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INNOVACIONES EN EL GOBIERNO Y LA GESTIÓN

DE LOS CENTROS ESCOLARES

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PROYECTO EDITORIAL
BIBLIOTECA DE EDUCACIÓN

Director:
Antonio Bolívar Botia

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INNOVACIONES EN EL GOBIERNO Y LA GESTIÓN
DE LOS CENTROS ESCOLARES

M.ª TERESA GONZÁLEZ GONZÁLEZ (coord.)


JUAN MANUEL ESCUDERO MUÑOZ
JOSÉ MIGUEL NIETO CANO
ANTONIO PORTELA PRUAÑO

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Consulte nuestra página web: www.sintesis.com
En ella encontrará el catálogo completo y comentado

Diseño de cubierta: Verónica Rubio

Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

© M.ª Teresa González González (coord.)


Juan Manuel Escudero Muñoz
José Miguel Nieto Cano
Antonio Portela Pruaño

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34. 28015 Madrid
Teléfono 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995863-5-9

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Índice

Introducción

1. Coordenadas y referentes para la renovación organizativa de los


centros escolares
M.ª Teresa González González, Juan Manuel Escudero Muñoz, José Miguel Prieto Cano y Antonio
Portela Pruaño
1.1. Escenarios educativos del futuro previsible
1.2. El currículo escolar, los aprendizajes, la enseñanza y la evaluación
1.3. Ejes sobre los que vertebrar la renovación pendiente del gobierno y la
gestión de los centros escolares
1.3.1. La cara humana de los centros: el alumnado y el
profesorado, 1.3.2. El gobierno y la gestión de los centros por
dentro, 1.3.3. Las organizaciones escolares en contexto,
estableciendo redes y alianzas

PRIMERA PARTE
LOS CENTROS ESCOLARES Y EL APRENDIZAJE DE LOS ALUMNOS

2. La atención, el cuidado, las relaciones y la responsabilidad del


centro escolar con los estudiantes
M. ª Teresa González González
2.1. El centro escolar como contexto de relaciones para el aprendizaje y la
convivencia
2.1.1. Las relaciones entre adultos y estudiantes
2.2. Condiciones organizativas en los centros y relaciones con los
estudiantes
2.2.1. Condiciones ligadas a aspectos estructurales de los

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centros escolares, 2.2.2. Condiciones ligadas a las relaciones
profesionales en el centro, 2.2.3. Condiciones ligadas al
currículo y la enseñanza, 2.2.4. Condiciones ligadas al clima
escolar
2.3. Algunas propuestas de mejora
2.3.1. Sobre aspectos estructurales, 2.3.2. Sobre el clima
relacional en el centro, 2.3.3. Sobre el currículo y la enseñanza
2.4. Consideraciones finales

3. La participación y la voz del alumno en el centro escolar


José Miguel Nieto Cano
3.1. La voz del alumno
3.1.1. La experiencia del alumno es importante en sí misma,
3.1.2. Cada alumno es un sujeto individual y único, 3.1.3. El
alumno es una persona con derechos
3.2. Modalidades de participación
3.3. Estrategias para la participación
3.3.1. Consulta, 3.3.2. Implicación, 3.3.3. Asociación,
3.3.4. Delegación
3.4. Condiciones de desarrollo de la participación

4. Diversidad del alumnado y respuestas de los centros escolares


Antonio Portela Pruaño
4.1. La diversidad en los centros escolares: ¿a qué hace referencia?
4.2. Exclusión, asimilación y reconocimiento como respuestas escolares
deficitarias a la diversidad
4.3. Educación inclusiva: una aproximación
4.4. Escuelas inclusivas
4.5. Liderazgo inclusivo
4.6. Consideraciones finales

SEGUNDA PARTE
CENTROS ESCOLARES, CONDICIONES DE TRABAJO Y
DESARROLLO PROFESIONAL DE LOS DOCENTES

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5. Condiciones del trabajo docente, organización de los centros
escolares y mejora de la educación
Juan Manuel Escudero Muñoz
5.1. Elevación de las exigencias a la profesión y condiciones de trabajo
docente: indicadores tradicionales y estado de la situación
5.1.1. Demandas de la profesión quizás demasiado irreales,
pero justificadas, 5.1.2. Condiciones del trabajo docente,
5.1.3. El Borrador del Estatuto Docente y sus controversias
como un ejemplo
5.2. Las percepciones y vivencias de la profesión por parte de los docentes
también forman parte de sus condiciones de trabajo
5.3. Una ampliación necesaria de la mirada sobre la condiciones del trabajo
docente
5.3.1. La ampliación del concepto de condiciones de trabajo
docente, 5.3.2. Distintas categorías de las condiciones del
trabajo docente, 5.3.3. La tarea compleja y pendiente de
establecer relaciones entre los diferentes componentes y
dinámicas de las condiciones del trabajo docente, 5.3.4. Un
esquema de síntesis como hipótesis de trabajo

6. Los centros escolares como espacios de aprendizaje y de desarrollo


profesional de los docentes
Juan Manuel Escudero Muñoz
6.1. Los centros escolares como comunidades profesionales de
aprendizaje: significados, fundamentos, posibilidades y limitaciones
6.1.1. Las comunidades de aprendizaje están por doquier,
6.1.2. Significados diversos y componentes fundamentales de las
comunidades profesionales de aprendizaje en educación
6.2. Hacia una caracterización más detallada: fundamentos, posibilidades y
limitaciones
6.2.1. Tres propuestas ilustrativas, 6.2.2. Tres ejes vertebrales
de atención y de trabajo, 6.2.3. Fundamentos, posibilidades y
limitaciones de las comunidades profesionales de aprendizaje
6.3. Orientaciones para crear y mantener comunidades docentes de
aprendizaje en los centros escolares
6.3.1. Un imperativo inexcusable, la mejora sustantiva de los
aprendizajes escolares, 6.3.2. Un par de condiciones
estructurales, 6.3.3. Algunas sugerencias para pensar y hacer

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TERCERA PARTE
GOBIERNO Y LIDERAZGO EN LOS CENTROS ESCOLARES

7. El Gobierno del centro


Antonio Portela Pruaño
7.1. Una aproximación a la noción de gobierno
7.2. El gobierno de los centros escolares
7.2.1. Del gobierno a la gobernanza: también para los centros
escolares, 7.2.2. La complejidad de la gobernación, 7.2.3. La
gobernanza de los centros escolares
7.3. ¿Y el gobierno en los centros escolares?
7.3.1. Contextualización, 7.3.2. La gobernanza penetra en los
centros escolares
7.4. Consideraciones finales

8. Dirección y liderazgo educativo en los centros escolares


M. ª Teresa González González
8.1. La dirección escolar y la relevancia de sus facetas educativas.
Consideraciones generales
8.2. La evolución en los planteamientos sobre la dirección escolar: de la
gestión al liderazgo
8.1.1. La dirección escolar como proceso técnico, de gestión,
8.2.2. Dirección y liderazgo “cultural”, 8.2.3. Dirección y
procesos educativos. La importancia de la dimensión educativa
en la dirección escolar
8.3. Hacia una consideración del liderazgo educativo como liderazgo
distribuido
8.3.1. El liderazgo educativo requiere la participación de los
docentes, 8.3.2. El liderazgo como fenómeno relacional
8.4. Liderazgo distribuido: algunas acotaciones
8.4.1. Dos modos de entender la noción de “distribución”
8.5. Dirección educativa y liderazgo distribuido
8.5.1. Grandes ejes para la dirección educativa del centro
escolar

9. Evaluar hoy para mejorar mañana. La revisión interna del centro


escolar

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José Miguel Nieto Cano
9.1. Caracterización de la revisión interna
9.1.1. Los objetos de revisión, 9.1.2. Las funciones de la
evaluación, 9.1.3. La mejora del centro escolar, 9.1.4. Los
agentes de la revisión
9.2. La dinámica de revisión interna
9.2.1. La planificación, 9.2.2. La implementación, 9.2.3. La
devolución y la toma de decisiones
9.3. El contexto institucional para la revisión interna

CUARTA PARTE
LOS CENTROS ESCOLARES EN CONTEXTO Y EN RELACIÓN

10. Implicación de las familias en la educación escolar de sus hijos


José Miguel Nieto Cano
10.1. ¿De qué formas se implican las familias en la educación de sus hijos?
10.1.1. Implicación centrada en la familia,
10.1.2. Implicación centrada en la escuela,
10.1.3. Implicación centrada en la comunidad
10.2. ¿Por qué y cómo las familias deciden implicarse?
10.2.1. Factores de decisión, 10.2.2. Factores de modulación
10.3. ¿Qué hacer desde el centro escolar?
10.3.1. Estrategia de comunicación, 10.3.2. Estrategia de
asesoramiento, 10.3.3. Estrategia de asociación
10.4. Condiciones de desarrollo

11. Las instituciones escolares como centros para la integración de


servicios
Antonio Portela Pruaño
11.1. Dependencia entre organizaciones
11.2. Coordinación interorganizativa
11.2.1. Contextualización, 11.2.2. Coordinación
interorganizativa: ¿Qué es?
11.3. Integración de servicios
11.3.1. ¿Cuál es el sentido de la integración de servicios?,
11.3.2. ¿Qué es? Una aproximación conceptual a la integración

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de servicios, 11.3.3. La integración de servicios en el ámbito de
la educación escolar: algunas singularidades, 11.3.4. Escuelas
integradoras de servicios
11.4. Consideraciones finales

12. Los centros escolares y sus relaciones con la administración local,


autonómica y nacional
Juan Manuel Escudero Muñoz
12.1. Retos actuales de los sistemas escolares, organizaciones educativas y
responsabilidades de los poderes públicos
12.1.1. La educación tiene hoy retos importantes que afrontar,
12.1.2. Educación de calidad como un derecho de toda la
ciudadanía, 12.1.3. El papel decisivo de los centros escolares,
12.1.4. Responsabilidades de la política estatal
12.2. Administración de la educación: unidades y servicios locales y
relaciones con los centros. Focos y estrategias de relación con los
centros escolares
12.2.1. La administración autonómica representa un aparato
organizativo complejo y no siempre funcional, 12.2.2. En
general, prevalece la dispersión y fragmentación de servicios,
tareas y funciones de la administración, 12.2.3. La
administración como un sistema integrado de relación y apoyo a
los centros para la mejora de la educación: un par de propuestas
12.3. Principios generales para articular relaciones provechosas entre los
centros escolares y las administraciones de la educación
12.3.1. Mejorar el reconocimiento de la situación, los
dispositivos para recabar e interpretar datos y el establecimiento
de prioridades concertadas y comprometidas en materia de
currículo, enseñanza y aprendizaje escolar,
12.3.2. Fortalecimiento de los servicios de formación del
profesorado, de inspección y asesoramiento con un enfoque
integrador, 12.3.3. Rendición de cuentas constructiva y
colateral, acompañada de apoyos adecuados y medidas
pertinentes, 12.3.4. Dejar atrás el afán regulador pero propiciar
lealtad institucional, 12.3.5. Crear y sostener una masa crítica
de organizaciones intermedias, liderazgo compartido y dinámicas
sostenidas de indagación y mejora, 12.3.6. Establecer y aplicar
con rigor criterios y procedimientos para reconocer y detectar
zonas, centros y alumnado con más dificultades, arbitrando
medidas y apoyos adecuados

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13. El desarrollo de los centros escolares participando en redes de
centros y redes profesionales
M.ª Teresa González González
13.1. Las redes en la sociedad actual y en la educación
13.2. Tipos de redes
13.3. Organizaciones y redes
13.4. Redes de escuelas
13.4.1. Redes de profesores y redes de escuelas, 13.4.2. Redes
de escuelas: más allá del trabajo aislado de cada centro escolar,
13.4.3. Las redes de escuelas. Algunas condiciones
13.5. Las redes de escuelas como comunidades de aprendizaje
13.5.1. Comunidad de aprendizaje escolar, y comunidad de
aprendizaje en red: similitudes y relación, 13.5.2. Comunidad
de aprendizaje en red: relaciones, colaboración e investigación
13.6. Consideraciones finales

Bibliografía

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Introducción

En las coordenadas actuales de nuestra sociedad son múltiples los retos y desafíos a los
que han de hacer frente los sistemas educativos en general y los centros escolares en
particular, tanto en lo que respecta a los procesos educativos que se desarrollan en ellos,
como a las dinámicas y condiciones organizativas que han de facilitarlos o las conexiones
e interrelaciones que cultivan con agentes e instancias externas al mismo. Los capítulos
que componen este libro pretenden abordar algunos de tales retos y ofrecer una
panorámica de cómo se están planteando, así como algunas líneas de actuación que se
están ofreciendo sobre el particular.
El telón de fondo sobre el que se articulan los distintos capítulos queda bosquejado
en el primero de ellos. En él, como reza su título, se ofrece una mirada genérica sobre los
centros escolares en la actualidad, los desafíos con los que se enfrentan y algunas de las
tendencias y perspectivas para dar respuestas a los mismos. Los demás capítulos
desgranan sucesivamente distintos aspectos y cuestiones a los que se alude en ese primer
capítulo. El libro se ha organizado en cuatro partes que representan otros tantos focos de
interés y atención que pueden ser considerados esenciales para los centros escolares en la
actualidad.
La primera parte, bajo el título los centros escolares y el aprendizaje de los
alumnos recoge los capítulos dos, tres y cuatro cuyo eje gira en torno a los alumnos y
alumnas en los centros escolares.
En el capítulo dos el foco de atención se sitúa en los estudiantes y sus interacciones
en el centro escolar, insistiendo en la importancia de promover relaciones de cuidado
personal, social y académico con ellos. Desde la consideración de que los aspectos
relacionales del centro en su conjunto determinan en gran medida la experiencia escolar
que viven los estudiantes en él, se abordan diversas cuestiones relativas a las condiciones
organizativas –estructurales, curriculares y ligadas al clima escolar– que condicionan unos
u otros modos de relación con los alumnos. Se comentan, así mismo, algunas propuestas
y líneas de mejora que se están planteando sobre el tema en el ámbito internacional –
referidas a remodelar estructuras de coordinación docente, tiempos, formas de

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agrupamiento, configurar climas positivos de relación o repensar el currículo y la
enseñanza– orientadas todas ellas a promover entornos escolares más acogedores, más
cercanos y personalizados para los estudiantes y sus aprendizajes académicos y sociales.
El capítulo tres plantea la necesidad de favorecer la participación de los alumnos en
los asuntos que conciernen a su educación escolar y muestra las principales estrategias
que se están acometiendo a tal fin. Adoptando la perspectiva normativa de la “voz del
alumno”, el primer apartado expone fundamentos de carácter psicológico, ético y jurídico
que sirven para argumentar por qué y en qué es relevante la participación de los alumnos.
A continuación se abordan y sistematizan los dos referentes básicos que han de
considerarse en la aplicación práctica de tales principios y valores. Así, el segundo
apartado clarifica diversos niveles y tipos de participación que pueden ser interpretados
como resultados deseados o metas a conseguir, mientras que el tercero describe una
gama de estrategias y actividades tipo (de consulta, de implicación, de asociación y de
delegación) que pueden emprenderse como procesos o medios para conseguir aquéllas.
Para concluir, se examinan algunas condiciones pertinentes en la elección, diseño e
implementación de experiencias de participación de los alumnos por parte de centros
escolares y profesores.
El último capítulo de esta primera parte del libro, el cuatro, está dedicado a las
respuestas con que los centros escolares afrontan lo que suele ser percibido como un
importante problema para la labor educativa que les corresponde desempeñar: la
creciente diversidad de sus alumnos, a quienes necesariamente tendría que beneficiar esa
labor. Aunque, sin duda, la diversidad entre sus familias o la diversidad entre el
profesorado que ha de educarlos serían aspectos igualmente relevantes que merecerían
ser tratados al hacer un planteamiento integral de la diversidad en los centros escolares y
las respuestas que éstos proporcionan al ocuparse de ella. El texto comienza indagando
en la propia noción de ‘diversidad’ cuando se predica de los alumnos y en la noción de
‘diferencia’ sobre la que aquélla se asienta, conforme suelen ser entendidas en los
centros escolares. Continúa analizando las respuestas organizativas que estas instituciones
han dado a esa situación. Se diferencian dos tipos de respuesta: por un lado, aquellas que
ponen de manifiesto más limitaciones y carencias (como son la exclusión y la asimilación,
pero también el “reconocimiento” de las diferencias) hasta aquellas otras que se adaptan
de un modo aparentemente más completo a las diferencias, encuadradas bajo la
denominación de inclusión educativa. Finalmente, recibe especial atención el importante
papel que el liderazgo del centro escolar puede desempeñar en el desarrollo de la
educación inclusiva y las condiciones en que puede ser desempeñado ese papel.
La segunda parte del libro pone la mirada preferentemente en los docentes: sus
condiciones de trabajo y su desarrollo profesional, dos aspectos importantes por sus
relaciones e implicaciones para las organizaciones educativas que se abordan
respectivamente en los capítulos cinco y seis. En el capítulo cinco se plantea que, aunque
determinados elementos de las condiciones laborales del profesorado residen más allá de
los centros, como el salario, los tiempos de dedicación o reconocimiento y valoración
social y política, hay otros que están recibiendo una atención singular en determinadas

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políticas de las administraciones y discusiones teóricas sobre el tema y comportan
implicaciones organizativas relevantes, como el clima institucional, el liderazgo, las
relaciones de trabajo en colaboración, la rendición de cuentas.
Entendidas las condiciones del trabajo docente en estrecha relación con las
condiciones de aprendizaje del alumnado, es preciso armonizar una perspectiva de
inversión en capital humano con otra de capital social. En ese sentido, como se desarrolla
en el sexto capítulo, ciertas ideas y propuestas destinadas a crear y sostener en cada
centro comunidades profesionales de aprendizaje apuntan hacia modelos organizativos en
los que se refuercen los vínculos sociales e intelectuales entre el profesorado, la cultura
institucional y pedagógica a favor de garantizar a todo el alumnado la educación debida y
los compromisos que requieren para hacerlo del modo más efectivo posible.
Los capítulos incluidos en la tercera parte del libro giran fundamentalmente en torno
a procesos en la organización como el gobierno, la dirección y liderazgo, y la revisión
interna.
El capítulo siete versa sobre el gobierno de los centros escolares. Al menos en el
caso de éstos, el gobierno es algo cuyo significado no siempre llega a clarificarse lo
suficiente. No es, pues, de extrañar que tampoco llegue a diferenciarse lo suficiente, por
lo que a menudo se desdibuja ante la dirección, la gestión o el liderazgo de la
organización, hasta el punto de llegar a ser considerado como virtualmente equiparable
siquiera a alguno de ellos. Sin duda, el gobierno de los centros escolares está
inextricablemente ligado a su dirección, su gestión y su liderazgo. Pero cabe considerar
que tiene entidad en sí mismo y merece la debida consideración, aunque ésta implique
atender a los vínculos que lo unen a dichos procesos. El capítulo persigue contribuir a su
delimitación. No obstante, ello demanda hacer referencia a los importantes cambios que
están operándose en la propia noción de gobierno, a los que el capítulo presta especial
atención. Al tiempo, son abordados los desafíos a los que actualmente ha de hacer frente
el gobierno de la educación escolar, y es analizada la posición de los centros escolares
ante los mismos
Por su parte, el capítulo octavo aborda algunas cuestiones sobre la dirección
escolar. Su foco de atención se sitúa particularmente en las facetas “educativas” del
proceso directivo y en la necesaria atención que los directores y directoras han de prestar
al adecuado funcionamiento educativo del centro y a sus dinámicas de innovación y
mejora. El capítulo ofrece en primer lugar una panorámica del desarrollo conceptual y
teórico por el que ha ido transcurriendo el discurso en torno al liderazgo y la dirección
escolar, subrayando cómo progresivamente se ha ido llamando la atención sobre el hecho
de que la dirección de los centros no puede perder de vista en ningún caso que la
actividad nuclear de la organización que se pretende dirigir no es otra que la de
desarrollar procesos de enseñanza-aprendizaje y su mejora. Tras comentar que una
dirección no alejada del día a día de los centros escolares y los procesos educativos que
ocurren en ellos no sólo requiere gestionar el centro, sino también desplegar liderazgo
educativo en el mismo, se apunta que éste no descansa única y exclusivamente en la
figura del director, pues ha de estar distribuido en toda la organización y en los modos

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de trabajo y relación profesional entre sus miembros. Una vez abordadas algunas
cuestiones sobre la noción de “distribución”, el capítulo finaliza apuntando que un
planteamiento de liderazgo distribuido no desvaloriza el rol del director o directora, si
bien lo resitúa como elemento central a la hora de vertebrar y cohesionar el discurrir
educativo del centro, evitar su funcionamiento fragmentado y articular y cultivar los
procesos y condiciones organizativas que hagan posible que los grandes propósitos y
valores de aquél se materialicen en la práctica cotidiana del mismo, en las aulas y con los
estudiantes.
El último capítulo de esta tercera parte del libro, el noveno, aborda una estrategia de
evaluación concebida para mejorar la calidad de la educación a nivel de centro escolar: la
“revisión interna”. Planteada la evaluación como fuente de conocimiento a utilizar en
procesos de toma de decisiones que están dirigidos a guiar y promover acciones de
cambio, el control de la misma se sitúa en la organización integrando la capacidad o
potencial de sus miembros, la gestión de los procesos de evaluación y mejora, así como
la responsabilidad de los resultados obtenidos. En una primera parte, se caracterizan y
discuten los principales aspectos que definen y dan sentido a la revisión interna: los
objetos a los que se aplica, las funciones que cumple, el tipo de cambio al que contribuye
y el papel de los agentes que la inician y desarrollan. En este marco de fundamentación,
la segunda parte clarifica los elementos que se ponen en juego a lo largo de la dinámica
de revisión interna y que están referidos en particular a los aspectos procesuales y
procedimentales de la misma. Para ello se analizan secuencialmente los procesos de
planificación, de implementación y de devolución y toma de decisiones, poniendo de
relieve la importancia de los aspectos que tienen que ver con el conocimiento y la
valoración. Finalmente, se comentan algunas cuestiones que afectan al contexto
institucional en el que se insertan las escuelas y las iniciativas de revisión interna,
argumentando tanto la pertinencia de éstas como la necesidad de articular, a nivel de
sistema escolar, condiciones y proveer recursos que las faciliten.
Finalmente, la cuarta y última parte del libro denominada los centros escolares en
contexto y en relación abarca cuatro capítulos en los que se abordan diversos aspectos
relacionados con los centros escolares considerados como organizaciones abiertas y en
permanente conexión con su contexto más amplio.
El capítulo diez examina, en el marco de las relaciones entre escuela y familias, la
implicación de éstas en la educación de sus hijos. Para comenzar, se consideran una serie
de escenarios (familia, escuela y comunidad) que permiten clasificar de modo coherente
múltiples y diversas situaciones de implicación. Ello da pie a exponer a continuación un
modelo explicativo que sirve para identificar los factores que influyen en la decisión
parental de implicarse y de hacerlo de una forma u otra. Estas aportaciones poseen una
importancia significativa en tanto que permiten fundamentar iniciativas desde los centros
escolares para incitar y promover una interacción positiva con las familias de sus
alumnos. En esta línea, se contemplan seguidamente tres estrategias generales de
actuación (comunicación, asesoramiento y asociación) adaptadas a propósitos y
circunstancias diferentes. Para finalizar, se reflexiona sobre las cualidades de valor que

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pueden adquirir las relaciones de colaboración entre escuela y familias y se argumenta la
necesidad de articularlas y potenciarlas en el contexto de la comunidad.
A continuación, el capítulo once se ocupa de la incidencia de la integración de
servicios en el ámbito de la educación escolar, que acaba afectando de manera
importante, no ya sólo a los centros escolares sino también a su entorno (particularmente,
la comunidad en que están insertos) y, naturalmente, a las relaciones que se establecen
entre ambos. Para ello se comienza analizando, con carácter general, el fenómeno de la
integración de servicios, aunque poniendo de relieve las singularidades que presenta en el
mencionado ámbito. Ello lleva a analizar previamente la interdependencia y la
coordinación entre organizaciones, en calidad de condicionantes de la integración de
servicios. Seguidamente, se aborda el concepto y las características de la integración de
servicios: primero, haciendo referencia a las organizaciones en general y, en segundo
lugar, detallando las particularidades que suele presentar en el ámbito de la educación
escolar.
Las relaciones entre la administración de la educación y los centros escolares
constituyen el objeto del capítulo doce. Además de reconocer y valorar otras relaciones
de las organizaciones educativas con el entorno social, insiste en el papel y la importancia
insoslayable que tienen sus conexiones con la administración, es decir, con los poderes
públicos. A lo largo del capítulo se sostiene que tanto las políticas y la administración
estatal de la educación como las correspondientes a otros niveles de los sistemas
educativos (las Comunidades Autónomas, los distritos o zonas escolares) tienen roles
indeclinables que asumir, particularmente en estos tiempos en que todos los sistemas
educativos afrontan retos sin precedentes en la provisión a toda la ciudadanía de una
educación de calidad democrática, justa, equitativa e inclusiva. El capítulo subraya que
un horizonte de esa naturaleza exige superar relaciones burocráticas y técnicas,
adoptando nuevos esquemas de pensamiento y prácticas centradas en los focos más
decisivos para la mejora de la educación: la provisión de los recursos necesarios, la
diseminación de buenos conocimientos y materiales, la creación de capacidades, el
liderazgo extendido a lo largo de zonas o distritos escolares, el fortalecimientos de los
compromisos y las capacidades institucionales de los centros que son necesarios para
afrontar retos educativos que hay que resolver.
Por último, la creciente presencia y relevancia de diversos tipos de redes en el
ámbito educativo y, específicamente, escolar constituye el telón de fondo en el que se
enmarca el capitulo trece. En él, tras una breve acotación del concepto “red” y un
comentario somero sobre la diversidad de redes existentes en estos momentos, se hace
especial hincapié en las redes de centros escolares. Constituyen uno de los tipos de red
que podemos encontrar en el ámbito educativo y el capítulo destina buena parte de su
contenido a caracterizarlas, subrayando que dichas redes pueden configurarse como
contextos valiosos para generar conocimiento y posibilitar que los centros puedan
aprender unos con, de y beneficio de otros. Tomando como punto de referencia el
programa Networked Learning Communities desarrollado en Inglaterra, se comenta
cuáles son las características que definen a una comunidad de aprendizaje en red,

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prestando una especial atención a la importancia de las relaciones en ella, la colaboración
entre sus integrantes y la necesaria investigación en colaboración a desarrollar en su seno.
En definitiva, el libro selecciona y desarrolla algunos de los grandes asuntos que,
como se indica en el primero de los capítulos, los centros escolares y los profesionales
que trabajan dentro de ellos han de afrontar para la provisión del derecho esencial a la
educación con nuevas ideas y prácticas internas y sosteniendo relaciones corresponsables
con la sociedad, las comunidades y familias, la administración y las políticas sociales y
educativas.

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1
Coordenadas y referentes para la renovación
organizativa de los centros escolares

Las escuelas y sistemas escolares creados en los inicios del siglo XX a la luz de las
demandas y necesidades de la sociedad “industrial” constituyeron esencialmente modelos
burocráticos. Pero en la actualidad hay serias dudas de que tales modelos se ajusten a las
necesidades y características de la sociedad “del conocimiento” del siglo XXI. Las
demandas y retos que la sociedad actual plantea a los sistemas escolares en general y a
las organizaciones educativas en particular son múltiples, como también lo son las
respuestas deseables, posibles y reales.
Este primer capítulo presenta el marco general que sucesivamente van
desarrollando los demás. De un lado, se hace eco y comenta una serie de escenarios
prospectivos elaborados por la OECD (2001) sobre los sistemas escolares y la educación;
en otro punto se hace una mención explícita a las tareas y cometidos esenciales de
cualquier organización educativa, es decir, el currículo, los aprendizajes a desarrollar con
los estudiantes, la enseñanza y la evaluación, aspectos que el libro, que se centra
específicamente en cuestiones más bien organizativas, no analiza con detalle. Concluye
con la identificación de los ejes que han servido para seleccionar y desarrollar los
capítulos que sucesivamente se irán presentando.

1.1. Escenarios educativos del futuro previsible

La OECD (2001), en el marco del proyecto “la escuela del mañana” y desde el análisis
de tendencias económicas, sociales, culturales y políticas en el conjunto de la sociedad,
construyó seis escenarios que vislumbran los futuros probables de la educación en los
próximos años. Aunque son escenarios amplios sin duda constituyen un punto de apoyo
para pensar en las organizaciones escolares y cómo habrán de trabajar y conformar su
propio futuro.
De esos seis escenarios, como se recoge en el cuadro 1.1 (OECD, 2001: 78), dos
de ellos se articulan sobre la continuidad de modelos ya existentes: “el statu quo
extrapolado”; dos describen el fortalecimiento de las escuelas, con nuevo dinamismo,

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reconocimiento y propósito (escenarios de re-escolarización), y los dos últimos
describen mundos futuros que presencian un declive significativo en la posición de las
escuelas (des-escolarización).

Cuadro 1.1. Escenarios para el futuro de la escuela (OECD, 2001: 78)

Sin entrar aquí a comentar todos y cada uno de estos escenarios y sus
características (OECD, 2001; Instante y Koyabashi, 2003; Sancho, 2009), estos seis
escenarios difieren en el grado de centralidad que se le concede a las organizaciones
escolares. Una centralidad que queda patente en los escenarios 3 y 4, a los que se hará
aquí referencia más explícita.
El escenario 1 (Sistemas escolares burocráticos robustos) no es desconocido, pues
está construido sobre la continuación de sistemas burocráticos poderosos, caracterizados
por la uniformidad, por la resistencia al cambio radical y por la consideración de las
escuelas como instituciones bien acotadas y organizadas en sistemas nacionales con
complejas disposiciones administrativas. El mantenimiento del statu quo es también un
rasgo definitorio del escenario 2 (extensión del modelo de mercado), caracterizado por la
fuerte presencia de políticas de privatización, competitividad escolar y diversificación de
ofertas educativas, debilitando la intervención de los Estados, reducida a funciones de
regulación, arbitraje y control de la educación. En el escenario 5 (redes de estudiantes y
la sociedad en red) se difuminan las organizaciones escolares como tales, pues en él se
vislumbra el desmantelamiento, en mayor o menor medida, de los sistemas escolares, en
un contexto en el que nuevas redes de aprendizaje, propiciadas por las amplias y
poderosas posibilidades de las TIC, vienen a sustituir la educación escolar
institucionalizada, valorada como obsoleta. El escenario sexto (Éxodo de profesores-el
escenario debacle) describe una situación de crisis provocada por la escasez de
profesorado, muy resistente a las respuestas políticas convencionales. Una crisis que
sería dispar según zonas geográficas y también según asignaturas. Es un escenario
centrado fundamentalmente en la dificultad que están encontrando algunos países para
reemplazar a un profesorado envejecido.

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Son los escenarios 3 (Escuelas como centros sociales) y 4 (Escuelas como
organizaciones centradas en el aprendizaje) los que conllevan un mayor reconocimiento
de las organizaciones escolares. Ofrecen múltiples elementos interesantes a los que
prestar atención a la hora de pensar en las escuelas y su futuro.
El tres (escuelas como centros sociales) es un escenario definido por los siguientes
rasgos:

– Se reconoce a las escuelas un papel decisivo como baluarte frente a la


fragmentación de la comunidad y las familias.
– Las escuelas ocupan una posición importante en la comunidad; están bien
definidas por tareas colectivas y comunitarias, y ello conlleva amplias
responsabilidades compartidas entre ellas y otras entidades de la comunidad,
fuentes de experiencia e instituciones de educación terciaria. La escuela es el
centro de una interacción dinámica de grupos y agentes comunitarios, una
organización con puertas abiertas y paredes bajas.
– Cuentan con niveles generosos de apoyo financiero a fin de satisfacer las
exigencias de ambientes de aprendizaje de calidad en todas las comunidades y
asegurar una alta estima para los docentes y la propia escuela.
– En contraste con una orientación fuerte al conocimiento, se amplía el foco del
aprendizaje a resultados no-cognitivos, valores y ciudadanía. En este
escenario, se contempla el que emerjan diversas formas y contextos
organizativos con un fuerte énfasis en el aprendizaje no-formal.
– Se estimula la dimensión local de la acción y la toma de decisión, que estaría
apoyada por marcos-guía (más que por regulaciones detalladas) nacionales,
particularmente en comunidades cuyo capital social e infraestructura son
débiles. Las formas de gobierno darían más voz a grupos, empresas, entidades
locales y a las propias escuelas.
– La interrelación dinámica de la escuela con grupos, agentes y diversos intereses
de la comunidad así como la integración de programas de aprendizaje formal
con otra serie de actividades conllevan múltiples desafíos, que hacen más
compleja la gestión.
– El liderazgo está ampliamente distribuido y con frecuencia es colectivo.
– Las escuelas son el punto focal en el que convergen y encuentran expresión los
intereses de la comunidad –lingüísticos, culturales geográficos, profesionales–,
a los que habrían de responder y promover. En tal contexto, florecerían la
cooperación y el trabajo en red como expresión de esas diferentes
comunidades de interés.

Por su parte, el escenario 4 (escuelas como organizaciones centradas en el


aprendizaje) se caracteriza, entre otros, por los rasgos siguientes:

23
– Se revitalizan las escuelas en torno a una agenda de conocimiento fuerte (más
que en torno a una agenda social), en una cultura de experimentación de alta
calidad, diversidad e innovación.
– Proliferan nuevas formas de evaluación y valoración de competencias.
– Las TIC se utilizarían extensivamente junto con otros medios de aprendizaje,
tradicionales y nuevos.
– La mayoría de las escuelas justifica la etiqueta de ‘organizaciones de
aprendizaje’ con una destacada gestión del conocimiento y conexiones con la
educación terciaria y otras organizaciones.
– Amplio desarrollo de especialidades y diversidad de formas organizativas, junto
con expectativas exigentes de enseñanza y aprendizaje.
– Escuelas caracterizadas por estructuras organizativas planas, utilización de
equipos, redes y diversas fuentes de experiencia y conocimiento.
– La toma de decisión se sitúa en las escuelas y la profesión, con la implicación
estrecha de los padres, organizaciones y educación terciaria, y con marcos-
guía y sistemas de apoyo bien desarrollados (particularmente en comunidades
con recursos sociales más débiles). Se “da poder” a la escuela, si bien es un
poder cualificado y compartido por medio de alianzas con otros agentes
sociales y más basado en grupos de escuelas que en centros aislados.
– Las normas de calidad reemplazan enfoques de rendición de cuentas
reguladoras y punitivas. Problemas de calidad que surjan se resolverían a
través de diversas formas de mediación profesional a nivel local o más alto.
– Existencia de amplias estructuras de apoyo accesibles a todos los implicados.
– Liderazgo profesional (equipos y redes asumirán mucho de lo que
habitualmente se carga a individuos individuales), que reemplaza al liderazgo
eminentemente administrativo, propio de sistemas burocráticos.
– Los modelos burocráticos y jerárquicos de gobierno dan paso a otros más
planos, con redes más colaborativas, (incluyendo redes de profesores) y
asociaciones (alianzas) con diferentes agentes.
– Inversiones sustanciales en todos los aspectos escolares, sobre todo en
comunidades en desventaja, para desarrollar servicios flexibles y actualizados.
– Profesorado altamente motivado, con condiciones de trabajo favorables, con
fuerte énfasis en investigación y desarrollo, formación continua, actividades de
grupo y en red, con movilidad dentro y fuera de la carrera docente.

Estos dos escenarios que se acaban de comentar son, en la opinión de Sancho


(2009: 19) los más aceptados y deseados y los que más han captado la atención y la
imaginación de los distintos implicados en la educación. Transmiten una imagen de
organizaciones escolares revitalizadas y dinámicas, que no siguen ofreciendo más de lo
mismo y que desempeñarían un papel clave en el mundo complejo y rápidamente
cambiante en el que vivimos actualmente. Se refieren, con todo, a un horizonte más
deseable que real, más localizable en las grandes declaraciones retóricas que se

24
encuentran en informes de organismos internacionales influyentes en la creación de
pensamiento o en las justificaciones generales de las reformas educativas que se están
proponiendo. También es un horizonte con una fuerte pugna entre el sostenimiento del
modelo burocrático, mantenido a pesar de sus fuertes contradicciones, y el modelo de
mercado bajo los auspicios del neoliberalismo, todavía promovido por la filosofía
privatizadora y excluyente de la educación, considerada un valor y un bien estratégico en
la economía y la sociedad del conocimiento.
Comentando esos escenarios, Johanson (2003: 149-150), anterior Ministra de
Educación en Suecia, sostiene que los más deseables serían los dos incluidos bajo la
categoría de “re-escolarización”, lo cual habría de conllevar una clara revitalización y
dinamización de las escuelas. Apunta, en tal sentido, que las políticas educativas futuras
habrían de seguir las siguientes orientaciones.

– Configurar instituciones escolares fuertes y con altas ambiciones educativas


con vistas a satisfacer su potencial y sobrevivir como organizaciones
efectivamente relevantes para las actuales y futuras sociedades del
conocimiento. Las escuelas, así como otros lugares de aprendizaje, habrán de
estar bien equipadas, ser fuertes e interdependientes dentro y entre ellas.
Precisan sistemas de evaluación y rendición de cuentas bien desarrollados y
que proporcionen un conocimiento adecuado sobre el grado en que están
satisfaciendo sus finalidades dentro del marco de metas nacionales más
amplias.
– Asumir que una de esas ambiciones ha de llevar a construir cohesión y capital
social, constituyéndose los centros escolares, por tanto, en agentes
democráticos para la cohesión social. Son organizaciones clave para la
inclusión y éste debería ser uno de los principales resultados sobre los cuales
se juzgue su éxito.
– Estar bien equipadas para satisfacer responsabilidades públicas exigentes y
claras. Las escuelas deberían tener asegurada su financiación adecuada, de
modo que, aunque un rasgo importante de la educación es que está llamada a
establecer alianzas con otras entidades sociales, no debería depender de éstas
para satisfacer sus necesidades presupuestarias, sino de los poderes y recursos
públicos.
– Reconocer la relevancia de las redes y asociaciones (alianzas), pues la
autonomía escolar va de la mano de su conexión con la comunidad, otros
educadores y la sociedad más amplia. Se hace necesario, pues, superar el
aislamiento de las escuelas no sólo en su seno (alumnos y docentes en aulas
aisladas) sino también con respecto a las familias, la comunidad y otros
centros.
– Entender que el currículo está en el corazón de la escuela y que es necesario
cambiar el foco de la enseñanza hacia el aprendizaje, o, para ser más
precisos a nuestro entender, establecer mejores relaciones mutuas entre la

25
enseñanza, o la formación en sentido más amplio, y los aprendizajes del
alumnado. Si las escuelas van a sentar las bases para el aprendizaje a lo largo
de la vida –conocimiento, competencias y motivación para seguir
aprendiendo en diferentes contextos más allá de la escuela– es importante
tener muy en cuenta ese foco. Para promoverlo, las instalaciones y servicios,
las estructuras y las dinámicas de trabajo y relación habrían de ser atractivas,
flexibles y ajustadas a una variedad de propósitos.
– Asumir que relacionar mejor lo que se enseña y lo que ha de aprenderse en las
escuelas requiere conocimientos, capacidades y compromisos más variados y
rigurosos de sus profesionales. Por una parte, profesores más motivados que
trabajen en redes y equipos con adecuadas condiciones de trabajo. Se
necesitan nuevos incentivos concretados en un abanico diverso de
condiciones y recompensas, tanto para atraer a personas de alta calidad
como para mantener una fuerza docente vibrante y diversa. Por otra, líderes,
directores y gestores fuertes, con vistas a satisfacer las altas expectativas de
las escuelas, lo cual hace que sea de vital importancia el desarrollo
profesional para el liderazgo y la gestión.
– Reconocer la importancia de las TIC como herramienta de aprendizaje y
desarrollo. Para utilizarlas de forma integrada en el aprendizaje escolar, no
sólo son precisas las inversiones en hardware sino, sobre todo, actuaciones
que propicien su uso innovador en las aulas: Los profesores y alumnos
deberían explotar el enorme potencial de las TIC para la comunicación y el
aprendizaje colaborativo. Debe haber lazos mucho más estrechos entre
escuelas, hogares y comunidades, en orden a superar cualquier “brecha
digital” emergente.

El contenido y las previsiones del Informe de la OECD (2001) sobre los escenarios
escolares del futuro son marcos de referencia genéricos y, por lo tanto,
comprensiblemente, no consideran propuestas diferenciadas según diversos contextos y
países, así como tampoco aquellos cambios prioritarios que habrían de promoverse en
sus respectivas políticas educativas. De otro lado, sus prospectivas, elaboradas hace tan
sólo una década, han quedado desbordadas por turbulencias inimaginables que desde
entonces han ido ocurriendo y desafían, precisamente ahora, muchos de los esquemas de
análisis e interpretación precedentes y valorados como razonables. Heredados del siglo
pasado y a la espera de respuestas sociales y educativas convincentes, sigue habiendo
cambios tan profundos como los referidos a las condiciones y formas de vida de la niñez
y la juventud, la cuestión generacional y los problemas relativos a su cuidado y
socialización, la demografía y la composición crecientemente multicultural de las
sociedades occidentales, las cuestiones de género y las modificaciones experimentadas
por las familias, los estilos de vida, el consumo, la sostenibilidad y la cultura del
individualismo, las fracturas de las desigualdades socioeconómicas y culturales
amenazantes de la cohesión social y la vida en democracia, las dimensiones geopolíticas a

26
escala planetaria. Los acontecimientos que se han ido precipitando en los últimos años
seguramente exigirían reconsiderar y actualizar tanto los grandes marcos de referencia
como las realidades más cotidianas y presentes. Sobre todo, a la vista de las profundas
convulsiones derivadas del desarrollo desbocado de la globalización, cuyo exponente más
espectacular está siendo la crisis sin precedentes de las finanzas y la economía mundial.
Sus secuelas, y también desafíos, se están haciendo notar en la práctica totalidad de las
esferas de la vida social y personal. Como es fácil suponer, también recaerán sobre los
sistemas y las instituciones educativas y exigirán nuevos análisis y lecturas de situación,
así como quizás nuevos focos de atención y políticas aún difíciles de imaginar para
afrontarlos. Lejos de despejarse interrogantes e incertidumbres que llevó consigo el
tránsito del milenio, algunas se han agudizado y es previsible que vayan surgiendo otras
nuevas, aunque resulta difícil realizar pronósticos precisos por el momento.
Ya que la educación es extremadamente sensible a las turbulencias ambientales,
recibirá algún tipo de impactos desde nubarrones que no parecen fáciles de aclarar. Existe
cierta unanimidad en análisis poco halagüeños acerca del tiempo previsible que llevará
una salida satisfactoria de la crisis actual, así como muchas dudas sobre el tipo de
medidas que habrían de tomarse para ello. También hay algún consenso en que debieran
extraerse lecciones juiciosas para no repetir crasos errores ligados a las reglas del juego
que llevaron a una situación como la que se está padeciendo. Por desgracia, abunda un
escepticismo realista en que no llegarán a aprenderse como sería deseable. Muchas y
poderosas son las fuerzas y los intereses en juego que no se muestran dispuestos a
modificar la partida y a jugarla con otros referentes y términos más justos y solidarios,
humanos y sociales, sostenibles y equitativos que los que se han aplicado hasta la fecha.
Es comprensible que la UNESCO (2009) haya levantado la voz sobre los riesgos,
todavía más acusados, de que la crisis financiera impacte muy negativamente sobre los
países, los colectivos y las personas en situaciones más desfavorecidas. En todos ellos,
incluidos los más desarrollados, previsiblemente las tensiones y fracturas sociales y
educativas van a seguir constituyendo un entorno y fenómenos complejos para las
organizaciones educativas que tendrán que afrontarlos entre el reconocimiento de
muchos factores fuera de su control y el afán de representar para todas las personas que
las habitan espacios sociales y culturales lo más humanos y justos posible.
Sean cuales fueren los escenarios que se vayan configurando, la reconstrucción
profunda de los centros escolares como instituciones inteligentes para propiciar
aprendizajes intencionales, y garantizar al máximo que lleguen a adquirirlos todas la
personas de forma organizada y disciplinada, no podrá alcanzarse persistiendo en
fórmulas burocráticas ni mercantiles, ni seguramente tampoco a través del sueño ya viejo
o ahora actualizado de la desescolarización. Los otros dos escenarios descritos, tomados
siempre como hipótesis de trabajo que ayuden a leer bien las situaciones y a dibujar
trayectos morales e inteligentes concentrando en ellos las voluntades precisas, son los que
hoy por hoy parecen más dignos de ser perseguidos.

27
1.2. El currículo escolar, los aprendizajes, la enseñanza y la evaluación

Cualquier proyecto de las políticas y organizaciones educativas sería vacío sin responder
con fundamento a las cuestiones perennes de la escolarización que son básicamente las
que se enuncian en el título de este punto. Los contenidos culturales que se seleccionen y
organicen con criterios y principios adecuados y pertinentes a cada uno de los tramos de
la escolaridad y a la diversidad del alumnado, los aprendizajes en los cuales ha de
ponerse un énfasis preferente, las condiciones, metodologías, estrategias y recursos
didácticos y las relaciones a desarrollar dentro de las aulas u otros espacios de formación,
así como los dispositivos aplicados al seguimiento y la evaluación de los estudiantes,
coherentemente integrados en la enseñanza, han sido y seguirán siendo asuntos de
siempre, de ahora y del futuro. Las prioridades cambiantes surgidas de un diálogo
fructífero de la educación y la sociedad, el buen diagnóstico del estado de la cuestión en
contextos y tiempos determinados, el conocimiento disponible y la creatividad necesaria
son ingredientes relevantes para encarar tiempos inciertos.
En los escenarios escolares descritos más arriba, se insiste una y otra vez en la
elevación de las expectativas educativas. Precisando sucintamente esa apelación, lo que
se quiere significar es que aquello en lo que han de ser innovadoras las organizaciones
educativas actuales es en elevar sus ambiciones respecto a los aprendizajes escolares, su
rigor, relevancia y validez para expandir las potencialidades de las personas. El trayecto
escolar de los estudiantes, el tipo de contenidos con los que entren en contacto y las
oportunidades de enseñanza con las que cuenten han de orientarse a desarrollar
aprendizajes mucho más variados e integrales (cognitivos, emocionales y sociales) y no
tan academicistas. Los que son precisos y contribuyen a armar buenas cabezas, algo que
es bien distinto del afán por llenarlas de informaciones y datos sin sentido ni duraderos;
los que hacen posible una comprensión profunda de los conocimientos escolares y el
establecimiento de conexiones significativas entre cursos, áreas y asignaturas como una
alternativa a la fragmentación curricular, buscando, por el contrario, una construcción
activa y progresiva del conocimiento. Se requieren contenidos y aprendizajes que
faciliten procesos a través de los cuales los estudiantes descubran y establezcan
relaciones entre la cultura escolar y la cultura del mundo físico, personal y social donde
viven, entre sus conocimientos previos y representaciones de los fenómenos y la
ampliación y reconstrucción de los mismos, logrando comprensiones más precisas y
críticas. Se alude y reclama, asimismo, que los contenidos debidamente seleccionados y
organizados sean trabajados de modo que los alumnos desarrollen capacidades superiores
de pensamiento, argumentación, indagación y evaluación de datos e informaciones de
acuerdo con criterios racionales y justificados, resolución de problemas reales, cotidianos
y en todo caso con sentido, adecuando su naturaleza y complejidad a la edad y las
características personales, sociales y culturales de los estudiantes. La elevación de las
expectativas educativas en cuestión incluye, no sólo que el alumnado se implique
activamente y tenga la oportunidad de decidir y responsabilizarse de lo que ha de
aprender, sino que para ello vaya logrando autonomía, disposiciones y estrategias para

28
aprender a aprender, ser creativos e innovadores, persistir en tareas complejas que
requieran esfuerzo intelectual y tenacidad personal.
Ponderar, pues, el rigor cultural y el potencial intelectual (formativo) de los
contenidos escolares e impregnarlos con dimensiones afectivas (interés, motivación,
sentido y propósito, responsabilidad y esfuerzo, etc.) es un principio directriz
ampliamente avalado por el mejor conocimiento disponible sobre el aprendizaje escolar y
un buen número de síntesis que reconocen y reclaman una revisión a fondo de los
contenidos, la enseñanza y la evaluación escolar. Un ejemplo entre muchos es un
documento elaborado por el Ministerio de Educación inglés (Department for Education
and Skills, 2006). Además de insistir en lo que se viene indicando sobre los aprendizajes,
se despliega un buen conjunto de propuestas para la personalización de la enseñanza y la
atención a la diversidad del alumnado, la reducción de las desigualdades educativas, la
profesión docente y los centros escolares.
Con más o menos fortuna en los planteamientos teóricos y en las correspondientes
políticas de desarrollo, el énfasis actual en las competencias del currículo escolar viene
insistiendo, desde hace unos años, precisamente en la necesidad de clarificar y concretar
debidamente los conocimientos, las capacidades intelectuales, el desarrollo personal y
social (educación cívica) de los alumnos a lo largo del currículo escolar, la enseñanza, el
apoyo, seguimiento y evaluación de los aprendizajes. Una buena parte de la discusión
sobre las competencias escolares plantea la cuestión de justificar y clarificar aquellos
aprendizajes que merecen ser considerados como indispensables desde el punto de vista
formativo, personal y social y, a su manera, profesional. Con matices diferentes, pero
también con muchos elementos comunes, en esa dirección apuntan las reformas
educativas en los países de la Unión Europea, cuyas sucesivas Conferencias de Ministros
de Educación han acordado un marco de competencias clave o básicas para la educación
obligatoria. En cierto modo, los aprendizajes escolares expresados a través de las
competencias básicas tienen como trasfondo el marco teórico que el Proyecto DeSeCo
(2000) ha venido puliendo y documentando, también utilizado como referente para el
diseño de las capacidades evaluadas periódicamente por PISA. Los aprendizajes
justificados en ese Proyecto asumen una concepción compleja de las competencias
(núcleos de conocimientos, capacidades, actitudes y valores que han de movilizarse y
aplicarse en contexto para interpretar y resolver tareas complejas) y articula las que
considera necesarias para todos los ciudadanos en torno a tres categorías: la interacción
y el uso inteligente de herramientas y recursos (lenguajes, datos, herramientas
necesarias para comprender y actuar reflexivamente en el medio simbólico, cultural y
físico, desarrollo de capacidades informativas y comunicativas dominando y usando
medios y nuevas tecnologías), el desarrollo de capacidades y actitudes necesarias para
relacionarse con los demás y el desarrollo de la autonomía personal e intelectual
(aprender a aprender, asumir iniciativas y responsabilidades, crear y operar con visiones
globales para entender los fenómenos y actuar en consecuencia, defender los propios
derechos y asumir deberes y responsabilidades). Se plantean no como objetivos
específicos de cursos, áreas o asignaturas, sino como un continuo de competencias a

29
promover y desarrollar a lo largo de la escolaridad al ir trabajando los contenidos del
currículo y promoviendo experiencias de enseñanza y aprendizaje idóneas.
En EEUU, por su parte, las perspectivas sobre los aprendizajes (en términos de
estándares no sólo referidos al alumnado, sino también a los contenidos, los docentes, los
centros) son idiosincrásicas y precedieron a su aparición en el contexto europeo. Allí, por
lo demás, la respuesta a qué aprendizajes escolares han de merecer una atención
preferente se han construido dentro de un contexto político, social y económico todavía
más marcado por el imperativo de la competitividad económica y la formación de capital
humano, la elevación de los niveles y la obsesión por los resultados escolares
(productividad), el énfasis en los tests estandarizados, la evaluación, el control y la
rendición de cuentas, la potenciación de la libertad de elección de las familias y una
manifiesta mercantilización de la educación. Como es de suponer, un planteamiento que
desborda de ese modo una clarificación cándida de los aprendizajes como competencias
ha dado pie a fuertes controversias. Más allá de enfoques alternativos y hasta opuestos
sobre competencias escolares, lo que se discute es el modelo de escolarización y las
políticas correspondientes destinadas a estimular una fuga hacia la excelencia educativa
excluyente de los sectores más desfavorecidos, o una apuesta coherente, justa y
democrática a favor de sistemas escolares que luchen contra la distribución desigual de
los recursos, trabajando con un currículo riguroso y relevante para la vida de los
estudiantes, una enseñanza capaz de desarrollar al máximo las potencialidades de todo el
alumnado, adoptando para ello medidas estructurales, organizativas, curriculares y
pedagógicas congruentes. Dos ejemplos como los que se refieren a continuación ilustran
al menos una parte del estado de la cuestión. Es indicativo de lo que se está comentado el
Consorcio creado en torno a los Aprendizajes necesarios para el siglo XXI (Partnership
for 21st Century Skills (hptt.//www.21stcenturyskills.org). Se trata de un grupo de
presión creado para debatir el problema, concentrar a distintas fuerzas políticas, sociales
y empresariales, representar un grupo de presión con sus correspondientes propuestas,
que pueden consultarse en la página citada. En una línea similar a lo dicho, aunque con
matices que sería prolijo detallar, se aboga por: habilidades de aprendizaje e innovación:
creatividad, pensamiento crítico, resolución de problemas, comunicación y colaboración;
habilidades informativas y comunicativas; habilidades para la vida y el mundo del
trabajo: iniciativa y responsabilidad, liderazgo y responsabilidad consigo mismo y con los
demás. Al tiempo, ofreciendo un marco más comprensivo que el Proyecto DeSeCo
(2000), propone: a) un conjunto de contenidos nucleares y temas interdisciplinares,
presupuestos fundados para cultivar las habilidades anteriores, b) un sistema coherente
de evaluación, una orientación del currículo y la enseñanza (trabajar habilidades
específicas en las materias y los temas transversales, hacer transversales las
competencias a todo el currículo, c) metodologías innovadoras que integren TIC,
indagación, resolución de problemas y altas habilidades cognitivas, integración de
recursos comunitarios en los proyectos educativos), d) diseño e implementación de
entornos de aprendizaje (aprendizajes en prácticas, potenciar comunidades de
aprendizaje que accedan y construyan buenas prácticas, contextos del mundo real que

30
faciliten el aprendizaje del alumnado, acceso equitativo a herramientas tecnológicas,
diseños arquitectónicos de los centros adecuados para el aprendizaje individual y en
grupo, implicación de la comunidad y las familias en aprendizaje cara a cara y en línea.
Es una buena muestra de hacia dónde apuntan las tareas esenciales que habrían de
constituir el foco de trabajo y el funcionamiento de las organizaciones educativas. Esta
propuesta es un exponente claro, además, de dos cosas. Una, hay aprendizajes que
insistentemente se están reclamando aquí y más allá de los mares. Interesan tanto que
determinadas fuerzas sociales y económicas no consienten que sean sólo pensados por
las políticas educativas (el Consorcio en cuestión, del que también forma parte el
Departamento de Educación, está constituido por corporaciones bien conocidas en el
mundo de la tecnología y las finanzas, surgió y funciona como una iniciativa privada).
Algunas de las mejores aspiraciones (concretadas en el cultivo de aprendizajes tan
sugerentes como los referidos), al tiempo que abogan por el fortalecimiento de la
educación pública (así se hace expresamente), dejan bien claro que se trata de alinear la
educación con imperativos de competitividad internacional. Un comunicado al Presidente
Obama, que puede verse en la página citada, le advierte de que ya se le ha dedicado
bastante atención al objetivo de que nadie se quede fuera, siendo éste el momento de
apostar decididamente por la excelencia en los rendimientos, tema éste que constituye
una espina en la conciencia del Consorcio, consciente de lo mal parado que sigue
saliendo EEUU en las pruebas comparativas internacionales. El discurso corporativista, la
globalización competitiva y depredadora (las actualizaciones de la página del Consorcio
no muestran inquietud por la crisis ni parecen inquietarles posibles consecuencias como
las antes referidas), están, en ocasiones, tras el escenario donde se aboga por la revisión
de los aprendizajes escolares y las altas expectativas.
Para complicar más las cosas, si cabe, ni los aprendizajes ni las competencias
pertenecen en exclusiva al discurso más conservador. Hay otros planteamientos que
también reclaman una revisión profunda del currículo escolar, de los aprendizajes, la
enseñanza y la evaluación, y corresponden a opciones sociales, culturales y educativas
bien diferentes. La segunda muestra antes prometida puede ser el trabajo sobre el mismo
tema por un colectivo diferente (Banks y otros, 2007, un grupo constituido por doce
profesionales). Tomando nota de cambios demográficos y de las posibilidades y
amenazas de la globalización, reconociendo que el aprendizaje ha de entenderse como un
proceso a lo largo de toda la vida de las personas, que ocurre en muchos contextos y que
las experiencias de aprendizaje más profundas son las que ocurren en la vida de los
individuos, proponen cuatro principios para el aprendizaje escolar, el currículo y la
enseñanza: a) Tomar en consideración que el aprendizaje está situado en contextos
socioeconómicos y culturales, así como en las historias amplias de vida de los sujetos,
mediadas por modos de pensar y modos de hacer culturales y locales, b) Reconocer y
actuar en consecuencia con el hecho de que no sólo se aprende en las escuelas, sino en
contextos múltiples en los que los valores y las prácticas sostenidas son decisivas, c)
Todos los estudiantes necesitan apoyos múltiples y estrechos en una variedad de
instituciones que estimulen su desarrollo personal e intelectual, d) El aprendizaje se

31
facilita realmente cuando los estudiantes son incitados a usarlo en sus contextos reales, en
la familia y la comunidad, siendo el lenguaje y la expansión de sus recursos de
comprensión y expresión decisivos para potenciarlo. Reconocer, valorar y trabajar con el
capital cultural y social de los estudiantes, vienen a decir, es un contenido y un proceso a
través del cual los centros y los docentes han de trabajar para superar la marginación de
las minorías cultuales y de los sectores más desfavorecidos.
Son un par de muestras tan sólo, pero representativas de cuáles son algunos de los
contenidos sustantivos sobre los que los centros escolares están llamados a revisar y
tomar decisiones. Como sucede en otros contextos, también en el nuestro el tema está
sometido a discusión (Pérez Gómez, 2007; Bolívar, 2008). Al lado de los debates
necesarios que requiere el currículo, todos sus componentes, incluidos ciertamente los
aprendizajes, cuáles han de recibir un énfasis bien justificado, por qué y cómo puede
hacerse, el núcleo de la cuestión sigue remitiendo más lejos. ¿Qué opciones y decisiones
de las políticas educativas, qué modelos conceptuales y prácticos de centro, qué modelos
de profesorado y qué conexiones entre las escuelas, las familias y la comunidad son los
que es necesario construir y desarrollar para que la educación debida a toda la ciudadanía
se convierta en un derecho y un deber efectivo? No basta enunciar grandes y buenos
propósitos; hay que desmenuzar hasta qué punto son moralmente defendibles, qué
inteligencia y qué voluntades se requieren y han de concitarse para determinarlos y hacer
lo necesario para alcanzarlos. Un amplio ámbito de trabajo y decisiones que, desde luego,
no sólo corresponden al gobierno y la gestión de los centros escolares pero, sin una
reconsideración seria y transformaciones ineludibles dentro de ellos, no podría ser
acometido como es menester.

1.3. Ejes sobre los que vertebrar la renovación pendiente del gobierno y la gestión de los centros
escolares

Si la renovación pedagógica es una gran palabra que significa cosas diferentes para
distintas personas, de la renovación organizativa de los centros puede decirse otro tanto,
de manera que igual que la primera es compleja a la hora de definirla y quizás todavía
más al intentar practicarla, la segunda comporta factores y dimensiones abiertos a
interpretaciones múltiples según las perspectivas que se adopten, pues su desarrollo
depende de muchos más factores y dinámicas sociales, culturales y políticas. La
innovación organizativa no puede entenderse ya como meros cambios en las estructuras
y los modos de hacer las cosas dentro de los centros, sino que inexcusablemente remite a
cuáles han de hacerse, por qué y cómo, al servicio de qué propósitos han de ser
pensados y desarrollados, bajo qué condiciones han de entrar en contacto con lo que
existe y, al menos en la intención, despejar muchas cuestiones acerca de cómo ir
realizándolos de forma reflexiva y crítica. No queda otro remedio que ir haciendo camino
al andar, asumiendo que hay horizontes de referencia y tareas sustantivas como las
esbozadas en el apartado anterior que están llamadas a representar el contenido y el

32
horizonte de trayectos inciertos.
A nuestro entender, tres son los ejes que pueden servir para identificar y considerar
razones y realidades, argumentos, políticas y decisiones que tiendan a crear y sostener el
tipo de organizaciones educativas que son reclamadas por el derecho esencial de todas las
personas a la educción y los focos sobre los que ha de proyectarse y ser garantizado: 1)
el reconocimiento de que los centros están habitados por personas y ellas constituyen su
razón de ser, por lo que es necesario insistir en una idea de las organizaciones escolares
como espacios sociales y culturales humanos, acogedores, reconocedores de sus
diversidades y también de los intereses comunes que cada individuo ha de asumir y
realizar al lado de sus semejantes; 2) los centros como un todo, no sólo cada uno de sus
profesores aisladamente; las decisiones para la educación que ofrezcan al alumnado y,
por lo tanto, sus respectivos proyectos institucionales, el liderazgo conveniente y el
desarrollo de procesos que les permitan analizar y valorar sus modos de operar y sus
resultados son cuestiones críticas a reconsiderar; 3) los centros están llamados a
reflexionar sobre sus alianzas con el exterior, con otras fuerzas sociales y formativas,
contar y propiciar sinergias para una formación más adecuada de los niños y jóvenes,
sacando provecho de las posibilidades que hoy ofrecen las nuevas tecnologías,
particularmente las redes entre centros y profesionales. Avancemos tan sólo aquí algunas
de las ideas centrales que serán cumplidamente desarrolladas en cada uno de los
capítulos.

1.3.1. La cara humana de los centros: el alumnado y el profesorado

Un foco potencialmente fecundo para la renovación organizativa de los centros escolares


gira, seguramente, en torno a esta cuestión: ¿De qué manera, cómo y por qué han de ser
planteados como espacios acogedores de las personas –alumnado y profesorado– que los
habitan, implicarlos activamente en las experiencias y decisiones que se toman, reconocer
sus derechos y reclamarles los deberes pertinentes, tomar buena nota de la singularidad
de cada uno y, también, de su condición de miembros de una comunidad educativa? Se
trata de asuntos difíciles de comprender y acometer adecuadamente, pero susceptibles de
ser abordados, aunque, desde luego, sin ninguna pretensión de cerrarlos ni agotarlos.
Algunas consideraciones, pues, sobre el alumnado, en primer lugar, y a continuación
sobre el profesorado.
En el apartado anterior se ha puesto el acento en los aprendizajes que hoy se
demandan con mayor énfasis de los centros y la educación y, aunque ya se hizo alguna
mención a la diversidad del alumnado, resulta inexcusable prestarle una atención mayor.
Es una obviedad decir que siempre han sido diversos los niños y jóvenes que asisten a
los centros. También que, como ahora se dice por doquier, la diversidad de ahora no
tiene precedentes y que está constituyendo uno de los asuntos más complejos de asumir,
entender y afrontar como sería debido en teoría y sería conveniente en las prácticas, no
sólo pensando en los estudiantes, sino también en los docentes y los centros. Se han ido

33
afinando las maneras de entenderla y son variadas las propuestas para tomarla en
consideración (Rielh, 2000), pero sigue figurando entre los nudos gordianos más
complicados de deshacer. Ya no se trata de una diversidad utilizable como etiqueta para
designar y, a veces por desgracia, para estigmatizar deficiencias o singularidades, sino de
una característica que corresponde a la individualidad de todos y cada uno de los
alumnos y alumnas como personas, como sujetos con un abanico de características
personales (edad, sexo, habilidades y conocimientos, intereses y motivaciones,
expectativas y representaciones, etc.), cruzadas con las que surgen de su pertenencia a
familias, clases sociales, culturas, lenguajes. Las diversidades han de ser tomadas en
consideración de forma que no se vulneren derechos individuales y, precisamente para
garantizar algunos de ellos, tienen que se complementados con una perspectiva de
deberes. El reto de la diversidad para los centros y las aulas requiere que no se tome
como un techo lo que cada sujeto sabe, piensa, siente, vive, es capaz y aspira, sino como
una base sobre la que construir, ensanchar sus posibilidades de crecimiento y de
aprendizaje personal y social. Una cosa es atender a las diferencias y otra, bien diferente,
utilizarlas como pretexto para perpetuar desigualdades injustas (Istance y Thiesens,
2008).
Otro tema relevante, en la misma dirección, es el de la participación del alumnado
en la vida de los centros en todo lo que le concierne y es legítimo, incluidas las
responsabilidades que le tocan en hacerse cargo de su propio aprendizaje de forma
activa. Más allá de la participación reglada de los estudiantes en los centros y sin
minimizar su importancia, la participación no es ajena a muchos de los asuntos ligados a
la diversidad (OECD, 2009). Algunos de ellos conectan con cuestiones candentes como
la presión sobre los centros para elevar la calidad de la enseñanza y la mejora de los
resultados, máxime cuando, además, se reclama que debe hacerse atendiendo a valores
de equidad y el logro efectivo de la misma (Pont, Nusche y Moorman, 2008). Los
elevados índices de fracaso escolar, la existencia de problemas y dificultades ligados a la
convivencia, el desinterés y la desafección de los estudiantes por el trabajo escolar, el
absentismo o el abandono prematuro son fenómenos que procede entenderlos integrando
diversidad y participación. Son indudables los factores externos (sociales, económicos,
culturales, familiares) que inciden en ello, pero no se puede pasar por alto que los propios
centros escolares –sus valores, normas, creencias, relaciones, patrones de
funcionamiento y prácticas habituales– juegan un papel importante, constituyen un
escenario propio donde interpretar y replantear de qué manera se atiende la diversidad y
se propicia la participación necesaria.
Un buen criterio y principio con el que articular ideas y prácticas al respecto es
trabajar por configurar entornos relacionales acogedores en el que los estudiantes puedan
crecer con los demás, participar, tener oportunidades para establecer relaciones positivas,
progresar conjuntamente, compartir y construir significados, y desarrollar
simultáneamente aprendizajes cognitivos, emocionales y sociales, tanto individualmente
como con los demás. Desafíos concretos en ese sentido son pensar en centros capaces
de desarrollar el sentido de pertenencia, entenderlos como un lugar al que los alumnos

34
deseen asistir y en el que les guste estar porque encuentran sentido a las tareas y
relaciones escolares, se implican en ellas, asumen decisiones y responsabilidades, se
tienen en cuenta sus voces al mismo tiempo que toman conciencia clara de que han de
tener en cuenta las de otros, las de sus profesores y compañeros. Y, desde luego, no se
trata de entender la participación del alumnado como un recurso instrumental para
mejorar rendimientos o prevenir problemas de indisciplina (eso tiene su importancia),
sino como una oportunidad insustituible, quizá la única para muchos de ellos, de vivir
experiencias y relaciones positivas con los demás que les ayuden a crecer como personas
y como ciudadanos responsables: el valor esencial de la democracia no sólo ha de ser
hablado en los centros y aulas, también ha de ser vivido. Seguramente hay que repensar
inercias institucionales y apostar por el valor de la participación auténtica, intentando
hacer realidad la inclusión participativa del alumnado en su educación escolar con las
formas y los grados pertinentes en cada momento de su escolaridad. En definitiva, hacer
del centro un lugar activamente interesado por sus alumnos y por los aspectos humanos
de su formación y aprendizaje pasa por responder adecuadamente a sus peculiaridades y
necesidades únicas, ser sensibles a sus culturas, ofrecerles un currículo y enseñanza que
conecten con sus realidades e intereses, cultivar un ambiente escolar de relaciones y
apoyo estimulante para todos ellos, donde los alumnos cuenten con oportunidades para
participar y tener voz, escuchar a otros, aprender a vivir con los demás, equilibrar
derechos y deberes.
Al resaltar el carácter humano y personal de las instituciones educativas, el
profesorado merece, asimismo, una consideración bien justificada. En gran medida, la
participación de los estudiantes en la vida escolar y su implicación efectiva en el
aprendizaje, la escucha atenta de sus voces, el reconocimiento de sus derechos y las
exigencias de los deberes y las responsabilidades que han de asumir, o la atención a su
diversidad, residen e interpelan a cada docente y todos los que forman parte de la
comunidad escolar. Los profesores no sólo son mediadores instrumentales de los
contenidos culturales, de la enseñanza o de la evaluación diseñada por la administración o
los centros. Son, de hecho, sujetos activos cuyas ideas, prácticas y disposiciones
constituyen el factor más decisivo de la experiencia y los resultados escolares del
alumnado, tal como la investigación educativa ha ido documentando una y otra vez. Ello
justifica, por lo tanto, que también han de ser atendidos, cuidados y apoyados por las
organizaciones en las que trabajan. Los centros como un todo son construidos y
realizados por quienes los habitan, siendo los docentes agentes muy influyentes en ello.
También parece cierto que unos determinados valores, normas y reglas de juego, apoyos
y exigencias institucionales, crean un entorno profesional cercano capaz de contribuir a
que sus profesores piensen, se comprometan, desempeñen su trabajo y se relacionen con
los demás, con los alumnos, las familias, los colegas, la institución de unas u otras
maneras. Se trata de relaciones recíprocas entre los centros y las organizaciones
educativas: el gobierno y la gestión de las mismas no puede plantearse al margen de que
son personas, no objetos, lo que hay que gobernar, y son culturas, relaciones, prácticas y
propósitos lo que ha de ser movilizado.

35
Como se desarrolla con más detalle en un par de capítulos del libro, hay dos
cuestiones que merecen una atención particular. La primera se refiere a las condiciones
de trabajo del profesorado, la segunda, a una determinada manera de entender y
promover el desempeño del profesorado en las escuelas bajo la perspectiva de
comunidades de aprendizaje. Si las condiciones de trabajo del profesorado no se reducen
a aspectos materiales y estructurales (salario, tiempos, recursos), por importantes que
sean, sino que se expanden hasta incluir diversos elementos representados bajo el
concepto de capital social (Leithwood, 2006) (apoyos, relaciones, aprendizaje conjunto y
coordinación, proyectos institucionales, formación, rendición de cuentas), a los centros se
les plantea un amplio territorio sobre el que explorar en qué y cómo sus docentes han de
ser apoyados y respaldados, qué capacidades y medios han de ponerse a su disposición,
y también qué compromisos y responsabilidades han de serles claramente expresados y
exigidos. Y, si los centros quieren tomar entre sus manos la reflexión conjunta, el trabajo
compartido y las decisiones que son precisas para repensar y mejorar el currículo, la
enseñanza, la evaluación y los aprendizajes del alumnado, es difícil imaginar otra
alternativa a la que supone reforzar las relaciones y los vínculos sociales e intelectuales
entre sus docentes, disponer tiempos y medios consecuentes, crear ámbitos de trabajo
sobre las tareas nucleares de los centros y del profesorado, hacer posible que circule el
conocimiento, la renovación pedagógica, la investigación sobre los procesos y los
resultados que se vayan o no logrando. Bien entendidas, tanto las condiciones de trabajo
adecuadas como las comunidades de aprendizaje docente no sólo constituyen exigencias
(que no hay por qué negarlo), también pueden representar contribuciones importantes a
una vivencia más positiva de la profesión, así como al fortalecimiento de capacidades
que, de desarrollarlas adecuadamente, hacen de ella un espacio personal y profesional de
posibilidad, no ya de desbordamiento y desesperanza.

1.3.2. El gobierno y la gestión de los centros por dentro

Las organizaciones escolares están llamadas igualmente a reconstruir concepciones y


prácticas sobre su gobierno y gestión, fijando la atención en el liderazgo y la dirección de
los centros, pues constituyen papeles decisivos para que cuenten y desarrollen proyectos
educativos institucionales cuyo seguimiento y evaluación habrá de constituir un
mecanismo efectivo para conocer qué está sucediendo y qué ha de ir siendo mejorado y
transformado. Ya el informe Schooling for tomorrow: What schools for the future
(OECD, 2001: 55), como se ha comentado más arriba, hacía patente que el referente de
hacer posible el aprendizaje permanente para todos, por su envergadura, complejidad y
alcance, ha de comportar cambios de calado en el gobierno de la educación escolar. No
es, pues, ninguna novedad llamar la atención sobre el papel decisivo que, en la educación
escolar y las instituciones que se ocupan de ella, le corresponde al gobierno y gestión de
los centros. Todo el despliegue realizado en las últimas décadas en torno a la autonomía
organizativa y pedagógica de las instituciones escolares, la descentralización de

36
responsabilidades y la rendición de cuentas sobre procesos y resultados han ido situando
a los centros escolares en un territorio movedizo entre márgenes de posibilidades y
decisiones que han de construir por dentro y un conjunto inexcusable de demandas y
peticiones de cuenta que se les exige desde fuera, no sólo por la administración sino
también por las familias y la sociedad. Se trata de otro asunto controvertido donde los
haya, muy difícil de acotar razonablemente, muy complejo de articular en las relaciones
entre las políticas educativas, la presión ambiental (particularmente de parte de las
familias y sobre todo de algunas de ellas) y extremadamente difícil de acometer dentro de
las estructuras, relaciones, dinámicas y márgenes de posibilidad de cada centro, cada uno
de ellos en contextos y condiciones sociales e internas muy variados y desiguales. La
cuestión sufre de heridas abiertas por las que aparecen todo tipo de enfoques y
decisiones. El abanico va desde quienes abogan por autonomías y responsabilidades
acordes con el valor público de la educación y las exigencias de hacerlo posible por parte
de políticas de la administración y de organizaciones inteligentes, renovadoras y
defensoras del bien común, hasta los que siguen insistiendo machaconamente en que
sean las familias las que tengan la palabra más decisiva (para elegir centros o hasta para
determinar qué contenidos han de abordarse o no en el currículo) y declaran que las
mejores políticas para la educación son aquellas que confinan a los poderes públicos a la
tarea de garantizar que la oferta de centros sea parecida a la oferta de comercios donde
comprarse un traje a medida.
En todo ese concierto, la dirección de los centros, y si se quiere en sentido más
amplio el liderazgo, es otro de los asuntos que están sobre la mesa, también a la espera
de concepciones adecuadas y medidas consecuentes. Si un determinado centro aspira a
proveer y garantizar la educación y los aprendizajes debidos, el todo ha de ser más que la
suma de partes aisladas e independientes. Está suficientemente claro que la construcción
y el desarrollo de los proyectos que son precisos reclaman una participación efectiva, con
voces, influencias y compromisos de todas las personas que componen la comunidad
escolar. Pero también parece fundada la idea de que una piedra de toque importante es
que la dirección y el liderazgo que asuman los centros sea construido en comunidad. Ello
requiere posiblemente hacer mucho más permeables los espacios y los roles que acotan
lo pedagógico y la gestión organizativa, el quehacer de los docentes y el desempeño de la
función correspondiente a los equipos directivos. Aunque ciertamente representan otro
asunto más de controversias conceptuales y dificultades políticas, la construcción y el
desarrollo de tareas directivas donde se armonicen bien las funciones de gestión
económica, administrativa, de personal y de liderazgo para los aprendizajes invitan a la
reflexión y a tomar las actuaciones consecuentes (Pont Nusche y Mooman, 2008). Entre
ellas, las referidas a definiciones formales, reconocimiento e incentivos materiales –que
no deben dejarse de lado– acaso no sean las únicas. Otras como la formación, la
reconstrucción cultural de los centros, las condiciones de trabajo del profesorado y las
relaciones de las organizaciones educativas con la administración, por cerrar aquí la lista,
también han de ser contempladas. Algunos interrogantes oportunos y relevantes al
respecto son: ¿Hasta qué punto puede desempeñar en solitario un director sus múltiples

37
tareas y cometidos? ¿En qué medida implicar en ello y dar cabida a la experiencia y
conocimientos de otros miembros del centro cuyas aportaciones pueden ser
imprescindibles para la mejora educativa de la organización escolar? ¿Qué papel
corresponde a los directivos –que lo son del conjunto del centro– y qué papel a los
profesores y órganos de coordinación docente –de los que depende en gran medida el
que se proporcione una buena educación a todos los alumnos– a la hora de desarrollar
ese liderazgo para el aprendizaje? ¿Cómo articular lo global del centro con lo particular
de cada equipo, departamento, profesor individual con vistas a construir una organización
internamente vertebrada en torno al propósito de ofrecer una buena educación para todos
y concertar esfuerzos al servicio de tal propósito? Estos y otros interrogantes están en el
trasfondo de reflexiones actuales sobre la dirección de centros que advierten de lo
obsoleto que resultaría abogar por una dirección que ejerza ese liderazgo unipersonal y
jerárquicamente. El reto, más bien, radica en posibilitar que sea desarrollado y esté
distribuido en toda la organización, y en las dinámicas de trabajo y relación profesional
entre sus miembros. En tales coordenadas el liderazgo de quienes desempeñan funciones
directivas quedaría redefinido, aunque no por ello infravalorado. Otra cosa, y también
hay que reflexionar sobre ella, es la que se refiere a la disposición y los compromisos
efectivos por parte de los miembros de la comunidad escolar, en concreto los profesores,
para asumir activamente un liderazgo distribuido o colegiado, que es lo que hace tiempo
se logró como una conquista democrática (más formal que real) para el gobierno de los
centros y que, a la vista de los hechos, resulta tan difícil de rellenar coherentemente.
¿Tiene poder y capacidad un equipo directivo, en la situación corriente, para garantizar
una participación democrática, y hacer efectivo al mismo tiempo que el profesorado de
un centro se implique en ella a todos los efectos?
Si la elaboración de proyectos pedagógicos y organizativos de centro requiere
atender como procede al gobierno, la dirección y el liderazgo; si, como se indicó antes, la
apuesta por crear y sostener un determinado tipo de relaciones sociales y culturales
dentro de las organizaciones educativas tiene el propósito de que esos proyectos sean
compartidos, la evaluación institucional merece también una atención propia. Como se
verá en un capítulo específico, es importante sostener institucionalmente una cultura
comprehensiva de análisis y reflexión, recabar datos pertinentes, analizarlos y valorar sus
implicaciones para entender qué está sucediendo, por qué y qué habría de ir siendo
mejorado, propiciando espacios y tiempos propios para hablar, deliberar y decidir
conjuntamente. En lo posible, la evaluación interna de los centros estaría llamada a
integrar tres ámbitos de actuación con frecuencia diferenciados: la evaluación del centro
escolar; el aprendizaje dentro de la organización por parte de sus miembros (tanto
alumnado como profesorado, directivos y otros profesionales) y la mejora de los
proyectos, de la enseñanza y aprendizaje, de las relaciones con la comunidad, otros
agentes sociales y la administración. La conjunción entre evaluación, aprendizaje y
mejora tomando como eje el centro escolar (su capacidad para decidir y actuar
colectivamente) supone, a juicio de muchos expertos, políticos y educadores, una meta
de gran valor a la que puede aspirarse por medio de una estrategia de revisión interna que

38
tenga carácter intencional, dinámico y sistémico. Para que sea provechosa, es preciso
pensarla bien, retocar culturas y prácticas dentro de las organizaciones escolares, y hacer
otro tanto fuera, en especial dentro de las políticas y administraciones.

1.3.3. Las organizaciones escolares en contexto, estableciendo redes y alianzas

Si hay algún otro frente que no puede dejarse de lado al contemplar innovaciones
organizativas de los centros escolares en la actualidad, es el conjunto de condiciones
sociales, políticas, familiares y culturales dentro de las cuales están llamadas a
desenvolverse, les resulte más o menos confortable la realidad de los hechos y sus
diversas expresiones. Este último apartado que trata el libro ha optado por seleccionar
cuatro temas: centros y familias, centros como servicios sociales integrados, relaciones de
los centros con los poderes públicos y la administración y redes profesionales y redes
inter centros. Eso no significa desconocer otros aspectos y análisis que son precisos para
reflexionar sobre muchas de las cuestiones sociológicas y políticas que afectan a la vida
de las organizaciones escolares, y que merecerían capítulos propios, sino traerlas a
colación al abordar los temas elegidos, que son relevantes en sí mismos.
Se abunda en una línea de pensamiento y propuestas acordes con el reconocimiento
generalizado del valor y la importancia de las implicaciones de las familias en la tarea
institucional de formar a sus hijos e hijas, entendiendo que les corresponde ocupar en
ellas un amplio espacio de responsabilidades compartidas. Hay muchas iniciativas al
respecto y son susceptibles de ser consideradas alrededor de estos propósitos: mejorar la
comunicación e información entre el centro escolar y las familias, facilitar asesoramiento
educativo y formación en relación con su implicación en la educación de los hijos, y
potenciar la participación de los padres y madres en el funcionamiento y las actividades
del centro escolar. En este último ámbito, por la amplitud y heterogeneidad de aspectos
que engloba, es donde se está manifestando una mayor expansión y diversificación de
iniciativas. Los puntos de partida y las circunstancias en curso, altamente dispares, que
afectan tanto a la escuela como a las familias, son elementos primordiales que determinan
la conveniencia de optar contextualmente por un tipo de proyecto o actividad
determinada, teniendo presente que las estrategias son complementarias. En todo caso, la
aspiración última que tienden a perseguir las propuestas más pujantes responde a la idea
de que los múltiples problemas a los que el centro escolar y la familia han de hacer frente
no pueden ser resueltos por ninguna de estas dos instituciones aisladamente, sino
mediante la planificación y acción combinadas y realizadas en colaboración. El capítulo
dedicado al tema ha querido adoptar un punto de vista que quiere poner el acento en
posibilidades a contemplar y construir, aunque, desde luego, tampoco en esta materia
cabe la ingenuidad. Donde se están jugando los asuntos más enrevesados ahora no se
refieren posiblemente a de qué manera propiciar la participación e implicación de las
familias, o cómo poner en marcha actividades de formación de padres y madres (desde la
transición democrática se han organizado muchas que, por desgracia, no han contado con

39
demasiada asistencia, desesperando a tantas Asociaciones de Padres y Madres
voluntariosas). Conciernen de lleno a una opción social, cultural e ideológica según la
cual las familias son clientes que eligen y exigen educación, o son, más bien, ciudadanos
conscientes y responsables de que tienen una buena parte de responsabilidad en hacer
posible y buena la educación que se necesita. He ahí un foco delicado. Otro, de qué
manera se piensan los centros a sí mismos, y posiblemente no sólo ellos, para que las
alianzas con las familias no se establezcan preferentemente con las que cuentan con
mayores dosis de capital cultural, humano y social (bastante cercanos a la escuela), sino
también y, en ocasiones urgentemente, con aquellas familias más desfavorecidas en todo
ello, más alejadas de los centros, menos reconocidas por ellos, con mundos sideralmente
distantes de lo que la escuela valora, exige y premia.
Extendiendo las implicaciones que comporta el desafío de establecer y reforzar
vínculos positivos entre los centros y las familias, la perspectiva que lleva a contemplar
las alianzas con los barrios, los entornos más próximos, la comunidad, es también digna
de atención. Supone operar bajo la idea de que la revalorización de la educación como un
bien crucial tiene que situarse dentro del ejercicio de responsabilidad compartida y la
ciudadanía democrática. En ese sentido, no sólo están en el punto de mira las familias,
sino también otros agentes sociales y comunitarios. En el capítulo dedicado al tema, se
analizan tres mecanismos fundamentales en el ámbito de la sociedad civil y la gestión
política de los asuntos de interés público: las políticas reguladoras, la movilización social
y las oportunidades de desarrollo educativo para los agentes involucrados. Este terreno
está minado de riesgos, pero también de incitaciones a ensanchar la mirada y echar mano
de la imaginación para afrontar algunos de los problemas más lacerantes como el fracaso,
el absentismo y el abandono escolar. En una dirección abierta, las comunidades de
aprendizaje que se vienen desarrollando en bastantes centros constituyen una muestra a
tener en cuenta (Flecha, 2008), al igual que otras experiencias interesantes de trabajo
comunitario (por ejemplo las del Proyecto Atlántida, que pueden verse en García y
Gómez, 2009).
Esa reclamación de que los centros escolares, lejos de levantar muros que los
conviertan en organizaciones separadas de la realidad y los problemas actuales que los
rodean, estén conectados, establezcan y conjuguen fuerzas y propósitos con la
comunidad, las familias, servicios y otras instituciones, abarca asimismo relaciones entre
diferentes escuelas: han de romper el aislamiento con el que han venido trabajando unas
respecto a otras. Una vía para superar esa introversión es trabajar en red. Redes de
profesores y redes de centros, en un mundo en el que las posibilidades de comunicación
e intercambio de flujos de información se ven favorecidas por las posibilidades que
ofrecen las TIC, constituyen hoy por hoy, un fenómeno emergente y en relación con el
cual también existen múltiples experiencias y proyectos. Al lado de la importancia de que
cada centro potencie en su seno el trabajo en colaboración, camine hacia superar el
aislamiento sentido por muchos docentes y se configure progresivamente como una
comunidad de aprendizaje (lo cual no es una empresa fácil), también se reconoce la
importancia de constituir comunidades de aprendizaje en red, implicarse con otros

40
centros en proyectos de innovación y mejora, en aprender de y con ellos. Apertura del
centro, pues, a la comunidad, las familias, otros servicios comunitarios y, también, a
otros centros. De ese modo se puede compartir conocimientos, experiencias, materiales y
desarrollar capacidades y proyectos que permitan abordar y tratar de resolver problemas
comunes.
Finalmente, las expectativas y exigencias de que las familias y la sociedad civil sean
consideradas como agentes sociales y formativos con los que los centros escolares están
llamados a revisar y articular relaciones y responsabilidades compartidas no deben ser
una excusa, uno, para minimizar el papel que los poderes públicos y sus respectivas
administraciones ejercen y deben asumir responsablemente con la educación, dos, para
dirigir como es menester la atención sobre el tipo de relaciones que se dan y debieran
darse entre los centros escolares y sus respectivos distritos escolares y administración
autonómica correspondiente. La descentralización o la autonomía, las frecuentes y a
veces encantadas llamadas a la implicación comunitaria, no debieran ser aducidas como
un pretexto para olvidar que, en esencia, la educación como bien público compete de
forma singular a los poderes públicos, en el sentido de tener que asumir responsabilidades
intransferibles para que una buena educación no sea una propiedad particular, ni tampoco
algo excepcional en centros o aulas a modo de oasis. Apostar por una buena educación
para todos es algo que interpela inexorablemente a los poderes públicos que tienen, como
se dice, responsabilidades inexcusables y no delegables, toman decisiones clave (pueden
ser para bien o pueden ser obstáculos para una educación democrática), han de moverse
en un espacio de responsabilidades concertadas y bien compartidas con los centros e
incluso han de realizar formas de administración de la educación que no se reduzcan a
mandar cambios, pues lo que han de hacer es fundamentar mejor las reformas en las que
se empeñan y arrimar el hombro para que sean posibles y tengan resultados aceptables.
Como se plantea en el capítulo dedicado a ello, uno de los asuntos hoy más relevante,
aunque complejo, ofrece dos caras a conciliar: de un lado, qué apoyos y condiciones
favorables para su gobierno y gestión han de ser propiciadas por las administraciones, de
otro, qué sistemas y procedimientos de rendición de cuentas han de arbitrarse para que la
administración, y la sociedad más amplia, tengan garantías de que los centros hacen lo
que está en sus manos sirviendo al interés común de la educación.

41
PRIMERA PARTE

Los centros escolares y el aprendizaje de los


alumnos

42
2
La atención, el cuidado, las relaciones y la
responsabilidad del centro escolar con los
estudiantes

En las páginas que siguen se abordan algunas cuestiones referidas a las relaciones con los
alumnos en el marco escolar y los ambientes de aprendizaje más o menos personalizados
que se les ofrece. El capítulo se plantea básicamente tomando como punto de referencia
el centro escolar en su conjunto y desde la perspectiva de que sus propias condiciones
organizativas y educativas juegan un papel clave en las dinámicas relacionales que se
generan en su seno así como en la experiencia escolar de los estudiantes.
A lo largo de los apartados del texto se comenta sobre la importancia de las
relaciones en el centro, particularmente las mantenidas con los alumnos y alumnas; se
alude a la incidencia que tienen diversas condiciones que caracterizan el contexto escolar
en el despliegue de tales relaciones, y se comentan, en líneas generales, algunas de las
propuestas y sugerencias que se vienen planteando en la bibliografía más reciente para
mejorar tales condiciones y hacer de los centros un lugar más personalizado para los
estudiantes y sus aprendizajes.
El contenido de los diferentes apartados del texto remite, en general, a la idea de
fondo de que en las coordenadas actuales, y con la mirada puesta sobre los estudiantes,
los centros escolares habrían de configurarse como contextos organizativos acogedores e
inclusivos, ofrecer un ambiente más personalizado de aprendizaje y contribuir a que los
alumnos y alumnas se sientan miembros del centro, se impliquen en él y en la actividad
educativa que se despliega en su seno.

2.1. El centro escolar como contexto de relaciones para el aprendizaje y la convivencia

Los centros escolares en cuanto organizaciones constituyen un contexto clave para el


desarrollo de procesos curriculares y de enseñanza-aprendizaje, y para la socialización de
los estudiantes. Los valores, principios y propósitos sobre los que el centro asienta su
actuación y funcionamiento, las estructuras organizativas con las que cuenta, las

43
relaciones entre sus miembros y con la comunidad escolar y los procesos organizativos
que se llevan a cabo en él conforman las condiciones organizativas en la que se llevará a
cabo la actividad docente de los profesores y el aprendizaje de los alumnos.
Las dinámicas relacionales del centro escolar representan un aspecto clave de tales
condiciones organizativas: en el discurrir cotidiano del centro escolar, las personas que
forman parte de él se relacionan unas con otras con distintas finalidades y en las más
diversas formas y circunstancias. Van construyendo y desplegando, así, ciertos patrones
relacionales que caracterizan al centro y que influirán virtualmente en todos los aspectos
de su funcionamiento. Éste no es independiente de las relaciones que mantengan entre sí
los docentes y su mayor o menor grado de colaboración profesional, como tampoco es
ajeno a las tensiones o situaciones conflictivas que se desencadenen entre miembros y
cómo se abordan, o a los niveles y grados de participación desplegados en la
organización, la mayor o menor cooperación con el entorno y las familias, o la
convivencia en el centro y en las aulas.
No es objeto de este capítulo abordar todos esos aspectos relacionales, ni detenerse
en todos los agentes implicados en ellos. El foco de atención en las páginas que siguen se
sitúa básicamente en los estudiantes. Su experiencia escolar y sus aprendizajes
académicos y sociales ocurren en el contexto del intercambio con otros miembros del
centro y los vínculos interpersonales que se generan entre ellos. Igualmente, el
aprendizaje para la convivencia, así como asuntos que hoy preocupan relativos al
desapego escolar de un buen número de alumnos, su escasa motivación por el trabajo, su
falta de implicación o sus comportamientos disruptivos, remiten de un modo muy directo
a la vida relacional y a cómo se construye entre sujetos más directamente implicados en
la vida escolar (los docentes, los estudiantes, los equipos de dirección y las familias).
Se situará el foco de atención en los alumnos, pero sin pasar por alto que su
experiencia escolar no sólo se ve influida por las relaciones que mantienen entre ellos y
con sus profesores en las aulas, sino por las que se despliegan en el centro en general.
Todas ellas –las relaciones que se desarrollan entre los docentes, entre éstos y el equipo
directivo, las mantenidas con familias, las desplegadas en y entre las unidades
organizativas del centro (equipos, departamentos, comisiones…), así como entre éste
considerado como un todo y su entorno– contribuyen a generar unas u otras condiciones
organizativas para promover el aprendizaje académico y social de los alumnos.

