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EL PRINCIPIO DE HOSPITALIDAD

Jacques Derrida
Le Monde, 2 de diciembre de 1997. Entrevista realizada por Dominique Dhombres. Trad. de
Cristina de Peretti y Paco Vidarte. Edición digital de Derrida en castellano.
Texto en francés

Le Monde. —En su último libro, La hospitalidad,


opone usted «la ley incondicional de la hospitalidad
ilimitada» y «las leyes de la hospitalidad, esos
derechos y esos deberes siempre condicionados y
condiciona-les». ¿Qué quiere usted decir con ello?

J.D. —Es entre estas dos figuras de la hospitalidad como, en efecto,


deben asumirse las responsabilidades y como deben tomarse las decisiones.
Prueba temible porque si estas dos hospitalidades no se contradicen,
permanecen heterogéneas en el momento mismo en que se reclaman una a la
otra, de modo desconcertante. Todas las éticas de la hospitalidad no son las
mismas, sin duda, pero no hay cultura ni vínculo social sin un principio de
hospitalidad. Este ordena, hace incluso deseable una acogida sin reserva ni
cálculo, una exposición sin límite al arribante. Ahora bien, una comunidad
cultural o lingüística, una familia, una nación, no pueden no poner en
suspenso, al menos, incluso traicionar este principio de hospitalidad absoluta:
para proteger un «en casa», sin duda, garantizando lo «propio» y la propiedad
contra la llegada ilimitada del otro; pero también para intentar hacer la
acogida efectiva, determinada, concreta, para ponerla en funcionamiento. De
ahí las «condiciones» que transforman el don en contrato, la apertura en pacto
vigilado; de ahí los derechos y los deberes, las fronteras, los pasaportes y las
puertas, de ahí las leyes sobre una inmigración, cuyos «flujos», según se dice,
hay que «controlar».

Es cierto que lo que está en juego en la «inmigración» no se solapa con


todo rigor, es preciso recordarlo, con lo que está en juego en la hospitalidad,
que va más allá del espacio cívico o propiamente político. En los textos que
usted cita, analizo lo que, entre «lo incondicional» y lo «condicional», no es,
sin embargo, una simple oposición. Si ambos sentidos de la hospitalidad
permanecen irreductibles uno al otro, siempre es preciso, en nombre de la
hospitalidad pura e hiperbólica, para hacerla lo más efectiva posible, inventar
las mejores disposiciones, las condiciones menos malas, la legislación más
justa. Esto es preciso para evitar los efectos perversos de una hospitalidad
ilimitada cuyos riesgos he intentado definir. Calcular los riesgos, sí, pero no
cerrar la puerta a lo incalculable, es decir, al porvenir y al extranjero, he aquí
la doble ley de la hospitalidad. Esta define el lugar inestable de la estrategia y
de la decisión. Tanto de la perfectibilidad como del progreso. Este lugar se
busca hoy en día, por ejemplo en los debates sobre la inmigración.

Con frecuencia se olvida que es en nombre de la hospitalidad


incondicional (la que da su sentido a toda acogida del extranjero) como es
preciso intentar determinar las mejores condiciones, a saber, tales límites
legislativos, y sobre todo tal puesta en funcionamiento de las leyes. Esto se
olvida siempre en la xenofobia, por definición; pero también se puede olvidar
en nombre de una cierta interpretación del «pragmatismo» y del «realismo».
Por ejemplo, cuando se cree deber hacer promesas electorales a fuerzas de
exclusión o de oclusión. Esta táctica, dudosa en sus principios, bien podría
perder más que su alma: por descontado el beneficio.

L.M.-En la misma obra, plantea usted esta cuestión:


«Consiste la hospitalidad en interrogar al
arribante?», en primerísimo lugar, preguntándole su
nombre, «¿o bien comienza la hospitalidad por la
acogida sin preguntas?». ¿La segunda actitud es más
conforme al principio de «hospitalidad ilimitada»
que usted evoca?

J.D. —Una vez más, la decisión se toma en el corazón de lo que parece


un absurdo, lo imposible mismo (una antinomia, una tensión entre dos leyes
igualmente imperativas pero sin oposición). La hospitalidad pura consiste en
acoger al arribante antes de ponerle condiciones, antes de saber y de pedirle o
preguntarle lo que sea, ya sea un nombre o ya sean unos «papeles» de
identidad. Pero también supone que nos dirijamos a él, singularmente, que lo
llamemos, pues, y le reconozcamos un nombre propio: «¿Cómo te
llamas?». La hospitalidad consiste en hacer todo lo posible para dirigirse al
otro, para otorgarle, incluso preguntarle su nombre, evitando que esta
pregunta se convierta en una «condición», una inquisición policial, un fichaje
o un simple control de fronteras. Diferencia a la vez sutil y fundamental,
cuestión que se plantea en el umbral del «en casa», y en el umbral entre dos
inflexiones. Un arte y una poética, pero toda una política depende de ello, toda
una ética se decide ahí.

L.M.—Usted señala en el mismo texto: «El extranjero


es ante todo extraño a la lengua del derecho en la
que se formula el derecho de hospitalidad, el
derecho de asilo, sus límites, sus normas, su
custodia. Debe pedir hospitalidad en una lengua que,
por definición, no es la suya». ¿Podría ser esto de
otro modo?

