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Espiritualidad del catequista

Retiro de catequistas de la Parroquia de la Santa Cruz 2017


I Tema: "Guiados por el Espíritu aprendemos a desprendernos"
Texto base: Jn 3, 1-21
El evangelista San Juan nos pone en escena un diálogo que hunde sus raíces en la vida
misma de los oyentes. Nicodemo representa la figura de una persona en búsqueda. Un
líder judío se acerca a Jesús por la “noche”. Realiza una afirmación con respeto, pero en
calidad de una persona con autoridad (v.2).
Existe un conocimiento previo de este líder. Se puede apreciar un interés por la persona
de Jesús. Pero, Él no se queda en la superficialidad de los rótulos o títulos que se le
impone. Frente al “sabemos” de Nicodemo, Jesús propone otro camino: El camino del
“no saber”, de nacer de nuevo.
¿Qué implica este “nacer de nuevo”?
Implica ser niños, niños de Dios, nuevas personas que escuchan al Espíritu de Dios, y nos
dejamos guiar por el Espíritu ¿Acaso no existe este deseo en nosotros, de comenzar de
cero, dejar viejas heridas, hábitos y viejas costumbres que nos aprisionan dentro de los
valores de nuestra sociedad y de nosotros mismos, y nos impiden crecer hacia una mayor
libertad? ¿En nuestra catequesis? ¿En nuestra forma de vivir y presentar nuestros temas?
Jesús habla de “transformación”.
La transformación de la que Jesús habla no es una transformación intelectual o cognitiva,
sino espiritual. Es una transformación que pasa por la vida y no se entiende sin ella.
Como catequistas, el Espíritu nos llama a seguir a Jesús totalmente y a ser como Él. Nos
llama a vivir en comunión con Dios y con el prójimo. No siempre sabemos adónde nos
conduce. No podemos controlar al Espíritu; debemos dejarnos guiar por este Espíritu.
Esto puede llevarnos a correr riesgos o resistencias internas. Puede llevar tiempo
descubrir esta renovación y la experiencia del nuevo nacimiento. Por eso, es necesario
que Dios intervenga en nuestra vida precisamente cuando nos ponemos al descubierto y
dejamos que nos muestre el camino.
No existe una certeza total de cómo ha de seguir todo. Proyectos, vida familiar,
parroquial, trabajo, etc. Nicodemo tenía certezas. Conocía la ley, estaba en una
comunidad que lo respaldaba, todo eso le generaba seguridad. Pero, las certezas, las ideas,
la formación y el cumplimiento de las normas pueden encerrarnos en nosotros mismos,
en una cierta comodidad que nos lleva a estancarnos. Podemos caer en la tentación de
saberlo todo y, así, dejar de escuchar a la gente y estar abiertos a los nuevos caminos de
Dios.
Aquellas personas que sólo viven certezas y de leyes, que se esconden detrás de las
normas, prejuicios, escusas, poca valoración de sí, y, además, tienden a controlar a los
demás, pues se teme a todo lo nuevo y que todo lo que se ha hecho o construido se
derrumbe o esté fuera de control. Se teme al cambio y por ende, se corre el riesgo de
sofocar al Espíritu dentro de su corazón y en el corazón del prójimo.
Las certezas y el poder son seductores. Brindan seguridad, reconocimiento, y hasta una
identidad; somos “alguien” si tenemos certezas y poder.
Este Evangelio revela la tensión que existe entre certezas y poder, por un lado, y sencillez,
apertura y amor, por otro lado.
La respuesta que Jesús nos ofrece es ésta: No podemos ser buenos catequistas si no hemos