2.1.1. Las relaciones entre adultos y estudiantes

Las relaciones entre adultos y estudiantes se sitúan en el núcleo mismo del centro escolar.
Para los docentes, como ya comentaba hace unos años Little (1990: 192), tales
relaciones constituyen una de las condiciones de trabajo que más directamente afecta al
compromiso de aquellos con su tarea y a su motivación para aprender.
Para los alumnos representan un elemento central en su experiencia escolar.
Diversos trabajos sobre el particular, que han explorado las perspectivas y visiones de los

44
estudiantes sobre su centro escolar, ponen de manifiesto que las relaciones con los
profesores es uno de los rasgos que más consistentemente destacan al describir su
experiencia en él. En general, la importancia que conceden los estudiantes a las relaciones
cotidianas que mantienen con y en el centro las convierte en una faceta clave, con
repercusiones no sólo en su rendimiento académico sino también en su grado de apego o
desapego por el centro, su mayor o menor implicación o distanciamiento de las
actividades escolares, su implicación o no en conductas disruptivas y sus mayores o
menores probabilidades de abandono.
El tema constituye un telón de fondo importante en los actuales debates sobre la
necesidad de hacer de los centros una “comunidad de cuidado y apoyo” (Hargreaves,
Earl y Ryan, 1996) para los estudiantes y un contexto personalizado para su aprendizaje
(Steimberg y Allen, 2002). Apuntan a ello reflexiones y propuestas provenientes de
diversos frentes:

– Diversas investigaciones y reflexiones sobre los “centros de educación


secundaria”, desde las que se ha venido subrayando cómo la particular
organización curricular y la estructura departamental propia de los institutos
contribuye a generar frecuentemente contextos en cierto modo anónimos y
poco acogedores para los alumnos y sus aprendizajes. Entre otros aspectos, se
apunta que las características de estos centros no siempre facilitan el que los
docentes puedan mantener un contacto social y académico sostenido y
profundo con sus estudiantes, ni siempre favorecen el que se configuren y
funcionen como una “comunidad” de cuidado en la que éstos experiencen
sentimientos de pertenencia, afiliación, confianza en los demás, inclusión y
apoyo.
– La investigación sobre el “tamaño” del centro escolar, que ha insistido en la
influencia de aquél en las dinámicas de trabajo y las relaciones desarrolladas
en su seno. Particularmente se apunta desde la misma que mientras los
centros escolares de gran tamaño tienden a ser impersonales y burocráticos,
los pequeños centros posibilitan relaciones más estrechas, un ambiente de
aprendizaje más personal y mayores oportunidades de personalizar la
experiencia escolar.
– Las aportaciones que giran en torno al “sentido de pertenencia” al centro que
poseen los estudiantes, desde las que se apunta que está ligado, entre otros
aspectos, a la calidad de las relaciones entre profesores y alumnos, (Murphy et
al., 2001) y que en un ambiente escolar caracterizado por la escasez de lazos
positivos y conexiones que desarrollan los estudiantes dentro de la institución,
los resultados escolares se resienten y el desenganche escolar se acrecienta.
– Las contribuciones sobre el “cuidado” (caring) y las relaciones de cuidado en el
centro escolar, que también subrayan la incidencia de la naturaleza y calidad
de las relaciones en éste sobre la experiencia escolar de los alumnos, su
rendimiento y su permanencia (no abandono), insistiendo en la importancia de

45
relaciones basadas en la confianza, el apoyo, el respeto o la cooperación.
– La investigación sobre el “abandono escolar”, que destaca como una de las
razones básicas por la que los estudiantes deciden abandonar –último peldaño
en la escalera del desapego a la escuela– es la falta de apoyo social y
académico que perciben en el centro y su vivencia de éste como un lugar
ajeno, en el que se sienten desconectados de sus profesores o de sus
compañeros.
– Diversas líneas de investigación sobre el “clima escolar” y los aspectos
relacionales vinculados al mismo. Aportaciones recientes sobre el tema giran
en torno a la importancia de un adecuado clima de convivencia en el centro,
de un clima de apoyo y seguridad, de un clima de cuidado, o de un clima que
favorezca el aprendizaje. Coinciden en señalar que uno de los aspectos que
contribuyen a ello viene dado por el ambiente social del centro y el grado en
que promueve la comunicación e interacción entre sus miembros,
particularmente entre los profesores y entre éstos y los estudiantes, así como
por el ambiente afectivo y el grado en que promueve el sentido de pertenencia
de los alumnos y su implicación en el centro escolar. También diversas
aportaciones sobre “capital social” subrayan la importancia de las redes
sociales dentro del centro escolar y sus repercusiones educativas. En lo que se
refiere a los alumnos, algunos autores (Croninger y Lee, 2001) hablan de
“capital social basado-en-el profesor”, y su traducción en recursos
institucionales en forma de apoyo y ánimo emocional, información y guía
sobre decisiones personales y académicas, y asistencia adicional con el
trabajo escolar (p. 550).

La breve referencia a estos diversos ámbitos de investigación no es sino una


muestra del actual interés por comprender y explorar vías de mejora en lo que respecta a
un tema como es el de los estudiantes y sus relaciones en y con los centros que está en el
trasfondo de buena parte de cuestiones que hoy preocupan en las organizaciones
escolares: la convivencia, los elevados índices de fracaso, los episodios de violencia, el
absentismo, el abandono prematuro, etc. Cada uno de los referidos ámbitos pone el
acento en unos u otros aspectos y ofrece lecturas diferentes –desde ópticas sociológicas,
psicológicas, curriculares u organizativas– de la vida social y académica de los alumnos.
Pero todos ellos remiten en última instancia, ya sea directa o tangencialmente, a la
necesidad de que las condiciones y dinámicas organizativas y educativas del centro
escolar contribuyan a hacer de él una comunidad en la que los alumnos, profesores y
familias se conozcan y trabajen juntos para contribuir al aprendizaje; una comunidad en
la que se apoye, se “cuide” y se desarrolle una buena educación con todos los
estudiantes.

2.2. Condiciones organizativas en los centros y relaciones con los estudiantes

46
La experiencia y relaciones escolares de los estudiantes no pueden ser pensadas al
margen de los aspectos y cuestiones que conciernen al centro escolar en su conjunto y a
las dinámicas educativas que éste articula a través de sus estructuras, sus procesos y sus
relaciones. Las condiciones organizativas y educativas del centro configuran un cierto
“orden escolar” en el que los alumnos se encontrarán con un currículo más o menos
coherente y coordinado y más o menos cercano o lejano a su realidad cultural y personal,
así como con unas demandas y exigencias de comportamiento y actividad en el centro,
con ciertos apoyos y acogidas, etc. No está fuera de lugar considerar que las dificultades
con y de ciertos alumnos y los problemas tantas veces mencionados de convivencia,
disciplina o falta de interés de los estudiantes no son ajenos a condiciones organizativas y
educativas que no siempre contribuyen a ofrecerles un currículo significativo y relevante,
no siempre favorecen las relaciones estrechas, de apoyo y atención académica, personal
y social, ni siempre posibilitan la construcción de contextos personalizados para el
aprendizaje. Algunas de tales condiciones organizativas se comentan en el apartado
siguiente. Se aludirá a las relacionadas con las estructuras dispuestas en el centro para
llevar a cabo la tarea educativa, así como a otras relativas a las relaciones profesionales
entre docentes, al clima escolar generado en la organización y al currículo que se
desarrolla con los alumnos.

2.2.1. Condiciones ligadas a aspectos estructurales de los centros escolares

Se comentarán en este apartado algunos aspectos ligados a la propia estructura de los


centros que repercuten en las relaciones que se desencadenen en el mismo.
Concretamente, se hará referencia a las estructuras con las que se cuenta para posibilitar
la coordinación docente, los tiempos escolares y los modos de agrupamiento de los
alumnos.

A) Estructuras de coordinación docente

La experiencia escolar que los estudiantes viven en sus centros está ligada, entre
otros aspectos, al currículo y enseñanza que se les ofrece y al grado en que aquél
representa para ellos una experiencia coordinada, coherente y significativa. La posibilidad
de una oferta curricular tal está ligada entre otros aspectos a las propias estructuras de
coordinación con que cuenta el centro escolar y a la utilización que se hace de ellas.
Tales estructuras difieren entre los centros de Enseñanza Primaria y los de
Educación Secundaria. En los primeros vienen constituidas por los equipos de ciclo,
pensados para que los maestros coordinen el currículo y enseñanza que reciben los
alumnos de los que se hacen cargo en un momento (ciclo) dado. Por su parte, en los
centros de Educación Secundaria, los profesores están organizados por departamentos,
en función de su especialización en determinados ámbitos disciplinares, y la coordinación

47
docente gira predominantemente en torno a las materias que cursarán los alumnos en los
diferentes cursos y etapas a lo largo de su paso por el instituto. Ambos tipos de estructura
propician en mayor o menor medida la coordinación docente, aunque no tienen las
mismas repercusiones en la vida académica y social del centro. Específicamente, en lo
que respecta a la incidencia de la estructura departamental de los institutos en la vida y
dinámica interna de los mismos, cabe señalar que tal disposición estructural:

– Propicia el desarrollo de un currículo compartimentalizado y de una enseñanza


frecuentemente centrada en “cubrir” los contenidos de la asignatura. La
focalización prioritaria en lo académico posiblemente deja en un segundo
plano a los alumnos como individuos, su diversidad de intereses, sus
necesidades y, al tiempo, las relaciones con ellos. Sin embargo, como apuntó
Vallance (cit. en Romeroy, 1999, p. 468) en su estudio sobre estudiantes de
secundaria, a ellos les importan más las relaciones que mantienen con los
docentes que los enfoques de enseñanza de los profesores, una cuestión a la
que también aluden Lee, Bryk y Smith (1993) cuando señalan que el
rendimiento de los estudiantes es mayor con docentes menos especializados,
pero más atentos a las interacciones con los estudiantes.
– Dificulta en gran medida la relación profesional entre docentes que imparten
clase a un mismo grupo de alumnos. No la imposibilita, pero sí la dificulta,
entre otras razones porque cada docente proviene de un departamento con sus
propias dinámicas y planteamientos acerca de la enseñanza de la respectiva
materia (y posiblemente no siempre al tanto de las del resto de departamentos
que se encargan de la enseñanza de otras materias en ese mismo grupo de
alumnos). Las dificultades para esa comunicación y coordinación horizontal
entre docentes del mismo grupo de alumnos y para la continuidad y
seguimiento del progreso de éstos son un buen caldo de cultivo para que los
estudiantes se encuentren ante un conjunto de asignaturas más o menos
desconectadas unas de otras, y con una experiencia académica fragmentada.
– No facilita el que los estudiantes desarrollen y sostengan relaciones significativas
con los adultos en el marco escolar. Cada docente trabaja con un considerable
número de alumnos y éstos cambian de profesor en cada sesión de clase. No
es sencillo en esas coordenadas que los estudiantes cuenten con un adulto de
referencia que los conozca, los pueda apoyar, pueda serviles de enlace con
otros docentes, atender a conflictos o situaciones problemáticas en el
momento inicial, etc. Tampoco lo es para los profesores disponer del
necesario tiempo para abordar las necesidades individuales de todos sus
alumnos, contactar con las familias o coordinarse con otros profesionales para
dar respuesta a aquellos con mayores dificultades. Sin embargo, como ya se
ha apuntado, los sentimientos de conexión y pertenencia al centro escolar por
parte de los estudiantes no son ajenos a la frecuencia y calidad de las
relaciones que mantengan con los miembros del mismo.

48
Las estructuras dispuestas para el trabajo de los docentes, pues, no sólo
condicionan su trabajo y relaciones con los colegas, sino también la experiencia curricular
y las relaciones que los alumnos mantienen con sus profesores.

B) Tiempos escolares

A la fragmentación de la experiencia escolar de los alumnos, a la que ya se ha


aludido, contribuye igualmente la fragmentación horaria de la jornada lectiva en la que,
particularmente en los institutos, cada sesión de clase –de menos de una hora– se destina
a una materia. Una rigidez y fragmentación del tiempo de los alumnos, a la que se añade
la escasez del mismo para la atención individualizada, para la realización de actividades
no estrictamente académicas (prácticas, participación en el centro, asambleas…) o para
que reciban los apoyos y refuerzos que precisan en momentos particulares.

C) Agrupamientos de alumnos

Las posibilidades de agrupamiento de alumnos y su grado de rigidez o flexibilidad


son múltiples y de ellas se echa mano para organizar el desarrollo de diferentes medidas,
programas y actuaciones previstas para dar respuesta a aquellos con mayores
dificultades. Sin embargo, cuando la formación de tales grupos se asienta implícita o
explícitamente en la lógica de “descargar” las aulas de alumnos problemáticos, se corren
algunos riesgos (González, 2003). Uno de ellos, el de etiquetar a ciertos estudiantes como
“lentos”, “inútiles”, “fracasados”, “problemáticos”… Otro, el de contribuir a la
polarización en grupos “antiescuela” y “pro-escuela”, con la consiguiente incidencia en el
clima de convivencia en el centro. La propia escuela, señalan Ponferrada y Carrasco
(2008: 16) contribuye, con la organización de los grupos de nivel, a crear envidias y
malestares y se arriesga a promover relaciones agresivas. Las prácticas de
agrupamiento en el centro escolar tienen repercusiones, no siempre explícitas, en las
relaciones y expectativas que los profesores mantienen respecto a algunos alumnos, así
como en las relaciones entre ellos mismos y en su formación como ciudadanos.

2.2.2. Condiciones ligadas a las relaciones profesionales en el centro

No sólo importa qué estructuras de coordinación existen en el centro sino, y sobre todo,
cómo se rentabilizan y utilizan. La importancia máxima de ofrecer un currículo
coherente, coordinado y sin lagunas, que sea significativo, interesante y retador para los
alumnos exige desarrollar dinámicas genuinas de coordinación y trabajo conjunto entre
los docentes. Y, desde luego, no será posible si equipos, departamentos, comisiones, etc.

49
funcionan más como unidades administrativas formales que como contextos para el
diálogo, la reflexión y la toma de decisión colegiada sobre el currículo, la enseñanza, las
actuaciones relacionadas con el alumnado y las medidas que se llevarán a cabo para
darles una respuesta educativa adecuada.
Cuando en el centro escolar predomina una lógica de individualismo profesional –
sobre el supuesto de que la enseñanza y atención a los alumnos se resuelve únicamente
en el espacio acotado del aula y por cada profesor–, la coordinación docente será mínima
o muy escasa. Probablemente cada docente termine centrándose exclusivamente en “su”
clase (Primaria) o en “su” ámbito disciplinar (Secundaria), en “cubrir” los contenidos
curriculares y en alcanzar los resultados académicos deseados. Otras cuestiones como
son las relativas a la atención a la diversidad del alumnado, la convivencia, el
absentismo… tenderán a ser consideradas no como asunto que atañe al docente sino a
otras instancias en el centro, por ejemplo el Departamento de Orientación o el Equipo
directivo.

2.2.3. Condiciones ligadas al currículo y la enseñanza

Condiciones como las ya señaladas pueden suponer una rémora importante a la hora de
articular en el centro escolar una oferta curricular significativa y relevante para los
alumnos y de desplegarlo de modo coordinado y no parcelado. Si a ello se une la
utilización en las aulas de metodologías en exceso centradas en el docente, poco atentas a
la heterogeneidad del alumnado, excesivamente dependientes de libros de texto iguales
para todos, con actividades no siempre ajustadas a las necesidades y expectativas
diversas de los estudiantes, con evaluaciones competitivas, etc., las posibilidades de una
experiencia escolar interesante y motivadora para los alumnos quedarán notablemente
mermadas. De hecho, no es infrecuente que éstos describan su experiencia en las aulas y
escuela como “aburrida” (Steinberg y Allen, 2002; Ponferrada y Carrasco, 2008) y que
se sientan poco atraídos hacia lo que habitualmente hacen en el centro escolar y sus
aulas, aspecto éste que, sin duda, repercute en la convivencia en las aulas: la falta de
adecuación de la oferta curricular se reflejará en muchas de las respuestas de los
alumnos, y es probable que una de estas respuestas sea la conflictividad (Watkins y
Wagner, 1999: 59).

2.2.4. Condiciones ligadas al clima escolar

Ya a finales de los años 60 del pasado siglo Willover y col. (cit. en Sergiovanni y Starrat,
2007: 337 y ss.), al desarrollar la escala Pupil Comtrol Ideology para medir los supuestos
y actitudes de los profesores y otros profesionales del centro con respecto a los alumnos,
establecían un continuo entre escuelas “custodiadoras” y “humanistas”. Las primeras se
caracterizan por su tendencia a estar rígidamente controladas e interesadas por el

50
mantenimiento y el orden, por que en ellas los alumnos no participan en la toma de
decisión y se espera que acepten las decisiones sin cuestionar, y por considerar que los
estudiantes son irresponsables, indisciplinados, no merecedores de confianza, y
propensos a ser un problema. Son centros escolares que los profesores tienden a ver
como un campo de batalla y en los que se pone un gran énfasis en controlar a los
estudiantes a través del desarrollo y uso de métodos punitivos.
En el otro polo, las “Escuelas humanistas” recuerdan a comunidades que incluyen
a los alumnos como miembros plenos y buscan su cooperación e interacción. Se
enfatiza la autodisciplina y se considera que el aprendizaje se promueve y aumenta
consiguiendo identidad y compromiso del estudiante. En escuelas con climas
humanistas es más probable que los profesores cooperen entre ellos y trabajen juntos,
que tengan una moral más alta, y disfruten de un sentido de logro de tarea. La
interacción social entre los profesores también es alta. En las escuelas custodiadoras
no existen esas características y es probable que los alumnos estén más alienados (p.
338).
Aunque esta caracterización cuenta ya con casi medio siglo, aporta y ofrece
elementos para pensar en los centros escolares y sus dinámicas de funcionamiento en lo
que respecta a los alumnos. En el clima escolar entran en juego diversos aspectos
(Hernández y Sancho, 2004) y análisis recientes así lo ponen de manifiesto, al sostener
que viene configurado por elementos múltiples: el currículo, y su carácter más o menos
retador para los alumnos; el ambiente académico del centro y el grado en que promueve
o dificulta el aprendizaje; el ambiente físico del centro y las aulas; el ambiente social y el
grado en que facilita o dificulta la interacción y comunicación entre profesores y
estudiantes; los agrupamientos de alumnos y su carácter segregador o inclusivo; la
existencia o no de trabajo en equipo y colaboración docente, las relaciones profesores-
familias; etc. (Tableman, 2004; Cohen et al., 2009). Aspectos, todos ellos, que influyen
en los sentimientos y actitudes de los estudiantes sobre el centro y sobre su estancia
diaria en él.
En relación con el tema que nos ocupa, es destacable cómo diversos trabajos sobre
el clima escolar y específicamente centrados en qué “sienten” y cómo “perciben” los
alumnos el centro escolar han subrayado la importancia que le atribuyen a sus relaciones
sociales y académicas con los adultos en él. No es inusual la percepción de que viven en
un ambiente escolar poco positivo, en el que no se sienten “cuidados”, y la consideración
de que necesitan más atención, más tiempo y más comprensión de sus dificultades de
aprendizaje particulares. En ese sentido, una caracterización más reciente que la
anteriormente señalada (escuelas custodiadoras-humanistas), en la que también los
alumnos están en el punto de mira –particularmente en lo que respecta a los lazos
sociales que los conectan con el centro escolar–, distingue entre escuelas “amigables” y
“no amistosas” (Ogden y Germinario, cit. en Murhpy et al., 2001). Según esta
caracterización, una escuela amigable proporciona a los alumnos un clima que valora su
implicación en las decisiones escolares, desarrolla su interés por el aprendizaje y genera
oportunidades para que construyan relaciones sostenidas con los docentes y otros

51
alumnos. Por su parte, el centro no-amigable tendería a promover el desenganche de los
alumnos y a plantear obstáculos, ya sean reales, ya percibidos por los estudiantes, que
conducen al aislamiento, alienación y, en última instancia, al fracaso escolar.
En el trasfondo de cuestiones como las planteadas late la idea de la importancia de
la atención y las relaciones que se establece con el alumnado. Constituyen un elemento
consustancial a ambientes académicos y sociales personalizados y acogedores, en los que
los estudiantes pueden vivir el centro como una organización de la que forman parte, a la
que pertenecen, en la que pueden participar e implicarse.

2.3. Algunas propuestas de mejora

Análisis que dan cuenta de las condiciones organizativas en las que se desenvuelve la
experiencia escolar de los estudiantes, como los comentados en el apartado anterior,
llevan explícita o implícitamente propuestas de actuación y mejora en este ámbito de las
relaciones y el clima relacional del centro. En términos muy generales, apuntan a la
necesidad de construir contextos organizativos menos burocráticos e impersonales, y
más personalizados.
Aunque son múltiples y diferentes los aspectos a considerar, en las páginas que
siguen se agruparán en tres apartados: El primero da cuenta de algunas propuestas de
actuación relacionadas con elementos estructurales en el centro escolar; en el segundo se
plantean algunas consideraciones relativas al clima escolar y en el tercero se alude
brevemente al currículo en el centro. No se trata, en ningún caso, de ámbitos de
actuación independientes entre sí; al contrario los tres están entrelazados, aunque a
efectos expositivos se comenten por separado.

2.3.1. Sobre aspectos estructurales

A) Una estructura de coordinación por equipos de profesores

Una buena parte de las propuestas que se plantean con vistas a hacer de los centros
un contexto más ajustado a los alumnos y sus aprendizajes se refieren a la necesidad de
posibilitar que las tareas de coordinación del trabajo a realizar en las aulas giren más en
torno a aquéllos, su aprendizaje y sus necesidades, que a las áreas/asignaturas y su
enseñanza o a los intereses de los adultos.
Colocar el foco de atención en los alumnos y tratar de vertebrar el centro sobre un
modelo determinado de formación de éstos más que en las áreas/materias conlleva, entre
otras cosas, repensar las estructuras para la coordinación docente. Particularmente, en lo
que respecta a los centros de educación secundaria, se ha sugerido, por ejemplo, adoptar
formas semi-departamentalizadas, en las que el número de profesores especialistas
diferentes asignados a cada alumno es limitado, o establecer una organización del

52
profesorado no por departamentos sino por equipos. Se trata de una vía que, en nuestro
sistema educativo, queda recogida en la LOE (art. 130.1) (MEC, 2006); en ella, sin
renunciar a la estructura departamental característica de los institutos, se establece la
posibilidad de organizar equipos de nivel y curso, particularmente en la etapa de la
Educación Secundaria Obligatoria, a fin de contrarrestar algunos de los puntos débiles de
una estructura articulada sobre departamentos.
En otros sistemas educativos, particularmente en USA, son diversas las experiencias
desarrolladas en centros de secundaria en las que se adopta alguna modalidad de
organización no-departamentalizada (Houses, Mini-schools, Schools-within-schools,
Academies, equipos interdisciplinares, multidisciplinares, etc.) en las que un equipo de
docentes se hace cargo de la formación de un determinado número de alumnos. Se trata
de modificaciones básicamente estructurales, realizadas con el propósito de favorecer el
trabajo en colaboración entre docentes con vistas a ofrecer a los estudiantes un currículo
más integrado y coherente, así como proporcionarles un ambiente de aprendizaje más
personalizado, asegurar una mayor atención y seguimiento a los problemas o dificultades
de cada uno, desarrollar formas más individualizadas de tutoría o coordinarse mejor con
las familias.

B) Estructuras que minimicen los efectos del tamaño de algunos centros

La consideración de que una estructura por equipos en el centro de secundaria


incidirá positivamente en el trabajo y coordinación de los docentes, así como en los
modos en que éstos se relacionan con los estudiantes, no es ajena al debate que se ha ido
desarrollando –también fundamentalmente en Norteamérica– sobre el tamaño de los
centros, uno de cuyos argumentos nucleares es que éste puede facilitar o dificultar las
relaciones con los alumnos y la gestación de un clima escolar más seguro y de apoyo.
Sobre el tema, se ha apuntado la relación existente entre el tamaño del centro y su
diferenciación curricular, reflejada en una mayor dispersión de materias, proyectos,
cursos de diversa naturaleza ofertados a los alumnos (pensemos por ejemplo en
optativas, programas y medidas específicas de atención a la diversidad, proyectos, etc.),
que, sin embargo, puede generar una mayor diferenciación de las experiencias
académicas de los estudiantes e incidir en la estratificación social de los resultados de los
mismos. Pero, fundamentalmente, se ha insistido en la influencia del tamaño en las
dinámicas de trabajo y las relaciones en el centro escolar.
No es fácil lograr un contexto organizativo personalizado y un clima de apoyo al
aprendizaje en centros de gran tamaño. Una buena parte de la investigación sobre el tema
(Oxley, s.f.; Lee, 2000,) pone de manifiesto no sólo las mayores dificultades de los
docentes para trabajar conjuntamente, implicarse de manera activa y productiva en el
debate, el diálogo reflexivo y la construcción en colaboración de respuestas educativas
que aseguren la implicación y los aprendizajes de los alumnos, sino también las rémoras
que un centro de gran tamaño conlleva de cara a generar oportunidades para personalizar

53
la experiencia escolar de los estudiantes. Ese clima de apoyo al aprendizaje queda más
perjudicado en centros grandes en los que es más probable la impersonalidad de las
relaciones con los adultos, la dificultad para que los alumnos desarrollen un sentido de
pertenencia y responsabilidad, o para que los docentes puedan supervisarlos
adecuadamente. En esta línea, se ha señalado que en tales centros suele haber más
problemas de disciplina, porcentajes más bajos de alumnos que realmente participan en
las actividades escolares, y más sentimiento de extrañamiento y alienación por parte de
ellos.

En escuelas más pequeñas, los estudiantes y el profesorado se conocen bien, haciendo que
sea más fácil promover el enganche de los alumnos, las relaciones de apoyo, el respeto por los
demás, y las oportunidades para […] la participación.
Las escuelas pequeñas gozan de tasas más bajas de peleas y conducta disruptiva, y
mejores tasas de asistencia; graduación; participación en actividades extracurriculares;
satisfacción de alumnos, profesores y padres; y, con frecuencia, logro académico, sobre todo
entre alumnos de ingresos bajos y de minorías (Learning First Alliance, 2001).

“Reducir” el tamaño del centro no significa necesariamente desmontar físicamente


el centro grande y construir otros, un asunto que desde luego exigiría unos recursos
económicos considerables. Los efectos no siempre positivos del tamaño excesivo de
algunos centros podrían contrarrestarse con una organización por equipos, que permita
crear comunidades de aprendizaje más pequeñas. En ellas, un grupo de docentes trabaja
coordinadamente estableciendo las metas, tomando las decisiones y creando las
condiciones necesarias para la adecuada formación de un contingente reducido de
alumnos. Se les podría ofrecer así un currículo más coordinado y una enseñanza más
significativa, y al tiempo sería más factible generar un clima de apoyo y atención más
cercano, menos impersonal y más propenso a una mayor implicación de los estudiantes
en el centro y las aulas. Alteraciones estructurales como las comentadas antes, en las que
el centro de gran tamaño queda organizado en “escuelas dentro de la escuela”,
“academias” u otras fórmulas similares asentadas en una organización en equipos
multidisciplinares en la que los grupos de profesores conocen a cada alumno, se sitúan en
esta línea.
Tal vez el debate sobre el tamaño ideal de los centros –sobre todo de Secundaria–
resulte descontextualizado en el marco de nuestro sistema educativo, pero advierte de la
importancia de hacer de los centros escolares contextos en los que sean posibles prácticas
de enseñanza más personalizadas, en los que cada alumno sean conocido y tratado como
tal, pueda mantener relaciones estrechas con sus profesores, participar más directamente
en la actividad escolar y sentir que pertenece a esa organización en la que se está
formando y en la que transcurre una parte importante de su tiempo.

C) Repensar la distribución de tiempos escolares y los agrupamientos de alumnos

54
Modificaciones estructurales como las comentadas están también entrelazadas con
otras cuestiones como son las relativas a los tiempos y agrupamientos. Hace dos décadas
Fullan (1990) decía que los horarios de las escuelas secundarias se han convertido en un
mito poderoso, en el sentido de que se adoptan ceremonialmente al margen de si son
eficientes y eficaces. La organización horaria de nuestros centros constituye un elemento
de la cultura que los define y, como tal no suele ser cuestionado; forma parte de la
tradición, de lo que siempre se ha hecho, aunque la experiencia de muchos docentes y los
aprendizajes que se pretende desarrollar en los estudiantes no siempre defenderían ni los
horarios en los que está organizado el trabajo de los alumnos ni el de los profesores.
Por lo que respecta a éstos, no es infrecuente el reclamar la necesidad de disponer
de más tiempo de la jornada laboral fuera del aula, con los colegas; tiempos para la
planificación de su trabajo en las aulas, para la coordinación con los demás colegas en el
centro y en sus respectivas unidades organizativas así como para la reflexión acerca de su
práctica y para ir mejorando tanto las dinámicas de las aulas como los resultados de
aprendizaje de los alumnos.
Por lo que se refiere a los tiempos en la jornada de los alumnos, paralelamente a la
denuncia de su carácter en exceso rígido y fragmentado, se han ido planteando
numerosas alternativas. Entre ellas la organización horaria en bloques, que permitiría
tener menos número de clases diarias pero de mayor duración. Los tiempos de los
alumnos quedarían, de ese modo, menos fragmentados, facilitando su inmersión en la
actividad del aula, y posibilitando relaciones menos fragmentadas con sus profesores.
Admiten diversas modalidades aunque, desde luego, no sólo se trataría de reorganizar el
tiempo que emplean los alumnos en sus sesiones de clase, sino también de utilizarlo
adecuadamente, con las consiguientes modificaciones en los modos de trabajar con ellos.
Finalmente, otros elementos estructurales son los relativos a la organización y el
agrupamiento de alumnos El conocimiento disponible en torno a las modalidades de
agrupamiento, y sus efectos tanto en las expectativas de los profesores respecto a los
estudiantes, como en las percepciones y vivencias de éstos, constituyen argumentos
sobre los que se justifican modalidades de agrupamiento que permitan responder a la
heterogeneidad, a las diferencias individuales y garantizar la equidad educativa. Su
influencia en las relaciones de convivencia, como apunta el trabajo de Ponferrada y
Carrasco (2008) es evidente:

En los centros que practican la heterogeneidad en la formación de los grupos-clase los


jóvenes creen que en sus clases “hay de todo”, y las escuelas que experimentan nuevas
agrupaciones completamente flexibles según el trabajo fomentan relaciones de compañerismo, se
disminuye la percepción de aislamiento y aumenta la percepción de mejora de la convivencia entre
los alumnos.

No conviene pasar por alto, sin embargo, que las soluciones estructurales (otras
estructuras de tiempo, otros modos de hacer agrupamientos u otras formas de organizar
la coordinación docente) no tienen sentido si no van acompañadas de las consiguientes

55
modificaciones en las formas de trabajo y relación con los alumnos, y si no se
rentabilizan para hacer del centro y las aulas un contexto más beneficioso para el
aprendizaje de los estudiantes.

2.3.2. Sobre el clima relacional en el centro

El clima de un centro escolar, como ya se señaló, viene configurado por múltiples


dimensiones. Diversas aportaciones sobre el tema insisten en ello al subrayar un conjunto
entrelazado de aspectos y elementos de la vida escolar que lo influyen y conforman.
Tableman (2004) por ejemplo, refiriéndose al clima de aprendizaje, apunta cuatro
dimensiones básicas: ambiente físico acogedor y que conduce al aprendizaje, ambiente
social que promueve la interacción y comunicación entre miembros; ambiente afectivo
que fomenta un sentido de pertenencia y auto-estima y ambiente académico que
promueve el aprendizaje. En términos similares, Cohen et al. (2009) señalan como
dimensiones configuradoras del clima: la seguridad física y socio-emocional; la enseñanza
y aprendizaje (calidad de la enseñanza, aprendizaje social, emocional y ético,
desarrollo profesional, liderazgo); las relaciones (respeto por la diversidad,
colaboración escuela-comunidad, moral y “conexión”) y los aspectos ambientales-
estructurales.
Las dos referencias anteriores son ilustrativas de cómo una de las dimensiones que
conforman el clima escolar es la relacional. Las relaciones en el centro, entre ellas las
existentes entre profesores y alumnos, como ya se ha venido apuntando en apartados
previos, atraviesan e impregnan distintos aspectos de la vida escolar, de modo que
pueden constituir una palanca importante para su mejora. Una de las conclusiones del
trabajo realizado a inicios de los años 90 en el Claremont Graduate School’s Institute for
Education and Transformation, (citado por Sergiovanni y Starrat, 2007) apuntaba que lo
que suelen considerarse “problemas” de la escuela (rendimiento más bajo, tasas más
altas de abandono y problemas en la profesión de la enseñanza) no son sino
“consecuencias” de problemas relacionales más profundos y fundamentales.
Concluyeron que los esfuerzos para cambiar las escuelas probablemente no serían
exitosos a no ser que también se cambiasen las relaciones para mejor. Mejorar el
clima escolar y construir una comunidad en la escuela puede ayudar (p. 338).
La mejora del clima en la organización se plantea, así, como un elemento central de
la mejora de los centros. Específicamente se insiste en la importancia de generar aquellas
condiciones que hagan del centro escolar un contexto más propicio para estar, trabajar y
aprender, un contexto de acogida y apoyo en el que los alumnos puedan participar,
implicarse y del que puedan sentirse parte.
Construir un ambiente escolar tal pasa, entre otras cosas, por atender a las
relaciones estrechas entre los estudiantes, los docentes y otros profesionales en el centro.
Como ya se señaló, tales relaciones constituyen un aspecto esencial en la experiencia
escolar de los alumnos; Steimberg y Allen (2002) apuntan a este respecto:

56
Tal vez el rasgo fundamental de un ambiente de aprendizaje efectivo es la presencia de
adultos que demuestren interés y creencia genuina en los jóvenes que participan. Profesores “que
cuidan” es la respuesta usual de los jóvenes a la cuestión de qué es lo que más quieren de un
ambiente de aprendizaje. Presionados a explicar qué quieren decir, los jóvenes hablan no sólo de
nutrir y apoyar, aunque eso es claramente importante. Relaciones de cuidado, para los jóvenes,
están basadas en la justicia, la equidad y el respeto –no sólo para ellos como individuos sino
también para sus familias (p. 21).

Una noción importante cuando se aboga por desarrollar un clima de relación


estrecha entre las personas en el centro escolar es la de “cuidado”. Se trata de un
concepto amplio, que abarca diversos aspectos: Decir que en el centro han de primar
relaciones de “cuidado” no significa única y exclusivamente abogar por que las que se
mantengan entre unos y otros sean “cordiales”. Schussler y Collins (2006: 1.468)
apuntan en este sentido que la relación con el alumno puede ser cordial o problemática,
pero será de “cuidado” en la medida en que tras ella esté el propósito o intención de
comprender al otro y ayudarle a alcanzar su potencial. Sostener que los adultos han de
“cuidar” de los estudiantes, por otra parte, no se limita únicamente al ámbito personal y
afectivo de las relaciones, sino también al académico. Ambas dimensiones –cuidar de los
alumnos académicamente y cuidarlos personalmente– son importantes. Powell (1985:
318, cit. en Murphy et al., 2001) expresa muy claramente esta doble vertiente del
cuidado de los alumnos cuando señala que:

La personalización tiene una dimensión humana y profesional. El lado humano implica


conocer a los alumnos desde el punto de vista del adulto amigo interesado, mientras el profesional
añade el elemento de conocimiento especializado sobre puntos fuertes y débiles particulares en el
aprendizaje. Todos los profesores y desde luego todos los profesionales en la escuela deberían
aconsejar a los estudiantes regularmente. Las habilidades terapéuticas no son las que necesitan
más los alumnos de sus consejeros. Lo que necesitan son adultos que los conozcan como
aprendices únicos, complejos y distintivos.

Cuidar a los alumnos “personalmente” tiene que ver con cómo son tratados en
cuanto que personas, con respetarlos como individuos y tratarlos de un modo justo y
equitativo. Cuidarlos “académicamente” tiene que ver con el currículo que se les oferta,
tal como se comenta más adelante, así como con no dejar de lado en las interacciones
adultos-alumnos las cuestiones de carácter académico, el cómo evolucionan en su trabajo
escolar, los problemas y dificultades con que se están encontrando y los apoyos y
asistencias que se les puede brindar. La atención y el interés por parte del adulto en lo
que respecta al qué y cómo de la situación académica de los alumnos no es sino una
muestra de interés y apoyo, el reflejo de que el centro y sus docentes se preocupan por
ellos, su trabajo y sus aprendizajes.
A ambas dimensiones del “cuidado” –la personal, y la académica– Schussler y
Collins (2006: X) añaden un tercer aspecto –que denominan ‘social’– sin duda importante
en lo que respecta a la convivencia en el centro escolar, referido al interés de los

57
docentes por el desarrollo social de los alumnos, específicamente la capacidad de éstos
para interactuar adecuadamente con los demás.
Ciertas condiciones estructurales, ya comentadas anteriormente, así como la
existencia de dinámicas de relación profesional entre los docentes (trabajo conjunto,
colaboración profesional, participación en toma de decisiones, etc.), son ingredientes
fundamentales a la hora de cuidar, apoyar y ofrecer a los alumnos oportunidades para su
desarrollo personal, social y académico. Pero también conviene contemplar otros
aspectos. En términos generales cabe comentar aquí dos de ellos:

1. El primero, referido a la importancia de conocer a los alumnos, y, por tanto, a


la pertinencia de establecer en el centro los mecanismos y estrategias que
faciliten que los profesores conozcan sus circunstancias y características, tanto
en el plano personal como académico. En ese sentido, un elemento importante
a considerar en el centro es la organización de las tutorías, el papel de los
tutores, y la relación, tanto individual como grupal, que habrían de mantener
con los alumnos en orden a abordar convenientemente aspectos de su
situación académica, sus problemas y dificultades en el aula y en el centro
general. Las tutorías constituyen una ocasión privilegiada para reunirse
regularmente con los tutorandos, conocerlos y mantener una relación estrecha
con ellos; pueden, por tanto, aportar un conocimiento valioso que los docentes
habrían de rentabilizar para mejorar las actividades académicas en el aula,
para ayudar a los alumnos a implicarse más en su propio aprendizaje, o para
que se integren mejor en el centro. Son, por otra parte, contextos para el
aprendizaje de habilidades de comunicación, gestión de conflictos,
participación, etc. –aunque, desde luego, tales aprendizajes también son
consustanciales al desarrollo del currículo en las aulas–, así como una ocasión
para “dar voz “ y sacar a la luz sus percepciones y sugerencias sobre el centro
escolar, sus prácticas, programas y proyectos que les atañen.
2. El segundo aspecto tiene que ver, precisamente, con la participación y la “voz”
del alumno en el centro. Aunque este tema se abordará específicamente en el
capítulo 3 de este libro, cabe apuntar aquí que la implicación de los alumnos
en el centro escolar es un componente importante de su “conexión” y apego al
mismo (Steimber y Allen, 2002), y una vía privilegiada para ello es la
participación y posibilidades de participación en el centro y las aulas.

Participación no sólo planteada desde una óptica exclusivamente instrumental –


como medio para alcanzar la meta de una mayor implicación y pertenencia– sino también
como un compromiso moral del centro con una formación para la ciudadanía activa,
entre otras razones porque las lecciones y beneficios de la participación, la colaboración o
el respeto a los demás, sólo se pueden aprender a través de la experiencia participativa.
Propiciar un clima de participación, en el que los alumnos tengan voz, es una

58
cuestión a la que contribuyen actuaciones como: proporcionar ocasiones para que los
alumnos colaboren unos con otros en actividades académicas y no académicas en el aula
y en el centro (ej. actividades en las que alumnos de diferentes clases trabajen, hagan
salidas, o participen juntos en actividades y proyectos del centro); posibilitar su
participación real en la toma de decisión en el centro y el aula (participación efectiva en el
Consejo Escolar; asambleas de clase que posibilitan que los alumnos puedan influir las
metas y reglas base del aula y ayudar a identificar y abordar problemas que surjan;
comisiones de alumnos de distintos cursos en los que los más veteranos están en
contacto estrecho y regular con los más jóvenes y puedan apoyarlos…; programas de
orientación a nuevos estudiantes o programas de acogida en los que participan alumnos
ya en el centro…); desarrollar en las aulas estrategias de aprendizaje cooperativo, etc. En
última instancia, no se trata sino de cultivar vías y posibilidades que contribuyan a que las
relaciones en el centro y en las aulas estén basadas en la confianza, el respeto mutuo, la
colaboración, la consideración y el cuidado personal, la participación y cooperación, o el
desarrollo de la solidaridad.

2.3.3. Sobre el currículo y la enseñanza

Las dificultades o problemas relacionales y, en general, de convivencia en el centro


escolar y la búsqueda de una mayor implicación, “conexión” y sentido de pertenencia al
mismo no son ajenas al currículo que se desarrolla en él. Por ello, a la hora de abordarlos
es preciso contemplar, junto con aspectos como los referidos en los apartados previos, lo
curricular.
La centralidad del currículo en la experiencia escolar de los alumnos es evidente.
Steimber y Allen (2002) insisten en la necesidad de que éste sea relevante para los
alumnos cuando apuntan que

la principal razón que dan los jóvenes para justificar su desconexión de la escuela es que es
“aburrida”. “Hacemos las mismas viejas cosas todo el tiempo” y “no voy nunca a necesitar esta
materia” son quejas frecuentes.

En términos similares se pronuncian Murphy et al. (2001: 165) al señalar que los
alumnos (de institutos) suelen quejarse no porque lo que hacen en el centro sea
demasiado difícil sino porque es irrelevante y aburrido.
Un currículo relevante para los alumnos, que conecte lo que ocurre en el centro y
aulas con la vida diaria, con los intereses y experiencias reales de los estudiantes, y la
utilización de estrategias de enseñanza diversas y materiales ajustados a sus necesidades
y características constituyen elementos nucleares a contemplar en cualquier centro
escolar que pretenda combatir el desapego escolar, el abandono, los problemas de
convivencia o de escasa implicación de sus alumnos. Modificaciones estructurales, o la
atención a las relaciones con los alumnos y al buen clima escolar de poco servirán, si, al

59
tiempo, el centro en su conjunto no se plantea desarrollar un currículo y enseñanza que
permitan dar respuestas a la diversidad de características y necesidades emocionales,
sociales y académicas de los estudiantes, en cuanto que individuos singulares.
Las oportunidades que ofrece el currículo y su desarrollo para que los alumnos
puedan vivir lo que aprenden como útil y valioso para ellos, puedan establecer
conexiones y relacionar lo que aprenden en la escuela con su background cultural y
social, constituye un aspecto esencial en los contextos escolares actuales. Contextos en
los que la diversidad está al orden del día, y las distancias culturales de buena parte de los
estudiantes con respecto al currículo “ordinario” pueden ser considerables. Acortar tales
distancias y dar respuesta a las realidades diversas de los alumnos no sólo es un camino
para asegurar la relevancia del currículo, también lo es para aminorar problemas de
desenganche y convivencia.
Personalizar e individualizar, utilizar metodologías diferentes para acomodarse a la
diversidad de los alumnos, flexibilizar las estrategias y, en definitiva, llevar a cabo una
enseñanza no rutinaria no está reñido con un currículo riguroso. Tampoco las relaciones
de “cuidado” a las que se aludió antes entran en contradicción con plantear a los
estudiantes una enseñanza que les rete cognitivamente, les implique intelectualmente y les
ayude a desarrollar las competencias que necesitan. Como se apunta en el informe de
Learning First Alliance (2001):

Cuando los alumnos encuentran propósito en su aprendizaje, y cuando se sienten retados y


exitosos la mayor parte del tiempo, terminan estando más implicados en su propio aprendizaje y
más ligados a la comunidad escolar. Al contrario, cuando los alumnos ven poco significado en lo
que se les pide que aprendan o cuando encuentran que las tareas de aprendizaje son
consistentemente demasiado fáciles o demasiado difíciles, pierden el interés, “desintonizan” y se
convierten en disruptivos (pp. 4-5).

Así pues, el trabajo conjunto sobre el currículo constituye un proceso fundamental


en cualquier centro escolar que trate de abordar aspectos como los que se han
comentando a lo largo de este capítulo. Es preciso reflexionar colegiadamente en torno a
qué enseñamos y por qué y a qué modelo de persona y de sociedad estamos
contribuyendo y analizar críticamente en qué medida el currículo y el modo en que se
despliega en las aulas está proporcionando experiencias escolares de calidad,
promoviendo aprendizajes valiosos para todos los alumnos o, por el contrario, está
fomentando una enseñanza rutinaria, poco atenta a la diversidad y, tal vez, promoviendo
aprendizajes competitivos, selectivos, a los que sólo llegan algunos.
La respuesta a la diversidad está en el núcleo de ese proceso de exploración y
remodelación curricular, como lo está en buena parte de las cuestiones que se han ido
abordando en este capítulo. Hacer del centro un lugar más personalizado es hacerlo para
todos, no sólo para los más cercanos culturalmente a la vida escolar.

60
2.4. Consideraciones finales

El foco de atención en este capítulo ha girado, básicamente, en torno a los alumnos, su


vida y relaciones en el centro escolar. Se han comentado algunas condiciones que
caracterizan el contexto organizativo en el que se desenvuelven, así como algunas
propuestas orientadas a promover entornos escolares más cercanos, acogedores y
personalizados. Sin duda, se han dejado de lado aquí aspectos básicos de la
personalización que giran en torno a la idea de profesores trabajando en una comunidad
profesional; otro capítulo de este libro ahonda en ello. En todo caso, es evidente que
hacer de los centros escolares comunidades que proporcionen atención y apoyo a los
estudiantes no es una empresa individual; ha de ser acometida por el conjunto del centro.
Más allá de concepciones y prácticas de individuos aislados, requiere que el centro como
un todo se plantee como prioridad construir entornos escolares en los que los alumnos
puedan crecer con los demás, progresar conjuntamente, participar, compartir y construir
significados; entornos en los que se sientan conectados con las personas de la comunidad
escolar.
Las actuaciones que se emprendan en este sentido no pueden estar articuladas
sobre intereses o deseos particulares sino sobre una concepción conveniente y
conjuntamente discutida, dialogada y acordada de qué contexto de trabajo y relación se
pretende en el centro escolar.
Difícilmente cabría pensar en cultivar contextos organizativos más cercanos y
personalizados para los alumnos y sus aprendizajes académicos y sociales, si la vida de la
organización escolar no sitúa en el núcleo de su actividad al estudiante, si no se valora la
importancia de promover relaciones de cuidado personal, social y académico con y entre
ellos, si no se aborda como una cuestión de centro cuál ha de ser la atención educativa, la
relación social y la convivencia en el seno de la organización y si en el transfondo de todo
ello no late el interés por ofrecer una buena educación para todos.

61
3
La participación y la voz del alumno en el centro
escolar

Es algo habitual sostener, en términos quizás cotidianos, que el éxito escolar depende de
que el alumno desarrolle sus capacidades, de que planifique, regule y controle su
aprendizaje, ponga más interés, preste atención o se esfuerce en su actividad de estudio.
Sin embargo, paradójicamente, resulta novedoso, incluso provocador en ocasiones, hacer
notar la relevancia (siquiera potencial) del papel que desempeña el alumno en la
educación escolar frente al tradicional protagonismo que se ha otorgado a otros agentes
como el profesorado o las familias. De hecho, a la participación del alumno suele
atribuírsele un sentido mínimo cuando se considera como “participar” el hecho de asistir
a clase en un centro o estar expuesto a una determinada instrucción. Pues bien, la
participación de los alumnos puede (y debe) tener un carácter menos limitado. Este
capítulo presenta argumentos que justifican esta tesis, y estrategias que actualmente se
están desarrollando en centros escolares para hacerla realidad en formas y grados
diversos. A pesar de que se sientan excluidos, e incluso, de que sus actitudes y
comportamientos puedan contribuir a la exclusión, las escuelas y los docentes (como
también las familias) pueden (y deben) incitar y ayudar a los estudiantes a que su voz sea
escuchada, a sentirse parte protagonista de una experiencia educativa que construyen
individualmente pero que, al tiempo, es compartida.

3.1. La voz del alumno

Aún con altibajos a lo largo de la historia moderna, diversos movimientos e iniciativas


han contribuido a una reivindicación creciente del papel que pueden desempeñar los
alumnos en la educación escolar. Todos ellos podemos agruparlos bajo el rótulo de “voz
del alumno” (Beaudoin, 2005; Manefield y otros, 2007) que, en un sentido elemental y
comprehensivo, “hace referencia a la expresión de las experiencias y el punto de vista
propio por parte de los alumnos, con la expectativa de que se prestará atención a ello
y, por tanto, a dichos alumnos” (Nieto y Portela, 2008: 3). “Voz del alumno” representa
una perspectiva que “es normativa, al sostener que ciertos posicionamientos y

62
objetivos son más deseables que otros y al postular compromiso con creencias, valores
y prácticas particulares sobre el propósito y la naturaleza de la interacción con los
alumnos” (Robinson y Taylor, 2007: 7). La perspectiva de la voz del alumno ha tomado
cuerpo principalmente en tres ámbitos de trabajo:

– la investigación sobre y con alumnos que aspira a una comprensión más


auténtica y completa de la vida en las aulas y centros escolares;
– la participación del alumnado en los asuntos y decisiones que atañen a su
educación escolar, en un horizonte de extensión de la participación política y,
de este modo, de la democracia; y
– la mejora de las políticas, prácticas y condiciones escolares, atribuyendo a la
perspectiva y la movilización de los alumnos tanta relevancia como la asignada
a los agentes educativos tradicionales.

Estos ámbitos, entre los que se establecen estrechas conexiones, comparten el


postulado del papel de los alumnos como sujetos (y no meros objetos), como agentes
activos (y no receptores pasivos), y como actores, o incluso protagonistas (y no simples
espectadores). La versión más reciente de la perspectiva de la voz del alumno, orientada
de modo predominante al diseño, facilitación y mejora del aprendizaje (Manefield y
otros, 2007), abre diferentes caminos en el aula, en el centro y en la comunidad para el
desarrollo de una educación escolar de calidad para todos, igualitaria y democrática, a un
tiempo personalizada e inclusiva. El mensaje que la “voz del alumno” lanza a los agentes
educativos es claro: necesitan estar preparados para escuchar y aprender de los alumnos
con los que trabajan, pues éstos tienen derecho a ser consultados y tomados en cuenta
cuando se adoptan decisiones que les afectan (Cheminais, 2008). ¿Por qué debería ser
así?

3.1.1. La experiencia del alumno es importante en sí misma

Un argumento básico que otorga valor a la “voz del alumno” es que a través de ella se
transmite el sentido y el significado que da a su “experiencia”. Con su voz, el alumno
construye y expresa simbólicamente su experiencia y su perspectiva de interpretación.
Como recogen Greene y Hill (2005), el concepto de experiencia expresa el hecho de que
una persona sea consciente bien de un estado o condición, bien de ser afectada por un
evento. La conciencia, por tanto, es un requisito para la experiencia. Contiene la
interpretación que hace la persona como resultado de un “encuentro” o “suceso” que la
involucra, pero también es el recurso o soporte para el siguiente. Pero la naturaleza de la
experiencia es inaccesible, al menos en parte, para un observador externo, y el acceso a
la misma deberá hacerse a través de la voz del alumno, que tiene que convertir sus
pensamientos, emociones y vivencias en discursos comunicativos, en su papel de

63
informante de sí mismo, para el que escucha, lo que se hace más problemático cuando el
alumno tiene dificultad o es todavía incapaz de hacerlo. Con todo, la realidad
experimentada por los niños y jóvenes en ámbitos educativos no puede ser plenamente
comprendida por inferencia y suposición.
Partiendo de la base de que el aprendizaje (el cambio, el desarrollo) no sucede en
las aulas sino en el interior de los alumnos y, en consecuencia, ellos son los productores
de los resultados escolares, no pocos autores defienden las posibilidades de
transformación que se abren al considerar su punto de vista. Los problemas tradicionales
de la educación escolar (fracaso, absentismo, abandono, indisciplina, exclusión…)
podrían ser abordados de una forma muy diferente si los viéramos a través de las lentes
de los propios alumnos (Rudduck y Flutter, 2007; Susinos, 2009). El problema ha sido
que “desconocemos lo que piensa y dice el alumnado como consecuencia de que no le
escuchamos…, ni llegamos a considerarlo como un contenido importante para la
relación pedagógica de las aulas” (Martínez, 1998: 56). Pero su voz y su participación
añaden valor y pertinencia no sólo a la identificación y conocimiento de problemas
verdaderamente significativos sino también a la fundamentación, planificación, puesta en
práctica y evaluación de propuestas de mejora en relación con los ámbitos de actuación
(aula, centro escolar, comunidad) que dan soporte a sus experiencias de aprendizaje
(Flutter y Rudduck, 2004; Rudduck y Flutter, 2007). En suma, “los alumnos deben
estar involucrados en el diálogo y sus visiones, como todas las demás, deben ser
problematizadas y utilizadas para reflexionar críticamente sobre la mejora escolar”
(Nieto, 1994: 398).

3.1.2. Cada alumno es un sujeto individual y único

Aceptar al alumno como sujeto de experiencia es dotar de autenticidad y legitimidad a su


perspectiva (Rudduck y McIntyre, 2007, 2004). Asimismo, conlleva el reconocimiento
de la diversidad y la individualidad. Este valor de la diferencia implica respetar a cada
alumno como un experimentador único y privilegiado de su mundo, aun cuando la
experiencia puede comprenderse como socialmente mediada y, en ciertos aspectos
relevantes, compartida. La experiencia tiene que ver con la subjetividad porque es
interpretación de uno mismo acerca de sí mismo y de sus circunstancias por medio de
procesos mentales reflexivos. Pero también tiene que ver con la intersubjetividad, porque
es intercambio o interpretación comunicada con otros: de uno mismo acerca de los
demás, de los demás acerca de uno mismo y de tentativas de comunicarse mutuamente
experiencias. De un modo u otro, como sostienen Greene y Hill, “es posible aprender de
la experiencia de los jóvenes indagando tanto en su compromiso activo con sus
mundos materiales y sociales, poniendo atención a las acciones o a las palabras, como
a partir de sus propios relatos o informes sobre su mundo subjetivo” (2005: 6). Y
conocer la experiencia simbólica de los alumnos lleva a comprender que tienen vidas
complejas y multifacéticas, construidas a partir de influencias de muy diverso tipo; que

64
tienen capacidad o potencialidad para dar forma a su propia experiencia y reflexionar
sobre ella, lo que los sitúa, comparativamente, en un plano de igualdad con los adultos.

3.1.3. El alumno es una persona con derechos

En cuanto argumento ético y moral, la concepción del alumno como persona lo define
como agente de su propia vida, como ser que siente y que puede actuar con intención.
Ello implica el reconocimiento de que tiene poder en los asuntos que conciernen a su
educación escolar o, dicho de otro modo, de que es capaz y competente, de que su
conocimiento es válido y valioso. Puede que sus capacidades sean limitadas al inicio,
pero el punto de partida es considerar que esto se debe a la falta de oportunidades
educativas y no a la falta de capacidad (Shier, 2008).
En cuanto argumento jurídico y político, lo define como sujeto de valor y con
derechos, los cuales deben de ser respetados y promovidos (cuadro 3.1), tal y como
recogen la Convención sobre los Derechos del Niño (Naciones Unidas, 1989), los
desarrollos normativos posteriores sobre derechos y responsabilidades de la infancia y la
juventud (Cheminais, 2008), o en un sentido más amplio, la aplicación concreta de un
conjunto de derechos y responsabilidades que, como parte integral de la adaptación de
nuestras instituciones escolares al mundo globalizado, serviría como base para
convertirlas en espacios de ley y ciudadanía bajo principios de equidad, diversidad,
inclusión, seguridad, identidad, pluralismo, información y participación activa a todos los
niveles (Durr, 2004).

Cuadro 3.1. De la Convención sobre los Derechos del Niño (Naciones Unidas, 1989)

“Los Estados Parte garantizarán al niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio, el derecho a
expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño, teniéndose debidamente en cuenta las
opiniones del niño, en función de la edad y madurez del niño” (Artículo 12: 1)

“El niño tendrá derecho a la libertad de expresión; ese derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir
informaciones e ideas de todo tipo…, ya sea oralmente o por escrito o impresas, en forma artística o por
cualquier otro medio elegido por el niño” (Artículo 13: 1)

En consecuencia, toda situación escolar que resitúa el rol y estatus del alumno en el
plano del reconocimiento y respeto de sus derechos está legitimada en la medida que
implica adoptar un patrón congruente con unos valores sociales que cuentan con respaldo
jurídico y político (Nieto y Portela, 2008). La “voz del alumno”, como una “voz
autorizada” que importa en el centro escolar, representa una actitud democrática, una
práctica justa o, simplemente, una manifestación de principios de inclusión.

65
Finalmente, como metáfora de la participación, la inclusión de la “voz del alumno”
en la educación escolar se asocia a múltiples y diversos beneficios (Manefield y otros,
2007; Cheminais, 2008), entre los que cabe destacar los siguientes:

– Da a los alumnos la oportunidad de expresar lo que es importante para ellos y,


al tiempo, clarificar sus necesidades e intereses y mejorar su capacidad de
comunicación.
– Da a los profesores la oportunidad de mostrar respeto por las visiones de los
alumnos, al tiempo que obtienen acceso a lo que éstos piensan e información
adicional valiosa para abordar cuestiones y actuar de una forma que sea más
beneficiosa para los alumnos.
– Ayuda al desarrollo personal de los alumnos, al facilitarles apropiarse de
decisiones que se toman sobre su aprendizaje y sus vidas, asumir nuevas
responsabilidades y hacer contribuciones positivas; y, en todo caso, les ayuda
a tomar decisiones más fundamentadas, precisas y relevantes para ellos
mismos.
– Ayuda a desarrollar la auto-confianza, las habilidades inter-personales y el
pensamiento reflexivo y creativo en los alumnos y en los profesores; y, en
todo caso, a enriquecer y estrechar las relaciones entre unos y otros.
– Muestra a los alumnos cosas que ocurren fuera de la instrucción en el aula,
motivándolos a interesarse por cuestiones de centro y de comunidad.
– Puede ser un catalizador para un desarrollo de la participación más amplia de
todas las partes implicadas, promoviendo un mayor respeto por las formas
democráticas de abordar tareas compartidas y de interés común.
– Aumenta la calidad de las decisiones organizativas y ayuda a desarrollar una
organización centrada en las personas, que se sienten escuchadas, valoradas,
respetadas y tratadas como iguales.
– Proporciona un enfoque más inclusivo a la auto-evaluación y mejora del centro
escolar.

El esfuerzo por promover o mejorar la participación de los alumnos en su


educación escolar es beneficioso no sólo para éstos. No tiene por qué menoscabar el rol
de otros agentes, particularmente los profesores. Antes bien, puede contribuir a favorecer
un desarrollo y potenciación de su papel en la tarea de atender educativamente a
personas, con todas las importantes implicaciones profesionales e ideológicas que ello
entraña (Fielding, 2004; Nieto y Portela, 2008). A fin de cuentas, el proceso de
educación escolar es, genuinamente, una responsabilidad compartida, no sólo entre
profesores (entre otros agentes), sino también con los alumnos.

3.2. Modalidades de participación

66
La inclusión del alumno en la vida del centro escolar puede adoptar múltiples y diversas
formas, si nos atenemos a las propuestas que han elaborado distintos autores sobre
tipologías de participación, entendida ésta en un sentido amplio o general y considerando
la distribución de poder (entre alumnos y profesores, entre niños o jóvenes y adultos) en
un proceso de toma de decisiones libre de contexto (Hart, 1992; Treseder, 1997; Durr,
2004; Huddleston, 2007). Entre ellas hay una gran concordancia dado que adaptan o
toman como referencia la aportación originaria de Arnstein (1969), consistente en
diferenciar una jerarquía de niveles o formas de participación que, a modo de escalera o
continuo, determina un incremento progresivo de su grado de valor educativo y
participativo, hasta llegar a la participación “auténtica”. Representativo también de este
enfoque es el modelo de Shier (2001), que establece cinco niveles de participación, los
cuales presentan tres grados de compromiso denominados iniciación, oportunidades y
obligaciones (figura 3.1).

67
Figura 3.1. Modalidades de participación (adaptado de Shier, 2001).

68
Los grados de compromiso en cualquier nivel de participación se definen en los
siguientes términos:

– La iniciación ocurre tan pronto como el agente educativo está preparado para
proceder en el correspondiente nivel de participación y tiene el compromiso de
actuar consecuentemente, lo que supone una precondición de apertura.
– Las oportunidades se corresponden con situaciones, problemas o necesidades
que hay que afrontar y que permiten al agente educativo llevar a la práctica
ese nivel de participación, al igual que disponer de los recursos y capacidades
apropiados.
– Las obligaciones conllevan que ese nivel de participación ha de contar con
respaldo de acuerdos de la política de la organización que comprometen a los
agentes miembros, tanto como a la propia organización a la hora de garantizar
las oportunidades de participación.

De los cinco niveles de participación y de los tres grados de compromiso anteriores,


surge una secuencia lógica de quince preguntas, que pueden ser utilizadas como
herramientas para identificar los niveles presentes de participación, para determinar fines
(niveles deseados) y para planificar la realización de programas o actividades de
participación en una gran variedad de situaciones, incluidas las escolares en aula, centro y
comunidad. Asimismo, este tipo de modelos ha sido utilizado con frecuencia como marco
normativo para evaluar políticas y prácticas de carácter participativo o como indicador
para la autoevaluación de la actitud de los adultos (Cheminais, 2008).
Es común la tendencia a concebir que un nivel superior de participación incluye a
los inferiores, de manera que varios niveles pueden tener cabida a la vez en una misma
experiencia. La decisión sobre cuándo decir a los alumnos qué hacer, cuándo ayudarles a
decidir qué hacer o cuándo retirarse para que ellos mismos puedan controlar su proceso
educativo y participativo estaría condicionada por la deseabilidad de aspirar al nivel más
elevado o de mayor alcance educativo y participativo. Sin embargo, otros autores
(Treseder, 1997; Trilla y Novella, 2001) cuestionan que, aunque haya un progresivo
aumento de la complejidad de participación, eso no significa que cualquier experiencia
situada en un determinado nivel suponga necesariamente mayor participación que otra
ubicada en el inferior. Se conciba la participación en forma de grado o de forma no
excluyente, es remarcable en todo caso la variabilidad y flexibilidad de aplicación que
permiten las diversas modalidades de participación, teniendo en cuenta que cada una (o
bien, una serie alternativa o sucesiva de ellas) puede ser adecuada para diferentes
alumnos, proyectos, actividades, momentos y factores contextuales de centro o de aula
(Huddleston, 2007, Cheminais, 2008).
Por lo demás, es pertinente señalar que en algunos modelos que adoptan la forma
de grados (Hart, 1992) se incorporan niveles o etapas que hacen referencia a la no
participación y que se situarían, obviamente, por debajo del nivel mínimo de

69
participación indicado más arriba (los alumnos son escuchados). En el caso de los
modelos que adoptan la forma no excluyente, se identifican como formas inapropiadas de
actuación que pueden producirse en cualquiera de las modalidades de participación
efectiva. En uno u otro sentido, se alude por ejemplo a situaciones de “manipulación”,
donde los adultos utilizan a los alumnos para perseguir sus propios fines aunque afirmen
demagógicamente que éstos han sido inspirados por los alumnos; de “decoración”, que
tendrían un carácter ceremonial o de instrumentalización ornamental en tanto que los
alumnos son indirectamente utilizados para legitimar o reforzar las decisiones de los
adultos; y de “tokenismo”, entendido como una participación de naturaleza simbólica o
aparente que enmascara la conducta directiva de los adultos al conceder voz a los
alumnos pero mermar de hecho su capacidad de iniciativa y elección (Hart, 1992).
La experiencia práctica enseña que la participación es más variada y compleja de lo
que nos sugieren los modelos más conocidos, ofreciendo una “foto estática” de niveles
de participación. El modelo para construir, “más bien debe enfocarse en procesos
dinámicos, en que diferentes niveles, espacios y modalidades de participación se
transforman e interactúan con el tiempo y el contexto” (Shier, 2008: 80).

3.3. Estrategias para la participación

Con el marco de referencia que proporcionan las modalidades de participación, pueden


ser identificadas direcciones o metas de inclusión de la voz del alumno en el centro
escolar, así como situaciones prácticas que puedan servir a su desarrollo (Lansdown,
2001; Flutter y Rudduck, 2004). Éstas pueden graduarse desde una expresión de
participación mínima o básica hasta otra que implique intervención activa y directa en la
vida del centro escolar como miembro plenamente perteneciente al mismo y, en
particular, a la comunidad escolar, a cuya construcción habría de contribuir dicha
organización, algo que se caracteriza como comunidad centrada en la persona (ver
también capítulo 2).

70
Figura 3.2. Estrategias para la participación del alumno.

El escenario en el que nos ubicamos presentará un tipo particular de participación


de los alumnos en interacción con profesores, que puede tener lugar y sentido en el
contexto de diversos procesos y actividades (indagación, toma de decisiones,
planificación, implementación, evaluación, apoyo o mejora), relacionados con ámbitos
principales de la educación escolar (o aspectos específicos de los mismos) como las
actividades y condiciones (didácticas) de enseñanza y aprendizaje (a nivel de aula o
centro), o las actividades y condiciones (organizativas, políticas o culturales) del centro o
de la comunidad escolar (Durr, 2004, Huddleston, 2007).

3.3.1. Consulta

La estrategia de consulta consiste básicamente en que el profesor incita y ayuda al


alumno a expresar su punto de vista, su experiencia o sus preocupaciones y lo escucha
activamente. Esta información se considera válida y valiosa, por ejemplo, para adaptar y
personalizar la enseñanza o para mejorar las tareas y resultados de aprendizaje, al tiempo
que para estimular la comunicación, una participación mínima y un clima relacional
positivo. En general, pues, los proyectos y actividades son diseñados y llevados a cabo
por el profesor, pero los alumnos son consultados; tienen conocimiento del proceso y sus

71
opiniones son tomadas en cuenta (Treseder, 1997; Lansdown, 2001). De esta forma, en
la estrategia de consulta la participación presentará las siguientes características:

– Iniciada, dirigida y gestionada por los profesores.


– Los alumnos no tienen control sobre los resultados. Pueden tener la
oportunidad de recibir formación y ayuda para desarrollar capacidad y
confianza.

Es habitual que en las clases se formulen consultas sobre el interés o comprensión


de un contenido o de una tarea en particular. También puede versar sobre la enseñanza y
el aprendizaje, preguntándose si sus prácticas docentes son útiles y por qué o si las
decisiones que toma o las actividades que plantea en clase resultan motivadoras o
productivas desde la perspectiva de sus alumnos. Pero lo que plantea la “estrategia” es,
precisamente, que la interacción de consulta con los alumnos no se realice de manera
informal o implícita, sino que tenga una intención transformadora, que responda a un
criterio deliberado y que se realice con un enfoque amplio y explícito (Martínez, 1998);
por ejemplo, el que subyace al deseo consciente de intentar responder a la pregunta de
¿qué puedo aprender de mis alumnos que me ayude a ayudarlos a aprender con mis
clases? (Rudduck y McIntyre, 2007). En palabras de Cheminais, “la consulta es el
proceso sistemático de escuchar las opiniones de los alumnos sobre un aspecto o
tópico, […] de hablar con ellos sobre cosas que cuentan en la situación educativa y
solicitarles consejo y valoraciones sobre iniciativas particulares” (2008: 7).
Con la estrategia de consulta, los estudiantes perciben que son invitados a
reflexionar abiertamente sobre sus experiencias de clase y que sus opiniones son
valoradas. Pero predominará el rol de alumno como agente consumidor, como cliente
(fuente de información) o como participante pasivo. Es escuchado y representa una
fuente de datos, pero no llega a intervenir en la discusión o utilización de resultados; es el
profesor quien procesa esa información y actúa en consecuencia, aunque sea en
beneficio del alumno (Hart, 1992; Rudduck y Flutter, 2007).
Se distinguen varias modalidades de consulta con sus correspondientes alternativas
de procedimiento (MacBeath y otros, 2003) para llevarlas a cabo:

a) Consulta directa. El alumno es preguntado directamente por el profesor de


forma oral o escrita. Puede hacerlo a través de variados procedimientos
(alternativa o complementariamente) tales como: cuestionarios de preguntas
cerradas o abiertas, anotaciones personales en tarjetas o buzón de
sugerencias, entrevistas abiertas o semiestructuradas o discusiones en grupo.
En los casos de interacción verbal cara a cara, el profesor puede influir en el
sentido y contenido de la conversación, o puede optar por que lo haga una
tercera persona para mitigar el potencial efecto inhibidor de su presencia.
b) Consulta inducida. El alumno es animado a expresar oralmente o por escrito

72
su punto de vista por medio del uso de estímulos, tales como sentencias
incompletas o materiales para comparar, una lección reciente, los resultados
de una encuesta, recortes de prensa con una información particular o un
evento destacado, un vídeo o una fotografía…
c) Consulta mediada. El alumno es ayudado a expresar lo que siente o piensa a
partir o por medio de procedimientos indirectos o creativos. El profesor podrá
utilizar para ello dibujos o pinturas, pósters, prensa escolar, vídeo o
fotografía, dramatizaciones (por medio de juego de rol o teatro). Aunque el
profesor haga sus propias inferencias, puede incluir hablar sobre lo que el
alumno ha querido expresar.

Estando tales opciones metodológicas graduadas en virtud, básicamente, de


características singulares de los alumnos, se asume como deseable que la consulta tienda
a construirse como un diálogo continuado, centrado en aspectos específicos y vinculado
a la práctica reflexiva del profesor, esto es, sacando consecuencias para su propia
actividad y mejora docente (Rudduck y McIntyre, 2007). De ahí que sea frecuente
incorporar a las interacciones de consulta actividades de observación, de fomento de las
sugerencias y de devolución de información al alumno por medio de charlas o
presentaciones (verbales, escritas, visuales) o de tecnologías de la información.

3.3.2. Implicación

La estrategia de implicación consiste en que los profesores toman en cuenta el punto de


vista e intereses de los alumnos, con la expectativa de que influyan en las decisiones y
contando con que ello añada relevancia y otorgue legitimidad a los resultados. La
intervención de los alumnos en la educación escolar se amplía y adopta la forma de
“implicación”, concebida como apoyo y como compromiso con proyectos y actividades.
Los docentes intentan despertar en los estudiantes interés hacia algún aspecto o cuestión
y les transmiten ilusión o entusiasmo, incluyendo con claridad el mensaje de que sus
ideas serán tenidas en cuenta, aportarán riqueza y marcarán la diferencia. Los profesores
deciden sobre el proyecto o la actividad, pero respetan el punto de vista de los alumnos.
Éstos eligen voluntariamente contribuir, comprenden la propuesta y saben quién decide
implicarles y por qué (Treseder, 1997). La estrategia de implicación, pues, presentará las
siguientes características:

– Iniciada, dirigida y gestionada por los profesores.


– Los alumnos contribuyen y tienen control parcial sobre los resultados. Pueden
tener la oportunidad de recibir formación y ayuda para desarrollar capacidad y
confianza para poder influir en los resultados, a lo que cabe añadir la
posibilidad de organizarse.

73
Tomando como referencia a varios autores (Hart, 1992; Fielding, 2001; Flutter y
Rudduck, 2004) podemos diferenciar dos modalidades de implicación:

a) Implicación de apoyo. El profesor emprende una actividad o hace una


indagación e interpreta datos, pero el alumno es consultado sobre la
definición del problema o tema de interés y sobre la preparación de los
procesos de toma de decisiones, además de recibir retroalimentación de los
resultados obtenidos. Los profesores llevan el peso de la actividad y la
implicación de los alumnos tiene un perfil bajo, es parcial o puntual e
interviene de algún modo, más bien indirectamente, en la toma de decisiones
a partir de los mismos.
b) Implicación de compromiso. El alumno es incorporado como participante al
proyecto o a la indagación, hay retroalimentación, se discuten con él los
resultados derivados de los datos y desempeña un papel activo en la toma de
decisiones, pero el proceso es dirigido, en todo momento, por el profesor.
Éste tiene la idea inicial y propicia que los alumnos estén implicados en todos
los pasos de la planificación y la implementación. La implicación de los
alumnos tiene un perfil más alto; no sólo se consideran sus intereses o puntos
de vista, sino que también están involucrados en tomar las decisiones y
cooperan en la realización de los procesos.

Las diferencias entre estas dos modalidades de implicación son, más bien, de grado,
lo que se reflejará no tanto en qué actividades se plantean sino en cómo se abordan
considerando el papel de los alumnos:

– Determinar cuestiones de interés que necesitan respuesta como base para llevar
a cabo revisiones, indagaciones o evaluaciones que fundamenten toma de
decisiones y acciones.
– Recoger información documental o preparar y llevar a cabo encuestas, grupos
de discusión y/o entrevistas.
– Analizar materiales, identificar mensajes clave, proceder a su discusión, extraer
conclusiones y hacer recomendaciones sobre acciones a emprender o
desarrollos futuros.
– Diseñar estrategias, planificar, implementar y evaluar proyectos, programas o
actividades.

La participación de los alumnos está dirigida por los profesores, que son quienes
definen qué actividades son apropiadas o útiles para incorporar las ideas o perspectivas
de los alumnos. Los profesores buscan el apoyo de éstos o propician su inclusión en la
toma de decisiones, lo que, previsiblemente, tendrá un impacto en los resultados, pero el

74
control del proceso y la responsabilidad sobre los resultados pertenecen al profesor.
Según el grado de implicación en las iniciativas que plantean los profesores, prevalecerá
bien el rol de alumno como agente de apoyo o bien como agente participante
(cooperador). En cualquier caso, la estrategia de implicación conlleva una transferencia
de recursos desde el alumno al profesor, evocando relaciones asimétricas, dirigidas o
tuteladas por éste (Nieto y Portela, 2008).

3.3.3. Asociación

La estrategia de asociación consiste en que los profesores colaboran con los


alumnos compartiendo el poder y la responsabilidad de las decisiones que afectan a la
planificación, desarrollo y evaluación de, bien proyectos de trabajo o de investigación,
creando oportunidades que fortalecen procesos de colaboración, bien de políticas,
prácticas o servicios escolares, que permiten a los alumnos comprender y aplicar
principios de ciudadanía y democracia. La estrategia de asociación en ambos casos
proporciona oportunidades a los alumnos para pensar y decidir por sí mismos e
interaccionar con otros en un sentido positivo, en el marco de procesos colectivos de
toma de decisiones y escenarios de diálogo y deliberación. La actividad presentará las
siguientes características (Lansdown, 2001):

– Iniciada por los profesores (normalmente) o por los alumnos, pero siempre
voluntariamente aceptada por éstos. Unos y otros comparten toma de
decisiones y liderazgo.
– Conllevan crear estructuras a través de las cuales los alumnos se organizan y
pueden valorar e influir en los resultados. Una vez planteada la actividad, se
auto-regulan y lideran su acción.

Partiendo de aportaciones de varios autores (Fielding, 2001; Lansdown, 2001;


Durr, 2004; Flutter y Rudduck, 2004; Beaudoin, 2005) pueden diferenciarse dos
modalidades complementarias:

a) Trabajo en colaboración. Profesores y alumnos desempeñan un papel activo


en la toma de decisiones; preparan, desarrollan y evalúan conjuntamente
proyectos de trabajo o de investigación, evalúan su impacto y extraen
conclusiones a la luz de la información obtenida. La colaboración está
centrada en un proyecto singular, interesante o importante para ambas partes,
a menudo en el contexto de un tópico disciplinar o de un proceso de
aprendizaje en un aula o entre aulas, pero también puede abordar cuestiones
sensibles o problemáticas a nivel de centro o comunidad. Las actividades que

75
suelen ir asociadas a la realización de proyectos de trabajo o de investigación
en colaboración implican creación de equipos de trabajo, análisis de
necesidades, determinar preguntas o fines, recoger y analizar información,
decidir acciones conjuntas a emprender, evaluar procesos y resultados,
extraer conclusiones y recomendaciones…
b) Participación democrática. Como expresión de la participación plena y
auténtica, se contemplan experiencias que tratan de transformar o revalorizar
la educación escolar en un ejercicio democrático de ciudadanía plena,
renegociando las relaciones tradicionalmente desiguales y autoritarias con los
alumnos, respetando a éstos como personas, y valorándolos como miembros
de pleno derecho. Ello suele plasmarse en políticas, estructuras y
procedimientos de representación y de participación, así como mecanismos
de defensa y mediación, en áreas amplias del centro escolar con criterios de
diversidad, es decir, de inclusión de “todos” los alumnos con independencia
de su rendimiento académico, clase, etnia o género (Huddleston, 2007;
Susinos, 2009). Si la estructura de gobierno del centro escolar responde a un
modelo de democracia representativa (lo que suele limitar la participación
directa), es habitual crear sistemas o estructuras paralelas que permitan a los
alumnos organizarse juntos y articu lar sus puntos de vista e intereses, así
como elaborar propuestas conjuntas (asambleas, foros, consejos, comités,
comisiones, paneles…), pues sus voces son múltiples y sus relaciones han de
ser directas, no mediatizadas (Fielding, 2004).

En las interacciones de asociación (“partenariado”), las partes intervienen


voluntariamente en ellas, pueden compartir objetivos comunes, pero, sobre todo,
emprenden actuaciones conjuntas en las que dependen mutuamente unos de otros (Nieto
y Portela, 2008). Según la asociación ponga el énfasis en los beneficios y efectividad de
la colaboración o en los beneficios y cualidades democráticas, primará respectivamente el
rol de alumno como agente asociado (colaborador) o de alumno como agente
ciudadano. De cualquier modo, la diferenciación entre una forma y otra no es taxativa;
frecuentemente, se plantean experiencias escolares que las unifican en la práctica (Durr,
2004) como por ejemplo:

– Participación parlamentaria, extendiendo al centro o al aula las estructuras


formales o jerárquicas existentes a otros niveles más amplios con elección de
portavoces, delegados o representantes.
– Participación abierta, en situaciones más o menos informales y espontáneas
para abordar casos o problemas, lo que requerirá definición y diagnóstico,
recogida de información, articulación de prioridades y desarrollo de
soluciones.
– Participación simulada, planteando el ejercicio de procedimientos participativos

76
y democráticos de una forma alegre y distendida en formatos de juegos de
simulación.

En general, la interacción de asociación comportaría no sólo que los alumnos


apoyen a los profesores, sino también que éstos apoyen a los alumnos en un proceso
compartido. Los alumnos son un recurso para los profesores, como éstos representan un
recurso para aquéllos, de manera que lo que se produce es un intercambio de recursos
en el que intervienen profesores y alumnos. Las connotaciones de igualdad son
inherentes a la estrategia de asociación y las partes involucradas contribuyen (con
conocimiento, habilidades, ideas, experiencia…) o, al menos, pueden llegar a contribuir
en términos de co-decisión, esto es, de reparto de la capacidad de determinar la vida
escolar, los desarrollos personales y sociales, las mejoras de la calidad de la acción
colectiva y de la democracia participativa de acuerdo con las “condiciones respectivas” lo
que, en cualquier caso, significaría lo mismo que “en condiciones de igualdad”.
Aquí, el modelo de referencia son las “escuelas democráticas” (Gimeno, 1998) que
viven, desarrollan valores y practican procesos de democracia participativa que terminan
afectando a todos sus componentes e interacciones a nivel de aula, centro y comunidad.
Partiendo del principio de que “la participación de los alumnos en cómo aprenden y en
el ambiente en el que lo hacen es un componente vital de la educación en su sentido
más amplio y menos mensurable” (Klein, 2003: 1), cultivan esa vertiente que es la
educación “a través” de la ciudadanía, lo que implica que los alumnos aprenden
haciendo, a través de experiencias participativas que, en asociación con los demás
miembros de la escuela, no hacen sino democratizarla (Osler y Stakey; 2005).

3.3.4. Delegación

La estrategia de delegación consiste en facilitar oportunidades o ayudar (asesorar, incluso


capacitar) a los alumnos para emprender acciones por sí mismos y afrontar cuestiones o
necesidades que consideran importantes, transfiriendo a los alumnos la autonomía,
responsabilidad y poder de tomar decisiones, así como el control de actividades, servicios
o recursos. Los alumnos tienen la idea inicial y deciden cómo llevar a cabo el proyecto o
actividad, mientras que los profesores están disponibles en caso de ayuda pero no toman
parte directamente (Tresedet, 1997). Las actividades presentarán las siguientes
características:

– Iniciada por los alumnos.


– Los alumnos determinan intereses y dirigen o lideran el proceso.
– El papel de los profesores es apoyar y facilitar, no dirigir.
– El proceso es controlado por los alumnos.

77
La estrategia de delegación ofrece ricas oportunidades de aprendizaje en relación
con asuntos tanto curriculares como extra-curriculares, promoviendo la iniciativa y el
liderazgo, la autonomía y el autocontrol de los alumnos, capacidades que desempeñan
también un papel clave en otros ámbitos y procesos de participación a nivel de aula,
centro o comunidad (Beaudoin, 2005). Adicionalmente, la interacción con los profesores
puede llegar a ser frecuente, por cuanto los alumnos cuentan con ellos a efectos de
asesoramiento, discusión y apoyo; aunque no asuman un papel directivo, los profesores
ofrecen sus recursos (conocimiento, experiencia, punto de vista) a los alumnos para que
éstos los consideren.
Ejemplos de actividades de delegación (Durr, 2004; Fielding, 2004; Beaudoin,
2005) serían:

– Talleres de trabajo para identificar y alcanzar sus propias metas e iniciativas.


– Clubs de alumnos.
– Voluntariado.
– Consejo de clase (con portavoz).
– Apoyo entre iguales o ayuda mutua entre alumnos, como el acompañamiento o
la tutoría de compañeros, o los grupos de apoyo y de acción social
(incluyendo grupos inter-generacionales).
– Resolución participativa de problemas o de conflictos en el aula o en el centro
(con mediación, audiencias, procedimientos de decisión e implementación,
seguimiento de casos).

La estrategia de delegación parte de un firme compromiso por animar a los alumnos


a definir su propia situación, organizarse por sí mismos y plantear estrategias para
alcanzar las mejoras que desean. Ello requiere un claro reconocimiento por parte de los
agentes escolares de la necesidad de concesión de poder a favor de los alumnos para
controlar el proceso y los resultados. En el caso de la estrategia de delegación, prima el
rol de alumno como agente independiente. Los alumnos intervienen en tareas orientadas
a ejercer un efecto positivo en ellos, con autonomía y, en ocasiones, incluso con una
relación mínima o escasa comunicación e interacción con los profesores, aun cuando lo
que hagan no esté desvinculado o separado de lo que se hace en el aula, en el centro o en
la comunidad. Paralelamente, sin embargo, implicará también que los agentes escolares
mantengan un papel de facilitación continuo en asesorar y apoyar esas iniciativas y
esfuerzos, que podrá ser activo cuando así sea demandado por los alumnos (Lansdown,
2001).

3.4. Condiciones de desarrollo de la participación

Las categorías establecidas para conceptuar y describir las principales estrategias que

78
sirven a la participación de los alumnos en el centro escolar no tienen fronteras que las
delimiten claramente, como tampoco son mutuamente excluyentes. Los proyectos o
iniciativas de participación podrán desplazarse en la práctica de una categoría a otra en la
medida en que contribuyan a desarrollar confianza entre las partes involucradas. En
general, la elección y utilización de un enfoque estratégico u otro deberá adecuarse a las
características de los alumnos (en especial el nivel de desarrollo y las capacidades) y ser
sensible a los intereses o necesidades de éstos, tal y como son percibidos por ellos
mismos (quizás, preocupaciones o intereses distintivos relacionados con su cultura, etnia
o género), teniendo presente el desplazamiento del control desde los profesores hacia los
alumnos que conlleva cada tipo de participación (Treseder, 1997; Greene y Hill, 2005;
Rudduck y McIntyre, 2007). Atendiendo a estos criterios, el centro escolar que
promueve la participación de alumnos debe cuidar tres elementos clave:

– Crear oportunidades efectivas para que los alumnos participen como parte de la
cultura y la estructura de la organización.
– Proporcionar información a los alumnos sobre aquello en lo que participan, en
un lenguaje y en un formato asequible para los mismos.
– Facilitar a los alumnos disponer de apoyo por parte de personas a quien
conozcan y en quien confíen para el oportuno asesoramiento y desarrollo de
capacidades.

El contenido de la participación tiene, asimismo, un peso relevante. Tener una idea


clara acerca de qué se desea resolver o aprender y de quién es un punto de partida clave.
A partir de una definición clara de la situación que requiere la participación y las
necesidades que han de ser afrontadas por medio de ella, cualquier estrategia de
participación debería buscar alguna repercusión en lo que sucede en las aulas y en el
centro (Rudduck y McIntyre, 2007) y particularmente:

– Promover el compromiso de los alumnos y su capacidad de aprendizaje,


fortaleciendo su autoestima, mejorando actitudes ante la escuela y el
aprendizaje, fomentando un fuerte sentimiento de pertenencia y desarrollando
nuevas habilidades para el aprendizaje.
– Potenciar la docencia, desarrollando una mayor conciencia de la capacidad de
los alumnos, buscando nuevos puntos de vista, renovando la emoción por la
enseñanza y transformando prácticas pedagógicas.
– Transformar las relaciones entre profesor y alumnos desde rasgos de pasividad
y confrontación hacia rasgos de actividad y colaboración.

Todo ello constituye un colosal desafío, habida cuenta de los obstáculos


psicológicos, culturales y estructurales que, históricamente asentados, han empujado a

79
muchos escenarios escolares a caer en el círculo vicioso del desafecto educativo y de la
educación autocrática o jerárquico-burocrática (San Fabián, 1997; Martínez, 1998). El
problema no radica tanto en el hecho de que el principio de la participación de los
alumnos tenga limitaciones en un contexto de educación escolar (por ejemplo, las que se
derivan de los requerimientos curriculares y la especialización disciplinar), sino, más bien,
en la tendencia del “sistema” y de los adultos, a menudo por propio interés, a considerar
a los alumnos vulnerables, cuando no incompetentes, en dos niveles complementarios
(Osler y Starkey, 2005):

– Su dependencia inherente, sobre todo desde el punto de vista psicológico (falta


de conocimiento, de experiencia…).
– Su dependencia estructural, desde el punto de vista de presunciones y actitudes
históricas sobre la naturaleza de la infancia y la juventud (falta de poder, de
derechos civiles…) o, simplemente, desde el punto de vista de los márgenes
de autonomía y control.

En contrapartida, sigue siendo un magnífico reto, como así lo evidencian no pocas


iniciativas y experiencias, apostar por la educación escolar como una tarea compartida
(participativa), que entraña un proceso de aprendizaje basado en la experiencia, de
construcción del desarrollo personal y social, que necesariamente es gradual y lleva
tiempo (Durr, 2004). Considerando la participación como requisito de aprendizaje,
debería apoyarse desde abajo y en formas diversas, aprendiendo, organizando y
movilizando las acciones de los alumnos desde que entran en la institución escolar, para
que cuando salgan de ella se hayan cumplido metas formativas de hondo calado: tener y
demandar voz en las grandes decisiones que afectan a sus vidas (Shier, 2008). En este
sentido, es tan importante el proceso como los resultados. La participación ha de
contemplarse como un fin tanto como un medio de mejora, y la dinámica general (las
actividades asociadas a procesos de iniciación, desarrollo y evaluación de proyectos y
actividades de participación) deberá estar en consonancia con el nivel o grado de
participación que se persigue.
Asimismo, las experiencias de participación tienen valor educativo (o re-educativo)
no sólo para los propios estudiantes. Los cambios que afectan a su papel en la vida
escolar previsiblemente demandarán, a su vez, cambios en los agentes escolares. La
participación ha de construirse en interacción y entraña un cambio de desarrollo que
requerirá aprendizaje y, en consecuencia, interés, tiempo y esfuerzo. Adicionalmente, los
procesos que implican deliberar e incluir perspectivas diversas acerca de asuntos
importantes y controvertidos tienden a contemplarse como algo problemático o, cuando
menos, poco atractivo. Requerirá prestar una cuidadosa atención a no pocos peligros o
barreras (previsibles) que suelen amenazar este tipo de interacciones en escenarios
públicos (falta de experiencia previa y esfuerzo requerido; demagogia, manipulación
retórica, prejuicios; asimetría de recursos entre las partes; miedo a la sanción social y

80
profesional; a sentirse vulnerable, ridículo o ignorado…). Seguramente requerirá asegurar
inicialmente el compromiso con los beneficios de la participación (para los alumnos o
para la calidad de la educación escolar, no para servir a las agendas de los adultos),
defender el respeto de derechos y principios, y cuidar condiciones para que la
participación sea genuina (Hart, 1992; Nieto y Portela, 2008; Shier, 2008). Por ejemplo:

– Crear escenarios seguros, cómodos y estructurados para que las diferentes


voces sean escuchadas y tengan impacto significativo en las decisiones
colectivas.
– Mantener coherencia entre medios y fines, entre comportamientos y principios
o valores declarados.

Puede ser necesario prestar atención a la influencia de ciertas preconcepciones que


los adultos pueden tener en relación con los alumnos o de ciertas “categorías”
estandarizadas que suelen emplearse en referencia a ellos. Por ejemplo, ver a los
alumnos como seres no formados, irrealizados, pasivos o dependientes o como sujetos
con capacidad de expresión, comprensión y de reflexión limitadas o, en el mejor de los
casos, como personas diferentes de los adultos constituyen sesgos que suelen tener
consecuencias perjudiciales cuando no llevar a conclusiones erróneas. En este sentido, la
incompetencia percibida y la debilidad de los niños frente a los adultos deja a aquéllos en
una situación de vulnerabilidad a la persuasión, a la influencia adversa y a los prejuicios
de éstos. Desde la psicología y la sociología, se han cuestionado muchas de estas
asunciones, reasignando a los adultos problemas o limitaciones que éstos identifican en
los niños o jóvenes: por fracasar en su capacidad de adaptación a las perspectivas de
éstos, por su dificultad de tomar en consideración o enfatizar prioridades y sentido del
tiempo de los mismos o, simplemente, porque sus percepciones de lo que piensan, hacen
o necesitan difiere de lo que realmente ellos dicen (Greene y Hill, 2005). A la luz de las
dificultades y dilemas que, en este terreno, entraña la inclusión de la voz de los alumnos
en la educación escolar, no es extraño que la cuestión de los principios éticos que han de
guiarla o de las directrices y compromisos de actuación de los agentes escolares en
relación con los alumnos constituyan un tema prioritario de interés creciente (Nieto y
Portela, 2008).
En términos generales, el papel del centro escolar y del profesorado es de
facilitación y acompañamiento en la inclusión participativa de los alumnos. Debe ser
sensible, reflexionar específicamente sobre sus propias actitudes y aprender técnicas
prácticas para ofrecer un apoyo apropiado que aliente la autonomía y disminuya la
dependencia de los alumnos, favoreciendo los valores de la participación (Hart, 1992).
Ayudar a participar “contribuye a cambiar las actitudes adultocéntricas […], no es
visto como una amenaza al orden establecido, sino como algo que trae beneficios
reales” (Shier, 2008: 80). La evaluación de impacto de proyectos participativos suele
mostrar que los profesores reconocen no sólo la contribución de los alumnos (lo cual es

81
importante para ganar apoyo en el esfuerzo de promover y defender la inclusión
educativa), sino también que toman conciencia de que el aprendizaje es un proceso de
doble vía, que ellos pueden aprender algo de sus propios alumnos (Rudduck, 2004). Ello
no hace sino poner de relieve que mejorar la participación de los alumnos en la educación
escolar es un cambio técnicamente viable y éticamente deseable.

82
4
Diversidad del alumnado y respuestas de los centros
escolares

En general, la diversidad puede considerarse un fenómeno social a gran escala del que se
tiene la sensación de que va desarrollándose progresivamente, tanto en número como
heterogeneidad: lo diverso es cada vez más, y es más diverso. En la actualidad, es un
fenómeno del que resulta prácticamente imposible sustraerse, y los alumnos de cualquier
centro escolar no son, naturalmente, ninguna excepción a este respecto. Así, los centros
cada vez parecen más un lugar donde hay cada vez hay más alumnos entre los que se
manifiestan cada vez más diferencias relevantes para su educación, las cuales son cada
vez más acusadas: diferencias culturales, diferencias étnicas, diferencias económicas,
diferencias en la manera de vivir la sexualidad… Es otro de los más importantes desafíos
a que tratan de hacer frente los centros escolares. No es, pues, de extrañar que la
‘diversidad’ se haya convertido en un término ubicuo en el ámbito de la educación
escolar (Swartz, 2009, p. 1.044). Aunque a continuación hay que decir que, al menos en
este ámbito, ni es la diversidad un fenómeno que, en lo sustancial, sea novedoso como
tampoco lo son los desafíos que plantea a los centros escolares: más bien, tanto aquélla
como éstos serían algo recurrente (Riehl, 2000).
Pero el reto al que, a este respecto, han de hacer frente los centros escolares parece
residir no sólo en las innumerables situaciones concretas notablemente variadas en que
cotidianamente se ven involucrados, sino también en las representaciones desde las que
da respuesta a tales situaciones: es en este último aspecto donde quizás puedan
encontrarse más novedades, sin que ello suponga, en cualquier caso, una ruptura radical
con las representaciones previas. En este texto, son tales representaciones las que
principalmente concentrarán la atención. Así, comenzarán concentrándola las diferentes
maneras en que han sido representadas las diferencias y la diversidad en los centros
escolares. A continuación, lo que recibirá atención son las diferentes maneras en que han
sido concebidas las respuestas a esa realidad representada: desde aquellas que hoy ponen
de manifiesto más limitaciones y carencias (como la segregación) hasta aquellas otras que
se adaptan de un modo aparentemente más completo a las diferencias (como es el caso
de la educación inclusiva).

