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La ciudad filmada

El único método que posee el hombre, cuando piensa o cuando crea, es el de entrecerrar los párpados para
protegerse del deslumbramiento y de la confusión de la realidad. (…) (La obra de arte) existe, no por sus parecidos
con la vida (…) sino por su inconmensurable diferencia con ella, diferencia deliberada y significativa, constitutiva
del método y del sentido de la obra.
Robert Louis Stevenson, carta a Henry James

La ciudad del cineasta no es la del urbanista ni la del arquitecto. Sabemos, y olvidamos, que el ojo único de la
cámara, máquina ciclópea , se opone al sistema binocular que es el nuestro.
Nuestra mirada, inclusive nuestra mirada a la pantalla, no se confunde con la de la cámara; la engloba al mismo
tiempo que la atraviesa. La visión monoscópica del encuadre tampoco es la visión estereoscópica del arquitecto. Por
una parte estamos ante un espacio plano al que es preciso aportar la ilusión de la profundidad; por otra ante un
relieve que hay que instalar en el plano. Recuerdo el uso obstinado hecho por Jean Renoir de aquella metáfora del
“azul del arquitecto” (a) que él oponía a su manera de filmar, como la partitura del guión a la improvisación en vivo.
Significaba plantear la cuestión del manejo: el del espacio no es, en efecto, como el del tiempo.
Monocular, el objetivo de la cámara (como el del aparato fotográfico del cual procede) impone estrictamente un
punto de vista centrado y limitado, parcial por necesidad (el agujero negro que atraviesa el diafragma no es giratorio
como la pupila), y sólo puede restituir la escena binocular mediante una ilusión óptica, regulada según las distancias
focales por las (bien llamadas) leyes de la perspectiva. Esas leyes son, evidentemente, las de una construcción. Se
trata de construir, en lo plano, la ilusión de profundidad. Así como el pintor cierra un ojo para apreciar las líneas de
fuga, el orificio ocular de la cámara obscura clava sólo uno de mis ojos en un punto de vista fijo y único. Lo que
sigo llamando “mi” mirada está sujeto, en realidad, a ese punto de vista solitario (solar), centro de una red de líneas
(rayos) que van desde él hacia la imagen dada vuelta.
Pero también podría decir de esas líneas que concretan un regreso de la imagen hacia el ojo, que es a la vez blanco
y origen. El ojo está en la punta de la imagen. La mirada, también es un producto. Ese rigor óptico, esta geometría
de la mirada que se aplican a través de la máquina con perspectiva, tienen por función – como es sabido – la de
clasificar, jerarquizar, ordenar, vigilar lo visible. Se trata de mantener lo visible a distancia, visible que antes que
nada es caos, como se mantendría a distancia un salvajismo al que se temiera – se trata de una función de vigilia, de
vigilancia activa en la mirada – y de ponerla en formas y medidas, es decir establecerla en el sistema de distancias,
de encontrar con ella la distancia justa y la justa proporción – se trata del tema de la narración, también
particularmente determinante en la mirada. Mirar es entonces adoptar un sistema de pensamiento (que se tenga o no
se tenga conciencia de ello) incorporando un punto de vista determinado por el efecto mismo que debe producir.
Retomemos el ejemplo del cuadro. Figuradas a través del alza y la mira o del cuadro cuadriculado que le permiten
trazar el dibujo en perspectiva de líneas divergentes – materializando el trayecto supuesto de los rayos luminosos,
del objeto hacia el punto de vista y desde éste hacia la imagen – construyen el engaño de un escalonamiento de
formas y de intensidades en una profundidad imaginaria.
Resulta suficiente seguir esas líneas en sentido contrario, desde la imagen hacia el punto de vista, para verificar que
nos devuelven nuestra mirada esta vez como engañada, sujeta a la ilusión que antes crearon. El “azul” del que
hablaba Renoir se mezcla a mi mirada y la reglamenta. La mirada es doble. (b) Cada mirada es, sin saberlo, regreso
de la mirada hacia sí mismo. En realidad el ojo del espectador de cine no domina el espacio develado en la pantalla
de proyección. Es en cambio “dominado” por la representación particular de los límites, de la profundidad y de las
distancias que produce el ojo no humano de la cámara. El cine sólo puede deformar lo que ve el ojo humano. Visión
deformada. Mirada deforme. El cine tiene sólo un ojo y ese ojo no es humano. Habría que desconfiar cuando, como
a menudo, se escucha hablar de la “mirada” en el cine; esa mirada no es exactamente la nuestra; es la que desplaza o
aclara la nuestra, que la pone en duda o en crisis, es el centro de ese punto de vista que debemos conquistar, hacer
nuestro. La prueba en contrario es proporcionada por las maquetas anamórficas, que se utilizan para filmar en
estadios, casas o calles, siempre deformes, aceleradas, monstruosas, falaces. Para verlas normalmente, es preciso
pasar por el ojo de la cámara. Por fantásticos que sean sus efectos, la anamorfosis muestra sólo algo que resulta
perfectamente lógico pero que sin embargo preferimos no ver y es que existe una poderosa y necesaria conexión
entre deformación y punto de vista. Lo que veo me muestra desde dónde veo y cómo veo.
Otra extrañeza (ésta francamente no-humana) que opone la cámara a la percepción visual ordinaria, es la de recortar
mecánicamente los conjuntos de tiempos y de espacios que aquélla filma. Todo cuerpo, todo gesto, todo lugar, toda
efusión, en una palabra: toda continuidad y toda unidad filmada son (sin piedad) recortados en fragmentos
discontinuos (los fotogramas, 16 ó 18 al comienzo; 24 ó 25 por segundo después), separados por bandas negras,
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intervalos ciegos (“inter.-imágenes”; en inglés after image”, tras la imagen) no vectores de “visible” pero no menos
trozos de tiempo, de duración sensible. La continuidad del movimiento (del espacio, del tiempo, del cuerpo, del
escenario, etc.) resulta, en cine, un artefacto, un engaño fundador, ontológico. Si el cine acentúa e intensifica la
transformación del espacio en tiempo (1), lo hace antes que nada de esa manera infinitesimal, por la substracción de
veintitrés ínfimos fragmentos de espacio por segundo. De manera semejante, todo efecto de continuidad espacial
(movimiento, travelling, etc.) nace de la suma de esos fragmentos – los fotogramas – cuyo conjunto crea la ilusión
de una ausencia de costuras. El tamiz que constituye la máquina (2) filtra nuestras sensaciones y las recompone.
Aquello que “se nos hace ver” en la pantalla nos llega a través de una red mecánica que no vemos como tal pero
cuyos efectos sentimos. Es como una traducción tan bien hecha que nos disimulara la otra lengua, la de la máquina;
que nos la hiciera aprehender como lengua natural de nuestros sentidos.
Por todas estas razones que pertenecen al registro de base de la máquina, fuera del propio poder del cineasta, el
espacio urbano, así como cualquier otro conjunto visible, no puede ser visto por el cine como lo ve un peatón o
alguien que se pasea (y mucho menos el arquitecto). Dos formas de visión, dos percepciones opuestas. Es la primera
verdadera dificultad con que tropieza la máquina cinematográfica cuando filma la ciudad.
Pero la principal dificultad me parece provenir de otro lado: el del tiempo. Si el cine es un arte del tiempo (como la
música, por ejemplo) el ojo no es por supuesto el único en ser puesto en causa y lo que llamaremos todavía
“mirada” por comodidad, reúne en cine en un mismo conjunto sensible, la visión, la escucha, la percepción, la
memoria.
Actuando por bloques de sensaciones en los que todo se mezcla, el ojo y el sonido, la oreja y la imagen, la
percepción del instante en el juego bascular del olvido y la memoria, el cine no puede tratar separadamente el
espacio. Le resulta imposible tomar o atravesar trozos de espacio sin transformarlos en trozos de tiempo. Por otra
parte, ningún movimiento podría concebirse sin ese transporte del espacio al tiempo (3).
Pero lo que hace el cine, lo que nos hace sentir y de ese modo, también, nos incita a pensar, es una transformación
continua de uno a otro: metro tras metro, segundo tras segundo, la sensación de espacio se transforma en sensación
de tiempo. Si bien en su desmesura el cine puede soñar con atrapar todos los espacios, desde el casi infinitamente
pequeño; si es capaz de presentar ante nuestros ojos, como un mago de feria, trozos de espacio de la mayor
variedad, tal dispersión habrá de ser reglamentada, reunida, reunificada, vuelta a dividir, en una palabra,
transformada, por su paso por la regla temporal. Cualquiera sea el espacio filmado, habrá de ser digerido en la
duración. Esa duración será su calidad primordial. Es ella quien lo llena o lo vacía de sí mismo o de otra cosa, quien
lo abre y lo desplaza, lo coloca y lo arma en conjuntos de duraciones diferentes (ritmo de la secuencia, del filme).
Cada duración fílmica acapara y redefine el sentido de cada extensión, la intensidad de cada desplazamiento. Puede
que el principio de tiempo sea en el cine más poderoso que el de espacio. La proyección le confiere al tiempo todos
los poderes. Lo que sucede en el tiempo real de la proyección (pero no se trata de esa duración real, no hablo
tampoco del tiempo de después, de la post-proyección, que es enteramente otro tiempo) es lo que para el espectador
sucede. El desfile de imágenes, el desarrollo de escenas y de acciones. Sí, duraciones, velocidades, tempi. Lo que
pasa es el efecto de esos efectos de tiempo en la percepción consciente y subconsciente del espectador; son todas
esas duraciones vividas, soñadas, soportadas, evadidas, sentidas, perdidas, re-encontradas; es el ámbito de la
recurrencia lo que hace que el tiempo fílmico rime consigo mismo y se haga película trayendo al aquí y ahora de un
minuto de proyección, el pasado y la lejanía de los minutos precedentes.
Se puede imaginar que una ciudad no sea otra cosa que una acumulación de espacios (“la imposibilidad del
urbanismo de traducir lo invisible”) (4), es igualmente cierto que concreta una prodigiosa acumulación de tiempos y
todo ese tiempo no es perfectamente visible en todo momento. La ciudad del cineasta no sería entonces solamente
lo visible de la ciudad. Hasta puede que esa misma distancia en relación a lo visible, sea la justa dimensión del cine
(5) – es la hipótesis que me propongo explorar aquí a propósito de la ciudad, a la vez tema de predilección y
encuentro funesto del cine.
Porque la ciudad del cineasta tiene más posibilidades de existir en los filmes que en otra parte. Desde el momento
en que el cine filmó la ciudad – desde los hermanos Lumière – las ciudades terminaron por parecerse a lo que son
en los filmes. Que una ciudad u otra no haya sido jamás filmada, hipótesis poco probable y hasta quizás absurda, no
dificulta la idea de representación de habitar la ciudad, de organizarla. Social, política, culturalmente; la ciudad se
despliega en la historia según sistemas de representación variables y determinados. El momento de las ciudades
contemporáneo del cine adopta un modo de representación que coincide con los modelos cinematográficos o que se
inspira en ellos. Es lo que llamaré una exigencia de cine.
La historia el cine (historia de una batalla siempre abierta entre el campo del espectáculo y el de la escritura) es aún
por el momento el ante-último capítulo de una historia general de la mirada en Occidente. (6) El actual último
capítulo de esta historia es el del desprendimiento del hombre en la mutación de la mirada, del abandono de la
dimensión humana de la mirada en la imagen de síntesis y la representación numérica del mundo. Esa es la razón
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por la cual el cine es un útil de pensamiento que no es (aún) esencial. La dimensión humana de la mirada, no es ya
quizás aquello hacia lo cual marchamos; es todavía aquello de dónde venimos, lo que nos funda y nos pierde.
¿Cómo saber si el cine puede servirnos para desarticular las estratagemas de poder implicadas por la nueva
imaginería numérica? Sucede que es el cine el que, a través del siglo y de las obras (7) (Ernest Lubitsch, Fritz Lang,
Alfred Hitchcoch, Orson Welles, Roberto Rossellini) ha experimentado la articulación poder-mirada paralelamente
definida y trabajada por el psicoanálisis. No sería absurdo esperar que ese saber de la experiencia cinematográfica
pudiera aplicarse de manera pertinente en el análisis concreto de los próximos avatares de la mirada humana, si es
que aún no hemos entrado, como lo destaca Giorgio Agamben, en el tiempo en el que la experiencia misma se haya
transformado en algo inútil.
A lo largo de la historia de la mirada, se nota también que en nuestros días el cine se ha puesto a jugar un extraño
papel: es cada vez menos lo que hace ver, cada vez más aquello por lo cual hay que ser visto, menos el poder (y
consecuentemente la impotencia) de la mirada que, en una cada vez mayor propuesta del parecer en la que se
distingue perfectamente el costado mercantil, el narcisismo de la cita hasta la náusea (lo que Serge Faney llamaba
“el cine filmado”). A medida que el cine se aleja de lo que en su esencia tenía de arte popular, a medida que pierde
esa relación privilegiada con el “gran público” sin distinción de clases, pierde por igual su dimensión de poder
frente a los poderes, a medida, pues, que es vaciado de su recurso político, el cine se gusta cada vez más, sabe que
gusta, sabe que se gusta, sabe que esa seducción y esa complacencia se intercambian perfectamente en el circuito
mercantil. ¿Se cambian contra qué? Todo y nada. Una página de publicidad, una colección de remeras, un sombrero,
un paquete de cigarrillos, moneditas contra fascinación. Pero sobre todo se cambian contra sí mismo. El cine (se)
hace (la) película. Signo de fatiga, de agotamiento, cuanto más se vuelve mercadería cultural y por lo tanto objeto
de una exigencia social (exigencia de cine), más se atenúa y se pierde su propia exigencia para con la sociedad.
En todo caso, resulta curioso notar que a esta exigencia creciente de cine, responde exactamente el nacimiento y el
desarrollo del cine como arte urbano. Por una parte, la ciudad es sin duda lo que más ha filmado el cine; por otra
parte el cine nació en las ciudades y la historia del cine acompaña el desarrollo de las ciudades. Esto comienza con
la fábrica Lumière en Lyon, la estación de trenes de La Ciotat, el Grand Café de Paris. Los estudios se instalan en
las ciudades, en las periferias de las metrópolis, luego esos estudios que representan escenarios de la ciudad, se
transforman en espacios de la ciudad propiamente dichos, como sucedió con Cinecittà.
Una cohabitación de un siglo y tantos filmes – es que se concretó una alianza, una dependencia. Un día, pues, el
sueño de ciudad se confundió con la ciudad soñada del cine, la ciudad se puso a actuar en el filme, sin película ni
máquina pero con todo el resto, con mirada, miradas, movimientos - fijos, en cascada, claro-obscuros, a contra-luz.
A partir de allí más o menos todo lo que se deja ver en la ciudad o, mas bien, de la representación que ella hace de
sí misma, comenzó a parecerse más a lo que de ella desfila en la pantalla de cine que lo que se ve por la ventanilla
de un ómnibus de turistas. Desde entonces, toda mirada a la ciudad, toda luz, todo ángulo, todo punto de vista nos
llega - o mejor dicho nos vuelve -como un eco, un guiño, una cita, una referencia, una marca desdoblada, una
imagen de filme…Filmar la ciudad resultaría al final de cuentas filmar lo que en la ciudad se parece al cine – o,
mejor, hacerla parecer al cine.
Es lo que sucede con Oporto en Douro, faina fluvial de Manoel de Oliveira, con Niza en A propos de Nice de Jean
Vigo (dos filmes del mismo año, 1930). Los dos cineastas juegan (sin haberse puesto previamente de acuerdo) con
la aptitud de una y otra ciudad para transformarse en cine. L’Homme à la Caméra, de Dziga Vertov (1929), es el
paradigma de esta cinematografía urbana. Sabemos de qué manera este filme describe una Génesis cinematográfica.
