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3.

Crisis, sentido y experiencia: conceptos para pensar las prácticas escolares


María Beatriz Greco, Andrea Verónica Pérez y Ana Gracia Toscano

Presentación
En nuestras escuelas se presenta con insistencia un malestar que puede resumirse en
cierta sensación de incertidumbre, desconcierto, extravío, y que suele ser definido en
tanto “crisis”: crisis de la escuela, ausencia de sentidos durante la trayectoria escolar.
Sensación enmarcada en un cuadro más amplio de transformaciones sociales a nivel
global que rompen con las lógicas de sentido que décadas atrás ordenaban la vida de las
sociedades.
La noción de crisis ha sido -y es- utilizada en muy diferentes campos, espacios y
momentos de muy diversas maneras, aunque en general, puede decirse que los sentidos
e implicancias que ha adquirido -y adquiere- se identifican con dos grandes
concepciones. Es así como para algunos discursos muy diferentes entre sí –como los
que hablan de las ‘crisis económicas’ o de las ‘crisis personales’- la noción suele indicar
un ‘tocar fondo’ como parte de una lógica cíclica que llevará a un posterior surgimiento
de una nueva totalidad o a una progresiva estabilización de esa situación ‘crítica’. Por
tanto en esta crisis priman las sensaciones de desazón, desesperación, parálisis y
soledad, pero también de transición, en la medida en que existe cierta certeza respecto
de la posibilidad de conformación de un nuevo estado de las cosas.
Por otra parte, existe otra concepción que algunos autores asocian con la idea de
‘devenir caótico’. A diferencia de la anterior, implica que frente a un evidente
diagnóstico de descomposición de una totalidad, nada indica que sobrevendrá una
posterior recomposición de la misma en términos de una nueva totalidad (Lewkowickz;
Cantarelli y otros, 2003).
Si tal como sugieren estos autores 1 , nos encontramos atravesando una crisis que no
dejará opciones de retorno a un escenario pasado ¿qué es lo que esto significa en
términos sociales? ¿qué es lo que implica en cuanto al lugar y las funciones de las
instituciones de la sociedad? ¿qué implicancias tiene esta crisis en lo que a la
escolarización de los niños y jóvenes respecta? ¿qué impacto tiene en los procesos de
subjetivación, y más concretamente, en la realización de proyectos personales y
colectivos y en los aspectos que intervienen en el desarrollo?
Debemos situar históricamente este proceso para intentar capturar las coordenadas y
dimensiones que configuran nuestro tiempo, con las dificultades que conlleva
reflexionar fenómenos tan cercanos e inmediatos. Creemos necesario hacer un breve
recorrido histórico con el fin de contextualizar algunos de los aspectos involucrados en
estos procesos por lo que esperamos que estos párrafos brinden un marco general para la
lectura de los próximos capítulos, en tanto reúnen reflexiones, discusiones y argumentos
que nos acompañaron en la realización de alguno de los trabajos que se presentan en
este libro.
El presente capítulo se propone, por tanto, aportar dos recorridos teóricos posibles -
provenientes del campo de la sociología y la filosofía- a fin de obtener pistas que
permitan delimitar las dimensiones que entran en juego en el marco de la crisis,
entendida como efecto de complejas transformaciones sociales de nuestro tiempo. Estas
transformaciones repercuten en los proyectos escolares y en el complejo entramado de

1
Ver también Lewkowicz (2004); Baquero (2004).
historias de vida y trayectorias institucionales de las escuelas que han inspirado la
redacción de este libro.
En primer lugar, se reflexionará alrededor de la crisis de sentido y de los procesos de
globalización e individualización que la acompañan; en segundo lugar, el foco estará
puesto en la noción de experiencia como concepto potente para pensar las historias y
trayectorias institucionales como productoras y multiplicadoras de nuevos sentidos,
contingentes, singulares y claramente colectivos. Pretendemos de este modo atravesar y
ligar la cuestión de la experiencia pensada desde la filosofía con la experiencia en
educación, lo que significa buscar entre distintos pensamientos filosóficos las
resonancias del término y sus vinculaciones con ese particular mundo donde se enseña y
se aprende.

