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PEDRO CHACON FUERTES. (1994). El conflicto ético en la psicología clínica.

11 DE
JULIO DE 2019, de colegio de oficial psicologos de madrid Sitio web:
http://www.copmadrid.org/webcopm/publicaciones/clinica/1994/vol3/arti8.ht
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El conflicto ético en la psicología clínica


Intervención en el Colegio de Psicólogos de Madrid en el I Encuentro sobre
Psicología Clínica en el Sector Privado 6 de mayo 1994

The ethical clash in clinical psychology

Pedro CHACON FUERTES

La amistad es, sin duda, uno de los más preciosos regalos que a los hombres dieron
los cielos. Pero mucho me temo que, en esta ocasión, haya sido en gran medida la
culpable de la insistencia de los organizadores de este encuentro al invitarme a
participar en él. Desde luego lo ha sido de mi aceptación a hablaros en contra de
mis preferencias a limitarme a escuchar. Al ver el programa alguno de vosotros
podría preguntarse conmigo ¿Qué hace un filósofo como tú en un sitio como éste?
¿No habíamos quedado que la psicología se había independizado de la filosofía y
que a este encuentro estaban convocados psicólogos que se dedican a la práctica
de la clínica? No temáis. Hace ya tiempo que la filosofía tuvo que despojarse de
sus pretensiones de madrastra que impartiera advertencias sobre cómo debían
comportarse el resto de los saberes. Por otro lado, os supongo ya escarmentados
contra la falaz separación entre teoría y práctica. Citar a los clásicos da lustre y
esplendor a una charla. Permitidme, por tanto, que parafrasee a Kant para decir que
toda práctica sin teoría es ciega y toda teoría sin práctica es vacía. Al menos quien
os habla concibe el filosofar como el arte de la duda, de la reflexión crítica, de la
puesta en cuestión de lo dado. La filosofía tiene más que ver con el socavar
convicciones y suscitar preguntas, que con levantar vacuos edificios de
afirmaciones y respuestas. Comprenderéis que esto no sea una profesión sino una
pasión y una pasión que siento compartir con muchos de vosotros. Al menos esa
fue mi experiencia todas las veces que el Colegio de Psicólogos me ha invitado:
hace años en las Jornadas de Reflexión que precedieron a la elaboración del Código
Deontológico, hace unos meses con ocasión del Congreso de Euroethique en
Marsella y hoy de nuevo en éste encuentro.

Lo primero sobre lo que debería llamar vuestra atención es sobre la importancia


que en vuestro ámbito está cobrando la problemática moral. No deja de ser
significativo el peso que en vuestras preocupaciones va tomando el deber, paralelo
a las conquistas en el conocer y en poder. La mayor parte de nosotros ha podido
asistir con frecuencia a congresos y reuniones en los que el centro de atención lo
ocupaba la pregunta: ¿qué podemos saber?. En efecto, la adolescente psicología ha
vivido desde su infancia atormentado por alcanzar y porque le fuera reconocido su
estatuto de ciencia, el mismo que gozaban sus hermanos mayores, las ciencias
positivas de la naturaleza. También es comprensible la importancia dedicada al
intercambio de técnicas eficaces en las aplicaciones terapéuticas. En fin, la defensa
corporativo y las reivindicaciones colectivas en pro de un reconocimiento social y
una extensión del ámbito de competencias de vuestra profesión, son temas en los
que debe seguir ocupándose vuestro esfuerzo colectivo. Pero lo que resulta
significativo es que, a medida que aumenta el cuerpo de conocimientos
psicológicos, a medida que se ensancha el campo en que las intervenciones del
psicólogo son valoradas socialmente; crezca la preocupación en torno a la pregunta
¿qué debemos hacer?.

Tanto el progreso experimentado en los procedimientos de diagnóstico y


tratamiento como el mayor poder depositado en las manos de un psicólogo clínico,
han tornado cada vez acuciante la pregunta por los fines de la actividad terapéutica,
por los criterios en el uso de tal poder. Todo sucede como si, a medida que su
conocimiento e influencia se consolidan, su moral reclame el derecho a ocupar un
lugar destacado. O, dicho con otras palabras, todo sucede como si, a medida que
su conocimiento e influencia se consolidan, la propia realidad se encargara de
exigir que el saber y el poder no pueden disociarse del deber.