La ciudad duerme, el hombre de la cámara viene a despertarla, realizando la conjunción, la conjugación del
movimiento urbano y del movimiento del filme, “movimiento de movimientos”. (8) Composiciones; luces,
velocidades, signos. La ciudad es un sistema de correspondencias. Se concentra en un cierto número de efectos de
cinematografía urbana. Se resume en un florilegio de intensidades significantes. Se hace signo.
Hasta hace sentido (terriblemente) en A propos de Nice. Forzar el sentido de la ciudad como se agujerearía una
coraza. Partir lo visible como lo que esconde el sentido de lo visible. El montaje analógico, la repetición (olas,
flujos de fichas, de basura, de flores, de muchachas, de bailarinas, etc.) la cámara lenta y el acelerado, las
panorámicas, los puntos de vista extremos, las inversiones, las oposiciones (ricos/pobres; jóvenes/viejas) todo se
hace violencia, hay en este filme una exasperación de signos de esa ciudad que resulta como una tortura que se le
hiciera para arrancarle el sentido que disimulan. Ese sentido significa simplemente que hay una violencia del
sentido y del no-sentido que pasa a la vez por la oposición (social; política) de las clases y por la oposición (moral)
del trabajo y del ocio. Se trata pues de una abstracción que es preciso hacer sensible y antes que eso, visible.
Filmar, equivale a romper la caparazón que recubre las imágenes, a descascarar la capa de rutina que banaliza los
signos y los hace indiferentes. (El cine, como veremos, no ama la indiferencia). Nerviosa, la ciudad se deja ver, al
final como una máquina desnuda, grosera, sin gracia. Para llegar a descarnar el sentido – que es a la vez
“desencantar” -, Vigo no puede hacer sino intensificar, amplificar lo que de las imágenes de la ciudad marcha ya
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hacia el cine. Es empujando la ciudad a más cine como desvela y denuncia la facticidad. La deflagración de sentidos
sólo es posible al término de una operación perversa que consiste en la extenuación de las formas sociales a través
de su amplificación cinematográfica. Lo que retiene el cineasta, es evidentemente lo que le sirve: todo lo que en la
forma social (gestos; posturas, marchas, vestimentas, accesorios, danzas, etc.) se preste a forzar el trazo, a la
caricatura del cine. Partiendo de esa caricatura, ya próxima al burlesco más malignamente cinematográfico, no le
queda a Vigo que empujar la carga al extremo y mediante una poderosa saturación formal, despojar el signo de un
golpe (de un golpe de montaje), para hacer surgir el vacío que escondía. Énfasis y redundancia del sigo = decepción,
violencia y vanidad del sentido.
Distinto es el camino de Douro faina fluvial. El cine trae la ciudad (Oporto) y el río que la atraviesa a una red de
signos que se oponen, se cruzan, se confunden, se unen. Signos ante todo gráficos (líneas, rejillas, rejas, mallas,
tramas, mosaicos, apilamientos…) y plásticos (fluidos, arrugas, olas, fueras de foco, desvanecidos, brumas, trazas,
fundidos…) de los que no hace falta señalar la familiaridad, hasta la consubstancialidad con los componentes de la
imagen cinematográfica. Intercambio perfecto, fusión, confusión: las formas de la ciudad se hacen filme, las del
cine se hacen ciudad. Pero si la ciudad es el espacio, si el río es el tiempo, el trabajo es lo que los reúne. Es el
trabajo de los cuerpos (hombres y mujeres) lo que fabrica y amasa las formas, crea rimas y ritmos plásticos. Y como
por mimetismo, es trabajo del filme oponer y clasificar las velocidades a través de las materias y de las formas.
Velocidades del río, de los pájaros. Velocidades del trabajo, descargas, amontonamientos, alineamientos. Grandes
velocidades (avión, fuera de borda) de pronto detenidas por la mirada del hombre que las observa. Velocidades
lentas de los intercambios de miradas y de gestos en la seducción amorosa. Velocidades diferentes pero cercanas
todas a la escala humana, a la media, para ser precisos, de la marcha humana.
A diferencia del Vertov de L’Homme àla Caméra, donde la velocidad es sobre todo la de la máquina que lleva al
hombre (el cine resulta el paradigma), Oliveira opone la velocidad humana (escala humana) a la de las máquinas.
La escena del accidente – el animal –vacuno – irritado por la intrusión del automóvil en el paisaje urbano – articula
y monta las velocidades diferentes que se enfrentan y se resisten. Se tiene una sensación física más que visual,
prueba de que es el montaje, es decir el tiempo quienes manejan el juego, más aún cuando se trata de la puesta en
forma sensible de una abstracción, de una idea (aquí, la de que el hombre es la medida de las cosas).
Estetizada o histerizada por el cine, la ciudad se transforma en esa seguidilla de miradas que me hacen señas. Lo
que no deja de tener consecuencias en cuanto a las representaciones que podemos tener de una ciudad, ésta o
aquélla; tampoco en cuanto a la distancia que el cine crea entre ciudad filmada y ciudad de experiencia vivida.
Por efecto de esta estetización, surge un sentido, una cierta interpretación de la ciudad que se manifiesta y se afirma:
la ciudad como escenario, exposición, superficie sensible. Por supuesto que habría otras categorías para abordar la
ciudad: la de la complejidad, del laberinto, de la profundidad, del texto, de la metamorfosis, del caos, etc. Lo que
aparece sin embargo con la serie de filmes de música urbana (9), lo que se comprende en la estetización furiosa que
obligan a soportar a la ciudad y no sin explosiones de belleza, es que el cine no puede soportar la idea de una
ciudad indiferente.
Una tal intensificación de las formas, una tal exasperación significante no pueden proceder sino de la impulsión de
algún tormentoso deseo en acción en la escritura cinematográfica y por tal razón en juego, por supuesto, en la
captación de un espectador por parte de un filme. Erotización de la ciudad, erotización del escenario. Un filme
como Nice Time (Alain Tanner y Claude Goretta, 1957) aporta un ejemplo importante. Cito el comentario hecho por
Jean-Paul Colleyn (10): “El filme reside esencialmente en un juego de espejos que trata de captar todo cuando hay
que ver. Testimonia magníficamente respecto de la sobre-estimulación sensorial propia de la vida urbana. (…) La
cámara, con largo focal, toma todo cuanto puede, con predilección por las miradas y los gestos de amor (los
subrayados son míos). “No se lo puede decir mejor. Los jóvenes londinenses se entregan a la seducción con una tal
turbadora ambigüedad que uno se pregunta a menudo si no es la cámara la que está siendo seducida.
Esta sensación de desdoblamiento (o de puesta en abismo) que turba al espectador se vuelve a encontrar,
intensificada, en el filme de Karel Reitz y Tony Richardson, Momma Don’t Allow (1955). Aquí los (más o menos)
mismos jóvenes londinenses se precipitan al baile (y siempre a la seducción) con una violencia y una convicción
que arrastra visiblemente a quienes los filman, que ganan la película. El movimiento de la escena se confunde con el
movimiento del film. Encarnizamiento en bailar, seducir, gozar – encarnizamiento en filmar.
Es sin duda la ciudad moderna la que danza a través de ellos, la que pone sus cuerpos en transe, la ciudad de la
invención del cine y de las exposiciones universales, que es también - que es aún - la ciudad de French Cancán – de
todas las danzas, como sabemos desde Lautrec y Renoir (Jean); la que pone en escena la lucha a muerte del cuerpo
(de la mujer) con la mirada (del hombre).
La velocidad, el frenesí, la excitación de la ciudad no se representan aquí abstractamente, por algún juego formal,
ilustración de movimiento, de cuadro, de luz (espacio en el que cae Berlin, symphonie d’une ville, de Walter
Ruttman, 1927). Transitan por cuerpos que no sólo son signos (era el límite en los filmes de Oliveira y Vigo). Son a
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la vez encarnados en cuerpos que actúan en tanto tales, como objetos eróticos y en personas individualizadas
(personajes) que son portadores de deseos, que (se) seducen, que (se) captan. Uno piensa entonces en ese canto
desgarrado hasta la fractura de la ciudad moderna que es French Cancan, de Jean Renoir (1954). Renoir pone en
escena la colisión entre la cultura popular del viejo París (“Las escaleras de la Butte son duras para los miserables,
las aspas de los molinos protegen a los enamorados…”) y la nueva cultura urbana, trepidante, violenta, efervescente
(el cancan).
Treinta años más tarde, L’Amour, rue de Lappe, de Denis Gheerbrant (1984) invierte los roles, invierte los lugares:
se trata de los restos bastante desgastados de la ciudad licenciosa, por no decir las cenizas de la ciudad encendida,
los que resisten, recogidos y mantenidos por “la clase obrera” (como dice un personaje), amenazados por todas
partes por el “aburguesamiento” que gana a la ciudad y que se expresa mediante la frase “abandonar la calle de
Lappe”. Esos personajes que se confiesan en “la obligación de bailar java”, no sólo se manifiestan en tanto que
sujetos del deseo, cuerpos deseosos y festivos, comunidad amorosa, sino que además se ven, se confiesan, se
hablan, se tratan como tales, conscientemente. Nos hacen saber que saben. Se alegran de ser, al tiempo que lo
lamentan, los últimos de los justos que llevan todavía consigo la llama del “desorden” contra “los hábitos”. Esos
personajes – emotivos y emocionados – juegan su papel y lo dicen: “ Jugar roles, somos todos más o menos
comediantes y no siempre nos damos cuenta.” La negación sólo consigue afirmar la confesión.
Ya no es la ciudad lo que está en escena; es una parte de la ciudad, es la calle (la última calle, el último barrio, el
último baile, etc – es el París popular que no termina de desaparecer cruel y realmente y a la vez no termina de
poner en escena su desaparición como un adiós teatral, florecido por mil reiteraciones). La calle de Lappe, dicen
aún, “un mundo irreal dónde se puede hacer lo que se quiera.” Definición, me parece, que llega a los límites del
cine.
El cine (de los años 80) registra el final de la ciudad deseosa, lo registra como la puesta en escena de ese final. “Un
sentimiento que pasa no se explica”: el sentimiento ha pasado, precisamente; ahora queda el sentimiento del
sentimiento. El cine dice el pasado, la fuga del tiempo, la extinción de los fuegos (siempre) en presente. Hay
(siempre) algo de desgarrador en filmar los personajes que están presentes aquí y ahora (es la condición necesaria
para ser filmados) hablando de lo que está cada vez menos presente, ayer y detrás. La ciudad trepidante se aleja, el
cine la reemplaza.
En una palabra; la “estimulación sensorial propia a la vida urbana” encuentra y vuelve a cruzarse en la pantalla con
el irresistible deseo de signos del espectador de las salas cinematográficas. Un estímulo llama al otro. La pantalla
funciona menos como espejo que como una fuente o una cascada transformada en su propio eco. En mi imaginario
de la ciudad tanto cuanto en mi realidad de espectador de cine, no sólo “es preciso que suceda algo”, es preciso que
ese algo me toque de una u otra manera, por ejemplo, representándome el poderío de mi deseo de sentido. (La
emoción, en el cine, llega siempre con cierta tardanza. Es decir que no es separable de un cierto instante de toma de
conciencia: sé que estoy emocionándome).
En tanto espectador, lo que me separa del hombre de la ciudad (que sigo siendo aunque lo ponga entre paréntesis en
la sala de cine) es el no soportar fácilmente la representación de la indiferencia. El cine requiere una mirada que
tenga una dirección (un sentido), que dos miradas no solamente se busquen, sino que se crucen. Requiere amor,
deseo, intensidad. Es preciso entonces antes que nada que la indiferencia relativa del espectador, raramente
superada a priori, sea derrotada por el trabajo del filme, hasta transformarse en implicancia.
El otro encontrado en la pantalla, no podría mantenerse mucho tiempo en la indiferencia hacia mí, sin correr el
riesgo de que yo renuncie, espectador célibe (e incomprendido) a reconocerme en él. Yo quiero, dicho de otro modo,
su indiferencia, en la medida en que puedo gozar de ella. Pero que esa indiferencia (suya) me gane por fallas del
filme y me vuelva a mi turno indiferente, me resulta insoportable. Por idénticas razones, ese-otro-en-pantalla no
tiene tampoco derecho a la insignificancia. Yo formulo, en tanto espectador, un pedido de sentido, un deseo de
saber, condiciones que reglan (sin mucha piedad, hay que reconocerlo) el estatuto del personaje que viene a mi
encuentro. Resultará necesario que algo de su deseo se adhiera al mío, que algo del mío se adhiera al suyo. Hará
falta que ese-otro-en-pantalla, ni indiferente ni insignificante, se entregue, se abandone a mi deseo de verlo obligado
a actuar o a reaccionar ante los personajes que lo rodean, ante los lugares que habita, ante las palabras que
pronuncia, ante las cosas de las que recoge; también en relación al relato, es decir al recorrido que yo mismo,
espectador, debo transitar. Todo lo que juega en el filme pasa en uno u otro momento por el filtro significante del
deseo; el deseo testimonia, lo excede, se separa, pero siempre actúa. Todo lo contrario de la indiferencia.
Todo lo contrario también del sistema de relaciones articulado cada vez más por la ciudad ordinaria.
Transformando, como un demiurgo, la ciudad en máquina deseosa, el cine refuerza en realidad el paradigma de la
ciudad como máquina indiferente. Iluminada por las mil luces del deseo, la ciudad del cine no proyecta sino mejor
su aspecto negativo, su revés – la sombra de la ciudad de los deseos extenuados, la ciudad de los robots, de los
muertos-vivos (pensamos en la frenética danza de la máscara en Le plaisir de Max Ophüls, eco inverso de la no
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menos frenética danza de la juventud londinense en Momma Don’t Allowe). Quemada por la mirada, es decir por el
deseo del espectador, la ciudad filmada nos fascina tanto más cuanto que la hiperestesia de los signos de vida
reconoce en ello una suerte de energía del final, una desesperanza activa que se emplea en rechazar la pesantez de la
vida real, la que espera a la puerta de los dancings, al otro lado de la calle, que no es exactamente festivo, que no
tiene un vino alegre, la que se encuentra en el lado malo de las cosas (11) la que – también – se esconde o se resiste
a la representación, al goce ávido y cómplice de entregarse al espectáculo. Si la posibilidad del otro es lo que trabaja
mi deseo, la ciudad no es el lugar del otro, sino de todos los otros, todos los otros imaginables, los del imaginario,
los del sueño que los despierta. “Todos los otros” es a la vez la condición del deseo, su vivero y es lo que lo excede
y siempre lo excederá; un agotamiento con el cual llega la indiferencia al cabo del ejercicio saturado del deseo.
Soportada, sentida, constantemente experimentada, rechazada o aceptada, la indiferencia amenaza en todo momento
con excluirnos del juego de la ciudad, amenaza real que se trataría de conjurar mediante una cinematización
exorbitada de la ciudad. Querríamos olvidar esta distribución de indiferencia en la frecuentación de la ciudad, esas
miradas vacías, esos ojos que, para decirlo de algún modo, nunca se cruzan , esos cuerpos que escapan cuando se
encuentran, esas miradas que se deslizan de uno a otro y – eventualmente – sobre la miseria del otro, esas
presencias ausentes que fabrican una invisibilidad en el seno mismo de la mirada. Otros tantos signos por carencia y
por ello poco filmables. Es precisamente de esta dificultad en filmar los signos de la insignificancia, sobre lo que
testimonia la misma violencia del (secamente bello) filme de Maurice Pialat, L’amour existe (1961). La rabia del
texto, en definitiva, reprocha a los habitantes modernos de las extensiones urbanas de los años 60 (grandes edificios,
pabellones de los suburbios) de no ser exactamente filmables – de no hacerse desear ni por el espectador ni por el
