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ANTOLOGÍA DE MITOS, LEYENDAS

Y FÁBULAS
Mito del maíz

Cuentan que antes de la llegada de


Quetzalcóatl, los aztecas sólo comían raíces y animales
que cazaban.

No tenían maíz, pues este cereal tan alimenticio


para ellos, estaba escondido detrás de las montañas.

Los antiguos dioses intentaron separar las


montañas con su colosal fuerza pero no lo lograron.

Los aztecas fueron a plantearle este problema a


Quetzalcóatl.

-Yo se los traeré- les respondió el dios.

Quetzalcóatl, el poderoso dios, no se esforzó en vano en


separar las montañas con su fuerza, sino que empleó su astucia.

Se transformó en una hormiga negra y acompañado de


una hormiga roja, marchó a las montañas.

El camino estuvo lleno de dificultades, pero Quetzalcóatl


las superó, pensando solamente en su pueblo y sus necesidades
de alimentación. Hizo grandes esfuerzos y no se dio por vencido
ante el cansancio y las dificultades.

Quetzalcóatl llegó hasta donde estaba el maíz, y como


estaba trasformado en hormiga, tomó un grano maduro entre sus
mandíbulas y emprendió el regreso. Al llegar entregó el prometido
grano de maíz a los hambrientos indígenas.

Los aztecas plantaron la semilla. Obtuvieron así el maíz que desde entonces sembraron y cosecharon.

El preciado grano, aumentó sus riquezas, y se volvieron más fuertes, construyeron ciudades, palacios,
templos…Y desde entonces vivieron felices.

Y a partir de ese momento, los aztecas veneraron al generoso Quetzalcóatl, el dios amigo de los
hombres, el dios que les trajo el maíz.
La Llorona (leyenda azteca)
Los cuatros sacerdotes aguardaban expectantes.

Sus ojillos vivaces iban del cielo estrellado en donde señoreaba la gran luna blanca, al espejo
argentino del lago de Texcoco, en donde las bandadas de patos silenciosos bajaban en busca de los
gordos ajolotes.

Después confrontaban el movimiento de las constelaciones estelares para determinar la hora, con
sus profundos conocimientos de la astronomía.

De pronto estalló el grito…

Era un alarido lastimoso, hiriente, sobrecogedor. Un sonido agudo como escapado de la garganta
de una mujer en agonía. El grito se fue extendiendo sobre el agua, rebotando contra los montes y
enroscándose en las alfardas y en los taludes de los templos, rebotó en el Gran Teocali dedicado al Dios
Huitzilopochtli, que comenzara a construir Tizoc en 1481 para terminarlo Ahuizotl en 1502 si las crónicas
antiguas han sido bien interpretadas, y pareció quedar flotando en el maravilloso palacio del entonces
Emperador Moctezuma Xocoyótzin.

—Es Cihuacoatl! —exclamó el más


viejo de los cuatro sacerdotes que
aguardaban el portento.

—La Diosa ha salido de las aguas y


bajado de la montaña para prevenirnos
nuevamente—, agregó el otro interrogador
de las estrellas y la noche.

Subieron al lugar más alto del templo


y pudieron ver hacia el oriente una figura
blanca, con el pelo peinado de tal modo
que parecía llevar en la frente dos
pequeños cornezuelos, arrastrando o
flotando una cauda de tela tan vaporosa
que jugueteaba con el fresco de la noche plenilunar.

Cuando se hubo opacado el grito y sus ecos se perdieron a lo lejos, por el rumbo del señorío de
Texcocan todo quedó en silencio, sombras ominosas huyeron hacia las aguas hasta que el pavor fue roto
por algo que los sacerdotes primero y después Fray Bernandino de Sahagún interpretaron de este modo:

“…Hijos míos… amados hijos del Anáhuac, vuestra destrucción está próxima….”

Venía otra sarta de lamentos igualmente dolorosos y conmovedores, para decir, cuando ya se
alejaba hacia la colina que cubría las faldas de los montes:

“…A dónde iréis…. a dónde os podré llevar para que escapéis a tan funesto destino…. hijos míos,
estáis a punto de perderos…”

Al oír estas palabras que más tarde comprobaron los augures, los cuatro sacerdotes estuvieron de
acuerdo en que aquella fantasmal aparición que llenaba de terror a las gentes de la gran Tenochtitlán,
era la misma diosa Cihuacoatl, la deidad protectora de la raza, aquella buena madre que había heredado
a los dioses para finalmente depositar su poder y sabiduría en Tilpotoncátzin, en ese tiempo poseedor de
su dignidad sacerdotal.

