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¿QUÉ TÍTULO
PARA UN
CUENTO?...Y
OTROS CUENTOS
Autor:
Ricardo Salvarrey Arana
SOLO
MONTEVIDEO, URUGUAY

SÉ QUE ricardosalvarrey@gmail.com

SÉ LO
QUE NO

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ÍNDICE

¿Qué título para un cuento?........................................3

Que fresco que era mi valle……………………………6

El moscón…………………………………………………9

El vendedor de muñecos……………………………...13

El Gringo………………………………………………….17

Final para un cuento fantástico para I.A. Ireland …22

El hombre de la sonrisa sospechosa……………….27

Empuje aquí……………………………………………..38

Una oficina como tantas……………………………...42

El hombre de la muerte insospechada…………….48

Cuento sobre ruedas, en el ómnibus……………....53

La semilla de los sueños……………………………..57

El vapor de la esencia…………………………………60

Incendio en la Compañía……………………………..63

El escritor que hay en mí……………………………..66


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¿Qué título para un cuento?

Los días habían estado hasta ese momento con temperaturas que

oscilaban los treinta grados. Pero el clima cambió súbitamente, propio de la

zona subtropical. Descendió el termómetro sin miramientos hasta un grado bajo

cero, desatándose una gran tormenta. A las pocas horas los informativos

daban inundaciones por todo el país, con damnificados en viviendas y mucha

gente auto desalojada y otra siendo llevada a gimnasios de las capitales

departamentales por el ejército nacional lejos de las zonas bajo agua.

Su gripe comenzó con la tormenta. El médico que lo visitara le había

recomendado la consabida quietud y los antipiréticos de reglamento. Doctor, le

señaló el paciente, el problema que tengo es que vivo solo y tengo que

hacerme los mandados. Pero amigo, ¿no tiene ningún vecino que le dé una

mano? No, la verdad que no, acá todo el mundo se guarda temprano en las

casas y cada quien en lo suyo. Bueno, recomendó el galeno, en caso de no

tener otro remedio que salir se me abriga, pero que solo se le vean los ojos.

Ok doctor. El médico y su asistente en la emergencia se retiraron.

No tenía con quien compartir su estado actual. Pensó en llamar a su

amigo Gabriel, pero vaya a saber en qué andaría a esa hora y a sesenta

kilómetros de distancia. Abrigado y con varias frazadas encima se durmió casi

sin quererlo.

En el ensueño se dio cuenta que la fiebre alta lo atacaba. Transpiraba

copiosamente y se revolvía en la cama para un lado y para el otro, al punto tal


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que, cuando recuperó el conocimiento se encontró hecho un ovillo entre

frazadas, sábanas y almohadas.

No tenía hambre, es más, si lo pensaba, cuando quiso comer al

mediodía, el bocado que probó le había significado unas asquerosas ganas de

vomitar. La fiebre avanzaba, por lo que volvió a dormirse, pensando entretanto

que debía alimentarse. Dormir es como morir un poco pensaba y repasaba la

imagen de sí mismo acostado.

Algo, no sabía qué, lo despertó como en un sobresalto del pesado y

afiebrado sueño. Se vistió como pudo y decidió enfrentar las inclemencias del

tiempo en medio de soberana tormenta. Se preguntó porqué no sentía frío y el

intenso viento no le afectaba de camino al supermercado.

Ni supo cómo traspuso la puerta del establecimiento. La cajera,

entretenida en los diarios que nadie había comprado ese día (a quién se le

ocurriría salir pensó) al verlo exhaló un grito de pavor. El no entendía que

ocurría y avanzó hacia las latas de comestible sin importarle el comportamiento

de la joven.

Claro que no dejó de extrañarle, así como le extrañó también el

comportamiento de Medina, el carnicero, que lo miraba fijo cuchilla en mano.

Tomó las latas de alimento que precisaba y avanzó de nuevo hacia las cajas

para dejarlas a su cuenta. La cajera las registró pero ni siquiera le pidió la

firma. Pálida y robótica, lo miraba y se movía a duras penas.

Cuando regresó a su casa seguía sin explicarse porque el temporal no le

afectaba. Debería al menos producirme frío la lluvia y empujarme el viento,

pensó, pero nada de eso ocurría.


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Sin explicarse mucho cómo, ingresó de nuevo a su hogar, dejó en la

mesa de la cocina lo que traía. Fue al dormitorio y vio un bulto en su cama

envuelto entre las frazadas. Aquel bulto se movió y se vio a si mismo

durmiendo. No podía creer que aquello ocurriera. Intentó tocarse y al hacerlo

descendió de nuevo en sí.

El golpe le produjo un espasmo que no le permitía respirar. Abrió los

ojos ante la enormidad de los recuerdos recientes. La boca intentando atrapar

todo el aire posible. Poco a poco fue recuperando la calma.

En eso, sintió que golpeaban con fuerza inusitada la puerta de su casa.

Hacia allí fue y se encontró con Milton el dueño del supermercado que le traía

el pedido. ¿Cuándo te pedí yo esto? , lo interrogó con toda la extrañeza del

mundo representada en el rostro. El aludido no entendía nada y le preguntó si

no se había tomado unas copas de más. Ta no te hagas problema le contestó

él, ¿qué te debo? Antes de consignarle lo adeudado le comentó: ¿pero no te

acordás que me llamaste hace como media hora y me hiciste el pedido? Pah,

discúlpame Milton, debe ser la fiebre que me tiene a mal traer.

Así, como la famosa historieta “El otro yo del Dr. Merengue”, así parecía

que había transcurrido su vida ese aciago día de temporal. Se dio un buen

baño caliente para desalojar transpiración y fiebre, abrió un par de latas y con

renovado apetito se dispuso a cenar. Con panza llena y corazón contento es

otro el cantar.
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QUE FRESCO QUE ERA MI VALLE

Que fresco que era mi valle, relamido de estrellas, compungido por las

subterráneas esculturas pedestres y milenarias, pensó, elucubrando

incomparables artilugios de la memoria. Hasta la casa se encontraba

sempiterna en las oscuridades del monte cercano erigido por manos naturales

en las alturas de su única, interminable e isleña montaña.

Por eso el plenilunio septembrino en el que dormitaba la planicie, y él en

ella, solo era comparable a las angosturas marítimas a donde escapaba su

espíritu redomado de arcillas y plagado de rumores ecuestres.

Supo esconder en las acuíferas y salitrosas orillas, sus más preciados

recuerdos, cuando no, en las más dulces del arroyo cercano, cuyos árboles

apalabraban en inocuo arrobo corazones no solapados en índigos y

voluminosos reencuentros familiares.

Estos ocurrían al ir al continente, déspota y perruno, terrenal y

disparatado, como la prole humana que lo creara desde sempiternas cavernas

hasta las horas del porvenir.

La historia se deshacía en lúgubres libros aquiescentes con el ánimo de

los vencedores que la escribieran, no sin los oscilantes sufrimientos de las

pléyades humanas que en ella sucumbieran, aniquilada en los librescos y, casi

apóstrofes, lupanares de los turbios anaqueles.

La historia todo lo devoraba, casi como heliogábalo omnívoro, tal cual la

especie que la originara.


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Parientes, íncubos y súcubos, adorados y aborrecidos a la misma vez,

casi ni se acercaban a su isleño territorio a salvo de tétricas dominaciones de

ejércitos de The Coca Cola Company, Rockefellers y Shaloms del oriente

medio.

Guerras imperecederas en Irak, Jordania, Cisjordania y los olvidados e

innombrables pueblos del África meridional con sus innúmeros dioses y diosas

que dejaron sus tierras escapando, para apalabrar una América sublingual al

sur del río Bravo (conocido en EE.UU. como río Grande) hasta el extremo sur

de la latina América en el Islote Águila, de las Islas Diego Ramírez de Chile, no

tenían cabida en su territorio.

Así, desde los sacros candomblés, hasta las chamánicas culturas,

derivaban inconclusamente por todos los territorios americanos en su

espiritualidad de latinismos informes.

En una insidiosa expedición continental, supo conocer a la que, a partir

de aquel entonces, sería su compañera de vida, desde el más acá y hasta el

insomne más allá.

Irrefrenables deseos tuvo por parte de ambos la irresoluta relación

iniciática a placeres terrenales a un comienzo, que se continuaban en

espiritualidades milenarias e incandescentes donde las corporeidades no

pueden delinear, ni siquiera en las más cercanas aproximaciones, las

limitativas aseveraciones carnales.

Omnívoro amoroso, se pertrechaba de revolucionarias súplicas al calor

de su amada, guardando para sí el rescoldo último de los amaneceres en su

compañía.
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Buscando réplicas al tiempo, diacronías sin demora, sincronías sin

esperas, así dejaba circular por su ser el amor de su amada en insalvables

cúspides de placer.

Pero no supo tener salomónicas decisiones a la hora de los subvertidos

placeres de las hegemónicas decisiones femeninas. Como si los torrentosos e

incólumes momentos fueran tan metafóricos como el más intrínseco de los

corazones.

Así la prole pobló aquel territorio, discurriendo amenidades sibaríticas

de sus propias némesis. Patriarca y matriarca serían entonces disquisiciones

de la especie generada por el culto idiomático de las sucesivas eñes propias

del léxico castellano, origen de dominaciones y revoluciones libertarias en las

propias mentalidades subjuntivas de las generaciones que irrumpían las

nuevas realidades.

Los acentos y subversiones idiomáticas quedarían entonces

omniscientes en las retinas bucólicas de las descendencias, las que recurrirían

a sus ascendientes, insuflados a las terrenales diéresis apocalípticas de la

simple y llana muerte provocada por la senil edad, apócope de la vida.

¿Se puede ser joven eternamente?, pensaban los hijos de aquella unión

primigenia. El único elíxir vital que podemos deducir, meditaban algunos, es

aquel que conlleva a las ánimas a unir sus corporeidades como expresión

antediluviana, y sus veleidades como sucedáneas implicancias cordiales.

Así la especie humana rehízo, de construyó, mercantilizó, capitalizó la

vida y la muerte del mundo que hoy nos queda.


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EL MOSCÓN

Una noche el insomnio, puede que actúe parcial o totalmente, lo

contrario no necesariamente significa un dormir plácido. Dos y media de la

mañana se despertó. Prendió la luz de la mesita, fue al baño, volvió y se acostó

nuevamente.

Quedó contemplando la luz amarilla (la bombita de luz estaba pintada de

ese color) para espantar a los mosquitos. En realidad nunca pudo comprobar

esa idea, pues si no ponía la pastilla en el aparato vaporizador, se lo comían

igual y amanecía con ronchas y picazón.

Hacía calor y sintió un zumbido fuerte. Extrañamente no había

mosquitos, que en realidad es la hembra la que pica, el mosquito macho solo

sirve para fertilizarla.

Al fijar la vista vio un moscón de inconmensurable tamaño que daba

vueltas por toda la habitación hasta posarse en la pantalla de la portátil.

Revoloteó a continuación por sobre su cabeza incansablemente hasta que casi

lo espantó a manotazos. Observando su derrotero, se detuvo a pensar cuánto

viviría un bicho de aquellos, quizás más que una mosca común.

Comenzó a sentirse molesto pues le trajo el recuerdo en el que llevaba

el cajón con su abuelo recién fallecido al nicho familiar años atrás. Aquello era

un enjambre de miles de moscas con sabor a muerte y producto de los

muertos.
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Sintió que el estómago se le apretaba, el corazón le palpitaba, y el asco

lo consumía. No encontraba el matamoscas, por lo cual se decidió por una

chancleta, para matarlo definitivamente. Aquellos versos que Don Antonio

Machado le dedicara a estos bichitos, los definían muy bien en c uanto a los

lugares a que concurrían, pero no de la habilidad que tenían de escapar a los

chancletazos de la muerte que a esa altura estaban marcados por toda la

pared, pero de los cuales se seguía escapando con todo éxito.

Pensó que como tenía que pintar toda la casa unas marcas negras en

las paredes no jorobarían tanto. Desistió por un momento en la encarnizada

persecución, con la respiración agitada y un notable mal humor. Hijas de puta,

se comieron a mi abuelo Julián y ahora me quieren comer a mí, pensó. ¡No

estoy muerto inmundicia!, gritó en el silencio lúgubre de la noche. ¿Quién se

iba a molestar si la casa más próxima se encontraba a bastante distancia? Es

la particularidad de vivir solo.