83
4.1. La diversidad en los centros escolares: ¿a qué hace referencia?

La primera de las acepciones que incluye el Diccionario de la Lengua Española (22a


edición) para el término ‘diferencia’ es la que sigue: “cualidad o accidente por el cual
algo se distingue de otra cosa”. Por ello, una diferencia puede considerarse como una
característica o atributo de algo, individual o colectivo, que lo caracteriza en relación a
otra cosa que no la presenta y, como tal, puede considerarse como realidad o hecho (o, al
menos, se nos presentan como tales): desde luego, en el ámbito educativo como en otros
ámbitos sociales, pueden considerarse como una realidad o hecho social (Kalantzis y
Cope, 2009). Naturalmente, la atribución de diferencias a un grupo o colectivo está
fundada en la diferencia individual: cada individuo difiere de los demás y, por tanto,
presenta diferencias, pero éstas pueden ser compartidas con otros individuos y hacer que
el grupo compuesto por quienes comparten tales diferencias sea identificado como
diferente a otros individuos e incluso a otros grupos.
Hoy día es común emplear, en estos ámbitos, “una letanía convencional de
términos” (Kalantzis y Cope, 2009, p. 15) para designar una serie de diferencias.
Específicamente, se trata de términos que designan las diferencias categorizándolas.
Normalmente, hacen referencia a características generales ‘poblacionales’ o incluso
demográficas (Kalantzis y Cope, 2009, pp. 14 y 15) que inicialmente pueden parecernos
obviedades y, a continuación, dejarán de parecerlo nada más indagar en la complejidad,
sutilezas y ambigüedad que encierran, induciendo precisamente a cuestionar las
categorías empleadas.
Kalantzis y Cope (2009) sistematizan las diferencias relevantes en el ámbito escolar
(y otros ámbitos sociales) y los términos utilizados para designarlas del modo siguiente:

– Diferencias materiales, o aquellas que se observan en el acceso a la riqueza y


los recursos sociales, como las que siguen:

• clase social;
• localización geográfica (y los recursos y oportunidades que ofrecen);
• familia.

– Diferencias corporales, o aquellas que están inicialmente referidas al cuerpo o,


si se prefiere, la corporeidad, tales como:

• edad;
• raza;
• sexo y sexualidad;
• características físicas y mentales (como la capacidad física o mental).

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– Diferencias simbólicas, o aquellas que están referidas a realidades
socialmente construidas que surgen para conferir sentido y significado a lo que
ocurre cuando nos relacionamos con nuestro entorno:

• cultura (incluyendo nacionalidad, etnia o ascendencia);


• lenguaje;
• género;
• identidad;
• afiliación grupal.

¿A éstas cabe reducir todas las diferencias susceptibles de ser identificadas entre los
alumnos en un centro escolar (como en otra institución social)? Naturalmente, la
respuesta tiene que ser negativa. Tiene interés reparar en que lo previsible es que, siendo
prácticamente incontables y enormemente heterogéneas, muchas de las diferencias que
pueden ser observadas en un aula o un centro escolar serán consideradas como
prácticamente irrelevantes para caracterizar su diversidad, mientras que otras serán las
que precisamente sean consideradas como determinantes de esa diversidad: en pocas
palabras, hay diferencias que importan para caracterizar la diversidad, y diferencias que
importan menos o, sencillamente, no importan (Lumby y Coleman, 2007, p. 21). Por
tanto, aulas y centros con alumnos diferentes podrán no ser considerados como
‘diversos’, mientras que otras aulas y centros con alumnos diferentes sí que,
previsiblemente, serán consideradas como ‘diversos’. Podría decirse entonces que la
diversidad está haciendo referencia a la constatación y apreciación que se hace de la
realidad o el hecho de la diferencia (Kalantzis y Cope, 2009).
Llegados a este punto, conviene agregar que no sólo ha sido común emplear
determinados términos para categorizar diferencias, sino que, además, estas categorías
han sido empleadas para categorizar a los individuos en grupos, normalmente atendiendo
ya no sólo a una de esas diferencias categorizadas (esto es, a una única característica de
las anteriormente indicadas), sino a una constelación de las mismas, entre las que ha sido
común que una o incluso varias alcancen cierta preponderancia sobre las demás (Lumby
y Coleman 2007). De hecho, si las diferencias –tal como se indicó más arriba– pueden
predicarse de individuos, la diversidad sería, más bien, un atributo de un conjunto de
individuos. Page (2007, p. xxix) lo ilustra del modo siguiente: “Ni una persona ni una
manzana pueden ser diversas. La diversidad es una propiedad que presenta un
conjunto de personas –una cesta con muchas clases de fruta”. En todo caso, la
utilización de categorías para sistematizar la diversidad ha tenido el siguiente efecto:
aunque los grupos de individuos sean realmente difusos y cambiantes, han sido
sometidos a demarcación por las categorías empleadas, al tiempo que la demarcación
operada contribuye a fortalecer las categorías que la producen (Young, 1990, cit. en
Thomas, 1997).
Estas categorías empleadas para categorizar diferencias identificables en grupos de

85
individuos, que acaban siendo igualmente categorizados, son numerosas, heterogéneas y
cambiantes. En efecto, para afirmar que un aula o un centro se caracteriza por la
diversidad ni se recurre a cualquier diferencia observable ni a cualquier categoría
introducida para sistematizar tales diferencias. No obstante, se recurre a muchas
categorías significativamente diferentes entre sí, sin perjuicio de los solapamientos que se
produzcan entre ellas (Lumby y Coleman, 2007). Una diferencia que puede ser
observada entre las categorías empleadas es que unas son más precisas y restrictivas,
mientras que otras son más amplias y comprehensivas. Estas últimas son las que están
siendo empleadas a menudo para hacer referencia la diversidad en aulas y centros
escolares. Desde hace unos años, la diversidad ha sido principalmente asociada a una
categoría altamente comprehensiva como las ‘necesidades educativas especiales’ (a su
vez, frecuentemente ligada a ‘discapacidades’), que Roaf y Bines (1989, p. 322) califican
de “eufemismo para etiquetar a los alumnos como ‘especiales’”; actualmente tiende a
asociarse cada vez más a otra categoría no menos comprehensiva: la diferencia (de
naturaleza) ‘cultural’ (Santamaria, 2009). Por lo demás, los propios términos ‘diverso’ o
‘diversidad, habitualmente empleados en un sentido aún más comprehensivo,
prácticamente suelen acabar siendo aplicados, de modo restrictivo, a cualquier alumno
que no sea asimilable al alumno considerado estándar (en las sociedades occidentales, por
ejemplo, al alumno blanco, de clase media, nativo…) (Swartz, 2009).
Adviértase que, con este tipo de categorizaciones, los agrupamientos a los que están
asociadas son tratados como homogéneos, en el sentido de que los individuos e incluso
grupos comprendidos bajo los mismos son considerados como similares. Sin embargo, de
este modo tales categorías, pese a la intencionalidad compensatoria y reparadora, no
conducen sino, en el mejor de los casos, a hacer invisible las identidades identificables
entre esos individuos y grupos (Swartz, 2009, pp. 1.048-1.049).
Conviene poner de relieve ahora que la constatación y apreciación que se hace de
las diferencias estarían estrechamente ligadas a unas determinadas respuestas sociales e
institucionales hacia las mismas, hasta el punto de que difícilmente se pueden separar las
diferencias tal como son constatadas y apreciadas, por un lado, y el modo en que son
abordadas en un determinado contexto social o institucional, por otro. Las diferencias
consideradas relevantes para caracterizar un aula o un centro como diversos no
constituyen un puro resultado directo de la percepción, sino que las instituciones y, en
general, el entorno social en que éstas están insertas atribuyen un determinado significado
y valor a tales diferencias y, por ello, se suscita en ellas una determinada respuesta. En
este sentido, puede decirse que la respuesta institucional y social “coloca al individuo en
una posición de ventaja o desventaja” (Lumby y Coleman, 2007, p. 21). Más aún, cabe
añadir que esa respuesta social contribuye a la (re)producción de tales diferencias: de
modo prácticamente circular, un alumno encuadrado dentro de una categoría (por
ejemplo, un alumno con necesidades educativas especiales) recibe un determinado tipo
de atención educativa, pero, a la vez, esta respuesta que recibe es decisiva para su
identificación como tal.
En cualquier caso, de lo dicho no hay que colegir mecánicamente que las categorías

86
utilizadas para designar diferencias carezcan de correspondencia con la realidad o que
sean irrelevantes, dado que, por ejemplo, se las puede considerar predictoras de
resultados académicos y sociales; pero, no obstante, presentan problemas (Kalantzis y
Cope, 2009):

– Las categorías empleadas se refieren a una realidad enormemente compleja.


Precisamente esta complejidad es cada vez más manifiesta a medida que
aquéllas van siendo más precisas para captar la multidimensionalidad y las
sutilezas propias de la realidad, lo que, a su vez, las va haciendo cada vez más
ingobernables.
– Las diferencias a que están referidas las categorías e incluso éstas mismas no
son estáticas, sino continuamente cambiantes. Más aún, cabe introducir
transformaciones deliberadas en ellas.
– Con frecuencia, la variación observable dentro de cada grupo asociado a una
determinada categoría es frecuentemente mayor que la variación observable
entre grupos, por lo que su uso puede conducir a generalizaciones
estereotipadas y, de este modo, a un distanciamiento de la realidad y una
menor relevancia para la práctica, hasta el punto de ocultar que, siquiera en
determinados casos, lo que aparece como una desventaja o un déficit puede
constituir una oportunidad. Así, por ejemplo, la variación en cuanto a
rendimiento escolar observable entre los alumnos con bajo estatus socio
económico puede ser superior a la variación que puede observarse entre estos
alumnos y los que no son categorizados como tales, hasta el punto de que sea
minimizada o incluso obliterada la relevancia del hecho de que alumnos con
bajo estatus socioeconómico alcanzan el éxito académico, pudiendo incluso
contribuir al mismo, siquiera indirectamente, la propia realidad a que se refiere
la categoría (como cuando tal realidad puede estar propiciando el desarrollo de
la capacidad para sobreponerse a las adversidades y, de este modo, el éxito
académico).
– Se corre el riesgo de reificar lo categorizado (esto es, tratarlas como cosas o
realidades en sí mismas), desatendiendo así la circunstancia de que son
construcciones derivadas de relaciones sociales y, por tanto, constituidas por
éstas.
– Las diferencias categorizadas no están aisladas unas de otras, sino que, antes
bien, se entrecruzan, pues, en última instancia, todo individuo representa una
singular conjunción de dimensiones por las que difiere con respecto a otros
individuos.

Según Kalantzis y Cope (2009) son otras las diferencias relevantes y, por tanto, a
las que los centros escolares habrían de dirigir su atención. ¿Qué es lo que hace
realmente diferentes a las personas? Las personas difieren en cómo viven, en cómo

87
sienten, en lo que suscita su interés, en lo que valoran, en lo que piensan, en cómo
actúan, en cómo se comunican y se relacionan con los demás, en cómo éstos influyen en
ellos… Lo que las hace realmente diferentes es, pues, un conjunto de atributos cotidianos
imbricados entre sí, tales como sus vivencias, sus emociones y sentimientos, sus
intereses, sus valores, sus ideas, sus acciones, sus relaciones, su influencia y poder…,
todo ello combinado en una singular constelación. En el caso del contexto escolar, tales
diferencias estarán referidas tanto a las experiencias cotidianas con que los alumnos
acuden a los centros escolares (por ejemplo, su experiencia con la familia, con amigos,
con otras instituciones, la cultura popular…) como también a las experiencias que
cotidianamente tienen en esas instituciones, en virtud de lo cual sus experiencias de
aprendizaje presentarán diferencias.
Naturalmente, no hay que entender que estas diferencias sólo puedan predicarse del
individuo. Antes bien, pueden predicarse también de grupos, aunque, en tales casos,
habrá que admitir que ello en modo alguno impedirá que las diferencias predicables de
grupos no adopten un determinado carácter en cada individuo encuadrado en ellos. Así,
podrán observarse importantes diferencias dentro de cada grupo coexistiendo, a menudo
en tensión, con diferencias compartidas por los miembros del grupo. Las diferencias
emergen así como “un estado activo y dinámico” que, más allá de la diversidad, llevan a
la ‘divergencia’ (aunque, desde luego, no necesariamente a la homogeneización)
(Kalantzis y Cope, 2009, p. 27). Con todo, estos atributos podrán ser, al mismo tiempo,
la base de los vínculos que el individuo mantiene con grupos e instituciones.
Ante estas diferencias, las categorías a las que se hizo referencia más arriba pueden
aparecer demasiado simples e incluso capciosas. En palabras de Kalantzis y Cope (2009,
p. 22), tales categorías pueden considerarse como “presentación poderosamente
reveladora de las diferencias de los alumnos”, pero es en esas otras diferencias “donde
verdaderamente reside la realidad de la diferencia”, hasta el punto de ser los que a
menudo acaban proporcionando sustancia o fundamento a las categorías empleadas.

4.2. Exclusión, asimilación y reconocimiento como respuestas escolares deficitarias a la diversidad

¿Cómo han respondido las instituciones escolares a la diversidad? Kalantzis y Cope


(2009) hablan de tres paradigmas, que pueden coexistir e incluso combinarse entre sí.
Uno de ellos es la ‘separación’. A menudo no puesta en práctica de manera
premeditada, hace referencia a una respuesta a la diferencia consistente, precisamente, en
evitar o rehusar atenderla, lo cual principalmente perseguiría que un grupo social
dominante preservara su supuesta homogeneidad. A su vez, dos formas de separación,
no necesariamente incompatibles sino potencialmente complementarias, pueden ser
diferenciadas:

– La ‘exclusión’ consistiría en negar a individuos o grupos diferentes el acceso y

88
la consiguiente incorporación a la institución con respecto a la cual se difiere,
lo cual puede revestir un carácter estructural (como, por ejemplo, cuando un
centro escolar no permitiera que al mismo accedan alumnos con unas
determinadas características, o que, permitiendo el acceso al mismo, no
permitiera el acceso a determinadas aulas) o bien un carácter ideológico
(como, por ejemplo, cuando determinados puntos de vista no son permitidos
en un centro escolar o en los centros escolares globalmente considerados).
– La ‘asimilación’ consiste en la incorporación de individuos o grupos a la
institución, aunque condicionada a que lleguen a ser similares al conjunto
supuestamente homogéneo de quienes forman parte de la misma. En este
caso, se puede proceder deliberadamente para convertir las diferencias en
similitud a un estándar supuestamente compartido por quienes están
integrados en la institución (por ejemplo, a través de determinadas
adaptaciones, como la de Thomas [1997] que opina que la ‘integración’ de
discapacitados, en contraste con su ‘inclusión’, puede considerarse próxima a
esta forma de ‘asimilación’), o bien puede emerger un proceso en el que se
deja a los propios alumnos (junto a sus familias) que procuren su asimilación,
a menudo ante la alternativa amenazadora de la exclusión, sin perjuicio de que
ello suscite resistencia entre ellos.

Las ideologías y prácticas asociadas a la separación cada vez han sido más
cuestionadas y desafiadas, por lo que han ido haciéndose cada vez más vulnerables,
especialmente en sus variantes más extremas y manifiestas (como ocurre, por ejemplo,
en el caso de la segregación racial o sexista). Las instituciones escolares han respondido
con una alternativa a la eliminación o supresión de las diferencias: el ‘reconocimiento’ de
las diferencias, el segundo paradigma identificado por Kalantzis y Cope (2009). A
menudo ello ha consistido, simplemente, en reconocer que hay diferencias relevantes
entre las personas (en su modo de vivir, en su modo de pensar, en su modo de hablar…)
e incluso dejar que se produzca su expresión y despliegue, procurando no interferir en
ello (y, por tanto, apartando cualquier interferencia existente). A veces, sin embargo, se
ha adoptado una orientación de carácter reformista cuyo objeto es corregir lo que se
juzga como injusticias asociadas a las diferencias reconocidas e incluso compensar estas
injusticias, introduciendo así mejoras en las condiciones de desarrollo, principalmente a
través de medidas y programas destinados a quienes, por ser (categorizados como)
diferentes (frecuentemente, por ser adscritos a un determinado estatus socioeconómico,
un determinado género, una determinada raza o etnia…), habrían sufrido esa situación,
sin perjuicio de que todos los alumnos puedan ser considerados como tales ‘alumnos
diferentes’. En general aquí podrían ser incluidos dos enfoques que recientemente están
suscitando especial interés para atender las diferencias en las necesidades educativas que
presentan los alumnos en los centros escolares (Santamaria, 2009):

89
– Por un lado, lo que se ha dado en denominar enseñanza diferenciada
(differentiated instruction) consiste, básicamente, en reconocer las
características (diferencias) individuales que presentan los alumnos en una
serie de aspectos o dimensiones considerados determinantes de su
rendimiento, y diseñar y poner en práctica una enseñanza adaptada e incluso
sensible a las mismas que permita maximizar ese rendimiento, atendiendo a las
necesidades individuales de cada uno. Esa adaptación requeriría hacer
modificaciones en los contenidos, los procesos y los resultados de la
enseñanza, pero también en las condiciones en que la enseñanza tiene lugar
(esto es, el entorno del proceso de enseñanza y aprendizaje, incluido el centro
escolar).
– Por otro lado, lo que se denomina enseñanza culturalmente sensible (culturally
responsive teaching) también persigue atender las necesidades de todos los
alumnos, pero lo hace, más bien, concentrando los esfuerzos en el desarrollo
de una mayor sensibilidad al entorno sociocultural de los alumnos y la
integración de su bagaje cultural en la configuración de una enseñanza y un
ambiente de aprendizaje eficaz, partiendo de la premisa de que la cultura del
alumno (particularmente, las experiencias que de ella tiene en el hogar y su
comunidad) tienen una influencia decisiva en su aprendizaje.

4.3. Educación inclusiva: una aproximación

La inclusión puede predicarse de la sociedad, en cuyo caso podría hablarse de sociedad


inclusiva y de inclusión social (Norwich, 2005). Aun manteniendo estrechos vínculos con
esta perspectiva desde la que puede ser considerada la inclusión, la perspectiva aquí
adoptada es aquella que concentra la atención en la inclusión teniendo el centro escolar
como contexto.
Caracterizar una escuela inclusiva hace preciso comenzar caracterizando la
‘inclusión’ (educativa), que representa el tercero de los paradigmas en torno a los que ha
sido articulada la respuesta de los centros escolares a la diversidad (Kalantzis y Cope,
2009). Ésta es, sin embargo, una noción que no puede ser asociada unívocamente a un
significado definido: con relativa frecuencia, se reconoce la dificultad que entraña
delimitar su significado. Además, no es extraño que, directamente, se prescinda de
clarificar el significado o los significados a que está siendo asociada. A continuación, son
presentadas dos caracterizaciones más precisas de la inclusión educativa que,
ilustrativamente, mostrarán tanto concomitancias como ciertas discrepancias.
En el conocido Index for Inclusion, Booth y Ainscow (2002, p. 3) sostienen que la
educación inclusiva implica:

– valorar por igual tanto a todos los alumnos como a todo el personal del centro;

90
– el aumento de participación de los alumnos en las diferentes culturas, los
currículos y las comunidades ligadas al centro escolar, así como la reducción
de su exclusión en ellos;
– reestructurar las culturas, las políticas y las prácticas propias de los centros
escolares, de forma que la diversidad que presentan los alumnos pueda verse
atendida en su contexto local;
– reducir las barreras que se interponen en el aprendizaje y la participación de
todos los alumnos, no sólo los que presentan discapacidades o los que son
clasificados como ‘alumnos con necesidades educativas especiales’;
– a fin de introducir cambios que acaben beneficiando a más alumnos, aprender
de los intentos por superar las barreras con que determinados alumnos se
encuentran en el acceso y la participación;
– considerar las diferencias entre alumnos como un recurso para apoyar el
aprendizaje, más que como problemas a superar;
– reconocer a los alumnos el derecho a ser educados, en su localidad;
– mejorar los centros escolares tanto para su personal como para sus alumnos;
– poner de relieve el papel de los centros escolares en el desarrollo de la
comunidad y de unos valores, como también en el aumento del rendimiento;
– fomentar relaciones mutuas de apoyo entre los centros escolares y sus
comunidades;
– reconocer que la educación inclusiva es sólo un aspecto de la inclusión social.

Por su parte, Kugelmass (2004, p. 4) proporciona esta caracterización de la


inclusión educativa:

– todos los niños asisten a las mismos centros escolares y aprenden en unas
mismas aulas;
– cualquier servicio específico es prestado en el centro escolar, y quienes los
prestan, en caso de no ser profesores ordinarios, trabajan estrechamente con
éstos para beneficio de todos los alumnos y con el fin de garantizar la
participación y el aprendizaje con arreglo al currículo ordinario;
– cuando es preciso, son llevadas a cabo adaptaciones del currículo ordinario, de
forma que todos los alumnos alcanzan resultados adecuados a su edad y sus
necesidades evolutivas;
– el currículo es considerado como un medio para promover el despliegue
evolutivo y socio-emocional y proporcionar una enseñanza diseñada para
cumplir los correspondientes estándares en todas las áreas de conocimiento;
– son altas las expectativas que se tienen de todos los alumnos, a la vez que se
reconoce la necesidad de individualizar;
– las aulas son comunidades de aprendizaje, en las que todos los alumnos son
miembros valorados que se prestan apoyo mutuamente;

91
– la diversidad en cuanto a cultura, capacidad, intereses… es bienvenida y
considerada enriquecedora de las experiencias educativas de todos los
alumnos;
– las familias son miembros plenos y activos de la comunidad escolar.

Este carácter tan comprehensivo que presenta conceptualmente la inclusión


educativa puede ser asociado a su condición de ideal que los centros aspiran a alcanzar y
nunca llegan a ver plenamente realizado (Booth y Ainscow, 2002). Una caracterización
muy próxima a ésta es la que proponen Kalantzis y Cope (2009), para quienes la
inclusión, más que una realidad claramente consolidada, es actualmente un proyecto cuya
realización continúa aun sin desarrollar por completo.
En cualquier caso, quizás sea apropiado convenir con Norwich (2005, p. 53) que la
inclusión presenta la particularidad de ser un “término ‘orientador’”, en el sentido de
que, básicamente, no hace sino llamar la atención sobre una serie de aspectos a los que
se confiere especial relieve, no sin incurrir, en ocasiones, en ciertas paradojas e incluso
contradicciones. En correspondencia, una escuela inclusiva es un centro escolar que
adopta una determinada orientación, marcada por unas señas entre las que están aquellas
a que seguidamente se va a hacer referencia.
Una primera nota que puede comenzar siendo destacada es que la educación
inclusiva también se caracteriza por el reconocimiento que da a las diferencias
identificables entre los alumnos (Booth y Ainscow, 2002). Pero ese reconocimiento no
queda circunscrito a las diferencias que presentan determinados alumnos. Antes bien, la
educación inclusiva parte del reconocimiento de las diferencias que hay entre todos los
alumnos, entendiéndolo no sólo como reconocimiento externo hacia quienes presentan
tales diferencias, sino incluyendo también el propio reconocimiento por parte de quienes
las presentan (Booth y Ainscow, 2002, pp. 3-4). Más aún, las diferencias no tienen valor
en sí mismas sino como parte integral de la persona, que es, al fin, la que concentra la
atención (en lugar de un aspecto parcial de la persona como son tales diferencias). Este
reconocimiento de las diferencias hace a todos acreedores de aceptación e incluso
respeto: por ello puede afirmarse que, en efecto, una escuela inclusiva se caracteriza por
aceptar a todos los alumnos, en virtud de los cual todos son parte integrante de la escuela
(también Thomas, 1997). Ello conecta con el significado que está directamente asociado
al término ‘inclusión’, pues incluir es estar contenido en un todo, o formar parte del
mismo (Ryan, 2005, p. 15).
En este punto, conviene llamar la atención sobre la circunstancia de que, entonces,
la inclusión educativa implica una igualación de los alumnos. ¿Respecto a qué son
igualados? Expresado brevemente, serán igualados en cuanto al trato y la consideración
que tendrán o, más ampliamente, en cuanto a una educación que, al ser compartida por
todos siquiera en alguna medida, será común (Roaf y Bines, 1989); o, en otras palabras
más precisas, accederán en condiciones de igualdad a esa atención educativa: lo que
puede equipararse a una igualación en cuanto a oportunidades, que requerirá, a su vez,
una igualación en cuanto a derechos para generar las condiciones que la garanticen (Roaf

92
y Bines, 1989; Thomas, 1997). Más aún, esta igualación tendría que ir acompañada de
una eliminación o, al menos, reducción generalizada de desigualdades previas,
consideradas obstaculizadoras de aquélla y, por tanto, excluyentes (por ejemplo,
Thomas, 1997): en los términos incluidos más arriba, tales desigualdades están entre las
‘barreras’ que se interponen en el aprendizaje y la participación de todos los alumnos, ya
sea impidiendo o limitando el acceso a la educación que ha de proporcionar el centro
escolar (Booth y Ainscow, 2002).
Siendo todos los alumnos beneficiarios de ese respeto, aceptación e integración
cualesquiera sean las diferencias que presenten, la educación inclusiva no estará orientada
a atender selectivamente a uno o varios grupos de alumnos, sino que, más bien, habrá de
estar orientada a atender a “la diversidad entre alumnos per se” (Dyson, Howe y
Roberts, 2002, p. 7). De otra parte, la propia atención que se les proporcione no puede
consistir en una acomodación (Dyson, Howes, y Roberts, 2002), a través de las medidas
diseñadas al efecto, a unos determinados estándares o patrones a los que el centro
estuviera adherido (ya fuera porque tuviera que hacerlo o porque eligiera hacerlo); antes
bien, consistiría en diferentes respuestas educativas cada una de las cuales habría de
tener entidad en sí misma, sin estar supeditadas a un estándar o patrón común (con el
cual, no obstante, podrían ser combinables). Estas respuestas educativas con entidad en
sí mismas podrán, por un lado, estar más o menos diferenciadas entre sí (en
correspondencia con las diferencias educativamente relevantes identificadas en los
alumnos), pero, por otro lado, han de consistir también en un conjunto de oportunidades
similares (aunque, naturalmente, no idénticas) destinadas a quienes sean diferentes, sin
que ello implique para unos alumnos la exigencia de llegar a ser como los demás
beneficiarios de las mismas (Kalantzis y Cope, 2009). En todo caso, las respuestas
inclusivas no han de verse como respuestas individualizadas (esto es, como respuestas
restrictivamente adaptadas al individuo): proceder de este modo no sería, en el fondo,
sino transplantar a la educación ordinaria prácticas tradicionalmente asimiladas a la
educación especial entendida como educación separada, lo que podría incluso,
paradójicamente, favorecer la segregación (sólo que ésta tendría lugar dentro de centros
ordinarios) y, por tanto, ser contraproducente para hacer efectiva la inclusión.
Si importante es que haya un reconocimiento y valoración de las diferencias por
parte de los propios alumnos para formar parte de los centros escolares que igualmente
las reconocen y valoran, importante es también su participación en los procesos de
enseñanza en los que la relevancia de esas diferencias cobran sentido. Así, pues, los
procesos de enseñanza requerirían que hubiera implicación activa y compromiso por
parte de los alumnos e incluso que contribuyeran a determinar sus propias experiencias
de aprendizaje. Además, siendo éstas colectivas con frecuencia, se precisaría que la
participación se desplegara en colaboración (Booth y Ainscow, 2002).

4.4. Escuelas inclusivas

93
No hay, pues, unas condiciones previas a las que los alumnos tengan que ajustarse para
ser aceptados y formar parte de los centros escolares, sino que son éstos a los que
corresponde disponer las condiciones precisas para que la aceptación y la pertenencia
activa a la escuela sean efectivas: es cometido y responsabilidad de los centros escolares
(y no exigencia que recae sobre sus alumnos) que se den las condiciones para que éstos,
los alumnos, participen de y en una educación con las características esbozadas hasta
ahora. Tal como es expresado por Nilholm (2006, p. 436), “los centros escolares
deberían estar organizados atendiendo a que los alumnos son diferentes“; o sea, “las
diferencias entre ellos deberían considerarse algo natural que el sistema escolar
debería valorar y a lo que debería adaptarse”. De aquí que pueda decirse que los
alumnos presentan dificultades cuando, en la escuela, encuentran barreras a su
participación y, por tanto, a su aprendizaje, en cuyo caso corresponde a la escuela
removerlas, movilizando los recursos precisos. Y si prácticamente cualquier aspecto o
dimensión de la escuela puede convertirse en una barrera, también prácticamente
cualquiera de sus aspectos o dimensiones puede considerarse un recurso (Booth y
Ainscow, 2002). Entre esas barreras o recursos, siquiera potenciales, merecen ser
destacados los propios alumnos, que en los centros suelen tener la consideración de
barreras para su propio aprendizaje y el de los demás con una frecuencia quizás superior
a la deseable, pero no tanto la consideración de agentes decisivos en el propio proceso de
aprendizaje y en el de los demás como participantes en el mismo. Incluso las propias
‘diferencias’ entre esos alumnos pueden considerarse, a su vez, como una oportunidad y,
por tanto, un recurso potencial.
Todo ello plantea a las escuelas un desafío de elevada envergadura. Ahora bien, la
inclusión debe entenderse como un proceso, no como un estado. Más aún, implica
cambio (Booth y Ainscow, 2002). Ese proceso ininterrumpido de cambio correspondería
ser configurado deliberadamente por el centro escolar, lo cual requeriría que el propio
centro cambiara: la inclusión educativa requiere que la institución escolar acometa las
transformaciones precisas para hacerla efectiva (Kalantzis y Cope, 2009). Naturalmente,
también sus aulas y los profesores que imparten enseñanzas en ellas se verán afectados
por ese proceso transformador, pero “es el centro en su conjunto el que ha de articular
respuestas coherentes y globales a los retos que representa la diversidad” (González,
2008, p. 84).
La inclusión escolar implica acometer cambios en el centro escolar considerado en
su globalidad, e incluso en la comunidad escolar. Pero, siguiendo la propuesta de Booth y
Ainscow (2002), las mejoras que han de ser acometidas en los centros escolares tendrían
que estar referidas principalmente a tres dimensiones: la cultura del centro, la política
adoptada y las acciones puestas en práctica. Concentrar la atención en las tres,
conjuntamente, sería necesario para el desarrollo de la inclusión en el centro escolar o,
expresado de otro modo, para su desarrollo como centro escolar inclusivo. A
continuación se hace referencia a cada una de ellas detalladamente.

94
Figura 4.1. Dimensiones de una escuela inclusiva.

a) Una cultura inclusiva. La cultura organizativa del centro es uno de los


factores a los que recurrentemente se atribuye un papel decisivo en la
adopción y el desarrollo la educación inclusiva en la organización. Es preciso
que tenga lugar una transformación cultural para que se produzca el
desarrollo de una escuela inclusiva (Kugelmass, 2004, p. 12; también
González, 2008). Los cambios en la cultura del centro pueden inducir
cambios en otras dimensiones y, por ello, tal dimensión puede considerarse la
base del desarrollo de un centro escolar inclusivo (Booth y Ainscow, 2002).
En particular, una cultura inclusiva es la que guiaría las decisiones
configuradoras de la política adoptada y seguida por el centro como también
la práctica educativa en el mismo.
¿Cómo puede desarrollarse una cultura inclusiva? La cultura contribuye,
en general, a la formación de identidades y, en el caso de una cultura
inclusiva, lo que se promueve es reconocer que diversas identidades pueden
coexistir e incluso enriquecerse mutuamente. Booth y Ainscow (2002)
identifican en esta dimensión dos aspectos especialmente relevantes: por un
lado, incorporar unos principios y valores inclusivos y, por otro, construir una
comunidad en torno a los mismos. En efecto, es especialmente importante
que el centro escolar desarrolle unos valores congruentes con la inclusión que
lleguen a ser compartidos por sus miembros, hasta el punto de cohesionar a

95
éstos en una comunidad donde prevalezcan las relaciones de colaboración,
precisamente en beneficio de la realización de tales principios y valores.
No obstante, la cultura organizativa es una dimensión compleja, y
prácticamente todos los aspectos que encierra tienen relevancia para la
inclusión educativa, por lo que han de prestar apoyo a ésta (Kugelmass,
2004)…

– lo que se ve y es tangible (por ejemplo, desde la disposición del espacio o


los materiales a los comportamientos de los individuos y las relaciones
que se establecen entre ellos);
– los expectativas y normas que guían la conducta;
– los valores interiorizados y
– finalmente, las creencias o premisas tácitas en que todo ello se asienta,
confiriéndole una cohesión aún mayor.

Pero, por otro lado, también hay evidencia de que las escuelas
inclusivas no llegan a alcanzar tal grado de cohesión e incluso llegan a
caracterizarse precisamente por la falta de cohesión, en cuanto a discurso,
valores y creencias, al menos entre los profesores (Skidmore, 2004). Ahora
bien, las diferencias que impiden u obstaculizan la cohesión mantienen una
relación de dependencia mutua (esto es, la existencia de una determinada
posición viene a estar justificada por la existencia de otra) e incluso una
relación ‘dialógica’ entre ellas (esto es, las diferentes posiciones interactúan
continuamente y se constituyen entre sí, no adquiriendo sentido cada una de
ellas más que en relación con las demás). Más aún, hay evidencia de que esta
tensión no es necesariamente un obstáculo para la colaboración en situaciones
concretas. Este tipo de divergencias harían una importante contribución a la
heterogeneidad y el dinamismo de la cultura organizativa del centro que, a su
vez, podría promover el desarrollo que precisa una escuela inclusiva, en la
que diferencias impredecibles representan precisamente un elemento
articulador.

b) Políticas inclusivas. Dado el carácter comprehensivo e indeterminado de la


inclusión educativa, la política de un centro podrá ser más detallada como
podrá ser difusa o indefinida, lo que no significa que no haya de construirse
cuidadosamente, en cuyo caso será entonces importante contar con una
estrategia que sirva de soporte contextualizado a dicha política. La
planificación del centro ha de ser permeable a la inclusión, que penetrará
entonces en su estrategia, proyectos y planes (Booth y Ainscow, 2002). Para
ello, será decisivo promover la participación de profesores, alumnos y la
comunidad en general: cuando profesores, alumnos y padres comprueben y

96
sientan que son realmente parte del centro, previsiblemente estarán haciendo
la constatación de que contribuir a determinar la orientación que va adoptar el
centro algo valioso que les corresponde hacer (Booth y Ainscow, 2002).
c) Práctica inclusiva. Hace referencia esta dimensión al desarrollo de prácticas
escolares que sean reflejo de las culturas y políticas inclusivas de los centros
escolares (Booth y Ainscow, 2002). Es la práctica lo que, en última instancia,
garantiza que la inclusión se hace efectiva y que, en efecto, contribuye al
aprendizaje de los alumnos. La efectividad estaría condicionada a que la
práctica educativa se caracterizara por unos objetivos y unas tareas o
actividades que realmente sean adecuados y relevantes para la atención
educativa de alumnos diferentes, por cuanto movilizan los recursos precisos
para que pueda producirse el aprendizaje. Entre esos recursos hay que
comenzar incluyendo a los propios alumnos, con sus diferencias. Así, pues,
hay que favorecer que éstos participen y se impliquen activamente en todos
los aspectos relevantes para su educación, siendo especialmente importante la
incorporación de su perspectiva a la definición de los objetivos y tareas
educativas e incluyendo sus experiencias fuera del centro escolar y
conocimientos adquiridos a través de ellas (Booth y Ainscow, 2002).
Además, los profesores identifican mutuamente qué potencialidades y
recursos hay en ellos para movilizar la participación y el aprendizaje, como
identifican también estos recursos en los alumnos, las familias y la comunidad
en general (Booth y Ainscow, 2002).

4.5. Liderazgo inclusivo

Disponer de procesos de enseñanza y aprendizaje que realmente incluyan a todos los


alumnos, cualquiera que sea la naturaleza de las diferencias relevantes que éstos
presenten, representa un aspecto fundamental del desarrollo de la inclusión educativa.
Pero no es el único aspecto fundamental. Disponer las condiciones organizativas que
hagan posible e incluso promuevan esos procesos de enseñanza y aprendizaje y, en
definitiva, desarrollar los centros escolares que las incorporen constituirían otro aspecto
decisivo. Pero aún seguiría siendo incompleta la relación de aspectos básicos de los
cuales depende el desarrollo de la inclusión educativa. Es preciso incorporar, al menos,
otro elemento crítico: su liderazgo (Ryan, 2005, p. 16; también González, 2008). Sin
embargo, la enorme cantidad de literatura dedicada, por separado, a la inclusión
educativa en centros escolares y al liderazgo en el ámbito de la educación escolar
contrasta con la relativamente escasa atención dedicada a las conexiones entre ambos
aspectos (Lumby y Coleman, 2007).
Se acaba de conferir al liderazgo una importancia decisiva en el desarrollo de la
educación inclusiva en los centros escolares. ¿Qué es lo que la justifica?
Específicamente, ¿qué tipo de contribución es posible atribuir al liderazgo para poder

97
justificar la importancia conferida al mismo?

a) Liderazgo para la inclusión. En primer término, el liderazgo puede ser


considerado como un medio o instrumento con respecto a la inclusión
educativa, dado que la favorece o promueve (por ejemplo, Kugelmass,
2004). Ello puede ser entendido en dos sentidos estrechamente relacionados.
De una parte, el liderazgo promueve el ideal (o, mejor, ideales) o
proyecto (y, especialmente, los valores que dan sustento a ese ideal o
proyecto) que representa la inclusión educativa. Así, puede afirmarse, que el
liderazgo está orientado a plasmar y hacer realidad esos ideales, proyectos y
valores en la educación escolar, no ya sólo dentro de los propios centros
escolares sino incluso en el entorno en que éstos están insertos (en particular,
las familias y la comunidad) (Ryan, 2005). Ello requerirá, como condición
previa, la atribución de nuevos significados a la diversidad, una tarea esencial
en la que quienes lideran el centro pueden desempeñar un importante papel
(Riehl, 2000).
De otra parte, cabría decir, en un sentido más específico que el
apuntado anteriormente, que el liderazgo promoverá en los centros escolares
el proceso de cambio o transformación hacia ese ideal o proyecto. Se ha
indicado que la inclusión merece ser caracterizada también como un proceso
de cambio. Dado que es común considerar que el liderazgo está orientado a
generar y sostener procesos de cambio en las organizaciones, su importancia
para el desarrollo de la inclusión en los centros escolares es manifiesta. En
efecto, están inseparablemente ligados entre sí el ideal o proyecto que
representa a la inclusión, por un lado, y el proceso de cambio orientado hacia
su realización, por otro. Pero hay que tener presente que la realización de ese
ideal o proyecto no depende exclusivamente de que el centro acometa tal
transformación. Es previsible que hacer del centro una organización estable
donde se llevan a cabo ordenadamente las actuaciones que correspondan (en
pocas palabras, hacer que esté bien gestionado) también contribuya a la
realización de ese ideal o proyecto. Por ejemplo, en su revisión, Riehl (2000)
ha conferido especial importancia a la contribución que corresponde hacer a
quienes dirigen en la creación y mantenimiento de las condiciones concretas
para promover el aprendizaje de todos los alumnos, cualesquiera sean las
diferencias que presenten. Con todo, hay que reconocer que la realización de
ese ideal o proyecto requiere, especialmente, que el centro escolar se
desarrolle y se transforme.
¿A qué tipo de cambio en los centros escolares (y, en general, la
comunidad escolar) ha de contribuir el liderazgo? Como se indicó más arriba,
la inclusión escolar implica cambio, y ese cambio afecta prácticamente a todo
el centro escolar, incluyendo su estructura, aunque es común mantener que el
cambio cultural es decisivo, condicionando prácticamente los demás. Si como

98
también se indicaba, la cultura organizativa es uno de los aspectos a los que
se suele atribuir un papel decisivo en la adopción de la educación inclusiva
por parte de los centros escolares, otro de esos factores es, congruentemente,
el liderazgo. Al constituir una cultura inclusiva la base sobre la que se asienta
la inclusión en un centro escolar, su liderazgo adquiere un particular relieve,
precisamente por su relevancia en el cambio o transformación cultural de las
organizaciones (Riehl, 2000; González, 2008). Pues, según se indicó más
arriba, un aspecto fundamental habitualmente asociado a una cultura inclusiva
es la cohesión alcanzada en torno a unos valores compartidos, y alcanzar
esos valores compartidos que confieren cohesión suele asociarse a lo que
hacen quienes ejercen el liderazgo (especialmente, cuando éste es abordado
desde determinadas perspectivas, como, por ejemplo, el ‘liderazgo
transformacional’ o el ‘liderazgo distribuido’) (Lumby y Coleman, 2007, p.
73).
Ahora bien, conviene no dejar de tener presente que a quienes se
atribuye formalmente la dirección y el liderazgo de un centro corresponde a
menudo acometer no cualquier proceso de cambio sino la implantación de
reformas más amplias diseñadas fuera de los centros escolares conforme a lo
establecido, entre las cuales puede ser encuadrada la propia educación
inclusiva: cabe decir en tales casos que la participación se produce en un
proceso de cambio supuestamente orientado a la inclusión cuyo diseño (como
mínimo) no ha tenido un carácter inclusivo (Hargreaves, 2004). Con todo, a
continuación hay que añadir que el papel de quienes están involucrados en el
liderazgo de un centro escolar rebasa la mera traslación de iniciativas de
cambio más amplias diseñadas fuera del mismo, e incluso puede entrar en
conflicto con éstas. Taysum y Gunter (2008) destacan que, cuando persigue
el desarrollo de la educación inclusiva en los centros escolares, esos agentes
tienen, en particular, un importante papel crítico que desempeñar en la
transformación crítica de estas organizaciones, principalmente a través del
desarrollo de la igualdad, la justicia social y la democracia.

99
Figura 4.2. Dimensiones de la relevancia del liderazgo en la inclusión educativa.

b) Liderazgo como inclusión. El liderazgo puede considerarse un proceso en sí


mismo, y el propio proceso de liderazgo puede tener carácter inclusivo, lo
cual prestará, igualmente, una importante contribución a la inclusión escolar
(Ryan, 2005): en pocas palabras, el propio liderazgo puede entonces ser
entendido como inclusión y puesto en práctica como tal (Durrant, 2009). No
es infrecuente reducir el liderazgo a situaciones en las que unos conducen o
guían a otros, que los siguen. Naturalmente, entender el liderazgo como
proceso inclusivo va más allá de esto. En sentido amplio, implica entenderlo
como un proceso colectivo en el que diferentes agentes e instancias trabajan
juntos, de diferentes maneras, para hacer realidad los ideales asociados a la
inclusión transformando los centros escolares (Ryan, 2005). No obstante,
será especialmente importante que “todos los miembros de la comunidad
escolar y sus perspectivas sean incluidas equitativamente en todos los
procesos escolares, especialmente en los procesos de enseñanza y
aprendizaje” (Ryan, 2005, p. 14).

4.6. Consideraciones finales

En general, aquí han sido objeto de análisis dos aspectos básicos: cómo tienden a ser
representadas las diferencias y la diversidad en los centros escolares, por un lado, y cómo
es concebida la respuesta de estas organizaciones a esa realidad representada
(especialmente, una forma de respuesta: la inclusión), por otro lado. La exposición
realizada puede inducir, pues, a pensar que tales respuestas son las adecuadas a la
realidad, al menos tal como ésta es representada.

100
Sin embargo, conviene finalizar esta exposición advirtiendo de lo controvertido que
puede llegar a ser dar por sentado ese vínculo entre (representación de la) ‘realidad’ y las
correspondientes ‘respuestas’. En especial, es preciso llamar la atención sobre el riesgo
en el que se puede incurrir al perseguir una homogeneización excesiva en la
representación de situaciones tan variadas, buena parte de las cuales quizás sean
idiosincrásicas y prácticamente irrepetibles. La homogeneización en la representación de
las experiencias escolares puede promover no ya sólo una respuesta suficientemente
homogénea sino incluso una idealización de la respuesta, que así se distancia de la
experiencia, aunque a la vez puede servir de instrumento para ajustar la experiencia a
unos estándares (por ejemplo, unos determinados valores) que, en aparente paradoja,
ponen en cuestión las diferencias y la diversidad (Lumby y Coleman, 2007, capítulo
sexto).

101
SEGUNDA PARTE

Centros escolares, condiciones de trabajo y


desarrollo profesional de los docentes

102
5
Condiciones del trabajo docente, organización de los
centros escolares y mejora de la situación

En este capítulo se analizan las condiciones de trabajo del profesorado en relación con
los centros escolares y la mejora de la educación, entendida como un conjunto de
garantías del derecho esencial del alumnado a los aprendizajes debidos. Las tres
cuestiones que aparecen en el título, cada una de las cuales puede requerir una atención
propia, merecen ser contempladas también prestando atención a sus relaciones
recíprocas. Las condiciones del puesto de trabajo docente, que son en sí mismas un
exponente explícito de la valoración, el reconocimiento y la dignificación con la que el
profesorado ha de contar, requieren ser consideradas al mismo tiempo como
contribuciones al aprendizaje de los estudiantes. Los centros escolares, que en gran
medida conforman el puesto de trabajo docente, funcionan, en algunos aspectos, como
mediadores entre ciertas condiciones laborales situadas en las políticas estatales y
autonómicas y el ejercicio de la docencia. Pero, además, dentro de los márgenes de
autonomía y actuación con que cuentan las organizaciones escolares, operan como
creadoras de estructuras, tareas y exigencias, de relaciones, clima y dinámicas de trabajo
que conforman significativamente tanto la vivencia y la implicación del profesorado en la
profesión, como su desempeño cotidiano con los estudiantes, con los colegas, con las
familias y la comunidad. Un análisis ponderado de las condiciones del trabajo docente ha
de incluir, por lo tanto, cómo se insertan y son propiciadas por las organizaciones
educativas donde se ejerce la docencia, y de qué manera ello contribuye o no a crear y
sostener entornos de aprendizaje idóneos para que los estudiantes cuenten con
experiencias y resultados educativos valiosos en su trayectoria escolar. De manera que si,
en un sentido, los profesores están asistidos por el derecho de contar con buenas
condiciones profesionales para el desempeño de su labor, en otro les corresponde el
deber y la responsabilidad de aprovecharlas en beneficio de los estudiantes y la sociedad
a la que han de servir. Son dos caras de una misma moneda que conviene, por lo tanto,
contemplar simultáneamente.
Es extremadamente complejo establecer relaciones precisas entre las condiciones
del trabajo docente y los aprendizajes de los estudiantes. Éstos, además de la enseñanza,
dependen de otros muchos factores e influencias sociales y familiares poderosas que

103
están fuera del poder, el control y la responsabilidad directa de los profesores que, así y
todo, realmente importan y son decisivos en la enseñaza y el aprendizaje escolar. Por
ello, las grandes apelaciones sociales y políticas a la calidad de los sistemas escolares no
pasan de ser puras retóricas cuando, como ocurre con frecuencia, no van acompañadas
de diferentes decisiones congruentes y efectivas; algunas de ellas se refieren,
precisamente, a qué es lo que se hace para atraer y preparar a buenos profesores,
reconocer, respaldar y valorar como es imprescindible la enseñanza. Por su parte, sin
embargo, la defensa y las reivindicaciones a favor de quienes se dedican a esta profesión
serán tanto más atendibles y legítimas cuanto mejor respondan al bien común de la
educación sobre la base de un equilibrio idóneo entre sus responsabilidades (deberes) y
sus reconocimientos efectivos y condiciones laborales adecuadas (derechos).
Históricamente las condiciones económicas, intelectuales y sociales del trabajo
docente han representado un terreno muy ligado a la dignificación de la profesión.
Todavía hay asuntos pendientes en esa materia, pero en las últimas décadas se han
logrado conquistas importantes. En la actualidad, con todo, el tema sigue siendo objeto
de desavenencias entre el profesorado y sus representaciones sindicales, la sociedad y las
administraciones educativas. Se deben a muchos factores: el cruce de intereses no
siempre coincidentes, las políticas sociales y educativas que están afectando a los
sistemas escolares y a quienes trabajan en ellos, zarandeadas por cambios profundos y
extensos que ahora están incidiendo sobre las relaciones entre la sociedad y los sistemas
escolares, las familias, los estudiantes, el profesorado y las organizaciones educativas. La
dedicación a la enseñanza y las condiciones laborales de quienes la ejercen siguen
estando en el punto de mira y sometidas a una permanente concertación. A lado de temas
y controversias históricas al respecto, el valor sin precedente de la educación en los
tiempos corrientes y la formulación de finalidades más ambiciosas referidas a su
democratización, así como nuevas condiciones socioculturales y profesionales
emergentes, plantean nuevos retos que hay que afrontar. Llevan consigo interrogantes
que no son fáciles de despejar respecto a qué hacer y cómo para dotar a los docentes de
los entornos y las condiciones de trabajo propicias para que vivan y desempeñen bien su
trabajo y, al mismo tiempo, para que asuman y desempeñen satisfactoriamente sus
responsabilidades.
Debido al calado social, político y humano de la educación y de quienes en ella
trabajan, y a la concurrencia de factores organizativos y profesionales complejos, todavía
está por elaborar un marco teórico compartido que sirva de referencia en esta materia
para determinar cuáles son los elementos más relevantes en la condiciones de trabajo del
profesorado, qué peso atribuir a cada uno de ellos y al conjunto, qué incidencia tienen en
la satisfacción, moral, representaciones e implicación de los docentes en la enseñanza, así
como también en el funcionamiento de los sistemas escolares, los centros y los
aprendizajes que el alumnado ha de lograr en su paso por los mismos.
En este capítulo se pretende ofrecer una visión panorámica sobre el particular. En
primer lugar se plantea el estado de la cuestión respecto a ciertos indicadores
tradicionales relacionados con las condiciones del trabajo y los términos en que están sido

104
discutidas en el contexto español, particularmente dentro del proceso de concertación del
nuevo estatuto de la función pública docente entre la administración y los sindicatos. En
el segundo punto se hace mención al escenario actual del ejercicio de la enseñanza, pues
es imprescindible tenerlo en cuenta a la hora de analizar unas condiciones de trabajo que,
en alguna medida, exceden ahora las que tradicionalmente han sido tratadas. En tercer
lugar se recogen algunos análisis y tendencias internacionales que revelan ciertas
perspectivas sobre el tema que seguramente han de ser tomadas en consideración, ya que
proponen ciertas coordenadas y contenidos del trabajo docente y sus condiciones de
trabajo que están llamadas a marcar la agenda del debate y la concertación en esta
materia, así como también la investigación y la elaboración teórica que requiere.

5.1. Elevación de las exigencias a la profesión y condiciones de trabajo docente: indicadores


tradicionales y estado de la situación

Es difícil precisar si la mayoría del profesorado ha ido renovando sus valores,


concepciones y prácticas pedagógicas, sus modos de entender y vivir la profesión, o, más
bien aferrándose a un pasado nostálgico que en realidad nunca existió ni desde luego va a
volver. Lo que sí es evidente es que, en las últimas tres o cuatro décadas, se han
producido cambios impresionantes en la sociedad, en el alumnado y sus familias, en los
sistemas educativos.

5.1.1. Demandas de la profesión quizás demasiado irreales, pero justificadas

Desde la transición democrática española, en todos los tramos escolares del sistema
educativo se han producido cambios significativos en la totalidad de factores relativos a la
ordenación de la educación, el currículo, la enseñanza y los resultados escolares, así
como en la creación y el equipamiento de los centros, la regulación de su autonomía
organizativa y pedagógica. En paralelo, ha sido notable el incremento del número de
docentes que han ingresado en el sistema, se han ido estableciendo especialidades y
perfiles con sus correspondientes tareas y condiciones profesionales. Reformas
ambiciosas, y también justas, en materia de extensión y democratización de la educación,
en la organización de los centros, el currículo y la enseñanza, al lado de otros cambios
políticos, culturales, sociales y demográficos de la población escolar, han ido reclamando
nuevas exigencias y condiciones de enseñanza. Se han traducido en cambios importantes
en las tareas docentes (ahora más amplias e intensas) y, por consiguiente, en las
expectativas y las responsabilidades requeridas al profesorado por la administración, los
centros, el alumnado y las familias. Los cambios sobrevenidos, que siguen requiriendo las
tareas y funciones docentes de siempre (planificación de la enseñanza, trabajo directo
con grupos de alumnos en las aulas y evaluación de sus aprendizajes, relación con los
colegas, atención a las familias, etc.) urge que ahora sean afrontadas con nuevas maneras

105
de entenderlas y llevarlas a cabo para poder responder adecuadamente a realidades
corrientes, algunas de ellas desconocidas y muchas desconcertantes. Se ha ido ampliando
lo que un docente ha de saber, las metodologías didácticas y la integración en ellas de
nuevos medios, así como, llevando la profesión al terreno afectivo o emocional, se
espera de ella una alta implicación personal que es precisa para sostener relaciones
personales positivas con sus estudiantes, siendo consciente, asimismo, de que la docencia
ha de inspirarse en ciertos ingredientes éticos y valores como la equidad y la conexión de
la educación con la profundización democrática. Ejercer la enseñanza en estos tiempos
requiere el dominio de los contenidos del currículo y el desarrollo de capacidades,
actitudes y compromisos adecuados para seleccionar y organizar lo que se enseña,
echando mano de buenos criterios culturales y contando con principios que tengan muy
en cuenta a las personas, niños o jóvenes, que han de aprender con su esfuerzo, pero
también con ayudas efectivas. Del profesorado actual se espera que renueve sus maneras
de enseñar, que aprenda y utilice juiciosamente metodologías, materiales didácticos
diversos, que sea capaz de crear entornos, tareas y relaciones idóneas para que los
estudiantes aprendan lo esencial y, así, comprendan profundamente los conocimientos,
estableciendo relaciones con sentido entre los mismos y cultivando habilidades superiores
de pensamiento: un estudiante bien formado hoy no es precisamente el que sabe
informaciones inconexas y tiene la cabeza llena de contenidos que no entiende, sino,
como ayer, el que la tiene bien amueblada. Por si todo ello fuera poco, también se afirma
tajantemente que cualquier docente hoy en día ha de ser plenamente consciente y asumir
con consecuencias que la educación es un derecho y que, por lo tanto, los mejores
aprendizajes escolares, los más esenciales y decisivos, han de ser garantizados a todos sin
ningún género de reserva o exclusión. De ahí que también se deposite en el profesorado
la tarea de adquirir y llevar a su práctica actitudes y capacidades que le permitan hacerse
cargo de la diversidad personal, social y cultural de cada alumno y alumna como un
sujeto singular, creando y sosteniendo relaciones pedagógicas personalizadas, tanto en las
clases ordinarias como en otros espacios de tutoría y atención. En los últimos años ha
sido creciente, igualmente, la tendencia a extender la profesionalidad docente y sus tareas
más allá del trabajo con el alumnado. Se ha ido sosteniendo que quienes ejercen su
trabajo en los centros escolares no han de verse a sí mismos como individuos pasivos
que padecen y se lamentan de estructuras burocráticas que coartan su libertad, sino, por
el contrario, como profesionales activos que participan con responsabilidad y
aportaciones críticas en la construcción de los centros como organizaciones dinámicas e
inteligentes que elaboran colegiadamente proyectos pedagógicos, los desarrollan a través
de relaciones coordinadas, los acometen como una oportunidad para mejorar tanto los
aprendizajes docentes como los de los estudiantes, experimentan y renuevan sus
concepciones educativas y sus prácticas. Otra expresión manifiesta de esa profesionalidad
ampliada se ha ido concretando en la urgencia de recrear los vínculos con las familias, la
comunidad y otras agentes sociales con una idea clara de poder garantizar mejor de ese
modo la educación debida a todos los estudiantes (Escudero, 2009a). Elevando aún más
el listón, se aducen razones poderosas para colocar en perspectiva un modelo de

106
profesores que no se limiten a conocer a sus alumnos sólo en sus facetas académicas y
psicológicas, sino que tomen también en consideración sus realidades sociales y
culturales, su reconocimiento y formación como ciudadanos conscientes de sus derechos
y de sus deberes. Un reto nada fácil, pero ineludible, es el de inscribir la docencia en
claves sociales y éticas, asumir valores e ideales directamente relacionados con la
democracia, entender su profesión como una forma de contribuir a relacionar la escuela,
el currículo y la enseñanza con la justicia social, la igualdad, la lucha contra cualquier
género de discriminación (Nieto, 2006). He ahí, pues, un horizonte social, cultural y
moralmente bien justificado. Pero hay que decir al mismo tiempo que es extremadamente
complejo, difícil de lograr e incluso de imaginar, acaso todavía más de hacer posible
mediante decisiones y trayectos congruentes para abrirle paso, ya que hoy por hoy
pertenece a otro mundo, no a éste más prosaico donde vivimos. El asunto está en que o
se apuesta con decisión hacia ello, o tendríamos que dejar de abusar de tantas retóricas –
educación de calidad para todos, por ejemplo– sin los acompañamientos que requiere.
Ése es el dilema.

5.1.2. Condiciones del trabajo docente

La retribución salarial de los docentes, la jornada laboral, el tiempo dedicado a la


enseñanza y a otras actividades, las condiciones físicas de los centros y las aulas, o la
disponibilidad de medios y recursos, han sido, desde antaño, temas de reivindicación y
concertación entre sindicatos y administraciones educativas en lo que se refiere a las
condiciones laborales del profesorado. En líneas generales los países más avanzados en
lo social, político y económico y cuya inversión educativa es más elevada han ido
propiciando mejores condiciones de trabajo en todos esos indicadores. Sucesivamente
han ido incluyendo, además de elementos materiales como los referidos, otros relativos a
su preparación inicial, la atención a su iniciación en la enseñanza, la disponibilidad de
apoyos y oportunidades de desarrollo a lo largo de la carrera, así como diversos
elementos organizativos y relacionales que caracterizan los entornos institucionales y
sociales donde desempeñan su trabajo.
Informes internacionales sobre el estado de la educación han ido documentando
diversos datos sobre las condiciones de trabajo de los docentes de varios países. Algunos
de los más recientes que pueden consultarse son el de la OECD (2008) que incluye un
mayor número de países o, correspondiente a la Unión Europea, EURYDICE (2009). El
Informe TALIS (OECD, 2009) ha ofrecido, asimismo, otra serie de datos de interés al
respecto, aunque su información corresponde sólo a la educación secundaria obligatoria y
refleja las perspectivas recabadas por medio de cuestionarios de opinión aplicados a
muestras de equipos directivos y profesores de diferentes países.
Ya que el foco específico de atención del capítulo corresponde al sistema educativo
español y a las condiciones de trabajo de su profesorado en los niveles no universitarios
(un análisis histórico y comparativo desbordaría ampliamente este espacio), se presentan

107
a continuación algunos datos que permiten, en primer lugar, dejar constancia del estado
actual de diversos indicadores y, seguidamente, considerar algunos de los problemas que
siguen constituyendo objeto de negociación a propósito del nuevo estatuto de la función
pública docente, todavía pendiente tras la aprobación de la última reforma española, LOE
(2006).
El informe de la OECD (2008) como otros anteriores, además de documentar
resultados educativos, inversión y recursos humanos, acceso y participación en
educación en los países incluidos, dedica un apartado específico al entorno de
aprendizaje y la organización de las escuelas. Dentro del mismo ofrece indicadores
relacionados con el tiempo escolar de los alumnos, la ratio y el número de estudiantes por
profesores en las distintas etapas educativas, el salario de los docentes según etapas
escolares, los tiempos de docencia y el tiempo total de dedicación. Todos ellos suelen
incluirse bajo la categoría de condiciones del trabajo de los profesores. En el informe
EURYDICE (2009), que sólo incluye países de la UE, también dedica uno de sus
capítulos a recursos dedicados por cada uno de ellos a la educación y profesorado, ofrece
informaciones sobre la edad de jubilación, los salarios y sus relaciones con la antigüedad,
la formación inicial y continuada, la feminización en primaria y secundaria, las
condiciones contractuales, el apoyo a los profesores debutantes y también a lo largo de la
carrera, haciendo una mención especial a las políticas existentes respecto a posibles
docentes con dificultades o a quienes trabajan en centros y con alumnos en contextos de
desventaja. Por su parte el Informe TALIS (OECD, 2009) también da cuenta de
variables correspondientes a la pirámide de edad del profesorado de la primera etapa de
la educación secundaria, la ratio, el apoyo administrativo y pedagógico, el absentismo
docente y la autonomía de los centros, la formación y el desarrollo profesional, la visión
declarada sobre la enseñanza, la coordinación y el clima de convivencia en centros y
aulas.

A) Algunos indicadores del estado de la cuestión

Las condiciones del trabajo docente, que no son desde luego el único registro a
tocar para ello, son inexcusables: centran la cuestión, al tiempo que en el horizonte de
referencia, en la disposición de medios para hacer el viaje. En las décadas más cercanas
se han ido adquiriendo y consolidando logros apreciables en la mejora de las condiciones
laborales de los docentes. Posiblemente no está todo dicho, pues hay y seguirán
surgiendo temas a ser contemplados y decididos en la materia, tanto más complejos
cuanto mayores sean las expectativas depositadas en la profesión y las implicaciones
asumidas. Puede ser conveniente de momento documentar algunos indicadores que
definen el estado de la cuestión.
A la vista de ciertos datos comparativos disponibles, puede decirse que hay
indicadores que no sólo equiparan al profesorado no universitario español con la media
de los países de la OECD, sino que incluso reflejan condiciones más favorables en

108
ciertos aspectos. Así lo puso de manifiesto Pedró (2006) al analizar datos de la OECD
correspondientes a los años 2005 sobre ratio y el número de horas destinadas al trabajo.
Como puede verse en el informe más reciente (OECD, 2008), se mantienen
prácticamente en los mismos términos. En la educación primaria, la ratio media (número
de estudiantes por profesor en las aulas) de la OECD es de 20.3, mientras que en España
es de 19.3 en la pública y de 24.1 en la privada. En secundaria, la media general y la
española en la pública son idénticas, 23.8, siendo superior, 26.6, en la privada, Si se toma
en consideración la relación entre el número total de profesores de las etapas y el
alumnado, la media nacional y la de la OECD son, respectivamente, en primaria de 14.2
y 14.5, en secundaria obligatoria, 12.5 y 11.7; en bachillerato, 7.8 y 11.5.
Los salarios, que son diferentes para primaria y secundaria, en el sistema educativo
español, en 2005, eran superiores en ambos casos a la media de la OECD: un 4.7% en
primaria y un 8.8% en secundaria. Atendiendo al nivel de riqueza relativa de los países
referidos, la media de la OECD (Pedró, 2006) era 1.39 para la educación primaria y 1.35
para la secundaria, mientras que en España era de 1.42 y 1.59 respectivamente. En
general, los salarios del personal docente español son más competitivos al inicio de la
carrera, se atenúan a los quince años de ejercicio y vuelven a incrementarse,
comparativamente hablando, hacia el final. Según OECD (2008), esos índices bajaron
ligeramente en primaria (1.31) y también en secundaria obligatoria (1.47), aunque siguen
por encima de la media de los países analizados, 1.16 en primaria y 1.21 en secundaria,
primera etapa.
El informe de OECD (2008) ofrece también datos comparativos entre el sistema
educativo español y la Unión Europea-19 sobre horas por semana, días de enseñanza
anuales, tiempo de trabajo en otras actividades y tiempo total en primaria, secundaria y
bachillerato.

Cuadro 5.1. Tiempos del trabajo docente. (Elaboración propia a partir de OECD, 2008)

109
Según esos datos y sin hacer mención al hecho relevante de que en la mayoría de
nuestras Comunidades Autónomas tanto la educación secundaria como la primaria gozan
ahora de la jornada continuada (convertida hace unos años en un foco importante y
controvertido de reivindicación sindical), el tiempo laboral del profesorado español refleja
condiciones estructurales más favorables. Ello, sin embargo, no informa cualitativamente
acerca de qué se hace dentro de esos tiempos, cuál es clima de trabajo y cómo lo vive el
profesorado. Cabe indicar a este respecto que según el Informe TALIS (OECD, 2009) el
profesorado de secundaria obligatoria sostiene que ha de dedicar un porcentaje mayor del
tiempo de aula a mantener el orden que el declarado por la media de los países incluidos
en el estudio, así como que, también según su apreciación de nuestro profesorado
encuestado, el clima de los centros españoles en esa etapa es valorado como menos
positivo. Dato, por cierto, que levanta la hipótesis de que no necesariamente la mejora de
determinadas condiciones materiales del trabajo escolar conlleva por sí misma
condiciones sociales más positivas.
La edad de jubilación es otro indicador habitual. Mientras que en la mayoría de los
países de referencia los 65 años marcan la edad más generalizada de momento (con
tendencias a situarla en una escala cuyo límite inferior serían los 60), tras la concertación
española ligada al proceso de implantación de la LOGSE (1990), el profesorado español,
desde la educación infantil al bachillerato y la formación profesional, cuenta con la

110
posibilidad de jubilación voluntaria cinco años antes que en la mayoría de los países del
entorno. Precisamente la prórroga de ese acuerdo hasta 2013 sólo, como propone el
Borrador de estatuto en discusión, o hasta el 2022 como demandan algunos sindicatos, es
uno de los motivos de desacuerdo en la negociación del estatuto de la función pública
docente que está por cerrarse. La situación de nuestro profesorado sería peor, como
refleja el Informe TALIS, en el dato referido al personal de apoyo administrativo y
docente en los centros: aquí se documenta una proporción de 1/20 por docente, mientras
que en la media de la OECD es bastante inferior, 1/8, lo que revelaría un apoyo mayor
de ese tipo en otros países.
Los índices anteriores, que responden a aspectos materiales y estructurales del
puesto de trabajo docente, ofrecen bases para sostener que el profesorado español ha ido
equiparándose en ciertas condiciones laborales a los colegas de otros países más lejanos y
próximos, y que en algunas de ellas incluso los supera. Ello muestra que en esta materia
se han hecho esfuerzos apreciables en un sistema cuyo retraso comparativo era notorio
hace sólo tres décadas. Seguramente por eso, tal como una central sindical declaraba en
un estudio realizado sobre el profesorado (CCOO, 2004), los asuntos de mayor
preocupación no se refieren ahora a los aspectos materiales de las condiciones laborales,
sino a otros calificados como condiciones de proceso: clima en los centros con el
alumnado y con los compañeros, relaciones y respaldo de las familias. Para percatarse de
cómo este panorama de conjunto se está comportando en la actualidad, puede echarse
una mirada a la discusión que está concitando el Borrador del Estatuto de la Función
Pública Docente (2007), hecho público en mayo de ese año por el Ministerio de
Educación.

5.1.3. El Borrador del Estatuto Docente y sus controversias como un ejemplo

La aprobación de una nueva reforma, LOE (2006), sirvió de referencia para la discusión
entre la administración central y las centrales sindicales sobre las condiciones de trabajo
del profesorado no universitario. Desde ese momento hasta la fecha no se ha logrado,
por lo visto, un espacio de encuentro aceptable entre las partes, siguiendo abierta la
negociación.
No se pretende analizar aquí con detalle el Borrador (2007) que plantea, a lo largo
de casi treinta páginas, diversos asuntos, desde la declaración de motivos y sus
coordenadas generales dentro del Estatuto Básico del Empleo Público, hasta otros
muchos aspectos tratados en trece capítulos, además de otras disposiciones. Las grandes
cuestiones del Borrador se refieren a la condición funcionarial del profesorado, la
organización en cuerpos, grupos y especialidades, las funciones, derechos y deberes, la
relación de puestos de trabajo, plantillas y procedimientos de selección para el acceso a la
enseñanza, la promoción interna y la carrera profesional, las distintas situaciones de
servicio, la suspensión de funciones, la jornada laboral, fijada en 37,5 horas semanales
como otros funcionarios, las vacaciones o permisos, la composición del sistema

111
retributivo, el régimen disciplinario y los procedimientos aplicables ante posibles
incidencias, la salud laboral y la prevención de riesgos asociados al ejercicio de la
profesión.
Las reacciones sindicales a la propuesta ministerial, que son diferentes según la
orientación política de las centrales, ponen bien de manifiesto que algunos aspectos
relativos a las condiciones laborales descritas más arriba siguen sobre la mesa. Aparecen
otros más novedosos, como la promoción y la carrera profesional.
La central CSIF ha planteado discrepancias con la edad de jubilación anticipada (el
MEC acepta extender la prórroga LOGSE hasta 2013 pero se reclama su extensión hasta
el 2022), así como también con cuestiones relativas a la promoción vertical y la carrera.
Aboga por un concurso de méritos en el que cuente básicamente la antigüedad y la
titulación requerida, y desconfía de la evaluación del desempeño docente por la que
aboga el Borrador. Esa central reivindica mejoras retributivas y en la jornada laboral,
aspectos estos en los que también insiste ANPE, además de poner un acento particular
en materiales como seguridad y salud del puesto de trabajo, autoridad pública del
profesor, sistema de jubilación con mecanismos que permitan no sólo su anticipación,
sino también una modalidad de jubilación a tiempo parcial.
El Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza (STE) planteó movilizaciones contra
el Borrador, motivadas por las graves carencias que le atribuye en la definición de la
carrera docente, las retribuciones, la jubilación, la movilidad, la estructura y la promoción
hasta la enseñanza universitaria. Según este sindicador, los criterios de promoción
manejados por la administración son más propios del sector privado que de la educación
pública, tienen una lógica competitiva, regresiva y jerárquica al no contemplar la antigua
reclamación de un cuerpo único de docentes.
En la revista Trabajadores de la Enseñanza (2007), CCOO mostraba su acuerdo
con situar el estatuto docente dentro del Estatuto Básico del Empleo Público. También,
en afrontar la promoción vertical y la carrera profesional, la movilidad y las retribuciones,
así como la necesidad de considerar los cambios acaecidos en los perfiles profesionales
tras la LOE (2006) y las competencias transferidas a las Comunidades Autónomas que
no debieran poner en cuestión un marco profesional nacional, más homogéneo que el que
se ha ido conformando. Además de otros aspectos, esta central consideraba con atención
las propuestas sobre la promoción vertical y horizontal. Respecto a la primera, se
planteaba el establecimiento de procedimientos idóneos para extenderla hasta la
enseñanza universitaria, basados en la experiencia y la formación (titulaciones exigibles).
Sobre la segunda, además de abogar por mantener el sistema actual de sexenios
(retribuciones por horas acreditadas de formación), aunque mejorándolo y haciéndolo
más flexible, no se descarta la propuesta del Borrador que plantea la sustitución
progresiva de los sexenios actuales por un nuevo modelo de carrera docente de ocho
grados. Se acepta que incluya la evaluación voluntaria de la enseñanza teniendo en
cuenta los contextos de trabajo (centros, alumnado con mayores dificultades, etc.) al
aplicarla. Se hace explícito que la evaluación voluntaria de la docencia en ningún caso
versará los resultados académicos ni éstos, por lo tanto, habrían de tener consecuencias

112
para la promoción en la carrera docente.
Por su parte la central FETE-UGT también ha manifestado sus propias
valoraciones y propuestas. Se recogen aquí sólo las más recientes, manifestadas a
propósito de la propuesta ministerial de un nuevo pacto social y político por la educación.
En este contexto, además de reclamar un incremento de la inversión en educación que
alcance el 7% del PIB, lealtad institucional, reducción de las tasas de abandono y fracaso
escolar, mayor valoración de la formación profesional y la posibilidad de un bachillerato
de tres años, alerta contra la posibilidad de que los pactos pudieran llevar a descafeinar
ideológicamente la LOE. En relación con las condiciones laborales aboga por la igualdad
en todo el Estado, una carrera profesional basada en acreditación de méritos (evaluación
voluntaria), la consolidación del actual sistema de jubilación anticipada, más especialistas
y nuevos perfiles profesionales en los centros, la consideración del profesorado como
autoridad pública (también suscrita expresamente por ANPE), un nuevo modelo de
centro desde la educación infantil a la post obligatoria con infraestructuras modernas,
medios humanos y técnicos adecuados y redistribución equitativa del alumnado, mayor
autonomía pedagógica (con equipos directivos capaces de ejercer liderazgo), y un
profesorado motivado, remunerado y con la formación adecuada, así como la reducción
de la tasa del profesorado interino al 8%, la mitad aproximadamente de la actual.
A pesar de que la relación anterior no recoge por completo los temas en discusión y
las diferencias entre las centrales sindicales, ilustra bastante bien cuáles son los focos
preferentes sobre las condiciones laborales del profesorado. Llama la atención, por
ejemplo, que haya sido en el contexto del anunciado pacto social y político por la
educación, y no en otras coordenadas, donde han entrado en escena las referencias
explícitas a temas tan lacerantes del sistema educativo español como el fracaso escolar y
el abandono escolar prematuro. Igualmente, el hecho de que, a pesar de nuestra situación
comparativa y favorable con otros países en indicadores como los vistos expuestos más
arriba, persiste un foco de atención concentrado en condiciones materiales y estructurales
del puesto de trabajo, omitiendo otras que son relevantes. Por razones en parte
comprensibles, pero también discutibles en algunos extremos, las posturas sindicales
están en contra de establecer relación alguna entre la promoción en la carrera docente y
los aprendizajes de los estudiantes. De sostener ese criterio sin más, la idea planteada en
la introducción del capítulo, según la cual las condiciones del trabajo docente merecen ser
vistas como condiciones del aprendizaje de los estudiantes, quedaría del todo fuera de la
discusión. Cuando menos, esta cuestión requiere alguna discusión adicional como se verá
al exponer otros posibles planteamientos sobre el particular.

5.2. Las percepciones y vivencias de la profesión por parte de los docentes también forman parte de
sus condiciones de trabajo

Las condiciones laborales de esta profesión constituyen un territorio sutil donde no sólo
cuentan los indicadores objetivos, sino también las percepciones y representaciones, las

113
vivencias y sentimientos de quienes la ejercen. A fin de cuentas, sus valoraciones e
interpretaciones subjetivas son tan reales como puedan serlo las estructuras y los
elementos materiales, como bien señalan Hirsch y otros (2008) y por ello han de ser
tenidas en cuenta. El tan mencionado malestar docente y la crisis de identidad que
muchos profesores están sintiendo son buenos testimonios de lo que se dice.
García (2006) ha recopilado una buena muestra de estudios aparecidos en los
últimos años en los que, en efecto, se documenta que una buena parte del profesorado
no vive bien la profesión, se siente estresado, desmoralizado y quemado, con indudables
repercusiones, no sólo para el alumnado con el que trabaja (frecuentemente aducido
como una causa importante de sus pesares), sino también para su propia salubridad
personal y profesional. Egido (2007) presentó algunos datos sobre los docentes en un
Seminario de la Confederación de APA. Las declaraciones sobre sus condiciones
laborales presentan claros y oscuros. La satisfacción global con la profesión alcanza el
87% al sumar los valores de algo y bastante; un 3% dice sentirse muy satisfecho. El 80%
valora positivamente la estabilidad laboral, el 71%, la autonomía con que cuentan y el
53% las vacaciones. Para el 73% es adecuado el horario dedicado a la enseñanza, para el
60% el empleado en preparar las clases, el 68% dice otro tanto de reuniones de trabajo e
innovación, y para el 55% el que se refiere a su perfeccionamiento. Llama la atención
que un 20% piense que las horas de clase son excesivas (recuérdense los datos
comparativos anteriores), que un 26% valore del mismo modo la preparación de las
clases, o que un 20% estime demasiadas las reuniones de trabajo. Para el 68% el salario
es nada y poco adecuado, contrastando esa apreciación con la de los padres que lo
consideran adecuado y muy adecuado, un 75% de los encuestados. Todo ello, entendido
sólo como algunos indicios, revelan que la profesión docente es heterogénea en sus
percepciones de su trabajo y las condiciones en que lo ejerce, así como que, ciertamente,
una cosa son los datos estadísticos y otra, bien diferente, las percepciones de los mismos.
Las condiciones del trabajo docente, desde luego, no pasan tan sólo por sus
aspectos estructurales y materiales. Debido a cambios profundos como los mencionados
y a que las expectativas y exigencias en que se están traduciendo, por excelsas que sean,
están ampliamente documentadas, y sobre todo vividas, una crisis de identidad muy
extendida en una profesión (Bolívar, 2006) a la que se le han ido alterando los papeles
que ha de interpretar, pero que le resultan, primero, muy difíciles de asumir y, todavía si
cabe, aún más complicados de desempeñar. Tanto por los demás actores con los que
debe hasta negociarlos (alumnado, familias, medios de comunicación, cultura ambiental)
como por aquellos otros que, más allá de la escena y de las actuaciones requeridas, se
dedican a escribirles la obra. Las políticas educativas y los administradores se han
empeñado en reescribir qué han de aprender y hacer para llevar a cabo sus reformas,
cambiando sucesivamente, con desatino y falta de sentido común en ocasiones, los
correspondientes folletos. Todas las reformas de última generación han elevado por
arriba las finalidades educativas, sobre todo en las declaraciones. Prisioneras ellas mismas
de presiones políticas y sociales, también económicas, del mercado y sus conocidas
ortodoxias liberales y competitivas, unas veces se mueven con fórmulas burocráticas

114
obsoletas para estos tiempos. Otras, seducidas por la fascinación de esperar que lo que
no puede solucionar la maquinaria pesada del Estado y sus funcionarios lo arregle el
mercado educativo, la privatización, la devolución a las familias de la libertad de elegir
buscando la educación deseada para sus hijos e hijas. A resultas, docentes que trabajan
en la escuela pública, y lo hacen cada vez más en centros a los que asiste más alumnado
cuyas familias no han podido elegir (clases más desfavorecidas en lo económico y
cultural, minorías étnicas, necesidades educativas especiales, inmigrantes, etc.), cuentan
con unas condiciones de trabajo que son realmente difíciles, sean cuales fueren las horas
de enseñanza o los salarios recibidos y comparados con otros. Con razones y argumentos
dispares, la profesión docente es objeto de denostación. El credo neoliberal tiene bien
claro que lo mismo que hay que dar la batalla a lo público, hay que culpar y
desconsiderar al mismo tiempo a los funcionarios. Valoraciones de otra naturaleza
(Enguita, 2001) reclaman un desempeño más asumido y responsable de su trabajo,
poniendo por delante de sus intereses corporativos el derecho que asiste a sus alumnos
de contar con una buena educación que, en gran medida, está mediada por el esfuerzo,
las capacidades, la innovación y los compromisos de sus profesores. Con todo ello, por
lo tanto, al referirse a las condiciones del trabajo docente hay que prestar atención a
bastantes más dimensiones que las que suelen considerarse.

5.3. Una ampliación necesaria de la mirada sobre las condiciones del trabajo docente

Para debatir y concertar las condiciones de trabajo del profesorado hay que recuperar,
seguramente, un terreno intermedio entre dos posiciones extremas e inadecuadas: a) La
crítica desaforada a los docentes, la atribución de funciones y responsabilidades
indebidas, la tendencia a culparles, a ellos y a las escuelas, de todos los males sociales
que nos aquejan. Desde la desconfianza, la descalificación y la sospecha radical, nada se
podrá hacer por valorar y reconocer el protagonismo de quienes trabajan en la escuela.
La ola neoliberal es un virus al que se debe encontrar remedio con urgencia, b) No
parece saludable tampoco refugiarse bajo una cultura profesional del lamento, pues
coloca a la profesión y a las instituciones públicas en el terreno de la desesperanza y la
impotencia. De avanzar por esa dirección, se puede emitir un mensaje a la sociedad que
vaya en contra del valor y las posibilidades de las organizaciones educativas y sus
profesionales, haciendo más difícil todavía el respaldo que necesitan y merecen. A la
profesión docente no le benefician las posturas defensivas, ni tampoco la tendencia a
descargar las propias responsabilidades respecto al aprendizaje de los estudiantes, a pesar
de que haya, ciertamente, otros muchos factores extraescolares poderosos e influyentes.
Un documento elaborado en el país vecino, Francia, titulado Libro verde sobre la
evolución del oficio de la enseñaza (Pochard, 2008), establece bien las coordenadas y el
tono de ese espacio intermedio que se reclama. La nación –se declara– debe confiar más
en sus profesores y mostrarles mayor reconocimiento, apoyo y valoración. Ellos, por su
parte, han de interpretar bien el mensaje de que tanto mejor serán reconocidos cuanto

115
respondan, también mejor, a las responsabilidades y expectativas en ellos depositadas por
la sociedad. En ese plano hay que situar probablemente las condiciones de trabajo del
profesorado, clarificar en lo posible qué abarcan y qué implican, acometer cambios
escolares, organizativos y profesionales profundos, pues los retos planteados actualmente
a los sistemas escolares no son pasajeros.
Procede, entonces, tomar decisiones adecuadas y concertadas, aplicarlas con
decisión y sensibilidad a situaciones y contextos sociales y educativos diferentes; así se
está replanteando el tema en los países más desarrollados. Para referirse a otros, donde la
debilidad del Estado y el fuerte impacto de las políticas neoliberales están provocando
estragos en la educación y los docentes (Jaimovich y otros, 2006), habría que dejar bien
sentado que, sin la mejora real de las condiciones materiales y estructurales de las que
carecen los profesores (también los centros y la mayoría de los niños y jóvenes en
materia de educación escolar precaria o ausente) las cuestiones que se plantean a
continuación pueden sonar bien, pero sólo como una música celestial.
El estado general de la cuestión es difícil incluso de determinar, pues son objeto de
debate en sí mismos los contenidos y dimensiones que hayan de incluirse bajo la
categoría de condiciones de trabajo docente, así como las relaciones posiblemente entre
las mismos. Se mantienen, como es de suponer, aspectos relativos a las condiciones
materiales y estructurales del trabajo docente como los comentados en el primer punto
del capítulo, pero la mirada se está dirigiendo también a otros de carácter más personal,
social y cultural que pueden ser tanto o más decisivos que aquéllos. Hay propuestas que
abogan por la necesidad de una visión renovada (Leithwood, 2006; Pochard, 2007;
Berry, Smylie y Fuller, 2008; Hirsch y otros, 2008) según la cual han de resaltarse
elementos de los entornos de trabajo con el atractivo social y personal de la docencia, la
satisfacción, motivación, permanencia e implicación en la profesión y sus posibles
relaciones con la implicación y el desempeño de la enseñanza, su mejora y
contribuciones efectivas a los aprendizajes de los estudiantes.

5.3.1. La ampliación del concepto de condiciones de trabajo docente

Un planteamiento cada vez más coincidente es que, si se adopta como procede una
perspectiva integral y relacional (Hirsch y otros, 2008), el mismo concepto de
condiciones del trabajo es extensible a una diversidad de elementos y relaciones que
podría llegar a perder su especificidad. Y es que, en algún sentido, puede abarcar todo lo
que atañe a la educación y a sus profesionales en los contextos organizativos tan amplios
en los que discurre su trabajo. Piénsese, por ejemplo, en la pluralidad de aspectos y
relaciones que cabría considerar si se consideran temas como la atracción, el acceso y la
permanencia en la profesión, el ejercicio de la misma en contextos, centros y niveles
escolares diferentes según los estudiantes, las familias y la comunidad, el abanico de
tareas y funciones a realizar dentro de determinadas políticas administrativas relativas al
currículo, la enseñanza y la evaluación, los tiempos y estructuras disponibles, los apoyos

116
y las relaciones organizativas y profesionales, la satisfacción y motivación docente y,
además, los aprendizajes de los estudiantes. Seguramente todos esos elementos son
pertinentes y susceptibles de ser relacionados, pero de ese modo puede ser todavía más
complejo acotar el concepto y hacerlo objeto de concertación o, en su caso, de
investigación y elaboración teórica.
Para obviar generalizaciones que dificulten el análisis y la comprensión, es preciso
componer algún marco teórico que ayude a diferenciar entre el valor atribuible a unos u
otros componentes en razón de sus contribuciones favorables para el profesorado, el
alumnado, los centros, los sistemas educativos y la sociedad (diferentes colectivos, clases
sociales, minorías, etc.). Hoy por hoy, esa teoría no está disponible (Berry, Smylie y
Fuller, 2008). Es inverosímil, de otro lado, que pueda construirse con carácter universal.
En el supuesto incluso de que se definan y acoten determinados componentes, el hecho
de que las condiciones del trabajo docente y las decisiones sobre las mismas sean
contextuales y dependientes a fin de cuentas de opciones políticas e ideológicas, así como
de la inversión en educación y la disponibilidad de recursos financieros, será siempre una
limitación a operar con planteamientos universales.
Tomando en consideración esas advertencias, un punto de partida que cada vez
concita mayor acuerdo es que las condiciones de trabajo docente han de ser entendidas y
valoradas como condiciones para el aprendizaje de los estudiantes (Leithwood, 2006;
Hirsch y otros, 2008). Al erigir ese foco como un núcleo esencial, se ha tomado
conciencia de que aquellas perspectivas que se han centrado preferentemente en la
inversión en capital humano (contratación, selección, salarios, ordenación temporal de
tareas y funciones, preparación inicial, etc.) son parciales, desenfocan el problema y, por
lo tanto, son insuficientes. Habrían de ser complementadas con otros enfoques mucho
más comprensivos, en particular los que atribuyen mayor relieve al capital social. De
este modo, se confiere gran importancia a los contextos y dinámicas organizativos del
lugar de trabajo, a los apoyos, el liderazgo y el clima de los centros, a las relaciones
profesionales que dentro de ellos pueden influir poderosamente sobre el aprendizaje
docente, el desempeño de la enseñanza en las aulas y el desarrollo de otras tareas y
responsabilidades dentro o fuera de la organización y, desde luego, las implicaciones que
todo ello pueda tener para las experiencias formativas y los aprendizajes de los
estudiantes.

5.3.2. Distintas categorías de las condiciones del trabajo docente

Cuando se amplía el universo de un concepto complejo, suele ser conveniente articularlo


alrededor de ciertas categorías que ayuden a diferenciar lo que proceda manteniendo la
idea de conjunto. En el caso de las condiciones laborales docentes, hay propuestas en ese
sentido que sugieren la conveniencia de diferenciar y ponderar distintos tipos de ellas.
Así, por ejemplo, en una primera acotación somera y esquemática, Mikklesen (2004)
habla de dos categorías. Una, condiciones estructurales (estructuras dispuestas para que

117
los docentes adquieran y desarrollen conocimientos y capacidades, ratios adecuadas,
tiempos de enseñanza y de planificación, orientaciones y referencias curriculares
adecuadas, estructuras para el trabajo con los colegas, materiales y apoyos tecnológicos
idóneos). Dos, condiciones sociales del puesto de trabajo (ambiente escolar seguro y
coherente para los docentes y los estudiantes, existencia de políticas de centro que
permitan analizar resultados escolares y poner remedio a los problemas que hayan de ser
afrontados, asignación de tareas y responsabilidades adecuadas prestando atención
especial a las clases o centros más difíciles y garantizando el apoyo conveniente a los
debutantes, disponibilidad de estructuras y oportunidades de trabajo conjunto con los
demás profesores, apoyarse mutuamente y crecer en la profesión, buen trato por parte de
la administración y los equipos directivos, estímulos para el desarrollo y la promoción
profesional, buena comunicación con las familias y el entorno).
Afinando todavía más el análisis, se ha propuesto distinguir otras categorías como
éstas (Hirsch y otros, 2008): recursos materiales, físicos y equipamiento de aulas y
centros; aspectos organizativos estructurales del puesto de trabajo (ratio, tiempos de
enseñanza, número de alumnos a los que atender, otras tareas y actividades
complementarias); componentes organizativos dinámicos (proyecto de centro,
relaciones profesionales, colaboración y trabajo en equipo, clima, supervisión y apoyos);
dimensiones psicosociales (roles y perfiles, estatus, experiencias con los estudiantes y
con los compañeros), componentes políticos (poder, influencia, autonomía, participación
y rendición de cuentas); dimensiones culturales (normas, valores y tradiciones ligadas al
lugar de trabajo y el desempeño de la profesión); políticas educativas (salarios,
formación, currículo oficial, evaluación y presión centrada en la contribución a logro de
aprendizajes del alumnado).
Si esa serie de dimensiones aclaran inicialmente qué se quiere decir al afirmar que
las condiciones de trabajo son múltiples y susceptibles de situarse en niveles diferentes,
resulta todavía más ilustrativa la propuesta realizada por Berry, Smylie y Fuller (2008).
Han elaborado un mapa conceptual en el que, además de reconocer elementos similares a
los anteriores, los agrupan en cinco niveles anidados en torno al núcleo central del aula.

– Nivel 1: Aula. Aquí se identifican elementos físicos y estructurales de las


clases; las normas y valores; las relaciones sociales entre profesores y
estudiantes; la calidad de materiales, los conocimientos y habilidades docentes
(preparación, experiencias y asignación adecuada de grupos); el desempeño
docente y las relaciones (interacción con los colegas, con la dirección del
centro y el alumnado); la permanencia, satisfacción o desbordamiento
profesional; los aprendizajes de los estudiantes. Las condiciones
correspondientes al aula y el modo en que dentro de ellas se ejerce la
enseñanza pueden tener incidencia sobre la motivación, el compromiso con los
estudiantes, la moral profesional, la eficacia, las perspectivas en la entrada a la
profesión y las aspiraciones referidas a la promoción a lo largo de la carrera.
– Nivel 2: Etapa, equipo docente de ciclo o departamento. Aspectos citados son

118
relaciones con los compañeros, colaboración, trabajo conjunto, apoyo mutuo,
coordinación, existencia o no de comunidades docentes de aprendizaje.
– Nivel 3: Centro escolar. En este plano se menciona el papel y desempeño de la
función directiva dentro de los centros, la existencia y el ejercicio de otras
funciones de liderazgo y coordinación, los modos establecidos para la toma de
decisiones, la participación e influencia, la posible organización de pequeñas
escuelas o unidades más reducidas dentro de los centros.
– Nivel 4: Distrito escolar. Corresponde, en nuestro contexto, con el ámbito de
las políticas autonómicas y se refieren aspectos relativos a tiempos o jornadas
laborales, salarios, formación y desarrollo profesional, políticas de
redistribución de personal entre centros, zonas y áreas geográficas.
– Nivel 5: Entorno comunitario y política estatal. Se menciona expresamente la
percepción social y comunitaria del centro donde trabaja el profesorado, la
política de rendición de cuentas sobre resultados del aprendizaje de los
estudiantes, las influencias políticas y sindicales sobre decisiones relativas al
profesorado y, en su caso, las políticas educativas más amplias, tal como se
sugiere en el capítulo de este libro referido a las relaciones entre las
administraciones y los centros escolares.

Tomando como referencia esta propuesta, cabría analizar y valorar qué


dimensiones de las citadas se incluyen u omiten en el Borrador del Estatuto de la Función
Pública Docente antes mencionado, así como también cuáles los temas en los que las
centrales sindicales cifran la negociación con la administración. No sería difícil concluir
que el enfoque todavía dominante en el contexto español responde más a una política de
inversión en capital humano que a esa otra correspondiente a un enfoque de capital
social.
En el país vecino, tal como puede verse en el Libro verde (Pochard, 2008), se
aprecia que el marco propuesto para la discusión incluye contenidos y propuestas sobre
la profesión docente a las que no se les está prestando una atención similar en el actual
debate español. Entre ellos, por citar sólo algunos, abordar las condiciones laborales del
profesorado en claves organizativas (centros escolares) y no sólo individuales;
relacionarlas abiertamente con el aprendizaje de los objetivos educativos nacionales, la
autonomía de los centros y un esquema concertado de rendición de cuentas; la necesidad
de hacer más explícitos y efectivos los tiempos de trabajo complementarios al aula
(implicación en el proyecto de centro y trabajo efectivo con los colegas, con otros
servicios sociales y con las familias); la diversificación de perfiles y competencias
profesionales; el reconocimiento y la valoración del trabajo y el esfuerzo personal y
también el colegiado. El Libro verde en cuestión hace explícito que las condiciones y la
revitalización del trabajo docente no puede desligarse de los aprendizajes indispensables
(competencias) que el sistema y los centros han de garantizar al alumnado y, por ello, el
corazón del oficio ha de situarse en la actividad docente. Ello requiere la necesidad de
clarificar qué tipo de conocimientos y capacidades han de poseer quienes ingresen en la

119
profesión y bajo qué condiciones, así como cuáles han de ser los derechos y los deberes
que han de realizarse y asumirse a lo largo de la carrera. Se deja constancia, asimismo,
que será preciso revisar un esquema de gestión de masas (es elevado el número de
docentes funcionarios), que sigue siendo eminentemente administrativo, mecánico e
impersonal. En su lugar, ha de activarse otro que esté basado en la valoración de los
recursos humanos y sus competencias y sus relaciones con las necesidades de los centros
y el alumnado. Esa valoración debiera ser fundamental a la hora de establecer criterios
consecuentes que regulen la permanencia en los centros y los traslados, así como la
promoción en la carrera. Se ha tomado nota, igualmente, de que es preciso personalizar
más las condiciones de trabajo. La implicación más directa será la atención a la
diversidad de contextos sociales y escolares de la enseñanza (centros y zonas sociales
más difíciles), así como arbitrar medidas adecuadas para apoyar a aquellos docentes que
estén encontrando problemas importantes en el desempeño de la profesión. En suma,
focos y líneas de actuación que quedan mejor reconocidos y tratados bajo la perspectiva
del capital social que bajo la más tradicional de la inversión en capital humano, cuya
incapacidad es manifiesta tanto para los profesores como sujetos (despersonalización)
como para entender su profesión en relación con los múltiples contextos, factores y otros
agentes con los que operan.

