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Cerco de púas

Aníbal Quijada Cerda


Ediciones Casa de las Américas
La Habana, 1977

Indice

Recibimiento
Prisioneros de
Entre latas guerra

El capitán de Primera
los círculos Navidad

Las guardias Halcón 29

El hombre Libertad
calafate condicional

Doctor de Cerco de púas


cambios
Paréntesis de
Menos uno, perros
más uno
Los tiempos
El aullido del perro
volador
Charco de
Distensión escarcha

Visitantes de Hora de morir


Dawson City
Pan nuestro de
El «palacio de cada día
las sonrisas»
Río rojo
Primeros
rematados Retrato de un
perro amarillo
Visitas y
sorpresas Guerrillero

Adiós al Final
barracón
Elegía al
Isla Dawson barracón
RECIBIMIENTO

- A ver tú, viejo! -rugió el sargento, acercándose-. żDe qué partido eres?

- Comunista- contesté.

Estaba de pie. En posición firme -esa era la orden- en la entrada de la carpa que
servía de incomunicación previa, a disposición de las guardias que se turnaban
cada cuatro horas. De las guardias conocidas, desde la noche hasta ese
mediodía, ésta era la peor. Los interrogatorios, a gritos e insultos, en las otras
cuatro carpas que me precedían y que estaban ocupadas por dos jefes de
Servicios, un profesor universitario y un obrero, habían terminado a golpes,
cuerpos en el suelo y lamentos.

Un viento helado picaba, pelando manos y orejas. Débiles rayos de sol se


aventuraban en el verdor de los altos árboles que bordeaban un camino interior
cubierto de grava. Entre sus ramajes, desde el sobrenivel en que nos
encontrábamos, se divisaban las aguas del Estrecho. A lo lejos una fragata, rumbo
a Isla Dawson, se desdibujaba en la distancia.

Era mi primer día en el regimiento Cochrane de la Armada, próximo a Punta


Arenas, como prisionero político. Un lugar de detención, no declarado.

El sargento llegó hasta mí y apoyó el cañón de la metralleta contra mi estómago.

- ĄComunista! -vociferó-. Otro perro rabioso. żDesde cuándo eres marxista,


conch'e tu madre? Tambaleé.

- Desde joven -dije

Era de cara cuadrada, oscura, algo más alto que yo. Apretó los dientes y sus ojos
entrecerrados parecieron una línea subrayando los bordes de la gorra metida
hasta las cejas. Detrás, un cabo observaba impasible y, más allá de los alambres
de púas, estaban los guardias con las armas prontas.

Empujó la metralleta obligándome a dar un paso atrás. Al faltarme las fuerzas,


tuve la intención de sentarme o, echarme más bien, sobre la lona del camastro, en
la parte inferior de una solitaria litera. Algo me hizo comprender, no obstante, que
estar de pie podía favorecerme.

Debí retroceder otro paso. El sargento tuvo que inclinarse para entrar, lo que hizo
mientras escupía gritos:

- ĄY qué se puede hacer contigo, hijo de puta! ĄYa nunca entenderás, ni se te


podrá corregir! Sólo las balas... Hablé.
- Era todo legítimo. Pertenecer a un partido, creer...

- ĄQué legítimo, ni mierda! ĄViejo imbécil!... Hablar de marxismo es correcto para


ti, żeh?

- El propio Gobierno lo ha reconocido. Dice que respetará las creencias...

- Pero no a los marxistas... ĄMétetelo en la cabeza! Todos van a desaparecer. Y


los viejos como tú... Ąsin asco!

Levantó la mano izquierda, enguantada, abierta como para golpear, a la vez que
empujó con más fuerza la metralleta contra mi vientre. El dolor de la hernia me
fastidió. Entre las imprecaciones no me di cuenta de que estaba llegando al fondo
de la carpa. Me aferré al palo sostén. En esos momentos no tenía otro
pensamiento que la imagen de esa cara congestionada y el dedo del sargento en
el gatillo.

Tropecé sobre los pelotones de barro escarchado.

- żY qué planeabas para el día 17? -preguntó-. żA cuántos militares ibas a


degollar? ĄContesta! żDónde están las armas?

Moví la cabeza.

- No teníamos armas. Para ese día íbamos a entregar quinientas nuevas


pensiones. En un acto... No me dejó seguir.

- żDónde trabajabas? -preguntó. Su tono autoritario pareció disminuir.

- En el Seguro Social. Era jefe de...

La presión del arma se atenuó. Aunque nada cambió en su cara, tuve la sensación
de haberlo tocado en algo personal. Quizás sus ancianos padres, allá en tierras
lejanas, acaso pobres campesinos de algún perdido pueblucho agrícola o de un
punto reseco y árido del desierto, vivían ahora algo más dignamente con estas
pensiones que habíamos conseguido" mejorar. Su condición de sargento indicaba
la humildad de su origen. Para los viejos debe haber representado orgullo contar
con un hijo militar.

- Pensábamos... -continué. Él hizo un gesto. Me callé.

- żQué pensaban? -preguntó abruptamente.

- Transformar la Seguridad Social en un instrumento de redistribución de la


riqueza... -dije.

- ĄClaro! ĄQuitando y robando! ĄExpropiando, como dicen ustedes!


- A través de los organismos de previsión...

- Para llenarse primero los bolsillos. żVerdad?... Sabes mucho, viejo... Pero a los
militares no nos vendrás con Ťchivasť. Sigues siendo un perro marxista.

Ahora, sin embargo, su actitud hostil no era convincente.

- ĄAquí, carajo! -me ordenó retirándose, al mismo tiempo que me indicaba el


centro del recinto-. ĄEn cuclillas, mierda!... ĄNo! ĄNada de sentarte en los talones!
ĄTe quedarás así mientras dure mi guardia! ĄY cuidado con que te sorprenda
descansando!

La postura era bastante incómoda. Afirmé lo mejor que pude los tacos de los
zapatos entre las champas de pasto. El abrigo largo, tipo Ťviejo Alessandriť, me
ayudó, tanto a disimular, como a soportar el frío en las piernas. No iba preparado
para sufrirlo y cuando me detuvieron no me dejaron abrigarme mejor. Nunca
imaginé, por otra parte, que llegaría a encontrarme en estas condiciones.

Un soldado joven quedó de guardia paseándose frente a las carpas. A ratos se


detenía junto a la mía. En un momento se afirmó en el poste del alambrado y, sin
mirarme, discretamente, me dijo:

- Descanse, abuelo. Si camino de frente, es porque viene alguien.

En las lloras siguientes lo hizo por dos veces y yo debía volver a la posición, igual
que cuando se perdía por espacios largos y no regresaba. Para entonces yo había
descubierto que metiendo los brazos entre el estómago y los muslos se producía
alivio a la incomodidad, aunque las piernas se acalambraban.

Ya en la tarde, con la guardia siguiente, un soldado seguido por un cabo me trajo


un pocillo con fideos cocidos. Era la primera comida del día. Cuando se me
alargaba el pocillo, el cabo atajó al soldado ordenándole que lo dejara en el suelo.

- ĄQue coma al igual que las bestias! -exclamó apuntándome a la cabeza con una
pistola. Y agregó-: żOíste, viejito? ĄObedece!

Al inclinarme para alcanzar el pocillo, lo lanzó lejos de una patada.

- No le gusta -le dijo al soldado-. Ellos comen manjares, con servilletas, en buenas
mesas. Como el soldado titubeara, añadió:

- No tengas contemplaciones con ninguno... Éstos son los que te iban a cortar el
pescuezo...

Los miré fijamente. Después ellos se fueron.

Soplaba el viento- Me froté las manos. Desde la carpa vecina alguien me tiró dos
cigarrillos. Oí una voz que me decía: Ťfume, abueloť. Traté de tranquilizarme.
Era el Ťrecibimientoť.

ENTRE LATAS

De pie junto al palo, en el fondo de la carpa, podía distinguir un rumor de


murmullos, ruidos de pasos, golpes de utensilios de comer y, con claridad,
órdenes de mando. Venían de un galpón vecino, alto, con planchas de zinc. Y
también de más lejos, de un edificio de material sólido, donde entraban y salían
vehículos militares, se oían voces indistinguibles, por altoparlantes, a intervalos
regulares.

Sin duda en el galpón próximo estaban los detenidos y en el otro, pensé, debía
funcionar el Consejo de Guerra. En parte así era.

Lo fui confirmando.

Terminada la incomunicación previa, los de las carpas pasamos al galpón. Era una
construcción de latas agujereadas, rectangular, de unos veinte metros de largo por
quince de ancho, con un portalón corredera de entrada, en su cabezal norte.
Ingresamos en fila, con la mirada baja cayendo en el piso de tierra. Adentro, había
un tanque militar estacionado. Un poco más allá, una división de alambres de púas
con un rudimentario marco-puerta, también de alambre, cerraba el paso al interior.
Caminamos entre el tanque y la alambrada para terminar ubicándonos, de pie,
frente a las latas del costado. Se nos dijo que ahí continuaba la incomunicación.
No podíamos girar la cabeza a la derecha, donde estaban los presos, ni volverla
hacia el tanque que quedó a nuestras espaldas.

El lugar fue configurándose lentamente a través de los movimientos obligados que


hacíamos para recibir los pocillos de comida, las voces y el trajín de los demás, y
nuestras propias salidas, custodiados. Este primer recinto, antes de la alambrada,
de unos tres metros de ancho, lo ocupaban las guardias para pasearse o
permanecer en puntos estratégicos junto a la entrada o sobre el tanque. Tenía,
además, otra finalidad. En un rincón esquina, aislado con cortina de sacos
paperos, un pequeño espacio como calabozo servía para castigos. Más acá, junto
a la puerta corredera, había un montón de cajas de alimentos y útiles personales
de los presos. Próxima a nosotros se encontraba una caja alta de madera, con
candado, donde se guardaban algunas revistas de Walt Disney y dos juegos de
ajedrez.

Trasponiendo la alambrada, estaba la prisión propiamente tal. A un costado, sobre


una delgada capa de cemento se alineaban alrededor de diez filas de literas
dobles, de fierro; en un extremo, al lado de la alambrada y pegado a las latas,
había un bote para orines, de uso nocturno. El trecho del frente, relativamente
amplio, hacía las veces de comedor y sala de estar. Ahí, justo en el centro, una
especie de banco de carpintero servía para recibir las dos ollas del rancho y como
depósito obligado de pocillos, tazones, platos de fierro y cucharas (estaba
prohibido el uso de tenedores y cuchillos). En línea con el mesón, casi tocando la
alambrada, había una estufa de fierro «hechiza», acondicionada para gas licuado,
con un medio caño hacia el techo, y muy cerca, una batea con agua para diversos
usos. Sobre el piso de tierra, repartidas en los costados y cerca del calentador, se
veían varias bancas largas de madera. Tres ventanales altos dejaban pasar la luz
del día y cuatro puntos luminosos alumbraban toda la noche.

Pronto supe quiénes eran los demás. En cada guardia se pasaba lista y gracias a
ello, pude conocer los nombres de los compañeros y distinguir sus voces. Había
alrededor de cincuenta: dirigentes políticos, profesores, un médico, estudiantes,
funcionarios, empleados y obreros. La mayoría eran comunistas, unos pocos
radicales y miristas; el resto eran compañeros socialistas. Según supe después, a
los socialistas los detenían de preferencia en otro regimiento. Con el tiempo
aumentó el número de prisioneros, y el recinto fue haciéndose cada día más
estrecho.

A los dos días pasé la alambrada y me convertí en un detenido más.

No se permitía hablar. Sólo se podía cuchichear, maldecir, fumar y pasearse.


Cuando el aburrimiento agobiaba, er? posible acercarse a la alambrada y pedir al
guardia una revista de historietas o un tablero de ajedrez. Para la revista no había
problemas. Para el ajedrez a menudo los había. El guardia alzaba la voz y
preguntaba: «¿Alguien quiere jugar ajedrez con éste?». Se corría el riesgo de que
el guardia supusiera que el ajedrez era un pretexto para hacer contacto y
rechazara la petición o accediera limitándose a que el solicitante jugara solo. No
había diarios. Las informaciones del exterior las proporcionaban los oficiales,
ocasionalmente.

Recuerdo que el primero de estos periódicos parlantes fue un capitán de Marina


que en tono dolido nos vino a hablar del senador comunista Guastavino: «Era mi
amigo - dijo- . Fue compañero mío de colegio. Yo siempre lo admiré a pesar de
sus ideas. Pero he sido testigo de su indignidad. Quiero que me escuchen bien.
Fue tanto el apuro por huir de este "camarada", que en su casa olvidó dos valijas
repletas de pliegos de billetes de banco, sin cortar, que había hurtado del Banco
Central. Las Fuerzas Armadas...»

La perorata seguía con insólitas aventuras de otros compañeros, mientras el rostro


del capitán se ensombrecía de aparente pesar para terminar: «Esto, señores,
debe hacerles comprender lo oportuna que fue la intervención de las Fuerzas
Armadas. ¡Esos hombres eran sus dirigentes!»

Después de esta «interesante» exposición, el capitán, y otros oficiales, se


detuvieron en el rincón de los sacos v observaron al compañero que estaba desde
hacía varios días en tratamiento especial de tortura, golpeado, de pie, sin dormir ni
comer.

- ¿Y éste? - preguntó. El sargento, rígido, le informó.

Capitán, éste ya no puede mantenerse en pie. Continuamente se va de bruces.


El capitán sonrió.

- Está bien - dijo- . Que siga en cuclillas, entonces. La prohibición de conversar era
absoluta.

- El que habla paga - advertía el sargento. Los guardias estaban muy atentos tras
la alambrada. Desde el portón, dos de ellos apuntaban permanentemente con sus
armas. No pasaba mucho tiempo sin que alguno de los presos fuera llamado por
el deliro de conversar. El pago era en la explanada: varias horas al frío o la
práctica de duros ejercicios. Había sargentos que preferían las «buchadas»: el
detenido debía arrojarse de cara al suelo apoyándose únicamente en las manos y
en las puntas de los pies, con los codos hacia afuera. Enseguida, sin tocar el piso
con el cuerpo, debía realizar 10, 20, 30 ó 50 buchadas.

- De guata al suelo- gritaba el sargento y comenzaba el ejercicio: «Uno, mi


sargento. Dos, mi sargento. Tres, mi sargento... Cuarenta y nueve, mi sargento...
Cincuenta, mi sargento», ya con un hilo de voz. Era una de las canciones. Había
otra alternativa a elección: en vez de las buchadas, «la pala en la raja». En ésta, el
detenido se inclinaba y recibía violentos puntapiés de los soldados en el trasero.

Mi primer desayuno fue una taza de té. Un compañero socialista, funcionario del
mismo Servicio donde yo trabajaba, compartió su pan y té conmigo. Yo aún no
había recibido provisiones de mi casa, ni taza, ni cuchara. Mi mujer no sabía
donde yo estaba. Para los civiles, toda persona detenida se suponía en la Isla
Dawson. Mientras tomaba el té sentí de nuevo las voces de altoparlantes, ahora
más cerca, indicando nombres. Esperaba un momento propicio para preguntarle al
compañero. De pronto, el sargento gritó:

- ¡Los que van a la Corte, en fila aquí, de inmediato! Así me pareció escuchar.

Varios dejaron sus tazas y corrieron a los alambres, incluso el que me


acompañaba.

- Que le vaya bien- le dije por lo bajo. Él no me oyó. Volvió a los pocos minutos.

- ¿No lo interrogaron?- le pregunté.

- No- me dijo- . Fui a la «corta».

- ¿La corta?- pregunté extrañado.

- Sí- dijo él.

- ¿Entonces no es la Corte?- le insistí. Como me miraba interrogante, agregué- :


¡El Consejo de Guerra, ahí al lado!

El compañero sonrió.
- No- contestó- . La corta. No la Corte. La corta es cuando se va a mear. Hay un
hoyo a la vuelta. Esa es la corta. La «larga» es lo otro y se hace allá en el palo...
El edificio de al lado no es el Consejo de Guerra, es una maestranza y un garage.

Entonces se oyó la voz del sargento.

- ¡A ver esos dos!... ¡El viejo con el rucio, vengan aquí! Nos acercamos.

- Usted fue advertido- me dijo- . Sigue su incomunicación.

Observó al otro un momento.

- Usted sabe- le dijo- , que está prohibido conversar-¿De qué hablaban, ah?

- Es que él estaba equivocado, mi sargento- respondió.

- ¿Equivocado?

- Sí- dijo el compañero.

Enseguida, vacilante se lo explicó. El sargento me miró. Después soltó una gran


carcajada.

Todos los demás detenidos se volvieron. Seguramente nunca lo habían visto reír.

- ¡Confundir la corta con la Corte!- le dijo al cabo.

El chiste casual corrió entre ellos y los detenidos. Pensaron que yo, aun en ese
trance, podía hacer bromas, Aunque era ridículo y parezca raro, a partir de
entonces se me miró como a un «viejo simpático», como a uno de esos hombres
que, en la adversidad, mantienen el humor, como a una especie de animador en
desgracia. Más tarde, cuando se pudo hablar, los detenidos se acercaron a mí en
busca de una frase alegre. Todos, de algún modo, se convirtieron en mis nietos.
Tuve que echar mis pesares a la espalda y asumí lo mejor posible el cargo que la
corta me señaló.

Para la larga salían custodiados, dos grupos de cinco detenidos. Mientras los
primeros ocupaban el palo- justamente alcanzaban cinco sentados en su longitud-
los otros esperaban a un lado. La larga era un WC de campaña, a la intemperie.
Se trataba de una zanja estrecha que había sido cavada por los propios presos.
Parecía una tumba sin llenar. Sobre ella había dos palos atravesados a lo largo;
uno era para sentarse y el otro, a más altura, algo retirado, servía de apoyo. En
sus extremos, los palos se afirmaban de gruesas vigas. Obviamente era un sitio
muy desagradable. A muchos, de sólo tener que usarla, se les producía
estreñimiento. Para la larga, los detenidos disponían de dos minutos. En ese
tiempo, había que soportar el frío, y los ojos de los guardias que no perdían detalle
de la operación. De eso, después supimos la causa: los guardias miraban para
saber si el preso había llegado hasta ahí con una necesidad real.
Sin embargo, la larga tenía una ventaja. En ella, se podía conversar, cambiar unas
cuantas palabras, un mensaje, una advertencia en rápidos diálogos.

- Compañero, ¿supo algo de mi casa?... ¿Mi mujer, los niños?...

- ¿Qué se dice afuera? ¿Saldremos pronto?

- Esta noche sacarán a otro... Buscan armas...

- Parece que hubo balacera con unos miristas, por el cementerio...

- ¡Puta madre! Yo no aguanto más. Tiemblo al pensar en otro interrogatorio.

- ¿Qué te preguntaron?...

- Lo saben todo. No traten de mentir. Tienen hasta las listas de las células, de los
nombres, de los cargos... Preguntan eso primero, para saber si uno va derecho.

- Convídeme un pedazo de papel, compañero...

- Cuidado con el de la chaqueta de cuero... Es un policía emboscado.

Cuando el viento soplaba en contra, los guardias percibían el sonido de la


conversación. Como se apostaban a corta distancia, había que ser cuidadosos.
Cualquier rumor o el no hacer nada significaba castigo.

- El moreno sentado en la punta y el que está al lado. ¡Levántense en el acto y


vuelvan!

- Es que no pude, mi soldado.

- ¿Sí? ¿Te las das de vivo, ah? Andando.

El cargo: «Sorprendido filtrándose en las largas para cambiar informaciones.»

Y estaba el paisaje. Un pequeño valle, construcciones militares, el camino a los


polvorines, los cerros nevados a la derecha y el mar a la izquierda. Algo distante,
la oficina del polígono, desde donde igualmente vigilaban y, más a la costa, un
pedazo del camino a la ciudad, la curva por donde se veían pasar vehículos y
hasta personas.

A un par de kilómetros, junto a la playa, se avistaba el poblado de Leñadura, con


su pequeña iglesia, un grupo de casas, los estanques del petróleo, algunas
parcelas y pequeños bosquecillos. A lo lejos, como cerrando el Estrecho y
limitando el horizonte, los contornos de Isla Dawson.

Sí, el paisaje y la posibilidad de cambiar unas frases bien valían esta visita a la
«larga».
EL CAPITÁN DE LOS CÍRCULOS

Era delgado, bajo, de cara reducida y de finos bigotes Parecía tranquilo, muy
dueño de sí mismo. Hablaba sin apuro, con bastante claridad y buena dicción. Era
todo un funcionario de la Armada. Capitán de corbeta, estaba a cargo de los
presos de este regimiento. De excelentes modales, muy atento para escuchar, era
diestro en dar explicaciones y peligrosamente convincente.

Tenía, por así decirlo, doble militancia. En las oficinas del regimiento, junto al
camino, atendía sus obligaciones de mar. Arriba, en el polígono, tenía la jefatura y
mando para los detenidos políticos, respondiendo en esto al Servicio de
Inteligencia Militar.

Un día, cuando ya habíamos terminado las labores de aseo y ordenamiento, la voz


del sargento avisó:

- ĄAtención! ĄViene el capitán!

Entonces, lo conocí.

Todos se ordenaron en filas. Él entró saludando cortésmente y, con agilidad, se


subió a una banca. Próximos a él y a cada lado, se ubicaron el sargento y el cabo.

El capitán nos observó por un momento. Luego habló:

- Buenas y malas noticias les traigo, mis amigos -poco faltó para que dijera
compañeros-. Primero las malas -hizo una pausa y suspiró-. El soldado debe estar
siempre preparado para lo peor.

Enseguida continuó:

- No podré levantar aún las prohibiciones. Seguirán sin autorización para


conversar y el orden diario no podrá alterarse. Nadie más que yo, sin embargo,
tiene el deseo de suavizar las condiciones en que permanecen aquí... Pero
todavía hay por ahí un grupo de Ťcabezas calientesť. Recién han tenido la osadía
de atacar a militares. Se registró una balacera con dos muertos aquí, en Punta
Arenas, más otros encuentros en la capital. Lo local puede tener otras conexiones
y se investiga...

Meneó la cabeza con aparente agobio.

- Deben tener conciencia de que con cualquier atentado a las actuales


autoridades, caerá sobre ustedes la más dura de las represalias. La propia Junta
Militar de Magallanes advirtió por radio y televisión que los detenidos responderán
con sus vidas la muerte de un militar. ĄMejor no pensar en lo que ocurriría si se
producen actos de resistencia o conatos de rebelión en los lugares de detención! -
suspiró-. Bien. Habrá que postergar el partido de foot-ball que habíamos
programado para este domingo, dentro de la política de trato excepcional en que
habíamos empezado a entendernos.

Se bajó de la banca y se paseó frente a nosotros. Se detuvo y sonrió.

- Ahora las buenas noticias -dijo-. A pesar de lo explicado, he dado instrucciones


para que se avise por radio a los familiares de ustedes que pueden traer
colchones, ropas y alimentos extras. Una oficina en la Jefatura de Zona atenderá
también la correspondencia. Cartas y paquetes se entregarán a ustedes los días
jueves. Las cartas que ustedes envíen y las bolsas con ropa para lavar se retirarán
de aquí los días martes... No dispondrán de más de una hoja para escribir. No
deberán indicar el lugar donde se encuentran; sólo podrán decir que están bien y
pedir lo que necesitan. La carta debe ir abierta a censura. Los paquetes de ropa
serán revisados. Nada de trucos. Volvió a subirse a la banca. Al parecer le
gustaban las. alturas.

- Se está urgiendo la terminación de sumarios en los servicios públicos y


universitarios así como las encuestas en industrias y centros de trabajo para
deslindar responsabilidades. Los que saben que no dejaron Ťuna hachita que
afilarť pueden estar tranquilos -alzó una mano con lentitud-. Personalmente, estoy
convencido de que más de la mitad de los que aquí se encuentran son inocentes y
merecen estar libres, pero esto debe decidirlo Inteligencia. Por ahora, habrá que
esperar en la confianza de que la justicia militar es la más humana y justa. Ya que
no pueden conversar entre sí, se les autoriza el diario mural que han solicitado. En
él,. cada uno podrá expresar por escrito, en dibujos o como mejor desee, sus
conocimientos e inquietudes. Es algo que sirve a todos. Creo que es una buena
expansión... Por supuesto. nada de política...

Se detuvo y volvió a sonreír.

- Y, ahora -dijo- debo pedirles un gesto de confianza que a la vez les será muy útil
a ustedes para los informes que estoy completando de cada uno... Ustedes
comprenden: yo, a la mayoría, no los conozco. Se dicen muchas. cosas, terribles
algunas. Es conveniente tener mayores datos. Mi buena voluntad y sentido
humano están abiertos a ustedes. Todos saben que esto pasará y mi mayor
anhelo es que en el día de mañana, cuando en la nueva patria de paz y
comprensión que estamos desinteresadamente ayudando a formar, nos
encontremos en cualquier lugar, podamos saludarnos recíprocamente, con
alegría, y recordar sin odios esta triste aventura... Les daré una hora... Mejor, toda
la mañana. Cada uno busque papel y lápiz. Escriban sus datos personales... Me
interesa saber dónde trabajaban, el partido político a que pertenecían, las
actividades desarrolladas, el lugar en que se reunían, lo que pensaban hacer...
ĄNo omitir nada! Este informe es confidencial. Es sólo para mí. Pero indiquen
todo, los pecados chicos y los grandes. En la medida que sean sinceros, yo me
convertiré en el defensor de ustedes y les prometo libertad en una semana.
Aunque sea muy grave lo que hayan hecho, cuéntenlo. Un asalto, un robo, la
muerte de un uniformado, lo que sea. también si saben de armas escondidas. Por
extrema que sea la falta conversaremos el caso y le buscaremos la mínima
sanción. Es la oportunidad de partir de nuevo, de salir en libertad, de pedir la
amnistía del delito o la clemencia. Yo me comprometo a esto. Pero deben
cooperar...

Esa mañana se produjo la fiebre de escribir. Todos buscamos papel y lápiz. La


guardia estuvo muy obsequiosa con el material. Sin embargo, en este trajín
pudieron filtrarse frases, advertencias, algunas tardías. Varios se anticiparon en
llenar las cartillas y entregarlas.

Un compañero no se preocupó de esta tarea. Se acercaba a cada uno de los


inspirados y les mostraba sus manos destrozadas.

- Fue en su presencia... En el interrogatorio... Es una bestia. Es él quien ordena


los tratamientos...

Sí. El capitán era un torturador.

Muchos habían sufrido ya su primera experiencia con él. Los detenidos, con la
cara cubierta por un trapo rojo, eran conducidos al polígono. Sin nada que hiciera
sospechar un mal trato, se les hacía sentar frente al escritorio. La orden venía
natural: ŤYa h'on. (1) Las manos sobre la mesa. Una a cada lado. Las palmas hacia
abajo. Estira los dedos.ť Mientras le preguntaban cualquier cosa, las culatas de las
metralletas de los guardias apostados a cada lado de la mesa caían violentas
sobre las manos, destrozándolas. No esperaban que cesaran los alaridos y
ahogos del detenido para preguntarle, agarrándole los cabellos y torciéndole la
cabeza: ŤżY las armas? żDónde están las metralletas?ť

Un muchacho estudiante había tenido una sorpresa. El propio capitán le había


dicho: ŤLo juras por tu vida, żverdad? Bien. Si estás en lo cierto, ahí tienes un
revólver con una sola bala en el carguero. Yo no te creo. Pero me someto al factor
suerte. Dispárate un tiro en la sien. Veamos si en esta ruleta rusa te ayudan tus
amigos soviéticos.ť El joven había titubeado algunos segundos. Nada dijo. Se
movió inquieto. De pronto una de sus manos se adelantó veloz. La llevó a su
cabeza y apretó el gatillo una y otra vez. Tuvieron que quitársela. Seguramente no
estaba cargada. Su acción. no obstante, lo dejó en entredicho. ŤSi pretendió
suicidarle -había razonado el capitán- es porque algo oculta.ť Tampoco podría
explicarlo el muchacho. Él había sentido que la oscuridad de sus ojos cubiertos se
extendía a su mente y no había podido pensar en nada más que acabar con todo.
Si no hubiera estado encapuchado lo habría hecho contra ese capitán.

Era táctica del capitán traer temas nuevos y de partida obsequiar una noticia-
caramelo para entrar en materia. Una mañana, después que la guardia nos obligó
a hacer y deshacer las camas varias veces para alcanzar la pulcritud del marino,
nos ordenaron enrollar el colchón con las mantas, cargarlo, y en estricta formación
salir al prado junto al polígono. Era para airearlas, dijeron. Nos autorizaron a
tendernos en el pasto y a disfrutar unos momentos del sol primaveral que
entibiaba un poco. Momentos después, el capitán salió del polígono y se nos
acercó. Seguramente nos esperaba.
- No se levanten, mis amigos -empezó-, pero pongan atención. Desde hoy quedan
autorizados para conversar entre ustedes. La medida se mantendrá en las horas
de rancho...

Algunos aplaudieron. El capitán hizo un gesto complacido.

- Pero comprendan, yo me juego en esto... Ahora, escuchen bien. La investigación


por ubicar los depósitos clandestinos de armas y, en particular, decenas de
metralletas que sabemos fueron ingresadas a la zona, no avanza. Con ello la
posibilidad de ustedes de volver a sus hogares, se aleja. Soy el primero en sentir
que esto suceda. Retenerlos no es un gusto para mí; se recarga el trabajo. Aún, a
esta hora, desde ayer, no he ido a mi casa... Les pido razonar. La situación de
ustedes es muy grave si esto no se aclara y aumentan los focos de resistencia.
Hagan cuenta que están en un pozo con el agua al cuello. Con estirar los brazos
no alcanzarán el borde. Es necesario encaramarse en el cuerpo del vecino para
lograrlo, aunque él se ahogue. Es la lucha por la vida. Quien tenga alguna
información que entregar, debe hacerlo. Si provoca el hundimiento de uno, dos o
tres, salvar en cambio a todos los restantes. Y, como les dijera, es mejor que esto
lo aclaremos aquí, ahora. Espero y valorizare este gesto de valentía. Es la forma
de salir del pozo...

Días después:

- En otras palabras, cada uno de ustedes es un círculo por cerrar. Para que las
carpetas y los expedientes de todos, y de algunos en particular, se den por
terminados, hay que ir cerrando estos círculos. Aquí se terminó la palabra
Ťnosotrosť. Cada cual debe pensar en sí mismo, en su propia familia. Sólo en su
situación personal. Todo lo demás no ayuda; más bien perjudica. Por eso, decir lo
que se sabe, cooperar con las Fuerzas Armadas, denunciar, no es delito. Es un
acto patriótico... ĄY hay tantos círculos que serían fáciles de cerrar! żQué
esperan?

Efectivamente, su mente, su propio círculo debió haberse cerrado de esta manera.


Y también los círculos superiores, hasta llegar al más alto. Así, hundiendo al
vecino, delatando, traicionando.

