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Autora

Alejandra Walzer es profesora titular de Co-


municación Audiovisual en la Universidad Car-
los III de Madrid. Además de licenciada en Psi-
cología, doctora en Ciencias de la Información,
y realizó un máster en Televisión Educativa. Su
trayectoria se ha centrado fundamentalmente
en dos campos: la investigación sobre el cuer-
po, la estética y los medios de comunicación; y
los estudios sobre la educación, la infancia y la
televisión.

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Alejandra Walzer

la belleza
de la metafísica al spot

editorial octaedro

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bolsillo · octaedro, núm. 9

LA BELLEZA
Primera edición en papel: septiembre de 2008

Primera edición: noviembre de 2009

©  Alejandra Walzer

©  De esta edición:
Ediciones Octaedro, S.L.
C/ Bailén, 5 - 08010 Barcelona
Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68
www.octaedro.com - octaedro@octaedro.com

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ISBN: 978-84-9921-031-5
Depósito legal: B. 43.977-2009

Diseño y producción: Servicios Gráficos Octaedro

DIGITALIZACIÓN: EDITORIAL OCTAEDRO

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… de lo terrible
lo bello no es más que ese grado
que aún soportamos. Y si lo admiramos
es porque en su calma desdeña destruirnos.
Rainier María Rilke, Elegías de Duino

… lo inútil,
cuyo valor esperamos ver
apreciado por la cultura,
no es sino la belleza.
Sigmund Freud, El malestar en la cultura

La belleza es, en el objeto,


lo que lo designa para el deseo.
Georges Bataille, El erotismo

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Sumario

Prólogo  13

Agradecimientos  15

Introducción  17

primera parte: El devenir del concepto de belleza  23

1. La belleza: de la idea a los media  25

2. Nuevos escenarios para la belleza  61

segunda parte: Medios de comunicación y publicidad  79

3. I ndustrias culturales y mass media   81

4. Publicidad: el espectáculo de la mercancía  106

tercera parte: La representación de la belleza  153

5. De la belleza al embellecimiento  155

6. La mujer, bello personaje de la publicidad  183

7. Reflexiones finales  218

Bibliografía   231

Índice  245

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Prólogo

En la cultura clásica griega, una de las acepciones de kalós –belle-


za– identificaba a ésta con la bondad. Bondad es belleza. La autora
del libro que tengo el orgullo de prologar es profundamente buena,
buena en su búsqueda de la bondad como atributo intrínseco de la
humanidad, al que todo ser humano puede aspirar. Esta profesora
persigue ese atributo en cada momento de su tarea docente e inves-
tigadora y también cuando se enfrenta a su objeto de investigación
o cuando debe convertir una rigurosa pesquisa en un libro capaz de
seducir a sus lectores.
La universidad mantiene su latido gracias a las buenas profeso-
ras, gracias a los profesores buenos, comprometidos con su tarea y
capaces, al mismo tiempo, de encandilar a sus alumnos. Esos maes-
tros son capaces de transmitir con pasión los resultados de sus bús-
quedas y también los procesos que les han llevado a confrontar sus
propias ideas con las de otros autores que les han precedido, marcan-
do una ruta, abriendo pistas, mostrando las huellas, dejando rastros
para que sus alumnos realicen a su vez sus propios hallazgos.
Van a cumplirse 10 años de la llegada a España de Alejandra
Walzer, una porteña, con sólida formación psicoanalítica, que reca-
ló en este país para cursar un Máster de Televisión Educativa en la
Universidad Complutense y que ha acabado convirtiendo Madrid en
su casa. Quien esto escribe ha tenido la suerte de ser un testigo de
excepción de una trayectoria profesional, tan impecable como sufri-
da, que sirve de metáfora del reconocimiento que debemos rendir
a quien viene de fuera, a quien tiene la voluntad de confrontar su
bagaje anterior con nuevas experiencias, sin miedo a la derrota.
No hay definición que nos acerque a lo bello, no hay al menos una
definición universalmente aceptada que defina lo que es bello. Esta
es una de las hipótesis que sirven de punto de partida al texto de

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Walzer: La belleza: de la metafísica al spot. El texto original, escrito
en 2003, precede a algunos de los ensayos recientemente publica-
dos de Eco sobre la Historia de la belleza y la Historia de la fealdad.
Autores tan relevantes como el propio Eco, Gombrich, Panofsky o
Bodei, han afrontado el análisis de la representación de la belleza en
las obras artísticas desde perspectivas más centradas en disciplinas
particulares. ¿Qué es lo que tiene de original la propuesta de Alejan-
dra Walzer? La autora se plantea explicar cómo ha evolucionado el
concepto de belleza en Occidente y a partir de este repaso profundo
y pormenorizado trata de dar respuesta a cómo se afronta la repre-
sentación de la belleza en esta primera década del siglo xxi. Para
este repaso se recurre a la Historia, la Historia del Arte, la Filosofía,
la Estética, la Semiótica, la Sociología y el Psicoanálisis. Este largo
recorrido culmina con el estudio de una de las formas de represen-
tación más características de nuestro tiempo: la creada por la pu-
blicidad. Para ello Walzer toma como muestra una serie de spots de
productos de belleza e higiene emitidos en televisión, que sirven a la
autora como barómetro en el que fundamentar su análisis.
El libro está salpicado de bellos retazos que permiten un recorrido
ameno, didáctico, sumamente placentero para el lector, un lector que
siente que acompaña a la autora través de la emoción de sus propios
descubrimientos. Hay citas clarificadoras, como ésta de Susan Sontag,
en donde se proclama que «la mejor teoría de la belleza es su historia»,
idea similar a la de Gadamer, que llega a la conclusión de que la belleza
invita a una reflexión sobre la tradición de nuestra propia historia.
Como afirma la propia autora, la belleza no solo «ha sido destro-
nada como categoría hegemónica del arte», sino que más allá de la
postmodernidad, la representación de la belleza puede ser asociada
con la inanidad y también con una cierta artificialidad tecnificada
que es capaz de despiezar el cuerpo humano para convencernos de
que lo bello puede ser retratado en una sucesión de planos detalle,
culminando un proceso de violenta fragmentación que parece que-
rer hacernos olvidar que la belleza fue en su día armonía integral.

Agustín García Matilla


Catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad
Universidad de Valladolid (Campus de Segovia)

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Agradecimientos

Quiero expresar aquí mi agradecimiento sincero a las personas que


han sido testigos, cómplices, compañeros, estímulo, apoyo o inspi-
ración durante la realización de este libro. Recordarlos y reconocer
a través de estas líneas la importancia que tienen para mí es motivo
de muchos y diferentes sentimientos que se agolpan y emocionan
las teclas con las que escribo estas palabras sentidas.
Agradezco a Emilio Lledó por permitirme entrar un ratito en su
mundo y por los comentarios que ha realizado a mi trabajo.
A Michéle y Armand Mattelart por las conversaciones tan esti-
mulantes y motivadoras en noviembre de 2002 en Madrid.
A Beatriz Beckerman, mi profesora de pintura, que hace años
me enseñó algo que por fin he podido resignificar: «no tener miedo
a poner, y no tener miedo a quitar».
Quiero agradecer de forma especial a Eduardo García Matilla. Él
me ha abierto una puerta fundamental, imprescindible: la del traba-
jo, la legalidad. Nunca olvidaré su generosidad.
A mis queridas hermanas: Gabriela y Roxana y a mis amigas y
amigos del alma, esparcidos como polen: Débora Tolchinsky, Judi-
th Elkes, Liliana Aizenstat, Adriana Florez, Diego Bergier, Miriam
Kescherman, y a Carlos Lomas. Gracias a todos ellos por el cariño y
las largas conversaciones.
La realización de este libro me deparó un enorme placer: el
de las lecturas. El encuentro con cientos de páginas llenas de in-
teligencia y sensibilidad han sido una provocación para el pen-
samiento pero también, y muy a menudo, fuente de felicidad.
La elaboración de este texto, que tiene como punto de partida
mi tesis doctoral, me llevó a recorrer páginas que han reavivado mi
perplejidad, mi emoción y mi alegría. Entonces, y aunque no sea ha-
bitual, quiero decir mi enorme y gozoso agradecimiento a los auto-

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res que me han fascinado, por los buenos momentos compartidos y
por provocar en el salón de mi casa unos diálogos imaginarios de los
que espero dar testimonio.
Finalmente quiero agradecer a Agustín García Matilla. La lista
de motivos es larga y muy variada, algo que es muy fácil de compren-
der para cualquiera que lo conozca, pero muy difícil para quien debe
expresarse con brevedad. En todo caso: gracias Agustín por la con-
fianza y por el respeto, gracias por el estímulo y la amistad, gracias
por ayudarme a soñar y por hacer que tantos sueños sean posibles.

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Introducción

La belleza del mundo… tiene dos filos,


uno de risa, otro de angustia,
partiendo el corazón en dos.
Virginia Woolf, Una habitación propia

Escribir un libro sobre la belleza podría parecer un propósito teme-


rario, incluso un despropósito. La belleza… ¿acaso es posible decir
algo sobre eso? Pero la belleza y lo bello sustantivan y adjetivan el
universo. Al ser humano siempre le ha importado la belleza, la que
existe y la que se crea, la de la naturaleza y la de las artes, la del cuer-
po y la de su adorno, la de las ideas, los sonidos, los movimientos, las
palabras, las imágenes.
Giordano Bruno afirmó que «no existe nada que sea absoluta-
mente bello, sino sólo para alguien».1 Sin embargo, la dimensión
personal del gusto que se despliega en los juicios sobre lo bello no
ha amedrentado a lo largo de los siglos a los pensadores que han
intentado delimitar y construir el concepto de belleza.
En las últimas décadas numerosos autores han señalado que el
largo deambular de lo bello por diferentes ámbitos se ha detenido
y asentado en un nuevo terreno: el de la comunicación y, de forma
paradigmática, en la publicidad.
Para algunos lo bello ya no es una noción actual y sólo cabe pos-
tularla por detrás de otros valores como lo nuevo, lo interesante,
lo expresivo, lo novedoso, lo espectacular o lo sublime. Desde este
punto de vista, en la belleza resonarían hoy lejanos ecos, a veces
inaudibles, de un pasado en el que rezumaba aspiraciones ideales:
de verdad, de bondad, de armonía.
Sin embargo, frente a un supuesto desprestigio o pérdida de vi-
gor de la belleza en determinados ámbitos como el arte, hay otros
escenarios en los que se ha vuelto hegemónica. Un discurso sobre la

1.  Citado por Tartarkjewicz, W. (1976), Historia de seis ideas, Tecnos, Barcelona,
p. 243.

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belleza sobrevuela el mundo de las mercancías, de los cuerpos y de la
comunicación. La cuestión de la belleza no deja de hacerse presente
en nuestro lenguaje cotidiano, ni de manifestarse en la búsqueda de
una estetización total a la que no escapa casi nada en los tiempos
del design.
Habiendo sido decretada su muerte en los dominios del arte
por parte de las vanguardias, y frente al relativismo cultural que
vacía de significado a los viejos valores (Sontag, 2003:7), la socie-
dad mass mediática se apropia de la belleza y la hace omnipresen-
te. A su deslegitimación y desacralización en ciertos ámbitos se
responde con la creación de nuevos motivos de culto y adoración
que vuelven a subvertir la idea misma de la belleza y su puesta en
escena.
El interés por conceptualizar la belleza tiene un largo recorrido.
A través de los siglos han cambiado los enfoques y las disciplinas a
las que interesó, y también ha cambiado su estatuto, las formas de
nombrarla, los ámbitos que habita, los elogios que suscita, las ambi-
ciones y fantasías que despierta, los discursos que concita.
Es indudable que nuestros valores estéticos guardan una estrecha
relación con las configuraciones históricas, sociales, económicas y
culturales. Estas configuraciones determinan, en buena medida, las
condiciones materiales, semánticas y estéticas por las cuales la be-
lleza «seda a ver» al mismo tiempo que aquellas por las cuales la
belleza «se enuncia» (Renaud, 1989:14 y ss.). Destacar el ensamble
entre discursividad y visibilidad tiene la finalidad de proponer un
enfoque complejo y problematizador sobre la belleza.
Es preciso anticipar cuanto antes que este libro no se centra en
un estudio de la belleza natural sino en la belleza creada, la que es
el resultado de una acto humano de producción. Tampoco pretende
realizar un estudio específico de la belleza literaria, sino que se en-
camina a su análisis en el campo de las imágenes visuales2 y, más
específicamente, audiovisuales.

2. Esta diferenciación proviene de aquella que estuvo en vigor durante siglos


entre poiesis y tekné, entre la tarea elevada de los poetas y la más utilitaria de los
artesanos manuales. Evidentemente no se pretende reproducir aquí los motivos de
distinción social que connotaban ambas actividades sino situar el centro de interés
en los campos vinculados con la creación de imágenes visuales.