Pero cuestionarse los fines y los criterios que deben regir una acción no es un
problema científico ni técnico, sino un problema ético; no es una pregunta que
pueda responder, empleando de nuevo terminología kantiana, la razón teórica, sino
la razón práctica. No se trata de analizar cómo está configurado el mundo ni
desvelar qué factores condicionan la Conducta humana, sino de diseñar cómo debe
ser reformulado aquél y en qué dirección deber ser modificada ésta.

Si lo planteamos con radicalidad, podemos decir que las preguntas que preocupan
a los psicólogos sobre la justificación ético de sus acciones no son preguntas
psicológicas, aunque sólo de la reflexión y responsabilidad de los psicólogos
puedan obtener respuesta. Las relaciones entre ética y psicología, bajo varios
aspectos, pueden calificarse de conflictivas y, aún, de contrapuestas. En efecto,
tomadas aisladamente, sus respectivos saberes se nos muestran disociados tanto
respecto a su objeto, como a sus presupuestos, como a la meta hacia la que se
orientan. Psicología y ética se ocupan de la Conducta humana, pero mientras la
primera se interesa por el conocimiento de la efectivamente existente en los
individuos o en los grupos, la segunda se ocupa del esclarecimiento de la que
debiera acaecer. Una se ocupa de lo real, mientras la otra no puede dejar de tender
a lo ideal. La psicología versa sobre el "es", la ética sobre el "debe", y entre ambos,
como bien mostraron Hume y Moore, no cabe tender puentes lógicos so pena de
caer en la falacia naturalista. Por otra parte, la psicología recaba con legitimidad
para sí el título de saber científico, cuyos conocimientos se hallan, en última
instancia, sustentados en la experimentación o en la observación empíricas,
mientras que la reflexión ética parece necesariamente vinculada al más proceloso
mar de las ideologías y del pensar especulativo. Una ética profesional no podrían
los psicólogos extraerlo de su bagaje de conocimientos empíricos, sino de sus
ideales humanos. Hasta los objetivos buscados por ambas son distantes, sin que
pueda presumirse que puedan coincidir en un punto: la psicología persigue la
explicación causal de las conductas, mientras que la ética sólo atiende a su
justificación moral,

El planteamiento tradicional, de corte positivista, de las relaciones entre ciencia y


ética responde al presupuesto, elaborado por Max Weber, de la neutralidad
axiológica. Esta independencia de las teorías respecto a los dilemas éticos se
completa con la redacción de códigos deontológicos en los que vienen a plasmarse
los compromisos morales de un colectivo profesional encargado de la aplicación
de tales neutrales conocimientos. La situación actual en el ámbito de las
intervenciones psicológicas muestra signos de que tal planteamiento puede ser
insuficiente y que merece ser revisado.

Digamos, en primer lugar, que el planteamiento actual de las relaciones entre


psicología y ética hace ya tiempo que se libró de la tentación de psicologismo. Si
me permiten expresarlo con alguna radicalidad, cabe afirmar que la conjunción se
ha operado, no tanto porque la psicología se haya introducido en el corazón de la
ética, cuanto, por el contrario, porque la ética se ha introducido en el corazón de la
psicología. Y lo ha hecho, tanto en la epistemología de los teorías psicológicas
como en la deontología de sus aplicaciones técnicas y profesionales.

No me ocuparé de las consecuencias en el primero de los niveles señalados por no


coincidir con el motivo de nuestro actual encuentro. Dejaré, tan sólo, apuntado
que, desde la crisis de modelo neopositivista de ciencia, hace años que la
epistemología de la psicología ha tenido que reconocer la estrecha imbricación
efectiva entre juicios de hechos y juicios de valor. Los hechos están cargados de
teoría, y las teorías están cargados de metateorías que incluyen opciones
valorativos. La historia y la sociología de la ciencia contemporáneas nos han
mostrado con suficiente claridad los condicionamientos históricos e ideológicos de
los saberes científicos para que los psicólogos podamos seguir considerando la
historia material de la ciencia como algo externo y la "Wertfreiheit", la neutralidad
axiológica, preconizada por Max Weber, como un ideal que haya podido ser
encarnado. La selección de problemas psicológicos, la determinación de las áreas
a las que se dedican recursos humanos y materiales, y hasta la propia difusión y
éxito de que gozan las teorías y escuelas psicológicas están estrechamente
condicionadas por los valores dominantes en una sociedad, esto es, por los valores
del poder dominante.

