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Año 58 - 1996
Págs. 1-55

[1]

HISTORIA E HISTORICIDAD DE LA REVELACIÓN

Armando J. Levoratti

La estructura temporal de la revelación

La carta a los Hebreos lleva como portada una frase solemne, densa de contenido
teológico, que resumen en pocas palabras la trayectoria completa de las intervenciones de
Dios en la historia. Dios ‘habló” —es decir, hizo oír su voz (3,7), abriendo de ese modo un
espacio para el diálogo— pero no se manifestó plenamente de una sola vez. Hay, por lo tanto,
una historia de la revelación y de la verdad salvífica revelada por Dios; una historia que tuvo
un desarrollo progresivo antes de llegar a su punto culminante, y que comprende dos etapas
distintas y complementarias, cada una con su tiempo, sus destinatarios, sus características y
sus mediadores propios.

A la revelación acaecida “antiguamente” se contrapone la manifestación plena y


definitiva de Dios en la persona de Jesús, hecho que introdujo un cambio epocal en el curso de
los tiempos e hizo que el tiempo presente sea ya el “período final”.

Además, a cada una de estas etapas corresponde una diferencia en los destinatarios de la
revelación, expresada en el texto mediante la oposición "los padres” - "nosotros”. Con el
pronombre "nosotros”, el autor se refiere, en primer lugar aunque no exclusivamente, a sí
mismo y a la comunidad de sus lectores, mientras que "los padres” son los israelitas de las
generaciones pasadas (3,9; 8,9), que recibieron las promesas divinas pero murieron sin verlas
cumplidas (11,13.39).

Y a esta doble diferencia —en el tiempo y en los destinatarios— se añade otra más,
fundada esta vez en el modo de la revelación. El autor caracteriza esta nueva diferencia por
medio de dos adverbios (polymeros
[2] kai polytropos), que ponen de relieve el carácter fragmentario, parcial e incompleto de
la revelación otorgada a Israel: como Dios había hablado antiguamente “en múltiples
ocasiones y de diversas maneras”, ninguna de las muchas palabras dirigidas a los israelitas (y
ni siquiera el conjunto de ellas) podría ser considerada como la plenitud de la verdad revelada;
máxime, si tenemos en cuenta la última de las oposiciones distintivas señaladas en los dos
primeros versículos: la multiplicidad y la variedad de las manifestaciones divinas (rasgos
característicos de una revelación que aún no había llegado a su etapa definitiva) implicaban
necesariamente una pluralidad de mediadores, que aquí son designados globalmente con el
nombre de “profetas”, y cuya mediación, transitoria y prefigurativa como todas las demás
instituciones de la antigua alianza (8,5: 9,9; 10,1), aparece claramente contrapuesta a la
revelación nueva y definitiva (o, como suele decirse, a la revelación “escatológica”) realizada
por Dios en las palabras y en la persona del “Hijo".

Así, a través de una serie de oposiciones dispuestas simétricamente en dos enunciados


paralelos (este procedimiento estilístico se inspira indudablemente en el paralelismo
“antitético” de la antigua poesía hebrea), el autor de la carta a los Hebreos fue conduciendo a
sus lectores, en forma gradual, hasta el acontecimiento que recapitula todo el pasado y a la vez
contiene implícitamente todo el porvenir. Este acontecimiento —la revelación de Dios en el
Hijo- acaeció una sola vez (efapax) en el curso de la historia terrena, y es por eso mismo
único, singular e irrepetible (7,27; 9,12; 10,10); pero es al mismo tiempo el acontecimiento
final y definitivo (“escatológico”), porque introdujo en este mundo transitorio ese kreittón ti o
“algo mejor” (11,40), que habían anunciado los profetas y estaba prefigurado en los ritos e
instituciones de la antigua alianza, pero cuya plena manifestación había quedado reservada
para los últimos tiempos (9,26).

El comparativo griego kreitton, “mejor”, es una palabra clave en la carta a los Hebreos,
que a veces tiene el significado general de “más grande” o “más valioso” (1,4; 7,7), pero que
con más frecuencia establece una comparación entre los dones concedidos a Israel y los bienes
aportados por Cristo. La nueva alianza es una “alianza mejor” (7,22; 8,6; cf. 12,24), ya que, al
tener a Cristo como mediador y garante, lleva a su cumplimiento esa unión con Dios que la
alianza antigua había sido incapaz de realizar plenamente.

Esto quiere decir que el comparativo "mejor” pone de relieve la relación de continuidad y
discontinuidad que existe entre lo antiguo y lo nuevo, o, más precisamente, la semejanza, la
diferencia y la superioridad de lo nuevo con respecto a lo antiguo. La nueva alianza,
[3] en efecto, es en cierto sentido similar a la del Sinaí, porque también aquella tendía a
establecer una auténtica comunión con Dios. Pero la antigua economía estaba radicalmente
incapacitada para hacer que el pueblo llegara a esa meta, debido a la exterioridad de su
ordenamiento jurídico y cultual. Por eso el mismo Dios, por medio de un oráculo profético
(Jer 31, 31-34: Heb 8,8-12; 10,16-17), declaró provisoria e imperfecta la alianza sellada con
los padres y. llegado el momento, cumplió aquel anuncio estableciendo a Cristo como
“mediador de una alianza mejor, fundada en promesas mejores” (8, 6).

Así se manifiesta el aspecto de discontinuidad, de diferencia y de ruptura que entraña


necesariamente el cumplimiento de las promesas: la nueva alianza deroga y reemplaza a la
antigua (8,13), del mismo modo que la acción sacerdotal de Cristo suprime “el primer culto”
para instituir uno nuevo (10,9) e instaurar el tiempo de salvación que ya no puede ser
superado. Y la instauración en el tiempo presente de esta realidad nueva y definitiva —o. para
decirlo con un término ambiguo pero inevitable, de esta realidad “escatológica”— constituye
para el autor de la carta el verdadero “cumplimiento” de las Escrituras.

Aquí ya no se trata simplemente de la realización de algunos anuncios proféticos, sino de


la sustitución de las antiguas instituciones judías por el “camino nuevo y viviente” que Cristo
inauguró con el ofrecimiento de su propia vida (10,20) y que conduce a una “liberación
definitiva” (9, 12), incomparablemente superior a las liberaciones temporarias acaecidas en la
historia de Israel. Lo que Dios había exigido antiguamente en la ley y en los profetas, ahora lo
ha realizado en el Hijo y por medio de él en los creyentes. Cristo, en efecto, “después de
realizar la purificación de los pecados” (1,3), entró “de una vez para siempre” (efapax) en el
santuario celestial, convirtiéndose así en “causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen” (5, 9).

Esto quiere decir que la glorificación de Cristo ha modificado radicalmente la situación de


espera descrita en el Antiguo Testamento. La esperanza cristiana ya no lo aguarda todo del
futuro, sino que es “como un ancla del alma, sólida y firme”, que penetra hasta el lugar donde
Jesús entró como “precursor” (pródromos) de sus hermanos (6, 19-20). De ahí que la vida
cristiana deba ser descrita como una participación anticipada en los bienes del mundo
venidero: los creyentes “han sido Iluminados una vez, han saboreado el don celestial y
participado del Espíritu Santo, han gustado la palabra excelente de Dios y las fuerzas de la
edad futura” (6, 4-5). Y hacia el final de la carta, el autor presenta la iniciación cristiana como
un acercamiento gozoso al “monte Sión, a la ciudad del Dios viviente, la
[4] Jerusalén celestial”, y a la “reunión festiva” donde Cristo, el mediador de la nueva
alianza, celebra su liturgia escatológica (12, 22-24).

Al describir con elocuencia inusitada esta espléndida liturgia celestial, el autor hace
resaltar más aún una idea que ya había expresado anteriormente: Cristo vive eternamente para
“interceder” por nosotros (7, 25). Su intercesión no es ya aquella súplica humilde y ardiente
que había dirigido “en los días de su carne”, con clamor y lágrimas, al que podía salvarlo de la
muerte (5. 7). Es la intercesión del “sumo sacerdote de los bienes futuros” (9, 11), que se ha
sentado para siempre a la derecha de Dios (1, 3) y ha obtenido una “redención eterna” (9, 12).

Pero esta liturgia celestial no está desconectada de la actividad terrena de Jesús. Todo lo
contrario: su mediación celestial es el coronamiento y la consumación definitiva de todo lo
que él hizo en la tierra, de manera que sus acciones terrenas, sin dejar de ser históricas en el
sentido más pleno que se le puede dar a este término (ya que se trata de acontecimientos
realmente acaecidos en la historia del mundo presente), poseen una dimensión que transciende
el ámbito de lo puramente histórico y que les confiere una eficacia y un valor eternos.

Esto lo ha dicho el autor una y otra vez a lo largo de toda la carta, y en 12,24 lo vuelve a
repetir, aunque el procedimiento aquí empleado es tan sutil que suele pasar desapercibido. En
efecto: entre los que celebran la solemne y gozosa fiesta escatológica, él no sólo menciona a
Jesús, sino que se refiere expresamente a “la sangre de la aspersión” con que ha sido sellada la
nueva alianza; y esa sangre derramada en la Cruz —es decir, en la tierra— está ahora presente
en el cielo, donde “habla” eternamente “mejor que la de Abel”, ya que ésta pedía venganza,
mientras que la sangre de Cristo, derramada en el Calvario, pide misericordia y perdón.1

De ahí que en el texto aparezcan contrapuestas, como dos cuadros antitéticos, la teofanía
del monte Sinaí y la liturgia del monte Sión y de la Jerusalén celestial: en el Sinaí, la voz del
Señor se hizo oír en medio de un espectáculo tan tremendo, que el pueblo de Israel y el mismo
Moisés quedaron estremecidos de terror (12, 18-21): la liturgia celestial, en cambio, sin dejar
de ser un espectáculo grandioso, tiene mucho más de fascinante que de numinoso.

1
“La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo”, había dicho Yahvé a Caín después del
fratricidio (Gn 4,10).
[5]
La salvación de la comunidad está garantizada por Aquel que intercede al Padre por ella.
El sumo sacerdote celestial pone constantemente ante los ojos de Dios la ofrenda de sí mismo
realizada eh el Gólgota. Y esto une íntimamente la liturgia celestial a la pasión de Jesús. La
oblación consumada en la cruz permanece actual por toda la eternidad, y la iglesia terrena
tiene en la Cena del Señor el anticipo sacramental de aquella liturgia escatológica.2 Por eso el
autor, para acentuar la tensión entre el ‘ya” de la fe y el “todavía no” de la esperanza,
presenta aquí como un hecho (“ustedes se han acercado”) lo mismo que en otros pasajes
expresa en forma de exhortación (“acerquémonos, entonces...” 4,16).

Esta estructura temporal de la revelación está presupuesta, aunque no de manera tan


explícita, casi en cada página del Nuevo Testamento. Para Pablo, predicar a Jesús significa dar
a conocer un misterio guardado en secreto desde la eternidad, pero revelado “ahora (nyn) y
anunciado a todas las naciones” (Rm 16, 25-26). La venida de Cristo, una vez cumplida la
etapa de preparación atestiguada en el Antiguo Testamento, constituye “la plenitud del
tiempo” (Gl 4,4: cf. Ef 1,10). Y esta misma idea se encuentra en el prólogo del cuarto
evangelio: “La Ley fue dada por medio de Moisés, la gracia de la verdad vino por medio de
Jesucristo” (1, 17). Jn distingue aquí las dos grandes etapas de la revelación: la ley, revelada
por la mediación de Moisés, y la plenitud de la verdad, realizada en Jesucristo. La forma
verbal egéneto del v. 17 describe un devenir histórico, un acontecimiento del pasado: es el
momento más importante de toda la economía de la revelación, la venida del Verbo, “lleno de
gracia y de verdad” (1, 14).3

En una palabra: Dios hubiera podido darse a conocer de un modo distinto, insertando toda
la revelación en la historia de la humanidad de una sola vez. Pero su pedagogía ha sido otra, y
ha querido que el tiempo formara parte esencial de su designio de salvación. Las reflexiones
siguientes tratan de llamar la atención sobre algunos textos bíblicos que no dejan dudas al
respecto.

2
Cf. J. Thurèn. Das Lobopfer der Hebräer. Abo, 1973: P. Andriessen, “L’Eucharistie dans l’épitre aux
Hébreux” en: NRT 94 (1972) 269-277: A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo testa-
mento. Sígueme, Salamanca, 1984. págs. 238-240.
3
Cf. I. de la Potterie. ‘Storia e veritá”. en: Problemi e prospettive di Teología fondamentale. Queriniana,
Brescia.2 1982. pág. 133 y Revista Bíblica 39(1977)293-295.
[6]
El pueblo de Israel

Hacia el siglo XIII a.C. una nueva realidad histórica comenzó a emerger en la región que
más tarde se habría de llamar Palestina. Esa nueva realidad era Israel, un pueblo que en el
decurso del tiempo iba a vivir un destino singular, pero cuyo carácter único y nuevo aún no
podían comprender los primeros que lo hacían surgir a la existencia.

Esta nueva realidad histórica se fue gestando lentamente, en medio de las culturas
establecidas en el sector geográfico que va desde la Mesopotamia hasta Egipto, y desde el mar
Mediterráneo hasta el desierto de Arabia. En ese contexto, rico en manifestaciones culturales
heterogéneas, Israel supo ejercer su notable capacidad de asimilación y de discriminación. Las
culturas ambientes le ofrecían una incontable variedad de elementos: géneros literarios como
las cosmogonías y los himnos a los dioses, prácticas cultuales (como las fiestas religiosas y los
sacrificios) y, sobre todo, una abigarrada mitología. Israel supo mantener un contacto fluido
con esas culturas, y asimiló muchas de las riquezas que ellas le ofrecían. Pero la incorporación
nunca se realizó en forma indiscriminada, sino que estuvo siempre dirigida por una aguda
conciencia crítica. Así el pueblo de Israel logró crecer y desarrollarse a través del tiempo, sin
perder para nada su propia identidad.

En una etapa relativamente avanzada de su historia, los israelitas se consideraron a sí


mismos “descendencia de Abraham” e “hijos de Jacob”, es decir, nacidos todos de un solo
tronco común. La Biblia da testimonio de esta convicción, porque describe la formación de
Israel como el crecimiento por dilatación de un núcleo original. El núcleo originario fue la
familia de Jacob, que al término de muchas migraciones bajó a Egipto y allí se multiplicó
hasta convertirse en un pueblo fuerte y numeroso (cf. Ex 1,1-7: Deut 26,5-10). Al ver que
aquel grupo de extranjeros no cesaba de expandirse, los egipcios sintieron miedo y trataron de
eliminarlos, matando a los varones recién nacidos e imponiendo a los demás una dura
servidumbre. Pero el Dios de sus antepasados oyó el clamor de los oprimidos, se reveló a
Moisés con el nombre de Yahvé, y los liberó de la esclavitud con brazo extendido y mano
poderosa. Así el pueblo de Israel salió de Egipto y peregrinó por el desierto durante cuarenta
años: luego, bajo la guía de Josué, entró en la Tierra prometida, conquistó su territorio,
eliminó a sus antiguos habitantes (los cananeos), y creció cada vez más hasta constituir la
nación que eligió como reyes primero a Saúl y después a David (cf. Deut 26, 5-10).
[7]
Esta interpretación genealógica, si bien era apta para grabarse fácilmente en la memoria de
un pueblo sencillo, simplifica demasiado los hechos y reduce a un esquema lineal un
desarrollo histórico extremadamente complejo. Aunque las fuentes disponibles no permiten
reconstruir en detalle cómo se desarrollaron los hechos, lo cierto es que la formación de Israel
no puede explicarse como el simple crecimiento de una sola familia —el clan de Jacob—, sino
que fue el resultado de un vasto proceso de incorporación y de integración. Esto quiere decir
que el principio unificador de Israel no fue la homogeneidad racial, sino un destino y unas
experiencias comunes. Y entre el cúmulo de factores que contribuyeron a la formación de
Israel como nación, el más decisivo fue sin duda el culto a Yahvé.

La Biblia confirma de algún modo esta interpretación, cuando dice, por ejemplo, que a la
salida de Egipto se unió a los israelitas una “multitud heterogénea” de gente extranjera (Ex
12,38: cf. Nm 11,4: Jos 8,35), o cuando refiere la estratagema que urdieron los gabaonitas
para concluir con Josué un tratado de paz. Al descubrirse el engaño, los gabaonitas quedaron
incorporados a Israel como ciudadanos de segundo orden (en calidad de leñadores y
aguateros); pero la alianza había sido confirmada con un juramento irrevocable, y gracias a
ella aquellos antiguos habitantes de Canaán no fueron aniquilados sino que pudieron salvar
sus vidas (Jos 9,3-27).4

Cuando grupos originariamente autónomos se integran en una unidad superior, no por eso
dejan de existir como elementos activamente diferenciados. La historia del antiguo Israel da
una buena prueba de ello, porque muestra cómo las tribus israelitas, que al comienzo habían
mantenido una forma de vida más o menos independiente, fueron luego capaces de llevar a
cabo un notable proceso de unificación. Este proceso tuvo al comienzo una bien definida línea
ascendente, pero no llegó a consolidarse plenamente y terminó gradualmente en una relativa
desintegración.

El primer intento de unificación de las tribus se produjo a fines del segundo milenio a.C.,
cuando los filisteos constituían una grave amenaza para Israel. El estado de semianarquía en
que se encontraban las tribus israelitas no era el más indicado para responder a un desafío tan
serio y enfrentarlo de manera eficaz. Se requería la formación de un frente común, bajo la
conducción de un caudillo guerrero reconocido por todos. El hombre providencial fue Saúl, un

4
Para una exposición más detallada de esta afirmación, véase mi articulo “En tiempos de Josué y de los
Jueces”, en: Palabra y Vida 40/42. págs. 9ss.
[8] labrador de la tribu de Benjamín, que encabezó una exitosa incursión militar en el
territorio de la Transjordania, al término de la cual se hizo proclamar rey (1 Sam 11). Saúl
puso las bases de un estado monárquico, pero no logró eliminar la amenaza exterior ni
consolidar la unidad interior. Sus tropas llevaron a cabo algunos atrevidos golpes de mano,
pero al fin terminó por imponerse la superioridad bélica de los filisteos. El monte Gelboé fue
el trágico escenario de aquella derrota final, acaecida hacia el año 1010 a.C. Allí quedaron
tendidos Saúl y tres de sus hijos (1 Sam 31,8).