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Ciertamente existe una amplia bibliografía sobre esta materia:
investigaciones de tipo crítico, ensayos teóricos, estudios históri-
cos en general y de historia del arte en particular, etc. La filosofía,
las matemáticas, la estética, la semiótica, la antropología, la so-
ciología y el psicoanálisis son, entre otras, algunas de las discipli-
nas que se han entregado a este tipo de estudio. En el campo de
las ciencias de la comunicación, aunque existe un buen número
de investigaciones que centran su foco en las formas mediáticas
de representación, la cuestión de la belleza suele ser abordada de
forma tangencial. Cierta vecindad con este tema se encuentra en
aquellos estudios que giran alrededor de la cuestión de la mujer,
especialmente en el ámbito publicitario, y que buscan desvelar y,
en ocasiones, también denunciar, tendencias discriminatorias y
sexistas en las representaciones de género. En ellos, la cuestión
de la belleza como reclamo es frecuentemente aludida, pero su
concepto no constituye el objeto específico del análisis. Si bien es
cierto que la belleza tiene un fuerte e indudable sesgo femenino
y provoca una referencia casi automática a la mujer, a diferencia
de lo que sucede en muchas de esas investigaciones, en ésta no
constituye un objetivo de partida sino un elemento que, aunque
insoslayable, no es fundacional.
Son numerosos los autores que han indicado que la conceptua-
lización de la belleza deberá acometerse en el futuro en el campo
de las disciplinas de la comunicación y de la información, pero no
suelen avanzar en ese propósito. Es que la cuestión de la belleza
podría considerarse como un tema poco urgente dado que, como
afirma Emilio Lledó, no pertenece al grupo de elementos esenciales
para la existencia humana y, en general, se la connota en un senti-
do próximo al del ornamento. Sin embargo, al no ser su presencia
aparentemente necesaria para las personas, «… ha de justificarse
con argumentos más fuertes y explicar con mayor claridad aún su
origen y desarrollo. Adorno del ser, complemento del ser, llega, de
alguna forma, a penetrar en niveles constituyentes de la realidad»
(Lledó, 1992:166).
¿Cuáles son los elementos a partir de los cuales se construye el
concepto y la representación de la belleza que predomina en la ac-
tualidad en las sociedades occidentales? Esta es la pregunta que se
intentará responder aquí.

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Se ha escogido una forma de trabajo y –como apreciará el lec-
tor o la lectora– la reflexión se desarrollará dentro de esos límites
sabiendo que en este asunto, como en casi todos, es prácticamente
imposible producir una teoría total. En cambio, se espera que man-
teniendo la fidelidad a los objetivos de trabajo propuestos se pueda
avanzar hacia la construcción de lo que Donna Haraway denomina:
«una experiencia íntima de las fronteras» (Haraway, 1995:310).
Esta toma de posiciones introductoria tiene la pretensión de
acotar un tema de una enorme envergadura y que, sin claras deli-
mitaciones previas, podría convertirse en una serpentina a la que es
difícil encontrar el principio y el final, o incluso la finalidad.
Quien se acerca a estas páginas puede trazar su propio itinera-
rio de lectura. El viaje puede realizarse a la manera tradicional co-
menzando por el principio y siguiendo el orden de capítulos hasta
concluir. La decisión de adentrarse de esta forma permitirá recorrer
íntegramente el trabajo de construcción conceptual y análisis que se
propone. El camino es arduo y conduce, de la mano de la idea de be-
lleza, a través de numerosos siglos y disciplinas. La estructuración
del libro en tres partes tiene la finalidad de organizar y agrupar los
contenidos. También permite la selección de temas favoritos para
la lectura. La primera parte, «El devenir del concepto de belleza»,
está dedicada a la construcción y configuración del escenario en el
cual planteamos la cuestión de la belleza hoy. Para ello es necesario
conocer los importantes puntos de inflexión en las formas de pensar
lo bello en occidente. En un recorrido transdiciplinar que apela a la
historia del arte, a la filosofía, a la sociología, al psicoanálisis y a las
ciencias de la comunicación, se despliega el deslizamiento concep-
tual que vertebra y da cohesión a estos planteamientos con la guía
de tres ejes: la belleza como categoría (el concepto de belleza), su
producción (el concepto de arte y artista) y la recepción (el concepto
de goce estético).
En los capítulos de la segunda parte, «Medios de comunicación y
publicidad», se entra de lleno en los dominios de la sociedad actual,
densamente mediatizada y en la que la profusión de imágenes con-
tituye una de sus señas destacables. Para ello se aborda el estudio
de los diferentes procesos, variables e instrumentos que configuran
los nuevos rasgos del escenario en el que la belleza tiene su ámbito
dominante de producción e inscripción. El análisis se centra en la

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ponderación del lugar estratégico que la televisión y la publicidad
que en ella se emite ocupan en las dinámicas de la cultura cotidiana
de las mayorías y en los modos de construcción de imaginarios al
servicio de los intereses del mercado. Además de presentar y justi-
ficar que el spot publicitario constituye una pieza privilegiada en la
que analizar las formas de representar lo bello en la actualidad, se
establece un contrapunto entre el mundo de la producción mediáti-
ca y el territorio de las artes. Los tres vectores que guiaban los pasos
en la primera parte (el concepto de belleza, el de arte y artista, y el
de goce estético) son retomados para poner en negro sobre blanco
las transformaciones que se han operado en el escenario en el cual
se propone analizar la representación de la belleza. Se acabará des-
cubriendo que, a lo largo de las páginas, nuevos trayectos han sido
recorridos: «del arte al espectáculo», «de la firma al pack shot»3 y «del
goce estético al consumo mediático».
Por último, los tres capítulo finales, agrupados bajo el título
«La representación de la belleza», presentan a partir del análisis
de spots de productos de belleza e higiene cuáles son las tendencias
más sobresalientes que, en materia de caracterización y narración
de lo bello, se ponen en escena a través de la publicidad. Cinco gran-
des núcleos conceptuales, establecidos en virtud de su relevancia e
insistencia, permiten pintar este panorama: 1. belleza y consumo;
2. belleza y mujer; 3. belleza y seducción; 4. belleza y tecnociencia;
5. bellos fragmentos. Así se cierra un recorrido que, iniciado en el
tránsito desde la metafísica al spot, concluye con otro deslizamien-
to, en este caso: «desde la belleza al embellecimiento».
Quien recorra estas páginas podrá constatar que la profunda
imbricación de la cuestión de la belleza en la realidad hace que deba
considerarse, frente a posibles críticas de liviandad, como un asunto
de una gran seriedad: más heavy que light, la belleza no es tan sólo
un bello tema.

3. Se denomina pack shot al plano del spot en el cual se incluyen el nombre de la


marca y del producto anunciado y su imagen. En general suele ubicarse al final del
spot, pero en algunos casos se repite más de una vez a lo largo de la pieza.

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primera parte

El devenir del concepto de belleza

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1. La belleza: de la idea a los media

La belleza consiste en la medida y en el orden,


por lo cual no puede resultar hermoso
ni un animal demasiado pequeño…,
ni tampoco excesivamente grande.
Aristóteles

Hazme el favor divino de decirme, ¡oh Amor!,


si mis ojos ven la belleza verdadera
o si la llevo dentro de mí…
Miguel Ángel Buonarroti

La mejor teoría de la belleza


es su historia.
Susan Sontag

1. ¿Es posible definir la belleza?


El propósito de este capítulo es introducir los primeros elementos
que permitan establecer cierta racionalidad en la indagación sobre
el concepto de belleza. La selección de esos criterios reviste cierta
complejidad dada la naturaleza del asunto. Ciertamente la cuestión
de la belleza resulta muy cercana a todas las personas, tanto en lo
que se refiere a la experiencia de lo bello como a la emisión de juicios
relativos a esa experiencia. Sin embargo, como señala Remo Bodei,
una pequeña investigación nos llevaría «… a la embarazosa conclu-
sión de que apenas tenemos una intuición pobre, vaga y difícilmente
articulable de tales conceptos» (Bodei, 1995:13).
La pretensión de plantear una reflexión sistemática sobre lo be-
llo supone enfrentarse de inmediato con un primer hecho paradógi-
co: si bien el tema produce una asociación casi inmediata al dominio
de las artes, las reflexiones fundantes sobre la belleza se sitúan his-
tóricamente antes del surgimiento de la idea misma de arte.
Existe consenso acerca de que la indagación sobre lo bello se ini-
ció en el terreno de la filosofía y de la reflexión moral. En este proce-

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so se sucedieron movimientos muy diversos y extendidos a lo largo
de siglos que, por fin, dieron lugar a la inauguración de una discipli-
na propia, hacia 1750, con la creación de la estética filosófica.
La trayectoria histórica del concepto de belleza ha dejado im-
prontas duraderas en la idea que las personas construyen acerca de
lo bello. Seguramente un hombre del Renacimiento difícilmente
juzgaría como bella una obra de arte de las vanguardias del siglo xx.
Sin embargo, en el siglo xxi se siguen juzgando como bellas obras
realizadas durante la antigüedad griega. La historicidad es pues una
de las características propias del pensamiento sobre la belleza por-
que conduce a una reflexión sobre toda la tradición de nuestra pro-
pia historia (Gadamer, 1977:44 y ss.).
Resaltar tan pronto esta condición histórica requiere una aclara-
ción: no se busca abonar aquí una hipótesis de tipo evolucionista que
pretenda que la idea de belleza haya ido progresando a lo largo de la
civilización hasta llegar a un supuesto estado ideal, de pulimiento
o de perfección. Más bien se comprueba que numerosos autores que
han reflexionado sobre este asunto han considerado insoslayable la
valoración del devenir histórico en la construcción del concepto de
lo bello. Pero este devenir no se cristaliza si no que permanente-
mente se actualiza, cambia y sorprende con nuevas formas de belle-
za (Bodei, 1995:157).
La idea de historicidad que se propone para el concepto de belle-
za no se basa en el interés arqueológico o biográfico que puede, en
ocasiones, alentar al historiador del arte (Panofsky, 1955:29-30). En
cambio, la organización cronológica que se propone tiene el fin de
contribuir a la valoración de un deslizamiento histórico que pone en
juego la dialéctica del concepto:

El devenir no es la historia; todavía hoy la historia designa únicamente


el conjunto de condiciones, por muy recientes que estas sean, de las que
uno se desvía para devenir, es decir, para crear algo nuevo. (Deleuze y
Guattari, 1972:97)

Como se verá a continuación, la cualidad histórica que aquí se


destaca está estrechamente vinculada con la pregunta que inaugura
este apartado, una pregunta acerca de si es posible definir la belleza.
¿Es posible definirla?

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En su libro La definición del arte, Umberto Eco llama la atención
sobre algunas cuestiones que parece pertinente transpolar a la re-
flexión sobre la belleza. En primer lugar una alusión al «carácter
procesual» de estas ideas, lo cual implica la existencia de una dialé-
ctica que conduce a crear determinadas categorías aptas para reco-
nocer ciertos fenómenos y moverse entre ellos. Eco denomina a esto
«actividad filosófica» para distinguirla de la filosofía en sentido es-
tricto y señala que esta labor sólo es realizable si «nos damos cuenta
de su historicidad». Añade que esta historicidad implica, incluso, al
propio investigador (Eco, 1968b:150). Es preciso, entonces, asumir
la parte que nos corresponde.
Esta sensibilidad hacia la perspectiva histórica pone en eviden-
cia la condición de transitoriedad de las definiciones que se han
construido alrededor del tema de la belleza. Theodor Adorno lo
manifiesta afirmando que lo bello constituye una «perfecta antino-
mia» ya que no pudiendo definirse, tampoco es posible renunciar a
su concepto, ni prescindir de la pretensión de formularlo según lo
que denomina «la fatal universalidad». Entonces, para evitar caer
en un historicismo vacío y parcial, es imprescindible disponer de
categorías estéticas que permitan avanzar en el discernimiento del
concepto:

… se va modificando la imagen de la belleza a lo largo de una historia


que es autoesclarecedora. La formalización de lo bello es un momento
de equilibrio que es constantemente destruido, porque lo bello no pue-
de retener la identidad consigo mismo, sino que tiene que encarnar-
se en otras figuras que, en ese momento de equilibrio, se le oponían.
(Adorno, 1970:74 y ss.)

