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(1998) Sociedad, cultura y educación, Madrid, Niño y Dávila Editores, pp. 7986.
Las políticas de educación y de cultura
Henry A. Giroux
Considero que vivimos tiempos peligrosos y que los educadores necesitan empezar a
compartir ideas con otros acerca de lo que significa luchar por la democracia. Los educadores
necesitan dar a los estudiantes una voz activa en la determinación de su futuro y encontrar
una noción de pedagogía que dé coherencia a varios conflictos y movimientos políticos,
enfocándose en los tipos de lenguaje, formas de comunicación y prácticas sociales a través de
las cuales la gente aprenda acerca de sí misma y de sus relaciones con temas sobre
significado, poder y lucha. Con estas preocupaciones en mente quiero analizar brevemente las
formas en las que la teoría educativa preponderantemente ha tratado la relación entre los
curricula educativos, la cultura y el poder. Al final terminaré con algunas sugerencias para
incorporar una teoría del poder cultural dentro del marco de una teoría general de la
educación.
Escuela tradicional
Los puntos de vista dominantes sobre educación y curriculum generalmente apoyan principios
de aprendizaje que conciben el conocimiento como algo a transmitir y consumir, y a las
escuelas [79*] como escenarios institucionales diseñados para dar continuidad a una cultura
"común" y a un conjunto de habilidades que posibilitan a los estudiantes operar eficazmente.
Dentro de esta perspectiva, el discurso de libertad y de valor cívico está subordinado a una
lógica instrumental que enfatiza el dominio y manejo del conocimiento, y la preparación de
los estudiantes para el mercado de trabajo. El valor de la escuela se mide en función del grado
con que ayuda a diferentes grupos a adaptarse a la sociedad, y no en función del grado en que
los posibilita para tareas morales, intelectuales y de liderazgo político. Los educadores
tradicionales se pueden preguntar cómo debería la escuela alcanzar un cierto objetivo
predeterminado; pero muy rara vez se preguntan por qué dicho objetivo podría ser benéfico
para algunos grupos socioeconómicos o étnicos, y no para otros; o por qué las escuelas, de
acuerdo a su organización actual, tienden a bloquear la posibilidad de que grupos y clases
específicas logren un nivel justo y equitativo de autonomía política y económica.
La ideología que guía el punto de vista dominante de educación en los Estados Unidos es
relativamente conservadora o se interesa, en primer lugar, en preguntas relacionadas con el
cómo hacer, y rara vez cuestiona la relación entre conocimiento y poder, o entre cultura y
política. En realidad, la cultura es frecuentemente reducida a un artefacto que da cuerpo a los
valores de los grupos dominantes; un almacén de fechas, nombres y eventos a ser registrados
y grabados en la memoria para un futuro examen. No hay un intento por entender la cultura
como los principios de vida compartidos por diferentes grupos y clases que emergen dentro de
relaciones de poder y de lucha; o por analizar las formas distintivas en las que los grupos
subordinados viven y dan sentido a sus circunstancias. Lo que queda sin explorar es un punto
de vista de la cultura como una relación dinámica, y a menudo antagónica, entre los grupos
dominantes y subordinados; una relación que produce y honra formas particulares de
significado y acción.
En la teoría tradicional del curriculum no se tiene conciencia de los tipos de conflicto que se
dan en las escuelas en relación a [80] diferentes formas de conocimiento (por ejemplo, sobre
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Los números entre corchetes corresponden con la paginación de la edición impresa.
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la pregunta de cuál historia es la que enseña, o sobre los intereses que subyacen a
planteamientos teóricos específicos y al patrón de relación social que estructuran).
La escuela acalla activamente a los estudiantes a través de ignorar sus historias, de
encuadrarlos dentro de clases con expectativas mínimas y de negarse a proporcionarles
conocimientos relevantes para ellos.
La pregunta ignorada es cómo trabajan las escuelas para producir desigualdades a nivel de
clases sociales, raza, etnia y sexo, junto con los antagonismos fundamentales que las
caracterizan. ¿De qué manera la dominación y subordinación son introducidas en el lenguaje,
en los textos (a través de exclusión) y en las prácticas sociales (expectativas reducidas)?
¿Cómo se expresa el poder dentro de las escuelas en relaciones que confirman a algunos
grupos en tanto que niegan a otros?
El punto medular aquí es que la escuela, de manera activa, silencia a los estudiantes
ignorando su historia, ubicándolos en las clases con pocas expectativas, rehusándose a
proveerlos de conocimientos relevantes a su vida. Sabemos, por ejemplo, que muchos
educadores conciben diferentes lenguajes y antecedentes de los estudiantes como deficiencias
a corregir, más que como aspectos positivos en los cuales basarse. También sabemos que en
los Estados Unidos la población negra está sobrerrepresentada en los programas de educación
especial, en los referentes a nivel disciplinario, y en las expulsiones.
