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Polo oikonómico, polo soberano: la conflictualidad como coordenada

para pensar lo soberano en el sur


Eje 6: Excepción y guerra como principio planetario de gobierno

Tomás Baquero Cano


Universidad de Buenos Aires, Argentina
tomasbaquerocano@gmail.com
Resumen

Más de cuarenta años nos separan de aquel último capítulo de La voluntad de saber
donde Foucault arroja las coordenadas fundamentales para un pensamiento biopolítico.
Y al mismo tiempo, es también en 1976 durante el dictado del curso que ha sido
traducido como Defender la sociedad que encontramos algunas pistas que podrían ser
pensadas como glosas al pensamiento biopolítico que estaría por escribirse. De estos
dos puntos intentaremos extraer una problemática: por un lado, la oposición entre un
poder soberano y un biopoder gestor y administrador de la vida y, por otro, el atolladero
tanto teórico como práctico al que nos arroja esta división a la hora de responder a una u
otra problemática. Para ello, en primer lugar situaremos estas coordenadas originarias
de esta polaridad incluyendo también el modo en que esta se ubica en los trabajos de
Giorgio Agamben en tanto receptor de este pensamiento biopolítico. Luego, a través de
dos autores argentinos, Miguel Benasayag y Germán Prósperi, intentaremos pensar la
especificidad de esta dicotomía en su recepción en el sur, a través del uso de la noción
de conflicto.

Introducción: la muerte, entre el poder soberano y el biopoder


“En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus
crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la
miseria planificada”
Rodolfo Walsh, Carta abierta a la Junta Militar (1977)
En este famoso apartado de La voluntad de saber, Foucault distingue entre dos modos
de funcionamiento del poder entre los que, cerca de los siglos XVII y XVIII, podría
ubicarse su bisagra. El primero de estos modos de funcionamiento es nombrado allí
como poder soberano: un poder que se dirige a la vida en la medida de que puede exigir
su muerte, poniendo en acción o reteniendo su derecho a matar (Foucault, 1976). En
este sentido, es claro que se trata de un poder que pone en juego la vida, pero de un
modo indirecto: hace morir o deja vivir, y, en todo caso, sobre la vida misma lo que
pesa es esta amenaza constante de la posibilidad de ser aniquilada.
A diferencia de este tipo de poder, Foucault distinguirá en un segundo momento
el biopoder: un poder que, contemporáneo al surgimiento de la estadística y los Estados
nación, a los controles médicos y las regulaciones poblacionales de natalidad, se dirige,
ahora sí, directamente sobre la vida. Probablemente el carácter más brillante, o que ha
dado lugar a más despliegues políticos novedosos, sea la consideración de que el poder
puede pensarse no solamente de un modo represivo, sino también como productor. El
biopoder está destinado, en su complicidad con el desarrollo del capitalismo (Foucault,
1976, p.87), a hacer vivir, es decir, a fabricar fuerzas productivas y ordenarlas:
incitando, reforzando, controlando, vigilando, en suma, aumentando esas fuerzas. Se
trata así de un poder que es ante todo gestor, que administra lo vivo en función de una
estrategia que es ciertamente funcional a la producción.
De todo el despliegue de elementos que arroja al pensamiento estas
consideraciones (el vínculo entre el saber y el cuerpo, la especificidad de las sujeciones,
el sexo como punto imaginario del dispositivo de la sexualidad, entre otros) en este caso
nos interesa detenernos particularmente en lo que nombramos como la “bisagra” entre
estos dos funcionamientos del poder. Pensamos que si bien el tono casi épico de esta
última sección podría hacernos pensar en un gran relato del pasaje de un modo del
poder hacia otro, quizás se trate más bien de pensar su articulación. Es claro que el
contexto de producción del escrito –como así la especificidad que intenta introducir
respecto al poder en un ambiente en el que circulan lecturas althusserianas entre otras–
inevitablemente lleva a que su estilo exalte las consideraciones sobre el biopoder y de
algún modo lo sitúe frete al poder soberano en un hiato al parecer distante. Sin embargo,
no sólo en sus cursos de la época, sino en este mismo texto podemos encontrar esta
hipótesis fundamental del centro soberano del biopoder: “la vieja potencia de muerte se
haya ahora cuidadosamente recubierta” (Foucault, 1976, p.84).
La hipótesis que intentaremos sostener, y que nos servirá quizás para la lectura
que nos interesa, es que la muerte podría ubicarse como la figura paradigmática de esta
articulación entre poder soberano y el biopoder. Que esta reformulación del umbral de
modernidad biológico ha sido complementado con un trabajo fino de legitimación para
el sostenimiento de la muerte. Esto es, que pensar la proliferación de saberes que dan
acceso al cuerpo y a hacer vivir, no nos deje sin pensar la producción de muerte, o para
hablar como Walsh, la miseria planificada. Si bien el biopoder no se dirige a dar muerte
a plena luz del día (acaso por este complejo vínculo que posee con la ley: garante y
límite al mismo tiempo), la muerte no se ausentará de sus cálculos. Desde el difícil
mestizaje entre elementos soberanos y biopolíticos propuesto por Foucault (1976) para
pensar el nazismo (probablemente más profundo desde la perspectiva agambeniana)
hasta el límite banal y cotidiano de la disciplina que encarna la figura de la policía,
podemos constatar que en última instancia lo que da consistencia a su funcionamiento
no deja de ser la posibilidad de dar muerte. Es parte de su estrategia, como ha mostrado
profundamente Agamben (1995, 1996), ocular este vínculo fundamental con la muerte
para sostener su legitimidad. No es necesario ir a buscar la muerte en los campos de
concentración para inquietarnos, se encuentra incluida en esta aparente exclusión del
biopoder que dicta quién pone en cada ocasión las muertes en el teatro cotidiano de la
legalidad.