Una tarde pareció llegar nuestra hora.

- Señores -dijo-, no estoy conforme con ustedes. Se les ha dado la oportunidad de


ser útiles, probar el espíritu de cooperación y no quieren hacerlo... Las metralletas
no aparecen. Pero más de uno de ustedes algo debe saber... Insisten en continuar
aquí por la tozudez de unos pocos a quienes les hemos prometido amnistía y
facilidades para viajar al extranjero... Voy a darles ahora una oportunidad a los
Ťcamaradasť. Todos los comunistas, sin excepción, pasen a este lado. Quiero
hablar en privado con ustedes.

Así lo hicimos. Los dirigentes, algunos del Comité Regional, encabezaron la


marcha hasta el rincón de las incomunicaciones, entre los sacos.
- El problema es este... -comenzó luego en voz baja. Hizo una pausa.

Lo miramos con curiosidad. Él se inclinó.

- Usted -dijo señalándome-, es un barco, más preciso, una barcaza. Y ustedes tres
-señaló a otros tantos camaradas- son las personas que una noche cruzaron
varias veces el puente de la embarcación y descargaron numerosas cajas con
armas. Sabemos lo del barco y estamos a punto de saber quiénes eran las
personas. Hay otros puntos: żCual fue el paso que dieron después? żQué más
debieron necesitar? Ayuden a pensar... A ver, usted -y señaló a un dirigente.

El aludido se encogió de hombros.

- Bien -dijo-, pienso en un medio de transporte. El capitán asintió.

- Exacto. Muy bien. żQué más? -movió su índice en semicírculo.

- Un lugar donde recibir la carga -dijo alguien.

- ĄPerfecto! -exclamó el capitán, y sus finos bigotes se alargaron en disimulada


sonrisa-. Es precisamente lo que se busca: el vehículo en que fueron
transportadas las armas y el lugar donde se descargaron. Ustedes se han
caracterizado por ser un partido esforzado, luchador y responsable, ajeno a
grupos paramilitares. żNo es así, señor secretario?... Ayuden a contestar estas
preguntas y conseguirán la libertad. Todos ustedes. No para volver a hacer
política, se entiende. Los autorizo a reunirse por una hora, sin vigilancia alguna, en
un extremo del barracón. Conversen dirigentes y militantes, cambien ideas e
informaciones, aten cabos y saquen conclusiones. Me avisan. Los vendré a ver de
nuevo.

- Capitán -dijo el secretario-, en el Partido sólo teníamos un viejo pistolón y mi


propia pistola para defender el local. Esas armas las entregamos al ejército...

El capitán rechazó la respuesta.

- No, no me anticipe nada -contestó-. Reúnase primero con sus Ťcamaradasť...

Lo hicimos. Como en los mejores tiempos, tuvimos un ampliado de Partido con


participación de la juventud. Los jóvenes eran los más. entre estudiantes y
obreros.

un

Se aprovechó la ocasión para hablar del golpe, de sus consecuencias, la situación


de muchos, de los interrogatorios. de la posibilidad de sobrevivir. Después
llegamos al tema planteado por el capitán.

- Es una trampa más -dijeron unos.


- Saben que no hay armas.

- Es un sucio trabajo para enredarnos y perjudicar al Partido.

- No. Parece cieno el temor a las metralletas...

Las preguntas a los dirigentes llovieron. żTenía el Partido ingerencia en las


armas? żQué se sabía de ellas? Si era verdad, żdónde quedaron?

El camarada secretario nos miró tranquilo. Había cansancio en sus ojos. Se veía
disminuido físicamente y, en su cara y ademanes, se notaban los efectos de
tantos Ťtratamientosť y torturas. Él, que había sido un obrero robusto, de anchas
espaldas y poderosos brazos que levantaba cuando hablaba en las
concentraciones, era ahora un hombre delgado. y pálido.

- No -dijo-, rotundamente no. Nuestra posición fue y sigue siendo estrictamente


pacífica. Fuimos exagerados en esto. Ni siquiera se aceptaron, ustedes lo saben
bien, métodos violentos como defensa. Más de alguno que debió hacer guardia en
el local del Partido, sólo contaba con los puños y las dos armas a que me he
referido. Pensábamos que la decisión de vencer, la gran fuerza de la clase
trabajador;! unida y el apoyo de los militares leales, nos salvarían de la guerra civil
que se veía venir. Las Fuerzas Armadas tenían la obligación de defender el
régimen legalmente constituido... No, camaradas. Puedo darles la seguridad y
tranquilidad a cada uno. Nada tenemos que ver con armas y acciones violentistas.
Yo, que creo haber pasado por todo, ni en los momentos más críticos, aun cuando
inconscientemente y con la cara vendada me llevaban la mano para firmar
declaraciones, pude referirme a armas por la sencilla razón de que nada sabía ni
eran nuestros métodos.

La respuesta al capitán fue muy breve. Se conversó con él enfatizándole que la


campaña promovida por los comunistas para evitar la guerra civil, y su línea
pacifista, fue sincera tanto en el papel como en los hechos.

En próxima visita, el capitán fue menos cordial. .

- Me equivoqué con los Ťcamaradasť -manifestó-. Son todos angelitos. No me


explico cómo permanecen aquí y no se van volando con sus alitas. Pero han de
saber que tengo poder de vida y muerte sobre todos. Si en los duros
interrogatorios que vendrán se nos pasa la mano, sépanlo de una vez por todas,
es por culpa de ustedes... Desde hoy vuelve a suspenderse la orden para
conversar. No más deportes ni diarios murales...

No era buen perdedor, a pesar de tener tantos caminos a su arbitrio para castigar
y conseguir confesiones. Sin embargo, algo lo apremiaba. Él quería obtener la
buena pista, anotarse el galardón y ganarle a Inteligencia que día a día retiraba
cinco detenidos para feroces interrogatorios. ĄFracasar él, que tenía más de
ochenta presos!

Y los círculos no se cerraron...


Notas:

1. H'on: Apócope de huevón. En Chile, individuo tonto. Se usa como insulto o como expresión
amistosa.

LAS GUARDIAS

En el diario sobrevivir, cada cambio de guardia se esperaba con desagrado,


intranquilidad y temor. Por mala que fuera la que se estaba soportando, la
siguiente podía ser peor. Todas tenían la fuerza de alterar esos mudos días en
tramos siempre sorpresivos que obligaban a una permanente preparación,
resistencia y lucha. Las guardias rotaban en períodos regulares.

Aunque todas se encuadraban en el mismo marco de disciplina, rudeza e


insensibilidad de la escuela germana, tenían características propias en sus modos
de actuar, en los tratos, exigencias y hasta en los planes que más de alguno traía
para quebrar voluntades. Nosotros, sin embargo, en tendíamos la importancia y
urgencia de ir creando puntos de contacto con estos seres acorazados que
parecían venidos de otros mundos. Había la necesidad de encontrar un lenguaje
humano que permitiera el entendimiento capaz de cambiar las condiciones de
vida. Eso se estaba consiguiendo lentamente a costa de aceptar disciplina, las
órdenes absurdas v los castigos, sin que se registrara una protesta o un ma!
modo. El puente tenía que forjarse en la dura línea dei soldado y del cautiverio.

Ya cambiarían las cosas.

Había una guardia que empezaba a demostrar cansancio y desinterés. Era la que
comandaba un viejo sargento. Hombre bajo y enjuto, con la espalda encorvada,
solía pasearse incesantemente, con la mirada en el suelo, frente a la alambrada.
Parecía un detenido más. El asma lo consumía. No cesaba de toser y carraspear.
En las jornadas nocturnas, trasponía nuestro recinto y se sentaba en una banca
frente al mesón del rancho. Allí se quedaba por horas, estático, las manos metidas
en el abrigo y la vista fija en algún punto de las maderas o en los bordes de un
tazón de café que no bebía. Seguramente los acontecimientos lo sorprendieron
tramitando su expediente de retiro y se quedó postergado en el tiempo,
esperando, como todos, sintiéndose un preso más, metido en un círculo que
tampoco podía cerrar. O quizás algo más grave o siniestro, ocurrido en el seno de
su familia, pesaba en su conciencia. Por su edad y condición era difícil pensar que
pudiera haber caído en las trampas de las drogas y envenenadas alocuciones con
que se preparó la tropa para el asalto y las sangrientas represiones. Se conocían
casos como el de aquellas mujeres de oficiales de Inteligencia que los
abandonaron llevándose sus hijos, asqueadas ante las crueldades de que ellos se
vanagloriaban. Se sabía, además, que este viejo sargento no participaba en los
Ğtratamientosğ de las horas de trabajo nocturno extraordinario que llenaban de
gritos y horrores ese campo de tortura. O, en fin, era posible que su actitud
proviniera de una vergüenza por el honor mancillado, ensangrentado, que caía
como un estigma sobre la vieja guardia.

Al llegar y recibir la formación, siempre nos decía lo mismo:

- -Bueno, ustedes conocen las limitaciones y las normas. No pueden conversar


más que en las horas del rancho. Esto lo han ganado. No lo pierdan. No me
obliguen a tomar medidas. Hay continuo patrullaje en los alrededores y si se
sienten murmullos sabrán que no estamos cumpliendo las órdenes...

- -Teníamos que cuidar a esta guardia. A este singular preso que cooperaba y no
abusaba. Se hablaba despacio, con disimulo, y nunca entre más de dos, de tal
manera que si alguien aparecía de improviso fuera fácil callar.

Quien no cambiaba era el sargento que conocí al llegar. Continuaba fiero, metido
en su uniforme, con cara adusta, seca, cortante y, por sobre todo, patriotero.
Enseñaba formación y giros militares. Aunque no lo demostrara, le agradaban los
cantos marciales y los himnos. No sonreía ni se permitía bromas. Le bastaba con
ver cumplidas sus órdenes. Era terminante en las reprimendas y severo en los
castigos. Estaba imbuido más en las prácticas militares que en el espíritu de
venganza o de preconcebida hostilidad. Antes de retirarse ordenaba la formación y
disponía que se adelantara un ex profesor universitario (todos eran ex) a dirigir los
coros. Sus favoritas eran la Canción nacional, la Canción de Yungay y Había un
camarada. Cuando terminábamos gritaba: ĞĦRetirar!ğ, dejándonos en libertad.
Entonces había que deshacer filas girando al grito de: ĞĦViva Chile!ğ

Recuerdo un amanecer en que, como otros, ordenó formar en la explanada


exterior, de cara al mar. Había un detenido junto al mástil, listo para izar la
bandera. El exprofesor estaba en posición de iniciar el coro. Las filas compactas,
firmes, y el sargento, reloj en mano, con la vista fija en el horizonte, tras la masa
distante de Isla de Tierra del Fuego, esperando la salida del sol cuyos rayos se
anunciaban. En el momento en que apareció, fulgurando sobre las aguas del
Estrecho, él bajó el brazo. Ochenta voces quebraron la soledad con el himno
patrio. Él, entretanto, miraba cómo la bandera tricolor, flameando al fuerte viento,
ascendía lentamente por el mástil hasta fijarse en lo alto, coincidiendo con las
últimas estrofas: O la tumba seras de los libres / O el asilo contra la opresión.

- Había un hombre joven parado cerca del mástil, en posición firme. Miraba a un
punto lejano, más allá del Estrecho. Algunos lo conocían personalmente y se
sabía que era un empleado del Banco del Estado, con diez años de servicio.
Llevaba cuatro días de incomunicación y malos tratos. Recién salía
del container ubicado frente al polígono. Ésta era una estructura de fierro,
rectangular y estrecha, sin ventilación con una única y pequeña entrada. Allí, este
hombre había permanecido encerrado, sin alimentos, sin salir ni siquiera para sus
necesidades. La noche anterior los soldados se habían entretenido golpeando por
fuera las planchas de fierro con palos, metales y piedras, para desesperarlo.

En su rostro estaban marcadas las huellas de muchas penurias. La piel se


mostraba oscurecida por los moretones, la barba crecida, los ojos hundidos y el
cabello cortado a tijeretazos. Su vestimenta aparecía salpicada de barro y en
jirones.

El sargento le ordenó girar, dar unos pasos y volverse a la formación.

- Este hombre, es un antipatriota más -dijo el sargento dirigiéndose a la fila-. Era


un empleado del Banco del Estado, hasta hace unos días; bien considerado, con
carrera y porvenir asegurados. żQué ha hecho? Nada menos que insultar a las
Fuerzas Armadas, al baluarte donde descansan las tradiciones y el destino de la
patria. Él mismo les explicará a ustedes su ignominia...

Con un gesto, le ordenó hablar.

El detenido, sin dejar la posición firme, nos miró fijamente y con voz segura,
confesó su Ğdelitoğ.

- Sí, mi sargento -dijo-. Así fue y lo lamento una vez más. Los colegas del Banco
me hostilizaban diciéndome que fuera a la peluquería y pusiera al día mi corte de
pelo porque si no, cuando viniera el ejército, ellos lo harían.

- Y tú, żqué contestaste? -preguntó el sargento.

- Que ningún milico chucha de su madre me tocaría un pelo...

El sargento observó con el ceño fruncido. Después se acercó a él. Levantó una
mano con los dedos semiencogidos, como garras, y desligó las uñas, con fuerza,
partiendo de las cejas hasta las mejillas. Era el castigo llamado Ğleoncitoğ.

El detenido mantuvo los párpados apretados por unos instantes pero nada dijo. No
se quejó, ni se llevó las manos al rostro ni perdió la posición de firme.
Imperturbable, soportó el carpazo.

El sargento pareció impresionado. Lo quedó mirando unos instantes y luego habló:

- Aquí, sobre este charco, harás cincuenta buchadas. Después te integrarás con
los demás detenidos. Tu incomunicación terminó. Has tenido suerte porque yo
debía decidir lo que se haría contigo. De las ofensas al ejército responderás en el
Consejo de Guerra.

Había otra guardia, comandada por un marino que presumía de estar a bordo y
exigía que lo entendiéramos en su lenguaje.

- ĞAmartillarğ bien las Ğchasasğ que pasaré revista en tres minutos. -Se refería a
arreglar bien las camas. O bien:

- Hagan cuenta que estamos en el golfo y la tormenta arrecia. Lo primero, cerrar


bien el Ğtoyoğ -boca- hasta que encontremos calma en los canales. Esos dos que
están en la Ğamura y a estriborğ presentarse al puente de mando. Estaban
conversando...

Había también un sargento deportivo, gordo, amigo de la gimnasia. La diana


tronaba en su voz a temprana hora:

ĞArriba holgazanes... Contaré hasta veinte... Uno, dos, tres...ğ Se armaba un


zafarrancho de ropas, de rostros dormidos, de cuerpos saltando desde las literas
altas para caer a veces sobre la espalda del de abajo que luchaba por meterse en
los pantalones o se afanaba buscando un zapato. Todos se preparaban para estos
instantes. Muchos se acostaban semivestidos o se despertaban más temprano y,
esquivando la vigilancia de la guardia, se ponían bajo la manta calcetines y
pantalones.

La fila, trotando, salía del barracón a formar en la explanada por orden de


estatura. Los atrasados pagaban mientras los otros brincaban en el viento del
amanecer.

- Los que no pueden hacer ejercicio -decía el sargento-, un paso al frente. Bien.
De cincuenta años para arriba podrán retirarse durante el trote... Y, ustedes, żde
qué están impedidos?

- Tengo golpeadas las rodillas, mi sargento.

- Yo, heridos los tobillos... Me cuesta incluso caminar...

- Estoy muy resfriado, mi sargento. El sargento se detenía en cada caso obligando


a algunas flexiones.

- Bien. Sólo se les acepta disculpas a los que estén atendiéndose por practicante -
Ğtratamientosğ o interrogatorios-. Los demás, a la fila.

La columna partía subiendo una pequeña cuesta. Bordeaba el grifo, rodeaba la


maestranza y el barracón, bajaba al camino de los calvarios, pasaba frente al
polígono y volvía a la explanada. En cada vuelta dejaba algunos cuerpos
sudorosos, acezantes, con permiso para abandonarla. Un muchacho universitario,
alto, atlético, la encabezaba entonando cánticos que la columna repetía y que él
iba componiendo en tanto corría:

ĦQué bonita la mañana!


Para tomar aire y lavarse las cositas.
Pronto volveremos al querido hogar.
Y estaremos libres, contentos,
de estar con los viejos...
los amigos...
la noviecita...
Para trabajar y estudiar...
Después, se hacía gimnasia con ejercicios que el propio sargento indicaba con el
ejemplo:

- Uno, dos, tres-siete... Uno, dos, tres-ocho...

- A ver, a ver..., ese colorín y el Gitano, están pagando. Al término venía la


limpieza, el aseo personal en el grifo próximo, en un alto del terreno. El agua
brotaba en potente chorro de ese grifo de boca ancha. Caía a una larga canaleta
de latón en declive, agujereada a ambos lados para producir en su deslizar salidas
de líquido que podían ser utilizadas. El grifo y la canaleta eran insuficientes para
tantos presos. La canaleta volcaba el agua a cierta altura y podía ser aprovechada
como ducha por los más acalorados y atrevidos, aunque siempre venía muy
helada. Por lo común, los días eran nublados y con fuertes vientos que hacían
saltar el agua en todas direcciones. Quien no se cuidaba de este detalle,
regresaba convertido en una calamidad, mojado por dentro y por fuera. A pesar de
todo, el grifo era un agradable lugar matinal que aun con los guardias destacados
en varios puntos, permitía cambiar frases, bromas y hasta maldiciones.

La peor de las guardias, por su espíritu perverso y maquiavélico, era la llamada


Ğcretolğ. El término provenía de unas píldoras para la estitiquez cuya propaganda
decía: Ğuna laxante; dos purganteğ. Aquí, el sargento y el cabo, individuos
decididamente repelentes, se ganaban la comparación.

Eran un par de granujas que gozaban con hacer imposible esas cuatro horas que,
por desgracia, rotaban dentro de los días y las noches. De esta manera, si caían a
las ocho de la mañana, se metían en las labores de aseo haciéndolas repetir una y
otra vez, obligando a todos los presos a andar agachados en busca de Ğhasta la
última brizna de pelusağ. Las camas debían quedar con la manta tan tersa que
una moneda lanzada sobre su superficie, tenía que rebotar en ella. Pasaban
revista a la utilería del rancho haciendo relavar cada plato o tazón y refregarlo con
arenilla del suelo. Revisaban minuciosamente los paquetes y cajas por si había
algún tipo de armas. Si llegaban en la hora del rancho, por cualquier motivo se
terminaba la franquicia para conversar. Acostumbraban idear nuevas normas.
Cuando llegaba el par de ollas con las raciones de sopa o de fréjoles (o fideos,
arroz, lentejas, garbanzos, papas), sólo autorizaban a salir de la fila por grupos
para recoger el plato y la cuchara. Luego, también por filas, se debía marchar,
girar, marchar y girar otra vez a cortos pasos por el reducido lugar, hasta que la
fila, entrando por el lado del mesón, recibiera el cucharonazo de alimento.
Después, ordenadamente siempre, debía buscarse el sitio donde comer. Otras
veces se autorizaba la fila del rancho por edades, estatura o cualquier otro
requisito pueril. Mientras tanto, el hambre apremiaba y se enfriaba la comida.

Una tarde decidieron que un cuchillo se había extraviado. Era de esos que se
entregaban numerados, para pelar papas. Pronto hablaron de intento de
amotinamiento. żPor qué se escondía el cuchillo? żA qué oficial pensábamos
degollar? Los detenidos fuimos arrinconados contra las latas, tras las literas.
Mientras los guardias apuntaban sus metralletas con orden de disparar ante
cualquier movimiento sospechoso, ellos procedieron a dar vueltas las camas y
jergones, intrusear las cajas, revolverlo todo. El cuchillo no apareció. Posiblemente
se había ido en los cubos de la basura. En cambio, encontraron máquinas de
afeitar con la hoja puesta, que debían estar en el rincón de custodia, pedazos de
diario, un libro... żPor qué las hojas de afeitar no estaban en el lugar de
costumbre?

- El pedazo de diario, vino en un paquete, mi sargento. El sargento bufaba.

- żLo leyó? żLo hizo circular? żPor qué no lo entregó a la guardia?

Toda presunta falla se pagaba con variados castigos. No sólo con buchadas. Ellos
inauguraron los Ğgatitosğ.

Esto consistía en que el detenido, de pie, en posición de firme, debía llevarse las
manos a la altura de la cara y estirar y recoger horizontalmente los dedos, 200,
300, 500 veces, llevando la cuenta en alta voz. Establecieron flexiones sobre las
bancas puestas horizontalmente, con la exigencia de subir y bajar una y otra
pierna apoyando las puntas de los pies sobre las bancas, en movimientos
sucesivos, sin detención. Preferían practicar lo que resumía la expresión del cabo;
las Ğpatadas en la rajağ. En verdad, ellas llovían.

El sargento era moreno, alto, delgado y macizo, de gestos germanos. El cabo, de


baja estatura, flaco, estridente y fatuo, no dejaba de hablar y ordenaba más que
un general.

Después de prácticas interminables, de giros en que filtraban órdenes confusas o


rápidas para producir faltas, les agradaba mantener por horas la formación con
mandato estricto de no mover ni un solo músculo del cuerpo. Para cualquier
movimiento debía pedirse autorización.

El cabo se encaramaba al lugar más alto de una litera y comenzaba con sus
fanfarronerías:

- Porque yo no disculparé a nadie. Las patadas van. Y en la raja. El que se


equivoque, sin que yo lo llame, saldrá sólito a este lado, a cobrar. Si no lo hace,
pagará doble. Así soy yo. Muy severo. Más de alguno me conoce... Oye tú... Tu. El
quinto de la segunda fila... żCómo te fue en el tratamiento conmigo? No te dejé
parte buena, żverdad? Responde...

El aludido respondía.

- Sí, mi cabo, como usted lo dice. Así fue.

- żLo ven? Si no andan derechos conmigo, un paseo nocturno les hará entrar en
línea. A mí me gusta tratar como se merece a los marxistas. Gozaron en la Unidad
Popular, żno? Aquí: Ħa pagar, mierdas!

Alguien hablaba.
- Permiso, mi sargento, para levantar un brazo...

- żQué brazo?

- El derecho, mi sargento.

- żPara qué?

- Unos cabellos me han caído en la cara y me...

- żCabellos?

- Cerdas serán -corregía el cabo.

- Autorizado -decidía el sargento. A los pocos momentos:

- El que pidió permiso para levantar el brazo, venga aquí.

Cuando el detenido, en posición de firme frente a la formación, miraba


interrogante, el sargento inquiría:

- żNo sabe por qué debe pagar?

- No, mi sargento. Estaba sin moverme. El sargento se dirigía al cabo:

- Usted, cabo, żobservó la falta?

- Sí, mi sargento. Este hombre no pidió permiso para bajar la mano.

El sargento asentía.

- Cóbrale dos patadas... En la raja, claro.

EL HOMBRE CALAFATE *

Reconstrucción de un «tratamiento».

Hasta los oficiales, abrigados con gruesos capotes y botines recubiertos


interiormente con cuero de chiporro, sentían el intenso frío de esa helada noche
magallánica. Con las últimas nevadas moría septiembre, el mes de la patria, y esta
vez, para muchos, su agonía entre banderas, uniformes y voces de mando, era
una verdad tan dolorosa como incomprensible.

En un sector del regimiento de Marina había sido reforzada la iluminación. En


especial la parte del camino, unos cien metros, entre la oficina del polígono y el
galpón, en donde, cada día y en mayor número, se hacinaban clandestinamente
más de cincuenta presos políticos o «prisioneros de guerra». Extraña guerra en
que las Fuerzas Armadas se habían apoderado de la bandera, asaltado el poder y
declarado enemigos a la mayoría de los habitantes del país.

Desde el galpón, se sacó a empujones a un prisionero del miserable rincón donde


dormía su incomunicación. Muchos pares de oídos quedaron en suspenso,
pegados a la distancia, para oír o no querer oír la suerte del compañero. Las
metralletas impedían levantarse y correr a atisbar por los hoyos de las latas.

Próximos a la oficina del polígono, dos guardias se apostaron en los puntos


estratégicos para recibir al enemigo cuando «aterrizara», luego de que el sargento
lo enviara con un gran puñetazo.

Claramente se oían las voces desde el interior del polígono.

- Bueno concha'e tu madre. O decís ahora dónde escondiste las armas o llegai
hasta aquí no más.

- Pero, mi oficial, ya le he dicho que en la Universidad no teníamos armas.

- ¿Entonces, vai a seguir negando que eres comunista y que tenían un plan para
matar oficiales?

- Militaba en la Juventud como simpatizante. Nos reuníamos a conversar,


entretenernos y cantábamos en los desfiles.

- ¿Y el plan, hijo de puta? ¿Qué iban a hacer para las fiestas patrias y cómo nos
iban a matar? ¿Con los dientes?

- Nunca hablamos de matar a nadie, señor oficial. Un fuerte puñetazo bajo el


pecho lanzó por las tablas al estudiante.

- ¡Que no me golpeen!...

- Aquí vai a cantar todo, menos La Internacional. ¿Cuál era el plan?

- Organizábamos una fiesta deportiva, campestre...

- ¿Ah, sí? Otro con la «chiva» del asado para angelitos. ¡Seguro que ahí pensaban
comernos! Ya que no querís contar la firme, levántate desgraciado y sácate la
ropa. Ahora vai a saber lo que es bueno.

- Pero, mi oficial...

- ¡Obedece, mierda!
Furiosos puntapiés movieron al prisionero a cumplir la orden. Los golpes sobraban
pues la poca ropa que llevaba estaba cayendo con los tirones. Pronto quedó en
cueros. Era un muchacho de unos veinte años, de estatura mediana.

- ¡Párate en la puerta, maricón! ¡Ahí mismo, frente a nosotros!

Los guardias de afuera rectificaron posiciones.

- Espaldúo el niñito -comentó uno-. Poco culo, ¿ah?... Ni pa' una albóndiga. Le va
a faltar raja pa' recibir la pateadura.

La voz del capitán se escuchó suave.

- Conozco tu familia. No quisiera tratarte mal. Pero estoy aquí para sacar verdades
y me agrada castigar a los marxistas. Te doy una última oportunidad. Contesta:
¿Dónde están las armas que tenían en la Universidad y en la Juventud
Comunista?... Vas a ser fusilado si no hablas.

- Mi capitán. Usted sabe perfectamente que no había ningún arma. Nadie disparó
un tiro. El Plan Z lo hemos conocido aquí en el encierro por lo que ustedes nos
han dicho. ¡Déjeme volver al galpón! Se lo ruego... Por mis padres...

El capitán se hizo a un lado. El sargento, ya en posición, envió un derechazo a la


cara del detenido lanzándolo por sobre tres peldaños de madera. Cayó al lado
izquierdo. Uno de los soldados lo recibió entusiasta.

- Aquí, h'on, gane... Yo pego primero.

Se sumaba al otro, cuando del polígono salió un sargento, un cabo y varios


soldados. Algunos llevaban sogas.

- ¡Basta, jetones! -dijo el sargento-. No pegar a la cabeza. Lo van a cagar antes de


tiempo.

El montón de carne aullante se revolcaba sobre la escarcha. Pronto lo


engancharon de los brazos con las cuerdas y empezaron a arrastrarlo, cada vez
más rápido, por la depresión del camino ripiado. Las piedrecillas se le incrustaban
en la piel, rasgándola. Desesperadamente, moviéndose de un lado a otro, él no
hacía más que ofrecer nuevas zonas a la grava. Aún así, obtenía cierto alivio en el
saltar, voltearse y brincar.

Mientras la tropa gritaba maldiciones, algo vino a sumarse a la faena. Muchos


perros que con sus helados hocicos asaltaron al prisionero en un recodo del
camino, corrían a su lado soltando dentelladas en sus brazos y piernas Eran
perros entrenados para perseguir prisioneros y morderlos.

El sargento que corría con ellos se detuvo.


- ¡Ya! ¡Qué se pare el h'on! -gritó casi sin aliento Fue necesario levantarlo. Lo
sostuvieron recto entre dos soldados. A gritos espantaron los perros. La sangre se
deslizaba por el cuerpo del muchacho en hilillos que se reunían en la cintura, para
seguir después hasta los pies y la tierra fría. Ahora mostraba los ojos
desmesuradamente abiertos y un notorio temblor en las mandíbulas. A ratos
gritaba:

- ¡Mamita, me están matando!... El sargento se inclinó sobre él.

- A ver, el pisco. Dale un trago a este cabro'e mierda que se nos quiere quedar.

Lo observaba luego iracundo.

- Habla por la vieja entonces, concha'e tu madre. ¿Que sabís de las metralletas?

- Si yo nunca...

Empezaron a zurrarlo con las sogas y lo instaron a correr. Él lo hizo. No recordaba


las primeras instrucciones de los camaradas. Ellas indicaban que no había que
correr. Lo dejaron avanzar. La noche se pobló de voces que gritaban y azuzaban a
los perros. Junto al prisionero, los guardias el sargento mantenían su ritmo
golpeándolo con las soga y las culatas de sus armas. Se adentraron en el campo.
Otro soldados aguardaban ocultos en las sombras. Una bota se enredó en los pies
del muchacho y lo tumbó sobre un charco parcialmente helado.

- Fallé por poco, mi cabo -dijo una voz. Varios, a puntapiés y culatazos, lo
cargaron contra el hielo. Cuando la patina se quebró, quedó de espaldas semi-
sumergido en el agua, con los pequeños trozos de hielo flotando a su alrededor.
Temblaba. No obstante, dejaba de sentir las mil picaduras en la piel, en las carnes
heridas y su mente más bien adormecida se aquietaba de temores.

- Así que el breva no quiere cantar, ¿ah?... Traga agua, culiado...

Una bota aplastó la cara hundiéndola en el agua, mientras Otra buscaba golpear
desde el aire los testículos. Por algunos segundos, los estertores del hombre se
mezclaron al chivateo.

El sargento hizo un gesto.

- ¡Basta, retírenlo! Un soldado se volvió.

- Parece que se congeló el niñito, mi sargento.

- ¡Rápido, dalo vuelta y muévele los brazos! -dijo el sargento-. Trae el pisco, jeta.

Trabajaron seriamente, por un instante, hasta que el prisionero acusó movimiento


y respiración.
- Ya, que no se hiele de nuevo. A pararlo. ¡Sujétalo de ese lado, imbécil! -decía el
sargento. Y luego-: Bien, cabrito, ahora vuelves. Si no saltas morirás de frío.
Camina h'on.

El prisionero se incorporó. Se frotó el cuerpo magullado y trató de caminar. Tomó


un largo trago de la botella que los soldados le metían en la boca.

El sargento acercó su cara.

- ¿Qué me decís ahora, cabrito? ¡Habla o empezamos de nuevo!

Pero la respuesta no fue inteligible. El sargento retrocedió.

- No quiere hablar esta mierda. Es de los duros... ¡Ya, a colgarlo!