vuelto a nacer en el Espíritu y nos permitimos ser conducidos por Dios, si no nos abrimos
a los nuevos caminos de Dios y a las personas. Existe la necesidad de morir a nuestro
propio yo y nuestra necesidad de control, así como la necesidad de desprendernos.
Nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Qué nos hace apegarnos tan fácilmente a las cosas,
a nuestros planes, ideas, proyectos, a los ídolos?
Desprendimiento
Para poder ser libre y receptivos a la voluntad de Dios y a la acción del Espíritu, es
necesario desprenderse. Vivimos en una sociedad donde el “tener” es lo más importante.
Frecuentemente se piensa que tenemos cosas y en realidad, somos tenidas por ellas.
El desprendimiento nos ayuda en el camino hacia la libertad. Vemos en el Evangelio (Mc
10, 21-22) cómo Jesús invita a una persona al seguimiento, mas esta no acuda a la
invitación porque tenía muchos bienes.
No puede haber transformación personal sin desprendimiento. El desprendimiento, en
realidad, es libertad, libertad interior. Nuestro egoísmo nos encadena con una multitud de
apegos y se aferra desesperadamente a cosas, personas, a tiempos y lugares, a la imagen,
a profesiones y ministerios, a nuestras ideas y prácticas, al éxito y a la vida misma.
Cada uno sabe de qué necesita liberarse o desprenderse ¿De qué necesito desapegarme?
¿Cuáles son mis apegos más convincentes? ¿Puedo reconocer mis apegos?
Algunos apegos clásicos:
- El dinero y las posesiones
- A Dios
- Apego a las personas
- A la reputación personal
- Al ministerio o profesión
- A las ideas.
- A las prácticas culturales, religiosas o espirituales.
- A la vida
Aprendiendo a desprenderse
El desprendimiento es una dono de Dios, pero también implica autodisciplina. Es como
vencer una adicción o haber sobrepasado una prueba muy grande. Nunca es fácil. Al
desprendernos, nos sentimos mucho mejor, experimentamos la libertad. Aquello que
parecía un obstáculo grande, queda minimizado.
A veces, en lugar de desprendernos voluntariamente de nuestros apegos, nos vemos
privados de ellos de forma involuntaria. Esta clase de pérdida experimentada, se vive
como una tragedia (quiebra, pérdida de algún familiar, alguna decepción personal,
frustraciones, etc.). No obstante, la pérdida bien asumida podría llevarnos a comprender
que podemos vivir sin algunas de esas cosas a las que estamos tan apegados.
El desprendimiento y nuestra renovación no es posible si no confiamos en la obra de Dios.
No tendría sentido desprendernos de algo si no encontramos el sentido a la renuncia. La
renuncia tiene que estar a la altura de lo que se desea poseer. Si rechazamos aquello que
acapara nuestros sentidos, quiere decir que he encontrado algo más valioso, “un tesoro
escondido en el campo, que, al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder, y de alegría
por ello, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mt 13,44).
La verdadera libertad en el Espíritu consiste en confiar en Dios, como lo hizo Jesús. Es
abandonarse en los brazos del Padre aun cuando no lo vemos claro. Es, también, confiar
en la obra de Dios que hace en la catequesis. No somos nosotros los protagonistas
principales. Somos instrumentos de Dios en el que “plantamos”, “regamos”, pero Dios ha
dado el crecimiento (cf. 1 Cor 3,6).

