Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de
llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
FIN
Augusto Monterroso – “El grillo maestro”
Allá en tiempos muy remotos, un día de los más calurosos del
invierno, el Director de la Escuela entró sorpresivamente al aula en que el Grillo daba a los Grillitos su clase sobre el arte de cantar, precisamente en el momento de la exposición en que les explicaba que la voz del Grillo era la mejor y la más bella entre todas las voces, pues se producía mediante el adecuado frotamiento de las alas contra los costados, en tanto que los pájaros cantaban tan mal porque se empeñaban en hacerlo con la garganta, evidentemente el órgano del cuerpo humano menos indicado para emitir sonidos dulces y armoniosos.
Al escuchar aquello, el Director, que era un Grillo muy viejo y muy
sabio, asintió varias veces con la cabeza y se retiró, satisfecho de que en la Escuela todo siguiera como en sus tiempos.
FIN
Julio Torri – “Literatura”
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir
una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público
indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.
FIN
Macedonio Fernández – “Un paciente en disminución”
El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente
del doctor Terapéutica que ahora ya era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie del señor Ga, que lo mandaba llamar.
El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y “meneando
con grave modo” la cabeza resolvió: -Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte necesario, a un cirujano.
FIN
Enrique Anderson Imbert – “El suicida”
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el
versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó
de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus
cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien. Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el
tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
FIN Juan José Arreola – “Dulcinea”
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un
hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos. En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía
enfrente, se echó en pos a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire.
Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la
puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.
FIN
Gabriel García Márquez – “La Historia se repite”
Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena.
Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de “Quiero que me traigas”, y pasábamos contando los días con un aparato que llamábamos “Ya solo faltan”.
Y cada mañana nos asomábamos a ver cuantos días faltaban para
Navidad.
Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían
eternas y pasaban llenas de advertencias de “Si no te portas bien”.
Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de
compras, llenábamos de focos nuestro pino hasta que, por fin, llegaba la anhelada Nochebuena.
La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los
regalos, las ilusiones se volvían realidad y, por un momento, olvidábamos el verdadero significado de la Navidad.
Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los
hijos, que pasan los días redactando borradores de tiernas cartas con una imaginación sin límites. Piden, piden y piden: juguetes, pelotas, muñecas, “O lo que me quieras traer”.
Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos
nos llena de esperanza y nos permite convivir con la familia regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos, brindando por nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en nuestras derrotas y tratando de entendernos.
¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es
llamando al que está lejos, olvidando rencores tontos y resentimientos necios… amando y perdonando!