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Más de cuarenta años nos separan de aquel último capítulo de La voluntad de saber
donde Foucault arroja las coordenadas fundamentales para un pensamiento biopolítico.
Y al mismo tiempo, es también en 1976 durante el dictado del curso que ha sido
traducido como Defender la sociedad que encontramos algunas pistas que podrían ser
pensadas como glosas al pensamiento biopolítico que estaría por escribirse. De estos
dos puntos intentaremos extraer una problemática: por un lado, la oposición entre un
poder soberano y un biopoder gestor y administrador de la vida y, por otro, el atolladero
tanto teórico como práctico al que nos arroja esta división a la hora de responder a una u
otra problemática. Para ello, en primer lugar situaremos estas coordenadas originarias
de esta polaridad incluyendo también el modo en que esta se ubica en los trabajos de
Giorgio Agamben en tanto receptor de este pensamiento biopolítico. Luego, a través de
dos autores argentinos, Miguel Benasayag y Germán Prósperi, intentaremos pensar la
especificidad de esta dicotomía en su recepción en el sur, a través del uso de la noción
de conflicto.
El sentido de la des-fundamentación
A partir de estos dos “estratos heterogéneos” (Foucault, 1975-1976, p.46) y al mismo
tiempo co-implicados que son la disciplina y la soberanía, nos interesa situar las que
entendemos serían las derivas políticas de estas ideas, o algunas de ellas, para luego
problematizarlas desde los autores propuestos para realizar el contrapunto local.
En principio, dada esta polaridad demasiado rígida, el diagnóstico foucaulteano
se trata de una parálisis para el pensamiento: no podemos más que oscilar entre estos
dos estratos soberano y disciplinar, y cualquier trabajo parecería resultar en una medida
paliativa. Lo cual quizás se encuentra en consonancia con el diagnóstico de Agamben:
para el autor, la única estrategia posible radicaría en dirigirnos hacia una suspensión o
desactivación de este funcionamiento bipolar (cfr. Agamben, 2002, 2005, 2008). Esta
posibilidad existiría en principio en un trabajo arqueológico sobre nuestro presente
histórico que de algún modo saque a relucir este trono vacío, sin fundamento, en torno
al cual giran estos dos estratos. Arqueológico, porque se trata de mostrar que allí no hay
un fundamento en el ser, ninguna arché que sea garante de esta estructura: estos
dispositivos o maquinarias serían anárquicos, sin arché (Agamben, 2006) o, dicho de
otro modo, si deseamos pensar su entidad, no podemos más que buscarla en el propio
funcionamiento (Deleuze y Guattari, 1972).
Creemos que hay algo profundamente cierto cuando se dice que una
aproximación arqueológica es la única que nos permitiría acceder a nuestro presente
(Agamben, 2009, p.17), “temporizar” con las amenazas actuales (Blanchot, 1986, p.16).
Aquel gesto bellamente rousseauniano en el cual se denuncia la ausencia de fundamento
del momento presente para restituir a la historia a su verdadero carácter contingente, que
introduce una posibilidad. Es difícil imaginar una idea tan bella como este movimiento
de des-fundamentación arqueológico que atraviesa la obra de Foucault como un rayo
desde el incipiente “establecer una posibilidad” (1969, p.151) hasta la formulación de la
ontología del presente como crítica práctica de los límites de lo posible (1984). Pero
también pensamos que es necesario situar el nivel específico de estos enunciados:
Foucault ha hecho aparecer la palabra ontología, lo que creemos que no puede dejar de
implicar una consideración. Pensamos que el carácter “práctico” de esta crítica no
debería solapar su raíz profundamente ontológica, del pensamiento. Es claro que no se
trata de una consideración metafísica, pero sí de algo que a través de Arendt (1971)
podríamos entender como una interrupción posible en el pensar: aquella que suspende el
curso de las cosas sin proponer algo a imagen de lo cual será lo que advenga, pero
cortando con la inercia histórica y cotidiana de la que se proviene.
