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Índice

UNIDAD DIDÁCTICA I: Marco conceptual, metodológico y categorial de la


Filosofía de la Historia.

TEMA 1: Especificidad y campo de actuación de la Filosofía de la Historia.

— WALSH, William Henry: «¿Qué es la filosofía de la historia?», en Introduc-


ción a la filosofía de la historia, Siglo XXI, Madrid, 1968, pp. 4−27.

— GÓMEZ RAMOS, Antonio: «La agonía del centauro: crisis de la filosofía de la


historia», capítulo I de Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía
de la historia, Akal, Madrid, 2003, pp. 7−22.

TEMA 2: Cuestiones epistemológicas acerca del problema del conocimien-


to histórico.

— YTURBE, Corina: «El conocimiento histórico», en Reyes Mate (ed.): Filoso-


fía de la historia, Trotta−CSIC, Madrid, 1993, pp. 207−228.

TEMA 3: «Experiencia» y «expectativa» como categorías del tiempo his-


tórico.

KOSELLECK, Reinhart: «Espacio de experiencia y Horizonte de expectativa,


dos categorías históricas», capítulo 14 de Futuro pasado. Para una semánti-
ca de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 333−357.

UNIDAD DIDÁCTICA II: Origen, configuración y sentido de la Filosofía de


la Historia en la Modernidad.

TEMA 4: La génesis moderna de la Filosofía de la Historia y su desarrollo


posterior: de Voltaire a Marx.

— SEVILLA FERNÁNDEZ, José Manuel: «El concepto de filosofía de la historia en


la Modernidad», en Reyes Mate (ed.): Filosofía de la historia, op. cit., pp.
65−84.

— BRAUER, Daniel: «La filosofía idealista de la historia», en Reyes Mate


(ed.): Filosofía de la historia, op. cit., pp. 85−118.

— MUÑOZ VEIGA, Jacobo: «Karl Marx», en Filosofía de la historia. Origen y


desarrollo de la conciencia histórica, Biblioteca Nueva, Madrid, 2010, pp.
238−254.
TEMA 5: La Modernidad como nueva experiencia del tiempo y de la histo-
ria: de la quiebra del antiguo modelo de la historia magistra vitae
a la idea de historia como proyecto orientado hacia el futuro.

— KOSELLECK, Reinhart: «Historia magistra vitae», capítulo 2 de su libro Fu-


turo pasado, op. cit., pp. 41-66.

— KOSELLECK, Reinhart: «Sobre la disponibilidad de la historia», cap. 11 de


Futuro pasado, op. cit., pp. 251- 266.

TEMA 6: Concepto de «historia universal» versus idea de «humanidad


común».

— MARQUARD, Odo: «Historia universal e historia multiversal», en Apología


de lo contingente, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 2000, pp.
69−88.

— GARCÍA−MORÁN ESCOBEDO, Juan: «Frágil idea de humanidad», en Revista


Internacional de Filosofía Política, nº 15 (julio 2000), pp. 73−98.

UNIDAD DIDÁCTICA III: Para una filosofía de la historia del tiempo pre-
sente: los debates contemporáneos.

TEMA 7: ¿Ante el final de la historia? La interpretación de la postmoderni-


dad.

— ANKERSMIT, Frank Rudolf: «Historismo y posmodernismo», una parte del


capítulo VI de Historia y tropología, Fondo de Cultura Económica, México,
pp. 352−376.

— VATTIMO, Gianni: «Postmodernidad y fin de la historia», en Ética de la in-


terpretación, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 15−35.

TEMA 8: ¿Ante el final de la historia? La propuesta de Fukuyama.

— FUKUYAMA, Francis: «¿El fin de la historia?», Claves de la Razón Práctica,


nº 1 (abril 1990), pp. 85−96.

TEMA 9: ¿Ante el «choque de civilizaciones»? La versión de Huntington.

— HUNTINGTON, Samuel Phillips, ¿Choque de civilizaciones?, Tecnos, Madrid,


2002.
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA — UNED — CURSO 2013−2014

TEMA 1: Especificad y campo de actuación de la Filosofía


de la Historia

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

Este tema de carácter introductorio plantea una reflexión sobre la propia


disciplina, sobre su especificidad y su temática, señalando los principales
problemas, dificultades y controversias que ha suscitado y suscita la Filosofía
de la Historia. Da cuenta de la distinción que tradicionalmente se ha hecho
entre la filosofía especulativa o sustantiva de la historia y la filosofía
crítica o analítica de la historia, distinción que permite discernir dos tipos o
dos maneras distintas de «hacer» filosofía de la historia y que, a su vez, toma
pie en el doble significado del concepto mismo de Historia: como res gestae,
que se refiere al curso real de los hechos o acontecimientos históricos suce-
didos, es decir, la «historia» como material u objeto de estudio; y como
rerum gestarum, que se ocupa de la explicación que damos de esos hechos
o acontecimientos ocurridos, es decir, del estudio de la «Historia» en tanto que
disciplina académica practicada por los historiadores.
Conviene prestar atención a este tema más allá de su carácter intro-
ductorio, pues de manera un tanto sucinta aparecen incipientemente men-
cionadas algunas cuestiones que, como veremos, recibirán un tratamiento o
desarrollo más puntual en posteriores temas.
Me gustaría añadir y que tuvierais en cuenta lo siguiente antes de abordar
el estudio de dicho tema:

1º. La distinción que recoge el texto de Walsh —también en las páginas


13-15 del texto de Gómez Ramos aparece una alusión descriptiva de dicha
distinción— entre a) una filosofía especulativa, que puede ser también
llamada «material» o «sustancial»; y b) una filosofía analítica, que puede
ser también llamada «formal» o «crítica», hay que tomarla como una especie
de «principio heurístico» que ayuda a clasificar el heterogéneo panorama
de las filosofías de la historia, pero ello no debe ocultar que la cuestión es
más compleja o problemática de lo que da a entender. En el sentido de que
dicha clasificación no agota, por así decir, las muy diversas perspectivas o
tendencias de la filosofía de la historia; o no da cuenta de la presencia dentro
de una determinada filosofía de la historia de elementos tanto «especulativos»
como «analíticos». Por lo tanto, conviene tener presente que dicha distinción
o clasificación tiene una validez relativa. Dicho sea esto a modo de aclaración.

2º. Dado que uno de los objetivos básicos de la asignatura es que acabéis
obteniendo una visión de conjunto de la misma, y que por tanto seáis capaces
de ver o de establecer la relación que pueda haber entre unos temas y otros,
es importante que centréis vuestra lectura de los dos textos propuestos en
apreciar o distinguir esa «especificidad» de nuestra materia.

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1. ¿QUÉ ES LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA?


WALSH, William Henry: «¿Qué es la filosofía de la historia?», en Introducción a
la filosofía de la historia, Siglo XXI, Madrid, 1968, pp. 4−27.

1.1. GENERAL RECELO HACIA LA MATERIA

Quien escriba sobre filosofía de la historia tiene que empezar, al menos en


Gran Bretaña, por justificar la existencia misma de dicha materia —conviene
recordar que los ambientes intelectuales de Óxford y Cambridge son de
orientación analítica—. Puede producir alguna sorpresa que ello sea así, pero
los hechos son claros. Ningún filósofo discutiría el aserto de que hay un grupo
bastante bien definido de problemas que pertenecen a la filosofía de las
ciencias físicas. Se está de acuerdo en que la filosofía de la ciencia es una
empresa legítima. Pero no existe un acuerdo semejante en lo que afecta a la
filosofía de la historia.
Quizá vale la pena preguntarse cómo llegó a producirse esta situación.
Los estudios históricos han florecido en Gran Bretaña durante dos siglos y aún
más, pero hasta años recientes la filosofía de la historia fue virtualmente
inexistente. ¿Por qué?
Una razón de esto se encuentra en la orientación general del pensamiento
filosófico en Europa. La filosofía occidental moderna nació de la reflexión sobre
los extraordinarios progresos realizados por la física matemática a fines del
siglo XVI y principios del XVII; y su conexión con la ciencia natural no se in-
terrumpió nunca desde entonces. La igualdad entre conocimiento ade-
cuado y conocimiento adquirido por los métodos de la ciencia la han
afirmado casi todos los grandes filósofos desde la época de Descartes y
Bacon hasta la de Kant. Es cierto que entre esos filósofos pueden distinguirse
señaladamente dos escuelas: la de los que destacan el aspecto matemático de
la física matemática (Galileo), y la de los que consideran base de ella la ob-
servación y el experimento (Bacon). Pero aunque divididos de esta suerte, los
autores en cuestión se mantenían unidos en sostener que, dejando a un lado
la metafísica y la teología, la física y la matemática eran las únicas depositarías
del verdadero conocimiento.
Que los filósofos ingleses hayan tenido hasta ahora poco que decir acerca
de la historia puede, en consecuencia, explicarse en parte por el carácter
general de la tradición filosófica europea moderna. Esa tradición buscó
siempre materia para su estudio en las ciencias naturales, y formó sus crite-
rios de lo que puede aceptarse como conocimiento por referencia a los mo-
delos científicos. La historia, excluida del corpus del verdadero conocimiento
por Descartes en la parte primera de su Discurso del método (1637), aún es
mirada hoy con recelo por sus sucesores. Y en todo caso, la historia tal como
hoy la conocemos, como una rama desarrollada del saber con sus métodos y
sus normas propios, es cosa relativamente nueva; en realidad, apenas sí
existió antes del siglo XIX. Pero estas consideraciones, aunque válidas, no
pueden explicar toda la situación. Porque en otros países europeos la filosofía
de la historia ha llegado a ser una acreditada rama de estudios. En Alemania
y en Italia, al menos, los problemas del conocimiento histórico despertaron, y

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siguen despertando, un vivo interés; pero en Gran Bretaña hay un conoci-


miento de ellos extrañamente escaso. ¿Cómo puede explicarse esta diferencia
de actitudes?
La respuesta hay que buscarla, según creo, por referencia a algunas
características predominantes de la mentalidad y el temperamento ingleses.
Hay alemanes que declaran creer que la actitud filosófica no figura entre los
dones que poseen los habitantes de estas islas, porque han mostrado poca
afición a la especulación metafísica aun del género más remoto. Pero decir
esto es olvidar las contribuciones muy distinguidas que hicieron escritores
como Locke y Hume a la filosofía crítica, contribuciones que son cuando menos
tan notables como las de los pensadores de cualquier otro país. Los pensa-
dores ingleses han sobresalido en el planteamiento y la solución de pro-
blemas de análisis filosófico, problemas que aparecen cuando reflexiona-
mos sobre la naturaleza y condiciones de actividades como la consecución de
conocimientos en las ciencias, o sobre la ejecución de actos morales. Esos
problemas han sido muy adecuados para el genio nativo, con su combinación
de cautela y agudeza crítica. Por el contrario, la metafísica, entendida como
un intento de concebir una interpretación general de la experiencia o de ex-
plicar todas las cosas de acuerdo con un sistema universal y único, en-
contró aquí poco favor, relativamente. Han sido pocos sus cultivadores dis-
tinguidos, y en general se la ha mirado con escepticismo y desconfianza.
Teniendo en cuenta esos hechos, se hace más inteligible el desdén de los
pensadores ingleses hacia la filosofía de la historia en el pasado. Porque la
filosofía de la historia, tal como tradicionalmente se la concebía, era sin duda
una materia metafísica, según podemos ver echando una breve ojeada a su
desenvolvimiento.
Quién fue el creador de la filosofía de la historia es cosa muy discutida.
Podría defenderse su atribución al filósofo italiano Vico (1668−1744), aunque
su obra pasó ampliamente inadvertida en sus propios días; o podríamos
remontarnos mucho más atrás, hasta San Agustín (354−430), o aun hasta
algunas partes del Antiguo Testamento. Mas, para fines prácticos, estaremos
justificados si decimos que la filosofía de la historia fue reconocida por primera
vez como materia independiente en el período que se inició con la publicación
en 1774 de la primera parte de las Ideas para la filosofía de la historia de la
humanidad, de Herder (1744−1803), y terminó poco después de la aparición
en 1837 de la obra póstuma de Hegel (1770−1831) Lecciones sobre filosofía
de la historia. Pero ese estudio, tal como se le concebía en aquel período, era
mucha materia de especulación metafísica. Tenía por finalidad llegar a com-
prender el curso de la historia en su conjunto; demostrar que, no obstante las
muchas anomalías e inconsecuencias manifiestas que presentaba, podía verse
la historia como una unidad que encarnaba un plan general, un plan que, si
alguna vez llegábamos a captarlo, iluminaría el curso detallado de los acon-
tecimientos y nos permitiría considerar satisfactorio para la razón en un
sentido especial todo el proceso histórico. Y sus expositores, al tratar de
realizar ese propósito, desplegaron las cualidades habituales de los metafí-
sicos especulativos: imaginación audaz, fertilidad de hipótesis, un interés
por la unidad —dialéctica y síntesis de contrarios— que no temía ejercer

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violencia sobre los hechos considerados «meramente» empíricos. Pre-


tendían ofrecer una visión de la historia más penetrante que la que podían
presentar los historiadores más laboriosos, visión que, en el caso de Hegel, el
más grande con mucho de aquellos escritores, no se basaba en el estudio
directo de los testimonios históricos —aunque Hegel no desdeñó los hechos
tanto como se pretende algunas veces—, sino en consideraciones puramente
filosóficas. La filosofía de la historia, tal como la practicaban aquellos au-
tores, vino a significar un tratamiento especulativo del curso total de la
historia, tratamiento en que se esperaba poner al desnudo, de una vez para
siempre, el secreto de la historia.
Todo esto lo abominaba la cautelosa mentalidad británica. Sabía dema-
siado a la filosofía de la naturaleza en que ya se habían hecho notorios los
metafísicos alemanes de la época. Los filósofos de la naturaleza (alemanes)
parecían prometer un atajo para la comprensión de la naturaleza, un modo de
descubrir los hechos sin pasar por la tediosa ocupación de la investigación
empírica. Según su propia confesión, su finalidad era conseguir un tratamiento
«especulativo» de los procesos naturales; y en este caso la especulación no
se distinguía fácilmente de la conjetura. En los peores ejemplos, su trabajo se
señalaba por un apriorismo fantástico que lo desacreditaba por completo a
los ojos de la gente sensata. En consecuencia, la filosofía de la naturaleza
(alemana) fue mirada con honda desconfianza por los pensadores ingleses,
que trasladaron el disgusto que esa filosofía les producía a la filosofía de la
historia, que para ellos no era otra cosa que el intento de hacer en la esfera de
la historia lo que intentaban hacer en su propio campo los filósofos de la
naturaleza. En uno y otro caso se consideraban absurdos tanto el propósito
como los resultados.
La predisposición así engendrada contra la filosofía de la historia siguió
siendo un rasgo permanente de la filosofía inglesa. Pero la antipatía no se
limita de ningún modo a una sola escuela. No son sólo los empiristas quienes
desdeñaron esta rama de estudio. Hacia fines del siglo XIX y en los primeros
años del XX los filósofos continentales de mentalidad idealista pensaban que
la historia ofrecía una forma de conocimiento que podía considerarse con-
creta e individual en comparación con el conocimiento abstracto, general,
que ofrecían las ciencias naturales, y construyeron sus sistemas en torno de
ese hecho o supuesto hecho. Pero no hubo un movimiento correspondiente en
el idealismo británico. Según Bosanquet (1848−1923, filósofo y teórico po-
lítico inglés) no tuvo, ciertamente, ninguna duda acerca de la materia. «La
historia —dijo— es una forma híbrida de experiencia, incapaz de cualquier
grado considerable de ser y de verdad». Un verdadero idealismo podía fun-
darse en los hechos de la experiencia estética o religiosa, o también en los de
la vida social; era en esas esferas, y no en la historia, donde debíamos buscar
el conocimiento concreto de que hablaban los escritores continentales. Y la
opinión de Bosanquet fue compartida en general por todos los idealistas
ingleses antes de Collingwood (1889−1943, filósofo e historiador británico).
Aún hoy la historia sigue siendo objeto de recelo para algunos individuos de
esta escuela, aunque no sea por otra cosa que por la tendencia que mani-

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fiestan los que se interesan por ella a decir que, como única forma válida de
conocimiento, debiera absorber a la filosofía misma.

1.2. FILOSOFÍA CRÍTICA Y ESPECULATIVA DE LA HISTORIA

Preguntarse por qué supondríamos que diferimos de ellos. Si la filosofía


de la historia es, pues, generalmente menospreciada, ¿por qué arriesgarse a
resucitarla? Ahora bien, a esto podría contestarse que la filosofía de la historia
en su forma tradicional no llegó a su fin con la muerte de Hegel. Fue conti-
nuada, aunque de manera muy diferente, por Marx (1818−1843), y fue
practicada de nuevo en nuestros días por escritores como Oswald Spengler
(1880−1936, filósofo e historiador alemán conocido sobre todo por su obra La
decadencia de occidente, publicada entre 1918 y 1923) y Arnold Joseph
Toynbee (1889−1975, historiador británico especialista en filosofía de la
historia). La filosofía de la historia, en realidad, como otras partes de la
metafísica, parece ejercer una constante fascinación sobre los seres humanos
a pesar del repetido clamor de sus adversarios según el cual consiste en una
serie de asertos sin sentido. Quiero, por el contrario, demostrar que hay un
sentido en el que los filósofos de todas las escuelas concederían que la filosofía
de la historia es el nombre de una investigación auténtica.
Como preliminar a esto debo señalar el simple y familiar hecho de que la
misma palabra historia es ambigua. Comprende: 1) la totalidad de los pa-
sados hechos humanos, y 2) la narración o explicación que ahora damos
de ellos. Esta ambigüedad es importante porque abre al mismo tiempo dos
campos posibles para la filosofía de la historia. Ese estudio puede versar,
como lo hizo en su forma tradicional sobre el curso real de los acontecimientos
históricos. O, por otra parte, podría ocuparse de los procesos del pensamiento
histórico, y los medios por los cuales la historia en este segundo sentido llegó
a él. Y evidentemente su contenido será muy distinto según cuál de esos dos
campos elijamos.
Para advertir la importancia de esta distinción respecto de nuestros ac-
tuales propósitos, no tenemos más que enfocar nuestra atención por un
momento en el caso paralelo de las ciencias naturales. Aquí hay, en
realidad, dos denominaciones para las investigaciones correspondientes a las
que estamos distinguiendo, aunque no siempre se usan con estricta exactitud.
Son ellas filosofía de la naturaleza y filosofía de la ciencia. La primera
se interesa por el curso real de los acontecimientos naturales, con vistas a
la formulación de una cosmología o explicación de la naturaleza en su tota-
lidad. La segunda tiene por asunto la reflexión sobre los procesos del
pensamiento científico, el examen de los conceptos básicos usados por los
científicos, y cuestiones de ese género. Según la terminología del profesor
Charlie Dunbar Broad (1889−1971, epistemólogo, filósofo y filósofo de la
historia, de la ciencia y de la moral inglés), la primera es una disciplina
especulativa, la segunda una disciplina crítica. Y es muy poca la reflexión
que se necesita para advertir que un filósofo que rechaza la posibilidad del
primero de estos estudios no por ello está obligado a rechazar el segundo.

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Puede ser, como sostienen algunos filósofos, que la filosofía de la natu-


raleza sea una empresa falsa, que las cosmologías son, en realidad, o bien
resúmenes de resultados científicos, o bien ociosas fantasías de la imagina-
ción. Pero aun cuando sea así, no se sigue de ahí que no haya una materia
como la filosofía de la ciencia. Aun cuando el filósofo no puede aumentar de
ninguna manera la suma de nuestros conocimientos sobre la naturaleza o
nuestra comprensión de los procesos naturales, puede, con todo, tener algo
útil que decir sobre el carácter y los supuestos previos del pensamiento
científico, sobre el análisis correcto de las ideas científicas y las relaciones
de una rama de la ciencia con otra, y su dominio de las técnicas lógicas puede
concebirse que ayude a resolver dificultades prácticas del trabajo científico.
Pertenecerán no a la investigación directa de la verdad de hecho o de la
comprensión que es objeto de la investigación científica, sino más bien a la
etapa de reflexión que se sigue cuando hemos empezado a considerar el
carácter e implicaciones de las actividades científicas mismas.
Ahora, corno dijimos al comienzo, habría un acuerdo general en que la
filosofía de la ciencia es una rama de estudios perfectamente auténtica.
Hasta el filósofo de mentalidad más antimetafísica lo admitiría. Pero en ese
caso también habría de admitir la posibilidad de la filosofía de la historia por lo
menos en una de sus formas. Pues así como el pensamiento científico da lugar
a dos estudios posibles, uno consagrado a la actividad misma, y otro dedicado
a sus objetos, así también el pensamiento histórico da lugar a dos conoci-
mientos. «Filosofía de la historia» es, en realidad, el nombre de un doble
grupo de problemas filosóficos: tiene una parte especulativa —sobre los
hechos acaecidos— y una parte analítica o crítica —sobre la narración o
explicación—. Y aun quienes rechazan la primera de ellas muy bien pueden —y
en realidad deben— aceptar la segunda.

1.3. FILOSOFÍA CRÍTICA DE LA HISTORIA

¿Qué cuestiones estudian, o deben estudiar, quienes se interesan por las


dos partes de nuestro asunto aquí distinguidas? Me parece que los problemas
de filosofía crítica de la historia, si puedo empezar por esto, pertenecen a
cuatro grupos principales. Puede ser una ayuda para el lector que yo intente
en este momento indicar brevemente cuáles son esos grupos.

1.3.1. La historia y otras formas de conocimiento

Constituyen el primer grupo cuestiones relativas a la naturaleza misma


del pensamiento histórico. ¿Qué es la historia y cómo se relaciona con otros
estudios? El problema aquí planteado es el problema decisivo de saber si el
conocimiento histórico es sui generis, o si puede demostrarse que su na-
turaleza es idéntica a la de alguna otra forma de conocimiento: el conoci-
miento que se busca en las ciencias naturales, por ejemplo, o también el
conocimiento perceptivo.
El concepto de la historia más comúnmente admitido la coordina con
el conocimiento perceptivo. Sostiene que la tarea esencial del historiador

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es descubrir hechos individuales acerca del pasado, así como la tarea


esencial de la percepción es descubrir hechos individuales acerca del
presente. Y así como los datos de la percepción constituyen el material sobre
el cual trabaja el científico de la naturaleza, se arguye que, de manera
análoga, los datos del historiador proporcionan material al científico social,
cuya misión es contribuir a la importantísima ciencia del hombre. Pero esta
clara división del trabajo, que asigna al historiador la tarea de averiguar lo
que sucedió y al científico social la de explicarlo, se viene abajo cuando
examinamos ejemplos reales de trabajo histórico. Lo que inmediatamente nos
impresiona aquí es que los historiadores no se contentan con el simple des-
cubrimiento de hechos pasados: aspiran, por lo menos, no sólo a decir lo que
sucedió, sino también a mostrar por qué sucedió. La historia no es preci-
samente un simple registro de acontecimientos pasados, sino lo que más
adelante llamaremos un registro «significativo», una exposición en la que
los hechos están conectados entre sí. E inmediatamente se plantea la cuestión
de lo que implica esa conexión para la naturaleza del pensamiento histórico.
Ahora bien, una solución posible de ese problema —tal vez la única so-
lución posible— es que el historiador relaciona sus hechos precisamente de la
misma manera que el científico natural relaciona los suyos: considerándolos
como ejemplos de leyes generales. Según este modo de argumentar, los
historiadores tienen a su disposición todo un conjunto de generalizaciones
de la forma «situaciones del tipo A originan situaciones del tipo B», por medio
de las cuales esperan dilucidar sus hechos. Esta creencia es la que está detrás
de la teoría de los positivistas del siglo XIX, según la cual el pensamiento
histórico es, en realidad, una forma de pensamiento científico. Sostenían esos
autores que hay leyes de la historia lo mismo que hay leyes de la naturaleza,
y decían que los historiadores debían dedicarse a hacer explícitas dichas leyes.
Pero en realidad los historiadores han mostrado poco o ningún interés por ese
programa, prefiriendo en su lugar prestar atención, como anteriormente, al
curso detallado de los acontecimientos individuales, aunque pretendiendo,
no obstante, dar alguna explicación de aquéllos. Y el que lo hagan así sugiere
la posibilidad de que el pensamiento histórico es por lo menos, después de
todo, una forma de pensamiento peculiar, coordinada con el pensamiento
científico, pero no reductible a él.

1.3.2. Verdad y hecho en historia

Aquí, como en el problema de la objetividad histórica que estudiaré a


continuación, nos hallamos ante cuestiones que se presentan en la teoría del
conocimiento en general, pero presentan ciertos rasgos especiales cuando
las examinamos en relación con la esfera de la historia.
Esos rasgos son bastante obvios cuando nos preguntamos qué es un
hecho histórico, o también en virtud de qué podemos sentenciar que los
enunciados de los historiadores son verdaderos o falsos. Podemos suponer
que los hechos de cualquier rama del saber deben estar abiertos de algún
modo a la inspección directa, y que las manifestaciones de los expertos en

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cada rama pueden someterse a prueba por su conformidad con aquéllos. Pero
esto no puede aplicarse de manera admisible al campo de la historia.
Lo más sorprendente de la historia es que los hechos que intenta describir
son hechos pasados, y los hechos pasados ya no son accesibles a la ins-
pección directa. En una palabra, no podemos someter a prueba la exactitud de
las exposiciones históricas viendo simplemente si corresponden a una realidad
independientemente conocida. ¿Cómo podemos, pues, someterlos a prueba'?
La respuesta que un historiador en ejercicio daría a esta pregunta sería que lo
hacemos por referencia a los testimonios históricos. Aunque el pasado
no es accesible a la inspección directa, dejó amplias huellas de sí en el pre-
sente, en forma de documentos, construcciones, monedas, instituciones,
procedimientos, etc. Y sobre esto reconstruye todo historiador que se estime
aquellos hechos: todo aserto que haga el historiador, nos diría, debe estar
apoyado en alguna suerte de testimonio, directo o indirecto. No se dará
crédito a supuestos asertos históricos que descansen sobre cualquier otra
base —por ejemplo, sobre la sola imaginación del historiador—. En el mejor
caso, son conjeturas inspiradas, en el peor son mera ficción.
Esto nos da ciertamente una comprensible teoría útil de la verdad his-
tórica, pero no una teoría que satisfaga todos los escrúpulos filosóficos. Po-
demos advertir esto si reflexionamos sobre el carácter del testimonio histó-
rico mismo. Las huellas del pasado de que se dispone en el presente incluyen,
como ya dije, documentos, monedas, procedimientos, etc. Pero cuando nos
ponemos a pensar acerca de ellas, esas cosas no llevan en la cara ni su sig-
nificado ni su autenticidad. Así, pues, cuando un historiador lee un aserto en
una u otra de las «fuentes originarias» concerniente al período que está es-
tudiando, no lo admite automáticamente. Su actitud hacia él, si sabe su
oficio, es siempre crítica: tiene que decidir si ha de creerlo o no, o también
qué parte de él creer. La verdadera historia, como Collingwood no se cansó
nunca de repetir, no puede considerarse asunto de tijeras y de engrudo —el
engrudo es un material adhesivo que se emplea para pegar carteles o papel
pintado y realizar obras de artesanía con papel y cartón o papel maché—: los
historiadores no la hacen tomando trozos de información digna de toda con-
fianza de una «autoridad» o de todo un conjunto de «autoridades». Los he-
chos históricos tienen que ser comprobados en cada caso; no son nunca
simplemente dados.
Podemos resumir esto diciendo que es deber del historiador no sólo
basar todos sus asertos sobre los testimonios disponibles, sino además de-
cidir cuáles de ellos merecen confianza. En otras palabras, el testimonio
histórico no es un dato decisivo al que podemos referirnos para probar la
verdad de los juicios históricos. Pero esto, como es obvio, vuelve a plantear
toda la cuestión relativa al hecho y la verdad en historia. No podemos exa-
minar aquí otros intentos de resolverla, entre los cuales podemos mencionar
la teoría de que algunos testimonios históricos —especialmente los suminis-
trados por ciertos juicios de memoria— son, después de todo, irrebatibles, y
la tesis idealista contraria según la cual toda historia es historia con-
temporánea —es decir, que el pensamiento histórico no se interesa en
realidad por el pasado, sino por el presente—.

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1.3.3. Objetividad histórica

La tercera de nuestra serie de cuestiones concierne a la noción de obje-


tividad en la historia, noción de la cual no es mucho decir que pide a gritos un
examen crítico. Las dificultades que crea este concepto quizá se pongan mejor
de manifiesto con el examen de las dos posiciones siguientes, no evidente-
mente compatibles.
1) Por una parte, todo historiador honorable reconoce la necesidad de
algún tipo de objetividad y de imparcialidad en su trabajo: distingue la his-
toria de la propaganda y condena a los escritores que permiten que sus
sentimientos y sus prejuicios personales afecten a la reconstrucción del
pasado como malos trabajadores que no conocen su oficio. Si se les plantease
a ellos la cuestión, la mayor parte de los historiadores estarían de acuerdo en
que la suya es una actividad primordialmente cognoscitiva, consagrada a
una materia independiente, el pasado, cuya naturaleza tuvieron que inves-
tigar por su propio interés, aunque indudablemente añadirían que nuestro
conocimiento de dicha materia siempre es fragmentario e incompleto. Pero 2)
siempre subsiste el hecho de que los desacuerdos entre historiadores no sólo
son frecuentes, sino desconcertantemente pertinaces, y que, una vez con-
sideradas resueltas cuestiones técnicas relativas precisamente a la conclusión
que puede sacarse de este o aquel testimonio, en vez de una interpretación
acorde del período en cuestión, se produce una multitud de ellas diferentes y
palmariamente incompatibles: marxista y liberal, católica, protestante, ra-
cionalista, monárquica y republicana, etc. Esas teorías son sustentadas de tal
modo, que sus partidarios piensan que cada una de ellas es, si no la verdad
definitiva acerca del período estudiado, es, de todos modos, exacta en los
puntos esenciales, convicción que les hace rechazar todas las opiniones rivales
como positivamente erróneas. Y todo lo que esto puede sugerir a un obser-
vador externo imparcial es que la pretensión del carácter científico de la
historia que con frecuencia manifiestan los historiadores modernos es por lo
menos insostenible, ya que los historiadores no han creado, notoriamente,
lo que puede llamarse «conciencia general» histórica, es decir, un con-
junto de cánones convenidos de interpretación que todos los que trabajan en
la materia estén dispuestos a admitir.
¿Qué diremos de esta situación? Parece que hay tres modos según los
cuales podríamos tratarla.
— En primer lugar, podríamos intentar sostener no sólo que los histo-
riadores están influidos por factores subjetivos, sino que tienen que estarlo.
La historia imparcial (Dilthey y Scheleiermacher), lejos de ser un ideal, es una
imposibilidad absoluta (Gadamer). En apoyo de esto podríamos advertir
que cada historiador mira el pasado desde un punto de vista determinado
—en situación, que diría Gadamer—, cosa que no puede evitar, lo mismo que
no puede salirse de su propia piel. También podríamos sostener que los des-
acuerdos de los historiadores, cuando se analizan cuidadosamente, parecen
versar sobre puntos que no son materia de argumentación, sino que más
bien dependen de los intereses y los deseos de las partes contendientes, ya
personales o bien de grupo. En consecuencia, las disputas históricas, según

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esta manera de pensar, en el fondo no versan sobre lo que es verdadero o


falso, sino sobre lo que es o no es deseable, y, en consecuencia, los juicios
históricos fundamentales no son estrictamente cognoscitivos, sino «emoti-
vos» (como sucede a día de hoy con el debate sobre la memoria histórica y la
Guerra Civil Española). Esto llegaría hasta abolir la distinción entre historia y
propaganda y por lo tanto, a socavar el alegato de que la historia es —o puede
llegar a ser— un estudio verdaderamente científico.
— En segundo lugar, podríamos tratar de argüir que el hecho de que en
el pasado los historiadores no hayan alcanzado la verdad objetiva no es
prueba de que ésta los eludirá siempre, e intentar demostrar que el desarrollo
de una conciencia histórica común no es ajeno a la cuestión. Al hacerlo,
adoptaríamos la posición de los positivistas del siglo XIX, de la cual partió el
filósofo alemán Dilthey —aunque Dilthey cambió después de actitud acerca
de ella—: que la historia objetiva debería descansar sobre el estudio objetivo
de la naturaleza humana. Las dificultades de ese plan son evidentemente
enormes, y el concepto positivista del mismo es por lo menos demasiado sim-
ple; pero no se le rechazaría sólo por esa razón. Un punto claramente a su
favor es que, como veremos después, los juicios generales sobre la naturaleza
humana tienen un papel importante que desempeñar en la interpretación y la
explicación históricas.
— Finalmente, podríamos sostener que el concepto de objetividad his-
tórica es radicalmente diferente del de objetividad científica, manifes-
tándose la diferencia en el hecho de que mientras todos los historiadores
estimables condenan el trabajo influido por prejuicios y tendencioso, no
respaldan con la misma claridad el ideal científico del pensamiento absolu-
tamente impersonal. El trabajo del historiador, como el del artista, puede
considerarse en cierto modo como una expresión de su personalidad, y es
admisible que se arguya que esto es de vital importancia para la materia que
estamos examinando. Pues aunque está de moda considerar el arte como una
actividad totalmente práctica, siempre queda el hecho de que muchas veces
hablamos de él como si en cierto modo fuera también cognoscitivo. El ar-
tista, decimos, no se contenta sólo con tener y expresar sus emociones;
necesita también comunicar la que él considera una visión exacta o una
penetración en la naturaleza de las cosas, y por esa misma razón proclamaría
la verdad y la objetividad de su trabajo. Y podría sostenerse que el mejor
modo de tratar el problema de la objetividad histórica es asimilar el pensa-
miento histórico en este respecto al pensamiento del artista. Podría
decirse, entonces, que la historia nos da una serie de imágenes del pasado
diferentes pero no incompatibles, cada una de las cuales lo refleja desde
un punto de vista distinto.

1.3.4. La explicación en historia

El problema central en este grupo es el de la naturaleza de la explicación


histórica. La cuestión aquí es averiguar si ofrece algunas peculiaridades el
modo como el historiador explica —o intenta explicar— los acaecimientos que
estudia. Ya vimos que hay motivo para decir que la historia es, típicamente, la

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narración de acciones pasadas dispuestas de tal manera que vemos no sólo lo


que sucedió, sino por qué sucedió. Ahora hemos de preguntarnos qué suerte
o suertes de «porqués» están implícitas en la historia.
La mejor forma de abordar esta cuestión consiste en examinar el modo
en que se usa en las ciencias naturales el concepto de explicación. Es un
lugar común filosófico que los científicos no intentan ya explicar los fenó-
menos de que tratan en ningún sentido definitivo: no se proponen decirnos
por qué las cosas son lo que son hasta el punto de revelar el propósito que está
detrás de la naturaleza. Se contentan con la tarea mucho más modesta de
formular un sistema de uniformidades observadas de acuerdo con el cual
esperan dilucidar cualquier situación que haya de ser examinada. Dada tal
situación, su actuación consiste en demostrar que es un ejemplo de una o más
leyes generales, las cuales puede verse que siguen a otras leyes de carácter
más general o que están conectadas con ellas. Los principales rasgos de este
proceso son, primero, que consiste en la reducción de acontecimientos par-
ticulares a casos de leyes generales, y segundo, que eso sólo requiere la
visión externa de los fenómenos estudiados —pues el científico no pretende
revelar el propósito que está detrás de ellos—. Puede decirse que esto da por
resultado un conocimiento que se define adecuadamente como «abstracto».
Ahora bien, muchos escritores de filosofía de la historia han pretendido que el
conocimiento histórico no es abstracto, sino que en cierto modo es concreto
—filósofos idealistas alemanes de finales del XIX y principios del XX—. Es cosa
bastante clara que la cuestión de si hay algo de verdad en esa pretensión
depende de que los historiadores expliquen sus hechos del mismo modo
que el científico de la naturaleza explica los suyos, o de que puede de-
mostrarse que poseen una penetración peculiar en su materia que les permite
captar su naturaleza individual.
Hay algunos filósofos que en cuanto se plantean esta cuestión la re-
suelven negativamente. La explicación, dicen, es y sólo puede ser de un tipo,
el tipo empleado en el pensamiento científico. El proceso de la explicación
es esencialmente un proceso de deducción —Hempel, modelo Nomológi-
co−Deductivo—, y en su centro siempre hay, en consecuencia, algo expre-
sable en términos generales. Pero concluir a base de esto que no puede haber
un concepto especial de explicación en historia es todo lo contrario de
convincente —no lo habría en el sentido de que la explicación histórica se
explicaría de igual manera que la explicación científica—. El modo correcto de
abordar la cuestión podría suponerse que sería empezar por examinar los
pasos que realmente dan los historiadores cuando se ponen a dilucidar un
acontecimiento o una serie de acontecimientos históricos. Y cuando hacemos
eso, nos sorprende inmediatamente el hecho de que no parecen emplear
generalizaciones como lo hace el científico. Aparentemente al menos, los
historiadores no intentan aclarar situaciones particulares por referencia a
otras situaciones del mismo tipo; su conducta inicial en todo caso es total-
mente diferente. Así, cuando se les pide que expliquen un acontecimiento
particular —por ejemplo, la huelga general inglesa de 1926—, empezarán por
buscar conexiones entre ese acontecimiento y otros con los que tiene una
relación interna —en el caso en cuestión, ciertos acontecimientos previos en la

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historia de las relaciones obrero−patronales de Gran Bretaña—. El supuesto


subyacente aquí es que acontecimientos históricos diferentes pueden con-
siderarse conjuntamente como constitutivos de un solo proceso, de un
todo del cual sólo son partes y al que pertenecen conjuntamente de un modo
especialmente íntimo. Y lo primero que busca el historiador, cuando se le pide
que explique un suceso u otro, es verlo como parte de un proceso, locali-
zarlo en su contexto mencionando otros sucesos con los que está ligado.
Ahora bien, este proceso de «coligación», como podemos llamarlo
—siguiendo el uso del lógico del siglo XIX Wheweil (1794−1866, teólogo,
filósofo y científico británico)— es ciertamente una peculiaridad del pen-
samiento histórico, y, en consecuencia, es de gran importancia cuando
estudiamos la naturaleza de la explicación histórica. Pero no nos detendremos
demasiado en él. Algunos autores sobre esta materia parecen saltar desde la
proposición de que podemos establecer conexiones internas entre ciertos
acontecimientos históricos hasta el aserto mucho más general de que la
historia es totalmente inteligible, y, en consecuencia, afirman que, por ello,
es superior a las ciencias naturales. Esto es un error, evidentemente. La
verdad parece ser que aunque el pensamiento histórico posee, pues, ciertas
peculiaridades propias, no es completamente diferente del pensamiento
científico. En particular, es difícil negar que el historiador, como el científico,
recurre a proposiciones generales en el curso de su estudio, aunque no las
hace explícitas de la misma manera que el científico. La historia difiere de las
ciencias naturales en que el propósito del historiador no es formular un
sistema de leyes generales; pero esto no quiere decir que tales leyes no
son supuestos previos del pensamiento histórico. De hecho, el historiador
hace uso constante de generalizaciones, en particular de generalizaciones
sobre los diferentes modos en que los seres humanos reaccionan a diferentes
tipos de situaciones. La historia, pues, presupone proposiciones gene-
rales sobre la naturaleza humana, y no sería completa ninguna explica-
ción del pensamiento histórico sin la adecuada apreciación de este hecho.

1.4. FILOSOFÍA ESPECULATIVA O METAFÍSICA DE LA HISTORIA

Para atender ahora a los problemas que pertenecen a la filosofía de la


historia en su parte especulativa o metafísica, tenemos que admitir desde el
principio que hay mucho más desacuerdo sobre si ésos son o no verdaderos
problemas. Algunos filósofos dirán que los únicos asuntos que interesan a la
filosofía de la historia son problemas analíticos de la clase ya descrita, y que
todas las demás investigaciones —como las realizadas por escritores como
Hegel— son en realidad vanas. Pero hay que confesar que existe, en todo
caso, una fuerte tendencia a plantear cuestiones sobre el curso de la historia
así como sobre la naturaleza del pensamiento filosófico.
Podemos distinguir dos grupos de tales cuestiones. 1) El primero com-
prende todos los problemas metafísicos que, como ya hemos aclarado,
fueron tratados en lo que llamo filosofía tradicional de la historia. El punto
fundamental en que se interesaron esos filósofos puede formularse si decimos
que trataban de descubrir el sentido y finalidad de todo el proceso histórico.

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La historia tal como la presentan los historiadores corrientes les parecía


consistir en poco más que en una sucesión de acontecimientos desconectados,
carentes por completo de consonancia o de razón. No había el intento en la
historia «empírica», como se la llamaba, de ir más allá de los aconteci-
mientos reales hasta el plan que está detrás de ellos, el intento de revelar la
trama subyacente de la historia. Consideraban evidente que existía tal ur-
dimbre, si no había de considerarse a la historia totalmente irracional, y, en
consecuencia, se pusieron a buscarla. Pensaban que la tarea de la filosofía de
la historia consistía en escribir una exposición del curso detallado de los
acaecimientos históricos de tal suerte que quedaran de manifiesto su
«verdadero» sentido y su «esencial» racionalidad. Como ya hemos
visto, es bastante fácil criticar semejante proyecto; y en realidad el programa
era condenado tanto por los historiadores en activo —que veían en él un in-
tento de suprimir su ocupación— como por los filósofos antimetafísicos —que
lo juzgaban totalmente incapaz de realización—. Pero el problema funda-
mental que plantea —el problema, para decirlo de un modo crudo, del sentido
de la historia— tiene con toda evidencia un interés recurrente, y ningún
examen de nuestra actual materia puede olvidarlo por completo.
2) El segundo grupo de cuestiones quizá no es en absoluto estrictamente
filosófico, aunque, gracias a la boga del marxismo, el público en general cree
más comúnmente que es el que interesa a la filosofía de la historia. La su-
puesta filosofía marxista de la historia tiene más de un aspecto: en cuanto
intenta demostrar que el curso de la historia tiende a crear una sociedad
comunista sin clases, está cerca de ser una filosofía de la historia del tipo tra-
dicional. Pero su principal objeto es presentar una teoría de la interpretación
y la causalidad históricas. Si Marx está en lo cierto, las principales fuerzas
motrices de la historia son todas económicas —materialismo histórico—, y
ninguna interpretación del curso detallado de los acontecimientos que deje de
reconocer esto tiene algún valor. Ahora bien, hay que decir desde el principio
que el problema de cuáles son las principales fuerzas motrices de la historia no
parece ser un problema filosófico. Es un asunto que sólo puede resolverse
mediante el estudio de las conexiones causales reales en la historia, y no
está claro por qué ha de considerarse a un filósofo especialmente equipado
para ese estudio. Sin duda podría llevarlo a cabo con mucho más provecho un
historiador inteligente en activo. Además, daría por resultado no la formula-
ción de una verdad evidente por sí misma, sino de una hipótesis empí-
rica, que se probaría por su eficacia para proyectar luz sobre situaciones
históricas individuales. Hasta donde esto es cierto, la formulación de una
teoría de la interpretación histórica parece corresponder a la historia misma
más que a la filosofía de la historia, así como la determinación de cuáles son
los factores causales más importantes en el mundo material corresponde a las
ciencias y no a la filosofía de la ciencia.
Tiene, sin embargo, alguna excusa considerar las opiniones de Marx
sobre estas materias como poseedoras de algo más que un toque filosófico
—científico, como se dijo— acerca de ellas. Podemos decir que la teoría
marxista de la interpretación histórica es filosófica por cuanto presenta su
principal tesis no como una mera hipótesis empírica, sino como algo mucho

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más parecido a una verdad a priori. Marx, como veremos si examinamos


cuidadosamente sus opiniones, no parece sostener sólo que los factores
económicos son en realidad las fuerzas más poderosas que determinan el
curso de la historia; parece sostener, además, que siendo las cosas lo que son,
esos factores son y tienen que ser los elementos básicos de toda situación
histórica. No tenemos más que reflexionar sobre el modo en que los marxistas
usan su tesis para ver que le atribuyen una validez mayor de lo que estaría
justificado si la considerasen una hipótesis empírica. Lo que en realidad pa-
recen hacer es defender el principio del materialismo histórico como una
verdad necesaria, de tal suerte que ninguna experiencia futura podrá per-
turbarla. Y si esto es realmente correcto, el proceder de los marxistas merece
indudablemente la atención de los filósofos.
En definitiva, yo sostengo que la tarea de formular la teoría del mate-
rialismo histórico no corresponde al filósofo, sino al historiador. La aportación
de Marx a la comprensión de la historia no fue en realidad una aportación a la
filosofía de la historia propiamente dicha. Pero la teoría marxista interesa a los
filósofos a causa del género de importancia que Marx parece dar a su fun-
damental principio. La ilimitada validez atribuida por los marxistas a ese
principio es incompatible con que se le considere una mera hipótesis empírica;
y el problema de qué justificación tenga el considerarlo así ciertamente me-
rece detenida atención.
El objeto de la presente exposición ha sido ilustrar el tipo de cuestión que
trata la filosofía de la historia, o que podría creerse que trata. Podemos re-
sumir diciendo que si puede afirmarse que el filósofo tiene un interés especí-
fico por el curso de la historia, ha de ser por la totalidad de ese curso, es
decir, por el sentido de todo el proceso histórico. Esta segunda parte de
nuestro estudio, en realidad, o tiene que ser metafísica o no existe.

2. LA AGONÍA DEL CENTAURO: CRISIS DE LA FILOSOFÍA DE LA


HISTORIA

GÓMEZ RAMOS, Antonio: «La agonía del centauro: crisis de la filosofía de la


historia», capítulo I de Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía
de la historia, Akal, Madrid, 2003, pp. 7−22.

2.1. INTRODUCCIÓN: PLIEGO DE CARGOS

«Hasta ahora, los filósofos de la historia sólo se han ocupado de trans-


formar el mundo de diversas maneras; cuando de lo que se trata es de pre-
servarlo» (Marquard, 1982). Esta amable paráfrasis a la marxiana tesis XI
sobre Feuerbach condensa, en verdad, el cúmulo de acusaciones que la
filosofía de la historia ha ido recogiendo hasta finales del siglo XX. Y aunque no
parece, ciertamente, lo más justo, ni es lo más común empezar a presentar un
sujeto exponiendo primero todos los cargos que se elevan contra él, puede
que, dada su embarazosa situación, no haya otro modo, por ahora, de
acercarse a nuestro asunto.

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Ahí está, pues, la acusada. A diferencia de las otras «filosofías de», la de


la historia no ha sabido guardar la distancia exigida para con su objeto de
estudio. La filosofía de la ciencia, por ejemplo, no interfiere en la actividad
de los científicos, quienes trabajan sin pensar demasiado lo que hacen y sin
prestar atención a los alambicados debates de los Carnap, Kuhn, Feyerabend
o Lakatos; ni menos aún interfieren esos debates en la naturaleza misma de
los electrones. Es cierto que los historiadores profesionales han mirado
siempre con una sana desconfianza a la filosofía de la historia; pero la filosofía
de la historia ha pasado repetidas veces por encima de ellos para modelar a su
antojo todo el conocimiento histórico y actuar directamente sobre la historia
misma. De modo que, infringiendo todas las normas que se esperan de una
«filosofía de», la filosofía de la historia no se ha querido limitar a ser una
teoría epistemológica de la ciencia histórica, ni una ontología regional de
la región del ser que corresponde a la historia, ni la fenomenología fun-
damental de la historicidad del ser humano, ni la sabiduría histórica propia
de los sabios historiadores. Sin duda, ha sido todo eso, pero la razón por la
que se sienta ahora en el banquillo es que, además, ha querido ser toda la
historia y toda la filosofía: para ser precisos, la filosofía que se realizaba
históricamente de modo efectivo en el mundo, de tal modo que el mundo
mismo quedaba transformado y llevado hasta la filosofía. El coste de la
operación, para acabar, no habría sido simplemente «filosófico», sino real, un
coste humano —la destrucción del hombre— y ecológico —la destrucción de
las condiciones materiales de la vida—. Ha querido transformar el mundo sin
ningún cuidado de él.
El principal acusado en estos tiempos es aquél de quien se dice que llevó
la filosofía de la historia hasta el paroxismo: Marx, o quienes actuaron en su
nombre. Repasemos el argumento, simplificado y repetido. El hombre no es
más que un producto de las circunstancias históricas, las cuales resultan
a su vez de la evolución de los condicionamientos económicos. Estos
dictan unas leyes de hierro de la historia, de cuya inevitabilidad ha llegado a
tener conocimiento la llamada concepción materialista de la historia.
Dicha concepción se ha convencido de que toda la historia humana es un lento
y doloroso proceso de liberación, y que la vías están ya tendidas para que
marche por ellas el tren de la historia, cuya estación final será el reino de la
libertad y la igualdad sobre la tierra. La filosofía de la historia simplemente
expone cuál ha sido el itinerario seguido hasta el momento y las etapas que
quedan por completar; que a un comunismo originario siguió una sociedad
esclavista, a ésta la feudal, a ésta la capitalista. Nada racional puede oponerse
a que el capitalismo desemboque en la revolución, la dictadura del pro-
letariado, el socialismo, la extinción del Estado y el comunismo final. Nada
racional se colocaría delante de las ruedas de la locomotora; antes bien,
procuraría acelerarla del modo más eficaz posible, sin reparar en los sacrificios
que ello conlleve: la eliminación de los enemigos de clase, rémoras de la
historia; la domesticación tecnológica a gran escala de la naturaleza, bestia
primitivamente hostil a la felicidad humana. El Gulag —en la URSS era la rama
del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos (NKVD) que dirigía el sis-
tema penal de campos de trabajos forzados y otras muchas funciones de

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policía en la extinta Unión Soviética—, la industrialización salvaje o las fa-


raónicas obras de desvío de grandes ríos son medios para un buen fin. En
nombre de la Historia Universal, todo está justificado. Y la filosofía de la
historia que hace explícita esa Historia Universal, que ha llegado a ser absolu-
ta en nombre del ser humano, acaba por hacerse perfecta eliminándolo.
Ahora bien, si esta especie de terrorismo humanista —el Comunismo— ha
llegado a tales extremos, no ha sido por un accidente de la interpretación, o
por una perversidad innata en quienes lo llevan a cabo. Marx, o quienes ac-
tuaban en su nombre, se reconocían discípulos directos de quien, durante
años, impartió en Berlín unas Lecciones de filosofía de la Historia Universal
(1841−1842). La única diferencia está en que Marx y los marxistas pensaban
que la verdadera etapa final estaba todavía por llegar —lo mismo que para
el cristianismo—, lo cual justificaba todo lo que se hiciera para propiciarla,
mientras que Hegel, con más sobriedad y desde su presunta posición de
filósofo del Estado prusiano, argumentaba que la etapa final ya había
llegado, lo cual justificaba todo lo que se hubiera hecho hasta entonces. La
Historia Universal debía entenderse como un gran proceso racional al que
no podía escapársele ningún contenido de lo que efectivamente hubiera
acontecido, aun sin saberlo sus protagonistas. La «consideración pensante
de la historia» sabía eliminar cualquier apariencia de irracionalidad y caos
en el acontecer humano, descubrir en todo lo pasado la manifestación de una
única y astuta razón que se realizaba como «progreso en la conciencia de la
libertad». A través de todo el marasmo de grandes hazañas, ruinas e imperios
destruidos, Hegel era capaz de descubrir una línea, no recta, desde luego,
pero sí necesaria, que conducía de los imperios asiáticos, en los que sólo uno
era libre, pasando por la Antigüedad clásica, donde sólo unos pocos lo son,
hasta la Revolución Francesa y la Prusia postnapoleónica, donde todos son
formalmente libres y se ha llegado al buen fin de la emancipación universal.
Pero sería un error, continuaría nuestro pliego de cargos, detenerse aquí
y considerar toda esa optimista Filosofía de la Historia Universal un
malhadado (desafortunado) producto de la embriaguez especulativa de un
germano brumoso. Puesto que la filosofía de la historia, al menos como
nombre, es, no se olvide, un invento de la Ilustración y del siglo XVIII. Fue
Voltaire (1694−1778), o su heterónimo abate Bazin —con ese nombre
firmó la obra donde acuñó el término «filosofía de la hisoria»—, quien publicó
La Filosofía de la Historia en Amsterdam (1765), para anteponerla luego, ya
desenmascarado, como discurso preliminar a su edición ginebrina del Ensayo
sobre las costumbre y el espíritu de las naciones (1769), con la intención de
ofrecer una historia filosófica —esto es, no teológica; aunque quedará pen-
diente la prueba de que no era una simple secularización— de todo el mundo.
Voltaire incluía a China, con la que, además, comenzaba. Y esa historia se
mostraba como un progreso civilizatorio gobernado por el desarrollo de las
ciencias, la técnica, la moral y las leyes, el comercio y la industria tal como se
iba despejando ya en el siglo XVIII, y obstaculizado únicamente por la su-
perstición religiosa y por las guerras.
Unos decenios más tarde, Immanuel Kant (1724−1804) aportaba la
sanción filosófica en su Idea para una historia universal en sentido cosmo-

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polita (1784): cabía hacer una «historia a priori», conjeturar por ella lo que
descubriría un Kepler o un Newton capaz de desvelar las leyes ocultas que
gobiernan el curso de las cosas humanas en medio de tanto desvarío, des-
trucción y caprichos de príncipes. Se revelaría un proyecto secreto de la na-
turaleza: el del progreso creciente de la especie humana, sin saberlo los
individuos y a través de la competencia entre ellos, para desarrollar plena-
mente su capacidad racional —con la propia Ilustración, en cuanto salida de su
autoculpable minoría de edad, como etapa decisiva— para acercarse asintó-
ticamente (infinitamente, de manera utópica) a la «constitución estatal
perfecta» que sería la sociedad civil cosmopolita.
Y si aún alguien, sensible a las buenas intenciones de la propuesta y al alto
rango de sus proponentes, y a pesar de las experiencias de los dos siglos
posteriores, mostrara alguna indulgencia con la filosofía de la historia, bas-
taría recordarle la caricatura que de ella bosquejaba, con aún mejores
propósitos, un aplicado discípulo de Kant. La lección inaugural jenense ¿Qué
es y para qué se estudia Historia Universal? (1789) de Friedrich Schiller
(1759−1805) rebaja toda la historia pasada a meros estadios previos re-
corridos por la humanidad para llegar hasta nuestro presente: un espectáculo
inmóvil que se ofrece a nuestra contemplación para nuestro propio disfrute:
esto es, el de Schiller y sus contemporáneos de la Revolución Francesa
(1789−1799). Quien no esté con ellos solazándose en el paisaje del pasado
inferior, está todavía muy detrás —es, pues, un retrógado— o, como los
pueblos bárbaros que nuestros descubridores encuentran en sus navega-
ciones, ha perdido el tren de la historia. El tren que la filosofía de la his-
toria ha diseñado, y para el que los hombres, al menos los que no tengan la
suerte de vivir en la etapa final, ni siquiera de ser príncipes en las etapas inter-
medias, son sólo carbón con el que mover la locomotora.
No quedaría entonces sino concluir que la filosofía de la historia es la
peor de las formas posibles que llegó a adoptar el mito de la emancipación
progresiva del género humano que dio en inventarse la Ilustración. Y si ésta
creyó poder sustituir los mitos por la razón, acabó produciendo un mito, tanto
más desastroso cuanto que ha creído ser racional y no mitológico. Pro-
clamando la emancipación del ser humano y su autonomía, ha querido poner
la historia en manos de los hombres para, anunciando la perfectibilidad
infinita de éstos, acabar convirtiéndolos en perpetradores de las mayores
fechorías. Fausto —es el protagonista de una leyenda clásica alemana, un
erudito de gran éxito, pero también insatisfecho con su vida, por lo que hace
un trato con el diablo, intercambiando su alma por el conocimiento ilimitado y
los placeres mundanos— resultó un nada inocente aprendiz de brujo. Mejor
despedirse, pues, de la filosofía de la historia, y preservar al mundo de ciertos
historiadores, de muchos filósofos y, desde luego, de todos los filósofos de la
historia.
La filosofía de la historia es un «centauro, una contradictio in adje-
cto» —en la mitología griega el centauro es una criatura con la cabeza, los
brazos y el torso de un humano y el cuerpo y las piernas de un caballo. Las
versiones femeninas reciben el nombre de centáurides—, pues la historia,
cuyo objeto es coordinar en la narración, no es filosófica, y la filosofía, cuyo

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objeto es subordinar al establecer sistemas, no es histórica. Lo cual no es sino


una transposición de la vieja consideración aristotélica: la historia, a dife-
rencia de la poesía, no puede ser filosófica. Esta última trata de lo que hubiera
podido ser, y por tanto, como la filosofía, de lo universal, mientras que la
historia relata lo concreto, lo particular, lo contingente que ha sido. Y pre-
tender elevar todo eso al universal de un concepto racional, máxime cuando la
evidencia muestra que es un auténtico caos de irracionalidad humana, sangre
inútil y ruido y furia, sólo puede calificarse de propósito descabellado.

2.2. VARIEDADES DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

Ciertamente, el abogado defensor de la filosofía de la historia podría


alegar que hay otros modos de entender la filosofía de la historia que los mitos
de la Ilustración que acabamos de esbozar. Al fin y al cabo, ese mito ilustrado
consistiría en exponer todo el curso de los asuntos humanos como un Gran
Relato único, la «Historia Universal» de todo el género humano, con un
principio y un final previsible y siempre mejor, el cual es, además, el télos, la
finalidad a la que tienden los asuntos humanos, en un sentido global de
progreso, pues. Y la experiencia del siglo XX es que ese progreso no existe
—al menos, no hay un progreso moral, político o social comparable al tec-
nológico—, que, sin progreso, hablar de finalidad es una ilusión, y que ningún
gran relato —o metarrelato, en la expresión de Lyotard (1924−1998)—, sea
el ilustrado liberal, el marxista o el cristiano, puede ya reivindicar su vigencia.
Pero hay críticos notorios de la Ilustración que, rechazando su relato, y
cualquier otro que sea único, no han renunciado a interpretar de algún modo
el curso de la historia.
Está, para empezar, Herder, quien contestaba a Kant y a Voltaire criti-
cando la «fría filosofía» de una Ilustración que se arrogaba el derecho de
valorar y enjuiciar las épocas pasadas en nombre de algún fin futuro. Y
proponía otra filosofía de la historia que concibiese, por una especie de
«internacionalismo benevolente», una suerte de convivencia armónica de los
pueblos y de las épocas en la que los diferentes «espíritus de los pueblos»
pudieran desarrollarse conforme a su propia naturaleza y ninguna época se
pusiera por encima de las otras, pues todas están, como diría su seguidor
Leopold von Ranke (1795−1886), a «igual distancia de Dios», cada
cultura realiza a su modo perfecto la humanidad, y cada una tiene su propia
medida que nadie externo podía variar. Sustituir el relato único de la filosofía
ilustrada de la historia por una pluralidad de relatos históricos, correspon-
dientes a las distintas culturas, y cada uno dotado de un inconmensurable
valor poético, ha tenido, y sigue teniendo, como veremos, muchos atractivos
como alternativa. El abogado defensor incluso insistiría en que muchos de los
críticos de la filosofía de la historia de raigambre ilustrada, de Jakob Bur-
ckhardt (1818−1897) a Isaiah Berlin (1909−1997) y Odo Marquard (n.
1928), tienen a Herder entre sus favoritos. Y, ciertamente, frente a un Kant o
un Hegel, que insistían en la necesidad del sufrimiento y el desgarro en la
historia para que ésta avance, la visión herderiana de una convivencia pa-
cífica entre las culturas, donde el progreso consiste en que cada una se

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desarrolle a su modo, sin violencias externas, fomentando así lo que él lla-


maba la Humanität, resulta mucho más amable. Le resultaría simpática a
ciertas formas más ingenuas de multiculturalismo hoy en boga. El fiscal, sin
embargo, recordaría los peligros que la insistencia en el «espíritu del
pueblo» lleva consigo, como han puesto de manifiesto las diversas formas de
nacionalismo feroz—en Revista de Filosofía el profesor F. J. Martínez hacía
incapie en esto: poner demasiado énfasis en las políticas de la diferencias es
regresivo, pues la Modernidad se caracterizó por quitar relevancia a aspectos
como el status social—, durante los dos últimos siglos, paralelamente, y como
reacción, a los intentos de realización del proyecto ilustrado. Es verdad que
tales delirios no pueden nunca atribuirse a Herder, a quien nada era más
extraño que la idea de un Favoritvolk, un pueblo elegido. Pero, en todo caso,
plantearía si esa benevolente interpretación puede, en verdad, dar cuenta de
la historia humana que efectivamente acontece, o si no se reduce más bien a
una suerte de antropología que, como tal, acaba por ser más bien un
contrapeso a los cambios históricos. No una Historia, sino muchas histo-
rias diversas, las de los pueblos y las culturas, inconmensurables pero
incompatibles, de las que —¡ay!— sólo los privilegiados de una cierta época
y cultura —la que recoge y reconoce a todas— podrían disfrutar. Una época y
cultura, por cierto, situada a la salida de la gran Historia Universal ilustrada,
donde las otras culturas son exotismos para disfrute y consumo de sus
miembros: por ejemplo, los turistas de hoy que visitan culturas extrañas y
se deleitan, en casa o fuera, en su folclore o su gastronomía.
Tampoco obtendría gran provecho el abogado defensor si recurriera a
otros críticos de la Ilustración que, sin renunciar a la interpretación histórica,
descartan la fe de aquella en el progreso. Consideran éstos que la humanidad
se encuentra en una continuada decadencia, marchando hacia atrás. Kant
reservaba para ellos la etiqueta de «terroristas morales», y si no apelan a
la acción salvadora de algún caudillo o pueblo privilegiado se reducen a un
contradictorio quietismo que contempla algo tan físicamente imposible
como una caída infinita en el vacío.
Una última maniobra de la defensa, ciertamente ya de retirada, aduciría
que la familia de la filosofía de la historia es muy amplia, y a quien tenemos
en el banquillo es a la hermana mayor, llamada filosofía especulativa o —en
el vocabulario anglosajón— substantiva de la historia. Es esta la que gusta
de hacer profecías como si hiciera proyecciones racionales, y la que, en oca-
siones, se convierte ella misma en actor para que sus propias profecías se
cumplan a cualquier precio. Es ella la que introduce las nociones de sentido,
progreso, relato y finalidad, moldeando a la fuerza según ellas los aconte-
cimientos del pasado, con los peligros que ya hemos visto para el futuro. Tal
introducción es irracional y anticientífica, y en la mayor parte de los casos
se explica como una secularización de la vieja teología de la historia de
origen cristiano (Marx). Los filósofos especulativos de la historia habían
cambiado la providencia —el Dios todopoderoso— por la astucia de la razón y
por el progreso —el hombre todopoderoso—, la escatología por la teleología, la
teodicea por la justificación de las locuras y males humanos —tanto es así que
el teólogo luterano Adolf von Harnack (1851−1930) firmó la proclamación de

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FILOSOFÍA DE LA HISTORIA — UNED — CURSO 2013−2014

guerra (PGM, 1914−1917) del Kaiser Guillermo II (1888−1918)—. Y es esa


impostura de teólogos renegados —protestantes, como Harnack —que siguen
siéndolo a su pesar lo que les ha llevado a juicio.
Pero, continuaría el defensor, habría otros modos de reflexión sobre la
historia, al menos sobre la historia como actividad de conocimiento, que
autorizan a hablar de una filosofía de la historia. Cabría preguntarse por el
trabajo del historiador, por sus presupuestos epistemológicos, por la posi-
bilidad y límites del conocimiento del pasado, por la verdad y la objetividad de
la ciencia histórica, por la clase de leyes que se pudieran establecer en ellas,
por el tipo de conocimiento que proporciona la historia en comparación con las
ciencias naturales. En suma, podría hacerse así filosofía de la historia como
se hace filosofía de la ciencia (véase la lectura anterior). Y es cierto que
esta filosofía no merece ser condenada porque no ha hecho nada. No hace
nada más que intentar aplicar a la ciencia de la historia el patrón nomoló-
gico−deductivo —el problema es que el conocimiento histórico no se deja
axiomatizar de manera formal, por lo que el modelo N−D no sirve para su
explicación— que sus primos han creído encontrar en las ciencias naturales;
ha refutado cualquier pretensión de encontrar leyes en la historia —ha re-
nunciado a leyes nómocas u objetivas, pero o a encontrar cierto tipo de
regularidades—, y ha querido encontrar las leyes, si existen, del conocimiento
histórico. Se trata de la llamada filosofía analítica o crítica —enfoque cientí-
fico— de la historia, la cual, efectivamente, no ha hecho nada por lo que
merezca ser condenada. Tampoco nada, es verdad, por lo que merezca ser
ensalzada, ni por los filósofos, ni por los historiadores. Pues ignora, en sus
primeros pasos, la especificidad de lo histórico. Cuando deja de hacerlo,
abandona el modelo explicativo de leyes de cobertura legal —el nombre co-
very−law no es de Hempel, se debe a William Herbert Dray (1921−2009)
en 1957— y descubre la narratividad como el carácter más propio de la his-
toria. Analizar la historia equivale a analizar la condición de lo narrativo y su
capacidad explicativa —o incluso, autoexplicativa, pues una narración se
sostiene por sí misma—. Y es cierto que esta filosofía meramente narrativa
de la historia puede legítimamente declararse inocente en este juicio, aunque
es difícil que escape, por ahora, a una mirada de reproche por parte de su
hermana especulativa o metafísica, quien le preguntará si de verdad se ha
mantenido leal a la familia y hace filosofía de la historia al decir que ser his-
tórico consiste, sin más, en asumir nuestra condición de seres que relatan
historias de diversas maneras.
Los narrativistas herederos del positivismo siempre pueden aducir que
ellos han entroncado con algunos colegas continentales de rancio abolengo
historicista. La narratividad ha sido una de las vías de salida de otra variedad
de la filosofía de la historia que pretende sustraerse a este juicio. Lo que,
desde Walsh y, sobre todo, Raymond Aaron (1905−1983), se ha llamado la
filosofía crítica de la historia —filosofía analítica—. Crítica, precisamente, de
los delirios especulativos que ahora se juzgan, y que propondría, contra
ellos, un análisis de la conciencia histórica que «fuera a la filosofía de la
historia lo que la crítica kantiana a la metafísica dogmática». En la rica estela
de Dilthey, Rickert y Simmel, ese análisis querría ser radicalmente cons-

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ciente de la historia, o de lo que llamaron historicidad, y, por eso mismo,


renunciar a cualquier pretensión de un sentido último que cerrase la
evolución histórica. La cuestión que se plantea es cómo es posible la historia
para un hombre moderno, atenazado como cree estar entre una naturaleza
que «somete el mecanismo del alma a la misma coerción ciega que la piedra
que cae» y un conocimiento histórico para el que «el alma es un mero punto
de corte de hilos sociales que se tejen en la historia y disuelven toda su
productividad en administrar la herencia de la especie»: cómo es posible ser
humano, moderno e histórico sin quedar preso en el naturalismo ni el
historicismo. Los avatares de esa conciencia histórica, del historicismo a la
salida hermenéutica en la segunda mitad del siglo XX, paralelos —y a veces,
quizá ciegos— a la traumática historia de la humanidad durante ese tiempo,
son prueba de la dificultad de la tarea; la persistencia de la pregunta es
prueba de su necesidad.
La filosofía crítica de la historia es crítica de la filosofía, sobre todo.
Pero es filosofía porque no puede no ser crítica de la historia. Y no
porque, como una primera lectura de Aristóteles nos repite, la historia sea
epistemológicamente inferior. Sino por la superioridad «ontologica» de
ésta frente a toda especulación. El punto de partida de la historia es «el del
único centro posible que nos queda, el del hombre que padece, que ansía y
que actúa, tal como es, fue y será siempre». Y, sin embargo...

2.3. LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

..., y, sin embargo, un 9 de noviembre de 1989, por ejemplo, las auto-


ridades de la República Democrática Alemana deciden abrir las fronteras
de lo que denominaban el primer Estado obrero y campesino sobre suelo
alemán, y los ciudadanos de ese Estado —seres humanos que han padecido,
ansiado y actuado— se sientan esa noche a horcajadas en el muro que hasta
entonces les aprisionaba, convertido en lugar de fiesta. El entusiasmo se
desborda en toda Europa. En muchos sentidos, ese muro y ese Estado eran
un producto material, férreo y sin duda despiadado de una cierta filosofía de
la historia. Quienes lo erigieron creían dar un impulso al tren con él; quienes
lo defendían a cualquiera de los dos lados, aunque a regañadientes, lo con-
sideraban un mal necesario dentro del plan para alcanzar el mejor de los
fines en la tierra. Su caída, que algunos identifican ya con el final mismo de
la historia, despide, desde luego, a la filosofía de la historia más explícita que
se haya puesto nunca en práctica —la marxista—. No hay nadie que no cali-
fique el momento de histórico, e incluso aquellos a quienes no afecta di-
rectamente, sino que lo contemplan desde la segura distancia de la televisión,
se dejan llevar por el entusiasmo.
Las dos cursivas de arriba no son inocentes. La primera, histórico,
porque el acto que se califica como final de la historia recibe a su vez el
epíteto de «histórico». Ya Nietzsche (1844−1900) ironizaba sobre los pe-
riódicos acompañando el proceso del mundo; y dice mucho de una época el
que ésta espere ver anunciado a toda plana en los diarios, y en tiempo pre-
térito, el final de los tiempos. Y en cuanto a la segunda cursiva, el entu-

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siasmo que arrastró a los contemporáneos, incluso si sólo contemplaban la


fiesta por televisión, sería más ingenua sino fuera porque ya Kant esgrimía el
entusiasmo de los espectadores lejanos de la Revolución Francesa
(1788−1799) como signo probatorio de la existencia del progreso; y sobre
esa existencia se vino a construir, en Kant y otros ilustrados, la filosofía de la
historia.
La ironía es, pues, que ante el acontecimiento que debía despedir la
filosofía de la historia, parece inevitable situarse con las categorías de
ésta misma. Y lo cierto es que desde el final de la guerra fría y el derrumbe
del experimento soviético, se ha redoblado en todo el mundo el interés por la
filosofía de la historia —aquí enlazaríamos con la visión de Fukuyama (n.
1952) del tema 8—. El centauro —mito— parece incorporarse de nuevo; sólo
que, como uno de sus más afamados y recientes jinetes señalaba, lo hace más
entre analistas políticos al servicio del Departamento de Estado de Wa-
shington (Fukuyama), y menos entre filósofos e historiadores en las univer-
sidades. Se reincorpora, además, con esa combinación de especulación vi-
sionaria, desatino, agudeza y urgencia disimulada que le ha caracterizado
siempre. Pero es que a la reflexión filosófica sobre la historia —surgida de una
necesidad de orientación en cada situación presente— le ocurre, segura-
mente, lo que Kant afirmaba de la razón humana al comienzo de su primera
Crítica (1781): verse acosada por preguntas que no puede evitar plantearse,
pero a las que, por su propia naturaleza, es incapaz de responder. Preguntas
como el sentido a largo plazo de construir un muro para encerrar un pueblo o
abrirlo, o de los otros muros entre diversos mundos que se levantan desde
la caída de aquel, o por el significado de todos los enormes sacrificios que
individual y colectivamente se han realizado o se están realizando, o por el
ritmo de los cambios históricos, o por el valor real de eso que se llama mo-
dernidad.
Preguntas así urgen, a partir de un cierto momento y ciertas condiciones,
a esbozar una consideración de la historia que no sea meramente empírica,
algo que podríase llamar una historia filosófica. En realidad, la filosofía de
la historia nació con la historia misma, y eso ocurrió, estrictamente, en la
segunda mitad del siglo XVIII. Anteriormente, la historia, cuya etimología
griega en historein hace referencia únicamente al «ver» e «informar de lo
que se ha visto» —sin ninguna connotación temporal, pues—, y que nuestro
Diccionario de Autoridades, en 1734, todavía definía como «relato hecho
con arte de cosas que suceden», descansaba en el antiguo trono del tópico
historia magistra vitae (historia maestra de la vida). Polibio (203 – 120 a.
C.) primero, y Cicerón (106 – 46 a. C.) después, la habían asentado con todos
los honores sobre él. No era filosofía, ni menos aún ciencia, pero sí tenía la
virtud de aleccionar pedagógica y moralmente a cada presente sobre la acción
correcta a seguir. Obviamente, sólo podía cumplir esa función porque los
acontecimientos del pasado conservaban un valor paradigmático, derivado, a
su vez, de la repetibilidad y homogeneidad de todo lo que hay. Se puede
aprender del pasado —o mejor, de los relatos del pasado— porque nada
nuevo puede ocurrir, porque se existe sobre un pasado muerto e intemporal
que siempre ha sido ya. Incluso el cristianismo, que rompió la visión circular

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griega del mundo e inauguró una concepción lineal del tiempo a la espera de
un final extramundano, pudo seguir asignándole a la historia su papel de
maestra de la vida. En los asuntos exclusivamente humanos, salvo inter-
vención de la providencia, no podía ocurrir nada nuevo, y los antiguos, incluso
los paganos, podían seguir siendo modelos en los que instruirse. Los ilus-
trados la destronaron.
La experiencia moderna, más intensa cada vez a partir del Renaci-
miento, había sido la de una nueva concepción del tiempo, resultado de
una cesura con todo lo anterior, una reordenación del pasado y del futuro, que
empezaron a distanciarse y distinguirse. En lugar múltiples historias
sueltas, relatos de hechos notables ya ocurridos y que se repetían de nuevo en
cada instancia humana, apareció la historia como un suceso único y sin-
gular, una cadena de sucesos individuales, nuevos cada vez, en la que, ob-
viamente, ninguno de ellos podía ser ya ejemplar. Se abría un nuevo espacio
de experiencia en el que ya no era posible orientarse mirando hacia
atrás. Esta historia como tal, historia sin más, era un proceso completo,
autónomo en sí mismo, que recogía todo lo que humanamente ocurría sobre la
tierra. Era la Historia Universal, o historia del mundo. La tarea del histo-
riador, a partir de ahora, más que relatar con arte y didáctica un suceso
concreto, era «presentar cada evento como parte de un todo o, lo que es lo
mismo, presentar en cada evento la forma de la historia en general» (Hum-
boldt, 1822).
En realidad, la propuesta de Alexander von Humboldt (1769−1859) de
1822 que acabamos de citar era menos un programa que una respuesta a la
cuestión que planteaba de modo más acuciante esta nueva historia sin-
gularizada. Se trataba, sobre todo, de la nueva experiencia del tiempo que
tenía lugar, la cesura (el corte) entre el pasado y el presente con que había
nacido la Edad Moderna. Lo había hecho distinguiéndose expresamente de
todo lo anterior, de los antiguos y los medievales. Lo que había surgido era un
tiempo histórico específico por el que cada fecha, por ejemplo, adquiría un
significado que no era simplemente el de su lugar en una sucesión numérica.
Si antes los acontecimientos históricos se determinaban según categorías
naturales del tiempo, como eran el curso de las estrellas o la sucesión, en
principio hereditaria, de los príncipes y las dinastías, ahora se cuentan las
épocas y los siglos. Se empieza a hablar de un genius saeculi, y cada
época, cada siglo, cada año, empieza a tener una fisonomía propia, un espíritu
particular. De entonces es la expresión alemana Zeitgeist — es originalmente
una expresión del idioma alemán que significa «el espíritu (Geist) del tiempo
(Zeit)»—, que todavía hoy goza de fortuna internacional.
Es el final de la historia natural y el comienzo de un tiempo his-
tórico específico en el que resulta mucho más complicado situarse. Se de-
finen las épocas, se quiere estar seguro de la propia, no actuar sin saber
quién se es en cada momento de la historia, y hacia dónde se dirigen los
pasos. Los revolucionarios estaban siempre seguros de ello. No es casua-
lidad, tampoco, que sea justo a finales del siglo XVIII cuando empieza a con-
siderarse que el estudio histórico más fiable es el que investiga aconteci-
mientos lejanos en el pasado, y cuando los historiadores renuncien a es-

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cribir sobre la actualidad o lo reciente. Hasta entonces, habían hecho lo con-


trario. Como bien recuerdan los abogados actuales de la historia del tiempo
presente, toda la literatura historiográfica, desde Heródoto de Alicarnaso
(484 – 425 a. C., historiador y geógrafo griego), le había dado valor exclu-
sivamente a los testimonios de los testigos directos de los acontecimientos, o
a los de quienes hubieran escuchado a tales testigos de viva voz. Ahora se está
ciego para el momento presente, porque la historia pasada ya no es
una luz que ilumina. La situación es tanto más complicada cuanto que el
descubrimiento de la historia como tal y su temporalización lleva aparejados
dos hallazgos más, contradictorios entre sí, que determinarían los dos si-
glos posteriores.
1) Uno es que la historia es producto de los hombres, resultado incluso
planificable de sus acciones. Lingüísticamente, esto se refleja en que fue
entonces cuando apareció la frase, impensable hasta entonces, y tan repetida
todavía hoy, de «hacer historia». Antes, las historias se escribían; ahora, la
historia misma, en toda su singularidad, es producto de las acciones hu-
manas, que, consciente o inconscientemente, la dirigen, abriéndose un
campo de responsabilidad y de misión moral. Es fama que los revolu-
cionarios franceses proponían en su diccionario no escribir ningún libro de
historia hasta que la Constitución no estuviese terminada: primero hacer, y
después contar. Es sabido que esto, que los hombres hacen la historia, y
no la naturaleza, era el argumento de Vico (1668−1744) frente a Des-
cartes (1596−1650) y los modernos para valorizar la historia, la retórica y, en
general, las ciencias humanas sobre las ciencias naturales; sólo se puede
conocer lo que uno mismo hace.
2) Pero el segundo hallazgo es que, por otro lado, la historia aparece
como un sujeto autónomo con un poder superior al de los individuos.
Las consecuencias no previstas ni previsibles de las acciones, la interacción e
interconexión de todas ellas, producen unos efectos que se escapan y so-
brepasan a los agentes históricos. La historia se abre a un futuro incalculable
y desconocido sobre el que el pasado no enseña nada y para el que los planes
con los que había querido hacer la historia dejan de tener validez. También los
más altos personajes que habían estado al timón, aquellos que, como decía
Hegel, representan en un momento dado el alma del mundo, acaban arro-
llados por la historia. Y unos y otros empiezan a experimentar algo que no ha
hecho sino intensificarse desde entonces: la historia no sólo marcha, sino
que, además, lo hace de modo acelerado. Ni individuos ni sociedades
parecen capaces de adaptarse a la aceleración creciente de los aconteci-
mientos en todos los ámbitos (de ahí el origen del fundamentalismo, según
Huntington, pues el fundamentalismo es fruto de los cambios históri-
co−sociales bruscos que la población no tiene tiempo de asimilar. El vacío que
estos dejan es aprovechado por fundamentalismos religiosos y seculares).
La historia como tal, la historia que es Historia, se constituye, pues, en
este tejido de cuatro rasgos: singularización, temporalización, factibi-
lidad y no disponibilidad. Deja de ser maestra de la vida para convertirse en
la articulación misma de ésta, que tiene que irse pensando según se hace y
según se cuenta. Por eso, historia y filosofía de la historia se originan

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dentro del mismo proceso. La primera sólo existe desde la segunda, y


esta no es sino la respuesta a la situación en que surge la primera. La
filosofía de la historia arrancó a finales del siglo XVIII con unos tópicos que,
desde entonces, se han venido desprestigiando: la idea de progreso, las
manos invisibles y la astucia de la razón, el sentido global, la teleolo-
gía. Mirados de cerca, esos tópicos son estrategias de elaboración de la si-
tuación que hemos descrito más arriba, nacida de la ruptura con el pasado.
Desde luego —así la celebrada tesis de Karl Löwith (1897−1973, uno de los
primeros discípulos de Heidegger y luego uno de sus más agudos críticos. Su
obra obra más importante es Historia del mundo y salvación (1949). En ella
aborda el tema de la secularización. El propósito obvio de la obra está indicado
por el subtítulo: la filosofía de la historia descansa sobre presupuestos teo-
lógicos generalmente ignorados o negados. Löwith no pregona el retorno a
una visión teológica de las cosas humanas; somete a examen crítico las bases
comunes de la teología y de la filosofía de la historia, y apela a una interro-
gación de los fundamentos metafísicos que han pasado desapercibidos para la
racionalidad occidental—, es posible verlos como versiones secularizadas de
conceptos originariamente teológicos —providencia, escatología, reino final de
Dios—, y considerar la filosofía de la historia, de Voltaire a Marx, una tra-
ducción terrenal de san Agustín y el mensaje cristiano. Pero, incluso si ese
es efectivamente su origen, y si pasó efectivamente a sustituirlos, el problema
al que responden es diferente: un problema específicamente moderno. Por
eso, la tesis de la secularización no explica en qué consiste la filosofía de la
historia.
La era moderna despega de la medieval cuando la religión desaparece
de la política. Y el Estado moderno, que nace con el absolutismo, tiene su
génesis en el esfuerzo por poner fin a las guerras de religión. Una de las
primeras preocupaciones de los gobernantes modernos fue prohibir que se
hicieran profecías —siempre de orden religioso y, en general, relativas al
inminente fin de los tiempos—. Dado que la voluntad de dominar el futuro de
algún modo no puede ser ignorada, en lugar de las profecías aparecen, por un
lado, el pronóstico racional, basado en un cálculo de probabilidades polí-
ticas, y en segundo lugar, la filosofía de la historia. El primero se man-
tiene todavía dentro de las expectativas cristianas —un fin del mundo algún
día lejano con la segunda venida de Cristo—, y convierte el futuro en un
ámbito de posibilidades finitas graduadas según su probabilidad. Su pronós-
tico sólo atañe a la situación presente. La filosofía de la historia, en cambio,
desliga definitivamente a la época moderna de su propio pasado. Responde a
una nueva conciencia del tiempo y del futuro, produciendo una com-
binación de política y profecía. El progreso aboca a un futuro que excede el
espacio de experiencias y el tiempo natural, dando lugar a pronósticos
siempre nuevos y a largo plazo.
El problema moderno es el problema de quien decide ser distinto de
todo lo anterior; de quién ya no va a ser nunca otra vez griego ni romano,
porque se encuentra en un tiempo nuevo. Y su primera perplejidad es que, si
en ese «a partir de ahora» la naturaleza se ha ido convirtiendo en un ámbi-
to cada vez más dominable, los asuntos humanos entran en un proceso de

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aceleración que se escapa a su capacidad de control. Con la naturaleza,


aparentemente, se puede hacer de todo; de la historia, en cambio, una vez
que, efectivamente, todo es nuevo, no se puede disponer. Construir una
teleología de la historia, con progreso y manos invisibles incluidas, tal
como proponían los ilustrados, resulta, entonces, menos un programa
arrogante que la primera reacción a una perplejidad. ¿Cómo, si no, poder
esperar algo cuando uno hace lo que debe hacer? ¿Cómo orientarse en esto
sobre lo que muy limitadamente puedo influir, pero en referencia a lo cual ac-
túo y, sobre todo, juzgo?
Incluso si en esa reacción participan viejos compuestos teológicos más o
menos transmutados, hay razones para ver en ella un gesto de ironía, en el
sentido de autoconciencia de la naturaleza problemática de una situación
y su carácter aporético. La paradoja de esta ironía es que, naciendo la idea
para una historia universal de la razón práctica misma, la única vía que
encuentra para justificarse es estética. Kant habla ya de la historia como de
una novela, entre cuyos personajes se encuentran antiguos elementos teo-
lógicos secularizados, como el progreso o el télos final. Pero, a diferencia de la
vieja teología de la historia, la mirada de los ilustrados es ahora irónica,
distanciada, consciente de sí misma y de sus límites. Son modernos, se saben
en un tiempo nuevo, distinto, y saben que no cabe esperar en ninguna
promesa divina, ni se puede escuchar ingenuamente a ninguna maestra del
pasado. El centauro; es decir, el mito de la filosofía de la historia, tiene,
desde luego, algo de monstruo, es producto de una ensoñación patoló-
gica. Pero —aquí está la ironía— sabe que lo es. Lo que le mueve a un
Edward Gibbon (1737−1794, historiador británico considerado como el
primer historiador moderno, y uno de los historiadores más influyentes de
todos los tiempos) a escribir sobre el pasado, sobre la Decadencia y caída del
imperio romano (1776), por ejemplo, es, durante una visita de juvenil turista
a Roma, «la ironía del espectáculo de unos monjes ignorantes que celebran
sus supersticiosas ceremonias en una iglesia construida sobre el solar donde
antes había un templo pagano».

