Está en la página 1de 37

CUENTOS

EL NIÑO Y LOS CLAVOS


Había un niño que tenía muy, pero que muy mal
carácter. Un día, su padre le dio una bolsa con clavos
y le dijo que cada vez que perdiera la calma, que él
clavase un clavo en la cerca de detrás de la casa.

El primer día, el niño clavó 37 clavos en la cerca. Al


día siguiente, menos, y así con los días posteriores. Él
niño se iba dando cuenta que era más fácil controlar
su genio y su mal carácter, que clavar los clavos en la
cerca.

Finalmente llegó el día en que el niño no perdió la


calma ni una sola vez y se lo dijo a su padre que no tenía que clavar ni un clavo en la
cerca. Él había conseguido, por fin, controlar su mal temperamento.

Su padre, muy contento y satisfecho, sugirió entonces a su hijo que por cada día que
controlase su carácter, que sacase un clavo de la cerca.

Los días se pasaron y el niño pudo finalmente decir a su padre que ya había sacado todos
los clavos de la cerca. Entonces el padre llevó a su hijo, de la mano, hasta la cerca de
detrás de la casa y le dijo:

- Mira, hijo, has trabajo duro para clavar y quitar los clavos de esta cerca, pero fíjate en
todos los agujeros que quedaron en la cerca. Jamás será la misma.

Lo que quiero decir es que cuando dices o haces cosas con mal genio, enfado y mal
carácter, dejas una cicatriz, como estos agujeros en la cerca. Ya no importa tanto que
pidas perdón. La herida estará siempre allí. Y una herida física es igual que una herida
verbal.

Los amigos, así como los padres y toda la familia, son verdaderas joyas a quienes hay
que valorar. Ellos te sonríen y te animan a mejorar. Te escuchan, comparten una palabra
de aliento y siempre tienen su corazón abierto para recibirte.

Las palabras de su padre, así como la experiencia vivida con los clavos, hicieron con que
el niño reflexionase sobre las consecuencias de su carácter. Y colorín colorado, este
cuento se ha acabado.

FIN
LOS CONEJOS DE COLORES
Había una mamá coneja que tenía muchos
conejitos. Todos eran muy blancos, y también,
como todos los niños, eran muy juguetones y un
poquito locos. Así que siempre estaban jugando
por el campo.

Pero, un día, todo el paisaje apareció también


blanco. ¡Había nevado!
Cuando la mamá coneja fue a buscar a sus
pequeños, no los podía encontrar, porque como
eran blancos, se confundían con la nieve. Entonces
fue a buscar pinturas y pintó a sus conejitos de
todos los colores. ¡Ahora sí podía verlos,
fácilmente, jugando en la nieve blanca!.

Todo anduvo bien, hasta que un día, al mirar al campo, no pudo encontrar nuevamente, a
sus conejitos queridos. ¡Había llegado la primavera con todo su esplendoroso colorido!.

Llamó a sus niños y uno a uno los lavó y los volvió a su color natural, el blanco. Ahora los
podía observar tranquilamente como corrían por el florido campo. Estaba muy feliz. Pero,
un día, pasado el tiempo... ¡volvió a nevar!

EL SAPO Y LA MARIPOSA

Un estanque. En él, un sapo. Tiene hambre. No


obstante, desenrolla su lengua y empuja hacia la
orilla a la mariposa, que estaba a punto de
ahogarse.

Conversan.

Ella le cuenta las maravillas del inmenso mundo


que se extiende más allá del estanque.

Él quiere volar y no se eleva.

Siguen conversando.

Él le cuenta las maravillas del inmenso mundo que se extiende más allá de la superficie.

Ella quiere bucear y, nuevamente, lo intenta. Esta vez, la certeza la empuja con mayor
vehemencia.

Con la ayuda del sapo, desciende hacia las profundidades en el interior de una burbuja,
que se hace cada vez más pequeña. Ilusionada, le implora al sapo continuar.

Apenas muere, la engulle. Mientras la digiere, recuerda la angustia de la mariposa cuando


estuvo a punto de ahogarse en la superficie. El sapo hace el amago de volar.

FIN
EL ASNO Y EL HIELO
Era invierno, hacía mucho frío y todos los
caminos se hallaban helados. El asnito, que
estaba cansado, no se encontraba con ánimos
para caminar hasta el establo.

-¡Ea, aquí me quedo! -se dijo, dejándose caer


al suelo. Un aterido y hambriento gorrioncillo
fue a posarse cerca de su oreja y le dijo:

-Asno, buen amigo, tenga cuidado; no estás


en el camino, sino en un lago helado.

-Déjame, tengo sueño ! Y, con un largo bostezo, se quedó dormido.

Poco a poco, el calor de su cuerpo comenzó a fundir el hielo hasta que, de pronto, se
rompió con un gran chasquido. El asno despertó al caer al agua y empezó a pedir
socorro, pero nadie pudo ayudarle, aunque el gorrión bien lo hubiera querido.

La historia del asnito ahogado debería hacer reflexionar a muchos holgazanes. Porque la
pereza suele traer estas consecuencias.

EL VIAJERO EXTRAVIADO
Erase un campesino suizo, de violento
carácter, poco simpático con sus
semejantes y cruel con los animales,
especialmente los perros, a los que
trataba a pedradas.
Un día de invierno, tuvo que aventurarse
en las montañas nevadas para ir a
recoger la herencia de un pariente, pero
se perdió en el camino. Era un día terrible
y la tempestad se abatió sobre él. En medio de la oscuridad, el hombre resbaló y fue a
caer al abismo. Entonces llamó a gritos, pidiendo auxilio, pero nadie llegaba en su
socorro. Tenía una pierna rota y no podía salir de allí por sus propios medios.
-Dios mío, voy a morir congelado...-se dijo.

Y de pronto, cuando estaba a punto de perder el conocimiento, sintió un aliento cálido en


su cara. Un hermoso perrazo le estaba dando calor con inteligencia casi humana. Llevaba
una manta en el lomo y un barrilito de alcohol sujeto al cuello. El campesino se apresuró a
tomar un buen trago y a envolverse en la manta. Después se tendió sobre la espalda del
animal que, trabajosamente, le llevó hasta lugar habitado, salvándole la vida.
¿Sabéis, amiguitos qué hizo el campesino con su herencia?
Pues fundar un hogar para perros como el que le había salvado, llamado San Bernardo.
Se dice que aquellos animales salvaron muchas vidas en los inviernos y que adoraban a
su dueño...
EL AVARO MERCADER
Erase un mercader tan avaro que, para
ahorrarse la comida de su asno, al que hacía
trabajar duramente en el transporte de
mercancías, le cubría la cabeza con una piel de
león y como la gente huía asustada, el asno
podía pastar en los campos de alfalfa.

Un día los campesinos decidieron armarse de


palos y hacer frente al león. El pobre asno, que
estaba dándose el gran atracón, rebuznó espantado al ver el número de sus enemigos.

-Es un borrico! -dijeron los campesinos-.

Pero la culpa del engaño debe ser cosa de su amo.

Sigámosle y descubriremos al tunante.

El pobre asno emprendió la gran carrera hasta la cuadra del mercader; y tras él llegaron
los campesinos armados con sus palos propinando tal paliza al avaro, que en varios días
no pudo moverse. Al menos la lección sirvió para que aquel avaricioso alimentase a su
asno con pienso comprado con el dinero que el fiel animal le daba a ganar.

LA LEONA
Los cazadores, armados de lanzas y de
agudos venablos, se acercaban
silenciosamente.

La leona, que estaba amamantando a sus


hijitos, sintió el olor y advirtió en seguida
el peligro.

Pero ya era demasiado tarde: los


cazadores estaban ante ella, dispuestos a
herirla.

A la vista de aquellas armas, la leona, aterrada, quiso escapar. Y de repente pensó que
sus hijitos quedarían entonces a merced de los cazadores. Decidida a todo por
defenderlos, bajó la mirada para no ver las amenazadoras puntas de aquellos hierros y,
dando un salto desesperado, se lanzó sobre ellos, poniéndolos en fuga.

Su extraordinario coraje la salvó a ella y salvó a sus pequeñuelos. Porque nada hay
imposible cuando el amor guía las acciones.
LA FALSA APARIENCIA
Un día, por encargo de su abuelita, Adela
fue al bosque en busca de setas para la
comida. Encontró unas muy bellas,
grandes y de hermosos colores llenó con
ellas su cestillo.

-Mira abuelita -dijo al llegar a casa-, he


traído las más hermosas...

¡mira qué bonito es su color escarlata!

Había otras más arrugadas, pero las he dejado.

-Hija mía -repuso la anciana-


Esas arrugadas son las que yo siempre he recogido. Te has dejado guiar por las y
apariencias engañosas y has traído a casa hongos que contienen veneno. Si los
comiéramos, enfermaríamos; quizás algo peor...

