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PROBLEMAS ÉTICOS EN LA ACTUALIDAD

Por Gabriel De Gracia

I. SUICIDIO, HOMICIDIO Y PENA DE MUERTE

EL SUICIDIO

El suicidio (del latín, etimología sui: sí mismo y caedere: matar) es un hecho humano
transcultural y universal, que ha estado presente en todas las épocas desde el origen de la
humanidad. Ha sido castigado y perseguido en unas épocas y en otras ha sido tolerado,
manteniendo las distintas sociedades actitudes enormemente variables en función de sus
principios filosóficos, religiosos e intelectuales (Bobes García, González Seijo y Saiz
Martínez, 1997).

Cabe resaltar las diferencias entre ideación suicida, acto suicida y suicidio, los tres se
relacionan pero el fin es diferente. La ideación suicida se refiere al pensamiento, a la idea
de quitarse la vida en algún momento de su vida, ya sea como solución y escape rápido
del problema. El acto suicida, es aquel que realizan como tomar alguna sustancia,
mutilarse pero sin cometer el suicidio, y finalmente el suicidio que es cuando logran
quitarse la vida.

El cuidado de la salud y el respeto a la integridad corporal supone que el hombre no tiene


un dominio absoluto sobre su vida: es un inteligente administrador y un libre poseedor de
la misma, pero no puede disponer de ella a capricho. Así se expresa Dios en el Antiguo
Testamento: «Ved ahora que yo, sólo yo soy, y no existe otro dios frente a mí. Yo doy la
muerte y yo doy la vida, yo hago la herida y yo mismo la curo, y no hay quien pueda librar
de mi mano (Dt 32,39). La Biblia y la Tradición son unánimes en la condena de todo tipo
de suicidio.
El acabar con la propia vida no es fruto de una opción valiente y decisiva de la persona, al
contrario, significa una debilidad y falta de voluntad, dado que el suicida no es capaz de
asumir las grandes dificultades que pueden acontecer en su existencia. Para el creyente
significa además una falta de confianza en Dios. Con frecuencia, el suicidio se consuma
cuando el individuo está sometido a profundas debilidades psicológicas que le impiden
asumir valientemente las dificultades que entraña la vida. Además, el suicidio supone un
desprecio de la propia persona y causa un grave mal a la convivencia social.

Ante el aumento del fenómeno social del suicidio, la Santa Sede emitió un documento, en
el cual enjuicia las causas que lo provocan, ofrece los remedios para evitarlo, argumenta
sobre su no licitud y finaliza con la condena en estos términos:

«La muerte voluntaria, o sea, el suicidio, es, por consiguiente, tan inaceptable como el
homicidio; semejante acción constituye, en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la
Soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo
del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia
frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades
y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores
psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad» (CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración sobre la eutanasia, 1,3. Vaticano 27.VI.1980).

La Iglesia siempre ha dicho que no somos propietarios de nuestra vida: por eso no
podemos ponerle. “Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado.
Él sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y
a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores
y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella”. (CIC
§2280).

Cooperar con el suicidio de alguien es también una falta grave. Incluso, algunos filósofos
ateos propugnan y más aún, proponen el suicidio frente a una vida que consideran un
absurdo sin sentido. Decía el Papa san Juan Pablo II que la vida humana, por más
debilitada que sea, es un bello don de Dios, y de ninguna forma puede ser eliminada por la
persona.

El Catecismo deja claro que: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas
personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo
conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han
atentado contra su vida” ((CIC §2283).

En la biografía de san Juan María Vianney hay un hecho muy interesante. El santo
celebraba misa y observó a una señora vestida de negro llorando al fondo de la Iglesia; su
marido se había suicidado días antes. Al final de la misa san Juan María Vianney fue hasta
ella y le dijo: “deje de llorar, su marido se salvó, está en el purgatorio, rece por su alma”.
Cuando ella quiso saber cómo, el santo respondió: “Usted se acuerda que en el mes de
mayo usted rezaba a Nuestra Señora, y él, de vez en cuando, rezaba con usted, por eso él
se salvó, Nuestra Señora le otorgó la gracia del arrepentimiento en el último instante de
vida”.

