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Por eso se habla de la palabra mal dicha, o dicha a destiempo, o dicha de más…
Las palabras crispan o resuelven según el caso y la cosa. Depende tanto de lo acertado
de las mismas como de la actitud, los prejuicios o los intereses de los interlocutores.
Porque no existe texto sin contexto. Todo está en función de quién habla y a quién se le
habla. Pero también de cómo se habla, pues las palabras pueden fallar en su objetivo
debido a que, como un arma, apuntan demasiado bajo o demasiado alto.
En ambos casos, las palabras pierden su natural eficacia. Porque en el primero resultan
obvias y en el segundo, ininteligibles. Por eso unas nos repelen y las otras nos
rechazan.
En su libro La formación del espíritu científico, una de las grandes obras sobre este
tema, Bachelard habla del obstáculo sustancialista en los siguientes términos:
El tema no tendría mayor importancia si lo que este autor pretende contarnos fuera
irrelevante. Pero se trata de una mente prodigiosa que orienta gran parte de su obra
hacia una minoría tan exigua que impide que su pensamiento sea realmente
transformador.
Es cierto que resulta mucho más difícil expresar pensamientos que contar historias.
Pero también lo es que los novelistas se esfuerzan en que sus textos sean comprendidos
por todo el público y no solo por una minoría exquisita. Es algo que está en su ADN,
mientras que hay determinados intelectuales que no se reprimen a la hora de
distanciarse de lo inteligible en aras de una pretendida profundidad.
En ocasiones, algunos de los mejores pensadores, aislados en las minorías en las que se
encierran, entran en una espiral en la que confunden densidad con altura. Y es una
lástima, porque siendo las personas que más pueden contribuir a mejorar el mundo, se
encuentran con que ese mundo, al escucharlos, no les entiende.