Una vez desaparecido Saúl, David tomó el relevo. Su enérgica acción logró afianzar la
institución monárquica, pero tampoco llegó a consolidar plenamente el proceso de unificación.
Con la muerte de Salomón, su heredero en el trono, hicieron crisis las antiguas rivalidades
entre el norte y el sur, y el “cisma” puso fin al período de la “monarquía unida” (cf. 1 Re 12).
A partir de entonces, los reinos de Israel y de Judá siguieron cada uno su propio destino, hasta
que la expansión imperialista, primero de Asiria y luego de Babilonia, acabó sucesivamente
con los dos reinos.

Los profetas

A lo largo de casi todo el período de los reyes se entabló una larga lucha para decidir si el
que debía ser adorado era Yahvé, el Dios del Sinaí, o Baal, la divinidad cananea de la
fertilidad. Una de las etapas más duras en este enfrentamiento aparece reflejada en las
tradiciones sobre la actividad del profeta Elías (1 Re 17-19). La narración del juicio de Dios
sobre el Carmelo (1 Re 18) describe de manera típica la victoria de Yahvé, que hace bajar
fuego del cielo para demostrar que él, y no Baal, es verdaderamente Dios. Por otra parte, los
relatos sobre la sequía y la lluvia (1 Re 17,1; 18,1-2; 16, 41-46) transfieren de Baal a Yahvé el
poder de bendecir y de dar la fertilidad al suelo. Otro testigo fundamental de esta lucha es el
profeta Oseas.5

5
El culto de Baal estuvo presente en Israel desde sus primeros contactos con el país de Canaán (Nm 25.1-5). Se
siguió practicando durante el período de los jueces (cf. Jc 6, 25-32) y en tiempos del profeta Elías (1 Re 18.18), y
sobrevivió a pesar de los esfuerzos de Jehú para eliminarlo del reino del Norte en forma sangrienta (2 Re
10,18-27). La polémica de Oseas en el siglo VIII no deja dudas sobre el atractivo que aún ejercía sobre los israe-
litas el culto de Baal, y parece que esa misma situación se mantuvo hasta la caída de Samaria (cf. 2 Re 17,16).
También en Judá hubo intentos de erradicar el baalismo violentamente (2 Re 11,18), pero este cobró un nuevo
impulso en el siglo VII, durante el reinado de Manasés (2 Re 21.3). Los textos mitológicos del antiguo Oriente
(especialmente los de Ugarit, que dan la descripción más precisa de ese dios) presentan a Baal como una divini-
dad ligada a los fenómenos meteorológicos: es el dios de las tormentas, que concede las lluvias y la fecundidad;
el viento, los truenos, relámpagos y rayos, el rocío y la nieve son el lugar de sus teofanías. Esos mismos textos lo
presentan también como un dios guerrero y describen sus relaciones amorosas con sus esposas, Atirat y particu-
larmente Anat, identificada luego con Astarté. Siempre que el AT habla de Baal lo hace en tono despectivo o
polémico, y por eso resulta difícil saber qué características asumió en Israel el culto de Baal. Resulta claro, sin
embargo, que incluía altares y estelas, personal de culto como sacerdotes y profetas, ofrendas y banquetes sacrifi-
ciales, fiestas y tal vez procesiones (es probable que la expresión “ir detrás de los baales”, por los menos en
algunos casos, deba ser interpretada en sentido estrictamente físico). El AT habla indistintamente de Baal y de
los Baales, aludiendo a los diversos lugares donde se celebraba su culto y a las distintas formas que asumía, sin
que esto obligue a poner en duda la unicidad del dios. Un testimonio de esta Identidad son los nombres de Baal
Peor (Nm 23,3.5; Dt 4,3; Os 9,10; Sal 106,28), Baal Berit (Jc 8,33; 9,4) y Baal Zebub (2 Re 1,2.6.16); estos tres
nombres se refieren sin duda al mismo dios Baal, venerado, respectivamente, en la Transjordania, en Siquem y
en Eqrón (la ciudad filistea).
[9]
La certeza de hablar en nombre de Dios constituye un rasgo fundamental de la conciencia
profética. Esta certeza se pone de manifiesto en las frases con que los profetas suelen
introducir su mensaje: “Así habla Yahvé” y "¡Escuchen la palabra de Yahvé!". De ese modo
se presentan a sí mismos como mensajeros, heraldos o portavoces que no hablan en nombre
propio sino que trasmiten un mensaje que no les pertenece. Cuando las duras palabras que
Jeremías pronunció contra el templo de Jerusalén lo pusieron al borde de la muerte, lo único
que pudo decir en su defensa fue: “Yahvé me ha enviado” (26,1). Su existencia entera estaba
al servicio de esa misión: “Yahvé me envió para profetizar contra esta Casa y esta ciudad
todas las palabras que ustedes escucharon... En cuanto a mí, aquí estoy en manos de ustedes.
Hagan conmigo lo que mejor les parezca” (Jer 26, 12.14). En esto radica lo esencial del
profetismo bíblico, como lo confirman las palabras de Isaías: “Lo que oí de Yahvé... eso es lo
que yo les anuncio” (Is 21, 10).

Esta compenetración de lo humano y lo divino en la conciencia profética —


compenetración que es, a un mismo tiempo, revelación y respuesta, receptividad y
espontaneidad, acontecimiento y experiencia— ha sido analizada y descrita con notable
profundidad por el rabino Abraham J. Heschel, en una obra que ya se ha vuelto clásica.
Heschel acepta que se hable del profeta como de un portavoz o mensajero, pero en seguida
añade que un examen cuidadoso nos impide considerar la inspiración profética como una
recepción pura-
[10] mente pasiva. El profeta no se limita a repetir en forma impersonal el mensaje
recibido. Al contrario, la actividad y la experiencia proféticas implican la total participación y
el compromiso de la persona en el acto de transmitir el mensaje.

Más concretamente, esta participación es una identificación plena y absoluta con el pathos
divino. En el pathos de Dios —es decir, en la pasión con que él ama a su pueblo- está para
Heschel la clave de la profecía bíblica. Dios está comprometido con la vida humana. Su papel
no es el de un juez o el de un observador indiferente, sino el de una parte apasionadamente
comprometida. Una relación personal (expresada con el término “alianza” o mediante el
simbolismo de la unión conyugal) lo liga de manera entrañable al pueblo de Israel. Las
manifestaciones de su amor y su misericordia, de su desengaño y su ira, de su ternura y su
dolor son revelaciones de su ser más profundo, y ese mismo pathos divino se hace presente
con particular intensidad en la palabra de los profetas. En casi todas las páginas de los escritos
proféticos se percibe un eco de esa pasión de Yahvé por su pueblo y del desengaño divino por
la falta de respuesta:

¿Cómo te abandonaré, Efraim?...


Mi corazón se conmueve en mi interior,
todas mis entrañas se estremecen.
No daré curso al ardor de mi ira,
no destruiré de nuevo a Efraim.
Porque yo soy Dios, no un hombre,
el Santo en medio de ti,
y no vendré para destruir.
(Os 11,8-9)

Pueblo mío, ¿qué te hice,


en qué te molesté? Respóndeme.
Yo te hice subir de Egipto,
te rescaté de la esclavitud...
(Miq 6,3-4)

La intensidad de los sentimientos expresados en estos textos resultaría un enigma


indescifrable si el profeta no estuviera emocionalmente identificado con el pathos de Dios.
Pero esa identificación no implica la fusión del ser o la pérdida de la identidad por parte del
portador del mensaje profético, sino que es más bien una íntima armonía de voluntad y de
sentimiento (o bien, como dice Heschel, un estado que podría llamarse unio sympathetica). El
profeta vibra con las mismas emociones que conmueven a Yahvé. En virtud de esta
sympathía, el pathos de Dios se convierte en pasión humana y entra en la historia como fuerza
operante y como principio perturbador del orden establecido.
[11]
La absoluta alteridad de la palabra de Dios se hace más evidente todavía cuando el profeta
vive su mensaje como una carga insoportable y como un peso casi imposible de sobrellevar.
El pathos de Dios y el de su portavoz entran entonces en conflicto, porque el mensaje que
debe proclamar contradice sus deseos y sentimientos más íntimos. Y en esos momentos de
crisis el profeta sufre un tremendo desgarramiento interior: “Yahvé, tú me has seducido y yo
me dejé seducir... Cada vez que anuncio la Palabra tengo que hablar a gritos y exclamar:
‘¡Violencia!’ ‘¡Destrucción!’. A causa de la Palabra de Yahvé soy objeto de ultrajes y de
burlas constantes” (Jer 20, 7-8).

Expresiones como éstas —de cuya sinceridad es imposible dudar— atestiguan claramente
que el profeta no considera su mensaje como un eco o una proyección de sus propios deseos.
La Palabra de Yahvé “llega” al profeta, se le impone como una fuerza irresistible y se
distingue de sus propios sentimientos e ideas. “Si el león ruge, ¿quién no temerá? Si Yahvé
habla, ¿quién no profetizará?” (Am 3, 8).

Por ser al mismo tiempo palabra de Dios y palabra humana, la palabra profética lleva en sí
un misterio inquietante. Al proclamar su mensaje, el profeta sabía que su palabra no era sólo
un anuncio, una advertencia o una enseñanza. Era también un acontecimiento salvífico y un
juicio de Dios. Porque al presentarse delante del pueblo como mensajero de Dios, él ponía a
su auditorio en la necesidad de dar una respuesta, y de esa respuesta dependía que la palabra
fuera causa de juicio o de salvación. Para el que sabia reconocer la voz de Dios en la palabra
del profeta, el mensaje era fuente de salvación y de vida; de lo contrario se convertía en
motivo de ruina y de condenación, como lo hace notar, entre muchos otros pasajes proféticos,
el siguiente texto de Jeremías (11, 6-8):

Yahvé me dijo: Proclama todas estas palabras en las ciudades de Judá y en las calles
de Jerusalén, diciendo: Escuchen las palabras de esta Alianza y pónganlas en
práctica. Porque yo dirigí una solemne advertencia a sus padres el día en que los hice
salir del país de Egipto, y hasta el día de hoy les he advertido incansablemente,
diciendo:“¡Escuchen mi voz!”. Pero ellos no han escuchado ni inclinado sus oídos,
sino que han seguido los impulsos de su corazón obstinado y perverso. Por eso hice
venir sobre ellos todas las palabras de esta Alianza, que yo les había ordenado
practicar y ellos no han practicado.

El carácter paradójico de la revelación —fuente de bendición y de vida para unos, y causa


de ruina y de condenación para otros— se expresa igualmente en Deut 30, 15-19:

Hoy pongo delante de ti la vida y la felicidad, la muerte y la desdicha.


[12] Si escuchas los mandamientos de Yahvé, tu Dios, que hoy te prescribo, si amas a
Yahvé, tu Dios, y cumples sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos, entonces
vivirás, te multiplicarás, y Yahvé tu Dios te bendecirá en la tierra donde ahora vas a
entrar para tomar posesión de ella. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te
dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlos, yo les anuncio hoy
que ustedes se perderán irremediablemente, y no vivirán mucho tiempo en la tierra que
van a poseer después de cruzar el Jordán. Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo
y a la tierra: yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición.
Elige la vida y vivirás, tú y tus descendientes...

También el Nuevo Testamento mantiene viva la idea de la Palabra que salva y que juzga.6
La carta a los Hebreos la expresa con una imagen particularmente sugestiva: “La Palabra de
Dios es viva, eficaz y más cortante que una espada de doble filo: penetra hasta la división del
alma y del espíritu, hasta lo más profundo del ser y discierne los pensamientos y las
intenciones del corazón” (Heb 4,12). Pero es el cuarto evangelio el que pone de relieve esta
idea con una fuerza particular. Según este evangelio, Jesús no es solo el encargado de
proclamar un mensaje de Dios, sino que su palabra es el mensaje definitivo que revela en
plenitud el designio- de Dios (un designio, por otra parte, que él mismo viene a realizar). Así
queda relegado y superado el tema de la inspiración profética. Jesús no es un simple portavoz
de Dios como los profetas antiguos, sino que da testimonio de lo que él mismo ha visto y oído
(Jn 3,31-32). Su testimonio presupone una experiencia inmediata, un conocimiento sin
intermediarios de los designios divinos y del mismo Dios. Y sólo Jesús puede darlo, porque

el que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la
tierra y habla de la tierra; el que viene del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído,
pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz.
El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida
(Jn 3, 31-34).

6
En el plano puramente humano, la palabra, una vez proferida, queda a merced del interlocutor y de su
capacidad de comprensión y de respuesta. El interlocutor (o el lector) es su intérprete; él la puede deformar, alte-
rar o tergiversar; pero también puede comprenderla en profundidad y hacerla fructificar con frutos que pueden
ser esperados o imprevisibles. La palabra proferida es corno una semilla sembrada; no se sabe si dará frutos o si
morirá estéril. Paradójicamente, todo esto sucede también con la palabra de Dios. Como la palabra humana, ella
es entregada como un don a los seres humanos y buscar influir sobre ellos sin violentar su libertad. Cuando es
escuchada y suscita una respuesta, la palabra penetra en la historia y ejerce allí su poder de imprimir una nueva
dirección al curso de los acontecimientos.
[13]
La revelación es una gracia, el don supremo del amor paternal de Dios, porque “tanto amó
Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca sino que
tenga Vida eterna” (Jn 3,16). En cuanto revelación de Dios, la palabra de Jesús es fuente de
vida eterna y tiene poder para introducir al creyente en la comunión con el Padre. Pero esa
palabra exige una respuesta. De ahí que el acto supremo del amor de Dios pueda convertirse
en causa de condenación para el que se obstina en su pecado y rechaza el mensaje de
salvación: “El que cree en él no será condenado, pero el que no cree en él ya está condenado,
por no haber creído en el Hijo único de Dios” (Jn 3,18). “El que cree en el Hijo tiene Vida
eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él”
(Jn 3,36).7

Por lo tanto, la palabra de la revelación constituye una estructura divino-humana que


alcanza su realización más plena en el misterio de la encarnación. Según la teología epifánica
del cuarto evangelio, el Verbo, que en su preexistencia trascendente y eterna era Dios y estaba
con Dios (Jn 1,1), se hizo carne y habitó entre nosotros (1,14). Esto

7
El cuarto evangelio ha puesto especial énfasis en el doble aspecto de salvación y de juicio que implica
necesariamente el hecho de la revelación. Cuando Jesús dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12),
o bien, “Yo soy la luz que ha venido a este mundo” (12, 46), aclara de inmediato el sentido de esa metáfora: Él es
la “luz de la Vida”, que ha venido al mundo no para condenar sino para salvar (o, en lenguaje joánico, para hacer
posible el paso de las tinieblas a la luz). Luz es sinónimo de vida y de salvación. Pero el paso de las tinieblas a la
luz (o de la muerte a la vida, Jn 5, 24), no se produce en forma automática: siempre y únicamente se realiza por
medio de la fe, es decir, mediante una participación activa del que escucha el mensaje, como lo hace notar el
mismo Jesús cuando dice: “el que me sigue”, el que “escucha mi palabra” (5, 24) y "cree en mi” (12, 46). Así
tiene lugar la paradoja que el cuarto evangelio señala con más fuerza que los demás escritos del NT: en Jesús se
revela plenamente el Dios Invisible (Jn 1, 18); la gloria de Dios se ha manifestado en él (1,14; 2, 11); sus
palabras son espíritu y vida. Pero no todos reaccionan de la misma manera ante esa epifanía de Dios. Por eso, la
persona y las palabras de Jesús provocan una “división” (sjisma, 7, 43; 9,16; 10.19): al ser interpeladas por la
palabra de Dios, las personas tienen que elegir entre la fe y la incredulidad, y así la venida de la luz, precisamente
porque abre la posibilidad de alcanzar la salvación mediante una decisión personal, desencadena una krisis, la
más decisiva de todas. Juan juega entonces con el doble sentido de la palabra krisis. Las diferentes respuestas a la
palabra de Jesús producen una “separación” entre los que la aceptan y los que la rechazan: para el creyente, es
resurrección y vida; para el que la rechaza es krisis en el sentido de “juicio” condenatorio. La crisis alcanza los
caracteres del juicio y la condenación siempre que los hombres amen más las tinieblas que la luz (3, 19). Por eso
Jesús define su misión como una krisis: “Yo he venido a este mundo para un juicio (krisis): para que vean los
que no ven y queden ciegos los que ven” (Jn 9, 39).
[14] quiere decir que todo el ser de Jesús, en los días de su vida terrena, era la revelación
del Padre, la más perfecta epifanía de Dios: “El que me ha visto, ha visto al Padre” (14,9);
“Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14,6). Pero la gloria divina de Jesús permanecía
oculta tras la debilidad de su figura humana, y por eso muchos no aceptaron su palabra y se
negaron a creer que él era el Enviado del Padre (cf. 5,38,40).

O según las palabras de Pablo en Flp 2, 6-11: el que era de condición divina no se aferró
celosamente a su igualdad con Dios, sino que se anonadó a sí mismo y asumió la condición de
esclavo, convirtiéndose en un ser humano igual en todo a los demás (2, 6-7). También aquí la
condición divina estaba oculta tras la humillación de Aquel que “se anonadó a sí mismo” y se
humilló hasta aceptar la muerte, y muerte de cruz” (2, 8), de manera que sólo la fe podía
reconocerla. Y este misterio de la encarnación se prolonga hoy en la palabra de la predicación,
que es a un mismo tiempo “demostración del poder del Espíritu” y “mensaje de la cruz”. En
ella se encierra una sabiduría divina y misteriosa; pero esa sabiduría no se expresa “en
discursos sabios y persuasivos”, sino que se presenta “con temor y temblor”, para que la fe no
se fundamente en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios” (cf. 1 Cor 2, 1-5).