Intentó recostarse nuevamente y dormir. En eso estaba cuando el

zumbido se hacía insoportable a sus oídos. Abrió los ojos de golpe, con un

extraño presentimiento y una sensación de picazón fuerte en la punta de la

nariz. El moscón estaba parado en ella y se rascaba las alas con ritmo

intermitente. Se sintió parali zado del asco, y ante el amago de golpe, el bicho

se paró de nuevo en la pantalla de la luz. Desde allí lo miraba atentamente.

El terror lo invadió cuando se dio cuenta que sus ojos registraban miles

de imágenes del mismo insecto, posado en la misma lámpara. Quiso

ahuyentarlo nuevamente y en lugar de sus manos y brazos observó peludas

patas. ¿Desde cuándo estaba ocurriendo semejante mutación? No pudo


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calcularlo pues no tenía referencias. Los insectos del orden de los dípteros no

eran cosa a la que tuviera afición y mucho menos pasar, inexplicablemente, a

integrar ese orden.

De pronto se paró en sus nuevas seis patas. No podía pensar, salvo

seguir el juego de volar por toda la casa como una mosca más, pero de gran

tamaño. En eso sí podía pensar, pues si se detenía como el moscón en la

lámpara, esta no aguantaría su peso.

La ventana estaba abierta y decidió probar suerte en el pozo negro cuyo

aroma lo atraía al expandirse con el calor. No hay mal que por bien no

venga…¡qué placer poder volar! Pensó en el asco del pozo negro, pero lo

atraía. Comer mierda a esta altura de mi vida… pero no… no me puedo

detener.

Hacia allí se dirigía cuando sintió un ahogo profundo, no podía respirar.

Se debatía entre la vida y la muerte a ojos cerrados. No podía aceptar morir

siendo mosca luego de haber integrado durante tanto tiempo la especie más

poderosa que existe sobre el planeta tierra.

De pronto chocó contra el piso. Recorrió con la vista lo circundante

agarrándose el pecho en un ataque de desesperación. Poco a poco fue

recuperando el aire y lo sentía entrar en sus pulmones. Con la boca

inmensamente abierta quería aspirar todo el aire del mundo hasta que…algo

entro en la cavidad y le produjo nuevo ahogo y asco.

El moscón que lo había seguido ahora estaba atorado en su garganta.

Tosió como si se acabara el mundo al punto que logró expulsarlo. Abrió y cerró

los ojos repetidas veces y se dio cuenta que ya no veía miles de imágenes.
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Acercó sus extremidades a la cara y observó detenidamente sus manos.

Intentó incorporarse y cerca suyo estaba el cadáver de aquel atrevido moscón.

Se dio cuenta de lo que había ocurrido, se incorporó y fue raudo hacia el baño.

Lo único que tenía disponible era el enjuague bucal. Después de profundas

gárgaras, en las que reprimió las ganas de vomitar, comenzó a tranquilizarse.

La madrugada le dijo que tenía que ir a trabajar. Pensó en aquello de:

me extraña araña que siendo mosca no me conozca. ¿Hubiera preferido ser

araña y no mosca aquella noche? Ideas locas, meditó, al punto que no le

preocupó el golpe a raíz de la caída de la cama. Se bañó lo más rápido que

pudo, no sin dejar de ingerir agua, hacer gárgaras, y escupir con asco.

Salió raudo hacia la parada donde la gente que, como él, se dirigía a sus

ocupaciones, lo miraba intrigada por la expresión de su cara. Una vez en el

bus, se durmió profundamente y sin sensación de peligro pues se bajaba en la

terminal y en el cubículo llamado ómnibus no había como papar moscas.

No recordó al despertar otra cosa que aquel sueño tan vívido de una

mosca, que aunque grande, era una más del montón.


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EL VENDEDOR DE MUÑECOS

Es raro lo que pasa, todo lo que vas a comprar hoy día es chino,

pensaba, mientras repasaba en su mente las sucesivas marchas obreras

reclamando trabajo y salario que había visto días anteriores.

Paseaba por el centro con sus muñecos mostrándolos para vender. Su

favorito era uno militar que se arrastraba con la metralleta, tal cual como en las

películas. La gente lo quedaba mirando por la novedad, aunque muchos

parecían decir con expresión infantil lo que harían con un destornillador y ese

muñeco. Era tan real, cual un soldado en la batalla, que se podía creer que

solo faltaba la balacera y las bombas a campo traviesa.

Aquella esquina, ese invierno, ese día, con diez grados bajo cero de

sensación térmica, acobardaba su carne y sus huesos. Las heridas del tiempo

ceñían su rostro de forma inequívoca, tanto que se superponían, pareciendo

simples y largas rugosidades.

Con el frío, la gente pasaba presurosa a buscar refugio de modo que,

cuando voceaba su mercadería, apenas torcían el rostro para mirar. El clima

poco le importó a un niño, que insistiendo sobremanera a su padre, se acercó a

la mesita del vendedor maravillado con aquel muñeco. ¡Quiero verlo…quiero

verlo!... gritaba el chiquilín con sus ojos llenos de deseo.

El hombre, ilusionado con una posible venta, comenzó una encendida

diatriba acerca de las cualidades del juguete. Fijesé señor, no solo se arrastra

como en un campo minado, también se pone en posición de tiro… ¡mirá las

granadas del cinto (esta vez al niño)!


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El hombre pensó fugazmente en que ese día tendría suerte y llegaría a

tener ganancia, o mejor aún, capaz que hasta almorzar en “El Chivito de Oro”.

Llegar a su casa y poder dormir con el estómago conteniendo algo más que

aire o mate era algo que no le ocurría a menudo.

El niño consiguió lo que quería: ante tanta insistencia el padre accedió a

la compra, lo malo para el hombre fue que se puso a regatear. Se mezclaba

todo, los gritos de la criatura y el tire y afloje sobre el precio entre comprador y

vendedor.

El viento arreciaba y quedó solo en medio del mar de gente que corría a

sus ocupaciones. Pasaba el tiempo y nadie se detenía frente a su mesita

plegable con la mercadería.

Decidió levantar sus cosas y caminar. Paró a comprar una hamburguesa

en un carrito y en un almacén un litro de vino. Se refugió en una garita de

policía, abandonada, para comer y escanciar aquél líquido rojo, único parecido

que tenía la bebida con la sangre de los dioses.

Una lluvia pertinaz, que congelaba todo, lo hizo decidirse a volver a su

casa. Hoy tomaría un ómnibus, decidió, tanteando en su bolsillo lo que

quedaba de la magra ganancia del día.

El asentamiento donde residía lucía desierto. Su rancho, de lata y cartón

como el de todos los demás, no daba ninguna sensación en su interior de

dejarlo a cubierto de las inclemencias. El frío se colaba por innumerables

rendijas, la magra ventanita, apenas era atravesada por la luz, la estufa

improvisada en un ladrillo ticholo con un rulo, eran toda su defensa. Colgado de


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la electricidad como todos en aquel lugar, a gatas daba para tener una

lamparita en el medio de la vivienda y ese calefactor como de presidio.

Sintió golpes en la puerta y una vocecita que gritaba: ¡ Muñeco, Muñeco,

soy yo, el Chapa! Un niño, que debía tener unos siete años pero que

aparentaba más, tanto así castigaba la vida que llevaban, entró en la

habitación. ¡¿Qué me trajo Muñeco?!...preguntaba con insistencia.

Hacía tiempo que, aunque no tenían lazos de parentesco, el veterano se

había encariñado con ese gurí. Sacó un bombón que había comprado en el

ómnibus y se lo entregó. Le brillaban los ojitos, con fruición comenzó a sacar la

envoltura y con placer se lo metió en la boca de una vez. Te vas a atorar

Chapa, le increpó cariñosamente mientras este mascaba como podía. ¿Y qué

hacés descalzo gurí de porra, con este frío? ¿Tu madre no pudo ponerte los

championes?

Vení, le dijo, tengo unos guardados como para vos, pero los dejás acá,

sino capaz que tu madre los vende. Le puso unos escarpines y el calzado.

Andá Chapa, tráeme un litro de vino sino este frío me va a matar. Le dio el

dinero al chiquilín que salió disparado al almacén de mitad de cuadra.

Mientras éste volvía el Muñeco se acomodó en la cama con las viejas

frazadas. Al llegar la bebida, que era más química que producto de la uva,

tomó un trago largo para sacarse el chucho del cuerpo.

Su mirada recorrió los rincones como buscando algo hasta posarse en la

figura del Chapa. Te juego una partida a las damas dijo el hombre que hacía

poco le había enseñado. Recordaba como lo había sorprendido la rapidez del

niño para aprender el juego y casi ganarle al maestro. Pensó en qué


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desperdicio sería que una criatura tan inteligente terminara como los otros del

barrio, remontando un carrito de basura y drogado. La madre ya había tenido

problemas con la justicia por no mandar a los niños a la escuela tal cual la

obligaba la ley. El Chapa demostraba aprender con facilidad y el viejo lo sabía

pues al salir del colegio se venía y ahí conversaban de cuánto había aprendido

ese día.

Más de una vez el hombre le compraba materiales para estudiar, pero se

aseguraba que quedaran en su casa. Los ojitos recorrían el tablero e hizo una

jugada de comer triple. El Viejo sorprendido le espetó: ¡Chapa, me estas

ganando! Efectivamente el niño venció al hombre en esa oportunidad.

Este pensó que aunque fuera lo último que hiciera tenía que sacar a ese

chiquilín adelante para que no se pasara balconeando la vida como el resto…

como él mismo.
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El Gringo

Ni siquiera amanecía aun en ese helado día de invierno. La escarcha en

el pasto crujía bajo sus alpargatas bigotudas. Se metió de nuevo al galpón

restregándose los ojos y la cara para despabilarse. Se dirigió al baño común de

todos los peones y en la única canilla que había se lavó la cara. El agua

helada lo hizo crisparse y resoplar, como su pingo, una yegua criolla

acostumbrada también al trabajo que lo esperaba para comenzar la jornada

allá en los pesebres de los caballos.

Era alto, flaco, de apariencia desgarbada pero fuerte y trabajador como

el que más. El mote le venía por su rebelde pelo rubio en remolinos, su tez

blanca pero quemada por los soles del trabajo y los ojos claros, tanto que

permitían ver su interior de buena gente.

En el momento que se disponía a aprontar el mate apareció su

compañero de pieza. El Gringo se la tenía jurada por alcahuete del patrón. El

tenía veinticuatro años y el lamebotas rondaba los treinta, cuestión que no le

impedía cada tanto ponerlo en su lugar.

El Gringo era joven pero curtido en las tareas más duras y en las largas

jornadas de peón rural. Cuando el amargo estuvo listo se sentó en un banquito

cerca de la enorme caldera que funcionaba unas veces si y otras no.

Ya le había dicho al patrón: “¿A usté le gusta bañarse con agua fría?

Arregle la caldera, no sea piojo. ¿No se da cuenta que estamos todo el día

entre la bosta e’las vacas?”


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Ese bautizo corrió como reguero de pólvora por toda la zona y le quedó

el apodo. ¿Cómo no le iba a venir tal cual anillo al dedo si todo el mundo sabía

lo sanguijuela que era? No rompía un huevo por no tirar la cáscara, como

señala el dicho popular.

El era el único que se atrevía en el tambo de seiscientas hectáreas a

enfrentar al dueño de todo aquello. Tas loco – le dijo el viejo Jeremías - ,

¿cómo vas a hablarle al trompa así? Te puede echar al diablo. El otro no

demoró en contestar que era el dueño de campo y animales pero que ellos no

eran bichos para vivir como tales y tampoco era dueño de ellos para tratarlos

como bestias. Lenguas en los bolsillos y calladitos al trabajo, no tenían

respuesta.

El empresario rural – así gustaba autoproclamarse – se hacía el sonso

cada vez que el Gringo lo increpaba. No lo echaba porque era su mejor

trabajador. Desde que ingresara había aumentado la producción en trescientos

litros de leche y como también sabía inseminar con muy buen porcentaje de

preñez, ello le valía no quedar sin trabajo. Claro, con tanta vaca en el predio

era explicable tanta parición.