Notas acerca de los sentidos de la crisis


En el ‘mundo occidental’ y desde fines del siglo XVIII, la escuela se constituyó en uno
de los pilares fundamentales del proyecto de la modernidad, caracterizado por sus
propósitos de universalidad, racionalidad, progreso, disciplinamiento y uso económico
de los recursos de gobierno. Contribuyó a cierta ‘secularización’ de la sociedad a través
de una clara ruptura con respecto a la participación del orden religioso en la vida
política y en la esfera de los asuntos de Estado. Promovió valores fuertes como el
liberalismo, los derechos individuales, la ciudadanía, el trabajo y la propiedad, entre
otros. Hoy sabemos que aquella ‘secularización’ de la vida social estuvo acompañada de
una ‘deificación’ de los Estados nacionales (Bauman, 2006) en tanto implicó el
reemplazo de ciertos sentidos de la vida y del orden de ‘lo dado’, por otros sentidos no
menos arbitrarios y también naturalizados a través de otros regímenes de verdad,
legitimados ahora por su carácter racional o su basamento científico (Castoriadis, 2001).
En la vida moderna el sujeto transita por diversos espacios institucionales que dependen
de la esfera del Estado-nación, el cual genera, a través de sus instituciones (la familia, la
escuela, el trabajo asalariado, la salud pública, los partidos políticos, etc.) la producción
y preproducción de un estrato subjetivo. Así, Familia y Escuela, son las instituciones
por excelencia de producción de un sujeto moderno de condición singular: el ciudadano.
Ahora bien, con el descentramiento de la figura del Estado-nación como articulador de
la vida social y como operador simbólico de sentidos homogeneizantes, las instituciones
ligadas a su proyecto, particularmente la escuela, ven alterado su sentido. De esta
manera, el agotamiento del Estado-nación como principio general de articulación
simbólica trastoca radicalmente el estatuto de las instituciones. Con ello la consistencia
de la institución escolar queda afectada generando una sensación de crisis que hoy
fácilmente podemos constatar. Sin coordenadas generales para el juego, los
movimientos de las piezas institucionales se desintegran y las instituciones se
transforman en fragmentos sin centro (Lewkowicz, 2004, 2005). La ausencia de una
figura aglutinadora fuerte describe unas instituciones que se muestran desarticuladas de
la instancia proveedora de sentido, legitimidad y consistencia. Así, ellas se desdibujan o
pierden capacidad de seducción frente a la posibilidad de elección de otras alternativas.
Algunas corrientes sociológicas sostienen que estamos inmersos en un movimiento de
cambios sistémicos y globales. Las nuevas formas de la vida social establecen
condiciones que afectan, de manera novedosa, la biografía de cada sujeto, la dinámica
de las sociedades, y la historia de los pueblos. Existe cierta percepción generalizada de
que ha concluido o está por concluir una época histórica, pero se desconoce qué tipo de
orden social configurará la vida social de las próximas generaciones (Giddens, 1994;
Beck, 1998). En este marco dos procesos de un mismo movimiento pueden apreciarse
con claridad. Los procesos de globalización, por un lado, e individualización, por el
otro, se tornan aquí fundamentales (aunque no suficientes) para comprender estos
nuevos escenarios. Ambos procesos se encuentran estrechamente relacionados con las
nuevas tecnologías, como también con la importancia otorgada al consumo en las
relaciones sociales, en el marco de lo que Bauman (2002) ha definido como la
modernidad ‘liquida’, en contraposición a la solidez de las bases que organizaban a las
sociedades pasadas. Para este autor, el carácter líquido adjudicado a las nuevas
sociedades implica “...que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes
de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en unas rutinas
determinadas” (Bauman, 2006:9). Esto supone que ni las formas ni las orientaciones
posibles de la vida en sociedad pueden mantenerse durante mucho tiempo, con todo lo
que esto afecta a los valores tradicionales, por un lado, y a la consecuente dilución de
las certezas y sentidos, por el otro.
La globalización como concepto presenta numerosos sentidos y controversias, y se
utiliza para describir fenómenos diversos de la vida contemporánea. Alude a un proceso
complejo que al mismo tiempo homogeneiza e individualiza, totaliza y fragmenta,
integra y margina, articula y disgrega, y se presenta como amenaza pero también como
oportunidad (Arellano y Ortega Ponce, 2004).
El desarrollo tecnológico ha permitido una intercomunicación tan inusitada como
incalculable al punto que se han modificado las relaciones establecidas entre las
dimensiones de espacio y tiempo. Hoy podemos ver cómo se enlazan lugares lejanos de
tal manera que algunos acontecimientos locales son afectados o configurados por
acontecimientos que ocurren en lugares remotos y distantes (Giddens, 1994). La