La época del exilio

Al término del período de los reyes, la deportación a Babilonia señaló el comienzo de una
nueva etapa creativa: el Judaísmo. A veces se piensa que el exilio fue para Israel una etapa
vacía. Los hechos demuestran, por el contrario, que fue uno de sus momentos más fecundos y
creativos. La catástrofe que culminó en el destierro ayudó a clarificar retrospectívamente la
historia vivida hasta entonces. Israel meditó sobre su pasado, lo juzgó con lucidez y severidad,
y extrajo de esa dura experiencia una idea más clara de su misión como Pueblo de Dios. Las
inquietantes preguntas suscitadas por aquellos terribles acontecimientos hicieron que muchos
israelitas, unos en Babilonia y otros en Palestina, trataran de encontrar la respuesta a partir de
una seria reflexión sobre lo que había acaecido. Si Yahvé había establecido una alianza con
Israel (Ex 19) —una alianza que debía alcanzar, en definitiva, a todas las naciones de la tierra
(cf. Gn 12, 1-4)— ¿por qué había permitido la destrucción de Jerusalén y la deportación de
sus habitantes? ¿Era Israel más perverso que las naciones que lo habían humillado y llevado al
exilio? El Señor había
[15] dado a Israel como herencia el país de Canaán y había prometido a David una dinastía
eterna, pero los acontecimientos actuales parecían desmentir esas promesas divinas. En estas y
otras preguntas semejantes se manifestaba la crisis moral que había sacudido a Israel y que
hacía tambalear la fe en él. ¿Era todavía posible seguir creyendo en él y afirmar que es justo y
bueno?

Sería demasiado largo hacer el balance de todo lo realizado mientras duró el exilio
(598-539 a.C.) o en la época inmediatamente posterior.8 Hay, sin embargo, algunos hechos
significativos que merecen ser destacados.

Una de las realizaciones más notables del período exílico ha sido la llamada historia
deuteronomista.9 Esta síntesis histórica pasó por distintas etapas antes de recibir su forma
final. La última redacción tuvo lugar muy probablemente en Palestina, después que el rey de
Babilonia Evil Merodac, sucesor de Nabucodonosor (562-560), libró de la prisión al rey
Jeconias de Judá y lo acogió en su corte (2 Rey 25,27-30). Los hechos que abarca esa obra se
extienden desde la época de los “Jueces” hasta la destrucción de Jerusalén (587); pero su
verdadero propósito no es exponer simplemente “cómo ocurrieron las cosas”, sino
interpretarlas y enjuiciarlas a la luz de la legislación

8
Cf. A. Gelin-J. Pierron-J. G. Gourbillon, Espiritualidad del exilio, Ediciones Marova, S.L.. Madrid.
1968: Peter R.Ackroyd. Exile and Restoration. TheWestminster Press. Filadelfia. 1968.
9
Algunos exégetas consideran que la serie Jos-2 Rey no constituye una sola obra, y aun cuestionan la
existencia de una “escuela deuteronomista” (así llamada porque de ella procede el Deuteronomio). Sin embargo,
la presencia de la teología deuterónomica es claramente perceptible a través de toda la obra, como lo muestran de
un modo especial las reflexiones que se insertan en los puntos históricos más decisivos, unas veces en forma
narrativa y otras como palabras del personaje principal. Estas reflexiones no añaden datos nuevos, sino que tratan
más bien de interpretar y de enjuiciar los hechos, en una forma de discurso que pudo haberse inspirado en la pre-
dicación profética. La obra deuteronomista, en su conjunto, intenta explicar por qué Israel había sido arrojado
fuera del país que el Señor le había dado en herencia. Por eso el autor se remonta hasta las vísperas de la entrada
en Canaán y hace ver en qué condiciones le habla sido dada esa tierra: no en términos incondicionales y absolu-
tos, sino a condición de que se pusieran en práctica las cláusulas de la alianza (cf. Deut 30, 15-20). Véase
también W. Schmidt. Introducción al Antiguo Testamento. Sigueme. Salamanca. 1983, pág. 176: Antonio Gonzá-
lez Lamadrid, Las Tradiciones históricas de Israel. Ed. Verbo Divino. Estella (Navarra), 1993. págs. 23-174.
[16] deuteronómica La destrucción de Jerusalén y el destierro habían sido para Israel un
golpe tremendo, con múltiples repercusiones de carácter político, social, económico y, sobre
todo, religioso. De un modo especial, planteaban de manera dramática la pregunta sobre la
existencia y el destino de Israel como pueblo de Dios. Para contrarrestar la decepción y el
derrotismo que amenazaban al pueblo (cf. Jer 31,29; Ez 12,21-22; 18,2; 37,11; Is 40,27), era
necesario encontrar una respuesta a tan graves interrogantes, y eso es lo que trata de hacer la
historia deuteronomista. La respuesta, en términos generales, es bastante clara: Israel no puede
acusar al Señor de injusticia y de infidelidad a sus promesas, porque toda su historia pasada,
desde la entrada en la tierra hasta la deportación a Babilonia, había sido una historia de
constante claudicación ante Dios. Los profetas, en nombre del Señor, habían dirigido
continuas advertencias al pueblo y a sus reyes, llamándolos a la conversión una y otra vez.
Pero la predicación profética había caído en el vacío, y al final el Señor tuvo que castigar con
extrema severidad las rebeldías de su pueblo. Por lo tanto, los verdaderos causantes de aquel
desenlace fatal habían sido los pecados de los israelitas, con sus reyes a la cabeza, y no la
arbitrariedad o la malicia de Dios. La historia deuteronomista tiene así un sentido concreto:
demuestra la culpa de Israel y la justicia de Dios. Este mensaje coincide con lo expresado en
el Salmo Miserere: “Será justa tu sentencia, y tu juicio irreprochable (Sal 51, 6).

Otro aporte memorable de este período histórico fue la predicación de un gran profeta —
Ezequiel—, maestro y guía espiritual de los Israelitas en el exilio.

Ezequiel tuvo plena conciencia de haber sido llamado a ejercer la misión profética en un
momento particularmente crítico. Situado en el límite de un mundo que se hundía y de otro
que estaba a punto de nacer, tuvo que mirar al pasado para enfrentar el desafío presente y
poner los cimientos del futuro. Por eso su predicación se divide en dos épocas, separadas por
la caída de Jerusalén. En la primera etapa, el profeta muestra que ya se ha colmado la medida
de los pecados y que el fin del reino de Judá es el castigo merecido por tantas infidelidades.
En la segunda etapa su predicación cambia de tono y solo anuncia la salvación: ya nunca
volverá a repetirse un castigo semejante.

Ezequiel compara su misión profética con la del vigía o centinela (3,16-21; 33,1-9). Así
como el centinela alerta a la ciudad cuando amenaza el peligro, así también el profeta debe
advertir al malvado que un peligro de muerte se cierne sobre él. Ser escuchado o no es algo
[17] que escapa a su responsabilidad. Pero él tendrá que dar cuenta al Señor si no cumple
con su deber de avisar.10

Hasta la destrucción de Jerusalén (cf. 24, 20-27), Ezequiel repitió incansablemente que el
pasado debía quedar atrás definitivamente. Uno de los elementos más característicos.de su
predicación es el trazado de grandes cuadros históricos, que le sirven para reprochar a Israel
toda su historia de pecados (caps. 16, 20, 23). Ezequiel supera en este punto a todos sus
predecesores, por la grandiosidad de la visión y por la implacable severidad con que anuncia
el inminente juicio de Dios. La historia de Israel en su conjunto se le presentaba como un ciclo
ya terminado. A diferencia de Jeremías (2, 1-3), no encontraba en ella ningún momento de
auténtico amor y de fidelidad a Yahvé. El pecado no era un hecho esporádico, sino que
atravesaba toda la historia de Israel, desde sus mismos comienzos. Las imágenes del
matrimonio y del adulterio, heredadas de la tradición profética, le sirvieron para expresar
simbólicamente la historia de la alianza dada por el Señor a Israel y conculcada por el pueblo.

Particularmente duras son las palabras de Ezequiel contra Jerusalén. En 22, 1-16, el
profeta enumera una lista de pecados considerados como “delitos de sangre”, y acusa a
Jerusalén de todos ellos. A las acusaciones contra la “ciudad sanguinaria” (22, 2) se añade
luego un sermón contra los distintos estamentos del país —príncipes, sacerdotes, profetas y
nobles—, que se hicieron culpables por no haber cumplido con la misión recibida (22, 23-31).
También los deportados a Babilonia fueron objeto de sus reproches. El profeta era para ellos
“como un cantor de hermosa voz” (33, 32): acudían a él en masa, como quien va a un
entretenimiento: escuchaban sus palabras, pero no las practicaban.

Al mismo tiempo que denunciaba las falsas esperanzas de sus compatriotas en el exilio,
Ezequiel combatió el fatalismo que se había apoderado de muchos israelitas. En 18, 2, él cita
el refrán que muchos repetían con amarga ironía: “Los padres comieron los frutos agrios y los
hijos sufren la dentera”. Contra esta idea se alza Ezequiel y la declara insostenible. El pasado
de un individuo no pesa sobre él como un destino fatal e inexorable. Cada uno es responsable
de sus propias acciones, y nadie tendrá que pagar por el pecado que cometieron sus
antepasados.11 Yahvé no quiere la muerte del pecador, sino que se

10
La imagen del centinela se encuentra también en Jer 6, 17, aplicada a los profetas en general. Cf. Is 21,
6-9; Hab 2, 1.
11
Así queda definitivamente superado el principio de la responsabilidad colectiva, expresado, por ejemplo, en
Ex 20, 5 y en Deut 5,9 (cf. también Jn 9,1-2). En su afán por inculcar a los israelitas el sentido de la responsabili-
dad personal, Ezequiel no matiza sus afirmaciones. Hoy se pondría más de relieve el indudable influjo de la
herencia y del medio ambiente sobre el carácter y el destino de cada individuo.
[18] convierta de su mala conducta y viva (18, 27-28). De ahí el apremiante llamado a la
conversión: “Conviértanse y apártense de sus rebeldías, de manera que nada los haga caer en
el pecado. Arrojen lejos de ustedes todas las rebeldías que han cometido contra mí y háganse
un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué quieres morir, casa de Israel? Yo no quiero la
muerte de nadie —oráculo de Yahvé—. Conviértanse y vivirán” (18, 30-32).

Una vez que el Señor ejecutó su sentencia (33, 21-22), se inauguró una nueva etapa en la
predicación de Ezequiel. Aunque muchos pensaban que todo estaba terminado y que ya no
quedaba para Israel ninguna esperanza de supervivencia, el Señor decidió otorgar a su pueblo
un nuevo comienzo. El profeta recapitula una vez más la historia pasada y hace ver cómo
Israel, a causa de su impureza, fue dispersado entre las naciones. Pero esta dispersión tuvo
también una consecuencia negativa, que afectaba el honor de Dios: al ver a los israelitas
dispersos, muchos afirmaban despectivamente que el Dios de Israel había sido impotente para
defender a su pueblo y retenerlo en el país que le había dado como herencia (36, 20), y así el
nombre de Yahvé era profanado entre las naciones. Por eso él siente compasión de su santo
nombre y decide reunir de nuevo a Israel, para hacerlo volver del exilio y restablecerlo en su
antiguo suelo, a la vista de todas las naciones. Sin embargo, Ezequiel insiste en dejar bien
claro el verdadero motivo de esta acción divina: “No lo hago por consideración a ustedes, casa
de Israel, sino por el honor de mi santo nombre, que ustedes han profanado entre las naciones
adonde han ido. Yo santificaré mi gran nombre, profanado entre las naciones, profanado por
ustedes. Y las naciones sabrán que yo soy Yahvé, cuando les muestre mi santidad por medio
de ustedes” (36, 22-23).

Esta promesa de salvación encuentra su expresión más impresionante en la visión de 37,


1-14, cuyos elementos figurativos proceden de las palabras que pronunciaban los exiliados:
“Se han secado nuestros huesos y se ha desvanecido nuestra esperanza. ¡Estamos perdidos!”
(37, 11). En este desesperanzado contexto, el profeta anuncia la restauración de Israel: muchos
creen que el pueblo de Dios ha quedado reducido a un montón de huesos resecos: pero el
Señor lo hará volver de nuevo a la vida bajo el soplo del espíritu. La nueva vida prometida a
Israel es una nueva creación, en la que Yahvé, como
[19] en Gn 2, 67, modela los cuerpos sirviéndose de los huesos muertos y les insufla el
aliento de vida.

Pero no bastan la reunificación de los exiliados y el retorno a la tierra prometida. Es


necesario producir en el corazón de cada uno de ellos una total transformación. Por eso la
promesa de una nueva interioridad constituye el punto culminante de la predicación de
Ezequiel. Si antes él había dicho y repetido que su pueblo se había contaminado con el culto a
los ídolos, ahora el tema central de su anuncio a los exiliados es la purificación de los pecados
y la transformación interior: “Los rociaré con agua pura y los purificaré de todas sus
impurezas e idolatrías. Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; les
arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (36, 25-26). Así se volverán
dóciles a la voluntad divina y serán capaces de practicar su Ley. Al profeta sacerdote le bastó
recordar las abluciones que se practicaban al comienzo de las celebraciones litúrgicas para
pensar que tal ilustración sería necesaria después de los años de exilio en la tierra impura de
Babilonia.12

Ezequiel ha sido llamado, no sin motivo, el “profeta de la reconstrucción”. Este aspecto de


su mensaje se pone de relieve en la parte final del libro que lleva su nombre (caps. 40-48),
donde se trazan planes minuciosos para la reorganización de la comunidad a la vuelta del
exilio. En estos capítulos el cuadro visionario del conjunto es manifiesto, aunque la
presentación literaria muestra que no todos los detalles han sido percibidos en un momento de
éxtasis. Cierto día, “la mano del Señor” se posó sobre Ezequiel y le hizo contemplar en una
visión los contornos generales de la nueva Jerusalén y del Templo futuro. Después de ese
rapto extático, el profeta reelaboró todos los detalles, dando a lo que brotaba de su reflexión o
de su imaginación la forma de una larga serie de experiencias visuales. En esta gran visión
final el profeta contempla el nuevo santuario de Israel emplazado sobre el monte más alto,
dotado de proporciones armónicas y con una clara separación entre lo sagrado y lo profano.
La esperanza de lo nuevo se une aquí con las reflexiones y los planes de los exiliados, que
quizá llegaron a bosquejar algunos planos. El Israel renovado con que sueña Ezequiel es una
comunidad cultual y teocrática, bajo el cetro del sumo sacerdote y reunida en torno al Templo.

La lectura de esos textos resulta tediosa, pero detrás de ellos se descubre una convicción
profunda: aunque la situación presente

12
Este pasaje de Ezequiel promete en otros términos lo que se anuncia acerca de la nueva alianza en Jer
31,31ss.
[20] parecía indicar todo lo contrario, Israel tenía un futuro delante de sí. Las razones de
Ezequiel para creer en ello no provenían de cálculos humanos, sino de su fe profética en la
inquebrantable fidelidad de Dios para con su pueblo.

La elección de Israel y la alianza

La doctrina de la elección ocupa un lugar relevante en la conciencia religiosa de Israel. La


Biblia no explica el porqué de esa elección divina, pero insiste en destacar la libre iniciativa de
Dios y la gratuidad del don concedido a Israel:

El Señor se prendó de ustedes y los eligió, no porque sean el más numeroso de todos los
pueblos. Al contrario, tú eres el más insignificante de todos. Pero por el amor que les
tiene, y para cumplir el juramento que hizo a tus padres, el Señor los hizo salir de
Egipto con mano poderosa y los libró de la esclavitud y del poder del Faraón, rey de
Egipto (Deut 7,7-8).

Israel ha sido elegido, no por méritos propios, sino por el amor de Yahvé y por la fidelidad
con que él mantiene sus promesas. Esta elección no implicaba un privilegio, si por privilegio
se entiende el derecho a dominar y a ser servido. Tampoco era un acto de favoritismo que
confería arbitrariamente a Israel prerrogativas no concedidas a otros pueblos, aunque está
claro que es una gracia excepcional el hecho de oír la Palabra de Dios y de pertenecer al
pueblo de su elección. Pero el aspecto que más se destaca en la teología de la elección, tal
como la presenta el Antiguo Testamento, no tiene que ver con ventajas o prerrogativas, sino
más bien con la designación para una responsabilidad especial: “Solo a ustedes los conocí
entre todas las familias de la tierra; por eso les pediré cuenta de todas sus iniquidades” (Am 3,
2).13

Aunque resulta imposible explicar racionalmente por qué la elección recayó sobre Israel y
no sobre otro pueblo, lo que sí se puede afirmar es que el “escándalo del particularismo”
(como se ha dado en llamarlo) es inseparable de una revelación histórica. La historia consta de
acontecimientos, y los acontecimientos suceden aquí y no

13
Con estas palabras. Amós corrige una tendencia bastante arraigada en el espíritu de los israelitas, sobre
todo, en una época de prosperidad y de conquistas militares como el reinado de Jeroboam II. La elección divina
según el profeta, no era un privilegio que ponía a Israel por encima de los demás pueblos (cf. Am 9,7). Menos
aún había motivos para fundar en ella un sentimiento de falsa seguridad, como si el pueblo elegido estuviera exi-
mido de toda responsabilidad moral (cf. Am 2,6.16).
[21] allí, ahora y no entonces, a esta persona y no a aquella. Por otra parte, si Dios se
reveló de un modo especial a este pueblo y no a otro, lo hizo con la intención de que a través
de él la revelación se extendiera a toda la humanidad (cf. Gn 12, 3; Is 2, 1-5; 42, 1-4). Los
profetas no dejaron de señalar este último aspecto, pero insistieron mucho más en mostrar qué
significa ser el pueblo elegido. Para ellos, ser objeto de una especial elección divina
significaba, antes que nada, estar expuesto de manera inmediata a escuchar la palabra de Dios,
y esto hacía a Israel particularmente responsable ante Dios. Así el pueblo de la antigua alianza
estaba formado por los que llevaban el peso de esa responsabilidad, aunque no siempre ese
pueblo estuvo a la altura de la misión que se le había confiado.14

Cuando el elegido es un individuo, se pone de relieve, sobre todo, la gratuidad de la


elección divina. Las objeciones de Moisés muestran bien a las claras que él no se consideraba
particularmente apto para desempeñar la misión que el Señor le encomendaba (Ex 3,11-4,17).
Algo semejante sucede con Gedeón y Saúl (Jc 6,15; 1 Sam 9,21), ambos pertenecientes a las
familias o tribus más pequeñas. En cuanto a Salomón —el menor de los hijos de David,
nacido de un adulterio— su elección resulta incluso escandalosa. Sin embargo, el narrador se
contenta con señalar el hecho, sin dar ninguna justificación: “Yahvé lo amó y mandó al
profeta Natán para que le pusiera el nombre de Yedidías, es decir, amado de Yahvé” (2 Sam
12,24-25).