Eco contribuye a consolidar esta argumentación afirmando que


una definición tiene unos límites precisos: los de ser una generaliza-
ción de experimentación, no verificable y susceptible de ser alterada
en otro contexto histórico y que, tarde o temprano puede toparse
con un fenómeno que pueda contradecirla obligándola a reestructu-
rarse (Eco, 1968b:153).
Una tercera opinión es la de Remo Bodei. Este autor introduce el
tema admitiendo que:

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… se trata de nociones complejas y estratificadas, pertenecientes a re-
gistros simbólicos y culturales no del todo homogéneos; reflejo gran-
dioso de dramas y deseos que han conmovido a los hombres y a las mu-
jeres de todos los tiempos. (Bodei, 1995:14)

Este comentario es bastante elocuente y anticipa su posición


respecto a la posibilidad de definir. Su argumentación en contra es
explícita, sin embargo, en la cita que se incluye a continuación, se
presenta un tercer elemento que supone una alternativa que permi-
te liberarse de la inacción: se trata de recurrir a modelos e instru-
mentos de interpretación,

… a pesar de todos los modelos y de los instrumentos de interpreta-


ción, no en vano construidos, para acercarnos a lo bello, no se puede
dar una definición cabal de él. (Bodei, 1995:157)4

A estos autores los une un consenso acerca de la imposibilidad


de alcanzar una definición de la belleza de carácter universal. Cada
uno propone caminos que se intentará plantear partiendo de la con-
vicción de que los conceptos son una materia viva, cambiante y, por
ello, sus contornos no son trazados de una vez y para siempre sino
que son irregulares (Deleuze y Guattari, 1991:85). Así es como:

… el devenir es el concepto mismo. Nace en la historia, y se sume de


nuevo en ella, pero no le pertenece. No tiene en sí mismo principio ni
fin, sólo mitad. (Deleuze y Guattari, 1991:113)

Además, intentar definir la belleza puede entrañar un gran peli-


gro porque si se parte de pre-juicios academicistas y teóricos, éstos
pueden obturar la sensibilidad y la capacidad para discernir. Es ne-
cesario evitar un pensamiento pre-fabricado, lo que Aumont llama
«comprensión informada». En consecuencia, el devenir histórico
que se presenta a continuación no tiene por fin realizar una descrip-
ción minuciosa ni extensa del tema de la belleza. Su objeto es, en
cambio, indicar los puntos gruesos de inflexión que van señalando
el deslizamiento del concepto hacia nuevos escenarios y que con-
ducen hasta el objeto de nuestro interés. Es el momento, entonces,

4. La negrita es nuestra.

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de establecer con la mayor claridad posible algunos instrumentos
interpretativos que permitirán avanzar hacia el concepto de belleza
que, tal como se ha indicado, es el de su propio devenir.

2. El devenir del concepto de belleza: la idea, la sensación, la industria

Tres grandes etapas organizarán aquí el devenir del concepto de


belleza. En primer lugar se sitúa el período que se inicia en la An-
tigüedad griega y se detiene en los umbrales del Neoclasicismo (es
decir, entre los siglos iii a.C. y xvii de nuestra era). Su característica
sobresaliente ha sido el planteamiento del concepto de belleza des-
de un pensamiento filosófico, moral y matemático. A continuación,
en el siglo xviii, se crea la estética, disciplina filosófica especiali-
zada en el estudio de la sensación y el gusto, primordialmente en
relación con la obra de arte. Más tarde, durante la modernidad, se
produce una ruptura impulsada por las nuevas corrientes artísticas
de Vanguardia en el marco de la emergente sociedad industrial y
mediática.
Ciertamente plantear este recorrido que abarca muchos siglos
no está exento de riesgos. Una vez más, el tema de la belleza podría
escurrirse en infinidad de detalles y de temas interesantísimos pero
inabarcables. Para evitar los riesgos, y respondiendo a los objetivos
de este libro, se propone discernir tres elementos que, a modo de
eje, guíen el desarrollo del tema. Estos tres vectores son: el devenir
del concepto de belleza, el devenir del concepto de arte y artista y,
por último, el devenir del concepto de goce estético. Estos tres ejes
tendrán continuidad en las consideraciones ulteriores sobre la belle-
za transformándose en una pregunta por el autor y por el receptor
en los medios de comunicación de masas y, específicamente, en la
publicidad televisiva.
En este capítulo se presentan contenidos arduos para el lector no
especializado en estas materias. Sin embargo, el desarrollo de estos
conceptos tiene un valor fundamental para lograr comprender los
escenarios pasados y para construir una caracterización sólida del
momento actual. Al final se juzgará si el esfuerzo ha merecido la
pena.

29

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2.1 La Idea5
La preocupación por la belleza es anterior a la creación de la estética
como disciplina y del arte más allá de su faceta práctica o tecné.6 Su
inicio se sitúa en la civilización griega. Ni los pueblos prehistóricos
ni las civilizaciones antiguas pensaban en términos de goce estético
o belleza, para ellos lo bello tenía un significado afín al campo de lo
mágico. Ha señalado Rafael Argullol que en el hombre primitivo la
magia y la belleza estaban unidas en una auténtica simbiosis entre
pensamiento mítico y conciencia estética. Las grandes civilizacio-
nes antiguas (Egipto, Mesopotamia, China, India y América preco-
lombina) han respondido a un modelo que puede llamarse: estética
de lo sagrado. El propósito de sus creaciones era plasmar su mundo
mítico-religioso, el universo de sus dioses y la relación de los hom-
bres con las divinidades.
A partir del desarrollo de la cultura griega se opera una me-
tamorfosis fundamental en el concepto de lo bello, que queda
desligado de la estética de lo sagrado, inaugurándose una nueva
etapa que pondrá el eje ya no en la divinidad sino en el hombre
(Argullol, 1989:32-44). Por esta razón se considera que Grecia ha
sido no sólo la cuna del pensamiento sobre la belleza sino también
el punto de inflexión histórico que produjo la ruptura con la con-
cepción mítica. Tanto la filosofía platónica, que asocia lo moral, lo
bueno, lo justo y lo verdadero con la belleza, como los postulados
pitagóricos que establecen que la armonía y la proporción son sus
parámetros, impregnan el pensamiento de occidente en esta ma-
teria aún hoy.
En este epígrafe se agrupan casi veinte siglos de historia que
abarcan períodos que han tenido notables diferencias entre sí y que,
en otro tipo de análisis, ameritarían una consideración diferencia-
da, como es el caso de la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimien-
to, el Manierismo, el Barroco y el Rococó. Sin embargo, a pesar de
esas diferencias significativas, un hilo conductor los une y cohesio-

5.  El título de esta sección hace alusión directa a la célebre obra de Erwin Pa-
nofsky, Idea (1924-1989), Ediciones Cátedra, Madrid.
6. Tecné designa el hacer pero cuando es realizado con sabiduría (Gauss,
1997:94).

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na: las diferentes formas de entender que la idea alumbra la belleza
y que el número le da proporción.

2.1.1 El concepto de belleza

Existe un amplio consenso entre historiadores y especialistas en


teorías del arte acerca de cuáles han sido los hitos fundamentales
en la conceptualización de la belleza.7 Para ellos, las investigaciones
acerca del significado específico de kalós8 en el mundo helénico no
son muy esclarecedoras dado que es difícil sistematizar la variedad
de contextos en los que el término es aplicado (Argullol, 1989:11).
Lo bello en Grecia no es el arte, ya que éste ha sido desconocido
como tema autónomo dentro de la polis y tekné era una designación
genérica que se aplicaba a cualquier hacer de tipo razonado. ¿Qué
era lo bello en Grecia? Los textos legados por los filósofos dan cuen-
ta de cómo el sentido de lo bello ha ido evolucionando. Si bien es
cierto que desde el punto de vista de la historia del arte se destaca
hoy que lo que se produjo en Grecia fue una metafísica de lo bello, los
filósofos griegos no eran conscientes de ello, es más, así como no
disponían del concepto de arte, tampoco conocían el término me-
tafísica, una denominación que fue creada probablemente por An-
drónico de Rodas alrededor de los años 60-50 a.C. Andrónico dio a
conocer la obra de Aristóteles, quien vivió entre los años 384 y 322
a.C. Queda así en evidencia que el estagirita, considerado el padre
de la metafísica, ni siquiera disponía de este concepto o, al menos, de
esta denominación.
En El Banquete, un grupo de hombres se reúne para hablar del
amor. La cuestión de la belleza atraviesa el testimonio de Sócrates,
quien habla, según dice, a través de las palabras de Diótima. En su
discurso pasa del amor por un hombre joven y bello a la belleza que
hay en todos los jóvenes bellos: «la esencia de la belleza eterna» (La-
can, 1960b:153).

7. Ver en: Panofsky, 1924; Panofsky, 1955; Adorno, 1970; Tatarkiewicz, 1976;
Argullol, 1989; Barasch, 1991; Bodei, 1995; Aumont, 1998; Lynch, 1999; Eco,
2001.
8. La palabra griega kalos no significa –en sentido estricto– belleza sino que se
usa para referirse a aquello que gusta o atrae (Eco, 2004:56).

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… que quien pretenda ir por el camino recto hacia ese objetivo empiece
desde joven a encaminarse a los cuerpos bellos […] Luego que compren-
da que la belleza que hay en un cuerpo cualquiera es hermana de la que
hay en otro cuerpo, y que si se debe perseguir la belleza de la forma, es
una gran insensatez no considerar que es una sola y la misma belle-
za que hay en todos los cuerpos […] Después de esto, considerar más
preciosa la belleza que hay en las almas que la que hay en el cuerpo, de
suerte que, si alguien es virtuoso de alma, aunque tenga poca lozanía,
le baste para amarlo […] contemplar la belleza que hay en las normas de
conducta en las leyes […] Después de las normas de conducta debe con-
ducirlo a las ciencias para que vea así mismo la belleza que hay en estas
[…] vuelto hacia el extenso mar de la belleza y contemplándolo, procree
muchos, bellos y magníficos discursos y pensamientos en inagotable
amor por la sabiduría. (Platón: 210 a, b, c, d)

La afirmación de que la belleza era en la antigüedad un con-


cepto metafísico, de tipo suprasensible, no debe entenderse como la
constatación de que Grecia viviera de espaldas al contacto con
la belleza y con los objetos bellos. Como afirma el profesor Emilio
Lledó, la belleza en Grecia también estaba ligada a la utilidad: los
animales, los objetos, los vestidos, las armas, las ánforas, los puer-
tos. No podemos ignorar que el planteamiento socrático introduce
«… las cosas desde muy arriba, hasta captar cómo interviene en el
orden del mundo… » (Lacan, 1960b:153). Amar la belleza que hay
en un hombre joven hace amar la belleza que hay en todos los cuer-
pos, lo cual no es otra cosa que la belleza eterna. Sócrates, en defi-
nitiva, articula todo el discurso de Diótima sobre la belleza «como
una ilusión, un espejismo fundamental, mediante el cual el ser pe-
recedero y frágil se sostiene en la búsqueda de su perennidad… »
(Lacan, 1960b:151).
Por otra parte, la filosofía griega asoció muy pronto lo bello con lo
bueno. En Grecia antigua se denominaba kalós y en Roma pulchrum
a lo que en castellano denominamos bello, término que procede de
bellum cuyo origen es bonellum (Tatarkiewicz, 1976:153 y ss.). Esta
coincidencia esencial que une lo bello con lo bueno sitúa a la belleza
también en un territorio moral. Según Umberto Eco, en Grecia no se
contaba con una auténtica categoría de la belleza ya que los antiguos
la asociaban a cualidades que, como ya hemos mencionado, trascen-
dían lo puramente estético (Eco, 2004:37).

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Los aspectos matemáticos que ponen el énfasis en la proporción
y en la interrelación y ordenamiento de las partes como condición
de la belleza corresponden a los postulados pitagóricos en los que el
número es considerado como la medida de lo bello y para los que la
naturaleza y la armonía del universo constituyen su principal refe-
rencia. Por esta razón se considera que lo bello es una evidencia de
la armonía.
También es preciso aclarar que en Grecia no se trata necesaria-
mente de que lo bello lo sea para alguien que lo reconozca como tal:

Los fundadores de la Gran Teoría, los pitagóricos, Platón y Aristóteles


afirmaron todos que la belleza era un rasgo de las cosas bellas; ciertas
proporciones y disposiciones son bellas en sí mismas y no porque resul-
te que apelen al espectador o al oyente. (Tatarkiewicz, 1976: 162)

Es necesario destacar la paradoja que supone el que, en una de


las épocas en las que se ha dado una mayor materialización de lo
que hoy denominamos arte occidental, cierta filosofía trasladara la
reflexión sobre lo bello al terreno de las ideas, es decir, a una esfera
de la intelección de la que los seres humanos estaríamos separados
por la «frontera engañosa» que imponen los sentidos. Esta caracte-
rística es la que ha hecho que muchos aseguraran que la belleza era
para los griegos un contenido suprasensible. En efecto, a pesar de
la cualidad perceptible de lo bello, se considera que los sentidos no
logran captarlo completamente porque su expresión, la de la belle-
za, no se daría de modo total a través de las formas sensibles (Eco,
2004:56). La Belleza con mayúscula, la belleza en sí, pertenece al
«mundo ideal» platónico. La belleza con minúscula, la belleza con-
creta de la que participan los objetos bellos, pertenece al «mundo
sensible».
Platón estableció una diferenciación entre poiesis y tekné, dife-
renciación que hizo que algunos filósofos hayan visto en su pen-
samiento un ataque a las artes figurativas, también llamadas mi-
méticas. Platón consideraba que la poiesis, a diferencia de las artes
figurativas, no se centraba en la mimesis o imitación de la realidad
(característica de las imágenes), sino que en ella lo decisivo era la
creación, es decir: «… la representación de una realidad determi-
nada, cuya esencia no consistía en la imitación […] sino en hacer