cineasta; de no hacer gozar ni a uno ni a otro. El comentario golpea: “La vejez como recompensa: han pagado para
ser viejos, es la única edad en la que se los deja tranquilos, pero ¡qué clase de tranquilidad!” en la ambición
(simple) de hacer nacer alguna rebeldía: puesto que no hay para filmar nada más que la tristeza de las vidas
monótonas y el aburrimiento de las miradas sin alma y “el aburrimiento es el principal agente de erosión de los
paisajes pobres” – erosión contra erotización – recarguemos esas imágenes agotadas con las palabras enérgicas del
odio que dirán con la intensidad necesaria hasta qué punto se pierde en la in-intensidad la vida filmada. El hombre
de la nueva ciudad se ve a sí mismo insignificante en tal elisión de signos, perdido en su fuga.. Puede que, como el
enfermo ante su enfermedad, el citadino le tema; quizás aspire secretamente a ese anonimato, ni visto ni conocido,
la invisibilidad, la neutralidad atroz ante todo. El hombre de una singularidad cualquiera (12) es también el hombre
de una indiferencia cualquiera o de un deseo cualquiera, todo lo cual consiste en lo mismo. El cine, que no puede
gran cosa ante esa situación (pese a haberlo intentado todo para no llegar a ese punto), rechaza enteramente el
estado de indiferencia. Podemos pensar en la presentación de Six fois deux, de Godard, en el anatema lanzado a los
automovilistas en fila en la autopista durante la noche (¿noche de revoluciones o noche de juicio final?). Impotente
para substituir durante mucho tiempo la indiferencia con su credo de deseo, el cine intenta desesperadamente hacer
que el espectador se vuelva contra ese aburrimiento que le hace padecer sólo para obligarlo a transformarse en su
juez. El grito del cineasta ataca aquello que filma para que el espectador, a su vez, se rebele contra el espectáculo. Si
el sentido se pierde, el cine se vuelve contra sí mismo.
Puede verse en qué condiciones se debate el cine cuando se ocupa de la ciudad. Si hace de ella el dominio de la
circulación exacerbada de los deseos entre los cuales el del espectador, inscribe al mismo tiempo en vacío el blanco
del deseo saturado, extenuado hasta la indiferencia. Y si filma la indiferencia es aún para salvarla de esa mortal
insignificancia que ya no soporta. En la ciudad antonioniana (La Notte) como en la ciudad rosselliniana (Allemagne
Année Zero), indiferencia. Pero solamente la indiferencia de la primera me es extranjera; la de la segunda constituye
un sufrimiento que el filme hace mío, una muy familiar extranjería. Filmando los informes (Daney) en su verdad-
crueldad, Rossellini me incluye en la ciudad que nada tiene que hacer conmigo (con el ser humano), y esta
inclusión, volens nolens, es una violencia. Antonioni, por su parte pone en escena explícitamente las falsas
relaciones de las que se puede gozar como si fueran las falsas relaciones del otro – gozar, pues, sin pagar ese goce
con una explicación. De ese modo, en su obra la indiferencia de los seres entre sí resulta el espejo de mi propia
indiferencia por los seres y es eso lo que, espectador, me libra a un goce que me excluye –Un pequeño goce. La
violencia de Rossellini es más generosa.
Marseille de père en fils (13). Por primera vez, explícitamente (desde el título) me entrego el programa de una
ciudad que hay que filmar. De qué modo Marsella ha sido, es, será para mí la Ciudad Imaginaria, el fantasma de la
misma Ciudad; me digo que jamás seré capaz de filmarla realmente. Es preciso entonces que me resuelva a no
filmarla como una ciudad que se entrega desde el fuera (por otra parte, ¿qué ciudad se entrega verdaderamente
desde fuera?). Esta ciudad, me digo, me es invisible, no puedo ver nada en ella, no me ha sido prometida; no me
llega de otro modo que en uno u otro de sus fragmentos, los cuales valdrán, al menos así lo espero, por el todo.
Esta Marsella que quiero filmar me aparece antes que nada como sembrada de trampas. Como una trampa, se
despliega y se repliega. Ocupa todas las direcciones de la mirada, y las abandona. Marsella o lo visible como caos.
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La mirada perdida. Apenas el cineasta se deja convencer por su ingenuidad de que su cámara es un ojo
perfeccionado, la trampa del escenario marsellés se cierra. Se desarrolla toda suerte de panoramas no filmables. La
ciudad los presenta y luego se retira, como muy poco concernida por ellos. De modo que la ciudad se me aparece
solamente bajo la especie de esa explosión de formas, de ese movimientos de líneas que apenas se han manifestado
a la mirada con insistencia, se desvían y se enmascaran. Percibo sobre todo esa sensación de divergencia de la
representación. De duplicidad. Veo perfectamente esta ciudad que se hace ver pero veo al mismo tiempo que sólo se
trata de una finta; veo más que eso, se retira sin dejar por eso de sugerir estar pidiendo que la miren; veo que todo
ese escenario que la representa funciona como un engaño. ¿Cómo no filmar en tal ciudad solamente lo que surge del
deseo de representación – o sea, siempre, del “pedido de cine”? Marsella realiza una saturación de la mirada en
tanto que pedido de mirada. Abre esa fuga sin fin que constituye la mirada como pedido insaciable. Siempre más y
más mirada. Pero sin mostrar nada (de ella) a esa mirada. Sería en cierto modo lo que me muestra como portador
de mirada que soy, lo que muestra el espectador que soy. Si el cine es un trozo de mundo que nos mira, la ciudad es
el lugar focal de las miradas, no sólo porque allí convergerían más que en otro lugar, sino porque allí, en la ciudad,
me veo ver. Allí me veo ser visto, como me veo no serlo. Situar al espectador en el espectáculo, es precisamente el
juego bascular del cine. Dentro/fuera.
A partir de todo esto el “pedido de cine” podría ser redefinido. Pensando “cine” como modificación del punto de
vista, operación por la cual el pedido se vuelve sobre sí mismo, por el cual el sujeto “se ve ver”. Es seguramente en
tanto hay un sujeto en juego (y en movimiento) en el “lugar del espectador” que éste nos interesa, “La crisis de la
representación reside quizás allí, escribe Serge Daney, cuando ya no se saben hacer metáforas”. La imagen va pues
a la imagen (ella sólo pasa por el sujeto-codificador-decodificador) y no representa más nada. La imagen ya no es
un significante en el sentido de Lacan: “lo que representa un sujeto para otro significante” porque el sujeto que ella
representa es solamente tomado en su dimensión de “decodificador” o de “lector” (14). El cine supone un
espectador activo, un tema que se expone, es decir que se ciega y se reencuentra ciego en el seno mismo de la
“lectura” que realiza.
El hecho de que el cine sea uno de los mejores útiles de que disponemos para dudar de la realidad de las cosas que
se dan a ver, impide en cierto modo a todo “pedido de cine” de reducirse a aquello que se ofrece a la mirada. Si
filmar Marsella comienza por poner en duda su visibilidad, es decir la posibilidad misma de filmarla frontalmente
en lo que ella expone de sí misma; si es desbordar aquello que se limita a lo visible; si significa jugar con lo que se
substrae a la toma; si es cavar por ejemplo en ciertos bloques temporales cuyos movimientos múltiples no se ven,
por muy lentos o muy veloces… Si todos estos “si” existen, entonces Marsella no existe antes de ser filmada. La
única afirmación posible del cine, es: nada existe antes del film. Afirmación perfectamente delirante pero necesaria
orgánicamente al funcionamiento fílmico. Marsella no estaría allí antes del film, sólo vendría con él, en el hacer del
film estaría en su futuro.
Es por una ilusión de óptica paralela a una ilusión temporal que el filme parece plantear exterior a él mismo y
anterior a él mismo, el mundo que ha filmado. El orden de la proyección – que es el del encuentro real del filme con
su espectador, o sea de su realización en la mirada del espectador – ese orden no reproduce el orden de la
fabricación, sino que Hasta puede constituir su anulación. Que el montaje venga después del rodaje (hubiera sido
pensado antes, hubiera hasta pensado el rodaje) y que sea necesario haber rodado para poder montar, hace suponer,
por analogía, que habría en la base del rodaje todavía rodaje en potencia, en reserva, en espera, que habría no-aún
rodado destinado a ser rodado o pidiendo serlo. Ahora bien; lo que pide ser filmado, lo es - lo es de una manera o de
otra, visible o escondido, in u off, dentro o fuera, encima o abajo. Aquello que del mundo es-para-el-filme, no puede
ser-antes-del-filme y se encuentra ya concretamente comprometido en el filme. Lo que ha sido filmado, siempre-ya
ha sido filme. Inversamente, lo que no ha sido filmado no puede ya aparecer en el filme. Todo cuanto no he filmado
de Marsella en Marseille de père en fils, no puede aparecer al espectador del filme en el tiempo de su proyección.
Por supuesto, hay un resto de Marsella que no he filmado, pero ese resto no es lo que habría quedado sin filmar de
Marsella. Sin embargo, todo lo que sucesivamente apareciera de Marsella al espectador durante el desarrollo de la
proyección, hará que éste imagine positivamente que fue tomado de una reserva a disposición, siempre pronta, en
la que el resto de Marsella esperaría su turno para ser tomado y aparecer. Lo que juega en el filme para el espectador
es (lógicamente) supuesto por él tomado de un conjunto más vasto (el conjunto de Marsella) y esta muestra se
supone instituir una reserva en la cual quedaría el resto.
Tal es la Ilusión retrospectiva. Restablece un orden lógico – y asegurador – que la proyección ha alterado de una
impresión de epifanía; corrige la errancia metamórfica que es la forma ideal del viaje del espectador; limita de
hecho la efusión común del espectador y del filme. Es verdad que, durante el desarrollo del filme en la pantalla
mental del espectador, el producto del trabajo, el resultado de la elaboración, el último estado de la puesta en forma
del filme aparece como una sucesión de nacimientos, advienen como una primera vez. Lo que ha estado cargado de
trabajo recupera la frescura de las primeras sensaciones – y es, de verdad, la primera vez que ese espectador ve ese
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filme, la primera vez que ve esa ciudad en ese filme. En cuanto a esa otra ciudad no filmada en ese filme que se
llama también Marsella, está precisamente fuera de la sala de cine.
Esta ilusión retrospectiva señala algo así como una inquietud referencial. Volviendo al orden que establece que haya
una ciudad y después el filme de esa ciudad (en lugar de la ciudad filmada), haciendo de ese modo de la ciudad la
anticipación del filme, el espectador resiste, en realidad, a la eventualidad – y al riesgo – de ver su lugar interferido,
alterado; de saltar de la butaca a la alfombra mágica de la pantalla, de cambiar de referencias en el desarrollo del
filme. Tal es, sin embargo, el deseo del cine, toda su ambición, todo su trabajo – substituir al orden ordinario de las
cosas otro orden y, si se puede decir, reemplazar provisoriamente el mundo. En el tiempo de este interín que se
llama sesión de cine, las cosas y el espectador en relación a ellas no están más enteramente en su lugar. El mundo
no aparece como dado, está en vías de llegar a mi mirada. Todo está en suspenso, es promesa, potencia, todo
permanece abierto (15) por el simple motivo de que sucede entre el filme y yo, en ese tête a tête que no es ni lugar
asignable, ni registro conocido, pero se comparte, transporte de uno al otro, transferencia. Qué raro es que uno se
libre en cuerpo y alma a esta experiencia de deriva; qué raros también son los filmes que ofrecen esa ocasión, flota
siempre en la sesión una inquietud o una necesidad de asegurar, cualquiera sea su precio, una realidad de las cosas,
un regreso al referente. Resistir al arrebato, al olvido de las marcas, es reconocer – por la defensiva – la capacidad
que tiene el cine de poner en duda , durante el tiempo de una sesión, esta realidad a la que adherimos.
Para el espectador se trata de gozar del poder disolvente del cine y a la vez de protegerse de él. De dónde el sistema
de denegación (“ya sé…pero de todos modos…”) que recorre el espacio del espectador. Ya sé que es sólo una
imagen, pero de todos modos, veo la cosa tal cual es. Ya sé que no es un tren de verdad, pero de todos modos…etc.
etc. La escena primitiva del cine, en el Grand Café, ante la proyección de L’Arrivée d’un train en gare de La Ciotat
(1895), marcada por el miedo, es también el instante en que se instala –por mucho tiempo, es decir hasta las
imágenes de síntesis y su magia metamórfica – el miedo ante la impresión de realidad. Primer miedo, primer
pedido de principio = nacimiento del cine-espectador. ¿Cómo imaginar que el espectador del Grand Café creía en la
cosa – la entrada de un tren en el Salón Indien? – ¿a un punto tal de sentir miedo? Es creencia y no de la cosa de lo
que podía sentir miedo. Miedo no ante la cosa en sí sino ante la representación misma como cosa: miedo ante la
irrupción, en la pantalla, de lo real de una imagen (16). La impresión de realidad es más una petición de principio,
que un efecto psicológico que el espectador soportará a su costa: está más sobre todo del lado de los síntomas
(sentimiento de lo poco de realidad) que del lado del remedio (la hipnosis).
Estas cuestiones se relacionan con la esencia del cine documental – debiera decir simplemente del cine. El cine no
tiene otro sentido que el de alterar las evidencias de lo sensible – y la ciudad como escenario es una de ellas.
Hacer/deshacer. Deshacer lo visible como creencia en la cosa. Y luego, con ello, volver a hacer.
Uno de los deseos del cine es el de jugar con las negaciones constitutivas del espectador y a partir de allí,
dialécticamente, devolvérselas para decepcionarlo. Por ejemplo: dudar de la demostración de visibilidad (17) de
Marsella, significa poner en causa el automatismo del efecto de lo real, como lo de la ilusión retrospectiva descripto
más arriba.
Toda realidad, todo lo existente, Marsella, por ejemplo, es a la vez más y menos que la suma de sus imágenes.
Existe una pereza del referente (la ciudad de Marsella) que garantiza automáticamente, es decir débilmente, las
imágenes que remiten a ella. Eso puede ser suficiente para lo que concierne a la información (régimen débil),pero
no al cine (régimen intenso). Y eso no es todo: existe una pereza aún mayor de la referencia al referente (imagen =
cosa = nombre de la cosa). No son evidentes, sin embargo, ni el “aquí” ni el “ahora”. Cinematográficamente, el aquí
y ahora no son ni más ni menos que lo registrado por la máquina, imágenes y sonidos vagabundos, no referidos, sin
esto ni aquello; sin techo y sin pan, no tienen ni dirección fija ni etiqueta aclaratoria (salvo si se opta por etiquetarlo
todo en una suerte de paranoia de la designación). Clavar la ciudad con un alfiler como una mariposa, equivale a no
cinematografiarla. Por otra parte a menudo es únicamente el nombre-de-la-ciudad lo que se clava con un alfiler bajo
las imágenes, como una referencia última que podría poner fin a toda ambigüedad. La designación reitera lo visible,
lo cierra mediante una repetición que desgasta al documental. Una prueba de contrario reside en la dificultad de
filmar mapas, planos de la ciudad, nunca demasiado “legibles”, tendiendo siempre a un desorden laberíntico.
Este punto merece un comentario. Dejemos un instante la ciudad para imaginar un profesor de ciencias naturales
que testimoniara la misma ceguera devota en el poder del referente que mostraron y quizás mostrarán aún, esos
espectadores persuadidos de ver en el cine el espectáculo del mundo y en el colmo de la ilusión positiva, alucinando
las imágenes al punto de huir ante el tren de La Ciotat. Imaginémoslo de este modo. El tal profesor no vería
ninguna diferencia de naturaleza entre un hipocampo en vitrina, la foto de un hipocampo y el hipocampo del filme
de Jean Painlevé, L’Hippocampe. Sin embargo, la foto del hipocampo no es el hipocampo de la vitrina tomado en