Adela comprendió entonces que no debía dejarse guiar por el bello aspecto de las cosas,
que a veces ocultan un mal desconocido.

LA VENTA DEL ASNO


Erase un chicuelo astuto que salió un día de casa
dispuesto a vender a buen precio un asno astroso.
Con las tijeras le hizo caprichosos dibujos en
ancas y cabeza y luego le cubrió con una albarda
recamada de oro. Dorados cascabeles pendían de
los adornos, poniendo música a su paso.
Viendo pasar el animal tan ricamente enjaezado,
el alfarero llamó a su dueño:
-Qué quieres por tu asno muchacho?
-iAh, señor, no está en venta! Es como de la familia y no podría separarme de él,
aunque siento disgustaros...
Tan buena maña se dio el chicuelo, que consiguió el alto precio que se había
propuesto. Soltó el borrico, tomó el dinero y puso tierra por medio.
La gente del pueblo se fue arremolinando en torno al elegante asnito.
¡Que elegancia! ¡Qué lujo! -decían las mujeres.
-El caso es... -opuso tímidamente el panadero-, que lo importante no es el traje,
sino lo que va dentro.
-insinúas que el borrico no es bueno? -preguntó molesto el alfarero.
Y para demostrar su buen ojo en materia de adquisiciones, arrancó de golpe la
albarda del animal. Los vecinos estallaron en carcajadas. Al carnicero, que era
muy gordo, la barriga se le bamboleaba de tanto reír. Porque debajo de tanto
adorno, cascabel y lazo no aparecieron más que cicatrices y la agrietada piel de
un jumento que se caía de viejo.
El alfarero, avergonzado, reconoció:
-Para borrico, yo!
UGA LA TORTUGA
¡Caramba, todo me sale mal! se lamenta
constantemente Uga, la tortuga. Y es que no es para
menos: siempre llega tarde, es la última en acabar sus
tareas, casi nunca consigue premios a la rapidez y, para
colmo es una dormilona.

¡Esto tiene que cambiar! se propuso un buen día, harta


de que sus compañeros del bosque le recriminaran por
su poco esfuerzo al realizar sus tareas.

Y es que había optado por no intentar siquiera realizar


actividades tan sencillas como amontonar hojitas secas
caídas de los árboles en otoño, o quitar piedrecitas de camino hacia la charca donde
chapoteaban los calurosos días de verano.

-¿Para qué preocuparme en hacer un trabajo que luego acaban haciendo mis
compañeros? Mejor es dedicarme a jugar y a descansar.

- No es una gran idea, dijo una hormiguita. Lo que verdaderamente cuenta no es hacer el
trabajo en un tiempo récord; lo importante es acabarlo realizándolo lo mejor que sabes,
pues siempre te quedará la recompensa de haberlo conseguido.

No todos los trabajos necesitan de obreros rápidos. Hay labores que requieren tiempo y
esfuerzo. Si no lo intentas nunca sabrás lo que eres capaz de hacer, y siempre te
quedarás con la duda de si lo hubieras logrados alguna vez.

Por ello, es mejor intentarlo y no conseguirlo que no probar y vivir con la duda. La
constancia y la perseverancia son buenas aliadas para conseguir lo que nos proponemos;
por ello yo te aconsejo que lo intentes. Hasta te puede sorprender de lo que eres capaz.

- ¡Caramba, hormiguita, me has tocado las fibras! Esto es lo que yo necesitaba: alguien
que me ayudara a comprender el valor del esfuerzo; te prometo que lo intentaré.

Pasaron unos días y Uga, la tortuga, se esforzaba en sus quehaceres.

Se sentía feliz consigo misma pues cada día conseguía lo poquito que se proponía
porque era consciente de que había hecho todo lo posible por lograrlo.

- He encontrado mi felicidad: lo que importa no es marcarse grandes e imposibles metas,


sino acabar todas las pequeñas tareas que contribuyen a lograr grandes fines.

FIN
LA CAPERUCITA ROJA

Había una vez una niña muy bonita. Su madre le había hecho
una capa roja y la muchachita la llevaba tan a menudo que
todo el mundo la llamaba Caperucita Roja.
Un día, su madre le pidió que llevase unos pasteles a su
abuela que vivía al otro lado del bosque, recomendándole
que no se entretuviese por el camino, pues cruzar el bosque
era muy peligroso, ya que siempre andaba acechando por allí
el lobo.
Caperucita Roja recogió la cesta con los pasteles y se puso
en camino. La niña tenía que atravesar el bosque para llegar
a casa de la Abuelita, pero no le daba miedo porque allí
siempre se encontraba con muchos amigos: los pájaros, las
ardillas...
De repente vio al lobo, que era enorme, delante de ella.
- ¿A dónde vas, niña?- le preguntó el lobo con su voz ronca.
- A casa de mi Abuelita- le dijo Caperucita.
- No está lejos- pensó el lobo para sí, dándose media vuelta.
Caperucita puso su cesta en la hierba y se entretuvo cogiendo flores: - El lobo se ha ido -pensó-,
no tengo nada que temer. La abuela se pondrá muy contenta cuando le lleve un hermoso ramo de
flores además de los pasteles.
Mientras tanto, el lobo se fue a casa de la Abuelita, llamó suavemente a la puerta y la anciana le
abrió pensando que era Caperucita. Un cazador que pasaba por allí había observado la llegada del
lobo.
El lobo devoró a la Abuelita y se puso el gorro rosa de la desdichada, se metió en la cama y cerró
los ojos. No tuvo que esperar mucho, pues Caperucita Roja llegó enseguida, toda contenta.
La niña se acercó a la cama y vio que su abuela estaba muy cambiada.
- Abuelita, abuelita, ¡qué ojos más grandes tienes!
- Son para verte mejor- dijo el lobo tratando de imitar la voz de la abuela.
- Abuelita, abuelita, ¡qué orejas más grandes tienes!
- Son para oírte mejor- siguió diciendo el lobo.
- Abuelita, abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- Son para...¡comerte mejoooor!- y diciendo esto, el lobo malvado se abalanzó sobre la niñita y la
devoró, lo mismo que había hecho con la abuelita.
Mientras tanto, el cazador se había quedado preocupado y creyendo adivinar las malas
intenciones del lobo, decidió echar un vistazo a ver si todo iba bien en la casa de la Abuelita. Pidió
ayuda a un segador y los dos juntos llegaron al lugar. Vieron la puerta de la casa abierta y al lobo
tumbado en la cama, dormido de tan harto que estaba.
El cazador sacó su cuchillo y rajó el vientre del lobo. La Abuelita y Caperucita estaban allí,
¡vivas!.
Para castigar al lobo malo, el cazador le llenó el vientre de piedras y luego lo volvió a cerrar.
Cuando el lobo despertó de su pesado sueño, sintió muchísima sed y se dirigió a un estanque
próximo para beber. Como las piedras pesaban mucho, cayó en el estanque de cabeza y se ahogó.

En cuanto a Caperucita y su abuela, no sufrieron más que un gran susto, pero Caperucita Roja
había aprendido la lección. Prometió a su Abuelita no hablar con ningún desconocido que se
encontrara en el camino. De ahora en adelante, seguiría las juiciosas recomendaciones de su
Abuelita y de su Mamá.
LA SEPULTURA DEL LOBO

Hubo una vez un lobo muy rico pero muy avaro. Nunca dio ni un poco de lo mucho
que le sobraba. Sintiéndose viejo, empezó a pensar en su propia vida, sentado a
la puerta de su casa.

¿Podrías prestarme cuatro medidas de trigo, vecino? Le pregunto el burrito.

Te daré; ocho, si prometes velar por mi sepulcro en las tres noches siguientes a mi
entierro.

Murió el lobo pocos días después y el burrito fue a velar en su sepultura. Durante
la tercera noche se le unió el pato que no tenia casa. Y juntos estaban cuando, en
medio de una espantosa ráfaga de viento, llego el aguilucho que les dijo:

Si me dejáis apoderarme del lobo os daré una bolsa de oro.

Será suficiente si llenas una de mis botas. Dijo el pato que era muy astuto.

El aguilucho se marcho para regresar en seguida con un gran saco de oro, que
empezó a volcar sobre la bota que el sagaz pato había colocado sobre una fosa.
Como no tenia suela y la fosa estaba vacía no acababa de llenarse. El aguilucho
decidió ir entonces en busca de todo el oro del mundo.

Y cuando intentaba cruzar un precipicio con cien bolsas colgando de su pico, fue a
estrellarse sin remedio.

Amigo burrito, ya somos ricos. Dijo el pato. La maldad del Aguilucho nos ha
beneficiado.