5.3.3. La tarea compleja y pendiente de establecer relaciones entre los diferentes componentes y dinámicas de
las condiciones del trabajo docente

Ahondar en la comprensión de las condiciones de trabajo del profesorado requiere


explorar la tarea indicada, procurando responder en la medida de lo posible a diversos
interrogantes. Algunos datos que se están haciendo explícitos y reclaman atención se
refieren, por citar un ejemplo ilustrativo, a las posibles relaciones que pudiera haber entre
determinadas condiciones de trabajo docente y los aprendizajes de los estudiantes. A este
respecto Ladd (2007) ha elaborado un estudio en el que advierte que, tomando como
referencia los resultados PISA, algunos países con retribuciones docentes más altas no
son precisamente los que obtienen mejores resultados. También, que allí donde se
aplican sistemas uniformes de salario, no se están resolviendo satisfactoriamente algunos
problemas emergentes como la disponibilidad de profesorado en determinadas áreas
(matemáticas, por poner un caso), zonas y centros de difícil desempeño, por las
dificultades singulares que conlleva la enseñanza y el aprendizaje con los sectores
sociales más desfavorecidos. Estudios de este tipo permiten interpretaciones diferentes,
desde luego, pero pueden abrir una brecha de interrogantes sobre variables y relaciones
que no suelen considerarse; habría que hacerlo posiblemente.
De modo que, aunque sólo fuera como un marco teórico generador de interrogantes
e hipótesis a despejar, parece que será preciso estudiar y explorar posibles relaciones
entre los elementos que entran en juego al entender las condiciones del trabajo docente
bajo estas perspectivas ampliadas. Una buena sugerencia para hacerlo puede ser la

120
aportación al tema que ha sido publicada en un estudio reciente realizado por K.
Leithwood (2006) por encargo de la Federación de Profesores de Primaria de Ontario
(Canadá).
El estudio en cuestión ha consistido en una revisión de la literatura internacional
(anglosajona más bien) sobre el tema y el informe publicado va desplegando una línea
argumental que puede enunciarse en estos términos: la mejora del aprendizaje de los
estudiantes es una responsabilidad compartida por la sociedad, por las políticas
educativas, por los centros y el profesorado. Los docentes no son, por lo tanto, los
únicos agentes y responsables implicados, pero sí son “mediadores decisivos” del
aprendizaje del alumnado; han de contar con las condiciones necesarias que les
garanticen entornos profesionales y laborales favorables. Su mediación, tal como propone
el autor, puede concretarse en lo que denomina ocho “estados mentales”. Son
concretamente: sentido individual de eficacia, sentido colectivo de eficacia, compromiso
institucional con los centros, satisfacción en el trabajo, estrés o agotamiento, moral,
implicación o desenganche de los centros y de la profesión, conocimientos y capacidades
didácticas para trabajar los contenidos del currículo con sus estudiantes.
En una línea similar a la expuesta más arriba en relación con las categorías de
elementos susceptibles de ser incluidos bajo el paraguas de las condiciones del trabajo
docente (recuérdense los cinco niveles antes indicados), el informe que se comenta
identifica, al lado de los referidos como estados mentales, otra serie de aspectos
centrados en el aula, en los centros, en la dirección y el liderazgo, en los distritos
escolares (administración). Obviamos detallarlos porque, a pesar de que se introducen
algunos elementos de interés, redundan en los ya expuestos (puede consultarse la
referencia citada en la bibliografía).

5.3.4. Un esquema de síntesis como hipótesis de trabajo

Las propuestas consideradas en los apartados precedentes pueden ser integradas de


alguna manera en un mapa conceptual que, además de tener valor heurístico para
sucesivas investigaciones y elaboraciones teóricas, también puede adoptarse como una
referencia para la discusión y la concertación entre la administración, el profesorado y las
fuerzas sindicales. Es sugerente al respecto la hipótesis general formulada por Berry,
Smylie y Fuller (2008) y que puede completarse con un propósito integrador tanto de la
propuesta de Leithwood que se acaba de citar como de otras referencias mencionadas en
el capítulo. Se representa en la figura 5.1.
La figura elaborada propone cuatro dimensiones fundamentales y sugiere, como
hipótesis de trabajo en los términos indicados, relaciones entre las mismas. Como puede
apreciarse, se centra en el núcleo esencial de la profesión y, en ese sentido, no incluye
otros factores y condiciones de carácter más estructural. No debiera interpretarse por ello
que no son importantes (hay condiciones materiales que deben sostenerse y
consolidarse), ni tampoco que no hacen acto de presencia en la conformación de las

121
mismas dimensiones que se citan expresamente: cualesquiera de los círculos destacados y
sus elementos no son ajenos a entornos sociales y culturales (pueden ser muy influyentes
en la construcción y la vivencia personal de la profesión), así como tampoco esta
dimensión y la relativa a conocimientos, capacidades, actitudes y compromisos están
libres de influencias poderosas de parte de las políticas que las administraciones adopten
y concierten en materia de profesorado, su formación inicial, sus derechos y deberes,
promoción y otros temas importantes.

Figura 5.1. Marco de referencia para la investigación y concertación de las condiciones del trabajo docente
(elaboración a partir de Leithwood, 2006 y Berry y otros, 2008).

Dicho eso, la figura que se comenta invita a concentrar la atención en que los
conocimientos, capacidades y actitudes docentes, así como su vivencia de la profesión y
el desempeño de la misma, sostienen relaciones recíprocas entre sí y con los aprendizajes
de los estudiantes. De ese modo, la formación del profesorado, la inicial y la continuada,
es importante en la medida en que contribuya a potenciar el sentido de capacidad y la
competencia, como un factor clave en el ejercicio de la profesión y, así, seguramente
también en cómo se viva y piense su desempeño. No garantizar una sólida formación,
por lo tanto, podría considerarse como un factor desgraciadamente poderoso en la
creación de malas condiciones laborales.
Asimismo, cualquier planteamiento razonable sobre el trabajo docente ha de
reconocer que una fuente clave de cómo se vive la profesión, un espacio inexcusable de
proyección de sus conocimientos y capacidades, e incluso un lugar de recreación de las
mismas, es la práctica de enseñanza y aprendizaje en las aulas con estudiantes. Diversos

122
componentes y dinámicas de trabajo y de relación alrededor del puesto de trabajo
situadas y activadas expresamente en los centros donde trabajan los profesores pueden
ser dimensiones clave en la conformación de buenas o malas condiciones laborales.
Desde las más estructurales como el número y el tipo de alumnos por aula, el tiempo de
la enseñanza y el dedicado a otras tareas, hasta la cultura y normas institucionales, los
vínculos profesionales y el trabajo bien coordinado, los apoyos provistos y los
compromisos con los proyectos de centro, las oportunidades de crecer aprendiendo con
los colegas, el clima organizativo y las actuaciones encaminadas a establecer buenas
relaciones con el entorno, tanto para tomar nota de sus peculiaridades como para armar
acciones y alianzas con las familias y otros agentes sociales relevantes. El aislamiento, la
descoordinación, el ocultamiento de problemas, la cultura del lamento o la apelación a la
libertad de cátedra como escudo protector, o la adopción de posturas defensivas contra
cualquier modalidad de rendición de cuentas, quizás no sólo representan un entorno
escolar desfavorable para los estudiantes. También puede que estén constituyendo un
conjunto de condiciones y procesos que terminan siendo perjudiciales para los mismos
profesores y centros. Ni unos ni otros pueden tener y construir un buen clima
organizativo y docente si lo que se enseña y se aprende en los centros queda en la
sombra, si no constituye un foco central de atención, si en ello no se concentran energías
y esfuerzos compartidos. Con qué valores y presupuestos se haga, qué medidas activas
se tomen al respecto y cuáles sean los mecanismos y resortes que se toquen para
relacionar lo mejor posible los cuatro grandes componentes de la figura serán otros tantos
factores y dinámicas con las que apostar por condiciones positivas para el ejercicio de la
docencia, el bienestar de los centros y las garantías del derecho a la educación debidas a
los estudiantes y a la sociedad.
En un futuro previsible, y máxime si se asume con todas las consecuencias una
perspectiva garantista de la educación, será difícil sostener que determinadas condiciones
laborales no hayan de quedar ligadas a los aprendizajes de los estudiantes. Será preciso
discutir los criterios que se utilicen para evaluar el desempeño docente y los aprendizajes
del alumnado… No tienen por qué enfocarse tan sólo desde una perspectiva
sancionadora (con efectos, por ejemplo, sobre la carrera profesional), sino que puede ser
más importante y constructivo un enfoque centrado en el apoyo, el refuerzo, el desarrollo
profesional de los docentes, tanto a título individual como en tanto que miembros de una
comunidad de profesionales, de un centro escolar. Conjugar una atención más
personalizada al profesorado con sus condiciones de trabajo, tareas, responsabilidades,
relaciones y rendición de cuentas en los centros donde trabajan y sus proyectos
pedagógicos, tal como sugiere el informe francés, puede que sea una referencia a seguir
concretando y explorando en lo sucesivo.

123
6
Los centros escolares como espacios de aprendizaje
y de desarrollo profesional de los docentes

La tarea esencial de los centros escolares es acoger a un alumnado diverso y crear


entornos formativos, oportunidades y relaciones idóneas para que desarrolle el máximo
posible de sus capacidades intelectuales, intereses, motivaciones y otras facetas
importantes de su personalidad, así como relaciones positivas con los demás, logrando
aprendizajes necesarios y valiosos a lo largo de toda su trayectoria escolar. Cada uno de
los profesores son decisivos en todo ello, hasta el extremo de que una buena parte de las
probabilidades de que los niños y jóvenes cuenten con las experiencias apropiadas y
logren los aprendizajes debidos en las aulas y los centros pasa por los docentes que se
encuentren, lo que les enseñen y cómo logran implicarles en las tareas escolares y el
deseo de aprender. La tarea de enseñar no es fácil, sino muy compleja, extremadamente
difícil. Nadie nace ni llega a los centros con todos los conocimientos, el tacto y la
sensibilidad, ni con las capacidades y actitudes que son precisas para que la enseñanza
sea, dentro de lo razonable, algo que deje una huella positiva en la trayectoria y los
resultados escolares de los estudiantes. Antes de entrar en la profesión, pero también y
de modo todavía más decisivo a lo largo de la carrera docente, los profesores han de
aprender el oficio, persistir en el desarrollo y la reconstrucción permanente de sus
concepciones, capacidades y actitudes, así como en vivirla de forma positiva y con
sentido personal y social, como un espacio de influencia y posibilidad, no de frustración y
desesperanza.
Los docentes son tan importantes que, a fin de cuentas, no es posible esperar que
los sistemas escolares y los centros puedan ofrecer una buena educación sin que cuenten
para ello con buenos profesores. Ahí radica en última instancia el valor de su preparación
y la reiterada insistencia en que es ineludible poner todavía más y mejor énfasis en su
desarrollo, crecimiento y aprendizaje a lo largo de la carrera, descontado el que ha de
prestarse a su preparación inicial y los primeros años de iniciación a la docencia. Hay que
advertir, además, que tanto los sistemas como los centros escolares no son meros
receptáculos pasivos de los profesores con que cuentan. También son, aunque cada uno
en lo que les toca tal como se ha expuesto en el capítulo anterior, creadores de
profesores, de sus condiciones de trabajo y del modo en que desempeñen la docencia.

124
De cómo la administración y los centros asuman y ejerzan sus responsabilidades en esta
materia va a depender, dentro de ciertos límites naturalmente, la formación de los
docentes que se necesitan para realizar satisfactoriamente los cometidos y las
expectativas depositadas en la educación. Dicho con otras palabras y centrándonos ahora
en las organizaciones educativas, éstas no deben considerarse tan sólo como el lugar de
destino de profesores que llegan a ellas más o menos preparados y enseñan de unas u
otras maneras. Hay muchos argumentos que sostienen, además, que han de representar
en sí mismas un espacio estimulante, con condiciones de trabajo, relaciones y
oportunidades favorables para su desarrollo profesional, para sus aprendizajes en suma.
Dentro de sus márgenes de actuación y posibilidad, los centros están llamados a suponer
para quienes en ellos trabajan un espacio de ideas y proyectos compartidos, de relación
profesional fructífera y beneficiosa que no sólo haga posible servir mejor a los intereses
legítimos del alumnado y la sociedad, sino también algo positivo y provechoso para ellos
mismos como personas y como profesionales.
Los centros escolares, sus estructuras, relaciones, normas y dinámicas de trabajo,
constituyen culturas que pueden ser favorables y enriquecedoras, o lo contrario, para los
aprendizajes de sus estudiantes y profesores. Las comunidades profesionales de
aprendizaje pretenden ser una contribución ambiciosa a la primera de esas dos opciones,
aunque no sin problemas ni dificultades. Más que otra cosa, merecen ser consideradas
como una hipótesis de trabajo fundada que puede y ha de ser explorada con la idea de
desarrollar centros como organizaciones inteligentes cuyos profesores tengan la
oportunidad y el compromiso de participar activamente en determinadas relaciones
sociales, discutir y compartir esfuerzos intelectuales y propósitos morales de modo que
lleguen a ser beneficiosos para revitalizar la educación, así como para proveer respaldo y
sustento a la condición docente en una época en la que no está sobrada de ello.
El contenido de este capítulo guarda relaciones evidentes y es complementario al
dedicado en el libro a redes profesionales y entre centros. Aquí, de acuerdo con un mero
criterio de conveniencia, se fija la atención dentro de los centros, sin que ello signifique
establecer fronteras impermeables con el exterior; en realidad, una supuesta comunidad
profesional de aprendizaje situada en una organización escolar ha de estar abierta, e
incluso implicar, a otros agentes educativos, así como también explorar ideas y métodos
de trabajo que, sea cual fuere su origen y localización, pudieran ser útiles para enriquecer
y desarrollar mejor los propios marcos de referencia y proyectos. Los contenidos del
capítulo, organizados en tres puntos, consideran, en primer lugar, una serie de reflexiones
sobre los significados, los fundamentos, las posibilidades y las limitaciones de las
comunidades profesionales de aprendizaje. En segundo término, se muestran algunas
características representativas de ellas y, para finalizar, se proponen orientaciones para
crearlas y mantenerlas de forma sostenida en torno al propósito de garantizar como es
debido el derecho a la educación.

6.1. Los centros escolares como comunidades profesionales de aprendizaje: significados, fundamentos,

125
posibilidades y limitaciones

Según los criterios específicos que se verán, puede decirse sin demasiados riesgos de
equivocarse que la mayoría de los centros u otras unidades organizativas de los sistemas
escolares (ciclos, departamentos, distritos escolares, servicios de las administraciones
educativas, etc.) no merecen ser valorados como comunidades profesionales de
aprendizaje. Los poderes públicos, al administrar la educación, son también
organizaciones, pero generalmente son estructuras cuyos modos de operar están lejos de
ser inteligentes. Los centros son cada día gobernados y gestionados, pero hay evidencias
más que suficientes para lamentarse de que les cuesta mucho organizarse para aprender y
facilitar efectivamente los aprendizajes de todos sus estudiantes y profesores. Por ello, la
visión de la mayoría de las escuelas como comunidades de aprendizaje es quizás bella y
atractiva, pero irreal y excesivamente idealizada. Incluso hay planteamientos que son
escépticos al respecto y sostienen que, a menos que ocurrieran otros cambios
importantes dentro y fuera de los centros, es algo inalcanzable. Para aquilatar mejor
posibilidades y limitaciones, conviene aclarar algunos términos.

6.1.1. Las comunidades de aprendizaje están por doquier

El caso es que, entendidas en su acepción más amplia, las comunidades de aprendizaje


no son algo raro ni inalcanzable, sino fenómenos cotidianos de la vida de las personas y
están presentes en todos los ámbitos en los que sostienen con los semejantes ciertas
relaciones sociales cara a cara o también en la distancia. Las comunidades de
aprendizaje, entonces, estarían por doquier. Se trata de comunidades de práctica, que es
otra denominación equivalente (Wenger, 2001), entendidas como espacios en los que los
individuos se relacionan y socializan, se desarrollan y aprenden al agruparse con otros y
participar en culturas compartidas. Les ayudan a resolver problemas, realizar objetivos
comunes de acuerdo con valores y sistemas de creencias, así como a asimilar, interiorizar
y utilizar herramientas, simbólicas como el lenguaje, u operativas otras, como ciertos
modos de hacer las cosas. Además, una comunidad de práctica, o también una
comunidad de participación, que es otro término empleado por Rogoff, Matusov y White
(1998), provee a sus miembros de sentido de identidad y pertenencia, propicia apoyos
recíprocos y, al tiempo, también les reclama ciertos compromisos y lealtades. Si se
infringen o debilitan, la comunidad sufre por ello y puede llegar a desaparecer.
Así descritas, son algo habitual, residen en contextos e interacciones informales y
espontáneas (un grupo de amigos, por ejemplo), aunque también pueden ser más
formales y ser construidas intencionalmente dentro de organizaciones regladas (un
centro, un servicio social, una empresa o una red), si bien en esos casos se estaría
hablando de un tipo singular de comunidades, que es el que aquí interesa. Pero, antes de
entrar en ello, convienen otras matizaciones generales.
Por su ubicuidad, las comunidades de práctica son múltiples, de modo que una

126
persona, tanto a lo largo de su vida puede pertenecer a varias sucesivas como, en un
mismo período de tiempo, a varias simultáneas. Ello puede llevar consigo beneficios,
pero también fricciones e interferencias. Es una muestra de la ambivalencia del concepto.
Una comunidad cara a cara puede llegar a ser atosigante para algunos de sus miembros;
las ahora cada vez más frecuentes, las comunidades en red, permiten soslayar ese
problema, aunque pueden servir de pretexto para desconectar de realidades y personas
más cercanas refugiándose en otros referentes, prácticas y objetivos. Precisamente éstos,
los propósitos de una comunidad, representan otro componente ilustrativo de la
ambigüedad del concepto. Formalmente vistas, las comunidades de práctica pueden
servir al bien, pero también al mal; perseguir causas justas y legítimas o, por desgracia,
otras que merecen ser enjuiciadas como inmorales y hasta delictivas. En el ámbito
concreto de la educación y los centros, pueden darse comunidades cohesionadas en torno
a garantizar una educación sin exclusiones, o también puede que haya algunas que
precisamente buscan lo contrario (Escudero, 2009a). Esta faceta, que es crucial, no
puede dejarse de lado. Tampoco, para finalizar esta aproximación, otra que es relevante
y concierne al tipo de relaciones que una comunidad sostenga con los contextos sociales,
políticos e ideológicos más amplios dentro de los que operan (Barton y Tusting, 2005).

6.1.2. Significados diversos y componentes fundamentales de las comunidades profesionales de aprendizaje en


educación

Según lo dicho hasta el momento, los problemas o las posibilidades de las comunidades
en educación no residen precisamente en que existan o no, sino en los significados, los
propósitos y las contribuciones que pueden esperarse de algún tipo de ellas en particular
en las organizaciones escolares. De hecho, a pesar de que éstas son organizaciones
formales, dentro de las mismas se crean y desaparecen diversas comunidades de práctica
entre el alumnado, así como también entre los docentes. Por qué y para qué surjan, qué
intereses persigan y qué hagan para lograrlos son otras cuestiones diferentes. Siendo
realistas, no obstante, cualquier pretensión de crear comunidades de aprendizaje en las
aulas (asunto en el que no se va a entrar expresamente aquí), o redes de redes de
profesores dentro o fuera de sus lugares de trabajo, no puede pasar por alto que tanto en
unos como en otros de esos contextos hay comunidades espontáneas preexistentes. Ese
dato exige, entre otras cosas, tomar buena nota de historias y tradiciones culturales y
prácticas con las que cualquier proyecto explícito de crear comunidades profesionales de
aprendizaje se encontrará y, posiblemente, tendrá que reconstruir.
Además de comunidades naturales y espontáneas, en los centros están establecidas
y regladas otras muchas formas de agrupación en las que, concretamente el profesorado,
sostiene relaciones sociales, modos de trabajar, sistemas de creencias y temas comunes
de interés. Por ejemplo, una Comisión de Coordinación Pedagógica, un equipo de Ciclo
o un Departamento, el Claustro o el Consejo Escolar de Centro. Si las comunidades
naturales de práctica antes mencionadas no responden por sí mismas a lo que aquí nos

127
ocupa, estos otros espacios de relación social y institucional pueden operar como
comunidades profesionales de aprendizaje, pero pueden que no lo hagan, o al menos no
sencillamente por el hecho de estar formalmente constituidas. Tanto en uno como en el
otro caso, los significados que nos interesa destacar, corresponden a un tipo de
comunidades más reflexivas e intencionales que las naturales y más vivas, inteligentes y
dinámicas que las formales.
Incluso con ese recorte conceptual, las comunidades profesionales de aprendizaje
responden a enfoques diferentes y no cuentan, por el momento, con significados
unívocos ni definiciones universales (Stoll, Bolam, McMahon, Wallace y Thomas, 2006).
En los últimos años y especialmente en algunos países anglosajones, se han convertido
en uno de los últimos gritos, aunque con una diversidad notable de concepciones y
perspectivas en la teoría y la práctica. Tras su proliferación, contextos de uso y objetivos
variados, se esconden justificaciones, presupuestos y metodologías que, al lado de
expectativas razonables, hacen de ellas un tema controvertido que está siendo objeto de
debates de diversa naturaleza. Una revisión general (Bolívar, 2000) y una recopilación
coordinada por Stoll y Louis (2007) son buenas muestras de ello.
En nuestro contexto, las comunidades de aprendizaje más conocidas y desarrolladas
en centros escolares son las promovidas desde CREA (Flecha, 2008). Constituyen un
ejemplo original, situado en tradiciones teóricas y metodológicas singulares y, por cierto,
muy dignas de atención y valoración. Tanto sus compromisos explícitos en la lucha
contra las desigualdades educativas, como el modelo de trabajo con el que operan
(diálogo comunitario, no sólo entre docentes, implicación y reconocimiento de las
familias y otros agentes sociales, participación colectiva al crear sueños y movilizar
diversas responsabilidades y actividades para lograrlos) vienen ofreciendo un amplio
abanico de proyectos y experiencias que, en algunos aspectos, van más allá de las
comunidades que aquí se consideran específicamente.
Por identificar otros posibles proyectos similares o hasta equivalentes, desde los
noventa se ha desarrollado en el contexto español un buen número de actividades de
formación en centros que, en esencia, han sostenido ideas, propósitos y metodologías
como las ahora planteadas por las comunidades profesionales de aprendizaje. Se
movieron también entre expectativas razonables, desarrollos dispares y logros parciales
(Escudero, 2009b). Ampliando como es justo la mirada, hay que hacer mención a otros
proyectos, grupos de renovación pedagógica e iniciativas diversas que, sin acogerse a esa
terminología particular, podrían ser aducidas como ejemplos de profesores que
comparten concepciones pedagógicas, sostienen relaciones sociales, comparten métodos
y materiales y se ofrecen recíprocamente respaldo e identidad. La red de innovación
creada hace un par de años (www.innova.es) constituye una plataforma donde puede
observarse que, en alguna medida, las que denominamos aquí comunidades profesionales
de aprendizaje no están, por fortuna, del todo ausentes. Para ser más precisos, no
obstante, conviene realizar algunas consideraciones convenientes. Se han seleccionado
dos acotaciones iniciales y recientes que permiten, sin agobiar con una lista interminable,
una idea inicial sobre ciertos elementos considerados esenciales que serán más

128
desarrollados en el punto siguiente.
Stoll, Bolam, McMahon, Wallace y Thomas (2006: 223), aun reconociendo la
diversidad de interpretaciones y significados del concepto, sostienen que hay cierta
unanimidad en entenderlo como: “un grupo de personas que comparten y se interrogan
críticamente sobre sus prácticas de forma regular, y lo hacen de un modo reflexivo, en
colaboración, inclusivo, con el propósito de aprender y promover su crecimiento”. Por
su parte, Richard Dufour, Rebecca Dufour y Robert Eaker (2008: 14), posiblemente
unos de los mayores defensores de las posibilidades de las comunidades de aprendizaje,
las definen de forma muy similar: “educadores comprometidos que trabajan en
colaboración realizando procesos de investigación y acción para que los estudiantes a
los que sirven logren mejores resultados. Las comunidades de profesionales que
aprenden –siguen puntualizando – actúan bajo el supuesto de que la clave para mejorar
el aprendizaje del alumnado es el aprendizaje continuo de los educadores, situado en
su lugar de trabajo”.
Por el carácter breve de cualquier definición, las anteriores omiten algunos matices
relevantes que se verán a continuación con más detalle. Muestran, no obstante, algunos
elementos clave como: investigación-acción por profesores que trabajan en colaboración,
procesos de indagación reflexiva sobre la práctica, orientación al aprendizaje de los
estudiantes y también de los mismos profesores, el desarrollo de las comunidades de
aprendizaje en el lugar de trabajo, los centros escolares. Este último matiz hace suponer
que se refieren a algo diferente de, por ejemplo, grupos de renovación constituidos fuera
de los centros, también de las redes entre centros y, desde luego, se alude a aspectos que
no necesariamente son los que constituyen las comunidades espontáneas de contenidos y
propósitos dispares ni tampoco las agrupaciones formales. Para precisar todavía mejor
esta primera delimitación, es oportuno considerar con algún detalle algunas propuestas
más específicas respecto a sus dimensiones y características.

6.2. Hacia una caracterización más detallada: fundamentos, posibilidades y limitaciones

Los elementos distintivos que se acaban de exponer en el punto anterior sólo ofrecen una
delimitación genérica de las comunidades profesionales de aprendizaje. Otra selección de
algunas propuestas más específicas permite crear una imagen con matices adicionales.

6.2.1. Tres propuestas ilustrativas

Silins, Zarins y Mulford (2002) señalan una serie de características como las siguientes.
Un centro que, a su entender, procura trabajar en aras de crear y sostener en su seno
comunidades profesionales de aprendizaje concentran sus energías en:

129
– Indagación ambiental: Actividades encaminadas a acceder a información
existente en el entorno, políticas, teorías y prácticas, sometiéndolas a los
análisis y reconstrucciones convenientes para sacar provecho de las mismas en
orden a interpretar y responder adecuadamente a los propios desafíos y
desarrollo.
– Visón y metas: Reconocimiento y compromiso del centro y del profesorado con
el análisis de su propia realidad y la elaboración conjunta de prioridades
idóneas para construir un marco común de referencia que confiera sentido y
dirección coherente a las acciones cotidianas en el centro y las aulas a través
de una planificación a plazos cortos, medios y largos.
– Colaboración: Esfuerzos en crear y sostener un clima de apertura y de
confianza que estimule el trabajo conjunto y la implicación de todo el personal
en el gobierno y el funcionamiento del centro.
– Toma de iniciativas: Creación de un clima institucional propicio y estimulante
para asumir riesgos, revisar críticamente lo que se viene haciendo y abrirse a
la renovación pedagógica, animar la experimentación mediante proyectos,
metodologías, materiales y relaciones centrados en la mejora del aprendizaje
de los estudiantes, del profesorado y del centro como un todo.
– Revisión regular: Sostener una actitud y prácticas regulares de seguimiento y
evaluación reflexiva y crítica de los proyectos, el desarrollo de los mismos y
los resultados que van o no propiciando.
– Reconocimiento del trabajo: Atención al modo de ser y de estar de los
docentes en el seno de la organización, en sus prioridades y proyectos,
valorando el esfuerzo, las iniciativas tomadas y los logros conseguidos, y
ofreciendo apoyos y reclamando exigencias cuando sea procedente.
– Formación y desarrollo profesional del profesorado. El centro en tanto que
una comunidad educativa dispone explícitamente estímulos, oportunidades y
recursos que faciliten el aprendizaje de todos los docentes, su crecimiento
profesional accediendo y utilizando con juicio conocimientos e implicándose
en actividades de investigación sobre la práctica para ahondar la comprensión
y la transformación de la enseñanza y el aprendizaje.

Por su parte Fink (2005) destaca dimensiones similares, pero amparándolas


expresamente bajo la cobertura de crear modelos organizativos alternativos a la gestión
burocrática y también a la mercantil. Aunque sin una referencia explícita por su parte,
estaría en línea con trabajar en pos de uno de los escenarios pronosticados por el
Informe de la OECD (2001) comentado en el capítulo primero del libro, precisamente
descrito como organizaciones educativas centradas en el aprendizaje. Seis son las
dimensiones y procesos que ese autor relaciona y que, en algunos puntos, se amplían por
nuestra parte.

130
a) Diálogo comunitario. Realización de un alto en el camino de la trayectoria de
un centro, dedicado a propiciar un espacio para pensar y dialogar juntos
sobre el pasado y el presente, someter a escrutinio la cultura de la
organización y los modos de hacer las cosas, hacer posible que emerjan
nuevas ideas y finalidades que serán elaboradas, concretadas y compartidas
en el futuro inmediato para encarar todos los aspectos organizativos,
curriculares y pedagógicos de la organización escolar.
b) Auto-evaluación: Acometer actividades de revisión acerca del estado actual de
cosas, identificar problemas e idear posibles soluciones, elaborar proyectos
contando con datos y evidencias que, debidamente analizados e
interpretados, sirvan de sustento y justificación de acciones sucesivas
destinadas a mejorar la enseñanza y el aprendizaje.
c) Aprendizaje grupal: Creación de concepciones y capacidades conjuntamente a
través de la implicación en tareas de planificación conjunta del currículo y la
enseñanza, el diseño de unidades didácticas o lecciones y la selección o
elaboración propia de materiales didácticos para el trabajo de aula con el
alumnado. La organización del trabajo grupal puede desplegarse a través de
diferentes actividades y grupos de profesores participantes en las mismas,
desde la constitución de parejas, docentes por áreas y cursos, hasta otras en
las que participe todo el personal. Asimismo, pueden darse dentro de los
centros y también entre varios de ellos que quieran abordar temáticas o
proyectos determinados en una zona geográfica a la que pertenecen o incluso
más allá de ella. Se estarían tocando así aspectos como los que se tratarán en
el capítulo de redes. Sean cuales fueren los contornos y los contenidos del
trabajo conjunto, lo más importante será el diálogo profesional, el liderazgo
compartido, la resolución de conflictos y problemas, la elaboración,
seguimiento y evaluación de proyectos conjuntos de renovación educativa,
las conexiones efectivas y provechosas entre lo que se trabaja en
colaboración y su incidencia positiva en los procesos de enseñanza y
aprendizaje.
d) Reconstrucción de la cultura organizativa del centro: Una comunidad de
aprendizaje se define por el hecho de que sus miembros comparten ciertos
modos de pensar, valorar y hacer las cosas, de definir la realidad y los
problemas, de proveer y construir identidad institucional y, como se indicaba
más arriba, de esfuerzos encaminados a crear un marco de referencia
compartido con su propia cultura y normas explícitas o implícitas. El punto
clave para que la cultura de una determinada comunidad sea enriquecedora
(no reproductora de rutina y tradiciones indebidas), y transformadora (no
complaciente con los presupuestos y las prácticas corrientes sin someterlas a
contrastes y críticas necesarias), será el grado en que se sostienen con
fundamento criterios y referencias para mantener y para cambiar lo que sea
preciso. Una cultura evaluadora, que ayude a clarificar hacia dónde ir y por

131
qué, a concertar y asumir responsabilidades compartidas afirmando el sentido
de posibilidad (si se propone, se puede hacer), puede ser una oportunidad y
un reto para reconstruir las ideas, las prácticas y las relaciones convenientes.
También, para afianzar el valor y la norma institucional de la colaboración y
el trabajo conjunto, la mejora continuada (siempre se puede hacer algo
mejor), el reconocimiento de que cada cual siempre tiene algo que aprender.
Por ello es esencial un cultura organizativa que favorezca la asunción de
riesgos, la renovación pedagógica, el apoyo mutuo entre los miembros del
centro basado en el reconocimiento, la confianza y también, cuando sea
preciso, la crítica constructiva que puede ayudar a aprender tanto de los
logros como de los errores. Reconstruir la cultura escolar, entonces, exige una
disposición sostenida a echar mano regularmente del diálogo y la crítica
precisa para evitar el ensimismamiento, revisar y cuestionar lo que sea
menester, afianzar, desarrollar y transformar sus presupuestos, valores y
prácticas a la luz de criterios y propósitos defendibles.
e) Creatividad y espontaneidad: Las comunidades de aprendizaje pueden ser
utilizadas como instrumentos de gestión en manos de gestores, directivos u
otros agentes que pretendan ponerlas al servicio de intereses
predeterminados, utilizándolas, además, como una tecnología de control de
los centros y profesores. Al resaltar esta característica, precisamente lo que se
quiere destacar es más su carácter expresivo que técnico, más su condición
de procesos creativos y hasta cierto punto imprevisibles que la aplicación de
procedimientos bien pautados y rígidos. Importan, entonces, la confianza y
las relaciones positivas entre las personas, la expresión de puntos de vista por
todos los miembros, el cuidado recíproco y el propósito de liberar energías
individuales y colectivas al servicio de iniciativas y proyectos asentados en la
experiencia y los propósitos de los sujetos y de la comunidad. Una
disposición creativa puede llevar a que una organización educativa se atreva a
proclamar sueños, imaginar lo inimaginable, intentar lo imposible. No importa
el fracaso en el logro de ambiciones ni prevalece el temor paralizante porque
acaso ciertas iniciativas no vayan a salir bien. Se valora más esa actitud que
lleva a explorar soluciones imaginativas y derivar de ellas lecciones
pertinentes que pueden servir como fuentes para el aprendizaje futuro.
f) Conexiones: Una comunidad docente de aprendizaje en los centros, a pesar de
que algunas de sus características apelan a reforzar los vínculos internos entre
los miembros que la componen, no puede verse como una unidad compacta
y cerrada sobre sí misma. Es preciso no perder de vista el cuadro global en
que se sitúa y opera. Su localización en contextos particulares, en problemas
o proyectos concretos, no exime sino que reclama pensamiento global o
sistémico, una postura intelectual que lleve a considerar al mismo tiempo los
árboles y el bosque. Por dentro, son relevantes las conexiones horizontales y
verticales entre los departamentos, ciclos y unidades organizativas, así como,

132
dentro del currículo y la enseñanza, las relaciones entre las áreas y las
materias, entre los contenidos y los procesos, las metodologías y los
aprendizajes que se pretende lograr en cada etapa, con cada grupo de
alumnos, con cada uno de ellos y en el conjunto del centro. Conexiones,
asimismo, con la comunidad, con el distrito, con la sociedad, sus realidades y
posibilidades, desafíos y también contribuciones que pueden aportar al reto
de propiciar el capital social y cultural que precisan los niños y jóvenes para
que aprender dentro de las aulas y también más allá de ellas.

En tercer lugar, una propuesta más elaborada de autores ya citados (Stoll, Bolam,
McMahon, Wallace y Thomas, 2006) que han hecho un esfuerzo de síntesis para integrar
otras muchas de las existentes.

a) Empeño en discutir y crear valores y visiones compartidas sobre el centro, la


enseñanza y el aprendizaje escolar. La contribución de esta faceta se
considera importante para contar con un marco de referencia que ayude a
concertar y tomar decisiones individuales y colectivas, así como a sostener en
toda la organización los valores y principios éticos debatidos, fundamentados
y asumidos.
b) Responsabilidad colectiva como una norma cultural creada y asumida por
toda la comunidad que provea, de una parte, apoyo, estímulo a la implicación
y los compromisos de sus miembros; de otra, criterios y principios para la
rendición de cuentas acerca de por qué y cómo se hacen las cosas, por qué y
cuáles han sido los resultados logrados. El correspondiente análisis e
interpretación de esas evidencias habría de servir para determinar
conjuntamente qué tipo de implicaciones surgen y se requieren para el futuro.
c) Investigación profesional reflexiva, sostenida sobre un diálogo profesional que
lleve a interrogarse sobre temas pedagógicos, curriculares y organizativos
relevantes, echar mano de conocimiento disponible para ir elaborando
respuestas, desprivatizar las prácticas pedagógicas sometiéndolas a escrutinio
público, a observación, a estudio de casos. La investigación conjunta y
reflexiva constituye un sustento fundado para la creación del conocimiento
propio y la planificación del currículo, accediendo a proyectos y experiencias
externas y sometiéndolas a reconstrucción en los propios contextos de
trabajo, haciendo explícito el conocimiento tácito de cada uno y procurando
transformarlo en un saber contrastado y explícito, generando nuevos
conocimientos al llevar a cabo experiencias y valorarlas.
d) Colaboración como norma institucional que ampare la realización de diversas
actividades de forma que puedan ser provechosas para los participantes. Será
esencial para ello que las actividades de colaboración no se queden en la
superficialidad de los temas que se analicen y las acciones que se decidan. El

133
apoyo mutuo, el desarrollo del sentido de identidad y pertenencia, la
conciencia compartida de que hay determinados problemas u objetivos que
no pueden resolverse si no es mediante la concentración de ideas, esfuerzos y
compromisos conjuntos tienen que ir bien acompañados de buenas ideas,
esfuerzos y compromisos concentrados en torno a prioridades referidas a la
enseñanza y el aprendizaje, tanto de todos los estudiantes como de todo el
profesorado. Por ello no importa sólo la colaboración, sino también aquello
en lo que se colabora; no sólo la toma de decisiones conjuntas, sino los
criterios, principios y propósitos para cuyo logro son tomadas.
e) Aprendizaje individual y colectivo. Una comunidad de docentes que trabajan
conjuntamente, no sólo tiene entre sus propósitos esenciales el aprendizaje
del alumnado como foco, sino también el de los profesores individuales y el
aprendizaje colectivo de la comunidad. Un referente explícito en ese sentido
es que los centros, al crear y sostener comunidades docentes, hagan posible,
estimulen y soporten el aprendizaje de todos sus miembros. Otro, que en
tanto que sujetos activos, quizás con niveles diversos de implicación y
desarrollo, participen activamente en hacer posible una cultura que les
aglutine, modos de hacer compartidos sin que por ello hayan de ser rígidos,
herramientas de trabajo y criterios de uso de las mismas, un conjunto de
lealtades y compromisos, al lado de apoyos recíprocos y propósitos comunes.

6.2.2. Tres ejes vertebrales de atención y de trabajo

Como las comunidades profesionales de aprendizaje en los centros no son cualquier tipo
de comunidades, resulta inevitable acotarlas y, así, determinar sus características más
importantes. La enunciación, con todo, de una serie de características puede resultar
siempre insuficiente; ninguna que, además de su relevancia, quiera ser manejable, será
capaz de acotar plenamente la filosofía subyacente, sus valores y presupuestos, los
procesos y resultados deseados. De otro lado, las listas de características pueden inducir
a algún equívoco. Conviene advertir expresamente que no sería correcto entenderlas
como una serie de criterios predeterminados que han de ser aplicados a contextos y
realidades diferentes, como si de un canon se tratara. Bien entendida, cualquier
caracterización que se haga de las comunidades profesionales de aprendizaje no ha de
utilizarse como una tecnología de gestión, sino más bien como un recurso heurístico para
la reflexión, una invitación a reconocer las realidades y los contextos de sus
protagonistas, a interrogarse sobre ellos y concertar ideas y actuaciones para afrontar
retos educativos valiosos y maneras de resolverlos. En realidad, además de que
caracterizaciones sucintas como las referidas más arriba ofrecen una imagen más precisa
que las definiciones genéricas, lo que realmente importa es el marco de referencia que se
propone y sus ejes de articulación más relevantes. Con la intención de resaltarlos, se ha
propuesto en otra ocasión (Escudero, 2009a) que pueden ser tres los vectores sobre los

134
que establecer la columna vertebral de una comunidad de aprendizaje: a) el
fortalecimientos de los vínculos y la relaciones profesionales de los docentes en los
centros escolares; b) la realización conjunta de procesos de trabajo consistentes en
investigar y comprender mejor la enseñanza y el aprendizaje (análisis, reflexión,
observación, evaluación y crítica pedagógica) con el propósito de propiciar el desarrollo
profesional y el aprendizaje docente en torno a valores, concepciones y prácticas, el
enriquecimiento de herramientas individuales y compartidas (metodologías, materiales
didácticos, relaciones pedagógicas, criterios y procedimientos de evaluación, relaciones
con las familias y la comunidad, etc.); c) constituir espacios y tiempos necesarios para
revisar y reconstruir la cultura pedagógica que es precisa para elaborar proyectos de
centro, atendiendo, por lo tanto, a sus componentes esenciales: el currículo, la enseñanza
y los aprendizajes del alumnado, la orientación metodológica del centro y su coherencia
en áreas, materias, cursos o etapas, las relaciones con el alumnado, así como también
con otros agentes educativos y sociales (familias, comunidad, otros profesionales y
servicios). El primero de los ejes se refiere, pues, a una cultura de trabajo en
colaboración con vínculos sociales e intelectuales significativos, el segundo, al
aprendizaje docente y el tercero, dicho en breve, a las experiencias y aprendizajes de los
alumnos que, a fin de cuentas, han de constituir el núcleo sobre el que todo lo demás se
articule.

6.2.3. Fundamentos, posibilidades y limitaciones de las comunidades profesionales de aprendizaje

Antes de pasar al punto siguiente donde se sugieren algunas propuestas para crearlas y
desarrollarlas, conviene hacer mención a otros dos asuntos importantes. El primero se
refiere a las bases que las avalan y sus posibilidades, el segundo a sus limitaciones.

A) Posibilidades y fundamentos

Las expectativas de que el aprendizaje de los estudiantes puede ser mejor y más
posible en los centros cuando sus profesores piensan con detenimiento los contenidos a
trabajar con ellos, las metodologías más adecuadas, los apoyos y la atención necesaria, el
seguimiento y la valoración de sus progresos o dificultades, adoptando, una vez
analizadas, las decisiones convenientes, estriban, sin complicar demasiado las cosas, en el
sentido común incluso. Más allá de eso, la teoría y muchas prácticas pedagógicas
aceptablemente bien justificadas, realizadas en las aulas y contrastadas, han mostrado
que una buena enseñanza no sigue reglas preestablecidas ni rutinarias. Por el contrario,
aquellos docentes que se esfuerzan en desempeñarla con la intención de que sus
estudiantes aprendan lo que es preciso tienen bastante claro que se trata de una actividad
humana y social situada, compleja y bastante imprevisible. Es una tarea que conlleva
valores y dilemas morales a los que responder atendiendo a criterios e interpretando

135
aspectos diferentes. Como no se cuenta con recetas mágicas para enseñar bien en
cualquier momento ni a todos los grupos de estudiantes por igual, sus incertidumbres
consustanciales sólo pueden ser encaradas y resueltas a través de la reflexión e
interpretación, el juicio y el tacto personal, el análisis ponderado acerca de qué es lo que
procede enseñar, qué aprendizajes pueden y deben desarrollarse, qué metodologías
emplear y cuáles son sus resultados. La ya larga trayectoria de la investigación-acción,
una tradición de pensamiento sobre la escuela, la enseñanza, el currículo y el profesorado
bien consolidada y reconocida (más en la teoría, desde luego, que en la práctica regular)
(Escudero, 1987) ha sido probablemente el mejor antecedente y aval para una
concepción como ésa de la enseñanza y de los profesores. Un buen número de docentes
y grupos de renovación pedagógica han tomado ese testigo e inspirado en el mismo su
trabajo y sus relaciones, constituyendo en ocasiones hasta ejemplos de militancia que
sostienen algunas llamitas de innovación encomiables. Apoyándose en valores,
presupuestos y dinámicas de trabajo de la investigación-acción, las comunidades de
aprendizaje lo que buscan es socializarlas institucionalmente en cada centro, creando
centros renovadores, no sólo oasis dentro de ellos. La pretensión de inscribir el análisis,
la reflexión y la crítica constructiva sobre la enseñanza dentro de la cultura y las
relaciones profesionales de los lugares de trabajo del profesorado se sostiene, además, en
dos argumentos de peso, uno fáctico y otro más teóricamente elaborado. Los centros
escolares son no sólo instituciones donde aprenden sus estudiantes sino que también
constituyen, de hecho, espacios culturales y de relación que inciden en la socialización de
sus profesores, en su vivencia y aprendizaje del oficio. Parece cierto que la profesión
docente se afina y construye en la práctica. Siendo más precisos, hay que decir que se
trata de una práctica contextualmente situada en la que realiza tareas y actividades que,
siendo básicamente personales, no son ajenas a la cultura, las relaciones con los colegas,
las representaciones y la negociación explícita o implícita de roles, el aprendizaje y el uso
de determinadas herramientas (conceptuales y operativas) de trabajo. Si ello corresponde
bastante bien a la realidad de los hechos, han sido las teorías sociales y culturales del
aprendizaje las que, en un plano más teórico y elaborado, han logrado entender mejor
por qué y cómo eso sucede. El desarrollo y los aprendizajes de las personas en general,
también, pues, los docentes en particular, están estrechamente ligados a las tareas y
actividades concretas, realizadas en contextos donde comparten con otros determinados
sistemas de creencias y herramientas para interpretar y hacer las cosas que hacen, cómo
y para qué las hacen. No es extraño, pues, que algunos autores sostengan (Putnam y
Borko, 2000; Borko y Koellner, 2007) que tanto la investigación-acción como las
comunidades de aprendizaje representan espacios potentes de formación del profesorado
de acuerdo con las teorías socioculturales del aprendizaje y que éstas pueden contribuir a
comprender mejor determinados procesos y condiciones convenientes para que así
suceda.
Otros dos argumentos merecen atención. Si se asume que el éxito o el fracaso
escolar del alumnado no es un acontecimiento aislado, sino una trayectoria en la que van
concurriendo diversos factores y procesos que construyen uno u otro (Escudero,

136
González y Martínez, 2009), y se advierte que ambos no dependen en exclusiva de
concepciones y prácticas esporádicas, sino sostenidas a lo largo de períodos más extensos
de la escolaridad, como las etapas, el hecho de que los centros y el profesorado operen o
no bajo los auspicios de una comunidad coherente puede que sea decisivo para garantizar
mejor el éxito razonable y la prevención de fracasos injustificables. La hipótesis de
trabajo bajo las que se crean y sostienen comunidades profesionales de aprendizaje en las
organizaciones escolares es que pueden ser beneficiosas para la enseñanza y el
aprendizaje de los estudiantes, y también para el profesorado y la institución en su
conjunto. Posiblemente se promueven algunas experiencias, acogidas formalmente o no a
este tipo de renovaciones organizativas y pedagógicas dentro de los centros, cuyo
funcionamiento y resultados están por ver. Una investigación sobre el tema en EEUU
(Vescio, V., Ross, D. y Adams, A., 2008) ha logrado documentar sus efectos positivos en
el aprendizaje del alumnado en un grupo importante. Los resultados que ya se van
contrastando en la práctica, así como los argumentos mencionados, permiten sostener
que se trata de un planteamiento con fundamentos y posibilidades.

B) Problemas y limitaciones

Otra cosa diferente es que no haya problemas a la hora de intentar crearlas y


sostenerlas en los centros, o que, una vez construidas, resulten caminos fáciles de
transitar. Sus mejores presupuestos y objetivos pueden quedar seriamente afectados, de
una parte, por sus relaciones con estructuras y poderes más allá de los centros, de otra,
por el grado en que se acomoden y transformen (lo que no es poco) las mismas
estructuras, relaciones, dinámicas y cultura organizativa y pedagógica con las que se
encuentren en ellos al querer promoverlas. Dos tipos de amenazas, por lo tanto, externas
e internas, no independientes por lo demás, sino recíprocamente ligadas y sostenidas.
Con toda certeza, las posibilidades, contribuciones y resultados de una comunidad
de aprendizaje no son independientes del tipo de relaciones que sostenga con el exterior,
con estructuras e influencias que inciden en los centros escolares y los profesores, en lo
que son y en sus modos de pensar y de hacer. Los análisis que se ofrecen en otros
capítulos, en particular el dedicado a relaciones entre la administración educativa y los
centros, son del todo pertinentes sobre esta fuente de la que puede manar agua limpia o
turbia. Es posible crear comunidades provechosas en algunos centros en particular, dice
Fullan (2002), pero es inverosímil que puedan sostenerse sin el apoyo y la implicación de
la administración; esperar que se extiendan por todo el sistema y centros, como podría
ser deseable, es una montaña prácticamente imposible de superar. Una de las debilidades
teóricas de las comunidades de aprendizaje reside precisamente en que el concepto y sus
propuestas no tienen bien resueltas sus relaciones con los contextos administrativos y
formales donde operan, y mucho menos con los contextos sociales y político que, como
se decía, pueden representar estructuras manifiestamente perjudiciales (Barton y Tusting,
2005; Escudero, 2009a). El valor de algunas comunidades de aprendizaje singulares

137
como las de CREA (Flecha, 2008) consiste precisamente en que son testimonios
valiosos, pero aislados, de una pelea intelectual y práctica bien digna por la educación en
contextos sociales y comunitarios adversos, pero su carácter circunstancial, voluntario y
su condición de oasis rayan en militancias excepcionales y, así, contribuyen a que sean
proyectos excepcionales. Las políticas sociales y educativas que están debilitando la
escuela y la educación pública no representan las condiciones más favorables para el
desarrollo valioso de comunidades de aprendizaje; en tal contexto, algunos autores hasta
sospechan de las mismas (Hargreaves, 2007).
Echando una mirada más hacia el interior de los centros escolares –que son,
además, organizaciones permeables en relaciones complejas con sus entornos políticos y
administrativos– sería ingenuo pasar por alto que en su mayoría, no es ya que no
representen un medio favorable a su creación, sino que puede ser incluso hostil y operar
en contra de su posibilidad. Dicho sin rodeos: o un gran número de las organizaciones
educativas que conocemos reconstruyen a fondo sus tiempos y estructuras, las
relaciones, los derechos y los deberes entre quienes las habitan (y también con aquellos a
quienes sirven, alumnado, familias, comunidad), las tareas, responsabilidades y la
rendición de cuentas pública de lo que se hace y de los resultados, o, sencillamente, las
comunidades profesionales de aprendizaje seguirán siendo un canto al sol, quizás
presente en buenas ideas y propuestas, pero ilocalizables en la realidad. Una barrera muy
poderosa y muy difícil de superar hoy por hoy. Otra, y no menor, se refiere a un aspecto
todavía más sutil, pero que, a la postre, es crucial. Una buena parte del discurso sobre
comunidades, así como el que corresponde a uno de sus respaldos teóricos más
reconocido, las teorías socioculturales del aprendizaje, tienen un exceso de formalidad
(actividades, relaciones, acuerdos a compartir sobre visiones y metas, procesos de
aprendizaje, circulación de conocimiento, compromisos y lealtades, etc.) y, de ese modo,
indefiniciones de sustancia (qué tipo de actividades y relaciones, qué visiones y metas en
concreto, qué orientación e implicaciones del conocimiento y la cultura a compartir, en
qué, compromisos y lealtades para qué, por qué y al servicio de quiénes). Otros dos
flancos, por lo tanto, con los cuales inevitablemente la buena nueva de las comunidades
de aprendizaje tiene que lidiar.

6.3. Orientaciones para crear y mantener comunidades docentes de aprendizaje en los centros
escolares

Tras el repaso somero de los problemas y limitaciones señalados, una salida razonable y,
desde luego, realista sería concluir aquí el capítulo afirmando que, si las proclamadas
comunidades no garantizan nada por sí mismas y si están afectadas además por serias
amenazas, no vale la pena dejarse la vida en el empeño. La cuestión, no obstante,
seguiría siendo si, en aras del realismo, lo correcto y lo éticamente defendible consiste en
dejar las cosas como están, o esperar a que los tiempos escampen y se den condiciones
más favorables, tanto en el exterior como dentro de las organizaciones educativas. Puede

138
ser defendible también entender que esta idea, como tantas otras valiosas y justificadas
con las que es preciso trabajar en educación, está llamada a sostenerse sobre una tensión
inestable entre lo que ocurre y lo que tendría que suceder, entre lo que está siendo y
otros horizontes y caminos que han de ser explorados y transitados a pesar de los riesgos
del viaje y los caminantes. A lado de la racionalidad fijada en cómo son las cosas, es
preciso colocar otra que se apreste a dilucidar qué cosas deben ser hechas; de lo
contrario, jamás podrían llegar a suceder transformaciones sociales y educativas
importantes. Ahora bien, la aventura es ciertamente enrevesada. No hay modelos guía y
todavía menos en algunos contextos como el más cercano; se han desarrollado en otros
lugares proyectos valiosos y efectivos, pero en ningún caso podrían ser trasladados a
indicaciones de gestión dirigidas a replicar sus características. Por ello, las orientaciones
que se indican a continuación (que sólo se proponen como sugerencias y con muchos
interrogantes), se organizan alrededor de tres temas: las comunidades profesionales de
aprendizaje como un imperativo ético, la reclamación de algunas condiciones
estructurales necesarias más allá de los centros y un conjunto de propuestas más
concretas para acometer proyectos de renovación dentro de los centros escolares.

6.3.1. Un imperativo inexcusable, la mejora sustantiva de los aprendizajes escolares

Una comprensión adecuada de las comunidades docentes de las que se está hablando ha
de conectarlas expresamente con el imperativo ético de garantizar a todo el alumnado una
buena educación, justa e inclusiva. Puede que a más de un lector le parezca esta idea una
salida por las ramas, pero no es una ocurrencia particular ni procede del baúl del
voluntarismo. Así se ha argumentado expresamente en otra ocasión (Escudero, 2009a) y
también lo han hecho otros analistas bien reconocidos (Furman, 2004; Hargreaves,
2007). No significa irse por las ramas, sino poner sobre la mesa una cuestión que es
fundamental por algunas razones poderosas. Una, las declaraciones formalistas de una
buena parte del discurso sobre comunidades de aprendizaje aclara poco las cosas a
menos que se precisen los contenidos que van dentro de las grandes palabras, como se
dijo más arriba. Contenidos relevantes han de ser, pues, una idea de la educación como
un derecho universal, no como un mérito particular, y su concreción en metas explícitas
y decisiones que supongan una apuesta clara, bien articulada y compartida porque los
aprendizajes debidos sean justamente garantizados a los estudiantes por los centros
escolares, o cuando menos trabajen en pos de ir avanzando por esa dirección. Dos, ese
horizonte, cuya esencia constituye un imperativo ético, social y cultural, es fundamental,
pues está llamado a representar el timón de las operaciones y las singladuras del barco.
De ese modo, las comunidades de aprendizaje docentes tienen entre sus manos la tarea
principal de elaborar y concertar los temas fundamentales del currículo de los centros,
con una atención explícita que justifique y lleve a tomar decisiones con fundamento
sobre todos ellos y sus relaciones coherentes (contenidos, aprendizajes de los estudiantes,
metodologías, relaciones, etc.) con propósitos. La discusión y la deliberación para

139
determinarlos han de ir bien acompañadas de decisiones y compromisos compartidos que
sumen esfuerzos y actuaciones concretas que puedan hacerlos posibles en las prácticas,
combinando la autonomía pedagógica de cada docente con la inexcusable coordinación y
asunción de responsabilidades compartidas. La comunidad apoya para una causa justa,
moviliza, recrea y concierta su cultura pedagógica (con esos propósitos y contenidos),
apoya a todos y cada uno de sus miembros y, al mismo tiempo, exige de todos los
compromisos y lealtades institucionales requeridos. Tres, allí donde hay una distancia
cuestionable entre lo que razonablemente deberían aprender todos los estudiantes y lo
que irrazonablemente están aprendiendo, las dos consideraciones previas adquieren, más
si cabe todavía, sentido de urgencia para los centros y docentes (seguramente también
para otros), y ahí radica en concreto el imperativo ético antes indicado. Una comunidad
escolar ética, entonces, no puede dejar de constituirse en torno al principio de prevenir y
afrontar con rigor, con inteligencia y voluntad el fracaso escolar, poniendo un punto de
mira nítido sobre la atención y el cuidado de la población escolar con mayor riesgo de
exclusión. Todas las organizaciones educativas están llamadas a reconstruirse como
comunidades de aprendizaje definidas en estos términos (adviértase que no se entienden
como una fórmula ni administrativa, ni técnica ni pautada), pues para que el sistema
educativo sea efectivamente justo e inclusivo hay que elevar expectativas no sólo sobre
exigencias y aprendizajes del alumnado, sino también sobre las exigencias y los
aprendizajes de los centros y profesores. Para quienes continuamente se rasgan las
vestiduras por el descenso estrepitoso de los niveles educativos, aquí tienen un terreno
concreto en el que, ciertamente, hay que elevarlos; a ellos también les atañe el empeño.

6.3.2. Un par de condiciones estructurales

La idea abierta de crear y sostener comunidades de aprendizaje en los centros no puede


corresponder a militancias excepcionales y aisladas de algunos centros o grupos aislados
de profesores, considerados por la cultura dominante como los bichos raros y
trasnochados que todavía quedan, probablemente en fase de extinción. No cabe la
ingenuidad. Entre otras, dos condiciones estructurales, por lo tanto, han de ser
atentamente consideradas. Ya que se tratan concretamente en otros capítulos, no se
desarrollan aquí, sólo se aluden. Una, la creación de comunidades tiene poco recorrido
sin insertarlas dentro de las condiciones de trabajo del profesorado. Hacerlo supone
gobernar el tiempo docente destinado a tareas y actividades de obligado cumplimiento
más allá de las horas de enseñanza con alumnos (en el Borrador en discusión sobre el
estatuto docente se habla de treinta y siete horas y media de dedicación por semana igual
que los demás funcionarios). Los tiempos dispuestos no bastan, pues hay que llenarlos
bien de contenidos y actividades sólidas y provechosas; a ello se alude más abajo. Dos, el
gobierno y el funcionamiento de los centros como comunidades no son sólo de la
incumbencia de cada uno de ellos, sino también una responsabilidad de la administración.
En el capítulo doce se alude a ello y eso nos permite aquí sólo mencionarlo. Pero, para

140
precisar lo que se quiere decir, la administración tiene mucho recorrido en presionar (en
lo que procede) y apoyar al mismo tiempo (en lo que necesita) a los centros, crear
capacidades y liderazgo, no desbaratar el sistema público de educación, promover la
renovación pedagógica, pedir cuentas y rendirla ella misma: el aprendizaje de los centros
y los profesores también depende de que la administración, sus servicios y profesionales
aprendan lo que les corresponde.

6.3.3. Algunas sugerencias para pensar y hacer

Las características señaladas más arriba apuntan diversos aspectos sobre los que trabajar.
También se propuso que, para no hacer más complejo de lo que es el asunto, quizás
proceda resaltar tres ejes vertebrales con la idea de que los árboles no dificulten el
bosque. Sobre los tres allí indicados se relatan las sugerencias siguientes.

A) Una política y cultura de trabajo en colaboración

Este aspecto se refiere a ir potenciando una cultura (concepciones, valores y


normas, modos de hacer las cosas) y una política interna (influencias, poder, derechos y
deberes, exigencias) como elementos importantes de y para la colaboración dentro de los
centros, con los tiempos necesarios, los temas pertinentes a indagar, reflexionar y decidir,
disponiendo los apoyos convenientes y también la rendición de cuentas sobre lo que se
hace y se logra. Es un buen ejemplo de la tensión a la que se hacía alusión antes. Si
hubiera que esperar hasta que se dieran las condiciones externas y estructurales óptimas,
los centros podrían excusarse en que, ya que no existen, el tema no va todavía con ellos.
Si la creación de comunidades de aprendizaje sólo depende de la disposición espontánea
y voluntaria de los profesores que quieran y de algunos centros testimoniales, tal vez
haya algunos oasis de renovación organizativa, pero no la revitalización necesaria de todo
el sistema educativo. Todo el trecho intermedio está por construir y rellenar con la
apuesta por una determinada cultura y política institucional por la que se puede pelear e
intentar construir.
Sugerencias: sentarse y tratar de lograr un pacto institucional. No valen sólo los
acuerdos y las condiciones fuera; también es preciso concertarlos y hacerlos posible
dentro. Es una cuestión de política dentro de los centros, de poder y negociación entre
los múltiples poderes que existen en su interior, procurando superar intereses y
rivalidades particulares y poniéndolos al servicio de lo que importa y la asunción de
responsabilidades ineludibles. Un asunto complejo y problemático donde los haya, pero
ineludible. Tan inadecuado sería hacerlo objeto de intervención instrumental por parte de
la administración o la dirección escolar para el logro de sus objetivos, recurriendo a
normativas y decretos, como dejar que las cosas sigan su curso natural haciendo omisión
de transformaciones que debieran ocurrir (Escudero, 2009a). Ni intervencionismo ni

141
complacencia, sino conciencia de que la educación es un derecho esencial que ha de
garantizarse con responsabilidad y que exige, por lo tanto, echar mano de alternativas
razonables que ayuden a realizarlo satisfactoriamente. En este sentido, crear y sostener
comunidades de aprendizajes en los centros es un imperativo ético, algo que ha de
conectarse con la ética de las organizaciones y de los profesionales y constituir en esencia
una expresión de ella. No se trata de convulsionar la vida de los centros metiendo el dedo
en los ojos de nadie, ni de invadir indebidamente la privacidad docente cercenando su
individualidad y autonomía necesaria. Pero sí de establecer alguna norma y cultura según
la cual no todo valga por igual. No lleva a ninguna parte el principio imperante según el
cual hay que seguir protegiendo la soberanía casi absoluta de cada profesor para decidir
lo que enseña, cómo lo hace en sus clases, qué evalúa y cómo, cómo trata al alumnado y
a las familias y de qué manera exige, a los estudiantes y a sus padres, que lo traten a él
mismo y al centro donde trabaja. Las comunidades de aprendizaje, por el contrario,
pueden ser una manera interesante de reconocer, proteger y apoyar a las personas que las
integran (profesorado, alumnado, etc.) y, en ese sentido, sus identidades y libertades. Al
mismo tiempo, pueden equilibrar lo particular y privado con el valor, la defensa y el
trabajo por bienes sociales, institucionales y públicos, que son también los que están en
juego en la educación.
La administración, a través de sus inspectores más en concreto, puede hacer mucho
para propiciar ese pacto que, por emplear un símil, bien podría entenderse como un
pacto constituyente. Elementos importantes del mismo pueden ser la concertación de
voluntades para reconocer, analizar y diagnosticar qué está sucediendo en el centro y las
aulas, qué está aprendiendo el alumnado y qué compromisos de toda la institución (sin
que nadie deje de arrimar el hombro) han de hacerse explícitos y traducidos a proyectos
y prácticas de enseñanza y aprendizaje. Así de sencillo y así de complicado. Por decirlo
en breve, las mayores o menores posibilidades de crear y sostener comunidades de
aprendizaje tienen un amplio espacio de trabajo en la tareas de cuestionar sin ambages
ciertas culturas y políticas corrientes (derechos mal entendidos, discrecionalidades
indebidas, lógica del voluntarismo, definición como privado de aquello que debe ser
público y trasparente, conveniencias de horarios, etc.) y la apuesta por otras políticas y
relaciones. No hay que pensar en asuntos rebuscados, sino justamente en los que surgen
de la educación como un servicio público que reclama deberes y responsabilidades
razonables, pero inexcusables. La política y cultura de colaboración a la que se alude
supone normas y compromisos manifiestos que, desde luego, hay que centrar bien en
ciertos contenidos y propósitos

B) Una colaboración para potenciar buenos aprendizajes docentes

Lo curioso del tema es que, aunque las comunidades de aprendizaje son raras y
prácticamente imposibles de realizar sin ciertas condiciones favorables, de algún manera
son algo habitual, pues de hecho los centros cuentan ya con estructuras y normas

142
explícitas que, sencillamente, lo que habría que hacer es usarlas con provecho y
revitalizarlas, aparte de que haya que crear, tal vez, otras nuevas. En las organizaciones
escolares ya hay órganos, estructuras y relaciones; el desafío consiste en reconstruirlas
como ámbitos de colaboración genuina, armados en torno a criterios y objetivos éticos,
con poder e influencias para que aquello que ha de hacerse se lleve a efecto. Hay que
subrayar, además, que deben ser beneficiosas e influyentes haciendo posible que los
profesores aprendan, se desarrollen, vivan mejor y con más sentido la profesión. Si no
contribuyen a esto, tampoco serán positivas para el alumnado.
A fin de cuentas, una comunidad de aprendizaje no persigue complicar
burocráticamente los tiempos y las estructuras de trabajo conjunto entre los profesores,
sino promover una especie de refundación haciendo de ellas espacios de actividades
compartidas (sociales) donde se reconstruyan y circulen valores y conocimientos valiosos
sobre el currículo, la enseñanza y el aprendizaje escolar (cultura pedagógica compartida),
y se dispongan buenas oportunidades de crecimiento y desarrollo docente (aprendizajes
del profesorado). Los fundamentos expuestos más arriba avalan teórica y prácticamente
la propuesta, de manera que lo que procede en este punto es indicar algunas actividades a
través de las que puede llevarse a cabo dentro de los márgenes de posibilidades de cada
contexto y apostando por crear aquellos que puedan ser convenientes. Se ofrecen a
continuación algunas sugerencias.

1. Trabajar con profundidad sobre datos referidos a los resultados de


aprendizaje haciendo análisis y reflexiones constructivas.
Para realizar bien esta actividad, quizás sea preciso dar la batalla a la
tendencia de hablar en abstracto y sin mayores compromisos, a decidir sobre
los proyectos y programaciones que se elaboran y de cuyo desarrollo nunca
más se sabe, a lamentarse permanentemente del alumnado desmotivado y de
su bajo interés, o cubrir requerimientos absurdos de la administración que
corren un espeso velo sobre lo esencial. En su lugar, podrían irse abriendo
paso otras alternativas como: procurar conocer qué es lo que los estudiantes
están aprendiendo y qué es lo que no se consigue que alcancen, interrogarse
acerca de en qué grado pudiera estar relacionado con lo que se está
enseñando, con las metodologías de clase, la atención (o desatención) a la
diversidad, las relaciones pedagógicas y, por supuesto, con los criterios que se
usan para evaluar y de qué valen. Trabajar con y sobre datos (sobre los
disponibles u otros convenientes, sin perderse en estadísticas inútiles) puede
estimular que, al situar el análisis, las acciones y decisiones sobre temas,
tareas y problemas prácticos y contextuales, el profesorado se percate y
aprenda cosas que suelen quedar ocultas. Poco provecho puede sacarse
cuando se desconoce qué es lo que realmente está pasando en la
planificación, en la enseñanza o no se reflexiona adecuadamente sobre los
resultados.
Análisis reflexivos (no de trámite o cantando las notas), que

143
desagreguen aprendizajes por cursos, materias y áreas, fijando una atención
singular en las dificultades que están encontrando algunos estudiantes, pueden
ser actividades poderosas para crear conciencia de la situación del centro y
las clases, así como también para generar urgencias y compromisos desde y
para la práctica, no disputas estériles sobre opiniones gratuitas. En los
centros, si se disponen los tiempos y la voluntad necesaria, no sólo se pueden
aprender muchas cosas recabando y reflexionando críticamente sobre los
resultados del alumnado. Éstos pueden ser, además, una excelente
oportunidad para revisar en colaboración, para hacer públicos y debatir, a
nivel de centro y de sus unidades organizativas, acerca de interrogantes como
en qué consisten y de dónde proceden los juicios que dictaminan el éxito o el
fracaso, hasta qué punto las evaluaciones realizadas se “cocinan” con
criterios y procedimientos más o menos razonables o arbitrarios, y cuáles
podrían ser otros alternativos, más rigurosos y justos. Es una parcela de
prácticas apta para facilitar aprendizajes situados y concretos, indagar y
compartir datos y concepciones relacionados con qué aprendizajes se valoran
y se promueven, cuáles se están exigiendo y evaluando, con qué
procedimientos y qué puede significar todo ello para tomar decisiones
particulares y concertadas respecto a qué es correcto mantener o qué debiera
cambiarse. El análisis reflexivo sobre los resultados escolares, los
presupuestos y prácticas de la misma evaluación que los certifica puede ser,
igualmente, una excelente oportunidad para intentar conectar la evaluación
del aprendizaje de los estudiantes con la enseñanza. Así puede realizarse una
evaluación que no sólo sea formativa para el alumnado, sino también para los
centros y el profesorado. Es evidente, por lo demás, que tales análisis y
actividades serán provechosos sólo si los centros disponen o pueden acceder
a conocimientos y criterios pedagógicamente sólidos, así como con
herramientas y metodologías de análisis factibles, siempre con la perspectiva
de derivar prioridades concretas (mejoras sustantivas del aprendizaje de todo
el alumnado) y proyectos, medidas y actuaciones a realizar, informadas de
ese modo por las evidencias disponibles, analizadas, interpretadas y utilizadas
renovar lo que proceda.

2. Planificar y hacer visible la enseñanza y el aprendizaje con actividades que


ayuden a aprender en la acción relacionando la teoría con la práctica.
Para que una comunidad de aprendizaje sea una oportunidad útil para el
desarrollo profesional del profesorado, tiene que tocar prácticas de enseñanza
concretas, situadas en las aulas y en otros contextos de actividad docente.
Debe contribuir a ello con modelos de relación y de trabajo que sean
respetuosos y constructivos, basados en un clima de confianza y seguridad
personal que, seguramente, hay que concertar y construir entre todos. Al
mismo tiempo, ha de ser un clima con propósitos y sentido de urgencia, con

144
decisión, sin rodeos. Si se quiere aprender en la práctica y mejorarla, es
inevitable trabajar en colaboración al planificarla, y también observarla y
reflexionar sobre ella. En todo caso, las actividades que giren en torno a ese
foco serán tanto más provechosas cuanto mejores sean las lentes (teorías,
analizadores, modelos de enseñanza y aprendizaje) que se dispongan y se
utilicen sabiamente para diseñar el currículo y la enseñanza, mirar, analizar,
reflexionar y aprender en y desde la práctica, generando una comprensión
situada y capaz de convertirse en las transformaciones correspondientes.
Hacer visibles las prácticas docentes (planificación, enseñanza,
evaluación) y, de ese modo, constituirlas como fenómenos abiertos a la
observación, el análisis y el diálogo profesional, es algo en lo que se insiste
ampliamente y con razones poderosas en la literatura (Putnam y Borko,
2000; Escudero y García, 2006; Borko y Koellner, 2007; Stoll y Louis,
2007). Las actividades sugeridas a continuación pueden ser algunas entre
otras posibles.

a) Planificación conjunta del currículo y la enseñanza. Ésta es una


actividad que ocurre regularmente en los centros, dentro de los equipos
de ciclo en educación infantil y primaria o en los departamentos en la
educación secundaria. La propuesta de comunidades profesionales de
aprendizaje lo reconocen expresamente, pues representa, en efecto, una
tarea “auténtica” del trabajo docente, es esencial su realización conjunta
para imprimir relevancia y coherencia al currículo y la enseñanza, y
representa, igualmente, un espacio en el que tomar decisiones acordes
con la propia cultura y los modos de hacer sostenidos por cualquier
comunidad de práctica. La idea concreta de comunidades de
aprendizaje por la que se está abogando aquí lleva a puntualizar,
además, que la planificación conjunta será tanto más provechosa cuanto
más congruente sea con los dos criterios siguientes. Uno, conexión de
las decisiones que se tomen con buenos esquemas teóricos de referencia
para el currículo y la enseñanza, así como con los datos disponibles e
interpretados sobre la realidad del centro y alumnado, los aprendizajes a
lograr y las evidencias sobre los que se están o no logrando. Dos,
elaboración de materiales didácticos de apoyo e ilustrativos de lo que se
pretende hacer –siempre con fundamento– en las clases con el
alumnado, con todos y con la atención debida a la diversidad de cada
uno (tareas, estrategias y materiales adecuados que faciliten la
personalización de la enseñanza). Pueden elaborarse esquemas flexibles,
pero suficientemente explícitos y útiles, para el desarrollo de lecciones o
unidades, el seguimiento de la enseñanza, la evaluación de tareas
escolares y los aprendizajes del alumnado, así como también para la
observación y valoración del trabajo docente. Cuanto más se aleje la

145
planificación conjunta del “criterio práctico” consistente en cubrir el
expediente, y más tienda a ser un espacio de reflexión, conexión de
teoría y práctica, útil para el desarrollo singular y autónomo de las clases
por cada docente, tanto más el grupo o el centro irá haciendo el camino
hacia una comunidad provechosa de aprendizaje conjunto. Por ello es
improcedente el afán regulador de estas actividades por parte de la
administración e inspección. El exceso de procedimientos y burocracia,
no sólo no incide en la cultura, las ideas, la reflexión y las buenas
prácticas, sino que las constriñen; propalan, asimismo, la cultura
perversa del simulacro, de mantener apariencias correctas formalmente,
pero carentes de sustancia y de efectos. Bien entendidas y realizadas,
las tareas de planificación del currículo y de la enseñanza son una
manera de convertir los conocimientos, lo que se sabe por propia
experiencia o de otros, las capacidades y las aspiraciones educativas, en
decisiones y prácticas que anticipan lo que se piensa y se quiere hacer.
Si se acometen con buenas condiciones (calma, dedicación, tiempo,
implicación); si se toma en cuenta la mejor sabiduría de los
participantes; si se procura acceder y operar con el buen conocimiento
pedagógico disponible (modelos consistentes, proyectos y experiencias
realizadas y sugerentes, por ejemplo referidos a áreas o etapas concretas
de la educación) pueden llegar a ser una oportunidad de formación
conjunta entre los profesores implicados. Ello es fundamental. También
estas actividades satisfacen bien algunos principios reconocidos en la
teoría sociocultural del aprendizaje: tareas representativas y auténticas
de lo que hacen los profesionales, situadas en contextos reales,
acometidas como un espacio de relación social donde se participa, se
asimila y se transforma la cultura (conocimiento y generación de
aprendizajes), donde se cuenta con apoyos mutuos y se adoptan
compromisos exigibles para lograr intereses comunes (Borko y Koellner,
2007).
b) Lecturas compartidas y diálogo profesional sobre temas de interés,
problemas o casos. Se alude aquí a dos actividades diferentes, pero que
pueden ser complementarias. En su momento se advirtió que una
comunidad de aprendizaje no puede concebirse como una entidad social
cerrada sobre sí misma, sino en relación, abierta al exterior, a ideas y
propuestas, a otras experiencias y prácticas. A eso se refiere la
expresión, antes comentada, de “indagación ambiental”. Leer algún
documento, libro u otras fuentes relevantes y pertinentes para algún
tema de interés o preocupación, para elaborar proyectos o contrastar las
propias ideas y prácticas con las de otros, son actividades comunitarias
interesantes. Al trabajar y discutir el conocimiento con otros se
construyen referentes y lenguajes negociados y, de ese modo,

146
compartidos; en caso contrario, sólo operan y circulan significados
privados y no contrastados. Así se hace posible y se nutre con sustancia
el diálogo profesional sobre problemas prácticos, se hacen explícitos, se
comparten con los demás y se valoran como algo normal (¿quién no los
tiene?), se supera la soledad e impotencia individual, además de hacer
posible la conjunción de inteligencias y voluntades para afrontarlos. En
suma, la lectura y el diálogo profesional pueden ser recursos poderosos
para establecer vínculos sociales e intelectuales dentro de una
comunidad docente, para escuchar y tomar en consideración distintos
puntos de vista, pues, desde luego, el afán del trabajo conjunto y de
compartir propósitos y acciones no puede significar la anulación de sus
miembros, pasar por alto la diversidad y desconocer los conflictos entre
perspectivas que seguramente existen y habrá que resolver para evitar
que degeneren en parálisis.
c) Observación y aprendizaje conjunto entre amigos críticos. Si las
actividades anteriores pueden contribuir a hacer explícito y enriquecer el
lenguaje y el conocimiento que incide en la planificación de la acción
docente, las prácticas concretas de enseñanza constituyen posiblemente
el contenido preferente sobre el que realizar actividades para aprender e
ir mejorando capacidades y concepciones en la acción, no sólo hablando
de lo que es conveniente hacer. La planificación, incluso cuanto está
bien fundamentada, no deja de ser una hipótesis de trabajo. La
actividad de aula no es sólo un lugar donde se aplican programaciones,
es sobre todo un espacio de acciones y decisiones personales y sociales
donde aquéllas han de ser transformadas creativamente y muchas veces
alteradas. El trabajo docente con los alumnos en las aulas es la tarea
profesional más difícil de realizar: es preciso concertarla con clases y
alumnos concretos y lograr sus complicidades. La docencia está
compuesta de elementos sutiles y diversos. Algunos son racionales
(representaciones, percepciones, interpretaciones, juicios y prejuicios,
valoraciones y objetivos pretendidos, modos de hacer) y otros, de
carácter emocional y social (sensibilidad, tacto, sentimientos de
seguridad e inseguridad, actitudes, capacidades de contacto y relación
con otros dando y recibiendo afecto, cuidado de sí y de los estudiantes).
No se pueden desarrollar los aprendizajes correspondientes desde la
teoría lejana y abstracta. Las relaciones entre la teoría (lo que se ha
planificado, las intenciones y propósitos, lo que alguien sabe y sabe
hacer, el tacto y la intuición) y la práctica son particularmente
complejas. Por ello, entrar en la práctica, verla, analizarla e
interpretarla, observar la propia y la de otros, percatarse de aspectos
desatendidos, darse cuenta de cómo determinadas ideas se traducen o
se niegan en la acción son operaciones y procesos que hay que aprender

147
en y desde la práctica. Pueden servir, asimismo, para desvelar cuáles
están siendo de hecho las ideas, los valores y los presupuestos, también
las emociones, que, conscientemente o no, subyacen a la enseñanza y
hacen que sea la que está siendo. Se trata de procesos prácticamente
ineludibles para comprender a fondo determinados métodos
pedagógicos, así como, desde luego, para desarrollar y aprender
capacidades, conciencia, sensibilidad, actitudes. La práctica del aula
suele estar escondida para cualquier otro público distinto al alumnado.
Por eso se dice con fundamento que los estudiantes también enseñan a
los profesores, aunque, por desgracia, no siempre eso ocurre ni
tampoco es para bien.
Hay algunas actividades que no revisten una especial complejidad
metodológica y que, sin embargo, pueden permitir aprender de la
práctica con los colegas. Una de ellas se denomina “amigos críticos”
(Escudero y García, 2006; Escudero, 2009c). Brevemente descrita
consiste en lo siguiente: establecer parejas de docentes basadas en la
confianza (amigos) y centradas en la mejora constructiva de la
enseñanza (críticos); conversar sobre el trabajo de aula y acordar
criterios válidos para realizar observaciones mutuas (las lentes que se
dispongan para observar son decisivas y, acaso, una buena ocasión ya
de aprender juntos); realizar una auto-evaluación sobre la propia
enseñanza según los criterios establecidos; recabar valoraciones y
puntos de vista de los estudiantes sobre las respectivas clases; buscar
tiempos para realizar las observaciones correspondientes, mirando
activamente y tomando nota del desarrollo de las clases; llevadas a cabo
las observaciones posibles y suficientes, reunirse para poner los datos
sobre la mesa (las propias auto-evaluaciones, los puntos de vista del
alumnado, los resultados de las observaciones), reflexionar sobre todo
ello para comprender mejor y analizar qué relaciones puedan haberse
descubierto entre la enseñanza y el aprendizaje; intentar responder
conjuntamente a qué podrían suponer algunas mejoras deseables para el
futuro inmediato o qué aspectos vale la pena consolidar por haber sido
valorados positivamente.
El aprendizaje entre iguales (amigos críticos) puede implicar a dos
o más docentes, así como extenderse más allá de parejas aisladas. Las
comunidades de aprendizaje abogan por la ampliación e inclusión de la
mayoría en tal actividad u otras parecidas. Y es que al contar con
observaciones de aulas que hacen visible la enseñanza, se puede crear
un espacio decisivo de aprendizaje compartido en el que la teoría y la
práctica se nutran recíprocamente. Hecha visible la enseñanza que está
ocurriendo en las clases, un centro y sus docentes disponen de un
material de primera mano, cercano y práctico, que puede ayudar a

148
entender cómo y por qué suceden algunas cosas dentro de los centros
que parecen misteriosas. También, para tener más conocimiento de
causa sobre influencias innegables que radican en factores y agentes
externos y otras que residen específicamente dentro y podrían, quizás
deberían, ser modificadas.
d) Grabaciones de clase, trabajos de los alumnos, análisis y discusión. En
la misma línea de hacer visible la práctica, los elementos mencionados
también pueden resultar provechosos. Los nuevos medios tecnológicos
hoy disponibles y las mayores facilidades de uso de los mismos para
crear documentos propios (clases del propio centro) o acceder a
documentos de otros (la red es un medio donde pueden encontrarse)
ponen a disposición otros dispositivos interesantes para hacer
trasparentes las aulas, analizar muestras concretas de enseñanza,
reflexionar y aprender viendo, no sólo hablando, discutir diversas
opciones metodológicas y sus implicaciones, interrogarse acerca de qué
tipo de contenidos se trabajan y qué procesos intelectuales, emocionales
o sociales promueven con los estudiantes. Los aspectos decisivos serán,
una vez más, qué lentes se utilicen para ver, analizar y valorar (no valen
por igual todas las posibles), qué ejemplos se seleccionan, hasta qué
grado puedan considerarse como ilustraciones de buena enseñanza, qué
provecho se llega a sacar de ello transformando la información en
conocimiento, capacidades y compromisos de acción.
Un material para el trabajo conjunto del profesorado, generalmente
poco utilizado pero también interesante, es el representado por los
trabajos, deberes o proyectos que se plantean y han de realizar los
estudiantes. Analizar algunas muestras de ellos puede ser otra excelente
ocasión de apreciar su relevancia y sentido, la coherencia entre la
multitud de tareas planteadas desde cada materia o área, el tipo de
procesos y operaciones cognitivas o de otra naturaleza que implican, lo
que han hecho los estudiantes al realizarlos, el grado en que han
aprendido o la adecuación de los criterios empleados para evaluarlos.

3. El aprendizaje del alumnado como el foco central de las comunidades


profesionales de aprendizaje.
Como se ha podido apreciar, el capítulo ha ido siendo hasta reiterativo
en sostener que el sentido y el destino fundamental de una comunidad de
aprendizaje en los centros es el aprendizaje del alumnado. Como foco
nuclear, reclama concentrar en él propósitos morales, políticas y poderes del
centro y de sus docentes, energías intelectuales y aprendizajes de los centros
como organizaciones inteligentes y de los docentes como profesionales bien
preparados. A todo lo dicho convendría añadir antes de terminar dos
matizaciones. Una, que al incluir en esa expresión –aprendizajes de los

149
estudiantes– palabras que suelen acoger significados variados, las
comunidades de aprendizaje (de pensamiento, análisis y reflexión conjunta,
justificación y critica pedagógica constructiva) pueden ser, deberían ser, una
oportunidad para aclarar, comprender y justificar qué aprendizajes son los
más valiosos y merecen, por tanto, ser bien trabajados en el currículo y la
enseñanza. Volver a incidir en ello aquí, pues ya se mencionó al sugerir otras
tareas y actividades, es una ocasión para llamar todavía más la atención sobre
la necesidad de llenar de contenidos adecuados esa buena expresión. Sea
sacando provecho a la ola corriente de las competencias básicas (adoptando
un punto de vista crítico y constructivo), o sea con otros referentes, una
buena comunidad de docentes tiene que trabajar expresamente sobre qué se
entiende por aprendizaje y cuáles son los procesos requeridos y qué es
preciso ponderar; qué relaciones deben establecerse entre contenidos
esenciales que permitan procesos superiores de pensamiento (hábitos y
disciplina intelectual, razonar, relacionar, indagar, valorar evidencias, acceder
y organizar la información, comunicar eficazmente en cada etapa y materia,
también memorizar y contar con recursos imprescindibles para todo lo
anterior). Trabajando expresamente sobre esa materia, relacionándola como
es debido con momentos de la escolarización, áreas y materias buscando su
coherencia e integración, quizás se puede llegar a acuerdos más provechosos
que las disputas estériles sobre si los niveles suben o bajan, si hay un exceso
o no de informaciones sin sentido, si lo que se está haciendo acaso, por falta
de criterio, ni contribuye a llenar cabezas ni tampoco a armarlas debidamente.
Sea lo que fuere, el propósito de las comunidades de aprendizaje es contribuir
a armar y concertar convenientemente las cabezas del profesorado. La
segunda cuestión se refiere a que uno de los recelos, entre otros señalados,
que despiertan están provocados por su utilización en algunas políticas
educativas según un esquema obsesionado con los resultados, los niveles de
aprendizaje. No parece que ésa sea una buena dirección. Como se ha
indicado, una comunidad de aprendizaje no se justifica por los resultados tan
sólo, sino por los valores, los compromisos, las fuerzas y las oportunidades
que han de disponerse para garantizar el derecho a la educación. Algo muy
distinto, por cierto, de algunas obsesiones actuales por la productividad
escolar.

En resumidas cuentas, la idea y las propuestas de ir sosteniendo comunidades


profesionales de aprendizaje en los centros tiene visos de ser un sueño si se piensa como
un modelo predeterminado al que haya que atenerse. Algunas de las sugerencias
apuntadas, sin embargo, en las que intencionadamente se han querido evitar esquemas e
instrumentos pautados, no son tan difíciles por sus complejidades metodológicas
(tampoco se ha hablado de actividades que no podrían realizarse), sino por el sentido
ético, las responsabilidades, los tiempos y la dedicación que requieren para que tengan

150
cabida y reconocimiento en los centros regulares y normales. La propuesta no pone ante
los centros y los docentes listones inalcanzables. En realidad aboga por dinámicas,
relaciones, derechos y deberes que ya deberían estar siendo asumidos y realizados. Las
comunidades de aprendizaje son algo más que una nueva jerga pedagógica; se puede
sustituir ese término. Pero si el asunto que tenemos entre manos no se refiere ya a si
determinadas dinámicas como las sugeridas ocurren en los centros (en algunos puede que
sean hasta mejores), sino a que no es posible crearlas allí donde no existen por muchos
factores organizativos y profesionales en su contra, el problema de fondo puede que sea
más grave. ¿Qué tipo de organizaciones y profesionales tenemos y queremos mantener
en pleno despliegue de la sociedad de la información y del conocimiento?

151
TERCERA PARTE

Gobierno y liderazgo en los centros escolares

152
7
El gobierno del centro

Hace ya algunos años, escribía el sociólogo Víctor Pérez-Díaz (2003) lo siguiente,


refiriéndose al caso español (aunque, como se puede colegir del inicio del artículo del que
proceden sus palabras, quizás podría hacerse extensible a otros muchos países):

Década a década, los efectivos de la educación han aumentado, y los intereses creados en
torno a ella han llegado a ser inmensos. Padres, estudiantes, profesores y funcionarios se afanan
en hacer las cosas lo mejor posible. Pero lo mejor posible no siempre es suficiente. La educación
española no acaba de tener rumbo, y por eso sus resultados son todavía bastante mediocres […].
El barco de la educación española ha ido aumentando de tamaño, pero su tripulación no sabe cuál
es su puerto de destino y se atiene a los procedimientos. La maniobrabilidad del buque es limitada.

E incluso se refería a su propuesta alternativa en los términos siguientes:

La alternativa es una flota de barcos más pequeños y más manejables. No tienen por qué ir
todos al mismo puerto. Pueden dejar de faenar, imaginemos, en cualquier momento. Las
tripulaciones se sienten unidas por lazos de afinidad y de interés, y a veces cambian de barco.
Todos se ven como miembros de una comunidad, y están orgullosos de ello. La capacidad de ese
conjunto de barcos pequeños para reducir riesgos y aprovechar las oportunidades es importante.
No hace falta que alguien desde alguna oficina central (un ministerio, una consejería, un consejo
general del sector) dé las órdenes. Cada barco asume sus decisiones y sus riesgos (Pérez-Díaz,
2003).

En este capítulo no será objeto de atención esta alternativa, como tampoco ninguna
otra al problema planteado. Lo será, más bien, aquello que aparece como relevante tanto
en la alternativa presentada como en la situación a la que dicha alternativa aspira a dar
respuesta: el gobierno de la educación escolar.
Dará comienzo este capítulo introduciendo el concepto de gobierno tomando como
punto de partida la misma metáfora empleada en los pasajes anteriores, lo que encuentra
justificación en el origen etimológico del término. Esta breve introducción al concepto
tratará de empezar a poner de relieve los cambios que la noción está experimentando. A
continuación, serán tratados los desafíos a los que, en la actualidad, ha de hacer frente el

153
gobierno de la educación escolar y analizada la posición de los centros escolares ante los
mismos.

7.1. Una aproximación a la noción de gobierno

Gobernar procede del latín gubernare, proveniente, a su vez, del griego kubernan
, significando en ambos casos pilotar una nave, en el sentido de dirigirla,
conducirla, guiarla e incluso controlarla (por ejemplo, Zgaga, 2006). Rose (1973)
considera que al término se le pueden asociar, al menos, dos imágenes, cada una de las
cuales estaría asociada a sendos sentidos diferenciados que no son mutuamente
excluyentes:

– Por un lado, gobernar puede ser equiparado al control ejercido sobre una nave
sin otro fin que mantenerla a flote y evitar así su hundimiento. El gobierno
puede ser asimilado simplemente al control, sin que ello implique
necesariamente hacer que siga una determinada dirección ni que alcance un
determinado destino. La siguiente cita de Oakeshott, referida a la política, es
particularmente ilustrativa de este sentido atribuible a la noción de gobierno:

En la actividad política, los hombres navegan en un mar sin límites ni fondo; no hay
puerto donde refugiarse ni superficie en la que anclar, como tampoco hay lugar de partida ni
destino elegido. El empeño no es otro que mantenerse a flote y en equilibrio; el mar es, a la vez,
un amigo y un enemigo; y el trabajo del marinero consiste en emplear los recursos que le
depara su manera usual de conducirse para hacerse amigo de toda situación enemiga
(Oakeshott, 1951, cit. en Rose, 1973, pp. 468-469).

– Pero, por otro lado, gobernar también es asimilable a dirigir el curso que va a
seguir una nave (Zgaga, 2006). Este origen etimológico evoca, pues, la idea de
que quien dirige, conduce o guía una nave lo hace teniendo un rumbo o
dirección que seguir e incluso un destino que alcanzar, por lo que dejarla a la
deriva no sería asimilable a la acción de gobernar. Aunque nótese que, desde
esta perspectiva, gobernar encierra dos significados diferenciados que designan
fenómenos que, si bien suelen aparecer unidos, pueden producirse por
separado: de una parte, gobernar implica conducir o guiar en una dirección,
pero, de otra parte, gobernar podría implicar también proporcionar esa
dirección (esto es, proporcionar un destino o término) (ver Portela, 2003), la
cual puede ser más precisa y tangible (en cuyo caso sería más asequible
culminar el acceso a la misma) o puede ser más indeterminada e intangible (en
cuyo caso, será más difícil acceder al mismo o, siquiera, determinar que así ha
sido). En cualquier caso, gobernar tendría, así, un carácter deliberado:

154
respondería a alguna intencionalidad o propósito y, por tanto, implicaría
disponer de otras referencias o metas (Rose, 1973).