El emperador Moctezuma Xocoyótzin se atusó el bigote ralo que parecía escurrirle por la comisura
de sus labios, se alisó con una mano la barba de pelos escasos y entrecanos y clavó sus ojillos vivaces
aunque tímidos, en el viejo códice dibujado sobre la atezada
superficie de amatl y que se guardaba en los archivos del imperio,
tal vez desde los tiempos de Itzcoatl y Tlacaelel.

El emperador Moctezuma, como todos los que no están


iniciados en el conocimiento de la hierática escritura, sólo miraba
con asombro los códices multicolores, hasta que los sacerdotes,
después de hacer una reverencia, le interpretaron lo allí escrito.

—Señor, —le dijeron—, estos viejos anuales nos hablan de


que la diosa Cihuacoatl aparecerá según el sexto pronóstico de los
agoreros, para anunciarnos la destrucción de vuestro imperio.

Dicen aquí los sabios más sabios y más antiguos que


nosotros, que hombres extraños vendrán por el Oriente y
sojuzgarán a tu pueblo y a ti mismo, y tú y los tuyos serán de
muchos lloros y grandes penas, y que tu raza desaparecerá
devorada y nuestros dioses humillados por otros dioses más
poderosos.

— ¿Dioses más poderosos que nuestro Dios Huitzilopochtli, y que el Gran Destructor Tezcatlipoca
y que nuestros formidables dioses de la guerra y de la sangre? —preguntó Moctezuma bajando
la cabeza con temor y humildad.
— Así lo dicen los sabios y los sacerdotes más sabios y más viejos que nosotros, señor. Por eso
la diosa Cihuacoatl vaga por el anáhuac lanzando lloros y arrastrando penas, gritando para que
oigan quienes sepan oír, las desdichas que han de llegar muy pronto a vuestro Imperio.
Moctezuma guardó silencio y se quedó pensativo, hundido en su gran trono de alabastro y
esmeraldas; entonces los cuatro sacerdotes volvieron a doblar los pasmosos códices y se retiraron
también en silencio, para ir a depositar de nuevo en los archivos imperiales, aquello que dejaron escrito
los más sabios y más viejos.

Por eso desde los tiempos de Chimalpopoca, Itzcoatl, Moctezuma, Ilhuicamina, Axayácatl, Tizoc y
Ahuizotl, el fantasmal augur vagaba por entre los lagos y templos del Anáhuac, pregonando lo que iba a
ocurrir a la entonces raza poderosa y avasalladora.

Al llegar los españoles e iniciada la conquista, según cuentan los cronistas de la época, una mujer
igualmente vestida de blanco y con las negras crines de su pelo tremolando al viento de la noche,
aparecía por el sudoeste de la capital de la Nueva España y tomando rumbo hacia el oriente, cruzaba
calles y plazuelas como al impulso del viento, deteniéndose ante las cruces, templos y cementerios y las
imágenes iluminadas por lámparas votivas en pétreas hornacinas, para lanzar ese grito lastimero que
hería el alma.

—Aaaaaaaay mis hijos… Aaaaaaay aaaaaaay!— El lamento se repetía tantas veces, como horas
tenía la noche, la madrugada en que la dama de vestiduras vaporosas jugueteando al viento, se detenía
en la Plaza Mayor y mirando hacia la Catedral musitaba una larga y doliente oración, para volver a
levantarse, lanzar de nuevo su lamento y desaparecer sobre el lago, que entonces llegaba hasta las
goteras de la ciudad y cerca de la traza.

Jamás hubo valiente que osara interrogarla. Todos convinieron en que se trataba de un fantasma
errabundo que penaba por un desdichado amor, bifurcando en mil historias los motivos de esta aparición
que se transplantó a la época colonial.

Los románticos dijeron que era una pobre mujer engañada, otros que una amante abandonada con
hijos, hubo quienes bordaron la consabida trama de un noble que engaña y que abandona a una
hermosa mujer sin linaje.