Las terneras quedaban para la producción y los terneros eran vendidos a

muy bajo precio. De todas formas siempre engordaba el bolsillo del dueño.

Y allí estaba en ese soliloquio de pensamientos, amargueando,

recordando las estancias en las que había trabajado. En todas había sido

inseminador y peón con cama y comida.

El Piojo le daba lugar para dormir pero comida no, salía de su magro

sueldo. Pensaba y pensaba que en la escuela le habían enseñado que la


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esclavitud se había abolido en el año 1853 y tenía claro como se puede ser

esclavo aunque se cobre un salario. Menos mal que ahora existía legislación

que cubría al peón rural pero en campaña todo el mundo sabe que si reclamás

las ocho horas y las condiciones de trabajo que provee la ley probablemente no

vuelvas a conseguir otro sitio. Quería desesperadamente irse de allí, los otros

se aguantaban, o por que tenían familia que mantener o porque simplemente

su horizonte era ese.

El Gringo sabía que el capataz robaba al patrón pero nunca lo deschavó.

Eso no iba con él, era demasiado derecho como para ensuciarse por la

inmunda plata, tan o más inmunda pensaba, que la bosta en la que se veían

sumergidos todos los días. Mientras terminaba con el mate se iba poniendo las

botas de goma y abrigándose un poco más.

Ese día salió derecho al tractor, se trepó y lo hizo arrancar. En ese

momento recordó el tabaco que había dejado en el galpón. Quiso la desgracia

que al bajarse resbalara y cayera de costado sobre su brazo derecho. Sintió el

dolor pero como de costumbre no le prestó atención. Cuando quiso

nuevamente subir a la máquina el malestar se hizo más agudo y esbozó un ¡ay!

El capataz, que estaba cerca, le dijo que no fuera mañero que no era

para tanto. Mirá que yo no soy de quejarme dijo el aludido, me está doliendo en

serio. De hecho, no podía articular el brazo. Fueron donde el patrón y el Gringo

explicó lo que había pasado. Este, para cubrirse, lo mandó al Banco de

Seguros con un papel que acreditaba que pertenecía a la empresa.

Le faltaba un día para cumplir los tres meses trabajando allí y viendo a

los ojos al Piojo le dio mala espina. Se desvistió y se bañó como pudo para
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sacarse el fétido olor al que ya casi no le prestaba atención de tanto rondar en

las tareas entre las vacas.

El patrón le dio la plata para el ómnibus y a Montevideo se dirigió con el

brazo atado con un remedo de pañuelo. Su único consuelo era no saber por

cuanto tiempo no iría al trabajo y que estaría con su madre en la Capital. Según

la ley esos días correspondía que se los pagaran. Como pudo acomodó sus

cacharpas en un rincón y se fue a tomar el transporte hacia la ciudad.

En el camino se durmió con la sensación de que le iban a hacer una

mala jugada, pero eso no impidió que descansara. Una vez en el sanatorio y

luego de una espera de dos horas lo atendió un médico. Amigo, vamos a tener

que enyesarlo, tiene fisurado el codo. Tendría para un mes de inmovilidad del

brazo. Cuando llegó a la casa, la mamma, como el gustaba llamarla, lo abrazó.

Lo primero que le dijo para que no se asustara fue que no era nada

serio, en poco tiempo estaría como nuevo con un poco de quietud y

fisioterapia. El patrón llamó por teléfono para saber de su estado y cuanto

tiempo tendría sin ir al campo. Preguntó además su dirección y el Gringo se la

dijo. A poco se dio cuenta que el otro lo iba a joder.

A los dos días llegó un telegrama que señalaba que estaba despedido y

que pasara a cobrar sus haberes. ¿Cómo te va a echar si tuviste un accidente

trabajando?, le preguntó su madre. Quedate tranquila, me voy al Ministerio de

Trabajo a ver que me dicen. Una vez allí, el abogado que lo recibió hizo su

análisis de lo que él le contaba y sostuvo que un monto determinado era lo que

tenía para cobrar. Pensar que me rompí el alma trabajando, ¿usté me dice que

voy a cobrar eso?


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La cifra era poco menos que irrisoria y se volvió a su casa sin saber qué

hacer. Charlando con un amigo llegaron a la conclusión de que había que

consultar con un abogado que supiera de derecho laboral. Consiguieron a dos

que trabajaban en sociedad, Bruno y Gabriel que resultaron ser duchos en

esos temas.

Luego de intensas reuniones con los abogados del Piojo obtuvieron una

cantidad muy por debajo de lo que pidieran para él, en primera instancia, pero

mucho mayor que la que le había señalado aquel abogado del Ministerio.

Hoy día, el Gringo sigue buscando desesperadamente trabajo. Le

parece mentira haber dado todo de sí y quedar de esa forma en la vía. Pero

mantiene la fe, mucha gente lo conoce como buen trabajador.

Algún día los verdaderos dueños de la tierra, los que la riegan con el

sudor de su sangre, tomarán su parte y al decir de la canción que los pobres

coman pan y los ricos mierda.


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Final para un cuento fantástico para I.A. Ireland

Conocí a I.A.Ireland a través de un mail en el cual se presentaba como

escritor. En el, dejaba en claro que enviaba un fragmento de cuento fantástico

al que darle un inicio y un final. Supuse que esta persona había obtenido mi

dirección de correo de la base de datos de afiliados a la Asociación de

Escritores de…Como componente de la misiva, incluía la imagen de una

muchacha, reflejada en un espejo, en el cuerpo propio del mensaje. En el

corolario del mismo, transmitía su intención de dar una opinión sobre la

respuesta.

No quedaba claro si su contestación referiría a la calidad del texto que

yo pudiera elaborar en base a los escasos cuatro renglones que me remitiera.

Tampoco quedaba claro el destino que dicho desarrollo acarrearía.

Lo siguiente que elucubré fueron los motivos que lo impulsaban a

calificar textos ajenos que abarcaran el suyo propio. No sé qué había en la

imagen de la muchacha frente al espejo que me llevaba a imaginar diversas

situaciones posibles en las que el titular del mensaje podía verse implicado.

Pensé en algo más primitivo y era que no sabía si Ireland era él o ella.

¿Por qué no elaborar algo y enviarlo?, se me ocurrió a continuación. Si le

agradaban mis escritos ello alimentaría mi ego y no sabía qué más, caso

contrario, nos desestimaríamos mutuamente sin siquiera saberlo.


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Dejé esta tarea para más adelante y me dediqué a los restantes asuntos

de mi vida. No soy excesivamente metódico pero tampoco dejo todo librado al

azar.

Un buen día, leyendo el periódico, veo el anuncio de una conferencia

sobre técnicas literarias que brindaría el señor Ian Admonius Ireland en la

sala principal de un importante hotel de la ciudad.

Inmediatamente recordé aquel mail y vino a mí una renovada

curiosidad. Sin duda se trababa del mismo sujeto. Quise acudir y conocerlo,

muñido de mi calidad de periodista, como forma de acercarme.

Era un individuo de mediana altura, cabello castaño claro, ensortijado,

parecido al de la muchacha de la imagen que orlaba su fragmento en aquella

misiva. Pero lo que más me llamó la atención fue su mirada, sin dudas muy

parecida a la de ella en el espejo. Hicimos buenas migas desde el principio.

Era un hombre sencillo al que los conocimientos del lenguaje y la

escritura lo apasionaban. Quedamos en un aparte charlando animadamente

de estos temas por un rato. Le hice mención al correo que había recibido y

me confirmó que era él quien lo había enviado.

Decidí ir directo al grano. En determinado momento mencioné el

parecido entre la imagen de la chica y la suya. El hizo referencia a un cuadro

de su autoría. Como si manejara un pesado secreto, me sugirió en voz baja

que podríamos charlar más tranquilos en el estar de su habitación.


24

Cuando llegamos al piso correspondiente quise inquirir el motivo que

provocaba la inflexión de tono preocupado en su voz. Venga estimado amigo

– me sugirió- y se lo contaré. Tomamos el ascensor y nos dirigimos al séptimo

piso del hotel. Nos detuvimos en el número 717.

En ese instante se escucharon ayees cuyas tonalidades denotaban una

presencia femenina. Visiblemente alterado, me pidió que tomara asiento en

los sillones del pasillo y lo esperara. Abrió la puerta de su habitación con la

tarjeta del hotel. No pude menos que prestar atención, pero mi prudencia y

recato pudieron más por cuanto me había dicho que lo aguardara, lo cual

motivó que tan solo intentara ver quién podía ser su interlocutora.

Cuál no sería mi sorpresa al comparar a esa mujer con la imagen

transmitida por este señor en aquel desafío literario viendo que la semejanza

era harto comprobable.

-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente -. ¡Qué puerta

más pesada!

La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.

-¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de

adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!

-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.

Pasó a través de la puerta y desapareció. Todo esto lo supe pues tenía

el oído puesto y pude escuchar la breve conversación más los comentarios de


25

Ireland ni bien quedó solo. Lo cierto es que yo no vi salir a nadie. Me creí

envuelto en una confabulación siniestra, pues no entendía que ocurría.

Por instantes me preocupaba que él pudiera pensar que yo formaba

parte de algo orquestado para dejarlo encerrado con esa mujer. Por otro lado,

no entendía como ella se había esfumado.

Golpee la puerta y no recibí contestación alguna. Ya bastante nervioso

me dirigí al responsable del hotel, le conté la situación y accedió a entrar. Una

vez allí, encontramos al hombre tirado en el piso, con una mueca horrible en

su rostro que lo hacía irreconocible respecto de quien poco rato antes brindara

una conferencia y estuviera departiendo conmigo.

El gerente del establecimiento lo revisó y comprobó que yacía sin vida.

Inmediatamente acudió la policía a su llamado. Entretanto me preguntaba qué

había motivado semejante expresión de miedo en el rostro del recientemente

fallecido. Desde luego que por ser la última persona que lo había visto con

vida tuve que prestar declaración en el destacamento policial.

Pasaron los días y fui citado nuevamente por la policía, pero esta vez

vinieron a buscarme a mi casa. Cuando llegamos me condujeron ante un

inspector. Este me aclaró la situación: el muerto lo estaba por haber ingerido

un poderoso veneno. No era factible, dada la tecnología actual, determinar el

tiempo entre la ingesta y la muerte. Todo dependía de la fortaleza corporal

que determinaba la resistencia al mismo.

Le pregunté al Inspector frontalmente que tenía yo que ver con todo

eso. Señor, usted estuvo lo suficiente con la víctima, lo que no queda claro
26

son sus motivos. Queda usted detenido y pasará a juez, de todas maneras no

me voy a quedar solo con esto. Le prometo seguir investigando. Y quedé en la

cárcel sin más trámite.

Pasaron unos días y el Inspector vino a verme con unos papeles en la

mano. Me los dio a leer y vi que era el cuento que yo le había escrito a Irela nd

en respuesta a aquel mail primigenio estaba firmado por él, integrando un

libro que me mostró a continuación el Inspector.

Se lo hice saber, así como que tampoco entendía por qué estaba

firmado por I.A.Ireland. El Detective me recalcó sobremanera la fama que

poseía el fallecido como escritor. Por otro lado, las autoridades entendían que

los celos podían ser una motivación muy poderosa como para asesinarlo.

No podía creer lo que estaba ocurriendo. Enloquecí y me puse a gritar,

tanto que los guadiacárceles me condujeron de nuevo a la celda 717.

Por las noches, solo celebro las que tienen luna y la observo por una

pequeña ventana con poderosas rejas. No estoy tan triste, la bella muchacha

a veces me acompaña y se pasea por mi celda con su vestido de noche.


27

EL HOMBRE DE LA SONRISA SOSPECHOSA

Estaba siempre con sus medias por sobre el bajo del pantalón debido a

que su medio de transporte era la bicicleta. Su aspecto bonachón no

condescendía con la expresión de su rostro. Uno no entendía si su risa sonrisa

permanente era una tomada de pelo al transeúnte.

Siempre se sentaba en el mismo escalón de un negocio de repuestos

para autos de forma que era imposible que quien pasara por esa vereda no lo

viera. Con sus canas y arrugas denotando el paso del tiempo, pero con su risa

silenciosa entre risa sonrisa acuosa y el asombro de ver a quien pasaba.