En cualquiera de las situaciones presentadas, se puede observar que gobernar


implica introducir orden: para ser más precisos, lograr un estado de orden (ver Portela,
2003). Sin embargo, una empresa de tal envergadura difícilmente puede ser acometida en
solitario por alguien o algo: el término griego kubernetes servía
precisamente para designar al piloto o capitán de la nave, pero gobernar en ámbitos como
el que nos ocupa excede, desde luego, la capacidad de un único agente e incluso de una
única institución. Así, en la medida en que ese orden no puede ser alcanzado más que a
través de la intervención conjunta de actores diferenciados, gobernar implicaría
introducir coordinación (ver Portela, 2003).
¿Cómo conseguir ese orden? Tratando de delimitar la respuesta a esta cuestión se
completará esta caracterización inicial de la tarea de gobernar. Vallespín (2000, pp. 120-
121) nos dice que, para gobernar, se ha contado con un recurso fundamental: el poder.
Más concretamente, el poder empleado en el gobierno usualmente ha revestido el
carácter de poder legítimo e institucionalizado, pudiéndose hacer referencia al mismo
como autoridad (merece la pena insistir en que la autoridad suele considerarse un medio
básico para garantizar ese orden al que asociamos el gobierno, aunque, en modo alguno
ha de ser el único medio empleado). Es común mantener, siquiera implícitamente, que se
precisa de autoridad, o poder legítimo, para gobernar. Gobernar puede entonces ser
equiparado a regir: una manera de regir o, en términos más precisos, regir según un
patrón (Bevir, 2007, p. 364; 2009, p. 3).
¿Qué significado más específico cabe atribuir a que gobernar es regir conforme a un
patrón? El poder y, en particular, la autoridad con que se gobierna puede quedar
concentrada en una instancia o un número reducido de ellas, como también puede estar
depositada en diferentes instancias. Precisamente, ha sido relativamente común lo
primero: que, para gobernar, la autoridad haya tendido a quedar concentrada en
determinadas instancias, que, por ello mismo, prevalecerían sobre las demás. El gobierno
ha sido entonces asociado e incluso identificado con una relación jerárquica: como se
verá más adelante, el modo tradicional de gobernar estaba principalmente basado en la
concentración de autoridad en determinadas entidades (idealmente, el Estado) que, en
virtud de ello, ocupaban una posición jerárquica preeminente sobre las demás. Pero
gobernar no comporta, necesariamente, establecer tal relación jerárquica.
Así como el orden pueden establecerlo e incluso imponerlo unos actores para otros
actores, también puede considerarse, sencillamente, como el resultado de la interacción
continua entre una serie de actores que se afectan mutuamente entre sí. Ahora bien, las
redes, que a menudo son propuestas como ejemplo de los nuevos modelos de gobierno,
prácticamente nunca llegar a alcanzar una independencia absoluta del Estado
(concretamente, de su autoridad) (Peters, 2005) y, por lo demás, no es infrecuente que,
incluso en ausencia de intervención del Estado, recurran a la autoridad, ya sea en su seno

155
o entre ellas, buscando garantías de efectividad (Bevir, 2009).

7.2. El gobierno de los centros escolares

Llegados a este punto, y dando por sentado que los centros escolares –como
prácticamente cualquier organización– precisan de gobierno, cabe comenzar planteando
las siguientes cuestiones:

1. ¿Son los propios centros escolares los que acometen esa empresa?
2. En caso negativo, ¿qué otras instancias se ocupan de su gobierno?
3. En caso afirmativo…

a) ¿se ocupan de su gobierno en solitario?


b) ¿o bien lo hacen con el concurso de otras instancias?

Seleccionar una respuesta ante las alternativas planteadas no parece, en principio,


difícil. Sí entrañaría mayor dificultad seleccionar una respuesta en caso de que los
interrogantes estuvieran referidos no a lo que ocurre sino a lo que debería ocurrir:
¿Deberían los centros escolares gobernarse a sí mismos? ¿Deberían ser gobernados por
instancias externas? ¿O, a modo de alternativa intermedia, el centro debería gobernarse
con el concurso de instancias externas?

7.2.1. Del gobierno a la gobernanza: también para los centros escolares

En principio, puede afirmarse que en el gobierno de un centro escolar concurren


actualmente diferentes instancias, entre las cuales se podría comenzar haciendo la
siguiente diferenciación:

– Por un lado, puede parecer obvio que el gobierno de un centro escolar viene
determinado por el propio centro escolar, normalmente a través de lo que
deciden determinadas instancias u órganos reconocidos a tales efectos, por lo
cual contraen, siquiera formalmente, un conjunto de responsabilidades.
– Pero, por otro lado, el gobierno de un centro escolar está claramente
determinado por Gobiernos y Administraciones nacionales, regionales e
incluso locales, que afectan de manera muy diversa a los centros escolares:
por ejemplo, a través de normas legales o a través de las resoluciones y
actuaciones adoptadas por las correspondientes instancias administrativas, ya
revistan éstas un carácter más político o más técnico o profesional.

156
Difícilmente se puede negar que esta diferenciación inicial no hace sino reflejar el
fenómeno de la descentralización del gobierno de los centros escolares, o transferencia de
autoridad decisoria, responsabilidad y/o tareas desde Gobiernos y Administraciones
nacionales y regionales a los centros escolares: fenómeno que, a su vez, revierte en el del
aumento y desarrollo de la autonomía de estos últimos (para más detalles sobre ambos
fenómenos y sus vínculos, ver Portela, 2003).
Sin ni siquiera atenuar la relevancia de estos fenómenos, merece especial atención
otro fenómeno, estrechamente ligado a aquéllos, que ha venido adquiriendo creciente
relevancia: el tránsito del ‘gobierno’ (término que tendría correspondencia con
‘government’) hacia lo que, en nuestro contexto, se ha dado en denominar ‘gobernanza’
(o ‘gobernación’) (términos que tendrían correspondencia con ‘governance’) (por
ejemplo, Peters y Pierre, 1998 y Hysing, 2009; en nuestro país: Vallespín, 2000; Natera,
2004).
No ha sido infrecuente considerar esta noción equiparable a la noción de gobierno,
aunque progresivamente se ha ido diferenciando de la misma con mayor claridad. En este
proceso, la noción de gobierno ha ido quedando reservada para hacer referencia a las
entidades a través de las que se ejerce el gobierno (por ejemplo, el Gobierno de un país)
(Natera, 2004). La noción de gobernanza no sólo no es coincidente con este significado,
sino que, antes bien, no ha conducido sino a pensar de una manera significativamente
diferente en el papel y la capacidad de las entidades gubernativas.
¿Qué hay que entender, pues, por gobernanza? Pese a la complejidad de lo que
persigue abarcar y la multitud de significados a los que está asociada, cabe convenir aquí
en las siguientes notas:

– Está referida, principalmente, al gobierno como proceso. En palabras de


Aguilar (2007), “la novedad consiste hoy en que el sujeto de gobierno/la
institución gobierno ha dejado de ser el centro del problema cognoscitivo y
práctico y el problema se ha desplazado al proceso de gobierno, a la
gobernación, la gobernanza y, en conexión, a la capacidad y eficacia
directiva que el proceso de gobierno implica o debería implicar” (p. 2).
– El relieve que adquiere el proceso de gobierno demanda nuevas estructuras
de gobierno. En general, puede decirse que cobran importancia la implicación
de más agentes en el proceso de gobierno y, especialmente, las relaciones que
se establecen entre ellos. La perspectiva adoptada podría sintetizarse en los
términos siguientes:

• Los problemas y desafíos a que han de hacer frente las entidades


tradicionales de gobierno han pasado a ser mucho más complejos,
heterogéneos y dinámicos (Hysing, 2009, p. 647).
• Surgen, así, problemas de gobernabilidad atribuibles a la incapacidad de
dichas entidades para gobernar, dado que esos nuevos problemas y

157
desafíos introducen limitaciones prácticamente insalvables a su acción
de gobierno, particularmente cuando –como ha venido siendo usual–
tienden a recurrir a su superior rango jerárquico y a la regulación, que
en virtud del mismo, emana de ellas. Como consecuencia de ello, esas
entidades en que tradicionalmente se ha concentrado el gobierno
(particularmente, el Estado) experimenta un debilitamiento (Peters y
Pierre, 1998).
• Gobernar pasa entonces por la intervención de múltiples agentes e
instancias –tanto públicas como privadas– desde múltiples niveles
empleando múltiples modos e instrumentos de gobierno (Hysing, 2009,
pp. 647 y 651), pudiendo ser destacado que adquiere especial relieve…

◦ la interacción e incluso la colaboración entre agentes e instancias de


carácter público y privado, con lo que aumenta el grado de
integración de unos y otros en el proceso de gobierno, llegando a
desdibujarse sus diferencias (de modo que no ya sólo las instituciones
públicas tienden a funcionar como entidades privadas, sino que,
simultáneamente, éstas también incorporan rasgos de aquéllas);
◦ la intervención de instancias supranacionales, de un amplio y
heterogéneo entramado de instancias estatales, regionales y locales y,
naturalmente, de multitud de instituciones y organizaciones
especializadas.
◦ la utilización de muchos otros instrumentos además de la autoridad
legal formalmente reconocida a las correspondientes instancias
(aunque tradicionalmente centralizada en el Estado-Nación): de
acuerdo con la clasificación propuesta por Kooiman (2003), el
gobierno basado en la jerarquía de autoridad sería complementado e
incluso progresivamente reemplazado por el auto-gobierno y el co-
gobierno.

• La acción de gobierno se lleva a cabo con un alto grado de autonomía,


particularmente respecto de las entidades tradicionales de gobierno: por
ejemplo, no ya sólo respecto de Gobiernos y Administraciones nacionales,
sino incluso respecto de Gobiernos y Administraciones regionales y locales.

• A la vez, la acción de gobierno tiende a tener lugar con grado de


participación más elevado, que se extiende no ya sólo a los miembros de
entidades sino también a su público: tal participación es considerada
instrumental para el aumento de la eficiencia de la tarea de gobierno (por
ejemplo, suponiendo que de este modo aumentará la motivación de los
miembros de las organizaciones o que la información proporcionada por

158
los destinatarios de los servicios que prestan podrá ser aprovechada en la
mejora de éstos), pero, a la vez, persiguen la democratización y, en este
sentido, reviste carácter normativo, por cuanto condiciona la legitimación
de la acción de gobierno (Peters, 2005).

7.2.2. La complejidad de la gobernación

Aunque antes se ha hecho referencia a la tendencia de conversión del gobierno en


gobernanza (o gobernación), conviene dejar claro que gobierno y gobernanza (o
gobernación) no deberían entenderse como categorías mutuamente excluyentes, sino,
más bien, como tipos ideales que representan polos de un continuo (Hysing, 2009) en
cuyo seno pueden ser identificadas diferentes constelaciones de gobierno (que, por lo
demás, son combinables entre sí): esto es, diferentes maneras de gobernar, con diferentes
instrumentos, por parte de diferentes entidades desde diferentes niveles. En cualquier
caso, las diferentes posibilidades pueden ser caracterizadas atendiendo a las siguientes
dimensiones, estrechamente relacionadas entre sí:

– Formas de gobernar e instrumentos empleados para hacerlo.


– Agentes e instancias intervinientes, y las relaciones que se establecen entre
ellos, adquiriendo especial relevancia si intervienen instancias públicas y
privadas y el tipo de relaciones que establecen entre ellas.
– Niveles desde los que se interviene.

Cuadro 7.1. Gobierno-Gobernanza: caracterización

159
160
Atendiendo a estas dimensiones, uno y otro polo, junto a situaciones intermedias,
pueden ser caracterizados como a continuación se refleja en la tabla (adaptada de
Hysing, 2009).

7.2.3. La gobernanza de los centros escolares

Nótese que, desde esta perspectiva, emerge una visión diferente del gobierno de los
centros escolares, entendido como gobernanza o gobernación. Lo importante no sería
identificar cuáles son o han de ser las instancias de gobierno: por tanto, lo importante no
es tener respuesta a la pregunta de si el centro escolar se gobierna (o debe gobernarse) a
sí mismo, si son otras instancias las que lo gobiernan (o deben gobernarlo), o si son otras
instancias junto al propio centro las que tienen (o han de tener) el gobierno de éste a su
cargo –tal como se planteaba más arriba–. La envergadura de los retos que actualmente
plantea la tarea educativa difícilmente puede ser abordada, en solitario, por las entidades
en que tradicionalmente se ha localizado y concentrado el gobierno, o incluso, cuando al
comenzar a tomar conciencia de ello, se produce una transferencia de capacidad
decisoria limitada a las entidades que se ocupan de realizar esta tarea educativa (esto es,
a los centros escolares). El carácter complejo y cambiante de esta tarea demanda, ante
todo, gobierno, y éste difícilmente puede ser llevado a cabo si, desde una instancia o
incluso un número limitado de las mismas, se restringen los niveles desde los que se
puede tomar parte en él, las instancias que pueden toman parte y los instrumentos con
que pueden tomar parte. Antes bien, la acción efectiva de gobierno previsiblemente
requerirá la intervención de múltiples instancias (públicas y privadas) desde múltiples
niveles recurriendo a múltiples tipos e instrumentos de gobierno.
A la educación se le puede asociar la singularidad de que, estando habitualmente
destinada a un ‘público’, es llevada a cabo desde muchas instancias e instituciones –entre
las que es preciso poner de relieve a la escuela–, algunas de las cuales son públicas
mientras otras son privadas, aunque tanto en uno como en otro caso con consecuencias
tanto públicas como privadas (Cremin, 1975). Pero no es ninguna novedad que, dejando
a un lado el crecimiento que eventualmente haya podido producirse en la prestación de
servicios educativos por parte de entidades privadas, el sector de la educación no ha sido
una excepción en la tendencia a privatizar servicios públicos.
Con todo, la utilización de una noción altamente comprehensiva como la de
privatización (u otras próximas a ella, como ocurre con la noción de ‘mercantilización’ o
‘comercialización’), no contribuye a poner de manifiesto la notable complejidad y
diversidad que presenta la intervención de la iniciativa privada (no necesariamente en
régimen de mercado) en la prestación de servicios educativos y, en particular, la
privatización del servicio público de la educación: bajo dicha noción pueden ser
encuadradas, entre otras, tendencias tan comprehensivas y diferentes (aunque no

161
necesariamente desligadas entre sí como transferir alumnos a entidades privadas,
transferir recursos públicos a entidades privadas o incluso a sus usuarios, por ejemplo, en
forma de bonos escolares o ‘bonolibros’), transferir la gestión de la prestación de
servicios educativos públicos, transferir modelos de gestión de entidades privadas a
entidades públicas o incluso la incorporación de agentes y entidades privadas a la
realización de tareas tradicionalmente realizadas por entidades públicas (asesoramiento,
evaluación, investigación…) (ver, por ejemplo, Ball, 2009a).
A continuación, conviene destacar que se observa también en el sector educativo la
implicación de múltiples niveles: en particular, a la intervención de instancias
administrativas nacionales y regionales en la acción de gobierno hay que sumar la
intervención crecientemente importante de instancias supra-nacionales, en un extremo, y
de organizaciones (esto es, centros escolares), en el otro extremo.
Además de que frecuentemente son fuerzas externas a los sistemas escolares
nacionales (como tendencias demográficas con efectos a gran escala, una economía y un
mercado laboral global, procesos de modernización comunes o la difusión de elementos
culturales) las que están ejerciendo una importante influencia sobre las políticas
nacionales y regionales de reforma educativa, cabe comenzar destacando la creciente
influencia decisoria de un espacio educativo transnacional, en el que el protagonismo de
actores transnacionales es cada vez mayor (Lawn y Lingard, 2002). En palabras de
Lawn y Lingard (2002, p. 293), asistimos al surgimiento de una comunidad global en lo
que a política educativa se refiere. La constitución de un espacio europeo diferenciado
estaría estrechamente ligado a esa comunidad global e incluso puede considerarse una
manifestación más de su surgimiento.
De otra parte, al fracaso en que reiteradamente incurren los poderes públicos
tradicionales en la gobernabilidad de la implantación de reformas no sólo aprobadas sino
incluso diseñadas en esas instancias cabe atribuir, en buena medida, que los centros
escolares sean depositarios de capacidad decisoria cedida por parte de aquéllos. La
expectativa al hacerlo sería que el ejercicio de esa capacidad, implementando la
correspondiente reforma, condujera al desarrollo de los propios centros y, de este modo,
al aumento de su eficiencia cumpliendo metas que atiendan más satisfactoriamente
necesidades en el entorno en que persiguen estar incardinados, mientras, al mismo
tiempo satisfacen (junto a las instancias centrales que lo determinan) también demandas
y exigencias sociales de democratización (Bolívar, en prensa). Naturalmente, esta
transferencia de capacidad decisoria no es ilimitada ni indiscriminada. Karlsen (2000) se
ha referido al centralismo descentralizado como una característica identificable en el
gobierno de la educación escolar, según la cual las empresas descentralizadoras suelen: a)
responder a la iniciativa de instancias centrales, que las deciden e incluso las diseñan,
correspondiendo su implementación a las instancias en beneficio de las cuales,
supuestamente, se lleva a cabo la descentralización; b) combinar, incluso en el tiempo, la
transferencia de capacidad decisoria, responsabilidad y tareas a instancias locales en
determinadas materias o aspectos con un aumento de la centralización en otras materias
o aspectos, a menudo precisamente aquellos considerados decisivos o más relevantes

162
(como, por ejemplo, el currículo) (para más detalles, ver Portela, 2003).
Finalmente, hay que poner de relieve las transformaciones relativas a los modos e
instrumentos de gobierno producidas en el ámbito de la educación escolar. Aunque la
situación actual puede considerarse una combinación de jerarquía, heterarquía y
mercado (Ball, 2009b, p. 103), específicamente estaríamos asistiendo a un cambio de
tendencia caracterizado por el tránsito…

– desde el modo tradicional de gobernar consistente en concentrar la autoridad


jerárquica en entidades gubernativas y conducir desde las mismas, en virtud
de esa superior autoridad legal formalmente reconocida (sea en un régimen
más o menos democrático). Tiene interés señalar la diferencia que puede ser
identificada entre uno y otro caso en la siguiente cita de Peters (2005, p. 589):

En los regímenes democráticos, la autoridad proviene de un proceso electoral, mientras


que en los regímenes no democráticos puede derivar del control de los instrumentos de fuerza en
la sociedad, o quizás simplemente de la tradición.

– hacia una especie de ‘heterarquía’, caracterizada por Ball (2009b, pp. 100 y
102) como un sistema organizativo en el que abundan los solapamientos, la
multiplicidad, la variabilidad en el predominio y/o la incorporación de
divergencias que admitan la coexistencia, alcanzando legitimación en él
diferentes principios, valores o perspectivas: ‘heterarquía’ que adopta, con
frecuencia, la forma de redes y comunidades.

En cualquier caso, habría que destacar que lo observado es que el tránsito hacia
estas formas ‘heterárquicas’ de gobernar no suele ser tan linealmente simple. En
particular, no siempre implica, indefectiblemente, la anulación de la capacidad directiva
de instancias centralizadoras, sino que, más bien, tiende a suponer una reconversión,
que, aun dando protagonismo a otros agentes e instancias (por ejemplo, de carácter
privado), no necesariamente implica un debilitamiento de las tradicionales instancias
gubernativas centralizadoras, pudiendo implicar, no ya sólo el mantenimiento de su vigor
sino su reforzamiento y aumento (por ejemplo, acometiendo una especie de
‘metagobierno’, como cuando controla la definición del currículo), en ocasiones en
colaboración o alianzas con esos otros agentes e instancias (Ball, 2009a, b): como
expresa Ball (2009a, p. 101), el entramado de las relaciones de interdependencia en que
se desenvuelven las instancias gubernativas tradicionales (por ejemplo, el Estado) en
modo alguno la conducen irremisiblemente a la impotencia; antes al contrario, según la
evidencia disponible.

7.3. ¿Y el gobierno en los centros escolares?

163
7.3.1. Contextualización

Merece la pena señalar ahora que la idea de gobernanza o gobernación, en cuanto


diferenciada de la idea de Gobierno, está estrechamente ligada a un contexto: una serie
de reformas, acometidas en las dos décadas precedentes, en las que la prestación de
servicios socialmente relevantes (en especial, aquellos considerados de interés general o
público) es protagonizada por el mercado y redes mientras la burocracia estatal pasa a
desempeñar un papel equiparable o incluso secundario, con lo que el papel tradicional de
ésta e incluso su propia naturaleza pasan a ser redefinidos (Bevir, 2007). Habitualmente,
los centros escolares, en mayor o menor medida, han sido considerados una parte de esa
burocracia estatal o, cuando menos, dependientes, siquiera en aspectos decisivos, de
dicha burocracia. Cconsecuentemente no habrían sido ajenos a esos cambios. Así, se
habría procurado el desarrollo de su autonomía respecto de esa burocracia a través de
una redistribución de la capacidad decisoria (Malen, Ogawa y Kranz, 1990, p. 290).
Lo cierto es, en cualquier caso, que, por analogía (Bevir, 2007, p. 364), la noción
de gobernanza ha sido igualmente aplicada a otras situaciones en que el papel del Estado
aparece desdibujado: es lo que ocurre, por ejemplo, cuando lo que se trata de dilucidar es
en qué consiste la acción de gobierno en una organización o institución; esto es, cómo
una organización o institución es dirigida, conducida, guiada o incluso controlada. Según
Bevir (2007, p. 364), “así entendida, la gobernanza pone de manifiesto la creciente
conciencia que se tiene del modo en que formas difusas de poder y autoridad permiten
conseguir orden incluso en ausencia de actividad por parte del Estado”.
Al menos en el caso de los centros escolares, lo que se intentará exponer es,
primeramente, que tal analogía es perceptible. En efecto, los fenómenos sucintamente
presentados en los que los centros escolares representan una instancia entre las que
intervienen en la acción de gobierno son susceptibles de ser observados dentro de cada
una de esas organizaciones: podría decirse, empleando otras palabras, que tales
fenómenos tienen reflejo en cada centro escolar y se reproducen en el seno de cada uno
de ellos cuando acometen la tarea de su gobierno. Expresado de otro modo, la
redistribución de la capacidad decisoria observable en el entorno del que forman parte los
centros escolares tiene prolongación en el seno de cada uno de ellos. Pero, al tiempo, se
intentará también poner de manifiesto que esa analogía puede considerarse producto de
la permeabilidad y la estrecha relación existente entre la acción de gobierno que tiene
lugar en uno y otro ámbito.

7.3.2. La gobernanza penetra en los centros escolares

La descentralización del gobierno de los centros escolares y el consiguiente desarrollo de


su autonomía no son fenómenos tan homogéneos como simples definiciones pueden
inducir a pensar. La naturaleza de los propios centros hacia los que, en principio, es
transferida la legítima capacidad decisoria, tareas y las correspondientes

164
responsabilidades, alcanzando así un mayor grado de autonomía, no es irrelevante para la
caracterización de dichos fenómenos. Así, inicialmente pueden observarse, en cuanto al
grado de autonomía de que disponen, diferencias entre un centro de titularidad pública y
un centro de titularidad privada, o entre un centro sostenido con fondos públicos y un
centro que se financia en régimen de mercado. Consecuentemente, podrá variar la
redistribución que en cada se centro se hace de la capacidad decisoria y responsabilidades
atribuidas como consecuencia del proceso de descentralización.
Sin embargo, hay que empezar destacando que esas diferencias relativas al carácter
de los centros, a las cuales estarían asociadas estas otras diferencias relativas al uso que
dentro de ellos se hace de la capacidad decisoria atribuida a los mismos, parecen cada
vez menos nítidas de lo que, en principio, cabría pensar (Rufo-Lignos y Richards, 2003;
Fernández Enguita, 2008). Centros formalmente públicos y centros formalmente
privados comparten cada vez más características, por lo que es difícil identificar una
división clara que guarde correspondencia lineal, directa y estricta con la dicotomía que
así los clasifica. Rufo-Lignos y Richards destacan, en particular, dos situaciones: centros
privados que operan en un mercado altamente regulado (siquiera en aspectos decisivos
para su funcionamiento) y centros públicos que son difíciles de reconocer como tales por
haber adoptado tantos rasgos de centros privados. Sostienen los autores que ello es
atribuible, precisamente, a que “las demarcaciones neoclásicas entre Estado y mercado se
están erosionando rápidamente, no sólo en las instituciones educativas sino también en
prisiones, la atención sanitaria y la prestación organizada de servicios sociales” (Rufo-
Lignos y Richards 2003, p. 754). A su juicio, el Estado parece operar como un mercado
como parece que es el mercado el encargado de prestar servicios básicamente atribuidos
a un Estado que tiene como prioridad atender al interés público (p. 755).
Especial interés tiene el efecto directo, cada vez más extendido, que esta tendencia
ejerce sobre los profesores, cuando, por ejemplo, docentes de centros públicos reciben
una remuneración complementaria por hora de clase de apoyo impartida en los propios
centros o han de dedicarse a captar fondos complementarios públicos y/o privados (para
su aula, para su desarrollo profesional, para su centro) en concepto de participación en
determinados proyectos, programas y otras iniciativas públicas y/o privadas, pasando
ello, siquiera tácitamente, a entrar dentro de sus responsabilidades (Rufo-Lignos y
Richards, 2003). Y a continuación hay que añadir que otros agentes, como los padres,
también tienden a verse involucrados en entramados de naturaleza similar para mejorar la
calidad de la educación de sus hijos, e incluso han surgido iniciativas para proporcionar
incentivos económicos a los propios estudiantes por el rendimiento alcanzado en pruebas
estandarizadas (Chennault, 2007; Farley y Rosario, 2008).
Con todo, no puede afirmarse que estas tendencias anulen la variabilidad
identificable en los centros. Antes bien, es compatible con ella. En cualquier caso, la
creciente complejidad, diversidad y cambio que, como otras organizaciones, presentan
los centros escolares excede su clasificación dicotómica en centros públicos y centros
privados.
En estas condiciones, ¿en qué ha consistido la redistribución interna de la capacidad

165
decisoria transferida al centro escolar? Tomando como referencia la tipificación
propuesta inicialmente por Murphy y Beck (1995), Leithwood y Menzies (1998)
identificaron cuatro modelos:

– Control administrativo. En este caso, es la Dirección del centro la principal


depositaria de la autoridad transferida el centro, tanto en aspectos docentes
como en aspectos organizativos y de gestión. ¿Por qué? Lo que se persigue es
mejorar los resultados de aprendizaje de los alumnos a través de la mejora de
la formación que reciben, lo cual se considera que depende, sobre todo, de la
utilización eficiente de los recursos disponibles, impulsada por el incremento y
delimitación de responsabilidades ante una instancia superior a la que la
concentración de autoridad en la Dirección del centro contribuirá. En este
contexto, la participación de profesores, alumnos, padres o miembros de la
comunidad (en particular a través de órganos de representación, pero también
de manera informal) no sólo no queda excluida, sino que, además, puede ser
rentabilizada, por la información y el conocimiento que pueden aportar, lo que
conduce a que esa participación suela consistir en el desempeño de funciones
consultivas ante la Dirección del centro.
– Control profesional. Designa el aumento de capacidad decisoria entre los
profesores del centro, también tanto en aspectos docentes como en aspectos
organizativos y de gestión, normalmente a través de órganos diseñados al
efecto. En este caso, también se persigue introducir mejoras en el aprendizaje
de los alumnos a través de una mejora de la formación que se les proporciona,
pero otra es la vía a la que se da prioridad para conseguirla. En este caso,
igualmente se busca una mayor eficiencia, pero en la utilización del
conocimiento profesional en la toma de decisiones, dado que este
conocimiento sería el considerado más relevante para decidir en aspectos
como los mencionados anteriormente. La utilización eficiente de ese
conocimiento se vería, además, afianzada e incluso incrementada al ir
acompañada de aumento del compromiso del profesorado, al verse
involucrado en la toma de decisiones. Otros sectores podrán también tomar
parte en las decisiones adoptadas, normalmente representados en los
correspondientes órganos, aunque sin introducir menoscabo en la
preponderancia de los profesores.
– Control por la comunidad. Aquí la capacidad decisoria, relativa no sólo a
aspectos organizativos y de gestión sino incluso a aspectos docentes, queda
depositada principalmente en los padres y otras instancias de la comunidad en
que está inserta el centro. Pueden entonces ser diferenciadas dos alternativas
básicas: por un lado, es habitual que los depositarios de la capacidad decisoria
sean órganos con presencia mayoritaria de los representantes de estos
sectores, pero, por otro lado, esa capacidad decisoria puede considerarse
atribuida a los padres cuando pueden elegir centro escolar para sus hijos. ¿Qué

166
justifica este otro modelo de redistribución interna de la capacidad decisoria
transferida a los centros escolares? Desde este punto de vista, el centro escolar
ha de satisfacer las necesidades, preferencias y valores de los padres y la
comunidad local, y ésa sería la vía idónea para conseguir que la institución
responda de ello ante unos y otra.
– Control equilibrado. Puede considerarse una combinación de los dos
modelos anteriores que, en correspondencia, presenta las siguientes
características:

a) la capacidad decisoria queda depositada en órganos donde están representados


profesores, padres y, en general, la comunidad local, distribuyéndose
equilibradamente dicha capacidad entre ellos;
b) con ello, se persigue, a una misma vez, hacer un uso más eficiente del
conocimiento profesional, hacer también uso del conocimiento y la perspectiva
de las familias y la comunidad, y lograr que la enseñanza realmente atienda a
las necesidades e intereses de aquellos en cuyo beneficio ha de realizarse, todo
lo cual requerirá que aumente la disposición del profesorado para atender las
demandas y la perspectiva de los padres y la comunidad local y que,
asimismo, aumente la implicación de las familias y comunidad local en las
decisiones y actuaciones de los centros.

Según los autores que hacen la propuesta, estas alternativas pueden considerarse
tipos ideales, a menudo con correspondencia clara con políticas contempladas en
diferentes contextos, si bien, en su puesta en práctica, suelen observarse una considerable
variabilidad y desviaciones significativas respecto de lo considerado ideal. Más aún,
Ainley y McKenzie (2000) consideran que la heterogeneidad de las prácticas se ve
incrementada al haber diferencias entre la redistribución formal interna de la capacidad
decisoria atribuida a los centros escolares y la forma que realmente adopta la distribución
de la capacidad decisoria en el centro.
Pero cabe decir que, en general, ha venido prevaleciendo una visión del gobierno en
la que, una vez atribuido cierto grado de autonomía institucional al centro, la autoridad
decisoria transferida al mismo como consecuencia de este proceso es canalizada
formalmente, a través de la regulación que emana de las propias instancias que
transfieren tal autoridad, hacia uno o varios actores, que pasarían así a concentrar la
capacidad de gobierno en el centro. Esos actores pueden ser colectivos (por ejemplo, un
órgano), en cuyo caso podrían tener cabida en ellos agentes e instancias
significativamente heterogéneos; pero, aun en estas circunstancias, la capacidad decisoria
y las correspondientes responsabilidades continuarían quedando concentradas en tales
actores. En cualquiera de los casos, se está confiriendo así, siquiera formalmente, mayor
relevancia a actores claramente delimitados depositarios de capacidad decisoria legítima
(autoridad) que operan dentro de un sistema de reglas definido externamente: a alguien o

167
algo, con el suficiente grado de autoridad y conforme a unas reglas, acaba
correspondiendo dirigir, conducir y ocuparse del control del centro escolar (como, de
hecho, ponen de manifiesto los cuatro modelos presentados más arriba).
Especialmente común ha sido la segunda alternativa que acaba de ser apuntada
(esto es, ‘algo’ en vez de ‘alguien’): delimitar y establecer al efecto estructuras formales
(por ejemplo, órganos como consejos o equipos) (Malen, Ogawa y Kranz, 1990). Estos
órganos merecen la consideración de entidades corporativas (Ranson, 2003, p. 311)
internas al centro escolar, y les corresponde operar como tales. Básicamente, están
orientadas a promover la intervención en la acción de gobierno por parte de las diferentes
partes interesadas en el funcionamiento y mejora del centro, estando éstas representadas
en ellas (Malen, Ogawa y Kranz, 1990). Por tanto, a la acción de gobierno que
corresponde llevar a cabo a estas entidades cabe atribuir, al menos, dos funciones
(Golby, 1992):

– por un lado, procurar que se atiendan los intereses legítimos de las partes
afectadas por la acción del centro: lo que, en cierto sentido, aproxima a estas
entidades a un consejo de administración;
– por otro lado, representar y expresar la voluntad de esas partes: lo que
aproximaría a estas entidades a un órgano democrático.

Pero cualquiera que sea su naturaleza y composición (esto es, ya esté


desequilibrada a favor de algún sector o busque un equilibrio entre los distintos sectores
representados), establecer una estructura o entidad delimitada de este tipo supuestamente
contribuiría a desarrollar la capacidad decisoria (autonomía) y responsabilización del
centro ante otras instancias (Malen, Ogawa y Kranz, 1990).
Ahora bien, el funcionamiento de los órganos que se ocupan del gobierno de los
centros escolares adopta, en la práctica, una pluralidad de formas que no siempre tienen
una correspondencia clara y directa con ese cometido que formalmente tienen atribuido
(esto es, el gobierno del centro en el centro por el centro). En cualquier caso, esas
diferentes maneras en que puede operar un órgano de gobierno no son intrínsecamente
incompatibles entre sí y, por tanto, no lo son necesariamente con su tarea de gobierno.
Ranson et al. (p. ej., 2005) han propuesto la siguiente tipología compuesta por
cuatro modelos:

– Órganos de gobierno como foros de deliberación. El funcionamiento del


correspondiente órgano de gobierno se asemeja a un encuentro en el que los
participantes discuten sobre asuntos relevantes para la vida del centro. Lo que
la investigación llevada a cabo por los autores citados recoge es que lo más
común es que los padres sean quienes desempeñan un papel más activo en
tales discusiones, aunque éstas son tuteladas y conducidas por la Dirección del
centro, en calidad de instancia que encabeza a sus profesionales, por lo que

168
aquéllos, tendiendo a creer que la autoridad de dicha instancia no puede ser
cuestionada, a menudo se limitarán a indagar sobre los asuntos que les
conciernan.
– Órganos de gobierno como órganos consultivos de confianza. La Dirección del
centro, una vez más como instancia que encabeza a los profesionales,
presenta políticas y estrategias ante el órgano de gobierno en busca de su
consentimiento y aprobación. Previsiblemente se producirán discusiones y, en
el seno de éstas, se harán indagaciones, como consecuencia de lo cual podrán
ser adaptarse las propuestas presentadas, pero, en todo caso, será el criterio de
la Dirección del centro el que continuará prevaleciendo.
– Órganos de gobierno como órganos ejecutivos. En estos casos, se establece
una especie de asociación entre el órgano de gobierno y el centro,
representado éste por su Dirección, que vuelve a ocupar una posición
preponderante. Lo que principalmente caracterizaría a esta ‘asociación’ es
que, internamente, se genera una división del trabajo tal que el órgano de
gobierno pasa a ocuparse globalmente de determinados aspectos de la gestión
del centro (por ejemplo, las actividades complementarias y extraescolares o la
convivencia en el centro), mientras que los profesionales de la enseñanza,
encabezados por su Dirección, se ocuparían globalmente de otros,
especialmente de los aspectos docentes. En ocasiones, aumenta esa
diferenciación interna de cometidos, y se establecen o potencian comisiones
internas a las que se transfiere considerable capacidad para tomar decisiones
que, una vez adoptadas, suelen ser respaldadas y ratificadas por el órgano en
su conjunto.
– Órganos de gobierno propiamente dichos. El órgano se responsabiliza de la
dirección u orientación que adopta el centro. La Dirección puede tener una
posición altamente relevante (incluso encabezando a los profesionales del
centro), aunque como parte, seguramente cualificada, de un órgano que tiene
entidad en sí mismo, pero no como su superior: así, por ejemplo, no
impondría u ordenaría hacer, sino, más bien, sometería los asuntos a la
consideración del órgano y haría sugerencias y propuestas al mismo.

La contribución que, desde cada una de estas formas básicas de operar un órgano
involucrado en el gobierno, cabe hacer al funcionamiento y mejora de un centro puede
ser más o menos limitada: así, esa contribución queda restringida, en el primer caso, al
examen o escrutinio que impulsa, pero se despliega, en el segundo caso, para contribuir al
desarrollo del centro, e incluso se extiende aún más, en el tercer caso, a la identidad y
definición del propio centro.

Cuadro 7.2. Modelos de funcionamiento de órganos de gobierno de centros escolares (Ranson et al., 2005)

169
Los datos recogidos por estos investigadores revelan que tienden a prevalecer lo
que denominan formas más débiles de gobierno (Ranson et al., 2005, p. 311): esto es,
en los centros escolares tiende a predominar el funcionamiento de los órganos de
gobierno como foros de deliberación y como órganos consultivos frente a su
funcionamiento como órganos ejecutivos y como tales órganos de gobierno propiamente
dichos. Una consecuencia que cabe colegir de esta otra visión emergente del gobierno es
que, dentro de cada centro escolar, éste se produciría sin una entidad claramente
delimitada e identificable que lo lleve a cabo.

7.4. Consideraciones finales

Como se ha podido ver, cabe hacer una diferenciación entre gobierno y gobernanza (o
gobernación). Sin embargo, no faltan los autores que, incluso al mismo tiempo,
consideran plausible atribuir a la segunda de esas nociones un carácter más
comprehensivo que a la primera, hasta el punto de considerar también que ésta puede ser
englobada en aquella (Bevir, 2009).
Para Vallespín (2000, p. 132), la noción de ‘gobernación’ comprendería las
diferentes maneras en que la sociedad puede ser dirigida y coordinada, susceptibles de
ser encuadradas dentro de las siguientes categorías en las que la denominación es
suficientemente descriptiva del contenido al que está referida:

– Gobernación por el gobierno.


– Gobernación con el gobierno.
– Gobernación sin el gobierno.

Los dos últimos modelos, que sugieren una relación horizontal (Vallespín, 2000, p.
132) entre el Estado y otros agentes e instancias sociales, habrían alcanzado una
preponderancia frente al primero de los modelos, precisamente invirtiéndose así la
tendencia precedente, caracterizada por el predominio de ese primer modelo. A la vez se
tiende a dar por sentado, siquiera tácitamente, que el Estado es cada vez más

170
dependiente de otras instancias para tratar de hacer realidad sus propósitos e intereses a
través de la implantación de sus políticas (Bevir, 2007).
Como consecuencia de ello, a estas instancias –como sería el caso de los centros
escolares– aparentemente se les habría reconocido su relevancia y se les habría conferido
capacidad para marcar su rumbo y destino. Pero, curiosamente, habrían terminado
reproduciendo en su seno la forma de gobierno a la que el aumento de su relevancia
parecía llevar a relegar. En cualquier caso, igualmente se estarían viendo abocadas a
adoptar formas de gobierno distribuido e incluso débil.

171
8
Dirección y liderazgo educativo en los centros
escolares

El funcionamiento de los centros escolares ha de articularse sobre la prioridad curricular


y pedagógica de ofrecer una buena enseñanza y formación a sus estudiantes y propiciar y
sostener aquellas condiciones organizativas que la hagan posible. Sobre esta idea de
fondo, en los apartados que siguen se abordan algunas cuestiones relativas a la dirección
escolar. Se insistirá en la importancia de una dirección articulada sobre una visión de qué
centro y educación se pretende desarrollar, y en la necesidad de movilizar compromisos y
energías en torno a propuestas y proyectos de actuación que asienten y sostengan un
adecuado funcionamiento educativo de la organización escolar. Se subrayará, igualmente,
que ello no sólo requiere gestionar sino también liderar, y se apuntará que el liderazgo
educativo no descansa única y exclusivamente en la figura del director sino que ha de
estar distribuido en toda la organización y en los modos de trabajo y relación profesional
entre sus miembros.

8.1. La dirección escolar y la relevancia de sus facetas educativas. Consideraciones generales

La dirección de centros escolares constituye una función y proceso complejos dentro de


nuestros centros escolares, tanto en lo que respecta a su naturaleza como a sus
propósitos y sus cometidos. Es, por lo demás, un ámbito en relación con el cual existe
una amplia tradición conceptual e investigadora en el que confluyen debates,
aportaciones y propuestas provenientes de campos de estudio diversos: la teoría de la
Organización Escolar; la teoría sobre el cambio, reformas y mejora educativas; la
investigación sobre escuelas eficaces; los planteamientos sobre la gestión de calidad, etc.
Debates y discusiones también alcanzan al plano de las decisiones y propuestas políticas
en torno a las condiciones de trabajo de los directores, su formación y/o
profesionalización; sus funciones y responsabilidades en el Sistema Educativo en general
y en los centros escolares en particular.
Un asunto implícita o explícitamente presente en este amplio ámbito de la dirección
escolar es el referido a la dirección “educativa”. Se trata de una cuestión clave en una

172
organización –como es el centro escolar– cuyo núcleo y razón de ser gira en torno a los
procesos educativos y la formación de los estudiantes, y en la que, por tanto, es
imprescindible atender a lo educativo, al trabajo de los docentes y a la mejora de la
enseñanza y de los aprendizajes que han de garantizarse a los alumnos y alumnas.
No ha venido siendo habitual pensar la dirección de los centros escolares
atendiendo a las dimensiones educativas del trabajo directivo y a la relación entre éste y
la mejora de la enseñanza. Ni las propuestas y condiciones generadas en los sistemas
escolares para construir el rol de director suelen tomar como núcleo prioritario tales
facetas, ni las políticas escolares han insistido y girado alrededor de ellas. Tampoco esa
responsabilidad ha venido constituyendo el eje central del desempeño cotidiano de la
dirección, frecuentemente focalizada en aspectos administrativos y de gestión escolar.
De hecho éstos parecen ocupar una buena parte del trabajo de los directores y
directoras. Muchas de las funciones que desempeñan en sus centros están orientadas a
velar porque éstos funcionen sin grandes problemas administrativo-formales, a comunicar
y hacer cumplir normativas, atender y resolver demandas y quejas de alumnos,
profesores o familias, y representar al centro ante la administración y a ésta en el centro.
Las tareas propiamente curriculares y pedagógicas, centradas en el desarrollo y
crecimiento del centro como organización educativa que es, no siempre ocupan un lugar
prioritario.
Esta predominancia de lo gerencial sobre lo educativo no sólo viene propiciada por
la gran cantidad de tareas asignadas en relación con la gestión de la organización que
están dirigiendo. También por las propias tradiciones y cultura de los centros y el
profesorado, uno de cuyos rasgos viene representado por la tendencia a considerar que lo
organizativo no guarda relación con el trabajo del aula, ni concierne a los profesores. La
dirección es vivida, en el centro, como una faceta en cierto modo ajena al profesorado, el
cual espera que aquella no altere sustancialmente el estado de cosas e interfiera lo menos
posible en la parcela de actuación de cada uno (el aula). Así, en nuestros centros
dirección y desarrollo de la enseñanza constituyen con frecuencia ámbitos aislados entre
sí, parcelas que coexisten separadamente bajo un pacto implícito (Bardisa, 2006) según
el cual el director/a no se inmiscuye en el trabajo del docente en el aula o en el de los
órganos de coordinación (equipos, departamentos) y a cambio se le deja que se encargue
de lo organizativo. El profesorado, pues, espera de la dirección que cumpla formalmente
los dictados de la administración sin que invada las esferas privadas o personales del
desempeño de su trabajo docente, y la dirección tiende a entender y abordar su tarea de
tal manera que provoque la menor interferencia posible en la enseñanza.
Esta situación en la que la enseñanza queda fuera de los márgenes de actuación por
parte de la dirección es bien explicada por Elmore (2000), que hace alusión a lo que se
conoce como lógica de la confianza, que no es sino la asunción de buena fe de que cada
docente está haciendo en su aula su trabajo del modo más adecuado posible. Una lógica
asentada en el supuesto de que lo que ocurre en las aulas no es susceptible de ser
codificado, formalizado, regulado o dirigido, pues es una parcela personal que cada
docente define, entiende y desarrolla de acuerdo a su propio conocimiento práctico y su

173
experiencia.
Sin embargo, cuando se argumenta, y en la actualidad es común hacerlo –y en la
bibliografía internacional existen múltiples evidencias de investigación que lo avalan–, que
la dirección del centro escolar constituye un elemento decisivo para el buen
funcionamiento de éste, no se está hablando únicamente de sus aspectos gerenciales sino
también y sobre todo de sus aspectos educativos; es decir, de una dirección que aborda
“lo educativo” e impulsa dinámicas de innovación y mejora en este terreno.
Para abordar este asunto, en las páginas que siguen se echa mano de algunas de las
ideas, análisis, reflexiones y propuestas que sobre el particular vienen haciéndose en los
últimos años por parte de estudiosos e investigadores de la dirección y el liderazgo
escolar. El capítulo no entra, pues, a analizar cómo ha sido y está siendo la dirección en
nuestros centros escolares y en nuestras políticas educativas, sino que sitúa su mirada en
el plano del desarrollo conceptual y teórico por el que ha ido transcurriendo el discurso
en torno a este ámbito. Las aportaciones y reflexiones que se están haciendo por parte de
los estudiosos del tema son valiosas y dignas de ser contempladas a la hora de abordar
una cuestión tan compleja como la de la dirección escolar, particularmente en sus facetas
más relacionadas con la educación.
Son diferentes las perspectivas que se pueden adoptar para adentrarse en esta
cuestión. No se pretende aquí dar cuenta de todas ellas, sino únicamente tomarlas como
telón de fondo a fin de poner de manifiesto cómo la reflexión sobre el liderazgo y la
dirección escolar ha ido sacando a la luz, progresivamente, dimensiones del trabajo
directivo que configuran un complejo mosaico en el que la atención a los asuntos
educativos a veces se ignora, otras coexiste o se superpone a la atención a otros asuntos
de los centros escolares considerados como organizaciones.
En lo que resta de capítulo se comentarán dos amplias cuestiones. La primera
referida a cómo en el camino recorrido en el discurso sobre la dirección escolar se ha ido
produciendo un desplazamiento del foco de atención desde la gestión organizativa hacia
el liderazgo y hacia el núcleo central de las organizaciones escolares, esto es, los procesos
de enseñanza-aprendizaje. La segunda, relativa a cómo en los últimos años se ha ido
llamando la atención sobre lo obsoleto de una concepción –que ha sido preeminente–
según la cual el liderazgo reside en ciertas posiciones formales, particularmente en la de
director del centro escolar y se ha ido reclamando la necesidad de contemplar nuevos
significados y posibilidades de liderazgo en los centros escolares que acentúen más el
carácter distribuido del mismo.

8.2. La evolución en los planteamientos sobre la dirección escolar: de la gestión al liderazgo

En este primer apartado, como se acaba de señalar, se realiza un recorrido breve, e


inevitablemente genérico, por distintas conceptualizaciones y planteamientos sobre la
dirección en los centros escolares. Recorrido que trata de poner de manifiesto cómo se
ha ido pasando de una concepción de la dirección muy cargada de adherencias

174
gerenciales, bastante alejadas del día a día de los centros escolares y los procesos
educativos que ocurren en ellos, a concepciones que sitúan el foco de atención en el
necesario liderazgo a ejercer en aquéllos y en los valores que han de presidir el desarrollo
de los mismos como instituciones educativas.

8.2.1. La dirección escolar como proceso técnico, de gestión

Habitualmente la dirección ha sido entendida como un proceso que se supone


esencialmente racional, tendente a procurar que el centro escolar no funcione de modo
caótico y consiga eficazmente sus metas. Asentado sobre el supuesto de que los centros
escolares son organizaciones que, independientemente de los individuos que la
constituyen y de los contextos en los que están inmersas, persiguen metas claras y
explícitas y puede funcionar –de acuerdo con los que se explicita en sus regulaciones y
estructuras formales– con niveles altos de certidumbre y de predictibilidad, esta
concepción de la dirección se caracteriza por diversos rasgos, entre los que cabe destacar
los siguientes:

– La consideración de que el director exitoso es aquel cuya organización logra las


metas planteadas, que generalmente habrán sido establecidas desde instancias
externas al centro. Su papel es considerado como instrumental para el logro de
las mismas.
– La tendencia a concebir el proceso de dirección básicamente como un proceso
de gestión: un director o directora ha de gestionar adecuadamente el centro,
atendiendo a que funcione sin grandes problemas administrativo-formales.
– La consideración de que el director/a es el líder de la organización y que para
ejercer tal liderazgo ha de desplegar ciertas conductas y habilidades, ciertos
estilos, y echar mano y utilizar aquellas técnicas y procedimientos que le
permitan ejercer influencia sobre los demás de cara a asegurar el logro de las
metas y, por consiguiente, la eficacia de la organización

A la luz de rasgos como los anteriores, el pensamiento y el discurso sobre la


dirección de centros escolares ha venido prestando una atención prioritaria a lo que
podría denominarse aspectos técnicos o la dimensión técnica del trabajo directivo. Es
decir, se ha ido cultivando una concepción de la dirección y el liderazgo escolar en la que
se presta más atención al qué, cómo hacer y qué habilidades desplegar para una gestión
eficaz, que a los por qué y para qué actuar de unos u otros modos.
El director, se dirá, habrá de planificar cómo el centro escolar va a lograr sus metas,
organizar los recursos físicos y humanos para llevar a cabo lo planificado, dirigir y
coordinar la actuación de los demás miembros, y ejercer las responsabilidades de
evaluación y control. Se insistirá, además, que para cumplir con estas funciones ha de

175
poner en juego determinadas formas de actuación y estar pertrechado de habilidades
técnicas diversas (de planificación, gestión del tiempo, gestión de recursos económicos,
resolución de conflictos, toma de decisión, desarrollo de reuniones y trabajo grupal,
delegación de responsabilidades, etc.) que le permitan llevar a cabo adecuadamente las
funciones de gestión, concentrándose en las estructuras y los procedimientos, en
solventar los problemas diarios del funcionamiento organizativo y en mantener el centro
sin grandes problemas tratando de que las cosas, tal como están, funcionen eficazmente.
Esta concepción de la dirección es, sin duda, valiosa, porque un centro escolar ha
de estar adecuadamente gestionado para funcionar en el día a día, pero en la actualidad
está seriamente puesta en entredicho. Dos son los flancos principales desde los que se
cuestiona, ambos entrelazados. Por un lado, se advierte que modelos técnicos,
jerárquicos y supuestamente racionales de dirección y liderazgo pasan por alto las
inexcusables facetas culturales, valorativas y éticas del funcionamiento educativo de un
centro escolar. Por otro, se apunta a que una imagen de la dirección como proceso
técnico de gestión es escasamente pertinente en organizaciones como las escolares, cuyo
objeto es el desarrollo de procesos de enseñanza-aprendizaje.

8.2.2. Dirección y liderazgo “cultural”

A nadie se le escapa que las organizaciones escolares no funcionan a modo de máquinas.


Se enfrentan, con frecuencia, a ambigüedades e incertidumbres acerca de qué y cómo
hacer, siendo complejo especificar y detallar técnicamente las acciones a ser emprendidas
para el logro de las metas educativas; sus integrantes se pueden adherir a los planes y
estructuras más por la letra que por el espíritu; los profesores gozan de una cierta
autonomía, incluso funcionan aisladamente y con poca conexión entre ellos; coexisten
visiones, interpretaciones y compromisos distintos respecto a asuntos del centro escolar
que no siempre facilitan la cohesión en torno a un proyecto educativo, etc.
Estos y otros rasgos apuntan a que el funcionamiento del centro no es un puro y
simple reflejo de las estructuras, funciones, relaciones, objetivos, planes y
procedimientos formalmente establecidos y declarados. Además de las estructuras
formales constituidas y de los proyectos y planes elaborados, en el funcionamiento
cotidiano de la organización escolar entran en juego otros múltiples ingredientes: las
relaciones diversas que se establecen entre sus miembros; las creencias y códigos
normativos, no siempre explícitos, que la atraviesan; los patrones más o menos
rutinarizados de actuación y hábitos que se han ido gestando con el tiempo; los valores,
interpretaciones, modos de entender que subyacen a su actuación como organización,
etc. Así, junto a estructuras y relaciones formales coexisten otras informales e implícitas;
al lado de procesos aparentemente racionales también se despliegan otros que no lo son
tanto; junto a supuestos consensos aparecen conflictos y tensiones de diverso signo, etc.
de modo que el funcionamiento educativo del centro no queda al margen de la cultura
que se ha ido configurando en él. Es decir, no es ajeno a cómo sus miembros, implicados

176
como están en continuos procesos de interacción y negociación, generan y sostienen
determinados modos de dar sentido a la realidad en la que están inmersos, y
determinados modos de entender y hacer frente a lo que acontece en el centro escolar.
Características como las señaladas ponen sobre el tapete el hecho de que los
centros escolares no son susceptibles de ser dirigidos únicamente en términos formales y
técnicos. Porque en última instancia, el mejor o peor funcionamiento de la organización
no depende tanto de que esté técnicamente bien gestionada, con sus planes y actuaciones
formalmente bien diseñados, sino de que las personas que forman parte de ella estén
comprometidas con una idea o visión de hacia qué centro escolar ir trabajando –cuál es
su norte, sus sentidos y propósitos y, en consecuencia, por qué educación se quiere
apostar– y traten de llevarla a cabo conjuntamente. Ello tiene que ver más con el
liderazgo que se despliegue en el centro que con cómo se gestionen los aspectos
administrativos del mismo; tiene que ver más con movilizar compromisos y energías en
torno a determinadas propuestas y proyectos de actuación educativa que con tratar de
que las cosas, tal y como están, funcionen eficazmente. Porque si una organización
escolar no viene definida únicamente por las estructuras formalmente establecidas y los
planes racionalmente elaborados, sino, sobre todo, por la cultura que se ha ido
configurando en la misma, el director o directora no se enfrenta tanto a un aparato
organizativo que haya que gestionar en sus aspectos formales, cuanto, más bien, a una
realidad cultural compleja.
De modo que además de la dimensión técnica del trabajo directivo –básicamente
centrada en cómo gestionar el aquí y ahora, resolver las cuestiones concretas e
inmediatas y lograr las metas a corto plazo de la organización–, es preciso reconocer
también una dimensión cultural (Sergiovanni, 1984). Ésta tiene que ver con los
significados, valores, propósitos, concepciones y compromisos que el director defiende y
trata de cultivar en la organización, con los significados que comunica con sus acciones
(o con sus no-acciones), con la cultura organizativa que, en definitiva, trata de ir
configurando en el centro escolar. Dicho en otros términos, un director o directora ha de
funcionar con una visión más a largo plazo de hacia qué centro ir trabajando, por tanto
atender a que el centro escolar tenga un sentido de propósito, nortes y orientaciones
comunes.
La tendencia a moverse más allá de modelos técnicos, jerárquicos y racionales para
ir hacia enfoques que enfatizan las facetas culturales, morales y, también, simbólicas del
liderazgo se refleja, particularmente en torno a los años 90 del pasado siglo, en la noción
de liderazgo transformacional, desde la que se insiste, entre otros aspectos, en que el
líder ha de cultivar en la organización los valores, principios y modos de funcionar
acordes con su visión de lo que ha de ser la organización e influir en la cultura
organizativa en orden a modificarla. Aunque se trata de una concepción originada en el
campo empresarial, pronto se trasladó al ámbito educativo. Traslado que se refleja en la
importancia que se ha dado en los últimos años a la consideración de que el director,
como líder de la organización, ha de articular, promover y cultivar una visión de lo que
debería ser o hacia dónde encaminarse el centro escolar, comunicarla a los demás y

177
lograr de ellos asentimiento y compromiso, así como a la consideración de que en el
ejercicio de su liderazgo el director ha de esforzarse en reconocer y potenciar a los
miembros de la organización y orientarse a transformar las creencias, actitudes y
sentimientos de los mismos.
Un modelo de tal liderazgo, pensando en los centros escolares y sus características,
es el de liderazgo transformador desarrollado por Leithwood. Sus aportaciones apuntan a
tres grandes ámbitos de atención por parte de un director que ejerza un liderazgo
transformador en su centro (Leithwood y Jantzi, 2000): 1) el relativo a la visión y misión
del centro escolar –desarrollar una visión ampliamente compartida para el centro escolar,
construir consenso sobre las metas y prioridades del mismo–; 2) el referido al
rendimiento –mantener expectativas altas de rendimiento, proporcionar apoyo
individualizado, aportar estimulación intelectual– y 3) el relacionado con la cultura de la
organización –modelar los valores organizativos, estimular una cultura de trabajo
colaborativa, potenciar la participación en las decisiones escolares–. En general, ésta así
como otras formulaciones y reformulaciones que se han hecho alrededor de la idea de
liderazgo transformacional, contribuyeron –al menos en el plano del discurso sobre la
dirección del centro escolar– a acentuar el papel importante que puede desempeñar el
liderazgo de un director en lo que respecta a conferir sentido, propósito y orientaciones
comunes y a atender a que las acciones desplegadas en la organización escolar se
orienten por valores, creencias, concepciones compartidas que den sentido y razón de ser
a lo que ocurre en su seno. Pero tampoco este planteamiento está exento de críticas,
como se comenta seguidamente.

A) Algunos cuestionamientos sobre la faceta “cultural” de la dirección

La potencial riqueza de concepciones sobre la dirección como las que se acaban de


señalar queda muy mermada por la apropiación gerencialista de la noción de cultura
organizativa y la consecuente reclamación de que los directores han de ser gestores
culturales. Así lo advierten distintos teóricos e investigadores, algunos de cuyos
argumentos se comentan en este apartado.
La visión gerencialista de los modelos culturales de liderazgo se asienta en la
asunción de que la cultura organizativa es algo que tienen las organizaciones; una
variable –que proporciona el pegamento normativo y social que mantiene unida a una
organización– que, como tal, puede ser aislada y gestionada con vistas a una mayor
eficacia, productividad y excelencia organizativa. En el contexto escolar, por ejemplo, se
dirá que el director ha de explorar, conocer y valorar la cultura del centro para, a partir de
ahí –y de acuerdo con su visión para el centro– reforzar aquellos aspectos más positivos
de la misma y reorientar los menos positivos, iniciando procesos de modificación cultural.
El líder formal gestiona la cultura y contribuye a sostenerla o modificarla, en busca
de una mayor eficacia organizativa. Lo hace echando mano no tanto de mecanismos
formales para coordinar y controlar el funcionamiento del centro escolar (reglas,

178
procedimientos burocráticos, relaciones de autoridad), cuanto de mecanismos culturales,
es decir, sistemas de significado, creencias, valores… que los individuos utilizan para
regular sus acciones cotidianas y para interpretar la situación en la que se desenvuelven.
La gestión cultural constituye, de ese modo, un mecanismo de integración y control
organizativo que vendría a sustituir formas de control burocrático, actualmente más
denostadas, al menos en el plano de la retórica (González, 2001).
Esa asunción de que la cultura organizativa puede ser manipulada a través del
liderazgo que ejerzan los directivos, y de que los miembros de la organización asumirán
sin grandes resistencias nuevos significados, pasa por alto que la realidad organizativa se
va configurando socialmente por sus integrantes: se construye a medida que las personas
concretas, en contextos y condiciones organizativas particulares, interpretan los
acontecimientos, negocian su significado, resuelven problemas y conflictos, se enfrentan
a retos, y van generando, como consecuencia, determinados modos de comprender los
acontecimientos y de actuar en relación con ellos. Pasa por alto, en definitiva, que las
organizaciones escolares no tienen sino que son culturas.
Los planteamientos del liderazgo y gestión cultural desconsideran, igualmente, que
las culturas organizativas no son monolíticas. Ignoran así la complejidad interna de los
centros escolares, en los que coexiste un mosaico de culturas –alguna hegemónica, otras
minoritarias, o incluso dominadas– en un proceso dinámico de alianzas y de conflictos
entre ellas. Como apuntan Hoyle y Wallance (2005):

La bibliografía sobre gestión y liderazgo en lo que respecta a la cultura es muy


integracionista. A pesar de la variedad de subculturas que existen en una escuela, asociadas al
liderazgo y a la gestión, a las especialidades de enseñanza, las creencias educativas o simplemente
los intereses compartidos de grupos de amistad, la ambición gerencialista es una cultura
unificada. No es por accidente que [cultura] ‘fuerte’ y ‘compartida’ sean palabras clave en este
discurso. El disentimiento, la anomalía, los conflictos de interés o la ambigüedad son
considerados desde esta perspectiva como aberraciones en lugar de como algo que es endémico a
la organización (pp. 113-114).

Finalmente, los planteamientos culturales y el modelo de liderazgo transformacional


asumen que el líder es la persona que ocupa posiciones de autoridad formal, es decir, el
director o directora. Es él o ella quien ha de implicarse en una dinámica de creación,
sostenimiento-modificación de la cultura organizativa, para hacerla más cohesiva y por
tanto más eficaz. Se da por sentado que es el líder es el que posee la concepción o visión
más adecuada de lo que ha de ser y cómo ha de funcionar la organización, que
comunicaría a los demás para que la compartan y llevan a cabo. Pero ello no es sino
concebir a los directivos como una élite cuya visión y sentido de propósito es la que ha
de guiar, conformar y moldear la cultura escolar, dando así por sentado que las visiones y
concepciones particulares del líder son las ‘mejores’ para la organización,
independientemente de las que mantengan otros miembros en ella. Esa identificación
liderazgo-dirección está en la actualidad puesta seriamente en entredicho, como se
abordará más adelante en este capítulo.

179
8.2.3. Dirección y procesos educativos. La importancia de la dimensión educativa en la dirección escolar

Junto con el cuestionamiento de concepciones que se centran casi de modo exclusivo en


la dirección como gestión, y la llamada de atención sobre la necesidad de un liderazgo
cultural en el centro escolar, también se ha advertido que si estamos hablando de
organizaciones escolares, cuya actividad nuclear es el desarrollo de procesos de
enseñanza-aprendizaje y su mejora, es preciso contemplar necesariamente las facetas
educativas del ejercicio de la dirección. Facetas que tienen que ver fundamentalmente
con trabajar con los docentes para mejorar la calidad de la enseñanza y el aprendizaje de
los alumnos.
Hablar de una dimensión educativa no es sino reconocer que la prioridad máxima
de un director o directora se sitúa en la mejora de la enseñanza, y que, como señala
Elmore (2000), todas las demás actividades directivas habrían de servir a esa prioridad.
El referido autor, tras afirmar que el liderazgo escolar ha de ser concebido como guía y
dirección de la mejora de la enseñanza, señala:

¿Por qué no focalizar el liderazgo en la mejora de la enseñanza y definir todo lo demás


como instrumental a ello? Las habilidades y conocimientos que importan en el liderazgo […] son
aquellas que pueden estar conectadas con, o que conducen directamente a la mejora de la
enseñanza y el rendimiento del alumno (p. 14).

En el plano internacional, la importancia de atender a lo educativo se refleja


inicialmente en la noción de liderazgo instructivo, desarrollada a finales de los años 70 y
en los 80 del pasado siglo en el contexto norteamericano, y con una marcada influencia
de la investigación sobre Escuelas Eficaces. Su planteamiento gira básicamente en torno a
la idea de que los esfuerzos para mejorar la calidad de la enseñanza y el aprendizaje
habrían de constituir una responsabilidad básica de cualquier director. Éste, conociendo
qué y cómo es la enseñanza eficaz, cómo evaluarla y cómo ayudar a los profesores a
mejorarla, tendría como cometido básico mantener expectativas altas para profesores y
estudiantes, supervisar la enseñanza en el aula, coordinar el currículo escolar, y controlar
el progreso de los alumnos. Como líder instructivo el director, pues, habría de ser
portavoz –incluso formador de los docentes– de ciertas prácticas y métodos de
enseñanza que la investigación documenta como eficaces.
Esa noción de liderazgo instructivo se ha ido perfilando en múltiples sentidos. Por
ejemplo se ha señalado que no sólo se circunscribe a funciones de liderazgo relacionadas
directamente con la enseñanza y el aprendizaje pues tiene que ver, también, con todo
aquello que hace un director a lo largo del día para apoyar tanto los logros del alumnado
como la enseñanza de los profesores. En esa línea, Murphy (1990) ofreció una imagen
más amplia de tal liderazgo al señalar que se articula básicamente en torno a cuatro
pilares: 1) definir la misión y establecer metas escolares, que enfaticen el logro de los
alumnos; 2) gestionar la función de producción educativa – coordinar el currículo,
promover enseñanza de calidad, llevar a cabo supervisión clínica y evaluación/valoración

180
de los docentes, ajustar materiales de enseñanza con metas curriculares, distribuir y
proteger el tiempo escolar, y controlar el progreso de los alumnos–; 3) promover un clima
de aprendizaje académico estableciendo expectativas y estándares positivos elevados de
conducta y rendimiento académico del alumno, mantener alta visibilidad, y proporcionar
incentivos a estudiantes, así como promover desarrollo profesional no alejado de la
práctica instructiva; 4) desarrollar una cultura fuerte en la escuela caracterizada por un
ambiente seguro y ordenado, oportunidades para la implicación significativa de alumnos,
colaboración, y cohesión entre las familias y la escuela.
Tampoco la concepción del director como un líder instructivo, incluso sus versiones
más ampliadas como la que se acaba de apuntar, está exenta de críticas. Entre ellas, el
excesivo protagonismo dado al director en lo que respecta a la enseñanza desarrollada en
el centro escolar, como se comentará en el tercer apartado de este capítulo. No obstante
es preciso reconocerle el haber situado en el centro del discurso y reflexión sobre la
dirección y el liderazgo los aspectos educativos, el haber subrayado la importancia de que
decisiones de gestión y rutinas escolares sean imbuidas de significado educativo, y el
considerar que los aspectos administrativos y gerenciales no son sino secundarios o
dependientes del propósito y eje central del centro escolar; esto es, la experiencia y
necesidades de aprendizaje de los alumnos.
Reclamar la importancia de una dimensión educativa del liderazgo del director y
poner el punto de mira en lo pedagógico conlleva, de entrada, descartar una dirección
focalizada única y exclusivamente en los aspectos administrativos y burocráticos, y
asumir que también es preciso atender a asuntos educativos, más dinámicos y complejos.
Por ejemplo, la identidad y orientación pedagógica del centro, los valores que han de
presidir una educación para todos y su vertebración en un proyecto educativo, la mejora
de los procesos de enseñanza-aprendizaje que se despliegan en el centro, la búsqueda de
una mayor coordinación y coherencia en el trabajo educativo a la luz de las metas del
mismo; la superación del individualismo profesional; la respuesta organizativa a asuntos
de convivencia, diversidad, ciudadanía; las conexiones y colaboración del centro con la
comunidad, etc. Son todas ellas cuestiones saturadas de componentes valorativos y éticos
que transcienden la mera gestión técnica. De ahí que se reclame del director o directora
un liderazgo que habría de girar en torno a promover, cultivar y llevar a cabo una visión
en la que lo educativo y la mejora de procesos curriculares y de enseñanza-aprendizaje
ocupe un lugar central, a movilizar a los miembros en torno a proyectos de mejora, así
como al desarrollo de la capacidad de la organización para ofrecer un currículo coherente
y coordinado y una buena educación a los estudiantes.

A) El reto de la dirección educativa ¿sólo en manos del director?

Los planteamientos teóricos sobre la dirección escolar que se han venido


desarrollando en el plano internacional, en torno a la necesidad de una mayor atención a
lo educativo y lo pedagógico, constituyen un importante desafío en el terreno de la

181
dirección escolar. Un desafío particularmente complejo en un sistema educativo como el
nuestro, en el que los directivos se mueven en unas condiciones que no siempre
favorecen el desarrollo de una dirección educativa. Pensemos, por ejemplo en las
múltiples exigencias, expectativas, demandas de los distintos miembros de la comunidad
educativa (docentes, familias, alumnado) que tal vez no coinciden, ni respaldan las
iniciativas de la dirección del centro; en la tendencia, ya comentada, a esperar que, en el
fondo el director o directora no interfiera demasiado en lo que acontece en las aulas, y en
las dinámicas de trabajo de los docentes; en el hecho de que éstos quizá consideren que
los asuntos relativos al centro en su conjunto y los planes o proyectos globales de mejora
de su funcionamiento educativo son secundarios, incluso irrelevantes para su trabajo
cotidiano y directo con los alumnos y alumnas en el aula.
Por otra parte, el director y su equipo tienen asignadas formalmente múltiples tareas
burocráticas y de gestión organizativa y la formación que reciben para el desempeño de
su cargo frecuentemente se centra más en los aspectos legislativos, estructurales y
procedimentales que en los aspectos educativos y curriculares.
Las rutinas y tradiciones de la dirección en nuestros centros no se han venido
caracterizando por una dirección pedagógica. Pueden aducirse razones ligadas a las
políticas educativas, las condiciones organizativas de los centros, o la propia formación
que reciben quienes desempeñan cargos directivos. Pero también cabe plantear si la
focalización en el funcionamiento educativo del centro y en la mejora de los procesos
curriculares y de enseñanza es un cometido que ha de descansar en exclusiva sobre las
espaldas del director o directora. Es ésta una cuestión que remite, en última instancia, a
preguntarse en qué medida es adecuado equiparar, como se viene haciendo comúnmente,
la dirección con el liderazgo.
Algunas aportaciones recientes, a las que se aludirá en el apartado que sigue,
cuestionan seriamente tal equiparación y la consecuente imagen “heroica” del director del
centro escolar. Una imagen según la cual éste viene a ser una especie de ‘héroe’ o
superman/superwoman del que se espera que 1) defina para el centro escolar una visión
y sentido de propósito claro; 2) tenga las respuestas correctas para la mayoría de los
problemas más urgentes en él; 3) muestre iniciativa, coraje y tenacidad; 4) comunique de
forma convincente, echando mano de su conocimiento, para transmitir su visión enérgica
y persuasivamente; 5) acumule poder y lo utilice para la mejora organizativa; 6) resuelva
problemas espinosos en el camino hacia el logro de su visión (Murphy, 2000: 115). Esa
idea heroica del líder, mantiene el citado autor, malinterpreta el carácter del liderazgo
organizativo en muchas situaciones. Los problemas habitualmente son tan complejos y
tan ambiguos que definirlos y resolverlos requiere el conocimiento y la participación
de más que un líder visionario (p.116).
La referencia anterior nos adentra en uno de los temas centrales a los que se viene
prestando atención en los últimos tiempos: el relativo a la necesidad de superar la
consideración del director como el líder de la organización y de desarrollar –
particularmente en lo que respecta a los aspectos educativos– planteamientos más
distribuidos de liderazgo (Gago, 2004; Murillo, 2006). Subyaciendo a esta propuesta

182
está la idea de que un liderazgo educativo no es posible sin el gobierno democrático del
centro, la colaboración, la reciprocidad de papeles, y sin que el ejercicio del liderazgo sea
compartido por los miembros de la organización.
La noción de liderazgo distribuido, sobre la que se comentarán algunos aspectos en
los apartados que siguen, es, sin duda, potencialmente valiosa en organizaciones
escolares como las de nuestro sistema educativo, en las que formalmente está instaurado
un modelo de dirección participativo, en las que las decisiones relativas al gobierno del
centro se toman (así se establece formalmente) con la implicación de los sectores de la
comunidad educativa, y en las que se ha de definir un proyecto educativo que todos los
miembros habrían de asumir, compartir y con el que habrían de comprometerse.

8.3. Hacia una consideración del liderazgo educativo como liderazgo distribuido

Liderazgo y dirección se han considerado, se consideran aún frecuentemente, como


sinónimos. Pero la complejidad y multiplicidad de los acontecimientos y temas a los que
han de hacer frente las organizaciones escolares hace que sea improbable que una única
persona pueda liderar todas las facetas del funcionamiento educativo del centro. En tal
sentido, hoy en día son diversos los argumentos en base a los cuales se cuestiona esa
equiparación, tan habitual, líder-director. Aun reconociendo el importante papel de éste
en la organización escolar, todos ellos remiten en términos generales a dos ideas básicas,
que se comentarán en los apartados que siguen:

1. En el seno de la organización, los roles de líder se complementan, solapan o


cambian de persona a persona sin que hayan de estar ocupando posiciones
formales. Un director difícilmente puede ejercer en solitario liderazgo en
cuestiones de índole pedagógica; se hace necesario el desarrollo de una
capacidad de liderazgo entre todos los miembros de la comunidad escolar.
2. El liderazgo no está ligado a una persona designada formalmente como líder
(por ej., un director). Se trata de un proceso de influencia social proveniente
de distintas fuentes y, en última instancia, no es sino un fenómeno relacional
que emerge de la acción en concierto.

8.3.1. El liderazgo educativo requiere la participación de los docentes

Nadie es líder por nombramiento o por el hecho de ocupar un puesto formal en la


estructura organizativa. El cargo formal no imprime necesariamente carácter de líder y no
hay ninguna razón fundada para suponer que así ocurra; de hecho, no es del todo inusual
encontrar centros escolares en los que el director apenas si ejerce algún liderazgo, siendo
otros miembros (que no siempre ocupan puestos formales) quienes sí lo ejercen y

183
mueven a los demás en alguna dirección orientada a mejorar lo que acontece en ellos.
El liderazgo, entendido como el ejercicio de influencia sobre creencias, valores y
acciones de otros en la organización no es, pues, prerrogativa exclusiva del director y del
poder formal que detenta en la organización. También otros miembros, por ejemplo los
docentes, pueden influir, pueden ejercer liderazgo, sea éste de naturaleza formal o
informal. Pensemos por ejemplo en jefes de estudio, jefes de departamento,
coordinadores de ciclo, etc. que ocupan ciertos puestos en la estructura organizativa, a
los que formalmente se les asignan funciones relacionadas con liderar esas unidades
organizativas, influir en la disponibilidad y capacidad de sus colegas para implementar
cambios e innovaciones, mejorar procesos de toma de decisión escolar, etc. Pensemos
también en otros líderes que de facto existen en todos los centros escolares y que no
están ligados a la puestos formales, personas que –independientemente de su posición
formal– por sus habilidades y conocimiento profesional y personal o por sus alianzas con
otras personas dentro y fuera de la organización también ejercen influencia, ayudan a que
un centro escolar identifique problemas y asuntos que interfieren con el aprendizaje de
los estudiantes, crean un ambiente más participativo, apoyan a otros colegas en grupos o
comisiones, etc. (o, al contrario, sabotean cambios y mejoras arrojando el peso de su
influencia en contra de ellas, como bien documenta la investigación sobre micro-políticas
escolares). Sea como fuere, designados o de facto, se trata de personas que ejercen
influencia sobre la dirección y orientación de las escuelas (Leitwhood y Rielh, 2003;
Donaldson, 2006).
El liderazgo, en definitiva, se ejerce en múltiples niveles (en el centro considerado
en su conjunto, los departamentos, los ciclos, las aulas particulares) y por parte de
personas que, independientemente de la posición formal que ocupen, son capaces de
motivar, dirigir, apoyar a otros en torno a determinadas propuestas o proyectos (Bolívar,
1997). De modo que aunque el director sea un líder, no es el único ni exclusivo del
centro. Dos consecuencias importantes se derivan de este argumento:

a) La primera es el cuestionamiento de la concepción del liderazgo en la


organización escolar como proceso unidireccional en el cual el líder –en este
caso, el director– conduce a los demás miembros de acuerdo con la visión que
se ha forjado de lo que ha de ser y cómo ha de funcionar el centro. Una
concepción así, jerárquica y formal del liderazgo ligado a una sola persona,
entra en conflicto con la noción de democracia y participación escolar, y con
la apelación, tan común en nuestros días, al compromiso de los docentes con
la mejora escolar, a su implicación, su responsabilidad y a la toma de decisión
compartida sobre asuntos que conciernen a la organización en su conjunto. No
se ajusta a las reformas y cambios propuestos en las últimas décadas –en las
que se insiste en la necesidad de que los propios centros escolares desarrollen
y tengan capacidad para tomar sus propias decisiones y dar respuesta a los
retos y problemas con los que se van encontrando.
Asumir que es el director el responsable de liderar la organización

184
conlleva, al tiempo, considerar que los demás miembros son seguidores,
pasando así por alto que al lado de las ideas o la visión del director acerca de
hacia qué centro hay que ir trabajando coexisten las que defienden y
sostienen otros integrantes de la comunidad educativa. La visión del director
puede ser muy loable, pero no necesariamente mejor que la de, por ejemplo,
los docentes. Y aunque tampoco las de éstos tienen porque ser consideradas
como buenas e incuestionables sólo por su procedencia, lo cierto es que no se
pueden ignorar y pasar por alto. De ahí la reclamación de la necesidad de un
liderazgo participativo, compartido, democrático, colaborativo, inclusivo,
etc. Nociones todas ellas que se alejan de concepciones burocráticas,
verticales y jerárquicas del liderazgo para acercarse a otras que conlleven dar
más poder a los miembros del centro escolar y democratizar la educación.
b) La segunda consecuencia tiene que ver más específicamente con el liderazgo
educativo. Atribuírselo al director supone desconsiderar en gran medida al
docente como persona con capacidad profesional para tomar decisiones
curriculares y de enseñanza, devaluando así su iniciativa, su formación
didáctica y el ejercicio de su responsabilidad en cuestiones pedagógicas y
didácticas (Escudero, 1997). Precisamente uno de los puntos flacos de ligar el
liderazgo a quien ocupa un rol formal en la organización es, como ha señalado
Lambert (2002), que no explota los talentos substanciales de los profesores
o, como señala Bolívar (2000), bloquea o impide el surgimiento de
organizaciones que aprenden, eximiendo de la responsabilidad compartida de
hacerlo.
Cabe añadir a lo anterior que en una organización la relación entre líder-
liderados no es siempre unidireccional ni tampoco estática, sino interactiva.
No siempre uno o unos son los líderes y otros los seguidores; lo serán en
función de las circunstancias cambiantes, porque la relación líder-seguidor se
mueve en múltiples direcciones dentro de la organización, y el liderazgo
emerge de las relaciones entre unos y otros, como se comenta seguidamente.

8.3.2. El liderazgo como fenómeno relacional

El liderazgo implica una relación con otros. No es un fenómeno individual ni


unidireccional, sino, fundamentalmente, un proceso relacional. Como plantearon hace
unos años Ogawa y Bossert (1995) está ligado a una red de relaciones entre personas,
estructuras y culturas que se despliega y fluye por toda la organización. En tal sentido, no
depende tanto de las acciones de personas aisladas como de la interacción de los
individuos dentro de la organización y del consiguiente flujo multidireccional de influencia
que resulta de la misma:

El interacto, no el acto, se convierte en el componente básico del liderazgo organizativo. La

185
interacción es el medio a través del cual se despliegan los recursos y se ejerce la influencia. Y
debido a que el liderazgo afecta a la estructura organizativa, afecta a las interacciones de los
individuos en las organizaciones. En esencia, el liderazgo a través de las interacciones influye el
sistema de relaciones que constituye la organización […] el liderazgo es relacional.
Consecuentemente, líder y seguidores son componentes importantes (p. 50).

En esta misma línea Leithwood y Janzti (2000), por ejemplo, apuntan que las
reacciones de los seguidores (docentes) a la práctica del líder conforman, a su vez, dicha
práctica. Por su parte Spillane (2006) señalará que el liderazgo no sólo es algo que se
hace para los seguidores, sino que tiene que ver con los líderes y seguidores en
interacción. Son las acciones de unos y otros, la interacción entre ellos, así como con
aspectos de la situación tales como rutinas, instrumentos, tareas y estructuras, las que lo
conforman.
Se trata, pues, de un proceso que implica prácticas de diversas personas y ocurre a
través de complejas redes de relaciones entre todos los miembros de la organización –
docentes, directivos, otros miembros de la comunidad educativa– Las relaciones no
obstante, no constituyen por sí mismas liderazgo. Para que lo sean han de movilizar a los
miembros a compartir valores y propósitos educativos y a la actuación conjunta en orden
a lograrlos. En palabras de Donaldson (2006) las relaciones de liderazgo han de satisfacer
dos condiciones, 1) tener un sentido de propósito: Simplemente moverse o actuar en
concierto no constituye ejercicio de liderazgo. El liderazgo ocurre cuando la relación
satisface los propósitos fundamentales de la escuela (p. 49) y 2) movilizar a actuar para
la mejora: Las personas unidas en una relación de liderazgo se implicarán en trabajar
conjuntamente para mejorar su eficacia individual y colectivamente. La relación de
liderazgo les posibilita alterar sus patrones habituales de funcionamiento para mejorar su
impacto colectivo en el aprendizaje de los estudiantes (p. 50).

8.4. Liderazgo distribuido: algunas acotaciones

Una de las expresiones que se han acuñado en los últimos años para referir el liderazgo
como fenómeno relacional, ligado a las interacciones entre miembros o en sus unidades
organizativas (equipos, departamentos) y otros recursos dentro del centro escolar, es la
de liderazgo distribuido. Se trata de un concepto inicialmente utilizado, por separado,
por P. Gronn (2003) y por J. Spillane (2006), que se ha popularizado considerablemente
y del que se realizan lecturas e interpretaciones diferentes (Mayrowetz, 2008). En unos
casos se considera como requisito básico para una mayor democratización de la vida
organizativa, en otros como una condición esencial de cara a desarrollar la capacidad
interna de la organización para la mejora y el desarrollo profesional de los docentes, o
también como elemento indispensable en la necesaria reconsideración del papel del
director en lo que respecta a la mejora de la enseñanza. De este modo, debajo del
concepto-paraguas de liderazgo distribuido, se suelen incluir distintas propuestas como

186
las de liderazgo del profesor, liderazgo democrático, compartido, lateral, disperso, etc.
(Bennett et al., 2004; Mayrowetz, 2008); asentadas todas ellas sobre la idea nuclear de
que el liderazgo en el centro escolar no descansa únicamente en las acciones de una sola
persona.

8.4.1. Dos modos de entender la noción de “distribución”

Sin entrar aquí en demasiadas disquisiciones al respecto, cabe apuntar que la noción de
“distribución” se ha venido utilizando en dos sentidos diferentes. Por un lado, remite a la
idea de que habrían de ser varios los individuos que ejerzan el liderazgo en la
organización –no sólo aquellos en posiciones formales–, de modo que esté “disperso” y
sea “compartido” y, por tanto, existan múltiples líderes implicados en la toma de decisión
escolar. Ésta es una concepción, como apunta Gronn (2003), numérica o aditiva del
liderazgo distribuido, según la cual éste es la suma de iniciativas e influencias ejercidas en
distintos momentos y situaciones, por diversas personas dentro de la organización o en
sus unidades organizativas (jefe de estudios, coordinadores de ciclo, jefes de
departamento, etc.) de modo que numéricamente todos ellos contribuyen en alguna
medida a las decisiones y resultados de la organización. Cuando se entiende así la idea de
liderazgo distribuido, se estaría poniendo el énfasis en el grado en que se ha extendido a
otros en la organización –las funciones y papeles desempeñados por múltiples líderes que
comparten o se reparten la responsabilidad del funcionamiento del centro.
Por otra parte, en una segunda acepción, el concepto “distribuido” remite a pensar
el liderazgo como acción en concierto (Gronn, 2003) como la “energía” que se genera
colectivamente cuando los individuos trabajan juntos, toman y comparten iniciativas y
responden y construyen sobre ellas. En este caso, el liderazgo es considerado como un
proceso en el que entran en juego líderes y seguidores y, sobre todo, como un fenómeno
grupal “emergente” que no está ligado a acciones de individuos concretos (líderes) sino
más bien a personas y grupos trabajando en colaboración. Desde esta perspectiva, la
distribución del liderazgo está ligada a los procesos interactivos implicados en la acción
llevada a cabo conjuntamente y en las sinergias que pueden ocurrir cuando los miembros
de la organización trabajan juntos sobre la práctica de la enseñanza y su mejora, cuando
planifican, aprenden y actúan en conjunto, generando de ese modo más capacidad de
liderazgo en el individuo y en la organización en su conjunto.
Desde esta segunda acepción, pues, se insiste en que más que la suma de las partes,
el liderazgo es la acción convergente que se puede forjar cuando se reúnen capacidades,
conocimientos, experiencia práctica y perspectivas de los miembros de la organización
con vistas a resolver tareas complejas, que requieren recursos y plantean exigencias
mayores que la capacidad de cualquier individuo o individuos aislados. Está ligado, por
tanto, a formas compartidas de llevar a cabo el trabajo implicado en la resolución de un
problema o el cumplimiento de una función determinada, y a los procesos interactivos
que conlleva. Tal acción en concierto puede adoptar formas diversas, desde dos o más

187
personas que espontáneamente se juntan y combinan sus habilidades y conocimientos
para llevar a cabo una tarea o proyecto puntual, hasta equipos, ya sea formalizados o ad
hoc, que se implican regularmente en dinámicas de colaboración profesional (Gronn,
2003). El liderazgo, en definitiva, en cuanto que fenómeno relacional, no es sino un
proceso de influencia recíproca emergente (Scribner et al., 2007). Es éste el atributo que
define la acción en concierto y su potencial para mejorar el funcionamiento del centro y
los aprendizajes de los alumnos.
En nuestro contexto educativo, por ejemplo, en el que los centros escolares cuentan
con una estructura participativa –formalmente se comparte el poder y la toma de decisión
entre los distintos miembros de la comunidad educativa, y se presume que las decisiones
se tomarán a través de procesos de deliberación, diálogo y consenso en los respectivos
órganos del centro– podría decirse que el liderazgo está formalmente distribuido en ese
sentido numérico del que habla Gronn. Desde el punto de vista formal, las decisiones
acerca del currículo a desarrollar en los centros y los procesos de enseñanza a desplegar
en las aulas no están en exclusiva en las manos del director, sino en las del Claustro de
profesores, que aprueba la “concreción del currículo y todos los aspectos educativos de
los proyectos y de la programación general anual” (LOE, 2006, art. 26.b), y más
específicamente en las de los órganos de coordinación en los que los docentes habrían de
traducir los grandes valores, principios, propósitos y opciones educativas y curriculares
contempladas en el Proyecto Educativo de Centro (PEC) en actuaciones concretas a
desarrollar en las aulas. En estas coordenadas cabe entender que el liderazgo en el centro
lo constituirá el efecto agregado de personas y órganos que contribuyen, con sus
iniciativas y aportaciones, al funcionamiento de la organización.
Pero a la luz de la segunda acepción comentada, habría que añadir que no sólo
importan las acciones agregadas de múltiples líderes sino, y sobre todo, el trabajo
conjunto entre equipos y personas, las interacciones relacionadas con la práctica que
despliegan en el centro escolar, y la influencia recíproca que se deriva de éstas en orden a
pensar y actuar concertadamente en él y, por tanto, en orden a generar la necesaria
acción en concierto encaminada a incidir en las dinámicas del aula y el trabajo con los
alumnos y alumnas.
Dicho en otros términos, una estructura organizativa formalmente democrática es
una condición organizativa importante para distribuir liderazgo, pero es radicalmente
necesario moverse más allá de los rituales formales, superar el individualismo y la
privacidad profesional y asumir que la educación y su mejora en el centro escolar es una
tarea colectiva.
El planteamiento del liderazgo distribuido, bosquejado aquí sólo a grandes rasgos,
es potencialmente valioso, particularmente en contextos escolares como los actuales en
los que se impone establecer y sostener ambientes de aprendizaje personalizados y
utilizar prácticas pedagógicas que promuevan una buena educación para un alumnado
cada vez más diverso. Un reto tal no sólo requiere, posiblemente, contar con más
recursos, apoyos y tiempos, sino también un mayor ejercicio de liderazgo a todos los
niveles, que incluya las contribuciones de los que trabajan en la organización y los

188
implique en procesos recíprocos a través de los cuales puedan construir significados
compartidos que les lleven a propósitos comunes. En definitiva, que haga realidad para
todos los miembros del centro la retórica –a veces hueca– de la colaboración, del
aprender juntos, del compartir, del participar activamente en las decisiones sobre la
enseñanza y el aprendizaje y su desarrollo en la práctica cotidiana.

8.5. Dirección educativa y liderazgo distribuido

Planteamientos sobre el liderazgo en las organizaciones escolares como los comentados


en el apartado anterior subrayan, en uno u otro sentido, que todos los miembros del
centro escolar habrían de influir no sólo en su ámbito de trabajo individual sino también
en los asuntos educativos que conciernen al centro en su conjunto y que todos ellos
pueden influirse entre sí para cambiar sus prácticas. Ello remite, como ya se comentó, a
sostener que el adecuado funcionamiento educativo de un centro escolar no es una
empresa únicamente en manos de su líder formal.
Elmore (2000) ha formulado claramente esta idea en su propuesta acerca del
liderazgo para la mejora escolar. Plantea el mencionado autor que un foco básico de la
actuación de un director en los centros escolares actuales es la mejora de la enseñanza en
el mismo, pero advierte que la práctica de la enseñanza es de naturaleza compleja y,
como tal, requiere niveles altos de conocimiento y habilidades en diversos dominios, los
cuales no son inherentes a un rol determinado en la organización sino que están
expandidos entre diversos roles. El director posiblemente posee una buena comprensión
de los procesos curriculares y de enseñanza, pero no puede ignorar que el resto de
docentes también dispone de conocimientos al respecto, así como de otros más
cotidianos sobre los alumnos concretos en las aulas. Ése es un conocimiento esencial; y
en la medida en que está distribuido entre muchos individuos, el liderazgo también habría
de estarlo.
En tal sentido, la dirección educativa del centro habría de ser llevada a cabo con los
demás miembros cuyo conocimiento y experiencia es fundamental en esa empresa de ir
mejorando el funcionamiento educativo del centro. Dicho en otros términos, en la
medida en que todos ellos poseen conocimientos y experiencia, el liderazgo no habría de
operar de forma jerárquica sino a través de redes de conocimiento y competencia
compartida y complementaria.
Ello no significa, sin embargo que quienes ejercen funciones directivas vean diluido
su papel en la organización. No se está desvalorizando al director en el centro escolar,
pero sí matizando sus aportaciones en lo que respecta al liderazgo educativo: no lo ejerce
en solitario desde el ápice de la pirámide organizativa sino desde una red de relaciones
interpersonales; tampoco es el exclusivo portavoz de la visión de lo que haya de ser el
centro y la educación que en él se desarrolle, ni el propietario de las iniciativas de mejora
que se lleven a cabo en él, ni la persona que las controla. Son ilustrativas al respecto las
palabras de Elmore (2000):

189
Hay ciertas funciones de rutina que requieren control –horario del autobús, presupuesto,
etc.–. Pero el término “control” aplicado a la mejora escolar es un concepto dudoso porque uno
no “controla” los procesos de mejora sino que los guía y les proporciona dirección, ya que la
mayoría del conocimiento que se requiere para la mejora debe residir inevitablemente en las
personas que enseñan, no en las que gestionan. El control implica que el controlador sabe
exactamente qué debería hacer el controlado, mientras que la guía y dirección implica algún
grado de capacidad compartida y algún grado de diferencia en el nivel y tipo de capacidad entre
individuos. Es este problema de la distribución del conocimiento requerido para la mejora a gran
escala el que crea el imperativo de desarrollar modelos de liderazgo distribuido (p.14).

Si el liderazgo es un proceso social ligado a cómo los miembros de la organización


actúan conjuntamente para interpretar las situaciones y hacerles frente, el interrogante a
plantear es ¿qué papel juega el director o directora en ello?

8.5.1. Grandes ejes para la dirección educativa del centro escolar

En un contexto de liderazgo distribuido el papel del director es crucial, particularmente en


lo que respecta a mantener la unidad en la organización, evitar que ésta se fragmente en
campos conflictivos e ingobernables o en parcelas en las que se defienden intereses y
modos de hacer particulares que tal vez no beneficien el aprendizaje de los alumnos.
Elmore (2000) lo expresa claramente cuando señala:

El liderazgo distribuido no significa que nadie es responsable del rendimiento global de la


organización. Más bien significa que el trabajo de los líderes administrativos tiene que ver con
potenciar las habilidades y conocimientos de las personas en la organización, crear una cultura
común de expectativas en torno al uso de esas habilidades y conocimiento, mantener unidas las
distintas piezas de la organización en una relación productiva entre ellas, y mantener a los
individuos responsables de su contribución al resultado colectivo (p. 15).

En esta coordenadas, cabe señalar, entre otros, dos grandes ejes sobre los que un
director habría de articular la dirección educativa del centro, ambos entrelazados: 1) El
representado por la necesidad de debatir acordar y clarificar valores, principios,
propósitos que han de vertebrar y cohesionar el funcionamiento educativo del centro; 2)
El relativo a articular y cultivar los procesos y condiciones organizativas que los
materialicen en actuaciones concretas en el centro y en las aulas.