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TEMA2: El conocimiento histórico

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

En el tema anterior aparecen ya referencias que hacen alusión al pro-


blema del conocimiento histórico, problema del que se ha ocupado tradicio-
nalmente la filosofía crítica o analítica de la historia y que en este tema
será abordado con mayor profundidad. ¿Cuál es la naturaleza del conoci-
miento histórico o qué tipo de conocimiento es el conocimiento histórico? ¿En
qué sentido puede pretender la Historia ser un estudio científico? ¿De qué
recursos metodológicos se vale para ello? El presente tema trata de responder
a estas cuestiones relacionadas con el carácter epistemológico del pen-
samiento histórico. Se abordará pues el estudio de conceptos y categorías
tales como causalidad y objetividad históricas, verdad e intencionalidad, de-
terminismo histórico, leyes históricas, explicación y comprensión, narración,
etc., desde el punto de vista de las condiciones de posibilidad y los límites
del conocimiento histórico.
Como podéis observar este tema se inscribe mayormente, por su con-
tenido, en lo que se ha llamado en el tema anterior filosofía analítica de la
historia. Se centra en las reflexiones epistemológicas y metodológicas
acerca del conocimiento histórico planteadas por la filosofía de la historia
desde prácticamente la segunda mitad del siglo pasado. Es importante que
veáis la evolución o el desarrollo que ha tenido lugar a partir de la distinción
entre Explicación y Comprensión formulada por la filosofía y la sociología
alemanas a finales del siglo XIX (Dilthey, Weber, Rickert, etc.) desde las
propuestas de sesgo más marcadamente positivistas —el modelo nomológi-
co-deductivo de Hempel— hasta las propuestas de sesgo más marcadamente
hermenéutico que insisten en el carácter narrativo del conocimiento
histórico —en última instancia, el concepto de narración pasaría a ocupar el
lugar central que anteriormente tuvo el concepto de explicación—. Entre-
medias, a modo de gozne que daría cuenta de esa evolución o desarrollo
desde las propuestas positivistas a las propuestas narrativistas, estarían
otras importantes cuestiones a las que debéis prestar atención: la temprana
crítica de Dray a Hempel, las consecuencias que para la filosofía de la historia
tuvo el llamado giro lingüístico, el papel que juega la noción de intencio-
nalidad en von Wright, etc.
Por otro lado, observaréis que en distintos momentos de su texto C.
Yturbe hace alusión al desinterés de la historiografía —vale decir de
quienes ejercen el oficio de historiadores— por este tipo de debates filosóficos,
como por ejemplo cuando sostiene: «El desarrollo de la historiografía como
disciplina autónoma se ha dado casi siempre al margen de la discusión
metodológica y epistemológica en la filosofía de la historia, cuyos resultados
han demostrado tener una utilidad muy limitada en la práctica de los histo-
riadores». Conviene no obstante advertir que al igual que ha habido muchos
filósofos que han hecho buena historiografía —recordemos al respecto a
Maquiavelo, Voltaire, Marx y un largo etcétera—, tampoco han sido pocos los

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historiadores que se han preocupado por estas cuestiones más filosóficas


concernientes a su disciplina —algo de esto ya deja entrever la propia Yturbe
cuando da cuenta de algunas de las corrientes historiográficas del siglo XX, así
los Annales—. Pero lo que quería, en este sentido, era recomendaros a quellos
que estéis más interesados en estas cuestiones el libro de uno de esos his-
toriadores que también han reflexionado filosóficamente sobre su materia: el
de Edward H. Carr ¿Qué es la historia? (ed. Ariel), que a pesar de sus
muchos años y su carácter divulgativo, su amenidad no exenta de rigor le han
convertido en un clásico del asunto, como prueba las sucesivas reediciones
que vienen haciéndose del mismo. También resulta ameno e interesante el de
Enrique Moradiellos Las caras de Clío: Una introducción a la historia (ed.
Siglo XXI).
Ya por último, e instándoos una vez más a que prestéis atención a
aquellas referencias que aparecen en un tema y que aluden o guardan relación
con otros temas del programa, de cara a que os vayáis haciendo con esa visión
de conjunto de la asignatura en la que vengo insistiendo, sería conveniente
que os fijarais en lo siguiente:

• Págs. 215-16 la referencia a Koselleck, autor con el que ya nos en-


contramos en el próximo tema.

• Págs. 218-19 la referencia al concepto de historia universal.

• Págs. 225-27 a la distinción entre filosofía analítica y filosofía


sustantiva de la historia.

YTURBE, Corina: «El conocimiento histórico», en Reyes Mate (ed.): Filosofía de


la historia, Trotta−CSIC, Madrid, 1993, pp. 207−228.

1. INTRODUCCIÓN

Historiadores y filósofos de la historia no suelen, por lo general, responder


del mismo modo a la pregunta sobre la relación entre investigación histórica y
conocimiento. Unos y otros han abordado de manera distinta el tema de si la
historia produce o no conocimiento y, cuando la respuesta es afirmativa,
como ocurre las más de las veces, entonces se plantea cómo es posible o
cómo se adquiere el conocimiento histórico y de qué tipo es. La mayoría de
los historiadores y de los filósofos coinciden, pues, en que la tarea de la
historiografía debe rebasar el nivel de la simple descripción de los aconte-
cimientos y enfrentar el problema de su explicación. Pero los historiadores,
cuya tarea es la producción escrita acerca de temas históricos, es decir, la
historiografía propiamente dicha, rara vez reflexionan sobre los procedi-
mientos utilizados en su disciplina —como tampoco, en general, la mayoría de
los científicos—; en sus discusiones ponen el acento en la práctica, en lo que
Bloch llama el «oficio del historiador» o, a lo más, en algunos elementos
de la teoría de la historia, es decir, discuten acerca de la mayor o menor uti-
lidad de algunas tesis que sirven para orientar su trabajo. Los filósofos, por

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su parte, reflexionan acerca de la historia desde fuera de la práctica de


investigación y, en los últimos decenios, se han dedicado a la construcción
de modelos de explicación ideales cuya pretensión es dar cuenta de lo que
hacen, o deben hacer los historiadores, ya que no es fácil distinguir si se está
describiendo o reconstruyendo una práctica o si más bien se está prescri-
biendo un modo que garantiza la producción de conocimiento en la investi-
gación historiográfica.
En lo que sigue, limitando la discusión a la segunda mitad de nuestro
siglo, abordaré el problema del conocimiento histórico a partir de la descrip-
ción de los supuestos que subyacen tanto a los modelos fundamentales
propuestos por la filosofía de la historia, como al modo en que efectivamente
se ha desarrollado la investigación histórica de manera más o menos inde-
pendiente de las propuestas filosóficas. Al hablar de «filosofía de la historia»
se aludirá, por tanto, únicamente a la reflexión sobre el quehacer de los
historiadores que se ha dado desde la filosofía, fundamentalmente la filosofía
analítica, filosofía que, en general, se interpreta a sí misma como me-
ta−reflexión, involucrada en cuestiones epistemológicas y metodológicas, y
no como filosofía sustantiva, especulativa o metafísica. Las reflexiones epis-
temológicas abordadas por esta corriente filosófica fueron la vía de entrada de
la filosofía analítica al terreno de las ciencias sociales.

2. EXPLICACIÓN−COMPRENSIÓN

En la discusión en torno al carácter de la investigación historiográfica, en


la segunda mitad del siglo XX, a pesar de que aún se conserva la tendencia
según la cual esa tarea consiste en describir —no explicar— lo ocurrido en la
sociedad a través del tiempo, en el discurso de esa disciplina aparecen
planteamientos que rebasan el plano descriptivo y proponen esquemas
conceptuales de comprensión o explicación. En realidad, los historiadores
siempre han manifestado el deseo de explicar el pasado, es decir, de indicar
las causas de los sucesos y de los cambios. La interrogación sobre la historia,
la reconstrucción de los hechos y de los procesos ocurridos, se ha acompañado
desde siempre por el esfuerzo de los historiadores por conceptualizar la
historia. Sin modelos, esquemas, categorías, constructos conceptuales, cuya
función básica es seleccionar y ordenar la complejidad de los objetos, los
historiadores no podrían ni siquiera identificar sus datos. Contrariamente a lo
que sostenía el programa positivista «duro», los hechos no hablan por sí
mismos y toda observación está siempre cargada de teoría —distinción teó-
rico observacional—, es decir, presupone una estructura o trama conceptual
constituida por modelos, con frecuencia implícitos, que permiten definir el
«objeto» de la investigación historiográfica.
Partiendo del supuesto de que incluso la respuesta a la pregunta ele-
mental «¿qué ocurrió?» rebasa el mero plano de la descripción pura, y que
los historiadores pretenden responder además a la pregunta «¿por qué
ocurrió?», lo cual supone todo un trabajo de conceptualización, cabe pre-
guntarse qué es lo que se busca explicar y cómo se explica. La cuestión sobre
el objeto y la tarea de la investigación historiográfica se ha respondido de dos

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maneras fundamentales: 1) o bien se sostiene que la historiografía tiene


como fin el conocimiento de lo individual, abriendo el problema de sobre qué
bases pueden vincularse entre sí los distintos acontecimientos singulares de
manera que adquieran sentido o significado; 2) o bien se sostiene que la
investigación histórica tiene como objeto la búsqueda en el proceso histórico,
de tendencias de desarrollo y su enunciación eventual en forma de leyes, en
cuyo caso habría que aclarar qué analogía o qué diferencias existen entre las
«leyes» de la historia y las leyes de las ciencias naturales. Estas dos al-
ternativas en el modo de concebir el objeto y la tarea propias de la historio-
grafía tienen consecuencias fundamentales sobre el modo de escribir la his-
toria. 1) En el primer caso, la historiografía será esencialmente una narra-
ción —filosofía de la historia especulativa o metafísica—, y como tal será más
afín al arte o a la literatura que al conocimiento científico. 2) En el
segundo, la historiografía se presentará como ciencia, tal vez una ciencia sui
generis, pero siempre con aspiraciones no puramente narrativas. La antí-
tesis entre «comprensión» y «explicación», formulada en medio del
debate metodológico surgido en Alemania a finales del siglo pasado, repre-
senta la enunciación metodológica más refinada de esta alternativa, a cuya
discusión se ha dedicado gran parte de la filosofía de la historia y de la his-
toriografía del siglo XX. Por «comprensión» (Verstehen) se entiende la idea
que supone la postura de ponerse en el lugar del sujeto, es decir, supone
ponerse en el punto de vista del sujeto que se estudia. «Explicación»
(Erklären) es la idea que implica, por el contrario, que el estudioso se ubique
fuera del sujeto que está estudiando, considerándolo objetivamente, es
decir, en sus condiciones objetivas de existencia, en sus conexiones causales.
Aparentemente, tanto en la filosofía de la historia como en la histo-
riografía encontraríamos las dos alternativas mencionadas: 1) la aspiración a
dar rigor científico a la investigación historiográfica —filosofía de la historia
como ciencia, enfoque analítico—, tendencia basada en la aplicación a la
historia de la categoría de «causa» y en la idea de una regularidad fun-
damental en el proceso histórico; y, 2) la recuperación de la narración como
tarea esencial del historiador —filosofía de la historia especulativa o metafí-
sica—, rechazando el proceso de la explicación histórica con el que está
vinculada la idea de causalidad y proponiendo la comprensión como finalidad
de la investigación histórica. Sin embargo, el desarrollo de la historiografía
como disciplina autónoma se ha dado casi al margen de la discusión meto-
dológica y epistemológica en la filosofía de la historia —al margen del enfoque
analítico−crítico—, cuyos resultados han mostrado tener una utilidad muy
limitada en la práctica de los historiadores.

3. EL MODELO NOMOLÓGICO−DEDUCTIVO DE HEMPEL

Desde la aparición del famoso artículo de Carl Hempel (1905−1997) de


1942 sobre «La función de las leyes generales en la historia», hasta casi el
final de los años sesenta y el inicio de los setenta, la controversia principal de
los filósofos de la ciencia con respecto al conocimiento histórico se desarrolla
en torno al problema de si el modelo de explicación nomológico−deductivo,

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propio de las ciencias naturales, es o no válido para la historiografía (no lo es),


es decir, si los historiadores explican según este modelo, o si este modelo
puede asumirse como base del conocimiento producido por esa disciplina.
El supuesto esencial sobre el objeto de la historiografía de la propuesta
hempeliana es que el pasado es un conjunto de fenómenos históricos,
sin que se aluda a ninguna característica que muestre su especificidad frente
a los fenómenos naturales, que se despliegan frente al historiador espe-
rando ser descritos y explicados. Las cuestiones abordadas serán, entonces,
en su mayoría de carácter epistemológico, refiriéndose a la determinación
de la verdad de los enunciados descriptivos y explicativos hechos por el his-
toriador sobre el pasado. La tesis de la unidad del modelo de explicación
científica aparece como el único camino abierto para asegurarle a la inves-
tigación histórica el derecho de ciudadanía en el dominio de la ciencia. En esta
perspectiva la argumentación estará dirigida básicamente en contra de la
comprensión como método específico de la historiografía para producir co-
nocimiento y, por tanto, el rechazo de cualquier tipo de distinción entre
las ciencias naturales y las ciencias sociales. Como señalaba Pietro
Rossi (1871−1950, naturalista italiano), «el neopositivismo había retomado
el programa enciclopédico del positivismo del siglo XIX , transfiriéndolo al
terreno lingüístico, y proponiendo el ideal de una unificación del len-
guaje de las diversas ciencias al modelo del de la física, lo cual implicaba la
reducción de la investigación histórica a las ciencias sociales y a sus
asunciones teóricas». Hempel no sigue el programa reduccionista fuerte;
para él, sólo se trata de reducir la explicación —y la predicción— científica al
modelo deductivo con el fin de asimilar la explicación histórica a la expli-
cación científica. De ahí la importancia para la explicación histórica de la
presencia de por lo menos algunas formulaciones implícitas de regularidad
—regularidades, tal vez alguna ley, como exige el modelo de covey−law—, si
no es que de hipótesis universales del tipo de las leyes científicas.
Según el modelo nomológico−deductivo de Hempel, la ocurrencia de
un acontecimiento de un cierto tipo específico puede deducirse a partir de
dos premisas: 1) la primera, describe las condiciones iniciales, aconteci-
mientos anteriores, condiciones prevalecientes, etc.; y 2) la segunda, enuncia
una regularidad, es decir, una hipótesis de forma universal que, al ser ve-
rificada, merece el nombre de ley. Si se establecen correctamente estas dos
premisas, puede decirse que el enunciado que describe la ocurrencia del
acontecimiento fue explicado. El propio Hempel advierte la limitación de la
aplicabilidad de este modelo a la historiografía al sostener que esta disciplina,
en tanto que no es una ciencia desarrollada, no ofrece explicaciones completas
sino tan sólo «esbozos de explicación». La diferencia entre las explica-
ciones científicas ideales y los esbozos de la historiografía radica en la falta de
precisión de los segundos, no en la forma lógica: los esbozos de explicación
descansan sobre regularidades que, sin ser leyes explícitas y verificadas,
apuntan con todo en la dirección en que dichas regularidades podrían llegar
a descubrirse, y describen los pasos que deben llevarse a cabo para satis-
facer el modelo de explicación científica.

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4. CRÍTICAS AL MODELO HEMPELIANO DE EXPLICACIÓN

La discusión levantada por la propuesta hempeliana dio origen a una serie


de revisiones de la posición inicial. Por un lado, se propusieron otros mo-
delos de explicación para la historia, como la explicación funcional o la ex-
plicación genética (Nagel, 1961), lo cual condujo al cuestionamiento de la
tesis de la unidad del modelo de explicación originalmente postulada por
Hempel. Por otro lado, a partir del análisis de las generalizaciones utilizadas
por la investigación histórica, se llegó a conceder que las explicaciones que
ofrecen los historiadores no funcionan en la historiografía como en las ciencias
naturales. Y, además de que estas generalizaciones pueden no llegar a ser
explícitas, son de carácter sui generis: M. Scriven (1962), P. Gardiner
(1952), W. Dray (1957), son algunos de los más importantes filósofos de la
ciencia que contribuyeron en esta discusión, introduciendo una serie de ar-
gumentos incompatibles con el espíritu del modelo hempeliano: unicidad
de los acontecimientos históricos, explicaciones mediante el recurso a las
intenciones, planes o fines de los agentes. Finalmente, el propio Hempel
fue llevado a corregir su modelo originario, proponiendo como explicaciones
ideales para la historiografía las de tipo probabilístico−inductivo (Hempel,
1962), las cuales se basan sobre generalizaciones estadísticas, obtenidas
por vía inductiva.
Si bien la motivación básica de toda la discusión era la de defender a la
historiografía del escepticismo y de justificar la lucha por la objetividad, las
múltiples correcciones o el «debilitamiento» (Ricoeur, 1983) de las condi-
ciones impuestas por el modelo nomológico−deductivo parecían ser un intento
por minimizar las discordancias existentes entre las exigencias del modelo
«fuerte» y los rasgos específicos del conocimiento histórico de los hechos. En
verdad, el modelo de la covering−law —modelo de la ley inclusiva o de
cobertura legal—, como lo llamó William Herbert Dray (1921−2009, filósofo
de la historia canadiense) en 1957, empezó a mostrar su escasa aplicabi-
lidad en la historiografía, cuando a partir de sus supuestos se intentó
«medir» la cientificidad del trabajo de los historiadores.
El libro de Dray Leyes y explicación en la historia (1957) es un buen
ejemplo de esta doble táctica: 1) por un lado, Dray busca separar la noción
de explicación de la noción de ley y defiende un tipo de análisis causal
irreductible a la subsunción bajo leyes generales; y 2) por otro, apoyándose
en la tesis según la cual el historiador intenta determinar los aspectos parti-
culares de un acontecimiento, y no los que éste comparte con aconteci-
mientos de la misma clase, Dray propone un tipo de «explicación por ra-
zones», a través de la cual el historiador mostraría «cómo» fueron posibles,
dadas ciertas condiciones y ciertos «motivos» de los sujetos que hicieron
determinadas acciones, los acontecimientos que tuvieron lugar, sin pretender
mostrar «por qué» ocurrieron.
Cabe señalar que todas estas críticas a Hempel, que al final condujeron al
«estallamiento» del modelo nomológico (Ricoeur, 1983), se dan en el te-
rreno mismo de la posición original de ese filósofo. Pero, aun cuando, en
última instancia, lo que se pretendía con estas «correcciones» era defender

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el modelo nomológico−deductivo, la discusión alcanzó su punto crítico cuando


ya resultaba difícil avanzar sin romper con la hipótesis central según la cual
la explicación histórica no difiere en lo fundamental de la explicación en el
resto de las ciencias, es decir, mediante la subsunción del acontecimiento a
explicar bajo una ley general. La única vía que parecía abrirse para captar la
especificidad del conocimiento histórico era justamente la consideración
del problema desde el punto de vista opuesto: el reconocimiento del carácter
narrativo de la historia y, por tanto, la recuperación de la comprensión
como momento fundamental de dicho conocimiento.

5. DE LA EXPLICACIÓN A LA COMPRENSIÓN: EL «GIRO LINGÜÍSTICO»

La crítica a Hempel toma cuerpo en el contexto de un cambio de estilo


filosófico llevado a cabo en el interior mismo de la filosofía analítica y que
depende en gran parte de lo que se ha llamado el «giro lingüístico», es
decir, de un cambio de posición frente al problema del lenguaje. La filosofía
de la historia irá abandonando el tema de la explicación como problema
central, para abocarse al análisis de los diferentes usos y fines del
lenguaje en la práctica historiográfica. Del problema de la causalidad
—explicación—, y por tanto del supuesto de que para producir conocimiento
científico el historiador tiene como tarea principal la de lograr una explicación
deductiva, se pasará al problema de la interpretación del pasado en tér-
minos de exégesis y entendida como la comprensión de la lógica propia de
las acciones humanas —comprensión—. A diferencia de las ciencias na-
turales, las ciencias sociales no buscan explicar y predecir fenómenos
históricos, sino interpretar el sentido de las acciones sociales.
En este giro hermenéutico de la filosofía de la historia, encontramos
dos tradiciones principales que le asignarán diversos objetos de estudio a
la historiografía: 1) la tradición que podemos asociar con Georg Henrik von
Wright (1916−2003), o con el propio Dray, intentará combinar la cuestión
de la interpretación del significado propia de la hermenéutica, con el re-
quisito del modelo de la ley inclusiva de que el historiador debe explicar el
pasado; su tarea se pensará ahora como centrada en la reconstrucción de la
lógica de las acciones humanas; y 2) la tradición asociada a Hayden
White (n. 1928, filósofo e historiador estadounidense, que pasa por ser el
primer autor que desarrolló la reflexión epistemológica narrativista en Estados
Unidos) y a Paul Ricoeur (1913−2005), cuyo presupuesto fundamental es la
idea de que el pasado es como un texto y que, como todo texto, posee un
significado propio: partiendo de esta analogía entre las acciones y el
texto, se sostiene que el objeto de estudio de los historiadores son las ac-
ciones sociales, cuya característica fundamental es poseer un significado.
Su tarea consistirá, entonces, en reconstruir el significado de las ac-
ciones del pasado, utilizando los métodos de exégesis o interpretación de
textos. Desde esta perspectiva, las cuestiones epistemológicas pierden el peso
que tenían anteriormente, para dejar su lugar a las cuestiones relacionadas
con el sentido. Sin embargo, poco a poco irá perdiendo sentido la idea de
una exclusión mutua entre la explicación y la comprensión, en la medida en

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que ambas son ingredientes —en tensión, en efecto— propios de la práctica de


los historiadores.
Las obras de W. B. Gallie (1964), A. C. Danto (1965) y H. White (1973)
fueron decisivas para la defensa, en el interior de la filosofía analítica, de la
concepción según la cual el conocimiento de la historia se produce a través de
una narración, no de una explicación, y que esta narración es autoexpli-
cativa, es decir, capaz de explicar los acontecimientos narrados sin nece-
sidad de referirse a elementos externos a la narración misma. La estructura
intrínseca de la narración se convierte en la categoría sobre la que se basa la
especificidad de la disciplina historiográfica. El rasgo distintivo de la narra-
ción es la trama, el argumento, la urdimbre de sentido: narrar no es
describir una serie de acontecimientos, sino producir sentido por medio de
la reconstrucción de una trama (Ricoeur, 1983). Uno de los atractivos de
esta posición es que parece respetar lo que los historiadores realmente hacen,
y no imponerles una concepción de cientificidad ajena. En particular, al tener
la forma de un relato que se cuenta, la narrativa subraya su preocupación
por los sujetos y las razones de sus acciones, haciendo a un lado la idea de que
fuerzas impersonales actúan detrás de ellos. Se vuelve necesario un tra-
tamiento más adecuado de las secuencias temporales en la historia, con una
inclinación a rechazar las generalizaciones «atemporales». Final-
mente, la narrativa permite la presencia de un estilo literario de una ma-
nera que resultaba impensable con el uso de proposiciones extraídas de la
sociología o incluso de la física; de ahí cierta tendencia a reducir la historio-
grafía a un género literario (White, 1973). En tanto que la historia es
concebida como una narración explícita o implícita, el lenguaje ocupará el
centro de los análisis históricos. Douglas Kellner (n. 1943, filósofo nor-
teamericano perteneciente a la tercera generación de la Escuela de Frankfurt),
por ejemplo, defiende una manera especial de leer los textos históricos,
buscando las «otras» fuentes de la historia, las que no se encuentran ni en los
archivos ni en las bases de datos, sino en el discurso y en la retórica (Ke-
llner, 1989).

6. LA PROPUESTA NARRATIVISTA

En Filosofía y entendimiento histórico (1964), W. B. Gallie (1912−1998,


sociólogo, politólogo y filósofo escocés) se centra en el análisis del concepto
del «seguir» (followabitity) de una historia contada (story). Seguir una
historia es comprender las acciones, los pensamientos y los sentimientos
sucesivos de un actor o conjunto de actores, en tanto que presentan una cierta
dirección, hacia la cual nos vemos llevados en la medida en que el propio
desarrollo de la historia logra captar toda nuestra atención. La conclusión no
es, pues, previsible o deducida, sino más bien debe ser aceptable. La
comprensión y la explicación se encuentran intrínsecamente relacionadas
en este proceso, dado que una historia se explica por sí misma: la misma
sucesión de acciones proporciona la explicación al mostrar la coherencia in-
terna, la inteligibilidad, de una historia contada. La explicación, de cual-
quier tipo, es una interrupción, una pausa que tiene lugar en medio de una

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narración únicamente como un medio para poder continuar, o para que el


lector pueda «seguir» la historia.
Arthur Danto (n. 1924) reafirma la tesis del carácter autoexplicativo de
la narración histórica en su obra Filosofía analítica de la historia (1965),
centrando su análisis en el carácter de la «oración narrativa»: ésta se re-
fiere a por lo menos dos acontecimientos temporalmente distintos, vinculados
por una relación de sucesión. Las oraciones narrativas describen, entonces,
no un estado de cosas, sino un cambio, poniendo a la luz las consecuencias
de ciertos acontecimientos y estableciendo así nexos causales entre aconte-
cimientos, para lo cual el historiador utilizará enunciados de carácter gene-
ral. Danto no niega, pues, que pueda haber explicaciones legales para al-
gunos acontecimientos históricos, pero los acontecimientos sólo pueden
subsumirse bajo leyes generales si primero se les subsume bajo des-
cripciones generales y, aun suponiendo que esto se haga, siempre queda la
posibilidad de que el historiador se interese por las particularidades, ocultas
por la categorización general.
La corriente narrativista produjo un cambio cualitativo en la manera
tradicional de abordar la historia: los historiadores reconocen el papel activo
que desempeñan el lenguaje, los textos y las estructuras narrativas en la
creación y descripción de la realidad histórica. Este énfasis en la dimensión
literaria de la experiencia social y de la estructura literaria de la escritura de la
historia ha sido desarrollada fundamentalmente por Hayden White en 1973 y
por Dominick LaCapra (n. 1939) en 1983. Las obras de estos autores se
inscriben en la llamada «historia intelectual», subdisciplina que se ca-
racteriza por poner el acento en la filosofía, la literatura y los escritos teó-
ricos de las culturas del pasado. El tema recurrente de este tipo de historia es
que las estructuras de pensamiento y significado simbólico son una parte
integral de todo lo que conocemos como historia.
Para White, todo intento de describir acontecimientos debe descansar
sobre varias formas de imaginación, recuperando así la dimensión ficticia,
imaginaria de toda narración. Además de estas estructuras narrativas, el
historiador debe contar con una filosofía de la historia, uniendo así la
historiografía con la filosofía y con la literatura; se trata de que la disciplina
historiográfica sea más creativa y más crítica, sabiendo que no puede
separarse completamente del lenguaje filosófico o literario, pero no puede
ser idéntico a ellos. LaCapra va todavía más lejos al cuestionar, con base en
las tensiones internas que expresan las narraciones históricas y los objetos de
su investigación, la coherencia de las características de las estructuras ficticias
y filosóficas de las narraciones históricas. Defiende, entonces, una historio-
grafía realmente crítica que cuestione la búsqueda de orden y cohe-
rencia que por lo general se encuentra en la mayoría de los libros de historia.
LaCapra comparte con White la idea de que el estudio de la historia debe
ser, en algún sentido, el estudio del lenguaje, aunque esto no quiere decir
que deba verse al mundo sólo como lenguaje —«imperialismo textual»— o
al lenguaje meramente como una reflexión del mundo —«contextualismo»
reduccionista—. Los historiadores, si quieren redefinir su disciplina, re-
quieren antes que nada una nueva sensibilidad frente al lenguaje. La

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búsqueda de una mejor comprensión del lenguaje conduce a LaCapra y a


White a las fuentes donde según ellos se exploran con más profundidad las
cuestiones lingüísticas: la crítica literaria y las grandes obras creativas
de la tradición literaria. Pero la comprensión de las estructuras descono-
cidas del pensamiento o de la escritura histórica es sólo un primer paso,
puesto que el historiador debe emprender la tarea de ampliar y cambiar las
categorías heredadas de esas estructuras historiográficas. Este nuevo en-
foque literario depende también de formas de comprensión ficticias o poé-
ticas. Con instrumentos de análisis mucho más sofisticados, LaCapra y White
vuelven a plantear la alternativa que la historiografía del siglo pasado se
cansó de discutir si la investigación histórica debe ser reconducida a la
ciencia o al arte. La interpretación narrativista abandona los términos en que
se había planteado la alternativa con la distinción entre dos tipos de cono-
cimiento —la explicación y la comprensión—, al concebir el trabajo del
historiador si no como una obra de arte en sentido estricto, sí como una ac-
tividad fundamentalmente literaria, colocando a la historiografía en el
lado opuesto a la ciencia.
El «giro lingüístico» en la filosofía de la historia no sólo tuvo como
consecuencia el cambio de acento de la explicación a la comprensión y, en
el extremo, a la narración, sino la reubicación de otras cuestiones clásicas
de la historiografía. El tiempo, esa dimensión temporal eliminada por la fi-
losofía analítica de corte neopositivista, en particular, recibe un tratamiento
especial por parte de la filosofía —esta vez, no analítica—. Ricoeur, por
ejemplo, dedica una gran parte de su obra a explicar el supuesto de la
circularidad entre tiempo y narración: lo que está en la base de la identidad
estructural entre la historiografía y la narración de ficción, y del parecido
profundo entre la exigencia de verdad de toda obra narrativa es el carácter
temporal de la experiencia humana. El tiempo, para Ricoeur, se convierte en
tiempo humano —significativo— en la medida en que está articulado de
manera narrativa; y la narración es significativa en la medida en que traza
los rasgos de la experiencia temporal (Ricoeur, 1983). Reinhart Koselleck
(1923−2006, ha sido uno de los más importantes historiadores alemanes del
siglo XX), por su parte, se plantea como objetivo la reubicación de la noción de
experiencia histórica del tiempo, que abarque también la dimensión del
futuro, exigida por el concepto moderno de la historia y por la propia expe-
riencia del tiempo en la modernidad. Sus textos remiten, pues, a la relación
entre un pasado y un futuro dados, es decir, al modo como se relacionan,
en un presente dado, las dimensiones temporales del pasado, lo ya vivido, y
las del futuro, el horizonte de las expectativas (Koselleck, 1985) —esto es
similar a la teoría de los tres éxtasis del tiempo de M. Heidegger—. En este
mismo sentido, la propuesta final de Manuel Cruz () en su libro Filosofía de la
Historia de 1991 (nueva edición corregida y aumentada en Alianza, 2008) es
la de «rehabilitar el presente» para la historia: «restituirle su función
mediadora respecto a lo posible —a lo no−consumado, que hubiera dicho
Bloch— a través de la cual vehiculamos nuestras ilusiones, esperanzas y
sueños».

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7. EL MODELO INTENCIONALISTA DE GEORG HENRIK VON WRIGHT

La propuesta de von Wright (1916−2003) parecería representar un


avance en la resolución de la dicotomía explicación−comprensión; su
obra, sin embargo, se inscribe en el árido terreno de la filosofía analítica,
por lo que sus tesis resultan, una vez más, alejadas de la problemática real
de la historiografía. En su libro Explicación y comprensión (1971), von Wright
propone un modelo de explicación histórica que se opone, y pretende ser
una alternativa, al modelo nomológico−deductivo. Parte, al igual que los fi-
lósofos idealistas del siglo XIX, de la división entre ciencias naturales y
sociales con base en la especificidad del método utilizado por cada una de
ellas: la explicación y la comprensión. A diferencia de la corriente iniciada
por Dilthey (1833−1911) —hermenéutica psicologista heredada de Sch-
leiermacher—, para von Wright la peculiaridad metodológica de la explicación
en las ciencias sociales, y en particular en la historia, no reside en el papel de
la empatía en la comprensión, pues esa noción está cargada de implica-
ciones psicologistas, sino en la intencionalidad, «dimensión semántica
de la comprensión». Por ello, su modelo es llamado «explicación inten-
cionalista», subrayando así la importancia del término «intención» en las
explicaciones históricas.
El supuesto central de su estudio es que las acciones humanas
constituyen el objeto de conocimiento de la historiografía. Una de sus
metas fundamentales es mostrar que la acción humana no puede ser expli-
cada en términos de «causación humana». Si bien puede decirse que una
acción ha sido causada, en el sentido en que puede ser resultado de órdenes,
amenazas o persuasión, ello no involucra conexiones causales, sino que
supone un mecanismo motivacional y, como tal, se trata de una relación
teleológica y no causal. El modelo nomológico−deductivo no da cuenta de la
intención, de los motivos de las acciones, por lo que von Wright considera
entonces la explicación histórica como una clase especial de explicación
teleológica, distinta de las explicaciones causales. En virtud de la combi-
nación de causación humeana —la costumbre o el hábito de ver que de X se
sigue Y, pero no hay evidencia de la causalidad— y elementos teleológicos en
estas explicaciones, von Wright las llama «casi−causales»; la validez de
este tipo de explicaciones no depende, como en el caso de las explicaciones
causales, de la validez de la conexión nómica entre causa y efecto. Una ex-
plicación histórica casi−causal consistirá en una serie de acontecimientos
independientes vinculados por medio de un mecanismo motivacional,
cuyo funcionamiento puede reconstruirse como una serie de inferencias
prácticas.
Sin embargo, a pesar del intento de completar la explicación causal con
la explicación teleológica, parecería que la de von Wright es una elaboración
filosófica de una teoría de la acción social, perdiendo las características
peculiares de la historicidad —la explicación intencional es la más empleada en
ciencias sociales—. El discurso de von Wright está mucho más comprometido
con cuestiones lógico−formales de una teoría de la acción que con la pro-
blemática inherente a una teoría de la historia.

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8. LA INFRUCTUOSIDAD DE LOS MODELOS DE EXPLICACIÓN HISTÓRICA

El problema fundamental de la filosofía de la historia de tendencia ana-


lítica que se desarrolla a partir de la segunda mitad de nuestro siglo es que
tiende a concentrar su atención en aquello que tiene relativamente poca
importancia en la historiografía contemporánea. A pesar de las apariencias,
las contribuciones de la filosofía a la reflexión sobre la práctica de los histo-
riadores y, en particular, a la producción del conocimiento histórico, no re-
presentan un gran aporte, en tanto que, más que elucidar dicha práctica,
han intentado encuadrar las principales tesis metodológicas en sus propios
esquemas filosóficos. Parecería que la filosofía de la historia ha llevado a cabo
sus reflexiones atada a una cierta visión de lo que debería ser la ciencia de la
historia, construyendo consecuentemente modelos de explicación ideales
para lograr ese objetivo. Cada una de las posiciones analizadas, la idea de la
explicación basada en leyes o la interpretación de la historia como narración,
tiene la convicción de que es su propia reconstrucción la que refleja la si-
tuación real de la investigación historiográfica.
El desinterés de la historiografía contemporánea por el debate filosófico
sobre explicación−comprensión−narración se justifica por tres motivos
fundamentalmente: 1) la filosofía concentró su discusión tomando como base
viejas dualidades, con la pretensión de mostrar la exclusividad de una de las
vías, sin proporcionar suficiente justificación empírica. Los ejemplos adop-
tados por la tradición defensora de la explicación —desde Hempel, pasando
por sus defensores, hasta sus adversarios—, por lo general, son extraídos de
las ciencias naturales o, en el mejor de los casos, de la vida cotidiana; y
cuando los ejemplos se refieren a acontecimientos históricos, se trata de
hechos aislados del contexto, insuficientemente analizados, que no reflejan la
práctica de investigación de los historiadores. La tradición narrativista
tampoco fue sensible al esfuerzo de buena parte de los historiadores por in-
corporar en su práctica diversos elementos extraídos de otras teorías, en
particular de las ciencias sociales, con la pretensión de superar el momento
de la mera descripción y alcanzar el nivel de la producción de un verdadero
conocimiento de los hechos históricos. 2) Por lo general la filosofía ignoró el
modo en que se interrelacionan las operaciones preliminares llevadas a cabo
por los historiadores para producir explicaciones; al concentrarse en la
«explicación», en los «hechos», no se le dio la importancia suficiente a la
elección del campo de investigación por parte de los historiadores, a las
influencias —positivas y negativas— provenientes de otras fuentes, al con-
texto en que se lleva a cabo la investigación, a la consideración de la función
social de la historiografía, elementos todos que determinan parcialmente la
lógica de la explicación o narración histórica. 3) Finalmente, la mayor falla de
la filosofía fue la poca o nula atención prestada al crecimiento de la histo-
riografía como disciplina rigurosa y académica, a tal punto que para los his-
toriadores resulta imposible reconocer sus propios métodos de trabajo en las
tesis filosóficas.
Son de notarse los esfuerzos hechos por parte de los propios historiadores
por iniciar una reflexión sobre su propia práctica de investigación y de los

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problemas y métodos enfrentados en ella. Resaltan, en particular, los reportes


del comité de análisis histórico del Social Science Research Council, en los
que un grupo de historiadores enfrenta problemas relacionados con el aparato
teórico y conceptual de la historiografía, la relación entre los modelos teó-
ricos de las ciencias sociales y los esquemas referenciales implícitos en el
trabajo histórico, el uso de las generalizaciones y sus límites (Gottschalk,
1963).

9. DEL LADO DE LA HISTORIOGRAFÍA

El debate en torno al conocimiento histórico en el siglo XX tiene como


trasfondo el desarrollo y crisis de tres concepciones fundamentales de la vida
social que inspiran el nacimiento de las nuevas ciencias sociales y dan lugar
a esquemas alternativos de análisis histórico. La concepción positivista, la
concepción romántico−nacionalista y la concepción marxista surgen como
teorías omnicomprensivas de la sociedad, vinculadas a una visión particular
del proceso histórico, a una «filosofía de la historia», la cual se convierte
en fundamento de la consideración científica de los procesos históri-
co−sociales. De una u otra manera, subyace a la investigación historiográfica
una visión de la «historia universal», formulada en términos de desarrollo
de la humanidad, en el caso del positivismo, de realización del «espíritu
del pueblo», en la concepción romántico−nacionalista, o de lucha de cla-
ses, en el marxismo.
A finales del siglo XIX se inicia un proceso de revisión teórica que se
manifiesta de manera distinta en cada una de las tres teorías. Sin embargo,
dicho proceso posee un rasgo común: la caída de la pretensión de una
ciencia omnicomprensiva de la sociedad anclada a una concepción
general de la historia. 1) En el terreno de concepción positivista, la so-
ciología pierde la dimensión utópica que la caracterizaba en los escritos de
Henri de Saint Simón (1760−1825) y Augusto Comte (1798−1957), para
buscar su espacio propio y limitado, configurándose como una disciplina
específica con su objeto de estudio específico, al lado de las otras ciencias
sociales. 2) La concepción romántico−nacionalista, que dio origen a la
escuela histórica alemana, concretándose en lo que se llamó el «paradigma
rankeano», al encontrarse con la herencia del criticismo kantiano inicia un
análisis cuyo objetivo es determinar los fundamentos y límites de un co-
nocimiento científico del mundo histórico−social, sentándose las bases de
la dicotomía epistemológica entre explicación y comprensión que es-
tará en el centro del debate epistemológico sobre la historiografía del siglo XX,
polémica que puede reconducirse a Max Weber (1864−1920). 3) La teoría
marxista inicia el siglo con la «revisión» de la tesis del derrumbe inevitable
del capitalismo y la puesta en discusión de las «leyes de tendencia o leyes
del sistema capitalista» enunciadas por Marx:

1) La ley de la baja tendencial del beneficio. El objetivo primordial


del capitalismo, el aumento del beneficio, se consigue pagando sueldos muy
bajos a los trabajadores, y aumentando al máximo la producción. Sin em-

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bargo, esta producción masiva, puede no llegar a ser asumida por la demanda
pues los salarios de los trabajadores no lo permiten. De este modo los bene-
ficios se van reduciendo, pudiendo incluso ocasionar la crisis de la empresa y
su ruina, al no poder recuperar la inversión efectuada para ampliar su pro-
ducción. Este desajuste entre la oferta y la demanda es el que explica,
según Marx, las frecuentes crisis del sistema capitalista.
2) Ley de proletarización o depauperización creciente. La salvaje
competencia entre las empresas hace que las empresas más pequeñas no
puedan competir en precio con las más grandes, que pueden ofrecer los
productos más baratos. Esto da lugar a la progresiva formación de mo-
nopolios y a que una gran cantidad de empresarios se arruinen y empo-
brezcan pasando a formar parte del proletariado. Además, la incorporación de
máquinas a las industrias aumenta el desempleo. En esta situación de escasez
de empleo el empresario puede pagar sueldos muy bajos. La consecuencia de
todo ello es el empobrecimiento —o depauperización— general y el consi-
guiente descontento previo a la revolución social.
3) Ley de concentración del capital. A causa del proceso descrito, los
proletarios cada vez serán más y, por tanto, más pobres, cada vez valdrá
menos su trabajo. En cambio, los capitalistas cada vez serán menos y
más ricos, cada vez poseerán más medios y además cada vez encontrarán
menos competencia en el mercado. Se produce, pues, una doble concen-
tración: la concentración del capital en manos de unos pocos capitalistas y la
concentración de las grandes masas de la población en el proletariado.
4) Ley de crisis. Podría llegar un momento en que, debido a la abun-
dancia de trabajadores y a la concentración de los medios de producción en un
reducido número de capitalistas, la remuneración del trabajador fuera tan
escasa —es decir, el trabajo fuera tan barato— que los salarios ni siquiera
cubrieran las necesidades alimenticias mínimas de los proletarios. Llegado
este momento, los proletarios cobrarán conciencia de su auténtica si-
tuación y de sus verdaderas fuerzas, se unirán y se sublevarán contra el
sistema logrando el final de la economía capitalista y su sustitución por un
sistema socialista. La diferencia esencial entre un sistema y otro radica, para
Marx, en la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción
y en el establecimiento de la dictadura del proletariado.

Los acontecimientos históricos que van desde la revolución de octubre


hasta el derrumbe del llamado «socialismo real» tienen como resultado la
necesidad de un cambio en el programa de investigación marxista, y plantean,
por tanto, la urgencia de una revisión a fondo del núcleo de la teoría de Marx.
La disolución de la pretensión de formular una visión total del proceso
histórico y de anclar en ella las perspectivas de investigación de la historio-
grafía tuvo como consecuencia el desvinculamiento progresivo de la in-
vestigación historiográfica de las teorías generales de la sociedad y de las
concepciones del proceso histórico como «historia universal».
Al igual que en la filosofía de la historia, también en el terreno de la
historiografía se encuentra una parábola que va de la aspiración a dar rigor

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científico a la investigación histórica a la recuperación de la narración como


tarea esencial del historiador.
El ideal de cientificidad planteado por algunas líneas de investigación
historiográfica contemporáneas encuentra sus modelos de cientificidad y
los medios para lograrlo en fuentes totalmente ajenas a la concepción
neopositivista de la ciencia y sus desarrollos. Dada la crisis de las concep-
ciones «duras» —neopositivistas, analíticas— sobre la cientificidad y de los
grandes paradigmas más cercanos a las ciencias sociales, resulta particu-
larmente importante la relación que se establece entre la historiografía y el
conjunto de las ciencias sociales, planteándose, entonces, como pro-
blemáticas, las cuestiones de los límites y de la identidad de cada una de esas
disciplinas.
Marx y Weber son dos figuras cuyas ideas, en algún sentido, siguen
siendo paradigmáticas para los historiadores. A pesar de la crisis, y casi
muerte, del paradigma marxista, la perspectiva analítica abierta a partir de
Marx ha sido —y en importantes aspectos sigue siendo— un punto de refe-
rencia obligado para varios historiadores cuya intención es la de asumir la
tarea historiográfica con alguna posibilidad de rigor. La obra de Edwar
Palmer Thompson (1924−1993) y de Eric Hobsbawn (1917−2012), por
un lado, así como la de los historiadores franceses de la primera escuela
historiográfica de tendencia marxista: Ernest Labroussen (1895−1988),
Georges Lefebvre (1874−1959) y Albert Soboul (1914−1982), son
ejemplos de la manera como pueden utilizarse algunas hipótesis básicas de la
teoría de la historia de Marx en el análisis de un fenómeno histórico, sin que
ello implique una fidelidad extrema a la letra de Marx. En los autores men-
cionados parecería existir la aceptación de la tesis enunciada por Pierre Vilar
(1906−2003), otro gran historiador de tendencia marxista: «la historia
marxista es una historia en construcción» (Vilar, 1982) en el sentido de
que la teoría marxista no debe tomarse ni como acabada ni como fuente de
solución de toda problemática; se trata, más bien, del trasfondo fecundo de
una tradición que sigue inspirándose en el pensamiento de Marx.
En el terreno de la filosofía analítica, la crisis del marxismo condujo
durante el último decenio al desarrollo de una corriente llamada «marxismo
analítico», cuyo objetivo es hacer de la teoría marxista de la historia una
teoría fuerte, verdaderamente científica. La idea del marxismo según la
cual la tarea de la ciencia de la historia era descubrir las leyes objetivas
—«tendenciales»— del proceso histórico, las cuales determinan el conjunto
de formaciones sociales, se ha traducido en la vinculación de la teoría de Marx
con las explicaciones funcionales (Cohen, 1978), o lo que ha mostrado ser
más fructífero, si bien más alejado del programa originario, con una teoría de
la elección racional y la teoría de juegos (Elster, 1984 y 1985).
La obra de Weber fue decisiva en varios puntos para el desarrollo con-
temporáneo de la historiografía. Por un lado, Weber identifica el campo del
saber científico con el de la explicación causal, sin negar que las ciencias
histórico−sociales deban emplear un procedimiento de comprensión ade-
cuado a su objeto. Pero, el reconocimiento de un elemento de «subjetivi-
dad» en las acciones sociales que no se encuentra en el mundo natural no

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significa que ésas no sean susceptibles de generalización. El científico social


comprende el «sentido» de las acciones sociales, pero tal comprensión no es
un acto de intuición inmediato, sino que se logra a partir del análisis de las
relaciones entre medios y fines, y, por tanto, en la relación de la acción con
condiciones objetivas. La comprensión ya no excluye la explicación
causal sino que coincide ahora con una forma específica de esta: con la
determinación de una serie particular de relaciones de causa y efecto.
Las ciencias histórico−sociales son, por lo tanto, aquellas disciplinas que,
sirviéndose del proceso de interpretación, procuran discernir relaciones
causales entre fenómenos individuales, es decir, explicar cada fenómeno
de acuerdo con las relaciones diversas en cada caso, que lo ligan con otros: la
comprensión del significado coincide con la determinación de las
condiciones de un evento. Los procesos históricos, si bien se caracterizan
por poseer una individualidad propia, son asimismo susceptibles de ser
comparados, es decir, es posible encontrar en ellos afinidades y recurren-
cias. Por otra parte, para llevar a cabo su tarea explicativa, la «ciencia so-
cial histórica», como la llama Weber, no puede prescindir del uso de
conceptos rigurosos, los famosos «tipos ideales», a partir de los cuales
surgen hipótesis que orientan la dirección de la imputación causal.

10. LA NUEVA CARA DE LA HISTORIA

Pero, ¿qué panorama nos ofrece hoy la historiografía, después de su


separación de los grandes paradigmas filosóficos y científicos? El análisis nos
revela sobre todo una multiplicidad de puntos de vista, los cuales a su vez
iluminan la diversidad y relatividad de las perspectivas historiográficas, sin
que pueda hablarse en ningún momento de un modelo de cientificidad único,
comparable al de las ciencias naturales. Esta enorme variedad se debe a las
divisiones en cuanto a la orientación ideológica, a la multiplicidad de
campos de investigación, que a su vez dan lugar a una diversidad de
métodos y a la constitución de verdaderas «escuelas» historiográficas sobre
una base académica, es decir, con base en perspectivas compartidas y en el
uso de métodos de investigaciones comunes, aun cuando existan diferencias
ideológicas importantes.

10.1. La objetividad del discurso histórico

El uso de algún tipo de principio de selección en la construcción de la


narración sobre un acontecimiento histórico dio lugar a una larga discusión
en torno al supuesto de la intervención del factor subjetivo en el conoci-
miento histórico. Ya Weber había preparado en 1973 el camino para la
aceptación de la presencia de criterios selectivos en las narraciones histó-
ricas, sin que ello vaya en detrimento de la «objetividad» de su discurso: la
neutralidad valorativa —subjetividad— deja de ser un criterio de obje-
tividad. Es incuestionable que todo historiador trabaja en cierto contexto
social, y desde una perspectiva ideológica dada (Gadamer). Pero reconocer
que el punto de vista del historiador a partir del cual delimita su objeto de

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estudio, otorgándole mayor o menor relieve a un cierto aspecto de la compleja


realidad histórico−social, no tendría que confundirse con la posibilidad de
producir un discurso objetivo. De hecho, todo el sistema de las ciencias
humanas será concebido como el producto de la multiplicidad subjetiva
de los diferentes puntos de vista metodológicos. Cada disciplina se distingue
de las otras no por la especificidad de su objeto de estudio, sino por la par-
ticularidad del punto de vista del intérprete, la posición y el lenguaje
científico adoptado y la calidad de los instrumentos metodológicos utilizados.

10.2. Nuevos temas, nuevos problemas: el objeto perdido

La «revolución» en la historiografía, que se inicia en los años 20 y 30


con un proceso de desmoronamiento y descomposición en una pluralidad de
disciplinas especializadas, ha conducido a cierta crisis en el trabajo del his-
toriador, quien parece haber perdido su propio objeto de estudio. Junto a la
fragmentación de su objeto, la historiografía ha tenido que enfrentar también
la descomposición de su lenguaje y de sus métodos de investigación,
redefiniendo cada uno de ellos por la especificidad de su objeto de estudio
—cada vez menos global y más parcial—, pero elevado en cada caso a la
categoría de factor constitutivo de la identidad de la disciplina (Revelli, 1983).
Lo primero que salta a la vista es la ruptura de la unidad disciplinaria
de la historiografía: la multiplicación de los objetos históricos dotados de
sentido y relevancia y la irrupción de una pluralidad de niveles significativos,
el paso de una historia acaecida a una complejidad temática sin
precedentes. Cualquier reseña sobre el «estado del arte» en la historiografía
de los últimos años nos permite descubrir la existencia de una historia so-
cial, de una historia económica, de una historia cuantitativa, de una
historia intelectual, de una historia oral, sin que la larga lista se agote ni
presente un carácter sistemático. Podría seguirse mencionando otros temas
dignos de ser objetos de una historia: la vida cotidiana, el vestido, el lenguaje,
la educación, el cuerpo, la sexualidad, el clima, el cine, las madres, los niños,
las lágrimas, y muchos más. Nuevos problemas, nuevos enfoques y nuevos
objetos permiten hablar de una historia «nueva» (Le Goff y Nora, 1974).
Aparecen, asimismo, una pluralidad de sub−disciplinas internas a la
historiografía, cada una de las cuales se caracteriza por poseer un enfoque,
una metodología y unos supuestos propios, aunque, en última instancia,
son más bien nuevos campos de investigación que perspectivas más o menos
autónomas.

10.3. Las grandes escuelas: los Annales

Una modificación muy relevante en el propio planteamiento de la acti-


vidad historiográfica es aquella que suele referirse a la llamada escuela de los
Anuales, y sobre todo, a la obra de Fernand Braudel (1902−1985), pero que
puede hacerse remontar a los grandes maestros Marc Bloch (1986−1944) y
Lucien Febvre (1878−1956). Mientras que el campo fundamental en el que
se había ejercitado la historiografía había sido hasta ese momento el de los

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acontecimientos políticos, en su incesante modificación, la escuela de los


Annales desplazó la atención a la historia social entendida en sentido
amplio, a las estructuras caracterizadas por su «larga duración» (longue
durée), considerados no sólo como factores de una estructura económica,
sino en su compleja interacción cultural (Braudel, 1969). De ello emerge la
indicación de nuevas divisiones temporales y espaciales y de nuevos temas,
como el de los sistemas simbólicos, de los ritos y las creencias, o de la in-
credulidad, como el estudio de Lucien Febvre sobre François Rabelais El
problema de la incredulidad en el siglo XVI. La religión de Rebelais (1942). Por
otra parte, la escuela de los Annales ocupa los espacios vacíos dejados
por la historiografía tradicional y una teoría marxista petrificada, tomando
como objeto de investigación territorios hasta ese momento inexplorados y
sustituyendo algunos de los más favorecidos por el marxismo: así, por
ejemplo, en lugar de ideologías se pensará en hacer la historia de las
mentalidades; este tipo de historia permite la inclusión de otros registros
hasta ese momento ignorados, tales como el recuerdo, la memoria y el ol-
vido, como una forma de resistencia (Vovelle, 1985).
El programa de una «historia total», capaz de entrelazar estructuras y
mentalidades, largas duraciones, ciclos más breves y el sucederse de los
acontecimientos, quedó en gran parte como un proyecto no cumplido. Si
bien M. Bloch y L. Febvre siempre se mostraron a favor de una historia total,
en los Annales no se habla de historia, sino de historias, junto a la plura-
lidad de tiempos, las diferentes líneas de investigación describen objetos y
métodos plurales, lo cual ha llevado a hablar de un «desmigajamiento» de
la historia (Dosse, 1987). Sin embargo, es en la experiencia de los Annales
donde se encuentra la raíz de muchas de las orientaciones de la historia
contemporánea, sobre todo francesa, como las representadas por Le Goff, Le
Roy Ladurie, Furet, etc.
Frente al peligro de la disolución de la historiografía entre las otras
ciencias sociales, esta escuela logró conquistar una posición hegemónica en
el terreno de la investigación historiográfica, cuyo éxito es resultado de
una estrategia nunca abandonada de integrarse a un campo de investigación
cada vez más amplio, mediante la captación de los procedimientos de las
ciencias sociales. En polémica con esta dirección tomada por la escuela de
los Annales a partir de los setenta, el historiador Paul Veyne (n. 1930), en su
conocido libro Cómo se escribe la historia (1971), defiende la idea de que la
historiografía no es una ciencia, porque ni explica ni tiene método, re-
cuperando la narración como tarea esencial del historiador.

11. PARA CONCLUIR

Para terminar, cabe preguntarse por el destino de la filosofía de la his-


toria en relación con el conocimiento histórico. A lo largo de este texto, me he
referido sobre todo a un significado muy particular de filosofía de la historia
que corresponde a lo que Danto, Walsh y otros llamaban «filosofía crítica
de la historia»: como señala Danto, no solamente se trata de una filosofía
conectada con la filosofía, sino que es filosofía aplicada a problemas con-

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ceptuales y a diferentes cuestiones de orden metodológico y epistemológico


implicadas en el conocimiento histórico.
El otro significado de filosofía de la historia —la «filosofía sustantiva
(analítica) de la historia»—, tiene como finalidad buscar el sentido ge-
neral del destino del hombre sobre la tierra, ya sea que dicha búsqueda se
lleve a cabo considerando el proceso histórico globalmente, ya sea que, bajo la
influencia de las ciencias sociales, esa búsqueda tenga que ver con la inves-
tigación de las leyes y constantes de toda civilización. El desarrollo de este
tipo de filosofía de la historia está estrechamente ligado a la idea de pro-
greso, en virtud de lo cual, a medida que la idea misma de progreso entraba
en crisis, la filosofía sustantiva de la historia se adentraba en la vía de su
agotamiento.
Además de la caída de la idea de progreso, Norberto Bobbio
(1909−2004) menciona en 1971 algunas de las razones para sostener la
imposibilidad de la filosofía de la historia. 1) En primer lugar, hay una razón
de espacio. La filosofía de la historia del siglo pasado siempre fue una fi-
losofía eurocéntrica, punto de vista insostenible en la actualidad con el
desarrollo de la historiografía al que nos hemos referido anteriormente. La
pluralidad de civilizaciones autónomas, en lugar de una pretendida unidad del
proceso histórico, y el estudio de cada civilización en su desarrollo interno y en
sus encuentros con otras, implican el rechazo de la posibilidad de construir un
cuadro que abarque el proceso histórico en su totalidad dando cuenta de él
con unas cuantas categorías que se muestran válidas sólo para ciertas re-
giones del mundo. 2) En segundo lugar, hay una razón de tiempo: como se
señalaba a propósito de los Annales, los historiadores se encuentran hoy
frente a un tiempo profundo, que hace que pierda sentido la idea de una
filosofía de la historia con la pretensión de abarcar todo el proceso histórico,
cuando en realidad se trata de la filosofía de sólo «un pliegue» de tal proceso.
3) Finalmente, además de las razones de espacio y tiempo, es fundamental el
cambio en la visión del mundo que se produce a raíz de la crisis de otro
gran presupuesto: el de la previsibilidad del proceso histórico. No sólo la
idea de que la historia no posee un sentido único, sino las críticas en el
interior de la ciencia de la concepción determinista, hacen que las predicciones
no tengan lugar en el terreno de la investigación histórica; la única previsión
legítima es una retrospectiva, es decir, la explicación del por qué, dadas
ciertas condiciones, tuvo lugar un cierto desarrollo en lugar de otros igual-
mente posibles de manera abstracta.
Sin embargo, a pesar de estas dificultades, como señala Bobbio, «todos
los historiadores hacen filosofía de la historia sin saberlo y le corresponde al
filósofo hacer explícitas las filosofías de la historia implícitas» (Bobbio, 1991).
Si la vía de las filosofías sustantivas de la historia parece cerrarse, no lo
está la de la filosofía que reflexiona sobre dos problemáticas fundamentales
para la historiografía: 1) la referente a las características mismas del
desarrollo histórico; y 2) la que se refiere a la teoría del conocimiento
histórico. Las diferentes cuestiones de orden metodológico y epistemo-
lógico implicadas en el conocimiento histórico, así como los problemas a que
dan lugar los intentos teóricos por caracterizar el modo de ser del proceso

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mismo, parecen encontrarse muy lejos de la práctica de los historiadores,


como se decía más arriba, en la medida en que fundamentalmente son pro-
blemas de orden filosófico, independientes de los abordados por los his-
toriadores. Pero, ello no debería conducir a un abandono de este tipo de re-
flexión: finalmente, la filosofía sí nos dice algo sobre qué es narrar,
sobre cuáles son los métodos y los supuestos epistemológicos de la
historiografía, nos ofrece múltiples reconstrucciones del modo de
producir conocimiento en la historiografía y nos permite aclarar los
conceptos fundamentales utilizados por los historiadores (cambio,
tiempo, proceso, etc.).
La reflexión filosófica general sobre la historia del mundo no ha cesado de
volver a proponerse de vez en cuando. Si bien el progreso técni-
co−científico es un dato indudable de nuestro tiempo, no lo es el vínculo
indisoluble entre ese tipo de progreso y el progreso social y moral. Este
último, a diferencia del anterior, no es acumulativo. Si la idea del progreso fue
la que permitió el nacimiento mismo de la filosofía de la historia moderna
(Voltaire), los destinos del mundo contemporáneo parecen conocer un cruce
paradójico de progreso técnico−científico y catástrofe social y moral.
Ello ha dado lugar a un renacimiento de las filosofías sustantivas: de la
reflexión sobre el destino del mundo después del descubrimiento y lan-
zamiento de la bomba atómica (Jaspers), a los problemas cada vez más
graves causados por el deterioro del medio ambiente, que ha puesto en
marcha una filosofía de la historia ecologista, como la de Murray Bookchin
(1921−2006) en su libro La ecología de la libertad de 1982. En la medida en
que, frente a amenazas globales como éstas, vuelve a tener sentido una in-
vestigación sobre el sentido de la historia de la humanidad, la filosofía sus-
tantiva de la historia, incluso en la época del escepticismo filosófico, posterior
a todas las certezas, parece encontrar una nueva ocasión.

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TEMA 3: «Experiencia» y «expectativa» como


categorías del tiempo histórico

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

Esta nota se propone facilitar en alguna medida la lectura del texto de


Koselleck propuesto para el tema 3, tema que cierra este primer apartado de
la asignatura dedicado a las cuestiones metodológicas, epistemológicas y
categoriales de la Filosofía de la Historia. Me hago cargo de que enfrentarse
como quien dice, a bote pronto con el texto de Koselleck puede entrañar
alguna dificultad, lo que hace aconsejable una contextualización por muy
sumaria que sea del autor y su obra. Éste es el propósito, como digo, de las
líneas que siguen.
Debemos a Reinhart Koselleck, uno de los fundadores y principales
exponentes de la llamada «historia conceptual» o «historia de los
conceptos», el haber subrayado la centralidad de las categorías formales de
«espacio de experiencia» y «horizonte de expectativa» a la hora de tratar
de fundamentar las condiciones de posibilidad de las diversas historias, así
como también a la hora de definir o tematizar la temporalidad histórica al
señalar los diversos modos posibles en que se pueden vincular el presente,
el pasado y el futuro. Con todo, lo que nos interesa destacar del enfoque de
Koselleck es cómo esa tensión o asimetría que tiene lugar en la Modernidad
entre ambas metacategorías, acaba confiriendo a la acción política la
capacidad y la misión de ocupar el espacio abierto por dicha tensión a través
de la proyección hacia el futuro.
El nombre de Reinhard Koselleck va estrechamente asociado a la escuela
de historia de los conceptos, iniciada a finales de la década de los sesenta
del siglo pasado junto con Otto Brunner y Werner Conze, varios de cuyos
trabajos se han materializado en grandes obras colectivas, como el Diccionario
de conceptos históricos fundamentales y el Diccionario de filosofía de princi-
pios históricos, lamentablemente editados hasta ahora sólo en alemán. No
obstante, la obra de Koselleck ha venido publicándose de forma creciente en
español durante estos últimos años. Sin duda, la escuela de historia de los
conceptos es una de las principales corrientes hoy día de la Filosofía de la
historia, así como de la Historia social y política.
Koselleck centra su análisis en las alteraciones ocurridas en el uso y
significado de los conceptos, en las continuidades y rupturas que se
producen dentro de la historia conceptual, especialmente por lo que respecta
a ese marco temporal que va de 1750 a 1850: un período que marca para él la
emergencia de la modernidad y que se convierte en su centro prioritario de
interés.
Su proyecto de una historia de los conceptos tiene mucho de una
crítica de la razón histórica. De ahí su impronta neokantiana y la clara
influencia de Dilthey —quien se propuso en su tiempo completar a Kant
mediante una crítica de la razón histórica—, a la que habría que añadir tam-
bién tras el llamado giro lingüístico la influencia de Gadamer —quien

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concede una gran centralidad al lenguaje en la articulación de la experiencia


histórica: el mundo es siempre un mundo interpretado en el lenguaje,
sostiene en Verdad y método (1960), su obra fundamental—. Varias son
según Koselleck las características fundamentales que distinguen a un con-
cepto, entre las que destacaría las tres siguientes:

• Condensan una experiencia histórica (o un conjunto de experiencias


históricas). En tanto que cristalización de experiencias históricas, los
conceptos sirven para articular de manera significativa las diversas
experiencias sociales.
• Su capacidad de trascender su contexto originario y proyectarse en
el tiempo.
• Proveen a los actores sociales las herramientas para comprender el
sentido de su acción.

El concepto que ocupa centralmente la atención de Koselleck, como ya


hemos dicho, es el de Era Moderna. Según Koselleck las mutaciones cul-
turales que tienen lugar entre 1750 y 1850 contienen las claves funda-
mentales para comprender el origen y sentido de la Modernidad. Ésta supone
una forma inédita de experimentar el decurso del tiempo —que encuentra su
expresión conceptual en las filosofías de la historia del idealismo— y, en ese
sentido, supone también una quiebra fundamental respecto a los modos
premodernos de pensar o comprender la historia. [Pero como esto tiene que
ver más con el contenido del Tema 5, me limitaré aquí a subrayar aquello que
concierne más a este Tema 3]. Para Koselleck, el distanciamiento pro-
gresivo entre espacio de experiencia y horizonte de expectativas
—esas dos metacategorías fundamentales que definen las formas histó-
ricas de la temporalidad y que indican los diversos modos posibles en
que se pueden vincular el presente, el pasado y el futuro— determina la
aceleración del tiempo histórico que es el rasgo característico de la Mo-
dernidad. Ha de quedar claro, como apunta Koselleck en su texto, que espacio
de experiencia y horizonte de expectativas son categorías formales, es
decir, son condiciones de posibilidad de las historias posibles, de ahí
que lo que se ha experimentado y lo que se espera no pueda deducirse de esas
categorías (aquí se deja ver claramente la impronta neokantiana).
Una advertencia para acabar: procurad tener claras las ideas principales
de Koselleck, sus tesis, y manejaros al respecto con precisión conceptual. No
os extraviéis entre el boscaje de referencias o alusiones que realiza para
ilustrar o apoyar sus tesis. En la medida en que sirven para ilustrar o apoyar
sus tesis son sin duda aclaratorias, pero lo esencial es que sepáis definir con
precisión sus categorías e ideas.

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KOSELLECK, Reinhart: «Espacio de experiencia y Horizonte de expectativa, dos


categorías históricas», capítulo 14 de Futuro pasado. Para una semántica de
los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993, pp. 333−357.

1. OBSERVACIÓN METÓDICA PRELIMINAR

«Puesto que tanto se habla en contra de las hipótesis, se debiera intentar


alguna vez comenzar la historia sin hipótesis. No se puede decir que algo es,
sin decir lo que es». Con estas frases resumió Karl Wilhelm von Friedrich
Schlegel (1772−1829) un siglo de consideraciones teóricas sobre qué era,
cómo se conocía y cómo se debía escribir la historia. Al final de esta Ilus-
tración histórica, provocada por una historia experimentada como pro-
gresista, está el descubrimiento de la «historia en y para sí». Dicho
brevemente, se trata de una categoría trascendental que reúne las condi-
ciones de una historia posible con las de su conocimiento. Desde entonces
ya no es conveniente tratar científicamente de la historia sin aclararse
respecto a las categorías en virtud de las cuales se va a expresar.
El historiador que recurre al pasado, por encima de sus propias vivencias
y recuerdos se encuentra en primer lugar ante los llamados restos que aún
hoy subsisten en mayor o en menor número. Cuando transforma estos restos
en fuentes que dan testimonio de la historia cuyo conocimiento le interesa,
entonces el historiador se mueve siempre en dos planos. 1) O investiga si-
tuaciones que ya han sido articuladas lingüísticamente con anterioridad,
o 2) reconstruye circunstancias que anteriormente no han sido articuladas
lingüísticamente, pero que extrae de los vestigios con la ayuda de hipótesis y
métodos. 1) En el primer caso los conceptos tradicionales de la lengua de
las fuentes le sirven como acceso heurístico para comprender la realidad
pasada. 2) En el segundo caso, el historiador se sirve de conceptos formados
y definidos ex post, es decir, de categorías científicas que se emplean sin que
se puedan mostrar en los hallazgos de las fuentes.
Tenemos que tratar, pues, de los conceptos ligados a las fuentes y de las
categorías científicas —a posteriori—del conocimiento, que deben diferen-
ciarse aun pudiendo relacionarse, pero no siendo necesario que lo estén. Con
frecuencia, una misma palabra puede cubrir el concepto y la categoría
históricos, resultando entonces aún más importante la clarificación de la
diferencia de su uso. La historia de los conceptos es la que mide e investiga
esta diferencia o convergencia entre conceptos antiguos y categorías
actuales del conocimiento. Hasta aquí, por diferentes que sean sus métodos
propios y prescindiendo de su riqueza empírica, la historia de los con-
ceptos es una especie de propedéutica para una teoría científica de la
historia —conduce a la metodología histórica—.
A continuación, al hablar de espacio de experiencia y de horizonte de
expectativa —esperanza— como categorías históricas, diremos de antemano
que estas dos expresiones no se investigan como conceptos del lenguaje de
las fuentes —conceptos antiguos—.
Ya del uso cotidiano del lenguaje se desprende que, en tanto que ex-
presiones, «experiencia» y «expectativa» no proporcionan una realidad

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histórica, como lo hacen, por ejemplo, las caracterizaciones o denomina-


ciones históricas. Denominaciones como «el pacto de Postdam», «la antigua
economía de esclavos» o «la Reforma» apuntan claramente a los propios
acontecimientos, situaciones o procesos históricos. En comparación, «ex-
periencia» y «expectativa» sólo son categorías formales: lo que se ha
experimentado y lo que se espera respectivamente, no se puede deducir de
esas categorías. La anticipación formal de explicar la historia con estas
expresiones polarmente tensas, únicamente puede tener la intención de
perfilar y establecer las condiciones de las historias posibles, pero no las
historias mismas. Se trata de categorías del conocimiento que ayudan a
fundamentar la posibilidad de una historia. O, dicho de otro modo: no
existe ninguna historia que no haya sido constituida mediante las ex-
periencias y esperanzas de personas que actúan o sufren. Pero con esto
aún no se ha dicho nada acerca de una historia pasada, presente o futura, y,
en cada caso, concreta.
Ahora bien, casi todas las categorías formales, excepto experiencia y
expectativa, se caracterizan por haber sido a la vez conceptos históricos, es
decir, conceptos económicos, políticos o sociales, es decir, procedentes del
mundo de la vida. En esto comparten la ventaja de aquellos conceptos
teóricos que en Aristóteles (384−322 a. C.) proporcionaban una visión in-
tuitiva a partir de la comprensión de la palabra, de manera que el mundo
cotidiano de la política quedaba superado en su reflexión. Pero, precisamente
respecto al mundo de la vida precientífico y a sus conceptos políticos y so-
ciales, resulta evidente que se puede diferenciar y graduar la lista de las
categorías formales derivadas de ellos. ¿Quién negará que expresiones tales
como «democracia», «guerra o paz», «señorío y servidumbre», están más
llenas de vida, son más concretas, más sensibles y más intuitivas que nuestras
dos categorías «experiencia» y «expectativa»?
Evidentemente, las categorías «experiencia» y «expectativa» reclaman
un grado más elevado, ya apenas superable, de generalidad, pero también
de absoluta necesidad en su uso. Como categorías históricas equivalen en
esto a las de espacio y tiempo.
Esto puede fundamentarse semánticamente: los conceptos que se han
mencionado —los más concretos de que habblábamos: democracia, guerra,
etc.—, saturados de realidad, se establecen como categorías alternati-
vas o significados —categorías condicionales— que, al excluirse mutua-
mente, constituyen campos de significación más concretos, delimitados cada
vez más estrechamente, aun cuando permanezca su referencia mutua. Así la
categoría del trabajo remite al ocio, la de guerra a la paz y viceversa, la de
frontera a un espacio interior y a otro exterior, una generación política a otra
o a su correlato biológico, las fuerzas productivas a las relaciones de pro-
ducción, la democracia a una monarquía, etc. Evidentemente, la pareja de
conceptos «experiencia y expectativa» es de otra naturaleza, está en-
trecruzada internamente, no ofrece una alternativa, más bien no se puede
tener un miembro sin el otro. No hay expectativa sin experiencia, no hay
experiencia sin expectativa.

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Sin el ánimo de establecer aquí una jerarquización estéril, se puede decir


que todas las categorías condicionales que se han mencionado para las
historias posibles se pueden aplicar individualmente, pero ninguna es con-
cebible sin estar constituida también por la experiencia y la expectativa. Por
lo tanto, nuestras dos categorías indican la condición humana universal;
si así se quiere, remiten a un dato antropológico previo, sin el cual la
historia no es ni posible, ni siquiera concebible.
Novalis (1772−1801, poeta alemán), uno de los testigos principales de
aquel tiempo en el que empezó a tomar alas la teoría de la historia antes de
consolidarse en los sistemas idealistas, lo formuló en una ocasión en su En-
rique de Novalis (1800−1801). Ahí opinaba que el auténtico sentido de las
historias de los hombres se desarrolla tarde, aludiendo al descubrimiento de
la historia en el siglo XVIII. Sólo cuando se es capaz de abarcar una larga serie
con una sola ojeada y no se toma todo literalmente ni se confunde petulan-
temente, sólo entonces «se observa la concatenación secreta entre lo an-
tiguo y lo futuro y se aprende a componer la historia a partir de la esperanza
y el recuerdo».
«Historia» no significaba todavía especialmente el pasado, como más
tarde bajo el signo de su elaboración científica, sino que apuntaba a esa
vinculación secreta entre lo antiguo —experiencia, recuerdo— y lo futuro
—expectativa, esperanza—, cuya relación sólo se puede conocer cuando se ha
aprendido a reunir los dos modos de ser que son el recuerdo y la espe-
ranza.
Sin detrimento del origen cristiano de esta visión, aquí se presenta un
auténtico caso de aquella determinación trascendental de la historia a la que
me refería al principio. Las condiciones de posibilidad de la historia real son, a
la vez, las de su conocimiento. Esperanza y recuerdo o, expresado más ge-
néricamente, expectativa y experiencia —pues la expectativa abarca más que
la esperanza y la experiencia profundiza más que el recuerdo— constituyen
a la vez la historia y su conocimiento y, por cierto, lo hacen mostrando y
elaborando la relación interna entre el pasado y el futuro antes, hoy o
mañana.
Y con esto llego a mi tesis: la experiencia y la expectativa son dos ca-
tegorías adecuadas para tematizar el tiempo histórico por entrecruzar el
pasado y el futuro —salvando las distancias, esto está ya implícito enla
teoría de los tres éxtasis de Heidegger—. Las categorías son adecuadas para
intentar descubrir el tiempo histórico también en el campo de la investigación
empírica, pues enriquecidas en su contenido, dirigen las unidades concretas
de acción en la ejecución del movimiento social o político.
Expondremos un ejemplo sencillo: la experiencia de la ejecución de
Carlos I de Inglaterra y de Escocia (1600−1649) abrió, más de un siglo
después, el horizonte de las perspectivas de Turgot (1727−1781, político y
economista francés) cuando en sus Cartas sobre la libertad del comercio de
grano de 1770 instaba a Luis XVI (1754−1793) a que realizase reformas que
le preservasen del mismo destino de aquél. Turgot avisó en vano a su rey, que
fue condenado y guillotinado por la Convención Nacional el 21 de enero de
1973. Pero entre la revolución inglesa pasada y la francesa venidera se pudo

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experimentar y descubrir una relación temporal que llevaba más allá de la


mera cronología. La historia concreta se madura en el medio de determinadas
experiencias y determinadas expectativas.
Pero nuestros dos conceptos no están sólo contenidos en la ejecución
concreta de la historia, ayudándole a avanzar. En tanto que categorías son
las determinaciones formales que explican esa ejecución, para nuestro
conocimiento histórico. Remiten a la temporalidad del hombre —el «ser para
la muerte o Sein−zum−Tode» de Heidegger— y, si se quiere, metahistóri-
camente a la temporalidad de la historia.
Intentaremos clarificar esta tesis en dos pasos. 1) En primer lugar es-
bozaré la dimensión metahistórica: en qué medida la experiencia y la
expectativa, como dato antropológico, son condición de las historias po-
sibles; y 2) en segundo lugar intentaré mostrar históricamente que la coor-
dinación de experiencia y expectativa se ha desplazado y modificado en el
transcurso de la historia. Si sale bien la prueba, se habrá demostrado que el
tiempo histórico no sólo es una determinación vacía de contenido —como los
son experiencia y expectativa—, sino también una magnitud que va cam-
biando con la historia, cuya modificación se podría deducir de la coordinación
cambiante entre experiencia y expectativa.

2. ESPACIO DE EXPERIENCIA Y HORIZONTE DE EXPECTATIVA COMO


CATEGORÍAS METAHISTÓRICAS

Pido la comprensión de los lectores por empezar con la explicación del


significado metahistórico y por tanto antropológico, pues sólo podré ha-
cerla en un breve esbozo, al que me arriesgaré, sin embargo, a fin de distribuir
mejor la carga probatoria. Al aplicar nuestras expresiones en la investigación
empírica sin una determinación metahistórica que apunte a la tempora-
lidad de la historia, caeríamos inmediatamente en el torbellino infinito de su
historización —por carecer de temporalidad—.
Por eso, ensayemos algunas definiciones a modo de oferta: la experiencia
es un pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y
pueden ser recordados. En la experiencia se fusionan tanto la elaboración
racional como los modos inconscientes del comportamiento. Además, en la
propia experiencia de cada uno, transmitida por generaciones o instituciones,
siempre está contenida y conservada una experiencia ajena. En este sen-
tido, la Historie se concibió desde antiguo como conocimiento de la expe-
riencia ajena.
Algo similar se puede decir de la expectativa: está ligada a personas,
siendo a la vez impersonal, también la expectativa se efectúa en el hoy, es
futuro hecho presente (Heidegger), apunta al todavía−no, a lo no experi-
mentado, a lo que sólo se puede descubrir. Esperanza y temor, deseo y vo-
luntad, la inquietud pero también el análisis racional, la visión receptiva o la
curiosidad forman parte de la expectativa y la constituyen.
A pesar de estar presentes recíprocamente, no se trata de conceptos
simétricos complementarios —categorías actuales que no proporcionan
realidad histórica por ellos mismos— que coordinan el pasado y el futuro

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como si fueran espejismos. Antes bien, la experiencia y la expectativa tienen


modos de ser diferenciables. Esto queda explicado en una frase del conde
Reinhard (1761−1847), quien en 1820, después de volver a estallar sor-
prendentemente la revolución en España, le escribió a Goethe (1749−1832):
«Tiene usted toda la razón, mi estimado amigo, en lo que dice sobre la ex-
periencia. Para los individuos siempre llega demasiado tarde, para los go-
biernos y los pueblos no está nunca disponible». El diplomático francés hizo
suya una expresión de Goethe que se impuso en aquel momento, quizá
también en Hegel (1770−1831) y que certificaba el final de la aplicabilidad
inmediata de las enseñanzas de la Historie —Novalis: el auténtico sentido de
las historias de los hombres se desarrolla tarde—. Sucede así porque la ex-
periencia ya hecha se expone unificada en un núcleo y la que aún está por
realizar se extiende en minutos, horas, días, años y siglos, por lo que lo similar
no parece nunca ser similar, pues en un caso sólo se considera el todo
—experiencia— y en el otro partes aisladas —expectativa— (Goethe y
Reinhard).
El pasado y el futuro no llegan a coincidir nunca, como tampoco se puede
deducir totalmente una expectativa a partir de la experiencia. Una vez
reunida, una experiencia es tan completa como pasados son sus motivos,
mientras que la experiencia futura —expectativa—, la que se va a hacer, an-
ticipada como expectativa se descompone en una infinidad de trayectos
temporales diferentes.
Nuestra perífrasis metafórica se corresponde con esta situación que ha
advertido el conde Reinhard. De todos modos, ya se sabe que el tiempo
sólo se puede expresar en metáforas temporales, pero evidentemente
resulta más convincente hablar de «espacio de experiencia» y «hori-
zonte de expectativa» que, al contrario, de «horizonte de experiencia» y
«espacio de expectativa», aun cuando estas locuciones conservan su sentido.
De lo que aquí se trata es de mostrar que la presencia del pasado es algo
distinto de la presencia del futuro.
1) Experiencia. Tiene sentido decir que la experiencia procedente del
pasado es espacial, porque está reunida formando una totalidad en la que
están simultáneamente presentes muchos estratos de tiempos anteriores, sin
dar referencias de su antes ni de su después. No hay una experiencia
—recuerdo— cronológicamente mensurable —aunque sí fechable según su
motivo— porque en cualquier momento se compone de todo lo que se puede
evocar del recuerdo de la propia vida —experiencia de cada uno— o del saber
de otra vida —experiencia ajena—. Cronológicamente, toda experiencia salta
por encima de los tiempos, no crea continuidad en el sentido de una elabo-
ración aditiva del pasado. Antes bien, se puede comparar —utilizando una
imagen de Christian Meier (¿?)— con el ojo de cristal de una lavadora, detrás
del cual aparece de vez en cuando una pieza multicolor de toda la ropa que
está contenida en la cuba.
Y viceversa, es más preciso servirse de la metáfora de un horizonte de
expectativa que de un espacio de expectativa. Horizonte quiere decir
aquella línea tras de la cual se abre en el futuro un nuevo espacio de
experiencia, aunque aún no se puede contemplar. La posibilidad de descubrir

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el futuro choca, a pesar de los pronósticos posibles, contra un límite abso-


luto, porque no es posible llegar a experimentarla. Un chiste político actual lo
aclara en forma de tópico:
«En el horizonte ya es visible el comunismo», explica Nikita Kruschev
(1894−1971, dirigente de la URSS durante una parte de la Guerra Fría) en un
discurso.
Pregunta incidental de un oyente: «Camarada Kruschev, ¿qué es el ho-
rizonte?» «Búscalo en el diccionario», contesta Nikita Kruschev. En casa, ese
individuo sediento de saber encuentra en una enciclopedia la siguiente ex-
plicación:
«Horizonte, una línea imaginaria que separa el cielo de la tierra y que se
aleja cuando uno se acerca» (Alexander Drozdzynski, 1974).
Sin perjuicio de la alusión política, aquí también se puede mostrar que lo
que se espera para el futuro está limitado, en definitiva, de otro modo que lo
que se ha sabido ya del pasado. Las expectativas que se albergan se
pueden revisar, las experiencias hechas, se reúnen.
De las experiencias se puede esperar hoy que se repitan y confirmen en el
futuro. Pero una expectativa no se puede experimentar hoy ya del mismo
modo. Por supuesto, la impaciencia por el futuro, esperanzada o angus-
tiosa, previsora o planificadora, se puede reflejar en la conciencia. Hasta
ahí se puede llegar a experimentar también la expectativa. Pero las circuns-
tancias, situaciones o consecuencias de las acciones que pretendía la ex-
pectativa, ésas no son contenidos de la experiencia. Lo que caracteriza a la
experiencia es que ha elaborado acontecimientos pasados, que puede te-
nerlos presentes, que está saturada de realidad, que vincula a su propio
comportamiento las posibilidades cumplidas o erradas.
Así pues, repitamos de nuevo, no se trata de simples conceptos contra-
rios, sino que indican, más bien, modos de ser desiguales de cuya tensión
se puede deducir algo así como el tiempo histórico.
En la historia futura —expectativa— sucede siempre algo más o algo
menos de lo que está contenido en los datos previos —experiencia—. Este
hallazgo no es tan sorprendente. Siempre puede suceder algo de modo dis-
tinto a como se espera; ésta es sólo una fórmula subjetiva para la situación
objetiva de que el futuro histórico no se puede derivar por completo a
partir del pasado histórico.
Pero hay que añadir que el pasado histórico —experiencia propia y aje-
na— puede haber sido diferente a como se llegó a saber. Ya sea porque una
experiencia contenga recuerdos erróneos que son corregibles, ya sea
porque nuevas experiencias abran nuevas perspectivas. El tiempo aclara
las cosas, se reúnen nuevas experiencias. Es decir, incluso las experiencias ya
hechas pueden modificarse con el tiempo —por eso se habla del futuro del
pasado; el hombre está constantemente reinterpretando (hermenéutica) su
pasado—. Los acontecimientos de 1933 sucedieron definitivamente, pero las
experiencias basadas en ellos pueden modificarse con el paso del tiempo. Las
experiencias se superponen, se impregnan unas de otras. Aún más, nuevas
esperanzas o desengaños, nuevas expectativas, abren brechas y repercuten
en ellas. Así pues, también las experiencias se modifican, aun cuando

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consideradas como lo que se hizo en una ocasión, son siempre las mismas.
Ésta es la estructura temporal de la experiencia, que no se puede reunir sin
una expectativa retroactiva —del futuro hacia el pasado—.
2) Expectativa. Es diferente lo que sucede con la estructura tem-
poral de la expectativa, que no se puede tener sin la experiencia. Las
expectativas que se basan en experiencias ya no pueden sorprender cuando
suceden. Sólo puede sorprender lo que no se esperaba: entonces se presenta
una nueva experiencia. La ruptura del horizonte de expectativa funda,
pues, una nueva experiencia. La ganancia en experiencia —la nueva, fruto
de la ruptura del horizonte de expectativa— sobrepasa entonces la limitación
del futuro posible presupuesta por la experiencia precedente.
Breve sentido para este discurso tan prolijo: la tensión entre ex-
periencia y expectativa es lo que provoca de manera cada vez dife-
rente nuevas soluciones, empujando de ese modo y desde sí misma al
tiempo histórico. Esto se puede demostrar —aportando un último ejemplo—
con especial claridad en la estructura de un pronóstico. El contenido en ve-
rosimilitud de un pronóstico no se basa en lo que alguien espera. Se puede
esperar también lo inverosímil. La verosimilitud de un futuro vaticinado se
deriva en primer lugar de los datos previos del pasado, tanto si están ela-
borados científicamente como si no. Se adelanta el diagnóstico en el que están
contenidos los datos de la experiencia. Visto de este modo, es el espacio de
experiencia abierto hacia el futuro el que extiende el horizonte de
expectativa. Las experiencias liberan los pronósticos y los guían —en
función de la experiencia vaticinamos una expectativa; si se modifica la ex-
periencia (hermenéutica), también lo hace la expectativa—. Hacer un pro-
nóstico quiere decir ya cambiar la situación de la que surge. O, dicho de otro
modo: hasta el momento, el espacio de experiencia no es suficiente
para determinar el horizonte de expectativa.
Por todo eso, espacio de experiencia y horizonte de expectativa no se
pueden referir estadísticamente uno al otro. Constituyen una diferencia
temporal en el hoy, entrelazando cada uno el pasado y el futuro de manera
desigual. Consciente o inconscientemente, la conexión que crean de forma
alternativa tiene la estructura de un pronóstico. Así hemos alcanzado una
característica del tiempo histórico que puede indicar también su variabilidad.