Quizás munido de temporales de disputa en su juventud hoy optaba por

reír en silencio y con expresión socarrona. Parecía que sobraba al que pasaba,

fuera tiempo, persona o lugar. No crea usted que no sucede que los lugares

pasen también aunque uno esté quieto . Nunca un punto de referencia es el

mismo con el transcurrir de los segundos, los minutos, las horas que hace que

uno está allí. Por el entorno pasan cosas que logran que el lugar cambie

mientras uno lo piensa como sitio, concurrido o con poca gente, con perritos y

sus dueños, con feriantes y sus gritos, con el bar de la esquina rehuyendo

copas mañaneras de algún alcohólico empedernido, o un simple café con leche

y bizcochos de desayuno.

De pronto cuando pasaba por frente a su cara, ambos nos miramos, nos

saludamos y le hice un comentario tonto sobre el estado del tiempo. Una

señora nos detuvo a pedirnos por favor que bajáramos a su gato. El animalito
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había saltado desde un balcón del segundo piso del edificio sobre la casa de

repuestos al plátano de la vereda.

Lo primero que hice fue preguntarme qué le habría hecho esa mujer

para que el animal tomara una decisión de ese tipo.

Los gatos no piensan, sobreviven como sea, sentenció el de la risa

incomprendida. Entre lo que cualquiera piensa que no puede pasar y lo que

otros piensan que sí, esta la cabeza de la persona hacia el mundo, volvió a

sentenciar. Todo con intervalos cortos de tiempo. Era una máquina de

sabiduría pensé yo. Largaba prendas de su apero así como así.

Miré al gato encima del árbol, era más feo que desayunar con coca diet.

La señora no le iba en zaga. El hombre, que era bajo de estatura y de

complexión liviana me preguntó si me animaba a hacerle pie para subir al árbol

y bajar tamaño gato.

Lo miré y pensé que no sólo con su risa tomaba el pelo, mire si a su

edad iba a andar haciendo piruetas para trepar a un árbol, y sobre todo bajar

con ese animal que se había declarado en rebeldía. El arañazo más chico iba a

ser una zanja en su rostro, más de las que ya tenía.

El seguía riendo y diciéndome, dale animate a hacerme pie que yo lo

bajo. No sabía qué hacer, si hacerle caso o mandarlo a paseo. Finalmente

crucé mis manos y las puse en posición para que subiera. Entre el esfuerzo

mío y el equilibrio de él no hacíamos equipo de circo ni a palos. Intentaba

agarrar el tronco del árbol para no perder asidero mientras yo hacía fuerza

intentando ayudar al objetivo.


29

Logró finalmente asir una rama y trepar con sus rodillas y pies.

Resbalaba y sacudía sus piernas como loco. Llegué a pensar que se iba a

desgarrar algún músculo. De pronto quedó inertemente colgado pero sin

desprenderse de su risa. A esa altura parecía maldecir por no poder ascender.

Intenté empujarlo impulsando sus viejos championes. El hacía fuerza y casi me

tira a mí al suelo, menos mal que era liviano.

El gato estaba como loco, la mujer gritaba que iba a llamar a los

bomberos, los vecinos comenzaban a agolparse tirando ideas que eran como

pedradas en lugar de aportar para bajar al gato. El hombre entretanto, logró

poner un pie en una saliente del tronco. Una deformidad del árbol le daba

apoyo por lo que parecía caminar hacia arriba hasta quedar casi horizontal con

la rama de la que estaba asido.

Aquello se complicaba más y más cuando llegaron los bomberos , a los

que según me enteré después, había llamado otro vecino no la dueña del gato.

Ahora había que bajar a dos descompensados: el rebelde y grande gato y el

hombre de la risa sospechosa. Izaron escaleras, un ruidaje bárbaro de sirenas

y un despliegue enorme de soldados del fuego, vecinos, y quién era capaz de

evaluar que otros elementos influían en el panorama. Todo desplegado en el

entorno de media cuadra que ya iba creciendo hacia las esquinas.

El hombre estaba acalambrado cuando el bombero subido a la esca lera

intentó tomarlo de la cintura. El se negaba rotundamente aludiendo a que él era

quien se había comprometido a bajar al gato. Bueno, le dijo el bombero,

súbase a la escalera y descanse, luego baje usted al gato. Dicho y hecho, así

fue. Luego de unos minutos de descanso nuestro amigo ascendió los peldaños
30

de la heroicidad arrimándose al felino. Este, que daba para pensar que podía

ponerse bravo, ante la voz amistosa y melódica se dejó tocar y agarrar. En eso,

el hombre se dio cuenta que le costaba darse vuelta en lo alto de la escalera.

Intentó pasarle el enorme gato al bombero que estiró los brazos para

sostenerlo. La fiera en que se había transformado le dejó surcado el rostro con

dos tremendos arañazos, aquellos que en primera instancia yo había pensado

que le tocarían al hombre de la risa sonrisa sospechosa.

El bombero se defendió como pudo, el hombre intentaba hablarle al gato

para tranquilizarlo, la gente gritaba y se condolía del bombero, las fauces del

gato sibilaban. Saltó sorpresivamente a la espalda del hombre, asustado de

tanto uniforme y casco tal vez. Quedó prendido aquel bicho como garrapata de

la campera de su salvador, que, al ser tan gruesa, evitó que lo lastimara. El

bombero gritó enojado, baje usted a ese maldito sino lo como a las brasas y

otra que gato por liebre.

La dueña gritó enojada por la momentánea insania del combatiente

ígneo tornado de salvador en potencial asesino de su mascota. El de la risa no

tuvo más remedio que intentar sacarse la campera con el gato prendido. El

bicho quedó como un bebé recién nacido envuelto en la vieja prenda y en

brazos del héroe momentáneo.

El bombero con el rostro ensangrentado y la carne dolida bajó y fue

atendido en primeros auxilios por sus colegas. Maldecía y repetía “nunca más a

salvar gatos jefe, llámeme para el incendio forestal más jorobado pero no para

esto”. Mientras eso le pedía a su superior veía como el hombre bajaba

aplaudido por la dueña del animal y abucheado por los bomberos. Sonaste
31

fulano, esas marcas no se te borran así nomás le dijo el jefe. Se agarró la tal

bronca, de esas que tapan el dolor físico e intelectual combinado con unas

ganas de matar al inhumano felino, valga la redundancia, que superaban en

mucho la solidaria tarea emprendida no hacía mucho. Parecía pensar con

bronca hacia sus compañeros que lo habían mandado a salvarlo, creyendo que

lo hacían porque era nuevo en la fuerza y debía pagar derecho de piso, según

me comentó cuando me acerqué a verlo.

Bajó por fin el hombre acompañado de los gritos histéricos de la mujer

que intentó abrazar el bulto que eran campera y gato. El hombre se lo negó.

Dígame señora, antes de agarrar a su gato, qué le hizo para que saltara de la

ventana al árbol. Quién es usted para decirme nada, déjese de preguntas

estúpidas y deme mi gato. El, con su risa sonrisa le contestó calmadamente

que si el gato quería ir lo dejaba en el piso para que decidiera. Hecho esto, y

ante la llamada de la mujer, el gato se prendió de la pierna del hombre.

Los vecinos lo aplaudían, la histérica señora comenzó a tener ideas

similares a las del bombero y a manifestarlas. De a poco comenzó nuevamente

otro caos. El de la mujer enfrentada al hombre y a su nueva mascota, la de los

vecinos enojados por lo que le había pasado al bombero, la del bombero

increpando a su jefe y compañeros y yo como un idiota con las manos

mugrientas y dolidas de sostener a este viejo loco y risueño.

Hablando de él, todos nos preguntábamos qué demonios iba a pasar

con el gato que se había aquerenciado en la pierna de su nuevo protector. La

mujer no cejaba en querer llevárselo, el hombre le rebatía que el gato había

decidido con quién quedarse y eso estaba demostrado. Comenzó una


32

discusión parecida a las de las grandes estrellas de la pantalla que nadan en

dólares y cuando se separan se disputan las mascotas que van desde perritos

hasta bichos que valen miles de dólares y son inimaginables, salvo por la fama

y el dinero, que no era el caso obviamente.

En el fragor del entredicho la señora se puso violenta e intentó darle un

cachetazo al veterano. Única vez que no lo vi tan risueño, con tan mala suerte

para el hombre que el resultado fue un arañazo sangrante en el rostro que

ahora quedaba con una marca más.

Ya ahí los bomberos llamaron a sus colegas de la policía porque la

cuestión estaba yendo a mayores. El hombre desplegó una risotada un tanto

diabólica y le espetó a la dama no tan dama un gruñido feroz y una

imprecación: usted se pasó de la raya y me está dejando rayado igual que su

gato al bombero. El jefe de los antifuego alcanzó a meterse en el medio pues el

hombre estaba a punto de olvidarse que se dirigía a una mujer pues ella,

además del arañazo comenzó a insultarlo e intentar por la fuerza recuperar su

propiedad rebelde. El hombre por supuesto se lo impedía anteponiendo su

brazo derecho. Me parece que era zurdo pues ese puño lo tenía firmemente

cerrado y conteniéndose. El no quería golpear a una mujer por más que ésta lo

mereciera muy mucho. Un patrullero arribó a la zona de conflicto y bajaron una

dama policía y su compañero de tareas.

Entre medio del griterío al que se sumaban los vecinos y curiosos se

interpusieron los representantes de la ley para frenar el desorden. Cuando se

enteraron cuál era el motivo de la disputa intentaron saber cómo se había

llegado a tal situación, tal vez como manera de calmar lo ánimos y que los
33

combatientes descargaran las energías negativas y la cosa no pasara a

mayores. No hubo caso, tenían que llevarlos a la comisaría en el patrullero

pues no había forma de arreglar aquello.

Lo difícil fue que el hombre no estaba dispuesto a abandonar al gato y la

mujer a no quedarse sin su pertenencia. Como condescendencia de los

policías el gato también marchó en el patrullero para la segunda seccional de la

ciudad de Montevideo. Yo tuve que ir porque el hombre, esta vez con una

mueca de sonrisa me pidió que lo acompañara en el difícil trance.

Una vez allí continuaban las imprecaciones a la paciencia del hombre

por parte de la señora, cada vez más alterada. Tanto fue que el comisario en

persona salió de su despacho a ver qué ocurría. Difícil fue para los dos agentes

explicarle a su superior que además de, a esta altura, una insana señora y un

pobre tipo risueño, risa que había recuperado y por la cual el jerarca pensó que

le estaba tomando el pelo, que el motivo era un gato y el gato allí estaba, en un

destacamento policial.

La cosa era imperdonable pues no se permiten animales, solo los de dos

patas y un cerebro, cuando hay materia gris. El comisario se armó de paciencia

pero la señora no, por lo que fue amenazada de permanecer en algún calabozo

si no cerraba por un momento su boca. Ante el redoble de imprecaciones, esta

vez hacia quien comandaba el despacho policial, a la celda fue a dar.

Ahora si, me explica señor de qué se ríe y que pasó. Comenzó el largo

relato de los hechos, en principio balbuceados por el hombre que me pidió

ayuda para aclarar a lo que el comisario accedió. Como pude colaboré en

contar el desarrollo del episodio. El hombre lo único que acotó fue que no
34

permitiría que el pobre animalito cayera nuevamente en las garras de tamaña

bruja, prueba de lo cual era el sangrante arañon. Como complemento agregué

que el de cuatro patas no quería saber nada con volver al lado de su antigua

dueña y conté la prueba sobre el amor que le había tomado el gato al risueño.

Ahora cuénteme de qué se ríe porque no lo entiendo, ¿usted sabe que

está en una comisaría y que yo soy el comisario? Es una falta de respeto a la

autoridad lo que usted hace. Mire comisario, dijo el hombre conteniéndose, me

río por no llorar. Y ahí largó a contar la historia de su vida pero el comisario lo

paró. Se dio cuenta que los cables en esa cabeza hacía rato que no andaban

bien y como tenía pinta de bueno y a él ta mbién le gustaban los animales solo

lo mandó un rato al calabozo. Yo me salvé porque no me reía y parecía cuerdo.

¿Cuándo lo suelta comisario?, pregunté.

En ese momento se escuchaban insultos que venían del carcelario.

Acompañé a la autoridad para ver y estaban como perro y gato verbales la

mujer y el hombre. Un escándalo de aquellos. El hombre se calló y la mujer

siguió insultándolo. El comisario la amenazó que pasaría varios días encerrada

si no se calmaba.

