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PÓDIUM

Alejandro Rivas

©Copyright 94-2020: Registro de la Propiedad Intelectual del Principado de Asturias

1
A Marjorie

1. Allegro Tempestuoso

Claustro y Estrado

No había nada más que analizar, nada más que abarcar. ¿Acaso era posible
desconectarse? ¿abandonar su obligación sin remordimiento? El impulso pagano era un
atrevimiento en contra del sagrado compromiso. Cerró la partitura y observó el reloj:
12:43 am. Abandonó el escritorio con pesadez, con el rostro pálido y la mirada enrojecida
a causa del cansancio del viaje y la carga invisible de cinco días de estudio acumulados.
Fue directo al interruptor de luz, activó la penumbra y se dejó caer en la cama
aparatosamente, como una demolición. En el breve proceso de conciliación del sueño se
vio a sí mismo en medio de una afrenta motivada por un desacorde intencionado de los
vientos metales1 que él no supo cómo resolver sino a gritos. Volvió a la realidad de un
sobresalto. Encendió la luz. Regresó al escritorio, tomó la partitura y revisó con cuidado
la disposición de los vientos en su sección homofónica2, la inversión de sus tríadas3 y la
interacción de unas con otras; hizo anotaciones de dos o tres posibles sugerencias de tono
e intensidad, se aseguró de la transposición4 de cada instrumento, de sus registros5, de su
número y de su ubicación en el ensemble. Dejó a un lado la partitura, fue por el equipaje
de mano y buscó el antiguo tratado de etnología que siempre llevaba en sus viajes. Ubicó
la sección que hablaba de las costumbres regicidas y la causticidad visceral de los
cimbrios y teutones, etnias provenientes del extremo norte germano por donde
desemboca el Rin, y leyó con avidez acerca de su rebeldía originaria. Miró al techo con
sus pupilas dilatadas mientras comparaba las aguerridas invasiones cimbrias al imperio
romano con las de un grupo de trombonistas sublevados arruinando su ensayo.

1
Familia de los instrumentos de viento: vientos metales y vientos madera.
2
Superposición de melodías con ritmo idéntico o similar, dando relevancia a la armonía. Textura vertical.
3
Superposición de tres notas. Acorde.
4
Instrumento transpositor: se refiere a aquellos instrumentos que, debido a su construcción, la altura de la nota
que emiten no se corresponde con la altura de la nota que está escrita en la partitura.
5
Registro en música: se refiere a la altura o gravedad que pueden alcanzar los sonidos en un instrumento, a partir
de distintas técnicas o posiciones.

2
Consciente de su nerviosa exageración, guardó el libro y volvió a la cama, esta vez
asegurándose de ajustar la alarma del despertador a las cinco de la mañana, con la
intención de hacer la misma exhaustiva revisión en la sección de los vientos madera y de
repasar alguna terminología en alemán antes del desayuno.

El despertador sonó a las cinco y él se levantó a las siete, con el ánimo atolondrado. Se
dirigió hacia la ventana, bostezando y estirando los brazos. Después de observar por unos
minutos el caminar impasible de los ejecutivos, el andar despistado de los turistas
madrugadores, la desenvoltura de las golondrinas jóvenes que se posaban sin
compromiso sobre los altorrelieves del edificio, y la luz perpendicular y vigorosa del sol,
que a esa hora alegraba hasta los míseros indigentes, reflexionó de nuevo acerca del
porqué de su injusto confinamiento, y de cómo, al abrir unas puertas, inexorablemente se
cierran otras. Resignado, fue al baño, se lavó las manos, la cara y los dientes, regresó al
escritorio, tomó la partitura y se dedicó de inmediato al repaso pendiente de la noche
anterior, esta vez abrumado por los rastros de sueño, por el cálculo nervioso del tiempo
remanente para el ensayo y por su intento fallido en la pronunciación de algunos
términos extranjeros, aquellos que había escogido cuidadosamente con el ánimo de
impresionar a la orquesta. La revisión de última hora de la partitura hizo aflorar, no
obstante, lagunas nuevas. Cuando entendió que seguir hurgando en ella sólo contribuía
a llenarle de incertidumbre, la cerró de golpe. Entonces se quedó pasmado, con la vista
enajenada, analizando qué había fallado en su extraordinario plan de estudio.

El suculento buffet de la mañana, desplegado ante sus ojos como una magnífica exposición
de reliquias teutónicas, no logró disuadir su agobio. Circuló alrededor de las repisas
humeantes, sin apetito, inmune al cariz y al aroma, decidido a abstenerse de toda aquella
delicia culinaria hasta el momento en que lo mereciera. Con actitud ausente, tomó dos
panes, un trozo de mantequilla, un vaso de leche y se dirigió a la última de las mesas
ubicada detrás de una ménsula de concreto, un recodo secreto en donde difícilmente
alguien se atrevería a perturbar su angustia. El sabor agrio de la leche le trajo de vuelta a
la tierra. Quiso reclamar. Pero el pensar en levantarse, recorrer el salón entero y verse
involucrado en una discusión con los cocineros acerca de la leche podrida, le produjo
escalofrío. Además, era una gente con la que estaría topándose durante toda la semana.
¿Por qué habría de iniciar su relación con estos esmerados asalariados con actitud de
divo? ¿Cómo iba enmendar luego semejante antipatía? Por otra parte, la acción implicaba
un zarpazo adicional al tiempo, por lo que prefirió permanecer sentado y contribuir con
la salud de su flora intestinal ingiriendo con lentitud, como si se tratara de un remedio
casero o un yogur aldeano, aquel suero de contenido proteico recientemente atacado por
un ácido. Finalizado el suplicio, volvió a su habitación. Se sentó y leyó dos páginas
adicionales de la novela Los Buddenbrook de Thomas Mann. Observó el reloj. Se levantó y
comenzó a recoger sus cosas para salir. Permaneció unos segundos con la obertura de
3
Verdi en las manos, decidiendo si llevarla o no. De pronto sintió un frío glacial al
percatarse de que no había calculado el tiempo que tomaría su traslado al teatro. Tomó
la bufanda y el maletín apresuradamente, bajó dando saltos por las escaleras, con la
chaqueta puesta en un solo brazo, atravesó corriendo el lobby y se abalanzó sobre el
asiento trasero del primer taxi disponible. El chófer, un tipo robusto, de bigote amarillo
poblado y bien cuidado, dio media vuelta y, observándole con ojos saltones por encima
de la montura de sus gafas, dijo con voz cortante:

—Die Adresse, bitte!6

La sonrisa simpática del joven director se congeló. Pronunció el nombre de la orquesta,


de tres maneras, pero el chófer seguía encogiéndose de hombros, negando con la cabeza
y mirándole impaciente —Die Adresse! — Martín no la sabía. Tampoco recordaba el
nombre exacto del teatro. Nunca tuvo tiempo de revisar la última correspondencia
electrónica enviada por la directora ejecutiva de la orquesta, ni se enteró de la carpeta con
importante información que ella le había hecho llegar a su habitación.

II

Tan descomedido despiste era sin duda consecuencia de esa obstinada dedicación suya
al estudio que se tragaba las horas del día y de la noche con una voracidad famélica, que
se adueñaba de su diario acontecer, sin pedir permiso, hasta producirle un tipo de
vértigo, una especie de trastrueque existencial que le exiliaba del mundo físico, un
trastorno de suspensión de los sentidos que le distraía de los pasos más simples y de las
cosas más elementales.

El individuo solo, anclado en un reducido espacio, únicamente absorbiendo información


e intentando autodefinirse puede terminar, si no procura un balance, tragándose a sí
mismo como un agujero negro. De las profundidades de ese océano especulativo sólo le
rescataba a Martín la imperiosa necesidad del contacto social, carencia que llamaba
desesperada a su puerta cada dos o tres jornadas, como una niña olvidada. Pero esa
conexión con el mundo exterior implicaba una obstrucción a sus objetivos. La concesión
descarrilaba su estricto plan de estudio, alteraba su comprometido horario, afectaba su
humor y le hacía envejecer de ansiedad. Mas, no saber la dirección de su destino aquel
día crucial de su precoz carrera le alarmó. Estaba replegándose demasiado de la realidad.

6
¡La dirección, por favor!

4
Para un adolescente que necesita de la calle como un pez necesita del agua, hallarse
comprometido en el designio azaroso de ser un director de orquesta, más que
emocionante puede ser insufrible. Su vida se convierte en una lucha a solas que se
revuelve entre complejos desafíos: la apremiante absorción de conocimientos, la
revelación del Yo, el descubrimiento de una personalidad artística, la asunción temporal
de una madurez prestada, el cruel confinamiento.

Personajes de la literatura romántica resucitan para sumarse a la configuración de


carácter de un nuevo desquiciado quien, en su crítico estado de orfandad, se dispone a
reencarnarlos con el desenfreno de un náufrago que súbitamente detecta rastros de
civilización. Del desolado refugio parten cada día él y su pandilla imaginaria a explorar
otros mundos, a volar a otras épocas, a librar mil batallas, a enamorarse mil veces, a
pasearse como la lluvia por todos los campos por donde les lleve el viento. Con la ayuda
de estos fantasmas literarios, el joven director corrige de alguna manera su desviación
ermitaña, solventa su sensación de desamparo, transforma con habilidad su enclave
abacial en un tipo de vida intensa aun siendo estacionaria. La soledad le proporciona el
tiempo y el espacio, la lectura le otorga los materiales para la construcción de esos
mundos alternos, y, la imaginación, la posibilidad de vivirlos. El solitario, estimulado por
estos enormes propulsores ficticios, termina siendo menos solitario que aquel ser social
que sólo cuenta con una realidad de oficina y muy escasas existencias alrededor suyo
para enriquecerle.

La soledad puede asistir en el cultivo de eminentes creaciones, vastos pensamientos,


ideas revolucionarias. Sin su aislamiento crónico, sin la compañía de los protagonistas
irónicos de su ídolo Jean Paul, y sin la tragedia irresoluble de un amor prohibido, no
hubiese tal vez alcanzado el grado de sublimidad poética e intriga emocional la obra
musical del jovencillo Robert Schumann. Alucinantes eran las andanzas eremitas del
irrefrenable Berlioz, a quien la penitencia de su destierro en Roma le incitó en una primera
instancia, más que a la creación de una partitura formidable, a la confección de un plan
bandolero para cargarse del planeta a su prometida infiel y a su suegra. Una jugada
maestra del destino impidió el brutal desenlace: el extravío en el tren vía París de la
máscara femenina con la que pretendía ocultar la autoría del crimen. Superado este
engendro de la soledad, se dedicó a otro, a la persecución enfermiza, tanto real como
imaginaria, de la célebre actriz Harriet Smithson, mas esta vez, Berlioz supo plasmar su
obsesión en una obra musical que entonces resultó tan fantástica como inmortal.

5
Martín no se rinde ante la soledad. Con audacia se va disfrazando de muchos hombres.
Estos forman fila y esperan su turno para colaborar como entes disipadores de ese
confinamiento arbitrario que pretende robarle la edad de la libertad plena. En el drama
amoroso encuentra a su mayor correligionario, Giacomo Casanova, quien no parece
difícil de emular y ofrece la ventaja de poder escabullirse sin remordimientos. «Un
Casanova moderno tendría éxito» piensa el joven director, sin duda, por ser hoy tan
escasos los profesionales del flirteo, aquellos caballeros cortejadores cuya diversión
consistía en provocar amores delirantes con el propósito de desafiar luego sus embates.
A muchas chicas les llamaría la atención este tipo anacrónico, delicado y cortés, virtuoso
de la lengua, presto a manifestarse de puño y letra con una caligrafía determinante o
agonizante de acuerdo al grado de resistencia de su pretendiente.

Transformado en un gran seductor, Martín sale exaltado de su cueva e inicia su muy


ansiado descenso de la ficción al campo de batalla real. No obstante, su ímpetu de galán
del siglo dieciocho se estrella una y otra vez con el amor femenino del siglo veintiuno,
que tiende a ser técnico y pragmático. Aun así, su afán por desenterrar elementos
desgarradores del enamoramiento a la antigua funciona con el tiempo y el joven director
pronto se ve envuelto en unos dramas que le dejan exhausto. El acoso le asfixia, amenaza
también su horario de estudio. Martín huye; huye incluso antes de haber intentado el
descaro. Prefiere regresar a sus obsesiones platónicas, en donde el ejercicio pasional
consiste en desear, no en poseer, en donde la sensualidad es simplemente un sueño y no
necesariamente un apetito, en donde los desenlaces no dejan traumas ni las traiciones
vestigios.

Dos mundos opuestos se alternan en la vida de Martín, el monástico, en donde prepara


sus obras y cultiva sus personajes, y el social, en donde procede a ejercitarlos. Es un
modelo existencial episódico que invita a una dialéctica permanente. Su reflexión sobre
cada experiencia la hace siempre desde un ángulo antagónico a la realidad que es objeto
de examen, lo que le permite explorarla lejos de la aproximación prejuiciosa que suele
darse desde una misma perspectiva. Es como si contara con el privilegio de poder detener
el mundo después de cada aventura para analizarlo, tal y como se detiene una interesante
lectura cuando es necesario digerir una a una sus palabras. Durante dichas treguas,
Martín teje sus conclusiones con la paciencia y meticulosidad con la que una araña trabaja
su tela, y con ellas va elaborando el lujoso manto de corolarios con el que luego arropa
su conciencia, un manto tan deslumbrante que parece hilvanado con puntadas de tejido
sagrado de Kente.

La vida del joven director marcha a un ritmo particular, creciendo en compañía de esos
grandes compromisos artísticos que se van sucediendo de forma veloz, aunque
distanciados por esas clausuras reiterativas que crean la falsa ilusión de que les separa
6
una eternidad, pausas que aprovecha para crecer también junto a la peregrinación de sus
aventuras ilusorias. Su Yo plural y multifacético, derivado de su oficio y de sus lecturas,
viaja constantemente en expediciones oníricas, pero también se queda estático, hundido
y teorizando por horas interminables en una mesa de estudio, o se extravía a veces entre
individuos y vicisitudes terrenales. Cada Yo, actúa sumido en sus horas relativas: las
horas del viaje imaginario son diferentes a las del estudio y estas diferentes a las de los
pies sobre la tierra. Entonces sus días no son siempre de veinticuatro horas. Cuando anda
despegado del mundo, en esa dimensión en donde el tiempo no es la suma de minutos
sino de compases, de páginas o de sueños, el día no tiene fin, y en ese espectro transitorio,
su conciencia se halla a veces menos o a veces más preocupada, a veces menos o más
atenta de acuerdo al grado de contingencia, pero sin duda alguna, más fértil y más crítica.

Es su realidad un escenario ambivalente en donde la total privación de un extremo en un


momento determinado estimula el desenfreno del otro, como un modo de hallar el
perfecto equilibrio. Ante tal dicotomía, Martín responde de forma novelesca,
transportando de un borde al otro enormes bultos de alegorías y de experiencias
respectivas, como cuando engrandecido de riqueza musical y literaria aterriza lleno de
exageración en el mundo real para actuar de una forma legendaria, o cuando repleto de
vivencias insólitas vuelve como un gran cronopio y transforma su claustro en un
caleidoscopio vivo de historias húmedas, en un labrantío de excepcionales evocaciones,
en un cónclave luminoso en donde convergen memorias, personajes y sueños. Entonces
es como si se desterrara en el paraíso.

“La felicidad es de los plebeyos” decía Goethe, es decir de los que siempre están añorando
lo que no tienen, algo confiscado, una mejor situación, una mejor vida.

III

Martín saltó fuera del taxi sin despedirse, corrió a la recepción del hotel, pidió ayuda y
llamó por teléfono a la oficina de la orquesta. Con los datos en la mano y la explicación
del dependiente, regresó a la calle. — «Kasselplatz… Kasselplatz...» — Cruzó dos esquinas.
— «¡Ahora solo tendré cuarenta y cinco minutos para repasar!» — Buscó el tranvía rojo,
tres cuadras más abajo, tal y como se lo indicaron. — «… Kasselplatz …» — Lo abordó. —
«—Ese va directo. Diez estaciones. Te bajas en Kasselplatz»—

—«Kasselplatz … Kasselplatz…» — Viajó de pie junto a la puerta del tren. —«A ver…
veamos…veinte minutos para la obertura, treinta para el concierto de piano y hora y
7
media para la sinfonía» — miraba el reloj. —«Mañana, con el solista, serán cincuenta
minutos para el concierto de piano, y en el ensayo general7, treinta minutos» … «—Cellos,
más apasionado, ¡con ansiedad! … Cuerdas8, el stacatto9, como el de los vientos, preciso y
con aire…» — A Martín todo lo que pensaba se le notaba en el rostro. —«¡Guten Morgen!10
… Es un placer estar aquí. Wir werden mit der Vesper beginnen… ¡Bitte von Anfan an!11 …
No, no … ya va… ¡Bitte! von Anfang an! … Anfangg … ¡AnfanG!» — Una señora mayor
que iba de espaldas, sujetándose del mismo tubo, volteó y le miró extrañada. Martín
siguió gesticulando. —«…La Obertura de las Vísperas Sicilianas … ¡Tremenda obra para
comenzar un ensayo! … Aaaah, ¡No hay nada mejor que saberse una obra de memoria!
… No usaré la partitura; ¡eso va a causar impacto! …No, no. Mejor la tengo en el atril, por
las anotaciones… menos mal que la traje» — Martín quiso repasar lo que había escrito la
noche anterior. Alzó el maletín que llevaba entre los tobillos y comenzó a revisar en sus
compartimientos. —«…la partitura de las Vísperas… la partitura… ¿dónde está?? … A
ver, a ver» — Revisaba de nuevo, de atrás para adelante y de adelante para atrás, cada
vez con mayor desespero. El tren arribó a la siguiente estación y frenó con brusquedad.
Martín perdió el equilibrio y alcanzó a sujetarse del vestido de la señora, por el lado de
la cintura. Algo feo le dijo ella. —I am so sorry…Pardon…Pardon me — contestó el joven
director avergonzado y continuó con su búsqueda. —«¡Aquí está! … Madre mía… ¡Qué
susto!... ¿Y las otras partituras? … ¿Están todas??» — Verificó; —«Sí, sí están todas. Muy
bien» — suspiró aliviado. Buscó a la señora para sonreírle, pero ya no estaba. —«…
Kassplatz… ¿Cuántas estaciones han pasado? ¿tres? ¿cuatro? … A ver, entonces…llego al
escenario, coloco la batuta y la partitura en el atril y saludo a la orquesta … Es ist mir eine
Freude, hier zu sein12 ... subo al pódium … tomo la batuta y … ¡la batuta! … no la vi …
¿Dónde está??» — De nuevo buscó en cada compartimiento, sacó todo lo que había
dentro, sostuvo los papeles con una mano y con la otra dio la vuelta al maletín y lo
sacudió. Cayeron lápices y cuartillas al suelo. —«¿Por qué no está aquí la batuta????
¿Dónde la habré dejado??» — La dejó en la habitación, en el marco de la ventana, después
de su último repaso.

En la siguiente estación abandonó el tranvía de un salto y tomó el que venía en dirección


contraria. Regresó al hotel y subió a la habitación. No estaba en la ventana. El mucamo la
había dejado en orden junto a las revistas, al lado del televisor. Volvió al tranvía —
«Passelklatz…Passelklatz… Es importante que hable con el pianista sobre el tempo13 del

7
Último de los ensayos, generalmente el mismo día del concierto, o el día anterior a este.
8
Familia de los instrumentos de cuerda.
9
Articulación corta de las notas musicales.
10
¡Buenos días!
11
Empezaremos con Las Vísperas … ¡Por favor, desde el principio!
12
Es un placer estar aquí.
13
Velocidad a la que se ejecuta una composición musical.

8
segundo movimiento, porque me imagino que lo va a hacer como lo hacen todos,
demasiado lento… pero esa no es la intención del compositor, no, no es… En la obertura,
si hacemos el crescendo14 desde mucho antes, tendrá mayor efecto, mayor vida… ¿Cómo
se dice vida? Leb…Leben… ¡Lebhaft!» — Martín veía pasar calles y esquinas interesantes,
pero no era el momento de prestarles atención. Lo haría luego, después del ensayo,
cuando regresara caminando al hotel, lleno de triunfo. Desde su dimensión lejana, sentía
bajar y subir mucha gente del vagón. —«Passelklatz … ¿Estarán las violas sentadas a la
derecha? Espero que no... ¿Qué pasaría si les digo que se cambien de puesto? … no, aquí
en Alemania eso sería un insulto…» — Con la mirada fija en el suelo, se dedicó a repasar
un fragmento de la sinfonía. Cantó a boca cerrada algunos temas y al llegar al poderoso
clímax dio un estampido con el pie que le espabiló y llamó la atención de los pasajeros;
pero, ya no le importaba si le miraban. Lo único crucial en su vida en ese momento eran
aquellas obras maestras, la orquesta y su plan de ensayo; nada más.

IV

No. No era sólo en ese momento. Lo mismo sucedía en casa. En sus breves recesos del
día, Martín se paseaba por la sala, por la cocina, por el comedor, en fin, por aquellos
lugares en donde pudiera ofrecer, con el entusiasmo de un predicador, sus últimos
reportes ilustrados acerca de las obras en estudio, sin importarle por ejemplo que aún no
había comenzado a empacar para el vuelo de las seis de la tarde, no había fotocopiado la
partitura en donde estaban marcados los arcos, ni se había vestido. —Martín, ya es la
hora. — Dijo Isabel apurada. —Siii, voy. Me pongo la camisa y salgo. —¡Que vas a perder
el vuelo, mi niño! —¡Que ya voy!! —Martín leyó el último párrafo del Ocaso de los ídolos,
terminó de vestirse y fue a contarle a su padre que había encontrado una metáfora genial
para la sección trepidante de la obertura. Pero Oliver ya estaba afuera, esperándole en el
carro. —¿Listo? … ¿tienes el pasaporte, el pase de abordo?? —Siiii mamá, los tengo aquí,
en la chaqueta. —¿El cepillo y la crema? —Siiiiiii —Las partituras, ¿las guardaste todas?
—Todas… No se preocupe, ¡lo tengo todo controlado! —¿Qué buscas? —¡La chaqueta! …
—¡Martín! … ¿Qué hacen estos pantalones tirados aquí en la cama?? ¿también son para
el viaje? … ¿Y esas medias? —¡Voy a guardarlas! Me faltan algunas cosas. —¡Es
tardísimo!! —¡No se preocupe, mamá! En el aeropuerto hay que estar sólo hora y media
antes. ¡No es necesario llegar tan temprano! —Para los vuelos internacionales son dos
horas como mínimo. Es más, son tres, desde el once de septiembre. —¡Que noooo! ¡Que
ya lo he hecho antes y funciona perfecto!! —Los zapatos de concierto, ¿los pusiste en la

14
Incremento gradual de la intensidad del sonido.

9
maleta? —Siiiiiii —¿Los dos? —¡Que síiiii!!! —Mejor revisa. No quiero estar mañana en
la oficina de encomiendas enviando cajas. —Hmrrrrr … ¡Voooy! … ¿Quéeeee??? … ¡Falta
uno! ¿Por qué??? … ¿Y dónde está el otro bicho??? ¡Lo juro que lo guardé aquí!!!! —
¡Martín tu papá está esperando!! —¿Dónde está el zapato???? … ¡maldita sea!! ¡No tengo
tiempo para estas tonterías!!! — Sus reacciones volcánicas al momento de enfrentar
contratiempos tan simples, incluso el de anudar un cordón suelto, demostraban el alto
nivel de contención que se fraguaba para mantener su serenidad aparente. La energía
interna de su juventud terminaba desafiando su paciencia y Martín aprovechaba tales
menudencias para descargar toda su tensión y sublevarse en contra de esa dura condición
de recluido del tiempo.

En su caso particular, administrar con éxito una jornada de estudio era una tarea ardua,
pues además de su impaciencia por cultivarse, un caudal de compromisos inopinados le
impedía fijar una rutina de trabajo. En su habitación, Martín se movía en círculos, como
la elipse de un satélite. Nervioso, saltaba de planes, creaba y descartaba estrategias,
elaboraba horarios de trabajo, definía prioridades, y, sobre todo, especulaba en torno al
buen resultado de sus tácticas de estudio, que siempre cambiaban, conjeturas todas que
le mantenían el día entero orbitando.

El análisis estructural y armónico, el descubrimiento frase por frase al piano, las


demandas técnicas de los instrumentos, su contexto político e histórico, las versiones
grabadas, la biografía de su autor, son todas ineludibles aproximaciones a la obra en
estudio, y en relación con ellas debe decidirse un orden de operaciones. Pero las obras
son caprichosas y no se dejan abordar siempre de la misma manera; aunque los elementos
que constituyen la clave para su asimilación están definidos, no necesariamente lo está la
fórmula a seguir; esta puede variar. Frente a este maremágnum, la crispación en el ánimo
de Martín era inevitable. El joven director se estremecía con la inminencia de cada
compromiso, momento para el cual su relación con la obra debía hallarse en un nivel de
entendimiento profundo. El tiempo expiraba. Había usado cada día de la semana, cada
hora y minuto, incluso el tiempo ficticiamente disponible.

Martín sale alterado de su cuarto, sin propósito aparente. Avanza unos pasos y se detiene,
indeciso, como si luchara por dejar atrás las últimas preocupaciones de manera de poder
dar cabida a otras nuevas. Abrocha y desabrocha involuntariamente el botón superior de
su camisa mientras sus ojos continúan perdidos en la lectura de su congestionada mente.
Regresa al cuarto y busca por todos lados la partitura de Prokofiev, sobre el escritorio,
por debajo de este, entre la pila de fotocopias dispersas sobre la cama, debajo de la
almohada y detrás de las tazas vacías de café. Se sienta, suspira y observa alrededor hasta

10
que logra divisarla sobre una de las torres de libros y scores15 que se alzan por toda la
habitación con escaso equilibrio. Se trata, según él, de la mejor disposición para
mantenerlos a salvo de la amenaza del frunce de sus páginas, estropicio que constituye,
según él, un irrespeto a la memoria del autor. En su obsesión por preservarlos, cuando es
necesario hacer una anotación en sus páginas, la apunta a mano alzada y con un lápiz 2B.
En ocasiones toma fotos de párrafos enteros o de pentagramas16 para no tener que volver
a abrirlos, y si alguien pide consultarlos, vigila su trato sin pestañear hasta que le son
devueltos. Su delirio protector llega a tal extremo que prefiere dirigir ensayos enteros con
un solo brazo antes que aplanar la partitura lo suficiente para que no devuelva de forma
arbitraria sus páginas. Es así como los mantiene pulcros, incorruptibles ante el paso del
tiempo, con su olor original a residuo de pegamento y a máquina de imprenta. Por su
apariencia inmaculada parece que leyera sus libros y estudiara sus scores mediante un
acto de transubstanciación.

Martín hojea con precaución la partitura de Prokofiev, en ambos sentidos, hasta ubicar
uno de esos lugares del desarrollo17 que aún no ha logrado memorizar. Pronto se ocupa de
nuevas frases y de ritmos, y se sumerge silenciosamente en ese sonambulismo
contemplativo del proceso de asimilación. Su mirada desatenta es la única testigo de ese
encuentro suyo con imágenes que le dan significado y justificación a cada línea melódica,
a cada secuencia armónica. Palpa la música con sus dedos otorgándole forma y vida en
el aire y canta luego sus decisiones. Retorna al silencio y a la creación de una historia, y
allí se queda pasmado, con semblante febril, sumido en el tiempo relativo de esa
actualidad subliminal. Veinte minutos, que en su meditación equivalen a uno solo, le
toma el atolladero en un episodio del cual siguen emanando posibilidades incalculables,
algunas coherentes con la idea del todo y otras contradictorias. Presionado, decide
regresar a la exposición18, sección sobre la cual cree poseer ya un perfecto dominio. De ella
surgen empero nuevas revelaciones que le hacen reconsiderar un primer análisis que
ahora le parece banal. Irritado, borra las escasas anotaciones del día anterior y las
sustituye por otras más acordes con su nuevo estado de ánimo. Por último, se dedica al
repaso del complicado finale.

15
Partitura del director donde aparecen los múltiples pentagramas correspondientes a cada uno de los
instrumentos de la orquesta.
16
Conjunto de cinco líneas horizontales y paralelas sobre las que se escriben las notas y los signos musicales.
17
Dentro de la estructura formal de una composición musical, es la sección generalmente más compleja, en dónde
el compositor manipula o juega con los elementos musicales presentados en la exposición, al inicio de la obra.
18
Dentro de la estructura formal de una composición musical es la primera sección en donde se presentan los
temas principales.

11
Por causa de nuevos imprevistos como traiciones de la memoria, ciertas dudas técnicas
sobre dos importantes cadencias19 y el descubrimiento de gestos20 más apropiados para
resolverlas, este último esfuerzo termina comprometiendo un tiempo valioso del cual no
dispone. Aturdido y sin conclusiones definitivas, le sorprende el reloj y lucha por
reubicarse en el horario mundano que ya le apunta en la sien con su intransigencia. Se
acerca a la ventana y observa el exterior de una manera científica, intentando comprobar
por la ubicación del sol si su reloj miente. Pero el procedimiento aumenta su confusión
pues en ese lugar del planeta el astro lumínico altera sus coordenadas cada semana,
confundiendo los colores de la mañana con los de la tarde. Desorientado, cree estar
robando un precioso espacio al desarrollo de su destreza pianística, por lo que sale
disparado de la habitación, baja de dos en dos los escalones y aterriza bruscamente frente
al piano, con el tormento del individuo que casi ha perdido el tren por haberse quedado
dormido. Busca sin suerte la Partita No. 2 entre los papeles esparcidos sobre la tapa del
piano, dentro de la banqueta y detrás del atril. —«Entonces estará debajo». — Para no
perder tiempo se agacha sobre la misma banqueta mediante una difícil maniobra de
contorsionismo, pliega su cara a la base del teclado como un chicle y estira el brazo
derecho hasta lograr alcanzar con la punta de los dedos las tres torres de partituras que
están debajo del instrumento. Rastrea la obra de Bach por su textura, tanteando como un
ciego. Gracias a su dislocada posición halló súbitamente la Partita entre los dedos de su
mano izquierda. La llevaba consigo probablemente desde el momento en que abandonó
la habitación.

Primero los ejercicios técnicos, luego una hora de Bach y otras dos para la lectura a
primera vista y el análisis armónico de algunos Lieder de Schubert; la última fase del
estudio, para el Intermezzo Op. 118 no. 2 de Johannes Brahms. Temprano por la tarde
alcanza sus metas. Va a la cocina, prepara un sándwich y mastica sin interés, mientras
piensa en una digitación diferente para la mano izquierda del Intermezzo. Prueba sobre la
superficie de la mesa: pasa el pulgar por debajo del anular repetidas veces, en distintas
velocidades y desde distintos ángulos. Tensa el dedo medio. Vuelve al piano y lo intenta.
No funciona. Extenuado, se dispone a regresar a su cuarto. Pero esta vez avanza
flemático, fustigado por ciertos juicios conspiratorios que en torno a su progreso vuelan
ya por su cabeza, sumergido además en un reconteo de minutos y de tareas pendientes.
Llega sin darse cuenta al segundo piso, impulsado por la demanda del difícil repertorio
del siguiente concierto. Atraviesa el pasillo con lentitud y casi al final hace una pausa
para aclarar en su mente un trío de urdimbres estructurales presente en la Sinfonía en Tres
Movimientos de Stravinsky, obra que debe dirigir al día siguiente en la clase de dirección

19
Sucesión de acordes que marcan el final de una frase musical.
20
Conjunto de movimientos que el director hace con su s extremidades superiores indicando a la orquesta el
ritmo, la velocidad, la intensidad, el carácter de la obra musical, etc.

12
de la Academia. Avanza otros tres pasos y se detiene justo antes de entrar en la
habitación. Se apoya en la manilla, con su rostro tan cerca de la puerta que puede sentir
el aire tibio de su espiración, y allí se queda sin estar, observando sin observar, cambiando
el curso de la mirada con cada parpadeo, dudando como nunca acerca del orden y del
contenido de sus próximas acciones. Aun cuando su intención sigue aferrada al deber,
sus sentimientos, ya le han apartado de él. Da vuelta a la manilla con la reticencia de
quien está obligado a entrar en un lugar que preferiría evitar, pero cambia de parecer, da
un giro y retorna al primer piso, esta vez con intenciones, más bien, insurgentes.

Lanza el ancla de su determinación al pie de la escalera y suelta un controversial discurso


consigo mismo que tiene de justificación lo que tiene de altanero. Descarga en voz alta su
animosidad en contra de su situación de esclavo del tiempo, de su destierro involuntario.
Impreca contra la imposibilidad de cubrir el material y contra las horas de sueño
perdidas. Reclama sus impostergables caminatas por el bosque, se queja de una juventud
irrecuperable, de un alto precio a pagar. Urge por una forma de vida más sencilla, como
la de los crustáceos que se esconden en las grietas y hendiduras de las piedras para evitar
ser golpeados por las olas. Ataca la hosquedad del músico solista —¡Son todos unos locos
solitarios y amargados! — luego arremete en contra de la Academia, de sus insoportables
compañeros de clase, del ensayo inútil programado para el viernes y en especial en contra
de Harzányi, el director incapaz, al frente de quien debe dirigir esa tarde y de quien, por
supuesto, no aprenderá nada nuevo.

Rafaela, su hermanita menor, ha interrumpido su juego de lego y le observa fijamente,


sin comprender. Martín detiene su arenga, y es porque de pronto una voz cavernosa le
recuerda: —¿Has confirmado ya los tempi21 del primer movimiento? — Es Oliver, quien,
haciendo una pausa en su práctica obsesiva del violín, se asoma desde el estudio para
recordárselo. Más airado aún, ahora Martín carga contra el metrónomo —Ese déspota
miserable que destruye el fraseo22, atenta contra la musicalidad, ¡asalta la libertad!—
Critica a quienes dependen de este aparato, reprueba los tempos errados de muchas
ediciones, y defiende sus propios tempi, en contra de aquellos inmaduros de los directores
jóvenes de la Academia —No saben lo que hacen, se suben a la tarima a espantar la
música, como se espantan las gallinas de un corral, así, a ¡a escobazos! — los imita,
moviendo sus brazos de forma alocada, con una mueca en el rostro. Defiende el tempo
natural, el innato, la melos23, la vitalidad del tempo espontáneo, y protesta en contra de los
tempos destemplados de los carcamales, mirando con venganza a la habitación de Oliver,
aun cuando sabe que ni es un anciano ni suena destemplado. En fin, se enreda en su

21
Tempo, plural
22
Diferentes formas de interpretar la inflexión melódica de una frase musical en un sentido análogo a los cambios
morfológicos en la sintaxis lingüística.
23
Melodía o canto de una determinada sección de la obra con su propio tempo, con su propia personalidad.

13
propia retórica, entra en crisis y clama consternado su preferencia por estar en el colegio
atendiendo asuntos propios de su edad, y lo hace con el mismo fervor con el que en sus
días escolares manifestaba estar desperdiciando allí su existencia de una forma ridícula.
Se lamenta de no contar con el tiempo suficiente para disfrutar de la literatura universal,
de los museos; tiempo para perfeccionar el italiano pues no le bastan los libretos de
Metastasio24; tiempo para explorar otro repertorio, para hacer amigos o para no hacer
nada. De hecho, desea huirle al execrable tiempo; busca más bien un mendrugo de
atemporalidad que le permita vivir a plenitud como en los sueños, o como vive el enorme
gato de Dalhman25: en la actualidad, en la eternidad del instante.

Parcialmente desahogado, regresa al piano, pues olvidó estudiar dos escenas importantes
de su próxima ópera, Hansel y Gretel. Su hermanita percibe su angustia, se acerca y le
acaricia el pelo. Le pregunta si quiere jugar con ella. Rafaela reinicia su juego sola. Más
tarde en su habitación, inmerso en la preparación del repertorio para otro concierto,
Martín nota como se multiplican sus dudas frente a las partituras. En su agobio, al
formularse nuevas preguntas, se salta los signos de interrogación y, desde su posición de
magistrado en cuestiones sinfónicas, las transforma en unas respuestas que tienen la
irrevocabilidad de una decisión de última instancia «—¡El segundo tema de la obertura,
debe comenzar en el talón!26 … ¡En el allegro, las cuerdas deben usar spiccato!27 … ¡La
disposición de la orquesta debe ser: los segundos violines a la derecha, al estilo vienés! …
¡Para el concierto de Beethoven: diez primeros violines, ocho violas, seis chelos y dos
contrabajos!» — Es una forma habilidosa de salir del embrollo y de aplacar su estado de
pánico generalizado que ya comienza a afectar su cordura. Su mirada de súplica invoca
a su álter ego la aprobación de cada una de estas respuestas y, ante la reprobación
inmisericorde, estalla en ira, se hala los pelos, condena vilmente esa vacilación infame
que pretende destruir en dos segundos las agudas deducciones de muchas horas de
trabajo, y más terrorífico aún, constituye el germen para otro análisis interminable.

La enorme tensión oculta detrás de una máscara delgada de ecuanimidad continúa


azuzando al joven director mientras elabora el diseño gestual para algunos pasajes de la
sinfonía. Su buena disposición, que ahora tiene la endeblez de un potro recién nacido, se
fractura una y otra vez. Las prolongadas sesiones de estudio discurren entre aciertos,
reproches, pretextos y desengaños. Después de una disputa acalorada frente al espejo

24
Escritor y poeta italiano. Uno de los más importantes libretistas de ópera del siglo XVIII.
25
Juan Dahlmann, protagonista del cuento El Sur, de Jorge Luis Borges.
26
Parte inferior del arco de los instrumentos de cuerda, por donde lo sujeta el ejecutante. La punta es el extremo
opuesto. Una frase puede iniciarla un violinista desde el talón o desde la punta, con resultados musicales muy
distintos.
27
Técnica del arco para obtener notas de muy corta articulación mediante rebote del mismo sobre la cuerda.

14
acerca de si debe dirigir un pasaje en tres o en seis28, con o sin batuta y acerca de su
obstinada resolución de hacer un ritardando29 en un lugar que habría alarmado al propio
compositor, se produce en su conciencia una trifulca ético-moral que le deja en una
perplejidad parecida a la del hambriento perdido en la selva que se topa de pronto con
un delicioso puercoespín. Carente ya de argumentos que le permitan sostener sus
atrevidas decisiones, Martín se deja caer de rodillas, en posición confesional; tumba su
melena desordenada en la almohada y hunde allí su cara, vencido, como si quisiera gritar
en silencio.

Embebido en el efluvio de su recién colapsada intransigencia, en aquel vacío aturdido


que hace inoportuna cualquier acción, Martín ahora sufre por el tiempo adicional que va
a necesitar para recuperarse. Hostigado por el pulso de los segundos, opta por dejar el
jaleo en el olvido. Levanta su cuerpo entumecido, abre la ventana y respira a fondo el
soplo fresco de la media noche, buscando despachar, con la ayuda de sus torbellinos
invisibles, los vestigios de terquedad remanente. Vuelve al espejo y entre gestos
cómplices y frases conciliadoras, se dispone a reintentarlo todo, de principio a fin, de la
manera original y como si nada hubiera ocurrido.

Más tarde, postrado en su eterno agobio, la música le sonríe de nuevo y es por ello que
acude una y otra vez a su encuentro, y con fascinación vuelve a entregarse, como un
esclavo de la ventura, a la gracia infinita de sus elementos.

—«No he visto la estación Passelklatz… ¿Será la que viene?» — Martín se acercó y observó
con detenimiento el mapa estampado sobre la ventanilla. Siguió el recorrido con el dedo.
—«Passelklatz…Passelkl… Pass … no, no veo ningún Passelklatz … a ver, a ver …Mettingen,
Grunbach, Plochingen, Offenbach, Kasselplatz, Asperg … no, ¿qué?? … Offenbach, …Kasselpl…
—¡KASSELPLATZ!!!» — gritó sobresaltado. El pasajero que iba sentado al frente suyo
cerró el periódico y le advirtió señalando con el pulgar que Kasselplatz había quedado
atrás. Martín se bajó en la próxima estación, cruzó desesperado los rieles y esperó el tren
de regreso. —«¡El billete!! … ¡No tengo billete!!! ¿Cómo he subido a estos trenes sin

28
Se refiere a la métrica que el director marca a la orquesta con sus extremidades y que coincide generalmente
con las indicaciones de compás, al inicio de la partitura. Atendiendo al tempo en un momento determinado de la
obra puede resultar más claro para los músicos un parámetro en seis tiempos en lugar de uno de tres, o viceversa.
29
Reducir paulatinamente la velocidad de la música.

15
billete??? … ¿A quién le pregunto? … ¡Allí hay una máquina!!» — Martín se acercó y lo
intentó, pero las indicaciones eran confusas y estaban en alemán. Venía el tren. —«¿Qué
hago?? … ¡No puedo perderlo!! ¡Es tarde!!!»

Lo abordó, ahora con el martirio del polizón. Buscaba en las manos de los pasajeros sus
respectivos billetes de viaje. Al parecer, nadie llevaba uno. —«A lo mejor es gratis. ¡Estos
países son una maravilla!» — En la siguiente parada subió el hombre de chaqueta
amarilla de vigilancia con su agenda electrónica para multas y comenzó a pedir billetes
de forma aleatoria. A Martín le rompían el pecho las palpitaciones. Se imaginó varios
escenarios: su captura y la suspensión del ensayo, la cancelación del concierto y su
deportación, el escándalo internacional y la muerte prematura de su carrera. No se movió
de sitio para no crear sospechas, sin saber que su cara lo confesaba todo. El tren arribó a
la siguiente estación. Era Kasselplatz. La puerta se abrió y Martín saltó del tranvía como el
prófugo que salta la última valla del centro penitenciario después de haber burlado los
perros, mirando nerviosamente a todos lados y escogiendo hacia dónde huir. Al divisar
a su izquierda el altozano detrás del cual, según el dependiente del hotel, encontraría la
sede de la orquesta, corrió en esa dirección. Subió a toda prisa por la trocha zigzagueante
y frondosa y al llegar a la cima pudo ver el otro lado de la ciudad, y en un primer plano,
el moderno teatro circular que en ese momento destellaba bajo el color aurífero de la
mañana —«¡Es el hemiciclo del monte Parnaso!» — Descendió por una escalinata hasta
el estacionamiento y se dirigió hacia la parte lateral del edificio en donde había una
aglomeración de individuos con rostros de alta inteligencia portando sus instrumentos.
Era sin duda la ruta estremecedora que conducía al paraíso. —¡Guten Morgen! — saludó
Martín. Las violinistas asintieron con su cabeza, mirándole con asombro. Los tres
chelistas, con sus vistosos estuches en la espalda, voltearon y le observaron con la misma
curiosidad. Uno de ellos aspiró la coletilla de cigarro que le quedaba, la tiró y mientras la
apagaba haciendo giros con el zapato, respondió en nombre de todos, con simpatía: —
¡Buenos días! — Martín entró al teatro. Al paso iban apareciendo músicos, unos caminaban
en dirección a la sala de conciertos, otros conversaban y el resto afinaba sus instrumentos
en cualquier esquina. Pocos respondieron a Martín con un saludo indiferente. Sólo un
par de ellos se acercó a augurar éxitos al jovencísimo director.

El camerino del director parecía un salón de élites corporativas, lujoso, ordenado y frío,
totalmente opuesto al aspecto sencillo, caótico y acogedor de un refugio de artistas. El
piso era de mármol negro, vítreo y apacible, como un lago alpino en la oscuridad. Sobre
una estera verde y felpuda se hallaba un gran sofá modular de cuero, también verde, con
cojines blancos de pluma que simulaban un rebaño de ovejas en las colinas aterciopeladas
de Annex. La luz delgada y obediente de las costosas lámparas individuales podía
adaptarse con su intensidad o docilidad al estado de ánimo del director. El escritorio, con
su inserción de cuero pigmentado, añadía un toque aún más sofisticado al espacio. Detrás
16
de este sobresalía una estantería moderna diseñada en forma de altorrelieve con obras
completas de grandes autores traducidas en múltiples lenguas. La pared principal del
camerino, de color sepia e iluminada como un altar, exhibía numerosas fotografías de 22
x 16 que contaban la historia de al menos seis décadas gloriosas de la institución. La
mayoría de ellas eran de célebres directores, autografiadas y dedicadas a la orquesta. Los
maestros aparecían en una pose altiva y con mirada desafiante, un detalle intimidador
que duplicaba la pared de espejo ubicada en el lado opuesto.

El piano Steinway, una verdadera reliquia, con su doble pierna magistralmente tallada y
su caja decorada con medallones típicos de la era de Luis XVI, se erguía en un ángulo del
salón como un gran monumento. Sobre él había varios scores, seguramente propiedad del
director titular de la orquesta. Martín se acercó curioso. De sus páginas sobresalían
múltiples lengüetas adheribles de color amarillo. Sin poder resistir, el joven director tomó
uno y lo abrió cuidadosamente. Junto a los pentagramas había apuntes que hacían
referencia a grabaciones recientes y a distintos directores, así como extractos de versos en
latín y dísticos griegos correspondientes a grandes poetas de la antigüedad. Al pie de
cada página, había además unas anotaciones incomprensibles, unos extraños
pictogramas, todos marcados en rojo, seguidos de abundante numerología, con signos de
admiración y de interrogación, todo lo cual indicaba un nivel de compenetración
metafísica con la obra tan abrumador que habría hecho sudar al propio Celibidache. En
otras páginas el director hacía referencia a los cuadros comparativos de tonalidades30 y
tipos de modulación31 dibujados en un apéndice al final del score. Martín examinaba las
partituras con estupor y su rostro se ruborizaba con cada paso de hoja, que era cada vez
más enfático, y con cada odiosa comparación que hacía entre lo pletórico de estas y lo
vacuo de las suyas. Las revisó una a una y en todas halló la misma profusión analítica.
Aterrado, cerró el último score de una palmada y lo lanzó sobre el piano. Al alzar la vista
advirtió al fondo, cerca del techo, un monitor pequeño de pantalla curva y sin sonido que
mostraba todo lo que estaba sucediendo en ese instante en el escenario, acciones que
tardó en comprender el tiempo que le llevó salir de la conmoción en la que aún se
encontraba.

Perplejo ante la majestad de todo lo circundante, Martín ahora dudaba si era él digno o
no de pertenecer al círculo superior de maestros y cómo proceder dentro de aquel museo
eximio de la dirección de orquesta. Optó por tomar asiento en el ostentoso sofá y dejar su
mente en blanco. Luego de unos minutos de despiste intencional, llamó su atención, sobre
el velador de caoba que estaba a su izquierda, una hoja con garabatos hechos a lápiz que
no eran otra cosa sino las pinceladas desatentas de una mente frustrada, y a su lado, un

30
Organización de las notas musicales en torno a un centro tonal, v & g, re menor, fa sostenido mayor etc.
31
Cambio de una tonalidad a otra en el transcurso de una composición.

17
cenicero con restos de cigarrillos machacados con rabia, todo lo cual indicaba que, a pesar
de tanta erudición, aquel director titular sufría de las mismas debilidades de todo mortal.
Esto relajó a Martín; entonces resolvió, con esa violenta transformación de ánimo de la
que sólo es capaz la juventud, librarse de complejos y ubicarse en su merecida posición
de director invitado de una gran orquesta. En pocos minutos ya se había convencido de
ser él la más reciente adquisición de una estirpe histórica y privilegiada. Abrió el maletín,
sacó la obertura de las Vísperas Sicilianas y, animado, comenzó a pasar sus páginas, sin
saber en realidad lo que buscaba. Cuando logró por fin enfocar su vista, iba ya por las
últimas páginas, cerca de la transición a la coda32.

Se puso de pie, cantó y dirigió la sección, sin problemas. No obstante, pensó en otras
posibilidades. Caminó del sofá al vestidor y del vestidor al sofá, varias veces. Se acercó
al anaquel que estaba al lado del gran espejo y descubrió una cafetera del futuro que hacía
todo su trabajo con un solo botón. Lo oprimió instintivamente, mientras creía haber
encontrado una mejor solución para la transición. Volvió en sí gracias a los sorbos de café
amargo. Pese al calor del líquido, siguió sintiendo en su cuerpo ese escalofrío leve que
produce la aversión a un riesgo inminente. Regresó al sofá. Le parecía que la habitación
estaba cada vez más helada. Su siguiente idea fue la de dirigirse al piano con el fin de
resolver algunos dilemas armónicos sobre la sinfonía, mas prefirió permanecer donde
estaba y, con un doble esfuerzo, encarar el asunto de oído, antes que hacer sonar el
ruidoso instrumento y revelar a los curiosos del pasillo sus dudas sobre la partitura.
Cuando estaba a punto de descifrar el enigma, alguien llamó a la puerta con firmeza.

Se levantó no sin antes colocar la partitura en el apoyabrazos del mueble con el cuidado
con el que se acomoda a un bebé recién nacido en la cuna. Se trataba de la encargada de
relaciones públicas de la orquesta, una mujer con rostro de niña, cabello rizado y rubio,
ojos grandes y vivaces, hoyuelos en sus mejillas y un aire juguetón en la sonrisa. Venía a
informarle acerca de algunos cambios en las actividades del viernes, de sus dos citas con
la prensa para el día siguiente por la noche, y de su entrevista en la radio en el programa
de jóvenes artistas, pautada para esa misma tarde después del ensayo, transmisión que
iba a comenzar tarde debido al retraso de Martín y que en un momento tuvo que ser
sacada del aire intempestivamente debido al atoro insuperable del moderador con la
palabra Shostakovich. Para sus traslados, le recogería su asistente personal Stefan Müller
en un Citroën gris con siglas de la orquesta. Martín le escuchaba con ojos fijos y la cabeza
inclinada, como si prestara atención. Ella se despidió de manera cordial agregando estar
disponible durante toda la semana para responder a cualquier pregunta o inquietud.

32
Cola, o sección corta que se añade al final de una obra musical.

18
Martín cerró la puerta y le pasó llave, como si esto fuese a impedir una nueva
interrupción. Caminó hacia el sofá, procurando asimilar la importante información que
acababa de recibir, pero más concentrado aún en aquella sección de la partitura que
todavía debía resolver. Se sentó, alcanzó el score y lo llevó de nuevo a sus piernas.
Llamaron a la puerta. Esta vez eran unos golpes escuálidos que parecían provenir de un
infante apocado. Con la misma repulsión que le provocaba el azote de la alarma, acomodó
de nuevo la partitura en el apoyabrazos y se levantó con brusquedad, acción que le hizo
palidecer. Se llevó las manos a la cabeza y mientras recuperaba el flujo sanguíneo se fijó
en las miradas severas de los divos del pódium que en ese momento parecían estar
recriminando su continua distracción. Martín fue a abrir con el ánimo compungido. Para
sorpresa suya no se trataba de un niño, ni de la acción del viento, sino de la directora
ejecutiva de la orquesta, una mujer diminuta y delgada, de manos frías y espectrales y de
un tono de voz tan frágil, que era imposible imaginársela al mando de las reuniones
tempestuosas de una directiva de orquesta. No obstante, su peinado alto y
minuciosamente elaborado, su vestido rojo de cuello duro, charreteras y correaje en
diagonal, y su fragancia de nuez moscada de Indonesia, irremediablemente invasora, se
encargaban en segundos de imponer autoridad.

En su análisis preliminar del arquetipo, Martín recordó que, de acuerdo con su manual
de etnología, este tipo pálido, enclenque, casi incorpóreo, proveniente del sur de la Baja
Sajonia “…es bastante turbulento, sujeto desde la infancia a impredecibles ataques de
cólera que dejan severas huellas emocionales en su rostro y afonía en su voz…”. ¡Entonces
era más bien idónea para el cargo! El joven director decidió proceder con tacto. La mujer
le dio la bienvenida con la actitud de la típica funcionaria enajenada cuya mente parece
estar siempre atendiendo asuntos ulteriores. Comenzó por indagar, con su timbre extinto,
acerca de las recientes proezas de su invitado, de su formación, y de sus próximos
compromisos artísticos. Mortificado por la casi imperceptible señal que emitía la débil
emisora, y, en cierta forma aliviado por la obligada síntesis comunicativa que la situación
implicaba, Martín se dedicó a responder sólo aquellas preguntas que sus oídos lograban
captar, intentando además usar frases concisas con el propósito de abreviar en lo posible
aquel diálogo fantasmal que estaba arruinando la etapa culminante de su plan de estudio.
Por fin se despidió, o al menos eso creyó haber escuchado Martín, quien ya había podido
notar que, además de la ausencia de volumen en su voz, la directora sufría de una especie
de dislexia oral: violando las reglas elementales de la sintaxis, se saltaba justo la palabra
clave para la comprensión de una frase. Esto dejaba a su interlocutor en la difícil situación
de tener que descifrar el significado por contexto, «hábil manipulación» pensó Martín
«mientras los otros miembros de la directiva se entretienen elucidando el concepto, ella
aprovecha y toma las decisiones» De haber caído el joven director en el juego de aquel
exigente crucigrama verbal, la orquesta habría tenido que comenzar su ensayo sola.

19
Al retirarse, la directora ejecutiva lanzó desde el pasillo unas palabras finales: —Los
músicos están muy curiosos y esperamos que …eswrtreat… en el pódium — Martín se
quedó pasmado junto a la puerta, intentando adivinar si la intención de aquella última
frase era de advertencia o de estímulo, pero sobre todo, martirizado con la idea de que la
atrofia semántica de la mujer, que ya no percibía como manipulación sino como una
enfermedad, pudiera ser contagiosa, justo ahora que iba a necesitar expresarse con una
perspicuidad como nunca antes en su vida. Avanzó hacia el sofá lleno de superstición,
soltando algunas frases improvisadas con el fin de comprobar si su lógica sintáctica
seguía inalterada, y en su ofuscación olvidó cerrar la puerta. Casi de inmediato se asomó
un muchacho raquítico, color hueso, con una ligera chiva que no parecía de pelos sino de
plumas. Su carácter era igualmente endeble. Venía de parte del archivo de partituras para
confirmar el orden de ensayo del día siguiente y el número de cuerdas a utilizar para el
concierto de Beethoven. El apremio terrible en el que se encontraba Martín lo obligó a dar
respuestas secas y cortantes. En el fondo le atormentaba pensar que se aprovechaba de
su jerarquía frente a aquella criatura inofensiva de su misma edad, pero a la vez le
sorprendía comprobar que, con sólo veinte minutos de membrecía en el club de los
venerables, ya se sentía lleno de despotismo. Lo despachó con rapidez.

Habría una tregua más, otro saboteo a su suerte. Esta vez sintió los dos golpes fuertes a
la puerta como si hubieran sido propinados directamente en su cerebro. Se levantó muy
contrariado, pendiente del reloj e intentando calcular si eran cinco o seis los minutos que
faltaban para el inicio del ensayo. Al abrirla, apenas se detuvo en la silueta del nuevo
visitante pues sus ojos huyeron detrás de los músicos que transitaban apurados hacia el
ensayo y sus oídos se concentraron en el escenario, de dónde provenía un incremento de
escalas33 musicales y de fragmentos del repertorio, lo que confirmaba la muerte definitiva
de su fase de preparación. Volvió a la silueta. Se trataba del presidente de la orquesta, un
hombre serio, de frente amplia y poca estatura. Martín no se atrevió a extenderle la mano
pues aquella autoridad tenía las suyas ocupadas, una empuñando un bastón y la otra
apostada entre los botones de su chaleco, como un prócer de la independencia americana.
Luego de un saludo formal, el presidente se ofreció a acompañarlo hasta la sala para
presentarlo a la orquesta. El joven director apenas tuvo tiempo de quitarse la bufanda,
coger las partituras, la batuta y de tener un último contacto visual con las recias caras del
altar, como si buscara en ellas su última redención. Abandonó el camerino en estado de
crispación, gesticulando frases musicales sin darse cuenta, como quien habla solo por la
calle, y caminó en compañía del presidente hasta el corazón del escenario.

Había llegado el gran momento. Sólo una tragedia natural como un sismo, una
inundación o una erupción volcánica podía aplazarlo. La temida sentencia se hallaba

33
Sucesión ascendente o descendente de notas musicales

20
inexorablemente en su fase de ejecución. En el lugar indicado, aguardaba el instrumento
suntuoso de cien cabezas y de mirada interpeladora que seguía, sin solazarse, cada gesto
y movimiento de su nuevo ejecutante. Martín marchaba absorto por la rambla desnuda
que conducía a la tarima, abriéndose paso entre los numerosos especialistas, con su
tonelada de ideas, consejos e información a rastras, impelido por esa extraña voluntad a
ciegas, la misma que termina empujando al ruedo a un gladiador o a un torero, con su
emoción y su angustia fundidas en un solo y poderoso afecto, con la certidumbre de
enfrentarse a una batalla y la incertidumbre del resultado, con la sensación de haber
retado a duelo a un poder superior; un momento de gran consternación emotiva, hasta
para el más osado.

VI

A su precisa indicación de entrada a la orquesta, esta respondió un poco tarde, aunque


acompasada, en perfecto eco al gesto. Era normal y lo sabía. Había comenzado el desafío;
era él el capitán al mando de una nave cuyo éxito o naufragio en aquella difícil travesía,
marcaría su destino como director. Por ahora su única contrariedad era el exceso de
zozobra; pero sus aciertos de comunicación gestual y la respuesta atinente de los músicos
disiparon sus primeros temores, dando paso a la fertilidad deductiva. Un torbellino de
ideas se apoderó entonces de su mente, incluso de aquel espacio necesario para la serena
reflexión. Pensaba en torno al plan de ensayo, a la perfecta sincronización entre gesto y
respuesta sonora, a la justificación o no de sus valoraciones y a los posibles comentarios
para cada sección. Cavilaba sobre aquel ensueño suyo por años recurrente de estar frente
a una de las grandes orquestas alemanas y sobre la manera más efectiva de asimilar cada
segundo de semejante privilegio. Reflexionaba ante el insólito fraseo del oboísta cuyo
espíritu era mucho más libre que aquel que él pretendía sugerirle, ante la afinación pulcra
de los cornos y ante la homogeneidad tímbrica de los violonchelos, todo lo cual alteraba
su plan de corrección e instrucción. Meditaba sobre el dictamen disparatado del comité
artístico de eliminar el ensayo del miércoles por la tarde. Pensaba asimismo cómo
disimular el temblor de la pierna izquierda, qué hacer con sus crespos que saltaban como
resortes en cada instante climático y cuál era la razón por la que no se los había cortado
el día anterior en la barbería árabe que estaba al frente del hotel. Y todavía encontró
espacio para atender el susurro impertinente que desde una cúpula de sus núcleos
basales le iba indicando lo que debía y no debía hacer.

La opulencia de sensaciones en un pódium ofusca la mente de un joven director de la


misma manera que el exceso de lluvia satura la tierra. En el azorado proceso de los
21
primeros ensayos es inevitable que, tal y como sucede en un ataque de insomnio, el joven
cerebro se dedique a divagar, se desoriente en una maraña especulativa que le impide
escuchar a la orquesta, y le lleva por lo tanto a alcanzar conclusiones prematuras y a
tomar decisiones intempestivas. Las sonoridades en aquel recinto inmenso eran muy
distintas a aquellas que Martín traía en sus oídos; sus entramados contrapuntísticos34 se
disgregaban de forma oscura en el espacio agregando confusión a una cabeza que se
hallaba atareada fabricando articulaciones35 falsas, ritmos imprecisos y afinaciones
deficientes con el fin de llevar a cabo las correcciones planificadas. De él se esperaban
únicamente proezas. No podía ser de otra manera y era inevitable para Martín dejar de
pensar también en ello. Pero a pesar de su excitación, de la obra excepcional, de la
hermosa orquesta y de su sensación de mando sobre estas dos últimas, Martín no dejaba
de experimentar preocupación por aquellas otras decisiones musicales igualmente
válidas que iba desechando, por el apremio del tiempo y por la necesidad urgente de
aprobación general. Además se sentía espiado por esos rostros eruditos aparentemente
concentrados en sus particellas36, tan cercanos y a su vez tan remotos, tan desconocidos e
insondables. No podía el joven director deshacerse de esa desconfianza que amenazaba
con dejar expuesta a la luz, de un momento a otro, su condición de novato frente a cien
expertos.

«¿Me detengo aquí? … ¿Menciono lo de la nota falsa del corno? … ¿Estará probándome?»

El clarinete tocó su frase de manera intachable.

«¿Qué le reclamo ahora? …el tempo… sí, el tempo es incorrecto; pero no es su culpa, es del
acompañamiento… de los trombones…sí, de sus tresillos que están lentos y pesados… o,
¿seré yo? … ¿tal vez es la desproporción del gesto? Ahora no puedo corregirlo, es tarde
ya … lo arreglaré cuando repitamos. Esto no debería preocuparme. Furtwängler insiste
que el tempo se determina en el momento, en la acción, de acuerdo a las circunstancias,
siempre cambia. Además, todos los directores tienen líos con el tempo de esta
introducción… La percusión y los contrabajos están desfasados … voy a marcar menos,
a ver si mejora»

La orquesta seguía al joven líder con interés y expectativa; consentía su dirección


convincente.

34
Contrapunto: combinación armoniosa de voces antagónicas
35
Carácter que se le imprime a una nota musical o a una sucesión de ellas: corta, larga, separada, ligada,
acentuada, etc.
36
Partitura del músico ejecutante.

22
«¡Por fin! ¡Un problema de dinámicas37! … el pianissimo38 de los violines; lo arreglaré con
un cambio de posición del arco. ¡Olvidé fijarme en la articulación de los vientos metales!
¿Lo habrán hecho bien?...
…Hay desafinación en las octavas39 de las maderas. ¿Será la primera flauta? ¿el segundo
fagot?... ¿quién está alto? ¿quién está bajo? … Es evidente que se trata de un asunto de
balance. Les diré esto y seguro les sorprenderá …

…Está finalizando la introducción. Debo concentrarme…No, no voy a seguir el plan


original de ensayo. Al culminar la obertura iré a la introducción. Sí, a ellos les gustará que
comience allí mi trabajo… No, no. Mejor voy directo a la coda y dejo el principio para
mañana … No, entonces creerán que huyo de los desafíos rítmicos de la introducción y
del control del tempo; mejor será demostrarles de una vez que no es ningún problema
para mí ... no, no… creo que lo mejor es actuar como si es un asunto irrelevante y me
concentro en dejar listo el final … ¿Qué habría hecho Abbado? probablemente seguir de
largo. ¿Y Celibidache? Habría ido a la introducción y empezado su trabajo diciendo: —
La música no es una diversión ni es fuente de alegría o de satisfacción. Está muy por
encima de todo eso; y mi decisión sobre el tempo es lo último que debe inquietarles. Para
entenderla tendrían que saber ustedes todo lo que mi oído es capaz de captar, incluyendo
el tañido exacto de las campanas de vísperas en Palermo el sangriento lunes de Pascua…
—¡Ya! ¡Debo concentrarme!!!»

Tanto entorpecía la mente de Martín aquella mezcla de goce con demanda que le era
imposible concentrarse. Hundió los dedos de la mano izquierda en su melena, despejó su
frente y cerró los ojos, obligándose a prestar atención. Sus oídos se enfocaron en la
articulación de las cuerdas, con gran recelo, como si de súbito atendiera al crepitar de unos
pasos solitarios que avanzan por el bosque; entonces creyó escuchar hasta la dirección en
la que se movían los arcos. De pronto, al abrir los ojos, entre aquel baldío de pelambreras
virtuosas y calvicies venerables, descubrió a la flautista principal: cabellera negra,
hombros desnudos, finos contornos, piel luminosa, dedos artísticos y mirada impulsiva,
tan parecida a la señorita parisina Des Touches a quien Lucien de Rubempré confundía
con la poesía. Cautivado, Martín quiso extraviar la vista en otras secciones de la orquesta
para recobrar su concentración. Pero volvía a ella sin remedio, una y otra vez, como si
estuviera dirigiendo un concierto para flauta y orquesta.

—Ahora era ella quien no dejaba de mirarme. ¡Parecía que tocaba sólo para mí! — contaba
luego Martín. —De repente, al sentirse descubierta se ruborizó y pude comprobar su

37
En música, se refiere a las graduaciones de intensidad del sonido: forte, fortissimo, piano, pianissimo, crescendo,
diminuendo, etc.
38
Sonido suave, de muy poca intensidad
39
Dos notas separadas entre sí por un intervalo de ocho grados y que llevan por consiguiente el mismo nombre.

23
turbación cuando falló su próxima entrada y entonces sus ojos se ocultaron para siempre
detrás de la partitura y su sonrisa delatora detrás del destello de su instrumento y de su
anillo de matrimonio…

«… ¿Cuál era el plan original?? … ¡Ah sí! … después de correr la obra, ir primero a las
transiciones» — pensó Martín recordando las recomendaciones de Oliver que, ahora, bajo
la férula de la presión, más que expertas palabras parecían los caprichos de un loco.

«…Bueno, son sólo sugerencias. También podría ir directo al allegro ¿no? … ¡Qué
encrucijada! Todas las direcciones asustan de igual modo.

… y, ¿por qué ir en contra del plan original? …Porque lo espontáneo debe estar por
encima del plan, porque debo arreglar primero lo que suena mal. Sí, pero ¿Dónde
comienzo? … ¡Qué distracción! … Tengo que enfocarme… lograr deshacerme de ese
ruido blanco y estéril que, dice Ivanovsky, produce la congestión de las ideas…
…Qué sorprendente el palpitar de este acompañamiento; es un perfecto retrato del
suspenso que se apoderó de la población justo antes del ataque de las fuerzas invasoras.
Pobres italianos… ¡Qué genio es Verdi!!...

… Es natural imaginar a través de la música; aunque mientras se evoca no se escucha.


¿No es necesario acaso gritarle a una persona abstraída para que aterrice y atienda? Es la
prueba de que el ensimismamiento es un estado mental en el cual la audición juega un
papel secundario, es decir, creemos que estamos escuchando, pero en realidad se está
más enfocado en las imágenes que evoca el sonido que en el sonido mismo. Esto significa
que… ¡no estoy escuchando nada!...

¡Aaaaaah! ¡Qué belleza la resonancia de estos violonchelos!»

La sección respondía cabalmente a sus rubatos y al nuevo tempo.

«Veremos en la nota alta … ¡Nooo! ¿Qué han hecho las violas con sus tresillos? …
¿Habrán tocado las maderas su diminuendo40? … ¡Los contrabajos están tocando el pp en
la mitad del arco! … Se atrasan, ¡Se atrasan las violas! … ¿Cómo atender tantas cosas a la
vez??
Al menos, no estoy sudando. “Sólo a la orquesta se le permite sudar; nunca al director”
dice Ivanovsky.»

40
Disminución gradual de la intensidad del sonido.

24
Al voltear a la izquierda, hacia la sección de los primeros violines, Martín notó en el palco
la presencia del director titular y de su asistente. Ambos parecían estar examinando sus
gestos y haciendo comentarios. Acuciado por la importante visita y por una sensación de
admiración ajena que sentía arder a sus espaldas, olvidó por completo a la orquesta y se
dedicó a sí mismo, es decir, a un despliegue de virtuosismo gestual nunca antes visto.
Pronto se había transformado en Carlos Kleiber41 y dirigió el episodio del gran tutti42
como el mejor director de la historia. Satisfecho, se propuso a hallar en seguida un lugar
ideal en donde detener a la orquesta de manera de poder exhibir también sus
conocimientos teóricos. Sin embargo, un último vistazo de reojo al palco, esta vez tan
descarado que desconcentró a la sección entera de los primeros violines, comprobó que
los visitantes se habían marchado.

«¿De qué discuten allá atrás? Debe ser acerca de los arcos43; … sí… están marcando algo
en la partitura. Ojalá tenga que ver con digitación … Si es sobre arcos, espero que los
suyos coincidan con los míos.»

Martín estaba consciente del lío que puede llegar a armarse en un ensayo cuando los arcos
de las particellas no coinciden entre ellos y tampoco con aquellos que el director tiene
marcados en su score. Recordó el drama del ensayo de Vittorio Aldorisi con la American
Symphony, en donde después de una terrible disputa entre ejecutantes y director sobre la
dirección de los arcos, la orquesta, con toda malicia, respondió tocando la frase con
pizzicato44.

«Los segundos violines se han detenido. Siguen discutiendo…


…Esto parece serio.
¡Debí haber revisado los arcos antes de venir al ensayo! … Bueno, al menos sé que
contamos con la misma edición. ¡Menos mal que traje la partitura!
Creo que es mejor parar aquí»

Martín detuvo a la orquesta.

—¡Maestro! disculpe — un violinista alzaba y sacudía el arco desde el último atril —


Tenemos diferentes arcos en esta sección.
—«“Maestro” … ¡lo ha dicho con sarcasmo! … ¡qué pesado! … Bueno, no puedo dudar
ahora. Debo tomar una decisión»

41
Uno de los grandes directores de orquesta del siglo XX.
42
Todos juntos, la orquesta entera.
43
Se refiere a la discusión frecuente de los músicos acerca de la dirección del arco (hacia arriba o hacia abajo, v &
g, en la punta o en el talón del mismo) con la que debe comenzar un pasaje musical.
44
En los instrumentos de cuerda, técnica de puntear las cuerdas con la yema del dedo en sustitución del arco.

25
—Disculpen, ¿qué sección es? — respondió Martín con voz de hombre de mucha
experiencia.
—Compás45 47.
«No tengo número de compases… ¿Qué es esto?? ¿cómo es que esta partitura no tiene
número de compases? … ¡Sólo tiene letras!» — Martín examinaba las páginas, de adelante
hacia atrás y de atrás hacia adelante, alarmado y en silencio. La orquesta esperaba.
—¿Tienen ustedes letras? — dijo, rogando por una respuesta afirmativa.
—No.
—¿Nooo?? ¿Tampoco?? A ver, vamos a contar entonces, desde el principio, compás 1, 2,
3…15,16… «siguen esperando…» — se torturaba Martín —…18,19,20… «esto no debería
estar sucediendo» — Aceleró el conteo. Su frente se humedecía y sus orejas empezaron a
cambiar de color. —… ¡45,46 y 47! ¡Aquí están los arcos! … La frase comienza en la punta46
por favor, gracias. Vamos al allegro. «¡Uff! … ¡Me salvé! …algunos sonríen… otros
denigran. Ahora corren, se desbocan; debo tomar el control, pero ¿cómo? ¿únicamente a
pulso? … ¿o debo decirlo? Las trompetas han tocado el prestissimo47 demasiado fuerte…
los arpegios48 están apurados… la percusión no hace el crescendo…los contrabajos no me
miran…estoy transpirando…Los músicos se preguntarán: —¡Este muchacho! … ¿no
debería estar en su escuela? —…Tengo que disfrutar el momento y estoy preparado. No
hay nada que temer; quiero hacer música…Vamos bien, vamos bien…»

Orquesta y director cerraron el último acorde de la obra de manera impecable.

«Listo, ¡es hora de trabajar!»

VII

El hecho de haber llegado al final de la obertura sin mayores tropiezos, consolidó su


sensación de dominio sobre el ensemble. Martín sabía que debía hablar poco. Comenzó a
escuchar su propia voz delegando con una determinación más bien forzada, un poco
arrogante, con una inflexión que ni él mismo reconocía y que pretendía convencer a los
veteranos músicos de asuntos que con toda probabilidad había sido él el último en
enterarse. Los ejecutantes le atendían. Tras un primer acierto, avanzó unos compases y se

45
En la partitura, son las líneas verticales que dividen el pentagrama agrupando los sonidos de acuerdo a un
patrón de tiempos acentuados y tiempos débiles.
46
Extremo opuesto al talón del arco.
47
Superlativo de presto que significa tempo rápido
48
Notas correspondientes a un acorde tocadas en sucesión y no de manera simultánea.

26
detuvo con un comentario adicional igualmente pertinente y exitoso. Prosiguió sin
disimular su asombro. Satisfechas, las familias de instrumentos seguían ofreciendo, sin
mermar, su hermoso timbre de gran orquesta. En una siguiente pausa, Martín hizo un
par de acotaciones complementarias que, de paso, le permitieron hacer referencia a la
génesis histórica del tema. Al concluir de un modo exultante su lección acerca del ultraje
de los angevinos a las damas sicilianas, continuó dirigiendo con creciente entusiasmo y
actitud cada vez más avezada. Ahora buscaba ansioso otro lugar en donde detenerse para
seguir impresionando. Lo halló. Esta vez, colocó la batuta en el atril y con aire de ilustrado
se dedicó a demostrar sus conocimientos sobre la estructura interna de la obra. Orgulloso
de sus actos y confiado en su oratoria, el joven director echaba a andar y detenía a la
orquesta a su antojo; lo hacía alegremente, con brillo en sus ojos, asaltado por esa lucidez
y serenidad apodíctica que genera la conciencia del éxito. Martín presagiaba ya su salida
en hombros del teatro.

En las siguientes pausas se propuso, con la altivez de un comendador, a explicar cada


sección y sub-sección de la obra, el fraseo, los arcos, la afinación, la expresión, las dinámicas,
la articulación, la sangre explosiva de los pobladores del sur de Italia, los atropellos de las
guarniciones francesas en el extranjero, la señal de las campanas de la Iglesia del Espíritu
Santo, el inicio de la sublevación y la Batalla de Benevento, todo con la oratoria de un
lológrafo, buscando con desenfreno, no sólo instruir a la orquesta, sino además afectar
sus emociones y por ende su modo de interpretar.

Después de setenta minutos de ensayo aleccionador, Martín se hallaba eufórico, y


comenzaba a exhibir además su eutrapelia y a manifestar también indicios de chivato
moralista con anhelo de reproche frente a cualquier desajuste del ensemble. Con una
esquirla de desilusión los músicos notaban como iba perdiéndose la magia de su
gestualidad detrás de su conducta prematura y, rápidamente, se tornaron impacientes.
Martín observó el reloj y notó con preocupación que no había avanzado más allá de la
introducción. Se vio estafado. Su hora y media de locuacidad había ocupado tan sólo un
soplo en aquella realidad suya trastocada, la misma que es capaz de convertir una hora
interminable de viaje en diez cortos minutos cuando se leen las mejores páginas de un
libro. Se sintió víctima de su exceso de palabras, culpable de su lapsus temporal. El plan
original se le había ido de las manos. Salió al paso como pudo y terminó la primera parte
del ensayo consciente de haber hablado mucho y logrado poco. Aquella cavilación suya
acerca de todo, le había conducido a enfocarse en nada.

En su ruta hacia el camerino, las loas de parte de algunos miembros de la sección de las
cuerdas endulzaron su vanidad y avivaron su ánimo. De todos modos, se preguntaba
mortificado cómo lo había hecho, aun cuando conocía la respuesta. Su deber de escuchar
a la orquesta minuciosamente, acto que reclama una atención religiosa, fue entorpecido
por distracciones de toda índole. Se excusó frente a sí mismo «Y, ¿cómo iba a

27
concentrarme? Es una gran orquesta, una gran obra, son los primeros ensayos de mi
carrera profesional; tendría que estar muerto emocionalmente para no distraerme…Lo
sé, más que para hablar, el pódium es un lugar para escuchar»

A Martín le había saboteado su retórica, ese ímpetu neurótico de tener que explicar cada
frase, cada ritmo, cada articulación, cada ocurrencia, como si estuviera impelido a hacerlo
por fuerza de la lex romana: “quien calla demuestra no saber nada”, como si la primera
condición para triunfar frente a una orquesta fuese la de presumir del ingenio a través de
la palabra. Desafortunadamente, dedicarse a perorar en un pódium es dejar de oír los
problemas del ensemble y por consiguiente dejar de resolverlos. Martín estaba admirado
de hasta dónde podía llegar su imaginación y el atrevimiento de su boca. Ahora se sentía
esclavo de sus opiniones, de su arenga impetuosa. El instinto había sometido al deber. Es
un vicio común en los inicios de este arte, el terror a no merecer respeto. Es estupendo
tener mucho que decir, y para los directores sin mayor experiencia es la única forma de
demostrar sus conocimientos cuando no se han percatado aún de lo que pueden decir sus
gestos. Como los reptiles que carecen de extremidades, al novato solo le queda usar la
lengua para atrapar a su presa.

Decir menos más bien beneficia al joven director, pues evita en primer término que se le
escapen unas cuantas sandeces neófitas. La regla es muy sencilla: donde habla el gesto
sobran las palabras. Para todo lo demás, se debe procurar hablar poco de lo que se sabe
y nada de lo que se ignora. Pero es la experiencia la que enseña al director la conveniencia
de una comunicación concisa, breve, como la de los ciudadanos de la antigua Esparta
cuyo laconismo implicaba la concentración del espíritu, imprescindible para ganar una
guerra. Así como exige valor, el pódium exige discreción; necesarias virtudes para la
contienda. El lenguaje corporal de un líder de orquesta es, en términos generales,
suficiente para comunicarlo todo, como sucede en el caso de los artistas del cine mudo.
Por otro lado, la lengua suelta es enemiga del tiempo y el tiempo no debe ser un enemigo,
por el contrario, es un aliado que obliga a la eficiencia.

Un médico conferencista entra a un auditorio de especialistas a exponer un tema. En


pocos minutos habrá dejado en evidencia con su discurso que posee gran sabiduría acerca
del tópico, generando un ambiente de interés y motivación general en los galenos que le
escuchan. El director de orquesta hace más o menos lo mismo, sólo que el impacto de su
exposición dependerá esencialmente del manejo de sus gestos. Aquellos para quienes el
médico hace su disertación, todos veteranos, tiene cada uno su propia idea y convicción
acerca de lo que se expone y sin embargo su participación en la conferencia es vaga y en
todo caso para nada determinante. Los profesionales bajo el mando del director, por el
contrario, participan todo el tiempo, respondiendo musicalmente al discurso gestual del
ponente y aportando además con sus instrumentos su visión crítica acerca del tema. He
28
ahí la enorme responsabilidad del gesto, pues, además de comunicar, tiene la onerosa
tarea de consolidar en uno el criterio de muchos. En el pódium los gestos gobiernan, la
palabra es auxiliar y sólo se acude a ella para ejercer ciertos mandatos, o para ilustrar en
ocasiones una idea, por ejemplo, a través de la metáfora. Para un joven director,
determinar que tanto decir en un ensayo es materia compleja. Un buen termómetro en
este sentido es el grado de ira de los ejecutantes. Los continuos porrazos de estos
veteranos al joven líder en sus primeros años de ensayo, irán librando de ripios sus
enunciados, tornándolos pragmáticos, lúcidos y trascendentes, idóneos para su rol
específico, el de apoyar, sólo cuando es preciso, el discurso de sus gestos.

VIII

Durante el descanso, algunos músicos comentaban cómo se habían contagiado de la


energía y audacia del jovencísimo director; cómo su perspicacia, determinación y
conocimiento sobre la partitura habían inyectado vida al ensayo, cómo era aquella alma
diligente el polo opuesto a la desidia. El joven apuesto, alto, de mirada aguda, de gran
melena, alegre, suspicaz y de profuso talento les había cautivado, rejuvenecido de alguna
manera. A su verbosidad la perdonaba su asombrosa técnica, y, a su intermitencia, su
impetuosidad. Estos agraciados ejecutantes habían disfrutado el ensayo de Martín y
coincidían en su pronóstico de una semana musicalmente gratificante. Un grupo menos
entusiasta, prefería reservarse sus opiniones acerca del joven director, al menos hasta
probarlo con un repertorio de estilo diferente. Otro grupo, el de los estoicos, se
comportaba como si estuviera mentalmente ausente del lugar. Tocaban sin conceder
importancia al resultado de su acción musical y mucho menos a aquel quien estaba al
mando. Descollaba también el grupo de los críticos: —¡Habla demasiado! … ¡Sus tempos
son arriesgados! … ¡El trato a la orquesta no es el adecuado para su edad! — y, por último,
el de los sectarios cuyo vínculo común parecía ser el odio. Estos eran fácilmente
identificables por sus semblantes histéricos y ademán conspirador. Bisbiseaban detrás de
sus atriles y por los escondrijos del teatro, atormentándose unos a otros con la idea de
tener que ajustarse a las directrices de un menor de edad. Mientras tocaban, confabulaban
con sus clásicas miradas de aversión y contenían con sus dientes apretados la toxica
artillería verbal que dispararían sin dudar en la primera oportunidad.

En la segunda parte del ensayo el joven director procuró seguir disfrutando del sonido
de la orquesta célebre, y concluyó la jornada, enfocado más en sus propios fallos y aciertos
que en la difícil personalidad del instrumento, cuya conducta había dado ya indicios
claros de bipolaridad. Martín caminó los ocho kilómetros de vuelta, tal y como lo había
29
planificado, aunque sin el triunfo vaticinado. Atendiendo únicamente el cruce de calles
con el fin de no ser atropellado, siguió los carriles del tranvía que iban en línea recta y
que sabía que iban a arrojarle cerca del hotel. Estaba en otro país, pero le daba igual pues,
como un asceta, seguía retirado en las disquisiciones de su mente. Muy distinto era
cuando Martín triunfaba en un ensayo, entonces se daba permiso, abandonaba la cámara
de cogitación y disfrutaba a plenitud del entorno, especialmente hallándose en un lugar
extranjero, en dónde no había detalle que no mereciera su atención y su halago.

Su primer ensayo en Alemania fue un balde de agua fría. El joven director estaba
acostumbrado a la adulación y a las caras de asombro de las orquestas con las que
trabajaba. Esta en cambio era como el maestro severo que no le hace ninguna gracia el
denuedo de un mocoso. Pero lo menos que esperaba Martín con todos sus pertrechos:
simpatía, precocidad, musicalidad, conocimiento sobre la partitura y una amplia cultura
general, era causar indiferencia, menos aún, desencanto. Ahora debía prepararse todavía
más para el segundo ensayo. De inmediato comenzó a hacer un repaso de todo lo
ocurrido y a hallar una estrategia para cautivar a la orquesta al día siguiente. Después de
cinco kilómetros de caminata, sintió hambre. Entró en el primer restaurante con el que se
topó, señaló sin decir nada el primer plato del menú y continuó meditando. Una vez
analizado el temperamento de los músicos, siguió con el de los directivos de la orquesta
y fue entonces cuando soltó los cubiertos de un salto al recordar la entrevista en la radio.
Se tragó sin masticar lo que tenía en la boca, se bebió el agua de un tiro, se levantó, pagó
y salió corriendo. Al llegar al hotel encontró a Stefan Müller dando vueltas en el vestíbulo
como una fiera enjaulada. Subieron al Citroën y partieron a la estación de radio.

—Finalmente aquí tenemos al joven maestro, queridos oyentes. Adelante… ¿Se ha


perdido usted en el trayecto? — risas en el estudio.
—Digamos que sí, de alguna manera. ¡Pero estoy feliz de poder estar aquí compartiendo
con ustedes en la ciudad de Goethe!
—¿Cómo estuvo ese primer ensayo con la orquesta?
—Bien, muy bien. Siempre es un aprendizaje.
—A ver, explíquenos
—Bueno, por ejemplo, encontrarse con que muchos de los temores que uno tiene antes
del ensayo, sobre todo musicales, resultan ser injustificados; pero al mismo tiempo, se
tropieza uno con otro tipo de retos que se convierten en presión adicional para los
siguientes ensayos.
—¿Sólo el director tiene el derecho de decir cosas en el ensayo? ¿Es así?
—Bueno, decir, cualquiera puede, pero tomar decisiones, sí, por lo general le compete al
director. A veces hay solos musicales, entonces los ejecutantes piden al director ser
acompañados de una u otra manera. Pero, en general, es uno quien debe tomar las
decisiones.
30
—¿Cómo un regio magistrado?
—¡Y con toda su clarividencia!
—¿Y cómo se prepara un joven como usted para trabajar con la orquesta? ¿Hace un plan
para cada obra y cada ensayo y ya está?
—No es tan fácil. Eso puede funcionar para un primer encuentro. Pero luego, mucho de
lo que se planifica es precisamente en base a lo que haga la orquesta en el ensayo; por eso
el trabajo es tan agotador, física y mentalmente. A medida que uno va aportando ideas,
tiene que estar captando y analizando lo que oye, resolviendo lo que tenga que resolverse
a gran velocidad y al mismo tiempo anotando en la cabeza todo aquello que se va
quedando sin corregir, pues nunca es suficiente el tiempo del ensayo para arreglarlo todo.
Además, tiene uno la enorme responsabilidad de mantener, como una llama viva, el
interés de la orquesta.
—Es decir, la estrategia para cada ensayo debe ser reformulada de acuerdo al progreso o
a los desaciertos del día anterior.
—Exactamente
—¿Y cómo mantiene usted vivo el interés de una orquesta?
—De muchas maneras…acertando y, también, metiendo la pata — risas —Lo peor es
cuando la orquesta se aburre. Equivocarse no quiere decir que uno sea un mal director,
puede ser debido a la falta de experiencia; pero si hay aburrimiento es porque el director
no tiene nada que ofrecer.
—Pero me imagino que, en su caso, nada más por el hecho de ser una especie de
“prodigio” en el pódium, cuenta usted con todo el apoyo e interés de la orquesta. —
Martín acababa de reflexionar justamente sobre este asunto, en el trayecto del hotel a la
radio.
—La verdad es que nadie está allí para prestarse a sesiones de entrenamiento de novatos
o congraciarse con nuevos talentos; se está allí con el único objetivo de llevar la obra al
mejor nivel posible de ejecución y punto.
—Pues para ser un joven de 17 años se expresa usted como un director de 40. Me imagino
que lo mismo sucede cuando dirige. Cuéntenos, ¿dónde se formó? y, ¿desde qué edad?
—Principalmente en casa. Tengo un padre que es violinista y me ha orientado siempre.
En cuanto a la edad, no lo sé. Más bien podría decirle a qué edad me enteré de que no
todo el mundo era músico, pues crecí en un ambiente tan musical que creía que esta era
otra condición inherente a todo mortal como la de reír, caminar o fastidiar… — risas.
—Pero habrá tenido un maestro de dirección, me imagino.
—Muchos. He ido a conciertos toda la vida. Sigo el modelo de directores maravillosos
como, Ivanovsky, Benger, Blonde y de maestros estupendos como los del conservatorio
de Bellhar, de los virtuosos del pasado como Kleiber y Karajan y he contado siempre con
la guía técnica de mi padre, que es un músico de orquesta veterano. Incluso aprendí
mucho observando los ensayos escrupulosos que hacían los directores invitados de la

31
Orquesta Académica de Bellhar en dónde mi padre era el concertino49. Y bueno, en estos
momentos estudio dirección en la Academia Nacional de Música en Leviathan City.
—Ahora háblenos de sus compositores favoritos.
—Los favoritos son aquellos cuyas obras me encuentro estudiando en un momento
determinado, cuando descubro sus genialidades ¿me explico? Por ejemplo, últimamente
siento una adoración especial por Shostakovich. Pero a veces esa preferencia cambia
después de dirigir la obra, quiero decir, una sinfonía que de pronto me había
entusiasmado demasiado al estudiarla, al momento de dirigirla no me ofrece la misma
satisfacción, o viceversa.
—A ver, díganos que es lo que tanto le impresiona de Shostachovis, digo, de Shoscatov,
perdón… de Kostash…de Shosti...

IX

Con la diligencia de un industrioso perito, Martín intentó solventar al día siguiente lo que
había quedado pendiente del día anterior e identificó aquellas nuevas fallas a las que
daría solución en el siguiente encuentro. Advertido como estaba del carácter espinoso de
este segundo ensayo, que no ofrece como el primero el amparo de la embriaguez, la
exaltación y la arremetida de los nervios para excusar omisiones, el joven director se
dedicó a la cacería de cualquier mínima alteración que contradijera a la partitura o
defraudara su estilo musical, pues no estaba dispuesto a dejar ante aquellos ejecutantes
rigurosos abono para la mala hierba. Pero este puntilloso procedimiento podía
convertirse en una trampa y él lo sabía: ¿hasta dónde se puede exigir sin parecer un
tirano? ¿corregir sin herir el orgullo de una orquesta insigne? ¿errar en no perfeccionar lo
suficiente? Este es el camino del director joven, un derrotero tortuoso por donde lo
normal es ir tropezando y lo anormal acertando. Por ejemplo, al no poder, por su falta de
experiencia, identificar cuáles son los problemas que la orquesta generalmente resuelve
por sí misma durante el proceso de ensayos, el inexperto pierde un tiempo valioso
inmiscuyéndose. Por la misma razón, pierde tiempo al no poder ofrecer aún las
soluciones técnicas más eficaces en aquellos momentos en dónde su opinión es urgente.
Pero si Martín estuvo en este segundo ensayo más alerta y quisquilloso que nunca, la
orquesta lo fue todavía más. Vigilante y susceptible frente a las pretensiones del niño
osado, alzaba una ceja ante cada una de sus demandas, analizándolas más en términos
de atrevimiento que de contenido. El joven director comenzaba a percibir cierta
resistencia en contra de sus peticiones, pero antes que pasar por débil, insistía —No, no

49
Primer violinista de una orquesta. Líder de la sección de las cuerdas.

32
es ese el pianissimo que busco… Quizás un poco menos en la tercera trompeta por favor
— esta vez la tercera trompeta no emitió sonido alguno —Perdón, no escuché la tercera
trompeta —¿Usted pidió más piano? —Sí —Pues ahí lo tiene…— los otros dos
trompetistas sonrieron complacidos —Tal vez es un problema de balance — insistió
Martín turbado. —¡No es un problema de balance, es un problema de registro del
instrumento! — contestó airado el ejecutante de la primera trompeta con la intención de
dejar en evidencia el desconocimiento del joven. Martín captó el mensaje y se vio obligado
a continuar. En un siguiente pasaje rítmicamente complicado, el joven director se
disponía a perfeccionarlo con un tercer intento del tutti cuando fue interrumpido por el
líder de los contrabajos —¡Maestro! … El problema no es la orquesta entera; ¡está aquí en
los contrabajos! ¿Podemos intentarlo nosotros? — Martín accedió con reticencia. La
familia de contrabajos aclaró el ritmo y el asunto se resolvió en un tris. Con la intención
de añadir dulzura al inicio de un pasaje de los violonchelos, Martín comenzó a hablar de
la pureza del alma infantil. Esta vez fue interrumpido por un chelista de los últimos atriles
quien dirigió sus palabras al líder de la sección —¡Herman! kannst du uns sagen, wie wir
den Satz ¿Downbow oder Upbow beginnen?50 —¡El “maestro” no ha dicho todavía cómo lo
quiere! — contestó el líder con sarcasmo. Martín entendió la indirecta, detuvo el
palabrerío y se apresuró a tomar una decisión —Comenzando la frase en el talón por favor
— dijo con autoridad y casi de inmediato advirtió su error al comprobar el ademán de
sorpresa en algunos miembros de la sección y la sonrisa de mordacidad en el resto. De
nuevo, Martín comenzaba a transpirar. No eran asuntos nimios, se trataba de algunos de
los miles de detalles que debe manejar un director de orquesta. Todo aquello sucedía por
fortuna en secreto; a puerta cerrada entre él y el ensemble; no tenía por qué enterarse el
público, ni la prensa, ni su manager Robert Craig, quien por lo general asistía únicamente
al último de sus ensayos y al concierto, ni su padre que por ser violinista le habría
escandalizado también aquella decisión profana. Pero quien menos debía enterarse se
enteraba, la orquesta entera, a quien le correspondía estar convencida antes que nadie de
tener al frente a un gran director de orquesta. «¿Por qué no estudié un instrumento de
cuerda en vez del piano? ¡Me habría sido más útil!».

Tercer día de ensayo, 6:45 am. Al correr la persiana, un destello ambarino penetró en la
habitación como un coletazo de fuego llenando de vigor el alma de Martín. Su cuerpo
transformó deprisa aquella fuerza en un arrebato que se resistía con la contumacia de un

50
Herman, ¿Puedes decirnos cómo empezar la frase? ¿al talón o a la punta?

33
niño, a tener que aguardar por dos horas el desenlace de los acontecimientos que
demostrarían el acierto de todas sus demandas. Amor propio, ambición, intriga; deseo de
reiniciar el duelo, de volver a ponerle las manos encima a la fantástica orquesta, de
reparar faltas, de rechazar endebleces, de castigar la censura a la edad; afán de observar
y de escuchar escrupulosamente, de instruir con sabiduría, de entenderse, de hacer frente
a lo inasible, de reconfirmar la existencia de una empatía. Había cometido errores, pero
tenía aún mucho que revelar como director. Para un ser que creía haber sido juzgado a
priori por algunos ejecutantes, era esta su oportunidad de redimirse. No obstante, la
animosidad de la nueva jornada, reacia a ajustarse a sus exigencias, a su coraje y a sus
planes perfectos, empezó a hacerle daño desde muy temprano. Un atasco de tráfico, un
saludo indiferente, la sugerencia inoportuna, la pregunta sin respuesta, una repetición
innecesaria de la coda, el aumento de hostilidad en la sección de las cuerdas, un nuevo
desaire de los cornos, el bostezo insolente del percusionista, todo ello mermó el
entusiasmo del joven director, convirtiendo su tercer ensayo en una experiencia muy lejos
de ser grandiosa. Luego de una hora de trabajo, un sudor entelerido comenzó a recorrer
su cuerpo; las ondas sísmicas de un malestar generalizado estaban a punto de derribarle.

¿Cuándo se pusieron de acuerdo los infortunios para dejarle en semejante situación de


desamparo?, ¿cómo podía ser aquella gente tan desalmada?, ¿eran todos parte de una
misma confabulación?, ¿acaso no apreciaban su talento? Martín no supo en qué momento
del retorcido ensayo su emoción se transformó en estupor, y una última apelación en
aquel juicio despiadado era ya improcedente por tratarse evidentemente de una cosa
juzgada. A Martín le vestía ahora el semblante del enamorado que sufre su primer
desengaño. El desdén de su suerte había autorizado a la orquesta tirar por la borda y sin
conmiseración las pocas ponderaciones merecidas de sus primeros dos días de trabajo, y,
sin clemencia le compelía a iniciar, sin saber cómo, una engorrosa reconquista. Martín se
entregó a analizar con cabeza fría, allí mismo en la tarima mientras dirigía, de dónde
provenía todo ese altercado de consciencias, esa turbiedad ominosa de los últimos
minutos que pretendía desahuciarle del pódium, un terreno que sentía ganado desde
hacía mucho tiempo. ¿Había sido todo aquel cataclismo provocado por él mismo? ¿Qué
tanto había hecho mal?

Continuó dirigiendo sin detenerse, incómodo, con una ausencia mental parecida a la del
grupo de los estoicos del ensemble, aunque ésta no era producto de un desinterés, por el
contrario, era el resultado de una devoción con la que él se proponía en silencio, ahora
más que nunca, a corregir errores. Entonces ya no escuchaba a la orquesta; sólo se
reprochaba a sí mismo aquella mudez suya que estaba enviando a la orquesta el mensaje
equivocado: su incompetencia. Sin saber cómo proceder y urgido por enmendarse, cinco
minutos antes de culminar la primera parte del ensayo Martín tomó la peor de las
decisiones: corregir un pasaje de extrema complicación técnica para la orquesta en torno
34
al cual tenía reservadas un par de recomendaciones sabias. Pero la orquesta ya había
tenido suficiente de las imprudencias del jovencito. Tampoco ellos le escuchaban ya.

En el escenario ahora predominaba el tedio y la acritud. El ejecutante de la primera viola


dejó caer su afinador con mucho ruido; del segundo atril de los violonchelos voló una
partitura; la primera trompeta empujó a propósito su sordina51 al suelo y el timbalista
dejó caer sobre el timbal una de las baquetas sin fieltro. Esta gente ahora jugaba, desafiaba
el respeto, pisoteaba la bondad; se divertía pues, malsanamente con el chiquillo. Para
Martín, se habían encendido todas las alarmas. En un destello de astucia quiso trocar la
adversidad incorporándose al juego. Dejó caer él también su batuta al suelo, justo en el
pianissimo. Entonces no hubo risas sino un silencio sepulcral. El juego era entre adultos.
Al comprobar la reacción del primer oboísta, que fue nefasta, Martín entendió que la
fragata se hundía. Remató la obra y después de un agradecimiento quebradizo, se alejó
del pódium, vacilante, desatento, todavía sorprendido con la velocidad con la que se
había desarrollado toda aquella debacle. Se dirigió al camerino inmerso en una autocrítica
rigurosa, con el cargo de consciencia del abogado que acaba de perder un juicio. Nada
había acontecido ese día que no le hubiese afectado. Ahora se sentía como un forastero
en un pueblo inhóspito y percibía una estela de desconfianza y de cuestionamiento en la
mirada ingobernable de cada uno de sus moradores.

Por causa del rapto en el que se encontraba, en su ruta hacia el camerino, Martín se
equivocó de pasillo y sólo se dio cuenta cuando apareció en una salita de estar en donde
dialogaban de pie algunos músicos, entre ellos, cuatro mujeres de la sección de las
cuerdas que intercambiaban historias del fin de semana y tres contrabajistas susurrando
y soltando carcajadas. Sentados junto a la mesita ubicada al lado de la máquina
expendedora, los dos oboístas raspaban sus cañas52 y se decían algo en confidencia, y
cerca de ellos, recostado a la pared y perdido en sus pensamientos, el flacuchento del
fagot limpiaba el mecanismo de su instrumento con un bastoncillo. Todos notaron su
presencia y continuaron su actividad como si no le hubieran visto. Martín se quedó
estupefacto ante tanta frialdad. Imploró durante unos segundos por algún signo de
simpatía, un aliciente. Abandonó consternado el antro y en su regreso por el pasillo se
topó con dos de los cornistas. El albino de frente ancha traía su corno ovillado en el brazo
como un embrión y con la mano izquierda venía expresándole sus ideas musicales a su
interlocutor y luego le miraba en espera de una aprobación. Este último, más viejo, alto y
parsimonioso, con su ausencia de optimismo parecía dudar de cada una de las
aseveraciones de su colega. La conversación, más bien monólogo, giraba en torno a la

51
Objeto que se coloca a los instrumentos musicales para disminuir su intensidad sonora.
52
Pieza hecha de caña que utilizan algunos instrumentos de viento madera para producir el sonido al momento de
soplar.

35
técnica para la ejecución de los trinos en el caso de los armónicos adyacentes, adornos
presentes en la obra que se iba a ensayar a continuación, un tema que puso los nervios de
punta a Martín obligándole a acelerar el paso y a desaparecer en la primera intersección
para evitar ser consultado sobre unos menesteres aún tan inescrutables.

Volvió al camerino, cerró la puerta y se quedó estático mientras procuraba arribar a


verdades que le permitieran subsanar tanta incertidumbre. Quería escuchar comentarios
en relación a su trabajo, aun cuando sabía que no era el momento para digerirlos, al
menos de un modo positivo. Por ahora, su exprimida capacidad reflexiva sólo disponía
quizás de un espacio diminuto para albergar un estímulo. Se tumbó en el sofá y reposó,
aunque sólo el cuerpo, pues su mente continuó más activa que nunca, llena de ideas
repetitivas e inflexibles. Permaneció inmóvil durante un buen rato, con su alegría en
ruinas, observando su propio semblante sin vida en el espejo. Reconstruyó en detalle cada
una de sus intervenciones, frase por frase, palabra por palabra. Analizó sus réplicas y
contrarréplicas y las causas y las consecuencias de sus probables imprudencias. Se figuró
una lista de preguntas que bien podría hacerle la orquesta en la siguiente parte del ensayo
y las atinentes respuestas suyas. Quiso adivinar si era en pro o en contra el veredicto que
preparaba aquel tribunal acerca de su técnica de ensayo, y dudaba si esta debía
mantenerla al estilo didáctico de Tolstoi, o cambiarla al psicológico de Dostoievski.
Empezaba a reconocer que en la tarima peor era hablar que callar. Aquel pódium le
parecía ahora una plataforma dantesca en donde cada acción suya conducía de alguna
manera a un sufrimiento.

Por más que lo deseara, era imposible para Martín distraerse en aquella habitación
saturada de música, desde las paredes, pasando por el piano y las partituras del director,
hasta llegar al velador junto al sofá en donde había una lámpara diseñada en forma de
sistro egipcio. ¿Quién defiende a un director caído en combate? Los ejecutantes se
protegen unos a otros, se respaldan. Pensó en un boxeador; cuando desfallece, están allí
sus asistentes para levantarle, cuando las cosas van mal, le dan algunos trucos, y cuando
fracasa, igualmente le convencen de que no hay otro campeón. No es posible para un
director observarse a sí mismo e ir recomponiendo sus desmanes en la tarima; lo único
que puede hacer es regañarse después del ensayo por todo lo que ha hecho mal. ¿Pedir
opinión a algún músico de la orquesta? Sería la entrega de las armas, una capitulación
cobarde; y no iba a ser Martín quien abandonara la jerarquía, alterara el esquema
tradicional de quién obedece a quién. Aun en ese estado de embotamiento, enfocado más
en la disputa que en la música, Martín debía continuar su ensayo, sirviéndose de una
lucidez secuestrada ya por el trauma. A partir de allí no sería el sonido de los
instrumentos lo que ocuparía su mente, sino el ruido de la conducta de sus ejecutantes.

36
Aquella gran conspiración en su contra carecía de autoría y de objetivo aparente. Martín
sentía esta vez un tipo de soledad diferente, la que acarrea el rechazo de los hombres. Se
levantó y caminó hacia las fotografías de los grandes directores. Observó pausadamente
a cada maestro, deteniéndose en su mirada, intentando descubrir detrás de ella el secreto
de su gloria. Precisaba en ese momento de un confesionario para desahogarse. Se sentó
al piano y logró hallar en el Intermezzo de Brahms a un confesor. Mientras tocaba seguía
pensando y de pronto empezaban a aparecer las respuestas simples a las simples
preguntas que su ofuscamiento impidió dilucidar en el instante oportuno. Mas ya era
tarde. En el Neue Zeitschrift für Musik53 Florestan54 decía: “me conmueve sobremanera
cuando observo a un músico cuyo desarrollo no podría llamarse débil o innatural, recibir
absolutamente nada a cambio por las noches que ha pasado en vela dedicado a su labor,
destruyendo, reconstruyendo, desesperándose, alguna que otra ocasión estimulado por
un rayo de genialidad; no recibir nada, ni siquiera por los errores que por su juventud ha
podido cometer pero que ha logrado sortear con éxito. ¡Como sufro por él, allí de pie, aun
excitado, arrepentido, extenuado, esperando por alguna voz de apoyo!”

Comenzaba a entender Martín que el asunto no era nada simple, que no era sólo cuestión
de preparación o de talento, de gracia, de respuestas formidables, o de escuchar o no a la
orquesta. Era, además, la brecha generacional lo que estorbaba, su extrema juventud la
que se interponía. La frescura de su rostro en aquel ambiente serio era algo tóxico. Ahora
sólo imploraba por unas arrugas y unas cuantas canas o porque aquel día aciago
terminara de una buena vez. Al regresar a la tarima, Martín dirigió como un felino
nervioso que no descuida ni por un segundo su agresivo entorno: alerta y silencioso; sólo
vigilaba, con recelo, alejado de la música. La orquesta notó sorprendida como el mancebo
impetuoso de pronto se había transformado en un adalid de piedra, pero aceptó el cambio
de manera positiva, pues era prueba del triunfo de su lección sobre el jovencito, un
escarmiento que había dejado claro quién era el soberano en aquel difícil territorio.

Al regresar al hotel, Martín se arrojó en la cama, malgeniado, y se entregó al ansiado


sueño liberador, el único que se encargaría de esfumar los mazazos, sin sospechar que,
en ese estado suyo de agitación, la siesta iba a resultar más fatigosa que reparadora.

53
Revista de literatura y crítica musical fundada por Robert Schumann en 1834.
54
Uno de los personajes literarios creados por Schumann para expresar sus críticas musicales.

37
XI

El sosegado movimiento de sus párpados apenas vaticinaba un reencuentro con la


realidad cuando el zumbido áspero del despertador atravesó todo su cuerpo, como un
hilo de corriente eléctrica, y le hizo temblar hasta las cejas. ¡De nuevo la advertencia del
deber! Allí estaba el compromiso, sacudiéndole los hombros y el cuello con sus manos
empecinadas, despojándole del sueño y de cualquier idea que no tuviera que ver con el
cometido. El buen humor de Martín parecía haber regresado, aunque bajo la sombra de
una sumisión que sólo buscaba dar paso sin demora a la próxima jornada de trabajo. Pero
de pronto, iluminado por la magia de la sensatez, decidió desafiar el agobio, se levantó y
salió a caminar. Necesitaba un respiro, un espacio para recuperar su libertad de acción y
de pensamiento, un paréntesis radical, sin preocupaciones, sin la intimidación del temor,
sin amenazas psicológicas. Sentía la necesidad profunda de reencontrarse con su propia
edad, con el lado afable del mundo.

Renuente a conciliar sus impulsos emotivos con las imposiciones del deber, Martín vivió
aquel paseo con total empirismo. Caminaba con dignidad, dando importancia a todo, a
los edificios, a las plazas, a las colillas en el suelo, a las mascotas, a los tubos de escape, a
los desagües, a las hojas muertas y al cielo. Cruzaba cordialidad con los transeúntes que
se prestaban a compartirla y también con quienes le eludían. Buscaba adeptos a su
conducta prometeica y procuró seducir hasta a los más ariscos, una forma inconsciente
de rescatar el carisma perdido en el naufragio del mediodía. Por el verde adolescente de
la arboleda recordó que era mayo. La brisa cálida en la avenida, el griterío de los niños
en los parques, la pasión de los novios en los jardines, el regodeo en los restaurantes y
cafeterías, eran todas excusas suficientes para negarse a volver al claustro. Cada vez que
una imagen del ensayo se le venía a la cabeza, Martín atiborraba su mente con el
extraordinario paisaje extranjero que de por sí justificaba cualquier sacrificio, pues
siempre le cautivó la idea de ser un hijo del mundo y no un incauto de provincia. Pronto
su vitalidad había regresado y los tormentos del pasado no encontraron ya lugar en el
alborozo del presente. Arribó al parque central de la ciudad y fue allí donde obtuvo, con
el aroma de selva negra germánica, el efluvio de savia del vergel, el bel canto de los mirlos
y la breve lectura de algunos párrafos de Egmont, la inyección de heroísmo que le iba a
permitir seguir adelante contra todo obstáculo.

Su cuarta cita con el ensemble fue menos complicada de lo previsto, tal vez porque después
de reflexionar acerca de cada uno de los procedimientos conocidos para preparar a una
orquesta, Martín decidió no optar por ninguno de ellos, o quizás porque resolvió librarse
de ese exceso de análisis que en ocasiones confunde y socava, o porque logró mantener
su locuacidad bajo confinamiento. Lo único que dijo en un instante del ensayo en el que
38
la orquesta aceleraba sin control fue —El problema en este pasaje no es de velocidad, sino
de prudencia — La orquesta condujo entonces con todos sus sentidos despabilados y
enmendó el asunto, complacida.

Llegó por fin el día del ensayo general y con él arribó también una sensación de distensión
y de realización para el joven director. Redimido en gran parte de la opresión del rol de
editor y alentado con la nueva actitud del ensemble y la expectativa del concierto, Martín
disfrutaba a fondo la lectura última de las obras, aun cuando siempre atento a cualquier
detalle que ameritara algún comentario. Si todavía había algún remanente de tensión en
su ánimo, era en lo referente a qué tanto debe hacerse en un ensayo final, considerando
el hecho de que, por lo general, muchas fallas de último momento se resuelven
automáticamente durante el concierto. Mientras dirigía Martín recordaba una discusión
entre Vossler y Kapra, ambos profesores del Conservatorio de Música de Bellhar:

«—…dejar de mencionar cosas importantes en un ensayo general para no hastiar a los


músicos me parece una debilidad. ¡Se debe luchar hasta el final! Además, una omisión
voluntaria puede ser la causa de una mancha indeleble en una versión que pudo haber
sido insuperable.
—Tal vez, pero usar el tiempo íntegro del último ensayo corrigiendo, también demuestra
inseguridad, y puede ser incluso ofensivo para aquellos ejecutantes convencidos con o
sin razón de que la información desde la tarima ha sido ya suficiente, y que lo que falta
por pulir, tiene que ver más con la responsabilidad individual de los ejecutantes que con
una sobreprotección desde el pódium.
—Tienes razón. Además, un poco de nervios en torno a un pasaje aún imperfecto de la
obra mantiene a los intérpretes más atentos y acomedidos a la hora de ejecutarlo en
concierto.
—Y mucha pulcritud y mucha confianza en el ensayo, puede resultar en una versión más
bien agotada y hasta peligrosamente distraída en el concierto. Además, es importante
también dejar hasta cierto punto que la música acontezca y no obedezca siempre a una
reproducción calculada.
—Incluso para muchos directores, una ejecución impoluta de las obras en el último
ensayo es un mal augurio, pues es improbable que puedan realizarse dos versiones
impecables, una detrás de la otra»

Este argumento final fue el que llevó a Martín a la convicción de que, ante las mínimas
imperfecciones que su oído aun lograba detectar, lo mejor era morderse la lengua. Sólo
pidió a los segundos violines, al concluir el ensayo, mantener el carácter melancólico de
una frase tocándola entera sobre la misma cuerda. Los ejecutantes anotaron y así lo
hicieron en la gala. Por lo tanto, el último ensayo resultó ser lo que tenía que ser, una
prueba de concierto, un espacio breve y suficiente para la compenetración definitiva entre
39
gestos y sonido, para la consolidación de la confianza artística entre la orquesta y su líder.
Sin duda, el silencio de Martín de los dos últimos días había contribuido al cambio de
actitud de los músicos; pero el silencio de estos, tenía un significado aún más elocuente:
implicaba su beneplácito; de otra forma habrían hecho imposible la vida al joven director,
hasta el último minuto.

Con el placer de avanzar escuchando el repertorio bajo el influjo de sus gestos mejor
confeccionados, y con la orquesta cada vez más de su lado, Martín dio inicio felizmente
a la conclusión de cuatro días de extremos emocionales. La contraofensiva tuvo lugar en
el concierto, en donde el joven director, libre de asaltos y ávido como estaba de triunfo,
desplegó su más avanzada artillería gestual y defendió a pulso su autonomía
interpretativa. La autoridad de Martín sobre el pódium aquella noche y sus aciertos
musicales sobre cada rincón de la partitura deslumbraron a su contrincante la orquesta
que, conmovida, tomó también sus mejores armas, esta vez no para combatir, sino para
sumarse sin reservas a la gesta musical del portento. De inmediato la gloria, la ovación
del público y de los mismos músicos. La re-invitación salió de la boca reservada del
propio presidente de la orquesta quien, durante el brindis, con un entusiasmo que nadie
le conocía, profería una y otra vez su satisfacción por la enorme proeza realizada.

De vuelta a casa. Un sol poniente se confundía con otro naciente, el del siguiente
compromiso, cuya gestación rondaba ya la cabeza de Martín, complicado e impertinente;
era el nuevo astro que muy pronto comenzaría a irritarle, pero también a conmoverle. A
los 17 años de edad, el pódium es una cruzada de proporciones cósmicas, apta
únicamente para románticos decididos a perseguir sueños audaces sin objetar la
dificultad de su alcance, para optimistas decididos a vencer, a retar a los profetas de lo
imposible, quienes sólo ayudan a no atreverse. Se trata de uno de esos desafíos en donde
mientras todos vacilan, uno solo avanza. Es una historia recurrente: el anodino y su
apoteósica ambición, la eterna contienda entre el individuo insignificante y la grandiosa
naturaleza, entre el diminuto ser y la inmensidad del mar. Como bien tenía apuntado
Martín en su diario: “Terminado un peligrosísimo y largo viaje, solo empieza otro, y terminado
este, sólo empieza un tercero y así en lo sucesivo, para siempre amén; eso es en efecto, lo intolerable
de todo esfuerzo terrenal.”55.

55
Herman Melville

40
XII

Dirigir orquestas profesionales a los diecisiete años es un atrevimiento y no sería


concebible sin la osadía de algunos quijotes que andan por ahí saltándose su niñez,
apurando su juventud, enfrentándose a los ogros desde el amanecer. Se trata de una
intrepidez que da lugar a halagos y también a reprobaciones. ¿Por qué enredarse tan
temprano? Pero el zagal con su idealismo mesiánico y sin preguntarle a nadie, se propone
llevar a cabo su empeño. Por fortuna, su propia ingenuidad le mantiene, por un lado,
inconsciente de la ferocidad de su contrincante, y, por el otro, inflado de ego gracias a la
ayuda de los admiradores que le hacen sentir prodigio.

Lo más insólito de esta profesión es que ya sea que se estrene a los diecisiete o a los treinta,
el director comienza de cero ante una orquesta, tal y como se enfrenta una madre o un
padre al hijo primerizo, con temor e impericia, y es tal vez menos penoso para el ensemble
pasarle por alto los atropellos empíricos a un jovencito que a un adulto ya trajinado.
¿Tiene la edad algo que ver con la capacidad para ejecutar música sinfónica? Aparte de
los niveles de emancipación interpretativa que pueda alcanzar una obra en manos
experimentadas, se podría decir que es posible para un director de corta edad y de poco
recorrido dominar ciertas partituras orquestales en detalle y hasta alcanzar una ejecución
convincente de las mismas. Pero su mayor dificultad será siempre al momento de encarar
su propia inmadurez durante el proceso de ensayos.

¿Cómo lidiar con un instrumento musical que aún no se conoce? Por ahora, sólo puede
ayudarle al director inexperto tener un oído musical y un lenguaje gesticular
excepcionales, poseer un conocimiento suficiente de la técnica de dirección, un uso
persuasivo de la palabra, un dominio en detalle del score y contar con un plan de ensayo
que demuestre organización, eficacia y ciertos propósitos interpretativos firmes. Por
ejemplo, tener claro lo que pretende musicalmente y ser capaz de demostrarlo con gestos,
o, en su defecto, con argumentos esclarecedores —Violines, en esta frase delicada,
¿podrían deslizar sus arcos con la sutileza que nadarían en una tina que está a punto de
desbordarse?

El libreto de ensayo es tan esencial para el director novato como lo es el teleprompter para
un locutor que no se encuentra aún en condiciones de improvisar. Un plan riguroso
puede facilitarle al joven director su trabajo. Al fin y al cabo, su meta es la misma del
veterano: lograr obtener el mejor resultado de todo lo que está escrito en la partitura y su
éxito dependerá de su habilidad para exigirlo. Pero sería una sandez afirmar que para la
realización de un buen ensayo basta con seguir un buen libreto, pues este podría no
coincidir en nada con las fallas de una determinada orquesta. Por eso, la labor del
41
veterano será siempre mucho más eficaz, porque sólo puede decirlo todo aquel que lo ha
experimentado todo, porque sabe observar y escuchar, calmadamente, sin pasiones, con
actitud analítica; porque corrige a partir de los errores que su oído baquiano capta en el
instante y no a partir de un plan preconcebido. Por eso es maestro, porque resuelve en
cuestión de segundos lo que a un principiante con todo y su telepromter le toma horas de
trabajo.

Debido al peso que tiene la experiencia en esta profesión, muy pocos son los directores
de orquesta que logran destacarse antes de los treinta, y los que logran hacerlo es porque
han tenido la suerte de crecer entre expertos en este campo, de quienes adquieren mucho
de lo que les falta de pericia. Aun así, jugará siempre en su contra su estampa serafina.
Muchas de sus demandas conquistarían seguramente si procedieran de una cabeza
canosa; no obstante, así como en su contra juega el aspecto adolescente, a su favor juega
la vitalidad, la espontaneidad y esa franqueza conmovedora que aún pervive de una
niñez reciente. La energía sin límites de Martín de alguna manera tiende a revitalizar el
medio, remoza lo otoñal, funciona como una transfusión de potencia. En ese ambiente
severo y mesurado, Martín reflexiona sobre los desmanes psicológicos de la orquesta con
la perspicacia de un adulto, pero se comporta con la impetuosidad de un infante; actúa
con puerilidad, pero posee secretos de experto; sonríe con la pureza de un querubín, pero
comanda con la fuerza de un General; exhorta verdades categóricas con la imprudencia
de un escolar y explica sus decisiones incautas con la convicción de un ministro. En el
pódium, Martín parece el colegial y el maestro al mismo tiempo.

La orquesta, que posee la suspicacia inmanente de un espía, capta en segundos quién es


el líder, su preparación, su capacidad musical y su propuesta artística; analiza en tiempo
record sus virtudes y sus defectos. Este escrutinio, que define la buena o mala relación
director/orquesta, es incisivo y comienza a operar incluso antes de que el director haya
tenido la oportunidad de alzar los brazos o pronunciar palabra alguna. Por eso es una
ventaja hasta el hecho de haber sido agraciado físicamente por la divina providencia, es
decir, poder irradiar temple, carisma y prestancia incluso desde el momento en que se
camina hacia el pódium. Para quienes no tienen esta dicha, digamos, un mojigato con
parado de infeliz, su lucha será doble. Mas a la orquesta le interesa, aun por encima de la
personalidad descollante o del atractivo físico, un director que le permita brillar
musicalmente, un líder eficiente, de gestos claros e ideas reveladoras, de pocas pero
ilustrativas palabras, que vaya al grano desde un principio, como aquellos escritores que
van directo a la acción antes de dedicarse a describir uno a uno los personajes, es decir,
que atienda sin rodeos lo que debe atenderse, sonido, balance, entonación y fraseo, y que
estimule el perfeccionismo siempre desde un plano de deferencia y apreciación mutua.
No es difícil entender por lo tanto la animadversión de los músicos de orquesta ante el
director con ínfulas de sabio, o ante el predecible, incapaz de improvisar un comentario.
42
No soporta una orquesta a aquel que esconde sus deficiencias detrás de una bufonería de
circo o de una omnipotencia que antes que convencer pretende imponer, o aquel otro que
cree disimular con charlatanería su monumental estafa. Les irrita sobremanera a los
músicos el director que, a pesar de su experiencia, con su arrogancia demuestra que aún
teme lucir novato.

Bajo todas estas consideraciones y para ciertas situaciones la cuestión de la edad juega un
papel más bien irrelevante. Martín afirmaba al final de la entrevista de radio —…es más,
en el pódium la edad cambia todo el tiempo; una frase de Bruckner se asume con la
seriedad de un octogenario, y, un divertimento clásico, con la frescura del adolescente…

XIII

Muchos niños reaccionan frente al orbe de los adultos con indiferencia y buscan más bien
atraer a estos extraños especímenes hacia su mundo egoísta de escaso vocabulario y
experiencia limitada; otros en cambio, se comportan como sus idólatras fieles; siguen con
asombro sus ideas seductoras, sus cuentos deslumbrantes, sus palabras extrañas, sus
destrezas, sus rabietas y alegrías, sus enredadas discusiones, sus decisiones ejemplares,
sus ridículas contradicciones, en fin, todo ese complot de genialidades y estupideces con
las que los enrollados gigantes arman y desarman el planeta varias veces al día como si
fuera un fortín de lego. Ese infante de mirada expectante e interés prematuro por lo
arcano, se comporta como un “radar de búsqueda” que explora todo el espacio y, a su
vez, como un “radar multiestático” que capta y combina toda la información recibida, se
involucra en coyunturas foráneas que poco a poco hace suyas, al menos sus postulados
básicos. Es este entrenamiento anticipado el que luego le permite a este niño conducirse
con naturalidad por esos tortuosos caminos por donde andan tropezando los adultos.

Para Martín ningún día era igual a otro y nunca conoció el aburrimiento. Muy tarde por
la noche seguía luchando para mantener sus ojos despiertos pues acostarse implicaba
abandonar el subibaja divertido del potrillo de la vida. Dejaba a los niños del parque y
corría a casa a informarse de menesteres más arriscados, especialmente cuando había
invitados. Entraba exhalando, con su pelo largo, castaño y lacio (aun sin rizos) adherido
al rostro empapado y enrojecido. Saludaba y se quedaba merodeando con las manos en
los bolsillos, observando de reojo, con esa mirada suya examinadora, satírica y lejana que
parecía estar siempre ocupada en un apartado laboratorio, clasificando impresiones y
elaborando juicios. De pronto interrumpía la ardiente discusión política con un sarcasmo
—¡Habrá que rescatar la guillotina!
43
A sus diez años Martín contaba ya con un dominio tal de la realidad que daba la
impresión de que era capaz de verlo y de comprenderlo todo, de asumir cualquier
desafío. Poseía los artificios que le permitían despertar la admiración de sus mayores, y
no había círculo social en el cual no aspirara figurar y no intentara demostrar que el
pichón era capaz de volar tan alto como las águilas. Aquel estado suyo de alerta
permanente le había transformado en un intrépido navegante de aguas desconocidas, en
un forastero que conoce la lengua extranjera, en un receptor sagaz, en un agudo
interlocutor, en un perspicaz árbitro de conflictos, en un opinante de oficio. El cerebro,
como los músculos, se fortalece con el uso, y el de Martín venía entrenándose de manera
persistente y tomando la forma robusta de aquel de un futuro líder.

La orquesta sinfónica es un ente social enrevesado, de difícil acceso y de una personalidad


tan condescendiente como espinosa. En ella se mezclan las garras y el terciopelo. Se trata
de un organismo multicultural que es de alguna manera una reminiscencia del mito
babeliano: sus miembros hablan idiomas diferentes y tienen visiones opuestas acerca de
la interpretación de las obras, acerca de cómo tocar sus instrumentos y, sobre todo, acerca
del director, de quien unos opinan hacia la izquierda y otros hacia la derecha y, pese a
ello, trabajan juntos intentando edificar monumentos sonoros durante muchas horas al
día, aún sin entenderse o sin estar de acuerdo. A tan compleja entidad se añade el director,
quien habla otro idioma y opina al revés de todos los demás. Es admirable entonces cómo
esto puede funcionar; los ejecutantes se defienden con su riqueza tímbrica y el director
con su poder de persuasión, su agudeza psicológica y su vasta cultura. El ensayo es una
travesía inaudita que pretende contra viento y marea llegar a lo homogéneo a partir de
lo heterogéneo, de una comunidad de múltiples afectos y desafectos a una insólita unidad
de criterio, de un collage interpretativo a una visión única y cohesionada. Es lógico por lo
tanto concluir que al enfrentar semejante pastel se amilane menos el joven precoz con
vista de águila y oído felino, nutrido de ingenio y de sagacidad, hábil con las intrigas,
familiarizado con la temeridad, con lo sensato y con lo absurdo, con lo indómito, con esas
rarezas, caprichos y complejos de los adultos, acostumbrado a formar o hacerse parte
hasta de lo inconcebible.

XIV

Con el objetivo de avanzar a paso certero, un explorador prudente sigue muy de cerca el
modelo de los ya experimentados, se comporta como un perfecto asteroide de sus astros.

44
A finales de abril la primavera todavía se resistía a entregar su encanto. Martín caminaba
rumbo a su primer ensayo con la orquesta sinfónica de la Universidad Metropolitana de
Lafayette. Iba deprisa, con esa mirada distante y despistada propia de quien no ve a un
amigo que viene por la misma acera. Escuchaba vagamente el roce de sus botas húmedas
y la salpicadura de sus pisadas, mientras se imaginaba a sí mismo aterrizando en el
escenario como un advenedizo de enormes poderes musicales, presto a hechizar a los
músicos de la orquesta. La calzada angosta se abría paso en línea recta sobre una inmensa
alfombra de césped que, a esa hora, expedía un fuerte olor a volátiles de hoja verde
debido a la amenaza de la podadora hambrienta que daba vuelta a lo lejos y que ya venía
por su corteza. Por el campus desfilaba una gran cantidad de paraguas polícromos,
esquivándose unos a otros, como lo hacen los cortejos de hormigas que avanzan en
direcciones opuestas. Cuando encontraba espacio, Martín saltaba de un lado al otro sobre
los cuadriláteros de cemento, con sus palpitaciones en crescendo a medida que se
aproximaba al edificio de las artes. En la facultad de música esperaban con curiosidad la
llegada de aquella celebridad de once años, que, días antes, había sido reseñado en un
reporte sensacionalista del Lafayette Daily News como “el nuevo prodigio de la dirección”.
Su profesor de piano y director de orquesta Jeong-Hui, autor intelectual de la valiente
invitación, le recibió en su oficina y le trasladó de inmediato a la sala de ensayos para
presentarlo a la orquesta.

Jeong-Hui, un surcoreano de sonrisa desmesurada, ojos exiguos y de un pelo liso y


azabache que apenas se sujetaba del peinado de medio lado que envolvía su frente, era
dueño de una formalidad conspicua. Nunca se le conoció, ni en la universidad ni fuera
de ella, un atuendo diferente al del traje oscuro con pañuelo de seda blanca doblado en
punta en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, combinado con camisa de hilo del mismo
color y corbata Charvet de seda azul y rombos grises. Orgulloso de las costumbres
orientales, iniciaba sus diálogos siempre con un saludo reverencial. Los americanos que
tenían la oportunidad de estrechar su mano, reflexionaban de inmediato y con cierta
angustia acerca del estado deplorable en el que se hallaban los modales de occidente.
Recio en extremo consigo mismo, aunque sin dejar morir jamás su sonrisa, Jeong-Hui
vivía llamándose la atención ante la figura del Dangun que tenía estampada en una pared
de su estudio. Martín lo descubrió un par de veces por la rendija de la puerta
flagelándose, acción que llevaba a cabo usando el pronombre formal de la segunda
persona: —¡Usted no ha elaborado todavía los informes! … ¡Es un cínico!!