3. CAMBIO HISTÓRICO EN LA COORDINACIÓN ENTRE EXPERIENCIA Y


EXPECTATIVA

Llego a la utilización histórica de nuestras dos categorías. Mi tesis es


que en la época moderna va aumentando progresivamente la diferencia entre
experiencia y expectativa, o, más exactamente, que sólo se puede concebir la
modernidad como un tiempo nuevo desde que las expectativas se han ido
alejando cada vez más de las experiencias hechas.
Citemos, pues, ante todo algunos datos «objetivos». Se pueden
agrupar fácilmente desde el punto de vista de la historia social. El mundo
campesino−artesanal, en el que hace 200 años estaban incluidos en mu-
chos lugares de Europa hasta el 80 % de la totalidad de las personas, vivía con

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el ciclo de la naturaleza. Si se prescinde de la organización social, de las os-


cilaciones de ventas especialmente de los productos agrarios en el comercio a
larga distancia e, igualmente, de las oscilaciones monetarias, la vida cotidiana
quedaba marcada por lo que ofrecía la naturaleza. La buena o mala cosecha
dependía del sol, del aire, del clima y las destrezas que había que aprender se
transmitían de generación en generación. Las innovaciones técnicas, que
también las había, se imponían con tanta lentitud que no producían ninguna
irrupción que hiciera cambiar la vida. Naturalmente, esta imagen está muy
simplificada, pero es suficientemente clara para nuestro problema: las ex-
pectativas que se mantenían en el mundo campesino−artesanal que se ha
descrito, y que eran las únicas que se podían mantener, se nutrían total-
mente de los antepasados y también llegaron a ser las de los des-
cendientes —había un vínculo muy fuerte entre experiencia y expectativa
porque había una especie de statu quo perenne—. Y si algo ha cambiado ha
sido tan lentamente y a tan largo plazo que la ruptura entre la experiencia
habida hasta entonces y una expectativa aún por descubrir no rompía el
mundo de la vida que habían de heredar.
Esta constatación del paso casi perfecto desde las experiencias pasadas a
las expectativas venideras no se puede extender del mismo modo a todas las
capas sociales. En el mundo de la política con su creciente movilización de
los medios de poder, en el movimiento de las cruzadas o, más tarde, en la
colonización de ultramar y más tarde en el mundo del espíritu en virtud
del giro copernicano y en la sucesión de inventos técnicos de principios de la
modernidad, es preciso suponer ampliamente una diferencia consciente
entre la experiencia consagrada y la nueva expectativa que se va a descubrir.
«Tan grandes como los errores del pasado serían las esperanzas de futuro»,
como decía Francis Bacon (1561−1626) en el Novum Organum (1620). Ante
todo allí, donde en el plazo de una generación se rompió el espacio de expe-
riencia, todas las expectativas se convirtieron en inseguras y hubo que
provocar otras nuevas. Desde el Renacimiento y la Reforma, esta tensión
desgarradora se fue apoderando cada vez de más capas sociales.
Por supuesto, mientras que la doctrina cristiana de las postrimerías —o
sea, hasta mediados del siglo XVII aproximadamente— limitaba inalcanza-
blemente el horizonte de expectativas, el futuro permanecía ligado al
pasado. La revelación bíblica y su administración eclesial entrecruzaron la
experiencia y la expectativa de tal modo que no podían separarse. Discutamos
esto brevemente.
Las expectativas que señalaban más allá de toda experiencia conocida no
se referían a este mundo. Se orientaban hacia el llamado más allá, con-
centrado apocalípticamente en el final de este mundo. Nada se perdía cuando
resultaba, una vez más, que no se había cumplido una profecía sobre el fin de
este mundo. Siempre se podía reproducir una profecía no cumplida. Aún más,
el error que comportaba el incumplimiento de esa expectativa se convertía
en prueba de que el augurio apocalíptico del fin del mundo ocurriría la pró-
xima vez con mayor verosimilitud. La estructura iterativa de la expecta-
tiva apocalíptica cuidaba de que las experiencias opuestas quedaran in-
munizadas en el terreno de este mundo. Ex post, atestiguaban lo contrario

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de lo que en principio parecían afirmar. Así pues, se trataba de expecta-


tivas que no podían ser superadas por ninguna experiencia trans-
versal a ellas, porque se extendían más allá de este mundo.
Esta circunstancia, que hoy es difícil de comprender racionalmente, se
podría explicar también. Desde una expectativa frustrada acerca del fin del
mundo hasta la siguiente pasaban generaciones, de manera que la reanu-
dación de una profecía sobre el fin de los tiempos quedaba incrustada en el
ciclo natural de las generaciones. De este modo, nunca colisionaron las
experiencias terrenales a largo plazo de la vida cotidiana con aquellas ex-
pectativas que se extendían hasta el fin del mundo. En la oposición entre
expectativa cristiana y experiencia terrenal, ambas permanecían referidas la
una a la otra sin llegar a refutarse. Por lo tanto, la escatología podía re-
producirse en la medida y en tanto que el espacio de experiencia no se mo-
dificase fundamentalmente en este mundo.
Esta situación sólo se modificó con el descubrimiento de un nuevo
horizonte de expectativa, mediante eso que finalmente se ha conceptuado
como progreso. Terminológicamente, el profectus religioso fue desbancado
o sustituido por un progressus mundano. La determinación de fines de una
posible perfección, que antiguamente sólo podía alcanzarse en el más allá,
sirvió desde entonces para mejorar la existencia terrenal, lo que permitió
sobrepasar la doctrina de las postrimerías arriesgándose a un futuro
abierto. Finalmente, el objetivo de la perfección fue temporalizado,
sobre todo por Leibniz (1646−1716), e introducido en la ejecución del
acontecer mundano: progressus est in infinitum perfectionis. O como concluía
Lessing en 1756: «Yo creo que el Creador debía hacer que todo lo que él creó
fuera capaz de perfeccionarse, si es que había de permanecer en la perfección
en la que lo creó». A esta temporalización —secularización— de la doctrina de
la perfectio le correspondió en Francia la formación de la palabra perfec-
tionnement, a la que Rousseau (1712−1778) preordenó la determinación
fundamental histórica de una perfectibilité del hombre. Desde entonces
pudo concebirse toda la historia como un proceso de perfeccionamiento
continuo y creciente que, a pesar de las continuas recaídas y rodeos, debía
ser planificado y ejecutado, finalmente, por los hombres. Desde entonces se
siguen escribiendo determinaciones de fines de generación en generación,
y los efectos anticipados en el plan o en el pronóstico se convierten en pre-
tensiones de legitimación del actuar político. En resumen, el horizonte
de expectativa incluye, desde entonces, un coeficiente de modificación
que progresa con el tiempo —a diferencia de lo que sucede en el mundo
campesino−artesanal—.
Pero no fue sólo el horizonte de expectativa el que adquirió una cua-
lidad históricamente nueva y que utópicamente —progreso— se puede so-
brepasar de forma continua. También el espacio de experiencia se ha
modificado progresivamente. El concepto de progreso se acuñó sólo a finales
del siglo XVIII, cuando se trató de reunir la abundancia de experiencia de los
tres siglos precedentes. El concepto único y universal de progreso se nutría de
muchas experiencias nuevas, individuales, engarzadas cada vez más pro-
fundamente en la vida cotidiana, experiencias de progresos sectoriales que

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todavía no habían existido anteriormente. Citaré el giro copernicano, la


técnica que va surgiendo lentamente, el descubrimiento del globo terráqueo y
de sus pueblos, que viven en diferentes etapas de desarrollo o, finalmente, la
disolución del mundo estamental por la industria y el capital. Todas estas
experiencias remitían a la contemporaneidad de lo anacrónico o, al con-
trario, al anacronismo de lo contemporáneo. En palabras de Friedrich
Schlegel (1772−1829, lingüista, crítico literario, filósofo, hispanista y poeta
alemán y uno de los fundadores del Romanticismo) (1795) que intentaban
encontrar lo moderno de la historia interpretada como progreso: «El verda-
dero problema de la historia es la desigualdad de los progresos en las
distintas partes constituyentes de la formación humana total, especialmente
la gran divergencia en el grado de formación intelectual y moral».
El progreso reunía, pues, experiencias y expectativas que conte-
nían cada una un coeficiente temporal de variación. Uno se sabía ade-
lantado a los demás como grupo, como país o, finalmente, como clase, o se
intentaba alcanzar a los demás, o sobrepasarlos. Si se era superior técni-
camente, se miraba con desprecio a los grados inferiores de desarrollo de
otros pueblos, por lo que el que se sabía superior en civilización se creía
justificado para dirigirlos. Los ejemplos se pueden multiplicar al gusto de
cada cual. Lo que a nosotros nos interesa en primer lugar es el dato de que
el progreso se dirigía a una transformación activa de este mundo y no al más
allá. Era novedoso que las expectativas que ahora se extendían hacia el futuro
se separaran de aquello que había ofrecido hasta ahora todas las experiencias
precedentes —ya no se trataba de expectativas de ultratumba— . Y todas las
experiencias que se habían añadido desde la colonización de ultramar y desde
el desarrollo de la ciencia y de la técnica no eran suficientes para derivar de ahí
nuevas expectativas de futuro. Desde entonces, el horizonte de expec-
tativa ya no encerraba al espacio de experiencia, con lo que los lí-
mites entre ambos se separaban.
El futuro será distinto del pasado y, por cierto, mejor. Todo el esfuerzo
de Kant (1724−1804) como filósofo de la historia se dirigía a ordenar todas
las objeciones de la experiencia que hablaban en contra de esto, de tal modo
que confirmasen la expectativa del progreso. Se oponía, como expresó
en una ocasión, a la tesis de que todo seguiría siendo como ha sido hasta
ahora, por lo que no se podía predecir nada nuevo históricamente —Jürgen
Moltmann, Teología de la esperanza, 1967, utopía del statu quo o antiutopía
máxima—.
Esta frase contiene una inversión de todas las formas del vaticinio
histórico usuales hasta entonces. El que se había dedicado hasta ahora a los
pronósticos y no a las profecías los deducía por supuesto del espacio de ex-
periencia del pasado —mudo campesino−artesanal—, cuyas presuntas
magnitudes se investigaron y calcularon adentrándose más o menos en el
futuro —por ejemplo la teoría demográfica de Thomas Malthus de su Ensayo
sobre el principio de la población de 1798, que se publicó anónimamente—.
Precisamente porque básicamente permanecería como siempre ha
sido, podía uno permitirse predecir lo venidero. Así argumentaba Ma-
quiavelo (1469−1517) en sus Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio

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(Discorsi, escritos entre 1513 y 1519 y publicados en 1531), cuando opinaba


que «quien quisiera prever el futuro, debía mirar hacia el pasado, pues todas
las cosas sobre la tierra han tenido siempre semejanza con las cosas pasa-
das». Así argüía todavía David Hume (1711−1776) cuando se preguntaba si
la forma de gobierno británica se inclinaba más a la monarquía absoluta o a la
república. Aún se movía en la red categorial aristotélica, que limitaba fini-
tamente todas las formas posibles de organización. Ante todo los políticos
actuaban según este modelo.
Kant, que probablemente también acuñó la expresión «progreso»,
indica el giro del que se trata aquí. Para Kant, una predicción que espera
fundamentalmente lo mismo no es un pronóstico. Pues contradecía su
expectativa de que el futuro sería mejor porque debe ser mejor. La
experiencia del pasado y la expectativa del futuro ya no se correspondían, sino
que se fraccionaban progresivamente. Un pronóstico pragmático de un
futuro posible se convirtió en una expectativa a largo plazo para un futuro
nuevo. Kant admitió en El conflicto de las facultades de 1798 que «por la
experiencia no se puede solucionar inmediatamente la tarea del progreso».
Pero añadió que en el futuro se podrían acumular nuevas experiencias, como
la de la Revolución Francesa, de manera que «la educación mediante fre-
cuentes experiencias aseguraría un continuo progreso hacia lo mejor».
Esta frase sólo llegó a ser concebible después de que la historia se considerase
y se llegase a saber como única, no sólo en cada caso individual, sino única en
suma, como totalidad abierta hacia un futuro progresivo.
Si la historia entera es única, también el futuro ha de ser diferente
respecto al pasado. Este axioma de la filosofía de la historia, resultado de la
Ilustración y eco de la Revolución Francesa, es la base tanto de la «historia en
general» como del «progreso». Ambos son conceptos que sólo alcanzaron su
plenitud histórico−filosófica con la formación de la palabra, y ambos remiten a
la circunstancia común de que ninguna expectativa se puede derivar ya
suficientemente de la experiencia precedente.
Con el futuro progresista, cambió también la importancia histórica
del pasado. «La Revolución Francesa fue para el mundo un fenómeno que
parecía insultar a toda sabiduría histórica [puesto que experiencia y expec-
tativa se iban alejando progresivamente] y se desarrollaban diariamente a
partir de ella nuevos fenómenos acerca de los cuales se entendía menos
que se preguntara a la historia», escribió Woltmann (¿?) en 1789.
El abismo entre pasado y futuro, entre experiencia y expectativa, no sólo
se va haciendo mayor, sino que se ha de salvar continuamente la diferencia
entre experiencia y expectativa y, por cierto, de un modo cada vez más
rápido para poder vivir y actuar.
Con el concepto histórico de la aceleración se adquiere una categoría
histórica del conocimiento que es adecuada para revisar el progreso, que
se ha de concebir sólo como optimizante —en inglés improvement, en
francés perfectionnement—.
De eso ya no se va a hablar más aquí. Nuestra tesis histórica dice que
la diferencia entre experiencia y expectativa aumenta cada vez más
en la modernidad o, más exactamente, que la modernidad sólo se pudo

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concebir como tiempo nuevo desde que las expectativas aplazadas se alejaron
de todas las experiencias hechas anteriormente. Como ya se mostró, esta
diferencia ha sido conceptualizada en la «historia en general» y su cualidad
específicamente moderna en el concepto de «progreso».
La aplicación histórica de nuestras dos categorías metahistóricas de
experiencia y expectativa nos ha proporcionado una clave para reconocer el
tiempo histórico, especialmente el nacimiento de lo que se ha llamado
modernidad como algo diferenciado de tiempos anteriores. De este
modo la asimetría —distanciamiento progresivo— entre experiencia y ex-
pectativa fue un producto específico del conocimiento de aquella época de
transformación brusca en la que esa asimetría se interpretó como pro-
greso. Por supuesto, nuestras categorías ofrecen algo más que un modelo de
explicación de la génesis de una historia progresiva que sólo fue conceptua-
lizada como «tiempo nuevo».
Nos remiten igualmente a la parcialidad de interpretaciones pro-
gresivas. Pues es evidente que las experiencias sólo se pueden reunir porque
—como experiencias— son repetibles. Así pues, debe haber también es-
tructuras de la historia, formales y a largo plazo, que permitan reunir
repetidamente las experiencias. Pero entonces debe poder salvarse
también la diferencia entre experiencia y expectativa hasta el punto de que se
pueda concebir de nuevo la historia como susceptible de ser enseñada
—debido a esas estructuras formales que siempre se mantienen y gracias a las
cuales unificamos los acontecimientos históricos en forma de experiencia
propia y ajena—. La Historie sólo puede reconocer lo que cambia continua-
mente y lo nuevo si está enterada de la procedencia en la que se ocultan las
estructuras duraderas. También éstas se tienen que buscar e investigar, si
es que se pretenden traducir las experiencias históricas a la ciencia histórica.

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TEMA 4: La génesis moderna de la Filosofía de la Historia


y su desarrollo posterior: de Voltaire a Marx

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

Desde que Voltaire acuñara a finales del siglo XVIII la expresión «filo-
sofía de la historia», entendiendo por tal la reflexión con espíritu filo-
sófico sobre la propia historia, se ha convertido en un lugar común cifrar el
nacimiento de la Filosofía de la Historia en la época moderna. Este tema
pretende mostrar la génesis y el desarrollo de la conciencia histórica a lo largo
de la modernidad, siendo el tema del programa que más se aproxima a lo que
podríamos llamar una «historia de la filosofía de la historia» [y uno de
los temas más importantes del curso], por cuanto trata de ofrecer una visión
panorámica de algunas de las más relevantes aportaciones al respecto: las
filosofías ilustradas de la historia de Montesquieu o Voltaire, las filosofías
idealistas de la historia de Kant o Hegel, la filosofía romántica de la historia
de Herder o esa gran predecesora de todas ellas que es la filosofía de la
historia de Vico. Pero además se dará aquí cuenta, así sea sucintamente, de
dos de las ideas que más han ayudado a conformar dichas filosofías de la
historia y que, de algún modo, volverán a estar presentes en temas poste-
riores: las ideas de progreso histórico y de perfectibilidad humana.
El texto de Sevilla «El concepto de filosofía de la historia en la Moder-
nidad» se puede empezar a preparar a partir de la pág. 70. Las páginas an-
teriores (65−70), una vez que queda claro que el autor distingue tres mo-
mentos de modernidad en relación a la problemática de la filosofía de la
historia —la primera modernidad desde el Renacimiento hasta Descartes;
la segunda modernidad desde Descartes hasta Kant; y la tercera mo-
dernidad desde el idealismo alemán hasta Hegel— y que él se centrará bá-
sicamente en esa segunda modernidad, es suficiente con leerlas [dada la
extendión de este tema, se encuentran eliminadas de estos resúmenes]. El
texto de Sevilla es adecuado para preparar tanto a Vico como a la filosofía
racionalista o ilustrada de la historia, principalmente a Montesquieu, Vol-
taire, Turgot y Condorcet [Vico, Turgoy y Concorcet se encuentran mucho
mejor elaborados por Guillermo Graile en el volumen III de la Historia de la
Filosofía de la BAC, por lo que los he sacado de ahí]. Lo que señala de Herder
o de Kant conviene que lo leáis, [es decir, eliminado de estos apuntes, pues
esos autores se abordan más pormenorizadamente en la siguiente lectura de
este mismo tema] pero para preparar de manera más pormenorizada o sis-
temática a Herder, Kant y Hegel el texto más adecuado es el de Bauer «La
filosofía idealista de la historia» [Herder y Hegel están sacados del Fraile
también]. Por último, para preparar a Marx el texto señalado de Muñoz. En
total este tema tiene tres lecturas [nada menos].

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1. EL CONCEPTO DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA EN LA


MODERNIDAD
SEVILLA FERNÁNDEZ, José Manuel: «El concepto de filosofía de la historia en la
Modernidad», en Reyes Mate (ed.): Filosofía de la historia, op. cit., pp. 65−84.

1.1. LÍNEAS CONCEPTUALES DE FILOSOFÍA DE LA HISTORIA EN LA MODERNI-


DAD

Pese a que Descartes (1596−1650) negara el conocimiento científico


para la historia, sin embargo el cartesianismo genera por repercusión directa
diversos tratamientos epistémicos de ésta; adviértase el modernizado
providencialismo de J. B. Bossuet (1627−1704); la labor historiográfica de G.
W. Leibniz (1646−1716); la fundamentación por Pierre Bayle (1647−1706)
de la crítica histórica; o la contribución teórica de Bernard Fontenelle
(1657−1757) a la doctrina del progreso. Pero fundamentalmente el carte-
sianismo incide en la realización de la filosofía de la historia de modo indi-
recto al provocar una actitud reactiva, como la acaecida en Giambattista
Vico (1668−1744).
Hay un período singular y fructífero en la historia del pensamiento mo-
derno que «une a los pensadores típicos del siglo XVII con los pensadores
típicos del XVIII (Bury, 1971), respecto al cual puede acordarse que comienza
hacia el último cuarto del siglo XVII. La filosofía de la historia emerge en
esta etapa crítica sin nombre, pergeñando su desarrollo en la Ilustración y
en el posterior Romanticismo. En este período concurren diversos trata-
mientos epistémicos de la historia: la teología de la historia (Bossuet), la
crítica histórica (Bayle), las realizaciones historiográficas (Leibniz,
Hume, Gibbon, Raynal), la erudición histórica (R. Simón), la historia po-
lítica (Hobbes, Filmer, Locke); y las nuevas maneras de ver la historia en las
que asoma la filosofía de la historia moderna. Se comprende en verdad, como
muestra Dilthey (1833−1911) y reconocen también Cassirer (1874−1945) y
Ortega (1883−1955), que el siglo XVIII no fue un siglo ahistórico. Se entiende
también que no fue únicamente racionalismo ni exclusivamente Ilustración.
Vico y Herder (1744−1803) mantienen ideas diversas a la línea racionalista
iluminista, moviéndose ambos independientemente, e incluso «contraco-
rriente», de los esquemas universales racionalistas imperantes, y al margen
del movimiento mismo de la Ilustración. Los dos escribieron en el siglo XVIII,
aunque por el signo de los tiempos sus teorías no fueron mayormente eficaces
hasta el siglo siguiente; hecho que muestra claramente el valor de esta
línea que se seguirá a través del Romanticismo y del historicismo.
Apreciadas tales consideraciones, se vislumbra mejor la apertura de las
dos tendencias historiográficas del momento: 1) la filosofía racionalista de
la historia —concepción moderno−ilustrada−progresista; monismo histó-
rico—, que tiene su comienzo con Voltaire (1694−1778) y Concorcet
(1743−1794); y 2) la filosofía de la génesis de la conciencia histórica,
que se desvela con Vico y que es anterior en el tiempo a la racionalista de
Voltaire y Concorcet. La diferencia básica se encuentra en sus principios
configurantes. 1) La concepción moderna ilustrada asume ahistoricista-

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mente en la razón el valor de la interpretación histórica, considerando la


historia pasada como un cúmulo preparatorio para su momento actual;
desarrollando las teorías de la perfectibilidad humana y del progreso his-
tórico. 2) De forma diferente, con definida conciencia histórica, Vico y
Herder, y en cierto sentido también Montesquieu (1689−1755), consideran
frente al monismo histórico la pluralidad y el valor constitutivo interno
y singular de las épocas, edades, culturas, pueblos, instituciones, etc. Vico y
Herder revolucionan el pensamiento de la historia afirmando esta indivi-
dualización y el carácter histórico de la naturaleza humana, a la vez que
fundamentando la posibilidad de verdadero conocimiento sobre el presu-
puesto de que el mundo histórico es una obra humana, convirtiendo este
conocimiento acerca de la estructura de la historia en saber histórico. Esta
línea, aunque anterior cronológicamente a la ilustrada y progresista, resulta
más moderna por acercarse más a la historia (Thyssen, 1954).

1.2. LA FILOSOFÍA DE LA CONCIENCIA HISTÓRICA: VICO (G. Fraile)

JUAN BAUTISTA VICO (1668−1744) nació en Nápoles, estudió filosofía


escolástica y derecho, pero su formación fue sobre todo autodidáctica en la
pequeña biblioteca de los frailes menores observantes. Perdió la memoria
en sus últimos años. Pasó su vida pobre y sin alcanzar la estimación que
merecía. A esta incomprensión contribuyeron su lenguaje difícil y oscuro, su
estilo pesado y excesivamente recargado de erudición, y también la origina-
lidad de su pensamiento y el carácter intuitivo y un poco apocalíptico de sus
escritos. Goethe y Jacobi comenzaron a tomarlo en consideración a fines del
siglo XVIII.
La ciencia humana.—En el séptimo de sus Discursos inaugurales
(1708) aparece esbozado el concepto de un principio que une todo el saber
humano y divino. El tema de la ciencia lo desarrolla en su obra La antiquísima
filosofía itálica (Nápoles 1710). Solamente publicó el primer libro
—Metafísica—, pero no llegó a escribir los dos siguientes —lógica y física—. La
verdadera filosofía es la antiquísima filosofía itálica, que se descubre
analizando los orígenes de la lengua latina. Para deducir su contenido filosófico
analiza algunas palabras latinas, remontándose a los pueblos itálicos
—etruscos y jonios—. Su obra principal es Principios de una Ciencia Nueva
sobre la naturaleza (Nápoles 1725), de la que hizo una nueva redacción con
numerosas adiciones en 1730 y que se publicó después de su muerte (1744).
El método debe adaptarse a los objetos sobre que versa y ser variable
como ellos. Primero simpatizó con Descartes, pero después le reprocha
haber menospreciado la historia y la filología, pues sin ellas no es posible
hacer una buena teología, buena jurisprudencia ni buena filosofía. El
método geométrico es muy bueno en su propio campo, que son los números y
las medidas, pero es impropio e inadecuado en todas las demás materias. A la
razón demostrativa de Descartes contrapone el ingenio, que es una fa-
cultad de descubrir lo nuevo; el arte crítica, basada en la razón, y la tópica,
que dirige la actividad inventiva del ingenio. El campo de las matemá-
ticas es lo verdadero, y el de la filosofía lo probable. Las ciencias his-

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tóricas, morales, sociales, la retórica y la poesía, que se refieren al hombre,


no se basan sobre principios geométricos, sino sobre verdades probables y
verosímiles. En ellas no vale la deducción, sino solamente la inducción,
que permite formular leyes generales. En filosofía no pueden exigirse de-
mostraciones rigurosas ni certezas apodícticas como en matemáticas. Es
suficiente una probabilidad que tenga la suficiente verosimilitud para
poder ser aceptada, aunque quepa alguna posibilidad de error. Vico se decide
por Francis Bacon (1561−1626), «hombre de incomparable sapiencia»,
cuyo método se propone trasladar de las cosas naturales a las humanas y
civiles para unir la historia (visa) y la filosofía (cogitata) en una cons-
trucción histórica e ideal, confirmando la autoridad con la razón y la razón
con la autoridad.
Verum ipsum factum.—Para Vico los hechos y la verdad se co-
rresponden exactamente: verum et factum convertuntur. Cada uno so-
lamente puede entender aquello que él mismo hace. Dios es el creador de la
naturaleza y por eso conoce con verdad todo cuanto ha hecho. A Dios le
pertenecen la razón y el intelligere, o sea el conocimiento perfecto de las
cosas, porque, siendo su creador, conoce perfectamente sus elementos
constitutivos. En cambio, el hombre no es el creador del mundo ni de la
naturaleza y, por lo tanto, no puede conocerlos perfectamente. Solamente le
corresponde el pensar (cogitare), porque necesita ir recogiendo de fuera
los elementos constitutivos de las cosas y reconstruyéndolos en imáge-
nes. El conocimiento de Dios es una verdadera ciencia, pero el hombre so-
lamente participa de la razón divina y no puede llegar más que a un cono-
cimiento imperfecto. Dios crea objetos reales; el hombre produce ob-
jetos ficticios. En Dios las cosas viven, mientras que en el hombre perecen.
Tampoco puede conocer el hombre su propio ser, porque éste es una
criatura de Dios. Podemos conocer perfectamente el mundo abstracto de las
matemáticas, porque son creación nuestra. Pero Descartes se equivoca
cuando cree que el cogito es la ciencia del yo, siendo así que no es más que
la conciencia de nuestra existencia. La diferencia entre el conocimiento
del hombre y el de Dios está en que nosotros conocemos nuestra existencia,
pero no nuestra sustancia. Tenemos conciencia de nuestra existencia, pero
no tenemos ciencia de nuestro ser, porque la ciencia es un conocimiento
fundado en las causas y solamente Dios es la causa del ser del hombre.
Mi pensamiento no es causa de mi cuerpo ni de mi mente. Por esto Descartes,
en lugar de decir: Yo pienso, luego soy, debió haber dicho: Yo pienso, luego
existo.
Con este criterio queda limitado el campo propio de la ciencia humana.
No podemos tener ciencia del mundo ni de la naturaleza, porque no es obra
nuestra, sino de Dios. Los hombres han creado solamente el mundo de las
naciones, y, por lo tanto, el objeto propio del conocimiento humano es el
mundo de la historia, el cual es un producto de la acción humana, cuyos
principios, causas y desarrollo se encuentran en el mismo hombre. En ésta se
identifican el factum —hecho— y el verum —verdad—. El hombre es quien
ha hecho la historia y, por lo tanto, puede conocerla. En vano ha bus-
cado los principios y las leyes del orden de la naturaleza, porque no es obra

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suya, sino de Dios. Pero puede buscarlos con éxito en el orden de la


historia, porque ésta es obra del hombre.
En realidad, la «ciencia nueva» es tan antigua como el hombre, pues
comenzó en el momento mismo en que «éste empezó a pensar». Sola-
mente es «nueva» en cuanto que se basa post factum en una reflexión sobre
la historia hecha. Todas las ciencias y las artes se derivan de la sabiduría
antiquísima primitiva. Vico se propone llegar al conocimiento de los pri-
meros principios de la humanidad (principia humanitatis), pues para co-
nocer y entender la historia es preciso remontarnos hasta la situación primi-
tiva del hombre.
Pero hay dos historias que corren paralelas y superpuestas, aunque
las fases de su desarrollo no se correspondan perfectamente. 1) Una es la
ideal, eterna, trascendente, regida por la Providencia divina, la cual tiende
a elevar al hombre de su estado inicial de naturaleza corrompida por el pecado
original hasta llegar a su plena regeneración. «Sobre la historia ideal, eterna,
corren en el tiempo las historias de todas las naciones, con sus levanta-
mientos, progresos, decadencias y ocasos». La historia eterna es la norma
ideal del plan providencial de Dios sobre la regeneración de la humanidad
caída por el pecado, en que el hombre va ascendiendo desde su estado de
naturaleza corrompida hasta la perfección a que le ha destinado Dios. Sus dos
polos son «la hez de Rómulo», o el estado bestial —lo que es—, y la Re-
pública de Platón —lo que debe ser—. Platón enseña cómo deben ser los
hombres; Tácito (56 – 117 d. C.) refiere cómo han sido en la realidad. Pero
el es o el fue debe ser sustituido por el debe ser. La historia ideal es so-
lamente una norma trascendente, orientadora, de la cual los hombres van
adquiriendo conciencia poco a poco. No tiene partes ni cronología, ni impide
la pluralidad y versatilidad de los cambios de la historia humana (corsi e
ricorsi). «Los hombres primeramente sienten, sin advertirlo; después ad-
vierten con ánimo perturbado y conmovido; finalmente, reflexionan con
mente serena».
La historia comienza con el hombre en el estado de naturaleza caída,
corrompida y herida por el pecado original; pero le queda la esperanza y la
tendencia (conatus) a un estado mejor y tiende a salir de ese estado para
elevarse al orden divino. La función de la filosofía es ayudar al hombre a
levantarse proponiéndole el ideal de cómo debe ser.
La Providencia.—Vico es profundamente católico, y en la Ciencia nueva
se propone describir los principios de la historia eterna universal, que se
realiza en el tiempo a través de las historias parciales. El orden y desarrollo
de la historia está regido por la Providencia divina. Rechaza las teorías de los
filósofos «monásticos» —Epicuro, Maquiavelo, Hobbes—, que atribuyeron
las acciones humanas al azar y la casualidad. Rechaza también el hado de los
estoicos y Spinoza. El azar destruye el orden, y el hado suprime la libertad
humana. La Providencia coordina las acciones más desordenadas en apa-
riencia y orienta las cosas hacia sus fines, pero no es una causa extrínseca y
necesaria, ni tampoco una necesidad intrínseca que mueva desde dentro. El
agente de la historia no es sólo la Providencia de Dios, sino también la ac-
tividad libre de los hombres. Está presente en la conciencia para dirigirla

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sin determinarla. Las historias parciales y temporales no están determi-


nadas a seguir el curso de la historia ideal eterna. Pocas naciones han reali-
zado el ciclo histórico completo. Unas se detuvieron en la edad bárbara, otras
en la heroica. Pero de la consideración de los hechos humanos a la luz de la
Providencia resulta una visión optimista de la historia. A través de sus
vicisitudes resplandece el inmenso poder y la infinita bondad y sabiduría de
Dios. «La sabiduría divina no necesita de la fuerza de las leyes; ella gusta
más conducimos por medio de las costumbres que nosotros observamos
libremente, ya que seguirlas es seguir nuestra naturaleza. Ciertamente que
los hombres han hecho el mundo social, lo cual es el principio incontestable
de la Ciencia nueva; pero también este mundo ha salido de una inteligencia
que con frecuencia se aparta de los fines particulares que los hombres se
habían propuesto, que a veces les es contraria y siempre superior. Esos
fines limitados son para ella medios de alcanzar otros fines más nobles
que aseguran la salvación del género humano en este mundo».
Filosofía de la historia.—El campo propio de la ciencia humana no es la
naturaleza, que es creación de Dios, sino la historia, con la sociedad, el
lenguaje, la literatura, las leyes y la política, que son creaciones del hom-
bre. Vico se propone remontarse hasta los orígenes de la humanidad y
hallar las leyes generales que regulan su desarrollo, en que la dirección
universalísima de la Providencia divina se combina con la libertad de
los hombres y la variabilidad de las circunstancias. Pero su erudición
histórica, aunque grande para su tiempo, es muy limitada y no abarca la
historia universal. Ignora el Oriente y se basa principalmente en la historia
de Roma, el derecho y la literatura. Dentro de esta limitación de hori-
zontes se arriesga a trazar un esquema de filosofía de la historia, excesi-
vamente rígido e idealista, en que trata de armonizar, a su manera, el plan
general de la redención del hombre, tal como lo enseña el cristianismo, con
su propia interpretación de los hechos.
La Ciencia nueva comprende cinco libros: en el primero expone los
principios; en el segundo trata de la sabiduría poética; en el tercero
aplica sus teorías al descubrimiento del verdadero Homero. Nos fijaremos
en el cuarto, que trata del curso que sigue la historia de las naciones, y
en el quinto, que versa sobre «el retorno de las mismas revoluciones,
cuando las sociedades destruidas se levantan de sus ruinas». Vico describe el
desarrollo de la historia humana conforme a un ritmo ternario, que servirá
de precedente a Augusto Comte (1798−1857). La historia comienza en el
momento en que el hombre sale expulsado del paraíso, después del pecado
original, habiendo perdido todos los dones y prerrogativas con que Dios había
enriquecido a nuestros primeros padres. Cae en su estado de salvajismo,
semejante al que describe Hobbes, y tiene que irse desarrollando y perfec-
cionando en todos los órdenes: en su naturaleza, en sus costumbres, en la
política, en el derecho, en el gobierno y en la religión, pasando del estado
bestial al estado civil. Este tránsito se realiza a través de tres etapas. 1) La
primera es la divina o «edad de los dioses». En los primeros hombres,
«necios insensatos y horribles bestias», con su razón oscurecida o embrute-
cida, sin capacidad de reflexión, predominaban la sensibilidad y el sentido

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común. Personificaron las fuerzas de la naturaleza en divinidades terribles,


que les amenazaban con males y castigos. La sabiduría primitiva tenía una
forma poética, expresada en un lenguaje sagrado y jeroglífico. Los hombres se
agruparon en familias y formaron repúblicas «monásticas», bajo un ré-
gimen teocrático, basado en el temor a los dioses, en que predominaban
la virtud de la piedad y de la religión. 2) A esta etapa sucede la heroica,
«edad de los héroes» o fabulosa. Predomina la imaginación o la fan-
tasía, la cual prevalece sobre la razón y la reflexión. Los patricios predo-
minan sobre los plebeyos, y el gobierno teocrático es sustituido por el
aristocrático, con un derecho basado sobre la fuerza. En las costumbres
prevalece el humor colérico y se desarrolla una sabiduría poética expre-
sada en un lenguaje metafórico. 3) A esta etapa sucede la tercera, que es la
humana, o «edad de los hombres», en la cual la razón y la reflexión
prevalecen sobre la imaginación. En política prevalecen los plebeyos sobre
los patricios, y los Estados se organizan en repúblicas democráticas e
igualitarias con un derecho basado en la razón y en el predominio del deber.
Su sabiduría es reflexiva, expresada en un lenguaje letrado y clásico. Pero
el desarrollo de la filosofía y del puro racionalismo da lugar a la deca-
dencia de la religión, y éste es el principio de la disolución de la sociedad,
de su forma de gobierno y sus creaciones literarias, determinando un retorno
al estado primitivo, en que tiene que volver a comenzar un nuevo ciclo.
Es decir, que el mismo desarrollo de la historia lleva implícita su
decadencia, y con ello la repetición de sus fases, que Vico expresa en su
teoría de los corsi e ricorsi. No hay que entenderlos en el sentido de un
eterno retorno, a la manera de los antiguos griegos, ni tampoco al modo de
la evolución hegeliana. El horizonte de Vico es más limitado y se mueve
dentro de su interpretación de la historia romana, que termina con la
corrupción del imperio y la invasión de los bárbaros; y de la del cris-
tianismo, cuyos primeros siglos representarían una nueva «edad de los
dioses», seguidos por la Edad Media, que sería otra «edad de los héroes»,
y el siglo XVII, que con sus filosofías sería una nueva «edad de los hom-
bres». Prescindiendo de su apriorismo platónico o idealista, el concepto
de Vico, basado principalmente en el desarrollo político, tiene antecedentes
en la interpretación de la sucesión de las formas de gobierno, tal como la
habían expuesto Platón y Aristóteles, y más en concreto Polibio (203 – 120
a. C.), según el cual, las formas de gobierno se suceden conforme a un ciclo
en que de la monarquía se desciende a la aristocracia; de la corrupción de
ésta, a la oligarquía; de ésta, a la democracia, la cual termina en violen-
cias y en la descomposición social hasta que la multitud retorna a un
déspota o un monarca, en la misma línea que Campanella (1568−1639).
«Este es el círculo de los gobiernos; éste el orden de la naturaleza, según el
cual se cambian, se superan y retornan los Estados al mismo punto».
Campanella extiende su ley a las religiones. Incluso llega a suponer un
retorno ciclico conforme a las regiones geográficas. Algo más que esto
pretende Vico, el cual trata de reducir a leyes universales todo el
completísimo y tortuoso desarrollo de los acontecimientos humanos, aunque
sin lograr más que una formulación idealista y aprioristica, excesiva-

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mente esquemática, rígida y mecánica, que es la característica de todas


las tentativas de filosofías de la historia (cita de Fraile).
El pensamiento de Vico se mueve en una línea y en una temática muy
distintas de las de la Ilustración —se trata de la filosofía de la génesis de la
conciencia histórica, que aunque es anterior a la línea racionalista de la his-
toria que comienza con Voltaire, resulta más moderna por acercarse más a la
historia (Tyssen, 1954)—. Su idealismo, de tendencia platónica y agustiniana,
permaneció dentro de los límites de una fe cristiana sincera y profunda.
Pero a mediados del siglo irrumpen en Italia las ideas peculiares de la Ilus-
tración, procedentes de fuentes inglesas y francesas, el sensismo de Locke
(1632−1704) y Condillac (1715−1780), el experimentalismo de Bacon y
Newton, los ideales humanitarios, que se manifiestan en el interés por el
derecho, la legislación y la economía. Aparece también un anticlerica-
lismo unido a la aversión y el repudio de la metafísica tradicional. En filosofía
la nota más destacada es el eclecticismo, representado por Genovesi y
seguido por muchos eclesiásticos.

1.3. LA FILOSOFÍA ILUSTRADA DE LA HISTORIA: VOLTAIRE, TURGOT Y


CONCORCET (FRAILE)

1.3.1. François−Marie Arouet (Voltaire)

François−Marie Arouet (1694−1778), más conocido como Voltaire,


no se interesa por los hechos históricos particulares sino por los momentos
importantes del espíritu humano. Su filosofía de la historia en cierto modo
complementa la tarea crítica de Pierre Bayle (1647−1706) destinada a
desvelar la falsedad de los hechos históricos, combatiendo las conse-
cuencias históricas de esta falsedad: el fanatismo, la ignorancia y la su-
perstición. La impronta de esta filosofía es más de activismo histórico que de
constitución de saber; instrumento para reivindicar la ilustración de los
hombres, única luz que los conduce hacia la libertad. La liberación hu-
mana de la razón se convierte así en el requisito histórico de la ra-
cionalidad de la libertad.
El tratamiento de la historia de Voltaire, al igual que el de Turgot (), está
marcado por la impronta bossuetiana —teología de la historia—. En cierto
modo, lo que hace Voltaire es invertir la historia sostenida por el obispo de
Meaux, a quien juzgaba como un joyero que hubiera incrustado piedras falsas
en oro, por lo que siempre lo tiene presente racionalizándolo, desengastando
las piedras y fundiendo el metal. Su planteamiento revulsivo, que incluye el
cambio de la providencia por la razón, el progreso del espíritu y los
ideales —tolerancia, justicia, libertad y grandeza espiritual— que lo motivan,
representa la consistencia de la conciencia burguesa tanto como la
creencia iluminista.
A pesar de que Voltaire acuña el término «filosofía de la historia», en
un escrito de 1765 publicado más tarde conjuntamente con el Ensayo sobre
las costumbres y el espíritu de las naciones (1756 y 1769), ésta resulta más
que una filosofía una «visión» de la historia universal, significativa-

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mente completada respecto a la de Bossuet, puramente de carácter laicista


y preconcebidamente racionalista con el carácter de historia de la cultura
que apunta también en El siglo de Luis XIV de 1751. Al amparo de su ideal de
razón, instrumento iluminista con el que tamiza —cuela— una imagen de la
historia pesimista, oscura e ignorante, la filosofía de la historia de Voltaire se
comprende en su valía percibida indesligablemente de su presente y dentro
del contexto general de la Ilustración. Para Voltaire el proceso histórico, como
una ignominiosa muestra de maldades donde sólo sobresalen algunos
momentos de esperanzadora humanidad, se basta para explicarse mediante
el antagonismo entre la estupidez dominante y la ilustración realiza-
dora. La razón humana, convertida en el principio rector, se enfrenta a
una historia que muestra principalmente la negativa actitud de los hombres
para reconocer dicho principio.
Con marcado carácter ahistoricista, al contrario que Vico o Herder,
Voltaire no concibe historizada la razón ni la «naturaleza humana», siempre
inmutable, «fondo» común «en todas partes el mismo». Sobre la unidad que
extiende la naturaleza, estableciendo «un pequeño número de principios
invariables», el «espíritu de la época» —como dice en el Ensayo—, recrea
el mundo humano en la multiplicidad y variabilidad de aspectos, modos y
costumbres a través de la cultura, la socialidad y la civilización, e inspira el
progreso de la humanidad por medio de la mejoría racional, aunque de un
modo exasperantemente lento y a veces sufriendo regresiones.
Considerar la historia de las costumbres —cultura— en vez de los
hechos particulares, constituye el cambio metódico que representa el En-
sayo.
Un giro en el enfoque de la historia que depende del filósofo, interesado
por el conocimiento del «espíritu», las costumbres, los modos de desa-
rrollo de las naciones. «Todas las historias son parecidas para el que sólo se
fija en los hechos», en cambio, bien distinta es la historia de la humanidad
para «el que medita, para el que filosofa», pues el filósofo sabe ver en esta
semejanza de los acontecimientos los momentos esenciales de
«grandeza del espíritu humano», escribe en El siglo de Luis XIV. Importa,
pues, el delineamiento de un ensayo discursivo —«un plan más vasto»— que
desvele el modelo de universalidad racionalmente «ejemplar» para la
época presente en su diseño histórico. La lectura filosófica de la historia de
la humanidad sólo reconoce «cuatro siglos» de tendencia a la perfección
que interesen a la razón. Leer la historia «en filósofo», como reclama
Voltaire, significa entonces búsqueda de esos grandes momentos, ade-
más de explicación racional de la historia comprendiendo «el espíritu de
las naciones». Filosofía de la historia es meditación sobre el espíritu
general de la historia humana, de las leyes y las costumbres. En El
siglo es el espíritu de los hombres de la época lo que importa; en el Ensayo el
espíritu del tiempo sustenta la clave de atención. Para Voltaire, sólo en el
momento que se ha dado a conocer por vez primera «la sana filosofía»
puede apreciarse que en proporción a los momentos de razón la historia es
pasional, desordenada y salvaje. Se comprende entonces que en el re-
conocimiento de los escasos progresos del espíritu humano, los «impor-

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tantes» sean aquellos que la razón ilustrada es capaz de reconocer como


relevantes para su propio progreso —racionalidad, tolerancia, libertad—.
(Sevilla) La filosofía de la historia conjeturada por Voltaire se presenta ya
efectivamente en torno al eje central del progreso como ley fundamental
que rige la historia, en las formulaciones de Turgot (1727− 1781) y
Condorcet (1743−1794). El Cuadro filosófico sobre los progresos sucesivos
del espíritu humano (1750) de Turgot y los bocetos de su irrealizada Historia
universal presentan de forma evidente la transición definitiva de la idea
de providencia a la de progreso, reflejada en sus escritos.

1.3.2. Robert Jacques Turgot

ANNE ROBERTO JACQUES TURGOT, barón de l'Aulne (1727−81).—Nació


en París. Ingresó en el seminario de San Sulpicio y cursó teología en la
Sorbona. Abandonó el estado eclesiástico y se dedicó a la magistratura y la
administración. Fue ministro de marina y finanzas bajo Luis XVI
(1774−76). En el artículo Existence de la Enciclopedia plantea a la manera
cartesiana el problema de cómo pasamos de la impresión interna y pasiva
de nuestras sensaciones al juicio de la existencia de objetos exteriores. La
primera realidad que experimentamos es la conciencia del propio yo, y de
ésta se deriva la de la existencia. De la conciencia del yo se deriva por
inducción la existencia de un no−yo.
Siendo prior de la Sorbona pronunció dos discursos, uno de entrada (3
julio 1750) Sobre las ventajas de la religión cristiana para el género humano,
y otro de salida: Segundo discurso sobre los sucesivos progresos del espíritu
humano (11 diciembre 1750). En el primero afirma que el cristianismo no
solamente es útil para la vida futura, sino también para la presente, por su
influencia sobre la moral de los pueblos. «Solamente la religión cristiana ha
establecido y defendido las nociones de justicia y derecho, que son las bases
de la civilización».
En el segundo discurso traza un cuadro histórico, dominado por la
idea del progreso indefinido. Se plantea la cuestión de por qué la inteli-
gencia humana, después de dar los primeros pasos con seguridad en el campo
de las matemáticas, sin embargo, en todos los demás aparece vacilante
(chancelant). Todo en la vida se consigue con el esfuerzo y el trabajo. El
espíritu humano es el principio y el instrumentó de todo progreso intelec-
tual. A pesar de las catástrofes y revoluciones, la humanidad sigue una
línea de perfeccionamiento y progreso indefinido. Llegará un día en que
todos los errores serán superados, y los hombres participarán en común
de las verdades útiles para todos. «Los males inseparables de las revoluciones
desaparecen, lo mismo que las tempestades que agitan las olas del mar.
Solamente queda el bien, y la humanidad se perfecciona».
Como Voltaire, Turgot mira hacia la historia con «ojos de filósofo»,
buscando las condiciones y los efectos de las leyes causales necesarias,
apreciando con ello el camino hacia una perfección mayor. Él formula la
definitiva interpretación del sentido histórico determinante para la doctrina
del progreso: la historia universal percibida en «los progresos sucesivos

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del espíritu humano»; propuesta de la ley del desarrollo histórico definiendo el


incremento progrediente como aceleración evolutiva. Plan que Con-
dorcet materializa en filosofía de la historia.

1.3.3. Nicolás de Concorcet

CONCORCET (1743−94) nació en Ribemont (Picardía). Perdió a su padre


cuando tenía cuatro años y su madre lo educó hasta los diez vestido de niña
y entre niñas. Estudió con los jesuitas. Fue amigo de Voltaire, de
D’Alembert, que lo aficionó a las matemáticas, y de Turgot, que le hizo
interesarse por las cuestiones de economía. Tomó parte activa en la Revo-
lución francesa (1789−1899) como republicano, miembro de la Gironda, y
suscribió la condenación del rey a una pena grave inferior a la muerte. Pero
proscrito por la Convención, se refugió en casa de Madame Vernet,
donde en nueve meses redactó su Bosquejo de un cuadro histórico de los
progresos del espíritu humano (1794). Para no comprometer a sus amigos,
huyó y anduvo errante varios días, hasta que, vencido por el hambre, entró en
una posada de Clamart y pidió una tortilla. El posadero le preguntó de cuántos
huevos la quería, y al contestar que de una docena, entró en sospechas de
que se trataba de algún aristócrata. Lo delató y fue llevado preso a
Bourg−la−Reine. Condorcet había anunciado que a sus enemigos «les pido
sólo una noche». Aquella misma noche se envenenó con un extracto de
estramonio, proporcionado por su amigo Cabanis, que llevaba oculto en una
sortija.
El Bosquejo viene a ser un esquema de otra obra más extensa, que la
muerte no le dio tiempo a escribir. En vísperas de morir conserva un
optimismo inquebrantable en la capacidad ilimitada de perfecciona-
miento de la naturaleza humana. El hombre, desde su aparición en la
tierra, no ha cesado de perfeccionarse y de progresar, y no se pueden
señalar límites a su futuro progreso. Condorcet da rienda suelta a los
desahogos de una oratoria rabiosamente republicana y anticlerical contra
los dos obstáculos que el progreso del hombre ha encontrado en .su carrera
anterior: la superstición y la tiranía. La obra se divide en diez épocas, que
abarcan el panorama del desarrollo del espíritu humano, desde los orígenes de
la humanidad hasta la Revolución francesa: 1.a Los hombres se reúnen en po-
blados. 2.a Los pueblos pastores. 3.a Los pueblos agricultores hasta la in-
vención del alfabeto. 4.a Grecia, con el progreso de las ciencias hasta su di-
visión en tiempo de Alejandro. 5.a Desde la división de las ciencias hasta su
decadencia. 6.a Desde la decadencia hasta la restauración, en tiempo de las
Cruzadas. 7.a Desde la restauración hasta la invención de la imprenta por
Gutenberg hacia 1450. 8.a Desde la imprenta hasta que las ciencias y la
filosofía sacuden el yugo de la autoridad. 9.a Desde Descartes hasta la Re-
pública francesa. 10.a Los progresos futuros del espíritu humano. «Nosotros
expondremos el origen y trazaremos la historia de los errores, genera-
les, que han retardado más o menos o suspendido la marcha de la razón, y que
también, con frecuencia, tanto como los acontecimientos políticos, han hecho
retroceder al hombre hacia la ignorancia».

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Se trata de un «tableau historique», donde lo único que no aparece


por ninguna parte es precisamente la historia. Por ejemplo, despacha en una
página escasa toda la historia de la filosofía en la Edad Media, sin una sola
mención a ninguno de sus grandes representantes. Todo se reduce a una
retórica ampulosa —enfática— que presenta en magno duelo, 1) por una
parte, la ignorancia, los prejuicios, la barbarie, la intolerancia, las tinieblas, los
abusos, la tiranía, las cadenas, la esclavitud, la opresión, las hogueras, las
supersticiones, la hipocresía, el fanatismo; y 2) por otra, la razón, las luces, el
progreso, la libertad, la igualdad, etc. Viene a ser una especie de mani-
queísmo, en que enfrenta los reinos de la luz y de las sombras, arrojando
implacablemente en el segundo todo cuanto no se acomoda a su manera de
concebir la «Historia». El papel tenebroso corresponde a los reyes y los
sacerdotes, y el luminoso a los libertadores, los cuales resultan ser
todos los rebeldes, herejes y revolucionarios. Por ejemplo, Juliano el
Apóstata (330 – 363 d. C.), con sus «virtudes, su indulgente humanidad, la
sencillez de sus costumbres, la elevación de su alma y su carácter, sus ta-
lentos, su valor, su genio militar, el brillo de sus victorias». Pero su muerte
«rompió el único dique que todavía se podía oponer al torrente de las nuevas
supersticiones, como a las inundaciones de los bárbaros». Por el contrario,
«el triunfo del cristianismo fue la señal de la decadencia total, tanto de
las ciencias como de la filosofía». «Hemos visto a la razón humana formarse
lentamente por los progresos naturales de la civilización; la superstición
apoderarse de ella para corromperla, y el despotismo degradar y embrutecer
los espíritus bajo el peso del temor y de la desgracia». Pero también «hemos
visto a la razón aflojar sus cadenas, soltar algunas y adquirir sin cesar nuevas
fuerzas para preparar y acelerar el instante de su libertad».
El libro termina con una apoteosis del reino futuro, en que «la especie
humana, liberada de todas sus cadenas, sustraída al imperio del azar y al
de los enemigos de todo progreso, marchando con un paso firme y seguro en
la ruta de la verdad, la virtud y la felicidad, presenta al filósofo un espectáculo
que le consuela de los errores, los crímenes y las injusticias de que la tierra
está todavía manchada, y de las cuales él mismo es víctima con frecuencia».
«Llegará un momento en que el sol no alumbrará sobre la tierra más que a
hombres libres, los cuales no reconocerán más señora y maestra que la
Razón, y en que los tiranos y los esclavos, los sacerdotes y sus estúpidos e
hipócritas instrumentos no existirán más que en la Historia (pasada) y en los
teatros». La perfectibilidad indefinida de la humanidad la llevará final-
mente a un estado feliz de igualdad entre las naciones y de igualdad en
las riquezas y la instrucción en el pueblo, con el perfeccionamiento real
del hombre. En ese ideal vive el filósofo, «en un elíseo que su razón ha sabido
crearse, y que embellece con los más puros gozos su amor por la humanidad».
Un «tableau» semejante no tuvo el colofón que, lógicamente, parecía cor
responderle. Condorcet no murió condenado por los representantes de la
tiranía ni de la superstición, sino que hubo de suicidarse para eludir la suerte
que le reservaban sus mismos compañeros de ideales progresivos.

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1.4. APRECIACIONES FINALES

Hemos planteado que la filosofía de la historia en la modernidad se


desarrolla inmersa en el proceso general de secularización, que es decir
racionalización, de la realidad como parte configurante de la modernidad. En
ella apreciamos dos modos propios: 1) la génesis y el despliegue de la
razón histórica —filosofía de la génesis y la conciencia histórica—, con el
descubrimiento de lo histórico como una noción global que se indaga en lo
particular y posibilita un saber viendo la razón en la historia; y 2) la filosofía
racionalista de la historia, que en su modalidad ilustrada describe la
historia generalizadamente desde la Razón con su programa realizador de
mejoría humana y libertad, viendo la historia en la razón a la luz de la idea
de progreso ascendente.
De manera especial, con un valor prominente, la investigación «no-
vedosa» de Vico se ha continuado desarrollando hasta nuestros días como un
modo de pensamiento filosófico histórico que por su distinta modernidad
—de marcado y predominante sesgo teológico— no resulta efectivo en su
momento —de secularización—. Buscando las categorías —«modificaciones de
la mente»— que rigen la historia, Vico habría visto en su propia época tan
luminosa la configuración de una edad humana dominada por la razón, pero
con tanto valor histórico como la época mitológica y fantástica de Homero, y
consciente de la «barbarie de la reflexión» que pende como una espada sobre
esa edad. Vico ha sido quien entendió que la verdadera conciencia histórica de
una época sería saberse no definitiva.

2. LA FILOSOFÍA IDEALISTA DE LA HISTORIA


BRAUER, Daniel: «La filosofía idealista de la historia», en Reyes Mate (ed.):
Filosofía de la historia, op. cit., pp. 85−118.

El tema que nos ocupa es la concepción del devenir histórico en el


marco del idealismo alemán. El título se refiere, entonces, a un movimiento
histórico cuyos principales protagonistas son Herder (1744−1803), Kant
(1724−1804), Hegel (1770−1831), y no, por lo tanto, a una posición general
frente a la historia.
Sin duda se encuentran también interesantes ideas y reflexiones sobre el
asunto en autores del mismo entorno cultural como Fichte, Schelling, o
Schiller, o von Humboldt, pero quien aborde el estudio de sus opiniones
debe ya contar con un conocimiento aunque fuese elemental de las doctrinas
de los autores citados más arriba, que representan en su diversidad posiciones
igualmente radicales y paradigmáticas.
Un triple sistema de coordenadas permitirá al lector una orientación en el
mapa de los supuestos que es necesario tener en cuenta para la comprensión
de estas teorías: 1) el contexto de la discusión filosófica en que se inscriben;
2) la situación histórico−política en que se encuentran, y 3) la perspectiva
contemporánea desde la que se lleva a cabo actualmente su interpretación.
1) Con respecto a lo primero, es importante la recepción en Alemania de
la obra de Montesquieu, Voltaire y Rousseau, y el debate generado en

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torno al pensamiento de este último acerca del «perfeccionamiento»


moral del hombre en la historia —hoy sabemos que el «progreso» moral no
es acumulativo, a diferencia del progreso científico−tecnológico, que sí lo
es—.
2) El segundo eje concierne a los acontecimientos históricos mismos
de la época: la crisis del Estado absolutista, el impacto de la Ilustración en su
crítica a las formas tradicionales del poder político y religioso. Pero ante todo
la Revolución, las condiciones de su origen, avatares y paradójico desenlace
en el imperio napoleónico estaban en el centro del pensamiento de los inte-
lectuales de la época.
3) El tercer eje es el horizonte de la interpretación contemporánea
—los prejuicios de la tradición, según Gadamer (1900−2002)— a partir del
cual llevamos a cabo una lectura nunca ingenua, sino mediada por prejuicios,
tomas de posición más o menos precipitadas y modelos teóricos posteriores a
los textos de la tradición filosófica. La presentación estereotipada de la fi-
losofía clásica alemana de la historia consiste en ver en Kant un filósofo cuyo
interés por la historia es marginal, en Herder, el gran descubridor del «sen-
tido histórico», y en Hegel, el constructor de una metafísica a priori de lo
histórico para la que los hechos sirven de ilustración. Esta imagen de la fi-
losofía de la historia del período se debe principalmente al bistoricismo,
corriente predominante en la historiografía alemana posthegeliana desde fines
del siglo XIX y comienzos del XX. En el libro de Friedrich Meinecke El histo-
ricismo y su génesis, la autoescenificación histórica de este punto de vista
alcanza su culminación. No es casual que este texto que pretende reconstruir
la historia «de una de las revoluciones espirituales más grandes acaecidas en
el pensar de los pueblos de Occidente» no contenga capítulo alguno acerca de
la concepción de la historia en Kant o en Hegel —tradición iusnaturalis-
ta−iluminista—, y que, por el contrario, el que trata sobre Herder —tradición
romántica— sea el más extenso de los dedicados al pensamiento filosófico.
Meinecke tiene sin duda razón al colocar a Kant y a Hegel fuera de la tradición
historicista con la que este último es a menudo identificado, pero se equivoca
al reivindicar el descubrimiento del mundo histórico como una prerrogativa
del movimiento romántico y en considerar por el contrario al Iluminismo
como un pensamiento fundamentalmente ahistórico. Se trata simplemente
(Kant y Hegel) de una visión de la historia diferente, no menos original y
profunda, en la que los hechos del pasado no son venerados por su mera
existencia sino interpretados a la luz de las posibilidades emancipatorias que
ellos encierran, o sea, como parte de un proceso de autosuperación de
la naturaleza humana mediante la creación de instituciones políticas
más racionales. Nos enfrentamos a una doble tradición del pensamiento
histórico−político. 1) Por una parte, la corriente romántica conservadora
para la cual la historia no debe ser interpretada como un producto de la acción
más o menos consciente de los individuos por sus ideas de libertad y justicia,
sino como resultado de fuerzas vitales materializadas en el carácter
originario de las naciones, su entorno geográfico−climático, sus costum-
bres, lenguaje y religión. 2) Por otra parte, está la tradición iusnaturalis-
ta−iluminista para la cual la historia es el lugar donde se produce pre-

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cisamente la ruptura con los lazos de la tradición y la costumbre


—romanticismo—, mediante un paulatino proceso de reflexión crítica racional.
Herder es uno de los principales teóricos de la corriente mencionada en
primer lugar —romanticismo—, Kant y Hegel se ubican decididamente en la
segunda.
Huellas de la doble tradición mencionada más arriba pueden recono-
cerse en la controversia entre la Teoría Crítica y la Hermenéutica. 1) La
primera rescata la idea, presente de Kant a Marx, de una reconstrucción de la
evolución de la especie desde la perspectiva de su emancipación. Los con-
ceptos de «crítica» y «opinión pública» (Kant) forman parte constitutiva
de su arsenal conceptual (Habermas, 1969). 2) La segunda, con su rehabi-
litación antiiluminista del «prejuicio» como forma legítima de un saber
colectivo que se establece en la tradición y su concepción del lenguaje como
condición prerreflexiva de la razón, valorará en Herder tanto su rechazo a
considerar a los hechos como etapas hacia el fin externo a ellos, como el haber
establecido la «perfección» inmanente a toda existencia histórica (Gada-
mer, 1972). La visión herderiana de la vida histórica de los pueblos ha podido
servir de inspiración para concepciones nacionalistas, o —más reciente-
mente— para reivindicar, contra el centralismo estatal e incluso el concepto de
nación, la pertenencia originaria del individuo a una cultura y comunidad
popular. En todos estos casos la explotación del pasado es parte del proceso
de aclaración y formación de nuestras ideas sobre el presente.

2.1. EL DEVENIR DE LA HUMANIDAD SEGÚN HERDER (FRAILE O URDÁNOZ)

JUAN GODOFREDO HERDER (1744−1803).—Nació en Mohrungen (Prusia


oriental). Fue hijo de un maestro de escuela pietista. Comenzó a estudiar
medicina en Königsberg, donde fue discípulo de Kant, que entonces ex-
plicaba filosofía wolffiana, geografía y astronomía —en 1755 Kant publicó
Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, donde explicó, antes que
Laplace, la hipótesis de la nebulosa (galaxia) protosolar, que posteriormente
pasará a llamarse Hipótesis nebular de Kant−Laplace (1796) y que explica la
formación de las galaxias—, y que lo inició en los escritos de Hume y Rous-
seau (1762). Fue amigo de Hamann. Cursó después la carrera de teología y
pasó a Riga, donde ejerció el carea de pastor protestante (1765−1769). En
1776 pasó a Weimar, donde fue nombrado superintendente o presidente del
consistorio general del clero luterano. Sus primeras obras versan sobre
temas lingüísticos y estéticos, reaccionando contra el racionalismo de la
Ilustración y contra los sistemas de Descartes, Leibniz y Spinoza, con un
fondo de cristianismo liberal. Pero a partir de la disputa sobre el spinozismo
de Lessing, adopta una actitud favorable a Spinoza, cuyo influjo se traduce
en una especie de panteísmo en que Dios es una fuerza vital inmanente en
toda la naturaleza, que de una manera especial se desarrolla a través de la
historia de la humanidad. Como literato ocupa un lugar destacado al lado
de Goethe y Schiller. Su estilo es lírico, florido, oratorio y brillante. Como
filósofo merece atención sobre todo por su intento de hacer una filosofía de

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la historia, que en cierto modo continúa la de Vico y que ejercerá profundo


influjo en Schelling y Hegel.
En su primera obra Fragmentos sobre la nueva literatura alemana (1767)
aparece ya su concepto de evolución aplicado al lenguaje, el cual se
desarrolla a la manera de un organismo viviente: infancia —signos de las
pasiones y los sentimientos—, juventud —edad poética, canto y poesía—,
madurez —poesía y desarrollo de la prosa—, senectud —edad filosófica,
Ilustración, en que la vida y la riqueza es sacrificada a la pedantería—. En su
libro También una Filosofía de la Historia para la formación de la Humanidad
(1774) presenta su concepto de historia como una manifestación de la
humanidad, que desarrolla sus posibilidades y su potencialidad en las etapas
del proceso histórico. Consiste en un desarrollo biológico en seis etapas,
semejante al de los organismos vivientes, los cuales conservan su unidad y su
continuidad a través de la sucesión, de los cambios y transformaciones: 1.º
Infancia —Oriente, historia de los patriarcas. 2.º Adolescencia —cultura
egipcia y fenicia—. 3.º Juventud —Grecia, que representa la edad de las
artes, de la armonía, la curiosidad por saber, el patriotismo y la conquista de
la libertad—. 4.º Virilidad —Roma, austeridad, dominio y poder—. 5.º
Madurez —irrupción de los bárbaros, Edad Media—. 6.º Senectud
—Decadencia. Ilustración. La inteligencia, alejada de la naturaleza primiti-
va—. Su valor científico no es muy grande, pero en este libro Herder señala la
ruptura con la historiografía de la Ilustración, que se complacía en
presentar el pasado como una serie de etapas de progreso hasta culminar en
la plenitud de su propio tiempo. Herder, por el contrario, opone un ideal de
formación fundamentalmente ético, tal como se dio en la antigüedad, a la
instrucción enciclopédica, práctica y mecánica que descuidaba formar
verdaderas personalidades y hombres libres. Su división y exposición de
la historia carece de valor científico, y en esta obra quizá no pasa de una
especie de cuadro irónico para encajar en él su crítica de la educación de
los ilustrados.
Dios y la humanidad.—Las teorías de Herder sobre la filosofía de la
historia y la educación dependen de su concepto del hombre, del mundo y
de Dios. Después de la muerte de Spinoza, la filosofía de éste había caído en
un olvido casi completo. Apenas se mencionaba su nombre más que con ho-
rror, como representante del ateísmo y el fatalismo. El interés volvió a re-
vivir de pronto a propósito de la controversia —a propósito del ateísmo—
entre Jacobi (1804−1851) y Mendelsohn (1887−1953) después de la
muerte de Lessing (1729−1781). Herder intervino en ella con su libro Dios,
diálogos sobre el sistema de Spinoza (1787). A diferencia de Jacobi, adopta
una actitud favorable a Spinoza, a quien considera el más lógico de los
filósofos. Niega que su sistema sea ateo, panteísta ni fatalista. Por el contra-
rio, si se penetra en sus expresiones, se encuentra un profundo sentimiento de
Dios, como realidad suprema y causa universal de todas las cosas (natura
naturans, natura naturata). «Dios está todo en sus obras». «Yo no
conozco un Dios extramundano». Hay que ver a Dios todo entero en cada
cosa y en cada punto de la creación. De aquí resulta un orden, una belleza y
una armonía universal. Un Dios existente fuera del mundo contradice tanto

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el concepto de Dios como el concepto del mundo. El espacio y la personalidad


no pueden ser atributos de un ser finito. Todo viene de Dios y todo está
sujeto a la causalidad universal divina, mediante una necesidad ra-
cional. Por esto, todo es perfecto dentro del grado que le corresponde tanto
en el orden físico como moral. Toda la realidad es una expresión del poder, la
belleza y la bondad de Dios. Todo lo que es, es lo que puede ser en cada
momento y en el lugar que le corresponde. Aunque seamos modos de la
Sustancia infinita (Spinoza), no por eso perdemos nuestra individualidad,
la cual consiste en el sentimiento y la conciencia de sí mismo. Un ser es
tanto más individuo cuanto mayor es su grado de ser y de realidad, de vida y
de energía para actuar sobre la totalidad. Cada individuo tiene un fin y una
felicidad particular. Pero el conjunto de todos los individuos humanos
constituye o se identifica con la humanidad (Humanität), la cual es el su-
jeto de la historia y está en eterno progreso mediante un conjunto de
esfuerzos físicos, morales y políticos. El genio de la humanidad florece y se
rejuvenece incesantemente a través de los pueblos, razas y generaciones
—romanticismo en estado puto—.
La filosofía de la historia.—Este fondo spinoziano pan teísta —que
viene de Vico— se refleja en su filosofía de la historia, que Herder desarrolla en
Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad (1784−1791), en
veinte libros distribuidos en cuatro partes, aunque quedó una quinta sin
publicar). Todas las cosas del mundo tienen una filosofía o una ciencia, ¿por
qué no ha de tenerla también la historia de la humanidad, que es la que más
de cerca nos toca a nosotros mismos? Esa filosofía no debe basarse en es-
peculaciones abstractas ni metafísicas, desligadas de la naturaleza y la ex-
periencia, sino en las intenciones de Dios [que paradójicamente es abs-
tracto y metafísico, por más que se trate de un Dios inmanente y trascental,
que no trascendente]—, que aparecen esparcidas por la gran cadena de sus
obras, en la naturaleza y en el mundo —esta fue también también la «tesis de
la discordia del polémico teólogo Wolfhart Pannenberg (n. 1928) en su obra
La revelación como historia de 1961, donde afirmaba que no es necesaria la fe
para conocer a Dios, pues basta con contemplar su obra en la Naturaleza». A
Dios se le conoce por sus implicaciones en la historia, y será tarea de la
teología descubrir la presencia de Dios en la realidad de la naturaleza, del
hombre y de la historia. En su obra Teoría de la ciencia y teología de 1973
hubo de matizar esta idea. Ya no habla de Dios como «evidencia» sino como
«problema»—. Hay que seguir un método objetivo, empírico y ex-
perimental, basado en un examen libre y desapasionado de los hechos, in-
terpretándolos sin teorías preconcebidas —a la manera de la expurgatio
intellecti de F. Bacon— y abarcando la totalidad de la obra progresiva de
la creación, desde sus manifestaciones materiales más humildes y groseras
hasta las más sublimes del espíritu. Debe comprender el desarrollo completo
de la humanidad en todos sus aspectos, no sólo políticos y religiosos, sino
también físicos, biológicos, poéticos y culturales.
Para comprender el desarrollo de la humanidad es necesario encuadrarlo
dentro de la totalidad del universo. Herder dedica la mayor parte del
primer volumen a describir la cosmogonía o la formación y organización de

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la tierra como habitación del hombre y escenario de la historia. Modificando un


poco la monadología de Leibniz, afirma que «el universo es un sistema de
fuerzas que actúan orgánicamente. Toda organización es un conjunto de
fuerzas vivas que sirven a una fuerza principal, según las leyes eternas de la
sabiduría y la bondad» —Nietzsche también entiende el universo como un
conjunto de fuerzas que, en última instancia, las va identificar con la voluntad
de poder. Ahora bien, en Nietzsche no hay ciencia ni conceptos inmutables; ni
siquiera hechos, sino interpretaciones—. Hay en toda la naturaleza fuerzas
orgánicas activas que actúan en distintos grados y una concatenación
entre los acontecimientos, tanto en el universo como en la historia. «La fuerza
que piensa y obra en mí es según su naturaleza una fuerza tan eterna como la
que sostiene los soles y las estrellas». Todo tiende a la perfección. «Per-
fección de una cosa no puede ser sino que ella sea lo que debe y puede ser».
«Perfección de un individuo es, pues, que en la continuidad de su existencia
sea o llegue a ser fiel a sí mismo; que use las fuerzas que la naturaleza le
ha dado como patrimonio, y las haga fructificar lo más posible para sí y para
otros». Hay una necesidad divina que lo gobierna todo a través de las
formas mudables que revisten las cosas. En la naturaleza no hay reposo:
todo es fuerza que actúa eternamente y se extiende y desarrolla con la acción.
El primer impulso no procede de «cualidades ocultas», sino de la acción
inmediata de Dios latente en la naturaleza.
Herder examina en primer lugar las fuerzas cósmicas que determinan el
desarrollo del mundo y el «clima», o sea el conjunto de condiciones físicas
y geográficas y el ambiente que de ellas resulta, en el cual se desarrolla la
humanidad. La creación es una serie ascendente de potencias y de
formas, vegetales y animales, cuyo grado más elevado lo ocupa el
hombre. Todos los seres —vegetales y animales— llegan a su forma actual a
través de un proceso evolutivo, que Herder no se detiene a explicar. El
hombre es la expresión más perfecta de la organización sobre la tie-
rra. Hay en la naturaleza una fuerza vital que va ascendiendo a través de la
escala de los géneros y especies, preparando la aparición del hombre, con
un alma espiritual, racional y libre, dotado del don natural de la pala-
bra. La cadena de los seres no es retrógrada ni se estaciona nunca. Las es-
pecies inferiores son como una pirámide escalonada, cuya cumbre es el
hombre, el cual es un conjunto de facultades físicas y espirituales que
deben desarrollarse por la formación. La naturaleza le dio la forma ex-
terior, pero debe alcanzar su perfección interior por sus propios medios.
Pero dentro y en cada uno de los individuos está latente y presente la
humanidad. El género humano es uno y constituye una unidad orgánica.
La humanidad es una realidad inmanente en todos los individuos y todas las
culturas, que se desarrolla y progresa a la manera de un organismo viviente.
Es la manifestación de un espíritu universal (Welt−geist) esparcido en
todas las partes y acciones del mundo. Pero el impulso no viene de ella
misma, sino de Dios. La perfección del hombre consiste en desarrollar
en sí mismo la humanidad, la cual es imagen y expresión del Creador.
Es una potencialidad infinita de progreso, desarrollo y perfección, Herder
considera el desarrollo de la humanidad dentro de todo el conjunto de factores

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y de circunstancias físicas, geográficas, de lugar, tiempo, clima, razas, len-


guas, religión, filosofía, política y Estados. Los cuatro principios que rigen su
desarrollo son: 1) la humanidad fue siempre y en todos los lugares lo que
pudo ser, según las circunstancias de los tiempos y lugares; 2) la especie
humana debe recorrer su carrera, cambiando de culturas y transformándose;
3) el desarrollo de la humanidad es real, debajo de las circunstancias de lugar
y tiempo; y 4) el desarrollo se realiza a la vez bajo las leyes de la bondad
suprema, reguladora de los destinos humanos y del esfuerzo de los hombres,
mediante la tradición y la imitación; el fin de la humanidad es llegar a su
felicidad, fundada en la razón y la justicia.
Cada cultura se forma de una manera biológica, a semejanza de un
organismo vivo, desarrollando un ciclo completo con el nacimiento, cul-
minación y decadencia de los pueblos. Cada una tiene un centro de gra-
vedad en que intervienen las fuerzas activas, cuya profundidad es lo que da
solidez y estabilidad a las culturas. El ápice —cima— se alcanza cuando llega
a su plenitud el equilibrio de las fuerzas, y la decadencia se inicia cuando
se desplaza el centro de gravedad y el equilibrio se rompe.
Pero la vitalidad que encierra el hombre no puede desarrollarse ple-
namente en su breve permanencia sobre la tierra. Probablemente la huma-
nidad presente no es más que un lazo de unión entre dos mundos. Es
como un estado de preparación para otro estado futuro superior, como
un germen o el botón de una flor, que debe desarrollarse por completo en otro
mundo.
Herder concede a la religión un puesto muy importante en el desarrollo
histórico de la humanidad. Las ideas religiosas no son una invención ni una
impostura de los sacerdotes y los reyes, ni nacieron de un sentimiento de
miedo o de terror del hombre ante los fenómenos naturales, sino de la as-
piración a explicarlos, buscando sus causas ocultas. La religión es la
primera forma de cultura espiritual, «es la primera tradición y la más
sagrada de la tierra». «La religión es la suprema humanidad y la flor más
sublime del alma humana». La religión y la poesía nacieron juntas de la
necesidad de interpretar los fenómenos de la naturaleza. El sentimiento
religioso es anterior a la invención de los conceptos abstractos, y por él se
eleva el hombre por encima de los animales. La religión brota espontá-
neamente en el espíritu del hombre. Las fuerzas divinas que actúan en la
naturaleza son la causa de la revelación, que se manifiesta en el sentimiento
del hombre antes de la razón.
En el tratado De la religión, de los dogmas y las costumbres (1798) cri-
tica el cristianismo luterano de su tiempo, oponiéndole una in-
terpretación simbólica y ética. El cristianismo es la forma más pura y la
expresión más perfecta de la religión de la humanidad. Su misión consiste en
agrupar todos los pueblos en uno solo —esta idea remite a Eusebio de
Cesárea (275−339), teólogo de la corte, quien asoció el monoteísmo con la
justificación del Imperio romano. Fue él quien interpretó la pax augusta (29
a. C. – 180 d. C.) como un acontecimiento querido por Dios para favorecer la
difusión del evangelio. Según Eusebio, el Dios único quiso que desaparecieran
los Estados nacionales para que, agrupados en el Impero romano, fuese

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más fácil evangelizarlos —, formándolos a la vez para este mundo y para el


futuro. Cristo es el Salvador espiritual de la humanidad, que quiso formar
hombres−dioses. Pero la Iglesia actual está dominada por un anticristia-
nismo que ha convertido las palabras de Cristo en dogmas especulativos y sus
acciones simbólicas en procedimientos mágicos. Sin embargo, Herder confía
en que al final llegará la victoria de Cristo. Son los temas que desarrolla
en sus Escritos cristianos (1794−1798), con un criterio puramente raciona-
lista. La humanidad debe llegar a su perfección ideal por medio de la
educación y formación de los individuos hasta alcanzar una moralidad
libre [lo cual parece bastante difícil teniendo en cuenta el fondo teológicoen
que Herder se mueve], cuyo precepto fundamental será: «Lo que tú no
quieres que otros te hagan, no se lo hagas tampoco a ellos; lo que deseas que
ellos te hagan, hazlo tú también a ellos» —esta es la «regla de oro» de la ética
que se encuentra en casi todas las culturas, religiones y filosofías de la his-
toria. Viene ya de muy antiguo, pues la primera enunciación se remonta a un
texto narrativo del Imperio Medio (2050 – 1750 a. C.) llamado Historia del
campesino elocuente y que se cree que fue escrita en el Antiguo Egipto entre
los años 1970 – 1640 a.C.—. Con este fin escribió Cartas para el estímulo de la
Humanidad (1793−1797).
Se opuso al criticismo de su maestro Kant, combatiéndolo du-
ramente en Entendimiento y Experiencia, Razón y Lenguaje, una Metacrítica
de la Razón Pura (1799). Las formas a priori, las antinomias, la arquitectónica
de la razón, no son más que juegos de palabras, monstruosidades lin-
güísticas y vanos fantasmas que se disipan con una crítica inspirada en el
sentido común. No hay formas a priori de espacio y tiempo. Los juicios ma-
temáticos no son sintéticos —juicios en los que el predicado no está incluido
en el sujeto y, por tanto, añaden algo nuevo al contenido semántico del su-
jeto; son los juicios que aumentan nuestro conocimiento—, sino analíticos
—los que, a diferencia de los sintéticos, no nos dicen nada nuevo— y basados
en el principio de identidad. La «cosa en sí» es un ente de razón. La filosofía
crítica es una vergüenza nacional, que corrompe a la vez el espíritu y el
lenguaje. Contra la Crítica del juicio escribió Kalligone (1800), donde expone
una teoría de la belleza (1809). El espíritu universal es Dios mismo que
habla por medio de la voz de los poetas y se manifiesta en la conciencia de
los pueblos; por lo tanto, hay que buscarlo dentro del alma nacional y en
el sentimiento cósmico de la poesía primitiva. Así pues, Herder se opuso a
la Ilustración alemana y se constituyó en precursor del Romanticismo.
Muchas de sus ideas serán recogidas por Hegel en su filosofía de la historia.

2.2. KANT: EL SECRETO PLAN DE LA HISTORIA Y LA NATURALEZA ANTAGÓNICA


DEL HOMBRE (Brauer)

Durante mucho tiempo se consideró que la historia no ocupa un lugar


importante en el pensamiento de Kant. Las tres razones para ello fueron las
siguientes. 1) Kant no nos ha legado un tratado sobre la historia que uno
pudiese poner a la altura de sus grandes obras críticas; 2) sus reflexiones
sobre ella se encuentran en escritos ocasionales de índole más popular que

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académica; y 3) no se percibe en ellas la narración o descripción de hechos


históricos.
Pero esto no significa que Kant no se haya interesado por la marcha de los
acontecimientos humanos —de hecho, la única vez que interrumpió sus fa-
mosos paseos fue para recoger el correo con motivo de la Revolución Francesa
(1789−1799)— . Lo que diferencia el punto de partida de Kant del de
Herder es que Kant tiene claro que de los datos históricos no se puede
inferir criterio alguno para juzgarlos. La clave para entender la historia
no debe buscarse ni en ella misma ni en la teología, sino en una teoría de la
sociedad y formas de Estado que hagan posible la convivencia de la
libertad de cada uno con la de los demás. Esta perspectiva para pensar la
historia la ofrece la filosofía práctica, cuyo pilar es para Kant la teoría
ética. Esto implica que la reconstrucción del pasado no puede separarse de
un proyecto de transformación del presente, que puede caracterizarse
como el programa de la «Ilustración» hacia una sociedad futura en la que el
derecho sea el único poder sobre la tierra y logre imponer una paz
perpetua. Pues, ¿qué otro acontecimiento humano puede ser más urgente y
revolucionario que una paz internacional garantizada institucionalmente?
Me limitaré a continuación a comentar tres escritos de Kant que cubren los
temas y tesis principales de su visión de la historia y sólo haré referencias a
otras obras.

2.2.1. Idea de una historia universal (1784)

El breve escrito de Kant Idea de una historia universal en sentido cos-


mopolita fue redactado por la misma época (1784) que el libro de Herder
Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad (1784−1791), y
contiene los temas y tesis principales de su filosofía de la historia que luego
sólo serán ampliados en otros textos.
Lo primero que sorprende al lector que conoce en líneas generales la obra
de Kant es que éste trata aquí a las «acciones humanas» que concibe como
producto de la «libertad de la voluntad» como un trozo de naturaleza
que para poder ser comprendido debe ser reducido a leyes, tales como las
de Kepler (1571−1630) para las órbitas de los planetas o las de Newton
(1642−1727) para la dinámica. Pero no es a la mecánica o a leyes de tipo
sociológico a lo que recurre Kant para la explicación histórica, sino curiosa-
mente a la teleología. En efecto, el artículo comienza con la postulación de la
existencia de una «intención de la naturaleza» en las cosas humanas. Algo
así como la mano invisible de Adam Smith (1723−1790) que actuaría por
encima de las intenciones de los individuos y produciría la convergencia a
pesar de ellos de sus acciones hacia una meta predeterminada. La expre-
sión es poco feliz porque atribuir intenciones a la naturaleza es sólo una forma
diferente y no menos ingenua de hablar de los designios de la «provi-
dencia».
Ya en la Crítica del juicio, pocos años después (1790) —único lugar en
que yo sepa reaparece esta noción— Kant mismo la rechaza como una
hipótesis metafísica ilegítima que escapa a toda experiencia posible.