Al final decidió pasarlos a los dos a juez. Ya que yo había hecho veinte

haría veintiuna y decidí permanecer y participar de esa audiencia que para mí

sería antológica. La autoridad policial ya estaba aburrida del hombre y la mujer,

yo tendría que hacerme cargo del gato o iba a las gateras y no a correr

carreras. Fui a mi casa, me di un baño y le dejé el gato a mi mujer que le

encantan los bichos, no sin antes haberle explicado en qué líos andaba.
35

A las tres de la tarde fui al juzgado. Cuando vi entrar a los reos de tan

somera causa la mirada del homb re preguntaba por el animal. Le hice señas de

que estaba todo bien. Atentamente el actuario comenzó a describir al juez los

hechos por los cuales ambos estaban en calidad de imputados por desorden

público. El juez, un hombre entrado en años y con sapiente rostro escuchó los

descargos del abogado de la defensa, que por supuesto era de oficio en el

caso del hombre de la risa exasperante y que resultó ser yerno de la señora.

Hecho este que me pareció motivaba el que se dirigiera a su defendida y no le

prestara atención al otro, más bien parecía querer marcar los motivos de la

disputa.

Inesperadamente quien tuviera la risa como escudo gritó que ella debía

explicar porqué el gato había hecho lo que había hecho. Otra vez se armó gran

discusión y de no estar separados por filas de bancos, la mujer hubiera dejado

otra marca en el rostro teatral de quien yo a esta altura consideraba como un

amigo al que se le hace el favor de cuidar la mascota lealmente ganada.

Súbitamente, el juez que percibía que la señora no estaba en sus

cabales hacía mucho le pidió que hablara más calmadamente y explicara

porque estaba tan ofuscada. La mujer pareció conmoverse por tan buena

disposición y contó su vida de un tirón, la existencia con su marido, su viudez y

demás. Mire usted, dijo el hombre de la risa sospechosa, yo también soy viudo

y cuido coches porque me quedé sin trabajo hace tiempo. Por raro que

parezca, se pusieron a conversar civilizadamente entre ellos olvidando los

bancos de por medio. Parecía aquello un enamoramiento escolar pasajero.

Después de todo el lío que habían armado recién ahora se entendían.


36

Ella admitió haber tratado mal al gato momentáneamente, por ello era

que este había saltado al árbol. El admitió que se reía de todo porque no le

encontraba sentido al mundo, no porque quisiera tomarle el pelo a nadie. Ante

tanta amabilidad despertada por un juez, este manifestó que porqué no se iba

cada quien para su casa y dejaban todo como estaba.

Así continuaron los hechos: la bruja era bruja porque culpaba a la vida

de su viudez y no la soportaba, el risueño se reía realmente por no llorar

extrañando a su fallecida esposa. El se había abandonado a cuidar coches tan

solo, pese a ser técnico electricista, especialista en el armado y eléctrica de

ascensores y chapista de autos, por su pérdida afectiva. De esto salieron

conversando ambos amablemente del juzgado ante la atónita mirada del

personal que rato antes los viera entrar separados y a punto de matarse.

Tasa tasa cada quien para su casa pero se seguían viendo en el barrio.

Cuentan las malas lenguas que ahora son pareja a punto de casarse. El de la

risa se mudó al apartamento de la señora pese a las críticas de su hija que

creía desaparecida su futura herencia en manos de un pordiosero. Así se lo

hizo saber varias veces a su madre, sin que esta le prestara atención, incluso

ante la embobada mirada del hombre de la risa que ahora reía de contento.

Las comadres del vecindario murmuraban al verlos pasar, su yerno el

abogado intentaba hacerse eco de las exigencias de su mujer y le decía, cada

vez que la acompañaba, que este tipo por más que se riera, solo era un

buscavidas atorrante. Las discusiones por estos motivos se terminaron cuando

la mujer, ahora con su gato y su nuevo compañero de vida, les dijo que si no

les gustaba no fueran más a su casa.


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Un buen día mi mujer me entrega un sobre que ostentaba hermosa

decoración y decía que fulano y fulana nos invitaban a su casamiento. Pues sí,

y se realizó por todo lo alto en la iglesia de los conventuales bien cerquita de

donde vivían.

Los comentarios de los vecinos del edificio eran que se escuchaba

música todo el día. Mi amigo, ahora más cuerdo por el amor, cada vez que me

encontraba en la feria con su mujer, mientras ella compraba, me contaba como

bailaban sus buenos tangos y se habían hecho amigos de una barra de

veteranos en una academia de baile a la que comenzaron a concurrir.

Sabés lo que pasa, que a ella le encanta bailar y yo nunca supe. Ahora

agarré la onda, siempre me gustó el tango y nunca lo supe bailar. Me dicen los

muchachos de la academia que lo estoy bailando fenómeno.

Ahora enseña electricidad y chapa y pintura a gurises en una academia

de oficios. Se gana sus buenos mangos en el taller de un vecino , recomendado

por el dueño de la casa de repuestos de autos .

Su otrora oponente es su actual señora. La hija aprendió que no todo es

dinero y se sumó al grupo de bailarines de la academia de veteranos. Mi amigo

que no tenía a nadie en el mundo ahora tiene una familia y nietos postizos.

El barrio, ya no es malo y comenta. Resulta que al final el hombre

aprendió además de una forma de reír, una forma de vivir y una forma de

bailar.

El hombre de la risa sospechosa había abandonado su escalón a tiempo.


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EMPUJE AQUÍ

Muchas veces estamos distraídos, eso es común, pero de tanto pasar

por una misma puerta de vidrio, deberíamos ya saber, o presuponer, para qué

lado abre.

Los empleados pegaron innumerables carteles en ese vidrio con la

incontrastable leyenda: “EMPUJE AQUÍ” o “TIRE”, a ambos lados. Pues no

hubo caso, la mayoría quería abrir para el lado que no era.

Quienes trabajaban a pocos pasos de esa zona (podría decirse de

“conflicto mental”), observaban las distintas formas de circular y enfrentarse a

ella. Había para todos los gustos, personas que leían y abrían correctamente,

personas que empujaban mirando para otro lado hasta que se daban cuenta en

qué sentido tenían que tirar o empujar de la manija y personas que, aun

mirando, tironeaban o empujaban inversamente proporcional a lo que los

carteles indicaban.

Estas últimas eran las más interesantes. Se detenían a mirar para todos

lados, sobremanera el punto inferior o superior de la puerta de cristal a ver por

qué no se abría, menos a los carteles.

Dio para pensar en los diferentes significados que puede tener el término

“manija”. En Argentina y Uruguay puede referir al poder que tiene y ejercita

alguien en razón de su situación social, profesional o jerárquica. También a la

influencia que alguien intenta ejercer sobre otra persona para incitarla a pensar

o a actuar de cierta manera.


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No se sabe qué fue lo que pasó, si alguien habría ejercido alguna de las

dos situaciones sobre un muchacho, muy crecidito él, que tironeó de la manija

con tal fuerza que se quedó con el trozo de vidrio en la mano y miles de

fragmentos diseminados por todo el hall de entrada.

El susto fue mayúsculo para todo el mundo, la cristalina explosión no

dejó sujeto humano en el entorno que no corriera a ver qué había ocurrido.

Algún idiota llegó a gritar que aquello parecía una bomba, a lo que se vieron

muchos rostros con ganas de salir desesperadamente hacia la calle, tal vez

porque cualquier excusa es buena para no trabajar y cobrar el sueldo igual.

Como fuera, ese impulso ya tenía mayor sencillez pues no había

impedimento físico para ir a la vereda. Se formó una ronda alrededor del joven

y los desechos de lo que otrora fuera una puerta, por definirla de alguna

manera.

La única cabeza que sobresalía era la del autor de la tropelía

inconsciente (no sabían si un psicoanalista lo titularía así). El joven medía más

de dos metros y miraba a todos con cara de “yo no fui” y menuda expresión de

miedo al verse rodeado, no se sabía si se pensaba atacado por la

muchedumbre.

Una chica le acariciaba la espalda y le preguntaba reiterativamente si

estaba bien. No quedaba claro si quería darle respiración boca a boca y no

llegaba por la altura del sujeto en cuestión o simplemente lo animaba para que

no se sintiera tan mal por tamaña brutalidad. Imaginaron que tal vez fuera

jugador de basquetbol, siempre se piensa eso cuando se ve gente tan alta, y lo


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acontecido fuera producto de la vehemencia impelida por su fuerza para el

deporte, sin medida y aplicada en los hechos.

El personal de la guardia trataba de hacer espacio en derredor del alto

personaje, que no se movía y seguía sosteniendo el trozo de cristal, rémora de

una entrada y una salida que había desaparecido. Es feo no tener más límites

de un adentro y un afuera, pues así habían quedado frente al público externo e

interno (si aplicamos teoría comunicacional reciente). A fin de cuentas, esa

puerta de cristal, era un medio que había que trasponer para comunicarse con

la entidad y viceversa.

El implicado en la desaparición del pasaje del interior al exterior y

viceversa era un empleado de un correo privado que venía a traer

encomiendas. Reaccionó sobre su situación y procedió a entregar los paquetes

y huir desesperadamente de allí.

La gente procedió a asolearse en la vereda ya que el hermoso día

incitaba a ello. Algunos fumaban y charlaban, otros simplemente recurrían a las

aplicaciones del lenguaje en sostenidas conversaciones sobre sus bebés o el

fútbol, dependiendo de las adecuaciones familiares a su sexo respectivo. Había

una gordita que los tenía a todos los varones boquiabiertos, pues no suponían

que supiera tanto más que ellos sobre deportes, en este caso el balompié.

La gente de mantenimiento edilicio se acercó, realizó un cerco alrededor

de los vidrios en añicos intentando pensar una solución antes que llegaran los

jerarcas. Dicho cerco no involucró a nadie, pues los pocos que andaban en la

vuelta ya se dirigían a tomar sol con el resto. La guardia del edificio ya no tuvo
41

a quien impeler a desalojar la zona problemática. Por todos lados el comentario

era generalizado: ¡qué explosión!

Un tipo que venía pasando en ese momento y dijo ser policía, a raíz de

los comentarios, se dirigió a los empleados de seguridad para averiguar los

detalles. Pero dijeron que esto fue provocado por una bomba, sostenía el

policía con su identificación en la mano. Explicación va y viene, los de

seguridad le dejaron en claro que no había ninguna bomba. No le quedó muy

especificado al agente de la ley lo de que un orangután había hecho estallar la

puerta, así que se fue sin más trámite.

Los responsables de la institución utilizaron el dinero de una caja chica

para reponer la puerta de vidrio faltante. Una entidad que se precie no puede

estar sin un adentro y un afuera. Hay que dividir para reinar, ley básica

inventada mucho antes de que surgiera el capitalismo. Vaya uno a saber que

avatares acarrearía la prolongación de tal situación en el tiempo.

Ante la rápida imposición de una nueva puerta, regresaron mansamente

a sus puestos de trabajo, claro que la anécdota dio para charlar varios días.

No era para menos: ¡que susto que nos dimos!, se repetían cada vez

que trasponían el grueso, pero comprobadamente, delicado vidrio.


42

UNA OFICINA COMO TANTAS

Puede ser que no tengan remedio mis pensamientos sobre la gripe

reincidente que me aqueja. En los huecos de mi pieza es tu paso el que

regresa, pero sé que no es así porque estas a muchos kilómetros de distancia.

Esto parece letra de tango más repetida que gusano en cadáver.

No sé lo que se está por ver pero desde mi ventana añoro la época en

que estábamos juntos. ¿Será cierto que uno se enamora una sola vez en la

vida? A mi cuenta llevo como tres. El amor consume la carne, ¿y después?

Después quedan los resabios de haberlo vivido.

Siempre puedo observar los pájaros, los árboles, todo lo que me rodea

en Bello Horizonte, pero no estás vos. A veces me digo que no importa cuando

a la larga me cruzo con algún vecino. Aquí cada quien en su casa, aunque

siempre hay una mano solidaria, aunque sea a pedido expreso. Claro, todo el

mundo sabe que vivo solo. Pensarán que soy un pobre infeliz.