fotografía. Se trata de la concreción de un estado diferente de la cosa de referencia, estado al cual convendría dar un
nombre (como los Inuit tienen un nombre para la nieve fundida, otro para la nieve dura, etc., que para ellos no son
diferentes estado de la nieve, sino substancias diferentes). Esto es aún más verdadero para el hipocampo del filme
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de Painlevé, el que manifiesta un estado particularmente transfigurado y lúdico del tan antiguo bicho, a un punto tal
que lo veo como un comediante de relieve, imposible de substituir por cualquier otro hipocampo y a la vez como
representación del por siempre hipocampo. (El cine ocupa el lugar de la realidad: más de lo más que real).
Estos tres hipocampos no son por una parte la cosa misma y por otra una o dos imágenes. No se trata de un original
y sus “copias”. Sino tres estados diferentes, inscriptos en conjuntos diferentes (la clasificación de las especies, la
vitrina del naturalista, la historia de la fotografía, la del cine). Y sobre todo me proporcionan signos de tres maneras
diferentes. Cuando observo el hipocampo de un acuario, puedo ver su mirada, pero más difícilmente la mía (a
menos que se refleje en el vidrio). En cambio se trata de un trabajo específicamente de la mirada lo que veo cuando
observo al hipocampo-foto o al hipocampo-filme, dos especies que comienzan por mostrarme que hay mirada y que
en esa mirada está la mía.
Como el hipocampo, el mundo no es, en las imágenes que lo interpretan, ese modelo único, ese “original” que solo
basta con reproducir. Muy lejos de copiar el mundo, la imagen se contenta (lo cual no es poco) con producirlo
como imagen. Ni reproducción ni duplicado, la imagen es evidentemente ese “original” es la inscripción primera
que atraviesa el mundo con su imagen (18). (Me) parece difícil creer (una vez más y para siempre) que por un lado
estaría el mundo, “todo”, de todos los conjuntos reales y posibles y del otro (¿del otro lado del mundo?) toda suerte
de escrituras o de miradas que intentarían positivamente capturarlo (término policial) (19). Que el mundo “ya” está
allí donde está es lo que cada uno se preocupa en asegurarse. Que al artista le es suficiente con “captarlo”,
constituye la ilusión en la que se acuna. El gesto que “aprehende” y la cosa “aprehendida” no están frente a frente y
menos aún en un campo/contracampo. La imagen está en el tapete, es la cosa en-tanto-que-mirada y el cine, trozo
del mundo, está también tomado en lo que se suponía que él debía tomar.
De igual modo que una proyección fílmica no se desarrolla solamente en la pantalla de la sala sino también en el
espectador, en su pantalla mental, el espectador que supone el cine (cuyo desarrollo es más o menos contemporáneo
de la teoría de la relatividad restringida) no está (no solamente) ante un filme, sino en el filme, tomado y desplegado
en la duración del filme, inscripto en la representación – recordemos la forma como el pintor (el espectador) está
inscripto en el cuadro en Velázquez, Manet o Degas. Cada uno de esos pintores inventa la mirada que hará
funcionar su pintura, y consecuentemente lo pintado. Cada puesta en escena cinematográfica inventa su espectador
no solamente para filmar desde el punto de vista de esa mirada imaginaria (y de sus avatares) sino para incluir a ese
espectador imaginario en la mirada de los espectadores reales.
En Marsella, pues, no hay nada que ver (como alguna vez en Hiroshima). Nada que se entrega como una ciudad
entre otras ciudades. Tal es la postulación del comienzo. Necesito entonces (es lo que digo ahora, a posteriori) dar
vuelta ciento ochenta grados la fórmula clásica del cine: “cuerpos en escena…” Imaginar una fórmula más
improbable (“surrealista” ¿más que “realista”?): escenarios que serían tomados en cuerpos que habrían
desaparecido hacia adentro, que se habrían transformado en la instancia, el armado, el motor, la estructura de los
cuerpos. La ciudad con el interior de los habitantes. La ciudad interior. Es exactamente la del cine. La ciudad en los
filmes. El cine que pasa su tiempo poniendo dentro lo que está fuera y fuera lo que está dentro. Transportista
infatigable. Filmar Marsella en el interior de las cabezas, en el interior de los cuerpos de sus habitantes. La ciudad
encarnada, digerida por los cuerpos.
Es así como Voudia Slimani, filmada en una terraza por encima del mercado de pulgas y más allá el puerto, sin que
yo le haya hecho ningún pedido en ese sentido, se sitúa en la postura de quien observa, la mano haciendo visera
sobre los ojos, la mirada allá lejos delante suyo – posa como vigía , es vigía, se ha transformado en vigía, se ha
hecho su imagen más lograda.
Puesto que dura todo el tiempo de la toma, de la escena, ese gesto de la mano que cierne la mirada es un gesto de
puesta en escena (la auto puesta en escena del sujeto en la mirada del otro, en lo que supone -fantasma
inconsciente- de su relación posible con la cámara). Inscribe una forma, es figuración. Esta postura de la mano que
enmascara/protege la mirada es una figura. Y como toda figura, es ambigua. Es claro que hay en ella la marca física
del velo oriental; hay también en ella el gesto del marino, del piloto, la marca portuaria y el barco y la alta mar. Esta
vigía que ve la ciudad, el puerto y hasta el mar que la une a Argelia de donde ella es oriunda, mira también el
movimiento del mundo desde ese palco-observatorio que es Marsella y es también la comerciante de mirada aguda,
que calcula lejanías.
Algo esencial en Marsella (el puerto, la vigilancia, el comercio, el horizonte, la propia efigie de la vigía) se inscribe
en el gesto, es decir en el cuerpo de una de las muchachas de la ciudad. La ciudad se ha hecho visible en el gesto
que ha fundado y que ahora la figura. La ciudad ha pasado al cuerpo y es a través de él, modelándolo, inyectándose
en él, que aparece en el cine, que se deja ver. Hay una continuidad desde el gesto hacia la ciudad, desde el cuerpo
hacia el puerto. Hay una simbolización de una historia colectiva en un gesto individual. Metonimia y metáfora.
Sucede que el asunto de la ciudad filmada se abre sobre la cuestión central del cine (ficción o documental), la del
fuera de campo. A través de todo un juego bascular entre las dimensiones metonímica y metafórica del plano, la
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conjunción disyunción del campo y del fuera de campo permite visualizar en la escritura cinematográfica (allí,
exactamente donde ella se juega para el film y para el espectador) la ambivalencia de la inscripción del mismo y del
otro en el cine. Y es antes que nada por ahí por donde la forma cinematográfica adquiere sentido. La causa del otro
es el objeto mismo de la puesta en escena, es lo que socializa y politiza la lógica del in y del off, la de fuera de
campo, la del campo/contracampo. Es una consecuencia de que la cuestión del otro y la cuestión del fuera de campo
se articulen con firmeza por lo que, tanto en el cine clásico como en el documental, el otro filmado no resulta ni
familiar ni extraño – un poco como entre ambos extremos, a la vez lejano, otro en el mismo, mismo en el otro (tal es
la fórmula humanista del cine, con toda la ambivalencia y la reversibilidad que pone en juego).
Filmar una ciudad replantea (crudamente) la cuestión del sentido: ¿reproducción de lo mismo? ¿Producción de otro?
El cine puede proyectar sobre la pantalla mental del espectador otra representación de la ciudad que aquélla con la
cual el espectador (por otra parte, puede que hombre de ciudad) está más o menos familiarizado y que le resulta
cómoda (¿en cuanto a sus referencias? ¿a sus deseos?) ¿De qué modo el cine podría hacer perceptible otra ciudad
que la que opera en el pedido de cine más arriba descripto? Se trataría sin duda de la ciudad invisible, de la parte
menos visible de una ciudad, una suerte de contra/campo de lo visible.
El ejemplo de Madame Slimani nos permite ver cómo Marsella se hace visible mucho más en los cuerpos que la
recorren, que la organizan día tras día que en los escenarios que ella propone. Tan es verdad que sucede
constantemente en el cine que los cuerpos actúen como escenarios, los lleven consigo, los representen. Es trabajo
del cine producir esta fusión, esta ósmosis del cuerpo y del escenario. Se está en ese juego de báscula, ese régimen
de duplicidad que tan bien desarrolla el cine, entre metáfora y metonimia – la parte por el todo, pero a la vez una
cosa por otra; el cuerpo que vale por el escenario pero a la vez el escenario que se transforma en cuerpo; un trozo de
ciudad para la ciudad, pero al mismo tiempo ese trozo de ciudad como mirada sobre la ciudad...
Si el cine es una física – asunto de cuerpos en desplazamiento donde se sitúan trozos de mirada, móviles animadas
en el tiempo y el espacio – esta física cinematográfica es relativista: se trata siempre de un espacio-
transformandose-en-tiempo, de un tiempo transformándose en experiencia – es decir en mirada. Lo que se muestra
vale por lo que no se muestra, pero al mismo tiempo, lo que no está filmado está en lo que sí está filmado. Todo
cuanto se inscribe vale por lo que lo precede (metonimia), que expulsa o borra y por ello una parte de lo visible se
hace invisibles (fuera de campo). Mientras tanto ese invisible fuera de campo frecuenta lo visible del campo. Y más
aún - doble eco - ; esa parte de invisible que se encuentra en el centro de lo visible (del cuadro) atrae al otro
invisible, el fuera de campo, ahora como otro del cuadro – y no como conjunto que engloba en el que el cuadro se
quedaría con una parte (20).
La parte extraída del conjunto que la contiene y que contiene además la máquina que realiza la toma (la cámara), es
el modo panorámico. El panorámico parece hecho para filmar el escenario urbano (dioramas y panoramas
precedieron de lejos al cine (21)) Sin embargo pone continuamente en acción una suerte de negación del fuera de
campo. La cámara gira sobre su eje para describir un círculo o una porción de círculo, el cuadro recorre al mismo
tiempo un paisaje, descubre una situación cuyo extendido desborda todo campo fijo. El cineasta podría elegir
recortar, es decir declinar variaciones de punto de vista que desplieguen el sujeto, dividan el conjunto en sub-
conjuntos. Puede también elegir un único punto de vista como centro del panorama y privilegiar así la continuidad
del movimiento, es decir la unidad del conjunto. En Marseille de père en fils – única excepción al postulado que
quería que de Marsella no hubiera nada que ver – un panorámico tomado desde una terraza de la calle Sainte-
Catherine hace desfilar el caos de la ciudad, del Viejo Puerto hasta la estación de trenes Saint Charles.
Circular, regular, continuo ese movimiento garantiza firmemente la impresión de una homogeneidad, de una
continuidad, de una regularidad semejantes del espacio barrido. Contigüidad = continuidad. Lo que nos dice la
panorámica es que el fuera de campo que constituye no puede sino transformarse en campo sin separación ni
obstáculo. Que cada fracción de espacio sucesivamente encuadrado porque se desliza desde el fuera de campo al
campo reconoce su identidad de naturaleza con la fracción precedente. La homogeneidad del movimiento no
elimina por supuesto las variaciones de corte del caos urbano marsellés, pero las alisa, nos dice que ese caos
cambiante es el de una misma ciudad. Pertenece a un conjunto coherente. Lo cual remite a establecer un cierto
punto de vista sobre Marsella. La diversidad, la disparidad de la ciudad no pueden nada contra la fuerza del mismo
retóricamente afirmada por un trazo de escritura. Es en suma el mismo espacio-tiempo unificado y entero hasta en
su desorden, que se desarrolla bajo el gesto de la cámara. El panorámico conecta próximo a próximo, mismo a
mismo. La disciplina del movimiento llega a poner en la misma relación todos los elementos que encadena
(metonimia) en desmedro de su diversidad, borrada. ¿Haría falta quizás preguntarse en qué medida esta sucesión de
imágenes, o mejor, esta única imagen dilatada, continua y coherente, podría ser justa y si hiciera falta, aceptar que
asperezas y relieves de la ciudad fuesen a tal punto anulados por la monotonía de la forma panorámica, máquina
para producir semejantes? Preguntarse luego si el fuera de campo marsellés no es más heterogéneo, menos
disciplinado, más retorcido que ese fuera de campo perfectamente controlado que fabrica la panorámica a medida
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que se desarrolla. ¿Cómo traer otro al mismo? ¿Cómo redividir la unidad de esa imagen? Mediante el otro de la
imagen, el sonido. Sobre el movimiento que parecía englobar la ciudad, que lo planteaba como unidad, con Annie
Baudry hemos hecho venir, montar, mezclarse todo un collage de sonidos y de voces de la ciudad, en lucha unos
contra otros – el llamado a la plegaria musulmana, por ejemplo contra el cántico católico. El sonido atraviesa la
imagen, la perfora, la agujerea. Se inscribe directamente en el tiempo, escapa al espacio. Induce una transversalidad
que viene a cerrar la linealidad horizontal de la panorámica, a revolver la continuidad espacial tramposa impuesta
por un movimiento de esencia metonímica – de próximo a próximo , de vecino a vecino, del-mismo-al-otro-como-
mismo-próximo. Trabajado, alterado por el sonido, el fuera de campo calibrado de la panorámica cambia de signo y
bascula hacia una apertura. La ciudad recupera su dimensión paradójica. Del campo al fuera de campo abrazados en
la misma sucesión, se pasa de un mundo al otro, el otro-que-no-es-el-mismo, la heterogeneidad surge a través de la
uniformidad.
Lo que inscribe en el conjunto (imagen + sonido) es siempre otra cosa (más o menos) que “lo visible”, es entre
otros, la conexión de lo visible y de lo invisible que pasa, es claro, por la articulación-oposición del in y del off, pero
que no se limita a ella. En el in también hay invisible; en el off, visible. Es eso lo que el cine “ve”. Una mezcla de
presencia y ausencia, de abierto y cerrado, de aparente y de escondido. Encajes, doble fondos, estratificaciones –
ficciones. Toda esta ambigüedad está en el corazón de la ciudad, es lo que le da forma.
Otro ejemplo, el de Zhora Maaskri.
Madame Maaskri incorpora Marsella de otra manera. Aunque musulmana, no deja de subir las escaleras de la
iglesia Notre Dame de la Garde en cada ocasión importante. El antiguo gesto del peregrinaje, ese “sacrificio” de la
subida hasta de rodillas, por el cual la ciudad se ofrece a la Santa Madre, se reproduce en el cuerpo de una mujer
formada en otra religión. Ese cuerpo que padece escalando los peldaños monumentales concluye, en realidad en la
carne Y la piedra, el cuerpo de nubes, borroso, reluciente, móvil, obscuro, de un sincretismo religioso que flota de
un borde al otro del Mediterráneo. Esta imagen atrapante – múltiple, confusa, cambiante –es exactamente la de
Marsella. Un crisol, un palimsesto (la ciudad es un palimsesto). Esos mil peldaños de Notre Dame de la Garde se
transforman en otras tantas marcas de la leyenda de Marsella en el cuerpo de una madre marsellesa.
Filmar una ciudad es filmar gestos que pasan o no pasan, que se hacen o no marcas. Uno piensa en las fotografías
de Atget: esos paseantes de los que no queda más que la marca de su paso. Exactamente lo que se produce con la
toma cinematográfica: en cada fotograma, el pasante es sólo una marca, una luz que escapa, borrosa.
De inmediato, Madame Maaskri me dice, cuando la encuentro, hasta qué punto ella reivindica ese peregrinaje. Esa
dura marcha tiene sentido para ella. Se trata claramente de un acto de conciencia (estamos en las antípodas de la
postura emblemática pero inconsciente de Madame Slimani). Se trata de un relato. El gesto no tiene enteramente
efecto si no pasa, después de hecho, por el relato de la experiencia. Como sucede que el relato de Madame Maaskri,
fundador de su pertenencia marsellesa, converge con el propio relato de la ciudad de las cien comunidades, procede
