro, San Juan
del Río y Celaya; así como también ocupando históricamente zonas como el Valle
del Mezquital, que abarca parte del Estado de México e Hidalgo; Tula, Huichapan,
Ixmiquilpan, Meztitlan; entre otras regiones no menos importantes, como la del sur
de la Huasteca.
Según la opinión de Cruz Rangel (1997, p. 14):
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de la sierra a los bajiales...
Esa aparente ‘sumisión’, esa falta de combatividad con las cuales se quisiera
calificar a toda la etnia pame, son probablemente también producto de una
táctica que gran parte de la pamería adoptaría como medio de preservación,
en primer lugar, de su ser y, finalmente, de su identidad étnica. Esa llamada
sumisión india no sería, pues, otra cosa que un medio radical que esos indios
usarían para propagarse, cuando muchos otros grupos chichimecas eran
transculturados, aculturados, exterminados.
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Alonso Guerrero Galván
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de la sierra a los bajiales...
Los caxcanes ya no existen como grupo étnico, aunque Hrdlicka (1903) qui-
zás observó a los últimos sobrevivientes a finales de 1890 [...] prácticamente
rechazaron a los españoles del Occidente de México. Sus estados conformaron
entidades políticas importantes a lo largo de la frontera norte de la antigua
Mesoamérica, y practicaron la expansión a través de la conquista hacia la
zona lacustre del oeste de Jalisco. Sus sociedades y culturas fueron netamente
mesoamericanas (Weigand,1992, p. 205).
Comentarios finales
Muchas de las naciones que se han mencionado formaban parte de las confederacio-
nes tribales o sociedades compuestas y contestatarias, que se oponían a la invasión
española durante el siglo XVI; algunas otras se incorporaron dentro de las dinámicas
colonizadoras y económicas de los reales mineros, las villas y los pueblos fronterizos
norteños en los siglos XVII y XVIII.
La mayoría de las naciones contestarias fueron parcial o totalmente aniquiladas
por la colonización española; algunas pasaron por importantes procesos de acultu-
ración y adaptación a las condiciones cambiantes de nuestro país, que comenzaba a
constituirse; en algunos casos la resistencia de la identidad étnica de los grupos logró
resistir al paso de los siglos y mantiene viva gran parte de su cultura y su lengua; de
un considerable número de grupos sólo permanecen algunos rasgos aparentemente
aislados, pero estructurados, que permanecen a pesar del desplazamiento lingüístico; es
decir, de la pérdida o sustitución de las diferentes lenguas, por una lengua dominante;
como es el caso del español, como la lengua colonial que se nacionalizo en México.
En el presente capítulo se presenta un panorama general de la distribución de
los principales grupos que se encontraban habitando el llamado “Arco Chichimeca”,
situado al norte de nuestro país en el siglo XVI. Este arco se convirtió en “tierra de
Guerra”, prácticamente después de las primeras entradas de conquista y pacificación,
al iniciarse la guerra chichimeca (1550-1600).
Esta gran región conocida durante la época colonial como la pamería, ocupaba
el centro del arco chichimeca, pero, como hemos visto, estaba articulada con diferentes
macroregiones que responden a características étnico-geográficas, como el gran Nayar,
la Caxcana y el Tunal Grande, por mencionar a las más importantes. No obstante, la
mayoría de los autores coinciden en que el impacto de la colonización española se tra-
dujo principalmente en la desarticulación de las redes chichimecas de abastecimiento;
sobre todo de los grupos nómadas y seminómdas cazadores-recolectores, quienes se
encontraban en pleno auge. Pues el periodo de la guerra chichimeca coincide con lo
que François Rodríguez (1985, p. 23-24) llama:
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Alonso Guerrero Galván
Los nombres que les otorgaron los españoles u otros indios fueron muy a
menudo adoptados por las bandas y con ellos se presentaban y definían siem-
pre. Tal es el caso de los borrados, tobosos, colorados cuachichiles, cabezas,
rayados, cacaxtles, tripas blancas, negritos, laguneros, mezcaleros, nadadores
y muchos más. [...] El nombre imprimía carácter igual que el bautismo, sólo
que el apelativo cristiano es individual, mientras que el dado a los indígenas
era grupal y colectivo. El nombre de la nación a la que se pertenecía marcaba
indeleblemente a cada persona del grupo. [...] la posibilidad de definir cuáles
nombres son de tribu, cuáles son de bandas, en general, para la mayoría de
los casos, debemos confesar que aún no puede determinarse [...] Porque si
se tratase de la cuestión únicamente lingüística podría caerse en el error de
acomodar a quienes hablan una lengua bajo el concepto tribal, cuando es
evidente que una lengua no define tribus.
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de la sierra a los bajiales...
Bibliografía citada
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Alonso Guerrero Galván
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El elemento negro-africano en el habla del español de México
Erasto Antúnez Reyes
Dirección de lingüística, INAH
0.
- 388 -
el elemento negro-africano en el habla del español de méxico
Pero decía anteriormente que se había aceptado que los negros eran la “tercera
raíz”, pero no se comprendía cómo había que estudiarlos. Por ejemplo, en lingüística
se formulaban juicios de si sus lenguas eran tales o estaban “corrompidas”, en ocasión
del reconocimiento de que habían perdido sus lenguas africanas y que se vieron en
la necesidad de hablar español o portugués; entonces se pensó que quizá sus hablas
eran “simplificadas” o “incompletas”. Todavía hoy, cuando los afro-descendientes
se refieren ellos mismos a su forma de hablar los escucho decir que hablan “mocho”.
I.
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Erasto Antúnez Reyes
2.
Antes de abordar las estrategias propuestas para saber si existen evidencias lingüísticas
del habla de los individuos esclavos africanos en el Bajío haremos un rápido recorrido
de la historia de la trata de esclavos.
Existe una bibliografía suficientemente nutrida sobre las exploraciones y descu-
brimientos portugueses con fines comerciales y esclavistas, los cuales habían comenzado
por navegar a finales del siglo XV las costas atlánticas de África. Portugal comenzó
con la trata de esclavos desde el principio y éstos fueron llevados a aquel país, donde
se dice que Lisboa llegó a tener un cuarto de su población constituida por negros.
Otra parte del “botín” fue vendido en Huelva, Sevilla, y más al sureste de España: en
Valencia. Durante este periodo entraron en contacto diferentes lenguas africanas con
el portugués y luego con el español. En estos casos se decía que los esclavos hablaban
una lengua ´bozal´ (es decir, un “habla mal aprendida por los nacidos en África”). Poco
después, algunos negros ya aclimatados en Europa aprendieron plenamente el español
o el portugués por lo que se les llamó hablantes de “español ladino”, es decir, los que
hablan en español o portugués de manera fluida. Por otro lado, también sabemos que
los negros ya estaban presentes en España desde los siglos XI y XII. Germán de Granda
(1978: 222) apunta “que el negro daba indicios de integración a la sociedad española
del siglo XII. Se hacía notar como grupo social peculiar y finalmente, se fusionaba
crecientemente con la población blanca”.
Después que Colón “descubre” el Nuevo Mundo, los españoles mediante las
encomiendas intentan esclavizar a los aborígenes de las Antillas, pero la población
fue diezmada rápidamente por el maltrato, las enfermedades y el suicidio colectivo.