Lo cierto es que desde entonces se le bautizó como “La llorona”, debido al desgarrador lamento
que lanzaba por las calles de la Capital de Nueva España y que por muchos lustros constituyó el más
grande temor callejero, pues toda la gente evitaba salir de su casa y menos recorrer las penumbrosas
callejas coloniales cuando ya se había dado el toque de queda.

Muchos timoratos se quedaron locos y jamás olvidaron la horrible visión de “La llorona”, hombres y
mujeres “se iban de las aguas” y cientos y cientos enfermaron de espanto.

Poco a poco y al paso de los años, la leyenda de La Llorona, rebautizada con otros nombres,
según la región en donde se aseguraba que era vista, fue tomando otras nacionalidades y su presencia
se detectó en el sur de nuestra insólita América en donde se asegura que todavía aparece fantasmal,
enfundada en su traje vaporoso, lanzando al aire su terrífico alarido, vadeando ríos, cruzando arroyos,
subiendo colinas y vagando por cimas y montañas.

La Creación del Mundo (leyenda maya)

Antiguamente, no había sobre la tierra ningún


hombre, ningún animal, ni árboles, ni piedras.
No había nada. Esto no era más que una vasta
extensión desolada y sin límites, recubierta por las
aguas.
En el silencio de las tinieblas vivían los dioses
Tepeu, Gucumats y Huracán. Hablaban entre ellos
y se pusieron de acuerdo sobre lo que debían
hacer.
Hicieron surgir la luz que iluminó por primera vez la tierra.
Después el mar se retiró, dejando aparecer las tierras que podrían ser cultivadas, donde los
árboles y las flores crecieron.
Dulces perfumes se elevaron de las selvas nuevas creadas.
Los dioses se regocijaron de esta creación. Pero pensaron que los árboles no debían quedar sin
guardianes ni servidores. Entonces ubicaron sobre las ramas y junto a los troncos toda suerte de
animales.
Pero éstos permanecieron inmóviles hasta que los dioses les dieron órdenes:
-Tú, tu irás a beber en los ríos. Tú, tu dormirás en las grutas. Tu marcharás en cuatro patas y un
día tu espalda servirá para llevar cargas. Tú, pájaro, vivirás en los árboles y volarás por los aires sin
tener miedo de caer.
Los animales hicieron lo que se les había ordenado.
Los dioses pensaron que todos los seres vivientes debían ser sumisos en su entorno natural,
pero no debían vivir en el silencio; porque el silencio es sinónimo de desolación y de muerte.
Entonces les dieron la voz.
Pero los animales no supieron más que gritar, sin expresar ni una sola palabra inteligente.
Entristecidos, los dioses formaron consejo y después se dirigieron a los animales:
- Porque ustedes no han tenido conciencia de quiénes somos, serán condenados a vivir en el
temor a los otros. Se devorarán los unos a los otros sin ninguna repugnancia. Escuchando eso, los
animales intentaron hablar. Pero sólo gritos salieron de sus gargantas y sus hocicos.
Los animales se resignaron y aceptaron la sentencia: pronto serían perseguidos y sacrificados,
sus carnes cocidas y devoradas por los seres más inteligentes que iban a nacer.
El Dorado (leyenda muisca)
El rey de Guatavita cayó profundamente
enamorado de una bonita mujer joven de la
tribu vecina.
La esposó y tuvieron una hija.
Pero el rey se consagró mucho a su función,
dejándose ir al libertinaje, engañando y
olvidando a su esposa. Esta, sintiéndose
abandonada se desesperaba.
Sin embargo, los dos esposos amaban
profundamente a su hija.
Un día, en una gran fiesta, la reina se enamoró de un bello y joven guerrero. Enamorados uno del otro,
comenzaron a exhibirse mofándose de la vigilancia del rey.
Estos encuentros ilegítimos terminaron por ser conocidos por aquel que no tardó en sorprenderles.
El guerrero fue hecho prisionero y sometido a terribles torturas, hasta que se le quitó el corazón antes de
empalarlo.
Esa misma noche se organizó una gran fiesta en honor de la soberana.
En el curso de la comida se le ofreció un plato refinado, el corazón de un animal salvaje. La reina lo miró con
desconfianza, después se dio cuenta con horror que estaba ahí un pedazo de su amante.
De repente, el ambiente festivo dejó lugar a un gran silencio cuando resonó el grito de terror de la reina. El tinte
pálido como una muerta y el corazón magullado, fue a buscar a su hija antes de hundirse precipitadamente en
las tinieblas. Sin reflexionar un solo instante, se tiró
en la laguna sagrada de Guatavita.
Los sacerdotes se apresuraron a transmitir la noticia
al monarca ebrio que, loco de dolor, corrió a la laguna
comprendiendo cuánto amaba a esta mujer y cómo
ella lo había hecho feliz antes.
El corazón lleno de llanto, ordenó a los sacerdotes
recuperar el cuerpo de su esposa. Éstos revelaron
que la reina vivía feliz en una casa submarina con una
serpiente que estaba enamorada de ella.
Angustiado, el rey reclamó que le trajeran al menos a
su hija. Los sacerdotes la trajeron y pudieron
constatar que ella no tenía más los ojos. Entonces el padre decidió devolverla a su madre.
El rey inconsolable perdonó a su esposa prometiéndole ofrendas para que ella tuviese en el más allá la dicha
que había conocido tan brevemente a su lado.
Los sacerdotes, los intermediarios entre los hombres y la diosa de las aguas (la antigua reina), vivían en el borde
de la laguna esperando su próxima aparición, una noche de luna llena.
Los chibchas hicieron de la laguna de Guatavita (formando un círculo casi perfecto) un lugar de culto donde se le
hacía ofrendas de figuras de oro y esmeraldas a la diosa tutelar. Ella, en forma de serpiente, surgía de las aguas
para recordar al pueblo la promesa de tesoros que se le había hecho. Las ofrendas se hicieron más y más
numerosas a fin de calmar el dolor del rey.
Leyenda de Hunuc Huar (Leyenda Huarpe)