de ella y en ella se teje, flor en la trenza y que por otra parte, como todo relato, incursiona en el terreno de la mezcla
de tiempos, se puede comprender de qué modo esa mezcla de registros (la leyenda de la ciudad y el destino de la
mujer) desemboca en una mixtura de tiempos – ayer, hoy, mañana- que por sí solo termina con las distancias entre
personas y culturas. Es a lo que apuesta la narradora: esta relación y esa relatividad de tiempos. Relato conjuratorio
de un gesto propiciatorio, la ascensión sacrificial (metáfora social) adquiere el sentido de lo que ha podido recuperar
la memoria de los sufrimientos pasados: “entonces, dice, subí hasta allá arriba…” Cumbre tanto como zócalo, la
ciudad juega a la vez como meta y como medio y por momentos en futuro, por momentos en ante-futuro, adopta la
forma del sortilegio tanto como la del deseo. Madame Slimani dejaba ver no el espacio sino el poder de la mirada
para atravesarlo; Madame Maaskri deja ver la resistencia del cuerpo y su capacidad para atravesar, mezclar, abrazar
los tiempos.
En un caso como en otro, el filme registra los gestos; los hechos, sin subrayarlos, sin comentarlos. Se trata sin
embargo de una grabación. Algo había sido escrito, se escribe, se está escribiendo, lo cual es registrado, es decir re-
escrito, mediante la combinación de la máquina cinematográfica, de los seres humanos quienes delante o detrás de
ellas, la hacen rodar luces, sombras, movimientos.
Inscripción y registro que, anudados al ser mismo del cine, son precisamente lo que es evitado, rechazado,
expulsado y entonces al mismo tiempo temido y deshonrado en la composición sintética de la imagen numérica.
Son los azares de lo real que no resultan simulables y que faltarán a la representación sintética. En tanto adhiere al
accidente de su relación con las cosas, la mirada del sujeto humano es portadora de confusión y de ceguera. Se
puede temer que el aspecto sintético de la imagen no se transforme en sintético de la mirada. ¿Producción de una
mirada de síntesis? ¿En qué momento habrá que mencionar el término “político”?
La física cinematográfica registra pues toda la física de las marcas, aquí las de la ciudad en los cuerpos. Este
registro no es pasivo, como no lo es la inscripción de una impresión en una placa sensible (22). ¿Cómo podría
suceder que las marcas de la ciudad no estuvieran en los cuerpos de quienes la viven, y esto desde mucho antes que
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el cine llegara a unirse a unos y otra? Sin embargo es su registro cinematográfico lo que los produce como
fenómenos sensibles, como hechos de percepción, y que los hace transitar, eventualmente, por la dimensión de lo
visible. Estamos en la torsión infinita de una banda de Moebius: todo cuando es filmado ha tenido lugar, pero es en
el filme donde eso tiene lugar. El presente necesario de la “toma” del rodaje, se reproduce en la proyección como
nuevamente presente. En el rodaje, es la presencia simultánea del cuerpo del personaje (por ejemplo) y de la
máquina cinematográfica; es su relación lo que crea presente. Durante la proyección, es evidentemente la presencia
simultánea de un espectador y de un filme, es su relación lo que nuevamente crea presente. Lo que ha tenido lugar,
vuelve a tener lugar. No se trata de una simple repetición, se trata de una nueva oportunidad, tantas nuevas
oportunidades cuanto encuentros entre filme y espectador se produzcan. André Bazin acuñó una excelente
definición: “arte del tiempo, el cine tiene el privilegio exorbitante de repetirlo” (23); se podría (quizás) completar la
frase diciendo que lo que repite lo repite siempre por primera vez.
Inscripción de la ciudad sobre la ciudad: la ciudad palimsesto. Las marcas se han hecho textos, que a su vez se han
vuelto marcas para otro texto. La inscripción cinematográfica viene a relevar las inscripciones ya formadas y al
mismo tiempo las despierta, las vuelve activas. Por otra parte se podría de igual modo invertir la propuesta, seguir el
trayecto inverso y simétrico y es lo que hace el filme de Dominique Cabrera Chronique d’une banlieu ordinaire
(1992) que despierta las marcas borradas de la vida pasada en las torres del Val Fourré y despertándolas las borra
nuevamente a la manera como una estrella fugitiva cansada de haber quemado el aire que la resiste. Lo que huye es
el tiempo. La película también huye en la caja de la cámara, pero huye a rápidos tirones de un veinticuatroavo de
segundo. El presente cinematográfico es pues una relación entre dos movimientos de diferentes velocidades.
Resultaría erróneo entonces hablar de movimientos “sincrónicos” sólo a causa del paralelismo: si bien las
duraciones son iguales, las velocidades son diferentes; un segundo de filme será siempre cortado en veinticuatro
segmentos fotogramáticos separados por otras tantas pausas opacas, es decir otras tantas duraciones sin imagen. Lo
visible de un segmento cualquiera de filme sobre una pantalla es entonces una amplificación, una enfatización (con
lo que hace falta de componente histérico) de la marca fotogramática del segmento correspondiente, registrado
sobre película.
El tiempo ha hecho pasar, migrar, las marcas de la vida, de la habitación, del vivir juntos del exterior de los cuerpos
(lugares, corredores, departamentos, muros, escenarios, papeles pintados, paisajes vistos desde balcones) al interior
de los mismos cuerpos, en las memorias, la palabra, el relato, la historia, la fábula. El cine comienza por filmar el
hecho consumado de esta primera migración. Además no tiene otra elección, puesto que en lo que era antes un lugar
de vida, no hay para filmar otra cosa que las débiles marcas de esa vida apagada. Pero en cambio el cine puede
filmar lo que regresa; filmar a quienes vuelven por un instante y se reinstalan en sus marcas. Algunos viejos
habitantes de esas torres vuelven pues con el filme a los lugares de su juventud.
Es ese regreso de los vivos lo que despierta viejos fantasmas y al mismo tiempo hace aparecer antiguas marcas que
se ven como tales, como marcas. ¿Qué sucede? Yo filmo necesariamente en presente; existe siempre una exacta
coincidencia entre el cuerpo filmado y la máquina que lo filma. Por otra parte, esta coincidencia hecha de la
concordancia estrictamente accidental de renguera y pasos en falso, no es “simulable” por la imaginería numérica,
entre otras cosas porque serlo, significaría pagar caro (demasiado caro) un efecto de manierismo.
El presente del acto de filmación es pues aquí, el presente del regreso del pasado. Ese pasado vuelve tres veces. En
los cuerpos de los habitantes que, jóvenes o viejos, ya no tienen por supuesto la edad del tiempo en que vivían allí.
En el relato de “como era ayer” (que al mismo tiempo nos dice: “érase ayer, érase una vez…). En las marcas del
ayer, por fin, ya sea que busquen, identifiquen, reconozcan o no. En presente, el filme registra tres veces el regreso
del pasado. El tiempo escapa, pues, pero no de la misma manera para esos cuerpos y esas palabras que son filmados
en el departamento que en otro tiempo ocuparan y por la experiencia de conciencia que cada uno de los personajes
ha sido llevado a vivir por el dispositivo del filme – por el filme, en vista del filme. En el presente del registro
maquinístico de los cuerpos y de las palabras que ocupan los lugares desafectados, el tiempo se llena del deseo de
habitar el ámbito y el filme, aquí y ahora. Hay un gozo de los personajes del regreso, acompañados además por
lágrimas y pequeños gestos de éxtasis. Haber regresado allí donde ya no se vive y que ese regreso se registre para
ser repetido resulta una afrenta a la muerte, como si se la rozara o se la desafiara sin ceder ante ella (no olvido de
qué manera ese embalsamamiento de los cuerpos, inscripto en la ontología del cine por André Bazin (24) vale para
el cine dicho “amateur”, donde se trata explícitamente de resistir al tiempo que pasa o de gozar por estar aún allí y
poder decir “el tiempo pasó…yo no”, dos variantes de una misma actitud). Es en efecto, la muerte lo que merodea
en esos travellings sobre bocas de sombra en la insistencia del motivo del suicidio. La muerte aparece en los vacíos,
en los huecos del decorado donde golpea la luz, en los vértigos que los balcones dominan. Está en las brechas (los
intervalos) que la puesta en escena subraya. Pero el ascenso del gozo del presente (el del filme y el de la vida
coinciden plenamente), hace aparecer el relato del pasado, triple, como decía, por los cuerpos, las palabras y las
marcas, no como el objeto del filme, sino como instancia de su mecanismo. La cuerda del pasado hace vibrar los
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cuerpos del presente. La anamnesia se vuelve más presente del relato que relato del pasado. Una vez más el cine
sólo desea los signos del deseo (ver más arriba). El pasado regresa para ser quemado aquí y ahora, es decir cuando
la máquina actúe. Y es en ese sentido como el filme renueva las marcas para borrarlas ante nosotros. El gesto que
aquellas marcas renuevan, los cuerpos que las llevan consigo, dejan a su vez nuevas marcas y estas nuevas marcas
adquieren una mayor intensidad simplemente porque se producen en mi presencia. (25)
Tocamos aquí, sin duda, un límite (documental) del cine. La inscripción cinematográfica fabrica una nueva
memoria, diferente de la memoria que la narración del filme ha tomado como punto de partida y que ahora el filme
confunde, distancia, empuja al olvido. Olvido e inscripción avanzan con paso semejante. El trozo de ciudad que
vemos en Chronique d’une banlieu ordinaire está siendo destruido. Va a serlo desde el exterior mediante una carga
de dinamita que eliminará las torres condenadas. Desde el interior ya ha sido destruido con el abandono de las
mismas por quienes fueron sus habitantes. Salvo, y es por ese lado por donde la ciudad filmada se separa, una vez
más, de toda ciudad vivida, salvo, decía, por el júbilo (al final de cuentas…) de los cuerpos de sus ex-habitantes,
que vuelve a hacer circular el afecto por el lugar donde se ha vivido, en el momento mismo en que se agota el
tiempo de vivir en él. Aquí el cine no juega el juego del discurso social. Allí donde la sociedad ve solamente
derrota, ruina, remordimiento y muerte, el cine inscribe deseos que están lejos del agotamiento. El saqueo no tiene
lugar, o mejor dicho, tiene lugar pero en otra parte, fuera del filme y sin él. Inclusive la implosión de las torres que
se desploman sobre sí mismas en un ralenti de cine de arte, aporta una gota de gracia del (último) movimiento a la
última mirada. Existe una resistencia ontológica del cine con relación a cuanto, ante la muerte, perdería toda forma
de fascinación; a cuanto dejaría ante ella de ser una posibilidad de mirada y de signo, aunque fueran los “últimos”.
Se trata de la misma forma de distorsión que se observa en una secuencia de Marseille, de père en fils”, la de la
“confesión de Milou”. De los dos cuerpos que trabajan, no solamente ante ella sino para ella – los de Charles Emile
Loo (“Milou”) y Michel Samson – la cámara traduce otro cuerpo. Dos cuerpos se transforman en un único tercero?
No enteramente: lo que se ve, lo que se hace visible por el movimiento de los cuerpos, el movimiento de la puesta
en escena (travelling hacia atrás) y el movimiento propio de la cámara (paso brusco de una imagen a otra), es más
bien, es exactamente, lo que sucede entre esos dos cuerpos, lo que producen juntos al ser filmados juntos. La
situación remite a una de las grandes categorías del cine documental, de la cual di aquí algunos ejemplos: el de la
narración del pasado inscripta en presente. Pero esta vez, el relato se organiza a partir de lo visible de una reacción.
Milou habla a Samson, quien no está detrás de la cámara ni al costado de la misma, sino junto a Milou, filmado con
él mismo, al mismo tiempo que él, a su misma distancia.
La más frecuente situación de la palabra en los documentales (incluidos los míos) es la calidad del narrador – no
sabemos exactamente quién es –; de quien está con la cámara, junto a la cámara , detrás de la cámara, y que plantea
las preguntas, preguntas a veces mudas y a menudo borradas en el mixage. La puesta fuera de campo del
destinatario no constituye su puesta fuera de escena. Sigue siendo él el embrague de la narración (quien pregunta,
quien escucha). Sin embargo su retirada llega a transformar la realidad del diálogo en un monólogo imaginario. Se
instala entonces una confusión entre ese destinatario “ausente” – el hombre que está detrás de la cámara, que puede
en cualquier momento transformarse en quien hace los encuadres o en director de puesta en escena, que quizás haga
las preguntas especializadas y necesarias - ; la misma cámara (fuera de campo pero no fuera de escena) y, tercer
punto del triángulo, el supuesto espectador en la otra punta de la cadena y cuyos dos vértices precedentes son una
suerte de representación anticipada. Como es necesario una escucha para cada palabra proferida, el conjunto de esta
escucha fuera-de-campo-pero-no-fuera-de-escena, real y potencial, juega un papel estructurante en el relato filmado
y determina en gran parte la puesta en escena, por el propio narrador del trayecto y del destino de su narración:
miradas, mímicas, movimientos, etc.. Una tal confusión parecería condenable si su finalidad no fuera, justamente,
molestar a la asignación de un lugar – y sólo de uno – al destinatario último de la narración, el espectador. Como el
narrador, en realidad, no sabe realmente a quien se dirige - a la cámara, al operador, al ingeniero de sonido, al
director, eventualmente a quien pregunta, y seguramente al espectador quien, físicamente, está ausente de la escena
- la organiza simbólicamente y resulta de todo ello una confusión de dirección que repercute del narrador en la
escucha del espectador. Cuando quien enuncia no sabe exactamente a quién y por qué lo hace, termina por dirigirse
a sí mismo transformándose en su propio auditor. Redoblamiento que incorpora el monólogo y al mismo tiempo le
trabaja y lo atraviesa con un diálogo imposible. El sujeto de la palabra filmada, privado de la referencia securisante
de un auditor asignado a residencia fija, se encuentra en la obligación de inventar inmediatamente el dispositivo de
escucha que permitirá su palabra. Es así como se forma entre otras puestas en crisis, la necesidad de una auto-puesta
en escena del personaje.
Ahora, el narrador y el destinatario de la narración están juntos en el campo, lado a lado, ante la cámara; avanzan
hacia ella sin premura, passegiata por el puerto.
El destinatario in de la narración (Samson) ocupa aquí un lugar doblemente metonímico: es el amigo íntimo,
acompañante del narrador; es al mismo tiempo, uno – filmado – de los destinatarios del relato, los espectadores del
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filme, cuyo destino no es el de ser filmados, aunque sí el de ser inscriptos en el filme a través del dispositivo de
puesta en escena (lugar del espectador). Es decir que él es la figura-relevo del espectador en el filme. Pero ese
relevo lógicamente justo no aparece físicamente de manera fácil. Por una parte, el cuerpo de Samson le pertenece y
no se confunde como el mío, espectador. Luego, el conjunto de reacciones de ese cuerpo (cuando digo” cuerpo”
quiero decir ese “todo” del cuerpo que la cámara filma con un solo movimiento, exterior e interior, cuerpo y alma,
visible e invisible), excede necesariamente toda reacción imaginable o proyectable de parte del espectador. El
cuerpo filmado responde al cuerpo inhibido del espectador. Sucede que todo ese largo plan/secuencia (cinco
minutos de travelling hacia atrás en un muelle de La Joliette, a lo largo de un car-ferry argelino) el juego (el cuerpo)
de Milou y el de Samson divergen, poco a poco pero cada vez más netamente y es lo que la cámara filma
principalmente, esa divergencia se profundiza en el seno de la proximidad no iniciada. Separación que representa