Las ciencias en general, y muy en particular, las ciencias como la psicología que
se ocupan de lo humano, están muy lejos de haberse constituido mediante un
angélico desenvolvimiento de hipótesis y contrastaciones empíricas. Hacernos
cargo del barro que mancha nuestros pies al caminar debe también concebirse
como un ejercicio de la autorreflexión ética,

Pero sin duda, ha sido el ámbito del ejercicio profesional de la psicología,


incluyendo en él la propia investigación y docencia, donde más evidentemente se
ha revelado la incardinación de la ética, donde más urgente e insoslayable ha
llegado a ser para los psicólogos el compromiso ético. De la gravedad de los
problemas y de la necesidad de comprometerse colectivamente en la defensa de
unos valores éticos en la práctica profesional de los psicólogos clínicos ha sido
bien ilustrativa la conferencia de ésta mañana de Angel Puerta. No se trata de un
fenómeno limitado al ámbito español. Permitidme una anécdota personal.
Intentando poner al día mis referencias bibliográficas sobre ética profesional de
los psicólogos, consulté la base de datos informatizada de la Asociación
Americana de Psicología. El resultado no pudo ser más desalentador, pero no por
su escaso número o por la irrelevancia de lo escrito, -aunque de todo hay en esta
Viña del Señor-, sino por su abundancia. Tan sólo en el subepígrafe "Professional
Ethics" del Thesaurus me encontré con 1.232 referencias de artículos escritos en
los últimos años. De haberme propuesto leerlos, no habría hecho otra cosa, ni
siquiera hubiera sido posible que me encontrara hoy reflexionando ante Vds. sobre
la ética profesional. Como pueden ver, también en este ámbito nos asalta uno de
los peligros de nuestra civilización: que el aumento de información hago imposible
la información,

Mi intervención no se orienta a mostrar, sin embargo, algo tan reconocido como el


condicionamiento ideológico de vuestra actividad profesional o la necesidad de
consensuar criterios deontológicos que la orienten rellenando, aunque sea
parcialmente, el ancho y pedregoso territorio moral que existe entre las normas
públicas que emanan de las leyes penales y civiles vigentes, por un lado, y las que
vienen dictadas por la conciencia privado. Mi reflexión va hoy a centrarse tan sólo
en algo que, a juzgar por los testimonios que he recogido, es constatado en vuestra
experiencia: el carácter esencial del conflicto y de la tensión ética en la práctica
del psicólogo clínico.

En principio no debiera de extrañarnos que ello sea así y que constituya uno de los
rasgos diferenciadores de vuestra profesión con respecto a otras técnicas. Al fin y
al cabo sois especialistas en un saber-hacer, el de la psicología clínica, cuyo objeto
es un sujeto, cuando aquello en que se interviene, aquello que se trata de controlar
y transformar es la vida anímica, creencias, sentimientos y conductas manifiestas
de seres humanos, dotados de conciencia y responsabilidad moral. En este sentido
me atrevo a decir que la actividad del psicólogo clínico es una actividad ética. Y
lo es no sólo porque su ejercicio resulte imposible sin la adopción, explícita o
implícita, de unos determinados valores que orientan sus objetivos y metas. Lo es
ante todo y de formo insoslayable porque está esencialmente referido a un deber-
ser, el deber-ser del otro.