Igual me detengo a observar desde la hormiga negra hasta el maldito

helicóptero que cruza, sobre todo en época de verano por sobre nuestras

cabezas, metiendo un ruido al que el invierno nos tiene desacostumbrados. No

soy pendenciero, más bien un tipo manso, pero hay cosas que me calientan

como por ejemplo los ruidos fuertes.

Estamos muy acostumbrados a la tranquilidad y el silencio de los otoños,

los inviernos y las primaveras. Pero cuando llega el verano todo el mundo se

pone loco. Si no tuviera que trabajar juro que Montevideo no lo pisaba.


43

Tampoco quiero jubilarme así como así. Me gusta leer, estudiar, aunque

con las personas que trato generalmente eso no importa para nada. Debo

reconocer que una vez tomé un taxi debido a una urgencia familiar y el tachero

resultó ser un antiguo profesor de filosofía.

En ese trayecto confieso que me olvidé de los problemas y charlamos

duro y parejo sobre los pastabaseros y mangueros del barrio. Si, en aquellos

días vivía en un barrio montevideano, luego disparé del mundanal ruido y aquí

estoy, rodeado de verde, cerca del mar y solo como un perro. Pero eso sí,

tengo la libertad de desarrollar en mi casa un especial relajo personal. Mis

libros y cuadernos amontonados en la mesa del living, mis zapatos y medias

por doquier.

Por supuesto que los fines de semana los pongo en orden, pero el resto

de los días se complica con el poco tiempo que el laburo me deja.

Vení, le dijo Martín, que es editor pero se cree el dueño de la oficina, a

una compañera. Le habló en tan mal tono que me hervía la sangre. Ninguno de

los que estábamos allí dijimos nada. Si hubiéramos tenido cojones le

habríamos saltado encima. Primero porque básicamente todo ser humano

merece respeto y segundo (será que soy medio antiguo), a mi me parió una

mujer y tengo especial afecto hacia el género femenino.

Entiendo que han existido mujeres famosas como Margaret Tatcher, que

más vale perderlas que encontrarlas, pero no es característica inherente de las

damas que existan seres humanos así. Y bueno, Silvana guardó violín en

bolsa y fue haciendo gestos de hartazgo y bronca. Cuando volvió comentaba


44

por lo bajo que para qué la llamaba si igual él iba a poner, en el artículo escrito

por ella, lo que se le diera la gana.

Emilio era en realidad el jefe, pero este sujeto informe, pedante y

estúpido, el tal Martín, arrobaba para sí el hacer y deshacer en la redacción

destratando a la gente.

Todos teníamos la obligación expresa, marcada por los jerarcas, de

realizar no menos de dos notas al día. A veces te salían tres o cuatro, a veces

ninguna y de esa forma se compensaban las faltantes cuando no encontrabas

noticias ni de broma. Todos teníamos miedo de perder el laburo. Justo en esos

días en que los medios de prensa bailaban en la cuerda floja y alguno que otro

cerraba dejando a la gente en la calle, como quien dice colgados del pincel y

sin la escalera.

Había que sobrevivir a como diera lugar. Y la compañera destratada no

era la excepción al igual que ninguno de nosotros. Hasta para enfermarse era

todo un problema. No sé qué va a pasar cuando vuelva el lunes. Pero si n duda

voy a tener que aclarar con Emilio que la nota del jueves no la hice, aunque

estuviera pactada por agenda, pues Martín mandó a Pablo en mi lugar.

Tendría que preguntarle a Emilio quién es el jefe en realidad en la

oficina. Sé que eso va a generar líos pero ya me tiene cansado el tal editor. He

vivido cosas peores y con peores sujetos que este así que no me voy a andar

asustando. Dicen que la página en blanco es el terror de los escritores. Nunca

fui un gran escritor pero páginas he llenado muchas.


45

Me parece que me da más miedo publicar, quizás por aquello del qué

dirán. Tengo un amigo que es como un hermano, Gabriel. Con Gabriel nos

conocemos desde que éramos botijas en preparatorios del viejo liceo Rodó.

Hoy día el edificio es un terreno pelado que sirve de estacionamiento

para vehículos. Aquel glorioso edificio, cuna de la formación de muchos

presidentes de la república, no tuvo un buen final.

Sé que me desvío y ramifico por las distintas cosas que me ocurren en la

vida y no sé si esto será de algún interés para alguien pero no me importa.

Escribir es una necesidad y un gusto para mí.

No concuerdo con algunos que sostienen que hay que redactar no

menos de diez páginas al día si es que realmente eres del oficio. En lo personal

escribo tanto y cuanto me da la gana y no le pido permiso a nadie, al menos en

esto de desplegar las cosas del alma en frases y oraciones.

Volviendo a la oficina…¿no se darán cuenta que es mucho más

productivo tener un buen ambiente de laburo? Tipos como este Martín, huecos

como boñato recocido, hay muchos y en todos lados. A veces me pregunto

cómo es que los jerarcas no evalúan esos comportamientos. No soy ningún

alcahuete como para ir y desasnarlos, pero deberían darse cuenta.

Hace poco que trabajo ahí pero de la forma e n que este tipo me

serrucha las patas gratis me doy cuenta del ambiente. Cuando hable por

primera vez con el Neco, subdirector de la oficina, me comentó que este tipo

era el que había implementado el manual de estilo y les había dado cursos al

respecto. Y bueno, con razón el ambiente de trabajo está como está.


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Sé que no le gusta como escribo y que tuve que aprender a adaptarme a

los requerimientos del laburo. Tuve varias charlas con mi jefe Emilio y luego

con el Neco y Gonzalo, subdirector y director de la oficina de prensa

respectivamente. En la última me dijeron que si no cubría los requerimientos

mínimos de dos notas por día me tenía que ir.

Ahí voy, peleandolá después de pedir una oportunidad de demostrar que

yo podía hacer bien el trabajo. Pero tengo que remarla con este Martín que me

serrucha las patas a más no poder. Lo malo es que si fuera delirio persecutorio

de mi parte yo me daría cuenta. Pero no, lo hace con todo el mundo. No sé si

los jerarcas creen que este tipo es un genio o qué.

Ya Emilio me había dicho si no me daba cuenta que mis notas estaban

todas corregidas cuando salían publicadas. Yo no sé porqué me callé la boca y

no le señalé que en una de mis notas este tipo Martín había corregido poniendo

mal todos los datos. Yo tenía los datos correctos, pero cuando vi mi artículo

todo cambiado en la página web y con los datos mal, fui ante el tal editor y se lo

señalé. Era un artículo sobre política agropecuaria del Estado para productores

familiares que poseyeran menos de dos mil quinientas hectáreas.

El tipo me objetaba cosas como, por ejemplo, que yo repetía mucho los

adjetivos, ejemplo productor rural. El quería poner trabajadores. Pero cualquier

ignoto sabe, desde Adam Smith, pasando por David Ricardo y Carlos Marx a la

fecha, que si un individuo es dueño de la tierra es propietario del medio de

producción. No hay como errarle por más pequeño que sea el predio, no hay

caso, el tipo no es un trabajador, es dueño de la tierra que trabaja que no es lo

mismo.
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Pero además nunca pude saber de dónde sacó los datos que puso al

cambiar todo el artículo. A modo de ejemplo, yo había puesto que el setenta

por ciento del núcleo de producción debía ser producción familiar y estar

inscripto en el registro de productores familiares. El puso que el setenta por

ciento de los productores debían estar inscriptos. Cada núcleo de producción

podía tener hasta un máximo de cinco personas. No es lo mismo el setenta por

ciento del total de productores que el setenta por ciento de cinco. Lo último da

como cuenta simple que cuatro de esos cinco debían ser productores familiares

inscriptos.

Todo esto es un cuento entreverado, lo sé, pero tengo ganas de decirlo.

No es que esto sea una catarsis, pero s í es como para que vayan entendiendo

al pobre Martín. Es que al final me da lástima, no se puede ser tan pobre de

intelecto y de espíritu.
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EL HOMBRE DE LA MUERTE INSOSPECHADA

Los días se sucedían, grises y encapotados, o soleados e

incandescentes. Él, de todas formas, pasaba en su bicicleta pedaleando con

sórdida lentitud. No tenía otra manera de comunicar que estaba vivo.

Cuidaba de noche la barraca de la zona, ese era su trabajo. De un lado

el mar, del otro sus sueños que no respondían a nada conocido. Si tuviera un

dedal para zurcir lo que pensaba en cada instante quizás la aguja no diera con

el plano de la realidad. Daba miedo su soledad.

El comentario de alguna vecina era que si paraba de andar en su

bicicleta capaz que no se levantaría más y caería muerto quien sabe dónde. No

se podía calcular su edad aunque el paso de los años se hiciera notar en su

rostro.

Era un hombre alto y fornido, con la tristeza en los ojos enfocada en el

sendero, al punto que los levantaba solo para saludar a la gente que conocía

de muchos años en la zona, sino no te prestaba atención y se mantenía en su

senda, dale que dale a los pedales.

Las arrugas del destino denotaban en su cara las huellas del camino. No

se sabía si alguna vez tuvo mujer o parientes pues a su casa, al borde de la

ruta, no llegaba nadie. No tenía ni perro que le ladrara, cosa rara en los

desolados días invernales del balneario. Estaba claro que un cuzco era una

boca para alimentar y sus mínimos ingresos no se lo permitían. Cuando hacía

el surtido en el almacén, todos veían las magras cosas que llevaba, por

supuesto los alimentos no perecederos eran de lo primero.


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Una noche de tormenta estaba calentando el agua para tomarse un té.

Conocía tan a fondo todos los ruidos, aún en medio de truenos, relámpagos,

viento y lluvia arremolinada con fuerza indescriptible en aquella casucha en el

medio del terreno de la barraca, que aquello no le pareció común.

Se plantó el poncho campero que hacía más de cuarenta años le

acompañaba y salió. En una de las esquinas del predio lindero vio sombras en

torno a un ventanal con rejas. Esa casa era una de las tantas que se ocupaban

solo en temporada veraniega. No le incumbía, pensó, pues no tenía nada que

ver con su tarea, pero creyó que sería bueno que alguien le debiera aunque

solo fuera correr unos ladrones de su propiedad. Y así intentó hacerlo lanzando

unos gritos destemplados para ver si los amigos de lo ajeno cesaban en sus

trabajos.

Manoteó su cintura buscando el .38 del especial que cargaba desde su

juventud, herencia de su padre, y al que nunca había tenido que darle uso. Por

ese motivo pintaba con esmalte de uñas los fulminantes de las balas para

sacarles la humedad, cosa que el tiro no fallara. Quizás el único aroma

femenino que sintiera durante mucho tiempo, como femenina es la muerte que

contiene el estanco de pólvora y plomo.

Mándense mudar o les tiro, gritó ya con el revólver en la mano. Si vos

tirás nosotros también, le contestaron. Y el viejo que no tenía nada que perder

más que su ignota existencia fue y tiró. La respuesta no se hizo esperar y a

poco sintió un ardor muy fuerte en una pierna. Las sombras de la noche

salieron corriendo y una de ellas parecía arrastrada por las otras, lo que le hizo

pensar que el también había dado en el blanco.


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El viejo, herido, se ató la pierna con el cinturón para detener la

hemorragia, maldiciendo aquella soledad congelada en la que, además de

estar solo, se encontraba tirado en la arena y con un balazo en el cuerpo.

Su desesperación era motivada, principalmente, porque pensó en cómo

haría ahora para poder proveerse de alimentos y en cómo saldría de ese trance

si no tenía a nadie en este mundo. Ta bueno, se dijo, capaz que en el otro

mundo se la pasa mejor.

El temporal arreciaba y decidió arrastrarse hasta la puerta del ranchito

de costaneros de pi no y chapas. Una vez allí la tenue luz de una única

lamparilla le mostró que, a pesar del dolor, el tiro de los malvivientes había

entrado y salido limpiamente. Se apoyó en una silla y en la pierna sana y logró

asir un par de varejones de eucalipto, a modo de muletas. La arena que se le

había metido en la herida lo hizo maldecir nuevamente.

Como pudo llegó al local principal de la barraca donde el barraquero y

sus vendedores atendían a los clientes todos los días. Desde allí pudo llamar a

la policía y al dueño de todo aquello.