Toda elección implica predilección, pero la predilección divina, tal como la concibe el
Antiguo Testamento, está orientada históricamente y tiene que ver, ante todo, con el pueblo de
Dios y con su misión histórica. Esto quiere decir que el hecho de la elección trae siempre
aparejada la imposición de una responsabilidad para el cumplimiento de una misión. Incluso
cuando recae sobre un individuo en particular, está constantemente referida a la función que
dicho individuo es llamado a cumplir en la historia de su pueblo. Al elegido le compete la
responsabilidad de cumplir una misión, lo cual supone la posibilidad de ser infiel a la misión
que le ha sido confiada, y, por lo tanto, la eventualidad de una reprobación. Así el juicio de
Dios se introduce como un elemento indispensable en la teología de la elección y la alianza.
Ya vimos cómo Amós no interpretaba la elección de Israel como una garantía de seguridad,
sino, muy por el contrario, como un anuncio de juicio (Am 3,2). El Déutero-Isaías, por su
parte, amplía de

14
Lo que el Antiguo Testamento dice de Israel en cuanto pueblo elegido vale también, en no escasa
medida, para la Iglesia del Nuevo Testamento. Cf. C. H. Dodd. La Biblia y el hombre de hoy, Ed. Cristiandad,
Madrid, 1973, págs. 125 ss.
[22] un modo especial la perspectiva misionera, extendiéndola a las relaciones de Israel
con todas las naciones. Israel es el “servidor” elegido por Dios para realizar sus designios en
el mundo. Pero ya no se espera que los paganos afluyan a Jerusalén (Is 2, 1-5: Miq 4,1-3), sino
que Israel es enviado como “luz de las naciones”, para iluminarlas en lo que se refiere a la
justicia (Is 42,1). En esta visión, la alianza de Dios con un pueblo particular adquiere un
significado para toda la humanidad.

El lugar que ocupa el tema de la elección se expresa en la rica variedad de imágenes con
que el Antiguo Testamento representa la unión de Dios con su pueblo. La imagen de la arcilla
y del alfarero podría sugerir que se trata de una acción arbitraria por parte de Dios. Él tiene en
sus manos el destino del pueblo que se ha elegido, y en este sentido, como lo indica el texto de
Jeremías (18,1-10), su soberanía se asemeja al dominio incontrastable que ejerce el alfarero
sobre la vasija que está fabricando. Pero este dominio, si bien es absoluto, no es arbitrario,
porque tiene en cuenta la libertad humana. Los seres humanos son libres, y lo son hasta tal
punto que su conversión puede hacer que Dios revise sus decisiones: a veces el Señor se dirige
a una nación y habla de arrancar, derribar y destruir; pero si esa nación se convierte y deja de
cometer el mal, entonces él “se arrepiente” del mal que había pensado infligirle (Jer 18.7).

La imagen de la unión conyugal tiene una cierta preeminencia sobre las demás. Oseas
aplicó por primera vez esa imagen a la relación de Yahvé con Israel (caps. 1-3), y luego la
retomaron Jeremías (2, 1-7; 3,11-12), Ezequiel (16 y 23) y el Déutero-Isaías (50,1; 54.5.8.10;
62,4-5). Ya en el marco de la alianza esa relación debía estar basada en la lealtad (Jesed) y en
la fidelidad (emet) recíprocas. Pero el concepto de alianza se prestaba a ser entendido en un
sentido puramente jurídico (o, peor aún, como un simple contrato del tipo do ut des), y por eso
el simbolismo conyugal se agregó oportunamente para introducir en el vínculo establecido por
la alianza una nota de mayor calidez afectiva. Así, al elegir a Israel y al establecer su alianza
con él, Yahvé, como un esposo fiel, se comprometió a mantener para siempre el lazo de unión
que él mismo había instituido.15 Pero Israel podía ser infiel al compromiso contraído y romper
de ese modo la unión, como de hecho fue lo que sucedió. El amor de Dios no fue
correspondido, y la alianza se rompió a causa del pecado:

15
Antes de ser una alianza, el matrimonio es una elección. Este principio es tanto más verdadero cuanto
que el derecho israelita concedía al marido la facultad de repudiar a su mujer.
[23]
Como una mujer traiciona a su marido,
así me han traicionado ustedes, casa de Israel.
(Jer 3, 20).

¡Camella veloz, que va de un lado a otro!


¡Asna salvaje, habituada al desierto!
En el ardor de su deseo aspira el viento,
¿quién puede refrenar su ansiedad?
Los que la buscan no necesitan fatigarse,
en su tiempo de celo se la encuentra.
(Jer 2, 23-24).

Oseas da cuenta de esta infidelidad y expresa simbólicamente la ruptura de la alianza,


dándole a uno de sus hijos el nombre de Lo’ ‘Ammi, “No-mi-pueblo”: porque “ustedes no son
mi pueblo, ni yo seré para ustedes E1 que es’” (Os 1, 9).

El pueblo elegido abrigó algunas veces la ambición de ocupar un lugar de preeminencia


entre los grandes de este mundo. Una de esas etapas comenzó cuando los israelitas quisieron
tener un rey como las demás naciones, y después de vencer ciertas resistencias más o menos
tenaces —la de un cierto número de tribus (Jc 9) y las de algunos profetas como Samuel (1
Sam 8)—, lograron unificarse bajo el cetro de un monarca. Saúl, el primero de los reyes,
apenas pudo formar un ejército estable y organizar una rudimentaria forma de administración.
Pero más tarde, durante los reinados de David y Salomón, Israel soñó con erigir un imperio
según el modelo de los grandes imperios orientales.

Sin embargo, el curso ulterior de los acontecimientos muestra bien a las claras que no era
ese el tipo de grandeza a la que estaba llamado el pueblo de Dios. Judá y las tribus del Norte
se habían unido en tomo a la carismática personalidad de David, pero incluso bajo su reinado,
en dos ocasiones, la unidad de los dos reinos se vio seriamente amenazada: cuando Absalón se
hizo proclamar rey en Hebrón (2 Sam 15,7-12; cf. 19,41-44) y cuando el benjaminita Sebná
lanzó el grito de rebelión:

¡Nosotros no tenemos parte con David,


ni herencia común con el hijo de Jesé!
¡Cada uno a sus carpas, Israel!
(2 Sam 20,1)

Aquella unión demasiado frágil hizo crisis después de la muerte de Salomón, el primer
sucesor de David. Salomón no era un guerrero como su padre, sino que supo afianzar el
prestigio de su reino más que con la fuerza de las armas con su talento organizativo, con una
hábil
[24] diplomacia y con el desarrollo del comercio exterior. Sus enormes riquezas y sus
magníficas construcciones —sobre todo la del templo de Jerusalén— sirvieron para acrecentar
su fama. Pero la gloria de su reino llevaba en sí el germen de la ruina. Las obras emprendidas
por el rey y el boato de su corte exigían contribuciones enormes en dinero y en mano de obra,
que significaron para el pueblo “un yugo penoso” y una "dura servidumbre” (1 Re 12,4). Por
eso, antes de reafirmar su lealtad a Roboam, el sucesor de Salomón, los ancianos de Israel le
presentaron un informe de agravios y reclamaron de él un comportamiento menos despótico
que el de su padre. Al escuchar esa demanda, Roboam se tomó un tiempo para deliberar, y en
lugar de escuchar los justos reclamos del pueblo, procedió de una manera insensata. Entonces
resonó una vez más el grito de rebeldía, y se produjo la separación definitiva de los reinos que
antes habían estado unidos bajo el cetro de David y de Salomón:

¿Qué parte tenemos nosotros con David?


¡No tenemos herencia común can el hijo de Jesé!
¡A tus carpas, Israel!
¡Ahora ocúpate de tu casa, David!
(1 Re 12,16)

Con monótona insistencia, los libros de los Reyes hacen constar cómo los Israelitas, una
vez consumado el cisma, nunca se mantuvieron realmente fieles a su Dios. De los reyes del
Norte se repite siempre la fórmula estereotipada: “No se apartaron de los pecados con que
Jeroboam, el hijo de Nebat, había hecho pecar a Israel”. Los reyes de Judá, en cambio, son
juzgados a luz del “mandamiento principal” (Deut 6,4-9) y se los acusa de rendir culto en los
“lugares altos”. A ello se añade ocasionalmente, también en la perspectiva del precepto
deuteronómico, la acusación de erigir postes sagrados y estelas, y hasta de permitir la
prostitución sagrada (1 Re 14,23-24). Esta denuncia es particularmente severa en el caso de
Manasés: “Él edificó altares a todo el Ejército de los cielos en los atrios de la Casa de Yahvé;
inmoló a su hijo en el fuego, practicó la astrología y la magia, e instituyó nigromantes y
adivinos” (2 Re 21,5-6; cf. 23, 4-5).

Pero los teólogos deuteronomistas no se contentan con dejar constancia de los pecados
cometidos, sino que dan cuenta también del juicio que pronunció el Señor sobre los pecados
de su pueblo. Este juicio se hizo evidente cuando se produjeron las dos grandes catástrofes
que marcaron el ocaso, respectivamente, de los reinos de Israel y de Judá. El relato de la
destrucción de Samaria está acompañado del siguiente comentario:
[25]
Esto sucedió porque los israelitas pecaron contra Yahvé, su Dios, que los había hecho
subir del país de Egipto, librándolos del poder del Faraón, rey de Egipto. Ellos
imitaron las costumbres de las naciones que el Señor había desposeído delante de los
israelitas, y las que habían introducido los reyes de Israel (2 Re 17, 7-8).16

En los relatos sobre Judá se dice a veces que la ira de Yahvé se contuvo por amor a David,
su servidor (1 Re 15,4; 2 Re 8,19; 19,34; 20,6). Pero las culpas que Manasés acumuló sobre
Judá fueron tantas y tan graves, que ni siquiera la reforma de Josías pudo evitar el juicio de
Dios. A causa de todos estos pecados, Yahvé apartó su rostro también de Judá, y
Nabucodonosor, rey de Babilonia, fue el ejecutor de la ira divina (2 Re 24,3):

Rechazaré al resto de mi herencia, los entregaré en manos de sus enemigos, porque han
hecho lo que es malo a mis ojos y no han cesado de provocar mi indignación, desde el
día en que sus padres salieron de Egipto hasta el día de hoy (2Re 21,14-15).

Estos sucesos catastróficos despertaron una viva conciencia del pecado y suscitaron el
arrepentimiento: “Jerusalén ha pecado gravemente”, dice el poeta de las Lamentaciones:
“hasta en sus vestidos aparece su impureza” (Lam 1,8.9). Y la ciudad de Jerusalén,
personificada por el poeta, también confiesa sus culpas: “Yo fui rebelde a su palabra... llamé a
mis amantes y ellos me engañaron” (Lam 1,18-19). Por eso recayó sobre Judá el justo juicio
de Dios: “Yahvé ha realizado su designio, ha cumplido su palabra, la que había decretado
hacía tiempo” (Lam 1,17).

La devastación y la ruina, interpretadas como una manifestación de la ira de Dios, llevaron


al reconocimiento del pecado, y este reconocimiento, a su vez, sirvió de estímulo para la
reflexión teológica. Como resultado de estas reflexiones, Israel llegó a tener una teología de la
alianza más profunda y realista.

En efecto: la teología de la alianza, tal como la expresaba el Deuteronomio, resultaba a


todas luces insuficiente. Porque la alianza instituida por Dios cuando tomó a Israel de la mano
para hacerlo salir de Egipto (cf. Jer 31,32) había sido dada en forma condicional:

16
En realidad habría que leer 2 Re 17,7-23, porque la reflexión deuteronomista que interpreta este aconte-
cimiento como el juicio de Yahvé sobre la obstinada impenitencia de Israel abarca todos esos versículos.
[26]
Ahora, si escuchan mi voz y observan ml alianza serán mi propiedad exclusiva entre
todo los pueblos.
(Ex 19,5)17

Esta formulación condicional daba a entender con claridad que Israel había recibido la
alianza de un modo tal que hacía posible la ruptura. Dios daría su protección si Israel le
prestaba obediencia. De lo contrario, la alianza quedaría rota e Israel sería No-mi-pueblo (cf.
Os 1,9). La ruptura no podía proceder de Dios, porque él la había confirmado con un
juramento y no podía ser infiel a su palabra. Pero no sucedía lo mismo con Israel: él sí podía
ser infiel a las estipulaciones de la alianza y romper con sus infidelidades y pecados el lazo de
unión establecido por Dios: más aún, esto es lo que había hecho una y otra vez desde los
comienzos de su historia.

Por lo tanto, si Dios quería reimplantar su alianza, si quería ponerla de nuevo en vigor y
hacer que fuera un vínculo inquebrantable, tenía que abrir él mismo la posibilidad de un nuevo
comienzo a instituirla de una forma nueva, como lo anuncia el célebre oráculo de Jer
31,31-34: el pasado estaba determinado por la ruptura de la alianza; el futuro lo estaría por el
perdón de los pecados y por el establecimiento de una “nueva alianza”.

De esta nueva alianza se afirman varias cosas que no podían aplicarse a la alianza anterior.
Ante todo, la Torá de Moisés se mantendrá vigente, solo que ya no será una ley puramente
exterior,18

17
Ex 19.3b-8 no es un texto deuteronomista, pero está bajo la influencia del Deuteronomio. En realidad se
trata de un perícopa autónoma, que no depende de ninguna de las “fuentes” tradicionales. Israel está llamado a
ser un “reino sacerdotal” y una “nación santa”. Estas expresiones han sido interpretadas de distintas maneras. Sin
embargo, es posible mostrar que la palabra goy designa la nación políticamente constituida y gobernada por un
rey, y que el término mamlaká, además de reino, puede significar también “realeza” o “rey” (esto es lo que signi-
fica de hecho cuando está conectada con nación, a partir de 1 Re 18.10; Jer 18.67; 27.8). Por lo tanto, la
proposición nuclear de la perícopa indica que Yahvé quiere formar una nación santa, con una realeza y un rey
sacerdotales. En cuanto a la fecha de composición del texto, hay que tener en cuenta varios factores, como la
influencia del lenguaje deuteronómico (observada hace ya mucho tiempo) y la semejanza lingüística y conceptual
con la Ley de Santidad, que se remonta a tradiciones anteriores al exilio. De ahí se puede concluir que Ex
19,3b-8 proviene de los círculos sacerdotales de Jerusalén, hacia el final de la época de los reyes. Cf. Ernst
Sellin-Georg Fohrer, Einleitung in das Alte Testament Quelle & Meyer. Heidelberg. 1979, pág. 205s.
18
En otras palabras: en la economía instaurada por la nueva alianza, la ley ya no debía ser “letra” que mata
al que la infringe (cf. 2 Cor 3,6), sino que estaría acompañada de una inspiración y de un impulso interior que
hacen al creyente dócil a la voluntad de Dios. En esta misma línea, San Pablo usará más tarde la expresión énno-
mos Christou, expresión intraducible que presenta al “Cristo interior” como ley de sus fieles. No la ley que
ilumina desde fuera para dar a conocer el bien y el mal, sino que actúa desde dentro, como fuente interior de luz
y de energía espiritual, es decir, que con sus inspiraciones y exigencias da el querer y el hacer (1 Cor 9.2 1). En
otros pasajes de sus cartas, Pablo identifica esa ley interior con el Espíritu Santo (cf. Rom 8).
[27] sino que cada uno la llevará escrita en las fibras de su corazón.19 El segundo rasgo
característico de la nueva alianza será el “conocimiento de Dios”, expresión que designa la
relación íntima y personal que Dios establecerá con cada uno de sus fieles. No un
conocimiento puramente intelectual, sino la sumisión efectiva y afectiva a la voluntad de Dios,
hecha de amor, fidelidad y obediencia: y será un conocimiento tan personal y entrañable, que
ya no habrá necesidad de instruirse para aprenderlo, sino que el mismo Dios lo infundirá por
una especie de iluminación interior. Por último, y como condición previa para la expansión y
el desarrollo de la comunidad futura, Dios impartirá generosamente el perdón de los pecados.
De este modo, la nueva alianza será también una alianza de reconciliación, y el Señor podrá
decir sin reservas: “Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”.

19
El “corazón”, en el lenguaje corriente, aparece vinculado principalmente al mundo de las emociones y
de los sentimientos. De ahí la célebre frase de Pascal: “El corazón tiene sus razones que la razón no conoce”.
Pero esta dicotomía entre “corazón” y “razón” no tiene su equivalente en la Biblia hebrea. En el lenguaje bíblico,
el corazón posee un significado, un simbolismo y un campo de acción mucho más amplios: es la raíz profunda de
toda la vida psíquica y moral, la fuente de la que brotan no sólo los sentimientos, sino también, y sobre todo, los
pensamientos, los proyectos y las decisiones. Según algunos pasajes, el corazón es la sede de ciertas disposicio-
nes afectivas como la tristeza, la alegría y la preocupación (v.gr., Prov. 15.13: “Un corazón contento alegra el
semblante y un corazón afligido abate el espíritu”). Pero en la mayoría de los textos se atribuyen al corazón fun-
ciones de índole intelectual y racional: así como los ojos están hechos para ver y los oídos para oír, así el corazón
está puesto para entender (cf. Deut 29,3) y para pensar (Eclo 17,6). Por eso el joven rey Salomón pidió un “cora-
zón comprensivo”, capaz de discernir entre el bien y el mal, porque solo un corazón sabio y prudente está
capacitado para gobernar con rectitud (1 Re 3,9). El corazón es también el lugar de las decisiones; él fragua los
planes que impulsan a correr hacia el mal (Prov 6,18), y por ese motivo debe ser custodiado con el mayor
esmero: “Con todo cuidado vigila tu corazón, porque de él brotan las fuentes de la vida” (Prov 6. 23). El profeta
Ezequiel, para indicar que la conversión debía renovar hasta lo más íntimo del ser de cada uno, dirigió esta
exhortación a los israelitas en el exilio: “¡Háganse un corazón nuevo!” (Ez 18,31). Pero como reconocía que el
ser humano es incapaz, con sus solas fuerzas, de renovar lo más profundo de su corazón, también les anunció en
nombre del Señor: “Yo arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (11,29).
[28]
Los nuevos valores que anuncia la profecía de la nueva alianza coexisten todavía con los
antiguos: el beneficiario de la alianza sería un grupo nacional (la casa de Israel y la casa de
Judá, no ya separadas como dos reinos independientes, sino formando un mismo pueblo):
tampoco cambiarían las obligaciones que prescribía la Torá, y las bendiciones seguirían
siendo de orden temporal. Es una de las condiciones del progreso religioso que el vino nuevo
sea recogido en odres viejos, que está destinado a romper. Pero el paso del tiempo Iba a
mostrar todas las virtualidades que contenía aquel anuncio; en particular, el hecho que el
profeta seguramente no alcanzó a prever: cuando la nueva alianza llegara a su cumplimiento,
tendría que romperse el marco religioso y nacionalista en que el texto había sido formado.