Siendo su profesor particular de piano, Jeong-Hui le hizo llegar a Martín la invitación a


dirigir en un manuscrito que tenía la meticulosidad del Hangul y la elegancia del gótico,
enviado en forma express en un sobre de arte postal estampado con todos los sellos
disponibles en la oficina de correos. En este documento explicaba en detalle el propósito
del evento, el plan de ensayos, y la urgencia de una respuesta también por escrito en el
45
término de cinco días, todo ello como si no fuese a ver a su alumno al día siguiente en su
lección regular de los martes. Su otro invitado para el proyecto, un niño también
surcoreano, también su alumno y también de once años, programado para interpretar
junto al precoz director el Concierto para piano en re mayor de Haydn, a pesar de haber
respondido afirmativamente en una misiva aún más larga que la de su maestro, sufrió a
última hora un extraño percance en sus dedos que nunca se supo si fue accidental o auto
flagelado. Esto dejó a Jeong-Hui en la terrible posición de tener que ir por los pasillos de
la universidad y por algunos bulevares y tiendas de la ciudad destruyendo como un
iconoclasta los hermosos afiches con la imagen de los dos querubines concertistas. Tuvo
que inventarse un anuncio nuevo y también un nuevo programa, ya que la otra opción
era redactar otras dos o tres encíclicas de invitación para lo cual no contaba ni con el
tiempo ni con los destinatarios. Después de una prosternada súplica de remisión ante la
imagen del Dangun, Jeong-Hui superó el fracaso y decidió asignarle a Martín tres danzas
húngaras de Johannes Brahms en substitución.

Dos o tres ideas fundamentales de interpretación junto a otras dos de articulación


conformaban las propuestas que traía Martín al ensayo; el resto de su tiempo en el
pódium lo emplearía escuchando con atención a la orquesta. Jeong-Hui retuvo al
apresurado alumno en la antesala del teatro para realizar con él su ejercicio rutinario de
Soo Bahk Do, integración del intelecto, emoción y voluntad. Martín no se lo podía creer; a
punto ya de ingresar en el paraíso y este hombre lo alzaba por la espalda y dejaba sus
pies corriendo en el aire. No había tenido Martín que aguardar tanto en su vida como en
esos cinco minutos de meditación. Entraron por fin en el escenario y la orquesta hizo
silencio. Jeong-Hui se acercó al pódium y dedicó algunos minutos a la presentación del
invitado; habló de su debut a sus nueve años dirigiendo un ensemble de vientos en el
prestigioso Conservatorio de Bellhar, así como de su reciente concierto con una orquesta
sinfónica en su país de origen. Leyó la reseña del periódico y para finalizar hizo
comentarios acerca de su talento y de su destreza en el piano. Entretanto Martín miraba
intranquilo a aquellos miembros de la orquesta que le observaban y les respondía con
una sonrisita débil mientras se tronaba los dedos. Antes de subir al pódium recordó las
palabras de Oliver — en caso de algún contratiempo o síntoma de tensión en el ensayo, no te
quedes mudo, usa esa gracia que tienes de sobra. — Jeong-Hui se apartó de la tarima para dar
paso a su pupilo. Consternado ante el silencio expectante del ensemble, Martín optó por
romper el hielo dirigiendo sus primeras palabras a la última fila de los vientos.

—¿Dónde están los cornos? … a ver … Ah sí, ya los veo… ¡Mucha suerte con la señora
Roberts! —les auguró, fingiendo poca esperanza.

Confundidas, las tres cornistas miraron de inmediato a Pamela Roberts, la líder de su


sección, quien mostraba ya una mueca de desconcierto. Jeong-Hui se hizo el sordo. Las
46
dos flautistas que estaban en la fila posterior se taparon la boca con un gesto de estupor,
una con la mano y la otra con la flauta, y las pocas risas que hubo en el recinto fueron
más por compasión que por gracia. El chiste de mal gusto tuvo su origen en la boca de
Thomas Roberts, maestro de música de Martín, director de la banda de su escuela y
esposo de Pamela, la ejecutante del primer corno de la orquesta. Eufórico ante la
inminente hazaña de su alumno, Thomas se abocó en las semanas previas al evento a
hacerle propaganda a Martín por todo el distrito escolar y a prepararlo para el reto
musical. Como buen trombonista, le llenó la cabeza de chistes en contra de las violas,
misóginos contra su esposa y de unas tediosas disertaciones acerca del enrevesado
mecanismo de los pistones, las válvulas, las llaves y las varas telescópicas de su
instrumento, como si esto fuese a ayudar a Martín a enfrentar las peligrosas transiciones
de las tres danzas húngaras. Lo que nunca pudo imaginar Thomas es que su alumno
predilecto iba de hecho a valerse de su asesoría apenas subiera al pódium. De este modo
extravagante se estrenó Martín ante una orquesta americana.

Sujeto a las exhortaciones de los mayores y sirviéndose de ellas como legítima patente de
corso, Martín avanzaba en su campo, seguro, otorgándoles carácter de dogma y tomando
por acto cada sugerencia. En su reducto inequívoco, esos testimonios eran su bastión, en
realidad, su única opción. Con cada experiencia Martín constataba que todos los peligros
advertidos por los expertos se cumplían como profecías en el pódium. Quizás en virtud
de la excitación mental que le generaban los sabios consejos, o por la necesidad de hacer
evidente su asimilación, o su ejemplar ejecución, cuando los llevaba a cabo en la tarima
el resultado era más que exagerado y sus asesores temblaban. Un tempo demasiado
excitado en la introducción del allegretto de la Primera Sinfonía de Shostakovich lo
transformaba, después de ser advertido, en uno completamente melancólico; un vals de
tempo moribundo lo convertía, después de un regaño, en una giga56 casi callejera; al ser
prevenido acerca de sus constantes pausas durante el ensayo, regresaba a la tarima,
dirigía sin interrupciones y terminaba su trabajo una hora antes de lo pautado. Empujarle
o frenarle, estimularle o retractarle, eran siempre acciones riesgosas, de consecuencias
impredecibles.

Aún después de un lustro como director, y enfrente ya de orquestas profesionales, Martín


recurría sin complejos a aquellas metáforas grotescas que oía decir a directores afamados
tras bastidores, como la que exhortó a la Orquesta Filarmónica de Bellhar en torno al III
movimiento de la Cuarta Sinfonía de Chaikovski —Señores, estos pizzicatos deben sonar
agitados, nerviosos, ¡como si se tratara de una estampida de ratas! — o, sin el menor
recato y como si estuviera lidiando con aprendices, explicaba a las cuerdas las razones
que contribuían al sonido estridente en sus instrumentos, o, a los vientos, cómo debían

56
Danza barroca de origen inglés caracterizada por un ritmo rápido y alegre.

47
respirar en ciertos pasajes. Aun así, las indiscreciones de Martín resbalaban sin serias
consecuencias debido a su encanto personal, a su enorme talento y al hecho de contar con
una edad a la que aún se le perdona la irreverencia.

XV

Apenas comenzaba a insinuarse la alborada cuando aterrizó el avión en medio de aquella


sabana subyugante de brisa cálida, cuyo aspecto era para Martín ajeno y familiar al
mismo tiempo. Mientras caminaba con letargo por los pasillos del aeropuerto, con el peso
de seis mil kilómetros de aire presurizado aun flotando en sus pulmones, su mirada
fatigada intentaba atisbar, a través de los ventanales panorámicos de la terminal, cada
uno de los ángulos del nuevo ambiente. Pero a esa hora la niebla era todavía densa y sólo
permitía esbozar a lo lejos un indicio de selva. Ese día cumplía dieciocho años.

Hubo en aquel hangar de espera tiempo suficiente para sacudirse el entumecimiento,


escanear todo rincón, dar lectura al visaje de los oriundos y al de los visitantes, y probar
los cinco tipos de café local. También hubo tiempo para comenzar a sentirse extranjero,
olvidar el encanto de la novedad y sentir el hastío de la monotonía. Sentado en la primera
fila de asientos frente a una de las oficinas de la línea aérea, Martín cerró los ojos, voló
tres años atrás y reconstruyó en detalle su itinerario escolar de los miércoles a partir de
las seis de la mañana.

Salió de su habitación con sus párpados pesados y el pelo erizado por causa de la
electricidad estática y llegó a la cocina tambaleando, con el pesado morral a rastras y con
su abrigo de invierno puesto de mala gana. Encendió la luz, bostezó, abrió la puerta de
la nevera, sirvió jugo de naranja en un vaso y se sentó en la banqueta alta junto a la
ventana de la encimera. Puso mantequilla y mermelada al bagel y comió mientras
escuchaba como aullaban los pinos con el viento helado de la madrugada. Se bebió la
última gota de jugo, se acomodó el morral en la espalda, apagó la luz y salió apurado por
la puerta del garaje. Subió al Volvo de Suni, la mamá de Alicia, saludó, y ya un poco más
despierto, comenzó a divertirse soplando aros de humo mientras se daba calor frotándose
las manos entre las piernas. Vio las últimas casas de la urbanización y se fijó en la
pandillita arrebujada con abrigos, gorros y bufandas que esperaba entumecida el autobús
amarillo bajo el alto reflector de luz todavía encendido. Hizo todo el recorrido de la
autopista que arribaba a Montforth desde el sur mirando hacia atrás, para ver los
vehículos que les seguían, para enterarse de cómo era el horizonte austral a esa hora parte

48
noche y parte día, y para comprobar cómo iba quedando atrás el suburbio de su
residencia, algo que siempre quiso hacer y nunca pudo porque Alicia hablaba sin parar
exigiéndole atención, y, porque de haberlo hecho, tanto Alicia como su mamá habrían
pensado que era un maleducado, o que sufría de delirio de persecución, o, peor aún, de
nostalgia familiar. Cuando Alicia le daba una tregua al palabreo para beber la infusión
rara que siempre llevaba en el termo, entonces Suni aprovechaba y hacía preguntas y más
preguntas a Martín, en un coreano deconstruido parecido al inglés y del cual Martín sólo
infería que llevaba implícito mucho afecto y admiración. Alicia traducía y entonces él
respondía halagado.

Llegaron al Liceo de las Artes, agradecieron a Suni, entraron al edificio por la puerta
lateral y caminaron hacia el salón de clases; pero esta vez Martín pudo concentrarse en
ciertos detalles físicos del colegio porque Alicia no hablaba, y entonces se percató de que
las lámparas del techo estaban siempre encendidas y que semejante derroche de energía
se debía a la pésima arquitectura del edificio. Estrechó la mano a Chris que venía
caminando dormido por el pasillo, y al cruzar la esquina, dio una palmadita a Tom en el
hombro quien en ese momento guardaba los libros en el casillero. La atención de las
chicas se centró en él, como de costumbre, menos la de Joanna la poetisa, quien, al primer
cruce de miradas, huyó como siempre, riendo junto al trio de amigas fastidiosas que la
escoltaban. Ni siquiera en su evocación pudo Martín retenerla. Al pasar frente al cafetín
y ver algunos de sus compañeros cercanos, comenzó a especular acerca de quiénes serían
los futuros concertistas, quienes los asesores de empresa, quienes los amos de casa o de
cafetería, quienes los gobernadores, etc. Llegó al salón de clases, entró y se dispuso a
escuchar la lección de armonía y contrapunto de Mr. Grobbek, pero de pronto se distrajo
imaginándose a sí mismo unos años más adelante como un director de orquesta famoso
esperando en el hangar de un aeropuerto a un individuo que debía recogerle y que nunca
apareció.

Martín se enderezó y de nuevo miró hacia la puerta giratoria de acceso al aeropuerto. De


Sergio, el funcionario de la orquesta encargado de buscarle y de llevarle al hotel, no había
rastro. Era una situación un poco estresante porque no había forma de establecer contacto
con ningún representante de la institución a esa hora de la mañana. La opción era
continuar esperando hasta que la directiva de la orquesta se percatara, en algún momento
del día, de la desaparición del director invitado. Después de dedicarse por largo tiempo
a la tarea de estudiar el movimiento de las personas que ocupaban y abandonaban los
asientos de la sala, Martín se fijó en el único individuo que permanecía inmóvil en la
última silla del hangar y que por su expresión de angustia parecía encontrarse en una
situación de desamparo similar a la suya. Era Sergio. Estaba allí postrado, con su mirada
evasiva y la catadura medrosa de un ser recién golpeado por la vida. Sufría en ese instante
de un ataque de retraimiento sin precedentes que le impedía establecer contacto con el

49
mundo. Había cruzado miradas vagas con Martín, pero no hizo conexiones, pues le
habían enviado a buscar a un director de orquesta, sólo que en la descripción olvidaron
aclararle que no se trataba de un señor. Martín, pensó en acercarse para indagar «No, no
tiene cara de hablar inglés … ni español, ni italiano … Y mi portugués es un desastre» En
ese momento Sergio contestó el teléfono móvil y de inmediato dirigió su mirada a Martín.
Entonces fue él quien se aproximó pidiéndole disculpas.

El entretejido mágico de palabras y sonidos que conforman las canciones de Tom Jobim,
Chico Buarque y Caetano Veloso, era para Martín el único marco referencial de aquella
atractiva esquina del planeta. Esos mismos cantos le invitaban ahora a pisar tierra, allí en
su propio escenario, y se convertían en el punto de enlace entre dos fuertes contendores:
lo real y lo imaginario. Espoleado, intentaba reinsertar como una obra incidental el
trasfondo armónico de aquellas canciones en el extraordinario paisaje que observaba en
su recorrido hacia el hotel. Gracias al mutismo inquebrantable de Sergio, Martín pudo
dedicarse a especular durante buena parte del trayecto acerca de la creación de esos
mundos virtuales que incita la música y a descubrir las coincidencias de estos con la
realidad. Entretanto, el coche comenzaba a enredarse en una telaraña de edificios que
parecían haber sido lanzados como dados al azar por toda la bahía, sin consideración de
elevación o de terreno. La gente se paseaba sin apuro por el entramado de avenidas,
plazas y bulevares modernos y por los empinados callejones de piedra con fachadas
multiformes y multicolores del casco histórico, con sus atuendos ligeros y su algarabía de
feria, animada por la camaradería de un sol festivo que hacía sonreír al mar transparente
de la ribera. En alguna zona escondida de esa ciudad, unos jóvenes músicos esperaban
ansiosos la ocasión de poder demostrar al próximo director invitado, sus incomparables
dotes musicales.

Martín interrumpió el silencio.

—Qué increíble ciudad, parece moderna, pero tiene a la vez ese aire pintoresco.

Sergio dudó en responder. Habló después de un gran esfuerzo, con un español


competente:

—Gracias a esa simplicidade todavía presente en estas cidades, es por lo que enamoran
y se adueñan para siempre de los recordos da quienes les vivem…aunque sea por un
instante. Es el privilegio de esos poucos lugares do mundo negados a rendirse a la invasão
cultural, a esa manía contemporânea de la globalização. Som estos publos … pluebos …
puble … —Pueblos —¡pueblos! si, los que aún tienen la capacidade de conmovernos, de
quedar como un suspiro en nostra memoria, de ofrecer uma alternativa de vida diferente.

50
A Martín le sorprendió que aquel individuo de proceder arisco y apariencia sumisa
respondiera de una manera tan avezada. Repicó el teléfono de Sergio: —¿Alo? ¿Sim? Bom
dia, chefe. Aqui eu levo o menino director. Sim. Me perdoe, ¿eh?... me perdoe Sim, eu sei que é
tarde… ¡Como assim, mas eles não me disseram que ele era um garotinho!!! Chegamos em 10
minutos.

—Es eso; este lugar parece de otra época … mira, esos niños jugando al futbol en las calles;
y la gente, parece andar disfrutando del momento, sin apuro, usando sus ojos para
observar y no sólo como un bastón, que es el uso que le da la gente de las grandes
ciudades.

—¡É certo! ¡En estos territorios somos convidados a fazernos parte del medio, un medio
que camina a un ritmo que se pode seguir! En cualquier lugar se necesita tiempo para
asimilar, para absorber, para adaptarse y para responder y estos pobluos…pluebos
…pu… —¡Pueblos! —¡Obrigado! … pueblos, le permiten a uno mais que observarles, ser
um participante.

Sergio hablaba cada vez con mayor desahogo, pero a medida que aumentaba su
entusiasmo en el tema se agravaba su descuido al volante. Ahora conducía desprevenido,
mirando de manera desordenada los comercios, la azotea de los edificios, el borde de la
calzada, los anuncios, el par de retrovisores, las nubes, la radio a la que subía y bajaba
volumen de forma refleja y también a Martín cuando se trababa con el español. Aceleraba
a fondo si la luz del semáforo próximo cambiaba a amarillo, retrocedía velozmente
abriéndose paso entre coches y motocicletas cuando se topaba con una calle llena de
tráfico, y, frenaba encima del rayado peatonal, sin prestar atención al reclamo de los
transeúntes que proferían insultos y daban palmadas al capó y al techo al sentir las ruedas
rozar sus zapatos. Sobre las acciones de Sergio al volante no tenían ya injerencia las reglas
urbanas, únicamente la emotividad del diálogo.

—Sí, ser participantes… ¡ya veo! — contestó Martín un poco nervioso.

—Sí. Outros en cambio, aun cuando de una apariencia muito moderna e muito exquisita,
son ariscos, mesquinhos e inaccesibles; eles se escondem atrás de um estado policial que
tudo lo controla. Lo ofrecen tudo, pese a que nada é gratuito. Sólo permiten con eles uma
relación condicionada, al precio que eles propoem. Lo sei porque estuve viviendo hasta
hace muito recente en sitios así y eu os conozco por dentro… ¿Le gosta la música? … Qué
lindo… ¡pague! ¿Le gosta ir al teatro? ¡pague!! … ¿Apaixonado por la filosofía? Temos la
mejor academia pra você. Agora, primero, ¡pague!!! … Cualquier oferta que não tenga un
interés mercantil, o que não esconda detrás una codicia personal o corporativa, está fora
de lugar, se percibe como anticuada… es más, constitui uma amenaza. ¿El Estado? ¡Cruza

51
os braços! Y cada día se distancia mais y mais de sus obligaciones, deixando al individuo
nas mãos de las empresas, perdidu y sim cara na sociedade de consumo ¡Muito obrigado!!!
… ¡Muito obrigado!!! Eu queria estudiar um instrumento, queria ir a conciertos, al ballet,
al conservatorio de música, pero não tuve los medios, tudo era caro y nadie me ajudou.
Eu sólo poderia estudar filosofía, que era minha otra locura, en mi casa y con libros
emprestados, enquanto trabajaba para subsistir.

—Fachada de oro y alma de hierro.

—Exato. Na sociedade frívola y globalizada de hoy tudo é lindo por fora e podre por
dentro, tudo vai a uma velocidade alucinante, que nos impede profundizar en cualquier
coisa. Para encontrar valores, o gestos de ternura, você precisa cavar a fondo, buscar
debajo de esa lápida de plutocracia que los mantém enterrados.

—Tienes razón. Parece como si estos pueblos del sur se resistieran a su entierro
prematuro y continuaran exhibiendo sus valores en plena superficie.

—Con nosso aparente caos a rastras, lejos del formato mecánico y burgués de las cidades
desarrolladas, seguimos contando con experiencias fenomenales, em nosso propio ritmo,
que surgem de la maneira de actuar y de responder de unos seres menos enajenados, que
têm el tempo y los espacios aún en las mais rudimentarias condiciones para permitirse la
realizacão de sonhos…sunhos…su…— ¡Sueños! — sueños sí, circunstancia que los hace
al mesmo tempo mais audaces, mais inventivos, mais perseverantes.

—¿Será tal vez porque aquí hay muchas cosas que están por hacerse?

Sergio se llevó un perro vagabundo por delante, pero continuó con su discurso como si
nada. Martín escuchó el golpe seco y el chillido y se quedó pasmado en su asiento, y
aunque su instinto fue el de mirar hacia atrás, decidió dejar sus ojos fijos en la postrimería
de la calle, mientras forcejeaban en su interior el dolor de sienes, los gritos de su
conciencia y el deseo de reclamar. Después de unos segundos se relajó. Se sentía todavía
muy forastero como para arribar a conclusiones tal vez injustas «A lo mejor se trata de
fieras salvajes o portadoras de rabia» Si Sergio no lo había notado, él tampoco.

—Poderia ser visto assim; lo importante es que el gentilicio por sorte sigue aquí presente,
de alguma forma en primeiro plano, no ha sido aún desplazado y por isso tal vez la
felicidade en estos cidades continúa siendo tão sincera. De tudos maneras não hay
sociedade perfecta Señor Martín; las nossas sofren com uma desigualdade escalofriante,
tamben com gran desatención do governo, uma enorme desordem…

52
Ya cerca del hotel, Sergio se detuvo frente a un taller metalúrgico y emitió su juicio final.

—…La orquesta sinfónica parece la sociedade ideal, ¿Não es así Señor Martín? Eu
observo. Todos sus membros estão preparados, bem educados, todos trabajan, com
salarios mais o menos igualados, com la mesma oportunidade para fazer arte, cada uno
es imprescindible dentro del tudo pero a su vez cada um preserva sua voz particular de
la cual se sente orgulloso; y, además, tienen seus propios dioses: Beethoven, Brahms,
Bach…; y, aun cuando cada uno de seus membros posee su propio criterio acerca de lo
que es la música e como deve ser interpretada, para evitar el anarquismo delegan en un
chefe que trae propostas admirables. Luego, com muita generosidade todos se
concentram al objetivo común que es el de experimentar íntima y colectivamente la
magnitude de uma obra maestra. Y, además de contar con la suerte de disfrutar en
conjunto el resultado de su esfuerzo, essa sociedade única tiene la surpreendente
bondade de obsequiar suos logros a un público ávido de grandeza.

XVI

La orquesta de cien jóvenes no cabía en aquel sótano vetusto del Centro Cívico que
fracasaba miserablemente en su intento por disimular que se hallaba bajo tierra; tampoco
cabía en el aula de clases de la escuela primaria, ni en el espacio del modesto comedor
estudiantil, ni en el lobby del edificio desvencijado del conservatorio de música, y, con
mucho sacrificio, entraba en el escenario del teatro municipal de 1896, el más grande de
la ciudad, que tenía un piso de tabla enfermo de polilla. Pero ni a este último recinto se
negaban los ejecutantes no obstante el riesgo que significaba someter sus instrumentos al
hambre carpintera de aquellos bichos. Cuando se hacían allí conciertos sinfónico-corales
dos veces al año, era necesario contratar a obreros para que añadieran a la plataforma del
proscenio una tarima adicional de manera de poder acomodarlos a todos, solución que
ocasionaba otros problemas: para el programa siguiente, cuando el escenario volvía a su
tamaño original, los directores, seres distraídos por antonomasia, olvidaban la
reconversión, seguían de largo y caían tres metros al vacío, protagonizando verdaderas
tragedias de las cuales sacaban provecho la prensa amarilla y los directores asistentes
oportunistas.

A pesar de la insuficiencia del espacio, del hacinamiento, de las destartaladas sillas y los
atriles oxidados, de las escasas lámparas del techo que sólo alumbraban a unos pocos, de
la acústica funesta, del calor sofocante y del estruendo de la calle que se colaba por los
cuatro respiraderos, en aquel sótano se daban cita a diario los personajes de una pasión
53
que no conocía límites de abnegación ni de entrega. Contaban todos estos muchachos la
misma historia de amor con un difícil instrumento. Se conocían muy bien entre ellos
porque, o provenían del mismo conservatorio, o de una saga musical que llevaba
generaciones, o porque eran los talentosos que habían brotado en algún rincón de la
ciudad por generación espontánea. Aun siendo todos ellos de procedencia socio-
económica dramáticamente contrastante, su diferencia de estrato dejaba de existir una
vez que ingresaban al recinto de ensayo. La valoración de las personas funcionaba allí en
otros términos: su reconocimiento era obra directa de su empeño, de su aporte personal,
valioso e imprescindible; su compromiso no era pues con promesas, era con hechos, y de
igual forma era su recompensa.

En un contexto de tanto rebullicio, espontaneidad y júbilo, de festividades incansables en


donde el canto se pasea en carrozas y el baile adorna las calles, en donde la imagen del
Buen Jesús de los Navegantes no se muere de aburrimiento en un recodo olvidado junto
a las tumbas del templo colonial, sino que sale a bogar en procesión por la Bahía de todos
los Santos, en donde los regalos del candomblé a la Reina del Mar no se ofrendan en actos
simbólicos y letárgicos en tierra firme sino que andan flotando en el océano en
embarcaciones fervorosas; en este lugar en donde la música se diluye en poesía y la poesía
en música, en donde no se sabe cuándo lo religioso se transforma en profano y lo profano
en religioso, en donde los vestidos de las hermosas bahianas no se hilvanan, se bordan,
el carnaval no se observa, se respira, las fachadas de las casas no se pintan, se ornamentan,
las tradiciones no se enseñan sino que se siembran en la vía pública como semillas de
flores y las ventanas no se cierran sino que permanecen abiertas y rebosantes mostrando
una gente radiante que parece hija del placer, en fin, en este lugar en donde todo se
celebra: la fundación, los fundadores, la independencia, los santos, los cantos, los
cantores, los compositores, el paisaje, y su sincretismo cultural único y sorprendente, una
orquesta sinfónica y cualquier otra vivencia artística susceptible de generar emociones
intensas es abrazada de forma devota, con la misma reverencia y contemplación con la
que viven su pascua de resurrección, con el mismo entusiasmo de un desfile de carnaval.
De súbito en medio del jolgorio, aparece este andamiaje organizado y sonoro de
inimaginables sutilezas que tiene el enorme poder de devolver la calma, de despertar
sentimientos insospechados, de desviar la atención de lo terrenal a lo intangible, a la
perfección de otro universo.

De ninguna manera estos jóvenes iban a perderse de esta otra experiencia de vida. Como
podían, niños y adolescentes se involucraban en ella desde muy temprano con la intriga
de saber en qué consistían esas ilusiones lúdicas que provocaban las partituras. Sus
miradas encendidas bastaban para iluminar el sótano, y, el canto de sus instrumentos era
de tal fuerza sugestiva, que era imposible no conmoverse. Aún sin haber el director dado
su gesto de entrada a la orquesta, la emoción de esta juventud ya se desbordaba por sus
54
poros, y una vez iniciada la música, las cuerdas atacaban con furor, los vientos soplaban
ansiosamente y se formaba una trifulca entre los percusionistas, disputándose los
instrumentos con celo, como críos en una piñata.

Para esta congregación de melómanos contagiosos no existía un proceso apriorístico de


reclutamiento; tampoco un límite de horario, o compromiso económico. Asistían a estos
ensayos por curiosidad, por realización y por placer; eran estas las horas más elocuentes
de su jornada. Los desgastados instrumentos entregaban más de lo que eran capaces; las
partituras, algunas casi deshechas, otras, copias casi ilegibles, no eran un impedimento.
La pretensión iba más allá de cualquier limitación. El rumor acerca de tal celebración
traspasaba las paredes húmedas del sótano y las mustias del conservatorio, irrumpía por
las callejuelas y por los vecindarios bulliciosos como un resuello del mar y se apoderaba
de la aspiración de muchos otros seres sensibles que, tentados, acudían para convertirse
también en privilegiados de privilegiados, es decir, de los que aprovechan y gozan de la
exaltación de dos realidades igualmente ubérrimas. Se hacía por lo tanto necesaria la
expansión, división y subdivisión de las orquestas para acomodar al copioso número de
voluntarios que hacían fila cada año: trescientos, cuatrocientos.

Pocos días antes de que partiera Martín, la orquesta ofreció un ensayo abierto al público
en el teatro municipal. La sala estaba abarrotada, sobre todo de gente joven. No quedaba
allí espacio ni para un alfiler. La algazara callejera se desvaneció cuando se cerraron las
puertas del auditorio. Se apagaron las batucadas y cesó el suspiro de la marejada; se pasó
de una feria escandalosa a una burbuja sigilosa. Después de la exasperación y del frenesí
ahora todo era sosiego y quietud; el revuelo era ahora tranquilidad. Los ritmos frenéticos
del axé57 fueron sustituidos por un pulso recóndito que brotaba de la oscuridad y que
luego de atravesar algunas sombras armónicas terminaba diluido en una cascada de
glissandos58, erizando el vello a la orquesta y también a la audiencia. Era el despertar de
otro milagro. Cuando se vive rodeado de ánimos intensos, entonces la tranquilidad
embelesa. Ahora estaban todos absortos en el murmullo, en la imperturbabilidad de unas
líneas melódicas ondulantes y silentes como el apacible oleaje de la noche. Era el contraste
lo que conmovía, el abandono del jardín ígneo de la calle, de aquel paraíso indómito, y la
entrada a este cosmos estructurado, igualmente exuberante y conjurado. Pronto
aparecería sobre el escenario el ave de fuego con sus colores boreales y su estela brillante
dejando detrás de sus danzas y ritmos anárquicos las simientes de un nuevo carnaval.

57
Movimiento musical originario de la ciudad brasilera de Bahía.
58
Efecto sonoro que consiste en el deslizamiento continuo de una nota a otra.

55
XVII

La penúltima noche, cuando agitadas por el viento las palmeras jugaban a esconder entre
sus hojas adultas la luz amartelada de la luna, vinieron a buscarle al hotel. En el taxi, cinco
muchachas de la orquesta impecablemente maquilladas, con sus blusas de escote de
barco, cintillos, tocados de flores, carteras diminutas y tacones de fiesta, protestaban, unas
más encolerizadas que otras, por la estrechez del escarabajo que además de negarles un
espacio digno venía destruyéndoles el delicado atuendo con sus saltos de calesa de
estancia y la tromba de aire que dejaban colar sus ventanillas atascadas. Luego vino su
lucha por un sitio junto al apuesto director, batalla inútil, pues en aquel cajetín con ruedas
daba igual estar a un lado que detrás, adelante, encima o debajo. Se acomodaron todos a
la fuerza, y como una caterva de brazos, piernas, caderas y cuellos, dieron inicio a un
viaje asfixiante que el enamoramiento de inmediato se encargó de acicalar. Lo único que
impedía por el momento a Martín actuar de una forma todavía más seductora, era la voz
de ultratumba que de vez en cuando salía del esófago del chófer, una voz de un registro
tan grave que habría sido la envidia en la sección de bajos profundos del coro del
monasterio de Novospassky. Sus palabras retumbaban en el techo ovalado del escarabajo
y aterrizaban en forma de eco sobre las cabezas de los muchachos, infundiéndoles un
miedo reverencial que dejaba sin respuesta las escasas preguntas desde el volante. Esto
hizo recordar a Martín la historia de aquel violinista emérito de la Orquesta Sinfónica de
Marsana, quien, gracias a sus conexiones políticas con la poderosa unión de trabajadores
del sector público, logró permanecer por décadas en el último atril de los segundos
violines a pesar de su ineptitud monumental para la música. Era apodado “el eco” en
virtud de que, indiferentemente de la obra, de la precisión rítmica de su compañero de
atril, o de la pulcritud técnica del director, siempre arribaba de último al final de cada
frase. Desconcertados, los miembros de la orquesta, el director musical y también los
directores invitados, intentaron infinidad de métodos, algunos extremos, para dar con
una solución a este asunto tan ridículo, por ejemplo, obligando al eco en ciertas frases a
comenzar pianissimo en la punta del arco, con sordina y sobre el diapasón59, y, unos
segundos antes que el resto de los músicos. Para las grabaciones de estudio, llegaron a
colocar un metrónomo silencioso con luz electrónica en su atril a un tempo un poco más
rápido. Todo fue en vano. Y muy frustrado se encontraba de igual manera el público de
Marsana que veía con tristeza cómo, hasta en la destrucción de las más sublimes frases
de su querida institución musical, tenía metida la mano el sindicato mafioso. En la
Orquesta Sinfónica de Marsana, no era el director quien tenía la última palabra cuando
cerraba, con un movimiento casi imperceptible, la última cesura de la obra; era el eco.

59
En los instrumentos de cuerda, es la superficie de madera sobre la cual se oprimen las cuerdas para producir los
diferentes sonidos. Cuando se usa el arco sobre el diapasón, la intensidad del sonido es mucho menor.

56
Los miembros de la orquesta juvenil se habían dado cita esa noche en un mesón de la
capital. En el pináculo de una colina, que lucía como si se hubiera desbarrado sobre una
transitada avenida al borde del atlántico, estaba la humilde casita verde de adobe y
piedra, con sus ajustados metros de construcción, rodeada de muchas otras de diferentes
formas, tamaños y colores y conectadas entre sí mediante unas escaleras desniveladas de
cemento y sin pretiles. La vista al horizonte desde aquel punto elevado de la ciudad era
más que imponente: un espacio sempiterno e indivisible entre cielo y mar, interrumpido
únicamente por una sombra enigmática salida de las entrañas del piélago que parecía un
gigante agachado en una llanura de espigas negras.

Para ser un lugar de festejos, la casita tenía un ambiente muy hogareño, y unas
proporciones demasiado menudas como para acomodar a una orquesta entera, al
conjunto de samba y al resto de la clientela. Al fondo de la sala, había una ventana amplia
a través de la cual se podía ver parte del interior de la cocina, desde donde levitaba a esa
hora una humareda con olor a feiojada, anunciando una complicada jornada culinaria.
Tras la ventana se habían acomodado algunos espectadores, los que no encontraron ni
mesas ni sillas disponibles y aquellos que simplemente prefirieron estar más cerca de la
comida y de los músicos. La certeza de estar viendo allí entre todos ellos al propio
Caetano Veloso, sólo podía ser una ilusión óptica, o una alucinación por contexto; pero
no, se trataba de su hermano, casi gemelo, otro admirador férvido y fino ejecutante de los
ritmos y danzas del recóncavo bahiano. A un lado de la cocina había un pequeño tablado
con micrófonos, un par de parlantes de retorno, unas pocas sillas y sobre ellas unos
instrumentos raros aguardando con ansiedad el arribo de sus intérpretes.

No se detuvo en toda la noche el arrebato rítmico que obligaba a los ejecutantes, cuando
sentían arder sus dedos, a ceder sus instrumentos a los jóvenes de la orquesta que de
forma voluntaria tomaban el timbal bahiano, la cuica y el cavaquinho y los ejecutaban con
la misma destreza y en perfecta sincronización, como si fueran parte del conjunto
original. La euforia vocal e instrumental unidas en una danza delirante se apoderó de
todo el recinto y no perdonó ni a los introvertidos. Era como si de pronto hubiesen
resucitado las tías bahianas, las descendientes de esclavas originarias de Bahía que, con
sus movimientos de capoeira, su ritmo de pandero y sus excitadas y expresivas palmas
borraban en segundos cualquier resquicio de un pasado triste. Aquella morada era
efervescencia pura, un canto coral, un danzar perpetuo, cara a cara, todos muy de cerca,
con esa gente de ánimo esbelto, de una sonrisa que era propia del soberbio paisaje, como
lo era también su alegría donosa, que hacía ver pálida cualquier otra en cualquier lugar
del mundo.

57
El sortilegio de aquel templo de la dicha conquistó también el alba. Fuera del conjurado
refugio, la luz tenue de la aurora había convertido al gigante agachado en un morro
bronco y definido, que ahora contrastaba de manera formidable con la vaguedad de la
bruma, la tersura del mar y las manchas desdibujadas de la luna que se retrataban en el
abisal de los ojos celestes de Deborah, que tenían la misma profundidad del horizonte y
que jugaban alrededor de Martín con la esquivez del enigma, pero con la intensidad del
fuego. Impelidos los dos, él enloquecido con aquella escultura de piel azafranada, mirada
oceánica, labios encarnados y extremidades voluptuosas danzando sobre la arena
húmeda y cantándole al oído con boca tibia y lujuriosa—¡Vem! vem, sentir o calor dos lábios
meus — en esa lengua que le ahogaba de placer, y ella sintiéndose vencedora sobre el
apuesto director cuya exclusiva atención de pronto había ganado entre todas las rivales
de la orquesta. Rodaban y rodaban en un solo cuerpo sobre los restos de espuma que iban
dejando las olas y, reaparecían luego, detrás de la marea, el desquiciado Ulises y su
codiciada sirena en brazos. Tres horas más tarde arribaron al ensayo general, desaliñados,
irreconocibles. Había un nuevo ingrediente emocional en el pódium. Los tempos se
desbordaban, los ritmos acosaban y el fraseo hacía giros libertinos. Los jóvenes
ejecutantes observaban estupefactos cómo los ojos vivaces de Martín se quedaban
estacionados en la despelucada violinista y nada hacían por disimular. Entonces
aprovecharon la lascivia emergente y tocaron aun con más arrojo.

Sin un mástil en dónde atarse y sin tapones para protegerse, Ulises zarpó de nuevo esa
noche tras su Telxiepia. En el aeropuerto al día siguiente, a la hora de reiniciar su periplo,
Martín seguía con su mirada sucumbida en aquel océano lúbrico. Con desagrado mostró
el pasaporte todavía húmedo al oficial de seguridad. Pulsó con apatía y desdén el botón
del ascensor para ir a la sala de embarque. Con desgano echaba hacia atrás su melena
cargada de conchas de mar mientras se acomodaba en la cola. Indignado y con sus dedos
llenos de salitre entregó a la azafata el pase de abordo. No pronunció palabra; sólo iba
dejando rastros de arena por donde pisaba y una estela de anhelo por donde vagaban sus
ojos.

XVIII

Para el joven director, el cambio de una orquesta profesional a una orquesta juvenil es
como volver a casa, al calor familiar, al apoyo incondicional. Sin embargo, desde la
perspectiva musical, con la segunda, el resultado es menos predecible y el trabajo al final
puede ser más estresante. Con la primera, se pueden planificar los ensayos con bastante
exactitud, algo que es mucho más difícil de hacer con orquestas de jóvenes. Estos últimos
58
son unos locos dispuestos a todo, ambiciosos, tercamente incansables, atestadamente
positivos, con unos principios musicales aún quebradizos que les permite adherirse sin
mayor resistencia a las causas de sus líderes. Mas por ser tan vulnerables, al estar bajo el
mando equivocado, pueden dar marcha atrás rápidamente y destrozar las obras con la
misma inocencia con la que un niño despoja de sus alas a una linda mariposa. Con un
apócrifo al timón, estos navegantes incautos se enfrentan a las colosales olas de las
estructuras sonoras como si fueran expertos marineros, pero incluso antes de ser
aplastados por ellas, ya les ha hundido el peso de sus propias ingenuidades. Un buen
director, no obstante, puede sacar partido de su espléndida voluntad, y, transformar con
disciplina y bajo la brújula del conocimiento, muchas de sus debilidades en fortalezas, y
lograr navegar con rectitud por los difíciles mares de un repertorio debidamente
seleccionado.

El director joven no encontrará un mejor contexto para aprender, para someter a prueba
su pericia, para enterarse de sus propios errores, sin el hostigamiento de miradas
cuestionadoras, sin la presión de los eruditos, sin el humor bipolar de los expertos. No
tendrá una mejor ocasión para sentirse con un derecho distendido a equivocarse. Con
una orquesta juvenil podrá medir su capacidad para transformar un sonido
rudimentario, para resolver problemas de tempo, fraseo y dinámicas (pruebas
especialmente exigentes frente a una fuerza viva que por su energía infinita se desboca
desafiante en cada compás), y para involucrar a los ejecutantes en la sinopsis musical o
extra musical que se pretende relatar. Podrá comprobar también su preparación en
relación a las técnicas de ejecución de los diversos instrumentos, como digitación, arcos,
respiración, articulaciones etc. La orquesta juvenil, además de ofrecerle al joven director la
oportunidad de evaluar distintos métodos y probar múltiples herramientas para evitar
que la obra sinfónica sea maltratada, le permite hacer un balance sincero de su estado de
desarrollo como director.

Los ensayos transcurrieron y el ensamble fue aplacando su carácter impulsivo y


estrepitoso. Poco a poco se transformó, de un individuo de tosco proceder que atropellaba
sus palabras y respondía sin escuchar, a uno atento, sensible, capaz de comunicarse con
un elevado nivel de elocuencia, capaz de añadir color al contenido de su discurso, de
colmar de substancia cada uno de sus enunciados. Este ser nuevo, ahora tenía control de
su propia voz, se hallaba armado de recursos analíticos para poder entender los sonidos,
de recursos técnicos para ejecutarlos y de recursos creativos para comunicarlos. Se había
convertido en cuestión de días en un zagal primoroso, preocupado y consciente de sus
propias debilidades y virtudes. Fue uno de los primeros grandes logros de Martín en un
pódium. Se esperaba de él apenas un bosquejo y entregó una obra acabada; pusieron un
niño en sus brazos y devolvió un adulto. Había criado su primer hijo.

59
Con Martín al mando, la orquesta de jóvenes procedió con cautela, se esmeró en corregir
los vicios que se ocultan detrás de una masa sonora escandalosa, combatió esa estridencia
multitudinaria que suele ser tan apabullante como insincera. A partir de esta experiencia,
la orquesta quedó inmune ante los charlatanes del pódium, verbigracia, aquellos que sólo
añaden nimiedad en donde ya abunda y juran haber descubierto su vocación cuando
encuentran la plataforma perfecta para dar rienda suelta a su delirio de grandeza; sí, la
nueva orquesta juvenil ahora huía de ellos, porque comprendió que su zafiedad es
contagiosa e implica atascarse en lo pueril, en esa etapa infantil en donde sólo importa
quién es el más fuerte, el más rápido, o el más acróbata, en aquel barullo sordo en donde
saltarse las notas, estropear el balance y burlar la sutileza es indiferente, pues lo único
que vale es el postín.

Así como muchas fachadas suntuosas ocultan detrás de sí el desorden, la bullanga y los
efectos visuales en un escenario solapan el atropello musical. La energía del joven
ensemble y del joven director haciendo piruetas frente a obras de rabiosas dinámicas,
desencadena el total paroxismo; fortes60 y fortissimos disparan la adrenalina y la agitación
de las masas entra en juego. De la orquesta, del director y del público, se apodera esa
histeria colectiva que excusa faltas y que vive sólo de sensaciones; su desvarío se
conforma con cualquier licor, con tal de que sea fuerte y permita encomiar la impostura.
Cuando lo que está de relieve es la euforia y no la delicadeza, lo superficial y no lo
trascendental, lo pedestre y no lo sublime, entonces ya no se trata de arte, sino de un
esparcimiento banal como cualquier otro. Para un director sensato, la protagonista está
definida, es la música, y su misión consiste en invitar a tratarse con ella de una manera
profunda, y desde una actitud sincera y respetuosa. La música sinfónica no discrimina si
está en manos jóvenes o en manos experimentadas; de no ser comprendida y ejecutada
de manera íntegra, sólo logrará alcanzar el escaño del burdo entretenimiento,
traicionando su merecido lugar en el estrado de las bellas artes.

Martín se reencontraría con ellos un par de semanas más tarde en Washington D.C. en
donde tendría lugar su actuación principal. Se hizo el trabajo escrupuloso. La nueva y
persuasiva voz que emergía de ese organismo vivo recientemente desintegrado en
átomos y rearmado y reanimado en su óptima versión, ahora declamaba junto a su líder
desde la tersura y la franqueza, lejos del sensacionalismo y la falacia. El compromiso del
joven Martín era con el gran concierto que les esperaba, pero lo era también con esos
cronopios devotos hasta la médula que andaban por ahí sueltos haciendo de las partituras
el centro de su existencia, y, antes que nada, con la música. La experiencia concluyó con
el final de la Quinta Sinfonía de Beethoven, una completa resonancia de almas vibrando y
reafirmando juntas y repetidas veces su abnegación impoluta.

60
Gran intensidad del sonido en un pasaje musical.

60
XIX

Es hora de volver al claustro. Una lluvia inopinada de granizo empañó el final del camino,
impidiendo a Martín continuar disfrutando del color campestre de las lomas afelpadas
del sur de la isla, cerca del mar. El taxi estacionó en un semicírculo empedrado rodeado
de frondas que aún escurrían por el impacto de la tormenta. Al cerrar la puerta del
automóvil y verlo desaparecer entre la neblina, Martín sintió cómo se desvanecía, tal y
como se esfuma una emisora de radio por efecto de la distancia, su contacto con el resto
del mundo. Soltó un suspiro subyacente, e intimándose a dejar atrás su último idilio, dio
media vuelta y avanzó por el pavimento encharcado, hasta encontrar el portón gótico
detrás del cual se erguía su nuevo territorio abacial. Miró a través de la gruta incierta del
postigo, y, con cierta torpeza, por causa del peso del equipaje, del grosor de la puerta, y
del espasmo sicológico provocado por el brutal canje de ambientes, logró por fin ingresar
en el frío aposento. Avanzó a paso lento, con un gran lastre en su corazón, renuente como
nunca a postrarse ante un nuevo confinamiento.

Después de media hora de recorrido involuntario por los tentáculos de aquella oscura
ciudadela estuardiana, Martín encontró en un remoto tercer piso, según las indicaciones
del croquis, su habitación, un espacio estrecho y gélido como un ático parisino en el
invierno. Dejó allí su equipaje. Bajó por las escaleras empinadas de tabla restallante que
parecían empujarle al vacío y sintió náuseas y mareo, síntomas subjetivos de la
melancolía y la distancia. Buscaba con desespero algún ser viviente. El laberinto de la
planta baja le paseó por recibidores, buhardillas sombrías, cocinas desiertas, ventanales
umbrosos, habitaciones de color vago y recintos de madera con olor a museo que parecían
de los tiempos de Bocaccio. Se desorientó. El espectro fantasmal del periplo le instó a
abandonar el edificio cuanto antes para tomar aire. Escapó por la primera puerta que
encontró. No hubo gran cambio. La calle lo recibió con su viso fosco y el cielo con unas
nubes tan cercanas que creyó que se le venían encima. Evasivo, Martín recostó su espalda
a la pared, cerró los ojos y se dejó llevar por los retazos de un pasado fresco, entre gente
joven y risueña, en tantos lugares magníficos, y pensaba sin poder creerlo que aquella
realidad, ahora inaccesible y de nuevo trocada como ficción en su cabeza, continuaba viva
y alborotada en aquel otro continente. Quiso mirar las fotos en su teléfono, pero le pareció
repugnante mezclar unas escenas tan radiantes con un techo tan turbio. Permaneció
ensimismado por un rato hasta que un torbellino helado le voló la bufanda y le reubicó
en la ribera del atlántico norte, frente al canal de La Mancha. ¡Tan grande había sido hace
unos pocos días y ahora tan diminuto! De nuevo entre adultos, en la retaguardia, en un
cottage lejano frente a las más agitadas mareas del mundo, ausente por completo de la
fiesta de la vida.

61
Es tiempo ya de pensar, de estudiar, de meditar, de observar. Tiempo de caminar a solas,
de respirar el olor único de los prados de Annex, de observar las ovejas, los fastuosos
jardines, el lago hermoso; es tiempo de atender el amanecer y el crepúsculo insular, de
notar que llueve y cómo llueve, de extasiarse con el verdor de los alcores, de vagar por
los alrededores del campo en las tardes de sol precario y de abundantes sombras. Es hora
de revisar las nuevas partituras, de encontrar un piano disponible en el edificio contiguo,
de tomar el té con las mujeres y los hombres responsables de la casa, de sentir el aroma
de la tarta de melaza que escapa por la rendija del horno a las seis de la tarde. Es tiempo
de hablar solo, de jugar con Cesar, la mascota, de esperar con ansias algún recado, algún
contacto telefónico, un e-mail, una conversación. Es tiempo de volver con la eterna aliada,
la música, sin las novias, sin la familia adorada, sin los amigos del alma.

Es tiempo de instruirte Martín, de que te sientes a leer en la biblioteca monástica de la


antesala, hasta que la luz tenue del día termine por desvanecerse, y te obligue a encender
la lámpara polvorienta de la esquina, que inútilmente se esfuerza por cubrir el lúgubre
espacio y por hacer algo acogedor el ambiente pesaroso de las primeras horas de la
soledad.

1. Andante

La dirección, arte efímero

El día amaneció frío y nublado. Recuperada su energía, Martín saltó de la cama un poco
desorientado, pero con su emoción palpitante, impelido por una aguda curiosidad acerca
del nuevo ambiente, sin vestigios de melancolía, como si el capítulo de su vida que estaba
a punto de comenzar no tuviese ninguna relación con aquel que acababa de concluir. El
cansancio de la noche anterior no le había permitido ver que el pequeño ático era como
un contrabajo por dentro; aunque, después de observar mejor, por su aspecto
introspectivo y sacrosanto parecía más bien la recámara de un oratorio: el techo, las
62
paredes, el piso, incluso el espaldar de su cama, estaban revestidos en su integridad de
una madera de gran resonancia que provocaba, como las puertas, golpearla con el nudillo
del dedo medio. Al posar sus pies sobre la tabla rústica, pudo sentir de inmediato la
calidez propia del leño, que poco tenía que ver con el aire templado de la habitación y el
panorama glacial al otro lado del cristal empañado. Sus primeros pasos, como era de
esperarse, fueron hacia la ventana, con el propósito de descubrir el planeta desde el nuevo
ángulo. Limpió la capa de escarcha con la manga y pudo ver el edificio administrativo de
la compañía de ópera. Estaba tan cercano, que era posible distinguir en sus oficinas a los
ejecutivos en los escritorios con su expresión preocupada de siempre, y a los empleados
y artistas que entraban y salían, con su faz apremiante y su cariz de opereta. Esa mañana
tendría una reunión a las nueve y media con el director ejecutivo de la institución para
informarse acerca de la programación de la temporada y conocer las instalaciones del
teatro.

Cerró la cortina delgada, tomó una toalla de la consola y caminó descalzo hacia el baño
que estaba fuera de la habitación. Un barítono se le había adelantado y hacía
vocalizaciones desde la tina. Mientras Martín esperaba, se acercó un extranjero de nuez
prominente y humor enconado. El hombre entretenía su boca con unos ejercicios de
estiramiento muscular y calentaba sus cuerdas vocales con un Mí bemol perpetuo y
profundo. Con las manos masajeaba sus sienes y su entera caja acústica. Martín no quiso
interrumpirlo con comentarios impropios, y menos después de concluir que su
descortesía se debía al hecho de considerarle un obstáculo más frente a sus urgentes
necesidades fisiológicas. El tipo dio vuelta a los ojos un par de veces en señal de hastío y
se escabulló airadamente por el mismo pasillo por donde había venido. Su antipatía poco
afectó a Martín, cuyo estado de ánimo crecía en emoción segundo a segundo en torno al
encanto teatral de aquella morada que habría podido ser perfectamente la escenografía
de una gran noche de Los Maestros Cantores. Para el joven director, encontrarse de
huésped en la villa de tan prestigioso festival de ópera era lo que para un muchacho
pintor habría significado alojarse en el palacete de la Galería Borghese romana. Sin querer
perder más tiempo, Martín volvió al ático, y con la intención de continuar empapándose
de la cultura inglesa, tomó el drama en tres actos de Manfredo y leyó con avidez y entre
líneas.

Después de absorber las páginas iniciales del poema, abandonó aterrado la habitación y
se dirigió de nuevo al baño, sediento de comunicación. Esta vez eran las prolongadas
gárgaras de una mezzosoprano las que consumían los nervios a un par de tenores que
hacían cola al pie de la puerta. El primero, apenas con una toalla blanca anudada en el
torso y una partitura en la mano, observaba la música y miraba hacia el techo como si
intentara memorizarla; volvía luego al reloj de campana que estaba en el pasillo y
respondía a sus advertencias con movimientos exasperados. El segundo, todavía en
63
pijamas, con un cepillo de dientes en una mano y un secador de pelo en la otra,
refunfuñaba en su propio idioma. Martín, aún con sus impacientes palabras a punto de
saltarle de la lengua, desistió esta vez formar parte de la fila al comprobar la hora. Corrió
al ático, usó el lavamanos diminuto que salía de la pared como un altorrelieve, se arregló
como pudo la desastrosa melena implosionada por sus ajetreos nocturnos debajo de la
almohada y salió deprisa.

Una vez abandonado el laberinto de la mansión de huéspedes ingresó en otro, el del


edificio anexo en donde se encontraba el comedor secreto. A éste se llegaba descendiendo
por una escalera curva y estrecha, después de un bifurcado y confuso recorrido por
recovecos de distintas opacidades. Abajo el techo era abovedado y el piso de piedra,
viscoso y desnivelado. Las mesas de tabla alargada con su par de taburetes elongados,
tenían en el centro un candelabro labrado en plata. Las paredes estaban adornadas con
antorchas de luz artificial siempre encendidas. Al fondo, se encontraba un vasar con buffet
atendido por un sollastre con un gorro alto y un largo delantal blanco. Sólo faltaban allí
los trovadores y los troveros; pero en su lugar estaban los cantantes, los instrumentistas,
los directores de escena y los coreógrafos, contando sus historias y experiencias dentro
del mundo de la ópera y del teatro con gran exageración, y hablando sobre la vida con el
mismo tinte poético con el que solían expresarse los nobles occitanos del medioevo.
Curiosamente, la taberna, sumergida como aparentaba estar, tenía por uno de sus lados
acceso directo a la superficie, algo así como si después de descender por las escaleras
internas de un trasatlántico de pronto al abrir la última puerta se saliera a la cubierta.
Afuera había un jardín de gran verdor que justo en ese instante recibía un rayo de luz
tenue y elegíaco que acababa de colarse por algún resquicio de las empecinadas nubes
inglesas.

Los artistas comían, reían y se atropellaban sus discursos, procurando abordar la mayor
cantidad de cuentos y de chismes increíbles en el menor tiempo posible. Emocionado,
Martín sólo tuvo que escoger la más divertida de las mesas y sentarse a soltar él también,
con la efusividad y desenvoltura de su lengua, sus historias insólitas. Las obras literarias
suelen llegar a las manos de sus lectores siempre en las situaciones más oportunas, como
si sus autores supieran cuándo enviarlas a propósito desde sus tugurios célicos. Después
de haber leído minutos antes las primeras páginas de Manfredo, y de haberse observado
por dentro, el joven director había concluido agradecido cuan diferente era de aquel
solitario atormentado y lo parecido que era al resto de los hombres, por lo que su
acomodación en aquel grupo de alegres cotorras con acento multirracial fue natural e
instantánea.

De nuevo los amigos de Martín habían cambiado todos de edad; le llevaban al menos
quince años. Para no sentirse descubierto, se dejó crecer el bigote y la barba, proyecto que
64
abandonó al cuarto día al reconocer frente al espejo que con esos pelos enjutos en vez de
aviejarse hacía más evidentes las huellas todavía frescas de su pubertad. Sin otra opción,
hizo entonces lo acostumbrado: adelantarse a su tiempo y permanecer alerta ante cada
extravagancia y sagacidad de aquellas avanzadas conductas. Para sorprenderlas se sirvió,
por un lado, de ese largo historial suyo deslumbrando en los cenáculos de mentes que él
consideraba superiores y, por el otro, de su desarrollada suspicacia, capaz de descifrar
con gran puntería todo lo que su contraparte iba a decirle incluso antes de que abriera el
pico. Aun así, se iba a encontrar en esta ocasión con impredecibles desafíos.

Martín no se sentía ya como un estudiante, y mucho menos deseaba aparentarlo, o ser


tratado como tal. Era un director con orquestas de gran relevancia en su hoja de vida, y,
con la autoridad y prerrogativa concedidas por esa circunstancia especial, hablaba sin
complejos y quería ser estimado e identificado como un colega. Estos nuevos amigos eran
artistas reconocidos unos, y otros con prometedoras carreras a punto de florecer. Aun así,
lejos de sentirse aislado o intimidado, el joven director se sentía parte de aquel mundo
profesional. Su actitud no tenía nada que ver con la arrogancia, sino con la urgencia de
protegerse contra quienes pretendieran juzgarle a partir de su apariencia de niño. Por
otra parte, deseaba dejar claro que estaba listo para dirigir y trabajar con cualquiera en el
caso de que surgiera la ocasión.

Martín había sido invitado al Festival de Ópera de Annex, en Inglaterra, por Eugene
Ivanovsky, su director musical, con el fin de que pudiera presenciar el proceso de ensayos
y la puesta en escena de algunas óperas importantes. Pese a su inteligencia, a su
experiencia precoz de director y a su admirable conocimiento sobre la música y el arte en
general, con el pasar de los días Martín comenzó a sentir a sus espaldas el peso de la
erudición de los especialistas: la de los directores asistentes, los directores de escena, los
preparadores y répétiteurs61, y, de algunos en particular, el peso de la fatuidad y de la
inmodestia. La enorme habilidad de Martín para sociabilizar y esa boca suya incontenible
que de haber sido ignorante le habría comprometido menos, sólo contribuía a estresarle,
pues a cada rato se veía involucrado en conversaciones y tópicos de tal complejidad que
le obligaban a explorar hasta el más ignoto reducto de su diccionario, de su memoria y
de su imaginación, después de lo cual sólo le quedaba ponerse a improvisar si quería
seguir deslumbrando, argucia que francamente detestaba. Muy diferente era cuando se
relacionaba con profesionales de este calibre desde el pódium, caso en el cual sólo él
hablaba, y de lo que allí decía por supuesto nada tenía de improvisado. Pero el reto más
grande en el festival era el propio Ivanovsky, un verdadero oráculo de las artes quien,
antes de que Martín tuviese oportunidad de soltar alguna frase inteligente, había hecho

61
Pianista encargado de entrenar y repasar con los cantantes los pasajes de una ópera.

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ya un enunciado de una sapiencia tan grávida que dejaba al joven director sin palabras y
con ganas de encerrarse a estudiar por veinte años en un monasterio.

Martín sentía una profunda admiración por Eugene Ivanovsky desde el día en que lo
conoció en la ciudad de Montforth, dos años atrás, después de un concierto. El director
ruso representaba al maestro ideal, tan grande en el pódium como lo era en su intelecto,
y ese verano, antes de llegar a Annex estuvo Martín muy preocupado intentando
absorber toda la información posible sobre música y arte en general, de manera de poder
estar a la altura al momento de su encuentro. Desde el primer día, comenzaron los
rastreos, las cacerías y las huidas nerviosas de Martín por los dédalos de la institución.
Antes que nada, hizo una pesquisa del itinerario de Ivanovsky: hora y lugar del
desayuno, del almuerzo y de la cena; su paso por el corredor A, por el B, y por el C;
entrada en la sala de ensayo 1, sala de ensayo 2, sala de ensayo 3; su horario de oficina y
de camerino; sus llegadas y salidas del estacionamiento; sus asientos preferidos en el
balcón con vista al proscenio y en el balcón con vista al bastidor, sus visitas al bar y su
vuelta al dormitorio. Una vez familiarizado con los recorridos del director, entonces
Martín evitaba o frecuentaba espacios de acuerdo a su preparación y valentía del día.
Cuando andaba asaltado por la duda, caminaba alerta y muy cerca de las gruesas
columnas de concreto para poder esconderse en caso de que apareciera el admirado
maestro. Mas ocultaba sólo su cuerpo, pues sus ojos, impactados con la antropometría de
Ivanovsky, su cabello de Liszt, altura encorvada, manos alargadas y rostro sabio y
reservado, le seguían siempre, hasta verle desaparecer, y se quedaban luego flotando en
interrogantes acerca de ese halo de misterio que iba dejando a su paso el eslavo erudito.

Martín quería tratarse con él, pero lo abordaba únicamente en las ocasiones en las que se
sentía en capacidad de impresionarlo, es decir, después de leerse sendos párrafos de
ínclita literatura latinoamericana, ante los cuales el director ruso pudiera titubear. Por el
momento, el joven director procuraba los encuentros en tertulia, en un clima distendido
y menos conminante, y, con el ánimo de resarcirse, preferiblemente con aquel grupo de
músicos que fue testigo de su primer bochorno neófito frente a Ivanovsky. El incidente
tuvo lugar en un desayuno cuando Martín, sonrojado, no supo cómo responder a las
disquisiciones del maestro acerca de Rimbaud, Baudelaire y Mallarmé. Se preparó
entonces para traer a colación, en la siguiente cita, el tema de la supremacía racional en
la poética de Borges, a lo que Ivanovsky respondió serio e impertérrito:

—Me atrevería a decir que su supremacía racional brilla aún más en la gramática utópica
de su prosa, como se puede comprobar en sus geniales ficciones como la de Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius, o en su infamia magistral de los espejos abominables…

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Martín se quedó congelado por el resto del encuentro, evitando por supuesto ahondar en
el asunto. El ruso disertaba en profundidad sobre cualquier tema y lo hacía de una
manera tan persuasiva que era imposible perderle el hilo, y al joven director le sorprendía
sobremanera cómo aquel mago del discurso, que no cedía la palabra, de pronto tenía el
plato vacío y comenzaba a despedirse. Algo parecido sucedía en los ensayos. Conocía de
tal manera las obras y las explicaba a la orquesta y a los cantantes con tal nivel de
seducción que no se sabía en qué momento la jornada había ya terminado, y, a la
trascendencia de su parlamento añadía la de sus gestos de director, que eran como un
espejo de aquel. A los cantantes los instruía individualmente en el camerino. No sólo
corregía su técnica vocal, su pronunciación (hablaba además del ruso, inglés, italiano,
alemán, checo, francés, japonés y hebreo) e interpretación, sino que despachaba al
répétiteur, y se sentaba él mismo al piano y tocaba el instrumento con un virtuosismo
similar a aquel que demostraba en la tarima con la batuta. Martín recibía en una sesión el
aprendizaje que no habría podido obtener en una década de estudios en la Academia.
Consciente del talento musical del chico y de su competencia en el piano, Ivanovsky
estuvo tentado en varias oportunidades a cederle el acompañamiento, pero leyó en sus
ojos la angustia y le dejó tranquilo, cumpliendo con su objetivo de ese primer año que era
el de observar. «¡Este es el lugar! y este hombre ¡un verdadero maestro!» se decía así
mismo Martín cuando abandonaba la sala después de cada ensayo.

Entre los amigos que Martín hizo durante las primeras semanas de su estadía en Annex
se encontraba el sexagenario violonchelista brasilero Mariano Carvalho, miembro de la
orquesta del festival, hombre de grandes anécdotas, de espíritu juvenil, divertido y franco
y también bastante distraído. De contextura gruesa, Mariano andaba siempre acalorado.
Bastaba que comenzara a hablar de temas serios para que su cabeza se caldeara y de
inmediato le brotara de la frente una exudación chispeante —Voy a ducharme y nos
vemos en el bar —¿Otra vez?? — preguntaba Martín sorprendido —Sí, cinco duchas al
día. ¡Manías de Copacabana! — Dentro de la sección de los violonchelos, Mariano era el
mayor; y también el más expresivo, tanto que a veces llamaba la atención aun por encima
de la del propio director —¡Es que cierro los ojos e imagino que aún sigo tocando bajo la
batuta de Kleiber! — Durante los recesos del ensayo, de su entorno saltaban siempre las
más animadas carcajadas. El día que Rusalka, interpretada por una bella soprano india,
probando un tobogán nuevo en el escenario siguió de largo y cayó sobre las piernas de
Mariano haciendo trizas su violonchelo, este, aturdido como estaba, se incorporó
abrazándola por la cintura y diciéndole con ojos desbordados —¡Rusalka! … ¡Amor mío!
… ¡Cántame! ¡Cántame!

Mariano era un músico de muy larga experiencia; había tocado en magníficas orquestas,
en continentes distintos y bajo la dirección de eminentes maestros, entre ellos Herbert
von Karajan, Carlos Kleiber, Karl Böhm y Leonard Bernstein. Las historias en torno a su
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despiste eran legendarias. La más reciente era de ese mismo verano: había tomado un
tren en Londres que le traería al ensayo en el sur de la isla y esa noche muy tarde llamó
a Ivanovsky desde Edimburgo para disculparse por su ausencia involuntaria. Su glorioso
violonchelo Gagliano del siglo XVIII, había sido profanado muchas veces con melodías
vulgares provenientes de los dedos incultos de aquellos suertudos encargados de
protegerle en algún vecindario, cafetería, taxi o aeropuerto mientras aparecía su dueño.

La relación de Martín y Mariano fue una feliz fusión de la casualidad: ambos coincidieron
en la edad de la flor de la vida, pues, con los doce años de más que intencionalmente
aparentaba el primero y los veinticinco de menos que denotaba el segundo con su espíritu
adolescente, cuando andaban juntos se divertían como un par de mocetones de treinta.

La semana más complicada para los músicos de la orquesta en ese mes fue aquella de la
grabación, por las noches, de las sinfonías de Prokofiev junto a Ivanovsky, en los estudios
de Abbey Road en Londres, mientras que continuaban con sus ensayos regulares por la
mañana en el festival de ópera de Annex bajo la dirección de un maestro invitado de la
década de los treinta. Aun así, Mariano buscaba a Martín muy temprano para ir a
caminar, antes del desayuno —¿Y no estás cansado? — le preguntaba el joven director al
verlo tan animado después de regresar de Londres en la madrugada. —No te preocupes,
¡duermo ahora, en el ensayo del anciano!

Martín estuvo un poco más relajado con la ausencia de Ivanovsky esa semana, y, aun así,
sin sospecharlo, su formación como director iba a enriquecerse de una forma todavía más
extraordinaria.

II

Un mediodía, al finalizar el ensayo, Mariano invitó a Martín a que le acompañara a un


pueblo cercano. Abordaron el pequeño Fiat amarillo de tres puertas de un viejo amigo
del chelista y luego de unos pocos kilómetros, arribaron al caserío de Wilbees, una aldea
partida por la mitad por los meandros de una carretera angosta de campo. Mariano
estacionó al lado izquierdo de la vía, con medio Fiat subido en la acera, cerca de una casa
de arquitectura georgiana con ladrillo arcaico y ventanas blancas de marcos simétricos.
Subió el freno de mano y comenzó a dar vueltas con dificultad a la manivela roñosa de la
ventanilla.

68
—Hace muchos años toqué en una de las orquestas de Ambrus Vlakhos. Quiero que lo
conozcas.
—¿Ambrus? ¿el director griego? ¿vive aquí??? Escuché a Robert Craig una vez hablar de
él, y a Ivanovsky, hace pocos días.
—¿Robert Craig? ¿el manager de AMI? Él representa a Ivanovsky, creo, ¿lo conoces?
—¡Claro! También me representa a mí.
—¿Cómo es posible?? No llegas ni a los 20, has dirigido orquestas célebres, tienes un
prestigioso manager ¿Cómo has logrado todo eso? … bueno … ¡ya me contarás!... —
Martín sonreía —Pues mira, —continuó el chelista —Ambrus es todavía recordado como
un gran director … tuvo su fama en su momento. Por desgracia, su tozudez política le
rodeó de enemigos poderosos que hicieron lo imposible por destruir su carrera…―
Mariano intentaba liberar la llave que se había quedado atascada en el cilindro del
encendido — …Decepcionado de los hombres, el maestro decidió un día abandonarlo
todo y se dedicó a vivir como un cartujo. Debe tener cosas importantes que decir sobre
dirección y sería bueno escuchárselas antes de que se vaya a la tumba, aunque nadie ha
logrado hacerle hablar sobre el tema. Ven, vamos a saludarlo … Cierra bien la ventanilla
porque va a llover— Martín hacía un gran esfuerzo dando vueltas a la corroída manivela.

Con gran expectación, el joven director siguió al chelista hasta la entrada de la casa.
Después de llamar tres veces en vano, Mariano abrió la puerta de un codazo. Su acción
hizo tremolar la pesada campana de cobre que colgaba de un perchero de hierro detrás
de esta. Allí estaba el viejo maestro, de pie en el pasillo oscuro, observando con sus ojos
grises e indignados al par de entrometidos. A su lado estaba Baco, su fiel San Bernardo,
tan anciano como él, sólo que mucho más cordial pues sentía y demostraba una gran
felicidad cuando su dueño era tomado en cuenta por algún otro mortal. Las notas del
Cuarteto en Sol Mayor Op. 77 de Haydn embellecían la atmósfera desde un salón lejano.
Con su andar achacoso, Baco se acercó a Martín para olerle, puso torpemente sus enormes
y peludas patas delanteras sobre sus zapatos limpios y estrujó su testuz colosal y lanuda
de toro contra su muslo, empujándole mientras movía la cola, como si buscara afecto.
Martín hubiese preferido esta cariñosa bienvenida de parte del viejo maestro; pero éste,
celoso de su soledad, con su actitud arisca y desafiante y su rostro enconado como si
estuviera a punto de gruñir, parecía más bien el perro. Su frente era amplia, de gran
dignidad, aun cuando siempre fruncida sobre las cejas abundantes y canosas que estaban
disparadas hacia arriba como en un constante estado de alarma. Su pelo blanco era
todavía copioso y estaba bien peinado hacia atrás, dejando ver dos entradas profundas a
los dos lados de la parte alta de su frente que se hundían hasta perderse en las
profundidades de su enigmático cerebro. Su mirada elocuente era la de una mente de una
inquietud incesante. Aquel hombre acostumbrado al monólogo debido a su crítica
clausura, emitió algunas palabras que tenían más que ver con lo que estaba haciendo
antes de la visita que con una frase de acogida. Dio media vuelta, se alejó y fue Baco quien
69
se encargó de llevar a Mariano y a Martín hasta la sala principal, en donde Ambrus ya se
había acomodado en su poltrona y esperaba con ademán desatento, con su cabeza
inclinada hacia abajo, sus dedos ocupados cribando su suéter de gabardina azul, sus
piernas relajadas en forma de triángulo y los pies unidos por los tobillos.

—Ambrus, te presento a un jovencísimo director. Acaba de cumplir dieciocho años y ya


ha dirigido grandes orquestas.

Martín, un poco avergonzado ante la afirmación pretenciosa de Mariano y aún más ante
la actitud impávida del viejo, intentó enmendar las inmodestas palabras diciendo que era
un honor conocerle y aclarando que él era apenas un muchacho que se hallaba en proceso
de aprendizaje.

La sala era una antigua galería de doble altura, de iluminación furtiva y de aire espeso,
como el del humo que produce la leña en el invierno, un aire que además de sentirse y
olerse podía verse gracias a las partículas de polvo ancestral que flotaban dentro del
anillo de luz que descendía desde una claraboya. Dos de las paredes altas de la sala
estaban estampadas con numerosos pósteres franceses de principios del 1900s, entre ellos
el Mouline Rouge de Tolouse-Lautrec y La Boheme de Adolfo Hohenstein; con afiches de
conciertos del director, unos con su nombre y otros con su silueta, en diferentes idiomas
y todos enmarcados en laboriosas molduras; con carteles de propaganda política y con
algunos lienzos de diversos estilos y de reconocido mérito como un par de Canalettos,
tres de Spyros Vassiliou, copias de grabados de Durero, un desnudo de Modigliani, una
réplica del Papa Inocente X de Diego Velázquez, y, como obra central de toda aquella
ensalada plástica, el duplicado de gran tamaño del retrato de L.V. Beethoven de Karl
Jäger. Una biblioteca enorme, repleta de obras literarias, tratados de filosofía y partituras
de toda índole se alzaba como una gran muralla del conocimiento en la tercera pared
ubicada al fondo, detrás de un sofá grisáceo y alargado. El salón estaba rodeado además
por una estantería marrón oscuro con una colección de al menos cinco mil discos de
vinilo. En una esquina cerca del sofá, sobre una alfombra persa de tonos rojos, se
encontraba el piano de cola negro Bösendorfer de ocho octavas, sobre el cual había
diversas esculturas, una hermosa maqueta del Partenón tallada en mármol, bustos de
compositores y de filósofos, un par de metrónomos de péndulo, una lira dorada de tres
cuerdas, así como numerosas partituras, revistas y periódicos de décadas pasadas, todos
amarillentos y dispersos. Aquel rincón lucía como un vertedero de arte, filosofía y demás
extractos de civilización.

La galería, arraigada en proposiciones estéticas discordantes aun cuando de gran


carácter, que no había recibido la caricia de un plumero desde la posguerra, parecía
mantener enterrado en vida a un director de orquesta de mitad del siglo XX con toda su
70
época útil y sus objetos de valor, tal y como mantenían sepultados a los milenarios reyes
de Ur sus enormes tumbas, con todas sus riquezas y sus séquitos. El recinto era un trozo
de historia suspendido en el tiempo y aquel viejo en su poltrona, entregado únicamente
al goce de sus memorias, su reliquia más preciada y su único testimonio superviviente.

Los visitantes se sentaron en el sofá al frente del maestro. Baco se echó a un lado y apoyó
su testera sobre sus rígidas patas delanteras que se hallaban extendidas hacia adelante
como dos estacas de caña. Con sus párpados caídos y con sus ojos tristes y casi ciegos,
Baco vigilaba fijamente los zapatos del par de forasteros. Después de un fuerte suspiro se
quedó inmóvil, listo para escuchar una de esas disertaciones interminables de su dueño
a las que ya estaba acostumbrado. Mariano inició la conversación con gran ánimo sobre
un tema que con toda probabilidad iba a desatar la lengua de Ambrus: el primer contacto
de su maestro Mitrópoulos con el gran director de orquesta Erich Kleiber. Sin embargo,
después de diez minutos de continua provocación, el viejo no había pronunciado palabra
alguna. Llamó a Ariadna, quien apareció al cabo de un rato por una puerta hasta ahora
invisible que daba acceso a la cocina. De sesenta años, aunque lucía más joven, era sin
duda una griega, de piel clara, cabellera castaña oscura, cejas espesas, nariz finamente
esculpida, labios sensuales y ojos expresivos, parecida a la Mujer con Lira de Leopold
Schmutzler. Pero por encima de sus facciones atractivas dominaba su mirada conturbada
y un comportamiento que en general denotaba una gran ansiedad. Se dirigió hacia el viejo
director sin quitarle la vista de encima y sin prestar atención a la visita.

—Trae té para todos, Ariadna. — Ella se quedó observándole por un instante con
altanería en sus ojos y se retiró con un gesto despectivo en los labios.

Mariano continuó con sus anécdotas, un poco azorado después del trato displicente de la
anfitriona, esperando cada vez con menos optimismo que el viejo director tomara la
palabra y continuara él mismo el relato de esas historias que debía conocer a fondo. Sin
embargo, fue Martín quien, observando cómo empezaba a humedecerse la frente del
chelista y a languidecer su discurso al no lograr su objetivo, sintió pena por su amigo y
decidió participar él mismo en un tema que por fortuna conocía bien por ser gran
admirador de los Kleiber.

Ariadna regresó casi de inmediato portando una bandeja con tres tazas de porcelana
china de medio siglo, cada una con un sobrecito de té, y una tetera nonagenaria llena de
leche caliente que pronto vertió sobre cada una de las tazas y también sobre la bandeja,
la mesa y sobre las piernas de los invitados. Martín no tuvo ocasión de negarse a aquel
bebedizo repulsivo, y tampoco se hubiera atrevido a hacerlo, pues con sólo haber
escuchado al viejo pronunciar tres palabras y presenciado la actitud observante de
Ariadna, había comprendido que en esa casa sus enunciados eran órdenes.
71
La conversación fue animándose entre el par de amigos quienes pronto abandonaron el
tema de los directores míticos y comenzaron a hablar de los ensayos de la semana, del
aburrido director invitado, de algunos conciertos y a hacer comparaciones entre las
mujeres latinas y las anglosajonas. Ambrus se limitaba a asentir con su cabeza desde su
puesto, pero a Martín, que le miraba constantemente de reojo, le parecía que sus
circunspectas aprobaciones no se referían a su conversación con Mariano, sino a la que el
viejo estaba manteniendo con su propia conciencia y que probablemente, a raíz de la
visita de un joven director a su casa, giraba en torno a su senectud, a todo lo que la
providencia aciaga venía perpetrando en su contra desde hacía mucho tiempo:
encorvándole, arrugándole, contrayendo sus músculos, y también eliminándole con
lentitud y no sin crueldad preciosas facultades como las del sexo, la vista, el sabor, el
olfato, y últimamente cerniéndose también sobre las mentales. ¡Qué modo tan cortés de
parte de la fatalidad de ir apagando una existencia!

—Ariadna, ¡tienes unas cosas! — dijo el viejo al ver como Martín torcía los ojos con cada
repugnante trago de té. Fue el segundo signo de vida de Ambrus de aquel día. Al sentirse
descubierto, Martín se sonrojó y ofreció de inmediato una rara explicación acerca de un
tic que le sobrevenía al probar cosas calientes debido a un trauma de su infancia con una
sopa, que no tenía nada que ver con el sabor del té, que estaba delicioso, y de inmediato
se dispuso a bebérselo de un solo tiro para despejar cualquier duda.

—Ariadna, trae agua para el té, por favor — Ariadna no regresó.

—¿Qué estas dirigiendo? — preguntó a Martín quien con una acción rápida se limpió el
bigote de leche.

—Estoy estudiando Las Bodas de Fígaro. Y he dirigido recientemente algunas obras de


Shostakovich, Mahler y Strauss.

—Podríamos hablar un poco sobre dirección. Hoy no; estoy un poco indispuesto. ¿Tal
vez mañana?

—Muy bien maestro.

—¡No me llames maestro! ¡Me llamo Ambrus, que significa inmortal! — afirmó con
ademán sardónico. Después de una pausa corta y tensa Ambrus preguntó:

—¿Tienes la partitura del Shostakovich contigo? Me gustaría revisar tus anotaciones


antes de nuestro próximo encuentro.
72
Martín se atragantó con el último sorbo de té, pues sabía que sus apuntes en la partitura
eran escasos y además tan pálidos que iba a ser difícil para el anciano poder incluso
detectarlos. Intentó disimular su consternación, pensó rápido en una excusa y sintió alivio
al concluir que al menos tendría la noche entera para atiborrar aquel score de
observaciones ingeniosas.

—No la he traído Maestr… ¡perdón! … ¡Ambrus! … le prometo que mañ….

Mariano le interrumpió con una expresión salvadora en el rostro,

—¿Tus partituras? Sí, las trajiste, están en el Fiat.

—No, ¡No las traje!! — insistió Martín con una mirada de inquisición que Mariano no
entendió.

—Yo vi cuando las guardaste en el maletín, después del ensayo, antes de venir.

Martín no tenía como negarlo, y mucho menos después de haber notado cierta reacción
de desconfianza en la cara del viejo por causa de su contradicción infantil. Caminó
cabizbajo por el pasillo de salida hacia la puerta, como si acabara de mentir ante un
prefecto, pensando cómo diablos explicarle que sus anotaciones las hacía directamente
en su cabeza y que con ello procuraba además proteger las partituras, argumentos tan
necios como anti-profesionales. Salió a la calle y en ese instante llovía a cántaros. «¡Podría
mojarla y decir que se escurrieron los apuntes! ¡Ja!… o que olvidé traer la llave del
maletín…» … «o que éste se salió del Fiat en una curva» — pensó al observar el enorme
hueco en la base de la puerta del coche a través del cual podía verse parte del asiento
trasero. Al intentar acceder al Cinquecento, este estaba cerrado. Regresar a pedir la llave
implicaba una torpeza más que no estaba dispuesto a hacer evidente ante una eminencia
que no parecía contar con la virtud de la paciencia —«¡el chico tonto que olvida las
llaves!». — Probó por la otra puerta y por fin consiguió ingresar por el maletero, que
estaba abierto. Al revisar el maletín encontró una copia del poema sinfónico Mediodía en
el Llano de Antonio Estévez que había dirigido recientemente. Aun cuando esta partitura
también carecía de anotaciones, al menos se trataba de una obra desconocida para el viejo.
Era su salvación. Ambrus estaría tan interesado por descubrirla él mismo que daría poca
importancia al asunto de los apuntes. Por otro lado, iba a ser muy interesante saber lo
que tendría aquel griego que decir acerca de una obra llena de colores alienígenos. Luego
de una explicación enredada, Martín, en vez de darle la sinfonía de Shostakovich, le
entregó al viejo maestro la obra venezolana. Este, al verlo empapado y con ojos llenos de

73
preocupación, se conmovió y prefirió no insistir con la sinfonía. Tomó la obra de Estévez
y la observó con interés. Dio media vuelta, se alejó y la colocó sobre el piano.

—Les espero mañana a esta hora — dijo sin voltear, mientras tomaba un libro del atril y
se concentraba ya en otros asuntos.

Mariano y Martín se encogieron de hombros. Caminaron por el pasillo sin decir nada y
fue Baco quien les despidió en la puerta, mirando hacia otro lado, como si restara
importancia a las descortesías de su patrón.

III

Al día siguiente, los visitantes encontraron al maestro de pie y de espaldas, cerca del
piano, en el mismo lugar en donde le habían dejado. Al sentir su presencia, el viejo bajó
la partitura del nivel de su frente, dio media vuelta y, con un destello efusivo en sus ojos
que Mariano no le había visto desde la época en que dirigía, dio inicio al siguiente
soliloquio:

—Una luz retadora e incisiva lo abraza y lo consume todo, con la determinación de una
orden imperial. En la extensa llanura, se impone como dueña indiscutible, vigila como el
temido Talos, presta a incinerar a cualquier provocador o temerario. Su incandescencia,
su sabor seco y espeso, su olor a tierra calcinada y su agudo tono invaden como fuego
desatado cada partícula del espacio, cada esquina del sistema sensorial. Luego, en la hora
más intensa, cuando no existen rastros de sombra y sus rayos sofocantes comienzan a
desfigurar el horizonte, aparece en la explanada un diminuto cuerpo, erguido y firme…
— Ambrus señaló la línea de los cornos en la segunda página — …buscando con aire
insurgente comprobar la autenticidad de ciertos mitos, e intentando disimular la
notoriedad de su insignificancia, su humillación ante la fuerza luminosa que tiene
sobrada capacidad para doblegarle...

Mariano y Martín se miraron atónitos y volvieron al viejo, con creciente interés en la


historia.

—…La desavenencia discurre entre ambos sujetos; la colisión tonal aunada a la


divergencia de líneas melódicas contrapuestas sesga cualquier posibilidad de
entendimiento. El cuerpo invasor permanece inmóvil, sometido a la luz inclemente que
ahora comienza a derretir su espalda — el viejo estiró el brazo y dejó caer la mano
74
lentamente y zigzagueante, desde un punto inerte en el espacio, rozando con sus dedos
la cascada de sonidos escalfados que descendían por la espalda del forastero. —El primer
indicio humano del sujeto ha sido comunicado por la sección de los cornos, aquí, en el
compás 16, y su primera intensión de desplazamiento se advierte en los pasos sigilosos de
los contrabajos y de los violonchelos en el compás 20 — señaló de nuevo la partitura y
miró a los visitantes para comprobar que le seguían. —Sus extremidades comienzan a
reaccionar contra el enemigo, aunque con movimientos aletargados, como si trataran de
zafarse de una resistencia que sólo les permite arrastrarse. Pero el sujeto persiste en
avanzar, en conquistar terreno, en revertir su condición de intruso del lugar. ¿No es ésta
nuestra lucha eterna en este mundo? — volvió a dirigir su mirada a los oyentes —¡Somos
todos unos intrusos! — Pensó por unos segundos, regresó a la partitura y siguió con el
relato —Sintiéndose desafiada por el arribista, la llama hostil se enfurece, se expande, le
azota con su hirviente lumbre, se empeña en detenerle amenazando con encender fuego
a los samanes y a los rastrojos de hojas secas, que comienzan a crujir con desesperación
junto a las cuerdas al ponticelli62 y a los vientos madera en su registro más alto. Ante la
contumacia del invasor, la llama ya no intimida, actúa y cumple su promesa soltando su
rabiosa hoguera contra todo lo que encuentra a su paso, y las cenizas vuelan y se
desvanecen entre los dedos dóciles del director encargado de narrar el episodio. El cerco
tonal ambivalente, creado por estos dos sujetos atrapados en una pugna asfixiante, se
transforma de pronto, mediante una distensión armónica y melódica ingeniosa, en
prolífico movimiento, lo que nos indica el arribo de un nuevo protagonista, digamos, una
garza. Muy alejada del atascado conflicto de bitonalidad63 y de rivalidad obtusa, esta garza
fluye, no se detiene, no analiza ni escruta nada, sólo disfruta de su hábitat natural, del
entorno majestuoso, y se dedica a dibujar con su vuelo silencioso formas helicoidales en
los cielos despejados de la llanura …

Lo que más sorprendía a Martín no eran los atinados comentarios musicales del maestro,
sino su visión acertada acerca de unas regiones tan distantes, como si hubiese estado en
ellas, como si las conociera en detalle. Aquel hombre centenario parecía haberlo visto
todo. Ambrus dijo,

—Acércate, Martín, dirige esta sección. Las expresivas manos de un director, capaces de
describir momentos contemplativos, de reflejar estados de ánimo, de relatar historias,
podrán sugerir sin problema la imagen de esta voz oriunda que se mueve a sus anchas,
que se pasea sobre arroyos, bajíos y esteros con indiferencia placentera, que realza su
vuelo a cada instante acercándose a la entraña radiante para luego entregarse al vacío y
dejar que sea el viento el que moldee su sedoso curso.

62
Deslizar los arcos cerca del puente del instrumento para producir un sonido estridente.
63
En una composición musical, superposición de dos tonalidades diferentes.

75
Martín, influenciado por la proeza descriptiva de Ambrus y por la inmensidad del paisaje
al que hacía referencia, comenzó a dirigir a partir de la métrica64 de 6/8 con exagerada
grandilocuencia, ajetreando sus brazos como si las enormes alas del ave se hubieran
incorporado en su cuerpo. El maestro le detuvo.

—Tú no vas a convertirte literalmente en el nuevo sujeto, no; no es su fotografía lo que


vas a mostrar. Dicha imagen corresponde a la mente del músico, de la orquesta y del
público. Tú sólo has de ayudar a darle vida proporcionando el ambiente, el contexto en
donde el ave pueda existir y desenvolverse con absoluta libertad. Con esos movimientos
desproporcionados más que atraer a la nueva protagonista, la ahuyentarías, más que
ayudar a tus receptores a recrearla en su mente, contribuirías a evaporarla de sus cabezas.
Apenas una brisa leve es suficiente para sostener y permitir la fluidez del ave, sin
retraerle, sin torcerle, sin entorpecer su voluntad; un gesto sutil y persuasivo es suficiente
para insinuarle. Los directores no hacemos la música, permitimos que ella suceda.

Ariadna pasó apurada por la sala y sonrió con ironía al escuchar aquellas últimas
palabras; atravesó el pasillo y salió de la casa. No sólo había escampado, brillaba el sol.
Caminó hacia el mercadillo. Respiraba su libertad y apreciaba aquel breve regalo sucinto
del clima. Jamás quiso ser plebeya de su mente ilustrada sino patricia de su existencia.
Retenía en sus pulmones el aire saludable con olor a campo y el vapor tímido que se
desprendía de los adoquines del camino bajo el nuevo resplandor. Miraba con deleite los
puentecitos de piedra, el riachuelo, los pastores, las ovejas, los puestos de fruta, los
tomates relucidos por los destellos de luz y las gotas de lluvia, el brócoli y la coliflor
rozagantes, las rosas jóvenes, y lo más atractivo, aquellos tenderos que hablaban de sus
cosechas y de sus especies, que miraban directamente a los ojos de sus clientes,
conscientes de su propia existencia, de sus necesidades cotidianas, vinculados a la vida
de una forma directa —Aquí, Madame Zabat, ¡aquí! … — le hizo señas un verdulero. —
«¿Cómo puede aislarse uno así del mundo?» — pensaba en el encierro de aquellos tres
junto al piano. Con ojos de frustración Ariadna recordó de pronto al apuesto pretendiente
de sus años de juventud, hijo de un hacendado amigo de su madre, y se preguntó «¿Por
qué no viene a raptarme? ¿Por qué decidí ligar con esta otra existencia inconexa e
incomprensible cuyas emociones descansan no en la percepción de la vida sino en
sonidos e historias inventadas??» — Se imaginó haciendo compras junto a aquel hombre
del pasado, ella interesada en los limones y él en las fresas, él en los coches y ella en las
flores —Tres libras de limones, por favor — dijo sonriendo al vendedor.

64
Indicador en el pentagrama que permite organizar los acentos en la rítmica de un pasaje musical.

76
—Si después de haber visto a Carlos Kleiber dirigir el inicio de la Segunda Sinfonía de
Brahms — continuó Ambrus — observas a otros directores, notarás de inmediato que
algo sobra y que algo importante falta en ellos: con mucha probabilidad el pulso en tres
estará de más y el ambiente pastoral estará ausente de sus gestos. Mientras que en manos
de Kleiber la obra maestra se trasmite con toda integridad, en manos menos hábiles, esta
se deshilvana como una prenda barata. Veamos por ejemplo el inicio de la Tercera
Sinfonía. — Ambrus buscó la partitura de Brahms sobre el piano — ¿Qué observa un
director al tomar esta partitura? Observa la métrica de 6/4, las grandiosas dinámicas y el
passionato de las cuerdas y se lanza a marcar el pulso binario con todos sus músculos,
buscando inyectar a la orquesta toda la fuerza y la pasión de la obra, mas no su verdadero
espíritu que es otro muy diferente: aquí tenemos al propio Brahms, enamorado,
avasallante, colmado de vida y vasta experiencia, pero noble y sereno, serio y profundo.
Contagiado del vigor positivo de una mañana esplendorosa de mediados de marzo,
Johannes se dispone después del café a entregarse al vaho dignificante y evocativo de los
bosques de selva negra de Baden-Wurtemberg. Impaciente se acerca a la puerta
entreabierta de su morada por cuya rendija se cuelan ya los primeros reflejos del
vehemente panorama que le aguarda. Sale, asciende por las escaleras mohosas cubiertas
de sombra de abetos jóvenes y de pegotes de musgo y se encamina sin dilación hacia la
senda húmeda que le conducirá a una nueva versión del paraíso terrenal. ¿Me sigues?
¿Puedes verlo? — dijo Ambrus enseñando la partitura.

—Sí, — respondió Martín.

—Johannes avanza por un ramal negro de barro, gris de derrubio, y verde de lama;
respira profundo y se colma con el perfume de los capullos, con la exhalación de la broza
y con la alegría infantil de los petirrojos que en las copas de las hayas juegan ya a la
primavera. Pronto, las cuerdas en su registro medio y calmo le invitan a atenuar el paso
para permitirle un primer abrazo con la naturaleza. Reinicia su marcha en una
disposición contemplativa que dibuja con claridad la danza ternaria iniciada por el dulce
clarinete. Otras maderas a mezzavoce65 le salen al paso insinuando el color matinal y el
carácter candoroso de los habitantes inquietos del bosque que divierten y contagian su
amorosa pureza… ¿Puedes escucharlos? — El viejo miró hacia un punto alto indefinido
y comenzó a cantar el pasaje y a dirigirlo con extrema sutilidad.

Con sus pupilas chispeantes, fijas en la partitura, Martín intentaba avizorar en las frases
y en la participación de los instrumentos la evocación del relato, y asombrado veía como
la música desvelaba con toda claridad la escena descrita por el maestro, como si de pronto
el score se hubiera desempañado para dejar ver una realidad fastuosa antes desconocida.

77
—…Johannes continúa su paso extasiado, tranquilo, suspirando y transformando sus
impresiones visuales en comentarios sonoros, mientras se acerca de manera paulatina y
sin percatarse a una pendiente que por ahora se encargan de disimular los instrumentos
de viento con sus entretenidas secuencias66 descendentes en turnos.

Ambrus colocó la partitura en el atril, se sentó y tocó las secuencias en el piano. Una
brizna de polvo se alzó sobre las teclas amarillentas, se activó el fuerte olor de otros
tiempos, y el pedal derecho rechinó con los primeros intentos. Baco se acercó.

—Absorto en escalas, en diálogos melódicos y en la impresionante escena a su alrededor,


Brahms sigue el trayecto que va marcando una bandada de aves que desciende por la
cuenca impulsada por una ventisca in crescendo que anuncia el avance de un temporal. La
apacible excursión comienza a complicarse cuando Johannes arriba veloz y distraído a la
ladera del río. Ahora son ráfagas haciendo acrobacias invisibles las que actúan sobre su
destino. Las frases se acortan, se aglutinan empujándose unas a otras mediante síncopas67,
anunciando inestabilidad y zozobra…— Ambrus tocó todo el pasaje en el piano con gran
ahínco —…El viento traicionero empuja al compositor en todas las direcciones, le azuza
con sus bramidos espasmódicos. Tambaleándose, cerca del borde accidentado, Johannes
nota cómo se oscurece el cielo, abruman las sombras y crecen los obstáculos. Sus pies se
hunden en la tierra blanda de lluvia acumulada y rastros de río crecido, y apenas logran
alzarse para estrellarse torpemente contra los montículos de barro y las desarregladas
piedras al filo de la vertiente. Sin balance por causa del vaivén de su propio sobrepeso, y
ya sin poder detenerse, comienza a ceder a la fuerza gravitatoria de la misma forma como
van cediendo los compases al desplazamiento rítmico de los acentos. Su figura abultada le
impide el equilibrio…

Ahora Ambrus tocaba en octavas sólo las notas con los acentos, oprimiendo las teclas del
piano como si quisiera perforarlas, ayudándose con el peso de su propio cuerpo, aunque
sin maltratarlas ni golpearlas, creando la sensación de que esas notas se hundían en el
agua por efecto de su propia gravedad. Entonces se detuvo para dar un poco de tiempo
a Martín de asimilar todas aquellas alusiones. Mariano se había aproximado con ávido
interés y observaba también la partitura. Mientras hablaba, el viejo observaba a sus dos
pupilos, pero sin detectarlos. Para esa mirada enfocada en las honduras de una obra
maestra y no en las formas físicas del espacio, daba igual que estos dos individuos
estuvieran o no allí. En la calle el cielo había vuelto a cubrirse y comenzaba a desatarse el

66
Repetición de frases musicales en distintas alturas o tonalidades.
67
Desplazamiento del acento natural dentro de un compás musical compuesto de tiempos fuertes y tiempos
débiles. El énfasis sucede a partir de entonces en el tiempo débil.

78
siguiente chubasco. Ariadna se apresuró a pagar sus compras y, los expendedores, a
cubrir sus mercancías con visillos de plástico.

—…Un ramalazo de viento desata el empujón final. Los pájaros levantan vuelo con un
súbito estrépito de alas. Brahms intenta con desespero anclarse en cualquier tajo, pero
sólo logra alcanzar de un salto una roca verde y babosa que con gusto le traiciona. Resbala
y cae al río recrecido por el diluvio de la noche anterior… — Ambrus pasó la página
rápidamente—…La corriente le recibe hostil y le provoca una sacudida gélida que recorre
su cuerpo. Incrédulas, las aves que aún quedan, huyen despavoridas. Con el rostro
demudado, el compositor trata de asimilar la magnitud del episodio en esos segundos
que le van alejando de la orilla; pero el breve estado de consciencia es interrumpido una
y otra vez por torrentes repentinos que se elevan sin advertencia sobre su espalda y le
cubren por completo. Medio sumergido en las aguas desordenadas, confundido e
indignado, Johannes busca salvarse. La corriente le empuja, le hala en todos los sentidos;
la aglomeración de motivos cortos y repetitivos en la música es ahora una continua
agitación; la presión del cauce sigue en aumento y le succiona hacia sus entrañas en donde
el compositor pierde finalmente su orientación y su lucha inútil. Ahora flota, sin punto
de apoyo, a merced de las tracciones subterráneas del caudal. El drama es obvio y la
orquesta, unida en homofonía, procurando huir mediante cromatismos68 de los conflictivos
acentos sobre los tiempos débiles, pareciera cerrar la exposición con una maliciosa
carcajada, haciendo escarnio de la situación penosa de su víctima… ¡AQUÍ!!!
¡ESCUCHA!! — alzó la voz Ambrus, para llamar la atención del absorto Martín que se
había quedado unos cuantos compases atrás tratando de digerir como era que el viejo se
había atrevido a lanzar al pobre compositor al río. Martín volvió en sí y Ambrus
prosiguió:

—Johannes reacciona y comienza a nadar contra corriente, usando todas sus fuerzas. El
afligido tema ascendente en los violonchelos y las violas, que luego retoman los violines,
confirma su combate final contra el destino furioso…— Con la mirada perdida en sus
cavilaciones sonoras el viejo abandonó por un momento el piano y comenzó a cantar las
frases mientras dirigía con sus brazos alineados en forma de aro concéntrico, del cual
parecía desprenderse una fuerza enorme que tenía el poder de regir aun por encima de
las frases, de los ritmos particulares, y del rio, atrapando a la orquesta entera. Abría cada
vez más sus ojos y alzaba su cuerpo sobre el ensemble imaginario como si fuera el propio
compositor intentando salvarse.

—… Segundos más tarde, el mismo cauce, a capricho, expulsa al náufrago de su curso y


le abandona en una ensenada tranquila. Este, sale con pasos fatigosos, mareado,

68
Sucesión de semi tonos en una melodía.

79
escurriendo agua por todos lados, con su barba adherida al cuello como un alga pegajosa,
apartando sus mechones blancos de su frente mojada, con una expresión en el rostro entre
incredulidad y burla. Busca un estrado firme en dónde sentarse a entender el grotesco
episodio. Ya aplacado, junto a la orilla, fija su mirada en el eterno rodar de las aguas y
luego cierra sus ojos y se abandona al murmullo imperecedero del que hasta hace unos
segundos fuera su feroz enemigo. Al abrirlos, el cielo despejado y la impactante belleza
del bosque, libres ya de toda amenaza, le ayudan a perdonar su altercado con las aguas.
Se levanta suspirando, con renovada energía, para continuar el desarrollo de un día
primoroso, ahora agradecido con la desventura que le ha otorgado valiosos argumentos
para su nueva sinfonía…

…Este es el espíritu al que me refiero, el contenido detrás de la forma, el cual nos


corresponde a los directores descubrir y escenificar en lo posible. Tú como director,
¿Cómo encajas en esta historia? ¿Es tu función relatarla? o, aprovechándote del pódium,
te dedicas a proyectar tu propio ego mediante una parafernalia corporal empalagosa. ¿No
es esto un acto de extrema arrogancia? Cuando el director se sube a un pódium a
estampar no la esencia de una composición sino la de sí mismo, entonces ya no dirige,
finge. El concierto, por consiguiente, no se centra en el lucimiento de una obra maestra,
sino en el narcisismo de un farsante.

—Ahora, para lograr vislumbrar de una partitura unas escenas pastorales atinentes como
las que acabas de describir es necesario haberlas vivido, haber estado allí — intervino
Mariano quien por hallarse aún inmerso en la sucesión de acontecimientos del relato no
escuchó los últimos comentarios del maestro.

—Y es lo que se espera de un director, ¡un hombre de mundo! La literatura orquestal está


colmada de obras cuya musa es sin duda el paisaje, la naturaleza. En los veranos, Mahler,
Beethoven y Brahms, dedicaban ocho horas del día a la composición y caminaban seis.
Comenzaban por esos senderos adornados de lirios y acianos, atravesaban luego los
valles azulados por donde descendían riachuelos bordeados de olmos, y se adentraban
en las profundidades de los bosques empinados que daban paso a los hermosos
desfiladeros al pie de los Alpes, y allí se detenían a inhalar el frescor, a observar la
hondonada gloriosa y a extasiarse con su espectro. Eso hay que vivirlo.

Concentrado, Martín seguía la descripción gráfica de aquellos horizontes, que aún sin
haberlos visitado, sentía que los conocía pues ya habían sido descritos en detalle en
muchas de sus adoradas obras literarias y pictóricas.

—Yo he experimentado lo contrario, — dijo de pronto el joven director, en un arranque


involuntario.
80
—¿Cómo así? — preguntó Mariano.

Arrepentido y con el viso de una ofuscación juvenil después de una indiscreción, se vio
obligado a responder:

—Quiero decir, me gusta ir al campo, contemplar el paisaje bajo la magia de alguna obra
sublime y recrearlo con ella, por ejemplo, con la Segunda Sinfonía de Sibelius — dijo
Martín, resignado a encarar las consecuencias de su comentario.

—Me gustaría que mañana nos hablaras sobre eso. — dijo Ambrus, y a continuación, se
dedicó a hacer comentarios sobre el cuarto movimiento de la sinfonía de Brahms.

IV

Martín abandonó aquella casa en estado de fascinación, con la impresión de que esta
experiencia iba a convertirse en una de las más importantes de su vida. Esa noche en su
cama, pensaba en Brahms, en Baden-Baden y en la descripción pormenorizada de la
escabrosa aventura que le había parecido tan fiel a la partitura. Ahora trataba de recordar
alguna de esas visitas suyas al campo bajo los efectos alucinantes de la música. Temía sin
embargo no estar a la altura de las descripciones del viejo, o no poder expresar con
precisión lo que pretendía, o arruinar con palabras las imágenes pastorales musicalizadas
que guardaba en su mente desde la infancia. A las dos de la madrugada, sin poder
dormir, recostó su cabeza en los brazos de su memoria y recordó en detalle aquella
excursión suya a la montaña en los días en que se encontraba seducido con el
descubrimiento de la Tercera Sinfonía de Mahler. Su objetivo en aquella ocasión era
alcanzar la zona rasa y virgen, arriba muy cerca de la cumbre de la Hechicera. Inició su
marcha por aquella trocha enigmática que, recordaba, cambiaba de fisonomía
constantemente, primero vestida con su sombrero de hojarasca que dejaba colar
relámpagos de sol, luego con su traje de selva polícroma y más adelante con su abrigo de
gabardina verde con olor a pastizal. Al banquete visual le acompañaba una composición
sonora de gran sutileza, un revuelo de moléculas vibrantes que salía de todos los rincones
y que conformaba la más extraordinaria paleta de timbres y colores con los que sueña un
orquestador. Ya Claude Debussy le había enseñado al joven director que: “se aprende
más sobre orquestación escuchando el sonido que producen las hojas por efecto del
viento que consultando aquellos tratados en donde los instrumentos son apreciados

81
solamente como organismos anatómicos, lo cual resulta una ayuda mediocre a la hora de
discutir las innumerables posibilidades de combinatoria que ellos ofrecen.”

Martín recordaba vivamente cómo las notas de la sinfonía multiplicaban los detalles
pictóricos del entorno: aumentaban el color de las violetas, el brillo de los frutos y el
perfume del bosque, excitaban la luz, fortalecían los matices del follaje y le hacían más
fecundo. A medida que ascendía, el aire se tornaba más ligero; su percepción del paisaje
se aguzaba. El orbe prístino de la sinfonía era ni más ni menos aquel discurso primitivo
y simple de los pobladores silvestres y la atmosfera hialina y originaria que apreciaban
sus sentidos. De pronto esa mañana se había transformado en la primera mañana del
mundo: los capullos le hablaban de fragilidad y de inocencia, las cúspides de majestad,
la fauna del bosque de diversidad, y la imperturbabilidad del día, imitando a aquella de
la noche, le hablaba de equilibrio y de paz; y todos lo hacían con la delicadeza o
magnificencia que ya había descrito Mahler en su partitura.

Un nuevo enigma de pronto captó su atención: el crecimiento sonoro de un caudal que


había partido del pianissimo. Sin lograr divisarle aún, apenas podía imaginárselo. Martín
aceleró el paso, pero mientras más creía aproximarse, más tardío parecía ser su arribo.
¿Qué tan estrepitoso podía llegar a ser? Era una voz que se expandía y arropaba con su
aliento húmedo todo el espacio. Desde aquel escondite natural, el crescendo de un rio le
enseñaba algo sobre el arte de las dinámicas: su uso efectivo consiste en llamar la atención
y mantener el suspenso, sin develar precipitadamente sus límites; mientras estas
perduren, subsistirá la intriga, tal y como sucede en el desarrollo del primer movimiento
de la sinfonía. Después de descender por un soto, por fin apareció el raudal entre las
ramas, con sus piedras nacaradas y multiformes esparcidas al azar y aferradas al suelo
como dientes feroces, listos para frenar su propia arremetida. Pero el torrente no se
intimida, se bifurca con habilidad y más bien aprovecha el roce con sus dientes para
emitir su potente bramido.

Martín cruzó sobre las piedras y al continuar la marcha al otro lado del rio se produjo la
dinámica inversa. La disipación que conducía del fragor al murmullo iba despertando de
nuevo a los cantores del bosque, a la voz del viento que hacía filigranas entre los ébanos
y el chasquido de sus pasos sobre los rastrojos de monte cetrino. Más tarde, el ascenso
traía de vuelta al río, cada vez más joven, más sigiloso. Después de escalar por largo rato,
Martín se detuvo frente al tajo de un tronco desgarrado que sobresalía a mitad de camino
y exhausto como estaba, decidió tumbarse en él. Había claveles y orquídeas alrededor.
Además de verlas pudo escuchar su dulzura, descrita a la perfección por el sonido de las
cuerdas en el segundo movimiento de la sinfonía; disfrutó de sus colores vivos y también
de los vástagos alrededor suyo, así como del farfullo del viento que en ese momento
parecía alabarle el rostro con un abanico de plumas. Alcanzó la acícula de un pino, la
82
frotó con los dedos, cerró los ojos y dejó que el aroma le hablara de su hondura. Una gota
de sudor descendió hasta la punta de su nariz y cayó como un globo inmenso sobre una
fila de hormigas que transitaba con su embalaje de residuos en la espalda hacia la gruta
de una rama fracturada; iban al ritmo gracioso del scherzo69, que luego danzaron los
escarabajos, luego las apacibles mariposas y luego las aves retozonas que despegaban de
los árboles con exquisita ingenuidad. Martín reató sus cordones, se levantó y al fijar su
vista en el horizonte constató que se encontraba ya a la altura del Pico Humboldt, en
aquel punto en donde su cima comenzaba a rozar las profundidades del cielo. Ello
confirmaba la proximidad de su destino.

Tras una última remontada, encontró al fin el prado raso y virgen; parecía que había
estado esperándole para presumir de su belleza. Era de un verde intenso y estaba
adornado de hortensias, frailejones y otros primores de páramo que desde la distancia
lucían como enormes copos de nieve. Martín corrió por la hierba blanda y se acercó al
riachuelo prematuro, el embrión del rio. Buscó su hontanar. Era la ocasión de ser testigo
del dar a luz de la tierra, como si se pudiese retornar en el tiempo para presenciar el
nacimiento de aquello que ya ha crecido, que ya ha sido contemplado en toda su
madurez, con toda su grandeza. Había arribado a la simiente de la sinfonía. Se empapó
el rostro con su agua inmaculada.

Regresó a su casa sobresaltado y de inmediato buscó la partitura y la grabación. Había


atizado su conciencia aquel paraíso sensorial: ahora se dilataban los tempi, se enriquecían
los sonidos, se encendían las voces, se diversificaban los colores, maduraban las frases, se
depuraban los motivos, se aclaraba el contrapunto; lo entendía todo. Compositores
conjurados, organicismo mágico, impoluto y hedonista del bosque. Naturaleza y música,
música y naturaleza, cada una extrayendo de la otra sus tesoros ocultos.

Al día siguiente después de relatar su experiencia, Martín se dedicó con Ambrus y


Mariano a hablar durante horas acerca de la vida de Mahler, de la poesía de El Corno
Mágico del Joven, de la apabullante entrada de las nueve trompas y de la marcha
avasalladora del primer movimiento de su Tercera Sinfonía. Martín estaba satisfecho, pues
del entusiasmo que el viejo maestro demostraba en la conversación podía inferir que
había triunfado su historia, que había logrado escalar al pináculo desde el cual podía en
adelante ser merecedor del sincero aprecio del maestro veterano. El relato del joven
director tuvo un significado especial para Ambrus, pues fue justo esta sinfonía la que se
encontraba dirigiendo su maestro Mitrópoulos el día que cayó muerto víctima de un
infarto.

69
Título de uno de los movimientos de la sinfonía. La palabra Scherzo proviene del italiano. Indica gracia, broma,
escarceo, juego, danza, características presentes en una composición con este nombre.

83
—Enigmas, enigmas. Comencé a descubrir esta obra a raíz de la tragedia de Mitrópoulos
y ahora en el ocaso de mis días reaparece palpitante, hablándome desde la imaginación
de un alma adolescente — comentó Ambrus con ojos perplejos.

Antes del encuentro del cuarto día, Martín repasó detenidamente el primer movimiento
de la Sinfonía no. 1 de Mahler. Se aseguró de poner toda una trama en escena a través de
su técnica gestual, supeditando cada uno de los elementos musicales al reino de su
imaginación, difícil ejercicio que le tomó muchas horas de trabajo.

—Está muy bien, —dijo Ambrus. —Sin embargo, observo que hay momentos de gran
elocuencia en tu dirección y otros de cierta aridez. Hoy hablaremos de la relevancia del
gesto, de cada movimiento. En la buena dirección no existe gesto sin significado; es
justamente este último su punto de origen, su punto de partida. Cada movimiento gestual
se considera una proposición que debe recoger su exacta contraparte sonora. De no existir
proposición, no existirá un resultado; mas si existe exhortación, a ella responderá fiel su
contraparte. Es como el acto de vivir, que requiere de la continua invitación de la
voluntad para poder realizarse. — Ambrus se levantó y buscó su taza de café que había
dejado sobre el piano —Ahora, el gesto y su significado nacen de una inserción íntima en
la obra, de su entendimiento. El compositor propone el tema, la forma, el ritmo, el carácter
armónico; el director con sus gestos dispone de su relato, de su discusión y de su estilo.
— bebió un sorbo, puso la taza en la mesa del centro y se sentó —Una vez que el director
ha logrado absorber los elementos estructurales, armónicos, melódicos, rítmicos,
contextuales y estilísticos de una obra, así como descifrar sus códigos pictóricos o
trascendentales, entonces es dueño de una interpretación, pero no le será fácil transmitirla
a la orquesta si no cuenta con una técnica soberbia y una gran imaginación. El director
tiene por tanto un doble trabajo. Primero, el de captar la esencia de la obra a través de su
estudio, y luego el de intentar transmitirla con gestos a la orquesta. Imaginación y técnica
son indispensables para lograrlo; una dirección puramente imaginativa sólo podría
funcionar con un repertorio simple y una aproximación meramente técnica sólo daría
lugar a gestos sin contenido, a un resultado deslucido, sin vida… —Ambrus se llevó el
dedo índice a los labios como para silenciarse a sí mismo —…Dicho de otra manera, una
dirección puramente imaginativa es un contenido sin contenedor que se desmorona con
facilidad y una dirección puramente técnica es un contenedor sin contenido, es decir apta
para denotar la forma, nunca el fondo. Esto último es lo común. Tú lo sabes — dijo
84
dirigiéndose a Mariano — El director tiende a asumir que, con tener la obra resuelta desde
el punto de vista técnico de principio a fin, con mostrar sólo su fachada, con ser capaz de
rodarla de arriba abajo, ya es un maestro. A muchos ejecutantes de instrumentos les
sucede algo parecido. Pero sabemos que no basta rodar las obras sin tropiezos; su
verdadero impacto dependerá de nuestro aporte como intérpretes, de ese conocimiento
de las obras que va mucho más allá de su aspecto técnico.

Mariano, que se había quedado observando desde distintos ángulos la sensacional


reducción a escala de la Acrópolis que tenía Ambrus sobre el piano, reaccionó con vivo
interés al oír esta última frase. Martín por su parte se sintió un poco ofendido ante esa
observación que se refería precisamente a fundamentos y procedimientos que él entendía
muy bien, y a los cuales se había dedicado durante años: a la lectura de partituras con el
desespero de un enamorado que busca en las cartas de su amada mucho más de lo que
dicen sus palabras, a la creación de posibles historias que dieran vida en prosa a cada una
de sus páginas, al descubrimiento de alegorías o intenciones subrepticias del compositor,
al desarrollo de una gestualidad elocuente, así como a la obtención de un tecnicismo
capaz de resolver los más intrincados pasajes de una obra. Además, parecía que el viejo
había olvidado su relato del día anterior, que no había significado nada para él.
Precisamente su lucha contra la imaginación pobre y la monotonía gestual era su
estandarte. Era justamente lo que Martín tanto había criticado a los directores de orquesta
de la Academia.

—Cuando se dirige, las manos hablan. —continuó Ambrus —Uno puede sentir su fuerza
tremenda al momento de comunicar emociones; ellas pueden exhortar un grito
agonizante, un amor floreciente, pueden respirar hondamente junto a los vientos madera
o exhalar indicando reposo absoluto junto a las cuerdas, como si durmieran; ellas tienen
su propio humor, su propio talante y, en un sentido más amplio, su propia personalidad.
— decía observándose sus manos —Desde la prehistoria ellas han encarnado la conducta,
los valores y las creencias de diferentes culturas. Por ejemplo, en ciertas sociedades
orientales, su efusividad mística podía llegar a revelar aspectos enigmáticos de la vida de
Buda. Considerando esta capacidad expresiva tan inaudita, ¿cómo se puede justificar una
dirección impasible frente a una obra musical llena de testimonio, de emotividad y de
simbolismo? ¿cómo puede un director dedicarse únicamente a sostener con gestos
mecánicos el pulso de una obra musical menospreciando sus revelaciones infinitas?
¿cómo pretende un director reducir todo el significado de una obra a tres inexpresivas
coordenadas? ¿una hacia abajo, otra hacia un lado y otra hacia arriba? Imagínense ustedes
que confían a un gran pintor la descripción de un paisaje serrano y les devuelve tres rayas;
tendrían que ser ustedes verdaderamente entusiastas para reconocer en ellas la pradera,
el aterido páramo, la nobleza de los mirlos y la suave vertiente del arroyo por el abra, ¿no
les parece?
85
—Bueno, las coordenadas que el director marca en el espacio son importantes —
interrumpió Mariano —ayudan a los ejecutantes a ubicarse rítmicamente, ¿no es así? —
preguntó buscando consenso.

—De acuerdo, pero ellas son sólo el esqueleto, una guía, como lo son las coordenadas
geométricas en el bosquejo del pintor. Luego, sobre estas, debes añadir el cuerpo, el
movimiento, la sinopsis, el argumento. Tal y como lo hace el pintor cuando con su pincel
manipula luces, sombras y contrastes para otorgar dinamismo a un paisaje o para dar
vida a un retrato, como el del inclemente Papa Inocente de Velázquez que parece que
observa, respira y piensa — dijo Ambrus señalando la réplica que se encontraba a sus
espaldas — de la misma manera debe el director con sus gestos, además de impartir el
pulso, otorgar vida y dinamismo a la música.

El teléfono tenía rato repicando desde una habitación al fondo del pasillo. Ariadna
apareció en la sala, alterada.

—¿No esperabas una llamada del médico??

—… ¡Que llame luego!

Ariadna respondió desafiante, posando su mano derecha sobre la cadera. Entonces se


acercó al viejo y le habló en voz baja. —"Θα τον καλέσω!" Εσείς, παρακολουθείτε την κουζίνα! 70
— Dio media vuelta y se dirigió hacia la habitación del teléfono. En su camino abandonó
en la repisa que estaba junto a la pared de la cocina el libro que llevaba entreabierto en la
mano izquierda. Ambrus esperó hasta que desapareciera y continuó.

—Quiero aclarar una cosa. Existen pasajes que por su gran dificultad en relación co….

—¡μαμά!!! … γιατί δεν τηλεφώνησες? χθες Ανησύχησα… 71

El maestro se levantó, siguió los pasos de Ariadna, cerró con brusquedad la puerta del
salón en donde se encontraba y regresó. —… Decía que existen pasajes de las obras que
por su gran dificultad rítmica exigen al director marcar los tiempos de forma diáfana y
enfática. Es así. Pero incluso en estos casos, no basta marcar. Se requiere de ciertos
componentes vivos en el gesto, que van más allá de la métrica, que son los que otorgan al
pulso el carácter o estilo apropiado correspondiente a la obra — Ambrus tomó asiento —
Miren ustedes, aquí no vamos a hablar de cómo se marca, de la métrica y de esas cosas
básicas, universales y sobrentendidas de la disciplina; hablaremos del mundo fascinante
70
¡Le llamaré yo! Tú, ¡pendiente de la cocina!
71
¡Mamá!!! … ¿Por qué no llamaste ayer? Estaba preocupada…

86
de la dirección que existe detrás de la métrica, detrás de las coordenadas, en el ámbito de
sublimidad sonora de una gran obra sinfónica cuyo planteamiento estético-musical
puede verse coartado, deslucido o destruido por un gesto monótono y mecánico, como
se ve destruido el planteamiento estético de la sonata Apassionata al ser ejecutada por un
robot. La mecanicidad del gesto jamás permite al director superar su adocenamiento, sólo
le sirve para sentirse cómodo en él…
—…Και πού είναι τώρα η γυναίκα? ... Και δεν μίλησες με τον άντρα της? ... παλιός μπάσταρδος! … Καλέστε τον
τώρα! …72

…Un joven músico que asiste a un concierto con la ilusión de aprender de un veterano
director no va a fijarse en su 1,2,3,4, 1,2,3,4 sino en todo aquello que este sea capaz de
transmitir musicalmente a la orquesta con la riqueza de sus gestos. Tú y yo sabemos —
dijo Ambrus alzando la mirada y señalando a Mariano — que aparte de esos casos
específicos de gran dificultad rítmica en donde es imprescindible marcar los tiempos,
basta con indicar a los músicos un par de compases de métrica. ¿O es que son ustedes
incapaces de avanzar sin ella?

—El gran Toscanini era un obsesionado marcador de tiempos — respondió Mariano con
atrevimiento.

—¡No eran los brazos de Toscanini los que dirigían! ¡Era la figura opresora detrás de
ellos!, ¡el alma volcánica dentro de aquel cuerpo intimidador! Esa personalidad obstinada
impedía cualquier desliz de la orquesta frente a la partitura, ¡forzaba un resultado
impecable! Tan impresionante era su imán y su trato tan temido que los músicos
respondían a su sola presencia. Ahora, no se puede enseñar a ser Toscanini; y mucho
menos imaginar hoy un contexto profesional que pudiera dar cabida a semejante
temperamento. Lo que sí se puede hacer, es ayudar a un director joven a compenetrarse
con la obra musical y a desarrollar todos los recursos técnicos y gestuales de manera que
pueda transmitirla a la orquesta sin recurrir a la violencia.
—…Δεν μπορώ να το πιστέψω ...! ja, ja!!! αλλά δεν το πρόσεξε? … ja, ja, ja!...73

El viejo maestro hizo una pausa y miró contrariado hacia el fondo del pasillo. Alcanzó la
taza de café que estaba sobre la mesa, bebió unos sorbos y continuó,

—Un director falla cuando sus manos, o no dicen nada, o disertan de cualquier otra cosa
menos de música, cuando existe una gran discordancia entre sus movimientos mancos y
lo que su mente tal vez intenta proyectar desde el punto de vista musical. Que el director
dedique el movimiento de las manos, extraordinario instrumento de comunicación, sólo

72
¿Y dónde está la mujer ahora? … ¿Y no hablaste con su marido? … ¡Viejo bastardo! … ¡Llámalo ahora!...
73
¡No puedo creerlo! … ja ja!! … ¿Pero no te diste cuenta?? … ja ja ja…

87
a marcar tiempos, es un desperdicio tan abominable como el de la persona que, a pesar
de haber sido agraciada con la facultad de la visión, decide llevar la vida en la penumbra.
El marcador de tiempos lo que hace es cercar, limitar … hipnotizar, adormecer; encierra
la música en un calabozo de paredes infranqueables en donde el ejecutante del
instrumento que le sigue ya no es libre de aportar nada, pues le han convertido en el
mártir de un carcelero. ¿Adónde nos puede llevar un patrón rítmico que se repite mil
veces en el aire? ¡A ninguna parte!

Martín ahora sentía rabia pues pensaba que tales opiniones habrían sido expresadas por
él mismo de haber sido consultado sobre el tema. Sentía frustración de no haber hablado
de estas cosas antes frente a Mariano, y haberlo así impresionado cuando este escuchara
los mismos comentarios en boca de Ambrus. De todos modos, aquel discurso no era sino
una reconfirmación de todas sus teorías, por lo tanto, decidió relajarse y escuchar con
atención y como un repaso las afirmaciones del viejo maestro.

—Es común observar en muchos directores la continua re-aplicación de fórmulas


gestuales que con mínimas alteraciones se van adaptando con facilidad a cualquier
partitura, pero que, en realidad, son incapaces de ir más allá de un simple esbozo de la
misma. De esta manera dolosa, se pueden dirigir muchas obras, sin entenderlas ni
conocerlas. Es insólito que un músico pretenda ser director sin enterarse de la interacción
prolífica que existe entre gesto y resultado sonoro, y que no entienda que una cosa es
sincronizar una obra y otra muy distinta es levantarla y hacerla caminar. Es la actitud
general de quienes les basta dirigir un par de modelos para saber cómo se dirige el resto,
de los convencidos de que el poder hipnótico de sus movimientos isócronos basta para
traslucir el contenido de una obra maestra, de los que se han conformado con espiar los
gestos de otros directores o de quienes se valen únicamente de las soluciones técnicas que
aportan los textos…

—…Πως??? Δεν μπορώ να πιστέψω!!! Πότε συνέβη???...74

— …Con total indiferencia a las enormes posibilidades gestuales que ofrece una
partitura, estos “directores” se limitan a activar el botón de piloto automático que les
permite volar a ellos y a su orquesta “por instrumentos”, es decir a ciegas. Para estos
directores autóm…

—¡Ambrus! … ¡Se murió la tía Amarillys!!!— gritó Ariadna desde el pasillo — El maestro
respiró hondo, miró al techo y cerró los ojos por un instante.

74
… ¿Cómo??? ¡No puede ser!!! ¿Cuándo sucedió???...

88
—… Decía que, para estos directores autómatas, si las versiones han sido o no el fruto de
una exploración exhaustiva de las obras o si han tenido valor artístico o no, es indiferente.
Asistir a sus conciertos es como ir a un restaurante de comida rápida: te encuentras con
una oferta invariable, el mánager y sus empleados cumplen todos con su rutina y el
producto de consumo es simplemente aceptable, pero está muy lejos de ser arte culinario.
Los músicos de orquesta sufren cuando conscientes de las inagotables posibilidades
expresivas de una partitura, no tienen otra opción sino la de recular ante la virtuosa
incapacidad de un director metrónomo, que, en vez de entregarles una obra llena de vida,
les entrega un difunto.

Ambrus volteó hacia un lado como si de pronto atendiera a otra realidad y casi de
inmediato llamó a Ariadna, con cierta angustia. Insistió. No hubo respuesta; entonces se
levantó y corrió a la cocina. Al entrar se coló en la galería una humareda con olor a
especias achicharradas. La puerta se cerró y se escucharon detrás de ella los trastazos de
una olla rebotando en el suelo, el chasquido de algunos platos rotos y los gritos del viejo.
Ariadna vino corriendo, entró en la cocina y allí estuvieron los dos por un rato intentando
tomar el control de una situación desesperada.

—¡Te dije que estuvieras pendiente!!! … ¡Ya estoy hastiada!! ... ¡Tanto te roba ese mundo de notas en el que
vives que estas completamente ausente de este! ... ¡Por favor!! …— se alcanzaba a escuchar en la
sala.

Mariano se aproximó a la puerta, con el ánimo de ayudar, mas no se atrevió a entrar.


Martín aprovechó y se acercó a la repisa para ver qué libro leía Ariadna. No pudo saberlo
porque el título estaba en griego, pero era de Emil Cioran. Ambrus regresó un poco
despeinado, con el cuello rojo y el rostro asaltado por la contrariedad.

—… ¡Como les decía! … disponer de excelentes ingredientes para cocinar no es


suficiente… ¡SE REQUIERE DE UN CHEF REFINADO!... — vociferó hacia la cocina
mientras sacudía sus manos adoloridas —…En fin, como decía, en estos conciertos
automáticos aun cuando se ejecutan los ritmos, las notas y las dinámicas de forma
impecable, y tal vez se imparten tempos acertados desde el pódium, la ausencia de un
discurso creativo y persuasivo por parte del director, y por ende de la orquesta, sólo
puede dar como resultado un estofado insípido, un pan sin levadura. El arte, entendido
como fuente generadora de elementos etéreos y taumatúrgicos, de asociaciones
intangibles, de fecunda imaginación, de una profunda visión, capaz de transportar a los
individuos a un nivel superior de experiencia aún más allá de las normas y los parámetros
que condicionan su percepción acerca del mundo, exige para ser considerado como tal,
mucho más que un resultado aceptable, más que una simple retahíla de notas musicales
en un estrado, de palabras indiscriminadas en un texto, o de trazos incoherentes en un

89
lienzo. Las notas musicales pueden cobrar vida, saltar del papel, danzar en el ruedo e
incluso alcanzar un grado de comunicación mayor al de las palabras cuando van de la
mano de un ingenioso director, pero también pueden quedarse rezagadas como letra
muerta detrás de una batuta infecunda. La solvencia artística del director queda
confirmada cuando demuestra que es capaz de vivificar cada detalle de la partitura, de
hacerla palpitar y de que es capaz también de conducir a los músicos y al público hacia
una experiencia nueva y trascendente.

—Escucha esto Ambrus, — dijo de pronto Mariano, que ahora estaba tan entusiasmado
como un principiante de conservatorio. De un cuaderno de breviarios que apareció en
sus manos sin saberse cómo, leyó el siguiente fragmento:

“Con todo respeto a la dirección maestra de Hans Richter y de sus indudables éxitos como
pionero de la música de Wagner, debo reconocer que bajo la batuta de Mahler, todo ha
sido elevado de una pincelada a otros niveles… irresistiblemente fuimos transportados a
la estratósfera del arte, desde donde todos los eventos teatrales que hayamos podido
presenciar hasta ahora, parecen ínfimos y banales“ — Lo dijo un estudiante de música
después de observar en concierto al nuevo director de la Opera de Viena, Gustav Mahler
— Martín veía sorprendido cómo se enrojecía y transpiraba la frente de Mariano mientras
hacía su comentario.

—¡Aaaah! ¡Mahler! — dijo Ambrus — ¡Su dirección era una guerra a muerte contra la
rutina! Los críticos describían sus gestos como portadores de una gran energía y a su vez
de un delicado entendimiento capaz de reproducir hasta la más secreta de las sutilezas;
eran tan claros y distintivos como lo eran sus intenciones artísticas. No existía en su
dirección ni un solo movimiento sin significado, ni un solo gesto que no tuviera una
motivación u objetivo…

Ahora, en total silencio, los tres se imaginaban a Mahler en el pódium. Ambrus retomó
el tema que había dejado cuando fue interrumpido por Mariano.

