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11 DE
JULIO DE 2019, de colegio de oficial psicologos de madrid Sitio web:
http://www.copmadrid.org/webcopm/publicaciones/clinica/1994/vol3/arti8.ht
m
La amistad es, sin duda, uno de los más preciosos regalos que a los hombres dieron
los cielos. Pero mucho me temo que, en esta ocasión, haya sido en gran medida la
culpable de la insistencia de los organizadores de este encuentro al invitarme a
participar en él. Desde luego lo ha sido de mi aceptación a hablaros en contra de
mis preferencias a limitarme a escuchar. Al ver el programa alguno de vosotros
podría preguntarse conmigo ¿Qué hace un filósofo como tú en un sitio como éste?
¿No habíamos quedado que la psicología se había independizado de la filosofía y
que a este encuentro estaban convocados psicólogos que se dedican a la práctica
de la clínica? No temáis. Hace ya tiempo que la filosofía tuvo que despojarse de
sus pretensiones de madrastra que impartiera advertencias sobre cómo debían
comportarse el resto de los saberes. Por otro lado, os supongo ya escarmentados
contra la falaz separación entre teoría y práctica. Citar a los clásicos da lustre y
esplendor a una charla. Permitidme, por tanto, que parafrasee a Kant para decir que
toda práctica sin teoría es ciega y toda teoría sin práctica es vacía. Al menos quien
os habla concibe el filosofar como el arte de la duda, de la reflexión crítica, de la
puesta en cuestión de lo dado. La filosofía tiene más que ver con el socavar
convicciones y suscitar preguntas, que con levantar vacuos edificios de
afirmaciones y respuestas. Comprenderéis que esto no sea una profesión sino una
pasión y una pasión que siento compartir con muchos de vosotros. Al menos esa
fue mi experiencia todas las veces que el Colegio de Psicólogos me ha invitado:
hace años en las Jornadas de Reflexión que precedieron a la elaboración del Código
Deontológico, hace unos meses con ocasión del Congreso de Euroethique en
Marsella y hoy de nuevo en éste encuentro.
Pero cuestionarse los fines y los criterios que deben regir una acción no es un
problema científico ni técnico, sino un problema ético; no es una pregunta que
pueda responder, empleando de nuevo terminología kantiana, la razón teórica, sino
la razón práctica. No se trata de analizar cómo está configurado el mundo ni
desvelar qué factores condicionan la Conducta humana, sino de diseñar cómo debe
ser reformulado aquél y en qué dirección deber ser modificada ésta.
Si lo planteamos con radicalidad, podemos decir que las preguntas que preocupan
a los psicólogos sobre la justificación ético de sus acciones no son preguntas
psicológicas, aunque sólo de la reflexión y responsabilidad de los psicólogos
puedan obtener respuesta. Las relaciones entre ética y psicología, bajo varios
aspectos, pueden calificarse de conflictivas y, aún, de contrapuestas. En efecto,
tomadas aisladamente, sus respectivos saberes se nos muestran disociados tanto
respecto a su objeto, como a sus presupuestos, como a la meta hacia la que se
orientan. Psicología y ética se ocupan de la Conducta humana, pero mientras la
primera se interesa por el conocimiento de la efectivamente existente en los
individuos o en los grupos, la segunda se ocupa del esclarecimiento de la que
debiera acaecer. Una se ocupa de lo real, mientras la otra no puede dejar de tender
a lo ideal. La psicología versa sobre el "es", la ética sobre el "debe", y entre ambos,
como bien mostraron Hume y Moore, no cabe tender puentes lógicos so pena de
caer en la falacia naturalista. Por otra parte, la psicología recaba con legitimidad
para sí el título de saber científico, cuyos conocimientos se hallan, en última
instancia, sustentados en la experimentación o en la observación empíricas,
mientras que la reflexión ética parece necesariamente vinculada al más proceloso
mar de las ideologías y del pensar especulativo. Una ética profesional no podrían
los psicólogos extraerlo de su bagaje de conocimientos empíricos, sino de sus
ideales humanos. Hasta los objetivos buscados por ambas son distantes, sin que
pueda presumirse que puedan coincidir en un punto: la psicología persigue la
explicación causal de las conductas, mientras que la ética sólo atiende a su
justificación moral,
Las ciencias en general, y muy en particular, las ciencias como la psicología que
se ocupan de lo humano, están muy lejos de haberse constituido mediante un
angélico desenvolvimiento de hipótesis y contrastaciones empíricas. Hacernos
cargo del barro que mancha nuestros pies al caminar debe también concebirse
como un ejercicio de la autorreflexión ética,
En principio no debiera de extrañarnos que ello sea así y que constituya uno de los
rasgos diferenciadores de vuestra profesión con respecto a otras técnicas. Al fin y
al cabo sois especialistas en un saber-hacer, el de la psicología clínica, cuyo objeto
es un sujeto, cuando aquello en que se interviene, aquello que se trata de controlar
y transformar es la vida anímica, creencias, sentimientos y conductas manifiestas
de seres humanos, dotados de conciencia y responsabilidad moral. En este sentido
me atrevo a decir que la actividad del psicólogo clínico es una actividad ética. Y
lo es no sólo porque su ejercicio resulte imposible sin la adopción, explícita o
implícita, de unos determinados valores que orientan sus objetivos y metas. Lo es
ante todo y de formo insoslayable porque está esencialmente referido a un deber-
ser, el deber-ser del otro.