Crecimiento a través de la crisis

Una cultura viva no se constituye sin una sólida tradición. Pero los elementos tradicionales
corren siempre el peligro de convertirse en estereotipos o en formas más o menos fosilizadas,
cuyo peso se arrastra rutinariamente. La recepción de una herencia cultural ahorra el esfuerzo
de la creación, pero también favorece la tendencia a dejarse arrastrar por la inercia, si no se la
repiensa y recrea. Israel no pudo ceder a esa tendencia, porque con cierta periodicidad tuvo
que superar situaciones de crisis que lo obligaron a renovarse en profundidad.

En efecto, en el curso de su larga historia, el pueblo de Israel pasó por una serie sucesiva
de etapas, cuyas diferencias son tan manifiestas como su continuidad. Los momentos de crisis,
con sus fracasos y decepciones, desempeñaron un papel fundamental a lo largo de todo ese
proceso histórico, porque las situaciones críticas, una vez superadas, produjeron siempre
resultados positivos: Israel se llamó a la reflexión, se liberó de muchas ilusiones y llegó a una
comprensión más profunda de los designios de Dios. En una palabra: la crisis dejó detrás de sí
una huella profunda e imprimió una nueva dirección al curso de los acontecimientos.

Ya hemos visto que una crisis tremenda sobrevino cuando los asirios conquistaron
Samaria y pusieron fin al reino del Norte. Otra más grave aún se desató después, cuando las
fuerzas de disgregación interna y los repetidos embates del poderoso imperio babilónico
llevaron el reino de Judá a la catástrofe del año 587 a.C. Esta fecha señaló el hundimiento de
la monarquía davídica y acabó con los
[29] signos de su poder: Jerusalén cayó en manos del enemigo, el Templo de Yahvé fue
presa de las llamas y una parte del pueblo tuvo que ir al exilio (cf. 2 Rey 25). Sin embargo,
como lo hemos indicado más de una vez, la crisis del exilio puede considerarse, bajo muchos
puntos de vista, como el centro de gravedad de toda la historia de Israel.20

Revelación e historia

La Biblia no es la simple descripción de un fenómeno de pensamiento. Por lo tanto, no se


la puede leer como si no hiciera nada más que enunciar un conjunto de verdades que se
imponen únicamente al asentimiento intelectual. Hasta bien avanzado el siglo XX, una
apologética mal llamada tradicional, porque es de fecha relativamente reciente y solo llegó a
constituirse en el ambiente racionalista del Iluminismo, solía reducir el hecho de la revelación
a la comunicación, por parte de Dios, de un conjunto de verdades que es necesario creer
porque proceden de él. Y como revelación y fe son realidades correlativas, también la fe
quedaba reducida casi por completo a su dimensión puramente intelectual.

Esta idea no corresponde al hecho de la revelación tal como lo presenta la Biblia. El Dios
de la Biblia es el Dios viviente, que actúa en la historia y se revela en una serie de
acontecimientos históricos. Así se manifiesta como un poder activo y personal, que irrumpe
libremente en el curso de los acontecimientos humanos para imprimirles una dirección y
realizar un designio. La Biblia habla de las “acciones poderosas del Señor”, y esta expresión
caracteriza en cierta medida a todo el conjunto (cf. Sal 106, 2).

Estas manifestaciones de Dios se describen a veces con rasgos espectaculares:

20
Leo Baeck extiende este principio a toda la historia del judaísmo: “Los judíos han sido siempre una
minoría. Pero una minoría está obligada a pensar: tal es la bendición de su destino. Debe persistir siempre en la
lucha mental por esa conciencia de la verdad que el éxito y el poder consoladoramente aseguran a los poderosos
y a las multitudes que los apoyan. La convicción de los muchos se basa en el peso de la posesión; la convicción
de los pocos se expresa a través de la energía de un constante buscar y encontrar. Esta actividad interior se torna
fundamental para el judaísmo; la serenidad de un mundo aceptado y completo estaba más allá de su alcance. No
le era posible creer en sí mismo como algo dado, sino que seguía siendo el requisito siempre renovado del que
dependía su existencia misma. Y cuanto más limitada era su vida exterior, más insistentemente resultaba necesa-
rio buscar y ganar esta convicción interior del deber de su vida” (La esencia del Judaísmo. Paidós, Buenos Aires,
1964, pág. 15).
[30]
Josué se dirigió a Yahvé y exclamó, en presencia de Israel:
“¡Detente, sol, en Gabaón,
y tú, luna, en el valle de Ayalón”.
Y el sol se detuvo
y la luna permaneció inmóvil
hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos.
¿No está eso escrito en el libro del Justo? El sol se mantuvo inmóvil en medio del cielo
y dejó de correr hacia el Poniente casi un día entero. Jamás hubo otro día, ni antes ni
después, en que Yahvé obedeciera la voz de un hombre. Realmente, Yahvé combada en
favor de Israel.
(Jos 10, 12-14)

Desde el cielo combatieron las estrellas,


desde el cielo combatieron contra Sisara,
(Jc 5,20).21

Otras veces, en cambio, la revelación tiene un carácter más intimo y personal: el Señor no
se da a conocer en el ímpetu del fuego o en la furia del huracán, sino que se hace presente en
la dulzura de una brisa suave (1 Re 19.12).

A la luz de las sucesivas manifestaciones de Dios, vinculadas casi siempre a una


experiencia histórica singular, se forjó y enriqueció progresivamente la fe de Israel. Los
autores inspirados (como el autor del relato “yahvista”, y más tarde los profetas) descubrieron
con claridad creciente que Dios había hecho de Israel su interlocutor privilegiado en el diálogo
de la revelación. Y a medida que el pueblo se hacía consciente de su situación peculiar,
también tomaba conciencia de su carácter “diferente”, hasta que al fin llegó a reconocer que
su diferencia con respecto a los demás pueblos es lo que daba sentido a su existencia: Israel
“es un pueblo que vive aparte y no se cuenta entre las naciones” (Num 23,9); más aún: él sabía
que Dios lo había elegido, sacándolo de un pasado sin perfil definido y trazándole un camino
único en la historia, a fin de hacerlo depositario de una verdad que se comunicaba por canales
ajenos al curso ordinario de los acontecimientos:

Yahvé, nuestro Dios, nos ha mostrado su gloria y su grandeza, y hemos oído su voz, que
salía del fuego. Hoy hemos visto que Dios puede hablar con los hombres sin que por eso
mueran.
(Deut 5,24)

Es Importante, en este contexto, indicar cómo se relacionan las acciones históricas de Dios
con su accionar en el curso ordinario de

21
Cf. también Ex 19, 10-25; Deut 5,23-31; 33,2; Jc 5,4-5; Sal 18,8 ss.
[31] los acontecimientos mundanos. Esta relación puede caracterizarse convenientemente
en términos de continuidad y de discontinuidad. Dios, en efecto, nunca deja de manifestarse
en el orden de la creación. Pero la Biblia, sin dejar de reconocer esa presencia y esa actividad
divinas, presta mucha más atención a una serie de acontecimientos que no son el simple
resultado de la creatividad y del esfuerzo humano, sino que son, en el sentido más pleno de la
expresión, actos salvíficos de Dios. Estos actos están profundamente insertados en la trama del
mundo: no suceden fuera del espacio y del tiempo, y mucho menos forman una historia aparte,
al margen de la historia profana: pero se distinguen de ella porque se inscriben en un plan
fijado por Dios y apuntan a una meta especial, que es la salvación del mundo. En este sentido
hay que afirmar que los actos salvíficos, sin dejar de pertenecer a la historia del mundo, están
en relación de discontinuidad con respecto a los hechos de la historia profana.

Numerosos textos bíblicos podrían confirmar lo dicho anteriormente. Así, por ejemplo, la
Escritura declara insensatos a todos aquellos que no alcanzan a reconocer, a través de las
cosas visibles, al Creador y dispensador de todo bien (Sab 13.1; cf. Rom 1,19-20), porque “el
cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos” (Sal 19,2).

En esa misma línea, el Salmo 104 celebra y describe con fina sensibilidad poética la gloria
de Dios reflejada en la creación.22 El universo es presentado a través del Salmo como una
realidad desbordante de movimiento y de vida, que revela hasta en sus detalles más ínfimos el
poder y la sabiduría del Creador. El mundo en su totalidad está sostenido y gobernado por la
acción de Yahvé. Todo

22
El Salmo 104 tiene un parecido notable con el gran himno del faraón egipcio Akhenatón en honor del
dios-sol, el disco solar personificado, cuyo culto exclusivo había impuesto a todo Egipto. El himno es una glorifi-
cación del disco solar viviente, que está en el origen de toda vida y cuya acción creadora y providencial se
extiende a toda su creación. El dios está presente en todas partes, pero su presencia sigue siendo misteriosa aun
para los que son iluminados por él: “Tú estás lejos, pero tus rayos están sobre la tierra; estás en los rostros sin que
se perciba tu caminar”. El himno y el salmo presentan un esquema semejante, porque describen la creación en
dos cuadros: de noche y de día. “Cuando te ocultas en el horizonte del poniente —canta el himno— la tierra está
en tinieblas, como en la muerte... Cuando te elevas en el horizonte y brillas, la tierra se Ilumina. Disco solar,
durante el día expulsas las tinieblas y prodigas tus rayos”. A propósito de él se ha hablado de “revolución mono-
teísta”. Cf. Equipo ‘Cahiers Evangile”, Oraciones del Antiguo Oriente, Verbo Divino. Estella (Navarra). 1979,
págs. 68-72.
[32] procede de él y todo depende de él: tanto los grandes fenómenos del universo como
los aparentemente más insignificantes. Él crea sin cesar y renueva constantemente la faz de la
tierra, suscitando, retirando y volviendo a dar el aliento vital; él hizo la luna para medir el
tiempo y el sol para separar el día de la noche: encauza las aguas que traen vida y fecundidad
a la tierra, y reparte los alimentos necesarios para el sustento diario. De ahí la gozosa
exclamación del salmista:

¡Qué variadas son tus obras, Señor!


¡Todo lo hiciste con sabiduría,
la tierra está llena de tus criaturas!
(Sal 104, 24).23

Pero este no es el único modo de actuar de Dios, sino que la fe es capaz de discernir, en la
trama compacta de la historia, una serie de acontecimientos que proceden de una especial
acción de Dios. Tales acontecimientos están engarzados en la historia general y sometidos

23
El lirismo contagioso del Salmo 104 no debe inducir a error sobre el carácter de esta revelación cós-
mica. Es verdad que Dios "nunca dejó de dar testimonio de sí mismo, prodigando sus beneficios, enviando desde
el cielo lluvias y estaciones fecundas, y llenando de alegría los corazones” (Hch 14.17). Dios “no está lejos de
nosotros”, "en él vivimos, nos movemos y existimos”, y por eso la razón humana, aunque sea "a tientas”, es
capaz de encontrarlo (Hch 17.27-28). Pero no es menos cierto que en el universo hay también muchas cosas que
dan la sensación de falta de providencia y aun de “caos”. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando ciertos fenóme-
nos naturales (como los terremotos, las inundaciones o las erupciones volcánicas) se vuelven catastróficos.
Entonces se percibe con angustia, y hasta con desesperación, cómo la naturaleza sigue su curso impasible, sin
preocuparse para nada de nuestra felicidad o de nuestra desdicha. Y la situación se complica más todavía cuando
se pasa de la naturaleza a la historia. La fe de Israel primero, y la fe de la Iglesia después, han sabido escuchar la
voz de Dios a través de la voz humana de los profetas, de Jesús y de los apóstoles, y han sido capaces de discer-
nir, bajo la acción del Espíritu Santo, la acción de Dios en la historia. Pero seria en extremo ingenuo pensar
atribuir ese carácter de revelación a la historia en general. De ahí que sea imposible leer en la historia universal,
como en un libro abierto, los secretos designios de Dios. Porque en la historia no se encuentra solamente la
voluntad de Dios. La historia es un drama, la arena de un conflicto entre la voluntad de Dios y las fuerzas que se
oponen a ella. El cristiano sabe que la historia está en las manos de Dios. Pero sabe también que es un libro lleno
de enigmas y sellado con un sello que no siempre nos es dado abrir. Por eso el Concilio Vaticano 11, retomando
la enseñanza del Vaticano I, afirma que la razón humana puede conocer con certeza a Dios a partir de las cosas
creadas. Pero en la presente condición del género humano, no todos están en condiciones de llegar al conoci-
miento del verdadero Dios “fácilmente. con sólida certeza y sin mezcla de error”. De ahí la conveniencia, e
incluso la necesidad, de la revelación positiva (Dei Verbum I, 6).
[33] en parte a la misma causalidad: pero no son totalmente idénticos a los demás, porque
en su realización Dios interviene de manera extraordinaria, y esta especial intervención divina
determina la diferencia cualitativa de los actos salvíficos con respecto a los hechos de la
historia profana. O dicho con otras palabras: los actos salvíficos de Dios incluyen un elemento
“suprahistórico” que los hace accesibles únicamente al conocimiento profético, y por lo tanto,
solamente una especial revelación de Dios puede dar a conocer su existencia y su sentido (cf.
Dan 2, 22-23).

A esta serie particular de acontecimientos se refiere el libro de los Hechos de los


Apóstoles cuando afirma: “No les corresponde a ustedes conocer los tiempos o momentos que
el Padre ha establecido con su propia autoridad” (Hch 1,7). Esto quiere decir que en el curso
ordinario del tiempo hay ciertos “momentos” (kairoi en los que Dios interviene de un modo
especial para dar cumplimiento a su plan de salvación. Estas acciones atestiguan que la
revelación de Dios no acontece sólo de palabra, sino también por obras.24 Consiguientemente,
para caracterizar el modo peculiar de la revelación divina, tal como la presenta la Biblia, no
hay que hablar solamente de una historia de la revelación, sino también y sobre todo, de la
historia como revelación.

En tales acontecimientos, Israel primero, y la Iglesia cristiana después, descubrieron y


experimentaron la acción salvífica de Dios. Como ya lo hemos indicado, la ejecución de este
plan divino de salvación no acontece al margen de la historia ordinaria, y mucho menos remite
a un tiempo mítico. Pero los hechos que constituyen la historia de la salvación no se
identifican sin más con los sucesos de la historia profana. En este sentido se habla de
continuidad y de discontinuidad entre una y otra. Así la Biblia se opone al movimiento
nivelador, que relativiza todas las acciones de Dios en la historia, o que eleva
indiscriminadamente cualquier acontecimiento a la categoría de signo de Dios. Y si el plan de
Dios se actualiza en y a través de estos hechos salvíficos, es preciso admitir que no se puede
conocer al verdadero Dios sin una reflexión profunda sobre sus acciones histó-

24
La constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II ha puesto bien de relieve el carácter histórico de
la revelación bíblica: El plan de la revelación se realiza “con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre
sí”, de manera que las palabras y las acciones se complementan y esclarecen recíprocamente: las obras realizadas
por Dios manifiestan y corroboran la doctrina y las realidades significadas por las palabras; las palabras, por su
parte, proclaman las obras y manifiestan el misterio contenido en ellas (I, 2).
[34] ricas, tal como las narra la Biblia en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Aunque
haya otras vías de acceso al conocimiento de Dios, este es un camino del que no se puede
prescindir.

Los actos salvíficos de Dios

El análisis que hemos hecho al describir la estructura “teándrica” de los hechos salvíficos
es en cierto modo artificial. Para poder realizarlo, hemos tenido que objetivar el accionar de
Dios en el mundo y distinguir los actos salvificos de sus acciones en el curso ordinario del
acontecer cósmico y humano. Esa dualidad no existe para el que confiesa la historia y la narra
como gesta Dei. Los dos factores —el humano y el divino- son igualmente esenciales e
inseparables. El éxodo de Egipto, por ejemplo, es al mismo tiempo fuga de un grupo de
esclavos y acción redentora de Dios, paso de la servidumbre a la libertad y experiencia de
salvación. Los israelitas vieron allí el brazo poderoso de Yahvé y creyeron en él y en Moisés,
su servidor (Ex 14, 31).

No obstante esto, es posible distinguir en los hechos salvíficos dos aspectos o


dimensiones: el aspecto fáctico, que sitúa el evento en el curso normal de la historia, y la
dimensión trascendente, accesible sólo a la fe, que define el hecho como acción de Dios y
permite caracterizarlo como hecho salvífico. Así, cuando la antigua confesión de fe cristiana
(1 Cor 15,3) declara que

Jesús murió
por nuestros pecados
según las Escrituras

expone de la manera más concisa posible el hecho histórico (Jesús murió en tiempos de
Poncio Pilato) y el carácter salvífico de la crucifixión (murió “por nuestros pecados” y en
conformidad con el plan de Dios anunciado en las Escrituras). De este modo, la vida y el
sufrimiento de Jesús, sin dejar de ser hechos históricos únicos e irrepetibles (efápax llegaron a
ser causa de “redención eterna” (Heb 9,12).