Tema II: La espiritualidad del catequista


¿Qué entendemos por espiritualidad?
Las dimensiones que se consideran esenciales de toda espiritualidad son: el camino hacia
el interior, el camino a lo trascendente, y el camino hacia los otros.
El camino hacia el interior es fruto de la tendencia elemental de orientar todo hacia ese
punto absoluto del espíritu en la persona. El hombre se entiende a sí mismo como espíritu
y se define como espíritu.
La espiritualidad supone relación con lo trascendente, con el Misterio. Es llamativo que
«todas las manifestaciones de la historia de las religiones, de una u otra forma, están
penetradas por el sabor de la salvación
El hombre en cuanto espíritu está abierto a lo universal y comprometido con ello,
trascendiendo las propias fronteras; está impulsado hacia los otros y a la actuación en el
mundo.
En resumen, se puede comprender la espiritualidad como la “vivencia bajo la acción del
Espíritu. Vida espiritual y vida en el Espíritu se presentan como la misma realidad”.
¿Cómo es la espiritualidad del catequista?
El punto de inicio de toda espiritualidad cristiana es la experiencia bautismal (cf. DA
240). Inherente a todo bautizado está la acción profética, de la cual emerge la vocación
del catequista como un servicio para la Iglesia. La persona del catequista se comprende
como aquel creyente, que conoce y ha vivido un encuentro con Jesucristo en Persona,
quien invita a encontrarnos con Él (cf. DA 131), es persona, no una doctrina, teoría o
abstracción, por lo que su vida espiritual cristiana es ante todo seguir a una persona, a
quien debe de conocer bien, pues no se confía ni se cree en quien no se conoce.
Se entiende por espiritualidad del catequista no sólo el saber de este para desempeñar su
tarea, sino también su habilidad de comunicador fiel del mensaje de salvación, y fiel a la
persona humana, a su interlocutor; no sólo su saber hacer que le convierte en educador de
la vida del hombre y, especialmente de su ser, o sea, el catequista es visto desde lo interno,
con sus cualidades, sus aspiraciones, su realidad y capacidad de relación consigo mismo,
con Dios, con la Iglesia, los demás y el mundo.
El objeto esencial y primordial de la catequesis es, empleando una expresión muy familiar
a San Pablo y a la teología contemporánea, «el Misterio de Cristo»1.
En resumen, el encuentro con la persona de Cristo es siempre nuevo, no se puede reducir
a un solo momento de la historia personal, da un nuevo horizonte a la vida y, con ello,
una orientación decisiva (DA 243), porque Dios es Amor, el Amor en cada uno se da y
manifiesta de modo particular, y “la espiritualidad del catequista es un modo específico
de amar.” La vida sacramental, de oración y celebración ayuda a descubrir todo el
significado de su vida religiosa, y del ministerio en el que sirve, con esta práctica su
conversión se realiza, teniendo una conducta de vida según el Evangelio, tratando de
asegurar la fidelidad a la vocación cristiana en el mundo, siendo reflejo de su vida
profesional y social. Todo catequista encuentre en María Santísima, ejemplo de sacrificio,
amor y servicio, a la Madre y Maestra cercana que camina junto a él, para confortarlo y
conducirlo hasta la plenitud de Aquel que es “camino, verdad y vida”.
Evaluación
Trabajo en grupo: Alimento de la Palabra, Eucaristía y evangelizado por Cristo en el
rostro de los necesitados.

Tema III: La Experiencia de Jesús como modelo de catequista


Para poder comprender a Jesús como modelo de catequista es importante examinar lo que
Él hizo, dijo y enseñó. El mundo en donde se movía Jesús era el de una Palestina bajo el
dominio de los romanos y de influencia griega. El estilo de vida y los valores del mundo
greco-romano estaban siendo adoptados por los ricos y los poderosos. La mayoría de ellos
vivían en el lujo y la decadencia.
Frente a esta sociedad de aquella época, la vida, espiritualidad y mensaje de Jesús fueron
revolucionarios. Sus dichos, especialmente los reunidos en el Sermón de la montaña, eran
subversivos respecto de casi todo lo que sus contemporáneos daban por sentado. Él
hablaba de poner la otra mejilla en vez de vengarse, de amar a los enemigos en vez de
odiarlos, de hacer el bien a quienes nos odian, de bendecir a quienes nos maldicen y de
perdonar siete veces siete (Mt 5, 38-43; Lc 6, 27-37; Mt 18, 22).
Jesús mantuvo incondicionalmente su creencia de que todos los seres humanos eran
iguales en dignidad y valor. Trató a los ciegos, los lisiados, los marginados y mendigos
con tanto respeto como quienes gozaban de un rango y estatus. Se negó a considerar que
las mujeres y los niños tuvieran menor importancia o fueran inferiores.
Enseñó a sus seguidores a ocupar el puesto más bajo.
Concedió a las mujeres el mismo valor y la misma dignidad de las mujeres. Destacó entre
sus contemporáneos como el único maestro que podía contar con mujeres entre sus