El cuello de botella soberano-disciplinar


Casi simultáneamente a la publicación de este primer tomo de la historia de la
sexualidad, Foucault dicta su curso traducido como Defender la sociedad. Allí, ubica un
problema interesante el cual nombra como el “cuello de botella” que se da entre la
disciplina y la soberanía y que, en cierto modo, anticipa atolladeros actuales que su
propio escrito produciría años después. Por esa razón, en primer lugar repondremos de
modo sintético algunas de las consideraciones de Giorgio Agamben sobre estos dos
modos del poder, antes de abordar el escrito foucaulteano.
La serie Homo sacer comienza quizás con la exasperación que mencionamos: es
imposible pensar el biopoder actual de modo diferenciado de la muerte. Esto es, en
suma, la pregunta por una muerte “legítima”: la supervivencia de los modos de dar
muerte allí donde se pregona que el poder no tiene tal acceso al cuerpo. Este vínculo
será para él una clave que lo llevará a pensar esta maquinaria entre los dos poderes hasta
lo griego: la biopolítica, para él, será tan antigua como lo es la excepción soberana
(Agamben, 1995). Sin detenernos allí, nos interesa ubicar algunos elementos del curso
de esta investigación que buscó extraer las raíces teológicas de estas discusiones
modernas, este vínculo entre los dos funcionamientos del poder darán lugar a la
conceptualización de su máquina gubernamental. El gobierno en occidente, se habría
caracterizado para este autor por una maquinaria que trabaja a partir de una “correlación
funcional” (Agamben, 2008, p.249) entre estos dos polos: por un lado la ley soberana y,
por otro, la economía (oikonomía) o la administración biopolítica, en un
entrecruzamiento del cual no puede retirarse el acto de gobierno. Nuestro interés será,
como dijimos, ubicar esta simultaneidad en esta plena luz del día desde el siglo XX.
Esta conceptualización lleva a Agamben a una consideración particular de lo estatal: “a
través de esta distinción entre poder legislativo o soberano y poder ejecutivo o de
gobierno, el Estado moderno se hace cargo de la doble estructura de la máquina
gubernamental” (2008, p.251). Desde esta perspectiva el Estado oscilaría entre un
distanciamiento de la vida particular de cada individuo, característico de este modo
indirecto de sobrevolar sobre las vidas que tiene el poder soberano, y otras veces se
dirigirá a sujetar a los individuos reacios a su gobierno de modo individualizado, de
modo directo sobre la vida, al modo del biopoder. Nos dice: de un lado, el absolutismo
soberano, del otro, en la economía y gestión, el paradigma del gobierno democrático
(2008, p.252).
Esta perspectiva contemporánea, como intentaremos mostrar, da una luz especial
al curso de Foucault que mencionábamos al comienzo. En la famosa clase del 14 de
enero de 1976, más recordada contener la caracterización más sistemática del poder (si
es que eso quiere decir algo), Foucault realiza una rápida historización no tanto del
poder si no, creemos, de esta articulación entre los dos funcionamientos. Señala, en
principio, que no deberíamos olvidar que el edificio jurídico de nuestras sociedades
modernas ha sido construido a pedido del poder monárquico, es decir, soberano. Acaso
estos problemas de legitimidad del poder vinculados a la muerte y a los campos de
concentración no sean más que la continuación de esta procedencia: el momento en que
el edificio jurídico se vuelve contra el monarca, el funcionamiento posterior en torno del
cual proviene su legitimidad, pero que se encuentra ahora vacío (Foucault, 1975-1976).
No es nuestro interés considerar la precisión de esta transición un poco caricaturezca,
sino de situar con Agamben el entramado complejo de este funcionamiento de
administración ligado a la soberanía: quizás no pueda más que ser así de grotesco, desde
ese momento tan especial en que el psiquiatra deviene con la facultad de retirar al rey
(Foucault, 1973-1974). La consideración que nos parece importante es este
señalamiento de una teoría jurídica vinculada a la soberanía que sobrevive, a pesar del
surgimiento del biopoder, como “ideología del derecho” (Foucault, 1975-1976, p.44).
Se inicia así algo que podemos pensar como un juego de máscaras, similar al que
señala Agamben a propósito de la muerte en el biopoder. Por un lado, una teoría del
derecho de origen soberano que mantiene oculto allí su profundo carácter normalizador,
de gestión y control, en suma, oikonómico. Por otro lado, algo que podríamos pensar
como una teoría de la norma (si se nos permite la expresión) que sostiene un vínculo
directo con la vida, aumentándola y mesurándola, que oculta su legitimidad soberana,
en la posibilidad de dar muerte. Esto lleva a Foucault a un diagnóstico especial: cuando
queremos objetar algo al disciplinamiento, apelamos al derecho que es en verdad
derecho de la soberanía, “y creo que con ello estamos en una especie de cuello de
botella, que no podemos seguir haciendo funcionar indefinidamente de esta manera: no
podremos limitar los efectos mismos del poder disciplinario con el recurso a la
soberanía contra la disciplina” (Foucault, 1975-1976, p.46). Este aparente atolladero nos
interesa para, a partir de esta naturaleza híbrida del Estado tal como la conceptualiza
Agamben, situar la especificidad de esta tensión entre los dos modos del poder en el sur.