Y todos los pobres de la ciudad. Dijo el borrico, porque con ellos repartiremos el
oro.
LOS GENIECILLOS HOLGAZANES

Erase unos duendecillos que vivían en un lindo bosque. Su casita pudo haber sido
un primor, si se hubieran ocupado de limpiarla. Pero como eran tan holgazanes la
suciedad la hacía inhabitable.

-Un día se les apareció la Reina de las hadas y les dijo:

Voy a mandaros a la bruja gruñona para que cuide de vuestra casa. Desde luego
no os resultará simpática...
Y llegó la Bruja Gruñona montada en su escoba. Llevaba seis pares de gafas
para ver mejor las motas de polvo y empezó a escobazos con todos. Los
geniecillos aburridos de tener que limpiar fueron a ver a un mago amigo para que
les transformase en pájaros.

Y así, batiendo sus alas, se fueron muy lejos...

En lo sucesivo pasaron hambre y frío; a merced de los elementos y sin casa


donde cobijarse, recordaban con pena su acogedora morada del bosque. Bien
castigados estaban por su holgazanería, errando siempre por el espacio...

Jamás volvieron a disfrutar de su casita del bosque que fue habitada por otros
geniecillos más obedientes y trabajadores.
PIEL DE OSO

Un joven soldado que atravesaba un bosque, fue a encontrarse con un mago. Este
le dijo:

-Si eres valiente, dispara contra el oso que está a tu espalda.


El joven disparó el arma y la piel del oso cayó al suelo. Este desapareció entre
los árboles.
-Si llevas esa piel durante tres años seguidos -le dijo el mago- te daré una bolsa
de monedas de oro que nunca quedará vacía. ¿Qué decides?
El joven se mostró de acuerdo. Disfrazado de oso y con dinero abundante,
empezó a recorrer el mundo. De todas partes le echaban a pedradas. Sólo Ilse, la
hermosa hija de un posadero, se apiadó de él y le dio de comer.
-Eres bella y buena, ¿quieres ser mi prometida? -dijo él.
-Sí, porque me necesitas, ya que no puedes valerte por ti mismo -repuso llse.
El soldado, enamorado de la joven, deseaba que el tiempo pasase pronto para
librarse de su disfraz. Transcurridos los tres años, fue en busca del mago.
-Veo que has cumplido tu promesa -dijo éste-.
Yo también cumpliré la mía. Quédate con la bolsa de oro, que nunca se vaciará y
sé feliz.
En todo aquel tiempo, llse lloraba con desconsuelo.
-Mi novio se ha ido y no sé dónde está.
-Eres tonta -le decía la gente-; siendo tan hermosa, encontrarás otro novio mejor.
-Sólo me casaré con "Piel de Oso"
-respondía ella.
Entonces apareció un apuesto soldado y pidió al posadero la mano de su hija.
Como la muchacha se negara a aceptarle, él dijo sonriente:

-¿No te dice el corazón que "Piel de Oso" soy yo?

Se casaron y no sólo ellos fueron felices sino que, con su generosidad,


hicieron también dichosos a los pobres de la ciudad.
LA HUMILDE FLOR

Cuando Dios creó el mundo, dio nombre y color a todas las flores.
Y sucedió que una florecita pequeña le suplicó repetidamente con voz
temblorosa:
-i No me olvides! ¡No me olvides!
Como su voz era tan fina, Dios no la oía. Por fin, cuando el Creador hubo
terminado su tarea, pudo escuchar aquella vocecilla y se volvió hacia la planta.
Mas todos los nombres estaban ya dados. La plantita no cesaba de llorar y el
Señor la consoló así:
-No tengo nombre para ti, pero te llamarás "Nomeolvides".
Y por colores te daré el azul del cielo y el rojo de la sangre. Consolarás a los
vivos y acompañaras a los muertos.
Así nació el "nomeolvides" o miosota, pequeña florecilla de color azul y rojo.

EL PAPEL Y LA TINTA
Estaba una hoja de papel sobre una
mesa, junto a otras hojas iguales a ella,
cuando una pluma, bañada en
negrisima tinta, la mancho llenandola de
palabras.
¿No podrias haberme ahorrado esta
humillacion? Dijo enojada la hoja de
papel a la tinta. Tu negro infernal me ha
arruinado para siempre.
No te he ensuciado. Repuso la tinta. Te he vestido de palabras. Desde ahora
ya no eres una hoja de papel, sino un mensaje. Custodias el pensamiento del
hombre. Te has convertido en algo precioso.
En efecto, ordenando el despacho, alguien vio aquellas hojas esparcidas y las
junto para arrojarlas al fuego. Pero reparo en la hoja "sucia" de tinta y la devolvio a
su lugar porque llevaba, bien visible, el mensaje de la palabra. Luego, arrojo las
demas al fuego.
La verdadera justicia

Hubo una vez un califa en Bagdad que deseaba sobre todas las cosas ser un
soberano justo. Indagó entre los cortesanos y sus súbditos y todos aseguraron
que no existía califa más justo que él.
-¿Se expresarán así por temor? -se preguntó el califa.

Entonces se dedicó a recorrer las ciudades disfrazado de pastor y jamás


escuchó la menor murmuración contra él. Y sucedió que también el califa de
Ranchipur sentía los mismos temores y realizó las mismas averiguaciones, sin
encontrar a nadie que criticase su justicia.
-Puede que me alaben por temor -se dijo-.
Tendré que indagar lejos de mi reino.
Quiso el destino que los lujosos carruajes de ambos califas fueran a encontrarse
en un estrecho camino.
-Paso al califa de Bagdad! -pidió el visir de éste.
-Paso al califa de Ranchipur! .-exigió el del segundo.
Como ninguno quisiera ceder, los visires de los dos soberanos trataron de
encontrar una fórmula para salir del paso.
-Demos preferencia al de más edad -acordaron.
Pero los califas tenían los mismos años, igual amplitud de posesiones e
idénticos ejércitos. Para zanjar la cuestión, el visir del califa de Bagdad preguntó al
otro:
-¿Cómo es de justo tu amo?
-Con los buenos es bondadoso -replicó el visir de Ranchipur-, justo con los que
aman la justicia e inflexible con los duros de corazón.
-Pues mi amo es suave con los inflexibles, bondadoso con los malos, con los
injustos es justo, y con los buenos aún más bondadoso
-replicó el otro visir.
Oyendo esto el califa de Ranchipur, ordenó a su cochero apartarse humilde-
mente, porque el de Bagdad era más digno de cruzar el primero, especialmente
por la lección que le había dado de lo que era la verdadera justicia.
SECRETO A VOCES

Gretel, la hija del Alcalde, era muy curiosa. Quería saberlo todo, pero no sabía
guardar un secreto.

-Qué hablabas con el Gobernador?

-le preguntó a su padre, después de observar una larga conversación entre los
dos hombres.

-Estábamos tratando del gran reloj que mañana, a las doce, vamos a colocar en el
Ayuntamiento. Pero es un secreto y no debes divulgarlo.

Gretel prometió callar, pero a las doce del día siguiente estaba en la plaza con
todas sus compañeras de la escuela para ver colocar el reloj en el ayuntamiento.

¡Ay!, el tal reloj no existía. El Alcalde quiso dar una lección a su hija y en
verdad que fue dura, pues las niñas del pueblo estuvieron mofándose de ella
durante varios años. Eso sí, le sirvió para saber callar a tiempo.
EL CABALLO AMAESTRADO

Un ladrón que rondaba en torno a un campamento militar, robo un hermoso


caballo aprovechando la oscuridad de la noche. Por la mañana, cuando se dirigía
a la ciudad, paso por el camino un batallón de dragones que estaba de maniobras.
Al escuchar los tambores, el caballo escapo y, junto a los de las tropa, fue
realizando los fabulosos ejercicios para los que había sido amaestrado.

¡Este caballo es nuestro! Exclamo el capitán de dragones. De lo contrario no


sabría realizar los ejercicios. ¿Lo has robado tu? Le pregunto al ladrón.

¡Oh, yo...! Lo compre en la feria a un tratante...

Entonces, dime como se llama inmediatamente ese individuo para ir en su


busca, pues ya no hay duda que ha sido robado.

El ladrón se puso nervioso y no acertaba a articular palabra. Al fin, viéndose


descubierto, confeso la verdad.

¡Ya me parecía a mí exclamo el capitán Que este noble animal no podía


pertenecer a un rufián como tu!

El ladrón fue detenido, con lo que se demuestra que el robo y el engaño rara
vez quedan sin castigo.
EL OSTRA Y EL CANGREJO

Una ostra estaba enamorada de la Luna. Cuando su gran disco de plata aparecía
en el cielo, se pasaba horas y horas con las valvas abiertas, mirándola.

Desde su puesto de observación, un cangrejo se dio cuenta de que la ostra se


abría completamente en plenilunio y pensó comérsela.