Nuevamente las sogas. Ahora se dirigieron a la empalizada próxima y lo izaron


sosteniéndolo de sus maderos. Quedó con las piernas recogidas y la cabeza caída
sobre un hombro. Para que no resbalara, apoyaron sus pies en una tabla. La
figura se recortó claramente contra el cielo iluminado por reflejos distantes.

El sargento lo contempló.

- Ven: se parece a Jesucristo este degenerado. Le falta la corona. Traigan ramas


de calafate -dijo.

Un soldado se adelantó.

- Aquí hay unas, mi sargento -dijo obsequioso-. Son las que guardamos para el
diputado. El sargento sonrió.

- ¡Qué bien! -señaló-. Pónganselas... Retrocedieron después.

- Ahora sí -dijo el sargento-. ¡Alumbren con las linternas! ¡Hasta se ve bonito el


h'on! Le falta sólo el trapito... parece que se durmió otra vez. Denle unos
cordelazos...

El herido levantó la cara lentamente. Los soldados rieron.

- Mira, se aviva el hijo de puta. ¿Estará resucitando? -dijo uno.

El cabo se acercó.

Ya. Habla o te fusilaremos. No querís, ¿ah?... Entonces despídete...


Canta Venceremos.

-¡Buena idea! -dijo el sargento-. Trae el termo y tomemos unos cafecitos con
«punta» pa'escuchar al h'on.
- Canta... Canta, mierda...

Desde el pasto, sentados en tablas, tomando sorbos de café, los guardias


arrojaron piedras al prisionero tratando de acertar a la luz de las linternas. Los
golpes resonaban en la empalizada.

Otras chocaban sordamente en las carnes del preso.

- ¡Canta, mierda!

Un hilo de voz surgió de la carne macerada.

- Ven... ce... re... mos. Ven... ce...remos... Desde atrás, desde las latas
agujereadas del galpón, más fuerte, más potente, se alzó el himno vibrante:

Desde el hondo crisol de la patria

se levanta el clamor popular...

Ya se anuncia la nueva alborada,

todo Chile comienza a cantar...

Eran los prisioneros del galpón que acompañaban en la distancia al atormentado.

El sargento se incorporó bruscamente. Los demás soldados lo imitaron.

- ¡Con que están valientes! -bramó. Percuto el arma

- ¡Atención! -gritó-. ¡Fuego!

Varias ráfagas de metralletas tronaron la oscuridad. Tiraban al aire, para


amedrentar. Hubo un largo silencio en el galpón.

Descolgaron enseguida al prisionero. Le hicieron beber más licor.

- Esto es sólo el aperitivo, h'on... Tienes que resucitar... Lo fueron arrastrando


pesadamente hacia la zanja de la larga.

Un soldado cogió un palo y lo hundió en los excrementos. Acercó después el palo


a la boca del prisionero.

- Cantaste muy mal, Sandro. Come mierda para que se te mejore la voz y dejes de
tiritar.

Le untaron los labios varias veces mientras un soldado trataba de abrirle las
quijadas. El sargento aprovechó la postura para dar su golpe. Afirmó la punta de la
bota en el nacimiento del muslo y con el taco, fuertemente, le golpeó los genitales.
Un alarido horroroso taladró la noche. El prisionero saltó y quedó sentado.

- Ni que le hubiera puesto ají en el culo... -dijo el sargento-. Levántenlo ahora.

Los soldados movieron los cordeles. El prisionero cayó de bruces. Lo arrastraron


de nuevo. Esta vez hacia las matas de calafates. Allí lo alzaron y lo arrojaron en el
mismo centro de los arbustos. El hombre gritó. Miles de espinas se clavaron en su
carne. Se agitaba tratando de librarse, pero caía otra vez, sumiéndose en las
espinas. Los soldados reían.

Cuando lo sacaron, ya ni tenía piel. Era una sola masa de sangre. Los perros se
aproximaron y empezaron a lamerlo. Las espinas, clavadas todavía, los hicieron
desistir. Por mucho tiempo ese cuerpo conservaría cientos de ellas y marcas que
los meses harían definitivas.

Así nació, esa noche, en la ciudad más austral del mundo, en Punta Arenas, un
nuevo espécimen de la época del terror: El Hombre Calafate.

Al día siguiente, cuando los presos formaron fila en la mañana para cantar el
himno patrio frente al pabellón nacional, inexplicablemente, la bandera no
flameaba con la fuerte brisa. Recogida en el mástil parecía acongojada, como si
dudara entre agitarse o deslizarse sola en posición de duelo.

Ese día hubo un fuerte viento en la zona. Llovió también. El agua se deslizó
intermitente por las latas del galpón en el regimiento de marinos.

Notas:

* El calafate es un arbusto espinoso de la zona más austral de Chile que da un fruto semejante a la
mora. Las leyendas magallánicas afirman que quien come calafate no dejará el lugar y si lo hace
«ha de volver»

DOCTOR DE CAMBIOS

Los ánimos continuaron deprimiéndose esa tarde fría y gris. Podía medirse la
agitación por el constante caminar y la gran cantidad de colillas diseminadas en el
suelo.

Se contaban ya doce «enfermos» como consecuencia de interrogatorios y


tratamientos, y de un intento de suicidio. Había, además, compañeros que no
regresaban y cuyo destino ignorábamos. Los guardias venían por sus cosas
diciendo que el ausente había quedado en libertad para luego rectificar que «se
había producido traslado a la Isla».
En la misma mañana, a la hora crítica, volvieron los «malos». El suspenso alcanzó
clímax cuando el sargento, con toda parsimonia, desdobló un papel y cantó los
nombres. Por entonces, los «alertas», en fugaces miradas por los agujeros de las
latas, habían advertido la llegada al polígono de los siniestros vehículos: un
camión y un jeep del ejército. Venían por su carga, la cuota de material «para
trabajar por Chile», como era el decir.

Los nombrados, esta vez cinco, se movieron inquietos, miraron a uno y otro lado y
se adelantaron hacia la alambrada. Allí se les cubrió el rostro con unos trapos
rojos y fueron llevados del brazo por los guardias. Se perdieron al cruzar el
portalón.

- ¡Animo! -dijo alguien.

Iban al llamado «palacio de las sonrisas», el edificio de Inteligencia en la ciudad.


En ese sitio se efectuaban los interrogatorios. Nunca Punta Arenas llegará a tener
otro baluarte más tenebroso.

El «palacio de las sonrisas» era el centro de las torturas. En sus sórdidos rincones
se configuraban los cargos para juicio.

A media tarde, todavía los ausentes no volvían. La intranquilidad cundió. Varios


nos concentramos en la faena de pelar papas. Diariamente había que pelar unos
cuantos sacos. En el pequeño grupo, alrededor de ellos, se podían cambiar frases
a media voz.

- ¡Que vuelvan! ¡Como sea! -dijo un compañero.

- Esto es insoportable -se quejó otro-. Me siento enfermo.

El camarada doctor intervino.

- Hasta cierto punto -dijo-, es mejor pasar pronto por el interrogatorio. Si no hay
cargos, darán la libertad... Paciencia, compañero.

- Eso no es cierto. Yo fui hace quince días -dijo un joven estudiante, alto, de
estampa deportiva-, y todavía estoy aquí. Cuando recuperé el conocimiento me
dijeron que pronto estaría libre.

- ¿No le has pedido al capitán que vea el expediente? -preguntó alguien.

El joven hizo una mueca.

- ¿Sabes lo que contestó? Que podía sentirme libre por» poco tiempo, de no
recibir más golpes. Que, a su criterio, soy uno de los tozudos y que no quiero
cerrar el círculo...

- ¿Qué sospechan de ti?


- No sospechan, acusan. Dicen que cuando íbamos a los asados en la playa,
cerca de Tres Puentes, recibíamos instrucción militar para atacar cuarteles.
Quieren los nombres, saber quién era el instructor, para qué aprendía judo,
etcétera. Ni inventando lo podría...

- ¿Y duele la aplicación de corriente? El joven se inclinó sobre los sacos.

- ¿Cómo explicarles? Duele, según el punto que les toquen. Pero después, se
produce oscuridad, inconsciencia... Más terrible que la corriente son las
pateaduras. Vendado como uno está, nunca se sabe dónde caerá el otro golpe...
Y hay algo más... -vaciló.

- ¿Qué?

- Invitan a civiles a vengarse.

- ¿Cómo lo supiste?

- Oí cuando le decían a alguien que estaba allí: «Aquí te trajimos a tu amigo.


¿Tienes algo que cobrarle?» Y sentí cuando el invitado se acercó y me dio el
primer puntapié entre las piernas...

- ¡Los de Patria y Libertad! (1)

- Sí, ésos. Y también los «demos»... Ésos que esperan volver.

El doctor meneó la cabeza.

- Esto no ayuda. Hay que hacerse a la idea... Más tarde, la inquietud de los
detenidos cesó. Regresaban los ausentes. Sin embargo, sólo venían tres. Uno
podía caminar sin ayuda. Los otros dos estaban en estado lamentable. Cerca de la
medianoche llegaron los que faltaban. Parecían borrachos.

- Éstos deben haber ido donde la Eme-Te (2) -dijo el sargento de turno,
festivamente.

Sin que ello estuviera establecido y sin que mediara ninguna orden, después que
se iba el practicante, los más viejos podíamos acercarnos a los «enfermos».
Primero iba el camarada médico, traumatólogo, que conservaba una caja con
remedios y algunos implementos para primeros auxilios. Se asesoraba por otro
camarada que se especializó en preparar vendas. Con un compañero cuidábamos
de la persona del detenido, lo alimentábamos y lo asistíamos. Así aprendimos que
los tratados con corriente eléctrica rechazaban el agua en las primeras horas y los
drogados o anestesiados pasaban por períodos de vómitos y depresión.

De los últimos que llegaron, uno fue emborrachado con licor después de la
golpiza, como una tentativa para hacerle confesar ciertos cargos. El otro, un
argentino descendiente de alemán, fue inyectado con droga «de verdad». Lo trató
el propio jefe de Inteligencia, un médico, que le hizo beber primero un líquido de
sabor desagradable, advirtiéndole que iba a dormir. Luego, entre sueño, había
sentido los pinchados y quedado seminconsciente. Recordaba vagamente la cara
del médico, próxima a la cabecera del diván, y su diálogo con él... El argentino era
un hombre que no tenía ideas políticas. Había venido a la zona a buscar a su
mujer e hijo recién nacido. Años antes trabajó en Magallanes donde casó con una
niña residente. Ella, como lugareña, había vuelto de Buenos Aires a tener su hijo
dentro de la jurisdicción chilena. Días después del golpe, él fue atrapado con el
presunto cargo de ser un extremista que traía instrucciones para la resistencia. Lo
curioso en este caso es que ni el cónsul de Argentina ni el de Alemania,
atendieron los requerimientos del detenido, que quedó abandonado a su suerte.

Al día siguiente hubo sorpresas. Quizás por el número de «enfermos» o por el


hecho de que en la Isla anduviera una comisión de la Cruz Roja Internacional, se
alertó al Comando Naval. En los momentos que escuchábamos otro discurso
sicológico del capitán, se hicieron presentes en el galpón tres altos jefes de la
Marina. Uno era médico. Nunca pensamos que su venida intempestiva iba a tener
repercusiones favorables. El médico nos informó que su visita obedecía al interés
de informarse tanto de la situación en que estábamos como del alto porcentaje de
gente en cama. Aquí presenciamos asombrados la primera fisura.
Ostensiblemente el capitán se puso nervioso. Una pregunta nos corroía: ¿Sería
que Inteligencia trabajaba en forma independiente y que los oficiales superiores
desconocían los procedimientos en uso? ¿O sería todo una farsa?

De algo estábamos seguros: el capitán no sabía de esta visita. De lo contrario


habría estado esperándola en la oficina del polígono.

Ahora lo vimos perder su seguridad habitual. Nerviosamente explicaba que la


mayoría guardaba cama por resfríos o lesiones producidas en la gimnasia y el
fútbol.

El médico miró hacia nosotros. Caminó luego con el capitán por entre las literas,
preguntando:

- ¿Y éste?

- Se torció un tobillo corriendo -decía el capitán.

- ¿Y aquél?

- Tiene gripe.

- ¿Ésos?

- Ésos sufrieron luxaciones...

Entretanto, sospechando una trampa, nadie pedía hablar. El médico volvió y nos
reiteró su interés por la salud de los presos. Ofreció la palabra.
Hubo una pausa hasta que una mano se levantó. El detenido pasó adelante. No
era compañero ni camarada. Era un periodista, industrial y comerciante respetable
de la región. Tenía gran ascendiente entre los presos porque había demostrado
caballerosidad, entereza y camaradería. Era uno de esos hombres que no
esquivaban las situaciones duras y se había sumado a todas las labores
animosamente. Así, se lo veía en el aseo, en el reparto del rancho o en los
equipos para sacar las aguas sucias, recogiendo colillas o lavando sus calcetines
en la batea. Sujeto tranquilo; cuando se permitió más contacto con el exterior y se
autorizó la entrada de algunos efectos personales, acostumbraba a preparar su
mesa sobre su cama en litera alta, colocando un pequeño mantel, servilletas, dos
frasquitos a cada lado y una panera. En el fierro de los pies colgaba la bolsita con
adornos bordados en que guardaba la servilleta. A esa mesa llevaba el plato con
la ración que se servía, de pie, con el abrigo puesto. En las noches, después de
las carreras para acostarse en tiempo controlado, pedía autorización y se
levantaba para ponerse pijama aunque le significara despertar temprano para
sacárselo y estar preparado en el zafarrancho de la diana. Su colchón inflado tenía
almohada y buenas sábanas. El hombre luchaba por conservar, al nivel de la
segunda litera, un pedazo de su propio hogar, de su propia cama. Como
comerciante e industrial progresista no había estado contra el Gobierno ni nunca
acató los paros de cierres. Desde su diario había combatido contra la oposición y
los especuladores. Esto le costó la detención en la capital, donde se encontraba
en los días del golpe. Un diputado democristiano de la región, que andaba
«cazando» magallánicos en el centro de Santiago lo hizo detener por los oficiales
que lo escoltaban. Antes de ser trasladado a este regimiento había estado en el
Estadio Nacional. Era un hombre maduro, aunque no cincuentón, y se le
imputaban graves cargos.

Esto no impidió que ese día hablara por todos.

- ¿Qué tiene usted que decir? -preguntó el médico.

- Señor oficial -dijo él, planteando sólo su caso como era obligación-, sufro de la
columna vertebral y no he podido hacer traer una especie de corset que uso
habitualmente... Sin embargo, me preocupan más las consecuencias del
interrogatorio a que voy a llegar en cualquier momento. Sé que no podré soportar,
sin lesionarme gravemente, los golpes y aplicaciones eléctricas ni tampoco el
tratamiento que se acostumbra y cuyos resultados están en esas literas...

Preferiría el traslado a la cárcel pública donde el preso puede hablar, leer, recibir
visitas, hacer deporte.

Mientras el detenido exponía, el medico se volvió a mirar al capitán. De pronto,


con largos trancos, se acercó a varias literas y levantó las mantas. Llamó al
capitán. No oímos lo que le dijo. Después, se fue seguido de él, sin volverse hacia
nosotros.

Dos días más tarde la situación cambió un poco. Por orden superior se autorizó
conversar. Se dejarían entrar algunos libros, revistas y también diarios. Podrían
programarse deportes para los domingos y en la semana, con el control de las
guardias, se autorizaban charlas culturales y shows. artísticos para bajar la
tensión. El Comando permitiría, en determinados casos, visitas breves, de cinco
minutos.

Fue un respiro que no duraría mucho tiempo.

Notas:

1. organización de extrema derecha que preparó una fuerza para-militar en el periodo de Allende,
reclutando sus militantes en la juventud de la alta burguesía y entre el lumpen.

2. Prostíbulo conocido con el nombre de María Teresa.

MENOS UNO, MÁS UNO

Un sueño extraño me despertó sobresaltado. En él, era tarde ya, de noche. Había
ido a visitar a mi hermano mayor que vivía en una casa con jardines y altos
árboles. No me alarmó encontrar varias personas deambulando por los caminillos.
Imaginé que tendría alguna fiesta o reunión con sus amigos. Toqué el timbre y un
desconocido con el sombrero puesto me abrió. Detrás apareció el. Sonreía. «Es
mi hermano», le explicó al desconocido. «Pasa», me dijo tomándome del brazo.
«Es un allanamiento, debes irte pronto», cuchicheó. Luego, alzando la voz dijo:
«Estábamos comiendo con el doctor Chávez. Tú lo conoces». Me lo presentó de
nuevo. Sí. Yo recordaba a este señor Chávez, un viejo amigo de otros tiempos.
Estaba como entonces. Miré el comedor. Los de casa permanecían junto a la
pared. Varios otros, extraños e igualmente con sus sombreros puestos, revolvían
cajones y arrojaban cosas al piso. Mi hermano me hizo un gesto y volví al jardín.
Indeciso, espere unos minutos. De pronto la puerta se abrió violentamente. El
doctor Chávez era sacado a puñetazos. Cayó cerca de mí. Algunos de los
hombres lo alcanzaron y continuaron golpeándolo en el suelo. Los gritos de
Chávez sonaban espantosos. Se ovilló juntando casi la cabeza con las piernas.
Rodaba de un lado a otro impulsado por fuertes puntapiés. En un instante rodó
hacia la puerta. Allá, otro hombre lo esperaba con un saco de lona abierto. Entró
limpiamente. Alcance a ver parte de su cara, sus bigotes anchos, recortados y una
de sus manos crispadas. El hombre, diestramente, cargó el bulto y lo metió en la
cajuela de un automóvil. Los ahogados gritos se apagaron del todo. Quede
paralizado. Sentí el sudor frío correrme por la espalda. Un hombre alto, con
bufanda al cuello, se aproximó. Sin mirarme, caminó dando vuelta y se detuvo
detrás de mí. Sentí cómo su mano me tiraba del cuello de la camisa y sus ojos
como dos cañones de metralleta se aplastaban contra mi nuca.

Entonces desperté.
Debía este sueño a un cabo dicharachero, algo bebido, que había tenido un
desagradable gesto de atención hacia mí antes de dormirme.

- Abuelo -me dijo-, aquí es donde está mejor. No se apure en salir.

- ¿Por qué? -le pregunté-. ¿Tan mala está la situación afuera?

- Sí, está mala para los que salen. Son muy bien vigilados. Cualquier falla los hará
volver. Es mejor que esto no le suceda...

- ¿Tan grave es? -le insistí intranquilo...

Sacó el yatagán y me mostró el filo. Con la uña del dedo pulgar raspó materias
resecas.

- Es sangre -me dijo-. Los desgraciados ocuparon mi cinturón anoche y ni siquiera


lo han lavado, ¿ve? Se usó contra dos que volvieron. Les sacan las uñas. Aún no
hay autorización para hacerlo, pero un accidente lo puede sufrir cualquiera... Se
hace así. Páseme la mano... No tenga desconfianza. Es para enseñarle, no más.

Me tomó un dedo y aproximó la punta del cuchillo.

- Se empuja un poco hacia adelante y se da un tirón hacia arriba. La uña queda


afuera suelta, con carne incluso... Si el h'on no confiesa que fue un accidente, le
quedan todavía muchas uñas...

Sonreía. Algo me hizo comprender que él mismo no era ajeno a todo uso.

- Esta noche hay trabajo extra -me confidenció-. Traen a varios del regimiento
Pudeto. Viene el «compañero» diputado...

Como volviera la cabeza a las mantas, se fue. Antes de alejarse, dijo:

- Duerma tranquilo, abuelo...

Me quedé despierto. Con las cobijas me cubría casi totalmente la cabeza para
librarme del frío y de la luz del foco que iluminaba parte de mi cama. Una orden a
media voz a mis espaldas me puso en tensión. Debía ser en la segunda fila, hacia
el rincón, donde estaba el «chute» o tacho para los orines,

- ¡Ya h'on, arriba! Vamos a la guardia... Sin vestirte, mierda. Así como estás... Sólo
con zapatos y abrigo... ¡Ya, andando!

- Pero mi oficial... ¿Qué he hecho yo?

- A callar. h'on. Vas a tener harto tiempo para hablar... No podía ni debía darme
vuelta para mirar a quién llevaban. Era, en todo caso, mala señal. Sólo podía
significar una cosa: tratamiento.
Recordé al cabo.

La noche, como tantas otras, se pintaba tenebrosa. Vi moverse unos bultos con
gorras, tres literas más allá, en la de un compañero profesor universitario. Con la
manta, en parte levantada, tuve alguna visibilidad. Despacio, con cautela, subí la
mano y busqué los lentes bajo el abrigo doblado que me servía de almohada. Me
los puse. Algo extraño estaba sucediendo.

El profesor permanecía en su cama, recostado cómodamente sobre las ropas de


la cabecera, y platicaba en voz baja con los guardias. Éstos estaban sentados a
los pies. No se oían las voces pero los gestos eran muy elocuentes. Los tres
parecían escuchar atentamente. El sargento miró el reloj y le hizo un ademán con
la mano al compañero como indicándole que esperara. Pasaron un par de
minutos. Entonces, se oyó el primer grito. Venía del lado del polígono. El ladrido
de perros se hizo ahora audible. Imaginé la escena: el prisionero corría y los
pequeños perros le mordisqueaban los tobillos. Sin embargo, era la cara de esos
tres espectadores mentales lo que me impresionaba ahora. En especial la del
compañero.

Los tres hombres seguían sonrientes y anhelantes. Mientras los alaridos se


sucedieron a intervalos, ellos hacían mímica de lo que estaba ocurriendo. Como
en una pesadilla, el compañero y los dos guardias iban con el torturado en pausas
de silencios, de risas y de expresiones acordes. El sargento insinuaba golpes de la
metralleta hacia el suelo, abarrándola con ambas manos y el cabo, ya de pie,
hacía ademán de pegarse en las costillas y en la cara. Después, el sargento
levantaba la bota y señalaba la entrepierna, sugiriendo un gran golpe en los
testículos. Entretanto, el compañero golpeaba un puño contra la palma de la otra
mano, se sostenía el estómago conteniendo la risa. Los tres gozaban con la
desgracia del condenado. En un momento, uno de los guardias se quitó el cigarro
de la boca y acercó la punta encendida al hombro del compañero profesor. Quería
señalar el rumbo que llevaba ahora la tortura. Se rieron más.

Era muy extraño ver a ese compañero participar de la euforia de los guardias.
Especialmente porque creía conocerlo bastante. El profesor era un hombre
casado, tenía dos hijos y una compañera que también era militante. Afuera,
alternaba sus clases en la Universidad con actividades culturales que dirigía
dentro del Partido. Aún no tenía treinta años. Era alto, de buena contextura,
delgado. Como había estado sirviendo en la Aviación después de cumplir el
servicio militar, ya preso, siempre era llamado cuando se practicaban giros.
Incluso, el sargento le prestaba una gorra y él encabezaba la fila. Al oír el «¡Vista a
la de-re...!», él se mantenía estático, serio, mirando fijamente a la izquierda para
controlar la formación. La guardia calificaba de excelente su ejercicio. Buen
deportista, se lucía en el fútbol. A pesar de ser alegre, no aceptaba bromas. Solía
reaccionar violentamente y era rencoroso. Recuerdo que a un compañero que
tuvo la mala idea de cruzarse en su carrera y quitarle la pelota, lo persiguió furioso
con ánimo de pegarle. Muchos le hacían bromas caracterizándolo como alérgico al
agua. Lo caricaturizaban y lo apodaban el «antilíquido». Algunas guardias se
ensañaban enviándolo al grifo a lavarse partes del cuerpo o ducharse. Entonces,
regresaba maldiciendo y quedaba enfurruñado por horas con un humor negro
contra todos. Le agradaba hablar conmigo. Se sinceraba. Por eso, conocí
aspectos de su vida. Siempre lo vi como un compañero serio, responsable y leal
con sus principios, que sufría al igual que todos esta mala hora. Habíamos
hablado mucho. Una vez me dijo: «Es que, abuelo, no puedo soportar que se rían
de mí y me dejen en ridículo. Usted ha visto cómo me molestan porque en la
mañana me lavo la cara con el abrigo puesto. Pero es que el viento helado y esa
agua no la resisto a esas horas. Me da una furia tan intensa, que mataría a un par
de imbéciles de estos que me joden.» Por primera vez vi en él mucho odio. Le
pregunté:

- ¿Y contra los guardias, compañero? ¿Ésos que le torturaron en Dawson y que lo


mantuvieron desnudo y amarrado en una silla bajo la nevazón? ¿O esos otros que
lo hicieron caminar con los ojos vendados por los bordes de la compuerta de la
barcaza, justo sobre las aguas del mar? ¿Qué siente respecto a ellos? Su
respuesta, pasados unos instantes, me dejó entonces pensativo: «A esos malditos
los habría ahogado con mis manos... Pero, ¿sabe? Después lo pensé bien. Hasta
he llegado a disculparlos. Ellos no sabían cómo éramos nosotros. Estaban
drogados, envenenados por el adiestramiento. Y la verdad es que también hay
carajetes a este lado, ¿no es cierto?»

Me dormí sin olvidar su rostro sonriente. A la tarde siguiente me acerque a él y le


dije que lo había visto. Él hizo una mueca rencorosa.

- Es que ese concha de su madre -me contestó- bastante me ha molestado.


Siempre se atraviesa en todo lo que hago. Se lo merecía.

Después me preguntó, abruptamente:

- ¿Qué diría usted, abuelo, si mañana me ve vistiendo el uniforme de la Aviación?


Me han dicho que quizás pueda volver al grupo... Sería una forma de salir de este
infierno, ¿no cree?

- Menos uno y más uno -le contesté.

- Ya, abuelo -dijo él-. No bromee. Me interesa su opinión.

- Menos un compañero... Más un torturador -le dije, sintiéndome repentinamente


triste-. Menos uno, más uno. Me alejé después. No volví a conversar con él.

EL AULLIDO VOLADOR
(Recuerdo)

Hablo de lo que existe... ĄDios me libre de inventar cosas!


Neruda

Los primeros días fueron terribles, camarada. żSabe usted que este galpón
comenzó a recibir presos desde la misma mañana del día once? Eran arrojados
aquí, con las manos amarradas a la espalda, con alambre. Imagínese, el tanque,
adentro, casi cubriendo todo el frente como usted lo vio, repleto de guardias, y el
resto un peladero frío y malsano. Había dirigentes, altos funcionarios, profesores,
obreros. Después se llenó de jóvenes estudiantes y más trabajadores.

El Jefe de la CORFO fue el primero. Usted lo conoce. Hijo de extranjeros


radicados por más de cincuenta años en la zona, respetado por todos, un hombre
correcto y formal. Esa mañana, como todos los días, pasó a dejar a su padre en la
imprenta, frente a la Jefatura Naval. Ahí mismo lo tomaron. Lo trataron como a una
bestia.

Luego llegó el camarada secretario del Partido, detenido esa misma mañana, en
su Servicio. Estaba entre el público del Seguro Social. Amarrado con alambre, fue
traído aquí a empujones y culatazos.

ĄEl trato en los primeros días! Estuvimos poco en el galpón. En grupos con otros
presos que estaban en los regimientos del ejercito y la Aviación, pronto fuimos a
parar a las barcazas. Pensábamos en los fondeos. Que nos largarían al mar en
medio del Estrecho. Pero no fue así. Ellos llevaban todo un programa de
entretenimiento o, más bien, de ensayo de los primeros procedimientos de torturas
y vejaciones. Nos hacían encaramar en las barandas de la embarcación y,
siempre con los ojos vendados, nos tiraban ráfagas de metralleta a poca altura de
nuestras cabezas. A otros presos se los introducía en los tambores con agua que
cargaban en cubierta. En ellos debían permanecer encogidos, sometidos a
humillaciones y violentas inmersiones. Algunos eran colgados y dejados caer
desde lo alto. Peor que Cambiaso, (1) camarada, con sus fechorías de hace más
de medio siglo. Ni los piratas mancharon tanto de sangre estas aguas. Al igual que
ellos, los militares han matado y robado sin medida.

Y allá en la Isla Dawson, donde nos llevaron. ĄQué días y noches tan siniestros!
ĄCómo se hacían anunciar los pandilleros! El frío y el hambre nos consumía. Las
guardias eran despiadadas. Para los días de fiestas patrias vinieron en grupos,
con civiles. De lejos alardeaban disparando sus metralletas y lanzando pedradas a
las latas de la construcción.

Le cuento solamente lo que yo vi, lo que a mí me sucedió. Estábamos aplastados,


metidos en nuestras literas, cubiertos con una sola manta. Los sentimos venir
gritando desde los vehículos.

- ĄA ellos! ĄA los marxistas! ĄQue no quede uno vivo! Irrumpieron como locos,
disparando a diestra y siniestra.

Dos llegaron hasta mi litera y me doblaron los brazos bajo los fierros. Entre
culatazos me empujaron sobre la cabecera. Otro me agarró del cabello
echándome la cabeza hacia abajo. Me golpearon la cara.

- Tu eres el profesor universitario, żah?... żEnseñabas sociología concha'e tu


madre? Ahora vai a aprender otras cosas.
- ĄQue baje ese perro! Le llegó la hora. Varios habían sido llevados afuera. A
intervalos se oían las descargas.

Lo confieso, camarada, que me sentía como un trapo, como una miserable rata
acorralada.

Fui arrastrado afuera, desnudo. Sentí cómo la nieve me quemaba el cuerpo. Me


amarraron con un cordel.

- ĄAl canal! -gritaban-. ĄAl canal!

Pronto me sentí caer. La superficie escarchada se rompió de inmediato v la


zambullida me cubrió entero. No era profundo, sin embargo. Muchas veces me
sumergieron alumbrándome con linternas. Me arrastraron luego hasta la entrada
del campamento. Ahí tenían ahora una silla ya blanca por la nieve que caía. A
culatazos me hicieron sentar en ella y con el mismo cordel me amarraron a su
espaldar. Me vendaron los ojos. Mi cuerpo saltaba en convulsiones por el frío.

- żSabís h'on, cómo puede saltar una silla de cuatro patas? Reza, desgraciado,
son tus últimos momentos. Alguien fue llevado junto a mí.

- Primero al del lado -ordenó la voz-. ĄAhora! ĄA... tención! ĄApunten! ĄFuegoo...!

Sentí el peso del cuerpo caer sobre mí, lo que me lanzó a la nieve. A pesar del
entumecimiento mis sentidos estaban alertas y percibí el grueso capote militar. Era
otra farsa más, otro simulacro de fusilamiento. Pese a la comprobación, igual me
desmayé. Cuando recuperé la conciencia estaba en mi litera y un compañero me
cubría con una manta.

No todos eran simulacros. Se sabía de muertes violentas, de compañeros


desaparecidos.