globalización de la economía y la cultura se encuentra ligada a este desarrollo.
Procesos históricos y sociopolíticos complejos han dado a luz a transformaciones en la
lógica de producción y consumo. Vivimos en sociedades de economías
desindustrializadas, dominadas por el flujo de capitales globalizados donde se impone
con fuerza la flexibilización de las condiciones de trabajo (Beck, 1998). Hoy, las
relaciones laborales se caracterizan por la ruptura de las lógicas de seguridad colectiva y
por la individuación de las condiciones de los posibles fracasos en las trayectorias
vitales. La movilidad e inestabilidad generalizada de las relaciones laborales, de las
carreras profesionales y de las protecciones asociadas al estatuto del empleo, implican,
por un lado, descolectivización y aumento de la inseguridad social, y por el otro,
reindividualización y reinvención de estrategias personales (Castel, 2004).
Lo anterior recuerda al diagnóstico desarrollado por Castoriadis, quien habla del
‘avance de la insignificancia’ para hacer referencia a la dificultad de la sociedad de
producir significación y de autorrepresentarse, y en línea con ello, a la dificultad de los
sujetos para identificarse con un colectivo, de nombrar y crear lo común y sus
diferencias. Los significados que eran brindados por las sociedades pasadas parecen no
haber dado paso a significados nuevos. Para este autor, el hombre contemporáneo se
diferencia del hombre de épocas pasadas en tanto sólo cree en una versión
estrechamente ‘técnica’ del progreso, y en tanto no posee ningún proyecto político: “...si
se piensa a sí mismo, se ve como una brizna de paja sobre la ola de la Historia, y a su
sociedad como una nave a la deriva” (Castoriadis, 1997).
Retomando la cuestión de lo escolar, no interesa recordar aquí la distinción entre
significado y sentido desarrollada por Bárcena (2005), en tanto anuda, en parte, la
inquietud por la herencia –qué instituciones (qué escuela) tenemos; qué instituciones
(qué escuela) nos ha recibido- y la inquietud por el deseo y por la posibilidad de
transformación –de ser fielmente infiel, diría Derrida (2003)- con respecto a esa
herencia. Bárcena utiliza la palabra ‘significado’ para dar cuenta de un sentido ya dado
e interpretado, mientras que el sentido implica la posibilidad de apertura a nuevas
interpretaciones y posibilidades de significación.
Si tomamos en cuenta las palabras de Mèlich (2005) para quien la búsqueda de sentidos
implica un cuestionamiento de las situaciones heredadas, que hace que la aparición de la
crisis se torne no sólo inevitable, sino también algo necesario en tanto implica una
apertura y una posibilidad para que algo nuevo acontezca, las situaciones y escenarios
sociales mencionados anteriormente pueden dejar de sonar desalentadores: si bien la
crisis no viene acompañada de una solución cierta, y tampoco predispone,
necesariamente, a un pasaje a un ‘estadío superior’, sí puede ser considerada un desafío
(personal o colectivo) capaz de romper con la quietud de la inexorabilidad y la
resignación.
De lo anterior se advierte que las frecuentes explicaciones que se escuchan y leen en
torno de los problemas actuales ligados a la educación escolar, no deberían limitarse a
causas tales como las reformas educativas, las crisis de las familias y de la autoridad
docente, las crisis económicas y edilicias o la falta de responsabilidad o de ideales de los
alumnos, entre otras tantas posibilidades. Esto no significa que los mencionados
aspectos no tengan vinculación con la situación abordada, sino más bien que esta
situación se vincula con todas esas interpretaciones, pero de ninguna manera puede
reducirse a alguna o algunas de ellas, en tanto todas se encuentran imbricadas con
cuestiones mucho más amplias y de más larga data, históricamente constituidas. Quizás
sea debido al alto grado de naturalización con el que solemos considerar a las
instituciones de nuestra sociedad –como si siempre hubieran existido necesaria y
naturalmente- que se torna tan difícil imaginar nuevas interpretaciones frente a la crisis
de ‘lo dado’.
Nos preguntamos entonces ¿qué lugar ocupa, en una sociedad como la descripta, una
institución como la escuela, creada para la conformación de identidades nacionales o
generacionales, para el disciplinamiento de los cuerpos, para la transmisión de certezas
(entre otras funciones adjudicadas históricamente a la escuela) si en la actualidad tanto
la autoridad como la disciplina están puestos en cuestión, las certezas no existen, el
futuro es impredecible y la noción de identidad es considerada una simplificación
esencialista que empaña el carácter complejo y contingente de todo proceso subjetivo
y/o colectivo? ¿por qué no dejar de pensar en ‘lo dado’ y en lo que ‘ya fue’, y nos
permitimos en cambio ensayar en el camino de la apertura, la invención, la creación –y
no repetición- de sentidos posibles en el marco de nuestras prácticas escolares?.