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surgir una realidad, en la que los seres que en ella apareciesen, ad-
quiriesen sentido en la órbita de una nueva realidad creada» (Lledó,
1961:134). El artista manual, en cambio, no tenía el acceso al logos
o a las ideas ya que realizaba una imitación que, en el caso de estar
bien hecha, daba por resultado una copia del mundo fenoménico
(Panofsky, 1924:14 y ss.). Si el trabajador violentaba las reglas ma-
temáticas de la proporción, su tarea quedaba desmerecida y sancio-
nada por constituir una contribución al engaño de nuestra vista y al
aumento de la confusión.
El concepto de Idea9 que da nombre a este apartado y que busca
connotar algunas características del pensamiento sobre la belleza a
lo largo de estos siglos, ha tenido un largo y complejo recorrido en
el pensamiento filosófico de la antigüedad griega. Se han planteado
posiciones que iban desde su conceptualización como algo no tem-
poral, de carácter eterno, asentado en la razón y en el pensamiento
suprasensible, hasta otras, como la de Aristóteles, que identificaba a
la idea con la forma en general y con la forma íntima en particular,
una forma íntima que no es eterna sino que reside en el alma del
artista, donde habita antes de ser trasladada a la materia. Para Aris-
tóteles, las ideas «no son sustancias metafísicas que existen fuera
del mundo fenoménico sensible y también fuera del intelecto, sino
representaciones o visiones que tienen lugar en el propio espíritu
humano» (Panofsky, 1924:15 y ss.).
En definitiva, el concepto complejo y cambiante de Idea a lo lar-
go de la antigüedad10 ha sido causante de que muchos ensayistas
e historiadores del arte y sus teorías hayan englobado esa enorme
cantidad de siglos caracterizándolo como un tiempo dominado por
la metafísica o lo suprasensible. Los contrastes y las afinidades en-
tre estos dos filósofos es un tema que los expertos debaten aún
hoy.
En los años del declive de la antigüedad, los parámetros de or-
den y proporción, que también regían la manera de entender lo be-

9. Paradógica y contrariamente a lo que se puede suponer, el significado griego


de idea es: forma, imagen.
10. Para ampliar este tema se recomienda la lectura de la obra de Panofsky:
Idea (1924), Ediciones Cátedra, Madrid. Allí se presentan de forma erudita y muy
ilustrativa los vaivenes de estos conceptos a través del tiempo y del pensamiento de
los diferentes filósofos.

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llo, empezaron a ser cuestionados de forma progresiva a través de
planteamientos como los de Plotino,11 los sofistas y los escépticos
que propusieron delimitar el concepto amplio de lo bello deslindán-
dolo, de la idea de bien y de moral, pero también revalorizando la
autonomía del arte. Este giro preparó la transición hacia la Edad
Media (Lynch, 1999:22-25), período de la historia que ha suscitado
innumerables controversias, entre ellas la de haber reunido bajo un
mismo nombre una cantidad de siglos tan distintos entre sí. Como
refiere Umberto Eco en su obra Arte y belleza en la estética Medieval,
el propio concepto de Edad Media es arduo de definir y su nombre
indica que se inventó para situar a una decena de siglos difíciles de
colocar. Se trata de una época sin otra identidad aparente que la de
ser «la de en medio» y a la que se imputa, entre otras cosas, el no
haber tenido sensibilidad estética. Sin embargo, en la Edad Media
existe «… una concepción de la belleza puramente inteligible, de
la armonía moral, del esplendor metafísico… » (Eco, 1997:10-14).
Ante todo es necesario comprender que para el espíritu medieval
la belleza es fundamentalmente un atributo de Dios.12 Ciertamente
durante largos períodos el cristianismo renegó de la importancia
o de la necesidad de la belleza en las representaciones religiosas,
dado que la consideraba como una posible fuente de distracción en
el transcurso de la labor devota y, en ese sentido, contraproducen-
te (Azúa, 1995:70). Sin embargo, no sería correcto afirmar que en
este período se produjera un rechazo al goce de la belleza sensible.
Los medievales trazaron todo tipo de consideraciones acerca de la
belleza de la naturaleza, el gusto del hombre común, el del artista,
etc. Uno de los temas recurrentes de la mística medieval es el de la
diferencia entre la belleza exterior que corresponde a los objetos, y
la belleza interior, que es el estado del alma en gracia. En definiti-
va, el pensamiento de la Edad Media subsistió la importancia de la
proporción como medida de la belleza, pero el valor que entonces

11. Su teoría consideraba la luz como un reflejo que emana de las cosas bellas
y del cual participan tanto el objeto bello como quien lo contempla. Sus ideas son
representativas, desde el punto de vista de la reflexión sobre la belleza, del proceso
de transición hacia la Edad Media y del auge del cristianismo.
12. El concepto de belleza asociado a Dios, a lo Uno, se puede ver también en:
Panofsky, E. (1924:33), en Argullol R. (1989:56 y ss.) en Bodei, R. (1995:90) y en
Debray, R. (1992:157 a 159).

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se le atribuyó residía en su capacidad para representar la perfecta
armonía divina.
El Renacimiento italiano, iniciado en el siglo xv, el quattrocento,
es fruto de un tiempo de cambio, de expansión comercial, expedición
y descubrimiento. Numerosos artistas geniales y polifacéticos repre-
sentan este tiempo prolífico y deslumbrante. A diferencia del período
anterior, se enarbola ahora un pensamiento que sitúa al hombre como
medida de todas las cosas confiriéndole una potencialidad creadora
nunca antes reconocida. Petrarca es uno de los representantes de es-
tas nuevas corrientes. A él se le atribuye la expresión nescio quid –no sé
qué– como modo de expresar una nueva forma de enfrentarse tanto a
la idea como a la producción. Esto debe ser entendido como un atisbo
de libertad frente a las certezas medievales. El Renacimiento es, en
efecto, el período de legitimación de la fantasía y de la idea «que viene
a la mente» (Panofsky, 1924: 59-61). Rafael dijo que para realizar sus
obras recurría a una certa idea; idea que no sabía si tenía valor artís-
tico pero que, según afirmaba, le costaba mucho obtener. Todos estos
son indicios de que se están abriendo las puertas a la fantasía.
Es notable observar cómo la afirmación rotunda de la validez de
la forma, que hasta entonces había pasado en no pocas ocasiones
por ser considerada como una mera mimesis o copia de la idea, va
transformándose y dando lugar a la creación de un nuevo terreno
en el que las certezas empiezan a caer (nescio quid, certa idea, io non
so). Persisten aún los pilares de la Gran Teoría de la armonía y la
proporción y hay un gran auge y desarrollo de la perspectiva, pero
como parte de una doble búsqueda: ser realista en la representación
y ofrecer, a la vez, motivos de belleza para la vista (Eco, 2004:87).
Si bien es cierto que hay una vuelta hacia el clasicismo antiguo,
todo ello ocurre a la luz de un inminente nuevo humanismo que,
por primera vez, se plantea la cuestión de la belleza en relación con
la práctica de las artes y que, además, atribuye la autonomía a la
libertad creadora del hombre (Lynch, 1999:28). Se produce así un
viraje desde el teocentrismo medieval hacia el humanismo propio
del Renacimiento (Argullol, 1989:66 y ss.).
Un poco más tarde, el movimiento manierista da otro paso al
desarrollar una sensibilidad estética que se aparta del humanismo
renacentista y que empieza a producir formas extrañas para la épo-
ca, innegablemente no miméticas, un poco oscuras, melancólicas

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  Inicio   Índice   Inicio capítulo   Capítulo siguiente   Fin


e inquietantes (Eco, 2004:215 y ss.). Este nuevo punto de ruptura,
este nuevo quiebre en el modo de entender la armonía, tiene su base
en acontecimientos sociales y políticos. La ruptura de la unidad de
la Iglesia con la Reforma protestante, la crisis económica provocada
por la introducción del racionalismo económico, el nacimiento de la
concepción científico-natural del mundo y, en el terreno más direc-
tamente vinculado al arte, la nueva forma de entender el patronaz-
go y la obra de arte, tienen una innegable incidencia. Rafael Argullol
expresa brevemente pero con rotundidad lo que se está gestando:
«… la realidad del mundo disloca y destruye la idealidad del arte»
(Argullol, 1989:79).
En ese contexto el manierismo presenta un mundo en el que los
objetos de la realidad son escenificados en un espacio ficticio y en los
que la aspiración de mimesis matemática de la naturaleza va dando
paso, de manera cada vez más decisiva, a nuevas formas de expresión
subjetivistas que desdeñan el modelo natural como única referencia
válida. Aunque la medida y la proporción no son abandonadas, se
podría decir que se trata de un movimiento que plantea, respecto
de su antecesor, una contramaniera que deja a un lado los criterios de
objetividad y produce obras que han de valorarse según criterios sub-
jetivos. En este contexto, la belleza remite más a la imaginación que
a la inteligencia (Eco, 2004:220 y ss.). En España, el representante
más sobresaliente del manierismo es El Greco.
Más adelante, durante el período Barroco se da cierta profun-
dización del manierismo. Surgen entonces nuevas manifestaciones
de la belleza a través de lo sorprendente, lo desproporcionado, lo
recargado, el ingenio y la agudeza. En las artes plásticas se plantean
nuevos desafíos perceptivos y la belleza sensible va dando lugar a
formas asignificantes e informes, es una belleza que está, de alguna
manera, más allá del bien y del mal, que puede expresarse a través
de lo feo. Así, lo verdadero puede ser representado a través de lo fal-
so y la vida expresarse a través de la muerte. Sin embargo, lejos de
ser inmoral o amoral, esta forma de belleza tiene un hondo sentido
ético a través de la adhesión a los estrictos cánones de la autoridad
política y religiosa. Es una belleza dramática y cargada de tensión,
de agitación intelectual y sensualidad (Eco, 2004:226-234). De al-
guna manera, el desgarro que se manifiesta en la conciencia estética
del Barroco es la expresión de la profunda crisis que sufre un mundo

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que, después del Renacimiento, se ve sumido en hechos políticos, re-
ligiosos y sociales de gran envergadura. Es época de guerras, pestes,
revoluciones económicas y hallazgos sobre el cosmos que muestran
la complejidad de las leyes que rigen el universo (Eco, 2004:225).
También los grandes descubrimientos científicos descentran al
hombre y lo privan de su trono haciendo desaparecer las utopías
humanistas alimentadas en tiempos renacentistas. No sorprende
entonces que las artes barrocas expresen, especialmente a través de
la arquitectura, la conciencia atormentada de la sociedad de la época
(Argullol, 1989:83 y ss.) y que se abandonen ciertas reglas en pos de
la intensificación en la expresión.

2.1.2 El concepto de arte y artista

Volveremos ahora sobre el período que acabamos de reseñar, pero


esta vez para analizar cómo era entendido el arte y el artista. Como
se ha mencionado, la concepción del artista independiente es un
logro bastante tardío en la historia, tanto como lo es la del arte.
Los griegos no disponían de estas categorías y los términos que se
utilizaban para referirse a la producción de las obras han sido muy
variados. El primero de ellos, poiesis, mucho antes de referirse a la
labor de los poetas tuvo un sentido genérico. Entre todas las cla-
sificaciones que tuvieron vigor en Grecia para aludir a lo que hoy
llamamos arte, el elemento común a todas ha sido cierta desvalori-
zación inicial del campo de tekné, por tratarse de actividades que de-
mandan esfuerzo físico. En este hecho se funda el desfase existente
entre la ponderación social que se daba a las obras en comparación
con el escaso reconocimiento que se prodigaba a los artistas que las
habían creado. También determina la divergencia existente entre la
alta valoración de la que era objeto la poesía, considerada como obra
destinada a la búsqueda del conocimiento, y el escaso prestigio de
las artes visuales, producto del trabajo artesano destinado a generar
objetos que pueden ser útiles, aunque también bellos (Tatarkiewicz,
1976:110-113). Por ello, si bien en la polis los artistas eran hombres
libres, su categoría pública era muy inferior a la que se concedía a
sus propias obras.
En la Edad Media sigue habiendo poca conciencia del arte y, en
consecuencia, no se teoriza al respecto. Se adoptan las clasificacio-