Cuentan los huarpes que el primer poblador de los territorios


de Cuyo fue Hunuc. Hijo de la montaña y del sol. Hunuc era libre de
disfrutar de todo lo que la naturaleza le ofrecía en su generosidad. Sin
embargo llegó un día en que un deseo irrefrenable comenzó a
carcomerle el corazón: anhelaba ser amado por otro ser.

Tan intenso era su deseo que consultó a todos los animales. El guanaco, animal observador, le
dijo que lo que le hacía falta era una hembra, tal como tenían todas las especies, con quien pudiese tener
cría. Hunuc comprendió que era un buen consejo y de inmediato se puso en camino para hablar con sus
padres.

Claro que no era sencillo dar con ellos. Tras una larga y agotadora caminata alcanzó la base del
cerro Mercedario. Paso a paso hubo de subir hasta la cima donde encontró al viento Zonda. Fue el viento
quien le susurró que si quería hablar con su madre, la Montaña, debía escalar hasta la cima del
Aconcagua. Allí encontraría al cóndor milenario al que debía pedirle que lo llevara montado sobre él
hasta la precordillera.

Hunuc obedeció los consejos del Zonda y al llegar a lo más alto de la precordillera invocó a su
madre. Compadecida de la tristeza de su hijo la Madre Montaña le explicó que poco podía hacer ella. El
único modo era convencer a Xumuc, su padre el Sol, y pedirle que se fundiera con Chuma (la Luna) en un
gran eclipse. Solo así nacería una axe (una mujer). Así fue como nació Huar, la primera axe en la tierra.
Apenas conocerse se enamoraron, jurándose amor eterno. Ese amor llenó de alegría al mundo,
hasta que muchos años más tarde el milagro y la tragedia alcanzaron a la feliz pareja. Sucedió que Huar
quedó embarazada. Esto no estaba en los planes de Xumuc (el Sol) quien al enterarse, ardiendo de
inexplicable cólera, obligó a la pareja a elegir entre la vida de su hijo o la de ellos. Transidos de dolor, los
padres optaron por la vida del hijo y así fue como un día Huar dio a luz a su primer hijo al que
llamaron Huarpe. Apenas si tuvieron tiempo de enseñarle a adorar a la Montaña y al Sol antes de alejarse
para morir en una zona desierta, lejos del pequeño.
Con grandes dificultades creció el niño abandonado a su suerte antes que Chuma, la Luna; y
Xumuc, el Sol, se compadecieran y decidieran enviarle a una de las hijas de la luna y de Venus como
compañera. Ella fue la primera mujer Huarpe. De esta pareja nació la etnia Huarpe.