Noches después salimos de Dawson. Íbamos en una barcaza. E! mar estaba


tranquilo. A medio camino la barcaza se detuvo en el Estrecho. Se encendieron
varios reflectores. En ese momento, el planchón de desembarco descendió
lentamente sobre las aguas. Era un rectángulo de aproximadamente tres metros
de largo, hecho de gruesas vigas y rodeado por bordes metálicos.

- A ver, el profesor universitario -ordenó el capitán-. Aquí..., que venga...

Fui llevado a la orilla del planchón. Me soltaron las manos y me vendaron los ojos.

- Vas a dar un paseo por este borde -dijo el capitán-. Lo viste bien, żverdad?...
Ésta va a ser tu última prueba. De ti depende que sigas vivo... Si te caes al agua,
mala suerte...

Se adelantó después.
- Tendrás que dar la vuelta por toda la orilla del planchón. Sólo por la orilla.
Únicamente podrás afirmarte con las manos cuando pierdas pie. Irás por la orilla
del costado derecho, llegarás a la punta y te orientarás para girar y alcanzar el otro
extremo. Deberás volver por la izquierda... żFácil, no? Vigilaremos a la luz de los
reflectores. Si haces cualquier trampa o te devuelves, estaremos listos para
recordarte nuestra presencia. Esto querría decir que pensamos que has
pretendido huir. Ley de la fuga, żentiendes?

Trague saliva. Comprendí que no tenía ninguna salida.

- Mi capitán -dije después-, żpuedo sacarme los zapatos?

Un oficial se opuso. El capitán, sin embargo, aceptó.

- ĄJa!, peor si se te hielan las patas -contestó. Minutos más tarde dio la orden de
iniciar la prueba.

Me apretaron la venda.

Respiré profundo y ahogando temores, empecé. Avancé despacio. En el ángulo


del rincón oí golpear el agua. Adelanté un pie para ubicarme. La cubierta estaba
hinchada y con algo pegajoso, como brea. En la desesperación esto me dio un
poco de confianza. Di los primeros pasos cautelosamente. Atrás oía las voces que
hacían apuestas.

La plancha o compuerta se movía suave, con cierto vaivén que traté de acomodar
a mis movimientos. Con el pie derecho tanteaba la orilla y, una vez seguro, daba
el paso con el izquierdo. Había caminado un par de metros cuando tuve que
agacharme y buscar firmeza con las manos en la húmeda superficie. Algo había
pasado sobre mi cabeza, un poco más arriba, y caía al mar cerca del extremo del
planchón. El chapoteo en el agua lo hizo vibrar. Yo sentí la sacudida. Sentí
también un ruido extraño: algo terrible que acuchillaba la noche y mis oídos. Era
una especie de alarido feroz que venía de lo alto y se precipitaba al mar, al mismo
compás que ese vuelo sobre mi cabeza.

Puse toda la atención que me fue posible y continué semiagachado


desplazándome por el borde. Por segunda vez noté ese algo que zumbaba
encima de mi cuerpo y el alarido. Ráfagas de metralleta lo acompañaban. Me dejé
caer con más cautela sobre las manos. Me di cuenta de que estaba terminando
ese lateral. Aunque mínimamente levantado el planchón, los golpes de agua se
anunciaron al extremo. El aullido me aviso también. No me atrevía a incorporarme
de nuevo. Afirmándome en los bordes di la vuelta. Por un altoparlante, me llegó la
gruesa voz, advirtiendo:

- ĄLevántate, cabrón!

Seguí marchando por el contrafuerte, inclinado, con las manos prontas a dejarlas
caer, siempre tanteando la orilla con un pie, afirmándolo luego para dar el paso
siguiente. El tiempo se había detenido en mi cerebro. No podía calcular ni llevar
cuenta alguna. żCuántos pasos faltarían para la otra punta? La compuerta se
mecía ahora un tanto más.

El aullido volador me ayudó de nuevo. Venía anunciándose de lejos. Puse las


manos en el suelo y gateé, agarrando con la derecha el borde. Así pude avanzar
bastante. Toque el otro ángulo. Justo antes de hundirse el aullido de nuevo, una
ráfaga de metralleta pasó por sobre mi cabeza. Me incorporé a medias. Di la
vuelta y tomé el último borde.

Te estamos observando, h'on. Ultimo aviso...

Sí. Yo había creído que no me miraban. Me enderecé y, a conciencia, tomé el


último tramo, sin dejar de sentir el aullido. Siempre surgía de la distancia, se
acercaba a mí y se desplomaba sobre el mar. Llegué al fin.

Mucho después supe lo que era el aullido. Era el grito desesperado del secretario
del Partido. Lo habían amarrado a una especie de grúa y con ella lo lanzaban al
aire, arrojándolo en picada a las aguas del Estrecho, repitiendo el juego muchas
veces. Ellos llamaban al tratamiento Ťel vuelo de la gaviotať.

Para mí fue sólo un aullido que volaba mientras me equilibraba en el borde del
planchón de la barcaza, esa noche de septiembre.

Notas:

1. Sanguinario militar español que en 1851 asoló la región de Punta Arenas.

DISTENSIÓN

Hubo cambios.

Aunque exteriormente no se vio alteración en los controles y prácticas militares, se


observaron mejoras. Las metralletas que siguieron apuntándonos noche y día,
parecieron menos terribles. Las voces de mando tenían otro tono y el turno de los
guardias fue variando ostensiblemente. Para ellos también disminuía la tensión, y
el tedio de los turnos tomó otro cariz. Se estaban construyendo puentes de
comprensión. Algunas noches todavía se oían correrías y gritos, pero raramente
uno de los nuestros era sacado del galpón.

Con los diarios, nos llegaron noticias de hechos importantes. En distintos puntos
del país se habían iniciado los consejos de guerra. Para esto, el mapa se había
dividido en zonas donde cada jefe de Plaza desempeñaba funciones de
intendente. Éste era jefe de Seguridad con control directo de Inteligencia. El cargo
le correspondía siempre al ejército por ser el cuerpo más antiguo. En su respectiva
jurisdicción, estos jefes eran los amos y señores, tenían derecho a vida y muerte,
particularmente sobre los presos políticos. De su ferocidad dependía la
tranquilidad de las gentes y su sobrevivencia. La Junta insistía en que respetaba
las personas y sus ideas, los derechos humanos y la falsedad de la existencia de
centros clandestinos de detenciones. En Magallanes, oficialmente sólo existía la
Isla Dawson para prisioneros de guerra.

Recién empezábamos a comprender la dimensión de los hechos acaecidos y sus


consecuencias. Había mucha mentira y cinismo en estas informaciones. Se
perfeccionaba un Servicio de Inteligencia con máximo poder a cargo del ejército.
Los consejos de guerra pasaban a ser una de sus expresiones públicas.
Conocimos entonces el Plan Z. Más que un plan revolucionario parecía un
ordenado código de faltas para uso de los torturadores. Todo estaba considerado:
desde la simple agitación y propaganda, hasta el hombre armado o instruido
militarmente y su plan subversivo, los ataques y los asesinatos. Bastaba buscar el
capítulo y la letra correspondiente para configurar el cargo y la pena. En Arica se
condenaba a un profesor universitario a treinta años de prisión por enseñar la
escuela económica del marxismo, que estaba en el programa, con la agravante
declarada de haber envenenado a dos generaciones de jóvenes. En Punta Arenas
se daba término al proceso contra el primer grupo de «terroristas». Estos eran del
MIR: tres profesores, dos alumnos, dos menores y una muchacha. El fiscal pedía
pena de muerte.

Supimos por esos días que un oficial del regimiento Pudeto, se había negado a
entregar por segunda vez a un preso salvajemente torturado en la primera visita al
«palacio de las sonrisas». Había dicho: «Debo responder por la vida de los
detenidos. No está en condiciones de volver a otro interrogatorio..., por ahora.»

Nuestra vida en presidio tomaba otros rumbos. Una de las primeras ventajas fue la
ducha caliente. Una vez por semana venía un vehículo con un fondo para agua,
mangueras y motor. Se armaron las carpas a un costado de la explanada y en lo
alto de ellas, mediante unas cañerías rústicamente instaladas, se producía la lluvia
a goterones. El agua se traía del grifo y se calentaba en un bote especial. Los
detenidos, en grupos, con sólo la toalla al cuerpo, cruzaban a la carrera el espacio
abierto y cortando el viento se metían en las carpas. De igual manera se
regresaba.

Se organizaron charlas en las mañanas y en las tardes. A las primeras asistieron


oficiales y el propio capitán. Los temas debían estar limpios de política y alusiones,
lo que en de hecho era difícil de evitar. Algunas guardias preferían el show
artístico antes o después de las comidas. Dejaron entrar dos guitarras y, de las
literas que menos se esperaba, nacieron verdaderos artistas de la cuerda y del
canto. Surgieron los coros y los conjuntos vocales a cargo de un profesor
universitario y otros camaradas. Se cantaba El sapo cancionero, que no puede
vivir sin un ideal, la triste canción de Amanda, Viejo, mi querido viejo, Dos puntas
tiene el camino. Los ejes de mi carreta y tantas otras que fueron dando alma a
esas latas agujereadas que antes sólo gemían con el viento.
A los himnos oficiales se agregaron otros y también canciones como Vagabundo,
Río, río y un arreglo de Damos daleko, hecho por el profesor. Esta composición
yugoslava de gran arraigo en la colonia, llegó a convertirse en el canto preferido
de los detenidos. Se aprendió en el idioma madre y tuvo resistencia de las
guardias en sus presentaciones iniciales. La primera estrofa dice, más o menos:

Damos, daleko
daleko crai morá

Corresponde en castellano a lo siguiente:

Lejos, muy lejos,


allá en la orilla del mar
está mi patria querida
está mi amada ciudad.

Con los arreglos, la segunda parte:

Mi Punta Arenas
ciudad de ensueño y amor.
Cuando yo vuelva a tus playas
revivirá el ideal.

La guardia desconfió de la versión yugoslava y no quedó conforme con la


traducción. Mientras las metralletas apuntaban acusadoramente, se hizo venir a
un oficial hijo de yugoslavo quien la reconoció de inmediato. Pero hubo que
cambiar el último verso de la estrofa: en vez de «revivirá el ideal», fue aceptado
«renacerá el corazón». Cantada por ochenta y hasta cien voces, esta canción
emocionaba como ninguna otra. Se iniciaba en tono grave, profundo, para
elevarse en la repetición de los dos últimos versos de cada estrofa, y quebrarse
luego en el recuerdo de Punta Arenas, allí, tan próxima, con nuestro mundo de
quehaceres y afectos y, sin embargo, tan lejana. Impresionaba. Todo
impresionaba en este revivir, en el anhelo colectivo de olvidar tainas sombras y
soledades.

El humor volvía. Las anécdotas, las bromas y hasta los malos momentos pasados
-y en los que seguían sucediendo en los interrogatorios de Inteligencia-,
encontraban salida en los chistes oportunos que nos hacen tan vulnerables y a la
vez absurdamente sufridos. El conjunto Cochrane-Boys, con el Patito chiquito y
otras composiciones, se hizo célebre. En las lamentaciones del Patito se cantaban
en chunga las desventuras y miserias del cautiverio. Las guardias mostraron al fin
la dentadura y rieron abiertamente.

Aparecieron humoristas infatigables. Un joven estudiante tenía facilidad para


hablar e improvisar sobre cualquier tema. Otros para contar chistes e historietas.
Fue necesario organizar verdaderos programas en la preparación de shows.

Pero, sin lugar a dudas, lo más interesante estuvo en las charlas. Cada uno, en
sesiones sucesivas, disertó sobre el tema que mejor dominaba. El obrero habló de
sus labores, el empleado de su especialidad, el funcionario de su servicio. Un
industrial se explayó acerca de su actividad, los profesores dieron clases con
pizarra improvisada, un geólogo se refirió a la estructura de la tierra y los
movimientos telúricos, un compañero comerciante explicó técnicas teatrales en
vivo, un impresor destacó el funcionamiento de las linotipias y el mundo de los
papeles, etcétera. Todos tenían mucho que decir y la mayoría muchos deseos de
escuchar. Con los días, a estas charlas se fueron sumando las guardias cada vez
con más interés y asombro.

Paralelamente fue produciéndose comprensión y respeto. Los soldados pudieron


apreciar por sí mismos que esos detenidos políticos no eran vulgares hampones
ignorantes, y mucho menos cuatreros o degolladores. Un director de escuela, que
después fue dejado en libertad, recitó de memoria La Araucana. Su vibrante voz
tomó los tonos apropiado» para enfatizar los pasajes de rebelión, lucha, heroicidad
y sacrificio de la epopeya indígena. Ganó merecidos aplausos y debió repetirla en
otra ocasión ante oficiales que se citaron al efecto.

El doctor detenido fue el más explotado en este período. Sus charlas sobre
enfermedades, primeros auxilios, deportes, cuidado personal, fueron muy
solicitadas. Usaba continuamente la palabra «ahora» y permitía interrupciones.

- ¿Doctor -le preguntaban-, qué efecto producen las corrientes eléctricas en el


organismo? Me refiero a las consecuencias.

Él respondía siempre.

- Bueno, el efecto inmediato es una paralización del sistema que maneja las
contracciones cardíacas... Ahora...

De repente, en medio de la charla, un compañero volvía con el rostro cubierto del


«palacio de las sonrisas». El sargento, tan fiero hasta hacía unos días, indicaba en
tono comprensivo.

- Usted, recuéstese... Vea, doctor, en qué puede ayudarle...

Las ordenes de mando tuvieron otra expresión.

- Voluntarios para sacar el «chute».

- Los más viejos pueden acostarse primero, sin ceñirse a la cuenta. Los demás,
atención... Uno, dos... Y los castigos comenzaron a ser diferentes.

- A ver, tú, darás diez vueltas a las literas gritando: ¡Soy un loco! ¡Soy un loco! Y,
tú, te pondrás el sombrero del abuelo y en sentido contrario correrás exclamando:
¡Yo no tengo los diamantes!...

Se iniciaron cursos y campeonatos de ajedrez. Algunos sargentos y cabos


pidieron al campeón les explicara el juego y pronto se les vio, en las guardias
nocturnas, absortos frente al tablero, en el mesón del rancho.
Pudimos celebrar algunos cumpleaños en la hora del té, picando cosas de las
provisiones. Mermeladas, frutas en conserva, dulces hechos en casa, sobre la
mesa, acompañados por las guitarras, alegraban el ambiente. Así despedimos una
mañana al argentino alemán, «Hitler» como lo llamaban los guardias, cuando al fin
consiguió la autorización de partir.

Se iniciaron, igualmente, las entrevistas con los familiares. En cualquier momento,


uno era llamado. Le vendaban los ojos como para ir a Inteligencia, y luego lo
conducían bajando por senderos y caminos hasta las oficinas, a la entrada del
regimiento. En una sala le quitaban el trapo y pasaba a la contigua donde
sorpresivamente se enfrentaba con el ser querido, en presencia de oficiales. Eran
cinco minutos demoledores.

Los días jueves eran esperados ansiosamente. Venían cartas y paquetes. Los
guardias ahora, en la nueva atención, las traían aun avanzada la noche. El
vestíbulo se llenaba de sobres y envoltorios. Los compañeros salían a repartirlos y
los llamados saltaban de las literas a buscarlos. Eran desfiles de calzoncillos y
risas. Después se trataba de leer, intercambiar comestibles y mudarse de ropas.

Naturalmente, una guardia no estuvo de acuerdo con los cambios. La llamada


«cretol». Una tarde llegaron muy molestos. El sargento habló a la formación:

- Resulta -dijo-, que como tenemos aquí señoritas neuróticas, hemos recibido
instrucciones de entretenerlas. Debemos, dicen, ayudarlas en su delicado estado
anímico. Pasan por un difícil período de desubicación por falta de relaciones.
Debemos dejarlas charlar, que canten y revelen sus dotes artísticas. No más
crisis, no más tensiones... Bien. Aunque esta no es la hora apropiada, se hará un
show. Empezaremos por los chistes.

El cabo quiso intervenir como siempre, pero el sargento lo retuvo con un gesto.

- Eso sí -continuó-, los chistes se encuadrarán dentro de la modalidad militar.


Deben ser cortos, breves, concisos y sin segunda intención. Me he preocupado de
traerles un modelo al cual deberán ceñirse. Y nada de reírse a toda boca con
carcajadas. Solamente: «¡Ja!». Una sola vez. ¿Entendido? Estaremos alerta para
hacer pagar. Va el botón de muestra: «Un sapito, en una noche de luna, cruzó la
calzada del pavimento. Mala suerte para él. Venía muy rápido un camión «Mack»
y una de sus enormes ruedas le pasó por encima, aplastándolo. El sapito hizo
«crack»... ¡Ja!

Todos repitieron ¡Ja!

- Bien -intervino el cabo-. Han oído el ejemplo. Ahora, usted doctor, aquí, al frente,
para el primer chiste.

El doctor se las compuso muy bien.

«Un oficial -contó-, informó al mayor acerca de un precioso sitio en el lago para
pescar peces grandes. Cuando fue a ver cómo le iba, lo encontró estrujando con
una mano a un pececillo mientras con la otra le daba golpes, interrogándole
furiosamente: ¿Dónde están los peces gordos? Contesta. ¿Dónde están?»

- ¡Ja!

El sargento meneó la cabeza.

- Doctor, no estuvo del todo bien, pero se ciñó al modelo -dijo.

El cabo se subió a una banca.

- ¿Qué puedo hacer yo por las señoritas? -preguntó. Un muchacho levantó el


brazo. El sargento asintió.

- Hable -autorizó.

- Con toda hombría, mi cabo, ¿puedo hacerle una petición? Quizás llegue a
molestarle... El cabo sonrió.

- Veo que aún no terminan de conocerme -se expresó en su petulancia habitual-.


Siempre he valorizado la franqueza y sobre todo el gesto varonil. Me agradaría
encontrar uno entre tantas delicadas damas.

El joven habló con voz segura.

- Mi cabo, pido que suprima la patada en la raja. Es denigrante para un hombre


joven y totalmente irrespetuosa en personas mayores.

Sargento y cabo se miraron.

- Bien -resolvió el sargento-. Tome nota, cabo. Se aplicarán otros castigos.

Después ordenaron disolver la formación y no regresaron por el resto del turno.

VISITANTES DE DAWSON CITY

Eran once hombres. Amanecieron una helada mañana en el barracón. Permanecían sentados en
las bancas, de cara a las paredes de latas, tras la alambrada. Se veían delgados, con los rostros
quemados por la nieve y los vientos del Estrecho. Pudimos compartir con ellos nuestras
provisiones, desde el mismo desayuno. Los compañeros prepararon sandwiches y con tarros de
leche condensada en las manos se adelantaron a atenderlos.

- Nada de hablar con ellos -advirtió el sargento-. Hasta que se les levante la incomunicación.
Casi todos eran miembros del comité regional del Partido. Venían funcionarios, un geólogo, un
farmacéutico, un par de practicantes y compañeros obreros. Había alegría en sus miradas.
Regresaban tras largo cautiverio en Isla Dawson. Estaban aquí, en el barracón, de nuevo con los
amigos y camaradas, a un paso de Punta Arenas. Pronto verían a los familiares y, tal vez, żpor qué
no?, la libertad.

Poco después sacaron de sus bolsos piedras de variados colores y tamaños, especialmente
negras. También traían unos utensilios de metal: eran abrelatas transformados en pequeños
lápices-punzones o en fierrecillos tableados en los extremos, como atornilladores, que habían sido
acondicionados en las rocas. La guardia se interesó. Casi de inmediato, esas piedras empezaron a
circular. Estaban talladas y mostraban figuras en relieves que representaban rostros, siluetas,
signos zodiacales, letras iniciales de nombres y hasta algún paisaje, una estrofa, la expresión de
un deseo o un mensaje. Algunas traían un pequeño orificio en la parte superior, para ser colgadas
de una cadena o un llavero. Pero el sargento se puso receloso. Pronto ordenó requisar todo el
material hasta consultar con el capitán.

- No está permitido que los presos usen instrumentos cortantes -dijo-. Ustedes lo saben. Estos son
verdaderos punzones.

Pasaron días y, finalmente, se autorizó a usar las herramientas bajo la responsabilidad de quien lo
solicitaba, con la observación de devolverlas una vez empleadas. Las piedras talladas no volvieron.

Muchos comenzaron a dedicarse a esta apasionante labor. La verdad es que ya se había tratado
de hacer algo, pero las piedras del regimiento eran demasiado duras. En cambio, las que traían los
hombres de Dawson eran de escasa consistencia, compactas, lisas, de bonitas superficies. Luego
supimos que habían sido seleccionadas por el geólogo y que un dibujante ayudaba en el diseño a
quien se lo pidiera.

Vino la fiebre de las piedras. Pronto se terminó la provisión y el geólogo con un camarada fueron
autorizados para buscar material en los caminos de tránsito permitido, acompañados de un
guardia. Se formaron verdaderos artistas.

Pero no sólo esto trajeron los compañeros de Dawson. Se incorporaron con un precioso bagaje de
conocimientos y un gran entusiasmo por las charlas, las labores artísticas y otras .actividades.
Realmente, dieron una inyección de optimismo que «amartilló» los ánimos. En todos los niveles, se
efectuaron competencias. El profesor Cachencho aportó su espíritu alegre, sus condiciones innatas
de humorista y su sonrisa.

Al cabo de unos días nos dejaron hacer un espectáculo.

La presentación de Cachencho fue del agrado de todos. Se estrenó con un par de historias muy
buenas: la clase catedrática de terminología sexual, con su interpretación a nivel de alumnos, y el
Cóndor Volador. A este último, según el cuento, le habían dado tan feroz pateadura en los
testículos, que se le hincharon como huevos de avestruz. Sin embargo, el Cóndor no podía olvidar
las altas cumbres y los amplios espacios donde se sentía libre y feliz. En sus condiciones no
estaba para ascender. Trataba de volar. Rozaba en su vuelo el ramaje de los altos árboles y,
entonces, chillaba dolorosamente: «u-ju-juy»... «u-ju-juy»... En el contexto se explicaban las
situaciones latentes censuradas. Cada chiste implicaba siempre una solapada mención a lo que
nos estaba ocurriendo. Luego, en respuesta a una buena historia que alguien contó, lanzó el chiste
del hombre sentado en el WC y del odioso que fue a orinarse a su lado. El hombre indignado,
recogiendo excrementos a manos llenas, se los tiraba gritándole: «żQuieres guerra, ah? żQuieres
guerra?...» Como remache contó que dos humoristas, al chocar con sus autos, se bajan furiosos a
ver los daños y a insultarse. El más incontrolado dice: «ˇMira como me dejaste el auto! ˇTe voy a
dar cientos de patadas en la raja!» El otro, con mirada equívoca, le responde: «ˇAclaremos
primero! żEsto es discusión o es romance?...»
Empero, Cachencho sufría crisis agudas de desaliento y angustia. A menudo tenía intenciones
suicidas por el cautiverio y la impotencia de no poder dar solución a problemas sentimentales y de
familia. En esos momentos, todos los ánimos bajaban.

También los de Dawson incorporaron cánticos de suaves melodías, tristes, de palabras cortas,
repetidas. Coros y conjuntos enriquecieron un tanto la monotonía. El compañero farmacéutico
recitaba delicados versos que acompañaba con guitarra. Fueron tiempos de nostalgia.

No pasó mucho antes que los hombres de Dawson fueran llevados al «palacio de las sonrisas».
Partían contentos, ilusionados de que aquél podía ser el último trámite. Regresaban golpeados,
cabizbajos. La cortina había caído bruscamente. Recién conocían los diabólicos cargos que se
tejían en las tortuosas oficinas de Inteligencia. Eran los eslabones que se encadenaban y calzaban
en algún capítulo del Plan Z. Ahora tomaban conciencia de que estaban al comienzo de un
proceso monstruoso que podía terminar con sus vidas. Aprendían que todas las investigaciones se
encaminaban a envolverlos en una gran telaraña que los llevaría al Consejo de Guerra. Sólo dos o
tres habían conseguido la ansiada entrevista de cinco minutos con el ser querido, allá, en el bajo,
en las oficinas del Cuartel, donde se iba y volvía con los ojos vendados.

Hasta que una mañana ocurrió.

Yo estaba escribiendo un poema sobre el galpón para leerlo en una reunión que haríamos cuando
regresaran ellos, llamados en masa al polígono. Entraron con los hombros caídos, sin hablar,
formados, vigilados por soldados del ejército. De reojo, vi al geólogo armar su bulto de cama.
Comprendí. Esos ademanes no correspondían a hombres que salían en libertad. No pude
reprimirme y me acerqué.

- żQué sucede, camarada?

- Nos devuelven a la Isla... -dijo, y su voz se quebró en un sollozo.

Un guardia vino a separarme bruscamente.

- Retírese -me ordenó-. Ellos no pueden hablar.

Los noventa presos del galpón se agrupaban en el espacio abierto o se pegaban a las literas,
inmóviles. Todos a su manera, estábamos sufriendo. Los vimos arreglar sus bártulos en pocos
minutos. Los ordenaron en fila, repitieron sus nombres y fueron saliendo con pasos lentos. En
muchos rostros, las lágrimas iban cayendo.

Miré a un soldado de la guardia. Tenía los ojos bajos y le temblaba la barbilla. Pensé que él
también estaba emocionado.

EL ŤPALACIO DE LAS SONRISASť

Con cinismo, el Ťpalacio de las sonrisasť fue ubicado en pleno centro de la ciudad
de Punta Arenas. Funcionaba en la Avenida Colón, a pocos pasos de la calle
principal, en un antiguo edificio que se emplazaba entre la Compañía de Teléfonos
y una residencia particular.

Para los asombrados habitantes, el espectáculo comenzaba en la mañana.


Muchas señoras habían sufrido ataques de nervios al presenciarlo. Desde los
camiones del ejército se oían los gritos y quejidos. En la llegada, se bajaba la
baranda posterior. Sobre la camada, botados boca abajo, con el rostro cubierto,
hacinados, venían los detenidos. Los guardias los empujaban con sus gruesos
botines y, desde lo alto, los arrojaban contra el pavimento entre maldiciones, sin
importarles como caían. Abajo, otros esperaban la caída. A golpes, los hacían
levantarse.

- Ya conch'e tu madre, se terminó el paseo...

Los malos tratos comenzaban en el polígono, cuando eran introducidos en los


vehículos. La operación estaba a cargo de los guardias de transporte, todos
miembros de la Inteligencia. Este servicio fue integrado en gran parte por
militantes de organizaciones derechistas acompañados por muchos de los que
otrora cantaron Brilla el sol..., los democristianos. que los seguían servilmente
para hacer méritos.

- ĄAl suelo, mierda! ĄCon la cara al piso! ĄEste viejo quería venir en su mecedora!

Después, a rastras o semincorporados, a empujones y puntapiés en las piernas,


se cruzaba el portón del palacio. Adentro empezaban las pruebas. La venda
impedía conocer el lugar.

- ĄAgáchate, h'on! Es un túnel... Ahora, levanta la cabeza.

Normalmente, allí había un madero que esperaba al infeliz.

- Sube los escalones. Gira a la derecha. Hay más escalones. Ahora a la izquierda.
De nuevo a la derecha... En apariencia, había muchos recovecos.

Esa tarde llegué por segunda vez al Ťpalacio de las sonrisasť. Ya conocía estos
tramos de confusión. Algo había aprendido. Seguí por un corto corredor hasta
llegar, supuse, a una amplia sala. Se escuchaba el ruido de muchas máquinas de
escribir y movimiento de personas. Noté que íbamos cruzando por el centro. Me
hicieron detenerme. De pronto se oyó música y los primeros gritos, órdenes y
lamentos.

- Ahora, camina más rápido. Agacha la cabeza un poco.

El avance se interrumpía por un severo golpe en la cara.. Había una puerta


entornada.

- ĄBuena cosa! -gritó alguien.

- Abran la puerta. żNo ven que traigo visita? Estaba en la sala de torturas. Un giro
y el último empujón contra una lisa pared de cemento.

- ĄYa! ĄArriba las manos y apóyate en ella! ĄLos pies. firmes! Sin moverte, viejo,
hasta que se te llame.
Tocaban tangos. Fuertes aullidos los apagaban por momentos. Una voz fuerte, de
mando, lo dominaba todo. Estaba muy próxima.

- Así que se reunían, żah? Y hablaban contra las Fuerzas Armadas. Una voz débil.

- żYo, mi oficial? żCuándo?... Nuevos golpes.

- Esto para que te calles. Bájate los pantalones. Ahora eran quejidos ahogados. El
ruido de varios cuerpos estrellándose contra el piso. Del lado derecho, desde un
rincón, como de otra pieza, se percibían espantosos alaridos.

- Está bueno para descansar... Vengan -la voz más fuerte-. Estos reclaman
atención. La misma voz de mando llamando a otros.

- ĄEste fue guardia de Fidel!

Un poco más distante.

- Estira las piernas. żQué te crei? No te vengai a mear aquí. Pidan más
ayudantes... żNo han venido cooperadores?

Imaginé que, por lo menos, estaban pateando tres cuerpos en el piso.

- Trae las Ťporrasť. Me estoy cansando. Los minutos se hacían largos. żSería
mayor el tormento

de oír o el de recibir los golpes? Sentí el estampido de un látigo chocando contra


carne desnuda.

- Ya, párate, maricón. Ahora es Ťpor favorcitoť żah?... żY antes? Ibas a matar
militares... Sé hombre... Confiesa, mierda. Báilate este tango. Muévete culiado.

De otro extremo:

- ĄPutas que baila bien este h'on! ĄMira qué quebrada! Unas manos reptaron
cerca de mis pies. Dedos anónimos agarraron el taco de mi zapato y trataron de
alcanzar mi tobillo. Vacilé. Me era muy difícil continuar en esa posición. Voces de
jóvenes me cercaron.

- Así que te dejaron en libertad hace un mes, Ąeh! żY qué estás haciendo aquí?

- Le gusta venir a vernos.

- Ah, pero si este viejo estuvo en Pisagua. Es reincidente.

Hablé. Me asombré de que mi voz sonara tranquila.

- Nunca he estado en Pisagua. No conozco ese lugar.


- No mientas, viejito. Aquí hay uno que estuvo contigo.

Alguien imitó el modo de hablar de una persona de edad. Decía reconocerme, que
estaba igualito a como me vio en Pisagua.

- żY quién te dejó en libertad?

- El jefe de ustedes -contesté-, en la sala donde escriben a máquina... Cuando


vine a declarar la primera vez. Sentí el aliento caliente junto a mi oreja.

- żAsí que conoces al jefe? żY cómo supiste que era él? Alcé la voz.

- Cuando él vino a hablarme, todos callaron. Hubo una especie de risa.

- Este viejo es brujo, h'on... ĄCuidado! Hay que examinarlo.

Noté que me metían pedazos de metal entre las varillas de los lentes, en las
sienes. ĄTanto hablar de electricidad y no sospeché! El golpe vino de improviso,
inmedible en intensidad y tiempo. żUna sacudida? Me sostenían.