Notas para pensar la experiencia


“La incertidumbre provoca irritación, pues en lo ambivalente
el sujeto tiene que leer las situaciones interpretándolas
hermenéuticamente; tiene que elegir y decidirse”
Fernando Bárcena

De acuerdo a lo desarrollado, las pérdidas, las incertidumbres y los cambios implicados


en toda crisis pueden ser leídos a través de distintas lentes, y no necesariamente desde la
oscuridad. A pesar de que el sufrimiento y la sensación de sinsentido se manifiestan en
nuestras escuelas insistentemente –a través de la violencia y el desinterés, del diálogo
que se rompe, de la desconfianza frente al que nos mira y frente a nosotros mismos, de
la subestimación del valor de las prácticas propias y ajenas- dichas situaciones pueden
leerse también a la luz de la potencialidad y de la oportunidad de renovación que ellas
evocan. Frente a la habitual nostalgia manifiesta por algunas generaciones, frente a la
ausencia de sentidos y proyectos compartidos, nuestras realidades cotidianas pueden ser
reinterpretadas y los andamiajes pueden ser reestructurados y reorientados, propiciando
la elaboración de formas vivificantes de enseñar y aprender (Greco, 2007).
La pregunta por la experiencia, en un sentido amplio, ha sido y es una pregunta
filosófica entramada de distintas maneras con conceptos que aluden al sentir y el pensar,
el conocer y percibir, el aventurarse por los caminos del saber en medio de las ideas y
las cosas del mundo, en uno mismo y en la relación con otros, en definitiva, conceptos
vinculados con el vivir mismo y con los problemas filosóficos que éste suscita.
Se nos presentan dos grandes paradigmas, constituidos por pensamientos de distintas
épocas y movimientos filosóficos, no ubicables cronológicamente ni atribuibles
exclusivamente a determinados filósofos. Podemos reconocer el paradigma de la
experiencia-empiria y el de la experiencia-acontecimiento. Nos abocaremos
particularmente al segundo de ellos, sin dejar de considerar las características del
primero.
El interés en distinguirlos reside en que ambos sustentan diversos modos de concebir al
sujeto, la subjetividad, el conocimiento, el saber, la producción de novedad, la posición
del sujeto en su relación con el mundo, con los otros y consigo mismo. Podrá advertirse
que, según la vigencia de uno u otro, el pensamiento mismo sobre la educación y sus
prácticas se ve directamente constituido, ya no sólo impregnado o inspirado, de muy
diversas maneras por ellos. No estamos proponiendo una cierta “aplicación” de la
filosofía a la educación 2 . Por el contrario, es un pensamiento filosófico en acto el que
habita los modos de mirar, de percibir el mundo, de armarlo y desarmarlo, de establecer
sus cortes, divisiones, partes y ausencia de partes, un cierto “paisaje” de la experiencia y
del sujeto que lo habita. Todo ello constituye modos de pensar la educación, las teorías
y las prácticas de la enseñanza así como al sujeto que aprende y sus procesos, explícitos
o implícitos a la hora de la acción educativa.
Podemos ubicar el paradigma de la experiencia-empiria a partir de la modernidad. La
ciencia moderna tendrá como meta, una apropiación del mundo desde fuera de él, por
medio de un sujeto que se adueña de él porque le es ajeno y que no se mira a sí mismo
como habitante de ese mundo sino que opera por medio de una experimentación
externa 3 (para conocerlo, analizarlo, dominarlo y controlarlo). El eje está puesto en la
búsqueda del conocimiento y el dominio de las leyes que gobiernan las cosas y la
naturaleza, así como de las herramientas necesarias para conocerlas y controlarlas. Es
por esto que el filósofo contemporáneo Agamben afirma, siguiendo a Benjamín, que en
la modernidad asistimos a la pobreza y la destrucción de la experiencia. Al sujeto
moderno se le ha expropiado la experiencia porque ésta está implícita en el proyecto
fundamental de la ciencia moderna. Desde esta perspectiva, nos hemos quedado fuera,
la experiencia se ha perdido irremediablemente, no porque no vivamos numerosas
situaciones cotidianas y realicemos innumerables actividades, sino porque éstas nos son

2