Es abrumador encontrar estadísticas que señalan que los negros representan un 17% de la
población a nivel preparatoria en Estados Unidos; y, por otra parte, observar que representan
el 41% de la población escolar clasificada como de retraso mental educable con trastornos
conductuales. El discurso educativo dominante no sólo carece de una teoría adecuada de la
dominación y del rol que las escuelas juegan dentro de dicho proceso, sino que tampoco posee
una comprensión crítica de la forma en que la experiencia se define, construye y legitima en
las escuelas. Desde mi punto de vista, este discurso es limitado y a menudo incapacitante.
[81] Ignora los sueños, las historias y las perspectivas que la gente tiene y trae a las escuelas.
Sus preocupaciones fundamentales se centran en aspectos de control y manejo, o guarda
silencio acerca de la relación entre cultura y poder.
Teorías alternativas
Deben desarrollarse nuevas teorías sobre las prácticas educativas si se pretende que el
curriculum educativo, tanto en su contenido como en sus medios de instrucción, se base en un
compromiso con la democracia. Tales teorías deberán empezar por un cuestionamiento crítico
de los presupuestos del conocimiento y de la práctica educativa. Debe hacerse un intento por
analizar las escuelas no sólo como reproductoras de la sociedad dominante; ello implica
investigar sus posibilidades de educar a los estudiantes para convertirse en ciudadanos activos
y críticos. Las escuelas deben ser vistas y estudiadas como escenarios instruccionales y
culturales.
Un aspecto importante para empezar a desarrollar un discurso crítico de educación sería
concebir el curriculum en relación con las formas de conocimiento y las prácticas sociales que
legitiman y reproducen formas particulares de cultura y vida social. En otras palabras, el
curriculum debería ser visto como una representación de un proceso de selección y exclusión;
y, en este sentido, como una expresión de lucha en relación a las formas de autoridad política,
de representatividad, de regulación moral, y de las versiones del pasado y del futuro que
deben ser legitimadas, transmitidas y debatidas en contextos pedagógicos específicos.
Lenguaje curricular... una relación de poder
En este caso, la teoría curricular no debe condenarse por ser política, sino por cubrirse este
carácter de manera inconsciente. Ni la teoría educacional, ni la teoría curricular son
ideológicamente neutras. Constituyen una construcción social vinculada a un lenguaje e
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intereses particulares, así como a un conjunto de [82] relaciones. Es igualmente importante la
noción de que el lenguaje del curriculum, en todas sus variantes, tiene íntima relación con
preguntas de poder.
Esto sugiere que las escuelas deben ser entendidas como instituciones determinadas por una
red de culturas contradictorias que caracterizan a la sociedad dominantes en la cual están
inmersas. Los maestros, y todos aquellos interesados en la cultura dominante, deben entender
la forma en que ésta funciona a todos los niveles del sistema para confirmar (y cuestionar) las
experiencias culturales de diferentes estudiantes. El desarrollo de una pedagogía que
reconozca la noción de poder cultural implica asumir seriamente las formas de lenguaje, las
formas de razonamiento, las disposiciones, y las historias que dan a los estudiantes una voz
activa en la definición del mundo. También significa trabajar en base a las experiencias que
constituyen las vidas de los estudiantes. En otras palabras, sus experiencia, formas culturales,
tienen que ser examinadas críticamente, de manera que se revelen tanto sus fortalezas como
sus debilidades. Esto significa enseñar a los estudiantes a apropiarse en forma crítica de los
códigos y e vocabulario de diferentes experiencias culturales, de manera que se les
proporcionen las habilidades que necesitan para definirse, más que para servir simplemente al
mundo moderno. Necesitamos entender la riqueza y potencialidades de otras tradiciones
culturales, de otras voces, particularmente de aquellas que apuntan hacia la autoridad.
Debemos preguntarnos cómo podemos trabajar con los estudiantes, particularmente con
aquellos que pertenecen a las clases y grupos subordinados, y reconocer que la cultura
dominante de la escuela no es neutra, ni sirve a sus necesidades; pero funciona para
hacerlos sentir impotentes.
Por lo tanto, el elemento fundamental para construir una teoría crítica de la educación es el
desentrañar las relaciones vividas que caracterizan a las culturas escolares. Debemos
preguntarnos cómo podemos trabajar con estudiantes de grupos y clases subordinados
reconociendo que la cultura educativa dominante no es neutral, y tampoco sirve para
solucionar sus necesidades, porque [83] su función consiste en hacerlos sentir impotentes. La
respuesta es, en parte, en desarrollar una pedagogía crítica que cuestione y que ponga de
relieve la importancia de generar expectativas; una pedagogía enraizada en un lenguaje de
posibilidades que aporte las habilidades y conocimientos con los cuales sea posible visualizar
un mundo mejor, que dé una participación activa a los grupos subordinados en el control de
sus propias experiencias, y que respete sus anhelos y ambiciones. Tal pedagogía apunta hacia
un tipo de educación en la que el conocimiento y el poder estén vinculados a la idea de que el
optar por la vida consiste en entender las condiciones previas necesarias para luchar por ella.