Creemos que esta des-fundamentación es ante todo un trabajo del pensamiento
que efectivamente es capaz de dar con algo del orden de la posibilidad, es decir, de la
potencia. Pero si confundimos este nivel que, sin ignorar su eminente carácter histórico
y concreto, el propio Foucault ha nombrado como ontológico, arribamos como lo ha
hecho Agamben a creer que este trabajo del pensamiento “es más urgente que tomar
posición acerca de las grandes cuestiones, acerca de los denominados valores y
derechos humanos” (2002, p.35). Creemos que es cierto que el pensamiento tiene un rol
urgente y de suma importancia, quizás vital, en relación al trabajo arqueológico sobre el
presente, pero no podemos dejar de sentir incomodidad en esta enunciación proveniente
de un país europeo. Considerar que esta relación entre el “pensamiento” y la “urgencia”
es una “gran cuestión” no es más que la confirmación de que se trata de un territorio
ontológico, probablemente de raíz hiedeggeriana (cfr. Heidegger, 1951). ¿Es realmente
una “gran cuestión” que compromete todas las querellas metafísicas sobre lo Humano
recibir algo de dinero del Estado para comer a fin de mes? Aquí arriba este problema,
¿es lo mismo realizar esa crítica a los derechos humanos (escritos en minúscula, tal
como lo ha hecho Agamben, añadiendo más confusión entre el carácter metafísico y
político de la observación) desde las Europas que desde el sur de Latinoamérica? No
desconocemos la importancia del pensamiento de Agamben, al cual amamos, pero a la
consideración que ha hecho (a propósito de su “máquina antropológica”, pero con
idéntico sentido) de que no deberíamos considerar cuál de los dos polos es “menos
sangriento y letal”, sino “comprender su funcionamiento para poder, eventualmente,
detener la máquina” (2002, p.76), nos gustaría añadir –con Walsh– la pregunta:
mientras tanto, ¿quién pondrá esas muertes?
Acerca de un posible abordaje conflictual
En un reciente y monumental trabajo, Germán Prósperi ha hecho una observación al
respecto: “para nosotros, al menos en sociedades periféricas como las nuestras, la gloria
es decir, aquello que en el pensamiento de Agamben articularía los dos polos de la
máquina gubernamental, la gloria soberana no es idéntica a la gloria económica” (2019,
p.127), “no es indiferente si la gloria proviene de un poder o del otro, es decir si
proviene del estado nacional (poder soberano) o de las corporaciones transnacionales
(poder económico)” (2019, p.126). Es cómico quizás que (del mismo modo que
Agamben, pero justamente por eso con sentido totalmente contrario) Prósperi haya
“olvidado” las mayúsculas al escribir estado nacional: no se tratará, por cierto, de
volver a generar otra falsa dicotomía, de preferir uno de los dos polos. Creemos que esta
observación de Prósperi introduce una complejidad a la que es necesario atender: ¿cómo
abordar, partiendo de esta urgencia de las ideas agambenianas, un pensamiento de la
política que pueda situarse en la situación concreta en la que vivimos aquí en el sur?
Quizás estos “olvidos” de las mayúsculas no hagan más que mostrar este carácter
necesariamente paradójico de estas consideraciones que son al mismo tiempo
ontológicas y políticas. Nos referimos a otro reciente trabajo de Prósperi –por desgracia
aun inédito– donde señala que se trata efectivamente, siguiendo a Bateson y Russell, de
lidiar con niveles distintos del pensamiento –incluso de orden lógico– cuya formulación
paradójica es necesaria para poder trabajarlos concreta y situadamente.
Pensamos que a este movimiento de des-fundamentación, a este trabajo del
pensamiento que acompaña a la ontología del presente, no debería escapársele su
sentido ciertamente esquizo que posee al situarse al nivel de los funcionamientos. Nos
referimos, desde luego, a Deleuze y Guattari, y a su bella observación estadística de que
“nunca se ha muerto nadie de contradicciones” (1972, p.158). Habitar esta
contradicción, esta conflictualidad múltiple, es quizás la posibilidad que tenemos de
hacer coexistir no solamente estos dos niveles en tanto pensamiento, sino también en
tanto práctica concreta. La posibilidad de sostener este trabajo arqueológico de des-
fundamentación, esta ontología de lo neutro al decir de Prósperi, “sin la necesidad de
abandonar una concepción política del antagonismo y del conflicto” (2018, p.82).