Intentaremos alejarnos del supuesto de que la filosofía es el territorio del conocimiento por excelencia,
desde donde se determinan las fronteras de otros territorios disciplinares, como si la filosofía fuera el
supremo saber que dicta a otros su lugar y sus límites. Hay una manera de pensar la filosofía como la
ciencia de ciencias, el saber que daría la razón de otros y a partir de allí, la manera en que se deben
concebir los medios para la acción. No es desde ahí que tomamos estas notas sobre la experiencia.
3
A partir de la modernidad, se favorece el sentido activo del verbo latin experiri, deslizándose hacia
aquello que se experimenta voluntariamente y se busca verificar en relación a una hipótesis sobre algo
“real”que se construye activamente. Bacon (1561-1626) distingue entre la experiencia bruta (experientia
vaga) sin inteligencia y la experiencia controlada (e. ordinata) que se prueba mediante protocolos
experimentales que permiten pasar metódicamente de experiencia en experiencia así como realizar una
interpretación de la naturaleza que infiera leyes generales de las experiencias particulares
ajenas, externas a nosotros mismos, objetos y mundos a contemplar o dominar pero de
los que no formamos parte.
La ciencia moderna ha separado al sujeto de su mundo y tanto el racionalismo como el
empirismo han demarcado y naturalizado esa separación mediante el dualismo razón-
sensibilidad y conciencia-mundo y cuerpo. La experiencia-empiria ha hecho de la
experiencia lo sensible “en tanto tal”, dato natural, aquello que se da en forma de
impresiones y percepciones: copias fieles de un mundo objetivo, y a su vez, realidad
alejada del concepto, por tanto del pensamiento y del sujeto que piensa. Es el trabajo de
la conciencia, asociando y repitiendo, el que conformará, para el empirismo, un
conjunto de ideas y representaciones. El sujeto queda así transformado en sustancia, una
entidad previa a la experiencia cuyo sentido es otorgado “desde fuera” por obra de una
producción conciente.
Reconocemos los trazos del empirismo y de la experiencia-empiria en el mundo de la
enseñanza y la educación cuando se supone que sólo una vivencia directa en contacto
con “lo real”, sólo el “hacer” sin mediaciones en el mundo material, puede llevar al
alumno a apropiarse de una realidad considerada como fuente de conocimiento. Algunas
pedagogías espontaneístas se basan en estas concepciones donde la experiencia asume
un lugar en el que prevalece el contacto directo, práctico, despojado de teorías y
palabras y de la mediación del adulto como portador de una influencia que podría
perjudicar el supuesto desarrollo natural de las capacidades. En otro sentido, para la
educación, la experiencia se vuelve experimento 4 cuando produce situaciones
metódicamente preparadas, donde los lugares, las palabras, los tiempos, los espacios, las
relaciones entre sujetos y los sujetos mismos son manipulados para constituir la escena
educativa programada.
El concepto de experiencia comienza a sufrir nuevas transformaciones 5 . La
fenomenología abre nuevos caminos que reubican el pensamiento sobre ella. Husserl
(1859-1938) prepara el terreno para una nueva manera de pensar la experiencia que
pone el acento en la estructura intencional de los actos de la conciencia. La
aproximación fenomenológica reposiciona al sujeto trascendental en el corazón de la
experiencia al confiarle la tarea de constituir el sentido de todo dato. La manera en que
Husserl supera la división tradicional del racionalismo y del empirismo permite
remontar la reflexión filosófica sobre la experiencia desarticulando el dualismo que
separa sujeto-cuerpo y mundo y el modo analítico-mecánico de concebirlos. Conocer no
es para Husserl poseer o asimilar y la conciencia no es un recipiente ni una tabla rasa,
no incluye nada en su interior porque no tiene interioridad diferenciada de una
exterioridad.
Merleau Ponty hará hincapié en el sentido de la experiencia como un saber del cuerpo
indisociable de las cosas mismas, de un mundo vivido del que la ciencia no puede
apropiarse. “La ciencia manipula las cosas y renuncia a habitarlas” (1964: 7) afirma, en

