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LUNA LLENA

Edgar Allan García (Ecuador)

Y se encontraron después de muchos siglos y de al menos cuatro vidas de


buscarse ilusionados e incansables, pero sin éxito. Ninguno de los dos sabía
exactamente cómo habían llegado hasta la esquina de aquel barrio de casas
descascaradas y se habían detenido justo ahí, a esa hora tan extraña para
ambos, a esperar un taxi trashumante que con un poco de suerte los llevaría a
sus respectivas casas.
La noche estaba fría, aunque no demasiado, y el cielo parecía un silencioso
enjambre de luciérnagas inmóviles. Ella miraba distraída la desembocadura de
la calle principal y, de pronto, tuvo ganas de cerrar los párpados cansados, de
replegarse para entrar en la queda oscuridad de sí misma; entonces lo sintió
venir; fue un presentimiento nunca antes experimentado, un inesperado
sobresalto que la puso a temblar cinco segundos antes de que él apareciera
entre la penumbra de la calle lateral como un espectro emergiendo de las
sombras. Cuando abrió los ojos, sintió un fogonazo, como si una veloz
salamandra hubiera subido por su columna vertebral hasta la nuca. Paralizada
por aquella visión, no pudo voltear la cabeza para verlo una vez más y
permaneció ahí, congelada en el rectángulo de la parada del trole, dándole las
espaldas, fingiendo buscar en su cartera algún objeto indispensable, algo tan
diminuto e inexistente que sin duda tardaría en aparecer.
Él se situó detrás de ella, con las manos en los bolsillos; no podía dejar de verla
de arriba abajo, deteniéndose de vez en cuando en esas manos nerviosas que
rebuscaban inútilmente dentro aquella cartera negra de boca desmesurada.
Cuando huyó de la fiesta de Carlos, su antiguo compañero de colegio, no imaginó
que no habría un solo taxi luego de más de cuarenta y cinco minutos de
caminata por calles desoladas y desconocidas, así que decidió buscar una
estación de trole, un lugar medianamente céntrico donde esperar un milagro.
Fue entonces cuando se internó en la oscuridad de una callejuela tortuosa que
prometía llevarlo a un lugar más iluminado, pero solo se encontró con otra más
estrecha y tenebrosa que la anterior. Regresó, pero fue a parar a un callejón
sin salida donde ladraba un perro insomne tras una malla desgarrada. Jaloneado
por una intensa sensación de asfixia, trotó hacia lo que parecía un paraíso de
luces de neón que se desvanecían a medida que se acercaba y, de súbito, se
encontró ahí, justo ahí, hipnotizado por aquella mujer a la que pareció
reconocer de lejos y a la que se acercó como si fuera a saludar, a abrazar y
besar, pero ya a pocos centímetros de su rostro huidizo y de ese cuerpo