El sentido de la des-fundamentación
A partir de estos dos “estratos heterogéneos” (Foucault, 1975-1976, p.46) y al mismo
tiempo co-implicados que son la disciplina y la soberanía, nos interesa situar las que
entendemos serían las derivas políticas de estas ideas, o algunas de ellas, para luego
problematizarlas desde los autores propuestos para realizar el contrapunto local.
En principio, dada esta polaridad demasiado rígida, el diagnóstico foucaulteano
se trata de una parálisis para el pensamiento: no podemos más que oscilar entre estos
dos estratos soberano y disciplinar, y cualquier trabajo parecería resultar en una medida
paliativa. Lo cual quizás se encuentra en consonancia con el diagnóstico de Agamben:
para el autor, la única estrategia posible radicaría en dirigirnos hacia una suspensión o
desactivación de este funcionamiento bipolar (cfr. Agamben, 2002, 2005, 2008). Esta
posibilidad existiría en principio en un trabajo arqueológico sobre nuestro presente
histórico que de algún modo saque a relucir este trono vacío, sin fundamento, en torno
al cual giran estos dos estratos. Arqueológico, porque se trata de mostrar que allí no hay
un fundamento en el ser, ninguna arché que sea garante de esta estructura: estos
dispositivos o maquinarias serían anárquicos, sin arché (Agamben, 2006) o, dicho de
otro modo, si deseamos pensar su entidad, no podemos más que buscarla en el propio
funcionamiento (Deleuze y Guattari, 1972).
Creemos que hay algo profundamente cierto cuando se dice que una
aproximación arqueológica es la única que nos permitiría acceder a nuestro presente
(Agamben, 2009, p.17), “temporizar” con las amenazas actuales (Blanchot, 1986, p.16).
Aquel gesto bellamente rousseauniano en el cual se denuncia la ausencia de fundamento
del momento presente para restituir a la historia a su verdadero carácter contingente, que
introduce una posibilidad. Es difícil imaginar una idea tan bella como este movimiento
de des-fundamentación arqueológico que atraviesa la obra de Foucault como un rayo
desde el incipiente “establecer una posibilidad” (1969, p.151) hasta la formulación de la
ontología del presente como crítica práctica de los límites de lo posible (1984). Pero
también pensamos que es necesario situar el nivel específico de estos enunciados:
Foucault ha hecho aparecer la palabra ontología, lo que creemos que no puede dejar de
implicar una consideración. Pensamos que el carácter “práctico” de esta crítica no
debería solapar su raíz profundamente ontológica, del pensamiento. Es claro que no se
trata de una consideración metafísica, pero sí de algo que a través de Arendt (1971)
podríamos entender como una interrupción posible en el pensar: aquella que suspende el
curso de las cosas sin proponer algo a imagen de lo cual será lo que advenga, pero
cortando con la inercia histórica y cotidiana de la que se proviene.
Creemos que esta des-fundamentación es ante todo un trabajo del pensamiento
que efectivamente es capaz de dar con algo del orden de la posibilidad, es decir, de la
potencia. Pero si confundimos este nivel que, sin ignorar su eminente carácter histórico
y concreto, el propio Foucault ha nombrado como ontológico, arribamos como lo ha
hecho Agamben a creer que este trabajo del pensamiento “es más urgente que tomar
posición acerca de las grandes cuestiones, acerca de los denominados valores y
derechos humanos” (2002, p.35). Creemos que es cierto que el pensamiento tiene un rol
urgente y de suma importancia, quizás vital, en relación al trabajo arqueológico sobre el