1. La dirección educativa en el centro escolar, por tanto el liderazgo del director,


ha de organizarse alrededor de propósitos y valores comunes que den sentido,
orienten e impregnen las decisiones, prioridades y actuaciones a lo largo del
tiempo y aseguren un mínimo de coherencia entre ellas.
Mantener ligada a la organización en torno a ciertos valores y principios
básicos que apuntalen las facetas organizativas, curriculares y de enseñanza

190
no significa, sin embargo, que haya de ser el director o directora el que los
determine unilateralmente. Qué centro se pretende ser, a qué tipo de
ciudadano y sociedad se quiere contribuir, qué formación y cómo será
desarrollada, etc. son asuntos que han de ser democráticamente debatidos en
el centro escolar. No es una cuestión sencilla, ni libre de conflictos, pues se
trata de trabajo conjunto entre personas con puntos de vista y planteamientos
diversos, con grados de compromiso e implicación posiblemente distintos,
con diferentes capacidades y, también, con diferentes limitaciones. Y una
pluralidad tal de ideas, concepciones y modos de hacer no se puede obviar.
Es preciso hablar, deliberar, debatir las posturas y planteamientos diferentes,
clarificar, negociar colectivamente y acordar tales valores y principios, así
como los significados y compromisos que conllevan para el discurrir cotidiano
en la organización escolar.
No se trata de que todos los miembros hayan de pensar y actuar de
forma idéntica, sino de acordar conjuntamente cuáles son los mínimos
vinculantes en términos de esfuerzos y responsabilidades que,
necesariamente, habrán de compartir. Como señala Donaldson (2006: 7-8)
cuando el liderazgo está presente…

Podemos detectarlo en la sincronía de pensamientos, palabras, acciones y resultados de los


miembros […] es importante subrayar que la sincronía entre miembros no significa que sus
creencias, sus valores y sus conductas sean idénticas. Significa que sus muchas acciones e
interacciones únicas trabajan conjuntamente de una manera sistemática de modo que lo que hacen
como individuos crea un efecto colectivo mayor que la suma de todos esos esfuerzos individuales

En estas coordenadas, el papel del director es clave. Ha de facilitar y


generar las condiciones para que tales procesos de debate y clarificación sean
posibles. Puede propiciarlos, por ejemplo, poniendo a disposición de los
miembros información sistematizada sobre la realidad del centro y los
resultados de aprendizaje de los alumnos y alentando el análisis de la misma,
como punto de partida para debatir y reflexionar conjuntamente sobre lo que
acontece en el centro, en qué medida las prácticas organizativas y educativas
están siendo beneficiosas para todos los estudiantes, qué actuaciones de
mejora cabría emprender, sobre qué referentes concertarlas y cómo
cohesionar y vertebrar internamente el discurrir educativo del centro con
vistas a proporcionar una mejor educación y formación a todos los
estudiantes.

2. Si el papel del director es decisivo en lo que respecta a posibilitar que los


valores, principios y propósitos que han de articular el funcionamiento
educativo del centro se construyan democráticamente, con las voces,
interpretaciones e intereses de todos los miembros, también lo es el

191
defenderlos, protegerlos y estimularlos. Ello tiene mucho que ver con otro
aspecto importante de su actuación directiva, como es el relativo a articular y
cultivar los procesos y condiciones organizativas que hagan posible que esos
grandes propósitos y valores se materialicen en el trabajo entre los docentes,
con los alumnos, con las familias y con la comunidad; es decir, no se queden
en meras declaraciones o consensos simbólicos.
Una de tales condiciones organizativas es la colaboración profesional y
la implicación de los docentes en guiar y conformar colectivamente el
funcionamiento educativo del centro. Un reto importante para quienes
ejercen funciones de dirección es el de promover y apoyar esa colaboración
profesional entre profesores, y conseguir que sea asumida como prioridad
colectiva. Una prioridad que habrá de traducirse en trabajar conjuntamente
sobre el currículo, la enseñanza y el aprendizaje, debatir y acordar
contenidos, objetivos, cuestiones de metodologías y recursos, etc. y adoptar
los compromisos y actuaciones concertadas necesarias para desarrollarlo
coordinada y coherentemente en el día a día del trabajo con los estudiantes.
Un director preocupado por el funcionamiento educativo del centro, en
ningún caso confiaría en iniciativas aisladas de profesores individuales o
asumiría que la colaboración de los docentes se auto-sostiene por sí sola en el
tiempo. En contextos de liderazgo distribuido las decisiones, como señalan
Scribner et al. (2007: 70), no son tomadas por un solo individuo; más bien,
las decisiones emergen de diálogos en colaboración entre muchos
individuos, implicados en actividades mutuamente dependientes.
Una aportación fundamental al liderazgo educativo del centro por parte
del director radica, precisamente, en potenciar y apoyar la colaboración
profesional, implicar a otros docentes en el ejercicio del liderazgo en sus
respectivos equipos y, en general, promover cualquier iniciativa que evite el
aislamiento y contribuya al desarrollo de comunidades de aprendizaje
profesional, de las que ya se habló en otro capítulo de este libro.
En esta línea, cobran especial importancia las iniciativas de la dirección
del centro encaminadas a crear ocasiones para que los miembros compartan
problemas, exploren soluciones, emprendan acciones de mejora y, en
definitiva, se impliquen en el diálogo y toma de decisión sostenida sobre
asuntos educativos, sobre currículo, enseñanza y evaluación. Actuaciones
directivas, pues, orientadas a apoyar y animar el trabajo en colaboración de
los docentes, reconocer sus contribuciones para el funcionamiento del centro
y la enseñanza que se imparte en él, facilitar el acceso a perspectivas e ideas
nuevas, generar cuando sea preciso estructuras y ocasiones diversas para
apoyar la conversación, el intercambio y el diálogo que hagan posible que los
profesores negocien diferentes comprensiones y modos de enfocar su
práctica. En definitiva, propiciar las condiciones organizativas que
contribuyan a superar el individualismo profesional y a asumir que la

192
organización alcanzará mejor sus propósitos educativos a través del trabajo
en colaboración.

En síntesis, y por concluir, el liderazgo educativo no depende en exclusiva de un


director, si bien éste tiene el importante papel de facilitar aquellas condiciones y ocasiones
que hagan posible que las personas compartan y participen, comprendan y contribuyan a
la mejora de lo que ocurre en la organización; el papel clave de estimular la
responsabilidad de todo el centro para fundamentar, discutir, elaborar y desarrollar una
visión educativa del centro y sus proyectos de mejora y, en definitiva, de propiciar los
contextos y procesos de colaboración profesional que hagan posible dicho liderazgo. El
director sigue siendo un elemento central en las dinámicas de mejora educativa, pero ha
de asegurar que los profesores tomen parte activa en ellas y utilicen su conocimiento y
experiencia en contextos de diálogo y colaboración en orden a acordar los propósitos de
la mejora y movilizar sus actuaciones prácticas para lograrlos.
El reto para el director o directora es alimentar, canalizar y velar por la conexión
entre las relaciones de colaboración profesional, los propósitos y las acciones de mejora
que se emprendan. La confianza, el compartir poder, la colegialidad y el respeto mutuo
juegan, sin duda, un papel decisivo en ello.

193
9
Evaluar hoy para mejorar mañana. La revisión
interna del centro escolar

La evaluación es un eje básico de muchas políticas y estrategias concebidas para mejorar


la calidad de la educación. Si bien no hay una definición estándar de calidad (es un valor
relativo que puede responder a muchos y diversos criterios), puede verse como un
concepto compuesto por tres dimensiones: la calidad de los recursos humanos y
materiales disponibles; la calidad de los procesos de gestión y de enseñanza y aprendizaje
y la calidad de los resultados. En la actualidad, el interés no está centrado en una sola de
estas dimensiones sino en sus relaciones mutuas y la evaluación se considera un
mecanismo indispensable para el control y la mejora de las mismas. Esta tendencia se ha
concretado de distintas maneras en lo que se refiere tanto a los propósitos a los que sirve
la evaluación como a las estrategias adoptadas para alcanzarlos. Sintéticamente, la
evaluación ha venido encontrando justificación en el cumplimiento de requerimientos
administrativos del sistema educativo y las organizaciones en él insertas (control); en la
satisfacción de demandas de responsabilidad social (orientada a rendir cuentas a la
sociedad que financia el sistema) y en la dirección de mejoras pedagógicas y de gestión a
nivel de sistema, centros y aulas. A cada uno de estos propósitos corresponde (aunque no
siempre ni necesariamente) una estrategia principal de evaluación de centros escolares, a
saber, la evaluación comprehensiva externa (a través de inspección o de auditoría por
ejemplo); la evaluación externa de resultados académicos mediante pruebas objetivas de
rendimiento; y la evaluación interna o auto-evaluación por la escuela. Pues bien, este
capítulo se centra en esta última estrategia en conexión con el tercero de los propósitos
indicados, planteando la evaluación como fuente de conocimiento a utilizar en procesos
de toma de decisiones que están dirigidos a guiar y promover dinámicas de mejora. Serán
caracterizadas la evaluación y la mejora del centro escolar, con particular atención a la
modalidad de revisión o evaluación diagnóstica, señalando su estrecha inter-conexión con
el cambio planificado. Después se abordará la relevancia que tienen el conocimiento y la
valoración en los procesos de revisión interna de la escuela. Todo ello servirá como
marco de referencia que otorga sentido y relevancia a la dinámica de revisión que será
comentada a continuación, particularmente en lo que se refiere a sus aspectos
procesuales y procedimentales.

194
9.1. Caracterización de la revisión interna

Como queda entredicho en el título de este apartado, la estrategia de evaluación y de


mejora que se aborda aquí (de revisión interna) está focalizada en la escuela como
unidad institucional u organizativa. Se comienza tratando de clarificar a qué hace
referencia tal estrategia en el sentido de delimitar su objeto: el centro escolar. A
continuación, es caracterizada la funcionalidad de la evaluación, pues ello le confiere una
significativa importancia. Para terminar, son descritos los rasgos principales que definen
la estrategia de revisión interna, entendida como una serie de procesos de acción y un
tipo de relaciones entre quienes los acometen para alcanzar los propósitos señalados.

9.1.1. Los objetos de revisión

Un aspecto decisivo en cualquier iniciativa de evaluación es la identificación clara del


“objeto de evaluación”. Para ello puede considerarse importante aquello que se haga para
delimitarlo, particularmente en la planificación de la evaluación, como se indicará más
adelante. En todo caso, cabe convenir que hablar de evaluación del centro escolar
significa que éste constituye el objeto (educativo) de la evaluación (Scheerens, Glas y
Tomas, 2003). A su vez, ello significa que lo que se recoge e interpreta sistemáticamente
es información referida al mismo, que los juicios valorativos que se hacen están también
referidos a él y que las consiguientes decisiones y acciones le afectarán. Esta delimitación
global no es incompatible con que se evalúe la organización en conjunto o unidades
dentro de la misma, o con que se recoja información sobre determinadas áreas relevantes
(currículo e instrucción, sistemas de enseñanza y aprendizaje, rendimiento de los
alumnos, clima escolar, sentido de comunidad, facilidades y recursos…); por el contrario,
será prácticamente inevitable hacerlo. No obstante, toda esa información podrá ser
agregada a fin de que sea posible emitir un juicio de valor global, sin perjuicio de que
también pueda ser empleada para hacer juicios sobre otros ‘objetos’ de evaluación dentro
de éste (Scheerens, 2002).
Por otra parte, puede identificarse cierta tendencia a establecer a priori una
identidad entre aquello sobre lo que se recoge información para la evaluación con aquello
que es objeto de evaluación. Así, no es infrecuente encontrar, por ejemplo, que, al
recoger información acerca del clima organizativo se considere directamente que se está
evaluando el clima organizativo. Pues bien, ni la evaluación puede quedar restringida a la
mera recogida de información (por sistemática que haya sido), ni puede suponerse a
priori la identidad entre aquello sobre lo que recogemos información y lo que se está
evaluando. Con relación a esto último, una práctica relativamente extendida,
potencialmente fructífera, no consiste sino en recoger información acerca de
determinados aspectos para evaluar algo que no coincide exactamente con los mismos.
Así, Nevo (1997) sostiene que la evaluación de un centro escolar puede e incluso debe
recoger, interpretar y valorar información sobre el aprendizaje de sus alumnos y el

195
rendimiento de sus profesores, al tiempo que igualmente mantiene que debe no
concentrar la atención exclusivamente en esa información y dirigirla también a aspectos
como programas o unidades organizativas: todo dependerá de definir adecuadamente el
objeto de evaluación y de contar con medios que permitan llevar a cabo un proceso
evaluador acorde con esa definición.
No obstante, el problema expuesto no es meramente atribuible al desconocimiento y
la falta de rigor. Lo cierto es que la “escuela como organización” ha venido siendo
considerada desde diferentes perspectivas entre las cuales ninguna o, siquiera, algunas de
ellas alcanzan a prevalecer sobre las demás. Esas diferentes perspectivas no son
necesariamente incompatibles entre sí y pueden coexistir e incluso complementarse
mutuamente. Por lo demás, cabría considerar que lo que en muchas ocasiones recibe la
denominación de evaluación de materiales, curricular, de personal e incluso la evaluación
de centros escolares es, siquiera en cierto sentido y dependiendo de las circunstancias,
asimilable a una evaluación de programas, un enfoque con más éxito que otros. Y es que
un “programa” puede ser definido como cualquier actividad emprendida por la
organización para resolver algún problema o mejorar algún aspecto, siendo normal que
tal actividad obtenga algún tipo de financiación, persiga unas metas y presente una
estructura interna, pudiendo tener mayor o menor envergadura, desde una política de
centro a un programa aplicado en el aula. Como puede observarse, pues, se trata de
maneras de concebir la evaluación estrechamente relacionadas e incluso imbricadas.

9.1.2. Las funciones de la evaluación

Cabría pensar en las múltiples funciones susceptibles de ser cumplidas por medio de la
evaluación del centro (Nevo, 1997; Fidler, 2002): funciones valorativas (ayudar a
entender dónde reside el valor de lo que está siendo evaluado; esto es, por qué tiene
valor, o no lo tiene); funciones administrativas (ejercer una autoridad y ponerla de
manifiesto); funciones políticas y sociales (dar publicidad o hacer propaganda, ejercer
presión sobre determinados sectores, promover las relaciones públicas, obtener apoyo,
generar o acrecentar una reacción de oposición, legitimar decisiones, persuadir);
funciones psicológicas (concienciar sobre determinados aspectos considerados
particularmente importantes, motivar determinadas conductas). Aquí, se presta una
especial atención al papel de la auto-evaluación en el contexto de dinámicas de mejora
(Nieto, 2003), entendida ésta como desarrollo, de las que forma parte integrante (ver
figura 9.1).
La “revisión” coincidiría con la utilización de una “evaluación diagnóstica”, que
tiene el propósito de determinar cuáles son las potencialidades y dificultades que presenta
lo que es objeto de evaluación, en este caso, el centro escolar o aspectos relevantes del
mismo. La función diagnóstica suele implicar trazar un perfil de calidad o de rendimiento,
considerando: a) las discrepancias entre lo real y lo esperado, b) la explicación de esas
discrepancias y c) las conclusiones orientadas a elegir una acción dirigida a resolver tales

196
discrepancias. Prácticamente todos los aspectos principales del funcionamiento escolar
pueden ser sometidos a escrutinio, a partir de múltiples tipos de datos, incorporando las
percepciones de los miembros del centro e, incluso, sus opiniones para indicar si alguna
discrepancia debería ser activamente resuelta (Scheerens, Glas y Tomas, 2003). En
consecuencia, la revisión contribuye a la toma de decisiones de mejora cuando hace
posible hacerse una idea clara de qué ha de cambiar o en qué dirección. No es, sin
embargo, un proceso de cambio en sí mismo: evaluación y cambio siguen siendo dos
procesos distintos, aunque relacionados como partes integrantes de una dinámica más
amplia.

Figura 9.1. Modelo cíclico de procesos para la mejora (desarrollo) de la escuela.

Por ejemplo, la estrategia denominada “revisión basada en la escuela” fue


concebida como actividad diagnóstica emprendida por profesionales de la escuela como
inicio de una mejora. En síntesis, consistía en recoger sistemáticamente información
válida sobre las condiciones, funciones, propósitos y resultados del centro escolar en un
momento dado, implicando en la labor a sus miembros. La revisión se planteaba como
condición previa y necesaria, pero no suficiente para la mejora, aunque siempre
orientada, en último término, hacia ella (Hopkins, 1989).
La “evaluación de proceso” coincidiría con la utilización de la “evaluación
formativa”, que proporciona una descripción del progreso realizado en un proceso de
implementación y permite decidir y actuar a efectos de incrementarlo o consolidarlo. La
función formativa se manifiesta cuando la evaluación se lleva a cabo en el curso de un
proceso de acción, aportando información útil para éste, lo que permite tomar decisiones

197
que revierten en lo evaluado, normalmente implicando su revisión o modificación.
También sería coincidente con la denominada “evaluación para la mejora escolar”
(Hopkins, 1989; Bolívar, 1999), emprendida para facilitar la toma de decisiones mientras
se está cambiando a efectos de ir introduciendo las correcciones o ajustes oportunos o
tomar medidas que ayuden a la consolidación o institucionalización del cambio.
La “evaluación de resultados” implicaría, más bien, una función “sumativa” que
tiene por objeto la formulación de un juicio totalizador de carácter final, también
relevante para tomar decisiones y actuar. Coincidiría con el enfoque de “evaluación de la
mejora escolar” (Hopkins, 1989; Bolívar, 1999), dirigida a la valoración de la efectividad,
entendida como el logro de unos objetivos planteados en términos de unos resultados
terminales esperados. Ello permitiría concluir si el estado o resultados alcanzados en el
presente coinciden (o en qué grado lo hacen) con el estado o resultados esperados que se
anticiparon en el pasado (durante la planificación del cambio).
En conclusión, cabe observar cómo, desde una perspectiva temporal, todas estas
formas de evaluación comparten la función de facilitar o fundamentar la toma de
decisiones y la acción futura a lo largo de una dinámica de mejora; y cómo, en la
práctica, la “evaluación de resultados” representa reiniciar un ciclo que tenía como punto
de partida la “evaluación diagnóstica”. No habría diferencias lógicas ni metodológicas
entre una y otra aplicación de la evaluación; tan sólo se distinguirían por la utilización de
que son objeto por parte de sus destinatarios y el momento de realización. Así pues,
todas son potencialmente valiosas, interdependientes y complementarias.
Asimismo, la función diagnóstica inicialmente atribuida a la revisión no es, en modo
alguno, incompatible con el hecho de que sirva a otros fines, como por ejemplo, para
rendir cuentas ante instancias internas o externas al centro escolar, legítimamente
reconocidas (Nevo, 1997; Fidler, 2002). Por lo demás, hay que reconocer que,
deliberadamente o no, toda evaluación puede ser objeto de usos adulterados que habrían
de ser identificados y nunca eludidos.

9.1.3. La mejora del centro escolar

Ha sido argumentado que la revisión interna o auto-evaluación diagnóstica está orientada


básicamente a facilitar la mejora del centro escolar (Nieto, 2003). Pero “mejora” tiene un
significado relativo, por lo que es conveniente introducir alguna clarificación sobre el
sentido que se le otorga aquí. En términos generales, mejora remite a:

– un cambio, que implica una observación sobre el tiempo de diferencia en la


forma, cualidad o estado de una entidad organizativa (o un elemento de ella);
– un cambio planificado, que alude a esa diferencia como el resultado o efecto
de acciones preparadas de antemano para provocarlo deliberadamente, lo que
entraña una intención consciente y pro-actividad y

198
– un cambio deseable, que alude a la valoración de que es objeto todo cambio
dependiendo de convenciones o criterios contextualizados.

Prácticamente todo cambio operado en la organización tiene algún efecto en ella


(puede que, incluso, un impacto decisivo), particularmente en sus actores y en las
relaciones que se establecen entre ellos. Y tales consecuencias acaban teniendo de algún
modo carácter social, pues son percibidas y valoradas por sus miembros. Éstos, influidos
por sus convicciones o manera de pensar y por su posición en la organización, no sólo
valorarán los efectos del cambio una vez producidos (a posteriori), sino que podrán
hacerlo, incluso, antes, valorando sus efectos previsibles (a priori). En conclusión, la
mejora (sea pretendida, buscada o lograda) constituirá por definición un cambio valorado
positivamente (como avance, progreso, renovación, perfeccionamiento…), en la medida
que satisfaga ciertos criterios de calidad o deseabilidad; por ejemplo, los internos que
determine el centro escolar o los externos que esté obligado a seguir (Bolívar, 1999).
De otra parte, la mejora es un tipo de cambio (o de innovación) de naturaleza
particular: se construye como un cambio de desarrollo. Ciertamente, experimentar un
desarrollo entraña experimentar un cambio, pero no todo cambio en el centro escolar
entraña necesariamente un desarrollo. De hecho, puede haber muchos cambios en la
organización que se produzcan sin que ésta experimente desarrollo alguno. El cambio de
o como desarrollo presentará una serie de rasgos que lo singularizan.
Tiene una justificación práctica, es decir, surge a partir de la identificación de
actividades o situaciones en el centro escolar que se valoran como necesidades o
problemas (un desajuste o discrepancia entre lo que sucede y lo que debería ocurrir).
Establecidas las prioridades que demandan respuesta, suelen ser cambios delimitados, de
alcance o magnitud limitada, en el sentido de afectar a un área concreta cada vez,
aunque deben contar con la aceptación y movilización de los miembros de la
organización. Esa respuesta es decidida, planificada, implementada y controlada dentro
de la organización. Que el cambio sea generado por la propia escuela no significa que,
para concebir y planear acciones de cambio, no se puedan adaptar experiencias similares
aplicadas y contrastadas con anterioridad en otros centros escolares, en la medida en que
dan respuesta a necesidades propias (Bolívar, 1999). Tampoco significa que, si bien el
esfuerzo de cambio esté básicamente sostenido por el esfuerzo personal y colectivo, deba
excluirse la posibilidad de apoyo externo. Los centros docentes que no tienen capacidad y
autonomía para la obtención de recursos, pueden contar con la ayuda del sistema
educativo del que forman parte y de las políticas que los gestionan.
El cambio como desarrollo (su efecto) consiste básicamente en un aumento de
capacidad o potencial. Depende, más bien, de qué puede hacer la organización con
aquello de que dispone. Suele caracterizarse como un cambio de carácter cualitativo
(podemos reflejarlo en una escala de grados) que tiene el efecto de bien reducir o
disminuir, bien potenciar o reforzar un elemento o cualidad pre-existente. En este sentido,
es común contrastar el desarrollo con otra modalidad que es el “crecimiento”, entendido
como un aumento de los recursos disponibles en la organización (considerados éstos en

199
sentido amplio), que puede caracterizarse como un cambio cuantitativo (es posible medir
o contar la diferencia de adición que implica respecto de la situación anterior), siendo
relativamente fácil anticipar sus plazos de ejecución.
En todo caso, el cambio de desarrollo afecta no sólo a lo que se hace (desempeñar
nuevas funciones o roles, acometer nuevas tareas o procedimientos de trabajo, construir
nuevas formas de interacción…), sino también, a lo que se piensa (interiorizar nuevas
creencias y valores, construir nuevas comprensiones y actitudes) (Bolívar, 1999). En este
sentido, se afirma que el cambio que persigue el desarrollo es de carácter fundamental,
básico o profundo pues afecta a las capacidades de los individuos o de los grupos de la
organización y, en consecuencia, a la calidad y efectividad de la acción que pueden
desplegar.
Consecuentemente, el desarrollo requiere aprendizaje. Y, puesto que afecta a
capacidades y comportamientos de las personas, de los grupos y de la organización como
tal (Bolívar, 2002), el cambio no opera en el vacío sino en relación con pautas o hábitos
ya adquiridos y consolidados con anterioridad. Ello tiene una significación relevante: el
desarrollo implicará una re-construcción o re-educación a partir de lo existente, lo que le
imprime un carácter evolutivo, de transición o de progresión variable en el tiempo. Será,
pues, difícil prever cómo transcurrirá el proceso de implementación que conduce a ese
efecto (cambio) y cuándo éste estará plenamente logrado. Más bien adoptará la forma de
un proceso de transición, a lo largo del cual los cambios ocurren paulatinamente y se
experimenta una cierta continuidad en el avance. En este sentido, para efectuar
(experimentar) cambios relevantes el plazo temporal se amplía y será muy común que,
en la práctica, no se produzca un progreso lineal y sean recurrentes los retrocesos,
avances, solapamientos o interrupciones.

9.1.4. Los agentes de la revisión

La funcionalidad de la revisión no se agota en lo expuesto arriba, lo que está determinado


fundamentalmente por el carácter “interno” de aquélla o, más exactamente, por la
condición de que en ella el juicio valorativo es interno (Fidler, 2002). Es característico de
toda auto-evaluación que la lleven a cabo bien los profesionales a cuyo cargo está la tarea
primaria de la organización (en el caso de un centro escolar, los profesores), de modo
que éstos se convierten en los agentes de la evaluación y, a la vez, en el objeto de la
misma, bien todos aquellos con intereses en el centro escolar (no sólo los profesionales
del mismo). Y ello ocurriría sin perjuicio de que recurrieran a personal de apoyo externo,
siempre que mantuvieran la responsabilidad de llevar a cabo la evaluación. “El punto
decisivo está en la condición de que la escuela es la iniciadora y la audiencia
principal de la evaluación” (Scheerens, Glas y Tomas, 2003: 41).
Pues bien, cuando los roles de agente (evaluador) y de destinatario (usuario de la
evaluación) desdibujan sus límites y vienen a coincidir en los mismos sujetos (los
miembros de la escuela), la revisión interna tiene efectos de “capacitación” o “desarrollo”

200
en dos sentidos complementarios:

– por cuanto genera ciclos de creación y aprendizaje entre el “conocimiento


tácito” de los participantes y el “conocimiento explícito” dentro de la
organización, como veremos más adelante y
– por cuanto propicia el desarrollo de competencias asociadas a las actividades de
evaluación en quienes se implican.

Esta contribución es paradigmática de la forma de entender las relaciones entre


evaluación y mejora que plantea la autoevaluación del centro escolar. Sería equivalente a
la “evaluación como mejora escolar” (Hopkins, 1989; Bolívar, 1999), en el sentido de
que evaluación y mejora o desarrollo constituyen una misma cosa. Tiene lugar cuando la
evaluación se lleva a cabo con el propósito expreso de mejorar y cuando quienes están
involucrados en este cambio lo están también en la evaluación. Ambos procesos
constituyen entonces, a todos los efectos, un mismo proceso en continuo desarrollo y
desaparece la necesidad de establecer diferencias. La evaluación hace así realidad su
potencial para constituir un proceso de aprendizaje en sí mismo (cambio en el desarrollo
profesional de los profesores; cambio en la cultura del centro; cambio en el conocimiento
que se tiene sobre el centro). Que se aprenda de la evaluación (o que ésta sea efectiva),
dependería, particularmente, de:

– la apropiación de la evaluación por parte de la escuela;


– la utilización de una metodología sistemática de la que haya conciencia clara;
– que la evaluación responda a las necesidades percibidas en el centro o se centre
en aspectos de su interés;
– que se haga patente la conexión entre su evaluación y su propia mejora;
– que los roles y los procesos se perciban con claridad y de
– que se disponga de apoyo externo cuando se necesite.

Puede hacerse referencia a una “responsabilidad profesional” o a una


“responsabilidad interna” en la que los profesionales (u otros agentes) del centro son
quienes identifican unos estándares claros, recogen información para responder ante sí
mismos de sus niveles de éxito y ejercen presión y apoyo mutuo para que se cumplan las
metas acordadas. Este proceso promueve el desarrollo de su capacidad y cohesión (y, en
última instancia, el desarrollo de la capacidad y cohesión de la organización), desarrollo
que, a su vez, revierte en beneficio del sistema de auto-regulación existente entre ellos.
Pero también es importante incorporar una “responsabilidad organizativa”, con arreglo a
la cual cada centro escolar establezca sus propios estándares de éxito para sus actividades
y servicios, revise lo que en él se hace, responda del cumplimiento de tales estándares y,
en todo caso, procure hacerlos cumplir. Del cumplimiento de esos estándares va

201
depender que se creen las condiciones necesarias para que los profesionales puedan
desarrollar con efectividad su trabajo en la organización.
Adicionalmente, una y otra dimensión (responsabilidad profesional y organizativa)
tienen que ser complementadas con las responsabilidades que ha de contraer el sistema
escolar, que también tendría que establecer unos estándares de enseñanza y aprendizaje
de cuyo cumplimiento los profesores y los centros, a la vez, hayan de responder para
ofrecer a los alumnos, sus familias y la comunidad garantías de que están accediendo a
unos servicios con la debida calidad. Todo ello define lo que se denomina
“responsabilidad genuina”, consistente en un conjunto de procesos en los que, a
diferentes niveles, se emplea información para determinar el cumplimiento de unos
estándares orientados a proporcionar una buena educación y atender las necesidades de
aprendizaje de los alumnos, obrando en consecuencia para hacerlo realidad (Conzemius,
2000; McNamara y O’Hara, 2008).
Al margen de que la iniciativa de revisión interna puede provenir de fuentes diversas
(un requerimiento externo, una decisión del equipo directivo, un impulso de unos
profesores o un acuerdo del centro en su conjunto), está despertando un interés creciente
la apropiación de la evaluación diagnóstica por parte de “la escuela como comunidad” en
la que se promueve la implicación en esa dinámica de las familias y los alumnos (ver
capítulos 3 y 10) como miembros de pleno derecho y con responsabilidades compartidas.
Sobre la base de una participación amplia en el centro escolar y la convicción compartida
de la necesidad de mejorar la calidad de la educación y de la acción dentro de él (entre
sus miembros), la dinámica de revisión interna se concibe como decisión y esfuerzo
coordinados o conjuntos (no yuxtapuestos) entre los miembros de la organización
(Goldring y Berends, 2009). El valor de la “colaboración y trabajo en equipo” en la auto-
evaluación radica precisamente en la diversidad de pensamientos y perspectivas:

– para decidir cómo llegar a ser lo que se quiere colectiva y democráticamente


(los criterios o indicadores de calidad);
– para crear nuevos conocimientos y comprensiones en torno a sí mismos, su
actividad y las condiciones en que ésta se despliega;
– para actuar deliberada y coordinadamente en beneficio de la educación y el
aprendizaje de los alumnos.

Se ha recalcado que la revisión interna permite centrar la colaboración en la


“reflexión” sobre los datos, lo que, a su vez, facilita aceptar tanto el cuestionamiento
como el apoyo mutuos en lo relativo a las responsabilidades y creencias respectivas
(Vakkayil, 2008). En este sentido, es conveniente remarcar que no hay que confundir
reflexión con inspección. Ésta va frecuentemente ligada a la identificación de errores,
defectos, desviaciones o culpabilidades. La reflexión en una cultura organizativa positiva,
que apoya los valores de aprendizaje y mejora, se ve como un proceso natural y abierto
que ayuda a guiar decisiones importantes (Conzemius, 2000). De lo contrario, los efectos

202
suelen ser contraproducentes pues la colaboración se percibirá como una frustrante
pérdida de tiempo en torno a contenidos vagos o superficiales que no resuelve
discrepancias ni conduce a nada.
Concebida la auto-evaluación como reflexión y comunicación en torno a cómo se
están cumpliendo las metas o dónde se está en comparación con ellas, se transforma en
“aprendizaje” para los miembros de la escuela (Vakkayil, 2008; Goldring y Berends,
2009). Se contempla el significado de lo que aporta la auto-evaluación y se indaga
seriamente sobre la contribución de las propias asunciones y acciones, desarrollando la
capacidad para estar informados y argumentar decisiones. La reflexión, entonces, se
articula en torno a las preguntas de ¿dónde se está ahora? y ¿qué se está aprendiendo? Y
ayuda a construir una comprensión que va más allá de las intuiciones, presunciones u
observaciones personales acerca de lo que funciona y lo que no. Para ello, la
colaboración debe materializar experiencias de interacción donde los agentes:

– Han de compartir el poder para decidir qué datos e información son pertinentes
y qué actividades pueden emprenderse para su obtención.
– Han de compartir sus recursos (conocimiento, ideas, habilidades, experiencia)
para el trabajo en equipo y para actuar como informantes veraces y
comprometidos.

Obviamente, no es imprescindible (en ocasiones tampoco resulta operativo) que


todos los miembros del centro educativo participen activamente en el conjunto de
decisiones y acciones; pero sí lo es que estén bien representados, informados y se
asegure una comunicación franca y fluida que permita canalizar sus aportaciones o
contribuciones. Lo habitual es constituir uno o varios equipos en la escuela que asuman
la carga de trabajo más técnico que implica la dinámica de revisión (LEA, 2004). En el
mismo sentido, puede considerarse oportuno recurrir a apoyos externos que cooperen en
aspectos concretos o que realicen determinadas tareas más técnicas, en cuyo caso habrá
que clarificar expectativas mutuas y condiciones de relación profesional.
En este contexto, se remarca el papel del “liderazgo distribuido” a la hora de
favorecer y cuidar oportunidades y condiciones para que los valores y conductas
precedentes puedan transformarse en experiencias reales. Actuando como una pre-
condición, el liderazgo aquí tiene, pues, más que ver con estimular y alimentar
participativamente relaciones positivas y constructivas. Su prioridad es crear un escenario
seguro para el trabajo de revisión, el aprendizaje y su orientación a la mejora. Seguridad
y confianza son consecuencia de culturas escolares en las que el liderazgo “contribuye
claramente a definir prioridades y expectativas de una forma consistente y en una
perspectiva amplia, implicando respetuosamente a todos en el esfuerzo de alcanzarlas”
(Conzemius, 2000: 41).
Por lo demás, la institucionalización de procesos de revisión en el centro (su
realización no excepcional o esporádica sino de forma regular o periódica) se interpreta

203
como un indicador de calidad (o efectividad) organizativa y significaría que la
organización habría desarrollado una capacidad interna de aprendizaje y de mejora, a lo
que remiten los modelos de “organización que aprende” o de “comunidad de
aprendizaje” (Bolívar, 2000; Vakkayil, 2008).

9.2. La dinámica de revisión interna

La revisión interna refiere una dinámica de auto-evaluación diagnóstica sobre la calidad


del estado y funcionamiento en curso de la organización con el propósito explícito de
guiar o fundamentar la toma de decisiones y emprender acciones de cambio o desarrollo
cuya meta última es mejorar la calidad de las experiencias educativas ofrecidas a todos
los alumnos. Su dimensión evaluativa implica recoger evidencia sistemáticamente e
interpretarla para hacer un juicio de valor con vistas a la acción. Su dimensión
diagnóstica va asociada a la identificación y comprensión de problemas u oportunidades
de mejora de la organización como base para la preparación de acciones de cambio
(Nevo, 1997; Scheerens, 2002). Considerando las actividades que entraña, cualquier
dinámica de revisión conjuga la investigación (creación de conocimiento), la valoración
(juzgar el objeto de conocimiento) y la toma de decisiones (elegir o anticipar acciones
con o sobre ese objeto). De ahí que la revisión del centro escolar pueda también definirse
sintéticamente como una indagación evaluativa dirigida a la toma de decisiones (Earl y
Katz, 2006).
Si tenemos en cuenta esta conceptuación, cualquier dinámica que no satisfaga esas
condiciones puede considerarse no merecedora de la denominación. Es lo que ocurriría
si, limitándonos exclusivamente a revisar el nivel de conocimientos de un grupo de
alumnos con una prueba objetiva o el nivel de dominio de la enseñanza interactiva de
unos profesores con una guía de observación, concluyéramos de ahí que estamos
revisando sus conocimientos o sus habilidades docentes respectivamente. Y es que
prevalece en ocasiones el hábito de restringir la revisión o evaluación diagnóstica a la
mera recogida de información. Una definición de la revisión que contemple la necesidad
que hay de formular juicios, se argumenta, puede acrecentar la ansiedad o resistencia que
un proceso evaluador despierta entre quienes van a verse afectados por él (Scheerens,
Glas y Tomas, 2003). En efecto, una definición más neutral, como “proporcionar
información para la toma de decisiones”, podría encontrar mayor aceptación, aunque es
poco realista crear actitudes positivas hacia un proceso de evaluación eludiendo
precisamente una de sus características principales (Nevo, 1997). Por ello, una opción
más realista consistiría en ser sistemáticos y transparentes cuando se emiten esos juicios
y poner de manifiesto su función constructiva, es decir, que sirve para mejorar.
Esto es particularmente necesario en el ámbito de la educación escolar, por
constituir la educación una actividad compleja regida por valores (sean éstos explícitos o
no) y por ser el centro escolar la organización e institución a la que se atribuye la
educación formal por objeto. Esto nos lleva a concluir, como ya otros han reparado hace

204
tiempo, que toda auto-evaluación diagnóstica es un proceso de valoración social, lo que
comporta que determinados grupos asignen valor a determinadas metas, actividades u
objetos y, más aún, la adhesión a unos determinados valores elegidos entre un conjunto
de ellos. La implicación de esta realidad es que la revisión, como cualquier actividad de
evaluación, no es neutral.
Teniendo en cuenta cuáles son las utilidades posibles y procurando ser fieles a la
orientación que se ha expuesto, el centro asume el control de la dinámica global de
revisión, decidiendo los objetivos y objetos de la evaluación, así como el diseño
metodológico para acometerla.
Se presenta a continuación un patrón metodológico de revisión interna, el cual no
ha de ser necesariamente rígido ni definitivo pues, en términos concretos, cada
experiencia será diferente en el tiempo y de una escuela a otra. Sin embargo, con
independencia del orden que pueden seguir ciertas tareas, hay una serie de cuestiones
ineludibles y aspectos de especial relevancia que se consideran al hilo de la secuencia
habitual de procesos de revisión orientados a la mejora (Bernhardt, 2004; LPA, 2004;
Goldring y Berends, 2009).

9.2.1. La planificación

La evaluación diagnóstica, entre otras cosas, implica recoger datos. Pero cualquier dato
(que servirá de evidencia) debiera ser recogido de forma sistemática, sin que ello
signifique excluir de antemano ningún tipo de información. Recoger evidencia
sistemáticamente significa:

– que habrá que definir, con cierto grado de precisión, la información que se va a
necesitar y
– que habrá que determinar las tareas que han de ser desempeñadas para poder
obtener dicha información.

Estas respuestas deben ser anticipadas en una fase inicial de planificación,


analizando y acordando los parámetros básicos que determinarán el fondo y la forma de
la dinámica de revisión (LPA, 2004; Earl y Katz, 2006; Goldring y Berends, 2009). Los
participantes en este diseño han de prestar atención a una serie de preguntas clave y dar
cumplida respuesta a las mismas.

A) ¿Con qué referencias normativas vamos a valorar?

Un factor esencial, culminante, en la revisión es la “valoración”. Pero los criterios a

205
partir de los cuales se emiten juicios de valor tienden a diferir entre individuos y grupos
dentro de la organización. Desde una perspectiva interna, la percepción de problemas
responde al mecanismo de la crítica. Las personas, aun sin tomar en cuenta potenciales
sesgos o prejuicios, manifiestan actitudes, opiniones o conductas críticas ante situaciones
que enjuician negativamente por comparación con sus criterios o normas internas. Sin
embargo, desde una perspectiva externa, operan también criterios en el ámbito social y
organizativo (hábitos, reglas, normas, metas…) en formas diversas (expresas o no, con
carácter formalmente vinculante o no). Tomando éstos como referencia, la percepción de
problemas respondería a un mecanismo de desviación, por cuanto las personas observan
algún grado de desajuste o ruptura con lo que es considerado social u organizativamente
deseable (o preceptivo). En tal caso, pues, la percepción de problemas responde a
criterios o normas externas, relativamente constantes y uniformes, que van más allá de la
esfera estrictamente personal o privada.
Si bien en cualquier centro escolar existen sistemas explícitos y codificados de
criterios, es entonces pertinente considerar si el comportamiento tanto individual como
colectivo los refleja. En este sentido, si toda actividad de revisión se dirige a un juicio de
valor sobre el objeto de evaluación, es crucial clarificar y especificar con qué referencias
normativas (metas, normas, criterios, estándares) se formulará esa valoración. De no
estar previamente articuladas, será necesario concertar o negociar los diversos sistemas
de preferencias a efecto de unificar unos criterios con los que enjuiciar colectivamente
(LPA, 2004).
En esencia, las referencias normativas establecidas trazarán un perfil de calidad: un
conjunto de enunciados que sirven como criterios e indicadores que expresan de forma
concreta a qué estados, cualidades o resultados se concede valor. El concepto y los
estándares de calidad que tenga la escuela (o que tenga que construir colectivamente al
amparo de los requerimientos externos) son el punto de partida y el destino de cualquier
esfuerzo de autoevaluación. Las múltiples y diversas facetas de la educación (la
actividad) en la escuela (las condiciones) deben ser clara y deliberadamente expresadas
en forma valorativa (metas seleccionadas), respondiendo a las preguntas ¿qué educación
se quiere tener? y ¿qué se desea que llegue a ser la escuela? por medio de conversaciones
y discusiones colectivas sobre las creencias y el propio potencial del centro escolar
(Conzemius, 2000). Este marco de referencia será precisamente el que haga posible
evaluar internamente el estado y funcionamiento de la organización, al tiempo que tomar
decisiones cuya meta última será la mejora de la propia calidad de la educación y su
influencia en el aprendizaje de los alumnos.
El conocimiento que propiciará la dinámica de auto-evaluación debe estar
fuertemente alineado con los estándares de calidad del centro escolar (LPA, 2004). De
este modo se hará explícito el grado de conexión entre lo que muestren los datos (y el
conocimiento obtenido sobre el estado o resultados en curso) y los requerimientos
curriculares y organizativos establecidos para la escuela, interna o externamente (la
interpretación vigente sobre el estado o resultados deseados). De ahí que los criterios e
indicadores de calidad sean un marco de referencia indispensable para determinar qué

206
datos hay que recoger sobre qué cuestiones para disponer de una información relevante
(Breiter y Light, 2006).

B) ¿Sobre qué cuestiones hay que recoger datos?

Un aspecto decisivo en la planificación de la revisión es la identificación clara del


“objeto de evaluación”. En sintonía con el perfil de calidad, es importante clarificar y
acordar una representación (de los aspectos, áreas, programas, servicios o unidades que
serán sometidos a análisis e interpretación) que sea común para todos. Normalmente
habrá que identificar y clarificar muchos y diversos tipos de datos (Bernhardt, 2004;
Marsh, Pane y Hamilton, 2006). En palabras de Conzemius, la toma de decisiones para
la mejora de la escuela basada en la auto-evaluación “abarca múltiples elementos
cuantitativos y cualitativos que son obtenidos y analizados dentro de una cultura que
comprende, respeta, celebra y espera un aprendizaje y mejora continuos para los
adultos tanto como para los niños o jóvenes” (2000: 38).
Es una práctica frecuente elaborar un “modelo diagnóstico” como punto de partida
para las tareas subsiguientes. La denominación hace referencia a los marcos conceptuales
de los que hacen uso los participantes para abordar la organización y comprenderla: un
conjunto de nociones y conceptos interrelacionados que representa a determinadas áreas
o sistemas de la organización y contribuye a explicar su funcionamiento (Harrison, 1987;
Scheerens, 2002). Considerando que los modelos diagnósticos de los que se disponga
determinarán la percepción y representación que se tenga del centro escolar, la actividad
de construir uno común exige de los participantes que piensen y comuniquen su propio
modelo, que lo confronten con el de los demás y que acuerden uno compartido que
resulte significativo y válido para todos. Es habitual que se refleje por escrito por medio
de una serie de enunciados y un recurso de síntesis en forma de esquema, imagen o
mapa conceptual en el que son identificados los elementos constitutivos de la realidad
(variables) y establecidas ciertas relaciones entre los mismos (hipótesis). Los modelos
diagnósticos pueden ser:

– más intuitivos o más sistemáticos;


– más sintéticos o más analíticos;
– elegidos (por ejemplo, seleccionados del conocimiento científico) o elaborados
(por ejemplo, resultado del conocimiento práctico o experiencia acumulada
por los agentes participantes).

En cualquier caso, un modelo diagnóstico influye en la elección del tipo de datos


que deberán ser recogidos y las cuestiones específicas que serán objeto de análisis, pues
sirve como marco de referencia que aporta sentido y explicación a las cuestiones
específicas que guiarán consecuentemente el análisis de la información y conducirán a la

207
toma de decisiones (LPA, 2004). Resaltando unos aspectos sobre otros,
caracterizándolos de una determinada manera, condicionará las preguntas planteadas
sobre la organización y las áreas cuyo examen recibirá más atención. Ello contribuirá
decisivamente a mantener la evaluación convenientemente focalizada y, en concreto, a
determinar qué información ha de ser recogida, cómo debería ser analizada e
interpretada, qué tipo de juicios valorativos pueden hacerse y con qué estándares e
incluso qué tipo de actuaciones pueden derivarse de los mismos. Así, aún en la actualidad
se continúa intentando determinar con el mayor rigor y precisión posibles esos “objetos·
de evaluación y, a la vez, articular los medios que permitan hacerlo (Bernhardt, 2004;
Marsh, Pane y Hamilton, 2006).
El principio básico es que los datos previstos deben ser claramente relevantes para
las personas que los van a utilizar y referirse, preferentemente, a aspectos sobre los que
éstas pueden ejercer alguna influencia o hacer alguna contribución (Breiter y Light, 2006;
Depka, 2006). La necesidad de conocer y seleccionar los datos concretos que serán
relevantes para tomar decisiones conlleva pues clarificar y determinar las necesidades
reales de aula o de centro, lo que requerirá la consulta o implicación directa de las
personas afectadas. Por ejemplo, para los profesores puede ser pertinente un cuestionario
sobre su asignatura para considerar las razones de aspectos tanto positivos como
negativos del aprendizaje de sus alumnos, a efecto de expandir su repertorio de
estrategias de enseñanza y ser capaces de responder a las necesidades individuales o
grupales de los alumnos.

C) ¿De quién o de dónde recoger los datos y cómo hacerlo?

Una cuestión controvertida que permanece en la auto-evaluación es la


“objetividad”. Desde una posición metodológica estricta, la auto-evaluación objetiva
puede verse como una “contradictio in terminis”, motivo por el cual, se insiste en
apoyar la objetividad mediante instrumentos que satisfagan criterios científicos
(Scheerens, Glas y Tomas, 2003). Pero tal criterio es susceptible de diversas
interpretaciones y, de hecho, existe una permanente discusión entre quienes defienden
una “tecnología de investigación” dura y quienes apuestan por otra simplemente
sistemática. Sin ánimo de resolver el debate, es conveniente no olvidar lo obvio: un
conjunto de personas implicadas en la educación escolar (profesionales y no
profesionales) tienen curiosidad y disposición por aprender y por mejorar su trabajo en
beneficio de otros (los alumnos). Esto es lo importante y no tanto la sofisticación
metodológica, instrumental o analítica, como pone de relieve la experiencia acumulada en
revisión interna de la escuela. Incluso cuando se cuenta con apoyo externo por parte de
“expertos” en las tareas más “técnicas”, los intereses y decisiones internas son
prioritarios. No siendo pertinente la generalización o la comparación de resultados de
investigación, se trataría más bien de ser razonablemente sistemáticos y rigurosos a la
hora de obtener respuestas válidas y prácticas a cuestiones o problemas que encuentran

208
los miembros de un centro escolar en un momento determinado y en unas circunstancias
específicas.
Se deberán seleccionar las fuentes de datos y prever que exista garantía de que
estén disponibles o pueda tenerse acceso a las mismas. Puede ser requisito consultar
fuentes secundarias (documentos como informes, actas, registros, archivos…), como
puede serlo acudir a fuentes primarias (los propios miembros de la organización u otros
agentes que actuarán como informantes). Lo esencial es que las fuentes sean
significativas en tanto que pueden proporcionar los datos que son relevantes (porque
servirán de evidencia) para responder a las cuestiones planteadas.
En el caso particular de las fuentes primarias, hay que detenerse en considerar las
opciones de procedimiento, es decir, seleccionar las técnicas o diseñar los instrumentos
de recogida de datos: entrevistas, grupos de discusión, cuestionarios, observaciones…
Cada uno de estos tipos de procedimientos tiene sus ventajas y sus inconvenientes, así
como sus variantes metodológicas (por ejemplo, en función de su grado de formalización
y estructuración), que habrán de tomarse en cuenta de acuerdo con las cuestiones de
análisis y las propias circunstancias organizativas que afectan a la dinámica de revisión.
En este sentido, es importante que sean aceptadas por los informantes y que resulten
técnicamente viables (porque se dispone de tiempo y capacidad para elaborar los
instrumentos, para aplicarlos correctamente, para analizar los datos que nos
proporcionen). Por lo demás, es recomendable combinar distintas técnicas o informantes
(triangulación) a fin de garantizar la necesaria contrastación de los datos y
proporcionarles valor de evidencia (LPA, 2004).

9.2.2. La implementación

Conlleva, en primer lugar, la “recogida de de datos” por medio de las actividades


decididas y utilizando los procedimientos arbitrados a tal efecto. En segundo lugar,
procede el “análisis de la información”, consistente en a) examinar, sintetizar y organizar
los datos aportados y b) exponer lo que reflejan e interpretarlos (darles sentido como
información y, en último término, hacer una valoración).
En virtud de las cuestiones específicas de revisión y de los datos recogidos, el
proceso analítico requerirá la aplicación de técnicas cuantitativas (con traducción
numérica de la información mediante análisis matemático de carácter descriptivo y/o
inferencial) o técnicas cualitativas (con traducción narrativa de la información mediante
análisis de contenido y recursos de síntesis). Los datos en bruto, pues, deben ser
reducidos o transformados para que constituyan una información clara y no abrumen ni
incapaciten para alcanzar comprensión. Los análisis de tendencias, las comparaciones o
desagregaciones, por ejemplo, sirven para dar sentido a grandes cantidades de datos y
ayudan a la gente a formarse una idea de su importancia (Depka, 2006).
Toda vez que los datos están sintetizados y organizados, la interpretación de los
mismos constituye una tarea sensible, pues requiere dar un salto desde los datos brutos

209
hasta su significado en un contexto particular o desde una comprensión de la situación:
¿qué evidencia muestran los datos?, ¿qué dicen?, ¿qué información se entiende que
proporcionan? Así, en este punto, adquiere relevancia otra de las notas definitorias de la
auto-evaluación diagnóstica: también implica hacer una interpretación. La mera
recopilación de datos no constituye, en sí misma, revisión. Unos determinados datos,
pese a lo sistemática que haya sido su recogida, pueden ser objeto de múltiples
interpretaciones (reflexiones, explicaciones) que deben dilucidarse (Marsh, Pane y
Hamilton, 2006). Por tanto, los datos recogidos con fines evaluativos han de ser
interpretados con una gran atención y cuidado, pues de otro modo la interpretación
puede conducir a conclusiones erróneas. La dificultad de esta labor aumentará en el
momento en que se maneje:

– información derivada de datos que difícilmente pueden ser interpretados


unívocamente (observaciones cualitativas, por ejemplo) y/o
– información derivada de datos que provengan de múltiples medios (por
ejemplo, observaciones, cuestionarios, auto-informes).

Sin duda, los centros escolares constituyen realidades complejas, por lo que es de
esperar datos evaluativos que proporcionen análisis igualmente complejos que incluirán
ambigüedades, anomalías, contradicciones y múltiples interpretaciones. En este sentido,
cuando aparecen dos o más interpretaciones diferentes, es necesario utilizar
triangulación a efectos de buscar hipótesis significativas o líneas de conocimiento que
puedan ser apoyadas por más de un análisis. Ello no hace sino poner de manifiesto la
importancia decisiva del factor “conocimiento”. Este conocimiento de la “realidad” o de
problemas que reconocemos en ella, en términos generales, tiende a ser provisional,
limitado, incierto o incompleto, debido tanto a su ambigüedad o complejidad intrínseca
como a las propias características intra e inter-personales de los sujetos, así como a las
condiciones organizativas que envuelven a unos y otros. Algo similar cabe afirmar
respecto de las potenciales soluciones a esos problemas: es posible aspirar a una solución
satisfactoria entre varias, pero difícilmente puede encontrarse una que sea óptima,
consistente en el tiempo y claramente dominante respecto a otras en función de sus
resultados anticipados. En cualquier caso, una revisión rigurosa puede aportar datos
amplios y sistemáticos que van más allá de percepciones iniciales o poco estructuradas y
servirán para reducir la incertidumbre sobre las prácticas educativas y escolares,
especialmente cuando no es suficiente la experiencia o ésta es limitada.
Por lo demás, el conocimiento que se posee sobre la “realidad” de la organización
puede variar mucho de un miembro a otro. En base a sus creencias, conocimiento y
experiencia particulares, cada individuo dispone en un momento dado de una imagen o
representación mental única. Ésta puede ser más o menos precisa y exhaustiva, más o
menos clara y consciente (y, por tanto, que se puede comunicar), más o menos variable
y cambiante. De ahí que las actividades de comunicación de doble vía y de colaboración

210
vinculadas a la dinámica de revisión hagan útil a ésta para negociar el conocimiento de
la situación presente entre diferentes sujetos y grupos en la organización. Éstos, al
interactuar compartiendo información y puntos de vista sobre los datos quizás
reconstruyan sus interpretaciones previas y puedan alcanzar una comprensión
compartida.
En suma, la actividad de toma de decisiones y de resolución de problemas que
articula de principio a fin la dinámica de auto-evaluación diagnóstica para la mejora de la
escuela está basada y dirigida por el conocimiento, lo que significa incidir en:

– Recoger datos sistemáticamente.


– Utilizar regularmente evidencia para valorar necesidades actuales y futuras.
– Emprender selectivamente procesos de mejora.
– Integrarlos en la cultura del centro escolar.

El camino a recorrer es una progresión hacia la comprensión desde los datos (ver
figura 9.2). Éstos no tienen significado por sí mismos, existen en bruto bajo muy diversas
formas utilizables o no. Que lleguen a convertirse en información depende de que sean
conectados de un modo significativo a un contexto o situación por la persona que los
mira. Así, cuando los datos son utilizados para captar y organizar una realidad, adquieren
un significado, desvelando una comprensión contextualizada o un flujo de mensajes
(Tabberer, 2003). Sin embargo, la información por sí sola tampoco conlleva
implicaciones para la acción futura. En el marco de las actividades de auto-evaluación, la
creación de conocimiento ocurre en el contexto de interacción social sobre la
información. El conocimiento, inserto en las personas, es creado por muchos flujos de
información anclados en las creencias y compromisos de sus poseedores.
Adicionalmente, el conocimiento constituiría el conjunto de información considerada útil
y eventualmente utilizado para guiar acciones, motivo por el cual se vincula al cambio de
algo o de alguien. Se entiende, pues, que está esencialmente relacionado con la acción
humana, bien motivándola, bien capacitando para acciones diferentes o más efectivas
(Tabberer, 2003; Breiter y Light, 2006).
En educación hay que reconocer como punto de partida la riqueza del
conocimiento tácito de los profesores (Breiter y Light, 2006). Éste es un conocimiento
personal, no articulado y es difícil de transmitir, pues no siempre se es consciente de
saber lo que se sabe. No obstante, se trata de un conocimiento bien asentado por la
experiencia y enormemente útil y flexible. Habitualmente es compartido a voluntad en
entornos de confianza a través de las relaciones interpersonales. En contraste, el
conocimiento explícito está formulado y altamente codificado y es fácil de transmitir y
gestionar en la organización a través de documentos, pero exige de un proceso de
asimilación para poder ser utilizado o aplicado (Bolívar, 2000). Pues bien, el trabajo de
reflexión y comunicación puede propiciar el aprovechamiento de ambos, así como la
conversión o el paso de uno a otro, creando un contexto óptimo de creación y

211
transmisión de conocimiento (Tabberer, 2003; Vakkayil, 2008).

Figura 9.2. Cadena de valor de los datos elaborados (realizado a partir de Ackoff, 1989).

Asimismo, la actividad de auto-evaluación diagnóstica no acaba en la mera


descripción e interpretación de lo que está ocurriendo (un medio para la comprensión),
sino que va aún más allá: debe incorporar un juicio de valor (un medio para la
valoración). Como destacan múltiples autores (Scheerens, 2002; McNamara y O’Hara,
2008), no puede afirmarse que la revisión haya sido completada hasta que la recogida
sistemática de datos y su interpretación culminan en ese juicio de valor. En términos muy
generales, el proceso de aplicación en curso contempla:

– disponer de las referencias normativas (metas, normas, criterios, estándares) en


relación con las cuales poder juzgar el valor de lo que va a ser evaluado
(acordadas en el proceso de planificación de la revisión);
– haber recogido sistemáticamente datos que analizados adecuadamente
proporcionan información relevante (evidencias) que es interpretada
cuidadosamente;
– aplicar la referencia normativa para determinar el valor del objeto de revisión
(básicamente, para determinar el ajuste de éste a la referencia establecida).

212
Ello permitirá identificar (o no) discrepancias (y su intensidad) entre el objeto “real”
(tal como es conocido a partir de las evidencias) y el objeto “ideal” (tal como es juzgado
deseable). Asimismo, hará posible alcanzar una explicación de esas discrepancias. En
suma, todo este proceso de implementación de la revisión es condición previa y necesaria
(pero no suficiente), pues habrá de orientarse en último término hacia una decisión sobre
la acción dirigida a resolver tales discrepancias (que se proyectará en la consiguiente
dinámica de mejora, articulada a su vez como un ciclo de planificación, implementación
y evaluación).

9.2.3. La devolución y la toma de decisiones

Finalmente, la actividad de auto-evaluación diagnóstica implica tomar decisiones de cara


a la acción. Pero ello debe llevarse a cabo en un marco (previo o simultáneo) de
comunicación de doble vía entre los miembros de la organización (y no sólo los que
hayan asumido la realización de tareas específicas en los procesos precedentes). La
justificación viene dada por los conceptos de “evaluación orientada a la conclusión” y
“evaluación orientada a la decisión”. El primero se refiere a un proceso evaluador que
conduce a un juicio valorativo sin ninguna referencia a la acción, mientras que el segundo
hace referencia a un proceso emprendido deliberadamente en aras de la propia acción.
En la práctica habitual, se procura respetar estos dos procesos, bien integrándolos, bien
secuenciándolos. Un proceso consiste en la “devolución”, esto es, la retro-información y
la interacción comunicativa entre los participantes que han de compartir los resultados (la
información) que arroja el análisis, centrando su atención en extraer conclusiones
orientadas a la comprensión y a la valoración. El análisis de la información proporciona
lentes para comprender aspectos complejos de la realidad escolar y de la mejora
potencial de ésta, pero tal comprensión ha de ser situada en el contexto del conocimiento
y de los juicios de los participantes a través de conversaciones, reflexión y creación de
nuevos pensamientos e ideas (Bernhardt, 2004).
La devolución de una revisión requiere haber preparado la información analizada
con vistas a la retro-alimentación, la discusión y la toma de decisiones, cuidando,
asimismo, el procedimiento y contexto para la comunicación efectiva de los resultados.
Para la retroalimentación, puede prepararse un documento o informe por escrito en el
que se presentan los resultados obtenidos para que esté disponible por la organización y
que todos los participantes puedan estudiarlo. Además, lo más conveniente es que ese
informe se presente y discuta de manera que los resultados puedan ser examinados en
común y detenidamente. Los participantes deben considerarlos a efectos de identificar
sus necesidades prioritarias (dónde están) en virtud de los criterios de calidad que hayan
determinado (a dónde quieren llegar). En consecuencia, la devolución ni es una
presentación unilateral, ni un evento aislado, ni busca la confirmación; se trata, más bien,
de dar la oportunidad de implicar a los miembros de la escuela en un diálogo sobre sí
mismos y sus circunstancias: un esfuerzo de comprensión compartida sobre lo que

213
sucede y lo que debería suceder, en un contexto normalizado de actividades de
comunicación colegiada o entre partes asociadas. En este sentido, los aspectos, áreas o
unidades que constituyeron inicialmente el “objeto” de revisión suelen determinar la
audiencia, por lo que es factible que la devolución y toma de decisiones, según el caso,
estén focalizadas en individuos, subgrupos o grupos de la organización (Scheerens, Glas
y Tomas, 2003).
Este complejo proceso se verá facilitado en la medida en que la auto-evaluación
realizada les haya conducido hasta una comprensión válida y veraz, bien porque refleja
con claridad (pero con datos reales y apropiados, no con asunciones o percepciones
difusas) lo que perciben y sienten sobre sus asuntos y preocupaciones principales
(actuando como un espejo de los actores en el centro escolar), bien porque está basada
en conocimiento causal sobre el estado actual de la educación escolar en la que están
implicados. Los participantes deben tener confianza en los datos, creer que representan la
realidad de la escuela y sus circunstancias. De ahí la importancia de cuidar la cadena de
valor desde los datos inicialmente recogidos (ver figura 9.2). Esa confianza en la calidad
de los datos “es una función del modo en que son recogidos, de la integridad con la
que son manejados y de la razonabilidad del análisis y las técnicas de reducción”
(Depka, 2006: 2).
En el camino recorrido, los participantes han convertido en conocimiento los datos
en crudo, relacionándolos con el contexto que los ha producido y haciéndolos
significativos en él. “La información se transforma en conocimiento utilizable cuando
los usuarios la sintetizan, aplican su juicio para priorizarla y sopesan los méritos
relativos de posibles soluciones” (Marsh, Pane y Hamilton, 2006: 3). Este otro
momento es, pues, el que implica buscar una respuesta a la situación en curso, derivar
algunas conclusiones orientadas a la acción o, lo que es lo mismo, el que reclama a los
participantes tomar decisiones y movilizarse de cara a acometer mejoras. En este punto,
el conocimiento dirigido a la acción puede informar distinto tipo de decisiones: determinar
metas y valorar el progreso hacia las mismas; plantear nuevas prácticas y valorar su
efectividad; fijar medidas para atender necesidades individuales o grupales; reasignar
recursos o apoyar procesos para incrementar resultados; iniciar medidas de desarrollo
profesional, social o institucional…
En todo caso, el proceso de toma de decisiones basado en datos no deja de ser un
modelo de “elección racional” que procede: a) determinando unos fines (que sirven como
criterios o indicadores de estados o resultados deseados); b) planteando medidas o
acciones alternativas (que servirían como medios o soluciones para alcanzar los fines); c)
valorando esos medios (analizando sus ventajas e inconvenientes o estimando sus
resultados probables) y d) seleccionando la mejor o más prometedora de esas opciones
(LEA, 2004; Goldring y Bertends, 2009). Los fines que se manejan en la toma de
decisiones pueden ser establecidos al efecto o pueden seleccionarse de entre los
estándares que se formularon con anterioridad para valorar los resultados aportados por
la revisión interna.

214
9.3. El contexto institucional para la revisión interna

La investigación ha resaltado el papel que juega la escuela (su actividad y sus


condiciones) en mejorar y asegurar la calidad de la educación escolar y la importancia de
que aquélla desarrolle la capacidad de sostener procesos de revisión interna que permitan
considerar las mismas cuestiones a lo largo del tiempo y en una perspectiva
comprehensiva. La forma en que los profesores enseñan e interactúan con los alumnos
en el aula es evidentemente crucial, pero estos procesos están influidos por el contexto
organizativo que los regula y condiciona o, lo que es lo mismo, por cualidades que tienen
que ver con el modo de interacción y funcionamiento de la escuela, con el liderazgo del
equipo directivo, con las relaciones con las familias, o con el apoyo entre los profesores y
el clima escolar global (McNamara y O’Hara, 2008). De ahí que los esfuerzos por
evaluar y mejorar la calidad y el funcionamiento del centro escolar estén plenamente
justificados. Un segundo argumento nos remite a la tendencia general que, aun con
altibajos y diferencias notables entre los sistemas educativos, propugna la
descentralización y la autonomía de las escuelas en el marco de gobiernos centrales que
limitan su papel en garantizar y controlar estándares de calidad y equidad a lo largo del
sistema escolar. El grado en que el funcionamiento autónomo de las escuelas constituye
una prioridad en un sistema educativo y el grado en que el “cuidado de la calidad” está
descentralizado a nivel de escuelas (pero apoyado a nivel de sistema), es, por tanto, una
cuestión relevante en esta discusión, pues la apuesta por una estrategia de auto-
evaluación supone reconocer a las escuelas o comunidades escolares un papel más
explícito, activo y autónomo en relación con los procesos de mejora, distinto al que suele
ir vinculado a otras estrategias de cambio planificado como las reformas y las
inspecciones externas (Scheerens, 2002; McNamara y O’Hara, 2008).
La legislación escolar y el papel de las agencias de evaluación externa en otros
países están ejerciendo una gran presión en el ámbito de la denominada “toma de
decisiones basada en datos” y la “gestión del conocimiento”, una función ligada a
sistematizar y categorizar variedad de datos, a la diseminación de información (buenas
prácticas, materiales de apoyo, fuentes y recursos de información), a proveer tecnologías
de la información que permitan un uso apropiado de datos para apoyar con éstos el
aprendizaje y la toma de decisiones en un contexto delimitado (ya sea el aula, el centro,
la comunidad, el sector) o a lo largo del sistema educativo (Breiter y Light, 2006;
McNamara y O’Brien, 2008). Sin embargo, en este terreno, las escuelas se enfrentan a
carencias importantes, pues los sistemas de información y la gestión del conocimiento
necesitan incorporar elementos logísticos de tiempo, cantidad y calidad de acceso a la
información. El hecho de identificar los datos específicos requeridos para tomar cualquier
decisión ya es de por sí un proceso complejo que consume mucho tiempo, cuanto más lo
es el proceso de toma de decisiones en un contexto intersubjetivo o colectivo.
Habitualmente, los profesores toman constantemente decisiones que afectan a sus
alumnos, influidos por factores ambientales diversos y aislados en sus aulas. Tienen
escasas oportunidades de ausentarse de la docencia para trabajar con la información. Por

215
otro lado, hay que contar con la falta de profesionales dedicados a la recogida y
procesamiento de datos y su distribución. Estas carencias comunes se han sorteado
tradicionalmente por otros medios y pautas de trabajo menos tecnológicas y más basadas
en la interacción social y las relaciones colegiadas (Breiter y Light, 2006). Pero no se
deja de insistir en la necesidad de inversión en recursos y sistemas de apoyo externo,
diseñados para facilitar la auto-evaluación de los centros escolares y profesores
(McNamara y O’Hara, 2008):

– Apoyos externos diseñados para facilitar la recogida de datos por centros y


profesores en orden al cumplimiento de los mandatos centrales de auto-
evaluación y estándares del sistema.
– Apoyos diseñados para propiciar la formación permanente de profesores sobre
teoría y práctica de la auto-evaluación en orden a que desarrollen modelos de
auto-evaluación sensibles a sus propios contextos.

Así, aun cuando para algunas tareas (como diseño de instrumentos o análisis y
retroinformación de datos) sea necesario contar con ayuda o apoyo externo sobre una
base más permanente, los equipos escolares necesitan poder formarse para diversas
tareas de la revisión interna (habilidades básicas en planificación, instrumentación y
recogida, análisis e interpretación), poder disponer de herramientas, plataformas o
mecanismos telemáticos de trabajo y comunicación dentro de la escuela, y poder acceder
a recursos en red, incluidos materiales de apoyo, información sobre buenas prácticas y
programas informáticos de aplicación (Marsh, Pene y Hamilton, 2006; Breiter y Light,
2006). Necesidades como éstas ponen de relieve lo controvertido que resulta reclamar o
promover desde fuera actividades de revisión interna de las escuelas para acometer
mejoras consecuentes, apelando a un cierto voluntarismo (o profesionalismo) pero sin
facilitar condiciones de trabajo que permitan vertebrar equipos docentes para trabajar en
ello o sin dedicar el respaldo institucional y recursos suficientes.

216
CUARTA PARTE

Los centros escolares en contexto y en relación

217
10
Implicación de las familias en la educación escolar
de sus hijos

No pocos a quienes les preocupa la educación escolar juzgan necesario revalorizar el


carácter inclusivo, participativo y democrático de ésta en la sociedad actual. En el
contexto de los cambios sociales y sus efectos en las instituciones socializadoras, se sigue
apelando a una redefinición del papel de los agentes educativos y de los escenarios
organizativos en los que actúan e interaccionan, con el propósito fundamental de integrar,
articular o compartir responsabilidad educativa entre las tres grandes esferas de influencia
que confluyen sobre el alumno: familia, escuela y comunidad.
Este capítulo está centrado en el ámbito familiar, aunque se aborda su indispensable
conexión con el centro escolar y con el ámbito comunitario. Se parte de una
sistematización de los niveles y formas básicas de implicación parental en la educación de
los hijos, para analizar, después, los factores que influyen en la decisión de implicarse y
de hacerlo de una forma u otra. En consonancia con ese conocimiento, que por un lado
describe y, por otro, explica el importante papel que puede jugar la familia,
contemplamos también las principales estrategias y acciones que se están acometiendo
desde centros docentes con el propósito de mejorar sus relaciones con las familias y, de
este modo, coadyuvar a que éstas tengan una influencia positiva en el aprendizaje de los
alumnos y en el trabajo escolar que se desarrolla en la propia organización. A lo largo del
texto se alude al ámbito de la comunidad en la medida en que tanto la familia como la
escuela tienen una notable aportación que hacer, señalando líneas de actuación que
responden a enfoques comunitarios.
En este capítulo se utilizarán, en aras de la simplificación, las expresiones “familia”
y “padres” como equivalentes y en un sentido amplio y diverso, en referencia a cualquier
persona o agrupación de personas responsable del desarrollo, cuidado o bienestar del
alumno.

10.1. ¿De qué formas se implican las familias en la educación de sus hijos?

La expresión “implicación parental” aplicada a la educación es muy imprecisa. El

218
concepto es multidimensional y abarca muchas y diversas formas de actividad y
escenarios (como veremos a continuación) que, globalmente, remiten a un tipo de
“compromiso” de la familia con la educación de sus hijos (definida en un sentido general
como desarrollo integral, o en un sentido restringido como aprendizaje escolar), el cual se
proyectará en unas acciones e interacciones que tienen por objeto tener una influencia
positiva en la misma (Mestry y Grobler, 2007).
Para categorizar la implicación de las familias en la educación, es muy frecuente
recurrir a la tipología propuesta por Epstein (1995). Aquí va a ser citada, pero
combinándola con otras propuestas que guardan coherencia con aquélla (Vincent, 2000;
Lueder, 1998), a efectos de delimitar tres amplios escenarios de implicación que permiten
agrupar de manera comprehensiva situaciones o formas de implicación múltiples y
altamente heterogéneas.

10.1.1. Implicación centrada en la familia

Este escenario refiere la intervención familiar deliberadamente orientada a ejercer un


efecto positivo en la educación de los hijos. Incluye el caso de la familia como “agente
independiente”, que mantiene una relación mínima con el centro escolar, incluso con
escasa comunicación e interacción. Lo que hacen los padres está desvinculado de lo que
se hace en la escuela, aunque tenga como objeto que los hijos tengan éxito en ésta. En
todo caso, la familia actúa como una espectadora de lo que ocurre en la institución
escolar y piensa que su intervención es algo separado de la misma, vaya ello o no
acompañado de confrontación (Bauch, 1994).
Puede ubicarse aquí la modalidad de crianza, a través de la cual la familia,
asumiendo las obligaciones básicas relativas al cuidado y bienestar de sus hijos, crea en el
hogar las condiciones positivas necesarias (seguridad, alimentación, sanitarias, de
interacción…) para hacer de él un entorno adecuado que asegure y apoye su proceso de
desarrollo y aprendizaje intelectual, afectivo, social y moral en un sentido genérico.
Asimismo, los padres pueden asumir específicamente la responsabilidad en apoyar el
aprendizaje de sus hijos en el hogar. Este rol de tutor, educador o profesor en casa puede
concretarse en aspectos generales de orientación (discutir actividades o asuntos escolares,
organizar el trabajo y ambiente de estudio, tomar decisiones académicas, planificar su
futuro…), en aspectos específicos relacionados con las tareas escolares en casa
(supervisar la realización de los deberes, aclarando dudas de comprensión o
procedimiento, dando consejos para resolver ejercicios o pautas de estudio) o puede
hacerse extensible a enseñar o dar instrucción complementaria que amplíe su aprendizaje
(Bauch, 1994; Epstein, 1995).
Por otra parte, cabe incluir también en este escenario el caso de la familia como
“agente consumidor” o cliente que exige y paga un servicio (Vincent, 2000). En este
caso, el alcance de la intervención familiar viene dado, básicamente, por su capacidad
para elegir el centro escolar que más satisfaga sus preferencias y, llegado el caso, para

219
decidir la salida del mismo, capacidad cuyo ejercicio llevaría a que los centros escolares,
concebidos como un bien de consumo privado y en competencia unos con otros,
procurarán prestar servicios con la mayor calidad posible, tras rendir cuentas ante los
padres (Bolívar, 2006). Fuera de estos aspectos (por ejemplo, en aquellos relativos a la
gestión o funcionamiento del centro), la intervención familiar tenderá a ser bastante
limitada.
En un caso y otro, cabe situar en este escenario la modalidad de comunicación.
Entre familia y escuela hay un intercambio comunicativo, pero, como mínimo, una
obligación básica por parte de ésta de crear y mantener un sistema de comunicación para
informar a los padres acerca de los programas escolares y el progreso de sus hijos
(Epstein, 1995).

10.1.2. Implicación centrada en la escuela

Este otro escenario refiere la intervención de la familia en la educación escolar de sus


hijos basada en la comunicación y el trabajo conjunto con el centro docente. Este
escenario incluye la familia como “agente de apoyo” a la escuela. Los padres se implican
voluntariamente prestando ayuda y apoyo en diversas áreas, particularmente en lo que se
refiere a los planes o programas escolares y a las actividades educativas (Bauch, 1994;
Epstein, 1995). En tales situaciones, prima un rol parental dependiente de las iniciativas
del centro o de los docentes (profesionales). Incluso como “agente voluntario”, la familia
no hace sino cumplir con su deber o responsabilidad de ser miembro de la escuela
(Symenou, 2005).
Teniendo presente que tal apoyo puede ser prestado tanto participando en el propio
marco escolar como en el marco familiar (especialmente, en el hogar) y que lo ideal sería
la combinación de ambos (Lueder, 1998), adquiere aquí protagonismo la comunicación y
coordinación entre docentes y padres en relación con el progreso académico de los
alumnos y las tareas escolares en el hogar. La familia ayuda al hijo en el hogar pero,
particularmente, en lo que atañe a las actividades cotidianas solicitadas por los profesores
y en respuesta a peticiones de coordinación. Los padres, por tanto, actúan como un
recurso de apoyo a la actividad docente para asegurar la continuidad y progreso del
aprendizaje de sus alumnos (Bauch, 1994; Epstein, 1995).
La relación está orientada a obtener apoyo parental, fundamentalmente a través de
una serie de prácticas y actividades, preferentemente consideradas útiles y apropiadas por
el centro escolar, no ya sólo para la educación escolar de sus alumnos, sino también para
la institución escolar y lo que ésta hace (su currículo, sus programas, sus actividades).
Cuando los padres prestan ese apoyo, lo que hacen básicamente es proporcionar su
tiempo, su esfuerzo e incluso su conocimiento, lo cual viene a constituir una
transferencia de recursos de la familia a la escuela que no deja de estar tutelada e incluso
dirigida por esta última institución (De Carvalho, 2001). Ello evoca una interacción
asimétrica, que se haría patente en el caso de que los profesionales de la enseñanza

220
habrían de transmitir (además de a los alumnos) conocimientos y habilidades a los padres
que, a su vez, habrán de llevar a cabo con sus hijos una transferencia de recursos en
sintonía con la que llevan a cabo los primeros. De aquí cabe inferir, naturalmente, que las
familias presentan siquiera cierto déficit en lo que se precisa para educar a los alumnos,
déficit que incluso puede proyectarse en éstos.
Otro ámbito de implicación parental es la intervención en la toma de decisiones que
afectan al gobierno y funcionamiento del centro escolar en su conjunto. Las familias y
otros miembros de la comunidad participan en el gobierno de la escuela y también
pueden trabajar para que constituya un contexto comunitario relevante, a través de la
participación en asociaciones, comités y grupos de trabajo con capacidad decisoria o
autonomía de acción. Así, además de su participación en procesos de toma de decisiones
que afectan a la política del centro, pueden abrirse otros espacios para la orientación,
formación o educación de padres, en los que habrá intercambio de roles (audiencia, co-
aprendices, educadores) (Bauch, 1994; Epstein, 1995).
Por otra parte, es posible en este escenario que la familia intervenga como “agente
asociado” (partner). Se crean relaciones de asociación (partenariado) cuando familia y
escuela intervienen voluntariamente en ellas, pudiendo compartir objetivos comunes,
pero, sobre todo, emprender actuaciones conjuntas en las que dependen mutuamente
unos de otros (Springate y Stegelin, 1999). La interacción comportaría no sólo que los
padres apoyen a los profesores, sino también que éstos apoyen a aquéllos en la
educación de los alumnos/hijos, y cuya responsabilidad se entiende compartida. En este
tipo de relaciones, las familias son consideradas un recurso para la escuela, como ésta
representa un recurso para aquéllas, de manera que lo que se produce es un intercambio
de recursos en el que intervienen unos y otros (e incluso la comunidad en general). Las
connotaciones de igualdad son inherentes al “partenariado”. Los agentes involucrados
contribuyen o, al menos, pueden llegar a contribuir (incluso con conocimiento,
habilidades, ideas, experiencia…), en condiciones de igualdad, a la educación, incluida la
educación escolar (Lueder, 1998).
No obstante, Vincent (2000) advierte de que la igualdad puede, en estos casos, ser
mera aspiración o declaración retórica y carecer de correspondencia con la realidad.
Considera que tal igualdad es especialmente difícil de sostener cuando se establecen
relaciones entre profesionales y padres en las que los primeros terminan desempeñando
un papel dominante por la supuesta superioridad de su conocimiento experto (por
ejemplo, cuando definen situaciones y problemas o formulan soluciones), y los segundos,
destinatarios de la aplicación de ese conocimiento profesional, desempeñando un papel
secundario e incluso marginal, pese a que los propios docentes les estimulen a intervenir
activamente en atención a sus legítimos intereses. En pocas palabras, las relaciones entre
profesores y padres suelen caracterizarse no tanto por la igualdad, cuanto por el
desequilibrio de poder a favor de los primeros. Como consecuencia de ello, la capacidad
de acción parental es todavía limitada dentro de este marco de relaciones, lo que, por
otra parte, no resta legitimidad a que los centros escolares tomen iniciativas orientadas a
obtener ayuda de las familias.

221
10.1.3. Implicación centrada en la comunidad

El tercer escenario refiere la intervención parental en las instituciones educativas públicas


en general (y no tanto un centro escolar en concreto). Este tercer escenario incluye el
caso de la familia como “agente ciudadano” (Vincent, 2000). Los intereses de los padres
no estarían focalizados exclusivamente en el rendimiento académico o el bienestar de sus
hijos (considerados individualmente), sino también en la enseñanza que reciben y los
centros donde son educados, e incluso en las condiciones políticas, económicas o
culturales en que adquieren sentido: en definitiva, lo que atraería sus intereses sería la
educación en general, en cualquiera de sus facetas relevantes (Epstein, 1995). Entonces,
su intervención se proyectaría en la colaboración con la comunidad. Los padres
(habitualmente en coordinación con o junto a la escuela) colaboran con organismos,
organizaciones, asociaciones y grupos de la comunidad con los que comparten
responsabilidades relativas a la educación de sus hijos. Incluso, pueden estar implicados
en los mismos, participando en su gestión y toma de decisiones.
En este escenario se plantean dos líneas de actuación distintas que, en ocasiones, se
complementan. De una parte, los servicios de la comunidad permiten a las familias
atender sus necesidades y resolver sus problemas. Ésta es la línea de la “provisión de
servicios”, dirigidos a proporcionar los apoyos complementarios que requieren los niños
y sus familias, tanto como a asegurar la propia viabilidad social y económica de la
comunidad. Es posible, incluso, que las escuelas se conviertan en centros de recursos (o
centros integrados de servicios) para las respectivas comunidades geográficas. De otra
parte, las familias y los centros escolares prestan apoyo a la comunidad. Ésta es la línea
de desarrollo de la comunidad, en la que se establecen relaciones inclusivas entre los
miembros y servicios de ésta, que se organizan en forma de redes y actúan
conjuntamente como agentes de cambio o de desarrollo de la comunidad que
constituyen.
Los intereses de las familias serán previsiblemente heterogéneos, pero habrá grupos
o colectivos que, compartiendo una perspectiva sobre ciertos aspectos de la vida social,
coincidirán en cuanto a ciertos intereses aunque difiera su punto de vista sobre otros
aspectos. En todo caso, podrían ser presentados en espacios públicos caracterizados por
el diálogo abierto, mereciendo respeto todas las opciones, lo que puede considerarse en sí
mismo un valioso recurso para todos. En este contexto, podrían alcanzarse compromisos,
pactos e incluso acuerdos, pues si la participación en la discusión pública da cabida a
diferentes perspectivas igualmente respetadas e impulsa su expresión, habrá quizás más
posibilidades de alcanzar soluciones adecuadas, aunque imperfectas, a problemas
compartidos. Pueden este tipo de grupos o colectivos considerarse redes de ayuda o
apoyo mutuo en el ámbito de la comunidad, pudiendo extenderse, naturalmente, más allá
de la escuela, incluso cuando ésta actuara como una comunidad (Vincent, 2000).

10.2. ¿Por qué y cómo las familias deciden implicarse?

222
Con los escenarios y situaciones descritas como telón de fondo, es importante tomar en
consideración qué aspectos influyen en la implicación parental, es decir, qué explica que
unas familias se impliquen y que otras no lo hagan o por qué el rol parental referido a la
implicación en la educación de los hijos (y la influencia que ejerce) puede diferir de unos
casos a otros. Para arrojar luz sobre estas cuestiones, son pertinentes las aportaciones de
Hoover-Dempsey y sus colaboradores, que han investigado los factores o condiciones
que intervienen en las decisiones y actuaciones parentales, desarrollando un modelo
teórico del proceso que relaciona el porqué de la decisión de implicarse, las formas que
adopta esa implicación y cómo ésta contribuye a los resultados académicos de los hijos
(Hoover-Dempsey y Sandler, 1995, 1997).

10.2.1. Factores de decisión

La contrastación empírica y la revisión del modelo han destacado tres tipos de factores
que influyen en la decisión parental de implicarse y en la elección de la forma de
implicación (ver figura 10.1):

a) Un factor clave lo constituyen las creencias que motivan a los padres a


implicarse y que están definidas a partir de la propia construcción psicológica
del rol parental y de su sentido de la auto-eficacia para ayudar a sus hijos a
tener éxito en la escuela. Las experiencias directas, las experiencias vicarias, la
persuasión verbal y el apego emocional serían factores concretos que
contribuyen al sentido de tales creencias y percepciones. La familia construye
su rol parental (esto es, la implicación se percibe como parte integrante del
mismo) a partir de sus contextos sociales y escolares en interacción con sus
propias ideas sobre los que significa “ser padres” y cuidar del desarrollo de sus
hijos. A ello contribuyen de manera específica sus expectativas sobre el éxito
escolar de sus hijos y sus creencias sobre quién es responsable de esos
resultados deseados y sobre qué debe hacer al respecto. Consecuencia de todo
ello, los padres tenderán a construir un rol activo o un rol pasivo respecto de
la implicación en la educación escolar de sus hijos (Hoover-Dempsey y otros,
2005). La familia que ha decidido implicarse decide (o busca determinar)
también cómo ocurrirá esa implicación, lo que hará, esencialmente,
seleccionando formas y niveles de implicación para llevarla a cabo. En
general, los padres elegirán modalidades de implicación congruentes con
conocimientos y habilidades específicas que perciben disponibles en ellos y
con las que piensan que pueden tener éxito o hacer una aportación positiva a
la educación escolar de sus hijos. El sentido de auto-eficacia, o creencia en la
propia capacidad para actuar de manera que contribuya a producir resultados
deseables, requiere tener experiencias de éxito, oportunidades para observar a

223
otros adultos ayudando a sus hijos y estímulo desde otros miembros de la
familia y desde el profesorado. Incluso en el caso de un rol activo, la falta de
un sentido de auto-eficacia ante la repetición de dificultades o fracasos y la
ausencia de intervenciones externas puede llevar a los padres a adoptar un rol
pasivo (Hoover-Dempsey y otros 2005).
b) Otro factor clave lo constituyen las percepciones que la familia tiene de las
invitaciones que otros les hacen para implicarse en la educación escolar. Estas
invitaciones, oportunidades o demandas específicas de que son objeto los
padres ejercerán también, previsiblemente, una influencia en la decisión de
implicarse y en la modalidad de intervención que elijan para hacerlo. Así como
la tendencia general observable en los hijos o en el centro escolar pueden
afectar a la decisión, sus manifestaciones específicas pueden influir en la
modalidad que se elija para ello, ya sean formas de implicación centradas en el
hogar o centradas en la escuela. En este sentido, juegan un importante papel
las invitaciones explícitas de los docentes y las oportunidades concretas que
éstos brindan a los padres para comunicarse, incluso para asesorarles y
capacitarles, en relación con las tareas escolares de los alumnos en el hogar y,
por extensión, su proceso de aprendizaje escolar en el aula. Las invitaciones
procedentes de los hijos pueden incluir solicitudes explícitas de ayuda tanto
como necesidades que se expresan implícitamente, lo que estará relacionado
con su nivel general de desempeño, la dificultad experimentada con la
realización de las tareas escolares, su deseo de independencia y la propia
valoración que hacen los alumnos de las actividades de implicación de sus
padres (Hoover-Dempsey y otros, 2001; 2005).
c) El otro factor principal estaría conformado por las percepciones familiares
acerca de las condiciones que determina su propio contexto vital, en términos
de un conjunto de demandas. Estas demandas a las que están sometidos los
padres, particularmente las referidas a energía y tiempo, suelen estar asociadas
a responsabilidades y obligaciones personales o familiares, entre las que cabe
destacar el empleo. Pueden plantear tanto posibilidades como limitaciones a
las actividades de implicación educativa, aunque a menudo introducirán
restricciones respecto a aquellas disponibles para cualquier familia. En todo
caso, tales demandas generadas por las correspondientes responsabilidades
afectan, sobre todo, a la elección de modalidad de implicación, y no tanto a la
decisión de implicarse de o no (Hoover-Dempsey y otros, 2001).
Consecuentemente, aquella familia que incluye la implicación dentro de su rol
parental tenderá a adoptar la decisión básica de hacerlo, contando con que
experimenta un sentido de eficacia respecto al aprendizaje y logro académico
de sus hijos y seleccionará, no obstante, aquellas modalidades que se ajusten a
las demandas derivadas de sus responsabilidades. Por el contrario, aquellos
otros padres que no asimilen la implicación educativa a su rol parental ni
consideren que la misma pueda ser eficaz para sus hijos decidirán no

224
implicarse, casi con independencia de las demandas a que estén sometidos a
causa de sus propias responsabilidades u obligaciones.

Figura 10.1. Modelo teórico del proceso de implicación parental (niveles 1 y 2) (elaborado a partir de Hoover-
Dempsey y Sandler, 1995, 1997).

10.2.2. Factores de modulación

Con todo, existirían factores mediadores de los efectos de la implicación educativa de la


familia. Hoover-Dempsey y Sandler (1995, 1997) consideran que es posible identificar
una serie de procesos que pueden contribuir a que los hijos obtengan unos determinados
resultados positivos, ejerciendo su particular influencia en ellos. Estos procesos operan en
el contexto de las prácticas que ponen de manifiesto la implicación parental, lo que, a su
vez, constituye una de las múltiples fuentes de influencia en los resultados de los alumnos
y en las actitudes positivas y compromiso que éstos desarrollan hacia la educación
escolar (Hoover-Dempsey y otros, 2005). Podrán ser identificados en cualquiera de las

225
modalidades de implicación elegidas. Destacan estos autores tres mecanismos básicos
(ver figura 10.2):

a) El modelamiento. La familia influye positivamente en los resultados de sus


hijos modelando conductas y actitudes relevantes para la educación que están
recibiendo en el centro escolar. Básicamente, al involucrarse en una serie de
actividades más o menos próximas a las actividades escolares cotidianas
(desde invertir tiempo en comentar el trabajo realizado en clase a acudir a un
encuentro informativo dirigido específicamente a los padres), su
comportamiento muestra a los hijos que las actividades escolares son
significativas y valiosas no sólo para ellos sino también para la familia,
mereciendo el interés, el tiempo y el esfuerzo de ésta.
b) El reforzamiento. Los padres también influyen positivamente en los resultados
educativos de sus hijos reforzando determinados aspectos específicos de su
aprendizaje. En efecto, al involucrarse en el proceso educativo de sus hijos, la
familia les proporciona recompensas –como atención o elogios– que son
vinculadas a determinados elementos de los que depende el éxito escolar.
Siempre que no interfieran con el papel que ha de ser desempeñado por la
motivación intrínseca de los alumnos, que sean seleccionados adecuadamente
y que se apliquen a aspectos realmente relevantes para el éxito escolar, esos
reforzamientos serán importantes por la contribución que prestarán a la
elicitación y mantenimiento de conductas decisivas para el mismo.
c) La instrucción. Por último, la familia influirá positivamente en los resultados de
aprendizaje de sus hijos mediante la instrucción directa. Ésta puede adoptar
dos formas con sus correspondientes resultados característicos: instrucción
cerrada, normalmente consistente en instrucciones, órdenes o demandas de
respuesta correcta, la cual tenderá a favorecer meramente el aprendizaje de
datos y hechos; e instrucción abierta, normalmente consistente en plantear
cuestiones o solicitar reflexiones, explicaciones o anticipaciones, la cual
tenderá a favorecer formas más complejas de aprendizaje.

226
Figura 10.2. Modelo teórico del proceso de implicación parental (niveles 3, 4 y 5), elaborado a partir de Hoover-
Dempsey y Sandler (1995, 1997).

A esos mecanismos básicos, hay que añadir dos variables moduladoras de la


influencia positiva de la implicación parental en los resultados educativos de los alumnos
(Hoover-Dempsey y Sandler, 1995, 1997):

– De una parte, la selección y uso por parte de la familia de estrategias y


actividades de implicación que sean adecuadas para el alumno (en particular,
para su nivel de desarrollo), percibidas también como adecuadas por éste (en
el sentido de que sean sensibles al mismo), por lo que los padres deben
conocer las capacidades del hijo y actuar respondiendo a sus necesidades.
– De otra parte, la selección de estrategias y actividades de implicación que se
ajusten a las metas y expectativas del centro escolar y sean consistentes con
ellas, lo que, a menudo, comportará que la familia tenga que adaptarse a éste,
aunque la situación idónea pudiera ser la negociación y el acuerdo respecto de
unas metas y expectativas comunes.

Otras aportaciones, como las que proporcionan las teorías del “capital social” y del
“capital cultural”, vienen a complementar postulados del modelo presentado. Ello se pone
de relieve, por ejemplo, cuando se defiende que las familias con mayor capital social
(acceso a redes sociales e información a través de contactos e implicación en los aspectos
sociales y organizativos de la vida del centro escolar y de la comunidad) y con mayor
capital cultural (nivel y naturaleza de los recursos de conocimiento, valores y creencias
de que dispone, o puede obtener, a través de la implicación directa en procesos
educativos) tienden a implicarse más en la educación y en la escuela porque disponen de
más apoyos, de marcos de referencia similares y construyen sus relaciones con los

227
profesores y el centro escolar en términos de mayor confortabilidad y confianza (Bolívar,
2006).
En cualquier caso, aun cuando es necesario profundizar en la investigación de los
factores sociológicos que influyen en la interacción entre familia y escuela (De Carvalho,
2001), la contribución de Hoover-Dempsey y colaboradores para explicar el proceso de
implicación parental ha sido utilizada extensamente como referente normativo para
sugerir prácticas efectivas, pues contempla elementos (como la percepción de
invitaciones u oportunidades, o como los factores mediadores y variables moduladoras),
susceptibles de intervención deliberada por parte de la escuela y los docentes a través de
una gran variedad de actividades que pueden fomentar en las familias la adopción de un
rol más activo y un mayor sentido de la auto-eficacia, tanto como para mejorar las
relaciones con el centro escolar. Todo ello se vincula al desarrollo de actitudes positivas
hacia la educación y de una amplia gama de capacidades en el alumno que apoyan su
aprendizaje en general y su rendimiento académico en particular (Hoover-Dempey y
otros, 2005).

10.3. ¿Qué hacer desde el centro escolar?

Considerando la escuela como un contexto de interacción, no en forma abstracta sino


concreta, entre diferentes agentes con necesidades y problemas propios, así como con
potencialidades también propias, pueden plantearse múltiples opciones estratégicas que,
adaptadas a intereses y condiciones singulares, sirvan para promover formas de
implicación parental que supongan tanto prácticas de socialización positiva (implicación
no académica) como apoyos a la mejora y calidad de la educación escolar de los alumnos
(implicación académica) (Redding, 2000). Las categorías que describen formas o niveles
de implicación de los padres, así como los modelos explicativos como el precedente, se
utilizan con frecuencia como marco de referencia para representar el rango y tipo de
actividades que pueden ser consideradas a efectos de evaluar iniciativas presentes o
diseñar programas futuros (Bauch, 1994). Dado que las características e intereses de las
familias serán diferentes, como también lo serán sus pautas de implicación educativa y
sus relaciones con el centro escolar, éste tendrá que optar por diferentes estrategias
(Allen, 2007).