A la noche siguiente, cuando la ostra se abrió de nuevo, el cangrejo le echó


dentro una piedrecilla.

La ostra, al instante, intento cerrarse, pero el guijarro se lo impidió.

El astuto cangrejo salió de su escondite, abrió sus afiladas uñas, se abalanzó


sobre la inocente ostra y se la comió.

Así sucede a quien abre la boca para divulgar su secreto: siempre hay un oído que
lo apresa.
CUENTO LA RATITA PRESUMIDA
Érase una vez, una ratita que era muy
presumida. Un día la ratita estaba barriendo su
casita, cuando de repente en el suelo ve algo
que brilla... una moneda de oro.
La ratita la recogió del suelo y se puso a
pensar qué se compraría con la moneda.
“Ya sé me compraré caramelos... uy no que
me dolerán los dientes. Pues me comprare
pasteles... uy no que me dolerá la barriguita.
Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo
para mi rabito.”
La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y
se fue al mercado. Una vez en el mercado le
pidió al tendero un trozo de su mejor cinta
roja. La compró y volvió a su casita.
Al día siguiente cuando la ratita presumida se
levantó se puso su lacito en la colita y salió al
balcón de su casa. En eso que aparece un gallo
y le dice:
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.
Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”
Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el
ruido que haces”.
Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te
quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué
ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me
asusta”.
Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te
quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué
ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy
ordinario”.
El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita:
“Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le
dijo: “No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz
suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy
dulce.”
Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos
fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.
FIN
CUENTO EL PATITO FEO
En una hermosa mañana primaveral, una hermosa y
fuerte pata empollaba sus huevos y mientras lo hacía,
pensaba en los hijitos fuertes y preciosos que pronto iba
a tener. De pronto, empezaron a abrirse los cascarones.
A cada cabeza que asomaba, el corazón le latía con
fuerza. Los patitos empezaron a esponjarse mientras
piaban a coro. La madre los miraba eran todos tan
hermosos, únicamente habrá uno, el último, que
resultaba algo raro, como más gordo y feo que los
demás. Poco a poco, los patos fueron creciendo y
aprendiendo a buscar entre las hierbas los más gordos
gusanos, y a nadar y bucear en el agua. Cada día se les
veía más bonitos. Únicamente aquel que nació el último
iba cada día más largo de cuello y más gordo de
cuerpo.... La madre pata estaba preocupada y triste ya que todo el mundo que pasaba por
el lado del pato lo miraba con rareza. Poco a poco el vecindario lo empezó a llamar el
"patito feo" y hasta sus mismos hermanos lo despreciaban porque lo veían diferente a
ellos.

El patito se sentía muy desgraciado y muy sólo y decidió irse de allí. Cuando todos fueron
a dormir, él se escondió entre unos juncos, y así emprendió un largo camino hasta que, de
pronto, vio un molino y una hermosa joven echando trigo a las gallinas. Él se acercó con
recelo y al ver que todos callaban decidió quedarse allí a vivir. Pero al poco tiempo todos
empezaron a llamarle "patito feo", "pato gordo"..., e incluso el gallo lo maltrataba. Una
noche escuchó a los dueños del molino decir: "Ese pato está demasiado gordo; lo vamos a
tener que asar". El pato enmudeció de miedo y decidió que esa noche huiría de allí.
Durante todo el invierno estuvo deambulando de un sitio para otro sin encontrar donde
vivir, ni con quién. Cuando llegó por fin la primavera, el pato salió de su cobijo para
pasear. De pronto, vio a unos hermosos cisnes blancos, de cuello largo, y el patito decidió
acercarse a ellos. Los cisnes al verlo se alegraron y el pato se quedó un poco asombrado,
ya que nadie nunca se había alegrado de verlo. Todos los cisnes lo rodearon y lo
aceptaron desde un primer momento. Él no sabía que le estaba pasando: de pronto, miró
al agua del lago y fue así como al ver su sombra descubrió que era un precioso cisne más.
Desde entonces vivió feliz y muy querido con su nueva familia.
FIN
PETER PAN
Wendy, Michael y John eran tres hermanos que vivían en las
afueras de Londres. Wendy, la mayor, había contagiado a sus
hermanitos su admiración por Peter Pan. Todas las noches les
contaba a sus hermanos las aventuras de Peter. Una noche,
cuando ya casi dormían, vieron una lucecita moverse por la
habitación. Era Campanilla, el hada que acompaña siempre a
Peter Pan, y el mismísimo Peter. Éste les propuso viajar con él
y con Campanilla al País de Nunca Jamás, donde vivían los
Niños Perdidos... "Campanilla os ayudará. Basta con que os
eche un poco de polvo mágico para que podáis volar."