Al poco rato llegaron los agentes del orden y luego el patrón. Con tanta

sirena, apareció algún vecino que otro, y dio la casualidad que a esa hora

tardía llegaran también los dueños de la casa que habían intentado robar.

A poco llegó el socorro médico y allá marchó el hombre en ambulancia

hacia una policlínica de salud pública cercana. Luego de las primeras

atenciones para curarlo pasó a una sala común. Le sobrevinieron análisis y

placas y cantidad de atenciones de parte de los enfermeros a las cuales no

estaba acostumbrado. Con el pasar de las horas le trajeron alimento. Pensó


51

que había valido la pena jugársela aunque solo fuera para probar tan buena

sopa.

Sorpresa se llevó cuando al otro día una de las enfermeras le dijo que

había gente esperando para verlo. ¿A mí?... preguntó incrédulo como si aquello

no fuera posible. Si usted no quiere visitas no hay problema, le dijo

amablemente la mujer. Al viejo le atacó la curiosidad por ver quien quería estar

con él y le contestó que pasaran. Bueno, pero va a tener que ser en tandas,

usted tiene que recuperarse.

El viejo quedó con los ojos como dos huevos duros cuando vio

acercarse a una pareja con cuatro gurises. Eran los dueños de la casa que

querían agradecerle lo que había hec ho. La señora llevaba la voz cantante y

como estaba un poco nerviosa su verborragia se desplegó.

El hombre, mudo por tanta palabra junta, pudo entender que los vecinos

se habían reunido y discutido lo ocurrido. Al parecer, habían encarado al dueño

de la barraca pues pensaban que no podía ser, en principio, que le pagara tal

miseria como salario. El barraquero no era sonso y ante tanta insistencia

aseguró que le mejoraría el ingreso.

Pero la cosa no quedó allí, los vecinos también querían darle trabajo al

hombre, así que el barraquero tuvo que resignarse a que además de recorrer el

inmenso terreno de su propiedad, también visitara en su bicicleta las casas de

los vecinos. La propuesta, si decidía aceptarla, era que entre todos le pagarían

un salario decoroso y figuraría legalmente con todos los aportes

correspondientes, tanto de la barraca como de la asociación de vecinos.


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Con el correr de los días la herida sanó y la misma pareja lo fue a buscar

al policlínico para llevarlo a su casa. Mayúscula fue su sorpresa al llegar pues

se había congregado mucha gente en la entrada. Todos querían saber qué

necesitaba y qué podían hacer por el.

El aprecio de tanta gente, al principio, lo abrumó un poco, pero al tiempo

le tomó el gusto. Hasta cuando pasa por la placita responde al saludo de la

gurisada. Ya no le es posible hacer distingo entre vecinos conocidos o por

conocer.

El hombre ahora anda en su bicicleta con la cabeza levantada y una sonrisa en

la mirada.
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CUENTO SOBRE RUEDAS

EN EL OMNIBUS

Se dirigió como siempre a la terminal de buses para tomar el que todos

los días lo acercaba a su hogar. Espero, pensaba, que el viaje sea tranquilo.

No era para menos, un vecino suyo había formado parte del sonado accidente

en el cual un reventón de cubierta había provocado unos meses de hospital a

varios pasajeros, entre los cuales se encontraba el gordo Eduardo. Pobre, lo

tengo que ir a visitar a la casa, meditaba mientras sacaba pasaje en la

ventanilla.

Ese día no consiguió asiento, así que le tocaban dos horas de viajar

parado. Aunque el bus era un directo, colectaba gente en algunas paradas

céntricas y otras no tanto. A poco se llenó , al punto que aquello parecía un

camión de ganado.

Una chiquilina de dieciséis o diecisiete años, entorpecía el paso del

resto, parada al lado del chofer. Una muchacha le increpó la posición que

ocupaba. Quizás un poco desubicada la mujer en la forma en que se lo dijo, tal

vez pensando en que como era una gurisa, no le iba a responder. Pues la

respuesta no se hizo esperar: ¿que decís vos vieja pelotuda? Ahh, dijo la

muchacha, le arrancaría los auriculares, en referencia a los que la chiquilina

tenía encasquetados. ¿Qué es lo que me vas a arrancar pelotuda? Algunos del


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bus comenzaron a reclamarle a la jovencita que tuviera más respeto. ¿Respeto

de qué si yo no me meto con nadie?, argumentó ésta a modo de defensa.

La multitud de pensamientos se le agolpó en la cabeza pues la situación,

si bien era un tanto violenta, las antipatías las tenía repartidas entre ambas

contendientes. Por qué no se podrá viajar tranquilo, se decía, a la vez que

recapacitaba que aquello era un muy pequeño lugar de convivencia móvil.

La convivencia no es fácil, se acordó que una novia una vez le dijo, pero

de todas maneras no son fáciles de digerir los conflictos en el bus. Pensaba

que no podía ser que se tomaran ambas mujeres a golpes de puño, pero la

más joven aparentaba estar dispuesta a todo. La otra refunfuñaba: Jaa, si yo

soy vieja ella no nació todavía.

Iban y venían las increpaciones y la ma yoría del bus se estaba poniendo

de parte de la mujer. Al hombre se le ocurrió meter la cuchara porque sentía

como que iban a linchar a la gurisa. En realidad fue nada más que una

sensación, pero le pareció tan grande la soledad de la chiquilina que decidi ó

meterse. A fin de cuentas, pensó, ¿dónde vamos a parar si reventamos a los

jóvenes?

Entendió que ella tenía más problemas de los que aparentaba, por lo

pronto, la respuesta violenta y fuera de lugar no parecía responder a una

cabecita en su lugar. Che, botija…¿Por qué te ponés así?, le preguntó.

Lo único que faltaba era que un borracho destemplado desde el fondo

comenzara a insultar al chofer. Este levantó presión y paró el bus dispuesto a

encarar a quien profería las increpaciones: ¿cómo dijiste? Acto seguido,

abandonó su lugar y se dirigía a quién lo había ofendido. A esa altura varias


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personas reaccionaron y alguien gritó: dejalo, no le des pelota que está

mamado, arrancá sino no llegamos más. Y dirigiéndose al borracho varios lo

frenaron: calláte la boca y dejá de molestar. Este refunfuñando metió violín en

bolsa.

Todo estaba volviendo a la normalidad, en el ínterin el hombre había

quedado expectante mirando a la gurisa esperando su respuesta. Esta,

bajando un poco las revoluciones, argumentó: no pasa nada señor. A el le

pareció que se le despuntaba una lágrima y no se equivocaba. ¡Guacha de

mierda!, dijo entre dientes la mujer, ahora viene a llorar, ¿porqué no lo pensó

antes? ¡ Señora!, gritó el hombre, ¿para qué sigue provocando?

A esa altura esa persona se dirigió a la puerta trasera para descender.

¡Menos mal!, exclamó el con alivio. Sintió que alguien lo pisaba con fuerza. Al

rato, sintió codazos en las costillas. Se dio media vuelta y se encontró con una

mujer que, en lugar de pedirle que se corriera, tomaba esas actitudes. Al rato

es increpado: Viejito, a ver si te corrés. ¿A dónde querés que me corra?,...¿no

ves que no hay espacio? Pero no ves que venís ocupando todo el pasillo, le

dijo ella. ¿Y vos no ves que es de mejor educación pedir las cosas en lugar de

pisotear a los demás?, ¿dónde aprendiste educación, en la Sorbona? ¿Y eso

qué es? , le dijo la mujer.

El la quedó mirando pensando que la ordinariez respondía a múltiples

factores y no precisamente porque la dama en cuestión no supiera qué cosa

era ese lugar.

En fin, meditó, locos hay en todos lados pero no los tenía registrados tan

agresivos. La gurisa se bajó, la loca se bajó también y el siguió hasta el destino


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que quedaba a una cuadra y media de su casa. Como se verá, no resulta tan

sencillo viajar en ómnibus.


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La semilla de los sueños

Se sentía mareado y no entendía lo que su acompañante le decía. Le

sirvieron la merienda y, dado que tenía hambre, acabó rápido con ella. Su

sobrina debía retirarse por lo que lo dejó a los cuidados de la enfermera.

Comenzó a reconocer el espacio circundante y le vino a la mente aquella

casona que había visitado una vez, hacía ya mucho tiempo, pues los vidrios y

la mampostería tenían similitud con ese interior que veía.

Pensó que era una locura que hubiera pasado tanto tiempo como para

estar en un asilo de ancianos. Pidió un espejo a la enfermera a lo que ella se

negó argumentando que podía romperse el vidrio y lastimarse él. Notaba sus

miembros con la inseguridad propia de una persona de mayor edad.

Comenzó a sofocarse al intentar incorporarse en la cama, de lo cual lo

hizo desistir quien se suponía estaba a su cuidado. Lo contuvo tan solo para

darle un par de comprimidos y un vaso de agua con la indicación de que los

ingiriera. Pensó rápidamente en negarse pero no lo hizo, simplemente tuvo la

precaución de guardarlos en su mejilla bebiendo el agua tan solo.

Una vez que su cuidadora se alejó a otras tareas tiró las pastillas en una

vasija al lado de su cama y comenzó a observar las partes de su cuerpo para

las que no necesitaba en qué reflejarse. Su piel y sus articulaciones le

indicaban el paso del tiempo el cual se negaba a creer pese a las pruebas

inobjetables de su aspecto.
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Creyó volverse loco y decidió investigar qué era lo que le había ocurrido

para estar en esa situación. Decidió esperar a que anocheciera simulando

dormir para no ser molestado. Cuando las primeras sombras comenzaron a

rodearlo todo y la tenue luz artificial primó, cuando la última ronda lo encontró

dormido como al resto, recién ahí dio señales de vida.

Intentó erguirse en la cama y lo consiguió no sin trabajo. Se echó hacia

delante, tocó su rostro y se asustó, las marcas en él no mentían. Peor aún

cuando se restregó desde su cara hasta su nuca. En ella sintió la presencia de

una doble hilera de orificios con metal en ellos. Intentó levantarse

consiguiéndolo a duras penas, caminó lentamente a través del pasillo formado

por sinnúmero de camas.

El recinto era enorme, miró por la ventana y vio aproximarse una

tormenta. Por suerte para él no se hab ía alejado mucho de su cama pues sintió

ruidos detrás de la enorme puerta a lo lejos. Llegó a su lecho y fingió

nuevamente estar dormido. Las mujeres de túnica se acercaban en hilera con

carritos portando muchos frutos de araucarias, tal cual aquel que recogiera una

vez hacía no tanto, según su frágil memoria.

Por el rabillo del ojo, por lo menos conservaba buena vista, alcanzó a ver

cómo le tocaba el turno a él. La enfermera levantó su cabeza y retiró la

almohada. Colocó en lugar de ella un soporte con la piña, le acomodó de

manera que él sintió cuando las púas se insertaban en los orificios de su nuca y

cabeza. Sintió ruido de cables pegando contra la cama.

De esa forma quedó conectado a una semilla y no sabía qué más. En

ese momento perdió conciencia de sí y se sintió transportado por el aire, volaba


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de una manera increíble por entre las nubes sintiendo de manera muy real su

humedad. Veía los edificios desde la altura inconmensurable que vivía en su

espíritu acercándose cada vez más a las hormigas humanas de las calles

mirándoles suspendido en el aire e intentando decirles que se sumaran a él.

Algo en ese momento luchaba en su interior por averiguar qué ocurría.

Despertó con esa idea que le molestaba profundamente, por un lado el no

querer despertar, por el otro la necesidad de hacerlo para averiguar qué

pasaba.

Cayó del profundo sueño teñido de una absoluta realidad y abrió los

ojos. Se irguió como mejor pudo y tocó su nuca. Sintió la semilla vegetal

adherida en esos orificios que le habían mortificado tanto. Se la quitó, giró, vio

todo el cableado que partía de un único agujero en el polo norte del producto

de la planta hacia la pared y de ahí hacia el techo. No se sacó los sensores que

tenía en la mano derecha pues como era zurdo realizaba todo con esa mano.

Ello le valió el no ser descubierto por la alarma de los medidores del ritmo

cardíaco.

Se preguntó en ese momento qué prefería, si volver a la cruda realidad

de la conciencia o viajar por los cielos en sus sueños que no eran más que otra

realidad diferente. ¿Cuál de las dos realidades prefería?, esa era la gran

disyuntiva.