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esbelto cuyo pulóver dorado no lograba disimular el atractivo contorno de sus
nalgas, se detuvo. No, no la conocía, y al mismo tiempo le era familiar. Sin saber
qué hacer, se paró detrás de ella, en un ángulo desde el que ella no podía verlo.
Mientras se balanceaba con las manos en los bolsillos, para su propia sorpresa
empezó a desear que el taxi no llegara nunca y que ese extraño, pero intenso
momento se congelara para siempre en su vida.
Ella, en un gesto maquinal movió sus cabellos hacia atrás y de inmediato él
aspiró su perfume, una leve fragancia dulce y oleaginosa que entró por sus
ternillas, descendió como un licor añejo por su garganta y le estalló en el plexo
un segundo antes de bajar como un relámpago hasta su bajo vientre. Ella se
movió apenas, lo justo como para mirar de reojo a aquel hombre que no se
movía de sus espaldas y cuyo silencio no le hacía temer sino temblar con una
rara emoción que le erizaba los vellos de la espalda. Sentía al mismo tiempo sus
nalgas brotadas, germinando bajo la seda negra, imantándose hacia él,
dejándose acariciar por esas miradas que, ella sabía, la recorrían de arriba
abajo con una avidez de fuego casi palpable. Con la mano que por fin había
dejado de buscar inútilmente en la cartera, deslizó otra vez su resplandeciente
cabellera para atrás, lentamente, abriéndose finas matas de cabello con los
dedos. Con oscura emoción se dio cuenta de que su perfume se esparcía como
una lluvia secreta y que una parte muy íntima de ella había empezado a
revolotear en brisa fría rumbo a las entrañas de aquel hombre misterioso.
Arriba la luna llena tenía un conejo tatuado en su vientre de harina, ¿o era un
rostro? Sí, un rostro de hombre, de pronto se acordaba, aquel que había
observado desde niña y ahora, pensándolo bien, se parecía mucho al hombre que
permanecía silencioso a sus espaldas. Escuchó entonces su propia respiración y
se dio cuenta de que había empezado a respirar con más profundidad y
frecuencia que antes. El silencio era casi total, apenas si se escuchaba un
murmullo a lo lejos, en algún rincón del universo estrellado, en tanto la ciudad
semejaba el luminoso telón de fondo de un teatro abandonado. Solo ella y él
estaban vivos, percibiéndose cada vez más cerca, escuchándose respirar el uno
al otro. El corazón le dio un vuelco, por un momento sintió que él se había
acercado aun más, que ya solo faltaban unos pocos centímetros de penumbra
para que sus cuerpos se rozaran, se tocaran, se palparan suavemente y
empezaran a temblar abrazados. Si su auto recién salido de la mecánica no se
hubiera dañado en aquel barrio desolado, si el celular que siempre llevaba en la
cartera no hubiera agotado su batería en un momento tan crítico, seguramente
a estas horas se estaría bañando antes de ir a la cama, desnuda como todas las
noches, para continuar la lectura de aquella pequeña novela sobre un amor

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imposible que, de manera consciente, se había demorado en leer más de la
cuenta.
Si Carlos no se lo hubiera encontrado en la calle, si no hubiera insistido tanto
en que fuera a su fiesta de cumpleaños, si se hubiera dado cuenta con solo
verlo que ahora estaba frente a un solitario irreductible, ante alguien a quien
nunca le gustaron las celebraciones, que siempre había detestado los “hip hip
hip hurra” y los “cumpleaños-feliz”, porque creía que en el fondo no había nada
que celebrar. Pero una vez cometido el error de haber aceptado, tenía que
huir, no aguantaba más el ambiente opresivo de aquellos seres que fingían estar
felices. Los vio como a través de un lente que podía penetrarlos, que dejaba en
carne viva sus secretos dramas, su absurda patraña. ¿No se ven acaso?,
¿quieren que les pase un espejo? mírense, son tristes, o peor aun, patéticos, les
dijo, les gritó en silencio mientras bailaban indiferentes a su enfado. Entonces,
no sabe aún cómo, dio un paso hacia atrás y luego otro hasta desaparecer por la
puerta que alguien había dejado entreabierta. Se sintió mejor con la noche fría
sobre sus hombros, con la soledad de las calles rodeándolo, con la luna arriba
persiguiéndolo por entre aquel laberinto como una loba silenciosa, esa misma
luna en la que desde niño creía ver una mujer, o más bien la sombra difusa de
una mujer triste.
Registró en vano los bolsillos en busca de un cigarrillo que sabía no tenía.
¿Acaso no había dejado de fumar hacía tres meses? La mujer se movió
imperceptiblemente y volteó un poco más el rostro encendido. Tenía los ojos
húmedos y abiertos en extremo. Él tuvo ganas de tocarla lentamente, de
pasarle los dedos por el cabello perfumado, de succionarle los lóbulos de las
orejas, de acariciarle la cintura y atraerla con suavidad hacia él, hacia ese
cuerpo recio que había empezado a resoplar como un lobo en celo.
Por unos segundos sintió el estremecimiento de ella cuando él se acercó un
poco más, pero quería oler aquel perfume hasta embriagarse, quería que su
cuerpo estuviera más cerca de esas nalgas que parecían crecer, señalando
hacia él, invitándolo a rozarlas y a explorarlas con manos ávidas.
Ella quiso dar un paso hacia atrás cuando sintió entre los cabellos un vaho
caliente, el movimiento casi imperceptible de aquel hombre cuyo rostro ya no
recordaba, pero cuyo olor le acababa de golpear en la nuca, bajando luego por
sus vértebras y quemándole las caderas súbitamente ensanchadas. Esa fuerte
emanación a piel sudada, a hombre, a animal le hizo volverse un poco más. Cerró
los ojos para poder olerlo mejor. No podía saber que el hombre a sus espaldas
también había cerrado los ojos mientras alargaba el cuello, el rostro y la nariz
en busca de su cabellera.