10.3.1. Estrategia de comunicación

El desarrollo de estructuras y sistemas de comunicación fluidos y frecuentes entre


escuela y familias constituye la base para apoyar valores de confianza y relaciones
constructivas entre ambas partes. Un nivel básico es la comunicación con el profesor a la
hora de comprender expectativas mutuas, de generar confianza, de concertar acciones y
de compartir un conocimiento directo y continuado de los hábitos de aprendizaje,

228
actitudes hacia la escuela, interacciones sociales y progreso académico del alumno
(Hoover-Dempsey y otros, 2005; Bolívar, 2006). La comunicación en este nivel tiende a
adoptar el carácter de “consulta” y constituye una estrategia fundamental para dar “voz”
a los padres y tomar en cuenta sus perspectivas y experiencias (Allen, 2007).
Pero otro nivel clave es la comunicación con el centro, no sólo en relación con la
gestión de asuntos administrativos y la información acerca de la normativa, servicios y
programas del mismo, sino también, y sobre todo, con respecto a propiciar un ambiente
acogedor o un clima que valore las iniciativas de comunicación continua y en ambas
direcciones y ofrezca oportunidades y coordinación para ello. Hay múltiples ejemplos de
mecanismos y formatos (ver cuadro 10.1) que pueden seleccionarse o combinarse a tal
fin (en función de circunstancias, necesidades e intereses) por medios verbales, escritos o
informáticos como página web o e-mail (Redding, 2000; Hoover-Dempsey y otros, 2005,
Hanhan, 2008):

Cuadro 10.1. Aplicaciones en comunicación

• Entrevistas entre padres, profesores y alumnos previstas de antemano (agenda).


• Tiempos asignados para disponibilidad de profesores.
• Contactos o conversaciones informales.
• Guía telefónica en cada aula para el contacto entre padres o en cadena.
• Tarjetas o notas para comunicar con rapidez progresos, preocupaciones, recordatorios,
sugerencias o solicitudes.
• Agenda escolar o libreta de anotación del alumno (estándar o, mejor, deliberadamente diseñada).
• Tiempos asignados y teléfono de información del centro.
• Folletos o boletines informativos para comunicación masiva (plazos, actos, eventos).
• Avisos o notificaciones con carácter general o particular.
• Tablón de anuncios para los padres.
• Pancartas o artefactos visuales.
• Prensa escolar en la que pueden participar los padres.
• Buzón de sugerencias de los padres.
• Informes con periodicidad variable.

La importancia de la comunicación no radica sólo en facilitar ciertas actuaciones


que implican básicamente transferencia de información (por ejemplo, en el caso del
seguimiento de las tareas escolares para casa), sino también en ser un componente
transversal a otras formas o actividades de implicación parental que conllevan una
estrecha interacción. De cualquier modo, será conveniente poner una atención especial
en eludir o minimizar posibles barreras a la comunicación efectiva. A este respecto,
Johnson y McComb (2008) se hacen eco de estudios que han documentado errores y
fracasos en la comunicación entre el centro docente y los alumnos y sus padres: en la
iniciación de la misma, en hacerlo con suficiente prontitud cuando un alumno

229
experimenta dificultades, en hacerlo con la regularidad adecuada, en mantener el
compromiso en torno a los canales o medios acordados, en utilizar modos y mensajes
claros… Dada la relevancia que tiene (y el tiempo y energía que requiere) para el tema
que nos ocupa, la escuela puede abordar deliberadamente la mejora de la comunicación
con las familias, básicamente, en tres direcciones principales (Hanhan, 2008; Mestry y
Grobler, 2007):

– ampliar las oportunidades de interacción (considerando su diversificación, pero


también su utilidad y valor educativo);
– priorizar medios ricos (basados en formas de diálogo y contacto interpersonal
que reduzcan los problemas vinculados a la cantidad y calidad de información
elaborada y transmitida) y
– reducir la ambigüedad (dependiente de la posibilidad e inmediatez de la
retroinformación en ambos sentidos).

Cabe concluir que donde haya una relación familia-escuela de calidad habrá una
comunicación de calidad basada en el diálogo, en la confianza y en un interés compartido
por beneficiarse de su potencial educativo (Allen, 2007).

10.3.2. Estrategia de asesoramiento

La estrategia de asesoramiento incluye múltiples formas de ayuda a los padres (consejo,


orientación, asistencia, acompañamiento, provisión de materiales, formación,
coordinación…) en la resolución de problemas y en el desarrollo de capacidades que
tienen que ver con su implicación educativa, asociándose a un incremento de la eficacia
potencial del centro escolar (sin ignorar la calidad y cantidad de la instrucción que éste
proporciona ni las disposiciones y capacidades de los alumnos) (Johnson y McComb,
2008). Aunque pueden responder a temáticas muy diversas, los programas y actividades
de asesoramiento tienden a concentrarse en los aspectos alterables de dos áreas
complementarias como son el “currículo del hogar” y las “tareas escolares en casa”
(Redding, 2000).
El currículo del hogar refiere aquellos aspectos de la actuación de los padres
(asociados a las prácticas de crianza) que tienen una relación específica con los
resultados escolares del alumno. Incluye tres amplias áreas de valor educativo: las
relaciones padres-hijos, las rutinas de la vida familiar, así como las expectativas familiares
y el control sobre la conducta de los hijos. En cada una de estas áreas, la investigación ha
identificado prácticas o patrones de comportamiento que ejercen una influencia positiva,
contribuyendo a desarrollar la habilidad del alumno para aprender en el aula (Redding,
2000). Básicamente, estos beneficios están vinculados a:

230
– Construir unas relaciones basadas en compartir tiempo y experiencias
regularmente, en el apoyo emocional y en el diálogo con un lenguaje rico.
– Establecer rutinas orientadas a propiciar límites predecibles en la actividad
diaria, uso productivo del tiempo y curiosidad y experiencias de aprendizaje
como algo habitual.
– Mantener expectativas altas (pero realistas) que marcan metas y pautas de
actividad y de relación para los hijos y les transmiten lo que es considerado
importante.

En cuanto a las tareas escolares para casa, los estudios han evidenciado sus
efectos positivos en el desarrollo de capacidades y hábitos que afectan al rendimiento
académico, además de servir como referencia a profesores y a padres para conocer el
progreso de aprendizaje del alumno y clarificar expectativas de logro. Asimismo, ha sido
destacada la relevancia de la implicación de la familia en esta área, que sirve como enlace
clave con la escuela (Diedrich, McElvain y Kaufman, 2007). Las tareas escolares para el
hogar pueden tener múltiples propósitos, pero, en general, son más eficaces cuando
(Redding, 2000; Johnson y McComb, 2008):

– son asignadas con regularidad (frecuentemente) para trabajar y afianzar los


contenidos presentados previamente en el aula por el profesor;
– son devueltas pronto por el profesor con comentarios (individualizados) sobre el
trabajo realizado por el alumno y tenidas en cuenta con una calificación.

La investigación ha resaltado la importancia de los deberes para casa, no sólo por


sus beneficios para el proceso de aprendizaje del alumno, sino también porque es un área
en la que, fácilmente (o con pocos recursos), puede incrementarse la percepción en la
familia de que su implicación es posible y deseable, y “pueden crearse ambientes de
trabajo apropiados, practicar asesoramiento y desarrollo de habilidades, llevar un
seguimiento del progreso del alumno, y mantener una comunicación continua entre el
trabajo en la escuela y las familias” (Johnson y McComb, 2008: 8). La comunicación
con los profesores es, pues, básica y puede ser objeto de una atención especial a través
de diversos medios de información (ver apartado anterior) o recurrir a estrategias como
(Hoover-Dempsey y otros, 2005; Diedrich, McElvain y Kaufman, 2007):

– la asignación regular de tareas escolares para casa que requieren interacción con
la familia;
– la distribución de trabajos del alumno para que éstos puedan ser objeto de
supervisión y comentario por los padres o
– la devolución de esas mismas tareas o trabajos con comentarios alentadores y
resaltando los beneficios o conexiones con el progreso del alumno.

231
El centro escolar, además, puede facilitar el esfuerzo de estudiantes, profesores y
padres en este terreno, determinando normas de aplicación general acerca de la cantidad,
naturaleza y calidad de tales tareas que propicien un desarrollo gradual y consistente de
este hábito de trabajo.
Con respecto a las dos áreas indicadas, la escuela puede ayudar a las familias (a casi
todas, con independencia de la clase social, el nivel educativo o la situación económica de
éstas) para trabajar en la línea de pautas de acción y de interacción positivas. De la
misma manera que, a título personal, los padres acuden con frecuencia a los profesores
para buscar orientación a través de entrevistas o de conversaciones informales es
importante mantener una comunicación regular y un diálogo genuino entre unos y otros
(Allen, 2007). Desde el centro se pueden facilitar oportunidades para incentivar y
extender la orientación en estos aspectos a todas las familias: elaborar y difundir folletos
informativos o material de apoyo escrito, invitar a charlas o encuentros son iniciativas
asequibles y útiles para aconsejar a los padres que sigan ciertas rutinas de interacción
verbal y de estimulación cognitiva, para sugerirles que realicen sencillas actividades con
sus hijos dentro y fuera del hogar o, simplemente, para abordar y discutir necesidades e
intereses.
En este sentido, no es extraño que se opte por ir más allá de la utilización de
mecanismos de difusión de información o de comunicación de doble vía, y plantear el
desarrollo de programas o actividades formativas en formatos más o menos estructurados
al objeto de capacitar a los padres, de ayudarles a que puedan mejorar o adquirir nuevos
conocimientos y habilidades en general (mejorar la interacción en el hogar, ayudar a sus
hijos en asuntos con relevancia personal y educativa) o en particular (ayudar a los hijos
con los deberes, facilitar hábitos de lectura, promover el ocio con materiales y actividades
educativas…). Las alternativas en esta línea (Redding, 2000; Johnson y McComb, 2008)
incluyen experiencias formativas de distinto tipo:

– Conferencias, mesas redondas, cursos o talleres dirigidos y desarrollados por


expertos (educadores, psicólogos, pedagogos, pediatras…) o por profesores
(previamente formados) y en los que los padres desempeñan el rol de
aprendices que pueden acceder a un conocimiento más especializado o
basado en la investigación profesional.
– Grupos pequeños dirigidos por expertos, por profesores o por padres que
habitualmente han sido previamente formados. Los padres (u otros
participantes) desempeñan el rol de co-aprendices en el contexto de grupos
pequeños, pueden realizar actividades con sus hijos entre sesiones y compartir
después sus experiencia con los otros padres ayudándose mutuamente, lo que
suele ampliar su impacto (Bauch, 1994). Pero las variantes son amplias:
grupos de padres con otros padres, de padres y profesores, de alumnos
pequeños con otros mayores, asesoramiento inter-generacional entre alumnos
y adultos…
– Visitas domiciliarias (hogar abierto) a los hogares por parte de educadores o

232
monitores implicados en programas articulados para padres con intereses o
necesidades comunes: etapa escolar, necesidades educativas especiales, tareas
concretas en el hogar… Podrían asimilarse aquí, aunque no necesariamente,
actividades que tienen un carácter más bien asistencial por parte de un agente
social o servicio de la comunidad, o programas específicos para atender fuera
del horario escolar a alumnos que no cuentan con apoyo parental (Johnson y
McComb, 2008).

Asimismo, es interesante contemplar la posibilidad de que las iniciativas de


formación de padres adquieran el estatus de una “escuela de padres” en el sentido de
una estructura estable, más que un programa puntual, cogestionada por personal del
centro y por padres (por ejemplo, a través de su asociación).
En general, aunque cada modelo tenga requerimientos diferentes, la formación de
padres presenta una doble dificultad. Puede resultar desalentador y consumir mucho
tiempo conseguir, por un lado, la participación de las familias fuera de sus domicilios, y
por otro, el personal que organice y desarrolle los programas. Ésta es una línea de
actuación que normalmente sobrepasa las posibilidades de los profesores y requerirá de
un trabajo de análisis de necesidades previo que garantice la pertinencia o el interés del
programa (necesidades específicas según grupo de edad o características de los alumnos
o los tipos de familias según las circunstancias que concurren en ellas) tanto como la
concertación o iniciativa de otras organizaciones o servicios de la comunidad, cuando no
de la existencia de una política social y educativa que promueva y dote de recursos tales
iniciativas (Redding, 2000).

10.3.3. Estrategia de asociación

La estrategia de asociación tiene dos expresiones distintas, aunque no mutuamente


excluyentes. Una es la que hace referencia a la escuela “como comunidad” y otra es la
que vincula al centro escolar con el “entorno comunitario” (Springate y Stegelin, 1999;
Allen, 2007).
La idea de asociación que concierne a la escuela entendida como una comunidad
define a ésta como una entidad que cohesiona a todos sus miembros en torno a valores
de igualdad, participación y democracia y emprende acciones de carácter inclusivo. Estos
vínculos pueden afectar tanto a la esfera social como al gobierno compartido del centro
escolar. El principio básico es que “cuando las familias de los alumnos de un centro
escolar se relacionan entre sí, se incrementa el capital social; los alumnos son
atendidos por un mayor número de adultos que están pendientes de ellos; y los padres
comparten pautas, normas y experiencias de crianza” (Redding, 2000: 24). Un centro
escolar puede percibirse a sí mismo, más que como una organización de servicio a
clientes, como una comunidad de miembros (profesores, alumnos, padres…), lo que

233
tiene más probabilidades de estimular interacciones sociales cara a cara que conduzcan al
incremento y acumulación de capital social, esto es, de recursos o potencial disponible
para los alumnos que reside en las conexiones que mantengan entre sí los adultos que les
rodean. Las experiencias que buscan desarrollar o realzar el carácter comunitario
organizan sus procesos y prácticas en términos de acción colectiva focalizada en las
necesidades y aprendizaje de los alumnos (Allen, 2007). Articulan valores educativos
comunes de los que derivan objetivos y expectativas compartidas; los padres y los
alumnos participan en la toma de decisiones del centro y en actividades con los
profesores que les permiten resolver problemas y compartir experiencias colectivamente,
al tiempo que encuentran oportunidades de asociación diversas para atender necesidades
también distintas y cambiantes (Bauch, 1994; Redding, 2000). Por ejemplo:

– Eventos complementarios formales e informales que invitan a la participación


(jornadas de puertas abiertas, fiestas sociales, ciclos de charlas, exposiciones,
actuaciones del alumnado, actos deportivos, actividades extraescolares…).
– Voluntariado de padres para ayudar en actividades de la escuela y del aula,
participando en actividades de enseñanza y aprendizaje con alumnos, como
para-profesional que comparte responsabilidad con el profesor.
– Representación del centro escolar en actividades de coordinación o
colaboración con otras organizaciones y servicios del entorno comunitario.
– Participación en la gestión colegiada del funcionamiento del centro escolar a
través de los órganos de gobierno y en la toma de decisiones colegiada en
otras unidades organizativas insertas en el mismo.

No hay que obviar, sin embargo, que opciones como éstas pueden expresar tipos de
asociación con notables diferencias en cuanto a su naturaleza y extensión. Algunos serían
predeterminados por la escuela o sus agentes profesionales y supondrían cierta
dependencia de las familias, con lo que cabría hablar de una implicación parental
inducida por la escuela a efectos de obtener recursos (De Carvalho, 2001). Otros, en
cambio, podrían ser determinados mutuamente y conllevarían inter-dependencia entre
familias y escuela, con lo que cabría hablar de compartir poder y recursos para actuar
conjuntamente (Symenou, 2005; Mestry y Grobler, 2007).
Contando con los matices de grado, la estrategia de asociación alcanzaría su
máxima expresión cuando las familias están situadas activamente dentro de la acción
colectiva de gobierno y toma de decisiones que afecta al conjunto de la escuela y a todos
sus alumnos. En este caso, la estrategia está vinculada a cualidades complementarias
como el respeto (reconocimiento), la responsabilidad (compartir derechos y
obligaciones) y la reciprocidad (inclusión y colaboración en igualdad de condiciones y de
autoridad). Sería, pues, un funcionamiento basado en la “participación democrática” o en
la “participación corresponsable”, lo que potenciaría los derechos disponibles, en lugar de
atenuarlos y evitaría, al tiempo, las conductas elusivas. Esta circunstancia puede ligarse al

234
efecto incentivador de tener derecho sobre unas acciones: los participantes se harán
responsables de la acción o intentarán actuar de la mejor manera posible, en tanto que
interiorizan y soportan las consecuencias del ejercicio de tales derechos. Si bien conviene
tener presente que no se trata de un incentivo exclusivo o excluyente de otros, tener
derechos incentiva o proporciona una motivación automática porque los sujetos
establecen una conexión directa entre las acciones llevadas a cabo con unos recursos y
sus resultados (Symenou, 2005; Sheridan y Kratochwill, 2007).
Por su parte, la idea de asociación que concierne a las relaciones entre escuela y
entorno comunitario define aquélla como una entidad particular que se relaciona y
coopera con otras entidades o servicios de la comunidad circundante (Springate y
Stegelin, 1999). El centro escolar se abre a la comunidad para obtener recursos que
satisfagan necesidades (de todo tipo) de las familias y alumnos que concurren en el
mismo. “Los cambios sociales en las familias han contribuido también a delegar la
responsabilidad de algunas funciones educativas primarias al centro educativo. Frente
a esta tendencia, los nuevos enfoques apelan a planteamientos comunitarios,
articulando la acción educativa escolar con otros ámbitos sociales o acometiendo
acciones paralelas” (Bolívar, 2006: 121). Determinadas cuáles son las necesidades que
no tienen cubiertas padres e hijos, las opciones estratégicas desde la escuela (y las
propias familias y sus asociaciones) pueden variar (Epstein, 1995; Redding, 2000):

– establecer contacto con las organizaciones de la comunidad para negociar los


servicios que pueden aportar como respuesta a las mismas y coordinarlos;
– conectar sistemáticamente a los alumnos y sus familias con los servicios
apropiados;
– convertirse en un centro de recursos en el que integrar los servicios que es
necesario proveer.

Asimismo, estas relaciones inter-organizativas pueden configurarse no sólo en


términos de prestación coordinada de servicios (sociales, sanitarios, culturales…), sino
también de programas de cooperación comunitaria que, además de la escuela y las
familias, pueden contar con personal de organismos oficiales y no oficiales. El desarrollo
de estas acciones comunitarias suele adoptar, entonces, la forma de red. Este modelo
(redes comunitarias, cooperación en red) remite a un tipo básico de cooperación entre
agentes o a una estructura de co-producción de ayuda; en definitiva, a colectivos en los
que un conjunto de iguales relativamente autónomos se organizan voluntariamente sobre
la base de interacciones directas, reciprocidad y responsabilidad compartida, con la
aspiración de lograr una meta común o resolver un problema compartido. Es, pues, otro
medio de crear “capital social” ya que, adoptando esa relación en red, reducen su
aislamiento, intercambian recursos, suman esfuerzos e incrementan su capacidad de
decidir y actuar, asumiendo que todos ellos comparten derechos (y obligaciones) sobre la
relación de ayuda que se comprometen a co-producir (Bolívar, 2006).

235
10.4. Condiciones de desarrollo

Considerando el conjunto de alternativas para desarrollar estructuras, programas y


actividades de implicación de familias, y dado que cabe prever que tenga un acceso y una
influencia limitados sobre la mayoría de éstas (Redding, 2000), un centro escolar debería
seleccionar con sumo cuidado los modos en que espera construir unas relaciones de
confianza con las mismas y planificar las actividades con mucha sensibilidad cultural
(Allen, 2007; Grant y Ray, 2010). En todo caso, es común sostener que las escuelas
deben ser proactivas en el sentido de tomar la iniciativa de invitar expresamente a los
padres para considerar los beneficios de su implicación y la variedad de formas en que
ésta puede concretarse en función de intereses y necesidades respectivas, pues la falta de
participación no significa necesariamente falta de interés. En el sentido de invitar y
estimular, puede actuar como parte asociada en la construcción de creencias y conductas
que provoquen la implicación parental y potencien sus efectos beneficiosos (Hoover-
Dempsey y otros, 2005). En esta línea, Bauch (1994) se hace eco de los ingredientes
que, a partir de estudios de evaluación de proyectos en este terreno, han de considerar
los líderes escolares para impulsar iniciativas de implicación:

1. Proporcionar coordinación para las actividades.


2. Analizar necesidades (generales, específicas) y recursos.
3. Especificar y comunicar roles a los padres.
4. Solicitar, seleccionar y asignar padres participantes.
5. Formar a padres y a profesores (u otro personal involucrado).
6. Establecer canales de comunicación.
7. Ofrecer un apoyo amplio a las actividades.

De todos modos, el mayor desafío en las relaciones escuela-familia está, quizás, en


progresar desde formas de implicación parental pasivas o dependientes de la iniciativa del
centro docente hacia formas más activas o co-dependientes propias de una escuela
democrática (Symenou, 2005). Así, cabe considerar un “continuo de asociación” cuyos
extremos (ver cuadro 10.2) irían desde una orientación mínima o limitada
(“membership”) hasta una orientación máxima o plena (“partnership”).

Cuadro 10.2. Modelos de asociación escuela-familias (a partir de Sheridan y Kratochwill, 2007)


Asociación plena Asociación limitada
Énfasis en el papel de la escuela para Claro compromiso en trabajar juntos para
promover el aprendizaje promover el desempeño y rendimiento de
los alumnos
Comunicación iniciada básicamente por la Frecuente comunicación bidireccional,

236
escuela, infrecuente y centrada en directa y abierta
problemas
Las diferencias culturales son un desafío Se aprecian las diferencias culturales y su
que requiere ser superado contribución a crear un clima de
aprendizaje positivo
Las diferencias en los puntos de vista son Se aprecia la significación (valor,
consideradas como barreras contribución) de diferentes perspectivas
Roles separados distancian a los Los roles son claros, intercambiables y se
participantes apoyan mutuamente
Las metas son determinadas por la escuela, Las metas son mutuamente determinadas y
en ocasiones con el apoyo de padres compartidas
Los planes son concebidos, elaborados y Los planes son co-construidos con acuerdo
gestionados por escuela y responsabilidades de todos los
participantes

Adicionalmente, para tener éxito en estos esfuerzos será necesario facilitar no sólo
condiciones organizativas (adaptadas a los requerimientos de la vida profesional y
familiar) que los hagan viables, sino también incrementar oportunidades para capacitar al
profesorado. A la importancia creciente que se otorga a la implicación parental, ha
correspondido una extensión de la formación en ejercicio de profesores hacia programas
para apoyar al profesorado en el trabajo con padres. Estas iniciativas inducen a las
escuelas a sistematizar y extender sus actividades de promoción de la implicación
parental y a actuar como catalizadores para el desarrollo de habilidades y confianza en
los docentes (Hoover-Dempsey y otros, 2005).
Algunos trabajos han incidido en factores dependientes de la familia y del centro
escolar que tienen un papel clave a la hora de influir (en un sentido u otro) sobre el grado
y naturaleza de sus relaciones (Hoover-Dempsey y otros, 2005; Symenou, 2005), debido
a lo cual se recomienda que sean identificados y considerados antes de buscar soluciones
de implicación apropiadas. En ese sentido, ha sido destacada particularmente la
importancia que tienen:

– Las creencias de los profesores (y su grado de compromiso) sobre el papel de la


familia en el aula y sobre su propia responsabilidad de proporcionar
oportunidades de implicación a las familias de sus alumnos, tanto sobre su
papel como docente en relación con el aprendizaje, como sobre las
necesidades y la “voz” de sus alumnos (ver capítulos 2 y 3).
– Prejuicios y expectativas limitados desde el centro escolar sobre la importancia
de la implicación e interacción que se establece en casa entre padres e hijos o
sobre la capacidad y disposición de “determinadas” familias (monoparentales,
bajo nivel económico, escasa capacidad cultural, diversidad étnica) para

237
implicarse y tener una influencia positiva en la educación de los hijos o en el
centro escolar.
– Falta de conciencia o de confianza por parte de escuelas y familias o
desconocimiento acerca de cómo pueden relacionarse de forma efectiva;
incluso el desarrollo de expectativas que no contemplan esa interacción o de
pautas de “evitación” mutua.
– El conocimiento y la habilidad de los profesores para construir unas relaciones
basadas en el respeto y la confianza con las familias, así como en relación
específica con el amplio espectro de estrategias y técnicas para llevarla a la
práctica (falta de preparación del profesorado).
– El liderazgo y apoyo por parte del equipo directivo para fomentar un clima
escolar acogedor y motivador que “valore” la voz y el papel de los padres, así
como para impulsar oportunidades de implicación teniendo en cuenta las
preocupaciones y necesidades de las familias.
– Los obstáculos de carácter laboral (horarios de trabajo, flexibilidad, facilidades,
incentivos económicos) que, estando fuera del control de familias y escuelas,
pueden limitar objetivamente su disponibilidad y oportunidades de relación.
– El grado de estabilidad de políticas que afectan al sistema escolar y,
especialmente, su sensibilidad (y compromiso) hacia la implicación parental y
su relación con la escuela, promoviendo programas y medidas.

En cualquier país desarrollado pueden identificarse iniciativas como las descritas en


este capítulo, pero también barreras como éstas, al igual que sería pertinente en relación
con el tema que nos ocupa considerar los notables matices diferenciales entre los centros
de infantil, primaria y secundaria o entre los distintos países en función de sus estructuras
sociales, valores culturales, condiciones económicas y presiones políticas (Springate y
Stegelin, 1999; Grant y Ray, 2010).
En nuestro contexto nacional, diversos trabajos sobre la participación en la escuela
llaman la atención sobre el bajo nivel de la misma y el papel formalista y burocrático de
la representación por estamentos en los órganos del centro (San Fabián, 1998). Otros
estudios sociológicos, no obstante, muestran altos niveles de compromiso familiar y
confianza en la educación escolar de sus hijos (Pérez, Rodríguez y Sánchez, 2001). Sin
duda, es ésta una realidad diversa y cambiante adoptando una perspectiva global, como
también lo ponen de manifiesto los casos y experiencias concretas de participación
democrática. El punto de confluencia estaría en que la participación efectiva o auténtica
se promueve a partir y por medio de compromisos firmes, comportamientos e
interacciones cotidianas, y procesos de aprendizaje que son fruto del trabajo compartido
(San Fabián, 1998; Bolívar, 2006). Estos casos, demuestran que la participación de los
padres en el esfuerzo educativo de la escuela puede convertirse en un factor crítico del
que depende la mejora de la educación (Crowson y Boyd, 1993). En este sentido, es
crecientemente aceptada la idea de que los múltiples problemas a los que el centro
escolar y la familia han de hacer frente no pueden ser resueltos por ninguna institución

238
aisladamente, sino mediante la planificación y acción combinadas y realizadas en
colaboración, resituando la educación como un ejercicio de responsabilidad compartida y
ciudadanía democrática (Bolívar, 2006).
Sin embargo, también ha sido cuestionado el alcance que para el logro de esa meta
tiene potenciar la interacción entre familia y escuela, llegándose a considerar dicho
alcance como limitado. Tampoco resolver los problemas de los que depende la mejora de
la educación está al alcance de únicamente esas dos instituciones, por fundamental que
sea su interacción. Lo que se postula, más bien, es adoptar una perspectiva más amplia,
situando el compromiso educativo, los recursos y las relaciones de colaboración en el
entorno más amplio de la comunidad, en la que, a fin de cuentas, están insertas la familia
y la escuela (Crowson y Boyd, 1993). Este principio apelaría, para su concreción, a tres
ingredientes fundamentales: políticas reguladoras (normas y recursos), movilización social
(apoyo y exigencia) y educación (en este caso, de los agentes, profesionales o no, con
responsabilidad educativa), lo que sólo puede proyectarse plenamente en el ámbito de la
sociedad civil y de la gestión política de los asuntos de interés público.

239
11
Las instituciones escolares como centros para la
integración de servicios

Las organizaciones han sido muchas veces objeto de tipificación, y cada tipo de
organización resultante de tales tipificaciones ha estado normalmente asociado al
desempeño de una determinada función social: esto es, una “compleja esfera de acción”
o, en términos más sencillos, un tipo de actividad a través de la cual la organización
presta un servicio en el entorno social en que está inserta (Ahrne, 1994, p. 53). Así,
puede decirse, por ejemplo, que a los centros escolares corresponde la función de educar:
llevar a cabo un conjunto de actividades educativas a las que se atribuye la virtualidad de
prestar un servicio a la sociedad. Sin embargo, cada vez resulta más complicado
establecer esa correspondencia unívoca entre tipos de organizaciones y tipos de
actividad. Antes bien, es cada vez más común ver que diferentes tipos de organizaciones
están involucradas en un tipo de actividad –como, por ejemplo, la educación–, como lo
es también ver, complementariamente, que las actividades de la organización (como, por
ejemplo, un centro escolar) vayan más allá de las que inicialmente cabría pensar que le
corresponde, hasta el punto de que, como afirma Ahrne (1994, p. 53), “casi todas las
actividades pueden tener lugar en todos los tipos de organizaciones”.
No es ésta una tendencia que carezca de justificación. Puede decirse, en pocas
palabras, que las actividades llevadas a cabo por las organizaciones están crecientemente
conectadas y son cada vez más interdependientes, hasta el punto de conformar ámbitos
de acción notablemente complejos que carecen de límites definidos. Ello es
particularmente cierto en el caso de actividades a las que se atribuye una particular
relevancia para el interés social general. El desempeño de esas funciones atribuidas
tradicionalmente a determinados tipos de organizaciones no podrá, pues, cumplirse sin el
concurso de otras y, a la vez, prácticamente cualquier organización tendrá que contribuir
al desempeño de funciones múltiples y heterogéneas y, por tanto, a la prestación de
servicios múltiples y heterogéneos. Por estas razones, la necesidad de coordinación y
colaboración es considerada mayor hoy (y, previsiblemente, lo seguirá siendo en el
futuro): prácticamente cualquier organización tendrá que coordinarse con múltiples y
heterogéneas organizaciones para prestar múltiples y heterogéneos servicios,
especialmente cuando éstos adquieren una especial relevancia social.

240
La escuela y el ámbito de acción a los que habitualmente ha estado ligada la
educación no son una excepción. A continuación serán analizados con mayor detalle los
fenómenos que acaban de ser presentados, primero haciendo referencia a las
organizaciones en general (por tratarse de fenómenos que afectan a los centros escolares
como a otras organizaciones) pero también haciendo referencia a las peculiaridades que
presentan en el caso de la educación y los centros escolares. Asimismo, serán abordadas
algunas propuestas que han sido planteadas para dar respuesta a los mismos.

11.1. Dependencia entre organizaciones

Las relaciones interorganizativas constituyen un fenómeno altamente relevante y


omnipresente en las sociedades modernas, que se caracterizan por su alto grado de
desarrollo e interconexión (Alexander, 1995). Ciertamente, en estas sociedades hay
acciones que son acometidas por la organización ya sea actuando ésta aisladamente o, al
menos, interactuando de manera independiente con su entorno. Su efecto no es
necesariamente despreciable: las múltiples decisiones adoptadas por estas organizaciones
que operan independiente o autónomamente, junto con las múltiples acciones que
consecuentemente emprenden, producen resultados que pueden tener una significativa
repercusión social. Con todo, en estas sociedades altamente desarrolladas e
interconectadas es común tener que acometer tareas con características que,
normalmente, hacen necesaria la intervención de más de una organización. Esas tareas se
caracterizan, precisamente, por tener un amplio alcance y envergadura, por un lado, y
por ser complejas y multidimensionales. Más concretamente, tales empresas vienen a
constituir cadenas de acciones cuya interdependencia alcanza tal complejidad y
magnitud que se requiere la intervención de múltiples organizaciones (Alexander, 1995,
p. xv). Así, emergen amplias áreas de actuación no siempre bien demarcadas entre sí, de
enorme relevancia social, que desbordan la capacidad de cualquier organización
considerada individualmente y, como consecuencia, hacen precisa la implicación de
múltiples organizaciones y otras entidades.
La interdependencia que caracteriza a estas acciones demandadas por el entorno
social ha de tener correspondencia en la interdependencia entre las organizaciones que
han de acometer tales acciones manteniendo su interdependencia, cuando por su
envergadura y complejidad no pueden ser abordadas por ninguna de ellas en solitario u
operando en su entorno de manera independiente. Así, las organizaciones en general
tienden a mostrarse como altamente interdependientes, en el sentido de que se establecen
relaciones de dependencia mutua entre ellas. Los centros escolares no son ninguna
excepción a este respecto: es cada vez mayor la tendencia a mantener estrechas
relaciones de interdependencia con otras organizaciones (centros de salud, servicios
sociales, empresas…) de su mismo entorno, y son cada vez menos asimilables a
organizaciones independientes de las demás.
Pues bien, las relaciones de interdependencia constituyen una condición previa

241
fundamental (aunque, naturalmente, no suficiente) para que pueda haber coordinación
entre organizaciones (Alexander, 1995, p. 31) y, además, la justifican. Pero, como cabe
colegir de estas palabras y será aclarado a continuación, la coordinación va más allá de la
interdependencia.

11.2. Coordinación interorganizativa

11.2.1. Contextualización

Frecuentemente, las amplias áreas de actuación a que se ha hecho referencia


anteriormente no demandan la mera intervención de una serie de organizaciones,
cualquiera que fuese la naturaleza de esa intervención. Antes bien, demandan la acción
conjunta y concertada de múltiples entidades, a menudo para lograr metas acordadas
mutuamente (Alexander, 1995). Ciertamente, cabe aducir que no todos los problemas y
tareas precisan de coordinación interorganizativa o, al menos, que la necesidad de ésta no
es igualmente acuciante en todas las circunstancias. Ahora bien, también será preciso
reconocer, al tiempo, que la escala a la que se emprenden acciones en nuestra sociedad
actual limita significativamente la capacidad de cualquier organización para actuar aislada
o independientemente, por lo que se hace preciso recurrir a esa acción coordinada con
otras organizaciones y entidades.
Lo indicado anteriormente es aplicable, en especial, a lo que suscita el interés
general o público y, por tanto, a la institución que, en primera instancia, ha de garantizar
que sea atendido: el Estado y, en particular, el moderno Estado de Bienestar (Hanf y
O’Toole, 1992). Por la naturaleza de las necesidades y problemas que las sociedades
afrontan en la actualidad (o por la manera en que son representados), entraña gran
dificultad pensar en una área de interés público en la que no sea posible reconocer ese
alcance y complejidad al que anteriormente se ha hecho referencia (Alexander, 1995, p.
XVI). Éste es el contexto en el que emergen problemas sociales de enorme complejidad y
envergadura que, naturalmente, precisarían ser abordados a través de conglomerados de
acciones a gran escala que plantean serios retos a la capacidad del propio Estado, pese a
que esta misma institución esté contribuyendo a generarlos.
Al mismo tiempo, la capacidad de la institución parece cada vez más limitada, e
incluso debilitada, en el sentido de que no ya sólo está sometida a una creciente
sobrecarga de cometidos y responsabilidades, sino que su legitimidad para ejecutarlas es
continuamente desafiada. Más aún, la propia interdependencia reduce su capacidad para
actuar, puesto que las acciones llevadas a cabo por otras organizaciones limitan las
acciones que emprende y llegan a tener efectos significativos en ellas.
A ello hay que añadir, finalmente, que un rasgo que caracteriza al sector público son
las relaciones entre muchas entidades organizadas, o agentes pertenecientes a las mismas,
con intereses, metas y estrategias diferenciadas. Sus intereses, metas y estrategias podrán
no coincidir –y previsiblemente no coincidirán, al menos sistemáticamente– con los

242
intereses, metas y estrategias adoptadas por el Estado.
Como consecuencia de todo ello, el desarrollo y puesta en práctica de políticas por
parte del Estado no pueden producirse sin la intervención de los múltiples organismos de
que consta y, además, de otras organizaciones y entidades no vinculadas directamente al
mismo. Más aun, esa intervención, necesaria, habrá de realizarse al mismo nivel y estar
concertada, lo que, consecuentemente, desdibujará o incluso eliminará los límites y
jurisdicciones tradicionales.
Así, es común que los organismos centrales del Estado encargados de acometer
determinadas tareas deleguen su responsabilidad en un conjunto de organizaciones, entre
las que podrán estar incluidas no ya sólo otros organismos situados en otros niveles de la
Administración estatal sino también otras entidades e instancias públicas y privadas. Se
constituye así un entramado organizativo para el desarrollo y puesta en práctica de
políticas, cambiante a través del tiempo, que normalmente incluye, al menos en algunas
de sus fases, los siguientes agentes:

– Para el desarrollo,

• organismos legislativos del Estado;


• organismos y unidades ejecutivas del Estado;
• grupos de interés.

– Para la implementación,

• organismos o unidades administrativas del Estado;


• organizaciones privadas;
• partes afectadas.

11.2.2. Coordinación interorganizativa: ¿Qué es?

Como se ha anticipado más arriba, la coordinación entre organizaciones puede


equipararse a acción conjunta y concertada entre las mismas. Sin embargo, esta primera
aproximación no pone de manifiesto las diferentes maneras en que ha sido conceptuada.
La realidad es que hay múltiples definiciones que, además, son significativamente
diferentes entre sí, y el grado de acuerdo entre las mismas no es tan amplio como el que
cabría esperar.
Siguiendo a Alexander (1995), puede decirse, sin embargo, que la mayor parte de
las definiciones disponibles varían, básicamente, con respecto a los siguientes criterios:

243
a) grado de intencionalidad;
b) objeto;
c) contenido;
d) resultados.

Atendiendo al grado de intencionalidad (‘¿Con qué grado de intencionalidad se


produce?’), pueden ser diferenciadas dos alternativas:

– Por un lado, hay definiciones de coordinación que incluyen interacciones


incidentales como forma de coordinación, particularmente lo que se ha
denominado ‘adaptación mutua’: a alcanzar esa concertación a la que
anteriormente se ha hecho referencia puede contribuir que las organizaciones
tengan presente, entre sí, las acciones que emprenden. Desde esta perspectiva,
pues, el mero hecho de que unas organizaciones tengan en cuenta lo que
hacen otras organizaciones puede contribuir estimablemente a la coordinación
entre ellas y, de hecho, esto constituiría una forma de coordinación
interorganizativa.
– Por otro lado, hay definiciones de coordinación que no contemplan más que
interacciones intencionadas cuyos resultados son sometidos a algún tipo de
control.

Atendiendo al objeto de la coordinación (‘¿Qué es objeto de coordinación?’ ‘¿Qué


es coordinado?’), cabe diferenciar entre estas otras alternativas:

– la coordinación tiene lugar entre decisiones;


– lo que es coordinado son las relaciones;
– la coordinación se produce entre acciones;
– hay una coordinación de recursos;
– en un sentido más amplio y comprehensivo, la coordinación tiene lugar entre
organizaciones, globalmente consideradas.

Desde la perspectiva de su contenido (‘¿En qué consiste?’), la coordinación


interorganizativa puede constituir…

– una estructura;
– un proceso o
– a la vez una estructura y un proceso.

244
Finalmente, pueden ser destacadas dos alternativas en cuanto a los resultados de la
coordinación (‘¿Cuáles son sus resultados?’):

– La coordinación interorganizativa es identificada sin recurrir a los resultados que


produce, sean éstos positivos o negativos.
– La coordinación es identificada por los resultados que está orientada a deparar.
Desde esta perspectiva, habrá coordinación entre organizaciones cuando la
relación entre éstas esté orientada a deparar resultados positivos para los
participantes y, a su vez, evite consecuencias negativas para ellos; no la
habría, sin embargo, cuando sus consecuencias fueran negativas. Es lo que
ocurre cuando la coordinación es valorada en sí misma y, por ello, representa
el resultado a alcanzar: en este caso, la deseabilidad de acción coordinada
constituye una característica definitoria.

11.3. Integración de servicios

11.3.1. ¿Cuál es el sentido de la integración de servicios?

En general, lo que se asume es que, operando aislada o separadamente, ninguna


organización o institución, por importante y decisiva que sea, podrá dar respuesta a las
necesidades múltiples e interconectadas generadas por graves problemas (normalmente,
situaciones de riesgo como la pobreza) también multidimensionales e interrelacionados:
esto es lo que ha venido siendo el objeto principal de la integración de servicios. En
términos más precisos, puede ser caracterizado del modo siguiente (Agranoff, 1991):

– En nuestra sociedad, suele haber grupos (específicamente, los grupos


considerados en situación de riesgo) compuestos por individuos que
comparten múltiples problemas relacionados entre sí.
– Esos problemas son identificados bien por quienes los presentan o bien por
otros agentes, por ejemplo, profesionales, y lo hacen redefiniéndolos en
términos de necesidades.

Por tanto, puede afirmarse que la integración de servicios ha estado orientada,


habitualmente, a ocuparse de combinaciones relativamente delimitables de problemas
multidimensionales que acaban siendo redefinidos en términos de necesidades, ya sea por
parte de quien ha de afrontarlos directamente o –lo que es más común– por otros agentes
que se preocupan de atenderlos.
Dada esta formulación del objeto de la integración de servicios, puede ser
comprendido sin dificultad su contenido. En efecto, la naturaleza compleja y, al mismo

245
tiempo, persistente de tales problemas compartidos (e incluso extendidos) generan unas
necesidades que, a la vez, hacen que respuestas comprensivas y articuladas a las mismas
sean viables e incluso necesarias. ¿Por qué? Estos problemas, y las necesidades que se
les asocian, requieren de servicios con la correspondencia precisa, lo cual supone que el
acceso a los servicios estará condicionado por la debida cohesión en la prestación
(fundamentalmente, a través de la comunicación, la coordinación y, especialmente, la
colaboración), en tanto que su fragmentación representa un obstáculo o barrera para
acceder a ellos. En pocas palabras, si a los problemas y necesidades se les atribuye una
naturaleza sistémica, la respuesta ha de ser sistémica y requerirá el desarrollo de
complejos sistemas para la prestación integrada de servicios (pues sólo éstos serán
capaces de dar respuesta a problemas y necesidades con esa naturaleza).

11.3.2. ¿Qué es? Una aproximación conceptual a la integración de servicios

Un sucinto recorrido por su evolución puede ser de interés para introducirnos en la


integración de servicios (Agranoff, 1991; Hassett y Austin, 1997). Aunque con
precedentes que se remontan atrás, el interés por la integración de servicios experimentó
cierto auge a mediados de la década de los sesenta y comienzos de la década siguiente.
Varios autores coinciden en señalar una mención a la integración de servicios realizada en
1971 por Richardson como la primera referencia (por ejemplo, Agranoff, 1991, p. 535).
La expresión comenzó empleándose, básicamente, para designar un marco integrado
dentro del cual los programas en desarrollo pudieran racionalizarse y enriquecerse
mutuamente para realizar una mejor prestación de servicios con la colaboración y
recursos disponibles. Al desarrollo de lo que ha sido considerado un movimiento social
(Agranoff, 1991, p. 533) habrían contribuido, principalmente, la concurrencia de las dos
siguientes circunstancias:

– programas públicos comprensivos para responder a determinados problemas


sociales (particularmente, los problemas vinculados a la pobreza se
expandieron, con el consiguiente incremento de la intervención de los poderes
públicos que ello comportaba) y
– un amplio espectro de profesionales y otros agentes reconocieron la
conveniencia de abordar problemas multidimensionales a través de respuestas
que fueran igualmente multidimensionales.

En la práctica, la integración de servicios ha consistido luego en numerosas


iniciativas muy diversas para promover respuestas comprensivas, coordinadas y basadas
en la colaboración que han estado dirigidas a atender a personas en situación de riesgo.
De esta primera caracterización, merecen ser, pues, resaltadas tres características que
presenta la habitual realidad de la integración de servicios:

246
– suele adoptar el carácter de iniciativas particulares;
– es altamente heterogénea (o sea, esas iniciativas son significativamente
diferentes entre sí);
– la atención se concentra en grupos de riesgo.

En correspondencia, las denominaciones empleadas para tipificar las múltiples y


diversas modalidades de integración de servicios han sido también múltiples y diversas,
incluso dentro del ámbito de la educación: servicios integrados, servicios coordinados,
servicios cooperativos… (por ejemplo, Wang, Haertel y Walberg, 1996, 1997).
Junto a estas otras denominaciones afines, la expresión ‘integración de servicios’ ha
sido propuesta para hacer referencia al tránsito de una serie de servicios delimitados e
incluso separados entre sí a la reducción e incluso la supresión de los límites y divisiones
entre los mismos, ya continúen siendo prestados por organizaciones diferentes entre las
que deben establecerse las correspondientes relaciones, o pasen a ser prestados en una
organización (Hassett y Austin, 1997).
Ahora bien, ¿realmente qué viene a aportar la integración en la prestación de
servicios? Puede decirse que la alternativa ha sido objeto de un doble enfoque, no
necesariamente contradictorio (Hassett y Austin, 1997):

– Por un lado, la integración de servicios ha sido concebida como la prestación


unitaria de un servicio comprehensivo más completo capaz de atender
necesidades y problemas altamente complejos, normalmente (aunque no
necesariamente) en un mismo lugar.
– Por otro lado, ha sido también conceptuada como prestar los servicios
existentes más eficientemente desde las entidades habituales, debidamente
articuladas, para, de este modo, atender las correspondientes necesidades.

La realización de cualquiera de esas dos visiones requeriría no sólo comunicación y


coordinación, sino, en especial, colaboración. Cabe convenir con Bruner (1991) que la
integración de servicios prestados entre diferentes entidades puede considerarse un
avance con respecto a la coordinación interorganizativa: si lo que caracteriza a ésta es la
existencia de acción concertada o conjunta (siendo posible que las organizaciones
involucradas persigan sus propias metas), lo que caracterizaría a la integración de
servicios prestados por organizaciones diferentes es que hay unas metas comunes que
guían la acción conjunta. A continuación es clarificado, con mayor detalle, en qué
consistiría esa coordinación y colaboración entre organizaciones que son caracterizadoras
de la integración de servicios.
Una nota característica definitoria que puede ser identificada en numerosas
iniciativas dirigidas a la prestación integrada de servicios –incluidas las que tienen lugar en
el ámbito de la educación escolar– es la siguiente: suelen constituir iniciativas de
integración de programas de diferentes áreas de actuación: esto es, programas sectoriales

247
cuyo contexto de referencia es la comunidad local (Alexander, 1995; Dryfoos, 1996).
En este contexto, un programa puede ser definido como un contexto normativo o
regulador para una serie de organizaciones y entidades que comparten una misma área de
actividad, definida normativamente, vinculadas entre sí por un sistema de intercambio de
recursos también sujeto a normas y regulación, a través del cual reciben principalmente
financiación por parte de una instancia gubernativa central, principalmente (Alexander,
1995, pp. 236 y 244). Naturalmente, esta definición requiere aclaración.
El programa constituye una forma de coordinación y colaboración que suele estar
basada, en último término, en el ejercicio de una autoridad externa –aunque en ocasiones
se recurre a estrategias cooperativas basadas en las relaciones de confianza y la
solidaridad (por ejemplo, basadas en redes). En efecto, los programas han de ser
referidos generalmente a un marco normativo o regulador que define un conjunto de
normas y reglas a las que aquéllos han de ajustarse. Precisamente la mayoría de las áreas
de actividad humana, en particular aquellas que son de interés público, cuentan con ese
contexto normativo o regulador que coordina las actividades de las organizaciones
relevantes.
Pero los programas no son la única forma de coordinación dependientes de un
marco normativo o regulador. ¿Qué particularidades presentan entonces?

– Es frecuente que las decisiones y acciones de las unidades involucradas sean


concertadas mediante un sistema de distribución de recursos que opera como
fuente de incentivos y sanciones: la perspectiva de acceder a unos recursos
induce a las organizaciones a ajustarse a las normas y reglas establecidas,
mientras que su eventual supresión u otras medidas disuaden de su
incumplimiento. Estas expectativas orientarían las decisiones y acciones de las
unidades involucradas en la dirección deseada, por lo que la concertación de
decisiones y acciones adquiere entonces un carácter indirecto.
– No es frecuente, sin embargo, recurrir exclusivamente a la regulación del
intercambio de recursos para asegurar la concertación de decisiones y acciones
de múltiples organizaciones. Antes bien, es frecuente recurrir también a la
planificación, regulación y control de su comportamiento. Suelen tener
carácter prescriptivo bien el propósito perseguido, bien las actividades
emprendidas o ambos aspectos a la vez, y también es común que haya algún
tipo de control para que la puesta en práctica se ajuste a lo establecido. La
concertación de decisiones y acciones adquiere así también un carácter más
directo.

Cualquier programa precisa no sólo de coordinación, sino también de colaboración,


pues normalmente precisa de un sistema interorganizativo en el que un conjunto de
entidades no sólo intervendrán en un ámbito de actuación compartido (esto es, tendrán
una actividad conjunta y común), sino que también tendrán unas metas comunes.

248
Aunque puede ser emprendido por una única organización, un programa suele
involucrar a múltiples entidades. Pero, en cualquier caso, la integración de servicios
excede la mera coordinación y colaboración interorganizativa en el seno de un
determinado programa. Antes bien, persigue, a la vez, la coordinación y colaboración
entre programas pertenecientes a sectores diferentes.
Un ‘sector’ puede ser definido como un dominio o ámbito en el que son prestados
servicios o funciones similares: en pocas palabras, constituye un área funcional
(Alexander, 1995, p. XVI). En este sentido, los límites que delimitan unos sectores de
otros son, esencialmente, unos límites funcionales (no geográficos u orgánicos, por
ejemplo): así, cada sector incorpora una serie de unidades organizativas que están
funcionalmente relacionadas entre sí, las cuales pueden ser geográficamente distantes e
incluso orgánicamente independientes. Idealmente, las actividades asociadas a una
determinada función podrían ser llevadas a cabo, en su totalidad, por un conjunto de
organizaciones interrelacionadas que se hubieran especializado en ellas. Sin embargo, es
normal encontrar un grado inferior de organización y especialización, por lo que las
funciones sociales dependen de múltiples estructuras, algunas de las cuales pueden
contribuir a múltiples funciones. De aquí que sea aún más relevante, si cabe, la
coordinación y colaboración entre organizaciones.
Por lo demás, la comunidad local es considerada como un factor del que no es
posible prescindir para establecer vínculos entre programas de diferentes organizaciones
y entidades. Estas iniciativas tratan de atribuir protagonismo a la comunidad local en el
diseño, implementación e incluso evaluación de los programas. Con relativa frecuencia,
los programas vienen así a reemplazar la descentralización funcional tradicional de una
organización burocrática por alguna forma de descentralización política que supone
atribución de poder para las comunidades locales (Alexander, 1995, p. 258).

11.3.3. La integración de servicios en el ámbito de la educación escolar: algunas singularidades

Las iniciativas de integración de servicios que han involucrado a centros escolares se


ajustan a lo presentado hasta ahora con carácter general (Dryfoos, 1994). Tampoco
puede decirse que sean algo radicalmente novedoso. Ya a finales del siglo pasado podían
observarse iniciativas encaminadas a que los centros escolares acogieran servicios que
correspondían a otros organismos e instituciones, normalmente para el mantenimiento de
normas sanitarias dentro de los mismos: revisiones médicas, atención en salud dental,
atención en salud mental, servicios de alimentación y visitas familiares eran ya
considerados, en tales casos, complementos necesarios a los programas educativos. Pues
bien, aunque variando en intensidad el interés que han suscitado, estas iniciativas han
perdurado hasta la actualidad. Sí hay que reconocer que, en la actualidad, el interés en
ellas está creciendo.
Más aún, la implicación de los centros escolares ha adquirido cierta relevancia entre
las iniciativas de integración de servicios. Kahn y Kammerman (1992, cit. en Hassett y

249
Austin, 1997; también Dryfoos, 1994) han aducido dos razones para la explicación de
este fenómeno:

– De una parte, a la educación se le ha atribuido una enorme relevancia para


atender necesidades individuales y colectivas, y ello ha conducido, a su vez, a
atribuir importancia no sólo a los servicios propiamente educativos, sino
también a otros servicios (por ejemplo, sanitarios o sociales) cuya prestación,
de forma conjunta, representa una condición básica para que aquellos
servicios educativos puedan ser efectivamente prestados. Se reconoce, pues,
que la educación prácticamente sólo es posible junto a la prestación de un
amplio conjunto de servicios sanitarios y sociales: no es posible aprender si, a
la vez, no se tiene salud, no se está bien nutrido o no hay apoyo por parte de
la familia y la comunidad, por lo que los servicios correspondientes han de ser
prestados holísticamente. Por ello, esos otros servicios no sólo tendrían que
ser incorporados junto a los servicios educativos, sino que, además, dejarían
de tener carácter secundario o periférico con respecto a éstos.
– De otra parte, el centro escolar ha suscitado interés por tratarse de una
institución ‘universal’ (p. 18); esto es, una institución a la que acude
prácticamente toda la población durante la infancia y la adolescencia, incluso
de forma obligatoria en determinados tramos de edad. Más aún, el centro
escolar no sólo permite acceder a la práctica totalidad de la población infantil y
adolescente, sino que, por ello, también facilita el acceso a sus familiares.

En general, a las iniciativas de integración de servicios que involucran a los centros


escolares, se las puede comenzar caracterizando como iniciativas que tratan de prestar
unos servicios coherentes basándose en algún tipo de coordinación y colaboración,
servicios cuya prestación acaba rebasando los límites estrictos de programas u
organismos (Wang, Haertel y Walberg, 1996). Seguidamente, en un cuadro son
sintetizadas las diferencias que tales iniciativas presentan con respecto al modo en que
tradicionalmente ha sido concebida la prestación de servicios desde los centros escolares
y, a continuación, serán destacadas algunas de sus principales particularidades.

Cuadro 11.1. Síntesis comparativa entre sistemas de prestación de servicios tradicionales e integrados
Sistemas tradicionales de prestación de Sistemas integrados de prestación de
servicios servicios
Responden a un propósito y objeto Atienden aquellas necesidades que van
claramente delimitados. siendo identificadas en su contexto.
Los servicios prestados están dirigidos al Los servicios y apoyos prestados están
tratamiento de problemas una vez que han orientados a la prevención de resultados

250
ocurrido. negativos.
Los destinatarios son niños, adolescentes o Los destinatarios no sólo son niños,
jóvenes para quienes los objetivos adolescentes o jóvenes para quienes los
perseguidos se consideran directamente objetivos perseguidos se consideran
relevantes. directamente relevantes, sino también sus
familias e incluso la comunidad a la que
pertenecen.
Las decisiones más relevantes respecto a Miembros de la comunidad disponen de
los servicios prestados y su financiación capacidad de decisión en la definición y
son centralizadas en organismos públicos. priorización de sus necesidades, así como
en la movilización de recursos y estrategias
para dar respuesta a las mismas.
Una organización o entidad dirige la Rebasando los límites entre ámbitos de
prestación de servicios y administra unos actuación e instituciones, los servicios son
recursos (sobre todo, financiación) con coordinados y los recursos disponibles
arreglo a los propósitos establecidos, combinados para atender las necesidades
respecto a cuyo uso formula restricciones identificadas.
detalladas (cómo pueden ser usados y
cómo no).
El control está normalmente restringido a El control presenta las siguientes notas:
los recursos destinados a la prestación de
unos determinados servicios.
• está referido al uso de que son objeto los
recursos disponibles y los resultados
obtenidos en relación a unos objetivos
relevantes para la comunidad definidos
por esta misma;
• es llevado a cabo continuamente;
• es utilizado para introducir ajustes en los
programas;
• es llevado a cabo con la participación de
la comunidad.

¿Qué se persigue con la integración de servicios en el ámbito de la educación


escolar? Wang, Haertel y Walberg (1996) proponen como la principal finalidad el
desarrollo de los recursos de las escuelas, las familias y la comunidad en general para
crear contextos que apoyen el éxito en el aprendizaje de los alumnos respondiendo a las
necesidades educativas, físicas, psicológicas y sociales de los alumnos y sus familias y, de
este modo, progresando en la resolución de los problemas a que tengan que estar
haciendo frente.

251
A su vez, dos estrategias pueden ser diferenciadas en el avance hacia el logro de
finalidad tan amplia (Wang, Haertel y Walberg, 1996):

– Por un lado, tratar de introducir mejoras en las circunstancias vitales de los


alumnos, particularmente aquellos que se encuentran en una situación de
riesgo, sobre todo incrementando y mejorando el acceso a los recursos y
servicios de la escuela y la comunidad en general por parte de alumnos y
familias.
– Por otro lado, promover la ‘elasticidad’ (‘resilience’) educativa de esos
alumnos, y sus familias, entendiendo por esta noción la inclinación a alcanzar
el éxito educativo (e incluso la perseverancia en su logro) desarrolladas en el
curso de la interacción continua con el entorno, aun a pesar de
vulnerabilidades y adversidades provocadas por condiciones ambientales y
experiencias vividas en ese ambiente. Puede afirmarse que, desde este punto
de vista, el desarrollo de la capacidad de los individuos para superar las
adversidades ambientales y sus vulnerabilidades genera elasticidad educativa,
que contribuiría decisivamente al éxito en el aprendizaje.

Como puede observarse, a menudo los objetivos perseguidos con estas iniciativas
han estado ligados a destinatarios con un determinado perfil: en efecto, ha sido común
que hayan estado destinadas a niños o jóvenes con bajo rendimiento académico y en
situación de desventaja y, por extensión, a sus familias (Wang, Haertel y Walberg, 1997).
No obstante, la tendencia más reciente es considerar que este tipo de iniciativas ha de
tener por destinatarios a la práctica totalidad de los alumnos.
¿A través de qué servicios son perseguidos esas metas en beneficio de estos
destinatarios? Normalmente, los servicios prestados han sido de carácter educativo,
sanitario o social, aunque también han sido prestados servicios relativos a los siguientes
ámbitos: vivienda, transporte, legalidad, trabajo, cultura o religión (Wang, Haertel y
Walberg, 1997). Entre los primeros –los servicios educativos, característicos de los
centros escolares–, hay que situar no sólo la enseñanza que, en sus diversas variantes, es
común proporcionar en estas organizaciones, sino que frecuentemente ésta ha sido
complementada con una formación específica en ámbitos como los siguientes:
prevención del abandono escolar; prevención e intervención en el abuso de sustancias;
prevención de embarazos tempranos y formación para la paternidad temprana; formación
de padres para la preparación del acceso de sus hijos a la escuela; implicación de padres
en la educación de sus hijos; la propia integración de servicios.
Sin embargo, Capper y Frattura (Frattura y Capper, 2006; Frattura y Topinka,
2006; Capper y Frattura, 2009) destacan la importancia de superar la propia
diferenciación entre programas especializados y segregados que estén destinados a
segmentos específicos de alumnos. Inconvenientes que asocian a esta práctica son los
siguientes: diferencian en categorías a los alumnos; la separación en categorías hace

252
preciso identificar a los alumnos que han de ser adscritos a cada una y hacer uso de
recursos materiales y humanos específicos diferentes en cada caso, lo que, a su vez, hace
incurrir en costes elevados; la diferenciación en categorías a menudo oculta una
diferenciación previa entre alumnos que son beneficiarios de este tipo de programas y
alumnos que no son beneficiarios de ninguna iniciativa especial; fragmentan la vida
escolar de los alumnos; transmiten a los alumnos su desajuste con respecto al sistema
escolar; hacen pasar a un segundo plano la prevención de las condiciones que conducen a
la adscripción a un programa; dificultan la transferencia de conocimiento en el centro
escolar. Como alternativa, proponen concentrar la atención en los servicios que han de
ser proporcionados a los alumnos, asumiendo que son diferentes, cualquiera que sea la
localización y entorno en que sean proporcionados.
¿A qué instancias ha correspondido la prestación de estos servicios? Inicialmente,
pueden ser diferenciadas dos grandes alternativas (ya anticipadas más arriba), no
necesariamente incompatibles entre sí: por un lado, pueden ser prestados entre diferentes
organizaciones y, por otro lado, pueden ser prestados por una organización (en particular,
el centro escolar). Sin embargo, esta diferenciación simplifica la enorme complejidad y
variabilidad identificable, que, en todo caso, a continuación se tratará de sistematizar
mínimamente.
En correspondencia con la heterogeneidad de los servicios prestados, pueden estar
involucrados, además de los propios centros escolares, entidades como las siguientes:
centros de salud y hospitales, organizaciones sanitarias privadas, organismos de servicios
sociales, organizaciones privadas preocupadas por el bienestar social, servicios de
vivienda y transporte, asesores legales, organismos con responsabilidades relativas al
cumplimiento efectivo de la legalidad (tribunales de justicia, policía), universidades,
bibliotecas, museos, parques, instituciones religiosas, etc. (Wang, Haertel y Walberg,
1997). Sin embargo, la participación de este tipo de entidades junto a otros agentes
(como, por ejemplo, personalidades relevantes o las propias familias) se ha materializado
de formas muy diferentes, delimitando una serie de alternativas, que, una vez más, no
han de considerarse necesariamente excluyentes entre sí (antes bien, son combinables).
Finalmente, ¿en qué ha consistido la integración de servicios en el ámbito de la
educación escolar? En lugar de hacer una única caracterización, ha sido relativamente
común referirse a la misma como un continuo. Por ejemplo, Cheminais (2009) identifica
cinco formas de asociación:

– Coexistencia: hay claridad entre los miembros de diferentes instancias respecto


a quién hace qué y con quién lo hace.
– Cooperación: los miembros de diferentes instancias comparten información y
reconocen los beneficios y valor mutuos que reporta la asociación iniciada.
– Coordinación: las diferentes instancias planifican conjuntamente; comparten
algunas funciones y responsabilidades, además de recursos y riesgos, y
aceptan la necesidad de adaptarse e introducir algunos cambios para mejorar
los servicios prestados, evitándose de este modo los solapamientos.

253
– Colaboración: entre las instancias participantes se alcanzan compromisos a
largo plazo, lo que va acompañado de cambios organizativos para compartir
recursos, riesgos, control y liderazgo; dichas instancias acuerdan trabajar
conjuntamente en estrategias o proyectos, y cada una de ellas presta una
contribución al logro de unas metas compartidas.
– Co-propiedad: los miembros de las diferentes instancias involucradas se
comprometen a tratar de hacer realidad una visión común y, por ello,
introducen cambios significativos en lo que hacen y en el modo de hacerlo.

11.3.4. Escuelas integradoras de servicios

Hay casos en que sería preciso decir que los servicios son prestados en la comunidad:
normalmente, en centros físicamente separados entre sí, que pueden, no obstante, estar
próximos a los centros escolares. Sin embargo, una tendencia que relativamente se ha ido
generalizando sería la de que los servicios sean prestados en un lugar único, normalmente
la escuela (Dryfoos, 1994, 1996) o incluso la comunidad escolar (en cuyo caso, no
necesariamente serían prestados estrictamente en el espacio escolar) (Calfee, Wittwer y
Meredith, 1998). Aunque el centro escolar, o la comunidad escolar, pueden albergar
espacios delimitados destinados a la prestación de determinados servicios (como, por
ejemplo, espacios destinados a la prestación de servicios no docentes). Más aún, no ha
sido infrecuente considerar al centro escolar y la comunidad escolar como la instancia
idónea para impulsar iniciativas integradoras.
Dryfoos (Dryfoos, 1994; Dryfoos, 1996; Dryfoos y Maguire, 2002; Calfee,
Wittwer y Meredith, 1998) ha popularizado la idea de la escuela integradora de
servicios (full-service school o, en trabajos posteriores, full-service community
schools). Iniciativas próximas serían las extended schools en Inglaterra y Gales y las new
community schools en Escocia (Cheminais, 2007; Middlewood y Parker, 2009). Estos
centros serían lugares que, mediante la colaboración, concentran un conjunto de servicios
que permiten responder de forma racional y holística a las necesidades educativas,
físicas, psicológicas y sociales de los alumnos y sus familias atendiendo a la comunidad a
la que pertenecen. En pocas palabras, la escuela (y la comunidad escolar en general) se
convierten en el medio de albergar y desarrollar programas diferentes (Dryfoos y
Maguire, 2002, p. 46) y proporcionar múltiples servicios en un sólo lugar (Dryfoos,
1996, p. 21). Pese a que cada uno de estos centros presenta una configuración particular
(como particular es la comunidad en que están insertos) y, por tanto, hay una notable
variabilidad entre ellos (Calfee, Wittwer y Meredith, 1998; Dryfoos y Maguire, 2002),
cabe identificar algunos patrones caracterizadores, algunos de los cuales son destacados a
continuación.
Dryfoos (1996) diferencia en estos casos dos tipos de servicios prestados por los
centros escolares:

254
– Educación: prestación del servicio de la educación reuniendo todos aquellos
componentes que puedan ser considerados relevantes para tener calidad
(Dryfoos, 1996, p. 19). Sería proporcionada por la institución escolar.
– Otros servicios de apoyo: prestación de servicios sanitarios, sociales y
recreativos, principalmente. Algunos de ellos podrían ser prestados tanto por
el centro escolar como por instituciones de la comunidad (por ejemplo,
educación para la salud, entrenamiento en habilidades sociales o preparación
para la incorporación a la vida activa), aunque la mayor parte de ellos serían
prestados principalmente por instituciones de la comunidad. Dentro de estos
servicios de apoyo, unos serían más comunes (como es el caso, por ejemplo,
de determinados servicios sanitarios), mientras que otros tendrían un carácter
más inusual (Dryfoos y Maguire, 2002).

Cabe considerar que, de este modo, se estaría tratando de convertir a los centros
escolares en organizaciones ‘protagonistas’ (‘lead organization’ o ‘lead agency’) en el
entorno en que están insertas. Con esta denominación se hace referencia precisamente a
un instrumento de coordinación y colaboración interorganizativa relativamente habitual
(Alexander, 1995). En efecto, para articular la coordinación y la colaboración
interorganizativa es común recurrir a una organización protagonista, que hace referencia
a aquella que adquiere la responsabilidad de coordinar las actividades de las demás
organizaciones con las que comparte una red (Alexander, 1995, pp. 63 y 177). No
obstante, este tipo de organizaciones no sólo tendrá tareas y responsabilidades de
coordinación, sino que mantendrá también tareas y responsabilidades funcionales. Por
ello, las tareas y responsabilidades de coordinación pueden tener en este contexto un
carácter incidental respecto de las tareas y responsabilidades funcionales propias de la
organización.
El estatus especial alcanzado por la organización responderá normalmente a que el
aspecto que ha de ser abordado corresponde más a su ámbito específico de acción que al
de otras organizaciones, a que cuenta con más poder que las demás o a ambas
circunstancias a la vez. Asimismo, ello ocurrirá bien porque así se le encomienda o bien
porque directamente lo asume así ella misma. En todo caso, decisivo para su éxito suele
ser contar con suficiente capacidad decisoria así como con disposición para hacer uso de
ella, particularmente en lo que concierne, por ejemplo, a distribución de recursos.

Cuadro 11.2. Otras características de la integración de servicios relevantes en el ámbito de la educación escolar
Dimensiones Alternativas
¿Quiénes prestan servicios? • Personal del centro escolar.
• Personal de la jurisdicción escolar a la
que pertenece el centro.

255
• Personal de entidades de la comunidad y
otros agentes pertenecientes a ésta.
¿Cómo se distribuye la prestación? • Co-producción del servicio entre
diferentes instancias.
• Producción del servicio por una
instancia.
¿Con qué recursos? • Recursos del centro escolar.
• Recursos
¿Dónde? • En el centro escolar.
• En entidades pertenecientes a la
comunidad.
¿Quiénes gobiernan? • Estructuras del centro escolar.
• Estructuras conjuntas.
• Estructuras de la comunidad.

11.4. Consideraciones finales

El recorrido que sumariamente se ha hecho por la integración de servicios en general, y


por el desarrollo del que esta tendencia ha sido objeto involucrando a centros escolares,
no ha de considerarse, en último término, más que como una aproximación más a los
desafíos a que la escuela actualmente ha de hacer frente para educar, con todo lo que
esta tarea entraña ahora, excediendo los límites en que a menudo ha quedado
circunscrita, quizás con perjuicio para la relevancia social que merece.
Aunque ciertamente no es difícil identificar regularidades relativamente perdurables
en la educación escolar, no parece que sea ninguna exageración afirmar que la tarea
educativa reviste hoy caracteres propios, porque singulares son algunas metas a las que
está asociada, exigencias sociales que recaen sobre ella y ciertas condiciones en que ha de
producirse la aproximación a esas metas y exigencias. Entre las particularidades que hoy
pone de manifiesto la educación, hay una que merece aquí especial atención: a diferencia
de lo ocurrido en otros momentos, actualmente hay gran interés en perseguir que la
educación escolar efectivamente atienda a todos los alumnos, y socialmente es cada vez
más demandado que así sea, lo cual ha supuesto un importante desafío no ya sólo para
los centros escolares, sino para otras instancias también involucradas –éste es un desafío
de gran envergadura al que específicamente se ha dedicado atención en otro de los
capítulos.
Sin duda, tal desafío ha elevado considerablemente la amplitud y la complejidad de
la tarea educativa en las escuelas (e incluso fuera de las escuelas) y, en definitiva, podría
estar contribuyendo a su redefinición. A su vez, la redefinición de la tarea educativa
podría estar contribuyendo a la redefinición de los ámbitos en que aquélla tiene lugar,
incluyendo la escuela (pero no sólo la escuela). A esta redefinición de tarea y entornos

256
educativos podría decirse que responde, siquiera en parte, la articulación de servicios,
educativos y no educativos, que afectan de manera significativa al desarrollo y bienestar
de los alumnos, de los cuales es parte esencial –pero no única– la educación (Capper y
Frattura, 2009; Middlewood y Parker, 2009).

257
12
Los centros escolares y sus relaciones con la
administración local, autonómica y nacional

Además de las relaciones con las familias, la comunidad y otros agentes sociales tratadas
en los dos capítulos precedentes, el análisis de las organizaciones educativas en contexto
exige prestar atención al tipo de conexiones sostenidas entre los centros escolares y las
políticas de gobierno realizadas a través de los diferentes niveles de la administración
local (zonas o distritos escolares), autonómica y estatal. Sin merma del valor y la
importancia que reviste el establecimiento de alianzas entre los centros, las familias y la
sociedad civil, el foco de atención singular al que se refiere este capítulo tiene su propia
entidad y justificación. Al ser la educación un bien social común y reconocido como un
derecho esencial de todas las personas, la política y los poderes públicos tienen
responsabilidades insustituibles y decisivas en todo lo que atañe a su ordenación,
redistribución y provisión justa y democrática. A las administraciones públicas no sólo les
corresponde ejercer activamente y con sentido de propósito sus propios cometidos, sino
también propiciar la participación e implicación social, comunitaria y ciudadana en la
formación de las nuevas generaciones, pues eso es fundamental para que los centros
escolares y la educación cuenten con la valoración, el respaldo y la implicación que
requieren de toda la sociedad. Dentro de ese concierto, las relaciones entre las políticas y
la administración de la educación con los centros y el profesorado son todavía, si cabe,
más decisivas.
Para que la red de centros y servicios escolares puedan operar como organizaciones
mediadoras y efectivas en la garantía del derecho esencial a la educación, a los poderes
públicos y a sus administraciones corresponde establecer relaciones significativas y
adecuadas. Aspectos importantes son la disposición de recursos, orientaciones,
condiciones del trabajo docente, capacidades institucionales y sistemas de apoyo, así
como también el establecimiento de mecanismos legítimos y útiles de evaluación y
rendición de cuentas en orden a conocer, valorar y adoptar decisiones centradas en la
mejora del sistema y la educación.
Las relaciones entre los centros y la administración abarcan un amplio territorio
constituido por muchos elementos y decisiones. En su conjunto, han de justificarse y
establecerse en torno a la garantía del derecho esencial a la educación por parte del

258
sistema como un todo, no sólo por algunas de sus unidades aisladas. La perspectiva más
idónea puede ser la que haga posible responsabilidades compartidas que habrán de
afectar tanto a los centros, el profesorado y otros agentes sociales y comunitarios como a
la administración y los poderes públicos. Las relaciones que nos ocupan, y con carácter
más concreto los valores, criterios y principios de actuación que las presidan, son
relevantes porque pueden incidir en las formas educativas, desde su gestación y diseño
hasta su implementación, seguimiento atento y evaluación. El contenido, la forma y los
propósitos de dichas relaciones pueden constituir una piedra de toque para apreciar el
grado en que la continuidad y los cambios escolares van respondiendo o no a las
urgencias y prioridades de la educación en cada momento histórico.
En otro capítulo del libro se ha abogado por relacionar las condiciones de trabajo
del profesorado y el funcionamiento de los centros escolares con el aprendizaje de los
estudiantes. El mismo argumento se puede extender al tema que aquí se trata: la
administración y los poderes públicos han de crear condiciones de trabajo con los centros
que hagan posibles las mejoras necesarias de la enseñanza y los aprendizajes escolares.
Seguramente ello exige que también hayan de aprender los mismos servicios y agentes
que operan dentro de la administración, desarrollando ideas y estrategias valiosas para
ayudar a que los centros y los docentes aprendan y hagan posible una buena educación.
Además de decretar directrices y reclamar determinadas actuaciones de los centros, el
profesorado y el alumnado, la administración está llamada a desarrollarse como
organizaciones inteligentes. La idea de las comunidades profesionales de aprendizaje no
sólo interpela a las escuelas y al profesorado, sino también a la administración en sus
diferentes niveles. Es cierto que situar en ese plano el funcionamiento de la
administración y sus relaciones con los centros supone colocar muy alto el listón de las
exigencias. Hay razones poderosas, no obstante, para apuntar en esa dirección, aunque
haya que tener un pie en la realidad de los hechos corrientes y otro en lo que deberían
ser las cosas, ésa es la tensión.
En el capítulo se desarrollan tres apartados. El primero refiere una serie de retos
que tienen planteados los sistemas educativos actuales y apela a la responsabilidad de los
poderes públicos en clarificarlos y contribuir a que vayan surgiendo respuestas aceptables
a los mismos. El segundo se centra más específicamente en el entramado de unidades y
servicios que componen la administración más cercana a los centros, denuncia algunas
disfunciones y ofrece un par de propuestas sobre cómo y en qué mejorarlos. El tercero,
por fin, enuncia una serie de principios y líneas de actuación que son dignas de ser
tomadas en consideración.

12.1. Retos actuales de los sistemas escolares, organizaciones educativas y responsabilidades de los
poderes públicos

La última década del siglo pasado y lo que va del actual está siendo una etapa de la
historia reciente de los sistemas escolares en la que ha ido surgiendo una conciencia cada

259
vez más acuciante de que las profundas transformaciones en todos los órdenes de la vida
social, cultural, económica y tecnológica están desbordando y convulsionando por dentro
y fuera los sistemas educativos. Surgidos y conformados al filo de la revolución
industrial, los cambios, muchas veces descontrolados, de la sociedad de la información,
la globalización y la reconfiguración de la política han impactado prácticamente a escala
planetaria sobre la escolarización zarandeando sus finalidades, poniendo al descubierto
sus estructuras y modos de operación, haciendo más complejas e inciertas sus
capacidades de respuesta a desafíos sociales y educativos hasta la fecha desconocidos
(Hargreaves, 2003).
Analizar las relaciones entre los centros y las administraciones educativas fijando la
atención en los retos actuales de los sistemas educativos es, desde luego, un terreno de
una gran complejidad donde han llegado a proclamarse expectativas educativas sin
precedentes que coexisten con fuertes incertidumbres y amenazas. La complejidad de las
políticas y administración de la educación y su despliegue por los sistemas escolares
estriba en los múltiples factores y niveles de decisión que entran en juego. También en la
confluencia inevitable de las diversas racionalidades y poderes, intereses y objetivos de
los agentes implicados y llamados a relacionarse. Armonizarlos como sería deseable en
teoría es un empeño que, a la vista de los hechos corrientes, parecería casi fuera del
alcance de los sistemas escolares conocidos cuyos modelos de gestión han quedado
obsoletos. Sorprende cómo en ocasiones hay hasta falta de sentido común y escasa
disposición a sacar provecho de las múltiples evidencias que han ido poniendo en
cuestión formas caducas de gobierno y sus intentos de gestionar la educación. Un analista
de políticas educativas tan reconocido como Elmore (2003a: 1) ha sido así de tajante:
“los políticos en general conocen sorprendentemente poco acerca de los problemas
educativos que intentan resolver con sus políticas”.
Quizás hay más y mejor conocimiento disponible sobre el aprendizaje de los
estudiantes y los profesores que sobre los centros como organizaciones, y más sobre
éstos que sobre las zonas o distritos escolares, los servicios y unidades de las diferentes
administraciones. Ocupados históricamente de ordenar y regular lo que otros han de
hacer y aprender, los políticos y administradores parecen haberse excluido a sí mismos
de la tarea de aprender los mensajes valiosos relativos a sus decisiones y las
consecuencias de las mismas. En todos los niveles del aprendizaje dentro de los sistemas
escolares –aulas, centros, distritos, administración autonómica, administración estatal– los
factores y dinámicas que intervienen son múltiples: personales, profesionales e
institucionales, y también sociales, políticos e ideológicos. Si estos últimos, que son
precisamente los más controvertidos, aquejan a algún nivel, es precisamente el de los
espacios donde se aplican ideologías, poder, oportunismo e improvisación a la definición
de la orientación y el gobierno de los sistemas escolares. A pesar de que también existe
en la actualidad un cuerpo de conocimiento que permitiría conferir alguna racionalidad
pedagógica y organizativa a las opciones y decisiones tomadas por las administraciones,
con demasiada frecuencia se observa una tendencia incomprensible a tropezar con las
mismas piedras, a no aprender en absoluto ni de la experiencia ni del conocimiento

260
valioso generado.
Las políticas escolares de los países desarrollados han sido decisivas a la hora de
plasmar una ordenación de los sistemas escolares y adoptar decisiones que han reflejado
aceptablemente conquistas sociales y democráticas notables en materia de educación. En
la actualidad, prácticamente todas las reformas han tomado buena nota de que la
educación es hoy más importante que nunca. Son conscientes de que es preciso revisar y
renovar las finalidades, los contenidos y las oportunidades formativas y los aprendizajes
del alumnado. Lo que parece resultarles más difícil a quienes definen las reformas, sin
embargo, es aprender a tomar decisiones y afrontar ámbitos de trabajo imprescindibles
para que sus buenas intenciones no se queden en letra muerta. En esta materia, no
parece que se haya aprendido demasiado. Puede darse el caso, a veces, que lemas tan
excelentes como “una educación de calidad para todos” (ahora presente por doquier)
vaya acompañado de decisiones que lo contradicen, de políticas y relaciones de las
administraciones con los centros y los docentes que, en lugar ser estimulantes y
facilitadoras, constituyen serios obstáculos y barreras para caminar con decisión y acierto
hacia un horizonte tan necesario y justo.

12.1.1. La educación tiene hoy retos importantes que afrontar

En la mayoría de los países desarrollados (en los demás todavía están pendientes de
lograrse metas educativas elementales como las incluidas en los denominados Objetivos
del Milenio), desde la segunda mitad del siglo pasado se han ido logrando cotas
apreciables en cantidad y democracia educativa formal, tanto en el acceso como en la
permanencia por más tiempo de los niños y jóvenes en las escuelas. No ha sido poco ni
debe echarse en saco roto. Los grandes retos de los sistemas escolares, en concreto del
español, no consisten sólo en mantener la cantidad de escolarización, sino en lograr que
sea de calidad.
Está directamente relacionada con la cultura o los contenidos que la escuela ha de
valorar y seleccionar como valiosa y adecuada para que los niños y jóvenes, en las
distintas etapas de su escolarización, adquieran las herramientas conceptuales y
capacidades superiores de pensamiento y manejo inteligente de la información. El sentido
y el significado de lo que se estudia a lo largo del currículo escolar, la comprensión
profunda, el desarrollo de habilidades que impliquen razonar, argumentar, indagar,
resolver problemas, conectar la escuela con el mundo, ser creativos y autónomos son
aprendizajes desafiantes, ahora todavía con mayor urgencia que antaño. Hay además una
nueva conciencia de que han de cuidarse los componentes del aprendizaje relacionadas
con la motivación, los afectos, el interés y el desarrollo personal, así como también los
que se refieren al establecimiento de vínculos positivos con los demás y la formación
cívica necesaria para la vida común en democracia. Con mejores o peores enfoques y
desarrollos, hacia ello apunta la actual insistencia en el desarrollo de una serie de
competencias básicas a lo largo del currículo escolar. En su cara más positiva,

261
constituyen una invitación a revisar y reconstruir la experiencia escolar de todo el
alumnado bajo la perspectiva de que todos lleguen a lograr ciertos aprendizajes
intelectuales, personales y sociales que se consideran imprescindibles para la participación
activa, consciente y responsable en las diversas esferas de la vida personal, social y
laboral.
El desafío de una revisión a fondo de los contenidos y los aprendizajes de los que
han de hacerse cargo los sistemas educativos remite, a su vez, a una profunda
renovación de los métodos, los recursos didácticos (en los que hay que integrar las
nuevas tecnologías con los demás medios disponibles) y las relaciones pedagógicas (cada
vez se insiste más en el papel fundamental de una pedagogía del cuidado, como se
plantea en otro capítulo del libro). Si, como procede, la escuela representa un período
amplio e intenso de la vida de los niños y los jóvenes, las oportunidades y experiencias
culturales, personales y sociales que tengan dentro de ella serán decisivas en sus vidas.
De ahí que, como se decía más arriba, el verdadero reto actual no es sólo que entren y
permanezcan en los centros y aulas durante más años, sino que lo que les suceda dentro
de ellas y aquello en lo que ellos mismos participan y se implican tenga sentido y
relevancia, sea riguroso, rico y estimulante, idóneo para adquirir hábitos y disciplina
intelectual, autonomía personal y creatividad, gusto por el saber y disposiciones
favorables a seguir aprendiendo.
Por el reconocimiento de los derechos y las diferencias de los individuos, por la
consagración de formas de vida, de socialización y opciones más flexibles y personales
de creación de las propias identidades y proyectos, y también por poderosas razones
pedagógicas, crear centros, currículos y oportunidades formativas más personalizadas se
ha convertido en otro de los referentes inexcusables. Esa tarea está más allá de
estructuras y contenidos distantes, de metodologías rígidas, uniformes e insensibles a las
diferencias. Requiere que la escuela y el profesorado reconozca y se haga cargo de las
múltiples diversidades que llevan consigo a las aulas los niños y jóvenes, acogiéndolos y
ofreciéndoles relaciones y oportunidades escolares atentas a sus necesidades y
construyendo desde ellas trayectorias escolares positivas que hagan posible el logro de
aprendizajes ambiciosos sin ningún género de exclusiones, en línea con lo que se
desarrolla con más detalle en otro capítulo de este libro. En aquellos países cuyas cotas
de fracaso y abandono escolar prematuro son más altas de lo razonable, la lucha activa y
efectiva contra la vulnerabilidad escolar y la privación de los aprendizajes indispensables
es, posiblemente, uno de los retos más inmediato y exigente.

12.1.2. Educación de calidad como un derecho de toda la ciudadanía

El valor del conocimiento y la formación en la sociedad actual, el reconocimiento del


derecho esencial a la educación de todas las personas, los imperativos democráticos que
una buena sociedad ha de satisfacer, garantizando a todo el alumnado las oportunidades
necesarias para su desarrollo pleno como ciudadanos, son marcos de referencia

262
fundamentales para los retos indicados. Reclaman una educación de calidad.
Por las connotaciones tan dispares de ese término, conviene hacer patente que el
tipo de calidad que interpela a todos los sistemas educativos no tiene nada que ver con
aquella que se define y se practica como una seña de distinción, como un privilegio
reservado a las élites, como algo sólo destinado al alumnado que va bien y lo merece. No
sería de calidad aquella educación que deje fuera a todos aquellos que encuentran más
dificultades en el mundo de la escuela, que lo viven como algo ajeno y del que
desconectan, quizás, entre otros muchos factores, porque no los reconoce ni atiende
como necesitan. El reto de la calidad al que tienen que responder los sistemas escolares
actuales es la provisión de una buena educación entendida como un derecho básico de
todas las personas. Por lo tanto, universal, incluyente, reconocedora de las diferencias,
flexible y personalizada, que no tire la toalla ni baje la ambiciones, sino que pelee por
sostener altas expectativas respecto a los aprendizajes indispensables que ha de adquirir
todo el alumnado por razones de justicia social y equidad (Escudero, 2002).
No hay política de reforma hoy que, entre sus prioridades, deje de apostar, bien por
el mantenimiento de tasas altas de éxito escolar allí donde se han logrado de modo
aceptable, bien por la reducción significativa de los índices de fracaso y abandono escolar
prematuro allí donde todavía persisten. Este último es el caso del sistema español, entre
otros más. El contexto europeo más próximo ofrece, desde hace unos años, mensajes
consistentes hacia ese horizonte. En realidad, no es tan importante el desafío de reducir o
sostener indicadores estadísticos de fracaso o de éxito escolar como que los sistemas
escolares y, por lo tanto todos y cada uno de sus centros, garanticen una buena
educación y los aprendizajes debidos a todos los estudiantes.

12.1.3. El papel decisivo de los centros escolares

En la actualidad se cuenta con evidencias más que suficientes para sostener que la
provisión de una buena educación (contenidos, oportunidades y relaciones, aprendizajes)
a todos los estudiantes requiere que cada centro como un todo se embarque y se
comprometa con ese empeño. Las relaciones y experiencias educativas que cada profesor
realiza con sus alumnos al trabajar los contenidos pedagógicos son decisivas, acaso las
más influyentes de todo lo que les sucede, hacen y viven, y llegan a lograr en su paso por
las escuelas. También hay constancia, sin embargo, de que las ideas y acciones de los
docentes aislados no son suficientes para garantizar a todos los aprendizajes debidos. A
pesar de las controversias generadas en torno a los centros eficaces, sus mensajes
insisten en que la gestión y el funcionamiento de los centros como un todo son decisivos
para perseguir el éxito escolar y atenuar, cuando menos, las tasas de fracaso y exclusión
(Teddlie y Reynolds, 2000). En el fondo, el reto no apunta sólo a que algunos centros y
profesores en particular vayan bien. Entendida la calidad en claves democráticas, el
objetivo es que todos los centros sean garantes de mejora y calidad, lo que significa
reducir las desigualdades educativas tanto dentro de los centros como entre ellos

263
(Elmore, 2003b). En caso contrario, quienes no tengan la oportunidad de asistir a las
mejores escuelas o no reciban la enseñanza que ofrecen dentro de cada una de ellas los
mejores profesores, se verán condenados a quedar privados del derecho esencial a una
buena educación.
En síntesis, tres son los grandes retos que han de afrontar los sistemas escolares:
uno, garantizar mucho mejor que hasta la fecha una educación de calidad democrática,
justa y equitativa; dos, contar con docentes y centros bien preparados, dispuestos y
comprometidos para hacerla posible; tres, velar y tomar las decisiones necesarias para
que la mejora de la educación sea una garantía del sistema escolar, no una característica
aislada y privativa de algunas escuelas y docentes.

12.1.4. Responsabilidades de la política estatal

Ninguno de esos desafíos se podrá afrontar sin una mirada global, sistémica, a gran
escala. Se trata de un punto de mira necesario para elevar el listón de las finalidades
educativas y hacer lo que es preciso para alcanzarlas (Fullan, 2000; 2002; Elmore,
2003a, 2003b).
El doble horizonte de repensar y concertar los contenidos, las metodologías y los
aprendizajes de una buena educación, y de asumir que esa tarea sea acometida de
acuerdo con los valores y los principios de una calidad democrática, justa y equitativa,
son cuestiones de gran calado. Hoy por hoy, pertenecen al territorio de las utopías.
Desborda ampliamente las posibilidades de los profesores y los centros particulares, e
incluso las de la administración de la educación en sus ámbitos locales y, quizás, a los
sistemas escolares aisladamente. Los poderes públicos y las políticas nacionales (también
las autonómicas), que cuentan con el poder legítimo y toman decisiones clave sobre la
educación, también son interpelados por retos como los planteados más arriba. Les
corresponde un protagonismo y liderazgo intransferible, no para adueñarse de la
educación, sino para propiciar las estructuras, las condiciones y las capacidades idóneas
que muevan a los sistemas escolares hacia su mejora significativa. No vale ya establecer
y mandar reformas, sino impulsar las que son necesarias y contribuir a hacer posible que
alcancen sus propósitos. No más políticas estatales o autonómicas intervencionistas y
burocráticas, pero tampoco seducidas por el mercado y la engañosa libertad de la oferta y
la demanda escolar (Fink, 2005). Aunque los puntos siguientes se refieren a aspectos más
específicos de las relaciones entre los centros escolares y la administración educativa más
cercana, no sería correcto fijar la mirada en los árboles sin contemplar el bosque.
Desde cualquier punto de vista que se enfoque la cuestión, hay asuntos relativos a
la educación a escala nacional que no pueden pasarse por alto. La política estatal, así
como también la autonómica en las competencias correspondientes, merece ser puesta en
el punto de mira. En la actualidad, ambas condicionan de múltiples formas y a través de
diferentes decisiones el gobierno y la gestión de los centros, sus prioridades y la
coherencia o incongruencia de las medidas adoptadas para alcanzarlas. El derecho de

264
todos a la educación debida es una meta imposible de garantizar, e incluso de enunciar,
sin la decisión y la voluntad de los poderes públicos y las políticas que son
imprescindibles para promover avances educativos a lo largo y ancho de los sistemas
escolares.
En la literatura pedagógica sobre el particular se insiste en ello sobradamente. En
algunos casos se dirige la atención hacia actuaciones y apoyos que han de propiciarse a
los centros en situaciones especiales de dificultad (Christie, 2007). En otros se adopta
una mira más general de modo que sus análisis y propuestas, al referirse ahora a las
reformas escolares, reservan capítulos específicos a la política estatal y sus conexiones
con contestos sociales y políticos más amplios (Fullan, 2002; Hargreaves, 2003). La
política estatal en materia de educación requeriría por sí misma un tratamiento mucho
más amplio que el que aquí se pretende. Se apuntan algunas ideas, basadas
concretamente en el primero de los autores citados.
Desde su punto de vista, a las responsabilidades estatales concierne: 1) proveer
recursos e inversión pública suficiente y sostenida de forma que los centros puedan
planificar a medio y largo plazo; 2) generar conciencia nacional sobre el valor de la
educación y movilizar los esfuerzos pertinentes para crear y sostener sistemas de calidad;
3) ejercer una dirección de los mismos con prioridades claras y justificadas, así como
establecer los marcos de referencia curricular de cada una de las etapas educativas y
estrategias de desarrollo y mejora fundada; 4) generar capacidades y compromisos con el
cambio y la renovación profunda y duradera a gran escala, en todo el sistema
(formación, apoyo y asesoramiento); 5) adoptar y concertar marcos de responsabilidad y
rendición de cuentas de los servicios públicos, y dentro de ellos, de la educación; 6)
promover políticas escolares dentro de un enfoque global y nacional de renovación
social, cultural y económica.
Esta agenda atribuida a la política estatal, y en su caso a los estados federales,
autonomías u otras demarcaciones administrativas regionales, incluye asuntos de gran
calado como los citados, a los que podrían añadirse otros más específicos como las
políticas de profesorado, la concertación sindical, el mapa escolar o los criterios relativos
a la escuela pública, concertada y privada. Todos son objeto de la organización y la
gestión estatal y autonómica de los sistemas educativos y, de ese modo, enmarcan y
condicionan las relaciones entre la administración y los centros escolares. El mensaje que
interesa destacar es claro: los poderes públicos ejercen un poder decisivo y toman
decisiones sobre el carácter y la orientación de los sistemas educativos que son tanto la
proyección de determinadas opciones políticas, sociales, culturales, económicas e
ideológicas sobre la educación nacional (cada vez, por lo demás, necesariamente abierta a
compromisos supranacionales), como el contexto macro donde se conforman decisiones
clave para el ámbito del que se trata en este capítulo.
Sin poder desarrollar todos los aspectos indicados, procede llamar la atención sobre
el citado en último lugar, a saber, colocar las políticas educativas en el contexto de una
renovación social, cultural y económica. Como se ha mencionado más arriba, las
políticas educativas tienen que interpelar y dejarse, a su vez, interrogar por cambios

265
generalizados en todos los órdenes de la vida personal y social. Serían ingenuas, o acaso
complacientes, si no apostaran por crear otros modos alternativos de gestión a la
mercantilización de la educación (culto a la productividad y eficiencia, estándares,
obsesión evaluadora y rendición de cuentas, libertad de elección y competitividad entre
centros, fragmentación escolar entre la oferta pública y privada, etc.) o a la persistencia
de modelos técnicos y burocráticos donde prevalecen estructuras y procedimientos
insensibles al carácter humano y social de la educación (Fink, 2005).
La concertación social y política es inexcusable, pues los sistemas escolares son
muy vulnerables a vaivenes que dificultan seriamente la persistencia en el logro de retos
difíciles. A los sistemas escolares, al español en particular, les puede venir bien no sólo
una suficiencia y estabilidad de recursos de diversa naturaleza, sino también un marco
normativo capaz de erradicar tentaciones reformistas tan cambiantes como superficiales,
deteniendo la tendencia a hacer uso y abuso de la educación como un campo de batalla
estéril entre intereses miopes partidarios, clientelares y electoralistas. En sistemas
educativos descentralizados, es preciso concertar lealtad institucional. Entre otras cosas
para evitar decisiones esperpénticas como las que se aprecian en ocasiones y que, como
se ha visto, no tienen otro recorrido que la trifulca política entre gobierno central y
autonomías (la objeción a educación para la ciudadanía, o la más reciente, todavía sobre
la mesa, de dejar en manos de las familias la elección del gallego o el castellano, son un
par de muestras).
El nudo gordiano, sin embargo, de las políticas estatales de concertación educativa
habrá de pasar la prueba de cuáles son los contenidos de los pactos, cuál el grado
efectivo de compromiso que generan en torno al valor y la redistribución de la educación
como un bien común, cuáles las implicaciones reales traducidas en principios de
actuación y prácticas organizativas y pedagógicas. No bastan consensos en torno a
grandes decisiones estructurales (que no es poco), sino que es preciso ponerlas al servicio
efectivo de un sistema educativo con prioridades y capacidades centradas en garantizar a
toda la ciudadanía la educación debida en todas las comunidades, centros y aulas. Si un
pacto por la educación dejara sin alterar políticas de moda empeñadas en dualizar el
sistema (red pública asistencial destinada a la población sin posibilidades de elegir y red
concertada y privada para los demás), de poco servirán los conciertos firmados ni la
representatividad de las fuerzas políticas, sociales o sindicales que los subscriban. Su
constitución a escala nacional ha de concretarse en decisiones y actuaciones locales y,
así, también en la revisión y la mejora de las relaciones entre la administración y los
centros escolares. No servirían de mucho en el caso de no tocar significativamente los
diferentes planos y actores más cercanos e influyentes en la organización y el
funcionamiento de los centros escolares, en la cultura, concepciones, relaciones y
prácticas de enseñanza y aprendizaje que ocurren dentro de las aulas u otros espacios de
formación. A fin de cuentas, en el caso de no estimular nuevas relaciones entre las
grandes políticas, las prácticas y las vivencias más cercanas al día a día de quienes
habitan y pasan por las escuelas seguirán, como Sísifo, en un afán baldío de mover una
roca pesada que no logra despegarse de sus inercias.