EL HOMICIDIO

Homicidio que se comete voluntariamente. La moral prohíbe el asesinato por los motivos
más poderosos de la conservación del individuo: porque, 1. el hombre que ataca con la
muerte a otro se expone al riesgo de morir él por derecho de defensa; 2. si mata, da a los
parientes, amigos del muerto y a la sociedad entera el derecho de pedir su vida como
justo castigo.

Homicidio es producir voluntariamente la muerte injusta del inocente. Causar


voluntariamente la muerte de un inocente es siempre una injusticia, por ello es el género
de muerte que prohíbe, directamente, el quinto mandamiento. Si la vida es el don
personal por excelencia, es lógico que nadie pueda disponer de la vida ajena. Es de
admirar la contundencia con que la Biblia condena la muerte de un inocente, hasta el
punto que ya el Génesis advierte que “quien vierte la sangre inocente, verá su propia
sangre vertida” (Gn 9,6).
La gravedad del pecado de homicidio fue siempre recordada a los cristianos de todos los
tiempos. La primera tradición condenó este tipo de crimen, al cual, junto con la idolatría,
se le denominaba «pecado imperdonable». Incluso, cuando se admitía la pena de muerte,
se prohibía que un particular pretendiese aplicar justicia, porque tal acto sería un
homicidio. San Agustín escribió: “El que matare al malhechor sin tener administración
pública, será juzgado como homicida; y tanto más, cuanto que no temió usurpar una
potestad que Dios no le había concedido”.

“La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la
acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su
único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en
ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser
humano inocente” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, intr. 5).

El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo y


voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen un pecado
que clama venganza al cielo (cf Gn 4, 10). El infanticidio (cf GS 51), el fratricidio, el
parricidio, el homicidio del cónyuge son crímenes especialmente graves a causa de los
vínculos naturales que destruyen. Preocupaciones de eugenesia o de salud pública no
pueden justificar ningún homicidio, aunque fuera ordenado por las propias autoridades.
Catecismo 2268.

El quinto mandamiento prohíbe hacer algo con intención de provocar indirectamente la


muerte de una persona. La ley moral prohíbe exponer a alguien sin razón grave a un riesgo
mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro. La aceptación por parte de
la sociedad de hambres que provocan muertes sin esforzarse por remediarlas es una
escandalosa injusticia y una falta grave. Los traficantes cuyas prácticas usurarias y
mercantiles provocan el hambre y la muerte de sus hermanos los hombres, cometen
indirectamente un homicidio. Este les es imputable (cf Am 8, 4-10). El homicidio
involuntario no es moralmente imputable. Pero no se está libre de falta grave cuando, sin
razones proporcionadas, se ha obrado de manera que se ha seguido la muerte, incluso sin
intención de causarla. Catecismo 2269.

LA PENA DE MUERTE

Es la privación de un bien jurídico que el poder público, a través de sus instituciones


impone a un individuo que ha cometido una acción perturbadora del orden jurídico.

Al principio de la historia la pena fue el impulso de la defensa o de la venganza, es decir, la


consecuencia de que un ataque injusto. Actualmente la pena de muerte ha pasado a ser
un medio con el que cuenta el Estado para preservar la estabilidad social.

Como afirma Blázquez, “todas las civilizaciones precristianas, de las que poseemos
testimonios escritos, admitieron la pena de muerte en sus costumbres y ordenamientos
jurídicos. Lo mismo cabe decir de las sociedades que han permanecido fuera del área de la
influencia cristiana y también dentro del cristianismo”. El Vaticano II en la Gaudium et
spes, n.º 27, condena una serie de agresiones contra la vida humana, entre las que
incluye, como ya hemos visto, “el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio deliberado”, y
añade una serie de violaciones contra la integridad de la persona y la dignidad humana,
entre las que cita las mutilaciones, las torturas morales y físicas, las detenciones
arbitrarias, como infamantes y degradantes para la civilización humana, pero sin incluir la
pena de muerte dentro de esa lista de violaciones contra la dignidad de la persona. En
varios puntos de la doctrina católica la cuestión de la pena de muerte parece abierta.