presente, pero no podemos dejar de sentir incomodidad en esta enunciación proveniente
de un país europeo. Considerar que esta relación entre el “pensamiento” y la “urgencia”
es una “gran cuestión” no es más que la confirmación de que se trata de un territorio
ontológico, probablemente de raíz hiedeggeriana (cfr. Heidegger, 1951). ¿Es realmente
una “gran cuestión” que compromete todas las querellas metafísicas sobre lo Humano
recibir algo de dinero del Estado para comer a fin de mes? Aquí arriba este problema,
¿es lo mismo realizar esa crítica a los derechos humanos (escritos en minúscula, tal
como lo ha hecho Agamben, añadiendo más confusión entre el carácter metafísico y
político de la observación) desde las Europas que desde el sur de Latinoamérica? No
desconocemos la importancia del pensamiento de Agamben, al cual amamos, pero a la
consideración que ha hecho (a propósito de su “máquina antropológica”, pero con
idéntico sentido) de que no deberíamos considerar cuál de los dos polos es “menos
sangriento y letal”, sino “comprender su funcionamiento para poder, eventualmente,
detener la máquina” (2002, p.76), nos gustaría añadir –con Walsh– la pregunta:
mientras tanto, ¿quién pondrá esas muertes?
Acerca de un posible abordaje conflictual
En un reciente y monumental trabajo, Germán Prósperi ha hecho una observación al
respecto: “para nosotros, al menos en sociedades periféricas como las nuestras, la gloria
es decir, aquello que en el pensamiento de Agamben articularía los dos polos de la
máquina gubernamental, la gloria soberana no es idéntica a la gloria económica” (2019,
p.127), “no es indiferente si la gloria proviene de un poder o del otro, es decir si
proviene del estado nacional (poder soberano) o de las corporaciones transnacionales
(poder económico)” (2019, p.126). Es cómico quizás que (del mismo modo que
Agamben, pero justamente por eso con sentido totalmente contrario) Prósperi haya
“olvidado” las mayúsculas al escribir estado nacional: no se tratará, por cierto, de
volver a generar otra falsa dicotomía, de preferir uno de los dos polos. Creemos que esta
observación de Prósperi introduce una complejidad a la que es necesario atender: ¿cómo
abordar, partiendo de esta urgencia de las ideas agambenianas, un pensamiento de la
política que pueda situarse en la situación concreta en la que vivimos aquí en el sur?
Quizás estos “olvidos” de las mayúsculas no hagan más que mostrar este carácter
necesariamente paradójico de estas consideraciones que son al mismo tiempo
ontológicas y políticas. Nos referimos a otro reciente trabajo de Prósperi –por desgracia
aun inédito– donde señala que se trata efectivamente, siguiendo a Bateson y Russell, de
lidiar con niveles distintos del pensamiento –incluso de orden lógico– cuya formulación
paradójica es necesaria para poder trabajarlos concreta y situadamente.
Pensamos que a este movimiento de des-fundamentación, a este trabajo del
pensamiento que acompaña a la ontología del presente, no debería escapársele su
sentido ciertamente esquizo que posee al situarse al nivel de los funcionamientos. Nos
referimos, desde luego, a Deleuze y Guattari, y a su bella observación estadística de que
“nunca se ha muerto nadie de contradicciones” (1972, p.158). Habitar esta
contradicción, esta conflictualidad múltiple, es quizás la posibilidad que tenemos de
hacer coexistir no solamente estos dos niveles en tanto pensamiento, sino también en