El conflicto es también agónico, en el sentido etimológico que Unamuno rescató,


de lucha y tensión permanente. O, si lo preferís, tiene un sentido aporético, no hay
paras, no hay salida, al menos no lo hay fuera de la propia conciencia moral del
psicólogo pues no está ni puede estar escrita en ningún código. Me refiero a que
los problemas éticos de mayor relevancia no son aquellos que pueden ser resueltos
desde la claridad que distingue con nitidez el mal a evitar y el valor positivos a
seguir. Los problemas éticos de mayor relevancia, aquellos de los cuales está
transido la profesión psicológica, se establecen a partir del conflicto entre dos
valores positivos irreconciliables o incompatibles de hecho, o bien cuando es
preciso actuar optando y la elección ha de hacerse desde la ambigüedad moral, la
incertidumbre o la perplejidad.

Desearía, en fin, poner de relieve que este conflicto ético inherente a la práctica
clínica adquiere algunos rasgos específicos a resulta de tensiones contradictorias
que operan en las demandas dirigidos a la psicología contemporánea. Uno de los
psicólogos españoles que más ha abogado en nuestro país por la defensa de la
psicología como ciencia y como profesión, el profesor D. Mariano Yela, ha escrito
que la psicología se encuentra hoy en una situación que puede caracterizarse, a la
vez, como pletórica y frustrante. En efecto, en pocas décadas el número de
psicólogos se ha multiplicado exponencialmente, de tal modo, que si siguiera este
ritmo, llegaría el día en que contáramos con igual número de psicólogos que de
personas. Se han multiplicado los centros de docencia e investigación en
psicología, al igual que la cantidad de revistas y publicaciones especializadas. La
competencia del psicólogo es cada vez más reconocida en áreas de aplicación
diversas y su voz es reclamada en cada vez más amplios sectores e instituciones.
Pletórico, sí, y sin embargo, frustrante. Este mismo progreso científico y del
reconocimiento social está cargado de sombras. Yela señala entre ellas la relación
inversa existente entre el rigor de los conocimientos alcanzados y la relevancia de
los problemas y, en segundo lugar, la escandalosa diversidad entre escuelas,
orientaciones y teorías que siguen desgarrando a la psicología. Añadiré a éstos un
tercer carácter que, a mi juicio, habría de ser también reconocido como ingrediente
de la conciencia de frustración, un tercer carácter que tomo también la figura de
un desgarro: el existente entre la racionalidad teórico-técnica y la racionalidad
práctico- moral, entre el conocimiento preciso de los medios y la ambigua e incierta
definición de los fines.

Cierto es que no se trata de un problema que quepa reducir al estricto ámbito del
saber y del hacer psicológico. La totalidad de las ciencias y de los técnicas ven hoy
agrandarse el abismo que separa el progreso intelectual de sus conocimientos y el
progreso moral de su uso. Los ideales ilustrados están lejos de haberse desarrollado
en forma coincidente. La Biología, ciencia de, la vida orgánica, sabe cada día más
sobre cómo diseñar un ser vivo y sobre cómo retrasar o acelerar su muerte. Pero
también ha crecido la incertidumbre sobre los criterios que deben regular la
utilización de tales conocimientos. La Psicología, ciencia de la vida psíquica, vive
también el drama de los límites de una mera razón instrumental y la tensión
provocado por el conflicto entre los derechos individuales e institucionales en una
sociedad científico-tecnológica desarrollado. Me limitaré a señalar algunos de los
rasgos más relevantes de este conflicto ético que se le plantean ineludiblemente
hoy a los psicólogos profesionales de nuestro entorno social y cultural.