El conflicto es precisamente, desde la perspectiva de Miguel Benasayag y
Angélique del Rey (2009), aquello que nombra la “unidad” que existe en plena
contradicción: existencia concreta de lo que no solamente no puede arribar a una
síntesis desde un punto de vista teleológico, sino que se presenta ya constitutivamente
como múltiple y contradictorio desde el comienzo. Retomando esta polaridad que se da
entre los dos “estratos” del poder y la doble naturaleza del Estado pensamos que es de
este modo que estas ideas pueden coexistir en su sentido práctico. Pensamos que la
soberanía puede ser un elemento más dentro de una dinámica conflictual: sólo allí, sin
apelar a ninguna conclusión absoluta (es decir desvinculada) puede determinarse en
cada caso su lugar. Es impreciso, incluso, referirnos al “sur”: se trata más bien de un
momento que, a su vez, posee múltiples dimensiones. No es lo mismo la soberanía
estatal en tanto protege contra el polo salvaje neoliberal de la máquina gubernamental
que el Estado en tanto gestiona muertes con agrotóxicos. Por más que se trate del mismo
lugar y momento, de los mismos aparatajes legales y los mismos rostros, esta extraña
encarnación de las dos naturalezas de las que habla Agamben difiere y se multiplica en
los distintos niveles de conflictualidad, en distintas dimensiones. En la inscripción
perspectivista del pensamiento de Benasayag (cfr. 2006, 2017) el hecho de que
constituyan dimensiones distintas no se trata únicamente de suponer enfoques para el
análisis, sino de vertientes sumamente concretas que determinan distinciones en lo que
existe, incluso a nivel ontológico: al mismo tiempo formas de actuar y de existir, “el
conflicto es una realidad profunda situada en el cruce de la fenomenología y de la
ontología” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.1).
La hipótesis diferencial es que, a diferencia de las ontologías de lo neutro (tal
como las nombra Prósperi), lo que se libera en la suspensión o el cortocircuito de un
funcionamiento no será ya una potencia o una posibilidad de ser desligada, sino ya
siempre conflicto: potencia, pero potencia situada, vinculada. Es su inscripción
fenomenológica, en el caso de Benasayag, la que hace remitir siempre a los cuerpos: los
disfuncionamientos no son nunca absolutos, ontológicos, sino que son siempre locales,
situados; “los cuerpos son las formas del conflicto” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.6).
Esta diferencia, sin embargo, no pensamos que derive en una discordia radical para
nuestra lectura y acción como habitantes del sur.
Desde una perspectiva conflictual, en la que nos insribimos, cualquier intento de
imaginar especulativamente otros modos de existencia es un vano intento metafísico, lo
que no quiere decir que el pensamiento no cumpla un rol esencial. Estas consideraciones
ontológicas, en las que la ontología (arqueológica) del presente tiene un lugar
privilegiado, alientan posibilitan, multiplican prácticas, tal como ha dicho bellamente
Foucault (1983, p.14). La cuestión será, que estas prácticas, son ya siempre niveles de
conflictualidad que parten de estas suspensiones, de estas des-fundamentaciones, pero
que no revelan ninguna dimensión absoluta, sino este perspectivismo conflictual.
Curiosamente, quizás dadas ciertas oscilaciones de Agamben, el punto de encuentro
radica en Leibniz: no pensar la política como el traslado un posible-ontológico a lo
existente, sino introducir a través del pensamiento la multiplicación de las exigencias de
este posible de volverse real, siempre en conflicto, en un horizonte de composibilidad.
El ser, en su perspectiva fenomenológica, existe para Benasayag siempre como
“exigencia ontológica” (2004, p.19), situado, como resistencia en cada uno de los
fenómenos, y es precisamente así como Agamben ha conceptualizado el deseo,
leibnizianamente: “el ser no es simplemente, sino que exige ser. Una vez más, esto
significa que el deseo no pertenece al sujeto, sino al ser” (2016, pp.53-54).
Más allá de esta disquisición ontológica, el atolladero del que partíamos es aquel
cuello de botella planteado por Foucault: no se trata de un debate sobre ontología, sino
una parálisis sumamente concreta, del pensamiento y la práctica, que produce el
encuentro de estas dos perspectivas que parecerían alentar a modos contradictorios de
actuar. En primer lugar: vivan las contradicciones; aunque resulte que ciertos modos de
la política no permitan habitarlas (y henos de vuelta entonces en el problema inicial).