266
Seguramente los pactos globales han de tomar buena nota de que la educación y su
mejora a gran escala pasa, primero, por reconocer que una buena parte de los
ingredientes del éxito y el fracaso escolar se aderezan y cocinan dentro del orden escolar
dominante (Escudero, González y Martínez, 2009). Segundo, que sus relaciones con las
administraciones educativas importan mucho porque, también en buena medida, el tipo
de escuelas y de aulas, de administradores, equipos directivos y docentes que tiene un
país son el resultado y la responsabilidad de sus políticos y de las políticas que ellos
practican en todos y cada uno de esos ámbitos. De manera que, además de las relaciones
más específicas que serán expuestas más abajo, nunca será suficiente todo lo que se diga
para llamar la atención sobre el hecho de que los poderes públicos realmente importan y
son decisivos. Bajo determinados presupuestos, pueden contribuir a crear oportunidades
que permitan avances en la provisión justa y equitativa de educación. Con otras de sus
actuaciones, sin embargo, pueden constituir barreras y obstáculos severos para ese
propósito. ¿Podrán seguir presumiendo de educación inclusiva aquellas políticas
nacionales o autonómicas que consientan, o que incluso potencien abiertamente, una
ordenación del mapa escolar fragmentado entre la educación pública y privada, con
centros cuya población estudiantil esté compuesta por una mayoría del alumnado
desfavorecido social y culturalmente, por minorías étnicas, inmigrantes forzosos y
colectivos en situación de desventaja? ¿No sería necesario que los pactos educativos
lograran impedir la formación de “bocadillos” como aquellos que se consienten al situar a
una escuela pública en medio de dos centros privados o concertados? Los escenarios
previsibles descritos en el informe de la OECD (2001), comentado en la introducción de
este libro, bien pudieran servir para enjuiciar, debatir y concertar el lugar y el papel de las
políticas estatales y autonómicas y, dentro de ellas, las relaciones a sostener entre la
administración y toda la red de centros escolares de sus respectivas zonas.

12.2. Administración de la educación: unidades y servicios locales y relaciones con los centros. Focos y
estrategias de relación con los centros escolares

En el contexto de las políticas descentralizadas, la administración autonómica, federal o


regional, según los países, representa el interlocutor más directo y cercano a los centros.
En un nivel todavía más próximo, los distritos escolares (definidos por zonas que
incluyen un conjunto de centros y servicios como la inspección, los centros de formación
del profesorado, los servicios de orientación y apoyo, etc.) tienen su propia entidad, pues
organizan, gestionan, supervisan y establecen determinadas relaciones con los centros
escolares correspondientes.
La gestión autonómica y su concreción en distritos o zonas constituyen un espacio
intermedio entre la política estatal y los centros escolares. En términos de competencias,
está ocupado por los respectivos gobiernos y las Consejerías de Educación. Sus
organigramas incluyen Direcciones y Subdirecciones, Servicios y Unidades más
específicas, en las que trabajan diversos agentes. Representan puestos de trabajo y

267
profesionales, así como cargos de designación directa, que en su conjunto podrían
definirse como el sistema y la infraestructura de gestión y apoyo a la educación, centros
y profesores, alumnado y familias. En principio, sus relaciones con los centros van desde
la provisión de recursos financieros, materiales y humanos, hasta la regulación y el
reconocimiento de la educación, creación de condiciones y capacidades, la inspección, el
seguimiento y el apoyo en diversas materias.

12.2.1. La administración autonómica representa un aparato organizativo complejo y no siempre funcional

El organigrama que ofrece cualquier administración autonómica de la educación en los


ámbitos de su competencia suele ser extremadamente complejo y diversificado en
unidades organizativas sobre las que recaen funciones y actividades variadas, no siempre
bien integradas, con lógicas subyacentes que, desde fuera, pueden ser difíciles de
entender. La consideración de cualquier Consejería de Educación de los gobiernos
autonómicos en España puede ilustrar bien lo que se dice. Tomando como ejemplo el
caso de Murcia (es el lugar de trabajo de los autores de este libro), se puede apreciar un
organigrama presidido por el Consejero de Educación (bajo su competencia actual
también está Trabajo), cuya pirámide descendiente refiere en un segundo nivel los
Órganos Directivos: Secretaría General y una Vicesecretaría con Servicios (Contratación,
Régimen Institucional y Jurídico, Infraestructuras, Publicaciones y Estadísticas, Gestión
Económica y Presupuestaria, Gestión de la Información, Evaluación y Calidad) y
diferentes Asesorías de Apoyo Técnico, Protectorado de Fundaciones Docentes,
Inspección Educativa. En otro nivel inferior aparecen cuatro Direcciones Generales: de
Centros, de Formación del Profesorado y Educación de Personas Adultas, de Recursos
Humanos, de Promoción, Ordenación e Innovación Educativa. Cada una de ellas cuenta
con sendas Subdirecciones, salvo el caso de la última que está subdividida en dos. Con
un recuento por encima se pueden identificar casi veinte componentes funcionales,
correspondientes a Servicios, Unidades, algún Instituto (de Cualificaciones Profesionales)
o algún Observatorio (en concreto para la Convivencia en los centros). Seguramente,
podrían observarse organigramas muy similares en cualquiera de las Consejerías de
Educación de otras Comunidades, sean cuales fueren sus criterios organizativos y
especificaciones.
La descentralización de la educación, sin entrar en otras consideraciones y juicios
que podrían hacerse, ha propiciado un crecimiento imponente del aparato administrativo
de la educación y, en no pocos casos, hasta un yacimiento de empleo donde trabajan,
además de profesionales con trayectorias y méritos acreditados, también otras personas
cuyos puestos de trabajo surgen del reparto de nombramientos acordes con las
necesidades e intereses de los partidos gobernantes. Puede albergarse todo tipo de
interrogantes acerca de los beneficios o los inconvenientes de la descentralización actual,
así como fueron otros tantos los que se formularon en torno a la centralización
precedente, particularmente en el contexto español. Lo que parece cierto es que han

268
crecido los aparatos administrativos de cada una de las demarcaciones autonómicas que
ahora cuentan con más servicios y más personal. Y también, con listas de tareas y
funciones ambiciosas sobre el papel: basta observar, por ejemplo, las asignadas a la
inspección, los centros de formación continua del profesorado, los equipos de
orientación). Otra cosa diferente es estimar y valorar el grado en que, en términos de
calidad –también este criterio merece serles aplicado–, sus tareas, funciones y modos de
ejercerlas lleguen a representan un sistema idóneo que, bien relacionado con los centros,
tenga claras sus responsabilidades y esté poniendo efectivamente sus competencias al
servicio de la mejora de la educción.
Aunque ha sido prolífica la literatura política y administrativa sobre la
descentralización de la educación, no abundan los estudios específicos sobre las
relaciones entre la organización autonómica del sistema escolar, los contenidos y
relaciones que establecen con los centros y el funcionamiento de las respectivas
demarcaciones territoriales en lo que respecta al cambio y la mejora educativa. Más allá
de constatar diferencias en asuntos como la inversión en educación, las políticas de
centros, el apoyo o debilitamiento de la escuela pública, la formación continuada del
profesorado, los equipos externos de apoyo y orientación, o los resultados escolares, que
son bien diferentes según las Comunidades Autónomas, poco se conoce en el contexto
español de los factores y dinámicas relativas al funcionamiento interno de la
administración, los distritos, los centros y la enseñanza.
Sin desconsiderar la influencia de las políticas estructurales (es claro que importan),
no vendría mal algún conocimiento sobre cuáles son los procesos de gestión, cuál el
modelo de mejora en que se sostienen, qué incidencia está teniendo en las relaciones con
los centros, en qué grado diferentes administraciones se asocian con los resultados de los
aprendizajes del alumnado. Es cierto, por otro lado, que al dar cuenta del estado y del
desarrollo de la educación en este nivel, habría que entender que las políticas oficiales de
las respectivas administraciones no ocupan toda la escena. En cada una de ellas cabría
identificar y analizar la tradición histórica de la que partieron y que pueda haberse ido
desarrollando con el tiempo. La existencia, por ejemplo, de colectivos o movimientos de
renovación, de instituciones más o menos formales de generación y diseminación de
conocimiento, de poderes fácticos influyentes y seguramente heterogéneos, puede que
estén siendo factores importantes que componen determinadas “culturas pedagógicas
territoriales” que, tal vez, podrían situarse a lo largo de un continuo local entre el
conservadurismo resistente y nostálgico y la renovación constructiva y crítica. El
escenario, las tendencias y las orientaciones, los protagonistas de la educación en una
demarcación autonómica, y quizás en sus diferentes distritos, exceden a su respectiva
administración y administradores.
Desde la perspectiva de la mejora educativa a gran escala, no obstante, los poderes
públicos y por lo tanto la administración, como se dijo más arriba, deben ser interrogados
respecto al grado en que asumen sus propias responsabilidades. Una de ellas,
precisamente, habría de ser la de propiciar e incluso estimular la existencia de una masa
crítica de servicios, profesionales y colectivos de renovación con sus respectivos

269
márgenes de autonomía. Los retos educativos actuales no sólo reclaman el horizonte de
una buena educación participativa, democrática e incluyente, sino también que esos
mismos valores se apliquen al camino trazado para alcanzarlo: no sería sensato que fuera
del todo controlado y determinado por las políticas oficiales.

12.2.2. En general, prevalece la dispersión y fragmentación de servicios, tareas y funciones de la


administración

En otros contextos, particularmente el anglosajón y más en concreto el norteamericano,


EEUU y Canadá, el ámbito de la administración más cercano a los centros viene siendo
objeto de atención en la investigación y la consiguiente elaboración teórica. Sus
aportaciones más sobresalientes apuntan a que, de un lado, la administración federal y la
de los distritos escolares (vendrían a equivaler a nuestras autonomías y zonas o distritos
constituidos dentro de cada una de ellas) marcan diferencias apreciables en los procesos
y resultados escolares y algunas de ellas están asociadas a enfoques y estrategias
aplicadas en este nivel de la administración. Particularmente en la última década, y
precisamente bajo la perspectiva de las reformas a gran escala antes mencionadas, se ha
ido creando un cuerpo de conocimiento que describe el comportamiento y la influencia
de los distritos escolares en los centros y la mejora (Fullan, 2002; Marsh y otros, 2005;
Mell y Melinda (2007).
Se ha documentado que las políticas educativas en este nivel adolecen, por lo
general, de problemas que revelan el peso de una burocracia incapaz de gestionar
recursos y servicios que no llegan a ser funcionales para las tareas y objetivos declarados.
Hay pluralidad de servicios y agentes dentro de ellos que, en general, están
descoordinados. El panorama común ofrece muestras de fragmentación y superposición
de funciones, algunas reiterativas y otras omitidas. Cuando eso ocurre, las relaciones con
los centros se mueven en el plano de la formalidad y los procedimientos. Se presta mayor
atención a las estructuras y directrices que a los procesos; más a la reglamentación que a
las personas, a los contextos y la creación efectiva de condiciones, capacidades y
compromisos. Cuando se han aplicado políticas de liberalización de la educación
acompañadas de una fuerte intervención de las administraciones sobre los aprendizajes y
niveles de los que los centros han de rendir cuenta, a los centros y profesores se les
aplican incentivos o penalizaciones que, en sus extremos, pueden abocar en la
desaparición o refundación. Algunos de los balances realizados sobre esos modelos de
gestión son negativos (Elmore, 2003b; 2004). Las directrices técnicas y burocráticas no
contribuyen al buen gobierno de los sistemas escolares, pues desconsideran los procesos,
la cultura y las dimensiones personales y sociales inherentes a la educación. La
pretensión de estimular cambios y mejora recurriendo a la estrategia de aplicar palos o
zanahorias asume el sueño mercantil de que la libre elección de las familias como
clientes, y la presión de la administración como árbitro, son mecanismos legítimos y
efectivos para lograr que los sistemas escolares, los centros y el profesorado sean más

270
innovadores. Ninguna de esas dos opciones, aunque por razones diferentes, es capaz de
garantizar una provisión equitativa dentro del sistema. La burocracia y la formalidad de
los procedimientos garantizan, quizás, la uniformidad del sistema y lo hacen previsible en
sus estructuras, pero son inadecuadas para promover ideas, capacidades y compromisos.
La filosofía mercantil, traducida en competitividad escolar y una fuerte presión externa,
no sólo fragmenta el sistema y exacerba las desigualdades, sino que también deja sin
resolver la distancia que hay, por un lado, entre los estándares y objetivos establecidos
por las administraciones y la rendición de cuentas a la que se someten los centros y el
profesorado y, por otros, los conocimientos, las capacidades y las condiciones
organizativas, pedagógicas y sociales que serían precisas para lograrlos. Como bien dice
Elmore (2004), la cuestión no es que los centros sepan que han de ser más eficaces
logrando más y mejores aprendizajes de su alumnado, sino que sepan, cuenten con
capacidades y asuman qué y cómo han de hacer, por qué y para qué.
Las relaciones de la administración con los centros no son mejores por la cantidad
de servicios, agentes y actividades realizadas, sino por ser pensadas y acometidas con
una perspectiva integradora y bien focalizada de los recursos y que sea efectiva en la
creación de las capacidades y los compromisos necesarios para lograr prioridades
educativas claras y relevantes, bien fundamentadas, acompañadas como es menester con
las decisiones y los procesos convenientes.
Las administraciones autonómicas del sistema educativo español, que tienen sus
propias peculiaridades, adolecen de muchos de esos problemas y desenfoques. En lo que
se refiere a la fragmentación de los servicios, hace algunos años, en una investigación
realizada en la Comunidad de Madrid sobre los equipos de orientación (Escudero y
Moreno, 1992, por citar una referencia entre otras), no sólo se puso de manifiesto la
desconexión de sus profesionales con otros como el servicio de inspección o los centros
de formación del profesorado, sino que también se denunció que la idea de un sistema
externo e integrado de apoyo está ausente de los intereses de la administración y de la
cultura de los diferentes agentes que trabajan dentro de ella.
La fragmentación administrativa a la que se alude no sólo se aprecia en la pluralidad
de servicios y agentes, sino también en el mapa mental (por emplear un término neutral)
que subyace a organigramas donde la presencia dispersa de tareas y funciones va de la
mano con omisiones que pueden resultar difíciles de entender en determinados contextos
y circunstancias. Así, volviendo al ejemplo antes citado de la Consejería de Educación
murciana, al tiempo que goza de relieve propio un Observatorio de la Convivencia, está
ausente lo que podría ser un Observatorio de la Vulnerabilidad y Fracaso Escolar,
precisamente en una autonomía en la que las tasas al respecto son ciertamente elevadas.
Al analizar otros organigramas autonómicos, posiblemente podrían desvelarse presencias
u omisiones parecidas. No se quiere decir que en las Consejerías hayan de proliferar
observatorios. Más bien, utilizando sólo el ejemplo como pretexto, se llama la atención
acerca de la tarea pendiente de pensar y articular relaciones más provechosas y mejor
articuladas entre administración y centros.

271
12.2.3. La administración como un sistema integrado de relación y apoyo a los centros para la mejora de la
educación: un par de propuestas

El cuerpo de conocimientos disponibles sobre la materia también ofrece algunos


mensajes positivos al documentar y sugerir que es posible crear relaciones provechosas
entre los centros, los poderes públicos y la administración de la educación. Aunque los
resultados son todavía escasos y limitadas las evidencias de buenas prácticas en este
ámbito (Center Mental Health Schools, 2007), ya se va contando con algunas
aportaciones de interés. Se presentan a continuación un par de propuestas derivadas de
estudios llevados a cabo.
La primera está tomada de Fullan (2002: 199) que ha sintetizado un conjunto de
actuaciones y principios de gestión tras estudiar algunos distritos exitosos en procesos y
resultados escolares. Este autor ha identificado una serie de aspectos que los caracterizan:
a) Reconocimiento del estado de la educación en su demarcación y focalización de
actuaciones preferentes basadas en los datos disponibles. b) Capacidad de los
administradores y los equipos directivos de sus zonas para generar cambios y renovación
pedagógica. c) Políticas de profesorado explícitas con criterios que conectan la mejora de
la educación con la selección y la formación continuada de los docentes. d) Atención
explícita a la enseñanza y el aprendizaje, generando en torno a ese foco una cultura de
cambio en cada centro. e) Supervisión de los procesos propiciando comunicación
horizontal y vertical y adoptando decisiones pertinentes en relación con los centros con
dificultades. f) Desarrollo del sentido de identidad de las zonas, distritos o áreas
educativas. g) Establecimiento de alianzas entre la educación y las distintas fuerzas
sociales y empresariales del entorno. h) Revisión permanente de los propósitos, del
diseño del sistema y de la educación, de las medidas y procesos puestos en marcha y
también de sus resultados.
Los principios de gestión de los distritos que subyacen a esas características y son
aplicados para articular las relaciones de la administración con los centros son: una
orientación explícita al aprendizaje (del alumnado, de los centros, del profesorado); una
orientación a la responsabilidad, la rendición de cuentas y apoyos coherentes; una
orientación al cambio y la renovación; una orientación humana, prestando más atención a
las personas, a sus capacidades y compromisos, que a las directrices y estructuras; una
orientación centrada en valores y prioridades compartidas y, finalmente, una orientación
comunitaria que propicie efectivamente la participación y alianzas sociales del entorno
con la educación y sus retos.
La segunda propuesta procede de Marsh y otros (2005). Estos autores ofrecen un
mapa conceptual en el que identifican, además de niveles y tareas correspondientes a la
administración estatal y federal, una serie de acciones a nivel de distrito con sus
correspondientes sujetos destinatarios y aprendizajes a desarrollar con los centros
escolares y el profesorado.
La propuesta hace explícitos los focos preferentes de atención. Son éstos: Creación
de capacidades (desarrollo del capital humano, capital social, redes y alianzas, políticas

272
de recursos e infraestructuras). Liderazgo en la zona y centros. Gestión y gobierno de
cada escuela y el currículo. Coherencia de la política educativa, rendición de cuentas y
concertación sindical. Reconocimiento y actuaciones consecuentes según características
de los centros, directivos, profesorado, estudiantes y sus entornos comunitarios.
Se refiere expresamente la creación de “organismos intermedios” cuyo papel es
importante en la prestación de servicios a los distritos y centros. Sus ámbitos de trabajo
más relevantes son:

a) La creación y la diseminación de conocimiento valioso sobre y para la


educación dentro del distrito.
b) La elaboración de materiales didácticos.
c) La asistencia y el asesoramiento a los centros.
d) La potenciación de redes y relaciones entre profesores y centros.

Tanto los focos de atención indicados como los organismos intermedios (podrían
equivaler de alguna manera a servicios y unidades en la administración autonómica, y
también a sus respectivas Universidades), son definidos como círculos envolventes,
facilitadores del cambio y la mejora necesaria en cada centro. En el cuadro siguiente se
recogen, sólo a modo de ilustración, los focos de atención preferentes en cada centro, las
actuaciones y los aprendizajes que se intenta desarrollar.
En realidad, no importan tanto los contenidos específicos incluidos en esa
propuesta, que procede y está pensada para una realidad distinta a la nuestra, como los
temas que se citan como focos y el modo de afrontarlos. Sugieren, ciertamente,
relaciones bien diferentes de las conocidas y habituales. El cuadro 12.1 ilustra cuáles
pueden ser focos y estrategias para la integración de servicios que provean apoyo,
formación docente, liderazgo y otros procesos necesarios para una mejora significativa de
la enseñanza y el aprendizaje. En el apartado siguiente, en un intento de síntesis de esta
propuesta y otras referencias que se vienen considerando, se proponen claves y
orientaciones que pueden servir para revisar y mejorar las relaciones entre la
administración y los centros.

Cuadro 12.1. Relaciones de los distritos con los centros y el profesorado (Elaborado a partir de Marsh y otros,
2005)

• Apoyo al liderazgo pedagógico de los equipos directivos:

– Acciones: Formación y desarrollo profesional de equipos directivos centrados en el liderazgo


pedagógico. Supervisión y evaluación del liderazgo pedagógico de los directivos. Criterios de
selección para el desempeño de la función directiva.
– Aprendizajes: Conocimiento sobre los procesos de enseñanza y aprendizaje y capacidad de apoyar
al profesorado. Capacidad de observación del aula y devolución de información relevante para su
mejora. Focalizar la atención en la enseñanza y sus resultados en el centro. Recabar, interpretar

273
y decidir en base a datos.

• Apoyo al currículo del centro:

– Acciones: Diseño del currículo de acuerdo con las competencias y datos relativos a su evaluación.
Formación docente para desarrollo del currículo: guías, materiales. Evaluación referida a
competencias. Sistema de centro para el apoyo mutuo entre docentes (amigos críticos,
especialistas, etc.).
– Aprendizajes del Profesorado: uso de materiales y guías para el diseño del currículo, sentirse
preparado para usar materiales en planificación y aula, enfocar la enseñanza de acuerdo con el
marco de aprendizajes (competencias) y evaluación de los mismos.
– Aprendizaje de Directivos: valorar guías para seguir la enseñanza y hacer uso regular de las
mismas; crear y negociar lenguaje compartido para enseñanza; sostener mensajes institucionales
consistentes sobre prioridades, estrategias y prácticas.

• Apoyos al aprendizaje entre iguales dentro de los centros:

– Actuaciones: Establecer relaciones de trabajo sobre la enseñanza. Generar propósitos y


metodologías. Aprendizaje entre iguales como desarrollo profesional. Revisar horarios y
propiciar tiempos necesarios. Atención a los recién llegados.
– Aprendizajes: Profundizar la comprensión de la enseñanza. Trabajar sobre el desarrollo de
iniciativas renovadoras. Valorar la interacción con iguales y la colaboración como desarrollo
profesional. Desarrollar lenguaje compartido sobre la enseñanza. Mensajes consistentes sobre
estrategias de enseñanza.

• Uso de datos para mejora de la enseñanza:

– Acciones: Disponer sistema de datos en cada centro y datos del distrito. Asistencia técnica para
recabar e interpretar datos. Formación al respecto. Revisar trabajos del alumnado. Accesibilidad
de datos a la administración y profesorado.
– Aprendizajes: Proyectos de mejora a nivel de centro basados en datos propios y datos externos.
Percepción de la utilidad de los datos para decisiones instructivas. Desarrollo de la capacidad de
todo el personal para identificar áreas de necesidades y de mejoras.

12.3. Principios generales para articular relaciones provechosas entre los centros escolares y las
administraciones de la educación

En cualquier materia educativa es preciso sostener una tensión compleja entre la realidad
de los hechos corrientes y las alternativas dignas de mejora. No hay fórmulas disponibles
para ello, pero sí pueden enunciarse algunos principios generales de actuación para hacer
un viaje que en cada contexto y circunstancias habrá de ser pensado, explorado y
sometido a revisión permanente.

12.3.1. Mejorar el reconocimiento de la situación, los dispositivos para recabar e interpretar datos y el
establecimiento de prioridades concertadas y comprometidas en materia de currículo, enseñanza y
aprendizaje escolar

274
Aunque pudiera parece una obviedad, es preciso colocar en primer lugar la idea de que
sostener un foco claro y efectivamente centrado en la enseñanza y el aprendizaje es un
principio elemental para las relaciones entre la administración y los centros. Como se
expresa en el enunciado, requiere reconocer y valorar adecuadamente las realidades en
curso, no ocultarlas. Recabar y disponer informaciones pertinentes sobre las condiciones
de la escolarización, el funcionamiento de los centros, el currículo, la enseñanza y los
resultados parece una tarea esencial para tomar conciencia de dónde se está, analizar e
interpretar qué está ocurriendo y por qué, tomar las decisiones que sean precisas para
avanzar. El desarrollo de una cultura de diagnóstico y de evaluación en las comunidades
autónomas, los distritos y cada uno de los centros no será una panacea, pero sí puede
servir como una oportunidad para hacer público lo que suele pasar desapercibido,
formular prioridades y proyectos fundados en evidencias, no sólo en buenas intenciones,
seguir su desarrollo y valorar los efectos, interrogándose sobre por qué y cómo está
ocurriendo lo que sucede. Los focos específicos del currículo, la enseñanza y los
aprendizajes del alumnado han de representar el núcleo esencial. En la propuesta de
Marsh y otros (2005) antes expuesta se ofrecen algunas pistas a considerar, reconstruir y
llevar a cabo en cada contexto. Las relaciones que se están tratando serán posiblemente
más provechosas si permiten determinar, clarificar y comprometer prioridades educativas
que tengan en cuenta la educación que ha de garantizarse y los datos disponibles que
informan de la distancia entre los hechos y las pretensiones; si centran y elaboran bien el
currículo marco y su desarrollo con un buen soporte de referencias y materiales que
faciliten estrategias de enseñanza en las etapas y áreas correspondientes; si se activan
proyectos visibles y coherentes de renovación bien construida y desarrollada,
componiendo bases de datos útiles que faciliten la diseminación y el intercambio de
experiencias exitosas; si se estimula una cultura investigadora que documente lo mejor
posible de qué manera tales experiencias se han llevado a la práctica en contextos
diferentes y con el alumnado y cuáles han sido sus efectos.

12.3.2. Fortalecimiento de los servicios de formación del profesorado, de inspección y asesoramiento con un
enfoque integrador

Si hay unanimidad en la necesidad de concentrar la atención en algunos focos


insoslayables, la formación, el desarrollo y la potenciación de los aprendizajes del
profesorado constituyen uno de ellos, quizás el más importante. Ningún país, autonomía
o distrito será capaz de lograr una buena educación sin el desarrollo adecuado de las
capacidades y los compromisos del profesorado con ese empeño. Revisar y transformar
a fondo los contenidos y las metodologías de la formación (cuándo y cómo ocurre, qué
lugar y prioridad tiene dentro de un distrito y sus respectivos centros, cuáles son sus
contenidos y metodologías, etc.) son algunas tareas sustantivas que seguramente hay que
repensar y acometer. Hoy por hoy, quizás no faltan recursos, actividades, oferta y
personal dedicado a la formación docente en las administraciones y las zonas escolares.

275
Hay que advertir de nuevo que no es la cantidad lo más importante, sino la calidad de la
formación que se ofrece, se desarrolla y en la que llegan a implicarse los profesores, no
sólo los más asiduos y motivados, sino todos. No sólo por la búsqueda de incentivos y
méritos para la promoción individual (también legítimos), sino por el valor que tiene para
el crecimiento de los docentes y la mejora de los aprendizajes del alumnado. Hay asuntos
pendientes que no pueden esperar: las exigencias y los apoyos, los derechos y los
deberes, la calidad de la oferta de los centros de formación y las propias dinámicas y la
dedicación que se preste a los centros como comunidades profesionales de aprendizaje,
como se ha planteado en otro capítulo. Los servicios de asesoramiento y también de la
inspección han de integrarse en esos propósitos, tanto urgiendo y presionando para que lo
que haya de ocurrir suceda en realidad, como para no irse por la ramas distrayendo la
atención del foco esencial, la mejora de la enseñanza y el aprendizaje. Una formación
integrada en el trabajo y el tiempo regular, como una oportunidad de acceder a ideas y
prácticas externas y como contenido y dinámicas de los centros, urgidos y apoyados
desde fuera y tomando sus propias decisiones desde dentro, es algo esencial. Sean cuales
fueren las modalidades de formación, desde la inicial hasta la introducción en la profesión
y el aprendizaje mientras se permanezca en ella, este foco de atención es clave para
afrontar los retos indicados más arriba, así como también para reflexionar sobre ellos y
sus implicaciones en cada contexto, centro, distrito u otros espacios de decisión sobre la
educación.

12.3.3. Rendición de cuentas constructiva y colateral, acompañada de apoyos adecuados y medidas


pertinentes

Los sistemas educativos no pueden dirigirse por control remoto ni por directrices férreas.
Tampoco van bien si, con desidia e indiferencia, se consiente que sus respectivas
unidades (los centros incluidos) cumplan formalidades, pero en lo esencial (dinámicas y
relaciones de centros, currículo, enseñanza y aprendizajes) vayan a su aire,
desconociendo sus condiciones, sus procesos y resultados. Parece cierto que una
rendición de cuentas externa sólo es positiva si va precedida de una adecuada rendición
de cuentas interna dentro de cada centro (Elmore, 2003b, 2004). No es nada
aconsejable, con todo, que la respuesta a los riesgos de la rendición de cuentas sea la
desidia, el desconocimiento de lo que sucede, o la indiferencia ante ello, sea lo que fuere.
No habrá buenas relaciones entre centros y administración, y tampoco serán buenas
respecto al derecho a la educación de la ciudadanía, si el mensaje implícito es que con
que los centros estén abiertos y vayan haciendo lo que pueden, ya es suficiente. No
necesariamente la rendición de cuentas debe asociarse a penalizaciones, pero sí a dar
cuenta de por qué se hacen las cosas, qué resultados tienen y qué es preciso hacer para
mejorar lo que sea preciso y razonable. Es posible disponer una rendición de cuentas
constructiva y responsable de los centros y profesores ante sí mismos y ante las familias,
la administración y la sociedad. Por razones democráticas y sociales, ha de afectar a los

276
servicios y centros públicos, y también a los concertados y privados. No sólo ha de servir
para prevenir o erradicar prácticas que pudieran vulnerar las reglas de juego establecidas
democráticamente, sino también para que todos den cuenta del bien social que manejan.
Ya que la educación pertenece al ámbito de bienes sociales y comunes, sea cual fuere el
modo de provisión, ha de ser sometido a rendición de cuentas, conocimiento y control
social. Bien entendido, asimismo, que una rendición de cuentas conveniente ha de ser no
sólo vertical, sino también colateral. Han de dar cuentas los centros y los profesores,
pero también, desde luego, ha de hacerlo la misma administración, sus agentes y
servicios. Puede que sea una condición importante para que, como se ha dicho, se haga
efectivo un enfoque de responsabilidades compartidas que estimule aprendizajes
múltiples en todo el sistema educativo.

12.3.4. Dejar atrás el afán regulador pero propiciar lealtad institucional

Los poderes públicos y las administraciones han de aprender que la educación es lo


suficientemente compleja como para no intentar mejorarla a base de decretos, creando
estructuras sin cultura y procesos, disponiendo condiciones y recursos sin conocimiento
de cómo se usan y para qué. Pero la educación no podrá responder a ninguno de sus
retos actuales si no llegan a crearse, además de capacidades y condiciones adecuadas,
también lealtades institucionales y compromisos con la causa común y justa de garantizar
la educación debida a todos sin exclusiones. Afirmar el poder del Estado o de las
Comunidades Autónomas no significa pedir que se refuercen todavía más sus vicios
intervencionistas, técnicos y burocráticos. Reclama, más bien, que la administración
asuma el liderazgo que les corresponde para establecer concertadamente una agenda
educativa a gran escala, exigir los compromisos necesarios para desarrollarla y poner a
disposición los medios razonables. El voluntarismo y la discrecionalidad, que son
esenciales en algunos asuntos, no pueden ser consentidos hasta el extremo de poner en
cuestión objetivos colectivos y la vertebración necesaria de los sistemas educativos y
todos los centros en conjunto.

12.3.5. Crear y sostener una masa crítica de organizaciones intermedias, liderazgo compartido y dinámicas
sostenidas de indagación y mejora

Algunos servicios de la administración existentes (inspección, formación del profesorado,


asesoramiento) ya tienen asignadas funciones que, al menos sobre el papel, no están lejos
de lo que se está proponiendo. El asunto está en plantearlas de forma mucho más
integrada y desarrollarlas convenientemente, para lo cual es ineludible que todos los
profesionales que operen en “organismos intermedios” aprendan capacidades y
disposiciones, desarrollen modos de ver las cosas y una comprensión idónea de sus
papeles que les ayuden a ejercerlos con provecho. Las referencias y consideraciones que

277
se están aduciendo insisten en la idea de que, al procurar relaciones valiosas entre la
administración y los centros, hay que lograr que circulen por los sistemas escolares
buenos principios pedagógicos: son precisos para vitalizarlos. Buenas prácticas, no como
directrices técnicas, sino como apoyos y referencias a conocer, interpretar y utilizar
localmente; buenos materiales curriculares (no puede seguir manteniéndose la hegemonía
de los libros de texto), buenos proyectos que merecen ser divulgados y compartidos. La
renovación pedagógica no puede entenderse como experiencias aisladas, efímeras,
confinadas y aprovechadas sólo por quienes la lleven a cabo. De manera que un buen
criterio para valorar las relaciones entre centros y administración puede ser el relativo a la
calidad de la información, el conocimiento y las propuestas que circulen como apoyo al
desarrollo de currículo en ciclos, áreas, materias de enseñanza. Es imprescindible que,
más allá y al mismo tiempo al lado de otros agentes que trabajan dentro de los servicios
formales de la administración, se potencie y cuide con esmero la existencia de grupos o
colectivos de renovación; su presencia, participación y protagonismo en el liderazgo
pedagógico es decisiva. Los movimientos de renovación, que cumplieron un papel
importante aunque reservado a sus militantes antaño, merecen ser reinventados desde la
perspectiva de cambios a gran escala por la que se aboga en el texto. Su potenciación
debiera ser responsabilidad de la misma administración y, desde luego, sin afán alguno
sutil o explícito de control y utilización instrumental. Sin una masa crítica distribuida por
el sistema y los centros (recuérdese al respecto la atención explícita a la dirección de los
centros antes citada y tratada en otro capítulo del libro), parece poco probable el avance
en la mejora generalizada de la educación y sus retos actuales.

12.3.6. Establecer y aplicar con rigor criterios y procedimientos para reconocer y detectar zonas, centros y
alumnado con más dificultades, arbitrando medidas y apoyos adecuados

En otros contextos, el tema de las “escuelas que fracasan” ha concitado desde hace
tiempo una atención singular (Christie, 2007). Conlleva riesgos de estigmatización y
tratamientos que aboquen a hacer recaer marginaciones añadidas sobre centros con
dificultades especiales. El uso de medidas presuntamente compensatorias hacia los
centros, si no se plantean debidamente, pueden ser perjudiciales tanto para ellos como
para el alumnado, las familias y sus comunidades. Se trata, con todo, de una
responsabilidad de los poderes públicos que, obviando riesgos como los indicados, no
requiere suma atención y respuestas pertinentes y equitativas. La omisión y la
indiferencia ante las dificultades escolares, que además de al alumnado también aquejan a
algunos centros en particular, no son formas de respuesta congruentes. Es uno de los
temas en los que se hace todavía más perentoria la urgencia de conectar las políticas
educativas con las sociales, económicas y laborales, urbanísticas y comunitarias, y eso
complica tanto las perspectivas adoptadas como las decisiones tomadas y llevadas a
efecto. La indiferencia, como se dice, no es la salida más idónea. En ocasiones (Christie,
2007) se afronta el problema reconstruyendo a fondo los centros, las jornadas escolares,

278
la inversión y el personal dispuesto por la administración, el currículo, la enseñanza y la
formación del profesorado, su reconocimiento e incentivos, el liderazgo y la implicación
de las familias y de otros agentes sociales en una lucha concertada contra la exclusión
educativa y social. Ése es un camino por explorar y, para ello, es también necesario
recrear las relaciones y la implicación de la administración. Cabe decir algo similar,
dirigiendo la atención al interior de muchos centros, respecto a aquellos programas que
existen dentro de los mismos como medidas extraordinarias de atención al alumnado con
más dificultades y riesgos de exclusión. La administración tiene mucho que decir y hacer
en orden a promover acciones preventivas, que son las más efectivas, pero también para
valorar, apoyar y dignificar las medidas reactivas que son necesarias cuando las primeras
no han logrados sus objetivos. Por ejemplo, hacer más visible el problema, incluirlo
dentro de medidas integrales, no marginadas ni marginales, contribuir a que los centros
en conjunto se hagan cargo del mismo, apoyar y reconocer de modo especial al
profesorado implicado, crear y diseminar materiales didácticos de calidad, flexibilizar el
sistema y conectarlo con los servicios sociales y el sector empresarial de las zonas
correspondientes (Escudero, González y Martínez, 2009). En este orden de cosas, la
contribución activa a movilizar y crear alianzas sociales y comunitarias con los centros,
que son potencialmente beneficiosas para todo el alumnado, es una tarea especialmente
requerida y compartida entre ellos y la administración para encarar asuntos como el
absentismo, el abandono escolar prematuro, las transiciones entre etapas educativas, la
vida adulta y el mundo del trabajo.
En síntesis, de cara a repensar las relaciones entre las administraciones educativas y
los centros es preciso tomar buena nota de los retos actuales que desafían a los sistemas
escolares y la educación, y concentrar los esfuerzos morales, intelectuales y políticos que
son precisos para que todos los centros cuenten con condiciones propicias para el
cumplimiento de sus cometidos, así como con los dispositivos idóneos para fortalecer sus
capacidades, compromisos y relaciones. Un terreno muy trillado, pero que requiere en la
actualidad nuevas maneras de pensar y profundas transformaciones.

279
13
El desarrollo de los centros escolares participando
en redes de centros y redes profesionales

Las redes que conectan a personas o a organizaciones han ido cobrando relevancia en los
distintos ámbitos de la sociedad actual, entre ellos el educativo y, específicamente, el
escolar. Situados en ése ámbito, en el capítulo que sigue, tras una acotación del concepto
“red” y una breve referencia a los diversos tipos de redes existentes en el campo
educativo, se aludirá a las constituidas por centros escolares. Entre otros aspectos, se
comentarán algunas cuestiones relativas a estas redes de centros como contextos para el
aprendizaje profesional en red y la mejora escolar.

13.1. Las redes en la sociedad actual y en la educación

Las redes de individuos y/o organizaciones constituyen formas organizativas que han ido
adquiriendo cierta notoriedad en la actual sociedad del conocimiento y la información.
Junto a las redes informales, que durante siglos han sido la base de la familia, la
comunidad e incluso la política (Church et al, 2005: 5), hoy en día se han ido
configurando, cada vez más, redes formales. Adoptan diversas configuraciones, pero
todas ellas conectan a individuos y/o a organizaciones en torno a un propósito común
para cuya consecución intercambian y comparten información, generan conocimiento o
se implican en acción conjunta.
Como forma de cooperación e interacción social entre individuos o entre
instituciones, no son novedosas, si bien su popularidad y presencia es evidente en nuestra
sociedad. Sin duda el fenómeno de las redes no es ajeno ni puede entenderse al margen
de la denominada “globalización”, los cambios fundamentales que se han producido en el
mundo de la economía, la creciente importancia del conocimiento y el intercambio del
mismo, así como de los rápidos avances de las TIC, las posibilidades que ofrecen para
compartir información y su impacto en nuestros modos de trabajar.
A pesar de constituir un fenómeno ampliamente extendido, no existe un claro
consenso a la hora de definir qué es una red. En general, este concepto suele hacer
referencia a diferentes formas de conexión, relación y trabajo entre personas, entre

280
organizaciones y entre instituciones que comparten intereses, valores o proyectos de
trabajo y se reúnen para incrementar su capacidad de desarrollarlos. Se asume que las
redes conectan, coordinan y facilitan el trabajo conjunto entre individuos o entre
organizaciones, y que pueden movilizar o generar capacidad y tener una influencia mayor
en los procesos de cambio de la que tendrían individuos u organizaciones funcionando
aisladamente.
Smith y Linott (2006: 5), refiriéndose al ámbito de la sociedad civil, las definen
como estructuras que unen a personas o a organizaciones que comparten un interés
común sobre un tema específico o un conjunto general de valores. Ambas autoras
añaden que las redes no son sólo una estructura, sino también un proceso: Las redes
crean y simbolizan espacios para la interconexión, la participación y el impacto.
Propósito compartido y participación son también aspectos subrayados por Church et al.
(2002: 5) cuando señalan que las redes tienen el potencial de conectar diversos actores
[…] Las personas participan a través del compromiso con un propósito compartido,
como agentes de toma de decisión, reunidos a través de valores compartidos.
Igualmente, los referidos autores conceden más importancia a los procesos que ocurren
en la red que a su estructura o forma: Las personas emprenden actividades conjuntas
[…] es la naturaleza conectada del trabajo, y la cualidad de la participación en el
espacio compartido de la red, lo que hace que este tipo de trabajo sea único.
Las redes constituyen una realidad presente en ámbitos diversos –empresarial,
desarrollo comunitario, salud, servicios sociales, educación, ocio, etc.–. Hoy es habitual
la referencia a redes virtuales de educación, redes telemáticas, redes entre la escuela y
otras instancias generadoras de conocimiento, redes de aprendizaje, redes de profesores,
redes de centros, redes para le enseñanza y el aprendizaje, redes de educación no formal,
etc. Al igual que en otras esferas, las desarrolladas en el campo educativo tampoco
pueden comprenderse al margen de las coordenadas que caracterizan la sociedad actual y
la educación que se requiere para vivir y desarrollarse dignamente en ella. Su creciente
presencia y sus repercusiones en el mundo de la educación y de la escuela ha constituido
objeto de atención específica por parte de la OECD, como recoge uno de sus informes
del proyecto Schooling for tomorrow (Instance y Kobayashi, 2003). Se da cuenta en él
de diversas experiencias sobre las redes en educación y se aportan reflexiones en torno a
en qué medida están constituyendo y pueden configurarse como fuentes de innovación,
toma de decisión y profesionalismo que terminen reemplazando a las aparatosas
burocracias que han venido caracterizando a los sistemas educativos.
Las reflexiones y aportaciones con las que contamos en estos momentos en torno al
tema son múltiples y diversas. En unos casos se focalizan en la incidencia de las TIC y
las posibilidades comunicativas que ofrecen en el modo de trabajo y relación en las
organizaciones educativas y en la configuración de redes virtuales de educación,
subrayando cómo los medios electrónicos apuntalan y facilitan la actividad de personas
y/o organizaciones en red.
Otros análisis insisten básicamente en la pertinencia de las redes en la actual
sociedad de la información y el conocimiento, en la que se impone la necesidad de que

281
las escuelas no se encierren sobre sí mismas y establezcan múltiples conexiones con otras
instancias generadoras de conocimientos. En un contexto como el actual en el que la
experiencia y el conocimiento requerido para satisfacer las necesidades de los estudiantes
están dispersos y distribuidos entre personas dentro y fuera de la propia organización
(familias, profesionales, servicios sociales, servicios de salud, etc.), las redes ofrecen
múltiples posibilidades para el desarrollo y rentabilización de dichas conexiones. Como
señala Fernández Enguita (2008a: 25-26) al hablar de las escuelas en red y el desarrollo
de proyectos educativos en red:

[…] junto a los centros escolares, que ya no pueden albergar el caudal de conocimiento
disponible ni siquiera seleccionar y activar por sí solos la parte más pertinente y relevante del
mismo, se encuentran, no obstante, familias, grupos, empresas, asociaciones e instituciones que
sí disponen conjuntamente de ese caudal y que pueden cooperar en esa selección y activación.

Otros (Rudd, Sutch y Facer, 2006) argüirán, en términos más contundentes y que
recuerdan las propuestas desescolarizadoras de I. Illich, que en una sociedad como la
actual en la que el aprendizaje no se circunscribe ni localiza exclusivamente en el centro
escolar sino también en otros contextos (familiares, comunitarios, etc.) es preciso –más
que seguir construyendo un sistema educativo basado en megaestructuras de escuelas,
universidades y un currículo nacional– encaminarse hacia un sistema organizado a
través de redes de aprendizaje más poroso y flexible que conecte hogares, comunidades
y múltiples sitios de aprendizaje (p. 3).
También distintos análisis y reflexiones sobre el cambio y la mejora escolar han ido
prestando cada vez más atención a las redes. Si en otros momentos el foco de atención
se situó en los docentes y posteriormente en los centros escolares como unidades de
cambio, en la actualidad se insiste en que las redes constituyen una forma de estimular y
apoyar la colaboración necesaria para generar mejoras o sostenerlas. La mirada está
puesta en la importancia de las redes en los procesos de mejora e innovación educativa,
en el desarrollo profesional de los docentes, y en el propio desarrollo y mejora del centro
escolar como organización educativa.

13.2. Tipos de redes

Las redes en educación, como en otros ámbitos, varían en términos de su forma, su


complejidad, las actividades que realizan y sus dinámicas de funcionamiento. Una
consulta al portal INNOVA (http://innova.usal.es), puesto en marcha por el MEC y la
Universidad de Salamanca, es ilustrativa de la multiplicidad de redes educativas que en
este momento existen en nuestro país implicadas en la innovación educativa, así como de
la variedad de temas y cuestiones sobre las que articulan su trabajo.
Por lo demás, diversos autores han elaborado clasificaciones que permiten dar
cuenta de tal diversidad. Aunque cada uno las agrupa según criterios diferentes, como se

282
comentará seguidamente, en su conjunto nos permiten percatarnos de la imposibilidad de
hablar y pensar en las redes en el ámbito educativo como si constituyesen una forma
unívoca de relación y organización de interacciones y actuaciones.
Swilka (2003), tomando como punto de referencia redes educativas existentes en
diversos países de la OCDE, las diferencia de acuerdo con varios criterios:

a) La amplitud geográfica: Las redes pueden tener un carácter local, regional,


nacional o internacional.
b) Su naturaleza horizontal o vertical: En el primer caso, estamos ante redes que
conectan a individuos e instituciones en áreas funcionales similares (en
educación, por ejemplo, redes que ligan a profesores/directores o a escuelas).
En el segundo, ante redes que conectan a individuos e instituciones en áreas
funcionales diferentes pero interdependientes (en educación, por ejemplo,
redes integradas por escuelas, universidades, centros de investigación…).
c) Los miembros que incluyen o abarcan las redes: Unas reúnen a individuos de
diversos niveles funcionales para recoger e intercambiar información e ideas
sobre innovación; otras conectan a centros escolares con el propósito de
estimular el desarrollo y mejora de la escuela como un todo; las redes de
escuela, a su vez, pueden agrupar a un determinado tipo de centros escolares,
o, por el contrario, estar abiertas a cualquier centro dispuesto a implicarse en
los procesos de desarrollo escolar promovidos por la red.
d) Los iniciadores de la red; el mencionado autor distingue a este respecto entre
tres tipos: Por un lado aquellas en las que el grupo iniciador es una
Universidad o un instituto de investigación cuyos miembros aportarán a los
centros implicados asesoramiento y orientaciones basadas en la investigación,
al tiempo que podrán obtener conocimiento sobre procesos de cambio
educativo en las escuelas y en las redes, así como evaluar el trabajo en ellas y
revertir esa evaluación sobre las mismas. Por otro, las iniciadas por
instituciones gubernamentales locales o nacionales (por ejemplo por un
gobierno local o nacional que trate de impulsar la innovación educativa
proporcionado a escuelas, consideradas como innovadores potenciales, la
autonomía y los recursos para experimentar nuevas ideas y planteamientos
antes de su diseminación por todo el sistema). Finalmente, aquellas iniciadas
por parte de instituciones no gubernamentales (fundaciones privadas
comprometidas con el avance educativo y la reforma y capaces de
proporcionar los recursos e infraestructura necesarios para apoyar redes de
escuelas).

Una clasificación diferente, aunque con algunos elementos comunes a la anterior, es


la realizada por Hopkins (2003: 161) en su reflexión y conclusiones sobre las experiencias
de diversos países presentadas en el ya mencionado seminario de la OECD celebrado en

283
el año 2000 en Lisboa. Pone de manifiesto que las redes pueden operar en niveles y con
propósitos diferentes, desde compartir buena práctica hasta actuar como agentes de
renovación del sistema, presentando, así, potencialidades diferentes en lo que respecta a
la mejora y el cambio educativo En tal sentido, su categorización incluye los siguientes
tipos de redes:

– En su nivel más básico se puede considerar como red simplemente a


grupos de profesores que se juntan con un propósito curricular común y
para compartir buena práctica
– En un nivel más ambicioso, las redes pueden implicar grupos de docentes
y escuelas, reunidas no sólo con el propósito de compartir prácticas sino
con el de mejora escolar, con la meta explícita de mejorar la enseñanza
y el aprendizaje en una escuela o grupo de escuelas
– Las redes pueden también servir no sólo al propósito de transferencia de
conocimiento y mejora escolar, sino también reunir grupos de personas
interesadas en implementar políticas específicas a nivel local y
posiblemente a nivel nacional
– Una extensión de este modo de trabajo ocurre cuando grupos de redes,
dentro y fuera de la educación, se unen para la mejora del sistema en
términos de justicia social e inclusión
– Por último, está la posibilidad de grupos de redes que trabajen juntas no
sólo sobre una agenda de justicia social, sino también como una agencia
explícita para la renovación y transformación del sistema

Por su parte, Lorenzo Delgado (2004), refiriéndose básicamente a las escuelas,


habla de redes o comunidades de aprendizaje, señalando que entre ambas hay una
coincidencia cada vez más extendida […]. En verdad, la una no se entiende sin la
otra, dado que un grupo de personas que se comunican entre sí y comparten su
actividad y sus objetivos constituyen una comunidad (p. 14). Distingue entre (a) Redes
o comunidades virtuales, (b) Escuelas en red y (c) Redes mixtas. Las primeras
representan un modelo de escuela basado en el uso de las TIC, en las que los alumnos se
comunican entre sí y con el profesor formando una comunidad virtual, en cualquier
momento y desde cualquier espacio. Las segundas son redes con un espacio real y físico
formadas por el conjunto de centros educativos que, conservando su autonomía, se
unen y colaboran con otros, del entorno próximo o con un ideario compartido, para
complementarse entre sí mejorando su proyecto educativo o para diseminar con ellos
un proyecto al que se han adscrito (p. 17); por último en las redes mixtas coexiste la
existencia real con la virtual. El referido autor sitúa en esta categoría las numerosas redes
de formación del profesorado.
Otros establecen clasificaciones en base a criterios más específicos. Little (2005),
por ejemplo refiriéndose a las redes para promover la formación continua de los

284
docentes, distingue entre (a) redes de escuelas, (b) redes asociadas a programas
específicos de desarrollo profesional y (c) redes de docentes que comparten intereses de
algún tipo. Todas ellas constituyen una forma alternativa a las convencionales actividades
de formación del profesorado, proporcionando a los docentes ocasiones para el desarrollo
profesional y el trabajo conjunto.
Las anteriores clasificaciones nos sitúan ante un amplio espectro de redes, poniendo
de manifiesto su diversidad. Sin embargo no contribuyen específicamente a una mejor
comprensión de las mismas como formas organizativas, sus finalidades, modos de
articularse, dinámicas de funcionamiento o particularidades con las que se enfrenta cada
una de ellas. La distinción entre las redes y las organizaciones, a la que se alude en el
apartado que sigue, puede aportarnos una primera aproximación a esa comprensión.

13.3. Organizaciones y redes

Las redes surgen y evolucionan de diferente manera, y funcionan, como se acaba de


señalar, a distintos niveles, desde el local hasta el internacional y con propósitos distintos.
No obstante, todas ellas comparten ciertas características comunes, que las distinguen de
las organizaciones. Taschereau y Bolger (2006) señalan algunas de tales diferencias;
aunque su análisis no se centra específicamente en redes en el ámbito educativo, resulta
ilustrativo:

– Mientras las organizaciones se constituyen porque un cuerpo de gobierno,


accionistas o miembros así lo determinan, a fin de lograr ciertas metas y
objetivos organizativos, siendo las relaciones que se establecen entre sus
miembros contractuales, las redes se configuran a través de la asociación
voluntaria de personas y/o organizaciones para promover un propósito o sacar
adelante un asunto. Los miembros se juntan, participan o dejan la red en
función de la percepción que tengan de su valor añadido: intercambio de
conocimiento o prácticas, mayor capacidad para influir en cambios, etc. La
relación entre sus miembros es básicamente un contrato social.
– A diferencia de las organizaciones, uno de cuyos rasgos definitorios es su
carácter jerárquico, de modo que la toma de decisiones y la responsabilidad
ante otras instancias (p. ej., administración educativa) descansa en los cargos
con mayor autoridad, las redes se caracterizan por un orden negociado y por
una responsabilidad recíproca: En ellas, los miembros comparten sus ideas y
se implican en acción conjunta en la medida en que confían que los demás
también lo harán; la participación, pues, es la esencia o núcleo de la red.
– Las organizaciones codifican roles y funciones y rutinarizan prácticas (reglas y
procedimientos, planes estratégicos y operativos, etc.) pensadas para que
puedan ofrecer sus servicios con un nivel de predictibilidad relativamente alto.

285
Sin embargo, las redes son fluidas y orgánicas: surgen, crecen, se adaptan
para lograr su propósito, para responder a las necesidades de sus miembros y
a los desafíos en el ambiente. Su trayectoria y resultados no se pueden
predecir con facilidad.
– Frente a la importancia que se le atribuye a los aspectos formales de la actividad
en las organizaciones, en las que se destina un tiempo considerable a diseñar y
establecer la estructura más adecuada, en las redes es tanto o más importante
la faceta informal de las relaciones; ésta se facilita por medio del intercambio
de información, creación de espacios comunes para compartir conocimiento y
experiencia (talleres, encuentros, sitios web…), trabajo en proyectos comunes,
etc.

Finalmente, los autores mencionados señalan otras dos características que


distinguen a las redes de las organizaciones: a) aquéllas evolucionan en respuesta a las
realidades complejas en las que operan, y b) dado que son más diversas y propician el
intercambio de información y experiencia entre sus participantes, ligados por un propósito
compartido, son más apropiadas que las organizaciones para facilitar la innovación.
Redes y organizaciones representan formas organizativas diferentes. Los rasgos
señalados, así como los apuntados específicamente en relación con el ámbito educativo
por otros autores (Enguita, 2008b), así lo ponen de manifiesto. Implícitamente, tal
diferenciación está presente cuando se utilizan expresiones como redes de organizaciones
escolares y redes en el seno de tales organizaciones. En lo que resta de capítulo se hará
referencia, básicamente, a las primeras.

13.4. Redes de escuelas

Cuando se habla de redes de escuelas, se está haciendo referencia a un tipo de red que
vincula a organizaciones, es decir, cuyos “actores” son escuelas completas. Pueden estar
conectadas virtualmente, de manera presencial o mixta, como se indicó anteriormente. La
red constituye el contexto para intercambiar información, generar y transferir
conocimiento o llevar a cabo actividades y proyectos de actuación que revertirían en los
centros que la integran, en su mejora organizativa y educativa.
En el ámbito escolar, no obstante, no siempre agrupan a escuelas completas sino a
miembros particulares de las mismas. En ese sentido, cabe hacer una distinción entre lo
que viene denominándose “redes de profesores” y “redes de escuelas”.

13.4.1. Redes de profesores y redes de escuelas

Los “actores” de las redes de profesores son docentes, generalmente pertenecientes a

286
distintos centros conectados unos con otros en la realización de proyectos de trabajo
conjunto. Estas redes están pensadas para promover el desarrollo profesional y la mejora
de la práctica. Por ejemplo, buena parte de las redes inscritas en el anteriormente
mencionado portal INNOVA lo son de profesores de diferentes escuelas que,
compartiendo preocupaciones o intereses comunes, se implican en la exploración
conjunta de experiencias y nuevas posibilidades de actuación, con el objetivo de mejorar
la educación. Sus miembros forman, así, parte de una comunidad educativa más amplia
que la representada por el propio centro escolar en el que desempeñan su actividad. El
portal, por otra parte, les proporciona una plataforma –aprovechando las posibilidades
que ofrecen las tecnologías de la información y la comunicación– para que esas redes
puedan establecer contacto, intercambiar los trabajos que están llevando a cabo, debatir y
poner en común prácticas y experiencias.
Las redes de profesores constituyen, pues, un contexto para construir comunidad
profesional docente. Ésta no siempre existe dentro de los centros, particularmente si en
ellos prima el individualismo y las relaciones profesionales de colaboración son débiles;
de modo que (Talbert y McLaughlin, 1994):

… las redes de profesores externas al contexto escolar a veces proporcionan la única comunidad
profesional fuerte para los profesores que trabajan en escuelas o departamentos con escasa
interacción colegial (p. 130).

Cuando se alude a red de centros, sin embargo, se está haciendo referencia a una
cuyos componentes son centros escolares. La red, en este caso, no vincula a individuos
particulares, sino a organizaciones –aunque, desde luego, quienes trabajan en ella son
personas–. No sólo están pensadas para favorecer el desarrollo profesional del docente
sino también para establecer puentes entre éste y el desarrollo escolar (Veugelers, 2005).
Tales redes constituirían un medio para coordinar esfuerzos de distintos centros escolares
y para acrecentar la capacidad de los mismos para el cambio educativo.

13.4.2. Redes de escuelas: más allá del trabajo aislado de cada centro escolar

Uno de los argumentos que se aducen para justificar la importancia de estas redes es el
de evitar el aislamiento entre centros escolares, posibilitar que compartan conocimiento,
ideas, materiales, y que puedan llevar a cabo proyectos de mejora y lograr propósitos que
no podrían alcanzar por si solas (Little, 2005a). Las posibilidades y oportunidades de
desarrollo escolar y de aprendizaje profesional que ofrece una red no la puede ofrecer
una sola escuela. En una red de centros todos ellos se beneficiarían de trabajar juntos y,
consecuentemente, de aprender unos con y de otros, de desarrollarse como
organizaciones educativas y, en última instancia, de mejorar el aprendizaje de los
estudiantes.
En el capítulo 6 se señaló que uno de los argumentos básicos para justificar la

287
importancia de configurar los centros escolares como comunidades de aprendizaje es el
de contrarrestar el individualismo docente y desarrollar una mayor colaboración
profesional en el seno de los mismos. Pues bien, cuando se habla de redes de escuelas,
se estaría utilizando el mismo argumento, pero pensando en la necesidad de superar el
individualismo o aislamiento de los propios centros escolares entre ellos mismos y entre
ellos y la comunidad escolar y las familias. En este sentido, señalan Hopkins y Jakson
(2003: 94):

Las redes han de ser consideradas como estructuras de apoyo para escuelas innovadoras,
no sólo en lo que respecta a diseminar “buena práctica” sino también en ayudar a las escuelas a
compartir y comprender “buenos procesos” –los procesos de creación de capacidad que
conducen a “mejor práctica”–. Son también importantes para superar el tradicional aislamiento de
las escuelas y, en cierto modo desafiar las tradicionales estructuras jerárquicas del sistema […].

La necesidad de establecer conexiones entre centros escolares que posibiliten


diferentes formas de colaboración y actividades conjuntas en torno a prioridades
comunes y que abran caminos de mejora y cambio difícilmente alcanzables por un centro
trabajando en aislamiento son, pues, argumentos básicos para justificar la participación
de las escuelas en redes. Se trata de argumentos que, como ha planteado Desforges
(2004), no sólo se sitúan en el plano de lo pragmático, sino también en el de lo
epistemológico. Argumentos pragmáticos apuntan a que las redes proporcionan un fórum
diverso de experiencia en el que se puede generar, debatir y cuestionar un amplio
rango de ideas, así como un mecanismo directo para la transferencia de conocimiento,
para aprender unos de otros más allá de cada aula o cada centro. Los argumentos
epistemológicos subrayan que el compromiso con transformar la práctica educativa
requiere la transformación del conocimiento base que subyace a la práctica; un
conocimiento que está distribuido, es socialmente construido y es situado:

… necesitamos la ayuda informada de profesionales más allá de nuestro propio centro para lograr
esta transformación eficazmente ya que ellos comparten nuestra meta, comprenden nuestro
contexto, pero no están cegados por nuestros supuestos sobre nuestros contextos inmediatos (p. 7).

13.4.3. Las redes de escuelas. Algunas condiciones

La persecución de un interés o unas metas comunes relacionadas con la mejora escolar


es, en principio, lo que llevaría a varias escuelas a conectarse en red. Una conexión,
pues, que es deliberada y que implica una corresponsabilidad en la promoción de esos
intereses compartidos. En tal sentido, una red de escuelas no consiste únicamente en que
unas y otras compartan cierta información y recursos. Las redes de centros no son una
mera asociación o, como apunta Hopkins (2003), no son simplemente “clubs” para
compartir “buena práctica” sino un dispositivo para la mejora escolar. Así lo subraya

288
cuando las define como:

Entidades sociales con propósito caracterizadas por un compromiso con la calidad, rigor, y
un foco en los resultados. Son también un medio efectivo de apoyar la innovación en tiempos de
cambio. En educación, las redes promueven la diseminación de buena práctica, mejoran el
desarrollo profesional de los docentes, apoyan la construcción de capacidad en las escuelas,
median entre estructuras centralizadas y descentralizadas, y asisten en el proceso de re-
estructurar y re-culturizar las organizaciones y sistemas educativos (p. 154).

Así definida, para que una red pueda desarrollar su potencial como agente de
innovación requiere la presencia de ciertas condiciones. El autor antes citado señala las
siguientes:

a) La consistencia de valores y foco, es decir, que la red tenga una meta y


propósito común (inexorablemente relacionado con aprendizaje y logros de
los alumnos en un sistema de educación socialmente justo) y esté apuntalada
por valores bien articulados y asumidos por los implicados.
b) La claridad de su estructura, o lo que es lo mismo, que esté bien organizada,
con procedimientos operativos claros y mecanismos para asegurar que se
alcanza la máxima participación dentro y entre las escuelas.
c) La creación, utilización y transferencia de conocimiento para apoyar la mejora
y la innovación educativa. La red habrá de generar conocimiento y práctica
basada en la evidencia, centrada en los procesos de aula y estar disponible de
manera que facilite el aprendizaje del profesor.
d) Recompensas relacionadas con el aprendizaje, en el sentido de que la
participación en la red constituya para sus miembros una fuente de apoyo para
su desarrollo y aprendizaje profesional y, en última instancia, el de los
alumnos.
e) Liderazgo disperso entre las diversas personas que configuran la red, que
colaboran y trabajan juntas.
f) Recursos adecuados, particularmente en lo que respecta a tiempos, capital
humano y finanzas, aunque, más importante que la cantidad de recursos es
cuán flexiblemente se despliegan para los propósitos de la red.

Una red de escuelas puede proporcionar un contexto para intercambiar, debatir y


cuestionar un amplio rango de ideas y conocimientos y para aprender unos de otros más
allá de cada centro particular. Pero, como se acaba de señalar y se comenta en el
apartado que sigue, uno de los rasgos que convierten a una red en agente de innovación
es que el conocimiento y práctica que se genere en ella posibilite el aprendizaje
profesional de sus miembros, un aprendizaje en red.

289
13.5. Las redes de escuelas como comunidades de aprendizaje

Como ya se ha señalado, una red de escuelas puede estar configurada con propósitos
diferentes: desde transferir e intercambiar información y buenas prácticas o implicarse en
el desarrollo de un determinado proyecto o iniciativa de innovación ya determinada y
acotada, hasta constituirse en una comunidad orientada al aprendizaje profesional en
colaboración.
Ésta es, por ejemplo, la perspectiva con la que se ha venido desarrollando en
Inglaterra el programa de Networked Learning Communities, en el que se defiende que
las escuelas se junten deliberada y específicamente con el propósito de aprender en
colaboración unas de, con y en beneficio de otras. El aprendizaje en red constituye, en el
mencionado programa, el motivo principal para la constitución de redes de escuelas y en
ese sentido se habla de comunidades de aprendizaje en red. Sobre el particular se
comentan algunas cuestiones seguidamente.
Las comunidades de aprendizaje en red, como señalan Earl, Katz y otros (2006),

tienen que ver fundamentalmente con el aprendizaje. Aprendizaje de alumnos, así como
aprendizaje de docentes, aprendizaje de líderes y aprendizaje de escuelas. Esto es lo que distingue
a las comunidades de aprendizaje en red de otros tipos de redes. Las redes pueden existir por
muchas razones; en las comunidades de aprendizaje en red, el énfasis está en el aprendizaje (p.
23).

Se asientan en el supuesto de que cuando los miembros de las escuelas trabajan


juntos, crearán nuevo conocimiento y lo extenderán a otros. Una vez que el
conocimiento se crea y comparte, se espera que influirá en las prácticas, es decir en
cambios que los miembros hacen en sus escuelas y en cómo los hacen. Finalmente, tales
cambios en las prácticas se realizan con el propósito de influir sobre los estudiantes para
aumentar su aprendizaje y su éxito a largo plazo (Earl, Katz y otros, 2006). Se asume,
pues, que lo que ocurre en la red, la actividad que se despliegue en ella, habrá de influir,
en última instancia, en la mejora de los aprendizajes de los alumnos y alumnas.

13.5.1. Comunidad de aprendizaje escolar, y comunidad de aprendizaje en red: similitudes y relación

Los autores antes citados afirman que el aprendizaje de los alumnos –la meta última de
las redes de aprendizaje– depende de cambios en las prácticas y estructuras de las
escuelas […] esos cambios emergerán del aprendizaje profesional y cambio conceptual
que ocurre a través de las interacciones dentro de la escuela y entre las escuelas en red
(Earl, Katz y otros, 2006: 6).
Cabe preguntarse, dada la alusión en la anterior cita a las interacciones dentro de la
escuela y entre las escuelas en red, qué diferencia y qué relación existe entre
comunidades de aprendizaje en un centro escolar y comunidades de aprendizaje en red

290
de centros. Para abordar esta cuestión conviene, en primer lugar, tomar en consideración
algunas de las características que definen a una comunidad de aprendizaje en red. Entre
otros, los autores anteriormente citados (Earl, Katz et al., 2006), apuntan las siguientes
características:

1. Un propósito relevante, convincente y retador en torno al cual se unen las


escuelas, que está claramente explicitado y es asumido y compartido como
razón de ser y prioridad en la red.
2. Relaciones sólidas y de confianza entre los componentes de la red, que hagan
posible el trabajo conjunto, compartir experiencia y aprender con y de los
demás.
3. Colaboración, como forma de relación en la que se abordan regularmente
asuntos profesionales, relacionados con el currículo, la enseñanza, el
aprendizaje, se exploran conjuntamente soluciones a cuestiones de interés
común, o se difunden innovaciones más allá de individuos o lugares
particulares.
4. Investigación en colaboración a través de la cual los miembros de la red
trabajan juntos buscando y considerando varias fuentes de conocimiento
(explícito y tácito) en orden a investigar prácticas e ideas a través de
diversas lentes, avanzar hipótesis, retar creencias, y plantear nuevas
cuestiones.
5. Liderazgo, no articulado únicamente sobre posiciones formales, sino distribuido
en la red –miembros que dirigen y coordinan proyectos y actividades en ella,
que apoyan el aprendizaje de los colegas, que comparten su conocimiento con
los demás, etc.
6. Rendición de cuentas tanto externa como interna.
7. Construir capacidad y apoyo, generando las condiciones, oportunidades y
experiencias para la colaboración y el aprendizaje mutuo.

Rasgos como los anteriores no difieren sustancialmente de los comentados en el


capítulo 6 en el que se abordó el tema de comunidades de aprendizaje en la escuela. No
se trata, pues, de configuraciones diferentes, aunque al hablar de comunidades de
aprendizaje en red el foco de atención no se sitúa en cada centro escolar sino en un
conjunto de ellos trabajando en colaboración. La comunidad de aprendizaje en red
traspasa los límites de las escuelas individuales; sus componentes pueden, pues, aprender
y trabajar juntos, innovar e indagar en la práctica en una comunidad más amplia y en
beneficio de sus escuelas de origen.
Configurar redes de escuelas en ese sentido, como ya se apuntó anteriormente,
constituye un modo de superar la noción del centro escolar como comunidad de
aprendizaje “encerrada” sobre sí misma. Como apuntan Jackson y Temperley (2007), en
la actual sociedad de conocimiento, una escuela trabajando aisladamente de las demás

291
resulta una unidad pequeña y limitada para proporcionar a sus miembros adultos un
aprendizaje profesional rico. Cada centro escolar ha de ser una comunidad de
aprendizaje, pero también ha de abrirse al aprendizaje externo, ser permeable a otros
centros y al conocimiento disponible como una vía para el aprendizaje profesional interno
informado.
A través de la actividad que se despliegue en la red de escuelas, unas podrán
aprender de otras que ya estén funcionando internamente como una comunidad de
aprendizaje; los beneficios son mutuos, pues centros que ya han desarrollado una cultura
interna de aprendizaje aprenderán a colaborar internamente de modo más eficaz
colaborando externamente. Por otra parte, al mantenerse permeables al conocimiento
aportado por la investigación y la teoría así como por la práctica de otras escuelas, no se
anquilosan en sí mismas sino que reciclan constantemente su base de conocimiento
(Jackson y Temperley, 2007: 53).
Esa permeabilidad –necesaria– de los centros escolares para formar parte de una
red sin embargo no garantiza de entrada el aprendizaje en red y la mejora de los centros.
Es decir, constituir una red no significa automáticamente que ésta sea y opere como
comunidad de aprendizaje. Al respecto Little (2005, 2005a) apunta que quienes
defienden las potencialidades de las redes de escuelas suelen partir del supuesto de que
las que se reúnen en una red están en buena posición, o pueden llegar a estarlo, para
explotar los recursos de la red –materiales, ideas, apoyos…– con vistas a la mejora
escolar. Y ello no es sino entender que los centros integrantes cuentan con las
condiciones adecuadas para participar productivamente en ella; condiciones que tienen
que ver, precisamente, con las propias relaciones profesionales que existen en los centros
participantes, el liderazgo que se despliega en ellos, la capacidad de sus profesores, sus
relaciones con la comunidad, etc. Importan, pues, las condiciones de cada uno de los
centros y en qué medida funcionan o están tratando de funcionar en su quehacer
cotidiano como comunidades de aprendizaje. E importa también que las relaciones,
actividades y procesos que promueve o se despliegan en la red sean significativos,
intensos, duraderos, generadores de aprendizajes para sus miembros y provocadores de
cambios en las escuelas.

13.5.2. Comunidad de aprendizaje en red: relaciones, colaboración e investigación

Un rasgo distintivo de las redes de escuelas entendidas como comunidades de


aprendizaje es, precisamente, que aquéllas aprendan en red, conjuntamente. No se trata
sólo de “trabajar en red” relacionándose unos con otros, compartiendo información o
intercambiando experiencia, sino también de “aprender en red”. A este respecto es
clarificadora la siguiente cita:

Los adultos están implicados en múltiples relaciones “en red” aleatorias […] esas
conexiones ofrecen oportunidades ricas para el aprendizaje y tejen un tapiz impredecible de

292
conexiones interpersonales. Sin embargo no son “aprendizaje en red” –son trabajo en red–[…]. El
aprendizaje en red ocurre cuando los individuos de diferentes escuelas de una red se reúnen en
grupos para implicarse en actividad de desarrollo propositiva y sostenida informada por la base de
conocimiento público, utilizando su propio conocimiento práctico y co-construyendo
conocimiento conjuntamente (Jackson y Temperley, 2006: 6).

Al igual que las relaciones existentes entre los miembros en un mismo centro escolar
no siempre generan y se traducen en aprendizaje profesional y en mejoras en la práctica,
también en la red, como apunta la anterior cita, las relaciones no necesariamente
conllevan que los centros integrantes se impliquen en aprender juntos, unos con otros, en
investigar sobre su práctica y en innovar. Las relaciones promovidas en la red son
importantes y necesarias, pero el aprendizaje en red requiere, además, prestar atención a
los contenidos en torno a los cuales se despliegan tales relaciones y modos de abordarlos.
Para ahondar más explícitamente en esta cuestión, en los párrafos que siguen se retoman
y comentan tres de las características de la comunidad de aprendizaje en red señaladas
por Earl yKatz, a las que se aludió anteriormente: a) relaciones, b) colaboración y c)
investigación colaborativa.

A) Relaciones

Una red proporciona la estructura que permite que las escuelas tengan la
oportunidad de implicarse en tareas de trabajo en red y construir confianza mutua a
través de esa implicación. Para que ello sea posible, la red ha de facilitar que los
miembros de las distintas escuelas puedan establecer las necesarias relaciones que les
permitan conocerse entre ellos, conocer la situación de los centros escolares de los que
forman parte e identificar necesidades colectivas, abordar conjuntamente cuál es el
sentido de la red y qué conexiones establecer entre los miembros, y en definitiva sentar
las bases para el trabajo conjunto a lo largo del tiempo y para el desarrollo de actuaciones
que puedan ser provechosas en contextos escolares diferentes.
Las relaciones entre miembros son consustanciales a la red, y es importante
propiciarlas desde el primer momento con vistas a que contribuyan a generar una
progresiva confianza y respeto mutuo entre sus componentes, un ingrediente sin el cual
será difícil trabajar conjuntamente, compartir experiencia y aprender con y de otros que,
posiblemente, se muevan en perspectivas y orientaciones diversas y no similares. De ellas
depende la existencia de canales para el intercambio de información y experiencias, la
posibilidad de generar un lenguaje común sobre su práctica profesional y un sentido de
responsabilidad compartida. La confianza y el respeto mutuo en las relaciones, sin
embargo, no es un a priori; se construye cuando las personas en la red trabajan y realizan
actividades conjuntas; se propicia, por tanto, en la medida en que la actividad realizada
en ella responda a las necesidades de sus componentes, haya sido decidida por ellos, se
lleve a cabo de modo conjunto respetando profesionalmente al otro y valorando sus

293
aportaciones, y se vaya reflejando en resultados realistas. Las relaciones, en definitiva,
son los “hilos” que enlazan a las personas a través de las actividades conjuntas que
realizan; son esos “hilos”, que van tejiendo los propios participantes, los que crean la
fuerza para conectarlos (Jackson y Tymperley, 2006, 2007).

B) Colaboración

Como se acaba de señalar, las relaciones son un ingrediente clave de la red, pues
contribuyen a tejer conexiones diversas entre sus componentes y permiten mantenerla
unida. Pero a ello hay que añadir que el aprendizaje en la red no descansa
exclusivamente en la interacción social entre sus miembros, sino también en la relación
profesional de colaboración que establezcan entre ellos. La colaboración va más allá de la
simple relación. Es interacción intensiva que implica que los docentes abran sus creencias
y prácticas a indagación y debate (Katz y Earl, 2006: 6).
Al igual que en los discursos desarrollados en los últimos años sobre colaboración y
relaciones profesionales de colaboración en las escuelas y en los equipos de profesores,
se insiste en que no sólo importan las relaciones entre los docentes sino el grado en que
éstas se focalizan sobre cuestiones y asuntos profesionales y representan una ocasión
para el aprendizaje docente, para alterar la cultura de individualismo profesional y, por
tanto, la práctica escolar, en el caso de las redes de escuelas la argumentación es similar.
Cambiar ideas y prácticas no viene sólo de la mano de las “buenas” relaciones, sino de la
colaboración en la red. Es esa relación de colaboración la que hace posible que se
aborden y discutan asuntos de la práctica, se genere y debata sobre el amplio rango de
ideas aportadas por los distintos y diversos miembros implicados en la red, se trabaje
conjuntamente en proyectos considerados valiosos para los centros, etc. La colaboración,
pues, es el vehículo a través del cual las escuelas en la red realizan su trabajo de mejora.

C) Investigación en colaboración

Una red representa una ocasión para entrar en contacto con buenas prácticas,
conocimientos, materiales pedagógicos, etc. y para que sus integrantes se beneficien de
las diferencias y diversidad de cada centro. Pero además de compartir experiencia,
prácticas y modos de hacer, es también imprescindible que el trabajo conjunto constituya
una ocasión para que sus miembros aprendan unos con y de otros, y puedan generar
nuevo conocimiento beneficioso para sus escuelas. La investigación en colaboración,
como dicen Earl, Kazt et al. (2006) es un rasgo definitorio de las comunidades de
aprendizaje en red: la construcción de conocimiento y nuevo aprendizaje requiere que las
personas se muevan más allá de lo que “ya saben”, de sus modelos mentales. A través de
la indagación en colaboración podrán implicarse en procesos sistemáticos de análisis y

294
reflexión conjunta sobre la realidad y la práctica educativa en la que están inmersos con
vistas a mejorar los aprendizajes de los alumnos con los que trabajan o a influir en el
desarrollo de sus escuelas. Es a través de tales procesos que podrán sacar a la luz y hacer
visible su conocimiento tácito, cuestionar conjuntamente sus prácticas y concepciones,
explorar nuevas ideas y perspectivas, nuevas posibilidades e iniciativas y generar nuevo
conocimiento colectivo explícito.
Las actividades que se promueven en una red han de contribuir a generar esas
ocasiones para la investigación en colaboración y el aprendizaje; es decir, han de
propiciar el trabajo conjunto entre los componentes de la red que les posibilite analizar y
reflexionar –haciendo uso de su propio conocimiento contextual y práctico, así como del
que proviene de la investigación, la teoría y las buenas prácticas–, en torno a los aspectos
de la práctica objeto de atención, identificar mejoras que cabría plantear a la luz de lo
investigado, planificarlas y llevarlas a cabo en diversos contextos escolares, así como
recoger evidencias sobre los efectos de tales iniciativas que, a su vez, constituirían la base
a partir de la cual emprender nuevas reflexiones y desarrollos. En definitiva, un proceso
de trabajo que contribuiría a conocer e implicarse con nuevas ideas, repensar las
existentes, desaprender viejos hábitos de práctica e ir aprendiendo cómo hacer las cosas
de otras formas y, en definitiva, co-construir conjuntamente nuevo conocimiento
(Jackson y Temperley, 2006)
Aunque a efectos expositivos esos tres aspectos –relaciones, colaboración e
investigación en colaboración– se han comentado separadamente, los tres están
estrechamente relacionados y se condicionan mutuamente: Una red de centros no
funciona como tal si no se tejen progresivamente relaciones que enlacen a sus
componentes que, a su vez, hagan posible el desarrollo de actuaciones conjuntas con un
propósito y en beneficio de sus integrantes. Aquella caminará hacia ser una comunidad
de aprendizaje cuando tales actuaciones entre los miembros giren sostenida y
dinámicamente en torno a la resolución de problemas, la indagación en colaboración y el
aprendizaje.

13.6. Consideraciones finales

A lo largo de este capítulo se han ido abordando, de forma necesariamente genérica,


diversas cuestiones relacionadas con las redes en educación. En este ámbito, se ha
comentado someramente sobre la diversidad de redes existentes en estos momentos y se
ha hecho especial hincapié en aquellas constituidas por centros escolares.
Desde luego, las redes representan una posibilidad para que profesores, directores
y, en general, miembros de distintos centros puedan ofrecerse apoyo, explorar nuevas
posibilidades, o formar parte de una comunidad más grande que el propio centro de
origen. También, como se ha ido señalando, pueden constituir un contexto para generar
conocimiento y posibilitar el aprendizaje en red. En ese sentido, uno de los aspectos
claves de una red de escuelas es asumir que no sólo son importantes las relaciones que

295
puede propiciar su existencia, sino también y sobre todo la actividad que desplieguen sus
participantes y el grado en que ésta contribuye a generar conocimiento y aprendizaje e
influye en el pensamiento y la práctica más allá de la propia red. En última instancia, es
esa actividad la que ayudará a que una red de centros crezca y se desarrolle como tal.

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307
Índice
Portada 2
Créditos 6
Índice 8
Introducción 15
1. Coordenadas y referentes para la renovación organizativa de los
21
centros escolares
1.1. Escenarios educativos del futuro previsible 21
1.2. El currículo escolar, los aprendizajes, la enseñanza y la evaluación 28
1.3. Ejes sobre los que vertebrar la renovación pendiente del gobierno y la
32
gestión de los centros escolares
1.3.1. La cara humana de los centros: el alumnado y el profesorado 33
1.3.2. El gobierno y la gestión de los centros por dentro 36
1.3.3. Las organizaciones escolares en contexto, estableciendo redes y
39
alianzas
PRIMERA PARTE: LOS CENTROS ESCOLARES Y EL
42
APRENDIZAJE DE LOS ALUMNOS
2. La atención, el cuidado, las relaciones y la responsabilidad del centro escolar
43
con los estudiantes
2.1. El centro escolar como contexto de relaciones para el aprendizaje y la
43
convivencia
2.1.1. Las relaciones entre adultos y estudiantes 44
2.2. Condiciones organizativas en los centros y relaciones con los
46
estudiantes
2.2.1. Condiciones ligadas a aspectos estructurales de los centros
47
escolares
2.2.2. Condiciones ligadas a las relaciones profesionales en el centro 49
2.2.3. Condiciones ligadas al currículo y la enseñanza 50
2.2.4. Condiciones ligadas al clima escolar 50
2.3. Algunas propuestas de mejora 52
2.3.1. Sobre aspectos estructurales 52
2.3.2. Sobre el clima relacional en el centro 56
2.3.3. Sobre el currículo y la enseñanza 59
2.4. Consideraciones finales 61

308
3. La participación y la voz del alumno en el centro escolar 62
3.1. La voz del alumno 62
3.1.1. La experiencia del alumno es importante en sí misma 63
3.1.2. Cada alumno es un sujeto individual y único 64
3.1.3. El alumno es una persona con derechos 65
3.2. Modalidades de participación 66
3.3. Estrategias para la participación 70
3.3.1. Consulta 71
3.3.2. Implicación 73
3.3.3. Asociación 75
3.3.4. Delegación 77
3.4. Condiciones de desarrollo de la participación 78
4. Diversidad del alumnado y respuestas de los centros escolares 83
4.1. La diversidad en los centros escolares: ¿a qué hace referencia? 84
4.2. Exclusión, asimilación y reconocimiento como respuestas escolares
88
deficitarias a la diversidad
4.3. Educación inclusiva: una aproximación 90
4.4. Escuelas inclusivas 93
4.5. Liderazgo inclusivo 97
4.6. Consideraciones finales 100
SEGUNDA PARTE: CENTROS ESCOLARES, CONDICIONES
DE TRABAJO Y DESARROLLO PROFESIONAL DE LOS 102
DOCENTES
5. Condiciones del trabajo docente, organización de los centros escolares y
103
mejora de la educación
5.1. Elevación de las exigencias a la profesión y condiciones de trabajo
105
docente: indicadores tradicionales y estado de la situación
5.1.1. Demandas de la profesión quizás demasiado irreales, pero
105
justificadas
5.1.2. Condiciones del trabajo docente 107
5.1.3. El Borrador del Estatuto Docente y sus controversias como un
111
ejemplo
5.2. Las percepciones y vivencias de la profesión por parte de los docentes
113
también forman parte de sus condiciones de trabajo
5.3. Una ampliación necesaria de la mirada sobre la condiciones del trabajo
115
docente

309
5.3.1. La ampliación del concepto de condiciones de trabajo docente 116
5.3.2. Distintas categorías de las condiciones del trabajo docente 117
5.3.3. La tarea compleja y pendiente de establecer relaciones entre los
diferentes componentes y dinámicas de las condiciones del trabajo 120
docente
5.3.4. Un esquema de síntesis como hipótesis de trabajo 121
6. Los centros escolares como espacios de aprendizaje y de desarrollo
124
profesional de los docentes
6.1. Los centros escolares como comunidades profesionales de aprendizaje:
125
significados, fundamentos, posibilidades y limitaciones
6.1.1. Las comunidades de aprendizaje están por doquier 126
6.1.2. Significados diversos y componentes fundamentales de las
127
comunidades profesionales de aprendizaje en educación
6.2. Hacia una caracterización más detallada: fundamentos, posibilidades y
129
limitaciones
6.2.1. Tres propuestas ilustrativas 129
6.2.2. Tres ejes vertebrales de atención y de trabajo 134
6.2.3. Fundamentos, posibilidades y limitaciones de las comunidades
135
profesionales de aprendizaje
6.3. Orientaciones para crear y mantener comunidades docentes de
138
aprendizaje en los centros escolares
6.3.1. Un imperativo inexcusable, la mejora sustantiva de los
139
aprendizajes escolares
6.3.2. Un par de condiciones estructurales 140
6.3.3. Algunas sugerencias para pensar y hacer 141
TERCERA PARTE: GOBIERNO Y LIDERAZGO EN LOS
152
CENTROS ESCOLARES
7. El Gobierno del centro 153
7.1. Una aproximación a la noción de gobierno 154
7.2. El gobierno de los centros escolares 156
7.2.1. Del gobierno a la gobernanza: también para los centros escolares 156
7.2.2. La complejidad de la gobernación 159
7.2.3. La gobernanza de los centros escolares 161
7.3. ¿Y el gobierno en los centros escolares? 163
7.3.1. Contextualización 164
7.3.2. La gobernanza penetra en los centros escolares 164
7.4. Consideraciones finales 170

310
8. Dirección y liderazgo educativo en los centros escolares 172
8.1. La dirección escolar y la relevancia de sus facetas educativas.
172
Consideraciones generales
8.2. La evolución en los planteamientos sobre la dirección escolar: de la
174
gestión al liderazgo
8.1.1. La dirección escolar como proceso técnico, de gestión 175
8.2.2. Dirección y liderazgo “cultural” 176
8.2.3. Dirección y procesos educativos. La importancia de la dimensión
180
educativa en la dirección escolar
8.3. Hacia una consideración del liderazgo educativo como liderazgo
183
distribuido
8.3.1. El liderazgo educativo requiere la participación de los docentes 183
8.3.2. El liderazgo como fenómeno relacional 185
8.4. Liderazgo distribuido: algunas acotaciones 186
8.4.1. Dos modos de entender la noción de “distribución” 187
8.5. Dirección educativa y liderazgo distribuido 189
8.5.1. Grandes ejes para la dirección educativa del centro escolar 190
9. Evaluar hoy para mejorar mañana. La revisión interna del centro escolar 194
9.1. Caracterización de la revisión interna 195
9.1.1. Los objetos de revisión 195
9.1.2. Las funciones de la evaluación 196
9.1.4. Los agentes de la revisión 200
9.2. La dinámica de revisión interna 204
9.2.1. La planificación 205
9.2.2. La implementación 209
9.2.3. La devolución y la toma de decisiones 213
9.3. El contexto institucional para la revisión interna 215
CUARTA PARTE: LOS CENTROS ESCOLARES EN
217
CONTEXTO Y EN RELACIÓN
10. Implicación de las familias en la educación escolar de sus hijos 218
10.1. ¿De qué formas se implican las familias en la educación de sus hijos? 218
10.1.1. Implicación centrada en la familia 219
10.1.2. Implicación centrada en la escuela 220
10.1.3. Implicación centrada en la comunidad 222
10.2. ¿Por qué y cómo las familias deciden implicarse? 222
10.2.1. Factores de decisión 223

311
10.2.2. Factores de modulación 225
10.3. ¿Qué hacer desde el centro escolar? 228
10.3.1. Estrategia de comunicación 228
10.3.2. Estrategia de asesoramiento 230
10.3.3. Estrategia de asociación 233
10.4. Condiciones de desarrollo 236
11. Las instituciones escolares como centros para la integración de servicios 240
11.1. Dependencia entre organizaciones 241
11.2. Coordinación interorganizativa 242
11.2.1. Contextualización 242
11.2.2. Coordinación interorganizativa: ¿Qué es? 243
11.3. Integración de servicios 245
11.3.1. ¿Cuál es el sentido de la integración de servicios? 245
11.3.2. ¿Qué es? Una aproximación conceptual a la integración de
246
servicios
11.3.3. La integración de servicios en el ámbito de la educación escolar:
249
algunas singularidades
11.3.4. Escuelas integradoras de servicios 254
11.4. Consideraciones finales 256
12. Los centros escolares y sus relaciones con la administración local,
258
autonómica y nacional
12.1. Retos actuales de los sistemas escolares, organizaciones educativas y
259
responsabilidades de los poderes públicos
12.1.1. La educación tiene hoy retos importantes que afrontar 261
12.1.2. Educación de calidad como un derecho de toda la ciudadanía 262
12.1.3. El papel decisivo de los centros escolares 263
12.1.4. Responsabilidades de la política estatal 264
12.2. Administración de la educación: unidades y servicios locales y
relaciones con los centros. Focos y estrategias de relación con los centros 267
escolares
12.2.1. La administración autonómica representa un aparato organizativo
268
complejo y no siempre funcional
12.2.2. En general, prevalece la dispersión y fragmentación de servicios,
270
tareas y funciones de la administración
12.2.3. La administración como un sistema integrado de relación y apoyo
272
a los centros para la mejora de la educación: un par de propuestas
12.3. Principios generales para articular relaciones provechosas entre los 274

312
centros escolares y las administraciones de la educación 274

12.3.1. Mejorar el reconocimiento de la situación, los dispositivos para


recabar e interpretar datos y el establecimiento de prioridades
274
concertadas y comprometidas en materia de currículo, enseñanza y
aprendizaje escolar
12.3.2. Fortalecimiento de los servicios de formación del profesorado, de
275
inspección y asesoramiento con un enfoque integrador
12.3.3. Rendición de cuentas constructiva y colateral, acompañada de
276
apoyos adecuados y medidas pertinentes
12.3.4. Dejar atrás el afán regulador pero propiciar lealtad institucional 277
12.3.5. Crear y sostener una masa crítica de organizaciones intermedias,
277
liderazgo compartido y dinámicas sostenidas de indagación y mejora
12.3.6. Establecer y aplicar con rigor criterios y procedimientos para
reconocer y detectar zonas, centros y alumnado con más dificultades, 278
arbitrando medidas y apoyos adecuados
13. El desarrollo de los centros escolares participando en redes de centros y
280
redes profesionales
13.1. Las redes en la sociedad actual y en la educación 280
13.2. Tipos de redes 282
13.3. Organizaciones y redes 285
13.4. Redes de escuelas 286
13.4.1. Redes de profesores y redes de escuelas 286
13.4.2. Redes de escuelas: más allá del trabajo aislado de cada centro
287
escolar
13.4.3. Las redes de escuelas. Algunas condiciones 288
13.5. Las redes de escuelas como comunidades de aprendizaje 290
13.5.1. Comunidad de aprendizaje escolar, y comunidad de aprendizaje
290
en red: similitudes y relación
13.5.2. Comunidad de aprendizaje en red: relaciones, colaboración e
292
investigación
13.6. Consideraciones finales 295
Bibliografía 297

313

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