Pero la historia de la salvación no está hecha únicamente de acciones divinas en sentido


estricto, como la creación, la revelación, la redención y la parusía. En ella también
desempeñan un papel fundamental las acciones humanas, en cuanto respuestas a las iniciativas
de Dios (sea para aceptarlas o para rechazarlas). Los
[35] agentes terrenos desarrollan normalmente sus decisiones y su capacidad para actuar,
porque también los esfuerzos vacilantes de los seres humanos se inscriben en los designios
divinos, aún sin que ellos mismos lo sepan o lo quieran. Esta historia es una y continua sub
specie Dei en razón del propósito divino y de su orientación hacia una meta escatológica. Pero
solo a la luz de la fe se puede afirmar esa unidad. No puede serlo, en cambio, desde un punto
de vista puramente humano, porque ningún ojo terreno puede situarse fuera o más allá de la
historia para abarcarla en su totalidad.25

Al hablar de la participación humana en el plan salvífico de Dios, es bueno recordar que la


historia relatada en la Biblia no es el recuerdo de las grandes obras realizadas por el pueblo de
Israel. En este punto, el Antiguo Testamento se diferencia de otras historias, como las escritas
por Heródoto o Tito Livio. Heródoto narra el triunfo de la civilización griega (y en especial de
los atenienses) sobre la barbarie oriental; Tito Livio celebra el esfuerzo y la tenacidad de las
antiguas generaciones de romanos, que labraron la gloria de Roma hasta que la república
empezó a decaer bajo el peso de su propia grandeza. La Biblia, en cambio, no ha sido escrita
para la gloria de Israel. Nada, en efecto, es menos triunfalista que el Antiguo Testamento. Esta
es más bien una humillante requisitoria para Israel, como lo prueban las reiteradas denuncias
de los pecados cometidos por el pueblo y por sus reyes, o el rico vocabulario de reproche que
emplearon los profetas:

25
En cada acontecimiento salvífico se realiza de algún modo el misterio que alcanza su plenitud en la
encarnación del Verbo y en el misterio de la Iglesia como sacramento y cuerpo de Cristo. El hecho constante es
la inserción de un elemento divino en la realidad humana, de manera que la unión de estos dos elementos consti-
tuye una realidad única. En el caso de la encarnación, Cristo queda mutilado siempre que se toma en cuenta
únicamente y en forma excluyente su naturaleza humana o su naturaleza divina. Y así como la verdadera y real
humanidad de Cristo ha sido creada atendiendo a la función redentora del Verbo, así también la estructura social
y visible de la Iglesia existe para hacer presente a Cristo en el mundo y en la historia, bajo la acción del Espíritu
Santo. Esta analogía entre la encarnación y la Iglesia estaba anticipada de algún modo en los hechos salvíficos
del Antiguo Testamento (el éxodo, la Pascua antigua, la entrada en la Tierra prometida), en cuanto que también
aquellos acontecimientos hacían presente la acción de Dios en la historia: y sigue realizándose, más todavía, en la
economía del Nuevo Testamento, de un modo especial en el anuncio del Evangelio y en los sacramentos, que
actualizan y continúan la historia de la salvación hasta la parusía de Cristo. Para dar cumplimiento a esta misión,
el Señor resucitado enriqueció a los apóstoles con una especial efusión del Espíritu Santo (cf. Hech 1.8: Jn
20.22-23), y luego ellos mismos confirieron a sus colaboradores el don espiritual por la imposición de las manos
(cf. 1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6-7).
[36]
¡Ay, nación pecadora,
pueblo cargado de iniquidad,
raza de malhechores, hijos pervertidos!
(Is 2.4)

Por eso los momentos de recuperación Incluyen siempre una confesión de los pecados:

Sí, nuestros reyes, nuestros jefes,


nuestros sacerdotes y nuestros padres,
no practicaron tu ley,
no hicieron caso de tus mandamientos
ni de las advertencias que les habías hecho.
Durante su reinado,
en medio de los grandes bienes que les concediste
y en la tierra espaciosa y fértil que les entregaste,
ellos no te sirvieron
ni se convirtieron de sus malas acciones.
(Neh 9, 34-35)

Revelación en acciones y en palabras

El Antiguo Testamento hace ver a cada paso que Yahvé, el Dios de Israel, es el Señor de
la historia. Yahvé es el Dios que habla y es también el Dios que actúa. El dualismo de la
palabra y de la acción es completamente artificial, porque una y otra resultan inseparables.
Los actos de Dios se vuelven significativos cuando están insertados en el marco de una
comunicación verbal. Unas veces, la palabra precede o acompaña a la acción: Dios dice lo que
está haciendo o lo que está por hacer. Otras veces, la palabra procede de una mirada
retrospectiva, que recuerda, interpreta y narra lo que acaeció en el pasado. Pero la palabra
nunca puede estar ausente, porque un Dios que actuara en la historia sin manifestar el sentido
de sus acciones (es decir, sin vincular sus actos salvíficos a una comunicación verbal), no
haría más que proponer un enigma indescifrable.

La palabra de Dios es, a un mismo tiempo, creadora e intérprete de la historia. Sin


embargo, la Biblia no excluye la comunicación verbal directa entre Dios y una persona
individual, en circunstancias particulares. Esta comunicación directa es un elemento corriente
en la Biblia, especialmente en el Antiguo Testamento. Dios puede comunicar mensajes
verbales específicos, cuando él quiere, a personas de su elección. De hecho, el primer
encuentro de Dios con Moisés en el monte Horeb se desarrolla como un diálogo entre dos
interlocutores
[37] (Ex 3,1-4,17) y los profetas afirman que ellos transmiten la palabra de Yahvé porque
Dios les habló o porque la palabra de Yahvé llegó hasta ellos (cf. Is 1,2; 3,4; Os 4,1; Am 3,8;
Miq 6,1; Ez 3,1.4.10.16). Samuel, Natán, Elías y tantos otros profetas hablan en nombre de
Yahvé, y Jeremías no hace más que registrar la opinión común cuando designa al profeta
como “el hombre de la palabra”, mientras que el sacerdote es el especialista de la toráh y el
sabio es el “hombre del consejo” (Jer 18, 18).26

En la interpretación de estos diálogos hay que contar siempre con la eventualidad de una
dramatización. Es posible, en efecto, reconocer una cierta analogía entre la inspiración poética
y la inspiración profética. La palabra de Yahvé irrumpe en la conciencia del profeta con la
fuerza de una iluminación súbita, semejante a las intuiciones del genio, sin que sea necesario
postular en cada caso particular un fenómeno visionario o de audición externa. Y aunque no
haya que descartar la posibilidad de una comunicación por vía auditiva (cf. 1 Sam 3), hay que
considerar también la tendencia hebrea a presentar en forma dramatizada lo que en realidad no
fue más que una vivencia interior. Según el testimonio de los mismos profetas (de Jeremías,
en particular) la palabra de Dios es ante todo una experiencia íntima y personal: penetra en el
alma, la ilumina, la invade, la domina con su poder irresistible, y esta convicción interior,
acompañada de una emoción pura e intensa, se dramatiza luego en la conciencia del profeta.
Si los poetas de genio, en los momentos de inspiración, ven surgir en el campo de su
conciencia intuiciones e imágenes que los conmueven y en las que parecen superarse a sí
mismos, no es de extrañar que suceda algo semejante en el espíritu de los profetas, que fueron
en general grandes poetas. La inspiración profética no se asemeja a un dictado palabra por
palabra, y esto invita a interpretar con cierta reserva expresiones como la de Jer 1,9: “Yo
pongo mis palabras en tu boca”.27

26
En el Nuevo Testamento. Pablo asocia su conversión a Cristo con una revelación especial: "Cuando
Dios, que me eligió desde el seno de mi madre y me eligió por medio de su gracia, se complació en revelarme a
su Hijo...” (Gl 1,15-16). Jesús, en cambio, no recibe ninguna revelación especial "porque él vino del cielo y da
testimonio de lo que ha visto y oído” (Jn 3.31-32).
27
Cf. C. H. Dood, The Authority of the Btble. Harper Torchbooks, Londres, 1948. pags. 61 ss.
[38]
El monoteísmo

Israel, y sólo Israel, dio a la humanidad la fe monoteísta. Pero la idea del Dios único se fue
gestando progresivamente antes de encontrar su expresión definitiva en la predicación de los
profetas. Como lo indica H. H. Rowley, “en la obra de Moisés encontramos la semilla del
monoteísmo, no su pleno acabamiento”.28

El monoteísmo israelita no surgió como fruto de la reflexión filosófica, ya que el pueblo


hebreo, durante todo el periodo bíblico, no se mostró particularmente propenso a la
especulación filosófica tal como la practicaron los griegos. Pero el hecho de que Israel haya
llegado a la profesión de fe monoteísta tampoco se explica como el simple resultado de una
evolución natural. Israel nunca fue una nación poderosa, de manera que su monoteísmo no
pudo haber sido la proyección del poderío de la nación en la persona de su Dios. Asiria vio en
las victorias de sus ejércitos una manifestación del invencible poder de sus dioses. Cada nueva
conquista fortalecía esa convicción, y por eso pudo afirmar que el dios Asur debía imponer su
soberanía sobre las divinidades de los otros pueblos. Pero no fue esto lo que sucedió en Israel.
El monoteísmo israelita no es la expresión del orgullo nacional; los profetas no anunciaban un
patriotismo superficial sino el juicio de Dios, y el profeta que expresó más claramente la fe
monoteísta era portavoz de un pueblo que vivía en el exilio.29

El monoteísmo comenzó en Israel con la ruptura respecto de las concepciones religiosas


de su medio ambiente. Las religiones de sus vecinos estaban ligadas íntimamente a los ciclos
de la naturaleza.

28
H. H. Rowley, The Faith of Israel: Aspects of Old Testament Thought. SCM Press LTD. Londres, 1956,
pág. 71.
29
Es bien conocida la tesis de Emile Durkheim, que define la religión como el culto que la sociedad se tributa
a sí misma. Lo sagrado en general, según el sociólogo francés, es expresión de lo social: hay una verdadera iden-
tidad entre el sujeto y el objeto de la adoración, de manera que todo culto religioso debe ser considerado como
una variación de ese tema fundamental. Esto es verdad, hasta cierto punto, del culto que el pueblo asirio tributaba
al dios Asur. En Asiria, el dios, la ciudad y la nación estaban tan estrechamente unidos que llevaban el mismo
nombre (Asur), y es muy significativo que Asur haya sido la única divinidad puramente asiria entre las muchas
divinidades semíticas adoradas por aquel pueblo. Por eso el prestigio del dios crecía a medida que aumentaban
las conquistas de la nación. La religión de Israel tiene, por el contrario, un carácter completamente distinto. La
concepción que los israelitas tenían de la divinidad les impedía absolutamente identificar a Yahvé con el pueblo
de Israel. Por íntima que haya sido la relación del pueblo hebreo con su Dios, resulta inconcebible la identifica-
ción de uno y otro. Cf. Joachim Wach, Sociologie de la Religion, Payot, París, 1955, pág. 84 ss.
[39] Hasta se puede afirmar, en términos generales, que los dioses del Cercano Oriente
antiguo eran personificaciones de los fenómenos naturales, fuerzas operativas en las
realidades cósmicas. Yahvé, en cambio, es distinto de la naturaleza. Así como no hay ninguna
imagen que pueda representarlo, tampoco hay en el universo visible ninguna realidad que
pueda identificarse con él. Todas las fuerzas del cosmos le están sometidas, y él puede valerse
de ellas con plena libertad, a fin de realizar sus designios. A partir de esta nueva concepción
de lo divino, un profeta del exilio (el llamado Déutero-Isaías) pudo afirmar con absoluta
claridad que Yahvé es el único Dios, que los dioses de las naciones no son nada, y que sus
ídolos simbolizan algo inexistente. Rindiendo culto a un solo Dios trascendente, Israel rompió
con todos los sistemas religiosos del antiguo Oriente.

La exclusión de los otros dioses tuvo además otras consecuencias importantes. La primera
y más importante ha sido sin duda la “desdivinización” y “desmitologización” del universo
entero: las fuerzas cósmicas (como los astros y las fuentes de la vida y la fecundidad)
perdieron su rango divino y pasaron a ser lo que realmente son: criaturas de Yahvé, el único
Dios.30

30
Esta desmitologización es claramente perceptible en el primer relato de la creación (Gn 1.1-1,4b), sobre
todo cuando el autor refiere la obra del cuarto día (la creación del sol, la luna y las estrellas). Para comprender la
radicalidad de ese proceso desdivinizador de los elementos cósmicos, conviene tener en cuenta que la astrología
y el culto de los astros estaban muy difundidos en el Antiguo Oriente. Amón-Ra (el disco solar divinizado) reinó
durante milenios en Egipto, y Shamash, el dios sol, ocupó siempre un lugar privilegiado en los panteones de Asi-
ria y Babilonia. El pueblo de Israel no permaneció ajeno a esa influencia, porque también en Jerusalén la
astrolatría tuvo su época de florecimiento: en tiempos de los reyes, y muy especialmente durante el reinado de
Manasés en Judá, se edificaron altares a todo el Ejército de los cielos en los atrios del templo: la gente ofrecía
incienso al sol, a la luna y a las constelaciones, y hasta en la entrada misma del templo se hicieron representacio-
nes de los caballos y carros del sol (2 Re 21,3-5; 23,5.11). Los sacerdotes, los profetas y todo el pueblo adoraban
y consultaban al sol y a los astros (Jer 8.2), de manera que el verdadero profeta de Yahvé se veía obligado a
advertir “No se espanten por los signos del cielo, porque son los paganos los que temen esas cosas” (Jer 10,2).
También el Deuteronomio amonestaba a los israelitas: “Cuando levantes los ojos hacia el cielo y veas el sol, la
luna, las estrellas y todo el ejército de los cielos, no te dejes seducir ni te postres para rendirles culto” (Deut
4.19): y más tarde Job, para justificar su conducta, declaraba: “Si a la vista del sol resplandeciente y de la luna
que pasaba radiante, mi corazón se dejó seducir en secreto y les envié besos con la mano” (Job 31,26-27). En este
contexto, religioso y cultural, el autor de Gn 1 tuvo la osadía de afirmar que el cosmos no es divino ni eterno. Los
astros, como criaturas de Dios, cumplen la función que él les asignó: Dios puso el sol y la luna en el firmamento
del cielo para distinguir el día de la noche y para señalar las fiestas y los años (Gn 1,14-19).
[40]
Esta conversión del pensamiento hacia el único Dios verdadero, al mismo tiempo que
ponía fin a los cultos naturísticos, traía consigo una revolución ética, teológica e incluso
política. Porque también el poder humano quedó desdivinizado. En lugar de adorar al rey
divinizado, como se hacia en Egipto y a veces también en Babilonia, Israel llegó a reconocer
que su único rey era el Dios viviente.

El individuo y la colectividad

Los textos más antiguos de la Biblia hebrea revelan un sentido muy vivo de la solidaridad
de la nación. La elección ha recaído sobre la nación entera y a ella se dirigen en primer lugar
las promesas divinas. Hay, por ejemplo, largos pasajes del Deuteronomio que narran la
historia del pueblo como si fuera la biografía de un individuo: “Recuerda el largo camino que
Yahvé, tu Dios, te hizo recorrer por el desierto durante cuarenta años... La ropa que llevabas
no se gastó, ni tampoco se hincharon tus pies durante esos cuarenta años" (Deut 8, 2.4).
Ciertamente, no es el israelita individual, sino todo el pueblo el que vivió aquella experiencia
en el desierto.

Sin embargo, durante la época en que el sentido de la solidaridad parecía eclipsar al


individuo, también se destacan ciertas personalidades relevantes. Ya en la “edad heroica” el
curso de la historia estuvo vinculado al influjo de individuos relevantes. Es muy posible que
sus hazañas, como las de Sansón, hayan sido engrandecidas por la leyenda; pero el hecho
mismo de que las leyendas se hayan centrado en ellos es una prueba de su influencia. El libro
del Éxodo describe la salida de Egipto como un movimiento masivo, pero también da un
enorme relieve a la acción de Moisés como conductor y legislador del pueblo. Incluso en las
tradiciones patriarcales hay pasajes que reflejan una experiencia religiosa marcadamente
individual. La intercesión de Abraham por las ciudades de la llanura incluye estas palabras:
“Me he atrevido a hablar al Señor, yo que soy polvo y ceniza... ¡Matar al justo junto con el
culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿No hará justicia el rey de
toda la tierra?” (Gn 18, 27.25). Tales expresiones, comenta Dodd, podrían pertenecer al libro
de Job, aunque han sido escritas mucho tiempo antes.31

A veces se ha querido contraponer el período preexílico al postexílico,

31
Cf. C. H. Dodd. La Biblia y el hombre de hoy. págs. 167-187.
[41] como si el primero hubiera sido la época de la religión colectiva y el segundo el de la
religiosidad individual. Esta es sin duda una simplificación que no responde a la realidad
histórica, pero también es verdad que en un momento dado se produjo un cambio de acento.
Ese desplazamiento hacia el aspecto individual aparece con bastante claridad en el libro de
Jeremías y más todavía en la profecía de Ezequiel.

Un texto de Jeremías puede servir de base para exponer en forma sucinta este complejo
problema:

En aquellos días, ya no se dirá más: Nuestros padres comieron las uvas verdes y los
hijos sufrimos la dentera. Sino que cada uno morirá por su propia culpa: el que coma
las uvas verdes, ese sufrirá la dentera (Jer 31, 29-30).

El profeta cita aquí un mashal o dicho popular ampliamente difundido entre los israelitas.
Las calamidades sin precedentes que se abatieron sobre la nación en aquellos días hicieron
que pusiera en boga dicho proverbio. El joven rey Josías había sido derrotado y muerto por el
Faraón Necao en el enfrentamiento de Megiddo (609 a.C.). Pocos años después se produjo el
asedio final de Jerusalén: el ejército de Babilonia incendió el templo de Yahvé y el palacio
real: el país quedó a merced de los invasores, fue entregado al saqueo y la triunfante campaña
de Nabucodonosor culminó con la gran deportación (587 a.C.).