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nes que, en general, dividen a las artes entre nobles y manuales. La
figura del artista no está especialmente reconocida en el arte esco-
lástico y la idea de que la inspiración tiene procedencia divina no fa-
vorece la valoración del talento personal. Por otra parte, las grandes
obras de estos siglos se realizan en torno a los grandes edificios en
los que arquitectos, escultores y pintores trabajan en equipo, así es
que el reconocimiento del autor individual no resulta algo esperable.
No ocurre lo mismo con los poetas, que siguen siendo considerados
como aristócratas frente, por ejemplo, a los escultores a quienes se
tiene por artesanos (Eco, 1997:133-152).
A pesar de ello, hay un lento emerger del artista medieval que
está estrechamente relacionado con la actividad artesanal de los
monjes cuyo sentido es claramente religioso. Pero, hacia finales del
siglo xiii, los pintores y escultores inician un camino que los con-
duce a posiciones más autónomas respecto de la arquitectura, que
hasta entonces era la disciplina privilegiada, la que congregaba y
daba cobijo a la creación del resto de obras plásticas. En este tiempo,
el asentamiento de la burguesía en las ciudades produjo un incre-
mento de la demanda y, en consecuencia, los artesanos comenzaron
a instalar sus propios talleres donde ejecutar los encargos que les
realizan los miembros de la nueva clase social. Todo este proceso
condujo hacia una mayor libertad expresiva y hacia la creación de
un mercado del arte que determinó que los artesanos se agruparan
en gremios (Argullol, 1989:223-228).
De esta manera, la vieja concepción objetivista de la belleza co-
mienza a virar hacia un relativismo según el cual se entiende que
las leyes inmutables de los objetos podrían ser establecidas por los
artistas (Tatarkiewicz, 1976:240). Así es cómo se empieza a pensar
que su trabajo no parte de ideas preexistentes o innatas sino que son
fruto de la imaginación. Y es a partir del Renacimiento cuando la
libertad del espíritu artístico es valorada propiciando que lo bello se
asocie con la producción artística, relación que hasta entonces no ha-
bía sido evidente. Entonces, surge la convicción de que la consciencia
sensible crea, antes de plasmarse en una obra, un diseño interno que
luego será trasladado a la materia. El artista del Renacimiento aspi-
ra a ser considerado más un intelectual que un trabajador manual.
Esto provoca el desarrollo de un sentimiento de independencia en el
artista que, entre otras cosas, le hace salir del ámbito de los gremios

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artesanos de origen medieval. A partir de esta época empieza a ser
frecuente que los autores firmen sus obras, llegando incluso a incluir
en ellas inscripciones de halago para sí mismos.
Los artistas manieristas van más allá aún y se atreven a cuestio-
narse el origen mismo de sus imágenes. Evidentemente en su manie-
ra las imágenes que producen no constituyen una reproducción de
la naturaleza. Alcanza para comprobarlo observar sus figuras alar-
gadas y melancólicas. Aunque finalmente, esa legitimación teórica
que buscan los artistas para la expresión de sus imágenes internas,
acaban encontrándola, una vez más, en motivos de orden metafísi-
co, restituyendo a la idea un carácter apriorístico y divino. Por esta
razón consideran que el artista, imbuido de la gracia de Dios, ha de
suministrar a la materia esa armonía fenoménica de la que no dis-
pone y que debe serle provista desde el campo intelectual. La misión
del artista será concebida como la tarea de infundir en la materia el
destello divino.
El artista barroco busca permanentemente producir imágenes
capaces de transmitir la sensación del movimiento, del dinamismo,
del conflicto. Persigue, claramente, emocionar a los espectadores y
provocarles incluyendo en una misma obra visiones a veces contra-
dictorias de un mismo tema. La belleza asociada a ideas suprasensi-
bles ya no encuentra cobijo en las obras de este período en el que se
enfatiza la expresión como forma de conmoción. Todo esto anuncia
y prepara un cambio fundamental.

2.1.3 El concepto de goce estético

Como ya se ha indicado, simplificando la enorme complejidad del


pensamiento griego sobre la belleza, hubo quienes consideraban
que ésta residía en las ideas, unas ideas que para algunos fueron su-
prasensibles, preexistentes, y que, para otros, eran el producto de la
propia actividad del artista. Para la concepción pitagórica y matemá-
tica, la vista y el oído han sido los sentidos garantes de la percepción
exacta e inteligible de la forma bella, es decir: matemáticamente ar-
mónica. De acuerdo con esta línea de pensamiento lo exacto y lo me-
dible revestían mucho valor mientras que lo vago, lo difuminado, lo
feo, o todo aquello que escapaba a la armonía era considerado como
impropio.

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La visión platónica y la pitagórica que coexisten en la antigüedad
derivan en una concepción tardohelénica (representada por Plotino
y otras teorías de corte más subjetivista) en la que se produce una
síntesis que reconoce una vía posible al goce estético a través de los
sentidos, lo cual supone dejar de lado la necesidad de menospreciar
a las imágenes por considerarlas como meras copias desvalorizadas
de la realidad.
Estos movimientos que tratan de buscar los puntos de coinci-
dencia entre los componentes no visibles, de carácter moral, por una
parte, y los componentes matemáticos perceptibles en su armonía,
por otra, preparan el terreno para un pensamiento medieval carac-
terizado por el predominio de la tendencia a valorar lo bello visible
a partir de su equiparación con una belleza invisible. El goce estético
se produce por la concordancia de la idea en la materia (Panofsky,
1924:55-56). Es decir, que la razón del deleite estético es una capa-
cidad que se atribuye al alma, capaz de reconocer en la materia la
armonía de su propia estructura. En este período se introducen en
el devenir del pensamiento sobre la belleza dos nuevos elementos
que propician el desarrollo de la interpretación: el simbolismo y la
alegoría. Aún está lejos un tiempo en el que se relacione de forma
decidida al goce estético con la belleza de las cosas. En efecto, el va-
lor de la alegoría está determinado por la teofanía que asume que lo
que está presente en todas las cosas bellas de la creación no es otra
cosa que el soplo divino.
Sin embargo, y especialmente a partir del siglo xiii, empieza a
asomar una teoría que considera al goce estético como constituti-
vo de la belleza. Santo Tomás proclama que lo bello es aquello cuyo
conocimiento produce placer, y San Agustín se pregunta si las cosas
son bellas porque deleitan o deleitan porque son bellas, optando por
la segunda opción (Eco, 1997:101-109). Esta pregunta agustiniana
es tremendamente incisiva y pone en evidencia que algunas certe-
zas empiezan a caer: ¿las cosas son bellas porque deleitan o deleitan
porque son bellas?
Si bien el Renacimiento con sus vientos humanistas no logra
provocar un inicio rotundo del subjetivismo, la idea de gusto co-
mienza, por fin, a esbozarse. El reconocimiento de la sensibilidad
del artista en la creación es una de las caras de esta cuestión. El
tono trascendental que se daba al goce estético empieza a verse

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mermado. Ello se manifiesta, por ejemplo, en las preguntas que
se formulan en este tiempo relacionadas con la inquietud por ave-
riguar cuáles son aquellas facultades mentales que se requieren
para percibir la belleza de un objeto. Sólo hacia finales del siglo
xvi, y de forma excepcional, se encuentran opiniones como las de
Giordano Bruno que escribe sobre la pluralidad y relatividad de
la belleza y que expresa la imposibilidad de definirla, afirmando
que «no existe nada que sea absolutamente bello, sino sólo para
alguien».13
El movimiento manierista sugiere la falta de coincidencia entre
el orden divino y el humano, entre el alma y el cuerpo. En este tiem-
po las producciones artísticas salen de los templos y encuentran co-
bijo en los palacios y en las cortes, en ciertos núcleos intelectuales
propensos al disfrute de un arte críptico y difícil de apreciar, ca-
racterizado por la alteración de las reglas pictóricas tradicionales
y la incorporación de elementos que rompen la unidad natural. Se
comienza a hablar de expresión y experiencia, ambos conceptos de
gran relevancia si se tiene en cuenta que constituyen una forma de
valorar la subjetividad. Sin embargo, ya se ha dicho, los manieristas
no dejan de situar a la creación artística como devenida de lo cós-
mico que, inevitablemente, sigue siendo un concepto suprasensible
(Panofsky, 1924:101).
En el Barroco se consolida a través de las representaciones una
nueva relación simbólica con el mundo. El artista ofrece una lectura
de la realidad que transforma a los seres y objetos que representa, en
«… seres de ficción y de poesía, de misterio y de apariencia» (Santes-
teban, 2003:1). Todo ello exige del espectador un enorme esfuerzo
para captar las máscaras que se le presentan y para atravesar los
enigmas que se le plantean. Los artistas barrocos, en pleno siglo
xvii, producen una ruptura esencial al ofrecer nuevas formas em-
blemáticas para el goce.

13. Citado por Tatarkiewicz, Historia de seis ideas (1976), Tekné, p. 243.

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2.2 La sensación
El punto histórico de inflexión en la conceptualización de la belle-
za, del artista y del goce estético, debe ubicarse en el siglo xviii. Se
da aquí el nombre de sensación al período posterior al que hemos
llamado idea para marcar el punto de contraste y de ruptura más
significativo entre un tiempo y otro. Se crea la estética como dis-
ciplina filosófica, recibiendo ese nombre de Alexander Baumgarten
quien acuñó la voz inspirándose en el término aesthesis (sensación).
En esta misma y fructífera época (año 1747) Charles Batteaux apor-
ta otra denominación: la de Bellas Artes. He aquí dos elementos de
interés que, de alguna manera, plasman el devenir de estas cuestio-
nes: por una parte la estética emerge vinculada a las sensaciones y,
por otra, la belleza es asociada a las artes.
Es en el período precedente donde se sitúa el punto de ruptura.
En su tratado, Bellori14 afirma que: «… a aquella Idea inmanente al
espíritu del artista no le corresponde ni un origen ni un valor meta-
físicos» (Panofsky, 1924: 97). Además, es necesario tener en cuenta
que adentrados en pleno movimiento Romántico «… la creación es-
tética ya no depende, al menos primordialmente, de la razón, sino
de los planos intrínsecos de la subjetividad» (Argullol, 1989:93). En
el discurrir temporal del concepto de «experiencia estética» es posi-
ble rastrear algunos indicios que se aproximan a una consideración
sobre un cierto goce estético, pero que ni siquiera constituyen una
teorización sistemática15 ni, mucho menos, el giro que se consolida
posteriormente con una teoría de las sensaciones.
Estos sucesos se enmarcan dentro del período histórico situado
entre la Ilustración y el Romanticismo. La Ilustración se identifica
como un período en el que se promueve la emancipación del hombre,
es un momento en el que todo se discute «desde los principios de la

14. Ver en Panofsky Erwin, Op. Cit. Apéndice II: Bellori, Gio. Pietro; (1672),
La idea del pintor, del escultor y del arquitecto, escogida de entre las bellezas naturales,
superior a la naturaleza Cátedra, pp. 121-129.
15. Tatarkiewicz hace referencia a un enunciado de Pitágoras al cual propone
como texto inaugural de la historia de la experiencia estética, muchos siglos antes
de lo que estamos comentando: «La vida es como una competición atlética; algunos
son luchadores, otros vendedores ambulantes, pero los mejores aparecen como es-
pectadores» (Tatarkiewicz, 1976:348).

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ciencia hasta los del gusto» (Marchán Fiz, 1982:14). Es un tiempo
de gran efervescencia en diversas áreas del conocimiento y en el que
proliferan también los discursos ilustrados en relación con las ar-
tes, las poéticas, la historia y la crítica del arte. Es entonces cuando
se crean los primeros museos16 (casas de musas) espacios públicos
destinados a la contemplación de las obras de arte. Esto constituye
un hecho verdaderamente significativo desde todo punto de vista
(Marchán Fiz, 1982:14-16).
El período denominado Neoclásico, inspirado filosóficamente
por el racionalismo, enarbola al método como forma de acceder al
conocimiento y también como camino apropiado para alcanzar la
belleza. Una de las consecuencias de este movimiento es la valora-
ción del academicismo y de una visión intelectual y cartesiana del
arte que se expresa a través del enunciado que afirma que «sólo lo
verdadero es bello».17 En palabras de Lynch:

La belleza y el sentido de lo bello, en este período, se hacen cortesanos


y son así objeto de una nueva forma de saber experto, el de los críti-
cos académicos que legislan sobre la creación poética y plástica, en una
tentativa fallida de reimplantar los ideales clásicos del pasado. (Lynch,
1999:36)

Este arte rechaza al rococó, considerado frívolo, y busca recupe-


rar la antigüedad clásica como modelo artístico para construir una
realidad ennoblecida. Para los neoclásicos la obra estética no aspira
a imitar a la naturaleza sino que ha de ser capaz de superarla.
La fundación de la estética como disciplina supone, en la opinión
de algunos teóricos, el surgimiento de la primera teoría de la re-
cepción. Este hecho tiene especial relevancia dado que plantea una
gran cantidad de nuevos interrogantes que antes eran inimagina-
bles: ¿cuál es la relación entre el arte y lo bello?, ¿cuál es la facultad
humana que permite la delectación estética?, ¿pueden haber juicios
de gusto de carácter universal o el gusto sólo tiene una dimensión
individual?

16. En 1769 se crea el Frieredicianum de Cassel, en 1792 el Louvre de París y en


1819 el Prado de Madrid.
17. Este enunciado clásico es pronunciado por el crítico Nicolas Boileau-
Despréaux.