—Justamente son la rutina y la automaticidad, por desgracia, las opciones que mantienen
hoy a flote a muchos directores agobiados por una densa programación que ha sido
diseñada no con propósitos artísticos sino pecuniarios, convirtiendo la dirección de
orquesta en un rubro más del mercado. Por eso nos encontramos con que, a pesar de la
rica programación, el resultado es pobre. Comprometer a un director a ofrecer a la
audiencia un nuevo repertorio cada tres o cuatro días es un poco como obligar a un
escritor a publicar un libro cada mes; muy pronto se encontrará repitiéndose a sí mismo
o repitiendo a otros. El director explotado sobrevive entonces gracias a ese paquete de
gestos comunes y genéricos que le habilita en el pódium pero que le impide un alcance
90
trascendente de las obras, pues tres días de ensayo para obras que requieren al menos de
cinco o seis sólo le da para arropar lo superfluo, y nada para salvar su versión de la
mediocridad. Sus decisiones nimias sobre la partitura, engendros de la presión, sólo
contribuyen al ensombrecimiento y a la decadencia de una disciplina que para nada es
estéril; por el contrario, es portentosamente fecunda. ¡Es culpa de estos explotados que
hoy se escuchen las obras a medias!

Ariadna entró en la sala:

—La cena está servida.

Mariano y Martín, quienes habían permanecido de pie sin darse cuenta durante todo el
discurso, se miraron indecisos. Para el instante en que Mariano tomó la decisión de
excusarse, el maestro ya había dado media vuelta en dirección a la cocina, seguido de
Ariadna y de Baco. Los invitados no tuvieron otra opción que la de sumarse a aquella
procesión divina que de haber sido interrumpida habría significado un acto impío. El
viejo director tomó su puesto de la cabecera, Ariadna se sentó en uno de los lados de la
mesa junto a él; frente a ella, a un lado del maestro se sentó Mariano y Martín al lado de
este.

—Las composiciones — continuó Ambrus mientras servía el vino — permiten múltiples


interpretaciones, por lo tanto, tratar de ajustarlas a estereotipos gestuales es como intentar
vestir a todos los niñitos del planeta con el mismo trajecito de marinero. Cada obra
concede a cada intérprete un mapa gestual particular que este debe descubrir e incorporar
a su técnica; sólo al poseerlo puede el director sentirse honesto frente a la partitura, como
se siente honesto un actor cuando ha entendido a su personaje. Es faena del actor penetrar
el mundo peculiar de cada nueva representación, convencerse de que ya no es él sino el
nuevo individuo y luego convencer al público y hacerle creer que no es al actor a quien
ve, sino a quien representa.

—¡Es verdad! — dijo Mariano con determinación y sin mirar a sus oyentes mientras
doblaba la servilleta de tela y la colocaba sobre sus piernas… —¡A un buen actor no se le
debe notar nunca que es actor!

Ariadna, perdida en sus propias ideas, servía la ensalada en silencio. Ambrus continuó.

—Es común ver en el pódium a individuos que apenas se encuentran en esa etapa de
descubrimiento o exploración de las obras y, por ende, de descubrimiento de su rol de
director, por lo tanto, lo mejor que logran hacer es subrayar su pretensión de serlo. ¡Y

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debo decir que algunos alcanzan niveles de sublimidad en el arte de fingir! Y entonces
esto es lo que sucede…

Ambrus detuvo su planteamiento, tomó un trozo de pan, derramó en su corteza un poco


de aceite de oliva, lo llevó a su boca y masticó; luego tomó la copa con sus dos manos
como si fuera un cáliz, bebió dos sorbos con la seriedad de un sacerdote y se limpió con
la servilleta. Todos acataron su silencio. Al finalizar una de las últimas eucaristías de su
vida dio su respuesta:

—Cuando el director no tiene respeto por la singularidad de las obras, y menos aún una
interpretación o visión sobre ellas, es decir, es sólo un oportunista que ha canjeado la
integridad por la rutina, el pobre desgraciado, sin saber qué hacer en el pódium, se dedica
entonces a mostrar no la obra sino a sí mismo.

Ahora todos comían pensativos. Evitaban abstraídamente la dolmadakia con restos de


cordero chamuscado que se encontraba en el centro del plato y seleccionaban con el
tenedor solamente la otra cosa rara que le rodeaba y que parecía musaca. Martín esperaba
con mucho interés el próximo comentario del maestro, y Mariano, elucubraba con
intensidad, intentando hallar alguna eutrapelia que ayudara a distender un poco el clima
solemne de la cena. Pero el nimbo altisonante que Ambrus generaba alrededor con su
mirada tenaz, su voz rotunda y su discurso alienante, impedía a Mariano, ahora igual
que en el pasado, soltar sus ocurrencias sin sentirse severamente juzgado. Aquella
naturaleza apodíctica y admonitoria del viejo además de provocar una idolatría hipnótica
en sus interlocutores, exigía de ellos únicamente afirmaciones bien pensadas, nada fútiles
y menos aún, querellantes, y hacía de cualquier comentario jocoso una acción prohibida.
Ambrus, que seguía masticando, sumido en sus reflexiones graves, sintiéndose como
siempre dueño único y absoluto de la situación, rompió el silencio con legitima
prerrogativa:

—Con el estudio de la partitura, el director debe buscar la revelación de una figura


extraordinaria, algo parecido a lo que el escultor busca en su piedra de caliza al momento
de esculpir. Por más de que el imaginero tiene ya una idea de lo que está allí dentro, sólo
al tallar con cuidado irá descubriendo esa figura única y excepcional. Cada obra es una
nueva y distintiva propuesta y los legítimos gestos del director deberán partir de esa
develación única, se crearán en conformidad con su esencia y serán su exclusiva vía de
transmisión a la orquesta y por ende al público.

Casi de inmediato Ariadna preguntó —¿Y? ¿Qué tal la ensalada? — Mariano y Martín,
que analizaban en ese instante las últimas palabras de Ambrus, aterrizaron de porrazo y
tragaron deprisa el bolo alimenticio para poder contestar,
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—Ejrmmm… muy bien, mmm
—¡Sí! ¡Deliciosa!!! — añadió Martín.

Ambos miraban de reojo al viejo que seguía triturando alimentos en su boca sin enterarse,
sumido en aquella vida anclada en algún lugar remoto. Martín quiso continuar la
conversación con Ariadna quien les acababa de dirigir la palabra por primera vez, y de
cuya mirada emanaba una vitalidad ígnea y de su voz un atractivo arcano; pero lo
consideró inoportuno. Atenderla implicaba cortar los hilos tensos con los que Ambrus les
tenía sujetados, suponía restar importancia a su último juicio, alterar el balance de
fuerzas, era de alguna manera, un acto de deslealtad. ¿Acaso les estaba permitido bajar
de aquel parnaso en donde les tenía subidos el maestro legendario? En contra de su
impulso, Martín evitó el diálogo con ella. Pero observó a partir de ese instante la finura
de su rostro y de sus modales, disfrutó de sus gestos y de los vestigios de adolescente
inquieta aun manifiestos en su carácter, y, decidió que hallaría la ocasión para revelarle
su simpatía, que sentía crecer desmesuradamente. Ariadna pareció leer sus pensamientos
y le sonrió en secreto.

VI

Al día siguiente, en el ensayo de la mañana, Martín se dedicó a examinar con


minuciosidad los gestos y movimientos corporales del director invitado de los años
treinta, muy pendiente de si sus manos reproducían o no el verdadero espíritu de la obra,
manifestaban o no su lirismo, describían o no su estilo, si iban al fondo o solo se quedaban
en la forma, en fin, si lograban comunicar el quid de la música, o sólo se limitaban a una
labor mecánica o utilitaria. Al llegar a Wilbees una hora más tarde de lo acostumbrado
por culpa de Mariano que había extraviado las llaves del Fiat, Ambrus estaba ya
esperándoles afuera de la casa, impaciente, y comenzó a hablarles mientras ellos daban
vueltas a las manivelas de los vidrios chirriantes del Cinquecento y cerraban luego, con
empujones, sus puertas oxidadas que desprendían trozos de carrocería con cada golpe.

—Quería llegar hoy a un punto importante… — decía Ambrus con su mirada perdida en
un lugar muerto al final de la calle. Martín y Mariano notaron en su rostro la turbación
de una persona que acaba de sostener una riña —…y es acerca de la técnica. Ayer les
decía que, para la interpretación de la obra, el director hace una revisión sistemática de
la operación que llevó al compositor a dar cohesión y sentido lógico a una gran cantidad
de ideas sueltas, desde sus primeros bosquejos hasta el resultado final, de manera que,
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en este estudio, el director pueda llegar a entender la obra, a sentirla e interpretarla como
si él mismo la hubiese creado. — Ambrus continuó hablando mientras caminaban por la
acera y luego por el pasillo de la casa —De este escrupuloso proceso de estudio y
asimilación, en donde el director interviene activamente aportando su visión personal,
nace una nueva proposición artística, de concepciones inéditas. — Ariadna bajaba del
segundo nivel pisoteando cada peldaño con desprecio. Se detuvo en el pasillo, muy mal
encarada. Puso un par de maletas en el suelo, pronunció una frase despótica que tenía el
carácter de una blasfemia y se enfiló hacia la cocina. Martín miró al chelista con sus cejas
alzadas y mordiéndose el labio inferior. Ambrus la siguió, tiró la puerta y continuó
participando ardorosamente en un combate que parecía no tener fin. Mariano recibió en
ese momento una llamada del móvil y salió de la casa para atenderla. Martín se quedó
solo en la sala, sin saber qué hacer. Se acercó a la biblioteca y comenzó a detallar los libros.
Después de leer los títulos de las novelas rusas que estaban en una primera fila, pasó a la
siguiente y descubrió, entre dos grandes enciclopedias, un álbum de fotos. Lo tomó, no
sin antes mirar a la cocina y asegurarse de que la riña seguía en crescendo. Comenzó a
hojearlo. Ariadna posaba junto al maestro en todas las fotografías, hermosa. Parecía que
siempre la acompañaba el viento porque su cabello ondulado, largo y espeso cubría parte
de su rostro y también el de Ambrus. Su sonrisa era perfecta. Sus manos, adornadas con
espléndidos anillos griegos, hablaban de la belleza de su piel, de su matiz de seda. Su
mirada de aire espartano comandaba aún desde el papel. En todas las fotos vestía abrigos
elegantes, zapatillas altas y llamativos bolsos, y siempre estaban los dos frente a grandes
teatros y salas de concierto. En las páginas del medio, parecían estar de gira con alguna
orquesta importante a través de un paisaje alpino. Al cabo de un rato era solamente el
retrato de la joven Ariadna lo que buscaba Martín en cada página. La observaba y se
imaginaba su propio futuro. Sí, definitivamente era ella el tipo de mujer con la que
andaría por el mundo.

La puerta de la cocina se abrió de súbito y Martín alcanzó a tirar el álbum sobre el primer
espacio libre que encontró. El viejo tomó asiento, miró perdidamente a la ventana, luego
se detuvo por unos segundos en los ojos de Martín, y finalmente se quedó observando la
sombra espesa debajo del sofá. Suspiró abatidamente y continuó:

—Las notas son para el compositor lo que para el escritor son las letras del abecedario…
— Entró Mariano —… Imaginen ustedes las posibilidades. Con las letras el escritor
transmite sus pensamientos a través del ensayo, de la poesía, de la novela; el biólogo
explica su teoría sobre las talofitas, ¡y un presidente defiende su farsa política! Con las
notas el compositor expresa sus ideas a través de la ópera, de la sinfonía, de un cuarteto;
tiene infinitas formas de decir siempre algo nuevo, sea excelente o regular. “Malo” no,
porque si no es bueno o al menos regular entonces ya no podría llamarse compositor,
sino cualquier otra cosa, un azacán o algo así, ¿no es verdad??
94
—Sí
—Por supuesto

—Pues bien, aquí viene lo interesante: el arte de la dirección permite el manejo de esas
estructuras y de esos elementos musicales y figurativos aportados por el compositor antes
de que se conviertan en sonidos reales y perceptibles, lo cual compromete seriamente al
director pues le impone una enorme responsabilidad a la hora de tomar la partitura en
sus manos, en primer lugar, por el respeto que le debe a la obra y a su creador; es como
si un curador de un museo tuviera el compromiso colosal de retocar los caravaggios y los
goyas antes de exponerlos al público; en segundo lugar, porque debe saber qué hacer con
ese poder que le ha sido concedido, con esa autonomía absoluta con la que cuenta al
momento de ejecutar la obra. Pero antes que nada es importante entender que lo que
permite llevar a feliz término las concepciones, criterios, decisiones e intenciones
musicales que tenga el director sobre esas infinitas estructuras y traducirlas en propuestas
concretas a la orquesta, es la disposición de una técnica depurada. Sólo un dominio
técnico absoluto permite al director hacer uso de una versatilidad gestual, de un lenguaje
gráfico autosuficiente e inagotable capaz de estar a la altura de la riqueza creativa del
compositor. Esta técnica de la que les hablo parte de dos principios fundamentales: la
economía en el uso del espacio y la efectiva proyección anticipada de ideas musicales y
extra musicales.

A Martín le interesaba mucho este asunto, pues pensó que, así como era de una gran
utilidad usar pocas palabras en un ensayo, podría serlo también el usar menos espacio al
momento de dirigir.

—En la preparación de un buen discurso es primordial ser selectivo con las palabras, es
decir, servirse sólo de aquellas precisas que mejor definan, iluminen y transmitan ideas
y conceptos. La economía del gesto en la dirección de orquesta consiste en un proceso
similar. Un uso conciso del movimiento corporal, un gesto de ajustadas proporciones
espaciales y a su vez de reveladora carga informativa, es suficiente para transmitir
fielmente cualquier proposición de la partitura. Para llegar a ello es de vital importancia
deshacerse en primer lugar de movimientos ornamentales, fútiles, estériles, instintivos o
viscerales, de gestos sin justificación, es decir, de los que con o sin ellos el resultado
musical no ofrece alteración alguna. El atractivo estético de la dirección no descansa en
el exceso de elementos decorativos, por el contrario, descansa en su precisión, en la
claridad de sus contornos, en el acabado de sus trazos, en la elocuencia de sus líneas, lo
que permite captar y disfrutar sin obstrucciones y de manera directa la intención musical
del compositor y la de su intérprete que es el director. Intentar exagerar los gestos con el
simple objeto de hacerlos obvios, u ornamentarlos con el fin de hacerlos vistosos es como

95
pretender acicalar con comentarios verbales las líneas de un poema de Shakespeare, ¡un
acto de arrogancia y de ramplonería!

—¡Sí! es como añadir vibrato y dinámicas a una Sarabanda de Bach, —interrumpió


Mariano, sin tacto, a quien el clima de tensión y la alteración nerviosa del maestro parecía
que le tenía sin cuidado, aunque, más que esta razón, era su urgencia por reestablecer en
aquellos encuentros su jerarquía profesional, que cada día sentía más pisoteada. Ambrus
le escuchó con frío talante y no pudo evitar responder al forzado comentario,

—¡El que añade vibrato es un animal! … ¡Y el que evita las dinámicas, también!! ¿A quién
se le ocurre pensar que un genio como Bach ignorara la existencia de este recurso
expresivo tan inherente a la música como es para el hombre el acto de respirar?? ¡Que no
las haya marcado en sus partituras es otra cosa!!

Un rocío abundante se adueñó de la frente del chelista. Miró al joven director con labios
apretados y sin mover la cabeza. Ambrus volvió al tema.

—¡Los grandes maestros piensan la dirección! aun cuando su naturaleza sea de apariencia
intuitiva. Cuando se habla de un director “natural”, no quiere decir esto que se trata de
un artista que no ha pensado sus gestos y que estos han surgido por obra y gracia del
espíritu santo, ¡no! Se trata de un individuo que simplemente ha entendido la partitura y
posee la técnica gestual correcta para transmitirla… — Ariadna salió de la cocina rumbo
a las escaleras y al pasar por la sala dijo con mordacidad a los invitados—¡Pueden
sentarse! — Martín obedeció hipnotizado, sin quitarle la vista de encima. Ahora la miraba
con otros ojos. ¡Sus encantos seguían allí, intactos! El viejo Ambrus se quedó pensativo
por unos segundos, y con un leve asentimiento volvió al discurso. —…En la acción de
hablar, por ejemplo, el movimiento de las manos que le acompaña es instintivo, se ha
hecho “natural” con la observación y la costumbre; pero este no es el caso de la dirección;
¡y no debería serlo nunca! En la dirección, los movimientos y los gestos están concebidos
y analizados como lo están las notas en una partitura o las palabras en un discurso. De
manera que, el proceso de formar a un director radica en hacerle tomar conciencia del
peso, significado y justificación de cada uno de sus movimientos corporales y en la
mayoría de los casos, más que añadir, se le debe ayudar, como decía antes, a eliminar el
uso de espacios innecesarios, a deshacerse de manierismos y gestos superfluos que no
dicen nada y se le debe orientar hacia un uso impoluto del gesto, elocuente de la idea
musical y sólo en función de ella. En este sentido es un error aproximarse a la dirección
con la idea de que ella representa un fin en sí misma; mucho menos su función puede
consistir en re-decorar obras magistrales. El propósito de la dirección es transmitir,
provocar, incitar y fijar el camino hacia ese encuentro con el numen de una obra y nunca
a estorbar o arruinar su impronta; su función no es entretener, aburrir o engañar la vista
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de los ejecutantes y del público con fintas deslumbrantes o marcapasos tediosos; su
función es encender la imaginación en torno a una obra. Sobre esta base,
simplicidad/claridad, despojada de esa superficialidad adornada que siempre termina
por obstruir la esencia de las cosas, se pueden ir elaborando poco a poco sofisticados
esquemas de información gestual que luego van a permitir el alcance de niveles de
absoluto control y virtuosismo en el pódium, que van a permitir una íntima relación con
la exégesis de la obra, su acendrada representación, y por supuesto a confirmar la
legitimidad del director frente a la orquesta.

—Y, al ser económico el gesto y el uso del espacio, ¿no implica esto justamente la
supresión de esa exuberancia gestual de la que usted habla? — preguntó Mariano con
una voz acentuada que pretendía ocultar su reconcomio.

—No te confundas amigo mío. Cuando yo hablo de economía y simplicidad no hablo de


austeridad; cuando hablo de economía me estoy refiriendo a un uso inteligente, calculado
y proporcionado del gesto, es decir, dentro de un espacio no mayor del necesario que
permita leer toda su riqueza. Una melodía schubertiana puede ser de una gran
simplicidad y contener sin embargo una carga emocional y descriptiva como ninguna
otra…

Martín, que escuchaba sin poder deshacerse de la imagen de Ariadna, la olvidó por un
momento para hacer comparaciones entre algunos esperpentos que había visto
recientemente en un pódium, como aquel que en el Finale de la 5ta Sinfonía de Chaikovski,
revoloteaba agitando sus alas como un pajarraco enjaulado; o aquel otro que doblaba sus
rodillas como un fuelle de bandoneón al ritmo del Scherzo Capriccioso; o aquella cuyos
brazos gritaban en el final de la Novena Sinfonía de Beethoven como si estuvieran
liderando un mitin revolucionario; o aquel último que, dirigiendo la Marcha Húngara de
la Condenación de Fausto, despegaba del pódium con cada asalto del bombo. ¿Qué diablos
tenía toda esa parafernalia corporal que ver con la música? Su atención regresó al
maestro.

—… La exuberancia se encuentra justamente en esa concentración de movimientos de


gran carga informativa dentro de un marco espacial definido y equilibrado. Esta es la
concepción primaria. Dicha concentración funciona como un poderoso núcleo de
gravedad que atrae indefectiblemente los cuerpos adyacentes. Partiendo de este
principio, cualquier mínimo movimiento proveniente del epicentro tendrá un efecto
inmediato en su halo de influjo gravitacional, por ejemplo, la alteración del núcleo de un
planeta y sus probables efectos devastadores en la superficie. Al pensar en tal
concentración de fuerza y espacio estamos asignándole a cada gesto y movimiento del
director, por minucioso y simple que este sea, un peso y significado de enormes
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magnitudes, de poderes épicos, de posibilidades ilimitadas. Podemos conminar a una
agrupación de cien músicos a responder a una modesta seña impartida desde la punta de
un dedo, o a leer de éste la exacta articulación requerida para una sección; ¿No es así,
Mariano??

—¡Absolutamente! — contestó el violonchelista, a quien sorprendió la repentina atención


del viejo. Se sintió redimido y lo agradeció acomodándose en el sofá y poniéndose atento.

—Pero más sorprendente aún es que esta fuente de alto voltaje pueda incluso ejercer su
poderoso dominio no sólo a través de la acción sino también de la inacción: es posible
simplemente insinuar una idea, sin necesidad de subrayarla con gestualidad redundante,
costumbre esta última por cierto bastante ignominiosa por el desprecio a la inteligencia
musical de una orquesta que ello implica. En algunos casos, el logro de la mayor
realización musical de algún pasaje sucede a partir de la absoluta omisión del gesto, por
ejemplo, en las ocasiones de suprema delicadeza cuando más que definir, un gesto
intruso puede llegar a maltratar o a confundir. A veces, la mayor fuerza sugestiva de una
intención parte de la inacción, de una tensa calma, como el humeante volcán que
mantiene detrás de su serenidad una gran expectativa. El gesto inoportuno obstruye,
como cuando se insiste en dirigir una sección en donde la sincronización rítmica tiene
que ver más con una sencilla comunicación entre los ejecutantes que con la imposición
de una batuta sobreexcitada.

—Bueno, lo dijo Karajan, — añadió Mariano, ahora confiado: —“El arte de la dirección
consiste en saber cuándo dejar de dirigir para permitir tocar a la orquesta”.

—Este fundamento de concisión de la técnica, — continuó Ambrus después de mirarle


de reojo, evidentemente irritado con su comentario — permitirá al director, con la calma
y el control de un encantador de serpientes conducir a la orquesta con absoluta precisión,
aún en los lugares más temibles de la partitura. Podrá activar la artillería de metales e
incitar su tempestad apenas con un visaje, provocar una copiosa cosecha sonora con sólo
una simiente, inducir un estado de absoluto reposo con sólo cerrar sus ojos, y doblegar
con una simple mirada las intenciones rebeldes de algún alborotador de la orquesta. Un
profesional de la magia no puede permitirse desperdiciar movimiento alguno pues
pondría en riesgo el buen resultado del truco; pues bien, tal y como la técnica depurada
del mago obliga al público a fijar la atención en un punto espacial determinado haciendo
del resto de la realidad algo invisible o inexistente, el control del director sobre la orquesta
sólo tendrá éxito cuando este logre atraer y enfocar hacia su núcleo de información
corporal el total interés del ensemble. Pero para lograr esa atracción absoluta, sus gestos
deberán hablar con el poder arrebatador de un hechicero.

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—Ambrus, pero esto de la economía espacial, ¿no castra al director la posibilidad de
disfrutar con movimientos grandiosos los momentos de gran intensidad de las obras? —
preguntó Mariano, ahora con voz de colega. El viejo maestro respiró hondo y guardó un
silencio agonizante con la mandíbula dislocada, mientras empujaba hacia afuera su
mejilla izquierda con la punta de la lengua. Su mirada inapelable ahora estaba lista para
la guerra. Martín creyó ver un desfile de dardos marchando sobre su cabeza.

—Vamos a ver, ¡Tú mismo lo has dicho hombre!! ¡Son sólo momentos! para todo lo
demás, el abuso del espacio es totalmente innecesario, es más, ¡es intolerable!!! — Ambrus
se levantó y caminó; alzaba la voz como lo había hecho minutos antes en la cocina. Baco
se puso nervioso, también se levantó y como pudo y pese a su provecto estado, adoptó
en tres patas la pose de caza. —¡Si tu técnica económica te permite controlar la orquesta
a tu antojo desde pequeños espacios, cuando esporádicamente decidas usar gestos
grandes entonces el resultado será colosal!!! — dijo, clavando su mirada en los ojos
retractados de Mariano —…Como un torero, el director debe dominar a la orquesta desde
su conocimiento y gestos tentadores, nunca desde la fuerza, nunca desde la demasía o la
desmesura, ¡nunca desde la glotonería! … Imagínate tú a un torero capeando en el ruedo
con la misma fuerza del animal hercúleo; sería de nula utilidad y en cuestión de minutos
habría perdido toda su energía y la bestia acabado con él. Lo mismo le sucedería a un
director. ¡La fuerza se le deja a la orquesta!!

Martín recordó a Julián Robles, el magnífico director español a quien solo le faltaba un
traje de luces para ser Belmonte. Mariano transpiraba. Ariadna pasó de nuevo como un
tifón y lanzó un portazo desde la cocina. Baco siguió sus pasos y se detuvo en la puerta,
husmeando y empujándola con su pata derecha y con el hocico, hasta que pudo entrar.
Ambrus continuó sin inmutarse.

—Por otra parte, el uso de movimientos concentrados, ricos en información y detalle


obliga a los ejecutantes a estar alerta, siempre conectados al hontanar sugerente,
generándose así entre orquesta y director una relación altamente comunicativa,
interactiva, meticulosa, de profunda reciprocidad y supeditación. Por la experiencia y
habilidad que va adquiriendo la orquesta, acostumbrada a leer ínfimos detalles gestuales
de su director, este último podrá hacer un uso pródigo de los mismos. El exceso tanto en
el uso del espacio como de la fuerza, por el contrario, contribuye a una interrelación
orquesta/director lenta e ineficaz. Gran parte de la información que el director se
proponga a transmitir, se dispersará de forma inevitable en esos largos trayectos de sus
ajetreos cefalópodos… ¡Es mucho más complicado realizar maniobras con un autobús
que con un vehículo compacto!

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—Tú si me entiendes Baco… — se oía a Ariadna decir desde la cocina — … atrapada en esta isla
oscura…en esta aldea triste rodeada de cementerios y de sordos … ¡Necesito el sol! …Y tú también Baco, a
pesar de que eres inglés… ¿Qué hacemos aquí?? … ¡vámonos!! … Él insiste en que soy una emisaria
tentadora del infierno…

—Un director que se vale de gestos desorbitados para dirigir, o de una exageración tal
que más que un director parece una prima donna, a veces por causa de un ego
desenfrenado, otras veces por deficiencia técnica o escepticismo hacia el gesto conciso,
está por lo general muy alejado del verdadero control de la orquesta, ¡como lo está del
control de un hijo rebelde el padre que a diario le somete al mismo sermón! ¡Para
convencer de una idea es suficiente el uso de unas pocas, enfáticas y reveladoras palabras!

Ambrus hablaba con convicción y recelo, como si defendiera una tesis cuya elucidación
le hubiese costado traumas y años de trabajo. Ariadna atravesó de nuevo la sala diciendo:

—Το νερό για τον καφέ ζεσταίνεται!! … Και πλένεις τα ποτήρια! 75

Baco retomó su puesto y Ambrus su discurso, que, aun cuando menos ardoroso,
conservaba el carácter admonitorio:

—Un acróbata del pódium se halla en la misma situación de inverosimilitud que la del
charlatán que pretende tomar el control de una aguda discusión y además ser tomado en
serio. El efecto que sobre la música tiene un director acostumbrado a abusar del espacio
es enclenque; después de algunos ensayos, sus gestos tendrán cada vez menos incidencia
sobre la música, y el director aparatoso terminará jugando el triste papel del frustrado
General que, a pesar de disparar con sendos cañones, apenas logra causar rasguños al
enemigo. Por otro lado, la exageración espacial de los gestos del director genera un
impacto psicológico negativo en la orquesta, que tiene que ver con una inevitable
percepción de fanfarronería, de rudeza, de vapuleo y de predictibilidad, aspectos todos
ellos ajenos a la delicadeza de este arte.

Diez minutos más tarde, Ariadna regresó y encontró en la cocina el agua evaporada y la
olla al rojo vivo. Cuando comenzó a gritar en su idioma natal y Ambrus a responderle
con crispación desde la sala, los visitantes aprovecharon para despedirse, acción que no
obtuvo respuesta debido a la discusión sorda y violenta que aumentaba peligrosamente
entre el par de griegos. Martín y Mariano avanzaron con pies ligeros por el pasillo hacia
la puerta y al pasar por el frente de la ventana principal tuvieron que agacharse cuando
sintieron los trozos de vajilla fracturada volar sobre sus cabezas.

75
¡El agua para el café está calentándose!! … ¡Y lavas las tazas!

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VII

Animado con la idea de impresionar al viejo maestro, esa noche Martín practicó por largo
rato el inicio sosegado de la suite 1919 del Pájaro de Fuego. Agotado, al final decidió
escoger su último intento, el más exiguo de todos, de manera de no dejar dudas sobre el
uso económico del espacio. Al siguiente día, en Wilbees, nadie contestó al llamado de la
puerta. Al verla entreabierta, Martín, que esta vez venía apenas por un rato y además
solo, pues Mariano debía asistir a su ensayo general, la empujó lentamente e ingresó
ansioso, esperando encontrarse de nuevo con aquella cabeza lúcida y marmórea cuya
fisonomía de manera extraña desaparecía por completo de su cerebro cada vez que
abandonaba el lugar, y con Ariadna, cuya imagen no desaparecía, al contrario, cada día
que pasaba, despuntaba en su memoria de forma más esclarecida. Avanzó con sigilo por
el pasillo y en el punto medio se detuvo y llamó:

—¿Ambrus? ... — El viejo San Bernardo apareció, balanceando su cuerpo desgastado y


sacudiendo la cola. Luego de un cumplido lacio con el huésped, lleno de ronquidos y de
babaza, Baco dio media vuelta y se dirigió a la cocina. Allí estaba el maestro sentado cerca
del borde de una mesita alargada que Martín no había detectado antes. Se le notaba
demacrado. Vestía una camisa mal abotonada y con la mitad del cuello sin doblar. Un
mechón desarreglado del pelo caía sobre su frente. El joven director ventiló en seguida la
situación: ¡Ariadna lo había abandonado! De inmediato su sentido auditivo rastreó la
casa entera; buscaba su voz, sus pasos. Miró alrededor afligido, intentando hallar alguna
huella suya. Sin poder contenerse, decidió preguntar, pero el maestro habló primero,
dejando desde ese momento bajo llave cualquier idea ajena a la música.

—Muy bien… adelante, — dijo Ambrus indicando que quería verle dirigir.

Martín colocó la partitura sobre la mesa raída y pegajosa, se ubicó al frente de él y dio
inicio a la suite de una forma tan sutil y minuciosa que el maestro no se enteró en qué
momento iba ya por el tercer compás. Le detuvo.

—Escúchame. La desproporción del gesto impide un buen manejo de las dinámicas.


Dirigir un mezzoforte con gestos exagerados ahogaría la posibilidad de indicar luego un
forte o un fortissimo ¿No es así? Lo que nos indica que una dirección con gestos tan
ridículamente pequeños arruinaría la posibilidad de afrontar más adelante sutilezas
todavía más delicadas. ¿Has leído a Hemingway?

—¡Sí! … muchos de sus cuentos… y, Por quién doblan las campanas.

101
—Entonces ya debes saber por qué para Hemingway “prosa es arquitectura y no
decoración interior”. Si hacemos una analogía podríamos decir que tanto las dinámicas
como los gestos, como en el caso de la prosa, deben ser pensados como una estructura
que va soportando con fluidez todo el movimiento de una obra y no como adornos
inopinados e incoherentes que no tienen relación ni con lo que les antecede, ni con lo que
prosigue, ni con otras secciones del movimiento, ni con el todo. ¿Has visto a un director
agachado en la tarima suplicando un pianissimo? ¿es esto necesario? ¿no indica acaso una
falta absoluta de diseño en la estructura de sus gestos? y, además ¿una gran desconfianza
de su propia dirección y más aún sobre la orquesta? Si diriges un pp con movimientos tan
ínfimos ¿qué vas a hacer luego cuando encuentres un ppp o un pppp, como de hecho
aparece más tarde en la suite? Las dinámicas son un punto de referencia al momento de
definir la proporcionalidad de los gestos, porque estos deben estar en concordancia con
la estructura, digámoslo así, arquitectónica de la obra. Los gestos desproporcionados
causan muchos problemas, Martín. Un ejemplo común es el deterioro del tempo. Fíjate,
una dirección de grandes espacios para un pasaje rítmicamente animado generará de
inmediato un tempo fatigoso. Angustiado y decidido a hacerse entender, el director
inexperto reaccionará con gestos aún más grandes y enfáticos aportando con ello más
lastre, es decir todavía más lentitud. Por el contrario, gestos muy pequeños y sin ningún
contrapeso para una frase parsimoniosa y lírica, causarán sin remedio un apuro en el
tempo que en segundos destruirá su tracción y su majestuosidad. Es importante entender
además que el abuso de una determinada gestualidad obstina a la orquesta. Debe evitarse
todo aquello que sea musicalmente ampuloso. Mira —dijo el viejo señalando el cielo
anubarrado detrás de la ventana, después de haber saltado por causa de un trueno
poderoso —cuando se acerca una tormenta, esta es anunciada por un rayo y eso basta. El
director que no tiene conciencia de lo que significa un gesto redundante o exagerado, no
se conformará con advertir el fortissimo que se aproxima, sino que continuará
anunciándolo, como si los músicos no hubiesen entendido, como si estos fuesen miopes
y sordos; sí, continuará mostrándolo hasta que aparezca algún símbolo en el papel que
indique lo contrario… El hombre tiene al maestro allí, en la misma naturaleza, ¡y no lo
ve! ¿Te imaginas el mismo rayo alumbrando y el mismo trueno sonando hasta que vuelva
a aparecer el sol? ¡La naturaleza no hace esos ridículos!

Ariadna arribó con unas bolsas de supermercado. Martín se emocionó con disimulo. Puso
las compras sobre la mesa y sobre la partitura y comenzó a relatar en griego una historia
que Ambrus, con sus cejas enarcadas y media sonrisa, pareció disfrutar de principio a fin.
Ariadna se acercó al viejo, le arregló el cuello de la camisa, acomodó sus botones y con
un rápido manoteo le dejó el tupé como el de un chiquillo de colegio. A Martín le
empezaba a enternecer aquella relación que parecía ser de absoluta dependencia. Es más,
ahora se deleitaba con sus disputas espontáneas. Ariadna había colocado las bolsas sobre
la partitura adrede; era su manera de demostrar rebeldía y desprecio contra todo aquello
102
que, después de cincuenta años de dedicación obstinada, seguía acaparando la atención
del viejo. Para ella, Ambrus no sabía vivir sin sus adicciones, primero la música, y en otra
época, la política. Lejos de reaccionar con severidad a las continuas interrupciones
provocadoras de Ariadna, la mayoría de las veces Ambrus respondía de modo
condescendiente, dejando salir a la luz una bondad que mantenía bien oculta dentro de
su complejo carácter. En el fondo la entendía, pero estaba cansado y viejo y no estaba
dispuesto a volver a la horrenda superficie, harta de tragedia, vileza e ingratitud. Prefería
quedarse en su caverna, en donde las partituras le ofrecían el único mundo para él
inteligible.

Las constantes intromisiones de Ariadna aun en los instantes más prosopopéyicos del
maestro, revelaba además la autoridad que ella seguía ejerciendo sobre él. Era el único
ser del planeta con el derecho de dirigirle la palabra sin formalidades ni grandilocuencia.
Si él era el primer ministro, ella era la jefa de Estado. Durante veinte años Ariadna se
había ocupado de moderar las formas de gobierno autoritario del impulsivo maestro
frente a las orquestas, de presidir la ronda de consultas respecto a sus decisiones
profesionales, de representarlo en todas sus relaciones inter-institucionales, nacional e
internacionalmente, de encubrir en lo posible su terquedad política y de resolver los
problemas sencillos y cotidianos de la vida para los cuales aquel ser era simplemente un
desatino. Mientras ella estuvo a su lado, su carrera floreció.

Hija de una familia melómana y coleccionista de obras de arte en la ciudad de Heraclión,


Ariadna creció idolatrando como toda su familia a su primo tercero, héroe nacional,
Dimitri Mitrópoulos quien había muerto recientemente después de haber alcanzado la
gloria como director musical de la MET76 y de la Filarmónica de Nueva York con la que
había dejado admirables grabaciones. Entre sus herederos del pódium se encontraba
Ambrus, quien, para el tiempo en que los padres de la bella Ariadna de 17 años la llevaron
a un concierto suyo con la orquesta del teatro Mariinsky en Leningrado, era el joven
director griego con mayor proyección internacional después del afamado maestro.

Ariadna nunca fue tímida. Extrovertida y temperamental, regañaba a sus padres Chloe y
Bastian y a sus abuelos con frecuencia y sin pesar. A sus pretendientes los despedía con
una cachetada justo en el instante en que estos, con sus ojos cerrados y la trompa estirada,
creían haberse ganado un beso, después de lo cual, la agresora corría a su habitación y se
encerraba sin lamentarse. En las labores domésticas poco participaba, porque a la primera
reprimenda de sus mayores soltaba el plato, o lo que llevara en sus manos, e indignada
se asilaba en su aposento. Lo mismo hacía después de tirar los cuadernos de tareas y los
libros de la escuela cuando Chloe intentaba corregirla, o después de lanzar las partituras

76
The Metropolitan Opera de Nueva York

103
al suelo cuando su maestra particular de piano, Nadheska Bykov, una señora rusa nacida
el mismo día que terminó la segunda guerra mundial, estricta como todas, intentaba
convencerla de que para poder tocar las Escenas de la Infancia de Robert Schumann debía
superar primero siete años de técnica. Sobre las escalas y los Estudios77 tampoco había
manera de persuadirla para que los practicara en la octava correcta del teclado, pues —
las notas macabras de la izquierda— decía la testaruda, afectaban su humor.

Con los niños, Ariadna era una excepción. Sentía adoración por ellos y era la única de la
casa que no perdía la paciencia cuando estos corrían alrededor, hacían daños o chillaban
sin parar. Sus ocasiones de mayor felicidad era cuando venían de visita sus sobrinitos de
dos, cuatro y seis años. Entonces colocaba el disco de Escenas de la Infancia, interpretadas
por Horowitz, e inmersa en una nostalgia inescrutable, los peinaba, los acariciaba, les
cambiaba la ropa y les daba su comidita al mismo tempo y con la misma delicadeza y
dulzura con la que Horowitz articulaba las frases de Schumann sobre el piano.

Ariadna sentía enorme pasión por la música, y en especial por las orquestas y las obras
sinfónicas, y de ello hablaba con luz en sus ojos a Nadheska, comparando los directores
rusos del momento con el gran Mitrópoulos (de acuerdo a la opinión parcializada de sus
padres) y haciéndole escuchar a la maestra fragmentos favoritos de algunos conciertos y
sinfonías que encontraba en la amplia biblioteca musical de su casa. Nadheska la
perdonaba, no por que estuviera de acuerdo con sus gustos, sino para evitar que Ariadna
estallara, se encerrara en su habitación, se perdiera la clase del día, y ella, la remuneración.
Al cabo de unos meses, la férrea disciplina rusa había sucumbido ante la impetuosidad
griega. En el fondo, la maestra disfrutaba de la naturaleza volátil de su alumna, pero
sobre todo del interés que mostraba por la música clásica. Se sentaban las dos a escuchar
obras enteras y Bastian venía a veces a la sala preocupado porque no escuchaba el piano,
pero al ver tan feliz a su hija y a la señora Nadheska tan relajada e interesada en las
versiones de Mitrópoulos, se retiraba sin decir nada. La maestra hizo a su alumna la niña
más feliz del mundo el día que cambió los métodos tradicionales de técnica, el Czerny y
el Hannon, por las reducciones para piano a cuatro manos de las sinfonías de Beethoven.
Entonces era Nadheska la que, desesperada, tiraba las partituras cuando Ariadna,
siempre insatisfecha, la hacía repetir la sinfonía entera por quinta vez, bajo la amenaza
de no pagarle. Ariadna tenía talento, y Chloe y Bastian sólo esperaban impacientes que
su genio atravesado se apartara del camino y diera paso a la humildad necesaria para el
progreso. Pero ese momento nunca llegó, más bien, su altanería se agudizó con el
transcurrir de los años, pero fue esta la que le permitió tomar luego control sobre la

77
Piezas musicales que han sido compuestas con el propósito de resolver un aspecto técnico del ejecutante sobre
su instrumento, pero que, debido a su estética se hacen también como piezas de concierto.

104
personalidad escabrosa de Ambrus, y realizarse como una brillante ejecutiva dentro del
mundo difícil de las orquestas profesionales.

Al verla en el camerino junto a sus padres después del concierto, con su mirada
insurgente y su cuerpo de diosa guerrera escudado en un magnífico vestido rojo sobre el
que caía, como una cascada de oro negro, su exuberante cabellera, Ambrus,
acostumbrado al peligro, se le acercó y le besó la mano. Ariadna no supo que hacer. Sus
manos vengativas esta vez permanecieron flácidas, sin autoridad; sintió una llamarada
en el rostro y además de sus labios se apoderó una sonrisa desorientada que no supo de
dónde provino y que no pudo esconder, y entonces pensó que por fin se había
enamorado. Ambrus llevó a los familiares de su maestro Mitrópoulos y compatriotas
suyos a cenar después del concierto. Ariadna, que nunca callaba, sorprendió a sus padres
en el restaurante escuchando embelesada y casi sin parpadear el discurso del director. En
el fondo de sus pupilas deliraban escenas suyas junto a aquel joven maestro, disfrutando
los dos del mundo maravilloso de las orquestas y de las sinfonías. En un punto de la
conversación, Ambrus hablaba acerca de su agenda de conciertos, —Cada vez es más
complicada … ¡Tendré que buscarme un asistente! … — a lo que Ariadna respondió en
el acto —Señor Vlakhos, ¡yo puedo ayudarle! — Chloe y Bastian se pusieron nerviosos —
… Y ¿Por qué no? …— respondió Ambrus encantado. —Hablaremos de eso cuando
regrese a Atenas. — Desde ese momento Ariadna comenzó a participar activamente en
la conversación. Habló con orgullo de sus gustos musicales, de su pasión por las
orquestas y de su disciplina en el estudio del piano. —La disciplina no sirve de nada si se
es una terca, ¿No es así, Ambrus? — preguntó Chloe con la esperanza de que la opinión
del joven maestro pudiera ayudar a ordenar los estudios de piano de su hija. Pero
Ariadna no estaba dispuesta a ser tratada como una chiquilla irresponsable delante del
director. Contuvo su ira presionando los cubiertos con fuerza y dijo resuelta —¡El piano
me aburre! … ¡En cambio, me encantan las orquestas! — Ambrus estaba cada vez más
impactado con su atrevimiento y con su belleza.

Siendo él mismo un obstinado, comenzó a hablar de su otro tema favorito, la turbulenta


situación política en Grecia. Ambrus era un perseguido político. La Junta de los Coroneles
llegó incluso a considerarle uno de los ideólogos de la revuelta de la Politécnica de Atenas
y fue entonces cuando comenzó su exilio. Su carrera internacional como director aun
cuando le generaba altos ingresos, implicó a la vez su debacle económica pues, confiado
en su fortuna, destinó más de lo que creía poseer a causas insurreccionales contra la
dictadura. Cuando los padres de Ariadna le preguntaron a Ambrus por su esposa, la
jovencita sufrió una nueva transformación. La rubicundez desapareció de sus mejillas, y
su sonrisa dio paso a la mueca de hastío de siempre. Ahora contestaba en monosílabos
fríos y cortantes. Ambrus celebraba la confirmación de sus sospechas, mientras que

105
Ariadna, luchaba por comprender por qué le había afectado tanto esa noticia,
considerando el hecho de que Ambrus era mucho mayor que ella.

Su ilusión por el director y por su entorno artístico aumentó con el paso del tiempo. Cada
sinfonía que escuchaba en casa se imaginaba al joven gallardo en el pódium depurando
frases musicales con sus garbosos gestos. En el momento en que Ambrus llamó a
Heraclión desde Atenas un año más tarde para indagar con los padres sobre la
posibilidad de contratar a su hija como asistente ejecutiva, estos respondieron que lo
discutirían. Ariadna escuchó desde la sala y no dijo nada. Fue por su maleta que tenía
lista en el armario desde aquel día de su primer encuentro con Ambrus, empacó las
últimas ropas y volvió a la sala para decir que estaba lista y a preguntar que a qué hora
partía.

Ambrus y Ariadna trabajaron juntos por dos décadas con gran éxito y fueron amantes.
En los últimos años de su carrera, Ambrus exacerbó su extremismo político a tal punto
que era capaz de abandonar los ensayos de una filarmónica en cualquier lugar del planeta
si la emergencia política de su país así lo ameritaba. Las orquestas se cansaron de
perdonarle, aun cuando sabían que perdían a un gran director. Su imagen pública de
hombre de ideas contumaces había permeado ya todas las conexiones de su esfera
artística como una metástasis. La misma Ariadna, quien le protegió y le mantuvo a flote
mientras fue su asistente, claudicó un día al convencerse, después de encontrárselo
pisoteando una bandera americana en una manifestación callejera en Chipre, de que su
sacrificio por salvar a su Teseo de la bestia de la política era inútil. Cinco años después de
la muerte de la esposa de Ambrus en 1995, Ariadna vino a vivir con él a Inglaterra, lugar
en donde el controversial director, decepcionado de la vida, harto de las traiciones
políticas y de su guerra perpetua con músicos de orquesta, decidió enterrarse.

Ariadna desempacó el mercado y cuando concluyó aquella historia graciosa que contaba
acerca del marido de una vendedora parecido un gallo de pelea, el viejo maestro se
levantó, puso su mano en el hombro de Martín y lo guio hacia la sala en donde reinició
su discurso. Martín sintió pena por la bella mujer y hubiera pagado por remolcarla con
ellos, aprovechando el buen clima familiar, y por haber canjeado ese día, con el mayor
gusto, la lección de dirección por la de la historia de aquella pareja que él intuía debía ser
de fábula. Justo esa misma tarde Mariano estuvo esperando a Martín para contarle lo que
había logrado averiguar acerca de la vida de Ariadna a través de viejas amistades.

—Para terminar, —continuó Ambrus sin perder tiempo —quería decir que la economía
del gesto otorga un mayor margen de acción al director pues le deja a disposición el uso
de espacios adicionales para ocasiones cruciales y le evita además un desgaste físico
innecesario. La economía gestual también permite a los ejecutantes una lectura despejada
106
de la expresión facial de su líder. Pasajes extensos de la obra pueden ser guiados sin
problema desde la invitación de un rostro expresivo. Siendo el espejo de las emociones,
el rostro ejerce un rol de vital importancia contribuyendo de manera permanente a
revelar el carácter de la música y, en el caso específico del director, a anticiparlo, que es
su función primordial. Schumann decía de Mendelssohn que “en sus ojos podían leerse
de forma anticipada los embrollos mentales de la composición, sus colores, desde los más
refinados hasta aquellos de mayor incandescencia. Como un vidente, Mendelssohn iba
anunciando todo lo que estaba por ocurrir”. Y de Wagner, Seidl decía que un amigo actor
le había confesado que “jamás en su vida había visto tal demostración de poder a través
de los ojos y de los músculos faciales de una persona. El rostro de Wagner expresaba más
que los mejores actores del mundo con todos sus recursos.” … Mañana hablaremos de la
proyección anticipada de las ideas a través del gesto.

Afuera, las nubes se habían disipado y el recinto fue invadido de pronto por un arrebol
tenue y horizontal que transformó la cabeza ajada de Ambrus en un imperial busto de
bronce.

VIII

El siguiente fue un día esplendoroso. La frescura de la niebla matutina, el color cristalino


del rocío, el aroma del musgo escondido, el sol laureando el techo azul detrás del celaje,
la emanación de las sombras húmedas de los pueblos del viejo condado que iban
apareciendo en el camino, todo era absorbido por Martín y por Mariano con aspiraciones
profundas. Como un par de tragaldabas buscaban colmarse hasta de la última fibra de
aquel efluvio vigorizante de tiempo y de lugar, y, lo hacían con urgencia, antes de que al
sol lo secuestraran de nuevo los impertinentes nubarrones, dueños absolutos del Reino
de Annex. Al llegar a Wilbees, la puerta de la casa del director estaba entreabierta. Por su
rendija escapaban, como escapa el vaho de un afluente de jazmines, las frases sublimes
del primer movimiento de la Sinfonía Pastoral. Entraron. Ambrus estaba en su poltrona,
con la cabeza inclinada, el mentón rozando su pecho y su mano derecha descansando
sobre buena parte de su frente y de sus ojos, que estaban parcialmente cerrados. Se
hallaba en estado de prosternación, vivía en ese momento un reposo intenso, una calma
embebida por completo en la opulencia sonora. El volumen de la música era muy alto,
pero el viejo equipo de sonido, de cuatro altavoces de metro y medio de altura,
reproducía la grabación de Deutsche Gramophon con un realismo tan impresionante, que
la sensación no era para nada de estridencia sino de grandeza. Los visitantes
permanecieron inmóviles en el umbral de la galería hasta que los surcos del vinilo
107
expulsaron la aguja del tocadiscos de forma automática. Ambrus se levantó, avanzó hacia
el reproductor, alzó el brazo fonocaptor, dio vuelta al LP y ubicó la aguja en el inicio del
cuarto movimiento. Volvió a sentarse. Pronto la sala se transformó en un verdadero
pandemónium. Los bajos retumbaban en aquellas cajas acústicas con el arrebato de un
corazón impetuoso que amenaza con salirse del pecho; la lira se tambaleaba, las
esculturas daban saltitos, el busto de Anaximandro se desplomó sobre la tapa del piano
y el de Händel se acercaba ya al borde del precipicio. El retrato de Verdi cayó al suelo, el
candelabro y las velas también se vinieron abajo y el polvo de la sala se alborotó,
provocando una espesa niebla. Baco comenzó a aullar y Ariadna llegó a la sala corriendo
y espantada. Ambrus tenía una expresión de extrema satisfacción dibujada en el rostro y
con hermosos gestos en sus brazos anticipaba los truenos y las centellas de aquella
borrascosa escena. La tronada no sólo alteró lo inanimado, sino también el pulso y la
condición emocional de todo aquello que tenía vida en el lugar. Apenas empezaban sus
víctimas a recuperarse con la calma bucólica de los primeros compases del Himno de los
Pastores, después de la tempestad, cuando Ambrus por fin les dirigió la mirada y sin
saludar se acercó a Martín, concentrado ya en el contenido de sus próximas palabras. Lo
tomó del brazo y le dijo:

—En la dirección, la proyección anticipada de ideas se refiere a la cantidad de


información que, a través de gestos predeterminados, el director confiere a los músicos
en fracciones de segundo previas a la producción del sonido, y que van a definir la
cualidad y la calidad de este. —Ambrus se dirigió al tocadiscos y detuvo la sinfonía.
Ariadna que permanecía aún en el umbral de la sala, dio media vuelta y desapareció sin
decir nada. Baco, apaciguado con la nobleza de la música, se echó lentamente. El maestro
continuó. —Es importante observar el fenómeno musical desde dos ángulos: desde aquél
ángulo que precede a la producción del sonido y desde el ángulo de la recepción del
mismo. La orquesta, en el centro, es el instrumento transmisor. El director se desenvuelve
en el primer ángulo, aun cuando él/ella podría, desde luego, saltarse sin dificultad al
plano opuesto y dejarse llevar como un receptor más, es decir, simplemente reaccionando
con sus gestos a los sonidos provenientes del ensemble, en cuyo caso ¡la orquesta dirige al
director! La ubicación del director en el plano de receptor del sonido, por ejemplo, cuando
escucha la grabación de una sinfonía, puede facilitarle sin duda el camino a la
comprensión de la obra: su natural respuesta intuitiva y motriz a los diversos elementos
musicales que esta ofrece, implica una identificación que podría definirse como conexión
empírica, o práctica; es, digamos, un primer paso. Según Mahler, un director debería
tener familiaridad suficiente con una obra, ya sea a través de una reducción pianística o
en las salas de concierto, antes de proponerse a estudiar una a una sus notas. De esta
manera se puede contar al menos con una idea espontánea del espíritu de la misma, para
luego dedicarse con una mayor confianza al estudio detallado de sus partes. Esta
conexión empírica se reserva entonces a la etapa de descubrimiento de las obras, de
108
enamoramiento con ellas. Desde este ángulo del receptor, se disfruta la música
principalmente a partir de los estados emocionales que ella incita. Es una apreciación
basada en una realidad parcial, que desconoce el otro ángulo, la otra realidad que existe
previa al sonido gravada ya con todos sus elementos, que ha sido pensada y elaborada y
es la responsable de crear un determinado impacto en los oyentes. Es en ese otro ángulo
abstracto, en donde el fenómeno musical ya ha cobrado vida antes de traducirse en
sonido, en donde es protagonista el director.

Ambrus hizo una pausa y los visitantes, todavía ensordecidos, procedieron a sentarse
tímidamente.

—Tanto la literatura como la pintura cobran vida a partir de su lectura o experiencia


visual, de manera directa, sin intermediarios. — continuó el maestro —Nada se interpone
entre la obra y el receptor que pueda condicionar el carácter o significado ya plasmado
en el lienzo o en el papel, nada interfiere entre el artista y su destinatario, salvo el propio
estado anímico de este último, su experiencia de vida, su educación, su cultura, etc.,
aspectos que por supuesto influyen en todo receptor y que en todo caso es algo que
sucede frente a todas las artes. En la música, en cambio, sí existen estas figuras
intermediarias que laboran en ese fértil y enigmático espacio que separa a la obra escrita
del receptor, y de su acción dependerá una mayor o menor comprensión de la misma. En
el repertorio sinfónico en particular, se puede decir que cuando hablamos de figuras
intermediarias nos referimos a un gran número de actores: director y ejecutantes, a
diferencia de las obras para solistas, en donde el ejecutante es el único intermediario. En
el caso de la música sinfónica se trata de un trabajo de muchos para mostrar la obra de
uno solo; es como un tipo de arte colectivo, y, aun así, quien se dedica al entendimiento
holístico de la obra es el director y, por tanto, la interpretación definitiva y el resultado
final, es de su entera responsabilidad.

—Son muy interesantes esas comparaciones — intervino Mariano —Por ejemplo, a


diferencia de la literatura, en donde bastan las palabras, y de la pintura en donde basta el
color y la imagen para afectar la razón y las emociones… — el chelista comenzó a
sonrojarse — … y tal vez en el teatro en donde a pesar del uso de intermediarios también
bastarían las palabras, en la música existe el intrigante componente auditivo que no
puede ser traducido en palabras… —Mariano hacía un gran esfuerzo para mantener el
nivel de su juicio sin balbucear — …un componente que cuenta con ese inexplicable
contenido emotivo per se, capaz de generar encantos voluptuosos, agitaciones, una serena
nostalgia, o una languidez estremecedora.

—Así es — afirmó Ambrus, esta vez indulgente con la opinión de Mariano —La música,
como el dolor o la alegría, no se ve, pero existe y puede sentirse.
109
—Bueno, alguien llegó a decir acerca de la música de Mahler que no se debe perder
tiempo descifrando sus composiciones sino experimentarlas directamente en el alma —
agregó Mariano secándose la frente con un pañuelo.

—¡Lo dijo él mismo! — respondió Ambrus. —A Mahler le irritaba sobremanera tener que
ofrecer una sinopsis aclaratoria acerca de cada una de sus sinfonías. Ya en el período
helénico existía esta discusión, cuando Arixtóseno de Tarento defendía la importancia
del aspecto sensorial de la música por encima del intelectual. De hecho, cada receptor
reacciona a la música de una manera distinta, de acuerdo a incalculables y complejos
elementos cognitivos y pre-cognitivos únicos a cada experiencia de vida particular, y en
esto creía Mahler, quizás influenciado por la estética Kantiana que planteaba en aquel
momento el sentimiento del sujeto frente a sí mismo al ser afectado por una representación. La
respuesta emotiva o racional del receptor frente a una obra musical, es la última fase de
ese largo viaje del fenómeno sonoro que se inicia en la pluma del compositor, y que luego
pasa por la esfera analítica del director, hasta alcanzar al público. — Ambrus se puso de
pie, buscó un papel en el atril, se apoyó en un minúsculo espacio libre sobre la tapa del
piano y con el puño destemplado comenzó a escribir en letras de gran tamaño que luego
enseñó a sus alumnos señalando palabra por palabra: —Aquí está la cadena: creación -
interpretación de ideas - génesis del gesto/técnica - proyección a la orquesta - producción de sonido
- reacción del receptor. Continuó.

—La figura del director se encuentra entonces en el ángulo opuesto al del receptor, aquí.
—señaló la cadena —Su tarea al momento de dirigir es proponer el tipo de sonoridad que
desea escuchar, e indicar de qué forma y con qué intensidad o riqueza imaginaria se va a
contar la historia. De allí la importancia del contenido de cada uno de sus gestos, pues si
ellos pretenden generar un resultado artístico, en esos mismos términos deberán
expresarse. La dirección es un arte efímero. A diferencia de otras artes, sucede en un
instante y muere incluso antes de que se haya percibido su resultado auditivo, de que
haya causado su impacto. Sólo el sonido resultante, aquel que ha recogido el mensaje del
director, que se ha nutrido de él, puede hablar en su nombre, puede hacer una fiel
demostración del nivel artístico de su líder. Por supuesto que la posibilidad de mantener
hoy este resultado a través de una grabación, desvirtúa en cierto modo la índole efímera
de la disciplina, pues al menos nos queda un testimonio audible de su valor.

El antiguo reloj de péndulo, escondido dentro del mosaico abigarrado que adornaba la
pared principal de la sala, dio sus cinco campanadas. Ambrus aguardó obediente hasta
que finalizaran los tintineos, y entre tanto Martín pudo notar que el salón se había
oscurecido de forma dramática. Observó hacia la ventana y comprobó que el clima
esplendoroso había sido trocado por uno encapotado de vientos poderosos y rápidos
110
amasijos de nubes negras. Baco roncaba. De la cocina provenía un ligero aroma de café.
Hacía frío.

—¿Qué es un gesto? — preguntó Ambrus. —Como principio general, podemos


describirlo como el resultado físico de una idea preconcebida o de un estímulo sensorial
y que transmite un mensaje o puede implicar una intencionalidad. Primero tenemos la
idea, luego el gesto, y por último su efecto. Fruncir el ceño es la respuesta física a un proceso
mental que predetermina tal movimiento; este gesto envía a su vez un mensaje específico
a un receptor. El sonido funciona como estímulo sensorial, como fuente de iniciación
gestual como sucede en la danza, pero en la acción de dirigir, se da la operación contraria,
el sonido responde al gesto. Con sus gestos el director envía la información deseada antes
de que el sonido se produzca. Entonces para el director la fuente de creación gestual no
es el sonido en sí, es su conceptualización, y todo ello se resuelve al momento de estudiar
la obra y se trae al ensayo como una proposición. El director, siempre dentro del marco
de una rigurosa técnica, maneja y exhibe esta vía gráfica desde un plano imaginario,
anticipado y paralelo, que se hace luego realidad en el plano sonoro de la orquesta.
Cuando entre estos dos planos paralelos uno deja de anticipar al otro, por ejemplo,
cuando convergen, el director ya no es director, pues significa que su fontanal de
información ha dejado de emanar. El lenguaje gestual impartirá la información
substancial referente al tempo, articulación, dinámicas, estilo, temperamento, estética, y a
las ideas musicales o extra musicales que se deriven de una interpretación lograda. La
información irá otorgándose a lo largo de la ejecución de la obra en instantes previos a la
producción del sonido. Determinar cómo, en qué lugar, y en qué espacio temporal se va
a transmitir gestualmente esta información es una delicada labor del director.

En la dirección, el gesto primario corresponde al de la anacrusa78, justo antes del sonido


inicial de la orquesta, y este es crucial debido a que de él va a depender la velocidad con
la que se inicie la obra que es el tempo, su intensidad que es la dinámica y su carácter que
es el estilo. Ese contenido tripartito y vinculante del gesto inicial es la fundación a partir
de la cual despega una obra y nos permite descubrir de inmediato si quien ocupa el
pódium es o no un verdadero director. La duración de este gesto inicial, es decir, de la
anacrusa, comprende una unidad de tiempo dentro de la métrica musical. A partir de allí,
el instante de revelación de información estará ligado al elemento rítmico y su duración
en el espacio-tiempo. Como decía, la información se irá otorgando en fracciones de
segundo previas al sonido, fielmente sincronizada con la velocidad rítmica de la música.
El éxito de tal sincronización descansa por tanto en la robusta habilidad rítmica del
director y en el completo dominio espacial de sus gestos, y, el resultado sonoro, en su
competencia para la representación gestual de sus intenciones. Con estos pertrechos el

78
Pulso preparatorio para el inicio de la música con el cual se indica su dinámica, su velocidad y su carácter.

111
director podrá anticipar cualquier evento, podrá develar su visión acerca de la obra justo
antes de que se transforme en sonido.

Esa noche era el estreno de Lulú. Martín y Mariano debían regresar muy pronto a Annex
y aprovecharon esta última pausa del maestro para llevar a cabo su plan: convencerlos a
él y a Ariadna para que asistieran a la gala.

—¡Ya he visto demasiado! — dijo Ambrus rechazando la invitación. —He vivido todos
los placeres musicales posibles, desde mi infancia, cuando solía ir con mi padre a sus
conciertos y tomar por realidad mi sueño de ser un gran director. Ahora soy un asceta
dedicado únicamente a la contemplación de sus memorias. ¡Y en ellas no hay sitio para
más! … Dirigí Lulú muchas veces y la vi hasta el cansancio. A mi edad, ya estoy entrando
más bien a esa fase en donde uno comienza a perder respeto por todo.

Martín y Mariano estaban conscientes de que insistían en vano, pero continuaron


haciéndolo porque por fin Ambrus dejaba escapar de su arrestado modo de ser ciertas
inquietudes terrenales.

—¡Ariadna! — llamó el viejo — aquí tienes una entrada para ir a la ópera.


—¡Estoy harta de eso!! — gritó desde el segundo piso. Ambrus se encogió de hombros y
comenzó a hablar de Lulú cuando fue interrumpido por Ariadna.
—¿Qué ópera??
—¡Lulú! — contestaron Mariano y Martín en coro.

Media hora más tarde los habitantes de Wilbees vieron pasar el pequeño Fiat a toda
velocidad en dirección a Annex con sus tres ocupantes, dos caballeros, uno adelante, otro
atrás, y al lado del conductor, coquetamente vestida con una túnica negra sobre un
vestido blanco y un chaleco de colores encarnados, una dama estilizada que sostenía con
sus dos manos el pañuelo de flores que de su regio peinado pretendía arrancar el viento.

IX

Martín iba eufórico. Mariano y Ariadna, casi contemporáneos, conversaban


animadamente y el joven director escuchaba poco debido al estruendo de la máquina y
del viento. Pero le bastaba con observar desde atrás el perfil escultural de aquella exótica
mujer, su sonrisa seductora, la media cola que dejaba ver su cuello esbelto de vello
delicado, y con sentir su exquisito perfume helénico, que le envolvía en un ensueño de
112
tentaciones indescifrables. En algún momento Mariano le habló en portugués y ella le
respondió en el mismo idioma y sin tropiezos. Martín estaba cada vez más cautivado; con
ellos viajaba parte de la historia de la dirección de orquesta del siglo veinte. Al llegar al
festival, Mariano se despidió besándole la mano, gesto al que Ariadna parecía
acostumbrada y recibió con agrado. De inmediato fue abordada en la antesala del teatro
por algunas personalidades ávidas de información sobre su vida y de la del maestro.
Martín aprovechó el momento para ir a cambiarse de ropa; se disculpó con Ariadna y ella
le autorizó con un gesto impaciente. Martín se puso el traje formal y los zapatos de
concierto con la velocidad de un bombero y regresó ansioso, esperando que Ariadna
estuviera ya libre para él. Al verse solo con ella, se estremeció. Martín tuvo que
enderezarse para igualar su altura y juntos caminaron en dirección al jardín que se
encontraba repleto de aristócratas que asistieron a la gran première. Unos se hallaban de
pie con sus copas de champagne, y otros, sentados en sus sillas de picnic, junto a las mesas
de manteles bordados atendidas por sus propios mayordomos. Martín creyó haber
entrado de pronto en los parterres del palacio del Duque de Buckingham y Chandos. Se
llenó de altivez y de un deseo infinito de que le vieran desfilar junto a aquella diva
histórica. —¡Madame Zabat! — un individuo de dignidad frívola se levantó de su silla —
¡Qué placer! Tantos años sin verla. … ¡Sigue usted hermosa! Y ¿Dónde está el maestro?
—También, como usted, hace mucho tiempo que no sé dónde está.

Martín buscaba algún tema importante de conversación. —¿Prefiere usted la ópera o el


mundo sinfónico? —Ante lo que es grande, Martín, preferir es un absurdo. Pero en este
momento, lo que en realidad quisiera, es hablar de otra cosa … necesito un respiro…
¿sabes? … Cuéntame, ¿tienes novia? — Martín se rio. Ariadna había entrado en uno de
sus temas favoritos. La griega sacó una pitillera de piel de su bolso, encendió un cigarrillo
alargado y se dedicó a escucharle. Lo miraba vivamente a los ojos y sonreía con sus
picardías. Martín logró lo que quería, rescatar en su rostro la frescura que mostraba en
las fotografías y que parecía oculta bajo la añoranza de una dicha remota. —A veces
pienso que he olvidado lo que es la felicidad — dijo a Martín en un momento en el que
una sombra de recuerdos pareció invadir su mente. Bajó la vista, dejó caer la colilla al
suelo y la apagó con la punta de su zapatilla.

—No te olvides nunca de vivir Martín. Es tan importante para tu salud mental como lo
es el estudio. Y aléjate de la política, si quieres tener éxito.

Ariadna y el joven director caminaron hacia las puertas del teatro. Martín podía respirar
el halo de desdicha que la envolvía, pero no sabía de qué forma consolarla; no contaba
con la confianza suficiente como para entrar en ese territorio. Se dedicó entonces a
disfrutar del hecho de sentirse observado y de ser él el acompañante de tan extraordinaria
mujer la noche del estreno de Lulú.
113
X

Al día siguiente cuando llamaron a la puerta, Ariadna acudió de inmediato. Tenía los ojos
húmedos y un semblante de alta temperatura emocional. No dijo nada. Les hizo pasar.
Martín y Mariano caminaron detrás de ella, desconcertados. Ariadna subió las escaleras
y les hizo señas para que la siguieran. Ambrus estaba en su cama, descompuesto,
marchito como un pergamino milenario. Tenía la barba rupestre de dos días y unas
profundas arrugas alrededor de los ojos que sus dos alumnos no habían notado antes. En
ese instante una lágrima resbaló por el costado de su sien izquierda. Un paño empapado
refrescaba su frente y sobre el abdomen tenía una almohada en donde reposaban sus
manos. Al lado derecho de la cama había una ventanita con doble cortina, ribeteada por
la cintura hacia los lados, a través de la cual, se podía ver el cielo turbio y el patio trasero
cercado por una tabla maltrecha. Sujetas a estas tablas se hallaban de lado a lado tres
cuerdas con ropa tendida y mojada. El techo de la habitación era poco alto y en declive
hacia uno de los lados. Por su reducido espacio, el mobiliario austero y el panorama
desolador detrás de la ventana, aquel cuarto triste era la guarida perfecta para un eremita.
No servía ni para albergar sueños.

Esa madrugada Ambrus había sufrido un síncope. Al verles, hizo señas con su mano para
que tomaran asiento en las dos sillas de mimbre que estaban a su lado. Baco, preocupado,
siguió echado en el suelo; alzó sus parpados con mezquindad y movió la cola sin ánimo.
Ambrus retomaba poco a poco sus fuerzas y cuando pudo hablar dijo, con mirada de
soldado herido de muerte, que no era nada, que era normal a su edad, que se encontraba
perfectamente.

—Escucha Martín, — exclamó con atonía en su voz. —Ejemmrr…Es determinante para


el director conocer hasta qué punto su cuerpo es capaz de transmitir lo que el compositor
propone, así como sus propios aportes hermenéuticos acerca de la obra…

El maestro se fue incorporando en la cama con lentitud, apartó la toalla de su frente,


arregló con torpeza las almohadas detrás de su espalda, se reclinó, aclaró otra vez la
garganta reseca y continuó. Mariano y Martín, asaltados por infinitos pensamientos
oscuros, le miraban con desesperanza.

—Las extremidades superiores, parte esencial del complejo sistema de comunicación


corporal, pueden llegar a dominar un idioma mimético prodigioso capaz de irradiar
valiosa información. El director debe trabajar arduamente en el desarrollo de esa
transmisión no verbal. Como les he dicho antes, cada persona es el corolario de una
conformación de códigos genéticos particulares, así como de la acumulación de
114
conocimiento empírico y racional, de experiencias estimulantes y traumáticas, todo lo
cual le convierte, como las obras, en una individualidad irrepetible. Por consiguiente y
por suerte, su proposición a cada idea musical podrá también ser única.

—Según Heidegger, cada ser es una creación ex nihilo — intervino Mariano con cara de
acierto.
—¿Qué has dicho? … ¿Has nombrado al nazi??? — se incorporó Ambrus de la almohada,
mirándole con desafío.
—No…eeeeh … la verdad es que… digamos… Solo quería a añadir que la memoria es la
que conforma a un ser y lo distingue de otro. ¿Qué define a un ser? ¿qué lo hace distinto
de cualquier otro? Su memoria. ¡Sí, sí! — respondió a Martín al ver que este lo miraba con
extrañeza —“Somos” … — continuó Mariano muy acalorado —… de acuerdo a la mayor
o menor amplitud de saberes que poseemos. Lo que nos distingue es la capacidad o
espacio de retención de nuestra memoria.

—Bien — dijo Ambrus con suspicacia y sin quitarle la vista de encima —Como decía, este
elemental principio de diversidad entre los individuos es despreciado con frecuencia por
muchas escuelas y maestros de la dirección que pretenden formar duplicados, con una
visión unipolar acerca del significado de las obras y de su sintagma gestual, con una única
solución técnica a sus demandas, como si las obras trajeran consigo un manual de
instrucciones. Lo interesante de esta disciplina es justamente que el director alcance
legítimos y originales resultados a partir de su identidad propia y de una relación
personal con la obra y su contexto; sólo esta interacción inédita permite una constante
redimensión del arte y mantiene vivo el interés y la expectativa de los ejecutantes y del
público, quienes se hallan siempre en la búsqueda de proposiciones estéticas
innovadoras.

—Pero Ambrus — dijo Mariano con ánimo de revancha y ante un estupefacto Martín que
no podía creer que el chelista todavía se atrevía a desafiarlo. —¿No es peligroso que un
estudiante de dirección interprete esta idea de “una relación estrictamente personal con
la obra” como un legítimo derecho a hacer con ella lo que le dé la gana? — Martín se
espantó; se sintió parte de una complicidad malsana, lo cual le produjo náuseas y
remordimiento. En un impulso apologista, estuvo a punto de responder él mismo en
defensa de Ambrus; pero este se le adelantó:

—Hacer con una obra lo que venga en gana es justo lo que haría un desconocedor, un
superficial, un impostor de la dirección. Es lo que haría un seudo- escritor que pretenda
escribir una obra sin entender de literatura… Así como existen ciertos principios técnicos
que son comunes a todo director, existen también principios estilísticos y musicales de
las obras que un buen músico jamás irrespetaría. Tú no cambiarías la ligera articulación
115
del concierto en re de Haydn por una pesada sólo porque te da la gana, no; tampoco
sustituirías una tensión por una distensión en el lugar menos apropiado del nocturno para
violonchelo de Chaikovski. Cuando hablo de una aproximación personal del director a la
obra, me estoy refiriendo a todo lo que el jovencito puede y debe aportar a partir del
entendimiento de la misma, de acuerdo a los parámetros dictados por el compositor y
por el estilo. Siempre habrá lugar a un margen en donde el intérprete podrá acomodar su
propia contribución artística. De otra manera no podríamos hablar del carácter cuasi
beatífico de las versiones sinfónicas de Giulini, de la grandilocuencia de Karajan, o, ¡de la
extravagancia emocional de Bernstein! ¡No se hablaría de la coherencia interna en las
versiones de Kemplerer, del subjetivismo de Furtwängler ni del estilo frío y calculador
de Boulez!!

Al escuchar la voz de Ambrus un poco alterada, Ariadna regresó a la habitación, pero se


calmó al comprobar que la visita parecía haberle devuelto la vida. Fue en busca de té.

—Volvamos al tema de la proyección de ideas. El director dibuja en el aire sus


pretensiones sobre el sonido y sobre la orquesta. La orquesta es un instrumento que el
director ejecuta sin contacto corpóreo, y, una vez iniciada la acción, ambos, director y
orquesta, avanzan juntos observándose, entendiéndose mutuamente en una relación de
ideas flotantes, de proposiciones y reacciones, de indagaciones y respuestas, de
sugerencias y resoluciones. La orquesta sinfónica es un instrumento musical particular
pues observa, analiza y responde a la proposición también analítica del líder, dando ello
lugar a una dialéctica sin lugar a duda compleja. Cuando hay ausencia de palabras, la
comunicación entre orquesta y director se basa únicamente en la lectura de signos; la
orquesta va contestando al significante en una conexión semiótica que tiene como
substancia el concepto abstracto del sonido. Significantes y significados responden en
esta disciplina no a la acepción de palabras, sino a las imágenes derivadas de ese sonido
abstracto de propiedades maleables que el director trae al ensayo como proposición…

Aquel desmayo del viejo parecía haber estimulado sus neuronas, mas, pronto comenzó a
palidecer y tuvo que hacer una pausa.

—…Estos sonidos, en su fase abstracta, son manipulables en el espacio y en el tiempo y


constituyen el punto de partida de esta conexión orquesta/director. Describirlos en el
vacío, dilatarlos, comprimirlos, cortarlos, acentuarlos, suavizarlos, acelerarlos, frenarlos,
detenerlos, investirlos de carácter, personalidad o emoción, enfatizar su estampa rítmica,
armónica o melódica, son todas posibilidades que estos ofrecen. El director expone
visualmente su temple, su fisonomía, su forma y permanencia en el tiempo y la orquesta
responde físicamente haciéndolos realidad auditiva; en otras palabras, el director maneja
los sonidos en el plano abstracto y los músicos en el plano concreto. Gracias a esa
116
propiedad dúctil del sonido en su fase abstracta, y a ese diminuto espacio de acción que
constituye la anticipación, el director es el dueño absoluto de la trama que luego contará
la orquesta. En su lenguaje corporal se encuentran los códigos que describen de forma
clara y precisa el aspecto y temperamento de la obra…

Ambrus se detuvo. Descansó su cabeza en la almohada y miró hacia el techo como si


intentara retener su frágil lucidez. Continuó de una manera más pausada,

—En el lenguaje hablado y escrito las palabras sustituyen las cosas… en la dirección, los
gestos sustituyen el significado subjetivo del sonido. Una idea musical puede proyectarse
a través del gesto… Pero, ¿qué es una idea musical y de dónde proviene? …Ni el director
ni el compositor elaboran ideas musicales a partir de la nada, no… Una idea musical
surge de la asociación de elementos sonoros con imágenes o sensaciones particulares
como respirar y espirar, tensión y distención, con el razonamiento y mediante
abstracciones… Cómo he dicho, los sonidos pueden ser incitadores de imágenes, tal y
como lo son las palabras. Estas imágenes son provocadas porque a ese elemento sonoro
lo acompañan ciertas asociaciones extra musicales tomadas del subconsciente que se han
ido acumulando en el tiempo a través de infinitas experiencias…

Al verle hablar con dificultad, Martín decidió intervenir para decirle al maestro que era
mejor que descansara; pero entonces este hizo más ruido que nunca con su garganta y
continuó, con su rostro lívido:

—…Cuando se interactúa con sonidos, ya sea de manera real o abstracta, brotan de forma
automática imágenes, ideas, asociaciones… Es aquí donde una melodía, una determinada
armonía o un ritmo puede causar suspiros o estremecimientos… Por lo tanto, el acto de
pensar los sonidos que forman una frase musical, difícilmente corresponde a un proceso
aislado que se inicia a partir de la no experiencia o de la ausencia de asociaciones o
coletazos de la mente. Dicho acto está condicionado a un saber empírico y racional ya
acumulado, es decir, está supeditado a una co-existencia. Cuando el compositor plantea
sus ideas musicales “nuevas”, se está sirviendo de herramientas ya elaboradas por sus
predecesores, así como de sus propias vivencias y de su presencia consciente en este
mundo. El compositor se halla atado a una realidad tan presente como histórica,
fuertemente marcado por su contemporaneidad y también por su pasado. Chopin no
compone en el mismo estilo que Field por mera coincidencia… Por tanto, las obras
artísticas no están nunca exentas de implicaciones contextuales; el grado de influencia
exterior es determinante. El hombre plasma en sus ideas lo que ha venido recogiendo en
su camino, y de igual forma lo hacen los intérpretes. Incluso los artistas que han sido
revolucionarios y han avanzado sin complejos hacia la formulación de atrevidas

117
propuestas estéticas, han partido en todo caso de una reacción por oposición al modelo
imperante; el modelo conservador ha sido de todos modos su referencia.

Ya sin fuerzas, Ambrus volvió a reclinarse. Pero ni Martín ni Mariano se atrevieron a


detener ya aquel lánguido discurso que tenía un aire de última voluntad.

—Aun cuando una frase musical pudiera considerarse absoluta, soberana, autónoma,
exenta de cualquier connotación descriptiva o visual, no está privada de elementos que
identificamos como vivos, como lógicos, como definibles, que se exponen
fundamentalmente en términos tautológicos, axiológicos y figurativos, es decir,
comprensibles a los individuos. Por ejemplo, una idea musical será sensata si se ajusta a
una sintaxis, si está estructurada bajo ciertos parámetros, como número de compases,
numero de notas, ascenso y descenso de tonos, tensión y distensión y una acomodación
rítmica, todo lo cual puede inducir a una idea lógica, a un contenido descifrable, en fin,
una idea musical sólo será sensata si se adhiere a ciertas pautas que elevan la organización
de sonidos a una forma de comunicación digerible a sus receptores… La música post
dodecafónica, estructuralista o post-modernista, ha arrasado con preceptos tradicionales
como el centro tonal, el orden, la proporción, la simetría, la armonía, la jerarquía, la
representación y la sintaxis sonora, y, sin embargo, dentro de la aparente anarquía existe
una rigurosa organización, un plan, una intencionalidad, un contenido afectado y
determinado por la conciencia subjetiva del compositor, un contenido perfectamente
enmarcado dentro de una semántica musical que aún sigue siendo parte de un mundo
de cuatro dimensiones, que comparte criterios sociales, que transmite valores, que hace
referencia a determinados marcos culturales o líneas de pensamiento… En fin,
conformamos un eslabón, formamos todos parte de una cadena; pertenecemos como
filamentos a un hilo conductor que se llama historia y aun así la audacia de los
contemporáneos nunca será menos célebre que la de sus ancestrales revolucionarios…

…Se puede afirmar de este modo que una idea musical resulta de una compleja
interacción entre sonidos y experiencia, recuerdos, conocimiento y carga emotiva. El
director o el ejecutante de un instrumento puede plasmarla a través de sus gestos, puede
lograr de una mera sucesión de notas, una declaración plenamente sugerente. Así como
el escritor logra con sus frases cristalizar en la mente del lector la imagen de un personaje
ficticio, el compositor y el director pueden, el primero con sus notas y el segundo con sus
gestos, suscitar a partir de una combinación sonora imágenes en la mente de los
miembros de la orquesta y del público…

Ya sin aliento, el viejo maestro se quedó en estado de reposo.

118
Ambrus, — preguntó Mariano —¿Tiene usted algún director preferido? — El maestro no
tardó en responder.

—En Carlos Kleiber encontramos la perfecta amalgama entre un conocimiento abisal de


la partitura y una aguda inteligencia y capacidad musical traducida al gesto… Sus
movimientos anticipan de la manera más natural y efectiva a los sonidos que le suceden;
sus expresiones faciales y movimientos físicos van develando ideas, códigos y
simbolismos del arte sonoro, incluso aquellos que sólo él podía ver, resultando todo en
una afirmación incuestionable: únicamente en las manos correctas, puede una obra
maestra alcanzar su realización plena, como Las Puertas del Paraíso en manos de Giberthi,
o Salomé en manos de Tiziano, o el Ave Verum Corpus en manos de Kleiber.

—Esa profunda aproximación a cada obra musical tal vez fue la razón que impidió a
Kleiber abordar una cantidad mayor de repertorio durante su carrera — comentó Martín.

—Quizás. Lo que es cierto es que Kleiber pudo demostrar que una obra musical puede
entenderse como un ente con vida, con características propias, únicas e irrepetibles... De
comprender la partitura a fondo, el director podrá convertirse en el medio inequívoco
para la reproducción de su concepción excepcional…los músicos de la orquesta podrán
leer entonces en la figura física del director la grandeza de la obra…

…ante semejante misión resulta difícil pensar si existe en realidad un instante en el


pódium en donde el director puede darse el lujo de no hacer nada, es decir, como un
robot, entregarse únicamente a marcar los tiempos. La discusión es interesante y se
remonta a los orígenes mismos de la dirección…

—Podemos volver mañana para que nos hable sobre esto — dijo Martín con ojos de
esperanza y también con el propósito de dar ánimo al maestro.

Ambrus se levantó con dificultad, anudó su larga túnica blanca por la cintura y caminó
descalzo y con escaso equilibrio hacia la alacena que estaba al otro lado de la cama en
donde había partituras y revistas. Baco le siguió. Comenzó a revisar. Extrajo de una
carpeta amarilla unas fotocopias.

—Estos son apuntes que utilicé en mis últimas conferencias acerca de este tema. Pueden
llevárselos.

Antes de acostarse, Ambrus se acercó y le dio un abrazo tembloroso al primero y último


alumno de su vida. A Mariano le estrechó la mano. Volvió al lecho. Colocó el paño
empapado en su frente y cerró los ojos. Ariadna les acompañó hasta la calle. Despidió a

119
Mariano extendiendo su muñeca la cual él tomó, besó y apretó contra su pecho.
Seguidamente, Aridana posó ambas manos sobre el rostro de Martín y le besó en cada
lado. El joven director caminó al coche con la cara encendida, y antes de subirse, alzó la
vista para volver a verla, pero ya no estaba.

XI

Martín estaba agotado. Habían caminado doce kilómetros por un valle despoblado de
Annex bajo un diluvio, desde aquel lugar inhóspito en donde el Fiat de Mariano se
detuvo sin gasolina. Se despidió apurado de sus amigos en el bar de la ópera y atravesó
con prisa la calzada que en ese momento transpiraba el exceso de lluvia. Era medianoche
y no había ni luna ni estrellas. Arribó a la casa de huéspedes en menos de dos minutos.
Caminó a tientas por los laberintos, subió la escalera sosteniéndose de la balaustrada con
sus dos manos, llegó al cuarto, encendió la luz, buscó en su maletín las copias entregadas
por Ambrus, se hundió en la poltrona e inició la lectura con avidez:

La dirección de orquesta nació por necesidad. Las agrupaciones musicales buscaban acoplarse, un
reto inexorable frente al aumento del número de ejecutantes y a la creciente complejidad de las
obras. Alguien debía tomar el mando de este complicado aparato de vuelo convulso. Sin embargo,
no se llegó a ello sino mediante un largo proceso de experimentación en donde el embrión de director
tuvo que valerse de distintos métodos, tal y como lo hicieron los precursores de la aviación con sus
experimentos con alas mecánicas de plumas, luego con globos aerostáticos, con dirigibles, y
finalmente con los aeroplanos 100% controlados. Las primeras tentativas de dominio musical sobre
un conjunto de músicos estuvieron en manos de los propios compositores, por el siglo XVII. Eran
ellos quienes por lo general hacían el montaje de sus obras e impartían sus indicaciones desde un
teclado. Cuando por alguna razón el compositor no estaba disponible, el rol era asumido por el
clavecinista (Maestro al Clavicembalo), y en su defecto, por el ejecutante del primer violín, el
concertino; o, por los dos a la vez, algo que por décadas provocó enormes conflictos de interés y de
competición en relación al control musical y artístico tanto de las obras como de la agrupación,
resultando en muchos casos en ejecuciones exentas de sincronización y de unidad de criterio
interpretativo. Las discrepancias sobre los tempi entre los dos líderes llegaban a tal extremo que,
según numerosos testigos presenciales no era raro observar durante un concierto el
fraccionamiento del conjunto en dos, unos siguiendo al concertino y otros al clavecinista; o en tres,
si se trataba de una ópera, pues al dúo belicoso concertino/cembalista se añadía un histérico más:
el maestro del coro. Esta práctica perduró por muchos años. Todavía en 1820, en una carta enviada
desde Londres, el compositor alemán Louis Spohr describía lo siguiente: “La dirección de
orquesta aquí en Londres, tanto en la opera como en las salas de concierto, es lo más
120
caótico que uno pueda imaginarse. Tienen dos directores, pero ninguno funciona
realmente. El ‘director’ se sienta en el piano y toca con la partitura orquestal, pero ni
marca el pulso ni define los tempi; se supone que esta es la tarea del ‘líder’, me refiero al
primer violinista; pero como este sólo tiene la partitura del primer violín en su atril es
muy poco lo que puede hacer por el resto; sólo se contenta con enfatizar su parte y dejar
que los demás se ajusten a él como puedan”.

A finales del siglo XVIII se produjo el éxodo definitivo del clavecinista de la textura orquestal, algo
que favoreció a la potestad territorial del Capo e Direttore D’orchestra, es decir, del concertino,
y si no fuera por las justificaciones estilísticas que dieron lugar a esta progresiva emigración del
clavecín, se podría llegar a pensar que se trató de un complot entre la mafia de los capos di violino
para deshacerse de aquellos eternos líderes rivales. Pero el liderazgo del concertino sobre la orquesta
comenzó también a tambalearse: su ejecución superlativa dentro del conjunto de alguna manera
alteraba el principio de homogeneidad tímbrica de la sección de las cuerdas, y, su capacidad de
control sobre la agrupación, se hacía ineficaz cuando aumentaban de tamaño las salas de concierto
o el número de ejecutantes, cuando el pulso de la obra variaba de forma constante y las texturas
de la composición no eran ya tan transparentes, cuando las entradas importantes de numerosos
instrumentos no eran ya tan obvias, cuando las dinámicas cambiaban cada compás y su
tratamiento requería de ajustes múltiples y minuciosos. De igual modo fueron ineficaces los
métodos que pretendieron por muchos años sustituir el liderazgo del concertino, como el del
músico asignado, aquel que se subía en una tarima a dar estampidos con el pie, o con un bastón
(método peligroso que llegó a cargarse al pobre Lully de este mundo en plena etapa creativa), o a
percutir el atril con un rollo de pergamino, todo esto con el fin de mantener el pulso y a todos los
músicos sincronizados, prácticas que fueron descartadas paulatinamente por el ruido y la
desconcentración que causaban. Por fin se alcanzó, entrado ya el siglo XIX, no sin una gran
reticencia por parte de los ejecutantes de los instrumentos, el nuevo método de pulso silencioso,
impartido con gestos y batuta desde el pódium, capaz de atender otros aspectos musicales además
del pulso. Tan sofisticado avance (que por cierto, tuvo sus predecesores en los coros abaciales de la
época medieval cuyo líder guiaba con sus manos la altura, dirección y duración de los sonidos) se
debió en principio a la insistencia mesiánica de personalidades como Félix Mendelssohn, Louis
Spohr y Gaspar Spontini, quienes siempre tuvieron muy claro que un control absoluto del
ensemble y una interpretación escrupulosa sólo podía provenir de la dedicación y voluntad de un
solo individuo, sin ninguna otra obligación o distracción que la de hacerse cargo de la orquesta.

A pesar de lo incipiente de la profesión en aquel entonces, Mendelssohn parecía ya haber entendido


perfectamente las ventajas de una dirección económica. Concisa y de alta precisión, su dirección
era tan efectiva como elegante y persuasiva. Tal vez sus gestos de tímidos espacios, obedecían en
un principio, más que a un descubrimiento técnico, al terror que le infringían las fieras de la
orquesta, renuentes a aceptar la nueva y extraña figura del director musical: una autoridad pedante
que mediante señas y sin ejecutar instrumento alguno pretendía imponer no sólo el pulso sino
121
también su pauta personal acerca de la obra. En todo caso, la admirable precisión, pulcritud y
transparencia de las orquestas de Mendelssohn, entrenadas bajo este nuevo método gestual, ganó
adeptos con rapidez y terminaron estas convirtiéndose en un referente artístico dentro del círculo
musical europeo de mediados de siglo. De esta manera, ejecutantes y director comenzaban a pactar
en silencio, a entenderse a través de una fecunda comunicación cinésica.

En la época del romanticismo, proliferaron las orquestas y las obras de gran demanda técnica e
interpretativa. El desarrollo del culto a la personalidad artística inspirado en el carácter
individualista de la época, dio lugar a nuevos y audaces protagonistas musicales: fueron los
grandes genios del período, compositores y ejecutantes virtuosos, eximios en su gran capacidad
para explotar un estilo que exigía la ofrenda de una alta carga emocional y el desenfreno de una
actitud revolucionaria, quienes estuvieron destinados a tomar la batuta. Así irrumpía en el pódium
la dirección voluptuosa de Franz Liszt, derivada de su propia teatralidad frente al piano. Con
audaces movimientos que testigos reiteradamente confirmaban como exagerados, Liszt buscaba
describir las obras exprimiendo hasta la última gota de la innovadora táctica de comunicación
gestual. Dibujaba en el aire el contorno de cada frase, mostraba la inflexión poética de sus ritmos
y de sus líneas melódicas, enfatizaba los cambios armónicos, en fin, expresaba con gestos llenos de
imaginación el drama, la alegría, la resignación, el fenómeno natural o la escena pastoral explícita
o insinuada en cada partitura. De puntillas y estirándose hasta el techo revelaba con ímpetu el
clímax de An Die Freude y prácticamente de rodillas suplicaba la delicadeza de un pianissimo.

La forma de dirigir música sinfónica cambió desde entonces, de árida y mecánica a frondosa y
sugerente, tal y como si de pronto la importancia de una balanza no radicara ya en su dictadura
del peso sino en su atractivo movimiento ascendente y descendente. Según el propio Liszt: “siento
gran predilección por las obras modernas (a partir del Beethoven tardío) pues
representan un desafío para los músicos de orquesta y para los directores en relación a la
realización de acentos, ritmo, fraseo y la declamación de ciertos pasajes; la exploración
de sus luces y de sus sombras, en fin, un notable avance en el estilo de ejecución en sí
mismo. Ellas dan lugar a una nueva relación entre ejecutantes y directores, muy diferente
de aquella antigua relación cimentada en una imperturbable marcación de los tiempos.
Por lo general, este vulgar sostenimiento del tiempo en cada compás (1,2,3,4 – 1,2,3,4)
colide con ambos, el sentido y la expresión. Allí, como en todo, “la letra mata al espíritu”,
algo que nunca estaría dispuesto a apoyar, por más fehacientes que sean esos ataques
hipócritas, feroces e imparciales a los cuales estoy expuesto permanentemente. Los
directores somos pilotos, no mecánicos.”

Berlioz y Wagner se sumaron a este nuevo concepto de la dirección fundamentado en la capacidad


emocional y poética del gesto, dejando atrás la obsoleta práctica de los movimientos corporales
metronómicos o isócronos. Héctor Berlioz, dotado de una exquisita sensibilidad y destreza para
obtener como compositor lo mejor de la paleta colorista y los detalles sonoros de un conjunto
122
instrumental, contribuyó sin duda al desarrollo de esta fértil correlación entre música y gesto.
Curiosamente, siendo él el primer teórico importante de la orquestación y un claro exponente de la
nueva escuela de dirección, discutió este asunto en su tratado de forma muy breve y desde un punto
de vista más bien conservador, es decir: ¡del modo de cómo marcar los tiempos! Sin embargo, sus
extravagantes y ribeteados movimientos en el pódium, heredados de su prolífica imaginación
gestual, nada tenían que ver con sus propias recomendaciones antediluvianas. En el pódium,
Berlioz buscaba explotar hasta el último reducto de expresión, controlándolo todo, desde una
insignificante entrada hasta la última exhalación de una frase; leía la partitura a la orquesta con
la misma pasión con la que un abuelo lee un cuento a su nieto en una noche de luna. Así describía
Anton Seidl a Berlioz en el pódium: “…ahora está arriba en el aire, ahora debajo del atril;
ahora se ha volteado bruscamente hacia la gran cassa, y de inmediato se ha dedicado a
persuadir a la flautista; ahora está destacando la melodía de los violines y luego, como si
cortara el aire con un puñal, llama la atención de los contrabajos y busca extraer el estilo
cantinela de la frase de los violonchelos. Los músicos reaccionan arredrados a su rostro
sarcástico y demoníaco y luchan por escapar de alguna manera de sus garras.”

Wagner por su parte, causaba revuelo en las orquestas con su forma excéntrica de dirigir, y se
enfrentaba a ellas de manera iracunda hasta que entendieran que en su dirección la regla no era
marcar tiempos sino subrayar las frases, resaltar la expresión y el temperamento de la música.
Wagner fue incluso más lejos complementando su difícil panorama gestual con su teoría famosa
de la melos: cada sección y sub-sección de la obra debía obedecer a un tempo intuitivo, natural,
lo que arrojó aún mayores complicaciones en una era en donde la ausencia de una técnica pulida
de dirección obstaculizaba sin duda el alcance de caprichos tan testarudos como el de un rubato
perpetuo. A pesar de lo tinglado de sus gestos y de tantos ejecutantes escépticos, confundidos y
frustrados, que no hallaban el sentido del pulso por ningún lado, la nueva escuela avanzaba
resuelta, con espíritu transformador. Al final de sus agotadoras jornadas de ensayo, terminaban
las orquestas por reconocer que tenían en frente al director del futuro, dedicado más a la descripción
bucólica del paisaje que a la explicación matemática de sus partes.

Gracias al violento desarrollo de esa técnica gestual que permitía representar en el espacio el
carácter del sonido con absoluta concreción y minuciosidad, y al reconocimiento de su profundo
impacto sobre el resultado musical, la soberanía del pódium pronto se impuso sobre el escenario.
El líder de orquesta se encontró habilitado técnicamente para emprender la etapa virtuosa de la
dirección, de la cual hicieron gala brillantes directores como Hans von Bülow, Hans Richter,
Hermann Levi, Gustav Mahler, Arthur Nikisch, Richard Strauss y más tarde Mengelber, Busch,
Munch y Furtwängler entre otros. No sólo les facultó la nueva técnica para enfrentarse
airadamente a las demandas del nuevo y complejo repertorio y reducir el tiempo de ensayo, sino
que, además, les permitió transformar el instrumento de la orquesta, cuya propia capacidad técnica
avanzaba también a grandes pasos, en un medio musical de altísima factura y de posibilidades

123
ilimitadas, e incluso les permitió dejar marcado en él, atributos personales como elegancia,
brillantez, melosidad, portamento, etc., que sirvieron de ejemplo para las siguientes generaciones.

La transformación de la figura del director en su corta historia de poco más de dos siglos ha sido
enorme, desde aquella dirección de los líderes compositores, pasando por los marcadores de tiempo,
por los entusiastas poetas, hasta llegar al sistema ecléctico. Una variable determinante en este
campo y muy interesante de analizar ha sido la del liderazgo. Desde un principio, por más de que
los compositores, los isócronos o los pintores/poetas contasen con soberbias habilidades musicales
y conociesen a fondo el instrumento de la orquesta, ello no implicaba su éxito como director. El
mismo Berlioz, para quien era difícil separar el matrimonio compositor/director, admitió en su
tratado de orquestación que era absurdo suponer que cada compositor pudiese ser automáticamente
un director “…se cree por lo general que cada compositor es director por nacimiento, o
sea que sabe del arte de dirigir sin haberlo aprendido nunca”. Pues bien, otras condiciones
aún más allá de las estrictamente musicales son necesarias para hacerse del control de una
orquesta: erudición, asertividad, temperamento, autoridad, creatividad, tacto, y también gran
destreza organizativa. Todas estas cualidades reunidas en una sola persona además de un oído
infalible pueden resultar apabullantes. Hacia finales del siglo XIX y con Mahler como principal
modelo, la figura del director de orquesta fue redefiniéndose en ese sentido: un líder superdotado,
dueño no sólo de una asombrosa técnica y de un gran conocimiento musical, sino poseedor además
de una gran cultura y de una autoridad impetuosa, capaz de hacer arrodillar a una tropa de
generales. Crecía así la veneración de la orquesta hacía su líder y en la misma proporción crecía el
ego del director.

Este director ególatra de principio y mediados del siglo XX, “la voz de los ángeles en la tierra”,
adulado por los músicos, por el público, por los nuevos medios de comunicación, y sintiéndose
cómodo dentro de un contexto histórico de colores fascistas, pronto desató una epidemia totalitaria
en la disciplina. Muchos se impusieron en el pódium no con manos artísticas sino de hierro. Los
músicos, aún traumatizados por los horrores de la guerra, vivían en un constante sobresalto;
confundían los gritos de aquellos arrogantes maestros con estrépitos de cañones, y, dominados por
el miedo, se resignaban detrás de sus sillas y de sus instrumentos. Salían de los ensayos con la
moral por el suelo y sintiéndose capaces como músicos sólo si tocaban junto al batallón y bajo el
mando de la truculenta autoridad. Estos caciques del pódium dejaron traumas y complejos en
muchas generaciones de músicos ejecutantes, y llevaron a numerosas orquestas a asumir una
actitud defensiva y hostil en contra de la figura del director. Aún existen hoy secuelas de esa era
absolutista: en algunas orquestas, sus miembros, lejos de aprovechar este medio para hacer música,
lo siguen utilizando como una plataforma de venganza contra todo heredero de aquella lengua
despótica que tanto hirió. Debo decir, no obstante, en defensa del director que, si bien es cierto que
el contexto tiránico de la época le inspiró, también es cierto que aquella ira suya en el pódium tenía
en algunos casos su justificación. Hay que recordar que muchos músicos de orquesta de finales del
siglo XIX y principios del XX carecían todavía de una actitud profesional, y era la frustración
124
musical del líder y no otra cosa, la que mostraba en el pódium su cara y labia de monstruo. Yo
mismo fui tirano, lo confieso, tirano contra la mediocridad; ¡no puedo con ella!

En la posguerra, se podría decir que el director llegó a ocupar la silla gestatoria que se encargaban
de llevar en hombros los compositores vivos y los músicos de la orquesta, seguidos de un séquito
de fieles creyentes que también hacían fila para besar su mano. Con Furtwängler y sus constantes
enfrentamientos con la cúpula de poder del Tercer Reich acerca del destino de la música alemana,
Karajan y el acoso de sus cámaras egotistas, Celibidache y su secta de músicos filósofos, y los
insustituibles Bernstein, Solti y Osawa con su dirección intercontinental, celosamente consentida
por el jet set, el director de orquesta se convirtió en una figura medio Dios medio hombre, con el
cometido terrenal de dejar su eminente sello personal sobre las obras maestras de la música y el
único con legítimo derecho a hacerlo, una posición muy diferente a aquella de sólo unas décadas
atrás, cuando el director era considerado apenas un siervo del compositor, y su capacidad de influir
sobre el conjunto musical era prácticamente nula. Las disqueras ahora vendían sus productos
anunciando en letra gigante el nombre del director, en letra pequeña la obra y, en letra minúscula,
el compositor.

Los músicos de orquesta de hoy, que forman parte quizás de la era más competitiva de la disciplina,
calificados para superar los más comprometidos filtros de audición que le autorizan a formar parte
de una orquesta profesional, no representan ya para el director ninguna traba al momento de hacer
música. El ejecutante profesional del siglo XXI, posee un refinado olfato de ensemble, y tiene
sobrada idoneidad para superar en conjunto o por sí solo complicados desafíos musicales. Por
ejemplo, el problema de “cuadrar” rítmicamente a una orquesta, ha pasado a un segundo plano.
En general, las orquestas profesionales de hoy suenan bien y pueden encontrarse con muchos
directores dueños de una técnica sólida. La relación orquesta/directo funciona en un clima de
respeto mutuo, en donde el papel de este último consiste en sugerir y el de la orquesta en responder
ejecutando correctamente las particellas. Pero debo decir que esto comienza a tornarse común y
aburrido. Una gran orquesta, sin embargo, del calibre de la Filarmónica de Berlín, de La
Filarmónica de Viena, o de la Sinfónica de Chicago, no aceptará menos que un director excepcional,
poseedor no sólo de una técnica depurada y de un vasto entendimiento de la partitura y del
instrumento de la orquesta, sino capacitado además para concertarla en una sola voz, única e
impecable, incitarla a entregar nuevas respuestas sonoras, nuevas interpretaciones, provocar en
ella un apetito voraz por el repertorio y exigirle una proba ejecución del mismo. Sólo las grandes
orquestas continuarán a la caza de ese director único y exigente, presto a conducirla, con un arte
inimitable, por los derroteros más exquisitos de las obras maestras.

Martín apartó el documento de su vista y se quedó allí inerte, con sus pupilas fijas en la
penumbra gótica más apartada del claustro, sitiado en una somnolencia lejana,
escuchando el sonido atemperado de las ráfagas de lluvia que de nuevo empezaban a

125
percutir los cristales con sus golpes errátiles, sintiendo como la voz de Ambrus se
desvanecía dejando tras de sí un silencio profundo.

2. Scherzo

El Debut

La Orquesta Académica de Bellhar disfrutaba en pleno de aquel chico de atractiva


personalidad, hijo de Oliver, el concertino, quien a sus nueve años tenía la capacidad de
desenvolverse en cualquier tema con la facilidad de alguien que ha recorrido mundo.
Disertaba con gracia y soltura, y cuando por razón del orden del día carecía de un
auditorio ante quien soltar sus ocurrencias, entonces, con la atención de un juez de línea,
se sentaba a observar los ensayos interminables de la orquesta. En ocasiones se le veía
caminar alrededor de la sala de ensayo, masticando palabras y con sus ojos bien abiertos
y ocupados en las diversas familias de instrumentos, con una resuelta presteza como si
en cualquier momento fuese a ser consultado sobre algún tema de suma importancia.
Cuando no se encontraba a la vista, no era porque se había quedado dormido en su silla,
o porque se había ido al baño a jugar con el grifo mientras se esfumaban sus bostezos;
tampoco era porque había salido a despachar su aburrimiento por la arboleda misteriosa
vecina al contrafuerte del santuario, o a espantar su letargo frente al jardín de los muertos
que quedaba al otro lado de la calle Clifton, no; era porque se había trepado en el
proscenio, con la discreción de un gato y la complicidad de algún músico, para ir
descubriendo por sí mismo el funcionamiento interno de aquella enrevesada máquina
que hacía música. Una vez finalizado el ensayo, siempre era él el último en abandonar el
estrado, unas veces porque continuaba entreteniendo a los ejecutantes con su cerebro
inquieto, y otras veces porque estos se encargaban de retenerle con sus discursos acerca
de sus instrumentos fabulosos. En todo caso, era obvio que el niño era poseedor de esa

126
aura seductora del admirado profesor que abandona el aula de clases siempre rodeado
de alumnos cautivados y preguntones.

Un callejón bucólico, escondido entre vergeles y estampado con restos perpetuos de hojas
de otoño, que descendía unos 150 metros desde una vía principal hasta una fronda de
celindas, era el espléndido acceso a la sede de la orquesta, una parroquia de piedra
umbría revestida de hiedra, con enormes techos angulados y un chapitel piramidal que
se perdía en la oquedad del cielo. Por una puerta lateral medio oculta, se accedía al amplio
recinto de práctica, una sala de doble altura con hermoso piso de tabla y un frontispicio
ancho de cristal por uno de sus lados, que, incorporaba en su interior, el follaje idílico del
jardín. Por el lado opuesto, la luz del atardecer se atenuaba y se volvía sagrada al
atravesar las historias fervorosas de los vitrales apostados a lo largo y ancho de la pared,
colmando el espacio de una fuerza contemplativa imponderable. En ese ambiente
pletórico era testigo Martín cada semana de un singular suceso: la disección del cuerpo
de una orquesta sinfónica. Para él era como asistir a una lección de anatomía, pero no en
una sala aterida de hospital, sino en un recinto seráfico, sombreado y luminoso a la vez,
grávido de matices, de color, de movimiento, de perspectivas atrayentes y fascinantes
trampantojos, como los de los lienzos del gran maestro del barroco neerlandés. Allí
comenzaba Martín a entender la estructura de una orquesta, su topografía, su
mecanismo; comenzaba a vislumbrar la ubicación y la relación entre sí de los diversos
órganos que la integran; empezaba a descubrir nuevos timbres, colores y sonoridades,
aquellos latentes, aun cuando casi imperceptibles, que se mueven subrepticiamente por
los dédalos de la polifonía.

Con ojos y oído de galeno, se introducía en el cuerpo del espécimen, y con la curiosidad
de un navegante de alta mar se paseaba por él. La sección de vientos metales, que era
para Martín la más familiar de todas pues se trataba de la misma agrupación de Música
Anticua que erraba por los templos, centros masónicos y monasterios de naves amplias
de la gran ciudad de Bellhar, buscando en dónde acomodar la estructura antifonal de sus
tres coros renacentistas, ese mismo ensemble tenía una función muy diferente como parte
de este nuevo individuo: sus voces no eran ya aquellas telúricas que volaban como ecos
cósmicos por los claustros; aquí, constituían los robustos pulmones de un cuerpo mayor;
unas veces se dilataban para transformar el calor en extraordinario vigor y, otras, se
contraían, cumpliendo con la modesta función de ventilar el torrente sanguíneo. Este
torrente correspondía a la sección de las maderas, responsable de transportar oxígeno y
savia por todas sus venas. Las cuerdas, el órgano más grande y visible, constituía la piel.
De tez gruesa en algunos puntos y fina en otros, este órgano inmenso era el encargado de
proporcionar elasticidad y soporte a toda la estructura, así como de definir su contorno y
su semblante particular. A la percusión correspondían los humores colérico y flemático;

127
unas veces actuaba con la fuerza de una tempestad y otras con la delicadeza del cintilar
de una estrella.

Cada uno de estos órganos vivía ocupado en su propio universo, cumpliendo con su
atildada función que era la de otorgar vida y sentido a una criatura altamente inteligente
y emocional. Martín, con su exceso de atención, permanecía por horas aislado en ese
mundo abisal, con sus oídos puestos en la resonancia de los crótalos, con la vista en las
escalas complicadas de las maderas, con la cabeza en cada nueva aleación de los timbres
de metal y con su corazón delirando tras el pulso grácil y recatado de las cuerdas. Con
admiración seguía la auscultación meticulosa que el director hacía de aquel cuerpo. La
pasión de Martín crecía por esa especialidad única y extraordinaria de examinar los
sonidos internos de estos arpados organismos, con el fin de detectar sus anomalías,
observar sus asimetrías insospechadas, descubrir la etiología de sus afecciones,
diagnosticarle y luego proceder a aplacar su estertor, corregir el palpito irregular de su
pulso, moldear e hidratar su piel, estimular en su delicada dermis el acento encarnado
del primer color de la gradación solar, dar protagonismo a aquellos tonos suyos de timbre
lábil, en fin, atemperar el cuerpo agravado, sanarle, embellecerle, animarle, darle de alta
y presumir luego del resultado. Sus ojos flameaban ante una labor de carácter tan noble
y elevado.

II

Por las tardes, después de su jornada escolar, Martín entraba al prestigioso Conservatorio
de Música de Bellhar que se encontraba en el camino hacia su casa, y se pasaba horas allí
peregrinando por sus salones de clase, recintos de ensayo y salas de concierto, entre
instrumentos, tarimas, atriles, bastidores, maestros despeinados y sus aprendices, los
futuros virtuosos. Desde su menuda perspectiva, aquel conservatorio era el recodo más
vasto y enrevesado del planeta. Sólo se puede entender esto cuando después de treinta
años, se regresa a un lugar de la infancia y entonces sorprenden las reducidas
dimensiones y lo inofensivo de sus rincones lúgubres, que no eran en realidad tan
siniestros. Como las aves que se valen de los campos magnéticos de la tierra para
orientarse, cuando Martín se extraviaba, se servía de la estela sonora que por los
corredores y paraninfos iban dejando los solistas, los ensembles instrumentales y los coros.
En las horas tope, cuando al pasearse por los pasillos tropezaba con los batallones de
estudiantes que salían en tropel de las aulas de clase hacia su próxima cátedra, o lugar de
ensayo, unos corriendo con sus instrumentos al hombro, otros llevándolos sobre sus
espaldas como un koala, y, los demás, arrastrándolos como si fueran mascotas con
128
ruedas, para eludirlos, Martín tomaba el ascensor. Pero en su apuro y confusión,
abordaba siempre el equivocado, el de carga, y allí se quedaba atrapado detrás de los
xilófonos, el gong y el par de contrabajos, rogando que en el próximo piso no subieran
también las arpas, la tuba y el bombo. Una vez liberado de aquel dinosauro hambriento
que tragaba y escupía instrumentos descomunales, abandonaba el edificio principal por
el túnel orbicular que parecía extraterrestre y se iba al edificio de prácticas recién
remodelado. Allí se encontraba con los bellos estudios dotados de pianofortes, con su
acústica perfecta, con sus ventanillas blancas estilo francés por donde comparecía la luz
de la tarde que tanto excitaba el talento, y por donde, ya entrada la noche, comenzaban a
sacar sus cabezas los extenuados estudiantes para invitarse al cine, a la ópera, o al bar.

Al entrar al nuevo edificio, Martín de inmediato era seducido por la cacofonía


estimulante que producían los arpegios, las escalas, las cadenzas79 y las improvisaciones que
se colaban por el intersticio de las puertas. Sin poder resistir la tentación, en pocos
segundos invadía de forma clandestina algún estudio vacío. Se sentaba al piano con sus
tres páginas memorizadas de la Primera sonata de Kabalevsky, a competir en intensidad
y en virtuosismo con las fugas, nocturnos y conciertos que emanaban de las habitaciones
contiguas. Después de haber hecho realidad por unos minutos el sueño de ser un alumno
más del conservatorio, se levantaba nervioso, iba a la puerta, exploraba el pasillo a través
de la ventanilla, y una vez descartada la presencia de algún profesor, supervisor o
estudiante de piano desamparado, volvía a su deliciosa fantasía, hasta que un segundo
cargo de conciencia volvía a interrumpirle. Entonces cerraba la tapa del piano muy
deprisa, colocaba la butaca en la misma posición como la había encontrado, salía de forma
sigilosa esquivando miradas para no levantar sospechas y abandonaba el edificio lo más
pronto posible por las escaleras de emergencia.

Con el tiempo entendió que era más seguro visitar aquel lugar al final de la tarde, cuando
buena parte de los estudiantes ya se habían marchado, menos los chinos por supuesto,
que ni el hambre, ni la necesidad de ir al baño, ni la curiosidad acerca del nuevo mundo,
lograba arrancarles de su obsesivo plan de estudio. Gracias a este fanatismo ciego de los
orientales y al ocio inquebrantable de los occidentales, fue relativamente fácil para Martín
continuar infringiendo las reglas del conservatorio. Probó numerosos pianos y pudo
explorar en todos ellos y sin modestia un repertorio vertiginoso, incluso aquel totalmente
incompatible con su destreza técnica. Meses después, dueño ya de esa confianza
despótica que otorga la reincidencia, comenzó a invadir también los estudios de las arpas
y los de la percusión, espacios que no abandonaba hasta no haber tocado la última cuerda,
pisado el último pedal, ni martillado con fuerza el último hierro.

79
Sección de un concierto para solista y orquesta en dónde al protagonista se le deja solo para que pueda exhibir
todo su virtuosismo.

129
Una vez saciado su delirio ejecutante, se dirigía al edificio de salas de ensayo en donde
se sentaba a observar, escuchar y a disfrutar de los diversos conjuntos de cámara,
orquestas, coros de todas las formas y tamaños, y a descubrir una gran variedad de
literatura musical que le llenaba de hedonismo. Cuando por alguna razón no había
ensayos, entonces se acercaba a la oficina de los estudiantes de dirección del
conservatorio, al lado de aquella en donde enseñaba Oliver, tomaba una partitura y
procedía a imitar lo que observaba: musitando y con un semblante serio las solfeaba con
su mano derecha, página por página, de principio a fin. Si estaba cerrada la oficina, o si
no había en ella sitio adonde acomodarse, se iba a espiar el taller de utilería del tercer
piso. Al asomarse por el entreabierto de las puertas de cinco metros, allí estaba la
asombrosa necrópolis sibarita: torsos fracturados de diosas antiguas, enormes cabezas de
héroes y de mártires inveterados, maniquíes pálidos y descuartizados, barras y arcones
con suntuosos vestuarios, veladores y escabeles apiñados, fachadas realistas
desmontadas y apiladas, con su olor característico a carpintería, objetos todavía
reconocibles por haber sido parte de una ópera reciente. Martín se quedaba perplejo
observando aquellas figuras incompletas y frontis de cartón piedra, otrora llenos de vida,
hechos allí pedazos, sin signos vitales, completamente despojados del alma de los
sonidos.

Era el Conservatorio de Música de Bellhar un carrusel inconmensurablemente incitador


y también algo cruel para el chico, pues por el momento, no le era permitido subir a sus
atracciones, sólo soñar. Para Martín, el parque lo ofrecía todo: emoción, pensamiento,
conocimiento, creatividad, determinación, disciplina, destrezas, magias, formas,
sonoridades, colores y, sobre todo, abundantes placeres. Cuando volvía a su casa
invocaba a los dioses su llamado prematuro a los escenarios, y, mientras el destino
decidía su turno, se divertía con las partituras que encontraba en la amplia biblioteca de
su padre, las cuales seguía con sus grabaciones hasta que consideraba que era capaz de
dirigirlas como un gran maestro. No era un pasatiempo, era el acceso a un territorio
privilegiado, transparente y evocativo; era el contacto con una inmaterialidad apolínea;
aquel reducto musical representaba una existencia aparte, por encima de todo lo demás.
Para el futuro director, impregnarse de las obras, sentirlas, pensar y observar su propio
entorno vivo bajo su influjo, era en definitiva otra forma de entenderse con la realidad,
una alternativa de vida ubérrima en donde el tiempo, convertido en éxtasis de primavera,
era retenido perpetuamente en un profundo abrazo. Su oído era el parangón eximio a
partir del cual se medían celosamente todos sus otros sentidos.

130
III

A través de las obras, Martín buscaba descifrar la relación misteriosa existente entre
sonidos y gestos y, con tal propósito, aprovechaba cada oportunidad y tomaba en sus
manos el control del transcurrir de eventos musicales. Así, con impulsos frenéticos de
puño cerrado, desencadenaba tormentas sonoras, y con la punta de sus dedos calmaba
luego su furia. Para divertirse con sus juegos preferidos, se acercaba al estudio de Oliver,
abría la puerta con cuidado, entraba y esperaba que este hiciera una pausa, —Dime
Martín —Sí, ¿Qué obra es esta? — y dirigía un fragmento orquestal para que Oliver
adivinara, únicamente a partir de sus gestos, de que obra se trataba y, luego, le pedía que
por favor siguiera tocando y que le dejara guiarlo con sus brazos hasta el final de la
partita80.

¿Cómo preparar la entrada solemne del timbal o el delicado inicio de los violonchelos?
Su urdimbre crecía con su atención al detalle, con la advertencia cada vez más acuciosa
de los elementos minúsculos que conforman una partitura, aquellos que en una primera
audición o en un contacto rutinario con la obra, pasan inadvertidos, pero que al ser
descubiertos comienzan a centellear como lo hacen las estrellas cuando se disipa el último
reflejo de luz crepuscular. La multiplicidad de timbres, de acentos, de tonalidades, de
articulaciones, de adornos, de dinámicas, de ritmos, etc., contenidos en una obra pueden
mostrarse nítidos y equilibrados u oscuros y amorfos, dependiendo de la atención que se
les imprima. El método inductivo asiste en la identificación de cada una de las piezas del
enorme rompecabezas: división, subdivisión, análisis, clasificación y reconstrucción;
entonces es cuando se descubre que las obvias premisas de una obra, ya de por sí
inmensamente atractivas de dirigir, no son necesariamente las protagonistas del gesto, y
en muchos casos no requieren ni de su guía ni de su apoyo. El gesto puede ser de mayor
utilidad musical cuando se dedica a sustentar ciertos elementos de la composición que,
aun no siendo los manifiestos o evidentes, constituyen el soporte de todo aquello que está
expuesto y terminan otorgando transparencia, valor, refinamiento y trascendencia a la
obra.

Con este hallazgo, Martín ya no se contentaba con mirar alrededor y llegar a conclusiones
a partir de lo aparente. Ahora disfrutaba observando las cosas desde perspectivas
atingentes o relativas: no es el árbol el que produce su propia sombra sino la acción del
sol; las nubes no se impulsan solas, allí está la tracción del viento invisible; no es la boca
la que habla, es el pensamiento; lo más intrigante cuando se observa el desplazamiento
de un tren no es su rápida locomoción, es la imperturbabilidad del paisaje que con

80
Composición musical contentiva de variaciones para instrumento solo.

131
terquedad se resiste a moverse de sitio; no es la realidad física la que evoluciona, es
nuestra perspectiva; no es la intensidad lo que hace potente un clímax, es la sutileza a
partir de la cual se aborda; con el fin de hacerle destacar, no se trata de pedirle al
protagonista de una frase un mayor esfuerzo, se trata de pedirle al acompañamiento una
mayor delicadeza; aquello que vuelve de pronto enigmática a una simple melodía es algo
totalmente ajeno a su propia naturaleza: el cambio de armonía que la sustenta. La fachada
del Domo de Milán descansa en una estructura de altos y bajos relieves, tracerías,
arbotantes, gabletes, arquerías, columnas labradas, cuantiosas gárgolas y pórticos
abundantes, todo diseñado en perfecta proporción y equilibrio lo que da como resultado
un perfil único e imponente, que es lo que impacta a la vista. Muchos de los gestos
importantes del director más que delinear la silueta de una composición, sustentan su
complicada armazón; solo de esta manera se alcanza su balance, el sostenimiento de su
pulso y la demarcación perfecta de su estilo. Su función principal es pues la de otorgar
equilibrio, fluidez y sentido a una estructura densa y compleja, partiendo de su
conocimiento, del interés por el detalle y de una brillante manipulación de sus ínfimas
partes.

Así como para un arqueólogo no es un sacrificio dedicarse a hallar ciudadelas ocultas


bajo tres mil años de escombros, para Martín no era nada espinoso dedicarse a explorar
las prolijidades de las obras, pues no hay juego más divertido en la edad de los
descubrimientos que hallar mundos invisibles con la ayuda de un microscopio, o a los
seres inimaginables de otro planeta con la ayuda de un telescopio, o los tesoros
escondidos del universo sonoro con la ayuda de una partitura.

IV

Otra gran aventura de aquellos días era la de asistir a los conciertos semanales que ofrecía
la fabulosa Orquesta Filarmónica de Bellhar. La cabina del auto que trasportaba al futuro
director a la cita musical era sorprendentemente hermética y poseía un reproductor de
sonido diseñado para proporcionar emociones intensas. Allí, los contrabajos y los fagotes,
entregados al origen nervioso y siempre confuso de la vida, de forma grave y misteriosa,
invitaban a otros instrumentos a formar parte de un despertar incierto. Poco a poco estos
iban incorporándose, unos consonantes y otros rebeldes, al pulso de un vórtice sonoro
que parecía emerger de las profundidades del mar. Juntos, con su ascenso insistente de
una misma nota a otra, como si buscaran romper sus cáscaras para escapar de una gruta
oscura, daban forma a un patrón ternario cuyos latidos de corazón abierto iban gestando
una danza colérica que, animada por la complicidad lasciva de un pedal armónico,
132
comenzaba a levantarse y andar en círculos, con sus movimientos toscos y sus ásperos
modales, aunque oculta tras el disfraz de una beldad. Atrapados por la fuerza hipnótica
de su belleza, sus allegados, los demás instrumentos, complacían sus caprichos como un
séquito de esclavos, incapaces de rehuirle. La seducción pertinaz de la danza se convertía
sin embargo en un presagio inequívoco de nefastos acontecimientos futuros, cuando de
pronto crecía su obstinación y está daba paso a la primera explosión de la gran cassa que
hacía saltar a Martín desde su asiento hasta el techo.

De inmediato, la danza volvía al silencio y reiniciaba su incitación macabra, ahora vestida


de seda, con pasos elegantes y definidos. Su sombra alevosa, compuesta de frases cada
vez más atrayentes, iba arropando sin tregua a las víctimas inocentes que se sumaban al
baile. En su hostigamiento mezclaba hábilmente lo angelical con lo demoníaco y en pocos
compases alcanzaba puntos lúbricos ardientes que empujaban el refinado pulso de su
séquito danzante hacia un terreno de inestabilidad emocional, parecido a aquel en el que
se anquilosan los mártires de los amores masoquistas. La proliferación de pigmentos
nunca antes vistos, producto de combinaciones tímbricas impensables, unida a la
indefinición voluntaria de trazos y de formas, provocaba un caos mental incapaz de
frenar aquella fuerza ominosa que se expandía en espiral como un remolino de polvo,
arrasando todo a su paso, en un constante acelerando, en una ruta frenética hacia una
inevitable catástrofe. La coda, con un tempo todavía más agitado, terminaba por triturar
todo reducto de paz, y arrastraba a Martín vertiginosamente hacia los cinco hachazos
finales después de los cuales sólo quedaba un aturdido vacío en el aire, un silencio
espantosamente exaltado que le dejaba enajenado y mudo.

Al cruzar la última esquina de la vía Roosevelt, apareció de pronto el Music Hall, la


majestuosa sala de conciertos de la ciudad de Bellhar, un palacio al estilo gótico-
victoriano cuyas célebres estatuas de compositores, dispuestas a cada uno de los lados de
su gradería monumental, habían sido testigos por más de cien años del arribo y
despedida de músicos de gran talla, y también de numerosos accidentes, como los
resbalones del invierno que terminaban en dislocaciones de tobillos, de caderas y con la
muerte de algunos ancianos, y también con la de algunos instrumentos invalorables,
aquellos que al final del descalabro quedaban aplastados debajo de sus ejecutantes.

La antesala del teatro era una invitación a la grandeza: superficie de mármol pulido, techo
elevado y balcones imperiales de balaustradas jónicas desde donde se anunciaba, con una
fanfarria de instrumentos de bronce, el inicio del concierto. Esa noche Martín se ubicó con
Oliver en el tercer palco, al lado izquierdo del proscenio, para poder captar los gestos de
costado del director, así como su expresión facial cuando dirigiera a los violonchelos. A
las ocho en punto, la disonancia sobre el escenario se evaporó rápidamente y detrás de
ella el murmullo de las voces. El concertino se puso de pie y afinó primero a los vientos y
133
luego a las cuerdas, en cuestión de segundos. Martín tenía sus ojos expectantes varados
en el negro vacío al fondo lateral de la palestra, ruta de entrada y salida del director
afamado. Por fin apareció. La orquesta se puso de pie y Benger avanzó por entre las filas
de los primeros y los segundos violines, sin prisa, con la batuta por delante balanceándose
levemente entre sus dedos índice y pulgar, como si estuviera dirigiendo con ella sus
propios pasos.

Con sonrisa cortés, aunque templada y cerrada, y con su calva lustrosa que los reflectores
del techo hacían ver aún más lúcida y brillante, Hans Benger caminaba resuelto hacia la
celebración de una nueva efeméride musical. Después de un breve saludo al público,
subió al pódium y con una mirada pétrea y un ademán fantasmal de oscilación casi
imperceptible en sus brazos, despertó a los fagotes y a los contrabajos de su sueño remoto,
como despierta un hechicero a su cautivo después de cien años de hipnosis. La misma
danza abría esa noche el programa. Ahora el maleficio cobraba vida y realidad expresiva
en el escenario, pero esta vez, la vampiresa no obraba sola; lo hacía de la mano de Benger.
Ambos jugaban en connivencia, conspiraban, se miraban a través del espejo de la
partitura, ella con lujuria y él con impudicia, picardía y recelo. Tras su acoso, ella
maduraba en poderes aún más perversos, danzaba en ritmos aún más sensuales, más
atrevidos, y con exquisita y peligrosa femineidad mostraba delicadezas aún más
enloquecedoras, más sublevadas, más exacerbadas. Benger, con su innegable talento para
incitar emociones, empujaba a la orquesta en un pulso ajustado y excitante, aportando
con sus gestos evocadores una perfecta confabulación entre lo lascivo y lo sublime. La
orquesta se crecía, la danza ardía. Pasmado en su asiento, con la ambición mórbida de
apoderarse de tan genial obra y de tomar tan magnífica orquesta en sus manos, Martín
sufría en ese instante de un ataque virulento del síndrome de Stendhal. ¡Cuánto sustento!
¡Cuánta revelación!!

De vuelta a casa, sin decir nada, padre e hijo viajaban bajo el peso amenazante de unos
chubascos que se cernían sobre sus cabezas y que pronto comenzaron a escanciar
cascadas. Las descargas eléctricas y las luces fugaces de los coches que se desplazaban en
dirección contraria, encandilaban; las gotas veloces y oblicuas que resbalaban por los
cristales ampliaban y distorsionaban sus destellos. En la cabina, en donde los truenos
apenas lograban colarse como un ronquido ingrávido de sueño liviano, permanecía
impasible el silencio, flotando entre la tempestad y la oscuridad, como si estuviera
suspendido en el tiempo. La resonancia imprecisa de La Valse continuaba azuzando a
Martín en la cabeza, envolviéndole en sus sueños miríficos, hasta que de repente el
pequeño volvió en sí y rompió el sigilo:

—¿Podemos escucharla una vez más? ¿Por favor?