A la luz de estos hechos tan desastrosos, los profetas pudieron medir la gravedad de los
pecados que habían llevado a la catástrofe. La herida abierta por esos pecados era de tal
magnitud que parecía incurable (cf. Jer 2,22; 6,29; 17,1-2; 46,11); pero no por eso Yahvé
dejaba de llamar a la conversión (3,4-19). Si Israel se convertía de su mala conducta, él estaba
dispuesto a sanar a su pueblo (3,22) y no lo destruiría enteramente (4,27; 5,10-18). Este
llamado a la conversión se presenta bajo dos formas distintas: unas veces dice: “Si tú vuelves,
yo te haré volver”(15,19;Cf. 3, 22; 4, 1-5; 18,11; 22,3; 25,5; 35,15; etc.). Otras, en cambio, la
formulación se modifica: “Yo los traeré... y ustedes volverán" (23, 3-6; 29, 10-14; 30, 13-18;
31, 22, etc.).

En la primera serte de textos, el que llama a la conversión es Yahvé, pero el que decide
volver es el hombre; en la segunda, el que toma la iniciativa es Yahvé. En el primer caso, la
conversión (al menos en principio) puede ser colectiva; en el segundo no puede ser verdadera
si no es individual, porque presupone una intervención directa de Yahvé sobre el corazón de
cada individuo. Y como Israel no puede recorrer por sí mismo el camino de retorno a Yahvé,
es necesaria una acción divina (la “nueva alianza” anunciada en Jer 31, 31-34), capaz de
transformar la inveterada dureza del corazón humano (17,1). Así el profeta se
[42] introduce en el centro mismo de la cuestión: la restauración moral de la comunidad
presupone la renovación interior de cada uno de sus miembros. Cuando se produzca esta
renovación —“en aquellos días”— ya no volverá a pronunciar el proverbio que atribuye el
castigo de los hijos al pecado de los padres, porque el pecado, lo mismo que el nuevo
principio de la vida moral, es ante todo una realidad interior, que brota de lo más íntimo del
corazón, y la responsabilidad colectiva se hace entonces incompatible con la justicia de
Yahvé.

Ezequiel irá más lejos todavía: para él, la retribución es solo individual. Así lo muestra el
célebre capítulo 18 del libro que lleva su nombre, donde se retoma el proverbio ya citado por
Jeremías. Fundado en un concepto más afinado de la justicia divina, el profeta combate la
doctrina tradicional de la retribución colectiva y hereditaria (Ex 20,5; 34, 7), ya corregida en
Deut 24, 16 y 2 Re 23, 26-27, pero que aún se mantenía vigente. Nadie morirá por las faltas de
sus padres, dice Ezequiel; el que peca recibirá el castigo correspondiente, y el pecador no se
librará por la justicia de su padre. Pero la suerte de cada uno no quedará decidida de una vez
para siempre: el justo, si llega a pecar, será sancionado como pecador; en cambio, el pecador
que se convierta salvará su vida. Este es el camino del Señor, aunque el profeta hace notar
expresamente que Yahvé prefiere la misericordia a la justicia: “Porque yo no deseo la muerte
del que muere —oráculo de Yahvé—. Conviértanse entonces, y vivirán” (Ez 18, 32).

Esta tendencia se amplía y profundiza en algunos Salmos y en la literatura sapiencial. En


el Salmo 51, 12-13, Dios, que es el creador de la vida física, es invocado como creador de la
justicia moral:

Crea en mí, Dios mío, un corazón puro


y renueva la firmeza de mi espíritu;
no me rechaces lejos de tu rostro
ni retires de mí tu santo espíritu.

El salmista se atreve a pedir en el presente lo que Ezequiel esperaba del futuro; y este acto
por excelencia de Yahvé, que Ezequiel describía como una “purificación”, recibe aquí su
verdadero nombre: es una “creación”, expresada con el mismo verbo que emplea el Génesis
para hablar de la creación del mundo (bara’).32

32
En forma actual, el salmo 51 procede de la primera época postexílica, cuando ya muchos deportados habían
vuelto de Babilonia, pero los muros de Jerusalén aún no habían sido reconstruidos (cf. al final del Salmo la
súplica por la restauración de las murallas, v. 20). No es fácil determinar, en cambio, si una redacción anterior del
Miserere (y tal vez de algunas oraciones semejantes, que no han llegado hasta nosotros) sirvió de inspiración a
las promesas proféticas, o si, por el contrario, el salmo se apoya en la promesa de una "nueva alianza” que ya
existía en Israel y era bien conocida. De cualquier manera, una vez que el salmo y las promesas proféticas fueron
introducidos en el Canon, el Miserere se rezaba a la luz de aquellas promesas, que tantas afinidades mostraban
con él. Cf. N. Lohfink. La alianza nunca derogada. Reflexiones para el diálogo entre judíos y cristianos, Herder,
Barcelona, 1992, págs. 80-81.
[43]
También la literatura sapiencial atestigua este desplazamiento hacia el aspecto individual
de la experiencia y de la religiosidad. Job no rechaza solamente la idea de la retribución
colectiva (21, 19-21) sino también la de una retribución individual tal como la que había
propuesto Ezequiel (Job 4,7; 8,20; cf. 6,25-30; 9,21-24). El problema del sufrimiento
inmerecido ya no es expuesto en términos de calamidad nacional, sino desde el punto de vista
de la persona que sufre. También el Eclesiastés está obsesionado por la vanidad de la vida tal
como la experimenta cada individuo. El sabio conoce que “Dios realiza su obra en el mundo
desde el principio hasta el fin”; pero esa “obra” constituye un enigma indescifrable, que
ninguna inteligencia humana es capaz de penetrar (Ec 3,11).

Finalmente, el nudo de los problemas que habían planteado Ezequiel y Jeremías se


resuelve de manera nueva en los libros de Daniel, de la Sabiduría y en el segundo de los
Macabeos. Allí se abre una perspectiva inédita, porque se habla de un juicio y una recompensa
más allá de la historia.

En el ambiente alejandrino del siglo 1 a.C., un escritor judío, fuertemente influenciado por
el helenismo, anuncia una esperanza colmada de inmortalidad (Sab 3,4). Las almas de los
justos, una vez liberadas de las ataduras del cuerpo corruptible (9,15), permanecerán para
siempre junto a Dios en el amor (3.9.14; 5,15) y tendrán parte en su reino (3,8; 5,16). Poco
importa que la vida terrena sea larga o breve: si un joven justo muere prematuramente, no hay
por qué lamentarse, ya que Dios, por una amorosa predilección, lo llamó a su presencia para
librarlo de la perversión que reina en este mundo (4,7-18). Tampoco es importante tener una
descendencia: el impío no es amado por Dios aunque su descendencia sea numerosa, mientras
que sí lo son el hombre y la mujer estériles que se han mantenido fieles al Señor (3,13-14).
Así queda superado el antiguo principio de la retribución, largamente desmentido por la
experiencia, que asociaba la felicidad a la virtud y el castigo a la impiedad.
[44]
En los ambientes apocalípticos no se habla de inmortalidad del alma, sino de resurrección.
Según el libro de Daniel, al fin de los tiempos “muchos de los que duermen en el suelo
polvoriento se despertarán, unos para la vida eterna y otros para la ignominia” (Dan 12,2). Y
el autor del segundo libro de los Macabeos (12,43-46) elogia al “noble Judas” porque hizo
ofrecer un sacrificio expiatorio por los caídos en el combate, “con el pensamiento puesto en la
futura resurrección” (v. 43).

De este modo, la fe en la resurrección de los justos (Dan 12, 1-3) y en la supervivencia


después de la muerte (Sab 3,1-10) ayudaron a eliminar el escándalo de las injusticias
padecidas por los justos. Mientras que la idea de la retribución no trascendía los límites de la
vida terrena, el sufrimiento de los justos constituía un escándalo insuperable. En cambio,
cuando se introdujo la idea de una recompensa en el más allá, el sentido de la condición
humana temporal se iluminó con una luz enteramente nueva: el “fin” (telos) de los justos no es
la muerte, sino el paso a otra vida, a una vida mejor.33

También los poemas del Servidor sufriente arrojan una luz muy particular sobre la
compenetración de lo individual y lo colectivo en la concepción bíblica de la persona y de la
sociedad. Estos poemas presentan a un personaje misterioso, que encarna en su propia vida el
ideal de entrega absoluta a Dios por medio del servicio, del sufrimiento y del sacrificio de sí
mismo. El Servidor es el elegido de Yahvé y ha recibido el “espíritu” que lo capacita para el
cumplimiento de su misión: “Para abrir los ojos de los ciegos, para hacer salir de la prisión a
los cautivos y de la cárcel a los que viven en tinieblas” (ls 42,7). Su misión consiste en ser
“luz de las naciones” (42,6) y en implantar en el mundo el reinado de la justicia (42,4). Pero
su método no será el de la violencia, sino el del propio sufrimiento (52,13-53,12). Tales
sufrimientos tienen un carácter expiatorio y son aceptables a Dios para satisfacción por los
pecados de “muchos”, expresión esta que no excluye la idea de universalidad: “todos” son
“muchos” y los escritores bíblicos utilizan con frecuencia esa expresión para subrayar la idea
de una inmensa muchedumbre y no en sentido exclusivo. Las regiones más lejanas esperan la
doctrina del Servidor, no de manera consciente, sino como una aspiración inconsciente y
profunda.

La principal dificultad que plantean estos poemas es la identificación del personaje


designado como Servidor de Yahvé. Según la interpretación que parece más verosímil, el
profeta no se refiere a ninguna figura histórica, a ningún individuo particular, sino que
presenta una figura ideal: el Servidor es la personificación ideal de Israel, el pueblo de Dios,
concebido como una personalidad corporativa (cf. Is 49,3). Como personificación ideal de
Israel, el Servidor encarna y recapitula el destino de todo el pueblo, y muestra al mismo
tiempo lo que Israel debe ser, la misión que le toca cumplir según el plan de Dios. O
expresado con otras palabras: a Israel le toca seguir el camino del Servidor sufriente, y sólo
cuando todo el pueblo —y cada individuo dentro de él— lleva adelante el proyecto divino
como un solo hombre, merece realmente el nombre de Pueblo y Servidor de Yahvé. Así cada
individuo participa en el proyecto colectivo y se compromete, asumiéndolo personalmente, el
proyecto histórico de Dios. Lo único que se requiere es la libre aceptación de la alianza, según
los términos establecidos por Dios. De este modo el individuo se encuentra activamente
integrado en la historia de la salvación: esa historia se hace viva y avanza hacia el futuro
gracias a su participación personal, y su participación en la marcha de la historia es la que da

33
Cf. C. Larcher, Etudes sur le livre de la Sagesse. Gabalda, Paris. 1969.
sentido a su vida.34

Ya en los albores de la era cristiana, la afirmación de la responsabilidad individual


adquirió una fuerza inusitada en la predicación de Juan el Bautista. Según el mensaje
escatológico de Juan, el hecho de pertenecer o no al pueblo elegido no tendrá ninguna
importancia en el juicio final. Nadie podrá apelar a su condición de “hijo de Abraham”,
porque hasta de las piedras puede Dios, si así lo quiere, hacer surgir hijos a Abraham (Mt 3,9):
“Ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto va a ser cortado y
echado al fuego” (Mt 3,10).

34
Acerca de esta interpretación, véase John L. McKenzie, Second lsaia (Anchor Bible), Doubleday and
Company Inc., Garden City, New York. 1968. Ya en la Iglesia primitiva de lengua aramea los cánticos del Siervo
sufriente se releyeron en sentido cristológico, aplicándolos a la persona y a la obra redentora de Jesús (cf. R. H.
Fuller, Fundamentos de la Cristología neotestamentaria. Cristiandad. Madrid, 1979. págs. 179 ss.
[46]
Las fiestas litúrgicas

En este contexto no puede faltar una referencia a las fiestas litúrgicas de Israel, porque en
ellas se produjo el encuentro y la diversificación de dos mundos de pensamiento distintos. El
calendario de las grandes fiestas israelitas procedía básicamente de Canaán, y estaba
determinado por el curso natural del año en Palestina. En su forma original, ese calendario era
la expresión de una religión agrícola, que concebía las siembras y las cosechas como
acontecimientos sagrados. Pero Israel modificó muy pronto el significado de aquellas fiestas.
La modificación consistió esencialmente en despojarlas de su vinculación con los ritos de la
fertilidad, para convertirlas en el “recuerdo” o “anámnesis” (zikkarón) de acontecimientos
históricos bien definidos. En la fiesta de los ácimos se rememoraba el éxodo de Egipto (Ex
23,5), mientras que la fiesta del otoño y la vendimia evocaba la marcha por el desierto (Lev
23, 42-43). Esta anámnesis significa que Israel “historizó" las antiguas fiestas agrarias. Tal
modificación, dice von Rad, tuvo una enorme importancia, porque en ella aparece reflejada
una concepción original del mundo y de la existencia. Israel hacía depender su existencia de
acontecimientos históricos precisos y no de fenómenos naturales periódicamente recurrentes.
Así comenzaba a expresarse una fe que todavía no tenía plena conciencia de su originalidad y
de sus virtualidades, pero que ya empezaba a perfilarse con características propias.

La historización de las fiestas agrarias es un hecho inusual en la historia de las religiones,


y por eso merece especial atención. Según ya dijimos, las fiestas cananeas estaban ligadas al
ciclo de la naturaleza. Israel hubiera podido conservarlas como tales, y expresar de ese modo
su fe en Yahvé como creador y dador de todos los bienes de la naturaleza, ya que pedir la
fecundidad del suelo en tiempo de siembra y dar gracias por los frutos de la cosecha son cosas
buenas. Sin embargo, al asumirlas, Israel las puso en relación con hechos de su propia historia
(hechos en los cuales se había experimentado de un modo especial la presencia y la protección
de Yahvé).

Es legitimo, por lo tanto, afirmar que la fe yahvista se funda en la historia, con tal que el
uso de la palabra historia —que no tiene equivalente en el hebreo bíblico— no nos lleve a una
consideración anacrónica de los hechos. Por lo general, lo histórico se considera transitorio y
efímero. Pero los actos a través de los cuales Yahvé fundó su comunidad tenían para Israel un
valor y un carácter absolutos. No participaban del destino de los hechos que se pierden
inevitablemente en el pasado, sino que estaban presentes a cada generación, y no en
[47] el mero sentido de que el pasado puede cobrar nueva vida gracias a la memoria. La
narración es la forma en que sobrevive el pasado, y por la palabra y el rito, la comunidad
festiva entraba realmente en la situación recordada en cada fiesta. Cuando los israelitas
comían la Pascua vestidos con ropas de viaje, con el bastón en la mano, calzados con
sandalias y con la premura de la partida (Ex 12,11), hacían algo más que recordar la salida de
Egipto: entraban ellos mismos, real y efectivamente, en el acontecimiento histórico,
actualizándolo para cada generación.35

Una voz disonante: el libro del Eclesiastés

El sujeto de la revelación es siempre el mismo y único Dios. La revelación, sin embargo,


no acontece en el cielo sino en la tierra; no queda encerrada en la inmanencia eterna de Dios,
sino que es una acción divina que penetra en la realidad humana. Dios se revela en medio de
las cosas creadas, que están sometidas al tiempo. No es de extrañar, entonces, que el Libro
donde ha quedado consignada la revelación divina lleve también las marcas del tiempo.

Estas marcas de la temporalidad resultan evidentes para todo el que lee con atención el
Antiguo Testamento. La fe de Israel, que dedica tanto espacio a narrar su propia historia,
experimentó transformaciones importantes a través del tiempo, determinadas en parte por el
aporte de grandes personalidades y en parte por los cambios acaecidos en el ámbito político y
cultural. Cada hagiógrafo expone su

35
Ya hemos dicho que los profetas y escritores de Israel, a diferencia de los grandes pensadores de la anti-
gua Grecia, no mostraron demasiada inclinación por la especulación filosófica y por la formulación de ideas
abstractas. Prefirieron, en cambio, expresar su percepción de lo divino mediante el empleo del lenguaje narrativo,
es decir, relatando la historia de su propio pueblo. En esta narración se ponía siempre de relieve la intervención
de Dios, porque el factum historicum nudum nunca existió en la experiencia de Israel. Pero esto no significa que
la historia sea la única vía de acceso al conocimiento de Dios, ya que la misma Biblia atestigua que Dios puede
entrar (y de hecho entra) en el campo de la experiencia humana también por vías ajenas a la historia. Prueba de
ello son los escritos sapienciales, que no se fundan en una teología de la historia sino más bien en una teología dc
la creación. Cf. James Barr. “Revelation through History in the Old Testament and Modern Theology”, en:
Interpretation. A Journal of Bible and Theology 17 (1963) 193-205; Id. The Bible in Modern World. SCM Press,
Londres - Trinity Press International, Filadelfia, 1990, págs. 75-88.
[48] pensamiento en circunstancias particulares y con un estilo peculiar, y esta diversidad
es perceptible tanto en la sucesión temporal (diacrónicamente) como en el marco de una
misma época (sincrónicamente). Nunca hubo en Israel, salvo tal vez en los tiempos más
remotos, una perfecta uniformidad teológica, y este hecho invita a desconfiar de las
sistematizaciones demasiado consistentes. Esto no significa, obviamente, que el Antiguo
Testamento deba ser considerado como una especie de mosaico. Más allá de las expresiones
personales están también los conjuntos relativamente homogéneos, que incluyen a veces
textos redactados a lo largo de un período bastante prolongado (como sucede, por ejemplo,
con el Deuteronomio y la corriente deuteronomista o con la tradición sacerdotal del
Pentateuco). De ahí que el esfuerzo por encontrar la unidad en la diversidad y la diversidad en
la unidad sea una tarea tan difícil como fascinante. Y no menos provechoso, para comprender
en profundidad el mensaje del Antiguo Testamento (y de la Biblia en general), es prestar
atención a las voces más o menos disonantes.

Un escrito que ocupa un puesto singular entre los escritos sapienciales del Antiguo
Testamento, y aun en toda la Biblia, es el libro del Eclesiastés. El autor se presenta a sí mismo
como hijo de David y rey de Jerusalén, pero estos calificativos no son un testimonio histórico
sino una ficción literaria. El Qohelet sigue la antigua costumbre de poner bajo la autoridad de
Salomón, el sabio por excelencia, todos los dichos y sentencias de carácter sapiencial; y al
situarse en la posición del rey da a entender desde qué punto de vista vuelve su mirada hacia
las realidades concretas de la vida: la suya no es la visión del que está sumergido por completo
en el quehacer cotidiano, sino la del que ha ascendido a cierta altura y ha tomado distancia, de
manera que puede ver las cosas con una perspectiva más amplia.