Cuando ya se encontraban cerca del País de Nunca Jamás,


Peter les señaló: "Es el barco del Capitán Garfio. Tened mucho
cuidado con él. Hace tiempo un cocodrilo le devoró la mano y
se tragó hasta el reloj. ¡Qué nervioso se pone ahora Garfio
cuando oye un tic-tac!."
Campanilla se sintió celosa de las atenciones que su amigo
tenía para con Wendy, así que, adelantándose, les dijo a los Niños Perdidos que debían disparar
una flecha a un gran pájaro que se acercaba con Peter Pan. La pobre Wendy cayó al suelo, pero,
por fortuna, la flecha no había penetrado en su cuerpo y enseguida se recuperó del golpe.
Wendy cuidaba de todos aquellos niños sin madre y, también, claro está de sus hermanitos y del
propio Peter Pan. Procuraban no tropezarse con los terribles piratas, pero éstos, que ya habían
tenido noticias de su llegada al País de Nunca Jamás, organizaron una emboscada y se llevaron
prisioneros a Wendy, a Michael y a John.
Para que Peter no pudiera rescatarles, el Capitán Garfio decidió envenenarle, contando para ello
con la ayuda de Campanilla, quien deseaba vengarse del cariño que Peter sentía hacia Wendy.
Garfio aprovechó el momento en que Peter se había dormido para verter en su vaso unas gotas de
un poderosísimo veneno.
Cuando Peter Pan se despertó y se disponía a beber el agua, Campanilla, arrepentida de lo que
había hecho, se lanzó contra el vaso, aunque no pudo evitar que la salpicaran unas cuantas gotas
del veneno, una cantidad suficiente para matar a un ser tan diminuto como ella. Una sola cosa
podía salvarla: que todos los niños creyeran en las hadas y en el poder de la fantasía. Y así es
como, gracias a los niños, Campanilla se salvó.
Mientras tanto, nuestros amiguitos seguían en poder de los piratas. Ya estaban a punto de ser
lanzados por la borda con los brazos atados a la espalda. Parecía que nada podía salvarles, cuando
de repente, oyeron una voz: "¡Eh, Capitán Garfio, eres un cobarde! ¡A ver si te atreves conmigo!".
Era Peter Pan que, alertado por Campanilla, había llegado justo a tiempo de evitarles a sus amigos
una muerte cierta. Comenzaron a luchar. De pronto, un tic-tac muy conocido por Garfio hizo que
éste se estremeciera de horror. El cocodrilo estaba allí y, del susto, el Capitán Garfio dio un traspié
y cayó al mar. Es muy posible que todavía hoy, si viajáis por el mar, podáis ver al Capitán Garfio
nadando desesperadamente, perseguido por el infatigable cocodrilo. El resto de los piratas no tardó
en seguir el camino de su capitán y todos acabaron dándose un saludable baño de agua salada
entre las risas de Peter Pan y de los demás niños.
Ya era hora de volver al hogar. Peter intentó convencer a sus amigos para que se quedaran con él
en el País de Nunca Jamás, pero los tres niños echaban de menos a sus padres y deseaban volver,
así que Peter les llevó de nuevo a su casa. "¡Quédate con nosotros!", pidieron los niños. "¡Volved
conmigo a mi país! -les rogó Peter Pan-. No os hagáis mayores nunca. Aunque crezcáis, no perdáis
nunca vuestra fantasía ni vuestra imaginación. De ese modo seguiremos siempre juntos."
"¡Prometido!", gritaron los tres niños mientras agitaban sus manos diciendo adiós.
FIN
EL GATO CON BOTAS
Érase una vez un viejo molinero que tenía tres hijos.
Acercándose la hora de su muerte hizo llamar a sus tres
hijos. "Mirad, quiero repartiros lo poco que tengo antes
de morirme". Al mayor le dejó el molino, al mediano le
dejó el burro y al más pequeñito le dejó lo último que le
quedaba, el gato. Dicho esto, el padre murió.
Mientras los dos hermanos mayores se dedicaron a
explotar su herencia, el más pequeo cogió unas de las
botas que tenía su padre, se las puso al gato y ambos se fueron a recorrer el
mundo. En el camino se sentaron a descansar bajo la sombra de un árbol.
Mientras el amo dormía, el gato le quitó una de las bolsas que tenía el amo, la
llenó de hierba y dejó la bolsa abierta. En ese momento se acercó un conejo
impresionado por el color verde de esa hierba y se metió dentro de la bolsa. El
gato tiró de la cuerda que le rodeaba y el conejo quedó atrapado en la bolsa. Se
hecho la bolsa a cuestas y se dirigió hacia palacio para entregársela al rey. Vengo
de parte de mi amo, el marqués Carrabás, que le manda este obsequio. El rey muy
agradecido aceptó la ofrenda.
Pasaron los días y el gato seguía mandándole regalos al rey de parte de su amo.
Un día, el rey decidió hacer una fiesta en palacio y el gato con botas se enteró de
ella y pronto se le ocurrió una idea. "¡Amo, Amo! Sé cómo podemos mejorar
nuestras vidas. Tú solo sigue mis instrucciones." El amo no entendía muy bien lo
que el gato le pedía, pero no tenía nada que perder, así que aceptó. "¡Rápido,
Amo! Quítese la ropa y métase en el río." Se acercaban carruajes reales, era el rey
y su hija. En el momento que se acercaban el gato chilló: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡El
marqués Carrabás se ahoga! ¡Ayuda!". El rey atraído por los chillidos del gato se
acercó a ver lo que pasaba. La princesa se quedó asombrada de la belleza del
marqués. Se vistió el marqués y se subió a la carroza. El gato con botas,
adelantándose siempre a las cosas, corrió a los campos del pueblo y pidió a los del
pueblo que dijeran al rey que las campos eran del marqués y así ocurrió. Lo único
que le falta a mi amo -dijo el gato- es un castillo, así que se acordó del castillo del
ogro y decidió acercarse a hablar con él. "¡Señor Ogro!, me he enterado de los
poderes que usted tiene, pero yo no me lo creo así que he venido a ver si es
verdad." El ogro enfurecido de la incredulidad del gato, cogió aire y ¡zás! se
convirtió en un feroz león. "Muy bien, -dijo el gato- pero eso era fácil, porque tú
eres un ogro, casi tan grande como un león. Pero, ¿a que no puedes convertirte en
algo pequeño? En una mosca, no, mejor en un ratón, ¿puedes? El ogro sopló y se
convirtió en un pequeño ratón y antes de que se diera cuenta ¡zás! el gato se
abalanzó sobre él y se lo comió. En ese instante sintió pasar las carrozas y salió a
la puerta chillando: "¡Amo, Amo! Vamos, entrad." El rey quedó maravillado de
todas las posesiones del marqués y le propuso que se casara con su hija y
compartieran reinos. Él aceptó y desde entonces tanto el gato como el marqués
vivieron felices y comieron perdices.
FIN
EL AVE FENIX
En el jardín del Paraíso, bajo el árbol de la
sabiduría, crecía un rosal. En su primera rosa
nació un pájaro; su vuelo era como un rayo de
luz, magníficos sus colores, arrobador su canto.
Pero cuando Eva cogió el fruto de la ciencia del
bien y del mal, y cuando ella y Adán fueron
arrojados del Paraíso, de la flamígera espada del
ángel cayó una chispa en el nido del pájaro y le
prendió fuego. El animalito murió abrasado, pero
del rojo huevo salió volando otra ave, única y
siempre la misma: el Ave Fénix. Cuenta la leyenda
que anida en Arabia, y que cada cien años se da
la muerte abrasándose en su propio nido; y que del rojo huevo sale una nueva ave Fénix,
la única en el mundo.
El pájaro vuela en torno a nosotros, rauda como la luz, espléndida de colores, magnífica
en su canto. Cuando la madre está sentada junto a la cuna del hijo, el ave se acerca a la
almohada y, desplegando las alas, traza una aureola alrededor de la cabeza del niño.
Vuela por el sobrio y humilde aposento, y hay resplandor de sol en él, y sobre la pobre
cómoda exhalan, su perfume unas violetas.
Pero el Ave Fénix no es sólo el ave de Arabia; aletea también a los resplandores de la
aurora boreal sobre las heladas llanuras de Laponia, y salta entre las flores amarillas
durante el breve verano de Groenlandia. Bajo las rocas cupríferas de Falun, en las minas
de carbón de Inglaterra, vuela como polilla espolvoreada sobre el devocionario en las
manos del piadoso trabajador. En la hoja de loto se desliza por las aguas sagradas del
Ganges, y los ojos de la doncella hindú se iluminan al verla.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? ¿El ave del Paraíso, el cisne santo de la canción? Iba en el
carro de Thespis en forma de cuervo parlanchín, agitando las alas pintadas de negro; el
arpa del cantor de Islandia era pulsada por el rojo pico sonoro del cisne; posada sobre el
hombro de Shakespeare, adoptaba la figura del cuervo de Odin y le susurraba al oído:
¡Inmortalidad! Cuando la fiesta de los cantores, revoloteaba en la sala del concurso de la
Wartburg.
¡Ave Fénix! ¿No la conoces? Te cantó la Marsellesa, y tú besaste la pluma que se
desprendió de su ala; vino en todo el esplendor paradisíaco, y tú le volviste tal vez la
espalda para contemplar el gorrión que tenía espuma dorada en las alas.
¡El Ave del Paraíso! Rejuvenecida cada siglo, nacida entre las llamas, entre las llamas
muertas; tu imagen, enmarcada en oro, cuelga en las salas de los ricos; tú misma vuelas
con frecuencia a la ventura, solitaria, hecha sólo leyenda: el Ave Fénix de Arabia.
En el jardín del Paraíso, cuando naciste en el seno de la primera rosa bajo el árbol de la
sabiduría, Dios te besó y te dio tu nombre verdadero: ¡poesía!
FIN
Allá a lo lejos, en una choza próxima al bosque vivía un leñador con su esposa y sus dos hijos:
Hansel y Gretel. El hombre era muy pobre. Tanto, que aún en las épocas en que ganaba más
dinero apenas si alcanzaba para comer. Pero un buen día no les quedó ni una moneda para
comprar comida ni un poquito de harina para hacer pan. "Nuestros hijos morirán de hambre", se
lamentó el pobre esa noche. "Solo hay un remedio -dijo la mamá llorando-. Tenemos que dejarlos
en el bosque, cerca del palacio del rey. Alguna persona de la corte los recogerá y cuidará".

Hansel y Gretel, que no se habían podido dormir de hambre, oyeron la conversación. Gretel se echó
a llorar, pero Hansel la consoló así: "No temas. Tengo un plan para encontrar el camino de regreso.
Prefiero pasar hambre aquí a vivir con lujos entre desconocidos". Al día siguiente la mamá los
despertó temprano. "Tenemos que ir al bosque a buscar frutas y huevos -les dijo-; de lo contrario,
no tendremos que comer". Hansel, que había encontrado un trozo de pan duro en un rincón, se
quedó un poco atrás para ir sembrando trocitos por el camino.
Cuando llegaron a un claro próximo al palacio, la mamá les pidió a los niños que descansaran
mientras ella y su esposo buscaban algo para comer. Los muchachitos no tardaron en quedarse
dormidos, pues habían madrugado y caminado mucho, y aprovechando eso, sus padres los
dejaron. Los pobres niños estaban tan cansados y débiles que durmieron sin parar hasta el día
siguiente, mientras los ángeles de la guarda velaban su sueño.

Al despertar, lo primero que hizo Hansel fue buscar los trozos de pan para recorrer el camino de
regreso; pero no pudo encontrar ni uno: los pájaros se los habían comido. Tanto buscar y buscar se
fueron alejando del claro, y por fin comprendieron que estaban perdidos del todo.

Anduvieron y anduvieron hasta que llegaron a otro claro. ¿A que no sabéis que vieron allí? Pues
una casita toda hecha de galletitas y caramelos. Los pobres chicos, que estaban muertos de
hambre, corrieron a arrancar trozos de cerca y de persianas, pero en ese momento apareció una
anciana. Con una sonrisa muy amable los invitó a pasar y les ofreció una espléndida comida. Hansel
y Gretel comieron hasta hartarse.Luego la viejecita les preparó la cama y los arropó cariñosamente.

Pero esa anciana que parecía tan buena era una bruja que quería hacerlos trabajar. Gretel tenía
que cocinar y hacer toda la limpieza. Para Hansel la bruja tenía otros planes: ¡quería que tirara de
su carro! Pero el niño estaba demasiado flaco y debilucho para semejante tarea, así que decidió
encerrarlo en una jaula hasta que engordara. ¡Gretel no podía escapar y dejar a su hermanito
encerrado! Entretanto, el niño recibía tanta comida que, aunque había pasado siempre mucha
hambre, no podía terminar todo lo que le llevaba.