1
Juan Pablo II, Catechesi tradendae, 5.
amigos y discípulos. Era tomado como escándalo el hecho de que se mezclaran tan
libremente con las mujeres, especialmente con las que eran conocidas como prostitutas
(Lc 7,39; Mt 11, 19). Lo único que no preocupaba a Jesús era su reputación.
Por otra parte, mientras todos daban por sentado que los jefes religiosos, como los
escribas y fariseos, los sumos sacerdotes y los ancianos serían los primeros en ser
aceptados en el Reino de Dios, Jesús se atrevió a alzar su voz para decir que las prostitutas
y los recaudadores de impuestos entrarían en el nuevo mundo de Dios antes que los
dirigentes religiosos (Mt 21,31; Mc 10,31).
También, la espiritualidad del tiempo de Jesús estaba basada en la ley, la Torá. Jesús la
volvió al revés; no la rechazó, ni la relativizó, sino que le dio la plenitud. En este sentido,
todas las leyes de Dios han sido concebidas para nuestro servicio como seres humanos.
Lo que importaba a Jesús eran las personas y sus necesidades. Todo lo demás estaba en
función de ellas.
Pero, la fuente donde brotaba su relación con los demás era la de su experiencia de unión
con Dios como abbá. Fue una experiencia de relación padre-hijo o progenitor-hijo. Este
término implica familiaridad e intimidad.
En resumen, la experiencia de Dios como su abbá fue la fuente de la sabiduría de Jesús,
de su claridad, su confianza y su libertad radical. Sin esto es imposible comprender por
qué y cómo hizo todas las cosas que hizo.
Texto: Segundo Galilea.

Tema IV: Película: Teresa de Liseux. Infancia espiritual.


De todas las cosas que Jesús volvió del revés, ninguna de ellas fue más sorprendente e
inesperada que el hecho de poner a un niño, no a un adulto, como el modelo que tenemos
que imitar y del que hemos de aprender.
La imagen de la verdadera grandeza que puso ante sus discípulos y vivió él mismo fue la
imagen de un niño pequeño. Para Jesús, la transformación personal significa hacerse
como un niño.
Cuando sus discípulos discutían acerca de quién era el mayor de ellos, Jesús abrazó a un
niño pequeño (Mc 9, 36-37). En la sociedad y cultura de aquel tiempo, el niño no tenía
posición ni estatus de ninguna clase. El niño era nadie, lo cual implica que Jesús y quienes
quieren seguirlo son nadie, están situados en el punto más bajo de la pirámide social.
Para Jesús, el niño era modelo de humildad radical (Mt 18, 3-4). Quienes quieran seguirlo
tendrán que hacerse tan humildes como niños pequeños.
La humildad es fruto de la verdad, del reconocimiento de la verdad de uno mismo. Uno
se hace tan humilde como un niño si adquiere mayor consciencia de su verdadero yo. El
niño era la imagen que Jesús usaba para indicar el verdadero yo de la persona.
Jesús amó a los niños, no sólo porque son nadie, no se les hace caso y son olvidados, sino
porque no son hipócritas. A su edad están aún abiertos y son sinceros y espontáneamente
confiados.
En este sentido, tenemos que ser como niños al asumir la catequesis. Hay que recuperar
la capacidad de asombro. La naturaleza sería un buen lugar para comenzar: desde las
plantas hasta lo más insignificante que podamos contemplar de la naturaleza.
Es necesario dejarse asombrar por el amor de Dios. Su amor y misericordia son siempre
nuevas. Se renuevan cada mañana: Que las misericordias del Señor jamás terminan, pues
nunca fallan sus bondades son nuevas cada mañana; ¡grande es tu fidelidad! (Lm 3,23-
24).

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