134
V

Pero sus viajes a mundos fantásticos no se limitaban a este contacto divino y cotidiano
con las Musas del Valle del Helicón. Una o dos veces al año abandonaba el frío norte y se
reencontraba con otra existencia voluptuosa, su país de origen. Para él era como un
renacimiento, la oportunidad de materializar sus recuerdos enamorados, de volver a
pisar aquellas sendas de bucares florecidos que tenía enquistadas como fósiles en la
esencia del alma. Aquel cantón exuberante del mundo significaba el acceso a una ficción,
a una pervivencia de fábula, de esas que pocos se atreverían a renunciar como opción de
vida.

Cada vez que por fuerza mayor debía abandonarle, su lucha por mantener encendida su
remembranza era mesiánica, y cuando sus imágenes comenzaban a entreverarse en la
penumbra del olvido, entonces transformaba algunas pocas reminiscencias en iconos
dionisíacos y los mantenía colgados en un exclusivo altar de su conciencia. Luego, no
había ni ocasión ni lugar en donde aquellas estampas del pasado no intervinieran:
soñando, estudiando, haciendo los deberes o jugando en el parque, y, poco le dejaban ver
ellas, lo hermoso que pudiera haber detrás de sus confines. Extrañar e idolatrar su tierra
era su vicio, y vivirla, un hechizo insondable. La abrupta separación le mantenía durante
semanas en una permanente agitación emocional que estallaba periódicamente contra
todo lo extranjero, una catarsis con la que drenaba la congestión de la nostalgia y la
frustración de tener que aceptarse a sí mismo como un eterno exiliado.

Su ciudad de nacimiento descansaba en aquella zona baja de la sierra en donde la


severidad de las cumbres se transformaba en vaguadas afables que desembocaban en
extensos horizontes, lo que sin duda influía en el carácter de sus habitantes, que, sin dejar
de ser formales como las cúspides (no existía allí el tuteo), eran abiertos y amatorios como
los valles, y temperamentales como los altibajos del clima.

La silueta de la ciudad de medio milenio, estaba grabada en un collado manso y


rectangular protegido por lomas de viento desordenado que reposaban a su alrededor
como inofensivos felinos. Su vegetación, húmeda y frondosa, ostentaba en cada esquina
su prodigalidad. Sus ríos eran rojos y su suelo inestable, atezado como una cuenca de
arcilla. En julio vencían las nubes y en enero, con un bruñido mordaz, vencía el sol, hasta
que la calima de olor cenizoso, producto de su propia acción abrasiva sobre los montes,
velaba en pocos días su rutilancia; entonces ya no picaba en la piel, sólo la acariciaba. El
aire tibio que cruzaba de sur a norte arrullaba el ambiente como el hálito de una madre
sobre la frente de un niño. Sus arterias eran rectas y empinadas, algunas tan verticales
que, más que descender, parecían despeñarse. Vista desde el punto más bajo del valle,
135
era como un cuadro de pintura ingenua, con sus alicientes colores, su escasa perspectiva,
casa sobre casa, calle sobre calle, con una apariencia casi bidimensional. Desde el punto
más alto, desde la montaña que parecía darle a la ciudad continuidad hacia el cielo, su
fisonomía era totalmente distinta: la de una urbe serena y evocativa de espalda al sol, que
compartía su protagonismo con el macizo verde posado como una almohada de hierba
sobre sus pies, y que en el ocaso se volvía azul y se convertía en el marco encantado por
donde huía el sol cada tarde, dejando tras de sí el reflejo de los relámpagos afásicos del
Catatumbo.

Por uno de los lados del valle, se subía a los fríos y empedrados pueblos de las montañas,
y por el otro, el camino se entibiaba en un continuo descenso, buscando torpemente, entre
alabeos y laderas, una salida al generoso confín llanero. Por esta hendidura iba perdiendo
su carácter tan anhelada tierra e iba derramando el alma el inconsolable chico cada vez
que se dirigía al aeropuerto para iniciar un nuevo destierro. Cuando arribaba a la base
aérea, ésta ya no era la entrada al elíseo de unas semanas atrás, sino el preámbulo al
averno, en dónde las lágrimas no brotaban ya de felicidad, sino de dolor.

Desde la ventanilla del avión, Martín se dedicaba a responder con el rostro humedecido
y sus manos decaídas el adiós de los bienaventurados familiares quienes, a pesar de su
desconsuelo, del terrible vacío que en ese momento inundaba su ámbito físico y moral,
en cuestión de horas reanudarían su alboroto, su primavera inmortal, su gozo encendido
que no tenía ni orden ni objetivo, y todo allí continuaría exultante, lloviendo y
escampando muchas veces al día, la gente con su necesidad de comunicarse, las mujeres
exhibiendo su coquetería por la acera, las bandas municipales solazando las plazas, los
coros magníficos arrancando aplausos, los primos y los amigos jugando al fútbol en la
escuelita de la loma o en la cancha rodeada de acacias, sus abuelos moviéndose de lado a
lado de la ciudad, con cualquier pretexto, defendiéndose con sus bocinas del tráfico
endemoniado y de los conductores alocados, los vendedores ambulantes aprovechando
la luz roja del semáforo para obtener su salario, y los del condumio y especias, con el
mismo propósito, instalados campantes en los puestos del mercado municipal que olían
a chirimoya, a hierbabuena, a rio y a mantillo de páramo. Cuando desde la ventanilla del
avión Martín perdía de vista a su familia y sentía desvanecer el ruido festivo de su tierra,
su atención resignada se enfocaba entonces en los últimos resquicios del paisaje: en la
sabana espesa, en la bifurcación de los ríos, en las garzas solitarias, en las exiguas
palmeras y en las vacas lánguidas y dispersas sobre los límites de la amazonia, hasta que
la altitud terminaba reduciendo todo a hormigas, luego a una fosca, y finalmente a una
apesadumbrada evocación.

¿Qué habría sucedido si, en un acto insurreccional, aquel automóvil que le transportaba
al aeropuerto de pronto hubiese dado vuelta y retornado a la ciudad? Habría sido un
136
gesto solidario del destino. Frustrada la cruel despedida y burlado el fantasma de la
aflicción, Martín habría regresado convulsionando de alegría al valle encantador para
entregarse de brazos abiertos a cada uno de sus amores y continuar entretenido minuto
a minuto con la atención encelada de su familia. Habría celebrado cada enunciado, cada
canción, cada comida; observado con detenimiento todo rincón, valle, helecho, orquídea,
riachuelo y edificio. Habría subido ese mismo día al descampado liso, arriba muy cerca
de la cumbre, aquel que un par de años más tarde alcanzaría una mañana relente de julio
en compañía de la Tercera Sinfonía de Mahler, y desde lo alto habría oteado la ciudad
venerada y gritado: —¡Aquí estoy de vuelta! ¡Esta vez por los siglos de los siglos!!!

VI

El peso demoledor de la melancolía pronto hacía estragos en su conducta, y por las grietas
de ese ánimo reventado, comenzaban a colarse algunos síntomas de rebelión y de
desparpajo. Apelaba a sus argumentos patriotas una y otra vez, con el fervor de un hincha
del Boca, despotricando vehementemente contra todo lo que no tuviese al menos una
relación simbólica con su país. Con los años, cada despedida se hacía más indigna, y debía
estar justificada con excusas que fuesen más allá de las resoluciones frías y calculadas de
unos padres obsesionados por estudiar en el extranjero, decisiones que parecían los fallos
emanados de una corte de jueces indolentes e inconmovibles. Buscaba con angustia la
supresión de esa orden malsana del albur que se empeñaba en quebrar su vida en dos,
en extirpar cada una de las raíces que le conectaban con la felicidad plena. Era una lucha
de sentimientos encontrados y la frustración de no poder tenerlo todo a la vez, un celo
profundo de la ubicuidad. El pequeño Martín no dejaba de sentirse cada tres o cuatro
horas con el legítimo derecho a estar molesto.

—¿Por qué esta lejanía? Nunca me han preguntado dónde quiero vivir. ¡Esto es un
secuestro!

Dicha reflexión avivaba la incómoda percepción de transgresión cultural que en


ocasiones sufrían también sus padres, sobre todo en circunstancias difíciles del destierro,
provocándoles serios cuestionamientos acerca de la siempre controvertida decisión de
emigrar a otros hemisferios, abandonando con ello invalorables vínculos históricos y
afectivos, negándose a aportar en donde más hace falta, dejándose llevar de manera
impune, como el Peregrino, que, según José Mármol, simplemente ha confiado a los mares
su destino. Pero las quejas de Martín constituían a la vez un respaldo genuino y decoroso
a las afligidas esperanzas de retorno de los emigrados, máxime en aquellos momentos de
137
extremo conflicto interno entre los sentimientos y la razón, aun cuando siempre
terminara venciendo esta última, dejando a los antojos tirados miserablemente en un
recodo de la conciencia en donde no se atrevieran a entorpecer la marcha indetenible de
un camino ya sentenciado.

El hecho era que convertirse una y otra vez en extranjero le hacía más fuerte a este chico,
aun cuando él siguiera considerándolo como un acto de felonía. El salto de continentes le
exponía a una gran diversidad de experiencias, de ideas y de conductas, le enseñaba a
valorar un mundo de innumerables contrastes y le otorgaba más y más herramientas para
enfrentarse con vena liberal a los impases de la vida. De cualquier modo, buscando
convencer con o sin razonamiento, se dedicó por años a implorar su retorno; era un
merecimiento, su legítimo derecho. Mientras esperaba el milagro, absorbía con suspiros
el perfume de su tierra y tosía el foráneo como si le hiciera daño, hacía de lo nacional algo
sublime y de lo ajeno algo ignominioso, lo creía todo en su patria y disentía de todo en el
exterior, en el sur todo era fragante, en el norte, todo seco. Fuera de su terruño, su primer
entretenimiento era encender su mente como un televisor y ver todos los capítulos de su
última visita para revivir el caleidoscopio de sensaciones que, aún desde la distancia,
continuaban estremeciéndole como si estuviera allí presente. De noche empacaba y
atravesaba el océano para volver a remar por aquellos ríos que parecían mares, a galopar
por los llanos epopéyicos, a trepar por los soberbios picos andinos, y regresaba por la
mañana con pesadez en sus ojos y lasitud en el alma, renuente a tolerar la realidad erial
que sin reparo interrumpía una y otra vez sus emocionantes fantasías.

Cuando se encontraba en su país, disfrutando de lo mejor del asueto de apenas tres lunes
y dos sábados, el fantasma del destierro le acosaba descontándole días, minutos y
segundos. Si bien es cierto que para quien se halla en estado de éxtasis el tiempo pasa sin
que lo note, en el caso de Martín podía más el terror a la proscripción. Su angustia
doblegaba su dicha y exigía tener noción hasta de los nanosegundos de aquel rapto;
contaba pasos, respiraciones, pestañeos; se detenía en cualquier lugar y observaba lo que
estaba sucediendo en aquel instante anacreóntico, en aquel ápice de vida fasta. Pero
detrás estaba siempre el enemigo, como una sombra; el pequeño hacía un esfuerzo
descomunal por olvidarse de él y el almanaque le respondía actuando sin piedad.
Entonces Martín intentaba burlar su arremetida con diversos métodos de despiste
temporal: mezcla de husos horarios, adelanto de dos horas en todos los relojes de la casa,
y siestas cortas durante los momentos muertos del día y de la noche, todo esto para crear
la falsa ilusión de unas jornadas interminables. El gran obstáculo, no obstante, era el gallo
de los Medina que, cada día a las cinco de la mañana, cantaba su diana de doble-puntillo,
reubicando a Martín en el tiempo e imponiéndole una y otra vez la dictadura del
calendario. Era un canto que se iba volviendo aciago con el correr de los días y terminaba
como una orden de desahucio de veinticuatro horas. Solo una vez pudo Martin evitarlo:
138
el día que partió mucho antes del amanecer con su tío Borja, con Dago y con sus primos
de siete y ocho años rumbo al llano. Al pasar frente a la casa de los Medina, Dago,
vengando a Martín, sacó su cabeza por la ventana y lanzó un cacareo abominable que
despertó a los perros del vecindario. El gallo respondió tarde, después de desperezarse,
provocando a la pandilla unas carcajadas cuyo eco quedó resonando en la neblina sigilosa
del valle. A Martín no le había dejado dormir esa noche la ilusión de que iba a ser
finalmente testigo presencial de las leyendas que desde muy niño le quitaban el sueño, y
tampoco la idea de que iba a impregnarse aún más de la esencia de su tierra. Una vez en
el llano pudo confirmar que muchas de esas leyendas eran ciertas y que las que no era
posible comprobar, parecían aún más verdaderas debido a la contundencia doctrinal con
la que eran develadas por sus pobladores.

VII

Luego de tres días homéricos por aquellas planicies de cantos y de versos, regresó Martín
con su semblante imantado, como si soñara despierto. Había presenciado un espectáculo
sin actos, sin intermedio y sin interrupción. La obnubilación que le vestía era todavía la
del impacto sufrido ante la serenidad y la convicción con la que esta gente de talante
estival expresaba sus ánimos y cantaba sus historias, una especie de arte ingenuo repleto
de aforismos aleccionadores que ponderaba una existencia ya de por sí mágica, logrando
hacer de lo increíble algo perfectamente creíble.

—Aquí también tenemos conciertos.


—¡Cómo! … ¿en serio?? —Contestaba Martín al dueño del fundo, estirando sus brazos
en la hamaca y obligándose a despertarse, feliz, bajo la luz de la alborada.
—En el mes de marzo cantan los carraos … ¡y bien afinaos! … no como el arpa
destemplada de este muchacho mío, que no termina de agarrar tono. Levántate temprano
Eufrasio, pa’ que cojas agua fresca … ¿no ves que si no se la bebe el monte? … Pa’ echarte
das más vueltas que un perro, pero para levantarte eres más flojo que un burro viejo …
¿es que te pegaron la peste? … Ojalá que haga hoy viento porque cuando ventea, la peste
se va — Martín saltó de la hamaca, restregándose los ojos para poder ver mejor. Eufrasio
seguía durmiendo. —¡Párate ya muchacho! … Mira que barco parao no gana flete...
Ándate a ordeñar y muéstrale a Martín como sale de blanca la leche cuando todavía te
está mirando la luna.

Volvió hechizado Martín con la vastedad de aquel horizonte, con el temple epistolar de
su música, con aquellos seres vencedores del monte que poco dudaban y que se valían
139
de su propia cábala para explicar los misterios ocultos de la selva; volvió además
conmovido con el desenfrenado amor patrio de su tío Borja. Con esa habilidad suya para
convertirse en el actor principal de cada nueva aventura, real o ficcional, desde ese
entonces, en su papel de orgulloso llanero, a Martín lo dominaba la superstición «Si el
gallo no cacarea es porque habrá desgracia en la pradera» y anduvo muy nervioso el
único día en que el gallo se quedó dormido. A cada frase agregaba una alegoría, y a cada
componente existencial, una explicación supernatural o mitológica. Ahora defendía la
mecida del chinchorro como la forma más natural y efectiva de dormir. Hablaba con
acento franco, cantado y ceceado, recurriendo a máximas improvisadas y al sentido
figurado, y evitaba cualquier tema serio que implicara dejar de lado aquella inflexión
pegajosa y prosaica del llano que era la única genuina por el hecho de carecer de
afectaciones cívicas. —¡Martín! … ¡Entra ya! Es tarde y está lloviendo —¡Con aguacero
ventiao no hay araguato que duerma, mamá!

Las celebraciones en la gran sabana, contaba Martín, surgían en cualquier ocasión y en


cualquier sitio, lo que venía muy bien a sus planes de despiste temporal. La forma
despreocupada del llanero de enfrentarse a los problemas cotidianos, a los embates de lo
inhóspito, al paso del tiempo y a las demandas técnicas de sus instrumentos folclóricos,
hacían reflexionar al pequeño acerca de la insipidez del citadino: su indiferencia al
paisaje, su imaginación desabrida, su esclavitud horaria, su apuro atosigante, y en
general, acerca de todos sus enredos gratuitos y complicadas soluciones, fórmulas y
convencionalismos.

En aquel ambiente primigenio, festejó Martín su noveno cumpleaños, junto a Eufrasio,


Dago, el tío Borja y sus primos, junto a la serenidad del río Magdalena, a la quietud de
los moriches y al grito de los guacamayos, cotúas y arrendajos que asaltaban
esporádicamente el jardín mayestático, y también junto a la etnia de mirada desconfiada
que merodeaba en su piragua y que tanto impresionaba a Martín por el tamaño de sus
pies, que colgaban del bajel como anclas, y que eran todavía más grandes que los pavones
enormes que pescaba su tío Borja mientras esperaban todos en silencio, concentrados en
sus siluetas invertidas sobre el cristal pulido del fondeadero. Pero en ese celebrado
atardecer, para el pequeño director, más trascendente aún que la visita de los aborígenes,
más trascendente que la imperturbabilidad de su tío al momento de pescar, quien, como
un gran director de orquesta, desaparecía del mundo y se concentraba únicamente en su
caña y en sus futuras presas, sereno, aunque alerta, fue el insólito hecho de haberse
proveído de su propio alimento, con sus propios trebejos y sin saber cómo. Borja
ensalzaba sus hazañas, animaba a todos a aplaudir aquellos adventicios, aquellos actos
de peso gaucho de Martín que le hacían más nacional, más integrado a su territorio. El
tío buscaba la manera de hacer sentir protagonista a su sobrino en aquel escenario bronco;
y lo lograba.
140
—¡Aquí en el llano imperan otros dioses, camarita! … — decía Borja mirando a la
distancia y con voz fornida, con su cuerpo alto y robusto levantado en la proa de la
curiara. —… Y el hombre se enamora del río y su mujer del viento … y no es ella quien
anuncia su embarazo sino el alcaraván. —Sí — reafirmaba Dago —¡A las mujeres las
preña el viento!

Martín no lo dudaba. En tres días pudo admirar cómo sobre aquellas vastas planicies
reinaba el canto de todo lo que tenía vida, reinaba la imaginación y lo incógnito; reinaba
además el sol, pero también el candor ebúrneo de la luna y de las estrellas. En aquel
reinado promiscuo, los hombres se batían a duelo con coplas, el esplendor del día
continuaba durante la noche y el enigma de la noche durante el día, las tormentas se
desplomaban del cielo, y luego, por la tarde, este se despedía a fuego lento y regresaba
cobrizo por la madrugada a encender los esteros para que en ellos se reflejaran las aves y
las llamas del sol naciente. En ese lugar de carácter profundo, en donde las reglas de la
ventura eran rutina, la alegría hizo con Martín lo que quiso. En el llano sintió sus sueños
nacer directamente del alma, a diferencia de aquellos de la ciudad, que nacían de los
juegos psicológicos del tiempo y del espacio. Ni el sol ni la luna habían alumbrado jamás
un lugar del planeta en donde la bondad de los hombres y de las mujeres fuese más
sincera, en donde el móvil de sus actos fuese obra pura de la espontaneidad, no como en
la ciudad, en donde era siempre prefabricado. Ese fue su veredicto final, incluso después
de su regreso intempestivo a la ciudad a causa de un impase en las aguas centelleantes
del Amazonas con una sospechosa embarcación llena de presuntos paramilitares, que,
con intenciones ocultas, primero les persiguió ochenta kilómetros rio arriba entre
manglares, caños y testas de caimanes y luego, unas cuantas calles abajo entre tumultos
de gente por las inmediaciones portuarias de El Sauzal.

VIII

El estilo de vida menos constrictivo del sur fascinaba a Martín, esa especie de acracia
generalizada que, más que real, era el resultado de las exageraciones de su tío Borja y de
Dago, en su obsesiva labor por demostrar al viajero el mérito de una nación
auténticamente libre.

—A nosotros no nos unen las leyes, ¡Nos une el araguaney, el turpial y el joropo! — decía
Borja con gran pompa mientras conducía rumbo a la sabana profunda por una carretera
polvorienta de dos canales. —Aquí somos soberanos … ¡Nadie nos vigila! — y dicho esto
141
se saltaba al carril contrario, subía volumen al Seis por Derecho y manejaba saludando
alegremente a los conductores que le esquivaban de forma hábil y le devolvían el saludo
sin mayor sobresalto.

—¡Zí! zi, y no nos une ningún resentimiento … ¡Nos une la alegría carajo! — afirmaba
Dago —¡Y las vacas no dan leche zi no les cantas! — dijo aprovechando la contingencia
de unas reses atravesadas que les cerraron el paso. Dago cogió el cuatro, se bajó de la
camioneta y cantó una tonada de Simón Díaz, y como las bovinas no le hacían caso
entonces le cantó a una por una en la oreja:

Se te fue quien te quería, Melodía


por los caminos del viento, Barlovento
Dame una totuma llena, Nochebuena
Dame una dulce esperanza, Malacrianza
De todas las flores bellas, Linda Estrella
Eres tú la más hermosa, Buenamoza…

Las vacas comenzaron a mugir y a dispersarse.

Borja y Dago tocaban fibras sensibles en el alma de Martín quien se entregaba a sus
acciones y palabras con el fervor de un neófito recién ganado para una causa. No era la
experiencia de Martín en el norte lo que a su llegada debía impactar a sus familiares; era
la autonomía y el esteticismo exótico de su país lo que debía impactar al pequeño. Su
idiosincrasia, una amarra insobornable e imposible de abjurar, debía acompañarle
siempre, hasta el último de sus días. Procurando evitar que olvidara sus raíces por causa
de sus largas ausencias, sus dos anfitriones principales se enfundaban en un chovinismo
magistral desde el momento de su arribo. Empachaban al niño con todo tipo de
dialectalismos, ditirambos y opulencias coloristas que implicaran, dentro de su óptica
parcializada, cotejo y ventaja cultural. Pero no basta la intención, y no basta mostrar y
decir las cosas; se trata además de cómo y en qué lugar se dicen, y en esto Borja era un
maestro. Devoto de su tierra hasta el tuétano, sus propios viajes al exterior fueron siempre
fugaces, siempre calculados en la medida de su exigua tolerancia a lo foráneo, pues por
experiencia sabía que tres días le bastaban fuera de su cuna para hundirse en una pena
irreversible. De su orgullo nacional genuino emanaban sus emocionadas apologías y
aquellas declamaciones de entonación sentida y voz teatral que hacían humedecer los
ojos, y de las cuales Borja sabía valerse en la mejor oportunidad.

La segunda tarde de su visita al llano, Martín, Borja, Dago y los dos primos fueron de
pesca al rio Topan, a unos ochenta kilómetros del fundo. Decidieron acampar en el
momento en que el señorío de los montes comenzó a confluir con el de las tinieblas. —Es
142
tarde para regresar, mijo ... Hay barro en el camino y nos va a agarrar la media noche
antes de llegar al fundo … y hay que cruzar el rio… — afirmó Borja con seriedad. Dago
agregaba sal y pimienta —Zí, zí. ¡A esta hora no cruzo el rio ni loco! ¡está lleno de pirañas!
¿Vio al niño sin piernas?, ¿ayer en el fundo? —¡Monte la carpa, mijo! … lejos del rio, para
que no nos huelan los caimanes … ¡y rápido antes de que la plaga cene con nosotros! —
Zí, zí … voy … Y ¿Saco ya los cinco machetes? —Todavía no, mijo. Cuando salgan las
cuaimas, como a las once.

Martín escuchaba con suspicacia e intervenía en el juego, lleno de confianza, con su voz
de hombre experimentado —¡Niños! ¡Quédense ahí mientras matamos las tarántulas! —
gritaba a sus primos que eran casi de la misma edad, y que se habían subido al coche,
haciendo caso a Borja para que no se los comiera la plaga. Pero en vez de andar cazando
tarántulas, mientras vociferaba consejos a los otros chicos, el pequeño Martín se
encontraba abrumado entre la maleza, espantando con sus manos y sus piernas a todo
bicho que se le acercaba, mirándolos fijamente, con cara de advertencia, y, a los más
grandes y raros, con cara de pavor. Aun así, sobre su piel se multiplicaban todo tipo de
ronchas y sarpullidos y él, muy nervioso, no paraba de rascarse. Montaron la carpa.
Martín entró en ella y se sintió de nuevo seguro. —Y el chinchorro, mijo … ¿Ya lo colgó?
—Zí, zi. Ahí está en el roble. Bien apretao y bien alto. ¿Quién quiere probarlo? — Los
niños, que ya se divertían en la colcha acogedora, se miraron dudosos, pero Martín no
pudo contener esa boca osada —¡Voy yo! — Con la ayuda de Dago se subió al chinchorro,
y ahí le dejaron meciéndose, como un costal de patatas, ¿Por cuánto tiempo? No se sabía.
Martín dejaba que las cosas siguieran su curso, a la manera de ellos, evitando revelar
inquietud o desconfianza; y más bien aprovechaba sus tretas para asombrarlos con
nuevos actos de coraje —«¡Cuando vengan a buscarme les digo que me quedo a dormir
aquí!» Nada más pensarlo, le daba escalofrío. El vaivén de la hamaca se detuvo. Entonces
se enfocó en el ulular de un búho que parecía estar al alcance de la mano. Poco a poco fue
abriendo una ranura en la tela gruesa por dónde asomó sus ojos, que estaban más
desbordados aún que los del pájaro; pero era tan rotunda la oscuridad que pensó que se
había quedado ciego. Martín se hallaba en ese trance, observando el techo negro de la
selva, cuando Borja salió de la carpa y con voz estremecedora hizo temblar las hojas del
roble recitando unos versos de Ernesto Luis Rodríguez:

Me voy con la tarde linda


recordando a mi mulata.
Un soplo de brisa ingrata
de la copla se me guinda...
¡Se llamaba Rosalinda!...
Un romance del jagüey,
que en este llano sin ley
143
se prendó de mis corríos,
y entre amores y amoríos
me la robé de un caney…

Presa de un magnetismo irrefrenable, del influjo licencioso de una tierra anárquica y


bravía, Martín absorbía aquellas palabras con el mismo delirio con el que, en el teatro del
conservatorio de Bellhar, vivía las de El Rapto en el Serrallo. Borja se adelantaba a las
emociones de su sobrino e iba lanzando a los cuatro vientos todo aquello que pudiese
conmocionarlo. —Dago, traiga ya al muchacho porque lo que está brillando ahí en el
roble no son perlas sino los ojos sedientos de una mapanare — Martín escuchó y cerró la
ranura en el acto. Dago vino, soltó el chinchorro por ambos lados y se lo llevó a la carpa,
envuelto en la lona y colgado en el lomo, como un bulto de correos.

En su mitificado culto al llano, no podía faltar por supuesto el siniestrismo, al que se


dedicó Borja después de apagar la linterna, cuando los sentidos de los chicos habían sido
raptados ya por la apoteósica orquesta de 360 grados de timbres inauditos que
conformaba el cosmos sonoro de la jungla. El concierto de texturas densas y temerarias,
amortajado en la oscuridad, casi rozante, como una nube de larvas invisibles dispuestas
a invadirnos el cuerpo con sólo pestañear, era la perfecta banda sonora detrás de los
personajes tétricos que a continuación introdujo Borja.

Sin el freno de la luz y con el impulso leve del viento del sereno, las sombras cadavéricas
del manglar se proyectaban en las paredes traslúcidas del entoldado. Los ectoplasmas
amorfos se acercaban y se alejaban con insistencia usando como voz los aullidos
espectrales de la selva. Era el preámbulo de la aparición de los demonios del Cañizal.
Borja describió una a una las demacradas, amoratadas, ateridas y mefíticas ánimas
benditas del purgatorio que regresaban cada noche de la ultratumba, con un murmullo
de rezos en sus fauces ensangrentadas, para concluir el ciclo de vida que no pudieron
completar por haber muerto antes de tiempo, espíritus que se manifestaban ante quienes
no hubiesen encendido velas por su descanso eterno.

—¿Trajeron velas?? — Los incautos se miraban espantados —Ayyy… ¡Ahí viene el


Silbón, mijos! ¡con su saco e’ huesos!... ¡El presagio de la muerte!! — continuó Borja
aprovechando el canto lejano del Uirapuru —Cuando suena lejos es porque está cerca…
sí, mijos; y lo único que lo asusta es el ladrido de un perro… pero, COMO NO TENEMOS
PERRO… — dijo oscureciendo la voz, curvando las cejas gruesas, volteando los ojos hacia
arriba y torciendo el cuello lentamente hacia donde estaban los niños. Aterrorizados,
estos comenzaron a ladrar de forma furibunda hacia la abertura de la carpa. Dago había
gateado imperceptiblemente fuera del toldo, envuelto en una ruana caqui con la que se
disponía a asestarles el susto de sus vidas. En una taza, Borja preparó una poción de ron
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con ramas de laurel para repeler el mal. La revolvió con el dedo y con su mano temblorosa
se la llevó a la boca y bebió el contenido entero. Se limpió con la manga.

—¡Aaagghh!!! … ¡Y en el Cañizal no falla el diablo, compadre! … Pero hay que


invocarlo… para que aparezca hay que llamarlo con todos sus nombres, que son nueve…
sin repetir ninguno, porque se ofende. — Los varoncitos aguardaron muy preocupados,
sin mover un dedo, reivindicando hasta donde les era posible su orgullosa hombría, aun
cuando su instinto era el de esconderse debajo de las cobijas. Borja se puso de pie, sacó
su cabeza de la carpa, subió el tono de voz y comenzó a clamar en dirección al cielo:

—¡¡BELZEBUUU!!... ¡LUZBEEEL!!!... ¡MEFISTOFELEEES!!!!… SATANAAAS!...


¡LUCIFEEER!...

El viento arreció con un soplo brutal que hizo craquear las ramas del viejo roble y alteró
la sensibilidad de algún bicho que con su estampida causó un crepitar aterrador en el
sotobosque. Los primos retuvieron todavía el machote, pero habían palidecido,
mostrando a Martín un ademán de horror que le hizo aflojar las piernas. ¿Se equivocaban
sus sentidos? Se contuvo mientras luchaba por comprender si la alarma suya era o no
justificada, si existía acaso un lado oscuro de su tío que aún desconocía, o si aquel
escenario espeluznante podía ser en realidad mucho más perverso de lo que él hubiera
podido imaginarse.

—... ¡DEMONIOOOO!!! … ¡SAMAEEL!!! ... ¡REY DEL ABISMO!!! … ¡EL SILBÓN YA


SILBÓ!!!... … ¡HAZTE PRESENTE!!!

El Búho despegó ruidosamente del tallo, hizo un vuelo rasante, atrapó a su presa muy
cerca de los matorrales por donde Dago serpenteaba y volvió al árbol. Casi de inmediato
irrumpió Dago en el toldo, gateando a toda velocidad, sin manta, pálido y desvaído —
¡Ya está bien, Borja! ¡No más!!! … ¡Con esa vaina no se juega!!! — decía con una voz
entrecortada y jadeante que Martín no le conocía. Hasta ahí llegaba Dago; sabía muy bien
que ni su buena voluntad, ni el profundo amor por la sabana, ni sus fuertes músculos, ni
sus cantos, ni su osadía latina eran suficiente escudo frente a los tenebrosos maleficios del
llano.

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IX

El día del arribo del pequeño Martín a su país, después de acomodar el equipaje de la
familia en la tolva de la camioneta, partió con Borja y Dago de la terminal del aeropuerto,
entonando coplas del llano. Nueve años mayor que Martín, Dago era un joven del tipo
heroico, siempre involucrado en proyectos temerarios, eso sí, menos si se trataba de
espantos. Impetuoso, con un sentido del humor estrambótico y una fuerza física
descomunal, estaba listo en todo momento para el combate, para el socorro y para el
chiste. Era de baja estatura, color durazno, ojos grandes y verdes, cejas pobladas, nariz
aguileña, abundante pelo negro y un cuello, unas manos y unos pies que parecían de
acero. Su mal humor esporádico, era extraño; parecía esconder una alegría inusitada, lo
que dejaba siempre la duda si era o no fingido. La única ocasión en la que se le podía ver
tranquilo y con cara de respeto era cuando se encontraba frente al televisor
descodificando los planes de Rambo.

Dago había crecido en casa de Violeta Ferrer, la abuela de Martín, y allí se comportaba
como un capataz encargado él, y solo él, de atender todos los contratiempos domésticos
por dos razones: por no confiar en alguien que pudiera hacerlo mejor, y, por su deseo
constante de exhibir su capacidad hercúlea. No se sabía a qué hora dormía ni cuándo
recuperaba energía. Permanentemente desvelado, cuando el pequeño director abría sus
ojos después de cada siesta, allí estaba el revoltoso esperándole, listo para emprender
alguna nueva barrabasada. Pero a pesar de su juerga incesante, era disciplinado. Al
levantarse Martín por las mañanas, Dago ya había desarmado y armado el tren delantero
del jeep de la casa, ajustado sus frenos, y se preparaba para probarlos carretera abajo,
después de lo cual regresaba impregnado del olor de las pastillas y discos trabados;
volvía entonces a alzar el jeep sobre unas piedras y le hacía más ajustes; o, ya había ido y
regresado tres veces a la ciudad en su bicicleta de montaña rompiendo su propio récord:
—¡Hoy bajé los doce kilómetros en seis minutos y los subí en veintitrés y doce segundos!
— o, ya había subido por el escarpado que conducía al embalse, levantado él solo las
enormes láminas de cemento que protegían el agua de manantial, comprobado su nivel,
su pulcritud y removido del cimiento el limo que en ocasiones bloqueaba el flujo de agua
para las casas de la montaña. Para Martín, se trataba de un tipo invencible, y, aun así, no
daba crédito a sus ojos cuando, de paseo por las laderas montuosas, Dago mandaba a
detener el vehículo si veía un escorpión. Se bajaba del coche, lo tomaba con sus dedos por
la cola, y, sin ninguna previsión profiláctica, se lo acercaba a su bocota que tenía abierta
hacia el cielo mientras constataba de reojo el pasmo del pequeño forastero.

A mitad del trayecto de una hora que conducía del aeropuerto a la ciudad, un desvío por
causa de un accidente obligó al tráfico a tomar una ruta boscosa que pronto fue
146
interrumpida por el desborde de un rio. Borja saltó de la camioneta, observó
detenidamente la velocidad del agua y estudió la del viento, se agachó y miró una y otra
vez por debajo del coche, constató la presión de los neumáticos, hizo sus cálculos y
regresó a confirmar con Dago que atravesarlo sin riesgo de muerte era posible. Dago ya
había hecho sus propios cómputos y arribado a la conclusión contraria, pero ante las
decisiones atrevidas de Borja, en vez de alarmarse, Dago se envalentonaba. En cuestión
de agallas, no podía él quedarse atrás. Hacía un calor infernal y pegajoso y había un fuerte
olor a inundación. Martín no sabía si sudaba de sofoco o de susto después de escuchar
las deducciones empíricas de aquellos dos, sobre todo cuando por un instante pasó por
su mente la cara de terror de sus familiares al ver cómo la camioneta perdía contacto con
el fondo y se iba río abajo arrastrada por la corriente.

La admiración de Martín por el par de intrépidos crecía con cada éxito de sus hazañas.
Nada podía fallar; no con su tío Borja, que con su pundonor patrio parecía poseer por
derecho natural todo el territorio nacional, no con la presencia del titán Dago. Al salir
vivos al otro lado del torrente, los espectadores de la fila de tráfico, que se habían
acomodado en la orilla para ser testigos de una posible tragedia, después de contemplar
el titubeo de la camioneta a mitad del caudal, abordaron sus vehículos con la respiración
contenida y un nudo en la garganta, dieron media vuelta y regresaron dispuestos a pasar
la noche en la vía principal antes que arriesgar sus vidas.

Los tres supervivientes continuaron la ruta cantando, hasta que Borja comenzó a
detenerse en cada pedanía, aldea y toldo de comida para que Martín no solo observara
de cerca lo autóctono, sino que, además, lo degustara. —¡Qué más, compadre! — decía al
vendedor, con el hondo sentir de un bardo. —Tres empanadas de carne para mí, dos para
el niño y ¡ocho para la bestia! — decía señalando a Dago. —Y cinco jugos de tamarindo
— Y allí se enfrascaba el tío, con su temperamento comarcal, en una animada
conversación con el dueño del toldo, con su mujer y con sus siete hijos. La escena se
repetía en cada parada; y los bocados eran cada vez más abundantes, diversos y
alienígenos. Dago despinochaba mazorcas en segundos con su dentadura rústica y se
devoraba en el acto todo lo que le pusieran por delante, y Martín, no se quedaba atrás, en
su afán por demostrar que su gentilicio se hallaba intacto. Sin embargo, su esfuerzo fue
extremo cuando Borja se detuvo en la famosa esquina morcillera de un pueblo y ordenó
al gordo de franela rota encargado de la olla una ración completa de aquella excentricidad
de procedencia ambigua y del más espantoso aspecto.

Conduciendo más tarde por las calles de la ciudad, Borja saludaba a numerosos amigos
exagerando su acento coloquial, y sacaba la cabeza por la ventanilla para anunciar con
orgullo la llegada de su sobrino, a quien señalaba con el dedo. A Martín no dejaba de
sorprenderle la popularidad de su tío y la forma tan atenta y peculiar de tratarle de toda
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esa gente. No podía imaginarse a Oliver haciendo lo mismo en Bellhar, en dónde toparse
con algún conocido en la calle suponía una verdadera arbitrariedad del azar. Cuando el
resto de la familia arribó del aeropuerto en horas de la noche, Martín ya había probado
la mejor chicha de la ciudad, los mejores pasteles de queso y de bocadillo, se había bebido
un termo de café, estaba sordo de un oído después de haberse lanzado explosivos caseros
con Dago, y daba en ese momento vueltas a un enorme cochino sobre un fogón de leña.
Tenía los brazos arañados de espinas de matorral, sus ropas y botas estaban embarradas
hasta el cuello, y, su cara, cubierta de carbón y de rasguños de gato, parecía la de un
muchachito del campo.

Esa tarde al llegar, Martín había visto a Dago lanzar en la piscina a los tres perros gigantes
de la casa. Estos chapaleaban apurados y regresaban a su lado todos estresados, tiritando
y con el rabo entre las patas; entonces los volvía a tirar. No era maldad; era su forma de
entrenarles para que pudieran enfrentar sus desgracias con valentía, pues la casa estaba
ubicada en una montaña de bosque tropical, un hábitat inclemente en donde las mascotas
debían luchar contra horribles depredadores como las boas, las arañas monas y las
cuaimas. La esperanza de vida de estos perros era por lo tanto de dos a tres años. Muchos
desaparecían misteriosamente, y los que eran encontrados por Dago después de varios
días de búsqueda azarosa por desfiladeros, barbechos y meandros, o estaban gravemente
heridos, o muertos. De cualquier forma, los traía a casa, salvaba a los que podía con su
empirismo eugenésico y a los muertos los despedía cantando —Quien cree en Ti Señor, no
morirá para siempre — en lenta peregrinación hacia un descampado doscientos metros más
abajo en dónde les daba digna sepultura con su cruz respectiva:

Tibon Bruno Amadeus


1998 – 1998 1998 - 2001 2000 - 2002
Q. Q. Q.
E. E. E.
P. P. P.
D. D. D.

También esa tarde, Martín observó cómo, con toda impavidez, Dago sacaba toda la ropa
del equipaje de su mamá antes de que ella arribara del aeropuerto, y la sustituía con
harapos sucios del lavadero para verle la cara cuando empezara a desempacar. Luego
fueron los dos a casa de Manuela para invitarla a la gran fiesta de bienvenida. Manuela
era una de las tantas niñas bonitas del coro infantil de su abuela María Virginia, la mamá
de Oliver, según quien, de la lista interminable de niñas enamoradas de su nieto, era la
que le esperaba con más entusiasmo. Sin saber cómo proceder frente a aquellas
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coterráneas enigmáticas de radiante pelo azabache, ojos café y piel broncínea, tan
familiares de aspecto como foráneas de trato, sobreexcitado ante el nuevo ambiente y con
el aliciente artero de su amigo del alma, después de un instante de escalofrío Martín le
saltó a Manuela encima y le dio un beso en la boca, un impulso que habría sido
inconcebible en el ambiente escolar del norte en dónde predominaba la repugnancia de
género entre los críos y la indiferencia hacia los amores prematuros. Avergonzada, la
linda Manuela le dio la espalda y desapareció; pero reaparecería pocos años después en
la vida de Martín, con toda su curiosidad de amor adolescente.

La gran fiesta de bienvenida comenzó alrededor de las nueve. La casa se abarrotó de


gente. Todos preguntaban por Martín y hacían círculos a su alrededor para escuchar sus
relatos de hombre de mundo. Los músicos invitados compañeros de juventud de Oliver
llegaron juntos. —¿Y dónde está ese heredero musical que pronto tendremos también en
las grandes salas de concierto? … — preguntaba el mayor de ellos. Martín sonreía
aludido. — … Y esta mujer, Dios mío, ¡está cada vez más bella! — decían a Isabel, su
mamá, quien se encontraba allí recibiéndoles. Martín perdió de pronto concentración en
el grupo al comprobar que estaban arribando las niñas del coro de María Virginia. Quiso
esconderse, por si acaso llegaba también Manuela, pero pensó que mejor todavía era
integrarse en la conversación adulta y hacerse el importante. Pero sus primos pronto
regresaron por él, le halaron y se reinició el correteo.

—¡Martín! … ¡Venga acá! … Póngase el abrigo si va a estar saliendo. ¡Hace frio y se va a


resfriar! — le decía la abuela Violeta desde la cocina —Pero Martín … ¡Quítese ese abrigo!
… mire como está sudando… ¡Se va a morir de calor este niño! — contradecía la abuela
María Virginia al verlo pasar a toda velocidad rumbo al jardín. Los músicos empezaron
a afinar las mandolinas, la guitarra, el cuatro y el contrabajo. Del bar de la casa, un
acogedor salón adyacente a la sala parecido a una taberna española, provenía la rumba
flamenca que disfrutaban las bailaoras de la familia y unos cuantos admiradores. Los
primos seguían persiguiéndose, ahora con los perros. Llegaba más gente. Las tías
llamaban a Martín, unas para que bailara con ellas, otras para escuchar sus chistes. Borja
tenía armada su propia tertulia en una esquina del bar y detenía a Martín cada vez que
este pasaba para que contara su experiencia cruzando el rio desbordado. Sus abuelos lo
llamaban de uno y otro lado para presentarlo a otros amigos y a otros familiares. Eduardo
perseguía a Alejandro, Alejandro a Kike, Kike a Tina, Martín a Kike, y, las niñas del coro,
cada vez menos tímidas, a Martín. Dago, quien ofrecía entremeses en una bandeja a los
149
invitados, le pedía a Martín que lo siguiera y lo hacía morir de risa repartiendo dos
pastelitos a un par de señoras y atragantándose él con el resto; luego, para asustar a
quienes arribaban, hacía chillar al chigüire que había traído del llano, cuya jaula había
colocado, sin que se enterara Violeta, cerca de la puerta de entrada a la casa. Todo era
algarabía y Martín, brincando eufórico de un lado a otro, no sabía a quién complacer. Los
músicos buscaban un sitio en la sala para tocar, junto al gran ventanal. El bullicio y la
excitación iba en crescendo. Violeta se paseaba por toda la casa asegurándose de que todo
estaba en orden, de que los invitados habían sido atendidos, y previniendo a los diablillos
más pequeños, antes de que hicieran algún daño —¡Por ahí no! ¡Corran por allá, lejos de
la cala! … ¡Kike!!! ¡Bájese del mueble! … ¡Ahora!!! … ¡Alejandro! … ¡Los perros afuera!!
… ¡Aquí adentro, NO!!!! —Martín seguía dando vueltas alrededor de la casa con las niñas
cantoras detrás y sólo se detenía en la cocina cada tres circuitos, con el rostro colorado y
el pelo empapado por las puntas, para atiborrarse de refrescos y de otras chucherías que
no había probado nunca. Pero pronto se angustiaba, pues sentía que estaba perdiendo
protagonismo en la fiesta; abandonaba a los niños y volvía con los adultos.

Cuando los músicos tocaron los primeros compases, Martín se detuvo enmudecido.
Aquella no era música para amenizar sino para una sala de conciertos. Las obras, todas
inéditas, llenas de colorido, de melodías audaces, de extraordinario contrapunto y
riqueza armónica, eran el reflejo mismo de la exuberancia cultural de la cual provenían.
El virtuosismo técnico y el refinamiento no eran, en aquel territorio andino, bienes
exclusivos de la música clásica y de sus académicos, permeaban también los ritmos
originarios y se desbordaban por sus infinitas vertientes de aire local sin perder un ápice
de maestría.

Después del fabuloso recital, se desfogó la fiesta. El final de la noche le halló al pequeño
Martín hiperbólico, fuera de control, maravillado y empalagado de felicidad ante aquel
clima de entusiasmo febril, de música exquisita y de avalancha de afectos alrededor suyo.
Sin saber que más hacer en el paraíso del desenfreno, se incorporó al baile, se quitó la
camisa y comenzó a darle vueltas en el aire al estilo rodeo americano y luego a tirarla como
un paracaídas sobre los atractivos adornos y portarretratos del bar —Martín, ¡Ya es hora
de acostarse!! — le advirtió Violeta. —¡Cómo! … ¿Tan temprano??? — protestó María
Virginia, quien gozaba un mundo con las loqueras de su nieto, siempre y cuando estas
sucedieran en casa de su rival.

El antagonismo y la angustia perseguían la vida de Martín como un leitmotiv, y de ello no


escapaba tampoco su íntimo círculo familiar. Lo que parecía bien a Violeta Ferrer, a María
Virginia y a Román Macías, su abuelo paterno, les parecía inapropiado y viceversa. Si
Violeta sobreprotegía a su nieto durante esos pocos días de vacaciones, los abuelos
paternos buscaban soltarle toda la cuerda; si ella, en cambio, consentía su laxitud, ellos
150
apretaban su disciplina. Frente a las barahúndas en la casa de la montaña, estaba el orden
y la tranquilidad en la casa de la ciudad. En la primera se bailaba, en la segunda, no. En
la primera privaba la mofa y el salero, y, en la segunda, la crítica y la venia. En casa de
Isabel sobrevolaban las loas y en la de Oliver, los consejos. Si los Macías vestían a Martín
de rojo, los Ferrer buscaban vestirle de azul; bastaba que Violeta llevara al chico a cortarse
el pelo para que María Virginia saltara en defensa de su hermosa melena. Martín se
adaptaba sin problema a los dos puntos de vista valiéndose de su capacidad histriónica;
aprendía velozmente cómo agraciar y complacer a los unos y a los otros. Pero, aquella
dicotomía constante, no dejaba de ser un peso adicional en las cortas visitas del futuro
director, mucho más agobiante de lo que los abuelos, enceguecidos por un despiadado
cariño, hubieran podido imaginar.

Román, director de coros y de orquesta jubilado, le esperaba cada mañana junto al piano
para leer obras a cuatro manos. Al cabo de un par de días Martín comenzaba a sentirse
secuestrado por una actividad que dentro del contexto vacacional lucía como una
anomalía. No era el hecho de tocar el instrumento, algo que le apasionaba; era la angustia
que le causaba estar dando la espalda a una oferta irrepetible de seducciones paganas.
Aquella concentración suya en el teclado era una traición a la disipación, una ironía
contra ese libertinaje excitante y de corta vida que le esperaba detrás de la puerta;
demasiado había allí afuera como para quedarse durante dos horas sorteando con sus
dedos distraídos los densos acordes de los valses de amor de Johannes Brahms. En pocas
ocasiones la cabeza de Martín se hallaba tan perdida en otros menesteres mientras hacía
música como en esta, lo que le obligaba cada tres o cuatro compases a disculparse con su
abuelo, a quien, lo último que aspiraba Martín, era defraudar musicalmente.

Por otra parte, debía cumplir con todas las actividades y paseos que ambas familias
programaban con el propósito de ofrecerle al chico la más sensacional de las experiencias,
y él no podía expoliar a ninguna de las dos. La incesante disyuntiva le acorralaba, le
afligía y le llevaba a pagar ese alto precio de preferir estar siempre en aquel lugar en el
cual no estaba, a reprocharse a sí mismo por estar desaprovechando muchas de estas
ofrendas familiares calculadas que, sin explicación aparente y por desgracia, coincidían
todas el mismo día y a la misma hora.

XI

El desgaste físico provocado por innumerables horas de sueño perdidas, por la vivencia
intensa y por la idea recurrente y turbadora de que aquellas visitas esporádicas eran tan
151
sólo un extravío breve dentro de su perenne destierro, suscitó la explosión de ira que, en
una oportunidad, llevó al pequeño Martín a desaparecer de la sala de espera del
aeropuerto, justo antes de abordar el horrible tubo con alas responsable de echarle bien
lejos. ¿Por qué no era este el lugar del “destierro” y aquel otro el del breve extravío?
Envidiaba a todos, a los pilotos de la aerolínea que iban y volvían, al taxista que no hacía
sino quejarse del país, a los políticos sospechosos del hotel quienes, con artería en los ojos,
se reinventaban cada noche en el lobby el destino de la nación y el de sus arcas; envidiaba
incluso a las palmeras esbeltas que servían de pórtico al continente y que dormían cada
noche bajo el arrullo de la brisa caribeña y despertaban dichosas, siempre frente al mismo
mar rebelde, que era el suyo. El futuro director sentía envidia por todo lo que se quedaba
y ese encaro obsesivo sólo aumentaba su pena. Desaparecer de la fila de a bordo fue su
último acto desesperado por evitar otro exilio. Una vez rescatado de su escondite, en
donde estuvo implorando durante diez minutos que aquella cacería durara una
eternidad, Martín fue arrastrado por el cuello hasta las escaleras del avión. Marchaba
impregnado de sentimientos lentos y difíciles, maldiciendo el hecho de tener que marchar
cada año de su tierra adorada, de tener que aceptar aquella pasión enardecida como un
amor póstumo.

Los tres o cuatro días posteriores a su partida eran fulminantes. Toda la rutilancia de
pronto era reemplazada por una intragable atmósfera gris. La pesadumbre alentaba lo
pretérito y aplastaba el presente; no era su pasado lo que parecía derrumbarse sino su
futuro. Apartado en el sótano de su casa, en un escondrijo silencioso que usaba como
refugio, Martín evitaba contagiarse, al menos por unos días, de los modos y maneras del
ambiente del norte; necesitaba tiempo para aceptar la decisión funesta que días antes
había exprimido sus ojos. En el aterido espacio, en esa trinchera solitaria, con la
desesperanza de un ave recién enjaulada, golpeado por la animosidad que embarga a un
deportado, abandonado al capricho de una readaptación lenta e impredecible, el exceso
de conciencia lastimaba minuto a minuto a Martín como una herida abierta y él, para
evitar enfermarse, acudía a la música, la tentadora augusta que siempre reparaba sus
veleidades y le acunaba en sus brazos en momentos de confusión. Era ella el cordel
emancipador que le permitía saltar sin tropiezos de la aflicción al coraje, le permitía
despegar de lo indeseable y volar a lo quimérico; era la constante que mediaba entre
aquellas dos realidades radicalmente opuestas y contribuía a mantener el equilibrio de
un sistema límbico violentamente sacudido por cambios tan abruptos.

Todo el lujo de sus vivencias recientes reaparecía ahora en las partituras. El pequeño
Martín se dispuso a examinar de forma minuciosa la Sinfonía 40 en Sol menor de Mozart.
Lentamente sentía como iban despertando de nuevo las musas del séquito de Apolo
quienes le llamaban con sus delicadas extremidades y con unos cantos que traspasaban
los límites de lo ideal por su inconmensurable belleza, atrayéndole hacia un mundo
152
colmado de frases y danzas sublimes. Martín alzaba la vista entre cadencias para
imaginar cómo se vería el mundo desde un pódium, desde esa plataforma regia en donde
era posible cantar y danzar con ellas. A cada paso en la partitura aparecía una nueva
magnificencia que le obligaba a detenerse. Buscaba el lugar exacto del comentario
maravilloso del oboe, y aquel otro, en donde se dispersaban las voces llevándose consigo
breves motivos del tema principal, como si jugaran a desorientarle. Exploraba el punto
en donde una voz perseguía a otra sin poder darle alcance y aquel otro en donde la frase
dulce, atacada por un acompañamiento distinto, de pronto se volvía testaruda.
Finalmente alcanzaba la sección en donde los tejidos rítmicos, melódicos y armónicos,
después de haberse atomizado y paseado por travesías remotas, retomaban su
configuración original y volvían juntos y por el mismo camino a casa.

La alegría de Martín respecto a la obra no le entraba ya únicamente por los oídos, le


entraba también por los ojos. La partitura arrebatadora mostraba de qué manera estaba
construida hasta la más insospechada de sus virtudes. El aguerrido finale terminaba, con
su optimismo indemne, llevándole a un estado de éxtasis que no era ya compatible con
la nostalgia, sino con el júbilo. Flotando junto a las musas, en aquel cosmos inasible, con
su incipiente técnica, con su memoria precoz y su expresivo rostro, el pequeño Martín iba
creando un retrato gestual de las descripciones que aquellas hacían sobre la música.
Cuando se sintió en capacidad de mostrarlo, fue al estudio e interrumpió a su padre.
Oliver, bajó su instrumento, apagó el metrónomo y se dispuso a escucharle.

Con la compostura de quien tiene algo muy importante que decir, Martín dio inicio a un
atinente discurso gráfico que no dejó nada al azar, y supo, con una trascendencia
omnisciente, anticipar cada acontecimiento valioso de la partitura. Asombrado, Oliver
Macías tomó asiento —A ver, Martín. Hazlo de nuevo. — Elogiado en su proeza, el
pequeño se dedicó en las siguientes semanas a explorar sus dotes de director y a alardear
de su habilidad ante familiares y los compañeros de escuela que tenían la paciencia de
seguirle hasta su casa y de sentarse alrededor suyo para presenciar aquella especie de
trance ocultista que para ellos tenía un propósito indefinido. Pero el acto divertido se
convirtió en serio desafío cuando Martín se enteró de que uno de los maestros de
dirección del Conservatorio de Bellhar vendría de visita a su casa. Para esta ocasión se
aseguró de entender a fondo con ayuda de Oliver el asunto de las variables de estilo,
dinámica y tempo que debe contener un gesto preparatorio, de manera de poder anticipar
de la forma más efectiva posible cada evento contrastante de la partitura. Trabajó hasta
en sus sueños. Ansioso y con la emoción de un aspirante de concurso, sólo contaba las
horas y los minutos restantes para aquel encuentro formidable.

153
XII

Martín saltaba de un lado al otro de la calle King Edward, frente a su casa. Miraba hacia
el fondo, pero esta seguía desierta. Se sentaba en la acera, apoyaba los codos sobre sus
piernas y sobre la palma de sus manos, su cabeza impaciente. Repasaba las entradas de
los clarinetes y la de las trompas; murmuraba con expresión ausente temas y contra
temas; espantaba insectos; observaba las nubes fragmentadas y concretaba en ellas
figuras. Volvía a mirar a la bocacalle y al comprobar que el automóvil del maestro aún
no aparecía, nervioso, se tronaba los dedos. Una hora más tarde apareció por fin el
flamante convertible. Se acercaba lento y zigzagueante, dudando de su destino final.
Martín corrió a su encuentro.

—¡Maestro, Maestro! ¡Tiene usted que verme dirigir!!

El maestro Vossler, sorprendido, hacía un esfuerzo por atender al chico y estacionar al


mismo tiempo. Entraron en la casa y Martín se subió de inmediato en un pódium
improvisado que preparó con una palangana de plástico al revés cubierta con una larga
tela negra, y, conectando frase por frase con su voz, dirigió el primer movimiento entero,
con vehemencia, con extrema atención al detalle y con una curtida confianza como si se
encontrara en el pináculo de su carrera artística. Su determinación recogió frutos de
inmediato. No tuvo tiempo Martín de hacer lo que es natural a su edad, es decir, después
de unas palmaditas de aliento en el rostro, resignarse a esperar por siglos que en la
realidad aconteciera lo que prometía un sueño. El maestro, impresionado, consideró que
aquella audacia no podía quedarse en pretensión, y, como si a un niño obsesionado por
los coches un piloto le invitara a tomar el volante de un bólido en una gran carrera,
Vossler le invitó a clausurar el concierto de fin de semestre en la sala de conciertos del
Conservatorio de Música de Bellhar, dirigiendo una marcha triunfal frente a uno de sus
destacados ensembles.

Los delirios del pequeño Martín se cumplían demasiado pronto. A partir de esa tarde fue
monomaníaco y sólo tuvo como referencia de vida la fecha y hora del concierto. Ni
pensaba ni atendía nada más; aquella ilusión no daba tregua a su mente. Trabajó
arduamente con el fin de borrarle la existencia a las semanas que alargaban su espera y
su concentración se volvió difícil en cualquier actividad del día. Sólo le interesaba el final
de cada evento: en el desayuno, el último sorbo de leche, en la escuela, el timbre de salida,
en las lecturas, el desenlace, en las partituras, la coda. Sin poder evitarlo, se flagelaba a
cada rato con el tic-tac exasperante del reloj, que al menos daba fe del paso del tiempo.
Recientemente, en su país, había buscado con desespero la manera de dilatar las horas;
ahora luchaba por encogerlas. En las madrugadas, Martín se despertaba sudando, unas
154
veces dirigiendo la sinfonía a un tempo frenético y otras veces peleándose con Mozart —
“El geeeniooo” —decía con una mueca sardónica, pues era tanto el impacto que le
producía el compositor que ya comenzaba a empalagarle, y, aun así, no se cansaba de
emularlo, improvisando en el piano a partir de cualquier tema, realizando extraños
malabarismos sobre el teclado y soltando chistes soeces por toda la casa. Lo único que
pudo concretar con paciencia por esos días fue la invención de un autógrafo. Después de
muchas horas de trabajo, le quedó muy parecido al de Bruno Walter. Por lo demás, su
vida era un tiberio, un constante soñar interrumpido ocasionalmente por sucesos
mundanos, una carrera desaforada contra el tiempo que pronto le dejó exhausto y no
tuvo ocasión para percatarse de que su ansiedad sólo hacía mucho más larga su espera.
Por las noches, aun cuando lograba dormirse, su emoción permanecía desvelada y sus
oídos atrapados en frases, ritmos y cadencias. Martín se encontraba apenas a un paso del
pedestal. Antes de acostarse, tomaba la batuta por ambos extremos y con suma prudencia
la atesoraba en un gabinete bajo llave, como si de su cuidado dependiera que aquella
oportunidad insólita del debut pudiese esfumarse de un momento a otro como un
espejismo.

Martín se subió por primera vez a un pódium sin contar con la edad legítima para hacerlo;
y lo hizo en el mismo pódium de la sala de conciertos del Conservatorio de Música de
Bellhar sobre el cual había visto desfilar recientemente a estupendos directores, como
aquel, que más que dirigir, parecía haber mantenido una franca conversación con cada
una de las familias de los instrumentos, o aquel otro cuyas coordenadas gestuales
permitieron al público detallar las magníficas aristas de las cuatro Fuentes de Roma. Se
trataba del mismo pódium que tantas veces había provocado en Martín la visión de que
era él y no otro quien dirigía. El 4 de mayo por la mañana, fecha de fin del semestre del
conservatorio, de pronto se halló trepado en la plataforma de sus sueños. Tendría un solo
ensayo.

—Este es Martín Macías. Tiene nueve años y no viene aquí a jugar, pueden estar seguros,
¡Viene a dirigir! — fue la breve introducción del maestro Vossler.

El escenario se iluminó con toda su intensidad, esta vez para él. Su piel se erizó con la
calidez de los reflectores y sus ojos centelleaban como lo hacía el metal pulido de los
numerosos instrumentos de viento que ya tomaban sus posturas finales. Allí estaba el
batallón, enfilado en semicírculo ante sus pies, con sus armas chispeantes: las bayonetas
y los fusiles sentados adelante y la artillería pesada detrás. Todos esperaban sus órdenes.
El pequeño Martín no supo en qué momento le abandonaron allí en la tarima. Se sintió
por primera vez al margen de la vida, en un territorio desconocido, rodeado únicamente
de silencio y de expectación. Frente a semejante desafío, era él el único responsable. Su
sonrisa desapareció de súbito, como si de pronto hubiese tomado conciencia de la
155
magnitud de su ambición. Buscó con urgencia en donde esconder su mirada y probó en
aquél abismo que separa al pódium de los primeros atriles. Aun bajo el vértigo de su
incertidumbre, en un acto de valor, alineó sus brazos en posición de mando y con un
impulso inequívoco dio perfecto inicio a la marcha.

Con la aparición de los sonidos, regresó su confianza; eran estos su punto de apoyo.
Comenzó a arar con emoción en el pastizal sonoro, esparciendo semillas en donde quería
recoger frutos y así fue trepando ágilmente por la gruta del desafío, superando cada
demanda sin ceder a los impases, sin consentir el arrastre de algunas corrientes
desarregladas ni el empuje de los marchantes desbocados, sin dejarse apabullar por el
gran ritardando. Trepó y trepó hasta ese cenit apacible desde donde es posible regir con
holgura, cómodamente, por delante de la orquesta y por encima de las dificultades.
Entonces se sintió al mando, se sintió un verdadero director. La marcha sonó profética;
parecía celebrar la inauguración de una fascinante vida musical que se entregaba a Martín
sin ninguna resistencia y que él acogía sin ningún temor.

Seis meses más tarde, en su ciudad natal, Martín se hallaba sumido en un conflicto
emocional provocado por una abundancia de seducciones, todas irrenunciables, entre
ellas su primer concierto con una orquesta sinfónica y una excursión de pesca en la gran
represa del Uribante Caparo. Encerrado en el cuarto de estudio de la casa de la montaña,
Martín preparaba ambos eventos. Premeditaba; redistribuía sus horas de diversión para
que estas no invadieran sus horas de estudio y viceversa, y en esto se le iba el tiempo. De
pie, taciturno, con su frente recostada al cristal frío del ventanal que se alargaba hasta el
ladrillo del suelo, y con sus dedos percutiendo el marco al ritmo de un trote de caballo,
observaba la terraza de piedra rústica, sus parches de monte y sus retoques de hierba. El
reflejo del sol resaltaba las zarzas y se colaba por las trinitarias que brotaban del terraplén.
La fuente copiosa de flores salpicaba de un lado a otro abejas, colibríes y mariposas de
vivos colores. Martín escuchaba como se propagaba el rumor de un coro de insectos y
veía también cómo los rayos de sol sacaban lustre a la piel afelpada de Bruno, el labrador
de la casa que dormía con placidez tendido sobre las piedras, inocente del tiempo, con su
cola echada hacia un lado, moviendo sus patas traseras como si corriera, y con una sonrisa
como si estuviera soñando con el paraíso de los huesos. Fuera de la habitación se oía el
bochinche de los primos que sólo tenían espíritu para el jolgorio de las fiestas navideñas.
¡Qué pena! De paso por los predios del edén y encerrado en una habitación de estudio.
Pero por encima de esa distracción melancólica estaba el proyecto alucinante, una
orquesta a su completa disposición, la sublime sinfonía, y también el emocionante plan
de ensayo. Había llegado la oportunidad de someter a prueba todo ese aparataje gestual
suyo que ya era como parte de su propio vocabulario.

156
La orquesta le esperaba entusiasmada, y, en el ensayo, los sorprendidos músicos se
dedicaron con esmero a leer el embalaje gesticular que parecía contener un peso mucho
mayor de lo que aquel chico era capaz de sostener. Luego de algunos ajustes de
sincronización, la obra quedó lista para el concierto del día siguiente. El teatro de la
universidad con capacidad para quinientas personas albergó esa noche a ochocientas. Sin
ninguna complicación, el exceso se ubicó de cualquier forma, en cualquier lado, de pie,
unos agachados, y otros adheridos a las paredes como lagartijas, todos con la expectativa
de lo que prometía ser un acontecimiento sin precedentes: el director de orquesta más
joven del mundo.

Después de haber probado golosinas ahora quería manjares. El éxito de la proeza desató
en Martín una obsesión por el pódium y un afán incontenible por nuevos y cada vez más
exigentes retos musicales. La dirección de orquesta no era ya un simple capricho, se había
convertido en una necesidad, en su numen, en una resuelta vocación.

El Liceo

Como todos los miércoles, el adolescente Martín se despidió de sus amigos entrañables
del Liceo de las Artes de Montforth y avanzó por la calle de luz primaveral y sombras
espesas de álamos viejos hasta el punto de encuentro con Suni, la mamá de Alicia. El liceo
estaba ubicado en un hermoso sector residencial de la ciudad cuyas casas semi ocultas,
envueltas en su silencio apacible y perfectamente alineadas entre frondas y ortigas recién
florecidas, en vez de haber sido construidas, parecía que habían crecido allí como los
abetos. Martín caminaba consciente de cada uno de sus pasos que iban levitando junto a
su ánimo exaltado, disfrutando a plenitud de aquel nuevo avatar de aire liviano y cielo
transparente que de alguna manera mantenía vivo el recuerdo de los Andes. Después de
su último destierro, era la radiante ciudad de Montforth el magnífico bastión que le había
preparado la suerte para que se hiciera cargo de su pesadumbre.

Esa tarde, una masa de aire cálido proveniente del sur empujaba hacia el norte los
residuos gélidos del invierno, trayendo consigo vaharadas de jazmín, de rosas y de hojas
157
párvulas, fragancias que tamizaban el aroma de la leña que aún flotaba sobre las veredas
como un celaje de incienso. Martín cerró los ojos para sentir por un instante que andaba
perdido por las praderías de San Javier del Valle. Al abrirlos, miró hacia atrás para ver
una vez más a sus compañeros del liceo que aún le despedían, y en un estremecimiento
súbito de fraternidad quiso regresar y continuar sentado allí, en el talud de césped
reluciente, junto a aquella juventud sana y activista que compartía su pasión por la
música.

Los muchachos del tercer año del Liceo de las Artes de Montforth, eran amigos fieles,
solidarios, incapaces de un cálculo egoísta. No había entre ellos cabezas huecas ni
fanfarrones. Unidos se deleitaban con la agudeza de pensamiento que despierta en la
adolescencia y que comienza a caminar sola por los albores de un idealismo cándido.
Afirmaban en sus conversaciones que, para obtener un resultado mucho más productivo
de todo su esfuerzo académico, era mejor regirse por la agenda de los solsticios: el año
escolar debía comenzar el día más corto y morir el día más largo. Los seis meses restantes
tenían que aprovecharse para llevar a la práctica todo lo aprendido, pues, gracias a
Diógenes, estaban convencidos de que la virtud se revela mejor en la acción que en la
teoría. Se preguntaban si el tiempo se movía en forma lineal o circular, o si el mundo que
percibían era apenas un espejismo. Discutían si existía o no el progreso, si este era sólo
una ilusión, o una fabricación de la burguesía ilustrada. Opinaban que no podía haber
hombre ni mujer original pues no somos sino la acumulación de infinitos trozos
aprehendidos de una misma coexistencia, sólo que configurados de forma aleatoria.
También se jactaban diciendo que el temperamento lo determina la calidad y cualidad
del acto sexual que engendra a cada individuo. Apoyaban unos la idea de la presencia
efímera del planeta, para quienes este no era sino una burbuja más dentro de un
pantagruélico líquido que en cualquier momento podía evaporarse con todas sus
criaturas y sus componentes microscópicos en una oquedad aún más inmensa. Otros
planteaban que el mundo era una mujer cuya vida milenaria venía transpolando con gran
lentitud aquella vida de la humanidad que contaba la historia. Su etapa de lactancia
correspondía a la edad de hielo, la del destete a su era de nomadismo, la de la infancia a
la era de sus juguetes de piedra y de metal, y la etapa larga de su juventud, a tres eras, la
de los sofistas, la de la rebeldía socrática y por último la de los actos guerreros ciegos y
fanáticos de los siguientes siglos que no midieron consecuencias. Así había forjado su
identidad esta mujer que ahora conocían y que era tan hermosa como compleja, tan poco
condescendiente, con traumas y cicatrices de guerra que la habían hecho fuerte mas no
invulnerable. Ella, aún joven, seguía intentando superarse, aunque cada vez con menos
energía. —A esta mujer, en pleno proceso de madurez, hay que ayudarla. — decían —Se
ríe de sus imprudencias del pasado, pero aún no logra zafarse de los enemigos de
siempre, la propaganda, los ídolos espurios, las perversas estructuras económicas y el
fantasma bélico. — Contra estas lacras se alzaban los amigos de Martín día a día, con sus
158
consignas subversivas, sus panfletos ateos, sus llamados golpistas, enfrascándose en
odiosas discusiones con la temible horda de pianistas del último año, quienes, con un
materialismo incipiente, en segundos echaban por tierra sus románticos argumentos,
obligándoles a alejarse de la utopía y a mantenerse en una búsqueda nerviosa de
manifiestos pragmáticos y convincentes.

Pero la asidua diatriba entre los dos bandos perdía todo sentido cuando llegaba el
momento de ejecutar sus instrumentos musicales frente al público. Allí quedaban todos
expoliados de la misma manera, indefensos bajo los lineamientos de un poder esotérico
que iba más allá de la dialéctica, que no zanjaba con caprichos teóricos sino con la destreza
y el talento. Era conmovedor ver como Alicia, la descollante pianista amiga de Martín, la
única que podía contra la horda de pianistas gracias a sus irreprochables tablas
estadísticas, temblaba junto a sus adversarios ideológicos mientras esperaban el turno
para salir al escenario en las noches de los recitales. En esa esquina lúgubre tras
bastidores, morían sus bravuconadas, inútiles eran sus desafíos políticos o filosóficos.
Entraban todos en un lance autoconsciente, observando sus sombras espasmódicas sobre
el telón, sus manos trémulas, sintiendo su boca reseca, estirándose los dedos, espiando la
palestra por la ranura de la cortina, respirando hondo para aplacar sus latidos, probando
su memoria con frases cortas, ritmos y digitaciones, y, admitiendo con humildad que en
circunstancias difíciles de la vida más valía una sentida plegaria que mil razones
doctrinarias.

En esto último estaban todos de acuerdo, y en algo más. Al igual que Martín, los
estudiantes del Liceo de las Artes de Montforth apreciaban profundamente las dádivas
de su hermosa región, y era lógico, porque habían crecido en ese lugar del mundo en
donde un sol de azafrán aluzaba sin tregua su monumental cordillera, como si se tratara
de un singular tesoro, circunstancia que trastornaba a sus habitantes desde la niñez
haciéndoles creer que eran inmensamente ricos y dichosos.

II

El Liceo de las Artes de Montforth era como una reducción a escala del Conservatorio de
Música de Bellhar; contaba con agrupaciones vocales e instrumentales, salones de
práctica, sala de concierto y con sus departamentos de ballet, jazz, cine y de teatro. Martín
se enorgullecía con la comparación. Muchos de sus profesores enriquecían sus vidas
fuera de las aulas con una carrera artística paralela, notoria o clandestina, de acuerdo a
su grado de competencia. En todo caso, la mayoría pertenecía a ese bello círculo de
159
melómanos entusiastas dedicados a espolear en sus talentosos pupilos la idea de llegar a
donde ellos apenas habían alcanzado soñar. En la institución estaban por supuesto
enterados de las hazañas musicales de su nuevo estudiante director, de sus conocimientos
avanzados sobre la orquesta y acerca de sus conciertos recientes. En su exploración y
memorización de partituras orquestales cada vez más complejas, Martín había logrado
llevar a cabo, ese verano en su país, la realización de una de sus primeras grandes
ambiciones: dirigir una de sus obras adoradas, la Sinfonía No. 1 Titán de Gustav Mahler.
El concierto fue filmado y el joven director ahora contaba con una prueba de su
asombrosa destreza en el pódium. No sólo demostraba allí su pródiga capacidad de
dominio sobre una obra maestra, es que, Martín transmitía el esplendor de aquellas
exuberantes páginas con tal naturalidad y frescura, que estas parecían obra de su propia
creación. La orquesta sinfónica del liceo de las artes no iba a desaprovechar esta
oportunidad y dio un giro a su organización interna con el fin de favorecer a todos: a la
institución porque le ahorraba el contrato de un asistente, a la orquesta misma porque se
beneficiaba del trabajo extra de los ensayos seccionales, y a Martín porque ahora tenía a
su disposición una plataforma de entrenamiento permanente. Meses más tarde, la suerte,
fiel como un perro, volvía a arrodillarse ante el joven director. Por causa de una
enfermedad que dejó al director titular de la orquesta inhabilitado por un año, terminó
Martín no sólo al mando de los ensayos seccionales de la orquesta, sino también de los
ensayos generales y de los conciertos, en el liceo y en festivales locales y regionales.

Sus compañeros de estudio se acomodaban sin quejas ni complejos al matiz particular de


su relación con él, ya fuese esta de colegas en el salón de clases, de instructor a alumno
en los ensayos o de compinches en la calle. Sin dudarlo colaboraron cuando Martín puso
en marcha su plan para conquistar a Joanna, la poetisa, una nereida deslumbrante de
mirada perfumada, que de noche estimulaba los sueños de todos los chicos del liceo, y
de día su apetito, generando alrededor suyo un permanente acoso sicalíptico. No era ella
como las demás chicas del liceo que sólo llegaban a un esbozo de fémina, no; Joanna era
un dibujo perfectamente acabado. Nada le hacía falta, y, por si fuera poco, la hermosura
además cantaba. Iba dos años por delante de Martín y era muy respetada por haber
ganado varios concursos de poesía juvenil en Montforth y en otras ciudades importantes,
mas para un joven acostumbrado a las grandes hazañas, esto no era impedimento.

—Una belleza así, se conquista de otra manera … Ustedes llegan a la cafetería, se sientan
cerca de ella y me esperan. Nos vemos a las 11:30.

Martín entró al local y ahí estaban sus amigos, en el lugar indicado, junto a la mesa en
dónde hablaba y reía Joanna rodeada del círculo de aduladoras de siempre, que eran unas
del coro, otras de la orquesta, y, las demás, embriones de poeta. —¡Martín! — le llamaron
sus camaradas. —¡Oh oh!... ¡llegó el director!… — susurró una chica al oído de Joanna —¿El
160
director?? ¡Ay! ¡que nervios! — Todas soltaron la carcajada. Martín se llenó de vanidad
al notar que hablaban de él y se acercó a sus amigos.

—¿Y? ¿Cómo te fue con Dolores? — preguntó Chris, casi gritando


—¡Maravillosa! … repasamos todas las arias… ¡Qué soprano!! … “Aaah Lolita, luz de mi
vida, fuego de mis entrañas, pecado mío, alma mía. Lolita: la punta de la lengua
emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero,
en el borde de los dientes Lo Li Ta.”81

Con palabras prestadas de Nabokov Martín evocaba a Dolores Graf, la cantante prodigio
del primer año del liceo, una judía exótica descendiente de la diáspora sefardí, de gran
personalidad a quien, a pesar de su extrema juventud, le fueron asignados los solos más
importantes para el concierto de navidad, dejando a las de siempre fuera del programa,
entre ellas, a Joanna. Martín tuvo esa semana la tarea de practicar con Dolores (él al piano)
cada una de las arias. Joanna picó el anzuelo. Tomó su cartera y se largó de mala gana.
Detrás de ella salieron sus amigas, cada una con una morisqueta de desprecio.

—¡Así se empieza! — dijo Martín exultante, mientras sacudía los hombros de Tom, el
tímido del grupo. Los demás lo observaban con admiración. Pero ninguno pudo haber
imaginado en ese instante que, más que a Dolores, Joanna repudiaba a Nabokov.
Tampoco pudo haber captado Martín que no era su plan el que iba por delante sino el de
Joanna. Era él quien quedaba cautivado ante sus risas, huidas y desplantes, aunque
hiciera creer a sus colaboradores que aquellas chiquilladas femeninas eran evidencias de
un flechazo. El mundo de Martín comenzaba a girar obsesivamente en torno a esa
dulzura inaccesible cuyo rostro inmaculado desataba su locura cada vez que, en el ensayo
del coro, después de cantar, ahormaba con clase sus labios y fijaba sus ojos célebres en la
partitura, dejando caer sobre su frente virginal sus bucles, que eran como las ramas de
un sauce adulto y que cubrían sus mejillas de seda con una sombra romanesca. Con la
imagen de Joanna, Martín concluía con facilidad sus propios poemas, infundía lujuria a
las baladas de Chopin y ternura las canciones sin palabras de Mendelssohn. Cuando le
preguntaban por ella, un deleite inefable inundaba su mirada y con el fin de escuchar otra
vez su precioso nombre y leerlo en su mente, insistía haciéndose el despistado: —
¿Quién?? —JOANNA — entonces miraba al techo y decía —Aaaaah, … ¡La Maga! … ¡qué
mujer!! … ¡Está loca por mí! … ¡Desesperada! … Pero voy a hacerla sufrir todavía un poco
más.

J O A N N A, nombre lleno de gracia. Martín lo escribía y era hermoso. Surgía en


cualquier circunstancia y lugar como una evocación del deseo y del encanto. Ella era la

81
Lolita: Novela del escritor Vladimir Nabokov.

161
Danza Eslava No. 2 Opus 72, el enigma detrás del velo de las damas de Raffaelo Monti.
Imaginaba sus lágrimas titilando ante los versos de Goethe que él mismo se encargaría
de leerle. La soñaba atada a su cuello rogándole que se quedara antes de cada partida,
disputándose el asiento de la primera fila en sus actuaciones de director y enloquecida
luego con el resultado, pasmada ante los poemas que él le escribía, y que, estaba seguro,
eran superiores a los suyos, y compartiendo sus paseos otoñales por el bosque,
despertando la envidia de sus amigos y la cólera de sus rivales.

Se acercaban las vacaciones del invierno. El tiempo acorralaba a Martín. Surgía la duda
en su círculo de amigos acerca de una “relación” que no iba más allá de las miradas
sugerentes y de la correspondencia unilateral; se convencían sus rivales de la cobardía
del imberbe director. Después de haber pasado horas en vela con las ansias de sentir de
una vez por todas los labios fogosos de Joanna cerca de los suyos, y antes de besarlos y
de que huyeran lejos, oír su opinión acerca de sus más recientes poemas férvidos, Martín
se atrevió por fin a invitarla a salir. La llevaría a una tasca nueva, muy popular entre los
jóvenes, cerca del liceo. Joanna aceptó la invitación y de inmediato impuso el restaurante.
Esa tarde Martín recorrió el liceo con elación, divulgando su victoria. Llegó al ensayo de
la orquesta investido de preeminencia y, con la idea empecinada de que nada era
imposible en este mundo, exigió y exigió a los muchachos de las cuerdas tanta perfección
en los horribles pasajes de La Cabalgata de las Valkirias que hizo sangrar sus dedos.

Para su encuentro con Joanna, Martín trabajó su melena hasta dejarla fija en la mejor de
las configuraciones y vistió su disfraz de conquistador, capa larga de doble pecho,
bufanda de lana, guantes de piel negra y zapatos Oxford del mismo color. Luego de
admirarse en el espejo con una vuelta pausada de 360 grados, salió satisfecho del cuarto,
dispuesto a dejar a su víctima en trance. —¡Mira qué hombre más guapo! — le dijo Isabel
—A ver… tienes un cacho en el pelo … déjame a arreglarte —¡Nooooooo!!! … ¡Está
perfecto así!! — respondió Martín alterado, protegiéndose la cabeza con las manos
abiertas, mientras huía hacia la puerta.

Había avanzado apenas unos pasos fuera de la casa cuando le alcanzó la borrasca alpina.
«Pero ¿qué es esto???» Sin otro remedio caminó en reverso, con su cara a favor del viento
para salvar el logrado atuso. «¡Qué desgracia!» Martín sabía que de ese detalle superfluo
dependía en gran parte el éxito de la cita. «¡Las flores! … ¡Olvidé las flores!!» recordó al
ver al otro lado de la calzada a un florista ambulante que envolvía unos ramilletes y los
ponía a salvo en un canasto de esparto. Martín cruzó de tres zancadas la calle mientras
sacaba del bolsillo el billete de veinte dólares que en segundos le arrancó de las manos
una ráfaga violenta. El vendedor, que en ese momento le observaba, se quedó
estupefacto; no entendió como aquel chaval no se inmutó ante el hecho, sino que asumió
la actitud del ricachón que nada le remuerde y sin perder su altivez sacó de otro bolsillo
162
un billete de cinco que le entregó sin mirar y partió con las flores sin esperar el cambio.
Pero al doblar la esquina, consciente de hallarse con apenas un par de monedas, suficiente
quizás para una soda, Martín abandonó el disimulo y se dejó asaltar por la zozobra; su
apostura se desacopló y su melena, sintiendo la fragilidad del cuero y harta ya de resistir
contra el viento, se desgreñó con desobediencia malsana.

Por primera vez en diez meses las nubes habían cubierto por completo la ciudad de
Montforth, y lo hicieron tan rápidamente que no hubo tiempo de averiguar acerca del
lugar de su procedencia, ni la razón de su furia. Los habitantes de la ciudad, extrañados,
se resignaron a observar como aquel monstruo de velo negro surcaba el cielo y
descargaba con arrebato todo su lastre, como si por fin le hubiesen dejado hablar después
de casi un año de veto. Martín arreció el paso. Tomó impulso para saltar el charco de tres
metros que se aproximaba, pero se arrepintió en el último momento y no pudo evitar que
zarparan sus pies. Al salir del pozo, mientras miraba desconcertado cómo estos seguían
nadando en sus zapatos, un remolino de viento que venía hurtando sombreros a la gente,
se cargó su bufanda. Cuando arribó al lugar del encuentro media hora más tarde, sus
rizos escurrían, como después de una larga ducha, sus Oxford rechinaban y las flores
estaban muertas. Comprobó varias veces la dirección y seguía dudando acerca de aquel
palacio de cristal cuyo nombre y número coincidían con las indicaciones del papel. Entró
todavía jadeando, y allá estaba la maga, esperándole al fondo del ostentoso salón. El ujier
tomó su capa, la colgó en el armario, y le llevó hasta la mesa.

Los encrespados veinte minutos del encuentro se le fueron a Martín pensando en su


aspecto ruinoso, en los exorbitantes precios del menú y en la propina. Aquel sitio de lujo
revelaba otro atributo fascinante de la personalidad de Joanna: —¡Aaaaah! su carácter
dispendioso… ¡típico de una condesa! — Cada vez que Martín trataba de concentrarse
en el propósito de la cita, en las pupilas brillantes de Joanna de las cuales, además de
suspicacia, emanaba en aquella ocasión una luz amatoria, y en sus bucles hermosos
arreglados en trenzas que esa noche parecían entreverar bellas incógnitas, su mente era
interrumpida por necias lucubraciones acerca de un plan de fuga. Cuando vino el
camarero, Martín se dispuso ordenar únicamente un par de naranjadas, pero Joanna se le
adelantó señalando los dos entremeses más refinados de la carta —And to drink, a
Strawberry Bellini for me and a Gin and Tonic for him, please82. — Tanto la autoridad de sus
órdenes como el atrevimiento del contenido desconcertaba a Martín pues no se
correspondían con el andar lírico de la náyade por los pasillos del liceo. «¡Por eso es tan
fascinante! … ¡Una bella paradoja!»

82
Y, de beber, un coctel de fresa para mí y una Ginebra para él, por favor

163
El camarero regresó casi de inmediato con los licores y unos aperitivos adicionales muy
tentadores que no habían sido ordenados. Martín comenzó a hablar de inconexos temas
con voz de cacique y manos hiperactivas, tratando de impedir que sus ojos revelaran su
angustia «¿quién va a pagar todo esto?», que Joanna siguiera espiando su facha
deplorable, o que adivinara la cosa fea que en ese instante confeccionaba su mente: un
perjurio. Después de hablar maravillas de Dolores para encelarla todavía más, de
Maurice Ravel, su compositor preferido del momento, y de la primera guerra mundial,
se enfocó finalmente en un poema erótico de Octavio Paz buscando una seducción rápida.
Joanna se excusó con una sonrisa inexpugnable y se fue al baño a inspeccionarse. Martín
se quedó con la imagen de sus manos exquisitas que no parecían terrenales por su
delicada ingravidez y por su color único de piedra preciosa desconocida. Pero el silencio
pletórico de la maga comenzaba a inquietarle. ¿En qué pensaba? ¿Qué significaba esa
media sonrisa? ¿Tramaba algo? ¿Preparaba un poema? Lo único que sabía de Joanna era
que lo miraba como si estuviera enamorada y que en el momento de las decisiones era
ella quien las tomaba. De pronto le aterró la idea de que lo había citado allí para criticar
sus versos. Por eso era mejor no dejarla hablar. En todo caso, debía sentirse feliz; el gran
paso estaba dado, una primera cita. Sus amigos celebrarían ese triunfo y sus enemigos
pronto le respetarían. ¡Tenía ya el trofeo en sus manos! Ahora debía escapar, antes de que
Joanna siguiera ordenando comida. Martín vio a lo lejos cómo descendía la neblina sobre
la calle y los transeúntes empezaban a salir tímidamente de sus escondrijos. Había
escampado. Joanna regresó y Martín se quedó contemplándola sin escuchar lo que decía,
pues se había quitado el adorno que sujetaba las trenzas de su cabello y este lucía ahora
como un volcán de tallarines. Iba a declarársele y justo en ese momento llegaron los
fastuosos entremeses. Martín se atoró. Su teléfono comenzó a repicar. Agradeció con una
mirada furtiva a la providencia y contestó.

—Whaaat??? Oh, how tragic! … Yes, of course. It will be my honour83 — La voz en el teléfono
continuaba saludando, sin comprender.

—No sabes cómo me duele tener que irme, Joanna. Se trata de una emergencia. El director
se desmayó otra vez —¿Cuál director? — respondió ella. Martín se levantó fingiendo
indignación, se acercó y le ofreció nuevas disculpas, intentando esta vez posar sus dedos
sobre sus manos escurridizas. Ella disimuló la risa que le provocaba aquel iluso que se
encontraba ya en la fase de arrojarse al suelo y servirle de alfombra. —¿Y no vas a comer?
—Entiéndeme Joanna… bueno, luego te lo explico… No te preocupes que yo arreglo la
cuenta con el gerente.

83
¿Quéee??? ¡Oh, qué tragedia! … Sí, por supuesto, será un honor

164
Martín se dirigió al hombre que atendía la caja. Iba haciendo sumas «$16 los licores, más
$20 los entrem…», —Dígame, joven — Martín le explicó quién era, la situación de
emergencia del director, su gravedad, los taxis que debía tomar, primero al hospital y
luego a la sala de conciertos, y, por último, que volvería a pagar al día siguiente. —
Tranquilo hombre, puede usted pagar cuando quiera. Mañana, o el mes que viene. —
Martín se quedó perplejo ante tanta confianza y amabilidad. Quiso regresar a la mesa.
Pensó en “recibir” otra llamada y cambiar la historia, pero habría sido muy grande el
descaro, sobre todo ante aquella tierna forma femenina que parecía guardar, detrás de su
reducción material inofensiva, la peligrosidad de un áspid. Huyó por la puerta de la
cocina, con sus ojos desorbitados y ahogado como siempre en infinitas presunciones
inciertas. Joanna sonrió a su hermano y este avisó a su padre que estaba en su despacho
detrás de la caja para que acompañara a su hija en la cena. Joanna había consumado su
venganza.

III

Las risotadas intempestivas que Joanna y sus amigas soltaban al ver a Martín en
compañía de la cantante judía por los pasillos del edificio, rompían groseramente la
magia de las fantasías que este continuaba elaborando en su cabeza. Él respondía con la
mirada cándida del joven Don Juan de Byron, atribuyendo, por supuesto, aquella actitud
traviesa de Joanna, al impase de la cita. Martín seguía confundiendo su coquetería cínica
con un amor solapado y continuó con su plan de conquista. Impaciente y sobre todo
presionado por el medio, la abordó por sorpresa en los jardines del liceo el último día de
clases en horas del mediodía. Ella aceleró el paso —¡No! ¡forget it! — Martín insistía y le
ofrecía distintas opciones de relación —No, means no, don´t you get it?84 — Martín,
desesperado, acudió al poeta Garcilaso de la Vega como un último recurso. —“¡Ya sé que
me entrego sin arte a quien sabrá perderme y acabarme si quiere!!” — Joanna se rio —
Listen, I like you ¡but you are just a boy!85 — Fue su ingrata respuesta, que hirió aún más por
el hecho de tener una carga maternal, y aprovechando la ofuscación de Martín, dio media
vuelta y entró al edificio.

—¡Espera Joanna!! … ¿Y mis poemas? … ¿Los leíste?


—If someone interests me ¡I write the poems!86

84
No significa no. ¿Es que no lo entiendes?
85
Escucha, me gustas, ¡pero apenas eres un niño!
86
Si alguien me gusta, ¡Yo escribo los poemas!

165
Aquel día tan esperado no resultó ser el que Martín imaginó, el de la anexión de aquel
territorio rebelde a su vasto imperio. Fue un día triste en el que por primera vez dudó de
su suerte, de sus juicios y hasta de sus dotes físicas. La escena traumática del jardín y las
despectivas palabras de Joanna le torturaron durante meses «¡You… are… just… a… boy!»
aunque su mayor frustración fue la de haber cedido a la presión y precipitado la sepultura
de aquel juego libidinoso que tanto encanto daba a sus días. Había canjeado con torpeza
la fascinación de la cacería por el hostigamiento de la burla. Martín escondió su bochorno
detrás del único certero e inquebrantable de los placeres, la música. A ella se aferró con
lujuria.

En las semanas posteriores al intento fallido, Martín se unió más a Alicia, a quien le había
dolido tanto como a su adorado amigo director, la respuesta infame de la poetisa
presumida. Ese día en el jardín, estuvo a punto de saltar fuera de los arbustos en donde
estaba escondida para defenderlo, pero Martín no se lo habría perdonado. Ahora lo
sobreprotegía, no lo abandonaba nunca. Por los pasillos del liceo, se adelantaba unos
metros a Martín antes de cada intersección para asegurarse que la femme fatal y sus
secuaces no andaban por ahí. Alicia planeaba una venganza, y él, lo intuía. Hizo lo
imposible por disuadirla porque sabía de lo que era capaz. Llamaba por teléfono al liceo
con el pretexto de una enfermedad y se aparecía luego disfrazada de prodigio extranjero
para enamorar al sustituto del profesor de música de cámara, un joven gay muy guapo
con lentes de botella y gran pianista; testificaba con nombre falso y con acento chicano
ante a la policía cuando era atrapada sin billete en el transporte público; juró a sus padres
en una ocasión que estaba embarazada y que tenía que abortar antes de que se enteraran
en el liceo, y, la expulsaran. De esta manera obtuvo Alicia el dinero para su primer viaje
incógnito a las Bahamas. Martín perdió la paciencia una tarde cuando Alicia se apareció
en la salida del liceo con la cartera de Joanna. ¿Qué pensaba hacer? No lo sabía, pero, se
la arrancó de las manos y fue a dejarla en la oficina de objetos perdidos. Al pasar por uno
de los pasillos solitarios, Martín observó alrededor para constatar que no le veían, se la
llevó a la cara, cerró los ojos, absorbió su fragancia y disfrutó por última vez de un
contacto íntimo con el objeto de su deseo. De pronto se le ocurrió que, aquello que Alicia
tramaba, quizás ya estaba hecho. Asaltado por la sospecha entró al baño y revisó la
cartera. En efecto, allí encontró un sobre cerrado, dirigido a él mismo. Martín lo abrió
extrañado, desdobló la carta que había adentro y leyó.

Mi amado Martín,

Tenías razón. El profesor de canto me confesó ayer lo que sufría intentando corregir las
desafinaciones de Joanna. Dice que este año va a disfrutar por fin el concierto de navidad. En
cuanto a su poesía, también estoy de acuerdo, decepcionante en extremo.
166
Qué bello el poema sefardí de Haleví que me enviaste. Me lo he aprendido:

El sol te da en la cara
y tú cubres su fulgor con una noche nacida de las nubes de tus rizos
El sol y la luna, el carro y las pléyades, celosos, desean ser hermanos y hermanas para ti
Los hombres y las mozas piensan que:
—Ay si solo fueran libres, esclavos tuyos y criadas serían

Nos vemos a las 7:00pm

Un bisou,

Dolores

A pesar de que Alicia era la bella progenie de un matrimonio americano-coreano, piel


cetrina, ojos almendrados y expresivos, labios prominentes, sonrisa arrebatadora, cabello
negro y vigoroso, humor revuelto, y dueña de unas ideas intercontinentales en constante
expansión como el universo, era tanto lo que su mente infatigable apabullaba a Martín
que, cuando estaba con ella, sólo tenía tiempo para elaborar réplicas y nunca para
plantearse una relación entre ambos diferente a la de una tutora con su discípulo. Y tantas
cosas raras de la chica ciertamente no ayudaban. Martín no entendía, por ejemplo, por
qué estudiaba el piano en demasía su querida amiga si su sueño de músico no era
alcanzar el Carnegie Hall, sino el de tocar el ukelele sentada en una esquina de los Cloisters
Nassau de las Bahamas. Tampoco entendía esa obsesión suya de mudarse sola a un
apartamento ambientado con tapetes de mapuera, gorjeos de guacamayas e incienso de
mamíferos waiapi, para dedicarse a descubrir los armónicos místicos de la flauta de
bambú; y mucho menos su fobia contra la pronunciación de algunas palabras del idioma
inglés, como moisture, que le provocaba arcadas y le ocasionaba enemistades.

Después de haberlo visto interpretar los Funerales de Liszt de una manera tan pulcra,
Alicia tenía la intención firme de conectar a su protegido con Mr. Olson, su profesor
particular de piano, un hombre de cualidades musicales y pedagógicas excepcionales a
quien Martín debía conocer y aprovechar —Sólo que, — le advirtió Alicia —por ser tan
codiciado, además de honorarios por la hora de clase, exige el pago por adelantado de
dos meses de vacaciones y un estipendio adicional por concepto de prestaciones sociales.
Martín arrugó la cara; pero semejante publicidad surtió efecto.

Alicia no pudo contener su alegría el día que Martín decidió acompañarla a su clase de
piano para observar el método de enseñanza de su maestro, y menos aún el día que
decidió tomarlo como profesor, dejando al viejo Dr. Todd, su instructor particular de ese
167
entonces, colega de Oliver en la universidad, con un luto en el alma. Algo sospechaba el
Dr. Todd. Y es que el interés de Martín en sus lecciones había mermado notablemente a
raíz de su reveladora visita al maestro de Alicia, ocasión en la que Martín pudo avizorar,
gracias al sistema avanzado de navegación de Mr. Olson sobre las partituras, el vasto
universo existente detrás de ese non terrae plus ultra que impedía al viejo profesor de la
facultad ir más allá de una interpretación conservadora de las obras. No sabía el Dr. Todd
qué hacer para retener a su alumno predilecto; ¿un cambio de repertorio? ¿enseñarle
horas extras? ¿más oportunidades en el escenario? Lo incluyó en el concierto de fin de
semestre junto a los alumnos avanzados de la universidad, le nombró asistente suyo en
el curso de verano e incrementó su repertorio virtuoso. Era una situación delicada y el
sufrimiento de Martín aumentaba a medida que se multiplicaban los obsequios del
profesor. Dr. Todd le esperaba en su estudio cada vez con más encanto y su alumno se
despedía cada vez con más remordimiento. ¿Qué decirle?, ¿cómo justificar su rechazo a
los ambiciosos proyectos y a los presentes generosos que él le ofrecía?, ¿cómo explicarle
sin ofenderlo que después de haber conocido la brújula y el astrolabio ya no le interesaba
la costa?

IV

Después de despedir a sus amigos del Liceo y de caminar por la calle de luz y de sombras,
Martín subió al coche de Suni quien le esperaba con su sonrisa de enamorada, lista para
adular al jovencísimo galán mientras le acercaba a la lección de piano. Alicia ya estaba en
el coche porque los miércoles salía más temprano —¿Qué dice?? —Lo mismo de siempre,
que estás guapísimo. — El trasbordo de rutina se hacía en el estacionamiento del
restaurante de comida rápida Arby’s. A las cuatro de la tarde, Martín bajaba del Volvo
de Suni y subía al Volkswagen de Mr. Olson quien, a esa hora, siempre estaba bebiéndose
una Coca-Cola con gran indignación, único antídoto efectivo, según él, para atenuar su
excesiva palidez.

Daniel Olson era, en efecto, un hombre de una curiosa sabiduría; conocía de memoria
todas las versiones grabadas y las ediciones de la literatura pianística, desde Frescobaldi
hasta Schnittke, así como las de las sinfonías de Haydn, de Beethoven, de Brahms y de
Mahler, y también de las óperas de Verdi, de Puccini y de Wagner. De las técnicas de
ambas disciplinas, piano y dirección, hablaba con maestría, y de los intérpretes, de sus
grabaciones, de sus conciertos en vivo, de sus logros y de sus fracasos y del drama de su
contexto histórico, hablaba con el talante moral de un evangelista. Disertaba sobre la
construcción y mecanismo de cada uno de los instrumentos de la orquesta con la
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sapiencia de un luthier cremonés; sobre el fenómeno acústico de las más importantes
salas de concierto hacía descripciones como lo habría hecho el mejor ingeniero en sonido
del mundo, y del entorno de la vida temprana de Jorge Bolet, uno de sus ídolos, se
expresaba como si hubiese crecido jugando pelota con él en el populoso barrio Siboney
de la Habana.

No solo en música era versado Olson. En una etapa de delirio imperialista durante su
adolescencia tardía, abandonó el piano temporalmente para servir como agente de la CIA
en Bielorrusia disfrazado de luthier. Allí se hizo docto en asuntos de derecho
internacional, especialmente los que tenían que ver con los enfrentamientos entre
plenipotenciarios rusos y americanos cuando eran enviados a algún lugar escondido del
planeta con el propósito de tranzar sobre inminentes conflictos bélicos. Llegó a conocer
con exactitud todos los acuerdos firmados durante la guerra fría y los desacuerdos
después de ella, los memorandos y los informes de defensa, así como los tratados de
extradición y los procedimientos de amnistía de las principales potencias, un campo
enrevesado que años más tarde se dedicó a explorar aún más a fondo cuando se enteró,
a raíz de una sorpresiva visita del FBI a su casa, que Dubraska, su esposa, rusa de
nacimiento, prestaba desde Montforth servicios de espionaje al Kremlin.

Dubraska era una soviética algo estrafalaria, aunque al lado de lo estrambótico de su


marido, parecía normal. Poseía una desbordante sensibilidad que manejaba con arte entre
suspiros, abrazos melancólicos y ojos de tristeza; pero sólo un incauto como Olson podía
negarse a aceptar tal zalamería como una burda manipulación. Aquellas lágrimas
inocentes que rodaban cada día por sus pómulos de porcelana, idóneas para inspirar al
más elegíaco de los poetas, escondían detrás a un terrible demonio, capaz de reírse hasta
de un crimen. No obstante, dueña como era de una brillante educación heredada de las
jerarquías intelectuales en la era de Jrushchov, no andaba por ahí alardeando de su
bravura, sino que reservaba sus bramidos para momentos estelares, como traiciones
partidistas, delaciones consulares, o provocaciones conyugales en su hogar binacional, su
lugar de entrenamiento clandestino. Suena absurdo, pero Dubraska olía a espía desde
lejos, y usaba tal cualidad como coartada para crear insólitas confusiones. Era alta, de piel
marfil, cabello largo y bermejo y unos ojos azul metálico tan penetrantes que dolía al
mirarlos. Hablaba siete idiomas y era además experta en fútbol y arte precolombino. Sus
manos peligrosas se hallaban siempre ocultas en bolsillos holgados, pero podía detectarse
lo inquietas y dominantes que eran por los movimientos de la tela, o en el instante en que
Dubraska hacía uso de ellas para zamparse velozmente un trago de vodka. Su cuerpo era
de una irresistible sinuosidad cuando estaba de buen genio, pero se volvía montaraz
cuando se hallaba poseída por el diablo, situaciones en las que, tal y como hacía David
para aplacar a Saúl, tocando su cítara, Olson corría al piano y ejecutaba danzas eslavas a
un tempo frenético hasta que la soplona volvía respirar con normalidad y sus
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concavidades retornaban a su sitio. Al caminar por el vecindario, siempre escoltada
amorosamente por el ingenuo Olson, Dubraska usaba un quimono ancho que disimulaba
sus curvas voluptuosas para no llamar la atención; mas nunca lo lograba, pues abrazados
como andaban siempre, su blancura siberiana unida a la palidez sajona de Olson daba
como resultado un originalísimo fantasma siamés, imposible de pasar desapercibido.

Al enterarse de la misión secreta de su esposa, Olson se halló devastado. Por años él había
estado revelándole, en cartas y de palabra, reflexiones íntimas acerca de su propio anti
americanismo que venía creciendo con el tiempo y obstaculizando las pocas labores de
contraespionaje que ahora realizaba desde casa. El asunto empezó a complicarse cuando
Olson, perturbado ante la situación de alta traición, decidió renovar su licencia de porte
de armas y ella, nerviosa por la facilidad extrema con la que estos americanos suelen
proveerse de un arsenal, y aterrada pensando que, sediento de venganza, aquel hombre
podía recaer y volver a sus andanzas pro imperio, le chantajeó con el plan de hacer
públicas aquellas misivas apátridas si él se atrevía a comprar un rifle. Pero, mientras más
lo amenazaba ella, más se encariñaba él con la idea de adquirirlo. El aire de la casa se hizo
irrespirable y el ambiente de terror y mutua sospecha, extenuante, hasta el punto de tener
ambos que solicitar, ante su negativa de escoger una lengua común para insultarse, los
servicios de un intérprete que se ocuparía en adelante de traducir todas las disputas
domésticas cargadas de ira y muecas de asco, así como los mensajes y criptogramas llenos
de apóstrofes, improperios e increpaciones mutuas en jerga autóctona que a diario
llegaban por correspondencia al mismo domicilio. Sin poder alcanzar un acuerdo
diplomático el par de espías y temiendo los cancilleres de ambas naciones que aquella
larga y comprometida historia de infamias, escamoteos y conciliábulos se hiciera pública
y pudiera desencadenar un nuevo escándalo de Estado, decidieron exigirles la renuncia
a sus cargos en un comunicado oficial, así como el divorcio para evitar pactos. Cuando
Martín apareció en escena, Dubraska ya había partido de aquella relación apocalíptica
con rumbo desconocido.

El estudio de piano de Olson ocupaba la sala principal de su casa, un ámbito austero y


casto que de no ser por el instrumento de gran cola y la muñequita rusa que quedó de
recuerdo sobre el velador, podría perfectamente ser la antesala de un arzobispado. A este
ambiente religioso se sumaba la indumentaria puritana de Olson: un holgado camisón
blanco sin arrugas que le daba a su dueño ese aspecto distante de quienes usan sotana,
unos bermudas beige extra largos y unas sandalias de dos tiras estilo cristiano que,
170
gracias a las impecables medias color tiza subidas a media asta, resaltaban como si
estuvieran siendo perpetuamente veneradas. De haber sido consultado Olson acerca de
aquellas reliquias errantes seguro habría dicho que se trataba de una copia exacta de las
sandalias originales de Cristo que el Papa Zacarías envió en el año 752 al Rey Pipino como
una muestra de su afecto profundo.

Su actitud frente a la música estaba enmarcada dentro de un ascetismo supremo. Partía


de una absoluta sumisión pura y sencilla, adornada con una extraña y constante intención
de persignarse, conducta antagónica a aquella que tenía frente a la vida, que era libertina
y compleja. Cuando Olson se aparecía en alguna reunión o agasajo, lejos del ambiente
ortodoxo de su hogar, entonces se volvía apóstata; vestía las marcas más caras del mundo
de la moda y actuaba como un dandi seductor. El pianista/espía era una existencia
paradójica: un carnívoro voraz que al tratar con la música se volvía vegano. La música
para él era el deber y la obediencia, y, la sociedad, el desate y la intriga. El día después de
la fiesta, o después de haber llevado a cabo alguna misión secreta, regresaba a su
santidad, arrepentido, con una desesperación moral de esas que en el renacimiento sólo
lograba subsanar la remisión de una costosa indulgencia.

La historia de su carrera pianística fue siempre un gran misterio, llena de conciertos,


anécdotas y de experiencias trascendentes que no había forma de comprobar. Según él,
había compartido su etapa estudiantil con Ralph Kleine en Inglaterra, participado en
conciertos con Jean-Luc Claudet en Francia, estudiado el fuego y la poesía de Albéniz con
Alicia de La Rocha en Cataluña y el alcance y simbolismo de la tonalidad en la obra entera
de Chopin junto a Maurizio Pollini en Viena, realizado extenuantes giras internacionales
con Murray Perahia y su escaso tiempo libre lo había dedicado al aprendizaje exhaustivo
de la musicología y de la estética moderna, con el fin de poder asesorar a todos estos
pianistas formidables en todos sus proyectos catedráticos. Dentro de los objetos de valor
de su estudio se hallaban, escondidos en una caja fuerte, varios discos de renombrados
pianistas con largas dedicatorias en sus contraportadas demostrándole afecto y
admiración, retratos y programas autografiados por directores de orquesta reconocidos,
y algunas cartas confidentes de un selecto grupo de artistas agradeciendo su
imponderable orientación, documentos por los que cualquier biógrafo serio habría
pagado una fortuna. Martín iba a tener la suerte dos años más tarde de recibir de regalo
de despedida de su maestro, un retrato original firmado de puño y letra de Karl Böhm.

La vasta experiencia de vida de Olson hasta ese momento contenía material más que
suficiente para completar unas memorias de al menos media docena de tomos, y estaba
elaborada de una forma tan extraordinaria que era impensable dudar de su autenticidad.
Sin embargo, no dejaba de ser perturbador el hecho de que, por un lado, aquella era la
historia de al menos quince lustros de un individuo que difícilmente llegaba a los
171
cuarenta y, por el otro, que, con tan elevadas conexiones artísticas y fascinante carrera
profesional, como era posible que esta leyenda viviente de la música estuviera allí todas
las tardes perdiendo su tiempo con unos alumnos insignificantes.

Pero por encima de su excentricidad y de su pródigo contenido existencial de condición


improbable, Olson era un gran profesor. Sus lecciones iluminadoras estaban llenas de
metáforas y referencias tan creativas y dramáticas que no podían ser sino consecuencia
de esas prolíficas alucinaciones suyas que le involucraban en el anhelado mundo artístico
de sus ídolos, delirios que aprovechaba también para acusar los originalísimos
infortunios que el azar había reservado en su contra, obligándole a un retiro prematuro
de los escenarios. Sin duda contaba con un talento enorme para transformar toda aquella
tragedia personal en un potente propulsor alegórico al servicio del arte. Su premisa
favorita en cada lección era: —Nadie en este mundo puede entender mejor que yo el
drama de Rachmaninov — o de Chopin, o de Schumann, según el caso.

VI

La lección de piano comenzaba en el Volkswagen, justo después del trasbordo. Olson


colocaba un disco en el estéreo y de inmediato emplazaba a su discípulo a descifrar quién
era el director, el compositor, el intérprete y el año de la grabación. Valiéndose de una
versión actualizada del método peripatético aristotélico, mientras daban vueltas sin parar
a la manzana escuchando la grabación, explicaba a su alumno de qué manera se reflejaba
el problema existencial del compositor en su obra, y el del pianista y del director en sus
conciertos y grabaciones, sin llegar a mencionarlos, por supuesto.

—Y bien, ¿Quién es el pianista? — Martín hacía un recuento rápido de cinco o seis


probables intérpretes «Quién es… ¡quién es!» Presionado, se frotaba la cara e intentaba
abrir aún más los orificios del tímpano estirando la frente, y, aun así, las cadencias le
seguían sonando a muchos pianistas. Olson aguardaba curioso con un silencio hiriente y
el desespero de Martín crecía con cada paso de semáforo. Atrapado en ese agobiante
juego adolescente de ganar o perder, que, en aquel contexto, más que un juego, era un
jaque a su dignidad, Martín se lanzaba por fin al río con uno de los grandes:

—Es… Vladimir Horow…?


—¿Horowitz? ¡Noooooo! … ¡Es Alicia de Larroc…
—¡de Larrocha! Sí claro, ¡fue lo primero que pensé! — decía Martín avergonzado.
Entonces Oslon le explicaba por qué no podía ser Horowitz, todo lo cual iba reafirmando
172
Martín con datos adicionales para demostrar su familiaridad en el asunto: —Es que, por
el temperamento, pensé en de Larrocha, pero luego dudé que semejante potencia pudiera
salir de unas manos tan pequeñas … — seguía escuchando la grabación con gran atención
y añadía —… Y, es que Horowitz, era capaz también de producir esas maravillosas
sutilezas, por eso pensé en él…y no sé cómo lo lograba, con esas manotas de dinosaurio
… no siempre lo que aparenta ser, es lo que es. — A Olson le asombraba el semblante
atónito con el que Martín escuchaba luego sus explicaciones, como si estuviera
elaborando en su mente un escenario mucho más creativo que aquel que él pretendía
describirle.

El maestro de piano colocaba otro disco e indagaba acerca de la interpretación, el balance


entre orquesta y solista y por último preguntaba quién podía ser el director y quien era
el compositor. El caso del director debía ser menos incómodo para Martín, por su
dominio sobre el tema y porque se trataba en todo caso de una conjetura un poco a ciegas,
aunque para él era el mayor de los desafíos por estar enterado Oslon de su vínculo con la
dirección de orquesta. Y engorroso era también cuando le preguntaba acerca del
compositor, pues no había excusa para que un joven con sus conocimientos musicales
ignorara los elementos estilísticos que lo identificaban, o peor aún, ignorara su existencia.
El profesor salía entonces del circuito alrededor de la manzana y se dirigía a algún lugar
impredecible, con el pretexto de hacer una diligencia, sólo para dar tiempo al discípulo
de elaborar conclusiones. Olson se lo ponía difícil y añadía unos comentarios cargados
de indicios y desorientaciones magistralmente calculadas, así como preguntas capciosas
con las que procuraba inducir al estudiante a especulaciones erróneas, pero que luego
desvirtuaba con poderosas contrarréplicas, todo esto con la idea de que Martín alcanzara
conclusiones firmes.

La clase continuaba más tarde en el estudio con Olson al piano ofreciendo una
interpretación ejemplar de los ocho primeros compases de algún concierto, es decir, la
exposición del tema principal y tal vez la introducción del segundo tema. En todo caso,
siempre se detenía justo antes del inicio de los grandes desafíos técnicos de las obras,
alegando que había dado ya una idea general del asunto y que no debía estresar sus
brazos que se hallaban todavía afectados después de aquel terrible accidente con una silla
de oficina que le dejó fuera de las salas de concierto de forma indefinida. Lo fantástico de
este método de demostración parca era que obligaba a su alumno a hacer un tenaz
esfuerzo intelectual para hallar las fórmulas de resolución de los problemas técnicos a
partir de la riqueza verbal del visionario maestro. Por ejemplo, para resolver una
superposición de acordes prácticamente imposible sobre el teclado, Olson le hablaba de
algunos trucos manuales que hicieron factible el escape de Alcatraz.

173
El maestro se dedicaba con obstinación a los diez dedos de Martín, asignándoles un
instrumento particular de la orquesta, o varios, cuando era posible; entonces corregía su
aspecto, su personalidad, su peso, su postura, su altura, su articulación y su balance, y, en
momentos de delicadeza extrema de un pasaje, corregía también la posición de la
boquilla, el grosor de la caña, la suavidad de las baquetas y el temple del arco. Luego
defendía con recelo el timbre particular de cada uno de esos dedos/instrumentos,
justificando su función dentro del contexto, su equilibrio y su engranaje en el
contrapunto, todo lo cual resultaba en una meticulosa expedición sinfónica/dactilar por
las enrevesadas voces internas de las composiciones, un complejo juego de la
imaginación. Con el método Olson, no sólo se alcanzaba el dominio pleno de la partitura,
se encendía además la pasión por la orquestación, afición invalorable para los aspirantes
de la dirección o de la composición. Martín abandonaba aquel sacro aposento sintiéndose
un discípulo en posesión de las últimas revelaciones de Apolo, pero además con la
increíble sensación de haber tenido una orquesta sinfónica en sus manos. La dedicación
del excéntrico maestro llevó pronto a su estudiante a ocupar el primer lugar de las
principales competencias de piano en la ciudad de Montforth.

La obsesión pedagógica de Olson no descansaba al finalizar la clase, que nunca terminaba


a tiempo, pues continuaba instruyendo a través del porche de su casa, por el jardín de
entrada y finalmente agachado junto a la puerta del vehículo mientras despedía a sus
alumnos, todo con el propósito de impresionar también a sus padres. Por su amplia
experiencia en las altas esferas de la diplomacia, Olson se ajustaba como un camaleón al
carácter de su interlocutor, sin importar su inteligencia, su nivel de sarcasmo, o su línea
de pensamiento; así, si el padre del estudiante respondía a sus comentarios
existencialistas con una chanza, como aquellas habituales de Oliver… —Y con ese
conocimiento tan bárbaro que tienes sobre las orquestas, ¿no has probado dirigir? Eso no
te haría daño en los brazos. La orquesta es como un eterófono, la haces sonar sin tocarla —
…Olson entraba en furor y replicaba con tal mordacidad que hacía lucir mediocre el
chiste original —El eterófono parece fácil pero no lo es. Lo estuve practicando diez horas
al día en una época porque sabía que podía serme útil en el contraespionaje, tal y como
lo fue para su inventor, y, sobre todo, porque podía serme muy útil en el matrimonio;
pero cada vez que intentaba excitar a Dubraska con él, me dejaba serias lesiones en las
muñecas y en la espalda. — Era una pena para sus receptores tener que retener la risa
ante el talento bufón de Oslon, pues hacerlo, implicaba otra caricia más a su vanidad y
entonces se dedicaba a repetir el chiste con infinitas variables, cada una de ellas más
cómica e ingeniosa. —Sería interesante sustituirle a Stokowski la orquesta por un eterófono
a ver si le sonaría tan perfecto. ¿Te imaginas el desastre? Habríamos dado con un gran
descubrimiento: ¡un detector de mentiras para directores!

174
Frente a sus planteamientos serios también era mejor limitarse a responder con un sí o
un no, restringir toda posibilidad de discusión, muestras de admiración o intercambio de
información, pues hacer lo contrario era como ponerle gasolina, luego, la lección de dos
horas podía extenderse hasta que se apagara la última luz del vecindario. Mientras se
sucedían las interminables despedidas, sus otros alumnos esperaban dormidos junto a
sus padres desesperados en los autos que formaban una larga cola en la acera de enfrente.

VII

A las laderas montañosas de Montforth se arribaba principalmente por avión después de


sobrevolar planicies esteparias durante largas horas. Por esos días se hallaba de gira en
la ciudad una gran orquesta rusa bajo la batuta del afamado Eugene Ivanovsky, un
director de porte y maneras virtuosas que estaba causando revuelo internacional gracias
a su impresionante temperamento en el pódium. Con ellos viajaba el célebre pianista
inglés Ralph Kleine, de quien esa noche se esperaba una interpretación del Primer
Concierto para Piano de Johannes Brahms tan impecable como lo era el nivel de su fama.
Siendo Kleine una figura ilustre dentro del medio pianístico contemporáneo, no podía
faltar en la exclusiva lista de amigos fraternales de Olson; era una de sus referencias
constantes durante las lecciones y el protagonista en muchas de sus anécdotas de
juventud, por lo que, como era natural, ni él, ni su alumno distinguido, podían faltar a la
cita. Para Martín sería un privilegio poder disfrutar la Sinfonía Patética interpretada por
los propios herederos de la gran tradición musical rusa, comprobar las hazañas del
renombrado director y el calibre del pianista, y, de paso, tendría la oportunidad de
constatar la veracidad de una de las historias favoritas de Olson, la de su amistad
entrañable con tan famoso intérprete.

Martín avisó a Isabel que esa noche llegaría tarde.


—¿Vas al concierto de la orquesta rusa? ¿Por qué no le llevas al director tu video?
—¡Mama! ¡Es un tipo muy famoso! Él no va a tener tiempo de verlo. Además, la copia
está en la casa.
—Yo tengo una aquí en mi oficina, ¿te la llevo? ... A lo mejor te invita a Rusia.
—¡Mamá!!!
—Inténtalo, no pierdes nada.

Martín se quedó mirando al futuro, sin cortar la llamada.

—¿Martín??
175
—Bueno, sí. Está bien.

En el intermedio, después del concierto de Brahms, Olson, pálido como un monje, sin
mediar palabra y con la vista siguiendo sus pasos raudos, intentó escabullirse entre la
cáfila que desbordaba las escaleras y los pasillos, sin que lo vieran. Buscaba con desespero
la salida del teatro. No obstante, la bufanda de rayas distorsionadas que le adornaba el
cuello, el sombrero de pelo de conejo y sus zapatos vanguardistas de punta alargada le
señalaban como si fuera él la estrella de la gala. Todo el mundo lo miraba. Su ademán
apocado y a la vez ostentoso de esa noche, retrato fiel de sus contradicciones, era el del
individuo que teme ser detectado e ignorado al mismo tiempo. Pero su grave silencio, era
el característico de sus momentos de disconformidad frente a una interpretación poco
convincente. En todo caso, su acción apurada y evasiva hizo levantar múltiples sospechas
a Martín quien ya podía intuir el mito de aquella amistad de genios. El alumno miraba
tenso hacia los lados y seguía de cerca al profesor en su huida, mientras reflexionaba
sobre que era peor, si dejarle escapar u obligarlo de una vez por todas a confrontar la
verdad.

Era claro que Olson evitaba toparse con Kleine cuando este saliera al lobby a ofrecer al
público su sesión de autógrafos, lo que dejaría al descubierto que, para aquella
celebridad, lejos de ser un amigo íntimo, Olson era un perfecto desconocido. Justo en ese
instante de apremio, suspicacias y elucubraciones, cuando Mr. Olson ponía ya un pie
fuera del teatro, se escuchó un alarido con su nombre sobre el clamor de la gente: —
¡Olsoooon! ¡Olson!! — Sí, era nada más y nada menos que Ralph Kleine, el mismo
arcángel que minutos antes había estado comunicando desde el escenario uno de los más
bellos y acabados mensajes de parte de la majestad remota de barba larga y ojos azules.
Vestido ahora de mortal, Kleine se acercaba en álgida marcha, llamando a Olson mientras
agitaba sus brazos por encima del cerco de admiradores que abría paso como lo hacen las
legiones de honor cuando desfila el monarca. Ambos se entregaron en un abrazo fraternal
que pareció eterno. A partir de entonces cesaron para siempre las dudas de Martín en
torno a las historias inverosímiles de su maestro. Sin saberlo, Olson gozó en adelante de
un respeto inconmensurable por parte de su alumno.

Inspirado, Martín se dirigió deprisa al camerino, dispuesto no sólo a abrazar y a felicitar


a Eugene Ivanovsky como si fuera su amigote, sino también, a hacerle entrega del video.
Pero no encontró en el director ruso ni una pizca de esa afabilidad que sobraba a Kleine.
Al entrar por fin al camerino después de una cola lenta, Martín se halló frente a una
esfinge totémica con rasgos de niño, de sabio y de estrella de rock a la vez. Su cutis
transparente estaba cubierto por una sombra de barba azul que alcanzaba sus pómulos
abultados, sobre los que resaltaban unos ojos convexos de mirada erudita y su atractivo
cabello largo y turgente, similar al de Liszt, que terminaba en infinitos filamentos
176
desordenados y erizados, como si acabara de hacer un solo de guitarra eléctrica. A pesar
del impacto, Martín se atrevió a dirigirle la palabra, y lo hizo con la reverencia con la que
se habla a una estatua sagrada. Primero le felicitó por el memorable concierto —Thanks
— y al ver la situación congelada, decidió hablar directamente de su propósito mientras
pensaba arrepentido: «le dije a mi mamá que esto era una locura». Le informó acerca de
su próxima invitación al Conservatorio de Bellhar para dirigir obras de Mozart, Borodin
y Sibelius, bajo la supervisión de algunos maestros directores, y sobre su última
experiencia en el pódium, dirigiendo la Primera Sinfonía de Mahler con la orquesta de su
ciudad natal. Al no lograr del ruso más que un asentimiento frío, Martín lo intentó
entonces de otro modo, manifestándole su pasión por las sinfonías de Shostakovich y las
novelas de Gógol.

Ivanovsky, sin prestar mayor atención a las palabras de Martín, al verle tan joven y
ambicioso, encontró la oportunidad perfecta para instruir. Comenzó disertando acerca
de la relación temática de los movimientos de la Sinfonía Patética, sobre la carta que el
compositor envió a su sobrino Bob comentándole sus propias impresiones sobre la
misma: “amo esta obra como no he amado ninguna de las otras que he escrito hasta
ahora”, acerca de la influencia tremenda de la sinfonía Patética en los compositores de las
generaciones que le siguieron, y, sobre la exageración de muchos autores en torno a su
contenido autobiográfico y fatalista, según quienes, en el último movimiento, se pueden
entrever las lágrimas que el compositor derramó sobre la partitura, conclusiones tan
zafias como empalagosas. A Martín le sorprendió su circunspección y su calma al hablar,
que nada tenía que ver con la infancia, ni con el rock, y menos aún con la tenacidad que
había mostrado minutos antes en el pódium.

—La entera existencia de Chaikovski está comprometida con la idea de la


autodestrucción, es cierto; pero no es un aspecto particular de esta sinfonía, se encuentra
en toda su obra. Según la filósofa francesa Gisèle Brelet — dijo Ivanovsky con convicción,
— su creación representa una síntesis entre el formalismo occidental y el empirismo que en su caso
no es sino su propio impulso subjetivo resumido en estructuras formales. —Como gran
romántico que era y muy involucrado en la cuestión del realismo, — continuó —
Chaikovski consideraba su propia intimidad como el centro mismo del universo, en torno
a la cual giraba el arte y todo lo demás; totalmente opuesto a Stravinski, por ejemplo, para
quien arte y vida privada no tenían nada que ver una con la otra. Era para Chaikovski
natural volcar toda su carga emotiva en las obras. Pero él no es el único; la carga emotiva
es un recurso empleado sin timidez por todos los compositores de la era romántica con
el propósito de crear drama, solo que en las manos de muchos directores e intérpretes y
en la boca de ciertos biógrafos y críticos prosaicos, este recurso es reducido por desgracia
a banalidad, como cuando el erotismo se reduce a pornografía pedestre.

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A continuación, Ivanovsky habló del asunto de la fidelidad del sonido atendiendo al
período histórico de las obras, —algo que es fundamental entender a la hora de
interpretar, y que es muy distinto del aspecto formal, descriptivo o autobiográfico de las
composiciones. — Mientras disertaba, su mirada reflexiva se perdía en el perchero que
estaba detrás del piano y sólo volvía a Martín al terminar cada frase. Su conferencia era
pausada, como si estuviera siendo estructurada con minuciosidad y repasada en su
mente antes de ser emitida; y al mismo tiempo imperiosa y con una clara intención
doctrinal. Sus manos delgadas confirmaban con sofisticadas maniobras sus argumentos.
Este hombre lúcido y enigmático, que parecía sentirse todavía más orgulloso de su
sabiduría en el claustro que de su talento en el pódium, ahora sostenía con vehemencia
su preferencia por el uso de los instrumentos antiguos:

—Es la única manera de alcanzar la intimidad de muchas composiciones que hoy


desvirtúan los instrumentos modernos con su opulencia tímbrica. Además, sólo aquellos
del período permiten acercarse a la verdadera pretensión del compositor, un artista que
elaboró sus ideas musicales atendiendo fielmente a las capacidades técnicas y expresivas
de los instrumentos que tenía a su disposición.

Entonces, con ojos cautivos, se refirió a su redescubrimiento de las primeras sinfonías de


Chaikovski, el día que se atrevió a interpretarlas con instrumentos del período.

—¡Chaikovski por fin entendido como parte inequívoca de la gran tradición de occidente!
… Y mucho más de lo que él mismo pudo haberse imaginado — exclamó llevándose el
dedo índice a los labios mientras razonaba abstraído sobre sus propias palabras. El
mánager de su orquesta, un siberiano de cabeza ancha que hasta ese momento había
permanecido sentado y en silencio, se levantó intranquilo y comenzó a pasearse por el
camerino, haciendo cálculos sobre el reloj. Ivanovsky continuó sin inmutarse,

—El sonido especialmente brillante de las orquestas modernas nada tiene que ver con la
paleta de timbres y colores íntimos de la que se sirvió el compositor del siglo XIX, y el
asunto es de una gran relevancia si se toma en cuenta el hecho de que estas sinfonías son
precisamente un ejemplo de orquestación virtuosa. — Seguidamente habló de la
posibilidad de descubrir conexiones insospechadas entre Liszt y Mahler a través del uso
de instrumentos antiguos.

Ivanovsky hizo una pausa y buscó en su equipaje el chocolate 100% peruano. Masticó un
trozo y entonces dio consejos a Martín acerca de los rituales alimenticios que ayudan a
recuperar el equilibrio emocional y deshacerse del exceso de energía mental después de
un concierto. Habló también de la necesidad de revisar detalles del score si se trata de una

178
acústica nueva y de la importancia de no desesperarse por pretender figurar en una
carrera en la que sólo el tiempo permite tener cosas importantes que decir:

—Acuérdate que según el mismo Karajan la dirección es como cualquier otra profesión, sólo
que exige veinte años para ser dominada.

Pensando, masticó otro trozo de chocolate y entonces, después de tragar, abordó la


sinopsis de Eugenio Oneguin con el propósito de conectarse con la literatura y poder
disertar acerca de la relación entre los artistas rusos y el poder zarista y, más tarde, el
estalinista.

—¿Entonces es cierto lo que dice Solomon Volkov?