- ĄCuidado h'on! Se te puede ir el viejo antes de declarar.

żAndarían con equipos portátiles? Seguí después con los brazos en alto. Pasaban
por mi lado. Como entretención me daban puñetazos en la espalda o me azotaban
con algo que sonaba como dos tablillas.

A la izquierda, alguien señaló:

- Este se puso mudo... No quiere hablar. ĄLlévenlo al cuarto de las sonrisas!

Era la misma voz autoritaria. Arrastraron un cuerpo muy cerca de mí. Lo llevaron
al rincón, a la otra pieza. A los pocos minutos, alaridos como nunca imaginé oír.

De nuevo a un costado. La voz, pero ahora en tono tranquilizador.

- żTe vestiste?... Bien. Ahí tienes tu reloj, intacto. Para que veas lo buenas
personas que somos... Si no te lo cuido se te habría roto con la paliza. Cuando
vengas a declarar déjalo en el regimiento... Bueno, żno vas a dar las gracias? żO
es que no sabes apreciar Ťun gesto amableť? (1) Cuidado... Aquí nos caen mal los
mal agradecidos...

- Gra... cias...

- żCómo es eso?... żGracias, así a secas? żNo estuviste en la Universidad?

- Gracias..., mi oficial.
- Eso está mejor. Ya estás listo. Piensa en todo. Cuando te traigan otra vez, ven
decidido a hablar... Es por tu bien... ĄLlévatelo!

żPasarían dos horas? żO tres quizás? Me llevaron a la .sala de los escribientes.


Había una silla y una mesa próxima... żDos personas? Hablaban y escribían. Los
datos personales. Papeles que se revuelven.

- żA qué putas trajeron a este viejo?

- Él insiste en que el jefe lo notificó de libertad hace más de un mes.

- Habría sido mencionado... Mejor busquen el expediente. A ver tú. żQué te


preguntaron cuando viniste?

- La filiación política -dije- célula, cargos en el Partido, empleo. Instituto Chileno-


Soviético... De otra mesa.

- ĄClaro! ĄSi es el espía ruso! Amigo de Nikita. żCómo enviabas los mensajes? Te
mandarían un submarino, żverdad?

Desde un rincón, distante, otra voz de mando que se acercaba:

- Aquí está la carpeta... Sí, efectivamente, quedó sin cargos. Pero Aviación pidió
unos informes. Vean la denuncia...

Largo silencio y movimiento de papeles.

- Así que eres de los puros, viejito. Vai a morir inmaculado y virgen. Miren que es
diablo, escuchen: Por su edad no tenía actividad de Partido, lo invitaban a actos y
concentraciones. No conoce mayormente a militantes, lleva poco más de un año
en la zona, después de veinte de ausencia... En la célula..., żen qué célula?

- Cerro La Cruz.

- ...asistía ocasionalmente, también invitado para cuando iban a organizar un acto,


una manifestación. Nada sabe de armas. En el Seguro Social, del cual era jefe, no
tenía ni la reglamentaria para resguardar los valores. No sabría usarla. Su
contingente no hizo el servicio militar por economía de gobierno, en la época del
ministro Ross... Pero es comunista desde que tomaba pecho... Ya, mejor sigamos
con el informe.

Debe haberse acomodado en la silla. El rodillo de la máquina giraba. Escribía,


Seguramente copiaba datos de la declaración anterior.

- A ver. Todo lo referente al Chileno-Soviético. Cargo, directorio, secretaría,


documentación, utilería...
- Las labores del Instituto fueron todas públicas -dije-. El directorio se anunció por
la prensa. Sesionábamos en la Casa de la Cultura compartiendo una sala con el
Instituto Chileno-Francés. Yo era el presidente. El anterior, un democristiano.

Me interrumpió.

- Eso no corre. Lo de ahora, solamente. Continué.

- Tuvimos varios actos. Todos de carácter oficial, charlas y exhibiciones de


películas con invitaciones a autoridades y Fuerzas Armadas...

- żBuscaban infiltrarse, ah?... Las cosas, papeles, el trapo rojo con la hoz y el
martillo...

- En el allanamiento, junto con los víveres, retiraron una caja con documentación
personal y ahí iba la carpeta del Instituto y un timbre. Estábamos por confeccionar
una bandera después de...

- żDespués de que? żDónde está la bandera?

- Hace unos meses, cuando vino el embajador de la URSS, en presencia del


intendente y general... (2)

- Cuidado viejito... ĄLos hechos, sólo los hechos! Por lo demás, debes decir Ťel
señor general e intendente...ť La máquina de escribir se detuvo por largo rato.

- Recibí una llamada del hotel Cabo de Hornos. El hotel no tenía bandera soviética
y el intendente, el señor intendente y general, les había advertido de la visita,
ordenándoles el embanderamiento correspondiente. Nosotros tampoco la
teníamos. Entonces recordé haber visto una en la exposición sobre la Antártida,
presentada por la Marina en la Casa de la Cultura. Llamé a la Jefatura de zona.
Me contestaron que ya no estaba allí. Estaba en ese momento en el frontis de la
Intendencia...

- Mira, viejito, mejor será que olvides los detalles... Vamos ahora a otro punto. Te
acusan de hacer política en tu Servicio y también de acaparar víveres.

Moví la cabeza.

- Esas denuncias no son exactas -dije-. Lo de política es fácil probarlo con el


propio personal que continúa en funciones. No teníamos tiempo para hacer
política... Con las nuevas disposiciones que hicieron llegar al noventa por ciento la
población en el régimen provisional...

- ĄYa, ya! No seas majadero, viejo. Ese currículum no nos interesa... La bodega,
los víveres acaparados.
- También eso es falso. Eran unos tarros de conservas y los víveres de la
semana... Alguien rió.

- żY por qué iban a requisarlos, entonces? Me encogí de hombros.

- Bueno, para tomar fotografías en alguna bodega. No sé... Tal vez.

- żY las metralletas, ésas del jefe de Servicio?

- He declarado que no...

Siguió por algunos momentos. Debí dejar el lugar a otro. Me llevaron a una sala
silenciosa. Transcurrió como una hora. Unos pasos se acercaron. Reconocí la voz.
Era la misma que en la primera visita me notificó la libertad.

Me trató por mi nombre y con deferencia.

- He dado por terminado su expediente -me dijo-. No hay cargos para el Fiscal. En
unos días más podrá irse a su casa.

- Señor, discúlpeme -dije-. Hace más de un mes usted me dijo esas palabras.

- Sí, pero esa vez no atendieron los cargos de la Aviación, que fue el arma que lo
detuvo. Del mismo modo, si con posterioridad alguien lo menciona, relacionándolo
con otras situaciones, será traído nuevamente. Ahora, lo que originó su detención
ha quedado aclarado. Le repito los consejos: por su edad y salud no debe
exponerse... Los procedimientos...

Sin duda, los procedimientos. Después del once de septiembre, cada día
allanaban la casa de un jefe de Servicio y buscaban el motivo para encarcelarlo y
desprestigiarlo. Si encontraban una botella de vino estaba en una orgía, era un
borracho. Si tenía conservas, era un acaparador que se daba buena vida. Si de las
paredes colgaban algunos posters, un depravado, salvo que fueran de futbolistas
o cantantes.

Había que esconder los títulos universitarios: los enfurecían. Para qué decir los
libros, las revistas, una foto del Compañero. Si por casualidad, algo de Fidel o del
Che, entonces eras un terrorista que planeaba grandes crímenes. Los diarios
aparecían con los escándalos y la vida licenciosa de cada funcionario jefe. Cada
uno era un ladrón, degenerado, vividor. La televisión, en manos de los que un día
también se autotitularon Ťcamaradasť, se prestaba para todas las infamias.
Esperaban el despojo del cargo para asumirlo y hurgar entre los papeles, en los
cajones, buscando cualquier dato para informar y mandar a prisión con
ensañamiento enfermizo. Después, como no había cargos, se les dejaba en
libertad para gozar de su cesantía y desprestigio. ĄLos procedimientos!

Cuando regresé al regimiento, el doctor disertaba sobre huesos fracturados. Me


senté en la litera. Podía considerarme afortunado. Había pasado la prueba del
Ťpalacio de las sonrisasť con el mínimo de violencia. Quizás la libertad estaba
próxima. Entonces no me daba cuenta que, además de detenidos, éramos
rehenes, rehenes de una guerra.

Al camarada Pierna y Media -le decían así porque le faltaba una pierna y usaba
muletas-, le fue peor. Lo hicieron sentarse en una silla. ŤTe agradaría oír, sentir a
tu mujercita, żverdad? Verla no podrás, claro, por la venda... żSí? Hablale, está
aquí, al otro lado de la mesa.ť La emoción fue inmensa. Los dos sollozaban.
ŤPuedes tomarle la mano por sobre la mesa. Así. Está bien.ť En ese instante le
aplicaron la corriente.

Y los jóvenes tan salvajemente torturados. Habían acompañado a Fidel en su


visita a Magallanes, ofreciéndose para resguardarlo en los actos oficiales. Ahora
trataban de incorporarse de sus literas y se agarraban a la solapa de mi abrigo o al
poco cabello que me queda preguntándome febrilmente:

ŤżPor qué, abuelo? żPor qué? Si él mismo estaba allí. El general...ť

Estaba allí. Recordé la información. Con su uniforme y una sonrisa para Fidel
Castro. ŤBrindo, había dicho, por Chile y Cuba, Comandante Fidel Castro.ť

Notas:

1. Frase acuñada en propaganda de la Junta Militar: ŤUn gesto amable no cuesta nadať.

2. Se refiere al general Manuel Torres de la Cruz que fuera uno de los intendentes y generales de
confianza del Presidente Allende. A él le correspondió recibir al Comandante Fidel Castro cuando
visitó la Provincia de Magallanes. Antes del 11 de septiembre, Torres de la Cruz, actuando
doblemente, se mantuvo en una aparente actitud constitucionalista y, paralelamente, estableció un
férreo aparato de represión. Torres de la Cruz fue el ejecutor de un sangriento operativo en la
Empresa Lanera Austral, poco antes del golpe de Estado.

PRIMEROS REMATADOS

El pesar y desánimo perduraron por días, aunque el trato de los guardias no desmejoró. Por
el contrario, parece que precisamente a nivel de oficiales se vio la conveniencia de
aprovechar esa necesidad que teníamos todos de ocuparnos de alguna labor. Se habían
terminado los trabajos de zanjas y otros. Además, el tiempo no estaba propicio. Si bien el
trato en el interior se había suavizado, no ocurría lo mismo en el "palacio de las sonrisas",
donde se continuaba torturando. Las acusaciones tomaban forma y se iban conociendo los
nombres de los compañeros que pasarían al Consejo de Guerra.

Venía diciembre con sus urgencias de obsequios y saludos para Navidad. Esto influyó en la
terapia de distensión para aceptar iniciativas artesanales. Pasó a primer rango la afición del
camarada Pierna y Media por confeccionar felpudos. Los guardias trajeron cabos desde los
barcos. En desarmarlos, torciéndolos en sentido inverso a su estructura, y en ovillar las
hebras obtenidas, hubo ocupación para varios compañeros. Otros tomábamos los ovillos y
preparábamos las trenzas amarrando las puntas de los cordeles a los fierros de las literas
altas. El camarada Pierna y Media, con dos ayudantes, trabajaba tras la alambrada al lado
de las guardias, cosiendo las trenzas sobre unos marcos vacíos. La primera hilera quedaba
pegada al cuadrado por el lado interior, bordeando todo el marco; luego se le adherían otras
lilas hasta completar lo que sería la orilla del felpudo. En iodo el sector central del
cuadrado, con el mismo material, se dibujaban los complicados arabescos que le darían
presentación y originalidad. Así se pasaban horas en desarmar cabos, ovillarlos y
trenzarlos. En dos días, a lo más, había bonitos felpudos que, a bajos precios o
gratuitamente, se llevaban oficiales y soldados.

Había compañeros que trabajaban el fierro forjado. Los autorizaron a traer sus herramientas
y, aun, alguna máquina. En una habitación próxima al polígono, bajo estricta vigilancia,
funcionó el pequeño taller. Novedosos portalámparas, marcos para cuadros, adornos y
variada utilería salían directamente de sus manos. Los oficiales traían las barras, tubos y
varillas de fierro que allí se cortaban, torcían y soldaban. En ese taller se podían hacer sillas
y cosas mayores. De allí salió el biombo con tres alas y figuras centrales que se destinó al
Casino de Oficiales. Hubo también entusiasmo por hacer tarjetas navideñas, profesores y
alumnos consiguieron cartulina, tinta china, acuarelas y plumones.

Con presos de otros regimientos se preparaba un grupo numeroso para el primer Consejo de
Guerra que estaba próximo a funcionar. El libreto acusatorio los señalaba como ejecutores
del plan de matanza de altos oficiales a efectuarse en los días de fiestas patrias. El Plan Z.
Se decía que portando metralletas y bombas caseras iban a atacar desde edificios centrales
con tiradores repartidos entre el público. Una de las pruebas era una vieja fotografía,
tomada desde el cuarto piso de una construcción, que mostraba una vista en mosaico de la
Plaza Muñoz Gamero, en la que se destacaba el mástil de la bandera. Esta foto había sido
hallada entre los efectos personales de uno de los profesores y probaba, según los militares,
las intenciones criminales de los detenidos.

Dos hermanos tenían el cargo de fabricar bombas. Los habían detenido en un allanamiento
cuando buscaban a un. dirigente. A la pregunta de si sabían como hacer una bomba
molotov, habían respondido afirmativamente. Pero ellos nunca hicieron bombas. Lo sabían
porque diarios y revistas solían hablar de su fabricación.

Uno de los casos interesantes en estructuración de cargos fue el de los "mirones". Ahí bastó
una palabra para levantar la pirámide. Meses antes del golpe, en el llamado
"tanquetazo", (1) hubo alarma general. Quien más, quien menos, salió a la calle a curiosear e
inquirir noticias. Esa noche varios camaradas, conversando sobre la situación, dentro de
una camioneta, decidieron ir a comer en un conocido restorán que quedaba algo retirado de
la ciudad. En su camino tenían forzosamente que pasar frente al regimiento naval. El
restorán estaba cerrado pero quedó el hecho de que ellos esa noche pasaron por el lugar. La
circunstancia sirvió para tejer una red de acusaciones que tenían por fin comprometer a la
dirección del Partido. "Ellos fueron a espiar movimientos militares por orden de los
dirigentes." Para los militares,. estos camaradas hacían patrullaje. Eso significaba que iban
armados. A uno de los de Dawson se le atribuía la dirección del espionaje en el regimiento.
Él nos lo contó: "Tuve que reconocer, camaradas, que por ir en el asiento de la
orilla miréhacia el regimiento. No recuerdo haberlo hecho" pero el regimiento era lo único
iluminado del sector. Lógico es que haya mirado." Aceptarlo le costó ocho años de
condena.

Tanto como eso, desmoralizaba el odio que demostraban los fiscales. Democristianos que
hasta hacía sólo unos meses luchaban por ideales de libertad y se identificaban en la
avanzada social, se habían convertido en furiosos antimarxistas. En su afán por hacer
méritos ante la soldadesca pedían, con. frecuencia, fusilamientos. Hubo, eso sí, un fiscal
comprensivo.

-Bueno, ¿y por qué ustedes declararon ésto? -preguntó.

Los detenidos, como respuesta, se levantaron o bajaron las ropas y exhibieron las huellas de
la tortura.

-Todas las declaraciones, por lo demás, se firman con los ojos vendados... -dijeron.

El fiscal pareció indignado. Llamó a un médico para examinar y certificar las lesiones. El
médico hizo lo primero, pero se negó a lo segundo. Aseguró que la situación era grave. A
regañadientes, aceptó acompañar al Fiscal ante los generales. Fue una visita breve. Entraron
y salieron de inmediato. Con una orden: debían ceñirse a las declaraciones.

De la capital vino un prestigioso abogado; otro llegó del extranjero con autorización para
defender casos. A algunos de los profesionales de la provincia se les permitió trabajar en la
defensa de procesados con limitaciones de todo orden. Para hacerlo se necesitaba valentía
pues eran tildados de antipatriotas. Los abogados podían conversar con el detenido
contados minutos y disponían de menos de una hora para imponerse del proceso. Juicio
legal.

Una mañana los acusados se levantaron más temprano que de costumbre. Se lavaron en el
grifo y comenzaron a esperar. Nosotros, muy interesados, los acompañamos en sus
movimientos. Nos preocupaba uno de los profesores. Le sugerimos que conservara una
larga barba que llevaba, ya que ella lo hacía parecer mayor. Pensábamos que si su aspecto
era el de un hombre mayor tenía la posibilidad de una condena baja. No nos hizo caso y se
afeitó. Los hermanos, por su parte, estaban pálidos y visiblemente asustados.

Se fueron. Era su primera visita al Consejo de Guerra. Oirían los cargos y las defensas.
Días después los llamaron a notificarse de las sentencias. Un profesor fue condenado a
perpetuidad. El otro, tan joven, a veintidós años, y los dos hermanos a doce y ocho años,
respectivamente. El menor tenía apenas quince años de edad.

Entró más frío en los cuerpos y un sentimiento de frustración, impotencia y desaliento nos
embargó.

La primera noche, después de condenados, los muchachos durmieron en sus propias literas.
Lucían tan desalentados que temimos por ellos. Habían reforzado las guardias. Aún así,
desde nuestras literas, nos turnamos para vigilarlos, listos para saltar al primer movimiento.

Comprendimos su desesperación. Eran jóvenes, demasiado jóvenes para soportarlo.


Al día siguiente, fueron trasladados al rincón de los incomunicados, junto a las guardias.
Allí armaron una mesa y continuaron confeccionando tarjetas con las consabidas frases de
felicidad, mejores deseos, Paz y Amor. Hicieron miles, como si haciéndolas les fuera más
fácil olvidar. Pronto, nos dejaron visitarlos.

Un día, uno de los sargentos le encargó al condenado a perpetuidad un cuadro con su


figura. El encargo no tenía nada de particular. Todos los hacían, hasta los oficiales. Pero el
sargento quería algo especial. Él mismo llevó el croquis: en primer plano se veía su figura,
de medio cuerpo, con atavío militar, portando en la mano derecha un sable de extraña
empuñadura, adornado con jeroglíficos. Más atrás, a la altura de sus hombros, venían las
cabezas de los profesores condenados. Parecía un cruzado de la Edad Media con las
cabezas de sus víctimas. El cuadro se hizo. Cuando se lo entregaron, el sargento dijo:

-Gracias... Son los primeros rematados y quería tener un recuerdo.

Notas:

1. Se llamó "tanquetazo" a un abortado alzamiento de militares que se desarrolló el 29 de junio de 1973.


Tanques rebeldes rodearon el Palacio Presidencial. Muchos estimaron que fue un ensayo general del golpe del
11 de septiembre.

VISITAS Y SORPRESAS

Por días las guardias estuvieron exigiendo limpieza extrema dentro del barracón.
Obligaban a ordenar las cajas y utilería prohibiendo que se colgaran las toallas y
ropas lavadas en los cordeles laterales. Había un especial cuidado por la
presentación. Nos dimos cuenta que esperaban visita. Por los diarios y algunas
otras informaciones extras, era previsible lo que se trataba: había vuelto la
comisión de la Cruz Roja Internacional.

Una mañana se nos ordenó mejorar el aspecto personal. Se suspendieron los


trabajos, se retiraron tarjetas y felpudos y nos quedamos a la espera. A las diez de
la mañana llegaron los miembros de la Cruz Roja: una señora alta, madura, bien
vestida, que parecía incómoda en ese ambiente, un numeroso grupo de altos
oficiales de la Armada, algunos civiles y, como ejecutivo de la comisión, un señor
de mediana estatura, joven, rubio, de amplia sonrisa. A una indicación, nos
acercamos a la alambrada. Luego de la presentación, hecha por un oficial, el
ejecutivo nos explicó que era sueco y representaba a la Cruz Roja Internacional.
Venía a ver las condiciones en que estábamos y en particular, aseguró, quería
conversar personalmente con nosotros. Hablaba un fluido español. Justo al decir
esto, hizo una venia, cruzó la alambrada y se internó entre nosotros, procurando
separarse del grupo que lo acompañaba. Los de Cruz Roja Nacional traspusieron
también la alambrada pero se mantuvieron retirados, incluso la distinguida señora.
Los oficiales se quedaron atrás, ceñudos, graves, mirando amenazadoramente.

Aprovechamos la oportunidad. Hicimos seis círculos alrededor del hombre que


quedó totalmente oculto. Empezamos a hablar. Las palabras salían solas,
atropelladas. En un momento, uno de los detenidos tomó el nombre de todos para
contar las condiciones en que estábamos y los malos tratos que recibíamos. El
sueco fue escribiendo en una ancha libreta, en su idioma. El diálogo fue franco,
directo. Él nos contó que había sabido de este centro clandestino de detención,
pero que en otra visita se lo habían negado. Ahora los detenidos del regimiento
Pudeto le habían hablado, insistiendole: "Vaya al Cochrane... Es campo de
tortura... Hay más detenidos."

Se le explicó ampliamente de las detenciones, recibimientos, malos tratos, en lo


que consistía el "tratamiento", de los interrogatorios en Inteligencia, de los
procesos.

El sueco bajó la cabeza.

-Son los mismos métodos -dijo- que se aplicaban en Corea, en Vietnam, y aún hoy
en Brasil -después nos miró-. ¿Hay casos recientes?

Muchos compañeros mostraron las huellas de las torturas: los tobillos con
cicatrices, las manos deformadas por los golpes, las espaldas azotadas, la piel
quemada por los cigarrillos, los huesos fracturados. El Hombre Calafate se bajó
los pantalones y abrió su camisa.

Alguien le informó.

-En la litera del rincón hay un compañero que fue interrogado por Inteligencia hace
sólo dos días. Todavía no puede moverse.

El sueco asintió.

Continuó hablando. Un oficial de alto grado se había acercado inquieto y


permanecía a corta distancia.

-Bien -concluyó en voz alta-. Hablaré de inmediato con el intendente para


conseguir que mejoren las condiciones, se respete a Lis personas y se otorguen
las libertades.

Se estaba despidiendo, cuando sorpresivamente se dirigió a la litera del rincón. Se


sentó en la del frente y comenzó a interrogar al "enfermo". Rápidamente se
movieron varios de los nuestros y bloquearon el sector. Por segunda vez, el oficial
debió conformarse con observar desde la distancia. El sueco escribió más de dos
cuartillas de lo que habló con el compañero.

Se despidió luego:
-Les prometo no cejar hasta conseguir los objetivos de nuestra misión en el caso
de ustedes. Por lo pronto llevo la lista que los resguarda internacionalmente. Son
más de cien, ¿verdad? Desde hoy quedan registrados como prisioneros de
guerra... ¡Adiós! Volveré muy pronto.

-¿Qué dijo? -preguntó uno que se mantuvo ostensiblemente retirado junto a su


litera, en actitud neutral para no comprometerse.

-Que no nos aflijamos -se le contestó-, que volverá en marzo.

No hubo represalias. Y para nosotros volvía la fe.

Estábamos en época de discursos. El 11 de diciembre se cumplían tres meses del


golpe militar. El gran general hablaba esa noche. La guardia trajo un radio. ¿Sería
la amnistía? ¿Terminaba el estado de guerra? Se decía que del Estadio Nacional
habían salido numerosos prisioneros en libertad.

En la tarde corrió una historia pintoresca. Alguien parodió un probable discurso:

-La situación, como ustedes recordarán, era insostenible. Si en las elecciones para
renovar el Congreso hubiéramos podido demostrar una fuerza de sesenta por
ciento o más, quizás nos hubiera sido posible continuar. El dialogo fracasaba y los
democristianos sellaban la unidad con los derechistas. La presión extranjera era
muy intensa. Lo más seguro, la guerra civil. Entonces, intervinieron las Fuerzas
Armadas y salvaron al país, aunque sólo fuera del baño de sangre. Tuvieron que
adoptar la actitud antimarxista para granjearse los favores norteamericanos, los
dólares. Al fin de cuenta nosotros, con nuestro cautiverio, hemos hecho el principal
aporte a la Junta. Ahora, verán cómo en unos días más nos dejan en libertad,
jubilosamente. No me extrañaría que el propio general nos despida en la puerta
del regimiento con un fuerte apretón de manos, diciéndonos al oído con emoción:
"¡Gracias, compañero, gracias!...

De una litera cercana, uno contestó:

-¿Sabes lo que dice el gallo cuando canta en la mañana? ¡Siii..., huevón oohhh!

El presidente de la Junta habló esa noche. Fue muy terminante. Gritando y


golpeando la mesa con uno de sus puños, advirtió que continuaría implacable
contra los marxistas y los enemigos de la patria, que los consejos de guerra
debían ser estrictos en las sanciones. ¡Porque si no...!

No abrigábamos demasiadas esperanzas. Santa Claus andaba en otras latitudes y


para nosotros no traería regalos.

Por esos días sucedió un hecho singular. El camarada secretario recibió una carta
de sus hijas en la que le pedían disculpas por no haberle podido enviar ningún
paquete, ese jueves, por los precios y la restringida situación en que se hallaban.
Rápidamente se acordó hacer una colecta en favor de la familia del compañero.
Era durante la guardia de un sargento muy severo. Con su autorización,
acompañado por él, se efectuó la erogación. De repente el sargento, sin perder su
marcial postura ni alterar el ceño, se llevó la mano derecha a la casaca, que abrió
a la altura del pecho, y sacó un billete de mil escudos. Lo entregó a la comisión y
dijo:

"Déme quinientos..."

Pasó el día quince. Una tarde llegó el capitán, cabizbajo y con rostro contrito. Eran
malas nuevas.

-Se han terminado de construir en Isla Dawson pabellones especiales para


prisioneros de guerra y ustedes irán a inaugurarlos -dijo-. Allá no tendrán motivos
para quejarse. Lo lamento sinceramente. Me había acostumbrado a ustedes y yo
no podré acompañarlos... El primer grupo partirá esta noche... Los demás lo harán
al amanecer. Daré lectura a la lista de los que se quedarán por los consejos de
guerra... Los rematados no serán trasladados...

No nos sorprendió. Nada podía ya sorprendernos, salvo nuestra incapacidad para


prever los acontecimientos. Debíamos, sin embargo, comprender que para
nosotros el mundo real, el sí y el no, lo probable o lo imposible y hasta lo absurdo
e inconcebible, jugaban sólo en una dimensión negativa. Nunca en hi positiva. No
nos amargamos. Se cerraba un capítulo y empezaba otro. Nos alejaban de Punta
Arenas, de nuestros hogares tan próximos, precisamente en esos días tan
propicios para un puente de paz. Sin embargo, también nos alejábamos del
"palacio de las sonrisas". Y eso ya era algo.

Los afiebrados trajines se iniciaron de inmediato. Principalmente por los que


debían partir en un par de horas más. Había que ordenar las ropas, llevar algunos
libros, escribir una carta a la familia.

-Sólo una hoja -recordó el sargento-, y pueden indicar que parten a la Isla.

Nosotros, los del segundo grupo, nos dedicamos a ayudar a los primeros viajeros.

ADIÓS AL BARRACÓN

Partió el grupo de cuarenta compañeros a la Isla y aunque diez horas después


saldríamos nosotros, encontrados sentimientos embargaron el espíritu de los que
quedamos. Algo como una profunda desazón y un funesto presagio tomaba
cuerpo y adquiría presencia en la formación ahora disminuida en número.
Después de la partida, los pasos agitados podían darse más largos, faltaba el
rumor de las voces, los. ademanes ausentes, y sobraban las literas vacías que,
aquí y allá, mostraban sus estructuras descubiertas como derrotados. esqueletos.
Una sombra maldita había emergido repentinamente, diseminándose como un
monstruo de varias cabezas, y nos miraba desde todas partes, olfateaba, estaba
lista para saltar sobre las superficies, remarcando los espacios vacíos.
De algún modo, el barracón era un hogar, y a partir de este momento desaparecía
el suelo mismo en que aprendíamos a sostenernos. Para nosotros era un volver
atrás y un comentar de nuevo. Como presos habíamos terminado por ser frágiles
partes de esas viejas latas. Quedarían algunos con el monstruo que crecería
aislándolos cada vez más, sumergiéndolos, ahogándolos en espacios y silencios,
lentamente, en estertores inacabables, en agonías más tremendas que la muerte
misma. żY qué sería después, todavía, al quedar solos los compañeros
rematados? Solos, sin las voces del grupo, la solidaridad que sigue y sigue.
żCómo continuar? żCuál sería el sentido que podrían tener los interminables días
polares, con sus noches sin horas, crujientes de vientos y desolación? Entonces,
tal vez el profesor tendría tiempo, tiempo para recordar, para medir los años de la
perpetuidad de su condena. Los otros confeccionarían calendarios con los días
marcados uno a uno, con la esperanza.

Por un largo rato corrimos de un lado a otro en el trajín por ordenar nuestras
cosas, comenzar una carta al ser querido, llenar una tarjeta de navidad y
evadirnos de esas tinieblas. El frío comenzó trepando por los huesos, cortando la
piel como un cuchillo ciego.

Todos hablaban después. Pedían algo, tomaban café. En gestos truncos, en


palabras a medio decir se intercambiaban cosas con los que se quedaban:
piedrecillas, un poema, la letra de una canción, un libro. Se obsequiaban objetos
inútiles, alimentos y cigarrillos.

Fueron horas febriles.

żQuién iba a dormir, en verdad? Los rematados dibujaban ahora más tarjetas,
exigían recuerdos. El profesor trazaba rostros en pequeños papeles que nacían
apremiantes en emocionados segundos.

-ĄNos veremos, camarada! ĄMuy pronto nos veremos!

-Lo principal, no desanimar...

-Ya estaremos otra vez en la batalla...

-Fe y Esperanza...

Las nuevas tarjetas repitieron la frase: Fe y Esperanza. La guardia que nos


acompañó hasta medianoche no pudo evitar esta euforia de actividad y
sentimientos. Habían traído una pequeña grabadora. Mientras unos compañeros
vigilaban, algunos pasaron a repetir sus cantos, poesías, frases y decires. Era el
recuerdo que quería el cabo. Guardó luego la cinta cuidadosamente y la ocultó
entre unos cartones. Des- pues, entregándome una tarjeta con la leyenda "Paz y
Amor", me pidió recogiera la firma de cada uno. Se encabezó con su nombre: "Al
Cabo..."

-Es para el cabo -les explicaba yo en broma a los detenidos-. El armisticio,


camaradas. Mañana nos entregan el regimiento...
Todos firmaron.

Más tarde, la otra guardia. Llegó el sargento, que creía vivir una cruzada. A pesar
de no demostrarlo abiertamente, también estaba emocionado. Se le iban sus
cautivos. Sus órdenes continuaban enérgicas, pero había en ellas un tono de
preocupación, de despedida.