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Una cosa es pensar fenómenos de la naturaleza y ordenarlos mediante la


categoría de fin, otra cosa es hablar, como hace Kant aquí, de un «secreto
plan de la naturaleza».
Por lo pronto, en el título ya aparece una indicación importante de la
dirección en que se mueve la propuesta. La palabra «idea» es utilizada en el
sentido técnico que el autor de la Crítica de la razón pura (1ª en 1781 y 2ª en
1787) da al término. No se trata de «reflexiones» acerca del curso de los
avatares humanos —hechos— para extraer de él algunas conclusiones o
enseñanzas generales como las «ideas» de Herder. El objetivo es diseñar un
modelo teórico que pueda servir de «hilo conductor» para descubrir un
sentido a través de la maraña de los acontecimientos y nos permita re-
construir qué es lo que realmente está pasando en la historia en tanto pro-
ducto de la acción colectiva de seres, al menos en parte, racionales. La
«idea» de la «historia universal» es algo así como un experimento mental
para orientarnos en la historia, similar al Leviatán de Hobbes. Éste había
sido concebido para pensar el pasaje del «estado de naturaleza», la condición
salvaje del hombre, al «estado social», o sea, a la vida en comunidad. De
manera análoga, el paradigma de Kant se propone pensar la transición de
una forma de sociedad establecida hacia un mundo en que se elimine la
condición salvaje entre los Estados: la amenaza permanente de la guerra.
La literalmente «intención cosmopolita» —preludio de la idea de
globalización— del ensayo señala una definida ubicación de Kant en la tra-
dición iluminista, muestra que las relaciones internacionales están en el
centro del análisis y que hay un aspecto de la libertad política que no se
agota en el marco de las naciones y requiere para su realización obtener el
derecho a la ciudadanía del mundo —que salvando las distancias fue ya el
proyecto político de Alejandro Magno (356 – 323 a. C.)—.
El trabajo está articulado en nueve tesis y sus respectivos comentarios.
1) En la primera, Kant introduce el concepto de «disposición natural» de
un ser vivo. Como tal entiende todos aquellos aspectos genéticamente
programados de un organismo cuyo desarrollo consiste precisamente en su
progresivo despliegue. 2) Ahora bien, en el caso del hombre —segunda
tesis— las disposiciones que tienen que ver con el «uso de la razón» no
pueden alcanzar su objetivo según Kant en el individuo, sino en la especie.
Éste es un punto crucial de la argumentación porque la «disposición natural»
a la racionalidad consiste en un proceso para el que el hombre no está pre-
parado. La razón no es una facultad instintiva, para adquirirla es nece-
sario pasar por una ardua experiencia intersubjetiva de socialización y
aprendizaje. Kant llama a este proceso «Iluminismo», término que no de-
signa entonces una corriente filosófica sino una fase civilizatoria por la que
debe pasar tanto el individuo como la sociedad para apropiarse de su
propia razón, de un saber acumulado y elaborado por generaciones.
Al observar en la historia una progresiva tendencia hacia la «Ilustra-
ción», la racionalidad es vista como fin aún no realizado implícito en la
definición, en la «idea» misma del hombre. Años más tarde, en 1798, re-
conocerá en la transformación que ha producido la Revolución Francesa en la
conciencia pública el «signo histórico» que confirma esta tendencia.

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3) Resulta por cierto paradójico que el diseño que la naturaleza ha esta-


blecido para el ser humano consista en su absoluta menesterosidad —ter-
cera tesis—, en su no estar dotado ni por sus características físicas ni por su
instinto para alcanzar su propio destino. El hombre aparece como un animal
para el que no hay un mundo preparado de antemano. A través de arduos
esfuerzos únicamente puede aspirar como individuo no a alcanzar un fin
preestablecido para su vida, sino a hacerse «digno» de ella al contribuir a
erigir un edificio que será habitado por generaciones futuras. La razón de la
que habla Kant en este contexto es presentada como una «disposición
natural» pero está pensada, en realidad, en oposición a la naturaleza.
4) En la cuarta tesis, se encuentra el núcleo del escrito. En primer
lugar, porque aquí se define la naturaleza humana de un modo novedoso y
esclarecedor en el que se reconoce la lectura de Hobbes y Rousseau
—Hobbes considera que el hombre es egoísta por naturaleza y que el pacto
salva al hombre de sí mismo «homo homini lupus». Rousseau, en cambio,
considera que es el hombre es bueno por naturaleza (el mito del «buen sal-
vaje») y que es pacto el que corrompe al hombre—. El conflicto y antagonismo
entre ambas posiciones es reconciliado en la medida en que es hecho parte
constitutiva del hombre mismo. En segundo lugar, porque se introduce
en el marco de la descripción teleológica —que como se ha dicho es la
naturaleza de la explicación histórica en esta obra— del problema de la his-
toria una forma de mecanismo explicativo que conduce a la paz por la
guerra —antagonismo—.
La originalidad del planteo proviene de aplicar al hombre la noción de
«antagonismo», de una unidad conflictiva, tomada de su interpretación
de la dinámica de los cuerpos en movimiento sobre los que se ejercen
fuerzas opuestas. La condición humana es dominada por una «asocial
socialidad» que le es constitutiva. Por un lado, una «tendencia» hacia
la integración en la vida de una comunidad que hace posible el desarrollo de
sus habilidades, por el otro, una inclinación a aislarse y a hacer las cosas
de acuerdo a su propio arbitrio —en realidad, lo que sucede es que no estamos
juntos porque nos amamos precisamente, sino porque nos necesitamos (Cfr.
Platón, La República)—. Este aspecto individualista egocéntrico es el que
conduce necesariamente al conflicto con los demás, a los que «no puede
soportar pero de los que tampoco puede prescindir». La paradoja
consiste ahora en que no es alguna forma de patriotismo o amor por la cosa
pública sino la «discordia», no la moralidad sino el egoísmo, el ansia de
poder y el orgullo, los factores que fomentan el desarrollo de los talentos y
permiten al hombre superarse a sí mismo al tener que competir y querer
ponerse por encima de los demás. Kant parecería hacer suyo el punto de
vista de Mandeville (1670−1733) según el cual los vicios privados con-
ducen a las virtudes públicas. En realidad, el conflicto que necesariamente
produce la controvertida naturaleza humana sólo es positivo en la medida
en que urge buscarle una solución. Esta consiste en encontrar un meca-
nismo para dominar la «libertad salvaje»: el género humano se
constituye no al margen sino por sus instituciones políticas. Kant lo
expresa en forma provocativa —para vivir en sociedad el hombre «necesita

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un amo»—. 5−6) El tema de la historia es el establecimiento y evolución


de un Estado —quinta y sexta tesis— que pueda imponer coercitivamente
el sometimiento a la ley, pero —y en esto se diferencia a su vez de la versión
de Hobbes— de una «constitución civil justa».
7) La solución del «mayor problema para el género humano» no reside
sin embargo en la utopía de una sociedad perfecta, dado que también ella,
una entre otras, se encontraría amenazada por la guerra. El foco de la
atención de Kant está dirigido a las relaciones internacionales —séptima
tesis—. 8−9) La eliminación del «estado caótico» entre las naciones es lo
que se presenta para la filosofía como la meta de la historia y como tarea de
la Ilustración —octava y novena tesis—. Pero curiosamente la guerra ad-
quiere en la descripción que hace Kant de la dinámica histórica también un
papel positivo, porque desencadena un mecanismo que en forma análoga
al estado presocial genera las condiciones de su propia anulación. Los
efectos destructivos, las deudas que produce el armamentismo, el propio
fracaso y sufrimiento, terminarán por hacer entrar en razón a la razón de
Estado —optimismo—. A la libertad del arbitrio en los individuos corres-
ponde el ejercicio de una soberanía irrestricta a la que también es necesario
renunciar si es que es posible para el hombre cumplir con el plan implícito en
la propia «idea» de la historia.

2.2.2. ¿Qué es el Iluminismo?

El artículo de Kant también redactado en 1784, Respuesta a la pregunta:


¿Qué es el Iluminismo?, debe ser tenido en cuenta a la hora de presentar su
concepción de la historia, si bien se trata, en realidad, de un manifiesto fi-
losófico−político, dado que la Ilustración representa para Kant una fase
decisiva tanto para la historia humana como para la elaboración de los
elementos conceptuales que permiten comprenderla.
Por lo pronto, el de Kant es un Iluminismo en segunda potencia porque
se encuentra situado históricamente ya hacia el final del período de máxima
efectividad de este movimiento tratando de establecer con una mirada re-
trospectiva los principios de un modo de pensar que comenzó con una re-
volución en la visión del mundo físico y terminó con una transformación
de la sociedad.
La definición con que Kant comienza el escrito nos enfrenta a una nueva
paradoja: «Iluminismo es la salida del hombre de una inmadurez de la
que él mismo es responsable». La primera parte de la oración implica
una apoteosis de la razón. La Ilustración es considerada una etapa deci-
siva de la historia del desarrollo del individuo y de la especie en la que se
consuma una ruptura con el pasado. La segunda parte es testimonio de
un profundo pesimismo frente a la naturaleza humana. Porque, ¿cómo
puede alguien ser culpable de su propia minoría de edad si no es porque
encuentra placer en ella? Lo que hace «cómodo» para Kant este tutelaje
permanente es un instinto de esclavitud que conduce a no asumir los
riesgos de la propia responsabilidad. La madurez no es un mero dato cro-
nológico, es necesario una resistencia a la propia «pereza» y «cobar-

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día» que producen la tentación de delegar en otras cuestiones que atañen a


nuestra vida y pensamiento.
El estilo de Kant es descriptivo y a la vez apelativo, lleva a cabo un
llamamiento al lector a que se haga cargo de sí mismo. La mayoría de
edad de una época depende de la madurez de sus ciudadanos, pero también
hay circunstancias que la favorecen. El punto de partida de la Ilustración
es: «la libertad de hacer uso público» de la razón».
La distinción entre uso «público» y «privado» de la razón es discutible
y tiene poco que ver con la diferencia público/privado tal como se la entiende
actualmente: al ejercer en forma «privada» su capacidad racional el indi-
viduo obra en el marco de las normas establecidas y se atiene —«debe»
atenerse para Kant— a las prescripciones que van unidas a su papel en la
sociedad; o sea: para el ciudadano, obedecer la ley; para el soldado, las
órdenes; para el sacerdote, predicar sin cuestionamiento alguno la enseñanza
bíblica, etc —se acatan las prescripciones sin un ápice de espíritu crítico—.
Por un uso «público», por el contrario, entiende Kant el examen crítico
de esas pautas en la medida en que se pone a consideración y se lleva a cabo
ante el «mundo», es decir, la opinión pública —en realidad esto no es
ningún invento de Kanto. A finales del milenio IV a. C (Edad del bronce) la
invención de la escritura hizo posible poner en cuestión los dogmas de la
tradición. Y lo hizo al poner al alcance del «púbico» los dogmas de la tradición
que se hasta entonces se tenían por inamovibles, de manera que pudieron ser
discutidos. Otro paradigmático al respecto fue la traducción de la Biblia por
Lutero entre 1521 y 1534. Al traducirla a la lengua «vernácula» (al alemán) y
distribuirla gracias a la imprenta, la hizo de «dominio público», dándola a
conocer, haciendo posible su crítica.En Kant lo del uso «público» va en esta
dirección—. «Ilustración» es un programa de emancipación del hom-
bre a través de su participación en un proceso de reflexión «pública»
acerca de la legitimidad de normas y valores que rigen la vida. Kant
está pensando en dos formas en que se juega lo público: la publicación
—imprenta— y el análisis público de las ideas en el fuero de la univer-
sidad. La filosofía como tal sólo adquiere sentido en tanto forma parte de
este proyecto de emancipación que trasciende el espacio académico y
tiene que ver con la misma naturaleza «progresiva» del hombre, siempre en
camino hacia su razón, hacia su propia «idea».

2.2.3. La paz perpetua

El tratado sobre La paz perpetua, cuya primera edición apareció en 1795,


presenta en forma sucinta las ideas del último Kant sobre el sentido de la
historia, aunque no suele ser incluido entre sus obras sobre el tema.
Aquí aparece en forma más elaborada un modelo de superación del
«estado de naturaleza» entre los pueblos, que contiene una propuesta de
legislación para llevarla a cabo. El proyecto de Kant se combina una con-
cepción negativa, hobbesiana del hombre con una confiada creencia en el
progreso de la humanidad.

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El opúsculo está redactado en forma de un tratado de paz con sus


respectivos artículos y comentarios, así como dos apéndices sobre la relación
entre moral y política. Kant desarrolla una serie de conceptos que ya habían
sido esbozados en el escrito de 1784. Pero ahora se hace más evidente la
confluencia de dos enfoques heterogéneos. En efecto, el curso histó-
rico es un fenómeno que no puede entenderse como producto de una acción
moral en vista al bien común —tema del que Kant se había ocupado en la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) y en la Crítica de la
razón práctica (1788)— ni tampoco como producto de un mero finalismo
ciego de la naturaleza —uno de los temas centrales de la Crítica del Juicio
(1790)—; sin embargo, en su seno convergen ambas. Kant combina en el
tratado una teoría ético−política con una teleología de la naturaleza,
postulando al estilo de Leibniz una armonía preestablecida entre las dos.
Los rasgos principales de la propuesta política son: rechazo del con-
cepto de Estado como potencia, inalienabilidad de la soberanía,
desaparición de los ejércitos permanentes y un modelo contractua-
lista para el establecimiento de una «Liga de Naciones». A diferencia
del Estado hobbesiano, no se prevé aquí un poder soberano por encima de los
diversos pueblos, sino una «Federación» (Föderalität) de Estados in-
dependientes —no queda resuelto (y éste es también el problema de nuestro
tiempo) cómo podrían imponerse sanciones a un Estado transgresor del pacto
sin la posibilidad de ejercer una coacción efectiva —a día de hoy disponemos
para este menester del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, que
ejerce coacción mediante sanciones económicas—.
El ideal de constitución política que presenta es un sistema «repu-
blicano», entendido como un régimen que implica «representación» y la
división de los poderes ejecutivo y legislativo. Se trata en todo caso de
una «forma de gobierno» —cuyo contrario es el despotismo— que en modo
alguno debe confundirse con una de las formas en que se ejerce el poder tal
como la «democracia» que para Kant es la peor. Sus alternativas son la
«autocracia» o monarquía y la «aristocracia». En esto Kant sigue el tra-
dicional esquema platónico y aristotélico. Un Estado republicano favorece la
paz, puesto que para declarar la guerra es necesario obtener amplio «con-
sentimiento». El principio de la «publicidad» con que Kant caracterizaba la
Ilustración pasa a ser ahora un criterio restrictivo para juzgar la legiti-
midad de una ley: una disposición legal que no pueda ser publicitada es
necesariamente injusta.
Paralelamente a la descripción de las condiciones político−institucionales
necesarias para el logro de una paz definitiva nos reencontramos en el texto
con el finalismo de la «naturaleza», un ropaje algo «más humilde» del
autocriticado concepto de «intención natural» o «providencia», para el
que el autor cree haber obtenido ahora cierta plausibilidad con su teoría de la
acción moral y justificar así su uso analógico: detrás del mecanismo
irracional de la guerra se oculta un secreto designio natural para
impulsar al hombre a su destino de paz. En primer lugar, la guerra se
muestra como un medio adecuado para poblar la tierra de un modo pro-
porcionado, dado que obliga a pueblos enteros a huir y dispersarse en

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comarcas de lo contrario inhabitadas; en segundo lugar, compele a los


pueblos a organizarse en Estados con el fin de poder defenderse de agre-
siones externas; en tercer lugar, la diversidad de idiomas y religiones, si
bien suele ser fuente de conflictos, sienta las bases de una futura paz
federativa que evitaría los vicios del necesario despotismo que traería
consigo una monarquía universal; por último, la multiplicidad de Es-
tados hace posible el surgimiento de un «espíritu comercial» que vincula
las diferentes regiones y pueblos y resulta hostil a toda guerra —en la práctica
ha sucedido lo contrario—.
Ahora bien, ¿cómo compatibilizar este curioso mecanismo de la natu-
raleza, en el que se mezclan optimismo, ingenuidad y paradoja con la doctrina
moral que funda la teoría del derecho?
La respuesta a esta pregunta se encuentra, quizás, en la antropología
profundamente negativa que Kant ha continuado desarrollando por esos
años. Me refiero ante todo a la hipótesis del «mal radical» constitutivo de la
naturaleza humana expuesta en la primera parte de La religión dentro de los
límites de la mera razón (1792). Kant parece confiar poco en la capacidad del
ser humano —esa criatura hecha de «una madera tan curva» que resulta difícil
poder enderezar— de alcanzar por sí mismo su destino. La hipótesis de un fin
de la naturaleza que se oculta tras el ciego mecanismo de los conflictos
humanos viene a llenar el vacío que deja el hombre o la razón como ausente
protagonista de su historia.
En el fondo del mecanismo natural−social está la idea de que los inte-
reses particulares y la hostilidad innata de los individuos se destru-
yen cuando entran en mutua colisión. La paradójica sabiduría de la na-
turaleza, y por tanto de la política, consiste en forzar al hombre a la li-
bertad (Rousseau), haciendo uso de su egoísmo (Hobbes): «El problema
del establecimiento del Estado puede ser resuelto —por duro que esto suene—
incluso para un pueblo de diablos».
El mal está enraizado en la propia facultad de elección —«arbitrio»—, de
ahí que para Kant la libertad no aparece concebida como un ámbito de es-
pontaneidad acotado por los límites que traza el derecho, ella es definida más
bien como sumisión a la ley moral o jurídica, y de ahí también que las
instituciones políticas adopten la forma de un fuerte estatalismo —rechazo
de la democracia y del derecho a la revolución aun cuando ésta esté justifi-
cada—, a pesar de que su carácter representativo les otorgue una apa-
riencia liberal.
Desde la situación del hombre contemporáneo la idea fundamental de la
propuesta kantiana no ha perdido vigencia. Su postulación de un «derecho
cosmopolita» junto al derecho constitucional y al «de gentes» o in-
ternacional, o sea, de un derecho del ser humano en cuanto simple habitante
del planeta, es sin duda el rasgo más original de su teoría del derecho; a
pesar de que el concepto carece aún de un contenido preciso, Kant se anticipa
con él a la noción moderna de lo que ha adquirido el nombre genérico de
«derechos humanos».
Es cierto que una filosofía de la historia de este tipo resultará poco
atractiva para un historiador profesional. La hipótesis de una predeter-

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minación teleológica del curso de los acontecimientos humanos es difícil de


aceptar desde un punto de vista empírico. Pero el interesante modelo me-
cánico que Kant ha incorporado en el finalismo merece ser considerado
independientemente de él. El camino hacia la paz ha venido acompañado en
el siglo XX de una amenaza de destrucción cada vez mayor, cuyo alcance el
filósofo de Königsberg no podía imaginar. Por otro lado, el proyecto éti-
co−normativo de la paz perpetua no puede ser ni comprobado ni refutado
empíricamente: los momentos en que todo parece perdido no son suficientes
para rebatir un ideal.
Kant no ha desarrollado tampoco una teoría satisfactoria de la his-
toriografía, un análisis de las categorías propias del saber histórico, que
podría haber sido parte de la empresa crítica. Pero el oficio del historiador no
consiste únicamente en ofrecer un cuadro desapasionado de las cosas «tal
como sucedieron», según la célebre frase de Leopold von Ranke
(1795−1886, historiqador alemán), ya que la historia es una actividad cons-
titutiva de la cultura y su sentido reside en su participación en el proceso de
«publicidad» por el que el hombre intenta obtener claridad sobre sí mismo.
Desde esta perspectiva, también el historiador encontrará en el pensamiento
de Kant una clave para la reflexión acerca de la trágica distancia que separa
a la condición humana de su «idea».

2.3. LA DIALÉCTICA DE LA HISTORIA EN HEGEL (TEÓFILO URDÁNOZ)

Para muchos constituye otra nueva culminación del sistema y testamento


espiritual de Hegel las famosas Lecciones sobre la filosofía de la historia
universal, tenidas en Berlín a partir de 1822−1823 y recogidas en su obra
póstuma. Ya se ha dicho que el ápice del Espíritu absoluto era la filosofía,
como saber absoluto o autoconciencia perfecta de sí. En el sistema de la
Enciclopedia, la filosofía de la historia estaba encuadrada dentro del Espí-
ritu objetivo, donde había expuesto un esbozo de la misma como prolon-
gación histórica de la doctrina del Estado. Pero en estas lecciones obtiene
la historia una perspectiva más universal, desorbitando sustancialmente el
sistema. El proceso histórico aparece como el auténtico y pleno
desarrollo del espíritu, ante al cual parece subordinado el despliegue de las
mismas categorías de la filosofía del espíritu.
Tal superación, al menos extensiva, está, sin embargo, en la línea del
pensamiento de Hegel. Su principio fundamental de la identidad de la
razón y la realidad le ha llevado a unir en todos los campos el desarrollo
cronológico de la realidad con el devenir absoluto de la idea. Los estadios
sucesivos en la historia temporal del arte, la religión y la filosofía eran reco-
nocidos como las formas eternas y momentos necesarios del espíritu absoluto.
Ahora, las Lecciones de la filosofía de la historia se proponen demostrar la
total racionalidad de la historia, como la plena manifestación del es-
píritu universal, que engloba en sí todas sus particulares manifestaciones; y
recapitulan en cierto modo todo el pensamiento de Hegel, que se revela como
esencialmente historicista.

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Visión de la historia universal.—La obra de Hegel es, en sustancia,


una historia general del mundo, documentada con erudita recopilación de
datos y precedida de notables páginas sobre los fundamentos geográficos de
la misma o la repartición geográfica de las civilizaciones. Pero es además una
filosofía de la misma, o historia penetrada de su propia visión filosófica y
sistematizada con arreglo a ella. En la Introducción especial distingue Hegel
tres tipos de historiografía o tres maneras de considerar la misma: 1) Hay,
primero, una historia original o inmediata, que es la descripción de los
acontecimientos de una época particular, de ordinario vividos por el es-
critor, que así les da «duración inmortal»; de este género son las historias
antiguas de Herodoto, Tucídides, etc. 2) Hay, en segundo lugar, la historia
reflexiva, cuyo «carácter consiste en trascender del presente» la ex-
posición de hechos no con referencia al tiempo particular, sino al espíritu. Se
divide en varias ramas, según los varios métodos, como la historia general
de un pueblo o del mundo; la historia pragmática, escrita con fines didácticos
o moralizantes; la historia crítica, de que hacen gala los alemanes, y, por fin,
la historia especial del arte, la cultura, el derecho, que trata esas distintas
esferas de la vida de un pueblo en un nexo de universalidad. 3) El tercer tipo
es la historia universal filosófica, donde el punto de vista es lo universal
del espíritu, que es «el alma que dirige el proceso histórico». Tal es la
visión filosófica que va a tratar Hegel.
En la célebre Introducción general, Hegel expone esta visión racional del
proceso dialéctico de la historia, su principio animador y los elementos que
le impulsan. La consideración filosófica de la historia tiene por objeto mostrar
que todos los acontecimientos en ella han transcurrido racionalmente, que
«la razón rige el mundo» y todo el curso de su historia. Tal será el re-
sultado de toda la historia universal. Ello no significa que la historia haya de
proceder a priori; el investigador debe recoger fielmente los hechos. «Hemos
de tomar la historia tal como es; hemos de proceder histórica, empírica-
mente». Pero el resultado de los hechos hará ver aquello de que la filosofía
tiene ya convicción: Que el Espíritu, la Idea, se desenvuelve en el
desarrollo de la historia. Se trata del espíritu divino, inmanente en el
acontecer histórico como «espíritu del mundo» o espíritu universal.
No niega Hegel que la historia pueda aparecer como un tejido de los
hechos contingentes y mudables, y, por tanto, falta de todo plan racional o
divino y dominada por un espíritu de miseria, de destrucción y mal. Pero
éste será el punto de vista del intelecto común del individuo, que mide la
historia por el rasero de sus ideales individuales y no se eleva al punto de
vista especulativo de la razón absoluta. En realidad, «el gran contenido de
la historia universal es racional y tiene que ser racional; una voluntad
divina rige poderosa el mundo, y no es tan impotente que no pueda deter-
minar este gran contenido». Hegel identifica esta verdad con la creencia
religiosa de todos los tiempos, sobre todo de la fe cristiana, de que la
Providencia divina gobierna el mundo, lo cual supone la racionalidad de la
historia. Pero esta fe a menudo se parapeta detrás de la incapacidad hu-
mana para comprender los designios providenciales. Debe ser sustraída esta
limitación y llevada a la forma de un saber filosófico que reconozca los

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caminos de la divina Providencia y sea capaz de determinar el fin y los modos


de la racionalidad de la historia.
Este fin de la historia universal es que «el espíritu llegue a saber lo
que es verdaderamente y objetive este saber, lo realice en el mundo presente
y se manifieste objetivamente a sí mismo». Mas «la sustancia del espíritu es
la libertad». Tal es la gran conquista del cristianismo, y el principio cristiano
por excelencia, llegar a la conciencia de ser libre, porque «la libertad del
espíritu constituye la más propia naturaleza». De ahí que «la historia uni-
versal es el progreso en la conciencia de la libertad» y que «el fin último
del mundo es que el espíritu tenga conciencia de su libertad y que de este
modo su libertad se realice». La historia del mundo constituye, por tanto, el
proceso por el cual el espíritu llega a la conciencia de sí como libre. «La
historia universal es el desenvolvimiento, la explicitación del espíritu en el
tiempo, del mismo modo que la idea se despliega en el espacio como natu-
raleza».
Este espíritu que se manifiesta y realiza en el curso de la historia, es el
espíritu universal o espíritu del mundo (Weltgeist), que obtiene plena au-
toconciencia de sí en la conciencia humana como espíritu absoluto o divino.
Pero el espíritu universal se encarna en el espíritu nacional de cada
pueblo (Volkgeist), que sucede en la marcha de la historia. Estos espíritus
nacionales son los diversos momentos en que se actualiza el espíritu
universal en su desenvolvimiento histórico: «Los principios de los espíritus de
los pueblos, en una necesaria y gradual sucesión, son los momentos del
espíritu universal único, que, mediante ellos, se eleva en la historia a una
totalidad autocomprensiva». El espíritu universal vive en la conciencia del
propio pueblo, constituyendo esta conciencia nacional, que comprende el
conjunto de sus manifestaciones: su religión, moralidad, cultura, arte,
etc. Todos estos elementos entran en la conciencia del espíritu de un pueblo y
forman su sustancia, de tal manera que a cada pueblo histórico corres-
ponde un modo propio de religión, de arte, etc.; así, la religión cristiana no
podría ser la de los pueblos griegos. Por otra parte, el espíritu de un pueblo
puede perecer, porque «su realización es a la vez su decadencia, y ésta, la
aparición de un nuevo estadio, de un nuevo espíritu. El espíritu de un pue-
blo se realiza sirviendo de tránsito al principio de otro pueblo...; los principios
de los pueblos se suceden, surgen y desaparecen». Pero cada uno «es un
miembro de la cadena que constituye el curso del espíritu universal, y
este espíritu universal no puede perecer».
Los medios e instrumentos de este impulso infinito del espíritu uni-
versal hacia su plena realización autoconsciente, y, por tanto, de la historia del
mundo, son los individuos, como sujetos de la actividad histórica. Son
los portadores del Weltgeist en la medida en que participan en la totalidad
más limitada, que es el Volksgeist. Mas los individuos son considerados como
realizadores del destino de los pueblos a través de sus grandes impulsos de
acción que son las pasiones. Hegel no condena o excluye las pasiones, antes
bien reconoce en ellas «el lado subjetivo y formal de la energía de la volun-
tad y de la actividad». «Debemos decir que nada grande se ha hecho en el
mundo sin pasión». Pero las pasiones son simples medios de que se sirve el

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espíritu universal para conducir el curso de la historia. «Pues, aunque sin


conciencia de ello, el fin universal reside en los fines particulares y se cumple
mediante éstos... Los hombres satisfacen su interés; pero al hacerlo pro-
ducen algo más, que estaba en lo que hacen, pero que no estaba en su
conciencia ni en su intención».
Hegel exalta así las grandes individualidades (Alejandro, César, Na-
poleón), quienes, creyendo obrar para satisfacer sus propios intereses y
ambición, han hecho avanzar la historia como instrumentos incons-
cientes del espíritu universal. «Estos son los grandes hombres de la historia,
los que se proponen fines particulares que contienen lo sustancial, la vo-
luntad del espíritu universal... Los pueblos se reúnen en torno a la bandera
de esos hombres que muestran y realizan lo que es su propio impulso in-
manente». A estos «hombres históricos hay que llamarlos héroes». Sola-
mente a ellos reconoce Hegel el derecho de oponerse a las estructuras
presentes y de abrirse nuevos cauces hacia el porvenir. La señal de su
destino excepcional es el éxito; resistirles es cosa vana. Su justificación la
encuentran en el instinto o impulso interior del espíritu, que pugna por
crear nuevas formas de existencia. «Han sacado de sí mismos lo universal
que han realizado; pero éste no ha sido inventado por ellos, sino que existe
eternamente y se realiza mediante ellos». «Aquellos grandes hombres
parecen seguir sólo su pasión, sólo su albedrío; pero lo que quieren es lo
universal» —aunque no lo saben—. Gomo, en sus obras, el interés particular
de la pasión se hace inseparable de la realización de lo universal, Hegel lo ex-
plica por la astucia, o el ardid de la razón, que se vale de los individuos y
de sus pasiones como medios para alcanzar sus fines. A este mismo fin
universal son sacrificados dichos hombres históricos, los cuales perecen y
son llevados a la ruina al alcanzar su éxito.
La función del Estado es todavía más exaltada por Hegel en esta
evolución de la historia regida por el espíritu universal. El fin último de la
historia del mundo era la realización de la libertad. Pero «el Estado es la
realidad en la cual el individuo tiene y goza de su libertad... El Estado
es, por tanto, el centro de los restantes aspectos concretos: derecho, arte,
costumbres... En el Estado, la libertad se hace objetiva y se realiza positi-
vamente... Sólo en el Estado tiene el hombre existencia racional... El
hombre debe cuanto es al Estado. Sólo en éste tiene su esencia. Todo el valor
que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado...
Podría decirse que el Estado es el fin, y los ciudadanos son sus medios...
Lo divino del Estado es la idea, tal como existe sobre la tierra. La esencia del
Estado es la vida moral. Esta consiste en la unificación de la voluntad general
y la voluntad subjetiva» —suponemos que Hegel no podía imaginar que este
«Dios−Estado» acabaría dando lugar a los Estados totalitarios del siglo XX—.
Después de esta glorificación o divinización del Estado, en que quedan ab-
sorbidos los individuos como en un todo orgánico, no es extraño que Hegel
proclame: «El Estado es, por tanto, el objeto inmediato de la historia
universal», ya que en él se encarna y se realiza el espíritu de un
pueblo, y el individuo sólo dentro de él obra según una voluntad
universal». Por eso, sólo en el Estado pueden existir el arte, la religión y la

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filosofía. Estas formas del espíritu absoluto expresan el mismo contenido


racional que se realiza en la existencia histórica del Estado. Quedan, por lo
tanto, subordinadas a la constitución de los Estados y al devenir de la his-
toria estas esferas supremas de la vida del espíritu, que sólo tienen su
realización objetiva dentro de la vida de los pueblos, como Hegel parece
explicar en lo siguiente.
Las tres fases de la historia universal.—Hegel termina su introduc-
ción sobre la «Razón en la historia» presentando el desenvolvimiento y
curso de la historia universal bajo la idea de una evolución continua y pro-
gresiva de los hombres y de los pueblos hacia una conciencia y libertad
superiores, según el principio inmanente de ese espíritu universal que se
pluraliza y prolonga en la sucesión de los espíritus nacionales. «La
historia universal representa la evolución de la conciencia que el espíritu tiene
de su libertad, y también la evolución de la realización que ésta obtiene por
medio de tal conciencia». Dicha evolución se verifica por sucesivas fases, que
son los elementos evolutivos de un devenir absoluto, y se manifiesta en
la sucesión de las formas estatales y de civilización de los pueblos. Y, natu-
ralmente, los grandes momentos del devenir de la historia han de seguir el
ritmo dialéctico de la idea, que en este caso es el devenir de la libertad.
La división de la historia universal y toda la descriptiva y acopio de datos
que Hegel hace de ella se hace, pues, según el esquema de tres grandes
períodos:

a) El período primero es el del mundo oriental. Representa la infancia


de la humanidad y se caracteriza por la ausencia de la libertad. «Los
orientales sólo han sabido que uno es libre». Es la fase del despotismo, en
que el poder del Estado se concentra en un solo individuo. Su forma de
gobierno es la monarquía absoluta. Pero el déspota tampoco es verda-
deramente libre, porque «esa libertad es sólo capricho, barbarie y hosquedad
de la pasión». Son descritos en este período los pueblos y civilizaciones de
China, India, Persia, Asia Menor —fenicios, sirios, israelitas— y Egipto.
b) El segundo período contiene la historia del mundo greco−romano,
que Hegel subdivide en dos partes, narrando por separado la historia y civi-
lización griegas y la de los romanos. Es la etapa de la adolescencia en el
surgir de la libertad que ha aparecido entre los griegos. Pero griegos y
romanos sólo sabían que algunos hombres eran libres, no que el hombre
como tal era libre. Platón y Aristóteles sólo supieron eso. Por eso «los
griegos no sólo tuvieron esclavos y estuvo su hermosa libertad vinculada a la
esclavitud, sino que esa libertad fue sólo un producto accidental, imper-
fecto y efímero». Hegel describe con especial interés el mundo romano como
período de virilidad o robustecimiento estatal con la universalidad de su
imperio. Pero a la vez engendró el despotismo y la decadencia del mismo.
c) El tercer período es denominado del mundo germánico, que se
prolonga desde el advenimiento del cristianismo hasta la época actual (del
filósofo). Es, por lo tanto, puesto bajo el signo de las «naciones germá-
nicas», ya que «sólo ellas han llegado, desde el cristianismo, a la con-
ciencia de que el hombre es libre como hombre, de que la libertad del

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espíritu constituye su más propia naturaleza». Pero, si bien esta conciencia ha


surgido con la religión cristiana, no llegó a tener inmediata expresión en las
leyes, instituciones y constitución de los Estados, pues con el triunfo cristiano
todavía perduró la esclavitud. Ha sido necesario un largo proceso de
organización y desenvolvimiento de los pueblos antes del reconocimiento
explícito de dicho principio de la libertad en la realidad del espíritu y de la
vida.
Hegel recorre en su descriptiva las distintas formas de este período:
desde el imperio bizantino, las migraciones de los pueblos germánicos, el
feudalismo, la organización de la Iglesia y el Estado en la Edad Media, el
tránsito a la Edad Moderna, la Reforma, las monarquías constitucionales y el
sistema de Estados europeos y la Ilustración, hasta la Revolución francesa y
las guerras napoleónicas, terminando con un análisis de los Estados europeos
en «la actualidad».
La exposición hace resaltar la superioridad de los pueblos ger-
mánicos, y, dentro de ellos, de la Alemania prusiana, acusando siempre el
mismo matiz racista. Asimismo, reafirma su criterio de la superioridad de
la Reforma protestante sobre la Iglesia católica, y, en consecuencia, de
los pueblos germánicos, que han abrazado la Reforma, sobre las naciones
latinas, que han permanecido fieles al catolicismo, y de las naciones es-
lavas, que también se mantuvieron al margen de la Reforma. Lutero
(1843−1956) es el que ha proclamado el doble principio de la libertad y de
la interioridad de la religión cristiana como religión del espíritu. Y la raza
germánica es, por lo tanto, la elegida final del espíritu del mundo gracias a
su afinidad con este espíritu cristiano. La pura interioridad de la nación
germánica ha sido el terreno apto para la liberación del espíritu. Las naciones
latinas, por el contrario, han conservado en el fondo del alma un desdobla-
miento; procedentes de una mezcla de sangre latina y sangre germánica,
conservan un germen de heterogeneidad, la ausencia de síntesis del es-
píritu y el sentimiento, sin percibir la profundidad del espíritu. La superioridad
definitiva del germanismo es, pues, una superioridad espiritual, que le per-
mite recibir la más alta revelación del Espíritu.

3. KARL MARX: LA TEORÍA MARXIANA DE LA HISTORIA


MUÑOZ VEIGA, Jacobo: «Karl Marx», en Filosofía de la historia. Origen y
desarrollo de la conciencia histórica, Biblioteca Nueva, Madrid, 2010, pp.
238−254.

En su teoría de la historia Marx (1818−1883) es el continuador del ra-


cionalismo ilustrado del siglo XVIII, de la economía política inglesa, del socia-
lismo francés y de la dialéctica hegeliana. Estas cuatro corrientes tienen un
tronco común, fluyen de una misma fuente y sus aguas se confunden con
frecuencia. Llama la atención que Marx y Engels (1820−1895) se entregaran
a la elaboración de esta síntesis en momentos en que el mundo académico
marchaba por otros derroteros y rechazaba —o ignoraba— la mayor parte de
los elementos integrados en ella.

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Marx no elaboró nunca una filosofía especulativa teleológicamente


orientada de la historia al modo de la agustiniana o de la hegeliana. Su teoría
marxiana de la historia apenas fue desarrollada sistemáticamente por el
autor de El Capital (1867, 1885 y 1894). Sus años de madurez estuvieron
dedicados a la elaboración in extenso de su «crítica de la economía polí-
tica», a la que fue muy pronto animado por Engels. Y, sin embargo, es en
ese espacio teórico donde hay que buscar el silencioso y potente despliegue
del materialismo histórico, por mucho que en textos como La ideología
alemana de 1846 o el propio Manifiesto comunista —redactado por Marx y
Engels a solicitud del segundo congreso de la Liga Comunista y publicado en
Londres en 1848—, ofrecieran ya importantes aproximaciones al mismo. E
incluso en este último documento, una presentación sintética de sus rasgos
esenciales
En cualquier caso, es en el Prefacio a la Contribución a la crítica de la
economía política (1859) donde Marx expone las seis grandes hipótesis de lo
que durante mucho tiempo se llamó la «interpretación materialista de la
historia»:
— la hipótesis materialista, de acuerdo con la cual la clave última del
proceso de la vida social, política y espiritual en general debe buscarse en el
modo de producción de la vida material, lo que, por otra parte, conlleva que
no sea la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino su ser social lo
que determina su conciencia;
— la hipótesis de la contradicción, en un determinado período o fase
del desarrollo, de las «fuerzas productivas materiales de la sociedad» con las
«relaciones de propiedad dentro de las que se han desenvuelto hasta ese
momento». Como tal «contradicción» se han entendido, ciertamente, varias
cosas. Por ejemplo, el contraste cada vez más pronunciado entre la sociali-
zación de la principal fuerza productiva, el trabajo, crecientemente «social»,
y las relaciones vigentes de producción, cada vez más «privadas» —se
socializan las pérdidas, mientras que se privatizan las ganancias—. Pero
también se ha entendido como tal «contradicción» el supuesto «freno» que
las relaciones de producción vendrían a imponer a un ulterior desarrollo de las
fuerzas productivas —como pudo ocurrir, por ejemplo, en las postrimerías del
feudalismo—, siendo este freno uno de los motores del impulso social
transformador;
— la hipótesis de la revolución material y social. En la medida en
que en el proceso de desarrollo histórico las fuerzas productivas progre-
san, cambian, mientras que las relaciones de propiedad existentes
tienden a perpetuarse, inmovilizadas por los sectores que se benefician de
ellas, se produce un desfase entre unas y otras. Las relaciones fosilizadas se
convierten así —y ésta es, sin duda, una de las hipótesis de mayor potencia
histórico−analítica de Marx— en un freno al progreso de las fuerzas
productivas al progreso de la sociedad —una de las dos contradicciones de que
hablábamos en el punto anterior—, y engendran una era de revolución
social, tendente a establecer una nueva estructuración, acorde con las
necesidades objetivas de la nueva situación. El cambio que se produce en la

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base va modificando lentamente la totalidad social —por tanto, es la in-


fraestructura quien se ve determinada por la superestructura, y no al revés—;
— la hipótesis de la lucha de clases como motor de la historia que
confiere una particular relevancia al concepto de explotación, de extracción
de plusvalía, estructuralmente condicionada. Lo que, por una parte, da
sentido al concepto de clase social, y, por otra, ilumina esa interacción de
teoría de la historia y teoría de la acción;
— la hipótesis de la capacidad periodizadora del concepto de
modo de producción, que entronca, en el planteamiento de Marx, con la
concepción, algo más antigua, de los estadios. Marx señala cuatro forma-
ciones sociales ligadas a determinados modos de producción: el asiático, el
antiguo, el feudal y el burgués moderno. Posteriormente se añadirían, a
ambos extremos de la serie, los correspondientes el comunismo primitivo
—que promovían los padres apostólicos de Capadocia en el siglo I y II d. C.—
y el socialismo.

El propio Marx ofrecería pronto muestras muy precisas de aplicación de


estos principios generales. Al hablar, por ejemplo, en El dieciocho Brumario de
Luis Bonaparte (1852) del enfrentamiento entre legitimistas y orleanistas,
representantes para él de la gran propiedad territorial y del capitalismo
industrial y financiero emergente, respectivamente, sacaría el siguiente
balance: «Lo que, por tanto, separaba a esas fracciones no era eso que se
llaman principios; eran sus condiciones materiales de vida, dos tipos dis-
tintos de propiedad; era la vieja antítesis entre la ciudad y el campo, la
rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo.
Las hipótesis transcritas no son, por otra parte, sino indicaciones es-
quemáticas: indicaciones metodológicas que ni aspiran a presentarse como
patrones explicativos —objetivos— ni deben ser elevadas a esa condición. Su
ámbito de incidencia específico no debe ser nunca desbordado. Marx fue el
primero en desautorizar cualesquiera posibles extrapolaciones de sus
análisis históricos concretos.
Pues bien, cuando algunos de sus lectores rusos pensaron en gene-
ralizar este análisis al caso ruso, Marx no dudó en explicarles que «el
capítulo de mi libro que versa sobre la acumulación originaria se propone
señalar simplemente el camino por el que en la Europa Occidental nació el
régimen capitalista del seno del régimen económico feudal», pasando se-
guidamente a criticar a cuantos pretendan «convertir mi esbozo histórico
sobre los orígenes del capitalismo en la Europa Occidental en una teoría fi-
losófico−histórica sobre la trayectoria general a que se hallan sometidos
fatalmente todos los pueblos, cualesquiera que sean las circunstancias his-
tóricas que en ellos concurran».
Y no contento con esta observación general, recurre al ejemplo de
Roma y de la expropiación de los plebeyos, que en lugar de coadyuvar al
nacimiento de mecanismos capitalistas de producción trajo consigo un ré-
gimen esclavista, sacando la siguiente conclusión:
«He aquí, pues, dos clases de acontecimientos que, aún presentando
palmaria analogía, se desarrollan en diferentes medios históricos y condu-

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cen, por tanto, a resultantes completamente distintos. Estudiando cada


uno de estos procesos por separado y comparándolos luego entre sí encon-
traremos fácilmente la clave para explicar estos fenómenos, resultado que
jamás lograríamos, en cambio, con la clave universal de una teoría filo-
sófico−histórica general cuya mayor excelencia fuera, precisamente, la de
ser una teoría suprahistórica».
El materialismo histórico afirma, pues, la existencia de una relación no
epidérmica ni meramente contingente entre los fundamentos económicos
de una formación social y sus objetivaciones culturales e ideológicas. Pero con
ello lo que ante todo se afirma es el primado de la totalidad social. La
sociedad queda así definida como un todo orgánico, entre cuyas partes
existe una relación dialéctica muy compleja. Queda, además, igualmente
subrayada la existencia de una relación inequívoca, pero siempre a con-
cretar, entre las transformaciones económicas y los cambios en los
otros círculos de dicha totalidad dinámica. En el bien entendido, claro es, de
que esa relación de «determinación» sólo es tal en los procesos de cambio a
largo plazo.
Por otra parte, la especifidad de esa función directiva de lo económico
ocurre a nivel social, no personal ni individual. Marx nunca ha defendido que
sea el sometimiento a los factores económicos lo que condiciona al hombre
aislado, por mucho que éste tenga que «producir su vida». Son las clases
sociales, los grupos humanos amplios, quienes toman consciencia de la
necesidad de que se proceda a una transformación, a través de una expe-
riencia cotidiana que les muestra la falta de adecuación de la forma en
que está organizada la sociedad para responder a las nuevas exigencias que
se le plantean; no es el individuo el que toma conciencia de unos problemas
en cuanto afectan a sus intereses, es el grupo social el que reacciona a un
problema colectivo e infunde a sus miembros unos talantes y actitudes
concretos.
Sobre la toma de conciencia de sus necesidades como clase los
hombres erigen un haz de ideas−fuerza —usualmente clasificado con el
ambiguo rótulo de «ideología»—, que les guiará en su práctica social y po-
lítica.
Pero el materialismo histórico es algo más que un método. Es también
—o quizá sobre todo— una teoría de la macroevolución social de la que
forman parte esencial tanto una serie de conceptos como los de trabajo
social, modo de producción, fuerzas productivas y relaciones de producción,
sucesión de modos de producción en una serie que permite conocer la di-
rección —no necesariamente orientada en un sentido teleológico— de la
evolución histórico−social en la ordenación de su desarrollo lógico,
por no citar sino los más relevantes, como unas hipótesis heurísticas de
carácter metahistórico.
Es evidente que el énfasis en el materialismo histórico como teoría de la
macroevolución histórico−social ha suscitado en ocasiones la identifica-
ción del mismo con el trazado —hegelianizante al fin— de un desarrollo
unilineal, necesario, ininterrumpido y ascendente de un macrosujeto hacia
lo que en El Capital se define como la «verdadera historia», esto es, la que

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algún día se hará bajo la dirección consciente y racional de hombres li-


bremente asociados. Pero la consciencia del carácter hipotético y heurístico
de ese conjunto de principios —o incluso leyes, si se quiere— ha permitido, a
su vez, corregir toda acusación de «determinismo» y de teleologismo
a Marx. Toda sospecha de hipóstasis suprahistórica, incluida la del su-
puesto «paso» al socialismo. En el marco de la evolución histórica no hay
lugar para profecías.
Lejos de ser herramientas de las que se sirven la Idea, Razón o el
Espíritu para su despliegue en una serie de pasos normados, los sujetos
de la historia no son, en última y definitiva instancia sino «los individuos
corporales que existen bajo condiciones sociales mediadas por la relación
práctica con la naturaleza». Consciente de que el factor decisivo en ese
proceso abierto que es la historia no es, en última instancia, sino la pro-
ducción y reproducción de la vida, el propio Marx nunca habló de leyes
de la historia, sino de leyes en la historia, esto es, de regularidades
vigentes en unas formaciones sociales dadas y dentro de sus límites, cuyo
estudio correspondería a los científicos sociales no se trataba, pues, de leyes
nómicas—. Engels formuló muy pregnantemente este principio de con-
creción en una carta que en 1890 escribió a Carl Schmidt (1888−1895):
«Nuestra concepción de la historia es sobre todo una guía para el estudio y
nunca una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelia-
nismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las
condiciones de vida de las diversas formaciones sociales antes de ponerse a
derivar de ellas las ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas,
religiosas, etc. Aquí necesitamos fuerzas ingentes que nos ayuden».
Pero la cuestión de la legaliformidad social en Marx desbordó con
mucho los límites del debate sobre su presunto determinismo y su no
menos presunta postulación de unas leyes de la historia que por fuerza
tendrían que ser suprahistóricas. El Capital es, en efecto, una investigación
de los mecanismos legaliformes que rigen el modo capitalista de produc-
ción y las relaciones de producción a él correspondientes. Marx concebía, de
hecho, el desarrollo de la formación económica de la sociedad como un
proceso histórico− natural, en un sentido muy preciso. Su método «no
arranca» del hombre en general, sino de «un período social concreto». Y,
por otra parte, tampoco considera al hombre responsable de unas relaciones
de las que es socialmente criatura.
La expresión «ley natural» no remite a un posible «orden natural»,
sino al hecho del que los individuos que participan en el proceso económico
son ignorantes, dada la opacidad de las relaciones sociales dominadas por
el modo de producción capitalista, de su estructura profunda. Y si los
hombres se someten a estas leyes no es de forma consciente o primariamente
intencional. Son los «mecanismos», las condiciones de las relaciones de
producción las que les someten a ellas, que no en vano se les presentan como
«naturales», esto es, pétreas e inamovibles. Al nivel fenoménico el
proceso económico se les presenta a los hombres como un proceso ob-
jetivo que transcurre más allá de ellos mismos, independientemente de
ellos, de acuerdo con una legalidad que creen naturalmente necesaria y

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FILOSOFÍA DE LA HISTORIA — UNED — CURSO 2013−2014

que según la posición que ocupan en el proceso de producción se les aparece


como el poder impersonal del capital, la fatalidad o esa misteriosa
necesidad que hace que las cosas sean como son.
El tránsito de la sociedad feudal a la sociedad burguesa no es, pues,
captado mediante un razonamiento que de algún modo se situara, sobrevo-
lándolas, por encima o más allá de ambas formaciones económicas de la
sociedad. Es precisamente el estudio de la trama interna de la más desa-
rrollada lo que le permite comprender el nexo existente entre ambas. El
análisis de Marx se abre, pues, a la comprensión de la historia general
cuando se adentra en el capitalismo moderno, en sus legaliformidades y
sus antagonismos internos que por reflejo iluminan —siempre bajo la dis-
ciplina del principio de concreción— las formaciones anteriores de la so-
ciedad.
La difusión del marxismo a fines del siglo XIX y durante las primeras
décadas del siglo XX resulta inseparable de factores políticos entre los que
destacan el extraordinario avance de partido socialdemócrata alemán tan
pronto como las circunstancias le llevaron a participar activamente en la vida
política parlamentaria de su país y, más tarde, la creación de la URSS
(1922−1991). La nueva situación fomentó intentos dudosamente fieles a
Marx de convertir su legado intelectual en un «sistema» articulado. Pero
también alentó la publicación de resúmenes y manuales de «divulgación»
destinados a un público amplio y no necesariamente especializado. El
primer gran sistematizador del «marxismo» fue, desde luego, con mayor o
menor fortuna, Friedrich Engels, cuyo Anti−Dühring (1878) formó a varias
generaciones de marxistas. Otros revisionistas —y críticos— del corpus mar-
xiano fueron Edward Bernstein (1850−1932), Karl Kautsky (1854−1938) y
Louis Althusser (1918−1990), por citar sólo unos pocos.

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TEMA 5: La Modernidad como nueva experiencia del


tiempo y de la historia: de la quiebra del antiguo mode-
lo de la historia magistra vitae a la idea de historia co-
mo proyecto orientado hacia el futuro

1. HISTORIA MAGISTRA VITAE


KOSELLECK, Reinhart: «Historia magistra vitae», capítulo 2 de su libro Futuro
pasado, op. cit., pp. 41-66.

«En lo que no podemos llegar a saber por nosotros mismos, tenemos


que seguir la experiencia de otros», se dice en el gran diccionario universal
de Zedler (1732-1754) en 1735; la Historie sería una especie de recep-
táculo de múltiples experiencias ajenas de las que podemos apropiar-
nos estudiándolas; o, por decirlo como un antiguo, la Historie nos libera de
repetir las consecuencias del pasado en vez de incurrir actualmente en
faltas anteriores. Así, la Historie hizo las veces de escuela durante cerca de
dos milenios, para aprender sin perjuicio —Historie es el concepto de co-
nocimiento y ciencia de las cosas y acontecimientos—.
Antes de aclarar la cuestión de en qué medida se ha disuelto el antiguo
topos de la historia magistra vitae en la agitada historia moderna, es precisa
una ojeada retrospectiva a su durabilidad. Perduró casi ininterrumpida-
mente hasta el siglo XVIII. A pesar de la identidad verbal, el valor de
nuestra fórmula fluctuó considerablemente en el curso del tiempo. En más
de una ocasión, precisamente la historiografía desautorizó el topos como
una fórmula ciega que sólo seguía dominando en los prólogos.
Su uso remite a una precomprensión general de las posibilidades
humanas en un continuo universal de la historia. La Historie puede en-
señar a los contemporáneos o a las generaciones posteriores a ser más in-
teligentes o relativamente mejores, pero sólo si los presupuestos para
ello son básicamente iguales, y mientras lo sean —constancia factual—.
Hasta el siglo XVIII el uso de nuestra expresión sigue siendo un indicio infa-
lible para la admitida constancia de la naturaleza humana, cuyas histo-
rias son útiles como medios demostrativos repetibles en doctrinas mora-
les, teológicas, jurídicas o políticas. Pero, igualmente, la transmisibilidad de
nuestro topos se apoya sobre una constancia factual de aquellos datos
previos que permitirían una similitud potencial entre acontecimientos te-
rrenos. Y cuando se efectuaba una transformación social era tan lento y a
tan largo plazo que seguía vigente la utilidad de los ejemplos pasados. La
estructura temporal de la historia pasada limitaba un espacio continuo de lo
que es posible experimentar.

La expresión historia magistra vitae fue acuñada por Cicerón (106 –


43 a. C.), apoyándose en ejemplos helenísticos. Se encuentra en el con-

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texto de la retórica: sólo el orador sería capaz de conferir inmortalidad a


la vida de las Historien instructivas, de hacer perenne su tesoro de expe-
riencia. Además, esta expresión está vinculada a diversas metáforas que
copian las tareas de la Historie: «la historia es testigo de los tiempos, luz de
la verdad, vida de la memoria y maestra de la vida». La tarea rectora que
Cicerón adjudica al arte de la historia está presuntamente orientada a la
praxis en la que está inmerso el orador. Se vale de la historia como colec-
ción de ejemplos —plena exemplorum est historia (la historia está lle-
na de ejemplos)— para instruir mediante ellos y, por cierto, de la ma-
nera más vigorosa, igual que Tucídides (490 – 395 a. C.) remarcaba la uti-
lidad de su obra poniendo su historia en manos del futuro como posesión
para siempre para el conocimiento de casos similares.
El influjo de Cicerón se extendió también en la experiencia cristiana
de la historia. El corpus de su obra filosófica fue catalogado con frecuencia
como colección de ejemplos en las bibliotecas de los conventos y se di-
fundió ampliamente. La posibilidad de recurrir literalmente a la locución es-
taba presente en todo momento, también cuando la autoridad de la Biblia
en los padres de la Iglesia originaba al principio cierta resistencia frente a la
pagana historia magistra. En su compendio etimológico, ampliamente di-
fundido, Isidoro de Sevilla (560-636) ha apreciado repetidamente el escri-
to De oratore de Cicerón, pero ha suprimido específicamente la expresión
historia magistra vitae en sus definiciones de la historia. No puso en un apu-
ro pequeño a los apologetas del cristianismo al transmitir como modéli-
cos acontecimientos computados en la historia profana e incluso paganos.
Una Historie de este tipo, pésimo ejemplo para reivindicarla como maestra
de la vida, trata de la capacidad de transformación de la historiografía
eclesial.
Y así, Beda el Venerable (672-735, monje benedictino) justificó cons-
cientemente las historias profanas porque también ellas proporcionaban
escarmientos o ejemplos dignos de ser imitados. Ambos clérigos han con-
tribuido, por su gran influencia, a que haya conservado su lugar de forma
continua, aunque subordinada, el motivo de la utilidad de la historia
profana junto a la Historie fundada religiosamente y considerada superior.
También Melanchton (1497-1560), discípulo de Lutero, utiliza la dupli-
cación de que tanto las Historien bíblicas como las paganas proporcionan
ejemplos para la transformación en la tierra, así como que ambas remi-
ten a la providencia de Dios, aunque de forma diferente.
Con la sublimación de las esperanzas sobre los últimos tiempos volvió a
abrirse paso la historia antigua como maestra. Con la exigencia de Maquia-
velo (1469-1527), no sólo de admirar a los mayores, sino también de
tomarlos como modelo, confirió su actualidad a la intención de conseguir
continuas utilidades para la Historie, porque había unido el pensamiento
ejemplar y el empírico en una nueva unidad. Juan Bodino (1530-1596) pu-
so en el frente de su «Método para facilitar el conocimiento de la his-
toria» en el topos de Cicerón: le corresponde el rango más elevado por-
que remite a las leyes sagradas de la historia, en virtud de las cuales los
hombres podrían conocer su presente e iluminar el futuro, y no pensando

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teológicamente sino de forma práctico−política.


LA fórmula historia magistra vitae se repite hasta los ilustrados tardíos.
Así, escribe Lengnich (1689-1774), un historiógrafo de Danzig, que la his-
toria nos hace saber todo aquello «que podría ser usado de nuevo en
una ocasión similar». O, citando a un hombre menos conocido, el tenien-
te general barón von Hardenberg (1750-1822): indicó al preceptor de su
conocido hijo que no se dedicara a hechos desnudos. Pues «en general, se
perciben como iguales todos los hechos pasados y actuales.
Sin perjuicio de la autocrítica historiográfica, no es poco el valor que de-
be atribuirse a la capacidad instructiva de la literatura históri-
co−política en el principio de la modernidad. Con todo, de deducciones
históricas dependen pleitos; la eternidad relativa que en aquel tiempo
era propia del derecho, se correspondía con una Historie que se sabía vin-
culada a una naturaleza siempre invariable, y a su repetibilidad. El
continuo refinamiento de la política del momento se reflejaba en la reflexión
propia de la literatura de memorias y en los informes comerciales de las
legaciones. Es algo más que un simple topos tradicional lo que cita con-
tinuamente Federico II de Prusia el Grande (1712-1786) en sus Memo-
rias: la Historie es la escuela del soberano, comenzando por Tucídides
(460 – 395 a. C.) hasta Commynes (1447-1511), el cardenal Retz (1613-
1679) o Colbert (1619-1683). Mediante una comparación continua entre ca-
sos anteriores fortaleció su capacidad de combinación.
Ciertamente, la autoironía y la resignación estaban mezcladas cuando
el viejo Federico afirmaba que las escenas de la historia mundial se re-
petían y sólo sería necesario intercambiar los nombres. El pronóstico
de Federico sobre la Revolución francesa (1789-1799) da testimonio de ello.
En el espacio abarcable por las repúblicas soberanas europeas, con los
cuerpos políticos que residen en ellas y su ordenamiento constitucional, el
papel magistral de la Historie era al mismo tiempo garantía y síntoma para
la continuidad que fusionaba el pasado con el futuro.
Naturalmente, había objeciones contra la máxima de que se puede
aprender de la Historie —suma de historias singulares—. Sea como Guiccar-
dini (1483-1540), que sostenía —como Aristóteles— que el futuro era
siempre incierto, con lo que se le negaba a la Historie su contenido previ-
sible —factible—. Sea como Baltasar Gracián (1601-1658), que afirmaba
ciertamente la previsibilidad desde el pensamiento circular, pero vaciándola
y haciéndola, finalmente, superflua por el carácter inevitable que es inhe-
rente a este concepto. Sea como el viejo Federico II de Prusia mismo,
que concluyó sus Memorias de la guerra de los siete años (1783) discutiendo
el carácter instructivo de todos los ejemplos: «Pues es una propiedad del es-
píritu humano el que los ejemplos no mejoren a nadie. Las necedades de los
padres se han perdido para los hijos; cada generación debe cometer las su-
yas propias».
Ciertamente, la actitud escéptica fundamental de la que se alimen-
taban tales posturas no ha destruido, por ello, el peculiar contenido de
verdad de nuestra fórmula, porque estaba enraizada en el mismo espacio de
experiencia. La contracorriente escéptica que aún se pudo articular en la

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Ilustración, bajo la presuposición de lo siempre igual, no podía poner funda-


mentalmente en tela de juicio el sentido de nuestro topos. A pesar de ello,
por ese mismo tiempo fue socavado el contenido significativo de
nuestra expresión. Cuando la Historie antigua fue derribada de su cátedra,
sucedió en el curso de un movimiento que coordinó de forma nueva el
pasado y el futuro. Finalmente, era la «historia misma» la que comenzaba
a abrir un nuevo espacio de experiencia. La nueva historia consiguió
una cualidad temporal propia, cuyos diferentes tiempos e intervalos de
experiencia cambiantes le quitaron la evidencia a un pasado ejemplar. Lo
que a continuación acontece es la transformación de la Historie uni-
versal, como suma de acontecimientos singulares —Geschichten— en
una historia universal —Geschichte— como unidad de multiciplidad,
como absoluto (Hegel)—.
Ahora hay que investigar estos antecedentes de la transformación de
nuestro topos en sus lugares sintomáticos.

Para caracterizar el suceso de un tiempo nuevo que despunta an-


ticipemos una frase de Alexis de Tocqueville (1805-1859). Tocqueville, a
quien no deja descansar en toda su obra la experiencia de cómo lo moderno
se sale de la continuidad de una temporalidad anterior, dijo: «Desde que el
pasado ha dejado de arrojar su luz sobre el futuro, el espíritu huma-
no anda errante en las tinieblas». La frase de Tocqueville indica una re-
probación de la experiencia cotidiana.
1) El nuevo concepto de Historie se realizó, en primer lugar, en el ámbi-
to lingüístico alemán mediante un deslizamiento de la palabra que vació
de contenido al antiguo topos. La palabra Historie, que se refería prefe-
riblemente al informe o narración de lo sucedido —el historiador, fue despla-
zada visiblemente en el curso del siglo XVIII por la palabra historia, Geschi-
chte —que unifica al actor (el que «hace» historia) y al historiador (el que
la relata)—. El desplazamiento de Historie y el giro hacia historia se realizó,
desde, aproximadamente 1750. Ahora bien, historia significa en primer lu-
gar el acontecimiento o una secuencia de acciones efectuadas o sufridas; la
expresión se refiere, más bien, al mismo acontecer que a su informe —al
actor más que a la narración por parte del historiador—. La historia se cargó
con más contenido al rechazar la Historie del uso lingüístico corriente —el
de la narración de historias (en plural)—. Cuanto más convergieron la his-
toria como acontecimiento —actor— y como representación —narración,
historiador— más se preparó lingüísticamente el cambio trascendental que
condujo a la filosofía de la historia del Idealismo —a la Geschichte, a la his-
toria universal como unicidad de la multiplicidad—. La «historia» como
conexión de acciones se fusionó con su conocimiento. La afirmación de
Droysen (1808-1884) de que la historia sólo es el saber de ella es el
resultado de esta evolución. Naturalmente, esta convergencia de un do-
ble sentido modificó también el significado de una historia como vitae magis-
tra.

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Obviamente, la historia como acontecimiento único o como conexión


universal de sucesos —Geschichte— no podía enseñar del mismo modo que
una Historie como informe ejemplar —Historie como narración—. La historia
adquirió una nueva dimensión que se sustraía a la capacidad de infor-
mar del informe —Historie— y que no se captaba en todos los enunciados
sobre ella. Si la historia sólo podía enunciarse a sí misma, pronto se proponía
el siguiente paso, que convertía la fórmula en algo completamente su-
perficial, haciendo de ella una cáscara tautológica. «De la historia sólo
puede aprenderse historia», como formuló Radowitz (1797-1753) sarcásti-
camente. Esta conclusión verbal no era la única consecuencia que se imponía
desde el lenguaje. Utilizando la duplicidad de sentido de la palabra alema-
na —Hitorie y Geschichte—, un oponente político de Radowitz confirió a la
antigua fórmula un nuevo sentido inmediato: «La verdadera maestra
es la historia misma, no la escrita» —la Geschichte—. Así pues, la histo-
ria sólo instruye renunciando a la Historie —a las historias particulares
de lo acontecido, Geschichten—. Las tres variantes —Historie, Geschichte y
Geschichten— jalonaron un nuevo espacio de experiencia en el que la an-
tigua Historie tuvo que renunciar a su pretensión de ser magistra vitae.
2) Esto nos conduce a un segundo punto de vista. De repente, hemos
hablado de la historia, de la «historia misma», en un singular de difícil
significación sin un sujeto ni un objeto coordinados. Esta locución única,
completamente usual para nosotros, procede también de la segunda mitad
del siglo XVIII. En la medida en que la expresión «historia» —Geschichte—
se imponía a la de Historie, la «historia» adquirió otro carácter. Para apos-
trofar el nuevo significado se habló de historia en y para sí —idealismo—,
de la historia en absoluto (Hegel), de la historia misma. Droysen resumió
este proceso diciendo: «Por encima de las historias —Geschichten— es-
tá la historia —Geschichte—».
Esta concentración lingüística en un concepto, llevada a cabo desde
1770 aproximadamente, no puede infravalorarse en absoluto. En la época
siguiente, desde los acontecimientos de la Revolución Francesa (1789-1899),
la historia misma se convirtió en un sujeto provisto de los epítetos divi-
nos de omnipotencia, justicia suprema o santidad. El «trabajo de la
historia», usando palabras de Hegel (1770-1831), se convierte en un
agente que domina a los hombres y destruye su identidad natural. También
aquí el idioma alemán había preparado el trabajo. La abundancia de signifi-
cado y la novedad en aquel momento de la palabra «historia» se basan en
que se trata de un singular colectivo. Hasta mediados del siglo XVIII la ex-
presión «la historia» regía, por lo común, el plural.
Así pues, en el ámbito de la lengua alemana la historia —Geschichte—
resultó ser la unión de una pluralidad de historias individuales —Geschichten
o Historie—. Es interesante perseguir cómo se ha condensado la forma plu-
ral de «la historia» —Historie— en un singular colectivo, de forma inapre-
ciable e inconsciente, y, finalmente, con la ayuda de numerosas reflexiones
teóricas.
Esta historia que deja tras de sí toda ejemplaridad repetible —historia
magistra vitae o Historie o Geschichten— fue el resultado de una determina-

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ción desplazada del límite entre histórica y POÉTICA. A la narración his-


tórica se le exigió progresivamente la unidad épica, determinada por el
principio y el fin.
A la Historie —narración de historias individuales— se le pidió mayor
contenido de realidad mucho antes de poder satisfacer su arte expositivo.
Además, siguió siendo aún una colección de ejemplos de la moral; pero
al desvalorizarse este papel, se desplazó su valoración de las res factae —
lo sucedido— frente a las res fictae —lo inventado—.
Leibniz (1646-1716), que aún entendía la historia y la poesía como
artes instructivas morales, podía interpretar la historia del género hu-
mano como una novela de Dios cuyo inicio estaba contenido en la creación.
Kant (1724-1824) hizo suyas estas ideas cuando tomó metafóricamente la
«novela» para hacer resaltar la unidad natural de la historia universal. En
un tiempo en el que la Historie universal, que contenía una suma de
historias singulares, se transformó en la «historia universal», Kant
buscó el hilo conductor que pudiera convertir el «agregado» —historia, Ges-
chichte— exento de planificación de las acciones humanas en un «sistema»
racional. Es claro que el singular colectivo de la historia permitía expresar
tales ideas, sin perjuicio de que se tratara de una historia universal o de
una historia individual.
Alexander von Humboldt (1769-1859) resolvió finalmente la disputa
secular entre la histórica y la poética (Leibniz) derivando el carácter propio
de la «historia en general» desde su estructura formal. Introdujo, siguien-
do a Herder (1744-1803), las categorías de fuerza y dirección que se es-
capan siempre a sus datos previos. De este modo, negó todo carácter mo-
délico del contenido añadido ingenuamente a los ejemplos del pasado —es
decir, negó el concepto de historia magistra vitae— y sacó la siguiente con-
clusión general al escribir la historia de cualquier temática: «El historiador
que sea digno de este nombre debe exponer cada acontecimiento como par-
te de un todo —idealismo—, o, lo que es lo mismo, debe exponer en cada
acontecimiento la forma de la historia en general».
El singular colectivo —la historia como absoluto del idealismo de He-
gel— aún posibilitó un paso ulterior. Permitió que la historia adjudicara a
aquellos sucesos y sufrimientos humanos una fuerza inmanente que lo
interconectaba todo y lo impulsaba según un plan oculto o patente, una
fuerza frente a la que uno se podía saber responsable o en cuyo nombre se
creía poder actuar. Este suceso histórico−lingüístico tuvo lugar en un con-
texto epocal. Era el gran momento de las singularizaciones, de las simplifi-
caciones que se dirigían social y políticamente contra la sociedad estamental:
de las libertades se hizo la libertad, de las justicias, la justicia única, de los
progresos, el progreso, de la multiplicidad de revoluciones, La Révolution.
Fue la Revolución Francesa (1789-1799) la que hizo evidente el con-
cepto de historia de la escuela histórica alemana —Geschichte—. Ambas pul-
verizaron la ejemplaridad del pasado —historia magistra vitae—, aunque
aparentemente la aceptaban. Johannes von Müller (1752-1809) escribió
en 1796, siguiendo aún el modo de enseñanza de sus maestros: «No se en-
cuentra en la historia lo que hay que hacer en casos particulares sino el re-

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sultado general de los tiempos y las naciones». Todo tiene su tiempo y su


lugar en el mundo, y se deberían cumplir con acierto las tareas que el des-
tino (único) ordena.
El joven Ranke (1795-1886) reflexionó sobre el desplazamiento del sig-
nificado que pudo subsumir una relación dinámica universal —
Geschichten— en su unicidad correspondiente, bajo el concepto unitario de
historia —Geschichte—. En 1824 escribió Historias de los pueblos románicos
y germánicos y añadió expresamente que él consideraba «sólo historias —
Geschichten—, no la historia —die Geschichte—». Pero la historia, en su co-
rrespondiente unicidad, siguió siendo incuestionable para él. Como Ranke
prosiguió entonces: «Se le ha atribuido a la Historie la misión de juzgar el
pasado, de instruir al mundo para el aprovechamiento de los años futuros: el
presente ensayo no emprende tan altas misiones: sólo quiere mostrar cómo
ha sido realmente».
3) Esto nos conduce a un tercer punto de vista. No es por casualidad
que en el mismo decenio en el que comenzó a imponerse el singular colectivo
de la historia, entre 1760 y 1780, surgiera también el concepto de una filo-
sofía de la historia. Es la época en la que proliferaron las historias conje-
turales, las hipotéticas o supuestas. Iselin en 1764, Herder en 1774,
Koster en 1775, iban a la zaga histórico−lingüísticamente de los autores oc-
cidentales, preparando la filosofía de la historia para los investigadores de la
historia. Los aceptaron objetivamente o modificaron sus cuestionamientos,
pero era común a todos que echaran abajo el carácter modélico de los
sucesos pasados para, en su lugar, tratar de rastrear la unicidad de
los decursos históricos y la posibilidad de su progreso. Históri-
co−lingüísticamente es uno y el mismo suceso el que se formará la historia
en el sentido que es usual para nosotros y el que surgiera una filosofía de la
historia referida a aquélla.
La uniformidad y repetibilidad potenciales de las historias vinculadas
a la naturaleza se remitieron al pasado —historia magistra vitae—, y la histo-
ria misma —Geschichte— quedó desnaturalizada en tal medida que desde
entonces ya no se puede filosofar sobre la naturaleza del mismo modo que
hasta ahora. Desde entonces la naturaleza y la historia se separan
conceptualmente y la prueba de ello consiste en que precisamente en estas
décadas la antigua sección de la historia naturalis fue expulsada de la estruc-
tura de las ciencias históricas —así lo hizo Voltaire en la Enciclopedia y, en-
tre nosotros, Adelung (1732-1806).
Detrás de esta separación aparentemente sólo histórico−científica y
preparada por Vico, se nota decisivamente el descubrimiento de un tiem-
po específicamente histórico determinado sólo por la historia misma. Si
se quiere, se trata de una temporalización de la historia que se diferencia
de la cronología vinculada a la naturaleza. Hasta el siglo XVIII, la prosecu-
ción y el cómputo de los sucesos históricos estaban garantizados por dos ca-
tegorías naturales del tiempo: el curso de los astros y el orden de suce-
sión de soberanos y dinastías. Pero Kant, al desestimar toda in-
terpretación de la historia desde datos astronómicos fijos, y al rechazar el
principio de sucesión como contrario a la razón, renuncia también a la

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FILOSOFÍA DE LA HISTORIA — UNED — CURSO 2013−2014

cronología habitual como hilo conductor analítico y teñido teológica-


mente.
El descubrimiento de un tiempo determinado sólo por la historia fue
la obra de la filosofía de la historia de la época mucho antes de que el
historismo usara este conocimiento. El sustrato natural se fue perdiendo
y el progreso fue la primera categoría en la que se abolió una determina-
ción del tiempo transnatural e inmanente a la historia —la que se basaba en
el curso de los astros y la sucesión de dinastías—. La filosofía, en tanto que
transponía la historia al progreso, de una forma singular y concibiéndola
como un todo unitario, privó inevitablemente de sentido a nuestro topos. Si
la historia se convierte en la única manifestación de la educación del género
humano, entonces naturalmente pierde fuerza todo ejemplo del pasado.
La enseñanza aislada se pierde en la manifestación pedagógica global. La as-
tucia de la razón prohíbe que el hombre aprenda directamente de la historia,
lo constriñe indirectamente a su suerte. Ésta es la consecuencia que nos
conduce progresivamente de Lessing a Hegel. «Pero lo que la experiencia y
la historia enseñan es esto: que pueblos y gobiernos no han aprendido nunca
nada de la historia y nunca han actuado después de aprender lo que podían
haber concluido de ella» —es decir, que nunca la historia ha sido magistra
vitae—.
Detrás de este enunciado no hay sólo una reflexión filosófica sobre la
peculiaridad del tiempo histórico sino también, e inmediatamente, la ex-
periencia vehemente de la Revolución francesa, que pareció adelantar-
se a todas las demás experiencias —se entendía que la Revolución Francesa
no tenía parangón en ningún suceso anterior, signo inequívoco de que la his-
toria no era magistra vitae—. Hasta qué punto se basó el nuevo tiempo his-
tórico en estas experiencias se mostró rápidamente cuando la revolución se
recrudeció en 1820 en España. Inmediatamente después del recrudecimiento
de los disturbios inspiró Goethe al conde Reinhard una consideración que
cambió la visión de la perspectiva temporal. El pasado y el futuro no
están nunca garantizados, no sólo porque los sucesos que ocurren no
se puedan repetir, sino porque incluso cuando pueden hacerlo, como
en 1820 con el recrudecimiento de la revolución, la historia que se
nos avecina se sustrae a nuestra capacidad de experiencia. Una ex-
periencia clausurada es tan absoluta como pasada, mientras que la
futura, aún por realizar, se divide en una infinitud de trayectos tem-
porales diferentes.
El tiempo histórico no es el pasado, sino el futuro que hace dife-
rente lo similar. De este modo, Reinhard reveló el carácter procesual
de la historia moderna en la temporalidad que le es propia y cuyo fi-
nal es imposible de prever.
4) Así llegamos a otra variante de nuestro topos que se transforma en
la misma dirección. Era corriente escuchar en el contexto de la historia ma-
gistra que el historiador no sólo tenía que enseñar, sino igualmente dic-
taminar y con el dictamen también tenía que juzgar. La Historie ilustra-
da asumió esta tarea con un énfasis especial; dicho con las palabras de la
Enciclopedia, se convirtió en tribunal intègre et terrible [tribunal íntegro y

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terrible]. Casi ocultamente, la historiografía que juzgaba desde la antigüedad


se convirtió en una Historie que ejecuta por ella misma las sentencias. Desde
entonces, el juicio final quedará igualmente temporalizado. «La histo-
ria del mundo es el juicio del mundo». Estas palabras de Schiller (1759-
1805), que se difundieron rápidamente desde el año 1784 careciendo de
cualquier rastro historiográfico, apuntaban a una justicia inmanente a la
propia historia, en la que quedaban conjuradas todas las conductas huma-
nas.
5) En quinto lugar, el ilustrado consecuente no toleraba ningún apoyo
en el pasado. El objetivo que explicaba la Enciclopedia era acabar con el
pasado tan rápidamente como fuera posible para que fuera puesto en
libertad un nuevo futuro. Antes se conocían ejemplos, decía Diderot,
ahora sólo reglas. Y en seguida indicaron los revolucionarios en un Diction-
naire que no se escribiera ninguna historia hasta que la constitución
estuviera terminada. Después todo tendría otro aspecto. La realización de
la historia entronizaba la antigua «Historie (magistra vitae), pues en un Es-
tado como el nuestro, fundado sobre la victoria, no hay pasado. Con es-
to se cumplía lo que había previsto Kant, cuando preguntaba provocati-
vamente: «¿Cómo es posible la historia a priori?». Respuesta: cuando el
adivino efectúa y organiza los acontecimientos que ha anunciado por adelan-
tado. La prepotencia de la historia, que corresponde paradójicamente a su
realizabilidad, ofrece dos aspectos del mismo fenómeno. Porque el futuro
de la historia moderna se abre a lo desconocido, se hace planificable —y
tiene que ser planificado—. Y con cada nuevo plan se introduce una nueva
inexperiencia. La arbitrariedad de la «historia» crece con su realizabili-
dad. La una se basa en la otra y viceversa.
Un acontecimiento derivado de esta revolución histórica fue que,
en adelante, también la escritura de la historia se hizo menos falsifica-
ble que manipulable. Cuando se inició la Restauración se prohibió, por de-
creto en 1818, toda enseñanza de la historia relativa al tiempo entre 1789 y
1815. Precisamente porque negaba la revolución y sus logros parecía
inclinarse tácitamente hacia la opinión de que la repetición de lo an-
tiguo ya no era posible. Pero en vano intentó superar la amnistía mediante
una amnesia.
Tras todo lo que hasta aquí se ha presentado: 1) tras la singulariza-
ción de la historia; 2) tras su temporalización; 3) tras su prepotencia
inevitable; y 4) tras su productividad, se anunció un cambio de expe-
riencia que domina nuestra modernidad. Por ello la Historie perdió su fina-
lidad de influir inmediatamente en la vida. La experiencia pareció ense-
ñar, más bien, lo contrario. Perthes (1788-1868) escribió en 1823 que «ya
no se puede esperar consejo del pasado, sólo del futuro a crear por sí
mismo». La frase de Perthes era moderna porque despedía a la vieja
Historie y él ayudó a ella como editor. Que ya no se pueda sacar ninguna
utilidad de la Historie que instruye ejemplarmente era un punto en el que
coincidían los historiadores, reconstruyendo críticamente el pasado, y los
progresistas, proponiendo conscientemente nuevos modelos en la cúspide
del movimiento.

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6) Y esto nos conduce a nuestro último punto de vista que contiene


una pregunta. ¿En qué consistió la comunidad de la nueva experiencia
que hasta ahora era determinada por la temporalización de la historia en
su unicidad correspondiente? Cuando Niebuhr (1776-1831) en 1829 anunció
sus conferencias sobre los cuarenta años transcurridos, vaciló en llamarlas
«historia de la Revolución francesa» pues, como él decía, «la Revolución
misma es nuevamente un producto del tiempo... nos falta, desde luego,
una palabra para el tiempo en general y con esta carencia podríamos lla-
marlo la Era de la Revolución». Detrás de esta insuficiencia está el conoci-
miento que permitió que surgiera un tiempo genuino de la historia como
algo en sí diferenciado y diferenciable. Pero la experiencia que necesita
diferenciar el tiempo en sí es la experiencia de la aceleración y la dilación.
La aceleración, primeramente una expectativa apocalíptica de los pe-
ríodos que se van acortando antes de la llegada del Juicio Final, se transfor-
ma desde mediados del siglo XVIII en un concepto histórico de esperanza.
Esta anticipación subjetiva del futuro, deseado y por ello acelerado,
recibió por la tecnificación y la Revolución francesa un núcleo de
realidad inesperado y duro. En 1797, Chateaubriand (1768-1848) pro-
yectó como emigrante un paralelismo entre las antiguas y las nuevas revolu-
ciones, para deducir, a la manera tradicional, el futuro desde el pasa-
do. Pero pronto tuvo que constatar que lo que había escrito de día ya ha-
bía sido superado de noche por los acontecimientos. Le pareció que la
Revolución francesa conducía a un futuro abierto sin ejemplos —a diferencia
de la historia magistra vitae— .
Sobre el trasfondo de la aceleración se hace también comprensible por
qué la historia de una actualidad crecientemente cambiante llegó a fa-
llar metódicamente. En un mundo social que cambia vehementemente
se desplazan las dimensiones temporales en las que, hasta ahora, la ex-
periencia se desarrolla y se reúne. Cualquier ejemplo del pasado, aunque
se haya aprendido, llega siempre demasiado tarde. El historismo sólo
puede relacionarse indirectamente con la historia.
Henry Adams (1838-1918) fue el primero que intentó aislar metódi-
camente este dilema. Desarrolló una teoría del movimiento en la que
tematizaba simultáneamente el progreso y la Historie y los especificaba
mediante su pregunta por la estructura histórica del tiempo. Adams for-
muló una ley de la aceleración, según su propia denominación, en base a
la cual las mediciones se modifican constantemente porque, al acelerar-
se, el futuro acorta de modo continuo el recurso al pasado. La pobla-
ción se incrementa en intervalos cada vez más cortos, las velocidades que se
han de producir técnicamente se elevan al cuadrado en comparación con lo
que se hacía antes, los aumentos de producción muestran proporciones simi-
lares y, por eso, aumentan la efectividad científica y las esperanzas de vida
pudiendo abarcar, desde entonces, las tensiones de varias generaciones.
Adams extrajo la conclusión de que ninguna teoría era verdadera excepto
una: todo lo que le cabe esperar a un profesor de historia no es enseñar
cómo hay que actuar sino, a lo sumo, cómo reaccionar.

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2. SOBRE LA DISPONIBILIDAD DE LA HISTORIA


KOSELLECK, Reinhart: «Sobre la disponibilidad de la historia», cap. 11 de Fu-
turo pasado, op. cit., pp. 251- 266.

Abordaré mi tema en dos apartados. 1) Primero mostraré cuándo y de


qué manera nació la idea de que la historia se podía hacer. Para ello me
atengo al ámbito lingüístico alemán. 2) En segundo lugar, intentaré trazar
los límites que una historia correctamente concebida fija a la factibilidad de
ésta —los límites de la factibilidad, de la predicción—.
1) El barón von Eichendorff (1788-1857) dijo una vez casualmente:
Uno hace la historia, otro la escribe. Esta fórmula parece clara y unívoca.
Existe pues el actuante, el que hace, el autor y además está el otro, el es-
critor, el historiador. Si se quiere, se puede considerar una especie de divi-
sión del trabajo que Eichendorff apostrofó, en la que se trata evidentemen-
te de la misma historia que por una parte se hace y por otra se escribe.
La historia parece estar disponible bajo dos puntos de vista —para el que ac-
túa, que dispone de la historia que hace; y para el historiador, que dispone
de ella escribiéndola—.
Para para nuestra problemática es importante saber que Eichendorff
pudiese, en general, hablar de que uno hace la historia. Hoy enunciamos fá-
cilmente la frase de que son los hombres los que hacen la historia. Y sin
embargo: que alguien haga historia es una expresión moderna que no era
formulable ni antes de Napoleón ni aún antes de la Revolución Fran-
cesa. Mientras que durante más de 2.000 años perteneció al acervo de la
cultura oriental el que se contaran historias, pero también que se investi-
garan y se escribieran, sólo fue imaginable a partir de 1780 que se pudiera
hacer la historia. Esta fórmula indica una experiencia moderna y, más
aún, una expectativa moderna: que se sea cada vez más capaz de plani-
ficar la historia y también de poderla ejecutar.
Antes de que se pudiera concebir la historia como disponible, como fac-
tible, se realizó ante todo un profundo cambio semántico en el campo con-
ceptual de la historia misma. Quisiera esbozar esto brevemente desde el
punto de vista de la historia lingüística.
El concepto actual de la historia con sus numerosos campos semánticos,
que lógicamente se excluyen en parte, ha ido formándose sólo a partir de fi-
nales del siglo XVIII. Anteriormente había historias, en plural —
Geschichten— , muchas clases de historias que acontecían y que podían ser-
vir como ejemplos para la enseñanza de la moral, de la teología, para el de-
recho y en la filosofía. Sí, la historia era, como expresión misma, una forma
plural. En 1748 se dijo una vez: «La historia es un espejo de la virtud y
del vicio, en la que por medio de la experiencia ajena se puede aprender lo
que se debe hacer u omitir». A través de reflexiones reanudadas una y otra
vez, se conformó esta forma plural en un singular —Geschichte— sin
objeto. Un resultado conceptual de la filosofía de la Ilustración fue que la
historia se concentrase sencillamente en un concepto general que se fijó
como condición de una experiencia y una expectativa posibles. Sólo desde
aproximadamente 1780 se puede hablar de que hay una «historia en ge-

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neral», una «historia en y para sí» y una «historia absoluta».


