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06 DE JUNIO DE 2019 12:09 AM José Rafael Herrera

Némesis
Los antiguos griegos tenían el don de transformar hasta las cosas más
crueles en un acto de belleza in nita. Es el caso de Némesis. Velada,
misteriosa y de intimidantes alas, siempre al acecho y dispuesta a
castigar. Ramnusia fue el nombre que los primeros áticos del
Ramnonte le atribuyeron a la antigua diosa de la venganza, la igualdad
rasante y la ciega fortuna. Siempre, entre sus manos, mantiene rmes
una rueda y una espada, instrumentos con los cuales suele poner en
práctica sus temerarios y horrendos castigos. Invidia la llamaron los
romanos, mucho antes de los tiempos de la república, desde la
formación del Lacio, bajo el reino de Evandro. Es una de las Furias, y
forma parte de la primera generación de los dioses, temida incluso por
ellos y, paradójicamente, ubicada muy por encima de ellos: la temible
celadora del igualitarismo por debajo se erige a sí misma por encima
de todos.

De hecho, Némesis es la potencia de la denigración de lo encumbrado,


el castigo que precipita de su altura a todo lo que alguna vez fue
dichoso, para preservar la neutra y sosa igualdad. El castigo contra lo
que rebasa la medida. El derecho a ser iguales es, en ella, derecho
abstracto y externo, que no llega a hacer del contenido ético el real
contenido de la justicia. Perteneciente al círculo de los antiguos dioses,
privilegia su relación con las necesidades subordinadas de los
hombres, por lo que frisa sobre la negación de las capacidades
individuales, sobre lo distinto y lo mejor de los individuos. Y si bien es
cierto que ya en ella se avizora la preocupación por el derecho y la
justicia bajo la forma del odio, la venganza, la violencia y la represión,
no menos cierto es que, a pesar de presentarse ante quien considera un
impío como el brazo ejecutor del castigo, todavía no logra elevarse a la
superior condición del derecho y la civilidad. Las Furias no son las
Horas. Némesis no es Diké ni, mucho menos, Iustitia.

Ha salido de la selva nemea para morir y resucitar muchas veces. Se le


ha visto por Andorra, Davos y el Vaticano, aunque predique en contra
de la riqueza. Vive entre las cajas de alimentos subsidiados, entre los
controles de precios, entre los negocios de las concesiones, entre las
ayudas y las dádivas. O en las universidades en las que su personal
académico pretende ser igualado con el resto, bajo el genérico rubro de
“trabajadoras y trabajadores universitarias”. Vico da cuenta de ella
transmutada en león, en su obra mayor: “Esta ciencia, en sus
principios, contempla primeramente a Hércules (puesto que toda
nación antigua habla de uno que la fundó); y lo contempla en el mayor
de sus trabajos, que fue con el que mató al león, el cual, vomitando
llamas, incendió la selva nemea, desde donde Hércules, adornado con
su piel, fue elevado a las estrellas (el león resulta ser aquí la gran selva
antigua de la Tierra, a la que Hércules, que debió ser del carácter de los
héroes políticos, prendió fuego para hacerla cultivable). Y así, los
tiempos de los griegos comenzaron cuando comenzó entre ellos el
cultivo de los campos”. El león es un numen, es Caco, el ladrón, quien
despedía fuego por la boca por ser hijo de Vulcano. Caco hospeda a
Hércules en su cueva, donde podían verse los restos descompuestos de
sus víctimas como si fuesen trofeos. El terror, la desesperación y la
impotencia rondaban en Lacio. Hércules toma la decisión de
enfrentarlo y, antes de acabar de nitivamente con su usurpación, usa
su fuego para quemar la selva, dando con ello inicio a la cultura. Y es de
aquel humando que proviene, asegura Vico, la humanidad.

Terminar con las miserias de la usurpación, con su mediocre y patético


pregón de justicia e igualdad administrada, entendidas como venganza
y resentimiento, una y otra vez, sigue siendo la principal tarea del
presente. Como a rma Platón, lo bueno no puede encerrar nunca
envidia alguna, porque lo divino es contrario a la envidia. En la
mezquindad de su inmediatez populista, Némesis procura rebajar y
empequeñecer lo grande y lo bueno, pues no soporta lo digno y lo
sublime. Su cháchara pretende que se abandone lo mejor del espíritu
para entregarse a las pasiones tristes, a los ruines intereses y, por
supuesto, a la ignorancia, la vulgaridad y la miseria. Su aparente
humildad, su exaltación de la pobreza, es un crimen contra el poder de
creación y perseverancia del ser y de la conciencia social.

Es verdad –observa Aristóteles en Metafísica– que solo Dios posee el


privilegio de lo ilimitado, pero es indigno de los hombres no buscar la
ciencia. Y “si la envidia fuese la naturaleza propia de lo divino,
resultaría que todos los que aspirasen a algo más alto serían unos
desgraciados”. Némesis, según relatan los poetas, castiga a todo aquel
que trata de descollar por encima de lo corriente. Su función consiste
en igualarlo y nivelarlo todo. Pero solo puede ser un auténtico Dios
aquel que honra lo excelente, el esfuerzo, la dedicación, en n, la
voluntad de quienes trabajan pacientemente para ser cada día mejores.
No es lo mismo un médico cirujano, que ha dedicado su vida entera a
investigar y especializarse para bene cio de sus pacientes, que un
médico comunitario, al que se le ha engañado, haciéndole creer que
posee las mismas capacidades y destrezas del más experimentado de
los doctores. O lo que es todavía peor: conspirando irresponsablemente
contra los estudios académicos de medicina, con la intención de
llevarlos al mismo nivel de los cursos de medicina comunitaria.

Los pueblos no se desarrollan premiando la mediocridad. Se


desarrollan como resultado del trabajo de su espíritu, lo que requiere
de mucha constancia, disciplina y sacri cios. El mediocre es ignorante
e irresponsable. Su única salida es la venganza a la que llama
“justicia”, esa que encuentra en la envidia su móvil para actuar en
contra de quienes no han tenido que hacer el menor esfuerzo para
poder superarlos con creces. Tienen que igualar por debajo. No
soportan ser lo que son, pero nada hacen para vencer sus propias
limitaciones. Solo quedan la trampa, la zancadilla, el fraude o la
expropiación para poder contrarrestar el indetenible ímpetu del
conocimiento. Su desprecio por la aspiración hacia lo más alto es
impotencia devenida rabia. El saqueo y la destrucción sistemática de
todo un país que, hasta el presente, resiste, no se deja y no está
dispuesto a perderse en el abismo de la cruel barbarie. El delincuente,
tarde o temprano, queda al desnudo, es sorprendido en el estiércol de
la selva nemea, que amerita ser humada a n de reiniciar, una vez más,
el cultivo. Es tiempo de siembra. Tiempo de griegos.                       

             

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