una torsión (para no decir una perversión) de la relación de los dos hombres, y de la relación, a través de ellos, que
el destinatario (el espectador) mantiene con el desarrollo del relato. Yo decía más arriba de qué manera el presente
del acto cinematográfico borraba las marcas del pasado en el momento en que se lo revelaba (recordamos la
secuencia emblemática de Fellini Roma: en el segundo en el que la mirada, primero la de la cámara, lo descubre, el
fresco descubierto cae hecho añicos al suelo). En el mismo presente de la inscripción cinematográfica se registra
aquí el fracaso del relato del pasado venido a atormentar el presente, en cierto modo a re-escribirlo, y este fracaso
tiene un sentido político. Esto no funciona bien; algo no funciona. Pero ¿qué?
¿Qué nos dice Milou? Que la ciudad le ha pertenecido y que no se debe dar fe a las (pobres) apariencias; que la
ciudad sigue perteneciéndole. Le pertenece en el sentido del control político (sin embargo desgastado) y finalmente
de la manera menos refutable posible le pertenece en la medida en que ella lo habita, que ella es su cuerpo, que se
ha transformado en el movimiento, el ritmo, el latido de su cuerpo. Menos una encarnación que una incorporación.
Un asunto de cámara, pues.
La subida al cielo de Madame Maaskri nos mostraba en qué medida, en cine, juega el cuerpo. El cuerpo de Milou,
se transformó en el “todo” Marsella. Es así al menos como Milou lo plantea y lo adelanta a través de su juego, de su
trabajo de comediante, a través de la interpretación de su relato. En la duración del plano/secuencia –que solamente
permite ver el origen y el destino de las figuras – aparece y se impone el parecido de ese cuerpo con una cierta
“imagen” cultural del marsellés, de la caricatura de un marsellés procedente de algunas películas de Marcel Pagnol
transformada en marca de fábrica de la ciudad. Milou expresa cierto aire de compromiso al son de la música del
buen sentido. Si lo hubieran escuchado, a él, Milou, ¡no estaríamos como estamos…! Sólo que la cosa no funciona,
ni siquiera si hubiera sido verdad lo que dice. El relato no llega. De inmediato esta dificultad en llegar es registrada
– iba a decir “sentida” – por la máquina, la que se convierte en nuestro sentimiento de la escena, en la que se
agudiza el poderío crítico de la mirada que se abre camino a un sentido diferente del que toma cuerpo en el relato.
Presentándose a sí mismo como indispensable mediador de una negociación corneliana, el narrador no consigue
impedir que su relato sea escuchado por Samson como una broma o hasta como una fanfarronada. A esta altura del
filme surge bastante claramente que Samson sabe más que nosotros, espectadores, de la historia y de los personajes
que la viven – la muerte de Gaston Deferre, tantos años Intendente de Marsella y el “crimen” imputado a Michel
Pezet. Es lo que se espera de un investigador. Que sepa de sus investigaciones, más que el espectador o el lector. Y
como nosotros sabemos que él sabe más que nosotros, su figura se cubre de un prestigio cierto y misterioso, suyo es
el acceso al enigma, el desafío a la esfinge.
A partir de ese momento ¿con qué nos encontramos? Con un desdoblamiento de la escena. La puesta en crisis de
una enunciación en lo que hace a los sentidos diferentes que alcanzan a los dos sujetos que la constituyen, el uno
con su palabra, el otro con su escucha. El jesuítico monólogo de Milou sobre la manera de matar al padre sin
molestar a nadie, provoca en Samson, que lo escucha, un malestar que crece, se expande, desborda, se manifiesta,
gesticula y por esas vías llega a nosotros y nos contagia. Se trata de un cierto cuerpo afirmado y encargado de
representar la ciudad, que choca ante nuestros ojos contra otro de la misma ciudad, como otra imagen de la ciudad
sordamente ocupada en minar la primera, en oponerse a ella, en rechazarla. Dos “Marsellas” se enfrentan en un solo
plano que dura el tiempo suficiente para hacernos entrar en el duelo. Dos visiones de la ciudad, una que hace subir
el tono de la fábula, otra que no cree en ella y que mediante una suerte de resistencia física, devuelve el enunciado a
las condiciones de su enunciación. Juntas, la mirada ciega y la de quien ya no puede serlo. El cuerpo de Samson
funciona como analista de todo cuanto quiere representar el cuerpo de Milou.
Por haber conversado abundantemente con Samson sobre la situación, creo que tanto por la duración del plano,
cuanto por la atención prestada a la vez al número de Milou y a los no menos virtuosos del responsable del encuadre
y del técnico de sonido (26), que esta situación le resultó a tal punto difícil que a su pesar - quiero decir sin que
siquiera se lo propusiera, ni lo pensara en ese momento - su cuerpo se apartó del diálogo con Milou para establecer
un diálogo particular con la propia máquina. La máquina registró con su indiferencia mecánica, lo que la puesta en
escena no había previsto pero a la cual ella había por lo menos proporcionado una escena, un bloque de
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espacio/tiempo. Así, registró la divergencia de dos cuerpos, su separación creciente, el cese progresivo de toda
complicidad, el alejamiento en el seno de la proximidad – la hostilidad de un espíritu marcado por la reticencia de
un cuerpo. Entramos en este punto en el dominio aún opaco de la cinegenia. ¿De qué manera la máquina
cinematográfica, sin que nadie la impulse particularmente (27), establece justamente esa mirada de nadie que se
habrá de transformar en mirada y conciencia del espectador? Habrá sido necesario un travelling hacia atrás, una
larga duración, una cámara que filme, un sonido que se grabe, hombres que filmen retrocediendo, otros que actúen
avanzando, por fin toda la suerte que marcha con las alas del azar y que durante toda esa ruta recorrida, ningún
incidente nos detuviera; en una palabra habrá sido necesario un filme para que una disociación , una violencia del
sentido, real pero latente, abstracto, político, fuera activado y basculara de lo invisible a lo visible. Digámoslo de
otra manera. Quizás haya sido necesario que una puesta en escena fuera sorprendida en falta (aquí por uno de los
dos personajes que a la postre resultó cómplice, Samson) para que un sentido diferente apareciera; diferente del que
se había imaginado, del que se había preparado para la escena; sentido que partía del dispositivo de una situación de
confidencia cercana a una cierta connivencia, aunque solamente lo fuera a través de esos dos cuerpos obligados al
mismo desplazamiento, con el mismo paso, encerrados durante largos minutos en la misma caja espacio-temporal.
Este nuevo sentido, surgido de la alteración del sistema (una vez más, lo que en el cine corresponde al orden de la
alteración, del azar, escapa al simulacro a la síntesis simuladora) acompaña como la sombra a la luz, la torsión a que
la máquina obliga a nuestra mirada. Ya no es posible mirar a Milou sin ver el vacío que abre en él la creciente
desaparición de Samson, ausente por el mismo hecho de su presencia. De igual manera que la escena, la mirada del
espectador se divide. Una línea suplementaria llega luego para hacer saltar nuevamente la bola de billar. Esta nueva
superficie de rebote (Samson) incita quizás al espectador a abrir su juego, a mirar hacia otra parte, a despegarse de
lo que hay de transitivo en la acción de seguir la palabra filmada – lo invita quizás a salir del engaño de una
”comunicación” directa y sin tapujos con el personaje…
Si es verdad que, “tratando de representar la ciudad como un todo, tendiendo a la universalidad de una experiencia,
cuando intenta representar la ciudad, el cine encarna la tradición de la vida, nunca su modernidad” (Venturi), se
puede invertir propuesta y preguntarse si la ciudad, cuando toma conciencia de su representatividad, no sólo como
una potencialidad (poesía) sino como una obligación (publicidad), no desea hacerse representar ante todo por ese
cine que mantiene precisamente el sentido de una unidad, de una tradición ya perdida. Sería el pedido de este tipo
de cine el que sería sobre todo producido por la ciudad. Soldar fragmentos. Recuperar sentidos. Reconstruir lazos.
Antigua misión del cine, también ontológica – y de la cual el cine de hoy tiene algún problema para desprenderse
puesto que el mismísimo primero de los modernos, Rossellini, lejos de enfriar, de alejar o de superar la cuestión del
hombre no ha hecho otra cosa que llevar a su mayor intensidad de sufrimiento la tensión humanista que está en el
corazón mismo del cine. Es quizás por otra parte para quitarse de encima esta carga humana que el nuevo avatar de
la representación, el numérico, comienza por programar la desaparición del “cuerpo real” del actor ante lo “real de
la cámara” (si se me permite decirlo así). No solamente menos cuerpo, o sea menos realidad menos azar, menos
accidentes, menos problemas, y consecuentemente aún menos defectos y menos suciedad – sino que también menos
presencia. (Religión perfecta: sin cuerpo y sin materia. Puro espíritu en el éter cibernético). La co-presencia de los
elementos – lo que llamamos la escena – ya no es necesaria, o sea que resulta obsoleta. Es decir que el poder del
cine era el de dar un efecto de realidad a la ilusión, un efecto de presencia a la ausencia, un efecto de actualidad al
pasado. Esas oposiciones indican una dialéctica: cada elemento supone su contrario, la ausencia supone la
presencia, etc…exactamente como el in y el of a la vez se oponen y se completan. ¿ Qué sucede cuando todos los
elementos de la escena (cámara comprendida) están físicamente ausentes, cuando la escena entera es virtual?
Extrañamente, se encuentran en el mismo plano (de ausencia, de virtualidad) y colocados del mismo lado (hay sólo
uno) toda una serie de elementos fílmicos (actores/técnicos; luz/película, in/off, etc) que en el cine no podían estar
– todos - del mismo lado al mismo tiempo. . Se produce una pérdida de articulación.
Insisto en la grabación del cine. Sería sin embargo engañarse si confundiéramos lo que pertenece al orden de la
esencia (el registro como inscripción, como escritura) y lo que es más bien una función de registro más o menos
bien hecha por el cine. “Carácter único del cinematógrafo, escribe Helmut Färber (28): de poder preservar, en cada
toma que se transforma en un plano interior de un filme, al mismo tiempo algo que era y que está allí aún sin esa
toma; y el cinematógrafo no lo muestra, sino infinitamente más: lo hace escuchar, ver, (...) El cinematógrafo...no
puede salvar la realidad exterior; no puede producir una habitabilidad del mundo. Por él alguien puede recordar que
la tierra ha sido habitable, que la tierra existe aún. Mediante el cinematógrafo alguien puede tratar de ver, dar a ver,
en que estado se encuentra la tierra actualmente. “Esta constitución de la mirada y de la memoria, este despertar de
marcas de las que el cine lleva consigo la urgencia desde el comienzo mismo, los creo capaces de empujar más allá
del límite de Farber, de llegar hasta a salvar esta “realidad exterior”. No solamente el cine deja “ver” lo que no es
visto o ya no se puede ver o quizás nunca ha sido visto, sino que siendo creación después de haber sido celebración,
resucita - de algún modo “salva” - mediante la mirada lo que está al alcance de nuestros ojos y ya no vemos o nunca
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vimos, retiene mediante la mirada lo que está desapareciendo ante nuestros ojos, o nunca ha estado allí. “Salvar”
significa aquí hacer existir en un film. Ese “algo que estaba y que está allí aún sin esa toma” se ha transformado,
para mí, espectador del filme, primero, ante todo, y quizás con exclusión de todo lo demás, en marca en este filme.
La cosa “salvada” por el filme puede perfectamente estar perdida en el mundo, poco importa, seguirá viniendo en el
filme, en cada proyección. (Siempre los giros y contragiros de la banda de Moebius.)
Jean François Lyotard: “Puede que toda gran pintura exija que lo visible sea sacrificado a fin de que sea otorgada a
los ojos humanos, la gracia de de ver lo que no ven” (29) La fórmula parece hecha para el filme de Robert Bober,
En remontant la rue Vilin. Ya nadie recorre la calle Vilin, excepto el filme. Y recorrer la calle Vilin significa recorrer
el tiempo. La calle Vilin desapareció de la ciudad. Reaparece en un filme y se trata a la vez de un renacimiento y de
una mortaja. Esta calle desaparecida que el cine vuelve a traer a la memoria, es resucitada no como un lugar vivo,
sino como una calle muerta. Lo que regresa con el filme es la muerte de la calle Vilin. Sólo se nos aparece visible
en su desaparición, calle poco a poco vaciada de sus habitantes, desertada, transformada en terreno vago, baldío,
vestigio. Transformada en el revés del escenario. Cuesta imaginar que un filme pueda mostrar solamente un
escenario (una ausencia de escenario) sin los cuerpos que habitualmente se mueven en él – calle desierta, calle
muerta, calle maldita…Se trata de la calle Vilin. Y cuando los cuerpos ya no están allí para hacer señas a la plaza de
los signos ausentes, sólo los fantasmas regresan. El de George Perec – nacido en la calle Vilin. Antes de ver el
filme, había regresado a ver la calle (de 1969 a 1975, a causa de un libro jamás escrito titulado Les Lieux) y había
marcado sus transformaciones. “Lo que espero de ella, escribe en Espèces d’espaces en 1974, no es otra cosa que la
marca de un triple envejecimiento: el de los propios lugares, el de mis recuerdos y el de mi escritura.”
El filme comienza con una serie de preguntas, las del mismo Perec (que por otra parte anticipan la mayoría de las
preguntas planteadas en este texto): “¿Cómo describir? ¿Cómo contar? ¿Cómo mirar? ¿Cómo reconocer un lugar?
¿Restituir lo que fue? ¿Cómo leer esas marcas? ¿Cómo captar lo que no se muestra, lo que no ha sido fotografiado,
archivado, restaurado, puesto en escena? ¿Cómo recuperar lo banal, plato, cotidiano, lo ordinario, lo que sucede
todos los días?” (30) En respuesta a estas preguntas el filme emprende, en efecto, una descripción libre, comentario,
fotos – de la calle Vilin. Pero de inmediato el narrador hace notar que “ antes de la guerra se filmó (en la calle Vilin)
un filme con Harry Baur. Más tarde se filmaron también Casque d’Or y Jules et Jim y el plano final de Un homme
qui dort.” Es decir mucho, pero no suficientemente, se trata sólo de una descripción posible (31) de la calle. Otra,
que pasa por la foto, es propuesta inmediatamente después de ésta que pasaba por el cine. Esta nueva tentativa de
descripción comienza por hacer desaparecer la calle de las casas enterradas bajo los canteros de un jardín público,
proporciona la lista de los árboles plantados, muestra las flores, los niños y las pendientes con césped que disimulan
a la mirada, durante largo tiempo, la marca de la calle desaparecida. Es que aquí está enterrada la propia marca.
Solamente queda la memoria, una memoria del lugar que sin duda llevan consigo los hombres, los habitantes de la
calle, que aún permanecen con vida, aunque no es a ellos a quienes busca el filme; a diferencia de lo que sucede en
esa especialidad documental que constituye la búsqueda de sobrevivientes o de quienes regresan a un lugar, se
busca aquí testimonios puede que más frágiles, legatarios más inciertos, simples imágenes – y no exactamente las
de los filmes ya mencionados, sino fotografías que representaron a la calle Vilin en diversos momentos de su ruina.
Una calle desaparece. Algunas fotos la han captado, la han detallado en gran parte de sus elementos, la han expuesto
en sus sucesivos estados: vida (pocas imágenes), abandono, cierre, destrucción; la han frecuentado en luces y
tiempos diferentes, pero sobre todo en su edad última, en su luz de cementerio. La calle firme. Las fotos nos la
muestran ya cerrada, siempre en proceso de cierre (“la mayor parte de estas fotografía, dice el narrador, cuentan
esencialmente la demolición lenta y sistemática de la calle. (…) El resto, cómo vive la gente, cómo trabaja, son