De modo que, tempranamente, se empezó a importar esclavos negro-africanos. De
acuerdo con la legislación de la época, el comercio de los esclavos estuvo a cargo de
los portugueses, inclusive durante el periodo en que las coronas de España y Portugal
se unieron, entre 1580-1640.
La burocracia española exigía que para la importación de esclavos africanos a
América, éstos deberían ser llevados a Sevilla para de ahí embarcarse al Nuevo Mun-
do. Los puertos autorizados para recibirlos fueron Cartagena de Indias, Portobelo,
La Habana y Veracruz. Más tarde se agregó el puerto de Acapulco, a propósito de la
apertura de la Nao de la China por el Pacífico. Además de las mercaderías de Manila,
se comerciaban negros “cafres”. Estos puertos monopolizaron el comercio de esclavos
hasta el siglo XVIII, cuando se abrieron otros como el de Buenos Aires y Montevideo.
El monopolio de los comerciantes, por otro lado, -como ya dijimos- fue portugués,
pero también hubo asentistas (compañías comerciales) de origen holandés. A propó-
sito de ello Lipski (1996:113) señala: “de ahí que la reconstrucción de los contactos
lingüísticos-hispánicos exija analizar con cierto detenimiento los imperios esclavistas
de Holanda y Portugal”.
- 390 -
el elemento negro-africano en el habla del español de méxico
En cuanto al número de esclavos que llegaron a América, las cifras de las fuentes
son muy dispares y, a veces, resultan poco confiables; para algunos autores fueron
traídos más de tres millones y para otros, fueron importados 25 millones de esclavos
negros. Humberto López Morales (1998: 7a) con prudencia, nos aclara: “No se conoce
con exactitud la cantidad de esclavos llevados a América… Cifras conservadoras (nos
dan): un millón de entradas y otros tantos de ‹‹mala entrada›› como se llama a los de
contrabando”.Y más adelante completa: “los estudios de disponibilidad de transporte
trasatlántico afirman que no pudieron ser más de nueve millones… o probablemente
menos”.
De la procedencia de estas poblaciones y de sus lenguas sabemos mucho “gracias
a una práctica romana que señalaba en las cartas de compra-venta de los esclavos la
procedencia de los cautivos, conocemos hoy lugares de origen de los negros (Aguirre
Beltrán, 1946: 99). En América esta práctica fue útil para indicar “las características
somáticas de los esclavos como sus características psicológicas” (Ibíd. 99). También las
lenguas y sajaduras (cicatrices tribales) fuero marcadores de sus etnias. La mayoría
de los esclavos fueron tomados del litoral del Golfo de Guinea, el Congo, Angola,
predominando bantúes y sudaneses (Álvarez Nazano, 1974: 21). En realidad eran
cientos de lenguas africanas las que llegaron. Al respecto nos dice Lipski (1999: 114):
Sólo un puñado consiguió hacer contribuciones duraderas a la emergente len-
gua afrohispánica. Entre las lenguas africanas más sobresalientes están el quicongo,
el quimbundú/umbundú, el yoruba, el calabar, el igbo, el efé/fon, y el acano, todas
habladas por grupos importantes del África occidental.
2.1
Tras este apretado repaso histórico, ahora demos paso al primer punto de nues-
tra estrategia, es decir, el de la ubicación de las regiones de Hispanoamérica donde
la presencia negra es predominante demográficamente. Zamora Munné y Guitart
(1982: 196) señalan que “la influencia africana está limitada geográficamente” en el
continente; por eso mismo acudimos al estudio de Matthias Perl (1998: 2) quien nos
indica que los hispanohablantes de raza negra en América están distribuidos de la
siguiente manera:
1. Antillas Mayores: Cuba, Puerto Rico y República Dominicana
2. Regiones septentrionales de Colombia y Venezuela, osea, las costas bañadas
por el Mar Caribe
3. Regiones costeras ribereñas de Centroamérica: Honduras, Nicaragua, Costa
Rica y Ecuador
4. Región de Pacífico: Colombia, Perú y Ecuador
5. México ahora ya no es importante, y
6. Pequeñas minorías hispanohablantes en Belice y Trinidad y Tobago
- 391 -
Erasto Antúnez Reyes
2.2
Después de haber ubicado las zonas con presencia negra en Hispanoamérica y México,
daremos paso a las teorías que se han realizado para describir la variedad dialectal
del español. Yo veo dos momentos cruciales, cada uno sometido a fuertes polémicas.
En el primer momento no se incluía como importante el elemento africano, mientras
que en el segundo se incorpora como elemento sustancial y determinante para la
descripción de los diferentes dialectos del español de América. Veamos el primero.
A principios del siglo XX cuando se buscaba describir la lengua española en Amé-
rica, surgieron varios temas interesantes, uno de ellos versaba sobre la aportación de
las lenguas indígenas americanas al español; otro tema era describir las diferencias
dialectales desarrolladas a lo largo y ancho del territorio americano, pero también lo
era poder explicar las causas. Precisamente esta situación llevó a los investigadores
- 392 -
el elemento negro-africano en el habla del español de méxico
a buscar los orígenes del español en el habla andaluza. En este punto se suscitó una
acalorada polémica protagonizada por Pedro Henríquez Ureña y Max Leopold Wag-
ner. El primero mantenía una postura americanista apoyada en datos demográficos
de los primeros colonizadores, a partir de los cuales sostenía que todas las regiones
de España habían aportado igual cantidad de pobladores y que, por lo tanto, no era
más el contingente andaluz. Por otro lado, proponía que los rasgos supuestamente
andaluces que se atribuían a los orígenes del español eran una creación independiente
de América, que era paralela de la española. Lo que buscaba atacar era que el español
americano no podía tener un carácter “avulgarado” (vulgar) como era considerado en
el s. XVI el habla andaluza en la Península. Siguieron en esta aventura al “Maestro de
América”, Amado Alonso (1961) y Ángel Rosenblat (1954). La postura antagónica la
encabezaba el lingüista italiano Max Leopold Wagner, quien proponía la tesis de un
“andalucismo de tierras bajas”. Continuaron en esta línea Diego Catalán (1956-57),
Peter Boyd Bowman (1964), Ramón Menéndez Pidal (1962), entre otros. Por ejemplo,
Catalán señaló “ondas atlánticas” con sus variedades: variedad andaluza, variedad
canaria, variedad caribeña y de las costas americanas. Es decir, estaba hablando de un
“español atlántico” que comprendía las costas del sur de España y de América. Por
su parte, BoydBowman trabajó en un índice de 40 000 pobladores donde el 45% de
ellos eran andaluces. Menéndez Pidal en su luminoso Sevilla frente a Madrid (1962)
explicó que la norma andaluza era el habla de las costas, mientras que en el altiplano
se implantó la norma de las cortes españolas que él denominó “la norma de Toledo”.
Los rasgos lingüísticos discutidos como andalucistas o no en esta polémica son: el seseo,
el yeísmo, la aspiración o pérdida de /s/ final de sílaba o palabra, la velarización de /n/
final, la aspiración de j /x/, etc.