Pero en los últimos tiempos es frecuente en la teología católica el rechazo de la pena de


muerte: así lo hacen Ch. Currany R. A. McCormicken un país como USA en que muchos
Estados son retencionistas. También Günthör es próximo a la abolición, como igualmente
lo son De la Hidalga, N. Blázquez y E. López Azpitarte entre los teólogos españoles. A.
Hortelano afirma que “la pena de muerte no está de acuerdo ni con el respeto que se
debe a la dignidad de la persona humana, ni con el dinamismo del amor que Jesús ha
venido a traer al mundo”.
De varios textos del Magisterio de la Santa Iglesia se desprende que los pretensos
argumentos a favor de la pena capital no son tales. Que la vida humana es un don sagrado
de Dios y que el hombre, por más grave que sea el dolo cometido por el delincuente, no
puede arrogarse el derecho de quitarla sin ofender gravemente al Creador. Así es que el
pretendido valor ejemplar de la pena de disuadir a los delincuentes no es tal. Está
demostrado que el índice de criminalidad no ha descendido sensiblemente en los países
que tienen implantada la pena capital. El pretendido valor retributivo de la pena de
muerte tampoco es tal porque a la progresión de delitos debería seguirle una progresión
de penas, para ser realmente retributiva, y quitar la vida, que es el primer derecho del ser
humano, hace imposible cualquier otra pena porque ya resulta imposible aplicarla.
Asimismo el pretendido valor defensivo de la pena de muerte tampoco es tal porque no
está demostrado que la mera existencia de un hombre pueda perturbar el orden público.
Lo que puede llegar a afectarlo es, en cambio, la actividad de esa persona, para lo cual
basta con mantenerlo inactivo, encarcelado por el tiempo que sea necesario, conforme a
la legislación. Tampoco puede alegarse un pretendido valor correctivo a la pena de
muerte, desde el momento que ésta no corrige ni sana a nadie porque directamente lo
priva de su derecho a la vida. Como fundamento bíblico encontramos que Ezequiel 33,11
dice: “Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de
conducta y viva”.

La Iglesia, por medio de su Magisterio Jerárquico, a lo largo de la historia, se ha expresado


limitativamente y en contra de la pena de muerte, en especial últimamente Su Santidad
Juan Pablo II lo ha hecho en “Evangelium Vitae”. En efecto, el Catecismo (Constitución
Apostólica Fidei Depositum”) en su No.2267 expresa: “La enseñanza tradicional de la
Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad
del culpable, el rec urso a la pena de muerte, si ésta fuera el único camino posible para
defender eficazmente del agresor injusto, las vidas humanas. Pero si los medios
incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la
autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones
concretas del bien común y son mas conformes con la dignidad de la persona humana.
Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir
eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido sin quitarle
definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente
necesario suprimir al reo, “suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos”
(Evangelium vitae,56). De manera que, bien leído este parágrafo del Catecismo, en forma
completa y no parcializada, surge claro que, si bien históricamente la Iglesia a través de la
jerarquía no se había pronunciado categóricamente en relación al tema, resulta evidente
que aún en la posición de tolerancia fuertemente limitada y condicionada para admitir
dicha pena, se le exigía al Estado, para que ésta fuera moralmente lícita, que cumpliera los
requisitos enunciados en el propio parágrafo, los cuales muchas veces no eran observados
por los Gobiernos de los países. Pero además, a continuación, en el mismo parágrafo del
Catecismo que comentamos, sobre el final, surge claramente la posición de la Iglesia,
reactualizada por S.S. el Papa Juan Pablo II en la ya citada Encíclica “Evangelium Vitae”, 56,
la que resulta claramente contraria a la pena máxima. Siguiendo esta postura, los Sumos
Pontífices han implorado constantemente ante los Jefes de Estado de los países que
aplican la pena capital, clemencia para con los condenados y conmutación por otra pena
no privativa de la vida. Las razones que se han esgrimido básicamente son: a) posibilidad
de existencia de error judicial, el que una vez cumplida la pena, sería obviamente
irreparable; b) que es una arma predilecta de las dictaduras; y c) que constituye la
negación del amor a los enemigos. En el mismo sentido y como fundamento de las
Sagradas Escrituras, vemos que en Lucas 6, 31-35, Jesús nos pide que amemos a nuestros
enemigos, que hagamos el bien y que no esperemos nada a cambio.

