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25 DE JULIO DE 2019 12:07 AM José Rafael Herrera

De la dialéctica del secuestro


Dice Hegel que ser libre significa “ser sí mismo en lo otro de sí”. No sólo se trata de
ser independiente, sino de ser capaz de reencontrarse, de reconocerse, como uno
mismo en los otros. Ser libre es un acto de trascendencia de lo individual, de
reafirmación de la condición civil, de concreción del ejercicio de la ciudadanía. Pero,
por eso mismo, ser libre es un derecho que se conquista. La libertad es mucho más que
el mero querer. No basta con autoproclamarse libre en el fuero interno, como tampoco
con aparecer formal o naturalmente como tal, según los criterios ideológicos de ciertos
regímenes, que usan sus constituciones como trajes de pompa para poder ocultar la
vergüenza de sus felonías. Es como en El extraño caso de Doctor Jekyll y Mister
Hyde. Todo lo contrario, para ser libre la forma tiene que estar adecuada al contenido y
el contenido a la forma. De otro modo, la inadecuación produce un desgarramiento, y
el desgarramiento pone al descubierto –ante el tribunal de la razón histórica– el hecho
de que a lo que se llama Estado ya no lo es, porque ha devenido multiplicidad de
individuos, una muchedumbre más o menos agrupada en partes, una de las cuales se
eleva por encima de las otras y ejerce su sometimiento por medio de la violencia. Las
mantiene secuestradas, oprimidas, y les infunde de continuo el sentimiento de temor
servil ante la inminente posibilidad de la muerte.

La expresión sequestrum proviene del verbo latino sequestrare, que tiene el sigificado
de alienar, enajenar, sacar o sustraer algo o a alguien de su contexto, manteniéndolo
cautivo. Un objeto de gran valor puede ser secuestrado, con lo cual deviene sujeto de
secuestro. Uno o varios sujetos pueden ser igualmente secuestrados, con lo que
devienen objetos de secuestro. Por lo general, se trata de personas, por las que se pide
un “rescate”, lo que no garantiza, en ningún caso, la devolución intacta de quienes han
sido sometidos a semejante humillación. El modus operandi es más o menos conocido.
En un primer momento, las víctimas caen en una trampa. Muchos, incautos y plenos de
buena fe, ceden ante los cantos de sirena de sus victimarios para, poco después, quedar
envueltos en el ardid, presos en los brazos de sus flageladores. Y, una vez concretado el
crimen, los secuestrados se dejan someter por los secuestradores, porque ahora se trata
de conservar la vida, de sobrevivir a cualquier precio. Entonces, llenos de temor,
invocan la esperanza. Esperan porque temen, y temen porque esperan, que alguien o
algo supremo, un enviado del cielo, un santo, un vengador o, incluso, un negociador,
logre rescatarlos y liberarlos de su desgracia.

En 1973, Jan Erik Olsson intentó asaltar el Banco de Crédito de Estocolmo.


Acorralado dentro de la institución financiera por los cuerpos de seguridad, Olsson
tomó la decisión de secuestrar a cuatro empleados bancarios. En el transcurso de los
tensos acontecimientos y de las no menos tensas negociaciones, entre el secuestrador y
los secuestrados se fue tejiendo un vínculo de sorpresivas “afinidades electivas”, de
acciones e interacciones, que terminaron en una relación de oposición dialéctica, con
base en la cual el victimario en cuestión comenzó a ser percibido por sus víctimas
como la verdadera víctima, mientras que los cuerpos de seguridad, que intentaban
negociar en favor de la preservación de la vida de los cuatro empleados bancarios,
comenzaron a ser identificados como los reales victimarios. A partir de entonces, el
llamado “síndrome de Estocolmo” se transformó en uno de los más preciados objetos
de estudio, tanto de la psiquiatría como de los más diversos campos de las llamadas
ciencias humanas.

Hay aquí, en toda esta –sin duda traumática– experiencia de la conciencia del
secuestro, algunos elementos que quizá convenga tomar en consideración, a la hora de
obtener algún posible resultado. Al tomar partido por los intereses del secuestrador, el
secuestrado deja de ser una víctima y pasa a ser potencialmente un victimario. Sólo
que se trata de un victimario que se representa a sí mismo como víctima, a pesar de
comportar, ahora, las premisas necesarias para reproducir la agresión que él mismo ha
padecido, de la que ha sido víctima. De modo que su conciencia se ha desdoblado: es,
por un lado, la víctima de un secuestro que aceptó con estoicismo el ser sometido y
humillado en su humanidad por temor a la muerte, transmutando su condición de
sujeto de derecho en la de objeto mercantil. Pero, por el otro, y en medio del camino –
ya no se sabe bien si en dirección a Estocolmo o a Oslo–, ha llegado a sentir
compasión por el secuestrador, ha podido captar el lado “bueno”, humano, de la bestia
y se ha inclinado por entender sus “razones”, al punto de haber llegado a asumirlas
como suyas. Al igual que Patricia Hearst, los secuestrados pasan a formar parte de las
filas del cartel de los secuestradores, y estarían dispuestos, de ser necesario, a morir
por su “causa”. Los términos, como podrá observarse, se han invertido, sin que por ello
se haya resuelto la crisis. Todo lo contrario, sólo se ha reproducido y ampliado. El
escepticismo sólo puede llegar a realizar su estoicismo inmanente negando la
existencia de la realidad objetiva.

Hay países enteros que han sido sometidos al secuestro por parte de una pandilla de
transgresores, motivados, más que por una determinada ideología política, por el
resentimiento social. Que solapen sus motivaciones de fondo con las más
extravagantes amalgamas ideológicas, no los exime de la posición del canalla vil. Pero
mientras se dedican al saqueo y destruyen todo a su paso para saciar su odio, van
diseminando, como el cáncer, su metástasis. Se equivocan de plano quienes, por
ejemplo, creen que el no estar alineado con los secuestradores significa no formar parte
de sus filas. Porque los secuestrados terminan aceptando su “lógica” y, a pesar de
creerse ubicados en el extremo opuesto, justamente por el hecho de estar ubicados en
dicho extremo, forman parte constitutiva de su patología. Si se aceptan las premisas se
aceptan las conclusiones. La derecha extrema es izquierda extrema. La izquierda
extrema es derecha extrema. Son el otro del otro. Y el llamado centro no es más que la
ficción de ambos extremos recíprocamente proyectada. Cuando los antivalores de los
secuestradores se han hecho parte del sentido común, cuando, sin saberlo, han
terminado por transformarse en los valores de la entera sociedad, incluso de quienes se
asumen como sus mayores adversarios, resulta prioritario hacer un alto en el camino,
reconstruir el proceso y asumir con plena conciencia, crítica e histórica, la necesidad
de ponerle fin al desquicio.

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