Por último, dentro de este primer momento de discusiones sobre los orígenes y
desarrollo del español de América, vemos que se plantea el contacto entre lenguas o
contacto entre lenguas indígenas, caribeñas y el español durante el siglo XV, cuando
sucede una rápida extinción de aquellas poblaciones; aunque paradójicamente su
léxico será el que perdure e incluso se imponga a otras lenguas indígenas que eran
lenguas generales de las altas civilizaciones de la América nuclear, según términos
de Walter Krickberg. Esas palabras de las lenguas taínas o arawacas del Caribe que
se hicieron generales el español, del que aquí sólo damos un ejemplo, fueron: canoa,
maíz, cacique, maguey, tuna, etc. Se impusieron al náhuatl y hoy casi nadie se acuerda
de ellas: acalla, centli, tlatoani, metl y nochtli.
Así, observamos que tanto en la teoría del origen andaluzante de América, o en
la importancia del aporte lingüístico de las lenguas de sustrato en el enfrentamiento
o contacto de lenguas no se menciona la presencia africana. Tendremos que esperar
hasta las postrimerías de los años sesenta y principios de los setena con el advenimien-
to de la sociolingüística, momento en que surge de nuevo el debate de los orígenes
- 393 -
Erasto Antúnez Reyes
y desarrollo del español de América, con énfasis en el español del Caribe. En este
momento ya se incorpora el ingrediente africano y se empieza a estudiar el fenómeno
de “contacto de lenguas” o “lenguas en contacto”. De estos estudios se desprende que
el español que aprendieron los esclavos africanos en los siglos XV-XVI no era una
lengua “incompleta” y mucho menos “caótica”, sino que era una lengua de comuni-
cación surgida espontáneamente, por razones, en esta ocasión, de migración forzada
producto de la trata de esclavos. Estas hablas conocidas como “pidgin” con el tiempo
producen ´criollos´ o creole (en inglés), y pueden ser consideradas “lenguas nuevas”; su
realización comunicativa en grupos donde la presencia negra es mayoritaria, como el
Caribe, se ha visto que producen aquellos fenómenos como típicamente afroespañoles.
2.3
Vamos a tratar en este apartado los procesos sociolingüísticos que experimentaron
los esclavos africanos desde su arribo a América para llegar a los momentos actuales.
Desde siempre se había observado que en el contacto de dos o más lenguas, en algunas
ocasiones se producía un tipo de lengua “incompleta”, que no entendían los hablantes
de las lenguas base. Surgían por razones comerciales, pero también por migración
forzada como la esclavitud, por conquistas, colonizaciones entre otras, y con la urgente
necesidad de comunicarse entre todos los miembros de esas sociedades bilingües, espon-
táneamente acudían al vocabulario de la lengua de superestrato (o lengua dominante)
y la gramática de la otra lengua dominada (lengua de sustrato). Lo que resulta es un
pidgin caracterizado precisamente por el léxico limitado de superestrato con estruc-
turas simplificadas consistentes de ausencia de oraciones verdaderas u oraciones de
relativo; en la morfología no existe el género, no es completa la conjugación, entre otros
fenómenos. Por esta razón, en algún momento se pensó que este pidgin afrohispano
era un habla “incompleta”, la tenían quienes apenas habían desembarcado en América
procedentes de África, y se les llamaba, por su forma de hablar, negros bozales. Pero,
tratando de entender esta estrategia lingüística diremos que sin importar las aptitudes
de cada hablante, éstos con pocos recursos se pueden comunicar eficazmente. Así que
la simplificación en realidad le confiere a esa “nueva lengua” una regularidad. De
esa lengua “simplificada” o pidgin o bozal, de seguir en ese mismo proceso creará un
´criollo´o creole, es decir ya es la lengua de los hijos de quienes hablaban por primera
vez un pidgin. Esta nueva generación de niños y jóvenes convertían la lengua de sus
padres, desde luego en un ´criollo´, pero al mismo tiempo será su lengua materna,
con la que hablarán con toda confianza, haciendo frente al aumento de las exigencias
comunicativas. Su sintaxis es más elaborada al de las lenguas base de las que nacieron.
Por ejemplo, Germán de Granda es partidario de la hipótesis de criollización del habla
de los negros de América, aunque hoy existan pocas evidencias que lo comprueben. Sin
embargo, en mi opinión, al menos en México, creo que el pidgin se pasó, en general,
- 394 -
el elemento negro-africano en el habla del español de méxico
2.4
Ahora hablaré del pidgin mexicano de los hispanoafricanos. Éste se conoció como
habla bozal y fue recogido en la Nueva España por Sor Juana Inés de la Cruz, en el
siglo XVII, en muchos sus villancicos. Aquí presentó un fragmento del “Villancico
VIII-Ensaladilla”. “Donde hablan los negrillos”:
Estos rasgos morfosintácticos, pero sobre todo fonéticos, del habla bozal del siglo
XVII como los ejemplos actuales de la Costa Chica de Guerrero, son los representativos
del habla afrohispana. Pero, debemos aclarar que están compartidos con otras comu-
nidades dialectales del español general. Es importante señalar que estos fenómenos
de relajamiento consonántico pertenecen al habla andaluza que el mismo Aguirre
Beltrán señaló en su libro Cuijla (1958). Pero si bien en España los andaluces de todas
las clases sociales debilitan las consonantes, sobre todo la /s/, aquí en Hispanoamérica,
incluido México, sólo se da en las tierras bajas costaneras. De estar de acuerdo con esta
- 396 -
el elemento negro-africano en el habla del español de méxico
situación, entonces estaríamos en consonancia con la tesis andalucista del origen del
español americano. De hecho este es mi planteamiento en un trabajo en el que tomaba
la importancia del sustrato indígena de Mesoamérica para el mantenimiento de la
norma “toledana” de Menéndez Pidal. Frente a las costas donde se daba la aspiración
de /s/ por estar visitadas por marineros andaluces; para el caso del norte de México,
según yo, aceptaba la presencia de aspiraciones por el aislamiento y la baja densidad
de población. Aunque puede ser aceptable en lo básico esta hipótesis, ahora me doy
cuenta de que es preferible aceptar que tanto la composición étnica como la herencia
lingüística de México es un trinomio constituido por españoles, africanos e indios –y
en este sentido, lo único que no puede explicar la teoría andalucista que sostiene que
la aspiración de –s final, la elisión de –d– intervocálica, etcétera, son rasgos propios
de las tierras bajas, mientras que las tierras altas se mantienen esos mismo fenómenos
con firmeza, pero se pierden las vocales, se puede explicar con la presencia africana
que comparte esos rasgos andaluces como rasgos africanos. Moreno de Alba y López
Chávez (1987) escribieron un artículo donde trataban, igual que yo, de explicar por
qué existía la aspiración de /s/ en el norte del país, es decir, en Chihuahua o Sinaloa.
Y se preguntaban:
Los autores responden que se trata de una razón histórica la que determina esta
pronunciación. San Félix (hoy Mazatlán) se fundó en 1796 con diecinueve habitantes
de raza negra y su población casi no varió a través del tiempo. Así, los remanentes
de aspiración de /s/ actuales son producto del origen africano de esa ciudad. Para
comprobar la distribución de estos fenómenos de relajamiento resulta útil consultar
la síntesis que del Atlas lingüístico de México realizó Moreno de Alba (1994). Ahí se
puede ver que la presencia tanto en el Norte de México, como en las costas del Pacífico,
sea Sinaloa o Guerrero y Oaxaca, están lejos de las costas del Golfo o las Antillas, coto
de los marineros andaluces.