Si antes de 1780 alguien hubiese dicho que estudiaba historia, su inter-
locutor le habría preguntado: ¿Qué historia? ¿Historia de qué? ¿Historia del
imperio o historia de las doctrinas teológicas o quizás historia de Francia?
Como ya se ha dicho, la historia sólo era imaginable con un sujeto
preordenado que sufre la modificación o en el que se efectúa un cambio.
La nueva expresión de una «historia en general» se hizo ante todo sos-
pechosa como palabra de moda y queda demostrado lo cuestionable que
podía ser por el hecho de que Lessing (1729-1781) en su proyecto históri-
co−filosófico para la educación del género humano evitase la expresión
«la historia» o incluso la expresión sin artículo «historia en general».
Las sorpresas a que pudo dar lugar el nuevo concepto que luego se convirtió
en una frase hecha, quedan aclaradas por una escena en la corte berlinesa.
Contestando a la pregunta de Federico el Grande (1712-1786) de a qué se
dedicaba, Biester dijo que se ocupaba «principalmente de la historia» —
Geschichte—. Entonces el rey, perplejo, respondió que si eso significaba tan-
to como Historie. Naturalmente, Federico conocía la palabra historia —
Geschichte—, pero no el nuevo concepto: historia como singular colecti-
vo sin referencia a un sujeto inherente o a un objeto determinable por la na-
rración —historia de (lo que sea)—.
Ahora cabe preguntar para qué sirven estos análisis semánticos que
presento aquí global y abreviadamante. Mi primera tesis histórica dice que
en general la historia parecía disponible para los hombres o podía pensarse
como factible después de que se hubiera independizado en un concepto
rector singular. El paso de determinadas historias en plural —Historie, Ge-
chichten— a una historia en singular indica —Geschichte—, históri-
co−lingüísticamente, un nuevo espacio de experiencia y nuevo horizon-
te de expectativa.
Enuncio algunos criterios que caracterizan el nuevo concepto:

1. La «historia absoluta» era un singular colectivo que reunía la su-


ma de todas las historias individuales. Con ello, «historia» alcanzó un
grado de abstracción más elevado, remitiéndose a una complejidad mayor
que obligaba desde entonces a exponer como histórica la realidad total.

2. La buena y antigua expresión latina Historie, esto es, el concepto de


conocimiento y ciencia de las cosas y acontecimientos, fue absorbida a la
vez por el nuevo concepto de la historia. Dicho de otro modo: la historia
como realidad y como reflexión sobre esta realidad se llevaron a un
concepto común, precisamente el de la historia en general. El proceso de
los acontecimientos —hechos— y el proceso de su concienciación —
narración— convergen, desde entonces, en un mismo concepto. En este
sentido, también se puede calificar esta nueva expresión como un tipo de ca-
tegoría trascendental: las condiciones de una posible experiencia de la
historia y las condiciones de su conocimiento posible quedaron subsumidas
al mismo concepto.

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3. En este proceso de convergencia, ante todo de tipo puramente se-


mántico, está contenida decididamente la renuncia a una instancia ex-
trahistórica. Para llegar a experimentar o a conocer la historia en general
ya no era preciso recurrir a Dios o a la naturaleza. En otras palabras: la
historia que se experimentaba como nueva, tenía de antemano el mismo
sentido que el concepto de la misma historia universal. Ya no era una his-
toria que se realiza a través y con la humanidad en este mundo. En palabras
de Schelling (1775-1854) del año 1798: el hombre tiene historia porque no
lleva su historia consigo, sino que él mismo la produce.

Pues hemos alcanzado ya una posición desde la cual se pudo concebir la


historia como disponible.
La historia que es sólo historia cuando y hasta donde se la conoce, está
naturalmente ligada al hombre con mayor fuerza que una historia que
sorprende al hombre en su acontecer a modo de destino —Geschichte—. Úni-
camente el concepto de reflexión abre un espacio de acción en el que los
hombres se ven obligados a prever la historia, a planificarla, a producirla
en palabras de Schelling y, finalmente, a hacerla. Desde entonces historia
no significa ya únicamente relaciones de acontecimientos pasados y el in-
forme de los mismos —historia magistra vitae—. Más bien se hace retroce-
der su significado narrativo y, desde finales del siglo XVIII, la expresión
descubre horizontes de planificación sociales y políticos que apuntan
al futuro. En la década anterior a la Revolución Francesa y después, impul-
sada por las perturbaciones revolucionarias, la historia se convirtió en un
concepto de acción, aunque no exclusivamente. Lo nuevo con lo que nos
enfrentamos está en la referencia de estas determinaciones de acción a la
«historia en general» recién concebida.
Quisiera explicar esto brevemente. Se trata del resultado de lo que se ha
denominado modernidad, que sólo llegó a concebirse como tiempo nuevo
a finales del siglo XVIII. En el concepto de progreso, que entonces coincidía
ampliamente con «historia», se captó un tiempo histórico que se va so-
brepasando continuamente. El resultado común de ambos conceptos con-
sistió, pues, en que ampliaron de nuevo el horizonte de expectativas
del futuro.
Dicho burdamente, la expectativa de futuro hasta mediados del siglo XVII
estaba limitada por el advenimiento del Juicio Final, en el que la injusticia te-
rrenal encontraría su compensación transhistórica. En eso, el destino era
tan injusto como clemente. Desde el siglo XVI se desarrolló especialmente
el arte del pronóstico político, perteneciendo al oficio de todos los hom-
bres de Estado. Pero esas prácticas aún no superaban fundamentalmente
el horizonte de una expectativa cristiana del fin. Precisamente porque an-
tes del fin no sucedería nada fundamentalmente nuevo, podían permitirse
sacar conclusiones del pasado para el futuro —historia magistra vitae—. Las
consecuencias para el futuro esperado obtenidas de la experiencia habida
hasta la fecha se servían estructuralmente de factores siempre iguales.
Esto sólo cambió en el siglo XVIII, cuando las realizaciones de la ciencia
y de la técnica parecían abrir un espacio ilimitado de nuevas posibilida-

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des. La razón —dijo Kant en 1784— «no conoce límites para sus proyectos».
Kant indica aquí el cambio de cuya determinación teórica tratamos, sin me-
noscabo de los numerosos factores empíricos que provocaron este cambio,
primero en Occidente y en Alemania más tarde.
En su Antropología en sentido pragmático (1798) hablaba Kant de que
interesa más la facultad de previsión que ninguna otra. Pero —y en esto se
diferencia de sus predecesores— una predicción que espera fundamental-
mente lo mismo —expectativa cristiana del fin de los tiempos—, no era para
él un pronóstico. La deducción de las experiencias obtenidas del pasado para
conseguir expectativas de futuro —historia magistra vitae— conducía para él,
a lo sumo, a la indolencia —dejadez— y paralizaba todo impulso a la ac-
ción. Pero esta deducción contradecía ante todo su expectativa de que el
futuro sería mejor porque debe ser mejor —progreso—.
Todo el esfuerzo de Kant como filósofo de la historia tendía a trasladar
el plan oculto de la naturaleza, que parecía impulsar a la humanidad por los
caminos de un progreso ilimitado, hacia un plan consciente de hombres
dotados de razón. «¿Cómo es posible una historia a priori?» preguntaba
Kant, y respondía: «cuando el propio adivino hace y organiza los acon-
tecimientos que pronosticó de antemano». Si somos perspicaces se-
mánticamente vemos en seguida que Kant no habla rotundamente de que la
historia sea factible; habla únicamente de acontecimientos que provoca el
propio adivino. En efecto, este pasaje que gusta citar hoy con aprobación y
alabanza lo formuló Kant aún irónica y provocativamente. Iba dirigido contra
los profetas de la decadencia que causan y ayudan a acelerar la ruina
pronosticada y se dirigía contra aquellos políticos supuestamente realistas
que temen a la opinión pública, que atizan el tumulto temiéndolo. Pero, no
obstante, con su pregunta por la historia a priori ha fijado Kant el modelo
de su factibilidad.
Kant buscaba realizar mediante el imperativo de su razón práctica el po-
tencial de un futuro progresista que se desliga de las condiciones de
toda historia precedente. En cierto modo se deja atrás el sentido de la
creación y se traslada a obra humana, tan pronto como la razón práctica
llega al poder, sin perder por ello su integridad moral.
Adam Weishaupt (1748-1830) da un paso adelante en el camino hacia
la factibilidad de la historia, pues es el primero que intenta trasladar la
facultad de previsión, la capacidad de hacer pronósticos lejanos, a las
máximas políticas de acción que obtienen su legitimación de la historia en
general. La profesión más importante que existe, dice, pero que aún no se ha
impuesto, es la de filósofo e historiador, es decir, filósofo planificador de
la historia.
La simple conversión de la buena voluntad en acción no es todavía su-
ficiente para justificar un futuro deseado y, menos aún, para alcanzarlo. Por
eso Weishaupt produjo —y en esto se adelantó pero no se quedó solo— una
filosofía de la historia voluntarista. Al proclamar el futuro que hay
que procurar como deber de la historia objetiva, el propósito propio
alcanza una gran fuerza impulsora. En rigor, una historia construida de
ese modo se convierte en un refuerzo de la voluntad de procurar el futuro

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planificado más rápidamente de lo que se presentaría por sí solo.


Es obvio decir que tal historia sólo podía proyectarse después de que la
«historia» se hubiera consolidado en un concepto de reflexión y de ac-
ción que hacía manejable el destino, con otras palabras, que parecía ha-
cer pronosticables las consecuencias tardías de la acción propia.
2) Y con esto llego a la segunda parte: ¿Dónde hay que trazar los lí-
mites a la factibilidad de una historia correctamente concebida? Si
tuviera razón Engels (1820-1895) al decir que en el futuro la previsión, el
plan y la ejecución coincidirán sin fisuras, sólo habría que agregar que
efectivamente se habría alcanzado el fin de toda historia. Pues ésta es mi SE-
GUNDA TESIS: la historia se distingue porque en el transcurso del tiem-
po la previsión y los planes humanos siempre divergen de su ejecu-
ción. Con esto, arriesgo una afirmación estructural que se remonta más
atrás del siglo XVIII. Pero puedo añadir una afirmación que sólo es resultado
de la Ilustración: «La historia en y para sí» se desarrolla siempre anti-
cipando la imperfección, por lo que tiene un futuro abierto. Sea como
fuere, esto es lo que enseña la historia precedente y quien quiera afirmar lo
contrario tiene la obligación de probarlo.
Sin embargo, intentaré justificar mi tesis y, por cierto, con ejemplos his-
tóricos que parecen afirmar la posición contraria, es decir, la factibili-
dad de la historia. Me remito a cuatro hombres de los que habitualmente no
se duda de que han hecho algo parecido a historia: Marx, Bismarck, Hitler
y Roosevelt.

1. Dondequiera que pudo, Marx (1818-1883) intentó deshacer todo


concepto sustancial de la historia, intentó desenmascararlo como sujeto
metafísico en el uso del lenguaje de sus adversarios. Y sus obras históri-
co−teóricas no se pueden reducir únicamente a esas determinaciones utópi-
cas de fines que le han proporcionado eco mundial. Sus análisis históricos se
nutren, más bien, de la determinación fundamental de la diferencia entre el
hacer humano y lo que efectivamente sucede a largo plazo. En esa di-
ferencia se basa su análisis del capital y también su crítica de la ideología,
como por ejemplo a aquellos «ideólogos» de los que se burla como «fabri-
cantes de la historia». En consecuencia, cuando Marx apareció como histo-
riador contemporáneo, tras su fracaso de 1848, definió a la perfección los
límites de la factibilidad: «los hombres hacen su propia historia, pero no
espontáneamente, en circunstancias elegidas por ellos mismos, sino en
circunstancias inmediatamente halladas, dadas y transmitidas» Marx
empleó su claridad de ideas para deducir de aquello modos prácticos de
comportamiento. Teóricamente tenía a la vista, más bien, la factibilidad de
la política y no sus condiciones socioeconómicas.

2. Bismarck (1815-1898). Por supuesto que Bismarck también usó su


frase contra la factibilidad de la historia para hacer política; quería tran-
quilizar a los bávaros respecto a los deseos de expansión prusianos para po-
der impulsar más eficazmente su propia política de unificación. Por eso Bis-
marck repitió la frase poco después ante el Reichstag de la Alemania del

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norte a fin de frenar un cambio de constitución precipitado. «Mi influencia


sobre los acontecimientos que me han sostenido se ha exagerado mucho y,
aun así, nadie me creerá capaz de hacer historia». Pero Bismarck no opinaba
así sólo por táctica. Ya en su ancianidad lo confirmó: «No se puede en
absoluto hacer la historia, pero de ella se puede aprender cómo se ha
de dirigir la vida política de un gran pueblo de acuerdo con su desa-
rrollo y su determinación histórica».
La renuncia a la planificabilidad de los decursos históricos muestra
inmediatamente la determinación de la diferencia que obliga a distinguir en-
tre la acción política y las presuntas tendencias a largo plazo. Se impli-
can mutuamente, pero no se funden.

3. Hitler (1889-1945) y sus seguidores se deleitaban con el empleo de


la palabra «historia», evocándola unas veces como destino y manejándola
otras como factible —los nazis estaban muy seguros de su «imperio de los
mil años», aunque finalmente sólo duró 12: de 1933 a 1945—. Pero la in-
consistencia de la combinación de estas frases descubre su contenido ideo-
lógico nada más preguntarlo. Así escribió Hitler en su segundo libro en
1928: «Los valores eternos de un pueblo sólo se convierten bajo el martillo
forjador de la historia universal en ese acero y ese hierro con el que se hace
luego la historia». Y una frase de la lucha electoral en Lippen, antes del 30
de enero de 1933, indica que incluso las obsesiones futuristas conservan
su sentido secreto de pronóstico: «Al fin y al cabo, es indiferente qué por-
centaje de alemanes hacen historia. Lo esencial es que seamos nosotros los
últimos que hagamos historia en Alemania». No se podía formular con mayor
claridad un ultimátum para ellos mismos, bajo cuya coacción Hitler hacía
su política, creyendo que así hacía historia. Y, efectivamente, hizo historia —
pero de forma diferente a la que pensaba—.
No es preciso recordar que cuando con más urgencia se veía precisado a
tener que hacer historia, tanto más se equivocaba en la valoración de sus
adversarios y del tiempo que le quedaba. Los plazos a los que se atenía
Hitler para cumplir los convenios que había concertado o las promesas que
había dado se hicieron cada vez más cortos durante su dominio y las deter-
minaciones temporales de objetivos quedaban cada vez más lejos de ser
alcanzadas. Hacía su política bajo presiones de aceleración que estaban
en razón inversa a los grandes períodos de tiempo y a la eternidad en nom-
bre de la cual pretendía actuar. Hitler consideraba mayor su voluntad que
las circunstancias.

4. Roosevelt (1858-1919). El gran rival de Hitler escribió el 11 de abril


de 1945 el último mensaje al pueblo americano. En él determinó «el único
límite para nuestras realizaciones del día de mañana: son las dudas
que tenemos hoy». Y la obra que anhelaba para el día siguiente se llamaba
«paz, más que nada el final de esta guerra». Roosevelt no llegó a leer este
mensaje. Murió al día siguiente. Pero ha tenido razón con su mensaje, sólo
que en sentido contrario a como esperaba. El final de todos los inicios de
guerras es una primera fórmula para la Guerra Fría (1945-1991). Ni se

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terminó la última guerra mediante un tratado de paz, ni hay desde entonces


comienzos de guerra. Las guerras que desde entonces cubren nuestro plane-
ta de miseria, terror y espanto ya no son guerras, sino más bien interven-
ciones, acciones de castigo, pero ante todo guerras civiles —cuyo comien-
zo parece estar bajo el mandamiento previo de evitar una guerra atómica y
cuyo final, por eso mismo, no es previsible—.
Pudiera ser que las dudas que Roosevelt intentaba disipar respecto a la
obra del día siguiente fuesen un presentimiento de que en la historia las
cosas suceden de manera distinta a como se planificaron.

Así llego al final. Deberíamos guardarnos de desechar totalmente la


expresión moderna de la factibilidad de la historia. El ocaso del Empire
británico, que nuestro primer testigo deducía como inevitable basándose en
el transcurso de todas las historias hasta entonces, ha llegado a ser, entre-
tanto, un hecho —el historiador musulmán español Ibn Jaldún (1332-1406)
describió en su tratado de historia conocido como Muqaddima o Prolegóme-
nos de 1377 (como prefacio a su Primer libro de Historia mundial) la manera
en que se podía predecir la sucesión de unos imperios por otros. Esto es
apropósito de no desechar la factibilidad histórica, pues, hasta cierto punto,
es posible basarse en acontecimientos anteriores para atisbar (historia ma-
gistra vitae) sucesos de futuro—.
En la historia sucede siempre más o menos de lo que está contenido en
los datos previos. Sobre este más o este menos se encuentran los hom-
bres, lo quieran o no. Pero los datos previos no se modifican en absoluto por
eso, y cuando se modifican, lo hacen tan lentamente y a tan largo plazo que
se escapan de la disposición directa, de la factibilidad.

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TEMA 6: Concepto de «historia universal» versus


idea de «humanidad común»

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

Como vimos en el tema anterior, el concepto singular de Historia al


reunir todas las historias particulares en una, allanó el camino para la «in-
vención» de una «historia universal o mundial» —Weltgeschichte—. Es
una característica prácticamente común a todas las filosofías modernas de la
historia que hayan emprendido una reflexión filosófica general sobre la his-
toria del mundo, sobre el proceso histórico considerado globalmente o sobre
el sentido de la historia de la humanidad. Con la modernidad, por tanto,
cristaliza también la idea de Historia como un proceso único y lineal
cuyo fin es el progresivo perfeccionamiento moral e intelectual de la
especie humana. Con ello tanto la vocación universalista ilustrada como
la idea ilustrada de progreso se proyectarían en ese valor metahistórico
que constituye el «ideal de humanidad», entendido como el proyecto político
de una humanidad unificada y reconciliada consigo misma.
Ahora bien, desde que Schiller (1759−1805) con su «¿Qué significa y
con qué fin se estudia la historia universal?» formulara en 1789 la defini-
ción clásica de «historia universal» hasta hoy en día, dicha definición ha
entrado en sucesivas crisis. Otro tanto cabe decir del «ideal de humani-
dad». En este tema se abordan las tensiones y dificultades a que están so-
metidos ambos conceptos.
Tal vez la mayor dificultad que podéis encontrar para preparar este te-
ma sea la de relacionar las ideas de «historia universal» e «ideal de huma-
nidad» —la de relacionar, por tanto, los textos que se ofrecen para su pre-
paración, pues cada uno de ellos se hace cargo de una de estas ideas—.
Creo que lo más oportuno para tratar de solventar esta dificultad es que
acudáis, en primer lugar, a la presentación del tema que se ofrece en la
Guía II [ya está hecho, son los dos párrafos anteriores], donde el «engarce»
que se pretende entre una cuestión y otra aparece con claridad. En segun-
do lugar, sería conveniente que repasarais de los textos anteriores lo que
apuntan Gómez Ramos y Koselleck sobre «historia multiversal» e
«historia mundial» —Weltgeschichte— respectivamente. Observad que
los conceptos clave que están detrás de ambas cuestiones son el de «uni-
versalidad» (o universalismo) en el concepto de «historia universal» y el
de «particularidad» en el de «historia multiversal». Así, en el texto de
Marquard «Historia universal e historia multiversal» se pasa de la definición
clásica de «historia universal» ofrecida por Schiller —aquella que «reúne
todas las historias en una, en la única historia del progreso y del perfeccio-
namiento de la humanidad»— a la propuesta de una «historia multiversal».
Otro tanto ocurre con «la idea o ideal de humanidad» de García−Morán
[el profesor], cuya dificultad está también en esa tensión entre universali-
dad y particularidad que subyace a dicha idea.

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1. HISTORIA UNIVERSAL E HISTORIA MULTIVERSAL


MARQUARD, Odo: «Historia universal e historia multiversal», en Apología de
lo contingente, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 2000, pp. 69−88.

1.1. ESTADIOS DEL PROGRAMA DE LA HISTORIA UNIVERSAL

En 1789, el año de la Revolución Francesa, Friedrich Schiller


(1759−1805) pronunció en Jena su primera clase: «¿Qué significa y con qué
fin se estudia la historia universal?», donde defendió la tesis de que la histo-
ria universal no es un asunto para «eruditos a sueldo», sino para la «ca-
beza filosófica» que, «de toda la suma» de los «acontecimientos» del
transcurso precedente del mundo, «destaca los que han ejercido una in-
fluencia esencial sobre la figura actual del mundo y el estado de la gene-
ración que vive ahora». Así pues, esa «cabeza» define la historia mediante
su relación con el presente y le añade su meta futura, y de este modo
le da «un objetivo racional al curso del mundo y un principio teleológico
a la historia mundial», que por tanto nos «cura» —dice Schiller— «de la
admiración exagerada por la Antigüedad y de la añoranza pueril de
tiempos pasados», pues al «acostumbrar a las personas a considerar todo
el pasado y avanzar con sus conclusiones en el futuro lejano». Se han
«esforzado» —«sin saberlo»— por acercar la historia a su meta. De este
modo, Schiller dio la definición clásica de la historia universal, de
aquella historia que es universal porque reúne todas las Historias en
una, en la única historia del progreso y del perfeccionamiento de la huma-
nidad
Aunque en nuestros días se sigan escribiendo historias universales, ya
hace mucho tiempo que esta definición de la historia universal ha entrado
en crisis. La situación actual de la crisis de definición y de las aporías de
la historia universal está documentada en el volumen colectivo Universal-
geschichte de 1979, en cuya introducción Ernst Schulin (n. 1929) diagnos-
tica varias aporías; en mi opinión, lo decisivo son las dificultades con el
«transcurso unitario», con la idea del progreso lineal que culmina en
Europa: volveré a ello más adelante. Schiller no vio estas dificultades, co-
mo tampoco Hegel (1770−1831) y Marx (1818−1883) después de él, pese
a que el imperativo categórico prohíbe en una de sus formulaciones con-
siderar a los seres humanos de las épocas anteriores sólo como medios
para generar el hoy y una perfección histórica futura, con lo cual se les
niega un camino histórico propio hacia la humanidad. No sintiendo esta difi-
cultad, Schiller define la historia universal antes de su crisis de definición al
resumir lo que desde mediados del siglo XVIII había surgido desde Voltaire
(1694−1778) y Turgot (1727−1781), pasando por Schlozer (1735−1809)
y Kant: (1724−1804) la «histoire générale» o «universelle», la «his-
tona general en intención cosmopolita» —Kant—, es decir —Fichte—:
como «historia pragmática del espíritu humano»—, la historia universal;
aquella historia supersingularizada que —repito— es universal porque
reúne todas las historias en una, en la única historia del progreso y
perfeccionamiento de la humanidad [¿y las víctimas de la historia?] . La

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discusión actual sobre la historia universal tiene que seguir recurriendo aún
hoy a esta definición, pues aún no ha sido sustituida de una manera real-
mente satisfactoria y unánime. En mi opinión, el camino que la conduce a la
crisis pasa por dos estadios, que son el de ataque y el de defensa.
Inspirado por aquella ligereza política que fue posible gracias al éxito
moderno del Estado —del que se vive y contra el que se piensa—, el estadio
agresivo, el estadio de ataque es la radicalización de la historia univer-
sal hasta hacer de ella la filosofía de la revolución. Si el presente no es
ya casi la perfección de la humanidad, hay que hacer violentamente que
lo sea: mediante la revolución política: historia universal como filoso-
fía de la revolución. Pero a la vista del presente de una mala revolución,
la réplica inmediata de la filosofía de la historia fue negar el presente de
la buena revolución: para Hegel, la buena revolución fue la revolución
pasada, y sobre todo la penúltima, la Reforma protestante; para Marx,
la buena revolución es la futura, y sobre todo la segunda, la revolución
proletaria. O, si es que teorías de la decadencia no ocupan el lugar de la
historia universal, se da por concluida la fase de ataque: la historia uni-
versal pasa entonces del estadio filosófico−revolucionario a su segundo es-
tadio.
Tras esta decepción de la expectativa revolucionaria a corto plazo, el
estadio defensivo, que fundamenta la filosofía de la historia en la filosofía
de la naturaleza, representa una moderación de la historia universal en
la teoría de la evolución. El proceso paradigmático es el intento que acomete
Schelling a partir de 1797 para curar a la historia incurable mediante
la sana naturaleza, a la que se considera románticamente la historia me-
jor y que por tanto tiene que ser pensada como historia: «genéticamente»
como —según dice ScheHing— «evolución refrenada». Éste es, para el
contexto de la historia universal, el impulso decisivo en la actualización de
aquella tendencia de pensamiento que comienza en el siglo XVIII y cuyos
inicios ha estudiado Foucault (1926−1984): la ruptura con el pensa-
miento clasificatorio, a la que Wolf Lepenies (n. 1941) ha descrito —por
contraste con Linné (1707−1778), Buffon (1707−1778, curiosamente,
igual que Linné) y sus consecuencias— como «final de la historia na-
tural», a través del paso al pensamiento desarrollista. La teoría de la evo-
lución de Darwin (1809−1882) trae el éxito definitivo a este proceso:
su prometedor intento de salvar la idea de progreso descargándola del fin
final, renunciando a la teleología —contra lo que pueda parecer, la teoría de
la evolución no es teleológica— y a las cronologías absolutas, inspira a tra-
vés de Herbert Spencer (1820−1903) las teorías de la evolución social
en tanto que técnicas de supervivencia que ensalzan el derecho del más
fuerte y entienden la historia de la humanidad como prosecución de la evo-
lución natural con medios más civilizados. Así pues, este estadio de la his-
toria universal se agudiza allí donde la expectativa revolucionaria a corto
plazo ha de ser convertida en una expectativa evolucionista a largo pla-
zo, y esto repetidamente y en intervalos cada vez menores: una vez más,
dentro del último cuarto de siglo —tras la decepción de la expectativa revo-
lucionaria a corto plazo de finales de los años sesenta— y de manera signifi-

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cativa desde principios de los años setenta: de una manera significativa


desde el punto de vista de la historia universal, avanza junto con la idea de
la larga marcha a través de las instituciones la idea de la larga marcha a
través de las especies y de las etapas social−evolucionistas de la
humanidad. Gomo sustituías de la idea original de la historia universal,
aparecen entonces las teorías de la evolución social, que sociológicamen-
te están desarrolladas cerca de la filosofía: por ejemplo, Niklas Luhmann
(1927−1998) y Jürgen Habermas (n. 1929). Mediante esta transformación
evolucionista del programa de la historia universal, ahora vivimos en la era
de un segundo darwinismo social, más civilizado.

1.2. CONFORMISMO DE ACELERACIÓN

Aquello a lo que aquí sólo he aludido comienza, pues, a mediados del


siglo XVIII: desde entonces existe la historia universal al menos como ne-
cesidad y programa. La cuestión que hay que plantear aquí es la siguiente:
¿Por qué surge el programa de la historia universal desde mediados del siglo
XVIII y por qué sigue siendo actual desde ese momento —durante ya más
de dos siglos—? Mi respuesta se apoya en Reinhart Koselleck
(1923−2006) y Hermann Lübbe (n. 1926), que recurren a una generaliza-
ción de la teoría de las crisis de las Reflexiones sobre la historia universal
(editada por primera vez en 1889) de Burckhardt (1818−1897). De acuer-
do con este autor, las crisis históricas son «procesos acelerados», por
lo que el mundo histórico ha de ser entendido, allí donde se convierta en
una crisis histórica, como un proceso acelerado. Su velocidad de trans-
formación se incrementa, su ritmo de innovación y envejecimiento crece, su
tendencia a la complicación aumenta; el ritmo de cambio de las situa-
ciones vitales —de la destrucción de la familiaridad y de la producción de ex-
trañeza— sube: todo fluye, y cada vez con mayor rapidez. Esto requiere
un dominio de la aceleración. Pues bien, mi tesis es que la historia universal
ES EL INTENTO DE DOMINAR LA ACELERACIÓN MEDIANTE EL CONFORMISMO DE
ACELERACIÓN. En mi opinión, esto se muestra al menos en cuatro peculiari-
dades que son propias de ella y sobre las que quiero llamar la atención me-
diante cuatro breves anotaciones (a−d).

a) De la historia universal, ya se trate de la revolucionaria o de la


evolucionista, forma parte como premisa la positivización ontológica de
la mutabilidad. Esto no es evidente: pues la bondad ontologica había co-
rrespondido tradicionalmente antes de la Edad Moderna sólo a lo inmuta-
ble, a lo que permanece siempre igual a sí mismo; y la mutabilidad —
efimeridad— estaba considerada ontologicamente un mal, el malum me-
taphysicum. Pero donde, a partir de la Los ensayos de teodicea (1710) de
Leibniz (1646−1716) —que da inicio a la modernidad—, ya no se quiere
reprochar a Dios los males, hay que positivizar —en definitiva, seculari-
zar— los males que Él ha «admitido»: también el malum metaphysicum.
Este participa en el proceso de la gran desmalificación de los males. Por
ello tiene lugar desde el siglo XVIII una carrera positiva de la finitud, de

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la que forma parte el ennoblecimiento ontologico de la mutabilidad,


cuya consecuencia fue la inmensa ganancia en importancia por parte de la
historia, que permite adaptarse a la aceleración moderna de la transforma-
ción del mundo. Donde todo fluye, desaparece la permanencia como
patron ontologico —en esta misma línea, Émile Durkheim (1858−1917)
alertaba del problema de la religión en la sociedad industrial, que para
Durkheim no es que peligre su persistencia, sino si el rápido cambio social
permitirá a las instituciones religiosas una adecuación a la nueva
simbolización que requiere la solidaridad social—, y la mutabilidad se vuelve
positiva ontologicamente en tanto que progreso y desarrollo. La necesidad
de transformación se convierte en la virtud de la historia y en la virtud uni-
versal de la historia universal: mediante el conformismo de aceleración.
b) De la historia universal, y en especial de la filosofía de la revolu-
ción, forma parte también que el malum metaphysicum «mutabilidad» —
que también significa efimeridad—, positivizado en la historia, muestra una
bondad adicional: pues, según parece, el mal «efimeridad» garantiza
la efimeridad de los males y es de este modo lo bueno: de ahí que, en
el sentido de una aceleración adicional tendente al progreso, haya de ser
bienvenido e impulsado por la historia universal. Por esta razón se intenta
mediante el incremento del ritmo del perfeccionamiento de la historia redu-
cir cada vez más la distancia entre la situación histórica del presente y su
perfección; y la distancia más breve entre ambas es, según parece, la re-
volución: ésta es el mal auténticamente bueno, la suma del mal último,
que desmalifica definitivamente. El ultramal metafísico se convierte en
lo supermejor histórico en tanto que salto al fin perfeccionador de la his-
toria, un salto que se ensalza y ensaya mediante la historia universal. La
necesidad de la aceleración de la transformación se convierte en la
virtud de la revolución: mediante el conformismo de aceleración.
c) Forma parte de la historia universal, tanto de la revolucionaria como
de la evolucionista, el recurso a la gran dimensión temporal, cada vez
más grande: hace falta cada vez más la autoconfirmación mediante la ten-
dencia a la larga. Donde se positiviza la mutabilidad y el incremento del
ritmo hay que recurrir a una transcendencia temporal: a un pasado que
ya era el camino hacia el único futuro correcto. Las turbulencias actuales
y las confusiones de dirección tienen que ser entendidas como parte de
una historia larga y común a todos para soportarlas y salvar la confianza
de que uno mismo se encuentra históricamente en el lugar correcto. Cuanto
más turbulenta es la turbulencia presente, tanto más larga ha de ser la his-
toria para poder conseguir esto: finalmente se va más allá de la historia de
la humanidad y de la evolución de lo vivo y se retrocede hasta el
Big−bang cosmológico originario para confirmar que uno mismo se en-
cuentra, pese a todo, en la tendencia universal y la prosigue correctamente.
La necesidad de la irritación actual se convierte en la virtud de la orientación
global en la historia universal: mediante el conformismo de aceleración.
d) De la historia universal forma parte la superación de la acelera-
ción mediante la ley de la vanguardia histórica. Esto está en relación con
la tribunalización moderna de la realidad histórica de la vida. Pues donde,

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según la opinión de la historia universal, los seres humanos hacen cada vez
más su propia historia, toman de Dios junto con la función de creador tam-
bién la de acusado por la teodicea: donde sigue habiendo males, la excu-
sa más prometedora ante este tribunal —ante el que los seres humanos ya
no conducen a Dios, sino a sí mismos— consiste en la aseveración de que
los responsables han sido los seres humanos —antropodicea—, pero
siempre otros seres humanos. Los seres humanos se escapan de la acusa-
ción relativa a los males presentes al convertirse en vanguardia, pues ésta
—siendo siempre más rápida que la acusación— se escabulle del tri-
bunal al convertirse en tribunal: refugiándose en la acusación, lo cual es
una huida hacia delante cada vez más rápida. La necesidad de la acele-
ración se convierte en la virtud de la superación de la aceleración, que hace
de la historia universal el juicio final, cuyo juez es la vanguardia:
mediante el conformismo de aceleración.

Con estas cuatro anotaciones he querido aclarar la tesis que he formu-


lado de la siguiente manera: LA HISTORIA UNIVERSAL, QUE FUE PUESTA EN CIR-
CULACIÓN POR LA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA Y FUE RADICALIZADA EN SENTIDO
REVOLUCIONARIO O TEMPERADA EN SENTIDO EVOLUCIONISTA, ES EL INTENTO
PROPIO DEL MUNDO MODERNO PARA DOMINAR LA ACELERACIÓN MEDIANTE EL
CONFORMISMO DE ACELERACIÓN.

1.3. ELOGIO DE LA INERCIA

La historia universal, en tanto que teoría de la vanguardia emancipato-


ria y revolucionaria y teoría de la evolución social, declara así triunfador al
ser humano: protagonista victorioso del reino de la libertad en el cam-
peonato mundial de supervivencia. Pero esto conduce a que el ser humano
triunfe al triunfar al mismo tiempo sobre los seres humanos: pues la
historia universal, en la medida en que está inspirada por el CONFORMISMO
DE ACELERACIÓN, tiende siempre a un final en el que los seres humanos es-
tán obligados a negar a algunos de ellos el carácter humano, volvién-
dose de este modo inhumanos ellos mismos. La historia universal corre
siempre —bajo el signo del conformismo de aceleración— el peligro de
perder su carácter humano por culpa de la humanidad. Contra ello
debe advertir que quien quiera ser humano ha de ser antes inerte que
universal —porque como vamos a ver a continuación, lo inerte cambia muy
lentamente—.
De este modo, abogo —frente a todo conformismo de aceleración— en
favor de la bondad humana de las ordenaciones inertes en relación al
cambio histórico. De ellas forman parte constantes como aquellos «enig-
mas de la vida siempre iguales» a los que Wilhelm Dilthey
(1833−1911) ha denominado «nacimiento, procreación, muerte». De lo
inerte en relación al cambio forman parte también precisamente todas esas
cosas que cambian lentamente, al menos tan lentamente que el resul-
tado del cambio ya no afecta a la misma generación. De todas estas cosas
inertes en relación al cambio cabe decir que lo que queda anticuado

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mediante cambios históricos y aceleraciones de cambios no es lo inhu-


mano, sino por lo general lo humano, incluido lo demasiado humano.
Lo humano es el ritardando. Esta bondad humana de lo inerte en relación
al cambio histórico no puede ser hecha valer por la historia universal, ya
que ésta piensa de una manera conformista con la aceleración, por lo
que hacen falta otros órganos —para favorecer el ritardando—: uno de
ellos es, en mi opinión, la antropología filosófica y el que es su aliado clá-
sico desde Herder y Dilthey: el historicismo, que busca la diversidad.
Desde 1963 he intentado mostrar que la antropología filosófica —en
tanto que filosofía de la «naturaleza» del ser humano y de sus ordenaciones
constantes e inertes en relación al cambio— se establece precisamente en
oposición a la filosofía de la historia: así pues, contra la historia univer-
sal —conformismo por aceleración— propia de la filosofía de la historia. Hoy,
a la vista del auge de las teorías evolucionistas, hay que añadir que la
antropología filosófica —filosofía de las constantes inertes del ser humano—
guardaba una relación problemática con la teoría de la evolución: las prime-
ras antropologías filosóficas de nuestro siglo —las antropologías de la posi-
ción especial del ser humano de Max Scheler (1874−1928), Plessner
(1892−1995), Gehlen (1904−1976)— se establecieron de una manera
neutral en relación al darwinismo. Hay una reflexión de Wolf Lepenies (n.
1941) que hace plausible por qué fue así: gracias a la teoría de la evolu-
ción, que pone al ser humano en relación muy estrecha con la naturaleza,
por una parte se volvió posible la antropología en tanto que ciencia inte-
grada global del ser humano en una manera desconocida anteriormente, pe-
ro por otra parte se volvió superflua y por tanto institucionalmente no
real; pues para la evolución natural «man is no exception», como señaló
Darwin: por ello en el siglo XIX no se institucionalizó la antropología, sino
la biología, ya que las peculiaridades del ser humano fueron cedidas a la
literatura, a la que durante el romanticismo y el siglo XX se sumó la an-
tropología filosófica. La antropología, opuesta a la filosofía de la his-
toria, se deshizo en biología y literatura.
Aquí se volvieron necesarios, de manera plausible, intentos de recon-
ciliación; el último del que he llegado a tener conocimiento es el nuevo li-
bro de Günter Dux (n. 1933, profesor emérito de sociología en la Universi-
dad de Friburgo) sobre «la lógica de las imágenes del mundo»: Dux define
primero al ser humano como continuación de la evolución empleando me-
dios más autónomos, es decir, mediante la historia, y subraya a continua-
ción que en virtud del nacimiento se puede decir de todo ser humano que
primero existe y a continuación se inventa a sí mismo mediante el aprendi-
zaje. Por tanto, para este existencialismo evolucionista de Günter Dux
cada bebé humano es un pequeño Sartre (1905−1980) y un europeo tardío
en potencia. El impedimento es en Dux el «esquema subjetivista» mis-
mo, que actúa como «barrera». De este modo, las peculiaridades de las
diversas formaciones culturales son carencias en tanto que frenos para
una historia de progreso y aceleración: en Dux, el conformismo de ace-
leración hace que triunfe el modelo —propio de la historia universal— del
progreso lineal sobre el sentido para lo constante propio —corrientes iner-

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tes— de su punto antropológico de partida.


En mi opinión, esto es así porque Günter Dux toma como constante
antropológica directriz sólo el «enigma vital» «nacimiento», que en
efecto inaugura la libertad, pero no el «enigma vital» «muerte», que
limita la libertad al ponerle un plazo a la vida. Frente a ello, quisiera dar la
prioridad a la muerte: los seres humanos son «relativamente a la muer-
te» —zein zum tode— ,pero en un sentido nada enfático, de la siguiente
manera: al igual que su natalidad, también la mortalidad de la población
humana alcanza siempre el cien por cien, y los seres humanos lo sabemos
—por eso somos seres−para−la−muerte, porque lo sabemos—, por lo que
cabe decir que —vita brevis— no tenemos bastante tiempo para inventar
continuamente todo de nuevo, sino que siempre hemos de recurrir funda-
mentalmente a lo que ya es y ya está en vigor, así como que —vita bre-
vis— no tenemos bastante tiempo para poner en cuestión y cambiar según
nuestra voluntad lo que ya es y ya está en vigor, sino que siempre hemos
de continuar fundamentalmente lo que ya es y está en vigor. Pues
nuestro nacimiento nos condena no sólo a la libertad, sino también a la
muerte: la vida es breve, por ello es inevitable que de una manera inerte
en relación al cambio nos sumemos a lo ya dado.
Por ello —porque morimos— somos inertes en relación al cambio y
morimos cuando se nos exige un exceso de cambio. Quien olvida esto
olvida —con consecuencias ruinosas— lo humano. Pues el ser humano es,
de manera inevitable debido a la mortalidad, el ser inerte en relación al
cambio y obligado a sumarse a lo ya dado —porque no tiene tiempo de
inventar todo lo dado—. Y por este motivo cabe decir, repito, que QUIEN
QUIERA SER HUMANO HA DE SER SIEMPRE MÁS INERTE QUE UNIVERSAL. Es decir,
tendrá que conformarse con lo dado más bien que intentar un exceso de
cambio.
En el mundo moderno, esta inercia —inerte— en relación al cambio
por parte del ser humano ha desaparecido sólo en apariencia como conse-
cuencia de la aceleración del cambio del mundo de nuestros días: pues
—y podemos llamar a esto la astucia de la inercia— la aceleración moder-
na del cambio se pone al servicio de la inercia en relación al cambio. Cier-
tamente, sucede de hecho lo que he dicho al principio, refiriéndome a Kose-
lleck y Lübbe: en la Edad Moderna aumenta el ritmo de innovación, la
velocidad de envejecimiento. Porque esto es así, hoy nos pasa a todos —y
esto es muy humano— que de algún modo no podemos mantener ese
ritmo y lo sabemos, si es que no ocultamos este saber mediante conformis-
mos de aceleración. Sin embargo, y esto me parece importante, en el
mundo moderno forma parte de la creciente velocidad de envejecimiento la
creciente velocidad de envejecimiento de sus envejecimientos. De
este modo, cuanto más rápidamente lo nuevo se vuelva viejo, tanto más
rápidamente puede lo viejo volver a ser lo más nuevo. La lentitud y
el retardamiento, causados por la inercia, se convierten así en una opor-
tunidad; bajo condiciones de aceleración, el carácter anticuado tal vez
sea para el ser humano la estrategia más prometedora para permanecer a
la altura de la época. Ya que el recurso «mutabilidad» resta escaso para

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los seres humanos, debido a la mortalidad, habría que dejar tranquilamen-


te que la historia —cuanto más rápido sea su ritmo— nos adelante y es-
perar hasta que el curso del mundo, viniendo desde atrás, vuelva a pasar
por nuestro lado: entonces seremos considerados durante cierto tiempo —
y en intervalos cada vez más breves— un grupo puntero por aquéllos que
se interesan por la vanguardia —los envejecimientos envejecen tan rápido
que es sólo cuestión de esperar no micho tiempo a que lo «clásico» vuelva a
ser novedad, como de hecho sucede con la cultura denominada «vintage»—.
Así sucede, como puede atestiguar todo el que haya alcanzado ya cierta
edad, que lo que acaba de ser superado definitivamente no tarda en rea-
parecer —y en intervalos cada vez menores— como lo más nuevo: con o
sin camuflaje metódico. De ahí, por ejemplo, que hoy manden las olas de
nostalgia: desde el neomarxismo, pasando por el pensamiento sistémico y
la teoría de la evolución, hasta el nuevo orientalismo y el
neo−rousseuanianismo de los verdes: su envejecimiento envejeció. El arte
de percatarse de estos procesos y tomarlos en consideración es el sentido
histórico, que —en compensación al conformismo de aceleración— sabe ha-
cer valer que la creciente velocidad de envejecimiento es compensada en la
Edad Moderna mediante el crecimiento de las oportunidades de reactivación
de lo viejo. De ahí que en la historia, en el eterno retorno de lo desigual, su
aceleración actual sea precisamente la prosecución del eterno retorno de lo
igual empleando los medios más modernos: la aceleración moderna del
cambio es un agente de la inercia humana en relación al cambio.

1.4. ELOGIO DE LA DIVERSIDAD: LA HISTORIA MULTIVERSAL

Por consiguiente, puede valer —bajo el signo de la ya mencionada coa-


lición entre la antropología filosófica y el historicismo— lo que considero, tal
vez de una manera demasiado ingenua desde el punto de vista de la histo-
riografía, una quintaesencia de la experiencia con la historia: 1) cuán-
to ha cambiado incluso donde no ha cambiado casi nada; 2) la segunda
experiencia, más penetrante, es: qué poco ha cambiado incluso donde ha
cambiado casi todo. El sentido histórico es sobre todo el sentido inercial,
tener sentido de las inercias: la experiencia básica de lo histórico es, en mi
opinión, más que la de la mutabilidad de sus límites.
Esto significa que, aunque a la larga los cambios históricos tiendan
realmente a lo universal, la historia —debido a esta inercia— persevera
más de lo que cree la historia universal en lo no universal» en las
peculiaridades; y yo pienso que está bien que esto sea así La mortalidad
causa la inercia en relación al cambio; la ineria en relación al cambio
preserva la diversidad; y sin esta diversidad no podemos vivir. Incluso allí
donde, en la Edad Moderna, los asuntos humanos están en interdependencia
mundial y de este modo hacen inevitables las regulaciones globales —
universales—, estos universales no regulan lo más relevante para la
vida; por ejemplo, allí donde —de manera universalista y laudable— se re-
conoce a todos los seres humanos como iguales, pues la igualdad significa:
poder ser diferente que los demás sin miedo. Por ello a los seres hu-

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manos siempre les importa más que su capacidad de generalizar su capaci-


dad de ser peculiar: su competencia para la diversidad; y toda universali-
zación ha de promover la diversidad o no sirve para nada —choques de
civilizaciones al margen—.
En mi opinión, la definición clásica de la historia universal —como
aquella historia supersingularizada que es universal porque reúne todas
las historias en una, en la única historia del progreso y perfeccionamiento de
la humanidad— ha pasado por alto justamente esto. Quien define la his-
toria como la larga marcha hacia lo universal y como el camino de disolu-
ción del individuo en la especie tiene que suponer que «todas las épocas
precedentes» se han «esforzado» por «traer nuestro siglo humano» y por
tanto acercar la historia a la universalidad realmente existente. En el fondo,
esta convicción —debilitada— subyace a la célebre frase inicial de la «nota
previa» de Max Weber (1864−1920) a los Ensayos sobre sociología de la
religión (1921): «Es inevitable —y además está justificado— que el hijo del
mundo cultural europeo moderno trate los problemas de la historia universal
preguntándose: ¿qué concatenación de circunstancias ha conducido a
que precisamente en Occidente, y sólo aquí, surgieran fenómenos culturales
que se encontraban —al menos, según nos complace figurarnos— en una
dirección de desarrollo con significado y validez universales?».
En la definición clásica de la historia universal que propone Schiller,
esto suena menos prudente: todo lo anterior es interesante para él sólo
como medio de autoconfirmación para el presente; por supuesto, esta
instrumentalización de lo histórico por parte de la historia universal —
está hoy en día superada— es un olvido camuflado de recuerdo. Contra
ella protesta Claude Lévi−Strauss (1908−2009) en su Antropología es-
tructural (1973) —extendiendo a las culturas la tesis de Ranke sobre la
igualdad de oportunidades de las épocas— mediante una frase que suena
como formulada directamente contra Schiller: «una sociedad puede vivir,
actuar, transformarse, sin dejarse embriagar por la convicción de que quie-
nes le han precedido diez mil años antes no han hecho otra cosa que prepa-
rarle el terreno. Más bien, hay —según dice esta crítica del «mito de la Re-
volución francesa»— muchos caminos diferentes hacia la humanidad.
Por ello, liberaliter, no puede haber sólo una única historia, sino que tie-
ne que haber muchas historias. Más importante que la historia universal
es la réplica diversificadora a ella: la HISTORIA MULTIVERSAL, que sólo es
humana como posibilitación directa o indirecta de la historia multiversal.
En mi opinión, de aquí se sigue que la historia universal se vuelve
humana a través del historicismo, es decir, mediante aquel modo auto-
distanciador del sentido histórico propio de la Europa tardía que permite a
los seres humanos tener no sólo una historia, sino muchas historias en
las que las personas están enredadas y que éstas pueden y deben narrar,
pues para los seres humanos esto es tan necesario tomo posible.
Es necesario para los seres humanos tener no sólo una única historia o
unas pocas historias, sino muchas historias; pues si cada uno de ellos y
todos en conjunto sólo tuvieran una única historia, estarían abandonados y
entregados por completo a esta única historia; tan pronto como tienen mu-

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chas historias, se vuelven relativamente libres respecto de cada historia


y de este modo quedan capacitados para desarrollar una pluralidad propia.
Porque los seres finitos no pueden determinarse a sí mismos ex nihilo, pues
son mortales, su libertad existe —divide et fuge— sólo gracias a la divi-
sión de poderes: gracias a la división incluso de aquellos poderes que son
las historias, e incluso de aquellos poderes que son sus narraciones e inter-
pretaciones, gracias a la división de la única historia en muchas histo-
rias. Se puede aprobar la historia universal sólo si ésta está dispuesta a no
ser la única historia, sino una historia —y no precisamente la más impor-
tante— entre muchas otras historias.
Al mismo tiempo, también es posible para los seres humanos tener no
sólo una única historia ni unas pocas historias, sino muchas histo-
rias; pese a aquella férrea obligación a la unicidad bajo la que nos encon-
tramos todos porque sólo tenemos una vida. Si sólo tenemos una vida —lo
cual es correcto—, pero tenemos que vivir varias vidas para poder tener
realmente muchas historias, necesitamos a los demás, a nuestros se-
mejantes, que son varios y por tanto viven varias vidas. La comunica-
ción con los otros es nuestra única posibilidad para tener varias vidas y de
este modo muchas historias; y no sólo la comunicación simultánea con otros
coetáneos, sino también la comunicación histórica con otros de otras
épocas y culturas, para lo cual hace falta y es importante precisamente su
heterogeneidad, que en la comunicación no ha de ser borrada, sino culti-
vada y protegida. Por supuesto, esto distingue a esta comunicación —por
decirlo así, multiversalista— respecto de aquella comunicación —
universalista— que es, según Apel (n. 1922) y Habermas (n. 1929), el
discurso ideal, pues en el discurso ideal, que es la analogía de la historia
universal, la diversidad está tolerada sólo como constelación inicial,
el movimiento sólo está justificado como desmontaje de la diversidad, y en
su estado final —el consenso universalista— nadie es más distinto que
los otros, por lo que en el fondo todos los participantes son superfluos,
salvo aquél que basta para defender la opinión que dominará como la única
—por eso Javier Muguerza (n. 1936) le espeta a Apel en su obra de 1990
Desde la perplejidad que no deje espacio para el disidente— . Así, aquel so-
lipsismo transcendental contra el que fue inventado el modelo de acción
comunicativa del discurso ideal retorna al final de este discurso: el propio
consenso discursivo es la venganza del solipsismo por su superación
discursiva. Pues, al igual que en la historia universal la meta de las histo-
rias es hacerse superfluas a sí mismas, en el discurso ideal la meta de sus
participantes es hacerse superfluos a sí mismos. De esta comunicación
universalista se diferencia, pues, la comunicación multiversalista, la de la
conversación infinita, que necesita y preserva la heterogeneidad del otro.
Es el órgano de aquella historia multiversal por la que he abogado aquí me-
diante la tesis de que la historia universal es humana sólo mediante su
«superación» historicista: como historia multiversal.
Concluyo recordando aquella frase con la que he comenzado: la historia
es una cosa demasiado importante como para dejársela sólo a los historia-
dores. Pienso que mis observaciones filosóficas sobre la historia universal

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y la historia multiversal han vuelto plausible no precisamente esta frase,


sino una frase completamente diferente y casi opuesta, ésta: la historia es,
sobre todo ahora, una cosa demasiado importante como para dejársela sólo
a los filósofos.

2. FRÁGIL IDEA DE HUMANIDAD


GARCÍA−MORÁN ESCOBEDO, Juan: «Frágil idea de humanidad», en Revista In-
ternacional de Filosofía Política, nº 15 (julio 2000), pp. 73−98.

Una de las cosas que difícilmente puede discutírsele al tan mentado co-
mo controvertido fenómeno de la globalización, es la creciente percepción
que ha traído consigo aparejada de que se están desarrollando —bajo el im-
pulso principalmente de las nuevas tecnologías y de la progresiva interde-
pendencia de la economía— las bases de una nueva civilización a escala
planetaria. Parecen verse así confirmadas aquellas palabras escritas tiem-
po atrás por el gran poeta e intelectual mexicano Octavio Paz
(1914−1998), en las que podía leerse: «Somos, por primera vez en nuestra
historia, contemporáneos de todos los hombres». Ello ha contribuido sin du-
da a fortalecer la idea de que todos formamos una única humanidad, una
sola comunidad humana universal, idea tras la cual ha reverdecido —
renovado— el viejo «ideal cosmopolita» alentado, a su vez, por la emer-
gente y acariciada perspectiva de ver extendida por todo el globo una cul-
tura política común basada en los principios universales de la democra-
cia y los derechos humanos. Paradójicamente, sin embargo, no es menos
cierto que esta tendencia globalizadora se ha visto al mismo tiempo acom-
pañada por lo que se ha venido también a denominar un proceso de «triba-
lización» del mundo; esto es, un resurgimiento del énfasis en la identidad
particular que en ocasiones ha llegado a manifestarse de forma exacerbada
—Cataluña—, dando lugar a dramáticos conflictos étnicos, religiosos o
nacionalistas entre distintas comunidades que han arremetido entre sí en
nombre, muchas veces, de sus respectivas identidades culturales (Samuel
P. Huntington, El choque de civilizaciones). Pues bien, es en este escenario
dramatizado una vez más por la vieja y complicada dialéctica entre par-
ticularidad y universalidad en el que pretendo inscribir las reflexiones
que siguen. Su propósito no es otro que el de tratar de repensar, en un con-
texto mundial marcado por la presencia simultánea —y aparentemente an-
tagónica— de nuevas y más amplias formas de integración política y de
reivindicaciones identitarias de muy variada índole, los límites y condi-
ciones de posibilidad de la idea de humanidad en cuanto verdadera comu-
nidad global de ciudadanos.

2.1. FRAGILIDAD E INDETERMINACIÓN DE LO HUMANO

Dada la conocida y obstinada querencia que los filósofos experimentan


por los conceptos, me van a permitir que comience mi exposición estable-
ciendo una diferenciación conceptual: la que tiene lugar entre «hom-
bre» y «humanidad». O para ser más precisos: la que se establece entre

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«ser hombre», por un lado, y «tener humanidad», por otro. Lo prime-


ro no es sino una categoría que proviene de la especie biológica. Lo se-
gundo, en cambio, parece abarcar connotaciones más amplias: pues pue-
de aludir a cuestiones tales como la posesión de una virtud, la propensión a
cierto sentimiento, la reivindicación de determinados derechos o incluso la
propuesta de un proyecto político, cuestiones todas ellas que acreditan la
importancia de la comunicación, el diálogo y la interacción con los de-
más como premisa básica para la existencia humana. Como nos recuerda la
hoy día tan socorrida Hannah Arendt (1906−1975) —y hemos de recono-
cer que la cita nos viene a este respecto de perlas—: «Una filosofía de la
humanidad se distingue de una filosofía del hombre por su insistencia en
el hecho de que no es el Hombre, hablándose a sí mismo en un diálogo
solitario, sino los hombres hablando y comunicándose entre sí, quienes
habitan la tierra».
Lo que estos pasajes de Arendt revelan, es que al igual que «ser hu-
mano» consiste principalmente en relacionarse con otros seres humanos,
así también la «humanidad» requiere de un marco humano para lograr
manifestarse: pues los hombres se hacen humanos unos a otros y nadie
puede darse la humanidad a sí mismo en la soledad o, por mejor decir, en el
aislamiento. Por expresarlo más sucintamente con palabras de Todorov (n.
1939): «lo humano está fundado en lo interhumano». De manera que
la humanidad nunca se adquiere en la soledad: sólo puede desarrollarse en
la vida compartida con otros seres humanos. Y otro tanto ocurre con el len-
guaje —nadie aprende a hablar por sí solo—, el cual constituye a su vez la
base de toda cultura —es la primera y más importante de las dimensiones
humana, pues pensamos hablando—. Y tan incuestionable es que el hombre
se compone de una realidad natural o biológica como de una realidad
cultural. Así pues, podríamos cifrar en la necesidad de interacción con los
demás, el lenguaje y la cultura los presupuestos necesarios de la existen-
cia humana. Si por cualquier lance de fortuna nos viésemos privados de los
mismos, la humanidad no llegaría a tener lugar.
Lejos de tratarse de una exageración retórica, tan rotunda afirmación
remite más bien a un «dato de la experiencia». Así lo atestigua, por traer
a mano un ejemplo que de forma tan apasionada atrajera en su día el inte-
rés y la atención de algunos de los más dignos hijos del siglo de las Luces,
el singular caso de los denominados «niños selváticos»: esto es, el de
aquellas criaturas que al haber permanecido —por la circunstancia que fue-
se— al margen del proceso de socialización humana, condenadas desde
temprana edad a llevar una existencia completamente aislada respecto de
los otros individuos de su especie y desprovista de todo recurso comunicati-
vo, vieron al cabo truncadas sus potenciales posibilidades de alcanzar la
humanidad. En este sentido son elocuentes las palabras con las que el mé-
dico y pedagogo ilustrado Jean Itard abre su conmovedor relato sobre uno
de los casos más célebres y conocidos, el del Víctor de Averyon de 1801 —
Víctor fue el nombre asignado por su tutor oficial a un preadolescente salva-
je encontrado en la región francesa de Aveyron en los últimos años del siglo
XVIII—: «Echado al mundo sin fuerzas físicas y sin ideas innatas, impedido

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para obedecer por sí mismo a las propias leyes constitutivas de su organiza-


ción, que lo destinan, sin embargo, al primer puesto en la escala de los se-
res, solamente en el seno de la sociedad puede el hombre acceder al lugar
eminente que le fue señalado en la naturaleza; sin la civilización jamás po-
dría llegar a situarse sino entre los más débiles y menos inteligentes anima-
les».
El fracaso y la consiguiente frustración con que se saldan los denodados
esfuerzos y los pacientes desvelos que Itard prodigara al «niño bravío» en
aras a rescatarle de su existencia casi animal y conducirle al seno de la so-
ciedad humana, son sin duda alguna reveladores tanto de nuestra incom-
pletud original como de la necesidad que tenemos de relacionamos con
los demás para lograr apropiamos de nuestras potenciales capacida-
des humanas. Sin que, por cierto, quepa entender aquí esta apropiación en
un sentido aristotélico, teleológico o menos aún determinista —por el cual el
homo potentia se toma homo in actu—; pues antes bien lo que se está
sugiriendo es que dado que la humanidad del hombre no tiene de antemano
asignada un determinado contenido, son muchas las sendas por las que
puede llegar a discurrir y realizarse lo humano. En este sentido, sí que da
Itard plenamente en la diana cuando de su atribulada experiencia extrae la
conclusión de que «el hombre no es sino aquello que se le hace ser».
Afirmación con la cual está apuntando, en realidad, a algo en lo que habré
de insistir repetidas veces a lo largo de mi exposición: la indeterminación
esencial de lo humano. De donde se infiere que la humanidad del hom-
bre no viene dada, no está constituida, ni, menos aún, se trata de algo
fijo e inalterable. De ahí que pueda verse sobre todo como una conquista;
mejor aún, como un compromiso y una responsabilidad a asumir. Con la
consecuencia inmediata que de esto se sigue: la idea de humanidad ha de
ser fundamentalmente pensada como un deber ser.

2.2. LA HUMANIDAD SE DECLINA EN PLURAL

Es precisamente esa indeterminación esencial de lo humano la que


subyace o está detrás de los muchos y distintos modos de «ser humano»;
la que explica, en otras palabras, que la humanidad se haya manifestado a
lo largo de la historia —y se manifieste aún— de múltiples y muy varia-
das formas. Ya Herder (1744−1803) atinaba a señalar, a propósito de la
naturaleza humana, que se trataba de «un barro dúctil, susceptible de
adoptar diversas formas en las situaciones, necesidades y agobios más dis-
tintos». Y ya Marx (1818−1883) nos ponía en guardia para evitar convertir
la naturaleza de un hombre históricamente concreto en la naturaleza
humana per se, cuando definía al «ser humano» como un «ser social» que
«es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales». A partir de estas
premisas nada más conveniente, en consecuencia, que empezar por hacerse
cargo de que el reconocimiento de la unidad de la humanidad tiene
como corolario inmediato el reconocimiento mismo de la pluralidad
humana. Máxime si tenemos en cuenta que esta tensión entre unidad y
pluralidad no siempre ha sido satisfactoriamente resuelta a la hora de defi-

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nir o de trazar las lindes de lo que comprendía la humanidad, como testimo-


nia el uso que a menudo se ha hecho de la lógica inclusión−exclusión pa-
ra delimitar la pertenencia a la misma. Pues unas veces, en efecto, la pro-
clamada unidad de la humanidad se basaba en una supuesta inclusión
que, bien mirado, no consistía sino en la imposición de un particularismo
disfrazado con los ropajes del universalismo, con lo cual la humanidad
quedaba ocasionalmente asimilada de forma explícita o implícita a Europa, a
Occidente, a la cristiandad, al islamismo o a la mitad masculina de la espe-
cie. Otras veces, en cambio, dicha unidad se basaba abiertamente en la
exclusión, restringiendo así el ámbito de la humanidad a unos grupos y
excluyendo sin más a otros o incluso al resto.
Bastaría con acudir, sin ir más lejos, a las propias características o su-
puestos básicos en los que cifrábamos líneas más arriba los fundamentos
mismos —o dimensiones básicas— de la existencia humana —el lenguaje,
la cultura y la necesidad de interacción con los demás— para dar expresa
cuenta de esa pluralidad y diversidad humanas. Pues así como el «len-
guaje universal» de Adán se convierte con el transcurrir del Génesis en
una «Babel de lenguas» incomunicables entre sí, del mismo modo no ca-
be hablar de una cultura humana sino de una pluralidad de ellas, y no es
preciso estar completamente de acuerdo con Samuel Huntington
(1927−2008) como para dejar de reconocer la conflictiva relación existente
entre las mismas —algo que por lo demás este final de tan sangriento siglo,
fiel a sí mismo hasta su último estertor, no deja de recordamos—. Innecesa-
rio es decir cómo afectan estas cosas a la interacción o convivencia entre
unos y otros. De modo que aquellos elementos constitutivos de nues-
tra humanidad, aquello que nos une, es, al mismo tiempo, lo que nos
separa.
A decir verdad, la idea de que todos los pueblos del mundo forman una
única humanidad no es, ciertamente, algo natural o consustancial al género
humano. Antes al contrario, lo que ha distinguido durante mucho tiempo a
los hombres de las demás especies animales es, precisamente, que no se
reconocían unos a otros como miembros de la misma especie —
cuando los españoles llegaron al Nuevo mundo no tenían muy claro si esas
«criaturas con forma humana» eran hombres o no, sobre todo porque no
eran evangelizables (Bartolomé de Las Casas vs Ginés de Sepúlveda)—. Só-
lo quienes pertenecían al propio grupo eran considerados como semejan-
tes, mientras que aquellos otros pertenecientes a tribus o poblados dis-
tintos quedaban por lo general excluidos de la categoría de lo humano. Da
prueba de cuán difícil les resultaba creer que compartían una humanidad
común, el hecho de que la mayor parte de los pueblos primitivos acos-
tumbrase a reservar celosamente el título de «hombre» exclusivamente pa-
ra los miembros de su propia comunidad, con lo cual la humanidad acababa
muchas veces en las fronteras de la tribu, del grupo lingüístico o, incluso a
veces sin ir más lejos, del mismo poblado —con esta idea de refutó el «mito
del buen salvaje» de Rousseau—. Ello explica que la expresión «hombre» o
«ser humano» casi siempre fuera sinónimo de «miembro de nuestra tri-
bu» —como sucede con el nacionalismo—. Todavía en nuestros días un au-

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tor como Richard Rorty (n. 1931) ha vuelto a subrayar, tomando como ba-
se los escalofriantes relatos llegados desde Bosnia, esa reiterada incapaci-
dad que manifiestan los seres humanos para reconocerse recíprocamente
como tales. Pues según Rorty, los asesinos y violadores serbios no conside-
ran que estén violando los derechos humanos, ya que a su modo de ver, no
hacen esas cosas a otros seres humanos sino a musulmanes, discriminando
así también por su parte entre los verdaderos humanos y los pseu-
dohumanos. Asimismo, huelga decirlo, proliferan hoy día por doquier los
ejemplos que muestran cómo para muchos hombres ser mujer no es pro-
piamente una forma de ser humano.
Es preciso advertir en este punto que no se trata, claro está, de que
quienes se designan a sí mismos como «hombres» sean ciegos a las seme-
janzas corporales que guardan con aquellos otros a quienes se les excluye
de lo humano. Más bien, lo que ante todo se pone aquí de relieve es que no
basta con tener rostro humano para pertenecer de pleno derecho a la
humanidad. Se hace preciso, además, vivir conforme a una arraigada
tradición, una determinada cultura, unos usos y costumbres particulares.
Pues por más que determinados rasgos físicos sean universalmente huma-
nos, no por ello constituyen un salvoconducto universal; es decir, no
crean por sí mismos ningún tipo de identidad de pertenencia entre grupos
humanos diferentes. Lo que cuenta sobre todo es la manera de vivir,
las formas de vida y sus prácticas privadas o sociales, las cuales funcionan
como verdaderas señales de reconocimiento que separan sin discu-
sión lo humano de lo no humano. Esto es precisamente lo que no pare-
cía entender Shylock —el personaje de Shakespeare (1564−1616) en El
Mercader de Venecia (escrita entre 1596 y 1598 y publicada en 1600)—
cuando, abrumado por la carga de su pertenencia judía, exclamaba en con-
movedora y conocida queja: «Soy un judío. ¿Es que un judío no tiene ojos?
¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos,
pasiones? ¿Es que no está nutrido de los mismos alimentos, herido por las
mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos
medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno
que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos cosquilleáis, ¿no
nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis ¿no nos
vengaremos? Si nos parecemos en todo lo demás, nos pareceremos también
en eso».
Al apelar a una humanidad común que pueda ser reconocida por to-
dos los hombres en términos exclusivamente físicos o corporales, el
desdichado Shylock parece ignorar que la verdadera naturaleza del proble-
ma radica en otra parte: que el conflicto surge, en realidad, cuando se
traspasan las fronteras corporales y nos adentramos en el terreno de
los juicios, de las opiniones, de las creencias y de los valores, máxime
cuando aparecen vinculados a una etnia concreta, a una determinada cultu-
ra o a una forma particular de vida. La raíz de la que brota la radical incom-
prensión entre el judío Shylock y el cristiano Antonio, la fuente de la que
nace su recíproca e insalvable hostilidad, está en que cada cual actúa de
acuerdo con los principios de su fe. Son sus diferentes credos, sus res-

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pectivas y opuestas visiones del mundo, sus distintos modos de vivir los
que vedan, en definitiva, cualquier posibilidad de arreglo entre ambos y los
hace incapaces de mirarse mutuamente como seres humanos. Así lo ha ad-
vertido con su proverbial agudeza Allan Bloom (1930−1992), para quien si
Shylock restringe expresamente su invocación a la fraternidad humana al
nivel más bajo, el del cuerpo, mientras evita aludir a un nivel superior o
espiritual —digamos, el más genuinamente humano—, es porque basta con
que en este último tengan cabida las distintas opiniones y creencias que los
hombres tienen sobre las cosas para que se convierta en campo de perma-
nente discordia entre los mismos. Con lo cual extrae la conclusión de que
Shakespeare no parece dejar aquí más opción que la de «una diversidad
hostil en un plano elevado o una humanidad común en el nivel de los anima-
les».
Ciertamente, pueden hallarse otras obras literarias o filosóficas que aun
siendo conscientes de la dificultad que entraña la convivencia entre diversos
credos y culturas, no por ello dejan de ofrecer una perspectiva más hala-
güeña sobre las posibilidades de la misma. Estoy pensando, sin ir más lejos,
en el Natán el sabio (1779) de Lessing (1729−1781) y su conocida idea de
tolerancia simbolizada por la parábola de los tres anillos —que simboli-
zaban a las tres grandes religiones monoteístas: judaísmo, cristianismo e
islam. Lessing no veía forma de averiguar cuál de ellas es la verdadera. Se
preguntaba por qué, de las tres veces que ha hablado el único Dios, sólo
una puede ser verdadera. Hoy sabemos que las tres son verdaderas. No tie-
ne sentido azuzar entre ellas nuevas contiendas. Las tres son caminos de
salvación para sus fieles. No debe imponerse lo que Lessing denomina «la
tiranía del único anillo»—. Pero aun así, me parece conveniente no dejar
caer en saco roto la lección principal que podemos extraer del texto de
Shakespeare, que no es otra que la de mostrar las dificultades que se
oponen a la fraternidad humana, dificultades que son reales y que distan
de poder ser eliminadas mediante piadosas exhortaciones morales.
Así pues, en vista de cuanto llevamos dicho y como anticipo al mismo
tiempo de lo que después veremos, quisiera destacar por de pronto y por
encima de todo dos cuestiones: 1) la dificultad de alcanzar una idea
común de humanidad, máxime cuando nos sentimos constreñidos por la
etnia, las imposiciones coercitivas de la pertenencia grupal o el desconoci-
miento mutuo; y 2) los posibles retrocesos o recaídas que pueden produ-
cirse, aun en el caso de haber superado dicha dificultad. Trataré pues de
mostrar en lo que sigue, valiéndome para ello de una perspectiva genea-
lógica, la difícil andadura a través de la cual ha ido poco a poco abriéndose
paso y adquiriendo una mayor concreción la idea filosófica de unidad de to-
da la humanidad.

2.3. LA ESCABROSA SENDA HACIA LA IDEA DE HUMANIDAD UNIVERSAL

Es ya un lugar común señalar que nuestra civilización debe a la Biblia y


a la Filosofía el cuestionamiento, cuando no más propiamente el rechazo, de
estas atávicas divisiones selladas por rasgos físicos distintivos o, más aún,

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por adscripciones a formas particulares de vida. La Biblia —una de las mejo-


res obras de la literatura fantástica de todos los tiempos—, al proclamar
la existencia de un único Dios a cuya imagen y semejanza todos los hom-
bres son creados iguales, descubre a éstos la unidad del género humano.
Cabe afirmar, por tanto, que la idea de humanidad universal nace al mismo
tiempo que el Dios de Israel —es, se podría decir, una invención de Moi-
sés—. Más aún: si del relato de la Creación pasamos acto seguido al re-
lato de la Caída tal y como aparece recogido en el Génesis, observaremos
cómo éste refrenda a su vez el advenimiento de lo humano. Pues no puede
decirse, ciertamente, que la vida paradisíaca de Adán y Eva antes de des-
obedecer la primera prohibición fuera propiamente humana: no eran morta-
les, no sufrían dolor, no padecían enfermedades, tampoco eran dados a la
reflexión. Sólo al infringir la prohibición se convirtieron en humanos,
o sea: se hicieron mortales, sufrientes y reflexivos. Con lo cual la expulsión
del Paraíso, lamentable por cuanto supuso una caída en desgracia, también
puede ser celebrada como el momento del nacimiento de la condición
humana, pues fue realmente la consecuencia de un acto surgido de la li-
bertad, la voluntad y la reflexividad humanas —que quedaron así con-
vertidas en rasgos específicos y definitorios del ser humano—.
La Filosofía, por su parte, conduciría a una revelación semejante. Al in-
terrogarse en clave universalista —como solía hacer Platón en sus
obras— por ¿qué es lo Verdadero?, ¿qué es lo Bueno?, ¿qué es lo Justo? o
¿qué es lo Bello?, va a poner en tela de juicio —por mor de un logos co-
mún— a la tradición y a las costumbres particulares como garantes de ta-
les respuestas, al tiempo que, en su lugar, emerge la noción de que la hu-
manidad es una. Dicho de otro modo: al dejar mi humanidad de ir vincula-
da a mis costumbres o formas particulares de vida, no habría ya razón al-
guna para negar el nombre de «hombres» a aquellos cuyos hábitos difieren
fortuitamente de los míos.
Con todo, y como bien constata Alain Finkielkraut (n. 1949, es un in-
telectual francés de origen judío, conocido polemista y autor de numerosos
ensayos. Es hijo único de un judío polaco deportado a Auschwitz) en su obra
La humanidad perdida: ensayo sobre el siglo XX (1998) —que, como vere-
mos, he tenido muy presente en la preparación de este trabajo—, esta no-
ción de humanidad aparece transida por una visión jerárquica y vertical
de la misma que recorrerá toda la filosofía antigua y medieval. Ahí está sino,
como botón de muestra, la afirmación de Aristóteles (384 – 322 a. C.) de
que se es esclavo por naturaleza, y de que dicho esclavo participa de la
razón en tal grado como para reconocerla pero no para poseerla, lo que le
excluye de la categoría de «ser humano»; así como que la mujer po-
see razón, pero —¡faltaría más!— no en el mismo grado que los hombres —
Platón se muestra más «feminista»— , por lo que la «forma» humana de
quien se ve tildada de «varón imperfecto» sería poco menos que incom-
pleta. De tal suerte que la misma filosofía griega que había «desnaturali-
zado» las costumbres y las formas de vida presentándolas como «conven-
ciones», no muestra tampoco empacho alguno en postular la «naturali-
zación» de aquellas jerarquías y desigualdades que, a despecho de la

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idea de humanidad universal, permiten distinguir entre griegos y bárba-


ros y excluyen a las mujeres, a los extranjeros y a los esclavos de la ciuda-
danía. La filosofía cristiana medieval, por su parte, siguió deslizándose
por esta misma pendiente aristotélica, sólo que ahora dicha jerarquía y
verticalidad encontrarán su fundamento en Dios —o en un orden di-
vino— en vez de en la naturaleza —o en un orden natural—. Ello explica que
a los ojos de los cruzados los paganos no fueran seres humanos ple-
namente desarrollados, siendo así que para la denominada «Iglesia del
amor» matar mahometanos y judíos —incluidos mujeres y niños— y robar-
les todos sus bienes terrenales no constituía pecado alguno.
Conviene no obstante llamar la atención sobre la importancia que va a
tener la aparición, ya en el ocaso de la Edad Media, de la obra de Dante
Alighieri (1265−1321) la Monarquía (1310) —a cuyo innegable interés
añade el aliciente de haber figurado en el Index de libros prohibidos desde
1564 hasta bien entrado el siglo XIX—, pues en ella encontramos por prime-
ra vez explícitamente expresada la idea de humanidad universal o de uni-
dad del género humano —bastante antes por tanto, contra lo que suele
creerse, a la llegada de la Ilustración—. Partiendo de un esquema y en un
lenguaje que reflejan ambos por igual las coordenadas aristotéli-
co−tomistas y averroístas en las que el autor de La divina comedia
(1304−1321) se mueve —pero que no son obstáculo que le impida ir más
allá, revelándose realmente como un auténtico precursor de la moderni-
dad que incluso llega a anticipar, como veremos, al propio Kant
(1724−1804) de la filosofía de la historia y de la «paz perpetua» (1795)—
, tras preguntarse si existe un fin último al que tiende la humanidad en su
conjunto responde: «Hay, en efecto, una operación propia de toda la hu-
manidad, a la que se ordena todo el género humano en su multiplicidad;
operación, ciertamente, que no puede llegar a realizar ni un hombre solo, ni
una sola familia, ni un pueblo, ni una ciudad, ni un reino en particular. Que-
dará claro cuál sea ésta si se pone de manifiesto la finalidad potencial de
toda la humanidad».
El fin específico de esta operación propia de la universalis civilitas
humani generis [civilización universal de la humanidad], como el Alighieri
la llama, es «actualizar siempre la totalidad de la potencia del enten-
dimiento posible» —el «reino de la razón» que está aún por llegar—. El
hecho de que este fin requiera para su completa realización la colabora-
ción de todo el género humano, lleva a la humanidad a descubrir su uni-
dad y a saber que ella misma es su propio fin. El mejor medio para que
el género humano alcance su propia finalidad, y con ella la felicidad es la
«paz universal». Y, a su vez, el mejor medio de asegurar esta paz univer-
sal es instaurar una monarquía universal. Aquí es precisamente donde
puede decirse que radica la gran originalidad de Dante: en la vinculación
que establece entre la idea de humanidad y una determinada forma de
gobierno político. La monarquía universal o Imperio se erige en la
única forma de organización política que puede garantizar la justicia, la
paz y la felicidad para toda la humanidad. Lo que convierte, claro está, al
Monarca universal o Emperador en el mejor de los gobernantes.