En primer lugar, es claramente perceptible un aumento del recelo con que los
individuos vivencian el poder tecnológico del psicólogo. Sin duda, uno de los
mitos más característicos de nuestra época es el de Frankestein, o si lo prefieren,
el de la criatura que amenaza la supervivencia de su creador. Las esperanzas que
los ilustrados depositaron en el carácter humanizador y liberalizador del progreso
científico, han dejado paso a la sospecha de que su control se escapa a los deseos
de los seres humanos y de que el saber acumulado se utiliza en contra de sus
intereses. Cada vez más amplias parcelas de decisiones que afectan a su destino
son dejadas en manos de los que poseen el saber. Se trata de un proceso paralelo a
la creciente indefensión del individuo ante anónimas fuerzas económicas y
políticas, poderes sin rostro que alcanzan hasta sus parcelas más íntimas. ¿Quién
de nosotros no ha sentido, por ejemplo, la turbadora inquietud que provoca la
constatación de que el aumento, en principio positivo, de los medios de
comunicación e información ha llevado aparejado un aumento no menor y paralelo
de incontrolados mediadores comunicativos y de desinformación?
Tal recelo se ha proyectado también sobre los psicólogos. A medida que éstos han
ido ampliando los ámbitos de su intervención también se ha acrecentado el margen
de la sospecha de que su saber pueda ser utilizado en contra de los derechos del
individuo. De la sensibilidad de los psicólogos a este recelo da clara muestra el
hecho de que en las revisiones de los Códigos Deontológicos de diversos países
sea perceptible una significativa y progresiva preocupación por la custodia y
confidencialidad de los datos, por las restricciones en la obtención de información
a lo estrictamente necesario para el objeto de la intervención o por los derechos a
ser informados aunque el estudio haya sido encargado por organismos, empresas
o instituciones sociales, en lugar del propio individuo.

El recelo de los potenciales beneficiarios de las intervenciones psicológicas ante el


peligro de ser sus víctimas va acompañado del propio recelo de los psicólogos ante
el peligro de ser instrumentalizados. Este es el segundo carácter del conflicto ético
que me interesaría subrayar y ante el que debemos estar permanentemente
vigilantes. También corre paralelo al acrecentamiento de su saber y su poder. Las
posibilidades que abre la psicología de conocimiento, previsión y control de las
conductas humanas resultan demasiado atractivas para quienes pretendan
encauzarlas en beneficio de sus intereses. El psicólogo puede verse, y se ve, de
hecho, en excesivas ocasiones, compelido a aceptar que su servicio quede
restringido a la aplicación de los medios, sin que pueda intervenir en la decisión
de los fines. Entre los valores éticos que han de ser reivindicados por los psicólogos
se encuentra el de la resistencia a aceptar una falaz neutralidad que desvincule sus
actuaciones de la decisión sobre la finalidad de ellos. Pero es obligado ser más
preciso en este punto. No se trata de decidir por nosotros mismos si el individuo
debe rebelarse o bien acomodarse a los objetivos que se le propongan. Esto sería
tanto como intentar suplantar su propia voluntad y responsabilidad ética. Lo que
estoy intentando decir es que el psicólogo profesional no deberá nunca colaborar
con sus conocimientos en una actuación que implique una merma de la propia
conciencia y libertad de los seres humanos para decidir si desean la rebelión o la
acomodación.

El tercer rasgo del conflicto ético viene dado, a mi juicio, por la impotencia del
psicólogo para resolver o, al menos, reducir las tensiones entre individuo y marco
social. El que haya sido denunciado en múltiples ocasiones, hasta constituirse en
un tópico, no quita valor de verdad ni gravedad al drama de los límites de la
intervención psicológica. Se le pide aliviar el dolor de una herida, pero se le veta
la posibilidad de modificar las causas que la producen. Aliviar el sufrimiento
mientras se acepta pasivamente su reproducción plantea al psicólogo no pocas
veces un dilema ético que le hace cuestionar legítimamente el sentido de su
función. El aumento de la presencia de los psicólogos en las instancias que ordenan
la vida social y una mayor dedicación a intervenciones preventivas han de ser
reivindicados colectivamente por las asociaciones y colegios profesionales si
queremos aminorar el desajuste entre el objetivo de vuestra tarea y los resultados
efectivos alcanzados.

Pero una vez más, debemos estar vigilantes ante un nuevo peligro cada vez más
amenazador, No basta que la voz del psicólogo sea oída en los organismos
responsables de la ordenación de nuestra vida colectiva, o por un mayor número
de personas. Es cierto que, a primera vista y en principio, podemos sentirnos
orgullosos de que tal presencia nos sea cada vez más solicitada.