—Volkov es un grandísimo canalla, pero mucho de lo que dice, es cierto. Nadie en Rusia
niega su contacto con Shostakovich en sus últimos años. Efectivamente la relación del
compositor con Stalin no fue diferente a aquella perversa que se da entre un estado
totalitario y sus artistas creadores, aunque debo decir que peor la llevaron sus
precursores, como el caso de Pushkin, cuyo oficio era descaradamente calificado como
“una desviación, o decepción”. Debes leer El Baile de Natasha, de Orlando Figes.

En cuanto a Shostakovich, añadió:

—Sus obras son de una gran dificultad. Se trata de una mente complicada, con una visión
muy clara e irónica acerca del drama de su tiempo, una lección para nosotros, sobre todo
en esta fase de la historia en que las personas consciente o inconscientemente tienden a
olvidar las tragedias del pasado, una conducta despectiva que desestima el hecho de que
la historia tiende a repetirse. Con el estudio de sus obras irás descubriendo el contenido
de estos mensajes. Tienes que buscar la nueva edición de sus sinfonías: DSCH.
—¡Ah! ¿Su acrónimo musical?
—Exacto.

Pocos años más tarde, en el Festival de Ópera de Annex, Martín iba a comprobar que los
ensayos de Eugene Ivanovsky, estaban colmados de la misma oratoria utilizada en sus
conversaciones, y que aprovechaba el pódium para exponer en forma de prosa y de verso
y con la mayor altisonancia sus reflexiones acerca de las obras musicales, de las literarias,
de los compositores, de los escritores, y también acerca de la fisiología de los músicos
instrumentistas y de los cantantes, sin importarle si buena parte del repertorio se quedaba
sin ensayo. Aun así, el respeto omnipresente que en los ejecutantes de la orquesta, coros
y solistas suscitaba su autoridad intelectual, parecía suficiente para generar formidables
resultados musicales.

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Fuera del camerino, seguía creciendo la cola de admiradores que ahora cruzaba al fondo
del pasillo, en la intersección que conducía hacia el escenario. Ivanovsky, indiferente a
todo, ni siquiera observó el material que Martín puso en sus manos, pues aprovechó hasta
los últimos segundos del encuentro para ejercer su manía didáctica.

VIII

Martín abandonó el teatro a paso ligero, con la faz de una persona que acaba de
intercambiar palabras con una obra de arte. Cruzó sin darse cuenta la avenida solitaria
que estaba frente al complejo cultural y atravesó el estacionamiento posterior evadiendo
de forma instintiva, con saltos cortos y asimétricos, los parches de agua empozada que
interrumpían el camino como trampas lunares. Iba perplejo, todavía encandilado con
aquel Zar de conducta irreprochable, fascinado con su personalidad sesuda, con su
desenvoltura de palabra y su elegante perífrasis, con su mente ocupada sólo en cosas
grandes y con su interpretación trascendente de una sinfonía que Martín creía conocer a
fondo y que ahora le parecía una obra nueva, llena de ingenio, de riquezas tímbricas,
coloreada con una suntuosidad bizantina y narrada con la nobleza de una pluma eslava.
El joven director iba cada vez más deprisa, como si un céfiro venido del oriente hubiera
inflado a tope las velas de su vocación. Marchaba impulsado también por una emoción
interna incontenible, grávida de ilusiones, de nuevas aspiraciones que inhalaba con
bocanadas de delicia. Iba presto a revolucionarse, a enfrentar sus debilidades y anteponer
la sabiduría por encima del talento. La combustión interna de sus ambiciones
intelectuales y artísticas había sido definitivamente encendida por la boca magistral de
Ivanovsky y por el goce estético de sus gestos virtuosos. ¿De dónde iba a sacar ahora los
instrumentos antiguos para hacer sus próximas sinfonías? Pensar en dirigir obras de
Chaikovski con instrumentos modernos lo consideró a partir de ese entonces y por
mucho tiempo una aberración que sólo podía concebirse en círculos ignorantes o
atribuirse a los típicos disparates de una juventud imprudente.

Continuó por la calzada desierta en dirección al metro, bajo el vaho fresco con olor a
lluvia de medianoche. En su meditación desordenada pensaba de pronto y con alegría en
Joanna, en sus amigos del liceo de Montforth y en su próximo viaje al Conservatorio de
Bellhar, pero reaparecía una y otra vez, como un cíclope en un pedestal marmóreo, la
figura imponente de Ivanovsky. Miraba los postes del alumbrado eléctrico y sustraído
del tiempo y del espacio contemplaba sus halos blanquecinos sobre la oquedad negra de
la noche para comprobar si todavía llovía. Llegó a la estación, tomó el tranvía de las once
y media y en la parada final, al salir de su hermetismo caviloso, tan cargado de
180
impresiones como la versión de la Patética que acababa de escuchar, se dio cuenta que no
se había bajado en la estación correcta y que además había dejado al pobre Olson
esperándole en las puertas del teatro como una novia fea.

A partir de aquel encuentro iluminador, Martín se empeñó en profundizar su formación


general y también en iniciar su carrera de director lo antes posible. No dejaba pasar libro,
partitura, consejos de Oliver o conciertos que no abonaran en dicha determinación. La
dirección de orquesta se convirtió para él en el epicentro de un gran cuerpo cósmico
adonde inexorablemente conducía cualquier camino, arteria, actividad, emprendimiento
del día, cualquier sueño; era el núcleo motriz de cada una de sus decisiones y de sus
acciones. El hambre por el pódium le hostigaba y se imaginaba realizando giras por
diferentes continentes con su propia orquesta de instrumentos antiguos, actuando en el
South Bank como invitado de la célebre orquesta de la Sociedad Filarmónica de Londres,
en La Scala dirigiendo La Traviata, en Nueva York o en Praga frente a sus Filarmónicas, y
vislumbraba los veredictos de la crítica internacional «— ¡La Resurrección de Toscanini!»

Martín se consagró a las famosas grabaciones y videos de Furtwängler, cuya


magnificencia sólo podía apreciar, si hacía a un lado la imagen convulsa del maestro
sobre el pódium. Lo mismo hacía con Koussevitszky, cuya abulia en la tarima, era el
oxímoron de la potencia y pulcritud que emanaba de su orquesta. Entonces reflexionaba.
—«tiene que haber algo más detrás de esa dirección apática y poco atractiva; una clave
responsable de toda esa grandeza; seguramente, una forma de ensayar superior que
permite alcanzar semejantes resultados… y, la autoridad… claro, que sólo puede
imponer una mente sabia como la de Ivanovsky.» — Con el modelo del ruso como
objetivo, Martín se trasnochaba leyendo tratados, biografías, historia, ensayos, poesía, y
novelas. Sería un director de orquesta, pero no aquel meramente especialista, que sólo
domina su campo, sino el versado, el universal, que se siente cómodo en cualquier
contexto hablando no solo de música, sino también de historia, de ciencia, de filosofía y
de literatura.

Durante sus pausas del día, aparte de soñar, Martín salía a caminar, respiraba a fondo
sus ambiciones, echaba un vistazo alrededor y sentía pena por los hombres, mujeres y
niños que deambulaban por la urbanización sin tener conciencia de la existencia de las
sinfonías de Brahms, de los ballets de Stravinski, del dodecafonismo, de la relación
estructural entre la Catedral de Santa María del Fiore y la Misa del Papa Marcelo de
Palestrina, o del desafío de Pushkin al hijo del embajador holandés, y regresaba cuanto
antes a casa para intentar no sólo una mejor solución gestual a los rubatos de la 4ta sinfonía
de Schumann, sino además la forma más cultivada de explicar la obra verbalmente, en
conexión con la literatura y con el pensamiento de la época. Las partituras las estudiaba
ahora con un libro de historia y con un tratado de orquestación en las manos; iba al
181
estudio y pedía a su padre las mejores soluciones de arco para los pasajes más destacados,
las anotaba en el score y repetía con sus brazos los impetuosos movimientos de arco de
Oliver sobre la cuerda. Las letras doradas en la portada de la edición rusa DSCH de las
primeras cuatro sinfonías de Shostakóvich que se encontraban en su armario, encomiada
solícitamente por el experto Ivanovsky, ahora le parecía que iluminaban como escritura
sagrada; las tomaba en sus manos y solo deseaba poder ingerir toda su cábala como una
poción mágica.

Martín ambicionaba un archivo mayor y se atiborró de libros y discos prestados de la


biblioteca pública de la ciudad que pronto hicieron de su habitación un caótico
cuadrilátero de esquinas intransitables. Sólo faltaba un contacto influyente dentro del
circuito orquestal que moviera algunas piezas a su favor y unas cuantas decenas de
músicos en casa para poder practicar, pues no bastaban ni Oliver al violín ni el ensemble
de cámara de diez dedos que conformaba el método Olson. El joven director estaba
resuelto a apostar su obsesión con un urgente plan operativo. Iba a cumplir 15 años.

IX

Días después de su encuentro con Ivanovsky, Martín asistió al concierto de temporada


de Heather Blonde con la Sinfónica de Montforth. Además de ser una magnífica directora,
Blonde gozaba de una gran reputación por ser la primera mujer en haber alcanzado el
liderato de una de las orquestas más importantes del país: Leviathan Orchestra (LO).
Directora en gran demanda, era invitada principal y permanente de orquestas de alto
calibre, nacionales e internacionales.

Su actuación en el Montforth Hall fue memorable. Martín atendió esta vez los consejos de
Isabel sin protestar —Las mujeres somos más receptivas para este tipo de cosas. Anda
Martín, intenta conocerla y llévale el vídeo. ¡no pierdas la oportunidad! — Esa noche, al
finalizar el concierto, Heather Blonde volvió al escenario para ofrecer su acostumbrada
sesión de preguntas y respuestas al público.

—¿Cómo siente a nuestra orquesta en comparación con otras grandes orquestas que
usted dirige? — Preguntó un anciano discapacitado que estaba sentado en la última fila
y a quien un asistente tuvo que ayudar a sostener el micrófono.
—¡Primero déjeme decirle que es usted un ejemplo! A pesar de sus enormes dificultades
para movilizarse, siempre está aquí, apoyando a su orquesta —Aplausos — Bien, el
apelativo “grandeza” con el que se califica a las orquestas normalmente hace referencia a
182
su historia, a sus grabaciones y a su presupuesto, y no necesariamente al nivel con el que
hoy se presentan en escena. En ese sentido querido amigo, puede estar usted seguro que,
aunque la orquesta de Montforth no tenga el peso histórico ni el patrimonio de otras, a la
hora de hacer música, no está al mismo nivel de aquellas, ¡está por encima! — Largos
aplausos.
—Dos extraordinarias artistas hoy en el escenario, Heather Blonde y la gran pianista
Eleonora Dautant. ¿Se entienden ustedes tras bastidores tan bien como en el escenario?
—¡Siguiente pregunta, por favor! — Risas en la sala.
—Maestra, — alzó la mano un hombre de bigote gris y boina de cuadros—Yo tengo la
impresión, un poco al contrario de lo que acaba de decir la señora, que la arrolladora
ejecución de la pianista esta noche no fue nada fácil de acompañar ¿Me equivoco?
—Qué le puedo decir, así somos las mujeres, ¡nada fáciles! — Risas prolongadas.
—Maestra, ¿Cuándo hará Bruckner?
—Cuando me encuentre en el ocaso de mi carrera y ya haya hecho todo el repertorio que
me produce placer.
—Maestra, ¿Ha sido difícil para usted alcanzar como mujer la cumbre en un medio
predominantemente machista?
—Primero que nada, debo decir que alcanzar la cumbre en esta profesión no es fácil para
nadie. Mire usted, en mi caso, sí, fue muy difícil al principio. Pero claro, hace cuarenta
años no había mujeres directoras de orquesta y entrar en ese mundo reservado a los
hombres era un reto colosal. Lo más duro era atreverse; había que romper con los falsos
prejuicios; nos tocó demostrar a la fuerza que éramos tan capaces en el pódium como los
hombres, exigir nuestro derecho. Es cierto que en el proceso sufrí de muchas burlas y
chanzas, también del asedio y menosprecio de algunos maestros prehistóricos y tropecé
con mucho personaje estúpido que incluso sigue hoy defendiendo tras bastidores la
supremacía masculina en este campo, ¡pero ya saben ustedes el ridículo que hacen!
También es cierto, desmitificando un poco la versión exagerada de un machismo
malvado, que tuve el apoyo incondicional de Bernstein y de muchos amigos hombres que
me animaron y siempre me trataron con respeto. Y por supuesto que, las mujeres que
triunfamos hoy, le debemos también a los avances logrados por los valientes
movimientos feministas en el mundo desde principios del siglo XX. Pero, al volver la
vista atrás y evaluar mi carrera, debo añadir sin falsas modestias y con orgullo, que salí
adelante por méritos propios, que mi propia demostración en el pódium contribuyó a
romper con muchos prejuicios machistas dentro de la profesión. Pero miren ustedes, las
cosas han cambiado. En el campo de la música, se trata cada día menos de una lucha entre
el sexo masculino y el femenino. Frente a la capacidad y la admiración que logra
despertar un músico profesional, el asunto de la condición sexual no tiene cabida.
Tampoco existe una ley en nuestro país que degrade a la mujer en este sentido. Es más,
si en el concierto de esta noche se hubiese aplicado una sanción por discriminación de
sexo en el escenario, habríamos quedado muy endeudadas las mujeres. — risas en la sala
183
— Hoy se compite por las vacantes de una orquesta sinfónica, un medio hasta hace pocas
décadas, por insólito que parezca, también reservado a los hombres, bajo las mismas
condiciones y por el mismo salario. La audición de un candidato se hace, como ustedes
saben, de forma anónima, detrás de una cortina, de modo de evitar favoritismos. A veces
me preocupa el feminismo exacerbado de estos días que, insiste en vernos frágiles e
indefensas a las mujeres en todos los campos y no estoy segura si esto más bien
desfavorece a la mujer, reconociendo sus méritos a la hora de obtener un cargo no por
razón de su capacidad sino de su condición sexual. El movimiento feminista debe
continuar luchando donde sea necesario. Pero también, en la mayoría de frentes de la
sociedad occidental moderna, esa insistencia en continuar mostrando al sexo femenino
como mártir, no se compagina en nada con el éxito y el prestigio de los que goza la mujer
contemporánea. Yo jamás tuve ese complejo; nunca asumí esa posición de víctima, o me
sentí inferior a los hombres, y creo que, de haberlo pensado de otro modo, jamás habría
llegado a donde quería llegar.

—¿Cómo podríamos obtener más aportes económicos para nuestra orquesta?


—Estamos trabajando en ello. Es cierto que la supervivencia y el crecimiento de una
orquesta como Montforth Symphony se lo debemos a los aportes de unos cuantos
melómanos generosos, pero en este país se ha llegado a aceptar como algo normal que la
supervivencia de la cultura dependa de la misericordia de unos pocos aficionados y eso
es peligroso. Fíjate querido. Hay cosas preocupantes. Si ustedes observan alrededor
pueden notar que quienes estamos en esta sala superamos todos los 50 años de edad …
quise decir, ustedes los superan… —risas — …salvo aquel jovencito que está en aquella
esquina — Martín se sonrojó — El público de los conciertos es predominantemente de la
tercera edad, lo que indica que esta actividad, en unos pocos años, difícilmente podrá
sostenerse, porque sin público, no hay conciertos. Se trata entonces de un problema de
fondo: la formación musical de las nuevas generaciones, la urgencia de programas de
gobierno que inviertan en las artes, que incentiven a los jóvenes hacia la buena música,
hacia la buena literatura. Pero antes que nada es necesario que nuestros políticos
entiendan que la gloria de una sociedad no descansa en su riqueza material sino cultural.
Esa sociedad superior que, con sinceridad o no, ofrecen algunos dirigentes, no llegará
nunca sin una adecuada nutrición que empieza por la infancia. Las ramas del nuevo
bosque no están creciendo hoy bajo la luz de las grandes obras del pensamiento humano
sino bajo la sombra de intereses mezquinos de unos medios vacuos y manipuladores.
Debemos devolverles la luz a nuestros hijos o crecerán torcidos. En eso estamos
insistiendo. — Aplausos.

Martín salió de la sala desesperado por conocer a la soberbia directora, tan diferente en
su estilo a Ivanovsky, y sin embargo artífice de un resultado musical monumental. Debía
hablarle de su pasión por la dirección, por el piano y la literatura; era él el perfecto
184
ejemplo de lo que aquella gran maestra aspiraba ver en las nuevas generaciones.
Preguntó a los porteros por la vía al camerino, pero no le dejaron pasar. Cuando
regresaba, después de haber rastreado sin éxito en los tres pisos del teatro por una entrada
secreta al camerino, Martín se topó en el pasillo principal con Blonde quien venía
escoltada por su asistente personal y otros dos ejecutivos de la orquesta.

—Vaya, ¡El pimpollo del auditorio! — dijo Blonde al verle. —Dime, querido ¿estás
extraviado?
—¡Buenas noches, maestra!
—¿Tú eres…?
—Direct… digo…Martín, Martín Macías, director…bueno…estudio dirección. Estoy
formándome.
—¡Director! —Blonde miró a su asistente con picardía.
—¡Me da mucho gusto conocerla! Quería felicitarla por su maravilloso concierto y decirle
que disfruté mucho su charla.
—¿Estudias dirección de orquesta?, ¿de coros?, ¿con quién?, ¿dónde? — A Martín le
impactó la poderosa deferencia en su mirada, como la de una madre preocupada que se
dispone a escuchar los secretos de su hijo. Su piel era tersa y muy blanca, su voz suave y
persuasiva, y sus ojos negros de una hondura tan abismal que causaban vértigo. Su
cabello corto y rubio seguía crispado como el final frenético de la 5ta sinfonía de Prokofiev
que acababa de dirigir. Martín contestó sus preguntas con explicaciones detalladas.
Espoleado por el interés que ella mostraba en sus respuestas, le habló entonces del video:
—Maestra, aquí hay obras de Mahler, Berlioz y de Verdi que he dirigido en los últimos
años. Sería un honor para mí si usted pudiera verlo— Blonde le dijo a su asistente que
recibiera el material. Estaba encantada con la simpatía del muchacho, con su elocuencia
y con su singular historia «…obras que he dirigido en los últimos años… ¡Ha! ¿A qué edad
habrá empezado a dirigir el pimpollo??»

—Y, ¿a qué escuela vas?


—Al Liceo de las Artes de Montforth
—Lo conozco, es excelente, ¡aprovéchalo! … Y, tu instrumento, ¿cuál es?
—El piano.
—¿Quién es tu profesor?
—¡Daniel Olson! — dijo Martín con orgullo.
—Acompáñame.

Martín siguió a la comitiva y pasó con presunción frente a los porteros que no le habían
dejado entrar. Al final de un largo pasadizo, los dos ejecutivos dieron las gracias a Blonde
y se despidieron. La maestra continuó caminando y discutiendo con su asistente acerca
de las actividades de la semana. Llegaron al camerino. —Adelante — invitó a pasar al
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joven director. —Ahí tienes el piano. — Martín, sorprendido, entendió el mandato. Se
dirigió al piano, acomodó la altura de la banqueta, respiró hondo y ofreció su mejor
interpretación de la Balada No. 3 en la bemol mayor de Chopin. El asistente miraba a Blonde
constantemente, extrañado con toda aquella alteración de protocolo y sólo esperaba que
despachara al joven para proseguir con su ocupada agenda. Heather Blonde notó de
inmediato las aptitudes musicales excepcionales de Martín y le dejó tocar la obra entera.
Al finalizar lo despidió sin hacer mayores comentarios; sólo le animó a seguir adelante
con sus estudios y le dijo que pronto revisaría el material.

Blonde ordenó a su asistente que se hiciera cargo él de la reunión a la que debían asistir
inmediatamente —Diles que estoy indispuesta. — El hombre abandonó el camerino
desconcertado. Blonde cerró la puerta, abrió el sobre, sacó el DVD y se sentó frente a la
pantalla del computador, con la intriga de saber si aquel chico era tan impactante en el
pódium como lo era en el piano. Martín recibió maravillado esa misma semana una carta
de invitación para la siguiente edición del Festival de Jóvenes Directores de Maine, cuya
directora era Heather Blonde.

3. Tema con variaciones

Academias

Meses más tarde, de vuelta en el gran Conservatorio de Bellhar, invitado por los maestros
directores colegas de su padre, Martín tuvo un par de azoradas semanas muy distintas a
aquellas contemplativas de seis años atrás. Con la misma curiosidad y emoción de su
infancia, aunque esta vez sin el beneficio de la clandestinidad, saltaba de un recinto de
ensayo a otro, de un aula de clase a otra, siguiendo las indicaciones de dos antagónicos
directores cuya combinación forzada daba como resultado al maestro ideal de dirección.
Uno era el dogmático y el otro el racionalista; como Ares y Atenea, uno la impetuosidad
y el otro la sensatez, uno el mordaz y el otro el clemente, uno el volátil y el otro el paciente.
Eran el pasado y el presente de la pedagogía musical unidos en la cátedra de dirección
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de orquesta, es decir, una suerte de condescendencia severa, una modernidad arcaica,
algo así como la vanguardia y el coscorrón juntos. Klontz se manejaba dentro de una
dimensión supra humana de premisas irrefutables en la que encarnaba la virulenta
tradición post-Malheriana de la disciplina, una especie de falange supremacista en donde
no había cabida a otra cosa que no fuera adoctrinamiento, intimidación e intransigencia.
Dictatorial y energúmeno en extremo, Klontz pulverizaba en segundos a sus estudiantes,
colegas y jefes, primero con su mirada demoledora que siempre parecía decir —¡de qué
habla este estúpido! — seguida siempre de un comentario sarcástico o despectivo. No
admitía errores, impuntualidades, interrupciones solaces ni excusas (a estas últimas las
consideraba el recurso banal del farsante). Su única sonrisa, que era esporádica, tensa y
belicosa, es decir, de medio lado y curvada hacia abajo en vez de hacia arriba, nada tenía
que ver con el placer sino con la indignación, la ironía y la diatriba. Sólo dos palabras de
su boca bastaban para poner en marcha la exigente acción que preceptuaban sus
mandatos, y de su cumplimiento cabal se encargaba su mirada recia. Esta última, con el
fin de mantenerse en su estado natural de perpetua amenaza, buscaba sedienta los
contratiempos, las discordancias y todo aquello que oliera a falta de respeto. No había
talento ni simpatía de sus alumnos que valiera; todos sucumbían sin remedio ante aquella
leyenda viva de lógica glacial y obstinada que pretendía esconder detrás de su depurada
imagen de hombre acérrimo algo que su propia genialidad musical impedía descubrir.
Klontz era un déspota para quien el ultimátum era una cuestión de honor. Para él, en su
gremio existía un único cerebro digno y respetable: el suyo.

Vossler era menos ortodoxo, menos riguroso, no por ello menos exigente. Alcanzaba los
mismos resultados por un camino mucho más largo, pero sin ocasionar traumas. A las
evidentes pruebas arribaba Klontz impulsado únicamente por la fuerza de la increpación
y del dogma; a ellas llegaba Vossler a través de la experiencia razonada y no sin antes
darse un paseo por un paisaje laico. Trabajaba arduamente en el estímulo de sus
estudiantes, pero no utilizándose a sí mismo como modelo sino a través de una prosa
alegórica, siempre dentro de un lenguaje de connotaciones mundanas que pretendía
hacer accesible, atractiva y viva toda terminología y acción musical.

Martín se alojó en casa de Vossler, una hermosa residencia de tres pisos con vista a un
bosque fresco por donde correteaban ciervos adolescentes y ardillas blancas. Se sintió un
poco ansioso durante las primeras horas de convivencia, mas su angustia fue mermando
al comprobar que el amable maestro y su esposa le hablaban de todo menos de música;
y cuando se abordó por fin un tema especializado, tampoco fue sobre orquestas, pues
además de director, Vossler era enólogo y allí estuvo por tres horas en el solario, entre
viandas y catas, degustando sus últimas adquisiciones, hablando de viñedos, de cosechas
y haciendo con sus dientes teñidos preguntas y más preguntas caseras al chico. Vossler
era un gran curioso y su invitado un lenguaraz. Al cabo de tres copas se había enterado
187
ya de todos los pormenores familiares de Martín, y, al día siguiente cuando se dirigían al
conservatorio en su convertible, se enteró también del aborto fingido de Alicia, y de las
trampas de Dago para cazar chigüires. Vossler gozaba con la riqueza vivencial del
jovencito y sobre todo con su vigor descriptivo, que además iba creciendo en fogosidad
a medida que avanzaba la confianza.

—A mi hermanita pequeña la dejan hacer lo que quiera. No tiene disciplina. ¡No sabe ni
quién es Gergiev!
—Espera, ¿cuántos años dices que tiene?
—Cinco. ¡Pero tiene que aprender ya! … Le he estado enseñando las arias de La Flauta
Mágica los fines de semana y en las noches le leo cuentos de Hoffmann y Poe. Los niños
entienden más de lo que uno cree … yo sé lo mucho que le queda de estas lecturas porque
sus dibujos asustan.
—¿Y tu hermana mayor?
—Clara es una gran lectora. Pero va a ser matemática … Rechazó el violín «—No aguanto
esta tortura, ¡sáquenme de aquí por favoooor!» —gritaba cuando mi padre la dejaba en el
estudio para que aprendiera las escalas.
—No todo el mundo tiene aptitudes Martín…
—No, si aptitudes tiene de sobra. Lo que pasa es que no soporta una desafinación.
—Entonces el piano.
—Sí, se interesó, pero no en el sonido sino en su mecanismo; y mi padre tuvo que alejarla
del instrumento cuando empezó a soltarle las cuerdas y a desarmar los pedales. Pero
bueno … ¡ya se acabó la pesadilla! … ¡Menos mal! Si no, nuestra casa sería como estar en
el conservatorio … o en un taller de luthería. ¡Imposible estudiar así!

Martín se hallaba eufórico; hacía reír a carcajadas al maestro hablando más de la cuenta.
Nada se comentó acerca de su debut de seis años atrás y esto le permitió sentirse todavía
más a gusto, libre de presión, y, como él soñaba, en el perfecto rol de un estudiante nuevo
del conservatorio. Mientras contaba sus historias, Martín se deleitaba con la fragancia de
la mañana y el aspecto boyante de la moderna ciudad de Bellhar: amplias autovías y
construcciones comerciales titánicas. El aire vertiginoso les desarreglaba a ambos el pelo,
lo que rompía cualquier atisbo de formalidad, y el motor del descapotable respondía en
cada intersección con una potencia centrífuga que ataba a Martín al asiento y le hacía
sentir que iba a bordo de una poderosa máquina del tiempo, rumbo al próximo milenio.
¡Cómo disfrutaba de aquel ambiente cívico-futurista! … incluso la música era profana...
¡El maestro escuchaba Pink Floyd!

Al arribar al conservatorio, a las diez menos cuarto, Vossler se dirigió de inmediato a su


oficina, un espacio cuya mezcolanza casquivana causó gracia al joven director, quien en
adelante contaría con la excusa perfecta para no recoger ni una miga en su acéfalo
188
doméstico. Había partituras, revistas de música, videocasetes y paquetes tirados por
todos lados, cajas de libros y de discos aún sin archivar, medias y zapatos sin par tirados
en cualquier esquina, camisas, corbatas y chalecos de concierto colgados en el perchero,
en las lámparas y en las sillas, y, sobre el escritorio, al lado de la máquina de fax y del
teléfono, unas botellas de vino vacías y unas copas manchadas. El maestro estuvo dando
vueltas desesperadas por un rato intentando hallar debajo de aquellas ruinas la partitura
de Los Cuadros de una Exposición. El desmadre de su estudio nada tenía que ver con la
conformación armoniosa de su espléndida residencia, y superaba en estropicio al caótico
galpón de utilería del segundo piso del conservatorio; pero era el único escondrijo en el
mundo en donde Vossler se daba el gusto de actuar sin ley. Martín y el maestro se
dirigieron a paso veloz hacia el sótano del edificio tomando las escaleras anexas al enorme
ascensor de carga que Martín ahora miraba con respeto. Al empujar ambos la puerta de
acceso al pasillo que conectaba con la sala de ensayo, se escuchó el mar de extractos
incoherentes de los cuadros de Hartmann a los que Mussorsgky había dado voz. Martín
sintió un hormigueo en el estómago, y a medida que se acercaba a la sala su emoción se
hacía incontenible. Era esta una de esas tantas obras que habían llenado de gloria su
infancia.

Vossler entró en la sala, saludó y la enorme orquesta hizo completo silencio. El maestro
se ubicó detrás de los cornos, en un rincón disimulado, y acomodó una silla adicional a
su lado para Martín. De inmediato subió al pódium uno de sus alumnos. La orquesta
afinó y Rob dirigió el Ballet de los Polluelos en sus Cascaras, Samuel Goldenberg y Schmuyle,
El Mercado de Limoges, la segunda sección de Las Catacumbas cum mortis in lingua morta y
La Gran Puerta de Kiev. Al finalizar Rob, Vossler dio inicio a la clase, mas no corrigiéndolo
a él; se dirigió primero a la orquesta para exigir de ella el aspecto musical que pretendía
enseñar:

—Violines, en el forte y sostenuto87 de Samuel Goldenberg deben procurar mantener la


presión del arco sobre la cuerda, desde el talón hasta llegar a la punta, como si de un arco
y una flecha se tratara— ilustraba Vossler halando con firmeza y lentitud una flecha
imaginaria desde su base hasta la punta, enfatizando la tensión —de manera de
compensar en el extremo débil — seguía explicando, esta vez, tomando prestado el arco
del concertino —aquí en la punta, el peso natural que tiene aquí en el talón. Luego, al
mover el arco en dirección contraria, desde la punta hacia el talón, debemos sentir el
impulso de la flecha con toda su energía potencial antes de ser liberada, de manera de
mantener siempre la misma intensidad de contacto sobre la cuerda, lo que resultará en
un sonido espeso, equilibrado y consistente. — Entonces se dirigió al estudiante y con
mirada analítica le preguntó:

87
Tempo lento, de notas muy ligadas con la intención de crear uns sensación de alargamiento de las mismas.

189
—Y tú, ¿de qué manera puedes ayudarles?

Rob intentó mostrar el sostenuto con sus brazos a partir del simulacro del arco y la flecha.

—Más o menos esa es la idea. Para dar la ilusión de sostenimiento debes añadir
contrapeso a tus extremidades, como si te encontraras dirigiendo debajo del agua, o
pintando una pared con una brocha pesada; así sustentarás el sostenuto y lograrás obtener
grandeza y fluidez en el sonido.

Rob siguió las indicaciones, espesó el gesto y los ejecutantes entregaron su mejor
sonoridad con sus arcos adheridos pesadamente a la cuerda de extremo a extremo, sin
mermar en la punta, como si en vez de frotar la cuerda con el arco, estuvieran halándola
con él.

Vossler saltó al Mercado de Limoges, sección opuesta en estilo y texturas y pidió a su


alumno dirigir las minuciosas articulaciones. Después del esmero infructuoso del
estudiante, el maestro le detuvo y pidió a los miembros de la orquesta extrema precisión
en su ejecución, cantándoles él mismo cada una de las complejas articulaciones con un
acierto asombroso: acentuación, ritmo e incluso doble y triple picado de la lengua cuando
era necesario; y además con el nivel correcto de dinámicas y todo de memoria. La
orquesta corrigió y la textura se aclaró en el acto, como cuando se remueve el barro de
una superficie enlodada con un simple baldazo de agua.

—¿No era este el resultado que querías escuchar? Pues debes mostrarlo anticipadamente
con tu mirada y con el uso meticuloso de la batuta. De haberlo hecho correctamente, te
habrías evitado el paso innecesario que he tenido yo que dar: cantarle a la orquesta la
manera como debe tocarlo, y esto sólo puede sortearlo una gestualidad pulcra.

Vossler avanzó al inicio del cum mortis in lingua morta.

—¿Qué vas a corregir aquí? — Preguntó a Rob.


—El pianissimo de las cuerdas, al inicio.
—¿Por qué?
—Porque está muy fuerte. — La orquesta se rio.
—Entonces corrígelo.

Rob volteó hacia el ensemble y le dijo: —pianissimo, por favor — La orquesta ajustó, aun
cuando de manera insuficiente. —No, no. ¡Más piano! — insistió Rob y continuó, todavía
insatisfecho con el resultado. Vossler interrumpió:
190
—Insistir en conceptos abstractos con una orquesta tiene por lo general pobres resultados.
Tal vez no se trata aquí ni siquiera del nivel del volumen sino de la intención, es decir, la
delicadeza y la imagen contextual con la que un músico aborda un pasaje musical. En vez
de pedir tres veces pianianissimo podrías decir:

Esta sección debe ejecutarse con tal sigilo que de ninguna manera llegue a perturbar el
sueño silente de los cráneos que reposan en las catacumbas.

La orquesta respondió en el acto, esta vez, con un pianissimo sustantivo que además
infundió a la frase una perfecta atmósfera subterránea.

A continuación, el maestro pidió a Rob que dirigiera de nuevo el arribo a La Gran Puerta
de Kiev. Rob comenzó diez compases antes, se llenó una vez más el pecho de triunfo y
arribó a La Gran Puerta con una mirada retadora a los bronces y con el mismo brinco
eufórico sobre el pódium que ya había hecho antes. Henchidos, los vientos metales no
sonaban, gritaban, y las pobres violas que estaban delante de ellos se hundían en sus
asientos aplastadas por los intolerables decibeles. El maestro se levantó alzando una
mano y tapándose un oído con la otra.

—Rob; no, no hace falta animar a los vientos metales; ellos son jactanciosos por
naturaleza. ¡Lo dice Strauss en su cuarto mandamiento!88 Por otro lado ¿por qué esa
ampulosidad tan exagerada?

—Maestro, es ¡La Gran Puerta de Kiev!

—Rob, ¿Conoces las proporciones reales de La Gran Puerta de Kiev? Te sorprenderías. La


grandeza no se refiere únicamente al tamaño. Puede aludir también a la dignidad o
incluso al fervor religioso de un pueblo; y en este caso, no es la acepción que tú le has
dado. Aquí se trata más bien de situar la solemne puerta en su acertado contexto, no como
un símbolo de victoria militar o de fanfarria apoteósica sino más bien como el acceso a
una gran serenidad interior, como cuando vas ascendiendo en un avión entre nubes
negras y turbulencia y de pronto sales al espacio despejado y límpido del cielo. Ese nuevo
espacio, a pesar de su inmensidad, no te apabulla, encandila o ensordece, por el contrario,
te libera, te calma, te equilibra, te concilia con la inmarcesibildad de lo inaprensible. Yo,
poco dirigiría ese arribo a la puerta, y de no obtener ese sonido de devoción que busco

88
Richard Strauss, 10 reglas de oro para jóvenes directores: No. 4. Nunca aliente a los vientos metales con la
mirada; a ellos, sólo vistazos rápidos, y únicamente cuando se trata de entradas importantes.

191
allí, más bien orientaría a los vientos metales pidiéndoles algo así como: ¿Podrían tocar
esta sección con la sobriedad que evoca un imperturbable paisaje invernal?

Rob lo intentó de nuevo y esta vez los vientos arribaron a La Gran Puerta de Kiev con un
carácter noble y profundo, calmados, acendrados, en perfecto balance, como si al
traspasar la puerta majestuosa se hubieran rendido de pronto ante la insondable
ortodoxia de la madre Rusia en un día de invierno.

Cuando Vossler perdía la paciencia con sus alumnos, su tono de voz apenas aumentaba
y emitía sin reserva sus honestas observaciones:

—Aun cuando tu aproximación técnica es correcta, el resultado musical no convence


porque tu fraseo y tu ejecución de los ritmos carecen de inflexión, de intencionalidad; se
hallan al margen de cualquier pretensión comunicativa, de cualquier idea sintáctica y
sobre todo de cualquier efecto emocional. Los músicos no se adhieren jamás a causas
oscuras.
—¿Efecto emocional? ¿y no debería ser racional la aproximación a la música?
—Correcto. Pero ello no implica una supresión de la carga emotiva, el componente
humano, que al final, como en todo, es el que mueve voluntades.

Vossler procuraba un intercambio constante de ideas con sus discípulos, lo cual les hacía
sentirse importantes y completamente libres a la hora de formular preguntas, incluso
frente a los ejecutantes de la orquesta, y aguardaba optimista la correcta aplicabilidad de
sus teorías. Para la comprensión de la relación espacial/temporal, por ejemplo, entre la
preparación89, el ictus90 y la velocidad de la respuesta sonora, pedía a sus alumnos traer a
sus lecciones individuales un guante y una pelota de béisbol, y realizaba con ellos un
prolongado calentamiento hasta que el neófito se sintiera cómodo y natural lanzando y
atajando, atendiendo a los cambios de velocidad y a los espacios estrictamente necesarios.
Era así como en sus procesos analíticos, Vossler dejaba intervenir la chispa de la vida.

Por el contrario, los resultados de la enseñanza absolutista de Klontz se veían en pocas


ocasiones, pues para nada dejaba claro a sus estudiantes como dar el engorroso salto de
la árida teoría a la exultante práctica. En los ensayos, lo complicaba todo aún más con su
despotismo y su nimbo inaccesible de sabiduría e intuición orquestal perteneciente sólo
a unos pocos directores “elegidos” como él, algo que dejaba a sus aprendices,
probablemente no sin intención, inmersos en un sentimiento de despecho, incapacidad e

89
Gesto de entrada a la orquesta.
90
Acento métrico. Punto imaginario que el director toca contínuamente en el aire, con la mano o la batuta,
indicando el pulso.

192
insignificancia. Y como es de suponer, tampoco ayudaba a los muchachos el ataque de
nervios que les asaltaba al intentar alzar los brazos frente a una autoridad tan tozuda. Por
otro lado, la excelente orquesta del conservatorio contribuía a la veneración de la figura
divina de Klontz tocando de forma impecable para él y descuidada para los novatos.

Klontz y Vossler también eran físicamente opuestos, el primero, de semblante serio, ojos
negros y pelo rizoso y, el segundo, gentil, ojos verdes, muy blanco, y pelo liso y plateado.
Ambos se detestaban. Por más que eran elevadas sus causas, eran bajos sus instintos, y al
menos en eso coincidían. Sólo había un somero contacto entre los dos al comienzo de
cada semestre cuando se reunían a puerta cerrada para escoger a los instrumentistas que
formarían parte de sus respectivas orquestas. Era una de esas pocas eventualidades en
las que los estudiantes podían conocer la otra cara de Vossler. El encuentro terminaba
casi siempre en un gran escándalo a puertas abiertas con los iracundos maestros fuera de
sí dando puñetazos a la mesa y lanzándose papeles e insultos a la cara mientras se
disputaban como fieras salvajes a los mejores músicos del conservatorio. Y el lío no
terminaba allí; en los días posteriores continuaban amenazándose el uno al otro con
futuros boicoteos y venalidades como la usurpación de repertorio, medidas drásticas que
a veces llegaban a realizarse, y entonces era cuando debía intervenir el decano de la
facultad para imponer orden, mediante memorándums y la promesa de más becas para
atraer nuevos talentos al conservatorio.

II

Martín tuvo la oportunidad de dirigir el par de orquestas del conservatorio y atendió con
avidez y diligencia cada una de las antípodas indicaciones de aquel par de directores que
eran como el agua y el aceite. Sus celosas antinomias poco afectaron el rapto jubiloso en
el que se encontraba Martín por causa de esa participación precoz suya en el ambiente
universitario con el que tanto había soñado, por esa increíble sensación de sentirse
admirado por los alumnos de dirección y por ser él el foco de atención de los dos
prestigiosos maestros, que le observaban con la curiosidad de un zoólogo que acaba de
descubrir a un nuevo espécimen.

No obstante, entre los alumnos, que eran nueve, había dos en particular muy incómodos
con la presencia del jovencísimo director. En el conservatorio estaban acostumbrados a
los pianistas y violinistas precoces que, dos o tres veces al año, pasaban por sus teatros
causando furor y dejando en algunos alumnos, más que estímulo, frustración, ya que,
después de contemplar semejante despliegue de virtuosismo a tan temprana edad, se
193
sentían ancianos o equivocados de especialidad y decidían cambiar su plan de concertista
al de educador musical, y si el impacto era insuperable, cambiaban incluso de profesión.
Pero que se apareciera también un director precoz, era ya el colmo. Uno de esos
estudiantes irritados era Debussy, un melindroso con cara de tormento que bajo ninguna
circunstancia abandonaba ni su vocabulario ni su actitud académica; sin embargo, por
sus lentos ademanes, podía inferirse que padecía de una pereza consustancial. Tenía
veintiocho años, era alto, con bigote y barba en forma de candado, pelo rebelde, graso y
peinado de medio lado partiendo desde el borde de la oreja hacia arriba. Era muy
parecido a Debussy sólo que, a diferencia de este, usaba unos espejuelos de montura
gruesa sobre unos ojos saltones, era de poco talento y menos aseado. Debussy observaba
de forma descalificadora cada uno de los pasos y movimientos de Martín. El otro irritado
era John, de unos veinticinco años, muy bajito, temperamento encrestado, falsa cortesía
y de una calvicie prematura de esas que tienden a asociarse con grandes esfuerzos
intelectuales. Convencido de ser un gran director, se escudaba tras un halo de erudición
con la frente en alto y mirando por encima del hombro de Martín cada vez que este se le
acercaba.

Debussy vestía un traje raído que mostraba su origen humilde: unos pantalones
encogidos que le llegaban por los tobillos, un saco estropeado e incoloro por las mangas,
por el lado por donde se recostaba a las paredes en sus constantes irrupciones de flojera,
y un chaleco que permanecía abierto por falta de botones. John, el enano, vestía en cambio
una indumentaria cara y pintoresca que alcanzaba su punto climático en un corbatín de
terciopelo verde que no tenía nada con que hacer juego. Ninguno de los dos daba un paso
sin su par de lápices, uno negro y otro de color, y sin sus gigantescas y desgastadas
partituras orquestales que llevaban siempre bajo el brazo, en cualquier lugar, en el cafetín,
en los aseos, en el autobús, en los conciertos y en el parque cuando andaban de paseo con
la novia.

A las dos de la tarde, los estudiantes de dirección se encontraban todos sentados en la


sala de práctica orquestal, cada uno esperando su turno de dirigir. John y Debussy
iniciaron su cuchicheo alevoso por encima de la cabeza de Martín a quien una asistente
había ubicado justo en el medio de los dos.

—¿Hiciste el análisis sobre el leitmotiv91 de Agamenón?

—No.… No tuve tiempo. Es que después de haber leído a fondo La Carta de Lord Chados
me he convencido todavía más… sigo trabajando en mi tesis doctoral acerca de “la
música, fase superior del lenguaje”.

91
Idea musical que se repite con ciertas variaciones a lo largo de una composición.

194
—¿Y revisaste en la partitura las cuartas ascendentes derivadas del leitmotiv con las que
Elektra recibe a Orestes? — dijo John señalando con su uña larga un compás específico en
la partitura después de haberla colocado prácticamente sobre las piernas de Martín.
Debussy contestó con un sí comprometido y un abultamiento mayor en sus globos
oculares al recordar que no había hecho la tarea y que volvería a ser reprendido frente a
toda la orquesta.

Klontz entró en la sala de manera intempestiva, investido de toda su solemne gravedad.


Martín no pudo sino encresparse al comprobar el influjo portentoso que aquella figura
de atributos sobrenaturales era capaz de ejercer sobre sus indefensos pupilos: al verle,
todos sufrieron un cambio abrupto de expresión en el rostro. Klontz, que había sido presa
en las últimas semanas de una rabieta monumental, escogió para la práctica orquestal de
ese día un fragmento de la ópera Elektra, con el fin de agobiar a sus víctimas y con la
perversa curiosidad de saber cómo iban a responder los necios ante una de las partituras
más densamente orquestadas y complejas del repertorio operático, una decisión que, lejos
de mortificar, encendió aún más la altivez al par de engreídos, sobre todo ante la
presencia de un intimidado Martín.

—¡John! — Gritó Klontz.

El enano sabihondo saltó al pódium con su partitura abierta en la página treinta y tres, la
lanzó sobre el atril, moldeó su cuerpo con desaire para parecer más alto y con la
arrogancia de un crítico de arte dio inicio a su discurso, parafraseando al propio Strauss
y con un tono de voz y unos gestos que plagiaban de forma descarada a los del maestro:

—Buenas tardes damas y caballeros, esta obra debe tocarse “como si fuera música de
hadas compuesta por Mendelssohn”. Número cuarenta y siete por favor. Violonchelos y
violas el pizzicato “a la guitarra” y violento por favor. Primeros, segundos y violas, los
seisillos comenzando al talón, y cada uno iniciándose cada vez más hacia la punta del
arco de manera de lograr una perfecta gradación en las dinámicas.

Los jóvenes ejecutantes marcaban unos las particellas con sus lápices siguiendo las
indicaciones del generalito y otros se hacían que las marcaban mirándose de reojo con
una mueca burlona.

—Las maderas bajas entrarán al tercer compás del 48 también con sus acordes paralelos,
pero en un sentido inverso y las dinámicas por favor como las de las cuerdas, pero en
sentido opuesto. Los trinos de los clarinetes, por favor sostenerlos durante todo el tercer
y el primer tiempo, y las maderas altas no apurar el tresillo, es decir, deben mantener la
195
negra conectada a la primera corchea, hasta que vean la liberación activa del pulso que
yo les indicaré oportunamente con mi mano izquierda. Vientos, la respiración por favor
no antes del tercer compás, de manera de poder mantener la intensidad de la línea
ascendente que bajo ningún concepto debe ser interrumpida con respiraciones
escalonadas. Los acordes del arpa deben ser interpretados como un recurso colorista de
la nota inicial de los seisillos de las cuerdas, y no como entidades individuales. Fíjense, si
analizamos uno a uno los acordes en sucesión, encontr…

— ¡JOHN!!— interrumpió el maestro. Martín, que en ese momento se hallaba estupefacto


con el aluvión de información proveniente del pódium, se alarmó al ver el color
encarnado del rostro de Klontz —¿VAS A DIRIGIR, O NO???

—Si maestro, es que primero quería hacer unas indic…

—¡BUENO, PUES EMPIEZA DE UNA BUENA VEZ!!!!

John comenzó a dirigir, pero se detenía cada dos compases buscando compensar sus
deficiencias gestuales con su arrogancia mental ahíta de conocimientos modelados en los
egregios de su maestro. A partir de ese momento, Martín, impresionado con la facilidad
con que las llamas de la cólera alumbraban el semblante de Klontz, ya no miraba hacia el
pódium, sólo observaba el rostro elocuente del maestro que iba cambiando de colores en
concordancia con las sandeces de su alumno, y en la medida que subían de tono sus
reprimendas y de intensidad su color hasta alcanzar el rojo vivo, en la misma proporción
iba perdiendo fuerza y personalidad el enano erudito, quien, en tan sólo cinco minutos
se había transformado de león de Mozambique a un inofensivo corderillo de pradera. Al
comprobar Klontz lo grande que todavía le quedaba aquel vestido al más osado de sus
aprendices, optó por no perder más el tiempo y saltó a la segunda obra asignada: la
obertura de la opera de Don Giovanni.

III

De la sala salieron unos músicos y entraron otros. Mientras se reacomodaban las sillas y
los atriles, el hosco maestro no se acercó a hacer comentarios o a sociabilizar con sus
alumnos, no. Se fue directo al piano de cola que se encontraba en un rincón de la sala,
abrió la tapa del instrumento por completo y se entregó, con técnica y musicalidad
deslumbrantes, a tocar la obertura entera, la cual, para asombro de todos, no leyó de una

196
reducción para piano sino directamente de la partitura orquestal. Ni siquiera el paso de
páginas obstruyó su ejecución intachable.

John volvió a la tarima. Después de unos cuantos intentos frustrados con la obertura que,
como era de esperarse, consistieron en otra exhibición procaz de su locuacidad, talento
suyo que era al mismo tiempo su propia desgracia, abandonó el pódium avergonzado y
con menos pelo que antes. No era la primera vez que John se sentía como aquel prospecto
de escritor que llega ansioso a su casa con ideas formidables acerca de la muerte y su
escrito le queda como una nota de obituario. Regresó al lado de Martín y se dedicó en
voz baja a rebosarle el oído con múltiples excusas —…Habrás notado la incapacidad
técnica de estos muchachos de la orquesta para afrontar Elektra, …. y lo de Mozart, cómo
es posible que desconozcan así el libreto … ¡Es que hay que explicarles todo!…

Era el turno de Debussy. Subió temblando a la tarima, atajado del pesado score, el de la
opera completa, un libro que ya había enseñado a Martín ofreciéndole de forma gratuita
sus consideraciones no sólo acerca de la obertura sino también del primer acto. Estaba
analizado en detalle, armónica, melódica, estructural y rítmicamente, lleno de
recordatorios de entradas y salidas de los cantantes y también de los instrumentos, así
como de comentarios técnicos de Klontz, y de aquellos propios que eran producto de
muchas horas de disquisición exhaustiva en la biblioteca. Debussy colocó el libro en el
atril, respiró profundo y dio una entrada a la orquesta tan anémica que hizo ruborizar al
propio Martín y desató una epidemia de nerviosismo en la sala. Los largos brazos de
aquella parodia de director, tan recios al emitir consejos, en el pódium parecían los
tentáculos escuálidos de una medusa.

—¡NOOOOOOO!!!!! — gritó el enfurecido maestro desde la sección de las violas, dejando


a todos espantados y al pobre Debussy blanco como una aparición y con sus gruesos
lentes ladeados y colgando en la punta de la nariz.

—¿Pero es que acaso no sabes lo que estas dirigiendo???? ¿Es que no entiendes de
drama??? ¿En qué mundo vives, hombre??

Debussy lo observaba sin pestañear, con las pupilas desbordadas, intentando disimular
las fuertes palpitaciones y ondas nervudas que alcanzaban a sacudirle la solapa del
chaleco y que subían por las venas del cuello hasta hacerle temblar el labio inferior. Sentía
las insultantes verdades desgarrar sus tímpanos y, sin embargo, su conciencia las
suplantaba casi de inmediato con angustiosas conjeturas acerca de la reacción de los
músicos, de sus compañeros de dirección y en especial del novato Martín. La única que
pudo restituirle un poco la calma fue la violista francesa del primer atril que tenía el mal
hábito de marcar el compás con el pie y de sonreír en las situaciones más desdichadas.
197
Debussy le devolvió una risita rápida y seca. El maestro, que continuaba vociferando con
amargura, se acercó corriendo, saltó al pódium, le arrancó la batuta de las manos a su
alumno y con un rostro maléfico de mandíbula agresiva y ojos canallas dio de un sólo
impulso y prácticamente sin preparación, el más puro y dramático inicio a la obertura
que Martín jamás había visto. Sostuvo a las maderas con su mano izquierda y con la
derecha marcó el ritmo sincopado de las cuerdas con una intensidad extraordinaria, llena
de resistencia, belleza y drama. ¡Era el gran Klontz en acción! un director magnífico cuyos
rudos métodos de persuasión y de enseñanza generaron muy pocos, pero eminentes
frutos, sí, aquellos estudiantes de gran inteligencia que luego alcanzaron virtuosismo y
fama en su campo gracias a que, en sus cuatro años de conservatorio, pusieron todo su
empeño no en oír aullar a Klontz, sino en verle dirigir.

En seguida Debussy trató de imitar al maestro sin haber siquiera digerido ni sus gestos
ni sus palabras, lo que resultó en un intento todavía más infeliz, más falso. El infortunado
no supo cómo más exagerar el drama del trágico comienzo, y, el maestro, desesperado y
sin recursos adicionales para ayudarle, le dejó avanzar, pensando para sí «Es un caso
perdido».

Pendiente de todas las indicaciones marcadas en rojo en su partitura, que ahora


revoloteaban y se enredaban ante sus ojos sin ningún orden y sin ninguna lógica, Debussy
decidió continuar de oído, fingiendo que leía el score y que entendía a la perfección sus
propios garabatos. Al final del cuarto compás, bajó los brazos con vanidad para preparar
el piano que se aproximaba, y se dedicó a marcar con un ictus subdividido la articulación
de las cuerdas, olvidándose por completo de la existencia de los acordes que tocaban las
maderas. El maestro trataba de recordárselo desde un rincón de la sala apuntando a los
vientos repetidas veces con sus dedos alarmados en forma de flecha. Estaba histérico, con
su belicosa sonrisa de medio lado y hacia abajo. Cuando el estudiante por fin entendió,
ya habían comenzado los violines a tocar su tema diabólico ante el cual Debussy
permaneció impasible al no haber encontrado en la partitura ninguna otra indicación sino
la de ¡permanecer impasible! Entonces sólo pensaba en sorprender al maestro con la
preparación del sforzando92 de las cuerdas y de las maderas altas que estaba por ocurrir,
por lo que olvidó dar la entrada previa del timbal y del clarinete.

Mientras sucedía toda esta crisis de autoridad en el pódium, sin que las ínfulas de director
del aprendiz lograran disimularla, y se iniciaba el allegro de la obertura con el desajustado
Debussy al mando, John, renuente a abjurar al trono platónico de gran maestro y un poco
recuperado del trauma, empezó a susurrar otras de sus genialidades a Martín que en ese
momento hacía el mayor esfuerzo por concentrarse en los alaridos de Klontz. Al detener

92
Acento, peso repentino sobre una nota, de gran efecto emocional.

198
este último a Debussy, que estaba dirigiendo los primeros compases del allegro como si se
tratara de un ejercicio de solfeo, el enano aprovechó la oportunidad para continuar
limpiando su imagen y dijo al oído de Martín:

—Es que el pobre no entiende que la primera frase del allegro lleva implícita una carga y
una descarga de energía que se debe mostrar, así, — alzaba su brazo derecho con una
contorsión en la muñeca, sacudiendo la mano con el puño semi cerrado y luego, con la
palma hacia abajo, lo dejaba caer lentamente —una carga que luego complementa la
fanfarria y que también hay que mostrar … ¡Mira!... obsérvalo… ¡es que es de unos gestos
tan inconmovibles! … ¡Parece un robot! …— todo esto decía John tono de cotilleo
mientras negaba con la cabeza cada una de las tentativas frustradas de su amigo. En ese
momento Martín pudo constatar que la soberbia del enano, al igual que su deslealtad, no
conocía límites. Observó cómo en su partitura de la misa en do mayor de Beethoven, que
tenía abierta en su atril, había enormes tachones sobre algunas de las notas musicales del
compositor, seguidos de correcciones tales como: «¡octavas paralelas!!!» “modulación
lejana… ¿despiste???» «disonancia93 no resuelta» etc.

Klontz seguía rogándole a Debussy, quien asaltado por el terror ahora veía peligro por
todas partes, que marcara apenas lo necesario, tratando de impedir que siguiera
destruyendo con su torpor el estilo clásico de la obra y el ánimo truhanesco del mujeriego;
luchaba por enmendar de alguna forma los movimientos fatigosos de su estudiante que,
lejos de hacer fluir la música causaban su atasco, su descuadre, su enlodo. El enano
mientras tanto había entrado ya en el fondo de su análisis armónico de la partitura y le
enseñaba a Martín la expresión facial necesaria a la hora de enfrentar un acorde de séptima
dominante y aquella otra que debía usar ante a un acorde menor.

Cuando a Debussy por fin le entraban las ruidosas palabras del maestro por los oídos, se
consagraba únicamente al fraseo; pero entonces dejaba de marcar y el tempo se le iba al
suelo. Sudaba y sufría. Para él, que estaba tan perdido en su rol de director como lo está
un sacerdote en los asuntos domésticos del matrimonio, sujetarse del tempo era en
realidad la única tabla de salvación en aquel mar tempestuoso en el que se hundía sin
remedio cada vez que soltaba el salvavidas. La suya era una dirección de colador: cuando
por un lado atendía la melodía, por el otro se le iba el ritmo. El maestro, de pie, detrás de
las maderas, indignado al extremo, recuperaba él mismo el pulso de la orquesta mediante
unos chasquidos rítmicos furibundos, una especie de ladridos rabiosos a los que sólo
faltaba la espuma. Pero lo que más angustiaba a Klontz, no era el descuido, la falta de
técnica, ni siquiera la falta de entendimiento de Debussy sobre la partitura, sino la causa

93
Choque en un acorde o un intervalo entre dos o más notas en un momento determinado de la partitura, que
debe resolverse de acuerdo con las reglas de la armonía

199
suprema de todo su mal, su apatía física, su presencia endeble, la ausencia de ímpetu en
sus gestos y de energía en su mente. La morfología enclenque de aquel gandul impedía
a todas luces, hoy, mañana y siempre enfrentar con éxito un allegro adúltero. ¿Cómo había
entrado ese muchacho al conservatorio? ¿de dónde había salido ese enconado adversario
del fraseo? ¿ese desafío a la lógica musical? ¿ese horro de luz? ¿ese esmirriado de
estructura ósea flácida e incorregible? Klontz no lo sabía, pues ya estaba allí cuando él
fue nombrado profesor. El mismo Debussy era consciente de su desgano endémico, pues
este destellaba cada vez que se miraba al espejo, mas era tanta su pereza que antes que
emprender una transformación de sí mismo, prefería romper el cristal.

—Pero, ¿te das cuenta del absurdo?? — dijo Klontz a Debussy, harto ya de la situación.
—¿Dónde demonios has visto tú a un Don Giovanni apático? ¡No es a un seductor osado
a quien describen tus gestos, sino a una momia! ¡Anda a leer!!! … ¡y de paso, tómate un
multivitamínico!!— Debussy cogió la partitura y bajó del pódium sin alzar la vista; había
perdido el escaso color de su tez y hasta la poca fuerza de su desgano.

Derrotado el contrincante número dos, Klontz rompió el orden de la lista y llamó a


Martín, con la esperanza ciega de que el chico pudiera castigar la fanfarronería con su
talento. Martín no tuvo tiempo de asustarse. Impertérrito, sin decir una palabra, subió al
pódium y dirigió la obertura de principio a fin sin interrupción del maestro. En donde
los dos directores anteriores se ofuscaban denotando la medida exacta de la anacrusa para
dar inicio a la obertura, Martín creaba el preámbulo de una pasión cargada de venganza
de ira y de muerte; en donde los aprendices arrogantes veían un piano súbito con ritmos
de puntillo y analizaban la incidencia de sus vectores físicos sobre estos, Martín veía la
gradación de sombras nocturnas del jardín que escondía a Leoporello; en donde los
engreídos realizaban computados crescendos enfocándose en sus coordenadas
planimétricas, Martín creaba tensión y confabulación; en donde aquellos émulos
luchaban de manera inútil por reducir las rápidas escalas, los intervalos94, las tonalidades y
las modulaciones a una sola variable gestualmente controlable, Martín, con una técnica
óptima de evocativos gestos conducía a Don Giovanni a todo galope por entre sotos y
carrascales, avasallante, con todo su atrevimiento. En fin, John y Debussy dirigían notas
y ritmos; Martín, la trama. Mientras que la mirada de aquellos dos permanecía soterrada
en la partitura repasando sus propios análisis, la de Martín se paseaba incitante por toda
la orquesta, mientras que Debussy y el enano frenaban el tempo de la obra y destruían su
espíritu transparente con su sintaxis rígida y pesada, Martín lo hacía volar con su pulso
ligero y desafiante, mientras que los vanidosos dirigían los elementos musicales en su
estadio descabalado y sin enterarse, Martín lograba de ellos su versión más elaborada y
concertada. Los dos presumidos buscaban exhibirse a sí mismos, Martín exhibía el

94
Distancia en tonos y semitonos que existe entre dos notas de una escala musical.

200
argumento; en los primeros todo era infecundo y ambiguo y en el último todo abundante
y preciso; en los primeros todo parecía artificial y calculado y en el último, todo natural
y atinado. Mientras que John y Debussy se quedaban estancados en causas y
consecuencias confusas, Martín alcanzaba la panacea.

Los vacíos interpretativos dejados tras de sí por aquel par de fanfarrones los había llenado
de vida Martín. La orquesta emocionada olvidó sus desatinos, se dejó llevar por el ímpetu
de sus gestos y se involucró entera y como una perfecta unidad en el carácter teatral de
la música. La obra ahora llena de luz era muy distinta a aquella otra desabrida de unos
minutos atrás. El goce en la sala fue unánime. El maestro caminaba de un lado a otro con
sus manos tomadas por la espalda, el rostro relajado y con cierta satisfacción en la mirada,
aunque sin perder la seriedad. Al concluir, la orquesta aplaudió al jovencísimo director y
la clase prácticamente acabó cuando Klontz, sin hacer ningún comentario, se acercó a
Martín, le dijo que subiera a su oficina y se escabulló por la puerta lateral desestimando
los veinte minutos de clase que todavía quedaban. A pesar del desaire, Elmer, el próximo
en la lista, un zagal modesto, con oído absoluto, pero tan timorato que hasta en los sueños
se sonrojaba y ponía límite a sus deseos, subió al pódium y sin la presencia del maestro
pudo dirigir por primera vez a sus anchas, y lo hizo como el mejor de los estudiantes de
dirección del conservatorio, es decir, como un soldadito de cuerda.

IV

Desde el pasillo se escuchaban las corcheas de la mano izquierda de la Sonata Waldstein


hirviendo como la lava a punto de ebullición, y sobre ellas las escalas de la mano derecha,
volando precisas hasta desencadenar y unirse ambas de forma impecable en una vertiente
de cuatro notas finales perfectamente articuladas y gesticuladas. La admiración del joven
director por Klontz y por aquel lugar sagrado crecía descomedidamente, como crecía el
terror de los estudiantes frente al maestro hasta el punto de llevarles a perder la noción
del Yo. Al finalizar la fermata, Martín llamó con cortedad a la puerta.

— ¡Adelante! — Gritó el director. Al verle entrar, Klontz abandonó el piano, tomó la


partitura del Preludio de la Siesta de un Fauno que estaba en un atril y le señaló el primer
compás del corno inglés.

—¿Qué nota es esta? — Martín, confundido con la transposición del instrumento, tardó en
responder.

201
—¡Deberías saberlo de inmediato! — insistió el obstinado maestro. En ese momento
llamaron a la puerta y casi de una vez Martín pudo ver el antebrazo del enano que
intentaba entrar junto con otros compañeros a la reunión que mantenían después de la
práctica.

—¡FUEEERA!!!! — gritó Klontz, con una acrimonia causada por una pregunta de la que
aún no hallaba respuesta. La puerta se cerró con brusquedad y se oyeron los pasitos
apurados de los espantados pupilos huyendo por el pasillo.

El maestro pudo en ese instante sentir las palpitaciones de Martín y conmovido quizás
por la extrema juventud de aquel rostro, por la angustia de sus ojos y por aquellos gestos
inocentes aún no afectados por las celadas de la vida, dio un giro a su acritud y le invitó
a sentarse.

—¿Qué sabes de Mozart? — preguntó con carácter displicente.

Los ojos de Martín brillaron al ver concedida la oportunidad de demostrar sus


conocimientos. Ya un poco más calmado, habló sobre algunas características del estilo
del compositor, acerca de su Sinfonía No. 40 que conocía muy bien, del número y fecha de
composición de sus óperas y también un poco acerca de su personalidad lúdica. Sin
impresionarse, Klontz profundizó el cuestionario paseándose por asuntos más técnicos y
biográficos, incluso temas políticos y sociales del periodo de las luces, a todo lo cual
Martín dio respuestas breves, pero con acierto. Con menos paciencia y con el fin de
someter a prueba su experticia mozartiana, Klontz dio un giro al campo coral y preguntó:

—¿Cuál fue el verdadero aporte de Süssmayr en la misa de Réquiem?

Martín no sabía cómo agradecerle a la suerte. Había escuchado hacía poco hablar
extensivamente del asunto. Entonces, esta vez, se tomó el tiempo necesario para elaborar
una respuesta detallada, con la intención de sorprender a Klontz.

—Es difícil saberlo —comenzó Martín, — Es posible que Süssmayr se aprovechara de la


confianza del compositor cuando le ayudó como copista en sus últimos días y hubiese
obtenido de él mucha más información de la que se cree…
—¿Qué información??
—Información sobre la orquestación y diseño de la obra sobre todo a partir del compás
nueve del Lacrimosa; incluso sobre el Sanctus, el Benedictus y el Agnus Dei que son tan
originales, secciones que luego dijo que eran suyas. O pudo, por qué no, haber robado y
escondido una buena parte del manuscrito original en donde se encontraba toda esa
información; de otra forma, — dijo Martín abstraídamente, como si pensara en voz alta
202
—¿Cómo pudo este músico quien duraba años escribiendo sus propias obras que eran de
un nivel de conservatorio, no sólo haber completado en pocas semanas el gran Réquiem
sin dañarlo, sino, además, haber “imitado” la genialidad del maestro?

Klontz le escuchaba atento en su silla, con las piernas cruzadas, los labios contraídos y
los dedos de la mano derecha posados ligeramente sobre la cien, sin quitarle la vista de
encima. Martín interpretó su silencio como una aquiescencia, entonces, tomó fuerzas y
dijo:

—¿Es que es posible plagiar también la genialidad??

La expresión severa del maestro había desaparecido; aceptaba sus reflexiones y sin
embargo no menguaba en él su deseo natural de ver al jovencito en aprietos. Con media
sonrisa hacia abajo inquirió:

—Háblame de la influencia de Goethe en la obra de Beethoven.

A Martín le sorprendió la pregunta, y más aún su propia dificultad para elaborar con
rapidez un subterfugio que justificara ante Klontz su escaso conocimiento acerca del
tema. El impasse inesperado ponía en entredicho el éxito del día, y Martín, renuente a
aceptarlo, se atrevió a responder,

—Goethe… en la época de… No, a ver… A principios del siglo diecinueve, cuando
Beethoven…eeeh… No, un momento. …Creo que Schiller…Esteee...…

Sintiéndose triunfador, el maestro miró su reloj, volvió a la cara enrojecida de Martín y


tomó la palabra para alabar brevemente su actuación en el ensayo, corregirle algunos
asuntos técnicos y advertirle sobre la importancia del desarrollo paralelo de su carrera
pianística. También le habló sobre los tempi errados en las ediciones de las sinfonías de
Beethoven, sobre los instrumentos transpositores y un poco sobre su gran maestro
húngaro, un provecto intransigente de quien, tras muchos años de amargas lecciones,
Klontz entendió que sólo después de hacerlo reventar en ira podía obtener de él al menos
una mirada de remordimiento y un par de palabras de estímulo, por lo que esa traumática
relación se mantuvo siempre al filo del delito. Finalmente se levantó, tomó de su vasta
biblioteca Las penas del Joven Werther de Goethe y se la obsequió a Martín, no sin antes
ofrecerle, con una calma que parecía sincera, una breve introducción acerca del
movimiento de Sturm an Drang de la literatura alemana.

203
INTERLUDIO

Entre un ejecutante y su instrumento musical existe una intensa relación que se nutre de
una continua inflexión acierto-error con sus respectivos saltos emocionales: inseguridad,
confianza, ilusión, recelo, placer, decepción, contrición, consuelo, etc., y que tiene como
fin último el dominio pleno de uno sobre el otro. Cuando domina el ejecutante, este hace
de su instrumento una extensión de su cuerpo, materializa a través de él esa virtud suya
llamada talento.

El instrumento musical es un hilo conductor que permite comunicar riquezas íntimas de


la personalidad de un individuo. De no existir, esos tesoros se mantendrían ocultos y el
potencial artista terminaría perdido entre la multitud como un sujeto ordinario. El
instrumento es como la solución química que lleva a descubrir la imagen de una película
fotográfica, hace de la inteligencia musical un hecho comprobable.

Un pianoforte es un cuerpo que aun siendo inanimado sólo se entrega a plenitud


exigiendo el más ingenioso de los tratos, la más celosa dedicación, la más pura e
inequívoca aproximación técnica. Sólo a partir de estas condiciones, él se rinde ante su
pareja, permitiéndole exteriorizar su admirable destreza; con mansedumbre, él se esfuma
para dar paso a la voluntad, a la fuerza emocional y contemplativa, a la voz interior de
su intérprete. Él, que no dice nada cuando está a solas, junto a su contrayente de pronto
se transforma en la más poética de las voces. Por otra parte, él impide mentir. Con un
instrumento musical es imposible fingir ser experto; es este el objeto de una dura
profesión en donde la voz y la intencionalidad está siempre expuesta; por lo tanto,
cuando se trata de demostrar competencia, pocos oficios demandan el grado de
honestidad de aquel del instrumentista. En cualquier otra disciplina, cuando un grande
se luce ante el público, por ejemplo, un Penderecki, un Vargas Llosa, un Picasso o un
Gehry, detrás de ellos saltan los embaucadores en busca de la fama y pasan toda su vida
intentando impresionar de mil maneras y algunos incluso lo logran. Pero esto no lo
permite un pianoforte, ni un oboe, ni un contrabajo. Después de hacerle Yuja Wang un
gran favor a los envidiosos, dejándose observar en sus conciertos y videos, estos pasarán
años y años practicando antes de que puedan concluir que, con un piano, no hay forma
de engañar. ¿Puede un director de orquesta estafar a mucha gente con gestos artificiosos?
Desde luego que sí, pero nunca a los ejecutantes del ensemble, quienes conforman el
cerebro del instrumento musical del director. Antes de pasar la prueba de experticia
frente al público, el director debe pasarla frente este concienzudo tribunal.

204
El ejecutante de un instrumento musical se somete por años a un escrutinio inexorable
por parte de su consorte. El violonchelo se convierte en su juez, su confidente, su
inquisidor y su vidente. Es directo e insensible como una máquina de laboratorio que sin
remordimiento imprime a diario resultados exactos acerca de la condición física y mental
de su ejecutante. Este cónyuge es caprichoso como un ídolo y rebelde como un potro, y a
pesar de ello, la ejecutante infatuada le acosa, le ruega y no descansa hasta lograr que le
obedezca. — Tú y yo a solas, forcejeando, amoldándonos, amándonos, repudiándonos,
insultándonos, evadiéndonos, luciéndonos, decepcionándonos, criticándonos. —Tú y tu
registro opaco — ¡Tú y tu falta de soltura!

Hay similitudes y diferencias con respecto a la relación entre el director y su instrumento


musical, que es la orquesta sinfónica. La figura física del director puede también
esfumarse como medio en el proceso de ejecución de una obra, permitiendo a los
observantes enfocarse en la música. El gran director de orquesta es aquel cuyo rol, en una
ejecución fenomenal de una obra, trasciende el aspecto personal para alcanzar no sus
propios fines sino los de la obra musical. Los ejecutantes y el público por tanto no
terminan allí engatusados con las fruslerías de un director ególatra, sino involucrados en
lo relevante: en la cristalización sonora de sus gestos. Veamos algunas diferencias. El
violín es susceptible al tacto dactilar y a la intención de su ejecutante, la orquesta,
únicamente a la intención. La una es una relación de toqueteo, la otra, de persuasión.
Enclaustrados en un experimento inagotable, el ejecutante y su violín maduran juntos,
aunque sólo uno envejece y muere. El que sobrevive, si es de buena madera, el paso del
tiempo en vez de marchitarle le nutre, alimenta su lozanía y embellece su voz; es como si
su eterna juventud se amamantara, a través de los siglos, de la ambrosía de unos dedos
prodigios. Una vez iniciada esta relación inusual de mortal con inmortal no hay vuelta
atrás. Es una condición legitimada como el matrimonio; tiene sus reglas, ya no hay
posibilidad de elegir a otra o a otro, no hay misterios ni flirteos, es un pacto sellado entre
ambos. En cambio, la orquesta, instrumento del director, por lo general no ofrece esta
filiación y menos la posibilidad de una evolución de la relación por etapas, de la cual,
pudiera aflorar un vínculo afectivo o un crecimiento dependiente y compartido. La
orquesta, esta pareja difícil, reivindica de entrada expertos cálculos y reflexiones
profundas a su pretendiente. Es una relación extraña porque no se puede decir que al
momento de compartir no se genere una supeditación absoluta entre las partes, incluso
puede la orquesta también llegar a esfumarse como medio al tocar. Pero el grado de
intensidad, identificación y compenetración en esta relación sucede en cuestión de horas,
no de años, y se da entre numerosos protagonistas, cien músicos y su director. En la
relación entre un ejecutante y su violín ambos parten de cero; entre un joven director y la
orquesta profesional, el primero es apenas un embrión cuando la segunda ya vuela sola.

205
Para los instrumentistas el proceso de aprendizaje es un camino largo; y es tan
emocionante como masoquista. Para los directores también, sólo que es discontinuo y es
res publica. Durante el proceso de práctica, un instrumentista yerra frente a sí mismo y
frente a un profesor, a puerta cerrada; el director yerra frente al juez multitudinario. La
lucha de un instrumentista es consigo mismo, la de un director es consigo mismo y contra
una feroz logia de expertos. El director juega al ajedrez con su instrumento: el negro
ignora las intenciones y maniobras del blanco y viceversa. Ha de tener la habilidad mental
para saber que piezas mover y cómo arrostrar los posibles contraataques. El
violonchelista juega en cambio al rompecabezas. Para él no hay sorpresas aparte quizás
de un probable hallazgo, con el tiempo, de una voz nueva y hermosa; tampoco hay azar,
todo está controlado bajo las reglas y coordenadas de un plan de estudio esquemático. Su
aliciente fundamental es ir edificando pieza por pieza sobre un tablero intrincado y
laberíntico, con aquella destreza suya llena de elegancias, de bravura y delicadeza.

En la relación ejecutante/instrumento interviene un solo cerebro; en la de


director/orquesta, muchos. Cuando de pobres resultados musicales se trata, el director
puede hasta cierto punto compartir su culpa; el instrumentista no; lo sabe, y, aun así, con
la desfachatez típica del adocenado, se aprovecha del hecho de que su instrumento no
habla y procede a imputarlo de una forma tan injusta que si este pudiera defenderse
aullaría en cólera.

—Disculpe usted, maestro, es que estoy usando una caña nueva.

—Si las teclas hubiesen tenido el peso correcto ¡habrías podido apreciar todas las sutilezas
de las que soy capaz!

—¿Qué sucedió con el pianissimo de tu solo?


—Es la boquilla, maestro, es muy dura.

—El ritmo con puntillos no estuvo preciso.


—Sí, es que las baquetas eran blandas

—A ese guitarrista se le enredaron los dedos hoy como nunca.


—Sí, cuando fui a saludarlo al camerino, estaba fuera de sí, arrancándole las cuerdas
nuevas a la pobre guitarra.

—Qué lástima el concierto, ¡lo tocaste tan bien en casa justo antes de venir! ¿qué sucedió?
—El cambio de temperatura … afectó el instrumento.

206
Una de las diferencias más notables al comparar ambos tipos de relación tiene que ver
con la disponibilidad del consorte en el proceso de formación. A diferencia de lo que
sucede con un ejecutante, el instrumento del director de orquesta es de acceso limitado,
de contacto esporádico, por tanto, cuando llega la oportunidad de una interacción entre
ambos esta discurre por lo general en un ambiente tenso, de intriga y de misterio, de
atracción y de repulsión, de descubrimiento mutuo, de curiosidad, sospecha y
desconfianza. Se trata en la mayoría de los casos de una cita a ciegas. Alcanzar intimidad
pareciera imposible entre dos partes que apenas se conocen. Esto dependerá de la
preparación, de la musicalidad, del fogueo, de la inteligencia y del interés de ambas. Lo
que es malo por ejemplo para una relación entre un violista y su instrumento, es bueno
para la relación entre orquesta y director; me refiero a una vida promiscua. No basta un
único ensemble ni un solo director para acumular experiencia; son necesarias muchas
orquestas, muchos directores, de características distintas, de cuerpo y mentalidad
diferente, de tamaño diferente, de gustos diferentes.

El director se enfrenta a esta novia implacable que con brusquedad le exige madurez
plena. Aún sin la experiencia suficiente, el líder está obligado a entenderse con ella como
si la tuviera. Cuando la inexperta es la orquesta, como es el caso de las orquestas juveniles,
entonces su interacción con un director experimentado funciona de una manera más
corriente, como aquella relación entre un padre y su hijo. Pero tarde o temprano el
director se enfrentará a una orquesta más experta que él, lista para lucirse, para responder
a un virtuosismo que él/ella aún no está en capacidad de ofrecer. Cuando esto ocurre, y,
a pesar de su inferioridad, el director obtiene un triunfo relativo, incluso después de
haber dudado durante una semana de ensayos de cada una de sus acciones en la tarima,
su arrebato resulta ser de tal magnitud que se infla y da una patada a cualquier atisbo de
modestia. El triunfo en un pódium es una hazaña tan insólita que, una vez alcanzado, el
líder queda trastornado creyéndose el inventor de la disciplina, el mejor de los maestros,
un fenómeno, un emperador. Se trata de una alteración psicológica parecida a la del
torero que logra salir vivo de su primera corrida, momento a partir del cual se cree el
mejor torero del mundo. El trastorno comienza en los ensayos cuando el director trueca
sin saber cómo sus flaquezas por las delicias del poder, se aparta del recato y asume la
autoría no sólo de sus tímidos aportes sino también la de todos aquellos refinamientos
que han sido iniciativa del propio ensemble. El temor se neutraliza y la embriaguez del
triunfo queda en su cuerpo como una remembranza encantada. Estos valientes del
pódium van alimentando su ego con estos éxitos muchas veces circunstanciales y con una
gran maquinaria de propaganda. Pero hay que reconocer que, sin dicho trastorno mental,
sin esas verdades a medias, sería infranqueable para los hombres y mujeres de talento
hacer cara a retos cada vez más temerarios.

207
Gran parte de su prolongado entrenamiento lo hace el director sin su instrumento; cuenta
únicamente con su experiencia de vida, su voluntad, su estudio, su imaginación y con esa
elevada autoestima que le mantiene convencido de ser algo que aún no es y que no será
por mucho tiempo. Una ventaja es que, sin el objeto tangible, es decir, sin un obstáculo
físico en dónde embrollar los dedos, la práctica de un director tiende a enfocarse
directamente en la definición conceptual y gestual de la obra musical, es decir en su
interpretación y en la forma adecuada de comunicarla, algo que eventualmente hará el
ejecutante de un instrumento, aunque no sin antes haber saldado una deuda de años con
el tecnicismo. No significa esto que el director no dedique un tiempo substancial al
examen de la técnica, sin embargo, buena parte de ella, sólo podrá ser desarrollada
directamente en el pódium. A falta de su consorte (la orquesta), el director podrá ir
avanzando en otros aspectos fundamentales de su formación general como el aprendizaje
de un instrumento particular, el estudio de la teoría, de la armonía, del contrapunto, de
la orquestación, de la música de cámara, de las obras sinfónicas, de la historia, de la
literatura, de la filosofía y de la sicología, conocimientos que luego le permitirán abordar
en el pódium asuntos urgentes como el ritmo, el balance, la afinación, la interpretación y
también los posibles motines.

Con mucha suerte, un director podrá disponer de doce horas a la semana para practicar
su instrumento, esto en el caso de que cuente con generosas invitaciones. Tremenda
desventaja. Aun así, el director está obligado a ejecutarlo con desenvoltura, a guiarle
como líder aun cuando no haya sido nunca líder de nada, a pedirle resultados sin saber
cómo, a hablarle con la autoridad moral de un veterano de guerra sin haber estado nunca
en el campo de batalla. Tarde o temprano el director deberá someterse a esa etapa de
expiación en donde un extensivo ejercicio ensayo/error irá reparando sus faltas. Contrario
a todo proceso natural de crecimiento, el Chef d’Orchestre da sus primeros pasos
directamente en las salas de concierto. El instrumentista por el contrario desarrolla una
relación larga y profunda con su instrumento antes de atreverse a pisar un escenario.

Las observaciones, impresiones o críticas que pueda formarse un músico ejecutante


acerca de su director, de cualquier otro músico de la orquesta, o acerca de la
interpretación de las obras, por lo general no superan la fase del proceso mental. En el
caso del director, sus observaciones a los músicos y su crítica a su interpretación no sólo
salen por su boca, sino que además traen consigo una descarada recomendación. No se
puede negar que se trata de un rol antipático por naturaleza; es como si las personas, en
su relación cotidiana con otras, creyéndose superiores manifestaran a viva voz su opinión
sobre aquellas, además de exigirles cambios y aconsejarles cómo llevarlos a cabo. Pero el
excéntrico instrumento del director puede contestar, sí, y puede hacerlo no sólo con su
boca; también lo hace con su mirada y con su forma de tocar.

208
Recordemos, con él no hay lugar a un proceso de formación sistemática. En esta carrera,
la sensación es la de estar experimentando siempre con parejas distintas. Tratar de
entender el amor de esta manera puede ser al principio desconcertante, aunque, al final,
puede llevar a un grado de comprensión holístico del asunto. El ensemble es en cada
ocasión tan diferente como diferente es su propia historia como institución o diferentes
son los individuos que la conforman. Primero tenemos a la orquesta perfecta, aquella en
dónde sus ejecutantes, todos de una óptima capacidad técnica y musical, participan
ejecutando sus instrumentos cada uno con una inmejorable conciencia colectiva, lejos del
ego individual. El músico de esta orquesta lo explicaría de esta manera «—No existe una
experiencia musical más extraordinaria que la de sentir que estas tocando tu instrumento
al más alto nivel posible, y contigo, otros once, cuarenta o cien ejecutantes haciendo
exactamente lo mismo, con las mismas dinámicas, articulación, arcadas, digitación,
respiración, intención, es decir, todos como un solo individuo, y este individuo de una
sola voz, respondiendo a las demandas de un gran director» Esta es la orquesta ideal.
Otras, aun cuando cuentan con extraordinarios músicos, su unicidad se dispersa en
tantos pedazos como arrogancias estén presentes en el escenario. Esto se aprecia más
claro en el caso de un trio o un cuarteto. El mismo puede estar conformado por los mejores
músicos del mundo, digamos el trio Rubinstein, Oistrakh y Rostropovich y aun así su
resultado musical puede ser muy inferior frente a aquel otro trio exento de competencia
de egos.

Detrás de la orquesta excepcional se encuentra el resto. Puede tratarse de una orquesta


excitante (generalmente se trata de aquellas que gozan de una fantástica salud
profesional), o de una orquesta triste y resignada como una viuda de pueblo. Hay
orquestas de humor amargo, tal vez porque han sido víctimas recientes de algún
maltratador, de unas condiciones laborales injustas, o simplemente frustradas ante su
propia incapacidad. Tenemos aquellas con una seriedad imposible de relajar, las
compulsivas y otras que dan sueño; aquellas con trastorno de personalidad múltiple, es
decir, mientras las cuerdas conspiran agazapadas y los vientos metales lanzan miradas
de fuego, las maderas muestran una sonrisa adorable y la percusión, sólo por un día, su
lado angelical. Y tenemos también las incomprensibles, cuya mirada dulce en el proscenio
nada tiene que ver con su aspereza tras bastidores, es decir, caperucita por delante y lobo
por detrás, o, las enrolladas, capaces de ver en el recato de un director un orgullo
intragable. No falta la orquesta zombi, aquella que, más que venir del cementerio, parece
que marchara hacia aquél, de espaldas al director y con hambre de tinieblas. Existen otras
en donde el desgano o el entusiasmo de sus ejecutantes no tiene que ver ni con el
repertorio ni con el director sino con el puesto que les ha sido asignado dentro de la
agrupación. Así, se puede percibir por ejemplo como se va envileciendo la simpatía de
los chelistas a medida que su atril se va alejando del principal. Otro caso común es aquel
en donde un solo ejecutante insano, digamos el primer corno, tiene el poder psicológico
209
de desequilibrar moralmente a toda la institución cuando no se encuentra a gusto. Las
hay también mudas y habladoras; con unas se puede ir a toda marcha y con otras a paso
de tortuga; unas le arrebatan el ánimo al líder y otras se lo electrizan, unas alientan su
coraje y otras se lo exprimen, unas se muestran como un ser esquivo que luego lo entrega
todo y otras como auténticas generosas que luego no ofrecen nada.

Algunos se preguntarán si muchas de estas actitudes, digamos, problemáticas del


consorte, no son acaso provocadas por el propio director. El músico de orquesta
respondería: —Cuando de entrega se trata, es condición sine qua non estar enamorado;
sin esta circunstancia, la relación puede funcionar, sólo que, bajo una especie de
fariseísmo, y aun cuando es posible lograr algunos buenos resultados musicales, al no
estar convencida y mucho menos enamorada la orquesta de su director, esta se
fragmentará en tantas partes como familia de instrumentos tenga y mostrará interés
únicamente en las particellas, nunca como un todo, y mucho menos como una amante. Por
eso el director diletante ve en frente suyo a un monstruo con severos trastornos de
conducta, sin suponer que es él mismo, con su falta de musicalidad, de carisma, de
preparación, de tacto o de inteligencia, quien lo ha creado. ¿Acaso no sucede así con un
par de enamorados? Uno de ellos logrará obtener lo más bello y noble o lo más bajo y
grotesco del otro de acuerdo con su propio comportamiento. Las orquestas también
solemos encontrar en la figura del director la anti ética, o a veces un desgano que no tiene
que ver ni con su personalidad ni con el clima, sino con el terrible repertorio que le ha
sido asignado; y en ocasiones tropezamos también con el peor, con aquel que
pretendiendo ser original, se aparece con una nueva edición en su boca de las mismas
tonterías de siempre. ¿Quién puede entregarse a un líder que sólo logra levantar
sospechas?

El director replicaría: —Si de arrogancia se trata, creo que ahí llevan ustedes la ventaja.
La orquesta es, en muchos casos, un instrumento lleno de altanerías porque cada una de
las familias que la conforman está plenamente consciente de que, sin su colaboración
individual, el todo no funcionaría. Por eso se ponen difíciles, se hacen rogar, se
comportan de forma malcriada con su director y descortés con el resto de los ejecutantes.
Créanme, —diría desde una posición más bien marxista —no es la conciencia del director
la que determina su propia actitud frente a la orquesta, ¡son los ejecutantes quienes con
su forma profesional o vulgar de tocar determinan su conciencia! Ahí está el gran tribunal
en la fosa, ¡los inquisidores!, todos con su mirada cuestionadora, auscultando en su líder
cualquier herejía que pudiera ser condenada. Están ahí, sí, con sus coartadas, sus alegatos
falsos, sus notas equivocadas, con sus prejuicios y planes encubiertos, presumiendo la
mala fe del acusado, espiándole con sordidez, calculando la fórmula para desollarle,
camuflando sin escrúpulos sus propias deficiencias y desatinos. No le perdonan al
herético la insolencia de subirse al pedestal a regir por encima de los demás. ¡Debe pagar
210
caro por ello! Este por su parte busca cómo defenderse, implora respeto, resiste
batallando. Los ejecutantes afilan la guillotina. El director impetra por el indulto con su
coraje, su prosopopeya, su soberbia, sus ironías y sus frases célebres. En fin, una profunda
escisión entre las causas y propósitos de ambos. ¡Qué duelo tan patético, qué cierne, qué
pérdida de tiempo cuando lo que está por encima no es la música sino la ruindad de los
individuos!

El director prudente deberá estar preparado y dedicado a hacer música, deberá tomar
control de sus impulsos emocionales y también de los de la orquesta, hacerse políglota
para poder entenderse y comunicarse con un tropel que se expresa en galimatías, con ese
tigre peligroso con el que se puede lidiar a la perfección siempre y cuando no se provoque
su ferocidad. Mas no todos los directores cuentan con un juicio ponderado. Es el caso de
muchas batutas brillantes que podrían estar hoy sorprendiendo al mundo, y que, sin
embargo, se quedan en el camino por causa de su propia tozudez. Y es que dirigir
magistralmente no otorga la completa autoridad frente a la orquesta; la otorga el dominio
absoluto del proceso de ensayos y la manera cómo el director interactúa con ella, que
implica tanto lo gestual como lo verbal.

Esta profesión puede ser hermosa y estimulante pero también tiene la mala fama de
suscitar a diario numerosas deserciones. Así como un púber ignora las insidias del amor,
el director joven desconoce de estos aspectos controvertidos del mundo sinfónico, sobre
todo si su formación como músico ha sido ajena al ámbito de las orquestas, por ejemplo,
como pianista. Este desconocimiento en cierta manera le beneficia, pues cuando llega al
pódium su preocupación no gira en torno a la complicada relación institucional, a sus líos
internos, o a las amarguras personales o agitaciones psíquicas de sus miembros; gira en
torno a la música. Entonces se enfrenta al ensemble como el niño inocente que juega con
candela. Su objetivo primordial es divertirse con su juguete nuevo y es así como su
entusiasmo termina eclipsando cualquier animosidad. El novato que sube al pódium lo
hace con una ilusión tan inmensa que difícilmente las primeras antipatías o indirectas de
la orquesta logran apabullarle, si acaso las nota. El director joven es un casto que se
enfrenta a un mundo de lujuria, de pasiones, de intrigas y defectos humanos sin saberlo;
un cándido que sólo ve en sus ejecutantes música y bondad.

Todos necesitamos en momentos cruciales de la vida cierta dosis de ingenuidad para


poder afrontar grandes retos y vicisitudes, como la infamia de los ogros; de otra forma la
conciencia de su vileza nos reprimiría, nos cohibiría, afectaría la pureza de cualquiera
buena intención.

211
V

Ese verano, al arribar a su Festival de Ópera de Annex, el director ruso Eugene Ivanovsky
tuvo por fin tiempo de revisar su correspondencia y el papeleo acumulado durante los
últimos cuatro meses de conciertos por el mundo. Desempacaba en su oficina cuando
encontró entre sus partituras y libros el material que le había entregado Martín en
Montforth. Introdujo el video en el reproductor y continuó archivando papeles y tirando
otros a la basura, cada vez más apurado pues le esperaba sobre su escritorio el score de La
hora española que aún debía preparar para el ensayo de la mañana siguiente. Al escuchar
el inicio de la sinfonía Titán, miró hacia la pantalla y de inmediato le cautivó la
personalidad del chico sobre el pódium. Despejó el cabello de su frente, se acercó al
televisor y se quedó observando, tratando de descifrar cómo un chico de su edad era
capaz de mostrar en el pódium la técnica, la soltura y la agudeza musical de un veterano.
En ese instante llamó a la puerta el director ejecutivo del festival, Phil Throller. Ivanovsky
le hizo pasar sin quitar la vista de la pantalla. Throller hizo lo mismo, observar sin
pestañear. —¿Quién es el chico? … ¿Es alumno tuyo?? —No, lo conocí en Montforth, vino
a mi concierto. —¡Es estupendo! — Ivanovsky asentía con la cabeza, succionando la pared
interna de sus mejillas sin abrir la boca, y se peinaba con la mano la frondosa cabellera
repetidas veces, ayudándose a comprender. Throller le pidió prestado a Ivanovsky el
material y esa misma tarde, al finalizar su larga reunión con el manager artístico de
Ivanovsky, Robert Craig, Throller lo tomó del brazo antes de despedirse y lo acercó al
enorme computador.

—Robert, tienes que ver esto.


—¡Hmmmm!!! … ¿Who is this?
—Un chico a quien conoció Eugene en Montforth. Tiene 15 años.
—¡Nooooo!
—Siiii, es prodigioso lo que hace … ¿no te parece?
—¡Wow! … yes indeed… ¡And Mahler!!! … hmmmm… look at that … ¡how natural! … ¡wow!
—¡Y el dominio del score! — Craig alzaba cada vez más sus cejas, acercó una silla sin
mirarla y se sentó.
—No… he goes beyong that … wait… look how he makes music … ¡My lord! … he delivers
everything with his body… ¡oh!!! … I haven´t seen anything like this in my life…¡not at his age!95

95
¡Wow! …sí… ¡Y Mahler!!!...mira esto…. ¡qué naturalidad!... ¡wow!... No, pero es que esto va más
allá…espera…mira como hace música…Dios mio…lo dice todo con sus gestos… ¡aaaah!!! No había visto nada igual,
¡no a esa edad!

212
Frente a esa partitura rebosante en detalles lujosos no había duda del nivel técnico y de
la riqueza expresiva del joven director. Impresionado, Craig contactó a los padres de
Martín, fijaron una fecha, y viajó a Montforth a encontrarse con él. No obstante, a pesar
de su arrebato ante aquel hallazgo sin precedentes, al acreditado manager no dejaba de
estremecerle el plan «—He is far too young!96»

Alto ejecutivo de una importante agencia de representantes artísticos en Inglaterra: AMI,


especialista encargado de las carreras de reputados directores de orquesta, Robert Craig
viajaba exultante y sin tregua de continente a continente cada semana con una
ocupadísima agenda, coordinando conciertos y festivales entre sus codiciados directores
y eminentes instituciones artísticas. A este ínclito y atareado representante no le
organizaban la vida las salidas o puestas de sol, tampoco su voluntad o sus deseos, sino
sus padres omniscientes: su agenda y su reloj arbitrario. Eran ellos quienes le mandaban
a comer, al aeropuerto, al concierto, a la reunión o a dormir, sin importar el huso horario
o el cansancio. De ellos era un esclavo y es probable que no haya existido en la historia
del mundo unos padres más consultados y obedecidos que los suyos. Craig iba cinco
minutos por delante del resto de la humanidad; arribaba a todos lados antes que nadie,
sus opiniones eran siempre recibidas por adelantado, frente a las desgracias era el
primero en huir, y era capaz de descubrir a un gran director cinco minutos antes que
cualquiera de sus colegas especialistas. De ahí su fama.

Dos pasiones colmaban el alma de Craig, la música y los autos deportivos. Ya desde una
etapa temprana de su vida logró incluir de forma brillante esa primera pasión suya, la
música, como parte de sus obligaciones laborales, de modo que sus padres estrictos no
volvieran a calificarla de esparcimiento. Al terminar sus largas reuniones de ejecutivo,
llegaba la hora de cumplir con su responsabilidad favorita del día: la de sentarse a
disfrutar de las mejores orquestas, con los mejores directores del momento y en las
mejores salas de concierto. Si hubiera podido dividirse en seis para atender cada fin de
semana las actuaciones de sus directores en los distintos rincones del planeta, lo habría
hecho con todo placer y sin cobrar horas extras. Dentro de los teatros insignes como el
Musikverein en Viena o el Lincoln Center en Nueva York, procuraba obtener siempre la
mejor butaca. Para aquellos quienes se sentaban a su lado, era un verdadero martirio pues
el manager, con sus dedos entrecruzados y el par de pulgares aplaudiendo
nerviosamente durante todo el concierto, cambiaba constantemente de posición en su
asiento y sufría de potentes espasmos en sus brazos de acuerdo con las circunstancias
emocionales de la música. Por otro lado, no era posible murmurar, toser, ni raspar la
garganta cerca suyo, pues era capaz de levantarse y mandar a desalojar a quien se
atreviera a hacerlo.

96
¡Es demasiado joven!

213
A los autos deportivos logró incluirlos también dentro de su oficio profesional como
“ágiles instrumentos de trabajo”, de manera que este otro capricho suyo tampoco
pareciera un ocio. Usaba solamente bólidos de alquiler que conducía del aeropuerto al
hotel, a las reuniones y a los conciertos. Por eso llegaba tan temprano a todos lados. A
Craig no se le conocían amigos, no expresaba nada frente a la ternura de un bebé y sus
conversaciones eran únicamente en torno al trabajo. Pero cuando sentía necesidad de
comunicarse, o de solicitar algún consejo, lo hacía con los autos y entonces le sobraba el
cariño —My lord! … How fast you are!! … Well I say, the ultimate machine!!!97 — decía al
Ferrari 360 Modena —Oh, this baby is a beauty! — al Lamborghini Huracán —It is too much
of a risk to sign up this young conductor? … What do you think, you little beast?98 — preguntaba
al Lotus Evora dando palmaditas en su tablero mientras esperaba el verde del semáforo
para hacer chirriar sus ruedas. Su amplia sonrisa, que muy pocas personas tuvieron
oportunidad de conocer, le acompañaba radiante cuando se subía al deportivo con su
blazer clásico de cuadros Príncipe de Gales color marrón, su maletín de cuero negro con
hebillas doradas, bien peinado y bien afeitado, listo para llegar a acuerdos o firmar
documentos. Ante cualquier retraso u obstáculo del camino se ponía pálido y arremetía
diciendo —¡Oh! … ¡How chaotic!!!!99 — pero para eso estaba el bólido.

Este alto ejecutivo, serio y puntual, ocupado en extremo, cuya vida estaba programada
dos años por adelantado, ¿qué hacía montado en aquel avión, fuera de su agenda y de su
horario habitual, rumbo a una ciudad lejana para un encuentro con un chiquillo? ¿Estaba
perdiendo el juicio? No. Aquellas imágenes del jovencito le habían atrapado, ¡y de qué
manera! «¡He could become the next Kleiber!»100 Con esta excusa se calmaba y se justificaba
ante sus alarmados padres. Aun así, continuaba acechado por esa sensación de aflicción
que embarga a aquel o aquella que se dirige a cometer una infidelidad. Después de
cuarenta años de exitosa relación profesional con directores veteranos, ¿iba a enredarse
con un muchacho? En un momento llegó incluso a pensar que le podía estar ocurriendo
la misma historia de Gustav von Aschenbach y el bello adolescente Tadzio; entonces
comenzó a sudar, llamó a la azafata y pidió un calmante.

En su primera cita, al exigente mánager no le emocionó menos la personalidad


extrovertida de Martín, su actitud confidente, su conocimiento sobre la literatura
orquestal, y en general su oratoria amena y taxativa que en pocos minutos puso además
de manifiesto un innato potencial régulo. Le sorprendió descubrir que era más alto en
persona y todavía más apuesto, con sus crespos gruesos y castaños saltando alegremente

97
¡Dios mío! … ¡Qué rápido eres!! … ¡Bueno pues! ¡La mejor máquina construída hasta ahora!!!
98
¿Será mucho atrevimiento tomar a este director tan jovencito? … ¿Qué piensas tú, pequeño monstruo?
99
¡Oh! ¡Que caos!!!
100
¡Podría llegar a ser el próximo Kleiber! –

214
sobre su frente de infante, sus cejas gruesas y alargadas alentando cada una de sus vivas
emociones, su mirada lejana y afilada de futuro líder, y su nariz esbelta, dentadura
simétrica y labios y mentón bien proporcionados y varoniles, perfectos para un afiche. Ni
grueso ni delgado, su cuerpo encajaba perfectamente en el frac clásico de director. El
joven le pareció a Craig un adonis con la suspicacia del joven Voltaire.

La reunión se llevó a cabo en un restaurante del centro de Montforth. Martín acudió al


encuentro muy inquieto, con una ilusión augusta y un nerviosismo anabolizante que
estimuló sus procesos metabólicos facilitándole unas respuestas cargadas de asombro.
Era una de esas situaciones de contingencia intelectual en las que estaba forzado a valerse
de un verbo pulcro y de todos los escamoteos de un malabarista. En los minutos iniciales
de la cita, actuó con perspicacia ante cada planteamiento, y el espacio entre pregunta y
respuesta fue más breve que un parpadeo. Por su parte, Craig, hombre maduro y de un
escepticismo moderado, se condujo de manera circunspecta y formal, con el ademán
pragmático y reservado del perfecto jefe inglés. Poco a poco Martín comenzó a soltarse y
dónde veía oportunidad iniciaba algún tema que dominaba, como la existencia del
simbolismo en algunas combinaciones sonoras, o las reformas de Gluck en la ópera que
por esos días había investigado. Ante la pregunta de Craig acerca de sus directores
favoritos, Martín no sólo habló de varios, sino también de sus diferentes estilos de
dirección, y, cantando breves temas de la séptima de Beethoven, se levantó y demostró
cómo lo habría hecho cada uno. —¡My Lord! … Yes… ¡that´s right! …That´s amazing…101—
Craig, con sus cejas levantadas, no salía de su estupor ante las perfectas imitaciones que
hacía Martín de los históricos maestros, y comenzó a reír con satisfacción y a pedir más y
más ejemplos. Frente a la parodia de Solti, el manager soltó la primera gran carcajada de
su vida.

También había venido Martín a la cita atiborrado de anécdotas cortas para rellenar
cualquier hueco inesperado que surgiera en la conversación. Craig se refirió en un
momento a un famoso director a quien la Orquesta de Boston amenazó con no tocar más
si no mejoraba su aspecto desaliñado, a lo que Martín agregó casi atropellando sus
palabras:

—Mejor todavía es la historia de los dos estudiantes de música que decidieron jugarle
una treta al inmundo profesor de teoría el día del examen, cuando este se presentó con la
barba llena de adornos como si esta fuera un arbolito de navidad.
—What, you mean decorated?102
—Sí, con trozos de huevos revueltos, pan y jamón:

101
¡Dios mío! … Sí …. ¡tal cual! …. Qué impresionante…
102
Quieres decir, ¿decorada?

215
—Profesor, ¿Nos daría una “A” en el examen si adivinamos que comió usted en el desayuno? —
El severo maestro les miró perplejo, pero aceptó la propuesta —¡Huevos revueltos con pan y jamón!
— adivinó el astuto pupilo. —¡Nop! — contestó el viejo con aire triunfal. —¡Te equivocas!
—¡Vamos, Profesor! Si carga usted la prueba del delito encima —contestó el alumno señalando su
barba
—El menú lo has acertado, ¡Sherlock Holmes! Pero esto no es… —dijo tomando una de las
migas de huevo, metiéndosela en la boca y chupándose los dedos —… no es del desayuno
de hoy … sino del viernes pasado.

Craig, el mesurado, ahora se carcajeaba ruidosamente hasta enrojecer, miraba el reloj a


cada rato y continuaba haciendo preguntas, cada vez más relajado, cancelando en silencio
los compromisos pautados para las siguientes 24 horas (debía regresar esa misma tarde
a Nueva York), para dar prioridad al nacimiento de una relación laboral tan inusual como
interesante. El mánager llamó al camarero con la punta del dedo y pidió otra botella de
vino. Craig olvidaba cómo proceder ante el divertido señor con cara de quinceañero que
tenía sentado al frente, y, tentado a servirle vino, pasaba la botella con su mano larga y
huesuda muy cerca de la copa del menor, regresándola con disimulo a su puesto original
en la mesa. Martín pestañeaba incrédulo cada vez que aquella le rozaba las narices. Al
terminar el segundo tinto, Craig pidió otro y la reunión mánager/dependiente, pensada
originalmente para cubrir veinte minutos de instrucción vertical, se extendió por tres
largas horas en un bifurcado encanto horizontal de colores intensos. Era para Craig una
sensación extraña pues, en vez de sentir la escisión que se experimenta cuando se intenta
profundizar en temas tan herméticos con un adolescente, el ahondar en ellos con Martín
más bien frisaba la brecha generacional. Tal fruición nada tenía que ver con el
aburrimiento que el mánager experimentaba en sus citas de trabajo incluso con gente de
su propia edad. El sesentón disfrutaba en grande con el jovencito, le danzaban los ojos.
Martín continuó explotando su talento histriónico y parodió a otros directores, como
aquel que acababa de ver esa semana en los ensayos de la Sinfónica de Montforth cuya
cursilería no conocía límites. —¿Really? … ¡Go on then! — Martín cambió completamente
su tono de voz y arrugó la frente:

—Mi bella orquesta, hoy haremos un ensayo… ¡inolvidable! A ver, mis lindos violonchelos.
Muéstrenme un sonido… REVOLUCIONARIO... así... ¡Exacto! … Ese era el Beethoven que
quería oír… ¡Bravi!!! … Mis violas … ¿Podrían darme un beso con su frase?
—What?? Noooooo! — respondía Craig, incrédulo.
—No mis preciosas cuerdas. Les falta vida. Tienen que moverse … ¡esto tienen que bailarlo! ¡ES
UN MAMBO!!! … Mis bellos violines. Necesito un sonido más grueso … más virtuoso…como
… ¡como el de la Filarmónica de Berlín!
—Wow, Jesus!

216
—… Oboe mío, no me gusta ese sonido tan serio y refinado para esta obra. Debes tocar con un
timbre…esteeee…. no sé, más folclórico … ¡más salvaje! …Vamos a ver … ¿Podrías intentar el
solo sin la caña?
—¡Ja, ja, ja, ja, ja! … Nooooooo, ¡impossible!!

Martín se rio de su propia ocurrencia.

—Well it seems …JA JA … it seems like that wouldn´t have surprised the orchestra at all!! JA,
JAAA!103
—¡Exacto!
—Can you imitate Ambrus Vlakhos?104 — preguntó Craig después de calmarse mientras
bebía agua.
—¿Quién? —respondió Martín desconcertado, temiendo desconocer a una figura
importante.
—Of course, you wouldn't know! He's a Greek conductor, very well known in Europe after
Mitrópoulos. Maybe your father knows him since he toured a lot in the southern countries. You
can ask him. Ambrus was a unique conductor, very sober and elegant at the podium, with a great
facility in portraying the music to his musicians. I believe he still alive, somewhere in England.105

Luego habló Martín sobre las discusiones políticas entre los alumnos del Liceo de las
Artes. Craig pulverizaba con los dedos las migas de pan que recogía del mantel mientras
atendía el ritmo de su sintaxis, lo palpitante de su prosa verbal, sus depuradas cadencias,
la persuasión de sus gestos y la fuerza climática en sus planteamientos; medía pues, con
su ojo experimentado, las capacidades suasorias del joven director frente a una obra
sinfónica. —The most important thing for now is… — dijo el mánager al final de la tertulia
—...that you keep studying hard, and I'll take care of securing the best conducting opportunities
for you.106

Se despidieron efusivamente, como si se conocieran por años, Martín con una sensación
de doble victoria: había logrado ganarse al circunspecto manager y obtenido la llave de
entrada al mundo del pódium, y, Craig, cada vez más confundido con la edad de su
nueva adquisición. Apenas un par de semanas habían transcurrido después del
encuentro cuando, una tarde, al regresar Martín del Liceo recibió una primicia de infarto:

103
Bueno … ja, ja … ¡Eso no le habría sorprendido ya a la orquesta!
104
¿Podrías imitar a Ambrus Vlakhos?
105
¡No importa, no tendrías por qué saberlo! Es un director griego, muy conocido en Europa después de
Mitrópoulos. A lo mejor tu padre lo conoce porque él hizo muchas giras por los países del sur. Puedes preguntarle.
Ambrus fue un director único, sobrio y elegante en el pódium, con una gran habilidad para transmitir la música a
sus ejecutantes. Creo que sigue vivo, en algún lugar en Inglaterra.
106
Por ahora lo más importante es que sigas estudiando duro y ya me encargaré yo de encontrar las mejores
oportunidades de pódium para ti.

217
la Orquesta Filarmónica de Bellhar, la misma que había visto tantas veces de niño bajo la
batuta de Hans Berger, el admirado director de lustrosa calva, le llamaba a subir a su
pódium para el verano del año siguiente.

¡Martín contaba ya con una invitación de una gran Filarmónica! La sorprendente noticia
era el culmen de una serie de acontecimientos extraordinarios que en los últimos meses
habían convertido las soberbias tardes de Montforth en un permanente sobresalto. Ahora
se trataba de su primera aventura frente a una orquesta profesional, y justamente aquella
de la ciudad fastuosa de las cinco colinas, del regio Music Hall y del prestigioso
conservatorio. Ese día, antes de enterarse, Martín había presentido algo grandioso, y,
como si lo supiera, se detuvo en la puerta de su casa con su incontenible sonrisa y sus
ojos dilatados que parecían reivindicar siempre el anuncio de advenimientos ingentes,
esperando que sus padres soltaran aquella noticia apoteósica que les colgaba de la punta
de la lengua. Al conocer la noticia, arrojó el morral por los aires, subió corriendo al
segundo piso y se lanzó por las escaleras como si estas fueran un tobogán. Tenía un fuerte
catarro y la excitación le provocó un acceso de tos. Mareado, se acercó a la pantalla y leyó
entre líneas con sus manos en la cabeza, tres veces, confirmando la insólita invitación.
¡Aquella computadora adorada era como una lámpara maravillosa de donde salía todas
las tardes un mago a cumplir sus deseos!

No hallaba paz el jovencito; era un torbellino por dentro y por fuera. Llamó por teléfono
a sus amigos del liceo, a Mr. Olson y a los vecinos para contarles. Corrió a la calle. —
Martín, ¡Ponte el suéter!!! — Volvió palpándose a sí mismo para comprobar que no
soñaba. Subió a su cuarto y tosió de forma celebratoria. Abría e inhalaba a fondo el
estuche de caoba que contenía el par de batutas nuevas cuyo olor había impregnado,
como un sahumar, la habitación entera. Estornudó repetidas veces. Las columnas de
libros de música, los tomos de Dumas, Borges y Cervantes, así como los textos de estudio
del liceo esparcidos a lo largo y ancho del dormitorio, ahora se reflejaban en su mirada
acuosa como verdaderas reliquias del viejo Monasterio de Santa Caterina, y, el espacio
desastroso, como el taller caótico de un escultor que atiende los últimos detalles de su
obra maestra. Observaba con celo y presunción su enorme patrimonio. Se sintió General,
con el mismo derecho de Napoleón a ser proclamado Primer Cónsul, con el mismo
derecho de Mehta, de Solti o de Masur a plantarse frente a una de las grandes orquestas
del mundo. Tosía. Alcanzó una de las batutas nuevas y la estrenó dirigiendo los primeros
compases de la Cuarta Sinfonía de Brahms. Ordenó sus partituras de orquesta. Las que
conocía las puso a un lado del estante y aquellas por estudiar, sobre la mesa. Las contó
una y otra vez y al terminar se sentó a escribir un cuento acerca de las impresiones
hedonistas de un día excepcional. Luego compuso unas variaciones de cinco minutos
para flauta y director de orquesta en dónde este último debía indicarle de manera
aleatoria al flautista, treinta interpretaciones distintas. Casi a medianoche se fue a la cama,
218
acomodó la almohada de manera que su cara reposara en dirección a las partituras, tosió
varias veces sin abrir la boca para no disturbarse a sí mismo, y apuró la noche, ansioso,
con la certidumbre malcriada de encontrarse al día siguiente con otra gran primicia.

—La Orquesta Filarmónica de Bellhar, ¡Qué opulencia!!! — pensaba Martín entre sueños,
imaginándose en medio de una gran celebración en su honor después del triunfo de su
debut, rodeado de ejecutantes cautivados, todos de pie admirándole con una copa de
espumante en la mano, en una hermosa terraza al aire libre al borde de un alcor. Él se
paseaba por los largos mesones de flameantes manteles blancos con flores, candelabros,
caviar, fuentes de chocolate con fresas, vino, coctel y champagne. Caballeros con frac y
damas con maravillosos escotes y abanicos clásicos, se solazaban con el aire cálido del
anochecer veraniego y con el exquisito trio de Bill Evans que, desde una esquina del
altozano, sofisticaba el ocaso. Las jovencitas, cientos de ellas, vestidas con trajes largos,
saltaban, reían, le miraban con picardía y luego murmuraban entre sí. Todos hacían cola,
unos para rendirle homenaje, los fotógrafos para retratar el momento histórico y la prensa
para acosarle, y él, halagado, intentando complacer a unos y otros, besaba manos suaves
y perfumadas, y entregaba la suya enaltecida por el puño impecable de su distinguido
atavío.

Los sueños cumplidos incitan a otros sueños aún más audaces. No obstante, la
intoxicación de Martín disminuyó gradualmente para dar paso a la conciencia de su
responsabilidad. Esa luz que tanto enarbolaba se fue transformando en un rayo abrasador
que comenzó a crisparle; la ilusión exultante era ahora una emoción comprometida, un
delirio con precio. Se le fue el sueño. Buscó la partitura de la obra principal del programa,
la Cuarta Sinfonía de Chaikovski y fisgó en ella, página por página, movimiento por
movimiento, pentagrama por pentagrama e instrumento por instrumento. Dos horas más
tarde la guardó con cuidado en la parte inferior de la mesa de noche al lado suyo, recostó
su cara en la almohada y se dedicó a escuchar la grabación entera.

VI

Un hombre alto y elegante, de pelo largo, vestido con pantalón negro de concierto, camisa
de lino blanco abotonada hasta el cuello y unas botas vaqueras de avestruz, caminó por
el estrado y se aproximó a Martín con la intención de comunicarse. Traía un violín en la
mano izquierda y el arco en la derecha. Colgó el valioso instrumento por el cuello dentro
de un estuche de violonchelo que se encontraba en posición vertical y que acomodó con
esmero de forma oblicua y entreabierto cerca de su silla, de manera de no perder de vista
219
a su tesoro. Luego de un saludo cortés con voz atenorada, tomó asiento con la calma de
un vicario y empujó la base metálica del atril que tenía enfrente con la punta de la bota
para abrir espacio, poder cruzar sus piernas y dialogar con comodidad.

—¿Hablamos un poco del ensayo?

Su semblante era tranquilo, para nada recriminatorio o aleccionador. Al contrario, su tono


benévolo y entusiasta era el del inicio de una conversación franca entre dos amigos
dispuestos a elaborar un plan. Martín tardó en responder, pero decidió hacerlo pues algo
le decía que era importante dar continuidad a aquel coloquio inusitado.

—¿Del ensayo?

—Si. De entrada, debe establecerse entre orquesta y director un nivel de comunicación


efectiva, de resultados inmediatos: los músicos escuchan la observación del director y
corrigen sin dilación. Aun cuando existen lugares de la obra en donde es necesario repetir
un pasaje más de una vez en virtud de su complejidad, en general la orquesta profesional
está capacitada para realizar correcciones de forma inmediata, cualquiera sea la
sugerencia del líder o la dificultad del pasaje. De no responder la orquesta a lo que el
director le pide, es probablemente debido a un mal planteamiento suyo, o a un
comentario no atinente, ¿me explico? Entonces el director debe reformular su pregunta,
o en todo caso, es preferible que siga adelante antes de enredarse en repeticiones inútiles.
Lo que debe evitar un director es expresar una demanda equivocada una y otra vez. Es
una pérdida de tiempo que acostumbrará a la orquesta a responder únicamente a los
ruegos del direct… a los rueg…a los… —la voz se agudizaba —sólo a a…a…aaaah...
¡aaaaaah…chís!!! ¡A los ruegos del director!

El hombre se limpió la nariz con un pañuelo, registró sus bolsillos y sacó de uno de ellos
una pipa que colgó en el lado izquierdo de su boca. Con un clic chispeante de un diminuto
yesquero prendió fuego. La poderosa luz hizo resplandecer de súbito el entablado oscuro
y dejó ver las pupilas recónditas y los maduros pliegues de la frente del violinista. Había
un fuerte olor a madera en el teatro y Martín consideró su acción un poco irresponsable
«¿Será de fiar este individuo?» El hombre encendió el hornillo y disfrutó de tres
bocanadas con los ojos cerrados y faz meditativa. Sufrió un breve acceso de tos. Volvió a
aspirar, sopló el orificio ardiente de la pipa y la colocó, todavía humeante, en el borde
derecho del atril. Reinició su exposición y el intrigado Martín, con la cabeza ligeramente
inclinada, observó cómo sus palabras continuaron expulsando restos de humo, parecidos
a las últimas combustiones de un tren de vapor. El aire en la sala se volvió denso y difícil
de respirar.

220
—Hablando de repeticiones innecesarias, debes evitar insistir sobre pasajes ya
corregidos, o en cosas como «hagamos esto una vez más» por mero placer. ¡COF! …
Ejmrrrrr… COF… ¡COF! … Repetir es desvanecer, agotar, dar muerte al interés. La magia
de muchas acciones descansa en gran medida en su carácter de singularidad, en el hecho
de sucederse una sola vez. ¡COF! … Naturalmente, la belleza merece reiteración; repetir
es también experiencia, oportunidad para un mejor entender o un mejor rendimiento, y
también para deleitar al placer, claro. El éxito de una repetición tiene que ver con el
contexto y con el grado de empatía entre orquesta y director. ¡COF…COF, COF!! — tragó
con dificultad —A veces es tanta la empatía entre estos dos, que serían capaces de repetir
el ciclo entero del Anillo del Nibelungo en un mismo ensayo ¡Ja, ja! … ¡COF! ¡COF!! …
¡COF, COF, COF!! ... ¡COF!!! … ¡Eeeejrmmmm! … Pero si las repeticiones tienen por
causa, por ejemplo, asuntos técnicos de los músicos, luego de un segundo intento el
director debe continuar y dejar esto bajo la responsabilidad de los ejecutantes.
COF…COF…Las repeticiones innecesarias causan frustración y extenuación mental y
física.

El hombre alcanzó de nuevo la pipa y esta vez se dedicó a inhalar y a exhalar de forma
extendida, con su cabeza echada hacia atrás y su mirada fija en el entramado de luces del
techo. Poco a poco fue formándose una nube grisácea a su alrededor que pronto le hizo
invisible. A Martín le faltaba el aire, quería toser y dilataba sus pupilas con esfuerzo con
el fin de atravesar la espesa neblina que había ausentado por completo a su interesante
interlocutor. Segundos más tarde este comenzó a aparecer por sí mismo. Primero sus
manos, que seguían espantando el humo con movimientos amplios, horizontales y
verticales; luego apareció su boca, su ronquera, y finalmente su discurso calinoso.

—¡Ejemmm! … Es importante que entiendas también que las condiciones musicales


excepcionales de un director no le bastan para alcanzar buenos resultados con una
orquesta. Requiere además de una técnica de ensayo óptima. Es un maridaje. Fíjate, se
puede estar preparado como músico, contar con una vasta cultura, con un gran talento,
dominar un instrumento a la perfección, conocer la obra a profundidad y sin embargo ser
un torpe a la hora de hacer su montaje o de pretender explicarla a la orquesta. Análogo
es el caso de solistas asombrosos que al momento de dictar cátedra son un fiasco. Ejem…
¡Ejemmmrrr!!! … El talento musical y la capacidad de instruir no siempre van juntos;
hacer las cosas de una forma natural y luego tratar de enseñar a otros cómo se hacen
puede ser de gran dificultad para muchos. Quien cuenta con una genialidad extrema para
la política, o para descubrir los procesos de modificación del ADN, o para interpretar a
Bach, puede ser el personaje más inepto a la hora de educar a sus hijos, ganar una partida
de ajedrez, o resolver los misterios de un crimen. ¿Has oído hablar de Horward Gardner?

Tosió, aclaró su garganta, descruzó sus brazos y estiró el cuello.


221
—“La inteligencia, lejos de ser un todo unitario es un conjunto de capacidades distintas
e independientes que coexisten en un mismo individuo”

En ese instante Martín se percató de que el hombre ya no estaba a su lado, sino que
disertaba desde un pedestal alto alumbrado por una luz sepia. Entonces advirtió que su
mirada insondable había cambiado por una vítrea, y no tenía ya un rostro afable, sino
céreo y distante; parecía el holograma de un circunspecto teólogo luterano. Los dientes
de Martín comenzaron a castañear.

—Sucede también con la enseñanza de la dirección. Quien dirige una orquesta


profesional da por hecho su maestría en la cátedra, lo que en muchos casos en vez de
ayudar a emancipar la voz individual del discípulo puede terminar torciéndola, o
mutilándola… ¡COFF! ¡COFF! … El virtuoso del pódium debe mantenerse alejado de esos
enemigos suyos que le hacen quedar muy mal: la arrogancia y la impostura.

—¿Dónde puede un alumno encontrar entonces al legítimo maestro de dirección? —


preguntó Martín tiritando.

—El maestro legítimo de dirección es aquel que entiende que un buen director o directora
es el resultado de múltiples escuelas, aproximaciones, interpretaciones, experimentos y
de una observación infinita. El estudio de la dirección no debe someterse a una sola
escuela o “maestro”; ello sólo ralentiza el descubrimiento de la voz particular del
aspirante. Más que de escuela o de maestro es preferible hablar de guías o de mentores
de cuya sabiduría dependerá un mayor estímulo en el alumno hacia la búsqueda y el
hallazgo de una identidad. La misma orquesta conformará uno de estos maestros
fundamentales, pues el error frente a ella será muchas veces la mejor de las lecciones.

Ahora el violinista hablaba con una voz más aguda, casi en falsete y, con actitud inquieta
y apocada, como si atendiera dos o tres cosas importantes a la vez y como si temiera
hablar en público. Su mirada era de desconfianza. Ya no vestía las botas vaqueras sino
zapatos de concierto, y de nuevo tenía el violín y el arco en sus manos. Se trataba del
concertino de la Filarmónica de Bellhar.

—El estudiante busca respuestas y tiende a… aaaaa … ¡aaaachís!!… a conformarse con


las conclusiones de aquellos “maestros” de voz más autoritaria, más poderosa y más
astuta. Pero, no es buen maestro ni buen guía quien pretende lograr de su pupilo apenas
un reflejo de sí mismo. Estos personajes son peligrosos, actúan como si fueran el centro
del universo, impiden a sus prosélitos absorber de muchos otros buenos ejemplos; en fin,
se convierten en un obstáculo y no en un puente para su emancipación.
222
El concertino acomodó el violín debajo de su mentón y empezó a afinarlo. Había tomado
el La107 de un oboísta que aún no era visible. Constataba cuerda por cuerda, al aire y con
armónicos, y luego miraba hacia atrás esperando la nota siguiente del oboe. Martín
comenzó a angustiarle la proximidad del concierto, lo que indicaba el final de aquel
diálogo fructífero; además, el hombre no parecía prestarle ya la misma atención. Siguió
afinando su extravagante violín que era una especie de salterio de doce cuerdas parecido
a una cítara. Cada cuerda correspondía a una nota de la escala cromática. De pronto el
concertino detuvo su acción y le devolvió la mirada. Cubrió la mitad de su boca con la
mano derecha y estiró la otra mitad en forma de pico como en plan de emitir un chisme.

—Paciencia, es un violín dodecafónico108 — dijo con voz secreta —¿Lo conoces? Parece
antiguo, pero es moderno. Fue desarrollado por un alumno de Wagner a quien Schönberg
robó todas sus ideas. Se puede colocar debajo del mentón, o en la rodilla, como una fídula
medieval, así…— El hombre puso el instrumento sobre su rodilla e hizo una corta
demostración tocando el tema de la sinfonía a gran velocidad. Luego continuó afinando.
Martín sentía pena por aquel individuo al que le tomaba siglos hacer su trabajo, por el
oboísta que le entregaba las notas de una forma cada vez más constipada, y por el público,
ahora visible, que esperaba intranquilo en un auditorio en donde hacía un calor del
infierno provocado por las numerosas antorchas situadas en las paredes de los pasillos
laterales. Los espectadores se abanicaban con los programas del concierto y miraban
hacia los lados y hacia atrás, preocupados por el retraso del director. Martín podía sentir
el apremio general del público y esto le causaba una opresión en el corazón que le
obligaba a cambiar de posición en su silla.

—¿No es hoy tu primer concierto? La orquesta está esperándote... — dijo de pronto el


concertino, mirándole con cierta molestia.

—¿Quéeee???? — Martín se estremeció. Comenzó a sudar.

—¡Ni siquiera me he estudiado las obras! Se trata de un grave error. ¡Falta un año!

El concertino continuó con su discurso como si no le escuchara, ahora en tono despectivo.

—Hoy, ¡abarca la lectura total o de al menos un ochenta por ciento del repertorio! ¡Deja
una idea clara de lo que pretendes con las obras en términos de interpretación, tempo y
transiciones!

107
Nota musical que se usa de referencia para afinar a todos los instrumentos de la orquesta.
108
Con cada una de sus doce cuerdas correspondiendo a una de las doce notas de la escala cromática.

223
Martín se levantó bruscamente con la intención de callarle, pero su voz no le salió, estaba
sofocada, muda. Entonces gritó, pero sólo alcanzó a escuchar el crujido gutural de su
diafragma, haciendo un sacrificio enorme por aupar algunas sílabas. Tenía la cabeza a
punto de estallar y el sudor rodaba a cántaros por su frente. Público y orquesta seguían
esperando.

—… ¡Debemos saber de inmediato cuál es tu nivel de exigencia y de expectativa! ¡Así


que, en este primer ensayo, debes dedicar al menos unos quince minutos a un trabajo
meticuloso, de gran demanda musical sobre algún pasaje en particular!

—¿Pasaje particular??? … ¡Qué pasaje?? … ¿En cuál de las obras? … ¿Tengo tiempo de
revisarlas?? ¡Imposible!!!

La poderosa sección de metales de la orquesta dio inicio a la tenebrosa fanfarria de la


Cuarta Sinfonía, sin el director. Martín buscó con desespero la partitura, consciente de que
de nada le serviría —¡No la he estudiado!!! … ¡No sé nada! — Después de dos pasos
sonámbulos la halló dentro del estuche del violonchelo. Estaba raída y pegajosa. Pasó las
páginas atropelladamente buscando alguna frase que fuera legible, pero había tantas
anotaciones, tantos tachones sobre las notas musicales que era imposible entenderla. —
¡No es mi letra!! ¿De quién es esto??? — Con horror observó cómo las hojas se habían
quedado adheridas en sus dedos como escamas leprosas. Intentó devolverla sin suerte al
estuche sacudiendo fuertemente las manos; entretanto pensaba en cómo dirigir esa
sección de la sinfonía que sólo había escuchado un par de veces en su vida y, de qué
manera podía subir hasta el escenario. Echó a andar, a ciegas. En vez de ascender por las
escaleras hacia el proscenio, bajó por ellas, en perfecta sincronía con el descenso tétrico
de los trombones y de la tuba después de la introducción, escala que se repetía como un
disco rayado. Se alejaba del pódium y crecía su tormento. Entretanto el concertino, en cuya
mirada ahora percibía la misma seriedad de Oliver, seguía exhortándole. Contra toda
premura y lleno de remordimiento, Martín todavía se detuvo para escucharle:

—¡Cumple con el horario de trabajo establecido! ¡Llega a tiempo! ¡termina a tiempo!


¡Nada de erudición teórica! ¡Se pragmático! — dijo mirándole de arriba abajo con ojos de
muerto.
—¡Sí! ¡Ya me lo ha dicho mi padre!!!