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Los dos permanecieron así durante varios segundos, suspendidos en el aire de
la madrugada, con sus cuerpos temblorosos cada vez más cercanos. Entonces
ella volvió como de un sueño. Un ruido lejano la había traído de regreso. Un
ruido ronco, pesado, lento, como el de un viejo camión subiendo la cuesta. A lo
lejos ella alcanzó a ver la chatarra amarillenta con una débil luz parpadeante
sobre el techo. Un taxi, se dijo con angustia creciente.
El tiempo se había terminado. Ninguno de los dos lo sabía de manera consciente
pero durante siglos y siglos se habían buscado sin encontrarse, y ese
persistente desencuentro los había convertido en dos seres solitarios e
infelices hacía tres mil años en Persia, ochocientos en Cantón y trescientos en
Oklahoma. Solo en Madagascar se habían encontrado durante unos breves
minutos cuando él, que entonces era la madre de ella, murió durante el parto de
su primogénito, que entonces era la mujer que ahora tenía frente a él. Entre
ese confuso pasado y aquel presente se levantaba un abismo de fantasmas,
presentimientos y esperas inútiles que ninguna mujer, que ningún hombre había
podido llenar.
Ahora la inminencia del taxi que avanzaba jadeando hacia ellos, les dejaba unos
pocos segundos más para hablar, conocerse, o al menos establecer un futuro
encuentro. Pero cómo acercarse sin que ella se sobresaltara, sin que él
pareciera un violador que intentaba sujetarla por los hombros y arrastrarla
hacia la oscuridad del zaguán a sus espaldas. Cómo explicarle, sin que sonara
ridículo, que ella le parecía conocida, que seguramente debían de haberse
conocido en alguna reunión, en algún ascensor, en alguna calle de una ciudad o
país que no lograba recordar. Cómo decirle que él, no sabía cómo ni por qué, se
había estremecido al verla ahí, en medio de la noche, parada en la esquina de
ese barrio desconocido. Cómo decirle que su olor lo había perturbado más allá
de todo límite, que ya no podía sobrellevar tantas y tantas llamaradas
crepitando dentro de él, que si ella quería en ese mismo instante él la
embarcaba en aquel taxi que venía en cámara lenta hacia ellos y se la llevaba a
su refugio para hacerle el amor toda la noche, todas las noches, toda la vida;
para amarla para siempre, sí, para siempre, aunque lo que dijera le sonara cursi
o estúpido.
Ella cerró los ojos otra vez. Quería borrar la visión de aquel taxi avanzando
lento y destartalado. En el momento indicado, se dijo, se volvería hacia él y le
diría que, dadas las circunstancias, podían compartir el taxi; que ella insistía en
que así fuera. Para lograrlo, tendría que tragarse años, siglos de educación
religiosa y de advertencias maternas acerca de los hombres, esos monstruos
babosos que “solo buscan el sexo”. Tendría además que decirle que ya que se