3.
Tras esta apretada síntesis sobre el aporte africano al español americano, que incluye
México, voy a concluir mencionando que el habla afrohispana siguió en nuestro país las
mismas pautas que en otras regiones del mundo hispanohablante. Según mi opinión,
el habla bozal que “imita” Sor Juan en sus villancicos evidencian el habla pidgin de
la que debió haber surgido algún criollo posterior, de acuerdo con la apreciación de
Germán de Granda (1978). Pero, para mí si es que hubo algún criollo, éste desapareció
- 397 -
Erasto Antúnez Reyes
Por otra parte, la realidad americana fue una novedad para los españoles y
africanos. Esta nueva realidad tenía nombres en lenguas indígenas, como
es natural, y los españoles los adoptaron como elementos de sustrato. En
cambio, el africano desposeído de todo como venía, sólo logró aportar en el
léxico pocos afronegrismos y nada o casi nada de influencia en la morfología
y en la sintaxis. Además es controvertida la influencia en la fonética (p. 167)
Si esta apreciación para zonas con fuerte densidad de población negra en Hispa-
noamérica describe una pobre aportación africana, entonces vemos que para el Bajío
esta evidencia es exigua. En fin, no cabe duda que los estudios afrohispánicos, los de
criollismo y los de la evolución de este dialecto sigue presentando muchos retos para
los investigadores.
- 398 -
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- 401 -
Erasto Antúnez Reyes
- 402 -
La prehistoria lingüística del Bajío
David Charles Wright Carr
Universidad de Guanajuato
Introducción
El Bajío es una región de fronteras en varios sentidos. Como zona geográfica, marca
de transición entre los valles centrales de México y las áridas tierras del norte de Mé-
xico. Como consecuencia de esta situación, estaba en –o cerca de, según el periodo– la
frontera entre los pueblos sedentarios, que participaban en la tradición cultural me-
soamericana, y los pueblos seminómadas y nómadas del norte. También fue el lugar
de encuentro entre dos familias lingüísticas, la yutonahua del occidente de México y
la otopame del centro y centro norte, así como los hablantes del tarasco, una lengua
aislada con raíces profundas en la región. Estas fronteras fueron borrosas, fluctuantes
y permeables, generando relaciones interculturales especialmente dinámicas a lo largo
de los milenios.
Al principio de este trabajo, se presentan definiciones operativas de dos conceptos
claves: la cultura y la etnicidad. Estos conceptos deben tratarse por separado, en lo
posible, como variables independientes, y ninguno de ellos tiene una correspondencia
precisa con la lengua. Se habla de las teorías y los métodos de la prehistoria lingüística,
incluyendo la teoría de las migraciones y los diversos métodos lexicoestadísticos que
sirven para determinar la presencia de los grupos en el Bajío a lo largo de los mile-
nios. Luego se establecen los límites de la región abajeña, que es el marco geográfico
del presente estudio. Finalmente se propone un panorama general de la prehistoria
lingüística del Bajío, que podrá ser contrastado con las hipótesis generadas desde otros
campos de estudio, como la arqueología, la etnohistoria y la bioantropología, para
lograr una visión integral de los grupos humanos que han compartido esta región
desde hace varios milenios.1
1
Este trabajo se basa en varios intentos previos de determinar la ubicación de los grupos lingüísticos en
el centro y el centro norte de México, resumiendo algunas ideas y presentando nuevos datos e interpreta-
ciones. Véanse Wright 1994; 1997; 1999a; 1999b; 2005a; 2005b; 2007; 2012; 2014. Una versión preliminar
del presente estudio fue presentada en la XXX Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología,
El Bajío y sus Regiones Vecinas: Acercamientos Históricos y Antropológicos, sesión lineal 2, “Población,
asentamientos, recursos naturales y producción cultural”, Santiago de Querétaro, 5 de agosto de 2014.
D. C. Wright Carr
La región del centro norte de México llamado Bajío tiene una extensión variable,
según los criterios empleados en su definición. Es una unidad geográfica, y sus ca-
racterísticas particulares tienen consecuencias para la vida de los grupos humanos
que lo han habitado a lo largo de los milenios. Marca una transición entre las tierras
relativamente húmedas de Michoacán y los valles centrales de México, por un lado,
y la región más árida del norte de México. Como consecuencia, y como resultado de
las variaciones en el régimen pluvial, en algunos periodos ha albergado poblaciones
de agricultores sedentarios de la tradición cultural mesoamericana, y ha sido lugar de
encuentro de estas con los pueblos seminómadas y nómadas de Aridoamérica, llamadas
genéricamente “chichimecas” en el siglo xvi. Actualmente tiene un clima templado,
con lluvias que permiten la agricultura de temporal, aunque en ocasiones las lluvias
son insuficientes para levantar una buena cosecha.
Para delimitar el Bajío, tomo la cota de los 1 600 metros sobre el nivel del mar,
como límite inferior, y los 2 000 metros como límite superior. Visto así, esta región se
extiende desde la ciudad de Querétaro en el oriente hasta la de León, en el noroeste
del estado de Guanajuato, abarcando la mayor parte del sur de este último estado. La
cota de los 1 600 metros nos permite sumar al Bajío parte del oriente de los estados
de Jalisco y Aguascalientes, así como el noroeste de Michoacán, donde se encuentra
Zamora. Esta gran cuenca, de fondo llano, es rodeado por lomas, cerros y montañas
que alcanzan entre 2 000 y 3 000 metros sobre el nivel del mar. Incluye dos subcuencas
importantes, parcialmente separadas por montañas: el valle de Acámbaro en el sureste
y el valle del alto Laja en el noreste.
Surcan las tierras del Bajío las aguas del río Lerma, que llega desde el valle de
Toluca por el de Acámbaro, cruzando la gran cuenca abajeña de oriente a poniente,
para desembocar en el lago de Chapala, en el estado de Jalisco. Sus principales afluentes
son el río Querétaro-Apaseo, que fluye desde la orilla oriental de la zona; el río Laja,
que baja desde el norte; el río Guanajuato, que desciende desde la ciudad del mismo
nombre, en la orilla norte de la cuenca; el sistema del río Turbio, que corre de Ponien-
te a Oriente desde la frontera entre los estados de Guanajuato y Jalisco, rodeando la
sierra de Pénjamo para virar hacia el sur, pasando por el valle de Pénjamo antes de
desembocar en el Lerma (Wright 2014).
Para los propósitos del presente estudio, la cultura se define como “las ideas, los valo-
res y los patrones de comportamiento colectivos de un grupo humano determinado;
la cultura consta de un conjunto de subsistemas interrelacionados cuyas fronteras,
- 404 -
la prehistoria lingüística del bajío
La teoría de las migraciones que voy a aprovechar en este ejercicio se basa en estudios
de la lingüística comparativa. Nos servirá para determinar, dentro de las limitaciones
propias de esta teoría, los lugares de origen de cada una de los grupos lingüísticos que
históricamente han tenido una presencia en el Bajío. También nos permitirá rastrear los
movimientos migratorios de los mismos grupos. Para agregar la dimensión temporal
al panorama resultante, aprovecharemos los estudios existentes sobre la glotocronolo-
gía, un método lexicoestadístico que permite conocer los tiempos aproximados de las
ramificaciones internas de las familias y los grupos de lenguas emparentadas. Luego
contrastaremos estas fechas con otras, proporcionadas por un novedoso método para
2
Para una explicación amplia del proceso de construcción de esta definición de la cultura, con referencias
a las obras de varios autores que han escrito sobre el tema, véase Wright 2005b: i, 17-22; para una visión
actualizada, véase Wright 2011a: 25-30.