Tomó de la mesa que estaba a su costado dos pastillas de una caja,

similares a las que había simulado ingerir, se dispuso a dormir y voló, voló por

los aires.
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El vapor de la esencia

Se despertó recordando sueños que lo habían tenido inquieto toda la

noche. El fin de la diaria estadía en la cama lo puso el teléfono de manera

impertinente. Tambaleándose entre las cosas desperdigadas de la reunión con

amigos de aquella noche atendió refunfuñando. Era su ex novia intentando

entrar de nuevo en su vida. La despachó como pudo.

Lo que no lo abandonaba era una sensación de nauseas producto de la

ingesta del día anterior. Quizás ´- pensó- eran debido a eso las pesadillas. Las

imágenes le venían como en torbellino y no podía menos que espantarse.

Estas comenzaban como una película en la que era protagonista.

Se encontraba en su casa y escuchó de pronto un ruido a truenos. La

luz de los rayos que rebotaban por todos lados. Salió a la calle y observó un

gran hoyo en el pavimento junto a muchas personas asustadas. De pronto la

tierra comenzó a resquebrajarse haciendo que todos se echaran hacia atrás.

Emergió en ese momento un enorme aparato tomando por sorpresa a

los circundantes. Sintió que algo con enormes pinzas lo elevaba del suelo y lo

colocaba en el interior de ese aparato del infierno, sentándolo abruptamente en

una silla a la cual se vio amarrado. Inmediatamente un brazo con una jeringa

en el extremo le inyectaba en las venas un líquido verde.

El dolor en todo el cuerpo no se hizo esperar. Desesperado intentó

liberarse pero el metal de las abrazaderas se lo impedía. Los seres que le

rodeaban parecidos a lagartos no emitían sonido alguno pero en su cabeza

repercutían las palabras que aludían a un diálogo entre ellos: ¿tiene el tipo
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genético indicado? , escuchó. Parece que este humano si responde a la

transformación.

Los tonos de voz eran increíblemente reales pese a que no les veía

mover la boca, o las fauces para ser más exacto. Las ligaduras metálicas lo

soltaron pero inmediatamente un brazo mecánico lo tomo por la cintura y lo

sentó nuevamente en una silla donde se encontró preso otra vez. Otro brazo

mecánico le inyectó un líquido, esta vez de color oscuro.

El dolor en el cuerpo había cesado. Sintió presión en su abdomen, luego

en su espalda y piernas y por ultimo en sus brazos y manos. Esta vez también

estaba apresado por el cuello pero esto no evitó que mirara la punta de su nariz

que paulatinamente desaparecía. Apenas pudo distinguir las escamas que le

salían. Al tacto sintió la sensación de la dureza de sus manos al tocar la palma

con sus dedos. Cuando se vio reflejado en las paredes de metal el horror fue

mayúsculo. Se estaba transformando en uno de esos lagartos telépatas de los

que había estado rodeado momentos antes.

Recordando este episodio en el ensueño le interrumpió nuevamente la

duermevela el teléfono con su insistente timbre. Era su amigo Gabriel para

decirle que estaba en el bar de enfrente y que no quería subir pues venía con

otra persona y una propuesta de trabajo.

Se preguntó qué sería más horroroso, si tener dos trabajos o ser un

lagarto. Se vistió como pudo sin que lo abandonaran las nauseas. Una vez

frente a su amigo y al extraño, quienes lo miraron sorprendidos por su cara de

susto, tuvo que responder a las miradas de interrogación. No se preocupen, es


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que comí algo que me cayó mal anoche. Bueno le dijo Gabriel, lo me jor para

eso es un te con limón. La taza con el líquido color ámbar no tardó en llegar.

Todavía se miraba los brazos y manos temiendo ser un lagarto más en

el universo. Al beberlo contemplando a los otros a través del vapor de la

infusión discurrió que una taza de té caliente en medio del invierno calma

hasta los sueños más locos y los estómagos más sensibles.


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INCENDIO EN LA COMPAÑÍA

Hacía poco había ingresado a la plantilla de trabajadores. A sus veinte

años había estado en múltiples empleos. La dictadura más dura que había

conocido el país, hacía que los patrones emplearan gente sin ni ngún tipo de

garantía laboral.

Arquímedes conoció la industria de la construcción, la del cuero,

lavaplatos en bares, lavavajilla y baterías de cocina en cantinas de comidas,

cadete en agencia de viajes trabajando en negro, peón de empresa de

remates, empleado en una tienda y por último, funcionario en el Ministerio de

… Allí las condiciones mejoraron, aunque fueran todos contratados por un año,

renovable según le cayera la persona al director de la unidad.

Ese día se despertó más temprano de lo usual para ir a clase al Hospital

de Clínicas. Su madre le alcanzó un café con leche, que se tomó rápidamente,

y la vianda para el almuerzo. Tenía calculados los tiempos para ir en su

bicicleta al estudio y al trabajo. Al llegar a éste último vio que el ambiente era

pesado, sus compañeros con rostros sombríos apenas contestaron los buenos

días.

A poco se enteró que habían sumariado a una compañera, Rosario, por

tener la letra “C”, lo que implicaba, más o menos, ser un paria social con

probable destino hacia la cárcel. Al igual que a su madre, ex funcionaria a

causa de sus ideas, así castigaba el gobierno de facto a quienes pensaban

diferente.
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Un compañero tenía sintonizado en la radio el informativo del mediodía.

Se enteran en ese instante del incendio en la Compañía del Gas y de las

enormes proporciones que alcanzaba. Vivía a escasas tres cuadras del

epicentro, por lo que, pensando en su madre y su hermano menor, salió

corriendo sin dar más explicaciones.

A la altura de Cuareim e Isla de Flores había un cordón policial que lo

frenó. Pidió por favor para pasar pues temía por su familia pero la negativa fue

rotunda, acompañada por un culatazo en su estómago que lo hizo retroceder.

Dolorido, intentó rodear por otro lugar, cosa que logró para llegar a su

casa. Desde el terraplén del edificio vio las llamas que superaban la altura del

gasómetro por varios metros. Sintió que lo tomaban del brazo, era su madre, la

abrazó. Estoy bien hijo, pero murió uno de los empleados de la compañía,

acaba de darlo el informativo.

Al otro día se enteró por los muchachos del barrio, muchos de los cuales

trabajaban allí, cómo habían sido las cosas. Al parecer un manómetro en mal

estado y una chispa de la instalación eléctrica fueron el inicio del incendio. Los

bomberos tiraban agua pero ésta se evaporaba. Los trabajadores les indicaban

que debían tirar arena para sofocar el foco ígneo.

La muerte del compañero había sido al comienzo, cuando intentó ahogar

el inicio del fuego y la explosión no le dio tiempo, llevándoselo de este mundo.

Los días fueron pasando, pero la tristeza en el barrio no daba lugar al olvido.

Igualmente el tiempo vence todo, aún las condiciones más duras. Hoy,

ya médico, Arquímedes se preguntaba cómo era posible tanta insensibilidad

frente a la vida humana. ¿Cuá ntos trabajadores habían pagado con su vida en
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los cadalsos de la dictadura, ya derrotada por la lucha de la gente? Pero

también, ¿cuántos trabajadores habían pagado con su vida, y seguían

pagando, por condiciones de trabajo completamente inseguras? ¿Algún día

esos episodios, que en forma cotidiana e insensible se sucedían, tendrían

final?

Sintió que un atisbo de respuesta se acercaba sobre sus piecitos; lo vio

en la mirada clara y profunda de sus hijas.


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EL ESCRITOR QUE HAY EN MÍ

Uno de tantos días, pensó, siempre con la noria, de casa al trabajo y del

trabajo a casa. Pero esta vez estaba en su casa. Fue a la heladera, intentó

beber un poco de yogurth, pero se le atrabancaba en la garganta. No quiso

comer nada.

Sin comer y sin dormir no puedo estar, calibró en una monotonía de

pensamientos que se diluían por un callejón oscuro, que era la mar de su

cerebro en esos momentos. Una especie de túnel que no le dejaba salida le

impulsaba a querer ir a la rambla y tirarse al agua, sucumbiendo al terrible

ahogo del líquido, entre salado y dulce del estuario, entrando a sus pulmones.

Imaginó como sería eso pero lo acobardó la posibilidad de no ver más a

quienes quería por encima de todo. No puedo cometer tamaña traición, eso fue

lo que le vino a la cabeza, pero no aguantaba más la vida que llevaba. Quisiera

poder hablar pero no puedo, no puedo decirle a un terapeuta que tiene su

propia vida, a ver cómo le va con la mía, elucubró en una sintonía que lo

dañaba.

Eso, meditó, ¿por qué quiero acabar conmigo mismo? Así como no hay

respuesta para los grandes enigmas del mundo, así este ratón en un mundo de

felinos voraces se preguntaba acerca de su vida. Sus deseos de vivir no eran

menores a los de acabar con tanto sufrimiento. ¿Será por eso que Cristo

permitió que comieran de su carne y bebieran de su sangre?


67

Esta idea asaltaba, prorrumpía, desfibrilaba su corazón como idea

atrapante. Decidió escribirla, casi como sentencia que lo circunscribía a su

entorno pueblerino.

Las teclas de la computadora parecían negarse a ser manipuladas por

sus dedos, que a esa altura semejaban garfios que duramente intentaban

penetrar su realidad. Pero poco a poco la dureza de sus manos, a través de las

cuales descargaba los sentimientos, se hicieron cada vez más dúctiles.

No puedo mentir, no quiero mentir ni mentirme, disgregó a quien quisiera

oírlo, a pesar de que sabía que nadie lo escuchaba. Solo el viento del este

podía llevarse sus palabras, pero lo que escribía era un documento, tal vez

póstumo, tal vez una cuchillada al futuro que no veía por no encontrar una

salida.

Recordó haber visto algunos grafitis que sostenían la leyenda: violencia

es mentir. El era intrínsecamente violento consigo mismo. Pero se adentró en

comunicar lo que le ocurría, aunque fuera a una posteridad inconclusa, ya que

no sabía si alguien algún día leería lo que estaba escribiendo.

Continuó llenando el vacío que sentía con palabras que, al verlas

escritas en la pantalla, le parecía que no eran de él. Al parecer no estaba tan

vacuo como pensaba, pues seguía deletreando y recordando aquellos cursos

en los que aporreaba una vieja Remington en su adolescencia, que se

alternaba con la taquigrafía irrumpida por una bella docente, ésta en realidad

era la que en aquellas etapas de su vida le llamaba realmente la atención. El

único problema es que ella era la pareja de un amigo de la famili a, aunque de


68

todas formas jamás se hubiera animado a comunicarle los sentimientos que le

provocaba.

Decidió en ese momento alivianar una copa de vino en su garganta, y al

parecer, contradictoriamente con lo que su estómago le marcara en cuanto a

los alimentos y a los lácteos que pretendiera ingerir otrora, no le provocó más

que sentir el alcohol como penetrando en sus venas. El vino, la sangre de

Cristo, mentó en su cabeza, en la que a esa hora de la madrugada se

agolpaban sin piedad los sentimientos de dolor y soledad.

El vino después de todo es la bebida con más estirpe en la historia de la

humanidad. Claro, el whisky no le gustaba, y creyó que debía hacer una

apología de la bebida con más raigambre a la tierra que generara la especie.

Olvidó que todo había comenzado en el agua; la vida había habitado en el

agua antes que en la tierra, pero del agua había salido arrastrándose

lastimosamente hasta erguirse en dos piernas. ¿Cómo habrá sido ver todo al

ras para luego cambiar la perspectiva y hacerla más huma na desde las alturas

que implicaban los miembros inferiores?

Claro que había que cuidar la espalda. No cabía la posibilidad de girar la

cabeza en derredor, tal cual las lechuzas, sin tener que mover el tronco para

volverse. Aquel primer hombre tuvo que cuidar la retaguardia, indefenso, pero

con omnívoro poder, de manada con conciencia de sí y de los otros

equidistantes a él, también humanos.

Tomar conciencia, pensó, conciencia de mí y de los otros, ese puede ser

un camino. Dejar de ser un ratón y pelear como león contra la amargura de la

soledad, poner en palabras aquello que lo angustiaba.


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Ese fue el camino elegido, representar en signos y símbolos para

continuarse en los otros y no morir jamás.


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