La fanfarria alcanzó la primera pausa. Martín echó a correr por los andamios
inescrutables del teatro. Miró hacia atrás para comprobar si su marcha había levantado
polvo. Nada. En contra de su voluntad regresó al punto de partida para intentar una
mejor arrancada. Las cuerdas hacían en ese momento su aparición en la introducción. En
224
esta segunda oportunidad, Martín dejó detrás una estela leve, pero consideró que no tenía
proporción con su esfuerzo ni con el sonido de las cuerdas; la polvareda detrás suyo debía
impresionar, debía cubrir todo el espacio, conmocionar a la orquesta entera y al público.
Con menos aire en los pulmones regresó al punto inicial y probó un arranque más
impetuoso. En esta ocasión llegó muy cerca de los escalones de acceso al proscenio, más
una fuerza malvada e invencible le obligó a retroceder y a intentarlo todo de nuevo, la
misma intransigente que condenaba a los trombones y a la tuba una y otra vez a un
destino fatídico. Partió a toda velocidad y logró por fin llegar a la escalera que subía a la
palestra. Vio el pódium. Se encontraba a la altura de una ventana fría que se hallaba a
cuatro metros del suelo. Debía estar sobre él al menos para el inicio del primer tema de
la sinfonía. Corrió allí. Un viento ártico le golpeaba la cara, el cuello y el pecho. Intentó
subir de un salto, pero el concertino, con la pierna estirada como un palo, se lo impidió.

—¿Traes buenas armas? … ¡Pues no es suficiente! … ¡Debes saber además cómo


esgrimirlas!! … ¡No existe fórmula única o perfecta de ensayo! ¡No existen soluciones
únicas a determinados problemas, o versiones únicas de las obras!

Su voz se aceleró repentinamente:

Cadadirectorcuentaconestrategiaspropias.Graciasataldiversidadlasorquestastienenoport
unidaddeaproximarsealasobrasdemúltiplesmaneras.

Parte de su mandíbula, muy recalentada, se desprendió y rodó por la tapa de su


instrumento y cayó al suelo ruidosamente. En su lugar quedó un hueco negro y
humeante.

Horrorizado, Martín volteó hacia el público. Este se encontraba decepcionado y molesto.


Al recorrer fila por fila para comprobar quienes habían asistido, se topó con los ojos
desesperados de Craig que miraban a cada instante el reloj con sus cejas alzadas, y luego
buscaban por todas las esquinas del escenario al joven director que tanto había
recomendado. —¡How chaotic!!! — parecían estar repitiendo sus labios. Las llamas de las
antorchas alcanzaron las cortinas. El techo de la sala se ennegreció y comenzó a lloviznar
estearina sobre los cráneos desfigurados de una audiencia de occisos. Pálido, Martín
regresó a la orquesta. El concertino, con la frente calcinada y los ojos blancos mirando
detrás del hueso, tartamudeaba con lo que le quedaba de boca. Los músicos ya no
producían sonidos sino un gorgoteo enfermizo. Los contrabajistas, todos degollados,
seguían moviendo sus arcos de lado a lado y su mano izquierda subiendo y bajando por
el diapasón, produciendo unos restallidos extraños en un constante acelerando. Sin poder
casi respirar, Martín quiso subir de nuevo a la tarima para tomar el control, pero de nuevo
fue interceptado. —«¡Qué asco! … ¿qué es esto?? … ¿tomates podridos???» — Se pasó
225
la mano por la frente y por el pelo y confirmó su sospecha. Buscó en las primeras filas del
público al responsable y vio a Klontz y a Vossler con huevos podridos en la mano.
Temblando de ira Martín dio el salto, pero el concertino otra vez atravesó su pierna y en
el acto reflejo Martín dio un violento puntapié a la lámpara que estaba sobre el velador
cerca de la ventana y la lanzó al suelo.

Al abrir los ojos, notó extrañado que estaba de pie y que aún vestía el suéter de la escuela.
Invadido de terribles palpitaciones pensando que pudo haber saltado al vacío, aprovechó
y cerró las alargadas contrapuertas de la ventana que seguían batiéndose con el aquilón
del invierno. Se acostó y permaneció rígido por unos minutos. «¡Me ha salvado la vida el
concertino!». Proyectaba una y otra vez los sucesos del sueño en la pantalla de sus
párpados, y cada vez que llegaba al episodio de Craig, sufría el mismo dolor en el pecho
y encogimiento en el estómago. Todo aquello parecía una advertencia.

Sus fuertes latidos regresaron al pulso normal cuando sus reflexiones se enfocaron en el
aspecto didáctico del sueño «repeticiones inútiles…no bastan las condiciones musicales
excepcionales…se requiere una pulcra técnica de ensayo…respeta el horario». Martín alcanzó
con el brazo el edredón que estaba en el suelo, se arropó y encogió su cuerpo rezumado
por la fiebre. Giró ciento ochenta grados y acomodó su rostro en dirección Este, buscando
el frágil destello que ya comenzaba a despuntar en el horizonte. Entre sueño y vigilia,
creía estar despierto, con sus párpados a medio telón, por donde continuaban desfilando
un carnaval de féretros. Susurraba en monosílabos cansados e interrumpidos por
constantes bostezos. Poco a poco fue soltando el hilo que le conectaba con el mundo y
calmando sus emociones con un sueño yermo.

—Martín, ¿Cómo te sientes? … ¡Es tarde! … ¡Levántate ya!

VII

Los adorables sucesos continuaron precipitándose uno tras otro como un alud de
estrellas. Su invitación para dirigir la Filarmónica de Bellhar; su primer premio en el
concurso Kawai de piano en Montforth, evento cuya felicidad cumbre no fue para Martín
el instante del anuncio del ganador sino el gesto de aprobación de Olson; su prematura
firma con la acreditada agencia de directores de Craig, AMI, contrato que tuvieron que
firmar también sus padres como representantes legales; una oferta para dirigir en américa
del sur, gestionada por Oliver; y desde Maine y Servoz, invitaciones para participar en
sus Festivales Internacionales de Jóvenes Directores.
226
Durante los meses de octubre y noviembre Martín se abocó con pasión a otra de sus
grandes hazañas. Antes de su debut con la Filarmónica de Bellhar, debía dirigir un par
de obras de gran complejidad, la Sinfonía No. 1 de Shostakovich y la Suite del Mandarín
Maravilloso de Bartok, primero en Buenos Aires y luego en el Festival Internacional de
Jóvenes Directores en Maine. Para ello se valió de su desarrollado método expedicionario
sobre las partituras. Exploró y exploró las dos obras hasta asegurarse que de abstracto no
quedaba nada en sus contenidos y que eran perfectamente manejables a través del gesto.
Enfrascado durante días y días en los descubrimientos alegóricos, armónicos, polifónicos
y formales del par de obras maestras llegó a memorizar sin darse cuenta el contrapunto
de sus temas, sus juegos rítmicos, sus imbricadas dinámicas, armonías y modulaciones,
su voluble instrumentación, así como la página, la letra y el número de compás en donde
todo aquello sucedía. Hizo un análisis comparativo entre las dos obras, y aplicó también
su fórmula minuciosa de orquestación dactilar en las texturas más intrincadas, con el fin
de dejar la aparatosa polifonía de veinticinco pentagramas al alcance de diez dedos y poder
tocarla en el piano. Consiguió reducirla a once, asignándole a la voz el pentagrama
remanente. Incluso alcanzó a hacer un estudio lineal, instrumento por instrumento, de
principio a fin, para descubrir los fragmentos estelares de gran dificultad y protagonismo
de cada uno, y también sus ocasiones de ocio, aquellas en donde los ejecutantes
negligentes se dedican a desconcentrarse.

Después de tres semanas de examinación intensa, no había forma de descubrir desde qué
ángulo el escrupuloso Martín no conocía las abisales partituras. Una vez armado el
complicado rompecabezas, intentó dirigirlo y entonces se dio cuenta de la magnitud de
su gesta. Pero era ya muy largo el camino recorrido como para devolverse, y mientras
más se involucraba en la interpretación y embebía en la grandeza de los compositores
excelsos, más se entusiasmaba con sus propias soluciones técnico-gestuales y más relucía
en su mente la imagen suya al timón de semejante par de navíos. Al momento de
emprender su viaje al Cono Sur, su energía física y mental había menguado
notablemente; tenía el rostro pálido y la mirada enrojecida. «¿Será este trabajo siempre
así tan fatigoso?» se preguntaba. Y a esa extenuante fase preliminar faltaba aún por añadir
el más remoto de los desafíos: lograr de aquellas partituras formidables un pulcro retrato
sonoro, contando o no con la destreza y voluntad de los músicos, con su buen o mal
dominio sobre las particellas.

Martín arribó a Buenos Aires el 12 de diciembre por la noche. Tendría su primer ensayo
al día siguiente. Conocer la ciudad de la plata no formaba parte del plan en este viaje
relámpago. Hacía sus tres comidas en el hotel, iba a los ensayos y volvía en taxi, de ida
con la vista puesta en las partituras y sus anotaciones y de regreso, evaluando las metas
alcanzadas. No obstante, cuando en el trayecto penetraba en el coche el intenso olor de
227
los jacarandás, dejaba a un lado la partitura y se acercaba a la ventanilla para impregnarse
del aroma del sur y poder detallar aquellos barrios populosos de casas pintorescas que
seguramente vieron pasar caminando al viejo Borges muchas veces, pero que el pobre
escritor, con su ceguera, apenas podía recordar.

En el primer ensayo, aun después de una primera lectura algo desastrosa de las obras,
Martín se relajó al notar que, más que reparar en lo que hacía él en el pódium, los músicos
se hallaban ofuscados atendiendo las demandas técnicas de sus propias particellas. Ahora
entendía que para alcanzar el gran resultado que buscaba en estas obras, nada sencillas
para la orquesta, debía dedicarse primero a pulir con paciencia cada una de sus partículas
constitutivas. Pero no podía abocarse a todas ellas, pues cuatro jornadas de trabajo jamás
le habrían bastado. He aquí el dilema eterno del director de orquesta: qué hacer en un
ensayo. Su correcta/incorrecta resolución demostrará al ensemble desde el primer
encuentro, si se trata de un aficionado que hará perder tiempo a todos o de un verdadero
profesional, capaz de discernir entre lo primordial y lo irrelevante, de armar la obra en
pocos ensayos, y si se trata de un gran maestro, pronto hará evidente también que su
versión será, además, legendaria.

Martín apenas comenzaba a concebir el mecanismo de todo ese enigma lúdico y


psicológico que gira en torno a un ensayo de orquesta, así como la manera de enfrentarlo,
pues pese a contar ya con una noción teórica sobre el asunto y ciertas experiencias en el
pódium, sólo la práctica de muchos años otorga al director la posibilidad de jugar sus
mejores cartas. Martín no dominaba aún su instrumento, pero contaba con un arma
poderosa: su habilidad gestual reveladora, es decir, no estaba en capacidad aún de
indicarle a la orquesta el lugar exacto de los baches ni cómo sortearlos, pero sí de
alumbrarles claramente el camino. Decidió trocear las obras en partes iguales, como se
hace con una torta de cumpleaños, y repitió cada uno de estos segmentos valiéndose de
su más puro y sofisticado lenguaje gráfico, hasta asegurarse que todo había encajado en
ellos y que estaban listos para ser ensamblados con el todo y servidos en la mesa. Los
músicos fueron pacientes con su trabajo simétrico, que dejó a muchos sin nada que hacer
durante largos periodos de tiempo, pero que, a la vez les permitió apreciar el exuberante
idioma gesticular que mostraban sus zagalas extremidades.

Después de salir airoso de tan difícil reto en el sur, Martín regresó al norte con ganas de
comerse al mundo. Previo a su debut profesional con la Orquesta Filarmónica de Bellhar,
Craig se encargó de programarle a su nuevo director dos conciertos adicionales con el
mismo repertorio frente a un par de orquestas de bajo perfil, una en Idaho y otra en
Nevada. Martín comenzaba a moverse de un lado a otro como director invitado. Era para
él inevitable sentirse entronizado, con la sensación de vanidad y de prestigio que acarrea

228
la nombradía. No obstante, por el momento viajaba sólo su cuerpo físico. Su mente
permanecía estacionada en las partituras.

En Bellhar, en junio, la prensa no supo cómo dar cobertura al temerario suceso, a aquel
arriscamiento sin precedentes de dejar la célebre orquesta de la ciudad en manos de un
crio que no contaba aún con licencia para conducir. Martín por su parte, sumergido en su
propia euforia, se divertía con el desconcierto que en el medio recatado causaba su
intrepidez. Pero a pesar de su exaltación, de tener el repertorio memorizado y de haberlo
probado con un par de orquestas con gran éxito, llegó al primer ensayo azorado, no tanto
por el tamaño del compromiso, sino por la posibilidad de encontrarse allí con aquel
violinista estrafalario de pelo largo y botas de avestruz. Lo buscó en el puesto del
concertino, pero en su lugar halló a un asiático común y corriente, con un violín ordinario
en sus manos y sin ánimo de conversación.

Martín cumplió con el horario a cabalidad, se enfocó en la precisión de los tempos, se cuidó
de no hacer repeticiones o comentarios innecesarios durante los ensayos, en fin, evitó
como pudo el desacato y con ello la transformación de las exhortaciones del holograma
siniestro en una auténtica profecía. Su familia, sus amigos de Montforth, y algunos
profesores del conservatorio estuvieron presentes en la gala. Vossler, quien había soñado
durante toda su vida con una oportunidad semejante, no se lo podía creer. Aun con su
escepticismo, que le llevaba a calificar aquel experimento de “intromisión innecesaria”,
al ver a Martín dirigiendo y a la orquesta animada con sus gestos, no pudo disimular la
satisfacción que le produjo el hecho de sentirse de alguna manera cómplice del plan.

Martín no defraudó. Desde el primer ensayo, su avanzado trebejo técnico-gestual justificó


ante los ejecutantes el porqué de tan excepcional concesión. Su alegría franca no provenía
del hecho de estar allí, disfrutando de su suerte; era obvio que su placer derivaba de la
música misma. No hubo en su dirección movimientos indecisos, gestualidad superflua,
prosaica o cancina; todo su cuerpo estaba conectado de una manera indivisible a la
inflexión expresiva y vibrante de la partitura. No había duda, ese era su mundo. Al
detenerse en pausas inevitables, entonces titubeaba, sufría la amenaza del pez obligado
a subsistir fuera del agua, pero al retornar a la música, sentía el desahogo del pez que
regresa al estanque; entonces recobraba su sonrisa, su naturalidad y toda su elocuencia;
también la orquesta, que, sorprendida, evitaba los errores para no hacerle daño. Martín
nadó alegremente, como un pez millón, intrépido y provocador; se escamoteó entre
gigantes y les lideró en un desfile resuelto, colorido y ordenado por el oleaje avasallador
del mar. Los gestos íntegros del joven director encontraron perfecta imagen en la pureza
del sonido. Se hizo música. Se olvidó la edad. No era Martín como otros tantos directores
que, al no saber nadar, sentían su peor agonía al sumergirse en los sonidos, y sólo
recuperaban la vida cuando en la superficie volvían a abrir la boca.
229
El joven director obligó a los censorios de oficio de la prensa a engavetar sus sentencias
reprobatorias, y les forzó a reescribir una apreciación, aun cuando cauta y discretamente
encomiástica, al menos libre de esas conjeturas duras y previsibles en contra de los
directores principiantes. A la orquesta y a sus directivos les dejó sin arrepentimiento, y a
sus preocupados mentores con un gesto de satisfacción en el rostro. El concierto se llevó
a cabo en una concha acústica al aire libre en un parque de la ciudad. La única
conflagración de Martín de esa noche fue contra la tempestad rabiosa que, como la espada
de Damocles, amenazó persistentemente con cargarse las partituras y el techo provisional
del escenario, pero fue él tan grande, que pareció haber despojado al propio destino de
su espada furiosa y defendido con ella a la entera obra sinfónica de todos sus estragos, y,
a los músicos y al proscenio, de los azotes del vendaval.

Dos semanas más tarde Heather Blonde dio la bienvenida a Martín en el Festival de
Jóvenes Directores de Maine. Tenía sobre él grandes expectativas y le trató durante todo
el evento con el mimo que siempre despierta el pequeño de la clase, si bien era cierto que,
frente a la nave sonora del festival, parecía él el mayor de todos, pues era el único que
lograba encender, como un veterano piloto, todos sus motores. La orquesta le aclamaba,
y Blonde, más que satisfecha, se acercaba al pódium, lo abrazaba y descansaba su cabeza
en su hombro en un gesto de cariño. Martín se enfrentaba en el festival al mismo par de
composiciones que acababa de hacer en Argentina, de Bartok y Shostakovich, por lo que,
además de su fibra contagiosa y de su riqueza sugestiva, le acompañaba en el pódium la
confianza del experimentado. Por esta razón, por su enorme talento y en especial por su
corta edad, su actuación musical en el exigente curso fue considerada una verdadera
proeza.

El último día del festival, como una propina, se le otorgó a cada participante la
oportunidad de dirigir una obra diferente, correspondiéndole a Martín el adagietto de
Mahler, obra cuya madura concupiscencia, el jovencísimo director, con toda su
exorbitante capacidad musical, no estaba aún facultado para hacer justicia. Blonde hizo
sus observaciones y se regocijó de lo mucho que aún podía enseñarle. Martín no olvidaría
la lección y al regresar a Montforth comenzó su ávida lectura de El Lobo Estepario de Hesse
y las biografías y cartas de Gustav y Alma Mahler, en un esfuerzo en vano por
comprender antes de tiempo el tormento amatorio y sicológico detrás de las obras del
neurótico compositor. Pero Martín no tendría que esperar mucho tiempo para
comprenderlo, pues en su apuro de vivir, en pocos años estaría sufriendo él mismo los
desengaños de un variado menú de intrigas y desarraigos que incumbirían hasta en su
forma de dirigir.

230
Heather Blonde planeaba procurar cuanto antes las mejores oportunidades de formación
al portento. No solo dirigía estupendamente el jovencito; manejaba además un
vocabulario y una información general encomiable. En primer lugar, le invitó a que
participara en el concurso para el cargo de director asistente de su propia orquesta, la
famosa Leviathan Orchestra, que se celebraría a mediados de agosto de ese mismo año.
Martín estaba deslumbrado. En las semanas siguientes hizo su trabajo minucioso de
planteamiento gestual sobre las obras requeridas para esta audición, la Sinfonía no. 3 de
Saint-Saëns y la Haffner de Mozart, y las memorizó. Pronto recibió los pasajes aéreos de
una conocida línea ejecutiva y la reservación en un hotel del centro de la moderna ciudad
de Leviathan City. Al encontrase sentado en el avión entre altos ejecutivos, Martín tuvo
noción finalmente de la situación; iba camino a optar por el puesto de asistente nada
menos que de la orquesta principal de una de las importantes capitales de la Costa Este.
Aquellos directivos de corbata, con sus maletines abiertos y concentrados en sus libretas,
informes y documentos, jamás habrían podido imaginar que, el querubín inquieto del
asiento 2A, estaría tres horas más tarde sobre el pódium de la sala de conciertos del
Coliseum Magnum for the Arts comandando a la codiciada orquesta. Martín concursó y
ganó el puesto. En esta ocasión, fue tan grande la conmoción del deber, que el joven
director poco se percató de las implicaciones trascendentes alrededor de dicho
acontecimiento. Su encuentro con el jurado fue brevísimo y el mismo día regresó a
Montforth, inmerso en emociones férvidas. Veinticuatro horas después de la audición
tuvo por fin conciencia de la asombrosa orquesta que había pasado por sus manos y de
los cambios profundos que en su vida iba a generar semejante logro.

En segundo lugar, el cargo de asistente ofrecido por Blonde incluía una beca completa
para la realización de estudios de maestría en una de las instituciones académicas de
mayor prestigio del país en el área de dirección de orquesta, la Academia Nacional de
Música, con sede en la misma ciudad. Por lo tanto, el plan obligaba al joven director a
una urgente mudanza, a saltarse dos años del bachillerato y cuatro de la universidad, de
manera de poder dar alcance a los post-graduados de la maestría. ¡Era el otro gran desafío
que Martín andaba buscando!

El día siguiente, después de regresar a Montforth, se dirigió temprano a las oficinas de


gobierno para tomar el examen de equivalencia del bachillerato GED, aquel que permite
acceder a los estudios superiores y a ciertos empleos cuando no se cuenta con el diploma
de la secundaria. Se registró ante un funcionario en una ventanilla, pasó a un salón y se
sentó entre una multitud, la mayoría, adultos maduros con huellas de sufrimiento en el
rostro. Esperó por su examen. Una joven embarazada de dientes manchados que se
encontraba tomando la prueba por cuarta vez y que estaba sentada al lado suyo, le ofreció
consejos. Martín recibió el escrito y terminó en media hora; miró a la chica que aún le
observaba sonriendo con el lápiz entre los dientes, revisó una vez más las tres hojas de la
231
prueba, y fue a preguntarle al encargado si le faltaban páginas pues quedaba aún mucho
tiempo y nadie tenía cara allí de estar finalizando.

En menos de una semana llegó el resultado de la prueba que permitía al joven director
dar el salto lícito de seis años académicos. En cada paso importante que le acercaba al
merecido destino, Martín silbaba el vigoroso leitmotiv del Don Juan de Strauss, —¡Id lejos,
a la búsqueda de nuevas conquistas mientras el pulso de la juventud continúe latiendo! — sin
advertir por el momento que la caída del decepcionado mártir de Lenau se hallaba apenas
unas páginas más adelante. Comenzó su despedida de la resplandeciente ciudad al pie
de la montaña, de sus queridos amigos de la escuela de las artes, de Chris, Tom, Alicia y
de Joanna. A sus padres y a sus hermanitas no tuvo que decir adiós, pues ellos se
mudaron también a la Costa Este, evitando el rompimiento del núcleo familiar.
Particularmente doloroso fue dejar sus estudios de piano con Daniel Olson, quien, lejos
de sentir tristeza por la pérdida de su alumno predilecto, sintió una gran emoción al
contar con una nueva celebridad para agregar a su historia de vida artística fatua. De
inmediato actualizó su currículo e incluyó al “fenómeno” Martín Macías Ferrer como el
último de sus discípulos ilustres. —¡Verás lo útil que te será allí el método de
orquestación dactilar! — Olson revisó impaciente por el resto de sus días el buzón de su
correo, en la espera de las primeras cartas de agradecimiento autografiadas por la
próxima gran estrella de la dirección de orquesta, correspondencia para la que dispuso
un compartimiento especial dentro de su caja fuerte, al lado de aquel reservado para Karl
Böhm.

Martín empacó un par de maletas voluminosas y sin lágrimas partió una mañana muy
temprano, como si se pudiera viajar en el tiempo, a encontrarse con los deberes y las
obligaciones de una realidad adusta que iba una década por delante. Mas la vida ya no
iba complacerle como a un niño, con preciosos regalos; ahora, con una determinación
faustiana, que no adjudicaba la eterna juventud, sino que reclamaba a cambio de la fama
una madurez imperecedera, iba a cargarle de extremas responsabilidades. No obstante,
el arregostado director, intoxicado ante tanta grandeza, ante aquel porvenir centelleante
de retos, glorias y gestas no dudó en firmar el pacto.

VIII

El tercer lunes de septiembre, Martín se levantó apurado para asistir, aún como oyente,
al primer ensayo de Leviathan Orchestra. Frente al espejo, en seis segundos destrabó con
los dedos sus rulos anárquicos que seguían enmarañados en una somnolencia
232
hiperbólica. Le costó encontrar una camisa formal que disimulara un poco el
abultamiento de tres semanas de sustento extravagante en las fiestas de despedida de
Montforth. Fue a la cocina, bebió una taza con cereal, besó sus partituras con emoción,
las guardó en el maletín y salió deprisa a la calle en donde ya le esperaba Oliver para
trasladarle al teatro.

Al nuevo dúplex le sobraban las ventanas: altas y corredizas en la planta baja y arriba en
las habitaciones, anchas y de estilo guillotina. Por una de estas últimas comenzaría Martín
muy pronto a sacar la cabeza en las breves pausas de su narcótico estudio para comprobar
la posición del sol. Nada allí era lóbrego, ajado, o vetusto. Las paredes y techos blancos,
la alfombra beige y mullida y las persianas plegables siempre abiertas por decisión de
Isabel, a quien la adoración por el sol la hacía cantar y bailar, forjaban un enjambre de luz
célica que desde tempranas horas de la mañana contagiaba a Martín de un optimismo
empíreo. Cuando en el horizonte de su habitación despuntaba la incandescencia y él
observaba por un resquicio de sus párpados contraídos el césped reluciente detrás de la
ventana, que era como una continuación de su edredón verde, sentía que había
despertado en plena calle.

No obstante, aquel exterior luminoso y seductor, ya de por sí una distracción para el joven
director durante sus intervalos de estudio, se convertía en una peligrosa provocación
cuando por él merodeaban las irresistibles vecinas neoyorquinas en búsqueda de
atenciones efímeras. Pero era imposible para Martín entregarse al remanso del placer
femíneo hallándose arrostrado a su nuevo cargo de director asistente y a sus obligaciones
con la Academia. Antes de bajar al piano para dar inicio al plan de estudio, oteaba la
panorámica, y si las chicas andaban por ahí, se tendía de espaldas en las escaleras y se
escurría como un líquido. Al llegar a la planta baja, se daba vuelta a sí mismo como una
tortilla escurrida y atravesaba la sala a gatas hasta alcanzar la manivela de las persianas,
a las que daba vueltas con prisa, dejando el espacio oscuro como un claustro bizantino —
¡Listo! — Se levantaba, sacudía sus manos, se despojaba del exceso de estrés con una
exhalación ruidosa y se dedicaba a perder sus primeros veinte minutos localizando el
lápiz de trabajo, encima, debajo y detrás del piano, en el comedor y en la cocina. Entonces
aparecía Isabel protestando, iba directo a las persianas y volvía a dejar la sala como la
casa del desierto de Gorafe, fulgurante y bajo la supervisión del universo. A Martín le
encandilaban los destellos sobre la partitura, pero ya no tenía tiempo para reprochar.
Comenzaba a madurar, a la fuerza; eso pensaba, eso sentía.

El término madurez iba a convertirse en una variable agrimensora que Martín


comenzaría a utilizar para calificar los constantes vaivenes de crispación en su conducta.
— Ya maduré. He madurado. ¡Qué inmaduro era! (y al cabo de algunos años aún diría
—¡Qué inmaduro soy!) — expresiones suyas que se hicieron frecuentes en el argot
233
familiar, y que sonaban muy atinentes y con mucha propiedad durante los primeros días
después de un gran concierto o de algún viaje memorable, pero que se volvían
incongruentes cuando moría la euforia y reaparecía la angustia. Entonces abría la puerta
y dejaba entrar a la verdadera dueña de la casa: la inmadurez. Solo allí podía esta
desahogarse, ejercer su gruñonería a sus anchas, reencontrarse con su testaferro
adolescente, lejos del entorno rígido y severo de las orquestas. La inquilina, la madurez,
era entonces desplazada a un rincón y la dueña, la inmadurez, se apoderaba de los
grandes espacios. La inquilina hablaba cada vez menos de sensatez y la dueña cada vez
más de rebeldía. La cara de Martín era el último bastión de la compostura, pero al darse
la vuelta relumbraba la usurpadora. Sentado al piano, con las ventanas abiertas de par en
par y los rayos del sol quemándole la nuca, la cara seria de Martín luchaba por atender
las partituras mientras que su espalda libertina hacía un show inolvidable para las
neoyorquinas.

Poco pudo apreciar el joven director la peculiar travesía desde su nueva residencia hasta
la sede de la orquesta. La transitada autovía cimbreaba por montes elevados sin confines.
Detrás de estos se refugiaban, como caracoles en la arena, decenas de zonas residenciales
de acceso indeterminado. Algunas asomaban sus cortezas titilantes bajo el sol y otras
seguían durmiendo detrás de la fosca húmeda y trasparente que comenzaba a
evaporarse. El territorio de Leviathan City era en gran medida un conglomerado de
teselas verdes con ciertas añadiduras humanas. Después de diez kilómetros de vaivenes,
comenzaron a aparecer en la distancia los anuncios, los rascacielos, los puentes, las
trancas de tráfico y el aire turbio, que sí pudo tal vez notar Martín, pues consciente del
arribo próximo, parecía que por fin enfocaba la vista fuera del ocaso de su frente. Su
entrecejo, de pronto relajado, daba la impresión de complacencia ante el ajetreo de una
populosa capital, la imponencia de sus plazas y edificios y la arquitectura de su moderno
complejo cultural Coliseum Magnum for the Arts. Pero, en realidad, el motivo de aquel goce
repentino era otro. Tanto la conciencia de Martín como su espectro se hallaban desde
hacía mucho rato sentados plácidamente en la sala de conciertos del gran Coliseum
disfrutando del sonido intachable de la Leviathan Orchestra, del ensayo admirable de su
directora y de la conducta profesional de sus ejecutantes. No paraba de esbozar en su
pensamiento aquel día de su audición: la enorme orquesta tal y como la recordaba, la
simpatía de los músicos, la delicadeza de sus ejecuciones, las caras entusiasmadas del
jurado, el espacioso escenario, el olor de la madera, los paneles cóncavos y transparentes
que colgaban del techo, la alfombra granate y los asientos de terciopelo del mismo color,
y en eso andaba, sin poder ver más allá de ese fondo borroso en donde se concentran las
pupilas adormecidas de quien no da tregua a su mente, cuando llegó caminando a la
puerta principal del auditorio.

234
—¡Buen día! Señor. ¿Puedo pasar? — Ante la duda del anciano, Martín añadió: —Vengo
por invitación de la directora.
—Let me have your name young man. — dijo el viejo revisando la lista de nombres
autorizados que tenía en sus manos —Martín… Martín Macías Ferrer — El abuelo
comenzó a inspeccionar con lentitud.

—Mes…Messi…Massaiahs…Messiah…
—Macías…es que es un apellido raro, lo sé … Es español— El viejo lo encontró. Miró al
chaval de arriba abajo y le preguntó:
—¿From which school?
—No, no… ¡ninguna escuela! … — contestó Martín apremiado — Es que vengo a asistir
a la directora. He ganado el concurso de asistente … ¿sabe?

El anciano miró a otro lugar, dándose tiempo para pensar. Volvió a Martín,

—¿May I see your ID, please?109


—No señor, mire, yo soy… es que Heather Blonde me está esperando… ¡Y ya es la hora!
—Don´t you have any document with your picture on it?110
—No, no tengo... quiero decir, no lo he traído. Es que vengo al ensayo…— contestó
Martín registrándose los bolsillos y sin ánimo de enfadarse porque la verdad es que la
dulzura del abuelo le conmovía.
—Perhaps a soccer ID, credit card, anything?
—Señor, que voy a llegar tarde … Son las diez y dos minutos. ¡Por favor!

El anciano miraba alrededor, buscando auxilio. Reacomodó sus gruesos lentes cerca de
sus ojos, echó un último vistazo a la lista y a Martín … «This schoolboy, Blonde´s
assistant?»111 … Peinó con la mano su pelo aceitoso, tomó el bolígrafo que tenía en la oreja,
tachó el nombre en la lista, y, rindiéndose ante la posibilidad de estar sufriendo un nuevo
asalto de senilidad, le dejó pasar.

Eran las diez y cuatro minutos de la mañana. En el corto pasillo que conectaba los dos
portones macizos de acceso a la sala de conciertos, Martín pudo escuchar por fin el sonido
de la bella orquesta; tocaba en ese momento la sección intermedia de la obertura Egmont,
lo que indicaba que debía tener ya cinco o seis minutos trabajando, a menos que la
directora hubiera comenzado el ensayo en el medio de la obra. «¡Uf! ¿Y ahora qué hago?»
¿Hacía un mal cálculo? ¿qué estaba sucediendo? Se quedó allí entre los dos portones

109
¿Tiene alguna identificación?
110
¿Algún documento con foto?
111
¿Asistente de Blonde? ¿este escolar?

235
inmerso en una serenidad nerviosa. Prestó mayor atención y esta vez dudó incluso que
se tratara de la obertura «…es que Egmont no está en el programa de la semana, estoy
seguro» Abrió lentamente la segunda puerta mientras se planteaba cómo alcanzar la
primera fila del auditorio, sentarse con la partitura abierta sobre sus piernas y asumir una
actitud despreocupada, como si hubiera llegado a tiempo. Prefirió no arriesgarse. Entró
y tomó asiento en la última fila. Su primera sensación fue de extrañeza, al constatar que
aquello que sonaba no estaba propiamente sincronizado con quien dirigía. Pasaron unos
segundos de incertidumbre. ¿Qué hacía una jovencita en la tarima? La orquesta tocaba
de forma automática, y aun cuando hubiese podido solventar por sí misma el problema
del tempo decaído, era evidente que intentaba con su pesadez zarandear la intuición
musical de la joven líder que se hallaba manifiestamente adormecida.

—¿Qué sucede con el tempo? — escuchó de pronto Martín la voz dulce pero enfática de
Heather Blonde que provenía de un rincón sombrío de la sala. Se acercaba al pódium.

—El director debe asegurarse de contar con los tempos correctos y de mantenerlos... El
tempo es componente vital en el arte de la dirección, querida… Debes tener un
convencimiento profundo del tempo general de la obra, traerlo en tus venas, así como
también de los tempos específicos para cada sección, de la relación entre estos y de su
margen de flexibilidad. Además, Lana, debes tener conciencia de ciertas variables físicas
que pueden afectarlo. Por ejemplo, el tempo de una frase o sección rítmica que tú practicas
en tu mente, o en el piano, se basa en un pulso de respuesta inmediata, sin filtros o
intermediarios. Pero aquí en el escenario, querida, ese mismo pulso se ve alterado por
factores como la magnitud del espacio, la velocidad de respuesta acústica de los
instrumentos, la desproporción del gesto, así como por la complejidad de las texturas, de
la armonía o de las articulaciones de la obra musical… — Blonde hizo una pausa y a Martín
le impactó el silencio conventual que se apoderó de la sala. El concertino, recostado en el
espaldar de su silla, sujetaba el violín por el cuello. Su mentón descansaba relajado sobre
la voluta del instrumento mientras observaba de forma vaga la partitura; pero transmitía
toda su intranquilidad haciendo caballito con la pierna derecha. Blonde se aprestó a
resumir.

—…Y en el tempo incide también el estado emocional del líder. Al no tener idea de estas
importantes variables — ahora hablaba a la orquesta entera — sin saberlo, el director irá
cediendo poco a poco su tempo, y terminará entregándoselo a las demandas de la orquesta
y de las circunstancias.

Martín se reacomodó, colocó la partitura en el asiento contiguo, sus codos en los


confortables apoyabrazos y acercó su cabeza para no perderse palabra de aquellos
comentarios substanciales que, emitidos de espalda, tendían a dispersarse en el espacio
236
reverberante del gran auditorio. La joven directora reanudó su dirección. Se apartó por
un momento de sus abstracciones insomnes y recuperó el tempo, sólo para dejarlo caer
minutos más tarde al extraviarse de nuevo en las confusas labores intelectuales y en esa
certeza desolada y frágil del director principiante que consiste sobre todo en poses. De
nuevo la orquesta perdió fe en la chica y comenzó a imponer su voluntad; ella lo intuyó
y detuvo al ensemble con el fin de rescatar su presencia en el pódium que cada vez sentía
más inútil. Nerviosa, pensó a dónde ir y qué decir y se decidió apresuradamente por un
fragmento que ya había quedado atrás y que correspondía no sólo a un asunto
intrascendente, sino además a una minúscula sección de la orquesta, el divisi de las tres
violas. Después de explicar de tres maneras y con palabras redundantes lo que quería, la
aprendiz acomodó su gesto preparatorio e hizo tocar tres veces a los violistas impacientes
mientras trataba de convencerse a sí misma de que cada nueva versión sonaba mejor que
la anterior. A pesar de la inexistencia de cualquier progreso, dio por terminada su
contumacia cuando el peso de reprobación sobre sus espaldas era ya insostenible. Al
mirar de reojo, allí estaba Blonde, otra vez detrás suyo, a punto de interrumpirla.
Ofuscada, Lana detuvo a las violas y se quedó observando el score por unos segundos,
sin saber qué hacer, con la batuta asida por ambos extremos y doblándola de forma
irreflexiva hasta el punto de rompimiento. Tras un esfuerzo ímprobo, producto de la
presión, recordó el plan de ensayo y entonces, sin justificación, pidió a la orquesta tocar
a partir del allegro que ya había tocado minutos antes a la perfección, no sin antes soltar,
en contra de su propia voluntad, unas latosas indicaciones casi idénticas a aquellas que
había impartido al inicio del ensayo.

En el fondo de la sala, Martín sucumbía con un deleite aterrador ante la tensión tripartita
del foro. Todos sufrían. La orquesta por la pérdida de tiempo y ausencia de líder, la
alumna por su intento fracasado, la maestra por la actuación decepcionante de la
estudiante y Martín por los tres y por el indicio de respetabilidad profanada que había
invadido el recinto. Pero así era el convenio. Cada seis meses ganaba el derecho el mejor
alumno de la Academia Nacional de Música a realizar un ensayo de cuarenta y cinco
minutos con la eminente orquesta bajo la supervisión de su directora titular.

La orquesta tocó de nuevo el allegro, esta vez de mala gana. Blonde les detuvo. —Lana,
querida mía. Es importante contar con un plan de ensayo, sí, siempre y cuando este no
impida al director su deber primordial que es el de ESCUCHAR a la orquesta. Tan
importante como el plan, es el contacto con la realidad. Sucede mucho en la política
¿sabes? cuando un líder aun teniendo las mejores intenciones se enfoca de tal manera en
la aplicabilidad de su proyecto que termina perdiendo conexión con la calle. En el caso
de la dirección, la ejecución obsesiva de un plan de ensayo puede conducir al director a
un grado de sordera tal que puede incluso llevarle a estropear la integridad de aquello
que ha sido ejecutado de manera pulcra.
237
Lana, aturdida, sentía como seguía siendo despojada de sus dignidades y privilegios
frente al regimiento insolente. Ahora miraba a la maestra con sus ojos ardientes y sus
pómulos encendidos, rogándole en silencio que por favor se callara. El revés sobre ella
parecía no tener límite; sus pesadillas de los últimos meses se hicieron todas realidad.
Depuesta ya prácticamente de su brevísimo gobierno por un poder superior, ¿con qué
autoridad iba a dirigir la orquesta?

—Otra cosa — continuó Blonde —Dependiendo de la agrupación y del repertorio, existe


cierto ritmo de trabajo que es el que te otorga el verdadero control de la situación. Me
refiero a una velocidad prudente, que no permite, por un lado, el decaimiento o la
desconcentración del grupo ni provoca, por el otro, un acoso frenético en donde los
músicos tienden a perder el “punto” del director. El buen ritmo de ensayo comienza a
perderse cuando abundan los comentarios y sobran las repeticiones; de la misma manera
se pierde cuando un avance apresurado del director sólo da para aferrarse a lo superficial.
Ya habrás notado Lana querida la cantidad de minutos de ensayo que se pierden incluso
en un hecho tan simple como el de detener e iniciar la música, y si haces la suma de todas
estas interrupciones te darás cuenta al final lo poco que ha tocado la orquesta —«¡Claro!!
porque usted no para de hablar, señora» —pensó Lana. Blonde continuó —Tengo el
cálculo… — miró un papel con anotaciones —…de 39 minutos que llevas en el pódium,
la orquesta ha tocado 16; tú has hablado 14. Los nueve restantes se te han ido en ese
espacio de tiempo que empleas entre el inicio o la finalización de tus comentarios y la
acción de tocar, minutos irrecuperables que terminan afectando la velocidad total del
proceso… — Blonde detuvo el discurso sin apartar los ojos de su alumna. —¡Lana! …
¡Parece que no quieres escucharme! — Lana le devolvió su mirada ultrajada y se enfocó
de nuevo en sus consejos —… Decía que, una vez que detengas a la orquesta, debes
proceder de inmediato a enunciar tu propuesta, aquella que ha provocado la detención.
Antes de concluir tu comentario debes haber decidido ya el número o la letra a partir de
la cual vas a reiniciar la obra, y mientras impartes dicha indicación debes estar
acomodando el gesto preparatorio para el nuevo fragmento, sin más dilación, ¿me
explico? Este sistema de trabajo, si es consistente, establecerá un “ritmo” de alta
concentración y eficacia.

Cada asentimiento con la cabeza por parte de la orquesta a las recomendaciones emitidas
por Blonde, lastimaba el ego de la alumna como un mordisco de perro. Para Lana, este
no era un ensayo cualquiera. Se trataba de la ocasión que un joven director aguarda por
mucho tiempo para dar el salto al estrellato, la oportunidad de ponerle las manos encima
a una orquesta profesional y demostrar en poco menos de una hora no sólo que se es
digno de la profesión, sino que se es único. Los directores jóvenes, por lo general, no son
modestos; se suben al pódium con la idea de impresionar, más aún si han tenido la
238
ventaja de haber sido guiados de forma magistral por los “geniales” maestros de una
institución como la Academia Nacional de Música, garantes de la conquista inmediata de
un reino inclemente. Cesada en su jerarquía, hundida en cólera y ya sin fuerzas, las
indicaciones sucedáneas de Lana a la orquesta fueron, como era de esperarse, deleznables
y a la sombra de miradas cada vez más displicentes. El interés de todos se había centrado
en que acabara de una vez por todas aquel favor generoso. Sin posibilidad de
resarcimiento y menos de heroísmos, Lana continuó su simulacro hasta el último minuto
y después de descargar toda su frustración en las tres notas finales de la obra, cerró el
score con amargura y abandonó el pódium sin querer escuchar los aplausos inmerecidos
de la orquesta —«¿Qué aplaude esta gente? … ¿la osados? … ¡Hipócritas!!!»

Blonde subió al escenario y se encogió de hombros al ver partir a la enfurecida estudiante


sin despedirse; —¡Let´s have a break!112 — dijo a la orquesta. Martín se había acercado.
Alcanzó a cruzar con Lana una mirada compungida y breve y se aproximó a la maestra
asaltado por sentimientos encontrados, entre una solidaridad compasiva con la alumna,
un júbilo egoísta consigo mismo y la emoción del reencuentro con Blonde. Al verle, la
maestra sonrió y le llamó para saludarle. —¡Por más de que lustres tus zapatos en casa
debes estar dispuesto a embarrarlos al salir! ¿no crees? — dijo refiriéndose a la estudiante
—Es así, Martín; ¡es la forma de aprender! …Hablamos después del ensayo — Martín
volvió a su asiento. Entretanto Lana, anegada en llanto, se hundía tras bastidores
maquinando su deserción definitiva de su sueño de niña. Al finalizar el receso, Heather
Blonde regresó al pódium y dio inicio a su ensayo de las Variaciones para Orquesta Op. 31
de Arnold Schönberg.

Sin duda era Blonde un egregio modelo de cómo debe manejarse a una orquesta. Con su
habilidad política y personalidad pragmática, la aplomada directora hacía desaparecer
en segundos cualquier discrepancia entre orquesta y líder. No asumía en sus ensayos el
papel de la autoridad que conmina, sino el del asesor que propone. Hacía sentir a los
ejecutantes como socios competentes e imprescindibles de una gran corporativa cuyo
éxito era el resultado de sus fabulosos aportes individuales y de su implicación interesada
en el producto final, y, aun así, todos, incluyéndose ella misma, eran perfeccionables. Sus
críticas o reproches los hacía a través del humor subliminal y de una actitud serenamente
diplomática que lograba mantener en los músicos un buen talante y obtener su confianza
inquebrantable. Detectaba, atendía y resolvía a tiempo y con la misma destreza tanto los
errores musicales como la insatisfacción de cualquiera de las familias de instrumentos o
de sus ejecutantes. Conocía las partituras de memoria y sus intervenciones verbales eran
acuciosas y breves demostrando un uso inteligente del tiempo lo que generaba respeto y
esa sensación en los músicos de que quien no se subía al tren se quedaba. Era tal la

112
¡Tomemos un receso!

239
atención de los ejecutantes en su dinámica directora que ella se permitía, cuando le
provocaba, valerse de conceptos interdisciplinarios en sus demandas, o incluso de otros
idiomas, sin perder por ello ni el interés de la orquesta ni el buen ritmo de trabajo; al
contrario, mayor miramiento despertaba en los músicos: —Maderas, menos hincapié en
el stretto —Violines, Pianissimo a partir de la modulación enarmónica —Orquesta, a partir
del Fa sostenido menor, ¡Kräftig! — indicaba con sus brazos en posición y su mente
involucrada ya en el siguiente episodio. Martín disfrutaba asombrado aquellos ensayos
ejemplares. Apenas una hora bastaba a la organizada regenta, eficiente hasta la médula,
para levantar de los escombros entre alusiones y chanzas, cualquier monumento
sinfónico. Del acierto de su estupenda técnica de ensayo daban crédito, por norma, sus
excelentes conciertos de ambiciosa programación.

—¿Técnica de ensayo?

Respondía Blonde a Martín más tarde en su encuentro privado en el camerino.

—Simple. Se trata de obtener el mayor número de resultados en el menor tiempo posible.


Antes de un ensayo es fundamental plantearse la siguiente hipótesis: se trata de la mejor
de las orquestas, en el mejor de sus ensayos, con el mejor de los directores. Es un principio
moral; el director se obliga a un grado de preparación tal que bajo ninguna circunstancia
pueda llegar a ser él mismo el obstáculo, el responsable de alguna traba en el transcurso
del ensayo, ¿Me explico? Desde el primer encuentro, tú debes estar capacitado para
confrontar la obra y la orquesta con el mismo nivel artístico que exige el día del concierto;
es lo mínimo que reclaman los ejecutantes. Por lo tanto, Martín, el trabajo pre-operatorio
es fundamental. El director debe presentarse al ensayo con un planteamiento ya resuelto.
No debe emplear tiempo en el pódium analizándose a sí mismo, rascándose la cabeza,
improvisando técnicas o dudando de la interpretación y debe estar 100 % comedido a
resolver los problemas musicales de la orquesta, algo que le será difícil alcanzar sin ese
pre-operatorio.

Martín estaba prendado de Blonde. Además de atender su parlamento, se entregó


desarmado al imán de sus ojos que no le abandonaban ni por un instante y que como una
lupa parecían duplicar el valor de cada una de las palabras enunciadas. El joven director
hizo un esfuerzo, salió de su embeleso y preguntó —¿Qué más incluye ese pre-
operatorio?

—A ver. Partamos del hecho de que el director ha alcanzado un conocimiento íntegro de


la obra. Entonces habrá identificado en la partitura las secciones que son de gran
demanda técnica para los instrumentos y estudiado ya algunas posibles soluciones para
el caso de tropiezos. Ese es el primer paso. Segundo, debe asegurarse de contar con el
240
dominio técnico y musical de cada uno de los puntos transicionales de las obras. Fíjate
Martín, las transiciones son tan importantes como lo son el inicio y el final de la
composición. Ellas someten a prueba la capacidad musical del director como las más
difíciles arias del bel canto someten a prueba la habilidad técnica de un tenor o de una
soprano. Por consiguiente, la transición es un momento esperado por la orquesta y por el
público conocedor porque es la oportunidad de evaluar la bravura del director, en
especial las transiciones contentivas de cambios progresivos o abruptos de tempo.

Llamaron a la puerta. Con la autoridad de un cirujano en su sala de operaciones, Blonde


despachó en un tris al asistente que vino al camerino a pedir información acerca de la
disposición de los músicos sobre el escenario para el concierto de la semana siguiente:

—Piano y percusión en el centro, vientos en semicírculo y coro dividido en tres tarimas


detrás de los vientos. ¿Algo más?
—Sí Maestra, acerca de los instrumentos con los que no contamos para la obra de…
—¿Y me lo preguntas a mí? ¡Resuelve o delega!

Blonde caminó hacia el teléfono, marcó y con tres palabras pidió confirmación del arribo
de las partituras arrendadas. Volvió a Martín.

—…Y en tercer lugar tenemos el asunto de la organización de los ensayos, el plan, algo
que para mí es fundamental. Te lo explico a grosso modo. La táctica es: de lo general a lo
particular y luego de lo particular a lo general. Esta estrategia es aplicable también a cada
ensayo específico. Por ejemplo, es buena idea empezar y finalizar el trabajo de un día con
pasajes relativamente extensos dejando los detalles para la parte central del ensayo, que
suele ser la de mayor intensidad, complejidad y concentración.
—¿Un poco en forma sonata?113
—Exacto. Un claro sentido de forma es siempre bienvenido: Exposición-desarrollo-
recapitulación, incitación-tensión-distención. De todas maneras, estos modelos formales
deben ser considerados sólo como principio general, o como un marco teórico referencial.
Su aplicación indiscriminada dará lugar a ensayos totalmente predictibles. — Un
segundo asistente interrumpió, hizo firmar a Blonde unos cuantos papeles y salió sin
decir una palabra. —Los mejores resultados se obtienen muchas veces de la aplicación de
alguna contra fórmula; me explico, luego de un par de jornadas de superficie-
profundidad-superficie, el inicio del siguiente ensayo en la sección más complicada de la
partitura puede inyectar oxígeno nuevo a la jornada y también a la obra — Blonde se

113
Estructura formal exposicion-desarrollo-recapitulación muy utilizada en el clasicismo y romanticismo en uno o
más de los movimientos de la obra musical: Exposicion: se presentan dos o tres ideas musicales de tonalidad
contrastante. Desarrollo: estas se desarrollan luego en una sección larga y compleja. Recapitulación: vuelven los
temas de la exposición, pero sin el conflicto tonal.

241
inclinó sobre la mesa del centro y comenzó a servir nestea114 para ambos. Martín sintió
deseos de acariciar aquellas manos delicadas y virtuosas que acababan de comandar tan
insigne orquesta —Como en todo en la vida mi querido Martín, a pesar de la utilidad de
un método para la resolución de problemas, de ciertas normas para la consecución de
ciertos resultados, no debe nunca desaprovecharse el estímulo que origina el factor
sorpresa. En fin, un ensayo bien estructurado conlleva una buena administración del
tiempo y la permutación lógica que debe existir entre la exigencia y la distención. Tiene
que haber un balance en el trabajo ¿No te parece? —Sí … ¡Por supuesto! —¿Quieres
azúcar? — Blonde vació un sobrecito de estevia en su vaso, revolvió el té y se lo bebió
entero, muerta de la sed. Martín se quedó mirando la pintura de labios que quedó
marcada en el borde del cristal. —Si tu decisión es ensayar de forma microscópica un
episodio de la obra, debes entonces fijar un límite de tiempo para ello, tal vez de diez
minutos, después del cual es oportuno que dediques un tiempo equivalente a un pasaje
extenso de la misma, abordando en este caso asuntos más de forma que de fondo, lo cual
resultará en una jornada variada y provechosa. Es mental y físicamente extenuante tanto
para el director como para la orquesta dedicar largas porciones de un ensayo a unos pocos
compases de la partitura; lo acabamos de presenciar con Lana: ese efecto de estancamiento.
Un director mayor, famoso y respetado puede darse ese lujo, pero que lo haga un director
joven, es una provocación — Blonde se bebió otro vaso de té y preguntó con alegría —
Ahora cuéntame querido, ¿Cómo estuvo tu verano?

Martín hizo un resumen del mismo, el examen GED, la mudanza, etc., le contó lo de su
debut con la Filarmónica de Bellhar y reservó para lo último la noticia cumbre: su firma
con un renombrado mánager que en adelante se encargaría del manejo de su carrera
artística. Blonde, que le oía sonriendo, frunció el ceño y acercó su cara a Martín para
asegurarse de que le había escuchado bien.
—¿Que has firmado con un manager?? — Al ver su reacción negativa, la exaltación de
Martín se borró de un pincelazo. — ¿Con quién?
—Con Robert Craig
—¡Ah! … de AMI. Sí, claro, lo conozco. Pero no, Martín, ¿Cómo es posible? ¡Eres
demasiado joven! Debes seguir un plan de formación ¿me entiendes? Tienes mucho que
aprender. Querido, por ahora te conviene la discreción, no el espectáculo. Tu aparición
en escena en este momento solo va a entorpecer tu entrenamiento necesario. Escúchame,
es tu responsabilidad prepararte, avanzar en cada una de las facetas que, una vez
desarrolladas, te conducirán al dominio completo de la profesión. Son muy pocos quienes
lo logran ¿sabes por qué? … por ser una profesión ligada al espectáculo, la mayoría vive
más pendiente de su afán exhibicionista que de su formación, sin entender que por la
fama no se lucha, esta llega sola si se es merecida. No te dejes llevar únicamente por el

114
Té frío

242
talento que es como el impulso del viento, unas veces juega a tu favor y otras veces es
tanto lo que puede eclipsar que entonces juega en tu contra. — Martín escuchaba perplejo
aquellas palabras francas y buscaba con ojos lacerados comprender su exacto significado.
—Es peligroso creer que por que se es cautivador, buenmozo, inteligente y talentoso, se
tiene la causa ganada. El talento, que en gran medida consiste en la capacidad que tiene
una persona de poder hacer algo sin saber cómo, es muy gracioso sólo hasta cierta edad.
Es importante que tomes cuanto antes las riendas de tu destino y te dirijas por el rumbo
que te dicte el magisterio.

Dos señoritas del Instituto de Artes Escénicas de Leviathan City que hacían sus pasantías
en el gran teatro se asomaron por la rendija de la puerta con papel y bolígrafo en mano.

—Maestra ¿Podría por favor firmarnos un autógrafo? — Blonde asintió sin detener el
discurso. A Martín le invadió una sensación ambigua; por un lado, temía que las chicas,
prácticamente de su edad, se dieran cuenta de que había un sermón en pleno desarrollo,
y por el otro, se sentía orgulloso de que notaran su jerarquía y de que era él el objeto
exclusivo de la atención de la diva.

—El talento es como la moda Martín, ¿sabes?, deslumbrante y vacío a la vez. Cuando tú
te sientas a analizar y a interpretar una obra, consultas en primer lugar la vitrina de tu
propia formación y experiencia de vida, es decir, tu propia enciclopedia; pero si no hay
nada allí todavía, el talento no podrá solo y no irá más allá de su aspecto encantador —
Después de darles su autógrafo, la maestra, gentilmente, llevó a las radiantes jovencitas
por el hombro hasta el pasillo y las despachó con un gesto de simpatía, deseándoles
buena suerte. Regresó y cerró la puerta. —Martín, tienes dos opciones; la expedita, la de
la intuición, que implica el deleite de hoy y el sufrimiento del mañana, o la de tu
formación, que es más larga, aunque segura; te exige paciencia hoy, pero es la que puede
en un futuro transformar en gloria ese talento que tienes. No te acostumbres a valerte
únicamente de ese don afortunado, pues con él marcharás siempre bajo el resplandor de
una vela, mientras que, con el conocimiento, lo harás con el de una estrella. Mi querido
Martín, no es realista alcanzar el rango de maestro demasiado pronto y es
contraproducente empeñarse en simularlo antes de tiempo. Por último —dijo
levantándose — no te dejes llevar por los halagos de tus mentores, de la familia, de tus
amigos o de tus amores, pues caminarás siempre sobre un mar de espejismos que te
impedirá ver tus fallas.

Heather percibió la contrariedad en los ojos de Martín. Él la escuchaba, mas no alababa


sus pertinentes palabras; pensaba «Horacio dijo: ¡Mezcla a tu prudencia un grano de locura!
Además, Craig sabe lo que hace, ¡es un experto! ¿A qué edad comenzó a dirigir Strauss?
¿A qué edad Baremboim? o, ¿Maazel?» Con su espíritu rebosante de motivación después
243
de sus recientes proezas, Martín no estaba dispuesto por el momento a sofocar la llama
que comenzaba a brillar.

—No intento desanimarte Martín, solo quiero advertirte que esta profesión no es nada
fácil, y que tienes tiempo suficiente para dominarla. Lo más inteligente es avanzar con el
detenimiento que sea necesario. Yo tuve esa enorme paciencia, y, frente a todas las
adversidades. Descubrí mi vocación desde muy pequeña cuando mis padres me llevaban
a los Conciertos para Jóvenes que ofrecía Leonard Bernstein en el Lincoln Center, pero mis
profesores de música me desalentaron desde el primer día advirtiéndome que ese no era
un mundo para mujeres. Llegaba llorando a mi casa, aunque evitaba que mis padres se
dieran cuenta pues fui yo quien insistió en el disparate de ser una directora de orquesta
y no quería defraudarlos. Cuando ellos se enteraron de la opinión absurda de los
maestros del conservatorio, indignados, fueron a la tienda de música y me trajeron de
regalo una caja de batutas, de las cuales, por cierto, aún conservo esas dos que vez allí;
¡me acompañan por el mundo! Luego vino la lucha de años para adquirir los
conocimientos y la experiencia que se requiere para comandar una gran orquesta y poder
competir legítimamente por un pódium, y ¿sabes qué? hoy siento que he alcanzado por
fin la edad justa, aquella en donde el saber se halla en perfecta armonía con la experiencia.
Por ahora Martín, aprende de tu rol de asistente junto a la Leviathan Orchestra y aprovecha
la Academia, que ya es mucho … ¿Es que no te basta haberte saltado 6 años académicos?
¿Por qué tanto apuro? — dijo Blonde con dulce ironía. —¡Disfruta de tu juventud!
…Vente, ¡Alcancemos a esas dos chicas que parecían muy interesadas en mi nuevo
director asistente!

IX

De ninguna manera era la Academia Nacional de Música un ambiente cordial, ni Martín


era allí un precoz, ni una revelación, ni el preclaro del liceo de Montforth. No, no era este
el sitio para un trovador de entretenida facundia acostumbrado a armar tertulias por
doquier. En la Academia, él era uno más. A las miradas gélidas de los profesores se
sumaban las yertas de los bustos alabastrinos que hacían guardia a lo largo de los pasillos,
el desafecto de los alumnos y la indiferencia del personal administrativo que parecía una
ralea de anacoretas. A la atmósfera polar contribuían la fachada del edificio, que era la de
un mausoleo, sus escaleras gruesas, sus columnas de mármol, el granito frío, el jardín
central con flores de seda, columbarios y estatuas de camposanto dispuestos en simetría,
el par de teatros clásicos de luz pálida, su olor constante a sótano inmemorial y un clima

244
hiperbóreo que, al llegar de la calle, en vez de quitarse el abrigo había que ponerse otro
encima.

A pesar de haber sido aceptado en la Academia, no obstante, su extrema juventud, de


haber ganado el concurso de director asistente de Leviathan Orchestra (LO), de su
desarrollada experiencia en el pódium comparada con la de sus colegas estudiantes
mucho mayores que él, Martín no encontró allí favoritismos de ninguna especie. Por el
contrario, la actitud general de sus compañeros de estudio fue de cicatería, y la de los
maestros de una deliberada severidad con intención catequista, es decir, urgida en
evangelizar los gestos profanos del jovencísimo director, algo que desde los primeros días
dejó en Martín una impresión poco favorable acerca de aquel álgido cuartel de estudios
superiores. Tales circunstancias tenían su lado positivo, y es que no hay nada peor para
el progreso serio y veloz dentro de una disciplina que el saboteo permanente que causa
la adulación y la obnubilación infranqueable que produce el lustre.

En virtud de esa ausencia generalizada de calidez en la Academia, e inspirado en las


recientes experiencias iluminadoras junto a Ivanovsky, junto a los maestros del gran
Conservatorio de Bellhar y ahora junto a Blonde, se propuso Martín a eliminar las lagunas
intelectuales que la algarabía y distracción social de su corta vida escolar habían
impedido sortear. Su escasa actividad social terminó por desvanecerse detrás de los
muros herméticos de la biblioteca. Surcó insaciable por las páginas de La Odisea, La Eneida
y de La Divina Comedia y desde un borde abismal del medioevo volvió la vista atrás para
comprobar por qué Las Metamorfosis de Ovidio seguía siendo la biblia de los poetas. Pasó
por el Siglo de Oro español descubriendo con La Celestina los cimientos del drama, de la
novela y de la censura, descubriendo también la escritura desatada de Cervantes y la
comedia crítica de Lope de Vega, y continuó su emocionante viaje literario por el tiempo
hasta toparse de nuevo con Goethe, en cuyo desamparado Werther comenzaría muy
pronto a ver reflejada su propia frustración ante el objeto prohibido, verbigracia, la
libertad de sus contemporáneos. Se detuvo por un tiempo en la obra de este autor,
decidido a obtener material para lucirse en caso de un futuro reencuentro con Klontz.

Como siempre, al pretender abarcarlo todo en muy poco tiempo, la impaciencia pudo
con él. Consciente de que había aún demasiadas obras maestras por descubrir, como
aquellas de los grandes genios del realismo literario que le esperaban escondidas en el
pasillo 12, sección RLF – 001 de la vasta biblioteca, en su desespero por devorarlas, se
atosigó leyendo cuatro grandes novelas al mismo tiempo y sus personajes terminaron
todos revueltos en una confusa retrospectiva, en donde Rubempré se entregaba a
Natasha, Rostov conquistaba a la señora de Bargeton, en quien Martín además evocaba a
Madame de Nucingen, y el hacha cismática de nombre Raskolnikov en vez de asesinar a

245
la vieja usurera Aliona Ivánovna, quien, sin saber por qué, se empeñaba en ser la víctima
de Julian Sorel, acababa con la vida de la Viuda Madame Vauquer.

El estrés había llegado para quedarse en la vida de Martín. Las horas del día no daban
abasto, se le escurrían como agua entre los dedos. A la responsabilidad insólita de tener
que aprenderse el repertorio completo de la temporada de la LO, se añadía la obligación
de asistir en sus ensayos a los ilustres directores invitados, un imperativo que exigía de
él un destello permanente de genialidad que justificara ante todos, el ejercicio de tan
honorable cargo. A esto se sumaba el estudio de las obras que debía dirigir dentro y fuera
del conservatorio, la invitación de orquestas cada vez más relevantes en distintos países,
y se agregaba ese empecinamiento incomprensible de los maestros de la Academia de
cortar de raíz su gestualidad natural, la misma que le había hecho merecedor de sus
logros, para reemplazarla por el estilo de dirección aprobado por la institución. La
situación pronto desató en el alma de Martín una tempestad de resquemores y de
zozobra, una agitación emocional a un nivel que no había experimentado nunca antes, y
fue entonces cuando se le vio por primera vez embebido en los dilemas complicados de
su mente, en esa condición de exasperación cautiva, de contención nerviosa característica
de los estados de conciencia alterados que provoca el exceso de trabajo, hablándose a sí
mismo por los pasillos de la institución, entre bastidores y en el teatro, y, en su casa, en
un permanente estado de vigilia, mudándose de su habitación al piano y del piano a la
habitación, de un deber al otro, quejándose de su desolación y del mundo, y, en
momentos de desesperación, capitulando con una genuflexión exánime.

Su nueva aproximación al piano era un ingrediente más a su angustia. Lejos de implicar


una tarea, la conexión suya con este instrumento había sido siempre encomiástica,
espontánea, voluntaria. Ahora, en la Academia, en ese lugar espinoso que era como un
búnker en donde se hacinaba toda la ansiedad del mundo, su relación con el piano había
cambiado de heurística y vocacional a preceptiva y pragmática, es decir no ya con fines
artísticos sino esencialmente funcionales, pues necesitaba dominar a partir de ahora todo
el material sinfónico en su reducción pianística, como acostumbran a hacerlo los
directores desde la época de los maestros de cappella. Fue entonces cuando se vio obligado
a reconocer su poca habilidad en la lectura a primera vista, pues con el dramaturgo del
Olson como maestro, fue tanto lo que se hizo por dar un acabado exquisito a un selecto
grupo de obras que nunca hubo tiempo de leer otras, y mucho menos partituras de
orquesta. Así, con su nuevo profesor de piano, Dr. Kerschbaumer, un austríaco aciago de
mirada torva, Martín sufría horrores, pues luego de tocar para él algunas pocas obras de
gran demanda técnica con el virtuosismo de un concertista, cuando Kerschbaumer con
un placer siniestro le colocaba en frente una partitura orquestal, sus dedos tropezaban
con la impericia de un imberbe. Su experiencia de orquestación dactilar de nada servía,
pues, muy diferente era tratar con cuatro voces de una fuga en dos pentagramas que
246
encontrárselas esparcidas a lo largo de múltiples líneas sobre la página entera de un libro,
y, además, en diferentes claves115 y con distintas armaduras116. Intentar leer la Sinfonía
Heroica a primera vista, por ejemplo, era para Martín una tortura parecida a la de los pinos
doblados de Sinis, o aquella terrible de “el potro”, en donde un torno halaba los dedos en
sentidos opuestos hasta dislocarlos, sólo que, en este caso era peor, pues le halaba
también los ojos; y una cosa era hacer esto en casa con toda la calma y otra hacerlo bajo
la sombra funesta de Kerschbaumer que además de oscurecer la partitura, destruía el
ánimo. Después de unas pocas semanas en la Academia, cuando Kerschbaumer entraba
al estudio con un nuevo manuscrito en las manos, alzando sus codos en señal de desafío,
Martín sufría el terror del reo que recibe en su celda la visita del verdugo.

En cuanto a la enseñanza de dirección en la Academia, observó Martín una aproximación


tan egotista como cuestionable. No solo eran anti estéticas sus propuestas técnicas, sino
que la ausencia de una explicación inteligible acerca de las mismas, las hacían aún más
controversiales en el pódium. Como punto inicial, esta escuela no estimulaba al joven
director a un desarrollo de su técnica y de sus gestos a partir del conocimiento cabal de
las partituras; únicamente a partir de la imitación de modelos. Los engreídos maestros
otorgaban una llave universal de supuesta resolución a los problemas del pódium,
usando como arquetipo sus propias efigies, heredadas, según ellos, de grandes figuras
de la edad de oro de la disciplina, aportando teoremas insípidos que sólo a ellos mismos
demostraban verdades, y valiéndose también de los artificios de algunos cuantos bocazas
activos en la profesión, de sus fórmulas de éxito y epígrafes generales, mitos de poca
sustancia, reflexiones casuales e indisciplinadas. No se hacía preguntas a los estudiantes
acerca de las obras, ni de su contenido, ni de su estética, ni de su contexto, ni de su alcance,
mucho menos se invitaba a analizarlas o a discutirlas; se trataba todo de una grosera
imposición gestual, de origen o plagiado, o matemático, o esotérico, menos musical. Era
pues, una academia plagada no de enseñanza sino de obsesiones. El rigor imperativo de
sus maestros sobre sus recetas baldías, impedía la reflexión a sus alumnos sobre lo
profundo, tanto de las obras como de su técnica. En la Academia, estos últimos
terminaban conformándose con los titulares, es decir, dirigiendo muchas partituras sin
conocerlas, sin entender por qué el uso de una misma solución para casos tan disímiles.

115
Símbolo que indica la altura de los sonidos escritos en la partitura.
116
Alteraciones (bemoles y sostenidos) que se escriben justo después de la clave y que indican la tonalidad.

247
En la Academia Nacional de Música apenas se alcanzaba a tocar las puertas de las obras,
pues el tiempo, antes que utilizarlo en conocerlas, se empleaba descifrando los teoremas
que “permitían” dirigirlas. Aparte de ello, los “maestros” abordaban las obras desde el
perfil del historiador objetivista: las consideraban como una concatenación de creaciones
abstractas sobre las que debía adoptarse una visión mecánica. Una vez soslayadas
parcialmente, entonces eran apiladas en la torre de objetos inanes del copioso pensum de
estudios. El compromiso de estos maestros con las obras se remitía pues al hecho de dar
fe de su existencia, restando importancia al deber de reanimarlas, recrearlas, de
identificar sus personajes, de explorar su mundo psicológico, de exhibir su menaje o de
alcanzar su entelequia. En la Academia el estudio de un score era como hacer un tour para
conocer las ciudades de Roma y Paris, observar con una regla y un compás un par de
monumentos desde la ventana del hotel y regresar a casa convencido de haberlas
conocido.

Aquel monolitismo docente pisaba fuerte, aunque sobre un suelo socavado. En todo caso,
Martín avanzó; aprendió tanto de los escasos aciertos como de las extravagancias
abundantes de los alumnos y de los maestros. Evitar sonreír, separar las piernas medio
metro, mostrar únicamente el pulso de la obra, resolver la gestualidad mediante cálculos
matemáticos o “análisis filosóficos”, o eludir tal o cual tipo de atuendo para dirigir,
asuntos que, para Martín tenían nula incidencia en la música, para estos caporales
significaba el estro, y fue más bien cómico para el joven director comprobar, en las
propias figuras de Harzányi y de Ziegler, dos de los reputados maestros de dirección de
la Academia y principales impulsores de tales obcecaciones, la completa inutilidad de
aquellas teorías suyas, pues ellos mismos fracasaban de forma miserable en el pódium,
uno extraviado de profundis, con unos gestos relajados que repugnaban, y el otro,
enredado en contorsiones alambicadas y embrollados ritmos, todo esto sin que sus
pulcras indumentarias, sus piernas abiertas como un compás, sus deducciones
matemáticas o “filosóficas” sobre el gesto, o su seriedad desmesurada pudieran hacer
nada, ni por ellos ni por la música. Aquel maniqueísmo fariseo dejaba a los estudiantes
de dirección sumidos en una compasión indulgente que buscaba justificar el dinero
invertido; y, a los integrantes de la orquesta, les dejaba terriblemente desorientados, al no
saber si debían ser estoicos, escépticos, cínicos o empíricos, o si debían dedicarse sólo a
contar compases y silencios, o enfocarse únicamente en la flojedad hipnótica o en los
milímetros y centímetros de aquellas extremidades confusas.

Con Mark Ziegler, el “matemático”, entrar todos juntos en el primer compás del poema
sinfónico Don Juan era una complicada misión parecida a la del despegue del Soyuz; y
luego, en el desarrollo de la obra, las instrucciones técnico/gestuales del maestro se
volvían tan complejas como aquellas impartidas desde la tierra a los astronautas para la
instalación de un satélite en el techo de la estación espacial. Tal era el suplicio diario al
248
que se sometían los estudiantes, muchos de los cuales se hallaban por primera vez al
frente de una orquesta sinfónica, y aun así debían intentar imitar los setenta y cinco años
de experiencia aritmética del anquilosado maestro. Pero si entender sus gestos era toda
una empresa, entender sus guías de estudio era una utopía. A la complicación del score y
a la terrible confusión mental y auditiva que generaban las texturas polifónicas de la
orquesta, había que agregar las inescrutables explicaciones numéricas que sobre la
postura y el movimiento corporal les entregaba Ziegler en papel a sus alumnos.

Al insigne director, hombre alto, dolicocéfalo, de largos brazos y de un cuerpo entrado


en años que disimulaba muy bien su actitud jovialmente conminatoria, no le bastaba con
embarrullarle la vida a los estudiantes en la tarima con sus implantes gestuales
extraterrestres, sino también fuera de ella, exigiéndoles la memorización de esas páginas
incomprensibles contentivas de infinitos gráficos de curvas, puntos, datos tabulares,
segmentos, vectores horizontales, verticales y diagonales y diagramas enmarañados en
relación con la postura y el gesto para cada unidad de tiempo, tanto en los compases
simples como en los compuestos, tanto en sus partes acentuadas como átonas. Sólo el
prólogo de la primera guía, escrito con un propósito “estimulante”, y dedicado a aclarar
mediante una treintena de coordenadas seudo cartesianas la anacrusa para un compás
cuaternario, era de treinta y siete páginas; y estas guías de estudio eran apenas el
vademécum de un libro mayor que aún estaba por publicarse.

Ante estos documentos impactantes, la primera reacción de los estudiantes no era de


agobio, sino de absoluta euforia, al creer tener resuelto matemáticamente todo aquel
asunto de ser un gran director. Sin embargo, con el paso del tiempo, los áridos esquemas
algebraicos terminaban incidiendo en el gesto como incide el hielo sobre la flor,
marchitándolo. Algunos se atrevieron entonces a pedir una clase privada con el maestro,
más que con la esperanza de aprender algo nuevo, con la curiosidad de saber si a puerta
cerrada Ziegler era capaz de hablar de otra cosa que no fueran números. Se arrepintieron.
Allí les mantuvo el maestro durante dos horas a cada uno ocupado con sus tejidos
matemáticos, probando solamente la postura de los brazos para la entrada de la obra
maestra de Strauss, sin que los alumnos pudieran hallar por ningún lado la finalidad
práctica de sus razonamientos abstractos, sin que Ziegler pudiera aportarles ideas que les
permitiera entender algo acerca de la composición, o de su creador.

Y aun así se podría concluir que el hobby matemático del maestro era a medias, pues su
objetivo primordial era plantear problemas, pero nunca resolverlos. Sólo uno de los
estudiantes, el más escuerzo de todos, hijo de un científico amigo del viejo director, era
un gran adepto suyo. Fiel a sus doctrinas, y acostumbrado a las fórmulas trigonométricas
desde niño, cuando se subía al pódium era tan complicado su planteamiento que se veía
obligado, ante el entusiasmo de Mark Ziegler, a detener el ensayo cada tres compases para
249
explicar con la boca que rayos querían decir sus gestos, y en esto, tal cual su maestro, se
le iba el ensayo.

XI

Zacarías Harzányi, el “filósofo”, era un hombre de mediana estatura, tez morena, de una
mirada impura que contaminaba por donde pasaba y de un acento local impecable a
pesar de su aspecto extranjero. Solamente impartía órdenes o en su defecto “filosofaba”:
—Exagera esto aquí, elimina tal gesto en este otro lugar, añade una respiración antes de
este pasaje, corta esta nota a la mitad, sostén el calderón diez segundos más, acelera el
tempo, cántale al oboe su parte, pídele otras baquetas al timbalista, no agarres la batuta de
esa manera, pídele al corno inglés que afine el Do sostenido, exígele forte a los chelos, a
las violas que comiencen en la punta del arco, piano a las trompetas, párate un paso más
adelante o uno más atrás, habla ahora, o, aquí no se habla — todo esto ordenaba sin dar
explicaciones ni de las causas ni de los beneficios musicales de tales instrucciones. En la
introducción de la obertura de La Traviata, por ejemplo, detenía al estudiante en el compás
25 y después de quitarse los anteojos, limpiar los cristales con un pañuelo y observar a
contraluz por cada uno de sus lentes para asegurarse de que ninguna mácula entorpecería
su pronunciamiento, decía: —Debes tomar un poco de tiempo antes de aterrizar en el
acorde de séptima disminuida — nada más, sin explicar la implicación emotiva del
acorde en el contexto, y menos, de qué manera podía el gesto influir en la tensión o
distensión de la música. Al ocurrírsele al más inocuo de los pupilos indagar, bajo la
mirada reprobadora del resto, acerca de la justificación de tal recomendación, Harzányi
contestó después de un suspiro profundo:

—La música se hace allí más lenta, no por razones emocionales, sino porque se vuelve
más compleja, lo que compele al director a valerse de un tiempo adicional que le permita
catalizar en un solo segmento geométrico o, digamos mejor, en un radio unitario y
comprensible, el agravamiento circunstancial de los elementos musicales.

Así introducía este hombre a sus víctimas en el campo de la dirección de orquesta, de la


manera más elusiva posible. Tomando ventaja de lo poco que sobre dirección de orquesta
o de filosofía sabían estos muchachos, Harzányi respondía siempre con silogismos
rebuscados o con frases de célebres filósofos, o de Celibidache, que muchas veces no
tenían nada que ver ni con la pregunta ni con la obra, pero que por su complicación
ontológica se adaptaban perfectamente a cualquier inquietud de corte elevado, llevando
toda la cuestión a un enigma intelectual impenetrable que por días quedaba flotando en
250
la cabeza de los principiantes y transformándose sin remedio en una especie de excelso
paradigma escolástico. Pero esta escolástica hortera, amparada detrás de unos lentes de
sabio, de haber sido desacralizada, se habría desmoronado con la rapidez con la que se
derrumba una mentira infantil. Mas, libre de cuestionamientos como se hallaba en esa
abadía de creyentes devotos, el timador Harzányi continuaba día a día estatuyendo
altivamente con su lenguaje tan sofisticado como irresponsable. El “filósofo” embaucaba
pues de manera impune.

Al final de la clase, después de soltar el último de los postulados filosóficos alquilados de


aplicabilidad musical forzada, y antes de que sus pupilos salieran del impacto cósmico
que este les causaba, Harzányi se ponía de pie y abandonaba el salón como Sócrates
después de haber instruido a Platón, sin decir una palabra. ¡Sus víctimas no podían
sentirse más afortunadas! estaban convencidas de estar en la mejor de las academias
recibiendo de aquellas lumbreras la clave para la comprensión de la más ardua de las
disciplinas, y aceptaban sin objetar que, antes que indagar sobre algún fundamento que
pudiera justificar sus propias decisiones gestuales, tenían por obligación seguir el libre
albedrío del iluminado. Por consiguiente, en el pódium, atendiendo al canto desecado
del empecinado cuervo, los colibríes le pasaban por encima a las flores sin percatarse de
su néctar; volaban de forma mecánica, en un oscurantismo descomunal, extraviados en
el abismo metafísico del “gran maestro”.

Al no tener nada más que enseñar aparte de estos “razonamientos trascendentales”,


Harzányi mantenía a sus alumnos por el resto del año, con la obstinada excusa de que la
total relajación corporal era la base de la dirección y la música un fenómeno abstracto,
practicando unos ejercicios con las extremidades superiores parecidos a los de una sesión
de yoga que nunca avanza del nivel A. Durante horas supervisaba los brazos de los
estudiantes, su peso, su horizontalidad, su verticalidad y su simetría. Desde un principio,
a Martín y a Ben Watson, un americano afro descendiente de veintisiete años, el único
aparte de Martín con cierta experiencia en el pódium, los consideró unos necios, pues de
todos fueron los últimos en claudicar a toda pretensión individual sobre el gesto para
unirse al ejército de autómatas. Buscando la perfecta homogeneidad corporal, Harzányi
les pedía, como si de los arcos de una orquesta se tratara, mover sus extremidades bajo
las mismas coordenadas, en la misma dirección y velocidad, bajo la misma fuerza
gravitatoria, con el mismo pulso, desde un mismo ángulo y con la laxitud de una
marioneta. El estilo se aplicaba de forma indiscriminada a todas las obras, sin importar
su carácter y a lo largo de toda su ejecución, en una búsqueda eterna de aquel punto
exacto de relajación que era el que permitía hallar la “verdad pura” de la dirección.
Martín se retorcía de ira, retenía sus bostezos, miraba el reloj, expiraba de aburrimiento.
Al final logró descubrir como esconder su musicalidad y habilidad técnica copiando, no
lo que mostraba Harzányi con sus brazos, sino lo que hace un cura con su incensario, algo
251
que le parecía mucho más interesante. De este modo logró hacer frente al conflicto y evitó
las sanciones, pues cada vez que él o Ben Watson se descarrilaban del rebaño, eran
suspendidos del pódium por tres semanas. Durante esos períodos de castigo, en el
interior de Martín se agitaba un afán indetenible de estrangulamiento, y mataba el tiempo
imaginando epitafios para la futura lápida del majadero: «Aquí yace Harzányi, el Rey de
los charlatanes»

XII

—¿Vienes a clase este sábado? — preguntó Martín a Teseo que salía absorto como
siempre de una de sus lecciones magistrales de piano.

—¿La de este tipo? No lo creo. Estuve el año pasado en una de esas Harzániadas de los
sábados y fue insoportable.

Teseo llegó a ser su único amigo cercano en la Academia. Músico de cualidades


supremas, era estudiante de la cátedra de piano y en ocasiones asistía a las clases de
dirección como oyente. Visitaba la biblioteca con asiduidad y allí conoció a Martín. Vestía
de un modo palaciego y su aspecto físico, su mente y sus maneras eran las de un hombre
de cincuenta, maduro y culto, pero sin las huellas fisonómicas del paso del tiempo. Su
cabello negro, grueso y encrespado sobre una frente amplia y una nariz recta de gran
personalidad, le daba el aire de un procónsul romano en sus años mozos. Hablaba cinco
idiomas, entre ellos, el español, por ser de ascendientes canarios. Teseo decidió ir a la
clase del sábado por solidaridad con su nuevo amigo y para verle la cara cuando el
“filósofo” comenzara a estafar.

Harzányi esperó a sus pupilos en el jardín de la Academia. Se acomodaron todos en


semicírculo alrededor suyo. Justo antes de comenzar la clase, el “filósofo” se quitó los
lentes y miró hacia el este con sus párpados contraídos ante la luz del alba. Al colocarse
de nuevo las gafas, su mirada intelectual se apostó hacia el norte y con el mentón elevado
sobre la punta de los dedos de sus palmas unidas, se preparó para lanzar una nueva
soberbia sofista:

—Hoy no haremos los ejercicios de relajación —¡Good Lord! — se le escapó a Ben la alegría
por la boca. Los estudiantes estuvieron a punto de reír, pero se contuvieron pues a
Harzányi le importunaba la risa desde el momento en que la clasificó como parte de la
materia segundogenérica, al igual que el recuerdo. —Me dedicaré a explicar la trayectoria
252
del brazo izquierdo al inicio de la Octava Sinfonía de Schubert, partiendo de estos tres ejes
geométricos — abrió una cartulina donde había un gráfico — que son inseparables, pero
disociables, y que en todo caso podemos volver a unir luego sirviéndonos de nuestras
propias coordenadas analíticas; y en este plano ubicaremos los glomérulos, que son unas
unidades de sonidos que se han agrupado y que van enlazándose entre sí, aun cuando
podría haber entre ellos discontinuidades irreductibles, y que son los que nos van a
permitir ubicar temporalmente la música dentro de cada unidad de tiempo. — La
mayoría de los discípulos achacaron al madrugón de ese sábado su incapacidad para
comprender lo que decía; el resto, a la profundidad del planteamiento —Pero, antes de
entrar en ello, quería abordar algunos aspectos históricos de la disciplina, no desde el
punto de vista del historiador, algo que considero sumamente peligroso por tratarse
nuestra profesión de un fenómeno complejo generador de originalísimas relaciones de
producción, de poder, de interacción de fuerzas y de estructuras jurídicas, sino desde el
punto de vista del filósofo, es decir, la dirección de orquesta entendida desde el
materialismo, con sus orígenes fundamentados no en el talento, ni en la necesidad, ni en
la emotividad del ser, ni en el idealismo, sino en el desarrollo científico de los
instrumentos.

Los remilgados asentían con sus cabezas y algunos comenzaban a tomar nota. Harzányi
limpió sus lentes antes de continuar.

—Al percatarse de la alucinante capacidad productiva de estas reliquias de la ciencia y


de la ineptitud psicológica del músico para entender el valor uso de su instrumento, se le
abrieron las agallas a unos intrépidos de la era post-revolucionaria: primero al
compositor y luego al director y al empresario, y juntos trabajaron de manera ardua y por
décadas hasta lograr aglutinar la mayor cantidad posible de estos atractivos objetos,
capaces de producir sonidos asombrosos, así como un sustancioso capital, en un ensemble
colosal, con el fin de explotarlo y de obtener la mayor de las plusvalías en los anales de
la historia del espectáculo.

—¡Qué interesante planteamiento! — decía Rupert. Martín y Teseo, sentados uno al lado
del otro, se cruzaban miradas de indignación. Ben tenía la boca abierta. Teseo se acercó
al oído de Martín y murmuró,

—Verás que este tipo no va más allá de esos preceptos comunistas básicos, pues cuando
se trata de oratoria, sufre del mismo mal de Ziegler, de un alboroto mental inaudito.

—De allí parte la dialéctica entre los compositores/directores generadores que pretendían
con esta nueva institución estimular el progreso y el desarrollo de las capacidades
técnicas e intelectuales de los músicos, y aquellos otros depredadores que buscaban
253
únicamente su explotación, y digo esto para contradecir a los historiadores que pretenden
ofrecer una versión romántica, parcializada y quizás ingenua de todo este asunto; porque
es importante entender que como hombres de filosofía debemos confrontar toda posición
histórica que no tenga una conciencia clara de las circunstancias en su momento, y es que
es necesario dejar pasar unos siglos para poder analizar aspectos desde un ángulo más
amplio y más desarrollado, lo que significa también que lo que estoy diciendo hoy será
quizás refutado por otros pensadores y estos por los que vengan después de aquellos; lo
importante por lo tanto, si se quiere analizar filosóficamente, es intentar refutar de forma
transversal todo lo que ha sido planteado de manera enhiesta, porque si se asume una
posición neutral o como otros pretenden llamarla, “objetiva”, entonces esto ya se saldría
del ámbito de la filosofía, cuyo propósito es la confrontación, y el aporte valioso de
nosotros los filósofos sería tristemente desaprovech…

—¡No puedo con esto! ¡Me largo!!! — Se hastió Teseo.

Martín y Ben Watson se dirigieron a la cafetería dos horas más tarde. Rupert, el mayor
de los estudiantes, caminó detrás de ellos a una distancia prudente. En un momento a
Martín le pareció que los seguía, pero dudó, pues era un tipo de una melena tan tupida
que era difícil saber si iba o venía.

—Y, ¿Cómo terminó? — preguntó Teseo.


—Continuó con el mismo lío por el resto de la clase, que no pudo concluir, porque se
enredó tratando de organizar los actores del fenómeno sinfónico dentro de los ejes del
espacio antropológico.
—¡Ja ja! … Miren, Harzányi es un pobre director que ha encontrado en el materialismo
filosófico la cortina de humo perfecta para esconder su incapacidad. Por supuesto que, al
servirse del materialismo filosófico, por cierto, un sistema sumamente interesante, el tipo
logra su propósito que es el de lucir sesudo y original; lo grave es que no le importa un
coño al narciso herir de muerte a la música con su rebuscado experimento. ¿Es que no se
dan cuenta estos profesores de dirección de la Academia lo que logran con sus sofismas
y obsesiones matemáticas? No forman directores, no; ¡construyen artefactos! que es otra
cosa; artefactos a su semejanza. ¡Lo dijo Fürtwangler! “tan pronto como un rubato
pretende ser obtenido mediante cálculos científicos, ¡fracasa!”
—Tratar de hacer música después de desollarla con doctrinas sistemáticas, ¡es como
intentar hacer el amor a una mujer después de analizarla a través de la teosofía
trascendente de Mulla! — intervino Ben
—No, ni siquiera, porque eso podría llevar, quien sabe… ¡tal vez a un coito diluviano! …
Pero ¿te lo imaginas explicándole a un actor cómo recitar Hamlet?
—¡Seguramente con una brújula!
—Además de la risa, ¿habrá este tipo clasificado también el bostezo? — preguntó Martín.
254
—¡Todo esto es un total absurdo!! Miren, cada vez que los estudiantes intentan dirigir no
la obra sino las divagaciones abstractas que sobre ella se le ocurren a Harzányi, como
aquella del otro día, ¿recuerdas, Martín? —¡La música no es sino la verdad primigenia a la
cual se llega después de un acto trascendente de liberación personal! — entonces el resultado da
pena.
—¿Saben que está escribiendo un libro?
—Nooo
—Sí, “El Mito de La Dirección de Orquesta”
—Y como director…
—Es lo que digo, si un magnífico director viene a hablarme de cómo el sistema filosófico
tal le ha llevado a ser quien es, por más disparatada que pareciera la relación, hasta le
escucharía. Pero ¿cómo pretende este hombre insignificante en el pódium explicarnos
cómo ha alcanzado el éxito??
—Sí, «SEÑORAS Y SEÑORES, PARA ALCANZAR LA ABSOLUTA MEDIOCRIDAD EN
EL PÓDIUM, QUE ES INCORPÓREA, PERO SE NOTA, UTILIZAREMOS COMO BASE
TEORICA ESTE SISTEMA. EMPECEMOS CON EL REBOTE PRIMOGENÉRICO;
VAMOS, CON LA PALMA DERECHA, ASÍ… COMO UN PICOTEO OBSTINADO»
—Sí, «EL ICTUS DE CADA COMPAS DEBE SER COMO UN POLLO BUSCANDO MAIZ
EN EL SUELO, PERO SIN DESESPERO»
—Ja ja ja! Sí. ¡Que terrible!!!
—Quítale la careta de “filósofo” a este tipo y verás cómo queda al desnudo su indigencia
como director.
—¿Y de su carrera artística? nada que sorprenda. ¿Se han dado cuenta que se desarrolla
siempre en lugares de nombres extraños, escondidos y lejanos?
—Es la triste historia de un tipo que piensa como un pillo, habla como un letrado y dirige
como un alfeñique.

Harzányi entró en la cafetería. Rupert aprovechó el sobresalto de los detractores para


acercarse y dijo con coraje:

—Gracias a Harzányi, no lo podemos negar, rompemos con la aproximación monista


hacia la dirección de orquesta. Él nos incita a hallar otras maneras de entender la
disciplin…
—¡Pero jamás la forma correcta de dirigir! — interrumpió Teseo, levantándose de forma
abrupta de la silla y abandonando el lugar enfurecido.
—Pues miren, — continuó Rupert, dirigiéndose a Ben y a Martín que se habían quedado
congelados — he estado analizando por algún tiempo la dirección de orquesta desde el
ángulo de la antropología, intentando justificar la conducta veleidosa del director como
un fenómeno de vocación espontánea a partir de las injustas estructuras sociales del
mundo moderno. Y ¿saben qué? Gracias al aborrecimiento que me ha provocado esta
255
figura abusadora ¡he logrado, sin proponérmelo, la relajación del gesto! — y de inmediato
hizo una pequeña demostración levitando sus brazos — Al verlo, Harzányi se acercó.
—El cuello Rupert, ¡El cuello! … ¡Suéltalo! … eso es. Baja el hombro… bájalo. Las piernas
más abiertas. Te falta Rupert, pero estas muy cerca. Vente al estudio y resolvemos la
tensión de la mandíbula. — Ambos partieron a lo suyo.
—¡Si lo sigue relajando, pronto va a necesitar un bastón y una camilla el muy idiota! —
dijo Martín.

XIII

Un tercer maestro de la Academia, Vittorio Aldorisi, director musical de la Orquesta


Filarmónica del Atlántico Norte (OFAN) con sede en la misma ciudad, un tipo de gran
porte, bien parecido, oído musical imbatible, dueño de una intensa mirada en continua
investigación y de una actitud dominada por la constante necesidad de juzgar, todos
grandes atributos de un buen director, era sin duda un entendido en la materia.
Desafortunadamente, su apretada agenda de conciertos le impedía muchas veces estar
presente en el aula de clases nutriendo a sus alumnos con su experiencia vasta. Pese a su
madurez y a su larga carrera, Aldorisi era un hombre voluble y ante ciertas situaciones
reaccionaba como un adolescente. Su nombramiento como director de la OFAN en
Leviathan City, provocó serios desencuentros desde un principio entre él y los miembros
distinguidos de la comunidad que votaron a favor de su rival Ernest Moterob para el
cargo. Moterob, más que buen músico, era un hábil político, con numerosos contactos en
el congreso y le convenía a la económicamente castigada orquesta. Pero Aldorisi fue muy
superior en la audición y nada pudieron hacer sus detractores en contra de la decisión de
los músicos. Entre los amigos personales de Ernest Moterob se encontraba Brian Jones, el
feroz crítico musical del periódico Leviathan Tribune, un típico asalariado de prensa,
taciturno, pálido y despeinado de tanto inventar e inventar.

—¿Viste la dura reseña de Jones? — preguntó Teseo a Martín en voz baja cuando llegó el
lunes a la biblioteca.

—Sí, despiadada; qué injusticia. Fue un buen concierto. Sonó muy bien la orquesta.

—Estos tipos, Martín, mercaderes de palabras, cuidan su salario complaciendo al poder


editorial.

—¿Quiénes?

256
—¡Los críticos! … La crítica musical que conocemos hoy ni es crítica ni es musical; no
nace, como en sus orígenes, de la mente de músicos geniales y cultos como Robert
Schumann o Eduard Hanslick; nace del descaro, de la desfachatez, de la superchería de
unos personajes oscuros que nadie conoce ni como intérpretes, ni como compositores, ¡ni
como nada! y aun así se atreven a juzgar a quien esté en el escenario, ¡dictan
jurisprudencia sin ser abogados! … ¿Con qué derecho??? …

—¡Shhhhhhh! — Le mandaron a callar desde otro escritorio.

—Vamos afuera … y, la farándula, les proporciona la plataforma para que puedan ejercer
su vanidad; esa que ellos mismos han sido incapaces de ejercer de otro modo, ¡por falta
de cojones! Cada domingo o lunes entregan a su jefe de prensa un veredicto, que, aunque
parezca inverosímil, tiene el poder de influir en la carrera de un artista y en la opinión
pública general acerca de este. ¿No es esto ridículo??

—Bueno, hay uno que otro. También hay casos de críticos que sí son músicos.

—Si claro, pero es lo que te digo. ¿No escuchaste?? En general se trata de unos individuos
frustrados que de haber triunfado en la profesión te aseguro que no se les habría ocurrido
nunca perder su valioso tiempo vendiendo cada semana por unos cuantos centavos su
insolencia, esas opiniones viciosas elaboradas desde la posición de Dios.

Brian Jones era particularmente fiero con el nuevo director de la OFAN. Tenían él y los
dueños de Leviathan Tribune el plan de hundir a Aldorisi en un par de años y buscaban
convencer, incluso a aquellos quienes le apoyaron para el cargo, de que se habían
equivocado. A pesar de contar con buenas reseñas por parte de otros periódicos, Aldorisi
sucumbía ante el maltrato de Jones cada semana, y de tal forma, que su grado de
exigencia docente en la Academia dependía de la valoración recibida por parte del
poderoso crítico, comentarios que sabía que sus estudiantes podían leer en el periódico
del domingo. Pero, además, el ego de Aldorisi, que se manejaba en altísimas esferas, se
negaba a aceptar que sus conciertos en ocasiones fallaban y era entonces cuando,
sintiéndose reprochado también por sus epígonos, se derrumbaba moralmente como se
derrumba un niño al suelo cuando se le niega un capricho. Entonces llegaba a dictar
cátedra hecho un desastre, con enormes ojeras, sin afeitarse y con el trauma de haber
defraudado a muchos. Entraba a la sala de práctica orquestal justo en el momento en que
la clase estaba a punto de concluir en manos de algún asistente o colega, buscaba el último
rincón del recinto, el sitio más apartado que sólo ocuparía un oyente que desea pasar
desapercibido, y desde allí ofrecía un par de acotaciones insignificantes de las cuales él
mismo parecía dudar. Estas ocasiones eran aprovechadas por algunos de los novatos para
poder ejercitar por fin los planteamientos gestuales que el conservadurismo de sus
maestros impedía trascender del espejo de sus habitaciones, ante los que el famoso
Aldorisi, inmerso en su debilidad postraumática, se hacía el desentendido.

257
Muy diferente era si su concierto o su estilo de dirección había sido aclamado por la crítica
general y de Jones no había habido reseña. Los estudiantes se preparaban entonces para
recibir al profesor más puntual, irónico y reaccionario del conservatorio, que no dejaba
avanzar un solo compás a sus alumnos sin imponerles de manera férrea todo el peso de la
tradición y por supuesto cada uno de sus gestos. En tales ocasiones, con observación
aguda e ímpetu exagerado, Aldorisi se dedicaba a auscultar los movimientos de quien
estuviera en el pódium, no con el objeto de analizarlos, de mejorarlos, o de averiguar de
dónde habían salido y por qué, sino con el afán de encontrar la forma más efectiva de
sustituir estos por los suyos, sin que el estudiante se diera cuenta. Y cuando el devaneo
de grandeza de Aldorisi se hallaba encendido además por el clamor de la prensa
internacional y los medios audiovisuales, su mordacidad se volvía épica. Al párvulo
menos favorecido físicamente de la Academia, de quien siempre hacía mofa, le dijo un
día después de dirigir el primer movimiento del Concierto para Violonchelo de Elgar:

—¿Por qué diriges de esa forma tan horrible? ¿Es que tuviste algún accidente el fin de
semana??
—No maestro
—¡Pues tal vez eso te ayudaría! … Escúchame, Alan Ping Smith. En este primer
movimiento, si quieres acompañar bien al solista, debes agregar belleza a tus gestos.

—¿Belleza a tus gestos??? … ¿Cómo se puede agregar belleza? ¿Pero qué dice este
hombre? — Saltó Teseo al oído de Martín —Simplicidad y nobleza es lo que tendría que
empezar por entender este tonto acerca de ese movimiento. Entonces tal vez tendríamos
belleza.

Como si hubiese sido contratada por Alan Ping Smith, la providencia se encargó
inmediatamente de tomar venganza contra Aldorisi. Los ensayos con la OFAN no
acabaron bien esa semana debido a la complicada selección de repertorio para el concierto
“Ritmos y Colores del Mundo”. Un par de obras contemporáneas, una de Bulgaria con
la Gadulka como instrumento solista y otra de Uzbekistán, de ritmos disparatados, le
hicieron la vida imposible al confiado Aldorisi, quien tendía a menospreciar los
endiablados contrapuntos rítmicos de la música folclórica.

Comenzó la gala. La primera parte del concierto fue brillante, con obras de Villalobos,
Enescu y Stravinsky. La segunda parte, abrió con la obra búlgara. Desde los primeros
compases Aldorisi percibió ya el tufo de la hecatombe. Las imprecisiones rítmicas fueron
en aumento y el ejecutante del Gadulka, cuando sintió que el barco iba a la deriva, saltó al
agua y nadó por su cuenta. Pero lo que impidió a Aldorisi tomar el control de la situación
no fue la dificultad de la obra, ni siquiera la deserción del solista en plena travesía, sino
la imagen en su cabeza de la cara burlona del Brian Jones, quien, no lo dudaba, debía

258
estar regocijándose en su asiento. El solista terminó cinco minutos antes que el resto, la
orquesta encalló aparatosamente en la orilla, y dos segundos después arribó el
desfallecido capitán por sí solo. El público aplaudió el esfuerzo. Esa noche, sin poder
dormir, Aldorisi maldijo mil veces el Gadulka y a partir de entonces y por el resto de su
vida, maldijo también todo aquello que apestara a folclor. Esperó la llegada del periódico
a las cinco de la mañana. Se levantó, vistió su bata de noche, abrió la puerta de su casa,
tomó el periódico y lo tiró directamente en el bote de basura. «No lo voy a complacer …
leyendo su porquería …Y mi esposa, que ni se entere» Regresó y se acostó. El lunes por
la mañana Aldorisi llegó al conservatorio tarde y trasnochado. Entró en el recinto de
ensayos y se sentó en el último puesto. Había un silencio cómplice en el ambiente. Alan
Ping dirigía en ese momento la orquesta de estudiantes, muy nervioso, y al pasar la
última página del score volaron por el aire unas cuantas hojas sueltas. Ping saltó del
pódium y comenzó a recoger papeles como loco. Se escuchaban risas. —¿Qué sucede??
— Aldorisi, extrañado, se levantó y alcanzó una de las copias. Ping vino a arrancársela,
pero Aldorisi ya había empezado a leer:

Leviathan Tribune – Arte y Cultura

“Ritmos y Colores”

Por Brian Jones

Venturosos quienes tuvieron el privilegio de estar presentes en el concierto de la OFAN del


sábado por la noche, pues nunca antes había estado el público de Leviathan City tan unido por un
mismo deseo: que aquel show de “Arritmia Internacional” no hubiera ocurrido nunca. La
ambición de este nuevo director musical no tiene límite: no le basta con machacar los ritmos del
repertorio clásico, sino que arrasa también con los populares. ¿Ha estado este hombre alguna vez
en Bulgaria? ¿Había escuchado alguna vez su música? ¿o, estudiado al menos la partitura? Es
obvio que no. Y no le bastó un solo pasaje descuadrado, sino que se empeñó en extender la
anomalía por toda la obra. No tenía otra alternativa el solista que abandonar aquella inmersión y
salvar su propia vida. No, Aldorisi nunca se conforma; no se contentó con una versión mediocre
de la primera parte del programa; tenía que llevarla a nivel de desgracia en la segunda. Pero con
la truhanería que le caracteriza, para evitar quedar él como el único que ni conoce ni entiende del
asunto, “trabaja arduamente” en los ensayos para demostrar que la orquesta, tampoco. Aldorisi,
Aldorisi, Aldorisi… en tu perseverancia de buen líder, no tiras la toalla ni en el momento de tu
peor crisis de prosaísmo. Y bendita sea esa modestia tuya suprema, digna de sabios: la de insistir
en demostrar en pleno concierto a los estudiantes de nuestra querida Academia Nacional de
Música todo aquello que NO debe hacerse en un pódium…

259
Aquí detuvo Aldorisi su lectura, no porque no le interesara el resto, sino porque sus
manos temblaban ya con una brusquedad tal que hizo palidecer a la clase. De pronto el
estallido. Los estudiantes estuvieron largo rato en silencio, intentando digerir los insultos
grotescos que dejó Aldorisi detrás de sí al tirar la puerta de una patada. Alan Ping Smith
sufrió un desmayo. Por los pasillos pudo comprobar el desdichado director que la larva
del Ping había dejado sus deposiciones por todas las paredes y vitrinas de la Academia.

XIV

En cuanto a los compañeros de clase de Martín, con las excepciones de Rupert Calabria y
de Ben Watson, y por supuesto de Teseo, que ni siquiera pertenecía a esta cátedra, cada
uno conformaba una entidad inaccesible. Eran unos solitarios desvaídos, de una
personalidad tan ignota que daba lo mismo pasar por su lado o por el lado de las estatuas
de frente helada, ojos hieráticos y labios afásicos de la Academia. En realidad, no, no daba
igual, porque estas esculturas tenían al menos algunas aristas fascinantes y, además,
miraban directamente a los ojos. Aquellos estudiantes en cambio tenían una forma
oblicua de mirar, siempre sospechosa. Al toparse unos con otros en las escaleras,
entrando al aula de clases, o por el pasillo, nunca era posible un contacto visual directo,
pues sus ojos rapaces volaban directamente a las partituras que aquel o aquella traía bajo
el brazo. De haber algo allí fuera de lo asignado en el plan oficial de estudios, la intriga
les descomponía el rostro y era cuando por fin, con una sonrisita fingida, se atrevían a
comunicarse:

—¿Qué obra estas estudiando?

La respuesta esperada es que la obra se tratara de una curiosidad o de una manía


particular del estudiante por el compositor, afirmación después de la cual comenzaban
de todas formas a desaparecer, no sin disimulo, las copias restantes de esta partitura de
los estantes de la biblioteca de música, pues nadie estaba dispuesto a quedarse atrás en
el manejo de repertorio; la homogeneidad de los estudiantes de la Academia alcanzaba
también la elección de las obras. Si el caso era que la partitura estaba siendo estudiada
con el consentimiento privado de alguno de los maestros, algo que rara vez sucedía, el
sentimiento era el de una traición. Pero si esta tenía que ver con una invitación a dirigir
fuera de la institución, el golpe era el de una puñalada trapera, e implicaba para el
envidioso unas semanas traumatizantes sumido en la búsqueda desesperada por todo el

260
país de una oportunidad semejante. En ese estado de tensión permanente y maquinación
generalizada era poco lo que Martín podía hacer por sumar nuevas amistades.

El clima receloso contribuyó sin duda a su creciente ostracismo, pues tenía conciencia de
la irritación que causaba a sus compañeros el hecho de ser él, diez años más joven, el
escogido como asistente de la LO, asimismo el hecho de enterarlos de sus invitaciones de
otras orquestas profesionales, dentro y fuera del país. Martín procuró guardar silencio
acerca de su situación privilegiada y pasar por alto los sentimientos impuros que le
provocaban los gregarios de la cátedra de dirección, a quienes no sabía si era peor buscar
que evitar. Su única relación, muy somera, fue con Ben Watson y con Rupert. Ben había
dirigido durante varios años la orquesta de su propia ciudad, la Sinfónica de Fort Wyne,
a la que había logrado dar un vuelco de ciento ochenta grados y con la que adquirió
experiencia y pudo ganarse una muy buena reputación como director. Llegó a la
Academia con el sueño de recibir de sus eminencias la preparación que aún le faltaba
para alcanzar la jerarquía de maestro, obtener el codiciado diploma y emprender su
carrera profesional. Pero allí tropezó Ben Watson con la verdad de las mentiras, con el
mito. Su presencia en la Academia, fue a todas luces una incomodidad para los tres divos
profesores, pues, el estudiante, sabía muy bien cómo ensayar a la orquesta y lograba
obtener de esta, de forma simple y directa, significantes resultados, habilidad que
aquellos no tardaron en calificar de empírica. Martín disfrutaba de Ben, no solo de su
musicalidad sino también de su rebeldía ante las necias recomendaciones de los
“maestros”. Aparte de Rupert, Ben Watson fue el único que asistió al debut de Martín
con la LO y alabó su dirección. Los demás estudiantes no solo no asistieron, huyeron ese
día de la capital, incluso del Estado de Leviathan City, para que nadie pudiera notar su
envidia.

Rupert Calabria, quien se hallaba en una edad intermedia entre Ziegler y Martín, es decir,
en los cuarenta y cinco, había superado hacía tiempo esa competición infantil que
incendiaba el alma a los demás compañeros de clase, a quienes él consideraba unos
hermanitos maleducados; por tanto, era capaz de disfrutar, sin resquemores, del talento
y de las proezas de otros. Rupert era silencioso y sombrío. Su voz era grave, pero frágil;
parecía que decía las cosas con un deseo recóndito de que estas no fueran escuchadas. Su
personalidad estaba ceñida por completo a la fenomenal melena en forma de hongo que
cubría su cabeza (y por lo general también sus ojos), cuyas sacudidas virtuosas al
momento de dirigir, eran las que hacían todo el trabajo. Es imposible concebir que habría
sido de la vida de Rupert sin aquella gloriosa melena que ya empezaba a echar canas por
el tope y por los lados. No obstante, fuera de la tarima, con la vedeja en estado de reposo,
era él el único mortal de la casa de estudios cuya calma equilibrada descollaba como una
lumbre por encima de la furia competitiva del resto.

261
Rupert era una celebridad en la Academia, no por razones musicales, sino por su astucia
para permanecer como estudiante dentro de la institución tomando un solo curso por año
y sin perder la beca de estudios. Luego entendió Martín que la concesión institucional no
se debía únicamente a la astucia de Rupert, sino también a la de los maestros, a quienes
les interesaba mantenerle en la Academia como un ejemplo palpable de su augusto
legado pedagógico y también como garantía del orden y de la obediencia, pues era un
perfecto delator con antifaz de pupilo. Las reiteradas loas por parte del trio de directores
hacia su alumno consentido, alejadas de todo matiz musical a los ojos de Martín, eran
genuinas, y es que, en el pódium, aparte del pelo, Rupert representaba el modelo ideal
de director concebido en la mente de los tres maestros; era él una escultura animada a la
que habían dedicado diez años de trabajo escrupuloso: poseía la algoritmia gestual de
Ziegler y sus delirios matemáticos; el rebote obsesivo de Harzányi sobre el ictus lo tenía
enquistado en ambas manos, y, en su cabeza, arrastraba la misma enajenación filosófica
de su “maestro”. De Aldorisi, llevaba enhebrado en la boca el sarcasmo virulento, aunque
con hilo fino y recatado. Del concienzudo experimento docente había resultado pues,
aquel muñeco de gestos mecánicos y nula sonrisa, que en el pódium lucía como un
cortesano encopetado de la ilustración al que sólo faltaba empolvarle la peluca. Pero con
esta última no se metían, pues en el fondo sabían que del cuerpo del monigote era lo
único que hacía sonar a la orquesta.

Rupert se había dirigido ya todo el repertorio del pénsum de estudios, era capaz de
enfrentarse a las guías de Ziegler sin compás ni calculadora, proferir disparatados
planteamientos filosófico-musicales sin vergüenza, y someterse con actitud estoica a
todos los insultos, escarnios y catilinaria venenosa que todavía le quedaba a Aldorisi en
su vocabulario cáustico, valentía de la cual, él por supuesto se jactaba, no sólo ante los
críos de la Academia, sino también ante la mangoneadora Doña Jacinta, su mamá, con la
que aún vivía, quien asistía a todas las clases magistrales en las que participaba su hijo y
de quien provenían los aplausos histéricos cada vez que su heredero subía y bajaba del
pódium. Si bien la potestad helicóptera de la señora se mantenía incólume, la Academia
(nido parental de la intelectualidad del peluquín) se había convertido para él, sin que ella
lo supiera, en su verdadero hogar. Rupert siempre trató y aplaudió a Martín con singular
afecto, jamás con la circunspección de un padre con su hijo, sino con la condescendencia
de un abuelo con su nieto.

Teseo, a pesar de no ser estudiante de dirección, era el único alumno de la Academia que
poseía un conocimiento exhaustivo sobre el mundo sinfónico y sobre el arte en general.
Sus dotes de director eran manifiestas y podían comprobarse a través de la ventanilla de
su estudio a cualquier hora del día. Mientras tocaba su instrumento, el piano, dirigía,
cantaba y vociferaba; corregía y regañaba. Siempre inconforme, se detenía en el medio de
magnificas ejecuciones y arreciaba con dureza en contra de deficiencias que sólo él
262
escuchaba. Su lenguaje corporal hacía de cualquier composición, por más sencilla que
fuera, una obra imponente; su lectura a primera vista y sus interpretaciones eran difíciles
de superar. De sus poses y contracciones faciales emergían destellos de sabiduría musical
que infundían reverencia. En su debut con el Concierto para piano No. 5 Emperador con la
orquesta sinfónica de la Academia bajo la batuta de Harzányí, los ejecutantes se
arrodillaron ante el liderazgo de Teseo quien les hablaba desde el piano con tal
vocabulario expresivo que, el insignificante director, con su pulso laxo y “symploké”, no
solo parecía estar dirigiendo la obra equivocada, sino que estuvo a punto de desgraciar
la perfecta comunicación que ocurría entre el solista y la orquesta. Teseo no necesitaba
brazos para dirigir; bastaba su rostro, sus miradas, su estremecimiento rítmico. La
orquesta entregada, tocó en esa ocasión como nunca antes, mérito que, por supuesto se
arrogó Harzányi. Al finalizar la obra, este hizo una venia más que el solista, volvió al
escenario por tercera vez en medio de la ovación, sin Teseo, y se quedó un buen rato sobre
el pódium para prolongar los aplausos. Ese mismo fin de semana Harzányi ofreció una
clase magistral adicional a sus alumnos titulada: “De cómo dirigir Beethoven con éxito
atendiendo a la des-jerarquización de los glomérulos”

Martín, que en un principio le había enervado el tono de sabio de Teseo, ahora que le
conocía bien, admiraba sus cualidades de director innato y añoraba que fuera parte de su
facultad, pese a estar convencido de que su participación como oyente en las
decepcionantes lecciones de dirección de la Academia, tenía sus días contados. Martín
admiraba además su forma decimonónica de vestir, un blazer largo, chaleco de gabardina
negra y camisas blancas de puños con broches. Aun cuando poseía una rica cultura, Teseo
solía hablar sólo cuando se le pedía, pero a las preguntas respondía con tamañas
reflexiones que por lo general ahuyentaban a maestros y compañeros de clase; por eso
vivía aislado, en un reencuentro permanente con sus elucubraciones y con su
instrumento. Toparse en la Academia Nacional de Música, fue tanto para Martín como
para Teseo, una inmensa alegría.

Con el tiempo Martín pudo inferir que, por encima de la vocación musical de muchas de
aquellas almas émulas de la cátedra de dirección, estaba el desespero de las mismas por
salir del anonimato, algo que no habían logrado ni lograrían alcanzar aun por muchos
años con sus propios instrumentos musicales, ni como educadores, ni como musicólogos
y mucho menos en cualquier otra disciplina. La dirección en cambio les ofrecía, sólo en
un par de años, saltar del anonimato nada menos que a la jefatura de gobierno del reino
de los músicos. Ufanos de su talento despótico, sólo tres meses de charlatanería les
bastaba para asumir ellos también el rol de dirigentes y salir a la calle a imponer sus
manías. Bajo qué método, sistema o teoría cuántica, daba lo mismo. Su objetivo era
apoderarse de los trucos de quienes ya estaban arriba, obtener el título y saltar sobre la
primera vacante de pódium disponible. Por eso no se les veía nunca en los conciertos de
263
la temporada, en los ensayos de importantes directores, en la ópera, en el teatro, o en
cualquier otra actividad que pudiera hacer evidente su vocación. La cátedra de dirección
de la Academia Nacional de Música, más que un lugar para formarse, era un fabuloso
trampolín; y sus alumnos, unos intrépidos corsarios del sistema en su feroz lucha por los
puestos de mando.

XV

La celebérrima escuela de dirección de la Academia giraba en torno a una megalomanía


de “verdades irrebatibles” y conceptos vagos que aportaban grandes lagunas a sus
estudiantes. Con su petrificada jerarquía maestro/imberbe, de juicios inobjetables, la
labor de los profesores era simple. No tenían que preocuparse por dar mayores
explicaciones, pero menos preocupación tenían aquellos apurados jefecitos por recibirlas.
Los tres maestros se valían de su sinecura, y estaban siempre prestos a rechazar las
objeciones o las tímidas contribuciones de los alumnos que de inmediato eran tachadas
de subjetivistas. En donde se abría algún resquicio para la disensión, para la discusión, la
contradicción, o la réplica, el profesor lo cerraba sin disimulo y lo mismo hacía el alumno.
No era la participación, fundamental para el aprendizaje, lo que allí imperaba, sino la
pleitesía. Estos profesores mantenían a sus raquíticos polluelos enjaulados, pasándoles
de pico en pico por entre las rejas sólo aquellas frases que necesitaban para, según sus
criterios, sobrevivir en una tarima, frases que los estudiantes, con la urgencia que tenían
de volar, se dedicaban a repetir como pericos. Convertidos en una especie de médium,
los pupilos obraban utilizando la mente, los gestos y las palabras de sus maestros.

Era asombroso comprobar como Ziegler, Harzányi y Aldorisi se sentían realizados con el
solo hecho de ver estampado en el cuerpo de sus alumnos su marchamo, sin esperar nada
más. Actuaban ellos como ánimas que se adueñan de unas almas infantiles. Reducirlos a
un retrato perfecto de sus propios manierismos era su gran experticia. Como
consecuencia, después de dos años de esfuerzo nimio, los recién graduados salían a
marchar por los escenarios como mercenarios de un mismo regimiento, cada uno una
réplica perfecta del otro, sólo que, lejos de la sombra de sus centinelas, cuando intentaban
librarse de sus fórmulas gestuales o procuraban interpretar o hallar una versión
individual acerca de una obra, su superfluidad les llevaba a dirigir de la misma manera
como lo hacían antes de entrar en la Academia, es decir, como un musicólogo, como un
cantante, como un educador, o como un crítico musical que se cree músico, pero nunca
como un verdadero director. Justamente, buscando cómo corregir en un período dos años
la dirección empírica de sus estudiantes, la Academia enfocaba su plan de estudios en
264
tres campos fundamentales: el de la filosofía con el “sabio” Harzányi, en el de las ciencias
exactas con el “científico” Ziegler, y el de las sociales con Aldorisi. Pero erraban
gravemente sus profesores al no aportar lo más importante, el fundamento, el quid de la
cuestión, es decir, el conocimiento musical de las obras y su incumbencia y repercusión
en la creación del gesto, que es lo que va a permitir luego su dominio musical del director
sobre la orquesta.

Martín analizaba la situación e intentaba escapar del dogmatismo que más que estar
ampliando sus destrezas parecía estar reduciéndolas y reconduciéndolas por canales
estériles. Buscaba en esta escuela de dirección una preparación substancial, un sistema de
conocimiento, y sólo encontraba en ella el desmesurado afán de sus profesores por lucirse
y el de sus compañeros por competir, el de sus maestros por imponer y el de los súbditos
por acatar, todo ello sin más demanda intelectual de la que exigen los atajos. No parecía
este un ambiente de estudios superiores. Allí dominaba en realidad lo trivial, lo
instintivo, lo cerril. Después de su experiencia imponderable en el Conservatorio de
Música de Bellhar, a Martín le costaba entender la existencia de una escuela de dirección
de perfil tan engañoso, inconsistente y en manos de embaucadores tan hábiles, y más aún,
que se tratara de una de las más famosas del continente.

El joven director soñó repetidas veces con el mausoleo, con sus columnas frías, gélidos
pasillos y suelo glacial, con sus columbarios y flores de camposanto, y con sus espantos
de brazos teratológicos vociferando amenazantes, de día y de noche, sobre la forma
correcta de dirigir y de hacer música. Por fortuna, las necedades de estos fantasmas poco
o nada lograron trascender los confines de aquellas pesadillas; y es que Martín tenía ya
suficiente en qué entretener su cabeza como para detenerse en lo fútil. No obstante, su
segundo año en la Academia iba a ser de valiosos descubrimientos.

XVI

Martín tuvo su debut en Alemania en mayo de ese primer año de estudios en la


Academia, durante unos breves días de asueto de la institución y de la LO. Viajó a las
tierras germanas en compañía del primer volumen de Los Buddenbrook, el drama de
Egmont y de su tratado de etnología. Iba con el delirio venturoso de volver a pisar aquel
subcontinente de extremidades retorcidas en donde habían caminado, amado, odiado,
sufrido, creado, desplomado y levantado tantos escritores y compositores que hoy
marcaban su vida y le preparaban antes de arrojarse a la más ambiciosa de las palestras.
Era probable que Heather Blonde estuviera enterada de estos movimientos de Martín,
265
pero ella ya había hecho sus advertencias, y jamás hizo preguntas sobre el asunto; o, tal
vez nunca lo supo, pues ella misma vivía ofuscada dirigiendo orquestas por todo el
planeta. Se cruzaron por casualidad en el aeropuerto de Frankfurt, pero andaba Blonde
tan apurada y Martín tan distraído que no se vieron cuando ella pasó a toda marcha frente
a la sala de embarque del vuelo con conexión a Stuttgart. El joven director, apartado en
una esquina, musitaba secciones de las Vísperas Sicilianas y daba indicaciones
imaginarias a la orquesta; sus ojos corrían hambrientos detrás de frases y ritmos y sólo se
enfocaban en la nada de vez en cuando para atender predicciones acerca de ese reto
mayor que debía abrirle las puertas del pódium en Europa. Continuó en la cola de
embarque y durante todo el vuelo alternando episodios musicales con hipotéticos
ensayos, ofreciendo con rostro serio recomendaciones a los músicos y luego mostrando
la cara de sorpresa de estos al recibirlas; parecía poseído por los ángeles y el demonio.

Horas más tarde en el hotel, volvió en sí y se alegró de estar allí y de que el viaje
intempestivo hubiese resultado sin percances. Comenzaba a desempacar cuando recordó
la entrada de la orquesta después de la cadenza que aún debía repasar. Descansaría luego.
Dormiría ocho horas y en la mañana estaría fresco y listo para entrar en la mítica sala de
conciertos del joven Kleiber, para subir al pódium de la histórica orquesta, y no como
asistente, sino como director. Suya era toda la responsabilidad. «—Recuerda llegar
temprano al ensayo. Es importante estar relajado y tener tiempo incluso para repasar
algo» le había recomendado Oliver camino al aeropuerto, dudando un poco de esa última
sugerencia “repasar algo” pues sabía que Martín todo lo exageraba; pero, para evitar que
se relajara demasiado diciéndole lo que realmente pensaba «Al llegar a Alemania cierra
la partitura y tranquilízate, pues no hay nada más estresante que esos repasos de última
hora», prefirió decirle lo primero. Dicho y hecho. Tanto exageró Martín el pre-operatorio
que, al día siguiente al abordar el taxi para ir al ensayo, no supo decir al chófer adonde
iban.

La orquesta alemana marcó al adolescente. Con ella pudo ver por primera vez, con toda
su crudeza, la dualidad sádica del existir, esa que te da la vida, pero también la muerte;
el amor te lo envía en un paquete junto con los celos depredadores; la fama te la regala,
pero con ella, la detracción y el sufrimiento, contrasentidos de los cuales poca conciencia
se tiene cuando todavía son la ilusión, la energía y la curiosidad las que llevan las riendas
de la voluntad. En los disparates de la vida se comienza a pensar, afortunadamente, en
una etapa tardía, cuando se cuenta ya con la serenidad, la frialdad y la resignación
necesarias para afrontarlos. Pero Martín descubrió la gran paradoja antes de entrar en la
vida adulta; no alcanzaba a explicarse por qué no bastaba en aquel pódium su proeza. Él
y Teseo vivían criticando a los maestros de la Academia y a sus discípulos. Ahora era él
el cuestionado; y por músicos de alta factura. La prestigiosa orquesta le hizo pagar el alto
precio de subirse a su tarima, le mostró sus dientes afilados, y Martín, tal y como los
266
cachorros que de pronto amanecen abandonados en la selva, tuvo que espabilar, llenarse
de coraje y enfrentarse solo ante el peligro. Aquel grandioso acontecimiento era tal como
es la vida salvaje, bello por fuera y cruel por dentro. La brusquedad del pódium
empezaba a sacudir el carácter noble del joven director.

XVII

El plan de Robert Craig siguió adelante. En el verano Martín fue invitado a asistir, sólo
como oyente (por razón de su corta edad), a la academia de dirección del Festival
Internacional de Música de Servoz, en los Alpes franceses. Allí tuvo la fortuna de
presenciar ensayos y apariciones en escena de maestros legendarios como Kurt Masur y
Charles Dutoit.

Durante la primera semana del curso, Masur estuvo encargado de las clases de dirección
orquestal del festival. Por causa de su estatura de casi dos metros y de su incipiente
sordera, en su ruta hacia la sala de ensayos, el maestro iba inclinándose ante cada
interlocutor como el prelado que recibe a sus feligreses a las puertas de la iglesia. Entraba
en la sala de ensayos rodeado de sus estudiantes y la orquesta enmudecía. Invitaba a uno
de ellos a subir al pódium y le dejaba dirigir los primeros compases del tercer movimiento
de la Sinfonía Escocesa de Mendelssohn. —Es ist nicht so, no. No es así. Hágalo de
nuevo…Nein, no, así no. Con angustia … hay angustia allí… A ver, de nuevo… No, no...
El pulso, no tiene vida…es parte de la angustia, las palpitaciones…a ver…no ¡no! ... ¡No
es así! A ver…cante usted la frase. Si, sí. ¡Usted solo! sin la orquesta. … a ver…no. ¡MÁS
FUERTE! … pero con incertidumbre… con desasosiego … ¡No! Escuche … ¡TAAAAA
RAAAA RA RAAA RAAAAA! — salió el vozarrón desafinado de aquel cuerpo enorme
de sarcófago egipcio —¡CRECE! ¡Crece con un impulso emocional! … eso es…bien ... ¡No!
¡No entregue la última nota todavía! … Espere un poco … Busque el suspenso …
¡ENFATICE!! … ¡No! No suelte la semicorchea, ¡reténgala! … ¡espere! …bien…Ahora con
la orquesta…No, nein. No. ¡No es así de pálida la vida, hombre!... ¿Ha estado usted en la
guerra, muchacho? —No maestro —¿QUÉEEE??? —¡No maestro! no he estado en la
guerra ¡ni quiera Dios! —¡Pues entonces no va a poder usted dirigir esto! — Masur se
quedó mirando al alumno, mientras recapacitaba sobre su desfase en el tiempo —Bueno,
imaginemos ... Un artista escondido en una trinchera … Ravel, por ejemplo. Para él, un
entorno desconocido, la ambulancia, las detonaciones, el humo, los gritos, todo horror,
todo es tragedia, todo es ambigüedad. ¿Oye usted la armonía inestable? —Sí — ¿CÓMO??
… ¿La escucha, o no?? —¡Sí Maestro! la escucho … no está definida —¡MUY BIEN! … Las
balas alcanzan a sus compañeros de armas y Ravel salta sobre ellos e intenta retenerlos
267
con un abrazo para evitar que se desplomen. Es una desesperación que crece segundo a
segundo, que duele, que hace daño… ¿me explico? … a ver … Inténtelo … ¡Nein! ¡NO!
No lo entiende … ¡A ver! … — Agotado, el maestro pidió al alumno hacerse a un lado y
subió él a la tarima.

—¡VAMOS ORQUESTA! …de nuevo… ¡NOOOO! No … la entrada es la de un solo


instrumento, no de ochenta…vamos, como un solo hombre … un solo color, el mismo
timbre sombrío para todos… ¡NOOO!! — volvía al principio una y otra vez —¡Ese no es
el color! Tiene que ser la voz del héroe que ha catado la desgracia… ¡vamos!!! …
¡NEEEE!!!! …Violines, pero, ¿por qué ese sonido tan chillón? … ¿Es esa la voz de la
aflicción?? … ¡No! ¡Esa es la voz de una feria china! — Algunos estudiantes se rieron y
otros miraron asustados a los ejecutantes asiáticos, esperando que estos no hubieran
entendido —¿CÓMO?? — confundió el maestro los carraspeos incómodos de la sala con
una réplica —¡DIJE FERIA CHINA! sí, ¡PARECEN CHINOS!!! … De nuevo … vamos …
eso es … mejor … los pizzicatos … ¡Nooo! … No. ¡Los pizzicatos oprimen el ánimo! … son
ellos la alteración cardíaca que sigue a la detonación, son el desespero … ahora … ahora
baja su velocidad … menos … así … y también su intensidad … eso es … se aferra Ravel
a la vida con el ritenuto117 y deja ir al amigo que yace en sus brazos … como un sollozo
que da paso a la conciencia del dolor … un dolor que además de físico, es mental … y …
aquí … los violines traen consigo la resignación … que ahora, en la locura… se vuelve
añoranza … ¡muy bien violines! … eso es … despierta la nostalgia, por aquella belleza
que ya no existe, pero que vive en el recuerdo …

Las frases comenzaban a sonar con una divinidad verdaderamente indescriptible. Al


arribar a la marcha fúnebre, detuvo a la orquesta.
—¡Jovencito!
—¡Señor! — contestó el aterrorizado percusionista.
—Americano, ¿no es así?
—Sí señor
—Pues no se hace así el trino, hijo mío. Un trino no es repetir simplemente una notita mil
veces con los palitos. El trino es música, la música es humanidad, ¡la humanidad grita,
vibra, ríe, llora! El trino es un personaje más, ¿estamos?? … ¡Usted es el drama aquí! ¡la
desgracia!! ¡la maldad!!! ¿Me sigue??
—Sí señor
—¿QUÉEEE???
—¡SÍ SEÑOR!