- 405 -
D. C. Wright Carr
- 406 -
la prehistoria lingüística del bajío
lugar de origen del grupo, con la hipótesis adicional de que ninguna de estas lenguas
ocupa el lugar de origen. Para evaluar las hipótesis se cuentan los movimientos mí-
nimos que podrían resultar en una migración. La hipótesis con el menor número de
movimientos se considera como la más probable. Si consideramos todas las posibles
hipótesis y si calculamos los movimientos correspondientes para cada una, obtene-
mos varias implicaciones básicas de esta teoría: 1) el lugar de origen de un grupo de
lenguas emparentadas probablemente es el territorio de una o más de sus lenguas
componentes; 2) cuando observamos una cadena de lenguas emparentadas, el lugar de
origen de su protolengua ancestral probablemente es el área ocupada por esta cadena,
3) si hay dos o más cadenas, su lugar de origen probablemente es la suma de las áreas
ocupadas por las cadenas más los intervalos que las separan; 4) las migraciones de un
solo movimiento son las más probables; las migraciones de cadenas enteras de lenguas
son menos probables; y 5) las migraciones normalmente son desde regiones con mayor
diversificación hacia otras con menor diversificación, sin considerar las distorsiones
provocadas por las migraciones de otros grupos hacia el mismo territorio (Dyen 1956).3
Los resultados del estudio de la prehistoria lingüística nos aportan hipótesis
razonables que deben ser confrontadas con los datos aportados desde otras ramas
de la antropología, como la arqueología, la etnohistoria y la bioantropología. Para
hacer esto es importante el factor cronológico, que nos permite cotejar los datos de
cada una de estas subdisciplinas. Desde mediados del siglo xx, tenemos el método
lexicoestadístico de la glotocronología que, si bien no es precisa, nos permite ubicar
las migraciones de los grupos lingüísticos en el tiempo, de una manera aproximada.
Este método fue desarrollado por Morris Swadesh. Se basa en la premisa de que los
grupos humanos reemplazan los morfemas de sus lenguas con cierta regularidad,
causando el distanciamiento gradual entre sus lenguas. Swadesh elaboró una lista
de conceptos básicos que puede ser traducida a dos lenguas, para luego determinar
cuantas palabras cognadas son compartidas. Aplicó el método a lenguas con una larga
tradición de textos escritos con fechas conocidas. Determinó que después de un mile-
nio de separación total o casi total de dos lenguas derivadas de la misma protolengua
ancestral, hay una permanencia de 86% de palabras cognadas en cada lengua, o 74%
entre las dos lenguas. El creador de la glotocronología estimó un margen de error del
10%. Señalando, además, que los cálculos glotocronológicos representan cantidades
mínimas de tiempo. El consenso entre la comunidad antropológica en general ha
sido más escéptico. Por ello, en trabajos publicados durante los últimos doce años, he
aplicado un margen del error del 25% a las fechas glotocronológicas de Swadesh y sus
seguidores, en un intento de ampliar el rango de las fechas hipotéticas de las ramifica-
ciones de las lenguas, antes de cotejar estas fechas con otros tipos de evidencia. Tomé
3
Varios investigadores han aprovechado esta teoría u otras similares. Véanse, a manera de ejemplo,
Diebold 1960; Knab 1983: 153; Ruhlen, 1994: 172, 173, 187, 208; Valiñas 2000a: 178; Wichmann/Müller/
Velupillai 2010.
- 407 -
D. C. Wright Carr
los cálculos glotocronológicos publicados sobre las familias otopame y yutonahua, para
tener una visión global de los cambios en cada una. Los resultados de este ejercicio se
resumen en los cuadros 1 y 2, mostrando las fechas glotocronológicas con puntos y los
rangos de años que resultan de la aplicación del margen de error del 25% con barras.
De esta manera se obtienen lapsos amplios, dentro de los cuales se pudieron haber
dado las separaciones entre las lenguas emparentadas de cada familia. Así podemos
aprovechar esta herramienta sin caer ingenuamente en la ilusión de que sepamos las
fechas precisas de las ramificaciones lingüísticas dentro de las familias mencionadas.
En los siguientes incisos se presentan ensayos de comprender la prehistoria de
las familias otopame y yutonahua, mediante el análisis de los estudios existentes de las
lenguas que abarca cada familia. Desafortunadamente, no podemos hacer lo mismo
con la lengua tarasca, porque no forma parte de una familia de lenguas emparentadas.
La familia otopame se ubica, en su mayor parte, al norte del eje neovolcánico, en los
valles de México, Toluca, Puebla-Tlaxcala y el Mezquital; se extiende hacia el norte,
más allá de lo que era la frontera norte de Mesoamérica en 1521, hasta el semidesierto
potosino, pasando por el oriente del Bajío y la Sierra Gorda (mapa 1). Los hablantes
de las lenguas otopames se pueden dividir en dos grupos, tanto por la divergencia
entre sus lenguas como por sus rasgos culturales: los otopames meridionales per-
tenecían a la tradición mesoamericana, mientras los otopames septentrionales eran
considerados ‘chichimecas’ por su vida seminómada o nómada. Los otopames del sur,
en el momento de la Conquista, habitaban los valles centrales de México. Fueron los
otomíes, los mazahuas, los matlatzincas y los ocuiltecos, de acuerdo con los nombres
históricamente asignados a estos grupos. Hoy el otomí presenta un grado amplio de
divergencia lingüística, con nueve variantes, no todas las cuales se entienden entre
sí; el proceso de divergencia interna inició algunos siglos antes de la llegada de los
españoles. Después de la Conquista, durante el siglo xvi, los otomíes llevaron a cabo
una importante expansión territorial desde el valle del Mezquital hasta el Bajío. Los
otopames septentrionales son los que habitaban, a principios del siglo xvi, el Bajío
oriental y la Sierra Gorda de Querétaro, Guanajuato y San Luis Potosí. Fueron los
pames y los chichimecos jonaces.4
El proto-otopame empezó a diferenciarse del proto-otomangue –antiguo tronco
lingüístico que incluye el zapoteco y el mixteco, entre otras lenguas– hace unos 64 siglos
glotocronológicos. Considerando el margen de error del 25% que mencioné arriba,
4
Véanse Campbell 1997: 362; Instituto Nacional de Lenguas Indígenas 2008; Longacre 1967: mapa;
Manrique 1988: 154-159; Simons/Fennig 2017; Suárez 1995: mapa 1. Aquí empleo los nombres históricos
de los grupos lingüísticos, en lengua castellana. Para los gentilicios actuales y los términos de autodeno-
minación, véase Instituto Nacional de Lenguas Indígenas 2008.