II. LA EUTANASIA

La palabra eutanasia procede del griego y significa “buena muerte”. Con ese sentido
aparece en varios textos antiguos, en donde el término significaba una muerte sin dolores
y en paz. En nuestros días se utiliza el término eutanasia en diferentes contextos, cuyas
valoraciones ética y jurídica son distintas. Por eso nos parece necesario, al iniciar este
capítulo, aclarar esas diferencias4. En todo caso, se suele recurrir a la palabra eutanasia
cuando se hace algo –o se deja de hacer– de tal modo que se aproxima el final de la vida a
un enfermo cercano a la muerte. La Encíclica Evangelium Vitae la define así: “Una acción o
una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar
cualquier dolor. La eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o los medios
usados`” (nº. 65).

Nuestra propuesta es la de diferenciar estas situaciones con distintos términos –algunos


de los cuales son usados frecuentemente5: 1. Distanasia: El prefijo griego “dis” tiene el
significado de algo “mal hecho”, con lo que el término propuesto tendría el significado de
la “muerte mal hecha”, la hipertrofia del proceso de muerte. Nos referimos a las
situaciones calificadas como de “encarnizamiento o ensañamiento terapéutico”: el peligro
de una praxis sanitaria centrada unilateralmente en la prolongación de la vida creando
una situación cruel para un enfermo irreversible. En este sentido se habló de eutanasia en
los casos de ciertas personalidades políticas, a las que, según la opinión pública, se les
prolongó irracionalmente su proceso de muerte, es decir, se les creó una situación
distanásica o de encarnizamiento terapéutico6. 2. Cacotanasia: en donde el prefijo griego
“kakós” confiere al término el significado de “mala muerte”. Utilizamos este neologismo
para referirnos a aquellos casos en que se quita la vida a un enfermo en contra de su
voluntad o sin tener constancia de cuál es su deseo. Así se hizo en la Alemania nazi, como
consecuencia de la llamada Ley de higiene racial, que inicialmente se aplicó a personas
con deficiencias físicas o mentales y, posteriormente, sirvió para quitar la vida a miembros
de determinados grupos raciales Recientemente, en el hospital Lainz de Viena, se
volvieron a aplicar prácticas “cacotanásicas”, quitando la vida a personas ancianas que no
lo habían solicitado7. 3. Eutanasia: nuestra propuesta es reservar este término, al margen
de su origen etimológico, a la acción por la que se quita positivamente la vida a una
persona enferma, que pide que se ponga término a su existencia. Cada vez se está
restringiendo más el uso del término para referirse a la situación que acabamos de definir.
Podría también hablarse de eutanasia en sentido estricto. Esta situación es la que suscita
hoy un mayor debate ético y jurídico. 4. Ortotanasia: el prefijo, también griego, “orthós”
confiere al término el significado de la “muerte correcta o “recta”. Se trataría de una
situación intermedia entre la distanasia y la eutanasia. Se reconoce que existen
situaciones en que la Medicina debe interrumpir los tratamientos terapéuticos –aunque
siempre deberá actuar de forma paliativa y prestar los cuidados necesarios– pero sin
aplicar medios para quitar positivamente la vida al enfermo que lo pide.

La postura oficial de la Iglesia Católica ante esta problemática es, como lo muestra una
obra relativamente reciente, sustancialmente equiparable a la de las grandes religiones:
otras Iglesias cristianas, judaísmo, islamismo, budismo, hinduismo27. Hay, sin embargo,
algunas pocas confesiones cristianas que aprueban en algunos casos lo que no se admite
generalizadamente en las otras religiones: la eutanasia en sentido estricto.