Pero no cedamos a un autocomplaciente autoengaño. En muchos ocasiones la voz


del psicólogo es oída, pero no escuchado. Del mismo modo que instituciones y
grupos pueden instrumentalizar la intervención psicológica en función de sus
intereses, el psicólogo privado puede ser utilizado como medio de una enfermiza
y psicologizada sociedad que huye de sus propias responsabilidades. Permítame
un ejemplo que considero bien significativo. Hace unos meses un profesor de la
Facultad de Psicología de mi Universidad, la Complutense de Madrid, especialista
en Psicología Ambiental se encontraba ilusionado con el hecho de que un
organismo político de poder regional hubiera solicitado su intervención
encargándole un estudio sobre las consecuencias psicológicas de una prevista
reordenación territorial de un grupo de gitanos asentados en zonas marginales. ¡Al
fin, el poder, antes de tomar decisiones, parecía tomar en cuenta la dimensión
psicológica que podían comportar!. Nada más lejos de la realidad. La
desconsolada, pero lúcida percepción, de mi colega, tras haber elaborado su
informe, tal como me la expresaba él mismo a su vuelta, era que la finalidad real,
para la que había sido llamado y por la que se le había pagado generosamente,
nunca había sido la de tomar en serio sus consideraciones a la hora de decidir la
opción que debía adoptarse. Percibió, con toda claridad, que lo único que se
pretendía era que ningún opositor político pudiera argüir que no existía tal informe,
o, en todo caso, el poder utilizar con fines propagandísticos y en los medios de
comunicación que también se había encargado, entre otros, un informe psico-
sociológico, No importaba tanto su tarea cuanto su imagen.

Del mismo modo, la propia psicologización de nuestra sociedad ha comportado


efectos contradictorios en la práctica profesional privada. Por un lado, no sólo han
aumentado el número de psicólogos, de publicaciones y de áreas de intervención
psicológicas. Además de todo ello, la psicología ha impregnado el lenguaje y la
conciencia del individuo contemporáneo como en ninguna época del pasado lo
había hecho. Los conflictos de pareja o familiares, las frustraciones ante el trabajo,
las elecciones ante alternativas vitales, los éxitos y los fracasos son leídos e
interpretados con claves psicológicas, Vivimos, en efecto, en una sociedad
psicologizada. Pero lo que en principio podía ser valorado positivamente como una
muestra de la creciente influencia de la psicología en la vida de nuestros
conciudadanos tiene también su lado oscuro y negativo.

Un relevante psicólogo europeo, el profesor More Richelle, en su obra "Porquoi


les psychologes", ya se preguntaba hace años si la proliferación de la psicología
debía de concebirse como una señal de progreso o como objeto de inquietud. En
nuestra reflexión ética no podemos dejar de lado el hecho de que se esté
colaborando a lo que el autor denomina "una psicología de consumo" y una
"psicología de huida". Por un lado, se trata de un abuso de la psicología acoger a
clientes que presentan problemas anodinos, dificultades banales que pueden y
deben ser resueltas por el sólo esfuerzo del sujeto. La complicidad interesada de
los psicólogos puede fomentar la generalización de actitudes negativas en nuestra
cultura. Por otro lado, una vez más hemos de estar vigilantes ante el peligro de que
se intente delegar en el psicólogo el peso de una responsabilidad moral en las
decisiones que corresponde al sujeto. Como afirma Richelle, "lo que en materia de
bienes de consumo puede pasar por racionalización, en materia de comportamiento
humano corre el peligro de ser abdicación y dependencia. Y uno se pregunta si el
desarrollo de las ciencias psicológicas, hoy en día tan extendidas entre el gran
público, ha vuelto al hombre más útil en el examen de la propia persona, ha afinado
sus tomas de conciencia, ha hecho más profundo el conocimiento sobre sí mismo,
o, por el contrario lo ha habituado a no molestarse en escudriñarse, lo ha convertido
en un consumidor satisfecho de escapar al deber de tomarse a sí mismo en
consideración".