Cuando la Madre Montaña supo lo sucedido con Hunuc y Huar, se enfureció con Xumuc y le
exigió que remediara el daño. Xumuc arrepentido de su cólera ciega, permitió que Hunuc y Huar subieran
de las profundidades de la muerte a lo alto, mientras sus almas se fundían y metamorfoseaban en el
dios Hunuc Huar, protector desde entonces de sus hijos los Huarpes. Dicen que mientras esto sucedía el
sol lloró desconsolado y sus lágrimas dieron forma a las lagunas de Guanacache, lugar sagrado desde
entonces para los Huarpes.
Leyenda del ñandú
(leyenda huarpe)

Hace muchos,
muchísimos años, habitaba en
tierras mendocinas una gran tribu
de indígenas muy hospitalarios y
trabajadores. Ellos vivían en paz, pero un buen día se enteraron de que del otro lado de la cordillera y desde el
norte de la región se acercaban aborígenes feroces y aguerridos.
Pronto, los invasores rodearon la tribu de los pacíficos indígenas, quienes decidieron pedir ayuda a un
pueblo amigo que vivía en el este. Pero para llevar la noticia era necesario pasar a través del cerco de los
invasores, y ninguno se animaba a hacerlo.
Por fin, un muchacho como de veinte años, fuerte y ágil, que se había casado con una joven de su tribu
no hacía más de un mes, se presentó ante su jefe. Resuelto a todo, se ofreció a intentar la aventura, y después
de recibir una cariñosa despedida de toda la tribu, muy de madrugada, partió en compañía de su esposa.
Marchando con el incansable trotecito indígena, marido y mujer no encontraron sino hasta el
segundo día las avanzadas enemigas.
Sin separarse ni por un momento y confiados en sus ágiles piernas, corrían, saltaban, evitaban los lazos
y boleadoras que los invasores les lanzaban. Perseguidos cada vez de más cerca por los feroces guerreros,
siguieron corriendo siempre, aunque muy cansados, hacia el naciente. Y cuando parecía que ya iban a ser
atrapados, comenzaron a sentirse más livianos; de pronto se transformaban. Las piernas se hacían más
delgadas, los brazos se convertían en alas, el cuerpo se les cubría de plumas. Los rasgos humanos de los dos
jóvenes desaparecieron, para dar lugar a las esbeltas formas de dos aves de gran tamaño. Quedaron
convertidos en lo que, con el tiempo, se llamó ñandú.
A toda velocidad, dejando muy atrás a sus perseguidores, llegaron a la tribu de sus amigos. Estos,
alertados, tomaron sus armas y se pusieron en marcha rápidamente. Sorprendieron a los invasores por
delante y por detrás, y los derrotaron, obligándolos a regresar a sus tierras.
Y así cuenta la leyenda que apareció el ñandú sobre la Tierra.

Leyenda del origen de la papa (cultura mochica)


Cuenta una vieja leyenda andina que los hombres cultivadores de la quinua dominaron durante muchos años
a los pueblos de las tierras altas y, a fin de dejarlos morir lentamente, les fueron disminuyendo la ración de
alimentos para ellos y sus hijos.
Ya al borde de la muerte los pobres clamaron al cielo y Dios les entregó unas semillas carnosas y redondeadas,
las cuales, después de sembradas, se convirtieron en hermosas matas que tiñeron de morado las gélidas
punas con sus flores. Los dominadores no se opusieron al cultivo, con la mañosa esperanza de cosecharlo
todo para ellos, llegada la oportunidad. En efecto, cuando las plantas se amarillaron y los frutos parecieron
maduros, los opresores segaron los campos y se llevaron todo lo que juzgaron era una óptima cosecha.
Desconsolados y moribundos de hambre, los vencidos pidieron otra vez clemencia al cielo y una voz les dijo
desde las alturas: “Remuevan la tierra y saquen los frutos, que allí los he escondido para burlar a los hombres
malos y enaltecer a los buenos".
Y así fue, debajo del suelo estaban las hermosas papas, que
fueron recogidas y guardadas en estricto secreto. Cada
mañana, los hombres de las punas añadieron a su dieta
empobrecida una porción de papas y pronto se restablecieron,
cobraron fuerzas y atacaron a los invasores que, viéndose
vencidos, huyeron para no regresar jamás a perturbar la paz de
las montañas."
EL REY DE LOS
GUANACOS (leyenda
calchaquí)