cosas que no han dejado muchas marcas…”) Más de quinientas fotos, entonces, entre las cuales aquéllas que Perec
hace tomar por algunos de sus amigos fotógrafos y que organiza, nos dice el filme, en sobres, sin mirarlas. Es
entonces el filme quien las mira por primera vez ante mí y es mi mirada la que viene a reemplazar la de Perec. A
partir de lo cual ya no habrá que preguntarse si las quinientas fotos de la calle Vilin son equivalentes de la propia
calle Vilin. Es evidente que no. Y que nunca podrán ser su equivalente porque su situación, el lugar que ocupa, su
referencia, han desaparecido (es como si ya no hubiera - ¡Dios no lo quiera! - otro hipocampo que el del filme de
Painlevé). El filme cierne lo que falta y a medida que lo hace, se sitúa en el lugar de lo que ya no está.
Sólo una de las fotos, según se lo supone en el filme, pudo haber sido vista por Perec. Hago notar, de paso, y se trata
de uno de los puntos fuertes de esta (hermosa) película, que la figura de Perec es ese fantasma que recorre no
solamente la calle desaparecida, sino el filme todo. Y filme y texto de filme, uno y otro dibujando la desaparición de
la calle, son quienes lo detienen. Gracias al filme las palabras de Perec regresan para recorrer la calle que ya no
existe, salvo en el filme. El cine como reemplazo de la realidad. El cine no supera a la realidad: la reemplaza.
Esta foto es, pues, la de un comercio amurallado. frente de ladrillos, puerta condenada; con el cartel borroso
(Coiffure Dames” – insignia del salón de peinados que poseía la madre de P.). Se trata, antes que nada, de una
imagen de lo desaparecido. Las marcas no existen. Lo visible lleva el nombre de lo que se está borrando y lo que
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aún se puede ver existe para que podamos ver cómo desaparece. Perec: “¿Hay algo que nos sorprenda? Nada nos
sorprende. No sabemos ver. Hay que hacerlo lentamente. Casi tontamente. Forzarse a describir lo que carece de
interés, lo que es más evidente, lo común, lo más opaco.” (32) Ya hablé de la necesidad que tiene el cine (diferente
de la de la novela o la poesía) de seguir el programa de Perec, de empujarlo, puede que hasta sus antípodas. De
tomar nota, destacar, marcar, de agregar mirada a toda marca para que se haga visible y bien visible. Es lo que hace
Bober. Cuando acuña la frase “¿Hay algo que nos sorprenda?” en un plano emotivo de fachada con dos placas de
números sobrepuestos y una moldura con rosa, es ese algo que detectamos lo nos sorprende. Y así sucesivamente.
Todo el trabajo del cine reside aquí en preguntarse si hay todavía algo que ver en las marcas fotográficas que no
muestran mucho más que ruina y desolación y en hacernos ver en lo que aún queda (tan poco) visible, todo un
universo invisible que se revela (devela) a la mirada. La mirada se asegura que la marca esté allí y haciéndolo, la
reconstruye y la deja en condiciones de permanecer. Es exactamente lo que hace el mismo Perec al volver ante la
fachada “Coiffure Dames”. Es sobre todo lo que el filme destaca que hace, dando de ese modo un sentido a la
repetición del gesto de P. el de recomenzar algo del creer, que impide a las cosas desaparecer completamente.
“Mediante la fotografía, dice más adelante el narrador, todas esas miradas has atravesado el tiempo” Poniendo en
escena esas fotografías en el aquí y ahora del filme, el cine no deja de hacer cruzar mi mirada con todas esas
miradas recuperadas. A propósito del cartel “Coiffure (de) Dames” que sólo el paso del tiempo ha completado con
el “de” que faltaba en las primeras fotos, desde el momento en que la capa de pintura que lo ocultaba terminó por
caer, el narrador (Rober Bober) vuelve a comentar: “De este modo se revela algo que ha sido, una escritura tenaz,
que vuelve a ser lo que ha sido, una inscripción cargada de toda la presencia del pasado, una marca dejada por
quienes vivieron aquí. La fotografía es el desafío a la desaparición.” Lo que se busca con ese desafío es
evidentemente algo de la esencia misma del cine.
Filmadas, entregadas a la mirada y a la escucha, estas fotos nos hablan en el aquí y ahora del cine de una realidad a
tal punto desaparecida, que no solamente (las fotos) la recuerdan, sino que además la reemplazan. El filme las lleva
a ocupar el lugar del lugar. Las constituye como estaciones sucesivas de un camino del calvario que significaría a la
vez hacer el duelo del lugar, y no perderlo, (re)encontrarlo. Tramas entre vida y muerte, imágenes como mortajas.
Es posible que el cine sólo sirva actualmente para mantener (¿salvar?) algo del pasado – pero se trata del pasado de
los hombres, a menos que se trate de hombres en el pasado. Es posible que sólo nos retenga en la dimensión
humana, demasiado humana de la relación de uno a otro, pero este límite es a la vez el de un nudo de resistencia al
imperio general del mercantilismo.
Hay sin embargo algo para lo cual aún sirve, algo con lo cual todavía no hemos terminado; se trata del asunto del
funcionamiento de la mirada – problema que planteo a todo lo largo de este texto – de aquello que en esa mirada
nos devuelve a nuestros límites y fracasos. Podrá decirse que se trata de la cuestión de lo visible y de lo invisible en
tanto formas de poder, instancias en las que se juegan las relaciones de fuerza y de seducción, simplemente las
relaciones entre los hombres entre sí, algo de la vida y de la muerte. “Aquí nadie es normal” dice un graffiti en los
muros de Sarajevo, en el filme de Radovan Tadic, Les vivants et les morts de Sarajevo (1993). Hay que entender:
“Nadie es normal, ni siquiera el espectador”.
¿En qué se transforma una ciudad donde todo se divide entre franco-tiradores y objetivos? ¿Donde se dispara a todo
lo que se mueve? ¿ Qué clases de espacio, de tiempo, de relaciones se fabrican cuando los blancos están del lado de
lo visible y los tiradores en la invisibilidad? El campo del cine se transforma en campo de tiro. Los fuera de campo,
el lugar potencial desde donde se distribuye la muerte. ¿Qué significa hablar, escuchar, mirar; y qué significa filmar
en medio del ruido de las detonaciones? ¿Qué clase de relación establecer tanto con la máquina cinematográfica
cuanto con los otros seres, en un espacio-tiempo agujereado de disparos? Y aún, ¿qué es vivir, ver, hablar y filmar
en lugares donde de pronto la luz se apaga, donde la palabra se mueve en la oscuridad y qué puede significar
observar todo eso cuando el cineasta no siente el temor (es la palabra a utilizar) de montar esas secuencias de noche
negra que no muestran nada más que un mundo que se ha hecho invisible, en duelo por una luz desaparecida? Y ¿en
qué se transforma mi mirada, qué lugar de espectador puedo, en efecto, reivindicar en ese espectáculo que se me
impone sin remisión ni descanso como el del disparo al voleo del tiempo actual de la muerte esperada y prometida?
Aquí la muerte no es una narración, es un efecto sensible, una forma del espacio y del tiempo.
La violencia casi insoportable de esta película, su fuerza cinematográfica, obedecen a que pone en escena mi mirada
- y la hace regresar hasta mí (conciencia) - tanto como la del blanco, la de quienes corren para evitar las balas, o
quienes se esconden, o quienes no salen; cuanto la del tirador, esa mirada que es siempre la del espectador del filme
que soy, el que se encuentra esta vez confundido (aunque sólo sea por instantes, son instantes que cuentan…) con el
fuera de campo de un posible comienzo de disparos.
Una secuencia (ya célebre) me sitúa durante algunos minutos en un cruce de calles de Sarajevo. Dos personas que
pasan, ordinarias y anónimas como las hay en todas las calles de todas las ciudades, se ponen en marcha. Pero
rápidamente queda claro que aquella denominación “personas que pasan” debe ser tomada en otro sentido: se trata
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de quienes “pasan” a través de las balas. Pasan en efecto el cruce de calles, algunas corriendo, agachándose,
acelerando, dudando, regresando, otras con paso normal y sus variaciones de velocidad y de conducta vuelven en
eco – no sincrónico – de disparos o de ráfagas que se escuchan irregularmente. Algunos automóviles lentos. Al
mismo tiempo suena el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, una voz femenina hace un comentario ( se
comprenderá más adelante que es la voz de una psiquiatra que habla de su experiencia). Cito ese comentario: “Con
el agotamiento de las fuerzas, las tendencias suicidarias se manifiestan mediante un deseo de muerte bajo diferentes
formas. Se escuchan a menudo las frases: “Ya no quiero vivir”, “Me da igual ser abatido por un disparo”, “Quiera
Dios que me maten”. Ningún instinto de conservación, ni siquiera a nivel elemental. Uno se pasea ante las narices
de los sniper, intenta organizarse normalmente en una situación anormal, reacción anormal que provoca un aumento
del número de víctimas. Las personas actúan de ese modo por desesperanza o bien se dicen “¡Me voy!”. No puedo
afirmar que se trate de una guerra psicológica planificada, pero resulta claro que Sarajevo se ha transformado en un
laboratorio experimental para probar, mediante el síndrome post-traumático, que no existe hombre cuyas defensas
no puedan ser destrozadas.”
Al mismo tiempo que ese texto dicho con una voz si no cansada, por lo menos distante, se ven las personas
atravesando por el cruce de calles cada una a su modo, ninguna se parece a otra. Como en un filme burlesco es el
desorden risible de los cuerpos humanos, máquinas desajustadas, lo que vuelve con violencia y en efecto, hasta
habría situaciones ante las que se podría reir o sonreir, si no fuera porque esa música sombría y esa voz de
especialista no me dijesen al mismo tiempo todos podemos llegar a esto. Como en una demostración clínica, el
desfile de la diversidad de casos genera el sentimiento de acceder a alguno de los límites de lo humano, que nos
engloba. Muy cerca. Al mismo tiempo, la individualización extrema de las conductas nos hace bascular hacia una
distancia inmensa de los comportamientos de masa a los cuales la ciudad y la circulación en la ciudad nos han
habituado. Muy lejos. Ningún mimetismo. Ningún conjunto. Sin coreografía. . Reducción de lo colectivo a lo
individual. Cada quien actúa y reacciona por su cuenta. Ninguna de esas reacciones da cuenta de las del vecino ni la
toma en cuenta. Todos para sí mismos; salvar el pellejo; disposiciones del individualismo triunfante, aquí a la vez
urgentes y erráticas ante el peligro de muerte que implanta en cada sujeto una brusca diferencia . La continuidad de
las conductas es imprevisible. En la misma imagen, en el mismo plano, sorpresivamente se ve a alguien correr, a
otro no, o de pronto andar lentamente a quien segundos antes corría, o al contrario, correr a quien marchaba
lentamente.
El espectador está confrontado a una escena compleja, intrínsecamente contradictoria y de una cierta manera
enigmática e insoluble. ¿Qué hacer de la cohabitación en una misma secuencia y a veces en un mismo plano de
estas velocidades diferentes, de estas posturas extranjeras las unas a las otras? Sobre todo porque me encuentro en la
misma situación de incertidumbre que cada una de las personas que pasan. Sé que sus reacciones distintas están
determinadas por una situación única: ese cruce expuesto a a los disparos de los snipers; pero como ellos, yo no sé
si realmente ese cruce es el blanco de los disparos que se escuchan, puede que las balas caigan en otra parte; ¿cómo
saberlo? ¿Cómo saberlo? Es la pregunta que plantea esta escena. Saber qué hacer, correr o no el riesgo de atravesar,
el de comprender, el de creer, el de actuar. Incertidumbre y fatalidad. Pareja hipermoderna.
La puesta en escena acentúa la perplejidad, el malestar, por la fijación del punto de vista. Sin duda instalada en un
automóvil detenido, la cámara no se mueve, no cambia de ángulo. Las únicas variaciones son de grosor. Los
enlaces de imágenes pasan de planos más apretados a otros más distantes. Más cerca, más lejos. Más pronto, mas
tarde. ¿Cómo saber? La pérdida de referencias de la mirada es aquí a la vez lo insoportable y lo incomprensible.
Ninguno de esos hombres librados a mi mirada se ocupa de la mirada de los demás puestas en él. Todos están
situados bajo el dominio de una mirada fuera de campo (y quizás ausente de la escena) que, como ellos, sólo puedo
imaginar y debo suponer ser el del o de los tiradores. Esa mirada coincide y no coincide con la situación de la
cámara. Incertidumbre. Pero coincide con mi mirada. Fatalidad. Es en ese sentido que, espectador, yo ocupo, en ese
dispositivo de puesta en escena, siempre el mal lugar. El de las víctimas potenciales que se pliegan a la orden de una
mirada que, como yo, ellas no ven. La del matador que, como yo, mantiene sus blancos humanos bajo su mirada y,
quizás, goza con la angustia que provoca.
¿Para qué sirve el cine? Para (re)pensar el mundo a partir de la conexión entre mirada y poder. ¿Desde dónde miras?
Y ¿quién te mira? ¿Qué no ves y quién te ve? Extremo del mundo que nos mira, nos sitúa como sujetos de la
mirada, nos entrega al poder de la mirada del otro, el cine es, al mismo tiempo útil del pensamiento, libro de
historia, memoria crítica del mundo-como-mirada y habiendo precisamente experimentado en un siglo todo o casi
todo lo concerniente a los poderíos, a los poderes y a las imposturas de la mirada.
Lo que me enseña el cine, lo que seguramente es él el único que puede enseñarme, es lo que corresponde a la
relación del hombre consigo mismo por la vía de lo que de la mirada bascula entre conciencia y e inconsciencia, del
sujeto/que/ve/es/visto a la mirada del otro. Relación que no se contenta con inscribir en una lógica
(cinematográfica) miradas que me permitan comprender pero en la cual hace jugar mi propia mirada haciéndome
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arriesgar mi situación. Serge Daney: “A partir de un cierto momento, el cine ha parecido “transformarse” en realista
y hasta en “neo”. Pero ese regreso a las cosas mismas es engañoso. ¿Por qué Rossellini es el mismo cuando
manipula groseramente animales muertos (Fantaisie sous-marine) y cuando pone su cámara en estado de espera
pasiva? Porque procede a un simulacro. Y porque lo que registra es un ”informe”, un “punto de vista”. Es preciso
realidad (por lo menos hace falta para las apariencias realistas) para servir de telón de fondo y de tope a la
emergencia de un objeto “moral” o “mental”: la actitud, la postura -. El informe. El mundo destruido y re-
humanizado de los italianos no es el tema de los filmes, sino la condición a la cual algo así como el “sujeto”
filmante/observador puede aparecer en su “situación”. El cine moderno pues, ha fijado, fotografiado, informes y no
cosas.”(33)
Siempre hay (idealmente) tres términos en esta relación que llamamos proyección de un filme: el filme, el
espectador y el espectador-en-el-filme, es decir la mirada en tanto se transforma en la apuesta de la representación,
su conciencia. ¿Dónde estoy, espectador y sujeto? ¿Dónde estoy en mi sueño, en el sueño del otro, en mi sueño del
otro? ¿Qué experiencia, qué camino de conocimiento me abre la inscripción de mi mirada en tal momento de la
historia de los hombres, en tales situaciones de conflicto, en tales pruebas de fuerza? En Satyajit Ray, Orson Welles,
Jean Renoir, Fritz Lang o Mizoguchi Kenji, aprendo, en tanto espectador que juega el papel de la mirada, es decir
estando implicado hasta los ojos, implicado como sujeto que-mira/es-mirado, me entero, digo, cómo funciona la
relación poder-mirada. Los puntos de vista que salvan y los que matan. Y de qué manera, sin prestar atención a ello
se bascula de uno al otro (eso, es antes que nada en Fritz Lang donde se lo aprende). De ese modo el cine me
permite comprender, otorgándome un lugar bueno y/o mala, cómo funcionan las puestas en escena mediante las
cuales se ejercen los poderes, y el lugar que ocupo, o no, o que deseo ocupar. La cuestión del lugar del espectador
se hace, por eso, la del lugar político del espectador.