Como la bruja no veía más allá de su nariz, cuando se acercaba a la jaula de Hansel le pedía que
sacara un dedo para saber si estaba engordando. Hansel ya se había dado cuenta de que la mujer
estaba casi ciega, así que todos los días le extendía un huesito de pollo. "Todavía estás muy flaco -
decía entonces la vieja-. ¡Esperaré unos días más!". Por fin, cansada de aguardar a que Hansel
engordara, decidió atarlo al carro de cualquier manera. Los niños comprendieron que había llegado
el momento de escapar.
Como era día de amasar pan, la bruja había ordenado a Gretel que calentara bien el horno. Pero la
niña había oído en su casa que las brujas se convierten en polvo cuando aspiran humo de tilo, de
modo que preparó un gran fuego con esa madera. "Yo nunca he calentado un horno -dijo entonces
a la bruja-. ¿Por que no miras el fuego y me dices si está bien?". "¡Sal de ahí, pedazo de tonta! -
chilló la mujer-. ¡Yo misma lo vigilaré!". Y abrió la puerta de hierro para mirar. En ese instante salió
una bocanada de humo y la bruja se deshizo. Solo quedaron un puñado de polvo y un manojo de
llaves. Gretel recogió las llaves y corrió a liberar a su hermanito. Antes de huir de la casa, los dos
niños buscaron comida para el viaje. Pero, cual sería su sorpresa cuando encontraron montones de
cofres con oro y piedras preciosas! Recogieron todo lo que pudieron y huyeron rápidamente.

Tras mucho andar llegaron a un enorme lago y se sentaron


tristes junto al agua, mirando la otra orilla. ¡Estaba tan lejos!
“¿Queréis que os cruce?”, preguntó de pronto una voz entre los
juncos. Era un enorme cisne blanco, que en un santiamén los
dejó en la otra orilla. ¿Y adivinen quien estaba cortando leña
justamente en ese lugar? ¡El papá de los chicos! Sí, el papá que
lloró de alegría al verlos sanos y salvos. Después de los abrazos y
los besos, Hansel y Gretel le mostraron las riquezas que traían, y
tras agradecer al cisne su oportuna ayuda, corrieron todos a
reunirse con la mamá.

FIN
Hace mucho, muchísimo tiempo, en la róspera ciudad de Hamelín, sucedió algo muy extraño: una
mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles
invadidas por miles de ratones que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el grano
de sus repletos graneros y la comida de sus bien provistas despensas. Nadie acertaba a
comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía qué hacer para acabar con
tan inquietante plaga. Por más que pretendían exterminarlos o, al menos, ahuyentarlos, tal parecía
que cada vez acudían más y más ratones a la ciudad. Tal era la cantidad de ratones que, día tras
día, se enseñoreaba de las calles y de las casas, que hasta los mismos gatos huían asustados.

Ante la gravedad de la situación, los prohombres de la ciudad, que veían peligrar sus riquezas por
la voracidad de los ratones, convocaron al Consejo y dijeron: "Daremos cien monedas de oro a
quien nos libre de los ratones". Al poco se presentó ante ellos un flautista taciturno, alto y
desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: "La recompensa será mía. Esta noche no
quedará ni un sólo ratón en Hamelín". Dicho esto, comenzó a pasear por las calles y, mientras
paseaba, tocaba con su flauta una maravillosa melodía que encantaba a los ratones, quienes
saliendo de sus escondrijos seguían embelesados los pasos del flautista que tocaba incansable su
flauta.

Y así, caminando y tocando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí ni siquiera se
veían las murallas de la ciudad. Por aquel lugar pasaba un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo
para seguir al flautista, todos los ratones perecieron ahogados. Los hamelineses, al verse al fin
libres de las voraces tropas de ratones, respiraron aliviados. Ya tranquilos y satisfechos, volvieron a
sus prósperos negocios, y tan contentos estaban que organizaron una gran fiesta para celebrar el
feliz desenlace, comiendo excelentes viandas y bailando hasta muy entrada la noche.

A la mañana siguiente, el flautista se presentó ante el Consejo y reclamó a los prohombres de la


ciudad las cien monedas de oro prometidas como recompensa. Pero éstos, liberados ya de su
problema y cegados por su avaricia, le contestaron: "¡Vete de nuestra ciudad!, ¿o acaso crees que
te pagaremos tanto oro por tan poca cosa como tocar la flauta?". Y dicho esto, los orondos
prohombres del Consejo de Hamelín le volvieron la espalda profiriendo grandes carcajadas.

Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día
anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente. Pero esta vez no eran los
ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido
maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico. Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una
gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación,
intentaban impedir que siguieran al flautista. Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy
lejos, tan lejos que nadie supo adónde, y los niños, al igual que los ratones, nunca jamás volvieron.
En la ciudad sólo quedaron sus opulentos habitantes y sus bien repletos graneros y bien provistas
despensas, protegidas por sus sólidas murallas y un inmenso manto de silencio y tristeza.

Y esto fue lo que sucedió hace muchos, muchos años, en esta desierta y vacía ciudad de Hamelín,
donde, por más que busquéis, nunca encontraréis ni un ratón ni un niño.
FIN
JUAN SIN MIEDO

Érase una vez un matrimonio de leñadores que tenía dos hijos. Pedro, el mayor, era un chico muy
miedoso. Cualquier ruido le sobresaltaba y las noches eran para él terroríficas. Juan, el pequeño,
era todo lo contrario. No tenía miedo de nada. Por esa razón, la gente lo llamaba Juan sin miedo.
Un día, Juan decidió salir de su casa en busca de aventuras. De nada sirvió que sus padres
intentaron convencerlo de que no lo hiciera. El quería conocer el miedo. Saber que se sentía.

Estuvo andando sin parar varios días sin que nada especial le sucediese. Llegó un bosque y decidió
cruzarlo. Bastante aburrido, se sentó a descansar un rato. De repente, una bruja de terrible
aspecto, rodeada de humo maloliente y haciendo grandes aspavientos, apareció junto a él.

¿Que ahí abuela? -saludo Juan con toda tranquilidad.

¡Desvergonzado! ¡Soy una bruja!

Pero Juan nos impresionó. La bruja intentó todo lo que sabía para asustar a aquel muchacho. Nada
dio resultado. Así que se dio media vuelta y se fue de allí cabizbaja, pensando que era su primer
fracaso como bruja.

Tras su descanso, Juan echó a andar de nuevo. En un claro del bosque encontró una casa. Llamo a
la puerta y le abrió un espantoso ogro que, al ver al muchacho, comenzó a lanzar unas terribles
carcajadas.

Juan no soportó que se riera de él. Se quitó el cinturón y empezó a darle unos terribles golpes
hasta que el ogro le rogó que parase.

El muchacho pasó la noche en la casa del ogro. Por la mañana siguió su camino y llegó a una
ciudad. En la plaza un pregonero leía un mensaje del rey.

Y a quien se atreva a pasar tres noches seguidas en este castillo, el rey le concederá a la mano de
la princesa.
Juan sin miedo se dirigió al palacio real, donde fue recibido por el soberano.

Majestad, estoy dispuesto a ir a ese castillo dijo el muchacho.

Sin duda has de ser muy valiente contestó el monarca. Pero creo que deberías pensar lo mejor.

Está decidido respondió Juan con gran seguridad.

Juan llegó al castillo. Llevaba años deshabitado. Había


polvo y telarañas por todas partes. Como tenía frío,
encendió una hoguera. Con el calor se quedó
dormido.

Al rato, unos ruidos de cadenas lo despertaron. Al


abrir los ojos, el muchacho vio ante él un fantasma.

Juan, muy enfadado por qué lo hubieran despertado,


cogió un palo ardiendo y se lo tiró al fantasma.

Este, con su sábana en llamas, huyó de allí y el muchacho siguió durmiendo tan tranquilo.

Por la mañana, siguió recorriendo el castillo. Encontró una habitación con una cama y decidió pasar
allí su segunda noche. Al poco rato de haberse acostado, o yo lo que parecían maullidos de gatos.
Y ante él aparecieron tres grandes tigres que lo miraban con ojos amenazadores.

Juan cogió la barra de hierro y empezó a repartir golpes. Con cada golpe, los tigres se iban
haciendo más pequeños. Tanto redujeron su tamaño que, al final, quedaron convertidos en unos
juguetones que a gatitos a los que Juan estuvo acariciando.

Llegó la tercera noche y Juan se echó a dormir. Al cabo de unos minutos escuchó unos
impresionantes rugidos. Un enorme león estaba a punto de atacarlo. El muchacho cogió la barra de
hierro y empezó a golpear al pobre animal, quien empezó a decir con voz suplicante: ¡Basta!
¡basta! ¡no me es más! ¡eres un bruto! ¿no te das cuenta de que me vas a matar?