Tal como han dicho Deleuze y Guattari, que una sociedad se define por sus
contradicciones solamente es cierto a gran escala (1980, p.220). Contra estas
operaciones de centramiento político (que nos hacen dar la razón a Agamben al tildarlas
de absolutistas) pensamos que la conflictualidad puede expresarse, siempre de modo
concreto, en tal o cual institución, como aquello que desde el análisis institucional se ha
dado en llamar coeficiente de transversalidad (Loureau, 1970). Esto es, el despliegue de
esta estratificación endurecida hacia su dimensión micropolítica o molecular (Guattari y
Rolnik, 2005). Esto, a condición de no caer nuevamente en una suerte de “deseísmo”
(Benasayag, 1986, p.71), que nos haga entender esta exigencia de la que hablamos de
modo no situado, abstracto. Si no, al contrario, expresar este nivel conflictual que no
puede ser más que situado, local, ¿qué pasa aquí ahora; qué cuida la vida? Hasta el
punto en que la dimensión de lo instituido pueda tolerar este umbral instituyente.
Pero en segundo lugar, también, una perspectiva conflictual nos permitiría, sin
desconocer los compromisos y los atolladeros metafísicos del humanismo, pensar los
derechos humanos de modo situado. Así como volcar el trabajo de la ontología a la
política nos deja en la parálisis si no podemos pensar estos diversos grados de
transversalidad, del mismo modo pensar que toda práctica política da cuenta ya
inmediatamente de un posicionamiento ontológico (para la metafísica, sí, pero también
para la “gran” política que adora pesquisar contradicciones) también nos deja en la
impotencia. Defender una causa no es nunca, a menos que hagamos metafísica,
defenderla en su sentido absoluto: “hay que aprender a defender una causa no porque
sería justa o buena en el absoluto, sino porque es un proyecto relativo, que se opone a
otro proyecto” (Benasayag, 1986, p.77), es decir, una causa ya siempre en su sentido
conflictual. Y al mismo tiempo, cancelar esa pregunta absolutista, no nos libera
tampoco de ese problema del pensamiento, al contrario, lo vuelve una exigencia
constante: “asumir lo que se nos da a pensar, convocando un actuar: la expresión de la
época en cada situación” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.10).
Señalábamos al comienzo que la muerte puede pensarse como un articulador entre los
dos tipos de poder: no encerrarnos en el problema ontológico de la nuda vida para
arribar al problema político, concreto, de la muerte aquí y ahora. Quizás no se trate más
que de esta oscilación entre ambos estratos de la que habla Foucault, pero creemos que
un verdadero pensamiento de lo que carece de arché no debería detenerse en la pesquisa
de la contradicción, sino avanzar a la asunción de la conflictualidad, ¿o en nombre de
qué iba a enjuiciar tal o cual política que únicamente busca proteger la vida aquí, ahora,
en tal o cual aspecto concreto? Creemos que confundir des-fundamentación con rechazo
es, precisamente, olvidar este aspecto anárquico del pensamiento. Tal como ha
demostrado Blanchot (1958), el rechazo posee un rol fundamental en la política, ese
sentimiento de lo intolerable que lleva a la acción sin imagen, sin legislación, pero no a
una contra-formulación de un estado de cosas, porque así poco avanzamos.
Tal vez, se trate de hacer como el propio Foucault, que al preguntársele qué
opinaba sobre la existencia de las cárceles respondió: “no tengo ninguna opinión. Me
limito a recoger documentos, difundirlos y llegado el caso a alentarlos. Simplemente,
percibo lo intolerable” (1971, p.179). Acaso no tener ninguna opinión (territorio de las
contradicciones y del respeto democrático) sea de un modo esa posibilidad anárquica
(insistimos, sin arché) de estar disponibles para las situaciones concretas más allá de la
parálisis que cualquier contradicción podría inducir. Lo común “es producción y no
revelación de lo que es” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.13), y por ello podríamos
responder de este modo si se nos pregunta qué opinamos de la existencia del poder
soberano: no opinamos nada, difundimos y alentamos aquello que a tal momento cuida
la vida. Esto, por una consideración fundamental, si pensamos que lo intolerable es el
poder soberano confundimos los asuntos: lo verdaderamente intolerable, siempre, es la
muerte. Allí radica quizás la piedra de toque que, en una permanente conflictualidad,
nos hará cada vez perder el rostro, pero no como goce especulativo, para andar diciendo
por ahí que devenimos esto o aquello, sino para no olvidar que los estados de
disponibilidad para la práctica que puede cuidar la vida son más importantes que tener
la última palabra respecto de lo que hacemos.
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