Dicen que dicen... que aquí en


Argentina hay lugares en que la magia parece
estar impresa en muchos de ellos. Sin lugar a
dudas, los valles calchaquíes es uno de esos
sitios en que la magnificencia del creador ha
puesto sus manos especialmente.
En tan generoso lugar, rodeado de
montañas, pastizales y bosques residía Huachi,
jefe de una de las tribus de la comarca. Él era
cazador y tenía un hijo, Kakuy. El jovencito era
su primogénito orgullo y estaba tan satisfecho de su comportamiento que solía llevarlo en sus correrías de
caza para enseñarle todos los secretos y habilidades en el arte de la cacería del guanaco.
Un día, antes de partir, padre e hijo hacían como de costumbre sus ofrendas a la Madre tierra. Ellos
pedían su protección a la Pachamama, para que les dejase conseguir suficientes animales para poder
alimentar a su comunidad. Pero, en medio de la ceremonia, la mismísima Pachamama se hizo presente
haciéndoles un muy especial pedido, ella les solicitó que cazaran solo un macho por día, pues debían
resguardar la especie. Y les advirtió que de no cumplir su deseo, el castigo sería ejemplar. Antes de retirarse
les hizo otra advertencia: - No maten por matar. Huachi y kakuy asentían con sus cabezas entre sorprendidos
y asustados.
Cuando la noche llegó y mientras Huachi avivaba el fuego para que Kakuy entibiara su sueño, por
entre los cerros vio aparecer la silueta de un hermoso y enorme guanaco. Olvidándose del pedido que les
hiciese la Pachamama, Huachi dejó a su hijo durmiendo y comenzó la persecución para apresar al animal. A
poco de andar lo divisó, era un ejemplar espectacular, jamás había visto uno igual, lo persiguió un largo rato,
sin embargo, fue imposible darle caza.
Decepcionado, decidió volver al lado de su hijo, pero el muchacho ya no estaba en el refugio. El temor
y la desesperación se apoderaron de Huachi. La culpa por haberlo dejado solo le carcomía las entrañas.
Decidió buscarlo, sus gritos hacían ecos interminables entre las escarpadas montañas, gritó su nombre tantas
veces que solo consiguió quedarse sin voz. Al no poderlo hallarlo, regresó a su comunidad en busca de ayuda.
Por más que lo buscaron por cielo y tierra, el jovencito nunca más volvió y Huachi nunca más volvió a
cazar, la tristeza infinita habitaba su corazón de padre; él se sabía culpable por haber incumplido su promesa.
Cierta tarde, cuando el sol primaveral entibiaba el ambiente, Huachi junto a un grupo de otros
cazadores fueron cubiertos por una espesísima bruma, por esto decidieron refugiarse tras las cumbres. Desde
allí pudo divisarlo, era un guanaco colosal, todo blanco y sobre sus ancas, montándolo se encontraba Kakuy, el
rey de los guanacos.
Desde entonces, las montañas son su reino y según juran algunos cazadores lo han visto liderar la
manada.
Leyenda del Viento Zonda
“En tiempos muy lejanos, antes de la llegada de los españoles habitaba una tribu de huarpes muy dispuesta
para la labranza de sus chacras, como aficionada a la caza y la recolección de frutos del campo. En sus
pequeñas parcelas sembraban maíz, papa, zapallo, porotos y un grano pequeño y muy nutritivo llamado
quínoa.

Era gusto ver en primavera cómo verdeaban las sementeras regadas por las acequias, que repartían
prolijamente entre los surcos el agua, llevándola a la raíz misma de cada plantita. Y en el verano tata Inti,
dador de toda vida, caldeaba la tierra y los huarpes celebraban el milagro del fruto maduro. Hunuc Huar
bendecía año tras año el trabajo fecundo de los hombres y las mujeres del valle.