117
Retraso repentino del tempo.

268
Lo más asombroso era que, pese a la sordera, Masur no sólo corregía las articulaciones más
recónditas, sino que exigía formidables pianos y pianissimos a la orquesta sin quedar nunca
satisfecho; de igual modo, a pesar de corregir con su voz completamente desafinada, era
capaz de detectar ínfimas desafinaciones.

El maestro continuaba exigiendo y exigiendo y la joven orquesta cada vez más entregada
a la vitalidad de la música, a la escrupulosidad de su ejecución. Los estudiantes directores
seguían a Masur con su mirada respetuosa y se olvidaban de sus respectivos turnos. Las
jornadas eran muy largas, pero la riqueza de su contenido las hacía fugaces. Y ese era
sólo el comienzo. Cuando todos habían dirigido y concluía el ensayo, Masur los invitaba
al mejor restaurante de Servoz, pedía una cantidad estrafalaria de comida y procedía a
hacer comentarios sobre las virtudes y los defectos de cada uno en el pódium. Al final,
cuando los muchachos estaban todos a reventar de comida y de información, él era el
único que seguía sirviéndose en el plato. No había manera de saciar aquella enorme
figura poliédrica. Generoso en extremo con sus estudiantes, Masur insistía en que le
hicieran más preguntas y les ofrecía más aperitivos. Por fin se levantaba y comenzaba a
repartir abrazos; y cuando se trataba de reconocer aciertos en el pódium, también
regalaba besos. El hombre valoraba en extremo cada instante de vida, como si supiera
perfectamente lo que significaba perderla. A Martín, por ser el pequeño de la clase, estuvo
a punto de romperle los huesos de un estrujón con beso; y eso que no lo vio dirigir.

Después del restaurante, se los llevaba a su chalet y se sentaba con ellos a beber té japonés
y a hablarles sobre cada una de sus etapas como director, de sus aciertos y frustraciones
y de la importancia de la autoridad en el pódium.

—Muy joven fui a ensayar con la orquesta de Hamburgo en dónde quedaban todavía
unos pocos músicos que habían tocado con Brahms «—La articulación, he dicho ayer que
debe ser separada por favor —¡Señor! ¡Brahms no lo hacía así! —Caballero, si usted no es
capaz de recordar la articulación que pedí ayer, ¿cómo es que recuerda la de hace setenta
y cinco años??? ¡Además!! ¡Brahms está muerto y el director aquí soy yo!!!»

Masur explicaba la disciplina militar, la tragedia de la guerra y cómo había logrado él


sobrevivir en el campo de batalla, describía en detalle el contexto geopolítico que provocó
la caída del muro de Berlín, disertaba extensamente acerca de sus grabaciones con la
Gewandhausorchester de Leipzig, justo después de su terrible accidente automovilístico, y
acerca de su aguerrida y sin embargo hermosa relación con la Orquesta Filarmónica de
Nueva York; en fin, la ocasión resumía un riquísimo compendio de confidencias de un
gran maestro, invalorables para cualquier músico cándido que inicia sus andanzas por
esta vida de doble cara. Todo marchaba de forma extraordinaria en la tertulia hasta que
Masur, recordando más y más incidentes, entraba en cólera, saltaba de su asiento y hacía
269
restallar el fresno con sus pisadas de elefante, profiriendo insultos contra todos aquellos
culpables de las amarguras de su vida. Los jóvenes directores trataban de calmarlo
mientras aparecía su esposa japonesa, quien pedía disculpas y se lo llevaba a descansar.

Ensayando su propio programa de concierto, Masur mostró menos paciencia que en las
lecciones. La jovencita Yuja Wang no fue de su agrado. En el Concierto no. 1 en sol menor
de Mendelssohn, detuvo a la orquesta y a la solista en un lugar en dónde solo un cerebro
sumido en la desesperación se le habría ocurrido, es decir, en el momento de mayor
actividad y concentración de la obra. Hubo un silencio aterrador en la sala. El maestro
viró lentamente hacia la izquierda en su silla giratoria, acomodó sus gafas cerca de la
punta de la nariz con la mano temblorosa y clavó su mirada férrea en los ojos de la
desconcertada pianista. —¿Con quién estas estudiando este concierto, muchachita?? —
Yuja replicó con su voz de niña —Con nadie Maestro, yo sola —¿CÓMOOO???? — dijo
Masur colocando su mano izquierda en la oreja, en forma de caracol —Yo misma … lo
estudio yo … sin profesor —¡Pues eso lo explica todo!! — Masur respiró hondo, volvió al
principio y dirigió la obra de arriba abajo con una mueca de disgusto. En el intermedio,
Martín buscó a Yuja por todos los pasillos del edificio con el deseo de verle las lágrimas
y se sorprendió al encontrarla en el estacionamiento muerta de la risa junto a otros
pianistas «—y además fumando, ¡como si fuera una adulta!»

En su concierto final el viejo maestro dejó un recuerdo más bien triste para todos. En el
solo de los tres cornos de la Tercera Sinfonía de Beethoven, Masur, atacado quizás por una
inopinada regresión, comenzó a gritar a los espantados solistas desde el pódium que esa
no era la articulación. Hubo un murmullo de pánico en el público Por fortuna, el anciano
recobró el juicio después del solo y continuó como si nada.

XVIII

Pero, si hubo en el festival un verdadero desafío a la paciencia, una prueba heroica de


resistencia a la obstinación, una invocación a la demencia, fue en el ensayo de Yuri
Bashmet, el grandioso violista ruso a quien se le encargó, por razones desconocidas, la
dirección de uno de los conciertos con la orquesta de cámara del festival. Yuri entró en la
sala muy pasadas las dos de la tarde (cuarenta minutos de retraso) con su fastuoso
Stradivarius. Lo sacó del estuche, y lo acostó en una mesa sobre una tela gruesa que
primero dobló, acomodó y miró desde distintos ángulos. Regresó al estuche y sacó el
magnífico arco, aún con más cuidado que aquel que tuvo con el épico instrumento.
Limpió la madera con otro trapo, frotó las cerdas con resina, las templó, llevó el arco a
270
sus ojos y miró desde el talón hacia la punta para comprobar su rectitud. La orquesta
esperaba en silencio. Volvió a su imperial instrumento barroco y con otro trapo limpió
cuidadosamente su tastiera, el puente, las clavijas, las cuerdas, la tapa frontal y la
posterior; lo acomodó debajo de su barbilla y comenzó a afinar las quintas, primero
subiendo y bajando un tono a cada cuerda, luego medio tono y finalmente cuartos de
tono y microtonos. La obra era la 5ta Sinfonía de Beethoven. Se subió al pódium, colocó la
viola sobre el hombro y su indicación de entrada a la orquesta fue, como era de esperarse,
desastrosa.

Comenzó la pesadilla. —Net118 —volvía a dar la entrada y había un cambio de desastre


—¡Net! — otra vez … ahora un desastre vivo … ahora uno muerto —¡Net! — entonces
daba el ejemplo él mismo con la viola; perfecto. La orquesta lo imitaba, pero en medio de
un nuevo desastre. —¡Net!! not, no— Explicaba entonces cómo atacar la cuerda con el
arco; nada; el peso que éste debía tener; nada; cuantos pelos del mismo usar; nada.
Finalmente, por ley de las probabilidades, entraron todos juntos después de 54 intentos.
Pero entonces la longitud de cada nota no era en todos la misma —¡Net, no, nay! … Taa
Taa Taa Taaaaaa— Explicaba en qué momento debía detenerse la nota, cuando alzar el
arco y cómo. El ensemble se esforzaba —Taa Taa Taa Taaaa. —¡Net! … Taa Taa Taa Taaaaaa
—Taa Taa Taa Taaaaa — ¡Net, not, nay, nix!! ¡Taa Taa Taa Taaaaaa! —La orquesta que ya
había resuelto lo de la sincronización de la primera nota atendiendo a un discreto guiño
del concertino, ahora sufría intentando complacer al ruso con la longitud exacta de cada
nota. Después de media hora, por más de que Bashmet repetía el ejemplo de mil maneras
y ellos respondían con fidelidad, no entendían por qué seguía diciendo —¡Net, Not, Nay
Nix, No!!— Ahora era la intencionalidad de cada nota lo que buscaba, luego su timbre, y
luego su carácter —¡Net! — todo lo cual demostraba de forma magistral. A las cuatro y
media de la tarde, todavía en el primer compás, los ejecutantes de las cuerdas,
exasperados, le pidieron un receso al maestro. —¡Net!!! — Siguieron una hora más. Por
fin, cuando un asistente del festival se acercó a decirle al Yuri que su tiempo ensayo había
terminado ya hacía rato, los muchachos aprovecharon y salieron corriendo, no sin antes
despertar a los vientos y al timbalista que roncaban plácidamente.

Yuri Bashmet, un alma en permanente estado de intransigencia y de porfía, andaba por


la vida cada vez más neurótico. Esa misma semana su novia, una bella morena que le
había acompañado al festival, le abandonó en un acto de desesperación, no sin antes
torcerle el dedo con el que usualmente le corregía el francés y de estrellarle el Stradivarius
en la cabeza. Fue un gran escándalo público, pues sucedió en plena cafetería, cuando
Bashmet intentaba demostrarle, por enésima vez frente al camarero impaciente, cómo
pronunciar beurre correctamente.

118
No

271
Hoy se sabe que la solicitud de asilo en Francia, en los años ochenta, de todos los músicos
de su orquesta experimental, mientras se encontraban en una gira de conciertos, no se
debió en realidad al terror de estos de retornar al régimen soviético, como lo explicó la
prensa internacional en ese momento, sino de volver a los ensayos del obstinado violista.

XIX

En la segunda semana del festival, Martín conoció a otros dos grandes maestros, Yuri
Temirkánov y Valery Gergiev. Cada uno hizo tres ensayos y un concierto. El primero
entró en la sala sin saludar, con el blazer colgado en los hombros como si estos fueran un
gancho (costumbre peculiar de los divos/as). Se lo quitó encogiendo las clavículas, lo
colgó en el espaldar de la silla giratoria de director, subió al pódium, alzó el brazo derecho
y comenzó a dirigir. Sólo media orquesta arrancó con él. Pero cuando entró por segunda
vez a la sala, después del primero de diez recesos que otorgó, antes de colgar el blazer en
la silla, los muchachos de la orquesta tenían ya los arcos sobre la cuerda, las embocaduras
y las cañas en la boca y las baquetas en la mano. Valery Gergiev arribó al festival tres días
más tarde en un helicóptero que aterrizó en el estacionamiento del edificio. Entró en la
sala despeinado, con su cara barbada de diez días, sus gafas de sol Armani y sus
mocasines italianos sin medias. Entregó algunas pertenencias suyas a un asistente vestido
de negro y se dirigió a la orquesta —Dobryy den` … I am sorry forr the delay… Prokofiev,
please.119

Martín había estado esperando por mucho tiempo la ocasión excepcional de poder
absorber de los más afamados directores de orquesta del momento sus secretos
cardinales. Pero solo dos frases pronunciaron el par de magníficos directores rusos desde
la tarima:

—Cigarrete break!120

anunció Temirkánov después de quince minutos de ensayo ininterrumpido, y,

—I am verrry sorry, but I must attend this call… Misterr Putin on the phone121

119
Buenas tardes…me disculpan la tardanza… Prokofiev, por favor.
120
¡Receso para fumar!
121
Me disculpan, pero debo atender esta llamada…es el Señor Putin al teléfono.

272
dijo Gergiev en los primeros compases de la obra. Aun así, Martín pudo reconfirmar con
ellos, el inaudito impacto que causa a la orquesta una gran personalidad en el pódium,
sus miradas desconcertantes, sus estremecedores gestos, sus decisiones musicales
incomparables, todas pruebas sine qua non de la valía de un gran maestro, virtudes de las
que por supuesto carecían por completo los charlatanes de la Academia.

Alucinante fue también para el joven director toparse ese par de semanas, en la calle, en
el supermercado o en las cafeterías de Servoz con Martha Argerich, Misha Maisky o
Thomas Hampson; era como estar en un parque temático de figuras animadas de la
música. Este nuevo episodio de su vida comenzaba a parecerse a aquellas
despampanantes historias de Olson, y, a medida que trascurrían los días, menos insólitos
le sonaban ya los cuentos del pianista, pues el joven director comprobaba por sí mismo
que tales milagros no eran en realidad tan improbables. Una noche, al finalizar la fiesta
de bienvenida a Valery Gergiev en un chalet-mansión de un acaudalado banquero,
mecenas del festival, comenzaron a arribar los autos que regresarían a los invitados a sus
respectivas residencias. —¡Uno más! — Llamaban desde un taxi que tenía la puerta
abierta. Martín, que en ese momento observaba cautivo la extraordinaria constelación de
estrellas en el cielo abovedado, muerto de frío como estaba, aprovechó y corrió hacia el
coche. Se acomodó en el último puesto, alzó la vista y allí dentro estaban Evgene Kissin
con su tía, Sarah Chang y Anna Netrebko. Pensó por un momento que se había
equivocado de taxi, pero lejos de abandonarlo, cerró la puerta apresuradamente y subió
la ventanilla antes de que viniera alguien y rompiera la magia. Fingiendo indiferencia,
Martín se abrochó el cinturón, saludó discretamente y se acomodó en una posición que
le permitiera contemplar sin obstáculos todos aquellos cuerpos celestes. Cuando el taxi
estaba a punto de arrancar, alguien llamó al cristal. Martín se sintió descubierto; venían
a sacarlo de allí, sin duda. Abrió la puerta un par de centímetros, como se le abre a un
desconocido. Por el intersticio se asomó una boca masculina —May I get in?122 — Aliviado,
Martín se desabrochó el cinturón, empujó gentilmente a Sarah y esta empujó a Anna que
estaba en la otra ventanilla para abrir espacio. El hombre entró de espaldas; primero el
trasero, luego el torso y luego una pierna; detrás de esta ingresó un estuche de violín que
acomodó verticalmente en el suelo. Finalmente subió la otra pierna y cerró la puerta, no
sin dificultad. A pesar de que estaba ya adentro, seguía moviéndose para abrir espacio.
El hombre, envuelto en una capa de invierno gruesa que le cubría media cara, se quitó la
bufanda, dobló el cuello de la capa y sonrió a Martín, agradecido. Era Joshua Bell. «¿Podrá
Olson superar esta historia?»

122
¿Puedo?

273
En Servoz, Martín solo podía participar como oyente, pero el director artístico del festival
hizo una excepción, por insistencia de Robert Craig, y lo incluyó como director en uno de
los últimos conciertos de música de cámara. Fascinado con la noticia, Martín madrugó la
siguiente mañana y fue por la partitura de Dumbarton Oaks que le esperaba en las oficinas
de la administración. Olvidó el par de excursiones a la montaña que tenía previstas para
esos tres últimos días en Servoz y se encerró en su chalet a estudiar la obra neoclásica.

Veinticuatro horas más tarde, el alarmado ensemble de 14 músicos esperaba en la sala de


ensayos al menor de edad encargado de dirigirles. Algunos de los estudiantes de
dirección no pudieron resistir la curiosidad y se asomaron desde el pasillo, ávidos de
conocer la forma de dirigir y de trabajar del jovencito. Su técnica lucía impecable y sus
manos no parecían preocupadas, en lo absoluto, ante los pendencieros cambios de métrica
stravinskianos, porque estos obstáculos verticales no eran para Martín el objetivo. Su
única guía era la inflexión natural de la música y sus acentos correspondientes. Los
músicos pronto abandonaron su obsesión con la métrica y el conteo y se dejaron llevar
por la fraseología viva y horizontal que había detrás de los complejos ritmos y que Martín
mostraba con deslumbrante claridad. Pero lo que más asombraba a todos aquellos
testigos curiosos que le observaban, es que el chico hablaba y exigía con la soltura y el
conocimiento de un veterano. Martín fue en ese momento muchos directores a la vez, los
que pasaron ese año por Leviathan City, pero también fue Klontz, Vossler y Blonde, en
fin, una selección de los mejores expertos, y la guinda sobre aquella torta magnífica fue
él mismo, su audacia, su musicalidad y su vigorosa juventud.

El concierto de Martín en Servoz estuvo repleto de gente y de expectativa. Los


compañeros de la cátedra de dirección, vinieron todos. Cómo les admiraba Martín. Era
cada uno de enormes aptitudes musicales en el pódium (habían sido seleccionados
meticulosamente por el propio Masur), pero, sobre todo, eran todos ellos jóvenes muy
agradables de trato. Al final se acercaron efusivos para felicitarle. Martín no se lo
esperaba, pues a pesar de que eran muy simpáticos, estaba tan acostumbrado a los
desplantes de los necios de la Academia Nacional de Música, que pensó que ese día
huirían, como aquellos, a la montaña más alta.

El día después de su concierto, Martín asistió al último ensayo de Gergiev con la orquesta
del festival, todavía esperanzado «algo importante va a decir hoy, estoy seguro». Después
de treinta minutos, cuando el ruso soltó el palillo por primera vez y parecía que por fin
iba a decir alguna cosa, entraron en la sala dos asistentes del festival buscando a Martín.
—Acompáñanos. —¿Adonde? —Al acto académico, en la sala principal —¿Yo? —Sí, es
obligatorio —¿Tengo que ir ahora? ¿No puedo ir después del ensayo? —Ahora mismo —
¿Y los demás compañeros? —Todos están en el auditorio — Ya le había extrañado a
Martín por qué no habían venido al ensayo. Abandonó la sala conturbado «¡No se cambia
274
un ensayo de Gergiev por un acto académico! … Esto es absurdo». Llegaron a la sala
principal de conciertos. El auditorio estaba lleno. Martín se ubicó en un asiento que
encontró en una de las últimas filas. El orador de orden ofrecía en ese momento
agradecimientos a cada uno de los patrocinadores del festival. Martín se sintió todavía
más irritado cuando comenzaron los discursos. Media hora más tarde anunció el orador
la entrega de reconocimientos y finalmente se llevó a cabo la concesión de diplomas para
los grandes artistas invitados. Martín bostezaba; comenzó a perder nitidez el escenario.
Fastidio, fatiga acumulada, estragos de la altitud, hambre, sueño, cabeceos. El orador
volvió al micrófono —Y ahora, el ganador del premio Talento Revelación del Año … Por
decisión unánime … ¡Martín Macías Ferrer!!!

Al escuchar su nombre en la lejanía, Martín abrió completamente los ojos y parpadeando


enfocó la vista en el escenario. El orador sonreía, el público se volteaba en sus butacas y
le buscaba con la mirada. Algunos le señalaban. Todavía entre sueños, incrédulo, ahora
con la cara encendida y la boca desencajada, el joven director comenzó a agradecer
tímidamente desde su asiento. Le hicieron levantar y arreciaron los aplausos.

XX

Al terminar el Festival de Servoz, Martín volvió a la Academia con la sensación de


desengaño de quien regresa a la mula después de haberse subido al caballo. Comenzaba
su segundo año en Leviathan City. Un jueves por la tarde, luego de escuchar durante dos
horas las monsergas infecundas del “filósofo” Harzányi, Martín caminaba displicente por
las cercanías del cafetín cuando vio a Teseo peleando con la máquina expendedora de
chucherías. Se le acercó.

—¡Nos ve cara de estúpidos!

—¿Quién? — tardó en responder Teseo, que continuaba zarandeando la máquina con el


hombro y la rodilla para destrabar las galletas y sus manos que se habían quedado
atrapadas en la rendija.

—El “filósofo”
—Ah sí. Qué pérdida de tiempo. ¡Qué patetismo! Una escena perfecta para una serie de
terror que yo llamaría: Epidemia
—¿Epidemia?

275
Teseo se desató de la máquina y comenzó a romper con torpeza el envoltorio de las
galletas. Entretanto buscaba una mesa libre e invitaba a su amigo a sentarse.

—La del descaro, Martín. Ha infiltrado hoy todos los ámbitos, hasta las academias. Es
muy contagiosa y letal; ya sabes, ataca al individuo justo allí donde funciona su juicio.

Teseo masticó las galletas rápidamente, antes de que se le fuera el hilo del discurso.
Comenzó a hablar escupiendo migas.

—De la epidemia se aprovechan los arribistas, los charlatanes sin escrúpulos, que
enseñan a sus víctimas no a combatirla, sino a convivir con ella. Los infectados se
acostumbran por lo tanto a arrastrar sus vidas preconizando sin modestia lo que Kafka
definió como “astucia práctica”, en otras palabras, la destreza para los atajos. Con la
ilusión del conocimiento, los siervos del arribista andan por el mundo como el errante
hidrópico del desierto que sólo tiene ojos para el oasis, compitiendo unos con otros por
alcanzar la cima, el poder, sin ver nada más. Su única preocupación es saltar tan alto como
aquellos que ya lo han hecho, llegar arriba, no importa cómo, con qué teorías, con qué
instrumentos, con o sin talento.

Martín le escuchaba mientras que, despistado, contaba los botones del chaleco de su
amigo y los comparaba con el suyo, que tenía un corte más moderno. Con el dedo índice,
Teseo escarbó en el envoltorio las últimas migas de galleta; las amontonó en una esquina,
echó la cabeza hacia atrás, se las vertió en la boca y barrió superficialmente con la mano
los restos sobre los hombros y el chaleco.

—Mientras se distraen sus víctimas, se divierte el charlatán. Los embaucados estudiantes


de dirección de la Academia pasan dos años de su vida atendiendo las necedades que les
va a convertir en “grandes maestros”. Y la realidad es, Martín, que a la Orquesta
Filarmónica de Berlín le da igual tener al frente a un Celibidache con sus lecciones
fenomenológicas que a un Abbado con la boca cerrada, porque lo que de verdad importa
en el pódium no es la especulación, ni la confrontación, ni el pluralismo ontológico, sino
el conocimiento del director sobre la obra, su musicalidad y su capacidad técnico/gestual.
Eso les basta para tocar de maravilla. El maestro rumano pasó toda su vida dictando
cátedra, incluso a las orquestas, acerca de la fenomenología del sonido, ¿Y acaso por ello
eran mejores sus conciertos que aquellos de Karajan, de Dorati o de Abbado? ¿De verdad
por ello le sonaba mejor la orquesta? ¿Bruckner? ¿Era él un mejor director? ¿Son hoy
mejores directores quienes fueron sus alumnos? ¡Pamplinas!!! No era la filosofía, ¡no! ...
La gente olvida que antes que filósofo, Celibidache era un director, y, siendo muy joven
y antes de dedicarse a especular, a engañar a tanto ingenuo, había revelado ya su enorme
talento en el pódium. Lo que da risa es ver a estos herederos teóricos suyos intentando
276
hacer lo mismo, enseñando la dirección de orquesta en base a unos “audaces” sistemas
que, en el pódium, no demuestran absolutamente nada. ¡Es que ni para disimular la falta
de talento sirven!
—Siempre me han parecido sospechosos esos “híbridos”: músico-filósofos, filósofos-
músicos, científicos-poetas…
—Mira Martín, la conexión de la música con la ciencia y con la filosofía a través de los
siglos me parece fascinante. Pitágoras y el estudio de la naturaleza del sonido, el cálculo
matemático de la onda sonora, de los desplazamientos de las partículas hertzianas, Platón
y el enaltecimiento del espíritu a través de la música, Boecio y su “música de las esferas”,
y luego tenemos a Schopenhauer, a Nietzsche y a otros pensadores importantes con
extraordinarios aportes en relación a esas conexiones que pueden hallarse entre música
y filosofía. Es un mundo interesante, sin duda. Pero recuerda una cosa; estos tipos,
Celibidache, Harzányi y sus demás secuaces son seudo filósofos, y sólo a un seudo
filósofo se le puede ocurrir la aberrante idea de que el estudio y la práctica de la dirección
de orquesta se resuelve con filosofía. ¡Cada cosa en su sitio!
—Es verdad. Y mira lo que sucede cuando por fin te encuentras con un verdadero
filósofo: ¡entonces es un seudo músico!
—¡Ja! Sí, es que el “híbrido” está hecho de mitad de conocimientos. No es posible
acumular en un solo cerebro la vasta información de dos especialidades que requiere cada
una de cerebro y medio.

Una multitud de estudiantes bajaba y subía las escaleras. Era el receso entre las clases.

—Oye Martín, tengo que sustituir hoy al répétiteur en el departamento de ópera. ¿Me
acompañas?

Teseo se unió al tumulto a paso acelerado y Martín le siguió, distraído, analizando


todavía sus comentarios. Llegaron al pequeño teatro. Martín se sentó en las butacas de la
izquierda desde donde podía ver cómodamente el teclado. Teseo ocupó su lugar en el
escenario y esperó que Vittorio Monti, el profesor de técnica vocal, quien en ese momento
ubicaba a los cantantes, le diera indicaciones. —¡Temerari sortite fuori!123, ¡Per favore! —
Dijo de pronto Monti dirigiéndose a Teseo con una mirada y en un tono de voz que no
disimulaba su atracción por el joven pianista de rasgos italianos. Teseo abrió el pesado
libro por la mitad, pasó unas cuantas páginas a gran velocidad y tocó el primer acorde.
Monti sonrió complacido al notar la eficiencia del sustituto —"Ma che abilità!!" Un angelo
è caduto dal cielo!124 — dijo.

123
Inicio del recitativo que precede al aria “Come scoglio” de Cosí Fantutte.
124
¡Pero qué habilidad!! ¡Nos cayó un ángel del cielo!

277
A partir de ese instante no hubo ni un segundo para la distracción; por el contrario, a
Martín le faltó tiempo para asimilar todo lo que allí acontecía, las correcciones del
italiano, los movimientos en escena, la implicación apasionada de Monti en el drama y la
lucidez de sus comentarios, los cuales ofrecía inmediatamente después de secarse las
lágrimas, y por supuesto, la inteligencia musical de Teseo, quien se divertía con los
solistas invitándolos, desde el piano, a explorar otros laberintos de eufonía, lo que daba
la impresión de que era posible improvisar también sobre la belleza. Vittorio, con su
temperamento volátil ciertamente agregaba un tono de locura a toda aquella gama de
sensaciones. De estatura mediana, delgado, pelo encopetado, labios gruesos y nariz y ojos
pequeños, vestía unos ajustados vaqueros de diferente color cada día, chaqueta de
gabardina a la moda, camisa de seda y un pañuelo anudado al cuello que le daba el toque
de un gigoló francés. Vittorio Monti se comportaba como un folletín de suspenso;
mantenía en permanente estado de agitación todo lo que girara alrededor suyo; era,
literalmente, un histrión. Solo con verle la cara al entrar a la sala de ensayo podía saberse
cómo andaba su vida privada, pues la actuación suya no terminaba al bajar del escenario,
era su forma de vivir.

Martín tuvo que ingeniárselas para poder involucrarse en el departamento de ópera de


la Academia sin ser descubierto, artimañas que él consideraba ridículas pues se trataba
de una cátedra extraordinaria que debía ser obligatoria para todo aquel que tuviese
aspiraciones serias como director. —Tú sabes muy bien que esto no es lo que nuestros
maestros esperan que hagamos — le advirtió un día Rupert al verlo salir del teatro
después de un largo ensayo de Torvaldo e Dorliska —No voy a decir nada, pero ten
cuidado.

—¡Madonna Santa!!!, ma cos'è questo luogo, un'accademia o l'inquisizione???125 … —


respondió Vittorio Monti cuando Martín le contó lo sucedido
—… ¡Andiamo! ¡Hablemos con esos dinosaurios!! — se levantó Vittorio con su cara llena
de ira y sus ojos encendidos.
—No, no es necesario — lo detuvo Martín muy azorado, pues sabía que se encontraba ya
en la lista negra de aquellos déspotas y no quería más problemas.
—¡Pues yo te protejo! … ¡Sarai mio prigioniero!!!126 — dijo con una alegría súbita tomando
a Martín por la barbilla con sus dedos y moviéndole la cabeza con emoción. —¡Tengo el
disfraz perfecto! — dijo mirándole de arriba abajo —Ven, vamos a buscarlo — Martín no
sabía cómo detener a aquel volcán, dignatario del teatro, del drama contagioso. —

125
¡Virgen Santa!!! Pero qué es este lugar, ¿una academia o la inquisición??
126
¡Serás mi cautivo!!!

278
¡Aspetta! … ¡no! — se detuvo en seco Vittorio —¡Il serpente si uccide per la testa!!127
¡Hablemos con Heather Blonde y con el coordinador!

A partir del segundo semestre, con la aprobación del coordinador general de la


institución y gracias a la intervención de Heather Blonde y al llanto de Vittorio, el joven
director pudo asistir sin límite a las sesiones de ópera e incluso colaborar desde la tarima.
No conforme todavía, Martín iba a los ensayos de Leviathan Ópera cuando le era posible.
Allí observó de cerca el montaje de grandes producciones (algunas controversiales, como
aquellas del regieteather128), el trabajo del director musical y de los diferentes directores de
escena invitados. Martín se halló de pronto experimentando él mismo en uno de los roles
más complejos de la disciplina, el de atender y sincronizar solistas, coros, piano, cuartetos
y orquesta a la vez, además de vigilar la acción de los actores y asegurarse de su
convicción dramática. Inspirado con lo que aprendía en Leviathan Ópera, Martín
aportaba y discutía con el director de escena de la Academia sus propias ideas acerca de
la partitura y de la producción general. Allí no había espacio para la filosofía o la
matemática. O se era capaz de coordinar y hacer funcionar todo aquello, o no se era capaz.
El joven director descubrió otro talento suyo y ahora asistía emocionado a la Academia,
detrás de cuyas puertas le esperaba cada día la alegría del teatro. El calor de las emociones
escénicas pronto barrió las sombras y el hálito glacial del mausoleo. Martín se rendía
embriagado a las voluptuosidades de las actrices y a las pasiones del dramma per musica.
Cuando los estudiantes de dirección se enteraron de que el director asistente de la LO se
encontraba ensayando también óperas y operetas en la Academia, era ya tarde para
boicotearle; quedaban apenas unas pocas semanas para la graduación.

XXI

Un domingo por la mañana, Martín se alistó temprano para asistir a la clase magistral,
abierta al público, de Doina Corneanu, una de las candidatas para reemplazar al director
de escena de la Academia que ya se retiraba ese año. Le acompañaban Clara y Rafaela,
quienes estallaron de felicidad al ver por fin concedido el permiso de ir por primera vez
con su hermano a la Academia. Oliver los dejó en la estación del metro porque tenía

127
¡La culebra se mata por la cabeza!!
128
Práctica moderna de permitir a un director de escena la libertad de diseñar la forma en que se representa una
ópera o una obra de teatro determinada, de modo que las intenciones originales y específicas del creador o las
direcciones escénicas puedan alterarse (ubicación geográfica, situación cronológica, reparto y trama) Por lo
general, estos cambios suelen realizarse para enfatizar un punto político particular o paralelos modernos que
pueden estar alejados de las interpretaciones tradicionales.

279
concierto al mediodía y no podía acercarlos. Clara y Rafaela, de nueve y seis años,
llevaban cada una un cintillo sujetando el peinado encantador que les había hecho Isabel,
un vestido corto de verano, unas zapatillas rojas y el suéter del mismo color. Martín iba
radiante con sus bellas hermanitas de la mano y estaba ansioso de presentárselas a Teseo,
a Monti y a los cantantes. Rafaela no paraba de hacer preguntas. Clara tampoco, aunque
más bien ayudaba a su hermano a responder cuando este se detenía cada diez pasos para
consultar hacia qué lado de la complicada estación debían dirigirse. Las niñas seguían
impactadas con el argumento de la ópera que el día anterior les había explicado Martín
(cuatro veces, por insistencia de ellas mismas), aun cuando conocían la mayoría de las
arias, desde aquellos días cuando todavía despertaban en la cuna.

A Martín, que le era imposible atender dos cosas a la vez, como hablar de un viaje y servir
agua en un vaso al mismo tiempo, luchaba por asumir su responsabilidad dentro de la
estación sin perder el hilo de las respuestas “alucinantes” que daba a Rafaela. Después
de marcar varias veces los botones equivocados de la máquina de billetes sin ningún
resultado, se olvidó de la niña y se dedicó al aparato, introduciendo monedas cada vez
con más violencia. Encolerizado, aceptó finalmente la ayuda de Clara. La niña pulsó
correctamente. —Son seis dólares con sesenta — Martín volvió a introducir las monedas
y tomó los billetes —Vamos, ¡vamos! — Rafaela huyó detrás de él. Clara se quedó sola
esperando el cambio de la máquina y escuchó a lo lejos los gritos desesperados de su
hermano cuando vio venir el tren. Las niñas se iban adaptando rápidamente a los cada
vez más frecuentes asaltos de ira de su hermano, que eran consecuencia de su nuevo
estilo de vida opresivo. En el vagón, Martín volvía a explicar el segundo acto de la ópera,
el que más disfrutaban ellas. Clara había sido encomendada por Isabel para que estuviera
pendiente de todo, pues conocía las distracciones de su hijo, de modo que escuchaba
animada, pero iba pendiente también de las estaciones. Fue ella quien avisó que tenían
que bajarse en la próxima —Síiii. ¡Ya lo sé!!! — respondió Martín aireado. Al salir del tren,
Clara se devolvió a recoger el suéter y la chaqueta que sus hermanos dejaron olvidados
en sus asientos.

La clase magistral había comenzado cuando, casi sin aliento entraron los tres en la sala.
Martín señaló a sus hermanas un puesto libre en la tercera fila. Clara y Rafaela avanzaron
por detrás de los asientos sin perder de vista el tablado y se acomodaron al lado de otras
dos niñas. La trama se hizo súbitamente realidad ante sus ojos. En los segundos previos
al primer contacto físico entre el poeta y la costurera, las dos hermanas comenzaron a
deslizarse como cascadas en sus asientos, con la cara encendida y mirando hacia otro
lado, lejos del beso inminente, un beso que hasta ahora ellas habían apenas digerido con
ligeros sorbos de sonido e imaginación. Las otras dos niñas hicieron lo mismo. Pero, a
pesar de su distracción voluntaria, todas pudieron sentirlo, instante en el que desearon
con toda el alma haber podido esfumarse de aquel lugar impúdico. Estas personas del
280
escenario no eran ya aquellas figuras elaboradas salidas de una ficción y de sus faustos
musicales; estaban ahí presentes, tan auténticas, tan atrevidas, y además tan similares a
las que ellas se habían imaginado. El drama les estremecía; les pintaba un arcoíris de
expresiones en el rostro y les provocaba temblores y sobresaltos en el cuerpo. Cerca del
final del cuarto acto, cuando las niñas ya empezaban a hacer pucheros y sus ojos a nadar
en lágrimas, la directora de escena detuvo la acción. A partir de ese momento la angustia
mermó entre cortes y repeticiones que apartaban a Mimí una y otra vez de su lecho de
muerte.

La versátil candidata, Doina Corneanu, una rumana dueña de una autoridad teatral y de
una oratoria de profeta capaz de alterarle la realidad hasta al público presente, logró con
sus demostraciones prodigiosas transformar en pocos minutos una actuación pálida y
fingida en una representación de verismo puro, enloqueciendo incluso al répétiteur, quien
gracias a Doina, supo que se sabía la obra de memoria y pudo dar al piano su merecido
rol de otro actor principal de la trama, un alma encelada a la que sólo le faltaban los brazos
y los labios para poder abrazar y besar. Después de haber dejado rodar la ópera entera,
Doina se acercó al escenario. Su mano derecha descansaba sobre parte de su rostro. Con
ademán de asombro dijo a todos los presentes:

—¡Qué maravilloso lo que acabo de presenciar! ... Qué expresión, qué entrega… ¡El más
bello ejemplo de compenetración pura con una obra escénica! …No recuerdo haber visto
algo semejante en mi largo camino por el teatro.

Los cantantes estaban atónitos, pues era la primera vez que actuaban para ella y sentían
que su acción sobre las tablas no había sido tan pulcra. ¡No tenían conciencia de que eran
tan buenos! La chica que hacía el papel de Mimí daba saltitos de felicidad y Marcelo y
Collin se abrazaron, felicitándose el uno al otro. Doina continuó,

—Lamentablemente todo ocurrió fuera del escenario, ¡allí! —dijo señalando a las cuatro
niñas —…Debieron haber visto ustedes sus expresiones y reacciones ante cada episodio.
Habrían aprendido mucho de lo que significa ser buen actor, pero, además, entendido
que el triunfo en las tablas lo otorga el grado de identificación con la obra … ¡Creérsela!,
sí … nada más … ¡así como se la han creído estas niñas maravillosas! … Se trata de un
total desdoblamiento en otra vida…

La maestra subió al escenario y contó un par de historias muy dramáticas del paso de la
guerra por su pueblo, e involucró de tal manera a la audiencia, con su lenguaje corporal
y sus ocurrencias de niña, que todos sollozaron, suspiraron y rieron con ella. —He
contado esta historia mil veces. Y ya ven ustedes, no pierde frescura, y es porque es mi
propia historia, es real; y la siento tan viva hoy al contarla como aquel día en que los
281
soldados entraron y destruyeron mi casa, mi familia y mi infancia. — Los cantantes,
liberados como por arte de magia del retraimiento que les impedía colmar de vida a sus
personajes, se implicaron de lleno en la conmovedora historia de La Bohème y, con la
ayuda del pianista, ahora respiraban con ansiedad, soltaban espontáneamente sus
lágrimas, reían con gusto y alcanzaban las más difíciles notas de la partitura sin ningún
esfuerzo.

La influencia de la maestra, que parecía poseer la fuerza sobrenatural de un conjuro,


permitió a todos los presentes vivir aquella tragedia como si fuera propia. Todavía
absortas en el melodrama, las niñas no pudieron dar crédito a sus ojos cuando, justo antes
de repasar todo desde el primer acto, aquella mujer bajó del tablado como un mesías y
les pidió que la acompañaran al escenario. Las pequeñas se miraban entre ellas,
incrédulas, esperando alguna señal de osadía, quizás de la mayor, como si no obedecer
fuese una opción. Por orden de valentía comenzaron a abandonar sus asientos y subieron
al escenario, titubeantes. El pianista dio de nuevo inicio a la introducción. Minutos más
tarde, las niñas entraron en la habitación helada y maltrecha del pintor llevando vino,
alimentos y leña, según el libreto, y allí se quedaron pasmadas en una esquina,
compartiendo en silencio uno de esos breves momentos de euforia de los bohemios
hambrientos que a ratos sirve para olvidar la desdicha.

La historia de ese día no pudo haber sido mejor escrita. Clara, Rafaela y las otras dos
pequeñas habían saltado a las páginas de un libro, debutado en otra existencia. Esa noche
no durmieron, o no se percataron de que dormían cuando la realidad se encontró con sus
sueños; Puccini y la fantástica maestra les permitieron ser parte de una trama imposible
de dudar, acercarse a los protagonistas, calmar su sed, sentir su respiración, sus
movimientos, su alegría y su desgracia. Pasaron horas antes de que las niñas pudieran
desdoblar de sus personajes a aquellos cantantes, devolverlos a la realidad y aceptarlos
como unos estudiantes ordinarios de la Academia. Virtudes maravillosas de la ópera y
del teatro. Sin una pantalla divisoria observamos a sujetos tangibles, escuchamos sus
pasos, les oímos hablar, respirar; les vemos moverse a muy poca distancia, vivir con
nosotros. ¿Cómo no creer en ellos? En siglos pasados algunas compañías de teatro y de
ópera huían amedrantadas de los pueblos cuando las bandas de idólatras confundían sin
reparo la trama con la realidad y les esperaban afuera con poemas para enamorarles, con
armas para destruirles o provisiones para ayudarles, según la trama. —Dichosos ustedes
los directores — decía Teseo a Martín —que tienen la posibilidad de coexistir con tantos
mundos a la vez, de involucrarse en ellos, de transformarlos. Los pianistas en cambio,
refugiados en nuestro enclave silencioso, lejos del mundanal ruido, a veces ni siquiera
vemos pasar por el lado la única vida que tenemos.

282
Profundo admirador de Metastasio y de Eugene Scribe, con sus comentarios cotidianos
acerca de sus libretos, Teseo comprometía a Martín a hacer un estudio minucioso de los
mismos de manera de poder ofrecer su opinión desde el punto de vista del director de
ópera. Era otra razón de estrés para el joven director, pero lo hacía con gusto, pues sentía
que había encontrado en Teseo el estímulo intelectual que necesitaba dentro de la
Academia. Ahora tenía con quien discutir las obras, sus impresiones personales sobre
estas y sus decisiones musicales.

—Por cierto, Martín, existe un gran paralelismo entre el director musical y el director de
escena.
—No estarás hablando de “autoridad”, porque la que han alcanzado hoy los directores
de escena supera ya el límite de la sensatez —La obra de arte ¡Soy Yo!!— se burló Martín,
poniéndose de pie e inflando el pecho —Sí, ¡es así! El director musical está siendo
desplazado. Lo he visto, Teseo. ¿Conoces a Glenn Rawson?
—¡Claro! El famoso director de escena neoyorquino.
—Pues cuando viene a la ópera de Leviathan para una producción, el director musical da
lástima. Se queda mudo, opacado en un rincón, incluso ante las más descabelladas
propuestas de Rawson …
—Así son, es cierto. Ya sabes que para los “Rawsons” lo que importa no es la obra en sí,
tal y como fue concebida originalmente, sino la interpretación que a ellos se les ocurra
acerca de la misma, de acuerdo con su propia ideología.
—Y si sus decisiones sobre el escenario ponen en riesgo la sincronización musical, eso no
les importa. Por delante está su línea de pensamiento.
—Y a veces, ni siquiera es eso. Sólo buscan demostrar atrevimiento, causar impacto. Son
unos provocadores de oficio; pero unos provocadores que llenan las salas. ¡La gente vive
del cotilleo y acude en masa a los eventos que sabe que van a generar escándalo!
—Entonces, ¿de qué paralelismo hablas? Al contrario, yo creo que hoy hay menos
coincidencia que nunca entre estas dos figuras. Es más, hay una ruptura total. ¿No te das
cuenta de una cosa cómica? Mientras los directores de escena andan “modernizando”, es
decir, reinventando, tergiversando o destruyendo la obra original, a los directores de
orquesta les ha dado por hacer todo lo contrario: mientras más antiguas, conservadoras
y fieles a la época y al compositor sean sus interpretaciones, incluso se matan por
conseguir instrumentos del período para ejecutarlas, más felices están. ¡Por eso se llevan
tan mal!!
—Ja, ¡Tienes razón! No lo había pensado así. Bueno, pero yo no me refería a la autoridad,
sino a la historia de ambas disciplinas. Sólo quería decir que las dos figuras se hicieron
imprescindibles a partir de la creciente complejidad de las obras.

Cada vez que podían, Martín y Teseo iban juntos a óperas y conciertos. Influenciado por
Brecht, a Teseo le molestaba el sentimentalismo del público y su desinterés acerca del
283
planteamiento gnoseológico del compositor, o del escritor o libretista, a lo que Martín
replicaba —Pues Mahler invitaba al público a “sentir” sus obras y a huirle a esa manía de
querer entender la raíz de toda cosa.

Pasaban tardes enteras discutiendo. Su comunicación se mantuvo después de finalizar


sus estudios en la Academia y sus próximos encuentros sucederían años más tarde, en
las salas de conciertos.

XXII

La experiencia de Martín como asistente de Leviathan Orchestra (LO) ese par de años no
pudo haber sido más iluminadora. Tuvo oportunidad de observar y analizar cada ensayo
de Heather Blonde, así como los de los directores invitados que pasaron por el pódium
dejando en las manos y la mente de Martín un caleidoscopio de audacias y resoluciones.
Sentado unas veces detrás de la orquesta y otras en la sala del teatro, discreto pero alerta,
Martín seguía con la partitura cada una de las indicaciones de los veteranos, el resultado
musical de su trabajo, la reacción de los músicos ante sus planteamientos, y las decisiones
del director frente a los logros y las adversidades del ensayo. Descubría también el joven
director que el nivel con el que se ejecutaban las obras dependía del respeto a priori del
ensamble por aquel o aquella que detentara la batuta. Julián Robles, un director español
con una habilidad extrema para obtener de la orquesta una sonoridad espectacular, era
el invitado que la LO esperaba con mayor ilusión. Los ejecutantes se preparaban con
mucha antelación y tocaban para él, desde el ensayo número uno, con el nivel de
perfección de un cuarto ensayo bajo otras batutas. Robles llegaba a la LO a esculpir no
desde los cimientos, sino a partir de la obra ya montada, concentrándose únicamente en
la interpretación y en la calidad de sonido. Sus cuatro ensayos eran como duelos
caprichosos entre orquesta y director, a ver quién era el más asombroso musicalmente.

No obstante, el privilegio de ser asistente de la LO lo pagó Martín con excesivo agobio.


Además de su obligación de estar siempre listo para una sustitución imprevista, debía
estar alerta durante los ensayos para responder a cualquier consulta que en frente de
todos los magníficos ejecutantes tuviera a bien hacer el maestro de turno «—¿Cómo está
el equilibrio de las cuerdas con respecto al solista?» «—¿Se pierde la articulación de las maderas
en este pasaje?» «Martín, dime por favor el número de compás donde se encuentra la hemiola129,
rápido» En uno de sus ensayos, Julián Robles, inmerso en uno de esos senderos campestres

129
Desplazamiento rítmico para introducir tres unidades de tiempo en un compás de dos: 3:2.

284
de aire católico correspondientes a la sexta sinfonía de Bruckner, quiso explicar a los
trombones el tipo de acento que necesitaba, y al no encontrar la palabra justa, preguntó a
Martín «—¿Cómo se dice en inglés “la mierda de las vacas”? … ¿Cow´s shit?». Los músicos
soltaron la carcajada.

—¡Hasta sus palabrotas cautivan! — comentaba Martín a Teseo después del ensayo.
Teseo había abandonado las clases de dirección de la Academia y en sustitución iba a los
pocos ensayos de la LO en los que Martín sabía que era posible saltarse la alcabala del
abuelo portero. Entraban al auditorio por separado y el pianista se sentaba en alguna
esquina apartada con su partitura. Teseo tuvo la fortuna de presenciar el ensayo de
Robles. Por supuesto que tenían que conocerle. Se acercaron al camerino. Julián Robles,
alto y apuesto, con unos modales y un vocabulario de perfecto hidalgo español, apostaba
las damas a sus pies con sus halagos de gentilhombre en un inglés rebuscado y la
costumbre de tomarles la mano y besárselas con el fervor con el que un beato besa la cruz.

—¡Hombre! Martín, pasa, pasa.


—Este es mi amigo Teseo, un estupendo pianista, de la Academia.
—¡Es usted un excelente director, maestro! — comentó Teseo al darle la mano.
—¡Hombre no! … Digamos que entiendo la obra, entiendo al compositor.
—Yo creo que sobre todo entiende usted a la orquesta… ¡como muy pocos!
—¿Al toro? También ¡Perfectamente!

Mientras Robles y Teseo se conocían, tres cosas llamaron mi atención —contaba Martín a
Oliver y a Isabel horas más tarde —Estaba en camiseta porque le interrumpimos cuando
iba a cambiarse. Tenía colgado en el cuello un escapulario con la Virgen María y un
pequeño Cristo de plata. —¿Y la tercera cosa? —Su anillo de pontífice. —¿Y es que no lo
habías visto antes? — preguntó Isabel —No desde la sala. Creo que se lo quita para
dirigir. Aquel anillo le daba a Robles cierto aire reverencial.

—… Ha llevado usted a la orquesta hasta el límite… ¡ha obtenido de ella un color y una
magnificencia que habría impresionado a Bruckner! Me imagino que ha dirigido esta
sinfonía muchas veces.
—¡Hombre no! Es la primera vez que la hago.
—Pero ¿cómo es posible dirigir una obra por primera vez así, con ese nivel de maestría?
— Martín miró a su amigo con ojos muy abiertos, como diciéndole «—Sí Teseo, si es
posible»
—Bueno, especialmente con Bruckner es importante atender ciertos aspectos que tienen
que ver con el color y también el balance ¿eh? Para poder alcanzar a plenitud el equilibrio,
la riqueza tímbrica y sonora que exigen sus abundantes abigarramientos, llenos de
cromatismos y enarmonías, debéis recordar el tipo de instrumentos para los cuales
285
escribió el compositor, algunos más pequeños, otros más débiles, incluso, las cuerdas que
él acostumbraba a escuchar, hechas de tripa, eran de un color mucho más opaco. De la
misma manera es necesario comprender, por ejemplo, qué connotaciones o simbolismos
hay detrás de muchas de sus decisiones enarmónicas y cómo afecta ello el sonido y la
interpretación ¿eh?. Y aquí, digamos que me une con Bruckner un pasado común, que
me ha permitido aprehender mucha de la esencia de su arte. Se trata de una estética que
gira siempre entre lo basto y lo divino, lo grotesco y lo sublime, lo amorfo y lo apolíneo.
Esta sinfonía no la había hecho antes porque me he tomado el tiempo necesario para su
completa absorción. Además, tampoco llevo mucho tiempo dirigiendo orquestas ¿eh?
—No puede ser. —«Si Teseo, si puede ser Teseo. Se dan casos así»
—Y, ¿Cuál es ese pasado que le une con Bruckner?
—La religión y el campo. No tuve yo la suerte vuestra ¿eh? — dijo señalando a Martín —
Sé que os has dedicado a la dirección desde muy chico y que tenéis un padre que es
músico. Yo en cambio crecí en una zona rural de España, en el seno de una familia
profundamente religiosa. ¡Por eso soy hijo único! Os confieso que siempre tuve en casa
la sensación extraña de ser hijo del pecado, por lo que desde muy pequeño intenté obtener
mi propia absolución mediante el rezo; vivía atemorizado con la idea de que iba a ser
castigado en cualquier momento. Mis padres se empeñaron en convertirme en cura para
resarcir la ofensa y casi lo logran ¿eh? Primero fui monaguillo del pueblo y luego me
enviaron a un seminario que estaba en una apartada abadía entre infinitas dehesas de
proporciones asimétricas, de sembradíos y labradores humildes. Allí, después del
catecismo, realizábamos labores en las huertas y predios del monasterio. Aprendimos de
los campesinos de la zona no sólo los rudimentos para trabajar la tierra sino sus ademanes
rústicos, sus miedos y también la fuerza de su fe, “la fe del carbonero” … ¿os suena? —
Teseo miró a Martín con ojos de auxilio —…eran estos carboneros los supremos
obedientes de la iglesia católica romana y creyentes de ese Dios que les protege ante
cualquier eventualidad. Fue aquella fe el estímulo adicional que animó por mucho
tiempo mis lecturas y reflexiones teológicas, y me llevó a interpretar y a obtener
conclusiones sobre aspectos controvertidos del dogma. Y luego vinieron las
“revelaciones” y esas cosas … ¿Os suena todo esto a Bruckner?
—¡Totalmente! — se adelantó Teseo dejando Martín con su primera intervención en la
punta de la lengua —Y siempre me ha asombrado cómo llegó a la composición y cómo
logró con esa beatería y esa facha aldeana escalar dentro del sofisticado circulo musical
vienés y ubicarse al lado de los grandes sinfonistas.
—Bueno, él nunca se ubicó allí. Siempre fue rechazado. — intervino Martín con urgencia.
—Digamos que lo ubicó posteriormente su obra ¿eh? — le apoyó Robles.
—Estoy de acuerdo. Pero dígame maestro, ¿de verdad atiende usted a esas revelaciones
a la hora de estudiar sus sinfonías?
—Ese es un tema complejo, para otro día, y en otro lugar.

286
—¿Y cómo es que llega usted entonces a la dirección? — Martín estaba ya a punto de
hacer señas a su amigo para marcharse. No quería abusar del comprometido tiempo de
Robles.
—Os cuento rápidamente— respondió el director con una sonrisa —Aquellas labores
nuestras en el campo eran interrumpidas frecuentemente por los toros. Cuando aparecía
uno ¡Hála! ¡Todo el mundo a correr!
—¿Los toros bravos españoles? — Preguntó Teseo. Martín volteó los ojos hacia arriba,
sofocado ante la candidez mundana de su amigo.
—Bueno, estos que andaban sueltos por ahí, digamos que eran como de media casta ¿eh?
Pero muy cerca de la abadía había una enorme hacienda en donde se criaban los toros de
lidia. Un par de seminaristas y yo nos escapábamos a veces a la hacienda para ver a los
toreros tentar las vaquillas. Me quedaba perplejo observando el rito y la técnica
maravillosa del torero con la muleta. Primero, su dominio al imponer el silencio absoluto
en el ruedo, el mismo que debe generar un director al subir al pódium; luego citaba al
animal, sacudiendo la muleta levemente con la muñeca, que es como nuestra anacrusa a
la orquesta, y entonces esperaba al astado, y, manipulando la tela con delicadeza y sin
ningún esfuerzo físico, ponía el diestro al novillo en la dirección que él le daba la gana.
Sin quitarle sus ojos punzantes de encima, otra forma de domarlo, bajaba o subía la
muleta para colocar los afilados pitones a la altura y a la distancia que él deseaba o le
convenía; algo así como se haría un pródigo manejo de las dinámicas con la orquesta.
Aquel rito era la exhibición perfecta de dominio total de una fuerza inferior sobre una
fuerza superior mediante el uso de la técnica.

Todo lo que iba contando lo demostraba Robles de pie, con su postura gallarda, usando
su camisa negra, que aún no se ponía, como si fuera una muleta. Martín lo imaginó de
pronto en traje de luces, y sí, sin lugar a dudas, este hombre era también torero «Eso es
Robles en el pódium … ¡un gran toreador!»

—¡Qué historia! Aunque no sé nada de toros y creo que nunca iría a una corrida… —
intervino Teseo (Martín sufría con cada comentario de su amigo que cada vez le sonaba
más empírico) —…siempre me ha llamado la atención el espectáculo, esas plazas
majestuosas, parecidas al Odeón de Herodes, la plasticidad del torero, el valor, el duelo
a muerte.
—Pocos meses después de haber llegado a la abadía, cuando aparecía un toro y todos
corrían, yo me quedaba. Me quitaba la camisa, le clavaba la mirada a la bestia y
comenzaba a citarla … así .... Di mis primeros pases de pecho… en estado de pánico ¿eh?,
pero cada vez más seguro de que podía dominarlo; entonces ajustaba mis gestos y lo
dejaba pasar cada vez más cerca…así. Sufrí golpes tremendos y revolcones ¿eh?; miren
esto — mostró a los dos jóvenes una larga cicatriz en el costado —¡Doce puntos de sutura!
Pero volvía a levantarme y le enfrentaba de nuevo. Se convirtió en una obsesión,
287
masoquista ¿eh? sin duda; mientras más duro me daba el astado, más airado y atrevido
me volvía «¡Venga macho!!!» ¡dispuesto a ganarle la batalla! Ya veis porqué al
enfrentarme a las orquestas años más tarde tenía ya medio camino recorrido.
—Pero, ¿siguió usted con el toreo?
—Por un tiempo, hasta que me absorbió la música por completo. Llegué a participar en
dos novilladas como asistente, y desde ese momento llevo conmigo este relicario con la
Virgen.
—¿O sea que usted todavía se encomienda? — Al oír esto, Martín cerró los ojos y se
mordió el labio inferior.
—Cuando dirijo Turangalila; o cuando voy a enfrentarme con alguna orquesta muy
exigente o si me encuentro en un vuelo con tormenta. Hábitos de la infancia; bueno,
digamos que forma parte de la tradición hispana — afirmó mirando a Martín — una rica
cultura de la cual nos sentimos orgullosos ¿no es así Martín?
—Sí
—No, si yo también tengo herencia española. Mi madre es canaria. Lo comprendo
perfectamente. Ella a veces reza… Pero ¿Y la música? ¿Cómo se inició en ella?
—En el seminario recibíamos clases de música, y fue allí mismo donde descubrí que mi
vocación musical era mayor que la eclesiástica ¿eh? gracias a un padre jesuita que era un
melómano y en sus clases hablaba más de Bach y de Bruckner que de Santo Tomás, o de
San Agustín. Comencé a dirigir los coros de la iglesia y del seminario y a descubrir las
obras monumentales del repertorio sinfónico-coral, entre ellas las obras de Bruckner. No
llegué a ordenarme como querían mis padres, pero para complacerles inicié mis cursos
de teología en Madrid. Entretanto asistía al conservatorio Reina Sofía y asumí
paralelamente el estudio de la música, aproximándome a ella de la misma forma como lo
hacía con la teología, desde la fe y la razón. Ambas disciplinas se complementaban a la
perfección y nunca me sentí tan cerca de Dios ni tan cerca de Bach como cuando me
dedicaba rezar escuchando sus motetes. Pero esa colisión de deidades me incomodaba;
me sentía un adúltero; debía escoger. Y aquí me tenéis.

—Por eso había en su interpretación de la sexta ese contenido místico que sólo puede
alcanzar quien ha estado expuesto a revelaciones fervorosas similares a las del
compositor — decía Teseo a Martín al salir del camerino.
—Sí, ahora apuntémonos al seminario ¡que es lo que nos falta!
—No, escucha Martín, es interesante el resultado musical que puede arrojar esa
concatenación profunda entre la fe y la razón. Lo que hicieron los grandes en otras
disciplinas, Tomás de Aquino, o Abelardo, Bruckner lo hizo en la música.
—Pues ya ves por qué la orquesta se le arrodilla a Robles. Por cierto, ¡lo único que te faltó
preguntarle al español fue si su abuela estaba o no bautizada!

Teseo, todavía embelesado, hizo caso omiso a la chanza de Martín.


288
—¿Y cómo terminó todo? — preguntó Oliver —No pudimos seguir hablando con él
porque entró una violinista de la orquesta al camerino, quien, por cierto, se puso roja al
verme. Julián Robles olvidó el tema, soltó la camisa, y sin transición entre lo divino y lo
profano le tomó la mano, se la besó y la apretó contra la suya. ¡El pobre Cristo y la Virgen
desaparecieron detrás de sus pechos!

—Disculpen, ya nos íbamos — dijimos… y, ¡ni se enteraron!

XXIII

En el invierno llegó el debut de Martín con la Leviathan Orchestra, el fabuloso ensemble al


que sólo bastaba lanzar la mirada correcta para obtener resultados. En esta ocasión se
produjo entre orquesta y director esa simbiosis natural que no explica teoría alguna, una
compenetración sensorial y un entendimiento creativo de alta factura que sólo podría
definirse a través del concepto de arte. Se produjo, sí, en el concierto, pues en los ensayos,
Martín estaba aún muy verde para entenderlo y cedió repetidas veces a la tentación de
exhibir su verbosidad, lo que nada añadía a lo que ya trasmitía de manera estupenda con
su expresión corporal y con sus tempos incuestionables, ante los que la orquesta respondía
encantada. Después de su brillante debut de gestos electrizantes que parecían sanar
desde las alturas como lo hacía el Dios Peán…

«—…Enardecía los ritmos desde la posición recta y firme del jinete, con sus convulsos golpes de
talón y de fusta nervuda, llevando adelante al encrespado ensemble a la entrega de la más grande
de las ofrendas a sus devotos melómanos ...» Newsday

«—Con la audacia de Aquiles el joven director alcanzaba en cada frase su mejor clímax, y luego,
con inusitada calma, conseguía dilatarlas hasta el punto de insuperable goce; ya desde la
introducción de las obras, elaboraba, como un gran pintor, diversos planos de extraordinaria
profundidad.» Leviathan Tribune

…Martín tuvo la invalorable oportunidad, quizás el momento estelar de esa difícil etapa
suya en Leviathan City, de reunirse a puerta cerrada con los ejecutantes principales de la
LO, para discutir los pormenores de su actuación, algo así como si un escritor debutante
pudiera contar con la suerte de tener una sesión de trabajo con grandes especialistas
literarios para el análisis de su obra. —Debo elogiar antes que nada el resultado musical
de tu trabajo. Verdaderamente encomiable. —Sí, ¡extraordinario! ¡Esperamos que en diez
289
años regreses a nuestra orquesta como director musical!! — aplausos y sonrisas en la sala
—Quizás, debes confiar un poco más en la orquesta; me refiero a decir las cosas sólo una
vez y no volver atrás, sino seguir adelante. —Ellen tiene razón. ¡Habríamos tocado
todavía mejor si hubieras terminado antes los ensayos y nos hubiéramos ido a descansar!
— risas —¡Qué dices Tom! A mí me gustaron todos sus comentarios. Tus metáforas son
muy reveladoras y efectivas. —Estoy de acuerdo con Mark; ¡Y siempre es interesante
saber qué opinión tiene un muchacho sobre una obra! Qué tan profundo la ha estudiado.
—¡Eso se deduce de su dirección y de sus correcciones! —Quizás el problema está en el
tono que usa un joven director al emitir esas opiniones.
—¡Vamos Greg! ¡Hay que estimular al muchacho! Todo lo explicó muy bien —
¿Estimularlo o entrenarlo? ¿No estamos aquí para esto último? … ¿No? … Lo que quise
decir, Martín, es que tus gestos ya dicen mucho y no hace falta el discurso. En un pódium,
el abuso de palabra es ostentación y, lamentablemente, ¡en bocas diletantes se percibe
como exhibicionismo y nunca como sabiduría! —Lo que dice John es duro, pero así es. Y
evita en lo posible hacer comentarios técnicos sobre los instrumentos. Eso déjanoslo a
nosotros. —Es verdad lo que dice Helen, Martín, tú concéntrate en la parte musical, que
ya es bastante. ¡Así ganamos tiempo! —Martín, — intervino Amanda —algunos de tus
gestos se pierden porque son muy minuciosos —No, yo creo que Martín hace lo correcto,
nos obliga a enfocarnos —Si, pero hay cosas que no se ven desde la sección de los
contrabajos; ¡ustedes lo ven porque están muy cerca! —El problema de los contrabajos no
es la distancia, Amanda, ¡es la atención! —risas incómodas —Ejmmm … Posees una gran
memoria, Martín. Es un gran recurso para un director pues los músicos entregamos más
cuando estamos bajo la constante presión de su mirada —Pues, no siempre. Yo creo que
la compenetración con el director va más allá de los ojos. Es su trabajo, son sus gestos, es
su carisma. —Sigo opinando que es una ventaja dirigir de memoria —A veces no es
posible, Mark, por la cantidad de repertorio. —¡He visto memorias increíbles! … La
intimidad del contacto visual la destruye el score, —es como dirigir con preservativo — susurró
alguien provocando risas y desorden en una de las esquinas de la gran mesa. —Entonces,
¿estás diciendo que con el score el concierto es de inferior calidad? —Mark, la mayoría de
directores profesionales lo usan —Sí, y pasan las páginas sin mirarlas ¡se lo saben de
memoria! Entonces, ¿para qué lo usan? —El hecho de tener la partitura en el atril no es
un impedimento para mirar a la orquesta —No es lo mismo —¡Sí lo es! —¡Que no!! Fíjate
en Simon Rattle… —¡Karajan dirigía con los ojos cerrados!!! —¡No hablemos de indiv….

Martín escuchaba atento, pero en la sala eran más las discrepancias que los acuerdos.
Hacía falta allí un líder que pusiera orden. La sensación de Martín era que el ensayo aún
no había terminado. No obstante, de la confrontación surgieron comentarios valiosos que
el joven director consideró como la mejor de las lecciones. Se despidió de los músicos
agradecido en extremo.

290
Entretanto, en su escritorio, con su ceja alzada, sus dedos entrelazados y sus pulgares
aplaudiendo, Robert Craig elucubraba durante horas acerca de la forma más prudente de
llevar adelante una carrera tan llamativa como riesgosa. Se le iba el tiempo, más que
sumando, descartando orquestas boomerang, es decir, aquellas que, después de
permitirle al chico alzar vuelo, pudieran devolverle al punto de partida y además con un
golpe en la cabeza. Craig le esquivaba a Martín encontronazos; evitaba menoscabar su
entusiasmo. Debía conectarlo sólo con aquellas orquestas dispuestas a emprender con él
una relación de patronato, es decir, de ofrecerle no una sino muchas oportunidades, de
modo que el joven pudiera desarrollar confianza en el pódium y en el campo profesional.
La Filarmónica de Bellhar parecía una de ellas. Pero faltaba por ver si sería capaz el
inexperto de generar el impacto suficiente como para merecer re-invitaciones. Craig se
rascaba la cabeza. Alzaba el auricular y comenzaba a marcar. Colgaba. «No, it´s too soon!
… However, how can they get to know him without seeing him in action?...Well, I´ve seen him
and know what he´is capable of»130 — De nuevo tomaba el auricular, esta vez sin marcar
«...Perhaps this is all too adventurous. Let´s suppose he impresses a couple of great orchestras. It
could be just a misleading “first impression”, and wouln´t address his inexperience…and … his
experience, when? where? how?... He´ll have to learn from trial and error, like everyone. But he
mustn´t do that in front of professionals; he woudn´t survive! … And, the repertoire? to be able to
keep him at the top with the best orchestras he must know and manage far more orchestra
literature!»131— Dejaba el teléfono y miraba el reloj.

Robert Craig, muy ponderado como mánager, temía que en ese círculo elitista de
reputadas instituciones con las que trabajaba, sus decisiones sobre este caso pudieran ser
interpretadas como un capricho personal, y esto en el caso de que Martín diera la talla,
de lo contrario, podría estar acaso mostrando decadencia. Craig olvidó el teléfono, dio
media vuelta y se dedicó por el resto de la mañana a escribirle a algunos representantes
de orquestas amigos suyos para saber su opinión y esa misma tarde les envió por
correspondencia ejecutiva una copia del video. El lunes siguiente, Craig llegó temprano
al despacho, ávido de leer las respuestas.

—Craig, recibí tu mensaje. He visto el video. ¡Sorprendente! Vamos a darle una oportunidad al
chico.

130
«No, ¡Es demasiado pronto! … Pero, ¿cómo han conocerle si no se le da la oportunidad? … Sé de lo que es capaz
musicalmente…»
131
«No, esto no deja de ser una aventura. Supongamos que logre impresionar a un par de grandes orquestas; esto
podría tratarse solo de un “primer impacto”, y no le va eximir de su inexperiencia…y, su experiencia, ¿cuándo?
¿cómo? y ¿dónde? … Tendrá que errar como todos. Pero no puede hacerlo en el campo profesional. No
sobreviviría… ¿Y el repertorio? Para poder mantenerlo en la cima con las mejores orquestas ¡debe conocer y
manejar mucha más la literatura orquestal!»

291
—Que tal Robert, ¿Cuántos años dices que tiene? ¿No te parece que es demasiado pronto? Bueno,
confiamos en tu apreciación.
—Mira Robert, una o dos orquestas de gran perfil al año con las cuales pueda lucir su asombrosa
habilidad y crear expectativa, me parece un buen plan. Cuenta con nosotros. Tienes una fecha para
diciembre.
—Gracias Robert. ¡Qué buen ojo tienes! Desde luego que es importante someterlo de una vez al
campo profesional, ¡a ver cómo responde! Necesitamos saber si, además de buen director, es capaz
de lidiar con situaciones de extrema presión. ¡A lo mejor nos encontramos con un Pompeyo del
siglo XXI!
—Tienes razón Craig. Vamos a ver cómo reaccionan las primeras orquestas y la crítica. Entonces
se podrá determinar el ritmo de su carrera. Pero hay que intentarlo.
—Robert, me inclino por el plan B. Que el jovencito dirija por ahora orquestas de bajo perfil con
las que pueda probar diverso repertorio. Entretanto, que asista a ensayos de grandes directores y
grandes orquestas, también de óperas, todo esto mientras desaparecen sus vestigios de adolescente.
¿Por qué no le pides a Eugene Ivanovsky que lo invite a su Festival de Ópera de Annex en los
veranos? Con él va a prender mucho.
—¡Perfecto, Craig! Gracias. Lo necesito para el proyecto de esta temporada “Nuevas promesas de
la música clásica”. Ya contábamos con una pianista y una violinista de la misma edad. ¡Nos faltaba
el director!
—No hay duda Craig. Este muchacho es estupendo. Le daré una fecha de inmediato. Dile que lo
esperamos en Bavaria en la próxima temporada.

4. Finale

Ora et Labora

Los últimos cuatro meses en la Academia, después de su debut con la LO, los pasó Martín
absorbiendo nuevo repertorio, asistiendo a conciertos sinfónicos y a la ópera y
cumpliendo como director invitado en los distintos lugares a donde le enviaba su
representante artístico. Sentía crecer el interés de las orquestas en contratarle y disfrutaba
pensando que había comenzado su carrera profesional incluso antes de lo esperado. En
292
el aeropuerto JFK, antes de abordar el avión que le llevaría a su país de origen para
cumplir con un concierto frente a una orquesta recién constituida, recibió una llamada de
Craig.

—I´ve got some more projects for you. How are your skills at Opera?132
—¡Estupendos! Estoy estudiando varias. Este año he visto todas las producciones de
Leviathan Opera y he dirigido operetas en la Academia.
—Fine. This summer you will go to the Annex Opera Festival in England to watch Ivanovsky´s
rehearsals and all the productions.133
—¡Fantástico!!!!
—But, before that, at the end of July, you will be in Brazil in front of one of their best youth
orchestras preparing a program for their tour to Washington D.C.134
—¡Mamma mia!!! ¡ Qué maravilla!!!
—Now, do you speak Turkish?135 — Martín, con la ansiedad de no defraudar a su manager
y, más aún, de no perder oportunidades, estuvo a punto de decir que sí, pero en cuatro
agobiantes segundos llegó a la conclusión de que no iba a tener tiempo de aprender la
endiablada lengua además del repertorio.
—Hello? … You still there??136
—Sí, sí. Este… no, no hablo el turco. Sé algunas palabras, pero nunca lo he estudiado en
serio. ¡Pero puedo comenzar mañana mismo!
—¡Ja, Ja! No, ¡It´s just a joke! But you will have concerts in Ankara in October. You can rehearse
in English of course!137 — Martín hizo un gesto de triunfo con el puño.
—And how´s your Lebanesse?138
—dhlk alrajul yartadi hzamana min almutafajirat139
—What?? Nooooo! ... really???
—No, mentiras. Cosas que uno aprende por ahí, en la calle.
—Ha, I see!!! Well, look, Lebanon and Zurich in November. In early December, you will have
your debut in England in front of the Manchester Orchestra with Ralph Kleine as soloist.140
—¿Ralph Kleine?? ¿El gran pianista?

132
—Tengo otros proyectos para ti. ¿Cómo van tus estudios de ópera?
133
—Bien. Este verano irás al Festival de Ópera de Annex en Inglaterra para observar los ensayos de Ivanovsky y
todas las producciones.
134
—Pero antes, en agosto, irás a Brasil a preparar una de las mejores orquestas juveniles. Serás su director en su
gira a Washington D.C.
135
—Ahora, ¿hablas el turco?
136
—¿Aló? .., sigues ahí?
137
—¡Ja, ja! No, ¡Es una broma! Pero si tienes un concierto en Ankara en octubre.
138
—¿Y qué tal el libanés?
139
—El tipo lleva puesto un cinturón de explosivos
140
—¡Ja, ja!!! Bueno, pues Líbano y Zúrich en noviembre. A principios de diciembre tendrás tu debut en Inglaterra
con la orquesta de Manchester y Ralph Kleine como solista.

293
—Yes, do you know him?141
—¡Por supuesto! ¡Qué honor!!
—For January of next year, we are organizing you a concert tour with the Youth Orchestra of
the New World throughout Mexico and other countries of Central America.142
—¡Dos proyectos en México! ¡Fascinante!!! ¡Adoro ese país!

Eran estas cinco fechas adicionales a aquellas ya programadas en Japón, España y México
para septiembre, y en Letonia para diciembre, cada una con un repertorio distinto. Craig
sometía a prueba al precoz director ofreciéndole un aperitivo de lo que sería su futura
vida profesional. En una edad en la que los muchachos andan con la cara verde,
devorando estimulantes y explorando mundos rosados y azules, Martín palidecía
consumiendo partituras como un adicto.

En su país le recibieron amorosamente. Manuela había florecido en todo su esplendor. Si


en su niñez Martín se levantaba angustiado y se dirigía al borde del solario de la casa de
la montaña con los brazos abiertos para detener el tiempo, en esta ocasión, sin espacio
para sufrir o pensar y, solicitado como nunca por su estatus de estrella internacional,
abría de nuevo sus brazos, pero esta vez para entregarse al placer, al disfrute pleno de las
tentaciones que ahora veía como reivindicaciones a todo su esfuerzo. Su trabajo con la
orquesta fue excepcional. Le adoraron. Martín sintió al ensemble como una extensión de
su familia y, tanto su perfecto dominio sobre las obras como su estado de ánimo exultante,
contribuyeron a un resultado musical que quedó en la memoria de la ciudad por largo
tiempo. En la fiesta de despedida no hubo a quien despedir porque Martín había
desaparecido con Manuela.

—El verano me esperaba a la vuelta de la esquina con sus felices retribuciones. Primero
el mágico affaire con la orquesta juvenil de Bahía; con ¡Deborah!! … ¡Ah la bella Deborah!!
… y luego la experiencia magnífica en Annex, bajo la tutela inspiradora de Ivanovsky y
la luz creativa del viejo maestro Ambrus, quien se convirtió a partir de ese entonces en
una de las referencias musicales más importantes de mi vida. Para la fecha de mi
graduación en la Academia, no pude asistir porque me encontraba en Brasil. No hubo
por tanto despedidas ni celebraciones en Leviathan City.

Ese otoño, después de su alucinante paso por el Festival de Ópera de Annex, Martín viajó
a Japón. La invitación había surgido de parte de un legendario director de orquesta
americano (quien se enteró de Martín a través de Heather Blonde) con el propósito de

141
Sí, ¿lo conoces?
142
Para enero del próximo año estamos organizando una gira de conciertos con la Orquesta Juvenil del Nuevo
Mundo a través de México y otros paíse de centroamericanos.

294
que dirigiera junto con él en un gran concierto programado en el Parque Conmemorativo
de la Paz en Hiroshima y transmitido en vivo para todo el planeta. En siete minutos
gloriosos, el rostro y los gestos de Martín se pasearon por el mundo a través de las
pantallas de televisión. Todo ello era prueba irrefutable de su creciente fama. De Japón
tomó un vuelo a la península ibérica. La orquesta española fue receptiva, con la excepción
del concertino, un rumano resabiado cuyo enorme prestigio provenía del hecho de haber
tocado muchos años como violinista en las orquestas de Celibidache. Al finalizar el
primer ensayo dijo a Martín: —¡Es preciso que baje usted la arrogancia, jovencito! …
¿Dónde está su papá? — Hubo risas en la sala. Del aeropuerto de Barajas en Madrid,
Martín partió en un vuelo directo a Ciudad de México.

La Orquesta Filarmónica Distrito Federal (ORFIDIFE), la única de las cuatro orquestas de


la capital que no era buena, se calificaba a sí misma como “profesional” por el hecho de
contar con una importante asignación del Estado que les otorgaba a sus integrantes el
estatus de funcionario público, y por el hecho de que buena parte de sus miembros eran
músicos de Europa del este, dueños de una rigurosa formación musical.
Desafortunadamente, estos últimos, más que aportar beneficios al medio cultural
mexicano, causaban estragos, pues con su enorme carga de traumas de guerra y
resentimiento por causa de su penoso exilio, ejercían la noble profesión con una terrible
amargura que terminaba pagando muy caro la orquesta y, sobre todo, sus pobres pupilos
del conservatorio, quienes descubrían la música a punta de pellizcos y pescozones. Aun
así, los ejecutantes nacionales de la orquesta, que no eran mejores músicos que los
foráneos, pero tampoco peores, presumían de compartir escenario con los neuróticos
extranjeros, por ser ellos los legítimos abanderados de la insigne tradición musical centro
europea.

Por su parte, la junta directiva de la orquesta, conformada por mexicanos, trabajaba


arduamente convenciendo a las principales fuerzas políticas de ser la ORFIDIFE “la mejor
orquesta del país”, de manera de lograr mantener la partida generosa del Estado. Ese año
habían obtenido, después de formar parte de la campaña presidencial, otro aumento
substancial en su presupuesto, por lo que la junta, en su último arrebato de grandeza,
decidió celebrarlo contactando a la agencia AIM con el fin de traer como invitado a algún
director de fama internacional para su concierto de fin de temporada. Con ello querían
demostrar a los políticos su perfil superior y causar envidia a las otras tres orquestas.
Todos los directores veteranos de Craig estaban ocupados para esa fecha (menos mal),
con la excepción del jovencito. Ajeno a aquella realidad vesánica de una orquesta tan
lejana, Craig decidió enviar allí al entusiasta Martín para que probara nuevo repertorio.

Pero, si por fuera la Orquesta Filarmónica del Distrito Federal mostraba signos de
demencia, por dentro se encontraba en un estado terminal. Plagada de mafias, sectas,
295
racismo, zancadillas y envanecimiento, en su rutina diaria privaba la grosería y la
animosidad. El rencor la consumía como un cáncer. Para lo que menos tenían paciencia
sus miembros era para hacer música. Su costumbre era la de dar tres lecturas superficiales
a las obras hasta llevarlas al menos a un estado reconocible, hacer el concierto y cobrar el
sueldo. La opinión del director les daba igual porque para eso contaban con los europeos
expertos, quienes sabían con exactitud cómo interpretar Brahms, Smetana o Stravinsky.
La filarmónica estaba organizada todavía a la manera colonial: los del viejo continente en
los puestos de mando y los mexicanos de subalternos. Estos últimos, burlones y
agazapados, eran en el fondo buenas personas, pero, en aquel ambiente venenoso, el
instinto mezquino de sus colonizadores despertaba en ellos el bárbaro.

Martín inocente como un niño, sin saber reconocer aún el rostro de la hipocresía en las
culturas extranjeras e ilusionado como estaba por debutar en una tierra tan querida, dio
inicio al ensayo con su acostumbrada efervescencia. Después de unos pocos compases de
recorrido Martín notó el bajo nivel musical del ensemble «¡Mejor! ¡Tendré mucho más que
corregir!» De pronto escuchó una potente carcajada. Petrificado, detuvo a la orquesta —
¿Perdón? — le dijo a la rusa ejecutante de la primera viola, una mujer cruel que, era obvio,
gozaba allí de una gran impunidad.

—¡Eso no se dirrige así muchacho! — y volvió a reír ruidosamente, invitando a los


depredadores de su recua a sumarse al ataque.
—Creo que sí se dirige así, lo he estudiado en detalle — respondió Martín, con admirable
ecuanimidad.
—¡No muchacho! está usté más perrrdido que Adán el día de la madrre, ¡Ja, Ja , Ja! — la
turbadora cicatriz que salía del labio de la señora y llegaba hasta su pómulo izquierdo, se
estiró hasta el punto de rompimiento. Esta vez los mexicanos también se echaron a reír.
—¿Ah sí???... A ver, muéstreme usted cómo se dirige — respondió Martín súbitamente
encolerizado, ofreciéndole la batuta desde el pódium. Del escenario se apoderó un
murmullo de ultraje revuelto con placer.
—¡No sea usted groserro jovenzuelo!! — contestó la violista, reproche al que se sumaron
los demás extranjeros:
—Sí, que falta de respetu
—Respeta machacho
—¿Y quién se crree este? ¿Karrajan? ¡Ja, Ja Ja!
—Así no vas a ningúno lado jovencita
—¡Vuelvu al cunservatoriu!
—No he querido faltarle el respeto señora. Más bien creo que el irrespetado aquí he sido
yo.
—Pero ¡cómo se atrreve! … Si le digo que así no se dirrige Borrodin ¡es porque así no se
dirrige!! ¡Soy biznieta del primo segundo de Borrodin, que tocaba con él mismo! ¡He sido
296
par veinte años miembrro del cuarrteto Borrodin! ¡ha tocado esta sinfonía mil veces con
Mavrinsky! ¿Y veine usté a retarme?? — Los oriundos de los últimos atriles ejecutaron en
sus instrumentos un glissando de “desilusión”. Les imitaron los trombones y un
trompetista tocó con sordina una tensa diana mexicana. Ahora las risas venían de todos
lados. Paralizado, Martín se negaba a creer lo que estaba ocurriendo «¿Qué es esto???
Después de haber dirigido fantásticas orquestas y ser admirado en todas partes ¿cómo es
que esta banda de verbena me regaña como si fuera un principiante?» Por un instante
tuvo la tentación de bajar a aquel submundo y pelear como un mediocre más; pero respiró
hondo, esperó diez segundos y le pidió a la orquesta volver al principio. Martín hacía
ahora un doble esfuerzo por demostrar sus cualidades, su mejor dirección, pero las risas
y los cuchicheos iban en aumento y cada vez se sentía más estúpido en el pódium. Ahora
sufría unos deseos incontrolables de largarse «¿Por qué tengo yo que calarme esto??»

Cerca del final del primer movimiento, la rusa dejó de tocar y comenzó a negar con la
cabeza, a la vista de todos. Lo mismo hicieron los otros tres principales. Hastiado y con
las pupilas encendidas, Martín lanzó la batuta en el atril, recogió sus partituras y
abandonó el pódium.
—¡Aaah! ¡Atrrrevido el muchacho!!!
—¡Qué insolencia!!!
—¿Porr qué invitan a estas niños? — alcanzó a escuchar Martín antes de salir de la sala.

En la calle, cuando estaba a punto de subirse al taxi, le alcanzó la percusionista.

—¡Martín! ¡Regresa por favor! … escúchame…platiquemos …No nos hagas esto. No les
tomes en cuenta; no es sólo contigo, se comportan siempre así, son unos pinches
desgraciados; ¡estamos hartos! … Ven conmigo, la mayoría de la orquesta te apoya, ¡ya
verás!
—¡Lo siento mucho, pero esto es demasiado! — Cerró la puerta del taxi y se marchó sin
despedirse.

La brutalidad de los acontecimientos dejó sobre las retinas de Martín una mancha gris
que todo lo enturbiaba; adonde mirara, todo era feo, deforme, sucio; y a la gente, la veía
malvada. Con gestos rabiosos recordaba las frases viles de aquellos personajes infames.
—¿Puede cambiar esa música?? — le dijo al conductor al escuchar el corrido mexicano.
El hombre, que en ese momento se limpiaba el sudor de la frente con la manga de la
camisa, obedeció sin chistar. El calor era infernal, pero Martín temblaba de frio. Sólo se
dio cuenta de la alta temperatura cuarenta minutos más tarde cuando se atascaron en una
cola infinita, en medio de una ringlera de bloques pálidos y de un desfile interminable de
escarabajos verdes y vinotintos. Martín se desajustó el abrigo y el botón superior de la

297
camisa. No quiso preguntar nada. Tampoco quiso ver nada más. Cerró los ojos y con ira
desplomó su cuello sobre el reposacabezas.

Al llegar al hotel una hora más tarde, Martín se dirigió a la recepción y esperó diez
minutos mientras la dependienta se encargaba de unos turistas recién llegados. —¿Es que
no tienen otra persona trabajando aquí?? — interrumpió alterado. —Disculpe usted
joven, ya le atiendo… —…bienvenidos y disfruten el D.F…— Dígame joven. —¡Necesito
hacer una llamada a Inglaterra! — clamó Martín entregándole una tarjeta con los datos
de contacto de Robert Craig. —Con mucho gusto. Deme el número y se la pasaré a su
habitación. —¿El número?? ¡Pero si acabo de dárselo!! —El número de habitación, joven
—¡Ah! … A ver … espere … — Martín buscaba con desesperación la llave entre sus
papeles desordenados. La mujer le habló desde el computador —Su apellido por favor
—Macías Ferrer … —Lo siento, pero es una habitación que ya ha sido pagada por la
Orquesta Filar… —Síii, ¡La Filarmónica! y qué pasa —Si usted quiere efectuar llamadas
telefónicas necesito una tarjeta de crédito con su nombre y su apellido. —¡No tengo tarjeta
en este momento! —Lo siento, pero sin tarj…—¡Señorita! ¡Es una emergencia!!! —Escuche
joven. Lo que puede hacer es ir a la calle y comprar una tarjeta telefónica internacional.
Le costará unos 20 pesos — Martín respiró hondo y se quedó mirando al techo, con la
mandíbula tensa y sin soltar el aire.

En la habitación, pateó el piso y maldijo mil veces el hecho de estar perdiendo allí su
tiempo con esa orquesta primitiva. ¿Cuántas horas le había tomado preparar todo el
repertorio? ¡Traía tantas ideas acerca de la sinfonía de Borodín que al avión le costó
levantar vuelo! ¿Qué hacer ahora? No volvería a aquel antro, ni con una pistola en la
cabeza. Repicó el teléfono. Era Craig desde Londres. Martín se secó el par de lágrimas y
atendió. —Craig, ¡Menos mal! … ¿Como lo supo? —They just called me. Tell me, what
happened??143 —¡Debemos cancelar esto! ahora mismo ¡Usted no tiene idea del zoológico
en el que acabo de estar! ¡Son unos salvajes! —Oh My, really? Anyway, calm down for now
Martín, tell me what happened…144 — Después de escucharle con la ceja izquierda
levantada, Craig le aconsejó que no era buena idea suspender el concierto. —I realize this
is not an ideal situation. However, you don´t evade situations like these, you confront them. Not
all of the orchestras are going to love you Martin, and you must learn to live with it. Even
Ivanovsky for example, with all his success and fame, has been grossly mistreated by a few
orchestras in the past.145 — Martín no podía creer lo que estaba escuchando «someterme

143
Ellos me acaban de llamar. Dime, ¿qué ha sucedido?
144
Cálmate Martín, dime lo que pasó.
145
—Sé que no es la situación ideal, pero, primero que nada, a los problemas no se les huye, ¡se enfrentan!
Segundo, no todas las orquestas te van a adorar Martín, y debes acostumbrarte a esta idea. Incluso Ivanovsky, con
toda su fama, ha sido maltratado por algunas orquestas en el pasado.

298
otra vez a esa tortura, no por favor, ¡no puedo!» Sin embargo, las últimas palabras del
manager le hicieron recapacitar. Almorzó, tomó una siesta y, al despertar, después de un
examen de conciencia, se percató de su estado de alteración: aquel desafío involuntario a
la violista, su rudeza con la percusionista, su antipatía con el hombre del taxi, y luego con
la dependienta del hotel. No era ese su humor natural. ¿Qué estaba sucediendo? ¿En qué
se estaba convirtiendo? La cólera se apoderaba de su cuerpo con la misma facilidad con
la que un corrupto se apodera de las arcas del gobierno. ¿Acaso estaba canjeando la
conducta afable de su juventud por aquella de un amargado?

—Rousseau tenía razón. ¡El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe! Necesitaba
unas vacaciones, y a mi familia. Me acerqué a la ventana y admiré como la ciudad se
extendía y extendía hasta perderse al pie del Popocatépetl. Reflexioné acerca de nuestra
pequeñez ante el universo, de cómo aquella semana era apenas una miga insignificante
dentro de un cosmos de aventuras. Me animé y regresé a los scores.

II

Pero a la mañana siguiente, al despertar Martín, era tal el peso de su animadversión


contra la música y los músicos que no podía levantarse. Prefería dedicar su vida a
cualquier otra cosa menos a aquella profesión de monstruosidades ocultas. Recordó a
Julián Robles y pensó en arrodillarse y rezar «¡alguien tendrá que ayudarme!» Contra
toda voluntad, tomó un taxi rumbo al cadalso. Sus palpitaciones aumentaban cada
cuadra al sentir que estaba cada vez más cerca de la alimaña rusa y de sus vástagos,
quienes, seguramente, le esperaban ya con sus fauces abiertas, enlodados en esa negruzca
y pegajosa capa de estiércol que envolvía su mísero espíritu. Antes de lo esperado, estaba
subido en la tarima, marcando los tiempos, con la cara destemplada y los ojos plantados
en la partitura. En el ambiente imperaba la misma atmósfera podrida. La música era lo
único que había cambiado. Ahora era peor. Comenzaron las risas y el saboteo. Un par de
violinistas jugaba cartas descaradamente y, el contrabajista principal, de origen armenio,
daba vueltas a su instrumento en cada cambio de tonalidad para provocar carcajadas. En
donde se le antojaba, la rusa empezaba a marcar el pulso con el pie derecho,
contradiciendo el tempo del director. Sus brazos parecían más largos que ayer y el sonido
de su instrumento aún más recalcitrante.

Martín recordaba las palabras de Craig y seguía adelante sin prestar atención, aunque sin
saber cómo enfrentar y salir de semejante caos. Pero fue tanta la grosería que, en el
intermedio, el joven director, asumiendo todas las consecuencias, abdicó. «Craig lo va a
299
entender. Ya le explicaré» Recogió sus pertenencias y se dispuso a abandonar el edificio.
Esta vez fue interceptado en el pasillo de salida por tres miembros de la junta directiva.

—¿Adónde se dirige el maestro?


—¡Me voy! … ¡Esto es imposible!
—Usted no puede irse así no más. Hay un contrato firmado.

En ese momento arribó la percusionista que venía apurada, como el día anterior, a
rescatar al director.

—Oiga, ¡no está bien lo que le están haciendo a este joven! … ¡Este concierto como que
no va!

La junta escuchó sin extrañarse y respondió como en otras ocasiones.

—Levanten ustedes un informe y ya tomaremos las medidas pertinentes. Pero el


concierto sigue en pie. Vienen los diputados del PRI.

Muy preocupado por las consecuencias legales de su acción «¡demandarán a Craig y a la


AIM entera!», el amenazado director no tuvo otro remedio que regresar al camerino.
Sufrió allí una crisis de pánico. Fue al baño y vomitó.

En la segunda parte del ensayo, el grupo de extranjeros, al ver al director cada vez más
endeble, arreció la patanería. De pronto, sucedió algo insólito.

—¡BAAAAAASTA!!!! — Gritó la percusionista desde los timbales. Los europeos


voltearon, incrédulos —¡Que ya está bien!!! ¿eeh? ¿Qué no ven ustedes el daño que hacen
a nuestra orquesta? ¿Hasta cuándo??? … ¡Aquí tenemos a un joven director talentosísimo
que viene a hacer un trabajo serio y ustedes lo destruyen! … ¿Qué imagen estamos
dando? … ¡Ustedes ni son músicos ni son nada!! …Bueno sí, ¡son unos sátrapas
desagradecidos con este país!

La violista se levantó de su asiento:

—¿Perro que le pasa a esta loca??? — La mujer mostró su peor mueca sarcástica —¡Usté
a los palitos! que no sabe nada de nada. La música se aprrende en Europa, ¡en Europa!
—Híjole …
—¡Gusanos vividores! — espetó un mexicano desde un lugar indeterminado.
—¡Mafufos desgraciados! — se desahogó un chelista.

300
—¡Racistas inmundos!!! — les gritó la asistente de la percusionista, una chica pequeñita
de rasgos indígenas, encargada de la pandereta.

Martín estaba verde. Aunque sabía que era su deber imponer la disciplina, se mantuvo
en silencio, pues tratar de frenar aquella riña le pareció más peligroso que meter la mano
en una pelea de perros.

—¡Sí ya está bueno!!! — saltó otro mexicano —Pos si aquí no sabemos música, ¿Qué
carajos hacen aquí?? ¿Porque no vuelven ustedes a la civilización???
—Ustedes son los que tienen que agradecerrnos que hemos trraído cultura, enseñando a
tocar en el estilo corrrrecto…
—Cuál estilo, ¿El suyo? …Señora, ¡Borodin estará revolcándose en su tumba!!

La rusa volteó enfurecida,

—¡Usté al mariachi, chiquito!!!


—¡Pos con mucho orgullo guarita!!
—Sí, usté a tocar con los tigrrres del norrte — añadió otro ruso.
—¡Y ustedes a las trincheras hijos de la chingada!!!! — gritó la ejecutante de la pandereta,
justo antes de que comenzaran los atropellos físicos.

Con los ánimos encendidos y la sala en completa anarquía, los nacionales aprovecharon
para aliarse, y en pocos minutos la sublevación esperada por años, no tuvo ya vuelta
atrás. Los miembros de la junta llamaron a los agentes de seguridad y uno de ellos se
encargó de Martín. Lo llamó desde el fondo del escenario, le pidió disculpas de parte de
la directiva —Dicen que no te preocupes chapulín, que mañana estará todo solucionado
— y lo envió en un taxi al hotel.

No había otra forma de percibir la realidad que no fuera a través de un cristal de aguas
negras. Ese era el segundo ensayo perdido. Quedaban dos y el concierto. ¡Imposible! Por
más de que triunfara allí la revuelta, una revolución, o una purga, esto no cambiaría la
deficiencia musical de la orquesta. Martín sentía el mismo cosquilleo en el estómago del
estudiante a quien sólo le quedan dos días para el examen final y aún no ha abierto los
libros, solo que su caso era mucho más grave, pues el examen suyo era frente al público.
«—No puedo salir con esta orquesta al escenario. Haría el ridículo. Si Craig insiste,
tendría que pedir que se reduzca el programa … ¿Solamente la obertura??? … ¡Ni siquiera
con ella pueden los infelices!» — Para un líder joven e impetuoso no existen las proezas
“a medias” o “proecitas”; cada uno de sus pasos apunta al gran trofeo, busca transformar,
conmocionar. Por supuesto que no pasaba por la cabeza de Martín la posibilidad de hacer
una excepción y comportarse como el funcionario que hace acto de presencia, no mueve
301
un dedo, cobra y se va. Pero hacer allí lo que debía, tampoco era una opción. Hablar sobre
música en aquel pódium era tan impropio como hablar de la muerte en un momento de
celebración; o, mejor dicho, en esta situación particular, era más bien como hablar de
celebración en un ambiente de muerte.

El Taxi llegó al hotel. Martín salió con dificultad del coche y entró al lobby con el maletín
colgando de un dedo, arrastrando los pies, y con la cabeza por debajo de los hombros.

—¡Martín!!!! ¡Hijo!!! … «—No, esto no puede ser. ¿Qué hace mi abuela María Virginia
aquí???»
—Martíiiin!!! «—¡Y mi abuelo Román!!!! … Nooooooo… ¿por qué??? … ¿por qué justo
aquí???»
—Dijimos que algún día daríamos una sorpresa, y, ¡aquí estamos!!
—¡Nos moríamos por estar por fin en un concierto de mi nieto querido!!!
—¡Es una verdadera hazaña lo que haces, Martín!! … A esa edad, ¡y causando ya
sensación en el pódium!! — decía el abuelo emocionado mientras le miraba a los ojos y
volvía a abrazarle.
—¿Y cómo no va a causar sensación??? ¡Si es el mejor director del mundo!!! Mi nieto lindo,
además, ¡el más guapo! — le abrazaba María Virginia.
—¡Lo digo porque sé lo difícil que es alcanzar estos niveles! Cuando yo dirigí orquestas
por primera vez, ¡a los 35 años!, recuerdo que salía de los ensayos ¡con las tablas en la
cabeza!!
—Pero eso eras tú, que eras medio bobo, ¡pero no mi querido Martín!

Martín se partía el cerebro pensando «—¡Han pagado por venir hasta aquí! ¡No puedo
devolverlos! ¡No puedo defraudarlos!! … ¡El abuelo va a pensar que todas las hazañas
han sido una exageración!»

—Y, ¿Cómo va todo? ¿Qué tal la orquesta? — preguntó Román con una sospecha aún
incierta, a raíz de la mirada apesumbrada de Martín.
—Bien, todo bien. Pero, ¿Y cómo es esto? ¿Por qué no me avisaron?
—Y eso que queríamos dar la sorpresa directamente en el concierto, pero conseguimos
un vuelo dos días antes y le dije a María Virginia ¡Vamos que quiero verlo ensayar! … Un
viejo maestro de dirección decía, cuando quería apreciar el verdadero calibre de un
director, “no me lleven al concierto, llévenme a su ensayo” …
—¡Román! deja ya de hablarle de música a Martín ¿No ves que está cansado?? … ¡mírale
la carita! …
—Cuando yo ensayaba con la orquesta de la ciudad de Marsana, ¿te acuerdas que una
vez te cont…
—¡Román!! … las pastillas …
302
—Ah sí, si es verdad. ¡Tu abuela olvidó poner las pastillas en la maleta! ¿Puedes creer?
Tenemos que ir urgente a una farmacia. ¿Vienes con nosotros?
—Déjalo Román, que seguro quiere descansar.
—No, no. ¡Vamos! — respondió Martín, con el alivio de quien evade una tarea penosa.

Martín acababa de cambiar, sin saberlo, la soledad torturadora que le esperaba esa tarde
por un estrés de antología. De farmacia en farmacia, de taxi en taxi, no hubo manera de
obtener la medicina sin una receta médica. La abuela se mareaba, palidecía, hablaba cada
vez con menos energía. —¡Es la altitud! — decía Román para no preocupar a Martín
mientras abanicaba a la desmayada con una revista. Tuvieron que acudir por la noche a
una clínica privada e hicieron una cita para el día siguiente. Ahora sólo había que esperar
que Maria Virginia resistiera veinticuatro horas sin medicación y que el nuevo galeno
tuviera la cortesía de recetarla sin una historia médica. ¡El grave percance fue la salvación
de Martín! La examinación rigurosa de la paciente durante los dos días siguientes, les
impidió a los abuelos asistir a los ensayos. Martín, con un plazo de 48 horas para salvar
el concierto, decidió no contar nada a Román y evadió el tema con habilidad, cualquier
cantidad de veces, haciéndole al abuelo preguntas que nunca le había hecho, cada vez
que a éste le volvía la sospecha.

Al día siguiente, cuando Martín regresó al pódium, había allí un clima diferente. Notó
cambios en la conformación del ensemble: no estaba la rusa; en su lugar había un mexicano
sonriente que no había visto nunca. Los demás extranjeros fueron despojados de sus
posiciones de líder y reubicados en otros puestos, siempre compartiendo atril con un
nacional, de manera de evitar el sabotaje. El joven director exigió a la junta directiva
acortar el programa. Estuvieron de acuerdo. El ensayo comenzó con muchos nervios;
pero el cambio era abismal. Se trataba del despertar después de la guerra; era el fin de la
dictadura. Habían removido con éxito al tirano.

III

—De vuelta en el viejo continente, tuve dos conciertos en Turquía y en el Líbano. Allí me
encontré con otro tipo de conductas, y, más que progresar en lo musical, avancé
descubriendo nuevas facetas del complejo comportamiento humano. En estos territorios
las orquestas seguían siendo subjetivas, cimentadas en el plano personal, marcadas por
el carácter y el estado de ánimo de sus ejecutantes. Trabajar con ellas era como invadir de
pronto el hogar de una familia hiperestésica, que nada esconde, que todo lo dice y lo
comparte, sólo que, en una lengua, con unos gestos y unos mensajes subliminales que
303
eran un verdadero reto a la imaginación. Por si acaso, procedí siempre con todo tacto
para no ofender. Desgraciadamente, cuando por fin comenzaba a descifrarlos y a
disfrutar de su afecto familiar, entonces era hora de partir. En Zúrich volví a la orquesta
objetiva, a la máquina silenciosa y obediente cuyas opiniones y sentimientos ocultos te
dejan siempre con una gran incertidumbre, como aquella que flota entre los amantes
cuando uno de ellos acepta besos y caricias sin decir nunca si de verdad ama, o no.

A principios de diciembre, Martín viajó a Manchester en dónde tuvo su esperado


reencuentro con Ralph Kleine. Había memorizado la Rapsodia sobre un tema de Paganini
y llegó al primer ensayo de la obra de Rachmaninov con sus sentidos en estado de
máxima alerta, listo para dar la talla ante el artista famoso. Kleine se encontró en el
pódium con aquel primoroso espabilado, de gestualidad veloz y hambre de música, que
parecía un motor de alta cilindrada cuyo freno y acelerador era de toque. Tal y como el
ser maduro a quien el amor otorga una segunda oportunidad bajo una sombra fresca,
Ralph Kleine volvió al vigor de su juventud y juntos ofrecieron una versión de la
Rapsodia tan vertiginosa que dejó jadeante al público. El resto del programa fue
igualmente arrebatador y los comentarios de la prensa al siguiente día, de absoluta
euforia.

Con su ocupada agenda de conciertos en distintos puntos del planeta, Martín comenzaba
a vivir en esa casa enorme del errabundo, que era como una burbuja flotante y solitaria,
a desplazarse como un nómada por sus aposentos. Cabían allí muchas cosas, aunque por
ahora, sólo se llenaba de materiales e instrumentos de trabajo, y muchos más de los que
era capaz de controlar. Pero era él el capataz del nuevo piso, y esa potestad concedida le
legitimaba para manipular el exorbitante inventario, que continuaba en aumento. Sus
padres seguían viviendo en Estados Unidos y era ese lugar el punto pivote de sus
travesías. Allí descansaba un par de semanas, respiraba, contaba sus historias y
desahogaba sus frustraciones. El mismo día de su arribo comenzaba con sus cuentos
kilométricos que duraban días. Hablaba él solo. Clara y Rafaela se inventaron una especie
de código morse con los dedos para poder comunicarse mientras fingían prestar la
atención celosa que Martín exigía en su discurso. Oliver e Isabel, felices de volver a
tenerlo en casa, sacrificaban el tiempo que no tenían para dar a aquellos cuentos de
prodigio la importancia que merecían.

Cuando al cabo de tres días Martín comenzaba por fin a sentirse relajado, entonces
empezaba a perturbarle el estudio obsesivo de Oliver, esa manía suya de madrugar y de
aprovechar el tiempo. Al abrir los ojos a las nueve de la mañana, su padre iba ya por el
Capricho No. 7; entonces le afloraba el desprecio contra el cuerpo haragán que seguía en
el lecho sin remordimiento. La presión no era solamente allá afuera, en la burbuja solitaria
sino también ahí, en su propio hogar. Podía leer la mente de Oliver «¿Cómo es que no te
304
has levantado? ¡con todas esas obras que tienes que estudiar! … Yo llevo tres horas
practicando». Sus hermanitas ya se habían ido a la escuela e Isabel a la universidad a dar
sus clases. Entonces comenzaba Martín a mover las extremidades del haragán, con la
lentitud que le permitía el mal humor, que seguía reclamando horas de sueño y juzgando
al perezoso. En ese estado de hostilidad se bañaba, vestía, comía alguna cosa y abría el
primer score, después de haberlo evadido en tres o cuatro paseos cerca del escritorio.
Cuando la música espantaba finalmente al lobo, entonces visitaba a Oliver en su estudio
y le hablaba entusiasmado acerca de sus ideas sobre el nuevo repertorio.

A pesar del incremento de compromisos profesionales, de su demostración de valor ante


las orquestas más difíciles y las obras más intrincadas («—¡A este chico parece que nada
le asusta!!» —concluían los líderes de las orquestas con las que trabajaba), en el fondo,
Martín no se sentía ufano; y además comenzaba a agobiarse. Sabía que aun cuando el
éxito, que le acompañaba en la mayoría de sus actuaciones, se encargaba de camuflar sus
dudas de inexperto, este para nada le otorgaba el antídoto para remediarlas, y
comprendía que iba a cargar con ellas a la espalda aun por mucho tiempo. Sentía que
muchas orquestas le perdonaban sus deslices por causa de la edad, y eso le enervaba. En
el pódium, intentaba a toda costa cerrarle el paso a la inmadurez, a esa peste infantil
responsable de las miradas hirientes con las que le castigaban quienes no estaban
dispuestos a consentirle. No obstante, con esa idea de que los reproches de la orquesta
eran por causa de su juventud y no por su falta de conocimiento, una excusa que le
permitía continuar fuerte en el pódium, Martín terminaba convenciéndose, en muchas
ocasiones, de que no era él quien se equivocaba en los ensayos sino las orquestas, y con
ese nuevo ingrediente todavía más pueril, aumentaron los roces. Pero las críticas de sus
conciertos y la excitación general del público seguían de su lado. Llovían las serpentinas
y los anuncios luminosos; las re-invitaciones germinaban, el medio musical le ratificaba
y la dirección portentosa de Martín iba remendando todos los descocidos que causaba su
inexperiencia. El plan de Robert Craig, por ahora, funcionaba.

IV

En Riga, a finales de diciembre, se encontró Martín con la orquesta misantrópica por


excelencia. Le recibió en el aeropuerto un representante de la institución quien le dejó
instalado en un magnífico hotel, cerca del centro histórico y de la majestuosa feria de
navidad de la ciudad. Fue el único mortal, aparte de los dependientes del hotel y de los
puestos de feria, con quien Martín tuvo comunicación durante su estadía de dos semanas
invernales. El hermetismo de la orquesta era tal, que Martín llegó a pensar que no
305
entendían el idioma inglés, especialmente después de sus chistes, ante los cuales se reía
él solo. Pero luego escuchaba a sus miembros hablando por los pasillos la lengua británica
a la perfección. El único gesto que tuvieron los ejecutantes con el joven director en esos
días de fraternidad, fue una merienda casual que le ofrecieron tras bastidores después
del último ensayo. Asistieron unos pocos, le sirvieron pastelillos de jamón, maní y Coca-
Cola, y se quedaron observándole mientras comía, sin decir una palabra, igual que en el
ensayo. Martín intentó con maniobras cordiales acercarse al témpano de hielo, pero
mientras más se aproximaba, más cuenta se daba del tamaño del iceberg, por lo que,
finalmente, decidió virar para no estrellarse.

En enero, seis meses después de la catástrofe con la ORFIDIFE, Martín volvió a México,
esta vez a dirigir la Orquesta Juvenil del Nuevo Mundo, un ensemble constituido por los
mejores talentos del continente americano, que ese año se encontraba de gira por
Centroamérica. Tras el reciente episodio de cautiverio en las heladas tierras letonas, la
entrada de Martín en la ciudad de Xalapa fue un acto de liberación. Se abrió la celda, se
disiparon las nubes, floreció otra vez el encanto. El joven director volvía a encontrarse,
después de meses de ensayos puntillosos, con músicos cercanos en edad y además con
esa chispa revoltosa latina que tanto le divertía. La única persona con cara seria de la
orquesta era la canadiense de treinta y dos años llamada Colette, fabulosa violinista, líder
de la familia de las cuerdas y dedicada colaboradora en los ensayos. La Otauésa daba
soluciones técnicas inmediatas a las sugerencias del director e imponía disciplina a los
muchachos con actitud firme y matriarcal. Era la perfecta concertina.

Reapareció la adulación, resucitaron las atracciones y las persecuciones. El joven director


volvía a jactarse de su habilidad seductora. Al finalizar los ensayos se iban todos juntos a
cenar. Las chicas, embelesadas, se acomodaban alrededor suyo en la mesa y luchaban por
ganar su atención. Martín respondía a todas de la manera más cautivadora posible hasta
que de pronto, dejaba el flirteo en suspenso y se retiraba a su habitación con una actitud
profesional. Los ejecutantes se iban entonces cada uno a lo suyo. Se quedaban unos
disfrutando de la Copa Americana de fútbol en los enormes televisores del lobby, otros
escapaban a los bares y los más osados se citaban en las habitaciones violando el
reglamento. Martín se despedía cada noche con el pesar de no poder sumarse a la
diversión. Pero debía mantener su estatus. Eran las normas de la organización. Además,
necesitaba horas adicionales para memorizar un par de libretos de ópera y el repertorio
de sus próximos conciertos en República Checa, Lucerna, Canadá y Grecia.

Después del tercer día, Martín no era ya el seductor; era el seducido. A pesar de introducir
en sus oídos los sendos tapones que usaba en ocasiones de ruido extremo para
concentrarse, no podía evitar escuchar desde su habitación el restallido de vasos y copas
y los gritos e insultos de los muchachos clamando a favor de uno u otro equipo de fútbol,
306
sus atractivas variaciones del acento español, sus correteos por los pasillos, las puertas
abriéndose y cerrándose, las carcajadas cohibidas en las habitaciones contiguas, el
chasquido de las camas sobre el piso pulido, el crujir de los colchones y los golpeteos en
la pared. Martín cerraba la partitura, las cortinas, subía al máximo la velocidad del
ventilador, apagaba la luz y se acostaba con la almohada en la cabeza buscando acallar
por completo la voz de la felicidad. Privado por completo de los sentidos de la vista y del
oído, aún le retaba el del olfato, por donde seguía colándose el humo de tabaco
clandestino que volaba por los ductos y los intersticios del cuarto. Las pupilas
hambrientas de Martín se abultaban en la oscuridad hasta el punto de desbordamiento.
Recordaba a Montforth, ese jardín maravilloso de incipiente primavera del cual fue
extirpado de forma abrupta para ser abandonado en un invierno perturbador cuya única
distracción era el reto y la exigencia. Sentía a Alicia respirar muy cerca suyo, escondidos
los dos en un armario en la fiesta de Chris, a punto de besarse; escuchaba el taconeo lírico
de la poetisa por los pasillos del liceo; echaba de menos las barrabasadas, el jaleo; quería
volver al cine, a la montaña con sus amigos queridos, refocilarse sin el sadismo de una
obligación pendiente. También tuvo conciencia Martín en ese momento, de que esta crisis
de ansiedad no era nueva, le había acompañado siempre: era la misma que contaba una
a una las horas previas a sus frecuentes destierros.

El joven director necesitaba desesperadamente del goce de su edad; miraba a la puerta


de la habitación sin poder conciliar el sueño y hesitaba como nunca entre aquellos dos
mundos: el casto y el desmandado. A la excelsitud de la partitura de Las Bodas de Fígaro
la superaba en aquel instante un placer todavía mayor: el desenfreno juvenil. ¿Cuándo
volvería a estar entre sus coetáneos? La interrogante le mortificaba. De lo que sí tenía
certeza es que su vida viajaba a toda velocidad en dirección contraria, rumbo a un
escenario cada vez más comprometido y alejado de la despreocupada juventud. En un
súbito arranque de locura se levantó, se vistió y se dispuso a rebelarse; pero entre él y los
muchachos de la orquesta se interponía ese muro macizo que él mismo había levantado
y que no sería posible sortear sin un odioso menoscabo de su propia credibilidad y bella
imagen. Volvió a la cama. Martín se sentía extraño; creía estar perdiendo la costumbre de
manejarse entre gente de su edad. Ese acto cotidiano de avenirse con cualquiera, producto
de un instinto natural, ahora tenía que pensarlo. ¿Cómo debía actuar? ¿como un amigo
de la misma edad?, ¿como un Don Juan?, ¿como un intelectual parecido a Ivanovsky?
¿como el loco desatado ante la orgía de placeres de su patria?

Al día siguiente, al finalizar el primero de sus conciertos en el Centro Cultural Tlaqná,


Martín, con el permiso de la directiva, se acercó al grupo de la orquesta del que era parte
Fátima, la violinista que le gustaba, y que por su desorden se le parecía tanto a aquella
pandilla de sus gandulerías infantiles —¿Vamos a celebrar? —¿Se puede?? —
preguntaron los muchachos con ojos de intriga —¿Y quién le prohíbe al director?? … Voy
307
a cambiarme y nos vemos afuera, en la plaza. — Al toparse todos en la puerta del teatro
minutos más tarde, Martín notó con incomodidad que Colette se había sumado al grupo.
Mal inicio. Él buscaba el destape esa noche, vivir su edad, sin ser supervisado. Ahora
debía continuar con su actitud de autoridad, por encima de aquella otra autoridad.
Entraron en un bar-restaurante mexicano. Colette se sentó a su lado —¡Un aplauso para
el maestro!!! — dijo emocionada. —Por favor Colette, ¡no me pongas canas! — respondió
Martín contrariado ante aquel cumplido de señores que ya empezaba a menoscabar sus
planes infantiles para esa noche.

Colette desató la lengua, primero hablando de lo mucho que adoraba a su familia, de sus
ansias de ser madre y de su edad ideal para tal fin, luego sobre asuntos musicales y en
pocos minutos había involucrado a Martín en unas áridas discusiones acerca de los
instrumentos temperados, apartándolo cada vez más del grupo que se divertía echando
chistes, bebiendo tequila y atracándose de deliciosas enchiladas. Dos camareros
organizaron rápidamente un par de mesones adicionales para otros diez músicos de la
orquesta que de pronto aparecieron. De inmediato fueron atendidos y servidos. A los
pocos minutos se incorporó un tercer grupo de doce ejecutantes. Todos comían y bebían.
Tres horas más tarde, Martín, entretenido contando sus historias de la Academia a
Colette, volvió a la realidad cuando el camarero se aproximó a ella y le entregó el recibo
con la cuenta. Colette le miró extrañada —Ay, Perdón — se disculpó el mexicano —Pensé
que era usted la encargada del grupo —¡Permíteme, Colette! — dijo Martín arrancándole
el recibo de las manos. —Martín, por favor déjame ayud…—¡No! ¡Nada de eso! —Pero
Mart …—¡Respeta! ¡El director soy yo! — Colette estaba cada vez más cautivada con el
talento, los conocimientos y la caballerosidad de aquella sofisticada criatura. Los
muchachos también. Martín no pudo regresar a su niñez esa noche, como quería, pero
logró en cambio subir a un pedestal todavía más alto de su omnipotencia. En fila, los
agradecidos muchachos se despidieron uno a uno del padrino, a quien solo le faltó estirar
el anillo para recibir el beso.

Al salir del restaurante, caminando del brazo de Martín en dirección al hotel, Colette veía
a su lado al hidalgo, al artista, al maduro intelectual, pero con su obsesión maternal
desbordada por el licor, veía también al niño desamparado, urgido de cuidados y de
afecto. Martín iba por fin relajado, con una sonrisa embriagada, pensando solamente en
lo que sucedía en el momento, que tenía un matiz estimulante. Después de enterarse
Colette de que el joven director andaba en México con la mitad de su ropa por haber
perdido la maleta, y con la mitad de sus partituras por haber dejado el maletín en un taxi,
se ofreció a ayudarle. —Martín, ¿no debería yo encargarme de tus documentos? Es una
gira larga y si pierdes el pasaporte se acaba el paseo, ¿me entiendes? Déjame por favor,
yo me encargo de tus papeles. — Martín aceptó encantado, y en los siguientes días aceptó
también que le arreglara el corbatín, que lo peinara, perfumara y además consintió su
308
plan de dieta y de esparcimiento. Era tanto el cuidado y el arrumaco diario de aquella
chica con su crío que éste no se dio cuenta en qué momento se produjo el incesto. La
relación se intensificó durante la gira, pero en los días cercanos a la despedida, a pesar de
que Martín disfrutaba a la amante, comenzaba a empalagarle la madre, que no le dejaba
en paz ni un minuto, ahora llena de celos, con su terrible miedo de perderle por causa de
su distancia de dos lustros con las otras chicas. Aun cuando hicieron lo posible por
disimular la relación anti reglamento, justificando sus encuentros nocturnos con una
revisión de las arcadas y el diseño de nuevas estrategias para los ensayos seccionales, la
organización se enteró, pero no tomó nota, porque aquella pareja en vez de ofender, era
un modelo de virtudes. Martín dijo adiós a su amada como acostumbraba hacerlo en el
colegio, prometiéndole su amor incondicional y eterno. Colette estuvo hospitalizada en
Ottawa las dos semanas siguientes con una depresión aguda, llorando aquel amor que
comenzó inextinguible y terminó efímero. Una vez recuperada, comenzó a enviarle a su
adorado director una bella partitura de regalo cada mes, para que no la olvidara.

Los siguientes conciertos de Martín en Praga, Lucerna y Vancouver fueron


extraordinarios musicalmente. El joven director adquiría conocimientos y desarrollaba
técnicas de estudio cada vez más eficaces. Su análisis del score era ahora práctico y veloz.
Aumentaba su confianza en los ensayos, aunque estos seguían ejerciendo una presión
extrema en su vida. Por más de que acumulaba experiencia, encontraba en cada orquesta
y montaje de repertorio una caja de sorpresas; aparecía siempre algún nuevo desafío que
le recordaba que aún no era un maestro. —How´s it going, Martín? —¡Excelente! Hemos
leído el repertorio entero el primer día. La orquesta está feliz y me ha aplaudido al final
del ensayo. —Wonderful! Well, keep up the hard work and remember not to talk too much. I´ll
be there on Friday.146 Craig veía cómo Martín superaba cada reto y, en la mayoría de los
casos, con un resultado aún más sorprendente del esperado. Después de los conciertos,
Craig consultaba con los managers de las orquestas acerca de cómo habían ido los
ensayos del joven director y qué pensaban los músicos, y preguntaba también a algunos
ejecutantes/espías amigos suyos que formaban parte del ensemble, su opinión personal
acerca de Martín.

Craig organizaba su agenda de manera de poder atender personalmente el progreso de


su sensacional descubrimiento. Estaba presente en la mayoría de sus actuaciones y acudía

146
¡Estupendo! Bueno, mantén el buen ritmo de trabajo y recuerda no hablar demasiado. Estaré allí el viernes.

309
cuando le era posible al ensayo antes del concierto. Con el tiempo, no sólo crecía su
confianza en el chico, sino que hablaba de él cada vez con más orgullo dentro del entorno
profesional y había colocado ya una fotografía artística del jovencito en la pared de su
oficina, junto a aquellas otras de sus directores estrella. Su presencia en los ensayos
generales de Martín era una tensión más para el joven director, por el compromiso que
este sentía de mantener a su manager impresionado. En estas ocasiones, a la orquesta le
extrañaba que el joven director, pese a haber demostrado una buena técnica de ensayo
durante la semana, volvía a instruir en el ensayo general como si se tratara del primer
día. Era un círculo vicioso. Craig quedaba sorprendido con el trabajo de Martín —Wow!
The authority with which you speak to the orchestra, my goodness!!!147 — aunque intranquilo
por la cantidad de acotaciones de última hora que hacía el jovencito y que provocaba
tanta impaciencia a los músicos.

Después del ensayo general, Craig y su representado iban a los mejores restaurantes,
caminaban por los parques y terminaban el día en alguna buena cafetería. Para Martín,
con toda la labor hecha, con la mirada aprobatoria del manager y con la emoción del
concierto, era la ocasión finalmente de poder relajarse y disfrutarlo todo, las
conversaciones, la comida, la ciudad y sus encantos, y además en muy grata compañía.
Para Craig, era el momento de obtener información adicional de boca del propio Martín,
que todo lo decía, de hacer sus evaluaciones y de emitir sus recomendaciones.

—¡Ayer tuve que mandar a la sección entera de los primeros violines a practicar sus
partes! — contaba Martín en el almuerzo, después de su último ensayo con la Filarmónica
de Praga, sonriendo y con el orgullo que ameritaba semejante atrevimiento
—Oh! You told them that?!!148 — contestaba Craig con su ceja izquierda escandalizada.
Entonces procedía a aconsejar al chico con tacto —Well, avoid talking too much, and when
you need to say something to the orchestra, make sure you don´t sound condescending, like a father;
but rather like a professional amongst professionals. And never ask an orchestra of this caliber to
go and practice; just guide them towards what you do want to hear. They´ll know what to do —
Martín asentía con cierto remordimiento —Also, when you are conducting, make sure you
maintain eye contact with the last stands of the strings, not just the principals. Now, fasten your
seatbelt. I have fantastic news for you! In a couple months you'll be in Suffolk at a very exclusive
music festival, the one founded in 1948 by Benjamin Britten. There you will assist Steuart Bedford,
Britten's very own conductor, and you'll probably be in charge of some of the rehearsals with
world class opera singers. So, you have few weeks to learn Peter Grimes and Albert Herring.149

147
Wow, Dios mío ¡con qué autoridad le hablas a la orquesta!!!
148
¡Oh! ¡Les dijiste eso!
149
Trata de hablar menos a la orquesta, y cuando te dirijas a ellos asegúrate de no mostrarte como una figura
paterna sino como un profesional que está hablando con profesionales. Y nunca pidas a una orquesta de este

310
—¡Magnífico!!! Mañana mismo al llegar a Leviathan, busco las partituras.
—And there's more! In May you will have your debut in Lithuania and in Sweden, this time with
the Royal Stockholm Philharmonic. In the summer, before you return to Annex, you'll be in charge
of the Eastern European Youth Orchestra, doing a tour to six countries.150 — A Martín le
embriagó al instante la idea de volver a su ambiente.
—¡Qué maravilla!!!
—Now, prepare for the big one. You will have your debut with the London Philharmonic Society
next fall!151

¡Aquella noticia fue un relámpago de felicidad! Martín había soñado por mucho tiempo
con este momento; lo esperaba, pero no tan pronto. Se trataba de una de las diez orquestas
más importantes del mundo. ¿Qué había por encima de ese nivel? ¡Nada! … ¡Había
alcanzado el cenit! La noticia fue para Martín, por supuesto, un concentrado de ego
bebido de un solo trago, y su reacción, la del escritor desconocido que recibe por fin la
noticia de su premio y entonces se dice a sí mismo «¡sabía que era grande!». Aquello no
era suerte, sentía que lo merecía, era lo justo, era un avance lógico dentro de la ruta elitista
de los grandes maestros de la cual ya se sentía parte. Celebró con Craig en el restaurante
y más tarde en la habitación, comiéndose todas las chucherías y bebiéndose el licor del
minibar, mientras contaba por teléfono la noticia a todo aquel que podía. En un acto de
ego trascendental, posó frente al espejo y observó sus extremidades superiores, nada
empíricas, dirigiendo ritmos intrincados, frases apasionadas, minuciosidades; parecían
ellas de otro mundo; pero no, eran concretas y ¡eran suyas! Admiraba todo lo que estas
hacían, sentía su grandeza «¡ya verán las orquestas de lo que son capaces!».

Martín regresó a Leviathan City como un ser aún más complicado. Quería sentirse a gusto
con las responsabilidades leoninas que tenía encima, pero eran tan abrumadoras que el
solo hecho de pensar en ellas le producía migraña. Aun así, contar con la aduladora
invitación de la Sociedad Filarmónica de Londres no podía menos que mantenerle altivo.
Lo había superado todo: la absorción brutal de repertorio, conciertos de alta envergadura,
la angustia en la Academia, el infierno mexicano, la frialdad letona, la neurosis alemana.

calibre que practique sus partes. Diles lo que tú quieres oír; ellos saben qué hacer. Otra cosa, cuando estés
dirigiendo asegúrate de mirar no solo a los principales de cada fila sino también a los últimos atriles de la orquesta.
Ahora, ¡abróchate el cinturón! ¡Te traigo fantásticas noticias!!! En dos meses estarás en Suffolk, en un festival de
música muy refinado y exclusivo, aquel fundado en el 48 por Benjamín Britten. Allí asistirás a Steuart Bedford,
quien fuera el director asistente de Britten, y estarás probablemente a cargo de algunos ensayos con cantantes de
ópera famosos. Tienes unas pocas semanas para aprenderte las óperas Peter Grimes y Albert Herring.
150
En mayo tendrás debuts en Lituania y de nuevo en Suecia, aunque esta vez al frente de la Real Filarmónica se
Estocolmo. En el verano, antes de que vuelvas a Annex, estarás a cargo de la Orquesta Juvenil Europea, en su gira
por los países del este.
151
Ahora, ¡prepárate para la gran noticia! … ¡Tendrás tu debut con la Sociedad Filarmónica de Londres el próximo
otoño!!!

311
La vacilación, la incertidumbre, los temores pronto serían cosas del pasado. A partir del
próximo otoño estaría solo al frente de las mejores orquestas del mundo, únicamente
enfocado en hacer música, nada más; ese era su mundo, el destino de los grandes.

—Saltaba de una partitura a otra sin poder concentrarme, con intervalos de extrema
lucidez y otros de extremo delirio. Me acercaba a la ventana y me quedaba observando a
la gente común y corriente, aquella de la que ya no formaría parte; me afligía verlos llevar
una vida anónima sin quejarse por ello, y en el fondo sentía envidia. Sabía que estaba a
punto de dar vuelta a la última página de un diario en dónde esa gente todavía figuraba
como protagonista; en adelante serían meros espectadores, una gran masa sin rostro que
ruge y aplaude, sin otra razón de existir que la de seguirme de teatro en teatro. Al mismo
tiempo sentía enormes deseos de distraerme, de escapar del estudio, de la rutina de la
casa: Oliver y su práctica infinita, Isabel y su interminable corrección de trabajos y
exámenes, Clara y Rafaela con sus ahogadas tardes de tareas escolares. Después de un
par de días de asfixia decidí volar a Montforth, con la recomendación de mis padres. Allí
pasé tres de los nueve días que tenía libres antes del siguiente compromiso. Necesitaba
relajarme, un respiro, una carnavalada antes de emprender el viaje definitivo a la
seriedad.

Me alojé en casa de Chris y allí compartí con viejos compañeros del Liceo de las Artes. El
reencuentro fue emocionante. Fuimos esa misma tarde al cine, en la noche al bowling y
luego a comer hamburguesas. Pero con el paso de las horas crecía mi decepción. Nada
era igual. No me divertían sus disparates, me repugnaban sus conductas predecibles,
criticaba sus acentos, y el nivel musical de sus ejecuciones. Sus creaciones (pinturas,
cuentos, composiciones) me parecían torpes e ingenuas. Me aburría con todos y de todo.
Ellos estaban también incómodos. Alicia, con quien quizás habría podido desahogarme,
se había mudado a Boston. Mi mente no estaba allí, y quien hablaba no era Martín sino el
director que juzga, corrige y aconseja. De repente me encontré intolerante, inclemente,
destruyendo con malicia todo aquello que no calificara dentro de mi nuevo orden de
expectativas. Exigía a todos con la misma escrupulosidad que lo hacía desde el pódium,
y esperaba sus respuestas con la misma ansiedad, la misma predisposición y el mismo
histerismo. Me vi de pronto en el vacío, sin un lugar en dónde sentirme a gusto, sin una
edad en la cual sentirme cómodo. Mis únicas opciones eran, o regresar a este mundo de
categorías inferiores o mantenerme en aquel otro imperativo y severo, el de los aprietos,
el de la soga al cuello. Partí a Leviathan City más cansado que nunca. Volví al claustro, al
mundo alterado, mi mundo, el del tiempo justo para reflexionar, para abarcar el material
de estudio, para alcanzar el siguiente vuelo, el del máximo estrés, pero también el de las
grandes satisfacciones. Comparaba aquella tranquilidad de Montforth con la adrenalina
del pódium, la apacibilidad de las montañas con la emoción de las salas de concierto, la
rutina con el desafío y la insignificancia con la fama. Por fin, después de un par de días
312
borrascosos, me embebí en el magnífico instrumento de la orquesta, en la sublimidad de
las obras maestras y en la idea de hacer historia en Londres.