tanto práctica concreta. La posibilidad de sostener este trabajo arqueológico de des-
fundamentación, esta ontología de lo neutro al decir de Prósperi, “sin la necesidad de
abandonar una concepción política del antagonismo y del conflicto” (2018, p.82).
El conflicto es precisamente, desde la perspectiva de Miguel Benasayag y
Angélique del Rey (2009), aquello que nombra la “unidad” que existe en plena
contradicción: existencia concreta de lo que no solamente no puede arribar a una
síntesis desde un punto de vista teleológico, sino que se presenta ya constitutivamente
como múltiple y contradictorio desde el comienzo. Retomando esta polaridad que se da
entre los dos “estratos” del poder y la doble naturaleza del Estado pensamos que es de
este modo que estas ideas pueden coexistir en su sentido práctico. Pensamos que la
soberanía puede ser un elemento más dentro de una dinámica conflictual: sólo allí, sin
apelar a ninguna conclusión absoluta (es decir desvinculada) puede determinarse en
cada caso su lugar. Es impreciso, incluso, referirnos al “sur”: se trata más bien de un
momento que, a su vez, posee múltiples dimensiones. No es lo mismo la soberanía
estatal en tanto protege contra el polo salvaje neoliberal de la máquina gubernamental
que el Estado en tanto gestiona muertes con agrotóxicos. Por más que se trate del mismo
lugar y momento, de los mismos aparatajes legales y los mismos rostros, esta extraña
encarnación de las dos naturalezas de las que habla Agamben difiere y se multiplica en
los distintos niveles de conflictualidad, en distintas dimensiones. En la inscripción
perspectivista del pensamiento de Benasayag (cfr. 2006, 2017) el hecho de que
constituyan dimensiones distintas no se trata únicamente de suponer enfoques para el
análisis, sino de vertientes sumamente concretas que determinan distinciones en lo que
existe, incluso a nivel ontológico: al mismo tiempo formas de actuar y de existir, “el
conflicto es una realidad profunda situada en el cruce de la fenomenología y de la
ontología” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.1).
La hipótesis diferencial es que, a diferencia de las ontologías de lo neutro (tal
como las nombra Prósperi), lo que se libera en la suspensión o el cortocircuito de un
funcionamiento no será ya una potencia o una posibilidad de ser desligada, sino ya
siempre conflicto: potencia, pero potencia situada, vinculada. Es su inscripción
fenomenológica, en el caso de Benasayag, la que hace remitir siempre a los cuerpos: los
disfuncionamientos no son nunca absolutos, ontológicos, sino que son siempre locales,
situados; “los cuerpos son las formas del conflicto” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.6).
Esta diferencia, sin embargo, no pensamos que derive en una discordia radical para
nuestra lectura y acción como habitantes del sur.
Desde una perspectiva conflictual, en la que nos insribimos, cualquier intento de
imaginar especulativamente otros modos de existencia es un vano intento metafísico, lo
que no quiere decir que el pensamiento no cumpla un rol esencial. Estas consideraciones
ontológicas, en las que la ontología (arqueológica) del presente tiene un lugar
privilegiado, alientan posibilitan, multiplican prácticas, tal como ha dicho bellamente
Foucault (1983, p.14). La cuestión será, que estas prácticas, son ya siempre niveles de
conflictualidad que parten de estas suspensiones, de estas des-fundamentaciones, pero
que no revelan ninguna dimensión absoluta, sino este perspectivismo conflictual.