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Se comprende así pues fácilmente, tal como ha puesto de relieve Clau-


de Lefort (1924−2010), el enorme atractivo y la gran influencia que ejerce-
rá esta obra en la imaginación de los príncipes europeos durante la época de
formación de los grandes Estados−nación. En efecto, la imagen del sobe-
rano universal renacerá en el siglo XVI acompañada, a su vez, de una re-
elaboración del tema del «pueblo elegido» mediante la cual un aconteci-
miento decisivo va a señalar, bajo el reinado de cada monarca, el momento
singular que anuncia a éste su misión universal —ya se trate del descu-
brimiento de América (1492) en el caso de Carlos V, de la unión de las dos
Rosas en el caso de la reinal Isabel o de la reconciliación de ambas fes, la
católica y la protestante, en el caso de Enrique IV. Ni siquiera va a agotar-
se aquí la influencia de esta obra sino que se prolongará en el tiempo, con-
tinúa señalando Lefort, hasta verse ulteriormente transferida la imagen de
la Monarquía universal en la de la República Imperial. Mas, para nues-
tro propósito, lo que me interesa destacar ahora de todo esto es la identifi-
cación que Dante acaba estableciendo entre el ideal de una humanidad
universal y el ideal imperial de la monarquía universal. Pues ello nos
permite entrever, en última instancia, el riesgo de imperialismo que pue-
de llegar a ocultarse bajo el velo del universalismo, con lo cual el precio de
esa «paz universal» tan ansiada por Dante pudiera realmente consistir en
el sometimiento de las distintas formas de vida de los pueblos subyugados
a los cauces impuestos por el poder imperial. Un riesgo que habría llevado
bastante tiempo después, a un autor como Carl Schmitt (1888−1995), a
sostener: «La humanidad es un instrumento particularmente idóneo para
las expansiones imperialistas y es también, en su forma éti-
co−humanitaria, un vehículo específico del imperialismo económico. A
ese respecto es válida una máxima de Proudhon (1809−1865): “Quien dice
humanidad, quiere engañar”».
Así pues, por mucho que tanto los exégetas apostólicos de la Biblia co-
mo los primeros filósofos griegos o más tarde el propio Dante hubieran pro-
clamado solemnemente la unidad del género humano, lo cierto es que no
debiera extrañamos que en un mundo tan diverso, desigual y hasta tal pun-
to regido por el principio de jerarquía, a los hombres les resultara difícil
creer que formaban parte de la misma humanidad. El gran acontecimiento
revelador en este sentido de dicha dificultad lo constituyó sin duda más tar-
de el descubrimiento o la invasión —según desde qué lado se mire— del
Nuevo Mundo. Representa un momento estelar para lo que aquí estamos
tratando, pues señala el mutuo encuentro de las dos mayores mitades de
la humanidad —aunque tal vez cupiera decir mejor encontronazo, atendien-
do a los cientos de miles de muertos con que se saldó—. ¿Quiénes son esas
criaturas emplumadas? ¿Merecen acaso que se les dé el nombre de hom-
bres? ¿Tienen alma siquiera? ¿Son accesibles a la razón? ¿Qué tratamiento
debe dispensárseles? Y, tal vez, la pregunta más importante con arregle a
los prejuicios de la época: ¿son evangelizables? Éstas eran algunas de las
preguntas, como nos recuerda en otro momento de su mencionada obra
Finkielkraut, que estaban sobre el tapete en la llamada Gran Polémica de
Valladolid, allá por 1550, y que como saben tuvo en Ginés de Sepúlveda

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(1490−1573) —para quien los indios son tan diferentes de los españoles
como los simios lo son de los seres humanos, lo que justificaba su inclusión
en la categoría aristotélica del esclavo por naturaleza así como su reducción
a la obediencia mediante el uso de las armas— y en Bartolomé de Las
Casas (1484−1566) —«el gran colector de las lágrimas de los indios» y su
ardiente defensor— a sus dos grandes contrincantes. Como sobre la cues-
tión, que además de conocida, se han dedicado en estos últimos años exce-
lentes monografías, comprenderán que amparándome en un mínimo de pu-
dor deje aquí la misma por zanjada. Mas no sin antes advertir que en su re-
conocimiento de los indios como seres humanos Las Casas apuntaba más
lejos: a la inaceptabilidad del concepto mismo de esclavo natural.
Pues a partir de ahora la idea de que la naturaleza es lo que une a los
hombres y no lo que los separa, iría cobrando, permítaseme el juego de
palabras, carta de naturaleza. Al menos la suficiente como para que, dos si-
glos más tarde y no tras pocas porfías, un autor como Montesquieu
(1689−1755) pudiera permitirse ironizar a propósito de la esclavitud de
esos seres hasta tal punto «negros de pies a cabeza» y de «nariz tan aplas-
tada» que a duras penas logran despertar compasión alguna, afirmando con
rabia contenida: «No puede cabernos en la cabeza que siendo Dios un ser
infinitamente sabio, haya dado un alma, y sobre todo un alma buena, a un
cuerpo totalmente negro».
He dicho dos siglos más tarde. Si ustedes llevan la cuenta, habrán ad-
vertido que en mi precipitada andanza con la humanidad a cuestas he arri-
bado a la Ilustración. Y es aquí, justamente, donde la idea de humani-
dad como atributo universal cobrará sentido de una forma más radical a
partir de la ruptura con esa «falsa naturaleza» bajo la cual eran con-
templadas las costumbres, las formas de vida y las tradiciones. Pues mien-
tras cada grupo o colectivo humano tenga a éstas por «naturales»,
esto es, por las que mejor expresan lo auténticamente humano, re-
sultará imposible alcanzar una humanidad universal. La Ilustración,
como pone de relieve Robert Legros en su excelente libro La idea de hu-
manidad (2006), supone una recusación del concepto mismo de «natu-
raleza humana», al afirmar enfáticamente que el hombre no es nada por
naturaleza. Afirmar que «el hombre no es nada por naturaleza» signifi-
ca, precisamente, que la humanidad del hombre es engendrada por el
hombre mismo. Con esto, en realidad, la Ilustración no hacía sino prolon-
gar aquella concepción del hombre y de lo humano alumbrada por el Rena-
cimiento, y de manera central por el discurso fundador del humanismo
renacentista: el Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) de Pico de-
lla Mirandola (1463−1494). Para éste, el hombre es la consecuencia de un
demiurgo poco previsor y distraído. No llega, ciertamente, al extremo al
que llegará más tarde Fontenelle (1657−1757), cuando al aludir a esa
«pintoresca especie de criaturas que se llama “género humano”» sostendrá
que «los dioses estaban ebrios de néctar cuando hicieron a los hom-
bres; y que, cuando vinieron a ver su obra, ya serenos, no pudieron
contener la risa». No. El demiurgo de Mirandola se muestra más condes-
cendiente. De hecho, coloca al hombre en medio del mundo y le habla en

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los siguientes términos: «No te he dado, oh Adán, ni un lugar determinado,


ni una fisonomía propia, ni un don particular, de modo que el lugar, la fiso-
nomía, el don que tú escojas sean tuyos y los conserves según tu voluntad
y tu juicio. La naturaleza de todas las otras criaturas ha sido definida y se
rige por leyes prescritas por mí. Tú, que no estás constreñido por límite
alguno, determinarás por ti mismo los límites de tu naturaleza. No te he
creado ni celestial ni terrenal, ni mortal, ni inmortal para que, a modo de
soberano y responsable artífice de ti mismo, te modeles en la forma
que prefieras. Podrás degenerar en las criaturas inferiores que son los ani-
males brutos; podrás, si así lo dispone el juicio de tu espíritu, convertirte en
las superiores, que son seres divinos».
En una palabra: lo que aquí se nos dice es que cada ser es lo que es
por su propia naturaleza, salvo el hombre. El hombre es una excepción
en el ser, no hay un límite infranqueable a su acción; en vez de recibir su
vida lista y determinada por el orden de las cosas, tiene el poder de darle
forma y el privilegio, por consiguiente, de forjar por sí mismo su propio
destino: ahí radica su grandeza y su dignidad. De donde se infiere —y
ésta es la idea a la que dará su impulso la Ilustración— que la separación
o el alejamiento de la naturaleza es revelador de lo propiamente
humano. Así pues, cabría cifrar en este paradójico privilegio concedido al
hombre de no ser, originalmente, absolutamente nada, el genuino postu-
lado básico del humanismo. No debe por tanto sorprendemos el volver a
encontrarlo más tarde en Sartre (1905−1980), en la conferencia pronuncia-
da en 1945 en un París sobrecogido aún por el sentimiento de horror ante la
experiencia nazi, y que lleva por título El existencialismo es un humanismo
(1946). Es conocida la tesis que aquí plantea, según la cual «el hombre es
el ser cuya existencia precede a la esencia». Lo que significa, en pala-
bras textuales de Sartre tras las que resuenan los ecos de Mirandola, que
«el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo, y
que después se define». Que «[el hombre] si no es definible, es porque
empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya he-
cho» —de manera análoga opina Louis Althusser (1918−1990) en su obra
Para un materialismo aleatorio de 1986: el sentido es posterior a la existen-
cia, que en ALthusser, basándose en la doctrina atómica de Leucipo, Demó-
crito, Epicuro y Lucrecio, consiste en el encuentro de átomos en lo que Al-
thusser denomina MATERIALISMO DEL ENCUENTRO—. O como por su parte sin-
tetizó lo mismo Simone de Beauvoir (1908−1996) en su no menos cono-
cida sentencia: «No se nace mujer: llega una a serlo».
—Está claro el sentido de la frase de Beauvoir, pero aquí conviene re-
cordar que aunque el género es un constructo cultural, el sexo no lo es,
pues éste viene determinado biológicamente, por más que los feministas de
tercera generación no lo quieran aceptar. El empeño de estos en defender la
idea de que el sexo es una construcción social desembocó en una conocida y
trágica historia que merece ser recordada como advertencia respecto a los
peligros de estas ideas. En la década de 1960 nacieron en Canadá unos ge-
melos los hermanos Reimer. A los ochos meses de nacidos se les practicó
la circuncisión, pero uno de ellos perdió su pene por completo durante el ri-

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tual.
Los padres solicitaron el consejo de un conocido médico, John Money
(1921−2006), famoso por su teoría según la cual el sexo es una construc-
ción social sin referente en la biología. Money recomendó a los padres del
niño criarlo como una niña. Después de todo, si el sexo es una construc-
ción social sin base biológica, el niño podría asumir su rol femenino. El niño
ya no tenía pene y, con algunos ajustes hormonales y alguna reconstrucción
quirúrgica, podría perfectamente convertirse en niña, pues lo fundamental
en la asignación de género es la crianza. No habría mayor impedimento bio-
lógico pues, según Money, la distinción entre niños y niñas no reposa en la
biología.
Los padres le cambiaron el nombre y lo empezaron a educar como una
niña. Money supervisó la crianza de la «niña» y fue estricto en ordenar que
a Brenda nunca se le informase de que había tenido pene. Él supervisaba
frecuentemente la crianza de Brenda y todo parecía marchar bien en esa
crianza.
Pero, años después, Brenda publicó un libro en el que narraba cómo
desde su infancia se sentía varón y era tal su frustración con su vida como
niña que varias veces amenazó con el suicidio. Los padres se desvincularon
de Money y otros médicos les recomendaron contar a Brenda la verdad. Al
saber esto, Brenda decidió asumir el género masculino y tomó el nombre de
David. Algunos problemas personales —entre ellos, la esquizofrenia y muer-
te de su hermano gemelo— condujeron a David al suicidio.
Probablemente este suicidio fue ocasionado por un cúmulo de factores
pero es evidente que el principal fue la enorme confusión a la que fue some-
tido, consecuencia de un monstruoso experimento propiciado por un médi-
co de inspiración posmoderna empeñado en demostrar que el sexo
es una construcción social sin ninguna base biológica. Las condiciones
biológicas de David lo hacían sentirse varón, pero Money estaba empeñado
en que se sintiera hembra con el mero objetivo de defender su teoría, según
la cual la mujer no nace sino que se hace.
Podemos admitir, junto con Butler y otras feministas, que muchas ex-
pectativas y rasgos que imponemos a las mujeres son construcciones socia-
les. Pero asumir que todos los rasgos atribuidos a la mujer son construccio-
nes sociales no es sólo disparatado sino también peligroso, pues po-
demos terminar por forzar a asumir roles femeninos a individuos que tienen
condiciones biológicas que los han programado para sentirse varones, o al
revés. Ciertamente, hay personas de sexo masculino que asumen el género
femenino y viceversa. No debemos etiquetar de enfermas o degeneradas a
esas personas; se trata sencillamente de una opción que seguramente no
hace daño a nadie y que debemos tolerar. Pero sería ir demasiado lejos
llamar mujer a quien tiene pene, testículos y cromosoma Y. Esas personas
pueden asumir el género femenino pero su sexo será masculino, y eso no lo
podrán cambiar, ni siquiera con una cirugía, pues esta, a lo sumo, puede lo-
grar alterar la apariencia, pero deja intacta la información genética—.
Sentado esto, convendría a su vez constatar que la afirmación de que
«el hombre no es nada por naturaleza» puede admitir una interpretación

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contrapuesta a la ilustrada, y ésta —como no podía ser de otro modo—


es la que ofrece su rival el Romanticismo. Aquí dicha afirmación significa
que el hombre no es nada —es decir, que no tiene nada humano— fuera de
su inscripción en una humanidad particular. Dicho de otro modo, ahora la
humanidad del hombre reside en la naturalización, consistente en su en-
raizamiento en una determinada cultura, tradición, comunidad, len-
gua, etc. Pues como de forma tan insistente señalara a este respecto Her-
der (1744−1803), la naturaleza humana sería ininteligible al margen de
su contexto cultural específico. Y hemos de reconocer, en efecto, que
cuando nacemos difícilmente nos adscribimos a la especie humana tal cual
sino, antes bien, a alguna de las múltiples culturas particulares que la for-
man. En este sentido, qué duda cabe, el romanticismo plantea una im-
portante objeción al humanismo universalista y abstracto caracterís-
tico de la Ilustración, a su concepción del hombre abstraído de toda
determinación particular. Así, podemos escuchar al propio Herder afirmar
en un revelador pasaje: «El salvaje que se ama a sí mismo, su mujer y su
hijo y que trabaja tanto por el bien de su tribu como por el suyo propio,
desde mi punto de vista es más auténtico que ese espectro humano, el
ciudadano del mundo, que, al arder en amor por todos sus compañeros
espectros, ama una quimera». O como exclamara con una mayor radicali-
dad el conservador Joseph De Maistre (1753−1821, teórico político y filó-
sofo saboyano, máximo representante del pensamiento conservador opues-
to a las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa) en su famosa frase
tantas veces citada: «Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos,
etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero en
cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es
en mi total ignorancia».
En mi opinión, sería preciso reconocer lo que de suyo tiene de pertinen-
te esta crítica formulada por el Romanticismo a la Ilustración. Más allá de
su característica contraposición, creo que ambas corrientes conforman
nuestra modernidad, hasta el punto de permitir también hablar de una
«modernidad ilustrada» y de una «modernidad romántica». —Algo
que, a mi modo de ver, ha vuelto a poner en buena medida de relieve el co-
nocido debate entre liberales y comunitaristas que tanto ha ocupado el
escenario de la filosofía política en estas últimas décadas—. Sin duda este
punto merece una mayor consideración de la que yo puedo ahora prestar
aquí. Por lo demás y atendiendo al tema que nos ocupa, respecto a la cues-
tión de si lo particular se sustenta en lo universal —tesis ilustrada— o si lo
universal se sustenta en lo particular —tesis romántica—, considero que la
respuesta que Kant ofreció continúa siendo digna de atención. Permítanme,
pues, que conceda a este autor las palabras que siguen.
Kant, es sabido, opera con dos conceptos de especie humana: el homo
noumenon —la idea de la humanidad, la humanidad como debería ser— y
el homo fenomenon —el concepto de la humanidad existente, con las po-
sibilidades inherentes a la existencia de la humanidad—. El homo fenome-
non existe en el tiempo, tiene por lo tanto una historia; es cognoscible
porque es un hecho de la experiencia. El homo noumenon, por el contra-

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rio, es la idea, por lo que no se le puede aplicar la visión propia de la épo-


ca; es, asimismo, incognoscible. Pero en tanto que concepto axiológico
apropiado a la especie humana, no es sino una idea regulativa, el valor
que debe dirigir las acciones del hombre. Esta revelación de la máxima
puramente moral supone el sometimiento completo del homo feno-
menon al homo noumenon. Bien mirado, es justamente en este sentido
en el que creo que puede decirse que presenta una «realidad objetiva»,
por cuanto regula las acciones humanas insertas en el mundo causal, tem-
poral y fenoménico. En última instancia, la idea de humanidad que nos
obliga como una ley a los seres humanos en tanto que seres racionales,
termina siendo la única fuente posible de la moralidad. Como el propio
Kant señala: «El hombre, en verdad, está bastante lejos de la santidad; pe-
ro la humanidad en su persona tiene que serle santa». O ahí está también
esa otra conocida formulación del imperativo categórico: «Actúa de tal
manera que trates a la humanidad tanto en tu propia persona como en la
persona de cualquier otro, siempre y en todo momento como un fin y nunca
como un medio».
En vista de lo dicho, no es exagerado afirmar que Kant formuló real-
mente una idea que hizo época: descubrió una exigencia moral
realmente vinculante para todo aquel que considere un valor la idea
de humanidad. Ésta, una vez aparecida, debe ser aceptada como el valor
supremo y por eso su observancia debe dirigir nuestros actos; hasta el
punto de que si alguien que considera un valor la idea de humanidad elige
una máxima de actuación que esté en contradicción con la observancia de
esta idea, si en algún momento menosprecia, ya sea en sí o en otro, la con-
dición de ser racional y libre, entonces no puede haber ninguna duda de que
nos asiste toda la razón para condenarle. Ni que decir tiene que la aplicación
rigurosa de este criterio, en cuanto exigencia moral propia de la idea
de humanidad, no hubiera podido llevarse a cabo en otras épocas históri-
cas previas a la formulación de esta idea —hubiera provocado hilaridad (ale-
gría), por ejemplo, tratar de recriminar a alguien en la antigüedad o en el
medievo por no respetar en sus esclavos la condición de «seres racionales y
libres»—. Kant señala, a este respecto, un punto y aparte histórico: pues a
partir de ahora cobrará perspectiva la idea de una comunidad moral hu-
mana en ininterrumpida marcha hacia el «reino de la libertad» en toda
la tierra. La idea regulativa de humanidad asumirá así un papel activo en
la configuración de este mundo, adquiriendo además una dimensión emi-
nentemente política al aparecer sobre todo vinculada al «ideal cosmopo-
lita». Este ideal, tal y como aparece proyectado en sus opúsculos sobre
filosofía de la historia y, en especial, en su texto Sobre la paz perpetua
(1795), promueve la instauración de un Estado mundial o de una federa-
ción de Estados independientes bajo el gobierno de la ley, como la
mejor forma de asegurar y mantener la paz universal. Se explica fácilmen-
te que los textos de Kant, convertidos en uno de los ejes intelectuales del
internacionalismo liberal contemporáneo, inspirasen más tarde la So-
ciedad de Naciones (1919−1946) y las Naciones Unidas (n. 1946). Pero
sobre lo que quiero llamar la atención en este momento es cómo a diferen-

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cia de lo que veíamos anteriormente en el caso de Dante —pues no en vano


el horizonte de experiencia histórica se ha ampliado entretanto considera-
blemente con el surgimiento de los Estados−nación modernos y la reconoci-
da hostilidad entre los mismos—, Kant va a dirigir con cautela sus esfuerzos
a defender una concepción marcadamente pluralista de ese nuevo orden
cosmopolita que propugna. Pues, en efecto, el ideal de una «paz perpe-
tua» emerge como consecuencia de una visión realista sobre la conflic-
tiva diversidad humana, merced a la cual se sustenta en el respeto a la
soberanía de los diferentes Estados. La pregunta que entonces inevitable-
mente se plantea es la siguiente: ¿cómo se articula un Estado de Dere-
cho mundial con el principio de soberanía de los distintos Estados?
Desde luego la respuesta no es tarea fácil, y no puede decirse que Kant se
prodigara al respecto. De ahí que entre sus intérpretes contemporáneos
unos —los más declaradamente «comunitaristas» o «particularistas»— con-
sideren que ha ido demasiado lejos y otros —los más declaradamente
«cosmopolitas» o «universalistas»— consideren que se ha quedado corto.
Pero este asunto es ya harina de otro costal.
Por mi parte, me limitaré a subrayar con la debida brevedad algo que
considero relevante por cuanto guarda una estrecha relación con el conteni-
do de mi trabajo, a saber: que la observancia de la idea de humanidad
es el único «sentimiento moral» que Kant «admite» en su filosofía
moral. Con frecuencia se le ha reprochado —ya en su época Schiller
(1759−1805), por ejemplo— el haber sacrificado los sentimientos —
romanticismo— en el altar de su rigorismo racionalista. Es innegable el
primado que Kant concede a la razón frente a los sentimientos, si bien
considero que una atenta lectura de una obra tardía como La metafísica de
las costumbres (1797) ayudaría a mitigar un tanto esta apreciación, al
mostrar que Kant no niega valor humano general a todo lo que es caracte-
rístico del hombre sensorial. Algo que, me apresuro a señalar, no le con-
vierte por ello en menos ilustrado: pues nada tan característico igualmente
de la Ilustración como la identificación de la idea de humanidad con el lla-
mado sentimiento de humanidad —que en el caso de Kant es cosmopoli-
ta—. Y esto me da pie para adentrarme en el siguiente apartado de mi ex-
posición.

2.4. EL SENTIMIENTO DE HUMANIDAD

Por más que los filósofos del siglo de las Luces no dejaran de hacer hin-
capié en la fuerza de la razón y del intelecto, lo cierto es que tampoco sin-
tieron empacho alguno por abogar a favor del sentimiento de humani-
dad. Así, en ese texto emblemático del movimiento ilustrado que es la Enci-
clopedia (1713−1784), podemos leer a propósito de nuestro término: «Hu-
manidad —moral—: es un sentimiento de benevolencia por todos los
hombres, que no se enciende sino en un alma noble y sensible. Este noble
y sublime entusiasmo, se atormenta con los dolores ajenos y con su necesi-
dad de aliviarlos; desearía recorrer el universo para abolir la esclavitud, la
superstición, el vicio y la desdicha». Tras esta declaración de «simpatía»

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universal por el género humano resuenan, sin duda, las célebres palabras
de Publio Terencio Africano (?−159 a. C.) que fueron divisa del huma-
nismo clásico: «Hombre soy; nada humano me es ajeno». Pero frente a
la acusación de «aristocratismo» que ha merecido el humanismo anti-
guo al haber ignorado la igualdad potencial de todos los hombres —así
como el renacentista, proclive a magnificar no al hombre en general sino al
hombre «dotado de la suprema razón»—, aquí en cambio la idea de hu-
manidad va a implicar una especie de «empatía de sentimientos» por
todos los hombres. Pues a partir de ahora la idea de unidad y de igualdad
entre los hombres se va a testimoniar también bajo la forma de una condo-
lencia ilimitada por todos los males que aquejan a la especie humana,
mostrando humanidad quien se compadece o se apiada ante el dolor ajeno y
se afana además por remediarlo —contra la idea del superhombre de
Nietzsche—.
Un punto de referencia obligado a la hora de señalar este primado de
la sensibilidad moral es, como ustedes habrán adivinado, Rousseau
(1712−1778). Él fue, en efecto, quien llamó «compasión» a la repugnancia
innata de ver sufrir a un semejante —en el fondo esto forma parte del men-
saje cristiano—, cifrando además en ella la propensión a descubrir al seme-
jante en todos los seres que sufren. Y quien no dudaba, a su vez, en reco-
mendar a Emilio (1762) «perfeccionar la razón por el sentimiento»
para la mejora de su educación. Será demasiado larga, claro está, la lista de
pensadores ilustrados que hicieron, en este sentido, de la idea de humani-
dad uno de los ejes centrales de su actividad creadora como para intentar
relatarla aquí ahora. Y es que no en vano la humanidad, junto con la tole-
rancia y la benevolencia se van a erigir, de acuerdo con la acreditada opi-
nión de Paul Hazard (1878−1944), en las tres virtudes que mejor van a
responder a las exigencias de la nueva moralidad dieciochesca. En cual-
quier caso, lo que sí deseo es dejar aquí clara constancia de cómo el uso
normativo de la voz «humanidad» se va a identificar también con la acti-
tud compasiva ante el sufrimiento ajeno, ante el dolor de los demás,
convirtiéndose así la complacencia —satisfacción— en causar dolor —esto
es, la crueldad— en el auténtico reverso del valor «humanidad».
Si me permiten otro alto en mi camino, necesario para lo que vendrá
después, déjenme constatar que de esta identificación con «lo doliente»
dio prueba a su vez ese heredero original y crítico de la Ilustración que fue
Karl Marx. Éste descubre al proletariado —según se desprende de la Crítica
a la filosofía del Derecho de Hegel (1844)— en esa «humanidad dolien-
te», en esa «humanidad despojada de toda humanidad» sobre la que
cifrará más tarde la liberación humana universal. Aquí la idea abstracta de
humanidad se va a encamar, por tanto, en un «universal concreto»: el
proletariado. Éste es visto por Marx como la única clase que tiene dere-
cho a hablar sub specie generis humani, pues se trata de una clase
universal que en la lucha por su propia causa lucha por la causa de toda
la humanidad, esto es: por una humanidad para sí, por una humanidad no
alienada, ya que un mundo alienado —cosificado— sería un mundo en el
cual la humanidad se ve degradada al quedar despojada de su potencial y

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posibilidades. De ahí que, en definitiva, la revolución proletaria deba po-


ner término a la «prehistoria» de la humanidad dando así comienzo a
la verdadera historia humana sobre unas nuevas bases. Será a partir de ese
momento cuando tenga lugar el salto de la humanidad desde el «reino de
la necesidad» al «reino de la libertad».
PUES BIEN: llegados a este punto, que no es sino un punto de inflexión,
quisiera recapitular en dos palabras lo antedicho con el fin de dar paso al
siguiente apartado de mi intervención, llamando especialmente la atención
sobre cómo esa transcendental mutación histórica que trae consigo la
Ilustración supone una significativa disminución de aquella «jerarquía» y
aquella «verticalidad» que, como veíamos, habían permanecido hasta en-
tonces inherentes a la idea de humanidad. Disminución reforzada asimismo
más tarde por el marxismo con su visión de una humanidad despojada
de su humanidad que, al liberarse a sí misma, liberaría a todo el género
humano. Hemos podido ver, en efecto, cómo el «reconocimiento sensi-
ble» del hombre por el hombre es tan característico de la Ilustración como
su reconocimiento, «fundado en la razón», de una única humanidad. Y
hemos visto también cómo las connotaciones políticas que adquiere esta
idea de humanidad bajo el ideal cosmopolita kantiano o el ideal mar-
xiano de una sociedad humana emancipada apuntan, en realidad,
hacia la propuesta de un orden mundial en el que todos los pueblos
y todos los hombres puedan reconocerse como libres e iguales. Aho-
ra bien, tras todo lo que llevamos dicho hasta aquí, ¿será preciso insistir en
que tal reconocimiento lejos de ser natural o inmediato es, por el contrario,
resultado de un largo e intrincado proceso histórico? Creo que no está de
más recordarlo. Así como creo llegado el momento de recordar también
aquellos «retrocesos» o «recaídas» que según señalaba al inicio de mi
intervención, pueden llegar a producirse aun una vez aquistada la idea de
humanidad universal.

2.5. HECATOMBES DE LO HUMANO

¿Pues cómo es posible, en efecto, que después del reconocimiento ya


intelectual ya sensible del hombre por el hombre, tantos de ellos hayan
podido enfrentarse tan agresivamente, con una ferocidad y una crueldad
sin parangón hasta entonces en la historia de la humanidad? ¿Qué ha suce-
dido para que la idea de humanidad universal haya caído en un olvido tan
absoluto y tan radical en el corazón mismo de la civilización donde había
alcanzado su desarrollo más portentoso? Estas preguntas, como ustedes
habrán adivinado, tienen por trasfondo los dramáticos acontecimientos que
jalonaron nuestro siglo XX hasta convertir a este período en el más terrible
de la historia de los hombres —el siglo XXI va por el mismo camino; Cfr. LO-
ZANO, Francisco, ¿Por qué nos extinguiremos?, RIALP, Madrid, 2013—. La
Primera Guerra Mundial (1914−1917) marcó, en este sentido, la primera
quiebra de esa idea de humanidad tan arduamente conquistada por la mo-
dernidad ilustrada. Representó, por decirlo de otro modo, la primera caída
del ideal de humanidad. No tardaría en producirse la segunda y aún más

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espantosa bajo el terror del régimen nazi. Y en medio de ambas, creo que
entre nosotros nunca está de más recordarlo, el horror de la guerra civil es-
pañola.
Mas, por lo general y como nos recuerda Finkielkraut, el nazismo y el
gulag soviético son considerados como los dos grandes acontecimientos
turbadores y dolorosos que signan la catástrofe de lo humano. Y lo más es-
tremecedor es que ambos, movidos por la creencia de que actuaban en in-
terés de la verdadera humanidad, pretendieron llevar a cabo, de una forma
radical, la realización misma del ideal de humanidad universal. Pues si
Hitler desea la muerte de los judíos, nos dice Finkielkraut, es para liberar
a la humanidad y conducirla a su realización final —Stalin liquidaba incluso a
los «suyos»—. El judío se alza así como el enemigo del género humano: «Si
Alemania se libera de la opresión judía —escribía Hitler en Mein Kampf
(1925)— se podrá decir que la mayor amenaza que pesaba sobre los pue-
blos ha sido desbaratada para todo el universo». Por lo que toca al comu-
nismo soviético, Finkielkraut trae a colación las palabras que Koestler
(1905−1993, novelista e historiador húngaro de origen judío) en su novela
El cero y el infinito (1941) pone en boca del héroe Rubachov, miembro de
la vieja guardia bolchevique que hizo la revolución de octubre y que, encar-
celado por Stalin, firma la declaración autoculpatoria que le piden confe-
sándose «culpable de haber seguido unos impulsos sentimentales y por
lo tanto de haber acabado encontrándome en contradicción con la necesi-
dad histórica». Y precisa acto seguido ante el juez de instrucción: «He
atendido las lamentaciones de los sacrificados, y por ello me he vuelto sordo
a los argumentos que demostraban la necesidad de sacrificarlos. Me declaro
culpable de haber colocado la cuestión de la culpabilidad y la inocencia por
delante de la utilidad y la nocividad. Finalmente, me declaro culpable de ha-
ber colocado la idea del hombre por encima de la idea de la humanidad». En
este caso, ¿qué fascinación, qué poder de seducción pudo provocar el que
tanta gente inocente se hubiera autoacusado de delitos no cometidos y con-
sintiera voluntariamente entregar su vida?, ¿qué causa es esa que ha inspi-
rado tales sacrificios, por la que tantos individuos en lugar de oponerse críti-
camente al poder despótico que había asesinado a sus camaradas y seres
queridos, no dudaron en cambio en legitimar ese mismo poder con su so-
metimiento voluntario? En el caso del nazismo, ¿qué le ha otorgado licencia,
de dónde ha extraído el permiso para llevar al sacrificio a millones de seres
humanos en cámaras de gas, campos de concentración y genocidios?
La conclusión a la que llega el ensayista francés, tras la que resuenan
los ecos de Hannah Arendt (1906−1975) en los Orígenes del totalitarismo
(1951), no se hace esperar: más allá de las numerosas diferencias que dis-
tinguen al Estado nazi del régimen soviético, ambos sistemas, nazismo y
comunismo, compartirían un mismo núcleo ontológico fundamental
que les lleva a proclamar «el triunfo de la voluntad sobre todas las
modalidades de la finitud». Con lo cual ambos acabarían participando de
una misma concepción de la política como campo de la omnipotencia y
de la Historia como portadora de la misión de liberar a la humanidad de
la finitud y conducirla a su realización final. Desde estos supuestos no

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es difícil de explicar la supremacía ortológica otorgada a la humanidad


en marcha sobre los hombres de carne y hueso, así como la justifica-
ción de la subordinación y el sacrificio de millones de individuos a entida-
des de orden superior que transcienden su propia vida. Estos crímenes
perpetrados en nombre de la humanidad universal ofrecen un buen
ejemplo, en definitiva, del uso —o mejor aún, del abuso— que puede ha-
cerse de la idea de humanidad al servicio de propósitos totalitarios,
aun en el caso de que éstos se presenten bajo los seductores oropeles —
algo de poco valor que parece tener mucho— que preconizan la resolución
perfecta y definitiva respecto de los asuntos humanos. Frente a estas frus-
tradas y horrendas tentativas de alcanzar ya sea una humanidad superior o
bien una humanidad finalmente reconciliada consigo misma, convendría oír
las esclarecedoras palabras de Isaiah Berlin (1909−1997, uno de los prin-
cipales pensadores liberales del siglo XX): «La posibilidad de una solución
final —incluso si olvidamos el sentido terrible que estas palabras adquirie-
ron en los tiempos de Hitler—, resulta ser una ilusión; y una ilusión muy
peligrosa. Pues si uno cree realmente que es posible solución semejante, es
seguro que ningún coste sería excesivo para conseguir que se aplicase:
lograr que la humanidad sea justa y feliz y creadora y armónica para siem-
pre, ¿qué precio podría ser demasiado alto con tal de conseguirlo? Con tal
de hacer esa tortilla, no puede haber, seguro, ningún límite en el número de
huevos a romper».
Ante esto, la lección del siglo tal vez debiera ser que la vicisitud hu-
mana es precisamente el lugar de lo inesperado, de las consecuencias im-
previstas, de los efectos perversos. Y también, como hemos podido ver, que
ni la razón ni los buenos sentimientos ni los ideales de la universali-
dad y del humanismo son suficientes para libramos de la barbarie.
Chile, Argentina, Camboya, Ruanda... u hoy día esa herida lacerante que
constituye la antigua Yugoslavia para Europa han vuelto a recordárnoslo,
avalando con tantas matanzas masivas y tantas atrocidades como han sido
perpetradas que nuestro siglo XX sea justamente recordado como el siglo
del exterminismo —y espérate—.
Nada tiene pues de extraño que ante esta universal capacidad humana
para infringir y sufrir dolor, hayan surgido algunas voces, como la de Judith
Shklar (1928−1992), proponiendo que nuestra primera obligación moral
consista en atender la necesidad de evitar la crueldad y el sufrimiento
extremo, anteponiendo así esta tarea a la de cualquier ilusorio «proyec-
to de perfectibilidad humana». Ciertamente, si partimos de la considera-
ción de que la conflictividad y la crueldad son también elementos primor-
diales de la condición humana, podemos entonces convenir en que la tarea
prioritaria estribe más bien en tratar de prevenir tantas situaciones de in-
humanidad como obstinadamente se producen y, en este sentido, otorgar a
la construcción o formación de la sensibilidad moral la importancia que me-
rece —lo que pasa es que si Nietzsche estaba en lo cierto y el hombre es
«voluntad de poder» y no sólo mera «voluntad de existir» como decía
Schopenhauer, entonces lo llevamos difícil para erradicar la inhumanidad—
. Pero no es menos cierto que resulta bastante sorprendente ese optimis-

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mo en la «fuerza de los sentimientos» o de la «educación sentimen-


tal» que tanto recuerda, por otra parte, al optimismo ilustrado en la razón.
Y es que en el caso de conceder —lo que ya sería mucha concesión— que
resulte problemático hablar de progreso moral en la historia de la humani-
dad —porque el progreso moral no es acumulativo ni heredable, a diferencia
del científico−tecnológico—, sí que al menos podemos acordar que se ha
producido un mayor conocimiento respecto de nuestra condición humana,
conocimiento del que pueden extraerse las lecciones morales que se
consideren oportunas —claro, la de que llevamos haciéndonos la guerra
desde que estamos sobre la faz de la Tierra, por tanto, ¿qué puede pensar
que esa tendencia vaya a cambiar en el futuro? Cfr. LOZANO, Francisco, ¿Por
qué nos extinguiremos?, RIALP, Madrid, 2013—. Con todo, y ante lo que no
cabría sino catalogar como la persistencia del «mal radical» en el mundo,
pienso que en absoluto está de más echar mano de todos los recursos ima-
ginables. Pues, en efecto: sentimiento y razón, compasión y comprensión,
sensibilidad y reflexión, educación sentimental y conocimiento ético pueden
ayudar a forjar una voluntad de resistencia frente a las formas extremas
de inhumanidad y deshumanización de las que hemos sido y continuamos
siendo testigos. Aun a sabiendas, claro está, de que se trata de instrumen-
tos frágiles que, no por necesarios, pueden llegar a ser suficientes.

2.6. REFLEXIONES FINALES

He tratado de dar cuenta a lo largo de esta exposición de algunas de las


dificultades que se alzan y que es preciso superar para lograr alcanzar la
noción de común humanidad. Pues por más que dicha noción aparezca en
un principio afirmada religiosa o filosóficamente, lo cierto es que se ve de
inmediato puesta en entredicho por la tajante división que se establece en-
tre griegos y bárbaros, hombres libres y esclavos, cristianos y paganos o
también por la afirmación de la superioridad natural de los hombres sobre
las mujeres o de unas razas sobre otras. De suerte que la idea de una hu-
manidad universal va haciéndose realidad conforme va siendo asumida pro-
gresivamente en el curso de la historia; y, a tenor de lo referido, creo que
podemos convenir en que cada paso dado en ese sentido bien puede ser vis-
to como un jalón en la lucha milenaria de los hombres contra su propia —y
recurrente— barbarie. Ello demuestra que la unidad del género humano
no está dada empíricamente, no proviene del dominio de la experiencia
sino que, antes al contrario, representa una tarea, un objetivo a alcanzar
que, en cuanto tal, solicita nuestra actuación y requiere ser asumido como
un compromiso y una responsabilidad. Pues como he insistido, lo que
hace problemática la idea de una comunidad universal humana es
precisamente esa enorme y compleja pluralidad de comunidades
que la conforman y, más concretamente, la conflictiva relación derivada
de la misma. Ser conscientes de esta tensión o conflicto entre unidad y
pluralidad se convierte así en el principal requisito para pensar la idea de
humanidad. He procurado también dar cuenta de cómo esta idea alcanza su
plenitud con la Ilustración, así como de los peligros que pueden ocultarse

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bajo las propuestas de realización del ideal de humanidad, especialmente


cuando su vocación universalista se ve puesta al servicio del imperalismo o
incluso de propósitos totalitarios. EN DEFINITIVA, creo que a la vista de
cuanto he referido se puede pues colegir que la idea de humanidad universal
requiere ser PENSADA HISTÓRICAMENTE, esto es, atendiendo en cada momen-
to al estado del mundo en que dicha idea es formulada. Sentado esto, el in-
terrogante que entonces inevitablemente se plantea es el siguiente: ¿cómo
pensar en nuestro contexto actual esta idea de humanidad?
En principio parece estar claro que en la presente situación en que nos
hallamos inmersos sobresalen, al menos, dos fenómenos que contribuyen
en gran medida a acrecentar nuestra conciencia de una común humani-
dad. 1) Por un lado la llamada globalización, cuyas presiones —como se-
ñalaba ya al inicio de mi intervención— empujan en nuestros días hacia
nuevas formas políticas u organizativas de carácter internacional que
sobrepasan el estrecho marco de los Estados nacionales. 2) Por otro lado,
una serie de peligros que amenazan mortalmente al conjunto de la huma-
nidad y que exigen una respuesta global, tales como la explosión demo-
gráfica, la destrucción ecológica o la proliferación misma de armamento
nuclear por cuanto entraña la posibilidad, antaño impensable, de una ani-
quilación instantánea de toda vida humana. Innecesario decir que todos
estos peligros suponen desafíos inaplazables que hacen de la supervivencia
de la humanidad el valor humano básico.
Sin embargo, y como muestra de la paradójica situación del mundo
en que nos movemos, dichos fenómenos encuentran hoy día su reverso en
la eclosión de diversos particularismos identitarios que, en no pocas oca-
siones, han llegado a manifestarse dramáticamente en forma de violentos
estallidos nacionalistas. Este otro fenómeno, claro está, representa un
obstáculo para el desarrollo y el arraigo de una conciencia y un sentimiento
de pertenencia respecto al conjunto de la especie humana, haciendo que
también resulte más difícil advertir que la humanidad como tal se ha con-
vertido en la principal unidad de supervivencia para todos los individuos y
para todas las comunidades particulares que la forman. ¿Cómo se pueden
hacer compatibles ambas tendencias, cómo conciliar en este caso lo uni-
versal y lo particular? O mejor, ¿cómo hacer efectiva la conciencia y el
sentimiento de pertenencia e identificación con la humanidad en cuanto
«comunidad de comunidades», dado que cuanto más amplias son las
comunidades más evanescentes se presentan? Ciertamente no faltan pro-
puestas que buscan la manera de armonizar o, cuando menos, articular esta
difícil tensión entre la enorme diversidad de comunidades y culturas hu-
manas y la idea de una comunidad humana universal, las cuales insisten
en promover una «democracia global», una «ciudadanía mundial» o
un «orden cosmopolita» como la mejor respuesta ante los desafíos que
tiene que afrontar la humanidad en esta nueva civilización planetaria que
empieza a columbrarse.
Sin menoscabo del interés que puedan contener tales propuestas, me
parece que la dificultad que entraña su articulación política hace que el
horizonte de un «mundo sin fronteras» o de una «ciudadanía mun-

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dial» quede aún bastante lejano. De ahí que por mi parte me incline más
bien a pensar que mientras la humanidad no supere las condiciones de po-
breza, de desigualdad, de discriminación y de exclusión que privan de
una vida digna a un número cada vez mayor de seres humanos, difícilmente
muchos individuos y comunidades puedan llegar a pensar y sentir que
forman parte de una misma humanidad o a reconocerse como miembros de
una humanidad común. La pobreza, como el racismo o la guerra, vienen
a señalar en este caso límites infranqueables a cualquier consideración
esencialista sobre la unidad de la especie humana De ahí que también con-
sidere que aquella formulación del imperativo categórico kantiano que nos
insta a tratar a la humanidad como un fin en sí mismo, se vería mejor refor-
zada si fuese acompañada por «el imperativo categórico de acabar con
todas las situaciones que hacen del hombre un ser envilecido, escla-
vizado, abandonado, despreciable». Mas, como en cualquier caso no me
creo tan ingenuo como para dejar de reconocer que no están los tiempos
para optimismos ilustrados, y al hilo sobre todo de cuanto hasta aquí
hemos ido exponiendo, considero igualmente que uno de los mejores modos
con que contamos hoy día para «actuar en pro de la humanidad» y ha-
cer frente a la barbarie, es el de apoyar la institucionalización efectiva
en lo jurídico y en lo político de la humanidad como valor. No cabe
sino saludar en este sentido la firma el 17 de julio de 1998 en Roma del Tra-
tado de adopción del Estatuto de la Corte Penal Internacional. Pues ante la
escasa o nula capacidad de enmienda que muestra la protervidad —
maldad— humana, sin duda una de las mejores formas de defender a la
humanidad de sí misma sea, hoy por hoy, la de promover un nuevo or-
den jurídico internacional —Tribunal de Estrasburgo— capaz de instituir
leyes y sendos tribunales donde los Pinochets, los Videlas, los Poi Pots, los
Milosevics y cualesquiera otros que puedan pasar a engrosar la ominosa lis-
ta de acusados de crímenes contra la humanidad, puedan encontrar un
lugar en el que alegar en su defensa aquello que, según escribió Nietzsche
en su Aurora (1879−1881), dijo un animal que hablaba: «la humanidad es
un prejuicio del que nosotros, los animales, carecemos».

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TEMA 7: ¿Ante el final de la historia?


La interpretación de la postmodernidad

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

Con este tema nos adentramos en la tercera y última Unidad Didáctica,


que pretende dar cuenta de algunos de los debates contemporáneos que
tienen lugar en la Filosofía de la Historia.
Si como hemos visto en los temas anteriores la modernidad implica
una nueva concepción del tiempo y de la historia, la postmodernidad se
caracteriza por poner en tela de juicio dicha concepción, señalando la
entrada en crisis de aquellos conceptos constitutivos y fundamentales que
conformaron el discurso filosófico de la modernidad: razón, sujeto, histo-
ria, progreso o emancipación. En palabras de J. F. Lyotard —
comúnmente considerado el introductor del término «postmodernidad»
en el terreno del pensamiento—, la historia exige como condición un «sen-
tido» que sólo se puede lograr desde un gran metarrelato o visión totali-
zante y finalizadora de la historia. Ahora bien, al cifrar la principal caracte-
rística de la actual condición postmoderna precisamente en la deslegiti-
mación e incredulidad con respecto a esos grandes metarrelatos, acaba-
rá afirmando el fracaso de cualquier tentativa moderna por otorgar una fi-
nalidad a la historia mediante un proyecto general de emancipación. E in-
cluso va más lejos al sostener que una de las consecuencias de fondo de es-
ta pérdida de sentido y finalidad histórica «CONSISTE EN TENER QUE HA-
CERSE CARGO DE QUE NO PODEMOS ESTABLECER UNA TEORÍA CONCEPTUAL DE LA
HISTORIA».
En la medida en que tales metarrelatos equivalen o pueden identificar-
se con las modernas filosofías de la historia, veremos cómo la postmoderni-
dad —al menos de la mano de Lyotard— a partir de su crítica a los fun-
damentos epistemológicos de la modernidad acaba declarando el «FI-
NAL DE LA HISTORIA» Y HASTA EL FINAL DE LA HISTORIA MISMA COMO DISCIPLI-
NA ACADÉMICA. Por último, abordaremos la cuestión de si el «proyecto de
la modernidad» se puede considerar definitivamente acabado o si, por de-
cirlo con Habermas, se trata de un PROYECTO INACABADO.
La irrupción de la que podríamos llamar «episteme postmoderna»
viene a señalar un nuevo clima cultural o un nuevo «espíritu de época»,
caracterizado por un cambio en las actitudes y formas de vida que se aso-
cian con las sociedades modernas. Éstas se inspiraban en la idea de que la
historia tiene un sentido —de que «se dirige hacia algún sitio» o de que
«apunta hacia un final»— y conduce al progreso; la postmodernidad, en
cambio, manifiesta una clara actitud de desconfianza hacia la visión de
un curso progresivo y emancipatorio de la historia, hacia la idea de lineali-
dad de la historia y la inexorabilidad del progreso. En efecto, puede afir-
marse que en el momento en que se quiebra la credibilidad en la idea de
progreso es cuando irrumpe con toda su fuerza la llamada «crisis de la
modernidad». La creciente conciencia de hallarnos en una sociedad post-

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moderna vendría a coincidir con la INVALIDACIÓN DE ESE MODELO LINEAL Y


UNITARIO DE LA HISTORIA COMO DIRIGIDA HACIA UN FIN. En este sentido, la
postmodernidad pone en cuestión aquellas filosofías de la historia que se
atreven a hacer afirmaciones positivas y universales sobre la capacidad de
sentido de la existencia y de la historia humanas, desafiando aquellos su-
puestos en que se basaban dichas filosofías modernas de la historia.
Para la preparación del tema, si bien el texto de Ankersmit sirve como
«encuadre» del mismo, conviene prestar una mayor atención al texto de
Vattimo, quien acierta a ver en la experiencia del «fin de la historia» aque-
llo en que precisamente consiste la postmodernidad.

1. HISTORISMO Y POSTMODERNISMO
ANKERSMIT, Frank Rudolf: «Historismo y posmodernismo», una parte del ca-
pítulo VI de Historia y tropología, Fondo de Cultura Económica, México, pp.
352−376.

1. INTRODUCCIÓN: HISTORISMO Y POSTMODERNISMO

El postmodernismo es muchas cosas. Se origina en el rechazo de la ar-


quitectura modernista, como la de Escuela de Bauhaus (1919−1933) o de
Le Corbusier (1887−1965). Una década más tarde se empleó este concep-
to tan esquivo para referirse a las teorías deconstructivistas de la crítica
literaria y a los llamados conceptos «antifundacionalistas» de la filosofía
del lenguaje y el significado. Durante el mismo periodo podemos atestiguar
el desarrollo de una filosofía política posmoderna que intentaba decons-
truir las nociones tradicionales del centro político y su periferia; la filosofía
posmoderna de la cultura, a su vez, se regocijó con la eliminación de la
frontera entre alta cultura y baja cultura, y con la estetización de la so-
ciedad contemporánea. Por último, la reflexión posmoderna sobre el arte —
el dominio en el que el postmodernismo ha ejercido más influencia— tomó
la forma de un rechazo del vanguardismo. Mientras que casi todo nuevo
desarrollo previo del arte en los siglos XIX y XX empezó con la autoproclama-
ción orgullosa de ser la vanguardia «moderna» que condenaría sin piedad a
la obsolescencia a los estilos antiguos, el postmodernismo siguió otro y
muy distinto camino al presentarse como no el último intento de superar la
historia del arte. La vanguardia moderna, al describirse como el último y
máximo avance del arte, siempre se colocó con firmeza y confianza en una
historia del arte; sin embargo, el postmodernismo sólo siguió esta tradi-
ción de competencia de una forma curiosamente paradójica al presentarse
como la primera forma de arte que no se interesaba en ubicarse en la his-
toria del arte.
Sin embargo, como ya sugiere esta evasión posmoderna de las preten-
siones históricas de la vanguardia, el postmodernismo es asimismo una
teoría de la historia y acerca de ella. Es una teoría de la historia en la
medida en que el postmodernismo reclama ser el primer periodo históri-
co —desde la Ilustración moderna— en evitar con éxito la periodización.
Después, como teoría acerca de la historia, el postmodernismo es una teo-

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ría que rechaza las reivindicaciones de las llamadas «metanarracio-


nes». El locus classicus del rechazo de la metanarración es, por supuesto,
La condición posmoderna (1979), de Lyotard. Como todo el mundo sabe,
este panfleto adquirió, para bien o para mal —más mal que bien, diría yo—,
un lugar central en el análisis de los pros y los contras del postmodernis-
mo. Dentro de la presentación de la metanarración a cargo de Lyotard, su
función principal, así, es legitimar la ciencia. Escribe Lyotard: «El saber
científico no puede saber y hacer saber lo que es el verdadero saber sin re-
currir al otro saber, el relato». La legitimidad de la ciencia —es decir, la
respuesta a la pregunta de por qué justificar nuestras esperanzas y confian-
za en el progreso científico— sólo se puede probar al recurrir a las metana-
rraciones de la historia de la mente humana. Ejemplos de las metana-
rraciones de Lyotard son: la historia que a la Ilustración agradaba relatar-
se a sí misma acerca de los efectos liberadores del progreso del conoci-
miento científico; la historia de cuánto progreso fomenta la formación mo-
ral y espiritual de la nación; y, por último, el marxismo. De acuerdo con
Lyotard, estas metanarraciones en épocas recientes se disolvieron en una
cantidad infinita de petits récits, es decir, de juegos de lenguaje auto-
suficientes y «locales» vigentes en las diversas subsociedades científicas
que pueblan el mundo intelectual contemporáneo. En lo sucesivo, un intento
de organizar estos fragmentos sociales y culturales en un conjunto más
grande y totalizador o de acomodarlos según una jerarquía está condenado
al fracaso. Así, como teoría acerca de la historia, el relato de Lyotard es
una crítica de los conceptos habituales de la unidad fundamental del pasa-
do: rompió el pasado en varios fragmentos dispares, y la fragmentación
del mundo intelectual contemporáneo es la imagen de espejo de esa
disolución del pasado.
Existen muchas rarezas en el cuento deplorablemente incompleto de
Lyotard acerca de la vida y muerte de las metanarraciones. 1) Puede pa-
recer extraño que las metanarraciones en algún momento deban haber
pretendido «legitimar» la ciencia, puesto que por lo común tales afirmacio-
nes pertenecen al dominio de los epistemólogos y los filósofos de la
ciencia. Peor aún, las metanarraciones siempre fueron una fuente de irri-
tación para los filósofos de la ciencia debido a que efectuaban una his-
torización de la ciencia y, de este modo, originaban los problemas en parti-
cular espinosos del relativismo. Las metanarraciones por tradición sirvie-
ron más para deslegitimar la ciencia que para legitimarla.
2) Lyotard está lejos de ser el primero en atacar la metanarración.
Será obvio para todos que las metanarraciones de Lyotard son idénticas a
las llamadas filosofías de la historia especulativas. Las filosofías de la
historia especulativas, la clase de sistemas que construyeron Hegel
(1770−1831), Marx (1818−1883), Oswald Spengler (1880−1936, filósofo
e historiador alemán conocido por su obra La decadencia de occidente,
publicada entre 1918−1923), Toynbee (1889−1975) y muchos más reci-
bieron fuertes críticas en la década de 1950 por parte de filósofos como
Popper (1902−1994), Mandelbaum (1908−1987) y Hayek (1899−1992);
críticas de las que, a pesar de los muchos intentos por refutarlas, la filosofía

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de la historia especulativa nunca se recuperó. Es frustrante que Lyotard li-


mite su aclaración de por qué las metanarraciones cayeron en el descrédito
al comentario casual: «estas búsquedas de las causas son siempre decep-
cionantes». No obstante, parecería que una crítica como la de Popper y
demás habría sido de escasa ayuda para Lyotard. La crítica de aquéllos
siempre tuvo la forma de un argumento que probaba que los criterios de
las metanarraciones se quedaban cortos para una aceptabilidad
científica. Es evidente que este tipo de argumento no está abierto para
Lyotard, puesto que al emplearlo se enredaría en la estrategia suicida
de un argumento científico que deslegitimara a la ciencia. Sin duda, esta
postura no es por completo imposible puesto que la legitimidad de la
ciencia es aún un tema distinto de la ciencia misma; no obstante,
quedaría en el aire el aroma de la contradicción.
3) Pero hay una crítica más antigua, incluso más eficaz e intelec-
tualmente más interesante a la metanarración. Pienso aquí en el historis-
mo, esa teoría del pensamiento histórico con enorme influencia que se
desarrolló a finales del siglo XVIII y principios del XIX y que, a pesar del dis-
fraz cuasipositivista bajo el cual a menudo se oculta, aún es la fuente
principal de la conciencia histórica contemporánea. Cuando Lyotard escribe
que «Recurrir a las grandes narraciones está excluido, la “pequeña narra-
ción” sigue siendo la forma, por excelencia, de validar el discurso científi-
co», este cambio del «grand récit» moderno al «petit récit» postmo-
derno tiene su analogía exacta en el rechazo historista de los siste-
mas históricos especulativos como el de Hegel, rechazo que se convir-
tió en el sello distintivo del pensamiento histórico historista. En un
fragmento en el que Ranke (1795−1886) rechaza la filosofía especulativa
—tenía en mente el sistema hegeliano—, dice que el historiador tiene dos
formas de obtener conocimiento de los asuntos humanos. Tal conocimiento
puede adquirirse 1) por abstracción —éste es el método del filósofo— o 2)
al concentrarse en lo que Goethe llamó el «rebus particularibus» —
hechos concretos—. Ranke caracterizó el origen del segundo método, el
del historiador, en «un sentimiento y un gozo en lo particular, en éste y
por éste mismo». Lo general es sólo un derivado, pues el historiador «no
tendrá ideas preconcebidas como las tiene el filósofo, sino que más bien
mientras observa lo particular, se le revelará el curso que el desarrollo del
mundo toma en general. Tratará de entender todo sin otro propósito que
gozar la vida individual, igual que se disfrutan las flores sin pensar en las
clases de Linneo (1707−1778) ni en las familias de Oken (1779−1851) a
que pertenezcan; en resumen, sin pensar en la manera en que el conjunto
aparece en lo particular».
Así, lo que refiere Lyotard como nuestro predicamento cultural contem-
poráneo tuvo lugar ya hace mucho tiempo en el mundo del pensamiento
histórico historista. Y es al historismo y a los historistas como Ranke a los
que debemos este logro de fragmentar el conjunto de la historia en
entidades independientes o particulares. La Historia dio paso, para pa-
rafrasear a Koselleck (1923−2006), a las historias.
Pero si podemos argumentar del postmodernismo al historismo, tam-

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bién nos queda abierta la ruta inversa. El historismo fue más que nada
una teoría de las llamadas «ideas» o «formas históricas». Estas formas
o ideas encarnaron la individualidad inalienable de épocas o fenómenos
históricos. Y sólo pueden conocerse en términos de sus diferencias: las for-
mas históricas muestran sus contornos sólo en la medida en que sean dis-
tintas entre sí y no en lo que tengan en común entre algunas o todas
ellas. En tanto una teoría posmoderna pueda ser vista como un conjunto de
variaciones del tema saussuriano de la «diferencia», encontramos aquí
una primera indicación para argumentar del historismo al postmo-
dernismo. El hincapié historista en la diferencia se reforzó con firmeza por
la convicción historista de que todo es lo que es como resultado de
una evolución histórica. La esencia de una nación, un pueblo o institución
está en su pasado. Sobra decir que esta intuición invitó a los historistas a
definir la idea o forma histórica de un pueblo, nación, etc., en términos de
sus diferencias respecto de una fase anterior o posterior. Las diferen-
cias en la historia dan por resultado diferencias en las esencias de los fenó-
menos históricos. Supongamos ahora que tenemos una obra histórica por
cada fenómeno o periodo histórico. En tal caso, parecería natural asumir
que las diferencias entre estas obras históricas corresponderían o reflejarían
las diferencias de las formas o ideas históricas en la medida en que
éstas caracterizan la realidad histórica en sí. Hasta aquí, todo bien. Pe-
ro supongamos, a continuación, que tenemos una gran cantidad siempre
creciente de interpretaciones históricas que compiten por cada periodo o
fenómeno histórico. Será entonces imposible notar meras diferencias de
interpretación además de las diferencias de ideas o formas históricas, en
la medida en que éstas forman parte de la realidad histórica en sí. Sólo sería
posible esto si supiéramos qué interpretación era el relato «correcto»
de una idea o forma histórica. Sin embargo, PRECISAMENTE A CAUSA DE ESTA
CANTIDAD SIEMPRE CRECIENTE DE INTERPRETACIONES, CADA VEZ ES MÁS DIFÍCIL
TENER IDEAS CLARAS Y DEFINIDAS DE CUÁL ES LA INTERPRETACIÓN HISTÓRICA
«CORRECTA» o la que más se acerque a esa idea. En términos provo-
cadores: CUANTAS MÁS INTERPRETACIONES DE BUENA CALIDAD TENGAMOS, MÁS
SE COMPROMETERÁ EL IDEAL DE UNA INTERPRETACIÓN «CORRECTA». Y esto será
así al grado, entonces, de que siempre será más difícil confiar en la inter-
pretación «correcta» y de que seremos incapaces de distinguir entre las
diferencias de la realidad histórica —o ideas o formas históricas— y las dife-
rencias tan sólo de interpretación. Además, puesto que, de acuerdo con la
metodología historista, las diferencias son lo que está en juego en
nuestra comprensión del pasado, es de esperar que la distinción entre el
texto histórico y la realidad histórica tenderá a desdibujarse. Por tan-
to, si la historia contemporánea tiene una producción académica que empe-
queñece la suma total de toda la erudición histórica previa, tanto en canti-
dad como en calidad, es de esperarse un cambio a partir de la realidad his-
tórica en sí.
Pero permítaseme aclarar la naturaleza de este cambio. No se trata de
un cambio dentro de una epistemología siempre válida para la escritura
de la historia. Más bien, tiene que ver con un trastorno de los estándares

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epistemológicos mismos. Se debe concebir la epistemología como la


articulación más completa e inteligente de nuestros prejuicios cognitivos,
y, como tal, la epistemología en ocasiones puede servir a un propósito cul-
tural importante. Es lo que se puede llamar un psicoanálisis de la ciencia
y de la práctica científica. En esta calidad, la epistemología no es tanto
una base como una interpretación de la práctica científica y del pre-
juicio científico, por lo que cuando la práctica y los prejuicios cambian por
cualquier razón, a la epistemología no le queda más que seguir y reflejar
tal cambio. Por ende, si el aumento drástico en la producción académica
que se observa en la historia durante las pasadas décadas sugiere el surgi-
miento de un régimen nuevo en la relación entre la realidad histórica y su
representación en el escrito histórico, la epistemología no debe obsti-
narse en resistirse a esta evolución como si se tratara de una anomalía
como requeriría la lógica o el sentido común, sino, en lugar de esto, debe
ofrecernos un «psicoanálisis» más actualizado del nuevo estado de
ánimo de la disciplina histórica.
Si consideraciones como éstas justifican la expectativa de que la fasci-
nación del historista con la diferencia dará por resultado una disolu-
ción gradual de la noción de la realidad histórica en épocas de sobre-
producción histórica y un desdibujamiento de la distinción entre reali-
dad y texto, lo más probable es un rapprochement —reconciliación— en-
tre historismo y postmodernismo. Si hay algo por lo que es notorio el
postmodernismo en el mundo intelectual contemporáneo, es sin duda la
problematización del postmodernismo del referente y su insistencia en
deconstruir la distinción moderna entre el lenguaje y el mundo. Más
aún, el postmodernismo depende tanto como la historia de una lógica de la
diferencia para su ataque a la distinción entre palabras y cosas. Las
especulaciones posmodernas acerca de la diferencia en muchos casos ge-
neran la tesis de que «no hay nada afuera del texto» y el textualismo
o lingualismo, que, en opinión de Richard Rorty (1931−2007), es el
equivalente contemporáneo del idealismo decimonónico. Así, si el post-
modernismo, como lo presenta Lyotard, nos recuerda con fuerza al histo-
rismo, el historismo a su vez posee un talento innato para evolucionar en
postmodernismo.
Sin embargo, lo que con claridad distingue a los dos es la facilidad
con que se preparan para problematizar nuestro concepto de una realidad
—histórica— objetiva en la manera que acabamos de ver. Lo que en el his-
torismo es una tendencia tan sólo inquietante y paradójica —la inclusión
del mundo histórico en el lenguaje— es casi el punto de partida del post-
modernismo. Es obvio que podemos esperar que esta tensión entre histo-
rismo y postmodernismo nos dé la mejor pista para elaborar un inventario
de las similitudes y disparidades del historismo y el postmodernismo. En
consecuencia, la cuestión de la naturaleza de la realidad histórica y de
la experiencia histórica será el tema principal en lo que resta de este ensa-
yo. Estas nociones son nuestras mejores pautas para medir la distancia en-
tre la realidad histórica y el lenguaje histórico.

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1.2. POSTMODERNISMO Y REPRESENTACIÓN HISTÓRICA

El escrito histórico dice ofrecernos una representación de la realidad


histórica. En vista de esto, la representación es la noción en términos de
la cual podemos formular y analizar mejor la clase de problemas que men-
cioné al final de la sección anterior. Obviamente, estos problemas atañen a
la relación entre la realidad histórica y su representación en el texto
histórico. Debido a que la teoría del simulacrum de Baudrillard
(1929−2007) es quizá la TEORÍA DE LA REPRESENTACIÓN posmoderna mejor
desarrollada, éste será nuestro punto de partida natural. Baudrillard nos re-
cuerda el relato de Borges (1899−1986) del emperador que quería un ma-
pa tan detallado y por ende tan grande de su país que al final el mapa abar-
caba la totalidad del imperio y se convirtió, de hecho, en un facsímil del im-
perio mismo. Puesto que es un facsímil, el mapa nos obliga a revisar nuestra
intuición acerca de la relación entre lo representado y su representa-
ción: la representación —el mapa— es aquí no menos real que lo repre-
sentado mismo —el imperio—, o al menos tiende a convertirse en eso. Así,
la realidad en sí tiende a convertirse en una mera redundancia debido a la
presencia de sus representaciónes. Escribe Baudrillard: «El territorio ya no
precede al mapa ni lo sobrevive, en lo sucesivo será el mapa el que preceda
al territorio —precesión del simulacro— es el mapa el que engendra al
territorio». El resultado es la generación de algo real sin origen en la
realidad en sí: algo hiperreal, como lo llama Baudrillard, y por tanto atesti-
guamos en el proceso «el desierto —la deserción— de lo real en sí» —
observe el significado doble de la palabra desierto —deserción; en inglés,
desert—, que se refiere tanto a un movimiento de deserción como al resul-
tado de este movimiento—. La objeción obvia al argumento de Baudrillard
es por supuesto que, en el relato de Borges, es difícil decir que la realidad, o
el territorio en sí, ceda su prioridad lógica ante su representación cartográfi-
ca. Sin territorio no hay mapa.
Sin embargo, más tarde Braudillard presenta un modelo del simula-
crum más eficaz que el mapa imperial para alterar nuestra intuición de
sentido común acerca de la representación. Nos recuerda a los ico-
noclastas —Iconoclasia, expresión que en griego significa «ruptura de imá-
genes», es la deliberada destrucción dentro de una cultura de los iconos re-
ligiosos de la propia cultura y otros símbolos o monumentos, normalmente
por motivos religiosos o políticos—, cuya «lucha milenaria», como nos ase-
gura, «aún se libra en nuestros días». Los iconoclastas estaban conscientes
de la inclinación del creyente a eliminar a Dios mismo y a reconocer Su
presencia sólo en una forma diseminada conforme se encarna mediante los
simulacros o imágenes de Él. El culto del creyente a Dios «a través» de
sus imágenes al final transferirá su devoción por Dios a las imágenes que
tan sólo pretendían «canalizar» su devoción. De hecho, aquí la precesión
del simulacro es sin duda un hecho histórico y psicológico, y aquí nos asis-
te toda la razón al hablar de «la muerte del referencial divino» —en re-
ligión las hierofanías son las mediaciones con lo divino, pero que no lo su-
primen ni lo sustituyen—. Este ejemplo también justifica la idea de una hi-

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perrealidad, es decir, de UNA REALIDAD «MÁS REAL» QUE LA REALIDAD EN SÍ.


Si el creyente en apariencia se inclina a experimentar la imagen o el simula-
cro de Dios de una forma ontologicamente previa a Dios mismo, la re-
presentación de Dios se vuelve «más real» que Dios en sí. Este simula-
cro sustituye a la realidad, inversión que de forma inevitable hará
inaplicables y fútiles nuestras nociones tradicionales de «verdad, de refe-
rencia y de causas objetivas»; la «HIPERREALIDAD» Y LA REPRESENTACIÓN
EXPULSARON A LO REPRESENTADO, O LA REALIDAD EN SÍ. La conclusión impor-
tante que podemos extraer del argumento de Baudrillard es que este orden,
en apariencia tan natural e indiscutible de lo representado y su representa-
ción basado en la distinción entre los dos, ya no puede sostenerse de for-
ma no problemática en todos los casos. En la medida en que la noción de
representación depende de esta DISTINCIÓN y del ORDEN de lo representa-
do y su representación, haríamos mejor en abandonarla. Más aún, observe
que este «asesinato de la realidad» es de lo más sorprendente, puesto
que —en contraste con el ejemplo del mapa imperial— el problema de la
mímesis, de lo que es un «buen parecido» con Dios, ni siquiera ha surgido.
El encanto de la hiperrealidad es en apariencia tan fuerte que puede darse el
lujo de una despreocupación soberana por el problema de la mimesis. Este
hecho contribuye aún más a la prioridad que en apariencia posee la hiper-
realidad respecto de la realidad «divina» en sí.
Hay un área en la cultura occidental en la que la tesis de la precesión
del simulacro, según el ejemplo de la lucha de los iconoclastas, tiene una
admisibilidad inmensa. Se trata del ÁREA DE LA HISTORIA Y EL ESCRITO
HISTÓRICO. Como ya señalaron filósofos de la historia constructivistas y
narrativistas, LA REALIDAD HISTÓRICA EN SÍ ES TAN INVISIBLE PARA NUES-
TROS OJOS COMO EL DIOS DEL ICONOCLASTA: LO CONOCEMOS SÓLO EN SUS RE-
PRESENTACIONES Y POR ELLAS. No tuvimos un acceso previo a la realidad que
expone Braudel (1902−1985) en El Mediterráneo y el mundo mediterráneo
en la época de Felipe II (1949) y podemos decir que, en la medida en que
esta realidad tiene una vida propia, debe esta vida al simulacro que Braudel
construyó para ella. Ciertamente en este caso el simulacro precede a la
realidad misma. De esa realidad, por tanto, podemos decir que tanto se
«fabricó» como se «descubrió», y la imposibilidad de distinguir con cla-
ridad y precisión entre ambas cosas no es tanto una tesis acerca de la va-
guedad de la frontera entre ficción e historia —la interpretación de moda de
este asunto— cuanto un cuestionamiento de estas palabras en sí de apli-
carse al escrito histórico. Así, la muerte o incluso «asesinato» de Dios
tiene su analogía exacta en la SUSTITUCIÓN DE LA REALIDAD HISTÓRICA POR LA
HIPERREALIDAD HISTORIOGRÁFICA TAN PRONTO ACEPTEMOS EL AGNOSTICISMO
ONTOLOGICO CONSTRUCTIVISTA O NARRATIVISTA.
Una autoridad de la talla de Freud propuso un concepto de realidad pa-
recido. En psicología, escribió Freud (1856−1939) en La interpretación de
los sueños (1899−1901), la realidad psíquica se compara con las «imágenes
virtuales» de un microscopio o unos binoculares: «Todo lo que puede ser
objeto de nuestra percepción interior es virtual, como la imagen dada en el
telescopio por la proporción de los rayos de luz». Si investigamos la realidad

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psíquica, investigamos una realidad «virtual», una realidad de imágenes o


de simulacros y no una realidad que sea el supuesto origen de estas imá-
genes o simulacros.
En las circunstancias presentes podemos hacer dos cosas. 1) Se puede
concluir a partir del mecanismo de los simulacros y de la operación de tal
mecanismo en la escritura de la historia que no se puede hablar propia-
mente de representación histórica en absoluto —habrá tantas como
simulacros distintos «fabricados» o «descubiertos»—. El término represen-
tación requiere la PRESENCIA de una realidad —histórica— dada de forma
independiente que a continuación se represente en el escrito histórico y me-
diante él. En consecuencia, como a menudo sostienen los postmodernos, la
noción posmodernista del simulacro es en esencia un paso «más allá»
o en contra de la representación. Y, de acuerdo con la fascinación posmo-
derna por el desempeño, lo más que se podría decir es que el escrito histó-
rico nos ofrece una presentación —en lugar de una representación— del
pasado. 2) En oposición a esta estrategia, prefiero ver la teoría del simu-
lacro histórico como una teoría de la representación y no como una teoría
contra la representación. La razón principal de esta estrategia alterna es
que un debate significativo tiene lugar en disciplinas como el escrito histó-
rico y la psicología. Así, a pesar de la muerte o el «asesinato» del dios
epistemológico, y a pesar de la sustitución de la realidad histórica a cargo
de la noción posmoderna de la HIPERREALIDAD HISTORIOGRÁFICA, NO PODE-
MOS REDUCIR LOS RELATOS HISTÓRICOS A LA ARBITRARIEDAD DE MERAS PRESEN-
TACIONES DEL PASADO. Dicho de otro modo, en vista de la posibilidad del de-
bate histórico, debemos ver la noción posmoderna del simulacro histórico
como un reto para aclarar la naturaleza de la representación histórica más
que, de forma simplista, como una obligación de abandonar el con-
cepto de representación para la escritura de la historia en su conjunto. El
ejemplo del escrito histórico nos compele a penetrar de modo más profundo
en los secretos del fenómeno de la representación, en lugar de renunciar
a él tan pronto como la noción no satisface de manera inmediata nuestras
concepciones propias del sentido común acerca de la representación. Puesto
que el postmodernismo ya no se afilia tanto con el arte y la estética —donde
el problema de la idoneidad de la representación es de hecho menos urgen-
te que en el escrito histórico—, los postmodernos abandonaron con
demasiada facilidad la noción de representación.
Así, al mantener y adoptar la noción de representación —en lugar de
abandonarla, como hicieron los posmodernos— podemos preguntar qué dos
características debemos atribuirle en conformidad con los modelos ar-
gumentativos postmodernos. 1º) Que se genera una FALTA DE PROFUNDIDAD
si se borra la distinción entre realidad y representación. La explicación es la
siguiente: La oposición tradicional de lenguaje —representación, simula-
cro— y realidad produce una duplicación tanto en el lenguaje como en la
realidad. Esta duplicación es resultado del hecho de que 1) esta oposición
sugiere un modelo de representación mimético, y de que 2) la representa-
ción mimética siempre nos permite pedir la idoneidad de la representación
—de este modo, vimos en el párrafo anterior que la posibilidad de un debate

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histórico significativo parece requerir la distinción entre la representación y


lo representado—. Así, si es posible clasificar las representaciones de acuer-
do con su idoneidad, la jerarquía de las representaciones tendrá su
contraparte en una jerarquización correspondiente de la realidad re-
presentada en sí. Es decir, lo que es «esencial» en la realidad está pre-
sente en las representaciones más idóneas, y lo que es tan sólo contin-
gente o «apariencia», en las menos idóneas. Por ende, si distinguimos entre
lenguaje y realidad, ésta, de forma casi automática, se estructurará en un
primer plano —lo que es esencial— y un segundo plano —lo que es tan
sólo apariencia—, y de este modo SE CREA UNA ILUSIÓN DE «PROFUNDIDAD».
Esta ilusión de «profundidad» origina la «falta de profundidad» y la im-
posibilidad de aplicar la distinción entre la esencia de la realidad y la mera
apariencia tan pronto como el simulacro postmoderno cuestione la oposi-
ción tradicional entre lenguaje y realidad.
Más aún, este argumento —el posmoderno de rechazar la oposición en-
tre lenguaje (la representación) y realidad (lo representado)— tiene una im-
plicación peculiar para el arte y la estética postmodernos. El arte moderno
siempre desconfió del arte realista o naturalista —o incluso lo ridiculi-
zó— COMO UN INTENTO INGENUO DE ZANJAR LA BRECHA ENTRE LO REPRESENTA-
DO Y SU REPRESENTACIÓN. Para el moderno, la esencia de la realidad no se
encontraba donde el pintor realista creía haberla encontrado. En virtud de
que al postmoderno ya no le interesaba esta brecha entre representa-
ción y lo representado —de manera análoga a como al arte realista no le
interesó la brecha entre el simulacro y su representación—, podía darse el
lujo de ser indiferente ante la cuestión del realismo. Los objets trouvés
[objetos confeccionados; el arte confeccionado describe el arte realizado
mediante objetos que no se consideran artísticos] de Marcel Duchamp
(1887−1968) y las cajas de Brillo de Andy Warhol (1928−1987) se si-
tuaban precisamente en esta brecha y, al hacerlo, dejaban sin significado
ni sentido el problema de la representación realista.
2º) Y lo más importante, la FALTA DE PROFUNDIDAD POSMODERNA ANULA
LA UNIDAD QUE TENÍA EL PASADO DURANTE EL RÉGIMEN DEL MODERNISMO. Los
filósofos de la historia moderna estarán de acuerdo en que, a primera vista,
el pasado es un caos múltiple. No obstante, es al penetrar debajo de la
superficie caótica cuando descubrimos las estructuras profundas que
dan unidad y coherencia al pasado. Sin embargo, la falta de profundidad
moderna retira esas capas profundas del pasado que le dan su unidad, y la
realidad pasada se desintegra en una miríada de fragmentos autosu-
ficientes. El postmodernismo opera dentro de la matriz del detalle y sus
conceptos rectores son, por tanto, según la enumeración exagerada de
Alan Liu: «particularismo, localismo y regionalismo. La historiografía posmo-
derna de la MICROHISTORIA, de la Alltagsgeschichte —historia de la vida
cotidiana; se trata de un género historiográfico de surgimiento reciente cuya
investigación procura centrarse en el modo de vida de los individuos, más
allá de los grandes hechos, que habitualmente son los que se presentan en
la historiografía convencional. Intenta superar, pues, la insistencia en las
fuentes documentales de carácter oficial— y de una buena parte de la histo-

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ria de las mentalidades es paradigmática de esta fascinación del historiador


postmoderno por el detalle y lo contingente.
Para concluir esta sección, podemos observar que hay de hecho dos
semejanzas significativas entre las teorías historista y posmoderna de la
representación de la realidad histórica. 1) Al rechazo historista de las fi-
losofías de la historia especulativas que encarnan la unidad del pasado
corresponde la falta de profundidad posmoderna y la convicción pos-
moderna de que no hay un principio de unidad bajo la superficie de la reali-
dad. 2) En ambos casos se siente la IRRESISTIBLE ATRACCIÓN GRAVITATORIA
DEL DETALLE, aunque esta atracción es sin duda más fuerte en el caso del
postmodernismo que en el del historismo. Si el historismo no es esencialis-
ta respecto del pasado en su conjunto, aún es esencialista, a diferencia
del postmodernismo, respecto de los detalles del pasado que investiga el
historiador. Pero incluso en ese ámbito, el postmodernismo rechazará
jerarquizar la realidad pasada en lo que es esencial y lo que es circuns-
tancial. Desde este punto de vista, EL HISTORISMO ES UNA ESPECIE DE ESTA-
CIÓN A MEDIO CAMINO ENTRE EL ESENCIALISMO DE LAS FILOSOFÍAS ESPECULATI-
VAS, POR UN LADO, Y EL POSTMODERNISMO, POR OTRO, SITUACIÓN QUE SE CA-
RACTERIZARÍA AL DECIR QUE EL POSTMODERNISMO ES UN HISTORISMO CONSIS-
TENTE Y RADICAL QUE NO SE CONFORMA YA CON DETENERSE A MEDIO CAMINO.
Sin embargo, ver estas semejanzas es al mismo tiempo ver en qué di-
fieren las teorías historistas y posmodernistas acerca de la realidad históri-
ca y la representación histórica. Es verdad que ni el historismo y ni si-
quiera el postmodernismo negarán o podrán negar que la historia es
una disciplina empírica en la que la realidad histórica, de la manera
en que sea concebida, se explica o representa con base en datos
empíricos. Sin embargo, la noción historista de la realidad histórica se
nos presentará con relativamente pocos problemas si queremos detallar la
forma en que la realidad histórica ofrece al historiador los datos históricos
pertinentes. Hago hincapié en que no quiero decir que será sencillo dar
cuenta del origen de los datos históricos y de la experiencia histórica, sólo
digo que generará menos problemas para el historista que para el
postmoderno. LA NOCIÓN POSMODERNA DEL SIMULACRO Y DE LA HIPERREALI-
DAD HISTORIOGRÁFICA PARECE NO DEJAR LUGAR EN ABSOLUTO PARA LA AUTO-
NOMÍA DE LA REALIDAD HISTÓRICA NI PARA UNA EXPERIENCIA HISTÓRICA AU-
TÉNTICA DE ESA REALIDAD. TODO AQUÍ SE CONVIERTE EN CONSTRUCCIÓN. Y ES
POR TANTO AQUÍ DONDE ENCONTRAMOS LA DIFERENCIA EN VERDAD PROFUNDA
ENTRE HISTORISMO Y POSTMODERNISMO.
Así, habrá que buscar la diferencia crucial entre historismo y postmo-
dernismo en la función que ambos atribuyen a los datos históricos y a
la experiencia histórica. No obstante, se debe tener clara la naturaleza
de la disputa. El historista y el postmoderno estarán de acuerdo en que el
historiador estudia sus documentos, lee sus fuentes y sus textos, y así ob-
tiene sus datos. En este ámbito, que podría llamarse «fenomenológico»,
toda disputa acerca de la forma en que el historiador recopila sus datos o en
que experimenta el pasado sería con seguridad quijotesca —no habría
disputa—. Sin embargo, la discusión tiene que ver con la interpretación

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filosófica de esta situación. Los historistas interpretarán el procedimiento


del historiador como una experiencia de una realidad histórica que se
da de forma independiente; el teórico postmoderno del simulacro
tendrá sus dudas acerca de la autonomía que el historista atribuye a la
realidad pasada. DE ESTE MODO, LA DISPUTA REAL ENTRE EL HISTORISTA Y EL
POSTMODERNISMO SE REFIERE A LA NATURALEZA DE LA EXPERIENCIA HISTÓRICA
Y AL LUGAR DE LA REALIDAD HISTÓRICA EN LA EXPERIENCIA DEL PASADO DEL
HISTORIADOR. Para decirlo con brevedad, nos podemos preguntar si la teoría
posmoderna del escrito histórico, a diferencia de la del historismo, aún deja
espacio para la autenticidad de la experiencia histórica; es decir, una expe-
riencia auténtica del pasado en la que éste aún pueda afirmar su indepen-
dencia del escrito histórico.

2. POSTMODERNIDAD Y FIN DE LA HISTORIA


VATTIMO, Gianni: «Postmodernidad y fin de la historia», en Ética de la inter-
pretación, Paidós, Barcelona, 1991, pp. 15−35.