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La Ilustración, que pone como guías del hombre ilustrado a la
razón y a la experiencia, hace que esto sea posible (Merchán Fiz,
1982:16). Pero es preciso avanzar con precaución. Conceptualizar la
belleza a la luz de la emergencia de la estética en el terreno filosófico
propone, una vez más, algunas dificultades. La primera es la deriva-
da de la diversa valoración que ha recibido la estética por parte de
los más altos representantes de la filosofía de este tiempo. Por ejem-
plo, Kant 18 considera que la teoría de la belleza es una crítica:

No hay ni una ciencia de lo bello, sino una crítica, ni una ciencia bella,
sino sólo arte bella, pues en lo que se refiere a la primera, debería de-
terminarse científicamente, es decir, con bases de demostración, si hay
que tener algo por bello o no; el juicio sobre belleza si perteneciese a la
ciencia, no sería juicio alguno de gusto. (Kant, 1790:44)

Hegel, en cambio, se inclina decididamente por considerarla fi-


losofía y expresa su posición al respecto de manera clara y rotunda.
En la primera línea de su obra Introducción a la estética se puede leer
lo que sigue:

Esta obra está dedicada a la estética, es decir, a la filosofía, a la ciencia


de lo bello, y más concretamente a lo bello artístico, con exclusión de lo
bello natural. (Hegel, 1829:11)

Esta divergencia conceptual sobre la nueva disciplina genera es-


pacios de debate. La cuestión del juicio estético y la de la sensibilidad
del perceptor se transforman en temas centrales para quienes se
preocupan por conceptualizar el gusto de una forma capaz de tener
validez universal.

2.2.1 El concepto de belleza

La estética inglesa realiza aportaciones fundamentales en la forma


de pensar lo bello al introducir la consideración del gusto como pun-

18. Si bien otros filósofos y pensadores de este tiempo han hecho aportacio-
nes relevantes a la reflexión estética, Kant y a Hegel han destacado por la innega-
ble incidencia de sus obras en el pensamiento estético desde entonces y hasta la
actualidad.

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to de partida para construir el concepto de belleza (Merchán Fiz,
1982:36). Sus teóricos más representativos: Shaftesbury, Addison,19
Hutcheson, etc. inauguran esta etapa con la discusión acerca de si lo
bello reside en el objeto o en las emociones del sujeto que percibe.
Se diría que «… la belleza abandona el campo de la cualidad para
permanecer dentro del terreno de la experiencia» (Lynch, 1999:42).
Surge así una estética sensualista y un interés por la imaginación en
tanto puede ser considerada como fuente de placeres diversos.
Kant y Hegel han sido los representantes más sobresalientes del
pensamiento filosófico sobre la belleza20 en este período. Imman-
nuel Kant busca dar respuestas que permitan limitar cierto desbor-
damiento subjetivo en el que se había sumido la reflexión sobre la
belleza. Él pretendía evitar que se cayera en enunciados a los que
sólo pudiera reconocérseles valor individual. En su célebre Crítica del
juicio avanza una definición sobre la belleza estructurada en cuatro
tiempos. Es preciso anticipar que la idea de belleza kantiana se basa
en un placer cuyo fundamento no ha de buscarse en las cualidades
del objeto ni en el goce corporal sino en un placer intelectualizado
y que prescinde del contenido: es un placer desinteresado de los go-
ces del cuerpo. Kant pretende eludir el peligro de la subjetividad y
alcanzar universalidad. Así, en el cuarto momento de su teorización
la definición que propone es:

Bello es lo que, sin concepto, es conocido como objeto de una necesaria


satisfacción. (Kant, 1790:22)21

19. Las publicaciones de Addison en The Spectator constituyen textos fundacio-


nales de la reflexión estética sistemática.
20. Hume plantea en 1757 la necesidad de una norma (standard) que impida
al gusto caer en la precariedad que supone el juicio individual. Se hace evidente la
paradoja que supone la existencia de una enorme variedad de gustos y la necesidad
de una universalidad teórica. Para Hume la belleza no es una cualidad de la cosa sino
que existe en la mente del que contempla, así es que cada uno percibe una belleza
distinta. Postula la universalidad estética pero recurriendo al relativismo (Merchán
Fiz, 1982:39).
21. Theodor Adorno formula una dura crítica a Kant señalando que el filósofo
desposeyendo al objeto artístico de contenido, lo sustituye por una complacencia
de tipo formal: «Kant liberó al arte de ese deseo trivial que siempre quiere tocarlo
y gustarlo», y afirma que propone un «hedonismo castrado, un placer sin placer»
(Adorno, 1970: 22 y ss.).

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Podemos decir que esta belleza sigue concordando con los pos-
tulados subjetivistas propios de su tiempo en tanto su definición
incluye la referencia a una satisfacción; sin embargo, el gusto no es
valorado como una consecuencia de las cualidades del objeto sino
como el resultado de un acuerdo que se produciría entre las faculta-
des intelectuales y las facultades sensibles. A Kant, más que la be-
lleza y el gusto en sí, le interesa dilucidar cuáles son los mecanismos
por los cuales pueden explicarse. Según la interpretación que hace
Gadamer de la definición kantiana, «… lo bello se cumple en una
especie de autodeterminación y transpira el gozo de representarse
a sí mismo» (Gadamer, 1977:50). Además, es indispensable aclarar
que para Kant la belleza es algo fundamentalmente asociado a la
naturaleza, principal fuente de hermosura en su opinión, y a la que
califica de belleza desinteresada.

La naturaleza era bella cuando al mismo tiempo parecía ser arte, y


el arte no puede llamarse bello más que cuando, teniendo nosotros
consciencia de que es arte, sin embargo nos parece naturaleza. (Kant,
1790: 45)

Más allá de lo bello, Kant plantea otra categoría estética: lo


sublime,22 a la que considera como una disposición del espíritu que
se produce frente a una representación que nos confronta con la in-
conmensurabilidad, con lo que es digno de admiración y respeto.23
Los ejemplos que aporta sobre lo sublime se asocian con las can-
tidades desbordadas de la naturaleza, las tormentas, los inmensos
desiertos, etc. Pero lo sublime, más que la condición de un objeto,
es para el filósofo aquella disposición del espíritu que transcurre en
la ambigüedad entre dolor y placer, entre la angustia por nuestra
insignificancia frente a lo inconmensurable y el placer que provoca
el sobreponerse al miedo.
¿Cuál es la posición de Hegel?, para él la estética se refiere de
forma inequívoca al arte, por este motivo, no se centra en lo bello

22. Esta categoría ya había sido enunciada anteriormente por Burke en 1756 en
su clasificación de lo bello, lo sublime y lo raro.
23. «Sublime es lo que, sólo porque se puede pensar, demuestra una facultad del
espíritu que supera toda medida de los sentidos» (Kant, 1790:25).

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natural sino en la producción realizada por el hombre.24 Para Hegel
la belleza del arte debe ser diferenciada de la belleza de la natura-
leza dado que la obra de arte procede del espíritu y es perdurable
mientras que la belleza natural de los objetos dotados de vida es
perecedera (Hegel, 1819:83). Para este filósofo lo bello ofrece múlti-
ples aspectos pero:

[La belleza] representa la unidad del contenido y del modo de ser de


este contenido y deriva de la apropiación y de la adecuación de la reali-
dad al concepto. (Hegel, 1819:160)

El interés por lo sublime no está ausente en su reflexión estéti-


ca, pero entendido como «esfuerzo por expresar lo infinito» (Hegel,
1819:163). Lo sublime, diferente de lo bello, abre las puertas a nue-
vas sensaciones, a lo abrumador, a lo inconmensurable, a una expe-
riencia sensible que no permite el sosiego. Pero su teorización sobre
lo sublime no significa, solamente, la introducción de un nuevo cri-
terio de gusto sino que, a diferencia de Kant, marca también una
apertura a nuevas experiencias artísticas25 (Lynch, 1999:53-62) en
las que la belleza encuentra cobijo en temas inéditos hasta entonces
y que se transforman en fuente de un tipo de placer estético antes
eludido.
Es preciso recordar también que Hegel es reconocido por haber
proclamado la muerte del arte. Su énfasis al teorizar la belleza como
una dimensión de lo artístico, unido a este anuncio de defunción,
pueden parecer un contrasentido. Algunos interpretan esta senten-
cia como una expresión de nostalgia por el fin de un tiempo ideal en
el que se vivía en el arte, en una cultura de la belleza y en la ilusión
de perfección.

24. Ello es evidente en la frase ya citada en este capítulo con la que el filósofo
inicia su obra estética.
25. Vemos así las posturas diferentes: en tanto que para Kant lo sublime con-
siste en una disposición del espíritu para Hegel es también producto del esfuerzo
expresivo del artista.

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2.2.2 El concepto de arte y artista

La estética sugiere que la relación entre arte y belleza es conflictiva.


¿Todo lo bello pertenece al terreno del arte? y, por otra parte, ¿es
todo arte bello? Estas preguntas tienen enorme importancia en este
tiempo, pero también marcan el inicio de unos cuestionamientos
que seguirán vigorosos en los siglos siguientes.
El concepto de Bellas Artes, acuñado a mediados del siglo xviii,
puede ser considerado como un primer nivel de respuesta a estas
preguntas. Las artes bellas, cuyo fin es deleitar, se diferencian de
las artes mecánicas cuyos productos destacan por su utilidad. Esta
división no hace otra cosa que reforzar aún más la asociación entre
belleza y goce.
En el campo artístico, las obras neoclásicas se caracterizan
por ser esencialmente racionales y no católicas. Se trata de un
arte típicamente civil y que propugna la ateización de la cultura.
La antigüedad clásica griega sirve de modelo para esta estética
racionalista en la que predomina el equilibrio, la luminosidad, la
pureza. Los creadores son considerados como educadores en va-
lores cívicos pero, fundamentalmente, son tenidos por artistas y
ya no por artesanos. El centro de la actividad plástica se desplaza
hacia Francia. La Academy Royal, fundada en 1648, se destina a
una labor bastante distinta a la que habían tenido las preceden-
tes academias italianas renacentistas vinculadas a los gremios,
ocupándose de la normatización de las artes y de la racionali-
zación de la enseñanza (posteriormente se crean academias en
diferentes países europeos). Fruto de la Revolución francesa y de
la reivindicación de la libertad creativa que trajeron sus aires,
esta tendencia empezó a decaer. El Romanticismo marca el fin
del auge académico sosteniendo unas premisas muy diferentes
que priorizan la expresión subjetiva. Así, los artistas más pres-
tigiosos, empiezan a tener estudios privados y, en ellos, se ro-
dean de alumnos. También la actitud autodidáctica es valorada
positivamente.
Pero este nuevo ambiente hace que los artistas, alejados ya de
las instituciones estatales y religiosas que tradicionalmente los co-
bijaron, pierdan seguridad económica y que, en consecuencia, ten-
gan que buscar nuevas fuentes de ingresos. Así es como surgen en

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París los primeros salones en los que se realizan exposiciones26 y se
empieza a orientar el nuevo mercado del arte, las obras pueden ser
vistas por nuevos públicos, se desarrolla la crítica y surgen los mar-
chantes (Argullol, 1989:249-260).
La idea de que la creatividad es un atributo del artista comienza
a cristalizar y, posteriormente, durante el Romanticismo, se pone
definitivamente un énfasis especial en la expresión creativa (Tatar-
kiewicz, 1976:288). En efecto, Kant no sólo introduce la dimensión
de lo sublime, también se acerca a la figura del genio y lo presenta
como aquella persona con un talento natural, una facultad produc-
tora innata como la que posee el artista. Genio no es quien imita, el
talento del genio sobrepasa los límites (Kant, 1790:46). Para Hegel,
dado que la finalidad del arte es la representación sensible de lo be-
llo que, a su vez, es una manifestación del Espíritu Absoluto, resulta
necesario valorar lo que él mismo denomina el «aspecto subjetivo»
de la actividad creadora y la fantasía considerada como «la que im-
prime a estos contenidos las formas sensibles» (Hegel, 1819:99).
En definitiva, más allá de los interesantes contrapuntos que se
presentan al contrastar a dos grandes filósofos, el rasgo que se pre-
tende destacar aquí es la emergencia de un pensamiento que inten-
ta, cuando no lo consigue plenamente, trasladar el eje creativo des-
de el terreno de lo ideal al de lo subjetivo, produciendo un cambio
considerable en la reflexión sobre el papel del artista y de su obra.
Evidentemente si se considera que el artista trabaja con su fanta-
sía, con su subjetividad, con su intuición, sus obras no pueden ser
consideradas copias de la realidad, de la naturaleza o de las ideas
abstractas ajenas a tales dimensiones de lo humano.

2.2.3 El concepto de goce estético

La reflexión sistemática sobre el gusto es uno de los aspectos más


destacables de esta época.