Curiosamente, quizás dadas ciertas oscilaciones de Agamben, el punto de encuentro
radica en Leibniz: no pensar la política como el traslado un posible-ontológico a lo
existente, sino introducir a través del pensamiento la multiplicación de las exigencias de
este posible de volverse real, siempre en conflicto, en un horizonte de composibilidad.
El ser, en su perspectiva fenomenológica, existe para Benasayag siempre como
“exigencia ontológica” (2004, p.19), situado, como resistencia en cada uno de los
fenómenos, y es precisamente así como Agamben ha conceptualizado el deseo,
leibnizianamente: “el ser no es simplemente, sino que exige ser. Una vez más, esto
significa que el deseo no pertenece al sujeto, sino al ser” (2016, pp.53-54).
Más allá de esta disquisición ontológica, el atolladero del que partíamos es aquel
cuello de botella planteado por Foucault: no se trata de un debate sobre ontología, sino
una parálisis sumamente concreta, del pensamiento y la práctica, que produce el
encuentro de estas dos perspectivas que parecerían alentar a modos contradictorios de
actuar. En primer lugar: vivan las contradicciones; aunque resulte que ciertos modos de
la política no permitan habitarlas (y henos de vuelta entonces en el problema inicial).
Tal como han dicho Deleuze y Guattari, que una sociedad se define por sus
contradicciones solamente es cierto a gran escala (1980, p.220). Contra estas
operaciones de centramiento político (que nos hacen dar la razón a Agamben al tildarlas
de absolutistas) pensamos que la conflictualidad puede expresarse, siempre de modo
concreto, en tal o cual institución, como aquello que desde el análisis institucional se ha
dado en llamar coeficiente de transversalidad (Loureau, 1970). Esto es, el despliegue de
esta estratificación endurecida hacia su dimensión micropolítica o molecular (Guattari y
Rolnik, 2005). Esto, a condición de no caer nuevamente en una suerte de “deseísmo”
(Benasayag, 1986, p.71), que nos haga entender esta exigencia de la que hablamos de
modo no situado, abstracto. Si no, al contrario, expresar este nivel conflictual que no
puede ser más que situado, local, ¿qué pasa aquí ahora; qué cuida la vida? Hasta el
punto en que la dimensión de lo instituido pueda tolerar este umbral instituyente.
Pero en segundo lugar, también, una perspectiva conflictual nos permitiría, sin
desconocer los compromisos y los atolladeros metafísicos del humanismo, pensar los
derechos humanos de modo situado. Así como volcar el trabajo de la ontología a la
política nos deja en la parálisis si no podemos pensar estos diversos grados de
transversalidad, del mismo modo pensar que toda práctica política da cuenta ya
inmediatamente de un posicionamiento ontológico (para la metafísica, sí, pero también
para la “gran” política que adora pesquisar contradicciones) también nos deja en la
impotencia. Defender una causa no es nunca, a menos que hagamos metafísica,
defenderla en su sentido absoluto: “hay que aprender a defender una causa no porque
sería justa o buena en el absoluto, sino porque es un proyecto relativo, que se opone a
otro proyecto” (Benasayag, 1986, p.77), es decir, una causa ya siempre en su sentido
conflictual. Y al mismo tiempo, cancelar esa pregunta absolutista, no nos libera
tampoco de ese problema del pensamiento, al contrario, lo vuelve una exigencia
constante: “asumir lo que se nos da a pensar, convocando un actuar: la expresión de la
época en cada situación” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.10).