Probablemente una de las caracterizaciones más ampliamente acepta-


das de la postmodernidad sea aquella que la presenta como el fin de la
historia.
En esta caracterización late obviamente un cierto tono apocalíptico,
que ha sido acentuado, de modo especial, por las interpretaciones de iz-
quierdas de lo postmoderno, cosa que ocurre ya sea cuando se trata de in-
terpretaciones que lo refutan polémicamente —como en el caso de Ha-
bermas (n. 1929)— ya sea cuando su causa se abraza como la nueva
chance de una «emancipación» que, aun no teniendo ya nada que ver con
los viejos ideales humanistas, representa, de todos modos, una alternativa
positiva —tal es la posición de Lyotard (1924−1998)—. Pero no todos los
que hablan de lo postmoderno aceptan esta apocalíptica connotación; e
igual sucede con el significado del «final de la historia», que se añade a
la expresión, y que se interpreta, o, por así decirlo, se «declina», a su vez,
de diversos modos. Las dos posiciones que, en relación a este tema, vie-
nen por lo general a contraponerse de manera diametral, son la de Lyo-
tard (1924−1998), y la de Habermas (n. 1929), las cuales comparten, en
realidad, la misma descripción de la posmodemidad, y divergen sólo en
cuanto a la evaluación del fenómeno: entrambas lo describen en efecto
como el venir a menos de los grandes «metarrelatos» que legitimaban
la marcha histórica de la humanidad por el camino de la emancipación, y del
papel de guía que los intelectuales desempeñaban en ella; esto, para Ha-
bermas, es una calamidad: es el imponerse de una mentalidad conser-
vadora, que renuncia al proyecto del iluminismo, identificado con el
proyecto de la modernidad; mientras que para Lyotard —que sigue en esto
a Nietzsche, a Heidegger y, más recientemente, a Foucault— representa
un paso adelante en la liberación del subjetivismo y humanismo mo-
dernos, es decir, de la ideología del capitalismo, del imperialismo, etc. En
ambos casos «final de la historia» significa final del historialismo, o
sea, de la comprensión de las vicisitudes humanas como estando insertas

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en un curso unitario dotado de un sentido determinado, el cual, en la


medida misma en que viene a ser reconocido, se desvela como sentido de
emancipación. La historia, entendida de este modo, se acaba —dice Lyo-
tard—, porque «cada uno de los grandes relatos de emancipación
corresponde a la visión hegemónica de la época». Para Lyotard la ra-
cionalidad de lo real ha sido «confutada» por Auschwitz —podríamos
pensar a la inversa ; Auschwitz fue posible porque se había desalojado la
razón y el ideal iluminista de emancipación— ; la revolución proletaria como
recuperación de la verdadera esencia humana ha sido «confutada» por Sta-
lin (1878−1953); el carácter emancipatorio de la democracia ha sido
«confutado» por el mayo del 68; la validez de la economía de mercado ha
sido «confutada» por las crisis recurrentes del sistema capitalista. Los
«grandes relatos» que en la modernidad han buscado una legitimación
«absoluta» en la estructura metafísica del curso histórico, han perdido
credibilidad. Esta pérdida, para Lyotard, es irremediable, e indica el fra-
caso del proyecto moderno: un fracaso con el que, se sobreentiende, no
se pierde nada, pues, en realidad, tales «metarrelatos» legitimantes no han
sido nunca otra cosa que expresión de la violencia ideológica.
La objeción de Habermas consiste en que el fracaso de los proyectos
emancipatorios de la modernidad —que él ve articularse de manera más
unitaria en tomo al del iluminismo— no los invalida en cuanto a su funda-
mento teórico; sin embargo, la «prueba» de ello no resulta, en Habermas,
convincente: se limita, en realidad, a señalar que sin un «metarrelato»
fuerte, que se sustraiga a la disolución y desmitificación del historialismo,
ESTA MISMA DISOLUCIÓN Y DESMITIFICACIÓN DEJA DE TENER SENTIDO, NO PU-
DIENDO NI SIQUIERA SER PENSADA. LA «CRÍTICA DE LA IDEOLOGÍA», en suma,
y como en el fondo quería Nietzsche, no puede desembocar en una «críti-
ca de la crítica» —crítica de la crítica de la ideología—. El problema reside,
en definitiva, en saber si también la historia del «final de la historia»
puede o no valer como un relato o un «metarrelato» legitimante, capaz de
señalar objetivos, criterios de elección y de valoración y, por lo tanto, algún
curso de acción todavía dotado de sentido. Para Habermas, la disolu-
ción de los «metarrelatos» tiene significado sólo si uno de ellos se excep-
túa, con lo que en realidad viene a eliminar de la disolución de los
«metarrelatos» el sentido catastrofista del final de la historia; la his-
toria no puede acabarse sin que se acabe lo humano —esto es: el ideal dé la
emancipación—. Para Lyotard la disolución de los «metarrelatos» es com-
pleta, pero el motivo por el que ésta se considera tal, y «verdaderamente»
tal, ¿SE SUSTRAE VERDADERAMENTE A LA FUERZA QUE ANTES SE ATRIBUÍA A LOS
«METARRELATOS»? ¿QUÉ SIGNIFICA AFIRMAR QUE LOS «METARRELATOS» HAN
SIDO INVALIDADOS SINO VOLVER A PROPONER UN «METARRELATO»? Ahora
bien, precisamente por cuanto esto no es lo que se quiere, se ha de renun-
ciar a toda función legitimante, y, por tanto, en último término, a toda
capacidad de señalar opciones históricas. Igualmente, en la variante
propuesta por Richard Rorty (1931−2007) en La filosofía y el espejo de la
naturaleza (1979), para quien la posmodemidad, en el fondo, no es otra co-
sa que «el olvido gradual de una cierta tradición filosófica» —en el

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sentido de que la importancia misma de la tradición filosófica, de su centra-


lidad, etc., ha descendido al vasto contexto de las prácticas sociales—
puede valer la idea de posmodemidad como fin de la historia: en el senti-
do de que la idea de historia es una invención de la filosofía, y espe-
cialmente, de la metafísica, cristiana primero, y después moderna, y de
que la pérdida de importancia de la tradición filosófica coincide con la pérdi-
da de sentido del apelar a la historia —y hasta a la historia magistra vitae—,
a sus leyes y a sus indicaciones, por parte de la comunidad social. La re-
construcción de la filosofía moderna que propone parece tener solamen-
te por función la de hacerse cargo de un error, y no la de indicar ninguna
vía a seguir. Ahora bien, ¿según qué se «reconoce» el error? Podría darse
que fuera por apelación a un consenso comunitario; pero presentado en
tales términos el «reconocimiento» resulta problemático por varios moti-
vos y, sobre todo, porque, en buena medida, también supone apelar a un
«metarrelato»; refiere una cierta historia de la comunidad actual, una
cierta imagen de ese mundo nuestro en el cual la filosofía pierde centra-
lidad —porque, como se dijo, ha descendido al contexto de las prácticas so-
ciales—, etc., e implica el que se deba «corresponder» a esa tal imagen.
Ahora bien, ¿por qué deberíamos hacerlo? Hace falta interpelar el pragma-
tismo de Rorty con esta pregunta; y si la respuesta es que debemos hacer-
lo si queremos participar en el juego, el problema residirá, en último tér-
mino, en que no queremos participar como si ello se derivara de razones
inmediatamente biológicas —el instinto de conservación, la necesidad de
sobrevivencia, etc.—, sino por razones de pertenencia «históri-
co−cultural» —o sea, que no nos interesa la vida sin más, sino la vida co-
mo forma histórico−determinada de vida—, con lo que se nos reenvía
de nuevo al vínculo con el pasado.
Pensar lo postmoderno como fin de la historia, como el final del fin
significa situar en el primer plano de una atención central la cuestión de la
historia como raíz de legitimaciones. El vínculo de lo posmodemo con lo
moderno, en este sentido, es aquel descrito por Löwith: el de Nietzsche
con la visión hebraico−cristiana del tiempo. La modernidad es la época de
la legitimación metafísico−historicista, la postmodernidad es la pues-
ta en cuestión explícita de este modo de legitimación. Es decir, que no
se trata simplemente de lo que viene después y se distingue —es decir, que
en teoría no se trata de otra legitimación más, de otro «metarrelato»—, en
positivo, de la modernidad, mediante otro principio. Cuando los animales
cantan a Zaratustra la canción del eterno retomo: «Todo pasa, todo retor-
na; eternamente gira la rueda del ser», Zaratustra les reprocha que hayan
olvidado lo mucho que ha debido padecer para alcanzar a concebir el
eterno retorno. La posmodemidad es seguramente un modo diverso de
experimentar la historia y la temporalidad misma y, por tanto, también un
entrar en crisis de la legitimación historicista que se basa en una pací-
fica concepción lineal−unitaria del tiempo histórico. Sin embargo, este di-
verso modo no consiste en dar simplemente la espalda al historicismo de la
metafísica; más aún, mantiene como éste un vínculo análogo al que Hei-
degger (1889−1976) indica con el término VERWINDUNG: recupera-

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ción−revisión−convalecencia−distorsión. No se puede, ni declarar «in-


validada» toda forma de legitimación por referencia a la historia, como
quiere Lyotard, el cual, no obstante y significativamente, no puede mante-
nerse firme en el cumplimiento de este punto —porque, a fin de cuentas, él
se instala en otro «metarrelato»: el de que todo «metarrelato» anterior ya
no es válido—; ni puede uno —por temor a las consecuencias nihilistas y
reaccionarias de estas posiciones— seguir quedándose en el «metarrelato»
de la modernidad, tal como hace Habermas, declarando, sencillamente,
que los eventos «invalidantes», a los que remite Lyotard, suponen sólo
un fracaso provisional del proyecto moderno, y ello desde una acep-
tación demasiado indulgente de ese fracaso. Entrambas posiciones extre-
mas rehúsan por igual tematizar seriamente la historia del fin de la histo-
ria, viniendo a despacharla, o bien como a un hecho que no es objeto de
relato, pero al cual debemos adecuamos —Lyotard—; o bien como a un
incidente teóricamente irrelevante, y que se debe explicar en términos
de psicología o sociología del conocimiento, como «desengaño de la filo-
sofía de la subjetividad», en el caso de Habermas.
MI TESIS consiste en que esas dificultades del concepto de lo posmode-
mo, todas las cuales giran alrededor del hecho de que el fin de la moderni-
dad sea el fin de la historia como curso metafísicamente justificado y le-
gitimante —fin de la metafísica en su forma moderna: esto es, del histori-
cismo iluminista, idealista, positivista o marxista— sólo pueden encontrar
alguna solución SI SE TEMATIZAN EXPLÍCITAMENTE LOS PROBLEMAS QUE ABRE LA
INVALIDACIÓN DE LA LEGITIMACIÓN DE LOS GRANDES «METARRELATOS» —es
decir, si concretamos de qué estamos hablando cuando intenamos invalidar
los «metarrelatos» de la modernidad—.
Las nociones−guía que pueden servirnos aquí no son ni la de fin de los
«metarrelatos» de Lyotard —demasiado «catastrofista» al presenta-
mos la modernidad como ya abandonada toda ella a nuestra espalda—; ni el
de la comunidad ilimitada de la comunicación —que retoma simplemen-
te el proyecto de la subjetividad emancipatoria moderna, como si después
de Kant, Hegel y Weber no hubiesen acaecido sino algunas «enfermeda-
des» de la inteligencia burguesa—; ni tampoco la noción de consenso de
Rorty en el sentido pragmatista del término, la cual, cuando quiere des-
marcarse de un horizonte meramente biológico, no puede dejar de tener en
cuenta ni el pasado ni su problemática pregnancia. Pueden guiamos,
por el contrario, las nociones heideggerianas —ya radicadas en Nietzsche—
de Andenken —piedad— y de Verwindung —distorsión—.
La vía por la que Heidegger llega a estos conceptos ilustra muy bien la
relación de lo postmoderno con la modernidad. Cuando Heidegger escribe
en Confesiones y artículos (1954), que la metafísica no puede ser objeto de
superación alguna; lo que declara es que la modernidad no puede ser su-
perada críticamente, porque justamente LA CATEGORÍA DE SUPERACIÓN
CRÍTICA LE ES CONSTITUTIVA; no se puede salir de la modernidad —o de la
metafísica— por vía de superación —o de crítica—, porque ello significaría
permanecer precisamente dentro del horizonte moderno, el de la funda-
ción, el del historicismo. Resulta innecesario recordar que el historicismo

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moderno, para Heidegger, como ya para Nietzsche, es metafísica en ac-


to, por cuanto despliega la fuerza del Grund como capacidad de fundar y
refundar —renacimiento, revolución— épocas, comportamientos y vicisitu-
des humanas. Justamente en virtud de la problemática de cada ÜBERWIN-
DUNG —transmisión— se propone Heidegger describir la relación del pen-
samiento posmetafísico con la metafísica como una VERWINDUNG —
distorsión—. No podemos discutir aquí todos los significados de este tér-
mino, pero en él resuenan, ya sea la noción de curarse, de convalecencia —
imagen cara a Nietzsche—, ya sea la de aceptación y resignación, ya la de
distorsión. POSTMODERNO, PODEMOS TRADUCIR, ES LO QUE MANTIENE CON LO
MODERNO UN VÍNCULO VERWINDEND: EL QUE LO ACEPTA Y REPRENDE, LLEVANDO
EN SÍ MISMO SUS HUELLAS, COMO EN UNA ENFERMEDAD DE LA QUE SE SIGUE ES-
TANDO CONVALECIENTE, Y EN LA QUE SE CONTINÚA, PERO DISTORSIONÁNDOLA.
En qué puede la metafísica ser aceptada, conservada y reasumida como
DISTORSIÓN es lo que Heidegger muestra merced a su elaboración reme-
morativa de la metafísica como historia del ser: metafísica es la epocalidad
del ser de las épocas dominadas por un arché, por un Grund —básico,
esencial, arjé—, que adopta diversas configuraciones; estos archai, en el
pensamiento posmetafísico, son repensados y reconocidos como «acaeci-
mientos» de la historia del ser, como epistemai foucaultianas —Michel
Foucault (1926−1984) reintroduce el concepto de episteme en su célebre
libro Las palabras y las cosas (1966), es Foucault quien le da la connotación
posmoderna y aún más vigente a la palabra episteme. En tal concepción la
episteme aparece como el marco de saber acorde a la determinada «ver-
dad» impuesta desde un poder en cada época; de este modo sugiere que es
muy difícil que la gente pueda entender o concebir las cosas y las palabras
fuera del marco de la episteme epocal en que tal gente existe. El argumento
fundamental de la interrogación de Foucault son los códices fundamenta-
les que están en la base de una cultura, códices que influencian nuestra
experiencia y nuestro modo de pensar. Foucault dice que la arqueología de
las ciencias humanas estudia los discursos de las varias disciplinas que
son interrogadas proponiendo teorías sobre la sociedad, sobre el individuo y
sobre el lenguaje. El análisis de la arqueología de las ciencias humanas no
está basado sobre la historia de las ideas o sus modelos científicos sino que
es, sobre todo, un estudio que busca qué cosa ha hecho posible conocimien-
tos y teorías y sobre cuáles bases se ha constituido y sobre cuáles a prio-
ris históricos han salido a la luz ciertas ideas, se han desarrollado ciertas
ciencias y se han creado ciertas filosofías. Entonces cuando Foucault habla
de episteme entiende que es hablar de cuáles a prioris históricos y cuá-
les códices fundamentales se han desarrollado en una cierta cultura y
cuáles conjuntos de relaciones se encuentran en la base de una época dada.
El objetivo que se propone Foucault es aquel de descubrir qué sistemas
epistémicos se «contradistinguen» en el pensamiento occidental.
Según Foucault existe una discontinuidad entre las épocas históricas occi-
dentales e individualiza las tres principales: Edad Clásica, Renacimiento, y
Modernidad—, y no como «estructuras» eternas del ser, de la razón, etc.
Ahora bien, asumir los archai como «eventos», ¿no será un modo de re-

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petir la «crítica de la ideología» hegelo−marxiana? Lo sería si a los ar-


chai como eventos se contrapusiera una estructura verdadera del ser; pero
es el ser mismo lo que no se deja seguir pensando bajo la categoría —
que también es una de las epocalidades— de la presencia enteramente des-
plegada; así pues, el ser es evento, no es otra cosa que el sucederse de
los «eventos» arqueológicos, y hablar de ello significa sólo «rememorar»
estos eventos, como su Überlieferung —transmisión—, su Geschick —
envío— , pero no como si estuviéramos recordando «errores» que se nos
desvelarían como tales sólo en el caso de que hubiéramos aprehendido la
verdadera estructura...; pero, y ¿cómo, entonces? El ANDENKEN —piedad,
pietas— es, por lo pronto, VERWINDUNG —distorsión—: UN RETOMAR QUE EX-
CLUYE LA PRETENSIÓN DE ABSOLUTO CORRESPONDIENTE A LOS ARCHAI METAFÍI-
SICOS, SIN POR ELLO, NO OBSTANTE, PODER OPONERLE OTRO ABSOLUTO, SINO
SÓLO UNA SUERTE DE «FIESTA DE LA MEMONA»: la expresión es de Nietzsche,
pero rinde perfectamente cuenta de la posición andenkend de Heidegger.
Se trata de una actitud que podemos también llamar de pietas, aunque no
tanto en la acepción latina según la cual tiene por objeto los valores de la
familia, sino más bien en el sentido moderno de piedad como atención
devota hacia lo que, teniendo sólo un valor limitado, merece ser
atendido, precisamente en virtud de que tal valor, si bien limitado, es, con
todo, el único que conocemos: piedad es el amor que se profesa a lo vi-
viente y a sus huellas, aquellas que va dejando y aquellas otras que lleva
consigo en cuanto recibidas del pasado. En Nietzsche, asimismo, el final
del proceso de desmitificación no da lugar a desembocar en ninguna po-
sición de certeza, o en las verdaderas estructuras, sino a una actitud
piadosa, a eso que en varias ocasiones Nietzsche denomina «filosofía de
la mañana».
Habermas, desde luego, puede incluir perfectamente la adopción de
esta actitud en su caracterización de lo postmoderno como neoconserva-
durismo y reaccionarismo. Pero, en realidad, esta nueva importancia que
se asigna al vínculo con el pasado no tiene nada que ver con los presu-
puestos del historicismo de inspiración metafísica; pues no se trata
ahora de colocarse en la más adecuada y auténtica posición dentro del curso
de la historia, sacando de ella a colación analogías confirmativas y legi-
timantes, sino de permitir finalmente que se nos torne accesible el
pasado, fuera de toda lógica de la derivación lineal. Es este modo de
vínculo libre, rememorativo−monumental, con el pasado, que es el defi-
nido por la cultura posmoderna, el que puede pensarse con toda propiedad
en los términos heideggerianos del Andenken —piedad— y la Verwindung
—distorsión—.
Ello significa que en la propuesta de Heidegger a la que nos estamos
refiriendo, el Andenken —pietas— asume dentro del pensamiento posmeta-
físico la función que era propia de la fundamentación metafísica. En compa-
ración con esta lección heideggeriana, que me parece desprenderse inequí-
vocamente de sus textos últimos, la polémica entre Lyotard y Habermas
resulta superficial, se muestra más dirigida por peticiones y buenas inten-
ciones que por un planteamiento riguroso de los problemas; de Heidegger

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se sitúa más cerca Rorty, por mucho que después solucione las cosas de
manera bien distinta, y mucho menos satisfactoria, según mi opinión.
De lo que se trata es de considerar, y de calibrar, lo que comporta LA
DISOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO FUNDACIONAL, ESTO ES: DE LA METAFÍSICA. ¿Re-
sulta todavía posible, desde fuera de la estructura de la fundación, un
pensamiento capaz de «criticar» el orden existente, y, en consecuencia,
de satisfacer las exigencias legítimas que Habermas quiere hacer valer?
Habermas se queda en el horizonte de la fundamentación —la crítica de
la ideología en nombre de una especie de pregnancia de la comunicativi-
dad del discurso—; Lyotard, para no recaer en el horizonte fundamenta-
tivo, renuncia, en el fondo, al proyecto de la emancipación; y Rorty,
por su parte, propone una racionalidad que busca el consenso, no apo-
yado sobre alguna base trascendental, SINO EMPÍRICA, PRAGMÁTICA —la
cual, sin embargo, no puede ser ulteriormente cuestionada sin que se reen-
cuentre un metarrelato—.
Heidegger encara estos problemas intentando definir el pensamiento
no−fundacional; pensar es rememorar, reto-
mar−aceptar−distorsionar —VERWINDUNG—. O lo que es lo mismo: reali-
zarse en la confrontación de la heredad del pensamiento del pasado con la
pietas como devoción−respeto que se devuelve a la vida−muerte, a los vi-
vientes como productores de monumentos; o, en definitiva, al ser como
Geschick, como envío, y como Überlieferung, como transmisión.
Querría mostrar, para concluir, cómo responde el ejercicio del pensa-
miento rememorante, distorsionante, piadoso, a los problemas que las
varias posiciones sobre lo postmoderno parecen dejar abiertos. Se ha de
subrayar, sobre todo, que únicamente el Andenken entendido como pietas
puede promover la «correspondencia» a la situación, o a la experiencia, que
se demanda implícitamente ya en Habermas, ya en Lyotard, ya en Rorty.
Cada uno de ellos propone TESIS que se recomiendan como válidas por
preferencia respecto de las restantes en juego, por el hecho de que se
pretenden más «conformes» con la situación que vivimos como posmo-
derna. Lyotard, ya lo hemos visto, invoca el hecho de que los «metarre-
latos» han sido invalidados; Habermas invoca el darse de la moder-
nidad en los términos en los cuales la experimentaran Kant, Hegel y We-
ber; tal «metarrelato» no ha sido invalidado, según él, porque, evidente-
mente, corresponde al «estado de las cosas», y, en consecuencia, debe
ser asumido como «MASSGEBLICH», como PUNTO DE PARTIDA de toda discu-
sión sobre lo moderno y su posible final. Rorty, por su parte, desplaza la
«descripción» de la situación, pues si le parece que ésta se determina sobre
todo como una consecuencia de la disminución de centralidad de la filo-
sofía entre las prácticas sociales, éstas también requieren entonces
otros tantos modos diversos de argumentación. En todos los casos, la
validez de las tesis propuestas se basa en la PRETENSIÓN DE UNA MÁS COM-
PLETA ADECUACIÓN RESPECTO DE LA SITUACIÓN DADA, de acuerdo con el viejo
imperativo filosófico de «salvar los fenómenos», o mantenerse fiel a la ex-
periencia. PERO LO QUE CON LA CONSUMACIÓN DE LA METAFÍSICA HA ENTRADO
PRECISAMENTE EN CRISIS PARECE SER JUSTO LA FUERZA NORMATIVA DE TODA SI-

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TUACIÓN DE HECHO. ¿Por qué deberíamos atenemos a una descripción verda-


dera de estructuras auténticas, cuando, por otra parte, ni siquiera ya las
ciencias positivas reivindican tal prerrogativa, y apelan principalmente a la
eficacia, que, cabalmente, nada tiene que ver, en la mayoría de los casos,
con las estructuras «verdaderas» de las cosas? De acuerdo con Nietzsche,
vivimos probablemente en una condición en la cual, como decía Gorgias
(485 – 380 a. C.) de los espectadores de la tragedia, RESULTA MÁS SABIO DE-
JARSE ENGAÑAR QUE QUERER SER DE LOS QUE ENGAÑAN; TAMBIÉN EL VALOR DE
NO SER ENGAÑADO, ES DECIR, EL VALOR DE LA VERDAD, SE NOS HA TERMINADO
POR DESVELAR COMO UN «ENGAÑO», COMO UN INTERÉS PRÁCTICO LIGADO A DE-
TERMINADAS SITUACIONES DE LA EXISTENCIA HUMANA EN EL PASADO. Lo que
quiero decir es que el apelar a «hechos», situaciones, o experiencias, a los
que se debería «corresponder» COMPORTA SIEMPRE EL PRESUPUESTO METAFÍI-
SICO DE QUE EN LA REALIDAD TAL COMO SE DA SE ESCONDA ALGUNA NORMATIVA
PARA EL PENSAMIENTO, DE MODO QUE, INCLUSO CUANDO TAL PRESUPUESTO ME-
TAFÍSICO ES RADICALMENTE RECHAZADO, SURGE, PARA APELAR A LA «CORRES-
PONDENCIA», OTRO MOTIVO CUALQUIERA. La rememoración «piadosa» de
Heidegger —o la «fiesta de la memoria» nietzscheana— parece ser el úni-
co motivo posible: es como decir que no hay ningún «metajuego» que
prescriba el respeto de las reglas de los juegos de lenguaje de los que habla
el segundo Wittgenstein —el de de 1953— Lo que puede ordenar que se
respeten las leyes de los juegos —que Habermas y Apel quieren, en el
fondo, justificar por el imperativo de la comunidad ilimitada de la comunica-
ción, el cual o bien es otra versión de la necesidad de sobrevivencia, o bien
es una tesis metafísica idealista, estrictamente hegeliana—, sólo puede ser
la pietas [pero esto es un dogma que pertenece al «metarrelato» cristiano
(!)] que experimentamos, y que de algún modo no podemos no experimen-
tar. Y SE DEBE NOTAR QUE ES LA DISOLUCIÓN DE LA METAFÍSICA LO QUE NOS LI-
BERA PARA LA PIETAS [sin embargo todo este discurso es bastante metafísi-
co, por más que la metafísica ya no sea la del «olvido del ser», que decía
Heidegger]—. Como en aquella página de Nietzsche que citaba antes: una
vez que descubrimos que todos los sistemas de valores no son sino produc-
ciones humanas, demasiado humanas, ¿qué nos queda por hacer? ¿Liqui-
darlos como a mentiras y errores? No, es entonces cuando nos resultan to-
davía más queridos, porque son todo lo que tenemos en el mundo, la única
densidad, espesor y riqueza de nuestra experiencia, el único «ser».
Naturalmente, la pietas no se ofrece con la pregnancia del «metarrela-
to», pues no invoca, para corroborarse, ninguna estructura metafísica [pero
asún así, esto recuerda mucho al «metarrelato» judeo−cristiano, porque es-
tá claro que no es un concepto de la racionalidad científico−técnica]; sino
que, justamente al contrario, se da como consecuencia de haberse hecho
cargo de la disolución de toda metafísica de la presencia. Que «no podamos
no experimentar» pietas, una vez hecha la experiencia de la mortalidad y de
la radical finitud y epocalidad del ser —contingencia—, no expresa, enton-
ces, ninguna suerte de necesidad lógica, justificada en virtud de una re-
lación de fundamentación metafísica. Es al revés, y se puede admitir que
justo con la estructura metafísica ha caído aquello que impedía a la

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pietas manifestarse.
No es verdad, como querría Lyotard, que narrar el «metarrelato»
de la disolución de los «metarrelatos» sea algo que ya se ha hecho con
Hesíodo o Platón. Decir, por el contrario, como hace Heidegger, que el
ser se presenta finalmente como aquello que únicamente puede ser re-
cordado, y entonces como Überlieferung —transmisión— y como Ges-
chick —envío—, equivale a proponer una FILOSOFÍA DE LA HISTORIA QUE NO
SÓLO ESCAPA A LA METAFÍSICA EN CUANTO A SU MODO DE LEGITIMARSE, SINO,
SOBRE TODO, EN CUANTO A QUE SU PROPIO CONTENIDO NO ES YA SINO EL MISMO
FIN Y DISOLUCIÓN DE LA METAFÍSICA, EL CUAL INDICA TAMBIÉN VÍAS Y «NOR-
MAS» A SEGUIR. Hacerse cargo del final de los «metarrelatos» no significa,
como para el nihilismo reactivo y vengativo descrito por Nietzsche, quedar-
se sin criterio de elección alguno, quedarse sin ningún hilo conduc-
tor. El final de los «metarrelatos» pensado desde el horizonte de la historia
de la metafísica y de su disolución —y, entonces dentro de un «metarre-
lato» paradójico—, ES EL DARSE DEL SER EN LA FORMA DE LA DISOLUCIÓN, DEL
DEBILITAMIENTO Y DE LA MORTALIDAD, PERO NO DE LA DECADENCIA, PORQUE NO
HAY NINGUNA ESTRUCTURA SUPERIOR, FIJA O IDEAL, CON RESPECTO A LA CUAL LA
HISTORIA HUBIERA DECAÍDO.
Las dificultades del pensamiento de la postmodernidad muestran que
no se puede dejar vacante sin más el puesto antes ocupado por los
«metarrelatos» y por la filosofía de la historia. Sería como no ponerse de
luto por ellos, dejándolos pesar sobre nosotros, en la forma inmediata o
inelaborada de la pérdida, ante la que se reacciona sólo de modo catastro-
fista; ello equivaldría a dejarse llevar por un prejuicio, en vez de abordar
hermenéuticamente su tematización. La reacción de Habermas es exacta-
mente la de rechazar el luto —la muerte de los «metarrelatos»—, retor-
nando a un «metarrelato» del pasado —el del iluminismo, pero nueva-
mente repensado (Habermas)—, en la ilusión de que se puede hacer revivir
una metafísica de la historia. Sólo se sale de estos impasses asumiendo co-
mo tema de una nueva y paradójica filosofía de la historia, el final de la —
filosofía de la— historia.

3. LA ILUSGTRACIÓN Y SUS ENEMIGOS (añadido)


LOSADA HERNÁNDEZ, José María, «Introducción a La ilustración y sus enemi-
gos» en La ilustración y sus enemigos, Península, Barcelona, 2002, pp.
15−17

¿Qué es la ilustración? La respuesta a la pregunta que Kant


(1724−1804) intentó responder en 1795 y que J. F. Zöller (1753−1804) se
planteó en 1783 casi de pasada sigue siendo, hoy por hoy, uno de los retos
principales para definir nuestra identidad intelectual. El libro de Anthony
Pagden (n. 1945), conocido especialista en los orígenes históricos de la
modernidad intelectual, se propone DEFENDER LA ILUSTRACIÓN FRENTE A LOS
ATAQUES DE SUS CRÍTICOS TRADICIONALISTAS Y POSMODERNOS. Para ello nos
ofrece una breve genealogía de la Ilustración en la que tiene un papel fun-
damental la tensión entre los epicureos del siglo XVII (Grocio, Hobbes y

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Locke) y los estoicos de la siguiente generación (Shaftesbury, Pufendorf y


Kant). Frente a los críticos que sólo ven en la Ilustración una dañina secu-
larización y mecanización del mundo, Pagden insiste en que el esfuerzo
que se puso en la RECUPERACIÓN DE MUCHAS DE LAS IDEAS GENERALES DE LOS
ESTOICOS. Esta misma tensión reaparece, según Pagden, en el debate sobre
la modernidad y sobre sus implicaciones políticas a escala global.
En La Ilustración y sus enemigos se analiza la siguiente paradoja mo-
ral y política: si es cierto que no podemos comprender a los otros más que
en nuestros propios términos —etnocentrismo—, no es menos cierto que no
podríamos entendernos a nosotros mismos sin ese esfuerzo intelectual por
comprender al otro; por eso cuanta más fuerza tiene la idea de una identi-
dad del género humano mayor es el impulso compensatorio por defender
sus propias diferencias.
En el libro que nos ocupa se han tratado de desarrollar algunos de los
principios contenidos en esta última paradoja. Aquí se quieren identifi-
car nuevamente los valores de la Ilustración para defenderlos de sus críti-
cos actuales más poderosos. El primer capítulo está dedicado a la identi-
dad de la naturaleza humana y el segundo al cosmopolitismo ilustra-
do. La Ilustración es considerada no sólo como período sino también como
proceso, EN DEFINITIVA como el ORIGEN INTELECTUAL DEL MUNDO MODERNO.
Porque, según Pagden, se podría afirmar sin temor a engaño que los valor-
que se asentaron de forma definitiva en el siglo XVIII son los valores que
todavía gobiernan el mundo moderno. Estos valores han sido objeto
desde entonces de una continua reacción crítica. El éxito mismo del pro-
yecto ilustrado ha estado acompañado de la denuncia permanente de su
supuesta falsedad y perversión moral. Así ocurrió tempranamente con
la reacción del movimiento romántico que comenzó en el segundo tercio
del siglo XVIII y que todavía nos afecta hoy.
Según la tipología de Isaiah Berlin (1909−1997), esto supuso la con-
frontación entre los valores de la «razón universal, del orden, de la justi-
cia» y los valores de la «integridad, la sinceridad y la propensión a sacrificar
la vida propia por alguna iluminación interior, el empeño en un ideal por el
que sería válido sacrificarlo todo, vivir y también morir» (I. Berlin, Las raí-
ces del romanticismo, Taurus, Madrid, 2000, pp. 26−27; la conferencia ori-
ginal es de 1965). EN RESUMEN, según Berlin, se trataría de la confronta-
ción entre el reino de la «razón universal» —Ilustración, cosmopolitis-
mo—, que une a los hombres, y el reino de las «emociones» —
romanticismo, particularismo—, que enajenan los corazones humanos de la
mente y que dividen a los hombres.
Pagden piensa que esta crítica de cuño irracionalista habría consti-
nuado su andadura en el siglo XIX hasta desembocar en el siglo XX en la Es-
cuela de Frankfurt y en las versiones más recientes de tradicionalismo y
posmodernismo. Los dos ensayos sobre el origen de la modernidad que se
presentan en este libro —La identidad humana y El cosmopolitismo ilustra-
do— buscan RESCATAR JUSTAMENTE EL PROYECTO ILUSTRADO DE ESTAS DOS ÚL-
TIMAS CRÍTICAS. Para ello quiere mostrarnos que ambas críticas están
equivocadas en un aspecto crucial de su construcción histórica.

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1) La primera es una suerte de moderno tradicionalismo —presente


en la obra de Charles Taylor (n. 1931) y Alasdair MacIntyre (n. 1939)—
que enlaza con el consabido diagnóstico de la modernidad como pérdida de
todo fundamentalismo moral. Una historia intelectual que también tiene
su cenit en el siglo XVIII. Es entonces cuando se habría operado la auténtica
revolución mental que supuso el abandono de la religión, las costumbres
y las tradiciones, esto es, de todo cuanto habría proporcionado, hasta en-
tonces, un mínimo de seguridad y certidumbre para el hombre. Todo esto es
barrido por el racionalismo ilustrado al imponerse la exigencia de someter al
examen de la razón todas las formas de pensamiento y comportamiento
social. La solución que proponen Taylor y MacIntyre es RECONSTRUIR
NUESTRAS PROPIAS TRADICIONES, UTILIZANDO PARA ELLO UNA NUEVA VERSIÓN
DE LA FILOSOFÍA QUE LOS ILUSTRADOS DERRIBARON.
2) La segunda crítica al proyecto ilustrado estaría encarnada, hoy por
hoy, en el posmodernismo. En este caso no hay NINGÚN DESEO DE RESCA-
TAR LA TRADICIÓN (J−F Lyotard), sino una REVITALIZACIÓN DEL ESCEPTICIS-
MO que es también una forma de enfrentamiento con el supuesto raciona-
lismo ilustrado. Pero el reconocimiento de que la idea de humanidad exi-
ge ser pensada contextualmente, atendiendo a su especificidad históri-
ca, no significa en modo alguno que el objeto de estudio que la propia Ilus-
tración define no exista.
En estos dos ensayos Pagden nos ofrece una DISTINTA GENEALOGÍA DE
LA MODERNIDAD en donde juega un papel fundamental la confrontación en-
tre los epicúreos de la siguiente generación (Grocio, Descartes, Hobbes y
Locke) y los estoicos de la siguiente generación (Shaftesbury, Diderot, Pu-
fendorf y Kant). Frente a tradicionalistas y posmodernos que ven en la
Ilustración una dañina mecanización y secularización del mundo, Pag-
den insiste en que el esfuerzo se puso en la RECUPERACIÓN DE MUCHAS DE LAS
CARACTERÍSTICAS DEL MUNDO ANTERIOR, aunque, en este caso concreto, se
hizo a través de las ideas generales de los filósofos estoicos de la anti-
güedad romana. Pagden nos dice que los valores sociales y morales de la
Ilustración no eran meramente racionalistas, que en realidad se trataba de
una nueva forma de la sociabilidad humana. La nueva forma ilustrada
de humanidad buscaba REEMPLAZAR LOS VIEJOS VALORES DE LA TEOLOGÍA MO-
RAL EN VEZ DE DESTRUIRLOS. La nueva identidad de la naturaleza humana no
significaba de ningún modo una similitud inmutable de todos los seres,
puesto que siempre hay cambios causados por el tiempo y la historia que
se vive. Significaba, por el contrario, que el hombre, quien quiera que sea y
donde quiera que viva, está sujeto a pasiones, sentimientos y deseos
que le hacen capaz de acciones contradictorias. Por eso estos valores
ilustrados se fundan sobre el respeto a un doble principio: 1º) el principio
de la identidad de la naturaleza humana, sometida a la variedad de
temperamentos y a las desigualdades de la inteligencia y la resistencia físi-
ca; y 2º) el principio del progreso hacia un nuevo orden cosmopolita,
sometido igualmente a la diversidad de reglas, hábitos y costumbres de to-
das las sociedades humanas.
La tensión entre los epicúreos del siglo XVII y los estoicos del siglo

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XVIIIfue reemplazada por la confrontación entre ilustrados y románti-


cos en el siglo XIX. No en vano, el movimiento romántico todavía represen-
taba para Carl Schmitt (1888−1985) la «apoteosis» de ese proceso de se-
cularización y subjetivización que comenzó con la toma de conciencia
de los límites del mundo; por eso indica Schmitt en su estudio sobre el
romanticismo que este movimiento intelectual puede ser entendido como
una especie de «ocasionalismo» de la subjetividad. El mundo se con-
vierte en el espacio finalmente conquistado para el libre juego de la imagi-
nación individual: «el sujeto concibe el mundo como una ocasión y una
oportunidad para su productividad romántica».

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TEMA 8: ¿Ante el final de la historia?


La propuesta de Fukuyama

ORIENTACIONES DEL PROFESOR

Si en el tema anterior la idea de postmodernidad como «fin de la histo-


ria» se condensaba básicamente en el final de esos grandes «metarrelatos»
que habían legitimado la marcha histórica de la humanidad por el camino de
la emancipación, el famoso y controvertido ensayo de Fukuyama —que
da título y contenido a este tema— en la medida en que recupera y hace su-
ya una concepción de la historia entendida en un sentido racional, unita-
rio, lineal y progresivo cuya aspiración última es explicar la lógica del
desarrollo histórico universal —concepción como hemos visto de cuño
ilustrado que fue llevada a su epítome por Hegel y Marx, pero que parecía
ya definitivamente arrumbada tras los embates a que fue sometida por el
pensamiento postmoderno—, supone ciertamente una RESTAURACIÓN O
REHABILITACIÓN DE DICHAS «GRANDES NARRATIVAS» —o, si se prefiere, de
las llamadas en otros temas «filosofías especulativas de la historia»—.
Más aún, la propuesta de Fukuyama de identificar el «fin de la historia» con
el TRIUNFO ABSOLUTO DE LA DEMOCRACIA LIBERAL Y LA FALTA DE ALTERNATIVAS
IDEOLÓGICAS A LA MISMA, lo que hace es revelar con mayor claridad algo que
ya había podido advertirse en las filosofías especulativas modernas de la
historia, si bien no con tanta nitidez como en su propuesta: SU MARCADA
ORIENTACIÓN POLÍTICA.
En este tema no nos limitaremos tan sólo a constatar la relevancia que
para la actual filosofía de la historia tiene la estrecha conexión que Fukuya-
ma establece entre el triunfo del liberalismo y la idea de una historia
universal de la humanidad, sino que trataremos también de analizar sus
propias tesis, origen de tantos malentendidos, para comprobar hasta qué
punto nos hallamos ante un «gran relato legitimador».
Conviene ante todo despejar algún malentendido al que suele dar lu-
gar, en no pocas ocasiones, una interpretación excesivamente «literal» del
título propuesto por Fukuyama en su artículo sobre «¿El final de la histo-
ria?». En ese sentido, es preciso aclarar que se trata de un FINAL REFERIDO A
LA ESFERA DE LA CONCIENCIA O AL PLANO DE LAS IDEAS; esto es, de un final en
un sentido «ideológico−político», según el cual ya no quedan hoy día
ideologías políticas que puedan aparecer realmente como alternati-
vas viables a la democracia liberal. Ésta emerge ahora como la IDEOLO-
GÍA DOMINANTE y con su incuestionable triunfo se revela como «el significa-
do de la historia». PERO CONVIENE INSISTIR EN QUE NO SE TRATA SÓLO DE UN
TRIUNFO POLÍTICO PRÁCTICO SINO SOBRE TODO INTELECTUAL, ESTO ES: DE «LA
VICTORIA DE UNA IDEA SOBRE OTRA».
De modo que con la expresión «el fin de la historia» no se aludía —
como se malinterpreta a veces— a la supresión de todo conflicto social signi-
ficativo ni, menos aún, al cese de todo suceso o acontecimiento histórico
digno de mayor o menor trascendencia. En sus propias palabras: «Esto no

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quiere decir que no vayan a producirse ya más acontecimientos que puedan


llenar las páginas de los resúmenes anuales sobre relaciones internacionales
del Foreign Affairs, pues el liberalismo ha triunfado fundamentalmente EN EL
ÁMBITO DE LAS IDEAS O DE LA CONCIENCIA, y su victoria todavía es incompleta
en el mundo real o material. Pero hay poderosas razones para creer que és-
te es el ideal que se impondrá en el mundo material “a largo plazo”» .
En definitiva, con la expresión «el fin de la historia» Fukuyama no es-
tá aludiendo al final de la sucesión de acontecimientos empíricos más o me-
nos relevantes sino, más bien, a un «principio de inteligibilidad» o a un
«marco conceptual» que permita interpretar los hechos y, por así decir,
separar el grano de la paja a la hora de analizar y comprender los aconteci-
mientos histórico−mundiales. En este sentido, convendría también subrayar
un par de cuestiones que se infieren de la propuesta de Fukuyama:
1ª) la importancia o primacía que concede a los aspectos culturales e
ideológicos frente a las determinaciones económicas o sociales —Hegel,
«correctamente» interpretado versus el materialismo de Marx—. Dicho de
otro modo, EL PRIMADO DE LAS IDEAS FRENTE AL DETERMINISMO MATERIALISTA.
Para Fukuyama la democracia ha de ser deseada y deseable por sí misma.
Su argumento es, pues, MARCADAMENTE HEGELIANO —con su énfasis en la
primacía de las ideas sobre las fuerzas materiales—.
2ª) El gran impacto de su ensayo no sólo se debe a lo provocativo
de su título al proclamar el final de la historia, sino también a que recupe-
ra y hace suya una CONCEPCIÓN DE LA HISTORIA ENTENDIDA EN UN SENTIDO
UNITARIO, LINEAL, DIRECCIONAL Y PROGRESIVO —iluminismo— cuya aspira-
ción última es explicar la lógica del desarrollo histórico universal, con-
cepción que parecía ya definitivamente arrumbada o cuando menos en fran-
ca retirada ante los embates a que había sido sometida por el pensamiento
postmoderno.

1. ¿ANTE EL FINAL DE LA HISTORIA? LA PROPUESTA DE FRANCIS FUKUYAMA


FUKUYAMA, Francis: «¿El fin de la historia?», Claves de la Razón Práctica, nº
1 (abril 1990), pp. 85−96.

Al observar el flujo de los acontecimientos de la última década, difícil-


mente podemos evitar la sensación de que algo muy fundamental ha suce-
dido en la historia del mundo. El año pasado (1990) hubo una avalancha de
artículos que celebraban el fin de la guerra fría (1945−1991) y el hecho
de que la «paz» parecía brotar en muchas regiones del mundo. Pero la ma-
yoría de estos análisis carecen de un marco conceptual más amplio que
permita distinguir entre lo esencial y lo contingente o accidental en la histo-
ria del mundo, y son predeciblemente superficiales.
Y, sin embargo, todas estas personas entrevén que otro proceso más
vasto está en movimiento, un proceso que da coherencia y orden a los ti-
tulares de los diarios. El siglo veinte presenció cómo el mundo desarrollado
descendía hasta un paroxismo de violencia ideológica, cuando el liberalis-
mo batallaba, primero, con los remanentes del absolutismo, luego, con
el bolchevismo y el fascismo, y, finalmente, con un marxismo actuali-

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zado que amenazaba conducir al apocalipsis definitivo de la guerra nu-


clear. Pero el siglo que comenzó lleno de confianza en el triunfo que al final
obtendría la democracia liberal occidental parece, al concluir, volver en un
círculo a su punto de origen: NO A UN «FIN DE LA IDEOLOGÍA» O A UNA CON-
VERGENCIA ENTRE CAPITALISMO Y SOCIALISMO, COMO SE PREDIJO ANTES, SINO A
LA IMPERTÉRRITA VICTORIA DEL LIBERALISMO ECONÓMICO Y POLÍTICO.
El TRIUNFO DE OCCIDENTE, de la «idea» occidental, es evidente, en
primer lugar, en el total agotamiento de sistemáticas alternativas via-
bles al liberalismo occidental. En la década pasada ha habido cambios
inequívocos en el clima intelectual de los dos países comunistas más gran-
des del mundo, y en ambos se han iniciado significativos movimientos re-
formistas. Pero este fenómeno se extiende más allá de la alta política, y
puede observársele también en la propagación inevitable de la cultura
de consumo occidental en contextos tan diversos como los mercados
campesinos y los televisores en colores, ahora omnipresentes en toda Chi-
na; en los restaurantes cooperativos y las tiendas de vestuario que se abrie-
ron el año pasado en Moscú —parece que Fukuyama está insinuando que el
capitalismo se ha introducido incluso en los países comunistas—; en la mú-
sica de Beethoven (1770−1827) que se transmite de fondo en las tiendas
japonesas, y en la música rock que se disfruta igual en Praga, Rangún y
Teherán.
LO QUE PODRÍAMOS ESTAR PRESENCIANDO NO SÓLO ES EL FIN DE LA GUERRA
FRÍA, O LA CULMINACIÓN DE UN PERÍODO ESPECÍFICO DE LA HISTORIA DE LA
POSGUERRA, SINO EL FIN DE LA HISTORIA COMO TAL: ESTO ES, EL PUNTO FINAL
DE LA EVOLUCIÓN IDEOLÓGICA DE LA HUMANIDAD Y LA UNIVERSALIZACIÓN DE LA
DEMOCRACIA LIBERAL OCCIDENTAL COMO LA FORMA FINAL DE GOBIERNO HU-
MANO. Lo cual no significa que ya no habrá acontecimientos que puedan lle-
nar las páginas de los resúmenes anuales de las relaciones internacionales
en el Foreign Affairs —asuntos exteriores—, porque el liberalismo ha
triunfado fundamentalmente en la esfera de las ideas y de la con-
ciencia, y su victoria todavía es incompleta en el mundo real o mate-
rial. Pero hay razones importantes para creer que éste es el ideal que «a la
larga» se impondrá en el mundo material. Para entender por qué es esto
así, debemos, primero, considerar algunos problemas teóricos relativos a la
naturaleza del cambio histórico.

La idea del fin de la historia no es original. Su más grande difusor co-


nocido fue Karl Marx (1818−1883), que pensaba que la dirección del desa-
rrollo histórico contenía una intencionalidad determinada por la interacción
de fuerzas materiales, y llegaría a término sólo cuando se alcanzase la
utopía comunista que finalmente resolvería todas las anteriores contra-
dicciones. Pero el concepto de historia como proceso dialéctico con un
comienzo, una etapa intermedia y un final, lo tomó prestado Marx de su
gran predecesor alemán, George Wilhelm Friedrich Hegel (1779−1831).
Para mejor o peor, gran parte del historicismo de Hegel se ha integrado

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a nuestro bagaje intelectual contemporáneo. La idea de que la humanidad


ha avanzado a través de una serie de etapas primitivas de conciencia en
su trayecto hacia el presente, y que estas etapas correspondían a formas
concretas de organización social, como las tribales, esclavistas, teocráticas,
y, finalmente, las sociedades igualitarias democráticas, ha pasado a ser
inseparable de la mentalidad moderna del hombre. Hegel fue el primer filó-
sofo que utilizó el lenguaje de la ciencia social moderna, en tanto creía
que el hombre era producto de su entorno histórico y social concreto,
y no, como anteriores teóricos del derecho natural habrían sostenido, un
conjunto de atributos «naturales» más o menos fijos. El dominio y la trans-
formación del entorno natural del hombre a través de la aplicación de la
ciencia y la tecnología no fue un concepto originalmente marxista, sino
hegeliano. A diferencia de historicistas posteriores, cuyo relativismo históri-
co degeneró en un relativismo a secas, Hegel pensaba, sin embargo, que la
historia culminaba en un momento absoluto, en el que triunfaba la forma
definitiva, racional, de la sociedad y del Estado (prusiano).
La desgracia de Hegel es que hoy principalmente se le conozca como
precursor de Marx —hegelianismo de izquierdas—, y la nuestra estriba en
que pocos estamos familiarizados en forma directa con la obra de Hegel,
y, con esta ya filtrada a través de los lentes distorsionadores del marxismo.
En Francia, sin embargo, se ha hecho un esfuerzo por rescatar a Hegel
de sus intérpretes marxistas y resucitarlo como el filósofo que se dirige a
nuestra época con mayor propiedad —hegelianismo de derechas—. Entre
estos modernos intérpretes franceses de Hegel, ciertamente el principal fue
Alexandre Kojève (1902−1968, nacido en Moscú y fallecido en Bruselas,
fue un filósofo, político, marxista, y hegeliano, que tuvo una influencia subs-
tancial en la filosofía francesa del siglo XX). Si bien era prácticamente desco-
nocido en los Estados Unidos, Kojève tuvo un importante impacto en la vida
intelectual del continente. Entre sus estudiantes hubo futuras luminarias
como Jean−Paul Sartre (1905−1980), en la izquierda, y Raymond Aron
(1905−1983), en la derecha; el existencialismo de posguerra tomó muchas
de sus categorías básicas de Hegel, a través de Kojève.
Kojève procuró resucitar el Hegel de la Phenomenology of Mind (Feno-
menología del espíritu), el Hegel que proclamó en 1806 que la historia había
llegado a su fin. Pues ya en aquel entonces Hegel vio en la derrota de la
monarquía prusiana por Napoleón (1769−1821) en la batalla de Jena —
tuvo lugar el 14 de octubre de 1806, y enfrentó al ejército francés bajo el
mando de Napoleón contra el segundo ejército prusiano comandado por
Federico Guillermo III de Prusia (1770−1840). Esta batalla, junto a la
Batalla de Auerstädt (1806), significó la derrota de Prusia y su salida de las
Guerras Napoleónicas hasta 1813—, el triunfo de los ideales de la Revolu-
ción Francesa y la inminente UNIVERSALIZACIÓN DEL ESTADO que incorporaba
los principios de libertad e igualdad. Kojève, lejos de rechazar a Hegel a la
luz de los turbulentos acontecimientos del siglo y medio siguiente, insistió
en que en lo esencial había tenido razón. La batalla de Jena (1806)
marcaba el fin de la historia porque fue en ese punto que la «vanguar-
dia» de la humanidad —término muy familiar para los marxistas— llevó a

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la práctica los principios de la Revolución Francesa. Aunque quedaba


mucho por hacer después de 1806 —abolir la esclavitud y el comercio de es-
clavos; extender el derecho a voto a los trabajadores, mujeres, negros y
otras minorías raciales, etcétera—, los principios básicos del Estado li-
beral democrático ya no podrían mejorarse. Las dos guerras mundiales
(1914−1917 y 1939−1945) de este siglo y sus concomitantes revoluciones
y levantamientos simplemente extendieron espacialmente esos princi-
pios.
El Estado que emerge al final de la historia es LIBERAL en la medida
que reconoce y protege, a través de un sistema de LEYES, el derecho uni-
versal del hombre a la libertad, y DEMOCRÁTICO en tanto existe sólo con
el consentimiento de los gobernados. Para Kojève, este así llamado «Esta-
do homogéneo universal» tuvo encarnación real en los países de la Eu-
ropa Occidental de posguerra: precisamente en aquellos países blandos,
prósperos, satisfechos de sí mismos, volcados hacia dentro y de voluntad
débil, cuyo proyecto más grandioso no tuvo mayor heroicidad que la CREA-
CIÓN DEL MERCADO COMÚN. Pero esto era de esperar. Porque la historia hu-
mana y el conflicto que la caracterizaba —marxismo— se basaba en la exis-
tencia de «contradicciones»: la búsqueda de reconocimiento mutuo del
hombre primitivo, la dialéctica del amo y el esclavo, la transformación y
el dominio de la naturaleza, la lucha por el reconocimiento universal de los
derechos y la dicotomía entre proletario y capitalista. Pero en el Esta-
do homogéneo universal, TODAS LAS ANTERIORES CONTRADICCIONES SE RE-
SUELVEN Y TODAS LAS NECESIDADES HUMANAS SE SATISFACEN. No hay lucha o
conflicto en torno a grandes asuntos, y, en consecuencia, no se precisa de
generales ni estadistas: lo que queda es principalmente actividad econó-
mica. Y, efectivamente, la vida de Kojève fue consecuente con sus ense-
ñanzas. Estimando que ya no había trabajo para los filósofos, puesto que
Hegel —correctamente entendido— había alcanzado el conocimiento ab-
soluto, Kojève dejó la docencia después de la guerra y pasó el resto de su
vida trabajando como burócrata en la Comunidad Económica Europea, has-
ta su muerte en 1968.
A sus contemporáneos de mediados de siglo, la proclamación de
Kojève sobre el fin de la historia debió parecerles el típico solipsismo
excéntrico de un intelectual francés, hecha, como lo fue, inmediatamente
después de la segunda guerra mundial y en el momento cúspide de la gue-
rra fría. Para entender cómo Kojève pudo tener la audacia de afirmar que la
historia había terminado, debemos comprender primero el significado del
idealismo hegeliano.

II

Para Hegel, las contradicciones que mueven la historia existen prime-


ro en la esfera de la conciencia humana, es decir, en el nivel de las ideas;
no se trata aquí de las propuestas electorales triviales de los políticos ameri-
canos, sino de ideas en el sentido de amplias visiones unificadoras del
mundo, que podrían entenderse mejor bajo la rúbrica de ideología. En

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este sentido, la ideología no se limita a las doctrinas políticas seculares y


explícitas que asociamos habitualmente con el término, sino que también
puede incluir a la religión, la cultura y el conjunto de valores morales subya-
centes a cualquier sociedad.
La visión que Hegel tenía de la relación entre el mundo ideal y el
mundo real o material era extremadamente compleja, comenzando por
el hecho que, para él, la distinción entre ambos era sólo aparente. Para
Hegel toda conducta humana en el mundo material y, por tanto, toda histo-
ria humana, está enraizada en un estado previo de conciencia. Esta con-
ciencia puede no ser explícita y su existencia no reconocerse, como ocurre
con las doctrinas políticas modernas, sino adoptar, más bien, la forma de la
religión o de simples hábitos morales o culturales. Sin embargo, esta esfe-
ra de la conciencia a la larga necesariamente se hace manifiesta en el
mundo material; en verdad, ella crea el mundo material a su propia ima-
gen. La conciencia es causa y no efecto, y puede desarrollarse autóno-
mamente del mundo material; por tanto, el verdadero subtexto que
subyace a la maraña aparente de acontecimientos es la historia de
la ideología.
El idealismo de Hegel no ha sido bien tratado por los pensadores poste-
riores. Marx invirtió por completo las prioridades de lo real y lo ideal,
relegando toda la esfera de la conciencia —religión, arte, cultura y la filoso-
fía misma— a una «superestructura» que estaba determinada ente-
ramente por el modo de producción prevaleciente. Además, otra desafor-
tunada herencia del marxismo es nuestra tendencia a atrincherarnos en
explicaciones materialistas o utilitarias de los fenómenos políticos o
históricos, así como nuestra inclinación a no creer en el poder autóno-
mo de las ideas.
El sesgo materialista del pensamiento moderno es característico no
sólo de la gente de izquierda que puede simpatizar con el marxismo, sino
también de muchos apasionados antimarxistas. En efecto, en la derecha
existe lo que se podría llamar la escuela Wall Street Journal de materialis-
mo determinista, que descarta la importancia de la ideología y la cultura y
ve al hombre esencialmente como un individuo racional y maximizador
del lucro. Un pequeño ejemplo ilustra el carácter problemático de tales
puntos de vista materialistas.
Max Weber (1864−1920) comienza su famoso libro La ética protestante
y el espíritu del capitalismo (1904−1905), destacando las diferencias en el
desempeño económico de las comunidades católicas y protestantes en toda
Europa y América, que se resume en el proverbio de que los protestantes
comen bien mientras los católicos duermen bien. Weber observa que de
acuerdo a cualquier teoría económica que postule que el hombre es un ma-
ximizador racional de utilidades, al elevarse la tarifa por trabajo en-
tregado se debería incrementar la productividad laboral. Sin embargo, en
numerosas comunidades tradicionales de campesinos, en realidad, el alza de
la tarifa por trabajo entregado producía el efecto contrario, es decir,
«disminuía» la productividad del trabajador: con una tarifa más alta, un
campesino acostumbrado a ganar dos marcos y medio al día concluía que

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podía obtener la misma cantidad trabajando menos, y así lo hacía por-


que valoraba más el ocio que su renta. La elección del ocio sobre el in-
greso, o la vida militarista del hoplita espartano sobre la riqueza del comer-
ciante ateniense, no puede realmente explicarse por el trabajo impersonal de
las fuerzas materiales, sino que procede eminentemente de la esfera de la
conciencia, de lo que en términos amplios hemos etiquetado aquí de ideo-
logía. Y, en efecto, un tema central de la obra de Weber era probar que,
contrariamente a lo que Marx había sostenido, el modo de producción ma-
terial, lejos de constituir la «base», era en sí una «superestructura»
enraizada en la religión y la cultura, y que para entender el surgimiento
del capitalismo moderno y el incentivo de la utilidad debía uno estudiar sus
antecedentes en el ámbito del espíritu.
Cuando se observa el mundo contemporáneo, la pobreza de las teo-
rías materialistas del desarrollo económico se hace del todo evidente.
La escuela Wall Street Journal de materialismo determinista suele llamar
la atención sobre el sorprendente éxito económico de Asia en las últimas
décadas como prueba de la viabilidad de las economías de libre mercado,
implicando con ello que todas las sociedades experimentarían un desarrollo
similar si sólo dejaran que su población persiguiera libremente sus intereses
materiales —la mano invisible—. Por cierto, los mercados libres y los sis-
temas políticos estables son una precondición necesaria para el crecimien-
to económico capitalista. Pero también es cierto que la herencia cultural de
esas sociedades del Lejano Oriente, la ética del trabajo, el ahorro y la fa-
milia; una herencia religiosa que no restringe, como lo hace el Islam, ciertas
formas de conducta económica y otras cualidades morales profundamente
arraigadas, son igualmente importantes en la explicación de su desempeño
económico. Y, sin embargo, el peso intelectual del materialismo es tal que
NI UNA SOLA TEORÍA CONTEMPORÁNEA MATERIALISTA RESPETABLE DEL DESARRO-
LLO ECONÓMICO ABORDA SERIAMENTE LA CONCIENCIA Y LA CULTURA COMO LA MA-
TRIZ DENTRO DE LA CUAL SE FORMA LA CONDUCTA ECONÓMICA.
LA INCAPACIDAD DE ENTENDER QUE LAS RAÍCES DEL COMPORTAMIENTO ECO-
NÓMICO SE ENCUENTRAN EN EL ÁMBITO DE LA CONCIENCIA Y LA CULTURA, CONDU-
CE AL ERROR COMÚN DE ATRIBUIR CAUSAS MATERIALES A FENÓMENOS QUE SON,
ESENCIALMENTE, DE NATURALEZA IDEAL. Por ejemplo, los movimientos re-
formistas, primero en China y más recientemente en la Unión Soviética,
se suelen interpretar en Occidente como el triunfo de lo material sobre lo
ideal, esto es, se reconoce que los incentivos ideológicos no podían reempla-
zar a los materiales como estímulo para una economía moderna altamente
productiva, y que si se deseaba prosperar había que apelar a formas menos
nobles —menos ideales y más materiales— de interés personal. Pero los
principales defectos de las economías socialistas eran evidentes hace
treinta o cuarenta años para quienquiera que las observase. ¿Por qué razón
estos países vinieron a distanciarse de la planificación central sólo en los
años 80? La respuesta debe buscarse en la conciencia de las élites —
ámbito del idealismo— y de los líderes que los gobernaban, que decidieron
optar por la forma de vida «protestante» de riqueza y riesgo, en vez
de seguir el camino «católico» de pobreza y seguridad. Ese cambio, de

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ningún modo era inevitable, atendidas las condiciones materiales que pre-
sentaba cada uno de esos países en la víspera de la reforma, sino más bien
se produjo como resultado de la victoria de una idea sobre otra.
Para Kojève, como para todos los buenos hegelianos [Hegel tiene una
interpretación de derechas y otra de izquerdas. No me parece muy adecuado
distinguir entre los unos y los otros como los buenos (derechas), por un lado,
y los malos (izquierdas), por otro], ENTENDER LOS PROCESOS SUBYACENTES DE
LA HISTORIA SUPONE COMPRENDER LOS DESARROLLOS EN LA ESFERA DE LA CON-
CIENCIA O LAS IDEAS, YA QUE LA CONCIENCIA RECREARÁ FINALMENTE EL MUNDO
MATERIAL A SU PROPIA IMAGEN —Hegel—. Expresar que la historia terminaba
en 1806 quería decir que la evolución ideológica de la humanidad concluía
en los ideales de las revoluciones francesa o norteamericana. Aunque deter-
minados regímenes del mundo real no aplicaran cabalmente estos ideales, su
verdad teórica es absoluta y no puede ya mejorarse. De ahí que a
Kojève no le importaba que la conciencia de la generación europea de pos-
guerra no se hubiese universalizado; si el desarrollo ideológico en efecto ha-
bía llegado a su término, el ESTADO HOMOGÉNEO FINALMENTE TRIUNFARÍA en
todo el mundo material [con cada gran acontecimiento histórico siempre ha
habido algún «iluminado» que ha pensado en el fin de la historia; es decir,
en que se ha llegado ya al final del proceso: Revolución francesa, nazismo,
etc.].
No tengo el espacio ni, francamente, los medios para defender en pro-
fundidad la perspectiva idealista radical de Hegel. Lo que interesa no es si
el sistema hegeliano era correcto, sino si su perspectiva podría desvelar la
naturaleza problemática de muchas explicaciones materialistas que a
menudo damos por sentadas. Esto no significa negar el papel de los factores
materialistas como tales. Para un idealista literal, la sociedad humana pue-
de construirse en torno a cualquier conjunto de principios, sin importar su
relación con el mundo material. Y, de hecho, los hombres han demostrado
ser capaces de soportar las más extremas penurias materiales en nombre
de ideales que existen sólo en el reino del espíritu, ya se trate de la divinidad
de las vacas o de la naturaleza de la Santísima Trinidad.
Pero aunque la percepción misma del hombre respecto del mundo mate-
rial está moldeada por la conciencia histórica que tenga de éste, el mundo
material a su vez puede afectar claramente la viabilidad de un determina-
do estado de conciencia. En especial, LA ESPECTACULAR PROFUSIÓN DE ECO-
NOMÍAS LIBERALES AVANZADAS Y LA INFINITAMENTE VARIADA CULTURA DE CON-
SUMO QUE ELLAS HAN HECHO POSIBLE, PARECEN SIMULTÁNEAMENTE FOMENTAR Y
PRESERVAR EL LIBERALISMO EN LA ESFERA POLÍTICA. Quiero eludir el determi-
nismo materialista que dice que la economía liberal inevitablemente produ-
ce políticas liberales, porque creo que tanto la economía como la política
presuponen un PREVIO ESTADO AUTÓNOMO DE CONCIENCIA QUE LAS HACE POSI-
BLES. Pero ese estado de conciencia que permite el desarrollo del liberalismo
parece estabilizarse de la manera en que se esperaría al final de la histo-
ria si se asegura la abundancia de una moderna economía de libre mer-
cado.

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III

¿Hemos realmente llegado al término de la historia? En otras pala-


bras, ¿hay «contradicciones» fundamentales en la vida humana que no
pudiendo resolverse en el contexto del liberalismo moderno encontrarían so-
lución en una estructura politicoeconómica alternativa? Si aceptamos las
premisas idealistas expresadas más arriba, debemos buscar una respuesta
a esta pregunta en la esfera de la ideología y la conciencia. Para nues-
tros propósitos importa muy poco cuán extrañas puedan ser las ideas que se
les ocurran a los habitantes de Albania o Burkina Faso, pues estamos intere-
sados en lo que podríamos llamar en cierto sentido la común herencia
ideológica de la humanidad.
En lo que ha transcurrido del siglo, el liberalismo ha tenido dos impor-
tantes desafíos: el fascismo y el comunismo. El primero, percibió la debi-
lidad política, el materialismo, la anemia y la falta de sentido de comunidad
de Occidente como contradicciones fundamentales de las sociedades
liberales, que sólo podrían resolverse con un Estado fuerte que forjara un
nuevo «pueblo» sobre la base del exclusivismo nacional. El fascismo fue
destruido como ideología viviente por la segunda guerra mundial. Esta, por
cierto, fue una derrota en un nivel muy material, pero significó también la
derrota de la idea. Lo que destruyó el fascismo como idea no fue la repulsa
moral universal hacia él, pues muchas personas estaban dispuestas a respal-
dar la idea en tanto parecía ser la ola del futuro, sino su falta de éxito.
Después de la guerra, a la mayoría de la gente le parecía que el fascismo
germano, así como sus otras vacantes europeas y asiáticas, estaban conde-
nados a la autodestrucción. No había razón material para que no hubiesen
vuelto a brotar, en otros lugares, nuevos movimientos fascistas después de
la guerra, salvo por el hecho de que el ultranacionalismo expansionista,
con su promesa de un conflicto permanente que conduciría a la desastrosa
derrota militar, había perdido por completo su atractivo. Las ruinas de la
cancillería del Reich, al igual que las bombas atómicas arrojadas sobre Hi-
roshima (bomba atómica, del 6 de agosto de 1945) y Nagasaki (bomba
atómica de 24 de septiembre de 1945), mataron esta ideología tanto a ni-
vel de la conciencia como materialmente, y todos los movimientos pro
fascistas generados por los ejemplos alemanes y japonés, como el movi-
miento peronista en Argentina o el ejército Nacional Indio de Subhas Chan-
dra Bose, decayeron después de la guerra.
El desafío ideológico montado por la otra gran alternativa al liberalis-
mo, el comunismo, fue mucho más serio. Marx, hablando el lenguaje de
Hegel, afirmó que la sociedad liberal contenía una contradicción funda-
mental que no podía resolverse dentro de su contexto, la que había entre
el capital y el trabajo; y esta contradicción ha constituido desde entonces
la principal acusación contra el liberalismo. Pero, sin duda, el problema de
clase ha sido en realidad resuelto con éxito en Occidente. Como Kojève —
entre otros— señalara, el igualitarismo de la Norteamérica moderna repre-
senta el logro esencial de la sociedad sin clases vislumbrada por Marx. Esto
no quiere decir que no haya ricos y pobres en los Estados Unidos, o que la

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brecha entre ellos no haya aumentado en los últimos años. Pero las causas
básicas de la desigualdad económica no conciernen tanto a la estructura le-
gal y social subyacente a nuestra sociedad —la cual continúa siendo funda-
mentalmente igualitaria y moderadamente redistributiva—, como a LAS CA-
RACTERÍSTICAS CULTURALES Y SOCIALES DE LOS GRUPOS QUE LA CONFORMAN, que
son, a su vez, el legado histórico de las condiciones premodemas. Así, la po-
breza de los negros en Estados Unidos no es un producto inherente del libe-
ralismo, sino más bien la «herencia de la esclavitud y el racismo»
[¿quiere decirse entonces que todas las desigualdades heredadas son peren-
nes? Porque eso suena a «utopía del statu quo»] que perduró por mucho
tiempo después de la abolición formal de la esclavitud.
Como consecuencia del descenso del problema de clase, puede decir-
se con seguridad que el COMUNISMO RESULTA MENOS ATRACTIVO HOY EN EL
MUNDO OCCIDENTAL DESARROLLADO QUE EN CUALQUIER OTRO MOMENTO DESDE
QUE FINALIZARA LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL. Esto puede apreciarse de va-
riadas maneras: en la sostenida disminución de la militancia y votación elec-
toral de los partidos comunistas más importantes de Europa, así como en sus
programas manifiestamente revisionistas; en el correspondiente éxito electo-
ral de los partidos conservadores desde Gran Bretaña y Alemania hasta los
de Estados Unidos y el Japón, que son abiertamente antiestatistas y pro
mercado —el estado mínimo en lo económico y máximo en lo moral; el esta-
do gendarme reducido apolicía, ejército y tribunales que vela por la propie-
dad privada de los que poseedores y que regula lo mínimo en materia eco-
nómica—; y en un clima intelectual donde los más «avanzados» ya no
creen que la sociedad burguesa deba finalmente superarse [claro, al
burgués no le interesa que nada cambie, pues el sistema, tal como está, le
beneficia. Por tanto, cualquier cambio es considerado como una amenaza pa-
ra su situación de privilegio]. Lo cual no significa que las opiniones de los in-
telectuales progresistas —socialistas— en los países occidentales no sean
en extremo patológicas en muchos aspectos. Pero quienes creen que el fu-
turo será inevitablemente socialista suelen ser muy ancianos o bien están al
margen del discurso político real de sus sociedades.
Podríamos argumentar que la alternativa socialista nunca fue dema-
siado plausible en el mundo del Atlántico Norte, y que su base de sus-
tentación en las últimas décadas fue principalmente su éxito fuera de esta
región. Pero son las grandes transformaciones ideológicas en el mundo
no europeo, precisamente, las que le causan a uno mayor sorpresa. Por
cierto, los cambios más extraordinarios han ocurrido en Asia. Debido a
la fortaleza y adaptabilidad de las culturas nativas de allí, Asia pasó a ser
desde comienzos de siglo campo de batalla de una serie de ideologías im-
portadas de Occidente. En Asia, el liberalismo era muy débil en el perío-
do posterior a la primera guerra mundial; es fácil hoy olvidar cuán sombrío
se veía el futuro político asiático hace sólo diez o quince años (1975−1980).
También se olvida con facilidad cuán trascendentales parecían ser los resul-
tados de las luchas ideológicas asiáticas para el desarrollo político del
mundo entero.
La primera alternativa asiática al liberalismo que fuera derrotada

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definitivamente fue la fascista, representada por el Japón Imperial. El


fascismo japonés —como su versión alemana— fue derrotado por la fuerza
de las armas americanas en la Guerra del Pacífico (1937−1945), y la demo-
cracia liberal la impusieron en Japón unos Estados Unidos victorio-
sos. El capitalismo occidental y el liberalismo político, una vez trasplantados
a Japón, fueron objeto de tales adaptaciones y transformaciones por par-
te de los japoneses que apenas son reconocibles. Muchos norteamerica-
nos se han dado cuenta ahora de que la organización industrial japonesa es
muy diferente de la que prevalece en Estados Unidos o Europa, y la relación
que pueda existir entre las maniobras faccionales al interior del gobernante
Partido Democrático Liberal y la democracia es cuestionable. Pese a ello, el
hecho mismo de que los elementos esenciales del liberalismo político y
económico se hayan insertado con tanto éxito en las peculiares tradicio-
nes japonesas es garantía de su sobrevivencia en el largo plazo —esto
es aquello que dice en la página 8: De ahí que a Kojève no le importaba que
la conciencia de la generación europea de posguerra no se hubiese universa-
lizado; si el desarrollo ideológico en efecto había llegado a su término, el ES-
TADO HOMOGÉNEO FINALMENTE TRIUNFARÍA en todo el mundo material—. Más
importante es la contribución que ha hecho Japón, a su vez, a la historia
mundial, al seguir los pasos de los Estados Unidos para crear una ver-
dadera cultura de consumo universal, que ha llegado a ser tanto un sím-
bolo como la base de soporte del Estado homogéneo universal.
El éxito económico de los otros países asiáticos en reciente proceso de
industrialización (NICs) que han imitado el ejemplo de Japón, es hoy his-
toria conocida. Lo importante desde un punto de vista hegeliano es que el
liberalismo político ha venido siguiendo al liberalismo económico, de
manera más lenta de lo que muchos esperaban, pero con aparente inevi-
tabilidad. Aquí observamos, una vez más, el triunfo del Estado homogé-
neo universal. Corea del Sur se ha transformado en una sociedad moder-
na y urbana, con una clase media cada vez más extensa y mejor educada
que difícilmente podría mantenerse aislada de las grandes tendencias demo-
cráticas de su alrededor. En estas circunstancias, a una parte importante de
la población le pareció intolerable el gobierno de un régimen militar ana-
crónico, mientras Japón, que en términos económicos apenas le llevaba una
década de ventaja, tenía instituciones parlamentarias desde hace más de
cuarenta años. Incluso el anterior régimen socialista de Birmania, que por
tantas décadas permaneció en funesto aislamiento de las grandes tendencias
dominantes en Asia, fue sacudido el año pasado por presiones tendientes a la
liberación del sistema económico y político.
Pero la fuerza de la idea liberal parecería mucho menos impresionante si
no hubiese contagiado a la más extensa y antigua cultura en Asia, China [en
la actualidad China es un régimen comunista autoritario que sólo tiene de
comunista el autoritarismo político. En lo económico, lo que hay en China es
un capitalismo a ultranza. Y esa síntesis de autoritarismo político más capita-
lismo a ultranza es a lo que llaman comunismo chino; desde luego, se trata
de un comunismo muy peculiar]. La mera existencia de China comunista
creaba un polo alternativo de atracción ideológica, y como tal constituía una

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amenaza al liberalismo. Sin embargo, en los últimos quince años se ha


desacreditado casi por completo el marxismo−leninismo como siste-
ma económico. En 1978 el partido comunista chino emprendió la descolec-
tivización agrícola que afectaría a los ochocientos millones de chinos que
aún vivían en el campo. El rol del Estado en el agro —el campo, la tierra— se
redujo al de un recaudador de impuestos, mientras la producción de bie-
nes de consumo se incrementaba drásticamente con el objeto de dar a pro-
bar a los campesinos el sabor del Estado homogéneo universal y, con
ello, un incentivo para trabajar. La reforma duplicó la producción china de
cereales en sólo cinco años, y en el proceso le creó a Deng Xiao−ping
(1904−1977) una sólida base política desde la cual estuvo en condiciones de
extender la reforma a otros sectores de la economía. Las estadísticas econó-
micas apenas dan cuenta del dinamismo, la iniciativa y la apertura evidentes
en China desde que se inició la reforma [como se dijo, en lo económico China
se ha convertido en un país ultra capitalista con la mano de obra más barata
del planeta. Es más, en la actualidad China ha sintetizado lo peor del libera-
lismo económico —el capitalismo salvaje (suicidios en la fábrica que Foxconn
tiene en Taipei)— con lo peor del comunismo —el autoritarismo político—].
De ningún modo podría decirse que China es ahora una democracia libe-
ral. En la actualidad (1991), no más de un 20 por ciento de su economía es
de mercado, y más importante todavía, continúa siendo gobernada por un
partido comunista autodesignado —a día de hoy (2013−2014) esto sigue
igual—, que no ha dado señal de querer traspasar el poder. Deng no ha he-
cho las promesas de Mijaíl Gorbachov (n. 1931, Secretario General del Par-
tido Comunista de la Unión Soviética de 1985 hasta 1989 y presidente ejecu-
tivo de la Unión Soviética de 1989 a 1991) respecto a la democratización
del sistema político, y no existe equivalente chino de la glásnost [con ese
nombre se conoce como una política que se llevó a cabo a la par que la pe-
restroika por el líder del momento Mijaíl Gorbachov, desde 1985 hasta
1991. En comparación con la perestroika que se ocupaba de la reestructura-
ción económica de la Unión Soviética, la glásnost se concentraba en libera-
lizar el sistema político. En esta se estipulaban libertades para que los
medios de comunicación tuvieran mayor confianza para criticar al gobierno.
Gorbachov también autorizó la liberación de presos políticos. El objetivo más
expreso de la glásnost era crear un debate interno entre los ciudadanos so-
viéticos, y alentar una actitud positiva y entusiasmo hacia las reformas que
se encaraban. Sin embargo, esta política de apertura se volvió en contra de
Gorbachov al incrementarse los problemas económicos y sociales por efecto
de las mismas reformas y al incrementarse la crítica de la población soviética
contra la dirección política del PCUS. Durante la glásnost se dieron a conocer
al público, entre otras cosas, detalles sobre la violenta represión política de la
época estalinista que hasta entonces permanecían reservados por cuestiones
de Estado]. El liderazgo chino de hecho ha sido mucho más cuidadoso al cri-
ticar a Mao (1893−1976, fue el máximo dirigente del Partido Comunista de
China (PCCh) y de la República Popular China desde 1949 hasta su muerte
en 1976) y el maoísmo que Gorbachov respecto de Leonid Brezhnev
(1906−1992, fue el Secretario General del Comité Central del Partido Comu-

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nista de la Unión Soviética, presidiendo al país desde 1964 hasta su muerte


en 1982) y Stalin (), y el régimen sigue considerando, de palabra, al mar-
xismo−leninismo como su base ideológica [como ya se ha dicho, se tra-
ta de un marxismo−leninismo muy particular, pues no deja de ser una espe-
cie de comunismo ultra capitalista (!)]. Pero cualquiera que esté familiariza-
do con la mentalidad y la conducta de la nueva élite tecnocrática que hoy
gobierna en China, sabe que el marxismo y los principios ideológicos son
prácticamente irrelevantes como elementos de orientación política, y que el
consumismo burgués tiene por primera vez desde la revolución significado
real en ese país [el tiempo ha conformado esta hipótesis. Tanto es así que ya
se especula con la sustitución de EE.UU. por China como primera potencia
mundial. Eso sí: se trata de una China autoritaria en lo político y capitalista a
ultranza en lo económico. Extraño comunismo el del siglo XXI]. Al eludir la
cuestión de la reforma política, mientras coloca a la economía en nuevo
pie, Deng ha logrado evitar el quiebre de autoridad que ha acompañado
a la perestroika de Gorbachov. Sin embargo, el peso de la idea liberal
continúa siendo muy fuerte a medida que el poder económico se traspasa y
la economía se abre más al mundo exterior. En la actualidad (1991) hay
más de veinte mil estudiantes chinos en los Estados Unidos y otros países
occidentales, casi todos ellos hijos de miembros de la élite china. Resulta
difícil imaginar que cuando vuelvan a casa para gobernar se contenten con
que China sea el único país en Asia que no se vea afectado por la gran ten-
dencia democratizadora. En Pekín, las manifestaciones estudiantiles que
estallaron primero en diciembre de 1986, y que hace poco volvieron a ocurrir
con motivo de la impactante muerte de Hu Yao (1915−1989), fueron sólo el
comienzo de lo que inevitablemente constituirá una mayor presión para un
cambio también dentro del sistema político.
Lo importante respecto de China, desde el punto de vista de la historia
mundial, no es el estado actual de la reforma ni aun sus perspectivas futu-
ras. La cuestión central es el hecho que la República Popular China ya no
puede servir de faro de las diversas fuerzas antiliberales del mundo, ya
se trate de guerrilleros en alguna selva asiática o de estudiantes de clase
media en París. El maoísmo, más que constituir el modelo para el Asia del
futuro, se ha convertido en un anacronismo.
Por importantes que hayan sido estos cambios en China, sin embargo,
son los avances en la Unión Soviética —la patria «del proletariado mun-
dial»— los que han puesto el último clavo en el sarcófago de la alternativa
marxista−leninista a la democracia liberal. Es preciso que se entienda con
claridad que, en términos de instituciones formales, no ha habido grandes
cambios en los cuatro años transcurridos desde que Gorbachov llegara al
poder: los mercados libres y las cooperativas representan sólo una pe-
queña parte de la economía soviética, la cual permanece centralmente pla-
nificada; el sistema político sigue estando dominado por el partido comu-
nista, que sólo ha comenzado a democratizarse internamente y a compartir
el poder con otros grupos; el régimen continúa afirmando que sólo busca
modernizar el socialismo y que su base ideológica no es otra que el mar-
xismo−leninismo; y, por último, Gorbachov encara una oposición conser-

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vadora potencialmente poderosa que puede revertir muchos de los cambios


que han tenido lugar hasta ahora. Más aún, difícilmente pueden albergarse
demasiadas esperanzas en las posibilidades de éxito de las reformas pro-
puestas por Gorbachov, ya sea en la esfera de la economía o en la políti-
ca. Pero no me propongo aquí analizar los acontecimientos en el corto plazo
ni hacer predicciones cuyo objeto sea la formulación de políticas, sino exa-
minar las tendencias subyacentes en la esfera de la ideología y de la
conciencia. Y en ese respecto, claro está que ha habido una transforma-
ción sorprendente.
Los emigrados de la Unión Soviética han estado denunciando, por lo
menos ahora hasta la última generación, que prácticamente nadie en ese
país creía ya de verdad en el marxismo−leninismo, y que en ninguna
otra parte sería esto más cierto que en la élite soviética, que continuaba
recitando cínicamente slogans marxistas. Sin embargo, la corrupción y la
decadencia del Estado soviético de los últimos años de Brezhnev pare-
cían importar poco, ya que en tanto el Estado mismo se rehusase a cues-
tionar cualesquiera de los principios fundamentales subyacentes a la socie-
dad soviética, el sistema podía funcionar adecuadamente por simple iner-
cia, e incluso exhibir cierto dinamismo en el campo de las políticas exterior y
de defensa. El marxismo−leninismo era como un encantamiento mágico
que, aunque absurdo y desprovisto de significado, constituía la única base
común sobre la cual la élite podía gobernar la sociedad.
Lo que ha sucedido en los cuatro años desde que Gorbachov asumiera
el poder en 1989 (y hasta 1991) es una EMBESTIDA REVOLUCIONARIA CONTRA
LAS INSTITUCIONES Y PRINCIPIOS MÁS FUNDAMENTALES DEL STALINISMO, Y SU
REEMPLAZO POR OTROS PRINCIPIOS QUE NO LLEGAN A SER EQUIVALENTES AL LI-
BERALISMO PER SE, PERO CUYO ÚNICO HILO DE CONEXIÓN ES EL LIBERALISMO. Es-
to se hace más evidente en la esfera económica, donde los economistas re-
formistas que rodean a Gorbachov se han vuelto cada vez más radicales
en su respaldo a los mercados libres, al punto que a algunos, como Nikolai
Shmelev (1989), no les importa que se les compare en público con Milton
Friedman (1912−2006, economista estadounidense de origen judío). Hoy
existe un virtual consenso dentro de la escuela de economistas soviéticos
actualmente dominante, en cuanto a que la planificación central y el sis-
tema dirigido de asignaciones —en otras palabras, el socialismo interven-
cionista— son LA CAUSA ORIGINARIA DE LA INEFICIENCIA ECONÓMICA, y que el
sistema soviético podrá sanar algún día sólo si permite que se adopten de-
cisiones libres y descentralizadas respecto de la inversión, el trabajo y
los precios. Luego de un par de años iniciales de confusión ideológica, estos
principios se han incorporado finalmente a las políticas, con la promulga-
ción de nuevas leyes sobre autonomía empresarial, cooperativas, y por úl-
timo, en 1988, sobre modalidades de arrendamientos y predios agrícolas de
explotación familiar.
En la esfera política, los cambios propuestos a la Constitución sovié-
tica de 1977, al sistema legal y los reglamentos del partido no significan
ni mucho menos el establecimiento de un Estado liberal. Gorbachov ha
hablado de democratización principalmente en la esfera de los asuntos in-

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ternos del partido, y ha dado pocas señales de querer poner fin al monopo-
lio del poder que detenta el partido comunista; de hecho, la reforma
política busca legitimar y, por tanto, fortalecer el mando del PCUS. No obs-
tante, los principios generales que subyacen en muchas de las reformas
—que el «pueblo» ha de ser verdaderamente responsable de sus propios
asuntos; que los poderes políticos superiores deben responder a los inferio-
res y no a la inversa; que el imperio de la ley debe prevalecer sobre las ac-
ciones policíacas arbitrarias, con separación de poderes y un poder judi-
cial independiente; que deben protegerse legalmente los derechos de
propiedad; que los soviets se deben habilitar como un foro en el que todo
el pueblo pueda participar, y que ha de existir una cultura política más to-
lerante y pluralista— provienen de una fuente completamente ajena a la
tradición marxista−leninista de la URSS, aunque la formulación de ellos sea
incompleta y su implementación muy pobre.
Las reiteradas afirmaciones de Gorbachov en el sentido que sólo está
procurando recuperar el significado original del leninismo son en sí una
suerte de doble lenguaje orwelliano [1903−1950, Orwell es uno de los en-
sayistas en lengua inglesa más destacados del siglo XX, y más conocido por
dos novelas críticas con el totalitarismo: Rebelión en la granja, y sobre todo
1984, novela en la que crea el concepto de «Gran Hermano» que desde en-
tonces pasó al lenguaje común de la crítica de las técnicas modernas de vigi-
lancia. El adjetivo «orwelliano» es frecuentemente utilizado en referencia al
distópico universo totalitarista imaginado por el escritor inglés]. Gorbachov
y sus aliados permanentemente han sostenido que la democracia al interior
del partido era de algún modo la esencia del leninismo, y que las diversas
prácticas liberales de debate abierto, elecciones con voto secreto, e imperio
de la ley, formaban todos parte del legado leninista, y sólo se corrompie-
ron más tarde con Stalin. Aunque prácticamente cualquiera puede parecer
bueno si se le compara con Stalin, trazar una línea tan drástica entre Lenin
y su sucesor es cuestionable. La esencia del centralismo democrático de
Lenin era el centralismo, no la democracia; esto es, la dictadura abso-
lutamente rígida, monolítica y disciplinada de un partido comunista de
vanguardia jerárquicamente organizado, que habla en nombre del demos
[¡qué chiste!]. Todos los virulentos ataques de Lenin contra Karl Kautsky
(1854−1934), Rosa Luxemburgo (1871−1919) y varios otros menchevi-
ques y rivales social demócratas, para no mencionar su desprecio por la
«legalidad burguesa» y sus libertades, se centraban en su profunda con-
vicción de que una revolución dirigida por una organización gobernada de-
mocráticamente no podía tener éxito.
La afirmación de Gorbachov de que busca retomar al verdadero Lenin
es fácilmente comprensible: habiendo promovido una denuncia exhaustiva
del stalinismo y el brezhnevismo, sindicados como causa originaria del ac-
tual predicamento en que se encuentra la URSS, necesita de un punto de
apoyo en la historia soviética en el cual afincar la legitimidad de la con-
tinuación del mando del PCUS. Pero los requerimientos tácticos de Gor-
bachov no deben obnubilarnos el hecho que los principios democráticos y
descentralizadores que ha enunciado, tanto en la esfera política como en la

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económica, son altamente subversivos de algunos de los preceptos más


fundamentales del marxismo y del leninismo. En realidad, si el grueso de las
proposiciones de reforma económica se llevaran a efecto, es difícil pensar
que la economía soviética podría ser más socialista que la de otros países
occidentales con enormes sectores públicos —socialistas—.
La Unión Soviética de ningún modo podría ahora de catalogarse de país
democrático o liberal, y tampoco creo que la perestroika tenga muchas po-
sibilidades de triunfar en forma tal que dicha etiqueta pueda ser concebible
en un futuro cercano. Pero al término de la historia no es necesario que
todos los países se transformen en sociedades liberales exitosas, SÓLO BASTA
QUE ABANDONEN SUS PRETENSIONES IDEOLÓGICAS DE REPRESENTAR FORMAS DI-
FERENTES Y MÁS ELEVADAS DE SOCIEDAD HUMANA. Y en este respecto creo que
algo muy importante ha sucedido en la Unión Soviética en los últimos años:
las críticas al sistema soviético sancionadas por Gorbachov han sido tan
vastas y devastadoras, que las posibilidades de retroceder con facilidad
al stalinismo o al brezhnevismo son muy escasas. Gorbachov final-
mente ha permitido que la gente diga lo que privadamente había compren-
dido desde hacía muchos años, es decir, QUE LOS MÁGICOS ENCANTAMIENTOS
DEL MARXISMO− LENINISMO ERAN UN ABSURDO, QUE EL SOCIALISMO SOVIÉTICO
NO ERA SUPERIOR EN NINGÚN ASPECTO AL SISTEMA OCCIDENTAL, SINO QUE FUE,
EN REALIDAD, UN FRACASO MONUMENTAL. La oposición conservadora en la
URSS, conformada tanto por sencillos trabajadores que temen al desem-
pleo y la inflación, como por funcionarios del partido temerosos de perder
sus trabajos y privilegios, se expresa con claridad, es franco y puede ser lo
suficientemente fuerte como para forzar la salida de Gorbachov en los
próximos años —de hecho, salió de manera inmediata, en 1991, casi al
tiempo que Fukuyama escribía estas palabras—. Pero lo que ambos grupos
desean es tradición, orden y autoridad: y no manifiestan un compromiso
muy profundo con el marxismo−leninismo, salvo por el hecho de haber dedi-
cado gran parte de su propia vida a él. Para que en la Unión Soviética se
pueda restaurar la autoridad, después de la demoledora obra de Gorbachov,
se precisará de una nueva y vigorosa base ideológica, que aún no se vis-
lumbra en el horizonte.
Si aceptamos por el momento que ya no existen los desafíos al libera-
lismo presentados por el fascismo y el comunismo, ¿quiere decir que ya no
quedan otros competidores ideológicos? O, dicho de manera diferente, ¿exis-
ten otras contradicciones en las sociedades liberales, más allá de la de
clases, que no se puedan resolver? Se plantean dos posibilidades: la de reli-
gión y la del nacionalismo.
El surgimiento en los últimos años del fundamentalismo religioso en
las tradiciones Cristiana, Judía y Musulmana ha sido extensamente descrito.
Se tiende a pensar que el renacimiento de la religión confirma, en cierto
modo, una gran insatisfacción con la impersonalidad y vacuidad espiritual
de las sociedades consumistas liberales —según Samuel P. Huntington en
el capítulo «La revancha de Dios» de su libro El choque de civilizaciones, Pai-
dós, 1996, esto se debe al el vacío dejado por el último dios laico, la URSS,
de manera que el nacionalismo religioso reemplaza al nacionalismo político—.

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Sin embargo, aun cuando el vacío que hay en el fondo del liberalismo es,
con toda seguridad, un defecto de la ideología, no está del todo claro que
esto pueda remediarse a través de la política. El propio liberalismo moderno
fue históricamente consecuencia de la debilidad de sociedades de base
religiosa, las que no pudiendo llegar a un acuerdo sobre la naturaleza de la
buena vida, fueron incapaces de proveer siquiera las mínimas precondiciones
de paz y estabilidad. En el mundo contemporáneo, sólo el Islam ha pre-
sentado un Estado teocrático como alternativa política tanto al libera-
lismo como al comunismo —con el comunismo tiene en común la ausencia
de libertades y el intervencionismo en todos los ámbitos de la vida, incluido
el privado y personal—. Pero la doctrina tiene poco atractivo para quienes
no son musulmanes, y resulta difícil imaginar que el movimiento adquiera
alguna significación universal —en Egipto acaban de derrocar la dictadura mi-
litar de Hosni Mubarak (2011) y también la religiosa de Mohamed Morsi
(2013)—. Otros impulsos religiosos menos organizados se han satisfecho exi-
tosamente dentro de la esfera de la vida personal que se permite en las so-
ciedades liberales —la privatización de las manifestaciones religiosas es un
hecho bastante común en las sociedades industriales actuales—.
La otra «contradicción» mayor potencialmente insoluble en el libera-
lismo es la que plantean el nacionalismo y otras formas de conciencia ra-
cial y étnica. En realidad, es verdad que el nacionalismo ha sido la causa de
un gran número de conflictos desde la batalla de Jena [tuvo lugar el 14 de
octubre de 1806, y enfrentó al ejército francés bajo el mando de Napoleón
contra el segundo ejército prusiano comandado por Federico Guillermo III de
Prusia. Esta batalla, junto a la Batalla de Auerstädt (1806), significó la derro-
ta de Prusia y su salida de las Guerras Napoleónicas hasta 1813; de manera
indirecta, Napoleón hizo brotar los sentimientos nacionales al intentar some-
ter a las naciones europeas]. En este siglo, dos guerras catastróficas fueron
generadas, de un modo u otro, por el nacionalismo del mundo desarrollado,
y si esas pasiones han enmudecido —recientemente y como consecuencia
de la crisis económica han resurgido— hasta cierto punto en la Europa de la
posguerra, ellas son aún extremadamente poderosas en el Tercer Mun-
do. El nacionalismo ha sido históricamente una amenaza para el liberalismo
en Alemania, y lo continúa siendo en algunos lugares aislados de la Europa
«poshistórica», como Irlanda del Norte.
Pero no está claro que el nacionalismo represente una contradicción
irreconciliable en el corazón del liberalismo. En primer lugar, el nacio-
nalismo no es sólo un fenómeno sino varios que van desde la tibia nostal-
gia cultural a la altamente organizada y elaboradamente articulada doc-
trina Nacional Socialista. Solamente los nacionalismos sistemáticos de
esta última clase pueden calificarse de ideología formal en el mismo nivel
del liberalismo y el comunismo. La gran mayoría de los movimientos nacio-
nalistas del mundo no tienen una proposición política más allá del anhelo
negativo de independizarse «de» algún otro grupo o pueblo, y no
ofrecen nada que se asemeje a un programa detallado de organización so-
cioeconómica. Como tales, son compatibles con doctrinas e ideologías
que sí ofrecen dichos programas. Y si bien ellos pueden constituir una

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fuente de conflicto para las sociedades liberales, este conflicto no surge tan-
to del liberalismo mismo como del hecho que el liberalismo en cuestión es
incompleto. Por cierto, gran número de tensiones étnicas nacionalistas pue-
den explicarse en términos de pueblos que se ven forzados a vivir en siste-
mas políticos no representativos, que ellos no han escogido.