El 5 de mayo de 1980, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba una importante


toma de postura de la Iglesia Católica sobre el tema de la eutanasia40. Los puntos más
importantes de esta Declaración sobre la Eutanasia son los siguientes: 1. Condena de la
eutanasia, en el sentido dado anteriormente a esta palabra: “Nadie puede atentar contra
la vida de un hombre inocente... sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e
inalienable”. No se acepta la eutanasia “con el fin de eliminar radicalmente los últimos
sufrimientos o de evitar a los niños subnormales, a los enfermos mentales o a los
incurables, la prolongación de una vida desdichada, quizás por muchos años, que podría
imponer cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad... Nadie, además, puede
pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad, ni
puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente
imponerlo ni permitirlo”. 2. Subraya el valor cristiano del dolor y la posibilidad de que el
creyente pueda asumirlo voluntariamente. Pero añade: “No sería sin embargo prudente
imponer como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la
prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las
medicinas que sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor”41. Se reafirma la doctrina
clásica eclesial de la legitimidad del uso de calmantes que pudiese abreviar
indirectamente la vida. 3. La Declaración condena el encarnizamiento terapéutico: “Es
muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona
humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de
hacerse abusivo”. 4. Acepta el “derecho a morir” que la Declaración entiende como “el
derecho a morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana”. Insiste en que este
“derecho a morir”, “no designa el derecho a procurarse o hacerse procurar la muerte
como se quiera”. 5. La Declaración supera la terminología de medios ordinarios/
extraordinarios y utiliza, en su lugar, una nueva pareja de términos que ya estaba presente
en las discusiones de la teología católica, la de medios proporcionados /
desproporcionados. Considera que este cambio debe realizarse “tanto por la imprecisión
del término (ordinario) como por los rápidos progresos de la terapia”. Para evaluar el
carácter proporcionado o no de un medio terapéutico habrá que tener en cuenta “el tipo
de terapia, el grado de dificultad y riesgo que comporta, los gastos necesarios y las
posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo
en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales”. Esta nueva
terminología es importante y no es meramente un cambio de nombre: significa no
centrarse en las características de las terapias médicas usadas, sino tener también muy en
cuenta el conjunto de circunstancias que rodean al propio enfermo y su proceso de
muerte. 6. Como consecuencia de lo anterior, el documento vaticano significa una clara
aceptación de lo que hemos llamado ortotanasia: “Es también lícito interrumpir la
aplicación de tales medios (desproporcionados), cuando los resultados defraudan las
esperanzas puestas en ellos”. A la pregunta sobre quién debe decidir en estos casos, se
citan en primer lugar al propio enfermo y a sus familiares, y después al médico. Éste tiene
la capacidad para ponderar “si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y
molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de las mismas”. 7. Se afirma
claramente la legitimidad del dejar morir en paz: “Es siempre lícito contentarse con los
medios normales que la medicina puede ofrecer”. El no recurrir a una terapia costosa o
arriesgada “no equivale al suicidio”. “Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar
de los medios empleados, es lícito, en conciencia, tomar la decisión de renunciar a unos
tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la
existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos
similares.” Se vuelve a rechazar, por tanto, el encarnizamiento terapéutico. En estos casos,
“el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiese prestado asistencia a una
persona en peligro”. Surge, sin embargo, una pregunta: la obligatoriedad de las “curas
normales”, ¿excluye totalmente el cese de la alimentación “artificial”, un problema que
abordaremos más adelante? Nos parece que este punto no queda claro en la Declaración.
8. Finalmente hay un último contenido, marginalmente expresado por la Declaración, que
se refiere al significado de la petición de eutanasia por parte del enfermo: “las súplicas de
los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como
expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas, en efecto, son casi siempre
peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que
necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y
deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros”.