4
Ver Baquero (2002).
5
Es interesante advertir que el origen de la palabra experiencia se vincula con el de empiria aunque no en
el sentido que el pensamiento moderno le atribuirá. El término griego empereia contiene la raíz per-,
connotando tanto al enemigo y el peligro (periculum) como la travesía o el pasaje. Es la prueba que toma
al sujeto desprevenido y también el ensayo, el intento que lleva más allá, al modo de una aventura. Para
Esquilo (525-456 a C) hay cosas que sólo se aprenden sufriendo, el hombre experimentado (empeiros)
debe llegar al final de muchas pruebas antes de merecer ese nombre. Aristóteles (385-322 a C) designa
por empereia las capacidades adquiridas por el hombre, el conocimiento de lo particular en tanto tal, a
diferencia de la techné, que es el saber de lo general. La experiencia es entonces lo que se aprende
laboriosamente, “haciendo camino”, en el curso de la vida misma. Maître Eckart (1260-1327) y otros
pensadores medievales, hablaron de itinerarium más que de experientia, comprendida como itinerario, la
experiencia no tiene nada de errancia interminable, tarde o temprano llega a un punto decisivo
tanto se niega, con su pensamiento, a perpetuar la desvinculación del sujeto y el mundo.
El sentido de la experiencia sólo puede ser otorgado desde ella, habitándola, en la trama
misma del hacer y pensar, del “ojo y el espíritu” 6, del arte y la filosofía. Es así que,
comprender el mundo es habitarlo, no es hacerlo objeto y colocarlo a distancia, es el
campo mismo del pensamiento y de las percepciones. Y así como no hay un “exterior”
recortable y apresable, no hay tampoco un “interior” del sujeto. “El hombre está en el
mundo, es en el mundo que se conoce (...) lo que encuentro no es un foco de verdad
intrínseca, sino un sujeto brindado al mundo” (1993:11).
Se prefigura así el paradigma de la experiencia-acontecimiento que propondrá, desde
este giro de la filosofía, otros modos de preguntarse por las relaciones entre lo dado y lo
construido, la razón y lo sensible, el sujeto y el mundo, la subjetividad y el
conocimiento. El sujeto es cuerpo constituido por el mismo material del mundo 7 , por lo
tanto, él mismo es experiencia en relación a otros, a todo lo denominado “otro”. La
experiencia-acontecimiento es aquello que produce al sujeto siendo, en proceso de
constituirse siempre como un devenir que no termina ni se fija o se cierra en un sujeto
“terminado”. No hay sujeto finalizado en ningún punto mientras hay experiencia porque
ésta se abre a “lo que llega” e interrumpe un orden de cosas dado, del cual él mismo
forma parte. Es lo que transforma, lo que “nos pasa” y no lo que pasa, como afirma
Larrosa 8 , proceso subjetivo que no es anterior o posterior a la experiencia, sino que es
en ella misma que ocurre, a la vez, en un tiempo actual y virtual que no cesa.
En este sentido, la experiencia es un entramado que sostiene y una ruptura en el devenir
subjetivo, a un mismo tiempo, en la que el sujeto se transfigura. Como éste no es
sustancia ni permanencia espacio-temporal hay siempre un espacio para la creación de
lo nuevo, de lo que no es ni se es, de lo que no se tiene, de lo que puede llegar a ser. La
llegada a un punto determinado no se deduce de una continuidad de causas anteriores
sino que constituye una forma de causalidad autoalimentada, como en la confianza y la
desconfianza, como lo despliega Cornu, o en la igualdad y la desigualdad pensadas
desde Rancière y que desarrollaremos más adelante. En ambos casos, la apuesta
subjetiva es ya un punto de partida que crea al sujeto y su experiencia, con otros, desde
otros y desde sí mismo. Su rasgo predominante es el antisustancialismo ya que no hay
un sujeto que precede a la experiencia sino que es en ella que los procesos de
subjetivación cobran forma.
El paradigma de la experiencia-acontecimiento se caracteriza por una no distinción del
afuera y del adentro. No habría un sujeto que luego de constituirse se relaciona con
otros en el marco de experiencias (del “adentro” subjetivo hacia un “afuera” de la
experiencia intersubjetiva), tampoco habría relaciones con otros que van constituyendo
al sujeto (del “afuera” intersubjetivo hacia un “adentro” de la experiencia subjetiva).
Este paradigma obliga a desarticular la oposición intra e intersubjetividad, ya sea que se
considere primero a una o a la otra en los procesos de constitución subjetiva.
La experiencia-acontecimiento es justamente ese lugar en donde no hay espacios
opuestos: individual-social, individual-colectivo; los procesos subjetivos son singulares
y colectivos, a la vez. En un mismo movimiento crean espacios diferenciados pero no
contrapuestos. Se producen sólo en uno pero no sin otros. No hay experiencia sin otros,
no hay mundo sin otros, pero sólo en la singularidad de la experiencia es donde se
constituye “eso” que caracteriza un proceso de subjetivación. Hay modos de relación
dados en la experiencia que a la vez que operan una “individualización” del sujeto (a
partir de identificaciones, en la formación de rasgos personales, modalidades propias,