También en el verano recogían otros frutos silvestres como un regalo de la Pachamama. Pero no sólo plantas
había, sino también abundantes animales -choiques, guanacos, quirquinchos, vizcachas, perdices y toda clase
de aves- que los hombres cazaban para su alimentación. Arcos, flechas y también boleadoras esgrimían los
hombres en sus partidas de caza.

Uno de estos cazadores, el joven Gilanco, sobresalía entre todos por su destreza y valentía y gustaba de
jactarse de lo poderoso que era con sus flechas frente a una tropilla de guanacos. Un atardecer, luego de una
jornada de matanza innecesaria y mientras descansaba frente a una roca, se le apreció la mismísima
Pachamama que envuelta en un viento le habló así:

-Gilanco, gran cazador, los animales que he puesto sobre la tierra sirven a la vida de los hombres, pero si
sigues matando llegará el día en que desaparecerán para siempre y no habrá carne para tu alimento, ni pieles
para cubrirte, y faltarán también otros animales y plantas cuya existencia depende de los guanacos. La vida es
una larga cadena en la que los animales, las plantas y el hombre son eslabones que no deben romperse pues
peligra todo el ciclo de la vida sobre la tierra.

Dicho esto la Madre Tierra desapareció, siempre envuelta en un viento. El atardecer había avanzado y
Gilanco, mientras bajaba de los cerros rumbo a su aldea en el valle, pensaba sobre lo ocurrido.

Muchas lunas pasaron y el cazador iba olvidando la advertencia de la Pachamama, hasta que un día,
aguijoneado por su vanidad y soberbia, volvió a la cacería impiadosa. Tanta era su imprudencia que no sólo no
se conformó con matar guanacos sino que la emprendió también con todo bicho que caminaba sobre la
tierra.

Cierto día, al finalizar la jornada de caza y mientras descansaba feliz, el cazador vio con sorpresa que envuelta
en un viento apareció nuevamente la Pachamama para hablar de esta manera:

- Mandaré sobre tu pueblo un viento arrastrado que ahogará en polvo a la gente, tan caliente que incendiará
los campos y las chacras, tan veloz y poderoso que volará los ranchos, tan malsano que morirán los viejos y
enloquecerán los jóvenes. Este es el castigo. Al instante la Madre Tierra desapareció y comenzó a soplar … el
Zonda”.