26. Los salones fueron también una fuente de marginación. De hecho, la prime-
ra exposición individual de arte que se realizó en el mundo fue la del pintor Courbet
quien, en 1855, quedando excluido de la posibilidad de participar en los salones,
solicitó un préstamo de dinero para realizar una exposición en solitario (Argullol,
1989:256).

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[La estética] se constituye ante todo como una teoría de la recepción.
Puesto que se trata de una teoría de la reflexión sobre la sensación, que
es la práctica del juicio del gusto, siempre está en juego el sujeto, pero
sólo el sujeto que recibe algo […] y lo aprecia como causa de interés y de
emoción. (Aumont, 1998:15 y ss.)

Los filósofos han reflexionado acerca de la cuestión del gusto y


se han enfrentado a la pregunta acuciante que se deriva de la subje-
tividad del juicio ya que, evidentemente, lo que es bello para alguien
podría no serlo para los demás. También hay otra pregunta inevita-
ble: ¿todo lo que gusta es bello? Se dice: para gustos hay colores o sobre
gustos no hay nada escrito (de gustibus non est disputandum, recuerda
Hegel).27 Y sin embargo, sobre el gusto hay mucho escrito.
Cuando se comienza a tematizar sobre el gusto se busca averi-
guar cuál es su fundamento y cuáles son los elementos que diferen-
cian al juicio estético respecto de otro tipo de juicios, por ejemplo: de
los juicios morales. La Crítica del Juicio kantiana pretende formular
aquellos mecanismos que permitan establecer la validez universal
para esos juicios. Para ello presenta la siguiente paradoja: los jui-
cios de gusto no se basan en conceptos porque, en ese caso, podrían
disputarse, pero sin embargo, si no se basaran en conceptos no po-
drían formularse y discutirse. ¿Cómo es posible solucionar esta con-
tradicción? Kant lo intenta afirmando que los juicios de gusto que
se aplican a los objetos sensibles no tienen el fin de determinar un
concepto entendible para la razón sino que son juicios privados, in-
tuitivos, relacionados con el placer y con una validez aplicable sólo
a quien juzga: «… cada uno tiene su gusto» (Kant, 1790:56). Pero a
la vez, para poder emitir un juicio trascendental, no se prescinde de
esa percepción personal sino que ha de ampliarse hacia los concep-
tos de la razón (y no del gusto), hacia aquello suprasensible que está
«… en la base del objeto» (Kant, 1790:57). Esta paradoja da de lleno
en la tremenda complejidad del asunto, de hecho, el propio filósofo,
acaba diciendo: «Más que solucionar esa contradicción en las pre-
tensiones y contrapretensiones del gusto, no podemos hacer. Dar
un determinado principio objetivo del gusto, según el cual los jui-
cios del mismo pudieran ser dirigidos, comprobados y demostrados,

27. Hegel, 1829:25.

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es en absoluto imposible, pues entonces no serían juicios de gusto»
(Kant, 1790:57).
Hegel, a diferencia de Kant, establece diferencias entre pensar lo
bello y degustar lo bello sin la pretensión de conciliar ambas caras
en juicios de validez universal:

… el arte está hecho para despertar en nosotros el sentimiento de lo


bello […] el gusto es la forma sensible de aprehender lo bello […] lo que
le interesa al gusto son los aspectos exteriores, secundarios y acceso-
rios de la obra […] el conocerismo supone al menos la existencia de de-
terminados conocimientos […] implica la reflexión acerca de la obra de
arte, mientras que el gusto se limita a una contemplación meramente
exterior. (Hegel, 1819:93-109)

Así es como el gusto se encuentra atrapado, por una parte por


la precariedad de los datos de los sentidos y, por otra, por la exigen-
cia de universalidad. Teóricos como Winckelmann señalan que las
obras de arte producen sentimientos en los espectadores, unos sen-
timientos que funcionan como el motor para captar la belleza.
Pero no sólo los grandes filósofos se abocan a estas disquisicio-
nes, durante el romanticismo, escritores románticos como Schiller
y Goethe, entre otros, aportan otra novedad: ellos reúnen la con-
dición polimorfa de ser artistas a la vez que teóricos y críticos de
arte. Plantean, a partir de su propia experiencia, que el acto crea-
tivo y la sensibilidad no se constriñen a los principios académicos
ni a los postulados de los grandes filósofos. Progresivamente la
filosofía deja de ser la única que atiende a la indagación estética
y nuevas disciplinas emergentes como la sociología, la antropolo-
gía, etc. empiezan a aportar también sus particulares puntos de
vista. Esto provoca lo que Marchán Fiz denomina: disolución de la
estética y disolución de lo estético en las ciencias humanas (Mar-
chán Fiz, 1982:192-295). Y Valeriano Bozal afirma que todo este
movimiento conduce hacia la «autonomía del gusto», lo que cons-
tituye un rasgo propio de la próxima etapa: la modernidad (Bozal,
1999:25-45).

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2.3 Modernidad, vanguardias e industria
La palabra moderno es antigua. Su origen se remonta al siglo v y
se utilizó en distintos momentos de la historia en los que se tuvo
consciencia de cambio y de diferenciación respecto de lo antiguo.28
En arte, el período así denominado tiene una nota distintiva: la rei-
vindicación de la autonomía (Aumont, 1998:254). Esta autonomía
es del arte, del artista y del espectador que contempla o escucha la
obra moderna. Las vanguardias imprimen un acento de ruptura a
toda la modernidad instaurando la tradición de la antitradición.
Los avances económicos, la industrialización y la idea de progre-
so que caracterizan a esta época van modificando la situación del
hombre y ampliando sus posibilidades de acceder a cierto bienestar.
La consolidación del capitalismo y el avance decidido de la burgue-
sía hacia terrenos políticos en los que antes intervenía tímidamente,
también son fenómenos que consiguen arraigo durante la moderni-
dad. En estos tiempos destaca la emergencia de numerosas y fugaces
corrientes estéticas, pero también de nuevas ciencias, tecnologías
y otros cuantiosos cambios asociados a la Revolución industrial, la
masificación de la educación y la incipiente importancia de los me-
dios de comunicación.
Otro fenómeno característico y de especial relevancia es la crea-
ción de las tecnologías y dispositivos necesarios para la reproduc-
ción mecánica de obras de arte, así como el nacimiento de nuevas
artes mecánicas que, con el correr de las décadas, alimentarán el
ámbito de la creación y la reflexión y marcarán un hito en el antiguo
catálogo de las Bellas Artes29 produciendo un cambio significativo
en el concepto mismo de las artes y en la especulación acerca de la
sede de la belleza.
También es necesario destacar la creación de nuevas disciplinas
dedicadas a la investigación del hombre como la antropología y la
sociología, que introducen la dimensión colectiva en el análisis de
la realidad y, por otra parte, la psicología y el psicoanálisis con su

28. En el siglo v lo moderno designaba la instauración del catolicismo frente


al pasado romano, también se consideraban modernos en el siglo xii y en Francia a
finales del siglo xviii (Habermas, 1983:19 y ss.).
29. Se trata, como es evidente, de la fotografía y el cine.

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preocupación por el individuo. En este nuevo contexto epistemoló-
gico, la estética también busca su propia especificidad asociándose a
las nuevas disciplinas que valoran la experiencia individual, social o
cultural en sus postulados.30

2.3.1 El concepto de belleza

El concepto de belleza empieza a ser desalojado, una vez más, de los


terrenos del arte, aunque ahora por motivos muy diferentes. Diversas
categorías, antes marginales, adquieren un nuevo brillo reduciendo
los espacios que se solían destinar a la exaltación de la belleza y dan-
do lugar a otro tipo de expresiones. La belleza continúa el proceso
de mudanza iniciado durante el Romanticismo y se traslada hacia
espacios vinculados con lo funcional, producto de la época industrial
en expansión. Remo Bodei expone el proceso de transformación de
la concepción de la belleza en la modernidad de forma magistral:

En la modernidad, la relación de la belleza con la verdad se adelgaza


hasta casi desvanecerse. Lo bello, en la variedad de sus formas sensi-
bles, se convierte en indeterminable e inclasificable, suspendido entre
lo significante y lo insignificante, autónomo respecto de cualquier de-
signación o referente rígido […] Lo bello, se dice, no significa absoluta-
mente nada. No remite más que a sí mismo o, todo lo más, a un cruce
de significados y a una carga de emociones que, tras su intensidad con-
densada y tras el juego de sus posibilidades, se dispersan y se reúnen
incesantemente […] Lo bello ya no es un modo de hacer traslucir en
formas sensibles percepciones, imágenes, emociones pasiones e ideas,
retraducidas en el ámbito móvil de una paradógica ulterioridad absolu-
tamente intramundana. […] Cuando la experiencia tiende a variarse de
su sentido global, a distanciarse de la propia garantía cósmica o divina,
lo bello y la estética se convierten, para muchos, en las zonas de mayor
densidad de sentido, los colectores de deseos y expectativas, a menudo
inconscientes o no claramente formulados, pero voluntariamente pri-
vados de toda rigidez normativa, sucedáneo sin dogmas del éxtasis y de
lo sagrado de las religiones. (Bodei, 1995:94-96)

30. Merchán Fiz sitúa en estos hechos y en su antecedente hegeliano las causas
de lo que él denomina disolución de la estética (Merchán Fiz, 1982:217-239).

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Durante la modernidad se inicia un proceso de domesticación
de la belleza. Lo que se quiere decir es que en la sociedad industrial
los objetos de la vida doméstica multiplican y reproducen las pautas
de lo bello. El diseño que antaño había sido entendido como la idea
interna a partir de la cual el artista creaba su obra, se transforma
ahora en una cualidad de los productos industriales en los que el
design y la moda confluyen estableciendo qué es y qué no es bello,
qué es lo que en cada momento ha de gustar. Lo efímero empieza a
convivir con la belleza. Además, como se señalara unas líneas más
arriba, otras categorías que habían sido tematizadas anteriormente
empiezan a tener un sentido particular en la modernidad: lo subli-
me y lo feo.31
Evidentemente el subjetivismo que tiene lugar en el último siglo
propone nuevos problemas a la concepción de la belleza como una
cualidad del objeto. A su vez, el racionalismo filosófico propio de la
modernidad, reencuentra en lo sublime nuevas formas de sensibi-
lidad que desbordan los límites de la experiencia de lo bello. Así es
como se abren vías inexploradas a la expresión del artista que busca
sensaciones inéditas y que intenta presentar aquello que no puede ha-
cerse ver. Esta búsqueda está relacionada, también, con las heridas
al narcisismo que infligen al hombre moderno algunas teorías que lo
confrontan con su pequeñez. Se trata, en efecto, de la teoría coperni-
cana que desmiente que la tierra sea el centro del sistema planetario
en el que vivimos, la teoría darwiniana que postula que el hombre
desciende del mono sacándolo de su lugar privilegiado en la creación,
y el psicoanálisis freudiano que con su concepción del inconsciente
psíquico avanza en la convicción de que el yo no es el amo de su propia
casa (Freud: 1916-1917, 2300 y ss.). En medio de esta enorme conmo-
ción, lo bello acaba siendo una categoría caída en el descrédito y en la
vulgarización.
Lo feo también empieza a tener fuerza durante la modernidad. 32
Ello se debe, en parte, a su valor relativo en el contexto de lo bello,

31. Umberto Eco señala en «La historia de la fealdad» que casi siempre lo feo
fue considerado por su oposición a lo bello. La producción teórica en torno a la feal-
dad es significativamente más exigua (Eco, 2007:16).
32. Ver en Bodei, Remo (1995) La forma de lo bello, Visor, Madrid, Capítulo IV:
«La sombra de lo bello»; pp. 117-148. Allí el autor presenta en forma minuciosa los
derroteros históricos de lo feo y su relación con lo bello.