6
Aludimos aquí al título de una de sus obras.
7
“el mundo está hecho de la estofa misma del cuerpo” (M. Ponty, 1964: 14)
8
Ver Larrosa (2003)
estilos) crean formas de colectividad. Es éste “a la vez” que desarticula oposiciones
tradicionalmente establecidas, el que define la experiencia en tanto acontecimiento
subjetivo: una experiencia.
La experiencia-acontecimiento es, en este paradigma, lo que se opone a la repetición y
al automatismo, lo que genera pensamiento y acción, a la vez, reúne y separa, enlaza y
desenlaza. La experiencia transforma posiciones en el marco de una situación y en
forma inmanente a ella. No hay un orden externo que se imponga y defina la situación,
los lugares, las posiciones. Es el paradigma de lo inesperado, lo que cobra su forma a
partir de la puesta en común de lo que estaba desligado o la separación de lo que
permanecía adherido (y naturalizado). Este “tomar forma” no es la recepción o la
sumisión ante la imposición de forma, es la aparición de un proceso subjetivo en un
determinado momento a partir de una conjunción de condiciones que lo permiten. Es
una obra más vinculada con el arte como régimen estético que como representación,
técnica o utilización de instrumentos metodológicos para fines determinados.
Experiencia-acontecimiento es, en este sentido, desidentificación, salirse del lugar
propio para comprender que no hay “lugar propio”, como el trabajo de las palabras en el
poema en relación a la lengua en su uso habitual, o el uso del cuerpo y el movimiento en
la danza en relación con el cuerpo pensado en tanto conjunto de órganos. Es la
posibilidad de hacer un uso singular de la lengua, del cuerpo, del pensamiento, darles
“otros usos”, diferentes de aquellos ordenados en un sistema de relaciones de poder
establecido. El arte, la filosofía, la escritura, la apropiación de la palabra son así, vías
privilegiadas para la experiencia.
Es por esto que la experiencia-acontecimiento se vincula íntimamente, se confunde ella
misma con los procesos de subjetivación que allí tienen lugar, es aquello que amplía un
territorio, empuja sus límites, permite ver otros planos no percibidos, reconfigura lo
sensible (Rancière, 2003). Experiencia y subjetivación parecen confundirse entonces, en
un mismo espacio cuando se reúnen un hacer, un pensar y la suspensión de un sentido
establecido, allí donde el hacer “toca” un sentido nuevo y éste produce no sólo actividad
repetida sino creación. En la experiencia-acontecimiento hay un pensamiento sensible
que desanuda lo dado, cuerpo que crea nuevos “usos”, palabras que inventan otra voz,
indistinción de lo ya pensado y de lo aún no pensado.
Para Rancière, la experiencia se vincula con la igualdad, con la relación igualitaria, allí
donde los sujetos se hacen escuchar, ver, leer, considerar como iguales por la potencia
de su palabra. Igualdad y desigualdad se tensarán permanentemente en un mundo social
atravesado por experiencias políticas de subjetivación. Así, la subjetivación es un
proceso no continuo sino intermitente, una ruptura o interrupción que parte de la
igualdad como condición y produce o crea igualdad a medida que ésta se verifica 9 .
Hablar de igualdad es hablar de lazos con otros no idénticos, de modos de estar con
otros configurados cada vez, como una construcción artesanal en donde lo singular no
queda desdibujado sino todo lo contrario. El único requisito para esta construcción –y es
por esto que la denominábamos anteriormente como causalidad autoalimentada- es que
la igualdad esté presente desde el comienzo, que sea principio y no meta, punto de
partida y no horizonte. Es condición en tanto que su declaración instituye una nueva
relación con el saber, creando la posibilidad de un saber allí donde la distribución de
lugares no preveía ninguna 10 . Así, para pensar en el terreno educativo, por ser iguales,
9
Ver Rancière (2003)
10
Ver en este mismo libro el artículo “Una experiencia en los márgenes: Arcén” donde sus autores relatan
una experiencia de enseñanza y aprendizaje donde los alumnos y alumnas de una escuela nocturna,
trabajadores/as, algunos/as madres o padres, provenientes de contextos sociales vulnerables, son mirados
como “iguales”, capacitados para el pensamiento, la palabra, la escritura, la crítica. Las propuestas de
enseñanza parten de este supuesto y no del que afirma que la pobreza o la carencia los inhabilita para
ser considerados y vivirse a sí mismos como tales, en muchos casos, los alumnos de
escuelas en contextos desfavorecidos, por ejemplo, despliegan capacidades que no se les
suponía.
La igualdad es entonces producción en tanto que la nueva disposición del saber hace
existir un lugar de igualdad que no existía anteriormente. Deviene existente una parte
del “sin parte”. Esta es la experiencia-acontecimiento ya que todo aquí es proceso y
devenir, advenimiento, destello de sentido, desarticulación de un orden dado para que
otra cosa ocurra. Y en este proceso, la igualdad tiene un lugar doble, como condición y
como producción 11 . “Es este anudamiento de dos funciones lo que hace de la igualdad
el acontecimiento por excelencia” (Badiou. 2006: 144).
Para Cornu, la apuesta subjetiva inicial que “hace” experiencia es la que también “hace”
confianza, en el sentido que la crea a partir de un presupuesto anticipado sobre las
potencialidades del otro, ese riesgo, esa mirada, ese gesto que anuncia lo que puede ser
y confía en ello. La confianza no es de un solo lado cuando se instaura y se alimenta en
el lazo; si pensamos en el terreno educativo, el maestro confía de antemano y crea las
condiciones para que el trabajo haga el resto, por ello establece la experiencia como
acontecimiento desde la confianza que abre, que desata, que promueve y el otro, el
alumno, devuelve con su propia acción la confianza sobre sí mismo y sobre quien le
enseña. Dice Cornu: “Un alumno confía en nosotros; eso basta no sólo para ahorrar
esfuerzos sino para tornarlos deseables, no sólo para evitarle el fracaso sino para sacarlo
de la rutina, de la repetición, de la desesperanza, del destino asignado por las
previsiones sociológicas o psicológicas. La confianza en un ser es lo que permite hacer
engañoso todo pronóstico, lo que sacude los sistemas de pruebas. La prueba de los
determinismos es previa, pero los pronósticos construyen aquello que creen constatar:
las fatalidades” (2002:77).
Es posible hablar de experiencia educativa así como de experiencia de pensamiento,
experiencia de lenguaje, experiencia de la igualdad, experiencia democrática, en la
medida en que existen relaciones con otros, pero deberíamos precisar aquí lo que
entendemos por “relación”. No se trataría de cualquiera sino de aquella en donde algo
que no estaba, es creado a partir de un espacio “entre dos”. Extraño espacio de
subjetividad no definido ni por uno ni por otro, sino por el lazo que los reúne y los
separa ya que permite ser desatado cada vez. En la experiencia-acontecimiento, se hace
lugar a “algo” que no estaba antes allí porque aún no existía ese “entre”, en el que
tendrá lugar un proceso, una dimensión nueva, una percepción de lo sensible inhabitual,
un sentimiento, una mirada, una capacidad inesperada, una forma de leer la realidad o
de escribirla, que son, para el sujeto, novedosas. Pero ¿qué es lo que hace que ese “algo”
tenga lugar, allí donde no había nada o había otra cosa?
No podemos dejar de pensar en el recorrido sobre el don y el tiempo que hace Derrida
(1995) y su referencia a la definición lacaniana sobre el amor: “dar lo que no se tiene”.
Dar un tiempo que no nos queda, disponer de manera distinta aquello que hacemos en
ese tiempo para hacer otra cosa, salirse del circuito habitual que generalmente ocupa
“todo” el tiempo para que se produzca un resto, un “algo” que antes no estaba y que
puede estar a través de la experiencia. La lectura de un libro, la escritura de un texto, un
conocimiento que se alcanza, la búsqueda y el encuentro de un saber inesperado,
ocurren como experiencia cuando atraviesan ese tiempo “que no se tiene” pero que se
produce subjetivamente como novedad. Como afirma Derrida, no es el tiempo lo que se