Versión de esta leyenda rescatada de la tradición oral por Osvaldo Rodríguez Flores. Cuentos y leyendas de
la tradición cuyana
LEYENDA DEL PUENTE DEL INCA
Un día, el joven Inca, gobernador del
Imperio, cayó enfermo. Se trataba de una
enfermedad rara, desconocida para la
mayoría de los médicos y sacerdotes
incas. Pero hubo uno que sabía que
existía una planta que tenía las
propiedades justas para sanar al
emperador. Esta planta se encontraba a
miles de kilómetros al sur de Cuzco,
capital del imperio, por lo que decidieron
recorrer el camino y llevar al Inca para
sanarlo.
A la mañana siguiente emprendieron el
viaje. La expedición recorrió los caminos
de piedra que habían fabricado los incas,
y que comunicaba al imperio. Así
cruzaron montañas, bosques y ríos. Pero
al llegar a los confines de su territorio, tuvieron que desviarse del camino y continuar la travesía por caminos
cada vez más duros y difíciles.
Mientras tanto, el joven emperador empeoraba de su enfermedad y ya no podía casi mantenerse en pie. Los
sacerdotes, los médicos, los guerreros y amigos que lo acompañaban estaban cada vez más preocupados,
aunque ninguno perdía las esperanzas.
Llegó un día que alcanzaron la orilla de un caudaloso río de montaña, que sabían debían bordear, porque este
los llevaba hasta las plantas medicinales, por lo que, un poco más aliviados, continuaron su camino siguiendo
las aguas que corrían furiosas.
Siguieron caminando algunos días más hasta que se encontraron con una abrupta vuelta que daba el río, y
que les impedía continuar su peregrinación por esa margen. Debían cruzar el río, pero parecía imposible.
Incluso el agua estaba en ese punto aún más caudalosa, por lo que hubiera sido un suicidio intentar cruzar a
nado.
Los incas estaban cansados y desanimados, por lo que decidieron esperar y organizar expediciones para
establecer la mejor manera de cruzar al otro lado. Sin embargo, luego de recorrer la zona, nadie pudo
establecer un punto de paso para continuar la marcha, por lo que tuvieron que decidir qué hacer.
Ese atardecer, mientras estaban todos reunidos en rededor del Inca, decidieron, con un gran pesar en sus
corazones, volver a la capital del imperio. Todos, incluido el emperador, sabían que habían hecho lo posible,
pero que ese era el final. Un gran amor unía a esos hombres que no podían dejar de sentir una sincera
tristeza por el fracaso de su misión.
Pero Inti, el dios sol, había estado observando desde las alturas la odisea de estos hombres desde su partida
de Cuzco, y no podía dejar de sentir admiración ante el esfuerzo realizado por esos hijos suyos que habían
recorrido miles de kilómetros impulsados por el amor que le tenían a su monarca. Esa noche Inti habló
con Mama Quilla, la luna, y entre los dos decidieron ayudarlos.
Cuando al otro día los expedicionarios se despertaron para emprender el regreso, vieron sorprendidos un
hermoso puente que cruzaba de lado a lado del río, y que les indicaba un nuevo camino a recorrer. Los
hombres apenas pudieron contener su emoción, y entre lágrimas y gritos de alegría, agradecieron a Inti y a
Mama Quilla por su bondad. Entonces cruzaron el río entre cantos y alabanzas para continuar con su misión.
A los pocos días llegaron donde estaban las plantas medicinales y pudieron salvarle la vida al monarca, que
pudo gobernar por muchos años más en el imperio.
Desde entonces, el puente del Inca continúa admirando a quien lo visita, que puede observar y tocar la obra
del Sol, tal como la creó.
La cigarra y la hormiga

Un caluroso verano, una cigarra cantaba sin parar debajo de un árbol. No tenía ganas de trabajar; sólo
quería disfrutar de sol y cantar, cantar y cantar.

Un día pasó por allí una hormiga que llevaba a cuestas un grano de trigo muy grande. La cigarra se burló de
ella:

-¿Adónde vas con tanto peso? ¡Con el buen día que hace, con tanto calor! Se está mucho mejor aquí, a la
sombra, cantando y jugando. Estás haciendo el tonto, ji, ji, ji se rió la cigarra -. No sabes divertirte...

La hormiga no hizo caso y siguió su camino silenciosa y fatigada; pasó todo el verano trabajando y
almacenando provisiones para el invierno. Cada vez que veía a la cigarra, ésta se reía y le cantaba alguna
canción burlona:

-¡Qué risa me dan las hormigas cuando van a trabajar! ¡Qué risa me dan las hormigas porque no pueden
jugar! Así pasó el verano y llegó el frío.

La hormiga se metió en su hormiguero calentita, con comida suficiente para pasar todo el invierno, y se
dedicó a jugar y estar tranquila.

Sin embargo, la cigarra se encontró sin casa y sin comida. No tenía nada para comer y estaba helada de frío.
Entonces, se acordó de la hormiga y fue a llamar a su puerta.

Señora hormiga, como sé que en tu granero hay provisiones de sobra, vengo a pedirte que me prestes algo
para que pueda vivir este invierno. Ya te lo devolveré cuando me sea posible.

La hormiga escondió las llaves de su granero y respondió enfadada:

-¿Crees que voy a prestarte lo que me costó ganar con un trabajo inmenso? ¿Qué has hecho, holgazana,
durante el verano?

- Ya lo sabes - respondió apenada la cigarra -, a todo el que pasaba, yo le cantaba alegremente sin parar un
momento.

- Pues ahora, yo como tú puedo cantar: ¡Qué risa me dan las hormigas cuando van a trabajar! ¡Qué risa me
dan las hormigas porque no pueden jugar!

Y dicho esto, le cerró la puerta a la cigarra.

A partir de entonces, la cigarra aprendió a no reírse de nadie y a trabajar un poquito más.

Adaptación de la fábula de LA FONTAINE

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