A la mañana siguiente, Juan sin miedo apareció el palacio real. El rey, que no daba crédito a sus
ojos, le concedió la mano de su hija y, a los pocos días se celebraron las bodas.

Juan estaba encantado con su esposa y se sentía muy feliz.

La princesa también lo estaba. Pero decidió que haría conocer el miedo a su marido.

Una noche, mientras Juan dormía, ella cogió una jarra de agua fría y se la derramó encima.

El pobre Juan creyó morir del susto. Temblaba de terror. Sus pelos estaban rizados y ¡conoció el
miedo, por fin!

Juan una vez recuperado, agradeció su esposa haberle hecho sentir miedo, algo que todo el mundo
conoce.

FIN
Érase una vez... un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y,
durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el
de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo
a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a
causa de un defecto de fundición. No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado
mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no
sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar
ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los
dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se
enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no
encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en
medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su
valor y por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia
que no. Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el
diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas.

Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo admonitorio señalaba al
pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló. "¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!" El
pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló: " No le hagas caso, es un
envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo." Y lo dijo ruborizándose. ¡Pobres estatuillas de
plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados,
cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana. "¡Quedate aquí y vigila que no
entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!" El niño colocó
luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar. Pasaban los días y el soldadito de
plomo no era relevado de su puesto de guardia. Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un
fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al
caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo.

El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó
amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de
muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana.
Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los
charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los
tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios. Fue así como vieron al soldadito de
plomo clavado en tierra, chorreando agua. "¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo
hubiera llevado a casa.", dijo uno . "Cojámoslo igualmente, para algo servirá", dijo el otro, y se lo
metió en un bolsillo. Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una
barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo. "¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!"
Dijo el pequeño que lo había recogido. Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un
navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a
la barquita.

En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto. Enormes ratas, cuyos dientes
rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita
zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había arrastrado
tantos y tantos peligros en sus batallas! La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la
barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos. Después del
naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades
del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que
le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina... De pronto, una
boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago
de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su
uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido
al poco rato en la red que un pescador había tendido en el rió. Poco después acabó agonizando en
una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera
de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado. "Este
ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche.", dijo la mujer contemplando el
pescado expuesto encima de un mostrador. El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió
para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos. "¡Pero si es uno de los
soldaditos de...!", gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su
soldadito de plomo al que le faltaba una pierna. "¡Sí, es el mío!", exclamó jubiloso el niño al
reconocer al soldadito mutilado que había perdido. "¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este
pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!" Y lo colocó en la
repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina. Un milagro había reunido
de nuevo a los dos enamorados.

Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su
separación. Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de
la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar. El soldadito de plomo, asustado, vio
como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor.
Desesperado, se sentía impotente para salvarla. ¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a
unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el
pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez
por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas
peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse. El plomo de la peana de uno se mezcló con el
del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón. A punto estaban sus
cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las
llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron
siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

FIN
LOS 3 CERDITOS Y EL LOBO FEROZ

En el corazón del bosque vivían tres cerditos que eran hermanos. El lobo siempre andaba
persiguiéndoles para comérselos. Para escapar del lobo, los cerditos decidieron hacerse una casa.
El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar. El mediano construyó una casita
de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para irse a jugar con
él. El mayor trabajaba en su casa de ladrillo. - Ya veréis lo que hace el lobo con vuestras casas-
riñó a sus hermanos mientras éstos se lo pasaban en grande.

El lobo salió detrás del cerdito pequeño y él corrió hasta su casita de paja, pero el lobo sopló y
sopló y la casita de paja derrumbó. El lobo persiguió también al cerdito por el bosque, que corrió a
refugiarse en casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera
derribó.

Los dos cerditos salieron pitando de allí. Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron
a la casa del hermano mayor. Los tres se metieron dentro y cerraron bien todas las puertas y
ventanas. El lobo se puso a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por el que entrar. Con una
escalera larguísima trepó hasta el tejado, para colarse por la chimenea. Pero el cerdito mayor puso
al fuego una olla con agua. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, pero cayó
sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos terribles aullidos que se oyeron en
todo el bosque. Se cuenta que nunca jamás quiso comer cerdito.

FIN
PULGARCITO

Érase una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado,


atizando el fuego, mientras que su esposa hilaba sentada junto a él.
Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños.

-¡Qué triste es no tener hijos! -dijo él-. En esta casa siempre hay
silencio, mientras que en los demás hogares hay tanto bullicio y
alegría...

-¡Es verdad! -contestó la mujer suspirando-. Si por lo menos


tuviéramos uno, aunque fuese muy pequeño y no mayor que el pulgar,
seríamos felices y lo querríamos de todo corazón.

Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, dio a luz a un niño
completamente normal en todo, si exceptuamos que no era más grande que un dedo pulgar.

-Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido.

Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y


se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto
dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera.

Un día, el campesino se aprestaba a ir al bosque a cortar leña y dijo para sí:

-Ojalá tuviera a alguien que me llevase el carro.

-¡Oh, padre! -exclamó Pulgarcito- ¡Ya te llevaré yo el carro! ¡Puedes confiar en mí! En el momento
oportuno lo tendrás en el bosque.

El hombre se echó a reír y dijo:

-¿Cómo podría ser eso? Eres demasiado pequeño para llevar de las bridas al caballo.

-¡Eso no importa, padre! Si mamá lo engancha, yo me pondré en la oreja del caballo y le iré
diciendo al oido por dónde ha de ir.

-¡Está bien! -contestó el padre-, probaremos una vez.

Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgarcito en la oreja del caballo,
donde el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un "¡Heiii!", como con
un "¡Arre!". Todo fue tan bien como si un conductor de experiencia condujese el carro,
encaminándose derecho hacia el bosque.

Sucedió que, justo al doblar un recodo del camino, cuando el pequeño iba gritando "¡Arre! ¡Arre!" ,
acertaron a pasar por allí dos forasteros.

-¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo que pasa? Ahí va un carro, y alguien va arreando al caballo;
sin embargo no se ve a nadie conduciéndolo.

-Todo es muy extraño -dijo el otro-. Vamos a seguir al carro para ver dónde se para.

Pero el carro se internó en pleno bosque y llegó justo al sitio donde estaba la leña cortada. Cuando
Pulgarcito vio a su padre, le gritó:

-¿Ves, padre? Ya he llegado con el carro. Bájame ahora del caballo.

El padre tomó las riendas con la mano izquierda y con la derecha sacó a su hijo de la oreja del
caballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre una brizna de hierba. Cuando los dos forasteros lo vieron se
quedaron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos se escondieron, diciéndose el uno al
otro:

-Oye, ese pequeñín bien podría hacer nuestra fortuna si lo exhibimos en la ciudad y cobramos por
enseñarlo. Vamos a comprarlo.

Se acercaron al campesino y le dijeron:

-Véndenos al pequeño; estará muy bien con nosotros.

-No -respondió el padre- es mi hijo querido y no lo vendería ni por todo el oro del mundo.

Pero al oír esta propuesta, Pulgarcito trepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre
su hombro y le susurró al oído:

-Padre, véndeme, que ya sabré yo cómo regresar a casa.

Entonces, el padre lo entregó a los dos hombres a cambio de una buena cantidad de dinero.

-¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron.

-¡Da igual ! Colocadme sobre el ala de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro,
disfrutando del paisaje, y no me caeré.

Cumplieron su deseo y, cuando Pulgarcito se hubo despedido de su padre, se pusieron todos en


camino. Viajaron hasta que anocheció y Pulgarcito dijo entonces:

-Bajadme un momento; tengo que hacer una necesidad.

-No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves
también me dejan caer a menudo algo encima.

-No -respondió Pulgarcito-, yo también sé lo que son las buenas maneras. Bajadme
inmediatamente.

El hombre se quitó el sombrero y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por un
momento dio saltitos entre los terrones de tierra y, de repente, se metió en una madriguera que
había localizado desde arriba.

-¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con un tono de burla.

Los hombres se acercaron corriendo y rebuscaron con sus bastones en la madriguera del ratón,
pero su esfuerzo fue inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la oscuridad no tardó
en hacerse total, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías.

Cuando Pulgarcito advirtió que se habían marchado, salió de la madriguera.


-Es peligroso atravesar estos campos de noche -pensó-; sería muy fácil caerse y romperse un
hueso.

Por fortuna tropezó con una concha vacía de caracol.

-¡Gracias a Dios! -exclamó- Ahí podré pasar la noche con tranquilidad.

Y se metió dentro del caparazón. Un momento después, cuando estaba a punto de dormirse, oyó
pasar a dos hombres; uno de ellos decía:

-¿Cómo haremos para robarle al cura rico todo su oro y su plata?