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la prehistoria lingüística del bajío
obtenemos un rango de 6000 a 2800 aC para este suceso hipotético. Las ramificaciones
internas de la familia otopame se pueden apreciar en el cuadro 1, donde las fechas
glotocronológicas se marcan con círculos azules y los rangos que resultan de la apli-
cación del margen de error se señalan con barras de color violeta.5 El proto-otopame
inició su proceso de diversificación interna hace 55 siglos glotocronológicos (4875-2125
aC), cuando se separaron los grupos septentrional y meridional. El proto-otopame
meridional se dividió hace 44 siglos (3500-1300 aC), cuando el proto-otomí-mazahua
se separó del proto-matlatzinca-ocuilteco. El proto-otomí-mazahua se ramificó hace
16 siglos (1-800 dC), el proto-matlatzinca-ocuilteco hace 7 siglos (1125-1475 dC). La
diversificación interna del proto-otomí inició hace 9 siglos (875-1325 dC), lo que ex-
plica la gran diversidad y la falta de inteligibilidad entre algunas variantes del otomí.
El proto-otopame septentrional se ramificó hace 34 siglos (2250-550 aC), cuando se
separó la línea que dio origen al chichimeco jonaz del proto-pame. Esta última lengua
empezó a diversificarse hace 17 siglos (125 aC-725 dC).6 El lector puede observar que
la aplicación del margen de error del 25% nos da rangos amplios, sobre todo para las
fechas más antiguas. Mi recomendación es que se consideren los rangos completos
cuando se cotejan las fechas glotocronológicas con los datos arqueológicos, etnohis-
tóricos o bioantropológicos, dejando sobre la mesa todas las hipótesis que resulten
factibles, hasta que haya buenas razones para descartarlas. De esta manera se puede
ir construyendo la prehistoria de las lenguas sin forzar los datos en favor de una u
otra propuesta hipotética.
Para poner a prueba estos rangos cronológicos hipotéticos, aproveché los estudios
relativamente recientes del Programa Automatizado para la Evaluación de la Similitud
(Automated Similarity Judgment Program, de aquí en adelante asjp), desarrollado por
un equipo internacional de lingüistas. Con este método se analiza, de manera unifor-
me, un corpus único de las lenguas del mundo. Sus cálculos se basan en las distancias
Levenshtein, en lugar de los porcentajes de cognadas usadas en la glotocronología.
Las distancias Levenshtein expresan numéricamente las diferencias entre dos palabras
–o secuencias de grafemas, en la práctica–; el número expresa la cantidad mínima de
cambios de un solo grafema que son necesarios para transformar una palabra en otra.
5
La inspiración inicial para la forma del cuadro es de Hopkins 1984: 43 (figura 3).
6
Las cifras glotocronológicas se tomaron de Manrique (1967: 332), excepto las del proto-otomí-mazahua
y el proto-otomí, que se tomaron de Swadesh (1960: 83; 1967: 93), y las del proto-matlatzinca-ocuilteco,
que son de Cazés (1976). Valiñas (2000b) sugiere una fecha poscortesiana para la separación matlatzinca-
ocuilteco, hacia el siglo xvii dC Opté por usar la propuesta de Cazés, de siete siglos glotocronológicos,
tomando en cuenta lo que afirmaron dos frailes en el periodo Novohispano Temprano. De acuerdo con
Sahagún (1979: iii, 134r, 134v), quien escribió en la segunda mitad del siglo xvi, los “ocuiltecas biven en el
distrito de los de toluca en tierras, y terminos suyos: son de la misma vida, y costumbre de los de toluca:
aunque su lenguaje es diferente del, de los de toluca”. Grijalva (1999: 75r) considera el matlatzinca y el
ocuilteco como lenguas distintas; su crónica registra el trabajo misionero realizado entre 1533 y 1592.
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D. C. Wright Carr
Por ejemplo, la distancia Levenshtein entre las palabras castellanas ‘pluma’ y ‘broma’
es 3: 1) pluma > pruma, 2) pruma > proma; 3) proma > broma. Los resultados son
calibrados con fechas históricas, epigráficas y arqueológicas (Automated Similarity
Judgment Program, sin fecha).7
En un estudio hecho con el asjp, podemos encontrar la distancia entre las
lenguas del tronco otomangue, de 65.91 siglos, cifra muy cercana a la cantidad arrojada
por la glotocronología, que es de 64 siglos. Para la familia otopame, sólo se reportan
dos distancias: 36.54 siglos para el proto-otopame meridional (dice ‘Otopamean’,
pero no se incluyen las lenguas de la rama septentrional) y 22.14 siglos para el proto-
otomí-mazahua (Holman/Brown/ et al. 2011a; 2011b) (dice ‘Otomian’, pero usan las
agrupaciones de la 16.a edición del Ethnologue,8 y ahí esta designación incluye solo las
variantes del otomí y el mazahua). Estas dos fechas se marcan en el cuadro 1 con círculos
rojos. Ahí se puede observar que la primera fecha cae dentro del margen de error del
25% de la fecha glotocronológica correspondiente. La segunda cae dos siglos antes del
límite inferior del rango glotocronológico. Como veremos en el próximo inciso, todas
las fechas generadas con el asjp para la familia yutonahua caen dentro de los rangos
7
Véanse también Holman/Brown/et al. 2011a; 2011b; Wichmann/Holman/ et al. 2010; Wichmann/
Müller/Velupillai 2010.
8
Lewis 2010. En la 20.a edición del Ethnologue (Simons/Fennig, 2017), la agrupación Otomian ha sido
suprimida.
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la prehistoria lingüística del bajío
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D. C. Wright Carr
Los datos expuestos en este inciso nos permiten hacer una serie de inferencias
sobre la familia otopame, desde la perspectiva de la teoría de las migraciones. El
primer hecho relevante es que las lenguas otopames se localizan, históricamente, en
una región continua del centro y centro norte de México, constituyendo un territorio
lingüístico donde estas lenguas se presentan en una red de cadenas, en la cual los
idiomas más relacionados se encuentran más cercanos en el espacio. Así, es altamente
probable que estas lenguas han ocupado aproximadamente el mismo territorio desde
las etapas tempranas en el proceso de diversificación interna. Considerando las fechas
generadas mediante la glotocronología y el asjp, resulta evidente que los otopames
han estado en o cerca de su territorio histórico desde los albores de la vida sedentaria,
participando en los procesos culturales durante todos los periodos del desarrollo de
la cultura mesoamericana, en el caso de los valles centrales de México, y en los proce-
sos culturales de la zona de transición entre esta región y las tierras áridas del norte,
incluyendo el Bajío, de manera particular el Bajío oriental, así como la Sierra Gorda,
que lo delimita hacia el oriente.
El territorio otopame está separado del resto de las lenguas emparentadas, del
tronco otomangue, por un intervalo de hablantes de variantes nahuas; en tiempos
anteriores a esta intrusión lingüística, es probable que había una gran red de cadenas
de lenguas otomangues emparentadas, con cambios graduales a través del espacio –y
del tiempo–, desde el centro norte de México hasta el istmo de Tehuantepec, ocupando
la mayor parte de los valles centrales de México y la región oaxaqueña. La separación
de la lengua proto-otopame fue el inicio de la diversificación al interior del tronco
otomangue, sucedió hacia el tiempo de los albores de la domesticación de las plantas
de cultivo (Harvey 1964; Hopkins 1984; Marcus 1983).