Si no he mencionado un quinto y último rasgo del conflicto moral del psicólogo


contemporáneo no es por considerarlo de menor importancia. Muy al contrario,
podía afirmarse que excede a los otros en gravedad. Pero se trata de un conflicto
que compartimos con la totalidad del resto de las profesiones técnicas e, incluso,
que es característico del individuo de nuestra actual sociedad. Me refiero a la
dramática y escandalosa yuxtaposición, o mejor dicho, ruptura entre la moral y los
derechos consagrados oficialmente, por un lado, y la moral efectiva dominante,
por otro. La Declaración de los Derechos del Ciudadano proclamada con la
Revolución Francesa o la Declaración Universal de los Derechos Humanos emitida
por la Organización de Naciones Unidas (ONU) puede figurar como Cartas
Inaugurales en las que se plasman los valores éticos que han de servir de
fundamento a nuestra vida colectiva. Pero, con excesiva frecuencia, constatamos
que no sólo son vulneradas con conciencia y voluntad explícitas, sino que de forma
continuada son contradichas por otros valores que, de hecho, son los asumidos y
respetados. Nuestra sociedad sufre de hipocresía moral pues, a la vez, necesita
proclamar ante su conciencia colectiva que se rige por unos ideales y actuar
sometida a otros contradictorios con aquéllos. La lógica de la ética dominante no
es la del deber-ser, sino la del poder.
El propio carácter esencial de este conflicto ético conllevo, en fin, que ninguna
guía casuística ni código pueda sustituir nunca la responsabilidad de cada
profesional en los dilemas morales que le susciten sus actuaciones concretas.
Pondré tan sólo dos ejemplos extraídos de experiencias que me han sido
comunicadas por colegas, alguno de ellos presente en esta salo. Ahora que estoy
terminando mi intervención vengo a reconocerle que en verdad lo que me hubiera
interesado, y lo saben los organizadores, hubiese sido una puesta en común y
reflexión sobre aquellas situaciones existenciales que cada uno de vosotros hubiera
sentido como relevante dilema ético en que le coloca su hacer. El primero es la
tensión entre lucidez y felicidad. Pasó el tiempo de un ingenuo optimismo en que
podemos considerar compatible la consecución de ambos. La autoconciencia no
conlleva de forma inevitable que el sujeto pueda asumir sin sufrimiento la visión
de lo que aquella le ofrece. En no pocas ocasiones, el psicólogo clínico tiene que
asumir el drama de protagonista unamuniano de "San Manuel Bueno y Mártir":
decir la verdad desvelando una ilusión engañosa o permitir que el engaño siga
sirviendo de bálsamo para suavizar la herida del sufrimiento humano. El segundo
ejemplo tiene que ver con talantes bien distintos de la actividad terapéutica y me
fue mostrado en la contraposición de dos psicólogas clínicas asistentes al Congreso
de Marsella. Ambas habían trabajado en centros de salud con mujeres. Mientras
una subrayaba la legitimidad moral de inducir el camino de salida modificando la
tabla de valores que regían en el comportamiento familiar de sus pacientes, la otra
subrayaba la necesidad de no transferir las posiciones ideológicas del terapeuta,
respetando escrupulosamente las que le fueran propias.

Ninguna tabla de la ley puede ahorrar al psicólogo clínico el peso de su


responsabilidad moral en la elección. En no pocas ocasiones deberá ejercitarla a
falta de certezas seguras y constante presencia de la ambigüedad. Pero no nos
lamentemos en exceso. Al fin y al cabo, todo ello forma parte constitutivo de lo
humano. Nuestra apuesta ético no debe reducirse de forma simplista a la seguridad
ni a la felicidad. No basta con que el hombre sea feliz, sino que es preciso que sea
feliz siendo hombre, escribí cuando era un joven lleno de afán idealista, y con el
mismo afán vuelvo hoy a reiterarlo ante Vds. al inicio de nuestra conversación.
Esta exigencia debe comportar, entre otras cosas, que sea el propio individuo quien
asuma sus conflictos morales sin que la delegue en nosotros, al igual que no
debemos ahorrarle el coste psíquico que conlleva escribir la vida con trozos
propios. La opuesta del psicólogo lo es a favor de la progresiva autoconciencia y
autorresponsabilidad de los individuos y grupos. Sólo así merecerá el nombre de
una apuesta ética.

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