Septiembre de 1994

Notas

(a) Jean Renoir expresaba que “Existen dos formas de angustia en la vida de un creador. La del plan, el horrible azul
de arquitecto (“bleu d’architecte” ) o la de la página en blanco.”
(b) Los autores juegan con las posibilidades de la palabra “regard” (“mirada“, en francés) desdoblándola en sus dos
sílabas “re-gard” creando así una sugestión de volver a mirar mediante la aparición de la preposición inseparable
“re”.

1. Sobre el tema más amplio de una “dromología” (del griego dromos, “carrera”), ver Paul Virilio, especialmente
La Machine de Vision (Galilée,1992)

2. La “máquina” no es solamente la “máquina” propiamente dicha, es decir la cámara. Es el conjunto del


dispositivo técnico (cámara, sonido, luces, travellings, maquinaria…más los gestos expertos para hacerlos
funcionar) que permite filmar. Primero, esta máquina, determinada históricamente (tal estado de desarrollo técnico,
tal posición ideológica, tales potencialidades económicas, etc.), es la instancia material donde se cruzan y se pierden
los imaginarios de quienes hacen el filme /se trate de técnicos o de actores). Luego, está la “máquina” puesto que
todos los gestos técnicos convergen hacia un ajuste de las cantidades: velocidades, distancias, alturas, ángulos,
temperaturas, sensibilidades, etc.
Rodar es ratificar el reino de la medida.

3. Ver los dos volúmenes de Gilles Deleuze sobre el cine: L’Image –mouvement (Minuit, 1983) y L’Image-temps
(Minuit 1985).

4. Marco Venturi (arquitecto): “Le cinéma a tué la ville”, conferencias pronunciadas en los Estados generales del
Filme documental de Lussas (in Carnets du Docteur Muybridge, n° 2, 1991-92).

5. Lo que siempre me ha sorprendido, dice Venturi, es que haya tan gran número de filmes sobre la ciudad y
ninguno que sea interesante. Eso no nos aporta absolutamente nada. (…) Describir, no es lo que se le pide al cine.
(…) La finalidad del cine (es) probablemente mostrar lo invisible. Si se describe una ciudad que podemos ver con
nuestros propios ojos, no agregamos nada (op. cit.)
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6. Régis Debray, Vie et Mort de l’image (Gallimard 1992). Serge Daney, Paul Virilio y Régis Debray, cada uno a su
manera, iniciaron la percepción de esta “historia” no terminada. Pero la mirada no es la imagen. No más que la
representación, que tampoco lo es. Una “historia de la mirada” supondría el análisis, no sólo de la mirada sobre las
imágenes y las representaciones, sino (y es lo que este texto quisiera demostrar) un análisis de los lugares que tales
representaciones o tales sistemas de imágenes suponen, disponen, piensan para la mirada. No mirada-sobre, sino
mirada-en. La mirada está en la imagen. El lugar del espectador nunca está vacío.

7.“Los grandes autores de cine nos han parecido confrontables, no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino
también con pensadores. Piensan con imágenes-movimientos, imágenes-tiempo, en lugar de conceptos.” (Gilles
Deleuze, L’Image-mouvement, op.cit)

8. Gilles Deleuze (op.cit.)

9. Composición, ritmo, música, pues; en explícitamente Berlin, synphonie d’une grande ville, pero también en
L’Homme à la caméra, A propos de Nice, Douro faina fluvial.

10. En el catálogo del ciclo de proyección del cine documental: La Ville, realités urbaines (6 de abril-9 de mayo
1994). Ed. BPI-Centre Georges Pompidou, 1994

11. Por ejemplo, la que encontramos en Allô Police de Manu Bonmariage (1987), la ciudad de la neurosis obsesiva,
del “todo anda mal”. Estamos allí ante un cambio; como un guante, el deseo se vuelve disgusto. Deflación de los
signos, achicamiento de los objetos, repetición ya no frenética sino estática. El flujo erótico se detiene. O mejor aún,
ya no es flujo y de golpe se encuentra enteramente en la tarea de devorar definitivamente a los personajes: se ha
aislado de nosotros. El espectador se mantiene apenas por el malestar de una insoportable y sin embargo poderosa
fascinación por la errática presencia del otro. En suma, el otro como monstruo cercano.

12. Giorgio Agambem, La Communauté qui vient. Théorie de la singularité quelconque (Seuil, 1990)

13. Con Michel Samson y Anne Baudry, filmé Marsella en Marseille de père en fils (elecciones municipales de
1989 – 2 horas 40); La campagne en Provence (elecciones regionales de 1992 – 1 hora 30); Marseille en mars
(elecciones legislativas de 1993 – 55 minutos). El proyecto quiere continuar esta exploración cinematográfica de la
vida política marsellesa filmando las próximas elecciones municipales (1995) y luego, hasta 1999. En ese momento
quizás, habremos vivido diez años con Marsella.

14. L’exercice a été profitable, Monsieur (Ed. P.O.L., 1993)

15. Gilles Deleuze: “Si fuera necesario definir el todo, lo definiríamos por la Relación. Es que la relación no es una
propiedad de los objetos, es siempre exterior a esos términos. Es inseparable de lo abierto y presenta una exigencia
espiritual o mental.” Y más adelante: “No se debe confundir el todo, “los todos”, con los conjuntos. Los conjuntos
son cerrados y todo cuanto es cerrado está artificialmente cerrado. (…) El todo no es un conjunto cerrado sino al
contrario, es lo que permite que el conjunto jamás esté absolutamente cerrado, jamás completamente al abrigo, lo
que lo mantiene abierto en algún lado, como un hilo que lo una al resto del universo.” (op.cit.)

16. Jean-Louis Comolli, “Comment s’en débarraser”, Trafic, n° 10 (Ed. P.O.L., 1994)

17. Ver, infra, el análisis de una panorámica urbana, única excepción a este principio.

18. Para la situación del debate, ver el artículo de Sylviane Agacinski, “Le Passager: modernité de lo
photographique” en Rue Descartes n° 10 (Ed. Albin Michel, 1994) titulado “Modernités esthétiques” (bajo la
dirección de Jean-Pierre Moussaron). Lo que vale para la imagen fotográfica vale a fortiori para la imagen
cinematográfica, a la vez más cerca y más lejos de su “parecido” con el “modelo”. Más cerca; por la impresión de
realidad ligada al movimiento, a la persistencia de las marcas en la retina y a su recomposición cinética. Más lejos
porque la parte de la máquina, la interpretación del mundo que pone en acción con su propio movimiento, filtra y
más aún trama, re-escribe.

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19. Sylviane Agacinski (op.cit.) dice del procedimiento fotográfico que “irreductible a la misma percepción visual,
el efecto de la luz sobre un soporte (no produce) ni representación, ni reproducción (sino) una impresión, una
marca.”

20. “(…) Siempre hay a la vez dos aspectos del fuera de campo, la relación actualizable con otros conjuntos, la
relación visual con el todo.” (Gilles Deleuze, op.cit.) La tendencia metonímica del fuera de campo insiste en la idea
de continuidad, la tendencia metafórica se abre sobre la idea de alteración, de alteridad.

21. Ver Paul Virilio, La Machina de vision, op.cit.

22. Siempre se trata de física y de química. Por fuera de las leyes de la óptica veo a la fotografía más cerca de la
química (la placa sensible); y por fuera de la película, al cine más cerca de física (el registro-reproducción del
movimiento). Sylviane Agacinski dice a propósito del clisé fotográfico lo siguiente: “Es la marca de ese instante
único durante el cual la luz impresionó la película. El fotógrafo no puede hacer otra cosa que guardar esa marca: su
autenticidad no reside en su capacidad de rehacer, ni de reproducir las cosas; su dominio no es el de la permanencia
de las cosas sino el efímero fenómeno luminoso. Con la marca de una luz pasajera, guarda el estado, también
pasajero de las cosas y sólo eso.” En el caso del cine habría que agregar algo a ese “nada más”: desplegando la
marca pasajera en pasajes de tiempos, duraciones, movimientos, se abre a la descomposición-recomposición de esos
“estados pasajeros” del mundo. La mirada que inventa el cine se construye sobre el eje del tiempo. Lo que se
inscribe se borra, lo que se borra regresa. El regreso de lo perdido como la percepción misma del olvido, hacen
sentido o mejor hacen sentir que hay sentido en curso en el acto de forjar.

23. “Mort tous les après midi” (Qu’est-ce que le cinéma? 1.Ed. du Cerf, 1958)

24. In “Ontologie de l’image photographique” (Qu’est-ce que le cinéma? 1 op.cit..)

25. En Voyage en Italie, Roberto Rossellini filmó el modelo insuperable de esta resurrección de las marcas (las
osamentas de dos amantes en una tumba de Herculanum) que las hace volver al presente de quien es su espectadora
(Ingrid Bergman).

26. Philippe Lubriner en imágenes, Laurent Laffran en sonido.

27. “El dispositivo de puesta en escena – y en última instancia, la máquina - fabrican siempre otra cosa que aquello
que quienes se sirven de ella hubieran querido. En el resultado cinematográfico, siempre hay algo de suplementario
y algo de faltante a sus miradas cargadas de deseos, algo de los gestos de quien se ha hecho actor de su propia vida
y de los gestos de quien lo ha puesto en escena. Esta parte maldita de la cinematografía es lo que nadie ha querido –
salvo la máquina, que por otra parte no tiene “querer” propio. De modo que nadie, a decir verdad, encuentra en el
resultado lo que quería: se trata de otra cosa. Se trata del inconsciente. De dónde el temor. Se teme lo que viene “de
más “ o “de menos”, es decir más allá o más acá, siempre al lado de la conciencia que tenemos de nuestro propio
deseo tal como un filme puede representarlo o realizarlo. Se teme a lo que podría venir a revelarnos una verdad de
nuestro deseo que nosotros mismos ignoramos.” (Comment s’en débarrasser?Op.cit.)

28. “Architecture, décoration, destrution” (Trafic, n° 10, op.cit.).

29. “Peinture initiale” (Rue Descartes, n° 10, op.cit.)

30. Recits d’Ellis Island. Filme de Robert Bober y de Georges Perec (1980)

31. Pensamos en las tres descripciones rivales de la misma escena en Lettre de Sibérie de Chris Marker.

32. Espèce d’espaces, Georges Perec (Galilée, 1974).

33. Espèces d’espaces, Georges Perec (Galilée, 1974).L’exercice a été profitable, Monsieur. Op.cit.

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