La primera división del proto-otopame, entre el grupo septentrional y el grupo
meridional, sucedió durante el proceso de sedentarización en Mesoamérica, antes del
surgimiento de los señoríos y los centros monumentales. Esto probablemente refleja
de alguna manera una diversificación cultural relacionada con la adaptación a medios
ambientales distintos. Los otopames del norte probablemente poseyeron una cultura
intermedia, de transición, reflejando el carácter transicional de su medio geográfico,
considerando la evidencia mencionada en el próximo párrafo.
Más allá de la teoría lingüística de las migraciones y los métodos lexicoestadísticos,
la lingüística comparativa nos proporciona datos adicionales que permiten asomarnos
a la vida de los hablantes de las protolenguas otopames. En las reconstrucciones del
proto-otopame de Doris Bartholomew, hay palabras cognadas para una larga lista
de actividades, objetos culturales y plantas que se asocian con la vida agrícola de los
pueblos mesoamericanos. En varias lenguas otopames, incluyendo las variantes del
pame y el chichimeco jonaz (Bartholomew 2004 [1965]). Esta situación es comentada
por Yolanda Lastra y Alejandro Terrazas, quienes proponen que estos otopames del
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la prehistoria lingüística del bajío
norte participaban en la vida sedentaria, como sus vecinos del sur (Lastra/Terrazas
2006). Es posible que en algún momento –tal vez cuando se presentó una contracción
de los pueblos agrícolas hacia el sur, varios siglos antes de la Conquista– hayan tenido
que adaptar a las condiciones más áridas de su medio ambiente, adoptando la vida de
cazadores y recolectores que llevaban cuando llegaron los españoles.9
Otro indicio lingüístico que apoya la hipótesis de una mayor integración de los
otopames del norte en la cultura mesoamericana, desde tiempos remotos, es la manera
de contar de los pames meridionales. Heriberto Avelino, analizando los sistemas de
números en las lenguas pames modernas, muestra que los pames del sur compartían
rasgos estructurales con los grupos mesoamericanos. Los pames del norte contaban
de una manera distinta (Avelino 2006). Estos datos son consistentes con la hipótesis
de que los pames vivían en la frontera septentrional de Mesoamérica y que poseían
una cultura de transición. También sugieren la posibilidad de un grado distinto de
relación con la tradición mesoamericana entre los otopames septentrionales.
9
Pedro Armillas, hablando de los pames, planteó esta posibilidad en 1964; pensaba que la existencia de las
palabras cognadas relacionadas con la agricultura indicaba “que la práctica del cultivo era antigua entre
los pames, no producto de la transculturación reciente; ello hace sospechar que la cultura pame histórica
fuera resultado de empobrecimiento de la economía, que habría sido causada por la deteriorización [sic]
de las condiciones ambientales en la zona de transición entre la pradera y la estepa, conservando como
reliquia de tiempos más prósperos la superestructura característica de sóciedades [sic] avanzadas” (Ar-
millas 1991 [1964]: 218, 219). Faltan estudios detallados sobre los cambios climáticos en el centro norte de
México, aunque la evidencia presentada por Brown (1992) parece apoyar la hipótesis de Armillas (1991:
223), de que “el avance y retroceso de la frontera de civilización mesoamericana en la zona del altiplano
puede explicarse en función de cambios ambientales dependientes de la circulación atmosférica”.
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D. C. Wright Carr
Piman), névome (Nv), pima bajo (Lower Piman), tepehuano del norte (NT), tepehuano
del sur/tepecano (Southern Tepehuan)–, las lenguas tarahumanas –tarahumara (Ta)
y guarijío (Gu)–, las lenguas opatanas –ópata (Op), eudeve (Eu) y tal vez jova (Jova)–,
las lenguas cahitas – mayo (My) y yaqui (Yq)–, el tubar (Tbr), las lenguas coracholes
–cora (Cr) y huichol (Hch)– y las lenguas del grupo nahua-pochuteco. Estas últimas
no aparecen en el mapa, debido a su amplia distribución a través de Mesoamérica,
incluyendo el Occidente de México, Oaxaca, Guerrero, los valles centrales de México,
la Sierra Madre Oriental, la costa del golfo de México y Centroamérica.10
El complicado panorama de las lenguas yutonahuas es el resultado de milenios
de ramificaciones a partir de una lengua ancestral proto-yutonahua, según los cálculos
glotocronológicos de Swadesh (cuadro 2). De acuerdo con estos datos, el proceso de
diversificación interna de la familia yutonahua inició hace 47 siglos glotocronológicos
(3875-1525 aC, aplicando el margen de error del 25%), un poco después del inicio de
la divergencia interna del otopame que, según hemos visto, fue hace 55 siglos gloto-
cronológicos (4875-2125 aC). Aquella primera división de la familia yutonahua fue
entre la rama meridional y la septentrional. La lengua proto-yutonahua septentrional
se ramificó hace 32 siglos (2000-400 aC), cuando se separó la lengua proto-númica.
El grupo númico incluye las lenguas payute del norte y mono, con una divergencia
de 19 siglos (375 aC-575 dC). El proto-taracahita incluye el tubatulabal, el luiseño y
el hopi, para los cuales Swadesh sólo proporciona datos comparativos con las lenguas
de la rama sur de la familia. El proto-yutonahua meridional empezó a diversificarse
hace 45 siglos (3625-1375 aC), cuando se dividió en las lenguas proto-tepimano, proto-
taracahita-corachol y proto-nahua-pochuteco. El proto-tepimano incluye el pápago
y el tepecano (un dialecto del tepehuano del sur, según Miller [1983: 329]), lenguas
que se separaron hace 8 siglos (1000-1400 dC). El proto-taracahita-corachol empezó
a ramificarse hace 37 siglos (2625-775 aC), dando lugar a las lenguas proto-taracahita
y proto-corachol. El primero de estos incluye las lenguas tarahumara, yaqui y mayo
con una distancia de 24 siglos (1000 aC-200 dC) del primero respecto a los otros dos,
que son muy similares entre sí. El proto-corachol se ramificó hace 15 siglos (125-875
dC), en las lenguas cora y huichol. Finalmente, la lengua proto-nahua pochuteco se
dividió hace 14 siglos (250-950 dC), cuando se separó el pochuteco, lengua extinta que
se hablaba en la costa de Oaxaca. El proto-nahua inició su proceso de diversificación
hace 13 siglos (375-1025 dC) (Swadesh 1956: 176, 180).11
Hay varias fechas generadas con el asjp, descrito en el inciso anterior, para la
familia yutonahua (Holman/Brown/et al., 2011a; 2011b). La fecha para su divergencia
inicial es 2018 aC, la cual se encuentra dentro del margen de error de la fecha glo-
10
Véanse Campbell 1997: 358; Instituto Nacional de Lenguas Indígenas 2008; Longacre 1967: mapa; Man-
rique (coordinador) 1988: 154-159; Miller 1984; Simons/Fennig 2017; Suárez 1995: mapa 1; Valiñas 2000a.
11
Véanse también Swadesh 1963; 1967.
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la prehistoria lingüística del bajío
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D. C. Wright Carr
Cuadro 2. Glotocronología de la familia yutonahua (se emplean aquí las mismas convenciones
gráficas que aparecen en el cuadro 1).