A modo de cierre: lo intolerable


“Todo conflicto es “tolerable” a condición de aceptar inmediatamente el principio de inversión
que consiste en poner, en lugar de la base real de la sociedad, los mecanismos utilitaristas que
se supone gobiernan al Homo economicus”
Miguel Benasayag y Angélique Del Rey, Elogio del conflicto

Señalábamos al comienzo que la muerte puede pensarse como un articulador entre los
dos tipos de poder: no encerrarnos en el problema ontológico de la nuda vida para
arribar al problema político, concreto, de la muerte aquí y ahora. Quizás no se trate más
que de esta oscilación entre ambos estratos de la que habla Foucault, pero creemos que
un verdadero pensamiento de lo que carece de arché no debería detenerse en la pesquisa
de la contradicción, sino avanzar a la asunción de la conflictualidad, ¿o en nombre de
qué iba a enjuiciar tal o cual política que únicamente busca proteger la vida aquí, ahora,
en tal o cual aspecto concreto? Creemos que confundir des-fundamentación con rechazo
es, precisamente, olvidar este aspecto anárquico del pensamiento. Tal como ha
demostrado Blanchot (1958), el rechazo posee un rol fundamental en la política, ese
sentimiento de lo intolerable que lleva a la acción sin imagen, sin legislación, pero no a
una contra-formulación de un estado de cosas, porque así poco avanzamos.
Tal vez, se trate de hacer como el propio Foucault, que al preguntársele qué
opinaba sobre la existencia de las cárceles respondió: “no tengo ninguna opinión. Me
limito a recoger documentos, difundirlos y llegado el caso a alentarlos. Simplemente,
percibo lo intolerable” (1971, p.179). Acaso no tener ninguna opinión (territorio de las
contradicciones y del respeto democrático) sea de un modo esa posibilidad anárquica
(insistimos, sin arché) de estar disponibles para las situaciones concretas más allá de la
parálisis que cualquier contradicción podría inducir. Lo común “es producción y no
revelación de lo que es” (Benasayag y Del Rey, 2009, p.13), y por ello podríamos
responder de este modo si se nos pregunta qué opinamos de la existencia del poder
soberano: no opinamos nada, difundimos y alentamos aquello que a tal momento cuida
la vida. Esto, por una consideración fundamental, si pensamos que lo intolerable es el
poder soberano confundimos los asuntos: lo verdaderamente intolerable, siempre, es la
muerte. Allí radica quizás la piedra de toque que, en una permanente conflictualidad,
nos hará cada vez perder el rostro, pero no como goce especulativo, para andar diciendo
por ahí que devenimos esto o aquello, sino para no olvidar que los estados de
disponibilidad para la práctica que puede cuidar la vida son más importantes que tener
la última palabra respecto de lo que hacemos.

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