En el libro del Eclesiastés aparece veintisiete veces el verbo hebreo ra’ah. El significado
de este verbo asume matices diversos en los distintos contextos, pero los sentidos
predominantes son “mirar” y “ver”. El sabio "mira”, es decir, fija la vista en un determinado
objeto o acontecimiento y lo observa detenidamente, a fin de “ver” qué sentido tiene todo
aquello que buscan con tanto afán los seres humanos: "Miré todas las obras que se hacen bajo
el sol...” (1, 14): "Yo volví mis ojos...” (4,1.7); “Yo he visto algo más bajo el sol...” (3,16).

Con frases como éstas, el Qohelet quiere indicarnos que su propósito ha sido contemplar
la realidad con el máximo desasimiento y la mayor honestidad posibles, evitando cualquier
tipo de distorsión
[49] o de manipulación.36 Como verdadero sabio, él estaba dispuesto a acoger toda
experiencia auténtica. Su insaciable deseo de saber lo había llevado a escrutar también la
sabiduría de los sabios antiguos —una sabiduría investida del prestigio y la autoridad que da
la tradición—. Pero su espíritu alerta le impedía someterse acríticamente al principio de
autoridad: incluso las sentencias de los sabios y los aforismos de escuela debían confrontarse
con la realidad y probar de ese modo que eran verdaderos.

Con esta actitud libre de prejuicios, el Qohelet emprende una serie de experiencias, a
partir de la pregunta programática que se plantea al comienzo mismo del libro: “¿Qué
provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol?” (1,3).

Estos auténticos experimentos (el Qohelet emplea con frecuencia el verbo hebreo tur, que
significa “explorar”) siguen distintos caminos. Primero, él intenta investigar todo lo que se
hace bajo el cielo, para distinguir la sabiduría y la ciencia de la locura y la necedad. Pero el
resultado es decepcionante: donde abunda la sabiduría abunda el sufrimiento, y el que
acumula conocimiento acumula dolor (1,16-18). También hace la prueba con la alegría y el
placer, pero termina por llamar locura a la risa e inutilidad a la alegría (2,2). Luego prosigue la
búsqueda del sentido en otra dirección y emprende grandes obras, pero el resultado es siempre
el mismo: reflexiona sobre las obras de sus manos, mide el esfuerzo que le había costado
hacerlas y concluye que todo es vanidad y deseo de aferrar el viento.37

Con lucidez y valentía, el Eclesiastés deshace todas las ilusiones que suele forjar el
corazón humano. Después de haber puesto a prueba todas las cosas —la sabiduría, el placer, el
trabajo, las riquezas—, ha llegado a la conclusión de que todo es tan vano e inconsistente
como el vapor o la niebla. La experiencia le ha hecho ver, además, todos los males que afligen
a los seres humanos: la injusticia

36
Otra expresión frecuente en el libro del Eclesiastés es nattati et libbí lit. “dí mi corazón”, es decir,
presté atención. me dediqué a considerar las cosas con el mayor cuidado posible.
37
Es muy probable que el Qohelet haya tenido algún contacto con el pensamiento griego, ya que de allí
parece provenir la idea del retorno cíclico de los mismos acontecimientos, que era ajena a la tradición israelita
(cf. Ec1. 4-7). Para Israel la historia tiende hacia un fin, que es el Día de Yahvé; el Qohelet, en cambio, observa
el curso de la naturaleza y de la vida humana, y descubre en él una ley que encadena los acontecimientos a un
ciclo sin fin. En este perpetuo movimiento de flujo y reflujo ya no queda sitio para una auténtica novedad: Lo
que fue, eso mismo será; lo que se hizo, eso es lo que se hará: no hay nada nuevo bajo el sol” (1.9).
[50] se ha instalado en el lugar de la justicia: la autoridad busca su propio beneficio, lo
que menos hace es proteger a los indefensos, y los oprimidos derraman lágrimas sin que nadie
los consuele. El sabio y el justo no tienen aseguradas la prosperidad y la dicha: no siempre el
malvado se ve golpeado por la desgracia, y no pocas veces se los sepulta con todos los
honores (8,10): la sentencia contra las malas acciones no se ejecuta prontamente, y así el
corazón humano se ve impulsado a cometer el mal (8, 11). Como en todo intervienen la suerte
y el azar (9,11), la carrera no siempre la gana el más veloz, ni es el más fuerte el que triunfa en
el combate. Por último, y sobre todo, la muerte es el destino final y el límite fatal impuesto a
toda vida humana (2,15-16; 3, 19-20; 9,2-3).

Es verdad que Dios hace todas las cosas apropiadas a su tiempo. Pero esa “obra de Dios”
es un enigma indescifrable para el entendimiento humano. El esfuerzo por comprenderla está
condenado al fracaso, y lo único que se consigue con esa búsqueda inútil es aumentar el hastío
de la vida (Ec 3.11).

El libro del Eclesiastés es una especie de diálogo del autor consigo mismo. En este debate
interior, él no se contenta con respuestas parciales, sino que pretende formarse un juicio global
y definitivo acerca del valor y el sentido de la vida humana. Por eso contrapone y compara
realidades opuestas, como la vida y la muerte, la sabiduría y la necedad, la riqueza y la
indigencia, el despotismo y la absoluta falta de poder. Lo que más se acentúa en estas
contraposiciones son los aspectos negativos; pero nunca se llega hasta el extremo de negar por
completo los valores positivos de la vida. En cada esfera de la existencia humana —en el
amor, el trabajo, la familia, incluso en la sabiduría— hay muchos aspectos valiosos, aunque
ninguna de estas cosas, y ni siquiera todas juntas, son capaces de colmar los anhelos más
profundos del corazón.

De todas maneras, el Qohelet es demasiado mesurado y práctico para dejar que sus
experiencias negativas lo hundan hasta el fondo de la desesperación. En este mundo vano,
donde todo es fugaz, precario y exiguo, es posible encontrar un pequeño refugio: son los
gozos de la vida cotidiana, los placeres de la comida y de la bebida, las alegrías del amor. Y
como todas estas cosas buenas son dones de Dios, hay que disfrutarlas en la medida de lo
posible: “Lo único bueno para el hombre es comer y beber, y pasarla bien en medio de su
trabajo. Yo vi que también esto viene de la mano de Dios” (2,24). “Alégrate, muchacho,
mientras eres joven y que tu corazón sea feliz en tus años juveniles... Aparta de tu corazón la
tristeza y aleja de tu carne el dolor,
[51] porque la juventud y la aurora de la vida pasan fugazmente” (10, 9-10).

Según algunos intérpretes, esta invitación a disfrutar de la comida y la bebida tiene en el


Eclesiastés un sabor agridulce, o tal vez resignado e irónico. También cabe preguntar a dónde
conduce una lucidez tan inflexible. Ciertas afirmaciones (sobre todo el famoso “vanidad de
vanidades”) parecerían indicar que todo termina en un pesimismo paralizante y estéril. Si en el
ámbito intelectual la “obra de Dios” resulta incomprensible y en el plano práctico lo torcido
no se puede enderezar —“Observa la obra de Dios: ¿Quién puede enderezar lo que él torció?”
(7, 13)— parecería que lo único sensato es renunciar a la acción en cualquiera de sus formas.

Es verdad que el Eclesiastés no tiene el ímpetu de los profetas y que no aspiraba, como
ellos, a transformar radicalmente a su pueblo en el plano moral y social. Pero la implacable
honestidad con que él analiza y critica los lugares comunes es el correctivo indispensable de
toda fe poco reflexiva o inmadura. Él obliga a sus lectores a mirar sin ilusiones la oscuridad en
que están sumergidos ya examinar con gran libertad de espíritu el fundamento de sus
creencias. Si la persona es capaz de aceptar la verdad, reconocerá las limitaciones que le
impone su condición humana y ese reconocimiento producirá en ella un desasimiento
liberador. Solo así podrá gozar con sencillez y sin excesivas pretensiones de los bienes que
Dios concede a cada uno.

El Qohelet ha recibido a lo largo del tiempo una amplia serie de calificativos. Escéptico,
hipercrítico y pesimista han sido quizá los más frecuentes. En lo que respecta al escepticismo
y al pesimismo es posible que se haya exagerado. Pero lo que no se puede poner en duda es
que fue un anticonformista genial, y que su anticonformismo añadió una voz más —un poco
disonante pero indispensable— a la gran polifonía de la revelación.

Antiguo y Nuevo Testamento

El Israel del Antiguo Testamento y el cristianismo constituyen dos mundos diferentes,


aunque uno haya nacido del otro. La comunidad cristiana no surgió de un movimiento
político, sino de la fe en Jesús. Este hecho introducía en la historia de la humanidad un
principio enteramente nuevo. El seguimiento de Cristo, la fe en él y la vida en el Espíritu
fueron los elementos constitutivos de la nueva realidad, independientemente de la pertenencia
a una nación. La idea de pueblo de Dios, heredada de Israel, se mantuvo vigente; pero la
[52] comunidad cristiana, además de ser el pueblo de Dios, es también el Cuerpo de
Cristo. Su unidad proviene de Cristo y de la vida divina que circula por él y por cada miembro
en particular. “Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros
no tienen la misma función, así todos formamos un solo cuerpo en Cristo, y en lo que respecta
a cada uno, somos miembros los unos de los otros” (Rom 12,4-5). Y el evangelio según San
Juan emplea otra metáfora igualmente sugestiva: los cristianos son como los sarmientos que
reciben la vida de la cepa: para que el sarmiento dé fruto debe permanecer implantado en la
cepa: pero, al mismo tiempo, no puede dar frutos si no está implantado en la cepa (Jn 15,1-6).
Viviendo de la vida de Cristo, el pueblo nuevo “encarna”, al fin, el ideal pretendido por Israel.

Aunque el Antiguo y el Nuevo Testamento se suceden en el tiempo, no están unidos


simplemente como dos etapas de la historia que se relacionan entre sí por los lazos ordinarios
de la sucesión temporal. Cristo, en efecto, no viene únicamente después de la Ley. Él hace que
la Ley llegue a su pleno cumplimiento, porque, como dice Clemente de Alejandría, “la
economía inaugurada por el Salvador ha producido una especie de movimiento y de cambio
universales” (Strom Vl 6,47,1) y “realiza por su propio advenimiento la perfección de las
profecías hechas bajo la Ley” (Strom III 5,46,2).

Ya el Antiguo Testamento se presentaba a sí mismo como una marcha hacia algo


definitivo. En cada etapa de su desarrollo histórico, pero sobre todo en los siglos posteriores al
exilio, Israel fue adquiriendo conciencia de ser una realidad inconclusa, de vivir en una etapa
transitoria, que todavía esperaba su pleno cumplimiento. Israel era el pueblo de Dios, pero
todavía no lo era en un sentido pleno. La escatología, tanto en su forma mesiánica como
apocalíptica, adquirió de ese modo una importancia cada vez mayor: la realeza de Yahvé se
realiza en Israel, pero sólo parcial e imperfectamente: Yahvé, que ahora es rey, se manifestará
plenamente como rey en el futuro.

La economía del Nuevo Testamento se presenta en cambio como definitiva. Dios habló
antiguamente de muchas maneras y en distintas circunstancias, pero ahora, en la etapa final,
habló por medio de su Hijo. El Nuevo Testamento se inicia con la proclamación de que la
historia de Israel ha llegado a su cumplimiento. El plan divino anunciado por los profetas ha
entrado ya en su etapa definitiva y, por eso mismo, insuperable.

La comunidad cristiana primitiva, al considerarse en los primeros tiempos parte


integrante del pueblo de Israel, del que esperaba una pronta conversión, se situó en una línea
de continuidad histórica con
[53] respecto al Judaísmo. Pero también reconocía que en la obra de Jesús, y en la
existencia de ella misma como comunidad mesiánica, ya habían comenzado a cumplirse las
promesas de Dios. Así afirmaba, de hecho, la superación de la antigua economía y el
comienzo de una nueva etapa en las relaciones de Dios con el mundo: una etapa escatológica,
es decir, cualitativamente nueva en relación con las anteriores.

En no pocas ocasiones el Nuevo Testamento critica expresamente al Antiguo. El caso más


notorio es el de Pablo, cuando se refiere a la justificación por la fe sin las obras de la ley.
Pablo considera, en efecto, que estaríamos perdidos irremediablemente si la salvación
dependiera de la obediencia a la ley, porque nadie es capaz de cumplir a la perfección todos
los mandamientos. La ley, dice Pablo, expresa la voluntad de Dios, y por eso es santa, justa,
buena y espiritual: pero “yo” soy pecador, “y estoy vendido como esclavo al pecado” (Rom
8,14). En consecuencia, la ley da el conocimiento del bien y del mal; pero no puede salvar,
porque deja al pecador sin fuerzas ante las exigencias de la voluntad divina, ya que no puede
por sí misma eliminar la potencia de muerte —el pecado— que habita en él y opera en sus
miembros.38

Cuando Pablo declaró abrogadas las disposiciones legales (afirmando, además, que estas
habían tenido una función pedagógica y, por lo tanto, transitoria), no hizo nada más que llevar
hasta sus últimas consecuencias el proceso que ya se había iniciado en Israel: la antigua
alianza debía ceder paso a la nueva, la economía de la ley debía ceder el puesto a la economía
de la fe y de la gracia (Gl 3,23-25). La antítesis entre “antiguo” y “nuevo” Testamento,
afirmada cada vez con mayor énfasis y claridad, es una confirmación de que la historicidad de
la revelación constituye una clave fundamental para comprender las relaciones de la fe
cristiana con la fe de Israel.39

38
Cf. mi artículo ‘La letra mata (2 Cor 3.6)” en: Revista Bíblica 41(1979)13-37.
39
Hoy los exégetas se preguntan cómo se relacionan la "antigua” y la nueva” alianza. El problema con-
siste en determinar qué tipo de contraposición se establece entre la alianza establecida por Dios en el Sinaí, a la
salida de Egipto, y la "nueva” alianza anunciada para el futuro. N. Lohfink piensa que la “nueva” alianza es
simplemente la anterior, pero dotada de un brillo más espléndido. A pesar de todas las antitesis retóricas, afirma
Lohfink, en el texto de Jer 31.31-34 no encaja la lógica de lo totalmente distinto de lo anterior, del puro contraste,
sino más bien la lógica de la más plena y duradera realización de lo dado antiguamente. Otros exégetas, apoyán-
dose sobre todo en la Carta a los Hebreos, hablan en cambio de una abrogación y de una sustitución de la antigua
por la nueva. Es claro que la solución no pueden darla los textos del AT tomados separadamente, y es asimismo
probable que el NT (los evangelios. Pablo y Heb) no tengan sobre esa cuestión una concepción uniforme.
[54]
A pesar de esto, el mismo Pablo, como Jesús y los demás escritores del Nuevo
Testamento, reconoce que las Escrituras de Israel proceden de Dios y apela a ellas para
confirmar sus enseñanzas (cf., v. gr. Gl 3,6-9; 1 Cor 10,1-13; Rom 4,1-25). Sin embargo, no
faltaron en la historia de la Iglesia actitudes contrarias a la aceptación del Antiguo
Testamento. Esta actitud se puso de manifiesto ya en el siglo II de la era cristiana, cuando
Marción declaró que el Dios de Israel y el de Jesús no podían ser el mismo Dios, porque los
caracteres y atributos de uno y otro son contradictorios. Si el árbol bueno solo da frutos
buenos, resulta imposible atribuir a un Dios bueno los arrebatos de ira y los castigos que el
Antiguo Testamento atribuye a Yahvé. El Dios de Israel, severo y justo, no tiene nada que ver
con el Padre bondadoso revelado por Jesús. Este Dios salvador no se reveló a los judíos: los
libros sagrados de Israel y la revelación del Nuevo Testamento son incompatibles; si se retiene
el Antiguo Testamento como Escritura sagrada, lo único que se consigue es pervertir el
contenido de la fe cristiana.

Sin embargo, la Iglesia siempre se mantuvo fiel a la enseñanza de los apóstoles y se opuso
a los que veían en el Antiguo Testamento el residuo de una etapa ya superada con el
advenimiento de Cristo. Esta decisión, obviamente, no le impidió reconocer desde el principio
la existencia de elementos imperfectos y transitorios en los escritos veterotestamentarios. Pero
los intentos de explicar tales imperfecciones nunca llegaron hasta el extremo de afirmar que el
Antiguo Testamento no estaba inspirado por Dios.

La escatología

La concepción cristiana de la historia no puede prescindir de la dimensión escatológica.


Esta dimensión ya estaba presente en el Antiguo Testamento, pero la fe cristiana dio a la
escatología judía un nuevo contenido, reinterpretándola a la luz de la vida y de la obra
redentora de Cristo. Los primeros cristianos, en efecto, estaban bajo el influjo de las ideas
apocalípticas judías; pero ellos sabían que la situación en que se encontraban se había
modificado radicalmente con la venida de Jesús.

El cumplimiento en Jesucristo de las promesas hechas a Israel está en el centro mismo del
kerygma cristiano (cf. Hch 2,14-36: 1 Cor 15,1-11). En el pasado, todo tendía hacia esta
venida; ahora, todo procede de ella. Por lo tanto, la encarnación es el acto decisivo de Dios,
que divide en dos la historia del mundo. Cristo resucitado es el futuro
[55] de la creación; con él entró en el mundo un nuevo principio de vida divina, y la fuerza
de su resurrección tiene que extenderse a la creación entera, hasta manifestarse plenamente
“en el cielo nuevo y la tierra nueva donde habitará la justicia” (2 Ped 3,13: cf. Ap 21,1).

La Iglesia ya posee las “arras del Espíritu” y las “primicias” de los bienes futuros: pero aún
espera la plena revelación de la gloria prometida, “porque solo en esperanza hemos sido
salvados” (Rom 8,23-24). La expectación se ha cumplido en parte: pero la historia de la
salvación no ha completado su curso, y por eso debe mantenerse viva la esperanza suscitada
por los profetas de Israel. Como aún no ha llegado el momento de su parusía final, la Iglesia
se mantiene siempre con la mirada vuelta hacia el futuro. De este modo se realiza la dialéctica
característica de la escatología cristiana, tal como la expresa 1 Jn 3,2: “Queridos míos, ya
ahora somos hijos de Dios y todavía no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que
cuando [Cristo] se manifieste seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.

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