-Aún no han hecho el equipaje. Deben dormir aunque sea un par de horas.
Prepárense. Dejen todo listo. Aquí hay varios ovillos de cordel. Reserven para
amarrar el colchón y las mantas al levantarse. Tienen veinte minutos para terminar
y tenderse en las "chasas". Los despertaré a las cuatro.

Cajas y paquetes quedaron amarrados. Nos acostamos vestidos bajo las mantas.
Confusos y sombríos. Rostros familiares en secuencias absurdas, nos inquietaron
en la somnolencia. La hora llegó bruscamente. La guardia había cambiado el agua
de la batea y pudimos mojarnos la cara, lavarnos los dientes y afirmar el cabello.
Hicimos los bultos con los colchones desinflados, las cobijas y quedamos listos.
Nos dejaron compartir los últimos momentos con los rematados. Café y cigarrillos.

A las cinco se presentó el capitán. "Estarán mejor -dijo-, saldrán a las seis."

Después que se hubo ido, volvió el cabo de la tarjeta. Se había levantado para
despedirnos.

Un bus militar con asientos se estacionó en la explanada.

Se entonaron himnos en voz baja, sin formación: la canción de Punta Arenas, con
las manos en los hombros del vecino; la Canción Nacional.

Llegó la hora.

Nos despedimos con abrazos fraternales y fuertes apretones de manos. Hasta de


los guardias. Los compañeros rematados se aferraban endureciendo el apretón
del abrazo y de los puños. Corrían lágrimas en muchos rostros.

-Está bien -dijo el sargento conteniéndose-. Andando.

Amanecía.

El vehículo partió. Presos y guardias en la ancha puerta del barracón nos miraban.

El polígono se fue perdiendo en la curva de bajada. Avanzamos un trecho en


descenso y nos detuvimos frente a las oficinas. Hubo revisiones, nombres
confirmados en una lista. Los guardias de entrada dieron paso. Salimos al camino.

Todo volvía a ser novedad. Las construcciones diseminadas junto a la carretera de


tierra y ripio, los bosquecillos bordeando el mar. Más allá, el viejo restorán
yugoslavo, casas y más casas todavía dormidas, el Asilo de Ancianos y, pronto, la
calzada que entra en la ciudad.

Entonces:

-Taparse la cara. Ocultar la cabeza. Prohibido mirar. Volvían las órdenes como
golpes. Caímos en cuenta: habíamos cambiado de arma. De los marinos
pasábamos a los soldados del ejército. Eran éstos los que controlaban la prisión
de Dawson.

Por entre los dedos, la amplia avenida República. Un viraje a la izquierda, un par
de cuadras y el puerto. Entramos; al molo. Nos detuvimos y bajamos. Nos
formamos. Después; de unos minutos, la orden:

-ĄCada uno a cargar sus bultos! ĄEmbarcar!

Era una fragata. Embarcamos de a uno, bajando por el tablón en declive y


dejándonos caer.

Sin embargo, algo nos alegraba: habíamos visto parte de la ciudad, sus edificios y
calles que se vislumbraban a la débil luz del sol que salió en esos instantes como
en una atención oportuna.

Habíamos bajado a proa. Era un espacio reducido, cercado por balaustrada de


metal que permitía ver el movimiento de las olas.

La embarcación desatracó con lentitud. En ese momento, de un auto, bajó el


capitán con otros oficiales.

-ĄEspero ir a verlos! -gritó desde el muelle.

Alguien musitó entre dientes.

-Mejor ve a tu madre... Y pídele perdón.

Todos nos habíamos vuelto a mirar la ciudad que emergía por sobre el molo y los
barcos. Cada uno, guiándose por los edificios, buscaba la calle y la casa donde,
desde los negros días, había ojos pendientes, miradas anhelantes, clavados en
las aguas del Estrecho. La voz tronó a nuestras espaldas:

-ĄMedia vuelta y vista al frente! ĄProhibido mirar la ciudad! ĄProhibido hablar!

Pero nadie hablaba. Había demasiado en qué pensar.

ISLA DAWSON
El cielo se nubló en contados minutos y un viento helado nos tocó violentamente.
Pusimos los bultos a resguardo, bajo la sobresaliente del primer puente. Un
sargento, encaramado en lo que debía ser la entrada de una pequeña bodega,
comenzó a dar órdenes.

-Hacer filas a babor y estribor. Permanecer en sus sitios y evitar los movimientos
sospechosos. Estaremos listos para recibirlos con una descarga. El que se vaya al
piso en un vaivén, debe quedarse como cayó, sin moverse, hasta que se le
autorice. El que caiga al agua, se entenderá que no quiere seguir viaje.

Era un hombre gordo y se veía inmenso metido en una especie de impermeable y


poncho. Su mano enorme nos encañonaba con la metralleta. Numerosos guardias
apuntaban desde el puente.

Empezó a caer una lluvia fina y disminuyó el frío. El viento soplaba ahora
suavemente. La embarcación se desviaba imperceptible de la costa, avanzando
en diagonal hacia el centro del Estrecho. Podíamos ver los parajes conocidos. En
última mirada dejábamos atrás Punta Arenas, el regimiento, el polígono y las
carpas. Destacábanse Leñadura, las pequeñas casas y las altas construcciones
de algunos establecimientos; después, las parcelas de Agua Fresca. Más al sur se
distinguía el camino a Fuerte Ruines, bordeando la costa y perdiéndose entre
matorrales y desniveles. Por el otro lado, más visible, alzábase Tierra del Fuego.

El agua nos calaba. Estábamos entumecidos. El sargento continuaba inmóvil


mirando el horizonte perderse entre la lluvia, indiferente a nuestra miseria. En su
mundo podía compararse a los grandes peces que se entretenían siguiendo la
embarcación por sus costados, a la altura de proa, saltando y sumergiéndose de
nuevo, muy serios, con su cara inexpresiva de ojos grandes. ¿Podían
entendernos? Ni ellos, ni el sargento seguramente. Vivían en un mundo distinto,
rodeados de escamas brillantes. Un pensamiento grotesco atravesó mi mente: ¿Y
si estos soldados provinieran de otro planeta y tuvieran la misión de exterminarnos
aprovechando nuestras rencillas y diferencias? Pero no. La gran panza satisfecha
del sargento, el rojizo color de su cara y particularmente de la nariz, denotaban
una buena vida con alimentos y vinos terrícolas.

Miré a los compañeros. Tenían las ropas empapadas y el agua caía por sus
cabellos, chorreando por la espalda. Yo me cubría con mi sombrero. El sargento,
helado en su vigilancia, acabó por retirarse al otro puente. Comenzamos entonces
a movernos. Primero dimos unos pasos y, luego, los más decididos buscaron
refugio bajo la marquesina del puente y del bote que colgaban a babor. Otros
descubrieron un tubo de ancha circunferencia que daba calor, seguramente del
sistema de calefacción o de las máquinas, y se pegaron a él. Hubo quienes se
quedaron asidos a la baranda, mirando hacia tierra, sin importarles la lluvia.

Me mantuve unos segundos más donde estaba, observando asombrado a un


compañero que llamábamos el Gitano. Conservaba el buen humor en esas
circunstancias. Estaba empapado en su delgada chaqueta. Ahora, cuando
caminaba, sus pies sin calcetines iban dejando fugaces huellas sobre las tablas
embreadas. El Gitano sólo tenía la armazón de los zapatos. Abajo no había suela.
¡Y yo que me sentía una infeliz rata estirando y recogiendo los dedos en mis viejos
zapatos!

Transcurrió el tiempo. Quizás cuatro horas. O más.

Veíamos la punta norte de la Isla que se iba ensanchando como un sombrero.


Dawson, enclavada en medio del Estrecho, en su curso desde el Pacífico, cierra el
paso al continente, dejando un angosto canal al este, que bordea la península de
Brunswick. Su conformación semeja una foca sentada que apunta con su hocico
hacia Puerto Porvenir o, vista desde otro ángulo, parece la cara de un viejo
general pronto a engullir una isla pequeñísima que se adentra en su profunda
bahía. La isla, con más de ochenta kilómetros de largo, no esta desprovista de
vegetación. Altos arbustos, bastante mutilla y tupidos sotos en rincones
resguardados por bajos cerros, caracterizan su topografía. En otros tiempos las
explotaba una compañía, la Gente Grande, en crianza lanar y maderas. Desde
hacía varios años estaban construyendo en ella -secreto a voces- aeródromos y
un gran puerto militar moderno. En época del Presidente Allende, se expropió,
entregándosela a la Armada. Ahora, como una forma de agradecimiento militar,
estaba utilizándose para confinar presos políticos, entre los cuales había varios
que aprobaron su expropiación.

Al alcanzar su extremo, en la punta del hocico de foca, nos desviamos al este y


entramos al canal Whiteside. Aquí, las costas de Tierra del Fuego estaban muy
próximas. Avanzamos más de una hora hasta que entramos en una bahiai que
disponía de un rústico embarcadero. Había altas construcciones de zinc y madera,
recuerdos seguramente de la antigua firma.

Bajamos a unos botes y llegamos al molo de tablones y barandas. Ya en tierra se


nos avisó continuaríamos en un camión que se encontraba allí estacionado.

Esperamos.

El sol había salido durante el último tramo de la travesía y estaba secando


lentamente nuestras ropas. Con otros compañeros nos sentamos cerca del mar,
sobre las piedras y arena, sin alejarnos del camión.

Sentí el dolor familiar y me incliné.

-Se le ve mal, abuelo. ¿Qué le pasa?

-Es la úlcera que empieza a cobrar. Quizás explote en vómitos -dije.

El compañero sonrió.

-Lo más fácil de domesticar es la úlcera, camarada. ¡Qué me dice a mí! Conservo
una duodenal, como la suya, cerca de veinte años. Hay que tratar de entenderse
con ella. Y conversando se consigne. Pero primero, tiéndase. Apoye cómoda la
cabeza.
Tenía la boca reseca. Traté de sonreír a mi vez.

-Así que usted dialoga con la úlcera.

-Ni más ni menos. Verá usted. A ella tampoco le gustan las crisis. Le molesta el
jugo gástrico que la irrita y le obliga a extremar defensas. Teme a las hemorragias
que permiten intervención externa. Sabe, entonces, que pueden eliminarla. Ella es
pequeña y no pretende crecer. Desea sólo sobrevivir, tranquila, en paz. Es
enemiga de la violencia. Le agradan los pensamientos felices. Las acciones que
dejan contentamiento. Nada de excesos y euforias... Mire mi caso: perdí mi
familia. Sé que no debo acordarme de esos últimos instantes. Tampoco de la
mirad"; del perro cuando fue acribillado a balazos. En cambio, rememoro las horas
preciosas que compartimos juntos. Usted tiene hijos y varios nietos, ¿verdad?...
Recuérdelos cuando eran niños, sus juegos y alegrías... Eso le gusta a la úlcera.
La hace feliz...

Me dormí hasta que el ruido de un motor y las carreras me despertaron.

Reiniciamos el viaje. Por tierra. Era un tramo largo. Regresábamos por la orilla de
la costa, rumbo al norte, deshaciendo lo andado en la embarcación. Volvíamos
hacia el extremo de la isla. Subíamos y bajábamos por el camino ripiado, de
abundantes curvas. Había verdor, arbustos y grupos de arboles.

Mi vecino me señaló los edificios.

-En esas construcciones bajas, abuelo, en ese grupo de casas pegadas, las que
pasaremos ahora, en ese rincón, ¿ve?, ahí estaban los presos políticos... Ya
deben haberlos trasladado a los pabellones.

Salvamos la otra mitad del recorrido brincando y sacudiéndonos sobre la camada.

Llegamos al campamento, a los nuevos pabellones. Estos enfrentaban la playa, y


las construcciones en fila se internaban en esa entrada de costa que moría a
pocos metros en un acantilado. En lo alto podían distinguirse numerosas casetas y
el brillo de armas largas. Al acercarnos más, observamos una torre central de
vigilancia y otra construcción rodeada de altas planchas de zinc. Todo estaba
cercado de alambres dobles, incluidas aquellas que dividían los pabellones entre
sí.

El camión viró y entramos a la guardia. Allí había más edificaciones chatas,


numeroso contingente del ejército y algunos oficiales de otras armas. Era un
fuerte. Se diría que había más cañones que presos.

Bajamos y nos formamos frente a la alta explanada.

La brisa del mar nos saludó agradablemente. Pasaron listas y nos hicieron acercar
a una de las construcciones adonde fuimos llamados en pequeños grupos. Era
una sala espaciosa con mesas y bancas. Al fondo, había unas personas con
delantales blancos e instrumentos.
-Revisión médica -me explicó alguien-. Son profesionales de Santiago confinados.
Uno de ellos, el más alto, atendió al Compañero Allende...

El examen fue minucioso. Presión, corazón, pulmón...

-¿Sufre de alguna enfermedad? -preguntaba el facultativo-. Abríguese. Cualquier


molestia que tenga, me avisa con el delegado.

Había otro trato. Y también otros términos.

Después fuimos llevados al pabellón. Nos correspondió el primero, llamado Alfa.


En el recinto exterior, amplio, con trente al camino y a la playa, nos esperaban
jubilosos los compañeros que llegaron al amanecer. Vinieron con ellos, a
abrazarnos, aquellos camaradas que por corta temporada compartieron el galpón,
los "visitantes de Dawson-City". Estaban el geólogo, de elevada estatura y gruesa
voz; el farmacéutico, con la sonrisa a flor de labios, Cachencho, todos. Entre
abrazos, gritos y exclamaciones nos hicieron pasar para medrarnos la nueva
residencia, de tablas cepilladas y relucientes.

-¡Aquí hay WC, abuelo! ¡Y ducha!

-¡Mire este fogón, compañero, con serpentín! Traeremos leña y tendremos agua
caliente.

-¿Qué le parece un bañito?

-¡Aquí hay para lavar ropa!

-¡Todo bajo techo, todo dentro de casa!

Todo dentro de casa. Habíamos vuelto al hogar. Al hogar de los cautivos, único
sitio en el mundo donde podíamos volver a encontrarnos. Quizas el último.

PRISIONEROS DE GUERRA

- Pronto -pidió un compañero que había sido jefe regional del petróleo-, salir a
formar. Viene el comandante.

-Es el delegado de Alfa -me explicaron. Momentos después leyó el comandante.


Era alto, moreno; Venía acompañado por dos oficiales.

-Señores -dijo-, espero que estén cómodos. Debo decirles que aquí son ustedes
prisioneros de guerra regidos por la Convención de Ginebra. Por eso, como
primera medida, tienen ustedes un delegado, elegido por ustedes, que los
representará ante el Comando y responderá por cada uno de los prisioneros. Por
su intermedio darán a conocer las peticiones, y nosotros las instrucciones. Las
órdenes especiales las vendré a dar en persona. El reglamento está a disposición.

"Dentro del pabellón estarán libres de vigilancia, siempre que no den motivos para
innovar. Igualmente, aquí afuera, salvo el control general y los guardias que
custodian las salidas. Por ningún motivo deben atravesar las alambradas sin
automación, acercarse a ellas, o sacar la cabeza, una mano, un pie. Todo está en
punto de mira...

"A las diez de la noche deben estar acostados. A las once se apagará la luz. La
puerta no sera abierta durante la noche. El prisionero llamará a los soldados que
rondan el pabellón. I'íste deberá salir con un trapo blanco, en alto.

"No deben hablar con los del pabellón vecino. Sólo en las horas de rancho podrán
hacerlo. Cada mañana y cada noche vendrá un oficial a pasar lista y a conocer las
últimas novedades. En la mañana se distribuirán las actividades propuestas e
indicadas para el día..."

Nos habíamos repartido las literas. Eran dobles, de madera, con tablas que
suplían al Sommier.

Acomodamos nuestras ropas.

Un compañero me llamó.

-Aquí, abuelo... Pondremos más tablas para que parezca mesita de noche. Y acá
unas repisas... Bien, żverdad? Arriba hay unos cajones para guardar.

Muchos buscaron la manera de adornar sus reductos, pegando papeles,


marcando la numeración, colgando alguna cosa u objeto. Ahora perdíamos
nuestros nombres y teníamos un número: Alfa 38, Alfa 39...

El delegado, con otros compañeros, ordenaba las listas para el día siguiente.

Hay que esperar primero -decía-, conocer cuántos pedirá el comando.

El pabellón era rectangular, con la entrada casi en el centro, frente al fogón, que
era un calentador de fierro en forma de tubo, ancho y alto, con serpentín para
agua caliente. Las literas, de a veinte por lado, tenían capacidad para ochenta
presos y dejaban un pasillo central. Había contadas ventanas pequeñas de dos
vidrios y barrotes. En un extremo terminaba el dormitorio, que estaba dividido por
una puerta con un compartimiento de piso encementado. Este tenía un WC (había
tres más en el exterior), instalación para duchas con estanque de agua,
lavamanos y lavarropas de cemento. Todas las aguas iban a parar a una canaleta
central que cruzaba los pabellones en dirección al mar.

Varios probaban eufóricos la ducha en esos momentos. Los que llegaron antes
habían partido leña. En el calentador hervían tiestos puestos sobre la tapa. Los
compañeros iban y venían con sus toallas enrolladas al cuerpo, contentos de
gozar de una buena limpieza en lo que se podía llamar el regreso a ciertas
comodidades esenciales. Otros, cantando, lavaban sus prendas sucias.

Ya no había guardias apuntándonos a toda hora. Podíamos conversar y


desplazarnos libremente en ese pequeño mundo de madera. Sabíamos que había
que procurarse la leña, trozarla, picarla y efectuar otras labores, que estábamos
en la "punta de la mira". Pero había compensaciones. Por lo demás, pensábamos,
en el orden y desconfianza mundiales no hay lugar del planeta que no esté en
"punta de mira" de misiles atómicos y armas. Santiago mismo, la Junta, están en
un "punto de mira". Entonces, ża qué preocuparnos si de lo alto del acantilado y
de las torres nos apuntaban? Lo importante era sentirse libre aunque sólo fuera
dentro de ese cuarto.

Cuando llamaron a comer tocando una campana tosca, conocimos el comedor.


Era igualmente largo y rectangular, con dos amplias salas a un costado,
destinadas a cocina y despensa. Uno iba preparado con su plato y cuchara, a más
de lo que pudiera agregar a la ración. Se incorporaba a una cola de personas que
llegaba a una ventanilla y recibía la comida. El menú, igual que en el regimiento,
era a base de cereales, papas y fideos. Pero aquí se veían trozos de chuletas de
cordero con cierta regularidad. Era zona ganadera. Después se buscaba sitio en
las largas mesas, en la compañía que se deseaba o donde hubiera lugar. Se
aprovechaba para cambiar impresiones con prisioneros de otros pabellones.

Nos informamos que el segundo pabellón se llamaba Bravo y el tercero Charles.


Pregunté por el otro, del frente, uno que estaba cercado por altas latas.

Alguien me respondió.

-żCómo, abuelo? żTodavía no sabe? Ese es el Sheraton. Ahí están los presos que
traen de Santiago. Los "jerarcas" de la Unidad Popular, como dicen... Con ellos no
puede haber ningún contacto y no vienen a este comedor. Se los conserva en
rango. Sólo pueden salir al terreno próximo que filos mismos están limpiando para
una cancha. Ya los verá... Desde acá...

Volvimos a nuestra nueva morada. Conversamos bastante rato bajo la brisa


nocturna. Los días en ese mes son más largos. A las nueve de la noche, en que
debíamos encerrarnos después de la formación y el control de la lista, el sol
todavía permanecía en el horizonte. Nadie quería acostarse. El delegado tuvo que
recordarnos la advertencia del comandante. Estaba pasando la hora. Nos
entretuvimos en la semioscuridad escuchando las sabrosas imitaciones de un
periodista hijo de yugoslavo que rememoraba personajes de la colonia. Entretanto,
aprovechando el ruido, algunos escuchaban radio, en onda corta.

El delegado nos había dicho que el actual comando estaba muy accesible y había
animo de no hostigar estos días de fin de año. Muchos oficiales estaban por
regresar al norte del país. Existía además la presión de organismos
internacionales, y ello podía derivar en una salida masiva de presos para fin de
año. Era necesario aprovechar estas circunstancias y no dar motivo para la
supresión de garantías.
-Pero, con todo -concluyó-, es conveniente que nos preparemos para un tiempo
largo y quizás difícil. El nuevo contingente que vendrá en los primeros días de
enero es de los duros y está a cargo de oficiales alemanófilos. Hasta en la leña
conviene que aprovechemos estos días buenos, con sol, para aprovisionarnos.
Por ahora nos proporcionan hachas, sierra y herramientas. Podemos hacer más
acogedor este rincón..

Nos decidimos a dormir.

Cuando abrieron la puerta, a las seis y treinta de la mañana siguiente, y salimos a


formar y a la lista, el sol se nos había adelantado. El profesor de los coros,
convertido J-iora en profesor de gimnasia, ofreció ejercicios. Después el asco
personal, más duchas, y estuvimos listos para el desayuno. Al toque de la
campana cogimos nuestra taza, cucharilla y agregados disponibles, y partimos al
comedor. Eran compañeros lo que atendían el servicio por la ventanilla y algunos
especialistas cooperaban en la panadería. Para las comidas había "pelados" -
soldados- cocineros, con su chef.

Al regresar hicimos nuestras camas y ordenamos el recinto. Del aseo, barrido y


limpieza, se encargaba el equipo. designado semanalmente.

Salimos a formar, ahora con el delegado.

-El comando solicita tres electricistas, dos carpinteros, un panadero... diez


hombres para trabajos en el río... Voluntarios... Tenemos labores con la leña, los
que irán al bosque y otros para tro/ar y picar. Aquí, como hemos acordado,
mejoraremos este patio de acceso pnra poner césped y construir un ancho
camino... Primero, entonces, los que se quedan para retirar piedras y matorrales...

Ese primer día fuimos casi todos a buscar troncos. Queríamos salir y conocer el
bosque. Marchamos en fila, escoltados. Eran casi dos kilómetros saliendo del
pabellón y torciendo por un sendero, se internaba luego hacia los montes.
próximos. Alcanzamos el río donde ya había varios prisioneros y soldados
trabajando. A poco andar, estuvimos entre los árboles, en unos faldeos. Los
improvisados hacheros mostraron su entusiasmo. Los había buenos. Un grupo,
entre los que yo me conté, se dedicó a escoger troncos para transportar de a dos,
sobre los hombros. Antes de mediodía estábamos de regreso con bastante
material.

Un poco después se oyeron cantos de personas en el camino. Eran grandes


grupos de prisioneros. Los traían de otros repimientos. Hubo alegría al ir
reconociéndolos. Venían muchos amigos y compañeros. Desde detrás Je la
alambrada los recibimos con vivas y hurras. Llevaban caminando varios
kilómetros, en mangas de camisa y muy alegres. Pronto se identificaron rostros.

-Allí va mi hermano -decía un compañero, llamándolo por su nombre.

-ĄMi padre! -exclamaba otro, dando saltos.


Corrían descontroladamente hacia la guardia para solicitar el permiso y recibirlos a
la entrada.

El delegado consiguió los traslados entre pabellones para que tanto los hermanos,
como los padres con los hijos y hasta amigos, continuaran juntos, bajo el mismo
techo, el cautiverio.

Todos fueron ubicados en los pabellones siguientes por lo que la población de


confinados se elevó de inmediato a 250 seres, sin contar a los del Sheraton.

En los traslados perdimos a varios artistas y buenos amigos. Se nos fue el cantor
de Amanda a otro pabellón, para juntarse con su padre y un hermano conocido
como "el muchacho italiano que vino a entregarse". Este era un estudiante. El
golpe lo sorprendió en Italia, becado. Al saber que su padre y hermano estaban en
prisión y su madre sola, voló a reunirse con ella. Fue detenido al descender del
avión. Al que vio fue a su padre y quedó preso con él.

El campamento, de golpe, se llenó de voces y gente en movimiento y de algo


parecido a la alegría.

Parece ser que fue del pabellón Bravo de donde surgió el primer grito de euforia,
la frase acuñada en nuestro régimen de Unidad Popular, se parodió ahora
lanzándose al aire por más de decientas gargantas, en una sola voz:

-ĄMomio! ĄDe mierda!... ĄLa Isla es de la Izquierda! Los oficiales sonrieron,


mirando las defensas. ĄSi era sólo eso lo que querían! Ya lo tenían.

PRIMERA NAVIDAD

Los días siguientes -hubo muchos con sol-, fueron de bastante actividad. Para la
preparación del camino interior y el hermoseamiento del lugar estuvimos removiendo tierra
y sacando piedras. En la playa las había grandes, lisas y hasta de colores, visibles cuando
bajaba la marea. Con otro camarada nos hicimos cargo de acarrearlas. Conseguimos
permiso y una carretilla en la guardia. Al principio nos mandaban vigilados. Luego nos
dejaron salir sin custodia. Trabajábamos enfrente y se nos podía controlar desde el
campamento.

Generalmente, al salir o al volver, divisábamos, a corta distancia, a compañeros del


Sheraton limpiando de piedras y troncos el terreno contiguo al campamento. Ellos también
trabajaban duro. Podríamos saludarnos desde la distancia. Estaban todos aquellos que
alguna vez conocimos por la televisión.

Sabíamos de ellos por algún electricista u otro compañero que era llamado para reparar
instalaciones. Así supimos que Tohá seguía en cama; que habían traído a Vergara, al
parecer con un brazo menos; que Palma había llegado con el traje primaveral que usaba el
día que lo detuvieron; que alguien resbaló al embarcarse para la Isla, en el molo de Punta
Arenas, cayendo al agua y eso le costó un principio de pulmonía.

Junto con el Libro Blanco de la Junta, que el comando graciosamente obsequió al pabellón,
llegaron las primeras cartas y paquetes de la ciudad. También vinieron diarios con malas
noticias: los consejos de guerra a lo largo del país producían condenas a diario, y en
Magallanes aumentaba el número de rematados. A la vez, se estaban efectuando
detenciones masivas que se justificaban con el pretexto de que los "cabezas calientes"
preparaban subversiones y complots para la Navidad. Los soldados se endurecían más en
este período y sumaban muchos muertos a la cuenta. Ahora el discurso de fin de año del
general, se esperaba con escepticismo. Los ánimos decaían.

En compensación, había cobrado nuevo ímpetu el trabajo con las pequeñas piedras. En
todas partes recogíamos piedras para que el geólogo las seleccionara. Se fabricaron más
herramientas con los abrelatas. Usando los pocos elementos de que se disponía, el profesor
de los coros organizó una mesa de trabajo donde, acompañado de varios compañeros,
continuó la confección de tarjetas para Navidad y Año Nuevo. Para ello utilizaban
cartulinas dobladas, pegando en su interior pequeños tallos de árboles y arbustos que
representaban diminutos árboles, paisajes de la zona. Toda esta actividad se desarrollaba en
las tardes. Muchos tocaban la guitarra, cantaban, leían o tallaban las piedras. El geólogo se
recostaba en su litera alta y, apoyando la espalda en el respaldar de tablas, extendía su mesa
de trabajo -otra tabla- y ahí, rodeado de sus instrumentos, se afanaba pacientemente en las
piedras entre bromas, consultas y añoranzas

Llegó Navidad y sobre todo en los más jóvenes hubo impaciencia. Todos comenzamos a
sentir la presión de la fecha. La amargura entró en Alfa. Supimos que había que hacer algo.
Con el delegado se acordó hablar al comando, reunirse con los otros pabellones y celebrar
la Navidad.

Así se hizo. Los oficiales aceptaron aumentar la cuota de carne destinada al almuerzo de
ese día para hacer un asado, a las siete de la tarde, en cada pabellón. Se aceptó que un grupo
de prisioneros fuera a un roquerió distante a buscar mariscos y que a las diez de la noche se
hiciera una reunión conjunta de la que, por cierto, se excluía a los del Sheraton.

De inmediato, se empezó a confeccionar el programa. Alfa quedó con ocho números. Hubo
gran actividad y ensayos apresurados. Todos querían hacer algo. Los soldados cocineros
solicitaron incorporarse, con dos sketchs, a la velada.

El día 25, de madrugada, salieron los mariscadores escoltados por guardias. Volvieron al
mediodía con buena carga de choritos y cholgas. Los demás habíamos asegurado la leña y
completado adornos para el escenario. Este se armó con bancas y cajones, junto a la entrada
de la cocina que se reservó para camarín.

El asado comenzó antes de la hora. Chirriaban en las llamas las piernas y costillares de
cordero, ensartadas en largos fierros que se atravesaban sobre palos cruzados. En un fogón,
a resguardo del viento, había una gran olla con mariscos y una plancha de fierro para asar.
Se arregló la mesa al aire libre con piedras de colores, entre el verdor de los arbustos.
Esparcidas había fuentes con papas cocidas, verduras, lechudas y repollos de un
invernadero que, según supimos, tenían en algún lugar los oficiales, y grandes panes.
Además, se veían numerosas conservas, y hasta una torta recibida por un compañero como
anticipo de cumpleaños.

En un momento, Cachencho, con guiño sospechoso, me llevó a un rincón. De un balde sacó


una taza repleta de líquido. Me la ofreció.

-Mira -me dijo-. Prueba.

Era un trago de sabor extraño.

-Es licor -le dije. Cachencho sonrió.

-Sí, claro -contestó-. Lo hicimos con las ciruelas. secas que recibiste.

Fue todo un banquete. A las diez, nos fuimos a la velada artística con muchas penas
olvidadas.

Frente al escenario se habían congregado los asistentes. Concurría el comando y, aunque su


presencia no estaba en nuestros cálculos, decidimos no alterar el programa.

Para la primera parte, antes de medianoche, se consultaron los números más sentimentales:
coros, declamaciones, canciones, interpretaciones exclusivas, la minirrevista de los
muchachos con música estridente, rock, chistes, bataclan. La segunda parte tenía canciones
de nuestro folclor, la actuación de un tenor, conjuntos gauchos, versos con fondo musical,
sketchs.

Desde el comienzo el éxito estuvo asegurado. Teníamos. mas de doscientos parroquianos


ávidos de olvidar, y todo se aplaudía con ardor. Muy celebrado fue el número del
"muchacho italiano que vino a entregarse". Interpretó "Las Manos", tema neurálgico que
podía traer derivaciones: "Las manos de la madre, bondadosas y repletas de ternura; las
manos afectivas de la hermana, las manos cariñosas de la novia, las manos fraternales... las
manos del mendigo... las manos callosas del obrero... las manos empuñadas de protesta...
las manos del canalla, las manos traicioneras, asesinas, empapadas de sangre..." Sin
embargo, los oficiales aplaudieron.

