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Cuentos latinoamericanos cortos 2018

Julio Cortázar – “Instrucciones para llorar”

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de


llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el
escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe
semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una
contracción general del rostro y un sonido espasmódico
acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el
llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.
Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le
resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el
mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos
golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie,
nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando
ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con
la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del
cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.

FIN

Augusto Monterroso – “El grillo maestro”

Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del


invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula
en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar,
precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba
que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las
voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las
alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal
porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente
el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos
dulces y armoniosos.

Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy


sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de
que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.

FIN

Julio Torri – “Literatura”

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir


una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de
piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del
sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más
que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y
oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía
gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de
albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y
empavorecedores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público


indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su
hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían
cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin
triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo
fascinante, mágica, sobrenatural.

FIN

Macedonio Fernández – “Un paciente en disminución”

El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente


del doctor Terapéutica que ahora ya era sólo un pie. Extirpados
sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón,
un pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a
llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie del señor
Ga, que lo mandaba llamar.

El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y “meneando


con grave modo” la cabeza resolvió:
-Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte
necesario, a un cirujano.

FIN

Enrique Anderson Imbert – “El suicida”

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el


versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al
juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.

¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó


de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver
contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién,
cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas
por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro
balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en
momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían
alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus


cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando
cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía
limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el
agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el


tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres
acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.

FIN
Juan José Arreola – “Dulcinea”

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un


hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió
el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada
vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos
fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas,
que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de
hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al
anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento
y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven
mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía


enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un
pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó
corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o
cuatro zapatetas en el aire.

Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la


puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento
cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un rostro
polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un
destello inútil ante la tumba del caballero demente.

FIN

Gabriel García Márquez – “La Historia se repite”

Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena.


Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de “Quiero
que me traigas”, y pasábamos contando los días con un aparato
que llamábamos “Ya solo faltan”.

Y cada mañana nos asomábamos a ver cuantos días faltaban para


Navidad.

Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían


eternas y pasaban llenas de advertencias de “Si no te portas bien”.

Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de


compras, llenábamos de focos nuestro pino hasta que, por fin,
llegaba la anhelada Nochebuena.

La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los


regalos, las ilusiones se volvían realidad y, por un momento,
olvidábamos el verdadero significado de la Navidad.

Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los


hijos, que pasan los días redactando borradores de tiernas cartas
con una imaginación sin límites. Piden, piden y piden: juguetes,
pelotas, muñecas, “O lo que me quieras traer”.

Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos


nos llena de esperanza y nos permite convivir con la familia
regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos, brindando por
nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en
nuestras derrotas y tratando de entendernos.

¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es


llamando al que está lejos, olvidando rencores tontos y
resentimientos necios… amando y perdonando!

FIN

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