Desearía, en fin, poner de relieve que este conflicto ético inherente a la práctica
clínica adquiere algunos rasgos específicos a resulta de tensiones contradictorias
que operan en las demandas dirigidos a la psicología contemporánea. Uno de los
psicólogos españoles que más ha abogado en nuestro país por la defensa de la
psicología como ciencia y como profesión, el profesor D. Mariano Yela, ha escrito
que la psicología se encuentra hoy en una situación que puede caracterizarse, a la
vez, como pletórica y frustrante. En efecto, en pocas décadas el número de
psicólogos se ha multiplicado exponencialmente, de tal modo, que si siguiera este
ritmo, llegaría el día en que contáramos con igual número de psicólogos que de
personas. Se han multiplicado los centros de docencia e investigación en
psicología, al igual que la cantidad de revistas y publicaciones especializadas. La
competencia del psicólogo es cada vez más reconocida en áreas de aplicación
diversas y su voz es reclamada en cada vez más amplios sectores e instituciones.
Pletórico, sí, y sin embargo, frustrante. Este mismo progreso científico y del
reconocimiento social está cargado de sombras. Yela señala entre ellas la relación
inversa existente entre el rigor de los conocimientos alcanzados y la relevancia de
los problemas y, en segundo lugar, la escandalosa diversidad entre escuelas,
orientaciones y teorías que siguen desgarrando a la psicología. Añadiré a éstos un
tercer carácter que, a mi juicio, habría de ser también reconocido como ingrediente
de la conciencia de frustración, un tercer carácter que tomo también la figura de
un desgarro: el existente entre la racionalidad teórico-técnica y la racionalidad
práctico- moral, entre el conocimiento preciso de los medios y la ambigua e incierta
definición de los fines.
Cierto es que no se trata de un problema que quepa reducir al estricto ámbito del
saber y del hacer psicológico. La totalidad de las ciencias y de los técnicas ven hoy
agrandarse el abismo que separa el progreso intelectual de sus conocimientos y el
progreso moral de su uso. Los ideales ilustrados están lejos de haberse desarrollado
en forma coincidente. La Biología, ciencia de, la vida orgánica, sabe cada día más
sobre cómo diseñar un ser vivo y sobre cómo retrasar o acelerar su muerte. Pero
también ha crecido la incertidumbre sobre los criterios que deben regular la
utilización de tales conocimientos. La Psicología, ciencia de la vida psíquica, vive
también el drama de los límites de una mera razón instrumental y la tensión
provocado por el conflicto entre los derechos individuales e institucionales en una
sociedad científico-tecnológica desarrollado. Me limitaré a señalar algunos de los
rasgos más relevantes de este conflicto ético que se le plantean ineludiblemente
hoy a los psicólogos profesionales de nuestro entorno social y cultural.
En primer lugar, es claramente perceptible un aumento del recelo con que los
individuos vivencian el poder tecnológico del psicólogo. Sin duda, uno de los
mitos más característicos de nuestra época es el de Frankestein, o si lo prefieren,
el de la criatura que amenaza la supervivencia de su creador. Las esperanzas que
los ilustrados depositaron en el carácter humanizador y liberalizador del progreso
científico, han dejado paso a la sospecha de que su control se escapa a los deseos
de los seres humanos y de que el saber acumulado se utiliza en contra de sus
intereses. Cada vez más amplias parcelas de decisiones que afectan a su destino
son dejadas en manos de los que poseen el saber. Se trata de un proceso paralelo a
la creciente indefensión del individuo ante anónimas fuerzas económicas y
políticas, poderes sin rostro que alcanzan hasta sus parcelas más íntimas. ¿Quién
de nosotros no ha sentido, por ejemplo, la turbadora inquietud que provoca la
constatación de que el aumento, en principio positivo, de los medios de
comunicación e información ha llevado aparejado un aumento no menor y paralelo
de incontrolados mediadores comunicativos y de desinformación?
Tal recelo se ha proyectado también sobre los psicólogos. A medida que éstos han
ido ampliando los ámbitos de su intervención también se ha acrecentado el margen
de la sospecha de que su saber pueda ser utilizado en contra de los derechos del
individuo. De la sensibilidad de los psicólogos a este recelo da clara muestra el
hecho de que en las revisiones de los Códigos Deontológicos de diversos países
sea perceptible una significativa y progresiva preocupación por la custodia y
confidencialidad de los datos, por las restricciones en la obtención de información
a lo estrictamente necesario para el objeto de la intervención o por los derechos a
ser informados aunque el estudio haya sido encargado por organismos, empresas
o instituciones sociales, en lugar del propio individuo.
El tercer rasgo del conflicto ético viene dado, a mi juicio, por la impotencia del
psicólogo para resolver o, al menos, reducir las tensiones entre individuo y marco
social. El que haya sido denunciado en múltiples ocasiones, hasta constituirse en
un tópico, no quita valor de verdad ni gravedad al drama de los límites de la
intervención psicológica. Se le pide aliviar el dolor de una herida, pero se le veta
la posibilidad de modificar las causas que la producen. Aliviar el sufrimiento
mientras se acepta pasivamente su reproducción plantea al psicólogo no pocas
veces un dilema ético que le hace cuestionar legítimamente el sentido de su
función. El aumento de la presencia de los psicólogos en las instancias que ordenan
la vida social y una mayor dedicación a intervenciones preventivas han de ser
reivindicados colectivamente por las asociaciones y colegios profesionales si
queremos aminorar el desajuste entre el objetivo de vuestra tarea y los resultados
efectivos alcanzados.
Pero una vez más, debemos estar vigilantes ante un nuevo peligro cada vez más
amenazador, No basta que la voz del psicólogo sea oída en los organismos
responsables de la ordenación de nuestra vida colectiva, o por un mayor número
de personas. Es cierto que, a primera vista y en principio, podemos sentirnos
orgullosos de que tal presencia nos sea cada vez más solicitada.