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pero también al hecho de que para la estética de este período todo se
vuelve digno de atención. El interés por lo feo, incluso la búsqueda
de lo feo, constituyen los signos de un tiempo caracterizado por la
desacralización del arte y la experimentación de nuevas formas de
expresividad. Las vanguardias33 marcan fuertemente el espíritu de la
modernidad desde finales del siglo xix y los inicios del xx y, muy
lejos de consagrar el arte bello, buscan provocar otro tipo de emo-
ciones entre las que lo feo comparte escenario con lo horrible, lo
inquietante, el dolor, lo sorprendente, etc. Buscan la transgresión, el
choque, ir más allá de lo convencional, experimentar en lo sublime
y, a la vez, escandalizar, conmover las certezas y producir un arte
deliberadamente no bello. A partir del siglo xix se rompe el equili-
brio de lo bello en busca de la provocación de desagradar o incluso
escandalizar (Debray, 1992:118). Estos movimientos artísticos po-
nen de manifiesto un amplio interés por teorizar sobre lo que ellos
mismos estaban generando,34 así es como muchos artistas tienen
una actitud a la vez creativa e intelectual.
Todo ello conduce a que la subversión de la relación del arte con
la belleza que promueven las vanguardias acabe con la idea de que es
posible dibujar una definición de la belleza con valor universal. Pero
no es sólo eso, además se atreven a cuestionar la verdadera relevan-
cia de su tematización (Lynch, 1999:87-91).
En este contexto tiene lugar otro hecho que reviste una enorme
importancia para las artes visuales y para la obra de arte, y que se
suma al cúmulo de novedades y cambios de estos tiempos. Se trata
de la emergencia de la posibilidad técnica de reproducción de imá-
genes por medios mecánicos y la posterior creación de la fotogra-
fía y del cine. Walter Benjamin ha analizado de forma específica y
original estos fenómenos poniendo el acento en la pérdida del aura
de la obra de arte reproducida. Muchos autores han criticado las
connotaciones religiosas de esta expresión, sin embargo Benjamin
ha sido explícito al poner en evidencia que su propósito es destacar

33. Gombrich realiza una enumeración de las vanguardias presentándolas en


el siguiente orden: Impresionismo, Art Nouveau, Fauvismo, Cubismo, Dadá, Su-
rrealismo, Expresionismo abstracto, Pop Art, Op Art. Ver en Arte (1950), Editorial
Debate, Madrid; pp. 656 y ss.
34. Son muy renombrados algunos de los manifiestos escritos por los diferentes
grupos de vanguardias, por ejemplo el «Manifiesto Surrealista».

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cómo a partir de la copia, la autenticidad de una cosa que puede ser
testimonial de su condición histórica, queda evaporada del objeto
reproducido. Perdida su unicidad y su valor de culto, una vez des-
acralizada la obra de arte, se produce la pérdida del sustrato de su
singularidad (Benjamin, 1936a:20-38). Sin embargo, lejos de plan-
tear visiones catastrofistas o renovar las sentencias de muerte para
el arte, él busca la constatación de que «El arte se ha escapado del
reino del halo de lo bello, único en el que se pensó por largo tiempo
que podía alcanzar florecimiento» (Benjamin, 1936a:38). Esto su-
pone la necesidad de relanzar el pensamiento a partir de las nuevas
condiciones, unas condiciones que están fuertemente impregnadas
por las posibilidades de acceso que se abren a partir de la reproduc-
ción mecánica de la obra de arte.

2.3.2 El concepto de arte y artista

Uno de los hechos sobresalientes de estos tiempos es la emergencia


de un mercado plagado de nuevos objetos para el consumo en la vida
cotidiana, fenómeno propio del desarrollo de la sociedad industrial.
Se busca que estos objetos, utensilios y todo tipo de bienes sean atrac-
tivos, que gusten. Mientras la industria y el mercado transitan esta
nueva coyuntura, en el campo del arte, las vanguardias ponen de ma-
nifiesto su renuncia a la belleza como ideal y surgen, como ya se ha ex-
puesto, nuevos géneros que ponen en juego otras categorías estéticas
como la de lo sublime y lo feo, pero también el horror, lo inquietante,
la crueldad, «los estados oscuros del alma» (Lynch, 1999:74 y ss.).
Los movimientos artísticos de este tiempo rompen con la tradi-
ción y buscan nuevos caminos, más allá de la mimesis y de la bús-
queda de verosimilitud. Se persigue la provocación y ello se hace por
dos caminos: por una parte a través de la propia obra y, por otra,
difundiendo manifiestos que representan la voluntad de teorizar el
propio quehacer. Se rompe la tradición de siglos de ciertos esquemas
teórico-conceptuales que inspiraron a las diversas estéticas, y sur-
gen multiplicidad de «ismos» y de estéticas paralelas. Sin embargo,
la inspiración romántica pervive aún de diversas maneras en mu-
chos grupos por ejemplo en la idea de genio creador y en la senten-
cia hegeliana sobre la muerte del arte entendiéndola, en algún caso,
como la ruptura definitiva con el arte tradicional de caballete. Los

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artistas empiezan a tener una actitud más intelectual respecto de
su arte, ahora desnaturalizado, y ello conduce hacia una preocupa-
ción por el lenguaje, provocando un profundo replanteamiento que
disloca totalmente la estética tradicional. El artista se convierte en
un agente de la realidad, un promotor del cambio, un creador y un
teórico (Lynch, 1999:90 y ss.). Pero también una concepción esteti-
cista del arte alienta a los creadores a producir sus obras buscando
la expresión de la propia subjetividad, es el «arte por el arte» (Ha-
bermas, 1983:29).
El progresivo alejamiento de las instituciones oficiales y la con-
secuente independización del artista explican, en parte, la bohemia
característica de fines del siglo xix y pueden verse como una de las
razones del cambio social, psicológico y profesional del artista de
este tiempo. También se observa que, de acuerdo con la lógica de la
sociedad industrial, el arte comienza a insertarse en la esfera de la
producción global. Una de las consecuencias de este movimiento es
la consolidación de un mercado propio que, si bien no es nuevo, ad-
quiere dimensiones y características diferentes a las de tiempos pre-
cedentes. El mapa de las artes debe ser reconsiderado una vez más
en el siglo xx. La emergencia de la fotografía introduce una novedad
polémica: es la primera forma de producción plástica en la que la ac-
tividad corporal creadora del artista está francamente limitada, el
gesto se reduce a encuadrar y disparar. Además se añade otro asunto
de relevancia y es que, tanto en la fotografía como posteriormente
en el cine, la cuestión de la obra original, aurática y auténtica –según
la expresión ya comentada de Benjamin– deja de tener sentido. La
circulación por medio de copias o reproducciones determina nuevas
condiciones que responden a las características propias de estas nue-
vas obras y a la lógica de la sociedad de masas. La introducción de
la fotografía y el cine provocan un profundo cambio en la historia
de las artes dando lugar a debates que transcurren antes de que, fi-
nalmente, el cine sea admitido en el séptimo puesto en la lista de las
artes bellas.

2.3.3 El concepto de goce estético

El gusto es uno de los rasgos distintivos del sujeto autónomo de la


modernidad, un gusto liberado de las prescripciones académicas y

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que busca independizarse de los cánones burgueses predominan-
tes a partir de la Ilustración. Desde el punto de vista histórico,
la consolidación del interés por la estética y el gusto se puede si-
tuar en la emergencia de la sociedad industrial y en la eclosión de
la producción. Las vanguardias son causa y escenario de muchos
de estos cambios. Su vocación por la ruptura en el plano estéti-
co provoca también cambios en el gusto, ahora legítimamente di-
vergente, múltiple, fragmentado. El gusto se vuelve mundano, y
aunque no está despojado de su condición histórica, es hijo de esa
vocación de ruptura que anima a las vanguardias, y de los concep-
tos románticos que perviven en el pensamiento de la modernidad.
Como explica Calabrese, frente a la valoración de la subjetividad
como obstáculo para la regularidad de los juicios de gusto típica
de etapas anteriores, surge ahora un especial interés por el sujeto
juzgante que es un activo degustador, incluso un intérprete (Cala-
brese, 1987:206).
Ni el arte ni la belleza mueren, a pesar de tantos anuncios, más
bien el juicio sobre lo bello, lo agradable, lo útil, se traslada a otros
espacios y a otros objetos más allá de la representación artística.

… aunque es en las bellas artes donde el sentimiento estético se mani-


fiesta en casi toda su pureza, no puede considerarse en modo alguno
que la suya sea la única esfera en la que los hombres muestran su sensi-
bilidad hacia la belleza. (Santayana, 1896:27).

Esto cobra una significación muy específica en este contexto


en el que los objetos de la industria no sólo buscan ser útiles sino
agradar con el propósito de estimular su consumo. Por otra parte,
la fotografía y el cine acercan al público hacia las obras en canti-
dades antes impensables (Benjamin, 1936a:44). La belleza, destro-
nada como categoría hegemónica del arte y la secularización de los
absolutos metafísicos queda inmersa en el relativismo imponiendo
nuevos retos a la apreciación de los efectos y afectos artísticos. Esto
conlleva también una diversificación del gusto en un tiempo en que
la preocupación por la experiencia sensible se transforma en objeto
de interés específico de las viejas y nuevas ciencias. No puede sor-
prendernos entonces que Sigmund Freud –creador del psicoanáli-
sis– afirme en su artículo sobre lo siniestro:

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… que no se pretende ceñir a la estética a la doctrina de lo bello, sino
que se la considera como ciencia de las cualidades de nuestra sensibili-
dad. (Freud, 1919:2483)

A partir de los postulados de la Ilustración, especialmente de la


escuela inglesa que es la primera en definir la estética ilustrada, se
ha remarcado el carácter placentero del contacto con lo bello. Pero
en la pluralidad y multiplicación de estados sensibles a los que atien-
de la estética de la modernidad, reducir el gusto a una adecuación
placentera supondría una limitación a otro sinnúmero de obras
cuya finalidad es romper de forma intencionada con lo ya conocido,
abriendo la sensibilidad al deleite de lo horroroso, a la experiencia
de lo negativo, de lo confuso, de lo siniestro, de lo arbitrario, de lo
caótico.35
Acabamos, así, este primer itinerario por los escenarios en los
que lo bello se ha pensado, creado y admirado. La labor que acome-
teremos en los próximos capítulos no es otra que la de caracterizar
el nuevo escenario en el que la belleza, la concepción del arte y los
artistas y del goce estético tiene lugar. Una tarea que nos situará en
el tiempo que estamos transitando y que permitirá al lector o lecto-
ra de estas páginas identificar muchos elementos contemporáneos
que, en absoluto, le son ajenos.

35. Ejemplo de ello son los ready-made de Duchamp, la fragmentación geométrica


del cubismo, etc. Todos estos movimientos, con sus diferencias particulares, tienen en
común la búsqueda de un planteamiento ectópico para el objeto representado y para el
sujeto de la experiencia estética. Al respecto, es interesante la reflexión de Umberto Eco
sobre «el guijarro artístico», es decir, un objeto sustraído de su espacio natural y situado
de manera tal que se integre en el repertorio de lo presentable. En clara alusión a los
ready-made, el guijarro de Eco puede ser el urinario de Duchamp (Eco, 1968b:195).

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Índice

Sumario  11

Prólogo  13

Agradecimientos  15

Introducción  17

primera parte: El devenir del concepto de belleza  23

1. La belleza: de la idea a los media  25


1. ¿Es posible definir la belleza?  25
2. El devenir del concepto de belleza: la idea, la sensación,
la industria  29
2.1 La Idea   30
2.1.1 El concepto de belleza  31
2.1.2 El concepto de arte y artista  38
2.1.3 El concepto de goce estético  40
2.2 La sensación  43
2.2.1 El concepto de belleza  45
2.2.2 El concepto de arte y artista  49
2.2.3 El concepto de goce estético  50
2.3 Modernidad, vanguardias e industria  53
2.3.1 El concepto de belleza  54
2.3.2 El concepto de arte y artista  57
2.3.3 El concepto de goce estético  58

2. Nuevos escenarios para la belleza  61


1. Nuevos escenarios   61
1.1 Transiciones  67

245

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segunda parte: Medios de comunicación y publicidad  79

3. Industrias culturales y mass media   81


1. Cultura de masas y sociedad mediática  81
2. Del arte al espectáculo  87
2.1 Arte y comunicación  87
2.2 La sociedad del espectáculo  93
2.3 El espectáculo televisivo  95
2.3.1 Entretener, distraer, divertir o la búsqueda de
consenso  98
2.3.2 Televisión espectacular  104

4. Publicidad: el espectáculo de la mercancía  106


1. La publicidad  106
1.1 Discurso publicitario, discurso de los medios  109
2. Simulacro de arte, simulacro de comunicación  116
2.1 Arte o publicidad  116
2.2 ¿Qué comunicación?  123
3. Creación y recepción  126
3.1 Nuevos conceptos: de la firma al pack shot  127
3.2 Nuevos conceptos: del goce estético al consumo
mediático  139
4. El spot  149

tercera parte: La representación de la belleza  153

5. De la belleza al embellecimiento  155


1. El punto de partida  155
2. Belleza y consumo  158
2.1 Belleza del cuerpo y mercado  158
2.1.1 Belleza y publicidad  161
2.2 Belleza/embellecer-se: del nombre al verbo  165
2.2.1 Un apunte sobre la moda  169
2.2.2 Belleza e higiene  174
2.2.3 Cosmos-cosmética  178

6. La mujer, bello personaje de la publicidad  183


1. La belleza y el bello sexo  187
1.1 Hombres y mujeres  193

246

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2. Belleza y seducción   196
2.1 Seducir ¿a quién?  197
2.2 «Decidido: mi cuerpo en mis manos»  198
3. Belleza y tecnociencia  206
3.1 ¿Nuevas expresiones para «belleza e higiene»?  209
4. Bellos fragmentos  212
4.1 Por partes  212
4.2 Plano detalle y primer plano  215

7. Reflexiones finales  218


1. El viaje  218
2. La dulce jaula de tu cuerpo  225

Bibliografía   231

247

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