III. LA INSEMINACIÓN ARTIFICIAL Y LA FERTILIZACION IN VITRO

LA INSEMINACIÓN ARTIFICIAL

Últimamente se han puesto de actualidad los problemas de la inseminación artificial


humana y en particular la inseminación por donante exterior a la pareja (I.A.D.) en los
casos de esterilidad masculina (distinta de la I.A.H., homóloga, que es con el esperma del
marido). En los EE.UU. se ha pasado de 10.000 niños nacidos por I.A.D. en 1978, a 25.000
en 1979. En Francia se realizan entre 2.000 y 2.500 inseminaciones artificiales al año. Estas
posibilidades de las ciencias biomédicas afectan no sólo al poder del hombre sobre la vida,
sino también al sentido de la sexualidad, a la pareja humana, al matrimonio y a la familia;
a la ética de la maternidad y de la paternidad; a la responsabilidad médica y a los poderes
públicos relacionados con los aspectos jurídicos del problema.

LA FECUNDACIÓN "IN VITRO"

Después del nacimiento de Louis Brown el 25 julio 1978, han nacido por este
procedimiento decenas de niños en Australia, Austria, EE.UU. e Inglaterra. Esta técnica
puede dar una esperanza de maternidad a ciertas mujeres que sufren de una obstrucción
de las trompas uterinas y, debido a esa impermeabilidad, no puede tener lugar el
encuentro del espermatozoide con el óvulo. HENRI WATTIAUX Teóricamente la
fecundación "in vitro" es simple. En el momento en que la ovulación es inminente (sea de
modo natural o estimulada por hormonas específicas), bajo los efectos de anestesia
general se introduce una aguja especial guiada por un aparato óptico que permite la visión
directa del ovario. Por esa aguja se aspiran uno o varios óvulos. Cuatro horas después el
óvulo es inseminado "in vitro" con los espermatozoides del marido y, ya fecundado, se le
cultiva en tubo de ensayo durante dos o tres días. Cuando ya cuenta con cuatro u ocho
células, se realiza la implantación: el huevo es colocado en el útero materno por las vías
naturales. Es la fase crítica de la operación: si tiene éxito, el huevo se fija en la mucosa
uterina donde prosigue su desarrollo como si hubiese resultado de una fecundación
normal. En la práctica las cosas son mucho más complicadas. La selección de los
espermatozoides y su tratamiento en un cultivo necesario para su capacitación; la
precisión de la cronología en la toma de óvulos llegados a su madurez; la incubación de los
óvulos durante 3 a 5 horas antes de ponerlos en contacto con los espermatozoides; el
logro de las condiciones de cultivo necesarias para la fecundación y para que el huevo
sobreviva en un ambiente externo; el desplazamiento del huevo fecundado a un tubo de
ensayo para eliminar los espermatozoides sobrantes y la mayor parte del cúmulus para
favorecer la observación del huevo; la sincronización necesaria entre la división celular y la
evolución de la pared uterina hasta ser apta para la anidación; la intervención que
deposite el huevo en la mucosa uterina, tantas etapas a franquear constituyen otras
tantas dificultades a superar, de las que la más difícil es la implantación del huevo en el
útero. Si bien en la toma del óvulo se logra el éxito en el 60 % de los casos, solamente un 7
a 10 % de las mujeres tratadas esperan un hijo. Pero se confía en llegar a la proporción de
éxito que se da en la naturaleza, o sea, entre el 25 y el 30 %. Sin embargo ¿qué pasa con
los fracasos? ¿Qué decir, moralmente hablando, de una práctica que entraña el rechazo
de una notable proporción de óvulos fecundados? Hay equipos que, en lugar de adaptarse
al ciclo fisiológico de la mujer prefieren recurrir a tratamientos hormonales que estimulen
los folículos ováricos y permitan recoger varios ovocitos simultáneamente y así multiplicar
las probabilidades de fecundación. Pero ¿qué sucederá en el caso de que hayan sido
fecundados dos óvulos? En el Congreso mundial sobre reproducción humana tenido en
Berlín en 1981, el equipo australiano presentó datos experimentales sobre congelación de
embriones humanos provenientes de una fecundación en tubo de ensayo. Descongelados,
estos embriones se podrían implantar en el útero materno, en intentos sucesivos, hasta
obtener el embarazo. J. Testard señala esta posibilidad para multiplicar las posibilidades
de éxito en los intentos de trasplante embrionario. Otros sueñan con la posibilidad de
aplicar la técnica del trasplante al caso de mujeres capaces de ser fecundadas, pero
incapaces de llevar a cabo la gestación: esta situación evoca a las "madres sustitutas"
(surrogate mothers). En tal caso la madre podría confiar su embrión a una madre
provisional encargada de llevar a cabo la gestación, mediante una retribución económica.