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encontraban en el mismo taxi y la noche estaba tan fría, ella podía invitarlo a
tomar un café o un trago en su departamento, sí, en ese lugar tan limpio y
ordenado por donde aún no había pasado un solo hombre digno de ser amado
hasta los huesos y para siempre. Y le diría, además, que se sentía sola, tan
terriblemente sola que le pedía, le rogaba se quedara a dormir con ella por esa
noche, por las siguientes noches, para toda la vida. Y entonces, tomando su
cara entre las manos le susurraría que ella ya lo amaba, que siempre lo había
amado y lo amaría por toda la eternidad si fuera necesario. Pero estaba
petrificada y respiraba cada vez con mayor dificultad, sus pensamientos no
podían cuajar en palabras, en tanto los ojos permanecían fijos en el taxi que
avanzaba hacia ellos y una de sus manos sujetaba con fuerza la correa de la
cartera. Miles de años de deformación religiosa y de miedo al ridículo pesaban
sobre sus débiles hombros. Ella terminaría por entrar en aquel taxi, muda,
tensa, sin atreverse a mirarlo siquiera, o tal vez se quedaría viendo cómo él se
le adelantaba, la hacía a un lado y se alejaba en el taxi mientras ella se quedaba
paralizada por la desesperación.
El taxi gruñó al cambiar de marcha y enfiló hacia donde estaban. Él alargó
entonces un brazo para tocarla y ella se volvió de inmediato. Se miraron
deslumbrados el uno por el otro, trepidando, percibiéndose durante unos
segundos con aquellos ojos antiguos y nuevos a la vez. Él tartamudeó: siga, siga
usted, por favor. Ella asintió con la cabeza sin atinar a decir nada. Él le abrió la
puerta y ella entró tensa, cerrando los ojos, gritando por dentro palabras que
ni ella misma entendía. La puerta se cerró con un estruendo metálico y ella
alcanzó a balbucear su dirección al conductor.
Mientras el taxi arrancaba y se alejaba, ella no se percató de que aquel
desconocido empezaba a sollozar en silencio mientras desesperado levantaba la
cara hacia la luna llena. Ella no podía siquiera llorar, continuaba paralizada,
encogida sobre sí misma mientras un alarido le desgarraba el pecho, un alarido
milenario y demoledor que se negó a salir hasta cuando se metió con la ropa
puesta bajo la ducha fría.
Él la buscaría, sí, lo juraba por aquella luna, la buscaría por toda la ciudad, por
todo el país, en cada oficina, en los ascensores, en los parques, en todas las
paradas posibles. Iría a fiestas, a discotecas, e incluso a los espantosos paseos
de Carlos con tal de descubrirla entre la multitud, bajo un árbol, o quizá en esa
misma esquina solitaria, en donde con suerte la tomaría entre sus brazos,
pondría de nuevo su rostro frente al de ella y le desnudaría una verdad que sin
duda iba a sonar delirante y que acaso la mujer rechazaría espantada.

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Ella lo buscaría hasta el último día de su vida si era necesario y cuando por fin
lo encontrara, no importaba dónde, se lanzaría como una demente a sus brazos
y le diría, le susurraría, le gritaría todos sus sueños inconclusos, esos deseos
crecientes como ascuas, aquellas mordeduras invisibles en los pezones
encendidos, tantas cosas que ahora no podía siquiera expresar, sentada como
estaba como un guiñapo bajo la inclemente ducha de agua fría.
O quizá no, quizá la próxima vez él se quedaría mudo de nuevo, rígido como una
estatua de sal, espantado al verla tan frenética y desparpajada, al percibirla
tan estúpidamente obsesiva, seductora, histérica, como si ella no fuera sino
una loca más en medio de la enorme ciudad llena de extraños espantajos.
O tal vez entonces ella, al verlo venir, dominada nuevamente por el pánico, solo
atinaría a pasar, a pasar junto a él, lo más cerca posible, sintiendo con angustia
cómo otra vez sus caminos se cruzaban sin remedio, hasta el siguiente
encuentro, hasta la próxima vida, hasta aquel lejano tiempo en que el esquivo
destino los uniría para siempre. O quizá, y esta eventualidad le hizo soltar un
alarido mortal bajo la ducha, hasta nunca…

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