J.D.—Sí, porque ésa es quizás la primera violencia que sufre el


extranjero: tener que hacer valer sus derechos en una lengua que no habla.
Suspender esta violencia es casi imposible, una tarea interminable en todo
caso. Razón de más para trabajar urgentemente para cambiar las cosas. Un
inmenso y temible deber de traducción se impone aquí, que no es únicamente
pedagógico, «lingüístico», doméstico y nacional (formar al extranjero en la
lengua y en la cultura nacionales, por ejemplo en la tradición del derecho laico
o republicano). Esto pasa por una transformación del derecho, de las lenguas
del derecho. Por muy oscuro y doloroso que sea, este progreso está en curso.
Afecta a la historia y a los axiomas más fundamentales del derecho
internacional.

L.M.—Usted recuerda la abolición por Vichy del


decreto Crémieux de 1870 que concedía la ciudadanía
francesa a los judíos de Argelia. Usted ha vivido
esta situación extraña de verse, así, sin
nacionalidad, en su juventud. ¿Cómo ve usted
retrospectivamente este período?

J.D.—Demasiado que decir aquí, una vez más. En lugar de lo que me


acuerdo, desde el fondo de mi memoria, he aquí solamente lo que querría
recordar hoy: la Argelia de esa época se parece ahora, con posterioridad, a un
laboratorio experimental, en el que el historiador puede aislar científicamente,
objetivamente, lo que fue una responsabilidad puramente francesa en la
persecución de los judíos, esa responsabilidad que le habíamos pedido a
Miterrand que reconociera, como afortunadamente hizo después Chirac.
Porque nunca hubo un solo alemán en Argelia. Todo ha dependido de la
aplicación, por los franceses, sólo por ellos, de dos Estatutos de los Judíos. En
la función pública, en el colegio y en la universidad, en los procedimientos de
expropiación, esta aplicación ha sido a veces más brutal que en la propia
Francia. Lo que habría que incluir en los dossiers de los procesos y de los
arrepentimientos en curso.

L.M.-Michel Rocard había declarado, hace ya algunos


años, que «Francia no podía acoger toda la miseria
del mundo». ¿Qué le inspiran estas palabras? ¿Qué
piensa usted de la forma en la que el gobierno
Jospin procede actualmente a la regulación parcial
de los inmigrados clandestinos?

J.D. —Creo recordar que Michel Rocard retiró esa frase desafortunada.
Porque, o bien es un truismo (¿quién ha pensado jamás que Francia, o
cualquier otro país, ha podido nunca «acoger toda la miseria del mundo»?,
¿quién lo ha pedido nunca?), o bien es la retórica de una fantochada destinada
a producir efectos restrictivos y a justificar el repliegue, la protección, la
reacción («como no podemos acoger toda la miseria, ¿verdad?, que no se nos
reproche nunca no hacerlo lo bastante o incluso no hacerlo en absoluto»). Este
es sin duda el efecto (económico, economista y confuso) que algunos han
querido explotar y que Michel Rocard, como tantos otros, ha lamentado. En lo
que se refiere a la política actual de inmigración, si hay que hablar de ello así
de rápido, inquieta a los que han militado por los sin papeles (y que los
albergan cuando es preciso, como hago yo hoy también), a aquellos a los que
ciertas promesas habían llenado de esperanza. Podemos lamentar al menos
dos cosas:

1. Que las leyes «Pasqua-Debré» no hayan sido abolidas, sino más bien
retocadas. Aparte de que un valor simbólico estuviese vinculado con esto (y
no es cualquier cosa), ocurre una de dos: o bien se conserva lo esencial de
ellas y no es preciso pretender lo contrario; o bien se las modifica
esencialmente y no hay que intentar seducir o apaciguar, pegándole la sola
etiqueta «Pasqua-Debré», a una oposición electoral de derecha o de extrema
derecha. Esta, de todos modos, sacará los beneficios de esta retirada y no se
dejará desarmar. Tenemos necesidad, aquí, de coraje político, de cambio de
dirección, de fidelidad a las promesas, de pedagogía cívica. (Hay que
recordar, por ejemplo, que el contingente de inmigrados no crece —ni resulta
amenazador, muy al contrario— desde hace décadas.)

2. En los límites oficialmente en vigor, los procedimientos de


regularización prometidos parecen lentos y minimalistas, en una atmósfera
triste, crispada, contrariada. De ahí la inquietud de aquellos que, sin pedir
nunca la pura y simple apertura de las fronteras, han luchado a favor de otra
política y lo han hecho apoyándose en cifras y estadísticas (a partir de trabajos
respaldados por expertos y asociaciones competentes que trabajan sobre el
terreno desde hace años) de modo «responsable», y no «irresponsable» como
se atrevió a decir, creo, uno de esos ministros que calculan más o menos bien
hoy en día, y siempre es una mala señal, sus salidas de tono y sus «frasecitas».
El límite decisivo, aquél desde el que se juzga una política, pasa entre el
«pragmatismo», incluso el «realismo» (indispensables para una estrategia
eficaz) y su doble sospechoso, el oportunismo.

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