ENSEÑANZA DE LA IGLESIA SOBRE LA MANIPULACIÓN GENÉTICA

La Congregación para la Doctrina de la Fe publicaba en 1987 la Instrucción Donum


Vitae29, que aborda marginalmente algunos de los problemas éticos relacionados con la
manipulación genética referida al ser humano. Además de los contenidos de este
documento, ya referidos en el capítulo dedicado a la reproducción asistida, pueden
subrayarse las dos siguientes afirmaciones:

1. La Donum Vitae considera legítimas las intervenciones genéticas terapéuticassobre el


embrión humano, “siempre que respeten la vida y la integridad del embrión, que no le
expongan a riesgos desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual”. Siguiendo –y citando expresamente–
el pensamiento de Juan Pablo II, admite la terapia de las diversas enfermedades del
embrión, “como las originadas por defectos cromosómicos”, supuesto que “tienda a
promover verdaderamente el bienestar personal del individuo, sin causar daño a su
integridad y sin deteriorar sus condiciones de vida” (I, 3). Como ejemplo de este legítimo
tratamiento genético cita, en concreto, la curación de la anemia falciforme.

2. La Instrucción condena la posible aplicación futura de la manipulación genética en el ser


humano con fines eugenésicos: “Algunos intentos de intervenir sobre el patrimonio
cromosómico y genético no son terapéuticos, sino que miran a la producción de seres
humanos seleccionados en cuanto al sexo o a otras cualidades prefijadas. Estas
manipulaciones son contrarias a la dignidad personal del ser humano, a su integridad y a
su identidad. No pueden justificarse de modo alguno a causa de posibles consecuencias
beneficiosas para la humanidad futura”, ya que “cada persona merece respeto por sí
misma” (I, 6).

IV. LA INVESTIGACIÓN Y LA EXPERIMENTACIÓN EN SERES HUMANOS

Los experimentos científicos, médicos o psicológicos, en personas o grupos humanos,


pueden contribuir a la curación de los enfermos y al progreso de la salud pública. Tanto la
investigación científica de base como la investigación aplicada constituyen una expresión
significativa del dominio del hombre sobre la creación. La ciencia y la técnica son recursos
preciosos cuando son puestos al servicio del hombre y promueven su desarrollo integral
en beneficio de todos; sin embargo, por sí solas no pueden indicar el sentido de la
existencia y del progreso humano. La ciencia y la técnica están ordenadas al hombre que
les ha dado origen y crecimiento; tienen por tanto en la persona y en sus valores morales
el sentido de su finalidad y la conciencia de sus límites. Es ilusorio reivindicar la
neutralidad moral de la investigación científica y de sus aplicaciones. Por otra parte, los
criterios de orientación no pueden ser deducidos ni de la simple eficacia técnica, ni de la
utilidad que puede resultar de ella para unos con detrimento de otros, y, menos aún, de
las ideologías dominantes. La ciencia y la técnica requieren por su significación intrínseca
el respeto incondicionado de los criterios fundamentales de la moralidad; deben estar al
servicio de la persona humana, de sus derechos inalienables, de su bien verdadero e
integral, conforme al designio y la voluntad de Dios. Las investigaciones o experimentos en
el ser humano no pueden legitimar actos que en sí mismos son contrarios a la dignidad de
las personas y a la ley moral. El eventual consentimiento de los sujetos no justifica tales
actos. La experimentación en el ser humano no es moralmente legítima si hace correr
riesgos desproporcionados o evitables a la vida o a la integridad física o psíquica del
sujeto. La experimentación en seres humanos no es conforme a la dignidad de la persona
si, por añadidura, se hace sin el consentimiento consciente del sujeto o de quienes tienen
derecho sobre él. (Catecismo 2292-2295)

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