VI

Martín arribó al festival de música de Aldeburgh con la exaltación de estar de nuevo en


suelo inglés y cada vez más cerca de la Sociedad Filarmónica de Londres, pero también
nervioso, implorando a las divinidades que, de ser llamado al pódium, solo fuese para
dirigir el primero de los actos de ambas operas, los únicos que tuvo tiempo de preparar.
Los otros se los estudiaría allí mismo. Sin embargo, nada más al llegar se dio cuenta de
que el primero de los actos avanzaba a gran velocidad y de que no tendría allí tiempo
para estudiar. También advirtió Martín el gran nivel musical de los participantes y se
enteró de que las expectativas sobre él eran altas. Sin otra opción, tuvo que dedicar las
noches de descanso al estudio. Después de cenar se acomodaba en el escritorio que estaba
al pie de la ventana de su habitación y allí se perdía en la trama de los dos últimos actos
de ambas óperas hasta que comenzaban a cantar las gaviotas. Entonces cerraba el score y
buscaba, por el lado derecho del cristal húmedo, la aurora, que en aquel lugar y en aquella
época del año se despertaba muy temprano, como si estuviera afanada por vivir. Martín
se levantaba, vestía su abrigo, su bufanda y salía de puntillas, con los zapatos en la mano
para no despertar a las dos chicas que dormían dulcemente en la habitación del lado
opuesto. La aurora hacía lo mismo; en completo silencio asomaba su cara celeste en el
horizonte, envuelta en su bufanda plateada de bruma marina y niebla ascendente.

Martín salía del chalet ajustando discretamente el hierro helado de la manivela.


Avanzaba con pasos sonoros sobre la hierba escarchada en dirección al albor, tomando
bocanadas de aire frío y soltando nubes de algodón. El olor quimérico del mar le devolvía
a los viajes de su infancia. A lo lejos se escuchaba el reventar de las olas y el graznido de
las alcas pescando y alzando vuelo. El viento era tenue pero invasor por ser acuoso;
soplaba por dentro de la ropa y mojaba los huesos. Al trepar el montículo que solapaba
el mar, Martín y la aurora se encontraban cara a cara. Cuando comenzaba a tiritar, volvía
a la cabaña. Se detenía en la entrada y se quedaba observando la madera transpirada y la
instilación del techo. Regresaba a la cama en puntillas y se acostaba sin desvestirse, y,
antes de dormir, revisitaba emocionado cada centímetro de aquella cabaña acogedora
que se le parecía tanto al refugio de Monk´s House en donde escribía Virginia Wolf. Allí le
habían hospedado junto a una soprano y una pianista. Ellas, muy generosamente,
consintieron al abrumado director por esos días, preparando la cena y llevándole café y
chocolates a su habitación antes de acostarse. Martín, sumamente agradecido, robaba
313
tiempo del poco que tenía, salía de su encierro y las hacía gozar haciéndose pasar por una
versión distorsionada de Albert Herring: un torpe de acento inglés, pero con la líbido de
Querubino152.

El célebre festival, con su peculiar sede construida dentro de uno de los gigantescos
galpones de producción de malta del siglo XIX, estaba retirado de las grandes urbes,
escondido entre prados verdes, terneros y vastos sembradíos de cebada, cerca del mar y
del poblado pesquero de Aldeburgh al este de Inglaterra. En la primera semana del
festival, siguieron incorporándose participantes. Martín trabajó por primera vez en su
vida con un barítono de fama internacional quien, impresionado con su talento, pidió a
Steuart Bedford, el viejo director musical amigo suyo, que le dejara ensayar con el joven
también los actos II y III, a lo que el maestro, sobrecargado de compromisos como estaba
(esa misma semana tenía un concierto con la orquesta de Birmingham), convino
complacido. Martín agradeció el gesto con una sonrisa tiesa; pero tendría el fin de semana
entero para aprenderse los cuatro actos.

El viernes por la tarde, Martín arribó a la cabaña exhausto. Tenía la intención de iniciar
de una vez el maratón de estudio de dos días y medio, pero mayor era su deseo por hacer
cualquier otra cosa que no fuese música. La pianista y la soprano, llegaron detrás,
también agotadas después de una semana extenuante. Sugirieron cocinar juntos y ver
luego tres películas, tendidos en el confortable sofá frente a la chimenea y comiendo
cotufas. A Martín le pareció genial la idea. Fueron juntos al supermercado y luego a la
tienda de películas. Prepararon pavo, ensalada rusa y pasaron el resto de la tarde, las
chicas sirviendo cognac al tímido Albert Herring y esperando las locas reacciones de
Querubino. Él las correteaba y ellas le encerraban, en el baño, en la cocina o en las
habitaciones; él se escondía y cuando ellas lo encontraban, les saltaba encima y les hacía
cosquillas con la lengua. Todo era gritos y confusión. Hacía mucho tiempo que Martín no
se divertía tanto —¡Come here my adorable countesses!!!153 — repetía buscándolas por toda
la cabaña. Martín hubiese pagado cualquier precio por no despertar de aquella preciosa
comedia.

Cenaron y se tumbaron los tres en el sofá. Atacado por infinitas seducciones, él se instaló
en medio de las dos. Al comenzar la película Martín, se estremecía de éxtasis y se hizo el
bebé dormido cuando la pianista comenzó a enroscar distraídamente con sus dedos
delicados los rulos de su frente. No sabía el director cómo iba a terminar todo, pero en
aquel preludio hedonista, era ya plenamente feliz. Cerca de las once de la noche, la

152
Personaje de la ópera Las bodas de Fígaro. Joven pícaro, paje del Conde de Almaviva, enamorado de todas las
mujeres, y en especial, de la Condesa.
153
—¡Venid aquí mis adorables condesas!!!

314
soprano dijo que tenía frio y arrancó la cobija de la cabeza de Martín quien exploraba
desde hacía rato en la oscuridad. —¡Busca la tuya Querubino! —Martín saltó emocionado.
Iba en dirección a su cuarto cuando sintió un almohadazo en la nuca. Siguió sin
inmutarse, pero en vez de regresar con la cobija, vino armado con dos sendos bultos de
plumas que encontró en el armario de la habitación, listo para la batalla. Justo en el
instante en que las chicas gritaban cubriéndose la cara con los brazos, llamaron a la
puerta. Los tres se quedaron petrificados. ¿Quién podía ser a esas horas? ¿algún vecino
molesto? Imposible porque era la única cabaña que había en ese lado. ¿Venía Steuart
Bedford a imponer orden? ¿Tal vez un delincuente? Martín dejó los almohadones y fue a
averiguar.

—¿Quién?
—¿Martín?
—Sí, ¿Quién es?
—Soy yo mi amor, Colette … ábreme.

—¡Esto no podía estar sucediendo! La mejor noche de mi vida tirada al vertedero como
un desperdicio. ¿Qué iba a hacer? ¿Esconderme? Ya me había delatado. Pero … ¿Qué
hacía Colette allí???

Martín la hizo pasar, las presentó a todas y se fue a la habitación, dejando que el instinto
femenino superior se encargara de soslayar el desconcierto. Pero cuando comenzó el
interrogatorio de Colette, el joven director entendió que, no sólo se había evaporado por
completo la magia del lugar, sino que esta había dejado tras de sí un maleficio que debía
espantar de inmediato. Buscó el abrigo, la bufanda, fue a la sala, la tomó del brazo y se
despidieron. La función había acabado.

Afuera había luna llena. La bruma era tan densa que les rozaba la cara como si fuera el
viento. Se dirigieron hacia la callecita principal del pueblo por la angosta caminería.
Martín iba dando tumbos como un borracho porque, en contra de su voluntad, llevaba a
Colette “a caballito” en la espalda. La amazona se sujetaba fuertemente de las crines y
pecho del director con sus brazos largos mientras que le estampaba sus besos húmedos
por los lados de la cara y del cuello. Entraron en una taberna de aire viscoso, luz marina
y mala música. Era difícil distinguir quienes estaban allí, pero por el tufo parecían todos
pescadores en sus horas de descarrío. Fueron directo a la barra y pidieron un trago. ¿De
dónde iba a sacar tiempo Martín para atender a aquella desquiciada? Estaba
encolerizado, pero en vez de hacer allí un espectáculo, asumió la seriedad de un alcalde
recién electo.

—¿Y cómo supiste del festival??


315
—Pues yo me hice la misma pregunta cuando llegué, ¿Martín aquí??? ¡No puede ser!! En
los veranos soy parte de esta orquesta, desde hace más de tres años. ¿Qué te pasa mi niño
adorado? ¿Es que ya no me quieres?
—No, no es eso, es que tengo mucho trabajo.
—Estas muy nervioso mi querubín — este comentario enervó a Martín; el juego de
Querubino era con las dos chicas, no con ella. De pronto se aterró. «—¿Cómo lo supo?? ¡Es
una bruja!!!» —Tómate otro trago, cariñito. Mañana estarás mejor y verás que
comenzaremos a disfrutar la hermosa campiña. Te llevaré a conocer la playa y unas vistas
espectaculares. ¿Puedo quedarme contigo esta noche? —¡Nooo!!! No puedes. Las dos
mujeres viven allí, son… este… ellas trabajan…digo…
—¿No me dijiste que una era pianista y la otra soprano?
—Bueno sí, pero … están encargadas de vigilar … son parte de la organización.

El asunto no se resolvió esa noche, ni ese fin de semana. El lunes, en un estado ya cercano
a la demencia, Martín se armó de valor y, al salir del ensayo, la esperó detrás de los altos
tallos de cebada tremesina. Allí le dijo que él era ya un hombrecito independiente. Ella
no quiso entender e insistía que estaba equivocado, acusándole de ser todavía un niño, y
al siguiente día, de ser un irresponsable, y al tercer día, de ser un bastardo. No había lugar
en donde Martín podía esconderse. La voz de Colette invadió todo espacio,
martirizándole, aturdiéndole, llenándole de angustia, instigando turbas en su contra a la
manera de la viuda Sedley contra Peter Grimes: “—¡El criminal está aquí! ¡Está entre
nosotros!” — y esa voz la multiplicaba el coro en el ensayo “—¡Aquel que nos desprecia,
destruiremos!” — a lo que Martín respondía cada vez más agitado, más irritado, a la
defensiva, alcanzando, para mayor admiración de los cantantes y de la orquesta y en
beneficio de la obra, la violencia exacta requerida en aquellos pasajes musicales de
rabiosas imputaciones en contra del inocente Grimes.

De nuevo Martín había perdido su casa, “—está en el fondo del mar, donde se ahogan las
penas” —¿Es que también de esto soy culpable? — Se preguntaba el atribulado director,
halándose los pelos detrás de la cabaña “—¡No! ¡Son circunstancias accidentales!” le
respondía Peter Grimes. Pero Martín no hallaba ni alivio ni refugio. —¿Qué puerto cobija
paz? — le robaba otra inquietud a Grimes y Balstrode, y el viejo capitán sólo le respondía:

“—Navega hasta que no divises tierra, y, ¡hunde el barco!”

316
VII

Su compromiso en Grecia tenía una connotación emotiva singular, por ser el lugar de
origen de aquellos dos admirados personajes de un libro cuyas páginas Martín esperaba
con ansias continuar leyendo cada verano. En una segunda carta que el joven director
envió a Ambrus y Ariadna, les comentaba que en unos meses tendría su debut con la
Filarmónica de Atenas y preguntaba si habían trabajado con esta orquesta en el pasado.
Al no recibir respuesta, tuvo la duda si aquella noticia más bien había desagradado al
maestro y si en vez de alegrar a Ariadna, había exacerbado su desolación. Durante sus
primeras horas en Atenas, Martín confundió a muchos hombres de la tercera edad con el
viejo maestro y cada exótica mujer con Ariadna. Le impactó sobremanera encontrarse en
el ensayo con las mismas reacciones, ademanes, expresiones y con el mismo inglés
acentuado de la pareja. La atmósfera tensa del escenario era simplemente una
magnificación de aquella de la casa georgiana de Wilbees, un éter de miradas y de
palabras tormentosas que ocultaban y decían muchas cosas a la vez.

Al concluir el primer ensayo, Martín tenía sentimientos encontrados en torno a la


orquesta. Había rogado que fuera buena, de modo de tener solo cosas extraordinarias que
decir acerca de Grecia cuando volviera a Wilbees. Su nivel musical era decente, pero
sufría de un desorden descomunal. Fieles a la cultura helénica, sus ejecutantes hablaban
sin parar y vivían en una constante reflexión acerca de todo, de las arcadas, de las
dinámicas, del fraseo, del director. Extenuado, Martín abandonó el teatro por la puerta
de atrás para evitar más debates. Caminó apresuradamente y pronto arribó a una
hermosa y concurrida calle de la ciudad donde había numerosos restaurantes, tiendas y
cafés. Una gran cantidad de gente, sobre todo turistas, buscaba a esa hora una mesa libre
para almorzar, agobiados bajo los cuarenta y dos grados de temperatura y el sol
implacable. Martín debía hacer lo mismo, pero como siempre sucedía después de un
ensayo complicado, la congestión mental le había devorado por completo el hambre.
«Será una semana difícil. Tendré que pedirles que se callen, no sé cómo … hmm … ya
veremos, son buenos músicos y eso es lo que importa…»

Una dama estilizada de sombrero ancho y vestido de flores que le hacía señas desde una
terraza sacó a Martín de su hermetismo. «¿Será de la orquesta?» Se acercó dudando, hasta
que reconoció aquella sonrisa irrepetible. De inmediato se fijó en su acompañante y luego
de un esfuerzo pudo identificar al viejo maestro detrás de unas gafas oscuras que le
tapaban medio rostro. Era aquella su frente, solo que estaba manchada de protector solar,
al igual que sus cejas, su nariz y sus orejas. —¡No puede ser!!! … ¡Maestro!!! … ¡Ariadna!!!
— La emoción era indescriptible. Ver al viejo Ambrus ahí sentado, fuera de su contexto
abacial, con esas gafas y esos pincelazos blancos ejecutados de mala gana en su cara, era
317
tan surrealista como ver a Toscanini en el campo ordeñando a una vaca con una llave
inglesa. —¡Pero Maestro! ¡Si está usted recuperado!! ¡Qué alegría!!! — Ambrus colocó el
bastón hacia el otro lado, extendió sus brazos y le estrechó sin levantarse, como un
invidente. Ariadna puso sus manos cálidas en las mejillas de Martín, acercó su rostro y
lo besó por ambos lados. El shock se vio momentáneamente interrumpido con el arribo
del camarero, quien acomodó una silla para Martín y le preguntó qué deseaba tomar.

—¡Tráenos un VinSanto! — interrumpió Ambrus.


—¿Cosecha?
—¡El mejor!!!
—Pero, ¿Qué hacen aquí???... ¿están de vacaciones?? — preguntó Martín ansioso.
—¿El mejor de que año? — insistió el camarero con antipatía. Ambrus se quedó
mirándole con la boca abierta.
—¿Está usted provocándome? ¿Tiene usted alguna tragedia en su casa??
—Disculpe, caballer …
—¿Usted entendió lo que le pedí? O llamamos al camarero que no es sordo … o ¿Qué tal
a su jefe?
—Disculpe caballero, solo quería estar seguro del año porque …
—Hemos regresado, Martín. Después de muchos líos logré por fin convencerlo de
abandonar aquella cueva. — dijo Ariadna señalando a Ambrus disimuladamente con los
labios mientras este, en su delicado estado de salud, seguía jugándose la vida con el
camarero —
—Déjalo ya, Ambrus — intervino Ariadna.

El viejo maestro, que ya se había quitado las gafas para usar su mejor daga en contra de
su víctima, les devolvió la mirada cuando aquel se retiró, volteando sus ojos hacia arriba
y respirando hondo en señal de intolerancia. Bebió agua y preguntó a Martín:

—¿Cómo va la orquesta?
—Bien maestr…—¡Ambrus! —Perdón, Ambrus… bueno, es el primer ensayo.
—¿Y quién te ha enviado aquí?? — preguntó con acritud.
—¡Ambrus por favor! — intervino Ariadna un poco nerviosa.
—Oh, …no, no es mi decisión, de eso se encarga mi manager.
—¿Y quién es tu manager??
—¡Ambrus!!! — saltó Ariadna molesta.

Martín respondía sorprendido.

—¡Este no es un lugar para buenos directores!! ¡Aquí todo es política! No se puede dar
un paso sin decir de qué partido eres, no puedes arreglar una nota sin la aprobación del
318
sindicato. Todo es una horrible burocracia, una complicación … y si tienes suerte, lo mejor
que logras es conseguirte en la calle con un tarado más o menos como este — dijo
señalando al camarero —¿Sabes lo que sucedió el día que quise comprar aquí un carro?
¡Y yo era ya un artista reconocido y tenía todo el dinero del mundo! «—Señor, no
podemos venderle el carro porque usted no tiene licencia de conducir» Me dirigí entonces
a las oficinas de gobierno para obtener la licencia y me dijeron «—Señor, para obtener la
licencia, primero debe usted poseer legalmente un carro!!» ¡Eso es decadencia! ¡Y de ella
no hemos salido desde la muerte de Alejandro Magno!

El camarero trajo el vino y comenzó a servir. Ariadna aprovechó y encauzó la


conversación.

—Cuéntanos de tu familia, Martín, y ¿qué tal las chicas?

Confundido, el joven director no sabía a quién responder; lo hacía a pedazos, al uno y al


otro, con una contracción en los labios.

—¡Escucha Martín! no se puede perder el tiempo así, arando en terreno infértil. ¡La vida
es muy corta! ¿Por qué desperdiciarla en vinos baratos?
—Hablando de vinos, qué bueno esta esté ¿no les parece? — dijo Ariadna sonriendo.
—¿Sabes cómo nació esa orquesta que estas dirig…
—¡Ambrus!! … ¡Hice una pregunta!! — el viejo la miró con una crueldad que asustó al
joven director.
—¡Un vino mediocre!!! … ¡Para turistas! … que se puede esperar… ¡Esta orquesta la
formaron todos aquellos arrastrados sin escrúpulos dispuestos a tocarle el himno
nacional a la dictadura!!! … ¡Sí! ¡listos para arrodillarse, para lamerles el culo!!!
—¡Ambrus! ¡Eso fue hace cincuenta años! ¡Por Dios!!

Esta última aclaratoria calmó un poco a Martín, que ya se estaba sintiendo cuestionado
como Fürtwangler. Era obvio que, a pesar de encontrarse en su país, aquel no era el
ambiente del viejo, y que su nueva vida en Atenas solo lograba desenterrar agravios y
frustraciones. Fuera del tema musical, Ambrus hablaba en otro idioma, con otro
vocabulario y con unos gestos violentos e intransigentes que Martín desconocía. Con la
rápida crispación en el tono de voz de la pareja, el joven director ya presentía el final con
platos rotos. Con las palpitaciones a millón, Martín hizo un gran esfuerzo por desviar la
conversación.

—Ambrus, ¿Sería posible encontrarnos esta semana para una lección?


—… ¡Son los mismos que hoy están en la escena política!!! ¿Pero es que no lo ves???
¡Cambian las épocas, el color del partido, pero son los mismos imbéciles! ¡Nunca han sido
319
capaces de administrar nada! ¡Mira la deuda que tenemos!!! ... — El viejo miró a Martín,
fuera de sí —¡Ya no doy lecciones! … ¡Estoy decrépito! … ¡Y quiero irme a descansar!!

Dicho esto, el viejo se levantó temblando, tomó el bastón y abandonó el lugar cojeando y
peleando solo. Muy azorada, Ariadna se despidió de Martín y le prometió que volverían
a verse. El joven director la siguió con la vista hasta que desapareció entre los turistas por
la misma zona por donde se había largado el maestro. Martín se quedó allí oprimido, y
entre tanta lucubración se bebió la botella entera.

VIII

—Has actuado muy mal, Ambrus. Asustaste al pobre muchacho. ¿Hasta cuándo vas a
vivir con esos fantasmas del pasado??
—¡Por el tiempo que me queda y después de la muerte! … ¡Sí!!! … ¡Me los llevo conmigo
al infierno!!!
—¡Dios mío!!! ¡Este señor no cambia!! … ¿Por qué tanta amargura???

Sentada frente al tocador, con su bata de baño y su cabello recogido con una toalla en
forma de barquilla, Ariadna se untaba su crema rejuvenecedora en la cara con
movimientos circulares.

—¡Si hubieras sabido controlar ese maldito genio estarías todavía dando que hablar como
director! … ¡Y ya ves!!! aquí estamos nosotros, solos y olvidados, ahuyentando hasta lo
bueno que se nos acerca. ¿De qué te ha servido la música, Ambrus???, ¿acaso no está allí
la representación sublime del ser? … ¿es que no has encontrado en ella el numen?, ¿tu
redención?, ¿tu lado noble?? ... ¡Es tu familia! Sí… eran todos así de rencorosos, como
toda la gente de ese pueblo inhóspito en donde creciste, avaros, recelosos; no olvidaban
ni una morisqueta, la vengaban… sí… ¡se la cobraban en la primera oportunidad!! …
¿Cuánto tiempo estuvieron tus padres sin hablarse? ¿medio siglo? ¡Por Dios!!!

Ambrus escuchaba tendido en la cama, con el rostro rígido y los ojos cerrados.

—¿Por qué tanto tormento, mi viejito? — Se acercó Ariadna a consentirlo —¿No ves que
vas a morirte de un infarto como un canario? — El viejo estiraba su boca malcriada, sin
abrir los ojos.

320
Al día siguiente, Martín intentaba poner orden en la segunda parte del ensayo cuando,
sin que él se percatara, Ariadna y el viejo maestro entraron al auditorio. Tomaron asiento
en una de las últimas filas. El rumor de que Ambrus Vlakhos se encontraba en la sala se
apoderó de los músicos y causó un silencio de respeto en el escenario. Martín no se
esperaba semejante acatamiento a su última reprimenda — «Qué gente tan rara» — A
partir de ese momento ensayó cómodamente.

—Pero ¿Qué diablos hace la primera trompeta??? … ¡Tiene el pianissimo escrito en la


partitura el animal! ¿O no?
—Shssssss, Ambrus…
—El pianista… no entró … ¿has visto?? ¡No entró!!! … ¡No tocó, el desgraciado! — miraba
el viejo a Ariadna con cara de desconcierto —A ver … ¿Quién es el tarado??? … ¿A ver?
… — Ambrus se alzaba en el asiento estirando el cuello —¿Dónde habrá estudiado
música ese infeliz??? …. Mira esto …. ¡Mira esto! … Aaaah por Dios … noooooo… ¡No
entienden lo que muestra el director! … ¡No tienen ojos las pobres lombrices!!
—Shsssss Ambrus, ¡cálmate!!
—… aaaah … ¡Porca miseria! … esto es un desperdicio … ¡No entienden la obra! … ¡Pero
claro! es que no se entienden ni ellos mismos… Mira, ¡los arcos al revés! … y el clarinetista
tocando con un clarinete en la154 … No, flauta ¡nooo!!! … ¡no es un fa natural! … ¡Ya
estamos en si menor!!! … ¡Qué salvajada!!!
—Ambrus ¡basta ya!! … ¡Olvida a los músicos y concéntrate en el director! — El maestro
se quedó observando cómo hacía Martín alusión al argumento con sus gestos y
controlaba los ritmos y las dinámicas con el ápice de la batuta de forma soberbia. La
orquesta respondía a la doble autoridad de la sala. Martín sonreía con satisfacción y no
quiso detenerse a corregir nada más. Quería saber hasta dónde podían llegar los
ejecutantes sin abrir la boca. Aquel repentino progreso del ensemble era como un milagro.
Cuando Martín por fin se detuvo cincuenta compases más tarde, el concertino se acercó y
le informó que Ambrus Vlakhos se encontraba en la sala. El joven director se estremeció
y a partir de allí mostró su mejor dirección. En el intermedio, Martín bajó del escenario y
se acercó a la pareja. Ariadna le besó en las manos y Ambrus le miró con dureza. Tenía el
puño cerrado sobre la boca.

—No se dejan pasar errores así de graves; los cornos, el pianista, ¡el clarinete!! ¡Se
enfrentan de inmediato! — Martín se ruborizó.
—Pensaba hacer las correcciones luego…
—¡Aquí no funciona así! … Eso es cuando trabajas con una orquesta que tiene memoria…
Entonces la dejas tocar, sin interrumpirla, dándole tiempo para que interprete y retenga
tus gestos. ¡Pero aquí, o atiendes los problemas a la primera y te ganas el respeto, o la

154
Debía estar tocando un clarinete en si bemol, según la partitura.

321
mediocridad te come vivo! … ¡Esta es la típica orquesta que toca sola! ¡que ignora al
director e incluso está dispuesta a agredirle si este llega a advertirle lo que no ha visto o
a recordarle lo que ha olvidado! ¡Y es tú obligación no sólo decírselo! … ¡Es que debes
tomar a la víbora por el cuello y sacudirle la cabeza tres veces si es necesario!!! … — dijo
el viejo con violencia, haciendo un gesto de estrangulamiento con el puño. Alarmado,
Martín volteó hacia el escenario para asegurarse de que no había testigos.
—Ambrus, ¡baja la voz por favor! — le pidió Ariadna
— … ¿Y el pianissimo??
—Lo hemos trabajado, per…
—¡No es suficiente! … ¡No se trata de mostrar una intención, se trata de causar un
impacto! … … Allí la orquesta ¡debe fallecer!! ¡morir!!! … Y luego, el crescendo, ¡es la
resurrección! … la reaparición de quien se ha ido para siempre … ¡que debe conmocionar
a los mortales!, ¡conmover a los ángeles!!, ¡sacar lágrimas a los apóstoles!!! …

Martín volvió al pódium inseguro. Sus oídos afilados sufrieron de inmediato el asalto de
mil imprecisiones del ensamble y no sabía qué atender primero para complacer al maestro.
De nuevo se entregó a las interrupciones, trabajó a la defensiva, martirizado por cada
menudencia, atacado ante cualquier indicio de equívoco y saltando como una fiera sobre
cada perpetrador. Regresó al primitivo método de ensayo que ya creía superado. La
orquesta comenzó a abrir sus fauces y a mostrar sus colmillos. Pero su lucha no era ni
siquiera musical, sino contra un polizón impertinente que debían deportar de inmediato.
Martín perecía ante la doble amenaza, la peligrosa serpiente por delante, y el despiadado
dragón por detrás. El ensayo concluyó en una atmosfera abyecta. Antes de abandonar el
pódium y dirigirse a la sala a enfrentar una nueva batalla, Martín se acorazó en su
poderosa concha de marfil, apretando los ojos y suspirando con hondura. Dio media
vuelta y marchó duro y blanco a Cnosos. Pero ya no estaba allí el minotauro. — «No lo
ha soportado», — pensó. Del maestro, lo entendía, pero de Ariadna, no.

IX

Incluso a las orquestas más profesionales es necesario provocarlas, instigarlas hasta que
muestren sus garras, su instinto, ese brío impetuoso que defiende su estatus. El ensayo
“prudente” de Martín con aquella orquesta regular de Atenas por supuesto que
descolocó al pobre Ambrus. El maestro buscaba ese día no sólo el esteticismo, quería
comprobar también el alcance de los oídos del joven director y de su capacidad para
resolver fallas y prevenir riesgos.

322
«—No estuve a la altura del maestro… Hubiese podido iniciar con él una nueva etapa de
aprendizaje, más allá de sus teorías sobre la técnica, el gesto y la interpretación … ¡Qué
oídos tiene el viejo!! Habría podido convertirse en mi tutor y acompañarme a todos lados
… Una vez escuché decir a un director amigo muy joven que cuando terminó su etapa de
prodigio tuvo que contratar a un tutor. Con Ambrus a mi lado avanzaría a otra velocidad
… ¡cuántas metidas de pata evitaría!! ¡En pocos años sería infalible! … Pero no, quizás
estuvo bien así…habría sido insoportable en estos momentos complicados andar con esa
cruz. con semejante crítico a mis espaldas. ¿Qué habrá sido de ellos? … ¿Por qué no se
han comunicado? ¡Qué duro silencio! … Tal vez no volveré a verlos…. Annex no será
igual este verano; será el mismo cuadro, deslumbrante, pero incompleto.» — Sonó la
campanilla —We are having some unexpected turbulence. Please fasten your seatbelts and
remain seated — Martín miró hacia la ventanilla por encima de los dos otros ocupantes de
la fila y comprobó que el horizonte seguía gris y triste. Se encontraba en la mitad del
trayecto que le llevaba a Lublin, la ciudad polaca en donde le esperaba la Orquesta Juvenil
de Europa del Este EYORCH. Pero su mente huía del presente; volvía a Grecia y luego
volaba sin escalas al futuro, al reto de director asistente de La Bohème y Las Bodas de Fígaro
en la siguiente edición del festival de ópera de Annex, y luego al reto del debut con la
Sociedad Filarmónica de Londres. El compromiso con la orquesta juvenil y su gira por
los países del este se lo tomaría, había decidido, como una catarsis, para expulsar
temporalmente de su conciencia la carga de demandas leoninas que estaba perturbando
su equilibrio nervioso.

El Airbus se estacionó en la terminal. Guardé las partituras en el último compartimiento


del maletín, para olvidarme de ellas. «El repertorio lo sé de memoria; lo he hecho ya cinco
veces. Esta vez haré amigos, iré a las fiestas, viviré la experiencia no desde el gobierno
sino desde el pueblo; ¡me revolcaré en las pasiones! …» Sonó la última campanilla. Me
desabroché el cinturón y corrí hacia la puerta, desesperado por iniciar la aventura para la
que me había permitido el ocio. «Hoy conozco el centro histórico y pruebo los famosos
pierogis … y, si tengo tiempo, doy un vistazo a uno de los parques fabulosos… y en la
noche … bueno ya veremos … será mañana en la noche, después de que conozca a las
chicas, iremos a un bar» —Passport, please — «Este tipo se parece a Juan Pablo II» — sonó
el estampado del sello — «… Después del ensayo iré a ver los frescos ruso-bizantinos de
la Capilla de la Santísima Trinidad» Recogí la maleta en el área de equipajes y me dirigí
hacia la sala de arribos. «Estos músicos deben tener un nivel parecido a los de la Orquesta
Juvenil del Nuevo Mundo. ¿Serán igual de locos? ¡Ojalá!»

Al pasar la puerta de llegadas, Martín se topó con el comité ejecutivo de la orquesta, con
los fotógrafos y con las cámaras de televisión. Periodistas de distintos medios le
abordaron con micrófonos. Algunos curiosos que pasaban por el lugar se acercaron. La
EYORCH era la cara más visible de un ambicioso proyecto de cinco países de la región
323
que tenía por finalidad promover la cultura y las bellas artes en el lado oriental del
continente. Realizaba una sola gira de conciertos al año y estaba conformada únicamente
por jóvenes músicos del este. Para cada ocasión el comité organizador contrataba a una
decena de músicos de orquestas prominentes del mundo para que sirvieran de
instructores durante sus giras. El director era siempre invitado, distinto cada año, y,
generalmente, famoso. Esta vez, la organización hizo una excepción contratando a una
estrella naciente del pódium, con la idea de motivar también a la juventud a llenar las
salas de concierto. Martín se sentía una celebridad. El comité le trasladó del aeropuerto
al lujoso hotel en una limusina oficial, como era la costumbre. Por las inmediaciones del
casco histórico el joven director dio un salto al descubrir en cada esquina los enormes
afiches con su rostro y, debajo, el nombre de la orquesta. Esta vez Martín no tuvo que
esperar los ensayos para despertar admiración en los jóvenes músicos. Al entrar al lobby,
ya había un grupo de ellos ansioso por conocerle. En la cena, le observaban todos con el
embeleso con el que se mira a una estrella de cine. —¡Aaaaah Lublin! … ¡Aquel mágico
lugar! ¡Había llegado al paraíso!!!

Desde su primer día de trabajo con la orquesta, Martín no estuvo tan pendiente de la
afinación de las maderas, del color de las cuerdas o de la sutileza de la percusión como sí
lo estuvo de la gracia de las chicas, de la picardía de los polacos, de los húngaros traviesos,
de los macedonios joviales, o del agazapo de los rusos. Hacía sus primeras amistades con
el contacto visual y con ello tenía que conformarse por el momento, pues apenas
concluían los ensayos, ya estaba en la puerta la delegación encargada de trasladarle, o al
restaurante en donde le esperaban los directivos de la organización, los famosos
instructores y algunas personalidades representantes de la cultura de la ciudad, o a los
distintos medios de comunicación para las entrevistas. La agenda impertinente no
entorpecía para nada el plan original de Martín; por el contrario, lo aupaba, otorgándole
al joven director una imagen de primer ministro que le facultaba para ejercer excesos, una
envidiable inmunidad de cuya esfera esperaban beneficiarse también los revoltosos.
Bastaba que Martín les hiciera un guiño, a cualquier hora y en cualquier lugar, para que
estos le siguieran hasta el fin del mundo. La primera noche en Lublin se escapó muy tarde
con un grupo de eslovenos a uno de los bares del centro histórico.

Comenzó el desparpajo. Martín y algunos miembros de la orquesta llegaban a altas horas


de la madrugada al hotel. La junta organizadora estaba al tanto del asunto, pero no
impuso sanciones. Era la primera vez que tenían a un director más joven que los propios
ejecutantes y no esperaban de él una conducta diferente. En segundo lugar, Martín
cumplía a cabalidad con sus obligaciones. Musicalmente hablando, los muchachos le
respetaban, los instructores le admiraban y sus ensayos y sus conciertos eran formidables.
Cierto era que el escándalo más grande provenía muchas veces de la habitación del
director, de la cual, a las seis de la mañana, salían en puntillas los revoltosos y a veces
324
tres, cuatro o cinco chicas de la orquesta. Él se aparecía tres horas más tarde en el ensayo,
o en el avión que les trasladaría a la siguiente ciudad, con sus gafas oscuras, sus churcos
erizados por causa del alto voltaje, la camisa mal abotonada y la voz trasnochada. Había
una empatía grandiosa entre los músicos de la orquesta y su director. Estos estaban
prendados del personaje dualista, estricto en el pódium y desenfrenado en las demás
superficies, tan pletórico de música como lleno de vida. De manera natural, es decir, sin
que pareciera un exabrupto, Martín infringía a diario el código de conducta entre el
director y el músico de orquesta. Pulían frases, perfeccionaban ritmos, alcanzaban
extraordinarios orgasmos musicales en los escenarios y luego hacían algo parecido en los
bares y en las habitaciones. Había en la gira un clima de “libertinaje respetuoso”. Martín
vivía cada instante de aquel goce como si fuera el último.

En la capital polaca, después del concierto en el Gran Teatro de Varsovia, la joven


orquesta fue invitada a celebrar en la lujosa residencia del gobernador. Al finalizar la cena
comenzó la fiesta en el fastuoso salón de baile. Allí vivió Martín en carne propia una de
esas escenas favoritas suyas típicas de las novelas realistas. Sintiéndose un alto oficial del
zar, invitaba a bailar a las jovencitas polacas de la alta burguesía, le declaraba su amor al
oído en distintas lenguas, bebía vodka con sus amigos, resolvía con ellos las guerras del
mundo y disfrutaba de los habanos cubanos que siempre llevaba consigo Oleg, el
contrabajista ruso, brillante músico y poeta que ya se había hecho gran amigo suyo. Con
él se retó a ver quién se atrevía con la hija del gobernador, una señorita tímida y bastante
gruesa que no se despegaba de su elegante mamá. —¡Las grandes odiseas déjamelas a
mí! — respondió Martín encaminándose hacia la mesa de la máxima autoridad. La chica
no se lo podía creer. El apuesto director, el artista internacional, el mismo galán por quien
había maltratado sus manos de tanto aplaudir en el teatro y cuyo rostro figuraba como
un modelo de rolex por toda la ciudad, se había fijado en ella. Estaba tan confundida que
se le olvidó que no sabía bailar. La acción suscitó de inmediato un murmullo en el salón
«¡El director con la hija del gobernador!» y las miradas se concentraron en ellos. No había
manera, cuando Martín daba un paso hacia adelante, la chica daba dos hacia atrás;
cuando él giraba a la derecha, ella a la izquierda; parecían un protón y un electrón
repeliéndose. Comenzaron las risas y Martín, arrepentido, esperaba con desespero la coda
para devolverla a su sitio; pero los músicos recibieron la orden da capo para que los
fotógrafos pudieran dejar un registro para la historia. El joven director solo se relajó
después de echar un vistazo al gobernador y a su esposa y comprobar que eran los que
más se reían y entonces aprovechó y les regresó su niña al ritmo de una estampie medieval.
Ella, aún sonrojada, se sentó a tientas, sin quitarle a Martín la vista de encima. La
autoridad agradeció al joven su cortesía —Es que no le va … no le va el baile a la pobre
niña. — Cuando Martín regresó a su mesa encontró a Oleg y al grupo de amigos morados
de la risa. —¡Qué pasó Sísifo! ¿No pudiste con la roca? ¡Ja, ja, ja, ja!!!

325
Pero sí pudo Martín esa noche con actos más temerarios. Bajo el delirio del alcohol y el
dote de la celebridad, iba detrás de las más bellas asistentes a la fiesta y en pocos minutos
se les podía ver ahogándose en besos descarados por los rincones oscuros del palacio.
Aparte de Oleg y otros tres rusos, en su mesa se encontraban los eslovenos que desde el
primer día protagonizaron junto con él las correrías por los sitios de diversión nocturna.
Gniewco, estaba con su novia Xenia la oboísta, una búlgara de gran simpatía y hermosos
ojos felinos quien esa noche se hallaba muy risueña con el director. Cuando Gniewco fue
por más licor, Martín se acercó a ella y le habló rozándole los labios, como lo hacían
siempre a escondidas. Gniewco los vio desde el bar, regresó tomó a su novia del brazo y
se marchó pidiendo a sus compatriotas que le siguieran. Fue este el origen del cisma en
torno a la imagen del director.

—Fuera ya de la lujosa residencia, en aquel estado de excitación y con veintidós perfectos


grados de temperatura en la calle, los rusos y yo necesitábamos más vodka. —¡A un bar!
—Pero debía ir primero al hotel, dejar el maletín y cambiarme el frac que aún llevaba
puesto. Los rusos, desesperados, se fueron directamente a una taberna que ya conocían.
Me cambié a unas bermudas y me puse la camiseta con el gigantesco logo de “Latin Lover
con bigotes” que me regalaron esa tarde las contrabajistas en nuestro paseo por la plaza
del mercado. Salí apresuradamente del hotel. En la esquina, miré a ambos lados y al
comprobar que no había coches, crucé el paso de cebra con la luz de alto encendida. Dos
cuadras más adelante, me alcanzó una patrulla silenciosa. Rodaba a mi lado, a la misma
velocidad. El policía me observaba con cara de pocos amigos. Pensé en la luz roja del paso
de cebra y me puse nervioso, pero sobre todo me angustió recordar que no llevaba
documentos.

—Zatrzymaj się tam!!155 — gritó de repente el oficial. El otro agente ya se había bajado de
la patrulla y venía de frente con su mano derecha empuñando el arma. —Dokumenty!!!
—No había terminado de decirlo cuando el primer policía ya me había asaltado por la
espalda, unido mis muñecas y colocado las esposas. Al escuchar mis frases extranjeras
arremetieron con más violencia; me empujaron contra la patrulla y pusieron mi cabeza
en el techo, como si fuera una pelota. Con el golpe sentí un sabor metálico en el paladar.
Viendo la calle al revés, desde aquel ángulo de superficie fría, húmeda de sudor y de
babas, y, sintiendo cómo mis palpitaciones golpeaban fuertemente la ventanilla, de
pronto entendí la vida del gusano. Los tipos hacían numerosas preguntas en un tono
agresivo, pero como no les entendía nada, no respondí. Sí, opté por callarme, aunque a
medida que pasaban los segundos sentía que mi silencio era una confesión de culpa. «¡De
la mansión del gobernador directo a la mazmorra! Bueno, ya me rescatarán» Pero aquella
escena, en principio anecdótica, tomaba matices funestos. Había cada vez más brutalidad

155
¡Alto Ahí!!!

326
policial. El grandulón me alzó por el cuello de la camisa, me gritó unas cuantas
barbaridades en la cara con su aliento espeso, abrió la puerta con la otra mano y me tiró
en el asiento trasero del carro, como un desperdicio. ¡Hasta la vejación del miserable de
la calle pude experimentar en esa gira!

—Director de orquesta … ¡Conductor! … No contestaron. La patrulla arrancó … ¡Música!


… Music … orchestra, … ¡Conductor!
—¿Kierowca??156
—Nie, muzyka, człowiek chce słuchać muzyki157
—¡Aaaah! — contestó el otro irónicamente —Chcesz posłuchać muzyki?? ¡Tutaj masz!!!
¡Skorzystaj z tego, ponieważ w brudnym lochu nie ma muzyki!!158 — y le subió el tono a la
radio. Comenzaba a desesperarme. En el siguiente semáforo, aparecieron los cuatro
rusos. Venían cantando Ochi chórniye159. Buscaban otro bar porque los dos primeros
estaban cerrados. —¡Oleg!!!!!! — grité. El policía volteó enfurecido —Co się z tobą
dzieje????160 —Oleg vino corriendo. Pedía explicaciones en perfecto polaco. Los otros tres
buscaban los programas del concierto para mostrarlos a la autoridad. Los oficiales
miraban a todos con desprecio. Semiónov, el menos ebrio de los rusos, llamó por teléfono
a Cristina una de las representantes de la orquesta. El policía gigante se bajó del coche, se
le acercó, le arrancó el teléfono de las manos y comenzó a empujarlo mientras le pedía
documentos. En pocos minutos llegó Cristina. Venía de la fiesta con el Ministro de
Cultura Kacper Burek. El flamante coche oficial se estacionó detrás de la patrulla, con sus
luces altas encendidas. El guardaespaldas abrió la puerta a Cristina y luego al ministro.
¡Pensé en Oscar Schindler!

—Ale jesteście idiotami, czy co? Nie widziałeś plakatów?161 — dijo Burek con voz educada al
policía, señalándole la pared.
—Panie, spełniamy nasz obowiązek!162 — contestó el primer oficial cuadrándose de
inmediato ante la autoridad superior, talones juntos, la mano derecha con la palma hacia
abajo y los dedos extendidos tocando la sien, con una mirada de clemencia como diciendo
«¡no nos jodas por favor!», mientras que, el segundo, el grandulón, me sacaba del coche,
me quitaba las esposas y me planchaba con la mano el cuello arrugado de la camiseta.
—Es síntoma inequívoco de una ciudad sana, cuando su policía no tiene nada que hacer
— dijo el ministro a Martín en tono de disculpa.

156
¿Camionero??
157
No. Música. El tío quiere escuchar música
158
¡Aaaah! ¿Quieres escuchar música?? ¡Aquí tienes!!! ¡Aprovecha porque no hay música en el inmundo calabozo!
159
Ojos negros
160
¿Qué pasa contigo????
161
¿Pero son ustedes idiotas? ¿Acaso no han visto los carteles?
162
Señor, ¡sólo cumplimos con nuestro deber!

327
—Oficial Zie..lin..ski ... — acentuaba Burek cada sílaba mientras tomaba nota y volvía a
mirar las placas respectivas en el pecho de los oficiales. —… Cabo … Segundo …
Pi…Piort… Zajac… ¡Bardzo dobrze! Mogą odejść163…
— ¡Tak, panie ministrze!164 — Los policías volvieron a la patrulla y no pudieron arrancar
sino después del tercer intento, cuando el temblor de la pierna izquierda del conductor
le permitió por fin hundir a fondo el embrague.
—Vente con nosotros Martín — dijo el ministro sin quitarle los ojos de encima al par de
nuevos desempleados.

Subí al Mercedes Benz negro y en pocos minutos arribamos a una villa de arquitectura
modernista ubicada en Žoliborz., una de las mejores zonas de Varsovia. Había coches de
alta gama estacionados en todos lados, en la calle, en las aceras y en las áreas verdes.
Nunca hubiera podido imaginar que en aquella mansión me esperaba el desmadre total.
La alta burguesía polaca me recibió con un largo aplauso por el concierto y con esa cara
de satisfacción que muestra la oposición cuando liberan a un preso político. Allí estaban
también los instructores, cada uno con su champaña en la mano, con el rostro relajado y
los ojos enrojecidos por el trasnocho. Un mayordomo me llevó a una habitación, me
entregó un frac y esperó a que me cambiara. Entonces me trasladó al área de la piscina
en donde se encontraban los jóvenes hijos de las élites que al verme armaron un
escándalo, unos llamándome por mi nombre y otros imitando mis gestos de director
mientras cantaban, entre carcajadas y con exageración emocional, la célebre frase de amor
la Obertura-Fantasía de Romeo y Julieta. Un dúo empujó a un trío a la piscina, luego un
cuarteto a un sexteto, y cuatro rubias vestidas con peligrosos escotes se acercaron sin
detenerse y me vi de pronto sumergido en medio de sirenas que no paraban de jugar
alrededor. La más atrevida, me haló por el pelo, me acunó en sus colosales pechos y me
estampó un beso profundo. La hermosa polaca salió del agua y corrió hacia la casa
invitándome con el índice. Corrí detrás, la alcancé cerca de las escaleras y allí mismo me
dio a probar de su néctar.

—¡Alenka!!!! ¡Kiedy twój ojciec wie!!165

No quise alzar la vista; me hundí todavía más en sus pechos palpitantes para no ser
identificado. La mujer del grito bajó el último par de escalones y se alejó con un taconeo
indignado y resoluto. Pronto apareció el instructor de las violas, llamándome con
impaciencia por toda la casa —¡Debemos salir de aquí de inmediato!!! … ¡Martín!!! — De
haber vaticinado el ministro Burek una hora antes mi escena engorrosa con su sobrina,

163
¡Muy bien! Pueden marcharse
164
¡Sí, Señor Ministro!
165
¡Cuando se entere tu padre!!!!

328
habría dado una mano a los dos de oficiales polacos colocándome, además de las esposas,
un par de grillos en los tobillos. Al regresar al hotel, pude notar la contrariedad en el
rostro de todos los instructores. Entendí que debía poner freno al derrapaje o no volverían
a invitarme nunca más.

Pero el peligro seguía al acecho. Aquellos ojos, azul archipiélago, que tenían días
hablándole a Martín en verso desde el segundo atril de los violonchelos, no sabía él por
qué, le provocaban un inmenso vacío cuando le eludían. De alguna manera sentía que
esos ojos le conocían y sabían perfectamente cómo desquiciarlo. En realidad, observaban
al director con derecho de propiedad; la poesía era solo el anzuelo. Así de mayúscula era
su potestad; a la ucraniana le bastaba la mirada para manipular al director. A medida que
pasaban los días este iba cediendo sin conciencia a la inmensa fuerza de arrastre que
provenía de ese ahínco provocador y nigromante de la rubia. Martín volvía a cerrarle la
puerta al mundo y a confinarse en un estrecho espacio, aunque esta vez, totalmente a
oscuras y con un fantasma adentro. Y es que aquel mechero, aun cuando incandescente
en la intemperie, en la intimidad no era más fuerte que sus propias borrascas espantosas
que muy pronto se encargaron de extinguirle.

—Por el resto de la gira, Iroshka estuvo a mi lado. En adelante, la comitiva de eventos de


la orquesta tuvo que exigir para mis entrevistas, una silla adicional para Iroshka. Sucumbí
enteramente al encanto de su voz, al drama de sus ojos, a la docilidad de su cuerpo y a la
prodigiosidad de sus pies maravillosos, cuyos dedos escribían y acariciaban con la misma
facilidad que aquellos de las manos, y eran capaces de realizar acrobacias inimaginables
como cambiarle las cuerdas al violonchelo, tensar el arco del instrumento o sostener a
Iroshka de cabeza desde el borde del armario. Era como una niña adulta, traviesa y
malcriada. No me atrevía a dejarla sola porque a los pocos segundos me sentía un mal
padre, o un maltratador (como solía acusarme), a los pocos minutos, un ser deprimido, y
al cabo de media hora, un ser incompleto.

—Martinush, mi kotenok, ¡acompáñame a la habitación que tengo que estudiar! —¡Qué


maravilla! Me adora, me necesita; ¡soy imprescindible en su vida! Qué mejor regalo. Me
obliga estudiar justo ahora que he decidido holgazanear. «¡Querida familia, he conocido
a la mujer de mi vida!!! …» —¡Vamos, mi kotenok! ¡vamos!! — Fui. Me llevé los scores de
La Bohème y Las Bodas de Fígaro para adelantar trabajo. Después de tres horas en su
habitación, no había podido avanzar un solo compás en ninguna de las dos óperas, pero
329
en cambio había memorizado los tres Estudios de Duport y la Suite de Bach No. 4 entera,
y era capaz de silbarlo todo de arriba abajo mientras ella tocaba, sin que se diera cuenta,
por supuesto. Los arpegios, y sus ejercicios de terceras y sextas no podía silbarlos, pero
entonces transformaba aquellas notas obstinantes en piezas de un puzle cinético y me
divertía armando figuras de proporciones áureas en la cabeza. A partir del tercer día no
volví a traer los scores porque ella exigía mi dedicación exclusiva. —¡Martinush!!!!
¡Slushayet!!! — gritaba apenas descubría mis cabeceos. —¡Poslushay eto, Poslushay eto!!!166
—Aun cuando mi instinto rechazaba la subordinación, en pocos días me rendí al sonido
único y fenomenal de Iroshka. ¡Nada era comparable! Ni el del propio Rostropovich. Pero
es que, además, todo lo que se manifestara de aquel cuerpo divino debía quererlo y
admirarlo como si saliera del mío. En los días siguientes, Iroshka inició su campaña de
desprestigio contra el principal de los violonchelos, el gigante de dos metros de
Uzbekistán, que tenía una técnica fabulosa pero que, al momento de tocar el gran solo de
Don Quijote de Strauss, su voz de tenor afónico se quedaba corta. Iroshka aprovechaba
las pausas del ensayo y lo tocaba ella, llenando el edificio entero con su sonido grandioso,
e invitando a reflexionar a todos acerca de quién debía ser el solista.

—¡Martinush! no vas a permitir que este poste sin luz arruine tu concierto ¿Verdad que
no, mi kotenok??

No tuve otra opción que ascenderla al primer puesto, aumentando el cisma entre los
ejecutantes. ¡Pero eran razones musicales y contaba con el apoyo de los instructores!

Iroshka tomaba poder.

Al llegar a Bielorrusia, la última ciudad del tour, el ambiente dentro de la orquesta era
gris, como la arquitectura de aquella esquina del mundo, último bastión del régimen
soviético. Del aeropuerto al hotel marchó la orquesta en un desvencijado autobús del
ejército y Martín en una limusina oficial junto a dos bellas representantes del gobierno
que hablaban su idioma a la perfección, y naturalmente junto a Iroshka, quien, con muy
mala cara, intervenía en cada una de las respuestas que Martín daba a las chicas, aun sin
entender las preguntas. El joven director seguía encerrado en la idea de que aquella
conducta posesiva de su rubia era un componente ineluctable de las grandes pasiones, y
se sentía dichoso de haberlo generado, pero en esa última etapa de la gira no alcanzaba a
distinguir si era el proceder de Iroshka, el malestar de los músicos, la atmosfera plomiza
de la ciudad, su impedimento de flirtear con otras chicas, o el cansancio acumulado, lo
que le hacía sentir tan oprimido. Por su parte, la orquesta seguía perdiendo veneración
por su director. En el bus destartalado rumbo al hotel, detrás de la flamante limusina,

166
¡Escucha esto, escucha esto!!!

330
mitad de los músicos juzgaba sus escrúpulos, especialmente los privilegios groseros que
concedía a la chelista ucraniana. Los frecuentes obsequios de los pocos ejecutantes que
seguían apoyando incondicionalmente al director, habían disminuido sustancialmente,
no por falta de motivación, sino porque no era Martín sino Iroshka quien los recibía, de
mala gana y sin dar las gracias. Los representantes de la orquesta habían cambiado
también de actitud, ahora eran parcos y distantes y, en los instructores, Martín volvía a
ver el mismo ojo inquisitorio con el que le maltrataban las orquestas profesionales por
causa de su extrema juventud.

XI

—Al concluir la gira, en vez de regresar a Leviathan City y cumplir como debía con mi
plan de preparación para el verano, me fui con Iroshka a Rivne a conocer a su familia. Me
pareció una decisión sabia, pues era la mejor forma de alejarme por un tiempo de la
música para retomar fuerzas antes del huracán de responsabilidades que se me venía
encima. Sin embargo, en Rivne, la poca energía que me quedaba, huyó despavorida.
Aquella niña inquieta no tenía límites. O estaba eufórica, brincando alrededor como una
cabra, exaltando cada vista de la ciudad, detalle de su cultura y monería de sus juguetes
de niña, pidiendo chocolates, alimentando los patos del lago, haciendo piruetas en el aire
alrededor de Nureyev, el perro de la casa, tocando la flauta con los pies, ejecutando
nuevas escalas en el violonchelo a las que ahora añadía su voz a un intervalo de sexta por
debajo, y entonces me pedía que añadiera yo uno de cuarta para experimentar el
fauxbourdone167, o, estaba enfurecida, porque, agotado yo, no era capaz de complacer todas
sus demandas.

El día que llegamos, su familia reventaba de felicidad, aunque no se le notara: Terremota


había regresado a casa, ¡pero con niñero! Al principio estuve bastante a gusto; me sentía
como parte de una misión secreta junto a una espía rusa en plena guerra fría. ¡Se cumplía
otro de los presagios de Olson! Ahora comenzaba a creer que aquel maestro extraño
estudiaba mis manos no como un instructor de piano, sino como un quiromántico. La
posibilidad de una invasión rusa en cualquier momento por el conflicto de Odesa no me
preocupaba, al contrario, me producía fascinación estar ahí, en el lugar de los
acontecimientos, en medio del fuego cruzado. Y es que el escenario era inspirador. El
apartamento de Iroshka, ubicado en el cuarto piso de unos edificios incoloros que en vez

167
Técnica de composición medieval: una voz principal llamada cantus firmus y otras dos voces construidas a
intervalos de sexta y de cuarta por debajo

331
de residencias parecían un cordón de resistencia contra la “Operación Ciudadela” de
Hitler, tenía un amplio estacionamiento de suelo dañado en donde solo faltaban los
tanques de guerra para completar el cuadro triste (de hecho, había unos cuantos tanques
con la esvástica intacta abandonados en un descampado muy cerca de las residencias).
Por si acaso, hice mis cálculos; sabía dónde iba a esconderme.

En el apartamento, pasaba ratos amenos conversando con el suegro, un militar retirado


de barba larga y grandes ojos azules, mucho más efusivos que aquellos de Iroshka, pero
sin su magnetismo, quien había servido cinco años como soldado del ejército rojo en la
base militar de Yasnaia Poliana, colindante con la casa de Tolstoi. Entre tragos de una
botella sin etiqueta que sacaba de una bolsa marrón cada vez que su esposa iba a la cocina
por más kvas168, el militar, con un nivel básico del inglés, hablaba apasionadamente de la
era soviética, de historias que pasaban de un tinte sublime a uno obsceno en una misma
oración, luego de lo cual reía hasta ponerse azul —¡Tatusyu!!!!!169 — (se avergonzaba
Iroshka). De la suegra, me conmovía su silencio y su devoción ortodoxa. Sólo dirigía la
palabra a su madre, con una voz muy bajita y siempre mirando de reojo los iconos bíblicos
de las paredes. A su marido, lo miraba con ojos sufridos y resignados, y le contestaba en
monosílabos, como si no tuviera ya sentido. La abuela se comportaba igual, aunque
parecía más terrenal e interesada en la visita que su hija; iba cada rato a la cocina, y volvía
con el plato lleno de varenykys170, y panqueques de papa para que yo los probara y si me
gustaban me los comiera todos.

Dos o tres veces al día presenciaba las luchas olímpicas entre Iroshka y sus dos hermanos
mayores, enfrentamientos violentos que duraban hasta que ella se descalzaba y enfilaba
sus poderosas garras. Mientras esto sucedía, yo escuchaba sin entender nada los cuentos
a la abuela, quien, aprovechando la tregua, se apuraba y venía encorvada, sonriente y con
su olor rancio, a asaltarme con unas historias que, podía inferir, eran muy lejanas, por las
fechas que me mostraba con el dedo en su calendario antiguo, hasta que volvía su nieta
y, celosa, la despedía a gritos.

La conducta de Iroshka no me preocupaba, sólo reconfirmaba mi apreciación acerca del


alma rusa femenina, derivada de su propia literatura: ¡noble y temperamental! Pero
aquella visión romántica comenzó a mancillarse cuando entendí que sus belicosos
“¡shhhh!!!!” para acallar a su familia me incluían a mí también. —¡No, Iroshka! ¡A mí no
me mandas a callar!!! — entonces ella pasaba la tarde llorando y yo intentando
comunicarme con occidente, con mi familia, a los que ya echaba de menos y tenía

168
Bebida popular ucraniana, sin alcohol
169
¡Papá!!!
170
Dumpling ucraniano

332
abandonados. Pero la conexión de internet, para felicidad de Iroshka, era mala. El día en
que por fin lo logré, al oír mi voz animada, y aquellas otras desconocidas con el mismo
acento, llegó corriendo al cuarto y se instaló a mi lado, como un guardia de honor, con su
cara impávida y sus ojos desorbitados, haciendo un esfuerzo máximo por entender cada
palabra del español de sus suegros y traducir cada uno de sus gestos. Mis padres no
pudieron conocerla porque solo alcanzaban a ver en la pantalla parte de su torso y de su
cuello, y no quise presentárselas porque sabía que sería ella quien, a partir de entonces,
se sentaría a conversar. Además, siempre he aborrecido la idea de presentar gente a través
de una pantalla. Después de su esfuerzo inútil por comprender el tema de conversación
y el motivo de nuestras risas, frustrada, Iroshka comenzaba a dar vueltas en la habitación,
como una leona a la hora del almuerzo, hasta que no podía más y empezaba a hacerme
señas, recordándome que teníamos planes que cumplir. Siempre hacía lo mismo y yo,
presionado, despedía a mi familia. Pero después del quinto día, ya no le hice caso.
Entonces buscó el violonchelo.

—¡Iroshka!!! ¡No puedo escuchar nada!


—¡Es mi hora de estudio!!!

Al finalizar la luna de miel, Martín tomó el avión rumbo al Festival de ópera de Annex,
no sin antes prometerle a Iroshka que haría todo lo posible para que ella estuviera en
Inglaterra en la fecha de su debut con la Sociedad Filarmónica de Londres. Durante el
viaje, Martín hizo un repaso de todo su trajinar, acontecimiento por acontecimiento, de
sus triunfos y sus desengaños. ¿Qué le faltaba por vivir? A los veinte, ya lo había probado
todo, incluso el matrimonio. No, no todo. ¡Faltaba la gran orquesta! Buscó en su maletín
la partitura de la Octava Sinfonía de Dvorak y comenzó a pasar páginas. Se angustió al
verificar lo que le faltaba de estudio. Alzó la vista y de reojo vio en el cristal la imagen de
su rostro engrosado. Tenía encima unos cuantos kilos demás, los del esposo. Se sintió
viejo y desgastado. Hizo un esfuerzo y por fin se concentró. Volvió a la soledad, su
verdadera casa, la más grande de todas, la de las mil historias, los extraordinarios sonidos
y los silencios vitales, la de las libres quimeras; sonrió, cerró la ventanilla del avión, se
acomodó, cambió la obra de Dvorak por la de Las Bodas de Fígaro y se mudó a Sevilla,
al palacio del conde de Almaviva, con el ansia de recibir él también, a través de sus
exquisitas arias, los favores de Susana.

333
XII

La madre de las oportunidades

No, no eran estas las únicas razones de su euforia esa mañana: su debut de la noche
anterior con la orquesta de la Sociedad Filarmónica de Londres (SLF), el segundo
concierto programado para esa misma tarde y la crítica de la prensa: — “El aire fresco entró
en el escenario con él y dejó a todos maravillados” London Magazine; “Concierto memorable.
Fue una experiencia surreal ver a un joven de tan corta edad comandar con semejante soltura,
control y confianza en sí mismo una orquesta del calibre de la SFL” Big Bend Digest; Anoche
tuvimos en el Royal Festival Hall la completa ambrosía: la SFL ofreció sus mejores manjares y el
Chef d’Orchestre los mejores gestos. ¡Lo insólito es que este último era un joven de 20! Si a esa
edad se puede dirigir de esa manera, ¿Qué nos falta por ver en una sala de conciertos? ¡Está todo
hecho! The London Centinel) —. La euforia de Martín de esa mañana era la típica suya en
las ocasiones de contacto con nuevos ambientes, gentes, realidades y en particular con
ciudades insignes, según él, cada una superior a la otra por una u otra razón. El joven
director se rinde ante la fisonomía urbana con la misma adoración con la que se rinde
ante los personajes admirados de su literatura; le seduce por completo el hecho de poder
apreciar de forma presencial los espacios que, en su imaginación, ya se han encargado de
retratar los libros. Su curiosidad aventurera no la endurece el paso del tiempo, por el
contrario, la fortalece, y su embeleso ante cada nuevo rincón vivo del planeta es cada vez
más consciente y enamorado, y en ese estado de delirio todo germina, todo florece, todo
irradia.

Pero había un ingrediente adicional en su exultación. Iroshka había partido temprano a


su país después de haber atentado esa semana contra su delicada fase de preparación
para el magno debut, manipulando, importunando con sus escalas, arpegios, terceras y
sextas, y haciendo desplantes a su familia. No fue Iroshka quien tuvo que preocuparse y
apoyar en tan apremiantes circunstancias al joven director en su histórico debut en
Londres; fue él quien tuvo que preocuparse y ayudar a Iroshka a estar lista para su
audición que tendría lugar en seis meses en el Royal College of Music. Antes del concierto
y también en el intermedio, Iroshka puso trabas a todo aquel que se acercaba al camerino
con intenciones de saludar, incluso a Oliver y a Isabel, a sus hermanitas y a sus abuelos.
Cuando Martín se enteró de lo sucedido al salir de la ducha, con el estrés de la segunda
parte del concierto aún por delante, estalló finalmente. Iroshka se largó tras un portazo y
no se le volvió a ver la cara hasta el momento de la recepción, después del concierto, en

334
la lujosa residencia de Sara Vaugham171. Allí estuvo arrinconada y con un puchero
pintado en la cara la primera hora, y el resto de la noche atada al cuello del celebrado
director, suspirando y con sus ojos llenos de lágrimas. La partida de Iroshka había sido
pues, para Martín, como una extracción de muela, y esa mañana grandiosa después del
concierto, una razón más para celebrar.

El cielo de Londres, gris como de costumbre, lucía pesaroso y hostil desde la ventana
ahumada del autobús de dos pisos que tambaleaba de hacinamiento, pero no para
Martín, que encontraba en aquel cielo mustio y en las miradas apesadumbradas de los
pasajeros, la intimidad justa para la reflexión; ríos de transeúntes apurados tropezaban
unos con otros por la calle Baker, algunos recibiendo con aspavientos las salpicaduras
inmundas de los vehículos que pasaban por los sumideros estancados, y, para él, todo
aquello no era sino el cariz cosmopolita de una sociedad moderna y vibrante; la
muchedumbre, en su mayoría turistas, reventaba las cafeterías arruinando el humor de
los baristas que ya no servían, lanzaban las tazas con ademán de hastío, y él sólo veía allí
a bohemios compartiendo sus sueños, a escritores discutiendo sus obras y a cantantes,
músicos ejecutantes y directores hablando de sus últimos conciertos; el tráfico colapsaba
y el smog denso enrarecía sus bronquios y para él, aquello era una bella reminiscencia de
la era de la industrialización que por tantas décadas vistió a esta ciudad de un encantador
color ceniciento. Martín inhalaba con hondura, colmaba sus pulmones con el efluvio
mohíno de aquel testimonio de la historia. Su concierto había sido grandioso, el mundo
le idolatraba, le leían en los periódicos, los brindis eran en su nombre. Cualquier cosa le
conmovía, las fachadas victorianas, las tudorianas, los puestos de flores, las ráfagas
repentinas, los paraguas destrozados volando sin rumbo por los aires, los pisotones de
los pasajeros, los taxis negros estilo ballena, el tono burgués de Hyde Park y la enorme
cabeza de caballo de su rotonda, y, cuando la pobreza se asomaba en alguna esquina,
entonces la justificaba recurriendo al determinismo o a cualquier otro pretexto con el fin
de evitar que aquella desgracia opacara su excitada efervescencia. Londres era ahora el
lugar idóneo para cultivar su arte, como recientemente lo había sido Sídney, Varsovia, o
Praga.

—¿A qué hora es la salida?


—A las 11, creo.
—¿Lograremos tomarlo?
—Por supuesto padre, ya llegamos. Vamos. Caminemos un par de cuadras ... ¡Aaaaah
que frescura este aire! … ¡Mire que belleza de plaza! … Y aquel viejito elegante, sentado
ahí con su libro, disfrutando de sus últimos días … qué suerte tiene … ¡Así quiero
envejecer! leyendo a Dickens en una placita llena de historia y de flores, como esa, íntima,

171
Mecenas de las artes y admiradora del joven director

335
bajo la niebla, pero con una vida vertiginosa cabalgando alrededor como un caballito de
carrusel … ¡Qué maravillosa ciudad! Fíjese padre… escuche… el sigilo del jardín y,
detrás, el ruido de las construcciones. ¡Lo moderno y lo pastoril juntos! ¿En que otro lugar
sucede esto?… ¡Aaaaah, mire que mascotas! ¡Aquí hasta los perros son aristócratas! …
Que genial el invento este de bajar escaleras para entrar a las casas. Cada nuevo día, al
salir a la calle, es un ejercicio de superación de la caverna. ¡Por eso es tan avanzada esta
gente! … Si caminamos rápido alcanzaremos a ver el Buckingham Palace. ¡Vamos!
—Mejor volvamos a la estación, Martín. Ya es tarde.
—Estamos cerca … ¡Corramos! … Perdone, ¿Podría decirnos dónde está el Buckingham
Palace?
—Yes of course! Next corner, turn right and you´ll see it further down the street on your left.172
—¿Vio que preciosa anglosajona? Qué color de piel, qué cabello, qué refinamiento … y
qué atentas son, con esa voz siempre dulce y delicada, y ese acento estilizado…
—Es un estereotipo de Hollywood.
—¿Qué cosa?
—Lo del acento estilizado.
—¿No le gusta?
—Sí, de hecho, me suena atractivo, pero no por ser sofisticado, sino porque tiene más bien
un aire infantil.
—¿Cómo así?
—Se tragan las consonantes al final de las palabras, como los nenes.
—Pues a mí me parecen muy refinadas estas inglesas, además, con esa mirada directa
que parece que le están leyendo a uno todo el cerebro. Las prefiero así, que me conozcan
de una vez … no como las latinas, siempre con esa mirada juguetona sin propósito, o las
de Europa del este que no te están mirando, ¡están tramando! Si algún día me caso ¡Será
con una inglesa! … Allí está el palacio. ¡Mire! … justo el cambio de guardia… ¡vamos a
verlo!
—¡Es realmente hermosa esta ciudad!! … «fue la expresión de júbilo que de pronto me
salió del alma al recordar el triunfo de Martín de la noche anterior. ¡Se lució ante la gran
orquesta! … ¡Fue verdaderamente impresionante!!!» — pensaba Oliver mientras
caminaba detrás de su hijo, observando con admiración su melena desarreglada. —«Creo
que ni él mismo está consciente de su proeza. ¡No tiene idea de lo que cuesta a cualquier
director de talento alcanzar ese pódium!» Me conmoví en ese instante y quise
complacerlo. «Este muchacho lo merece todo.» ¡Sí, el cambio de guardia! Claro, Martín,
¡vamos a verlo!!
—Aquí hay un espacio. ¿Dónde está la cámara?
—Vamos Martín, volvamos a la estación, que perdemos el tren. Ahora es que vamos a
tener oportunidad de ver estas cosas.

172
Si, por supuesto. En la próxima esquina cruce a la derecha y podrá verlo al fondo de la calle a la izquierda

336
Entramos al galpón de infinitos organismos anónimos desplazándose en todas las
direcciones.

—¿Dónde se compran los tickets?


—Allí, en las taquillas … ¡vamos! … ¡En esta hay menos cola!
—Mejor esta otra que parece avanzar más rápido.

Quienes arribaban a la estación se iban acomodando en las únicas tres filas disponibles al
público e iniciaban su agonía coyuntural: observaban sus relojes, estiraban el cuello,
contaban cabezas hasta el fondo y luego miraban hacia atrás y les sorprendía la bandada
de cuervos que seguía sumándose a las filas. Había tensión en el ambiente, pero por
encima estaba nuestra emoción y la embriaguez del triunfo, esa que permite hablar a
cualquiera en un tono familiar:

—Hoy es domingo y ¡mira que cantidad de gente! — dijo Oliver acercándose al vecino
de la fila —¿Esto es siempre así?
—The roads are collapsed today. Two of the main tube stations are closed, and with this heat hoards
of people are trying to catch any train to the coast … Besides, look at the counter, very few people
are working due to the strike.173
—Claro, hay muchos retrasos, me imagino. Y, es verdad, hoy ha subido mucho la
temperatura…además dicen que habrá sol toda la tarde.
—Well, let me tell you. 28 degrees in the London spring is a real affair!174
—Martín, ¿a qué hora dijiste que comienza el ensayo?
—A la una y media… y el concierto es a las tres.
—¿Y cuánto tiempo hay de aquí a Eastbourne?
—Una hora.
—¿Estás seguro?
—Sí… me lo dijo un músico de la orquesta. Es rutina para ellos.
—Debimos haber consultado en internet. No sé, con todo esto del concierto, se me olvidó.
—Padre, que es una hora; yo pregunté. Créame, yo sé de estas cosas. Tranquilo.

Sin otra opción, los apurados de una fila de terminal que no avanza, intentan calmarse,
unos, observando su teléfono, sin descuidar su reloj de pulsera y tampoco el analógico
montado en la pared que es el autorizado y el que parece andar más lento: otros,
divagando quizás sobre hechos malogrados del pasado, pero bajo circunstancias distintas

173
La ciudad está colapsada. Dos de las principales estaciones del metro están cerradas y mucha gente quiere ir a
la costa para aprovechar el clima. Además, mira las taquillas; hay pocos trabajadores por el asunto de la huelga.
174
Bueno, déjeme decirle, 28 grados en la primavera inglesa ¡es un verdadero acontecimiento!

337
y por ende con un resultado diferente y feliz; o a lo mejor, al revés. Aquellos dos de
sonrisita sosegada, están pensando seguramente en el alegre recibimiento que les espera,
o en el asunto emocionante que harán al final del viaje, y, los de mirada fisgona de la otra
fila, parecen estar entretenidos clasificándonos a todos los demás dentro de su empírico
crucigrama de estereotipos, y en este lugar, hay que reconocer, tienen material vertical y
horizontal de sobra para divertirse.

—Martín, me parece que nos vinimos un poco tarde… mira, esto no avanza.
—Tranquilo.
—Sólo hay tres taquillas abiertas. ¿Qué clase de servicio es este? ¡Madre cola! … Si esto
sucediera en nuestro país… ya te imaginas la gente allá, siempre quejándose de todo.
—¿Nos cambiamos de fila?
—No, ¡ya no! Da igual … Aquella mujer, cerca de la taquilla ¿No es de la orquesta?
—Sí, sí es.
—Bueno, pues tranquilicémonos entonces.

Sólo avanzaban los minutos. La ilusión en los ojos de Martín seguía intacta. En mi cara
en cambio, crecía esa contrariedad que le pone una arruga al entrecejo.

—Aquel tipo no para de hacer preguntas en la taquilla, qué abuso, ¿ah?

Mientras que el tiempo despiadado corría como la liebre, nosotros los urgidos andábamos
como la tortuga. Observar el reloj se convirtió en un ejercicio hipocondríaco. Fuera de la
cola, la gente iba y venía, subía a los trenes, circulaba. La vida parecía fluir de un solo
lado, justo en aquel en donde no estábamos.

—¿Existe algo más lento que esta cola??


—No se angustie padre, tenemos más de dos horas. Son sólo quince o veinte personas
por delante.

La pantalla de información anuncia: Destino: Eastbourne, 11:10am, plataforma número


7, abordando.

—Es en diez minutos Martín. Lo perderemos.


—Nooo. No lo perderemos. Esto va a avanzar rápido.
—¿Rápido??
—Y, si no, debe haber otro tren.
—Pues si no hay otro tren estamos en graves problemas. Voy a preguntarle a alguien.
—¿Y quién va a saber?? ¡nadie va para allá!
—¡Wow! ¡Cómo sabes!
338
—Tranquilo … mire, ya se está moviendo…
—Pero sólo tenemos diez minutos …
—¡Bueno, pero con preguntar no resolvemos nada!
—Imagínate si no alcanzamos a tomarlo, o si no hay más trenes … ¿qué hacemos?
—¿Cómo no va a haber más trenes?? ¡Imposible! ¡Este es el sistema ferroviario más
desarrollado del mundo!

La situación comenzaba a complicarse. Lo sabía porque ya sentía flotar en el aire ese céfiro
luctuoso que hace acto de presencia en los minutos previos a la consumación de un
desastre. Conozco sus locuras, siempre todo a última hora, siempre el mismo: “No se
preocupe padre” … “tranquilo” y bla, bla...

… «—Tranquilo que ya voy a vestirme, sólo me falta revisar aquí una transición. —
Estábamos en el hotel; su debut con la orquesta de Praga era esa noche. Habíamos
acordado salir a las seis y media y eran ya las seis y veinte. Treinta minutos tomaba
atravesar el centro histórico de la ciudad para llegar a la sala de conciertos. Allí tendría
Martín diez minutos de retoques finales: mancornas, chaleco, corbatín; cinco minutos de
meditación, una breve reunión con el mánager y, el concierto, a las siete y media.
Comenzó a ponerse el pantalón sobre la hora de partir; primero una pierna, larga
reflexión, y finalmente la otra, su parsimonia habitual. Le rogué que dejara el resto para
el camerino. Guardé su camisa, sus zapatos, la correa y el levita en el maletín. Salimos a
las siete menos cuarto. Recorrimos con apuro el pasillo de altorrelieves egipcios y
bajamos rápidamente por las escaleras circulares de barandal de hierro blanco del lujoso
Hotel Imperial. En la calle ya era de noche. Doblamos a la derecha y en tres minutos
arribamos a la Plaza de la República. El aire era húmedo y fresco. La apariencia sibarita
de los transeúntes con sus capas largas de invierno, hacía pensar que todos iban al
concierto. Atravesamos la majestuosa torre medieval y entramos a la ciudad vieja, tan
pródiga de bifurcaciones como de multitudes. Optamos por los pasadizos menos
conspicuos, los que nos permitían mantener el paso a buen ritmo y seguir teniendo como
referencia espacial a las atalayas góticas de Nuestra Señora de Tyn; pero pronto estas
comenzaron a disiparse entre la niebla, los vapores blanquecinos de los ductos y el humo
calizo de las chimeneas, hasta que desaparecieron finalmente detrás de los techos altos
del casco antiguo.

Hacíamos una incursión bajo el acoso del tiempo, al filo de toparnos con ese instante de
quiebre en donde la seguridad pierde tres puntos y se convierte en mera confianza. Con
esta última se puede avanzar; es una especie de fe ciega que por lo general no decepciona.
Pero esta fe comenzó a tambalearse un par de cuadras más adelante cuando, al no hallar
salida, apareció la incertidumbre, y cuando esta última se hizo firme, surgió el pánico
terrible que embota y lleva a tomar decisiones cada vez más estúpidas. Estas callejuelas
339
eran muy distintas a las del día anterior, y el ofuscamiento ahora me impedía discernir si
las cúpulas de Nuestra Señora de Tyn, cuando les daba la gana de reaparecer, estaban al
norte o al sur, o incluso si eran o no las de Nuestra Señora. Inocente de todo, Martín
continuaba con su animada conversación, no sé acerca de qué.

—Esta no es la calle.
—¿Como que no es la calle?
—No… ¡corre, Martín, que estamos perdidos!

Por supuesto que no había taxi que circulara por esos pasillos. ¿A quién preguntarle? …
¿a los necios turistas?? ... mi instinto fue el de correr, no importaba en qué sentido, sólo
correr… correr hacia algún lado, hacia alguna posible salida, una milagrosa salvación.
Un zarrapastroso que estaba recostado a un edificio antiguo nos hizo señas.

—¡Ven! … ¡Este nos va a ayudar!

Poca gente puede entender la dicha que se apodera de un desamparado cuando aparece
por fin un lazarillo. Tanto él como nosotros sabíamos que la adversidad no podía ser
eterna. Se trataba de un viejo tipo alpino, chaparro, panzudo, con canas manchadas y una
barba raída de dos colores: ¡Un checo! … ¡Nos cayó del cielo! … A pesar de la buena
definición de su silueta desde la distancia, a medida que nos acercábamos, su cara sufría
del mismo efecto disuasorio de los lienzos puntillistas: se desmedraba de un modo
sobrecogedor. Su frente era marchita y estaba marcada por infinitos granos rojos, sus
párpados estaban cubiertos de motas verdes, y sus dientes eran escasos y deformes,
parecidos a unos guijarros negros. De su lengua, que tenía por fuera y echada hacia un
lado, escurría una babaza amarillenta. Contaba billetes con sus dedos sucios y deformes
que nacían de unos nudillos encallecidos parecidos al tallo del jengibre, y, con la mano
derecha, morada de frio y de palma áspera por el descarrío, se arreglaba una y otra vez
el mechón que aterrizaba en su frente con cada arremetida del viento. Nos mirábamos
con la misma impaciencia, y nos interrumpíamos con la misma acucia,

—Señor… ¡por favor! ¿Dónde está el teatro Dvorak???


—Dvořák mi nikdy nedal almužnu, Dvořák mi nikdy nedal almužnu — Contestaba el viejo
dibujando con sus dos dedos retorcidos unas siglas en el aire que a mí me parecían de
escarmiento y, a Martín, de exculpación.
—¡Señor! ¡Por favor! ¡EL TEATRO! ¡EL TEATRO DVORAK! … T E A T R O … ¿DÓN…?
—DVORAK MI NIKDY NEDAL ALMUZNUŽNU!!!! DVORAK MI NIKDY NEDAL
ALMUZNUŽNU!!!!175

175
¡Dvorak nunca me dio una limosna!!!!

340
El mendigo alzaba cada vez más la voz y engarrotaba el par de dedos con más saña, como
si preconizara el fin de la humanidad y tuviera al frente suyo a los responsables. Corrimos
de nuevo. Lo que en otras circunstancias nuestro escepticismo hubiera ridiculizado con
la mayor vehemencia, esta vez fue incapaz de negar el milagro: el espíritu de Stamitz
intervino y nos empujó hacia la calle correcta, justo la que desembocaba en el Moldava.
El teatro estaba por ese sector, sólo que ocho cuadras más abajo. Eran ya las siete y quince
minutos. Galopamos hasta desfallecer. Sólo nos detuvimos unos segundos para recuperar
el aliento. Medio agachados, sosteniéndonos de una pared, Martín con el brazo derecho
y yo con el izquierdo, intentamos intercambiar palabras, pero estas fueron succionadas
de inmediato por una poderosa aspiradora asmática que actuaba desde el diafragma. Nos
entendimos con señas y corrimos. Llegamos al teatro a las siete y veinticinco, sudados,
encendidos. Robert Craig, claramente molesto, no pronunció palabra, pero sus cejas
cuestionadoras lo decían todo. No dimos excusas, no hubo tiempo.

Craig y yo dejamos a Martín en el camerino y nos fuimos deprisa a buscar nuestros


asientos en el auditorio. Sufrí por Martín. ¿Cómo iba a terminar de vestirse en cinco
minutos y sin ayuda? Pero al mismo tiempo sentí alivio al aceptar que ya no era mi
responsabilidad. Martín salió al escenario sin corbatín y sin chaleco, subió al pódium
completamente alterado e impartió un tempo tan frenético a la sinfonía de Stamitz que
aquello sonaba como un disco de vinilo en 45 revoluciones. La experta orquesta, aun
cuando sorprendida, siguió al excitado director de manera cabal y sin mayor sobresalto.
“¡Por fin alguien entiende a Stamitz!” Tituló el crítico musical su artículo en la prensa del
día siguiente…»

…—Las once y cinco … y faltan todavía seis personas.


—Excuse me Madame, ¿Where are you going?176 — preguntó Martín intranquilo a la
ancianita que tenía delante.
—I´m heading to Bristol, to visit my niece.177 — dijo la menuda viejecita británica de pelo
corto, vestidito de flores y carterita colgada en el antebrazo.
—The queue is very slow today, but my train isn´t till noon. And where is such a handsome young
man going heading to? To the beach?
—No, no. I´ve got a concert, but it´s at 3pm. I have time.
—Where?178

176
Disculpe señora, ¿A dónde va usted?
177
Voy a Bristol a visitar a mi nieta
178
La cola es muy lenta jovencito, pero mi tren no es sino hasta el mediodía. Y, adonde va mi querido muchacho,
¿a la playa? —Voy a un concierto, pero es a las tres de la tarde. Tengo tiempo. —¿Adonde?

341
Martín no quiso decir la verdad; cualquier comentario negativo de parte de un tercero en
ese momento habría hecho estallar la bomba de tiempo que venía ya descontando
segundos, más aún si salía de la boca de una de estas viejecitas anglosajonas cuya voz
pálida y maternal suele amortajar crueles ironías. Tampoco era el momento para ponerse
a dar explicaciones. En realidad, Martín quería preguntar a gritos si había allí algún
mortal que fuera a Eastbourne, o a algún otro pueblo cercano; o si había otra persona con
el mismo apremio, que supiera de alternativas, que aportara soluciones, o que pudiera al
menos contagiar un poco de calma. Pero ahora, la presencia de la ancianita entrometida
se lo impedía. ¿Qué iba a pensar de un joven extranjero que insistía en conocer el destino
de cada uno de los pasajeros? En estos tiempos de sospecha terrorista endémica, estas
impertinencias están prohibidas.

Tres puestos más atrás en la fila, unos novios se besuqueaban sin que les importara el
mundo. Entre mimos y juramentos avanzaban casi sin moverse, arrastrando el equipaje
con los pies. Martín envidió en aquel instante esa forma de andar por la vida, no tanto
por los besos y las caricias sino porque del pasar del tiempo no se dan cuenta los
enamorados. Conocía muy bien ese arrobamiento, pero no quiso compararlo con el de su
reciente luna de miel sino con aquel que sentía cuando hacía sus paradisíacas colas de
cinco horas al arribar al aeropuerto congestionado de su patria. Cerró los ojos y aquel
recuerdo bucólico se mezcló con el sonido maravilloso de la Sociedad Filarmónica de
Londres que aún estremecía su cuerpo y con los bellos pasajes de la Octava Sinfonía de
Dvorak que todavía seguían zumbando en sus oídos. Un viento helado proveniente de
los andenes invadió la terminal entera y trajo a Martín de vuelta al suplicio. La mujer de
la orquesta había desaparecido y el tren de las once y diez había partido.

—Si no hay otro, estamos fritos.


—Siiiiiiii, hay más — dijo Martín con la perturbación que ya comenzaba a causarle la
actitud sombría de Oliver.
—Dale, es tu turno.
—Hello, when is the next train to Eastbourne?179
—At noon.180
—Great! and how long is the trip?181
—Two hours, Sr.182
—Whaaat?? It can’t be! ¿two hours??? ¿there is any other train?183
—No, Sr.

179
Hola, ¿A qué hora parte el próximo tren a Eastbourne?
180
Al mediodía.
181
¡Muy bien! ¿Y cuánto dura el trayecto?
182
Dos horas, señor
183
¿Quéee?? ¡No puede ser! ¿Dos Horas??? ¿Y no hay otro tren?

342
Martín palideció; se quedó estupefacto analizando las consecuencias trágicas de la
siniestra respuesta.

—¿Qué hacemos ahora? … ¿No habías dicho que el trayecto era de una hora??? A
ver…espera. Si tomamos el tren de las 12:00, llegarías al ensayo con media hora de
retraso.
—No, ¡imposible padre! ¡Es la Sociedad Filarmónica de Londres!! Eso ni en broma. Todo
ha salido perfecto hasta ahora y ¡no voy a embarrarla en el último momento!!

Un mutismo agonizante congeló la acción por unos segundos.

—Llama al mánager de la orquesta y dile que llegaremos con media hora de retraso. No
veo otra solución.
—¿Está loco???
—Sir, are you buying the tickets? A long queue is waiting!184
—¿Y qué más vamos a hacer?? ¡Compremoslos ya y llama al mánager!
—¡No! ¡No voy a hacer eso! sería mi última oportunidad con esta orquesta. ¡Ni borracho!!
Llamémos un taxi.
—¿A Eastbourne en taxi?? ¿Estás delirando? ¡Imagínate lo que eso nos costaría!
—Sir!!!
—Yes! am sorry but… no, we are not buying.185
—Well! Move along!!!186

Martín empezó a caminar azarosamente, alejándose de la zona de impacto.

—Pero… ¿A dónde vas??


—Voy a llamar a una compañía de taxis que me recomendó Sara Vaugham — dijo Martín
desde lejos —Es muy económica.

Explotar, desmayar, gruñir, insultar, lloriquear, rezar … ¿Qué hacer??? … ¿En taxi hasta
Eastbourne? ¡Ni el príncipe Carlos! Me acerqué a la pantalla electrónica y rastreé la hora
de partida y la ruta de cada uno de los trenes, de principio a fin y del fin al principio, sin
entender nada. Odié a los torpes que se paraban a mi lado, leían la pantalla y en tres
segundos partían con su certeza de árbitro de mala muerte a sus respectivas plataformas.
«¡Lo de ustedes no será nunca tan importante! ¡cochinos! ¡Martín en cambio se juega su

184
Señor, ¿va a comprar los billetes? ¡Hay una larga cola esperando!
185
¡Sí! Perdón, pero… No, no los compramos
186
¡Apártense entonces!!!

343
carrera!» Sentí un derrame vascular al tomar conciencia de la situación truculenta, de la
gravedad de los hechos. Volví a la cola. Miraba a todos con cara de trastorno y ellos a mí
con ojos de lástima. «¡Una de las mejores orquestas del planeta esperando a un muchacho
irresponsable! … ¡la furia de Craig!» Mareo, náuseas, temblor, dolor de estómago,
transpiración, midriasis … el maletín resbaló de mis dedos y cayó al suelo. La desgracia,
que ya tenía rato asomando su cabeza mientras hacíamos la cola, de pronto se manifestó
de cuerpo entero, y sólo necesitaba de unos pocos minutos adicionales para hacer trizas
a sus víctimas. Pero, ¿cómo pudo suceder todo esto? ¿en qué punto se perdió el control
de la situación, se perdieron los hilos del señor destino? ¡De la gloria al infierno en
cuestión de minutos!!!

—Listo, ya viene un taxi a buscarnos.


—¿En serio? ¿Cuánto?
—Doscientas libras.
—¿Doscient… ¡Noooo!… ¿Y cómo vamos a pagar??? ¿Y en cuánto tiempo nos lleva?
—Dice que en dos horas. ¡O sea que, si salimos ya, llegamos justo a tiempo!
—¡Doscientas libras!! No. ¡Es que no! Me niego a pagar semejante cantidad. ¡No y no!…
¡Es una barbaridad!!

Se trataba de una decisión de peso histórico; de tomar la equivocada, la responsabilidad


correría como un suplicio en mi conciencia cobarde por el resto de mi existencia, sin poder
enmendarla y sin el perdón de nadie.

—¿Dónde nos busca?


—Afuera, en la calle, en 10 minutos.
—Si claro, pero ¿en qué calle?
—No sé, ¡en la calle afuera! … ¡Vamos! ¡corramos! en la calle … en la calle…

Afuera en la calle, desfilaba una marea de taxis multicolores en ambos sentidos y no había
ni una pista que pudiera indicar cuál era el nuestro.

—¿Será el que se detuvo ahí? Sir, are you going to Eastbourne?187


—What?
—I mean; how much do you charge to go to Eastbourne188
—Where????
—Eastbourne!

187
Señor, ¿va usted para Eastbourne?
188
Quiero decir, ¿Cuánto cobra por llevarnos a Eastbourne?

344
—By the sea?189
—Yes.
—No way! You would have to pay a loooot of Money! Take a train mate, my advice.190

Percibí los primeros signos de derrota en el semblante de un ser que es cien por ciento
positivo y eso me conmovió, pero también me asustó, pues necesitaba como nunca de su
fortaleza, del denuedo de aquel muchacho de sangre fría, que nada le intimidaba, que era
capaz de subirse al pódium de una súper orquesta, tomar el control e imponer su criterio.

—¡Llama al taxista y pregúntale en qué carajos de calle se encuentra! ¿Qué hora es?
—Son las 11:30 … Dice que está en la calle Oxford, detrás de la estación. ¡Vamos!
—¿Por dentro de la estación o por fuera?
—Pero ¿cómo va a estar el taxi dentro de la estación???
—¡Digo, tonto, que si corremos por dentro de la estación o por la calle!
—Por dentro, porque dijo que nos espera en la salida del segundo piso.

De un caos al otro. Del grito insoportable del tráfico callejero de nuevo a la guarida de
bicharracos y sabandijas ... turistas bobeando, niños correteando, adultos apurando,
ancianos paseando su decrepitud en cámara lenta y los chinos tomando fotos; y nosotros
tropezando, esquivando, empujando, insultando y preguntando a todos cómo diablos
llegar al segundo piso de la estación. No había caso. Nadie sabía cómo.

—¡Preguntemos en información!
—La oficina está lejos; ¡El taxista se va a ir!
—Llámalo de nuevo y dile que espere.
—¡Es allá! … al final de las escaleras mecánicas. ¡Corre! subamos.

No hay sensación más excitante que la de subir de dos en dos una escalera mecánica o
dar largas zancadas por una cinta eléctrica de una terminal cuando el tren, el avión o el
taxi está a punto de irse; se altera la percepción temporal y la espacial; al retrasado le
invade el regocijo del listo y una noción deleitosa de poder: la de enmendar retrasos, la
de colarse. Pero puede ser también el peor momento del viaje si por mala suerte la
máquina se traba o se encuentra obstruida a la mitad por una familia entera con una
mudanza. Comenzaron a pasar por un lado todos aquellos a quienes ya habíamos
adelantado. Intentamos avanzar por encima del tapón, pero fue inútil. Al salir detrás de
la familia disparados como un corcho, vimos afuera un taxi negro desde el cual un tipo
nos hacía señas; pero al acercarnos nos dimos cuenta de que no era con nosotros.

189
¿Cerca del mar?
190
Nooo, ¡tendrías que pagar muuuucho dinero! Busca un tren chaval, es mi consejo

345
—Tiene que ser él ... — Martín lo llamaba por teléfono y el chófer atendía —Es él, es él …
¡vamos!! ... ¡Señor! ... ¿Es usted el que va para Eastbourne?

El pakistaní de mirada heteróclita asentía de una forma tan exagerada que se golpeaba el
pecho con el mentón. Por causa de su severo defecto físico, que aumentaban sus lentes
abombados, sus potenciales clientes, confundidos, abordaban siempre el taxi siguiente.
Por eso su desespero. Pero a pesar del desorden de sus ojos y de su cara resentida de
colono inglés, el rasgo infantil de su dentadura unido a su voz pura de chiquillo de
campo, provocó en los nuevos pasajeros una empatía inmediata.

—Tenemos que estar en Eastbourne a la una y media. ¿Podrá usted llegar a tiempo? ¡Es
de vida o muerte!
—Sí, dos horas, más o menos — dijo el hombre con su fuerte acento mientras se frotaba
las manos rugosas que tenían aún huellas de fusil. —Trataré de ir rápido, no les importa,
¿no?
—Para nada. Arranque usted de una vez por favor.
—Padre, ¿Tiene el dinero?
—¿Qué dinero???
—¡Las doscientas libras!
—¡Deténgase!!

De nuevo a la cueva, esta vez, en busca del cajero perdido. Más chinos, máquinas que
parecían cajeros, escaleras rotas, colas, transpiración, temblor en las piernas. Martín y el
chófer, muy nerviosos, el primero por aquello que se jugaba y el último por el tiempo que
tenía allí estacionado violando la normativa. Volví con las libras y arrancamos finalmente.
Al abandonar la estación de Victoria, en la primera intersección después del primer cruce,
allí estaba otro engendro de la maldad esperándonos: un terrible embotellamiento. Salir
del centro de Londres en automóvil es como un mal parto, lento, complicado y muy
doloroso.

—Sí, la salida será un poco lenta, pero una vez que tomemos la autopista, todo marchará
bien — dijo el chófer.

Le creímos. El hombre se frotaba las manos cada vez que el taxi se detenía. Una acción
difícil de interpretar, ¿era por nervios? ¿por fin tenía pasajeros? ¿un tic? ¿una regresión
pueril? ¿frío? ¿las doscientas libras esterlinas? En cada modesto avance del tráfico estiraba
su pierna derecha y aceleraba a fondo, pero la congestión volvía a complicarse y entonces
estiraba la otra pierna y pisaba bruscamente el freno. Parecía un muchachito por las calles
de Islamabad intentando alcanzar los pedales de su bicicleta. Al salir por fin a una de esas
346
arterias principales que tiene el perfil de una ruta de desahogo, pudimos constatar que el
atasco era monumental. Los segundos ya no incomodaban, ulceraban. Como siempre
sucede en Londres, comenzó a llover.

—Busque otro camino amigo… tiene que haber otra alternativa, algún desvío.

El chófer no se inmutaba ante las sugerencias. Su cabeza permanecía inmóvil, como la del
alcatraz que observa el mar desde su incólume inercia. Parecía dormido; pero no; hacía
en realidad un escaneo periférico, solo que sus dotes estrábicas le ahorraban a la cabeza
giros innecesarios. Sus cortas extremidades, en cambio, seguían activas, las inferiores
efectuando acelerones y frenazos y las superiores frotándose una a la otra como para
darse ánimo, acción, que comenzaba a transformarse, no sé por qué, en un símbolo de
esperanza. Eran las doce y no habíamos salido del centro de la ciudad… ¡Ni a ciento
ochenta kilómetros por hora recuperaríamos el tiempo perdido!

No se ha de pactar jamás con la suerte, o desestimar las consecuencias posibles de un


obstáculo insignificante. Si tuviera que tomar un avión esta noche, me iría al aeropuerto
ahora mismo, nueve horas antes, lo juro. Lo mismo dijimos aquella vez en Manchester:
no volveríamos a salir tarde, y sin revisar, nunca más. Pero aquí estamos de nuevo,
sufriendo. Es que no se aprende de las lecciones. En esa ocasión, se trataba de su segundo
concierto con la Filarmónica de Manchester en un pueblo sombrío al norte de la ciudad
llamado Preston.

«—¿Tienes todo listo? Vienen a buscarnos en cinco minutos.


—Todo listo.
—¿Partituras, batuta, zapatos, corbatín?
—Todo
—Vamos al lobby.

Viajábamos a Preston en una minivan con Ralph Kleine, quien era el solista del programa.
La radio emitía el concierto No. 2 de Rachmaninov y todos escuchábamos con atención.

—¡Wait a minute! No…


—¿Conoces al solista?
—Mmm, I am not sure…

Terminó la trasmisión. El solista era él mismo, así lo anunció la radio. Lo había tocado
tantas veces que ya no reconocía sus propias versiones. Ralph se relajó en su asiento y se
dedicó a resolver en su mente quizás algunos pasajes difíciles de su próximo recital en
Alemania. Entretanto, Martín veía girar las ruedas del vehículo contiguo y especulaba
347
acerca de qué estaría pensando Ralph en ese momento, ¿sobre el concierto de esa tarde?
¿o tal vez sobre el concierto que habían ofrecido juntos la noche anterior en el Bridgewater
Hall? Se entregó a evocar el triunfo de este último. Recordó las palabras estimulantes del
pianista, la charla divertida que juntos brindaron al público mancuniano durante el
intermedio, pero sobre todo vino a su memoria el concierto de Ralph en Montforth junto
a Ivanovsky, cinco años atrás, y por largo rato estuvo observándose a sí mismo, desde
distintos ángulos, sentado en aquel teatro junto al excéntrico Mr. Olson, quien sólo
miraba al suelo, en actitud disconforme y censoria. Aquello parecía pertenecer a una vida
ya muy lejana, aun cuando la impecable versión de Ralph de esa noche seguía intacta en
su mente. Ahora se encontraba en una gira de conciertos junto al mismo Ralph Kleine, y,
como en el más insólito de los sueños cumplidos, ¡él como director!

A pesar de tener tanto material en qué ocupar la mente, transiciones, rubatos, cadencias,
etc., la travesía se le hizo a Martín interminable, pues el chófer, al percatarse de que el
afamado pianista dormía con los audífonos puestos y la boca abierta, cambió la emisora
y le subió al pop, sin importarle la preferencia del joven director. Aun sintiéndose
irrespetado, y temiendo que la tabarra de mal gusto afectara de alguna manera el
refinamiento y la lucidez musical que iba a necesitar para el concierto de la tarde, antes
que reclamar, Martín procuró encontrar algún otro ruido en qué enfocar sus oídos, y lo
halló en el de las ruedas sobre las huellas filiformes del pavimento, que era mucho más
variado e interesante que aquella tonta música de Cher. Llegamos a las dos y media.

Los camerinos del Ordsall Guild Hall, unas celdas austeras, tal vez diseñadas así con el
propósito de bajarle las ínfulas a los divos y así tener sus administradores un motivo para
divertirse en aquel antro de la tristeza, estaban equipados con un deplorable mobiliario:
un par de butacas desgarbadas, una mesa de fórmica barata con una rosa de plástico en
el centro y un viejo estante de metal con dos ganchos de alambre retorcido. Había allí una
única ventana rectangular, cerca del techo, protegida por una reja de arabescos asaltada
por la herrumbre. Por fortuna, a esa hora de la tarde, los rayos del sol entraban por ellas
con toda intensidad, paliando tanta fealdad. Martín tenía quince minutos para vestirse.
Craig y yo conversábamos. Veinte minutos después:

—Martín, ¿Estás listo? ¿Está todo bien?


—Sí, ya voy.

Continuamos el mánager y yo en el entretenido diálogo acerca de la crisis financiera de


las orquestas americanas. Martín salió por fin del vestidor y se sentó frente a nosotros, de
espaldas a la ventana. La luz incandescente resaltaba únicamente su perfil; parecía la
silueta de la Virgen redentora alumbrada con la luz de la providencia. Como de
costumbre, se incorporó a la conversación con entusiasmo. Pero algo fuera de lugar había
348
en aquel esbozo ennegrecido por efecto del claroscuro, una extravagancia que sólo fue
posible apreciar después de un gran esfuerzo contráctil de la pupila: vestía el frac de
concierto con la camisa deportiva de rayas azules que traía puesta en el viaje y encima de
ella el corbatín negro, bastante flojo, por cierto, supongo que con el propósito de desviar
la atención. Craig le miraba con su ceja alzada.

—Y… ¿dónde está tu camisa blanca?


—No importa padre, no se preocupe. Se ve bien así.
—¿Pero qué payasada es esta??? ¿Por qué no usas la camisa blanca de concierto???
—La dejé en el hotel…

No es saludable desperdiciar los minutos antes de un concierto tan importante lidiando


con asuntos tan fútiles, malgastarlos así, en mera zozobra.

«Es que ¿se nota mucho? … ¿de qué se ríen los músicos?… ¿No era ya suficiente
atrevimiento el de mi edad como para andar además desafiando las normas de la
etiqueta?»

Estas últimas preguntas de Martín por fortuna no llegaron a producirse. Tuve que darle
mi camisa y salir yo a la sala como una cebra …»

—Tranquilos que estamos a punto de entrar en la autopista.

La autopista apareció a las 12:45, y por insólito que parezca, el pakistaní, lejos de acuciar
la marcha se acomodó en ella con toda tranquilidad, sin la más mínima seña de apremio.
¿Cómo pretendía contrarrestar así el tiempo perdido? ¿Nos había engañado? Qué
significaba ese desgano provocador, ¿Era una venganza contra tantos años de invasión?
¿Y lo íbamos a pagar nosotros? Pronto entendí que le aterraba exceder la velocidad
permitida. Ante cada aviso de control 70 mph, soltaba cobardemente el acelerador. Aquel
individuo pasó inexplicablemente de una actitud trepidante a una pasividad obtusa; se
había hecho pasar por un osado y no llegaba ni a medroso; como un perfecto político,
solo había hecho promesas. Su excitación parecía estar condicionada a la existencia de un
atasco, o de alguna otra tragedia, ¿hábitos de la infancia?, probablemente: sólo se
despabilaba cuando se suspendía el armisticio. Allí en la vía libre, sin enemigos a quien
contraatacar, el miliciano conducía como si paseara, es decir, sin destino aparente. Los
autos veloces, algunos camiones y hasta el compacto más insignificante nos adelantaban;
por un lado, pasó una niñita de rizos dorados diciéndonos adiós desde la luneta
atiborrada de trapos de una carcacha. La sensación era la de un desplazamiento muy
lento, pero al menos continuo. Recalculando, la llegada sería a la 1:45 pm.

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—Martín, llama al representante de la orquesta y dile que vamos con retraso, que
llegaremos 15 minutos tarde.
—¿No llegaremos a tiempo?
—No, no llegaremos. Imposible.
—Le escribiré un mensaje de texto. — respondió Martín resignado.

El chófer continuó con su letargo, con su paciencia de momia, con una impasibilidad
como si de repente hubieran cesado sus funciones físicas y orgánicas. Estábamos a
merced de esta víctima de guerra que resucitaba únicamente en momentos de crisis. Era
como para agarrarlo del cuello y sacudirle. Pero no se puede instigar a una persona a
infringir la ley. La capital inglesa quedó atrás. Ahora sólo había alrededor hondonadas y
altozanos, todos de un verde intenso. Las nubes negras comenzaron a debilitarse dejando
escapar relámpagos de sol y trazos celestes en el horizonte.

—…dice que no nos preocupemos, que avisará a la orquesta. ¡Qué situación ésta!

Los seis ojos de la cabina rodante estaban clavados en la postrimería del camino, diez
millas por delante, como si intentaran llegar al destino por sí solos, antes que nada y antes
que nadie. La mezquina sonrisa de los ocupantes no alcanzaba a disimular su tribulación,
su idea fija: el hambre por la subsistencia de una ruta libre. Estábamos conscientes de que
la situación favorable tenía la fragilidad de un puente de fósforos, que podía venirse abajo
con el sólo hecho de reír, de movernos, o de respirar más fuerte. En efecto, nuestro ánimo
muy pronto se puso en modo de reversa con la aparición en la distancia de una terrible
composición fusiforme, una sucesión de pequeñas bombillas rojas que se encendían unas
detrás de otras en efecto dominó y que vejaban como un “alto” de alcabala nazi. En el
borde de su asiento, Martín se apartaba los rulos de la frente para ver mejor, el pakistaní
se acercaba al volante y mis ojos palpitaban como los de un animal que tiene el corazón
muy cerca del hocico. Del rostro de los tres se adueñó el rictus áspero del estafado.
Sabíamos de qué se trataba, aun cuando nuestra mente, con un empeño psicótico, insistía
en considerar el asunto como un espejismo. Hervor, turbulentas agitaciones. Los ojos
malheridos se adelantaban con el mayor de los sacrificios diez millas por delante,
intentando hallar la cabeza de aquella serpiente roja que zigzagueaba pendenciera por
una inmensa extensión del valle. De haber capturado con su pincel nuestras caras en ese
instante, cualquier pintor habría obtenido el primer premio del retrato de la angustia. El
taxi disminuyó la velocidad a tal punto que hasta las ranas nos adelantaban de un salto.
La situación era alarmante. Una tranca de autopista puede durar días. Ninguno se atrevía
a opinar; sufríamos todos de una desesperación muda, de un espasmo suspendido en el
tiempo, de una especie de catalepsia colectiva.

350
El taxi detuvo su marcha por completo y con este se detuvo la vida. El éxito huía
precipitadamente y el descalabro se acercaba a zancadas. ¿A quién reclamarle? ¿a la mala
suerte? ¿a la contingencia? ¿al taxista? La ventura de esa tarde estaba abocada al desastre.
La desesperación y sus víctimas. Confabulábamos: aquel chófer inútil pateado fuera del
taxi y la toma del volante por asalto. ¡Basta de paciencia y de buenos sentimientos! Lo
que está en juego es muy gordo. El pakistaní comenzó a frotarse las manos, esta vez, con
una intensidad como si fuese a encender fuego con ellas, y aquel fragoroso roce de lija
contuvo por un momento nuestra intención de secuestro, pues como un chupón de
infante, tenía el poder de suprimir de inmediato cualquier conato de lloriqueo alrededor
suyo. Sí, el intenso restregón de palmas dejaba expectantes nuestros ojos, congeladas
nuestras piernas, la espalda rígida, agarrotado el cuello y la boca en suspenso. De pronto,
como si nos hubiera leído la mente, el hombre pisó tan a fondo el acelerador que
prácticamente desapareció del asiento. Saltó al hombrillo y circuló de manera ilegal
durante un par de millas hasta que encontró una vía alterna por la cual huyó hacia la
izquierda.

—¿Es un atajo??? — gritó el siempre optimista Martín, reincorporándose con alegría en


su asiento como lo hace un bebé en su coche cuando ve venir el tetero.
—No, es otra vía hacia Eastbourne. El problema es que, por ser un fin de semana tan
cálido, toda la gente quiere ir a la costa. Las autopistas están colapsadas. Esta ruta será
un poco más lenta, pero fluida.

Era un trayecto angosto y ondeante a través de laderas, depresiones, bosques,


sembradíos, verjas de piedra, setos, mansos riachuelos y cruces de rebaño. La una y diez
minutos. En un último esfuerzo por distraerme, por diezmar la tensión, me dejé llevar,
sin entenderlo, por divagaciones ociosas que esta vez terminaron en España.

«Llamaron a la puerta.

—Ya abrió la sala señores. El concierto es en quince minutos.


—Gracias. Martín, ¡cierra ya esa partitura!
—¿Dónde están las mancornas?
—¿Qué mancornas?? Y yo que sé.
—No las encuentro. Se quedaron en Montforth.

¡Qué invento tan superfluo! Especialmente peligroso para ejecutantes de instrumentos y


directores de orquesta, pues de llegar a fallar en medio del concierto, además de causar
el ridículo, puede poner en riesgo la ejecución misma de las obras. Y, ¿cómo sustituirlas?
¿sabe alguien cómo? Un ejecutivo puede arreglárselas de cualquier manera, pero un

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director sin mancornas en el pódium es como un atleta sin cordones en la pista. Salí al
pasillo.

—¡Tenemos una emergencia! Necesitamos unas mancornas.


—Tengo unas extras. — dijo un violonchelista — Son de oro. Que Martín las cuide por
favor.

Volví al camerino con el tesoro en las manos. —Aquí están, Martín. ¡Abre la puerta! —
No hubo respuesta. Se escuchó en el altavoz el último llamado de la orquesta al escenario.

—¡Abre! … ¡Abre la puerta Martín!!— Abrió. Tenía los labios blancos. Una toalla le
rodeaba el cuello en forma de torniquete — ¿Qué sucede?? — No hablaba. Lo seguí al
baño. Al soltarse la toalla, la sangre le seguía brotando generosamente por debajo de la
barbilla.
—¡No se preocupe padre!! … No pasa nada. Esto es lo que se hace, lo acabo de ver en
google»

¿Cómo parar una hemorragia en cuestión de minutos? No estábamos preparados para


eso. Es una pésima idea dejar una afeitadora en manos de un adolescente justo antes de
que este salga a un escenario. Tengo que detener la historia aquí porque Martín me acaba
de hacer una pregunta:

—¿Que cuánto falta para llegar?? … ¡Una pregunta perversa Martín! ¿Y para qué quieres
saberlo? ¿buscas más tormento?
—Una hora — contestó el chófer.
—¿Una hora??? Nooo … ¡No llegamos! ¿Qué hacemos? ¡Madre mía ¡ayúdanos!! ¿Tal vez
hay una estación de tren por aquí cerca? ¿alguna otra autopista? ¿llamamos a un taxi más
rápido? Comunícate con Mr. Clark y explícale.
—No voy a llamar otra vez. Qué locura ¡No! ¡No puedo!
—Llama, es que no tenemos alternativa. Escribe … ¡Escribe!
—¡Qué horrenda pesadilla!!! ¿Cómo puede pasarme esto a mí?

«—Dear Mr. Clark, estamos en camino, pero falta una hora. Creo que no llegaremos antes de las
2pm. Mil disculpas.
–No hay problema Martín. La orquesta está informada. El ensayo ha sido postergado para las dos
de la tarde»

Aplacados los nervios por el momento gracias a la dulce respuesta del señor Clark, nos
sumamos sin más remedio al estado de hibernación del chófer que de nuevo conducía
como si vagara por los conductos subterráneos de las marmotas, sin imaginarnos que la
352
madre del caos estaba a punto de hacer su entrada triunfal. Luego de una curva
pronunciada, apareció de pronto la peor de todas las trancas. El taxi se detuvo, y con él,
nuestra respiración, nuestro corazón y nuestra última esperanza.

—¡Esto no puede ser!!! ¡Maldita sea la hora en que decidimos viajar en esta inmunda
ballena!!!!

Me hundí en el asiento, dislocado moralmente. El infierno seguía halándome hacia abajo


con sus brazos encendidos, y ya no tenía fuerzas para combatir. Relámpagos espantosos,
profundos precipicios, vómito negro de la gruta, aberración intestina; mis ojos miraban
sólo hacia adentro. Cerré los párpados y entonces vi con claridad una erosión pérfida
cargándose los últimos restos de fortuna. La idea del concierto se volvió un espectro. Hice
un esfuerzo inútil por quedarme dormido para huir de la terrible pesadilla. Martín, fuera
de sí, abandonó el taxi y se alejó pateando el pavimento y soltando una sarta de groserías
que aun cuando no podían escucharse podían entenderse por la violencia con la que
sacudía la cabeza. El pobre soltó en tres minutos el compendio de execraciones
reprimidas a lo largo de dos años de estrés ininterrumpido.

Todos los estragos de la existencia humana parecían cuentos de niño al lado de éste.
Cuando volvió al taxi, pude ver por primera vez la imagen del horror dibujada en su
rostro. ¿Se puede ser tan cretino como para atreverse a poner en riesgo la madre de las
oportunidades? El simple descuido, las negligentes decisiones, la falta de sentido común,
no los hacía pagar el destino con una lección desproporcionada. ¿Por qué ese castigo tan
brutal??

Apagué el teléfono, guardé el reloj y comencé a arrugarme la frente con los dedos y a
pellizcarme el muslo. «Regresar en el tiempo sólo dos horas, eso bastaría, y poder tomar
aquel tren que sabíamos que iba a llegar a tiempo, al menos para el concierto. O mejor,
regresar seis horas, saltarnos el desayuno, salir de prisa y tomar el primer autobús desde
St. John’s Wood, entrar en Victoria sin desvíos, con la emoción merecida, rememorando
cada instante del concierto maravilloso, riendo, con la mente ocupada en los preparativos
de la siguiente batalla, apurando los relojes, apurando el tiempo para vivirlo todo de
nuevo, lo más pronto posible.» Pero no hay caso. Este viaje eterno, ya no va a ninguna
parte. Imposible imaginar una situación más disparatada: una angustia homicida
acribillándonos el alma en medio del más bello escenario pastoral. Varados en aquel
paraje agreste, entre vacas rumiantes, berridos de cabras, roznidos de asnos, graznido de
urracas, zumbidos de abejas, gruñidos de cerdos, y sin rutas alternas, no era el ensayo lo
que estaba ahora en juego sino el propio concierto de las tres de la tarde. ¡Qué sadismo!
La excepción se hizo regla, se atascó el mundo, menos el reloj verdugo y sus mercenarios

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los segundos, pagados por la desventura. ¿Dónde diablos andaba metida la suerte que
no venía a rescatarnos?

Con la resignación de un condenado a muerte, Martín perdía toda esperanza de


reencontrarse con la orquesta. Imaginaba a un plenario de ejecutivos mal encarados
aplicando la ley para los casos de incumplimiento. Al público podía verlo abandonando
la sala de conciertos, decepcionado, después de escuchar la absurda excusa. Nítidas eran
las caras de insatisfacción de Mr. Clark en su oficina, la de desaprobación de Craig y la
ofendida de los instrumentistas. ¡Se cumplía la profecía del sueño lacayo!!! La mente de
Martín se ocupaba únicamente de cosas feas. Cada hecho imaginado era más doloroso y
grotesco que el otro. En la volátil situación, un siseo sofocado avivaba el drama.
Aprovechando que el vehículo se había detenido en dirección hacia el Este, el pakistaní
había soltado el volante, oraba con fervor y comenzaba a frotar sus palmas. Por el espejo
retrovisor podían verse sus ojos pestañeando con una rapidez inaudita y la sonrisa de
crio inocente que había regresado a su rostro con mayor terneza. ¡La nueva tranca le había
devuelto la vida!

—¡Caminemos!
—¡Son 70 kilómetros!
—Un tren, ¡debe haber un tren por aquí! … ¡Los canales! Inglaterra está llena de canales,
busquemos una chalana, un bote, una carreta con bueyes, ¡algo!

Síntomas de demencia. Habría abrazado y besado a cualquier campesino que en ese


momento hubiese ofrecido su mula. Cómo envidiaba la libertad de los pájaros que
despegaban del borde de los mástiles y se dirigían a donde les daba la gana. Pero la mala
suerte había martillado ya los últimos clavos de aquel féretro negro, con nosotros adentro.

Un último mensaje de texto. «Mr. Clark. No llegaremos al ensayo. Estamos en otro


embotellamiento. Mil disculpas.

–No te preocupes Martín, el ensayo ha sido cancelado. Te esperamos para el concierto»

Nos encontrábamos ya en ese estado de mansedumbre en donde uno comienza a


agradecer más bien el hecho de estar vivo. El daño estaba consumado. Habría otras
oportunidades, no era el fin del mundo. Ahora el pakistaní sacaba semillas de una bolsita,
comía y se chupaba los dedos. Nos recordó que no habíamos comido en todo el día y casi
de inmediato comenzamos a escuchar el rugido de los intestinos reverberando por las
tuberías vacías. Todavía, a las dos y cuarenta, faltando cinco kilómetros para llegar a
Eastbourne, el taxista se confundió y en vez de cruzar a la izquierda, cruzó a la derecha,
en contra de las indicaciones del sistema de navegación.
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—¡Señor!!!!! ¡NO ES POR AQUÍ! ¡Por favor, tenemos diez minutos para llegar!
¿ENTIENDE??

Con el frenazo agresivo, los lentes del chófer saltaron al suelo. Tuvimos que ayudarle a
encontrarlos porque se quedó en la penumbra. Llegamos a las tres menos cinco. Detrás
de nosotros arribaron otros dos autos con dos trombonistas y un par de violinistas. No
éramos los únicos. Mientras avanzaba hacia el camerino, Martín pedía disculpas a los
músicos. El concierto comenzó a la hora exacta y la gran orquesta volvió a responder con
la misma vitalidad y en el mismo idioma que hablaba su ejecutante. Martin se sintió
perdonado en el pódium. Más tarde, junto a la puerta del camerino, el joven director
recibía sorprendido la visita de numerosos miembros de la orquesta que venían a
felicitarle —¿Viste Martín? ¡No hizo falta el ensayo! —Tienes talento. Tendrás una gran
carrera. —Fantástico concierto Martín, ¡Bravo!! —¡Felicitaciones! ¡Es raro que el segundo
concierto tenga la misma intensidad que el primero! ¡Bravísimo!! —¿Cuántos años dices
que tienes? —Veinte —¡Wow!! —Hemos disfrutado mucho. Esperamos que vuelvas
pronto. —Sí, me imagino el susto que habrás pasado. ¡La línea del sur es una desgracia!

Martín estaba delirando. Sólo le mortificaba el hecho de que ni su padre ni el manager se


encontraban allí escuchando los halagadores comentarios de los insignes músicos de la
Sociedad Filarmónica de Londres.

Oliver tenía retenido a Robert Craig en la sala de conciertos contándole lo sucedido. Al


despedirse el último de los músicos, Martín entró al camerino y comenzó a desvestirse.
Llamaron a la puerta —¡One moment! — Volvió a anudarse los cordones y fue a abrir.

—¡No lo puedo creer!!! … ¡Pero qué maravillosa sorpresa!!! … ¡Han venido al concierto!!!

Fue la mayor conmoción del día. Martín la abrazó y no quiso soltarla hasta que sintió que
Ariadna había desahogado todo su inmenso dolor. Conmovido y sin querer enterarse de
nada, la apartó por un instante de sus brazos para volver a verla y asegurarse de que no
soñaba. De sus ojos emanaban el quebranto de la viudez, y, a la vez, los destellos de luz
de una enamorada. Llevaba una falda elegante color beige, unas botas marrones de corte
alto y sus voluminosos anillos griegos. Tenía el cabello sujetado hacia un lado con una
peineta de azulejos que la hacía lucir aún más joven y escultural. Su perfume de nuevo
hacía levitar al joven director en un exotismo helénico.

—Ha sido un concierto maravilloso, Martín.

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Él tenía fuertes palpitaciones y no le salían las palabras; sonreía, pero su mirada seguía
angustiada, preguntando por el viejo maestro. De nuevo, los ojos de Ariadna se llenaron
de lágrimas.

—Fuimos a tu concierto en Praga, pero él no se sentía bien y al terminar tuvimos que


irnos con urgencia al hotel. Fue la única ocasión en mucho tiempo en la que accedió a
salir de casa. Habló mucho de ti a partir de entonces «—Aaah, ¡Por fin una luz en este mundo
de farsantes!» le imitó Ariadna y ambos rieron entre sollozos. —Pero, ¿cómo es que nadie
se enteró? —Me hizo prometer que su muerte sería un secreto entre los dos, ¡para no
darle el gusto a sus enemigos! — Martín miraba al vacío imaginándose con una sonrisa
ufana aquellas palabras sensatas en boca del maestro. —No puedo quedarme Martín.
Tengo el vuelo esta misma noche y no quiero llegar tarde al aeropuerto. Perdí el avión de
venida y por eso no pude estar anoche en el Royal Festival Hall. Sé que tu padre está aquí
y me gustaría conocerlo, pero será en una próxima ocasión.

Martín volvió a abrazarla y ella le despidió como siempre, posando sus bellas manos
sobre su rostro y besándole, esta vez no dos, sino tres veces, en cada mejilla y en la frente.

Coda

Eran las siete de la tarde y la intensidad de la vida ahora obraba sobre el mar y el
firmamento. Los colores del cielo se habían fundido en un cobrizo encendido. La ventisca
templada del norte, que ya había ahuyentado con sus ráfagas impertinentes a los pocos
visitantes de la playa, apresuraba el crepúsculo y despedía con urgencia la impronta de
un día inglés excepcional. Con salpicaduras procaces, las últimas olas teñían de máculas
la arena lunar, alejándose cada vez menos, pero dejando todavía tras de sí el burbujeante
desahogo de su espuma. Algunas gaviotas valientes continuaban suspendidas en el aire,
retando la turbulencia. En su mente, Martín seguía dirigiendo, indicaba entradas a la
orquesta, cantaba el allegretto grazioso. A pesar del frio, decidió caminar en contra del
viento para que este le ayudara a deshacerse de los vestigios de ansiedad que aún
horadaban en su sistema nervioso y de esa idea fija que le mantenía actuando en el

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pódium. No había nada más que abarcar, nada más que estudiar; no por ahora. ¿Era esto
posible? ¿Acaso era una opción desconectarse, abandonar sus obligaciones sin
remordimiento? Por fin dejó atrás los eventos de la jornada y logró enfocar su vista en el
vasto horizonte; pero entonces reaparecieron sus reflexiones acerca de sus constantes
confinamientos, que tantas veces le impedían disfrutar de momentos como aquel. Pensó
también en la casa triste de Annex, ahora sin Ambrus y sin Ariadna: sin música y sin
Baco, el abuelo huérfano. Se imaginaba a Ariadna despertando al día siguiente, feliz, en
algún rincón de Creta. Un coletazo de marea helada cubrió de pronto sus pies y le salpicó
el rostro. Martín volvió a la realidad, se quitó los zapatos, caminó descalzo por la arena
húmeda y fue entonces cuando pudo por fin sentir, en aquel templado istmo de la isla, el
mismo deslumbramiento que siente un niño cuando despierta en un lugar distinto al de
su casa.

Esa noche en el hotel, Martín especulaba acerca de cuál sería la próxima gran orquesta
«Este triunfo va a generar nuevas invitaciones». A los pocos días se hallaba otra vez en
brazos de su eterna aliada, bajo el encanto de su numen, gestando en su cabeza con delirio
renovado aquella nueva interpretación que por ahora apenas se atrevía a emocionarle,
pero que muy pronto estaría madura, fuerte y palpitante, lista para salir a escena y volver
a consagrarle.

II

La voz maternal subía y bajaba estremecida, buscando acoplarse a los serenos


movimientos de pulso agradable provenientes de aquel arcoíris audible que a él tanto le
inquietaba. Ella sufría esa noche los embates de un terremoto emocional. ¡Cómo saltaban
sus pálpitos! ¡y su sangre veloz irrigaba de manera espléndida, con la fuerza de un alud!
El mar amniótico fluctuaba y él se revolvía en sus olas picadas, intentando aparearse con
las consonancias, los armónicos y los ritmos que interactuaban al otro lado, de una forma
asombrosamente sincronizada. Sin querer perderse de nada, cambiaba de posición con
rapidez y procuraba acercarse a la corteza tierna y traslúcida que le protegía para poder
captar mejor. ¿Por qué a su fuente de vida le había dado esa noche por desafiar una
tormenta? ¿por qué había entregado su voz con tanta vehemencia? Entonces entendió
que los cantos dulces y delicados que ella emitía a mezzavoce eran los reservados para él.
Estos otros, intensos, extrovertidos, que se unían a otros del mismo carácter, estaban
destinados a aquellos desconocidos que, años más tarde comprobaría, tienen el privilegio

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de presenciar, de vez en cuando, ese orbe maravilloso en donde no bastan ni la inflexión
mesurada de la palabra ni la transparente dicción para mover los afectos.

¿Cómo escapar a ese otro cosmos? Su imaginación estallaba. Continuaba agitado,


estirando sus extremidades, absorbiendo con compulsión cada una de las dulces
resonancias, girando, buscando frenéticamente un puente de salida que pudiera llevarle
a esa otra dimensión desconocida. Los sonidos provenientes de aquel mundo audaz,
penetraban su piel delgada a través de los poros y pronto arribaban a su enigmático y
minúsculo cerebro convirtiéndose, antes de desvanecerse, en un caleidoscopio de
extraordinarias formas y siluetas flotantes. De esta manera comienza a esbozarse la
pequeña conciencia, a partir de esas exóticas sonoridades, intermitentes e inesperadas. Es
el despertar del pensamiento. La alternabilidad entre el sonido y el silencio; primera
referencia temporal: del silencio al sonido y del sonido al silencio, del vacío a las imágenes
y de las imágenes al vacío, única conexión posible entre el embrión y el universo exterior,
desde septiembre hasta junio, sin otra ley que interfiera, sin otra percepción que
intervenga. Es quizás la razón por la cual, sin explicación aparente, la música continúa
conmoviendo al individuo a lo largo de su vida, como si fuera una madre.

La hermosa mujer, atrapada en la colisión emotiva que genera la lucha en un solo cuerpo
de dos percepciones distintas de la realidad, reía, amaba, gozaba y lloraba la suya, pero
también la de su fecundidad. Esa noche danzaba con poco equilibrio y desconcentrada
de su canto se le iba el aire y la voz, confundía los textos, las notas y los latidos de ambos.
El contrapulso interno de aquella impetuosa y diminuta humanidad que amenazaba
también con salir a escena le hacía difícil seguir la coreografía. Isabel había logrado
disimular la pronunciada esfera ochomesina con un holgado vestuario, desafiando las
advertencias del médico y de algún modo su propio sentido común, decidida a vivir
aquella experiencia excepcional a toda costa. No imaginó que el galeno podría asistir al
concierto, como de hecho sucedió, y este último tampoco tuvo motivos para figurarse que
la mágica noche de zarzuela pudo haber sido interrumpida por el alboroto de un
prospecto de vida que estuvo a punto de romper la fuente. Todo lució normal en el
escenario. Al final, Isabel y Martín salieron del teatro sin ser descubiertos, y todavía como
una sola existencia. La velada musical continuó en su casa, entre arias, cantes y coplas
que siguieron avivando los sueños fantásticos de un alma seducida. Muy tarde, después
de cesar el último rumor de risas y voces desconocidas, Martín flotaba calmado; pero se
resistía aún a perderse en sus sueños prístinos; y se negó a reposar hasta que aparecieron
los primeros luceros del alba y hasta que Isabel, exhausta, cayó rendida en su lecho. Él,
con toda su fatiga, todavía esperó hasta que desapareciera el eco lejano de unas
campanadas de maitines que arrastraba el viento.

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