Recuerdo a Cachencho en la minirrevista. En pantalones cortos, con tenida de colegial,


imito a un niño que le enviaba una carta a su papito, preso en Isla Dawson. "Pasaremos.
esta Pascua muy triste, papá, sin tu compañía -decía-. Sé que tampoco vendrá el Viejito,
pero esto no me aflije. Me interesa más que vuelvas pronto. Algo oí a mi padrino, cuando le
decía a mamita, muy bajito para que yo no escuchara, que no te darían permiso para venir,
en castigo por estar fumando cigarrillos Ideales (2). Con otros amigos de la población que
también están solos, tomaremos mañana te con chocolate... Y yo, pronto, cuando junte otras
monedas, te mandare un paquete con cigarrillos Liberty (3)..."

Era medianoche. La emoción nos embargó. Separados del mundo en esos momentos, nadie
podría dejar de pensar en sus hogares. Abraros y congratulaciones. Oficiales, soldados,
confinados. Nadie ocultó el pesar y los ojos húmedos. Lamentamos también el aislamiento
de los compañeros del Sheraton.
El acto terminó a las tres de la mañana. A la salida nos esperaban cartas y paquetes. Habían
traído una parte y el comando dio orden de que nos fueran entregadas a esa hora.

Podía leerse con la luz natural. Estaba amaneciendo y la claridad del Polo Sur caía sobre la
caligrafía emocionante.

Era nuestra primera Navidad como prisioneros de guerra.

Notas:

2. Marca muy popular de cigarrillos chilenos.

3. Marca de cigarrillos chilenos.

HALCÓN 29

Estaba escrito que soplarían otros vientos. No terminaban aún los ecos de la
celebración de Navidad cuando, dos días después, diez confinados de Alfa fueron
llamados con orden de preparar bultos y partir. Yo iba entre ellos.

Volvíamos a Punta Arenas en la embarcación de la noche.. Nos dieron veinte


minutos para los preparativos.

De nuevo nos sorprendían confiados en esos días que parecían una tregua de fin
de año. Hubo asombro. ¿Sería la libertad? Mas, la mayoría de los nombrados
estaban en proceso. El viaje sólo podía significar otro interrogatorio, una
declaración ante el Fiscal, o, tal vez, el Consejo de Guerra. Presunciones,
apremios, nerviosas carreras, marcaron. esos minutos. Nos movíamos con la
mente confusa. Se anticipaban encargos, por si fuéramos a salir en libertad. El
geólogo me entregó una piedra tallada finamente, para su hija mayor que cumplía
años en esos días. Al dorso llevaba. una frase cariñosa y la referencia: "Dawson,
diciembre 1973."

Me estrechó la mano.

-Es su libertad, abuelo -dijo-. La que le deben tanto tiempo.

El Gitano se desprendió de su collar, un cordón con otra piedra tallada y me lo


obsequió.

-Para uno de los suyos -me dijo.

Alguien me regaló unos dibujos y una caricatura de mi rostro.


Termine de empacar el colchón y un bulto donde metí piedras que había recogido
en la playa. Repartí, a mi vez, algunos utensilios y libros. Al camarada vecino de
litera le dejé unas pequeñas tijeras plegables que habían tenido mucho éxito para
variados usos.

Me sentía muy mal y trataba de no dar la cara, esquivando el momento de la


despedida. Había llegado a tener más de cien nietos en esos días de cautiverio,
sin contar con los que después de la función ya me decían abuelo desde los otros
pabellones.

Nos llamaron a un rincón.

-Aquí les hemos preparado té, compañeros. Aún quedan cinco minutos y se van a
helar en el camión.

No olvido esos cinco minutos: los camaradas haciendo rueda, despidiéndose uno
a uno con afectuoso abrazo y fuerte apretón de manos, las frases cortadas, los
ademanes insinuados, cada rostro expresando a la vez esperanzas y pesares. Se
iban diez Alfas.

Todos nos siguieron hasta la alambrada. Apuramos el paso para ahogar los
sentimientos.

En la guardia nos entregaron la documentación en un sobre. Debíamos


conservarlo intacto. Sería "exigido", nos dijeron los guardias. Firmamos un libro de
salida y subimos al camión. Por última vez vimos a los compañeros de Alfa, Bravo
y Charles. Ahora, nos despedían en alta voz, agitando las manos. Más allá, las
altas latas, como siempre, aislando el Sheraton. Nos sentamos sobre nuestros
bultos, sumiéndonos en los pensamientos que brincaban a la par de los saltos del
camión. Sin hablar, llegamos al embarcadero cuando terminaban de bajar una
gran cantidad de paquetes y correspondencia de Navidad. Vimos pasar los
nuestros, pero no conseguimos su entrega. Ni siquiera las cartas.

Zarpamos a medianoche, encerrados todos en un camarote de cuatro camas,


donde, sin embargo, pudimos dormir algunas horas.

Como tantas otras veces, íbamos en la oscuridad, sin saber nada, sin poder
prever. Igual que cuando nos sacaban: del barracón con los ojos vendados, a
gritos, para terminar recibiendo una carta o un paquete en el polígono, siempre en
la incertidumbre. Como ahora, en este violento crujir de la embarcación, en esa
caja de metal que era ese camarote, a la deriva. Sí, habíamos dejado de ser
personas. Éramos nadie. Diez nadies que navegaban por el mar de Chile.

No experimentamos alegría al ver la ciudad ni menos a la vista del molo de


atraque en los astilleros de la Armada. Había más bien recelo, desconfianza. Al
desembarcar, las órdenes se oían de nuevo duras, acidas, odiosas. Arrastrando
los bultos entramos en un camión blindado, fuertemente custodiados. En el interior
había un par de ventanillas en lo alto que de nada nos servían pues nos obligaron
a permanecer coi cuclillas. Los soldados se acomodaron junto a la puerta de
acero. El camión viró a la derecha. No íbamos al barracón..

-Vamos cruzando el centro -me dijo al oído un compañero.

-Entramos en la Avenida Bulnes -anunció después-. Ahora estamos en el


cementerio.

Continuamos otro tramo. El vehículo dobló de nuevo a la derecha. Se detuvo y


giró en la misma dirección al abrirse-un portón.

-Nuevos residentes -dijo una voz.

Avanzamos unos metros más. Más nllá, el camión se detuvo. Nos vendaron los
ojos. Luego abrieron las puertas. Nos fueron bajando de a uno. Alguien me tomó
del brazo y me condujo sucesivamente por el pasto, los pastelones de un camino,
baldosas, a través de una puerta que se abrió, más baldosas. Tuve la sensación
de estar en una sala junto a un mostrador de oficina con ruido de máquinas de
escribir.

La voz dijo:

-El sobre con los documentos personales.

Silencio. Movimiento de papeles. Exigencia de datos. Seguramente confirmaban:


nombre, domicilio, profesión, dónde trabaja, militancia política... No hubo firma.
Mala señal.

Me sacaron y regresamos al camión. Junto a el nos retiraron los trapos de la cara.

Estábamos en un estadio en terminación. Ahí se veían las graderías y la pista


ovalada con montones de tierra para rellenar. Nos dimos cuenta que la venda nos
había sido puesta para que no viéramos la oficina y su personal. A nuestros
costados, construcciones bajas, modernas, de cemento, como dos cuerpos de
departamentos pareados, de un piso. Los oficiales y soldados vestían el uniforme
de la Aviación. Habíamos llegado a la tercera arma. Oficiales impecables en sus
uniformes y también decididamente marciales, graves, inquisidores, conversaban
en grupos.

Después de un rato, ordenaron formar, girar y marchar hacia un terreno cubierto


de césped, con fondo de altos árboles, que estaba rodeado de pinos que cubrían
un cerco de tupida malla de alambre hacia una calzada distante. Era una pequeña
cancha de estar o de ejercicios. Dejamos los bultos y pasamos a formar en el
centro.

-De frente al mástil. Ubicarse a tres pasos de distancia. Alinear. Firmes, hasta
nueva orden.
Al frente se observaba la parte posterior de las construcciones. Los dos
departamentos pareados tenían las ventanas tapiadas con gruesos tablones.

A los minutos, ya el frío entumecía las piernas a pesar de que el sol se insinuaba a
ratos.

Un oficial con dos soldados se dirigió a nosotros.

-¿Frío, verdad? Pronto entrarán en calor... ¡Giro a la "derecha! ¡Diez vueltas


alrededor del césped! ¡Trotar!

Nos tuvo media hora trotando, en prácticas de marchas y en giros. Volvimos luego
a la misma posición de antes.

-De izquierda a derecha, indicar nombres y filiación política -gritó el oficial-.


¡Comunistas! ¿Qué cargos tienen? ¿Qué fechorías hicieron?

Empezó conmigo.

-Quedé en libertad -contesté-, hace más de dos meses.

Me miró detenidamente. Era alto, soberbio, de prepotencia extrema. Bastante


joven. Sin necesidad de presentación, un Patria y Libertad, militarizado
seguramente desde hacía tiempo, con curso en Panamá.

-Se les terminaron las vacaciones -continuó-. Este campamento se rige por
estricta disciplina militar. No hay contemplaciones para nadie. Aquí aprenderán a
ser patriotas y a trabajar... ¿Ven este estadio? Está inconcluso porque ustedes se
robaron la plata. Ahora lo estamos terminando, les, guste a ustedes o no... Espero
que den motivos para aplicar castigos. Será un placer hacerlo... -infló el pecho-. -
Repitan: "¡Trabajaremos! ¡Sí, nos robamos la plata!"

Cerca de mediodía, en filas, dimos la vuelta y llegamos, a los departamentos


tapiados. En ese momento, de casualidad, oímos una radio que escuchaban
varios uniformados y que informaba que el general-intendente se trasladaba a
Santiago a ocupar un alto cargo en el ejército.

El guardia carcelero abrió el candado y corrió el cerrojo que tenía la puerta. En fila
fuimos pasando con nuestros bultos que recogimos en el camino. Había un
compañero parado a pocos pasos de la entrada.

Nos saludó.

-Soy el delegado -dijo a modo de presentación-. Dejen las cosas aquí. Después
las ubicaremos.

Adentro todo era muy estrecho. Copamos el pequeño pasadizo. La puerta se cerró
a nuestras espaldas. Se oyó el cerrojo. Estábamos encerrados.
Había una habitación espaciosa, equivalente a una sala, estrechada por una
armazón de madera que llegaba hasta el techo. Se llenaba prácticamente con
quince literas dobles, de madera, en cinco filas de dos unidades cada una y otras
que cruzaban las ventanas con la dirección del muro. Dejaban entre ellas espacios
precisos para que pasara una persona de lado. Por el costado se alineaban
algunos closets y, dando la vuelta, se llegaba a un pasadizo paralelo al de la
entrada, que conducía a la sala de baño. Allí, dos casetas de WC servían a todos
los detenidos y a continuación venía un baño con varias duchas. Al frente había
lavatorios de loza con espejo y, al costado, bajo una ventana igualmente tapiada,
dos urinarios. Los pisos del departamento estaban embaldosados y el baño se
adornaba con azulejos. En el corredor se veía un anafe eléctrico.

Varios compañeros estaban ahí. Algunos se acercaron. Había varios rostros del
antiguo barracón. Nos dieron la mano sin hablar o haciéndolo muy despacio. La
alegría de vernos estaba en los ojos. Se movían casi en silencio, en zapatillas o
sólo en calcetines, cabizbajos y graves. Estaban muy delgados.

-Veremos cómo nos arreglamos -dijo el delegado-. Dos tendrán que dormir en el
suelo. Usted, abuelo, ocupe esta litera alta. Es cómoda. Tiene más espacio.
Corresponde a la número 29. Halcón 29. Aquí no hay nombres ni otros términos.

Sí. Ya lo había notado. Nada de compañero. Tampoco el nombre. Yo de Alfa 58


pasaba a ser Halcón 29. Descendía. No sólo dejaba de ser persona. Ahora era
una sombra numerada.

Allí, mientras estuve, llegamos a vivir más de treinta personas. Pasábamos


sentados en las literas o pegados a los muros en los ratos de descanso. La sala
de baño era fresca y permitía dar un par de pasos. Había horas para conversar en
voz baja, y algunos libros para leer. También un juego de naipes. Pero siempre
estábamos alertas, pendientes del candado. Varias veces al día, la guardia
irrumpía para la revista, el aseo de piso, la presentación personal, los baños, la
actividad.

El día de mi llegada fui al baño. Me siguió un compañero. En el urinario me dijo:

-Hablemos lo menos posible. Aquí hay micrófonos. Ese viejo que arrastra una
pierna es de ellos. Cuídese...

Tiempo más tarde sonó el cerrojo. Todos quedamos donde estábamos. Se abrió la
puerta y dejaron una olla en el piso, de la que colgaba un cucharón y un bolso con
panes.

El delegado se adelantó deteniéndose a unos pasos, hasta que cerraron la puerta.


Después llamó a otro compañero y acercaron la olla.

El delegado me miró.

-Aquí es una sola ración, abuelo.


Y era bastante pobre. Nada de té, ni café. Para tomarlo había que tenerlo.

Ese primer día traíamos bastante hambre y ninguna provisión. Los compañeros
compartieron con nosotros huevos duros, jamón y galletas con café.

Habían conseguido transformar ese departamento en un verdadero calabozo.


Tapiado, cerrado por fuera, todo el día se iluminaba con luz artificial. Para llamar,
el delegado tenía que golpear desde dentro cuidando de hacerlo sólo en
circunstancias especiales. Todo estaba estudiado y previsto para que el detenido
sufriera el peso de la prisión. Cada minuto del día estaba reglamentado en un
orden odioso. Desde el amanecer, los quehaceres, obligaciones, horas de
conversación, breves descansos, parecían marcados por un siniestro calendario.
A las seis de la mañana había que estar listos, para salir a la cancha de césped:
una hora de ejercicios, marchas y giros. Luego el izamiento del pabellón nacional
al son del himno patrio. Todo eran estrictez absoluta. Trato de enemigos "de
guerra", como decían. Después, a la celda, para desayuno y aseos. A las ocho,
nueva formación y al trabajo, donde esperaban carretillas y palas para continuar el
relleno en la pista del Estadio, con piedras y arenillas.

Lo peor eran las noches, la luz se cortaba temprano. La guardia de medianoche se


ensañaba. Ráfagas de metralletas de alto poder golpeteaban frente a las ventanas
cada media hora, mientras gritos y lamentos se oían de la oficina.

- Canta Venceremos ahora, desgraciado...

La canción se elevaba, nota a nota, entre las risotadas y los gritos. Canción de
halcones que no podían volar.

LIBERTAD CONDICIONAL

-Esta es la peor, abuelo -me contaban-. De todas las armas, la Fuerza Aérea es la
más inhumana y bestial... Y eso que han mejorado mucho desde que somos
prisioneros de guerra... La mayoría de los oficiales son torturadores expertos...

Hablaban después de las otras armas.

-Los carabineros se conforman con la pateadura reglamentaria y con andar sobre


las espaldas de los detenidos. El militar, después de la primera embestida del
ejército de ocupación, vuelve a la austeridad de la disciplina militar, salvo los
oficiales ligados a Inteligencia. El marino, más de clase media (desclasado diría
yo), demuestra perversidad, pero tiende a tratar de salvar su imagen de
caballerosidad legendaria. Pero, aquí, los aviadores muestran crueldad refinada,
ensañamiento. Tienen experiencias no sólo en tortura física, sino también en la
sicológica... Se inspiran en filosofía de altura. Dominan desde los cielos...

Otro contó su experiencia:


-Nos recibieron en la cancha de césped. Eran como veinte oficiales. Practicaron
box con nosotros. Llovían los puñetazos y, cuando caíamos, nos levantaban a
patadas. ĄImagínese cómo quedamos! Lo peor ocurre los días once de cada mes.
Acostumbran a celebrarlo. Yo estuve el once pasado y todavía estoy resentido...
Ese día nos hicieron desnudar. De a cinco debíamos entrar al baño bajo la ducha
fría. Allí nos golpeaban con palos y laques... Y usted ha podido ver. No dejan
dormir, debemos pasar el día en ejercicios y trabajos, a media ración. Cuando
quieren permiten entrar paquetes y cartas. Las visitas son muy controladas y sólo
por unos minutos. No les importa la antesala que han debido hacer los familiares
en la Intendencia para conseguir el permiso... Yo pasaré a Consejo de Guerra. ĄNi
el abogado ha podido hablar conmigo! No es necesario, dicen...

Pregunté por el departamento contiguo.

-Esos son socialistas. Ahí hay más detenidos que acá. Los verá usted alguna
mañana en los ejercicios conjuntos. Ahora están castigados. No pueden salir y
creo que no tienen derecho a luz. Hace unos días, a uno de ellos, un joven, se le
cayó un pedazo de papel con versos de una canción protesta. ĄOcurrírsele
escribirla! Uno dice: Pero algún día pagarán... Cuando vino la furiosa
investigación, tuvo que dar un paso al frente y confesar. Le han pegado tanto que
tememos por su vida...

A la hora de la formación vino el jefe de grupo.

-Están a un par de pasos de la calle -dijo-. Sólo con subir a los pinos y saltar la
alambrada la alcanzan. Háganlo. Les ruego que lo hagan. Necesitamos el motivo
para actuar. Los tenemos aquí para que vengan sus compañeros a rescatarlos. A
ellos los estamos esperando. Siempre los estamos esperando. Anoche, por
ejemplo, andaban curiosos. Vinieron a mirar. Los dejamos acercarse.
ĄExplíqueles, oficial, cómo les fue!...

Fueron cinco días y cuatro noches que representaron más, mucho más, que los
tres meses pasados en el regimiento naval y la Isla.

En la mañana del día 31, el oficial a nuestro cargo vino después del desayuno. Me
llamó y ordenó preparar mis cosas. Debía estar listo en diez minutos.

Me rodearon algunos compañeros.

-ĄEs la libertad, abuelo!...

żSería? Me ayudaron a prepararme y me dieron encargos disimuladamente: la


familia, algún trámite, recados. Traté de concentrarlos en mi confusa cabeza.

Tiempo después volvió el oficial y salimos. Hizo que un guardia cargara con uno
de los bultos. Me habló. Salía en libertad, dijo. Pero debía olvidar estos días,
incluso el lugar.
Llegamos al vehículo blindado. Había otro de los detenidos del departamento
vecino. Nos vendaron los ojos y debimos caminar. Nos llevaban a la oficina.

Hubo una larga espera para otro interrogatorio. Esta vez fue sobre armas.
Después firmé lo escrito por la máquina. Luego subimos al camión donde nos
sacaron las vendas.

El camión no se dirigió a la ciudad. Siguió por el camino hasta Bahía Catalina: La


base de la Fuerza Aérea. Luego de numerosas vueltas, se estacionó frente a un
edificio. Bajamos. Era la oficina del comando.

Caminamos hasta el segundo piso. Allí hubo otra espera. Estábamos en una sala
con amplios ventanales, varios estantes antiguos, sillones de cuero y un gran
escritorio. El comandante se sentaba frente a él, imponente, simulando leer unas
carpetas. Sobre la mesa había unos papeles de color, impresos. A un costado, de
pie, semiafirmado en la pared, había un oficial con casaca de cuero, que nos
miraba atentamente.

Avanzamos hasta quedar frente al comandante. Era un hombre relativamente


joven. Recordé su nombre. Con frecuencia le habíamos enviado invitaciones para
actos del Instituto que él había respondido con otras o con notas de saludos.

Casi no levantó la cabeza.

-Señores -dijo-, ustedes saldrán en libertad condicional por disposición del señor
general y jefe de Seguridad. A peticiones formuladas, él se dignó a ordenar la
revisión de los expedientes. Por suerte para ustedes, ellos estaban cerrados, sin
cargos.

Hizo una pausa. Siguió enseguida.

-Los he estado esperando porque deseaba conversar con ustedes para que
salgan con una idea clara de lo sucedido en los últimos meses...

Nos habló por más de media hora respecto de las condiciones en que se
encontraba el país con el "funesto" gobierno de Unidad Popular; del significado y
alcance de la intervención de las Fuerzas Armadas, "obligadas" a quebrar una
línea de conducta; del sacrificio y responsabilidad asumidos...

Yo lo observaba. No me llamaban la atención sus palabras. Me asombraba, sin


embargo, la deferencia e interés que demostraba porque entendiéramos su
planteamiento. Al filo del Año Nuevo, un alto oficial perdía una hora de su tiempo
con dos presos sin mayor significación. Me sentía desconcertado. żPor qué ese
esfuerzo en convencernos?

Después se dirigió al joven.

-En su caso, debo advertirle que no se le aceptará falta personal alguna, menos
de carácter política o subversiva. No habrá contemplaciones con los que vuelvan
aquí. Como reincidentes, pasarán a Consejo de Guerra y seguramente serán
fusilados...

Se volvió luego a mí revisando mi expediente.

-Usted señor -dijo-, veo que era presidente del Instituto Chileno-Soviético y
militante del Partido Comunista. Por sus años debe ser un marxista convencido.
Sé que poco podré hacer para que cambie de opinión. Le he explicado cómo el
actual Gobierno respeta las ideas y creencias siempre que ellas sean conservadas
por el individuo para sí, en su casa, en su medio familiar...

Le aconsejo dejar toda actividad partidista, olvidar las ideas... Sería de lamentar
recibirlo nuevamente. Terminaría sus días...

Concluyó luego:

Ahora, el oficial aquí presente les leerá los puntos pertinentes del acta que deben
firmar.

El otro tomó dos papeles de colores en que estaban nuestros nombres y datos
personales y leyó. Era una larga lista de imposiciones, un compromiso. Nos
obligábamos a no participar en el futuro en ningún acto, reunión u organismo de
significación política; no desarrollar actividad alguna en perjuicio del gobierno
militar y a olvidar lo sucedido. En párrafo aparte, que el oficial remarcó,
reconocíamos haber sido bien tratados, no haber sufrido vejámenes ni torturas y
agradecíamos a las Fuerzas Armadas por su conducta con los detenidos,
manifestando no tener reclamo alguno que formular.

El oficial, retuvo unos instantes los papeles observándonos. Después los acercó a
nosotros con el lapicero.

Miré a los dos militares. No dudaba ya que ese oficial, tan seguro y displicente que
de pie nos observaba, representaba la fuerza, el verdadero poder. Sin duda era de
Inteligencia. Pensé que tal vez el propio comandante le temía.

No hubo alternativa.

Firmamos. Era nuestra primera declaración firmada sin venda en los ojos. Tal vez
la peor.

Todo terminó con rapidez. Salimos. Los guardias nos esperaban afuera. Antes de
partir pasaron a recoger la olla con la ración de los presos del Estadio y nos
detuvimos a dejarla. fas arroz cocido. La cena de Año Nuevo.

Miré las calles de Punta Arenas.

Estaba en libertad condicional. Desde ahora, debía firmar cada sábado un libro en
la Comisaría.
El camión me dejó frente a la puerta de mi casa.

Levanté los bultos y caminé los pocos metros.

Era tarde.

Toqué suavemente. Sentí los pasos que se acercaban.

La brisa helada rozó mis mejillas. Por algún motivo se me vinieron a la mente los
versos de la canción: Desde el hondo crisol de la Patria...

Pensé que estaba libre. Pero, żlo estaba?

La puerta se abrió. Mi mujer se encontraba ahí.

-Hola -le dije.

Ella se quedó muy quieta en el umbral. Lloró después.

Entramos lentamente, abrazados, como náufragos.

Soplaba el viento ahora. Decía "Año Nuevo". También decía "Venceremos", con
fuerza, con esperanza.

CERCO DE PÚAS

Comprendí después que no estaba libre. Había un cerco que salía de los centros
de detención y se prolongaba afuera rodeando la ciudad. Podía verse en las calles
alrededor de cada casa, circundando a las personas, con sus púas bien
dispuestas. Esas púas habían adquirido variadas formas: patrullaban las calles en
oscuros vehículos, apuntaban en las armas amenazadoras de soldados y policías,
estaban fijas en las miradas vigilantes, tenían sonidos de metal en los pasos
solapados que acosaban, escribían en listas y papeles delatores, tomaban voz y
acción en los sucesos de cada hora, en el día y en la noche.

Sí. Estaba libre. Libre para ver y oír y, hasta, para caminar dentro de la ciudad
ocupada. Pero casi no podía hablar. Mis movimientos se habían limitado. Sabía
que debía dejarme ver lo menos posible y estar lejos, de la calle y de la gente.
Tenía que evitar los riesgos de una discusión, la exigencia de una identificación, la
recaída en la prisión.

Era, ahora, un hombre sellado, mudo.

Permanecía dentro de la casa. Nada más. Mirando a mi mujer que en el propio


hogar caminaba casi sin ruido, alerta, acercándose aprensivamente a la ventana,
intranquilizándose ante un simple golpe en la puerta, hablando en voz baja.
Después, aprendí a hacerlo yo también. No era imposible que cuando saliéramos
instalaran micrófonos. Quizás si hasta el teléfono estaba intervenido. O, tal vez,
las cartas eran revisadas.

Volví al trabajo.

Continuaban las eliminaciones de izquierdistas y el desmantelamiento de los


servicios de previsión. Se despedían cientos de miles de funcionarios. Entretanto,
los servicios de Inteligencia se organizaban minuciosamente doblando esas cifras.
Se creaban más centros de torturas y una "casa de las sillas" en la capital, con
maquinarias importadas. Esto, sin contar aquellos que funcionaban en las propias
oficinas públicas y en los centros de trabajo. Abundaban los delatores a paga en
cada manzana o edificio de departamentos.

No pasó mucho tiempo sin que me dijeran:

-¿Por qué te irás este mes, ah? Tú estuviste preso y encabezas la próxima lista...

Moví la cabeza.

-Espero irme como corresponde -contesté-. Son treinta y cinco años de servicios...

El que me habló, sonrió.

Sin embargo, tenía razón. Íbamos quedando muy pocos en la Sección donde nos
habían amontonado.

Una señora, que peinaba canas, presionaba ante los militares.

-No se puede trabajar tranquila -decía a diario-. Quedan demasiados marxistas.

Impresionaba la insensibilidad de los vencedores que parecían insaciables con la


cuota de muertos y desaparecidos y continuaban empujando gentes a las
prisiones, a la desesperación y a la miseria. Sin remordimientos seguían viviendo,
haciendo negocios, como si fueran ajenos a ese mundo siniestro. Semejaban
vampiros constantes por su cuota de sangre. Era una nueva especie de caníbales
que se hartaban con el despojo al vecino, al compañero de labores, al colega de
profesión; que le quitaban el trabajo, el escritorio, la sala de consulta, la vivienda.
Eran otras tantas púas, púas vivas, acechantes, hurgando y delatando.

Un día conseguí llegar a casa de mi comadre. Había quedado mal por las torturas
después de un mes de prisión. Ella había sido dirigente de un Centro de Madres.
Era peor de lo que me dijeron. Apenas toque la puerta oí los gritos. Su marido me
hizo pasar. Ella había huido a esconderse tras la puerta del baño. La vi más tarde.
Estaba acurrucada gritando: "Yo nada he hecho... Nada malo he hecho, mi
sargento...". Tenía los ojos muy abiertos y no me reconoció.
Volvieron las pesadillas que me perseguían en sueños. Me despertaba sintiendo el
timbre de la calle, a avanzadas horas. Pero era un sonido que sólo estaba en mi
mente, en mi miedo.

En las noches navegaba el sobresalto. Las ráfagas de metralletas, las carreras y


gritos, interrumpían el reposo. El insomnio a veces con el rodar de vehículos
militares o de Inteligencia que, de improviso, se detenían frente a la casa de un
vecino. Entonces eran audibles Lis pisadas en la acera, los ruidos en la reja, los
pasos en el jardín cercano, los golpes en la puerta. Después, la carne castigada,
1as lamentaciones, el arrastrar de cuerpos por el pavimento.

Recuerdo a la joven dirigente universitaria, con cara de niña, que desapareció una
tarde de una casa del sector. Como a las cuatro, llegó una señora que le rogó la
acompañara a un auto, que estaba a la vuelta de la esquina. Le dijo que allá la
esperaban unas compañeras de la Universidad que no se atrevían a visitarla. Fue.
Iba confiada. En el auto, había dos de sus compañeras de estudios, pero también
estaban los hombres de Inteligencia que las habían detenido. Volvió varios días
después. Venía extrañamente fría e inexpresiva. Habló una sola vez: "Mamita -
dijo-, he sido violada por doce guardias. Me han tenido tirada en el suelo con
piedras sobre los senos. He soportado muchas porquerías en la vagina..."
Enseguida buscó el sitio más oscuro de la casa y se quedó ahí por largo tiempo
mirando los marcos vacíos de la puerta o las tablas del techo, con los ojos
perdidos.

Sí. Eran púas. Púas y alambre. Podían sentirse con sólo ver la ciudad ocupada,
mutilada de tantos seres ausentes, de sentimientos olvidados, de vergüenzas
perdidas. En las calles, contra los muros, era habitual ver a las nuevas víctimas
con las manos en alto, en denigrantes registros; a los de Inteligencia deteniendo a
un transeúnte, amarrándole las manos a la espalda, cubriéndole los ojos con un
trapo y empujándolo n un furgón. ¡Las operaciones de guerra! En cada esquina,
semiocultos los hombres de la represión, con boinas y las metralletas a un
costado, con la vista fija en un departamento o en alguna oficina, al acecho de una
presa que debía caer.

Púas y alambre. Esa era la libertad. Miseria. Miseria de hambre. Miseria que
crecía.

Mas, había signos de resistencia. Desde lo alto de los edificios caían a veces los
panfletos. Algunos se enfrentaban con las armas y morían. Muchos cómplices de
los militares comenzaban a flaquear. Sus intereses estaban siendo tocados. Las
púas continuaban endureciéndose.

En mis breves salidas busqué el rostro del cristiano y del libre pensador. Quería
verles los ojos. No lo conseguí. Eran ojos esquivos, falsos. Unos miraban la cruz,
esperando el milagro; los otros seguían en sueños. Sólo la mirada del compañero
conservaba extraños fulgores.

Y una noche lo supe.


Minutos antes del toque de queda volvía a casa, apresuradamente. Un perro me
alcanzó trotando y caminó a mi lado. Traía las orejas gachas y la cola entre las
piernas. Me desentendí de él hasta que metí la llave en la cerradura. Entonces, el
animal se pegó a mis piernas y empezó a temblar. Conocía eso. Era miedo. Miedo
a lo desconocido. Tal vez ese perro intuía que no llegaría a su refugio. La orden
era disparar contra toda forma en movimiento que no contestara al alto. También
él, como yo, no podía hablar. Lo dejé entrar. Fue mi asilado hasta el día siguiente.
No obstante, me entregó el mensaje.

Si era imposible hablar, más tarde o más temprano, podría escribirse. Es lo que
hice.

Paréntesis de perros

LOS TIEMPOS DEL PERRO

Mi perro está viejo y se ha puesto temeroso. Temeroso de sus semejantes y también de las
personas.

No se atreve a salir solo y, aunque le dejo la puerta abierta, vuelve a buscar mi compañía,
invitándome a seguirlo.