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la prehistoria lingüística del bajío
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D. C. Wright Carr
Cuando llegaron los españoles al centro norte de México, los indígenas de esta región
hablaban una variedad de lenguas. En el sur del Bajío, en la ribera izquierda del río
Lerma, había señoríos tarascos, con una cultura sedentaria plenamente mesoamericana,
en lugares como Yuririapúndaro (hoy Yuriria, Guanajuato) y Acámbaro. En este últi-
mo señorío los tarascos convivían con inmigrados otomíes y con pames sedentarios. Es
poco probable que hubiera, en las décadas anteriores a la Conquista de Tenochtitlan,
señoríos otomíes en esta región, fuera de su presencia en Acámbaro; el consenso en
las fuentes históricas es que los asentamientos otomíes más cercanos estaban en los
actuales estados de México e Hidalgo. Al norte del Lerma había rancherías de cazado-
res y recolectores llamados genéricamente ‘chichimecas’ (Wright 2014). Hemos visto
que los pames y los chichimecos jonaces, quienes habitaban en el Bajío oriental y en
la Sierra Gorda hacia el este, hablaban lenguas que pertenecen a la familia otopame.
En el Bajío occidental y central los chichimecas pertenecían a dos grupos principales:
los guamares y los guachichiles, quienes se sostenían mediante una economía basada
en la caza y la recolección. Sabemos muy poco sobre sus idiomas; tradicionalmente se
ha supuesto, por las pocas pistas que hay, y por su ubicación geográfica, que habla-
ban lenguas yutonahuas (Campbell 1997: 133; Miller 1983: 331). Es posible que los
guachichiles se puedan identificar con los huicholes (Olguín 2008). El territorio de
los guamares abarcaba buena parte del Bajío guanajuatense. Por el sur, alcanzaba la
ribera del río Lerma; por el poniente, los sitios de Pénjamo, Cuerámaro y las minas
de Guanajuato; por el oriente, la subcuenca del río Laja, en las inmediaciones de San
Miguel de Allende; por el norte, San Felipe y Santa María del Río, en los límites de los
estados de Guanajuato y San Luis Potosí. Había cuatro o cinco grupos de guamares,
cada una con su propia variante lingüística. Los guachichiles ocupaban un territorio
que comenzaba en la ribera derecha del río Lerma, en la orilla poniente del Bajío,
extendiéndose hacia el norte en ambos lados de la frontera Guanajuato-Jalisco, pasan-
do por León, Arandas y Lagos, cubriendo buena parte del estado de San Luis Potosí,
colindando con la Huasteca, y alcanzando hasta Saltillo en el norte (Wright 2014).16
Por lo anterior, podemos observar que el Bajío era efectivamente una región
de fronteras culturales y lingüísticas. Los señoríos mesoamericanos alcanzaban el sur
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la prehistoria lingüística del bajío
de la región, donde vivían algunos tarascos y otomíes. El resto del Bajío era territorio
de los chichimecas nómadas y seminómada. Los del Bajío oriental y regiones cercanas
–guamares y guachichiles– probablemente hablaban lenguas yutonahuas, como sus
vecinos hacia el poniente. Los del Bajío oriental –pames y chichimecos jonaces– eran
otopames. De estos, los pames en particular parecían compartir rasgos culturales tanto
con los cazadores y recolectores del norte como con los agricultores del sur.
No es posible, con la teoría de las migraciones, determinar con precisión dónde
vivían los proto-otopames septentrionales –los pames y chichimeco jonaces– en un
pasado remoto, cuando practicaban la agricultura, según la evidencia conservada en sus
lenguas. Una hipótesis sería que participaron en la expansión de los pueblos agrícolas
de sur a norte, hacia mediados del primer milenio aC, suceso que dejó huellas en el
registro arqueológico. Otra sería que tenían raíces más antiguas en la región. Tal vez
los otopames meridionales –antepasados de los otomíes, mazahuas, matlatzincas y
ocuiltecos– participaron en la colonización prehispánica del Bajío, abandonando este
territorio a finales del primer milenio e inicios del segundo dC, cuando se colapsaron
los señoríos mesoamericanos de esta región. Lo mismo se podría decir de los tarascos,
a pesar de que no tienen parientes lingüísticos para poderlos rastrear en el espacio y
el tiempo con la teoría de las migraciones; su ubicación histórica en el sur del Bajío
hace probable que hayan participado en los desarrollos de tipo mesoamericano que
podemos observar en esta región a través de la arqueología. Así mismo es factible
una presencia nahua en el Bajío en tiempos prehistóricos; esta región colinda con los
territorios históricos de algunos de sus parientes lingüísticos cercanos, y el Bajío queda
en el camino entre el occidente de México, donde probablemente tuvieron su origen,
y los valles centrales de México, a donde llegaron mediante una serie de migraciones
durante los últimos siglos de la época prehispánica.17
Conclusiones
Los resultados de este ejercicio muestran una relativa estabilidad territorial de los
grupos otopames –otomíes, mazahuas, matlatzincas, ocuiltecos, pames y chichimecos
jonaces–, con una presencia milenaria en los valles centrales y probablemente en el
centro norte de México. Los grupos de la familia yutonahua tienen raíces milenarias
en el Occidente de Norteamérica. Los nahuas, de manera excepcional, tuvieron una
mayor movilidad que sus parientes lingüísticos. Algunos hablantes de esta lengua
salieron del Occidente de Mesoamérica, hacia mediados del primer milenio de nuestra
era, desplazándose por buena parte de Mesoamérica, desde la costa del Pacífico hasta el
Golfo de México, llegando hasta Centroamérica. El tercer grupo con una presencia en
el Bajío, los tarascos, habla una lengua aislada, por lo que no es posible sacar inferen-
17
Sobre los datos arqueológicos e históricos, véanse Wright 1994; 1999a; 1999b; 2005b; 2014.
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D. C. Wright Carr
cias de sus relaciones con otros idiomas con los métodos de la prehistoria lingüística.
Lo que queda claro es el carácter fronterizo del Bajío, en el sentido cultural y por ser
región de encuentro de comunidades lingüísticas diversas. Es probable que todos estos
grupos –otopames, yutonahuas y tarascos– hayan tenido desplazamientos desde el
Bajío hacia las regiones vecinas del sur durante el periodo Posclásico, en los últimos
siglos de la época Prehispánica, cuando se contrajo la frontera norte de Mesoamérica.
Será necesario seguir poniendo a prueba estas conclusiones tentativas, mediante
su cotejo riguroso con la información que se está generando en otras disciplinas. La
bioantropología, en particular, promete aclarar aspectos esenciales de los movimientos
migratorios, y hay un número creciente de investigaciones de este tipo. Es preciso,
sin embargo, recordar que la lengua y los genes, si bien se traslapan ampliamente,
son variables potencialmente independientes, como lo son los estilos artísticos y los
demás elementos que conforman la cultura material. Si bien es probable que haya
traslapamientos importantes entre estas variables, las fronteras identificadas en una
no necesariamente van a coincidir con las de otra. La realidad suele ser más compleja
que nuestras categorías conceptuales.
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en la ciudad de méxico y fue “subido” a la pági-
na web de la SMA el 30 de septiembre de 2017, en
vísperas de la XXXI Mesa redonda de Ensenada,
baja california
(¡Auka!)
José luis hernández jiménez y fernando nava
estuvieron al cuidado de esta primera edición