desplegar su propio pensamiento. Es por esto mismo que estos alumnos confirman lo que se espera de
ellos: hablan, leen, escriben, critican, publican.
11
Seguimos aquí el desarrollo de Badiou en un artículo sobre Rancière: “Les leçons de Jacques Rancière,
savoir et pouvoir après la tempête” (2006: 131-154)
tiene o no se tiene, sino lo que se hace en él y con él así como la posición que se asume
en relación a ese hacer. En este sentido, la experiencia-acontecimiento tiene que ver
con el tiempo, no con un tiempo otro, excepcional, agregado, distinto, maravilloso o
idealizado (que nunca se tendrá o alcanzará), sino con éste, el de hoy, el de ahora, pero
empleado de otra manera, revisitado con otros ojos, habitado.

Últimas notas acerca de la crisis, el sentido, la experiencia


En los párrafos desarrollados a lo largo del capítulo nos hemos permitido dar ‘formas’ -
aunque en rigor, estas formas sean un tanto provisorias e intencionalmente irregulares- a
distintas reflexiones e inquietudes, a través de recorridos sinuosos e inabarcables, pero
que consideramos potentes a la hora de pensar más allá de la parálisis que muchas veces
genera la incertidumbre, la ausencia de sentidos colectivos, la dificultad de sentirnos
parte de algo, la impotencia por lo perdido, el fantasma de la inexorabilidad.
Creemos que los desarrollos presentados hasta aquí, lejos de cerrar ideas, categorías y
certezas, nos abren caminos para multiplicar los sentidos que creíamos absolutos y
generar/legitimar otros que sean nuevos y contingentes, singulares y compartidos a la
vez.
Hemos recorrido diversos pensamientos acerca de la crisis, considerando nuevos
escenarios como también nuevas transformaciones políticas, sociales y educativas,
teniendo en cuenta a las relaciones cotidianas, aún en su dimensión más íntima; crisis
que deviene caída de sentido porque los lugares son otros, las relaciones desarman su
formato habitual y los sujetos se ven obligados a pensarse a sí mismos nuevamente así
como a las instituciones que los sostienen, con la concomitante angustia de
experimentar que ese sostén no alcanza, no es el conocido o no es suficiente.
Aquí ubicamos las preguntas por el sentido de la educación en general y de la escuela en
particular, porque ya no basta con estar allí y continuar haciendo los mismos gestos,
desplegando las mismas acciones, pronunciando los mismos discursos. Hay un sentido a
recrear, a reinventar ampliando lo que ya pensamos, reconociendo que aún no sabemos
cómo alojar lo nuevo ni a través de qué acciones hacerlo.
Acudimos entonces a intentar comprender lo nuevo que acontece, sosteniendo aquello a
lo que no se puede renunciar: lo que se pone en juego en todo acto educativo, es decir,
la recepción de las nuevas generaciones al mundo común que nos reúne, negándonos a
una posición melancólica de nostalgia por un pasado supuestamente feliz o a la posición
facilista de quien, ignorando su historia, pretende “innovar” sin más,
despreocupadamente, una y otra vez.
Así, la crisis nos lleva a posibles sentidos recreados que sostienen una responsabilidad,
¿pero cuáles?, ¿desde dónde inventarlos, generarlos, dejar que emerjan, hacerles un
lugar? Es el concepto de experiencia el que nos ha abierto un territorio fértil para
aproximarnos a pensar estos sentidos en educación: la experiencia-acontecimiento, tal
como la hemos caracterizado, como espacio de encuentro, finito, contingente, subjetivo,
incierto, incompleto, productor de novedad y de espacios de libertad. Creemos también
que el solo hecho de pensar en la experiencia-acontecimiento, y de permitirnos ensayar
en ese sentido nuestras prácticas educativas, fortalece los lazos sociales más allá de los
espacios estrictamente escolares.
Para sintetizar y cerrar estas notas, imaginemos que una experiencia-acontecimiento en
el territorio educativo comienza:
- no sabemos aún cuándo ni del todo por qué, sabemos que hemos generado
algunas condiciones para ello: un encuentro, un encuadre de trabajo, algo en
común –por ejemplo, un libro- que nos reúne y el deseo humanamente
compartido de preguntarse y comprender
- la apuesta por las capacidades del alumno está hecha de entrada (aún cuando su
perfil de “alumno” se aleje de todo modelo ideal o conocido), adelantamos la
confianza, nos posicionamos en igualdad de condiciones con él (aún cuando la
autoridad docente nos ubique en situación de asimetría)
- no sabemos todo acerca de ese otro que aprende, ni del saber a transmitir,
arriesgamos la escucha, miramos a quien está allí que es, a la vez, muchos otros
posibles, aún desconocidos
- no estamos “afuera” de esa experiencia ni totalmente “adentro” (creamos un
espacio “afuera-adentro” con otros) no la controlamos por entero, no dominamos
sus efectos, por momentos tendremos la palabra, en otros, apostaremos al
silencio, a lo incompleto y lo incierto, a permanecer “en la puerta”, a insistir
para que el trabajo se haga, a no saber.

La experiencia-acontecimiento es así, una experiencia política. Desplegada en el espacio


educativo a partir de una responsabilidad asumida y una posición ética indeclinable:
interrumpir lo dado, interponerse ante la repetición de lo mismo, desarticular la
desigualdad no cuestionada. Es política porque desnaturaliza identidades cerradas que al
no cuestionarse, refuerzan la imposibilidad y la impotencia. Es política porque abre,
habilita, ofrece destinos singulares y comunes (a la vez), que son otros que los
habituales, recorridos que no sabemos por donde irán, aún por transitarse, o que torcerán
con firmeza lo que viene siendo.
En tanto experiencia política, la experiencia se sustenta y crea sujetos –docentes y
alumnos- implicados porque les “pasa” algo diferente allí donde enseñan y aprenden, se
conmocionan, se transforman, cuando intercambian modos de ver, leer, escribir, pensar,
preguntarse. Es un tipo de acontecimiento que no deja que lo Mismo ni lo Uno se
instale, hace ver lo que no se veía, escuchar lo inaudible, fabrica otra sensibilidad donde
“lo común” a todos y a cualquiera se forja. En esa zona común, otra temporalidad tiene
lugar, anudando en un tiempo emancipatorio presente-pasado-futuro, lejos de
fatalidades diversas que sólo justifican la repetición y el desaliento o el no pensamiento.
La educación como espacio de inscripción de las nuevas generaciones es el hacer lugar
a la novedad que ellas traen en su relación con quienes los recibimos -allí reside su
carácter eminentemente político-
Si la educación es política, entonces, es porque le hace lugar a la experiencia como
acontecimiento.

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