-¡Yo podría decírtelo! -se puso a gritar Pulgarcito.

-¿Qué fue eso? -dijo uno de los espantados ladrones-; he oído hablar a alguien.

Se quedaron quietos escuchando, y Pulgarcito insistió:

-Llévadme con vosotros y os ayudaré.

-¿Dónde estás?

-Buscad por la tierra y fijaos de dónde viene la voz -contestó.

Por fin los ladrones lo encontraron y lo alzaron hasta ellos.

-A ver, pequeñajo, ¿cómo vas a ayudarnos?

-¡Escuchad! Yo me deslizaré por las cañerías hasta la habitación del cura y os iré pasando todo
cuanto queráis.

-¡Está bien! Veremos qué sabes hacer.

Cuando llegaron a la casa del cura, Pulgarcito se introdujo en la habitación y se puso a gritar con
todas sus fuerzas.

-¿Quereis todo lo que hay aquí?

Los ladrones se estremecieron y le dijeron:

-Baja la voz para que nadie se despierte.

Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando:

-¿Qué queréis? ¿Queréis todo lo que hay aquí?

La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se
puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Por fin recobraron el valor
diciéndose:

-Ese pequeñajo quiere burlarse de nosotros.

Regresaron y le susurraron:
-Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa.

Entonces, Pulgarcito se puso a gritar de nuevo con todas sus fuerzas:

-Sí, quiero daros todo; sólo tenéis que meter las manos.

La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta.
Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía
nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido
en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada,
acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta.

Pulgarcito había trepado por la paja y en ella encontró un buen lugar para dormir. Quería descansar
allí hasta que se hiciese de día para volver luego con sus padres, pero aún habrían de ocurrirle
otras muchas cosas antes de poder regresar a su casa.

Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los
animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en
donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no
despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino?

Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser
triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.

-En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y
tampoco veo ninguna luz.

Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta,
por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas
sus fuerzas:

-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!

La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la
misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó
toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo:

-¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado!

-¡Estás loca! -repuso el cura.

Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso
a gritar de nuevo:

-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!

Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se
matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado
Pulgarcito, fue arrojado al estiércol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y,
cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo
hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado. Pulgarcito no
perdió los ánimos. «Quizá -pensó- este lobo sea comprensivo». Y, desde el fondo de su panza, se
puso a gritarle:

-¡Querido lobo, sé donde hallar un buena comida para ti!

-¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo.

-En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino
y longanizas, tanto como desees comer.

Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres.

El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y,
en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había
engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó
a patalear y a gritar dentro de la barriga del lobo.

-¿Te quieres estar quieto? -le dijo el lobo-. Vas a despertar a todo el mundo.

-¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. ¿No has disfrutado bastante ya? Ahora yo también quiero
divertirme.

Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus
padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el
hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz.

-Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el
hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas.

Cuando Pulgarcito oyó la voz de su padre, gritó:


-¡Querido padre, estoy aquí; aquí, en la barriga del lobo!
-¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo!

Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha,
asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo y
unas tijeras, le abrieron la barriga al lobo y sacaron al pequeño.

-¡Qué bien! -dijo el padre-. ¡No sabes lo preocupados que estábamos por ti!
-¡Sí, padre, he vivido mil aventuras. ¡Gracias a Dios que puedo respirar de nuevo aire freco!

-Pero, ¿dónde has estado?

-¡Ay, padre!, he estado en la madriguera de un ratón, en el estómago de una vaca y en la barriga


de un lobo. Ahora estoy por fin con vosotros.

-Y no te volveremos a vender ni por todo el oro del mundo.

Y abrazaron y besaron con mucho cariño a su querido Pulgarcito; le dieron de comer y de beber, lo
bañaron y le pusieron ropas nuevas, pues las que llevaba se habían estropeado en su accidentado
viaje.

FIN
NUEZ DE ORO

La linda Maria, hija del guardabosques, encontró un día una nuez de oro en medio
del sendero.

-Veo que has encontrado mi nuez.


Devuélvemela -dijo una voz a su espalda.

María se volvió en redondo y fue a encontrarse frente a un ser diminuto, flaco,


vestido con jubón carmesí y un puntia-gudo gorro. Podría haber sido un niño por el
tamaño, pero por la astucia de su rostro comprendió la niña que se trataba de un
duendecillo.
-Vamos, devuelve la nuez a su dueño, el Duende de la Floresta -insistió,
inclinándose con burla.
-Te la devolveré si sabes cuantos pliegues tiene en la corteza. De lo contrario me
la quedaré, la venderé y podré comprar ropas para los niños pobres, porque el
invierno es muy crudo.
-Déjame pensar..., ¡tiene mil ciento y un pliegues!

María los contó. ¡El duendecillo no se había equivocado! Con lágrimas en los
ojos, le alargó la nuez.

-Guárdala -le dijo entonces el duende-: tu generosidad me ha conmovido. Cuando


necesites algo, pídeselo a la nuez de oro.

Sin más, el duendecillo desapareció.

Misteriosamente, la nuez de oro procuraba ropas y alimentos para todos los


pobres de la comarca. Y como María nunca se separaba de ella, en adelante la
llamaron con el encantador nombre de 'Nuez de Oro".
La ratita blanca
El Hada soberana de las cumbres invito un día a todas las hadas de las nieves a
una fiesta en su palacio. Todas acudieron envueltas en sus capas de armiño y
guiando sus carrozas de escarcha. Pero una de ellas, Alba, al oír llorar a unos
niños que vivían en una solitaria cabaña, se detuvo en el camino.

El hada entro en la pobre casa y encendió la chimenea. Los niños,


calentándose junto a las llamas, le contaron que sus padres hablan ido a trabajar a
la ciudad y mientras tanto, se morían de frío y miedo.

-Me quedare con vosotros hasta el regreso de vuestros padres -prometió ella.

Y así lo hizo; a la hora de marchar, nerviosa por el castigo que podía imponerle
su soberana por la tardanza, olvido la varita mágica en el interior de la cabaña. El
Hada de las cumbres contemplo con enojo a Alba.

Cómo? ,No solo te presentas tarde, sino que además lo haces sin tu varita?
¡Mereces un buen castigo!

Las demás hadas defendían a su compañera en desgracia.

-Ya se que Alba tiene cierta disculpa. Ha faltado, sí, pero por su buen corazón, el
castigo no será eterno. Solo durara cien años, durante los cuales vagara por el
mundo convertida en ratita blanca.

Amiguitos, si veis por casualidad a una ratita muy linda y de blancura


deslumbrante, sabed que es Alba, nuestra hadita, que todavía no ha cumplido su
castigo...

El emir caprichoso
Hubo una vez en un lugar de la Arabia un emir sumamente rico y muy caprichoso
en el comer. Los mejores cocineros de la región trabajaban para él, forzando cada
día su imaginación para satisfacer sus exigencias.

Harto ya de tiernos faisanes y pescados raros, un día llamó a su cocinero jefe y le


dijo:

-Ahmed, voy a pedirte que me busques algún manjar que no haya probado nunca,
porque mi apetito va decayendo. Si quieres seguir a mi servicio, tendrás que
ingeniarte cómo hacerlo.

-Si me ingenio y logro sorprenderos, ¿qué me daréis?


Aquel gran glotón, repuso:

-La mano de mi bellísima hija

Al día siguiente, el propio Ahmed sirvió al Emir en una bandeja de oro, el


nuevo manjar. Parecían muslos de ave adornados con una artística guarnición.

Comió el Emir y gritó entusiasmado:

-¡Bravo, Ahmed! Esto es lo más exquisito que he comido nunca. ¿Puedes decirme
qué es?

-El loro viejo que conservabais en su jaula de plata, señor.

-Tunante! Me has engañado. ¡No te casarás con mi hija!

El Gran Visir intervino en el pleito. Y puesto que el Emir había proclamado que
el manjar era exquisito, sentenció a favor del cocinero, que fue dichosísimo con su
hermosa princesa.

El castigo del avaro

Erase un hombre muy rico, pero también muy avaro. Un día acudió a la feria,
donde le ofrecieron un jamón muy barato.

-Se, lo compro! Después de todo, hago un negocio, pues con ese dinero ni patatas
hubiera adquirido.

Y se dio el gran atracón de jamón, manjar que nunca probaba. Resultó que
estaba podrido y al día siguiente, aquejado de fuertes dolores, hubo de llamar al
médico.

-Qué habéis comido? -le preguntó el galeno

El avaro, entre suspiros, mencionó su compra barata.

-¡Buena la habéis hecho! -se burló el médico-.

Entre la factura de la botica y la mía, caro va a saliros el jamón podrido.

También podría gustarte