IV

¿Cuáles son las implicancias del fin de la historia para las relaciones
internacionales? Claramente, la enorme mayoría del Tercer Mundo perma-
nece atrapada en la historia, y será área de conflicto por muchos años
más. Pero concentrémonos, por el momento, en los Estados más grandes
y desarrollados del mundo, quienes son, después de todo, los responsa-
bles de la mayor parte de la política mundial. No es probable, en un fu-
turo predecible, que Rusia y China se unan a las naciones desarrolladas de
Occidente en calidad de sociedades liberales, pero supongamos por un ins-
tante que el marxismo−leninismo cesa de ser un factor que impulse las polí-
ticas exteriores de estos Estados, una perspectiva que si aún no está presen-
te, en los últimos años se ha convertido en real posibilidad. En una coyun-
tura hipotética como ésa: ¿cuán diferentes serían las características de un
mundo desideologizado de las del mundo con el cual estamos familiariza-
dos? [el nuestro (2013) también es un mundo ideologizado].
La respuesta más común es la siguiente: no muy distintas. Porque mu-
chos son los observadores de las relaciones internacionales que creen que
bajo la piel de la ideología hay un núcleo duro de interés nacional de gran
potencia que garantiza un nivel relativamente alto de competencia y de con-
flicto entre las naciones. En efecto, el conflicto es inherente al sistema
internacional como tal, y para comprender la factibilidad del conflicto debe
examinarse la forma del sistema —por ejemplo, si es bipolar o multipolar—
más que el carácter específico de las naciones y regímenes que lo constitu-
yen. Se trata de una visión hobbesiana de la política a las relaciones inter-
nacionales y presupone que la agresión y la inseguridad son característi-
cas universales de las sociedades humanas, más que el producto de cir-
cunstancias históricas específicas.
Quienes comparten esa línea de pensamiento consideran las relaciones
existentes entre los países de la Europa del siglo XIX, en el sistema clásico de
equilibrio de poderes, como modelo de lo que sería un mundo contempo-
ráneo desideologizado [es decir, un mundo donde en lugar de reinar el
imperio de la ley reina la ley del imperio. Se trata de un mundo global donde
todo él está atravesado por la única ideología considerada válida: el libera-
lismo económico. En definitiva, un mundo−imperio. A eso denomina Fu-
kuyama un mundo desideologizado, a una especie de «quítate tú que ya me
pongo yo»].
En el siglo XIX la mayoría de las sociedades «liberales» europeas no eran
liberales en cuanto creían en la legitimidad del imperialismo, esto es, en
el derecho de una nación a dominar a otras naciones sin tomar en cuenta los
deseos de los dominados. Las justificaciones del imperialismo variaban

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de nación en nación, e iban desde la cruda creencia en la legitimidad de la


fuerza, especialmente cuando se la aplicaba a los no europeos, a la Respon-
sabilidad del Hombre Blanco y la Misión Evangelizadora de Europa, hasta el
anhelo de dar a la gente de color acceso a la cultura de Rabelais y Molière —
Rebelais (1494−1553) escritor, médico y humanista francés ; Molière
(1622−1673) dramaturgo humorista y actor francés. La expresión «dar a la
gente de color acceso a la cultura de Rabelais y Molière» quiere decir culturi-
zar a los infdígenas ; es decir, sacarlos de un supuesto «estado de naturaleza
salvaje» y convertirlos en «gentes civilizadas»—. Pero cualesquiera fuesen
las bases ideológicas específicas, todo país «desarrollado» creía que las civi-
lizaciones superiores debían dominar a las inferiores. En la última par-
te del siglo, esto produjo las ansias de una expansión territorial pura, la
que desempeñara un papel nada pequeño en la generación de la Gran Gue-
rra.
El fruto del imperalismo radical y desfigurado del siglo diecinueve fue
el fascismo alemán, una ideología que justificaba el derecho de Alemania
no sólo a dominar a los pueblos no europeos, sino también a «todos» aque-
llos que no eran alemanes. Pero, retrospectivamente, Hitler (1933−1945) al
parecer representó un insano desvío en el curso general del desarrollo eu-
ropeo, y, desde su candente derrota (1945), la legitimidad de cualquier clase
de expansión territorial ha quedado desacreditada por completo. Luego de
la segunda guerra mundial, el nacionalismo europeo se ha visto despoja-
do de sus garras y de toda relevancia real en la política exterior, con el re-
sultado de que el modelo decimonónico de conducta de las grandes potencias
ha pasado a ser un severo anacronismo. La forma más extrema de naciona-
lismo que un país europeo ha podido exhibir desde 1945 fue el gaullismo,
cuya asertividad ha sido ampliamente confinada a la esfera de la política y
cultura perniciosas. La vida internacional en aquella parte del mundo donde
se ha llegado al fin de la historia, se centra mucho más en la economía que
en la política o la estrategia —lo que genera una sustitución de la política por
la economía, tal como ya criticaba Nietzsche—.
La suposición automática de que una Rusia despojada de su ideología
comunista expansionista retomaría el camino en el que los zares la dejaron
justo antes de la Revolución Bolchevique (1917), resulta muy curiosa. Da
por supuesto que la evolución de la conciencia humana ha quedado deteni-
da en el intertanto —entretanto, ínterin, durante ese lapso o intervalo de
tiempo—, y que los soviéticos, aunque adopten ideas de moda en el campo
de la economía, retornarán en materia de política exterior a concepciones
que hace un siglo quedaron obsoletas en el resto de Europa. El verdadero
interrogante del futuro, sin embargo, es EL GRADO EN QUE LAS ÉLITES SOVIÉ-
TICAS HAN ASIMILADO LA CONCIENCIA DEL ESTADO HOMOGÉNEO UNIVERSAL QUE
ES LA EUROPA POSHITLERIANA. Por sus escritos, y por mis contactos persona-
les con ella no me cabe duda alguna que la intelligentsia liberal soviética
congregada en torno a Gorbachov ha llegado a la visión del fin de la his-
toria —el fin del marxismo−leninismo y, por tanto, de la ideología (!)— en
un lapso extraordinariamente corto, y esto se debe, en no poca medida, a los
contactos que sus miembros han tenido, desde la era Brezhnev, con la ci-

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vilización europea que les rodea. El «Nuevo Pensamiento Político», la


rúbrica de sus concepciones, describe un mundo dominado por preocupa-
ciones económicas, en el que no existen bases ideológicas —
desideologización— para un conflicto importante entre las naciones, y en el
cual, por consiguiente, el uso de la fuerza militar va perdiendo legitimi-
dad. Como señalara el Ministro de Relaciones Exteriores, Eduard Shevard-
nadze (n.1928, político georgiano presidente de su país entre 1995 y 2003),
a mediados de 1988:
«La lucha entre dos sistemas opuestos ha dejado de ser una tenden-
cia determinante de la era actual. En la etapa moderna, la capacidad para
acumular riqueza material a una tasa acelerada —sobre la base de una
ciencia avanzada y de un alto nivel técnico y tecnológico— y su justa distri-
bución, así como la restauración y protección, mediante un esfuerzo conjun-
to, de los recursos necesarios para la supervivencia de la humanidad, ad-
quieren decisiva importancia».
Sin embargo, la conciencia poshistórica que representa el «nuevo
pensamiento» sólo es uno de los futuros posibles de la Unión Soviética. Ha
existido siempre en la Unión Soviética una fuerte corriente de chovinismo
ruso, la que ha podido expresarse con mayor libertad desde el advenimiento
de la glasnost. Es posible que por un tiempo se retorne al marxismo− leni-
nismo tradicional, simplemente como una oportunidad de reagrupación pa-
ra aquellos que quieren restaurar la autoridad que Gorbachov ha disipado.
Pero como en Polonia, EL MARXISMO−LENINISMO HA MUERTO COMO IDEOLOGÍA
MOVILIZADORA: bajo sus banderas no puede lograrse que la gente trabaje
más, y sus adherentes han perdido la confianza en sí mismos. A diferencia de
los propagandistas del marxismo−leninismo tradicional, sin embargo, LOS UL-
TRANACIONALISTAS EN LA URSS CREEN APASIONADAMENTE EN SU CAUSA ESLAVÓ-
FÍLA, Y TIENE UNO LA SENSACIÓN DE QUE LA ALTERNATIVA FASCISTA NO ES ALGO
QUE ALLÍ SE HAYA DESVANECIDO POR COMPLETO.
La Unión Soviética, por tanto, se encuentra en un punto de bifurca-
ción del camino: puede comenzar a andar por el que Europa occidental
demarcó hace cuarenta y cinco años (1945), un camino que ha seguido la
mayor parte de Asia, o puede consumar su propia singularidad y per-
manecer estancada en la historia. La decisión que adopte será muy im-
portante para nosotros, dados el tamaño y el poderío militar de la Unión
Soviética; porque esta potencia seguirá preocupándonos y disminuirá nuestra
conciencia de que ya hemos emergido al otro lado de la historia.

La desaparición del marxismo−leninismo, primero en China —a nivel


económico, porque a nivel político (autoritarismo) se mantiene— y luego en
la Unión Soviética, significará su MUERTE COMO IDEOLOGÍA VIVIENTE DE IM-
PORTANCIA HISTÓRICA MUNDIAL. Porque si bien puede haber algunos auténti-
cos creyentes aislados en lugares como Managua, Pyongyang, o en Cambrid-
ge, Massachusetts, el HECHO DE QUE NO HAYA UN SOLO ESTADO IMPORTANTE EN
EL QUE TENGA ÉXITO SOCAVA COMPLETAMENTE SUS PRETENSIONES DE ESTAR EN LA

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VANGUARDIA DE LA HISTORIA HUMANA. Y la muerte de esta ideología signifi-


ca la creciente Common Marketization [homogeneización, uniformización,
desideologización (!)] de las relaciones internacionales, y la disminución de la
posibilidad de un conflicto en gran escala entre los Estados [no deja de lla-
marme poderosamente la atención lo que Fukuyama entiende por desideolo-
gización: uniformización liberal y capitalismo universal; es decir, imperialis-
mo capitalista estadounidense].
Esto no significa, por motivo alguno, el fin del conflicto internacional per
se —eso está claro: Yugoslavia (1991−2001), Ruanda (1994), Afganistán
(2001−presente), Irak (2003−2011) y espérate—. Porque el mundo, en ese
punto, estaría dividido entre una parte que sería histórica y una parte que
sería poshistórica. Incluso podrían darse conflictos entre los Estados que
todavía permanecen en la historia —comunistas—, y entre estos Estados y
aquellos que se encuentran al final de la historia —capitalistas—. Se man-
tendrá también un nivel elevado y quizás creciente de violencia étnica y
nacionalista puesto que estos impulsos aún no se han agotado por comple-
to en algunas regiones del mundo poshistórico. Palestinos y kurdos, sikhs y
tamiles, católicos irlandeses y valones —entre otros— seguirán manteniendo
sus reclamaciones pendientes. ESTO IMPLICA QUE EL TERRORISMO Y LAS GUE-
RRAS DE LIBERACIÓN NACIONAL CONTINUARÁN SIENDO UN ASUNTO IMPORTANTE
EN LA AGENDA INTERNACIONAL. Pero un conflicto en gran escala tendría que
incluir a grandes Estados aún atrapados en la garra de la historia, y éstos
son los que parecen estar abandonando la escena.
El fin de la historia será un momento muy triste. La lucha por el reco-
nocimiento, la voluntad de arriesgar la propia vida por una meta puramente
abstracta, la lucha ideológica a escala mundial que exigía audacia, coraje,
imaginación e idealismo, será reemplazada por el CÁLCULO ECONÓMICO, la in-
terminable resolución de problemas técnicos, la preocupación por el medio
ambiente, y la satisfacción de las sofisticadas demandas de los consumido-
res. En el período poshistórico no habrá arte ni filosofía, sólo la perpetua
conservación del museo de la historia humana. Lo que siento dentro de mí, y
que veo en otros alrededor mío, es una fuerte nostalgia de la época en
que existía la historia. Dicha nostalgia, en verdad, va a seguir alentando
por algún tiempo la competencia y el conflicto, aun en el mundo poshistórico.
Aunque reconozco su inevitabilidad, tengo los sentimientos más ambivalen-
tes por la civilización que se ha creado en Europa a partir de 1945, con sus
descendientes en el Atlántico Norte y en Asia. Tal vez esta misma perspecti-
va de siglos de aburrimiento al final de la historia servirá para que la histo-
ria nuevamente se ponga en marcha —así ha sido a tenor de los atenta-
dos de 2001 y la crisis del 2008—.

Breve comentario personal: el texto de Fukuyama muestra la falacia


de considerar un fin definitivo de la historia como consecuencia del triunfo
temporal de una ideología o un gran acontecimiento histórico. Pero ni la Re-
volución francesa, ni el nazismo —y su imperio de los «mil años» que al final
sólo duró 12, de 1933 a 1945— ni el comunismo, ni, por supuesto, la caída
de la URSS en 1991 han significado el triunfo de nada en particular, de nin-

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guna ideología, ni tampoco el fin de la historia de las ideologías. A cada uno


de esos acontecimientos ha seguido otro de igual o mayor envergadura ideo-
lógica. Fukuyama estaba seguro en 1991 del fin de las ideologías como con-
secuencia del fracaso del comunismo y la URSS. Ahora bien, teniendo en
cuenta la crisis económica (del capital) del 2008 —y en la que todavía esta-
mos inmersos en 2013—, ¿quién se atrevería ahora a decir que Marx no tenía
una parte de razón? La crisis del 2008 es el fracaso de la desideologización
de la que Fukuyama habla en su escrito; es decir, del fracaso de la ideología
única, el capitalismo. Por tanto, ni capitalismo ni comunismo son la solución.
Sin embargo, se habla ya de la «refundación del capitalismo», y no de la del
comunismo o el socialismo. En parte, esto parece que le daría la razón a Fu-
kuyama.

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TEMA 9: ¿Ante el «choque de civilizaciones»?


La versión de Samuel Phillips Huntington

Orientaciones del profesor

Si el breve ensayo de Fukuyama alcanzó en su día una extraordinaria


repercusión que logró trascender los círculos académicos y provocar un in-
tenso y acalorado debate, otro tanto o más puede decirse del pequeño texto
de Huntington que da título y contenido a nuestro último tema. Pero a dife-
rencia del optimismo que latía en la propuesta triunfalista de Fukuyama,
el planteamiento de Huntington expresa un diagnóstico muy sombrío
acerca del futuro curso de los acontecimientos históricos en el siglo
XXI. Su tesis central sostiene que la fuente principal de conflicto en el mun-
do ya no va a ser primariamente económica ni ideológica, sino que la
fuente predominante de conflicto va a estar fundamentada en la diversidad
de las culturas o, más concretamente, que el choque de las civilizacio-
nes diferentes dominará el futuro rumbo de la política mundial. Al hilo de
esta tesis que convierte a las civilizaciones en motores y artífices de la his-
toria, consideraremos cuestiones como el concepto de civilización, la
existencia o no de una civilización universal, los conflictos generados por
el universalismo occidental, etc.

1. ¿CHOQUE DE CIVILIZACIONES?
HUNTINGTON, Samuel Phillips, ¿Choque de civilizaciones?, Tecnos, Madrid,
2002.

1.1. EL PRÓXIMO MODELO DE CONFLICTO

La política mundial está entrando en una nueva fase, y los intelec-


tuales no dudan en anticipar vaticinios sobre lo que va a ocurrir en el futuro:
el fin de la historia, el retomo de las tradicionales rivalidades entre Estados
nacionales y el declive del Estado nacional, a causa, entre otros factores, de
las conflictivas tensiones que producen el tribalismo y el globalismo. Cada
una de esas visiones captura algunos aspectos de la realidad emergente.
Sin embargo, todas pasan por alto un elemento crucial, e incluso decisivo,
de lo que es probable que sea la política mundial en los años venideros.
LA HIPÓTESIS AQUÍ DEFENDIDA ES QUE LA FUENTE PRINCIPAL DE CONFLICTO
EN ESTE MUNDO NUEVO NO VA A SER PRIMARIAMENTE IDEOLÓGICA NI ECONÓMI-
CA. LAS GRANDES DIVISIONES DEL GÉNERO HUMANO Y LA FUENTE PREDOMINANTE
DE CONFLICTO VAN A ESTAR FUNDAMENTADAS EN LA DIVERSIDAD DE CULTURAS.
LOS ESTADOS NACIONALES SEGUIRÁN SIENDO LOS MÁS PODEROSOS ACTORES EN
LOS ASUNTOS MUNDIALES, PERO LOS PRINCIPALES CONFLICTOS DE LA POLÍTICA
GLOBAL SERÁN LOS QUE SURJAN ENTRE NACIONES Y GRUPOS PERTENECIENTES A
CIVILIZACIONES DIFERENTES. EL CHOQUE DE LAS CIVILIZACIONES DOMINARÁ LA
POLÍTICA MUNDIAL. Y LAS LÍNEAS DE FRACTURA ENTRE LAS CIVILIZACIONES SE-
RÁN LAS GRANDES LÍNEAS DE BATALLA DEL FUTURO.

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La última fase en la evolución del conflicto en el mundo moderno estará


caracterizada por la confrontación entre civilizaciones. Durante siglo y
medio después de la emergencia del moderno sistema internacional con la
Paz de Westfalia (1648), los conflictos del mundo occidental han sido en
muy gran medida enfrentamientos entre príncipes —emperadores, monar-
cas absolutos y monarcas constitucionales— que pugnaban por expandir el
poderío de sus burocracias, sus ejércitos, su economía mercantilista y, por
encima de todo, los territorios que gobernaban. En el curso de este proceso
se crearon los Estados nacionales, y desde la Revolución francesa
(1789−1799) las líneas principales de enfrentamiento, más bien que entre
príncipes, lo fueron ya entre naciones. En 1793, como ha dicho R. R.
Palmer (1909−2002), «LAS GUERRAS DE REYES SE ACABARON Y EMPEZARON
LAS GUERRAS DE PUEBLOS». Este modelo decimonónico de conflicto duró has-
ta el final de la Primera Guerra Mundial (1914−1917). Después, como resul-
tado de la Revolución rusa (1917) y de la reacción contra ella, la lucha entre
las naciones cedió el paso al conflicto de ideologías, primeramente entre
el comunismo, el nazi−fascismo y la democracia liberal, y más tarde
entre el comunismo y la democracia liberal. Durante la guerra fría
(1945−1991), este último enfrentamiento cristalizó en una dura oposición
entre las dos superpotencias, ninguna de las cuales era un Estado nacional
en el sentido europeo clásico, definiendo cada una de ellas su identidad en
términos de su ideología.
Estos conflictos entre príncipes, Estados nacionales e ideologías
fueron fundamentalmente colisiones surgidas en el seno de la civilización
occidental, «guerras civiles occidentales», como reza la etiqueta que les
ha aplicado William Lind (n. 1947). Eso fue tan cierto de la guerra fría co-
mo lo fue de las guerras mundiales y de las anteriores contiendas de los si-
glos XVII, XVIII y XIX. Con el final de la guerra fría (1991), la política inter-
nacional sale de su fase occidental, tomándose en pieza clave de su DI-
NÁMICA LA INTERACCIÓN ENTRE OCCIDENTE Y LAS CIVILIZACIONES
NO−OCCIDENTALES Y ENTRE LAS PROPIAS CIVILIZACIONES NO−OCCIDENTALES.
En la política de las civilizaciones, los pueblos y los gobiernos de las áreas
no−occidentales han dejado ya de ser objetos históricos única y exclusiva-
mente como blancos situados bajo el punto de mira del colonialismo occi-
dental. Ahora se unen a Occidente como motores y artífices de la historia.

1.2. LA NATURALEZA DE LAS CIVILIZACIONES

Durante la guerra fría, el mundo se dividió en tres sectores: el Prime-


ro, el Segundo y el Tercer Mundo —hoy en día se habla ya de un Cuarto
mundo: el de la pobreza dentro del Primer Mundo—. Esas divisiones no son
ya relevantes. Ahora tiene mucho más sentido agrupar a los países no en
términos de sus sistemas políticos o económicos, o en términos de su nivel
de desarrollo económico, sino más bien en términos de su cultura y civili-
zación.
¿Qué queremos decir cuando hablamos de una CIVILIZACIÓN?
Una civilización es una ENTIDAD CULTURAL. Ciudades, regiones, grupos

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étnicos, nacionalidades, grupos religiosos, son entidades que tienen distin-


tas culturas a diferentes niveles de heterogeneidad cultural. La cultura de
una ciudad del sur de Italia puede ser distinta de la de una ciudad de la Italia
del norte, pero ambas tendrán en común una cultura italiana que las distin-
gue de las ciudades alemanas. Las comunidades europeas compartirán, a su
vez, rasgos culturales que las diferencien de las comunidades árabes o chi-
nas. Pero árabes, chinos y occidentales no son ya, sin embargo, parte de
ninguna entidad cultural más amplia —no hay una cultura global—. Constitu-
yen civilizaciones. UNA CIVILIZACIÓN ES, PUES, LA MÁS ELEVADA AGRUPACIÓN
CULTURAL DE GENTES Y EL MÁS AMPLIO NIVEL DE IDENTIDAD CULTURAL QUE PO-
SEEN LOS PUEBLOS Y QUE ES, EN SUMA, LO QUE DISTINGUE A LOS HOMBRES DE LAS
DEMÁS ESPECIES. Una civilización se deja definir por elementos objetivos
comunes, como son el lenguaje, la historia, la religión, las costumbres y las
instituciones, y también, a su vez, por la autoidentificación subjetiva de
un pueblo. La identidad cultural de la gente tiene varios niveles: un re-
sidente de Roma puede autodefinirse, según diferentes grados de intensidad,
como romano, italiano, católico, cristiano, europeo y occidental. La civiliza-
ción a la que pertenece es el nivel más amplio de identificación al que él se
adscribe de todo corazón. Los pueblos y las gentes pueden redefinir y de he-
cho redefinen sus propias identidades, a resultas de lo cual cambian la com-
posición y las líneas fronterizas de las civilizaciones.
Las civilizaciones pueden involucrar a un gran número de gentes, como
sucede en China, o a un número muy reducido, como ocurre en el Caribe
anglòfono. Una civilización puede englobar varios Estados nacionales —como
es el caso de las civilizaciones occidentales, latinoamericanas y árabes—, o
solamente uno, como es el caso de la civilización japonesa. Es evidente que
las civilizaciones se funden, se solapan, y pueden incluir subcivilizacio-
nes. Las civilizaciones occidentales tienen dos grandes variantes, la euro-
pea y la norteamericana; y el islam comprende las subdivisiones árabe, tur-
ca y malaya.
Sin embargo, todas las civilizaciones son entidades plenas de senti-
do y reales, aunque raramente sean nítidas las líneas que separan unas de
otras. Las civilizaciones son dinámicas; se encumbran y caen; se separan y
se mezclan. Y, como bien sabe cualquier estudiante de historia, desapare-
cen y quedan sepultadas en las arenas del tiempo.
Los occidentales tienden a considerar a los Estados nacionales como
los principales actores en los asuntos mundiales; y así ha sido, ciertamente,
mas sólo durante unos pocos siglos. Las conquistas más admirables de la
historia humana fueron fruto de la historia de las civilizaciones. En su Estudio
de la Historia (dos volúmenes escritos entre 1934−1961), Amold Toynbee
(1889−1975) llegó a identificar a veintiuna civilizaciones importantes; de
ellas, sólo seis existen en el mundo contemporáneo.

1.3. ¿POR QUÉ HAN DE CHOCAR LAS CIVILIZACIONES?

La identidad de civilización va a ir adquiriendo una importancia cada


vez mayor en el futuro, y el mundo se irá configurando en amplia medida por

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las interacciones entre las siete u ocho principales civilizaciones. Entre


éstas se cuentan la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la
hindú, la eslavo−ortodoxa, la latinoamericana y, posiblemente, la afri-
cana. LAS BATALLAS MÁS SERIAS DEL FUTURO SE VAN A LIBRAR A LO LARGO DE
LAS LÍNEAS DE FRACTURA CULTURALES QUE SEPARAN A ESTAS CIVILIZACIONES.
¿Por qué ha de ocurrir así?
1) En primer lugar, porque las diferencias entre civilizaciones no son so-
lamente reales: son básicas. Las civilizaciones se diferencian entre sí por la
historia, el lenguaje, la cultura, la tradición y, lo que es más importante,
por la religión. Los pueblos que pertenecen a civilizaciones distintas tienen
puntos de vista diferentes sobre las relaciones entre Dios y el hombre, el in-
dividuo y el grupo, el ciudadano y el Estado, entre padres e hijos, entre ma-
rido y mujer; e igualmente opiniones distintas sobre la relativa importancia
de los derechos y las responsabilidades, de la libertad y la autoridad, de la
igualdad y la jerarquía. ESTAS DIFERENCIAS SON PRODUCTO DE SIGLOS. No pue-
den desaparecer en un santiamén —por eso, cuando hay cambios sociales
rápidos las culturas retoman con fuerza los fundamentos y surge así el fun-
damentalismo, el nacionalismo xenofóbico y excluyente—, pues son mucho
más fundamentales que las diferencias entre ideologías y regímenes políti-
cos. Las diferencias no significan necesariamente conflicto, ni el conflicto
significa necesariamente violencia. Pero en el curso de los siglos, sin embar-
go, LAS DIFERENCIAS ENTRE CIVILIZACIONES HAN SIDO LAS CAUSANTES DE LOS
CONFLICTOS MÁS DURADEROS Y VIOLENTOS.
2) En segundo lugar, el mundo se está quedando cada vez más peque-
ño. Ello quiere decir que las interacciones entre los pueblos y gentes de di-
ferentes civilizaciones están incrementando su impacto; y este incremento
INTENSIFICA LA CONCIENCIA DE LA PROPIA CIVILIZACIÓN, de las correspondien-
tes diferencias con otras civilizaciones, y de los rasgos comunes en el interior
de la propia. La inmigración norteafricana en Francia ha generado hostilidad
entre los franceses y aumentado al mismo tiempo la receptividad a la inmi-
gración de los «buenos» polacos, que son católicos y europeos. Las interac-
ciones entre pueblos y gentes de diferentes civilizaciones INTENSIFICAN LA
CONCIENCIA DE CIVILIZACIÓN DE LOS INDIVIDUOS, y ésta a su vez refuerza
diferencias y animosidades que se remontan, o la gente cree que se re-
montan, a una lejana historia pasada —mitos históricos del nacionalismo,
como el de Rafael Casanova (1660−1743) en el caso catalán—.
3) En tercer lugar, los procesos de modernización económica y de
cambio social a lo largo del mundo despojan a las gentes de sus antiguas
identidades locales. Igualmente debilitan al Estado nacional como fuente
de identidad. En buena parte del globo, LA RELIGIÓN SE HA APRESURADO A CU-
BRIR ESTE HUECO, con frecuencia en forma de movimientos etiquetados de
«fundamentalistas». Tales movimientos se encuentran en el cristianismo
occidental, en el judaísmo, el budismo y el hinduismo, al igual que en el is-
lam. En casi todos los países y religiones, los miembros activos de esos mo-
vimientos fundamentalistas son jóvenes, individuos de formación universita-
ria, técnicos de clase media, profesionales y hombres de negocios. La «de-
secularización del mundo», ha observado George Weigel (n. 1951), «es

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uno de los hechos sociales dominantes de la vida en las postrimerías del siglo
XX». El revival de la religión, «la revanche de Dieu», —que coincide con
uno de los epígrafes del libro El choque de civilizaciones, Paidós, 1996—por
utilizar la expresión acuñada por Gilles Kepel (n. 1955, politólogo francés y
arabista), suministra una base para la identidad y el compromiso que tras-
ciende fronteras nacionales y une civilizaciones.
En cuarto lugar, el crecimiento de la conciencia de civilización es poten-
ciado por el papel dual de Occidente. Por una parte, Occidente es una cima
de poder. Al mismo tiempo, sin embargo, y quizá como resultado de ello, se
está dando entre las civilizaciones no occidentales un retorno a la cuestión
de las propias raíces —es decir, vuelta a los fundamentos o fundamenta-
lismo— . Con frecuencia cada vez mayor se oyen alusiones a tendencias ha-
cia una interiorización y «asiatización» en Japón, al fin del legado de
Nehru (1889−1964, destacado político hindú, líder del ala moderada socia-
lista del Congreso Nacional Indio desde la lucha por la independencia) y la
«hinduización» de la India, al fracaso de las ideas occidentales de so-
cialismo y nacionalismo, y por ello a la «reislamización» del Oriente
Medio y al debate sobre occidentalización frente a rusificación en el país
de Borís Yeltsin (1931−2007, fue el primer Presidente de la Federación de
Rusia, sirviendo de 1991 a 1999). Un Occidente en la cima del poder se en-
cuentra enfrentado con un Oriente que alimenta más y más el deseo, la vo-
luntad y los recursos para configurar al mundo en formas no− occidentales.
En el pasado, las élites de las sociedades no−occidentales solían ser
personas muy comprometidas con Occidente, educadas en Oxford, la
Sorbona o Sandhurst, que habían absorbido actitudes y valores occidentales.
Al mismo tiempo, la población de las naciones no−occidentales permanecía
profundamente inmersa en una cultura precaria. Ahora, sin embargo,
esas relaciones se están invirtiendo. El proceso de «desoccidentaliza-
ción» e «indigenización» de las elites se está extendiendo en muchos paí-
ses no−occidentales, mientras que las culturas y los estilos y hábitos occi-
dentales, usualmente americanos, se popularizan más y más entre las ma-
sas.
5) En quinto lugar, las características y diferencias culturales son
menos mudables y por tanto menos fácilmente captables y resueltas que
las cuestiones políticas y económicas. En la antigua Unión Soviética
(1922−1991), los comunistas podían hacerse demócratas, el rico podía
devenir pobre y el pobre rico, pero los rusos no podían convertirse en li-
tuanos ni los azerbayanos en armenios. EN LOS CONFLICTOS IDEOLÓGICOS Y DE
CLASES, LA PREGUNTA CLAVE ES «¿QUÉ ERES TÚ?». Y éste es un hecho que no
puede ser cambiado. COMO YA SABEMOS, DESDE BOSNIA HASTA EL CÁUCASO Y EL
SUDÁN, UNA RESPUESTA DESACERTADA A ESTA PREGUNTA PUEDE SIGNIFICAR UN
BALAZO EN LA CABEZA. INCLUSO MÁS QUE LA ETNICIDAD, LA RELIGIÓN DISCRIMI-
NA NÍTIDA Y EXCLUSIVAMENTE ENTRE LAS GENTES. UNA PERSONA PUEDE SER ME-
DIO FRANCESA Y MEDIO ÁRABE, E INCLUSO CIUDADANA A LA VEZ DE DOS PAÍSES.
PERO ES MÁS DIFÍCIL SER MEDIO CATÓLICA Y MEDIO MUSULMANA.
Finalmente, el regionalismo económico está aumentando. La pro-
porción total de transacciones comerciales intrarregionales ha crecido entre

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1980 y 1989 desde el 51 al 59 por 100 en Europa, del 33 al 37 por 100 en el


Este asiático, y del 32 al 36 por 100 en Norteamérica. Y es verosímil que en
el futuro continúe aumentando la importancia de los bloques económicos
regionales —Santiago Niño Becerra les llama «clústers» en su libro Diario
del Crash, Libros del Lince, Barcelona, 2013—. Por una parte, el éxito del
regionalismo económico reforzará la conciencia de civilización. Por
otra, el regionalismo económico sólo podrá triunfar cuando se en-
cuentre enraizado en una civilización común.
La comunidad de cultura está facilitando ampliamente la rápida ex-
pansión de las relaciones económicas entre los pueblos de la República China
y Hong Kong, Taiwan, Singapur, y las comunidades chinas de otros países
asiáticos. Con el final de la guerra fría (1945−1991), las comunidades cul-
turales superaron rápidamente sus diferencias ideológicas y la China
continental y Taiwan protagonizaron un movimiento de acercamiento. SI LA
COMUNIDAD CULTURAL ES UN PRERREQUISITO PARA LA INTEGRACIÓN ECONÓMICA,
EL PRINCIPAL BLOQUE ECONÓMICO DEL ESTE ASIÁTICO EN EL FUTURO VA A ESTAR
SEGURAMENTE CENTRADO EN CHINA. De hecho, este bloque ha nacido ya —a
fecha de 2013 es una realidad total, y China está llamada a ser la nueva su-
perpotencia—.
La cultura y la religión forman también la base de la organización
de Cooperación Económica que reúne a diez países musulmanes no ára-
bes: Irán, Pakistán, Turquía, Azerbaiyán, Kazajistán, Kirguistán, Turkmenis-
tán, Tayikistán, Uzbekistán y Afganistán. Uno de los motores de la revitali-
zación y expansión de esta organización, fundada originalmente en los
años sesenta por Turquía, Pakistán e Irán, surgió cuando los dirigentes de
varios de estos países tomaron conciencia de que no tenían la menor proba-
bilidad de admisión en la Comunidad Europea. Similarmente, el Caricom
—La Comunidad del Caribe (CARICOM) (en inglés: Caribbean Community)
fue fundada en 1973 por el Tratado de Chiaguaramas y sustituyó a la Asocia-
ción Caribeña de Librecambio que había sido creada en 1965. Es una organi-
zación de 15 naciones del Caribe y dependencias británicas—, el Mercado
Común de América Central, y Mercosur —El Mercado Común del Sur
(Mercosur) es un bloque subregional integrado por Argentina, Brasil, Para-
guay, Uruguay y Venezuela. Tiene como países asociados a Chile, Colombia,
Perú, Ecuador, y Bolivia. Y como países observadores tiene a Nueva Zelanda
y México. Fue creado el 26 de marzo de 1991 con la firma del Tratado de
Asunción— se apoyan en fundamentos culturales comunes.
El hecho de que las gentes definan su identidad en términos étnicos y
religiosos las inclina a pensar en la existencia de un «nosotros» frente a
la de un «ellos» que las distingue de las personas de diferente etnicidad
y religión. EL FINAL DE LOS ESTADOS DEFINIDOS IDEOLÓGICAMENTE EN LA EU-
ROPA DEL ESTE Y LA ANTERIOR UNIÓN SOVIÉTICA PERMITIÓ QUE SALIERAN A LA
LUZ LAS TRADICIONALES IDENTIDADES Y ANIMOSIDADES ÉTNICAS. Las diferencias
en cultura y religión crean diferencias en cuestiones políticas, que van des-
de las relativas a los derechos humanos a la inmigración hasta los de la ma-
nipulación y el comercio con el entorno. LA VECINDAD GEOGRÁFICA DA LUGAR A
RECLAMACIONES TERRITORIALES CONFLICTIVAS DESDE BOSNIA A MINDANAO. Y

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LO QUE ES MÁS IMPORTANTE: LOS ESFUERZOS DE OCCIDENTE POR PROMOVER SUS


VALORES DE DEMOCRACIA Y LIBERALISMO COMO VALORES UNIVERSALES, POR
MANTENER SU PREDOMINIO MILITAR Y PONER POR DELANTE SUS INTERESES ECO-
NÓMICOS, ENGENDRAN RESPUESTAS ADVERSAS EN OTRAS CIVILIZACIONES. Cuan-
do disminuye la capacidad para movilizar apoyos y formar coaliciones sobre
la base de la ideología, los gobiernos y los grupos recurren a la movilización
de esos apoyos apelando a la religión común y a la identidad de civiliza-
ción.
El CHOQUE DE CIVILIZACIONES tiene así lugar a dos niveles. 1) A peque-
ña escala, los grupos situados a lo largo de líneas de fractura entre civiliza-
ciones, pugnan, con frecuencia de modo violento, por el control del territorio
y entre sí. 2) A gran escala, los Estados de civilizaciones diferentes compi-
ten por el relativo poder militar y económico, pugnan por el control de insti-
tuciones internacionales y de terceros, y promueven competitivamente sus
principales valores políticos y religiosos.

1.4. LAS LÍNEAS DE FRACTURA ENTRE CIVILIZACIONES

LAS LÍNEAS DE FRACTURA ENTRE CIVILIZACIONES ESTÁN REEMPLAZANDO A


LAS FRONTERAS POLÍTICAS E IDEOLÓGICAS DE LA GUERRA FRÍA COMO PUNTOS ÁL-
GIDOS DE CRISIS Y DERRAMAMIENTO DE SANGRE. La guerra fría comenzó cuando
el Telón de Acero —La Cortina de Hierro (en Hispanoamérica) o Telón de
Acero (en España), es un término histórico que hace referencia a la frontera
política, ideológica, y en algunos casos también física, entre la Europa Occi-
dental y el Bloque Comunista, tras la Segunda Guerra Mundial— dividió a Eu-
ropa tanto política como ideológicamente. Y terminó con el final de ese Telón
de Acero. CON LA DESAPARICIÓN DE LA DIVISIÓN IDEOLÓGICA DE EUROPA, VOL-
VIÓ A EMERGER LA DIVISIÓN CULTURAL ENTRE EL CRISTIANISMO OCCIDENTAL, POR
UNA PARTE, Y EL CRISTIANISMO ORTODOXO Y EL ISLAM, POR OTRA.
La línea divisoria más importante en Europa puede muy bien ser la fron-
tera oriental de la Cristiandad Occidental del año 1500. Esta línea se extiende
a lo largo de lo que ahora son las fronteras entre Finlandia y Rusia, y entre
los Estados bálticos y Rusia, corta Bielorrusia y Ucrania separando la Ucrania
occidental, más católica, de la ortodoxa Ucrania oriental; gira hacia el oeste
separando Transilvania del resto de Rumania, y continúa luego a través de
Yugoslavia siguiendo casi exactamente la línea que actualmente separa a
Croacia y Eslovenia del resto de Yugoslavia. En la región de los Balcanes,
esta línea coincide, claramente, con las fronteras históricas entre el Imperio
de los Habsburgo (Imperio Austríaco y Asutrohúngaro, 1804−1918) y el
Imperio otomano (1299−1923, reemplazado en 1923 por la República de
Turquía). 1) Los pueblos situados al norte y al oeste de esta línea son pro-
testantes o católicos; todos ellos compartieron las experiencias comu-
nes de la historia europea: el feudalismo, el Renacimiento, la Reforma, la
Ilustración, la Revolución francesa y la Revolución industrial; en general, es-
tos pueblos tienen un nivel económico superior al de los pueblos del
este; y ahora pueden afrontar el futuro arropados por un compromiso cada
vez mayor con una común economía europea y con la consolidación de

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sistemas políticos democráticos. 2) Los pueblos situados al este o al sur


de esta línea son ortodoxos o musulmanes; históricamente, pertenecieron
a los Imperios otomano o zarista, y los sucesos que modelaron al resto de
Europa los afectaron sólo muy débilmente; su economía está en general
más atrasada que la de sus vecinos occidentales, y parecen bastante me-
nos preparados para desarrollar sistemas políticos democráticos esta-
bles —porque siguen anclados en el paradigma teocrático medieval—. El Te-
lón de Terciopelo —o Revolución de Terciopelo, fue el movimiento pacífico
por el cual el partido comunista de Checoslovaquia perdió el monopolio del
poder político en 1989. Como consecuencia se desarrolló un régimen parla-
mentario en el contexto de un Estado de Derecho y un sistema económico
que había iniciado ya su transición al capitalismo— de la cultura ha reempla-
zado al Telón de Acero de la ideología como línea divisoria más significativa
en Europa. Tal como han mostrado los sucesos de Yugoslavia
(1991−2001), esta línea no se limita a resaltar sólo una diferencia; es tam-
bién a veces una línea de conflicto sangriento.
El conflicto a lo largo de LA LÍNEA DE FRACTURA —frontera— entre las ci-
vilizaciones occidental e islámica viene sucediéndose desde hace mil trescien-
tos años. Tras la fundación del islam, la oleada árabe y musulmana hacia el
norte y el oeste sólo acabó en Tours en el año 732. Desde el siglo XI al XIII,
las Cruzadas trataron de llevar, con éxito temporal, el cristianismo y el or-
den cristiano a Tierra Santa. Desde el siglo XIV al XVII, los turcos otomanos
invirtieron este equilibrio extendiendo su dominio sobre el Cercano Oriente
y los Balcanes, tomaron Constantinopla (1453, rebautizada como Estam-
bul; fin del Imperio romano de Oriente), y por dos veces pusieron sitio a Vie-
na. En el siglo XIX y primeros años del XX, conforme iba declinando el poder
otomano, Inglaterra, Francia e Italia establecían un control occidental so-
bre la mayor parte del norte de África y del Cercano Oriente.
Después de la Segunda Guerra Mundial (1939−1945), Occidente comen-
zó a batirse en retirada; los imperios coloniales desaparecieron; en un primer
momento el nacionalismo árabe entró en escena y más tarde lo hizo el
fundamentalismo; Occidente se encontró atrapado en una situación de ab-
soluta dependencia de los pueblos del golfo Pérsico por la cuestión de la
energía —petróleo, exactamente el mismo motivo por el cual EE.UU invadió
Irak en 2003—; los países árabes ricos en petróleo se convirtieron en paí-
ses ricos en dinero y, cuando lo desearon, ricos en armamento. Varios
fueron los enfrentamiento armados entre árabes e Israel —creado por Occi-
dente (Inglaterra)—. Este continuo estado de guerra entre árabes y Occiden-
te culminó en 1990, cuando los Estados Unidos enviaron un imponente ejér-
cito al golfo Pérsico para defender a ciertos países árabes de la agresión de
otro. A partir de entonces, la planificación de la OTAN está incesantemente
dirigida a las potenciales amenazas y a la inestabilidad existente a todo lo
largo de su «sección meridional».
No es verosímil que decline esta secular interacción militar entre Oc-
cidente y el islam. E incluso podría hacerse más virulenta. La guerra del
Golfo (1990−1991) despertó en los árabes un sentimiento de orgullo ante el
hecho de que Saddam Hussein (1937−2006) hubiese atacado a Israel y

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desafiado a Occidente. Pero también dejó a muchos humillados y resen-


tidos por la presencia militar de Occidente en el golfo Pérsico, el aplas-
tante poderío de estas tropas, y la aparente incapacidad de los árabes para
configurar su propio destino. Además de ser exportadores de petróleo, mu-
chos de estos países árabes están alcanzando también unos niveles de desa-
rrollo económico y social en los que las formas de gobierno autocrático
no son ya apropiadas y los esfuerzos por introducir la democracia se hacen
cada día más urgentes.
DICHO EN POCAS PALABRAS: LA DEMOCRACIA OCCIDENTAL ESTÁ FORTALE-
CIENDO EN EL MUNDO ÁRABE A LAS FUERZAS POLÍTICAS ANTIOCCIDENTALES —
REACCIONARIAS CONTRA OCCIDENTE—. TAL VEZ SE TRATE DE UN FENÓMENO PASA-
JERO, PERO CON SEGURIDAD ES UN HECHO QUE DIFICULTA LAS RELACIONES ENTRE
LOS PAÍSES ISLÁMICOS Y OCCIDENTE.
Estas relaciones se ven también complicadas por la demografía. El
espectacular crecimiento de la población en los países árabes, particularmen-
te en el norte de África, ha disparado la emigración a Europa occiden-
tal. Y así, en Italia, Francia, Alemania y España —Bildu, CUP, PxC, España
2000, etc.—, aumenta la presencia de un RACISMO SIN TAPUJOS, y a partir de
1990 se multiplican día a día las reacciones políticas y los actos de violencia
contra inmigrantes turcos y árabes.
Cada uno de los lados contempla la interacción entre el islam y Occiden-
te como un choque de civilizaciones. La «próxima confrontación» con
los occidentales, observa M. J. Akbar, escritor indio mahometano, «va a pro-
venir definitivamente del mundo musulmán. Será en el área de las naciones
islámicas, desde el Magreb a Pakistán, donde comenzará la lucha por un
nuevo orden mundial» —y así fue; desde el ataque a las Torres gemelas de
Nueva York en 2001 se han sucedido las guerras de Afganistán
(2001−presente) e Irak (2003−2011), y a punto a estado de estallar un con-
flicto bélico contra Siria en 2013 (armas químicas)—.
Históricamente, la otra gran interacción antagonista de la civilización is-
lámica árabe ha sido la de los pueblos negros del sur, antiguamente paga-
nos y animistas —creencia de que tanto objetos como cualquier elemento del
mundo natural están dotados de alma, y son venerados o temidos como dio-
ses—, y ahora en proceso creciente de cristianización. La modernización
de África y la difusión del cristianismo van a propiciar la probabilidad de
la violencia a lo largo de esta línea de ruptura. Sintomático de la intensifica-
ción de este conflicto fue el discurso del papa Juan Pablo II (1920−2005,
papa durante el período 1978−2005) en Jartum, en febrero de 1993, conde-
nando las acciones del gobierno islamista del Sudán contra la minoría cristia-
na de aquel país.
En la frontera norte del islam se han multiplicado los conflictos entre
musulmanes y ortodoxos, incluyendo la carnicería de Bosnia y Sarajevo
(1992−1995), el estallido de violencia entre Serbia y Albania (conflico al-
bano−cosovar o guerra de Kósovo, 1996−1999). La religión refuerza la re-
animación de identidades étnicas y potencia los temores de Rusia por la
seguridad de sus fronteras del sur.
El conflicto de civilizaciones está profundamente arraigado en otras

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partes de Asia. El choque histórico entre musulmanes y el hinduismo en


el subcontinente asiático se manifiesta no sólo en la rivalidad entre Pakistán
y la India, sino también en la intensificación de la lucha religiosa dentro de
la India entre los grupos hindúes cada vez más militantes y la sustancial mi-
noría musulmana de la India. En el Asia oriental, China sostiene importantes
disputas territoriales con la mayoría de sus vecinos. Ha practicado una po-
lítica cada vez más despiadada con la población budista, y otro tanto ha
hecho con su minoría turco−musulmana. Con el final de la guerra fría, las
diferencias soterradas entre China y Estados Unidos han vuelto a manifes-
tarse en sectores tales como el de los derechos humanos, del comercio, y
de la proliferación de armas. Estas diferencias no tienen tendencia a desva-
necerse. Una «nueva guerra fría», afirmaba Deng Xiaoping en 1991, se
está gestando entre China y América.
La misma frase ha sido aplicada a las relaciones cada vez más difíciles
entre el Japón y los Estados Unidos. En este caso, la DIFERENCIA CULTURAL
EXACERBA EL CONFLICTO ECONÓMICO. Cada uno de los pueblos acusa de ra-
cismo al otro, pero al menos por parte norteamericana las antipatías no son
raciales, sino culturales. Los valores básicos, las actitudes, las pautas de
conducta de las dos sociedades no podrían ser más distintas. Las cuestio-
nes económicas entre los Estados Unidos y Europa no son menos serias
que las de los Estados Unidos y el Japón, PERO EN ESTE CASO NO TIENEN LA
MISMA REPERCUSIÓN POLÍTICA NI LA MISMA INTENSIDAD EMOCIONAL PORQUE LAS
DIFERENCIAS ENTRE LA CULTURA ESTADOUNIDENSE Y LA EUROPEA SON SIN COM-
PARACIÓN BASTANTE MENORES QUE LAS QUE EXISTEN ENTRE LA CIVILIZACIÓN
NORTEAMERICANA Y LA CIVILIZACIÓN JAPONESA.
Las interacciones entre las civilizaciones varían enormemente en la me-
dida en que pueden ser caracterizadas por la violencia. LA COMPETICIÓN
ECONÓMICA ES LA QUE PREDOMINA CLARAMENTE ENTRE LAS SUBCIVILIZACIONES
OCCIDENTALES NORTEAMERICANA Y EUROPEA, AL IGUAL QUE ENTRE ÉSTAS Y EL JA-
PÓN. EN EL CONTINENTE EUROASIÁTICO, SIN EMBARGO, LA PROLIFERACIÓN DEL
CONFLICTO ÉTNICO, LLEVADO A SU EXTREMO EN LA «LIMPIEZA ÉTNICA», NO OCU-
RRE TOTALMENTE AL AZAR. SU ÍNDICE MAYOR DE FRECUENCIA Y SU MÁXIMO NIVEL
DE FEROCIDAD SE HA DADO ENTRE GRUPOS PERTENECIENTES A CIVILIZACIONES
DISTINTAS. EN EURASIA, LAS GRANDES LÍNEAS HISTÓRICAS DE FRACTURA ENTRE
CIVILIZACIONES ESTÁN UNA VEZ MÁS EN LLAMAS. Este hecho es particularmente
cierto a lo largo de las fronteras del creciente bloque islámico de naciones
que se extiende desde la protuberancia de África hasta el Asia central. Hay
también violencia entre los musulmanes, por una parte, y los serbios ortodo-
xos en los Balcanes, los judíos en Israel, los hindúes en la India, los budistas
en Birmania, y los católicos en Filipinas. El islam tiene sus fronteras en-
sangrentadas —el problema hoy en día es que también están atentando en
Occidente: en Nueva York en 2001, en Madrid en 2004 y Londres en 2005—.

1.5. LA ADHESIÓN DE CIVILIZACIONES: EL SÍNDROME DE LA NACIÓN HERMANA

Los grupos o Estados pertenecientes a una civilización que está en gue-


rra con una civilización diferente tratan naturalmente de obtener apoyo de

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otros miembros de su propia civilización. A medida que evolucionan las


secuelas de la guerra fría —téngase en cuenta que este ensayo escrito en
1995, a sólo 4 años de la caída de la URSS y del final de la guerra Fría—, la
comunidad de civilización, lo que se ha denominado el «SÍNDROME DE LA NA-
CIÓN HERMANA», va reemplazando las cuestiones de ideología política y del
tradicional equilibrio del poder como base principal, por la cooperación y las
coaliciones.
1) La emergencia gradual de este proceso es detectable en los conflictos
posteriores a la guerra fría en el golfo Pérsico, en el Cáucaso y en Bosnia.
Ninguno de ellos fue una guerra a gran escala entre civilizaciones, pero cada
uno contenía algunos elementos de adhesión civilizacional que parecían
cobrar importancia a medida que el conflicto se prolongaba.
2) El síndrome de la nación hermana apareció asimismo en los con-
flictos de la antigua Unión Soviética. Los éxitos militares de Armenia en
1992 y 1993 estimularon a Turquía a incrementar el apoyo a su hermandad
religiosa, étnica y lingüística en Azerbaiyán.
3) En lo que respecta a la batalla librada en la antigua Yugoslavia, el
público occidental mostró su simpatía y apoyo por los musulmanes bosnios
y condenó los horrores que éstos sufrían a manos de los serbios —Serbia
está a caballo entre Oriente y Occidente, por lo que es un estado multicon-
fesional—. Relativamente poca atención se prestó, sin embargo, a los ata-
ques croatas a los musulmanes y a su participación en el desmembra-
miento de Bosnia−Herzegovina. En los primeros estadios del levantamiento
yugoslavo, Alemania, en un inusual despliegue de iniciativa y fuerza diplo-
mática, indujo a los otros once miembros de la Comunidad Europea a seguir
su ejemplo reconociendo a Eslovenia y Croacia. A consecuencia de la deter-
minación del Papa de proporcionar un fuerte respaldo a los dos países católi-
cos, el Vaticano hizo público su reconocimiento incluso antes que la
Comunidad Europea. Los Estados Unidos siguieron la senda de Europa. DE
ESTE MODO, LOS PRINCIPALES ACTORES DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL SE AD-
HIRIERON A SUS CORRELIGIONARIOS. A continuación, Croacia fue informada de
que recibiría cantidades sustanciales de armamento procedentes de Europa
central y de otros países occidentales. El gobierno de Borís Yeltsin, por otra
parte, intentó seguir una vía que fuese favorable a los serbios ortodoxos
pero que no alejase a Rusia de Occidente. Sin embargo, los grupos naciona-
listas y conservadores rusos, incluidos muchos parlamentarios, atacaron al
gobierno por no mostrarse más firme en su apoyo a los serbios. En los
inicios de 1993, varios centenares de rusos militaban al parecer en las filas
del ejército serbio, y circularon rumores de que Rusia estaba suminis-
trando armas a Serbia.
Por su parte, los gobiernos y los grupos islámicos castigaron a Occi-
dente por no acudir en defensa de los bosnios. Los líderes iraníes pre-
sionaron a los musulmanes de todos los países para que prestaran ayuda a
Bosnia; violando el embargo de armamento por parte de la ONU, Irán les
envió armas y hombres; grupos libaneses costeados por Irán enviaron gue-
rrilleros para entrenar y organizar a las fuerzas bosnias. En 1993 se conta-
bilizaban hasta cuatro mil musulmanes, procedentes de dos docenas de paí-

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ses islámicos, luchando en Bosnia. Los gobiernos de Arabia Saudí y de otros


países sufrieron la creciente presión de los grupos fundamentalistas den-
tro de sus respectivas sociedades para que prestaran un mayor apoyo a los
bosnios. Está constatado que, a finales de 1992, Arabia Saudí había envia-
do sustanciales cantidades de dinero para armas y recursos a los bosnios,
que incrementaron significativamente su potencial militar con respecto a los
serbios.
En la década de 1930, la guerra civil española (1933−1936) provocó la
intervención de diversos países que tenían regímenes fascistas, comunistas y
demócratas. En los años noventa, el conflicto yugoslavo ha provocado la in-
tervención de naciones que son musulmanas, ortodoxas y cristianas occiden-
tales. El paralelo no ha pasado desapercibido —los apoyos han tenido
lugar en función de las afinidades ideológicas—. «La guerra en Bos-
nia−Herzegovina se ha convertido en el equivalente emocional de la lucha
contra el fascismo en la guerra civil española», observaba un editor saudí.
Conflictos y violencia ocurren también sin duda entre Estados y grupos
de una misma civilización. Pero no suelen ser conflictos tan violentos ni
tan extendidos como los que se dan entre civilizaciones. LA PERTENENCIA A
UNA MISMA CIVILIZACIÓN REDUCE LA PROBABILIDAD DE VIOLENCIA EN SITUACIO-
NES QUE EN OTRAS CIRCUNSTANCIAS PODRÍAN PROVOCARLA. En 1991 y 1992
fueron muchos los que se alarmaron ante la posibilidad de un conflicto arma-
do entre Rusia y Ucrania por cuestiones relacionadas con el territorio —en
particular Crimea—, con la flota del mar Negro, con las armas nucleares y
con la economía. Pero si la comunidad de civilización tiene tanto peso,
debía ser baja la probabilidad de tal enfrentamiento armado entre rusos y
ucranianos. Los dos son pueblos eslavos, primariamente ortodoxos, y con
estrechas relaciones mutuas desde hace siglos. Así pues, pese a todas las
razones para el conflicto, a comienzos de 1993 ambos países estaban de he-
cho negociando y diluyendo sus diferencias. MIENTRAS QUE HAN SURGIDO
SERIOS ENFRENTAMIENTOS ENTRE MUSULMANES Y CRISTIANOS EN OTRAS PARTES
DE LA ANTIGUA UNIÓN SOVIÉTICA, Y SE HA DESATADO BASTANTE TENSIÓN Y AL-
GUNA PUGNA ENTRE CRISTIANOS OCCIDENTALES Y ORTODOXOS EN LOS ESTADOS
BÁLTICOS, NO HA HABIDO VIRTUALMENTE VIOLENCIA ENTRE RUSOS Y UCRANIANOS
—lo que pone de relieve la importancia de la pertenencia a una misma civili-
zación—.
La adhesión de las civilizaciones ha sido limitada hasta la fecha, pe-
ro va en aumento y posee claramente potencial para una extensión mayor.
EN LOS AÑOS VENIDEROS, LOS CONFLICTOS LOCALES MÁS SUSCEPTIBLES DE CON-
VERTIRSE EN GUERRAS DE MAYOR ESCALA SERÁN LOS QUE SURJAN, COMO LOS DE
BOSNIA Y EL CÁUCASO, A LO LARGO DE ESAS LÍNEAS DE FRACTURA ENTRE CIVILI-
ZACIONES. LA PRÓXIMA GUERRA MUNDIAL, SI LLEGA A HABERLA, VA A SER UNA
GUERRA ENTRE CIVILIZACIONES.

1.6. OCCIDENTE FRENTE AL RESTO

Occidente ocupa ahora una extraordinaria cima de poder en relación


con las demás civilizaciones. La superpotencia que se le oponía —la URSS—

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ha desaparecido del mapa. Un conflicto armado entre Estados occidentales es


inconcebible y su poderío militar es inigualable. Aparte del Japón, Occidente
no encuentra en parte alguna el menor desafío económico —en 1995, no, pe-
ro en 2013 tenemos a China—. Domina las instituciones políticas y de segu-
ridad internacionales y, junto con Japón, las instituciones económicas mun-
diales. Los Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia resuelven los proble-
mas de política y de seguridad internacionales; los Estados Unidos,
Alemania y Japón, los problemas económicos; y todos ellos mantienen en-
tre sí relaciones extraordinariamente estrechas, excluyendo a los países
menores, en su mayoría no occidentales. Las decisiones del Consejo de Se-
guridad de las Naciones Unidas o del Fondo Monetario Internacional (FMI),
que reflejan los intereses de Occidente, se presentan al mundo como si ex-
presasen los deseos de la comunidad mundial. La propia expresión «comu-
nidad mundial» se ha convertido en un eufemismo colectivo, que susti-
tuye a «mundo libre», para dar legitimidad mundial a medidas que reflejan
los intereses de los Estados Unidos y otras potencias occidentales. Mediante
el FMI y otras instituciones económicas internacionales, el Occidente
promueve sus intereses económicos e impone a otras naciones las políti-
cas económicas que considera apropiadas.
Tras haber derrotado al mayor ejército del mundo árabe, Occidente no
ha vacilado en utilizar cualquier medio para someter a este pueblo. Está utili-
zando las instituciones internacionales, el poder militar y los recursos eco-
nómicos para regir el mundo de manera que se mantenga el predominio
occidental, que queden asegurados los intereses occidentales y que se pro-
muevan los valores políticos y económicos de Occidente.
Este es al menos el modo en que los no−occidentales ven el nuevo mun-
do, y hay, desde luego, un fuerte componente de verdad en esta visión. Las
diferencias de poder y las luchas por la fortaleza militar, económica e
institucional son así una fuente de conflicto entre Occidente y las restantes
civilizaciones, siendo también una segunda fuente las diferencias cul-
turales, es decir, los respectivos valores y creencias básicas. V. S. Naipaul
(n. 1932, escritor británico de origen hindú, premio Novel de literatura en
2001) ha sostenido que la civilización occidental es la «CIVILIZACIÓN UNIVER-
SAL» que «conviene a todos los hombres». A un nivel superficial, una
buena parte de la cultura occidental ha impregnado ciertamente al resto del
mundo. Sin embargo, a un nivel más básico, los conceptos occidentales
difieren de manera fundamental de los prevalentes en otras civilizaciones.
Las ideas occidentales de individualismo, constitucionalismo, derechos hu-
manos, igualdad, libertad, imperio de la ley, democracia, mercado libre, se-
paración de Iglesia y Estado, etc., han tenido con frecuencia escasa reso-
nancia en las culturas islámica, confuciana, japonesa, hindú, budista u orto-
doxa —porque en algunas de esas culturas están anclados en un paradigma
teocrático medieval—. Los esfuerzos occidentales para propagar estas ideas
—que son, en definitiva, los ideales de la Revolución francesa y que Napoleón
extendió por casi todo el mundo— producen, en cambio, una REACCIÓN CON-
TRA EL «IMPERIALISMO DE LOS DERECHOS HUMANOS» Y UNA REAFIRMACIÓN DE
LOS VALORES AUTÓCTONOS, COMO PUEDE APRECIARSE EN EL APOYO QUE OTORGAN

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AL FUNDAMENTALISMO RELIGIOSO LAS JÓVENES GENERACIONES EN LAS CULTURAS


NO−OCCIDENTALES. La noción misma de que pudiese existir una «civiliza-
ción universal» es una idea occidental que choca frontalmente con el
particularismo de la inmensa mayoría de las sociedades asiáticas y con
el énfasis que éstas ponen en lo que distingue a un pueblo de otro. Los
valores que tienen máxima importancia en Occidente la tienen mínima en el
resto del mundo. En el ámbito político, estas diferencias se muestran con
toda evidencia en los esfuerzos que hacen los Estados Unidos y otras po-
tencias occidentales por inducir a otros pueblos a adoptar ideas importa-
das de Occidente relativas a la democracia y a los derechos humanos.
El gobierno democrático moderno ha tenido su origen en Occidente. Cuando
se ha desarrollado en sociedades no−occidentales ha solido ser el producto
del colonialismo o de la imposición occidental.
Es probable que el eje central de la política mundial en el futuro venga
determinado, por utilizar la frase de Kishore Mahbubani (n. 1948), por el
conflicto entre «Occidente y el resto» y la respuesta que den las civiliza-
ciones no−occidentales al poder y a los valores de Occidente. La forma que
generalmente revisten estas respuestas es una, o una combinación, de las
tres siguientes. 1) En un extremo, los Estados no−occidentales pueden, co-
mo Birmania y Corea del Norte, tratar de emprender el camino del aisla-
miento para aislar a sus sociedades de la penetración o la «corrupción» oc-
cidental, y optar efectivamente por la no−participación en la comunidad
global dominada por los occidentales. Los costes de esta opción, sin em-
bargo, son altos, y pocos Estados se han atenido exclusivamente a ella. 2)
Una segunda alternativa, el equivalente del «subirse al carro» en la teoría
de las relaciones internacionales, es tratar de unirse a Occidente y aceptar
sus valores e instituciones. 3) La tercera alternativa consiste en tratar de
«contrapesar» a Occidente desarrollando el poder económico y el mili-
tar, cooperando contra él con otras sociedades no−occidentales, y preser-
vando al mismo tiempo los valores y las instituciones indígenas: en suma,
MODERNIZÁNDOSE, PERO NO OCCIDENTALIZÁNDOSE.

1.7. LOS PAÍSES ESCINDIDOS

Si los pueblos se diferencian entre sí por su civilización, es previsible


que los países que tienen un gran número de habitantes pertenecientes a ci-
vilizaciones distintas, tales como Rusia y Yugoslavia, sean en el futuro
candidatos idóneos para el desmembramiento. Algunos otros países tienen
un grado definido de homogeneidad cultural, pero están divididos respecto a
la cuestión de si su sociedad pertenece a una cultura o a otra. SON LOS PAÍ-
SES ESCINDIDOS. Típicamente, sus dirigentes procuran adoptar una estrategia
de adhesión al partido ganador y hacer a su pueblo miembro de Occidente,
pese a que la historia, la cultura y las tradiciones de los suyos no sean occi-
dentales. El prototipo más obvio de país escindido es Turquía. Los dirigentes
turcos de finales del siglo XX han seguido la tradición de Ataturk y definido a
Turquía como un Estado−nación moderno y secular. Alinearon a Turquía
con Occidente en la OTAN y en la guerra del Golfo y solicitaron su entrada en

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la Comunidad Europea. Al mismo tiempo, sin embargo, ciertos elementos de


la sociedad turca han apoyado una reanimación islámica y han sostenido
que Turquía es básicamente una sociedad musulmana del Oriente Me-
dio. Por otra parte, aunque la elite de Turquía ha definido a su país como
una sociedad occidental, la elite de Occidente se niega a aceptar a Tur-
quía como tal sociedad. Turquía no será miembro de la Comunidad Europea,
y la razón real, como dijo el presidente Turgut Özal (1927−1993, político y
economista turco, elegido presidente en 1989. Favoreció el liberalismo eco-
nómico y apoyo a EE. UU. durante la guerra del Golfo. Murió de un ataque
cardíaco, aunque su mujer alegó que fue envenenado), «es que nosotros
somos musulmanes y ellos cristianos, aunque no lo digan». El final de
la Unión Soviética ofrece a Turquía la oportunidad de convertirse en el líder
de una renovada civilización turca que comprenda siete países desde las
fronteras de Grecia hasta las de China. Alentada por Occidente, Turquía es-
tá haciendo ímprobos esfuerzos por labrarse esta nueva identidad para sí
misma.
Durante la pasada década, México ha asumido una posición de alguna
manera similar a la de Turquía. Tal como Turquía abandonó su histórica opo-
sición a Europa e intentó unirse a ésta, México ha dejado de autodefinir-
se por oposición a los Estados Unidos tratando en su lugar de imitarlos y
de unirse a ellos en el Área Norteamericana de Libre Comercio. Los líderes de
México se han embarcado en la gran tarea de redefinir la identidad mexi-
cana introduciendo al efecto importantes reformas económicas que even-
tualmente podrían conducir a un cambio político fundamental. En 1991 un
alto consejero mejicano me describió minuciosamente todos los cambios
que estaba haciendo su gobierno. Cuando terminó, yo observé: «Eso es muy
impresionante. Me parece que lo que ustedes tratan de hacer básicamente es
convertir a México de país latinoamericano en un país nor-
teamericano». El me miró sorprendido y exclamó: «¡Exacto! Eso es preci-
samente lo que estamos intentando hacer, aunque nunca lo digamos públi-
camente». Como esta observación indica, en México, al igual que en Tur-
quía, importantes sectores de la sociedad se resisten a una redefinición
de la identidad de su país —recuérdese aquello del punto 1.3.: las civiliza-
ciones son producto de siglos y no pueden desaparecer en un santiamén—.
En Turquía, los líderes de orientación europea tienen que hacer guiños al is-
lam; del mismo modo, también en México sus líderes de orientación norte-
americana tienen que contemporizar con los que siguen manteniendo que
México es un país latinoamericano.
Históricamente, Turquía ha sido el país más profundamente escin-
dido. Para los Estados Unidos, México es el país escindido más cercano. Y
mundialmente, el país escindido más importante es Rusia —porque es el
más grande y el que da lugar a más países independientes—. La cuestión de
si Rusia es parte de Occidente o el líder de una civilización distinta esla-
vo−ortodoxa ha sido recurrente en la historia rusa. Este tema quedó ente-
rrado por el triunfo comunista en Rusia, que importó una ideología oc-
cidental —el comunismo de Marx y Engels se gestó en Europa— adaptán-
dola a las condiciones rusas para desafiar luego a Occidente en nom-

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bre de esa misma ideología. El dominio del comunismo cortó el debate


histórico de occidentalización frente a rusificación. Con el descrédito del
comunismo los rusos han vuelto nuevamente a reconsiderar esta
cuestión.
El presidente Yeltsin está adoptando principios y metas occidentales
y tratando de convertir a Rusia en un país «normal» y en parte de Occiden-
te. Pero tanto la elite como el pueblo ruso están divididos al respecto. Entre
los disidentes más moderados, Sergey Stankevich sostiene que Rusia de-
bería rechazar la carrera «atlantista», que, rápida y organizadamente, «haría
de ella una nación europea que formase parte de la economía mundial. Los
que así piensan critican a Yeltsin por subordinar los intereses de Rusia a
los de Occidente, por reducir la fuerza militar rusa, por retirar su apoyo a
amigos tradicionales tales como Serbia, y por emprender reformas políticas
y económicas de modos perjudiciales para el pueblo ruso. Voces disidentes
más extremas y mucho más descaradamente nacionalistas, antiocciden-
tales y antisemitas, urgen a Rusia a rehacer su poderío militar y a estable-
cer lazos más estrechos con China y con los países musulmanes. El pueblo
ruso está tan dividido como la elite. Una encuesta de opinión en la Rusia
europea realizada en la primavera de 1992, reveló que el 40 por 100 del pú-
blico tenía actitudes positivas hacia el Oeste y un 36 por 100 actitudes ne-
gativas. Como lo ha sido en la mayor parte de su historia, Rusia sigue siendo
realmente, a comienzos de la década de 1990, un país escindido.
Para redefinir su identidad como civilización, una nación escindida
ha de cumplir tres requisitos. 1) En primer lugar, sus mandos políticos y
económicos tienen que compartir un claro entusiasmo por este movimiento.
2) En segundo, sus ciudadanos han de desear verse englobados en la nueva
redefinición. Y, en tercero, los grupos dominantes en la civilización receptora
han de querer acoger a los convertidos. Los tres requisitos se cumplen casi
sin reservas en el caso de México. Los dos primeros están francamente ex-
tendidos en lo que respecta a Turquía. No es claro que ninguno de ellos
goce de francas simpatías en el caso de una eventual unión de Rusia con
Occidente. El conflicto entre la democracia liberal y el
marxismo−leninismo era un conflicto entre ideologías que, pese a sus
enormes diferencias, compartían ostensiblemente los objetivos últimos de
libertad, igualdad y prosperidad.

1.8. LA CONEXIÓN CONFUCIANO−ISLÁMICA

Los obstáculos que se les presentan a los países no−occidentales ali-


neados con Occidente varían de manera considerable. Son PEQUEÑOS para los
pueblos latinoamericanos y del este de Europa; MAYORES para los países
ortodoxos de la antigua Unión Soviética; y AÚN MAYORES para las socie-
dades musulmanas, confucianas, hindúes y budistas. JAPÓN ha esta-
blecido una posición única para sí mismo como miembro asociado de Oc-
cidente: es occidental en algunos aspectos, pero claramente no pertenece a
Occidente en importantes dimensiones. AQUELLAS NACIONES QUE POR RAZÓN
DE CULTURA Y PODER NO DESEAN, O NO PUEDEN, UNIRSE A OCCIDENTE COMPITEN

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CON ÉSTE DESARROLLANDO SU PROPIO PODER ECONÓMICO, MILITAR Y POLÍTICO


MEDIANTE LA PROMOCIÓN DE SU DESARROLLO INTERNO Y LA COOPERACIÓN CON
OTRAS NACIONES NO−OCCIDENTALES. La forma más destacada de esta coope-
ración es la CONEXIÓN CONFUCIANO−ISLÁMICA que emergió como desafío a
los intereses, valores y poderío occidentales.
Casi sin excepción, los países occidentales están reduciendo su fuerza
militar; y bajo el mandato de Yeltsin, lo mismo ocurre en Rusia. China,
Corea del Norte y varios Estados del Asia central, sin embargo, están ex-
pandiendo significativamente su capacidad militar. Y este objetivo lo
están alcanzando gracias a la importación de armas desde fuentes occi-
dentales y no−occidentales, y mediante el desarrollo de industrias arma-
mentistas internas. Uno de los resultados es la aparición de lo que Charles
Krauthammer (n. 1950, columnista ganador del Premio Pulitzer en 1985)
ha llamado «Estados−Arma», que no son Estados occidentales. Otro re-
sultado es la REDEFINICIÓN DEL CONTROL DE ARMAS, que es un concepto occi-
dental y una meta asimismo occidental. Durante la guerra fría, el objetivo
primario del control del armamento era el de establecer un equilibrio mili-
tar estable entre los Estados Unidos y sus aliados, por una parte, y la
Unión Soviética y sus aliados, por otra. Tras la guerra fría, el objetivo
primario del CONTROL DE ARMAS ES PREVENIR EL DESARROLLO EN SOCIEDADES
NO OCCIDENTALES DE POTENCIAL MILITAR QUE PUDIESE AMENAZAR A LOS INTERE-
SES OCCIDENTALES. Y Occidente intenta realizar esta tarea mediante acuerdos
internacionales, presión económica y controles sobre la transferencia de ar-
mas y de tecnologías armamentistas.
El conflicto entre Occidente y los Estados confuciano−islámicos se mue-
ve en tomo, aun cuando no exclusivamente, a las armas nucleares (China),
químicas (Siria) y biológicas, a los misiles de crucero, y a otros medios so-
fisticados de producirlos, como también al control, a la inteligencia y a otros
medios electrónicos —espionaje masivo de EE. UU. a los teléfonos móviles de
mandatarios europeos e incluso de civiles de todo el mundo— para alcanzar
esta meta. Occidente promueve la no−proliferación de tales armas como
norma universal, y los tratados de no proliferación y las inspecciones como
medios para cumplir esa norma. Igualmente amenaza con una variedad de
sanciones contra los países promotores de la difusión de armas sofisticadas,
y promete algunos beneficios para los que no lo hacen. La vigilancia occiden-
tal se centra, naturalmente, en aquellas naciones que real o potencialmente
son hostiles a Occidente —en la actualidad Siria y China—.
Por su parte, las naciones no−occidentales afirman su derecho a ad-
quirir y desarrollar las armas que juzguen necesarias para su seguri-
dad. Todas ellas han asumido, en su totalidad, la verdad de la respuesta del
ministro de Defensa indio cuando se le preguntó por la lección que había
aprendido de la guerra del Golfo: «NO LUCHES CON LOS ESTADOS UNIDOS SI
NO DISPONES DE ARMAS NUCLEARES». El armamento nuclear, el químico y
los misiles son considerados, erróneamente con toda probabilidad, como el
potencial igualador del superior poder convencional de Occidente.
China tiene ya, desde luego, armas nucleares; Pakistán y la India po-
seen la capacidad de desarrollarlas. Corea del Norte, Irán, Irak, Libia

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y Argelia están al parecer en vías de adquirirlas. Un alto oficial iraní ha


declarado que todos los Estados árabes deberían poseer armas nucleares, y
se informa que el presidente de Irán publicó un edicto en 1988 convocando a
la preparación de «armas ofensivas y defensivas de carácter químico, bioló-
gico y radiológico».
De importancia central para el desarrollo del potencial militar contra Oc-
cidente es la continua expansión del poder militar de China y de sus me-
dios para crear ese poder —a día de hoy hay que añadir su poder económi-
co—. Animada por su espectacular desarrollo económico, China aumenta
rápidamente sus gastos militares y avanza con fuerza en la moderniza-
ción de sus fuerzas armadas. Compra armas a los antiguos Estados de la
Unión Soviética; desarrolla misiles de largo alcance; en 1992 puso a prue-
ba un ingenio nuclear de un megatón. Desarrolla capacidades de proyección
de poder, adquiriendo tecnología para el reabastecimiento aéreo de combus-
tible, y tratando de adquirir una fuerza aérea. Su concentración militar y
la afirmación de su soberanía sobre el mar del Sur de China están provo-
cando una multilateral escalada de armas en el Asia oriental.
DE ESTE MODO HA NACIDO UNA CONEXIÓN MILITAR CONFUCIANO−ISLÁMICA
DISEÑADA PARA PROMOVER LA ADQUISICIÓN POR SUS MIEMBROS DE LAS ARMAS Y
DE LAS TECNOLOGÍAS ARMAMENTISTAS NECESARIAS PARA ENFRENTARSE AL PODER
MILITAR DE OCCIDENTE. Esta conexión puede ser duradera o no. Sin embargo,
en la actualidad es, como Dave McCurdy (n. 1950) ha dicho, «un pacto de
apoyo mutuo de renegados, firmado por los candidatos a la prolifera-
ción y quienes los respaldan». Una nueva forma de competición de ar-
mamento está ocurriendo, por tanto, entre los estados islámico−confucianos
y Occidente. En la carrera armamentista al viejo estilo, cada una de las
partes desarrollaba sus propias armas para contrapesar o superar la
fuerza de la otra. En esta nueva forma, una parte —conexión confu-
ciano−islámica— está desarrollando sus propias armas y la otra —
Occidente— tratando no de contrapesar sino de limitar y prevenir la cons-
trucción de dichas armas mientras reduce al mismo tiempo su propia capa-
cidad militar.

1.9. IMPLICACIONES PARA OCCIDENTE (a modo de conclusión)

El presente ensayo no pretende sostener que las identidades de civili-


zación vayan a reemplazar a todas las demás identidades, ni tampoco que
vayan a desaparecer los Estados nacionales, que toda civilización haya de
tornarse en una entidad política singular y coherente, o que los grupos inter-
nos de una civilización no vayan a entrar en conflicto ni a combatir jamás en-
tre sí. LO QUE EL PRESENTE ENSAYO SE PROPONE ES ELABORAR UNA SERIE DE HI-
PÓTESIS QUE CABE ENUMERAR DICIENDO QUE LAS DIFERENCIAS ENTRE CIVILIZA-
CIONES SON REALES E IMPORTANTES; QUE LA CONCIENCIA DE CIVILIZACIÓN VA EN
AUMENTO; QUE EL CONFLICTO ENTRE CIVILIZACIONES SUPLANTARÁ A LAS FORMAS
IDEOLÓGICAS Y OTRAS ANTERIORES DE CONFLICTO PARA ERIGIRSE EN LA FORMA
DOMINANTE DE CONFLICTO GLOBAL; QUE LAS RELACIONES INTERNACIONALES, QUE
HAN SIDO HISTÓRICAMENTE UN JUEGO PRACTICADO DENTRO DE LA CIVILIZACIÓN

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FILOSOFÍA DE LA HISTORIA — UNED — CURSO 2013−2014

OCCIDENTAL, SERÁN CRECIENTEMENTE DES−OCCIDENTALIZADAS PARA TOMARSE


EN UN JUEGO EN EL QUE LA CIVILIZACIONES NO−OCCIDENTALES SEAN ACTORES Y
NO SIMPLEMENTE OBJETOS; QUE LA TAREA DE DESARROLLAR INSTITUCIONES IN-
TERNACIONALES DE POLÍTICA, SEGURIDAD Y ECONOMÍA CUENTA CON MÁS PROBA-
BILIDADES DE ÉXITO SI SE LA LLEVA A CABO EN EL SENO DE UNA CIVILIZACIÓN QUE
TRASPASANDO SUS FRONTERAS. QUE LOS CONFLICTOS ENTRE GRUPOS DE CIVILI-
ZACIONES DISTINTAS SERÁN MÁS FRECUENTES, PROLONGADOS Y VIOLENTOS QUE
LOS SOSTENIDOS ENTRE GRUPOS DE LA MISMA CIVILIZACIÓN; LOS CONFLICTOS
VIOLENTOS ENTRE GRUPOS DE CIVILIZACIONES DIFERENTES SON LA MÁS VEROSÍ-
MIL Y PELIGROSA FUENTE DE ESCALADA SUSCEPTIBLE DE TRANSFORMACIÓN EN AU-
TÉNTICAS GUERRAS MUNDIALES; QUE EL EJE SUPREMO DE LA POLÍTICA MUNDIAL LO
SERÁN LAS RELACIONES ENTRE «OCCIDENTE Y EL RESTO»; QUE LOS DIRIGENTES
EN ALGUNOS PAÍSES NO−OCCIDENTALES DE SITUACIÓN Y COMPORTAMIENTO INDE-
CISOS TRATARÁN DE HACER DE ESOS PAÍSES PARTE DE OCCIDENTE, SI BIEN EN LA
MAYORÍA DE LOS CASOS HABRÁN DE AFRONTAR GRAVES OBSTÁCULOS PARA CUM-
PLIR ESE OBJETIVO; QUE SURGIRÁ UN FOCO CENTRAL DE CONFLICTO PARA EL IN-
MEDIATO FUTURO ENTRE OCCIDENTE Y DIVERSOS ESTADOS ISLÁMI-
CO−CONFUCIANOS.
Todo esto no significa sostener que sean deseables los conflictos entre
civilizaciones. Es elaborar una serie de hipótesis descriptivas de lo que
pueda ser el futuro. Pero, si estas hipótesis son plausibles, es necesario
considerar sus implicaciones para la estrategia política occidental. Conven-
dría dividir estas implicaciones en ventajas a corto plazo y adaptaciones
o acomodaciones a largo. A CORTO PLAZO es claro que en el interés de Oc-
cidente está en 1) promover una mayor cooperación y unidad en el seno de
su propia civilización, particularmente entre sus componentes europeos y
norteamericanos; 2) incorporarse las sociedades de Europa del Este y de La-
tinoamérica cuyas culturas son afines a las occidentales; 3) promover y
mantener relaciones de cooperación con Rusia y Japón; 4) impedir que los
conflictos locales se conviertan en grandes guerras entre civilizaciones; 5)
limitar la expansión del poder militar de los Estados confucianos e islámicos;
6) moderar la reducción de capacidades militares occidentales y mantener la
superioridad militar en el Asia oriental y suroccidental; 7) explotar las dife-
rencias y los conflictos entre Estados confucianos e islámicos; 8) prestar
apoyo a otros grupos de civilizaciones que simpaticen con los valores e in-
tereses occidentales; 9) fortalecer instituciones internacionales que reflejen y
10) legitimen los intereses y los valores occidentales y promover la implica-
ción de Estados no−occidentales en esas instituciones [en otras palabras, a
Occidente lo que le interesa, según Huntington, es occidentalizar el mundo y
convertirlo en un imperio, con EE. UU. como sede imperial].
Pero a LARGO PLAZO convendría tomar otras medidas. La civilización oc-
cidental es a la par occidental y moderna. Las civilizaciones no−occiden-
tales han intentado hacerse modernas sin devenir occidentales. Hasta
la fecha, sólo Japón ha triunfado plenamente en esta empresa. Las civiliza-
ciones no−occidentales continuarán tratando de adquirir la riqueza, la tecno-
logía, las habilidades, las máquinas y el armamento que son parte del ser
moderno. También tratarán de reconciliar esta modernidad con sus culturas

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y sus valores tradicionales. Su poder económico y militar con relación a Occi-


dente irá en aumento. Y la consecuencia que de aquí se sigue es que OCCI-
DENTE TENDRÁ QUE ACOMODARSE O ADAPTARSE CRECIENTEMENTE A ESTAS MO-
DERNAS CIVILIZACIONES NO−OCCIDENTALES CUYO PODER SE APROXIMA AL OCCI-
DENTAL, PERO CUYOS VALORES E INTERESES DIFIEREN SIGNIFICATIVAMENTE DE
LOS OCCIDENTALES —naciones industriales y tecnificadas, pero con gobiernos
teocráticos—. Ello requerirá que Occidente mantenga el poder económico y
militar necesario para proteger sus intereses con relación a esas civiliza-
ciones. Pero también requerirá que Occidente desarrolle UNA COMPRENSIÓN
MÁS PROFUNDA DE LOS FUNDAMENTALES SUPUESTOS FILOSÓFICOS Y RELIGIOSOS
SUBYACENTES A OTRAS CIVILIZACIONES Y DE LOS MODOS EN QUE LAS GENTES DE
ESAS CIVILIZACIONES SUELEN VER SUS PROPIOS INTERESES. Requerirá un es-
fuerzo identificar elementos de comunalidad entre las civilizaciones occi-
dentales y las no−occidentales. PARA EL FUTURO RELEVANTE, NO HABRÁ NINGU-
NA CIVILIZACIÓN UNIVERSAL, SINO, POR EL CONTRARIO, UN MUNDO DE CI-
VILIZACIONES DISTINTAS, CADA UNA DE LAS CUALES TENDRÁ QUE APRENDER A CO-
EXISTIR CON LAS OTRAS.

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