Ya en la calle, rehuye la proximidad de otros perros y, cuando alguno, se le acerca, gime y busca
refugio a mi lado.

Se asusta de las sombras y de los bultos inanimados,. del ruido de motores y de las frases cortas,
que como órdenes, a veces escucha.

Se espanta cuando revienta algún neumático o alguien se detiene de golpe y hace sonar los tacos
de las botas.

Quedó así desde que anduvo perdido varios días, en extraña experiencia no contada.

Volvió golpeado, mal herido, con una perforación en el espinazo.

Quisiera poder acompañarlo en su deambular infatigable y brindarle la protección que necesita


para correr por parques y avenidas y detenerse con tranquilidad en cada árbol ...

Aunque me faltaran horas diarias para ello lo haría con agrado.

Pero, precisamente, me estoy poniendo viejo y temeroso temeroso de los animales y de mis
semejante.
CHARCO DE ESCARCHA

Los días habían sido tan fríos que el hielo brillaba en las calles de Punta Arenas, en esa congelada
mañana de septiembre. Las veredas parecían de vidrio y las personas transitaban con grandes
precauciones.

En estos días, el hospital suele registrar muchos contusos por accidentes en la vía pública. Las
gentes caminan lentamente y los vehículos circulan con cadenas en las ruedas.

Me detuve unos momentos en la puerta del banco, frente a la Plaza de Armas, donde Hernando de
Magallanes, en lo alto del monumento, parecía muy vivo con sus hombros blancos de nieve y el
mirar lejano. Por doquier, en las esquinas y frente a los edificios, piquetes de militares con gruesos
abrigos, se movían, fuertemente armados. Junto a la Intendencia había un enorme tanque y otro
vehículo que portaba un largo cañón.

El perrito apareció en la esquina.

Era pequeño, blanco y muy lanudo. Caminaba rápido olfateando las bases de los edificios o los
bordes de las aceras. Unos metros más allá se detuvo. En una poza escarchada comenzó a jugar,
contento, como si fuera a patinar. Se echó de espaldas luego y, como en el mejor de los céspedes,
se revolcó eufórico. Saltó, brincó, dio cortos ladridos a la escarcha y lanzó divertidos mordiscos a la
dura capa de hielo. Después emprendió locas carreras hasta mí y hasta un guardia que lo miraba
inexpresivo, volviendo enseguida a revolcarse ruidosamente.

En mi larga permanencia en esa zona no había visto aún este espectáculo. Un perro, magallánico
genuino, gozaba de su clima, del frío seco que activa la piel y levanta el ánimo, del aire helado que
ensancha los pulmones y vivifica, de la blancura que trae la nieve haciendo brillar el día y
expandiendo el horizonte. El perro, con sus disparatadas carreras, aullidos, mordiscos y
restregones en la escarcha, era todo un canto a la naturaleza, a la alegría de vivir, al
contentamiento, a la libertad...

El guardia, sin embargo, no lo entendió así. Percuto su fusil ametralladora, apuntó y disparó una
ráfaga sobre el pequeño animal que quedó echado, estremeciéndose en la poza de escarcha.

La sangre fue tiñendo la blanca capa de agua helada. El militar volvió a percutar el arma.

Después me clavó su mirada vacía, inhumana, como buscando un gesto de protesta.

HORA DE MORIR

Durante el allanamiento, la chacra había sido minuciosamente registrada. Montones de tierra y


agujeros por todas partes indicaban que la búsqueda de armas de fuego y papeles había sido
sistemática. La mediagua de madera forrada en zinc, fue abierta en varios puntos y la construcción
mostraba innumerables orificios de bala.

Habían arrancado las tablas del piso y destruido los pocos muebles. Dos colchones rasgados
mostraban sus rellenos de molas de algodón; se veían pedazos de sillas y de la mesa, tazas y
platos rotos, huevos reventados, restos de leche, harina, azúcar y cereales. La estufa de parafina
había sido partida a machetazos.

Desde el miserable camastro, un viejo trataba de incorporarse apoyándose en los largueros. A sus
pies, un perro con el espinazo, quebrado, gemía y pasaba su lengua por una de sus patas
delanteras que colgaba como trapo.
El viento aullaba colándose por las rendijas y los orificios. Era un día oscuro, con las nubes casi a
ras de la tierra. Un frío de escarcha estaba blanqueando las maderas y las cosas.

Sin la memoria de los días pasados, el viejo aún no atinaba a sentarse en el borde del camastro.
La visión de sus hijos arrastrados y pateados por los uniformados, junto al par de compañeros que
habían encontrado refugio en su modesto hogar y que fueron sacados a culatazos, le era tan
dolorosa como amarga.

-ĄMiserables! -se había atrevido a exclamar desde su lecho de enfermo-. ĄDeténganse, bestias! -
pero sólo había podido levantar un puño.

El que comandaba el pelotón se acercó.

-ĄCállate, viejo hijo de puta! -gritó. Después lo había golpeado con un culatazo medio a medio del
pecho. En ese momento sucedió.

El perro -su perro- había saltado veloz a la muñeca del sargento deteniendo los golpes homicidas.
Fue en vano. Los puntapiés le habían llovido y un balazo lo dejó gimiendo bajo la cama.

Ahora, sólo estaban los dos; el hombre y su perro. El viejo consiguió sentarse finalmente y sus
piernas flacas colgaron del lecho. El perro se arrastró y lamió los pies desnudos... Como pudo, el
viejo se afirmó en la silla volcada y se levantó.

Encorvado y jadeante llegó hasta el mueble lavaplatos abierto junto a la estufa. Arriesgando
caerse, dolorosamente, se agachó y retiró una tabla lateral. Era el escondrijo que los militares no
habían logrado destruir. De allí extrajo varias hojas de papel escritas a máquina. Eran las listas con
que individualizaban a los compañeros de células del sector agrícola.

Buscó entre las cosas esparcidas hasta encontrar los cerillos. Prendió fuego a las hojas y las dejó
consumirse. Tomó después un tiesto y lo llenó de agua. Bebió un largo trago. Lo llenó de nuevo y
lo llevó hacia donde el perro herido, colocándolo a su lado.

Luego regresó al centro de la habitación y allí, con los dedos agarrotados, estuvo recogiendo
montoncitos de azúcar que se llevó a la boca. Manteniendo un poco en la mano, lentamente,
porque las fuerzas lo abandonaban, volvió al camastro.

Recordó las palabras del sargento antes de cerrar los ojos.

-Estaremos vigilando la parcela, vejete... ĄGuay del que se acerque!... ĄAhora, muérete de
hambre, mierda...!

Varios días después, cuando la patrulla entró de nuevo a la chacra, lo primero que vieron los
soldados en la habitación, fueron los papeles quemados y un hilo de agua congelada que colgaba
de la cañería como una estalactita.

En el camastro, el viejo estaba muerto.

Sólo vivía el perro. Ladró todavía con furia desde abajo de la cama.

El sargento sacó su pistola y disparó.

Hubo un pesado silencio.


Ninguno de los soldados miró el cadáver del viejo. De hecho, se hubieran sorprendido. Con el
postrer quejido de la bestia, el rostro del viejo pareció distenderse en una mueca plácida. Ahora sí,
venía la paz.

PAN NUESTRO DE CADA DÍA

Contó una vez más las monedas y llegó a la triste conclusión: sólo tenía para medio kilo de pan. El
resto le alcanzaba apenas para movilización. Decidió ir, no obstante. Esta vez sentiría tener que
dejar sin pan a los niños que lo asediaban en el camino cuando volvía de comprarlo o a aquellos
viejos vecinos que con disimulo se paraban, justo a esa hora, frente a las puertas de sus viviendas.

Se fue por la calle acostumbrada, donde ya lo esperaban los menores del sector con la mirada
insistente y el ruego a punto de brotar. Terció en la esquina y se dirigió con paso rápido a la
panadería distante. Al regresar tomó una calle paralela para evitar los encuentros dolorosos.

No había avanzado mucho cuando algo sucedió.

Primero fue un perro que, dando saltos a su alrededor, se emparejó graciosamente a su marcha.
Luego vino otro y otro más. Algunos ladraban. Otros se limitaban a acercarse a oler el pan caliente.

En un comienzo, el hombre los ahuyentaba con ademanes y palabras cariñosas. Paulatinamente,


sin embargo, los animales se fueron poniendo agresivos y él tuvo que tomar actitudes defensivas.

Los perros no se amedrentaron. Por el contrario, a medida que aumentaron en número, dejaron los
juegos amistosos, gruñeron, se pelearon entre ellos y, ya sin temores, atacaron el paquete.

Llegó un momento en que no dejaron caminar al hombre, que trataba de mantener en alto su carga
esquivando a los más bravos. Finalmente, perdió el equilibrio, trastabilló y se fue de bruces contra
la acera. Entonces un perro grande y otro mediano, alcanzaron el paquete y lo rompieron. Los
panes saltaron. La jauría se lanzó contra los panes. El hombre estiró un brazo tratando de
retenerlos, pero fue rechazado por salvajes dentelladas.

El hombre se arrastró horrorizado. Como pudo se levantó. Saltó entre las bestias y huyó del lugar.
Llevaba el pantalón y la camisa en jirones y había sangre en sus manos. Al enfrentar su calle
divisó a los niños que lo esperaban.

Estaba confundido. Ahora entendió por qué se decía que Ťel Hambre también era Generalť.

RÍO ROJO

El sol ya apuntaba sobre la alta y nevada cordillera. El amanecer se extendía en ese extenso valle
en que don Pedro de Valdivia fundara un día la ciudad de Santiago del Nuevo Extremo. Las aguas
del río Mapocho, que atravesaba la ciudad, en ese rodar sin fin de aguas cordilleranas, traía
sorpresas esta madrugada: cadáveres.

Unos boca abajo mostrando la nuca destruida, los cabellos pegoteados, la piel hinchada; otros,
cara al cielo, con los enormes ojos abiertos en muda interrogación. Algunos se deslizaban
serenamente, en filas, como si fueran a una concentración. Otros iban dando tumbos, golpeándose
en las defensas de concreto.
Eran cadáveres de obreros -seguramente mineros-, acribillados. En muchos casos, mostraban un
orificio en medio de la frente, que se perfilaba claramente, señalando el punto preciso de su
muerte.

Un perro grande, de largas y caídas orejas, corría por la ladera, por los vericuetos de la ribera.
Emitía cortos y lastimeros aullidos. Cuando un cuerpo se estrellaba casi junto a él, pegaba saltos
asustados y ladraba furiosamente. Por varias cuadras brincó entre las piedras. En un recodo de las
aguas alcanzó al fin lo que buscaba. Era el cuerpo de un muchacho que parecía esperarlo,
detenido contra unas rocas.

El perro se echó al agua. Llegó hasta el cadáver y empezó a tirar de sus ropas. Trabajó largo rato.
Los trapos se desprendían obstaculizando su faena y no conseguía afirmar el cuerpo que tendía a
seguir su viaje por la corriente. Lo logró después de un rato. Con su pecho y las patas delanteras,
estabilizó el cadáver, que quedó de espaldas sobre los pedruscos. La piel era blanca y marcada
por anchas moraduras. En el rostro, los ojos claros, abiertos, llevaban el asombro del cielo en sus
pupilas.

El perro lamió una de las manos. Luego acercó su hocico a la cara y se mantuvo un instante
contemplándola. Con una de sus patas delanteras, intentó moverla, en bruscas caricias, como
incitándole a despertar. Después con la lengua afuera, movió la cabeza en todas direcciones.
Ladró, enseguida, desesperadamente. Luego colocó sus patas en el pecho del muerto, alzó el
hocico al cielo y aulló largamente.

A su lado, seguían flotando los cadáveres.

RETRATO DE UN PERRO AMARILLO

Hay perros buenos y hay perros malos.


Hay tiempos para hablar y hay tiempos para callar

En la esquina de mi casa, hay un perro que nadie sabe de dónde vino. Estaba allí una mañana,
como si se hubiera instalado a primera hora y el lugar le hubiera sido asignado previamente.

Es alto, de orejas grandes, nariz larga y color amarillo.

Está lisiado, sin embargo. Le cuelga la pata izquierda delantera, condición que soporta con
naturalidad.

Parece ser de buena familia. Tiene modales amistosos, es sociable y desde el primer día concitó
simpatías, no tanto por su quebrantado andar como por su afabilidad.

Suele acercarse a las personas moviendo la cola, mostrando los dientes en una amplia sonrisa y
dando la impresión de llevar colgando la pata izquierda en permanente saludo. Los acompaña
algunos pasos para luego regresar y atender al siguiente.

Es todo un gesto amable y cumple con agrado la función de relaciones públicas. Los vecinos le
dan comida; los niños no le temen y corresponden con caricias a sus demostraciones afectivas.

Con los otros perros, sus congéneres, tiene un trato tan efusivo y eficiente, como el mejor de los
secretarios. Con cada uno permanece unos instantes, como si dialogara. Es un espectáculo.

Luego de olfatearse mutuamente, se acerca al árbol de la esquina, convertido ya en una especie


de café o bar muy original, y allí levanta una de sus patas traseras a modo de brindis.
Nunca hay un altercado, ni menos una riña.

Sin embargo, hoy desde la ventana observé algo extraño, insólito, que me ha dejado
ensombrecido.

Divisé la perrera desde lejos y estuve a punto de bajar, pero algo me contuvo. Los hombres corrían
silenciosos con sus lazos como guadañas y cogían a los animales más desprevenidos.

La reunión de la esquina se disolvió. No obstante los perros, como si atendieran a una sabia
indicación del can simpático, caminaron sin urgencia por la acera, hacia los hombres.

El perro lisiado los observó por unos momentos mientras los cazaban fácilmente. Después,
rengueó hasta el árbol de la esquina.

Lo raro fue que, al llegar junto a él, los hombres de la perrera, en una extraña forma de inteligencia,
pasaron sin mirarlo y sin tocarlo, dejándolo justo en el lugar que pareciera le hubiera sido asignado
previamente.

GUERRILLERO

Arrastrándose como un soldado que avanza sigilosamente con los codos y rodillas sujetando el
fusil, pasó las alambradas. Era un perro de buena estampa, abundante pelo color café, de franca e
inteligente mirada. En vez de fusil, llevaba en el hocico una navaja automática cerrada.

Olfateando, se detuvo con recelo y, por el lado oscuro del parque se acercó despacio a la
construcción. Sólo le faltaba pasar el cuerpo de guardia.

Esperó tras unas matas. Apenas el guardia dio la vuelta para entrar en la caseta, corrió por el
pasto y, velozmente, cruzó el espacio de luz. Bordeó edificios. En la parte posterior, alcanzó su
destino: un claro, entre unos álamos, iluminado en parte.

Ahí estaba el campo de torturas. Los cuerpos estacados en el suelo se iluminaban en la penumbra.
El olor a sangre y carne chamuscada le golpeó el olfato desagradablemente, pero a la vez percibió
uno muy conocido. El olor de su amo y compañero de lucha.

Había varios guardias que portaban aquellos instrumentos que pican la piel. Él no desconocía el
impacto de las balas y, por eso, esperó, echado a la distancia. Dejó la navaja en el césped y
acezando, con la lengua afuera, no dejó de estar alerta, escuchando todo ruido. Le preocupaba
que hubiera otros perros como en las noches anteriores en que debió huir para que no lo
descubriesen.

Él había seguido al camión que se llevó a su amo. Así supo donde estaba. Una noche había
conseguido llegar hasta él, encontrándolo mal herido en el interior de una carpa. Había lamido su
torso golpeado v el rostro magullado. Él le habló cerca como siempre lo hacía.

-Bien, Guerrillero, sabía que vendrías -le acarició la cabeza y sacando su pulsera grabada, la puso
en el hocico. Le dijo: -Llévasela... A ella...

Pudo ir y venir varias veces en las noches con mensajes y objetos.

Ahora, vio cómo las sombras grises se dirigieron a un rincón a platicar y tomar café. Atrapó la
navaja y reptó con sigilo. Tardó en llegar al extremo del parque. El olor conocido se hizo más
intenso. Pronto estuvo junto a la cabeza de su amo, envuelta en un trapo rojo.
-Calma, Guerrillero -le oyó decir en un susurro-. Dame lo que traes... En la mano...

Él obedeció. Con el hocico alcanzó la mano y depositó la navaja. Después la acarició. Comprendió
que debía retirarse y lo hizo. Al pasar de nuevo junto a la cabeza de su amo, éste le dijo:

-Anda... Espérame...

Volvió junto a los álamos. Desde allí percibió los movimientos de su amo cortando las amarras. La
primera; luego, la otra. Después, el cuerpo horizontal que lentamente comenzaba a desplazarse de
espaldas. Enseguida, empezó la carrera. Él, entonces, corrió a su lado.

Alcanzaban las alambradas, cuando la alarma vibró estridente. Se inició un zafarrancho de


carreras, pitos y órdenes. Las guardias se repartieron por el sector.

Se agazaparon en unos arbustos,

Sin embargo, pronto dos soldados llegaron hasta ellos.

El hombre abrió la navaja.

-A él. Guerrillero -elijo.

Saltó después sobre uno de los soldados y lo degolló.

El perro saltó a su vez sobre el otro.

Cuando los demás soldados llegaron, hombre y perro habían desaparecido. No fue posible
encontrarlos.

Se desató la furia. El mayor se hizo presente y, en contado con los servicios de Seguridad, se
montó un operativo de emergencia. Se cercaron varias manzanas y en veinte cuadras a la redonda
se procedió a un minucioso registro casa por casa.

-La orden es clara. Hay que encontrar al hombre y traerlo vivo. El perro se llama Guerrillero. ĄQue
no quede un perro vivo en el sector! No nos arriesgaremos otra vez.

A timbrazos y puntapiés en las puertas hicieron levantar a los pobladores. De cada cuadra, por lo
menos, juntaban media docena de perros que eran ametrallados en el centro de la calle. Los que
se atrevían a protestar o negaban sus perros, recibían culatazos y eran detenidos.

La pequeña despertó alarmada. Lo primero que hizo fue abrazarse a su perro que dormía a los
pies de la cama. No quiso entregarlo hasta que entró un guardia. Brutalmente la empujó contra la
pared, quitándole el animal.

Fuera, en la noche, continuaron los disparos.

ELEGÍA AL BARRACÓN
(Escrita y leída en prisión.)

El hombre que camina lentamente sobre las piedrecillas del suelo


fumando sus preocupaciones en complicados arabescos de pisadas.

El hombre que disimula su pena en posiciones estáticas o arrinconado tras las


literas,

el que mira anhelante la puerta que se abre y vuelve sus ojos con desesperanza

y aquel que salta al ser llamado, gritando un «firme» o un «presente»

para luego desaparecer sin rostro, con la cara tapada.

El hombre que repite el calvario de Cristo y atraganta sus plegarias en la letrina,

el joven que ya no estudia ni enamora y pasa sus horas junio al calentador


caliente;

el hombre que ya no es padre, ni esposo, ni hijo y sufre días improductivos,

el viejo que teje sus últimos tiempos obligándose a recuerdos sin esperanzas.

Todos sienten, antiguo Barracón, el crujir de tu estructura, el vibrar de tus fierros


entrecruzados

y tus latas que golpean canciones y martillan mensajes indescifrables entre el


ventarrón patagónico.

El hombre pensativo y "solitario como la campanada de la una",

el abuelo joven que no lo amilanan tres mil años-edades de sus cien nietos
putativos,

pero que se desmorona cuando algunos se despiden o regresan a sus puntos de


confinamiento;

el aguatero que con otros semejantes portan un pequeño

ataúd con agua y barro y lo renuevan en la cascada del grifo,

los que llevan a enterrar el «chute» chispeante y tienen olor a agua velva «en la
mirada»;

el cómodo ajedrecista que se aísla en su mundo de alfiles, de torres y de reinas

olvidando convivir con los peones del aseo diario.

El hombre que trabajaba máquinas y manipulaba herramientas con sus manos


encallecidas y el corazón abierto a ideales;
el funcionario que tramita su propio destino en papeles y expedientes

girando en «círculos» que nunca cierran;

el hombre que vivía en el campo, entre árboles, y tiene claros los ojos y conserva
aún rocío en sus bigotes.

El médico, el geólogo, el topógrafo, los profesores catedráticos-conferencistas que


enseñan teoría

de conjunto y la hermenéutica de los conocimientos;

los que fueron y ya nada son, pero que siguen autodesignándose «ex».

Todos admiran, todos agradecen, viejo Barracón,

la hospitalidad elástica de tus espacios limitados,

el aire que generosa y libremente dejas circular por entre literas, cajas y personas

recogiendo murmullos y pensamientos para la ciudad y seres queridos;

donde el gesto solidario se expresa a cada instante, en un

alimento, un cigarrillo o una ansiedad compartida, como en la alegría agridulce del


que sabe que es padre y no conoce aún la sonrisa de su hijo recién nacido o en la
pena del que perdió su padre sin corresponder el último afecto,

o, en fin, la buena o la mala noticia, o la novedad-novedosa, aquel que cumplió


varios cumpleaños en uno, alejado de los

suyos, o en la fila codo a codo que avanza buscando en la cancha el

arco de oro que perdió el arquero y que tiene nombre de mujer amada, y en la
asistencia del que cayó enfermo sin causa natural y se recupera en sana salud,

o en el que no alcanzó a ahogar su emoción en la entrevista de cinco minutos.

También aquel «ranchero» previsor que guardó tumbas (1) para profanarlas en
las onces-party

y el hombre que talla su propia piedra recordatoria con figuras y símbolos


preñados de afectos»

o el doctor que reparte sorbetes y también atenciones blancas para luego soñar
con fémures astillados y caderas perfectas bañadas en leche;

o los viejos que cuentan chascarros y experiencias y son


«libro abierto pa' esta juventud». El profesor que lee en voz alta ante cátedras de
vientos;

el comerciante que transforma su alma económica al calor de sentimientos


amistosos,

el artista que dibuja caras pero deja su rostro perdido en una sentencia,

como los muchachos detenidos en el tiempo con condenas más largas que su
propia juventud o existencia,

o todos aquellos a quienes cediste un rincón en tus entrañas

de latas. El caricaturista festivo que deformando líneas-físico hace

aflorar gestos bondadosos y chispas de personalidad.

El hombre que escribe, el que diserta, el que escucha y el que vive sus días
sentado en bancas de madera o sorbe de pie su sopa

en la cola del segundo plato;

el que lava su pocillo o su tazón y come sin cuchara

y aquel que espera inútilmente la carta que no llega y que

tiene jueves blancos de paquetes y recuerdos. El hombre despedido de su trabajo


y el que no quería jubilar y el joven que creció en el fútbol y marcó "rayitas" hasta
en su propio arco

y el tal «Marito» que agarró cancha, lució dribling y alcanzó estrellato en feliz parto
de las barras. Todos, sin excepción, han comprendido, viejo Barracón, lo que
significas como hogar en tantos días tristes y tantas

noches sombrías, con tu centro de calor joven y de sano rancho diario, con tus
cuatro puntos luminosos de cien bujías y centenares

de hoyos en tus latas, uno para cada estrella permitida, y tus ventanas
suspendidas hacia el cielo y el Estrecho que en días brillantes dejan «campanear
un cacho de sol»;

y el ancho portón por donde diariamente, junto con el pan, recibimos avisos de
aflicciones y contadas alegrías. El artista que canta melodiosas canciones
adentrándose en los corazones, como el joven camarada y su Amanda

y el profesor con sus voces de tango de la vieja guardia y

de la otra,
y el amigo de todos en su estilo suave, melodioso, impregnado de sentimientos, y
«el otro», y «el otro».

Los conjuntos de coros y las marchas marciales, y «el bravo pisando la arena» o
«la tumba será de los libres» y la numeración corriendo en las filas, como saetas,
con voces-vidas,

para terminar con «un retirar» y «un viva Chile». Cómo han dado sentido a tu
existencia de viejo Barracón y cómo nos seguirá tu recuerdo porque eres un hito
muy importante en nuestras vidas. El artesano que fabrica felpudos y alfombras
sentado en su

pierna y media, con nutrido grupo de ayudantes que manejan las trenzas de

cordel y dibujan en marcos vacíos, los dcshilachadores, los ovilleros y los


tronzadores que entrelazan acariciando soñadoramente las rubias hebras de

cordel. El Hombre-Calafate con su piel surcada de espinas y en sus

ojos la sorpresa de lo inconcebible, luego de correr desnudo por senderos y


charcas en horas «sin

rodillas» con aullidos de perros que marcaron sus tobillos entumecidos. Y el que
lee cuentos infantiles con monitos ilustrados y Tantor saltando entre las flores,
como el que busca en las foto-novelas los rostros añarados y

siluetas femeninas, y de pronto el hombre que partió sin rostro y vuelve vibrante

con pilas de infierno en su cuerpo y que no puede beber agua, secando el ánimo
de todos. El que se tiende en la chasa (2) y con o sin chivas-Paradas

debe cerrar el toyo (3). para «no perder la calma en el golfo» ni «encontrar tormenta
en los canales»,

el que amartilla (4) su espíritu diariamente en la vana esperanza de partir,

asimismo el cabrito que traía «un ojo bueno», y el gran Yogui, ¡oh!. Yogui,
disparando ; al arco desde la «mura» y a «estribor». con Pluto persiguiéndola en
saltos ornamentales y el otro tirando peligrosamente desde el centro mismo de la.

cancha y el camarada de todos solucionando urgencias con esa, su amistad «sin


problemas» y don Jorge con su roto-plana, la estereotipia y la offset con la
fortaleza del papel que no se raja, y nuevamente el doctor, «ahora», disertando
sobre el arte de la ciencia, los microbios, las pestes, las vértebras de columnas
que ascienden y descienden sobre resortes invisibles, o también sobre los
meniscos y la manera de sentarse cruzando las piernas sin peligro, o enseñando a
caminar apoyando primero la punta del pie
para conservar el taco plano y los que pagan decenas de «buchadas» y hasta
cientos de

«gatitos» con los dedos el que soporta «leoncitos» y el que paga por todos. Como
también los gimnastas que corren a tu alrededor, viejo Barracón,

cantando con Tantor a la cabeza «qué bonita la mañana para lavarse las cositas»,
los brazos que se extienden, el pecho que se ensancha,

las piernas y el tronco horizontal en movimiento, abajo hacia arriba, en el vital


ejercicio,

y el instructor activo que enseña y practica a la vez que observa:

«Me estás pagando Pato Gálvez» o «Ese flaco que no se mueve»

el uno-dos-tres-nueve y el uno-dos-tres-diez. El que manda a bañar en cada turno,


la diana que canta carreras de rostros y de ropa;

y el Pradeña Dos, el Tres y el Cuatro con los «ic» junto a la encina

en suculentos desayunos regateando migajas a los pájaros y

conversando inversiones invertidas por los acontecimientos y el Gitano que dejó


apagarse «los faroles» y no encendió su

propio choncho (5)

y el que finalmente obtiene su libertad y se retira apresurado

conteniendo su alegría y también el dolor de dejarnos. Todos, todos


comprendemos, anciano Barracón, el agrado de cobijarnos bajo tu techo en los
días fríos y en

las heladas noches

y hasta los «técnicos-torneros» que guillotinan papas en sus tardes sin filo

como los que trabajan en la torre y roban pedazos de horizontes,

y los de los bloques y los que zanjan diferencias entre golpes de palas y picotas
amistosas

y hasta el compañero con su equipo humano labrando el hierro y el bronce con


voluntades de relieves y el empleado de puerto con su corpachón de barco al
garete y entrañas firmemente amartilladas
como el «ic» que calcula plusvalías y hace mutis por el foro y la «veloz-flecha»
que cual boomerang se estrella en el «top» sin conseguir «chasearse» en su litera
y los voluntarios de «larga» y de la «corta», como los involuntarios de los
«chutes», el que guarda provisiones en el saco de dormir para largas y

fatigosas jornadas de ensueños, el Caricaturista 003 absorbiendo en «pajitas» las


figuras de

sus vividas creaciones como Tantor, el doctor atlético, el lolo-simpático, Rayita,

el antilíquido y tantos otros, y los practicantes-prácticos en cánticos del San


Agustín

Tin-tin, Los visitantes de Dawson-City que trajeron el rostro quemado

con caricias heladas del Estrecho y en los ojos brillos de renovadas esperanzas
ante la ciudad

tan próxima, con el gran Cachencho trazando firuletes de humor con su

Cóndor «u-ju-juy» y el farmacéutico-artista de criollo rango cantando sus versos

musicales de hondo contenido sentimental, y el geólogo que lleva «in mente» la


composición de

36 000 km de cajas terrestres y la configuración de los continentes pero que debe


confinar su alma en una isla;

el periodista que enmudeció en la primera página y quedó con la entrevista


inconclusa

y los «reyes-funcionarios» que repartían casas con caras de «benjamines»

y el que no alcanzó a ver el bosque a su cuidado y terminó astillando árboles a


hachazos

y «Chilenita» payando con su destino en el vacío, sin muletillas.

y el «Raro» ahogando en chascarros su» chivas (6), temores y anhelos

y «Pancho-López» sin poncho, sombrero ni pistolones pero con los mostachos del
tiempo,

y el «Profesor-Biblios» que matiz lecturas dirigiendo coros como el canto a Punta


Arenas;

Damos-Daleco, amada ciudad


y los abuelos-viejos más viejo que el abuelo viejo

como también el recordado locutor que perdió la voz en la audición afónica de


ondas y frecuencias,

sintiendo que la camisa ya no le cubría la última vertebra,

y los mismos de la Isla que deben regresar y reempacar desesperanzas con


humedad en los ojos y cortados ademanes

sin haber alcanzado la breve entrevista con el ser querido y en la agonía de «cinco
minutos» amarraron con alambre el corazón compungiendo el ánimo de todos, y,
en fin, los hombres que vinieron y se fueron y los que quedaron,

llevaron y llevaremos parte de tu alma y patriótica existencia,

impregnada de himnos, y marchas, de dianas y voces de mandos,

y de nuestras horas-días y días-meses, cuando un segundo colmaba el minuto

en la dimensión tan conocida de ansiedad y pesar para reconfortarnos en el


amanecer, asilados en el himno patrio

y en la bandera flameando a la hora de las siete, justo

frente al Estrecho

de «ese mar que tranquilo te baña».

¡Oh!, querido y viejo Barracón,

llegará el momento de felicidad y triste»,

cuando el joven vuelva a estudiar y a enamorar,

cuando el hombre maduro vuelva a ser padre, esposo e hijo

y útil a la patria y el viejo al afecto y calor de los suyos

cuando ya no tengan ni unos ni otros que sellar los labios ni cubrir su rostro,

en que te cantaremos con profunda emoción:

«Llegó la hora de decir Adiós...»

Notas:
1. Pedazo de hueso o grasa con algo de carne.

2. Chasa: cama.

3. Toyo: boca.

4. Amartillar: arreglar bien, afirmar.

5. Antorcha rudimentaria que se hace con una vela y un sobre de papel.

6. Chivas: mentiras.

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