No es necesario decir que esto da lugar a serias preguntas acerca de cómo los educadores
deben desarrollar ópticas críticas acerca del conocimiento; preocupación que comentaré
brevemente a continuación.
En efecto, un punto de vista crítico del conocimiento escolar resultaría distinto al enfoque
tradicional que prevalece en Estados Unidos. El conocimiento crítico instruiría tanto a los
estudiantes como a los maestros en relación a su estatus como grupos inmersos en la
sociedad. Esto ayudaría a definir cómo dan significado a sus vidas a través de las formas
políticas, culturales e históricas que conforman y producen. Asimismo, tal conocimiento
comprendería críticamente aquellos aspectos de tradición cultural y experiencia cotidiana que
resultan formativos. Tomaría seriamente los elementos de voluntad subjetiva y lucha que
constituyen las vidas cotidianas de los grupos subordinados. Se preguntaría cómo los grupos
subordinados crean historias, memorias y narraciones que dan sentido de determinación y de
entidad, y que nos permitirían como educadores entender las historias particulares, los
intereses subjetivos, y los mundos privados que entran en juego en la pedagogía del salón de
clases. En forma similar, un tipo crítico de conocimiento ayudaría a saber cómo apropiarse las
dimensiones más progresivas de varias historias culturales, así como a reestructurar y
apropiarse las dimensiones más radicales de la cultura dominante.
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Finalmente, tal conocimiento proporcionaría una conexión [84] motivadora par la acción
misma. Vincularía una decodificación crítica de la historia con una visión del futuro que no
sólo explotaría los mitos de la sociedad existente, sino que también consideraría las
necesidades y deseos inherentes a un anhelo por una sociedad nueva, libre de la patología del
racismo, del sexismo, y de la dominación étnica y de clases.
Intelectuales transformadores
Los maestros y otros educadores deber ser capaces de enfrentar cuestiones relacionadas con la
función más amplia del curriculum y de la escuela, así como manejar las relaciones entre
cultura y poder, conocimientos e intereses humanos, e interés y teoría/práctica. Más
específicamente, los maestros deber ser algo más que técnicos.
La racionalidad tecnocrática y estéril que domina los programas de formación de profesores
en los Estados Unidos pone muy poca atención a aspectos teóricos e ideológicos. Los
profesores son a menudo entrenados para utilizar varios modelos de enseñanza,
administración y evaluación; no obstante, no se les enseña a ser críticos con respecto a los
supuestos que subyacen a estos modelos. En resumen, se les enseña una forma de
analfabetismo conceptual y político (analfabetismo en el sentido de que tal pedagogía no sólo
impide a los maestros reflexionar sobre los principios que fundamentan su práctica, sino que
también descontextualizan el acto de enseñanza). A partir de una falsa defensa de la
objetividad, los maestros son llevados a alejarse de sus propias historias, experiencias y
valores, dado que éstos afectan y moldean.
Los maestros y los administradores deben tratar de entender cómo las ideologías dominantes
de etnicidad, clase, género y raza han dejado una huella en la forma en que piensan y actúan.
Esto sugiere que necesitan comprometerse con un diálogo crítico entre ellos, y trabajar con
grupos externos a las escuelas para luchar por las condiciones ideológicas y materiales
necesarias para que funcionen de acuerdo a lo que Stanly Aronowitz y yo hemos [85]
denominado intelectuales transformadores.
Los maestros deben operar dentro de condiciones que les permitan reflexionar, leer, compartir
su trabajo con otros, producir materiales curriculares, y publicar sus logros dentro y fuera de
sus escuelas locales. En la actualidad, los maestros en Estados Unidos generalmente trabajan
bajo restricciones organizacionales y condiciones ideológicas que les dejan muy poco margen
para el trabajo colectivo y para actividades críticas. Las horas de docencia son demasiadas,
están generalmente aislados dentro de estructuras celulares, y tienen pocas oportunidades de
enseñar con otros. Tienen muy poca opción de manifestarse en relación a la selección,
organización y distribución de materiales instruccionales y de enseñanza; operan bajo cargas
de trabajo, y en función de horarios industriales que resultan opresivos. Sus salarios son un
escándalo, y recién ahora esto empieza a ser reconocido por el pueblo americano.
A través de la lucha por condiciones que promuevan la enseñanza conjunta, la investigación y
publicación colectiva, y la planeación democrática, los maestros abrirán nuevos espacios para
un discurso y una acción creativa y reflexiva. A partir de ese discurso, podrán desarrollar una
pedagogía emancipatoria que relacione el lenguaje y el poder, que tome las experiencias
populares en forma seria como parte del proceso de aprendizaje, que convierta la mitificación,
y que ayude a los estudiantes a reorientar las expectativas primarias de sus vidas. A partir de
las experiencias que abren la historia, la filosofía y otras disciplinas relacionadas, podemos
construir un lenguaje de posibilidad, un lenguaje que proponga cambios amplios en la
educación, y que a la vez dé un nuevo significado a la necesidad pedagógica y política de
crear las condiciones que posibiliten formas emancipatorias de potenciación social entre
alumnos y maestros.